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Telar 18 (2017) ISSN 1668-2963 l Cinco apuntes sobre periodismo narrativo: 21-28 21

Cinco apuntes sobre periodismo


narrativo
ALBERTO SALCEDO RAMOS

I: En busca de un Jueves Santo


Cuenta Juan José Hoyos que, en sus primeros tiempos como cronista de un
importante periódico colombiano, sufrió muchos desengaños por la falta de espa-
cio para publicar sus historias. En realidad, no era que escaseara el espacio, sino
que se lo negaban con el argumento de que al público le fastidiaban las crónicas. El
país estaba en crisis –le decían– y por eso el mejor camino para acceder al lector era
informar escuetamente sobre lo urgente.
Para sortear el escollo, Juan José apeló a dos cualidades de las que nunca se
habla en las escuelas de periodismo: resistencia y malicia indígena. Lo primero le
sirvió para aguantar los desencantos sin pensar en retirarse y sin contemplar la
opción de arrojarse por la ventana. Y lo segundo, para descubrir la única luz posi-
ble en medio de aquella oscuridad. Había –¡Eureka!– una manera de publicar sus
crónicas cada semana: el truco consistía en mandarlas a la redacción los jueves por
la tarde, que era cuando los editores salían del periódico hacia el club a jugar golf.
Conviene que muchos chicos que andan por ahí con ganas de publicar cróni-
cas vayan tomando nota de este inesperado requerimiento: para sobrevivir no bas-
ta con aguzar el ojo y cultivar la voz personal: hay que endurecer la piel, blindarse
contra las inclemencias del entorno, alinearse sin titubeos en el bando de los testa-
rudos. Sin esa terquedad será imposible sobrevivir a la tiranía de ciertos medios
que confunden lo urgente con lo importante, y no por desorientación profesional
sino porque, evidentemente, están más interesados en las cuentas que en los cuen-
tos. Y sin duda por eso –como bien lo observa el escritor colombiano Juan Gabriel
Vásquez– prefieren una forma telegráfica fácil de digerir, cuyos componentes bási-
cos son los datos, el sensacionalismo y el lenguaje universal de los números. “Bajo
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esa forma”, añade Vásquez, “el suceso es: ‘Asesinados acaudalado granjero y 3
familiares’; bajo la forma de Capote, A sangre fría”.
No es justo que, tal y como lo advirtió Ryszard Kapuscinski unos años antes
de morir, los medios masivos subordinen la verdad a lo interesante o lo que se
puede vender. Tampoco es justo que un gran sector del periodismo de nuestros
países siga creyendo que solo se consiguen noticias de interés poniendo una graba-
dora al frente de los funcionarios públicos que necesitan hacer sus anuncios o des-
hacer sus entuertos. Y tampoco es justo que mucha gente digna solo aparezca en
las páginas de la gran prensa cuando es víctima de una tragedia. Bienvenido a la
realidad, amigo cronista: te vas a topar con ella tarde o temprano. Como es muy
posible que la situación persista durante el resto de tu vida, más te vale que no
pierdas el tiempo quejándote. Esperar pacientemente la llegada de tu Jueves Santo
para publicar, a hurtadillas, esa crónica que te ha quitado el sueño, como hacía
Juan José Hoyos a comienzos de los años 80, quizá te parezca una pequeñez. Pero
no estamos armando el decálogo del pequeño bribón sino advirtiendo que un buen
punto de partida es la testarudez del cronista, su férreo compromiso individual.

II: Un asunto de memoria


Los escritores de ficción no son más importantes, per se, que los de no ficción,
sólo porque imaginen sus argumentos en lugar de apegarse literalmente a los he-
chos y personajes de la vida real. Raymond Carver, extraordinario poeta y narra-
dor, decía que lo que define a un escritor grande es “esa forma especial de contem-
plar las cosas y el saber dar una expresión artística a sus contemplaciones”. En un
cuentista de la talla de Rulfo se aprecian esos dones, pero lo mismo se puede decir
de ciertos escritores notables de no ficción, como Joseph Mitchell y Gay Talese.
Hay todavía muchos escritores de ficción convencidos de que quienes escriben no
ficción son indignos del calificativo de escritores. Está claro que para ellos literatu-
ra es literatura y periodismo es periodismo. Sé de muchos que cuando oyen hablar
de periodismo literario sacan la pistola de Goebbels para castigar al hereje. Para
ellos, eso es como revolver peras con cebolla larga, o sea, como juntar dos elemen-
tos incompatibles, lo exquisito con lo grotesco, o lo memorable con lo fugaz.
Es más frecuente hablar de los aportes de la literatura al periodismo que de los
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aportes del periodismo a la literatura. Cuando se trata del primer caso, que es lo
predominante, se mencionan las técnicas narrativas, el empleo del punto de vista,
la construcción de imágenes, el uso de las escenas y la creación de las atmósferas.
Todos esos recursos, ciertamente, proceden de la literatura y contribuyen a embe-
llecer el periodismo en lo formal y a dotarlo de un poder mayor de penetración.
Pero veo que se habla muchísimo menos de los aportes del periodismo a la literatu-
ra, lo cual se me antoja injusto.
Muchos grandes escritores se han referido a su deuda con el periodismo. Pien-
so, por ejemplo, en Gabriel García Márquez, en Albert Camus, en Truman Capote
y, por supuesto, en Ernest Hemingway, aunque este último dijo una vez que el
periodismo es bueno para un escritor siempre y cuando lo abandone a tiempo. Yo
creo que el periodismo adiestra al escritor en el descubrimiento de los temas esen-
ciales para el hombre. Me parece que en esta profesión uno tiene acceso a un labo-
ratorio excepcional en el que siempre se está en contacto con lo más revelador de la
condición humana. Uno aquí ve desde reyes hasta mendigos, truhanes, bárbaros,
seres maravillosos, de todo, y eso es útil para construir universos literarios creíbles
y ambiciosos. En los últimos años se han incrementado las novelas basadas en
hechos y personajes de la realidad. Me atrevería a decir que el periodismo le sirve
al escritor para humanizar su escritura y bajarse de la torre en la que a veces se
encuentra instalado.
Los periodistas narrativos creemos que para escribir sobre un pueblo remoto
no es necesario esperar a que ese pueblo sea asaltado por algún grupo violento o
embestido por una catástrofe natural. El académico Norman Sims dice –y yo lo
cito, a riesgo de sonar pretencioso– que los periodistas narrativos no andan mendi-
gando las sobras del poder para ejercer su oficio. Y como si fuera poco, el periodis-
mo narrativo que hoy leemos como información dentro de unos años será leído
como memoria.

III: La roca de Flaubert


La historia me la contó Julián Lineros, reportero gráfico que ha cubierto mu-
chos sucesos del conflicto armado en Colombia. A un pueblo del Putumayo llama-
do Piñuña Negra, reconocido fortín del grupo guerrillero las Farc, llegaron en cier-
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ta ocasión varios convoyes de soldados regulares con el propósito de erradicar a los


insurgentes. Los soldados, según Lineros, se apostaron en varios puntos estratégi-
cos para protegerse del fuego contrario. Los guerrilleros estaban escondidos y lo
único de ellos que se percibía en el pueblo era el tableteo de sus ametralladoras.
Los soldados demoraron cerca de dos horas disparando impetuosamente contra
aquel enemigo invisible. Poco a poco empezaron a notar que las balas de la guerri-
lla se iban silenciando, hasta que se callaron del todo. “O los matamos”, concluyó
el comandante, “o los hicimos huir”.
Después de tomar las precauciones del caso salieron de sus barricadas para
otear el panorama. Lo que descubrieron entonces los dejó pasmados: los guerrille-
ros habían estado en el pueblo ese mismo día, pero se marcharon, al parecer, cuan-
do sintieron llegar a los soldados regulares. Eso sí: antes de irse colocaron en varios
radiolas del pueblo discos compactos que contenían disparos pregrabados.
El Ejército, como es apenas obvio, mantuvo en secreto aquella heroica batalla
suya contra un escuadrón de CD’s, lo que confirma la sentencia de Manuel
Alcántara, el poeta andaluz: “lo curioso no es cómo se escribe la historia, sino
cómo se borra”. Una función importante de la crónica es impedir, justamente, que
la borren o que pretendan escribirla siempre en pergaminos atildados en los que no
hay espacio ni para la derrota ni para el ridículo.
Lo que me gusta de esta historia no es su rareza circense, sino la promesa que
me regala: la realidad está llena de sucesos que merecen ser contados y, por tanto,
voy a pasarla bien mientras siga siendo cronista. Porque como bien lo dice Leila
Guerriero, mi admirada amiga y colega argentina, la realidad, vista por los ojos de
los buenos cronistas, “es tan fantástica como la ficción”.
Mi Nirvana no empieza donde hay una noticia sino una historia que me con-
mueve o me asombra. Una historia que, por ejemplo, me permite narrar lo particu-
lar para interpretar lo universal. O que me sirve para mostrar los conflictos del ser
humano. Sigo al pie de la letra un viejo consejo de Hemingway: “escribe sobre lo
que conoces”. Eso quiere decir, sobre lo que me habita, sobre lo que me pertenece.
Aunque el tema carezca de atractivo mediático, si creo en él lo asumo hasta sus
últimas consecuencias.
Me sentí especialmente orgulloso de mi oficio el día que leí esta declaración
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del escritor rumano Mircea Eliade: “en los campos de concentración rusos los
prisioneros que tenían la suerte de contar con un narrador de historias en su barra-
cón, han sobrevivido en mayor número. Escuchar historias les ayudó a atravesar el
infierno”.
Los contadores de historias también buscamos, a nuestro modo, atravesar el
infierno. Flaubert lo dijo hermosamente en una de sus cartas: un escritor se aferra
a su obra como a una roca, para no desaparecer bajo las olas del mundo que lo
rodea.

IV. El oficio más bello del mundo


Me preguntan con frecuencia para qué sirve el periodismo en estos tiempos de
redes sociales y vértigo noticioso. Suelo responder que, aunque los periodistas ha-
yamos perdido el monopolio de la información, el periodismo sigue siendo muy
útil para lo mismo de siempre: denunciar, informar, narrar, analizar, orientar y,
sobre todo, ayudar a entender.
El escritor Héctor Rojas Herazo decía que amaba a quienes buscan la verdad
pero desconfiaba de quienes creen haberla encontrado. Ejerzo el periodismo con
un ojo puesto en esa máxima.
Acaso lo mejor de ser periodistas es tener la oportunidad de ponernos en los
zapatos de los demás para comprenderlos. Para comprendernos.
El periodismo nos permite ser testigos, y luego contar. Hay que vivir tal situa-
ción para saber lo especial que es. Además, haciendo periodismo uno aprende
mucho sobre la condición humana.
¿Y lo peor? Supongo que los riesgos, especialmente en aquellos lugares donde,
según el poeta Jaime Jaramillo Escobar, exponer las opiniones no atrae a un con-
tradictor dialéctico sino a un sicario.
O quizá lo peor son los sueldos. En América Latina he conocido legiones de
periodistas desencantados de este aspecto del oficio. Es una paradoja triste: mos-
tramos los problemas que tienen otros profesionales por causa de los malos sala-
rios, pero nunca escribimos sobre los que tenemos nosotros por la misma razón.
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Sin embargo, nos damos el lujo de ser felices en tales condiciones, y hasta
repetimos, en coro con Albert Camus, que el periodismo es el oficio más bello del
mundo.
Las nuevas tecnologías han transformado el oficio. Pero tales transformacio-
nes no alteran el fondo de nuestro compromiso. Los medios tradicionales se inven-
taron la prisa como valor casi único del periodismo, y luego, cuando las redes
sociales empezaron a desafiarlos en ese terreno de la velocidad, ya no supieron qué
hacer.
Borges decía que no hay nada más nuevo que el periódico de hoy ni nada más
viejo que ese mismo periódico al día siguiente. Y eso que en los tiempos de Borges
la inmediatez se medía en horas, no en segundos. Si el compositor puertorriqueño
Tite Curet Alonso estuviera vivo, ya no le diría a su musa que su amor es un perió-
dico de ayer, sino que es un tuit de hace diez minutos.
Lo que quiero decir es que la velocidad no puede ser el único valor del perio-
dismo. Tampoco el culto a la tecnología.
Si Robert Capa viviera También tomaría fotos con un teléfono móvil, pero él
tendría claro que la herramienta tecnológica es un simple canal del mensaje y no el
mensaje mismo.
Hay que tener curiosidad. Hay que ser acucioso. Saber quién sabe lo que uno
no sabe, y preguntarle –como proponía don Alfonso Castellanos– es una manera
muy linda de terminar sabiendo. Uno de los principales mandamientos del oficio
es administrar la ignorancia.
Por último, no hay que confundir periódicos con periodismo. Los primeros
suelen acabarse cuando no les funciona la parte mercantil. El periodismo es una
necesidad social, y como tal sobrevivirá aunque no exista ningún periódico.

V: Bonus track: Un decálogo final para cronistas


Si no eres porfiado, olvídalo. De entrada te dirán que no hay espacio, ni dinero,
ni lectores. En vez de perder tiempo quejándote, pon el trasero en la silla como
proponía Balzac. Y cuando empieces a trabajar escucha el consejo de Katherine
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Ann Porter: no te enredes en asuntos ajenos a tu vocación. A un narrador lo único


que debe importarle es contar la historia.
Cuando la historia es buena y está bien contada posiblemente le interesará a
algún editor. Pero nadie te lo garantiza. En caso de que no la publiquen, por lo
menos te quedará una crónica ya terminada. Guárdala como un tesoro: podría
motivarte a hacer otra. Si dejas de escribir cuando los editores te cierran las puer-
tas, tal vez mereces que te las cierren.
Aunque tengas un trabajo de tiempo completo en un periódico o manejes un
camión de carga, debes escribir. Ninguna excusa es válida. Si solo atiendes los
llamados del estómago, ¿para qué seguimos hablando?
Cree en los temas que te impulsen a escribir. Ya lo dijo Mailer: cuando un tema
atrape tu atención no lo sometas a la duda.
Puedes escribir sobre lo que quieras: sobre un asaltante de caminos, sobre las
enaguas de tu abuela, sobre el escolta del presidente, sobre la caspa de Tarzán,
sobre lo triste, sobre lo folclórico, sobre lo trágico, sobre el frío, sobre el calor, sobre
la levadura del pan francés o sobre la máquina de afeitar de Einstein. Pero por
favor no aburras al lector. Escribir crónicas es narrar, narrar es seducir. Los buenos
contadores de historias convierten el verbo narrar en sinónimo de encoñar. Son
como Don Vito Corleone: le hacen al lector una oferta que no puede rechazar.
Confieso que me producen alergia las historias que lo reducen todo al blanco y
al negro. Desconfío de las moralejas y por eso no leo fábulas. O las abandono a
tiempo para que el lobo viva tranquilo después de comerse a Caperucita Roja y
para que el dueño de la gallina de los huevos de oro pueda sacrificarla sin remordi-
mientos.
Algunos pretenden escribir mientras bailan una cumbiamba o asisten a un par-
tido de fútbol. Pero el trabajo es una cosa y el recreo, otra. Concéntrate en tu oficio.
Si no le dedicas al texto toda tu atención, posiblemente el lector tampoco lo hará.
Estar aislado es duro, te lo advierto, en especial cuando escribes historias de
largo aliento. Sabes cuándo comienzas pero no cuándo terminas. En cierta ocasión
me sentí tan oprimido por el encierro que consideré como mi gran utopía salir a
pagar el recibo del teléfono. Luego están las dificultades propias del oficio: en una
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jornada solo alcanzas a precisar un adjetivo, y al día siguiente lo borras porque ya


no te gusta. Acuérdate de Dorothy Parker: “odio escribir, pero amo haber escrito”.
Si cuidas la escritura, si no te conformas con juntar las palabras de cualquier
manera, lo más seguro es que tiendas a bloquearte. Bloquearse es un gaje del ofi-
cio. Indica que asumes el trabajo en serio. Sal a la calle a renovarte. Tomar distan-
cia también es una forma de escribir.
Si eres de los reporteros que no leen más que noticias, declárate perdido. Hay
que tener buenos referentes en el oficio. Solo al oír las voces de los maestros
–Talese, Capote, Hemingway– y mirar el mundo con curiosidad genuina aprende-
rás a encontrar tu propia voz.
Por mucho que ciertos reporteros y editores ortodoxos renieguen de la crónica,
tú tienes que creer. La crónica le pone rostro y alma a la noticia para atender a un
tipo de lector que no solo quiere atragantarse de datos. Algunos suponen que las
verdades que no contienen el destape de una olla podrida son indignas de ser publi-
cadas. En un continente saturado de corrupción siempre será apreciada la figura
del higienista que fumiga a las alimañas. Sin embargo, me temo que la verdad no se
encuentra solamente regando plaguicidas o frecuentando los manteles de los pode-
rosos, sino también prestándole atención a la gente común y corriente, aquella que,
por desdicha, solo existe para la gran prensa en la medida en que muere o mata.

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