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El Susurro del Río Eterno
Había una vez un pequeño pueblo llamado Valle Escondido, rodeado de
montañas verdes y cielo despejado. En su corazón, serpenteaba un río de aguas cristalinas al que los ancianos llamaban El Susurro Eterno. Decían que aquel río tenía un alma, y que sus corrientes hablaban en voz baja a quienes tenían paciencia para escucharlas. Carmen, una niña curiosa de doce años, pasaba las tardes sentada en la orilla del río. Le encantaba observar cómo el agua reflejaba las nubes y cómo los peces plateados danzaban bajo su superficie. Pero, sobre todo, le intrigaban las historias que los mayores contaban sobre el río. —Dicen que el río guarda los secretos del mundo —le dijo una vez su abuela mientras tejía en el porche—. Si escuchas con atención, puede responder a cualquier pregunta que tengas. Aquella idea se clavó en la mente de Carmen. Una tarde, después de la escuela, decidió probarlo. Caminó hasta un recodo donde los árboles formaban un arco natural sobre el agua, creando un refugio tranquilo y mágico. Allí, se arrodilló en la orilla y, con voz temblorosa, le susurró al río: —¿Es verdad que guardas secretos? ¿Puedes hablarme? El agua siguió su curso, indiferente. Pero Carmen no se dio por vencida. Cerró los ojos y se concentró en el murmullo del río: el gorgoteo de las piedras, el chapoteo de las corrientes suaves. Poco a poco, aquellas notas parecieron transformarse en palabras, en un lenguaje antiguo que vibraba más en el corazón que en los oídos. —No todos saben escucharme —dijo una voz grave y serena que parecía brotar de las mismas aguas—. Pero tú tienes un alma atenta. ¿Qué deseas saber, pequeña? Carmen tragó saliva, asombrada. Se quedó en silencio unos instantes antes de preguntar: —¿Por qué corres sin detenerte? ¿A dónde vas? El río pareció reír, y las pequeñas olas jugaron alrededor de los pies descalzos de Carmen. —Corro porque es mi destino. No tengo un final, solo un viaje interminable. Mi agua toca la vida de todos: riego los campos, sacio la sed, escondo secretos en mis profundidades. Pero mi verdadero propósito es recordar. Recojo las historias de todo lo que toco y las llevo conmigo para que nunca se pierdan. Carmen pensó en las historias que el río habría presenciado: guerras, amores, nacimientos y despedidas. Sintió una punzada de curiosidad. —¿Puedo escuchar esas historias? —Puedo contarte una —respondió el río, su voz volviéndose un susurro más íntimo—. Hace muchos años, un niño vino aquí, justo donde estás tú ahora. Tenía miedo de crecer, de abandonar sus sueños infantiles. Le conté que la vida, como un río, nunca se detiene, pero que cada curva trae nuevas maravillas. Él encontró valor en mis palabras y creció para convertirse en un gran poeta, cuyos versos ahora recorren el mundo. Carmen sonrió. Por un momento, sintió que podía entender la inmensidad del tiempo y la belleza del cambio. Pero el río continuó: —Tú también tienes un destino, pequeña. Algún día, tus pasos te llevarán más allá de estas montañas, pero siempre recordarás el murmullo de mis aguas. Y cuando necesites respuestas, yo estaré aquí, esperando. Carmen pasó horas hablando con el río, hasta que el sol comenzó a esconderse detrás de las montañas. Prometió regresar al día siguiente, y durante muchos días después, cumplió su promesa. Años más tarde, cuando se convirtió en escritora, sus libros siempre hablaron de un río mágico que conocía todos los secretos del mundo. Valle Escondido cambió con el tiempo, pero el río permaneció igual: eterno, susurrante, esperando que alguien más tuviera paciencia para escucharlo. Y así, el Susurro Eterno siguió guardando las historias del mundo, mientras sus aguas corrían hacia el horizonte infinito.