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EVA WINNERS
Derechos reservados © 2022 por Winners Publishing LLC y Eva Winners
Fotógrafo: Daniel Jaems
Diseñador de imagen de portada: Eve Graphic Design LLC
Traducción, edición y corrección al español: Sirena Audiobooks, LLC
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Lista De Reproducción
NOTA DE LA AUTORA
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Ventidós
Capítulo Veintitrés
Capítulo Veinticuatro
Capítulo Veinticinco
Capítulo Veintiséis
Capítulo Veintisiete
Capítulo Ventiocho
Capítulo Veintinueve
Capítulo Treinta
Capítulo Treinta Y Uno
Capítulo Treinta Y Dos
Capítulo Treita Y Tres
Capítulo Treinta Y Cuatro
Capítulo Treinta Y Cinco
Capítulo Treinta Y Seis
Capítulo Treinta Y Siete
Capítulo Treinta Y Ocho
Capítulo Treinta Y Nueve
Capítulo Cuarenta
Capítulo Cuarenta Y Uno
Capítulo Cuarenta Y Dos
Capítulo Cuarenta Y Tres
Capítulo Cuarenta Y Cuatro
Capítulo Cuarenta Y Cinco
Capítulo Cuarenta Y Seis
Capítulo Cuarenta Y Siete
Capítulo Cuarenta Y Ocho
Capítulo Cuarenta Y Nueve
Capítulo Cincuenta
Capítulo Cincuenta Y Uno
Capítulo Cincuenta Y Dos
Capítulo Cincuenta Y Tres
Capítulo Cincuenta Y Cuatro
Continuará…
¿Qué Sigue?
LISTA DE REPRODUCCIÓN
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NOTA DE LA AUTORA
Hola, lectores:
Por favor, tengan en consideración que este libro tiene contenido adulto y
escenas perturbadoras. Lean con precaución. Esta historia está hecha para
corazones de acero.
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al tanto de las siguientes publicaciones.
SINOPSIS
Érase una vez, un león que salvó a una chica. Era su pequeña chica canela.
El león creció y se convirtió en un príncipe. Oscuro. Amargado, y tan bello
que incluso dolía mirarlo.
Sin embargo, bajo ese título, la chica veía al hombre. Notaba su sed de
amor y afecto, y ella tenía todo eso para dar.
Yo era esa chica. Me enamoré, aun cuando me dijo que no lo hiciera. Le
entregué todo de mí, porque así era mi esencia.
Estaba decidida a demostrarle que no todo era oscuridad en este mundo. Sus
sonrisas me daban vida. Él era mi arte, mi melodía, mi inspiración. Juntos
éramos perfectos.
Por eso, no dudé en dar y dar mucho más, se lo di todo a mi príncipe
amargado. Hasta que ya no tuve nada más que ofrecerle. Hasta que me dejó
vacía.
Nadie me advirtió que el amor me arrastraría a una oscuridad tan gélida que
me destruiría.
Para sobrevivir, debía matar a la chica canela y dejar de ser quien era.
Debía convertirme en alguien que no reconocía.
Si tuviera una flor
Por cada vez que pensaba
En ti, podría caminar
Por siempre en mi jardín.
É
rase una vez un hermoso castillo a orillas del golfo de Trieste. Era un
lugar mágico, con vistas al mar al este y extensas colinas al oeste. Un
rey salvaje y sus dos hijos vivían en medio de la oscuridad,
marchitándose lentamente junto a todo lo que había en ella. Ninguna magia
podía salvarlos.
Amapolas, jazmines silvestres, gardenias y violetas llenaban los
jardines. La suave brisa recorría el aire y con ella tantos aromas. El mar, las
flores, la fragancia de los cítricos empañaban el aire y atraían a las
mariposas, que revoloteaban a nuestro alrededor.
Mi hermana y yo nos quedamos boquiabiertas ante la serenidad de todo
aquello, con su mano en la mía. Decenas de personas reían, comían y
bailaban. Una alegre y antigua canción italiana, como las que le gustaban a
Papà, llenaba el ambiente, y la gente charlaba en italiano y en español.
—Es precioso —dije señando a Mamma, Papà y Phoenix. Las luces
parpadearon en el rostro de mi hermana mayor y, por primera vez en mucho
tiempo, vi que se le dibujaba una expresión de asombro y felicidad.
—Es un hogar mágico —agregó mamá también señando, pero con una
expresión sombría. La mano de Papà recorría su espalda, arriba y abajo,
tratando de tranquilizarla.
—Romero, sei arrivato. —Una voz grave y severa hizo que Mamma
nos acercara a Phoenix y a mí. No entendía italiano. Papà conversaba
principalmente en español con Mamma, así que nunca hubo necesidad—.
Me alegro de que hayan podido venir. Tanto usted como su encantadora
esposa. —El hombre cambió a nuestra lengua materna, sus ojos azules se
centraron en mi hermana y luego en mí.
—Angelo, me alegro de verte —lo saludó Papà—. Chicas, este es el
señor Leone. Es nuestro anfitrión. —Mi hermana y yo nos inclinamos más
hacia la falda de nuestra Mamma mientras la mano de Papà rodeaba su
cintura—. Esta es mi esposa. Grace.
Los ojos del señor Leone se desviaron hacia nuestra madre, y vi un
destello de algo que no entendía. Algo que no me gustaba.
Agarró la mano libre de Mamma y se la llevó a los labios.
—Encantado de conocerla, señora Romero. —No me gustó. Quería
arrancarle la mano de mi madre y decirle que era mía. Pero sabía que Papà
se disgustaría si no mostraba buenos modales—. Eres aún más
impresionante en persona que en la pantalla.
Mamma era actriz, pero lo dejó por Papà. Y por Phoenix y por mí. Era
hermosa, y cuando sonreía, todos quedaban hipnotizados. Sus suaves
mechones rubios caían por sus hombros, rebotando con cada movimiento.
Llevaba un vestido rojo para demostrarle a Papà cuánto lo amaba; era su
color favorito. Él la amaba mucho, pero Mamma no estaba contenta. Lo
había oído decirle una vez que le daría la luna y las estrellas para que
volviera a ser feliz.
Los labios de Mamma se afinaron mientras miraba al señor Leone, de la
misma forma que lo hacían cuando algo no le agradaba. Como cuando la
abuela Diana le dijo a Mamma que era egoísta. Como cuando el médico le
dijo que Phoenix había perdido el sentido del oído. Nunca lloró; nunca
gritó. Pero Papà lloró ese día. No entendí nada de eso.
Papà tomó la mano de Mamma.
—Vamos a bailar, amore mio —sugirió, posando sus ojos en mi
hermana y en mí—. ¿Quieren ir a jugar? —Las dos asentimos—. Vayan y
diviértanse. No se metan en problemas.
—¡Y no se ensucien! —nos gritó Mamma mientras nos alejábamos a
toda prisa.
Caminamos por los jardines y agarramos dos cannolis, solo para
metérnoslos en la boca y tomar dos más. Nos reímos y salimos corriendo
antes de que alguien pudiera gritarnos. Hablaban mucho en italiano. Nos
lanzaron muchas miradas curiosas, pero nos mantuvimos alejadas.
Cuando nos cansamos de jugar afuera, nos dirigimos al interior del gran
castillo, vagando por las salas vacías y evitando a otras personas y niños.
Todos parecían reír y hablar como si se conocieran de toda la vida. Incluso
hablaban con Papà en italiano, sabiendo que Mamma no entendía ni una
palabra.
Aquí éramos extranjeros. Pero quizá no por mucho tiempo. Papà quería
trasladarnos de vuelta a Italia, así que este verano lo pasaríamos de
vacaciones aquí. Mamma dijo que era una prueba, pero no estaba segura de
lo que estábamos probando.
—¿Hola? —grité, mi voz resonó en el largo pasillo. No obtuve
respuesta. Compartí una mirada con mi hermana antes de volver al largo
pasillo con suelos de mármol perfectamente resbaladizos.
Una idea me asaltó, y cuando me encontré con los ojos de mi hermana
mayor, supe que tenía la misma idea por el brillo travieso de su mirada.
Papà decía que Phoenix y yo teníamos ojos idénticos. Eran del color de un
mar azul profundo, como el fondo de una laguna.
—¿Deberíamos hacerlo? —Señé. Sus ojos bajaron a mis pies. Los míos
bajaron a los suyos. Llevábamos vestidos a juego con medias de encaje y
volantes. Este podría ser el mejor uso para ellos.
Asintió y nos quitamos los zapatos que Mamma había elegido
cuidadosamente para nosotras.
Levanté la mano. Tres. Dos. Uno.
Nos lanzamos a la carrera, deslizándonos sobre el suelo de mármol de la
mansión, con Phoenix a mi lado. Nos reímos, cayendo una sobre la otra.
Rodamos sobre la superficie fría y resbaladiza.
—Tendremos problemas si nos atrapan. —Señó Phoenix.
—No nos atraparán —le aseguré—. Te protegeré.
Lo hicimos una y otra vez, deslizándonos como si estuviéramos sobre
hielo. Chocamos, corrimos, volvimos a chocar. Casi parecía que volábamos.
Hasta que... ¡crash!
Nos quedamos heladas. Trozos de un gran jarrón que parecía de la
película de Disney Mulan yacían esparcidos por el suelo. Nuestras
respiraciones sonaban más fuertes. El corazón me latía más fuerte, el pulso
me zumbaba en los oídos. Papà nos advirtió que nos comportáramos y no
nos metiéramos en problemas antes de venir a la fiesta.
—¿Qué demonios ha pasado aquí? —Una profunda voz italiana me
sobresaltó y gemí, provocando que Phoenix hiciera lo mismo al
sobresaltarme. Los ojos del león se volvieron fríos y crueles, mirándonos
fijamente. Dio un paso hacia nosotras, su forma oscureciéndose sobre
nosotras como una nube de lluvia. Agarré la mano de mi hermana y la
empujé detrás de mí. Era más alta, pero yo era más fuerte. Lo mordería para
que ella pudiera correr a buscar a nuestro Papà.
—¿Quién de ustedes hizo esto? —siseó.
El pánico se apoderó de mí. Deberíamos correr. Deberíamos gritar. Sin
embargo, mi voz se atascó en mi garganta. Una niña de seis años contra el
rey malvado.
—Fui yo, Papà.
—No, Papà, fui yo.
Las voces de dos chicos respondieron al unísono.
Seguí el sonido y los encontré de pie en la esquina. Dos pequeñas
sombras inmóviles. Sus ojos estaban fijos en su padre, sin mirar hacia
nosotras.
Un chico se parecía a su padre. La misma tez. El mismo cabello castaño
oscuro, casi negro. La misma dureza.
Pero el otro... no se parecía a ningún chico que hubiera visto. Su cara
tenía ángulos agudos. Su piel era dorada. Su cabello era más oscuro que la
medianoche y en sus hebras brillaban matices azules. Sus ojos entrecerrados
reflejaban toda la galaxia, un universo propio, con estrellas enterradas en lo
más profundo.
Cuando su mirada encontró la mía, el tiempo se detuvo. Manteniéndose
paralizado, dejándonos solos en el mundo.
Era como mirar al terciopelo negro de la noche y dejar que el sueño te
tragara. No había sol en sus ojos. No había luna. Pero había estrellas.
Estrellas que un día brillarían solo por mí.
CAPÍTULO UNO
AMON
P olvoYeres.
polvo serás.
Esas fueron las únicas palabras que el cura dijo en inglés. El resto del
servicio fue en italiano, por lo tanto, la mayoría de los asistentes que venía
de Estados Unidos no entendía ni una palabra.
Incluyéndome.
Lo único que sentía era la presión en mi pecho. La respiración pesada.
El ardor en los ojos.
Era una sensación desconocida. Sofocante. Me froté el pecho intentando
apaciguar el dolor. Para poder llevar oxígeno a mis pulmones. Mi visión se
volvió borrosa, por las lágrimas o el pánico, no lo sabía, pero de repente
sentí el agarre de Phoenix en mi mano, atrayendo mi atención a lo que nos
rodeaba.
El aire viajó a mis pulmones. Lentamente, mi visión se aclaró, y lo
primero que pude enfocar fue a nuestro Papà.
Estaba de pie, destrozado, mirando cómo bajaban el ataúd a la tumba
familiar. La abuela lloraba, sus suaves sollozos llenaban el ambiente,
mientras mi hermana y yo estábamos allí de pie, con los ojos bien abiertos,
tomadas de la mano. Me dolía el pecho, pero pensé que era normal, porque
Phoenix había dicho que sentía lo mismo.
Nos mantuvimos atrás, viendo cómo las personas daban las
condolencias y se retiraban. Volverían a sus vidas, en cambio la nuestra
cambiaría para siempre. La abuela se divorciaría, así que solo quedábamos
nosotros cuatro.
—Es hora de despedirse —nos avisó la abuela, su voz temblaba.
Nunca la había visto llorar, y presenciarlo hizo que me ardieran los ojos.
—N-no q-quiero despedirme. —Me dio hipo y me limpié la nariz con la
mano—. Quiero que Mamma se quede con nosotras.
Nunca me habían gustado las despedidas. Incluso cuando Papà y
Mamma nos dejaban a cargo de otra persona, usualmente la abuela, para ir a
cenar, me molestaba mucho y lucharía contra el sueño hasta que volvieran.
Lamentablemente, esa vez no podría evitarlo.
Mamma no regresaría. Nunca más. Escuché a Papà decir que esa era la
última despedida para luego romper en llanto. Dijo que no sabía cómo vivir
sin ella. En ese momento, estaba observando el ataúd, sin poder apartar la
mirada. No se había movido desde que comenzó el funeral. Algo en sus
ojos me asustaba. Podía ser que fuera dolor o algo más. No lo sabía.
—Vamos. —Señó Phoenix. No me moví, así que tiró de mi brazo.
—No. —Gesticulé con terquedad. No tenía energías para mover las
manos y hacer las señas, pero Phoenix sabía leer los labios—. Si Papà no se
va, nosotras tampoco.
La abuela escuchó nuestra conversación y su rostro palideció. Se veía
cansada, había viajado por dos días para poder llegar a tiempo al funeral. Se
giró para enfrentar a nuestro padre, frunciendo el ceño con reprobación.
—Me llevaré a las niñas a casa, Tomaso —señaló.
Sin apartar la mirada del ataúd respondió:
—Estaré allí en un rato.
Lo observó y me encogí, mis hombros cayeron. La abuela podía dar
miedo si así lo deseaba.
—No, no esa casa —siseó—. Se irán conmigo.
Ante aquello, Papà quitó la mirada del ataúd. Unos cuantos latidos
pasaron cuando por fin en sus ojos se reflejó el entendimiento.
—No me parece, Diana.
La abuela lo observó, con frialdad y amenaza, de pronto ya no quería
irme con ella. Prefería quedarme con Papà.
—No estaba pidiendo permiso, Tomaso. Las niñas estarán a salvo
conmigo.
—Yo las mantendré a salvo. —Su rostro se enrojeció, no, se tornó casi
púrpura y luego soltó una sarta de malas palabras que no entendí.
—Le hice una promesa a mi hija cuando se casó contigo. —Su voz
retumbó en el cementerio, molestando a las almas, ya fueran vivas o
muertas—. Y no la romperé.
—¡No dejaré que me quites a mis niñas! —rugió.
La abuela dio un paso adelante y nunca la había visto parecer tan grande
y fuerte.
—Grace me llamó y me contó lo que descubrió. —Papà palideció.
Abrió y cerró la boca. Intentó hablar, mas no salió ninguna palabra—. No sé
mucho de tu mundo, Tomaso —continuó—, pero sé que, si alguien se
llegara a enterar, Phoenix y Reina estarán en peligro.
Phoenix me rodeó con su brazo y me apretó fuerte, aun así, sentí cómo
temblaba igual que yo. Con los ojos bien abiertos, miré su intercambio de
palabras, mientras mi corazón retumbaba y amenazaba con fracturarme las
costillas, en señal de que algo oscuro se estaba comenzando a formar.
Sin embargo, no sabía cómo o cuándo vendría a darnos caza.
CAPÍTULO TRES
AMON
C
aí de rodillas, el golpe me hizo perder el equilibrio.
Mamma soltó el kimono rosado que estaba cosiendo y respiró
profundo. Mi hermano, quien estaba sentado al lado de ella, aguantó
la respiración y observó cada movimiento.
Era mi entrenamiento semanal de karate Goju-ryu y Shotokan con el
maestro Azato, el antiguo maestro de mi abuelo. Si bien tenía una edad
avanzada, era más fuerte que cualquier otro hombre joven. Más fuerte que
mi padre. Así que ponía atención a sus instrucciones y practicaba mucho.
No lo hacía solo porque quería ser más fuerte que mi padre, sino porque
de esa manera sería invencible y haría sentir orgulloso a mi abuelo. Aunque
llevaba siendo parte de mi vida un año, le dijo a Mamma que quería que yo
me hiciera cargo de la Yakuza. Mamma me explicó que eso me haría más
poderoso que padre. Más poderoso que la Omertà. Más poderoso que la
mayoría en el bajo mundo.
Me esforcé y me obligué a mejorar más.
Me impulsé con los pies justo para bloquear el siguiente golpe. Soltando
un grito, apreté los dientes y le hice un mikazuki geri al levantar la pierna y
apuntar al costado izquierdo del maestro Azato.
Gruñó cuando lancé una patada rápida, pero me detuve a un suspiro del
costado de su rostro. Cuando dio un paso hacia atrás para alejarse de mí,
estaba sonriendo.
—Bien hecho, Amon —me elogió en japonés.
—¿Lo golpeé muy fuerte hoy, maestro? —comenté en el mismo idioma.
Aprender japonés fue otra orden de mi abuelo. En la casa de padre, Mamma
estaba obligada a hablar italiano, pero cuando estábamos a solas, me
hablaba en su lengua materna. Fue beneficioso.
Sacudió la cabeza.
—Nunca te límites al golpear. Por nadie.
Nos reverenciamos, indicando el final de la sesión.
Me dirigí donde mi madre y le toqué suavemente el hombro a Dante.
—Es tu turno.
Su mirada se encendió. Padre le había prohibido participar en las
lecciones, ya que las consideraba inútiles, pero no dañaríamos a nadie si no
le contábamos, ¿cierto?
Se agachó y se quitó los zapatos, y se fue casi corriendo al centro del
mat.
—Estoy listo, maestro Azato.
Me ubiqué junto al asiento de mi madre y giré la cabeza para mirarla.
Mi pecho se apretó. Se había vuelto buena ocultando los moretones, pero yo
también me volví bueno en detectar los rastros de su corrector.
—¿Por qué no escapamos, Mamma? —le pregunté, mi voz salió más
ronca dado que había cambiado al japonés. Era más seguro de esa manera,
ya que padre no sabía el idioma. Tampoco Dante, pero sabía que tampoco le
contaría algo, incluso si nos escuchara. Mi hermano amaba a nuestra madre
y quería protegerla. Era la única madre que había conocido. Era la única
persona que nos había demostrado amor y afecto.
Padre nunca nos había hablado de la madre biológica de Dante. Mamma
siempre se ponía pálida cuando mencionaban a la difunta señora Leone,
quien murió durante el parto bajo misteriosas circunstancias. Quizás
reaccionaba así, porque se avergonzaba de haber sido la amante de padre
cuando su esposa luchaba contra la muerte.
La rabia me invadió por culpa de ese maldito triángulo amoroso. El
amor traía problemas que no necesitaba en mi vida.
Mamma sacudió la cabeza y tocó mi hombro, con una mirada triste.
—¿Y a dónde iríamos, mi principito?
—A casa. A Japón. A Filipinas —expuse con voz ronca, haciendo un
intento fallido de tragarme las emociones—. A cualquier lugar, menos aquí.
Cada día que pasaba, Mamma se veía más pequeñita, vacía.
—No puedo —susurró.
Tragué.
—¿Por qué?
Me sonrió de una manera que nadie nunca lo había hecho y tomó mi
mano entre las suyas. Sus ojos marrones eran amables, pero rotos.
—Porque me abandonaron.
Fruncí el ceño.
—¿Por padre?
Negó, cansada y triste.
—No, por otro hombre. Tu padre me rescató.
Todavía no entendía. Padre la había destruido. Su crueldad no tenía
límites.
—Él nos hace daño —susurré—. ¿Acaso no te das cuenta?
Acunó mi mejilla.
—Nos hará más daño volver a casa. Mi hermano querrá asegurar el
liderazgo de la Yakuza para su hijo. Para conseguirlo, debe matarte. —Mis
ojos se ampliaron. Me había estado llamando príncipe sin corona desde
siempre, pero nunca me explicó la razón—. Confía en mí, Amon. Lo estoy
haciendo por ti. Cuando crezcas, tomaremos todo lo que nos pertenece.
CAPÍTULO CUATRO
AMON
A lseguridad,
final del largo acceso vehicular, junto a palmeras y cámaras de
se encontraba Romero esperándonos. Me pareció raro que no
supiera que sus hijas se habían escabullido de la casa con el nivel de
seguridad que tenía la propiedad.
Una alarma se disparó en mi interior, aunque la ignoré. Por ese instante.
—Los hermanos Leone —saludó—. ¿Vienen solo ustedes dos?
Arrugó el ceño, mirando detrás de nosotros. Él y mi padre no habían
hablado frente a frente por al menos una década, y tampoco iban a empezar
a hacerlo en ese momento.
—¿A quién más estabas esperando? —pregunté, saludándolo de la
mano.
Romero me miró, estudiándome, mientras saludaba a Dante que estaba
a mi lado.
—A nadie más.
Lo seguimos por el camino hasta llegar al vestíbulo. Llevaba mi pistola
en su funda, bajo el delgado material de mi chaqueta de traje; ni yo ni Dante
saldríamos sin estar armados. Incluso las llevábamos en casa. El único
momento donde no la llevaba era cuando dormía, y, aun así, la dejaba al
alcance de la mano.
Nos guio hasta la parte de atrás de la casa que tenía un concepto abierto,
cada esquina estaba decorada con una planta o una estatua. Parecía sacado
de una película clásica de Hollywood.
—En mi oficina tendremos más privacidad —indicó Romero.
Ya adentro, Dante y yo tomamos asiento en el escritorio enfrente de él,
una vista panorámica interminable del océano se podía ver a través de los
grandes ventanales que llegaban hasta el piso y que se encontraban a las
espaldas de Romero. Nos rodeaban fotografías de alfombras rojas, estrenos
de películas y celebridades. Estaba claro por la decoración y los muebles
con toques femeninos que la oficina no le pertenecía.
Una foto captó mi atención. Aparecía Reina llevando una tabla de surf,
usando un bikini rosado y llevando una gran sonrisa. Debió ser tomada
hacía poco, esa chica lucía realmente feliz. Su sonrisa transmitía cierta paz,
quizás era por las arruguitas que se le hacían en los ojos por el sol o por su
cabello desordenado y playero… Lo que fuera, podía sentir la arena caliente
bajo los pies con solo mirar esa imagen.
Romero se debió haber dado cuenta de cómo observaba la fotografía,
porque tosió.
—A Reina se le metió en la cabeza que quería ser surfista. Es su
objetivo del mes.
—¿Es buena? —Por el tono que había usado Dante se notaba que le
importaba un pepino si era buena, no obstante, al menos estaba entablando
conversación. Siempre quería ir directo a los negocios y largarse del lugar.
De hecho, me sorprendió. Mientras yo odiaba a Romero por haber usado a
mi madre, mi hermano lo despreciaba. Por algo más que nuestras ganas de
venganza y protección hacia nuestra madre, sin embargo, Dante se negaba a
decirme el motivo.
En ese momento, solo estábamos centrados en encontrar el documento
que necesitaba mi mamá el cual, supuestamente, estaba en una de las cajas
fuertes de Romero. Cuando mamá abandonó su familia para irse con
Tomaso Romero, al abuelo le tomó tiempo aceptar su decisión.
Cuando les dio su permiso, él y Romero llegaron a un acuerdo por
escrito. El abuelo se quedó con el original y Romero con la copia.
No sabía por qué mi madre lo necesitaba con tantas ganas. Parecía
irrelevante dado que su unión nunca se llevó a cabo. Sin embargo, estaba
desesperada por recuperar esa copia, y ni Dante ni yo podíamos negarle un
favor.
Una vez le pregunté a mamá por qué Ojīsan, mi abuelo, no le daría el
documento original. La respuesta me removió todo: él dijo que ella lo había
avergonzado con su elección. El abuelo llegó a aceptarlo, pero nunca la
perdonó. Además, era mujer, y ser mujer no tenía mucho valor, no eran más
que un producto de negociación. Y, de acuerdo a sus palabras, el abuelo me
lo entregaría a mí cuando se sintiera preparado.
Cuando fuera que eso sucediera.
—Ganó algunas competencias de surf —gruñó Romero—. Pero está
claro que no será una campeona mundial. Solo lo practica porque se lo
prohibí. Es testaruda. De todos modos, hablemos de negocios. Necesito que
el puerto de Leone esté abierto para enviar un cargamento a Italia.
—¿Qué hay de malo con tus puertos? —indagó Dante—. Lo último que
escuché es que tienes algunos en Venecia.
—Abril es un mes congestionado en Venecia, es decir, hay mucha más
seguridad.
—Según la información que tenemos tienes compradas a las autoridades
de esos puertos —remarqué—. No entiendo cuál es el problema.
—No harán la vista gorda con el tráfico de personas. —Mi presión se
disparó cuando escuché su respuesta. Romero era el último integrante de la
Omertà que aún formaba parte de ese tipo de tráfico y lo odiaba. También a
él. ¿Qué tipo de hombre, sobre todo con hijas, puede transportar mujeres
como si fueran ganado?
Nuestro padre había estado involucrado en aquello también, y solo lo
dejó cuando Dante y yo ganamos más dinero para él con el contrabando de
drogas. Quizás podríamos convencer a Romero con lo mismo. Solo debía
ser inteligente sobre ello y hacerlo bien. Se llenaría los bolsillos de dinero
en cuestión de meses.
—La respuesta es no —repliqué entre dientes. Lo único que debía hacer
el hijo de puta era mirar las fotos de sus hijas colgando de la pared de su
oficina para darse cuenta de que lo que hacía estaba mal.
—¡No tienes autoridad! —espetó.
—Te equivocas, la tenemos —reviró Dante, manteniendo su rabia a
raya. Conociéndolo, lo único que quería era acortar la distancia entre ellos y
ahorcarlo hasta quitarle la vida—. Padre nos autorizó a negociar los
acuerdos y analizar si nos conviene o no.
—Entonces se trata de dinero. —Romero pronunció con un brillo
avaricioso en los ojos.
—No es sobre dinero —aclaré con tono inexpresivo.
—La familia Leone ya no se involucra en el tráfico de mujeres, y no
permitimos que se mueva en nuestros puertos —añadió Dante. Lo miré de
reojo, y vi cómo ponía los ojos en blanco y luego se levantó—. ¿El baño?
Esa era nuestra señal para que él fuera a revisar el lugar. Podía ser una
táctica antigua y usada, aunque quizás Romero tenía algún documento en la
residencia de su suegra. Además, nadie era mejor que mi hermano abriendo
cajas fuertes. Lo deberían llamar el encantador de cajas fuertes.
—Sube por las escaleras, primera puerta a la derecha —explicó con el
ceño fruncido y los puños cerrados.
Dante desapareció, con paso firme contra el mármol de las escaleras.
Romero tomó un cigarrillo de una caja muy elegante y me ofreció uno en
silencio. Negué. Siempre odié el olor a esa mierda. Me recordaba a mi
padre.
El reloj hizo tictac. El humo del cigarrillo llenó el aire, mezclado con
una clara fragancia femenina. El desagrado emanaba de Romero mientras se
recostaba en su asiento, fijando su atención en mí. El disgusto era mutuo.
Permanecimos en silencio, sintiendo cómo algo se construía en la
atmósfera. Podrían haber dicho que era incomodidad, pero me importaba
una mierda. Había sido testigo de muchos momentos de desazón en el
transcurso de mi vida, especialmente viviendo con mi padre. Aprendí a
sobrevivir y a veces prefería estar en silencio que rodeado de tanto bullicio.
—¿Cómo puedo hacerte cambiar de opinión? —Las palabras de
Romero cortaron el silencio como una navaja. Mis ojos lo observaron y vi
cómo lanzaba una mirada detrás de mi cabeza y justo vi lo que estaba
mirando gracias al reflejo en la ventana.
Los ojos de Romero se ampliaron mientras me levantaba de un salto de
mi silla y me movía rápidamente en dirección contraria. El desconocido me
atacó con un cuchillo mientras soltaba un “Mierda” y me movía hacia un
lado, tocándome el pecho con el brazo. Sentí el frío filo de la cuchilla cortar
mi chaqueta y con suma claridad hiriéndome la piel.
Apareció otro sujeto, que con su arma apuntó a mi cabeza. ¿Dónde
estaba Dante? Bang. El gruñido adolorido de Romero se escuchó en el
lugar. Busqué mi arma y la saqué, mientras empujaba con fuerza a mi
atacante, quien me seguía arremetiendo violentamente con la cuchilla. La
sangre escurría por mi brazo, pero lo agarré de la garganta con la mano
izquierda y lo apunté con la derecha. Bang. Bang.
Cayó al piso.
Después, apunté a Romero, quien aún permanecía congelado en su
asiento, con el brazo izquierdo sangrando. No quité mi mirada de él,
mientras agarraba del cuello al maldito que estaba desplomado y lo apreté
con toda mi fuerza.
—¿Quién te envió? —Respiré, sin perder de vista al tipo que estaba
desparramado a mis pies.
Sus ojos casi se salen, mas seguí apretando con más fuerza, sus córneas
estaban tensas y las venas se le reventaban. Solo le di la mitad de mi
atención, ya que no quería perder de vista a Romero. No confiaba en él.
El sonido de huesos rotos bajos la fuerza de mi agarre llenó el espacio.
Una última apretada y su cuerpo se desplomó.
—¿Qué mierda? —La voz de Dante penetró la neblina asesina que
cubría mi cerebro y solo así pude soltar el suspiro que estaba reteniendo.
Dante apuntó con su arma a Romero y preguntó—: ¿Estás bien, Amon?
Asentí y lentamente me puse de pie, con las manos bañadas en sangre,
sin perder de vista al padre de Reina. Tenía miles de pensamientos
rondándome, el pulso disparado y la frente repleta de sudor.
La desconfianza que había sentido al comienzo se multiplicó. Debí
haber seguido mis instintos. Sus hijas se habían escapado de la casa sin
problema, a pesar de las miles de cámaras de seguridad en toda la
propiedad. Estaba solo. No me dijo que había alguien viniendo por mi
espalda. Nada había estado bien, todo parecía una trampa.
Sin embargo, matarlo sin tener pruebas daría pie a una guerra.
—Estoy bien —le respondí, respirando pesadamente y estudiando todo
el caos a nuestro alrededor. Por ironías de la vida, mis ojos cayeron en un
jarrón quebrado, enviándome directamente al recuerdo de dos pequeñas
niñas—. ¿Viste a otros hombres?
Había algo levemente desquiciado, casi descontrolado, en los ojos de
Dante. Era la respuesta que necesitaba.
—Sí, dos hombres en el pasillo. Les disparé.
Pasé por su lado y murmuré:
—Mantente apuntándole.
No confiaba en que Romero no me dispararía por la espalda.
En el pasillo, encontré los dos cuerpos sobre un charco de sangre como
si fuera el Mar Rojo. Tal como los hombres que maté en la oficina, todos
eran japoneses. ¿Se trataba de la Yakuza? Pateé uno de los cuerpos,
haciéndolo rodar, para ver el tatuaje, tan conocido, en su muñeca. Mi vista
se fijó en el otro cuerpo. Tenía el mismo.
Era el símbolo en kanji que representaba el amor y el afecto. Era el
favorito de mi abuela, por eso mi abuelo se lo tatuó. Primero fue una
promesa a su esposa, luego, se volvió una marca para todos sus seguidores.
Entonces, o mi abuelo me quería muerto o… No quería pensar en la otra
alternativa. Ninguno de los posibles culpables me sentaba bien. O mi primo
iba tras mi corona de la Yakuza al ser el siguiente en el linaje o mi abuelo
cambió de opinión y ya no me veía como alguien merecedor del cargo.
Dada la mentalidad del bajo mundo, me hizo querer ser el mejor en todo y
el más adinerado de todos con tal de que nadie se metiera conmigo.
Me alejé de los cuerpos. Romero podía hacer la limpieza. Cuando volví
a la oficina, fijé la vista en el dueño de la casa que estaba sentado sin
expresión, todavía sujetando su brazo herido.
—¿Son tus amigos? —inquirí.
—Nunca los había visto.
—Entonces ¿por qué estaban aquí? —espetó Dante, con tono incrédulo.
—¿Y cómo putas voy a saber? —bramó—. ¿Le contaron a alguien de
esta reunión?
—Tú nos citaste a esta reunión —remarqué.
—A padre no le hará feliz saber lo que sucedió, Romero —comentó
Dante, echándole un vistazo a mis manos manchadas de sangre. Habíamos
matado a muchos a lo largo de nuestra vida. No nos costaba nada dispararle
a alguien. Pero matar con tus propias manos dejaba una sensación muy
diferente. Era personal; dejaba una marca no solo en tu cuerpo, sino
también en tu alma—. Quizás debamos matarte también —continuó con
una sonrisita inquietante.
—No —gruñí. No teníamos seguridad de si Romero estaba implicado o
no, a pesar de lo que mi sexto sentido me advertía; además, el dejar a sus
hijas sin padre no me sentaba bien.
—¿A qué te refieres con no? —siseó mi hermano—. El bastardo tenía a
la Yakuza metida en su casa. Y ten por seguro que no venían a matarlo a él.
—Me dispararon —protestó Romero con voz débil.
—Ay, por favor. —Dante soltó una risita—. Apenas fue un rasguño.
—Necesito un maldito trago —refunfuñé y me dirigí al minibar. Me
serví un vaso de whiskey, estudiando al viejo sentado detrás del escritorio
—. Quiero saber por qué estás trabajando con la Yakuza.
Palideció, sacudiendo la cabeza en un movimiento rápido.
—No lo hago.
Golpeé el vaso en la superficie de cristal del minibar, quebrándolo en
pedazos.
—Deja las malditas mentiras.
Regresé al escritorio, pasando por encima del cadáver y me hundí en mi
asiento.
—Última advertencia, Romero. Empieza a hablar o Dante te meterá una
bala entre los ojos.
Teníamos un tercio de su edad, sin embargo, éramos más fuertes. En un
tiempo más, invencibles, y nadie se atrevería a jodernos.
—Sería todo un placer —incitó Dante, con una sonrisa dibujada en el
rostro.
Romero dejó caer los hombros, por fin admitiendo su derrota. Me miró
directo a los ojos cuando dijo:
—Les robé el cargamento de droga. Como compensación, debía
entregarles mi vida o la de mi hija.
Hija, no hijas. Parecía que solo querían a una de ellas y apostaría todos
mis bienes a que adivinaría de quién se trataba.
En resumen, establa claro cuál fue la elección de Romero.
Lamentablemente, escogió mal, porque desde ese momento lo teníamos
agarrado de las bolas.
CAPÍTULO SEIS
AMON
E ra unDespués
día asquerosamente largo.
de la mierda que sucedió, Dante y yo necesitábamos
relajarnos.
Nos sentamos en el bar del hotel The Ritz-Carlton en el centro de Los
Angeles. La vista panorámica era extensa; no había ninguna estrella visible
debido a las luces que emanaban de la ciudad que nos rodeaba. A nuestras
espaldas, los comensales se atiborraban de filetes y botellas añejadas de
vino.
—¿Crees que colaborará? —preguntó Dante, hablando en italiano.
Expusimos nuestros términos a cambio de su vida. Sería nuestro espía
dentro de las operaciones de tráfico de personas. Continuaría con los
negocios de siempre y nosotros los desmantelaríamos lentamente de adentro
hacia afuera—. ¿O crees que nos traicionará?
Me encogí de hombros.
—El tiempo lo dirá.
—¿No crees que deberíamos decirle a padre?
Le di una mirada seca.
—¿Tú le quieres contar?
Se pasó la mano por el cabello como por milésima vez.
—Tú eres el mayor.
En cualquier otro momento, no mencionaría ese dato.
—No le diremos —afirmé con frialdad—. No se lleva bien con Tomaso.
De esa manera Romero solo nos deberá a nosotros y podremos poner
nuestras manos en el tráfico de personas. Nos conviene.
—A menos que nos apuñale por la espalda. —Sacó a relucir
nuevamente aquella preocupación.
En eso tenía razón.
—Haremos que nos necesite —dije—. Se le hará imposible mover
droga sin nuestra ayuda. Y usaremos todas las conexiones que tenemos para
eliminar a los que están traficando con personas por nuestros territorios.
—Es un buen plan —apoyó—. Pero no confío en él. —Yo tampoco lo
hacía, mas debíamos arriesgarnos. Si veíamos el mínimo engaño, lo
eliminaríamos—. ¿No te da curiosidad saber por qué nunca tuvo un hijo?
Nunca se volvió a casar después de lo de su esposa.
Mi ceja se alzó con sorpresa por su pregunta.
—No, nunca me lo había preguntado, porque me importa una mierda
Tomaso Romero o por qué nunca se volvió a casar. ¿Por qué lo haría?
—Me parecía extraño. —Remarcó Dante—. Cada familia en la Omertà,
excepto por Tomaso, tiene un evidente heredero. La misma no permite
mujeres en su organización, y en un futuro próximo, las cosas no
cambiarán. Entonces, ¿por qué se arriesgaría a perder ese puesto?
—Su esposa no pertenecía al bajo mundo y tenía su propia riqueza. A lo
mejor no necesita ese puesto. O quizás amaba a su mujer —me burlé con
astucia—. Algunos lo hacen.
Se mofó. La mayoría de los matrimonios en nuestro mundo valoraban
muy poco la confianza y no les interesaba el amor.
—Lo dudo. Mira a nuestro padre —señaló—. De todos modos, creo que
hay algo mucho más siniestro oculto en esta mierda que hay entre él y la
Yakuza. Además del robo de la droga.
Había pensado lo mismo, pero mejor cambié de tema.
—¿Encontraste algo en la casa?
Negó con la cabeza.
—No, aunque no me sorprende, ya que no es su casa.
—¿Qué habitaciones revisaste?
Dante puso los ojos en blanco.
—Su recámara. Las habitaciones de sus hijas. Había otra biblioteca.
Nada. —Nos quedamos en silencio durante unos latidos cuando continuó
—: ¿No te preguntas por qué la Yakuza te querría muerto? Se supone que
eres el siguiente en la línea para liderarla, no para ser ejecutado.
—Hablaré con Mamma y veré si podemos obtener información de
alguno de sus contactos. Si la Yakuza me quiere muerto, tiene que haber una
razón.
—¿Además del hecho de que serás quien supuestamente se hará cargo
de todo tras la muerte de tu abuelo? —Mi tío debía ser el siguiente en la
línea de sucesión por la corona, pero lo asesinaron. En su propia casa. El
culpable: desconocido. Tampoco es que me importara—. Te apuesto a que
es Itsuki.
—Acaba de cumplir dieciocho.
—Nada nos detuvo de matar a esa edad.
Tenía razón. Después de perder a su único hijo, mi abuelo buscó a mi
madre y perdonó sus errores: haber elegido a un italiano por sobre la
Yakuza. Estaba claro que solo quería agregar a alguien más a la línea, ya
que mi primo era un idiota descerebrado. Era cruel, impulsivo y
completamente estúpido.
CAPÍTULO SIETE
REINA
E ramansión
la una de la mañana cuando Phoenix estacionó su Jeep frente a la
de la abuela. La canción de Carrie Underwood todavía resonaba
en mis oídos y la adrenalina zumbaba por mis venas. Mis ojos se centraron
en mi hermana, que todavía tenía una sonrisa gigante. No cabía duda de que
el concierto había sido inolvidable.
Hicimos el mismo camino de vuelta que cuando nos fuimos. Con la
única diferencia, de que esa vez me aseguraría de que mi vestido no se
enganchara en ningún lado.
No había sido fácil escabullirnos de la mirada vigilante de Papà o,
mejor dicho, de sus cámaras de seguridad. Esa había sido la condición que
había impuesto para dejarnos pasar las vacaciones de verano donde la
abuela. De otra manera, hubiera insistido que nos fuéramos a Italia.
Me dio escalofríos el solo recordar el último viaje a ese país, ocho años
atrás. La mirada vacía y el rostro pálido, casi fantasmal de Mamma.
Lo culpé de ello. Siempre había estado recelosa de su mundo, sin
embargo, él insistía en meterla en él. Papà era la cabeza de una de las cinco
familias de la Omertà. Sus conexiones criminales, la mafia, iban desde
Italia, pasaban por Europa y llegaban a toda Sudamérica.
No tenía ni idea de que ya sabíamos que era un criminal. Aunque,
tampoco es como si hubiera sabido lo que conllevaba ser uno; solo que no
era bueno. Pese a eso, había sido buena idea que nos dejara estar con la
abuela cuando ya no asistíamos al internado.
Siguiendo el desgastado camino, yendo en puntillas sobre el césped,
rodeamos el lugar hasta la parte trasera donde estaban nuestras
habitaciones. El dormitorio de la abuela estaba en la planta baja, de frente al
mar. Las nuestras estaban en el segundo piso, sobre la de ella, y tenía un
balcón que rodeaba todo el costado de la mansión. Gracias a eso podíamos
entrar y salir de la casa la mayoría del tiempo, además, el sonido de las olas
cubría nuestras pisadas.
—Entra primero —ordené a mi hermana.
—No, tú hazlo —protestó.
Negué.
—No. Haré guardia y veré si viene alguien.
Con eso dicho, empezó a escalar, aferrándose de la cuerda que habíamos
ocultado detrás de la enredadera que se extendía en la parte alta de la casa.
Cuando llegó arriba, pasó por sobre el balcón, se giró y levantó los
pulgares. Me puse a escalar y rápidamente estaba junto a ella.
—Ves. —Señé—. Más fácil que quitarle un dulce a un bebé.
La verdad, era más fácil escaparse del internado que de este lugar, sobre
todo cuando Papà estaba en la ciudad. Lamentablemente, no teníamos
control sobre sus idas y venidas, así que habíamos sido aún más cuidadosas
al irnos, recorriendo más por el camino de la propiedad vecina que la
nuestra.
Tomando la mano de mi hermana, no dirigimos a nuestra habitación.
Cuando pusimos un pie dentro, las luces se encendieron, dejándonos ver a
Papà sentado en la silla, con el brazo cubierto por una venda y una
expresión sombría en su rostro.
—¡Mierda! —murmuré, mientras me percataba de que Phoenix apretaba
más mi mano, en un agarre doloroso.
—¿Están borrachas? —siseó. Estaba muy enojado. Juraba ver cómo le
salía humo por las orejas. Se levantó con toda su corpulencia, inclinándose
sobre nosotras. Phoenix era más alta que yo, pero ante el escrutinio de
nuestro padre, terminó por encogerse también.
Negué con la cabeza, tragando con fuerza. Sus ojos iban de Phoenix a
mí.
—No bebimos ni una gota de alcohol —juré, sintiendo cómo mi
corazón latía tan rápido que temía que me fracturara las costillas. Echaba de
menos a la persona que era antes de la muerte de Mamma. Extrañaba sus
sonrisas y abrazos, no obstante, era como si él también hubiera muerto
aquel día y alguien parecido a Papà lo reemplazó. Por mucho que quería
luchar para traerlo de vuelta, primero debía sobrevivir a esa noche.
—¿Me estás mintiendo, Reina? —La tormenta en sus ojos me dijo que
él creía que sí. Una ola de nauseas me azotó, aunque la ignoré.
Sacudí la cabeza, obligándome a mantener mi rostro sin expresión.
Papà siempre me ponía nerviosa cuando se enfurecía. Además, podría
fácilmente malinterpretar mis nervios por culpa.
Sin aviso, tiró de Phoenix para apartarla de mí, alzó su mano listo para
abofetearme. No me moví, veía su mano cada vez más cerca como en
cámara lenta, pero la cachetada nunca llegó. Phoenix se interpuso, y el
golpe que era para mí conectó con fuerza con su rostro. Su cabeza se dio
vuelta mientras lloraba.
Sentí el dolor de Phoenix como si hubiera sido mío. Protege a tu
hermana. Escuché las palabras de Mamma, que me impulsaban a tomar ese
castigo en lugar de ella. Como si la ira hubiera estallado dentro de mí y
hubiera pintado todo de rojo, estaba lista para devolver el golpe.
No era normal que nos golpeara y estaba segura de que se sentiría
culpable más tarde, pero no me quedaría de brazos cruzados y ser solo una
observadora. Así que di un paso en su dirección, endureciendo mi cuerpo, y
la protegí con mi cuerpo.
—¡No la toques! —Mi furioso grito pudo haber sido escuchado por todo
California, estaba lleno de rabia, pero también bañado en decepción. Nunca
antes nos había levantado la mano. Si bien, se había puesto bastante más
aprensivo con nosotras, esto había sido demasiado. Era mi trabajo proteger
a mi hermana, y lo haría.
Mis oídos pitaban y el sabor a cobre inundó mi boca luego de haberme
mordido el labio con tanta fuerza.
Estaba allí de pie, con su rostro completamente rojo y algo en sus ojos
que no pude comprender o interpretar. Soltó una exhalación temblorosa, y
mi ira se tambaleó al ver las arrugas tan profundas que rodeaban sus ojos.
Lucía agotado. Exhausto.
Phoenix se tocaba la mejilla, y al ver cómo la mano le había quedado
marcada hizo que mi rabia volviera con todo. Ya no era el hombre que
conocíamos. No era ese Papà que era amable y delicado con sus niñas.
Cambió. Se volvió más duro. No entendía por qué. Su odio hacia el mundo
y hacia todos, lo estaba consumiendo con tanta intensidad que me erizaba la
piel. Mis ojos analizaron su brazo.
—¿Qué pasó?
Sus ojos bajaron a su extremidad y se oscurecieron, parecía que se había
olvidado de ello.
—Nada. —Su voz era fría, cortando todo a su paso.
—Bueno, espero que ese nada… —Mis ojos le dieron un vistazo a la
venda cubierta de sangre y luego volví a mirarlo a los ojos—. Te haga
desangrar y morir.
No sabía de dónde salieron esas palabras. Sí, regularmente me metía en
problemas en el internado, peleando con los niños que le hacían bulliyng a
Phoenix, aun así, nunca había dicho algo así de cruel. Abrí la boca para
añadir algo más, pero antes de hacerlo, me abofeteó, haciéndome callar. Mis
oídos zumbaron mientras el dolor se extendía por toda la mejilla y un
líquido caliente caía por mi mentón.
Mis dedos tocaron mi labio partido, manchado de carmesí. Me observé
la mano, sintiendo cómo el labio palpitaba, derramando más sangre bajo mi
barbilla hasta mi camiseta. Padre nunca nos había golpeado. Jamás. Sin
embargo, acababa de abofetearnos a Phoenix y a mí en la misma noche.
Me preparé para más dolor cuando la puerta se abrió.
—¿Qué estás haciendo, Tomaso? —La abuela estaba en la entrada, con
las manos en las caderas y un gorro blanco en la cabeza. Sus ojos, azules
como los de nosotras, se fijaron en mi hermana. No pasó desapercibida la
marca en su mejilla, pero cuando vio la misma marca en la mía, sus ojos se
entrecerraron—. ¿Qué acabas de hacer?
El sabor de la sangre, dulce y cobriza, hizo que se me revolviera el
estómago y me ardieran los ojos. La habitación se llenó con el suave
sollozo de Phoenix, no podía hacer lo mismo, debía ser fuerte. Temía que, si
liberaba mis lágrimas, jamás se acabarían.
—Castigando a mis hijas —siseó a través de la habitación oscura—.
Vuelve a la cama, Diana —ordenó con una calma espeluznante—. Desde
mañana, Phoenix y Reina están castigadas por haberse escapado y hacer
quién sabe qué cosa durante la noche.
Un segundo estaba en la puerta y al siguiente frente a Papà,
colocándose entre nosotras y él.
—Apártate, Diana —reviró—. Son mis hijas.
No respondió, solo lo miró con fiereza. Algún día, me gustaría ser
valiente como ella. Un día, me pararé ante el mundo como ella lo hizo.
—¿Necesitas que te refresque la memoria? —La voz de la abuela fue
tajante. La temperatura en la habitación descendió y la piel de gallina no
dudo en aparecer, a pesar de las temperaturas de abril—. No olvides tu
promesa, Romero.
Se extendió el silencio, creando una atmósfera de tensión. Me
presionaba el pecho. Molesto. Incómodo. Casi explosivo, pero no tanto. El
suave escozor bajo mi piel era denso y siniestro, hasta que Papà se giró y se
fue, sin decirnos nada, y azotando la puerta con un fuerte sonido.
—Lo odio. —Phoenix fue la primera en romper el silencio, moviendo
con rapidez sus manos. La abuela permanecía observando la puerta cerrada,
con su pecho subiendo y bajando. Estaba más enojada que nunca—. Lo
odio y lo amo. ¿Por qué se comporta así?
No hubo respuesta. La tensión había envuelto su mano alrededor de mi
garganta, ahogándome.
—Abuela, ¿qué pasó? —susurré, con voz temblorosa—. ¿Y por qué
Papà tenía el brazo vendado?
—Porque es un maldito criminal —respondió, su expresión se oscureció
al darse cuenta de lo que había dicho. Pero esa afirmación no nos
sorprendió. Desde que éramos niñas ya sabíamos que nuestro padre era
diferente. Quizás porque ninguno de los padres de nuestras amigas cargaba
un arma. A menos que fueran policías, mas el nuestro definitivamente no lo
era—. Le dije a Grace que no era lo suficientemente bueno para ella, pero
no me escuchó. Nunca lo hacía, y ahora vemos las consecuencias.
Phoenix y yo esperábamos a que nos diera más detalles, sin embargo,
viendo sus labios apretados y su expresión sombría, se había acabado la
charla para ella.
—¿Ha matado a alguien? —Señó mi hermana—. ¿Por qué no era
feliz?
La abuela sacudió la cabeza.
—No se deben preocupar de aquello. —Luego, fijó los ojos en nosotras,
dándonos una mirada seria y añadió—: Tampoco deben comentarlo.
¿Entendido?
Ambas asentimos dudosas.
—¿Y si Papà nos lleva lejos de aquí? —manifesté con voz rasposa—.
¿Crees que nos prohibirá vivir contigo?
Sacudió la cabeza.
—No lo hará.
Su confianza alimentó mi consuelo; aunque una leve duda se coló en mi
mente.
—¿Cómo puedes estar tan segura? —cuestioné, con la sospecha en mi
interior.
La abuela eliminó la distancia y nos jaló hacia ella para darnos un fuerte
abrazo. De pie allí, sentimos cómo su amor nos envolvía. No era como el de
Mamma. Tampoco como el de Papà. Aun así, era lo mejor después de esos
dos.
Justo cuando ya me había dado por vencida esperando una respuesta, se
alejó y se comunicó con señas:
—Porque sé un secreto que nunca se debe saber. Por eso accedió a los
últimos deseos de su madre y les permitió vivir conmigo.
Mi hermana y yo compartimos una mirada, sin entender qué tipo de
secreto podría ser tan grande como para dominarlo de esa manera.
—¿Qué secreto? —Señó Phoenix.
La abuela nos miró con una sonrisa lobuna, de esas que usan las madres
que se encuentran en la jungla mirando como el depredador se acerca a sus
bebés.
—No sería un secreto si se los contara, ¿no es cierto? —Tenía razón,
pero igual me picó la curiosidad. Y si conocía a mi hermana, cosa que
hacía, se sentía de la misma manera—. Solo les diré esto, niñas. Si algo me
llegara a pasar antes de que sean adultas, les llegará una carta de mi parte.
Será su salvavidas.
No entendería el significado de esas palabras hasta muchos, muchos
años después.
CAPÍTULO OCHO
AMON
Dos días más tarde, algunos minutos antes de las siete, nos sentamos en el
comedor de la casa de padre. Era inevitable no verlo durante el viaje,
teníamos mucho de que discutir.
Ni mi hermano ni yo teníamos ganas de hablar, pero sabíamos que si lo
ignorábamos nos traería problemas. Así que allí estábamos.
Estudié el rostro de mi madre, en busca de algún rastro de moretones.
No había ninguno. Eran los beneficios que teníamos luego de crecer y
hacernos físicamente más grandes y fuertes que nuestro padre.
Le advertí hacía mucho tiempo que, si le ponía un dedo encima, no lo
volvería a ayudar con sus negocios. Dante hizo lo mismo. Podía ser que no
estuviéramos siempre allí para refrenarlo, pero por fin teníamos algo con
qué amenazarlo y a ninguno de nosotros nos iba a temblar la mano en
cumplirlo.
Padre se sentó a la cabecera de la mesa, con los ojos fijos en mi madre.
Joder, cómo odiaba que se quedara con él. Tenía muchas amantes, lo cual
ella prefería, pero no entendía por qué no lo dejaba.
No lo amaba.
Era probable que nos hubiera engañado cuando éramos niños, pero ya
no podía hacerlo. Él tenía algún secreto sobre ella y, tenía toda la intención
de averiguarlo. Después, la liberaría para que pudiera vivir el resto de su
vida en paz.
—¿Cómo les fue con Romero? —preguntó, sin apartar la mirada de mi
madre, quien se tensó ligeramente. Aún no le había contado que Romero
había hecho un trato con la Yakuza para matarme. No sé si valía la pena
mencionarlo, ya que lo estábamos chantajeando para que nos ayudara.
Una empleada se acercó trayendo la comida, sin duda algo del gusto de
padre, y lo dejó frente a nosotros.
—Estuvo bien —respondió Dante—. ¿Qué mierda es esto? —inquirió,
mirando la comida en nuestros platos.
—Una cena saludable.
Me pareció interesante que no hubiera mencionado el asunto de la
Yakuza primero. Pensé que se iba a preocupar sobre el transporte de drogas,
ya que a partir de ese momento mi primo se estaba haciendo cargo.
—Usará los puertos de los Leone para los cargamentos de droga en los
meses de primavera y verano por un precio agregado.
La atención de mamá estaba puesta en el plato de comida frente a ella,
seguro estaba pensando cómo se lo iba a comer todo. Había morcilla, pan y
steak bien cocido. Era su manera de decirnos: jódanse. Aun así, no se quejó
mientras revolvía su comida.
—¿Cena saludable? ¿Qué mierda? —musitó Dante, observando el plato
que era igual al de mi madre—. ¿Contrataste un nuevo chef sin papilas
gustativas?
—Es el mismo chef —aclaró Mamma con tono inexpresivo.
Abrí la boca para decirle a padre que debería considerar jubilarlo, pero
Dante fue más rápido.
—Parece que nos quieres causar una diarrea explosiva.
—Véanlo como una comida detox —musité. Le tembló el músculo de la
mejilla a padre, así que seguí molestándolo—. Ahora entiendo por qué la
gente se va a la mierda cuando comen esta porquería —añadí, sabiendo que
con el doble sentido se iba a enojar aún más.
Pegó con su puño contra la mesa, haciendo que toda la vajilla de plata
temblara. Ni Dante ni yo reaccionamos, estábamos acostumbrados a sus
corajes, pero mi madre sí se sobresaltó. Aún después de todos esos años,
caminaba de puntillas a su alrededor.
—¿Ya se aburrieron con las bromitas de mierda? —gruñó. El anciano
no había envejecido bien. El consumo de alcohol y su alimentación le pasó
la cuenta. Sumado al cáncer. Su cabello todavía era oscuro, solo porque se
lo teñía, pero no había cura para la calvicie y piel amarillenta.
No importaba si su físico se había debilitado. Todavía era capaz de
abusar y traicionar. Por eso había dejado de vivir bajo su techo. Lo mismo
sucedía con Dante.
En general, ninguno de los dos dormía de corrido, sin importar dónde
nos alojáramos. Aprovechaba esas horas para vigilar y agrandar mi imperio.
Mis problemas de insomnio comenzaron el día en que salvé a la niña de
cabello dorado. Ese mismo día, padre nos llevó a Dante y a mí a las
mazmorras por primera vez para castigarnos. Desde ese momento, dormía
con un ojo abierto. Puede que fuera viejo y débil, pero los años de abuso
bajo su techo nos cambió de muchas maneras.
No había nada que me gustaría más que deshacerme de mi padre sin que
nadie se enterara, ni siquiera mi hermano. Lamentablemente, no era fácil
que sucediera. Al menos no en ese momento.
—¿Vieron a las hijas de Romero? —preguntó. Los ojos de mamá se
despegaron de su plato por primera vez desde que nos habíamos sentado. Su
mirada se enfocó en mí, luego, en Dante, para terminar en padre.
Nos contempló a los tres de una manera que no me gustó ni un poco. Lo
hacía como si supiera algo que nosotros no.
—No vimos a sus hijas —mentí.
—¿Por qué te importa? —le preguntó madre.
Tenía la misma interrogante. A padre nunca le había importado alguien,
especialmente, los hijos de alguien más.
Se encogió de hombros, pero su rostro solo mostraba clara pedantería.
—No me importan. Solo me parece divertido cómo Romero estaba tan
desesperado por tener hijos y fue castigado con hijas. —Lo miré con
indiferencia mientras mi pecho ardía con ira y odio—. Escuché que la
menor, Reina, es bastante revoltosa.
Le di una sonrisa tensa, odiando la forma en que pronunció su nombre.
Ni siquiera me gustaba que supiera de la existencia de Reina Romero.
Nunca creí que hablaría de ella.
—¿En qué sentido? —replicó Dante con curiosidad, empujando la
morcilla por el plato con una mueca de repulsión.
—Se dice que siempre pelea las batallas de su hermana.
—Ama a su hermana y la protege. No hay nada raro con ello. —La voz
de mamá temblaba, sostenía el tenedor con tanta fuerza que sus nudillos se
pusieron blancos.
—Quizás. —Padre se mofó. Se recostó en la silla, y nos miró como si
estuviera buscando algo que no entendía. Lo buscaba en los ojos de nuestra
madre. En los de Dante. En los míos—. Romero querrá casar a su hija
cuando cumpla la mayoría de edad. Esa dragona que tienen de abuela no
podrá proteger a esas chicas por siempre.
En ese momento, decidí que yo sería quien protegería a Reina Romero.
CAPÍTULO NUEVE
REINA
E llujosa
internado quedaba en los alrededores del lago Tahoe. Una prisión
de ocho hectáreas, pero era mucho mejor que quedarse en casa.
Tras ser alumnas por años, conocíamos el lugar como la palma de nuestras
manos.
Mientras mi hermana y nuestra mejor amiga, Isla, estaban poniendo
todo de sí en las tareas, esa vez, yo estaba encargada de proveernos con
snacks.
Sabía lo que tenía que hacer. Todos lo sabían.
Completar la misión no debería tomarme más de veinte minutos. Saldría
por el espacio que había en la reja, iría a la tienda por nuestros helados
favoritos y regresaría por allí mismo sin ser descubierta.
Miré el cielo que se estaba nublando, avisándonos de una inminente
tormenta. Ya podía sentir el aroma de la lluvia en el aire.
En nuestra casa de Malibu no era común ese clima, ya que las
temperaturas eran más cálidas, en cambio, en esa parte de California se
sentía más frío de lo que me gustaba.
Varios autos pasaron a mi lado y me tentó la idea de pedir que me
llevaran, pero sabía los peligros que eso conllevaba, así que olvidé esa idea.
Iba calle abajo, atenta a mi entorno mientras mi mente volvía a pensar en
Amon Leone. No había podido quitarlo de mi cabeza desde el accidente de
la verja, la semana anterior.
Dios, era hermoso. Apuesto. Y amable.
A Phoenix no le impresionó. Creí que ella estaba loca. Amon era el
chico más atractivo que mis ojos habían visto.
El sonido de neumáticos frenando, me sacó de mis pensamientos y me
devolvió al presente. Un Mercedes negro, con ventanas polarizadas, se
había detenido a unos pocos metros de mí y sentí cómo mis pasos vacilaron.
Aguanté la respiración, esperando que el coche se pusiera en marcha de
nuevo, pero nunca pasó.
Luego, todo sucedió en cámara lenta.
La puerta del auto se abrió y un hombre salió. Parecía un luchador de
sumo e iba acompañado por un hombre a cada lado.
«Sus escoltas», pensé, mientras una alarma se encendía en mi interior y
una mano invisible se apretaba en mi garganta. No podía respirar. Debería
escapar. Cada fibra de mi ser me gritaba que saliera corriendo de ese lugar.
Sin embargo, mis pies se negaron a moverse. Mi corazón retumbaba,
rompiendo mis costillas con cada latido.
—Reina Romero. —Sus matones me observaban con recelo mientras el
que parecía ser el jefe me miraba con un brillo en los ojos—. Qué sorpresa
más maravillosa.
Se me secó la boca y me negué a responder. Mis instintos me advertían
que el aura peligrosa que cargaban esos hombres los perseguían a donde sea
que fueran.
«Entonces, corre», me alentó mi conciencia.
Me quedé pegada a mi sitio.
—Sí, tiene que ser Reina Romero —gruñó, deteniéndose a un metro de
mí—. Cabello de oro y ojos como el mar cristalino.
Dio un paso adelante; yo, uno atrás.
—¿Qué quieres? —siseé.
—A ti.
Eso fue todo lo que necesité para reaccionar. Soltando las bolsas que
llevaba, salí rápidamente de allí, mis pisadas causando ruido contra el
asfalto. Si llegaba al acceso principal del internado, me metería en
problemas por haberme escapado, pero, al menos, estaría a salvo.
No me detuve, sabiendo que mi vida dependía de qué tan rápido podía
correr. Mis músculos lloraban. No era atleta. Hacer cardio era mi talón de
Aquiles. Si bien, apenas podía escuchar por encima del ruido que hacían
mis pulmones al ser sobre exigidos, pude escuchar pasos a mi espalda.
Cuando vi que me estaba acercando a la reja, una mano se envolvió en
mi cuello. Me tiró hacía atrás con un agarre firme que me hizo caer. Mi
espalda chocó contra el piso y el dolor estalló por todo mi cuerpo.
Abrí la boca para gritar, pero un cuerpo pesado se puso sobre mi torso y
una mano ahogó el sonido.
«Oh por Dios. No puedo morir así».
—Tu viejo tiene una deuda conmigo. —Una sombra se posó por encima
—. No dañes el producto, Akio.
Parpadeé confundida. El hombre que me había tumbado, Akio, se
levantó, mientras yo permanecía allí, mirando a tres pares de ojos.
Uno de los matones me agarró y levantó con violencia, rasgando mi
chaqueta.
Su mano apretó mi garganta y comencé a respirar con dificultad,
desesperada por llevar oxígeno a los pulmones. Fui incapaz de detenerlo
solo rasguñándolo, así que lo pateé en las pelotas, y con eso me gané una
bofetada que me cruzó el rostro.
—Métela en el vehículo —ordenó el grandote.
Insulté, arañé y grité mientras me arrastraban al coche. «Nunca subas al
auto de un desconocido», mi mente me susurró esa frase tan famosa.
—¡Suéltenme! —exigí, luchando con cada onza de fuerza que me
quedaba. Sus respuestas no fueron más que sonrisitas y muecas—.
¡Ayúdenme! —grité con toda la fuerza de mis pulmones, mientras intentaba
empujar hacía atrás, desesperada por liberarme.
El pánico comenzó a invadirme. Mi respiración se volvió errática. Con
cada paso más cerca del auto, más hiperventilada estaba.
A través de la neblina que cubría mi cerebro y mis ganas por soltarme,
escuché un motor. Pero había perdido las esperanzas de que alguien me
auxiliara. Por lo mismo, seguí atacando a mis secuestradores.
—Dé. Ja. La. Ir. —Una voz que se me hacía conocida sonó a mi
espalda, con un claro tono de mando que cruzó el aire—. Primera y última
advertencia. A la siguiente, disparo.
Todo se detuvo. El silencio perduró varios latidos, hasta que
comenzaron a hablar en un idioma que no sabía. Quien me tenía agarrada
aflojó su agarre y me liberó, y por fin la gravedad hizo lo suyo. Un fuerte
brazo me tomó por la cintura.
—Agárrate de mí.
Me giré y encontré que el chico de mis sueños era quien me sujetaba.
Alcé mi mirada y vi un rostro inexpresivo, la sonrisa que recordaba estaba
oculta en algún lugar profundo y difícil de alcanzar.
Mis manos se apoyaron en su pecho, con mis dedos clavándose en su
chaqueta negra de cuero.
—¿Qué haces aquí, primo? —inquirió el grandote. Primo. ¿Ese
estúpido era el primo de Amon?
La expresión de Amon era asesina, y si hubiera sido nuestro primer
encuentro, me habría asustado mucho. Por suerte para mí, recordaba al niño
que me salvó de su padre.
—Reina es amiga de la familia. —Las palabras controladas me hicieron
cosquillas en el cuello, pero era peor con esos tres hombres que nos
observaban. Solo así me di cuenta de que Amon los apuntaba con un arma.
Mis labios temblaron, aunque no hice ningún movimiento, confiaba en
que sabía lo que hacía.
—Su padre tiene una deuda que pagar. —Su primo me miró fijamente,
estudiándome como si fuera un animal para la venta. No me gustaba ni un
poco.
—Ya no.
Su primo se rio con sequedad.
—No tienes poder para decidir eso.
—Si no quieres que acabe con tu vida ahora mismo, te aconsejo que te
olvides de Reina y la deuda.
Ladeó la cabeza, estudiando a Amon con intensidad. Mis puños se
apretaron, queriendo darle un puñetazo en la cara. No me gustaba su
mirada.
—Puede que lo haga. Con una condición.
Sentí cómo los músculos de Amon se tensaban, pero su expresión nunca
cambió.
—¿Cuál?
—Trabaja para mí.
CAPÍTULO DIEZ
AMON
M i putoLoprimo.
odiaba y me juré, mientras lo veía partir, que lo mataría antes de
que abandonara esta tierra.
Le di mi palabra: mi lealtad a cambio de la vida de Reina.
No podía creer que tuviera que pagar una deuda de Romero luego de
haber ideado un plan que nos beneficiara. Sin embargo, cuando vi el pálido
rostro de Reina, no me arrepentí. Todavía estaba aferrada a mi chaqueta,
con sus ojos fijos en la dirección por donde desapareció el auto.
—¿Estás bien?
Alzó la cabeza y me miró, sus mejillas tomaron un suave color rosa. Me
sorprendí cuando vi que me observaba con corazones en los ojos. La niña
solo tenía catorce años.
Quité sus dedos de mi chaqueta y puse distancia entre nosotros. El
aroma a canela llenó mi nariz, pero no me permití pensar en si me gustaba o
no.
—¿Reina, estás bien?
Parpadeó, aclarándose la garganta.
—No, no estoy bien. Casi me secuestran. —Después, puso los ojos en
blanco como para enfatizar lo tonta que había sido mi pregunta. Con eso
confirmé que se encontraba bien—. Ese bastardo es tu primo.
Mis labios se torcieron ante el tono que usó. Era adorable, aunque
demasiado joven. Quizás Romero no se equivocaba al mantenerlas ocultas
del bajo mundo. Puede que Reina aún mantuviera su inocencia, pero sin
duda tenía agallas. Cuando frené, la vi defenderse de Itsuki con uñas y
dientes.
—Lo es, pero no te volverá a molestar de nuevo. Me aseguraré de ello.
Asintió.
—Gracias.
Uno de los contactos de Hiroshi en Japón le informó que Itsuki iba tras
la hija de Romero. Viajé por más de veinticuatro horas para llegar a tiempo.
Si me hubiera demorado cinco minutos más, la habría perdido para siempre.
Mi pecho se apretó con solo imaginarlo. Esa niña no merecía sufrir, sin
importar quién era su padre. Dante y yo encontraríamos ese documento que
tanto buscaba nuestra madre, sin pasar por encima de las hijas de Romero,
costara lo que costara.
—¿Qué hacías por aquí sola?
Se encogió de hombros, alejándose de mí.
—Era mi turno de escabullirme para comprar snacks.
La atrapé justo cuando se tropezó e hizo una mueca de dolor. Maldije en
silencio. Esos hijos de puta la lastimaron. Continuó caminando, ambos sin
decir ni una palabra, hasta que llegó al lugar donde sus snacks estaban
tirados por todo el asfalto.
Cuando se acercó con movimientos suaves a la bolsa de pretzels, la
detuve.
—Permíteme. —Vio cómo echaba todos los productos a la bolsa—. ¿No
les dan golosinas en el internado?
Resopló.
—Solo cosas saludables. —La expresión de su rostro fue todo lo que
necesité para saber lo que pensaba de eso.
—Pero aquí hay como para alimentar a diez personas —observé, lleno
de diversión, mientras me incorporaba. Sabía que aún le quedaba por crecer,
pero se veía tan bajita comparada conmigo. Una niña que merecía
protección.
—Bueno, somos tres en el dormitorio. —Hizo hincapié, intentando
tomar la bolsa que sostenía—. Desde aquí puedo sola.
—No, te acompañaré hasta tu dormitorio.
Me observó embobada.
—No puedes ir conmigo al dormitorio. Me escapé. Prefiero volver de la
misma forma, así no estaré castigada por el siguiente mes.
—Te escabulliré —insistí. No le gustó mi idea. Lástima. No había
viajado más de diez mil kilómetros para no regresarla sana y salva al
internado.
—Da igual, Amon. —Se debió haber dado cuenta de que no cambiaría
de
opinión—. Pero si te llegan a atrapar, no te conozco, ni tú a mí.
—¿Por qué eres tan cruel? —me burlé.
Giró la cabeza de un lado a otro, haciendo que rizos dorados
enmarcaran su rostro. Abrió la boca para decir algo, pero la cerró de
inmediato.
—Ya que me salvaste, puede que estar castigada como pago no sea tan
mala idea.
—No nos atraparán —le aseguré, luego le di un empujoncito hacia
adelante—. Tú conoces el camino, Chica Canela.
El sobrenombre le quedaba. La tomé del codo y se quejó de dolor de
nuevo.
—Cuando estés en tu dormitorio, toma una ducha caliente, aunque, si es
posible, un baño de tina te hará mejor. —Caminábamos uno junto al otro,
sus pasos eran lentos pero seguros—. ¿Tienes alguna cortada?
Sacudió la cabeza, negando.
—No lo creo. Solo me quedé sin aire cuando ese idiota me azotó contra
el piso.
Apreté los dientes, de solo imaginarlo veía todo rojo.
—No te volverán a molestar.
Me lanzó una mirada llena de duda.
—Porque empezarás a trabajar con ellos.
No quise contestarle, aunque ella ya había oído toda la conversación.
—No, porque no se los permitiré.
Resopló.
—No sé mucho de esto, Amon, pero no creo que la presencia de ese
tipo sea un buen augurio.
Llegamos hasta una abertura en la cerca y me hice una nota mental para
mandar a repararla. Los snacks de Reina no valían más que su vida.
—Tienes razón, no lo es. Aunque hay un dicho que se aplica a esta
situación: mantén a tus amigos cerca, pero a tus enemigos aún más. Eso es
lo que estoy haciendo.
No agregó nada más. Cuando llegamos frente a su dormitorio, pude oír
música y risas detrás de la puerta.
Reina tragó saliva, las delicadas venas de su cuello tiritaban mientras
me miraba.
—Gracias, de nuevo.
Todo su rostro brillaba con inocencia, y muy en el fondo, sabía que sería
yo quien acabaría con ella algún día. Lo empecé a lamentar desde ese
mismo instante.
CAPÍTULO ONCE
REINA
diecisiete años
T
odo se podía lograr con esfuerzo y sacrificio.
Esas eran las palabras de la abuela. Mamma también las usaba.
Esa frase se nos había quedado grabada en nuestro corazón y alma.
Me hizo ser la persona que era en ese momento: un maldito estrés andante.
A pesar de ello, fui capaz de saltarme dos grados para asegurarme de
poder graduarme junto con mi hermana. Todo gracias a la persistencia,
esfuerzo y enormes olas de ansiedad. Mi deber era protegerla y hacer que se
cumplieran todos sus sueños. Las otras amistades que formamos en el
camino con Isla, Athena y Raven fueron un bonus y mejoró aún más
nuestra experiencia.
Había pasado un año y medio desde que nos habíamos mudado a París
para asistir a The Royal College of Arts and Music. Papà no había estado
de acuerdo desde el principio, pero la abuela Diana intercedió, nuevamente,
recordándole que Mamma quería una vida normal para nosotras.
Apreciaba el poder que tenía sobre sus decisiones, sobre papá, incluso si
no las entendía. De corazón la apoyaba. Ir a la universidad era parte del
crecimiento. De la normalidad.
Empujando las puertas de acceso al público, llegué al estacionamiento
del moderno edificio en los alrededores de la capital de Francia. Prefería el
antiguo París, pero el estudio de yoga de esa zona era el que más me
gustaba. Lo único malo era que había que ingresar por un estacionamiento
frío, húmedo y como sacado de películas de terror.
Con los audífonos puestos, Church Bell de Carrie Underwood explotaba
en mis oídos mientras la tarareaba. Mis gustos confirmaban lo que decían:
puedes sacar a la chica de Estados Unidos, pero no puedes sacar lo
estadounidense de ella. Iba caminando por el garaje poco iluminado,
cuando alcancé a ver un auto por el rabillo del ojo, que hacía chirriar los
neumáticos a máxima velocidad y se dirigía hacia mí.
Me detuve y analicé mi alrededor, forzando la mirada. Cuando me uní a
las sesiones de yoga, me aseguraron que la seguridad era una de sus
prioridades, especialmente, porque venían muchas mujeres jóvenes a las
clases nocturnas. Las luces parpadeantes de las cámaras de seguridad eran
prueba de ello, pero por alguna razón, el terror me hizo un agujero en el
estómago.
Me escondí tras uno de los autos que se encontraba más cerca mientras
veía cómo un ostentoso Ferrari se detuvo justo en mi línea de visión. Los
neumáticos dejaron marcas negras tras su llegada, y mi corazón latía más
salvajemente que el ritmo de la música que aún chillaba en mis oídos.
Dejé escapar un respiro tembloroso, ya que pensaba que estaría salvo
allí en cuclillas. Era imposible que me vieran, dado que entraron al
estacionamiento por el lado opuesto, aun así, algo me impedía dejar el
lugar. Unos cuatro metros me alejaban de la salida, pero incluso sabiendo
que nadie me notaría, me quedé pegada a mi sitio.
El auto no se movió. No se estacionó. Era como si él o ella estuviera
esperando algo o alguien. Un segundo después, otro vehículo, un Mercedes
Benz S-Class negro, apareció de la nada y se colocó al lado del Ferrari.
Nadie salió, y con horror vi cómo la ventana del Mercedes bajaba y
aparecía el cañón de una pistola.
Como si lo supiera, la canción de Carrie terminó. El aire se llenó de
disparos e hizo eco por todo el estacionamiento vacío, era tan estridente el
sonido que me fui de espaldas. Espantada vi cómo el otro auto también
bajaba la ventana y le respondió el ataque, las balas volaron por todos lados.
Mis manos inmediatamente taparon mis oídos. Me recordaba al
crescendo que hay en las canciones dramáticas, el ritmo acelerándose más y
más. Y luego… el silencio.
Escalofriante. Ensordecedor.
Esperé, ¿por?, no sé. Cuando el silencio se extendió, hice un
movimiento que cambiaría el curso de mi vida. Me asomé por sobre el capó
del destartalado Fiat donde estaba escondida, justo en el momento en que la
puerta del Ferrari se abría.
Sentí el corazón en la garganta mientras me enterraba las uñas en las
palmas. Aquello me lo esperaría en New York. O en Los Angeles. Pero
jamás en París, donde la ley de llevar armas era una de las más estrictas.
Dos hombres descendieron del coche, uno con un traje de tres piezas negro
y el otro con jeans y una camiseta blanca arremangada en sus antebrazos,
exponiendo su piel dorada. Una de sus manos estaba relajada; en cambio, la
otra sostenía la pistola y apuntaba al Mercedes negro. Se notaba que se
sentía cómodo portando pistolas.
Se giraron al mismo tiempo, dándome un vistazo a sus perfiles. Un
suave sonidito de sorpresa se escapó de mis labios. Lo ahogué con la mano,
mientras el asombro me llenaba.
Conozco a esos chicos.
No, ya no eran niños. Eran hombres. Altos, oscuros y terroríficos.
Amon y Dante Leone: los hermanos león.
Cada uno sostenía una pistola cuando abrieron las puertas de sus
contrincantes. Dos cayeron al piso, desparramados uno arriba del otro,
inconscientes, la sangre los cubría haciéndolos irreconocibles. Sentí cómo
la bilis subía por mi garganta e inhalé profundamente para aliviar las
náuseas.
Nunca antes había visto un muerto, además de Mamma, pero no me
gustaba rememorar aquello. Me provocaba ataques de pánico. Sin embargo,
como una estúpida, vi cómo se desarrollaba la escena ante mis ojos, igual
como lo hacía la abuela cuando veía películas que le recodaban esos
antiguos pero buenos días en Hollywood.
Sacudí la cabeza, parpadeando hasta que mi visión se aclaró. Debía
concentrarme en el peligro que tenía frente a mí.
Los hermanos tiraron del auto a un hombre gordo que estaba sangrando,
pero todavía estaba vivo y presionaron la pistola contra la sien, obligándolo
a que se arrodillara. No lucía europeo, así que, si hubiera tenido que
adivinar, habría dicho, según sus características, que era de origen asiático.
Justo como el que trató de secuestrarme. Justo como el primo de Amon.
Como una idiota, mis ojos volvieron hacia él, al chico que nunca había
olvidado. Lo observé, buscando cualquier rastro de esa persona que tenía en
mis recuerdos, pero algo en esa expresión sombría que portaba en su rostro
me dijo que ese chico inocente hacía tiempo que había desaparecido. En su
lugar, estaba ese hombre alto, poderoso y posiblemente despiadado.
—¿Para quién trabajas? —inquirió Amon en un inglés perfecto, su voz
sonaba calmada, pero el poder que irradiaba era incuestionable. Era letal y
el hombre que tenía a sus pies lo sabía.
Desesperado, el hombre regordete miró a Dante, pero se encontró con la
misma dureza. Después de todo, eran hermanos que habían crecido bajo las
reglas de su padre, el rey león.
Al darse cuenta de que no tenía oportunidad, el gordo gruñó con un
acento muy marcado.
—Vete a la mierda, mestizo. Traidor de tu sangre.
No entendí sus palabras. No sabía a qué se refería, pero por el gesto de
diversión que compartieron, ellos sí lo habían hecho.
—Respuesta equivocada. Quizás debamos cazar a tu familia, ¿te
gustaría? —La voz de Dante era más fría que las profundidades del océano,
tanto, que incluso me dio escalofríos.
—Nunca pusiste un pie en Japón —gruñó el regordete, pero no tuvo la
reacción que esperaba. El sudor comenzó a bajar por su frente, y dejó
escapar una sarta de palabras que me imaginaba eran palabrotas en japonés.
—Última oportunidad —advirtió Amon, con expresión sombría.
—El jefe sabe que todavía la vigilas. Ella…
No alcanzó a terminar, porque Amon apretó el gatillo. Un solo disparo
sonó en mis oídos y con él la inquietante revelación de que ese niño, que
alguna vez había tenido sus propias estrellas en su mirada, se había
convertido en mucho más que oscuridad.
Se me revolvió el estómago y me cubrí la boca para no vomitar todo el
almuerzo, viendo cómo la vida abandonaba los ojos del hombre, quedando
en blanco.
Bajó el arma, analizando el cuerpo con una expresión aburrida. Sin
reacción. Sin arrepentimiento.
Tenía que salir de aquí.
CAPÍTULO DOCE
AMON
S
entí sus ojos en mí.
Solo después de haber matado a ese hombre miré hacia el costado.
Hacia ella. Esperaba que gritara, pidiendo ayuda, a todo pulmón. Sin
embargo, se quedó congelada, escondida tras un sedán que estaba
estacionado, observándome con los ojos abiertos de par en par. Esos luceros
seguían siendo tan increíbles como los recordaba.
Incluso desde donde estaba parado podía ver el color de sus iris siendo
una sombra de azul ondeante.
Le lancé un vistazo a mi hermano, quien todavía no se había percatado
de su presencia.
—Te toca tirar los cadáveres —dije.
Me sacó el dedo del medio, mientras se daba la vuelta y los tiró a todos
en los asientos traseros del Mercedes, el auto estaba lleno de agujeros de
balas.
—Estos jodidos de la Yakuza deberían ponerse a dieta —gruñó,
mientras levantaba al último hombre.
Resoplé con socarronería.
—Estoy seguro de que dicen lo mismo de los italianos.
—Que no se te olvide que eres mitad italiano. —Dante remarcó con
ironía. Pero no se equivocaba. Por eso hablaba varios idiomas. El italiano
era mi lengua materna, a pesar de que mi madre insistía en que decía
algunas palabras en japonés cuando niño. El inglés, español y francés se me
dieron de manera natural gracias a ello.
Cerró la puerta del Mercedes y lo rodeó para subirse en el lado del
conductor.
—Déjame adivinar, ahora es cuando vas a jactarte de tu origen japonés.
Qué conveniente.
No respondí. Era difícil negar mi origen. Solo debías ver mis pómulos
afilados y mis ojos oscuros. No había sido bien recibido en las Espinas de
Omertà. Solo me habían aceptado a sus filas gracias a las ideas más
progresivas de Enrico Marchetti y su deseo de tomar ventaja de mi
conexión con la Yakuza. Esos contactos venían por parte de mi madre, la
princesa de la Yakuza que abandonó todo lo que conocía por aventurarse a
lo desconocido.
Dándome una última mirada, Dante se acomodó en el asiento y arrancó
el auto que pronto dejaría de existir, junto a sus dueños muertos.
Fuera de mi vista, me puse en movimiento.
Se levantó y cuadró los hombros cuando me vio acercarme. Su barbilla
se alzó, causando que sus rizos dorados brillaran incluso con la poca luz
que había en el estacionamiento. Cada vez que la veía, me dejaba sin
aliento.
No me gustó esa reacción, pero ya me acostumbraría. Era inevitable,
como la rotación del sol. Era parte de mí, igual que la amargura en mi
corazón y el aire en mis pulmones. Dejé de luchar, en lugar de eso, lo
acepté.
Me detuve a casi un metro de ella, alzándome sobre su metro cincuenta
e inmediatamente sentí cómo su esencia a canela me envolvía. Justo como
nuestro primer encuentro, once años atrás.
—Hola, Chica Canela.
La profundidad de su mirada azul me arrastró en su calidez, a pesar de
que estaba temblando. El miedo se podía notar en su pálido cuello, que
parecía tener una mariposa que agitaba sus alas. Era joven, demasiado
joven, si la tocaba sería nuestra condena.
Olvidando todo, y tal como la luna moría por tener un vistazo del sol,
llevé mi mano a su cuello y delineé la suave línea de su mandíbula,
siguiendo el camino hasta que mis dedos llegaron a su pulso, que
martilleaba contra su piel.
No vaciló ni se acobardó. Se quedó quieta.
—Amon, ¿q-qué estás haciendo?
Mis labios se curvaron en una sonrisa satisfecha.
—Parece que aún no me olvidas.
Resopló con exasperación, pero su labio inferior aún tiritaba
ligeramente.
—Como si alguien pudiese olvidarte. —Soltó un suspiro.
—Te sorprenderías.
—Además, tenía catorce cuando te vi por última vez. No seis. —Su voz
había recuperado la fuerza.
—Jamás lo olvidaría.
—¿Por qué mataste a esos hombres? —Sus ojos se enfocaron en el
espacio donde anteriormente yacían los cuerpos, pero luego volvió su
atención a mí.
—Nos atacaron. —¿De verdad no sabía que la llevaban vigilando esas
últimas semanas? Por la forma en que me miraba, no lo sabía—. Querían
algo que no les pertenece.
Sus finas cejas se fruncieron, intentando dilucidar el trasfondo de ello.
Déjala que analice.
—No puedes andar por ahí matando gente —señaló con voz ronca,
acercándose a mi toque—. Está mal.
Se me escapó otro resoplido sardónico.
—Es un poco irónico que lo diga alguien que pertenece a la familia
Romero.
A menos que no supiera en lo que estaba metido su padre. O lo que aún
seguía haciendo.
—¿A qué te refieres?
Aparté los rizos salvajes de su rostro.
—Olvídalo. ¿Qué haces aquí?
—Tengo clase de yoga.
La desaprobación me recorrió.
—¿Sola?
Puso los ojos en blanco y alejó mi mano.
—Sí, sola. Llevo dos años viniendo a este lugar, es bastante seguro,
gracias por tu preocupación. A mi parecer, a quien persigue el peligro es a
ti.
—Tres años atrás, no era yo quien estaba en peligro —le recordé.
Ladeó la cabeza.
—Tú lo trajiste, dado que era tu primo.
Ignoré su argumento. Era mejor que creyera eso.
—¿Por qué no te acompañó tu hermana?
—No le gusta el yoga. Además, ¿qué te importa?
—Eres menor de edad —contesté, manteniendo un tono de voz
tranquilo. Definitivamente, el viejo Romero era el títere de su suegra, quien
insistía en la independencia de sus nietas. La vieja dragona se había casado
con un duque unos años atrás y en ese momento vivían en UK. Me
preguntaba si Tomaso tenía voz y voto en la crianza de sus hijas.
En los ojos de Reina brilló la molestia.
—Casi tengo dieciocho.
—Exactamente.
Soltó un suspiro de frustración.
—¿Por qué tengo que discutir estas estupideces contigo? Acabas de
matar a un hombre. Mi edad no importa. Mejor preocúpate de tus asuntos,
porque seguro vas a terminar en una prisión francesa.
—Solo si le cuentas a alguien lo que viste esta noche. —Di un paso más
cerca de ella, cerrando la distancia entre nosotros. No tenía necesidad de
fulminar con la vista o mirar feo a aquellos que me desafiaban—. Y tú no te
atreverías, ¿cierto?
Sabía que, si hablaba, sus probabilidades de sobrevivir, sin importar
quién era su padre, eran mínimas, por lo mismo su respuesta me sorprendió.
Se soltó de mi agarre y se dirigió al elevador, dejándome allí plantado.
Me recompuse y la seguí, frenándola del brazo. Se preparó para gritar,
pero mi mano cubrió su boca, ahogando cualquier sonido.
—Reina, detente —advertí. Me mordió la palma y comencé a putear en
italiano y japonés. No fue hasta que empecé a hablar la lengua materna de
mi madre, que se tranquilizó. Sentí su lengua contra mi palma, caliente y
húmeda. Algo en ello hizo que mi polla despertara.
Maldita sea. Era menor de edad. Debía comportarme.
—No gritaré. —Su voz salió amortiguada—. Lo prometo. —Levanté las
cejas y lentamente quité mis manos de sus suaves labios—. ¿Hablas
japonés? —Parecía verdaderamente asombrada.
—Sí —confirmé.
—¿Quién te enseñó? —Apreté la mandíbula sintiendo el veneno subir
por mis venas.
—Mi madre. —Mi voz salió afilada, como un latigazo. Sus azules
cristalinos se abrieron, mirándome como si la hubiera lastimado—. Como
ya sabes, mi padre es italiano, es bastante obvio que mi madre sea japonesa
—añadí.
—No tienes que ser un cretino al responder —musitó—. Solo tenía
curiosidad. No sé mucho de ti.
El bajo mundo era como una junta de viejas chismosas. Todos hablaban
de todos, y sabía que mi nacimiento ilegítimo y mi conexión con la Yakuza
estaba en boca de todos en la Omertà. El padre de Reina, siendo miembro
de la organización, sin duda, habló de ello. Sin embargo, por cómo se
estaba dando esta extraña interacción me demostraba lo contrario.
—Bueno, ahora sabes algo de mí. —Mi mano aún estaba sobre su boca.
Luego, alzó su mano y la apoyó sobre la mía, entrelazándonos. Era
pequeña, con delicados dedos con uñas que estaban pulcramente sin pintar
—. ¿Tienes alguna otra pregunta sobre mí?
Ladeó su cabeza, estudiándome. Sin vergüenza. Sin miedo. Incluso
después de haberme visto asesinar a un hombre. Tenía la sensación de que
no era su primer encuentro con la muerte. Mentía. Estaba segurísimo de
ello.
Llevaba observándola a lo lejos desde que nuestros caminos se habían
cruzado tres años atrás. Algo en ella me había dado intriga desde que era un
niño.
Los gruesos labios de Reina se curvaron en una sonrisa suave.
—Es suficiente por hoy. —Dio un paso adelante, y su pecho terminó
contra el mío. Me miró con inocencia. Una ola de calidez me bajó por la
espalda mientras que su esencia me rodeaba—. Creo que es genial. Exótico.
—«Exótico». Me pregunté si esa era su forma de referirse, sin que sonara a
insulto, a mis orígenes ilegítimos, ya que mi padre nunca se casó con mi
madre. Mis orígenes raciales mixtos. O solo estaba haciendo una simple
observación.
La miré de arriba abajo. Llevaba unos jeans cortos dejando al
descubierto sus piernas suaves y largas, su piel perfecta, unos zapatos rosa
chillón y una camiseta del mismo color. Sabía que a Reina Romero le
gustaba el lujo y tenía mucho dinero para darse cada uno ellos. No solo por
su padre, sino también por el lado de su madre y de su adinerada abuela,
ambas leyendas de Hollywood.
—No deberías vagar por las calles sola, Reina. —Retomé el tema.
—Y tú no deberías matar personas, Amon —me regañó con suavidad.
Normalmente, me sacaba de mis casillas que las personas me dijeran
qué hacer. Pero ella, con ella solo me encogía de hombros, viéndola cómo
cruzaba las piernas y se reclinaba contra la pared. Ese suave y curvilíneo
cuerpo no me pasó desapercibido, sin embargo, aún era una niña.
«Menor de edad». Me recordé a mí mismo. Ni siquiera importaba si era
mayor de edad, porque nunca sería mía. Los padres italianos preferían
mantener su linaje limpio con candidatos para sus hijas, no hijos ilegítimos,
desde luego no un mestizo. No el príncipe amargado, que nunca iba a ser
rey.
—Si quieres, podríamos salir a cenar después de mi clase de yoga —
propuso—. Y así, quizás, me puedes contar por qué lo hiciste.
Y así fue como la curiosidad mató al gato.
CAPÍTULO TRECE
REINA
U
na ráfaga de vida estalló en mis venas, mientras me retorcía
esperando por su respuesta. No podía creer que lo hubiera invitado a
salir, pero ya era demasiado tarde para arrepentirme. Tampoco es que
quisiera.
Alcancé a ver cómo combatían las sombras en sus ojos. Su esencia
masculina, de limón y manzanas verdes, me llegó y mis pezones se
endurecieron.
Mis pensamientos estaban envueltos en confusión y mi instinto me
advertía del peligro. Había visto a ese hombre ser parte de un ataque que
dejó dos muertos, aun así, lo único que hacía era ahogarme en esa mirada
que me recordaba galaxias y estrellas. No podía apartar mi atención de
ellos, incluso si era lo que él esperaba que hiciera.
Así qué, esperé su respuesta a mi pregunta mientras una suave corriente
de adrenalina se deslizaba por mis venas, tan caliente como el sol de
California. Estábamos uno frente al otro. Sus costosos zapatos de cuero
italiano contrastaban con mis Rothy’s rosas. Mi camiseta preppy rosa,
aunque era Valentino, contra su camisa de vestir. Los dos llevábamos jeans,
pero mientras los de él parecían a medida y abrazaban su silueta, los míos
eran sueltos y a la cadera.
—¿Cenar contigo? —Su inglés era perfecto, y con acento británico, no
estadounidense; eso sí, su tono estaba impregnado de diversión. Su cercanía
y esa voz profunda calentó mi estómago, y esa sensación se quedó en un
lugar muy dentro de mí.
—Sí, conmigo —respondí en un suspiro pesado, mientras mis ojos
bajaban a sus labios. Me preguntaba qué sabor tendrían. Quizás como ese
coctel Gin and Sin. Escuché cómo un auto se estacionaba, rompiendo el
dominio que tenía este hombre para apoderarse de mis pensamientos.
—Esperaré a que termine tu clase de yoga. —Finalmente contestó, pero
antes de que me entusiasmara demasiado, agregó—: Y luego te llevaré a
casa. No deberías andar afuera, vagando por las calles tú sola. ¿Acaso ya te
olvidaste de lo que pasó cuando te escapaste del internado?
Me negaba a que echara a perder mi estado de ánimo.
—Porque puedo y quiero lo seguiré haciendo. Me rehúso a vivir con
miedo. Además, quiero cenar. Tienes dos opciones: sentarte y verme, o
unirte a comer conmigo.
Dicho eso, pasé por su lado y me fui directo al edificio, esperando que
las puertas del estudio no estuvieran cerradas, ya que iba casi quince
minutos tarde.
Una hora de estiramiento, posiciones y meditación para cerrar fueron lo
necesario para hacerme sudar como condenada. De pronto, presté atención
a una figura conocida que estaba relajadamente apoyada en el marco de la
puerta con las manos en los bolsillos. Toda su presencia me distraía, mas no
me importaba. Ansiaba esa distracción, aunque haya tenido que ver en
primera fila un ataque que dejó dos muertos y muchas interrogantes sin
responder. Me di cuenta de que era incapaz de quitar mis ojos de Amon, de
esas tonalidades de azul en su cabello negro, que me hacían preguntarme si
le gustaba lo que veía cuando me colocaba en la pose del perro boca abajo.
Cada vez que nuestras miradas se cruzaban, sonreíamos discretamente,
sintiendo cómo una atmósfera pesada y oscura nos envolvía, empujándonos
más cerca. No veía la hora de volver a hablar con él.
La hora pasó volando, pero al mismo tiempo, se sintió como una
eternidad.
Acabada la clase, me pavoneé hacia él, rodando los ojos con diversión.
—¿No pudiste resistirte a cenar conmigo, ¿eh? —No pareció
impresionado, mientras me estudiaba con ojos cautelosos—. Relájate,
Amon. No es una cita. Si te hace sentir mejor, podemos pagar la cuenta por
separado.
Leve desaprobación cruzó por su mirada mientras me recorría de pies a
cabeza y de vuelta.
—Cámbiate ese leotardo, Reina. —Jesucristo, qué gruñón. No
importaba. No me desanimaría.
Cuando salí, seguía de pie en el mismo sitio.
—¿Listo? —Exhalé, sintiendo cómo el corazón bombeaba contra mi
pecho.
Se me cortó la respiración cuando acercó su dedo para trazar el dije que
colgaba entre mis senos.
—Bonito collar.
Miré la cadena de platino donde un dije en forma de Kanji, parte de la
escritura japonesa, colgaba delicadamente. Significaba amor y afecto, según
lo que tenía entendido. Esperaba que no pensara que sabía el idioma o algo
sobre esa cultura. Entonces, ¿por qué lo usaba como collar? Pues, era de mi
madre. ¿Por qué lo tenía? Ni idea. Me lo dio el día de su muerte y desde ese
entonces no era capaz de quitármelo.
No alejó su mano, de hecho, era casi como si acariciara mi piel. Mi
pulso se disparó ante su toque. Una densa tensión llenó el espacio, aún más
el que había entre nosotros.
—Era de mi madre.
No dijo nada. En su lugar, tomó mi bolso y se lo colocó en el hombro,
dándole igual que fuera uno rosado y femenino.
—¿Nos vamos?
Dios, era fascinante. Esa confianza, ese aire de macho. Además, se
movía con tanta precisión, como si cada movimiento tuviera un motivo, un
trasfondo importante. Mi corazón latía más rápido con cada paso que
dábamos, me sentía casi mareada. Me daba la impresión de que llevábamos
años caminando uno al lado del otro, con nuestros pasos sincronizados, a
pesar de nuestra diferencia de tamaños.
Mientras salíamos del edificio, me guio hacia el estacionamiento y mis
pasos vacilaron.
—N-no… No vamos a ir en tu coche todo baleado, ¿cierto?
Los ojos de Amon brillaron, deteniéndose para volver a mirarme.
—Pedí que me trajeran un vehículo nuevo solo por ti.
La frustración subió por mi garganta, insegura de si se estaba burlando o
no. Me humedecí los labios.
—Vayamos caminando —sugerí esperanzada—. La salida hacia la calle
está por allá.
Avanzó y tuve que acelerar mis pasos para alcanzar su ritmo. Se detuvo
junto a un Maserati negro y solté un suspiro de alivio. Cualquier cosa era
mejor que andar en un auto lleno de balas.
—¿Cómo lo cambiaste? —inquirí—. No te moviste del estudio.
Abrió la puerta del copiloto y lanzó mi bolso sobre el asiento trasero.
—¿Vienes?
Dejé escapar un suspiro de frustración al no recibir respuesta y caminé
hacia él, deslizándome en el asiento. La esencia cálida y masculina
inmediatamente volvió loco mi pulso. Cuando se acomodó en su lugar y
cerró la puerta, el aroma era más intenso, e invadió todos mis sentidos. Mi
mente se nubló y me pulsó ese dulce punto en mi entrepierna.
Mis mejillas se sonrojaron, al ser demasiado consciente de cuánto me
atraía, mientras me colocaba el cinturón de seguridad.
No entendía qué me estaba pasando. Amon arrancó el auto y nos
marchamos.
D oscabello
horas más tarde, estábamos de vuelta en el coche, llevaba su largo
suelto y caía en cascada sobre sus hombros. Mi curiosidad sobre
sus ataques de pánico aumentó otra vez al observar detenidamente y notar
sus ojos somnolientos y hombros caídos. Durante la cena, habló
superficialmente, contándome de sus amigas y estudios, pero en lo único
que pensaba era en las cosas que la lastimaban. En aquello que le daba
ansiedad o estrés. Durante esos últimos años, había conocido mucho de ella,
sin embargo, no estaba enterado de sus terapias y ataques de pánico.
Saber el motivo tras ello, era imperativo. Reina parecía ser alguien que
no se guardaba nada. Era refrescante, tomando en cuenta, que yo me guardo
todo.
Una parte de mí quería estudiarla y comprender lo que la hacía ser ella.
Entender qué la motivaba, qué la inspiraba. Saber por qué seguía sonriendo
e iluminándonos con ella como los rayos del sol si había sucesos de su
pasado que la obligaban a ir a terapia.
Giró la cabeza, mirándome descaradamente con la curiosidad marcada
en esos azules y formuló:
—¿Vas a menudo a Italia?
—Sí. —Luego, pregunté, aun sabiendo la respuesta—: ¿Y tú?
Apretó en puños su mano sobre el regazo, los nudillos se le pusieron
blancos.
—No. —Sabía que ella y su hermana no habían regresado desde ese
verano en el que nos conocimos en la fiesta de mi padre. En realidad, sabía
mucho de ella. Su educación. Su grupo de amigas. Sus hábitos, algo que no
era menor. Se mantuvo callada por unos segundos antes de agregar—:
Después de mis exámenes finales, iré, pero solo por unos días, máximo una
semana.
—¿Te quedarás con tu padre? —Asintió, con expresión vacía. Mi pecho
se apretó de frustración ante su respuesta. Disfrutaba más cuando llevaba
ese brillo malicioso en sus ojos que esa máscara con la que se ocultaba.
Conduje por las calles oscuras, las luces de las farolas dibujaban
sombras sobre su perfil y rizos. La tensión se hizo más pesada y mis ojos la
estudiaron por completo.
Su cabeza cayó hacía su costado, sus ojos se cerraron, destacando sus
largas pestañas que descansaban sobre su piel de porcelana. Pómulos
definidos, labios llenos y cejas fruncidas. Debía alejarme. Tenía a su abuela
y Papà para protegerla. No necesitaba mi protección.
Sin embargo, allí estaba.
Reina Romero tenía unos rasgos angelicales, mas eran sus ojos los que
absorbían mi alma. O quizás era su alma. Esa noche, vi cómo algo la
atormentaba, y maldición, fue tan difícil de ignorar.
Quité uno de sus mechones suaves y sedosos de su rostro. Dejó atrás a
esa niña de catorce años con brackets. Su belleza era de esas que cegaban a
los hombres y temía ser hechizado. Sería una gran ironía que en ese instante
fuera yo quien la mirara con corazones en los ojos.
Inhalé su esencia a canela y me peguntaba si así también sabría.
«Mierda, estaba jodido».
—Reina.
Se movió con suavidad y abrió los ojos para mirarme. Una sonrisa
adorable se curvó en sus labios llenos, pero sus pestañas se agitaron como
mariposas y volvió a dormirse.
Me acerqué, acomodando unos de sus rizos dorados detrás de su oreja.
—Es hora de despertar, bella durmiente.
Se sentó de golpe, frotándose los ojos y pasándose los dedos por sus
ondas rebeldes. Eran demasiado salvajes, indomables, y, aun así, combinaba
perfecto con la chica que se deslizaba en medias por los pisos de mármol en
el castillo de mi padre.
Con el pasar del tiempo, había comenzado a ocultarse, a amoldarse en
algo diferente. Seguía siendo esa niña extrovertida y llena de vida, pero
había algo diferente en ella. Solo que todavía no había podido poner mis
manos en ello. Sabía que algo en ella no era lo mismo y estaba decidido a
buscar la verdad.
—¿Q-quieres… quieres pasar? —Ofreció.
Estudié su rostro, y vi cómo sus ojos, incluso en la oscuridad de la
noche, brillaban.
—¿Sabes lo que piensa un hombre cuando una chica lo invita a su
apartamento a estas horas?
Soltó una risita entre dientes.
—Vivo con cuatro chicas más. Piénsalo de nuevo, Amon Leone. —El
sonido de mi nombre saliendo de sus suaves labios me dio tantas ideas.
Unas muy, muy malas ideas. Esperó, observándome. Su vena pulsaba
ligeramente en ese elegante cuello. «Quiere que la bese». Como si me
hubiera leído la mente, sus ojos cayeron a mis labios, entreabriendo
levemente su boca. Esperó unos minutos más y luego dijo:
—Bueno, gracias por la cena.
Se bajó del vehículo y cerró la puerta. De alguna forma, mi instinto me
decía que algún día esa puerta se cerraría para siempre entre nosotros.
T
res días pasaron desde que había cenado con Reina y, de alguna
extraña manera, tenía muchas ganas de verla. Ya ni podía
concentrarme, mis pensamientos siempre giraban en torno a ella.
—Deberíamos secuestrarlas a las dos y sacarles la información de
dónde está la caja fuerte de su padre —comentó Dante cuando nos
quedamos a solas.
Una energía maniática emanaba de él. El fuego crepitaba con intensidad
en sus ojos cada vez que se mencionaba a las chicas Romero y aquello me
preocupaba de sobremanera. No quería que Reina estuviera ni un
centímetro cerca de mi hermano.
—Tus locos planes solo nos meten en problemas —repliqué secamente
—. Usa la cabeza y no tus impulsos.
—Todas las mentes maestras de la historia empezaron con un plan
descabellado.
Me incliné sobre la mesa.
—Hoy tu tipo de locura me da dolor de cabeza —me quejé, inexpresivo
—. Ahórrate esa mierda, por favor.
Dante sonrió y sacudí la cabeza.
—Sabes que te gusta mi locura. Le doy emoción a tu vida aburrida.
—Puedo sobrevivir sin esa emoción en mi vida, loco de mierda.
—Las hermanas Romero forman parte del mundo de la Omertà, tanto si
quieren como si no. Con el tiempo, deberán pagar por los pecados de su
padre. Ya sea a nosotros o a otros. Sabemos demasiado bien que no hay
manera de escaparte de tu propio apellido.
Lamentablemente, no se equivocaba. El solo hecho de ser hijos de
Angelo Leone nos traía problemas. Por culpa de la estupidez de padre
secuestraron a Dante dos años atrás. Los niños del bajo mundo siempre
terminan pagando el precio de los pecados de sus padres.
—Esto ya está hablado y acordado. Nos acercaremos a las hermanas
Romero y obtendremos la localización de las cajas fuertes.
—¿Y si no saben? —Era una posibilidad. Las chicas crecieron en el
hogar de su abuela, pero quizás sabían dónde su padre guardaba sus
documentos—. ¿Y si nos quedamos atascados?
Miré hacia el exterior, viendo cómo la ocupada ciudad de París estaba
repleta de personas haciendo su camino hacia sus destinos.
—Las secuestramos y las usamos para chantajear a su padre. —Nuestra
madre jamás lo aprobaría. Esa sería nuestra última carta, pero no había nada
moralmente correcto en eso.
Dante se rio entre dientes, las ansias de llevar a cabo ese plan acechaban
su expresión.
—Deberíamos empezar con ese plan.
Mis ojos estudiaron su cara. A veces me preocupaba que se convirtiera
en alguien tan cruel como nuestro padre, especialmente después del
secuestro y del accidente que ocurrió luego. Esos días, la fascinación en su
expresión ante la mención de torturas me hacía dudar incluso a mí. Ya no
era el mismo, pero aún era mi hermano y siempre estaría a su lado.
—¿Tantas ganas tienes de poner tus manos sobre Phoenix? —gruñí.
—Puede que quiera poner mis manos sobre Reina —replicó.
Exploté, quedé frente a frente y respirando a penas.
—Ni te atrevas —amenacé.
Pocas veces no estábamos de acuerdo, no obstante, cuando se trataba de
la chica de cabello amarillo, no lográbamos encontrar un punto medio.
Dante no pareció nervioso por mi exaltación. Estaba allí de pie, con las
manos en los bolsillos y una expresión de aburrimiento. Sin embargo, ese
brillo oscuro en sus ojos era suficiente para espantar a un debilucho. Qué
bueno que yo no era uno.
—Parece que mi hermano mayor no ve la hora de poner sus manos
sobre alguien —provocó, arrastrando las palabras con una sonrisita
conocedora. Qué se pudriera—. ¿Por qué estás tan obsesionado con ella, de
todas maneras?
Apreté los dientes tan fuerte que me dolió la mandíbula.
—No es ninguna obsesión. —La mirada que me dio decía que no me
creía ni una palabra—. ¿Qué hay entre tú y Phoenix?
Frunció tanto el ceño que sus cejas se juntaron.
—Tengo la sensación de que la conocí antes.
Le di una sonrisa entendedora. Esa era otra cosa que había quedado
dañada: su memoria.
—La hemos visto varias veces, Dante —le recordé, con calma—. La
primera vez fue en el castello en Miramare. Era una niñita.
Sacudió la cabeza, era difícil desenterrar sus recuerdos.
—Eso lo recuerdo. Fue en otro lugar…
Lo evalué, preguntándome si ocultaba algún secreto desde antes del
accidente. Si los tenía, no los volvería a recuperar.
Aunque lo dudaba. Las hermanas Romero no se movían en nuestros
mismos círculos. Cada vez que nos topábamos con ellas, estábamos los dos,
salvo esa oportunidad cuando hicieron el intento de secuestro afuera del
internado y dentro del estacionamiento. Solo estábamos Reina y yo. Su
hermana no había estado por ningún lado.
—Ya te acordarás —recalqué, calmándolo. Llevaba desde el accidente
esperando recuperar la memoria. Algunos recuerdos volvieron, pero
muchos de ellos no. A lo mejor ese era su mecanismo de defensa—. Debo
llamar a BlackHawk SF Security.
—¿Para qué?
—Los contrataré para que vigilen a Reina —detallé. Dante puso los ojos
en blanco—. Si Perez Cortes puso sus ojos en ella, va a ser difícil quitársela
de la cabeza. Ese tipo tiene una obsesión enferma por las rubias.
—Qué bueno que Phoenix tiene el cabello oscuro —opinó, con calma.
Luego, se fue, dejándome a solas para hacer mi llamada, con la
esperanza de que fuera suficiente para mantenerla a salvo por el momento.
CAPÍTULO DIECISÉIS
REINA
P asó una semana desde la última vez que vi a Amon Leone y su hermano
matar a esos hombres. Una semana entera desde que habíamos cenado.
Una maldita semana viendo las noticias, para desgracia de mis amigas, y
estando extremadamente atenta de mis alrededores.
Pero nada.
Fue como si nunca hubiera pasado. Y esa no era la peor parte. O, mejor
dicho, lo más triste. Me enojaba que Amon no hubiera intentado volverme a
ver. Cenamos. Comí de sus palitos por amor de Dios. Lo mínimo que debió
hacer era llamarme. O venir a verme. Cualquier cosa. En su lugar, me hizo
la ley del hielo, silencio, me ignoró.
Fruncí el ceño. No le había dado mi número de teléfono. «Él sabe dónde
vives», susurró mi mente.
Aunque no comentó que nos volveríamos a ver, ¿o sí? La verdad es que
no habló mucho, pero con su silencio dijo bastante. Hacía mucho tiempo,
leí una frase en uno de los libros de Jodi Picoult que planteaba: Su boca se
mueve como una historia silenciosa. Cuando las leí, no las entendí; sin
embargo, en ese instante tenía todo el sentido del mundo. Y encajaban
perfectamente con Amon Leone, mi príncipe amargado.
Hacía tiempo que no había pensado en ese sobrenombre. Lo oí una vez
cuando estaba espiando la conversación de Papà.
—Es mía, no tuya. —La voz conocida de un hombre salía desde los
altavoces. Mi mente no fue tan rápida como para recordar a quién le
pertenecía—. Amon es mi hijo y está unido a este mundo. A mi familia. No
te entrometas en nuestros asuntos. —Sonaba como un día normal en la
oficina de mi padre—. A menos que quieras terminar dos metros bajo
tierra, no te inmiscuyas, joder.
Aquello fue todo lo que necesitaba escuchar para saber que jamás
querría ser parte del mundo de Papà. Parecía estar siempre lleno de
tensión, odio y amenazas de muerte.
Estuve a punto de irme, cuando la risa entre dientes de Papà hizo que
me detuviera.
—¿De qué manera están unidos? —desafió, con pedantería. Incluso lo
podía imaginar, inclinado hacia atrás en su silla, envuelto con el humo del
cigarrillo—. Tienes un bastardo ilegítimo. No se quedará con la corona de
la Omertà o la Yakuza. Terminarás con un príncipe amargado y furioso
cuando se convierta en adulto —se mofó y añadió—: Un verdadero
ganador.
La rabia recorrió mis venas cuando me di cuenta de quién hablaban.
Nadie tenía permitido referirse de mala manera de Amon Leone, el niño
que tomó la culpa por mí. El niño que me salvó de su padre. El niño con los
ojos oscuros más bellos que había visto.
—Al menos tengo hijos, Romero. —Padre debía estar iracundo porque
oí el sonido de algo quebrándose, algo de cristal. «La abuela le iba a
patear el trasero», pensé—. Y si no tienes cuidado, también tendré a tus
hijas. Incluso esa muda y tonta.
Una cadena de palabras en italiano le siguieron y no entendí nada,
tampoco tenía tiempo para sacar el móvil y traducirlo con Google, porque
una sombra cayó sobre mí. Me asusté, lista para que me patearan el trasero
si era la abuela quien me descubría siendo indiscreta.
—¿Qué estás haciendo? —Phoenix me habló en señas.
Con la mano en el pecho, solté un suspiro de alivio.
—Me diste un susto de muerte —respondí en ASL (Lenguaje de Señas
Americano).
Me sonrió y puse los ojos en blanco; luego, le lancé una mirada
tranquila.
—Estaba escuchando la conversación de Papà con el señor Leone.
Bueno, creo que es él. Están discutiendo.
A Phoenix no pareció sorprenderle ni un poco.
—¿Qué dicen?
Me encogí de hombros.
—Difícil de explicar, pero Papà está siendo cruel, poniéndole
sobrenombres a Amon. —No le dije que el señor Leone hacía lo mismo con
ella. Se enojaría. Si alguna vez me lo encontraba, lo estrangularía por
decirle tonta y muda a mi hermana mayor. Si bien había perdido su
audición, era inteligente, compasiva y hermosa, sin importar nada. Si me
preguntaban, tocaba el piano como los dioses.
Mis mejillas se sonrojaron y la mirada de Phoenix cayó en ellas.
—Ya es tiempo de que olvides ese amor platónico. —Señó, menos mal,
pensó que me había sonrojado pensando en Amon.
—No tengo un amor platónico —repliqué, haciendo movimientos raros
con mi mano. Eso me sucedía cuando algo me molestaba o me cansaba—.
Pero no olvides que nos salvó cuando quebramos ese jarrón. Lo mínimo
por parte de Papà es ser amable con él.
Phoenix soltó un suspiro de exasperación.
—Papà hubiera matado al señor Leone antes de dejar que nos pusiera
un dedo encima.
Sacudí mi mano en el aire, descartando ese argumento. Amon me salvó
y esa era una mejor historia y una mucho más romántica que tener a mi
padre batallando contra el señor Leone.
M eoscuros
dirigí hacia las mazmorras, oyendo voces que se hacían eco en los
pasillos.
Mi ira era tan grande que incluso podía erupcionar como un volcán, una
niebla roja cubrió mi visión. Tuve que mantenerla a raya, dejando que
quemara mi garganta, y poner en práctica los ejercicios de respiración que
había aprendido de niño.
Dejé que una calma familiar me cubriera mientras me acercaba a la
celda.
No iba a negar que Dante y yo nos habíamos convertido en la copia de
nuestro padre. Mi Papà usaba las mazmorras en algunas ocasiones cuando
quería darle una lección a alguien. Y, en ese momento, me estaba
preparando para hacer lo mismo, de la misma manera.
No obstante, había una diferencia.
Ese tipo no se iría. Amigo o no.
Dejé que mis demonios se liberaran y tomaran las riendas. En Italia,
pensaban que il diavolo era lo peor, pero en la mitología japonesa,
Amanjaku era la encarnación del mal. Roberto, como cualquier otro hombre
o mujer, aprendería esa noche lo que sucedía cuando jodías conmigo o con
algo que me pertenecía.
A Dante y Ghost los encontré reclinados en la pared de piedra. Una
amplia sonrisa se dibujó en sus rostros, mostrando dientes blancos, y sus
ojos brillaban con promesas malditas. Kingston era producto de la locura de
mierda de Sofia Volkov. Dante era producto de nuestro padre y las torturas a
las que fue sometido. Odiaba el solo imaginarme lo que tuvo que haber
pasado si no lo encontrábamos cuando lo hicimos.
Se había vuelto un poco loco y muy inestable.
Mi hermano me observaba con cuidado, con un cigarrillo en la boca.
Había caído en ese hábito dos años atrás y se negaba a dejarlo. No me
gustaba. Las adicciones eran señal de debilidad; sin embargo, sabía que
nada lo haría dejarlo. No hasta que él mismo lo decidiera.
Mirando a Ghost pregunté:
—¿Algún problema?
Era bastante obvio que no había tenido complicaciones encontrando a
Roberto.
Se encogió de hombros.
—Nop.
—¿Ha dicho algo?
Ghost ni siquiera se molestó en responderme. Podía ser que hubiera
cambiado de vuelta a su nombre de nacimiento, pero sus hábitos eran los
mismos. Ya fuera Kingston o Ghost, daba igual. Era un asesino. El mejor
rastreador.
Dante terminó respondiendo cuando Kingston no soltó ni una palabra.
—Ha estado callado. No creo que se haya dado cuenta de la gravedad
del asunto… por ahora.
—Lo hará. Muy pronto.
Caminé hacia Roberto, quien estaba atado a una silla. Sonriente, saqué
otra silla y me ubiqué frente a él.
—Pusiste Rohypnol en la bebida de una chica.
Desenfundé mi cuchillo y se lo clavé en el muslo, girándolo
profundamente. Chilló como un bebé.
—No debiste tocarla. —Mi voz vibró con furia apenas contenida—. ¿A
cuántas chicas has drogado en mi club? —Los ojos de Roberto se abrieron
de par en par y boqueó como pez fuera del agua. Abrió. Cerró. No dijo nada
—. ¿Qué dijiste? No escucho.
—Ha sido la única —gimoteó.
No sabía qué me enfurecía más: el hecho de que hubiera escogido a
Reina o que me mintiera. El solo pensar que la pudo haber tocado, herido,
hacía que una niebla roja viajara hasta mi visión y cubriera todo. Roberto
seguía hablando, mas su voz la escuchaba distorsionada por la furia que me
envolvía.
Me coloqué enfrente de su cara, mis labios se crisparon ante el hedor a
cigarrillo y su loción de afeitar barata. Una bola de fuego arrasó hasta mi
pecho, mientras sus ojos se retorcieron de terror.
Mi mano lo tomó del cuello y lo apretó, ahorcándolo. Lo empujé con
toda mi fuerza, haciendo que su cuerpo se azotara contra el piso, con silla y
todo. Su cráneo se golpeó con fuerza y lo levanté de nuevo para ponerlo tal
y como estaba.
—Te metiste con la chica equivocada —gruñí—. Dante, tráeme el
cuchillo de carnicero.
Se acercó a la mesa que contenía múltiples armas y luego vino a mi
lado, dándome lo que le pedí. Comencé con su dedo meñique, después con
el siguiente. Y el siguiente. Hasta que ya no le quedaban dedos.
Gritó. Lloró. Rogó por misericordia.
De mí no la recibiría, de Dante tampoco y definitivamente no por parte
de Kingston. Un momento después, mi hermano estaba a mi lado,
sujetándolo, mientras pateaba y maldecía. Le bajé los pantalones mientras
gritaba como una perra.
Tomé el cuchillo y lo apuñalé en el muslo.
—¡Mieerda! —gritó—. ¡Detente, por favor! ¡Para, joder!
Acerqué mi rostro más al suyo, sonriendo con frialdad.
—Ups, me faltó tu diminuta polla.
Bajé de nuevo mi cuchillo, pero esta vez, iba directo a su miembro. Sus
chillidos fueron tan agudos que casi me reventó los oídos. Después, ataqué
sus bolas, apuñalando la izquierda, primero. Ahogó un gorgoteo. Me
levanté rápidamente y di un paso atrás, justo cuando se inclinó hacia
adelante y vomitó todo.
Un charco de sangre lo rodeaba mientras se retorcía, y se desplomaba en
la silla.
No iba a sobrevivir la noche.
O
ficialmente, era la primera semana de vacaciones de verano, a mitad
de junio.
Llegamos a Venecia la noche anterior y en lugar de que cada una
durmiera en su propia habitación, porque había más que suficientes en la
casa de Papà, todas nos amontonamos en la de Phoenix y mía. Raven y
Athena se subieron a la cama de Phoenix que estaba en la habitación de al
lado.
Los primeros rayos del sol se filtraron por las cortinas.
Miré la hora y eran las seis de la mañana, los dígitos en rojo que
parpadeaban acusaban mi insomnio. Todas estaban durmiendo, cansadas del
viaje en carretera desde París en nuestro pequeño y arrendado Fiat. Me
habían dado unas ganas de lanzar ese coche al mar y tomar el tren de vuelta.
Cualquier cosa con tal de no estar apretadas.
Estaba recostada en la cama mirando el techo, viendo las pocas nubes
que Mamma había empezado a pintar hacía muchos años, pero que nunca
llegó a acabar. Fue en el verano donde todo comenzó. Mis ataques de
pánico. El encuentro con los hermanos. La pérdida de mi madre.
Giré la cabeza, y me encontré con el rostro dormido de mi hermana.
Eran tan inocente y buena. Guardaba un secreto que no podría contarle.
Debía protegerla. Hice una promesa.
Me bajé de la cama y me acerqué al banquillo que había junto a la
ventana. Me senté, llevando mis piernas al pecho y las rodeé con los brazos
mientras intentaba con todas mis ganas reprimir los recuerdos.
Apreté los ojos, esperando que desaparecieran. No lo hicieron. En su
lugar, las imágenes se hicieron más vívidas.
Una bañera llena de sangre. El rostro pálido de Mamma. Sus labios
azules.
U
na hora más tarde, pasamos el rato en la piscina, bebiendo Sex on the
beach y escuchando Cowboy Casanova de Carrie Underwood por los
altavoces. El sol quemaba, haciendo que el agua azul de la piscina
brillara mientras mi cabeza emergía desde el fondo. Decidí no beber, pero
las chicas tomaban sorbos de sus bebidas con sombrillitas como si la vida
dependiera de ello.
El líquido frío corrió por mis hombros mientras nadaba hacia mi
hermana, quien llevaba puesto unos lentes de sol y yacía recostada en un
flotador gigante junto a Athena. A las dos les encantaba relajarse. Raven,
Isla y yo éramos más de diversión. Nos aventamos como balas de cañón,
nos tiramos de cabeza, jugamos volleyball en el agua, pero incluso eso nos
aburrió después de unos minutos.
Isla y Raven nadaron desde el otro lado de la piscina hasta donde me
encontraba. Compartimos una mirada y sonrisas.
—Uno, dos, tres. —Articulamos moviendo la boca y las volteamos.
Chillidos. Gritos. Y luego nada más que risitas mientras Phoenix y Athena
salían a la superficie, quitándose los lentes de sol y el cabello de la cara.
—Son tan inmaduras —gruñó Athena.
Phoenix tenía más sentido del humor y solo se río, nadando hacia la
orilla de la piscina y saliendo. La seguí, sonriente.
—¿Estás bien? —pregunté en señas.
Puso los ojos en blanco.
—Arruinaron mis lentes de sol.
Se me dibujó una sonrisa.
—Te diseñaré unos mejores.
Phoenix resplandeció.
—Hasta que lo hagas, me quedaré con los tuyos. —Me pareció justo.
Unos segundos después, todas dejamos la piscina y nos fuimos a
broncear. El sol calentaba mi piel mientras el agua fría resbalaba por mi
cuerpo. Con la música country sonando de fondo, dándonos un probaba de
nuestro hogar. Estados Unidos. California. La abuela.
Desaté los lazos de mi bikini blanco así no me quedarían marcas de sol
y dejé mi mente a la deriva. Obviamente, terminó en Amon. Algo que
siempre sucedía, últimamente.
Mientras estaba recostada, con los brazos estirados y los ojos cerrados,
me pregunté qué tipo de mujer le gustaba. No me había llamado después de
la noche del club. Los exámenes finales me mantuvieron ocupada, pero no
lo suficiente como para preguntarme por qué. Siete días sin vernos y lo
único que hacía era pensar en él.
—¡Pues, duh! —susurré para mí misma—. No tiene mi número de
teléfono.
Y solo así, la pequeña llama de esperanza se encendió, convirtiéndose
en una llamarada salvaje en mi pecho.
—¿Estás hablando sola? —Escuché que peguntaba Isla.
—No.
Me preguntaba si Amon y su hermano regresaban seguido a Italia. A ese
castello junto al mar. Pudo haber sido un lugar tan mágico, pero de alguna
manera quedó envuelto en oscuridad. De la misma manera que Amon. Y
Dante también. Culpaba a su padre de eso.
El león malvado. Me reí ante el sobrenombre que le di a Angelo Leone
cuando era una niñita. Durante ese tiempo, veía El Rey León todas las
noches y me regocijé ante la derrota del malvado Scar, hermano de Mufasa.
Un suave sonido me hizo abrir los ojos y cuando vi de qué se trataba,
salté y mis manos subieron mi bikini para tapar mi pecho.
—¡Serpiente! —chillé, tratando de subirme arriba de la mesa. Todas
empezaron a gritar. Seguía esperando a que Phoenix se moviera. No lo
hacía. El horror se disparó en mi interior mientras la serpiente se deslizaba
hacia ella. No puede oírnos.
Me bajé de la mesa de un salto, todavía agarrando el top en mi pecho y
corrí hacia Phoenix, tirándola a la derecha. Se cayó y se raspó las rodillas,
los lentes de sol de diseñador se deslizaron de su cara de nuevo y se
rompieron en el piso.
Me miró como si estuviera loca, hasta que apunté hacia la serpiente que
se acercaba a nosotras. Sus ojos se abrieron y ambas saltamos sobre la
mesa. Estábamos todas juntas. Si la mesa no hubiera sido de madera
maciza, hubiera colapsado por completo.
—¿Qué está pasando aquí?
El silencio recorrió el patio y nuestras cabezas se giraron
inmediatamente hacia donde provenía la voz de Papà.
Quedé boquiabierta. Amon y Dante estaban al lado de él. Alto, oscuro,
serio. Un sudor frío me atravesó. ¿Qué hacían allí? ¿Le dirían a Papà que
me drogaron en su club?
Mi piel zumbó con una sensación fría mientras estaba de pie, con el
corazón a mil latidos por minuto. Más aún cuando vi que Amon tenía su
atención puesta en mí, pero su mirada estaba oculta por unos lentes de sol,
estilo aviador.
—¿Por qué están gritando de esa manera? —preguntó, de nuevo.
Mi mirada voló hacia Dante para luego regresar, de nuevo, a Amon. Me
era difícil no mirarlo. Todo él me fascinaba. Era tan hermoso, que siempre
me dejaba sin respiración. Además, con su metro noventa era imposible
ignorarlo. Incluso si su hermano era igual de alto, no era igual de bello que
mi… Sacudí la cabeza, reprendiéndome yo misma. No es mi Amon.
—Un-na s-serpiente, Papà. —Exhalé, mirando a Amon, sus iris seguían
ocultos. Deseaba que se los quitara para ver esos ojos negros.
Sentí la mirada de ambos hermanos en mí, y me di cuenta de que estaba
semidesnuda. Me envolví con los brazos, cruzándolos sobre mi pecho
mientras mis mejillas enrojecían. Me hubiera gustado que nuestro siguiente
encuentro fuera más elegante, pero ya no había nada más que hacer.
—No debería haber serpientes en Venecia —explicó Amon en tono
plano.
—Bueno, allí mismo hay una —replicó Raven—. Si no es una, ¿dime
qué es? ¿Un puto juguete?
Mi padre estrechó los ojos hacia ella con disgusto. Odiaba escuchar
malas palabras saliendo de la boca de una mujer. Si viera a Phoenix o mi
vocabulario, le daría un infarto.
—Por lo visto no. —Dante y Amon no se veían para nada cansados—.
Dado que la serpiente está acercándose hacia ti —agregó Dante.
Soltamos chillidos de terror y nuestros ojos estaban fijos en la serpiente.
Estaba más claro que la mierda, que se movía.
—Debe ser el Pazzo del vecino —aclaró Papà, gruñendo—. Tiene una
serpiente de mascota.
Me recorrió un escalofrío por la espalda. Cualquier cosa que se
arrastraba me daba escalofríos, además, no me cabía en la cabeza cómo
alguien podía tener una serpiente de mascota. Algún día se lo podría comer.
—Yo la atrapo. —Se ofreció Amon.
Un coro de suspiros me rodeó.
—¿La va a atrapar con las manos? —Athena preguntó en tono bajito.
No sabía de qué otra manera la atraparía, además de dispararle, así que no
respondí y me quedé mirando cómo Amon se dirigía directo hacia el reptil.
Aguanté la respiración, incapaz de apartar la mirada. No quería que lo
mordiera. Podría ser venenosa y perderíamos a un hombre hermoso, por
nada.
Mis ojos viajaron por su cuerpo esbelto y fuerte. Llevaba un pantalón de
vestir negro y una camiseta blanca de manga corta, en cambio yo traía solo
un bikini blanco, y el top apenas cubría mi pecho; sin embargo, parecía que
él estaba más expuesto que yo, con sus antebrazos suaves y bronceados, y
esos bíceps a la vista de todos. Cada vez que lo miraba, el universo
desaparecía, dejándonos a solas.
Tenía tantas ganas de tocarlo que mis dedos temblaban, apretando mi
traje de baño hasta que mis nudillos se pusieron blancos. Quería sentir su
cuerpo musculoso cubrir el mío como una manta y perderme en él. ¿Por
qué? No sabía, pero tenía un no sé qué al que no me podía resistir.
Amon se detuvo a unos treinta centímetros de la serpiente y mi corazón
empezó a bombear con fuerza.
—Ten cuidado —susurré—. Podría ser venenosa.
Resopló con diversión.
—No lo es.
Fruncí el ceño. ¿Por qué lo decía con tanta seguridad?
—¿Cómo lo sabes? —cuestionó Isla—. Luce venenosa según yo.
Amon solo se encogió de hombros.
—Solo lo sé.
Bueno, eso no era una explicación, pero qué más daba. No importaba,
siempre y cuando la sacara de aquí.
Por un momento, permaneció tranquilo. Luego, en un movimiento
rápido, se agachó y agarró la cabeza de la serpiente, y el cuerpo resbaloso
de la misma se enrolló en su brazo.
—Ugh, qué asqueroso —opinó Isla.
No era una fanática, ni un poco, sin embargo, era fascinante verlo
desenvolverse con tanta calma.
—Llévame donde tu vecino Pazzo, Romero —pidió Amon—. ¿O te
gustaría quedártela?
Si mi padre se quedaba con esa criatura aterradora, nunca más iba a
poner un pie en esa casa. Me negaba a dormir bajo el mismo techo que eso
tan espeluznante. Pertenecían a la selva, el bosque… Definitivamente no a
este lugar.
Vi cómo Amon y Papà fueron donde el vecino. Amon le dijo algo al
mismo que lo hizo empalidecer, agarrar su valiosa serpiente e
inmediatamente cerrar la puerta en sus caras.
—No sabía que iban a traer acompañantes —puntualizó Papà, mientras
regresaba con nosotras, Amon se veía imponente en comparación con él.
Me mordí el labio, apretando la parte de arriba del bikini a mi pecho.
—Eh, perdón. Debimos haberte preguntado antes.
—Es su casa. —No, no lo era. Mi hermana y yo no sentíamos ninguna
conexión con ella—. ¿Cómo se llaman sus amigas?
Dante y Amon seguían allí de pie, esperando pacientemente, aunque
algo en su semblante definitivamente reflejaba molestia.
—Raven. —Señalé con la barbilla a mi amiga de cabello negro—.
Athena e Isla.
Papà comentó algo en italiano y los tres se fueron. Fiel representante de
la hospitalidad italiana.
—Deberías ponerte un traje de baño completo, Reina —escupió, sin
mirarme a la cara. Mis hombros cayeron y bajé la cabeza avergonzada—.
Parece que esta generación perdió el pudor.
Apreté los dientes, tragándome las palabras que tenía en la punta de la
lengua. Si la abuela estuviera con nosotras, nunca se habría atrevido a
decirme algo como eso. Ella no lo permitiría. Nunca entendí su relación. A
él no le caía bien, estaba clarísimo, pero nunca le llevaba la contraria. Como
si la abuela lo tuviera amenazado.
Alguien debió de interpretarle las palabras de padre a Phoenix, porque
su brazo me rodeó por los hombros. Lo amaba, pero ese tipo de comentarios
me hacían sentir tan insignificante. Una vez, lo escuché decirle a la abuela
que deberían moldearme para ser una esposa perfecta y no una niñita
salvaje.
Cuando los hombres desaparecieron en el interior, Raven fue quien
rompió el silencio.
—¡A la mierda el pudor! —siseó en voz baja—. No lo escuches.
Me encogí de hombros, dando un paso atrás y amarrando bien mi top.
—Vamos —respondí en su lugar. Eso era mejor que seguir bajo el
mismo techo con alguien que me desaprobaba tan profundamente.
CAPÍTULO VEINTITRÉS
AMON
T
uve una especie de déjà vu.
El reloj hacía tictac, el hielo resonaba al caer, el humo del
cigarrillo inundó el aire. Mientras tanto, Romero estaba sentado en su
escritorio, luciendo como mierda, con el ceño fruncido. La verdad, no sabía
si era por su hija menor o por el tema que íbamos a discutir.
Dante y yo ocupábamos los asientos frente a él. Me recliné hacia atrás,
con el codo apoyado en el reposabrazos, y mi hermano puso su tobillo
encima de su rodilla. Estaba bastante seguro de que Romero nos odiaba,
pero me daba igual. Permanecí sentado como si tuviera mejores cosas que
hacer.
Romero fumó de su cigarrillo como desquiciado, mientras nosotros
permanecíamos en silencio. Estábamos acostumbrados a los silencios
incómodos y tensos, habíamos crecido bajo la mano dura de nuestro padre.
—Dijeron que mantendrían seguros mis cargamentos. —Sus palabras
llenas de enojo y desesperación cortaban el aire.
Mi mirada encontró a Romero detrás de una nube de humo y en sus ojos
solo se veía el disgusto. Era incomprensible cómo alguien como él podía ser
el padre de dos hijas maravillosas. La implacable moral debía de ser
resultado de la crianza de su abuela.
—Dijimos que lo protegeríamos hasta el puerto —remarqué—. Perdiste
el cargamento cuando iba camino a tu almacén. Era tu trabajo asegurar las
rutas de tu droga.
Escaneé su oficina, mientras él continuaba hablándonos. Me extrañó
que no hubiera fotos de sus hijas. Solo de su esposa. Algunas pinturas
renacentistas, originales, por como lucían. De ninguna manera ocultaría la
caja fuerte detrás de objetos tan valiosos, así que no eran una opción. Con la
cantidad de secretos que debía de estar guardando, necesitaba de un lugar
más accesible.
—Fue una trampa. —Agitó la mano en el aire. No estaba tan
equivocado. No era coincidencia el que Reina fuera casi atacada en París y
su cargamento haya desaparecido. Tampoco le diría que mi estúpido primo
había enviado hombres tras ella. Yo la protegería y no necesitaba que los
hombres de Romero se entrometieran en mi camino—. Tuvo que ser
planeado.
Resoplé sardónicamente, sacudiendo la cabeza. Mis labios se curvaron
en una sonrisa forzada.
—No es nuestro problema. Páganos la parte que nos debes, más la lista
de los traficantes de personas y nos vamos.
—Cuidado —gruñó Romero, mientras me lanzaba una mirada que decía
que nada le gustaría más que eliminarnos. Pero no era contrincante para mí
o Dante. Éramos más fuertes que él, más ricos que él. Y nos debía. Mucho.
Mi reputación ya se había extendido por todos lados, y los detalles ya
provocaban miedo a los hombres. La de Dante, luego de haber perdido el
control, puso en alerta a todo el mundo para que nadie lo encontrara de mal
humor. No nos parecíamos a nuestro padre. Éramos peores.
Por último, Romero no se permitiría meterse con mi lado malo.
—Necesito más tiempo —apuntó entre dientes, su mandíbula pulsaba
de rabia que intentaba apaciguar.
—Tuviste tiempo.
—Necesito más para concertar un matrimonio para mi hija. —Sus
palabras cortaron la atmósfera y despertaron mi ira. Volátil y roja, todo se
acumuló en mi garganta.
Había dicho “hija”, no “hijas”.
—¿Cuál hija? —inquirí con los dientes apretados, pero en el fondo ya
sabía.
—Reina.
«Sobre mi cadáver». Las palabras quemaban mi lengua, pero
permanecieron bajo llave entre mis dientes apretados. El sonido de estática
llenaba mis oídos y la rabia hervía por mis venas como llamaradas fuera de
control.
En su lugar, sonreí con crueldad mientras apaciguaba mi furia. Lo
observé con indiferencia a la par que analizaba la mejor manera de asesinar
al padre de Reina y enterrar sus huesos en una tumba sin nombre. No se
merecía nada mejor.
—¿Por qué no Phoenix? —cuestionó Dante, su tono era frío, aunque
algo se reflejaba en sus ojos. Apenas contenido, listo para ser liberado.
—Es sorda. Es difícil emparejarla. —Los ojos de Romero cayeron en
mí, y ni siquiera tenía que preguntarme qué era lo que estaba pensando. El
hijo ilegítimo podría servir.
Qué. Se. Joda.
Nunca me conformaría, con nada ni nadie. Reina Romero sería mía. Me
hubiera gustado que lo fuera ya, por alguna razón en la que no quería
ahondar. La chica se coló bajo mi piel y se sentía como debía ser. Parecía
tenerme agarrado del corazón, porque latía solo por ella.
—¿Y te consideras un padre? —reviró Dante—. Deberías protegerlas,
no vendérselas al mejor postor.
Romero soltó un suspiro exagerado.
—Qué irónico que lo diga alguien de la familia Leone.
Debió referirse a los negocios de padre de tráfico de personas años
atrás. Quizás debería acabar con los dos, porque, bajo mi perspectiva, los
dos valían una mierda.
Mi mirada volvió a encontrarse con la suya. A diferencia de sus hijas,
tenía ojos negros, pequeños y redondos, una calva avanzada y otras
características poco atractivas. Definitivamente, sus hijas salieron a su
madre. Mientras Reina no había heredado ningún rasgo de Romero,
Phoenix tenía su mismo color de cabello.
—Da igual. —Terminé replicando—. Me importa un carajo lo que
hagas. Usaste el puerto de los Leone, ahora tienes una semana para reunir el
dinero.
Dante me miró, y asentí ligeramente en su dirección.
—Te esperaré afuera —indicó, levantándose y abrochando su chaqueta.
Daría un paseo y vería si podía encontrar la caja fuerte. Tenía que estar
atento a las chicas, pero no necesitaba que le advirtiera de aquello.
Esperé a que la puerta se cerrara a su espalda, para hablar:
—Puedo ayudarte a ganar el dinero que necesitas para pagarnos, y
mucho más en menos de una semana. —Le lancé el anzuelo.
Los últimos años, había estado sedimentando la base de mi plan de
venganza. En ese momento, era el momento de la trampa.
—¿Cómo? —Su tono estaba bañado en sospecha. Y tenía razón de
tenerla. Cuando jodes a alguien, siempre deberías esperar que el karma se te
devuelva. Una de mis frases favoritas en japonés era 悪因悪果, akuin’ akka
que al traducirlo literalmente significaba causas mal, pagas mal. Era el
lema de vida de mi madre, ya fuera para convencerse a sí misma o a mí de
que al final Romero iba a cosechar lo que sembró.
Pues, ya me había cansado de esperar. Así que aceleré el proceso y
usaría a Reina para dar el golpe final. Nos habíamos estado ganando la
confianza, reacia, de Romero por años. En ese momento, empezaríamos a
acorralarlo y hacerlo pagar por haber usado a mi madre por sus conexiones.
Mi madre necesitaba el documento que Ojīsan y Romero firmaron.
Aseguraba que restauraría su honor y se lo debía. Usaría a Reina para
descubrir dónde mantenía la caja fuerte su padre y así conseguir ese
documento.
De una manera u otra, obtendría ese puto documento para mi madre.
CAPÍTULO VEINTICUATRO
REINA
Í
bamos por una angosta calle camino a las góndolas cuando busqué mi
teléfono dentro de mi bolso. Bajando la mirada, empecé a rebuscarlo y
me di cuenta de que tampoco tenía mi billetera.
—¡Mierda! —musité—. Se me quedó la billetera. —Estaba tan distraída
cuando me estaba vistiendo que se me olvidaron las dos cosas. Había
quedado consternada después de ver a Amon con Papà. No podía quitarme
la sensación de que algo estaba ocurriendo.
—No importa —replicó Athena, entrelazando nuestros dedos.
Habíamos llegado a las góndolas que nos llevarían al otro lado del canal, a
la Piazza San Marco—. Yo pago por ti.
Sacudí la cabeza.
—También olvidé mi móvil. Regreso y no me demoro nada en llegar. —
Le di un vistazo al gondolero—. ¿Podría esperar, por favor? No me tardo
nada.
—Traigo dinero. —Señó Phoenix—. Subamos. Así no te encuentras con
Papà de nuevo.
Sacudí la cabeza, negando.
—Se me quedó el móvil. No te preocupes —le aseguré—. Nadie me
verá.
Con un asentimiento algo brusco, me di la vuelta y corrí a casa,
aminorando mis pasos antes de entrar a la villa. Era un lugar con estilo
Liberty influenciado por la arquitectura grecorromana, así lo presumían las
revistas de estilos de vida. Había aparecido en muchas a lo largo de los
años, probablemente por la fama de Mamma. A la gente le encantaba saber
sobre Hollywood.
La parte frontal de la casa daba hacia un jardín pequeño, y el corazón de
Venecia quedaba bastante cerca al otro lado del canal. Mientras me
acercaba al camino de la entrada, pasé la mano por las amatistas incrustadas
en las paredes. Papà había ordenado que restauraran casi todo el lugar antes
de que Mamma llegara muchos años atrás, con la esperanza de que ella lo
amara tanto como lo hacía él. No funcionó. Pero sí aprendió rápidamente
que nunca sería suficiente con los muebles de mármol relucientes o
arquitectura moderna. Mi pecho se apretó como lo hacía cada vez que
pensaba en ese sitio. Empujé y abrí la puerta de madera de caoba, entré y
puse atención, aguantando la respiración. No se escuchaba nada. Los
hermanos Leone todavía se encontraban en la oficina de Papà.
Me eché a correr escaleras arriba y me adentré en mi habitación,
tomando la billetera y el móvil que estaban en la mesita de noche.
Los guardé en mi pequeño bolso antes de bajar a toda velocidad. Justo
cuando estaba dando la vuelta en la esquina del pasillo, cerca del estudio,
choqué contra algo cálido y duro.
—¡Ouch! —me quejé, mientras esa conocida esencia me bañaba, era
masculina e intensa. Solté un suspiro. Amon Leone.
Mis mejillas se sonrojaban mientras daba un paso atrás, mi corazón
retumbaba contra mi pecho al conectar nuestras miradas por un segundo
que parecía extenderse en millones de momentos.
Su mirada bajó por mi cuerpo, reflejando una leve desaprobación.
Mi estómago se hundió como una rueda desinflada y antes de pensarlo
dos veces, abrí la boca.
—¿Qué? ¿Acaso no te gusta cómo voy vestida? —desafié, alzando la
barbilla, amenazándolo a que me dijera algo. Usaba un vestido rosa de
tirantes finos que me llegaba arriba de las rodillas. Llevaba el cabello en
una coleta, para tener despejado el cuello y el rostro. Ya que no respondía,
con impaciencia, zapateé mis ballet flats de lunares color rosa contra el
antiguo piso de mármol—. ¿No es lo suficientemente apropiado o recatado?
Se veía tan impresionante, parado en el pasillo, tragándose todo el
espacio que había entre nosotros. No era que fuera malhumorada con las
personas, pero la forma en que me miraba, más lo que me dijo
anteriormente, me molestó.
Dio un pequeño paso adelante, con una mano casualmente en el bolsillo.
No bajé la guardia, no dejaría que me intimidara. Una gota de diversión
cruzó por su mirada.
—Es mucho más apropiado que lo que llevabas la última vez que te vi
—aclaró, arrastrando las palabras, su voz era cálida y ronca.
—¿En la piscina? —Exhalé.
—En mi club.
Parpadeé. El pantalón de cuero y el top de tirantes que llevaba en esa
ocasión me cubría más que este vestido, mas ni me molesté en corregirlo.
En su lugar, contesté:
—Me sorprende que lo hayas notado, considerando que estabas muy
ocupado con esa mujer que se pegaba a ti como una garrapata.
En ese mismo instante, quise retractarme, me arrepentí de lo que dije.
Me hacía sonar celosa, como si me hubiera pasado mucho tiempo pensado
en él con esa mujer. «¿Acaso no lo estabas?», una voz susurró.
—Parece que alguien ha estado pensando en mí —comentó, lentamente.
Y la voz que había escuchado en mi cabeza hizo un sonidito de satisfacción.
—Qué no se te suban los humos —musité. Levantó la mano y se pasó el
pulgar por la mandíbula como si intentara ocultar una sonrisa. Aunque,
parecía que me equivoqué, porque sus ojos lucían más fríos que nunca.
Dio un paso adelante. Di uno atrás. Su mirada bajó de nuevo por mi
cuerpo, dejándome sin respiración. Nadie nunca me había provocado
aquello. Quería que me encontrara bonita. Quería gustarle. Sin embargo, no
tenía manera de saberlo gracias a esa expresión neutral que colocaba
mientras sus ojos subían desde mis zapatos.
—¿A dónde vas? —Curioseó. Dio otro paso adelante y mis pechos se
rozaron contra su torso. Era mucho más alto que yo. La diferencia de
tamaños debía intimidarme. Lo hacía, pero no de una mala manera. Me
gustaban nuestras diferencias. Era duro; yo, suave. Su piel era dorada; la
mía, pálida. Su hermoso cabello y ojos oscuros contrastaban con los míos
tan claros. Éramos como el mar nocturno y el cielo de la mañana, ambos
nos encontrábamos al final del mundo.
—De salida.
Dejó sus manos a los costados.
—¿Con chicos?
—No es asunto tuyo, pero no. —Después, porque estaba loca, agregué
—: Pero quizás conozcamos a algún galán atractivo en la ciudad.
Me observó de una manera analítica, como si buscara signos de verdad.
Su mirada intensa se conectó con la mía, quemándome. Sacudió levemente
la cabeza.
—No lo hagas, a menos que quieras que mueran.
Me sentí viva bajo su escrutinio y sus amenazas. Debería estar
aterrorizada, pero mi corazón me gritaba que quizás él también estaba
celoso.
La Reina inteligente se hubiera dado la media vuelta e ido, pero toda mi
razón se evaporó en el momento en que Amon volvió a aparecer en mi vida.
—¿Me estás pidiendo que no mire a otros hombres? —Esa vez, yo di un
paso adelante, haciendo que nuestros cuerpos se pegaran. Su calor caló en
el mío y tuve que luchar contra la urgencia de soltar un suspiro ensoñador.
Esperé, aguantando la respiración mientras la esperanza florecía en mi
pecho. Se marchitó en cuanto se quedó callado, la esperanza se transformó
en decepción.
Así que me moví hacia el costado para pasar por su lado. Antes de que
pudiera avanzar, me agarró de la muñeca.
—¿Me escucharías?
Su agarre se sentía como un brazalete de fuego. Pesado. Firme.
Inamovible, reclamándome como suya. Era un toque de lo más inocente; sin
embargo, filtró algo caliente en mis venas.
—Sí. —Exhalé, ahogándome en su mirada, con la esperanza de tener un
vistazo a su alma, pero mantenía las puertas bajo llave, llenándome de
curiosidad—. Solo si tú haces lo mismo —añadí, con valentía.
La sorpresa se apoderó de sus ojos y el agarre en mi muñeca aumentó.
Mi piel ardía. Mi corazón retumbaba. Mi Papà podría salir de la oficina en
cualquier momento, pero no parecía importarme más que escuchar su
respuesta.
—Eres demasiado joven. —Terminó por decir, como si se lo estuviera
diciendo a sí mismo.
Mi pulso se disparó cuando rozó su pulgar por mis nudillos, pero
también me llenó de coraje.
—Pronto cumpliré dieciocho.
—En unas pocas semanas. De todas maneras, en este momento aún eres
menor de edad.
—Entonces, espérame. —Sentí cómo casi se me detuvo el corazón.
Sabía cuándo era mi cumpleaños—. Y yo te esperaré a ti. Esperaré todo el
tiempo que necesites. —Me las arreglé para decir.
No podía creer que esas palabras hubieran salido de mi boca. Eran aún
más terroríficas, porque las dije en serio. Sus ojos se enfocaron de nuevo en
mi rostro y nos sostuvimos la mirada por un rato, sabiendo que lo que
vendría después nos uniría o nos separaría.
—Esperarás por mí —afirmó, con voz ronca y sombría—. Y yo
esperaré por ti.
Mi corazón se saltó un latido al oír su promesa. Mi alma danzaba y mi
pulso corría acelerado.
Luego, sin aviso, se inclinó y presionó sus labios contra los míos. Las
mariposas en mi vientre comenzaron a revolotear. Su boca se sentía tan
cálida y suave, su esencia me dejaba atontada. Un gemido subió por mi
garganta y entreabrí los labios. Su lengua se deslizó dentro, rozándose con
la mía. Sus dientes mordieron mi labio inferior, tirándolo con suavidad,
haciendo que el calor viajara al centro de mi estómago, expandiéndose
como una ráfaga de fuego.
Gemí, lloriqueé, nuestras bocas se acoplaban una con la otra. Era torpe
y no podía seguir el ritmo de sus besos, no obstante, amé cada segundo. Él
tomaba y daba, mientras me derretía en sus brazos.
Terminó demasiado rápido.
—¿Por qué me besaste? —inquirí cuando se apartó, aturdida, feliz de
que lo hubiera hecho. Mi corazón cantaba, mi sangre zumbaba y este
hombre era el único que lo causaba.
—Porque quise. —Me agarró con más fuerza—. Me cansé de
resistirme.
Me pasé la lengua por el labio inferior.
—Pensé que no te gustaba —admití.
Tomó un rizo de mi coleta y lo enredó en uno de sus dedos.
—¿A quién en su sano juicio no le gustarías, Chica Canela? —Dejó mi
cabello e hizo que rebotara—. Me cansé de las expectativas. Me calmas.
Me besó de nuevo y pensé que el corazón se me iba a salir del pecho.
Sentí una molestia entre las piernas, necesitando más de él. Lo besé de
vuelta e intenté pegarme a él, pero antes de que pudiera presionar mi cuerpo
contra el suyo, se alejó. Mis pestañas se agitaron como mariposas.
Jadeando, me encontré con sus ojos oscuros más estrellados que el cielo, sin
embargo, su mirada ardía como las llamas de mi estómago.
«También me desea», pensé, mareada.
—Espero que no dejes que ningún hombre te toque, Reina. —Su voz
ronca me bañó como chocolate derretido.
Lentamente, me soltó de la muñeca, deslizando las callosas yemas de
sus dedos hasta mis palmas, terminando en mis dedos, hasta que ya no me
tocaba.
Ya lo extrañaba.
La brisa marina azotó mi cabello y seguí quitándome los rizos del rostro
después de habérmelo soltado de mi coleta.
Las chicas y yo nos sentamos en un bar comiendo una merienda tardía
mientras Venecia zumbaba de vida a nuestro alrededor.
Isla miraba su teléfono. Raven se tomaba selfies. Athena y Phoenix
estaban inmersas en una divertida conversación, ambas se reían. Estaba en
la ciudad flotante, viendo a las multitudes felices, con una suave música
italiana llenado el entorno. Las risas acompañaban a un grupo de personas
que iban detrás de un guía turístico, quien sostenía una especie de mástil
que tenía una banderilla de seda que flameaba contra el viento, con una A
estampada en ella.
Mi vestido suelto se agitaba contra el viento y el sol quemaba con
fuerza, era sofocante. Sentí una gota de sudor correr por mi espalda,
mientras bajaba la mirada a mi plato y la mantenía fija allí.
Me mordí el labio, golpeando los dedos contra la mesa. Me dolía el
estómago de nervios al rememorar el beso con Amon. Nuestro primer beso.
No pude detener el hormigueo de anticipación que oprimió mis pulmones.
La parte estúpida y romántica de mí tenía corazones en los ojos y
esperanzas de un futuro.
Pero de repente comencé a cuestionar todo.
«¿Y si Amon no cumplía su palabra? No parecía ser un mujeriego, pero
había visto muchos corazones rotos en la vida de mis amigas. Nunca lo
vieron venir». Sacudí la cabeza, espantando todas mis dudas, sabiendo que
Amon era el único hombre que tenía el mínimo poder de romper mi
corazón, pero aun así estaba dispuesta a arriesgarlo.
En un momento estaba soñando despierta con Amon y al siguiente, sentí
un tirón en el hombro que casi me hace caer.
—Ouch —me quejé, dándome cuenta muy tarde de que me habían
robado el bolso. Me puse de pie, pero incluso antes de moverme unos
metros, lo encontré tirado en el suelo. Un grupo de turistas tenían su
atención puesta en algo, o alguien, mientras me agachaba a recoger mis
cosas.
Eché un vistazo y vi que mi billetera y teléfono estaban intactos y solté
un suspiro de alivio.
—Hola, Chica Canela. —Se me detuvo el corazón al escuchar su voz.
Lentamente, alcé la cabeza y encontré a Amon parado enfrente de mí.
Era tan atractivo, que tuve que reprimir un suspiro. Cabello grueso oscuro,
pómulos definidos, ojos oscuros casi desbordados de secretos. Hombros
amplios. Cuerpo como si fuera tallado a mano. Un metro noventa y dos,
vestido con jeans y camiseta de manga corta blanca que mostraba sus
músculos. Llenaba esos pantalones y esa ropa mejor que ningún otro
hombre.
Nos quedamos allí, mirándonos fijamente, cuando sentí cómo mi
respiración se acompasaba bajo el penetrante silencio, me forcé a decir
algo.
—Amon.
Noté que su hermano lo acompañaba. Me dio un vistazo desinteresado y
posiblemente agitado. Dante era hermoso, pero de una manera distinta. Los
hermanos Leone eran intensos, aunque, mientras Amon era hermoso de una
forma que te quitaba el aliento, Dante era oscuro y frío.
—¿Qué? ¿No hay un hola para mí? ¿La Chica Canela tiene mal genio?
Me llamó “Chica Canela” muchos años atrás. Ni siquiera me gustaba
tanto la canela, no sabía por qué me seguía diciendo así.
—Hola, Amon —lo saludé, con una sonrisa—. ¿Contento?
Sacudí la cabeza y me devolví a la mesa. Amon y Dante me siguieron,
su presencia era cálida a mi espalda, mientras tanto, las chicas los
observaban.
«No se preocupen, chicas. Yo me encargaría del atracador», pensé
sarcásticamente para mis adentros. Luego me senté en mi lugar.
—¡Santo cielos, es tu novio ardiente! —susurró, gritando Raven,
codeándome. El sonrojo subió por mi cuello.
—No es mi novio —siseé—. Deja de decirle así.
Mis ojos lo encontraron de nuevo. Me era difícil apartarlos de él. Bajo
el cálido brillo del sol de Venecia, nos observábamos fijamente. Su
presencia era como una sombra, un alivio del calor que emanaba del
concreto. Me atraía con tanta facilidad que tenía que luchar con las ganas de
inclinarme hacia él.
Sin embargo, el recuerdo del comportamiento de Papà enfrente de ellos
más temprano se sentía en la atmósfera y fue como un balde de agua fría.
Nuestro beso debió ser suficiente para calmar mis inseguridades, sin
embargo, me recliné en mi asiento para poner algo de distancia entre
nosotros. Amon parecía pensar otra cosa, porque se acercó y tomó mi mano.
—Acompáñame. —Me levanté, ansiosa de obedecerlo, mis pies ya
estaban en movimiento.
Su áspera palma sostuvo la mía como si le perteneciera. Como si yo le
perteneciera. Su toque quemaba, y enviaba una ola de calor por todo mi
cuerpo y no pude evitar preguntarme cómo se sentiría tener su cuerpo
presionado contra el mío.
Me tomó un momento recuperar mi sensatez y mi voz.
—¿A dónde vamos? —pregunté, sin respiración al mismo tiempo que
Phoenix corría tras de mí.
—¿Qué estás haciendo? —Señó su demanda—. No puedes irte sin más
con este tipo.
Me solté de la áspera mano de Amon e inmediatamente ya extrañaba su
contacto.
—Estaré a salvo —aseguré, hablando en señas para mi hermana—.
¿Cierto, Amon?
Ambas nos giramos para observar al niño que se había vuelto un
hombre, uno que me tenía fascinada desde el momento en que nos
habíamos conocido. Le dio un corto asentimiento antes de mirar hacia al
horizonte.
—Oh, con eso quedo “supertranquila”. —Phoenix respondió en ASL,
sus movimientos eran imprecisos, reflejando su agitación. Su expresión era
sarcástica hacia la poca respuesta de Amon. Le daba igual fulminarlo con la
mirada.
—Conoces con quién voy a estar, así que, si me mata, ya sabes qué
hacer. —Intenté bromear. No se río y Amon ni siquiera intentó
tranquilizarla o algo—. Volveré enseguida. Quédate con las chicas. —Le
pedí a mi hermana.
Dudosa, se devolvió a donde la esperaban sentada Raven, Isla y Athena,
lanzando vistazos enojados cada vez que miraba hacia atrás. Dante también
se había quedado atrás, diciéndole algo a Phoenix, quien le sacó el dedo del
medio.
Busqué la mano de Amon y entrelacé nuestros dedos, siguiéndolo por
las atestadas y estrechas calles de la ciudad libre de coches. Giró
abruptamente a la izquierda, hacia un callejón mientras el canal rompía
suavemente contra las rocas.
Amon se detuvo en un rincón de piedra y quedé anonadada con lo que
me rodeaba. El bullicio de la ciudad apenas se sentía, parecía como si
estuviéramos en otra ciudad. Observando hacia mi derecha, muy abajo del
canal, había un puente repleto de personas tomando fotografías de la ciudad
antigua, sin percatarse de nuestra existencia.
—¿Cómo sabes de este lugar? —Curioseé, mientras soltaba mi mano y
se reclinaba contra la pared de piedra de la casa de alguien.
—Conozco esta ciudad como la palma de mi mano. —Eso fue todo lo
que dijo, con los hombros tensos.
—Creí que la familia Leone se mantenía en su propio territorio. —No
supe por qué dije eso. Solo podía culpar a la ráfaga de ansiedad que se
disparó por todo mi cuerpo.
—¿Sabes quiénes son dueños de cada territorio? —Había algo afilado
en el tono que usó, su mirada era intensa con todos esos secretos que quería
saber.
—Lo sé.
—¿Tu padre te lo dijo? —Me reí, la respuesta estaba clara en mi rostro
—. Entonces, ¿cómo?
—Tengo mis maneras —murmuré dulcemente. Una expresión amarga
cruzó su hermoso rostro y me pregunté qué pasó por su cabeza. Suspiré, de
repente, sintiéndome cansada—. Me metí en su teléfono una vez —admití
—. Apareció un correo en la pantalla y no pensé bien, solo lo leí.
Levantó una ceja.
—¿Un correo?
Me encogí de hombros.
—Sí, decía algo sobre territorios en Italia. Algo sobre cinco familias
italianas y Papà expandiendo su territorio.
Su expresión se ensombreció. Amenazante. La tensión era palpable que
incluso podía saborearla. No sabía si se había puesto así porque revisé el
teléfono de papá o por lo que había dicho.
Mis ojos se posaron en el callejón vacío por donde había venido. Di un
paso para irme, pero me tomó de la muñeca.
—No te vayas. —No era una demanda, pero tampoco una sugerencia. Y
como una flor necesitada de sol, me quedé.
Con su agarre aún en mi muñeca, nos miramos en silencio mientras algo
caliente se liberaba de mi interior.
—Por cierto, gracias —declaré.
Giró su cabeza hacia mí y la mirada en sus ojos era reflexiva, aunque
también pendía algo tan profundo que mis latidos se tropezaban entre sí.
—¿Por?
—El club nocturno. —Solté un suspiro superficial. Cuando estaba cerca
de él, me sentía como una colegiala, una que caía enamorada de un chico. O
quizás era el destino, algo inevitable que se venía construyendo desde
nuestro primer encuentro doce años atrás—. Nunca te agradecí.
Me observó con los ojos entrecerrados y mi pulso se disparó
salvajemente.
Rozó su pulgar por una vena de mi muñeca y me pregunté si podía
sentir cómo latía. No podía parar de deleitarme con él. Cómo la ropa se
amoldaba a sus gruesos brazos y pecho. Su estrecha cintura. Cada
centímetro se veía duro y formidable. Nunca antes me había llamado la
atención aquello y tenía la sospecha de que solo me sucedía con él. Me
nació el curioso impulso de acariciar con mi mano cada milímetro de su
cuerpo y descubrir si era una escultura tal y como lo imaginaba, a pesar de
mi inexperiencia. Esta atracción estaba a nada de desbordarse al igual que
un caldero de agua hirviendo.
—¿Pasarás el verano aquí? —Cambió de tema, mientras una brisa
cálida barría el canal.
Tiré de mi muñeca, con reticencia, fuera de su agarre.
—No, solo unos días, después, regreso a París. Estoy tomando una clase
de verano.
—¿Clases de verano en la secundaría?
—No, clases universitarias. —Cuando levantó una ceja, le expliqué—:
Me adelanté dos grados para venir a la universidad con mi hermana. —
Después, porque no me aguanté, agregué—: Puede que no tenga dieciocho
todavía, pero te aseguro que no soy una chica tonta.
Estaba desesperada por que me viera más adulta y responsable. No
sabía si lo había logrado, porque un tinte de diversión oscura cruzó por su
mirada.
—No puedo decidirme si eres una rebelde o una niña buena.
Vi hacia el cielo azul que parecía oscurecerse desde donde estábamos de
pie, rodeados por la humedad del agua.
—Quizá soy ambas —concluí, con suavidad, chocando con su mirada.
Me sonrojé, cada milímetro de mi piel se calentó. Nunca había admitido en
voz alta que me atraían tanto la oscuridad como la luz. Quizás todos
teníamos un poco de ambas.
—Ven aquí. —Algo suave y fascinante se entretejió en su voz grave,
atrayéndome a sus redes. O quizás ya estaba allí desde hacía tiempo y no
me había dado cuenta.
Y como una polilla atraída por las llamas, y sabiendo que mis alas se
quemarían, me acerqué. Sus manos descansaron en mi cintura, su agarre se
apretó mientras me atraía más cerca hasta que mi mejilla rozaba su pecho.
Mordí mi labio inferior, los nervios bailaban y causaban algo
destructivo en mi estómago. Sus ojos cayeron en mi boca y la calidez se
vertió en todo mi cuerpo.
—Me vas a besar. —No se movió. No me respondió. Mi cuerpo
vibraba, sobreestimulada con su toque. Sentí el corazón en la garganta y
escalofríos bajando por mi espalda.
Cansada de esperar y ansiosa de más, di el primer paso.
Cerré la distancia y lo besé. Lo probé de la misma manera que lo había
hecho él en el pasillo de la casa de Papà. La diferencia era que, en ese
callejón, no me importaba quién nos viera. Mordí su labio inferior,
alentándolo a que tomara el mando. Era el primer chico, hombre, al que
había besado y quería que me enseñara todo.
Retrocedí y encontré que en sus ojos había fuego ardiente. Su mirada
penetrante estaba fija en mí y me absorbía con tanta intensidad, que en
respuesta un estremecimiento recorrió toda mi espalda. No conseguí el aire
suficiente para respirar mientras esperaba a que me volviera a besar.
Sus labios tocaron los míos, apenas. Con suavidad. Me recordó el
sonido de la brisa. Alcé mis brazos y pasé mis manos por su cabello,
jalándolo más cerca de mí. Esa vez, me mordió el labio inferior, raspándolo
con los dientes, sacándome un gemido de la garganta. Chupó mi labio
superior con un dulce tirón. Mis sentidos vibraron bajo la piel, soltando
soniditos de placer y amplificándose con cada roce de nuestros cuerpos.
Me arqueé más cerca de él, su calor absorbía cada fibra y célula.
Entreabrí los labios y chupó mi lengua, con hambre y codicia. Cada beso
era más hambriento. Cada roce de nuestras lenguas despertaba algo oscuro
y carnal dentro de mí.
Mi cuerpo estaba en llamas mientras delineaba con mis uñas cortas su
cuero cabelludo. Un gruñido bajo retumbo en su garganta y su boca se
apretó con más fuerza a la mía. Sus besos se volvieron más demandantes.
Su excitación estaba presionando mi vientre bajo, encendiendo más flamas
por mi torrente sanguíneo.
Sus labios bajaron a mi cuello, caliente y húmedo, y mi cabeza cayó
hacía atrás con un gemido. Chispas se acentuaron en mi centro mientras la
necesidad pulsaba entre mis piernas, haciendo mi visión borrosa.
Siguió un camino con sus labios, pasando por mi clavícula y mordiendo
la suave piel que había allí. Mis pezones se endurecieron, sintiéndose
sensibles contra el material de mi sujetador. Quería con desesperación su
boca en ellos y así sentir el calor y la humedad en cada centímetro de mi
piel.
Bajé las manos por su cabello, deslizándolas hacia abajo, pasando por
su camiseta y luego las metí debajo de ella para sentir su estómago. Estaba
duro, sus músculos suaves. Podía sentir sus latidos y el olor de su perfume.
Limpio y cítrico. Era mi esencia favorita.
Mi corazón estaba acelerado, casi sentía que iba a explotar. Mis
frenéticos latidos retumbaban en mis oídos. Nuestras bocas chocaban,
nuestros alientos se volvieron uno solo. Su lengua enredada con la mía.
Gemí en su boca, hambrienta de más.
Debí de haberme vuelto loca, porque las siguientes palabras que solté,
fueron sin respiración:
—Tócame, por favor.
Puse mi mano sobre la suya y la llevé a mi pecho, arqueándome contra
su toque.
Pero en un movimiento repentino, se alejó. Con la respiración pesada,
me tambaleé hacia atrás y me pude haber caído de no ser porque me
sostuvo. Dios, se sentía tan bien. Tan correcto. Como si hubiera encontrado
una parte de mí que tenía perdida y por fin la había encontrado.
—¡Jesucristo! —gruñó, respirando con fuerza, mirándome mientras se
despeinaba su cabello grueso. Luego soltó una sarta de palabrotas—. Joder,
no podemos hacer esto.
Parpadeé.
—¿Por qué no? —Levanté la barbilla—. Ambos somos adultos.
—Tú no —remarcó. Qué se jodiera. Mis inseguridades comenzaron a
emerger y la profunda sensación de pérdida me hizo castañear los dientes.
Sin embargo, su mano se afianzó en mi muñeca y me tiró hacia él, mi
cuerpo se sonrojó con su tacto. Cada parte de él que se rozaba al mío,
quemaba.
—Todavía no. —Su voz era oscura, ahumada. La manera en que me
observaba encendió una llama en mi vientre bajo.
—Entonces ¿cuándo? —gimoteé, mis ansias me consumían hasta la
médula de los huesos.
—Eres menor de edad. —Su lógica no tenía sentido, pero no me dio
tiempo para cuestionarlo, porque su boca atrapó la mía—. Maldición, te
estás metiendo bajo mi piel. —«Por fin sabe lo que se siente».
Quería más de su toque. Más de sus besos. Me apreté más contra él.
Una de sus manos bajó y se posó en mi muslo desnudo, su palma callosa se
sentía áspera contra mi piel suave. El calor viajaba por mis venas
erupcionando como un volcán, cada nervio dentro de mi cuerpo estaba
envuelto en llamas.
De pronto, como si supiera lo que necesitaba, presionó su muslo entre
los míos, justo contra mi clítoris. Gemí en su boca mientras me recorría una
ola de placer. La sentí en mi espalda y hasta la punta de los pies.
Me estrujé contra su muslo con necesidad, ruborizada y hambrienta,
sintiendo cómo se formaba esa presión por liberarse. Se echó un poco para
atrás, sus ojos llenos de calor fijos en mi muslo desnudo, viendo cómo me
movía contra él. No era una experta, aunque creí que le gustaba lo que veía.
—¿Te vas a venir, mi chica canela? —Su voz era gruesa con acento
italiano, japonés, inglés, español, no estaba segura, pero era lo más sexy que
había oído.
Agarré un puñado de su cabello y rocé mis labios contra los suyos.
Gruñó, grave y bajo, luego se quitó de mi toque. Así que me incliné más y
llevé mi boca a su cuello, chupando y lamiendo. Dios, sabía tan bien. De la
misma manera que olía.
Sus hombros se tensaron y se le pusieron rígidos los músculos de sus
brazos. Enterró sus dedos en mi trasero.
—Amon, necesito… —Mis gemidos eran desesperados. Me froté contra
su pierna, buscando más fricción—. Necesito más.
—Joder. —Maldijo con voz rasposa contra mis labios. Por un segundo,
pensé que iba a ceder—. No. No hasta que seas mayor de edad. Por ahora,
esto es todo lo que te puedo dar.
Su boca llegó a la mía, mordiendo mi labio inferior. Me tragué un
suspiro y se dispuso a lamer, aliviando el ardor. Presionó más su pierna
contra mí, en un ángulo diferente y alcancé el orgasmo, una ráfaga sacada
del infierno que me dejaba sin respiración.
Enterré mi rostro en su cuello mientras temblaba contra su cuerpo,
como si fuera mi salvavidas. Llevó los dedos a mi cabello, peinándolo y
alzando mi cabeza para mirarme. Sus iris se fijaron en mis ojos
entrecerrados y boca semiabierta mientras sus labios todavía ardían en mi
piel.
Lujuria y algo más violento, casi posesivo, marcaba su expresión. Me
sentí liviana, todo mi cuerpo titilaba con un dulce alivio.
—Ahora entiendo por qué Venecia tiene reputación de ser romántica —
comenté, aún incapaz de calmar mi respiración.
Dando un paso atrás, se le tensaron los hombros y soltó un resoplido
sardónico.
—Chica Canela, esto estuvo muy lejos de ser romántico.
Parpadeé, viendo cómo su expresión pasaba de suave a dura, cerrándose
nuevamente. ¿Acaso intentaba retener sus emociones o esconderlas de mí?
La intensidad de su mirada me hizo morderme la lengua, pero mi
impulsividad ganó y terminé diciendo lo que pensaba de todas maneras.
—Entonces, ¿por qué no lo solucionas y me llevas a una cita, Amon
Leone?
CAPÍTULO VEINTICINCO
AMON
M iarrepentimiento.
madre me enseñó que estaba mal alimentar el odio y el
Hacía que tus decisiones fueran cuestionables y no te
diferenciaba de tu enemigo. Cambiaba tu esencia por completo y destruía tu
alma.
Por fin lo había entendido al notar las mejillas sonrojadas de Reina, sus
ojos brillantes como estrellas, su cabello dorado que me recordaba los
campos de trigo y su esencia a canela que se impregnaba en mí como un
dulce veneno. Tenía claro que al destruir a su padre acabaría también con su
inocencia. Mi pecho se apretó y cada respiración que tomaba quemaba mis
pulmones con solo imaginar cómo esos corazones en sus ojos acabarían
rotos.
El odio me quemaba, como si hubiera inhalado humo, y después hubiera
recibido un puñetazo en la garganta. El veneno de ese odio nos había
comido a Dante y a mí por dentro y por fuera, así llegamos a idear ese plan.
Sin embargo, por primera vez en mi vida adulta, cuestioné mi plan y sus
fallos, aunque también me hizo odiar aún más a Romero. Odiaba a ese
bastardo por arruinar la vida de mamá. Por sacarla de la única vida que
conocía y luego lanzarla a los brazos de mi padre. Lo odiaba por romperla
tan profundamente que se conformó con un hombre como Leone que la
trataba como basura.
Mi ánimo se ensombreció y los ojos azules brillaron con sorpresa.
—¡Dios mío!, no creí que pedirte que me llevaras a una cita te iba a
molestar tanto —murmuró, dando un paso atrás. Antes de darme cuenta de
lo que hacía, mi mano rodeó su pequeña cintura y la acerqué a mi pecho.
Soltó un suave quejido y me lo tragué con un beso. Se relajó de
inmediato, sus labios se amoldaron a los míos. Era tan receptiva a mí que
no sabía cómo iba a sobrevivir hasta su cumpleaños dieciocho sin
enterrarme hasta el fondo en ella.
Mi hermano se moriría de la risa si se enterara de que tenía que
esperarla para follarla. Bueno, que se jodiera. Me iba a tomar mi tiempo
para disfrutar cada momento con ella hasta el final, pero no antes de que
cumpliera la mayoría de edad.
—Te llevaré a una cita —afirmé contra su boca.
—¿En serio? —Sus labios rosados se curvaron en una sonrisa brillante,
de esas que fácilmente robaría el corazón de un hombre, me preguntaba si
estaba intentando robar el mío—. ¿Quieres salir conmigo?
—Me pediste que esperara por ti —me recordó.
—Temía que cambiaras de opinión. —Lo pensé, porque sabía muy en el
fondo que ella era inocente y era incorrecto que pagara por los errores de
los demás. Incluso sus gemidos estaban llenos de inocencia.
Pero me volví codicioso cuando vi cómo se le nublaron los ojos cuando
se corrió y como su expresión brilló con la energía postorgásmica. No
permitiría que nadie más la viera así.
Al menos, no hasta que me saciara de ello. Y de ella.
—Esperaré por ti, Reina Romero. —Incluso si al final deseaba que no lo
hubiera hecho—. Pero debes prometerme una cosa. —Pasé mi pulgar por
sus labios entreabiertos y carnosos y sacó su lengua, lamiendo la yema de
mi dedo. Aquello envió una ola de calor a mi entrepierna mientras las
imágenes de ella arrodillada ante mí se reproducían en mi mente—. No te
enamores de mí.
Me regaló una de esas sonrisas cegadoras y resplandecientes.
—No puedes mandar en mi corazón, Amon Leone. —Se alzó en sus
pies y rozó sus labios con los míos—. Aun así, no te preocupes, mi príncipe
amargado. No te pediré nada a cambio.
Debí haber sabido, en ese instante, que le pertenecía. Era suyo desde ese
primer abrazo.
Me recliné en el asiento trasero del vehículo, Dante me estudiaba mientras
nuestro chofer conducía por la autopista hasta la casa de padre, en Trieste.
Su olor había quedado impregnado en mí, cada parte de mí, y cada vez que
respiraba, la recordaba. No ayudaba a calmar mi polla dura. Dante me
estaba haciendo un agujero en el costado de la cabeza desde que nos
habíamos despedido de las chicas en Piazza San Marco, mientras se reían y
calificaban a cada hombre que pasaba. Y así decían que los hombres eran
unos idiotas insensibles.
Cuando Reina le dio un cinco a un estúpido rubio, me tuve que ir antes
de perseguirlo y convertirlo en un cero después de azotar su cabeza contra
las rocas de más de cientos de años. Ese era el nivel de desequilibrio que
provocaba Reina en mí. Con ella hice la cosa más “apta para todo público”
desde que estaba en secundaria y a pesar de ello me había dejado más duro
de lo que alguna vez lo había estado.
Las siguientes semanas, antes de su cumpleaños dieciocho, iban a ser un
infierno, pero iba a intentar que fueran memorables para ella. Así, cuando
todo esto se fuera a la mierda, ella me recordaría para siempre.
Añorándome. Tuve un muy mal presentimiento de que cuando todo eso
terminara, iba a necesitarla más de lo que ella me necesitaría a mí.
—¿Te fue bien con Reina? —Tócame. Joder, me rogó con tanta dulzura.
Estuve a punto de mandar todos mis principios y venganza a la mierda y
solo cogérmela salvajemente. A plena luz del día, en medio de Venecia.
Jesucristo—. ¿Amon?
No le quería contar nada a Dante. Reina era mía. No quería que tuviera
alguna idea de cómo sonaban sus gemidos. No quería que supiera cómo me
enterró sus uñas, desesperada de correrse, como si fuera el único que se lo
pudiera dar.
Apreté los dientes, quitando esa imagen de mi mente.
—Bien.
—¿Qué significa eso? —cuestionó, agitado—. ¿Te dijo algo sobre su
padre o estaba demasiado desesperada por tu verga que los distrajo a
ambos?
Amaba a mi hermano, mas ese día podría hasta golpearlo. Así se
quedaría callado por un rato.
—No nos distrajimos. —Mentira. Ni siquiera alcancé a decirle la razón
por la que la llevé conmigo. Planeaba preguntarle si sabía dónde estaba la
caja fuerte de su padre. Algo me decía que me lo contaría. Mi chica canela
era muy confiada, tanto, que incluso me ponía los nervios de punta en
advertencia.
—¿Seguro? —Me miró con sospecha.
—Sí —respondí entre dientes.
—¿Te la follaste? —Vi todo rojo. Escuchar cómo mi hermano insinuaba
algo tan íntimo de Reina me hervía la sangre.
—¡No! —bramé—. Pero si me lo vuelves a preguntar, te reventaré esa
cara bonita.
—Supongo que no te desea —se mofó, poniendo los ojos en blanco.
—Al parecer no. —Era mejor que creyera eso. Me ahorraría una larga
conversación.
—Pues, tienes la autoridad de mandar en casi todo, pero no puedes
dictaminar a una mujer que quiera un pene, incluso si es el tuyo. —Parecía
que no quería dejar el tema. A veces me preguntaba si Dante vivía para
torturarme. Bajé la ventana, intentando que se fuera el aroma a canela. Me
era difícil pensar oliéndola todo el tiempo. Sirenas sonando, vehículos
tocando el claxon y muchas palabrotas en italiano se filtraron por la ventana
—. Podríamos cambiar y yo me quedo con Reina.
—No —lo corté, en un tono afilado, casi gruñéndole y la comisura de su
labio se levantó, dándome cuenta de que lo había hecho a propósito. Me
conocía lo suficientemente bien como para notar que lentamente, pero de
manera segura, Reina se estaba metiendo bajo mi piel. Así que preferí
cambiar de tema—. ¿Cómo te fue con Phoenix?
Su expresión se ensombreció.
—Me debió haber tocado Reina. Menos dolores de cabeza. Ni siquiera
le puedo hablar, ya me aburrió hablarle con la app de notas.
—¡Aprende lengua de señas! —espeté—. Yo lo estoy haciendo.
—Más razones para que tú te encargues de Phoenix.
No me engañaba. Lo conocía. No había pasado por alto la tensión que
se estaba cocinando a fuego lento entre ellos. Lo noté en el club y cada vez
que esos dos cruzaban miradas.
—Encárgate de Phoenix y mantente alejado de Reina, maldita sea. —
Mis ojos se estrecharon hacia él mientras mi temperamento amenazaba con
explotar—. Ahora, respóndeme. ¿Te enteraste de algo por Phoenix?
—No —replicó, apretando los dientes—. No quiere hablarme.
—Vaya, vaya, vaya. Parece que no la pudiste penetizar, hermano.
Tienes que mejorar tus habilidades.
Quizás ese era el destino final de los hermanos Leone. Terminar de
rodillas ante las hermanas Romero.
CAPÍTULO VEINTISÉIS
REINA
P asó un día desde mi primer beso. Dos días desde que habíamos llegado a
Venecia. Doce años desde que había entrado a la habitación de Mamma.
Todas seguían durmiendo cuando abrí la puerta hacia el pasado y me
adentré en una habitación cubierta de sábanas blancas y secretos. Podía ser
que incluso pesadillas.
Mis ojos estudiaron el espacio, intentando evocar algo que pudiera
reemplazar el recuerdo de su muerte. ¿Fue alguna vez feliz? ¿Sonrió? No lo
recordaba. Lo único que sabía con certeza era que le puso fin a todo en ese
lugar.
Caminé en el baño y atrapé mi reflejo en el espejo, veía cómo los
fantasmas acechaban mi mirada. Era el mismo baño donde se había quitado
la vida. El mismo baño que cambió nuestra vida para siempre.
El estómago se me revolvió y un cosquilleo frío recorrió mi piel. Mi
corazón retumbaba, haciendo que un dolor afilado se desencadenara con
cada latido. El recuerdo me golpeó como si una ola me hubiera azotado.
Fruncí el ceño al escuchar los gritos. Papà y Mamma. Nunca los había
escuchado gritarse antes. Estudiando mi alrededor, vi que mi hermana
dormía profundamente. Sin querer despertarla, me deslicé de la cama, y
con cuidado de no hacer tanto ruido. Los otros sentidos de Phoenix estaban
más desarrollados que los míos. Mamma dijo que compensaba por su
pérdida de audición.
Mi corazón estaba acelerado, bajé las escaleras en puntillas y seguí las
voces hasta la biblioteca de Papà. La casa estaba a oscuras. Fría, incluso
en verano. Cada rincón que miraba era frío y antiguo. Nuestra familia no
pertenecía a esa casa.
Con cada paso que daba, más fuertes eran los gritos. Papà sonaba
enojado. Mamma lloraba con fuerza.
¡Crash!
Mi corazón saltó y retrocedí inconscientemente. Presione mi espalda
contra la pared y mi mano contra el pecho, esperando que los latidos
dejaran de lastimarme.
—¡Por qué no me dijiste, Grace! —gritó—. ¿Cómo pudiste
ocultármelo?
Tragué el nudo de mi garganta. Pude sentir cómo un sollozo quería
escaparse de mí, pero no quería llorar. A Papà no le gustaban las lágrimas,
aunque Mamma estaba llorando en ese momento.
—Y decirte ¿qué? —lloró—. ¡¿Que no es tuya?! —Sus palabras no
tenían sentido—. No es su culpa, Tomaso. No puedes tomártela contra ella
o contra mí. No con tu historia. Al menos tú pudiste controlar tu historia.
¡Yo no pude controlar la mía!
—¡Quiero el nombre! —bramó, fue tan fuerte que sacudió la casa. Fue
un grito inmenso. El piso vibró—. Pudiste contármelo. Hubiera… Nosotros
pudimos haber…
—¿Qué? —exclamó—. ¿Hubiéramos hecho qué, Tomaso?
No pude entender sus palabras, pero algo iba mal.
—Nos hubiéramos deshecho de ella —espetó—. Es de alguien más. No
es mía.
—¡Pero sí mía! —vociferó—. Nuestra, hasta ahora. ¿Cómo puedes
despreciarla? La tomaste en brazos el día que nació.
—Ella es… —No terminó. Mi corazoncito retumbó en mi pecho—. ¿Por
qué te quedaste con ella?
—Sabes lo difícil que es para mí embarazarme. —Lloró. Su voz salió
dura—. ¿De verdad me habrías quitado la oportunidad de tener un bebé?
Otro golpe y sonó como vidrios quebrados.
La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y los ojos de Mamma
cayeron en mí, oculta en un rincón. Una brisa salió de la biblioteca y llegó
a mis mejillas. No me había dado cuenta de que estaba llorando.
Resoplé por la nariz, con las lágrimas cayendo por mi cara. El rostro
de mi Mamma estaba húmedo y sus ojos estaban rojos. Cerró la puerta tras
ella, y se acercó.
—¿Qué pasa, mi pequeña Reina?
—¿Papà está enojado contigo? —susurré.
Sacudió la cabeza, pero en el fondo sabía que era mentira.
—No. Solo está estresado por el trabajo.
Mis lagrimas se calmaron y musité:
—¿Ya no nos ama?
Me rodeó con los brazos, y me estrujó entre ellos. Sus abrazos siempre
mejoraban todo.
—Por supuesto que todavía nos ama.
Me llevó de nuevo escaleras arriba y me arropó en la cama. Sus dedos
peinaron mi cabello con gentileza mientras mi cabeza reposaba en la
almohada.
—Es difícil ser mujer —susurró con suavidad—. Debemos ayudar a
nuestras madres. Debemos perdonar a nuestros padres. Debemos sanar a
otros mientras lidiamos con nuestros propios traumas. Una y otra vez. —
Presionó sus labios, húmedos y tibios, en mi frente—. Y durante todo ese
tiempo intentamos curarnos a nosotras mismas.
Mi respiración se calmó. Estaba cansada. Sus palabras eran confusas.
—Te amo a ti y a Papà —murmuré, sintiendo los ojos pesados.
La última imagen antes de cerrar los ojos era el rostro de Mamma y sus
lágrimas que nunca terminaban de caer.
O
bservé hacia arriba desde el piso donde estaba estirando las piernas y
me encontré con la mirada de mi hermana. Estaba calentando antes
de mi práctica de yoga. Esa presión ya familiar en el pecho y el temor
que avanzaba por mi espalda eran las primeras señales de un inminente
ataque de pánico.
Así que, naturalmente, intenté adelantarme. No tenía tiempo que perder
cuando se trataba de ataques de pánico, por ese motivo me puse manos a la
obra para mantener esa mierda bajo control.
—Las chicas están en la piscina. Pensé en hacerte compañía. ¿Estás
bien? —inquirió.
Sus mejillas estaban sonrojadas mientras se sentaba y estiraba sus
piernas. Dejé que mis ojos viajaran por su vestuario: unos pantalones de
yoga y una camiseta suelta. Su cabello marrón oscuro estaba en una cola
alta. Al igual que yo, tenía rizos. Cuando crecíamos, las personas siempre
pensaban que éramos gemelas con distinto color de cabello. Tener veinte
meses de diferencia y el mismo tono de piel, estructura facial y los ojos
azules los confundía, supongo. Aunque los suyos eran de un azul más
oscuro. Éramos similares en muchas cosas, desde nuestra contextura y
altura hasta nuestra personalidad. La gente pensaba que era más
extrovertida que ella, pero era al revés. Ella era la razón de que tuviera una
vida social y amigas. Las personas se quedaba con esa idea dada su sordera.
Alcé una ceja.
—¿Por qué?
—Estás haciendo yoga y estirando. Solo lo haces cuando estás tratando
de calmar tu ansiedad.
Me conocía demasiado bien.
—Solo pensaba. Nada más.
—¿Sobre qué?
Me encogí de hombros.
—Papà. Mamma.
Me miró inquisitivamente.
—¿Estás segura de que no es sobre Amon Leone?
Sacudí la cabeza.
—Sí, segura. —Aunque me había estado preguntando sobre qué tenían
que hablar Dante y Amon con Papà. Sabía que no le iban a contar lo de la
semana anterior o… fueron dos semanas atrás en el club. Ya lo hubieran
hecho si ese era el caso.
—No dejes que los recuerdos te consuman —advirtió Phoenix—.
Déjalos en el pasado.
No había sido difícil para mi familia conectar mis ataques de ansiedad y
pánico a la muerte de Mamma. Tan solo lo atribuyeron a la pérdida de mi
madre a tan corta edad. Lo que no sabían era que me perseguían esas
últimas palabras que me había dicho cuando yacía en la bañera llena de
sangre. Dejaron una cicatriz invisible que se negaba a sanar.
—¿Acaso no te molesta que Papà esté involucrado en el crimen
organizado? —inquirí.
Se encogió de hombros.
—Puede que un poco, pero la abuela se ha hecho cargo de alejarnos de
ese mundo. Pudo haber sido peor.
Podía haber predicho la respuesta de mi hermana. Otra característica
que tenía en abundancia Phoenix era su mentalidad positiva. En general, yo
tenía una visión del mundo desde un lente rosa, pero ella iba más allá. Podía
ver el bien, incluso, en las situaciones más aterradoras.
—¿Estás preocupada por Papà? —Su mirada inquisitiva me taladró.
Era irónico. Se preocupaba por mí y yo lo hacía por ella. Mataría por ella y
sabía que ella mataría por mí. Era casi como si ambas hubiéramos tenido la
misma conversación con Mamma.
Mi corazón se apretó al pensar aquello, esperaba que no le hubiera dado
esa carga a Phoenix. No tenía por qué lidiar con ella, aunque ninguna de
nosotras debía de hacerlo.
—Un poquito —admití. Era el último padre que nos quedaba, incluso si
había estado ausente la mayoría del tiempo por más de una década—.
¿Crees que ha estado comportándose diferente últimamente?
—Quizás. —Levantó la barbilla, pensativa—. Nos ama. Pero no sé si
sabe bien cómo demostrarlo. —Asentí de acuerdo—. Además, está esa
promesa con la que la abuela lo maneja.
—¿Sabes de qué se trata? —Había estado curiosa desde hacía años,
pero hacer hablar a la abuela era como intentar hablar con una pared.
Mi hermana se rio.
—¿No preguntas en serio, verdad? La abuela preferiría dispararse en
su propio cráneo que contarme.
Levanté las cejas en sorpresa.
—¿En serio le preguntaste?
Puso los ojos en blanco.
—Sí. Me dijo que me preocupara por mis asuntos. Incluso amenacé con
contarle al mundo lo de Papà y el bajo mundo. No resultó.
Abrí los ojos de par en par. Sabía que Phoenix era de armas tomar, pero
no esperaba aquello.
Gran parte de nuestra niñez, veía las noticias, aguantando la respiración
en caso de que saliera mencionada nuestra familia. Nunca pasó, pero aún
seguía preocupándome, en el fondo de mi mente. No quería verlo tras las
rejas, incluso si casi ni lo veíamos o no era una parte activa de nuestras
vidas.
En ese tiempo y a nuestra edad, las personas tendían a romantizar la
mafia, pero no era así como la presentaban las noticias, tampoco era así en
la vida real. Tras el primero y último arranque de furia de papá cuando nos
levantó la mano, revisé los videos de las cámaras de seguridad de la abuela
y vi lo que había sucedido ese día.
Mi corazón todavía se agitaba al recordar el video. La forma en que un
desconocido, que había irrumpido en la casa de la abuela, atacó a Amon. Le
pudieron haber disparado. A Papà le llegó una bala. Me hubiera encantado
descubrir alguna manera de escuchar lo que hablaron entre ellos después del
ataque, pero la grabación no tenía audio.
Definitivamente, no había nada romántico en el bajo mundo. Las
personas salían heridas, los negocios ardían hasta las cenizas. Vidas se
veían afectadas de verdad. Quizás no me hubiera importado tanto si no le
hubiera costado la vida a Mamma o si la relación con nuestro padre fuera
sólida. Era una vida difícil.
Además, estaba segura de que la relación de Papà con el bajo mundo
fue lo que llevó a Mamma a suicidarse. Experimentó algún trauma y todavía
no me atrevía a pensar en lo profundo que debió haber sido. La abuela y mi
madre eran de un mundo distinto, uno lleno de luces, cámara y acción. No
había oscuridad, sangre y amenazas.
Nos costó a Phoenix y a mí nuestra madre. Casi le cuesta la vida al niño
con ojos de galaxias. Fue en ese momento que me di cuenta de lo devastada
que quedaría si perdía a Amon, incluso si no era mío.
Una suave palma acunó mi mejilla, deteniendo mis movimientos.
Phoenix habló en señas.
—Reina, deja de preocuparte.
—No estoy preocupada —aclaré—. Estoy estirando y olvidando.
Mientras Phoenix hacía la pose de Baddha Konasana, yo cambié a la de
Bakasana. Era mejor que continuar con esa conversación. Sin embargo, a
menos que me quedara con los ojos cerrados, no podría evitar la mirada de
mi hermana.
—No estás olvidándolo. —Su ceño fruncido me dijo que no se había
tragado ni mierda lo que le había dicho—. Tampoco creas que estoy feliz
con esos corazones que tienes en los ojos por Amon Leone.
Puse los ojos en blanco.
—Como sea —dije entre dientes. No me lograba relajar. Para ser
honesta, me sentía más estresada que cuando no hacía yoga. Y eso ya era
mucho.
—No me ignores, Reina Romero. —Me reprendió—. Soy tu hermana.
No Papà, No la abuela. No tienes que ocultarlo de mí.
Solté un suspiro con fuerza, dándome por vencida con la idea de
relajarme y el yoga. Me senté, y me apreté la punta de la nariz antes de
responder.
—Encontré a Papà y a la abuela susurrando en la cocina más temprano
—confesé—. Parecía importante.
Puso los ojos en blanco.
—Pues, el bajo mundo es importante, me imagino.
—Él nunca hablaría de sus actividades criminales con la abuela —
señalé.
—Tienes razón. —Estuvo de acuerdo—. ¿Entonces de qué? A lo mejor
hablaban de los preparativos para tu cumpleaños.
Me dio escalofríos.
—Eso… no me gusta. —Me levanté y sacudí las manos y las piernas
para relajar los músculos—. Si te preguntan algo, diles que estaré ocupada.
Con las clases y todo lo demás. ¿De verdad, no te molesta? —pregunté por
milésima vez—. Qué Papà sea un mafioso.
—No es un hombre malo. —Replicó, luego hizo una mueca—. Bueno,
no es un hombre terrible.
Suspiré, mi estomagó se revolvió al pensarlo.
—Como que a veces quiero saberlo todo, pero después lo pienso y no
quiero saber nada —declaré—. Googlear “organizaciones criminales”
tampoco ayudó mucho. Me sentí como una farsante inexperta o algo así.
Phoenix resopló y enganchó su brazo al mío mientras íbamos a la
piscina, para mi desgracia. No quería volver a encontrarme con la estúpida
serpiente.
—¿Tienes alguna teoría sobre lo que hablaban?
—No, pero le preguntaré a Maria —conté—. Ella estuvo allí durante
toda la conversación.
Se rio, abriendo la puerta que daba hacia la terraza.
—Buena suerte con eso. —Me tiró hacia afuera y cambió de tema—.
¿Qué pasó al final con esa línea de moda que se contactó contigo por tus
diseños?
—No he tenido tiempo para revisar el contrato —suspiré. Era la verdad.
Apenas tenía tiempo para mí misma últimamente. Tampoco era como si
antes hubiera tenido mucho, no obstante, con las clases extras, más hacer
dos carreras, con suerte podía respirar—. Además, hasta que no cumpla los
dieciocho, legalmente no puedo firmar nada, así que lo estoy aplazando.
—¿Y si le pedimos a Papà que aumente la mesada o a la abuela?
—No. —Mi voz salió determinada—. Tenemos suficiente. El
departamento está pagado hasta final de año.
—¿De qué están hablando, con caras tan serias? —cuestionó Isla,
mientras Raven y Athena nos miraban con curiosidad.
—De nada —respondí.
—De nuestra mesada. —Explicó en señas.
Le disparé una mirada, pero solo se encogió de hombros.
Isla frunció el ceño.
—¿Necesitan dinero, chicas?
Mi hermana y yo negamos con la cabeza. Recibíamos una mesada
cuantiosa de nuestro padre, aunque debía ser sincera y decir que gastaba
demasiado en ropa, zapatos y terapia. Phoenix gastaba mucho en sus
lecciones de música, el arriendo del piano y del espacio que ocupa, libros de
música y productos de belleza. Debía parar de comprar telas y ropa. Mi
hermana iba a tener que dejar de gastar mucho más.
—Las puedo ayudar. —Ofreció Isla.
—Gracias, pero no —me negué. No teníamos que preocuparnos de
pasar hambre, dado que teníamos el fondo fiduciario que nos dejó Mamma.
Papà y la abuela estaban llenos de dinero, pero querían enseñarnos a ser
responsables con el mismo.
—Una de nosotras debería sacrificarse y acostarse con el hermano de
Isla —se mofó Raven.
—A mí no me mires —gruñó Isla—. Es mi hermano. Qué asco.
Todas nos reímos. Athena y Raven me miraron fijamente y levanté las
manos.
—No me miren a mí. Es demasiado mayor y no es mi tipo.
—Amon Leone es su tipo. —Phoenix se rio entre dientes.
Empujé mi hombro contra el suyo.
—Para.
Sonrió.
—Jamás. Amon y Reina sentados en un árbol... —Mi hermana se las
arregló para lucir como si estuviera bailando breakdance y rapeando al
mismo tiempo.
—S-E B-E-S-A-N —se burlaron las cuatro.
Las ignoré y me acerqué a la piscina. Observando sobre el hombro,
moví mi mano frenéticamente, llamándolas y como sabía que harían,
vinieron corriendo. Apunté al agua y todas se inclinaron para echar un
vistazo.
Y después me tiré de cañón a la piscina, salpicándolas a todas; pude
escuchar sus gritos incluso debajo del agua.
A lislas
siguiente día, me senté en la biblioteca de mi casa en Jolo, una de las
más al sur de Filipinas. Dado que no habíamos podido avanzar en
nada con la búsqueda de la caja fuerte de Romero, donde sea que la tuviera
escondida, decidí que era tiempo de verlo desde una nueva perspectiva.
Lo que significaba, meternos en la caja fuerte de mi primo en Japón.
Me encontraba a unos miles de kilómetros lejos, apreciando el mar azul
cristalino bajo el sol. Había comprado ese sitio unos tres años atrás con los
primeros millones que gané. ¿Por qué? Porque este lugar era lo más cercano
al paraíso y la casa estaba rodeada de aguas azules, como los ojos de Reina.
Era el único sitio donde no tenía que mirar por sobre el hombro en caso de
que alguien quisiera apuñalarme por la espalda. Era mía y solo mía.
El largo camino sinuoso estaba decorado con las estatuas de los dioses
Shinto, Amaterasu, Susanoo, y Tsukuyomi, además en los costados había
flores de cerezo. Si bien había sido bautizado, mi madre siempre me crio
mayormente bajo el budismo, algo muy común entre los japoneses.
Me recosté en la silla, admirando la vista y sintiéndome más en casa que
en ningún otro lugar del mundo, exceptuando el país de origen de mi madre.
Y, por supuesto, estar al lado de Reina.
Mi hermano entró a mi oficina como si hubiera chupado limón.
—Dime que ya se te pasó el mal humor.
Hizo una mueca.
—La verdad es que está peor. Padre nos quiere ver. Madre también.
Mi pecho se llenó de irritación. No estaba listo para verlos. Estaba
acostumbrado a sentirme así cuando se trataba de mi padre, pero nunca con
mi madre. Sabía de lo que quería hablar, y no estaba de humor para ello.
—Diles que estamos tras una pista.
Dante estrechó su mirada.
—Esto sí que no me lo esperaba.
—¿Qué cosa?
Apartó su atención de mí, sus ojos se posaron en el horizonte que había
estado admirando unos segundos antes.
—Tú evitando a madre. O mintiéndole —señaló relajado—. Yo lo hago
siempre, pero tú no.
—No estoy mintiendo —aclaré, ignorándolo. Era una verdad a medias,
pero no una mentira. Para ser honesto, necesitaba tiempo lejos de Reina o
no podría esperar a su cumpleaños número dieciocho. Me hechizó y estaba
usándolo a su favor.
Con sus suaves gemidos. Sus quejidos. Estaban grabados en mi
memoria y se negaban a dejarme.
—¿Y cuál es esa pista que estamos siguiendo? —preguntó arrastrando
las palabras con una mirada conocedora.
—No hemos tenido éxito encontrando la caja fuerte de Romero —
pronuncié, endureciendo mi mirada, mientras me removía en la silla.
—No has sacado nada de Reina —cuestionó Dante, observándome
fijamente.
Me pasé la mano por el cabello.
—Creo saber por qué no hemos podido encontrar información sobre el
paradero de la caja fuerte. —Dante esperó a que le explicara—. Creo que
está usando la casa de su suegra.
Mi hermano frunció el ceño.
—¿Hablas en serio? —dijo incrédulo Dante—. No tiene sentido.
Le daba la razón, pero fue una estrategia que le sirvió. Nunca se me
hubiera pasado por la cabeza que estaría usando la caja fuerte de Diana. Me
parecía estúpido, pero no estaba del todo seguro de que Romero fuera así de
inteligente. ¡Carajo! Meternos en la caja fuerte de Diana Bergman, o
cualquiera que fuera su apellido esos días, no iba a ser fácil.
—¿Sabemos dónde pasa más tiempo la suegra? —cuestioné.
—Era la casa de Malibu hasta que se fueron a la universidad. Y si lo
recuerdas, ya la había revisado.
Era imposible de olvidar ya que la Yakuza me atacó ese día. El día que
le di a Reina su apodo.
—¿Algún avance con Phoenix? —pregunté.
Soltó un largo suspiro, tirando de su cabello.
—Esa chica es exasperante. No me quiere hablar.
—¿Hablar?
—Hablar con señas, da igual. —Se agarró del cabello—. Aprendí
algunas palabras, pero ¿cómo mierda las voy a usar si me da la espalda?
—Usa tus encantos —aconsejé, en voz lenta—. Nunca han fallado con
otras chicas.
Me sacó el dedo del medio.
—Mejor piensa en otro plan, porque Phoenix y yo somos como el agua
y el aceite.
—¿Desde cuándo te volviste poeta? —remarqué con sequedad—.
Iremos por la caja fuerte de mi abuelo.
Los ojos de Dante brillaron con sorpresa.
—¿Te volviste loco? ¿O quieres que nos maten?
—Itsuki no va a estar allí. Y como su segundo al mando, debo
reemplazarlo. Que mejor momento para averiguar sus secretos.
—Jesucristo, ya lo estoy imaginando —musitó—. Con los pies metidos
en mierda.
Hiroshi hizo su aparición en ese momento, usando su traje tradicional:
Hakama y Kimono. Lucía como un antiguo samurái que había servido al
antiguo imperio japonés.
Mi teléfono vibró y el nombre de Reina apareció. Nunca había abierto
un mensaje de texto tan rápido.
Reina: Nuevo deseo en mi lista. Baila música country conmigo.
S
alí apresurada de clases y caminé por el pasillo hacia la salida. Las
bullies no me habían molestado desde que Amon las había confrontado,
pero ciertas costumbres eran difíciles de dejar. A veces apestaba ser la
más joven de la clase. Dos años de diferencia no eran para tanto, sin
embargo, durante mi experiencia de doce años de escuela, parecía ser una
muy grande.
O me consideraban una geek o un bicho raro. No era ninguna. La verdad
era que me había esforzado demasiado estudiando durante mi etapa de
secundaria para así graduarme al mismo tiempo que mi hermana. No quería
que estuviéramos separadas por dos años. Lo hice tanto para mi beneficio
como para el suyo. Funcionábamos mejor cuando estábamos juntas.
Mi mirada se posó en la calle y mi corazón terminó a mis pies cuando vi
que no había rastro de esa motocicleta deportiva. Habían pasado cuatro días
desde que vi a Amon. Tenía unos negocios fuera de la ciudad de los que
debía ocuparse, y tal como mi padre, era reservado acerca de aquello.
Considerando que la familia Leone era parte de la Omertà, no me
sorprendía, pero cuatro días eran una eternidad para una chica enamorada.
Bajé las escaleras y crucé la calle cuando oí mi nombre.
Lancé un vistazo sobre mi hombro, y divisé un Audi plateado. Mi
corazón se detuvo y así lo hicieron mis pies cuando noté la figura alta que
se apoyaba contra el mismo, con las manos en los bolsillos. Su cabello
negro, tenía reflejos azules bajo el sol.
No pensé, tan solo reaccioné.
Mi bolso se deslizó de mi hombro y cayó al pavimento. Sentí el corazón
en la garganta y una sonrisa brilló en mi rostro. Mis pies ya estaban
corriendo antes de que mi cerebro se diera cuenta.
Sacó las manos de sus bolsillos y salté a sus brazos, enredando mis
piernas en su cintura y froté mi nariz contra su cuello.
—Regresaste. —Sonreí, presionando más mi cara en su cuello para
olerlo y llenarlo de besos.
Se rio entre dientes, un sonido rasposo.
—¿Feliz de verme, Chica Canela?
Dios, olía tan bien. Y se sentía tan bien.
—Lo estoy —suspiré—. Te extrañé.
Deslizó su mano entre mi cabello y tiró hacia atrás como si necesitara
ver la verdad en mis ojos.
—¿Me extrañaste? —preguntó, sus ojos quemando los míos. Asentí—.
Hablamos por mensajes de texto todos los días —señaló, el tono de su voz
era ligeramente rasposo.
—No es lo mismo —aclaré, lentamente, preocupada de que quizás
estaba exponiéndome demasiado, dando demasiado. Sin embargo, no sabía
cómo ser diferente. Quería mostrarle y darle todo.
Me deslicé por su cuerpo para quedarme de pie sobre terreno sólido,
pero cuando quise dar un paso atrás, su agarre se afianzó. Una de sus manos
se posó en mi garganta y la sujetó, levantando mi cabeza para ver mis ojos.
Luz y oscuridad. Azul y negro. Suave y duro.
—También te extrañé —confesó con suavidad y su boca encontró la mía
para un beso que fácilmente podría romper mi corazón. No fue rudo,
tampoco desesperado. Sus labios se amoldaron a los míos profundamente y
con delicadeza, casi como si me estuviera venerando.
Gimió con satisfacción, su lengua bailando con la mía.
Me alejé, sin respiración, para decir:
—No puedo esperar a que llegue mi cumpleaños número dieciocho.
Levantó una ceja y se rio entre dientes.
—Sí podemos y lo haremos. —Gruñí algo ininteligible y bajó su
cabeza, tocando la punta de su nariz contra la mía—. Somos jóvenes. No
tenemos que apresurarnos.
Solté un resoplido exasperado.
—Solo un no virgen diría eso. —Cuando se congeló, sentí cómo el calor
subía por mi cuello hasta mis mejillas.
El agarre en mi nuca se apretó.
—Virgen —repitió, lentamente.
Puse los ojos en blanco.
—Ya lo sabías. —Tenía que saberlo. Supuse que esa era la razón por la
que quería esperar hasta que fuera mayor de edad—. ¿No lo sabías? —
susurré con duda.
—Mierda, Reina. —Juntó su frente con la mía—. Cómo es que… —
Tomó una gran respiración y exhaló con suavidad—. No esperaba que una
chica de casi dieciocho años siguiera virgen en estos tiempos.
—¿Es eso malo? —suspiré.
—No, mi chica canela —murmuró, sus labios rozaron los míos—. Tan
solo fue inesperado. —Luché contra mi sonrisa, y la amenaza de derretirme
allí mismo en la acera de una calurosa París.
Presioné mi rostro contra su pecho, bañándome en su olor.
—Sé que dijiste que no… —Alcé mi cabeza y me encontré con su
mirada—. Pero me estoy enamorando de ti. Y ya no puedo reprimirlo.
Hizo un sonido de satisfacción y en su rostro se dibujó una gran sonrisa
cegadora. Se inclinó hacia abajo y olió mi cuello, e inmediatamente me vi
envuelta por una ola de ternura, calentándome de adentro hacia afuera. Pasó
su boca por la línea de mi mandíbula antes de besarme con suavidad.
—Eres mía ahora, Chica Canela. Para siempre. —Quería decir que lo
era desde que tenía seis años, pero antes de hacerlo, me preguntó—: ¿Ya no
tienes más clases en la semana?
—No.
—Bien, porque hay cosas que debemos tachar de tu lista. —Presionó un
beso en mis labios—. Pasarás el resto del día conmigo.
Mi corazón latió con tanta fuerza que parecía un tambor, mientras veía
cómo recogía mi bolso. Con los dedos entrelazados, nos subimos a su auto,
y en ese instante supe que iría a cualquier lugar con este hombre, por
siempre.
CAPÍTULO TREITA Y TRES
AMON
S
olté un gritito cuando el parachoques de otro auto golpeó la parte
trasera del auto de carrera y vi con horror cómo volaba por los aires.
Giró una, dos, tres veces.
Mi estómago se revolvió. Gritos y murmullos aterrorizados. Hubo una
explosión que bloqueó la vista de la audiencia. Todos estiraron el cuello con
fascinación mórbida hacia las pantallas que proyectaban la carrera en vivo.
Mi corazón ya no latía, incapaz de hacer algo para salvarlo. Mi Amon. Mi
príncipe amargado.
—No hay manera de que alguien sobreviva a eso. —Escuché que decía
uno de los espectadores.
Sin pensar, por segunda vez en ese día, corrí. Salí disparada del área
VIP, pasando de las personas y las miradas curiosas. Un pie delante del
otro, seguí moviéndome. Mirando alrededor salvajemente, vi una salida de
emergencia y me dirigí a ella. Tony me agarró del codo, diciéndome algo,
mas no le podía entender ni una maldita palabra.
Me zafé de su agarre y lo golpeé con el codo, y mientras se doblaba de
dolor, crucé por las puertas, buscando a Amon. El terror, con una mano
invisible, me estranguló del cuello, reproduciendo imágenes horrorosas una
y otra vez. La manera en que el vehículo giraba en el aire. Cómo chocó
contra la valla de seguridad. Fuego. Todos envueltos en pánico mientras se
acercaban a él. No hay manera de que alguien sobreviva a eso.
De verdad, no tenía ninguna seguridad de si iba por el camino correcto,
pero seguí mis instintos hasta la zona donde esperaba encontrar la entrada
hacia la pista.
Encontré a una mujer parada junto a la entrada.
—¿Por dónde llevarán al conductor herido? —Mi tono era desesperado.
Mis manos temblaban. Lucía sorprendida, ya fuera por mi aparición
repentina o mi tono, pero no me respondió—. ¡Por favor! —rogué.
Me tomó un momento darme cuenta de que le estaba hablando en
inglés. Repetí la pregunta en francés, tartamudeaba con cada palabra.
—Hay una entrada anexa. —Señaló hacia la izquierda—. Por ese lado.
Ve derecho por el pasillo y luego gira hacia la salida.
—Gracias —dije con vehemencia antes de salir a toda velocidad
siguiendo sus instrucciones.
Más adelante, una ambulancia apareció de la nada. El dolor que sentía
por mis músculos que ardían y los sonidos de pisadas a mi espalda se
desvanecieron al verlo a él. Un pequeño grupo de personas se había
acumulado cerca de allí, observándome con curiosidad mientras los
apartaba de mi camino y me lanzaba a sus brazos.
Por segunda vez.
—Dios mío, Amon. —Mis manos lo tocaron por sobre su ajustado traje
de protección, revisando cada parte de su cuerpo para asegurarme de que no
se estaba muriendo—. Demonios, pensé…
Me silenció con un beso mientras las lágrimas caían por mis mejillas.
—Shhh. Estoy bien —murmuró contra mis labios, y ese puño de hielo
que apretaba mi corazón se aflojó. Me acunó el rostro, envolviéndome con
esos ojos que contenían el universo completo—. No llores, Chica Canela.
—Debes ir al hospital.
Negó con la cabeza.
—No estoy herido.
Pasé mis manos por su cabello.
—¿Y qué hay de alguna contusión?
Inclinó mi cabeza hacia atrás para verme a los ojos.
—Chica Canela, ni una contusión ni nada se interpondrá en los planes
que tenía para ti por el resto del día. Las colisiones no son lo ideal, pero
suceden. Nuestros coches están equipados para superar ese tipo de
situaciones. Debí haberte explicado mejor antes de dejarte sola.
Me besó apasionadamente, dejándome sin aliento. Estaba envuelta en
llamas de amor y preocupación. Me alejé, con la respiración irregular.
—Pero…
Me silenció de nuevo, haciendo un camino de besos por mi mandíbula,
hasta mi cuello.
—No hay peros. Si quieres asegurarte de que estoy bien, sigue
besándome.
A pesar de casi haber tenido un infarto, luché contra las ganas de
sonreír.
—No sé si es tan fácil.
Me mordió el labio inferior.
—Bien, entonces yo te besaré.
Me reí, pero luego me puse seria.
—Aquello fue… —Mi agarre en su cabello aumentó y mi pecho se
apretó de dolor. Apoyó su frente contra la mía—. No lo vuelvas a hacer. Mi
corazón no es tan fuerte. —Su mirada se llenó de conflicto, como si no
pudiera o no quisiera hacer esa promesa. Pero ni el fuego y la confusión en
sus ojos me detuvieron de exponer mis sentimientos—. Llenaste un agujero
en mi alma que no sabía que estaba vacío. Siempre había creído en el amor,
pero ahora sé que lo había estado guardando para ti. No te atrevas a morirte
frente a mis ojos.
Sus iris se derritieron y se convirtieron en líquido oscuro, repleto de
estrellas que brillaban solo para mí, y mi corazón flotó en mi pecho.
—Tú, mi chica canela… —Su voz se volvió más baja, suave—. Tú
puedes ser mi salvación.
Abrí la boca de nuevo, pero me besó, para callarme, si es que hubiera
tenido que adivinar. Suspiré todas mis preocupaciones en su boca,
sintiéndome más feliz que nunca.
C
uando la última linterna desapareció de nuestra vista, nos dirigimos al
coche.
Estuvo a punto de abrir la puerta ella misma, pero me interpuse:
—Yo le abro la puerta a mi novia.
No tenía ni idea de dónde salieron esas palabras. A lo mejor era la
personalidad dulce de Reina y mi impulsividad los que sacaban ese lado de
mí. Aún no estaba seguro de si era bueno o malo, pero sí sabía que me
gustaba.
Ella me gustaba. Mucho.
—Discúlpeme, señor Leone. —Agitó sus pestañas y juré que vi
corazones reales brillando en sus oceánicos azules. Una sonrisa tiró de sus
labios carnosos. Joder, era tan hermosa cuando sonreía. Resplandecía como
un rayo de sol—. Debí haber sabido que eras un caballero y romántico de
corazón.
Me esperó pacientemente, golpeando su pie contra el piso,
juguetonamente. Le abrí la puerta del copiloto y se acomodó en el asiento,
dándome una vista de sus muslos desnudos, aunque luego vi cómo sus ojos
brillaban con malicia. Mi chica sexy y coqueta estaba poniendo todo de sí
para seducirme.
Cerré la puerta y rodeé el auto hasta llegar al asiento del conductor.
Dejamos el estacionamiento, poniendo en marcha el motor y conduciendo
tranquilamente por la calle. La autopista era el camino más rápido para
llegar a su casa, mas opté por irme por caminos alternativos.
Tendría más tiempo con ella. Mierda, si Dante me hubiera visto, se
burlaría de mí por el resto de mi vida.
—Me encantaron las linternas flotantes, Amon. Fue hermoso. —Su
mirada quemó la mía. Todo sobre ella dejaba una marca en fuego con la
palabra “mía” en cada célula de mi cuerpo. No sabía qué hacer con lo que
estaba sintiendo, no estaba acostumbrado a que nadie tuviera el impacto que
tenía ella—. Gracias.
—De nada. —Regresé la mirada al camino.
Era delicada y fuerte, callada e impulsiva, tenía una combinación
inusual. El solo pensar que perdiera aquello me hacía un nudo en la
garganta, sabía muy en el fondo que preferiría castrarme que herirla.
Fue en ese instante cuando me prometí que haría todo en mi poder para
protegerla. De la venganza que nos reunió. De mi mamma, De todos,
incluso su padre. Imaginar que me llegara a odiar hacía un agujero en mi
pecho. Sabía que no sería capaz de soportarlo.
—Se dice que las linternas se llevan tus problemas, y traen buena suerte
y prosperidad a quienes las sueltan, ¿lo sabías?
Podía sentir cómo sonreía mientras hablaba.
—No, pero me agrada. Que se lleve todos los problemas y solo nos deje
con lo bueno.
Le lancé una mirada curiosa.
—¿Tienes problemas?
Algo cruzó por sus ojos, pero rápidamente sacudió la cabeza.
—No, lo normal, cosas del día a día —replicó.
Volví a prestar atención a la carretera.
—Como ¿qué?
Se encogió de hombros.
—Pasar mis clases. Problemas de Matemáticas. —Puso los ojos en
blanco y soltó un suspiro pesado—. Odio las Matemáticas. Soy muy mala.
Mis labios se curvaron.
—¿Por qué no me sorprende?
—Te apuesto a que eres muy bueno en ellas. —Estrechó los ojos con
una mueca de desagrado—. Estoy segura de que eres bueno en todo.
—No, no en todo. —Resopló, como si no me creyera—. Soy pésimo
dibujando.
Me observó por unos minutos, con una expresión vacía, antes de tirar de
su cabeza hacia atrás y reírse. Una risa liberadora y melodiosa que podría
escuchar hasta el final de mis días.
—¿Seguro que no puedes dibujar nada?
—Nop. —Giré, siguiendo el camino oscuro que pasaba por el campo—.
Figuras de palitos. Eso es todo.
—Pues, estás de suerte, Amon Leone —dijo en tono seductor, con una
sonrisa suave—. No puedo decir que haga todo bien, pero sí sé dibujar.
Cuando lo necesites, llama a tu chica.
Mi chica. Se sentía como mi chica. Tuve sentimientos inocentes la
primera vez que la vi, deslizándose por el castello de mi padre, con sus
rizos agarrados en una coleta como hebras de oro. Esa sensación de
protegerla se extendió y comenzó a crecer sin que me diera cuenta.
Joder, quería todo de ella y tenía la sensación de que también daría todo
por ella. Reconocer esa verdad me llenó de ondas cálidas de satisfacción.
Las señales de advertencia deberían haber sonado a todo volumen, sin
embargo, no lo hicieron. En su lugar mi alma se calmó y mi corazón latía a
un ritmo constante, sintiéndome en paz como jamás lo había hecho. Se
sentía bien estar a su lado.
Vi cómo se mordía el labio inferior como si le estuviera dando vueltas a
algún pensamiento desagradable.
—¿En qué estás pensando? —cuestioné, mirando la autopista. La
demanda, sin pensar, se escapó de mi boca, pero ya era muy tarde para
retractarme.
Sus ojos buscaron los míos e, incluso, durante la noche, podía ver esas
luces azules, atrayéndome hacia su alma.
—¿Qué tipo de negocios tienes con mi papà? —Su pregunta fue tan
inesperada que me sorprendió con la guardia abajo.
—Acuerdos comerciales normales. Nada por lo que debas preocuparte.
—No pareció convencida—. ¿Confías en mí?
La mirada que me dio casi me destruyó. Y con sus palabras dio la
estocada final.
—Con todo mi corazón, Amon.
—Entonces, dime qué te preocupa.
Ladeó su cabeza y todos sus rizos se acumularon a su costado.
—Me preocupa que le cuentes lo nuestro y él te obligue a terminarlo.
Me congelé. La angustia que me causaron sus palabras no tenían
derecho a ocupar un lugar en mi corazón.
—¿Por qué crees eso?
Se encogió de hombros.
—No sé. Me parece que no le agrada mucho la familia Leone.
—O, quizás, no le gusta la idea de que su hija esté con el Leone
ilegítimo —afirmé, con la amargura bañando mi voz y venas. Y allí estaba
de nuevo. Algo imposible de interpretar cruzó por su rostro. Para ser una
chica que demostraba sus emociones como un libro abierto, aquello
aumentó mi curiosidad—. ¿O será por mi descendencia mixta?
Joder, ¿de verdad dije esas palabras en voz alta? No me había dado
cuenta de que las palabras de mi madre me habían molestado tanto.
Sospechar que quizás Reina se avergonzaba de mí.
—Eres un hombre. —Sus palabras eran firmes y sus puños estaban
apretados con enojo—. No importa quiénes sean tus padres. Si son verdes,
azules o blancos, o cualquier otro. No me importa, Amon Leone. Y,
definitivamente, no me interesa si están casados o no. Es su vida y pueden
hacer lo que sea que los haga felices. —Se apartó los rizos del rostro,
visiblemente molesta por mis palabras—. Si a mi papà le enoja, ese es su
problema. Nunca le he permitido decidir qué me gusta o no, y no empezaré
a hacerlo ahora. Me preocupa más que nuestras familias terminen
matándose por culpa de una enemistad. —Nunca lo dudé, pero Reina era
inteligente. Podían no gustarle las Matemáticas, pero era lo suficientemente
inteligente para notar el odio que había entre la familia Leone y Romero—.
No puedo imaginar un mundo donde no existas.
Mis ojos se fijaron nuevamente en la pista, vi un mirador y me estacioné
allí. No había mucho que ver, solo la luna iluminando la Ciudad del amor a
la distancia. Cuando me giré, encontré a Reina observándome.
—Igual que tú, Chica Canela, jamás dejo que mi familia dicte con
quién paso mi tiempo.
Sus hombros se relajaron y sus manos se abrieron. Podría ser todo luces
y arcoíris en apariencia, pero en el interior, mi chica canela, ocultaba una
bomba.
Sonrió.
—Está decidido, entonces. Nosotros antes que ellos.
La calidez cobró vida en mi interior.
—Nosotros antes que ellos.
CAPÍTULO TREINTA Y SEIS
REINA
L osasiento,
ojos de Amon se cruzaron con los míos mientras se acomodaba en su
acercándose para acariciar mi rostro con la punta de sus dedos.
Nos sostuvimos la mirada. Nuestra respiración se entremezcló.
El cielo oscuro repleto de estrellas nos cubría, pero nada de eso se
comparaba al niño que se había vuelto hombre. Había esperado toda mi
vida por él. Siempre había sido el dueño de mi corazón, sin embargo, no fue
hasta ese momento que había empezado a latir solamente por él.
No podía quitar los ojos de su cara, mis dedos picaban con las ganas de
tocarlo.
—Bésame —susurré—. Tócame.
Amon se quedó inmóvil, su mirada ardía con tanto fuego que incluso
podría derretir el polo norte. Se acercó más y me tiró por encima de la
consola. Sus manos no se apartaron de mis caderas, su calor traspasaba mi
ropa, mientras me montaba a horcajadas sobre su regazo.
Mi boca impactó contra la suya y mis labios le dieron la bienvenida. Su
lengua se deslizó dentro, y me permitió saborearlo. Me sentía embriagada
de él.
La necesidad entre mis muslos era insoportable, así que me froté contra
su dureza. Ambos gemimos.
—Estás haciéndome imposible esperar.
Me agarró desde la nuca y pegó su boca a la mía. Me derretí contra él.
Mis pezones se endurecieron mientras se rozaban contra su pecho, enviando
chispas a mi vientre bajo. Jadeé sobre su boca, moviéndome contra él como
si mi vida dependiera de ello.
Su mano se deslizó debajo de mi vestido y temblé ante la sensación de
sus fuertes y elegantes dedos sobre mi piel.
Ardía con necesidad, cada una de mis células temblaba. Metí mis manos
en su cabello, raspé mis uñas cortas contra su cuero cabelludo. Dios, qué
bien olía. A limpio, a una esencia masculina con toques cítricos y manzana
verde madura.
Contoneé mis caderas, la fricción entre nuestros cuerpos me hacía gemir
en su boca. Metió sus dedos bajo la tela de mis bragas y le dio un ligero
toque a mi clítoris.
—Mira lo mojada que estás. —Presionó su boca en mi oído, moviendo
su pulgar por ese dulce punto—. ¿Es para mí?
Agarró mi coño y mi piel se prendió en llamas.
—Ahh —gemí, montándolo. Podía sentir cómo esa presión se
arremolinaba con fuerza en mi bajo vientre—. Estamos cayendo en los
mismos hábitos.
Acercó su boca a mi oído, sus palabras eran ásperas.
—Eres mi mejor hábito, Chica Canela. —Un resoplido tembloroso se
me escapó, sonando como un lloriqueo necesitado cuando me penetró con
sus dedos—. Eres tan perfecta —gruñó—. Y mía.
Lo miré, con ojos entrecerrados, sus orbes eran una piscina de galaxias
que contaban historias. Bajé la mano y la presioné sobre su pecho. Me moví
contra su excitación, lentamente haciendo un vaivén contra sus caderas y
presionándome contra él mientras lo miraba a los ojos. Cada célula se
activó en mi cuerpo, haciéndome entrar en calor.
Buscaba mi orgasmo. Estaba en mis manos, pero me sentaba mal
tomarlo. Me había hecho experimentar tanto placer, que sentía que era mi
turno de complacerlo.
Tiró de la parte de arriba de mi vestido hasta mi cintura, su boca hizo un
camino desde mi cuello hasta mis pechos. Lamió mi pezón sobre el encaje
delgado de mi sujetador.
—Amon —suspiré. Capturó mi pezón con su boca, y chupó,
haciéndome ver un resplandor tras los párpados. Le dio su atención a mi
otro pecho y jadeé, tirando mi cabeza hacia atrás—. Espera, espera.
Detente.
De inmediato, paró, con su dedo dentro de mí y su boca en mis pechos.
Vio hacia arriba con tanta intensidad que casi olvidé lo que quería decir.
—¿Estás bien? —preguntó bruscamente, su mirada fija en mí—. ¿Te
hice daño?
Se me apretó la garganta cuando fui consciente de lo que implicaba su
pregunta y algo cálido y denso se derritió dentro de mí. Su nivel de
protección rivalizaba con su posesividad.
Rocé mi nariz contra la suya.
—También quiero hacerte sentir bien. —Exhalé.
Murmuró algo en japonés y el calor bajó por mi espalda.
—Esto es para ti —gruñó.
Presioné mis labios en su cuello, saboreando su piel. Una de sus manos
se posó en mi cabeza, peinando mi melena, mientras yo recorría sus
abdominales hasta llegar a su ingle. Pasé mi mano por su bulto y me agarró
por la muñeca.
Gemí en protesta, pero sin dejar de mover mis caderas contra su mano.
—Tus dedos están tocándome. Yo también debería hacerlo.
Su mentón se apretó, casi como si estuviera preocupado de
descontrolarse. No lo haría. Confiaba más en él que en cualquier otra
persona.
Mi respiración se aceleró y mis oídos zumbaron con deseo; la sangre
corría por mis venas. Fui un poco torpe con sus pantalones, levantando mi
trasero lo justo para quitar la hebilla. El sonido de su cinturón, el eco
seductor cuando bajaba su cierre, y nuestros jadeos vibraban en el pequeño
espacio del coche. Soltó mi muñeca como muestra de su consentimiento,
dándome paso libre para hacer lo que quisiera.
En el momento en que mi mano rodeó su miembro, su cabeza cayó
hacia atrás con un gemido gutural y un “mierda” se escapó de esa boca tan
hermosa y tentadora.
Quería complacerlo. Quería hacerlo perder la cabeza. Quería hacerme
perder la cabeza.
—Muéstrame —murmuré, mordiendo su labio inferior. Se sentía tan
duro y caliente en mis manos, su polla era pesada y suave—. Enséñame
cómo te gusta.
—Primero, tu placer. —Su voz era ronca con un leve acento que no
pude reconocer. Italiano, japonés, inglés, español, no sabía, pero me
encantaba.
Su palma se presionó contra mi clítoris, provocando una deliciosa
fricción. Su mano era áspera, aplicando la presión justa hasta que mi pasión
se desató. Sacó y metió su dedo por mi humedad, y con su pulgar rozaba mi
clítoris al mismo tiempo. Con dudas, envolví su longitud con mis dedos.
—¡Demonios! —gruñó, aquello me alentó a seguir. Me encantaba tener
ese control sobre él. Darle placer, en respuesta a como me hacía sentir. Con
mi puño subí y bajé, copiando el ritmo de sus dedos. Bombeé. Sus
músculos se tensaron—. Muy bien, nena. Se siente bien. Tú te sientes bien.
Su elogio me derritió como la miel.
El éxtasis se abrió paso por mis venas mientras seguía deslizando sus
dedos dentro y fuera, frotando ese lugar tan profundo. Mi centro se apretó
alrededor de sus dedos, mientras yo seguía masturbando su polla suave y
dura. Por la mirada que me estaba dando, entrecerrada, al parecer lo estaba
haciendo bien.
Esa deliciosa presión se estaba construyendo dentro de mí, llevándome
más y más alto. Sus ojos bajaron, observando cómo sus dedos desaparecían
en mi interior. Vi su longitud tan cerca de mi entrada, y seguí bombeándola
con fuerza, frotándome contra él.
El constante pulso entre mis muslos era insoportable.
—Te necesito dentro de mí —gemí.
Un dedo se sumó al otro mientras su pulgar se clavaba en mi clítoris
más rápido y sin delicadeza. Seguí deslizando mi mano en su polla, de
arriba a abajo, mi agarre era apretado. Enterró su rostro entre mi cabello,
murmurando palabras que no entendía.
Cerré los ojos. Disfrutando de las sensaciones. Siguió penetrándome y
bajé mi cuerpo solo unos centímetros, la punta de su dureza se rozó contra
mi entrada.
Con eso fue suficiente.
Mi cuerpo estalló en mil pedazos. Amon también y su semen chorreó
por todo mi sexo y su cuerpo. Aun así, seguí masturbándolo, ambos
jadeando y gruñendo.
Su esencia embriagadora y masculina llenó el auto y nuestros jugos nos
cubrían. Besé su cuello, haciendo un suave sonido de apreciación. Estaba
tan drogada en el lánguido calor que salía de su cuerpo, que me tomó unos
segundos darme cuenta de que me miraba con una expresión dulce.
—¿Estás bien? —musité.
Dejó salir una risa estrangulada.
—Mejor debería de preguntarte si tú lo estás.
Froté mi nariz contra su cuello, mordiendo y lamiendo.
—Nunca había estado mejor.
Alejándome un poco, vi cuando sacó sus dedos de mi coño húmedo y se
los llevó a la boca. No debería haberme sorprendido, puesto que ya lo había
visto hacerlo en la rueda de la fortuna. Aun así, mi boca se entreabrió y mis
mejillas se calentaron. Su mirada quemaba, fija en mí, mientras los
deslizaba en su boca y los lamía hasta dejarlos limpios.
Mi pulso se aceleró. La adrenalina corría por mis venas mientras lo
observaba con la respiración errática. Me mordí el labio inferior para no
gemir. Se inclinó hacia mí y me besó, lamiéndome el labio que me mordía y
dándome a probar de mi sabor.
—Como dije, tienes un sabor dulce. Canela con una pizca de azúcar. —
Sus labios se movieron contra los míos, su voz era suave, pero contenida.
—¿Puedo probarte? —pedí, con voz ronca. Antes de llevarme los dedos
a los labios, me tomó de la muñeca y me quejé en protesta—. Por favor.
Dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza, pero al final, me besó.
—¿Seré alguna vez capaz de negarte algo?
—Espero que no sea hoy. —Bajé la cabeza y saqué la lengua para lamer
mis dedos mientras le sostenía la mirada. Cuando su agarre se hizo más
apretado en mi muñeca, el calor floreció en mi estómago, viajando más
hacia el sur, y tuve que apretar los muslos para calmar el dolor.
Estiró su otra mano hacia mi boca y dejó semen en mi labio inferior. Lo
lamí con ganas, amando su sabor.
—¿Por qué no podemos tener sexo ahora? —cuestioné, haciendo un
mohín—. ¿No me deseas?
—No hay por qué apresurarse. —Dios, incluso su voz me excitaba.
Estirándose hacia la parte trasera del vehículo, tomó una camiseta y
limpió todo el desastre que dejamos, eso incluía limpiarme entre las piernas
y mis muslos. Me ardieron las mejillas ante la intimidad de todo, y escuché
cómo se reía entre dientes.
—Ahora te sonrojas, después de todo lo que hicimos —comentó, con
incredulidad.
Se comenzó a limpiar él mismo y luego lanzó la camiseta en el asiento
trasero. Aún a horcajadas sobre él, me incliné hacia adelante y enterré mi
cara en su cuello, pensando en que me gustaría quedarme así por siempre.
Ninguno dijo nada, pero sus manos nunca dejaron de acariciar mi
espalda y su boca no paró de darme besos suaves.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan feliz.
CAPÍTULO TREINTA Y SIETE
REINA
U
nos fuertes chillidos me hicieron saltar de la cama y parpadear para
aclarar mi visión.
—¡Feliz cumpleaños, chica! —Raven, Athena e Isla gritaron
mientras Phoenix estaba de pie, sonriente, con una mano en el corazón.
Gruñí, me tiré de espaldas nuevamente sobre el colchón y tomé las
mantas para cubrirme hasta la cabeza. Amon me dejó en casa cerca de la
medianoche. Estaba tan energética y caliente que me tomó varias horas
bajar la adrenalina y la emoción que recorría mi cuerpo antes de quedarme
profundamente dormida.
—No, no, no. —La voz de Isla contenía un tono severo.
Phoenix agarró mi manta y me destapó.
—Hoy no puedes quedarte a dormir.
—¿Acaso una chica no puede dormir el día de su cumpleaños? —me
quejé, haciéndome bolita y tapándome la cabeza con una almohada para
mitigar el sonido de sus voces.
—Todavía no es tu cumpleaños. —Athena soltó una risita—. Hoy te
prepararemos para la adultez.
—¡Demonios, váyanse! —gruñí—. Todas. Chuu. Chuu.
—¿Ya usaste los condones que te dimos? —preguntó Raven. Dios,
ayúdame. Era demasiado temprano para tener esa conversación. Así que, en
lugar de responder, saqué mi mano y le hice el gesto con el pulgar arriba.
No les iba a decir que Amon era muy estricto con lo de esperar a que
cumpliera dieciocho.
—Phoenix dice que no le gusta escuchar sobre tu vida sexual. —Isla
interpretó para mí, ya que mi cabeza seguía oculta bajo la almohada.
—Pues, yo sí quiero saber —agregó Raven—. Todos. Los. Detalles. ¿Te
dio un oral? ¿Se la chupaste? Dime que no le diste tu culo.
Si buscabas la palabra “Problemas” en el diccionario, salía la cara de
Raven. Habíamos sido uña y mugre desde que nos conocimos la primera
vez, las cinco; pero, Jesucristo, Raven era descarada. Lo debió de haber
heredado de su padre, de quien no sabíamos nada. De hecho, eso era lo que
todas teníamos en común: padres ausentes.
Al principio, pensé que Phoenix y Athena dirían que Raven era
demasiado, pero para mi sorpresa y la de Isla, todas conectamos. Mi
hermana decía que Raven equilibraba nuestro grupo. No sabía qué mierda
significaba aquello.
Lo que sí sabía era que le encantaban las travesuras. En la fiesta de
cumpleaños de Athena, el año anterior, Raven trajo brownies caseros y
todas terminamos bajo la influencia de hongos. Me desperté en la bañera,
desnuda y con el cabello azul. No rubio, no. El. Puto. Cabello. Azul.
El último cumpleaños de Phoenix, quedamos varadas a un costado de la
carretera en la Selva negra en una región de Alemania. Cómo terminamos
allí, ni idea. Pero estábamos allí, porque Raven tuvo la brillante idea de
seguir a unos tipos atractivos que habíamos conocido en un bar. Hasta ese
momento, todavía no entendía por qué no se dio la vuelta cuando vio que
nos estaban llevando más allá de los límites de París. Bueno, cuento corto,
su auto se averió, no teníamos dinero en efectivo y estábamos cansadas
mientras caminábamos como unas mochileras, salvo por las mochilas.
Para nuestra suerte, llegamos a casa a salvo.
Así que, sí, gracias, pero no, gracias. No quería problemas ni ese día ni
el siguiente. Estaba lista para que me cogieran, me follaran, me hicieran el
amor, cualquier otro sinónimo que existiera.
—Vamos, nos queda mucho camino que recorrer —pronunció Athena,
en un tono bastante sospechoso.
De inmediato me puse en alerta y se me erizó el cuerpo. Tiré mi
almohada, dejándola a los pies de mi cama. Me llevé las rodillas al pecho,
observando a mi hermana y amigas. Las cuatro llevaban vestidos de verano
y, por lo que parecía, debajo traían traje de baño.
—¿Hasta dónde vamos a conducir? —cuestioné, con recelo.
Athena se rio entre dientes.
—No vamos conduciendo. Vamos arriba de otra cosa.
—¿Qué cosa?
—¿De una polla? —Raven soltó con malicia, haciéndonos reír a todas.
—Mi hermana no va a estar arriba de ninguna polla hoy. —Reprendió
en señas Phoenix—. Voy a fingir que no se monta en ninguna, y que aún es
mi inocente hermanita.
Puse los ojos en blanco. Todavía no montaba a Amon, para mi
desgracia. La noche anterior estuve muy cerca. Suspiré soñadoramente
mientras un dolor pulsante aparecía entre mis muslos. Todo con Amon se
sentía genial. Sus palabras. Su tacto. Su afecto.
A lo mejor tenía razón. No había necesidad de apresurarse.
Salí de la cama y por los siguientes cinco minutos, las chicas iban de un
lado a otro en mi habitación, dejándola como si un tornado hubiera pasado
mientras buscaban algo que ponerse. Primero elegí un vestido playero largo,
pero, al final, terminé con unos shorts rosas y un bikini blanco con puntos
rosa.
—¿Debo de llevarme otro cambio de ropa? —les pregunté, mi mirada
viajó con exasperación por todo el desastre en mi habitación. Odiaba el
desorden, ya sentía cómo la ansiedad hervía dentro de mí ante tal caos. Las
maldije. Aunque tenían suerte de que las amara o de verdad hubiera
considerado asesinarlas.
—Nop, solo pasaremos el día —respondió Athena—. Ponte unas
sandalias y vámonos.
—Bloqueador solar —les recordé, mientras acomodaba mi armario e
intentaba doblar la ropa que habían tirado—. O si no, Isla se va a poner
como un tomate al final de día.
—Algún día vas a ser una gran madre. —Señó Phoenix—. Pero que no
sea pronto.
—No con la cantidad de condones que le di —intervino Raven—. O el
método anticonceptivo que estás siguiendo.
Hice un gesto de sorpresa, pero por suerte les estaba dando la espalda.
Se me había olvidado pedir mi prescripción y con ello empezar a tomar la
píldora.
No importaba. No iba a haber sexo hasta después de mi cumpleaños y
eso no era hasta algunos días más.
Yo, por otro lado, ya estaba lista para la acción. Quería descubrir todo lo
que no se me había permitido, aprender a cómo sentirme bien y cómo hacer
que otro se sintiera bien. Pero solo con él.
CAPÍTULO TREINTA Y OCHO
AMON
H iroshi entró en mi oficina del club con una expresión solemne. Había
sido como mi sombra, más de lo usual, durante esas últimas semanas.
Dante me lanzó una mirada, y podía jurar que iba a poner los ojos en
blanco, mas se detuvo en el último segundo. No le agradaba que Hiroshi se
la pasara respirando sobre nuestro cuello todo el tiempo. Tenía la sospecha
de que se debía a mi madre y su impaciencia con tener en sus manos el
documento.
Lo primero que iba a hacer cuando tuviera el documento en mi poder
sería leerlo. No entendía por qué mi madre estaba tan desesperada por
tenerlo. Había algo más de lo que dejaba entrever.
—Me sorprende verte por aquí —afirmé con calma. El hombre merecía
nuestro respeto después de todo lo que había hecho por mi abuelo, mi
madre y por mí—. ¿No se supone que deberías estar en Italia con Mamma?
Una vez al mes, Hiroshi y mi madre acudían a rezar a Kamidana, un
templo que mi madre había mandado a construir en el Castillo Miramare.
Ambos practicaban Shinto, una de las religiones en Japón. Adoraban a sus
ancestros y espíritus de los antiguos días. A los dos les daba una sensación
de paz y, por alguna razón, padre lo toleraba.
—A lo mejor hoy no era día de rezar —se burló Dante. A pesar de que
nuestro padre nos llevaba a las misas de los domingos e insistía en que
éramos fieles católicos, rápidamente eso de estar sentados por una hora nos
aburrió. No había ninguna posibilidad de confesarse en esas iglesias; padre
los tenía a todos comprados. Así que, confesar pecados inventados, cuando
ya tenías bastantes, era estúpido.
—Algo sucedió —respondió Hiroshi, con voz seria. No tuve que
esperar mucho para que me diera toda la información, porque continuó—:
Según una fuente, Itsuki todavía está trabajando con el cartel brasileño.
—Los Cortes —inquirí lentamente.
Sabía que mi primo todavía jodía con el cartel brasileño. Incluso había
estado en conversaciones con Sofia Volkov, algo que terminaría en desastre
para la Yakuza, y el único culpable sería él. Solo dos de los ejecutores de
Itsuki sabían que había iniciado esa alianza con esa mujer desquiciada, pero
ese nivel de secreto jamás iba a permanecer guardado por mucho tiempo.
Dejaría que cayera por sus propias decisiones.
—Sí, con Perez Cortes. —El tono de Hiroshi era una copia del mío
mientras estrechaba la mirada. Sus ojos se clavaron en los míos—. Debes
mantener la calma.
Había una sola cosa que me descontrolaba, y eso era descubrir que
alguien quería joder a Reina Romero. Aquello significaba que el cartel
Cortes todavía la quería atrapar.
A Hiroshi, al igual que a mi madre, no le gustaba Reina, incluso si
nunca la habían conocido. Esa tensión solo se debía al apellido que tenía.
—Cuéntame todo —demandé con frialdad.
Tomó asiento en la silla del frente, con expresión sombría.
—De acuerdo a mi contacto, Itsuki les dijo que Reina estaba fuera del
trato, pero Cortes no quedó muy convencido.
Después de todo, parecía que aún le quedaban neuronas.
—¿Por?
—Quería toda la información y localización de Reina.
Ese hijo de put...
Dibujé una sonrisa fría mientras por dentro hervía de furia. Todos sabían
que Perez Cortes era un cabrón sin corazón y cruel. No tuvo reparos en
vender a su hermana menor. Incluso vendería a sus hijos, si los tuviera, para
conseguir lo quería.
—¿Sabemos para qué la quiere? —Tampoco era como si importara.
Nunca la tendría. Pronto, haría cenizas su maldito imperio. De hecho, esa
era una buena oportunidad para darle prioridad a mi plan que acabaría con
su negocio de trata de personas.
La mirada de Hiroshi lo dijo todo. O la quería para él o para su negocio.
Tal como lo hacía Benito King con el acuerdo de Bellas y Mafiosos, Perez
Cortes tenía uno parecido en Sudamérica. El acuerdo de Los Mafiosos
Marbella, excepto que no tenía nada que ver con flores o la famosa ciudad
de España.
—¿No deberíamos preocuparnos más del documento de Mamma que
está en la caja fuerte que de las hermanas Romero? —inquirió Dante.
Hiroshi le lanzó una mirada molesta.
—Sí, pero no estoy preocupado por las hijas de Romero. Me parece que
ustedes lo están.
—Entonces, por qué mencionaste lo de Cortes y la mierda con la
Yakuza.
A veces me daban ganas de que Hiroshi le diera una paliza a Dante. Si
bien sería entretenido de ver, ese no era el mejor día para eso. Debía
contactarme con la persona que vigilaba a Reina.
—Creo que Romero guarda sus documentos en la caja fuerte de Diana
Bergman —le comenté a Hiroshi—. La pregunta es en qué casa. La mujer
tiene muchas y ahora está casada con el Duque de Glasgow.
Justo cuando había tomado el teléfono, este vibró y respondí, sin
reconocer el número, pero sabiendo que era el código de París.
—¿Hola?
—Amon, soy yo. —Era Darius. Había estado vigilando a Reina por
semanas para mantenerla segura. Mi instinto me alertó y el terror se
acumuló en mi estómago. Algo iba mal. Darius nunca llamaba, solo
mandaba breves mensajes con información normal que sucedía durante la
vigilancia.
—¿Qué pasó?
—Me arrestaron —gruñó, pero sabía que esa no era la razón de su
llamada. Él tenía las habilidades de escapar de los problemas sin ayuda—.
Y también a las chicas Romero y sus amigas.
Jodida mierda.
—¿Acaso no es tu trabajo evitar que eso suceda? —espeté. No
respondió y, francamente, era estúpido culparlo—. ¿Dónde están? —Dante
me miró con el ceño fruncido mientras escuchaba mis gruñidos.
—Saint-Tropez.
Fruncí las cejas.
—¿Por qué estás allá?
Pude oír su respiración pesada a través de la línea.
—Las chicas se subieron al tren sin aviso. Así que las seguí. Me
imaginé que así lo querías.
—Hiciste bien. —Reconocí—. Te sacaré.
—No te preocupes. Ya estoy en eso. Puedo sacar a las chicas, pero si
Reina es liberada por mí, me descubrirá.
Tenía razón.
—¿Qué pasó exactamente?
—Un idiota, un tal Dietrich algo, manoseó a su hermana y después lo
intentó con Reina. La rubia no se quedó de brazos cruzados, así que le dio
su merecido.
«Esa es mi chica».
—¿Puedes investigar a ese Dietrich?
—Sí.
—Bien. Estaré allá tan pronto como pueda. —Terminé la llamada e,
inmediatamente, le envié un mensaje a mi piloto para que tuviera listo el
avión.
—¿Qué sucedió? —preguntó Dante, mirándome con curiosidad.
—Son Reina y sus amigas. —Me paré y tomé mis llaves, ya camino
hacia la puerta. Aquello me quitaría tiempo para los planes que tenía
pensados para ella en su cumpleaños—. Fueron arrestadas.
Un latido de silencio fue opacado por la risa maniática de Dante. Si no
le encontrábamos a un criminal para que torturara, explotaría. Después del
secuestro y el accidente dos años atrás, no me tomó mucho tiempo darme
cuenta de que torturar hombres lo ayudaba.
Me detuve junto a la puerta y miré por sobre mi hombro.
—Hiroshi, ya que estás aquí, estás a cargo. —Luego vi hacia mi
hermano y resoplé—. ¿Vienes o te seguirás muriendo de la risa mientras
calientas la silla?
Se levantó tranquilamente, como si no tuviera ninguna preocupación y
solo debía caminar hacia mí. Estaba listo para explotar y darle una lección
que Hiroshi tantas veces se había aguantado, pero me retrasaría mucho en
irme.
—¿Te vas a quedar allí de pie, como una estatua, mirándome? —
remarcó Dante como si nada—. ¿O nos ponemos en marcha para
rescatarlas?
Tomé una gran respiración y exhalé, aferrándome a la última gota de
paciencia que me quedaba.
—Quizás te deje encerrado en la celda con Phoenix —sugerí,
casualmente—. Tengo la leve sospecha de que te daría la golpiza de tu vida.
Eso fue suficiente para callarlo por el resto de nuestro viaje a Saint-
Tropez.
CAPÍTULO TREINTA Y NUEVE
REINA
E nesetodamomento,
mi vida nunca había tenido problemas con la ley. Sin embargo, en
cuando no faltaba casi nada para ser legalmente una
adulta, estaba pasando la noche en prisión. No fue un buen comienzo.
Pero, en mi defensa, no fue por mi culpa. El día había ido tan bien.
Pasamos horas tomando sol en la playa, probando lindas bebidas rosas. Y,
ocasionalmente, nos zambullíamos en el agua y así nos pasamos esas horas.
Cuando la música empezó a sonar a mediodía, nos pusimos a bailar.
Raven coqueteó con el DJ y lo convenció de que pusiera un clásico.
Somethin’ Bad de Miranda Lambert y Carrie Underwood estalló de los
parlantes por toda la playa de Saint-Tropez. Con eso dimos inicio a nuestra
propia fiesta. Al público francés no le gustó. Nos reímos, cantamos, hicimos
los pasos de baile country, después subimos de nivel y bailamos en fila,
completamente descoordinadas.
Todo empezó a ir mal cuando un tipo le agarró el trasero a Phoenix,
tirándola hacia él para manosearla. Mi hermana hizo de todo para sacárselo
de encima, pero el imbécil se negaba a cooperar.
Así que le di un puñetazo en la cara.
Cuando se enfocó en mí, mis amigas se le tiraron encima. Raven se
volvió loca, y todo fue un caos. Me recordó a las peleas en los bares de
vaqueros que salían en la serie Yellowstone, salvo por los vaqueros.
Así fue como terminamos en una prisión francesa.
—Lo lamento, Reina. —Era la disculpa número veintiuno de Raven.
Las conté. No fue su culpa. El tipo empezó todo. Nosotras solo nos
defendimos.
—No lo hagas —le repetí, con cansancio, apretándome el puente de la
nariz. Solo llevaba puesto mi traje de baño, ya que la policía de la playa no
me dejó ir por mis cosas. Me dio escalofríos y me estremecí. Maldita
seguridad francesa. Probablemente solo nos querían ver con poca ropa y
torturarnos por ser unas perras americanas—. Ojalá le hayas quebrado la
nariz.
Las chicas murmuraron algo apoyando mis palabras y me acurruqué
cerca de Phoenix, esperando poder absorber algo de su calor.
—Queríamos que tuvieras un lindo día. —Señó Phoenix.
—Fue lindo. —Comparado a otros días—. Tomamos toneladas de
helado. Y tragos.
Aunque en ese momento, después de estar horas en la celda, me hubiera
gustado haber pensado en comer algo más consistente. La ansiedad se me
disparó. Debía llamar a la abuela, pero por alguna razón, no nos habían
dado el beneficio de una llamada gratis.
—¿Crees que nos dejen llamar? —pregunté.
Todas compartimos una mirada, sin tener idea, ya que nunca nos habían
arrestado.
—Quizás —murmuró Athena—. No sé si nos van a dejar hacer una
llamada internacional.
Abrieron la reja de la celda y una mujer apareció. Mierda, se veía tan
cómoda y abrigada bajo todas esas capas de ropas mientras a nosotras el
frío nos calaba hasta los huesos.
—Síganme —ordenó con un pesado acento francés.
Escuchaba los latidos de mi corazón retumbar en mis oídos mientras
salíamos de la celda, sintiendo frío en mis pies desnudos contra el concreto.
Mi hermana y amigas estaban a mi espalda y me pregunté si eran mis
escoltas o yo era la carnada. No me pude decidir.
Con pasos cansados, seguimos a la policía por el corredor. Silbidos y
burlas hacían eco en las paredes mientras salíamos del pasillo. Si tuviera
que describir un mal momento en mi vida, diría que fue ese.
Miré por sobre mi hombro, notando el mismo pavor en el rostro de mi
hermana y amigas. No sabíamos a dónde nos llevaba, y odié el miedo que
crepitaba por mi piel.
Me abracé la cintura, justo cuando la policía llegó hacia un doble desvió
del camino al final del pasillo.
—¿Puedo pedir un deseo de cumpleaños? —pregunté, con voz rasposa,
empujando mis rizos fuera de mi rostro—. Quiero entrar a la adultez siendo
una mujer libre.
La policía me fulminó con una fría mirada, definitivamente, diciéndome
que no recibiría ninguna misericordia de su parte. Mis mejillas se tiñeron de
carmesí de frustración y humillación. La peor parte era que no teníamos a
nadie a quien culpar, salvo a nosotras mismas.
Suspiré pesadamente mientras giraba a la derecha.
La puerta se abrió e ingresamos a la recepción. Amon y su hermano nos
esperaban en el área de salida, la expresión sombría y tensa abandonó sus
rostros.
Amon cruzó la habitación en tres largas zancadas y acunó mis mejillas.
La preocupación brillaba en su mirada mientras se aseguraba de que no
estuviera herida.
—¿Estás bien?
—Creo que es el indicado para Reina —musitó Raven—. Vino al
rescate.
—¿Q-que haces aquí? —cuestioné, con voz rasposa, confundida,
ignorando los comentarios de mis amigas. No tenía energía para ellas—.
¿Cómo me encontraste?
Diversión algo oscura cruzó por su mirada.
—¿De verdad creíste que te iba a dejar sentada en esa celda hasta tu
cumpleaños?
Solté un suspiro tembloroso.
—¿Cómo te enteraste?
Apretó los labios, aunque no respondió. Tampoco me importaba. Estaba
tan agradecida de que estuviera allí. Un escalofrío viajó por mi cuerpo, y
rápidamente se quitó la chaqueta y la puso sobre mis hombros.
—Vamos, nuestro coche está afuera —indicó, guiándome a la salida.
Abandonamos el edificio y nos dirigimos al gran auto.
—Espera. —Mis pasos vacilaron, me di la vuelta para ver cómo mis
amigas venían atrás de mí. Nos veíamos ridículas, todas a pies descalzos y
con bikinis que no dejaban mucho a la imaginación y con el amanecer a lo
lejos—. Mi hermana y mis amigas vienen con nosotros también, ¿cierto?
Me di cuenta de que Phoenix también llevaba una chaqueta sobre sus
hombros y mis ojos se desviaron a Dante con sorpresa. Nunca me había
dado la sensación de que fuera del tipo caballeroso, aun así, le dio su
chaqueta a mi hermana. Aquello hizo que me agradara un poquito más. En
la corta vida que llevo observando a chicos, u hombres, ellos ignoraban a
Phoenix por su condición o intentaban aprovecharse de ella. Por su
discapacidad.
Mis ojos cayeron en mi hermana que nos seguía con sus mejillas
carmesí. Parecía querer evitar a Dante, quien estaba de pie detrás de todas
nosotras con una expresión de aburrimiento. Sin embargo, el tiempo que
llevaba cerca de Amon, me enseñó que sus ojos estaban atentos a nuestro
alrededor, casi como si se estuviera asegurando de que nadie nos atacara.
—Sí, todas. —Amon abrió la puerta del vehículo e invitó a que todas se
subieran. Sacudí la cabeza y le hice un gesto a mi hermana para que entrara
primero. Luego, mis amigas la siguieron, gruñendo algo en voz baja sobre
mí siendo la bebé del grupo. Cuando hice el amago de subirme en la parte
de atrás del vehículo, me di cuenta de quedaban solo dos asientos
desocupados y muy estrechos. Cuadré los hombros, y choque con los ojos
de Amon y Dante—. Solo quedan dos puestos.
—¿Y? —Dante debía ser muy malo en Matemáticas. Yo también lo era,
pero al menos podía contar el número de personas.
—Somos tres.
Se encogió de hombros.
—Te puedes sentar en mi regazo. —Un gruñido vibró en el pecho de
Amon y los ojos de Dante se llenaron de diversión—. O en el de Amon.
La mirada de Amon se cruzó con la mía.
—Mi regazo.
Me reí entre dientes ante su demanda y llevé mi mano a la frente como
un soldado.
—Capitán, sí, capitán.
Terminamos colocados en la última fila, yo me quedé sentada sobre sus
piernas y lo único que quería hacer era rodearlo con mis brazos. Sin
embargo, sabía que a Phoenix no le agradaría y las chicas se inclinarían y
tratarían de golpear a Amon, sin considerar que había pagado nuestra
fianza.
Sus manos cubrieron las mías, que descansaban en mis muslos, y con la
boca entreabierta vi lo bien que quedaban. Como si fuéramos dos piezas de
un mismo rompecabezas que encajaban, incluso si pertenecían a dos
mundos distintos.
—Gracias —murmuré con suavidad, acomodándome para mirarlo por
sobre mi hombro, me observó con esos ojos oscuros y penetrantes. Su
cuerpo duro emanaba el calor suficiente para derretir la nieve en Montana
durante los crudos inviernos. De repente, se disparó mi temperatura
corporal, y el delgado bikini que llevaba parecía estorbarme.
Besó la parte trasera de mi cuello, rozando sus labios con una suavidad
que envió un escalofrió a cada milímetro de mi piel. Ese hombre quería que
estallara de calor, en ese mismo lugar e instante.
—Siempre.
Se sintió como una promesa y mi corazón joven entonó todas las
canciones de amor mientras un denso silencio llenó ese espacio tan lujoso.
Todas las chicas se miraban con incomodidad. Phoenix parecía querer estar
lo más lejos posible de Dante, era tan así que incluso estaba casi sobre el
regazo de Athena. Raven la observó con curiosidad, pero Phoenix la ignoró.
Yo estaba en mi propio mundo. En la radio sonaba Shameless de Camila
Cabello y el chofer subió el volumen. Cada palabra describía lo que estaba
sintiendo en ese momento. No sentía vergüenza cuando estaba a su
alrededor. Lo quería todo y quería darlo todo.
La oscuridad y nuestros asientos apartados de los demás me dieron la
confianza para reclinarme hacia atrás y apoyarme en su pecho. Quizás era el
alcohol de más temprano o solo se debía a ese chico, actualmente un
hombre, quien se había robado mi corazón hacía muchos años antes de que
me diera cuenta.
Mi centro húmedo y adolorido exigía ser aliviado. Mis traicioneras
caderas se movieron por sí solas, frotándose contra su dura longitud. Dios,
ya quería estar a solas con él. No quedaba nada para la medianoche, y con
ella, Amon no tendría ninguna razón para tomar mi virginidad.
Con su mano aún entrelazada con la mía, aguanté la respiración,
esperando a que hiciera algún movimiento. No importaba si estábamos en
un coche lleno de familiares y amigos. Me daba igual si nos escuchaban.
Solo lo quería a él.
—Tócame —rogué, mi voz era a penas un susurro contra su oído.
Su nariz rozó el lóbulo de mi oreja.
—Para tener diecisiete eres bastante mandona.
No pude retener el resoplido de frustración.
—Pronto dieciocho, solo queda una hora. —Luego, porque andaba algo
traviesa, tomé su mano y la llevé a mi entrepierna, separando levemente mis
muslos—. Hazme tuya antes de medianoche.
Rozó ligeramente su dedo sobre el rastro de humedad que se acumulaba
en mi bikini, y mordió mi oreja.
—Así no es como celebraremos tu cumpleaños. —Su voz sonaba
posesiva. Dominante. Después pronunció las cinco palabras que toda chica
quería oír—. No puedo vivir sin ti. —Aumentó la presión en mi clítoris, el
maldito bikini seguía siendo un obstáculo—. Cuando te haga mía,
tendremos todo el tiempo del mundo para que pueda saborearte.
Un hombre de principios. No sabía si lo encontraba adorable o más bien
malditamente frustrante.
A través de la niebla que cubría mi cerebro, escuché cómo alguien se
aclaraba la garganta. Me congelé y Amon cerró mis piernas.
—Entonces, ¿qué pasó? —indagó Dante, pero sus ojos estaban puestos
en mí. ¿Por qué? Ni idea. ¿Amon le habría contado lo de nosotros? ¿O
quizás sospechaba de cómo nos habíamos puesto cachondos en el asiento
trasero?
Con indiferencia, me encogí de hombros como si mi cuerpo no
estuviera envuelto en llamas.
—Un tipo estaba manoseando a Phoenix, así que lo golpeé.
Algo brilló en su mirada, algo oscuro y aterrador, aunque desapareció
tan rápido que no sabía si había sido un efecto de sombras por la luz de la
luna que me había engañado.
—Después, cambió su interés a Reina —agregó Isla.
Un gruñido vibró de nuevo en el pecho de Amon, los hermanos
compartieron una mirada. Antes de poder preguntarles, Raven intervino,
pero no ayudó de mucho.
—Esa no fue la peor parte. El tipo empezó a manosear a Reina,
agarrándole el trasero.
—Que hizo ¿qué? —La voz de Amon sonaba tan molesta que me erizó
la piel de los brazos. Me giré en su regazo para ver algo sombrío que
cruzaba su mirada, mezclado con tensión y algo más. Algo aterrador.
—Lo tenía bajo control —interrumpí a Raven, fulminándola con la
mirada por hablar de más—. No tenías por qué quebrarle una botella en la
cabeza.
Se reclinó hacia atrás.
—Tuvo suerte de que no le hiciera algo peor.
—Sé algunos movimientos de defensa personal que no incluyen botellas
de cerveza —devolví—. Ni terminar en la cárcel.
Raven puso los ojos en blanco.
—Pues, valió la pena verlo lloriquear y ver cómo se retiraba cojeando
patéticamente. —La sonrisa en su rostro era salvaje—. Ya no tendrá una
cara bonita.
—Si es que le queda algo de cara —musité entre dientes. La verdad era
que me daba igual. Se merecía lo que le pasó. Sin embargo, no quería que
mis amigas siempre se entrometieran y me ayudaran. Podía cuidarme bien a
mí misma y a Phoenix.
—Reina, tienes que admitir que el tipo era persistente —añadió Isla,
saliendo en defensa de Raven.
—También yo —contesté, sacudiendo la mano—. Hice uno o dos años
de jiujitsu.
Isla casi se ahogó con saliva. También Phoenix.
—No participaste en ninguna clase. —Corrigió en señas mi hermana.
—Tu hermana tiene razón —expresó con suavidad Isla—. Te pasaste los
dos años dándole cátedra al instructor.
—Porque la violencia es mala —me defendí.
—Pero su clase era literalmente artes marciales. —Señó Phoenix. No
había sido la primera vez. Isla y mi hermana tuvieron que sacarme de la
clase, porque el maestro Cho amenazó con reprobarme. No lo hizo, por
supuesto.
—Era mi deber civil señalar sus defectos —argumenté.
Isla sacudió la cabeza.
—Estaba tan aburrido y cansado de que lo fastidiaras con las
consecuencias de la violencia que desapareció del mapa.
—Da igual —siseó Raven—. Volviendo al tema inicial. Deberías
acostumbrarte a las celdas de prisión, porque nadie va a venir a agarrarle el
trasero a nuestra bebé e irse sin más.
Le lancé una mirada, las mejillas me ardían.
—Si no paras de llamarme bebé, te empezaré a llamar vieja.
—Dios, todavía espero que Raven madure, pero no creo que eso suceda
—gruñó Athena—. ¿Se podrían callar todas? Solo quiero ducharme e irme
a dormir.
Amon observó todo nuestro intercambio con interés. Su brazo estaba
sobre nuestro respaldo, sus dedos jugaban con mis rizos, y luché contra la
urgencia de ahogarme en su toque. Estaba desesperada por tener sus manos
sobre mí. Su boca.
—Pensé que mi tarde se había arruinado —comentó Dante, jugando con
un cigarrillo en la mano. Asumí que no lo encendía porque estábamos en el
auto—. Pero me retracto. Esto es bastante entretenido.
Me senté derecha, olvidando todo.
—Nuestras cosas todavía están en la playa.
Amon negó con la cabeza.
—Las mandé a recoger.
—Gracias a Dios —pronuncié—. La abuela no me iba a comprar un
teléfono nuevo si llegaba a perder este.
Seis meses atrás, se me cayó mi móvil cuando me tomaba una selfie en
el balcón. Rebotó fuera del mismo, por una pequeña ranura, y terminó en el
pavimento. Fue imposible arreglarlo. Se sintió como si hubiera quebrado el
juego de tazas favorito de la abuela.
—¡A la mierda el teléfono! —comentó Athena—. Tenía terror de
subirme al tren o hacer dedo para regresar a París usando nada más que un
bikini.
—Si las personas nos ayudaron cuando vestíamos ropa de invierno, no
dudo que lo harían ahora que llevábamos solo traje de baño.
Síp, Raven iba a hacer que termináramos muertas algún día.
Apareceríamos en el periódico. Y ya me imagino el titular: “Cinco alocadas
estadounidenses fueron descuartizadas y lanzadas al mar”.
—Si mis hermanos se llegan a enterar, me van a matar —musitó Isla—.
Mejor dicho, cuando lo sepan. —Se tiró del cabello y empalideció—.
Mierda.
—La abuela nos va a castigar de por vida y nos sacará del país. —
Señó—. Después, le dirá a Papà que deje de pagar nuestra matrícula.
—¿Qué fue lo que dijo de tu padre? —Amon me preguntó con
curiosidad mientras Dante la miraba como si le pagaran por ello.
Le lancé una mirada sorprendida, esperando que aún fuera mi novio
después de la escenita que habíamos montado.
Antes de que pudiera hablar, Dante respondió:
—No se preocupen. Nadie lo sabrá. Limpiamos sus historiales, así
nadie, además de los presentes, va a saber que fueron arrestadas.
—¿Y el idiota con la cabeza partida? —Raven se acordó—. Lucía como
alguien soplón.
—No por mucho tiempo. —Creí haberle escuchado decir a Dante, pero
no estaba segura.
En su lugar, observé a Amon.
—¿Cómo supiste que Phoenix había mencionado a nuestro padre?
Se encogió de hombros.
—Estoy aprendiendo ASL —admitió.
Y en ese momento y lugar, supe que Amon Leone era mi final feliz, en
esta vida y en la próxima.
CAPÍTULO CUARENTA
AMON
L adorado
oscuridad cubría el dormitorio que tenía el yate; sin embargo, un halo
rodeaba la silueta de Reina, quien permanecía dormida. El brillo
que se posaba sobre ella podría ser un juego de sombras por la luz de la
luna, pero no lo creía. La chica irradiaba ese resplandor incluso en medio de
la noche más oscura.
—Feliz cumpleaños, Chica Canela —susurré.
Casi como si me hubiera escuchado, un suave suspiro salió de sus labios
carnosos y rosas, y se movió, pero no despertó. En el momento en que
regresamos, las chicas cayeron rendidas. A excepción de Phoenix, quien se
quedó observándome e insistiendo en que su hermana debía dormir con
ella. No teníamos ni idea de dónde planeaban pasar la noche en Saint-
Tropez, pero daba igual. Dante y yo no dimos nuestro brazo a torcer, y nos
dirigimos directo a nuestro yate desde el cuartel de Policía. Teníamos
bastante espacio y así podíamos mantenerlas a salvo.
No obstante, Reina era la definición de testaruda. De hecho, en el
diccionario Merriam-Webster aparecía su foto junto a la palabra. Después
de discutir con Phoenix y ganar, intentó convencerme de que le diera su
regalo de cumpleaños.
Y, luego, para asegurarse de que entendiera lo que quería, sus ojos
viajaron por todo mi cuerpo sin vergüenza. Su piel de marfil se sonrojó
mientras decía:
—No quiero cosas materiales, Amon Leone. Solo a ti.
Esa mujer sería la causa de mi muerte. Era un hombre de principios,
pero no un santo. Aun así, me negué. Incluso cuando frunció sus labios y
acarició todo mi cuerpo, me mantuve firme. Quería ser su primero y el
último. La deseaba siempre. Darme cuenta de aquello solo hizo crecer mi
posesividad y obsesión, de manera rápida e intensa.
Por supuesto, tenía grandes planes para su cumpleaños en París, pero
todos se fueron a la basura ya que estábamos en Saint-Tropez. Así que hice
nuevos planes. Pero primero, le daría una lección al idiota que se atrevió a
agarrarle el trasero: nadie jodía a mi chica y vivía para contarlo.
Me enfoqué nuevamente en cómo dormía Reina. Parecía un ángel sobre
las sábanas de satín negras. Su mejilla descansaba sobre la larga cortina de
sus rizos dorados, la subida y bajada de sus pechos y sus largas y delgadas
piernas me daban un vistazo de su perfecta piel. Su respiración sutil llenaba
el espacio del dormitorio de mi yate que había bautizado en su nombre.
Chica Canela.
No me equivoqué al no ir más allá esa noche. No tener sexo. En el
momento en que Reina apoyó la cabeza en la almohada, sus ojos se
cerraron y se quedó dormida, murmurando algo sobre galaxias, igual a
como lo había hecho aquella noche que la drogaron. A lo mejor era fanática
de Star Wars.
Había tantas cosas que debía conocer de ella y lo haría, tan pronto como
me encargara del idiota. Después de investigar al tal Dietrich “el cual estaba
a nada de morir”, me di cuenta de que no había sido una coincidencia que
se acercara a las hermanas Romero. El cabrón trabajaba para Perez Cortes.
Darius hizo bien en investigarlo.
Mis ojos se quedaron adheridos a sus rizos dorados esparcidos por toda
mi sábana negra de satín, estaba aterrorizado de haber estado tan cerca de
perderla. Como si hubiera sentido mis pensamientos oscuros, se estremeció
y me acerqué para arroparla. Me incliné e inhalé su esencia, directo a mis
pulmones, y presioné un beso en su frente.
—Dulces sueños. Ya vuelvo. —Luego, haría el resto de su vida un
evento feliz y memorable. Qué se jodiera todo. Qué se jodiera mi padre.
Qué se jodiera la venganza. A la mierda la Omertà, y, definitivamente, a la
mierda la Yakuza. Mi madre entendería. Tenía que hacerlo.
No era el hombre más rico de todos, todavía, pero tenía suficiente para
darle a Reina la vida que se merecía. La podría ayudar durante la
universidad e incluso financiarla si es que deseaba iniciar su propio
negocio. Cualquier cosa que quisiera.
Un suave golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos sobre un
futuro que por fin se veía esperanzador.
Me di la vuelta y salí apresurado de la habitación antes de convencerme
de quedarme y mirarla dormir. El imbécil que había tocado a Reina y a su
hermana merecía ser castigado de buena manera. Y me iba a asegurar de
que así fuera.
Una hora más tarde, Dante y yo estábamos de vuelta en la estación de
policía, escuchando las fuertes pisadas de alguien que venía saliendo.
—Estás obsesionado con Reina Romero. —La voz de Dante atrajo mi
atención hacia él. No me molesté en corregirlo. Mis sentimientos y los de
ella no eran de su incumbencia—. Va a ser tu ruina. Nunca es bueno estar
obsesionado con una mujer. O un hombre. El amor en general es peligroso.
—¿Y cómo lo sabrías?
Se encogió de hombros.
—Mira a nuestro padre. O madre. Mejor, mira a cualquiera que se fue
por ese camino. Siempre termina arruinándolo todo.
Le di una mirada molesta.
—¿Qué vas a hacer cuando tengas que casarte?
—Me la follaré y luego la dejaré —recalcó secamente—. No necesito
esa mierda de amor.
No le respondí. Sin importar lo que dijera, siempre tendría una respuesta
para todo. Así era Dante cuando se le metía algo en esa dura cabezota.
Prestándole nuevamente atención al idiota que se acercaba, fijamos
nuestra mirada en la misma puerta por donde habían salido las chicas más
temprano, pero las emociones eran distintas. Unas horas atrás, esperábamos
preocupados. Esa vez, lo hacíamos enfurecidos.
En el momento en que puso sus manos sobre mi chica canela su destino
era estar dos metros bajo tierra. Por ningún motivo dejaría que algún
hombre que la tocó viviera. De ninguna manera y por ningún motivo.
Y por fin apareció. Cabello rubio ondulado. Ojos marrones claros. Un
metro noventa. Con una sonrisita que reflejaba que no había aprendido
nada, que seguiría acosando chicas.
—Dietrich, por aquí. —Le hice un gesto con la mano.
—La diversión ya está por empezar —murmuró Dante, sonriendo con
malicia. La sonrisa en la cara del rubio imbécil desapareció, probablemente
sabía reconocer a una persona algo loca cuando la veía. Lástima que se
equivocaba. Dante estaba completamente desquiciado.
Los ojos de Dietrich fueron de Dante a mí, sus cejas se fruncieron,
puesto que no nos reconocía. Con pasos vacilantes, avanzó cojeando y con
una notoria cicatriz a lo largo de su frente. Probablemente gracias a la
botella de cerveza. También tenía el ojo morado, cortesía de Reina.
Sin embargo, eso no era nada comparado a lo que se le venía.
Llegamos hasta una villa que estaba a una hora de Saint-Tropez, cortesía de
Kingston, el Ghost de la Omertà. ¿Por qué tenía una villa en el sur de
Francia? Ni puta idea.
Dante viró bruscamente de derecha a izquierda, dándole golpes a las
ruedas mientras conducía por el camino de gravilla. Un cuerpo se azotaba
dentro del maletero con cada giro que daba, y cada vez su sonrisa se hacía
más y más grande. Mentiría si dijera que yo no lo hacía. Dietrich, quien
pasaría a estar muertich, iba a pasársela rezando cuando termináramos con
él.
Cuando nos estacionamos frente a la villa, me bajé del lado del pasajero
y rodeé la camioneta y abrí el maletero. Nuestro cautivo se veía un poco
golpeado, pero no lo suficiente. No lo estaría hasta que estuviera muerto y
en el infierno.
Nos detuvimos a las afuera de la villa y nos dirigimos por el camino
principal, con Dante a mi espalda. Justo cuando nos acercábamos a la
puerta del sótano, donde Kingston guardaba todo su equipo, apareció en la
entrada.
Supuse que quería participar en la lección. ¿O más bien sesión?
—Ghost —lo saludé, alzando mi barbilla.
—Príncipe Amargado.
Solté un resoplido sardónico mientras me daba cuenta de algo. No me
había sentido amargado desde que mi camino se había cruzado con el de
Reina de nuevo. Desde que sentí sus labios sobre los míos.
—Estamos listos para divertirnos —anunció Dante, agarrando a
Dietrich de su cabello rubio.
Kingston cruzó los brazos enfrente de él.
—¿Qué hizo?
—Acosó a mi chica —siseé—. Y se negó a escuchar su “no” en
respuesta. —Y dejé lo peor para el final—. Intentaba entregársela a Perez
Cortes.
La expresión fría de Kingston se volvió de piedra. Todo el bajo mundo
sabía lo que Perez Cortes les hacía a las mujeres. Se movió a un lado,
dejándome pasar. Todos odiábamos a los bullies, pero los idiotas que no
podían entender un simple “no” estaban en una categoría muy diferente.
Mis ojos escanearon las escaleras que nos llevaban abajo. Cuando ya
estábamos en la habitación, Dante tiró el cuerpo al piso. La cabeza de
Dietrich rebotó y su mirada se volvió borrosa. Su rostro estaba más rojo que
la mierda y el estúpido estaba sudando, las gotas se deslizaban por su piel
con moretones y caían al piso frío y gris que estaba a nuestros pies. El
miedo bañó su mirada de ojos marrones, pero no era suficiente.
Observé a mi hermano a mi espalda y le di un corto asentimiento que
decía: prepárate para jugar.
No me moví mientras la rabia de Dante inundaba el lugar, listo para
soltar el mismísimo infierno sobre ese imbécil. Mientras yo era experto en
controlar mis emociones desde pequeño, Dante prefería permitir que lo
consumieran. Lo malo: era un maldito impulsivo.
Empujé al idiota, le torcí el brazo en su espalda, me coloqué detrás,
agarrándolo del cabello. Ese movimiento era todo lo que necesitaba Dante.
Tenía un cuchillo en cada mano y los deslizó por su camiseta.
—Observa —le dije con calma al oído a Dietrich—. No seas gallina y
apartes la mirada.
Tiré más fuerte de su cabello para que tuviera una vista perfecta de lo
que Dante le iba a hacer. Luchó contra mi agarre, pero su trasero debilucho
no era competencia.
Dante sonrío, liberando toda su locura.
Clavó ambos cuchillos en los muslos. Un grito tronador llenó la
habitación e incluso hizo temblar la pequeña ventana.
Kingston rebuscó en su bolsillo y sacó un alicate.
—Mierda, estás demente —comentó Dante, riéndose como un
maniático—. ¿Por qué demonios tienes un alicate en tu bolsillo?
Presencié cómo el muerto hablaba del degollado.
Kingston caminaba como si flotara sobre una nube y abrió la boca
golpeada de Dietrich y le sacó un diente. Estaba acostumbrado a ver sangre
y violencia desde una edad temprana, pero, joder, siempre me causaba algo
desagradable ver cómo la boca de alguien era destruida. No era necesario
decirlo, pero ser dentista no era mi pasión.
—Hombre, qué asco —dije entre dientes, viendo cómo la sangre salía
de la boca de Dietrich. Kingston tenía la costumbre de quedarse con un
diente de cada hombre que veía morir o que mataba. Se decía que era el
único pasatiempo que tenía cuando crecía bajo la brutalidad de Sofia
Volkov.
Tal como mi madre había dicho un millón de veces mientras me criaba a
mí y a Dante: siempre había alguien que lo estaba pasando peor.
—Bien, ahora dinos cuáles son los planes que tiene tu jefe con Reina
Romero —demandé mientras la sangre caía por su barbilla.
Empezó a llorar.
—No sé —gimoteó—. Solo le gustan las rubias. A la otra solo la quería
para chantajearla con ella.
Litros de furia inundaron mis venas hasta que me sacudí. No podía dejar
que mis emociones me controlaran. No todavía.
En su lugar, saqué el cuchillo y lo apuñalé en el mismo muslo,
haciéndole una nueva herida.
Dietrich se puso rígido en mis brazos, lloriqueando como el pendejo que
era.
—¡Por favor! —gritó—. ¡Por favor! Nunca la volveré a tocar. A penas
le toqué el culo. —Los mocos le colgaban de la nariz—. Ella empezó la
pelea. Lo único que quería hacer era bailar con la muda y usarla para que su
estúpida hermana me siguiera hasta el coche.
Dijo todo lo que no debía decir. Solté una risa oscura y lo ataqué como
un tigre que va por su presa. Me enfureció que hubiera tocado a Reina. Un
gritó retumbó mientras Dante le cortaba la mejilla. Su sonrisa no era lo
mejor, pero su furia sí.
Nadie jodía con las chicas Romero. Y si tuviera que adivinar, estaba
seguro de que volvió loco a Dante escuchar cómo llamaba muda a Phoenix.
Si bien aseguraba que no le caía bien, sabía que el trato que había recibido
ella dio el empujón final para liberar la locura de Dante. Mi hermano sonrió
con crueldad y llevó de nuevo su cuchillo a la cara del imbécil.
—Dante, contrólate —advertí, entre dientes. Si se descontrolaba,
Kingston y yo tendríamos que contenerlo, y preferiría que la Omertà no se
enterara de lo desquiciado que estaba mi hermano—. Es más doloroso
cuando alargamos su dolor por más tiempo.
—Puedo dar testimonio de ello—intervino Kingston con frialdad.
—¡Qué se vaya a la mierda lo lento y fácil! —reviró Dante y empujé a
Dietrich al piso, imponiéndome sobre él.
Fue todo lo que necesitó mi hermano. Se lanzó hacia adelante,
quebrándole la muñeca al idiota, haciendo resonar el crujido del hueso.
Dante lo golpeó como loco. No paraba de darle puñetazos. La sangre le
salpicaba toda la ropa, y poco a poco, sus pantalones estaban bañados en
rojo.
Puse mi mano en su hombro y se congeló. Giró su cabeza y sus ojos
conectaron con los míos, esa oscuridad tan familiar acechaba su mirada azul
oscura. Dijo:
—Cuando termines con él, le cortaré la lengua por hablar de ella de esa
manera.
Ella. Phoenix o Reina. No sabía, pero igual asentí, sabiendo que eso era
lo que necesitaba.
Miré alrededor hasta que mis ojos dieron con una cuerda que estaba en
un rincón.
—Tráeme la cuerda —le pedí a Dante, sabiendo que se aseguraría de
que las muñecas del cabrón sufrieran cuando terminara de atarlo.
Apunté hacia el balaustre de metal, encontrándome con la mirada de
Kingston.
—¿Te molesta si lo atamos a la parte de debajo del balaustre?
—Adelante.
Arrastré a un Dietrich lleno de sangre hasta las escaleras, y Kingston ató
sus muñecas a varios balaustres de metal. La pared era alta y cuando se
movía hacia atrás, el idiota parecía un saco de papas colgando.
Dante sacó sus cuchillos de los muslos del imbécil, y los limpió en sus
pantalones mientras Dietrich chillaba y se orinaba encima al mismo tiempo.
—Maldición, odio cuando se orinan encima —comentó, inexpresivo,
Kingston—. La pestilencia.
—Rómpele la camiseta —le ordené a Dante. Kingston se colocó a mi
espalda, en una silla, feliz de ser un espectador de la escena que íbamos a
montar.
Me di la vuelta para mirar a nuestra presa, su camiseta ya estaba abierta,
dejando su torso expuesto. Al parecer, el imbécil se pasaba horas en el
gimnasio pensando que era el sueño de todas las mujeres, dispuestas o no.
Sacando mi propio cuchillo de la funda, aquel que mi padre me había
dado en mi décimo cumpleaños, el que usé cuando maté por primera vez y
las que la siguieron. Caminé más cerca de Dietrich, quedándome a medio
metro de él para observar cómo la vida lo iba a abandonar. Silencio llenó el
sótano.
Miré a Dante.
—¿Lo dejamos así, colgando?
Dante le apuntó al rostro con su cuchillo.
—Solo si después lo cortamos parte por parte.
—Me parece justo. —Presioné la punta de mi cuchillo contra su mejilla
—. Comencemos. —No tuve que presionar mucho para que la sangre
empezara a chorrear y correr por su cara como lágrimas carmesíes. Una
lenta sonrisa se dibujó en mi rostro.
—¡El cartel Cortes irá tras tu cabeza si me matas! —bramó, pero no nos
conocía. No sabía lo que representábamos. No había escape cuando te
encontrabas con nosotros—. S-son la mafia brasileña.
Solté una risita.
—¿Eso nos debería asustar? —De verdad, Kian debería acabar con su
hermano lunático y liderar. El mundo sería un lujar mejor—. Los estaré
esperando.
—Son unos malditos lunáticos.
—Te equivocas —respondí, mi tono era más frío que el hielo.
—Somos sádicos —intervino Dante—. Nos criaron para serlo. Pero
tú… —Dejó que el silencio hiciera lo suyo por varios latidos—. Atrapas a
mujeres inocentes y se las entregas a un psicópata. Vamos a hacerte lo
mismo que Perez Cortes les hace a sus víctimas.
Los enemigos de mi padre le hicieron mucho daño a mi hermano. Él
decía que no recordaba, pero en el fondo, estaba bastante seguro de que
reprimía sus recuerdos para sobrevivir. Por eso, lo dejé que lidiara con ellos
de la única manera que sabía: permitiéndole que liberara todos sus
demonios con tortura.
Tal como había dicho, éramos sádicos.
Uno más que otro, mas no profundicé con detalles. Mi sed de venganza
había disminuido esas últimas semanas. No había espacio para nada más
que Reina, y nada que ver con el documento que mi madre necesitaba con
tanta desesperación. Sin embargo, esto… no lo dejaría pasar.
Para respaldar lo que decía, Dante cortó todo el estómago de Dietrich,
profundo y con fuerza. Gritó mientras la sangre salía por el corte. Sonreí, y
le apliqué dos cortes más.
—¿Ves, Dietrich? —Di un paso hacia atrás mientras nos gritaba
asesinos—. Acabamos de cortarte el estómago, es cuestión de minutos para
que tus órganos comiencen a deslizarse hacia afuera.
—N-no, por favor —balbuceó. Nunca aparté la vista de su patético
cuerpo, se debió de dar cuenta que iba a morir.
Dante puso los ojos en blanco.
—Va a ser una larga noche.
El imbécil empezó a gritar, patear y agitarse. Con eso solo aceleraba su
muerte. Podría ser una buena estrategia dada sus circunstancias, no
obstante, Dante ni siquiera había saciado su sed de venganza. Ni siquiera
había empezado.
Así que lo marcó. Cada centímetro de Dietrich tenía la palabra
“violador” grabada en su piel, mientras el idiota gritaba tan fuerte que todo
Saint-Tropez nos hubiera oído si no fuera porque las paredes eran
insonoras.
Con un último grito, todos sus esfuerzos fueron en vano y sus piernas
cayeron flácidas hasta que sus dedos tocaron el concreto del sótano. En
segundos, los cortes que le había hecho se abrieron y sus entrañas se
derramaron por todo el suelo.
Y, demonios, me hacía sentir demasiado bien saber que nos habíamos
deshecho de un idiota más que no entendía que no es no.
CAPÍTULO CUARENTA Y UNO
REINA
Me reí.
—Como si Alexander fuera a dejar a los trillizos fuera de su vista —
murmuré, bajo.
—Llámala y encárgate de ello. —Ordenó en señas, la frustración tiñó
su rostro—. Llama. No FaceTime.
—¿Puedo usar tu teléfono? No sé dónde dejé el mío.
Asintió y regresó a su lugar en la mesa.
—Si te pide hablar conmigo, dile que no estoy disponible. Ni hoy ni en
un futuro próximo.
Phoenix estaba realmente molesta con nuestra abuela. Había estado
sucediendo con mayor frecuencia los dos últimos años.
Mi dedo se acercó hasta donde salía el contacto de la abuela y exhalé
pesadamente, y luego pulsé llamar. Contestó al primer timbre.
—Hola, abuela —saludé. Sabía que era yo, ya que Phoenix no la
llamaría. Era más de FaceTime y mensajes de texto, por obvias razones.
—¡Reina! ¿Dónde están? —Abrí la boca para responder, pero antes de
hacerlo, siguió hablando—. ¿Saben lo preocupada que estaba? —Su voz
incrementó en algunos decibeles con cada palabra que decía. Alejé el
aparato de mi oreja antes de que me dejara sorda—. Pensé que estaban
muertas. Mi bebé. Y en su cumpleaños número dieciocho.
—Nos quedamos dormidas.
Raven se golpeó la frente. Athena negó vigorosamente con la cabeza.
Parpadeé sin entender. Amon lucía tan confundido como yo, mientras Dante
se reclinaba hacia atrás en la silla, con una expresión de aburrimiento. No sé
por qué creía que aburrir a Dante era como encender la mecha de una
bomba, aunque no tuviera argumentos para asegurarlo.
—Le dijimos que estábamos en Saint-Tropez. —Athena medio gritó,
medio susurró.
—¿Por qué hicieron eso? —Moví los labios.
Raven y Phoenix pusieron los ojos en blanco.
—Se me salió —admitió, avergonzada, diciéndolo en señas, al mismo
tiempo, para Phoenix—. No pensé que me iba a llamar, así que, lo dije sin
pensar.
—Sí, pensó que estaba en un confesionario —agregó Raven.
—Reina, ¿me estás escuchando? —La voz de la abuela me interrumpió.
Mierda, me perdí lo que dijo.
—Sí, perdón. —Todo mi cuerpo estaba tenso, dándome cuenta de que
no era buena engañando. Se debió de haber dado cuenta—. La verdad es
que no. No presté atención. ¿Me lo puedes repetir?
Con eso me gané otra regañada de su parte. Alejé el teléfono de mi
oreja.
La mano de Amon se posó en mi muslo, bajo la mesa, apretándolo en
muestra de apoyo.
—¿Qué están haciendo en Saint-Tropez? —demandó.
Mis ojos cayeron en las chicas, sin querer responder algo distinto de lo
que ya le habían dicho.
Tapé el micrófono y susurré:
—¿Le dijeron por qué estábamos aquí?
Isla se encogió de hombros.
—Le dijimos que era tu sorpresa de cumpleaños.
Asentí.
—Era una sorpresa de las chicas por mi cumpleaños —le expliqué a la
abuela.
—¿Estás solo con las chicas? —cuestionó.
—Sí, solo nosotras. —La mirada de Dante se enfocó en mí y decía
“mentirosa”, pero lo ignoré. Aun así, vi cómo Phoenix lo miraba. Con
anhelo. Observaba a Dante con tanta añoranza en sus ojos que me dejó sin
palabras—. ¿Quién más iba a estar? —pregunté, de manera ausente.
La abuela se rio.
—Conociendo a las chicas, te iban a sorprender con un espectáculo de
chippendale.
—Pues, nada emocionante como un show de esos —repliqué con
sequedad. Aunque, era debatible, no sé si la prisión iba en la misma
categoría. Tampoco le preguntaría.
—Te envié tu regalo de cumpleaños a tu apartamento —gruñó—. Me
hubiera gustado saber que no iban a estar allí.
Mis hombros cayeron.
—Perdón, abuela. Yo tampoco sabía.
—¿Lo has pasado bien hasta ahora? —Curioseó, relajando un poco su
tono.
Mis ojos encontraron a Amon y sonreí suavemente.
—Sí, gracias.
—Feliz cumpleaños, Reina.
—Gracias.
—Tu mamma estaría tan orgullosa. —Su voz era baja, como si tuviera
miedo de que me quebrara y todas mis emociones se liberaran. La primera y
última vez que la había visto llorar fue cuando Mamma murió—. Lo sabes,
¿verdad?
Tragué, mi pecho se apretó.
—Sí.
—Espera, el abuelo Glasgow quiere hablar contigo. También. Livy y
Alexander. Te quiero mucho, bebé.
—Yo también.
Los siguientes veinte minutos, recibí una ronda de felicitaciones, Livy
se burló, los trillizos gritaban y Alexander gruñó.
—Si necesitan un lugar para quedarse en el sur de Francia, les puedo
mandar un auto para que las recoja. —Ofreció Alexander. Era un hombre de
negocios muy exitoso y realmente adinerado. A la abuela una vez se le salió
que Alexander desmanteló la editorial que pertenecía a la madre de Livy.
No era necesario decir que el comienzo de su relación fue difícil.
—Gracias, Alexander, pero me niego a tocar cualquier superficie donde
tú y Livy hayan tenido sexo. Gracias de igual manera.
Soltó una risa entre dientes, algo difícil de escuchar.
—Una adolescente no debería tener ese tipo de pensamientos.
Me burlé.
—Seguro no pensabas en eso cuando tenías mi edad. Además, soy
legalmente una adulta. —El silencio fue su respuesta—. Bien. Suficientes
felicitaciones. Sálvame de la abuela y dile a todos que ya terminamos la
llamada. Avísale que la veremos cuando termine el verano, ¿bien?
—Sí, yo me encargo de la Dragona —murmuró.
—Sé que puedes manejarla. Bye. —Terminé la llamada y deslicé el
teléfono hacía Phoenix—. No fue para tanto.
Puso los ojos en blanco.
—Cuando se entere de que nos arrestaron, lo será.
—Cuando llegue ese día, nos preocuparemos. —Ojalá nunca, si es que
lo que nos dijeron los chicos era verdad y habían limpiado nuestro historial.
Dante apoyó los codos en la mesa, su cabeza seguía el intercambio entre
Phoenix y yo. Mi hermana se debió haber dado cuenta por que lo miró.
—¿Qué miras?
No respondió, solo le dedicó una sonrisa. Ese día se veía más relajado
que los anteriores. Pero, debía parar de observarla fijamente. A Phoenix no
le gustaba llamar la atención, le molestaba.
—No te le quedes mirando —murmuré, advirtiéndole—. Lo odia. A la
mayoría de las chicas les molesta. —Dante giró la cabeza lentamente en mi
dirección, como diciendo, “¿y qué?!” y aquello solo avivó mi mal humor—.
No vengas a llorarme cuando te lance fuera del yate.
Los labios de Dante se curvaron.
—Buena idea —pronunció, perezosamente—. Todos podemos ir a
nadar. Le diré al capitán que coloque algo para que nos deslicemos.
Interpreté lo que nos dijo a Phoenix, y luego tomé mi vaso de jugo de
naranja.
—¿A qué se refiere con qué nos deslicemos en algo? —me preguntó.
Me encogí de hombros mientras tomaba un sorbo de mi jugo—. Ojalá no se
trate de su polla.
Casi me atraganto. Diablos, eso fue gracioso. Normalmente, Phoenix
era una chica pacífica hasta que la sacabas de quicio. Me hacía preguntarme
qué le había hecho Dante.
Apreté los labios en una línea. Por ningún motivo iba a decir lo de su
miembro. Pero, claro, Raven estaba feliz de hacer de intérprete cuando se
trataba de pollas.
—Decía que, si “con algo para deslizarnos” te referías a tu polla, te lo
cortaría. —Después, de lo más normal, se metió una fresa en la boca.
Un coro de risas le siguió y le di una mirada de disculpa a Amon. Él y
Dante eran cercanos.
—Disculpa —musité—. Solo está bromeando.
Amon no parecía preocupado. Se reclinó en la silla y me guiñó el ojo.
Esa sensación de embelesamiento se agitó en mi pecho cada vez que ese
hombre estaba cerca. Me hechizaba con su mirada, llena de promesas
silenciosas y susurros de pasión que hacía que mi vientre bajo estuviera en
vuelto en calor.
—Déjalos que arreglen su mierda solos —mencionó, sin expresión.
Mi sonrisa se agrandó y ni siquiera me molesté en ocultarla. Esa
felicidad y luz que estaba sintiendo cuando estaba junto a él era única.
Confiaba en él incondicionalmente y había algo fascinante en aquello.
Mi propio príncipe.
—¿Quieres nadar en las aguas cristalinas del sur de Francia en tu
cumpleaños? —preguntó—. Hoy es tu día. Haremos todo lo que desees.
—Todo suena bien, cuando lo propones de esa manera —murmuré con
suavidad, y mi mirada fija en sus labios—. Aunque, prefiero más el sexo —
añadí, en voz baja.
Me respondió soltando una carcajada y cinco pares de ojos se nos
quedaron mirando.
—¿Qué es tan gracioso? —inquirió Dante.
—Eso, también queremos saber —mencionó Isla, sus ojos brillaban
como esmeraldas—. También nos queremos reír.
Amon y yo compartimos una rápida mirada, sin embargo, nos quedamos
en silencio.
—Sé cuidadosa. —Me recordó Phoenix, en señas, observándome—. No
quiero que te lastimen. Y la familia Leone tiene la costumbre de hacerlo.
La expresión de mi hermana de nuevo se veía atormentada, y,
nuevamente, me cuestioné qué le habría pasado para decir aquello. ¿Se
refería a Angelo Leone o quizás al hijo que tanto se parecía a su padre? No
podía ser Amon o si no ya me lo hubiera dicho.
—¿Qué sabes? —Señé mi interrogante, los movimientos de mis manos
eran rígidos al comunicarme. Esa vez, no lo dije en voz alta.
Ladeó la cabeza, con una expresión extraña y contemplativa en su
rostro. Por un momento, creí que me diría, y tragué saliva, con la garganta
apretada. Pero luego algo me aterrorizó, un pensamiento se coló en mi
mente: Nunca renunciaría a Amon. Por nada ni nadie.
Me observó fijamente, su expresión era ilegible y desconocida. Aspiré
el aire de mar y disfruté cómo la brisa acariciaba mi piel. El suave sonido
de las olas chocando contra el yate tranquilizaba mi alma, pero la corriente
que había entre nosotras convertía ese momento en algo tenso. Mis rizos se
agitaron contra el viento y mi corazón se apretó; miré fijamente a mi
hermana. No me gustaba verla así, y sabía que algo la estaba molestando.
Sin embargo, su expresión se serenó y pegó una sonrisa en su rostro.
—Nada. Feliz cumpleaños, hermanita. Te amo.
CAPÍTULO CUARENTA Y DOS
REINA
E ldecapitán ancló el yate a una pequeña costa cercana. La Moutte era una
las playas más vírgenes entre las costas de Saint-Tropez y
Pampelonne, y, aun así, seguía estando oculta.
—¿Cómo esta gema ha podido seguir siendo un secreto? —preguntó,
asombrada, Athena.
—El ayuntamiento solo le permite a la gente del pueblo bañarse en ella.
Al parecer, tener nuestro yate anclado por un año nos convierte en
“lugareños”. —Amon le respondió mientras su mirada se encontraba con la
mía—. ¿Quieres ir a explorar?
—Eso no tienes que preguntarlo.
El sol brillaba sobre el mar, tentándonos a que nos metiéramos. El ligero
vaivén del yate indicaba que el mar estaba lo suficientemente calmado para
explorar el desconocido fondo del mar.
Nos untamos protector solar y cuando Amon se ofreció a aplicármelo en
la espalda, aproveché la oportunidad, ansiosa por sentir sus manos sobre mi
piel. Llevaba el mismo bikini que el día anterior mientras escuchaba a la
distancia una sarta de palabrotas en italiano.
Miré por sobre mi hombro a Amon.
—¿Qué sucede?
Solo puso los ojos en blanco, sin detener sus movimientos,
asegurándose de no dejar ningún sitio sin protección.
—Dante quiere cenar steak. El chef le dijo que estaba preparando
mariscos y que ya tenía listo el menú del día.
—¿No le gustan los productos del mar? —cuestioné.
—Es alérgico.
—Oh.
Nos equipamos con gafas y snorkels, y nos dirigimos a la parte trasera
de la cubierta y trepamos la plataforma pequeña, listos para sumergirnos.
Bajo nuestros pies, el agua brillaba como si estuviera repleta de diamantes.
Era tan clara y traslucida que era casi como mirar por un caleidoscopio y
ver ondas turquesas, verdes llamativos y azules oscuros.
—Es grandioso. —Aprecié. Pude oír los chapuzones, confirmando que
las chicas ya se estaban lanzando. No las podía ver desde donde estaba, así
que era como si estuviéramos a solas en el mundo.
—A la cuenta de… —Empezó Amon, sosteniendo mi mano—. ¡Uno,
dos, tres!
Saltamos. El agua se sentía fría contra mi piel cuando nos sumergimos.
Me cortó el oxígeno y soltó el nudo del top de mi bikini, el cual
rápidamente sujeté con mi mano libre. Haberme puesto uno de una pieza
hubiera sido lo más inteligente para bucear, pero la sensación del agua
contra mis pechos desnudos era vigorizante y liberadora.
Mientras íbamos más profundo, mi pie rozó la superficie del fondo,
donde el agua era más refrescante. Con los ojos cerrados, me deleité con el
silencio, tan solo sintiendo la corriente de pequeñas olas chocar suavemente
a mi alrededor. Dándome impulso con el fondo del mar, subí fácilmente y
salí a la superficie mirando hacia el cielo. Saboreé la sal mientras abría la
boca para llevar aire a mis pulmones.
Hicimos snorkel un rato, moviéndonos con toda la tranquilidad por las
aguas más oscuras. Me quité las gafas y me deshice del exceso de agua de
mis ojos. Cuando los abrí, me encontré con la sonrisa eufórica de Amon,
sus brazos extendidos, listos para levantarme y sentarme en una roca donde
estaba recostado.
—Te encanta el mar —afirmó y me reí, incapaz de ocultar la dicha de
disfrutar ese simple placer. Hubo un tiempo en que hacer surf era mi
deporte favorito. Si era honesta, la parte del surf no me importaba, mas no
quería renunciar a la sensación del océano y esa tranquilidad relajante que
te daba el conocer la vida más allá de la superficie.
—De verdad me encanta —admití, sonriendo en grande—. Incluso
cuando mi top está a punto de caerse.
—Podrías andar topless como los franceses —mencionó, con voz ronca,
sus ojos se oscurecieron y aceleraron mi corazón.
—No soy francesa —aclaré, con la garganta apretada, intentando obviar
esa imagen.
—Entonces, déjame atarlo por ti. —Se ofreció. Le di la espalda y me
ató las tiras del bikini a mi cuello. Observé el casco azul oscuro y el blanco
brillante de la cubierta del yate, irradiando una majestuosa imagen elegante.
Feliz de la vida me hubiera abierto de piernas sobre esa cálida roca, bajo el
sol, con las manos de Amon sobre mi piel, para siempre.
Amon me advirtió que no podíamos alejarnos tanto de la embarcación
en nuestra aventura bajo del mar.
El yate no estaba tan cerca ya que al parecer el chef se había apresurado
a regresar a la costa para conseguir el filete para Dante, y la corriente estaba
fuerte.
Era hipnotizante poder flotar sobre esas aguas cristalinas a una
profundidad, de lo que creía, eran unos diez o doce metros, pero daba paz
mental saber que podíamos descansar allí para recuperar el aliento. Era
increíble haber podido ver los fondos arenosos y rocosos marinos y admirar
los pececitos plateados con colitas amarillas que iban de allá para acá.
El cielo despejado y el horizonte perfectamente limpio absorbía toda mi
vista, haciéndome creer que estaba en el paraíso. Solo los dos. La ligereza
en mi pecho se sentía tan bien. La calidez del sol y el sudor que se había
acumulado en mi cuello, me pedía a gritos que nos sumergiéramos de nuevo
al mar para refrescarnos.
Avancé por el agua, me di la vuelta y enrollé mis brazos alrededor de su
cuello mientras los de él rodeaban mi cintura.
—Este es el mejor cumpleaños de mi vida —susurré, acercando mi
rostro al suyo—. Gracias.
Rozó sus labios delicadamente contra los míos, dejándome saborear la
sal y algo más que era propio de él.
—Feliz cumpleaños, nena.
Mis labios se curvaron y me di cuenta de que los dos sonreíamos,
nuestros labios eran un reflejo del otro.
—Nena, ¿eh? —me burlé—. Tienes tantos apodos para mí, y yo todavía
tengo que pensar en uno.
—Ya tienes uno para mí —señaló. Cuando fruncí el ceño en confusión,
explicó—: Príncipe Amargado.
Solté un resoplido molesto.
—No es un apodo bonito ni dicho con cariño.
—Tu padre me apodó así. —Capté el momento en que se arrepintió de
esas palabras. Recordaba que ya me lo había contado. También, había
escuchado a mi padre llamarlo así, cuando espiaba tras la puerta. Apreté mi
agarre en él y envolví mis piernas en su cintura.
—Puedes ser mi príncipe —propuse, juntando nuestros labios—. Nunca
más Príncipe Amargado. No te preocupes, si alguna vez vuelvo a escuchar
que mi papà te llama así, le diré unas cuantas verdades.
Se rio entre dientes.
—De eso no me cabe duda, Chica Canela.
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —Curioseé, queriendo cambiar de tema.
No quería que ninguna sombra o fantasma arruinara nuestro día. Al día
siguiente lidiaría con ellos, uno por uno. Quizás era ingenua o cursi, pero
estaba metida completa en esto.
Y él era mi final feliz.
—Noviembre —respondió, moviendo su boca por mi mentón y hacia mi
cuello—. El dieciséis de noviembre.
Ladeé el cuello, un leve escalofrío recorrió mi cuerpo.
—Tendré que superar este día para tu cumpleaños.
Mordió mi cuello gentilmente.
—No me interesa que lo superes. Solo que estés presente ese día.
Alejándome un poco de su toque, nos miramos.
—Te juro que estaré en tu cumpleaños —prometí, con el océano azul
siendo nuestro único testigo.
—Te cobraré esa promesa, Reina Romero.
Escuché una estruendosa risa a lo lejos y ambos nos giramos justo a
tiempo para ver a Isla y Phoenix ubicarse en la parte superior del tobogán
que estaba en la cubierta superior y luego tirarse. Ambas chillaron todo el
camino hacia abajo y sus cuerpos cayeron al agua con un fuerte chapuzón.
Esperé a que asomaran sus cabezas hacia la superficie, boqueando como
peces fuera del agua y haciéndonos reír.
—¿Quieres intentarlo? —Ofreció Amon y negué.
—No, prefiero quedarme aquí.
El yate se giró lentamente y el nombre, el cual no había visto antes,
apareció. Mis ojos se abrieron de par en par mientras registraba las palabras
y el símbolo que las acompañaba.
—Amon, el n-nombre —balbuceé—. El símbolo. —Percibí cómo se
tensaba y lo miré—. ¿Cómo? ¿Por qué?
Estaba claro que no podía articular ninguna palabra.
—Siempre has sido tú, Chica Canela. —Su voz era rasposa y profunda,
provocándome tantas cosas—. Solo que no lo sabía.
—¿Y el símbolo Kanji? —Comencé, llevando mi mano a mi cuello. Me
tensé, al tocar solo piel. Subí la otra mano, tocándome frenéticamente.
—¿Qué sucede?
—El collar de mi madre. —El estómago se me revolvió. El pánico me
azotó. Mis ojos vagaron por todos lados, buscando en el agua. No nos
habíamos movido mucho, ¿cierto?—. Lo traía puesto. —Respiré, me
llamaba la atención cada brillito que había en la superficie—. Nunca me lo
quité.
—Cálmate. —La voz de Amon cruzó la barrera de mi pánico. Su mano
se acercó a mi rostro y acunó mis mejillas—. Lo encontraremos.
—No puedo perderlo, Amon —musité.
—Lo encontraremos. —La convicción en su voz me tranquilizó, aunque
en el fondo sabía que encontrar una joya en el mar era como buscar una
aguja en el pajar—. Nademos hasta la cubierta y luego volveré y lo buscaré.
Le pediré a alguien de la tripulación que me ayude.
—Bien.
Nadamos de vuelta al yate donde Dante estaba de pie. Me escrutó, mi
pecho subía y bajaba, antes de que dijera:
—¿Qué ocurrió?
—Perdió su collar. Vigílala —ordenó Amon—. Me llevaré a algunos de
la tripulación y lo buscaré.
—¿Un collar? —Dante parecía confundido. Mi labio inferior tembló.
Nunca me había quitado su collar, incluso cuando surfeaba. Había sido su
último regalo y era valioso—. ¿Cuánto cuesta?
Parpadeé, las lágrimas quemaban el fondo de mis ojos.
—No mucho —susurré, mis dedos iban a tocar el collar, pero me detuve
a mitad de camino. Ya no estaba allí.
—¿Entonces por qué el pánico? Déjalo. Por los infiernos, te compraré
otro si Amon no lo hace.
Tragué.
—Era de mi madre. —El pánico estaba escalando mientras todos los
recuerdos se acumulaban en mi garganta—. Me lo dio cuando se estaba
muriendo —admití, con las lágrimas corriendo por mi rostro.
Dante me dio una mirada extraña, pero no me importaba. Amon me tiró
entre sus brazos, nuestros cuerpos aún estaban mojados por el mar.
—Lo encontraré. Lo prometo.
Me aferré a sus palabras, intentando calmar mi agitación. Y asentí;
murmuré algo para que no se preocupara.
—¿Traigo a sus amigas y hermana? —Ofreció Dante, aunque lo corté
antes de que diera otro paso.
—No. —Tomé su brazo—. Por favor, no. Déjalas que disfruten.
Prefería que mi hermana no presenciara mi ataque de pánico que estaba
empezando a aumentar. Me aferré a la calma de Amon y Dante; sin
embargo, sentía cómo las olas de pánico se iban formando poco a poco.
—¿Estás segura? —preguntó Amon, mirándome preocupado.
Asentí e incluso me las arreglé para sonreírle.
—Sí.
Debí de haber lucido convincente, porque dentro de los siguientes dos
minutos, se había lanzado al mar con otros integrantes de la tripulación,
mientras Dante me vigilaba. Amon le ordenó a su hermano que no apartara
su atención de mí, mientras tanto, me quedé mirando las aguas azules y
cristalinas.
Seguí sus movimientos y al mismo tiempo intentaba apaciguar mi
respiración al mirar los reflejos que se le hacían en el cabello oscuro
mientras se movía de un lado a otro, dirigiendo la búsqueda. Me fue
imposible enfocar la mirada, y no pasó mucho hasta que comenzaron los
temblores.
«No en ese momento». Esas palabras se seguían repitiendo una y otra
vez en mi mente. «Por favor, no en ese instante».
Me rodeé con los brazos y apreté con fuerza mis costados, intentando
controlar mi respiración, inhalando y exhalando. Mis pulmones se
quemaban y mi cuerpo enteró se sacudió. Ya no había manera de detenerlo.
Estaba a punto de quebrarme en medio de la cubierta del yate de Amon, en
mi cumpleaños.
—Respira, Reina. —La voz de Dante logró penetrar la niebla en mi
cerebro. Me giró para que quedáramos frente a frente. Un puño invisible
rodeaba mi cuello, apretando con fuerza y bloqueando cualquier vía de
oxígeno. Tenía el corazón en la boca. Me sentí débil, con la necesidad
sobrecogedora de sentarme en el piso y quedarme en posición fetal.
Mis rodillas cedieron, pero antes de colapsar, los dedos de Dante me
sostuvieron de los brazos y me mantuvo en pie.
—Respira o tendré que tomar medidas drásticas y no te gustarán. —
Miré sus ojos y noté que no eran negros como había pensado. Eran de un
azul medianoche—. ¡Ahora! —ordenó con firmeza.
Tragué aire, sonó como si me estuvieran raspando la garganta.
—Bien. Ahora exhala. —Seguí sus instrucciones, respirando lentamente
hasta que mi corazón recuperó su ritmo normal. Su voz era distinta a la de
Amon, pero igual de profunda y extrañamente calmante.
Sus manos permanecían en mis brazos mientras me observaba, viendo
demasiado. No obstante, había algo en sus ojos que me decía que también
cargaba con sus propios demonios.
—¿Ves?, mucho mejor. —Su expresión cambió o quizás en mi estado de
pánico no me di cuenta. Porque, en ese momento, su rostro solo transmitía
que le daba igual lo que me sucedía.
Me soltó, dando un paso hacia atrás. Me tambaleé, parpadeando ante su
abrupto cambio de humor. El silencio se extendió a minutos y, en el fondo,
sabía que al igual que Phoenix, a Dante tampoco le agradaba que se le
quedaran mirando.
Sin embargo, seguía allí de pie, incapaz de apartar mi mirada,
observando sus demonios y recordando los míos.
—Gracias.
Una simple palabra. Pero había algo en ella, o quizás fueron mis ojos
inquisitivos, hicieron que su expresión se cerrara y se volviera tan helada
que se me erizó toda la piel. Me recordaba a su padre más de lo que me
hubiera gustado admitir.
Mientras Amon no se parecía en nada a Angelo Leone, Dante era la
copia exacta de él. Me preguntaba si también había heredado la crueldad de
su padre, porque había escuchado que Angelo Leone era conocido por
torturar a su propia familia.
CAPÍTULO CUARENTA Y TRES
AMON
M e lo¿Reina
dio cuando se estaba muriendo.
vio cómo moría su madre? Al parecer sí. ¿Y por qué Grace
Romero le daría a su hija un collar que le pertenecía a la antigua amante de
su esposo? Era claro que estaba sucediendo algo jodido.
Pero primero, debía encontrar el collar de mi madre y asegurarme de
que Reina se calmara.
El pánico en su mirada… Me desgarró de adentro hacia afuera. Como si
necesitara volver a confirmar lo jodido que estaba por esa chica. No
soportaba ver sus lágrimas, cualquiera que fuera el motivo por ellas.
«Estás obsesionado con Reina».
Las palabras que Dante me había dicho me atormentaban. Fue testigo de
lo mucho que significaba para mí esa chica, cómo daba vueltas mi mundo,
sin siquiera intentarlo.
Un brillo atrajo mi mirada y me sumergí una vez más. Habíamos estado
en eso por al menos una hora, pero no me rendiría. No íbamos a desanclar
el yate hasta que encontrara el collar. Todavía debía darle un dije con el
símbolo Kanji que le había comprado para que lo uniera al de su collar, y ni
muerto iba a dejar que se arruinara su cumpleaños bajo mi cargo.
Cuando llegué al fondo del mar y tomé eso que brillaba, supe que la
búsqueda había acabado. En mis manos tenía el collar refinado con
diminutas piedrecitas. Tras eso, me impulsé de vuelta a la superficie.
Inhalé todo el oxígeno posible hacia mis pulmones y limpié mi rostro.
El broche se veía desgastado, probablemente por lo antiguo que era, pero
eso lo remediaría con el regalo de cumpleaños que le tenía preparado.
Nadé de vuelta al yate, mi hermano y Reina permanecían en el mismo
sitio, sus largos rizos se agitaban por sobre los hombros de Dante, y mi
pecho se apretó. Lucían bien juntos. Algo en ellos funcionaba.
Aun así, en el fondo sabía que mataría a mi hermano si me la
arrebataba. Amaba a Dante, pero jamás la cedería a ella, eso no. Tenía un
puesto en la Omertà. Eso se lo di sin problema. Incluso, le daría a la
Yakuza. Pero jamás le daría a Reina.
Odié que me atormentaran las palabras de mi madre sobre Tomaso
Romero, que no me dejaran en paz. Reina no miraba a Dante con corazones
en sus ojos. No le sonreía de la manera que lo hacía conmigo. Ella era mía y
solo mía.
Y esa sería a la única corona a la que no renunciaría.
Ya en la cubierta, Reina se aproximó hacia mí, descalza, y todavía
llevando ese bikini sexy. Las suaves curvas de su cuerpo eran una gran
tentación, pero no quería apresurarme. Por su bien.
Sus ojos zafiros me observaban, llenos de esperanza, mientras su labio
inferior temblaba.
—¿Y?
Abrí la palma de la mano y soltó un suspiro de alivio. Se lanzó contra
mi cuerpo, su cálida piel mojándose con las gotas de agua que me recorrían.
—Gracias —murmuró, su boca se curvó hacia abajo mientras sus
hombros se relajaban—. No tienes ni idea de lo mucho que significa para
mí. Muchas gracias.
Comenzaba a hacerme una idea de cuán importante era para ella y de
dónde surgían los ataques de pánico y la ansiedad de Reina. Sin embargo,
esa conversación quedaría para otro día. No en su cumpleaños.
—De nada. —Crucé mi mirada con la de mi hermano por sobre la
cabeza de Reina, su expresión era sombría y desaprobatoria. Pensaba que
las chicas eran una distracción, aunque se equivocaba. Encontraríamos ese
documento que tanto necesitaba mi madre y después dejaríamos que ellos
se encargaran de su propia mierda. No podían obligarnos a vivir en el
pasado.
—Gracias por quedarte con ella, Fratello.
Asintió, antes de darse la media vuelta y dejarnos a solas. Reina levantó
su rostro y me miró, sus mejillas estaban húmedas y sus ojos cristalizados.
—Estoy tan agradecida de que lo encontraras.
—Podrías reemplazar ese collar —dije, suavemente, secándole las
lágrimas.
Negó.
—Algunas cosas no tienen precio. Esta es una de ellas. —Se puso sobre
la punta de sus pies y presionó sus labios contra los míos—. Y también tú,
Amon Leone. Te amo.
Dios, esa chica. Esa mujer. Daba igual lo que fuera. La manera en que
no tenía miedo de sus emociones era mi debilidad. Sí, era hermosa. Sí, era
encantadora y me encantaba hablar con ella. Pero era su corazón lo que
había destruido mi armadura y mi razón.
Rocé de lado a lado mi nariz contra la suya.
—También te amo, Reina, mi chica canela.
Era la verdad. La amaba más de lo que podía odiar a su padre por lo que
le había hecho a mi madre. Mi amor por ella rivalizaba con el que sentía por
mamá. Ella, quien me había enseñado sobre el honor y la importancia de la
familia. Sin embargo, Reina, aunque ella lo supiera o no, me había
enseñado cómo dejar atrás aquello que me hacía daño.
—Tú y yo —declaré, sus ojos me sostuvieron la mirada.
Me hacía sentir como que volaba, sentirme más ligero, como nunca lo
había sido. Me hacía olvidar el pasado, la venganza y todos los problemas
que nuestros padres nos habían heredado.
Solo éramos nosotros dos; y eso era lo único que necesitaba.
CAPÍTULO CUARENTA Y CUATRO
REINA
M e ama.
Amon Leone me ama. Lo dijo, y esas dos palabritas se clavaron en
mi pecho, penetrando en cada vena hasta llegar a mi corazón.
Siempre supe que lo amaba. Sus sonrisas. Su hermoso corazón. Cómo
me besaba. Su inteligencia. Su vulnerabilidad. Sus gestos románticos,
incluso cuando intentaba ocultarlos detrás de una expresión estoica.
Y, por sobre todo, confiaba en él. Confiaba en que no me rompería el
corazón.
Mientras veía cómo las chicas se reunían, bromeando y riéndose
histéricamente, esas dos palabras seguían entonándose en mi corazón y
cabeza. Así se sentía la felicidad. Así se sentía estar enamorada y me
aferraría a ese sentimiento por siempre.
El día comenzó con el entusiasmo de la llamada de la abuela y tomó un
giro oscuro cuando perdí el collar.
Sin embargo, al final todo terminó bien, para la hora del almuerzo, el
yate ya se dirigía camino hacia la línea costera.
Las chicas se recostaron en la cubierta, aprovechando los rayos del sol.
Había pasado tiempo, desde que mi hermana se veía así de feliz. Presenciar
aquello me llenaba de dicha y aliviaba mi pecho.
—¡El almuerzo está listo! —avisó el chef y mis amigas se levantaron de
un salto.
Sonreí, sabiendo que arrasarían con todo lo que había preparado el chef.
A diferencia de otras chicas, nunca desperdiciábamos una buena comida.
Nos encantaba comer, aunque nuestras habilidades culinarias eran bastante
malas.
Me levanté y seguí el aroma a comida mientras mis amigas subían una
pequeña escalera. Uno de los integrantes de la tripulación les entregó toallas
suaves y de franjas blancas y azul marino.
—¡Allí estás! —exclamó Isla.
—Nos preguntábamos si estaban jugando al papá y a la mamá. —Raven
sonrió, guiñándonos el ojo, maliciosamente.
Puse los ojos en blanco, y la ignoré para no darle más pie a las burlas.
Los ojos de Phoenix se encontraron con los míos.
—¿Estás bien?
Sonreí.
—Sí, más que bien.
No siguió preguntando, pero sabía que estaba preocupada de que Amon
me rompiera el corazón. Estaba segura de que no lo haría. De hecho, era
todo lo contrario, hacía mi corazón cada día más feliz.
—¿Dónde están Amon y Dante? —preguntó Athena mientras tomaba
un baguette y le colocaba jamón antes de sentarse a la mesa.
—Tenían algo de qué ocuparse —les expliqué.
Raven puso los ojos en blanco, pero no dijo nada.
Todas nos acomodamos en la mesa que estaba en la cubierta trasera.
Había baguette largos, salami, quesos y una gran ensalada Niçoise con
frijoles, huevos cocidos, aceitunas y atún sobre una cama de hojas verdes.
Las chicas los miraron con recelo. A ninguna nos gustaban los frijoles.
El chef se debió de haber dado cuenta de que no tocábamos la ensalada,
porque apuntó a la gran fuente.
—Es saludable.
Todas arrugamos la nariz.
—Y ese es el problema —comentó Athena, alcanzando el salami.
—¿No se supone que las chicas comen saludable? —Otra persona de la
tripulación preguntó, mirándonos y sonriéndonos.
—Definitivamente no. —Raven le respondió—. Come saludable y ve
qué tan lleno quedas. A mí dame salami y prosciutto todos los días.
Tomamos tan desprevenido al chef que todas estallamos en carcajadas,
haciéndolo sonreír con arrepentimiento.
Nos serví agua mineral San Pellegrino.
—Asegúrense de beber agua —les aconsejé, colocándome un mechón
de cabello detrás de la oreja, y retomando lo que decía y hablando en señas
a la vez—. Han pasado demasiado tiempo en el mar.
—Oh, oh, oh —se burló Isla, interpretando al mismo tiempo en lengua
de señas para Phoenix—. Apareció Reina, la mamá, lista para corregirnos.
—Cuando empieza a limpiar, los problemas acechan —agregó Raven
—. Déjala que se ponga en modo mamá todo el día y nos llene de fluidos,
siempre y cuando no nos involucre limpiar.
Un coro de risas le siguió.
—No la molesten. —Ordenó Phoenix, estrechando los ojos hacia ellas
con fingido enojo—. O tendrán que vérselas con su hermana mayor.
Mastiqué el salami antes de tomar más. El chef y la tripulación
desaparecieron, dejándonos a solas. Tan pronto como se retiró la última
persona, comenzó el bombardeo de preguntas.
—¿Cómo estuvo el sexo con tu candente novio? —indagó Athena,
sonriendo como tonta.
—¿Te hizo gritar? —Isla se abanicó a sí misma—. Porque, mamacita,
ese chico está que arde. Me gustan más los mayores, pero ese… Nada mal,
Reina. Nada mal.
Puse los ojos en blanco, pero mis mejillas ardieron y no tenía nada que
ver con el calor del sol.
—¿Ya te pidió hacértelo por tu culo virginal? —Claramente, Raven
sería la única que preguntaría aquello.
—Hay algo conocido como “privacidad”. —Phoenix cortó la
interrogación—. Ahora, Reina, hay solo una cosa que debemos
preguntarte… —Mis hombros se tensaron por sus constantes burlas. Mi
hermana podía ser tan despiadada como Raven, así que me preparé para lo
peor—. ¿Te estás cuidando?
Solté el aire que estaba aguantando.
—Sí. —Esa era fácil de responder, dado que todavía no habíamos tenido
sexo.
—Bien, eso es todo lo que importa. —Señó mi hermana mayor—. Si te
llega a romper el corazón… —Phoenix se aclaró la garganta, como si se
hubiera ahogado.
—Lo mataremos. —Terminó Isla por ella, bastante satisfecha con la
amenaza.
Phoenix asintió.
—Correcto. Lo mataremos.
—No tienen de qué preocuparse —aclaré, con ironía, diciéndolo en
lengua de señas también—, porque nunca lo hará.
En el fondo, sabía que Amon era el hombre que la vida seguía
empujando en mi camino. Era mi kryptonita.
Cuando las chicas se aburrieron de molestarme con Amon, cambiaron
de tema y luego volvieron a la cubierta superior. Raven sacó un cuaderno de
bocetos, sabía Dios de dónde, y se puso a dibujar. Athena tenía su cuaderno
forrado en cuero y, probablemente, estaba escribiendo alguna escena sexy o
creando escenarios para su siguiente libro.
Phoenix e Isla estaban relajadas sobre el sofá. Las dos amaban de
corazón la música, mientras el resto de nosotras asistíamos a la escuela de
arte para cumplir una promesa o hacer feliz a alguien más. En el caso de
Raven y Athena, era por su madre. Al parecer también era mi caso.
El sol estaba bajando, y la luz que caía sobre la línea costera, mientras
el yate se movía suavemente contra la marea, hacía que mi corazón se
agitara en felicidad. Anhelaba mantener esas sensaciones por el resto de mi
vida.
Me dirigí a la otra cubierta, una más apartada, dejando a las chicas para
que se relajaran.
La suave brisa que venía desde el mar era cálida y agradable. Podía
escuchar a mis amigas jugando en la piscina, riéndose y chillando. Dante,
probablemente se encontraba en su habitación. Había algo raro entre él y
Phoenix. No sabía qué, pero se podía sentir la tensión entre ellos. Lo único
que no podía distinguir era si era buena o mala.
Ya en la cubierta, observé el sol mientras caía sobre el horizonte. Era
como estar en otro mundo. Miré el frente del yate, cómo cortaba las olas.
Algunas veces, el choque de las olas era lo suficientemente fuerte como
para que algunas gotitas cayeran sobre mi piel, dándome escalofríos.
Escuché a Amon subir las escaleras y algo en mi interior se relajó ante
su cercanía.
—¿Estás teniendo un buen día?
Mirándolo por sobre mi hombro, dejé que mis ojos vagaran por todo su
cuerpo. Era la primera vez desde que éramos unos niños que lo veía usar
pantalones cortos. Shorts de golf de alta gama y por supuesto no podía
faltar su camiseta negra, regalándome una vista completa de sus bíceps.
—¿Me estás comiendo con la mirada?
Las comisuras de mis labios se elevaron.
—Tengo derecho a admirar a mi novio. —Sus manos me rodearon y me
apreté contra su calor. Giré mi cabeza hacia el horizonte, amando la
sensación de su pecho contra mi espalda—. Espero que esté bien que mis
amigas también se queden en tu yate.
—Por supuesto. Vienen incluidas en el paquete. Lo entiendo. Pero si no
nos dan tiempo a solas, puede que consiga otro bote que nos siga y nos
dividamos.
Me removí un poco, fijando mis ojos en los suyos.
—Estás bromeando, ¿cierto? —Sacudió la cabeza, en silencio, su
mirada me decía que hablaba en serio—. Impresionante —murmuré,
preguntándome qué tan metido estaba realmente en el mundo criminal.
Me llamó la atención.
—No pareces sorprendida.
Me moví de nuevo, debatiéndome si debería ser honesta, pero ya había
sido así con el hasta ese momento y le había gustado, así que seguiría
siéndolo.
—Entonces te va bien con los negocios en el bajo mundo, ¿eh?
Sentí cómo se tensaba a mi espalda, aunque no se alejó.
—Es lucrativo, pero no es la única manera con la que gano dinero. —
Como no dije nada, continuó, su pecho retumbaba contra mi cuerpo—: Soy
dueño de algunos hoteles, clubes, casinos y puertos. Pero sí, el capital que
gano en el bajo mundo me ayudó a iniciar mis negocios legales.
Permanecí callada, insegura de condenarlo o no. Había visto y
escuchado algunos acuerdos que había hecho Papà. Ninguno de ellos era
agradable. Un escalofrió me recorrió, ante el recuerdo del video de
seguridad que mostraba lo que había sucedido con Amon en la oficina de la
abuela, en Malibu.
—No te agrada. —No era una pregunta o una afirmación enojada.
Me di la vuelta para enfrentarlo y enredé mis brazos en su cuello.
—Es peligroso.
—También lo son otras profesiones. —Puse los ojos en blanco—. No
hay garantías en la vida.
—Lo sé. —Luego, y porque no quería hablar del bajo mundo, cambié
de tema—. ¿En cuál universidad estudiaste? —Cuando consideré que
quizás no había asistido, mis mejillas se tiñeron de rojo—. ¿Fuiste…?
Se rio entre dientes.
—Cambridge.
Abrí los ojos de par en par.
—¡Wow!, ¡sal de aquí!
—Si insistes…
Fingió que se iba, y cuando hizo el amago de darse la vuelta, lo tiré de
vuelta a mí.
—No te atrevas a irte. Solo me sorprendió. Debes ser superinteligente.
Se encogió de hombros.
—No realmente.
Fruncí las cejas.
—¿Por qué dices eso?
Inclinó su cabeza hacia abajo y rozó su nariz contra la mía.
—Si fuera inteligente, no me habría enamorado de ti. —Mi corazón se
agitó y mi alma cantó. Eso debía de ser lo que significaba cuando decían
“moriste y fuiste al cielo”—. Eres demasiado buena…
Presioné mis labios contra los suyos, callando cualquier palabra que
saliera por su boca. Lo que había dicho era perfecto y me negaba a escuchar
lo siguiente. Me devolvió el beso y acunó mi cabeza. Un susurro de
esperanza floreció en mi pecho. Y decía que yo era su para siempre y él, el
mío.
Podría parecer muy rápido o muy imprudente, mas lo amaba desde que
tenía seis años. Lo nuestro venía desde hacía mucho tiempo.
—Feliz cumpleaños, mi chica canela —murmuró contra mi boca,
ambos respirando pesadamente. Estaba en una nube y me tomó un
momento darme cuenta de que sostenía una pequeña caja en sus manos.
Bajando la mirada, no quité mi agarre de su cuello, mis dedos tomaron
mechones de su cabello en su nuca para atraer su boca nuevamente a la mía.
Pero se negó.
—Primero tu regalo.
Gemí con frustración.
—Eres el único regalo que quiero. Para todos mis cumpleaños. Para
ahora y para siempre.
Se rio entre dientes, roncamente, y clavó sus caderas contra las mías
para enfatizar, su erección contra mi estómago.
—Abre tu regalo, Reina —murmuró, besando la punta de mi nariz—. Y
después hablamos.
Se me escapó un suspiro exasperado.
—¿Hablar de qué? Esperaste a que yo cumpliera los dieciocho. Ahora
los tengo. Por el amor de Dios, Amon, desflórame.
La diversión cruzó por su mirada y las estrellas en ella brillaron con más
fuerza. Atontada, tomé el crédito de ello.
—Esta sería la primera vez. Una chica pidiéndole a un chico que la
desflore. —Resistí las ganas de poner los ojos en blanco—. Abre tu regalo.
El resto ya vendrá.
Abrí el regalo, la cajita se sentía liviana en mis manos.
—¿Sabes?, este día me has dado este hermoso vestido —señalé—, los
zapatos. ¿Cuántos regalos más puede recibir una chica en el día de su
cumpleaños?
—Mi chica recibe muchos…
Ah, estaba tan profundamente enamorada de él que no había manera de
superarlo. Esperando que mi cara de póker no demostrara nada, o al menos,
no tanto, abrí la cajita y encontré un dije.
Mi mano voló a mi collar, con el único símbolo de Kanji que conocía.
La única joya que usaba. Había recibido muchas durante los años, pero
nunca me las ponía, porque sentía que era una traición quitarme el collar de
Mamma.
—Puede hacerle compañía a tu otro dije —musitó con suavidad—.
Puedes poner los dos en una sola cadena.
Me mordí el labio, con nerviosismo.
—¿Seguro?
Asintió.
—¿Qué significa?
Un latido de silencio pasó antes de que respondiera.
—Es el símbolo japonés “ai” y significa incondicional.
Una sonrisa se dibujó en mis labios y parpadeé varias veces, preocupada
por si me ponía a llorar. Ni siquiera era particularmente sensible, pero este
hombre tenía una forma de hacer aflorar todas mis emociones.
—Gracias —susurré, levantándome en la punta de mis pies y dándole
un beso en los labios—. ¿Me ayudas a colocármelo?
Asintió y me di la vuelta para que pudiera desabrochar mi collar, luego
deslizó el dije junto al de mi madre. Y solo con eso, sentí que todo estaba
bien en el mundo.
CAPÍTULO CUARENTA Y CINCO
REINA
L aidiota
llamada de mi primo no pudo haber llegado en peor momento. El
se había creído con el derecho de exigirme usar una de mis rutas
para mover su trata de personas. Estúpido imbécil. Yo me dedicaba a acabar
con el tráfico de personas y el idiota lo promovía.
Podía ser que hubiera regresado bastante agitado tras la llamada, pero lo
último que esperaba encontrarme cuando regresaba era a un jodido
borracho acosando a Reina.
Así que sobrerreaccioné. Mataría dos pájaros de un tiro: Dante le daría
un par de lecciones de educación, mientras se liberaba de esa parte media
psicópata, y el idiota aprendía algunos modales para cuando se volviera a
acercar a mujeres.
Era un ganar y ganar.
Reina le puso seguro a la puerta de la suite donde había dormido la
noche anterior, después de prácticamente haberme arrastrado del brazo por
la cubierta. La dejaría hacer cualquier cosa que deseara mientras siguiera
sonriendo de esa manera.
Aunque, en ese momento no sonreía.
Pensé que se iba a lanzar a mis brazos. No lo hizo. En su lugar, se sentó
en el borde de la cama, dejando que el silencio se apoderara de la
atmósfera. Cuando su expresión se llenó de ansiedad, me comencé a
preocupar de que me tuviera miedo.
—Nunca te lastimaría o te golpearía.
Se miró los pies y cerró la distancia entre nosotros.
—Lo sé. Ya me había olvidado de ese imbécil.
Me sentí aliviado.
—Dime qué es lo que te preocupa.
Se mordió el labio inferior y sus mejillas se tiñeron de un rojo intenso.
—¿Por fin vamos a…?
Tomé su muñeca y la pegué a mi cuerpo.
—Nunca había conocido a una mujer que quisiera perder su virginidad
con tantas ansias.
Se me acercó más, sus ojos brillaban, aterciopelados con deseo,
mientras una sonrisa juguetona se curvaba en sus labios.
—No lo puedo evitar teniendo un novio tan sexy. —Una bola de fuego
bajó por mi garganta, y llegó directo a mi miembro—. ¿Me deseas?
—Sí, pero no quiero apresurarte.
No parecía nerviosa, pero me preocupaba lastimarla. Su primera vez iba
a ser más dolorosa que placentera, y pensar aquello me dejaba un gusto
amargo en la boca.
—Cuando me sostienes, me siento viva —expresó, ubicando su mano
en mi pecho. Soltó un resoplido exasperado—. No es apresurado, Amon.
Me estoy muriendo por la espera. Por favor no me hagas esperar más.
Querías aguardar hasta que cumpliera dieciocho. Ahora los tengo, así que,
por favor, hazme tuya. Hazme gritar. Y todas esas cosas locas que me
provocas.
Sacudí la cabeza levemente, luchando contra la sonrisa que amenazaba
con aparecer en mi cara. Tenía que recordar darles un vistazo a las novelas
de Athena algún día.
La tomé en brazos y la llevé a la cama.
—Sabes que la primera vez duele, ¿cierto?
Sus mejillas se sonrosaron, pero puso los ojos en blanco.
—Por favor, no empieces con la charla de educación sexual.
Levanté una de mis comisuras.
—Probablemente deberíamos tenerla.
Con ella en mi regazo y sentado en la orilla de la cama, se quitó sus
tacones rosas y se acomodó para estar a horcajadas sobre mí. Me miró a la
cara y apoyó sus brazos en mis hombros. Con el movimiento, se le había
subido el vestido, dejándome ver sus suaves muslos, y cuando su coño rozó
mi dura polla, no pude contener un gemido.
—Sé cómo poner un condón. Sé que la primera vez duele y que puede
que haya sangrado. —Arrugó la nariz—. Estoy libre de enfermedades de
transmisión sexual.
—Yo también. —Reclamé sus labios, saboreando su esencia de canela.
Sabía a jodida perfección y el saber que sería su primero me llenó de una
necesidad de hacerla mía completamente. Sin reparos.
Sus labios se posaron en los míos y sus pechos se apretaban contra mi
torso mientras se aferraba a mí como si jamás me quisiera soltar.
Me alejé un poco, para ver sus labios hinchados y cómo jadeaba.
—Hacemos esto y eres mía —gruñí—. Para siempre. —Asintió con
ganas. Demasiadas ganas—. ¿Entiendes que no habrá ningún hombre más a
partir de hoy? —Asintió—. Nunca más.
—Solo tú, Amon. Ahora, por favor, bésame. Tócame antes de que me
muera.
Me reí entre dientes ante su honestidad. Amaba que no se escondiera
tras una máscara como yo. Ella me lo daba todo, mas también lo pedía todo.
Tomé su boca de nuevo, mordiendo suavemente su labio inferior. La besé,
siendo correspondido. Nuestras lenguas bailaron un ritmo conocido y soltó
el gemido más corto. Me lo tragué, fascinado con lo receptiva que era. Era
embriagador.
Buscando el dobladillo de su vestido, rompí el beso y se lo quité por la
cabeza. Se quedó solo con una tanga rosa de encaje y un sujetador a juego
que hizo que se me parara la polla, dolorosamente, hambrienta de más.
—Eres tan hermosa.
La brusquedad de mis palabras hicieron que Reina alzara la cabeza y
buscara mi rostro. Su piel pálida se veía aún más blanca contra la mía.
Éramos polos opuestos, pero de alguna manera, la vida seguía cruzando
nuestros caminos. Como si fuéramos imanes que se atraían.
Sus delicados dedos buscaron los botones de mi camisa y empezaron a
desabrocharla.
—Tú eres aún más hermoso —murmuró, inclinándose hacia adelante y
dejando suaves besos en mi cuello. Su esencia a canela se filtró en mi nariz.
Ya quería saborear cada centímetro de su piel. Sus pequeñas palmas bajaron
por mi pecho y abdominales, hacia mi cinturón—. Y tan fuerte.
—Recuéstate.
Me obedeció con tanto apuro que mis labios se curvaron. Se acostó en
la cama y me observó por debajo de esas largas pestañas mientras me
quitaba los zapatos y el pantalón.
La manera en que sus ojos me comían todo el cuerpo sin vergüenza
alguna hizo que mi longitud reaccionara bajo el bóxer. Al notarlo, su mirada
quedó fija allí.
Su pecho subía y bajaba, su lengua se asomó para humedecer su labio
inferior.
—¿No te los quitarás?
—Por ahora, no.
Sus ojos bajaron y observó su sujetador y bragas.
—¿Debería quitármelos?
Llevó su mano a la espalda, pero me arrodillé sobre la cama y la detuve.
—No, yo quiero hacerlo.
Sonrió.
—Más te vale que lo hagas, Amon Leone. O te juro por Dios que
comenzaré a darme placer yo misma mientras te sientas y miras.
¡Joder! Con solo imaginarla ya sentía que iba a estallar.
—¿De dónde salieron esas palabras? —cuestioné.
Encogió sus delgados hombros.
—Las perversiones de Athena, ¿te acuerdas? —Le lancé una mirada
incrédula y me sonrió—. Las historias de romance picante me dan muchas
ideas.
Alcé la ceja.
—¿En serio?
—Sí. —Reina movió sus pestañas—. Y antes de que digas algo, me
gustaría recordarte de que ya dejé de ser menor de edad.
—Gracias a Dios, joder —gruñí.
Soltó una risita y ese sonido me llenó de calidez. Me encantaba verla
sonreír y reír. Me gustaba su espíritu libre y sin prejuicios.
—Ya me estaba empezando a asustar que insistieras otra vez con lo
mismo —murmuró, sus mejillas seguían rojas—. Tienes demasiada
paciencia.
—Ni un poco —corregí con voz ronca—. Solo quería hacer lo correcto
por ti.
Sus dedos hicieron un recorrido hasta mis hombros, casi como si no
pudiera apartar las manos de mí. La entendía. Así me sentía también; la
quería en mi espacio, en mi mundo, respirando el mismo oxígeno que yo,
para siempre.
—Has sido maravilloso conmigo —musitó—. También quiero hacerlo
correcto por ti.
Mierda, eran unas palabras simples, pero fue capaz de quedarse con otra
parte de mí, sin siquiera intentarlo.
Bajé la cabeza y me llevé su pezón a la boca por encima del encaje de
su sujetador. Se arqueó sobre la cama y enterró sus dedos en mi cabello.
Podría incluso vivir de sus gemidos. Desabroché su sujetador, dejándolo
caer con un suave golpe en el suelo. Dejé que mis ojos se deleitaran con
todo su cuerpo, desde sus bragas hasta esas caderas que se alzaban con
excitación, invitándome a que se las quitara.
La levanté desde donde estaba, sentada a horcajadas y la recosté
delicadamente en la cama. Enganché mis dedos a los costados del material
y lo deslicé por sus piernas hasta que llegué a sus dedos pintados de rosa.
No me tomó mucho dejar las bragas donde estaba el sujetador. Luego,
finalmente, bajé mi rostro hacia su coño y lo besé.
Sus suspiros llenaron el espacio y alcé la mirada para encontrarme con
sus fanales bien abiertos. Me observaba con los labios entreabiertos y ojos
llenos de inocencia, pero no los cerró. Como si no quisiera perderse de
ningún detalle.
—¿Esto está bien?
—Sí.
Tenía razón. Olía y sabía a canela. Era absolutamente irresistible. Abrí
sus piernas y las coloqué sobre mis hombros. La esencia de su excitación
era intoxicante, y cuando lamía sus pliegues, las manos de Reina volvían a
aferrarse a mi cabello. Sus dedos ejercían más presión cuando usaba la
punta de mi legua para hacer círculos sobre su clítoris.
Acuné mis palmas bajo su tonificado trasero y volví a besar su coño,
aplicando más presión mientras no me perdía las expresiones de su rostro,
ahogándome en sus muecas de placer. Seguí besando su entrada, mis labios
rozaban sus suaves pliegues. Lamí sus jugos como si fueran la mejor
comida que había tenido.
Gimió, retorciendo los dedos y repetí los movimientos.
—¡Aaah! —Jadeó. Diablos, cómo amaba su sabor. Se mojaba y gemía
cada vez más debajo de mí, mientras chupaba los labios de su coño con
delicadeza.
Me tomé mi tiempo para explorar lo que disfrutaba, su cuerpo era tan
receptivo que mi polla se endureció, hambrienta por esa estrechez entre sus
piernas. Mis ojos la quemaban mientras chupaba su clítoris. Enterró sus
dedos en mi cabello, frotándose contra mi boca y gimiendo con seducción.
—Por favor —suspiró.
Levantando una de mis comisuras, deslicé un dedo dentro de ella y
empecé a moverlo de adentro hacia afuera, sin dejar de chupar su clítoris.
No tomó mucho tiempo para que alcanzara el orgasmo, sus ojos se veían
borrosos de placer.
Era la visión más hermosa de todas.
Se movió contra mi boca, montándome para su placer, y la dejé. Sus
caderas se meneaban atrevidamente contra mí, tomando todo lo que le daba.
—Joder sí, sigue así —gruñí contra su coño, sorbiendo sus jugos como
si estuviera sediento. Levanté la cabeza y vi cómo su cuerpo temblaba con
placer mientras seguía penetrándola con mis dedos.
Metí otro más, sacándolos y metiéndolos dentro de su estrecha entrada.
Mi longitud estaba dolorosamente dura, ansiosa de sentir cómo la apretarían
esas paredes.
Sus rizos rubios estaban esparcidos alrededor de su cabeza, sus piernas
estaban abiertas, lucía como un verdadero ángel caído, lista y dispuesta para
que el diablo llegara hasta ella. Me quité los bóxers, levanté más su cuerpo,
abriendo más sus piernas y alineando mi polla en su caliente entrada.
La sensación de su coño ardiente contra mi verga era el paraíso en la
tierra.
Cuando mi dedo llegó a su pezón, tiré de él, y arqueó su espalda,
dejando que mi punta rozara su entrada. Jadeó; yo gruñí.
La confianza brilló en sus ojos mientras me sostenía la mirada, y me
ahogué en sus quejidos al mismo tiempo que hacía un camino de besos
desde la suave piel de su cuello hasta su boca.
—Sabes a canela —murmuré contra sus labios—. Mi sabor favorito.
Sus ojos azules me arrastraron a sus profundidades, sus caderas se
arquearon contra las mías y su coño se apretó contra mi miembro.
Bajo su consentimiento, moví mis caderas hacia adelante y me deslicé
en su interior sin problemas. Sus uñas se enterraron en mi piel y su rostro
reflejaba una mezcla entre placer y dolor.
Me detuve.
—¿Te lastimé?
Negó con la cabeza.
—No. Tan solo me siento… llena.
—¿Quieres que me detenga? —inquirí con voz ronca.
Sus paredes eran tan estrechas, que incluso cuando la había penetrado
tan solo unos centímetros, me recorrió una cegadora ola de placer. Sabía lo
bien que iba sentirme, pero todavía sentía culpa por herirla.
—No. —Jadeó, con la piel enrojecida—. Q-quizás solo debas meterla
toda de una vez.
Mi polla saltó ante su ofrecimiento, pero hubiera preferido cortármela
que hacer eso.
—No, lo haremos poco a poco. —Sus ojos bajaron hasta donde nuestros
cuerpos estaban unidos, viendo cómo mi dura longitud estaba dentro de
ella. Mierda, en ese punto me iba a venir antes de metérsela completa—. No
apartes la mirada de mí.
Hizo lo que le pedí, sus ojos brillaban con deseo y mucho amor. Pasé
mis dedos por su costado antes de afirmarla por los muslos y abrirla más
para mí.
La penetré cuidadosamente y se tensó.
—Amon, por favor.
No sabía si me rogaba para que parara o para que siguiera, sin embargo,
puse mi mano entre nosotros y froté su clítoris, esperando aliviar el ardor.
Sus labios se entreabrieron, el placer invadió su hermosa cara. Gimió,
levantando sus caderas para que mi longitud se deslizara más profundo.
Al final, terminé por adentrarme por completo, cruzando su barrera.
Reina se arqueó, y el dolor cruzó por su mirada. Me quedé quieto.
—Joder, nena. Perdón. —Acaricié su cuerpo, frotando mi nariz contra
su cuello y besando sus labios. Pasé mis dedos hacia abajo, por sus
costados, por sus caderas y devuelta hacia sus pechos. Se apretó contra mí,
respirando pesadamente en mi garganta, su cuerpo temblaba—. Ya se
acabó.
Negó con la cabeza.
—Sé lo suficiente como para saber que no.
—Podría ser si lo deseas. —Ofrecí. No sabía cómo salieron esas
palabras, pero hablaba en serio. Preferiría cortarme la polla que herirla.
Regalándome un beso en la barbilla, susurró:
—Dame un segundo para acostumbrarme.
Mi pecho se apretó. Maldición, le daría la eternidad si me lo pidiera.
Sus dedos se posaron en mis hombros, apretando mis omóplatos. Encontré
sus labios y la besé, presionando mi cuerpo contra el suyo. Sus paredes
oprimían con fuerza mi verga y cuando se arqueaba, ambos gruñimos al
mismo tiempo.
Su respiración era errática. Jadeé con la necesidad de derramarme en su
interior. Sus labios estaban hinchados y sus ojos brillaban como los océanos
bajo el cielo azul.
—¿Puedes…?
Me introduje más adentro. Se tensó y sabía que esa parte sería la que
más dolería.
Moví las caderas, con delicadeza y lentitud, mi miembro estaba más
duro que una roca. Reina apretó mi espalda, alentándome a que lo hiciera.
Observé su rostro mientras cogía mi ritmo, con estocadas cortas y poco
profundas. Se mordió el labio inferior, aún le dolía, no obstante, también
había un leve destello de placer.
Mi placer aumentaba cada vez más mientras me deslizaba de adentro
hacia afuera de su estrecho coño. Me estremecí, mi cuerpo me demandaba
que la penetrara más rápido y más duro, pero lo ignoré. Lo más importante
era el placer de Reina y nada más.
Cambié el ángulo y me clavé más profundo. Gimió, sus ojos se
ampliaron.
—¿Estás bien?
—¡Sí! —gimoteó—. Eso se sintió muy bien.
Besando su sien, moví mi cadera hacia adelante y me deslicé
completamente. La penetré de nuevo de la misma manera y Reina
entreabrió sus labios, su mirada brillaba con lujuria. Podía haber sido
virgen, pero era ella quien me seducía. Besé esa boca abierta, embistiéndola
adentro y afuera, sintiendo cómo la necesidad pulsaba en mis bolas que
ardían con el mismo deseo que se reflejaba en sus ojos.
Temblé por falta de aire, intentando no moverme mientras estaba
bastante seguro de que sus paredes me ordeñarían en cualquier segundo.
Mierda, estaba demasiado apretada.
—Reina, ¿cómo estás?
Me miró.
—Bien —pronunció, temblando—. Se siente… bien.
Acaricié su mejilla y empecé a moverme, la penetré tentativamente,
pero después las embestidas se volvieron frenéticas. Me clavé más
profundamente y me enterró las uñas, dejando marcas en mi piel. Sus
gemidos se hicieron más escandalosos, alentándome, y a mis bolas a
tensarse. Su coño era como el paraíso y jamás quería abandonarlo.
Se tensó, así que ralenticé mis estocadas.
—No pares, Amon —gimió, diciéndome exactamente lo que pasaba por
su cabeza—. Por favor.
Se fue mi control. Ya no había vuelta atrás. Aceleré el ritmo de mis
estocadas y el placer llenó mis bolas. No me tomó mucho tiempo llegar al
orgasmo. Me puse rígido, mis movimientos eran erráticos y mis pelotas
crecieron, y me corrí dentro de ella.
Mi polla se agitaba y se agitaba mientras yo temblaba sobre ella,
sintiendo sus palmas acariciando mi espalda y su cálido aliento sobre mi
cuello. Presioné mi frente contra su hombro.
—Gracias —susurró.
Busqué su rostro sonrojado.
—¿Por? —No podía ser por haberle dado un segundo orgasmo, porque
no lo hice.
—Por ser paciente y gentil. —Besé su garganta con suavidad, con mi
longitud todavía punzando dentro de su cuerpo dócil. Lograba escuchar sus
latidos bajo su piel y sentir nuestros aromas mezclados.
Cuidadosamente, me salí de su interior y la tiré hacia mí, abrazándola.
Levantó la cabeza, buscando mi rostro.
—¿T-te…? ¿Te gustó?
Dejé salir una risa estrangulada. Le preocupaba si me había gustado o
no cuando ella era quien había sangrado.
—Sí y la próxima ves te aseguro que no será dolorosa. —Froté mi nariz
contra su cuello—. Perdón si te lastimé.
Suspiró soñadoramente.
—No lo hiciste. —Inhaló y me quedé quieto sobre ella mientras veía
cómo miraba hacia abajo, entre nuestros cuerpos. Una alerta se disparó—.
Oh, mierda.
Con mi cerebro sexo-fundido, me tomó unos segundos darme cuenta de
lo que miraba. Mi semen y su sangre.
—¡Mierda! —siseé. Estaba tan envuelto en lujuria que se me había
olvidado el condón. Nunca lo olvidaba. Nunca lo había hecho sin
protección—. ¿Estás tomando la píldora? —La expresión en su rostro fue
toda la respuesta que necesitaba—. No te preocupes —le aseguré, aunque
estaba igual que ella. Había sido su primera vez, no la mía. Debí haber sido
más responsable.
Salí de la cama y fui al baño, y regresé con una toallita tibia. Me senté
al lado de la mujer que había cambiado mi perspectiva de la vida y con
delicadeza le separé las piernas.
Limpié su sexo inflamado, con suaves caricias, deteniéndome solo
cuando vi que su piel brillaba.
—Perdón —formuló, y miré esos ojos azules bañados en preocupación
—. Incluso tenía un condón en mi estúpida billetera.
Boté la toallita antes de presionar mis palmas en su vientre bajo.
—No te disculpes. Me volví loco. Fue irresponsable de mi parte. —
Sacudió la cabeza, abriendo la boca lista para contradecirme, pero añadí—:
Si llega a suceder algo, los dos nos haremos responsables.
—Pero…
—Los dos, Chica Canela.
Protegería a mi chica, mi mujer, a cualquier costo. Incluso si eso
significaba prenderle fuego al mundo.
CAPÍTULO CUARENTA Y SIETE
REINA
L asentía
luz de la mañana dejaba suaves sombras sobre la habitación mientras
el peso de un fuerte brazo sobre mí. Ese conocido calor y esencia
se presionaba contra mí.
Me giré para poder verlo. La luz de la mañana se filtraba por las
ventanas del yate y se posaba sobre el rostro de Amon, definiendo aún más
sus pómulos. Las sábanas de seda se encontraban arrugadas sobre su
cintura, dejando a la vista esa piel suave y bronceada que cubría los
músculos esculpidos de sus hombros y cintura estrecha. Las sábanas
cubrían esa V tan marcada, invitándome a explorar lo que había más abajo.
Me obligué a subir la mirada para encontrarme con sus ojos abiertos. Su
expresión de satisfacción masculina pura hizo que las mariposas se
volvieran locas en mi estómago.
—Buenos días, hermosa.
El calor subió por mis mejillas.
—Buenos días —saludé, agitada, empujando mis rizos detrás de la
oreja.
—Te ves bien en esta camiseta. —En algún momento durante la noche,
Amon me colocó su camiseta de la universidad de Cambridge. Me llegaba a
la mitad de los muslos y cuando sus ojos se desplazaron por mi cuerpo, se
oscurecieron. El calor se expandió desde mi cara a toda mi piel—. ¿Estás
adolorida?
—No mucho —respondí, con suavidad.
Me observó con una mirada de párpados pesados y oscura. El tictac del
reloj era ensordecedor y empecé a sentir la camiseta demasiado pesada.
Las mariposas empezaron a revolotear de nuevo, volando tan alto que
las puntas de sus suaves alas acariciaban mi corazón. El pulso me retumbó
en los oídos. Posé mi mano húmeda sobre mi muslo, sin saber qué más
hacer.
Era nuevo para mí despertar con un hombre en la misma cama.
Algo vacilante, levanté la mano para tocarlo, pero la dejé en el aire,
insegura de si era lo correcto o no. Sin embargo, Amon la tomó y la
presionó contra su torso esculpido. El calor de su piel me quemaba de la
mejor manera posible. Amaba tocarlo, explorar su cuerpo musculoso.
Lentamente, deslicé mis dedos, más abajo en su esculpido abdomen,
siguiendo el camino de vellos que cubría su pelvis hasta que las yemas de
mis dedos llegaron a la base de su miembro. Un gruñido bajo vibró
mientras veía cómo su polla se endurecía bajo mi mirada.
Sus músculos se tensaron mientras daba una profunda bocanada de aire,
observándome con una expresión seductora y lujuriosa. Me levanté y lo
monté, delirando por la manera en la que admiraba mi cuerpo.
—¿Está bien? —pregunté.
Estiró el brazo para levantar el dobladillo de la camiseta por sobre mi
cabeza, desnudándome.
—Ahora sí.
Mis pezones se endurecieron bajo su escrutinio y se acercó a uno,
rodándolo entre su pulgar y el dedo índice. Mi espalda se arqueó,
pegándome a su cálido toque. Ese dulce punto palpitó y sentí cómo mis
jugos comenzaban a deslizarse entre mis muslos.
Me humedecí los labios antes de tocar su dureza, explorándola. Rodeé
su base con mis dedos, sintiendo cómo crecía más con mi toque.
Su fuerte muslo se presionó hacia arriba contra mi centro que aún
seguía sensible y me moví contra él, mordiéndome el labio ante la
sensación entre mis piernas y sus manos jugando con mis pechos; el dolor
de la noche anterior quedó en el olvido.
Deslizó sus manos hacia abajo, erizando todo mi cuerpo. Mi piel lucía
pálida comparada con la suya que tenía un brillo dorado. Bombeé su
erección, estudiando su reacción. Nada. Se quedó quieto, excepto por el
profundo gruñido que resonó en su pecho.
Mi corazón martilleaba, lo observé con duda. Sus dedos se aferraron a
mis muslos, ya sea para darme coraje o en anticipación, no sabía. Y sus ojos
se oscurecieron aún más que incluso podía ver su alma reflejada en ellos.
Bajé la cabeza, la anticipación se agitaba y se expandía por cada nervio
de mi cuerpo mientras me llevaba la punta a la boca. Siseó entre dientes y
acunó la parte trasera de mi boca, sus dedos se deslizaban por mi cabello,
acomodándolo a un costado.
—Demonios —gruñó, entre dientes, dejando caer su cabeza.
Lo chupaba con suavidad, intentando acomodar su tamaño dentro de mi
boca y al mismo tiempo frotar su base.
Había leído algunas escenas de sexo oral en las novelas de Athena,
aunque no eran un manual muy bueno para la vida real. Mis movimientos
eran torpes y pensé que lo estaba haciendo mal, hasta que oí decir a Amon:
—Sigue así. —Levantó las caderas, sus dedos se retorcieron en mi
cuero cabelludo—. Mírame cuando me la estés chupando.
Mis ojos volaron de inmediato hacia él, y vi cómo me observaba. No es
que no supiera que Amon era mandón. Sabía que lo era. No obstante, algo
sobre su tono demandante y sus palabras toscas me prendieron en llamas
todo el cuerpo y solo él podía apagarlas.
Sus dedos me tiraron del cabello, guiándome a que bajara más la
cabeza. Sus caderas se levantaron, empujándose más profundo en mi
garganta.
Me rendí a sus estocadas, tomando todo lo que podía mientras me
guiaba, con la mano firme en mi cabeza.
Cada vez que me penetraba la boca, me frotaba contra su muslo,
buscando mi propio placer. Estaba tan mojada y embriagada con la
expresión hambrienta de Amon que temí que él me pidiera cualquier cosa y
yo accediera sin protestar.
Sin aviso, se salió de mi boca con un gemido y me dio la vuelta,
terminando con la espalda contra el colchón.
Un suave jadeo se me escapó, mi ceño se frunció.
—¿Por qué lo hiciste? No te corriste.
—Lo haré adentro de tu coño. —Santo cielos, ¿por qué se veía tan
caliente hablándome sucio?—. Pero primero, debo desayunar.
—¿Q-qué?
En el momento en que sus callosas palmas bajaron por mis muslos,
separándolas, entendí a lo que se refería. Me sonrojé, recordando la manera
en que su boca se sentía sobre mí. Lo observé con los ojos entrecerrados,
llenos de deseo, cuando presionó su rostro entre mis piernas e inhaló. Mi
cabeza cayó hacia atrás con un jadeo.
Sus brazos rodearon mis muslos, levantándolos un poco, y luego, me
lamió desde el trasero hasta el clítoris. Un gemido se escuchó por toda la
habitación mientras el calor se extendía por mi sangre, prendiéndome
fuego. Aquello se sentía tan sucio, tan inapropiado, pero, Jesucristo… se
sentía malditamente bien.
—¿Te gusta? —Su voz era ronca. Profunda—. Yo, lamiéndote el coño.
—Sí. —Un sonido grave de satisfacción salió de su garganta—. Por
favor, no pares —suspiré.
Barrió su caliente lengua, disparando temblores en mi cuerpo. Caí en
una neblina, atontada, dejándome solo consciente de la lujuria. Era como
una estrella en fugaz, a punto de quemarme viva con cada lamida que le
daba a todo lo que encontrara. Moví las caderas bajo su boca, cada ola
aumentaba ese palpitar, dejando ese rastro vacío de dolor entre mis muslos.
Necesitaba que lo aliviara. Necesitaba que llenara ese vacío.
Tiré de su cabello tan fuerte como pude y por fin me prestó atención.
Sus ojos eran tan oscuros como el universo y solo sus estrellas podían guiar
mi camino.
—¡Necesito más! —rogué.
Como si entendiera exactamente lo que pedía, apretó sus brazos
alrededor de mis muslos. Luego escaló por sobre mi cuerpo, lamiendo y
mordiendo mi estómago y pechos mientras subía. Su cuerpo cubrió el mío,
dejando caer ese peso tan cálido sobre mi piel que cantaba con satisfacción.
Besó mi cuello mientras sus brazos se apoyaban a cada lado de mi
cabeza.
—¿Segura que no estás adolorida? —Mis manos se deslizaron por su
suave espalda. Y cuando se posaron sobre sus abdominales, cerró los ojos,
tensando la mandíbula—. Que Dios me perdone si lo estás —dijo, con los
dientes apretados.
—No tanto —murmuré, besándole el cuello. Bajé más la mano y agarré
su erección. Su frente descansó en la mía y se le escapó un gruñido. Se
presionó contra mi palma—. Este vacío es mucho más doloroso.
Mis latidos se aceleraron ante la espera. Era caliente y grande, y
totalmente masculino. Valía la pena sentir un poco de dolor. El anhelo que
había en sus ojos reflejaba el de mi cuerpo y estaba determinada a llegar
hasta el final.
—Lo deseo —respiré—. Mucho.
—Ah, joder —gruñó mientras su mano acunaba un costado de mi
cabeza—. Pídemelo con dulzura, Chica Canela.
Me mordió la mandíbula, aliviando el rastro de ardor con una lamida.
Mi vientre bajo se llenó de calor y mi centro comenzó a palpitar.
Todavía sosteniendo su miembro, le di un suave tirón y le susurré al
oído:
—Por favor, dame tu polla.
Guie su longitud hacia mi entrada cuando me interrumpió entre dientes:
—Espera.
Tomó un condón de la mesita de noche, después lo abrió con la boca.
Qué bueno que uno de los dos mantenía intacta la razón en ese momento.
Sus ojos eran seductores y oscuros, y mi rostro quemaba mientras lo
veía agarrar su erección desde la base, listo para ponérselo. La acción era
tan simple, pero sorpresivamente caliente, algo ardía en mi interior.
—¿Lo puedo hacer yo?
Me pasó el látex y lo deslicé sobre su longitud antes de volver a
montarme sobre sus caderas. Quería al menos tener algo de control, y para
mi buena suerte, me lo concedió.
Posando mis manos a cada lado de él, me incliné hacia abajo y besé su
garganta. Estaba completamente encima, acariciándole los bíceps, los
pectorales y el cabello. Lamí su garganta, mordí su oreja y chupé su cuello.
—Te amo.
Me tomó por la cabeza, pasando sus dedos entre mis rizos.
—También te amo, Chica Canela. Ahora, monta mi polla.
Agarró un puñado de mi cabello de la nuca y tiró hacia atrás,
mirándome con ojos seductores. Mis pechos se rozaban contra su torso,
enviando olas y olas de placer que cubrían todo mi cuerpo, tragándome por
completo. Me monté sobre su erección. Dejé caer mi cabeza hacia atrás y
enterré los dedos en sus hombros, mientras rodaba mis caderas sobre su
longitud, usando su pecho para afirmarme y bañarlo con mi humedad de
arriba hacia abajo.
Su gemido fue tan grave que pude sentir cómo las vibraciones
alcanzaban mi pecho. La cabeza de su polla se deslizó dentro de mí, su
tamaño amplificó mis sentidos. Mis dedos se curvaron en sus abdominales
mientras bajaba un centímetro más, sintiendo ese ardor debido a su tamaño.
Amon detuvo mis caderas cuando vio mis intenciones de ir más
profundo.
—Espera, nena. No hay prisa.
Exhalé pesadamente. Leía mi cuerpo como un libro. El dolor pasó y
solo me sentía dulcemente llena, y ambos teníamos nuestra atención en
cómo me deslizaba más abajo hasta que su miembro desapareció en mi
interior, un suspiro ahogado salió de mis labios hinchados.
Me había llenado tanto que quemaba. Amon tenía la mirada fija en
nuestra unión con los ojos oscuros que casi llegaba a la obsesión. Y, luego,
con un gruñido, me tiró sobre mi espalda y se salió, solo para penetrarme
sin piedad. Gimoteé, arqueándome contra la cama.
Estaba tan enterrado en mí que lo sentía por todos lados. Una de sus
manos se apoyó sobre la cama y la otra se aferraba a mi cabeza, su pecho se
movía contra el mío. Su respiración errática caía sobre mi cuello, mientras
permanecía en la misma posición, sin quitarme los ojos de encima.
Sus labios se presionaron contra mi oído.
—Nunca estaré saciado de ti —siseó, con los dientes apretados—.
Nunca lo estaré, Chica Canela. Eres mía ahora.
—Tuya —suspiré, con escalofríos por su voz.
Acarició mi cuello. Dejó besos calientes y suaves, pero no soltaba mi
nuca. Y, de repente, se empezó a mover. Mi cuerpo se amoldó al suyo,
acomodándome a cada una de sus estocadas.
Me folló sin piedad. El peso de su cuerpo era implacable mientras su
piel se golpeaba contra la mía. La intensidad de su ritmo me dejó sin
aliento. Cada empuje encendía una chispa en mi interior que solo la
siguiente estocada podía apagar. Mis uñas se clavaron en su bíceps y un
leve estremecimiento bajo su piel lo azotó.
Hablaba mientras me follaba, justo en mi oreja, con voz rasposa.
—Me tomas tan bien —elogió—. Tan mojada para mí.
Cada vez que su pelvis se molía contra la mía, un calor estremecedor
abrasaba mi clítoris por fuera, y un gemido estrangulado salió de mis labios.
No era más que calor, flamas y placer, y estaba a su plena disposición para
lo que él deseara.
—¡Mierda!, te sientes demasiado bien —gruñó contra mi oído. Sus
palabras traspasaron mi piel y llenó un espacio en mi corazón y alma. Jadeé.
Temblé. Gemí—. Tu coño codicioso está estrangulando mi polla.
Quería complacerlo. Quería hacerlo sentir bien y ser lo que necesitaba y
quería.
Mis gemidos eran más escandalosos, más incontrolables. Llevó su mano
a mi boca y la tapó mientras la otra permanecía fija en mi cabello. Mordí la
palma que ahogaba mis gemidos.
Su dureza no debía sentirse así de bien, pero lo hacía. Era adictivo.
Quizás se debía a que confiaba en que me mantendría segura. O quizás era
algo que había necesitado por mucho tiempo: ser dominada.
El orgasmo que me dio fue tan violento que temblé de pies a cabeza.
Fuego palpitaba en mi vientre bajo antes de extenderse como un hormigueo.
Mi visión se oscureció. Iba en caída libre. Cuando volví, vi que estaba
quieto dentro de mí, mirándome con esos ojos tan oscuros como la noche.
Apoyó su frente contra la mía y su mirada estaba bañada en locura, de
esa que estaba tatuada en mi alma.
—¿Quién te folla? —gruñó.
Temblé.
—Tú, Amon.
Un sonido de satisfacción emanó de su pecho. Sus labios estaban a
centímetros de los míos.
—Así es. Si otro hombre te toca, lo mato.
Aquello no debería darme una sonrisa.
—Lo mismo digo —musité, besándolo—. Si otra mujer te toca, la mato.
Se enterró en mí con suavidad y la respiración tensa, sin despegar su
boca de la mía, chupando, lamiendo y mordiendo. Su toque era húmedo,
sucio y duro.
—Es un trato, mi chica canela.
Luego, me penetró más profundo, de una manera tan íntima que se me
cristalizaron los ojos. Quedé expuesta, mas no me importaba. Tampoco era
como si pudiera evitarlo. No cuando su puño no soltaba mi cabello y su
cuerpo enjaulaba el mío.
Quería darle todo y tomar todo.
La calidez que nació en mi pecho se aferró a él y lo encerró en mi
corazón bajo llave, para siempre. Y me deshice de esa llave.
CAPÍTULO CUARENTA Y OCHO
AMON
Me respondió al instante.
Mamma: Lo prometo, Musuko.
Dos horas más tarde, estaba enfrente del penthouse con el corazón
martilleándome y una gran sonrisa en mi rostro. Dijo que me iba a dejar la
puerta abierta, así que entré al frío lugar debido al aire acondicionado y lo
hallé silencioso y desordenado.
—Amon —llamé.
Una mujer salió de su habitación y sentí como si me hubieran dado un
puñetazo en el estómago. Mi bolso marinero se deslizó de mi hombro y
cayó al piso con un fuerte golpe.
—¿Quién eres? —Quizás era quien se encargaba de limpiar, aunque era
demasiado bonita y joven para serlo. Tenía la piel bronceada y ojos oscuros.
Pómulos definidos. Era alta y elegante; y tan diferente a mí.
—Soy la…
No alcanzó a responder. Amon salió de la habitación, su cabello estaba
revuelto y tenía una mirada alocada. Sus pasos vacilaron cuando me vieron,
y supe que algo andaba mal. Ya no me miraba de la misma manera. No
había amabilidad ni estrellas en sus ojos.
Un silencio doloroso y sofocante se extendió entre nosotros, antes de
que dijera:
—¿Qué haces aquí, Reina?
Mi corazón latió con tanta fuerza que estaba segura que quedaría con
moretones.
—Te prometí que volvería. —Mi tono rudo bañó mi afirmación. Mis
manos se cerraron en puños. El dolor retumbaba en mi pecho—. ¿Q-qué s-
sucede?
Mis ojos se desviaron hacia la mujer que estaba a su lado, y luego al
departamento que lucía como si hubiera pasado un tornado.
—Nada. —Apretó los puños—. No deberías estar aquí.
Mis ojos ardieron y mi nariz picó.
—Me pediste que volviera.
Llamas de fuego aparecieron en esos pozos oscuros.
—Ya no te quiero aquí.
—¿Q-qué?
—No. Te. Quiero. —Un músculo en su mandíbula se tensó—. No te
quiero aquí.
Me tomó todo mi esfuerzo tragar el nudo que tenía en la garganta.
«No te quiero. No te quiero».
Esas palabras retumbaban en mi cráneo, penetrando mi cerebro. Quería
gritar hasta dejar mi garganta en carne viva, pero no tenía las fuerzas.
—N-no me… —Mi voz estaba quebrada, una lágrima cayó por mi
mejilla—. Q-quieres.
La ruptura de mi corazón fue audible en el silencio que se había
instalado en el apartamento. Se extendió, lentamente, pero sin dejar dudas.
El aire crepitaba con miles de latigazos. No me quería. No había nada en
esta vida que hubiera podido herirme más que escuchar esas palabras
saliendo de esos labios que había besado pocas horas atrás. De esa boca que
me había pedido que volviera.
—¿Algo de lo nuestro fue real? —cuestioné con voz ronca, mi garganta
estaba dolorosamente apretada—. ¿O todo fue una mentira? Cada palabra.
Cada.. —Toque—. ¿Tan fácil es deshacerse de mí, mi príncipe amargado?
El nudo en mi garganta crecía y el oxígeno escaseaba.
—Sí.
—Pero te amo —sollocé, desesperada por aferrarme a algo. No estaba
lista para esto. Sin embargo, en el fondo, sabía que estaba siendo ingenua y
una estúpida romántica.
—Olvídame. —Traía puesta una máscara oscura e inexpresiva, y sabía
que sus palabras me atormentarían para siempre—. Vete y enamórate de
alguien más.
—N-no quiero amar a nadie más. —El nudo en mi garganta seguía
creciendo y mi corazón tenía un agujero, y mi alma se hacía cenizas con
cada segundo que pasaba, pero ninguna lágrima salió—. Te amo a ti.
Era mi todo. Era mi sueño. Y se estaba convirtiendo en mi pesadilla con
el avance de los segundos y con las crueles palabras que me estaba
disparando.
—No eres la indicada para mí. Ve y dale tu amor a alguien más. —
Aquello definitivamente debía ser una pesadilla. En la mañana éramos
felices. En la mañana me amaba—. Olvídate de mí, Reina. Lo nuestro solo
fue para pasar el rato. —Reina. Ya no era su chica canela.
—¿Para pasar el rato? —repetí, como una tonta. Mi mente buscaba
excusas y esperaba que algo cambiara.
—Olvídate de mí.
Sacudí la cabeza.
—¿Así de fácil? —cuestioné, con voz ronca, consciente de que me
estaba humillando a mí misma. La mujer seguía a su lado, observando toda
esa escena. Tenía asiento en primera fila para ver cómo me rompían el
corazón por primera vez—. No puedes olvidarte de esto —insistí,
testarudamente—. De nosotros.
—Ya te olvidé. Lo mejor para ti es que hagas lo mismo.
Ya te olvidé. Tres simples palabras, pero que tenían el poder de quemar
mi mundo hasta las cenizas. Había sido mi primero. Se suponía que iba a
ser mi último.
Amon era mi libro completo… En cambio, para él, yo era solo una
página. No, ni siquiera una página, a lo mejor, un párrafo. Sin embargo, mi
corazón aún guardaba la esperanza de que, contra todo pronóstico, de
alguna manera, él se retractaría y proclamaría que era el título de su libro,
tal como él lo era del mío.
Tragué el nudo en mi garganta. No podía derrumbarme, porque sabía
que, si lo hacía, ni el pegamento ni la cinta adhesiva más buena podría
adherir mi alma destrozada.
Allí estaba, parado, tan cerca y a la vez tan lejos, y juzgando por su
expresión, ni aunque le rogara toda mi vida podría volver a atraerlo a mi
lado. Siempre había sido mi primera elección. Siempre lo iba a escoger.
Lamentablemente, yo nunca fui la suya. Solo fui una distracción para matar
el tiempo.
—Puedes olvidarme, Amon. Pero no puedes dictar lo que puedo o no
hacer. No puedes exigirme… —Las palabras se incrustaron como si me
hubieran apuñalado el corazón y la garganta, quitándome todo el aliento.
Pero, me esforcé por decir lo que me faltaba—: No tienes ningún derecho a
exigirme que no te ame.
—Pierdes tu tiempo. —Mierda, sus palabras me lastimaban. El sabor a
cobre llenó mi boca.
—Mi amor fue un regalo que te di sin condiciones. No lo quiero
devuelta. —Mi voz se quebró y mi labio tembló. De hecho, lo hacía todo mi
cuerpo—. Quédate con mi regalo, Príncipe Amargado, y no lo sueltes
jamás. Será el último que recibirás de mi parte, y p-puede que te mantenga
cuerdo por el resto de tu vida. Adiós, Amon.
Lo dejé en silencio, mientras mi corazón terminaba por romperse en
millones de pedazos. La vida sin él era inimaginable, sería como vivir
dentro de una pesadilla de la que nunca podría escapar.
Dando un paso delante del otro, reprimí las lágrimas mientras mi vida se
prendía en llamas y me dejaba con nada más que agonía.
Tenía que seguir avanzando para poder sobrevivir a lo que quedaba de
mi existencia o terminaría igual que mi mamma.
CAPÍTULO CINCUENTA Y DOS
AMON
V
i cómo Reina se iba. Mi pecho se desgarraba en agonía.
Era la primera vez que la veía sin una sonrisa en su rostro, y yo fui
el causante. Todo fue por mi culpa. Yo empecé y acabé jodiéndolo
todo.
Yo. Acabé. Con. Ella.
No le podía decir por qué. Por el bien de ambos, era mejor guardar el
secreto. Si lo supiera, la destruiría. Lo mejor era que cargara yo solo con esa
verdad. Sanaría su corazón roto. Pero no lo haría, si se hubiera enterado de
que éramos medios hermanos.
Se me revolvió el estómago, como siempre sucedía, cuando pensaba en
ello, y terminaba empujándolo en un rincón de mi alma.
Mientras la veía irse en silencio, la ruptura de mi corazón hizo eco por
todos lados, era tan fuerte, como jamás lo había escuchado.
La necesidad de ir tras ella, tomarla en brazos y jamás dejarla ir se clavó
en mi pecho. Mas la vida era injusta, porque estaba prohibido. Era mi media
hermana. Todos esos sentimientos se retorcían en mi interior.
—Lárgate. —Mi voz era plana. Fría. Sin vida.
—Pensé que podríamos…
—¡Lárgate! —rugí. No quería tener a esa mujer allí. No era nadie para
mí. Solo la usé para alejar a Reina. Y así protegerla de la verdad… De que
se había acostado con su…
La bilis subió por mi garganta y me tambaleé hacia el baño, llegando
justo para vomitar todo lo que había en mi estómago. Escuché cómo
cerraban la puerta de mi apartamento y solté un respiro tembloroso.
Tiré de la cadena y me levanté, viendo mi expresión en el espejo.
Seguía siendo el mismo, pero a la vez era muy diferente. Mis ojos bajaron
hacia mi pecho, esperando encontrar un agujero allí, porque había sentido
como si alguien me lo hubiera arrancado.
Odiaba esa sensación. Era como estar en el infierno. En agonía. Era la
peor de las condenas.
—Hermano. —Dante apareció en la entrada del baño. Solo en ese
momento fui consciente de la verdad. Ya no era su hermano, pero esa
hermandad que habíamos construido no se debilitó. Crecimos juntos.
Sufrimos la ira de padre juntos. Mi madre nos educó a los dos. Juntos.
En ese momento, decidí que Dante jamás debía enterarse.
Me limpié la boca con el dorso de la mano.
—¿Qué haces aquí?
Se apoyó contra el marco de la puerta, casualmente, metiendo las manos
en sus bolsillos.
—Madre me dijo que me necesitabas. —La mirada de Dante se desvió
al inodoro y luego hacia mí—. ¿Estás enfermo?
Me puse completamente de pie.
—No.
—Joder, qué bueno —musitó—. No estoy de humor para jugar a la
enfermera.
Caminé hacia el lavamanos y divisé el cepillo de dientes rosa de Reina.
El dolor se clavó en mis entrañas. De un tirón lo tomé y lo arrojé a la
basura.
Estaría sintiendo el infierno en vida, pero ni siquiera en mi estado
dejaría que Romero ganara. Convertiría toda esa ira y agonía en fría
indiferencia y levantaría yo mismo un imperio que pudiera destruir el de
todos.
El fuego en mis venas quemaba más que el mismísimo infierno. Noté la
mirada fija y extraña que me lanzaba Dante. Me conocía demasiado bien
como para saber cuándo no entrometerse y dejarme tranquilo con mi rabia.
Si no la podía tener a ella, tendría mi venganza. Me ahogaría en ella de
una manera que terminara alimentado mi alma que había sido desgarrada.
Sería el propósito de mi vida. Después de todo, tenía todo el tiempo del
mundo. Tan solo esperaría a que llegara el momento adecuado.
Uno a uno, conquistaría el maldito mundo.
Una risa amarga y fría rasguñó mi garganta. Era el príncipe amargado.
¡Qué ironía era que el propio Romero me hubiera apodado de esa manera!
Siempre sería el príncipe amargado, pero nunca un rey.
Jodería con sus cabezas como un rey. Y luego, los guiaría a todos al
infierno y arderíamos juntos.
Me encontré con la mirada de mi hermano, el dolor nunca abandonó mi
pecho. Supongo que permanecería allí por un tiempo, así que no me
quedaba de otra que acostumbrarme.
—¿Qué pasó con Reina? —Reina. Solo su nombre podía lacerar mi
interior. Todavía la amaba. Aún la deseaba. Mis entrañas se revolvieron. Era
prohibido, aunque mi corazón y alma no parecían estar de acuerdo.
Mi pecho se rompió ante el recuerdo del temblor de sus hombros
cuando le dije que amara a alguien más.
—Se fue.
Si bien no tenía ninguna lágrima, mi corazón sollozaba lo suficiente
para inundar arroyos, ríos y océanos. Mierda, podría inundar el planeta
completo.
Tomó bastante tiempo a que el mundo se silenciara. Sin embargo, mi
corazón jamás lo estaría.
El amor era una molestia que no necesitaba en mi vida.
CAPÍTULO CINCUENTA Y TRES
REINA
E lpronto
camino de vuelta a casa fue un borrón. Di un paso delante del otro, y de
estaba en frente de mi apartamento.
Quería hundirme en mi cama y jamás abandonarla, pero era incapaz de
moverme. Miré fijamente la puerta, y me derrumbé cuando escuché las
voces alegres de mis amigas.
Todas mis emociones, el dolor, el corazón roto, la traición, la agonía, me
arrastraron y terminé en el piso. Mis ojos quemaban. Mis músculos
temblaban por la fuerza de mi llanto y me cubrí la boca para ahogarlo.
No quería que nadie me escuchara.
No me amaba. ¿Por qué? ¿Qué era lo que yo tenía que nadie me amaba?
Yo lo amaba tanto, que me dolía estar sin él. Era como la nieve que le
pertenecía al invierno o el sol al cielo azul. Siempre había sido suya, incluso
si no me quería.
Sin embargo, no dudó ni un segundo en desechar mi amor.
«Vete y ama a alguien más». Sus palabras me lastimaron. Quería
olvidarlas, pero estaban tatuadas en mi mente, donde se repetían una y otra
y otra vez. «Serás la indicada para alguien más, pero no para mí».
Su rostro hermosamente inexpresivo, con ojos como galaxias, sin un
rastro de calidez.
«Ya te olvidé».
Sus palabras me arrancaron el corazón y lo partió en miles de pedacitos.
Ni siquiera podía imaginar cómo seguir adelante con mi vida y él ya tenía a
otra mujer a su lado. Pensé que me amaba y ese amor era correspondido.
Creí que el mundo sería un mundo mejor con él, con nosotros, juntos. Sin
embargo, en ese momento, me cuestioné todo. Si bien la esperanza que
tenía de pasar mi futuro junto a él ya no existía, mi amor seguía vivo. Me
aferraría a él con mis dedos bañados en sangre, negándome a dejar las
migajas que quedaban.
Me doblé en el suelo del pasillo y atraje mis rodillas al pecho. Mis ojos
ardían mientras lágrimas de desdicha y de mi alma desgarrada caían por mis
mejillas. Traté de detener que los trozos de mi corazón roto destruyeran por
completo mi alma, pero era como intentar que no lloviera o que dejara de
soplar el viento.
Algo dentro de mí se quebró, y no había manera de volverlo a unir.
No supe cuánto tiempo pasé sentada en medio del pasillo, fuera de mi
apartamento, sola y desamparada. Quizás pasaron minutos u horas. Podía
haberme sentado allí por siempre, si la puerta no se hubiera abierto y un
sonido de sorpresa no hubiera hecho eco por todos lados. Un par de manos
amables acunaron mi rostro, y alcé la mirada.
—¿Qué pasó? —Gesticuló con la boca, provocando que añorara volver
a escuchar su voz.
De alguna manera, lloré con más ganas. Enterré mi rostro en el pecho de
mi hermana mientras una de sus manos me sostenía y la otra acariciaba mi
cabello. Lloré, sacudiendo todo mi cuerpo de dolor ante la fuerza de mis
sollozos.
—¿Qué sucedió? —Isla debió de salir a ver el pasillo.
Eres mi sabor favorito, Chica Canela.
Me mintió. Todo era una mentira.
Cada beso. Cada susurro. Cada palabra. Cada momento. Todo.
No podía respirar. Las lágrimas nublaban mi visión y agitaban mi
cuerpo, y de alguna manera sabía que no volvería a ser la misma.
Vete y enamórate de alguien más.
Me derrumbé. Grité, dejando en carne viva mis pulmones, quemándolos
y dañando mis cuerdas vocales. Ese dolor ni siquiera se asemejaba al que
estaba sintiendo mi corazón. Me llevé las manos al cabello y tomé puñados
de él y lo jalé, con tensión. Quería eliminar sus palabras de mi cerebro.
Quería olvidarlas.
Mis amigas me rodearon, me sostuvieron, me sofocaron, me hablaron.
No las escuchaba. Solo escuchaba su voz, diciéndome que no lo amara.
Diciéndome que sería la indicada para otro. Mas no para él.
Mi hermana me apretó en sus brazos. Y un suave, casi silencioso
“shhh” apaciguó mis gritos que pasaron a ser suaves jadeos. No fui
consciente de los susurros ni de los movimientos de mis amigas. Un minuto
estaba en el suelo, y al siguiente, en el baño. Me quedé de pie como una
especie de zombie, mi mente seguía atrapada en el penthouse de Amon,
repitiendo cada una de sus palabras. Cada gesto que había hecho.
Vi mi reflejo en el espejo. Rostro pálido. Ojos rojos. El reflejo de mi
corazón roto y mi alma desgarrada me devolvía la mirada. Mis rizos eran un
enredo y la imagen de Amon sosteniéndolo entre sus dedos parpadeó en mi
mente. Le di un puñetazo al espejo, partiéndolo en dos. Lo golpeé una y
otra vez, salpicándome de sangre.
Esa vez, mi reflejo mostraba mi verdadero yo: rota y desangrada.
No sé cómo llegué a la cama, pero horas más tarde, incluso días más
tarde, permanecía allí, observando la oscuridad con mi corazón roto,
mientras los recuerdos de Amon se reproducían en mi mente, alimentándose
de mi dolor.
El susurro de su voz era una constante agonía en mi corazón. Mis
pensamientos me estaban destruyendo de a poco. Intentaba no pensar, pero
el silencio también me desgarraba. ¿Cómo pudo prometerme tantas cosas y
haber mentido en cada una de ellas?
Mis labios se sentían salados, así me di cuenta de que estaba llorando…
de nuevo.
Mis amigas hicieron lo mejor que pudieron para calmarme. Mi hermana
me hizo tomar un baño luego de que vendaran mi mano. Aun así, oía sus
susurros y notaba sus miradas preocupadas. Phoenix había amenazado con
matar a Amon, pero gracias a Dios, Isla la convenció de quedarse conmigo,
en lugar de ir tras él.
Durante todo ese tiempo, no tuve la energía para pronunciar ninguna
palabra. Solo podía estar en la cama y buscar soledad. Así debía sentirse
cuando alguien se ahogaba: yacer en la oscuridad y escuchar el ruido de la
lluvia afuera.
¿Por qué siempre llovía cuando alguien estaba triste? También llovió
cuando enterramos a Mamma.
Lágrimas calientes rodaban por mis mejillas. Ni me molesté en secarlas.
Dejé que cayeran, en silencio, mientras los gritos en mi cabeza me
sofocaban, rompiéndome en pedazos que jamás volverían a encajar de la
misma forma.
De los miles de millones de corazones en el mundo, tuve que
enamorarme del único que se negaba a latir por mí.
CAPÍTULO CINCUENTA Y CUATRO
REINA
B ajándome del taxi, sentí el fresco olor del viento otoñal. Octubre era uno
de mis meses favoritos, pero ya no tenía una estación del año favorita.
Casi fui tragada por la multitud de vestidos de fiesta, diamantes y trajes.
Mi vestido corto rosa desentonaba en ese lugar.
«Al igual que tú», mi mente me advirtió en un susurro, pero mi corazón
la ignoró.
Debía verlo por última vez. Debía hablar con él por última vez.
La tarjeta de invitación me quemaba la mano cuando se la entregué al
portero. Me sentí como una farsante, mas estaba decidida. No podía
evitarme toda la vida. Me debía una explicación.
En mi corazón, sabía que lo que habíamos tenido no era una mentira.
Todo lo que habíamos vivido era real. Lo sentía en lo más profundo de mi
ser, en cada respiro y cada latido.
Ya adentro, me forcé a calmar la respiración mientras me daba una
vuelta por la terraza de espacio abierto.
Un bar barnizado en negro con incrustaciones doradas ocupaba toda la
parte este del espacio abierto del local. Estaba repleto de estantes con
botellas de licor. Los camareros se desplazaban por el lugar sosteniendo
bandejas con gin tonic, champagne y copas de vino.
Risas suaves llenaban cada rincón de la terraza. Había asientos de lujo
repartidos por todo el sitio, rodeando la pista de baile. En una esquina
estaban los jugadores de cartas y crupieres que se ocupaban de las mesas.
La gente bailaba y reía, y su felicidad se sintió como una bofetada ante mi
miseria.
El cielo oscuro proyectaba una noche repleta de constelaciones que era
capaz de quitarte el aliento, y una luna roja. Mientras contemplaba si era un
buen o mal augurio, el suave murmullo del público pasó a ser voces altas
mientras las cabezas de todos se giraban hacia el hombre que sin ningún
esfuerzo se había robado mi corazón. Seguía teniendo esa belleza
arrebatadora. Aún me dolía mirar su rostro, ver esa máscara inexpresiva que
había perdido la sonrisa.
Mi corazón martilleaba con tanta fuerza que el dolor que me causaba
me hacía brotar lágrimas no derramadas. Me moví en piloto automático.
Debía llegar hasta él. Tenía que contarle, y si después de oírme, no quería
saber más nada de mí, de nosotros, desaparecería del mapa y jamás volvería
a escuchar sobre mí.
Los dos. Me había dicho que nos haríamos responsables los dos.
—No deberías estar aquí. —Una suave voz captó mi atención y me
encontré con una mujer pequeña que vestía un hermoso kimono enfrente de
mí. No tuve que preguntarme quién era. Ya la había visto una vez.
La madre de Amon. Mismos rasgos. Mismo cabello hermoso. Mismo
color de ojos.
Excepto, que los de ella eran fríos.
Forcé una sonrisa.
—Usted debe ser la seño… —No sabía cómo llamarla, así que terminé
con—: La madre de Amon.
Asintió.
—Lo soy. —Me miraba con desaprobación y me abracé, casi como si
fuera mi propio escudo protector. Su expresión estoica la hacía parecerse
menos a Amon—. No deberías estar aquí.
Mis ojos se desviaron al otro lado de la terraza, a Amon. Al chico que
siempre me había salvado. Excepto por esa vez, mi instinto me advirtió que
no me salvaría. No de su madre. No de sí mismo.
—No me quedaré —expliqué, cuadrando los hombros y levantando mi
barbilla—. Solo debo hablar con Amon.
—¿Quién es esta? —Una voz conocida llegó por mi espalda y me giré
en esa dirección, quedando frente a frente con el padre de Amon. Angelo
Leone. Era tan aterrador como lo recordaba. Percibí cómo el señor Leone
me miraba con lascivia, haciendo que diera un paso hacia atrás, poniendo
distancia entre nosotros. De repente, echó la cabeza hacia atrás y se
carcajeó—. Ni siquiera debí preguntar. Reina Romero. Eres la viva imagen
de tu madre.
Ese hombre me horrorizaba. Ignorándolo, me dirigí al lado opuesto de
la terraza. Sentí la mirada del señor Leone quemando un agujero en mi
nuca, pero toda mi atención estaba puesta en esa figura oscura que tanto
conocía.
Un paso. Dos pasos.
No estaba lejos, pero parecía estarlo. Mi pulso se aceleró y me forcé a
moverme. Una canción que conocía muy bien llegó a mis oídos por la brisa
y mis pasos vacilaron.
Cinnamon Girl de Lana del Rey.
El aliento se me atascó, incapaz de llevar aire a mis pulmones. O lo
suficiente. Puse todas mis fuerzas para guardar la compostura, pero las
imágenes de un Amon dulce y melancólico se reprodujeron en mi mente.
Nuestra primera cena japonesa. Comiendo helado. Las linternas chinas. Mi
cumpleaños.
Era nuestra canción la que se escuchaba en la pista mientras las estrellas
resplandecían en el cielo oscuro. Era mía y suya, nadie más podía bailarla.
Al menos no con él.
Mi mirada encontró la de Amon, pero en esos ojos que tanto amaba, ya
no había nada. Me devolvió la mirada, estoico, diciéndome que me fuera.
Recordándome que no era querida. Por un momento, no se le movió ni un
músculo, mientras me observaba, con firmeza.
—Amon… —Su nombre era a penas un susurro, uno doloroso que
raspaba mi garganta.
Me impedí llorar, saber que había borrado todo lo que habíamos vivido
y no se quedó con nada, me dejó sin respiración.
Lo amaba; él no me correspondía. A lo mejor nunca lo hizo. Quizás
todo fue un juego para él. Le di todo. Y él me dio… ¿Qué? Un corazón
roto.
A lo mejor Mamma se murió por un corazón roto, porque justo allí
sentía que lentamente me estaba muriendo.
Podía escuchar las palabras de mi madre en el viento, susurrándome:
Dejé todo por él y no me dio nada a cambio. ¿Me escuchaste, Reina? ¡No
nos dio nada!
Tragué con fuerza y me forcé a dar otro paso. Debía decirle. Eran dos
simples palabras. Estoy embarazada. Podría aceptarlas o rechazarlas.
Después me preocuparía del resto.
Una mujer entrelazó sus dedos con los de él y apartó su mirada de mí.
Ya ni valía la pena mirar en mi dirección. De la mano, se dirigieron a la
pista y bailaron. Nuestra canción.
Y bailaban como si fueran uno solo. Dos almas que estaban destinadas a
estar juntas. Lo que más me dolió fue ser testigo de lo bien que encajaban.
El cabello de ella era oscuro, casi tan oscuro como el de un cuervo,
haciendo juego con el de él. Era hermosa. Todo lo que yo no era. Elegante.
Confiada.
Viendo cómo se movían en la pista, bailando coordinadamente como si
lo hubieran hecho por mucho tiempo, me di cuenta de que ya me había
olvidado. Nuestra canción ya no era de nosotros dos. Era de ellos. La
miraba como si fuera su vida entera. Como si ella fuera la indicada para ser
algo de él.
Darme cuenta de aquello cristalizó mis ojos. Siempre tendría ese
vínculo con el niño de ojos oscuros con estrellas, pero me equivoqué en
algo. No brillaban por mí. Quizás nunca lo hicieron. O podía ser que yo
hubiera sido una estrella todo ese tiempo y él fuera la luna. Solo había una
sola, pero de estrellas, había miles de millones allá afuera… Y no me eligió.
Entonces, mi luz dejaría de brillar, habiendo conocido su sabor y
extrañándolo para siempre.
Mi corazón martilleaba contra mi pecho, pero intenté dar otro paso. No
pude. En su lugar, me quedé tiesa, amándolo en silencio. Sin condiciones.
Sin embargo, bajó su cabeza y la besó, con suavidad, venerándola.
El sonido de mi corazón rompiéndose fue tan fuerte que me dejó sorda.
No podía apartar la mirada, mis ojos me mostraban lo que mi corazón
no entendía. Eso que latía en mi pecho yacía desparramado por todo el piso
de mármol, quemándose hasta las cenizas.
Mi estrella se apagó y se hizo polvo, dejándome sola.
Amon había sido la mejor parte de mi corazón. La parte más oscura. La
parte más luminosa. Era mi corazón entero. Era su dueño, incluso estando
roto. Siempre había sido de él para romperlo.
Me dolía el pecho como si alguien lo hubiera metido dentro de una
máquina demoledora. El dolor se expandió por cada rincón de mi cuerpo,
pasando a ser físico e intensificándose con el paso de los segundos.
Mientras me clavaba las uñas en las palmas y se me hacía un nudo en la
garganta que me impedía respirar, una lágrima se deslizó por mi mejilla. Me
di la vuelta, con la visión borrosa, y me estampé contra un cuerpo alto y
duro.
—Disculpa —musité, sin mirarlo.
—Reina. —Apareció otra voz conocida—. ¿Qué estás haciendo aquí?
Alcé mi mirada, viendo borroso, haciéndome difícil reconocerlo.
—¿Señor Konstantin?
—¿Estás bien?
Tenía que salir de ese lugar antes de que me quebrara y me avergonzara
a mí misma. Antes de que Amon me viera así.
—Sí, permiso —dije, forzando una sonrisa.
Sin esperar su respuesta, corrí afuera como si el mismísimo diablo y sus
siete jinetes me hubieran estado pisando los talones. Podía sentir cómo me
ardían los ojos, amenazando con liberar todas mis lágrimas.
Era una estúpida idiota. El dolor me atravesó el pecho mientras la
imagen de Amon besando a otra mujer se reproducía en mi mente,
burlándose de mí. Era incapaz de enviar aire a mis pulmones. Me dolía
todo.
Logré salir del local, secándome las lágrimas, y terminé en la acera
viendo cómo un trueno aparecía en el cielo. Y de repente, empezó a llover a
cántaros, ahogando mis sollozos y ocultando mis lágrimas.
El cielo y el infierno me acompañaron en mi llanto. Él era parte de cada
uno de mis planes del futuro, en cambio, yo solo fui una distracción en su
pasado. Esa expresión en su rostro cuando miraba a su compañera de baile
me mostró todo lo que necesitaba saber.
«Nunca te amó». Mi propio pensamiento se burló, gritándomelo.
Perdida vagué por París y mientras más pasos daba, alejándome de él,
más insensible me sentía. La sensación avanzaba lento, pero seguro.
Cuando estaba en la calle de enfrente de mi apartamento, estaba empapada
y dichosamente entumecida. Incluso mi pecho había dejado de doler. No
sentía… nada.
Crucé la calle, escuchando el goteo de la lluvia en el pavimento. Estaba
tan ensimismada que no escuché el camión hasta que ya era muy tarde. Vi
las luces cegadoras un segundo antes de volar por los aires. Se sintió como
si fueran horas, pero solo fue uno o dos segundos. Caí con un golpe sordo
que ni siquiera registré. No había dolor. No había más lágrimas.
Mis ojos se cerraron, deleitándome con la oscuridad que crepitaba a
través de mí. Quería que me ahogara, pero una voz se interpuso.
—Ni te atrevas a morir, maldición.
«No quería morir. Solo quería dejar de sentir». Mi boca no se movía. O
quizás sí y no la podía sentir.
Cada respiro que tomaba desde que me había dejado de amar se sentía
como una pérdida de tiempo. Las cicatrices que me había dejado se negaban
a sanar. Una parte de mí se había aferrado a ellas para no olvidarlo, para no
olvidarnos.
—Reina, sigue respirando. —La demanda era clara. Pero no la podía
seguir—. O tendré que tomar medidas drásticas.
Medidas drásticas. Alguien ya me había amenazado de esa manera,
pero no me acordaba de quién. Mi cráneo me dolía, y cada vez que pensaba
un eco de dolor atravesaba cada una de mis células.
Solo pensé en una cosa antes de que fuera arrastrada por la oscuridad.
«Nadie, nunca, iba a poder conocerme de la manera en que lo había
hecho él. Nunca nadie me amaría o me engañaría como lo había hecho él.
Amon Leone era mi ruina».
Y me odiaba por seguir amándolo.
CONTINUARÁ…