Cuba y Argentina, Cuentos 1

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 14

La Hostería, Mariana Enríquez

El humo del cigarrillo le daba náuseas, siempre le pasaba lo mismo cuando su madre fumaba en el
auto. Pero no se atrevía a pedirle que lo apagara, porque ella estaba de muy mal humor. Resoplaba
y el humo le salía por la nariz y se le metía en los ojos. En el asiento de atrás escuchaba música su
hermana Lali con los auriculares incrustados en los oídos. Nadie hablaba. Florencia miró por la
ventanilla las mansiones de Los Sauces y esperó con ganas el túnel y el dique y los cerros colorados.
Nunca se cansaba del paisaje a pesar de que lo veía varias veces por año, cada vez que iban a la casa
de Sanagasta.

Este viaje era distinto. No era por gusto. Su papá casi las había obligado a irse de La Rioja. Toda la
noche anterior Florencia había escuchado la pelea y a la mañana la decisión estaba ya tomada: hasta
las elecciones, mientras su papá estuviera en campaña para concejal de la capital, ellas se iban a
Sanagasta. El problema era Lali. Salía todos los fines de semana y se emborrachaba y tenía muchos
novios.

Lali, quince años, el pelo largo hasta debajo de la cintura, lacio y oscuro; era hermosa, aunque tenía
que usar menos maquillaje, abandonar las uñas largas y coloradas y aprender a caminar con tacos;
Florencia la veía con sus botas nuevas y le daba risa verla chueca y lenta, con tanto cuidado; le
parecía ridícula la sombra azul que usaba en los párpados y los aros de perlas tan horribles. Pero
entendía que a los hombres les gustara y que su papá no la quisiera dando vueltas por La Rioja
durante la campaña. Florencia había tenido que defender a su hermana varias veces después de
clases, a las piñas. Tu hermana la puta, la trola, la petera, la chupapija, ya le hicieron el culo o qué.
Siempre eran chicas las que insultaban a Lali. Una vez había vuelto a casa con un labio partido
después de una pelea en la esquina de la escuela y, mientras se lavaba en el baño y pensaba la
mentira que iba a decirles a sus padres —que le habían dado un pelotazo en la cara en el
entrenamiento de vóley—, se sintió una estúpida. Su hermana nunca le agradecía que la defendiera.
Nunca le hablaba, en realidad. No le importaba lo que dijeran de ella, no le importaba que Florencia
se peleara por ella, no le importaba Florencia. Se la pasaba en su habitación probándose ropa y
escuchando música estúpida, pavadas románticas, vas a verme llegar, vas a oír mi canción, vas a
entrar sin pedirme la llave, la distancia y el tiempo no saben la falta que le haces a mi corazón, todo
el día la misma canción, daban ganas de matarla. A Florencia le caía mal su hermana, pero no podía
evitar enojarse cuando la trataban de puta. No le gustaba que trataran a nadie de puta: se hubiera
peleado por cualquiera.

A ella nunca iban a tratarla de puta, eso lo tenía clarísimo. Abrió la ventanilla para ver mejor el dique
y la Pollera de la Gitana, esa parte del cerro que parecía la marca de una catarata de sangre ya seca.
El aire apenas húmedo le llenó la boca. A ella iban a decirle tortillera, mostra, enferma, quién sabe
qué cosas.

Mamá, poné música, querés, que se me gastaron las pilas, dijo Lali.

No jodas, hija, que se me parte la cabeza y tengo que manejar.

Qué aburrida que sos.

Callate, Lali, porque te reviento.

Cómo estaba la cosa, pensó Florencia. A su mamá no le gustaba Sanagasta. Como muchos riojanos,
se iba al pueblo en el verano, cuando el calor de la capital alcanzaba los cincuenta grados y a la
siesta no se podía dormir y daban ganas de morirse. Pero siempre hablaba de Uspallata o del mar,
estaba harta de ese pueblo sin restaurantes, con gente cerrada y antipática y el mercado artesanal,
que nunca variaba la oferta, ¡ni siquiera cambiaban las cosas de lugar! Estaba harta de la procesión
de la Virgen Niña, de las grutas por todas partes, de que en el pueblo hubiera tres iglesias y ningún
bar para tomarse un café. Si alguien le decía que se podía tomar un café en la Hostería, se sulfuraba
también. Estaba harta de la Hostería. De la amabilidad de Elena, la dueña, que a ella le resultaba
una mujer falsa y creída. Harta de que la única diversión fuera cenar pollo al horno en la Hostería,
jugar a la ruleta y las maquinitas en el casino de la Hostería, conocer a algún turista europeo en la
Hostería. Por suerte, solía decir, ellos tenían pileta de natación en su propia casa; si no, hubieran
tenido que usar la de la Hostería y ahí ella se volvía loca. Ni una parrilla había en el pueblo,
rezongaba. Ni una parrilla.

Llegaron a Sanagasta al mismo tiempo que la primera combi de la tarde, cerca de las seis y media.
El sol, ya bajo, les cambiaba el color a los cerros y el verde de los árboles del valle era de musgo
aterciopelado. Lali lloraba. Ella detestaba Sanagasta y estaba tan enojada, tan convencida de que
cuando terminara la secundaria se escaparía a Córdoba, donde vivía uno de sus novios… Florencia
había escuchado el plan de huida cuando se lo contaba por teléfono a una amiga.

La casa estaba bastante fresca y su mamá, siempre friolenta, encendió la estufa. Florencia salió al
parque: la casa de fin de semana de su familia era bastante pequeña porque su papá había preferido
una construcción chica y un terreno muy grande para tener pileta, árboles, mucho espacio para que
los perros corrieran, una glorieta y hasta flores, le encantaban las flores, mucho más que a su mamá,
que prefería los cactus. Florencia se sentó en el sillón hamaca y empezó a identificar los colores:
naranja y fucsia de las flores, turquesa de la pileta, verde tuna, rosado de la casa. Le mandó un
mensaje a su mejor amiga, Rocío, que vivía en Sanagasta: Ya llegué, pasá a buscarme.

Tenían mucho de qué hablar: Rocío le había adelantado por mail que también había bardo en su
casa. Es decir, que había problemas con su papá, porque la familia de Rocío era mínima: su mamá
estaba muerta y no tenía hermanos. Rocío mensajeó que se encontraran en el quiosco, que ya
estaba abierto, y Florencia salió corriendo sin avisar, con algo de plata en el bolsillo para tomar una
Coca. De todo lo que le gustaba de Sanagasta, una de sus cosas favoritas era poder irse sin avisar y
que sus padres no se enojaron ni se asustaran.

Había olor a quemado en el aire, probablemente una fogata de hojas caídas. Era el momento más
lindo del día. Rocío la esperaba sentada en una de las sillas de plástico del quiosco —que servía
sandwichs y empanadas a la noche— con shorts de jean desflecados, una remera blanca, el pelo
suelto y la mochila debajo de la mesa. Florencia la besó, se sentó y no pudo evitar mirarle las
piernas, el vello dorado que con la luz del atardecer parecía brillantina desparramada. Pidieron una
Coca de dos litros y Florencia quiso saber todo.

Hacía años que el padre de Rocío trabajaba en la Hostería como guía turístico: llevaba a los
huéspedes al parque arqueológico, al dique, a la Cueva de la Salamanca. Era el empleado favorito:
usaba la 4×4 de la dueña cuando se le rompía la camioneta, comía gratis en el restaurante cuando
quería, usaba el pool y el metegol sin pagar. En el pueblo decían que era el amante de Elena. Rocío
lo negaba, su papá no iba a meterse con la dueña de la Hostería, esa estirada, decía. Florencia había
hecho todos los recorridos turísticos con Rocío y su papá. Él era un guía increíble, cuidadoso y
simpático: tan entretenido que uno no se cansaba aunque estuviera trepando cerros bajo un sol
tremendo.

No te puedo creer que la Elena echó a tu papá, ¿qué pasó?


Rocío se limpió la Coca-Cola que le había quedado sobre el labio, un bigote marrón.

Las cosas andaban medio mal, le contó, porque Elena tenía problemas de plata y estaba histérica,
pero se fue todo a la mierda cuando su papá les contó a unos turistas de Buenos Aires que la
Hostería había sido una escuela de policía hacía treinta años, antes de ser hotel.

Pero tu papá siempre dice eso en los paseos, cuando cuenta la historia del pueblo, dijo Rocío.

Y sí, pero Elena no sabía. A estos turistas el dato les re interesó, quisieron saber más y le preguntaron
a Elena directamente. Ella se enteró ahí de que mi papá contaba de la escuela de policía y se
pelearon y lo echó.

¿Por qué se enojó tanto?

No quiere que los turistas piensen mal, dice mi papá, porque fue escuela de policía en la dictadura,
¿te acordás de que lo estudiamos en el colegio?

¿Qué, mataron gente ahí?

Mi papá dice que no, que Elena se persigue, que ahí fue escuela de policía nomás.

Después, Rocío dijo que era una excusa de Elena lo de la escuela de policía en la dictadura, que no
le importaba nada esa historia, si había comprado la Hostería hacía diez años apenas. Que estaba
de culo con su papá y lo quería echar, que se agarró de eso nomás. Andaba mal de plata, tenía que
echar gente. Elena le había quitado a su papá la llave de la Hostería, le había pedido plata para
arreglar algunas cosas de la camioneta que él no había roto, que estaban deterioradas por uso nada
más, y le había prohibido que hiciera los tours por su cuenta con amenaza de juicio. Y todo sin
pagarle el último mes de trabajo.

Pero él los puede hacer igual los paseos, qué tiene que ver.

No los va a hacer más, no quiere tener problemas. Aparte, dice que está harto de los sanagasteños,
se quiere ir de acá.

Rocío se terminó su vaso de Coca y llamó al perro del quiosco, que se acercó enseguida y pareció
decepcionado cuando recibió caricias en vez de comida.

Yo no me quiero ir, me gusta acá, quiero hacer la secundaria en La Rioja, con vos y con las chicas.

Florencia se agachó a acariciar las orejas del perro, que se le había acercado para probar suerte; así
podía esconder un poco la cara, no quería que Rocío la viera a punto de llorar. Si se iba de Sanagasta,
se escapaba con ella, no le importaba nada. Pero entonces escuchó la mejor noticia posible, la mejor
noticia que había escuchado en su vida.

Le dije, le pedí que nos quedáramos y mi papá me dijo que de Sanagasta nos íbamos pero nomás
para La Rioja, él ya habló para un trabajo ahí con la secretaría, ¿no es buenísimo?

Florencia apretó los labios y después dijo que era genial. Se terminó su vaso de Coca-Cola para
tragarse la emoción. Vamos para la plaza de las rosas, dijo Rocío, que se abrieron los pimpollos, no
sabés lo lindas que están las flores.

El perro las acompañó y también un resto de Coca-Cola en la botella. Ya era casi de noche. Todas las
calles del centro de Sanagasta estaban asfaltadas e iluminadas. A través de las ventanas de algunas
casas se podía ver a la gente reunida, sobre todo mujeres, rezando el rosario. A Florencia le daban
un poco de miedo esas reuniones cuando había velas encendidas y el resplandor titilante iluminaba
las caras y los ojos cerrados. Parecía un funeral. En su familia nadie rezaba. En eso eran muy raros.

Rocío se sentó en uno de los bancos y dijo: Por fin, Flor, ahora te puedo contar, allá en el quiosco no
daba, a ver si nos escuchaban. Me tenés que ayudar en una cosa.

En qué.

No, primero decime que me vas a ayudar, prometeme.

Bueno.

Ahora te puedo mostrar, entonces.

Rocío abrió la mochila que había cargado todo el camino hasta la plaza y le mostró el contenido,
que, bajo la luz del farol, hizo saltar a Florencia: le pareció que esa carne era un animal muerto, un
pedazo de cuerpo humano, algo macabro. Pero no: eran chorizos. Para aliviarse y para que Rocío no
se riera de su momento de pánico, dijo: ¿Qué querés, que te ayude a hacer un asado?

No, boluda, es para hacerla cagar a la Elena.

Entonces Rocío explicó su plan y en sus ojos se notaba que odiaba a Elena. Sabía, se le notaba, que
era novia de su papá. Sabía que habían discutido por el tema de la escuela de policía, pero el
verdadero problema era otro. Aunque no lo admitía. Solamente era obvio por cómo hablaba de ella,
porque le temblaba la voz de alegría cuando se la imaginaba humillada. Era obvio que quería
castigar a Elena y defender a su mamá. Florencia hizo fuerza con la mente, le habían dicho una vez
que, si deseaba algo de verdad, podía lograr que sucediera y ella quería que Rocío confiara en ella,
que se confesara. Si lo hacía, serían inseparables. Pero Rocío no lo hizo y a Florencia sólo le quedó
aceptar reunirse con ella, después de cenar, en la parte de atrás de la Hostería, con una linterna.

*****

Se podía entrar en el parque por la zona donde estaba la pileta, esa parte estaba siempre abierta.
En Sanagasta nadie cerraba las puertas que daban a la calle, además. La Hostería estaba fuera de
temporada, así que el edificio que quedaba en medio del parque sí estaba cerrado. Solamente se
usaba el edificio de adelante, de oficinas, que daba a la calle; la separación era el casino, ubicado
en el medio, también cerrado salvo que alguien lo alquilara para un evento especial. La forma de la
Hostería era extraña y, en efecto, se parecía muchísimo a un cuartel.

Florencia y Rocío entraron descalzas para no hacer ruido. Tenían llaves del edificio central porque el
papá de Rocío se había quedado con un juego de la puerta de atrás y una copia de la llave maestra
de las habitaciones. Seguramente pensaba devolverlas y en el furor de la pelea se había olvidado,
pensaba Rocío. Pero, en cuanto las vio, tuvo la idea: entrar en la Hostería por la noche, cuando la
encargada dormía en una habitación del edificio de adelante, en las oficinas, bien lejos. Entrar en
varias habitaciones, hacer un agujero en los colchones —que eran de gomaespuma: para tajearlos
ni siquiera necesitaba un buen cuchillo—, meterles adentro un chorizo y volver a hacer la cama. En
un par de meses, el olor a carne en descomposición iba a resultar insoportable y, con suerte,
tardarían mucho en encontrar el origen de la peste. A Florencia la sorprendió la maldad del plan y
Rocío le dijo que había visto el método en una película.

No bien abrieron la puerta, apareció el Negro, uno de los perros de la Hostería, el más guardián.
Pero el Negro conocía a Rocío y le lamió la mano. Para tranquilizarlo todavía más, ella le dio uno de
los chorizos y el Negro se fue a comerlo cerca de un cactus. Entraron sin problemas. El pasillo estaba
muy oscuro y, cuando Florencia encendió la linterna, sintió un miedo bestial. Estaba segura de que
iba a iluminar una cara blanca que correría hacia ellas o que la luz dejaría ver los pies de un hombre
escondiéndose en un rincón. Pero no había nada. Nada más que las puertas de las habitaciones,
algunas sillas, el cartel que indicaba los baños, la salita de internet con la computadora apagada y
algunas fotos enmarcadas de las Chayas de años anteriores —la Hostería siempre se llenaba en la
Chaya y se organizaban festivales chayeros en el parque.

Rocío le hizo señas para que se apurara. Estaba muy linda en la oscuridad, pensó Florencia, con el
pelo atado en una cola de caballo y un pulóver oscuro, porque de noche en Sanagasta siempre hacía
frío. En el silencio del edificio vacío podía escuchar su respiración agitada. Estoy re nerviosa, le
susurró Rocío al oído y se llevó la mano de Florencia que no cargaba la linterna al pecho. Sentí cómo
me late el corazón. Florencia dejó que Rocío apretara su mano contra esa tibieza y sintió una
sensación extraña, ganas de hacer pis, un hormigueo en la panza. Rocío le soltó la mano y se metió
en una de las habitaciones, pero la sensación se quedó ahí y Florencia tuvo que agarrar la linterna
con las dos manos porque la luz temblaba.

Tajear el colchón con el cuchillo de cocina que traían resultó fácil, tal como Rocío había vaticinado.
Tampoco costó introducir un chorizo en el agujero. De costado, la abertura del cuchillo se notaba,
pero, cuando entre las dos pusieron las sábanas otra vez, el truco resultaba perfecto. Nadie podría
darse cuenta de que el colchón ocultaba carne; por lo menos, no enseguida. Lo hicieron en dos
habitaciones más y Florencia, que empezaba a tener miedo, dijo por qué no nos vamos, ya está. No,
tengo seis chorizos más, dale, dijo Rocío, y Florencia tuvo que seguirla.

Se metieron en una habitación que daba a la calle, tenían que tener mucho cuidado de que no se
viera desde afuera la luz de la linterna porque la persiana que daba al exterior no estaba bien
cerrada, si hasta entraba un poco de la iluminación de los faroles. A esa hora no andaba nadie por
Sanagasta, pero nunca se sabía. ¿Si alguien se pensaba que había ladrones en la Hostería y les
disparaban? Todo podía ser. Lograron hacer el tajo, meter el chorizo y armar la cama sin problemas.

Ay, estoy cansada, dijo Rocío, tirémonos un rato.

Sos loca vos.

No pasa nada, dale, descansemos.

Pero, cuando iban a acostarse sobre la cama matrimonial recién hecha, desde afuera llegó un ruido
que las obligó a agacharse, asustadas. Fue repentino e imposible: el ruido del motor de un auto o
de una camioneta, a un volumen tan alto que no podía ser real, tenía que ser una grabación. Y
después otro motor más y entonces alguien empezó a golpear con algo metálico las persianas y las
dos se abrazaron en la oscuridad gritando porque a los motores y los golpes en la ventana se les
agregaron corridas de muchos pies alrededor de la hostería y gritos de hombres; y los hombres que
corrían ahora golpeaban todas las ventanas y las persianas e iluminaban con los faroles del camión
o camioneta o auto la habitación donde ellas estaban, por entre las rendijas de la persiana podían
ver los faroles, el coche estaba subido al jardín y los pies seguían corriendo y las manos golpeando
y algo metálico también golpeaba y se escuchaban gritos de hombre, muchos gritos de hombre,
alguno decía “vamos, vamos”, se escuchó un vidrio roto y más gritos. Florencia sintió cómo se hacía
pis y no pudo contenerse, no pudo y tampoco podía seguir gritando porque el miedo no la dejaba
respirar.

Los faroles del auto se apagaron y la puerta de la habitación se abrió de par en par.
Las chicas intentaron levantarse, pero temblaban demasiado. Florencia creyó que se iba a desmayar.
Escondió la cara en el hombro de Rocío y la abrazó hasta lastimarla. Habían entrado dos personas.
Una encendió la luz y las chicas reconocieron apenas a Elena, la dueña de la Hostería, y a la
empleada que cuidaba la Hostería a la noche.

Qué hacen acá, dijo Elena cuando las reconoció, y la empleada bajó la pistola que tenía en la mano.
Enojada, Elena las levantó de los hombros, pero se dio cuenta de que las chicas estaban demasiado
asustadas: las había escuchado gritar como si las estuvieran matando. Sus propios gritos las
delataron. Las chicas no le tenían miedo a ella: algo más había pasado, pero Elena no se explicaba
qué y, cuando quiso interrogarlas, ellas lloraban o le preguntaban si eso había sido la alarma de la
Hostería, qué había sido ese ruido y los tipos que golpeaban. Qué alarma, dijo Elena varias veces,
de qué tipos hablan, pero las chicas no parecían entender. Una de las dos, la hija del abogado
candidato a concejal, se había hecho pis encima. La hija de Mario tenía una mochila llena de
chorizos. Qué era todo eso, por Dios. Por qué habían gritado así y durante tanto tiempo: Telma, la
empleada, decía que las había escuchado llorando y aullando unos cinco minutos.

Fue la hija de Mario la que habló primero y con más tranquilidad: les dijo que habían escuchado
autos, habían visto faroles, les habló otra vez de corridas y golpes en las ventanas. Elena se enojó.
La pendeja le mentía, le inventaba esa historia de fantasmas para arruinarle la Hostería como había
querido arruinársela Mario; la traicionaba como Mario, seguramente por orden de Mario. No quiso
escuchar más. Llamó por teléfono a la mujer del abogado y a Mario, les contó que había encontrado
a las chicas en la Hostería y les pidió que las vinieran a buscar. Esta vez no llamo a la policía, les dijo,
pero, si hay una próxima, van a pasar la noche en la comisaría.

Rocío y Florencia se separaron de su abrazo a los tirones cuando vinieron a buscarlas. Mañana te
llamo, se dijeron; fue todo cierto, nos puso una alarma, no, no era una alarma, se decían cosas al
oído y no escuchaban el enojo de sus padres, que exigían explicaciones, explicaciones que no iban
a recibir esa noche. La mamá de Florencia le cambió los pantalones meados a su hija en silencio,
con cara de preocupada. Mañana me contás todo, dijo, y le costaba seguir fingiendo enojo: se la
notaba un poco asustada. Ah, y no la ves más a tu amiga, eh. Hasta que tu padre diga que volvemos
a La Rioja, te quedás en casa todo el tiempo. Castigada y sin protestar. Pendejas de mierda, a mí
quién me mandó esta desgracia, se puede saber.

Florencia se subió la frazada hasta casi taparse la cara y decidió que nunca más iba a apagar el
velador. No le preocupaba la amenaza de no ver a Rocío: tenía el celular con mucho crédito y sabía
que, eventualmente, su mamá iba a aflojar. Ahora le preocupaba mucho más dormir. Tenía miedo
de los hombres que corrían, del auto, de los faros. ¿Quiénes eran, adónde se habían ido? ¿Y si venían
a buscarla otra vez, otro día? ¿Y si la seguían hasta La Rioja? La puerta de su habitación estaba
entreabierta y empezó a transpirar cuando vio que alguien se movía en el pasillo, pero era
solamente su hermana.

Qué pasó.

Nada, dejame.

Te measte. Algo pasó.

Dejame.

Lali frunció la boca y después le sonrió.


Ya vas a contar, no te va a quedar otra, una semana encerrada conmigo en esta casa de mierda.
Olvidate de tu amiguita.

Andate a la mierda.

Andate a la mierda vos. Y te conviene contarme porque si no…

Si no qué.

Si no, le cuento a mamá que sos tortita. Todo el mundo se da cuenta menos ella, boluda. Te
agarraron a los chupones con tu amiga, ¿no?

Lali se rió, señaló a Florencia con el dedo y cerró la puerta.


Reinaldo Arenas

(Aguas Claras, Cuba, 1943 - Nueva York, 1990)

La torre de cristal

Adiós a Mamá (De La Habana a Nueva York) (1995)

Desde su llegada a Miami, luego de una verdadera odisea para poder abandonar su país de
origen, el conocido escritor cubano Alfredo Fuentes no había vuelto a escribir ni una línea.

De alguna manera, a partir de esa fecha —y ya habían pasado cinco años— siempre se había
visto comprometido a pronunciar alguna conferencia, a asistir a algún evento cultural, a participar
en un cóctel o en una comida de intelectuales, donde él era siempre el invitado de honor, y, por lo
mismo, no lo dejaban comer, mucho menos pensar en la novela o relato que desde hacía muchos
años traía dentro de su cabeza y cuyos personajes —Berta, Nicolás, Delfín, Daniel y Olga—
incesantemente le estaban llamando la atención para que se ocupase de sus respectivas tragedias.

La integridad moral de Berta, la intransigencia ante la mediocridad de Nicolás, la aguda


inteligencia de Delfín, el espíritu solitario de Daniel y la callada y dulce sabiduría de Olga no
solamente le reclamaban una atención que él no tenía tiempo para brindarles, sino que además, así
lo sentía Alfredo, le reprochaban el estar siempre reunido con aquellas gentes.

Lo más lamentable de todo era que Alfredo detestaba esas reuniones, pero como era incapaz
de declinar una invitación amable (¡y que invitación no lo es!), siempre asistía. Una vez allí, se
desenvolvía con tanta brillantez y sociabilidad que ya había ganado fama (sobre todo entre los
escritores del patio) de ser un hombre frívolo y hasta exhibicionista.

Por otra parte, negarse, a estas alturas, a asistir a tales reuniones hubiese sido tomado por todos
(incluso por los que criticaban su excesiva comunicatividad) como una prueba evidente de mala
educación, de egoísmo y hasta de complejo de superioridad. De manera que Alfredo había caído en
una complicada trampa. Si seguía cumplimentando las incesantes invitaciones, no escribiría nunca
más, y si no las cumplimentaba, su propio prestigio como escritor se iría deteriorando hasta el punto
(él bien lo sabía) de desaparecer.

Pero hay que reconocer que Alfredo Fuentes hubiese preferido, en vez de encontrarse siempre
en el centro de aquella multitud complaciente, estar en su pequeño apartamento completamente
solo, es decir, acompañado por Olga, Delfín, Berta, Nicolás y Daniel.

Tan urgentes eran últimamente las llamadas de estos personajes, y tanta la premura con que él
deseaba responderles, que hacía sólo unas horas se había prometido a sí mismo suspender todas
las actividades sociales para dedicarse por entero a su novela, relato o cuento, pues aún no sabía ni
siquiera a ciencia cierta a dónde sería conducido.

Sí, a partir de mañana volvería a sus actividades misteriosas y solitarias. A partir de mañana,
porque lo cierto es que esa noche le era prácticamente imposible dejar de asistir a la gran fiesta que
en su honor ofrecía la señora Gladys Pérez Campo, máxima anfitriona de las letras cubanas en el
exilio, a quien el mismo H. Puntilla había bautizado, para bien o para mal, como «la Haydee
Santamaría del exilio».

Se trataba, pues, no solamente de una actividad cultural, sino también de una actividad práctica.
Gladys le había prometido al escritor fundar esa misma noche una editorial a fin de publicarle los
manuscritos que, con gran riesgo, había sacado de Cuba. Lo que, además, ayudaría
económicamente a Alfredo (quien, entre paréntesis, se moría de hambre) y ayudaría también a
promover a otros autores importantes, pero desconocidos, aunque ése no era el caso de Alfredo,
que ya tenía cinco libros en su haber.

—La editorial será un éxito —le había asegurado Gladys por teléfono—. La gente más
importante de Miami te apoyará. Todos estarán esta noche en la fiesta. Te espero a las nueve. No
faltes.

Y cinco minutos antes de las nueve, Alfredo atravesaba el cuidado y vasto jardín de los Pérez
Campo y llegaba a las puertas de la mansión. El aroma de las flores venía en oleadas y una agradable
música llegaba desde la parte más alta de la residencia. Escuchando aquella música, Alfredo pasó
una mano por los muros de la casa, y la quietud de la noche, junto a la gruesa pared y el jardín, le
comunicaron una sensación de seguridad, casi de paz, que desde hacía muchos años (demasiados)
no experimentaba... Alfredo hubiese preferido quedarse allí afuera, solo con sus personajes, oyendo
de lejos la música. Pero, siempre pensando en el sólido proyecto editorial que tal vez algún día le
permitiría adquirir una residencia como aquella y que, por otra parte, era también la salvación
futura de Olga, Daniel, Delfín, Berta y Nicolás, tocó el timbre de la residencia.

Antes de que una de las sirvientes contratadas para trabajar durante la recepción le abriera la
puerta, la enorme perra San Bernardo, propiedad de los Pérez Campo, se abalanzó sobre Alfredo
lamiéndole la cara. La familiaridad de la gran perra (Narcisa, se llamaba) despertó el cariño de los
otros animales, seis chihuahuas que, entre ladridos que eran verdaderos clamores, le dieron
también la bienvenida a Alfredo. Afortunadamente la misma Gladys acudió a rescatar a su invitado
de honor.

Vestida elegantemente, aunque de una manera poco apropiada para el clima (faldas hasta los
tobillos, estola, guantes y un gran sombrero), la Pérez Campo tomó a vVfredo por un brazo y lo
introdujo en el círculo de los invitados más selectos, que eran a la vez los interesados en el proyecto
editorial. Solemne y festiva, Gladys lo presentó al presidente de uno de los bancos más importantes
de la ciudad (en su imaginación, Alfredo vio a Berta hacer un gesto de asco), al subdirector del
Florida Herald, el diario más influyente de Miami (un periódico espantoso y anticubano, oyó desde
lejos la voz de Nicolás), a la primera secretaria de la gobernadora del Estado y a una poetisa laureada
(buen par de arpías, ahora Alfredo escuchó claramente la voz sarcástica de Delfín). La presentación
continuó con un destacado reverendo, famosopro- fesor de teología y líder de la llamada
Reunificación de las Familias Cubanas; ¿qué haces entre esa gentuza?, gritaba ahora desesperado y
desde muy lejos Daniel, por lo que al apretarle la mano a una eminente cantante operática, Alfredo
dio un traspié metiendo su nariz en el enorme pecho de la cantante. Como si nada hubiese ocurrido,
Gladys continuó con las presentaciones: una destacada pianista, dos guitarristas, varios profesores
y, por último (y aquí Gladys adquirió una postura regia), la Condesa de Villalta, nacida en la provincia
de Pinar del Río, anciana señora ya sin tierras ni villas, pero aún aferrada a su flamante título
nobiliario.

Precisamente cuando le hacía una discreta reverencia a la condesa, Alfredo sintió que los
personajes de su obra en ciernes volvían a reclamarlo con urgencia, por lo que a la vez que le besaba
la mano a la dama, intentaba apoderarse de un bolígrafo y de un pedazo de papel que siempre
llevaba encima con la esperanza de hacer algunas anotaciones. Esta acción fue mal interpretada por
la condesa.

—Le agradezco muchísimo que me dé su dirección —le dijo la dama—; pero, como usted
comprenderá, éste no es el momento apropiado. Le prometo enviarle mi tarjeta.
Y sin más se volvió hacia la poetisa laureada, cjue contemplaba la escena, y quien, al parecer
con intenciones de ayudar a Alfredo, le dijo:

—^Ya que casi ha anotado su dirección, démela a mí. Estoy muy interesada en mandarle mi
último libro.

Alfredo, en lugar de hacer las anotaciones que sus personajes reclamaban (y ya Olga gemía y
Berta daba gritos), tuvo que estampar su dirección en aquel papel.

Circulaban las bandejas repletas de variados quesos, bocaditos, dulces y bebidas. Bandejas que,
en medio de nuevos saludos y preguntas, Alfredo veía llegar y partir sin poder siquiera tocarlas.

A medianoche Gladys anunció que la velada, para hacerse más íntima, continuaría ahora en la
torre de cristal. Un ¡ah! de satisfacción fue emitido por todos los invitados (incluyendo a la
mismísima condesa), quienes de inmediato, y conducidos por la elegante anfitriona, se pusieron en
movimiento.

La torre de cristal se alzaba, circular y transparente, a un costado de la casa, como una


gigantesca chimenea. Mientras subían trabajosamente por la complicada escalera de caracol (sólo
la condesa se hacía transportar en una silla especial diseñada para ese viaje), Alfredo escuchó otra
vez las urgentes reclamaciones de sus personajes. Desde su cautiverio en el remoto Holguín, Delfín
pedía que no lo olvidasen; desde Nueva York, Daniel gruñía entre agraviado y amenazante; desde
un pequeño pueblo de Francia, Olga, la dulce Olga de las hojas aún en blanco, le lanzaba miradas
llenas de reconvención y de melancolía, en tanto que Nicolás y Berta, desde el mismo Miami,
reclamaban enfurecidos su participación inminente en la narración aún no comenzada. Con un
gesto de comprensión, Alfredo intentó detenerlos momentáneamente, pero al levantar una mano
le desordenó el complicado peinado a la pianista, que marchaba delante y quien lo miró aún más
ofendida que la misma Berta.

Ya estaban todos en la torre de cristal y Alfredo esperaba que de un momento a otro comenzase
la conversación verdadera. Es decir, se pasase a hablar del plan editorial y de los primeros autores
a publicar. Pero los músicos, a un gesto elegantísimo de Gladys (quien, sin que nadie supiese cuándo,
se había cambiado el vestuario, exhibiendo ahora un traje aún más suntuoso), habían comenzado a
tocar. El presidente del banco bailaba con la esposa del subdirector del Florida Herald, quien a su
vez bailaba con la secretaria de la gobernadora. Un catedrático giraba profesionalmente dentro de
los fuertes brazos de la cantante operática, siendo únicamente superado por la poetisa laureada,
quien, haciendo un solo digno de ser aplaudido, carenó finalmente, entre taconeos y frenéticos
movimientos de las caderas y los hombros, junto a Alfredo, al que no le quedó otra alternativa que
mezclarse en el baile.

Al fin terminó la pieza, y Alfredo pensó que entonces se pasaría al motivo central de aquella
reunión. Pero a otro gesto de Gladys, la orquesta atacó una danza española. Y hasta el mismísimo
reverendo, verdad que en brazos de la anciana condesa, marcó con gran parsimonia algunos pasos.
Mientras continuaba la danza (y la cantante operática ya hacía alardes de sus registros), Alfredo
creyó escuchar claramente las voces de sus personajes, ahora muy cercanas. Sin dejar de bailar se
aproximó a los cristales de la torre y vio en el jardín a Olga, que se agitaba desesperada entre los
geranios pidiendo, con gestos mudos, ser rescatada; más allá, sobre uno de los ficus perfectamente
recortados, Daniel lloraba. En ese mismo instante —y la cantante operática multiplicaba sus
registros—, Alfredo sintió que no podía perdonarse a sí mismo su indolencia, y tomando al vuelo
una servilleta comenzó temerariamente (sin dejar de bailar) a hacer algunas anotaciones.
—Pero ¿qué tipo de baile es ése? —le interrumpió el subdirector del Florida Herald—. ¿Es que
acaso escribe también usted los pasos que da?

Alfredo no supo qué decir. Además, la mirada entre desconfiada y alerta de la pianista lo dejó
desarmado. Secándose el sudor de la frente con la servilleta, bajó los ojos apenados e intentó
recuperarse, pero al levantar la vista descubrió a Nicolás, a Berta y a Delfín pegados ya a los cristales
de la torre. Sí, desde distintos puntos habían llegado volando y ahora estaban ahí afuera, golpeando
las ventanas de vidrio, reclamando que Alfredo les diese entrada (les diese vida) en las páginas de
su novela, relato o cuento que ni siquiera había comenzado a escribir.

Ladraron exaltadas las seis chihuahuas, y Alfredo pensó que ellas también habían descubierto a
sus personajes. Pero por suerte se trataba simplemente de una de las ocurrencias («exquisiteces»,
las llamaba la condesa) de Gladys para divertir a sus invitados. Y efectivamente, lo logró cuando al
son de sus pasos y de la batería de la orquesta, las chihuahuas, rodeando a Narcisa, remedaron en
dos patas todos los pasos de un movido baile en el cual era precisamente Narcisa la figura central.
Por un instante, Alfredo creyó notar en la gigantesca perra San Bernardo una mirada de tristeza
dirigida hacia él. Finalmente estallaron los aplausos y la orquesta atacó un danzón.

Berta, Nicolás y Delfín golpeaban con más violencia los cristales, en tanto que Alfredo, cada vez
más desesperado, giraba en los brazos de la poetisa laureada, la señora Clara del Prado (¿todavía
no habíamos dicho su nombre?), quien en ese momento le confesaba al escritor lo difícil que era
publicar un tomo de versos.

—Lo comprendo perfectamente —asintió distraído Alfredo, mirando a sus personajes que se
debatían más allá de los cristales como grandes insectos atraídos por la luz de un farol
herméticamente cerrado.

—Usted no lo puede comprender —rebatió la voz de la poetisa.

—¿Por qué?

Ahora, desde el jardín, Daniel y Olga parecían haberse puesto de acuerdo para sollozar al
unísono.

—Porque usted es novelista y la novela tiene siempre más venta que la poesía, y más cuando,
como en su caso, se trata de un novelista famoso...

—No me haga usted reír.

Ya los sollozos de Daniel y Olga no eran tales, sino gritos desesperados, llamadas que concluían
en una unánime petición de socorro.

—¡Sálvanos! ¡Sálvanos!...

—Vamos, hombre —intimó la poetisa laureada—, no se haga el modesto y dígame, aquí entre
usted y yo, ¿a cuánto ascienden anualmente sus royalties?

Y como si aquellos gritos desde el jardín no fueran suficientes para desquiciar a cualquiera,
ahora Nicolás y Berta pretendían romper los cristales de la torre bajo la aprobación entusiasta de
Delfín.

—¿Royalties? No me haga usted reír. ¿No sabía usted que en Cuba no hay derechos de autor y
que todos mis libros se publicaron en el extranjero estando yo en mi país?

—Sálvanos o tumbamos la puerta —era, indiscutiblemente, la voz enfurecida de Berta.


—^Allá son unos ladrones, lo comprendo. Pero los demás países no tienen que regirse por las
leyes cubanas.

Con las manos y hasta con los pies, Berta y Nicolás golpeaban los cristales mientras los gritos
seguían ascendiendo desde el jardín.

—Los demás países se acogen a cualquier ley que les permita robar impunemente —concluyó
Alfredo en voz alta, dispuesto a abandonar a la poetisa para de alguna manera socorrer a sus
personajes, quienes, al revés de lo acostumbrado, parecían asfixiarse en el exterior.

—¿Entonces, cómo piensa usted fundar la gran editorial? —indagó con una mirada picara la
poetisa laureada; luego, con un gesto cómplice, agregó—: Vamos, hombre, que no le voy a pedir
nada prestado. Sólo quiero publicar mi li- brito...

De alguna forma que Alfredo no podía explicarse, Berta había logrado introducir una mano por
entre los cristales y, ante el asombro de su creador, corrió una falleba y abrió una de las ventanas
de la torre.

—Mire, señora —concluyó, terminante, Alfredo—, yo no tengo ni un centavo. En cuanto a la


editorial, estoy aquí para ver cómo la crean ustedes y poder también publicar mis libros.

—A todos nos han informado de que usted iba a ser el patrocinador.

En ese instante. Delfín resbaló por la torre, quedando peligrosamente sujeto con los dedos al
borde de la ventana abierta.

—¡Cuidado! —gritó Alfredo, mirando hacia la ventana e intentando detener la caída de su


personaje.

—Yo pensé que los poetas éramos los únicos locos —dijo la poetisa mirando fijamente a
Alfredo—, pero veo que los novelistas lo están por partida doble.

—¡Y triple también! —le respondió Alfredo corriendo hasta la ventana para rescatar a Delfín. Al
mismo tiempo, Berta González y Nicolás Landrove entraron en el salón.

Alfredo se sintió avergonzado de que Nicolás, Berta y Delfín Prats (a quien él acababa de salvarle
la vida) lo vieran rodeado de aquellas personas en lugar de estar trabajando con ellos, por lo que,
sin esperar a que se celebrase la famosa reunión, y sintiendo cada vez más la necesidad de llevarse
a sus personajes, decidió despedirse de la anfitriona y del resto de los invitados. Seguido por Narcisa
que le olfateaba una pierna, se dirigió a ellos.

Pero una extraña tensión circulaba por la torre. De repente nadie le prestaba atención a Alfredo.
Es más, tal parecía que éste se hubiese vuelto invisible. Algo, con voz tintineante, le acababa de
comunicar la poetisa laureada a Gladys y a sus amigos, y todos ponían caras entre ofendidos y
sorprendidos. A Alfredo no le fue necesario ser un escritor para percatarse de que hablaban de él,
y no elogiosamente.

—¡Que se vaya! —le oyó decir a Gladys Pérez Campo en tono indignado y bajo.

Pero si comprendía, aun con asombro, que aquellas palabras iban dirigidas a él, se sentía tan
desconcertado que no tenía la suficiente voluntad para asumirlas. Además, tampoco se las habían
dicho directamente a Alfredo, sino que habían sido pronunciadas para ser captadas por él, pues la
educación y la elegancia de Gladys no le permitían hacer una escena en público; mucho menos,
echar por la fuerza a uno de sus invitados. Así que, intentando siempre rescatar a sus personajes,
que por otra parte ya no le hacían el menor caso, Alfredo se hizo el desentendido y trató de
mezclarse en la conversación. Pero la condesa le dirigió una mirada tan fulminante y despectiva que
el escritor, aún más confundido, se retiró a un rincón y encendió un cigarro. Por otra parte, ¿no era
una señal de pésima educación retirarse sin despedirse de los demás invitados y de la anfitriona?

Para colmo de calamidades, en aquel momento Delfín Prats abría la puerta que comunicaba con
la escalera de caracol y por ella entraban Daniel Fernández y Olga Neshein. Cogidos de la mano y
sin mirar siquiera para Alfredo, se fueron a reunir con Nicolás Landrove y con Berta González del
Valle, quienes ya se habían tomado varias copas y estaban achispados. Una vez más, Alfredo sintió
la cola de Narcisa que le acariciaba las piernas.

Ahora los cinco personajes de su cuento (pues ya al menos sabía que aquella gente no daba más
que para un cuento) se paseaban por el salón con verdadero deleite, mirándolo todo entre curiosos
y calculadores. Alfredo hizo un extraordinario esfuerzo mental para que se retiraran. Pero lo cierto
es que no le obedecieron. Todo lo contrario, mezclándose con el grupo que formaban los más
selectos invitados, el verdadero cogollito, se presentaban unos a otros entre reverencias y refinadas
zalamerías.

Desde su rincón, escondido tras el humo del cigarro y una gigantesca areca, Alfredo reparó
detenidamente en sus cinco personajes y descubrió que ninguno iba vestido como él lo había
dispuesto. Olga, tan supuestamente tímida y dulce, venía maquillada de una forma excesiva, lucía
una estrecha minifalda y hacía gestos exagerados, casi muecas, mientras se reía estentóreamente
del chiste que acababa de hacerle el jefe de Reunificación de Familias. En cuanto a Berta y Nicolás,
los «íntegros e intransigentes», según Alfredo los había creado, se derretían en el colmo de la
adulonería ante la secretaria de la gobernadora, y hasta en un momento Alfredo creyó entender
que le pedían un préstamo para abrir una pizzeria en el centro de la ciudad. Por su parte, Daniel (el
«introvertido y solitario») ya se había presentado como Daniel Fernández Trujillo y le contaba
historias tan picantes a la poetisa laureada que la vieja condesa discretamente cambió de sitio. Pero
el colmo de la desfachatez parecía culminar en el talentoso Delfín Prats Pupo. Mientras se bebía
una cerveza (¿la quinta?, ¿la séptima?) a pico de botella, parodiaba a su creador, es decir, a Alfredo
Fuentes, de una manera grotesca además de obscena e implacable. Con diabólica maestría. Delfín
Prats Pupo imitaba, exagerándolos, todos los tics, gestos y manías del escritor, incluyendo su manera
de hablar, de caminar y hasta de respirar. Alfredo se enteró entonces de que él era medio gago, que
caminaba con la barriga echada hacia adelante y que tenía los ojos saltones. Mientras contemplaba
las burlas que su personaje preferido le hacía, tuvo también que soportar que la apasionada perra
San Bernardo le lamiese nuevamente la cara.

—Y lo peor es que con todas esas ínfulas y gestos ridículos de escritor genial que se gasta, no
tiene el menor talento y escribe con faltas de ortografía. Hasta mi primer apellido a veces lo pone
sin t —terminó asegurando Delfín Prats Pupo de manera concluyente.

Y todos volvieron a reírse de nuevo con aquel extraño tintineo como de copas que chocaran
unas con otras.

Alfredo, aún más nervioso, volvió a prender otro cigarro, pero lo tiró al piso cuando vio que
Delfín Prats Pupo, haciendo sus mismos gestos, también prendía un cigarrillo.

—Señor —le recriminó uno de los sirvientes de turno—, recoja la colilla. ¿O es que quiere
quemar la alfombra?
Alfredo se inclinó para recoger la colilla y en esa posición pudo comprobar que todos los
invitados, produciendo un extraño tintineo, cuchicheaban entre ellos mirándolo despectivamente.
Entonces, zafándose violentamente de las patas de la perra San Bernardo, que soltó un lastimero
aullido, se acercó a los invitados a fm de investigar qué pasaba con su persona. Pero en cuanto hizo
su aparición en el grupo, la secretaria de la gobernadora anunció sin mirarlo su inminente partida.

Como movidos por un resorte, todos decidieron que ya era hora de marcharse. Partía la condesa
llevada en su gran silla, mientras su mano, que ahora era transparente (así la veía Alfredo), era
besada por casi todos los invitados. Partía la famosa cantante operática del brazo (verdaderamente
transparente) del presidente del banco, partía el reverendo conversando animadamente con la
pianista cuya cara era cada vez más brillante y pulida. Partía la poetisa laureada junto con Daniel
Fernández Trujillo, y cuando éste la tomó por la cintura, Alfredo vio que la mano del joven se hundía
sin esfuerzo en un cuerpo translúcido (pero pronto la mano de Daniel Fernández Trujillo también se
volvió invisible, por lo que ambas figuras se confundieron). Partían todos los músicos negros
conducidos por Delfín Prats Pupo, quien saltaba jubiloso entre ellos, produciendo el conocido
campanilleo y remedando los gestos del escritor, que nada podía hacer para detenerlo. Partía Olga
Neshein de Leviant con las manos entrelazadas con las de un profesor de matemáticas. En medio
de la estampida, Berta González del Valle llenaba su cartera de quesos franceses y Nicolás Landrove
Felipe arrasaba con la confitería, ambos ajenos a los gestos de Alfredo y a las protestas de Gladys
Pérez Campo, quien, mientras abandonaba el recinto, acompañada por las chihuahuas, amenazaba
con llamar a la policía. Pero su voz era cada vez más un campanilleo ininteligible.

En pocos minutos la anfitriona, los invitados y hasta la servidumbre desaparecieron junto con
los personajes del cuento, y Alfredo se halló solo en la enorme mansión. Desconcertado, se dispuso
a marcharse, cuando un estruendo de grúas y camiones retumbó en todo el ámbito.

Súbitamente los cimientos de la casa comenzaron a moverse, el techo desapareció; las


alfombras eran enrolladas por vía automática; los cristales, separados de sus engastes, volaban por
los aires; las puertas salían de sus marcos, los cuadros abandonaban las paredes y las paredes,
alzándose a una velocidad inaudita, eran trasladadas junto con todo lo demás a un gigantesco
vehículo.

Mientras todo era desarmado y empacado, Alfredo pudo comprobar (y ya se llevaban el jardín
plástico con sus árboles, muros y perfumadores mecánicos) que aquella mansión no era más que
un enorme prefabricado de cartón que podía instalarse y desarmarse rápidamente y que se rentaba
por días y hasta por horas, según anunciaba el enorme camión donde todo partía.

De repente, en el sitio donde se elevara una imponente residencia, no había más que un
terraplén polvoriento en el centro del cual Alfredo, aún perplejo, no encontraba (puesto que no
existía) el sendero que lo llevase a la ciudad. Al azar empezó a caminar por aquel páramo mientras
pensaba en su cuento inconcluso. Pero un entusiasmado ladrido lo sacó de su ensimismamiento.

Alfredo echó a correr desesperado, pero la perra San Bernardo, que era evidentemente más
atlética que el escritor, le dio rápido alcance y, derribándolo, comenzó a lamerle la cara. Una
inesperada sensación de alegría invadió a Alfredo al reconocer que aquella lengua era real.
Recuperándose se puso de pie y, seguido por la fiel Narcisa, a la que él ya acariciaba, abandonó el
lugar.

Miami Beach, abril de 1986

También podría gustarte