Nicaragua

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Leyendas de Nicaragua

La Taconuda
Es una mujer de 7 pies de estatura, joven, pelo largo que le llega hasta la pantorrilla,
delgada, zapatos de tacón altos y curvos, de cara seca, de ojos hondos labios
pronunciados, pintados y risueños, chalina negra, bustos respingados, vestido blanco
con un fajín de plata y hebilla cuadrada grande y un cintillo dorado en el pelo.
Esta linda joven era hija de un cacique que era dueño de todas las haciendas desde la
línea hasta llegar a Masaya; su padre le heredó todas sus riquezas por ser la única hija,
es de apellido Sánchez.
Dicen que sale en los cafetales, en las cuchillas cerca de las haciendas que llevan por
nombre Corinto y Las Mercedes. El encanto de ella es agarrar a los hombres y ponerlos
locos, le sale a los capataces y los lleva a las curvas de los caminos, dejándolos
adormecidos y desnudos hasta que sus familiares los encontraban.
Cuando la taconuda pasaba, dejaba un gran aroma de perfume y por eso la
identificaban pero no a todo hombre se llevaba. Dicen los que la han visto que le gusta
que la llamen taconuda.

“La llorona”

En las altas horas de la noche, cuando todo parece dormido y sólo se escuchan los gritos
rudos con que los boyeros avivan la marcha lenta de sus animales, dicen los campesinos
que allá, por el río, alejándose y acercándose con intervalos, deteniéndose en los frescos
remansos que sirven de aguada a los bueyes y caballos de las cercanías, una voz lastimera
llama la atención de los viajeros. Es una voz de mujer que solloza, que vaga por las
márgenes del río buscando algo, algo que interrumpiendo el silencio de la noche con su
gemido eterno. Era una pobre campesina cuya adolescencia se había deslizado en medio
de la tranquilidad escuchando con agrado los pajarillos que se columpiaban alegres en las
ramas de los higuerones. Abandonaba su lecho cuando el canto del gallo anunciaba la
aurora, y se dirigía hacia el río a traer agua con sus tinajas de barro, despertando, al pasar,
a las vacas que descansaban en el camino. Era feliz amando la naturaleza; pero una vez
que llegó a la hacienda de la familia del patrón en la época de verano, la hermosa
campesina pudo observar el lujo y la coquetería de las señoritas que venían de San José.
Hizo la comparación entre los encantos de aquellas mujeres y los suyos; vio que su cuerpo
era tan cimbreante como el de ellas, que poseían una bonita cara, una sonrisa
trastornadora, y se dedicó a imitarías. Como era hacendosa, la patrona la tomó a su
servicio y la trajo a la capital donde, al poco tiempo, fue corrompida por sus compañeras y
los grandes vicios que se tienen en las capitales, y el grado de libertinaje en el que son
absorbidas por las metrópolis. Fue seducida por un jovencito de esos que en los salones se
dan tono con su cultura y que, con frecuencia, amanecen completamente ebrios en las
casas de tolerancia. Cuando sintió que iba a ser madre, se retiró de la capital y volvió a la
casa paterna. A escondidas de su familia dio a luz a una preciosa niñita que arrojó
enseguida al sitio en donde el río era más profundo, en un momento de incapacidad y
temor a enfrentar a un padre o una sociedad que actuó de esa forma. Después se volvió
loca y, según los campesinos, el arrepentimiento la hace vagar ahora por las orillas de los
riachuelos buscando siempre el cadáver de su hija que no volverá a encontrar. De
entonces acá, oye el viajero a la orilla de los ríos, cuando en callada noche atraviesa el
bosque, aves quejumbrosos, desgarradores y terribles que paralizan la sangre. Es la
Llorona que busca a su hija… ha perdido y que no hallará jamás. Atemoriza a los chicuelos
que han oído, contada por los labios marchitos de la abuela, la historia enternecedora de
aquella mujer que vive en los potreros.
“El jinete sin cabeza”

La leyenda del jinete sin cabeza cuenta sobre un cliente habitual de la cantina,
llegó aquel día pidiendo a sus amigos unos pesos para llevar a su hijo enfermo
con el doctor. Pero aquellos bribones encontraron en la desgracia de su
compañero, un motivo para seguirse divirtiendo, uno de ellos le dijo: -No tenemos
ni un peso, pero le comparto un secreto. Dicen que si monta al caballo negro que
corre por la loma y logra domarlo, lo llevará a la cueva de su antiguo amo, que
está llena de oro. Y puede agarrar lo que quiera para su chamaco.
Por supuesto aquello era mentira, lo habían inventado en ese momento, para
burlarse de su amigo. Pero el otro andaba tan desesperado que se enfiló a la
loma, y sobre la rama de un árbol, esperó al caballo y se dejó caer sobre él. Con
tanto relinchido y movimiento, la cabeza del hombre quedó colgada en aquella
misma rama y su sangre cubrió completo los ojos del animal. La bestia emprendió
la carrera, con el cuerpo del hombre a cuestas, sus manos habían quedado bien
sujetas al pelaje y en unos segundos ambos cayeron por el despeñadero. Hombre
y bestia estaban ahora unidos por un lazo de sangre y muerte, no se sabía cuál
era uno y cual el otro.
La sangre corría como un rio salvaje, haciendo grietas en la tierra seca, que la
succionaba como si estuviera sedienta, se llenó de burbujas y en un momento
comenzó a arder, entre el fuego intenso, ambos cuerpos fueron tragados por la
tierra.
Los sujetos no hablaron de lo sucedido a nadie, pero; en el amanecer de cada
siguiente día, encontraron sobre alguna puerta la quemadura de una herradura.
La séptima noche después de lo ocurrido, entre las rocas de la cañada, un eco
insistente les crispaba los nervios. Parecían cascos de caballo, que avanzaba a
trote lento, dando tiempo a que todos lo escucharan, alcanzaron a divisar a lo
lejos, una bola de fuego que bajaba por la loma, así que todos se fueron a refugiar
a sus casas. Desde alguna pequeña grieta entre las paredes, los mirones vieron
un inmenso caballo negro, cuyas patas y crin eran solamente llamas y exhalaba
fuego… obedecía las ordenes de un jinete sin cabeza, que lo llevó a través de
todas las puertas marcadas, y salieron cargando seis cabezas, con las que luego
alimentó a la gran bestia, dejando atrás solamente los cuerpos calcinados de los
impertinentes bromistas.
Dicen desde entonces en aquel pueblo: “Quien no tenga intención de ayudar a un
alma en desgracia, será decapitado por el jinete sin cabeza y su cuerpo convertido
en cenizas por el fuego del infierno, que el caballo negro lleva consigo”.
“La segua”
Hace más de doscientos años, en un pueblito de Cartago, vivía una hermosa mujer, la más
bella del pueblo. Linda como una rosa, de curvas pronunciadas, hermosísimos bustos,
piernas torneadas y una cara sin igual; sin embargo, era la muchacha muy orgullosa y no
guardaba la menor consideración por sus padres, a los que con frecuencia humillaba y
desobedecía, pues se decía ser muy infeliz de ser pobre. Cuenta la leyenda que, un día,
esta bellísima joven recibió una invitación de un acaudalado y buen mozo español para
asistir a un baile, a lo cual su madre se opuso, pues el joven era reconocido por sus
atributos de conquistador, “Don Juan” y poco formal con las muchachas. Ante la negativa
de su mamá, la joven estalló en ira y blasfemó contra ella; llenó de improperios su
humilde hogar mientras su madre la observaba y lloraba en silencio ante la actitud de su
hija, pero a la joven no le bastó con insultar, sino que en un momento dado levanto su
mano para abofetearla, pero no había levantado completamente aún su mano, cuando de
la nada salió una mano negra, con grandes uñas y sostuvo la mano de la hija ingrata,
entonces se escuchó una voz estruendosa que dijo: “Te maldigo mala mujer, por ofender y
pretender golpear a quien te dio la vida, desde hoy y para el resto de los siglos los
hombres a ti se acercarán por tu hermoso cuerpo pero por tu espantoso rostro de ti
correrán” Así es como desde entonces la cegua se aparece de pronto en el camino
pidiendo que a algún jinete la lleve en su caballo, argumentando que va al pueblo más
cercano; “no hay un hombre que se resista a tan hermoso cuerpo y dulce ruego”, pero
una vez que sube en ancas al caballo su cara se transforma en la de una horrible bestia
similar a la de un caballo relinchando. La cegua aparece también a aquellos hombres
mujeriegos que andan a altas horas de la noche en la calle, ella se les aparece y con su
dulzura le hace creer que es una nueva conquista pero en un momento dado muestra su
rostro de caballo. Muchos dicen haber tenido encuentros con la Cegua y aún hoy se
menciona que en cualquier carretera cuando vayas en tu auto y de noche, has de tener
cuidado de quien te haga una parada, pues ella se subirá con todos sus encantos a tu auto,
y cuando estés absorto con su belleza se convertirá en lo que es, la Segua.
“El barco negro del gran Lago”
El barco negro Por Pablo Antonio Cuadra Cuentan que hace mucho tiempo, ¡tiempales
hace! Cruzaba una lancha de Granada a San Carlos y cuando viraba de la Isla Redonda
le hicieron señas con una sábana. Cuando los de la lancha bajaron a tierra sólo ayes
oyeron. Las dos familias que vivían en la isla, desde los viejos hasta las criaturas, se
estaban muriendo envenenadas. Se habían comido una res muerta picada de toboba.
¡Llévennos a Granada!; les dijeron. Y el capitán preguntó: ¿Quién paga el viaje? No
tenemos centavos, dijeron los envenenados, pagaremos con leña, pagaremos con
plátanos. ¿Quién cortará la leña? ¿Quién cortará los plátanos? dijeron los marineros.
Llevo un viaje de chanchos a Los Chiles y si me entretengo se me mueren sofocados, dijo
el capitán. Pero nosotros somos gentes, dijeron los moribundos. También nosotros, —
contestaron los lancheros—. Con esto nos ganamos la vida. ¡Por Diosito! —gritó entonces
el más viejo de la isla— ¿No ven que si nos dejan nos dan la muerte? Tenemos
compromiso, dijo el capitán. Y se volvió con los marineros y ni porque estaban
retorciéndose, tuvieron lástima. Ahí los dejaron. Pero la abuela se levantó del tapesco y a
como le dio la voz les echó la maldición: ¡A como se les cerró el corazón se les cierre el
lago! La lancha se fue. Cogió altura buscando San Carlos y desde entonces perdió tierra.
Eso cuentan. Ya no vieron nunca tierra. Ni los cerros ven, ni las estrellas. Tienen años,
dicen que tiene siglos de andar perdidos. Ya el barco está negro, ya tiene las velas
podridas y las jarcias rotas. Mucha gente del lago los ha visto. Se topan en las aguas altas
con el barco negro, y los marinos barbudos y andrajosos les gritan: ¿Dónde queda San
Jorge? ¿Dónde queda Granada? ... Pero el viento se los lleva y no ven tierra. Están
malditos.

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