Material Literario 2dos

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Material de Prácticas del lenguaje 2° A y B

Apuesta, Ricardo Mariño

La vieja tenía fama de bruja. Muchas viejas la tienen, pero ésta había justificado esa creencia engualichando a diecisiete
solterones, enmudeciendo a un insoportable peluquero charlatán, logrando que un sordo hablara y llevando la buena y la
mala suerte a uno u otro hogar, según los encargos...
Cuando murió —acababa de cumplir noventa y cinco años— mucha gente experimentó un gran alivio, sintiéndose a salvo
de sus hechicerías, verdaderas o no. Claro que siempre hay algún nefasto descreído. Y precisamente uno de los que
siempre se habían burlado de sus poderes era el ayudante de la estación de servicio, un muchacho común cuyos únicos
rasgos sobresalientes eran su descreimiento y el desmedido gusto por las apuestas.
Tras la muerte de la anciana, el muchacho apostó a que visitaría la tumba durante la noche. En prueba del cumplimiento
de tal desafío dijo a sus dos compañeros de trabajo que pintaría la lápida de verde.
A las doce de la noche se despidió de sus amigos en la misma estación de servicio y montó a su bicicleta llevando una
linterna y un aerosol en el bolsillo de su campera.
En los alrededores del cementerio la oscuridad era absoluta. La débil claridad lunar dejaba ver la entrada —tres altas
columnas blanquecinas que apuntalaban a dos portones de hierro—, recortándola sobre los oscuros y altísimos eucaliptos
que se bamboleaban suavemente a sus costados. El muchacho dejó la bicicleta sobre unos matorrales y con decisión trepó
por el enrejado.
En toda la tarde, desde que se le había ocurrido jugar esa apuesta, no había sentido miedo, pero empezaba a inquietarse
ahora que caminaba por la galería principal del cementerio, su calle central, a cuyos flancos se levantaban las altas
bóvedas de mármol donde moraban los muertos más sobresalientes del pueblo (no los gordos narigones, orejudos,
cabezones, etc., sino los de cuentas bancarias sobresalientes). Según recordaba, la tumba de la vieja estaba en el otro
extremo y para llegar a ella debería salir de ese camino e internarse en un angosto sendero que conducía a la parte pobre,
donde se deposita a los muertos en tierra y se los cubre con una loza de cemento, una humilde inscripción en hierro y un
recipiente para las flores.
Reparó en el silencio que había allí. Y qué pretendía que hubiera ¿música cuartetera? Por más que se empeñara en
amortiguar las pisadas y caminar casi sin hacer contacto con el suelo, los golpes de sus zapatos resonaban sobre las
baldosas produciendo ecos lejanos. Pensó luego que una vez que pintara la lápida de la vieja tendría que regresar hasta la
puerta del cementerio dándole la espalda a esa tumba. Era una tontería, sí, pero por un momento no pudo apartar su
pensamiento de ello.
En fin, ya no podía volverse atrás. Continuó, ahora echando rápidos vistazos a los costados, fugaces vueltas de cabeza
hacia atrás, alerta, presintiendo que algo se deslizaba detrás de sí. Él conocía el cementerio de día, iluminado, no así
poblado por las sombras de la alta noche. Pero llegó el momento en que tuvo que detenerse: claramente había escuchado
un ruido. Mantuvo la respiración, apoyó la espalda contra una pared de nichos superpuestos y se animó a sacar la linterna
del bolsillo, aunque no a encenderla. Sintió otro roce. Cerró los ojos. Algo le tocaba las piernas: no tuvo coraje ni para
retirar el pie. Tardó una eternidad en deducir que se trataba de un gato.
Demoró dos o tres minutos en recuperar la respiración normal y en acallar a su corazón que latía como un bombeador de
agua. Retornó la marcha hacia la tumba de la hechicera.
Fue necesario que prendiera la linterna para ubicar la tumba de la vieja, y al hacerlo, al tener en su mano un tembloroso
haz de luz, se sintió más expuesto. Como si los muertos necesitaran de la 1uz para ver a alguien que anda recorriendo las
tumbas a las doce de la noche, se dijo.
Al fin la encontró.
No quiso demorar un instante más en preguntarse si luego no se arrepentiría de lo que estaba haciendo. Se dijo que no y
empezó a rociar la lápida con la pintura verde de su aerosol.
Poco después se incorporó dando por terminado el trabajo. Pensó que, de ocurrir algo sobrenatural (aunque pensar eso era
una tontería), de ocurrir algo sobrenatural como una aparición o una venganza llevada a cabo por la vieja cuyo cadáver
yacía ahí nomás debajo de una capa de tierra a centímetros de donde estaba él parado, de ocurrir algo así, tendría lugar en
ese mismo instante en que, terminada su profanación, debía salir del cementerio. Un prolongado estremecimiento recorrió
su cuerpo. Ya no pudo mantener la calma: empezó a caminar apurado hacia la salida como si algo lo persiguiera. Esta vez
no se atrevió a mirar hacia atrás.
Ni él mismo hubiera podido explicar cómo llegó hasta la bicicleta. Recién a las seis o siete cuadras del cementerio pudo
recuperar la calma. A las diez cuadras ya se felicitaba por su valentía y pensaba en la cara de sus amigos cuando les dijera
que acababa de cumplir con su apuesta y que al día siguiente podían ir hasta el cementerio a ver la lápida pintada de verde.
Llegó a la estación de servicio, apoyó la bicicleta en la pared y se dirigió al despacho donde permanecían sus compañeros
cuando no había clientela que atender. Empujó la puerta de vidrio y se paró ante los dos hombres que se encontraban
jugando a las cartas. Ambos alzaron la vista al oír que se abría la puerta. Estaba por decirles que había cumplido con la
apuesta, pero se contuvo porque vio la extraña expresión de sus rostros.
Los dos hombres lo miraron espantados. Después se cubrieron la cara y se precipitaron a la puerta trasera llevándose todo
por delante. El muchacho hizo dos pasos hasta el espejo, pero antes de mirarse lo comprendió todo. Afuera uno de sus
amigos seguía gritando: “¡la viejaaa!”.

FIN
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El hombre sin cabeza, Ricardo Mariño

El hombre, el escritor, solía trabajar hasta muy avanzada la noche. Inmerso en el clima inquietante de sus propias
fantasías escribía cuentos de terror. La vieja casona de aspecto fantasmal en la que vivía le inspiraba historias en las que
inocentes personas, distraídas en sus quehaceres, de pronto conocían el horror de enfrentar lo sobrenatural.
Los cuentos de terror suelen tener dos protagonistas: uno que es víctima y testigo, y otro que encarna el mal. El
“malo” puede ser un muerto que regresa a la vida, un fantasma capaz de apoderarse de la mente de un pobre mortal,
alguna criatura de otro mundo que trata de ocupar un cuerpo que no es el suyo, un hechicero con poderes diabólicos...
Un escritor sentado en su sillón, frente a una computadora, a medianoche, en un enorme caserón que sólo él
habita, se parece bastante a las indefensas personas que de pronto se ven envueltas en esas situaciones de horror. Absorto
en su trabajo, de espaldas a la gran sala de techos altos, con muebles sombríos y una lúgubre iluminación, bien podría
resultar él también una de esas víctimas que no advierten a su atacante sino hasta un segundo antes de la fatalidad.
El cuento que aquella noche intentaba crear Luis Lotman, que así se llamaba el escritor, trataba sobre un muerto
que, al cumplirse cien años de su fallecimiento, regresaba a la antigua casa donde había vivido o, mejor dicho, donde lo
habían asesinado.
El muerto regresaba con un cometido: vengarse de quien lo había matado.
¿Cómo podía vengarse de quien también estaba muerto? El muerto del cuento se iba a vengar de un descendiente de su
asesino.
Para dotar al cuento de detalles realistas, al escritor se le ocurrió describir su propia casa. Tomó un cuaderno,
apagó las luces y recorrió el caserón llevando unas velas encendidas. Quería experimentar las impresiones del personaje-
víctima, ver con sus ojos, percibir e inquietarse como él.
Los detalles precisos dan a los cuentos cierto efecto de
verosimilitud: una historia increíble puede parecer
verdad debido a la lógica atinada de los eslabones con
que se va armando y a los vívidos detalles que crean el
escenario en que ocurre.
La casa del escritor era un antiquísimo caserón
heredado de un tío —hermano de su padre— muerto de
un modo macabro hacía muchos años. Los parientes
más viejos no se ponían de acuerdo en cómo había
ocurrido el crimen, pero coincidían en un detalle: el
cuerpo había sido encontrado en el sótano, sin la cabeza.
De chico, el escritor había escuchado esa
historia decenas de veces. Muchas noches de su infancia
las había pasado despierto, aterrorizado, atento a los
insignificantes ruidos de la casa. Sin duda, esa remota
impresión influyó en el oficio que Lotman terminó
adoptando de adulto.
Proyectada por la luz de las velas, la sombra de Lotman reflejada en las altas paredes parecía un monstruo informe
que se moviera al lento compás de una danza fantasmal. Cuando Lotman se acercaba a las velas, su sombra se agrandaba
ocupando la pared y el techo; cuando se alejaba unos centímetros, su silueta se proyectaba en la pared... sin la cabeza.
Ese detalle lo sobrecogió. ¿Cómo podía aparecer su sombra sin la cabeza?
Tardó un instante en darse cuenta de que sólo se trataba de un efecto de la proyección de la sombra: su cuerpo
aparecía en la pared y la cabeza en el techo, pero la primera impresión era la de un cuerpo sin cabeza.
Anotó en su cuaderno ese incidente, que le pareció interesante: el protagonista camina alumbrándose con velas y,
como algo premonitorio, observa que en su sombra falta la cabeza. El personaje no se asusta, es solo un hecho curioso. No
se asusta porque él desconoce que en minutos su destino tendrá relación con un hombre sin cabeza. Y no se asusta -pensó
Lotman-, porque así se asustará más al lector.
Terminó de anotar esa idea, cerró el cuaderno y decidió bajar al sótano.
Los apolillados encastres de la escalera emitían aullidos a cada pie que él apoyaba. En un año de vivir allí solo una
vez se había asomado al sótano, y no había permanecido en él más de dos minutos debido al sofocante olor a humedad, las
telas de araña, la cantidad de objetos uniformados por una capa de polvo y la desagradable sensación de encierro que le
provocaba el conjunto. Cien veces se había dicho: “Tengo que bajar al sótano a poner orden”. Pero jamás lo hacía.
Se detuvo en el medio del sótano y alzó el candelabro para distinguir mejor. Enseguida percibió el olor a humedad
y decidió regresar a la escalera. Al girar, pateó involuntariamente el pie de un maniquí y, en su afán de tomarlo antes de
que cayera, derribó una pila de cajones que le cerraron el paso hacia la escalera.
Ahogado, con una mueca de desesperación, intentó caminar por encima de las cosas, pero terminó trastabillando.
Cayó sobre el sillón desfondado y con él se volteó el candelabro y las velas se apagaron.
Mientras trataba de orientarse, Lotman experimentó, como a menudo les ocurría a los protagonistas de sus
cuentos, la más pura desesperación. Estaba a oscuras, nerviosísimo, y no encontraba la salida. Sacudió las manos con
violencia tratando de apartar telas de araña, pero estas quedaban adheridas a sus dedos y a su cara. Terminó gritando, pero
el eco de su propio grito tuvo el efecto de asustarlo más aún.
Quién sabe cuánto tiempo le llevó dar con la escalera y con la puerta. Cuando al fin llegó a la salida, chorreando
transpiración, temblando de miedo, atinó a cerrar con llave la puerta que conducía al sótano. Pero su nerviosismo no le
permitía acertar en la cerradura.
Corrió entonces hasta cada uno de los interruptores y encendió a manotazos todas las luces. Basta de “clima
inquietante” para inspirarse en los cuentos, se dijo.
Estaba visto que en la vida real él toleraba muchísimo menos que alguno de sus personajes capaces de explorar
catacumbas en un cementerio.
Cuando por fin llegó al acogedor estudio donde escribía, se echó a llorar como un chico.
Una gran taza de café hizo el milagro de reconfortarlo. Se sentó ante la computadora y escribió el cuento de un
tirón.
Un muerto sin cabeza salía del cementerio en una espantosa noche de tormenta. Había “despertado” de su muerte
gracias a una profecía que le permitía llevar a cabo la deseada venganza pensada en los últimos instantes de su agonía:
asesinar, cortándole la cabeza, a la descendencia, al hijo de quien había sido su asesino: su propio hermano.
Cuando el escritor puso el punto final a su cuento sintió el alivio típico de esos casos. Se dejó resbalar unos
centímetros en el sillón, apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Ya había escrito el cuento que se había propuesto
hacer. Dedicaría el día siguiente a pasear y a encontrarse con algún amigo a tomar un café.
Sin embargo, de pronto tuvo un extraño presentimiento...
Era una estupidez, una fantasía casi infantil, la tontería más absurda que pudiera pensarse... Estaba seguro de que
había alguien detrás de él.
Cobardía o desesperación, no se animaba a abrir los ojos y volverse para mirar.
Todavía con los ojos cerrados, llegó a pensar que en realidad no necesitaba darse vuelta: delante tenía una ventana cuyo
vidrio, con esa noche cerrada, funcionaba como un espejo perfecto. Pensó con terror que, si había alguien detrás de él, lo
vería no bien abriera los ojos.
Demoró una eternidad en abrirlos. Cuando lo hizo, en cierta forma vio lo que esperaba, aunque hubo un instante
durante el cual se dijo que no podía ser cierto.
Pero era indiscutible: “eso” que estaba reflejado en el vidrio de la ventana, lo que estaba detrás de él, era un hombre sin
cabeza. Y lo que tenía en la mano era un largo y filoso cuchillo...

FIN
La ventana abierta, Saki

-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo
posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta
a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas
fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien
llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de
presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser
clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente
comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación
para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda.
Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando
una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca
regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera.
Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que
hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la
ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía,
cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano
menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente.
Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la
ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo
hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están
cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que
dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es
verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había
de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero
sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le
otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por
cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de
ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas
totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y
enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención
más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva
comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror
desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una
escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado
spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime,
Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró deprisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas
apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un
choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi
secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que de sus enfermedades, y
se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror.
Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una
tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así
cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.

FIN

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