Los Hijos

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LOS HIJOS

ALFONSO CUESTA Y CUESTA


JSTE LIBRO es la más bella novela que
«obre Cuenca se haya escrito; el testimo­
nio apasionado de un autor que vivió en
íntimo contacto con su ciudad en un mo­
mento crucial de su historia: el del au-
ó’c del sombrero de paja toquilla; el tes­
timonio narrativo y lírico más desgarra­
do y al mismo tiempo más artístico; ei
homenaje a la chola infatigable y mí­
sera, al niño indio, víctima de explota­
ción y martirio, como un pequeño Cristo,
al hombre del pueblo, en su lucha coti­
diana, sufrimiento, sueños, obligada su­
misión y rebeldía.
ESTE LIBRO, novela del paisaje ecua­
toriano, y particularmente azuayo, mo­
rosa y amorosamente descrito, hace de
Cuenca un ente literario puro, a la ma­
nera del Dublín de Joyce, distancias
guardadas, naturalmente; novela de los
personajes en filigrana, como el pequeño
Di ego, creación magistral de la pluma
de Cuesta y Cuesta, y uno de los estu­
dios más cabales del alma infantil en la
literatura ecuatoriana; como las cholas
gárrulas y mágicas, vencedoras de la vi­
da y sus dolores, de la muerte y su ol­
vido; como los míticos Argudos, en ple­
na pendiente de crueldad y decadencia;
como los cañamazos nuevos ricos, dien­
te de oro y corazón de plomo; como ese
desfile interminable de niños, cada uno
más vivo e inolvidable que otro: la “can-
delita”, el espantajo, el cojo de la cie­
ga, el pajarero, el tísico, su ángel y su
rueda; como tantos y tantos más.
ESTE LIBRO, puente entre la gran na­
rrativa ecuatoriana de los años treinta
y la novela actual, obra de renovación
del lenguaje por la lírica, de superación
del epidérmico naturalismo de entonces,
crudo y despiadado, por el tratamiento
sutil y profundo de temas y personajes,
por la atenuación conscientemente artís­
tica.
LOS HIJOS

NOVELA
ALFONSO CUESTA Y CUESTA

LOS HIJOS
NOVELA

CUENCA — ECUADOR
1 9 8 3
IMPRESO EN EL ECUADOR

Es propiedad del Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura


Ecuatoriana “Benjamín Carrión” -- Apartado 4907 — Cuenca
PRESENTACION

Alfonso Cuesta y Cuesta nos ha dado una novela de


color de barro, que es un colorido interno. Me explico.
El barro verdadero, el nuestro, tiene color propio, un
color que ha sido destilado, preparado, refinado a tra­
vés de millones de años por la tierra generosa y au­
téntica.
Uno de los espectáculos más pasmosos cuando reco­
rremos países como el Ecuador, es esa multiplicación
infinita de tonos, los más variados en los terrenos que
recorren nuestras rutas. Desde los amarillos suntuo­
sos, ocres de fábula, desde los negros rutilantes en
los que parecen amalgamadas la noche y las estre­
llas, hasta los rojos de plumajería de sangre y los tier­
nos blancos de las pedrizas que espolvorean polvo de
neblina. Todo este mundo de colores y substancias
afirman jerarquía de sílabas solemnes en las tierras
que se usan para preparar los barros de los vasos, los
cántaros, las ánforas, las vasijas. El país de las tina­
jas es también el país de los hijos hechos de barro,

—7
el barro dulce que el llanto de la madre y de la vida
torna salobre.
En este libro de Alfonso Cuesta y Cuesta está viva la
primigenia América y en esos tinajos litúrgicos, an­
tiguos, con cáscara de eternidad se guardan tesoros
que el hombre quiso mantener ocultos.
Nosotros no somos buscadores de oro amonedado, si­
no de la emoción que se hace historia, de memorial
que trenza el corazón nativo para cantar la gloria del
barro americano, la sabiduría de los tinajeros y a Al­
fonso Cuesta y Cuesta. En este libro único, nos entre­
ga los secretos de todas las tinajas que están por
hendirse para que surja el chorro vivo de la sangre
mestiza. Por eso amamos este libro.

MIGUEL ANGEL ASTURIAS

8—
1
LA TIERRA DE LAS TINAJAS

i
LA TINAJA

UNA TINAJA y un niño pegado a ella como asa se


aclaran junto al muro, cuando la llama crece entre un
torbellino de chispas. Todo el subterráneo se ilumina.
—¿Qué hace? —pregunta una anciana india—, y
ladea el rostro ante el fuego.
El niño no le contesta, absorto ante la tinaja. La
mira, la palpa, pega la oreja a sus paredes, trata de
moverla.
—Por molestarle al cántaro —sigue la anciana—
ha dejado apagar la candela.
Prende luego un mechero y va iluminando las bo­
cas de las vasijas arrimadas al muro. Cuando llega a
la del fondo ya el chico está sobre los hombros del
gran cántaro.

—9
—Bájese, niño Diego, ¿no le da miedo? —dice la
india—. Si se cae se ahoga. La tinaja jala desde aden­
tro ...
Grandes burbujas suben hasta los bordes. La luz
las toca y se irisan y estallan, renovándose incesan­
temente.
—... ¿Oye? Ya nomás sale una mano y le jala . ..
Como no le obedece, lo toma por la cintura —¡Suél­
tese! ¡Cuidado! ¡Está moviéndose!— y lo deja en el
suelo.
—Pero si ya te dicho —explica el niño—. No puede
voltearse porque es de los Incas y está llena.
—¡Loco!
—¿No lo crees?
Va hacia un rincón y vuelve con un viejo libro ¡lus­
trado a colores.
—Acércate.
Lleva a la india junto ai fuego y hojea el volumen,
deteniéndose cuando encuentra páginas ¡lustradas:
Un muro. Una alpaca. Un Inca.
—¿Lo ves? —sigue Diego—. Atahualpa . . . Los pó­
mulos ... como la tinaja ... Y la silla es de oro. Sigue
hojeando.
—¡Aquí! —dice de pronto—. Mira.
Una tinaja ocre, en bajo relieve, llena la página.
—¡Si hasta puede ser el retrato de la nuestra! —ex­
clama.
Y lee al pie del grabado: "Encontrada en Yungui-
lla. Tomebamba”.
—Es decir —continúa— aquí, a un paso. Están bajo
la tierra . .. ¿Comprendes? Junto a un Inca y a un mon­
tón de oro .. .

10 —
—Usted no; —interrumpe ¡a anciana— lea el libro
para creerle.
"Estas tinajas —lee el niño— tienen la virtud de
irse incorporando a medida que un líquido las colma,
hasta quedar, de llenas, verticales”.
Cierra el libro.
—¿Lo has oído? —añade, triunfante—. Luego, esta
no puede caerse porque está llena y es de las mis­
mas. ¡Ayúdame!
Intenta retirar las piedras que rodean la base del
recipiente.
—¡Cuidado!
—Yo respondo ... Y así podremos verle al sol. Es­
tá tras la pared. Aquí.
En vano pretende introducir la mano entre la ti­
naja y el muro.
—¡Mala suerte! —exclama—. Veríamos maravi­
llas.
¿Quiéres? Es de los Incas.
La india calla, indecisa. Su sombra sube hasta las
telarañas del tumbado levemente iluminadas, baja,
sesga a merced de las llamas.
—Las piedras son muy pesadas —dice por fin.
—Para los dos no ... pero bueno ... esperaré ...
mañana ... Papá no cree y unas veces dice sí y otras
no. ¡Si él creyera! ... Algún día ...
Va y viene, de la hoguera a la india, entre las ti­
najas. Se detiene junto a la del otro extremo, grande
también, pero nueva, ordinaria.
—¡Qué diferencia! ¿Oyes? —y la golpea con los
nudillos—. ¡Comprada en la plaza!
La deja, con desprecio.

— 11
—Ya me acuerdo, —dice la india— cuando la ti­
naja estaba en el patio no tenía ningún sol.
—Estaría medio borrado, cubierto de polvo ... Tú
no sabes ... no sabes.
Y trata de aclarar en su memoria la imagen de la
tinaja —¿cómo era?— cuando ésta adornaba el patio
de la casa. En tanto, sube a la puerta. Un ancho haz
de luz llega al subterráneo cuando la abre. Afuera, el
traspatio está con sol. Una gallina bebe agua en una
tiesta ... y el día se va levantando.
—¿Cómo era?—. Los pasadizos están desiertos.
En el patio principal, dos niñas juegan. El patio es co­
lonial, grande y enladrillado, con macetas en los bor­
des. Una blanca X de planchas de mármol, sin puli­
mentar, une sus cuatro esquinas. En la que queda ha­
cia la puerta de calle está la huella de la tinaja. Ya
Diego está junto a ella, en cuclillas, con las rodillas
blancas en las roturas de las medias.
—¡Vengan! —grita.
Las niñas —son sus hermanas— se acercan. Cen­
tenares de hormigas se mueven en el hoyo, que se­
meja la huella de un huevo gigantesco, y salen en lar­
ga hilera por el corredor que da a la calle, entre los
adornos de incrustaciones de hueso.
—¡La fila llega hasta la calle! —dice una de las
niñas.
Y la siguen, atentos, inclinados.
En la casa de enfrente se alza, perenne, el ruido
rítmico del maceteo de los sombreros de paja. Obre­
ros con los overoles manchados de polvo de azufre se
cruzan, afanosos.
Los niños llegan hasta la calle. En la esquina cer­

12
cana grupos de cholas con los hijos tiernos a las es­
paldas tienden al sol haces de paja. Otras tejen en
el umbral de las tiendas. De repente se alborotan.
Un obrero ensangrentado asoma corriendo, por la es­
quina, con el overol en tiras. Duda un instante, sin
saber qué calle tomar y sigue velozmente por la de
los niños. Estos se ocultan tras la puerta, pero el hom­
bre entra en la casa.
—¡Escóndanme! —ruega, y da vueltas por el pa­
tio—. ¡Escóndanme!
Desaparece, al fin, en un cuarto abierto.
Ya la puerta de calle está llena de curiosos. Algu­
nas cholas llegan hasta el patio y calman a los niños:
—No es nada, no es nada ...
—¡Un hombre herido!
—¿Y qué se hizo?
Los niños señalan el cuarto donde ha entrado el
hombre, pero nadie se atreve a buscarlo. Se oyen vo­
ces en la calle, y, a poco, el dueño de casa entra pre­
cipitadamente.
—¿Qué sucede?
Va hacia el cuarto que le indican.
—¡Pérez! —exclama ante el refugiado—. ¿Qué ha
hecho?
El herido tiembla de pies a cabeza.
—La desgracia —dice— la desgracia . . . Después,
doctor... ¡Ahora, escóndame!
Y mira hacia los rincones. Tendrá treinta años pe­
ro el polvo de azufre reunido en sus cabellos y en sus
cejas, le da apariencia de anciano. Un hilo de sangre
está a punto de cegarlo.
El dueño de casa duda.

— 13
_ ¿Pero dónde? - dice, por fin, como si recorda­
se algo—. ¡Imposible! ¡Y usted no puede perder
tiempo!
Es tan terminante su tono que el hombre se pre­
cipita, sin insistir, hacia la calle.
Las tejedoras lo ayudan:
—¡Corra! ¡Corra! ¡Por el molino váyase!
Y cuando desaparece el herido, se retiran, en gru­
po. Son tejedoras de sombreros de paja toquilla.
Mientras caminan tejen y hablan animadamente.
De cuando en cuando echan sus largas trenzas a
la espalda.
—¡Hele!
—¿Y la seño María chica? ¿Ya sabe?
—No llega todavía . .. ¡Pobre! ¡Con siete hijos!
—Siete bocas, diga.
•A' W

Poco a poco el padre consiguió calmar a los ni­


ños. La anciana india espolvoreó ceniza sobre una
mancha de sangre y ya no se habló más del asunto.
El hombre salió por última vez a la puerta de calle, y,
al entrar, llevó a Diego al otro patio.
—Ya olvídate —le dijo—. Y sobre todo piensa en
que mañana te llevaré al campo. Y que no lo sepan tus
hermanas porque querrán irse también y esto es cosa
de hombres. De hombrecitos —añadió— y le puso las
manos en los hombros.
—¿Al campo? ,..
Y el niño pensó en algo impreciso y grandioso,
pero también en la campiña que rodeaba la ciudad y
que él tanto conocía.

14 —
—¿Pero el verdadero campo? —preguntó—. ¿Sin
casas?
—¡Figúrate! ... ¡La tierra de las tinajas!
—¿Y cómo es? ¿Cuándo?
—Mañana madrugaremos. Y no preguntes más.
Dile a tu mamá que te prepare la ropa y que le ponga
un cordón a tu sombrero de paja, porque de otra ma­
nera el viento se te lo llevaría.
Lo empujó luego suavemente y le miró alejarse.
Después, se dirigió al estante, alcanzó un empol­
vado código y lo abrió sobre la mesa.

-x-

Ya Diego estaba con las tejedoras y les hablaba


de su próximo viaje, cuando recibió un recado de su
casa.
En el patio le esperaba su madre.
—Ven, quiero medirte —le dijo.
La mujer tenía el cordón y el sombrero de paja en
la mano.
—Pero que el cordón sea muy fuerte —dijo el ni­
ño—. ¡Es un viento inmenso!
La madre le cubrió los grandes bucles con el som­
brero, puso la punta del cordón junto a la oreja iz­
quierda y lo llevó hasta la otra, por debajo del men­
tón. Ya —dijo, mas no le soltó la oreja, y oprimiéndola
suavemente, siguió:
—Pero óyeme: Es mejor que no cuentes a dónde
se van. No conviene que en el barrio se sepa que tu
papá se ha ido donde los Argudo como abogado.
—¿Por qué?

15
—Por nada, pero no lo cuentes.
Y se fue hacia el subterráneo. Conté solamente
—pensó Diego— que nos íbamos, pero no dije “Ar­
gudo”. ¿Para qué nos ¡remos? ¡Los Argudo! ...
¡La tierra de las tinajas! . ..
Y se acercó a la huella de la suya. Estaba oscura,
por la proximidad de la noche. Además, ya estaban
llamándolo desde el comedor. No volveré —pensó—
a preguntarle a papá, porque él cree unas veces y
otras no que la tinaja haya sido de los Incas. Tampoco
podré hablar de la tierra de las tinajas en la mesa por­
que allí estarán mis hermanas.
Y se dirigió al comedor, tan distraído, que por po­
co no derrumba una maceta.
—¿Puedo irme a Santo Domingo? —preguntó
cuando se levantaron de la mesa—. Hoy sueltan glo­
bos.
El padre lo miró con extrañeza. ¿Cómo piensas en
eso? —le dijo, sin dejarse oír por las niñas—. Tene­
mos que levantarnos a las cuatro de la mañana .. .
¡Acuéstate en seguida!
Subían ya los primeros globos sobre los tejados.
Diego los miraba mientras se desvestía. Desde su le­
cho podía ver gran parte del cielo. Podía ver también
la huella de la tinaja en el patio. Se acostó pues y
estuvo largo rato junto a los vidrios. Al fin cerró los
ojos y trató, en vano, de dormirse: ¿Tenía sol la tina­
ja? ¿Era de los Incas? Mañana podía traerse una, con
sol o sin él, y así podría la otra retornar a su sitio.
Porque, eso sí, antes estaba allí, ligeramente inclina­
da. Eso no podía olvidarlo: Una tarde pasó por la calle
una india haraposa. “¡He perdido a mi niño!” —gri­

16
taba—. “¡Estaba yo lavando y me lo robaron!” Pero
no: la india que decía esto era loca y ese detalle se lo
refirieron. La que entró aquel día lejano tenía rapada
la cabeza y era terriblemente flaca. Asomó por la esqui­
na y la gente cerraba las puertas a su paso. Cuando
entró a la casa se apegó a la boca de la tinaja y no
había agua. ¿Había agua? Para permanecer vertical
necesitaba estar llena. ¡Cuánto tiempo desde enton­
ces! Por esa época su padre salía de casa muy de
mañana y regresaba a las doce. Pero un día, sin estar
enfermo, se quedó en cama. Y desde entonces salía
a cualquier hora, preocupado. Por fin, no volvió a sa­
lir más. Ahora Diego sabía que fue porque perdió su
empleo. La hermana mayor salió de la escuela de las
monjas y entró en otra, fiscal, que era gratuita. Los
cuartos crecían al quedarse sin muebles. Volvíanse
claros y sonoros. Una tarde él jugaba, ya descalzo,
en uno de ellos, cuando entró su padre, sin verlo y
descolgó un espejo. Sin duda divisó al niño en la luna,
porque volvió la cabeza súbitamente, con el espejo
en los brazos.
—¿Qué haces? —le dijo, turbado.
Tenía la barba crecida, y sobre su cabeza, en la
pared —Diego la ve ahora clara, amarilla— la huella
del espejo.
—¿Por qué no vas al patio? —siguió.
Y, juntos, salieron. Allí estaba la tinaja pura y alta
y sin embargo tan próxima a lo que iba a sucederle.
El hombre sopló sobre el dorso del espejo y una nu­
be de polvo y de polillas se doró al sol. Una revoloteó
en torno a la tinaja. El niño la siguió, saltando y, de

17
repente, lanzó un grito y se tendió sobre las piedras.
Un feroz vidrio de botella brillaba en su pequeño pie
desnudo. La sangre enrojeció las piedras y las manos
del padre.
No pasaron dos días de esto —durante ellos sus
padres hablaron de cosas misteriosas— cuando llegó
una vieja india que examinó la tinaja en silencio y lue­
go movió la cabeza, afirmativamente. Después, por la
noche, asomaron unos hombres con extraños fardos
y desaparecieron con todo eso y la tinaja en el sub­
terráneo. Comenzaron, entonces, días y noches del
más denso misterio que Diego en vano inquiría. Sólo
sabía que la tinaja era la causa de todo. Grandes lla­
maradas rayaban las puertas del subterráneo para él
prohibido. La anciana india casi no salía y sus padres
mismos se acostaban muy tarde, fatigados. ¿Qué ha­
cían? Una noche lo supo: De repente, muy tarde ya,
oyó tropel de bestias junto a su casa. La madre, que
se había acostado vestida, se levantó precipitada­
mente y abrió las puertas de la calle. Los jinetes en­
traron. Eran el padre y un amigo. Desde su cuarto,
oculto tras la cortina, el niño los miraba.
—¿Cómo les fue? —preguntó la mujer.
—Todo arreglado —le contestaron.
—¡Qué bueno! Vengan, les tengo todo listo.
Y, en grupo, se alejaron. La india amarró los ca­
bestros de los caballos a los pilares y desapareció.
Las luces del comedor se encendieron. Los caba­
llos brillaban bajo la luna. Diego no pudo esperar más.
Salió, atravesó el patio en silencio y pegó el rostro
a los vidrios. Allí estaban los recién llegados, en tor­
no a la mesa servida.

18 —
—Merece la pena —decía el amigo en ese instante.
Y los dos hombres levantaron las copas. ¡Qué blan­
cas eran las sienes del amigo!
—Voy a guardarlo —dijo el padre y alzó el cintu­
rón lleno de balas, con el revólver péndulo, negroa-
zulado. Menos mal que está intacto —siguió— y en­
tró al cuarto contiguo.
—Su marido se bate con la vida; es todo un hom­
bre —le dijo el amigo a la señora. (Desde entonces,
él, Diego, de eso de batirse con la vida tenía un oscu­
ro concepto). Los caballos tascaban los frenos, con
los cuellos brillantes todavía y los hocicos espumo­
sos. Diego limpió el vidrio húmedo de vaho y la ima­
gen de su madre apareció nítida. ¡Era tan joven y bo­
nita!
De repente, uno de los caballos derrumbó un ma­
cetero y se encabritó. El niño trató de huir, mientras
las puertas se abrían.
—¿Qué haces aquí?

Y, momentos después, ya se encontraba en la me­


sa, con los otros. Los hombres habían tomado más
copas.
—Sí, sí —dijo el padre, cuando el amigo le hizo
una seña—. Cuéntaselo todo. Me parece oportuno:
tiene que volver a la escuela y es mejor que lo sepa
antes.
Y entonces el amigo puso sus manos en los hom­
bros del niño y le habló largamente. Le dijo, entre
otras cosas, que su padre no quería que anduviera
descalzo. Y que, por lo mismo, después de haber per­
dido su empleo no le quedaba otro remedio que tra­

— 19
bajar como todo un hombre. No ejercía la profesión,
sino rarísima vez, porque había mil abogados. Hacía,
pues, licor de contrabando. Eso no era malo porque la
prohibición era injusta: había quitado el pan a mu­
cha gente que ahora no sabía qué hacerse y cuyos hi­
jos se lastimaban los pies en los vidrios.
Fue una noche hermosa.
Luego, el tremendo secreto, la escuela, los cuen­
tos de la anciana india junto a la hoguera. Y ahora ...
Nuevamente trata de dormirse. Hace rato se acosta­
ron todos. El cielo está lleno de luces, y los globos,
algunos, han subido tan alto que están como fijos en
el cielo.
Un gallo canta en la casa. Se oye claramente el
batir de sus alas. Otro más lejano le contesta, y luego
otro, lejanísimo, sin duda de otra manzana, y cuando
no se extingue aún su eco, apenas perceptible, ya el
de la casa bate otra vez las alas. De pronto, el niño
se incorpora, aterrorizado. Por el tejado se desliza al­
guien.
—¡El hombre herido! —piensa, a punto de dar gri­
tos; pero se domina. Sólo su corazón golpea todavía.
Ahora ve con claridad: un globo ha caído en el techo.
Está apagado y, por momentos, avanza con el viento,
como a tientas. Luego se alza, y cuando comienza a
descender sube otra vez y se apega al canal y gira so­
bre sí mismo. Por fin se detiene. Diego se apoya so­
bre el codo y lo mira. Por última vez —se dice— y
procura olvidarlo, pero se ha excitado más aún. El
murmullo del torrente vecino llega hasta sus oídos
lúgubremente. Suenan pasos distantes que se van
acercando. Luego golpes de puertas, voces. Nueva­

20 —
mente un largo silencio y otra vez lo mismo: pasos,
golpes de puertas, voces. Ahora, gritos. ¿Qué suce­
de? Se incorpora en el lecho y escucha atentamente.
Sus padres hablan en el cuarto vecino.
—¡Un perseguido se ha refugiado en esta casa!
—oyen, a lo lejos—. ¡Tenemos orden de allanamiento!
Las voces y el murmullo del agua llegan más cla­
ramente a los oídos del niño. Sin duda sus padres han
abierto la ventana.
Salta del lecho.
—¡Acuéstate!
Pasa junto a él su padre, hacia la calle. Poco des­
pués, la madre, angustiada, va en busca de la india
y ambas pasan al otro patio. Seguramente bajarán al
subterráneo.
Transcurren largos minutos. Sólo las niñas duer­
men. Por fin el hombre regresa y pasa derechamente
al subterráneo. Luego vuelven todos. Ya están tran­
quilos.
—¿Nos descubrirán? —pregunta el niño—. ¿Lo
encontraron?
—No, no, ya pasó todo. ¿Sigues despierto? Fal­
tan solamente cuatro horas... ¡La tierra de las tina­
jas!. . .

La madre lo arropa y pronto las luces se apagan.


Asoman otra vez el patio, los tejados. ¿El globo res­
pira suavemente? ¿Y el hombre herido? Pero debo
dormirme! Cierra los ojos, y el viento grande silba
en la tierra de las tinajas y la niebla sube, sube, en
girones, entre increíbles cerros cada .ez más altos.

— 21
II

QUE PUEDA HABER TANTA MARAVILLA

Van paralelos los caminos a uno y otro lado del


gran río. Gente que va, que viene. Paute. Gualaceo.
Caminos amarillos gastados como cables. Lejos, tras
de los montes, la ciudad gira. Paja toquilla. Hambre.
Gira la ciudad como polea de mármol. Desde ella vie­
nen los caminos gastados, amarillos. Silban los arrie­
ros y su silbido es igual al de los cables en el hierro.
—¡Para qué llevan tablas, no hay quien compre,
en Cuenca hay hambre!
Los arrieros se detienen. Sin sus silbidos, la hilera
de bestias se agrupa. Un caballo viejo se enarca con
el sexo cubierto de polvo y los ojos enormes. Otro se
acuesta y trata de revolcarse, pero un arriero cae so­
bre él a puntapiés y lo levanta.
—En cuatro días y cuatro noches tejen un sombrero
y venden en un sucre —siguen los que regresan.
—Es que llevamos para los cañamazos. (1)
—¡Ah!
—Casas de siete pisos levantan.
—Pero así fueran de cien pues, tanta tabla! Un
río hay hasta Cuenca. Y no sólo eso ... Paños de Gua­
laceo, loros, aguardiente. Sólo cosas de comer no lle­
van a vender estos mitayos. Por treinta sucres lindos
cholos hay ahora.
El grupo crece. Abajo, el río corre en sentido o-

(1) Ver vocabulario.

22 —
puesto, hacia la selva. Las grandes tablas cubren las
costillas de las bestias, como alones.
—Caña sí hay bastante.
—Eso en el valle nomás, porque el río es grande.
Río chico camino parece, echando polvo.
—Año de hambre viene.
Y nuevamente se alzan los silbidos y el grupo se
abre en hileras. Los que regresan se pierden en los
cañaverales. Lejos, estrechando el valle, se alzan las
lomas amarillas. Bajan las quebradas sin agua, como
chaquiñanes. Sobre sus cauces los puentes han que­
dados sin objeto, con los arcos chupados como las ba­
rrigas de los caballos.

* * *

En la plaza del pueblo bulle el gentío. Un indio


llega a la traspuerta del convento y espía: el corredor
está desierto. Avanza el hombre y con sumo cuidado
se llega a la primera ventana. Adentro, alguien cierra
un armario y se arrodilla. Poco a poco el ojo del indio
—abierto afuera en la luz— se va habituando a la pe­
numbra de la sacristía: ve aclararse, entre los negros
cabellos, la corona del párroco, como redondete de
estearina.
—Taitito aquí está.
Y el indio se retira y se dirige calle abajo, hasta
una cerca rota.
—¡Pablo! —llama—. ¡Pablo!
Desde la cerca sale un niño, receloso.
—Vamos —le dice el padre—. ¿Y la guagua?
Una indiecita de cinco años está detrás del ma­

— 23
guey, viéndolos por entre las hojas. Su hermano la se­
ñala con el índice.
—Toma para que esperes —le dice el indio.
Y le da unos granos de maíz que ella recibe, ahue­
cando las manos. Lleva una pollerita roja y le han pei­
nado con goma de calabaza, tan apretadamente, que
el pequeño huango se le alza.
—Sentadita estaráste, sin moverte —le dice el
padre— y avanza hacia las puertas del convento, con
el niño. Junto a ellas se detiene; limpia con una es­
quina del poncho la cara del hijo, hasta enrojecerla.
—¡Tatay! —exclama—. Así que ha de quererte
taita cura. ¡Cara sucia!
El patio principal está repleto de priostes, indios
e indias con gallos para obsequio bajo el brazo. Repi­
can las campanas.
—No han de poder ahora hablarle: a misa va —di­
ce el sacristán.
Llega más gente al callejón del convento. En la
plaza se anuncia, sonora, destemplada, la banda de _
música. Quince mestizos y dos indios la forman. Los
indios son el del bombo y un niño que chifla los pla­
tillos. El sol se abre en los bajos mellados y con gotas
de sangre ennegrecida: salpicaduras de la cancha
de gallos.
El cura baja las escaleras, repartiendo bendicio­
nes.
—Ahora no —les dice a los que quieren hablarle—.
Después de la última misa lo que quiera.
Un gallo de pelea picotea la traba, canta, da sal­
tos locos. Bajo los brazos de los priostes se alboro­
tan espuelas, crestas rojas, y cuellos vibrantes suben

24 —
hasta los hombros de los dueños respondiendo al
canto.
El cura entra en la sacristía.
—No le muestren los gallos, al pollo de taita cura
—grita el sacristán—. ¡Va a quebrarse! ¡Esperen en
la plaza!
Suena el melodio adentro y los priostes abando­
nan el convento.
El indio vuelve a la cerca rota y se dirige a las afue­
ras del pueblo, con sus hijos, evitando encuentros.
—Esconderemos en chacra hasta que acabe misa
—les dice—. Gente de la hacienda ha venido.

-X- * *

Unas cien casas en desorden hacen todo el pue­


blo. Desde la plaza se ven, ya verdes, los últimos
tumbos de los Andes. Sólo el Allcuquiru es todavía
azul. El campo se entra en bahías hondas hasta la
Iglesia misma. Junto a la última esquina, está el río.
Lleva una legua de caminar sin brida, en roca viva,
golpeando los últimos estribos de la cordillera. En el
barranco las orillas humean,,más cerca ya de la yunga
y la caña les nace gruesa como pierna de jíbaro.

El viento se lleva al otro lado el bramido del río y


se alza el canto de los gallos. El pueblo surte las ga­
lleras de toda la provincia. El río se regresa —dicen
los chagras— pero no corren nuestros gallos.
Y los domingos mueren a espolazos.

Cualquier día feriado saltan al redondel un gris y

— 25
Un rojo. Se abren dos abanicos en sus cuellos. Pican
la tierra. Saltan. .. Apuestas, griterío. Se ven caras
y ponchos hasta en el tejado. Allí están los de la ban­
da —enredadera de cornetas— en las vigas. Han per­
dido un buen puesto a causa de la misa.
Cae una corneta amarilla y los gallos se espantan.
Los galleros insultan al músico y calman a los comba­
tientes. De repente, todos los espectadores se quitan
los sombreros ... Por la plaza asoma el cura, a caba­
llo, cubierto de ornamentos. Le siguen, a pie, un mu­
chacho y cuatro indios llorosos, con grandes velones
apagados. Alguien se muere, arriba, en las lomas. A
cada paso el chico toca la campanilla. Pasan junto a
la cancha. El cura aprieta las riendas y se para sobre
los estribos. Alcanza a ver un asalto, dos y sigue su ca­
mino; pero al voltear la esquina llama a un indio y le
susurra al oído:
—Dile al Teniente —allí está con poncho café, a
la entradita— que apuesto cinco reales al gris.

Pero en los días ordinarios se trabaja. En las car­


pinterías amontónanse, crespas, las virutas. Llegan
hasta sus puertas ríos de arrieros con recuas carga­
das de tablas de cedro. Pregonan, regatean y si no les
conviene el precio siguen, silbando, hacia la ciudad
lejana. Trabajan como nunca porque también aquí el
año ha sido malo. Solamente la caña pudo soportar
las heladas, pero la caña es de los amos.
—Año de hambre viene.
—No hay más que dedicarse a sacar tablas.
—No hay quien compre. No hay plata ni en Paute,

26 —
ni en Cuenca. Por un sombrero un sucre dizque ofre­
cen.
Y no obstante, en las faldas del Allcuquiru resue­
na el hacha y crece un río de bestias flacas y agobia­
das de tablas, rumbo a los pueblos grandes.
El cura cobra en cedro las misas.
—No hay plata, taitito . ..
—¡Hasta cuándo! ¡No voy a comer tablas! ¡Pero
dejen, amontonen!
Y el convento y la casa del Teniente Político hue­
len a cedro milenario.
Sobre el balcón del párroco una lora se guarda en
el buche la semana y la devuelve, resumida:
—¡Andrea! ¡Voy a la gallineta! ¡Ora pro nobis! ¡No
hay maíz! ¡No quiero tablas! Año de hambre viene ...
¡Arre!
Y finge conducir una gran recua.

•X- -X- -X-

Con el toque final de las campanas el indio y sus


dos hijos salieron del escondite y se dirigieron al
pueblo. Ya cerca del templo el hombre ocultó nueva­
mente a la niña, detrás de una penca y con el niño de
la mano entró al convento.
—Taita cura está comiendo, esperen! —les dijo
desde las escaleras un muchacho.
Tenía rapada la cabeza.
—¡Baja! —le contestó el indio.
—¿Para qué?
—Ven nomás —insistió el hombre, intrigado.

— 27
iBajó el cocolo. (1) Era del tamaño de Pablo.
—¿Comprado sois? —le preguntó el indio.
—¿Comprado, dices?
—Sí... ¿En cuánto te compró taita cura?
—Si yo no soy comprado, soy de Cuenca. Acaso
soy pues gallo a que me vendan!
Y se volvió a la escalera. Desde allí le mostraba
la lengua al otro muchacho.
—¡Asunción! ¡La lora está sin agua! —dijo alguien
desde arriba.
—Ya voy, buscándole están, taita curita.
—Que suban.
Por entre las barandas de la escalera asomó una
vez más la cabeza pelada.
—¡Que suban, dice!
Sombrero en mano, tímidos, subieron.
—Ya qué será pues, qué será —dijo el cura viendo
llorar al niño.
El indio quiso arrodillarse.
No, no; entren —continuó el religioso.
Masticaba todavía. El cocolo, curioso, les observa­
ba desde la escalera.
Cuando entraron, se fue donde la lora, con una
tiesta llena de agua.
—¡Ora pro nobis! —exclamó la lora, al verlo.
—¡Lora beata, no hables tonteras, ven te enseño!
Y se llegó a su oído:
—Carajo, di: ¡Ca-ra-jo!
La lora alzó la pata, muda.

(1) Niño con el cabello cortado al rape. Ver vocabulario.

28 —
—¡Ca-ra-jo! —siguió el cocolo, y repitió, en vano,
la palabra, muchas veces.
—¡Lora muda! —e iba ya a desistir de su empeño,
cuando el pajarraco aprendió, verde y estentóreo,
arrastrando las rrrr.
—¡Bruta!
Se lanzó sobre ella, tapándole el pico, pero perdió
la lora el equilibrio y cayó a la plaza. Allí se esponjó
y comenzó a carajear, furiosa.
De cuatro saltos el muchacho bajó y la aprisionó.
Subió en seguida, apretándole el cuello y con la boca
pegada al oído:
—Di Ora pro nobis, linda —le decía—. ¡Ora pro
nobis, quincincelis!
—¡Asunción!
Se le cayó la lora de las manos.
—¡Asunción! —volvió a gritar el cura desde aden­
tro.
—Ya voy...
—Este es, —dijo el sacerdote, al verlo en la puer­
ta, dirigiéndose, al indio—. ¡Acércate! Por este —si­
guió cogiéndole del brazo— di treinta sucres, pero
¡qué diferencia!
Y lo dejó junto al niño indio. Reía el cocolo, sin­
tiéndose salvado y acentuaba más todavía el con­
traste.
—El, cá, bien comido pues, taitito —balbuceó el
indio.
—No, no; si así era, así lo conocí! Y es tan vivo
que hasta me ayuda misa.
—Así ha de ser, taitito.
—Anímate.

29
—Ya treinta da; pena también has de hacer cuenta.
—No, no, los veinticinco y ni un centavo más.
—Treinta necesito, después devolveré más que
sea los cinco.
—Lo dicho, dicho y ... ¡No seas ignorante!; Si el
longo no es tonto lo meteré en la escuela. Ve, Asun­
ción, llámale a don Arco.
Salió el criado disparado, en busca del juez.
—Con documentos haremos —siguió el cura—.
¿Cómo se llama?
—Pablo Yaulli —y, sacudiéndole al chico: Avisa
vos, mudo pareces.
—Pablo, repitió el niño, escondiéndose tras el pa­
dre. Se rascaba la cabeza a cada instante.
—Ya verás, ya verás cómo se civiliza. Por los pio­
jos también está así... Cocolo ha de ser otro.
Regresó el sirviente.
—El juez se ha ido —exclamó—. Temprano ha pa­
sado el señor Argudo de la hacienda, llevándole.
Se han ¡do a buscar huacas con un brujo.
—¿Huacas?
—Sí, huacas. La hermana dice.
—Bueno pues, habrá que esperar —dijo el cura,
dirigiéndose al indio. Este había palidecido y miraba
hacia la plaza a cada instante.
—¿Qué te sucede?
—Pena, taitito. —Y luego, apresurado:
-En veinte te daré si das ya mismo.
—¿Sin documento?
—Apuro es, taitito.
—Algo tienes vos con el juez ... ¿Será tuyo el
chico?

30 —
—Vaya taita amito, ¿de quién ha de ser? Igualito
a mi está. ¿No ves la cara?
—Bueno, bueno, toma. Ya habrá tiempo de averi­
guarlo.
Y sacó una gorda cartera de la sotana. Separó cua­
tro billetes de a cinco.
—¡y qué harás con tanta plata?
—Fuuuuu, taita curita ... Hasta una misita he de
pagar.
—Entonces ... Deja algo adelantado.
—¡No aura!
—No, no ... ¡Ahora! Así ofrecen ustedes y no cum­
plen.
Y guardando uno de los billetes, sacó cuatro mo­
nedas de a sucre.
—Uno me dejas . . .
El indio duda. Tiene terror de ver asomar a alguien
en la plaza, pero no se resigna a dejarse arrancar el
dinero. La voz concluyente del cura le decide:
—Y ándate, ándate —exclama, entregándole los
diecinueve sucres—. Tengo mucho que hacer hoy.
Iba a salir el indio, evitando ver a su hijo, cuando
éste, llorando, se le abrazó a una pierna. El padre lo
alzó hasta su rostro:
—Calla —le dijo—. ¡Si todos los días he de estar
viniendo!
Y luego, sin que le oiga el cura:
—Aquí barriga llena, tontito; quesillos, ¡harto mo­
te!
Y se fue. El llanto, agudo, le siguió hasta la plaza,
hasta el campo, como un niño.

31
* * -X-

El abanico del valle va estrechándose hacia su


mango negro.
—Tahual...
Y los arrieros silban, suben. Ahora el camino es
de roca. Abajo, pasa el río y algunos árboles y pe­
queños sembríos o matas de retama aparecen junto
a la orilla, no bien los cerros se separan; mas, pron­
to los hombres dejan atrás el último árbol y entran a
la garganta. El grupo se convierte en una línea larga
y jadeante. La luz se desmaya en sus espaldas. El cie­
lo es apenas un pedazo de papel entre las rocas. Na­
die habla ya y se oye solamente el paso de las bes­
tias y adentro, a cien metros, el sordo murmullo del
río.
De repente, al salir al claro, no pueden seguir más.
Se encuentran con enorme grupo de indios y
recuas.
—¡Más gente!... ¡Lleguen pues, lleguen! —les
gritan a los recién llegados.
—¿Qué pasa?
—Han empezado los trabajos de la carretera y es­
tán dinamitando. Ya nomás volamos todos ...
—Nosotros media hora que esperamos —dice otro
arriero.
—¿Y yo? —sigue un chagra rubio que ha desmon­
tado y tiene al caballo de las riendas—. Lo peor que
cuando llegue, ya los mitayos, acabando el trabajo,
han de alzarse.
—Puede pedirle al capataz la lista —le contestan.
—Se han de haber puesto otros nombres, ustedes

32 —
no les conocen .. . Quien no les conoce que les com­
pre! —añade, jactancioso—. Las carreteras —sigue—
eso tienen de malo: les pagan a los indios más de lo
que necesitan y las haciendas se quedan sin brazos.
Siempre con las riendas en la mano se sienta en
una roca y se arregla las espuelas. Hace girar las ro­
dajas roncadoras con la palma de la mano y otra vez
se levanta, impaciente. Lleva poncho de hilo y som­
brero de fieltro en cuyo cintillo la grasa alza sus dedos.
De pronto un ruido estruendoso alborota al grupo.
Llega el eco entre las breñas, como un río, encabri-
tando a los caballos. Los hombres se abalanzan a las
bridas o corren camino adentro, hacia la luz.
—¡Medio cerro ha caído!
Veían ya el lugar de la escena. El sol bajaba aho­
ra hasta el último resquicio. El cielo había cambiado
de forma y se tendía, azuky blanco, entre los bordes
nuevos.
Más gente y caballos sin carga, que se habían reu­
nido al lado opuesto, iban llegando, en grupos:
—¡Hasta la cueva ha volado! —decía el capataz,
orgulloso, paseándose entre las piedras rotas.
Aludía a una caverna legendaria, refugio de temi­
bles salteadores.
Los grupos se mezclaron con los jornaleros. De
pronto el chagra de las espuelas se dirigió hacia un
hombre de los del otro lado, que venía a caballo, con
un niño. Eran Diego y su padre.
—¡Doctor, muy buenas tardes! ¿A dónde bueno?
—exclamó el chagra.
—Donde el señor Argudo —contestó el aludido—.
¿Trabaja usted con él todavía?

33
—Como siempre. Espérese, tendré el honor de a-
compañarles. Hablo con el sobrestante y vuelvo. Es­
péreme en el puente. —Y se alejó.
Diego iba sobre un poncho doblado, casi en el cue­
llo del caballo y paseaba sus ojos asombrados por el
lugar de la escena.
—¡Viene el río! —gritó alguien.
Las rocas desprendidas habían amurallado el cauce.
El agua subía por instantes, silenciosa, y de pronto
—ya todas corrían en desorden— saltó otra vez ha­
cia el abismo, en catarata.
El niño daba gritos, vuelto hacia su padre.
—Pasó ya todo ¿no ves? —dijo éste, aún muy pá­
lido—-. Mira, mira.
Al borde de las rocas, con el oído atento, los hom­
bres sacaban los cuerpos hasta el pecho.
—¡Bajémonos! —Dijo Diego.
—No tanto, no tanto, así no más —repuso el pa­
dre— y palpó el costado del niño.
—Todavía ... —dijo sonriendo.
* * *

El puente —largo y altísimo— descansa en la mi­


tad sobre un soporte natural de grandes rocas.
—¡Riazo! —dice el niño.
—Y ahora lo ves seco: cuando crece, llega hasta
las vigas. Mira.
En el barranco hay matas de retama retorcidas
—en el aire ahora— aguas abajo y con huellas de es­
puma y brizna de paja toquilla entre las ramas.
El río está turbio todavía, fino, como caballa des­
pués de larga carrera.

34 —
—Desde sus fuentes puede verse el Océano Pa­
cífico —explica el hombre.

—Y no se va al Pacífico —continúa— sino que ba­


ja a la hoya, pasa cerca de nuestra casa y llega al Ma-
rañón y anda miles y miles de leguas hasta el Atlán­
tico.
El chagra le interrumpió:
—Ya doctor —le dijo, sin apearse— ¡a sus órde­
nes! —Y partieron.
El sol proyectaba largamente sus sombras, hasta
el río.
—¡Mira!
El valle se abría como un abanico. Lejos, tras los
cañaverales, un río dormido desembocaba en el Pau­
te. Se entregaba a las aguas rápidas de éste, plano,
como balsa, girando lentamente.
—El Gualaceo.
—También está seco —dijo el chagra—. ¿Qué le
parece, doctor, la sequía? Vea las lomas. Y lo peor es
que los indios están yéndose. Vengo del Tahual pre­
guntando si se Encuentran en los trabajos, pero ni
uno.
—¿Qué se hacen?
—En eso estamos, ya casi sin brazos. Creo que
se van unos a la costa y otros a lavar oro. Ahora sólo
piensan en el oro.
—¡Cuánta tabla! —exclama el hombre.
No bien una recua se pierde entre las rocas, hacia
Cuenca, ya otra asoma en un recodo, llenando el cami­
no hasta las cercas, entre nubes de polvo.
—Para la feria de mañana. Los de arriba se han de­

35
dicado a sacar tablas, están desesperados —explica
el chagra.
Se oye un tropel de cascos en el puente y poco
después avanzan, gritando, unos borrachos. La san­
gre exaltada de los ebrios revienta en los ¡jares de
las bestias, lanzadas al galope en subida. Los arrieros
gritan:
—¡Ladooo! ¡Ladoooo!
Hileras de bestias, flacas como insectos, arras­
trando las alas, obedecen.
—¡Tablas! ¡Tablas! ¡Tablas! —dice el chagra—.
¡Año de hambre viene!
—Buenas tardes de Dios.
—¡Ladoooo!
El niño tiembla, aferrado a las crines, no de ho­
rror, pues es más fuerte en él la impresión de la tie­
rra que ve por vez primera, grande y desnuda.
Ahora asoma otro río.
Los cañaverales chupan la luz y ya las aguas se
pierden en las sombras.
Sólo en algunas lomas se ven recuas de sol, rum­
bo a los cerros altos.
—¡Arreee!
El “gran viento” pone a prueba el cordón ceñido
por la madre bajo el mentón delicado. Viene volando
-—piensa el niño, con la pequeña mano sobre la copa
del sombrero—. Viene volando, desde la tierra de las
tinajas. ¡Que pueda haber tanta maravilla!

36 —
III
USTED ES UNO Y ELLOS ...

El viento rozó una esquina de la plaza y fue giran­


do, girando, en berbiquí de polvo alto y soleado hacia
las cercas.
El indio se cubrió el rostro con el brazo, dándole
el ala del poncho a la niña.
—¡Tápate ojos! —exclamó.
Así lo hizo ella y sólo el pequeño huango engoma­
do quedó al viento, oblicuo.
—Ahora sí —dijo después el padre— apura, ha de
coger la noche.
Y salieron al camino.
En la huerta contigua andaba el párroco con una
regadera. Al verlos, avanzó hacia ellos.
—¿Tuya? —le preguntó al indio— y señalaba a la
niña con el índice.
El padre estuvo a punto de huir, sin responder.
—¡No he de dar! —se dijo—. No he de dar... así
mate!
Pero se detuvo.
Ya el cura había dejado la regadera entre las co­
les y oprimía gozoso la mejilla de la niña.
—¡Ojona ha sido! ¡Qué linda! ¿Dónde la tenías?
Déjamela en vez del chico.
—No, taitito.
—Cámbiame, quieres, parejita tendría; te doy los
treinta sucres. Ya has visto cómo le tengo al otro.
—Mana. (No)

— 37
—Zapatitos he de ponerle, zarcillos, ¿Cómo se lla­
ma?
—Ni para qué he de avisar, no mismo quiero.
—Vaya. .. ¡Cuarenta de doy!
—No, no. Y no le hagas llorar... el hermanito ha
de oirle.
Y acallando a la niña la tomó en sus brazos y se
alejó, resuelto.
—Piénsalo bien —seguía el cura—. Mal año vie­
ne. Aquí nada ha de faltarle.
El indio no se volvía.
—¡Año de hambre viene! —oyó aún, al voltear
la última esquina. Pero no se detuvo, y ya lejos, libre,
habló en quechua con su hija.
Iban ahora por el antiguo cauce de un arroyo, ha­
cia el río. Cuando llegaron junto al puente, salieron
al camino grande. Indios con bueyes y caballos des­
cargados transitaban. Los bueyes se agrupaban en
los umbrales del estrecho puente, recelosos, y sólo
cuando los dueños con sus gritos y los brazos abier­
tos les impedían regresarse, bajaban la cabeza y
avanzaban, mugiendo, entre las mal unidas tablas.
Ya en el centro, trotaban, apagando el bramido del
agua.
Cuando el último grupo estuvo lejos, avanzó el
indio con la niña de la mano. La niña corría entre los
pasos largos del hombre, respirando apenas, pues
nunca estuvo antes en un puente y temblaba, sin vol­
tear la cabeza, mientras el ruido y las olas entrevis­
tas le estrujaban las pequeñas entrañas. Una gran
cruz se alzaba al otro extremo y velas encendidas
parpadeaban en su pecho de piedra cavado en forma

38 —
de nicho. Más allá, una india lloraba ante una estatua
de San Marcos, que tenía un pequeño toro de palo a
sus plantas, lleno todo él de copos de lana y cerdas
de diversos colores. La mujer alzó la voz, ante el in­
dio, cantando mientras lloraba y, como era muy ínti­
mo y sentido lo que tenía que expresar, cantó en
quechua. Yaulli la escuchó atentamente y vio así des­
plegarse todo el drama ante sus ojos: la vaca había
quedado amarrada a la salida del pueblo. Era muy
gorda a pesar de la sequía y grandes nubes blancas
se esparcían en su vientre. Daba mucha leche y era
dócil como pocas. De pequeñita, cuando la amorda­
zaban, no insistía y se estaba quieta junto a la madre
de la que era una copia en pequeño. Cuando la deste­
taron la llevaron al hato y vino después alta, nerviosa,
con dos hermosos cuernos crecientes, ligeramente
enarcados.
El hombre oía conmovido y cuando el canto cesó
rompiéndose en sollozos, se acercó a la india, soli­
dario:
—Amarre, amarre —le dijo— bien apretadito de­
je. Seguro es.
La india ordenaba unas hebras de pelo de vaca en
la mano. Eran blancas y negras como las de la perdi­
da; robada no: el indio así lo aseguraba:
—Amarre, amarre, rumiando ha de estar en un
atajo, esperándole.
Muy cuidadosamente, sin abrirlas, la india bajó las
otras cerdas hasta la uña del toro de palo y en el lim­
pio tobillo ató las de su vaca.
La niña había escuchado atentamente el diálogo

39
y de repente sus ojos se agrandaron y se quedaron
fijos sobre el pequeño toro de madera.
Manuel Yaulli dijo algunas palabras más de espe­
ranza y de consuelo, también en su hermosa lengua,
y echó a andar cuesta arriba, con su hija.
De trecho en trecho ebrios dormidos junto a las
pencas, con moscas en el rostro, y sol, sol, hasta don­
de las últimas matas de paja se arrimaban al cielo.
El viento, cambiante, traía, entre el murmullo del agua,
parte de la historia otra vez comenzada:
“A la salida del pueblo”... “Amo Argudo” ... ¿Qué
decía del amo? El indio se detuvo y escuchó atenta­
mente: nada, que el señor había exclamado: “De pin­
tura parece tu vaca”, al verla en el cerro. Siguió pues,
su camino y como la cuesta crecía a cada curva, a-
marcó a la niña y la echó a sus espaldas. Una choza,
pero aún apenas del tamaño de un poncho asomó en
la más alta ladera con un manojo de humo en su vér­
tice.
—Esa es la casa, allá nos vamos —dijo el indio a
la niña, levantándola con un golpe de cuerpo casi has­
ta los hombros.
—A-á.
En el límite de la paja, sobre una mancha roja de
tierra, aparecieron cuatro jinetes. Desfilaron en zig­
zag por la tierra pelada y se perdieron. Yaulli los vio
y se detuvo. Cuando asomaron otra vez, más cerca
ya, torció su rumbo.
Bajaban en silencio entre las quiebras, a caballo.
Delante, el amo, preocupado; detrás el juez, un peón
joven con lampas al hombro y el brujo, abrazado a su

40 —
cintura, en la grupa del potro. Al brujo, pequeñito,
encorvado, no se le veía el rostro.
—Mire, mire la hacienda ... ¡Qué vista! —dijo el
juez, dirigiéndose al hacendado, y extendió su brazo
hacia el valle. La casa de los Argudo, grande a pesar
de la distancia, aparecía al fondo, entre los cañave­
rales, junto a un río de mapa.
El aludido no contestó.
—¿Le pasa algo? ... Cuidado ... Si quiere, des­
cansemos —siguió el hombre, taloneando a su caba­
llo hasta acercarlo al del joven.
—Nada ... De una vez en el pueblo —dijo éste—.
Muy pálido está —insistió el juez, mientras clavaba
al brujo una mirada acusadora. Este no se inquietó
por eso: ya había dicho arriba, sencillamente, después
de la inútil búsqueda:
—No importa, todo queda aquí mismo. Ahora no
ha querido, otra vez será.
Entraron en un sendero encajonado entre altas
cercas de piedra. En cada portillo el pueblo aparecía,
más y más cerca. Se oía ya el canto de los gallos.
—En el puente le dejas al viejo —ordenó el joven,
al indio de las lampas.
La orden fue cumplida poco después. Todavía ge­
mía la india de la vaca. Al verle a! brujo corrió a su
encuentro y le ayudó a desmontarse. Cuando sona­
ron los cascos de los caballos en el puente ya lo te­
nía ante el toro de madera.

En la plaza desierta el cura leía el breviario, vien­


do de cuando en cuando ya a la lora, que se paseaba
como impaciente, ya al recodo del camino por donde,

41
de un momento a otro, debía asomar Argudo. De ir
—pensaba— a esos cerros, enfermo, en busca de hua-
cas —y esta es la tercera vez— a la hipoteca, hay un
paso ...
Por fin los jinetes entraron a la plaza. El cura cerró
el breviario y fue a su encuentro, eufórico.
Argudo desmontó de mala gana, ante la exigencia
del párroco.
—Así que buscando huacas . . . ¿no? —comenzó
éste.
—¿Quién se lo dijo?
—Todo se sabe ... ¿Y qué hay de malo? Aunque
ustedes ... ¡Argudos! Déjennos los entierros a noso­
tros . .. Ustedes tienen la tierra, la gran huaca.
E irían con brujo ¿no? Con brujo y todo . . . ¡Vaya!
Ya le he amonestado a ese indio y no me hace ca­
so. Esto es en todas partes: en mi antiguo curato era
lo mismo. En todo pueblo hay un brujo y un mudo. Y...
—Pero conste —interrumpió el joven— que no es
que yo crea en brujerías, sino que, realmente, estos
cerros son muy ricos en entierros incásicos.
Algo iba a añadir, pero el cura estaba incontenible:
—No niego —siguió— que haya tesoros escon­
didos.
Recuerde usted la historia: venían los incas por la
cordillera, llevando una cadena de oro larga como una
calle. Recibieron la noticia de la muerte de Atahual-
pa, y . . . ¿dónde escondieron la cadena?
Abrió la puerta de la sala y se excusó, de pronto,
con aire de misterio. —Tienen que esperarme un se­
gundo —dijo—. Entren ...
Argudo y el juez entraron y esperaron de pie.

42 —
Una mesa redonda de mármol había en el centro
de la sala y junto a las paredes grandes armarios, unos
con libros y otros con cacharros de barro y pájaros
disecados. Largas bodoqueras de jíbaro y algunas lan­
zas arrimadas a los ángulos, recordaban también la
cercanía de las selvas orientales. Por fin, un sofá ro­
jo, sillas de mimbre y profusión de cuadros religosos.
No lo era solamente uno, enmarcado de conchas ma­
rinas, que representaba un canal de Venecia con lar­
gos gondoleros y una discreta pareja bajo el toldo.
“Cuando venga la luz eléctrica pondré un foco detrás
y estarán como vivos" —solía decir el párroco que lo
tenía en gran estima, pues era tejido a mano por una
hermana suya.
Argudo sonreía ante el cuadro cuando volvió el
cura. Tenía las manos juntas, ahuecadas cerca del ros­
tro, como si trajera un gorrión entre ellas.
—¡Mírela! ¡Tóquela! —dijo, y retiró la una mano
y mostró en la cuenca de la otra una cabeza humana
diminuta.
Argudo dio un paso atrás.
. —¡Una tzantza! —dijo.
—La trajo un jíbaro ayer, es fresquecita . . . ¿Qué
me dice? ... Parece de viejo.
Tenía el tamaño de un puño pequeño y parecía
realmente un rostro de anciano.
—¿O será de niño y las rugas . . . —mírelas— se­
rán por defecto del cocimiento? Pero no, es perfec­
ta .. .
Aquí hay unas canas, aunque ralas, mírelas . ..
Pero Argudo se alejaba ... El cura siguió:
—Esto es ciencia . .. Mire ... Ya un sabio del Bra­

43
sil está buscando el secreto ... Adiós cáncer ... Los
indios cuecen las cabezas de tamaño normal en una
infusión de hojas nunca tocadas por el hombre blan­
co y ven así a sus enemigos —dicen— irse achicando
como si se alejaran, pero con los rasgos cada vez más
cercanos, ¿comprende?, más ciaros, idénticos, perfi­
lados ... El cáncer se reduciría a un punto.
—Pero déjelo, déjelo en alguna parte . . .
—El cáncer va creciendo, va inundando al mundo...
—Este es un cáncer al revés ...
Por fin el cura dejó el rostro sobre un libro. ¿Se
siente mal? —dijo—. No, —contestó Argudo— pero
es que .. . Envíe un recado a mi madre, por favor. Que
he llegado ya, que iré pronto.

-X- V? *

Un candelabro de cuatro brazos, sin luz el uno, ro­


to, alumbraba la sala.
El juez se había ¡do después de la merienda y aho­
ra el joven y el cura jugaban la baraja en la mesa del
centro.
—Y siete y sota y caballo y rey —exclamó el cura
y recogió, gozoso, todas las cartas de la mesa—. Y
dos de limpia —añadió, mientras tomaba un grano de
maíz y lo colocaba a su derecha.
—¡Mala suerte! —exclamó el joven arrojando las
cartas—. Y en todo . ..
—¿Cómo? ¿Qué le sucede?
Un sudor copioso se anunciaba en la frente blan­
quísima del hombre entre las venas fuertemente in­
sinuadas.

44 —
—La mala suerte ... hoy las huacas, ayer el río se
nos lleva al mejor de los cocolos de mamá ... y ahora
este candelabro y todo ...
—¿Qué tiene el candelabro?
—Malos recuerdos ...
—Déjese ... son cosas. Ya no lo verá más ... Ul­
tima noche ... Me viene una petromax de lujo. ¿La
ha visto? .. . Camisola de seda y alumbran como el
día. Y mire: mientras usted pierde yo hallo .. . Ahora
me hice de un longo lindo.
—¿Cómo?
—Me lo dio el padre ... ¡Pobre gente! No tiene
con qué alimentarles a los hijos ... ¡Y no llueve!
—¿Y cómo es él? ¿No será el nuestro? —exclamó
Argudo.
Y el cura, arrepentido de haber hablado:
—No creo que se trate del mismo .. . Este es muy,
pero muy flaco.
. —Ya lo verá, doctor —siguió Argudo, excitado—.
¿Dónde está el chico?
Y se puso de pie.
—¿Será posible? Con razón ...
—¿Qué? ...
—El indio parecía receloso ... —Y el cura se in­
terrumpió—. Vaya, vaya verdaderamente lo sentiría.
—¡Muéstremelo!
—¿A estas horas? ... Ya no anda ni un alma por
la casa. Los cocolos estarán durmiendo.
—No importa, solamente quiero verlo.
—Bueno, pues, sígame.
Tomó el candelabro y salió seguido por Argudo.
El viento doblaba las llamas de las ceras. Los hom­

45
bres pasaron al otro tramo del edificio y siguieron
por un corredor angosto, a trechos sin barandas, que
quedaba sobre el huerto.
Por fin el guía se detuvo y empujó una puerta en­
negrecida. Un sucio camastro apareció al fondo del
cuarto y sobre él inermes, estrechamente abrazados,
los dos niños.
—Es el del rincón, el recién rapado —dijo el cura.
Ya le han cortado el cabello al niño y la luz ilumina
cruelmente el cráneo blancuzco, oscuro a trechos, ra­
pado con tijeras.
Argudo se le acercó.
—No lo he visto nunca —dijo, moviendo la cabeza.
—Vaya .. . ¡Qué alivio! —respondió el cura—. Vá­
monos.
Y, antes de salir, se detuvo.
—De una vez —dijo— le daré una orden al mío.
Y, acercándose al lecho empujó al de la lora, pero se
despertó el otro.
—Acostumbrado a cuidar la chacra —comentó el
mozo.
El niño abrió los ojos, pestañeando y alzó la cabeza.
De pronto, se incorporó, atónito:
—¡Patrón! —exclamó y trató de saltar de la cama.
El candelabro proyectaba sombras de indios ma­
nos arriba contra el muro.
—¡Le reconoce a usted! —comentó el cura, apo­
derándose del niño.
—Y yo no . .. ¡Qué raro!
—Claro —dijo el cura— usted es uno y ellos ...
miles.

46 —
—¿Por qué te asustas? —preguntó Argudo al ni­
ño. Y le puso la mano en la cabeza.
El indiecito se abrazó a la sotana.
El mozo sacó una moneda.
—¡Coge, te está dando! —dijo el cura.
Por fin lograron calmarlo.
—¿Quién es tu taita? ¿Por qué te ha vendido?
—Plata necito, dijo a mama, llorando estaban. Va­
ca también vendieron para irse.
—¿A dónde? ’
—A mí no avisaron. El Villa también se va. El ven­
dió en Cuenca.
—¿Al hijo?
—A ambos. Vos no tienes vacas, vende ambas gua­
guas, le dijeron.
—Y a mí ¿dónde me has visto?
—En hacienda.
—¡Ah! —dijo de pronto Argudo— debe ser hijo de
uno de los indios de esta mañana. Mi hermano ha te­
nido que sacarles a látigo del río ...
El niño lloró nuevamente.
—Eso es, eso es —siguió Argudo, confirmando sus
sospechas—. Hasta con los hijos habían estado. ¿Y
va a creer usted?: buscando oro. Se les ha puesto que
hay oro y con ese cuento faltan al trabajo.
Si hallaran algo, pase; ¡pero nada!
—Yo le diré —rectificó el cura— que ya el otro
día un indio me pagó en oro un bautizo.
—Será de los lavaderos.
—Pero vamos ... los piojos ...
Salieron, cerrando la puerta. El viento sonaba en

— 47
las luces. Con la mano en concha sobre ellas, el cura
avanzó lentamente.
—Por el corredor siniestro —recuerda el joven—
arrastrando la luz amarillenta, venía la abuela con el
candelabro. Los ojos brillantes y la fina nariz arquea­
da, pequeñita ... Entonces fue la primera vez ...
Ahora el corredor no se acababa nunca. Grupos
de gallinas se movían al sentir la presencia de los
hombres, sobre las tablas amontonadas en desorden.
Un perro aulló largamente, allí, muy cerca, junto a la
traspuerta del convento. —Empieza el hambre —dijo
el cura—. ¡Ese cielo! Mire: ¡una custodia! Parece que
Dios no fuera a darnos lluvia nunca más ... ¡Es el
fin!
Se detuvo, como impresionado por lo que él mis­
mo había dicho y volvió el rostro hacia Argudo: había
desaparecido. Y, de repente, un largo grito se alzó
tras un montón de tablas que empezó a desmoronarse,
intermitentemente, como movido por aletazos de ga­
llinas decapitadas.

48 —
IV

LOS ARGUDO

Vinieron hace más de trescientos años, cuando


la ciudad era apenas caserío, con pocas calles flori­
das en las cercas de los solares, creciendo desde la
plaza grande hacia las colinas, pero más hacia las
aguas, rumbo al sur, donde los ríos andan casi juntos,
separándose a trechos en líneas de letra de mano y
uniéndose por fin al fondo del valle, turbio el Tarqui,
yodado el Yanuncay y de color de vidrio de botella el
Tomebamba.
Latifundios tendidos hasta la última línea de los
Andes, de límites azules, hilvanáronse en la tierra tan
poco ha del Inca, libre y entera.
Los Argudo se establecieron tras la primera cade­
na de montañas, en el valle del Paute, puerta del Ama­
zonas. Medio valle fue de ellos y en él arraigaron hon­
damente con raíces que hasta hoy viven, mas casi a
flor de tierra, unas, y otras anillándose en el aire . ..
entre las carreteras de automóvil.
Eran crespos, de perfiles enérgicos. De tiempo en
tiempo un pelirrojo irrumpía, crespo también, con ros­
tro aleonado.
Sus matrimonios se hicieron con dueños de la mi­
tad restante del valle y con ricos de otros sectores
de la provincia, o, también, con -mucha frecuencia, se
desposaron primos y así fueron multiplicándose. Una
rama se ‘‘desgajó”, según propia expresión de la fa­
milia, pues se unió a otra del pueblo que fue, no obs­

— 49
tante, al iniciarse la República, la más fresca e ¡lus­
tre. Otra también se quebró, pero para secarse: fue
cuando la “imborrable tía Angela”, de repente, a los
cuarenta y cinco años de su soltería, se abrazó como
una loca al hijo del mayordomo, mozo de veintitrés,
mártir primero y viudo por fin, a los veintisiete. Y la
imborrable tía había gastado su juventud entera en
odiar a los retoños de la primera rama desgajada:
—Los cholos ... —decía, anunciando a los niños,
cuando éstos entraban de visita donde la abuela.
Esta reaccionaba:
—¡Angela! ...
Los nietos recorrían la casa y se quedaban absor­
tos ante los viejos retratos:
—¡Ese obispo con la mano seca!
—Esa monjita .. . ¡Qué linda! No parece ...
O elevaban el índice hacia una dama con abanico.
También solían acercarse a las enormes puertas
de la despensa por cuyas abras veían chirimoyas, nís­
peros, panela, miel, llegados el último sábado, en lar­
ga recua de muías, desde el valle.
La abuela lo notaba, porqué a la última niña —una
pecosa de largas trenzas— sentada a su falda por or­
den suya, se le iban los ojos detrás de sus hermanos.
La anciana cerraba entonces el grueso tomo del Año
Cristiano, de canto dorado, y con el índice entre las
páginas de la lectura, llamaba:
—¡Angela!
Tenía que hacerlo repetidas veces, hasta que por
fin asomaba la solterona agria, siempre de negro, con
un sonido de llaves en la seca cadera.
—¡Fruta para los niños! —decía la abuela.

50
_ ¡Cuando estén a punto de irse! —respondía—,
Y se iba tras la mampara.
La anciana musitaba entre dientes: ¡Ese orgullo!
¡Ese orgullo! Pero los niños se despedían al instante
y seguían, por un largo corredor en penumbra, la si­
lueta de la déspota.
—¡Esperen!
Y los dejaba en los umbrales de la gran puerta
abierta ya.
—Ahora ... ¡de uno en uno! —ordenaba—. Y les
iba llenando los bolsillos con cuanta fruta podrida en­
contraba.

Hubo un loco. Había sido raro desde niño. A los


ocho años de edad le dio por no levantarse de la ca­
ma, sin causa aparente alguna. Permanecía días en­
teros —él, de raza madrugadora— bajo las cobijas,
mientras el sol rodaba en la sobrecama. El padre, ago­
tados los medios más corrientes para sacarlo de su
manía, dio en decirle, dando muestras de horror en
su mirada:
—¡El colchón chupa la sangre! ¡El colchón chupa
la sangre!
A los diecinueve años se remató. Tuvo tema tre­
mendo: sentíase perseguido por un colchón dé horri­
bles ojos y de cien pies reptantes, ebrio de sangre y
sediento, que se llegaba a la ventana de su cuarto, por
el corredor oscuro en el crepúsculo o por los tejados
en las noches, dejando la horripilante huella de sus
ombligos sangrantes entre los canales.
El loco murió despeñado.
Otra rama quiso “desgajarse” en el pasado siglo y

— 51
hasta hace poco había entre las ruinas coloniales don­
de hoy se alza un palacio de mármol, garfios de hierro
fijos en los muros del calabozo y huellas de cadenas.
Estas fueron para el loco, pero esta vez sirvieron pa­
ra el enamorado: el padre lo libertó solamente cuando
la joven pobre se casó con hombre de su clase y el
nuevo “loco" entró en razón a tiempo y se unió a una
prima.
Amaron todos el campo y las viejas damas habla­
ron con soltura el quechua para mejor tratar con las
gentes de la hacienda: sabido es que los indios de
Quito aprendieron el idioma de los Incas no tanto por
la labor de los mitimaes cuanto por la de los españo­
les, quienes les obligaban a dirigirse en quechua a
sus señores, pues consideraban insoportable que los
indígenas les hablasen en lengua de Castilla.
En lengua de Castilla y en quechua habló la her­
mosa monja, es decir la muchacha que luego se hizo
monja y que fue la más bella Argudo: Carmen, con un
no sé qué en sus líneas finas que recordaban, como
el humo, los retratos del Greco. Dicen que la Carmen
actual se le parece, aunque no hay duda de que aque­
lla fue mejor. También es pelirroja, ésta, de un rojo
oscuro de bronce, pero la otra tenía el cutis puro y su
piel solamente en las manos era roja, y eso apenas.
Se tenía, al mirarlas con este pensamiento, la sensa­
ción de buscar la herida en el cuerpo de una tórtola:
se le ve la sangre, de repente, y luego no se la encuen­
tra. Aquí está; —se dice por fin— pero ya la tórtola
agoniza.
Debía de tener los senos como en éxtasis y el
monte de Venus como herido de luz suave y profunda.

52 —
La hacienda producía caña de azúcar y toda clase
de frutas subtropicales, en el valle. En el huerto de
junto a la casa había también un cafetal, pero pequeño,
para el gasto de casa solamente. Los mismos dueños
solían desgranar los rojos racimos y luego tenderlos
bajo las palmeras. Así, del árbol al sol, de éste al fil­
tro y de la taza al paladar, era exquisito y su fama se
hizo proverbial entre los allegados.
Lejos del río, en las frías alturas, ondulaba el trigo.
En la actualidad, al cosecharlo, se lo guarda arriba,
en la antigua capilla; pero antes, sobre todo en los
años de sequía, se lo traía al valle. En el “año del co­
meta”, cuando el de Haley apareció sobre los Andes,
vino el hambre. Bajo la luz verdosa del cometa, como
producida por las fosforescencias de un osario, los
perros se disputaban los cadáveres como arañas enor­
mes, capaces de devorar un hombre, bajadas por la
telaraña dantesca de la cola del astro.
En una de esas noches, los campesinos, desespe­
rados, derrumbaron las puertas del granero. Desde
entonces, el trigo pasó de la tierra a los lomos de las
bestias, que bajaban desde los cerros y atravesaban
a nado el gran río hacia la casa grande.
Ahora existe un puente en el antiguo vado.
El trigo ondulaba desde el umbral del depósito y
se iba levantando en olas que llegaban adentro a la
altura de un hombre.
Una mañana la hermosa muchacha subía por las
gradas de tierra que conducían al granero, cuando el
sol le dio en los ojos. Se le antojó sostenerle la mira­
da unos instantes y cuando entró al desván, encandi-

— 53
íada, no podía ver el trigo que sentía bajo sus pies y
que le cosquilleaba los tobillos, pero sí un haz de es­
padas brillantes ante sus ojos. Y se le ocurrió que
eran las siete de la Dolorosa. No bien pudo ver el tri­
go, volvió a mirar al sol, desde el umbral y otra vez
las espadas, pero ahora hasta con el fondo azul y rojo
del cuadro de la Virgen. Juntó las manos y se estuvo
quieta, en hondo arrobo místico.
Cierta vez pasó de la hacienda vecina un primo
suyo, recién llegado de la Universidad de Quito, y to­
do cambió. Pero una tarde, Carmen hilaba junto a la
vidriera, con rueca, como las indias. Lo hacía en una
larga vara de retama y una india la guiaba. De pronto,
el granizo golpeó los vidrios. Esto en Cuenca era fre­
cuente, pero en el valle no. “Nunca vi esto aquí en la
hacienda”, dijo Carmen. La india repuso que ella sí,
pero cuando era pequeña. La tarde se aclaró muy
pronto y luego el sol y un gran viento orearon el cam­
po. Lejos, hacia la tierra de las tinajas, llovía. Truenos
profundos llegaban de cuando en cuando y los vidrios
temblaban. Pero en el valle había sol. El río comenzó
a crecer. Pronto la gente, alarmada, se llegó a sus ori­
llas. Pasaba ya con grandes troncos, negro de barro,
en tumbos imponentes. Y era extraño el sol tranquilo
de la tarde sobre tanta furia. Carmen sentía secas las
yemas de sus dedos y una extraña sensación de an­
gustia. Es como si uno llevara algo por dentro y no
pudiera decirlo, pensó. Y así estuvo hasta la noche.
Ahora esperaba al primo en el vado con la india. El
río bramaba todavía.
—¡No paseeees!— gritó al oír un silbido en la otra
banda. Pero el mozo le clavó las espuelas al caballo

54 —
que giró sobre las patas traseras y entró al río: una
línea oblicua, cada vez más rápida, aguas abajo. Luego,
un grito entre el estrépito de las olas ya invisibles ...
Y el luto.
Con la tragedia renacieron las tendencias místicas.
Los vidrios catedrales que aún hoy iluminan cierto
templo, son conmemorativos.

Uno de los hombres de esa época, un gigante de


perfil romano, hubo de vérselas con García Moreno.
Llegó un día éste, como de costumbre, sin anuncio
previo, cayendo como un rayo sobre la provincia, des­
pués de haber atravesado las que lo separaban de
Quito en tres días —se hacían en ocho de ordinario-
renovando caballo en el límite de la resistencia de la
bestia, y golpeó las puertas de los Argudo. Pasaba en
ese instante por el patio Carmen, y, al mirarlo —no
lo había visto nunca antes— tembló y se le cayó de
las manos la vajilla de plata que traía.
—¿Quién es? ...
—García Moreno.
Ya bajaba las anchas escaleras coloniales el hom­
bre de la casa. Llegó al callejón con los brazos abier­
tos. Y avanzó el Presidente en igual forma, mientras
temblaba todavía la muchacha entre las madreselvas
del patio. Después lo supo ella: se habían batido a
lanza en Quito, cuando jóvenes. Argudo guardaba co­
mo una reliquia una cicatriz en el bíceps.

* * *

— 55
Diego se despertó en el cuarto de huéspedes, y
saltó descalzo de su lecho.
Su padre dormía aún. El niño se llegó a la vidrie­
ra: el patio húmedo vahaba lentamente, ya con sol,
y un indio salía en ese instante de la huerta, también
él con un pequeño halo de niebla en los hombros. Ar­
boles enormes se alzaban detrás de los tejados y en
el patio mismo una palmera chilena de tronco tan
grueso que Diego, asombrado, movió la cabeza. Le­
vantó luego la cortina para ver el penacho y la luz le
dio en el rostro: era moreno, de mentón delicado y
fina nariz, ligeramente corva; ojos muy vivos, pero
hondos; frente amplia y cabellos crespos, de un cas­
taño de cedro. La huella del cordón le bajaba desde
las sienes, vertical sobre el hombro, donde clareaba
un parche en la camisa.
—¿Qué haces? —oyó.
Era la voz de su padre.
—... Buenos días.
Y corrió a sus brazos.
—¿Dormiste? —le preguntó el hombre.
—Sí, pero cuénteme lo de anoche a media noche.
—¿Oíste anoche esos ruidos? ... ¿A media noche?
—Sí... traían un herido. Pero hablaban muy des­
pacio.
—No era herido .. .
—¿Y entonces?
—Otra vez te lo diré. Y oye: ¿Ves ese retrato?
—y le indicaba al fondo uno pintado al óleo. —Es
tu bisabuelo —siguió—. También tú eres Argudo, por
tu madre. Pero con la sangre sana del antiguo pueblo
que te salva: mi abuela fue hija de un platero.

56 —
—¿Y su abuelo?
_ Bueno, un médico famoso; pero ella era hija de
un platero del pueblo. ¿Has oído? Te lo cuento para
que nunca tengas prejuicios, es decir, tontas ideas.
—Yo . ..
_ Sí, lo sé. Pero te falta todavía.
—¿Qué me falta?
—Bueno ... crecer especialmente. Ya vendrá el
día.
Diego miró el retrato.
—¿Y para qué hemos venido ahora? —preguntó.
El padre meditó un instante.
—Eres muy habladorcito —dijo, por fin— si no te
lo diría; pero no tiene importancia para ti ...
Vístete.
Y le dio ejemplo saltando de la cama. También el
niño alargó el brazo hacia su ropa.
—¿Y la tierra de las tinajas? —preguntó, mientras
se movían en el cuarto.
—Arriba ... ¿Ves esos cerros?
Y levantó la cortina: lejos, con enormes grietas y
manchas de tierra roja, ahora a la luz tierna de la ma­
drugada, se sucedían las montañas en cresterío as­
cendente. Jirones de niebla iban ladera arriba desde
el río, rozando los retamales.
—Esa ... ¿Y no sabes? —continuó el padre—. Ma­
ñana nos vamos hasta allá. Te vas en un caballo chi­
quito ... ¿Podrás?
—¿Cuántos días?
—Uno, dos, depende ... No lo sabemos todavía.
Se lavaron. Luego, el hombre se sentó, distraído y
el niño pegó la cara a la ventana, contemplando lós

— 57
cerros. De repente, ¡¡amó a su padre, moviendo el
brazo solamente, sin apartar el rostro de los vidrios.
—Mire ... ¡Están destilando! —exclamó, emocio­
nado.
El hombre rió.
—Sí, pero esto no es como lo nuestro —repuso—
Y le explicó lo relativo a las haciendas de caña y el
Estanco de Alcoholes.
—Cuidado digas nada de lo otro —terminó.
—¡Papá! ...
—Es que por distracción y viendo el chorro ...
—¡Fíjate en el chorro! Es diez veces más grueso
que el nuestro. ¡Y el alambique!
Diego se había pegado a los vidrios. Bueyes de
curvos cuernos giraban, altas las cabezas, arreados
por una niña de polleras amarillas, mientras las cañas
pasaban de las manos de un indio al trapiche, entre
chorros de jugo. De cuando en cuando la pequeña in­
dia silbaba y levantaba los brazos tras los bueyes, sin
separarse de sus huellas.
—¡Qué maravilla! —exclamó Diego—. . . . Nues­
tro subterráneo. ¡Imposible!
—.. .¡Cómo! ¿Querrías toros en el subterráneo?...
De afuera llamaron.
—Adentro .. . ¡Señor Argudo! —exclamó el hom­
bre, saliendo al encuentro del hacendado.
Este era hombre alto, muy grueso ya, de unos se­
senta años.
—¿Y cómo amanecieron? —dijo—. ¿Y usted, hom­
brecito?
Y oprimió con sus enormes dedos las mejillas de

58 —
Diego. ¡Cómo se ha apretado! decía, riendo e indicaba
la huella enrojecida del cordón, en las sienes del niño.

Después del almuerzo Diego se avergonzó. Había


oído en la sobremesa la historia de las siete espadas,
y, enseguida, no bien se levantaron corrió hacia el
patio grande. En vano había buscado, mientras oía el
relato, al sol entre los vidrios, pues eran las doce y
el astro estaba sobre los tejados. Salió pues y repitió
la experiencia, maravillado, en medio patio. Pasaba
en ese instante la niña del trapiche, y la llamó.
—¡Ven a hacer esto! —le dijo— y le enseñó el
juego, dejándola encantada. Pronto ella hasta lo in­
novó:
—Primero con el un ojo ... Y más acá . .. —de­
cía—. La palma se mueve mucho.
Un cocolo los veía, asombrado, acercándose por
momentos.
Lo llamaron.
—¡Más largo rato! ¡Más largo rato! —le decían
luego, dirigiendo hacia el sol la cabeza ojiabierta del
chico.
—¡Longo! —gritó el patrón desde los corredores.
El cocolo acudió al llamado golpeándose en los pi­
lares, medio ciego.
—¡Toma las siete espadas! — gritó el hombronazo
y descargó los nudillos sobre la desnuda cabeza.
No se reía.
—¡Ni más!
Y el niño se refugiaba entre sus propios brazos.

— 59
—¡Ni más!
Corrió por fin, escaleras arriba, gímiente, sin acer­
tar todavía a orientarse.
Diego se ocultó tras la palmera y vio con alegría
cómo las largas polleras amarillas desaparecían en
el gallinero. Oía todavía los pasos del hombre en el
corredor cercano de anchos ladrillos. Al fin los pasos
se alejaron. Pero el niño no se movió sino cuando un
pelirrojo algo menor que él —le llegaba al hombro
—brotó del tronco de la palmera a su lado. ,
Era el último Argudo.

60 —
V
TARJAS
Las tinajas —iba pensando Diego— estarán bajo
la tierra como jicamas. ¿Y si al cavar las rompemos?...
Sonó el río .. . Habían entrado los jinetes a la recta
bordeada de altos sauces reales que conducía al
puente. Iba delante Argudo el hijo mayor, alto y fuer­
te, con enorme sombrero y zamarros de cuero de an­
chos bordes con huellas de barro seco. Detrás, el pe­
lirrojo en un caballo diminuto y Diego en otro de igual
tamaño, negro también, mas sin la frente blanca. Les
seguían Urdíales, el “mayoral de arriba”, chagra som­
brío, con una cicatriz en lugar de la ceja izquierda y
tres indios enjutos que trotaban al paso de las bes­
tias. A la grupa de la del mayoral iba la alforja de las
tarjas. (1)
-—¡No miren el agua al pasar el puente! —dijo el
mozo, volviendo hacia los niños su rostro barbado.
Sonaron los cascos de su caballo en las primeras
tablas.
—¡Agárrate de las crines! —le dijo el pelirrojo a
Diego.
El agua se arremolinaba entre enormes piedras y
era visible a través de las tablas rotas.
La una mano en la copa del sombrero y la otra en
las crines del pequeño caballo, Diego iba entre el gran
viento, respirando apenas.

(1) Tarja: pequeña vara de madera en que se lleva la cuenta de


los días de trabajo de un peón indio.

— 61
—El sombrerito . . . —le había dicho el padre—.
No es necesario que te lo aprietes tanto: no es casco.
Ahora sentía la mano segura de un indio en su to­
billo, junto al estribo.
En tanto, la tierra se empinaba y el camino la se­
guía en zigzags, como prendido a las pencas. Pronto
el valle comenzó a alejarse, con el río entre las arbo­
ledas, pero el viento traía todavía las orillas ...
Diego se acordó de cuando jugaba junto al molino
tapándose y destapándose los oídos.
Entraron después en una angosta garganta y se
acabó el horizonte. Tan sólo cactus de rojos penachos
agobiados, en las cercas, y en el piso guijarros piza­
rrosos. Arriba el cielo, estrecho como el camino, de
un azul profundo y medio cubierto a veces por el ra­
maje de los capulíes. Una hora más. Por fin las cercas
se quedaron atrás y los viajeros entraron en la prime­
ra mancha de tierra colorada que Diego había visto
desde la ventana.
—¡Ha sido enorme! —pensó el niño.
Y cuando la cruzaron, llegaron al páramo. Ya no
se veía el valle. Los cerros del otro lado solamente,
azules y un frío pajonal por donde quingueaban, con­
fundiéndose a trechos, senderos de tierra negra, ca­
vados por el trajín entre la paja. Ondulaba ésta como
estéril trigo o frágil paja toquilla en todo el horizonte.
Diego pensó en las tejedoras de sombreros: "Debí
responderle a papá: es que mi sombrero es muy li­
viano, muy fino, tejido por la María grande de la es­
quina". ¿Qué será de ella? Estará entrando a la tienda
o rodeada por las otras tejedoras, en el umbral de la
puerta grande. ¿Y mis hermanas? ¡Qué lejos! Estarán

62 —
en el subterráneo con la anciana india, o junto a la
huella, siguiendo la línea de hormigas ... ¿Y si el hom­
bre herido hubiera huido acá, a este páramo? Debe
de estar ahora en una grieta . .. ¡Qué pueda ser esta
la tierra de las tinajas!
El viento emblanquecía la paja, arrancándola gri­
tos ahogados, o silbaba obstinado, aguda y largamen­
te.
Los gavilanes planeaban moviendo, de repente,
las alas y otra vez deteniéndolas, abiertas y ascen­
dentes.
Bajaban tanto a veces que se les veía las patas re­
cogidas y los ojos en atisbo.
—¡Los cóndores! —exclamó Diego.
Todos rieron.
—Esos más lejos —dijo el chagra— arriba, ya en
la cordillera.
—¿Y esto, entonces, qué es?
—Revuélvase —dijo el mayoral, deteniendo a su
caballo—. ¿Ve allá al fondo? Eso se llama cordillera.
De aquí, un día.
—¡Avancen! —gritó el mozo, esperándolos y Diego
veía —parecían moverse a la distancia— las azules
montañas, cada vez más altas.
—¿No conoce ni eso? —le dijo el pelirrojo.
No supo qué contestarle, y cuando encontró una
frase prefirió no decirla.
Además, los cóndores le obsesionaban:
—¿Y se los coge? —preguntó.
—¿A cuáles?
—A los cóndores.
—Con rifle, o escondiéndose en un hueco bajo un

—63
toro muerto —dijo el otro niño— para que se co­
man el ganado ¿sabes? Pueden llevarse un toro en las
garras. Atacan a las vacas y hasta pueden matarlas de
un solo aletazo.
—¿Y cuándo los has visto? —le interrumpió el her­
mano mayor, riendo.
Los indios respiraban ruidosamente, con el poncho
al brazo y las pantorrillas desnudas, en duro juego de
músculos, manchadas de tierra roja.
Ya estaban descendiendo, aparecieron las prime­
ras chozas, grises, con cruces de retama en los te­
chos, y de repente, al fondo, como un reloj con la tapa
levantada, las doradas eras. Giraban los caballos so­
bre las espigas, y más arriba otros, a cual más dimi­
nuto.
A Diego se le escapó su estribillo como un pá­
jaro:
—¡Qué maravilla!
Argudo contó las parvas: cuatro, cinco ... El otro
año eran nueve —dijo.
—Así es patrón, y eso ...

•X- -X-

—De la parva a las patas, de la parva a las patas,


¡Qué no parennn!
—El longo pajarero que no duerma!
Grandes bandadas de tórtolas, uncidas a su som­
bra, la arrastraban por las laderas soleadas, rumbo
a las eras.
Un niño, alerta, restallaba su honda a cada instante.
—A poco trigo, mucho pájaro —comentó el amo,

64 —
impaciente. Luego detuvo a un indio que pasaba, ape­
nas visible, bajo una gran carga de tamo.
—¿Cuánto calculas?
—¿Fanegas?... Unas treinta, amito.
—¡Sólo treinta!. .. El otro año noventa. ¿Y los hua-
sipungos?
—Amo... eso ni digas. Cueros pelados parecen en
la loma ... Maicito por los suelos ... Cebada flaca.
—Anda nomás.
Siguió el indio por el rastrojo y el amo se dirigió a
otra era.
Gavillas —pequeñas, las más, a hombros de ni­
ños— iban hacia las eras desde el campo. Al fondo,
unas mujeres se agachaban sobre la tierra y se erguían
nuevamente, despacio, deteniéndose más lejos.
—Mucha vieja chaladora ha venido, verás Andrés,
anda y aléjalas —dijo el amo—. No está el tiempo
para hacerse de la vista gorda.
—¡Largo! —gritó el esbirro, inclinándose y hacien­
do ademán de arrojarles piedras.
—Anda, anda, allá mismo, no te oyen —dijo el
hombre—. Que por lo menos recojan más lejos.
El sol ya estaba descendiendo.
—¡Nos va a coger la noche, muévanse! —gritó Ar­
gudo.
Las crines caídas sobre el cuello y las ancas bri­
llantes, con briznas de paja en todo el cuerpo, los ca­
ballos giraban, resoplando. Sus sombras rebasaban
hasta los rastrojos mientras la luz se hacía astillas
en sus cascos, entreverada al trigo.
—De la parva a las patas, de la parva a las patas...
¡Grítales duro!

— 65
—¡Arrrreee!
Obedecía un niño, detrás de los cascos, enmadeja­
da la mano en el gran rabo del último caballo.
—¡Giraaa! ¡Giraaa!

* * *

La antigua capilla, granero hoy, levanta su peque­


ña torre en la linde del campo cultivado. Hacia allá
va Argudo, seguido del “mayoral de arriba”.
Hay que abrir el granero. ¿Cómo estará eso?
—Bien, patrón.
—Oye, —sigue— ¿cuál es el chico que vamos a
llevarnos?
—El pajarero. ¿No lo vio? Vivo es el cholo. Ha es­
tado viviendo con la agüela, desde que quedó sin taita.
—Que no vaya a irse...
Y llama a un indio.
—Dile al longo pajarero —le ordena— que no se
vaya cuado acabe el trabajo, que ahora aquí ha de
dormir.
El indio corre hacia la era.
Ya están junto al granero. Argudo entrega al cha­
gra una enorme llave, enmohecida, pero en ese mo­
mento suena la campana.
—¡Ya los chicos se han subido a la torre! —excla­
ma—. Di les que bajen; pero no: primero abre la puerta.
El sol del cerro, y las chaladoras y las tórtolas
le han roído el humor hasta el hueso.
El esbirro hace esfuerzos grotescos, mirando al
amo de reojo, listo a evitar un golpe. Cada puerta es
un muro.

66 —
—¡Y han entrado pájaros! —dice Argudo.
Un rumor de alas crece, adentro, con el chirrido
de las puertas.
—No patrón; murciélagos son. Y no han entrado:
del ratón viejo se hacen ... ¡Ya!
Giran las pesadas puertas.
—Cuidado patrón, afuera espere... Yo primero.
Y el mayoral entra con los brazos en guardia a la
altura de la cara, entre los murciélagos. Uno le roza
las orejas.
—¡Duele!
Vuelvan ante la luz los horribles bichos, como a-
biertas navajas, y se refugian tras las vigas. Santos
sin brazos, rotos reclinatorios, pueblan los rincones.
Sólo un gran Cristo de túnica morada está completo,
en una silla, atado, y con la sangre a lo largo del rostro
cadavérico.
Los indios van llegando y se agrupan en las puer­
tas con los fardos al hombro.

—Busquemos lagartijas.
—¿Y las tinajas?
—¿Qué tinajas?
Y el pelirrojo abre la boca.
—Esta es la tierra de las tinajas —afirma Diego.
—¿Dónde?
Y mira a todos lados, asombrado.
—¿No sabes?: Tinajas de los Incas, con sol, cuan­
do se les pone agua se van levantando.
Lucha por no decir que en casa tiene una.

67
—No creo —concluye el otro, moviendo la cabeza.
—¿No crees? Si fuera más temprano ... Lástima
que mi papá no vino...
El otro iba a replicar pero un indio con un niño
trenzudo de la mano pasa cerca de ellos.
—¿Es ese? —exclama el pelirrojo—. ¿El pajarero?
¡Tráelo!
Y corre al encuentro del niño que llega asustado,
sin saber aún de qué se trata, con la honda enredada
a las largas trenzas.
—¿Tú eres? —sigue el pequeño amo—. ¡Te vas a
Cuenca mañana!
Y dirigiéndose a Diego:
—Este es el cholo que se lleva tu papá mañana.
—¿A nuestra casa?
—No, para el señor Oñate; papá le ha regalado.
Y dirigiéndose al niño:
—¿Cómo te llamas?
—Manuel Cuzco.
Pero contesta apenas. ¿Y la agüela? —le dice al
indio grande, mientras le rodean los ojos gruesas lá­
grimas.
—Ya he de hablar con ella . . . —le consuela el indio,
y se aleja, en silencio.
—¡Tonto! —sigue el pelirrojo, llevándolo hacia la
capilla—. ¡Te luciste!
Diego los sigue, preocupado.
—Ella está sola, ¿cómo es? —pregunta—. No llores.
—Tonto... ¡llorar! —gritó el otro—. Préstame la
honda.
Y el mismo la desenreda de los hombros del dueño
y se agacha en busca de piedras.

68 —
—¿No sabe y está sola? —Insiste Diego—, Pero eí
pequeño indio lo mira receloso y no le contesta. Se
sume después en un profundo mutismo. En tanto, la
honda, zumba en el brazo inexperto y la piedra se es­
trella, hacia atrás, contra el muro.

* **

Los últimos fardos llegaron medio perdidos ya en


la noche, sobre los hombros de los peones.
El mayoral encendió dos grandes velas y luego va­
ció sobre la mesa la alforja de tarjas.
—¡Apúrense, llamen a todos!
Los indios se iban reuniendo en el granero.
—Si no se apuran —siguió el chagra— tienen que
bajar al valle para acabar las cuentas: amo está espe­
rando a los primos. Temprano han pasado, a cazar
venados.
—Ya viniendo están —contó una india— hace rato
aparecieron por la loma del hato.
—¿Del hato? Entonces, media hora más y llegan.
Por eso, apúrense.
El amo entró en seguida y se abrió paso entre los
ponchos.
—¡A ver! —dijo, sentándose ante la mesa. Abrió
una gran navaja, tomó al azar una tarja del montón y
observándola, gritó:
—¡Ambrosio Yunga! ¿Cuánto?
De entre el grupo avanzó un indio.
—Aquí, amito ... Cinco días.
Acucioso, el mayoral revisó sus apuntes.
—Cierto es —dijo por fin.

69
—¡Otro! Y el amo grabó la tarja —tarjó— y se á-
poderó de otra. —¡Pedro Cumbe!
—Aquí.
Se acercó un indio seguido de su hijo y de una
anciana.
—¡Ya me vienen con chicos y con viejas!
—Pajarero es, amito, él también. Ella duro ha tra­
bajado.
—Bueno, primero vos, ¿cuánto?
—La semana.
—¿Y la vieja?
—Ella también, semana.
—No patrón, —intervino el chagra—. Cierto es que
ha estado la semana, pero las viejas no hacen nada.
Más lo que chalan. Cuatro días puede apuntarle.
—Bueno, cuatro. ¿Y el chico?
—El cá así mismo, semana entera, amo.
Y el esbirro:
—Yo vi en la parva las tórtolas hirviendo. Grité
hasta hacerme ronco a que accione . . . Boca abierta
es el longo.
El chico escarmenaba la honda, sin atreverse a re­
plicar.
Diego y el pelirrojo entraron y se acercaron, des­
pacio, a la mesa.
—¡Otro pajarero! —dijo el uno. Diego miraba en
torno, asombrado. El altar, tras de la mesa; el grupo
rojo de ponchos, angustiado, suspenso, y, al otro ex­
tremo, la cosecha.
—Primero ven acá —le dijo el amigo, llevándolo
hacia el trigo—. Voy a mostrarte todas las cosas y

70 —
puede que nos hallemos algo. Fíjate, el otro año lle­
gaba hasta acá el (montón, hasta esta raja.
Y señalaba, en el muro, granos de trigo reunidos
en las grietas, un metro más arriba del nivel actual
de la cosecha.
Diego se acordó de la mata de retama de bajo el
puente, deformada aún por las aguas de los días de
abundancia, pero ahora en el aire.
—¡Cierto! —exclamó, pero la voz de Argudo el
mayor iba subiendo de tono y los niños miraron hacia
la mesa.
—¡Otro!... ¡Manuel Yaulli! —llamó Argudo.
—Ausente.
—Juan Cumbe.
—Ausente.
—¿Qué se han hecho?
Nadie contestaba, pero todos los indios se mira­
ban entre sí, expresivamente.
—Son de los veinte que faltan —le dijo al amo el
mayoral en voz baja.
—Ya hablaremos de eso abajo. Sigamos ... Tacu­
ri ... ¡Felipe Tacuri!
Ahora su voz era más dura. Por todo el grupo re­
corrió un murmullo ante este nombre.
• —Este cá mama trajo, hijos; entre seis eran.
—¡Felipe Tacuri! ... —repitió el amo.
El indio, una anciana y varios niños avanzaron ha­
cia la mesa.
—Vaya, ahora sí... —dijo el amo al mirarlos.
—Ahora sí... ¡Ni para qué!
—Aquí, amo, balbuceó el indio.

— 71
—Sí ¿acaso no te veo? Aquí estás ... y cómo ...
¡con guaguas tiernas!

—Das mal ejemplo a los otros —siguió Argudo—.


¡El que más debe y el más pretencioso! Hasta al
señor cura le debes, preguntándome estaba por ti el
otro día.
—Cinco sucres nomás debo ya. Hijito más grande
llevó hace dos meses por los treinta.
Los indios afirmaron con las cabezas. Diego, ad­
mirado, todo él ojos y oídos, se aferraba al poncho de
un indio cercano a la escena.
El gamonal revisó la tarja:
—¡Hasta los ojos! —dijo, viéndola de abajo arri­
ba—.
A ver... Vos primero.
—Yo la semana, patrón —dijo el indio.
—¡Andrés! ¡Irás fijándote!
—Sí patrón, viendo estoy ... Cinco, seis. ¡Seis
nomás! —exclamó por fin.
—Jueves bajé con yunta a la hacienda.
—Ah ... bueno. Ahora los chicos ... Este.
El mayor se destacó del grupo, al sentirse seña­
lado.
—Ni para qué patrón —intervino el esbirro—. No
pasemos tiempo, a dos días por longo ponga nomás
de una hecha, cuatro son.
—¡No dos días! . . . —dijo el indio—. Toda la se­
mana bien han trabajado, gavillando.
—Dicho: dos días.
—Amo, pero ...
—Basta . .. Otro: Ayala, Cruz Ayala.

72 —
Pero Tacuri insistió, levantando la voz:
—¡Amo, sube a tres siquiera!
—¡Repite!
Y se puso de pie.
Diego se sintió arrastrado hacia el muro. La mesa
quedó en ancho círculo desierto. Sólo Tacuri y los
suyos permanecieron en su sitio, mudos.
—¡Repite!
—Que apuntes tres días, por cada hijo ¿ya no dije?
—repitió el indio, con voz clara.
Rayaron los ladrillos las patas de la mesa.
—¡No mates! —chilló la anciana—. ¡No mates! —y
escudó al hijo, pero Argudo avanzó.
Por un momento el rostro del indio —una brecha
de sangre le unía los dos ojos— asomó entre los pon­
chos de atrás, ahora en muro.
Luego, las puertas se abrieron hasta impregnarse
del yeso de las paredes y un río lento, crecido de mur­
mullos, inundó los corredoes.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba todavía el gamonal—
¡Fuera todos!
* * -X-

Diego, en un rincón de la antigua sacristía, hoy


dormitorio, miraba el suelo como si contemplara su
hermosa tinaja rota en mil pedazos, sobre el polvo.
—¡Ven a ver al venado! —gritó de pronto el peli­
rrojo, desde la puerta.
Afuera había gran ruido de cascos y de risas.
De mala gana el niño se movió. Se animó solamen­
te al ver la gran cornamenta de ciervo péndula de la
redonda grupa de un potro.

73
En tanto dos jóvenes altos y rubios habían des­
montado y abrazaban a Argudo.
Uno de ellos llevaba, terciado a las espaldas, un
rifle, viejo Koplacher, enorme, del tiempo de las lu­
chas contra Alfaro.
—Ustedes ya acuéstense —les dijo después Ar­
gudo a los niños—. ¿Ya comieron?
—Ya, pero que le lleven el venado al dormitorio.
—Bueno, bueno, como quiera; pero déjennos tran­
quilos.
Una pequeña mesa comenzó a humear en el corre­
dor iluminado y pronto los tres jóvenes sentáronse en
su torno.
-X- -X- *

Ahora Argudo se erguía tambaleante.


—Y era —decía— tan buena que los indios le
creían santa.
—Lo mismo a la Merceditas —dijo uno de los in­
vitados—. Han sido maravillosas todas.
—¡Y ese Carlos, tu tocayo! —continuó el otro—.
Dicen que peleó con García Moreno.
—Pero nadie, nadie como ella —exclamó Argudo—
todavía tengo de recuerdo el Año Cristiano que leía.
Y ella, figúrense, al morir, prohibió que colocásemos
alambres en las ventanas del granero, para que los
pájaros no se privaran del trigo.
—¡Regio!
—Pero yo —siguió el ebrio—. Yo ...
Y agarró la botella en cuyo cuello ardía una vela,
y se dirigió al granero.
—¡Vengan!

74 —
Los otros le siguieron, también con pasos vacilan­
tes.
—¡Vengan! Y yo . . . Yo ... Soy tan salvaje que no
le he obedecido ... Y miren ...
Les mostraba las ventanas con las púas cruzadas
en todos los barrotes.
—Pero yo .. . —siguió—. Esta es la última noche,
¡eso sí!
Y se encaramó en una silla y comenzó a desenre­
dar los alambres, como un loco.
—¡Ayúdenme! ... si son también parientes .. .
Los dos hermanos se miraron.
—Llámale al Andrés . . . —dijeron.
—Cierto . . . ¡Andrés!
Y se detuvo. Tenía sangrante la una mano.
—¡No me dejas ni un alambre! —ordenó cuando
asomó el chagra.
Este, que lo había oído todo, se acercó solícito.
—¡Bien hecho patrón! —dijo—. Digno nieto de
la niña.
Y se encaramó, a su vez, en la silla.
Los ebrios volvieron a la mesa. Todavía, desde la
puerta, Argudo se volvió hacia el esbirro, amena­
zante:
—¡Qué no se vea una púa —gritó— y salió, tras
sus primos.

Primeramente llegó un mirlo, con sus patas de flau­


ta. Plegó las alas en el borde y de un salto atravesó
las verjas. Nadie había en el granero. Los primeros
rayos del sol iban oblicuos de la ventana al trigo en
doradas cuerdas de arpa. EÍ mirlo se dejó caer y sé
acercó a grandes saltos hasta el grano. Miró luego la
ventana y retornó a ella. Ya el alero estaba lleno de
gorriones. El .mirlo se fue y entraron éstos, piando.
Con un pequeño moño los machos y con las alas obs­
curas, y las hembras más claras y delgadas. Todos vo­
laron hasta el trigo. Después llegó a las verjas una
tórtola, inquieta, y comenzó a pasearse, sin entrar,
como esperando a otras. Sólo de vez en cuando intro­
ducía, curiosa, la cabeza. Parpadeaba y se iba, rojas
las patas, como las de las palomas. Llegó un dorado
chugo. Dudó sólo un instante y descendió voraz entre
fuertes gorjeos. Por fin el mirlo asomó nuevamente,
seguido de los suyos: la hembra y un hijo, flacucho
éste, con lanas todavía al borde del oído y el pico a-
bierto, rojo y claro el paladar contra la luz de las siete.
Bajaron los padres y él se mantuvo entre las verjas,
chillando agudamente. La tórtola volvió a pasar, y al
hacerlo, rozó al pequeño mirlo, que perdió el equili­
brio y cayó... Mas, como volaba ya, pudo llegar hasta
el trigo, sin golpearse. Arriba la tórtola empezó a in­
quietarse: alargaba el cuello y una oleada de miedo
le pasaba después hasta el rabo, levantándolo. Voló
al fin, sonora. Y, de repente, las puertas del granero
se abrieron: era el chagra. Y esta vez no se cubrió la
cara con los brazos: agarró los alambres de púas más
cercanos y los movió en molinete, sobre su cabeza,
mientras avanzaba, Todos los pájaros salieron, atro­
pellándose primeramente en la ventana, menos el pe­
queño mirlo que revoloteaba, aturdido, sin alcanzar las
verjas.
—Para el patrón chico —pensó el chagra— y con

76 —
el sombrero en la mano a manera de trampa fue arrin­
conado al pichón en un ángulo. Ya la madre había vuelto
y chillaba en las verjas, desesperadamente. El esbi­
rro atrapó al fin al hijo y lo miraba, palpitante, en el
velludo puño. Movió la cabeza, satisfecho, y se lo
guardó en el bolsillo. La madre, en tanto, revolaba,
casi agresiva, pero ya el chagra no la tomaba en cuen­
ta. Pensaba en el amo: ¡Bruto! —decía entre dien­
tes—. El otro año fue la misma historia. ..
Y desenredado los alambres comenzó a colocarlos
otra vez en las ventanas.

Ya desfilaban, por los bordes del pajonal, hacia la


hacienda. El chagra iba de guía, con el pajarero en la
grupa de su caballo, y cerca, en animada charla, los
niños y los jóvenes. A poca distancia, arreados por
indios, venían varios bueyes, que rozaban las cercas
con los sacos de mieses y los cuernos del ciervo. Las
puertas de las últimas chozas recortaban las siluetas
de los campesinos.
—Ya pasan, ya llevan —murmuraban. Y después,
en voz alta:
—¡Alabado sea Jesucristo!
—¡Alabado! —contestaban los Argudo, sin volverse.
Un hombre de cabeza gris, comentaba entre dos
jóvenes hirsutos, envueltos en sus ponchos.
—Ya llevan...
Todos veían los sacos de trigo.
—Vienen, recogen y se van... Siempre así ha sido.
—En Nabón y en Sigsig —contó un joven— no es

77
lo mismo: los naturales viven en comunidad. Tienen
tierras y lo que ellos siembran es para ellos.
—Nabón... ¿Dónde será?. ..
En tanto la cabalgata se había detenido.
—¡Urdíales! —había dicho Argudo— regrésate y
dile al Villa que le espero mañana en la hacienda.
El chagra había dado media vuelta.
—Pero pásale al pajarero al caballo de Arturo para
que te vayas al galope.
Y en eso estaban.
—¡Yo lo llevo! —gritó Diego.
—No, no, se caerían ambos.
El mayoral desmontó y se acercó al pelirrojo, con
el pajarero en los brazos, y lo dejó en la grupa del ca­
ballo de frente blanca.
—¡Agárrate bien! —dijo.
Y se volvió al suyo.
—¡Pero cuidado lo aplasten! —gritó Diego—. El
mirlo está bajo la camisa del pajarero!
Sin atreverse a rodear con sus brazos la cintura
del pequeño amo, el cholito se asió a la grupera, sin­
tiendo sobre la piel del estómago el pequeño peso
tibio, ligeramente áspero en las uñas; mas, sin chis­
tar, pájaro él mismo, con los ojos saltones, entre el
alicaído poncho.
Ya se veía, a lo lejos, la casa de la hacienda.
* * -X-

Ya en ella, no bien Diego vio a su padre solo, se


le acercó.
—No ha sido la tierra de las tinajas— le dijo.
—¿Cómo?

78 —
—Sino de horrores ...
El hombre se turbó.
—¡Cuidado! ¡Cállate! —dijo.
—¡Es que no ha sido! . . .
—Bueno, lo que sucede es que la verdadera tierra
de las tinajas queda más, más arriba, ya en la cordi­
llera ... Mira, ese niño es de allá, auténtico.
El pajarero pasaba en ese momento con una india,
hacia el patio. El señor Argudo se acercaba. Diego
dejó solo a su padre y se fue tras la india. Ya ella es­
taba junto a la palmera. Algo le decía en quechua a
Manuel Cuzco, con cariño. Atrajo luego la cabeza del
pajarero a su falda. Tenía negras, largas tijeras en la
mano.
Y cortó.
Diego se estremeció. Las dos trenzas cayeron al
suelo y emblanquecía ya la sien izquierda del niño
entre la experta mano, bajo las tijeras.
—¡La orejita! ¡Cuidado la orejita!
—¡Diego! —gritó alguien desde arriba—. ¡Retí­
rese ... los piojos!
—Y busca tu sombrero que ya nos vamos —aña­
dió el padre del niño—. Ven y agradece por todo a los
dueños de casa.
Subió sin dejar de volverse, mirando por entre las
barandas de la escalera.
Pero bien hecho —pensaba— que el pajarero le
dejó escaparse al mirlo. Creo que fue adrede . . .

En el patio, a caballo ya, los visitantes agradecían


nuevamente y se disponían a partir.
—Ya sabe, doctor —decía Argudo, el padre— des­
pués de diez o quince días lo estaré viendo en Cuen­
ca, y no olvide nada: entregue el longo al señor Oñate
y ... ¿Lleva los legajos?
—Sí, —dijo el hombre— todo. Pierda cuidado ...
Gracias y hasta muy pronto.
Y se pusieron en camino.
Les seguía también a caballo, un indio, con el pa­
jarero entre los brazos.
En vano el doctor dirigió la palabra al indiecito.
Manuel Cuzco iba como enterrado en sí mismo.
Diego intervino.
—¿Eres de la tierra de las tinajas? ¿Por qué no eres
mi amigo? ...
No le contestó.
El padre sacó un sucre del bolsillo.
Diego dijo, de pronto:
—¿Por qué Arturo Argudo les llama ramiros a los
sucres?
—¿Ramiros?
—Sí y a los reales ramiros chicos.
El hombre miró con atención la cabeza de Sucre
en la moneda.
— ... Ramiro Argudo, sí. . . un poco —dijo— y
añadió: algunos Argudo se parecen a Sucre, pero no
todo es el perfil, ¿comprendes? ...

80 —
II
BARRIO Y MERIDIANOS
DEL MUNDO

EL SOMBRERO DE LA VIRGEN

Al norte de la ciudad, en sus últimas calles, ya en


la falda de la colina, está “El Chorro’’, barrio de las
tejedoras de sombreros.
El agua viene desde el molino cercano y sigue, ca­
lle abajo, en ancha acequia.
Un poste de 'madera, retoñando, se alza en la úl­
tima esquina.
El barrio amanece alegre. Pencas, nopales, algún
nogal o capulí, ponen su cuña de campo en las esqui­
nas de adobe; mas a las ocho la miseria lo inunda:
Sube callada a los tejados, a las cercas, en las baye­
tas de las guaguas, en la paja, como el agua por los

81
poros del azúcar. Hasta el arroyo se detiene o baja,
lentamente, ahogándose en paja. Quedan las briznas
en la arena de la orilla en largas líneas espumosas.
Pero ahora es domingo. A las siete comienzan a
salir a las puertas de las tiendas las primeras teje­
doras.
—¡Endominguémonos!
Hablan casi cantando mientras despliegan rebozos,
paños azules, largos flecos de hilo.
—Apúrense .. . ¡Cansándose están las campani-
tas! Corre el arroyo libremente.
La María chica sale a la puerta de su tienda, en
polca.
—¡Dichosas! —dice—. Y a los diez he de ir.
—¿Por qué pues? ¡Calle!
Se aglomeran a sus puertas.
—¿Qué ha sabido del marido?
—Nada ... Le ha tragado la tierra.
—Vamos ahora mismo .. . ¡Yo le presto mi paño!
—dice la María grande, y camina hacia su tienda.
—¡Póngase! —ruega.
—¡Póngase, seño María! —insisten todas. Y cuan­
do les complace exclaman:
—¡Hele! . .. Hasta donosa queda . . . ¡Vamos! ¡Cui­
darán a las guaguas!
Esta orden es para los hijos mayores, niños tam­
bién, que deben vigilar a los más tiernos, todavía de
pecho.
—¡Atrancarán las puertas!
Y se fueron. Las más iban descalzas pero limpias.
La calle misma era una chela, con las piedras la­
vadas como talones.

82
Algunas ancianas y los niños les despidieron en
la esquina:
—¡Que les vaya bien! ¡Que vengan pronto!
—¡Traeránme un pancito!
Alguien grita desde una tienda:
—¡No me vayan botando!
—La Juana es —dicen las cholas, y se detienen.
Sale la retrasada, con el paño flecado en los brazos.
—Por hacerse más buena moza se atrasa . . . ¡Apú­
rese!
No dejan de alabarla mientras se acerca:
—Ella dichosa . . . ¡Solterita!
—¡Peinada con raya a lado! .. .
Salta la acequia y se une a sus compañeras. No
devorada aún por la labor del tejido, es alta y dere­
cha. Pelo castaño claro en largas trenzas caídas tras
la espalda; fina cintura, tallo de la gran mata de po­
lleras de amplia comba.
—¡Zapato de taco alto!
Anda rítmicamente, ciñéndose el gran paño de
manera que el fleco va arrastrándose, blancoazulado,
con mil figuras de hilo en forma de anclas, estrellas
y pollos al salirse de la cáscara, con los picos abiertos.
—¡Mire los pollitos, seño Juana, van siguiéndole!
—grita el hijo de la María chica.
—Hele ... ¡Hasta él! ...
Y siguen. Ya están abajo y voltean la esquina. Sue­
na una campana, a los lejos.
—Ya están tocando la campana grande.
Las ancianas se sientan al sol, en los umbrales, y
esperan. Pasan indios con cargas de rojas tejas y la­
drillos, sonoras las ojotas y los sombreros ahorma­

— 83
dos la víspera, contenidos apenas en los cabellos la­
cios. Los niños juegan en el agua.
—¡Cuidado lleguen a la esquina!
Pero el juego consiste en ir allá precisamente, don­
de el agua es bravia y se quiebra en torrente espumo­
so.
Sueltan en él pedazos de madera, corcho?, bauti­
zándolos con nombres de caballos de carrera y bajan
hasta la boca misma del socavón en que se pierde.
—¡No cogen experiencia! —gritan las abuelas—.
Ya vamos a encerrarles.
El otro día la corriente arrastró a un niño de pe­
chos.
—Todavía llora de noche la almita de la guagua y
ellos no entienden! —siguen, aunque sin levantarse.
Dos guaguas, semidesnudas, con anaco, hacen es­
fuerzos por pasar sobre la tabla colocada a manera
de tranca entre las puertas.
El burro del molino pasa con su harina cotidiana
hacia el centro, delante del molinero.
La campana grande hace olas azules.

Las doce ya. En la esquina grupos de chicos espe­


ran a las madres, con hambre.
Llega un muchacho —ya en edad de oír misa—
y cuenta:
—Viniendo están. Llegó un pueblo enterito con som­
breros para mamita Virgen.
—Chordeleg —dice una anciana—. El domingo pa­
sado fue el Sigsig, con oro. Y el que viene, ¿cuál será?
—Sinincay —contesta otra—: Esos traen ladrillos.
Son donativos para la coronación de la Virgen, que

84 —
se llevará a cabo en este año, con proyecciones con­
tinentales.
Asoma en la esquina de abajo un cañamazo joven
y se queda junto al poste.
Viste ropa cara pero de colores chillones. Fuma
en pipa.
—Vean, vean, —dice una abuela— yan de estar
viniendo porque ya llega el cañamazo de la Juana.
Vean, vean,brillándole está el hocico con los dientes
de oro. Recién llegado de Nuevayor dizque está.
—¡Longo atrevido! —dice otra—. De vigilarle es­
tá a la chica, estos sólo burlarse nomás quieren.
El cañamazo escupe, silba. Luego, se arregla la cor­
bata. Ya asoman las primeras tejedoras, en grupo.
Detrás —pasos menudos, andar rítmico —viene la
Juana. El cañamazo, se le acerca, le dice algo.
-—¡Longo hocicón! —le contesta ella.
—¡Okey... pero te quiero!
La chola se alza de hombros.
El hombre es hijo del famoso exportador Oñate,
uno de los muchos magnates de la industria toquillera.
—No le harás caso Juanita —le dicen las otras,
esperándola— éstos sólo burlarse quieren, para lo
serio niñas de buenos apellidos nomás buscan.
—Dios me libre... ¡A qué cuenta pues!
Siguen llegando tejedoras que desaparecen en las
tiendas y la calle va quedando desierta. Al fin, ya no
anda en ella sino Miguel, hijo mayor de la María chica,
mirando de reojo el interior de las tiendas, con una rue­
da de máquina de coser en el brazo. El mote que a-
dentro humea llena de saliva su boca.
—Vecina ... ¿No le vio a mamita?

— 85
—¡Ayer ya te dimos! —le contestan—. ¡Donde los
Torres ándate!
—Si no digo eso...
Y va hacia otra tienda.
—Ahora sí, ahora sí —piensa—. Y toma la rueda
en las dos manos y con la derecha la empuja de mane­
ra que el juguete entra a la tienda.
—¡Vean al hambriento!
Un hombre se levanta. El chico va a correr pero sa­
le una tejedora con una cuchara de palo llena de mote.
—De veras, —le dice— la Virgen le está ayudando
a tu mamá. Le regalaron paja unas conocidas. Ahora
en la Iglesia ha de estar, agradeciendo. ¡Dichosa! To­
ma, convidarás a tus ñaños.
Se le colman las manos. Sopla los granos húmedos,
calientes, mientras da las gracias.
—Te presto la rueda —le dice al hijo de la chola
que la estaba ya escondiendo.
Y se aleja, alegre. Espanta a un gallo blanco que
trata de asaltarlo, y se llena la boca... El gallo le si­
gue. En ese instante, un hermano menor —a horcaja­
das sobre la tabla— va a salir a la calle. Miguel le da
tres granos de mote, le ordena entrar y pasa. Pero
el gallo y el chico, tambaleándose éste, con anaco de
bayeta, le siguen. De pronto Miguel se detiene. Lla­
ma al gallo:
—Tuc, tuc...
Y le extiende un grano en la palma de la mano. So­
bre una pared erizada de pencas ha visto un gallo ro­
jo. Poco a poco el muchacho consigue acercarlos. Gasta
un grano, dos, y los gallos cantan. El rojo baja. Pican
los dos la tierra, la distancia, y, de repente, saltan.

86 —
La guagua, asombrada, con las piernas muy separa­
das, contempla la escena. Está a un paso de la ace­
quia. Los gallos chocan en el aire y caen de nuevo
_ frente a frente— con los cuellos erizados. Miguel,
en cuclillas, los anima. Otro salto y la guagua tierna
se ríe, y se agita. Al fin, se cae. Trata de levantarse,
pero ha quedado tan cerca del torrente que la espuma
la moja y le arrebata la bayeta. Grita, oblicua ... El
gallo rojo cae al agua y baja entre la espuma, veloz­
mente, como por el aire. El blanco canta.
La campana grande hace olas azules.

Así termina la mañana.

Por las tardes las tejedoras tienden en la calle los


haces de paja.
—De no lograr está el sol —dicen—. ¡Aproveche­
mos!
Algunas bañan a sus hijos. Otras sacan a la calle
esteras con maíz y las bayetas y cueros de chivo de
las guaguas, para secarlos. Mientras trabajan, char­
lan. Cuando alguna nube tapa la luz y el agua se en­
sombrece, los chicos desnudos miran al cielo y gritan:

¡Sol solano,
dame la mano!
¡Sol solano,
dame la mano!

La María chica no se cansa de contar cómo, mila­

— 87
grosamente, logró salvar bayeta y gallo, en el momert-
to preciso en que iban a sumirse en la alcantarilla.
Miguel está serio todavía, con los párpados enrojeci­
dos ... La guagua había caído no sé cómo a la orilla y
llegado, a gatas, a los umbrales de la tienda, pero des­
nuda y chillando.
Las niñas buscan pajas rotas y aprenden el tejido,
esbozando sombreros diminutos.
—¡Este ya está! —grita una.
Luego, con un lápiz, dibuja ojos, nariz y boca en
la uña de su índice y sobre la yema del dedo coloca
su obra.
—¡Una monjita catalina con sombrero! —excla­
ma—. ¡Miren!
—¿Por qué no haces en el dedo grande? —dice la
María grande—. Que sea Superiora . ..
Y, de pronto, se interrumpe:
—¡Cojan un palo de leña! —grita—. El burro vie­
ne, la plaga!
E! borrico regresa, como desde hace muchos años,
a la hora en punto. Y, como siempre, solo ... Con el
cuello extendido, incontenible, suele asaltar las este­
ras de maíz de todo el barrio. Y, ahora, ante la sorpre­
sa de las cholas, pasa desdeñoso.
—¡Qué milagro!
—De veras ... ¡Qué ha de comer! ... —dice la
María grande—, Hartadote está ... ¿No han sabido?
—Cuente .. .
—Esta mañana don Pangol me llama. Vendrá, me
dice, a amarrarle las quijadas, a cerrarle los ojos ...
ya murió mama Dolores. ¡Ay calle! ¿cómo? —grito.
De muerte repentina, me contesta. Por el burro supi-

88 —
fríos. Todos los días peleaba con la mayor por comer­
se la jora de la chicha. Ella con un palo de leña le es­
peraba. Esta mañana a las once el burro se ha acer­
cado, calladito ... Estando ella sentada en la puerta,
junto a la estera, con el palo ya listo. Primero el bu­
rro comiéndose ha estado, apuradísimo, y después
como en batea propia. En eso llego yo a la esquina y
veo... —“¡Mama Dolores!” —grito— y no me con­
testa. “Creo que se ha dormido”, pienso y me acerco
y vieran ... casi me accidento: muerta.
—¡Seño María! ... ¿Y el burro?
—Bien comidote se ha ¡do, moviendo las orejas...
jorita ya madura —digan— con patitas, creciendo.
—Unos mueren para que otros vivan ...
—Así es ...
El burro dobla la esquina.

Otra vez la calle va quedando vacía.


—Ya hemos descansado, hagamos algo . . .
Lentas, a veces rapidísimas, las moscas vuelan so­
bre las bayetas. El sol alumbra y no alumbra, como si
entrase y saliese de un túnel.
La María grande sale a la puerta de la tienda, alar­
mada. Como una gran gallina, mira el cielo.
—¡Creo que va a llover! —grita—. ¡Ave María! Y
corre de puerta en puerta:
—Recojan pronto la paja —dice—. Llueve ... ¡ya
mismo!
La calle se llena a estas voces y todas las cholas
y los niños corren hacia las fibras tendidas en las
aceras.
—Aunque se moje la pajita, que llueva.

— 89
—¡Dios quiera!
—Bendición fuera del cielo ... Desde las raíces
secándose está todo!
En las tiendas oscuras palidece la paja recogida,
en grandes haces.
Goterones de lluvia comienzan a caer en media ca­
lle, en el torrente, pero claros, dorados.
—¡Aura verán! —dice la María—. ¡Dios no quiera!
—¿Qué pasa?
—No creo es buena lluvia, vamos a la esquina.
Y avanza hasta ese sitio que es como un balcón
sobre la hoya.
—¿No les dije? —grita, contrariada—. ¡Escondan a
las guaguas! ¡La bruja con el diablo están casándose!
—¿Y el ángel?
—¡Ya llega!
Se llena de gente la esquina.
—¡Ya vino el ángel, pero escondan a las guaguas!
La luz tiembla. Media ciudad bajo el sol, media
ciudad bajo la lluvia. Cae ésta en haces desde nubes
altísimas y el sol la hiere de costado.
—¡San Miguel Arcángel, rómpele los cuernos!
Espadas largas y brillantes se cruzan sobre las to­
rres. Huyen la lluvia y la sombra.
—¡Ya corren! ¡Ya corren!
Mas otra vez avanzan, poderosas, y quiebran la
luz, desde los cerros.
—¡Se casan! ¡Se casan!
Telas de araña gigantescas hacen de velo de la bru­
ja. Todo el horizonte es su escoba.
—¡Para qué gritan, ya es tarde! —exclama la Ma­
ría.

90 —
El sol ya no brilla sino en una sementera de maíz
lejana, hacia el oriente.
La lluvia arrecia unos instantes y decae. Pronto es
apenas un páramo fino, casi imperceptible y todo ha
quedado bajo una gran bóveda gris, abierta solamente
al fondo, donde el fenómeno persiste —lluvia y luz
entrelazados— en ventanal enorme, semejante al del
vitral con el dragón y el ángel de las catedrales.
Las tejedoras vuelven a las aceras pues las tien­
das están casi a oscuras.
Conversan, mientras sus dedos ágiles ordenan la
paja.
—¡Jesús! ¡Ya casi no se ve!
Y ahuecan el tejido, recogiendo la luz de la calle.
—Vamos hasta la esquina, el foco ya no más se
enciende.
Se levantan y avanzan. Una de ellas trabaja toda­
vía, mientras anda.
—Seño María chica —le dicen— espere a que se
encienda el foco, no se mate, pronto ha de quedar
ciega.
—¡Si supieran para quién voy a tejer! —les con­
testa. Y enseña, orgullosa, a sus compañeras, el haz
de pajas finas, como hilos de araña—. ¡Si supieran
para quién! —repite—. Y vean.
Les muestra sus ojos irritados, bajándose con el
índice el ribete encendido, paja en ascua.
—¡Y eso que aún no empiezo!
—Lávese con agüita de rosas de Castilla, eso alivia.
—¡Ya sé! —dice otra—. Para la niña Carmen Ar­
gudo va a tejer.
—No. Bien quisiera . . . ¡Semejante niña! Pero no.

— 91
—¿Y cuándo vienen sus niños Argudo? . .. ¡Di­
chosa!: Ya llegan con las cosechas. Ya ...
—¡Tontas somos! —interrumpe otra—. ¡Para la
Virgen va a tejer! ... El sombrero que pidieron los pa­
dres. Y ahora, para la venta, ¿a qué horas teje?
—¿Les ordinarios?: De noche, de día, todo el día,
pero para este las horas más claritas. La Virgen va a
salir con sombrerito de paja a coronarse .. . Ella, el
niñito.
Se queda pensativa.
—Y así regresará mi marido —concluye, optimista.
—Que vuelva él y libre creo —comenta la ami­
ga— pero que mama Virgen se ponga su sombrero .. .
ni viendo. Alguna niña de buena familia ha de estar
ya tejiendo .. . ¿Usted cree? Loca, loca es usted, seño
María, con razón sueña tanto.
Y dirigiéndose a todas:
—¡La otra noche ha soñado que ha vendido un som­
brero en cien sucres!
Pero la María grande la defiende:
—Se sueña mismo maravillas —dice—. Cuando
una está enferma sobre todo .. . ¡Ave María!: Hasta
en mil sucres se vende un sombrerito ... Tanto, que
sonando queda la cabeza.
Ya están en la esquina junto a la enorme puerta.
Como siempre se sientan en los umbrales, bajo el
foco, y esperan. Algunos niños vienen a sus faldas.
Uno de ellos se tapa el ojo izquierdo y con el otro
muy abierto recorre un abra de la puerta. Otro se está
subiendo al poste.
—¡Diego! —grita desde arriba.
La María grande se incorpora.

92 —
—¿Dónde le ves? ¿Ya ha llegado? —dice.
_ Llegó ahorita. ¿No le ve? Clarito, abajo, leyendo.
_ Y señala con el índice un patio, abajo—. Pero
no me oye ... ¡Diego!
—Qué te ha de oír de tan lejos y estando leyendo
_ dice la chola—. Vean, vean . .. Llegar de la tierra
de las tinajas que dice, de la luna ... ¡Y no venir a
verme!
—Ha de venir de noche —dice la María chica—.
¿Cuándo le perdona el cuento?
—Así es.
—¡La luz!
La ciudad se ilumina por los cuatro costados.
—Ahora sí, —exclaman— aprovechemos, poco ha
de durar.
Por las aceras levemente iluminadas suben grupos
de obreros, silenciosos.
Pronto, sólo la “soñadora” teje bajo el foco, con ios
hijos. La María grande le hace señas desde su tienda.
Los chicos empujan a la madre que se levanta enju­
gándose los ojos irritados, húmedos ahora, con el bor­
de de la pollera.
—¡Mote! ... ¡Mote! . .. —susurran los niños.

—¿Serán las diez? —dice, y la tejedora se apresu­


ra—■ ¡Ya duerman! —sigue, mirando tras la mampa­
ra—. Los dos más grandes son los dos más hablado­
res. ¿Qué horas serán?
Bosteza y la llama de la vela suena al doblarse,
pero resurge, clara. Ahora sólo se oye el crujido de la
paja y afuera, perenne, el deslizarse del agua en la
acequia. De cuando en cuando una tos llega de aden­

— 93
tro y paraliza los dedos sobre la obra. La tos cesa. El
enfermo escupe, se queja y todo queda como antes.
—¿No duermes?
—No todavía.
Desde el sitio en que la chola teje puede verse,
al fondo, un lecho cubierto de niños. Cuando la luz se
mueve, sube hasta sus rostros.
Vuelven los dedos a moverse.
—Ya llego a la falda de este —piensa la chola—.
Si voy a avanzar a la del otro ... Y entonces .. .
Y mira el haz del que saldrá el sombrero de la
Virgen. Pero el ribete rojo del ojo quema como paja
encendida.
La tos, otra vez.
La madre se levanta y entra. En una estrecha tari­
ma, el hijo mayor se incorpora, con el busto convulso
entre polleras rotas que hacen de cobijas. Una rueda
de acero está al alcance de su mano, junto a la almo­
hada.
Vuelve a tenderse el chico, ante la madre, ya tran­
quilo, con los ojos brillantes.
—Recemos, —le dice ésta— otra vecita. Cuando
aprendas, verás, la tos ha de irse ... No sabes bien
todavía, por eso .. . ¡Repite!:
—“Angel de mi guarda”
El niño repite:
—“Dulce compañía ... —sigue la mujer—. Repi­
te: Obedece el niño y la oración continúa:

—“Dulce compañía,
—no me desampares
—no me desampares

94 —
—ni de noche ni de día
— ... de día.
Hasta que me dejes
en paz y alegría”.

Repite vos solito.


Y se alza la oración, intacta, sin la soldadura de
la voz de la madre, hasta el último verso.
—Hele así.. . Verás: si repites siempre, el ángel...
y papá ha de volver. Al lado de cada guagua hay un
ángel, ya te he dicho. Cuidándole se pasa, día y no­
che, con las alas abiertas. Sólo cuando el niño no le
gusta se tapa la carita con las manos ...
¡Hele! ... ¡Y se va! Ya cuántas veces te he dicho.
Y cuando sepas bien, bien, sin atrancarte, para
que enseñes a tus hermanitos. ¡Ya duerme!
Y vuelve junto a la vela cuya llama —huella digital
del ángel— se alza leve y tranquila.

¿v

Ya, ya mismo, pero la llama hiere como espina.


Ahora la chola no trabaja sentada sino que, de rodi­
llas, apoya su vientre a un banquillo, mientras su bus­
to avanza sobre el tejido, más que nunca agitado en­
tre sus dedos. Una pollera cubre a la tejedora desde
los hombros, a manera de capa.
Ya mismo . . . Unos segundos más, y la última pa­
ja obedece.
—Ahora sí, ahora sí...
Y se levanta. Distiende luego el talle, retorciéndo­
lo y se enjuga los ojos con el dorso de la mano.

95
Luego, pega el oído a las puertas. Silencio —pien­
sa —y recoge el haz de pajas finas y lo alza hasta
la luz. Lo besa, y mira a la Virgen y al niño en un
pequeño cuadro enmarcado de lata, que cuelga de la
mampara. Ahora sueña despierta: Sí. . .
Sonríe la Virgen, y el niño señala con su índice la
paja preparada, mientras se vuelve hacia su madre:
—Para nosotros —dice.
Y ríe. Tiene un hoyuelo en la quijada.
Algo cae detrás de la mampara, con ruido metáli­
co. La chola mira hacia allá, y en ese instante la rueda
se inmoviliza en la tierra.
—¿Estás despierto? —pregunta la chola.
—Sí, pero usted duerma un poquito —le contes­
ta el hijo.
—Todavía es temprano, sólo dos noches he velado.
Vos duerme: si te viene la tos, reza, bien clarito.
—No me viene.
La madre coloca otra vez el juguete junto a la os­
cura almohada. Luego arropa al niño y se dirige a un
baúl, muy cuidadosamente, por no despertar a los dos
hijos menores, que duermen abrazados. Sobre ellos
cuelga una pequeña hamaca con la última guagua, es­
trechamente fajada. Abre la chola el baúl, y saca un
gran sombrero amarillento, inconcluso.
—Sólo el remate falta —le dice al hijo— como
disculpándose, y vueive a la tarea, pasando antes so­
bre el tejido una tusa humedecida. Esta descansaba
a manera de hisopo en una pequeña escudilla de fie­
rro con agua.
Tres horas.
La llama vieja y fuerte llega al fin. Crepita. El som­

96 —
brero ha crecido como cáncer junto al estómago. Lle­
gan de una torre lejana campanadas profundas: dos . . .
tres . . . cuatro. La tejedora duda. Suspende el traba­
jo en espera de la voz del reloj municipal que por las
noches llega clara hasta el barrio. Se sobresalta: a-
fuera hay ebrios. Avanzan ruidosos, golpeándose en
los muros. Pasan. La tos se despierta adentro, ronca,
repetida. La tarima cruje. Luego, un quejido, unas pa­
labras opacas, y otra vez todo queda como antes.
Afuera, el ruido de la acequia se hace lúgubre. La
llama va a extinguirse. Es apenas una pata de araña
con vello azul y trémulo. Muere. La tejedora entra a
tientas al desván de los niños. Con sumo cuidado pal­
pa la hamaca y descuelga un paño de la percha. Ya
da el primer paso de regreso, cuando la guagua llora.
Le pone un instante el dedo meñique entre los labios.
La guagua lo chupa y se calla. Luego la madre mece la
hamaca y se alza otra vez el chillido que va y viene
por el aire como un péndulo. No espera más la madre
y se aleja. Oye, lejana, la voz de los borrachos, y abre
la puerta. Es como si el torrente saltara los umbrales:
la tienda se llena de ruidos. La calle está negra. Sólo
allá, junto a la otra esquina, hay tres tiendas con luz.
—Ya las otras han acabado, —piensa— sólo tres
están velando.
La ciudad duerme con las calles extendidas. Fo­
cos, esquinas, soledad. La calle transversal se hunde
en las sombras. La otra baja desde la colina y sigue,
recta, con las esquinas luminosas, hacia el río lejano.
Los borrachos doblan una de ellas. Un viento áspero,
salpicado de agua, azota a la mujer a cada paso. Abajo
hay una cantina abierta.

— 97
Llega.
—Buenas noches, vecina; —dice entrando— deme
otra esperma.
La cantinera se levanta.
—Buenos días debe decir, ya las cuatro dieron. No
se mate, usted y yo pronto hemos de enterrarnos.
—Para la feria de mañana. Velando he estado es­
tas tres noches. Mañana de Sidcay dizque traen todos
los sombreros para la Virgen. No ha de haber compe­
tencia.
—Para la feria de hoy día —corrige otra vez la
mujerona. Y añade:
—¿Qué ha sabido del marido?
—Nada ...
—Tranquila estése, no han de cogerle ... Al Orien­
te ha debido irse. Y aura que digo Oriente ... ¿Ya sa­
be?: el mudo Manuel de la otra esquina se ha hallado
un trozo de oro de una libra.
—¡Ay calle!
—¡Mudo viejo! De verle dizque es, con botas ...
¡Manuel Torres se ha llamado!
—¡Ave María!
—Cansado de rascarse la barriga se va al Oriente
a lavar oro, y ahora ... ¡caballero!
—¿Qué le parece, vecina? hasta los mudos, pero
nosotros qué ... ¡ni mudos somos!
—Así es.
Y la cantinera acompaña hasta la puerta a la teje­
dora que, de pronto, se detiene, indecisa.
—Vaya, hágame un favor —dice, por fin.
—¿Qué serápes?
La cara de la cantinera se endurece. En su torno,

98 —
en latas viejas de gasolina, hay habas, arvejas y panes
de a real y de a medio, con los redondos bordes a flor
del tarro.
—Fíeme hasta mañana nomás un pancito —sigue
la María— volviendo de la plaza he de ir pagándole.
—No, no; otro día . . .
—¡Para lo más de un medio, vecina! —insiste la
chola—¿No me conoce?
—Ya digo, otro día, a cerrar voy.
Y avanza hacia las puertas.
—¡Bueno, no se enoje! —dice la tejedora.
Está avergonzada. Juega con la aldaba. Raya el
piso de tierra con el dedo grueso del pie.
—Hasta mañana ... ¿Ha de ir a misa? —dice por
fin, para salir del paso, y sale.
Desde los cuatro extremos de la noche llegan las
primeras campanadas. Un ebrio duerme en la acera,
con las manos entre los muslos. Tres beatas bajan
hacia el centro. Blanquean las medallas en sus man­
tas, péndulas de azules cintas, como gotas de estea­
rina. Tras las mujeres camina un doméstico cocolo,
tiritando, con dos alfombrillas y un reclinatorio sobre
los hombros.
Las señoras miran de reojo al ebrio y a la tejedora.
—¡Persígnate! . . . Pasó una mujer mala —ordenan
al sirviente, cuando la chola se aleja. Y ellas le dan
el ejemplo, sacando en cruz blancuzca las manos de
bajo las mantas.
En un momento la tejedora está arriba. Cierra las
puertas de su tienda, y prende la nueva luz.
La hamaca —péndulo del hambre— ha parado.
Ahora son frecuentes los pasos en la calle. Se des­

— 99
pierta otra campana más cercana. Luego otra, otra,
otra. La luz del alba raya las puertas.
El hijo mayor se incorpora.
—¿Ya acaba? —pregunta—. Duerma un poquito.
—Ya, ya, pero vos sigue durmiendo, la noche en­
tera has tosido.
Y abre las puertas, apagando la luz, y se sienta a
los umbrales, con el pálido haz ya listo y un frasco
entre las manos. El frasco contiene agua de rosas. Lo
vacía con cuidado en la cuenca de la mano y se enju­
ga los ojos. Parpadea, aliviada.
El filo de la colina está clarísimo, pero la calle y
las casas se arrebujan aún en ese ambiente indeciso
de la amanecida, gris ,como hoja de diario. Ya salen
de algunas tiendas canillitas descalzos, rumbo a los
talleres de “El Mercurio”.
Sale una mendiga ciega, “mama Luz”, con su nieto
que le sirve de lazarillo; niño cojo y flacucho, pero de
ojos vivaces.
—¡Se ha amanecido, seño María! —dice—. ¡Bue­
nos días!
Y conduce a la abuela ante la chola.
—Vida ... ¡No se mate! —dice la anciana, salu­
dándola.
—¡Quisiera que vea! —le contesta la chola— pero
toque y levanta el haz de paja hasta los dedos de la
mendiga.
La anciana palpa la paja y dice:
—¡Ah! ... sombrero fino! ... No es negocio, vida;
no es negocio, en mí debe fijarse: ¿Qué he sacado?
Hasta para el Santo Papa hice uno, de joven, por

100 —
encargo. Taita Arzobispo había pedido desde Quitó,
porque iba a irse a Roma.
_ Es que no sabe para quién voy a tejer ... —con­
testa la María—. ¡Si supiera! ...
—Cuente.
—Adivine ...
—¡Cuente pronto!
El cojo en tanto, llega al arroyo, y comienza a ori­
nar; mas, de repente, se contiene y llega hasta la es­
quina. Allí termina el acto, en la parte más brava del
torrente, levantando la una pierna, por imitar a un pe­
queño perro negro que en ese instante hace lo mis­
mo junto al poste.
—¡Chachay! —dice después el chico. Lanza un
guijarro al perro y vuelve a agarrarse del zurrón de
la abuela. Ya ella está contenta:
—¡Quisiera poder ver lo que empieza! —excla­
ma—.
¡Dichosa! ¡Seguro que se ha de poner mama Vir­
gen! Cuidado, que no le toque el sol. —Y se aleja con
el chico.
Todavía, en la esquina, vuelve la cabeza:
—Por usted —dice— la Virgen ha de premiar a
todo el barrio.
Y desaparece.
Ya el fino tejido despunta, mínimo aún, como se­
milla de arroz, entre los dedos de la María chica.
El sol ha apoyado el pico junto al foco apagado, y
se está bajando por el poste como un loro. Brilla en
el ángulo alto de la puerta, sobre la chola, y pasa al
vértice de la mampara. Allí se quiebra, dorando el
polvo del aire.

— 101
La chola, deja el umbral y se sienta en el andén
para poder, así, tejer más tiempo; pues, cuando el
sol llegue a sus brazos, correrá peligro de trizarse la
delicada paja.
La tos viene desde adentro, rasgada, cortante, dos,
tres veces más, y cesa. La chola ladea la cabeza y
oye:
—Hasta que me dejes
hasta que me dejes
en paz y alegría ...,

Y, de repente, un grito:
—¡El ángel!
Entra corriendo, con el tejido en la mano.
—¿Qué dices? —pregunta, alarmada.
Su hijo está de pie junto al lecho, semidesnudo.
—¡El ángel! —dice—. El de mi guarda ... Le vi,
con las alitas, estando rezando!
—¿Dónde?, ¡pero dónde!
—¡Aurita. Allí!
Señala un ángulo del cuarto. El sol ya no pasa de
la mampara, dorándola ahora con luz fuerte.
—¿Dónde? —sigue la madre—. ¿No te dije? Re­
pite ... ¡Reza!
Y mira a todos los ángulos, ya oscuros. Telas de
araña blanquean junto al tumbado, con moscas secas
presas en sus hilos.

102 —
II

FERIA

El alba sorprende en todos los senderos a los cam­


pesinos, rumbo a Cuenca.
A las diez la feria de sombreros está en plenitud:
—En la una mano la miel y en la otra la hiel...
Ya digo: lindo está el sombrero, pero...
—¡Don Vicente!
—Ya digo, lindo, fino... Pero seis sucres... ¡Sólo
que de oro fuera!
Y el agente comprador mueve como ladrona ba­
lanza de los dos brazos, con la hiel hasta el suelo.
—La otra semana me pagó cinco sucres —insiste
la chola.
Sombreros de todas clases rodean al comprador ine­
xorable, desde los de paja gruesa o de colores hasta
esos casi mágicos que pueden pasar por dentro de
un anillo, y que fueron tejidos bajo la luna, durante
meses. Pronto, dentro de urnas de vidrio, estarán gi­
rando, en todos los meridianos del mundo:
“Panamá Hats: 100 Dólares”.
—Fíjese en el remate, en la hebra— ruega !a te­
jedora.
—Tres sucres, ni un centavo más.
—Lleve, lleve.
Recibe el sombrero, lo pone en uno de los monto­
nes, marcándolo con lápiz rojo; paga, y extiende el bra­
zo hacia otro.
De tiempo en tiempo pasan los exportadores, re­
visando las compras. Son altos y gruesos, de ancho

— 103
cuello. Leontinas de oro en amplia curva —de bolsillo
a bolsillo— píntanles hocicos de tiburón en los vien­
tres.
—¿Y vos ca, cuánto? —pregunta, burlón, el com­
prador a una delgada india de las laderas de Turi, que
ha oído el diálogo anterior angustiada y que ahora le
presenta su obra.
—Yo ca tres, amo.. .
Y ella también arguye como, la chola:
—Fíjate en remate, en hebra...
Espera después, ansiosa, con la guagua a las es­
paldas y los pies lleno de barro.
—Tres sucres dice... ¿Oí bien? Loca creo que es­
tá la doña, vea usted esto mi patrón!...
Y se ríe, y extiende hacia un exportador el som­
brero algo mal hecho, de paja barata, amarillenta.
—¿Quieres cinco reales? —termina, sarcástico—.
Gorra de guagua parece!
Sin chistar, la india recibe su sombrero.
No cedas —le dice, al pasar, la María grande—.
¡Párate en los dos sucres, sí vale! Ten paciencia.
La india la sonríe y sigue de sitio en sitio —hay
uno a cada diez pasos— perdiéndose en el gentío.
La María grande sube calle arriba, entre murmu­
llos de simpatía, animando la feria. Llega hasta la
Catedral en construcción, donde la multitud se en­
sancha en las dos plazas, con gritos y ruidos incesan­
tes. Allí un enorme dominicano zamarrudo —se le ven
los calzones— ataca a paraguazos a un lego de otro
convento que se ha atrevido a pedir limosna en sus
dominios. Lo agarra por el cuello y como a un pelele
lo encierra en la portería del convento, vaciando, an­

104 —
tes, el platillo de limosnas de la víctima en el suyo,
con la corona enrojecida —plato de ira.
La gente comenta a favor del dominicano:
—El, para la coronita de la Virgen recoge, el otro.. .
vieran!
Y, bajando la voz:
--¡Para trago!
—¡No diga!
—Cierto... Yo he visto, con estos ojos que se
han de hacer tierra: —“San Vicentito” —le dice al San­
to del platillo, entrando en el estanco— "préstame
dos reales..Y él mismo agacha el platillo, para de­
cir que el Santo dice “Bueno”. . . Y ¡tas!, ¡se traga, el
sinvergüenza!

En la plaza hay docenas de toldas blancas que re­


cuerdan los mercados árabes, y, bajo su sombra, in­
dias de la lejana provincia del Chimborazo —“Pull-
mas”— que recorren el callejón andino del Carchi al
Macará, y aún hasta los pueblos de los arenales del
norte peruano, venden complicadas sortijas, anilina,
ponchos de huanaco y maravillas de corozo.
Más lejos, se alzan las pirámides de papas, grue­
sas unas como piedras, con tierra adherida a la mo­
rena cáscara, o pequeñitas, moradas y amarillas, se­
mejantes a frutas. Cañarejos de trenza y lanudos za­
marros las levantan. Al centro están los dueños, fu­
mando, en traje de montar, rubios y barbados.
—Por las nubes están las papas, imposible!.. . —di­
cen las cholas, y no compran.
Pero las altas pirámides decrecen, vaciándose en
las canastas de las sirvientas de casas grandes.

105
—¡Dichosa! —gritan por ahí cerca.
Una tejedora se ha hallado cinco sucres. El billete
ha estado junto a un ladrillo, doblado y con tierra en­
tre los pliegues.
—¡Pronto! “Póngase en papas!” —le dicen las que
la rodean—. ¡Dichosa!
La chola duda entre las papas y los gordos costa­
les de maíz, de generosos bordes, enfilados a la iz­
quierda.
—¡Pronto! Llorando le vi a una indiecita, no vaya
a haber sido de ella...
—¡No diga!... ¡Pero por qué pues, entre tanta
gente!
Se decide por el maíz y luego avanza, zigzagueando
entre los puestos de fruta.
Indios con papeles timbrados bajo el brazo, com­
pran allí naranjas y plátanos para los abogados.
Cargadores haraposos deambulan con una soga al
hombro y un número de lata en el cintillo del sombrero.
La chola llega donde las vendedoras de paja que
esperan en hileras con los haces a sus plantas.
—¡Paja de Manglaralto!
—¡Del Jubones!
—¡Llegada ayer de Jipijapa! ¡Blanca, aumentadora!
Las tejedoras escogen cuidadosamente, revisando
las fibras.
La María grande tiene ya su haz bajo el brazo y
guía en la elección a las otras:
—Esta es dura, esa bien blanca está; no desper­
dicie.
La india de las laderas de Turi se detiene, deslum­
brada, ante los collares de las "pullmas". Ya ha ven­

106 —
dido el sombrero y tiene el dinero fuertemente ama­
rrado en una esquina del pañuelo.
—Vení, escogé, —le dicen —zheva añelinas, muz-
hos.
La india duda.
—¡Sorda está la doña!
—Y bocabierta...
Pasado el estupor, la india, sigue en busca de paja.
—Ven, ven —le dice la María grande— ¿ya ven­
diste? ¿Cuánto?... ¡Uno cincuenta!... Bueno, pero
otra vez aprende: lleva mejor paja, teje falda .más an­
cha cuatro dedos siquiera. Esta es buena.
Y le escoge un haz.
La guagua, siempre a las espaldas, juega con la ca­
beza de la madre. Lleva la pequeña mano a las orejas,
a la boca y a ios aretes de lata, que semejan diminu­
tos faroles.
—Alhaja... ¿Cómo se llama? —y le aprieta la me­
jilla. Una tejedora exclama:
—¡Hele, seño María, lo que le pone fotografiando!
Y, cuando la chola se vuelve bruscamente, ya una
gringa flaca y alta, de anteojos, radiante de satisfac­
ción, se aleja con el trípode, y más allá lo planta nue­
vamente enfocando otra escena.
—Déjenle que halle gusto —dice la María grande.
Y añade—: Así me voy al extranjero, sin que me cues­
te, y con paja y todo!
Indios de ponchos negros y de enormes sombreros
"Saraguros”, se detienen ante un mercachifle que
pregona milagros, de pie sobre una silla. Vende una
pomada que con sólo aplicarse —“arde un poco, eso
sí”— borra el dolor hasta los huesos.

107
—Se la toma en la punta de los dedos, se la mira...
y se la aplica, así...
Un muchacho está junto a él, con el brazo desnudo
hasta el codo, listo a servir de modelo. No bien siente
la mano del hombre en su muñeca, deja, a medias, de
jugar con otros que están a su lado y grita, volvién­
dose, la frase aprendida:
—¡Arrarray! ¡arrarray! .. . ¡Oh! ¡Qué dolor! Mas...
¿Qué siento? ¡Oh! ¡qué alivio!”
Las gentes se miran entre sí, pues la frase no con­
tiene expresiones usuales.
—¡Astaray! ¡debe decir, longo filático! ¡Astaray!...
Pero ya me pasa! —dice una chola— y ya está.
Y otra:
—No tiene la culpa, sino que el hombre que le en­
seña es de Colombia, y llegado ayer nomás.
—Claro —sigue el mercachifle— quema un poqui-
tín como lo ha notado el infante, pero luego se siente
descender el cielo hasta el codo.
Una banda de música pasa, entonando un pasillo.
Sólo dos de los músicos no van uniformados, pero se
contonean, solemnes, como los otros. Sigue, calle a-
bajo, con las cornetas melladas, sonorísimas, y el
chico de la pomada se queda solo.
—¡Arrarray!, ¡arrarray! —exclama mecánicamen­
te— ¡Oh!, ¡qué alivio!— Pero ya ni mira al Jefe, fijos
los ojos en los otros muchachos que se alejan en grupo
Junto al mercado Nuevo, aún el estrépito de los
bullicioso, detrás de la banda.
platillos se ahoga entre el ruido de la estación de ca­
rros.

108 —
Camiones repletos llegan de Azogues y de los can­
tones. Los pitos palpan, vibrando, las vidrieras de las
casas.
Revienta una llanta y la mano del ayudante gira
con los dedos en punta sobre la tapa del radiador que
borbota agua hirviente. “El Oso”, peluquero de indios,
aprovecha y recibe el chorro de agua en una taza de
abollado aluminio, con la brocha arrimada a su borde.
Entra, para salir después con grandes tijeras negras.
—¿Vas a hacerte el pelo? —les va preguntando a
los indios sentados en fila ante sus puertas.
—Sí —le contestan.
Y él:
—Ajá... ¡No vayan después a irse donde otro!
Y les corta el mechón de la coronilla, dejándolos
"asegurados”.
—¡Helao! ¡Helao e coco! —pregona un heladero
costeño en la esquina— ¡Heláoooooo!
Y cuando ve asomar al Atacocos, popularísimo
chiflado, añade, entre la risa del público:
—¡De coco y de Atacoco!
Este, que nunca ha dado un paso sin que la gente
lo moteje, soporta esta vez la alusión y pasa, gacha
la cabeza, las manos en los hombros. No dice nada,
pero se le adivina que va a estallar, y estalla, en efec­
to, al simple contacto de la risa de un niño:
—¡Longo heladero! —le grita al chico, enfureci­
do— ¡Heladero de la costa! Borregón de la mala cau­
sa!
Y su gran voz retumba hasta la plaza, se une a la
algarabía de las verduleras, dos de las cuales se ha-

— 109
blan, frente a frente, con los brazos en jarras:
—¡Rabo caliente es la mitaya!
—¿Qué dice la bocona?
—Lo que dije .. . Con el rabo asentado debe estar­
se, sin moverse!
—¡Yo sólo un marido tengo!
—¡Ve lo que dice! Y cómo se acerca a la candela
con ese rabo de paja . . . ¡Marido! ¿Marido es el To­
rres? ¿Marido es el Jara? ¿Y el doctor de la Botica es
marido? ¿Y el mío es suyo? Con el pico cerrado yo es­
tuviera con semejante rabo!
—Oiga ... (que pase esa chica bocabierta, muda
parece, para decirle). Y ahora que la inocente no me
oye ... ¡Ay!
La disputa termina con loca carrera de ambas con­
tendoras.
Un toro suelto ha asomado, galopando, con res­
tos de la soga rota en el cuello. Altos los cuernos, de
plomo al derretirse y la mirada roja. Pitan, adrede, los
choferes, y el animal se lanza calle arriba, poniendo
en fuga a los músicos y al multicolor cholerío.
—¡Torooo! grita, cerrándole el paso, un semina­
rista valiente que después se hizo militar, y el ani­
mal irrumpe en una tienda. Ve ante sí otro toro ... y
arremete, despedazándolo en el espejo que cae con
estruendo. La fiera está en la Peluquería del Oso. Este
se arroja, cuan ancho es, en plancha, a la recámara,
entre revuelo de tijeras. Un indio grita, perdido por el
color excitante de su poncho, y sale, saltando, semi-
rrasurado.
—¡Prefiero la muerte! —piensa en su escondite el

110 —
Oso, al oír la caída de otro espejo y sale y provoca al
toro desde la puerta de calle, con una corta toalla en­
tre los brazos, a manera de capa.
—¡Quizha! (1) —grita.

(1) En las provincias australes no se torea: Quizha, voz quechua


usada para espantar a las gallinas.

111
III

YA VIENEN CON LAS COSECHAS


Arrimados a la gran puerta cerrada, esperan los
ancianos. Mujeres flacas, de cabello blanco en cortas
trenzas deshechas. Hombres con tabaco liado en pa­
pel de periódico entre los dedos. Lejos, la feria gira
bajo las torres. De cuando en cuando pasan por la es­
quina de abajo caballos con el jinete perdido entre
fardos de sombreros.
La campana grande hace olas azules.
—Ya están yendo a venir —cuenta un chico que
llega de la feria—. Ya casi todas han vendido. ¡Ya
vienen!
En grupo, asoman las cholas por el lugar donde el
torrente se pierde en la alcantarilla.
Se ponen de pie los que esperan.
—¡Han vendido! —exclaman, al verlas sin som­
breros.
—Pero en tres sucres, taitito . . . Tres sucres por
cinco días y noches de trabajo! —dice una, sin llegar
todavía a la esquina.
—Casi ni el valor de la paja he sacado.
—Ustedes siquiera eso —responde la Juana—.
¡Yo, nada! Y saca el sombrero de bajo el paño, aña­
diendo:
—Preferí guardarlo. El otro jueves llegan más pue­
blos . ..
—Usted no necesita tanto —le contesta una mu­
jer picada de viruelas—. Usted soltera, donosa, ton-
tita ... ¡Adelanten!

112 —
—Empuja a tres muchachos que se han agarrado
a sus polleras.
—¡Tuviera como yo cuatro bocas! —añado la cho­
la, con despecho—. Pero usted . . . ¡Jay! .. . con ese
lindo culito . . . ¡Otro gallo me cantara con semejante
culo!
Y mira hacia la esquina de abajo donde el hijo del
exportador ha llegado.
Un viejo pregunta por su hija.
—Allá queda la pobre —le contestan—. Sólo el de
ella ha vendido. Por el de usté se queda, demás grue­
so ha tejido.
—¡Con qué ojos pues más finos, con qué ojos!
—dice el anciano.
Siguen llegando tejedoras. Diálogos de rabia, de
angustia. Primeramente en la calle, luego de puerta a
puerta. Al fin, se extinguen. Lejos, por el centro, suena
la sirena de las doce.

Su madre —la del magnate exportador— tejía


cuando niña descalza; cuando muchacha, chola agra­
ciada, también allá en Biblián, el pequeño pueblo de
los sombreros finos, prendido a los peñascos, bajo el
santuario de la Virgen del Rocío. Tejía una mañana en
el pilancón de la soleada plaza, con otras muchachas,
cuando en las puertas del hotel cercano hubo gran al­
boroto. Corrió con las compañeras hasta la calle y to­
das pudieron verle todavía al pequeño mudo del pue­
blo, sangrante, entre las patas de un gran caballo
blanco ya sin jinete, pues éste recogía en ese momen­
to a la víctima.

113
—¡A la botica, a la botica llévele! ¡Pobre mudito!
Lo llevó en efecto el del caballo a la botica, en
brazos, seguido de abigarrado grupo, y, de repente,
las voces crecieron: había hablado el niño mudo.
—¡Habló! Dijo “Ayau”. ¡Repite, repite!
Se formó un ancho grupo. En el centro, el hombre
no salía aún de su sorpresa, con el chico en sus bra­
zos. Este había dejado de llorar, con la sien derecha
sangrante todavía, pero también él sorprendido, como
sin darse crédito.
—¡A ... yau! —repitió, a conciencia, despacio.
—¡Di otra cosita!
—¿Qué cosita?
—¡Hele! ... Ya contestó, ya sigue hablando!
El grupo creció más todavía y el chico siguió ha­
blando, mientras el boticario, afanoso, excitado, le
ponía las vendas.
—¡No le apriete mucho, no sea que calle!
El señor cura que había llegado ya, miró hacia
arriba, hacia el Santuario:
—Milagro de María —afirmó, solemnemente.
—La que ha hecho el milagro es usted —le dijo
el hombre del caballo a la graciosa chola, que metía
en ese instante el busto en el círculo, con las trenzas
caídas entre los redondos senos.
A lo que rió ella, y contestó, muy zalamera:
—¿Qué dice el alumbramudos?
Se casaron. El hombre, joven intermediario en la
industria que apenas se iniciaba en ese entonces, vi­
no con su mujer a Cuenca y se instaló en el barrio.
Murió en plena prosperidad, roto eso sí, el corazón
del pueblo en su pecho, trocado en dura arca de bille­

114 —
tes. Naturalmente, su hijo es hoy una de las cajas
fuertes de la industria, hombre de cincuenta años.
Vive aún su madre, viejecita rugosa, con la eterna vi­
sión de la Gruta de la Virgen de su tierra nativa. Y
con el corazón intacto.

El magnate protestaba a las puertas de la alcoba


de su madre:
—Pero mamita, ya llega el médico, el doctor Idro-
vo viene, ¡cómo ha de estar en esa facha!
—¡Ya digo, como era de morir!
Y acentuaba sus palabras, bajando duramente la
cabeza, encaprichada como niña, sobre un enorme tro­
no de metal dorado, catre regio, pero con roja pollera
de chola ella, terciada sobre sus hombros, a manera
de manto.
—Que me traigan más bien a la María grande —si­
guió—. ¡Qué doctores ni qué alforjas!
—¡María grande! ... Y ahora que dice María gran­
de, ¡Rosa! —gritó el hijo, saliendo al pasadizo. Y cuan­
do asomó la sirviente:
—¡Anda arriba y pregunta a la María chica que si
ha sabido algo del señor Argudo, que cuándo viene.
Y no regresó donde la anciana, sino que bajó las
escaleras y se fue a su oficina. En el patio abarrotado
de sombreros su mujer, agria jamona, de melena a la
moda y zapatos amarillos, reprendía a un sirviente:
—Ya cuántas veces te he dicho, longo, que te sa­
ques el poncho! ¡Aquí, como espantajo, de poncho, en
plena casa decente! ¡Sácate te digo!

— 115
El cholito —era el pajarero de la tierra de las tina­
jas— se puso de pie, temblando.
—Ven acá —siguió la mujer—. Ya te enseñaré a
vivir entre cristianos!
Y de un zarpazo le despojó de las dos prendas
agrestes: el poncho y un sombrerito de lana bruta,
sin hilarse, flor de rebaño con que se abrigan los in­
dios del páramo.
—¡Ahora vas a ver lo que hago!
—Y tomando poncho y sombrero por las puntas,
con asco, llevó al niño hacia el traspatio, a empellones.
En ese sitio ardía una hoguera devorando restos de
paja toquilla.
Al verla, el infeliz comprendió todo y se echó a
llorar.
La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho
cubrió las llamas que se salieron hambrientas por sus
flancos. Levantáronse, como para contemplar su pre­
sa. Cabrillearon un instante. Tuvieron pena ... y se
apagaron.
Sobre el ponchito casi intacto se abrieron los ojos
del pajarero, triunfantes; mas, la cruel mujer, sacó
a lucir una caja de fósforos y se la entregó:
—¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombrero,
he de ver!
El indiecito vacilaba.
—¿Entiendes? ¡Quema!
Y zarandeó al niño.
Este obedeció al fin, y pronto una gran llama, como
fiera que él mismo provocara, devoró aquellos últimos
recuerdos de su choza.
Lloraba cantando en quechua el pequeño indio,

116 —
mientras crecía el fuego: días antes de morir, su pa­
dre le había comprado aquel ponchito, vendiendo el
borrego murungo y quemando carbón en los cerros.
“Taitas cá vivieran!”
—¡Miren al Jeremías! Ahora sí, a recoger la paja!
Y la patrona lo empujó hasta el primer patio.
—Ha de quedar limpio de pelo y paja como tu ca­
beza y si no ... ¡Hoy vas a conocerme!
Silencioso, el niño se puso al trabajo, llevándose
al paladar, de tiempo en tiempo, con la lengua, las
lágrimas que le llegaban a la comisura de los labios.

* **

El hijo del exportador llegó con la noticia: los Ar­


gudo llegarían por la noche, ya mismo.
—¿Quién te lo dijo?
—La chola que cuida la casa, la María chica.
—Bueno, óyeme bien: —siguió el magnate— se
ha creído este señor que con regalarme indios chicos
de la hacienda me hará olvidar todo. Te vas ahora
mismo, en cuanto llegue y le dices —pero óyeme muy
bien— que los datos que me mandó con el doctor han
sido falsos.
—¡Papá! ...
—Así, sin comerte una sola palabra, y si te contesta
algo me avisas.
Se paseaba por el cuarto, excitado.
—Puedes irte —añadió—. Y ven alguna vez a la
oficina, a hacer algo! Te pasas todo el día en la es­
quina, molestado a las cholas!
Y se encerró en su cuarto, violentamente.

— 117
-» * *

La de las tejedoras es la única calle de la ciudad


con desniveles bruscos. Todas las otras son anchas
y rectas. Desde San Sebastián se ve el foco de la es­
quina de San Blas, el distante extremo, a la altura de
un hombre. La del barrio es también la más alta y
sinuosa. Baja y sube como enorme percha sostenida
en las esquinas. Al abrir las puertas de calle de las
casas se ven las torres y plazas, y hasta se conoce
a la gente que pasea en la plaza grande.
Se ven también los interiores de las casas conti­
guas y sus huertas. En este instante, abajo, canta un
gallo, junto a una higuera; sobre la higuera está un
muchacho.
—¡Vengan a verle al hijo de la María chica subién­
dose al higo del señor Argudo! —grita una tejedora.
—¡Qué bueno! —comenta otra— se lucieron esas
guaguas con la venida de la familia; ahora sí, esa po­
bre María descansará.
—No crea, duro es pedir favores.
—¡Hele ... Semejante gente tan generosa!
Se encienden las luces de la ciudad y todas miran
al poste contiguo que alza su tallo oscuro con el foco
roto en la punta.
—¡Han roto! Y ha de haber sido el nieto de mama
Luz . . . ¡Semejante picaro!
—¿A qué horas? Pobre cojo, todo el día está con
la abuela.
—Ayer trajo un carrizo. Yo le vi . ..
Dejan de tejer porque el crepúsculo se cierne en­
tre la paja. Vienen algunos obreros, calle arriba.

118
—¡Cuidado se caigan! —les gritan sus mujeres—.
¡El cojo ha roto el foco!
Ahora casi no se ve, pero la ciudad está más clara.
Focos. Ventanas iluminadas y las torres, floridas
algunas como floripondios, con faroles dorados. So­
lamente al centro, la gran .mole de la Catedral en
construcción se alza, opaca, pero aún así dominante,
con su alta cúpula inconclusa.
En la primera esquina iluminada, abajo, asoma la
ciega mendiga. Palpa el extremo del muro con la ma­
no abierta y vacila.
—¡Corran! ¡No vaya a caerse, pobrecita! ¡Viene
sin el cojo!
Baja la Juana con dos compañeras más.
—¡Espere mama Luz, no ande! —le gritan—. Va
a caerse en la acequia.
En un instante están junto a la anciana.
—Y el chico ... ¿Qué se ha hecho?
—Creo que se ha huido, vidas ... Tempranito me
dejó en la plaza —sigue— diciéndome que espere,
y no le he vuelto a sentir. Verán que se ha ¡do a Gua­
yaquil.
—No hable disparates, mama Luz.
—Sí... Desde el otro día estaba diciéndome: “Me
dir, me dir, ya estoy grande. De allí he de mandarle
plata, a que no pida”.
—No llore, mama Luz, cojeando ha de estar vol­
viendo .. . ¡Cómo se ha de ir tan lejos! Camine ...
Y le guían.
—Hele ... con ios arrieros se van no más los chi­
cos a la costa. ¿No son de Cuenca ustedes? ¿No sa­
ben?

— 119
—Y de recuerdo ha dejado rompiendo el foco —di­
ce la que va delante.
—¿Cuál foco? ...
—¡Mentira! —corrige la Juana y le hace señas a
la compañera— brillando está el foco en la esquina.
Van a pasar la acequia.
—No, no; —sigue la que hace de guía— más arriba
pasemos, aquí no se ve, allá la espuma está clarita.
Y siguen.
—¡Aquí, aquí! ... ¡Cuidado!
Alzan en peso a la ciega y ya están al otro lado.
—Todos los días hemos de hacer lo mismo; no
llore, ahora más plata le han de dar, viéndola sola.
—No crean, ya no dan; ahora todo es para los tai­
tas curas. De soñar es en la plaza al oír como suena
la plata ... Chilín, chilín, cae en los platillos. A cada
rato vacían los montones en las bolsas: zhas ... oigo.
Y otra vez ya suenan. ¿Y la María chica, ha tejido?
Empezando estaba el sombrerito de la Virgen ... ¡Di­
chosa!
—Ella ahora sí que está dichosa: ya vienen con las
cosechas los Argudo.
Y voltean la esquina, mientras en sus mentes, unas
ven a la María chica con la falda llena de maíz y trigo
y otras al ex-lazarillo, cojeando detrás de los arrieros,
por los cerros altísimos, rumbo al puerto.

* * *

Dos hijos de la pequeña chola, el del ángel y una


niña, están sacando de raíz las yerbas crecidas en la
soledad entre las baldosas del patio de los Argudo.

120 —
De cuando en cuando pasa la madre afanosa. Abre
cuartos, prende luces, siempre con la guagua a las
espaldas.
Palmeras altas y delgadas con el tallo iluminado y
los penachos oscuros se alzan sobre los techos des­
de tres ángulos del patio.
Llegan los indios que han madrugado con las car­
gas. Entran jadeando, con los ponchos terciados.
—¿Y los patrones? —pregunta la chola.
—Ya mismo.
Y pasan hacia el segundo patio con bueyes, asnos
y delgados caballos, agobiados de carga.
—¡Fuera macetas!
La chola se planta ante las flores con los brazos
abiertos, y las bestias desfilan. Traen panela, trigo,
frutas y sacos cosidos en cuyos costados los granos
se dibujan, en duras burbujas, a millares.
—¡Lentejita! ... ¡Porotos!
La chola ayuda a descargar los sacos y los hijos
entreabren las secas hojas de plátano en que han
llegado envueltas las panelas.
Un arriero bebe agua en un jarro de lata. La pera
se le mueve como émbolo ante la luz del foco y la mi­
rada atenta de una niña.
—¡Ya vienen! —grita un niño del barrio y mientras
sale la María hasta las puertas, él se escurre al otro
patio.
—¡Ya llegan! —confirma la chola, con entusiasmo.
Dos automóviles se han detenido ante las puertas.
Baja primeramente el hijo mayor y se detiene ante
la portezuela, con la mano extendida hacia el interior
del coche. Baja la madre y se mueven otras personas,

121
adentro, entre las sombras. En tanto, del otro carro
descienden el niño, dos muchachas y el padre, grueso
y cansado.
—¡María chica!
—¡Niños! —dice ésta, emocionada. Sus hijos la
rodean.
—Ya limpiecito está todo —sigue—. Llegaron las
cargas este rato.
—Miren los indios . .. Han caminado como tortu­
gas.
—¡Qué delgadas! —dice el pelirrojo, mirando las
palmeras—. ¡Y el patio, qué pequeño!
En el salón ya iluminado se oye una voz:
—¿Este retrato no estaba a la derecha?
—Nadie ha entrado —le contestan.
El pelirrojo se llega al zaguán. Allí, sobre uno de
los muros, está una raya a lápiz con el dato: “Arturito,
agosto”. El chico se arrima al muro. Levanta después
la mano derecha, pasándola a ras de sus cabellos;
fija el índice en el muro, y, sin retirarlo después, se
da la vuelta.
—¡Dos dedos! —dice, mirando el punto en que
hinca la uña, sobre la raya. De pronto abre la boca.
El hijo del magnate está en la puerta.
—El señor Argudo .. . ¿Puedo verlo? —pregunta
y entra. Avanzan hacia el patio. Carmen está detrás
de los vidrios, arriba, y los mira.
—¡El hijo! —le dice el niño, en voz baja y añade
un gesto a sus palabras.
La muchacha desaparece un momento y vuelve
luego.
—Que suba —dice.

122
El mozo sube, como con toda la vidriera y la aris=
tócrata en los hombros y tropieza.
—Pase . . . Tome asiento —dice la muchacha, y
abre el salón vivamente iluminado—. Llamo a papá ya
mismo.
Y desaparece. El cañamazo se sienta al borde de
una butaca, sudoroso, con el sombrero importado
entre las manos. La luz brilla en los dorados marcos
de los espejos y salta, de repente, a los dientes de
oro.

— 123
IV

MILAGRO
Un foco sin pantalla alumbra el subterráneo, pén­
dulo de ennegrecido alambre. La vieja india y su so­
brino, —mozo esbelto, de poncho de hilo— y el doc­
tor, su mujer y Diego, se movían bajo la luz rojiza, en­
tre las tinajas.
El vinillo chorreaba en un balde y las damajuanas
exhalaban olor intenso a alcohol, al vaciarse en las
perras de caucho. Una estaba llena ya y la segunda
se colmaba en ese instante, entre las manos de la
madre de Diego. Entró una de las hijas y se quedó
mirando .. .
—¿Quién queda en la puerta de calle? —le pre­
guntó la madre, alarmada.
—Julia —respondió la niña y se arrimó a una ti­
naja. Tenía una muñeca rota entre los brazos.
—No hijita, anda tú que eres la más grande ...
Diego está ocupado. Si viene alguien, que hemos
salido a la calle. Y no te muevas de la puerta.
La niña obedeció.
—¡Ya! —dijo el sobrino de la india. Y alzando los
brazos ofreció su busto musculoso. Sobre los riñones
le colocaron la una perra y la otra en el estómago,
sujetándolas con larga faja de lana.
—Listo . . .
—No se nota . .. Andate, pero, en todo caso, de
haber peligro, debes arrojarlas. Son “el cuerpo del
delito” ... Y buena suerte! —terminó el doctor, con
una palmada en el hombro del mozo.

124 —
—No es primera vez ... —repuso éste, poniéndose
el poncho. Salió luego a la claridad seguido de todos.
Solamente la anciana se quedó junto al alambique;
probó el vinillo en la yema de! dedo, y arrojó un balde
de agua sobre las brasas. Después tomó una gran pa­
lanca, semejante a remo, la hundió en una tinaja cer­
cana a la de los incas, y comenzó a batir el mosto nue­
vo, pensativa, con la mirada fija en la tierra.

-X- "X- 7Í-

El liviano poncho aleteó con el viento de la última


esquina, al perderse detrás del muro.
—Por fin —dijo el doctor, respirando con alivio,
y se fue con Diego a su despacho.
Ahora, óyeme —le dijo, con ambas manos sobre
los hombros del chico, mientras su mujer, junto a los
dos, aprobaba—. Acaba de mandarme a decir el señor
Argudo que no me olvide de enviar por el quintal de
panela de que hablamos en la hacienda.
Allá me lo regaló, aunque no lo dijo así expresa­
mente. Te vas, pues, a ir con este dinero; toma —le
entregó varios billetes— y vas a decirle al señor Ar­
gudo, o a uno de los hijos, que te mando para lo de
la panela. Oyeme bien: seguramente, no te recibirán
el dinero, pero debes llevarlo. Vamos a ver cómo te
desempeñas. Bien sabes cuánto necesitamos esa
plata, pero no sería digno proceder de otra manera:
nos han puesto en un verdadero compromiso. ¿Has
comprendido?
—Sí.
—¿Cómo lo vas a decir? Repite.

125
Diego repitió el recado ante los padres.
—Bien —dijeron ambos, satisfechos.
-Nosotros —dijo la madre— vamos a salir; re­
gresaremos después de una hora a lo sumo. Llévale
a la Guadalupe para que traiga la panela.
Diego se dirigió al subterráneo en busca de la india.
Ya tenía los billetes, muy apretados, en la mano.
—¡Guadalupe! —gritó—vamos, ven con una soga,
nos regalan panela!
Subió la india y se fueron. Alguien leía un libro
junto a las puertas de los Argudo. Es el hijo —pensó
Diego —el de los misterios de esa noche en la ha­
cienda. ¿Qué cosa no me querría decir papá acerca
de él?
—¡Adiós! —le dijo el joven que estaba, como siem­
pre, muy pálido—. Pronto vuelvo a verlo, ¿qué dice el
jovencito?
—Buenas tardes . .. ¿Aquí está su papá?
—Aquí está, pero en este instante no puede aten­
derlo; dígame no más a mí lo que quiera, o espérele...
—No, a usted no más: me manda mi papá para
comprarles la panela que le habían ofrecido, vengo
con la india ...
—¡Ah! ... Sí, entren.
Se fueron al segundo patio, en cuyos corredores
las cargas de raspadura estaban amontonadas contra
los muros.
No me dijo que “no” al oirme “comprarles” . . .
¿Y ahora? —pensó Diego, angustiado, a tiempo
que Argudo ayudaba a la india a cargar uno de los
fardos.
—¿Cómo? ¡Qué le vamos a vender! —protestó el

126 —
joven, cuando Diego, agradeciéndole, le extendió los
billetes.
—No, no. Tome . .. —insistió el niño.
—Pero cómo ... ¡Sí les hemos regalado!
—Tome.
—¡Vaya! —Y Argudo movió la cabeza negativa­
mente.
Diego lo miró por un instante, y otra vez, como si
alguien le tocase el codo, extendió el brazo. Maqui­
nalmente, Argudo se apoderó de los billetes. El niño
palideció. Luego, casi sin despedirse, echó a andar,
seguido por la india. En la esquina, ésta le dijo:
—¡Usté tuvo la culpa!
Llegaron a la casa y se fueron derechamente al
subterráneo, sin reparar en las niñas, que jugaban en
el patio. Ya abajo, Diego se arrimó a la puerta y lloró.
—Calle —dijo la india, tratando de consolarlo—
su papá no le ha de hacer nada ...
—Por eso mismo ... De vergüenza . . . ¿Entiendes?
Y lloró más fuertemente.
Alguien abrió las puertas del traspatio en ese ins­
tante.
—¡Escóndeme! —rogó Diego a la india—. ¡Llegan!
—¿Cómo? ¿Dónde?
Miró el niño hacia los ángulos, aturdido.
—¡En la tinaja! —dijo, por fin— y levantó los bra­
zos al cuello de la vasija.
—¿En la tinaja?
—¡Está vacía, pronto!
Fue tan imperativo que la india lo tomó por los
codos y lo depositó suavemente al fondo del reci­
piente.

— 127
Se abrió la portezuela, arriba, y asomaron las ca­
bezas de las niñas.
—¿Y Diego? —preguntó la una.
—No puede salir —dijo la india— vayan a jugar
en el otro patio.
La portezuela volvió a cerrarse.
—¡Saiga, no han sido ellos! —susurró la india,
desde la boca de la tinaja.
—Si saliera me encontraría con ellos en el patio
—repuso el niño— llegarán después de un instante.
—Salga ...
Por toda contestación. Diego se acurrucó más aún.
La anciana, junto a la tinaja, no sabía qué hacerse.
Por fin, se acercó al fuego, pensativa, y así pasa­
ron unos minutos. Los padres no llegaban. Pasó una
hora. Ya la voz del niño era tranquila y salía aleada
al eco, musical y profunda.
—Siga, siga —dijo la india.
—La capilla es granero. Los santos del altar tie­
nen unos sombreros parecidos a los de los indiecitos
de la hacienda.
—Eso ya me dijo.
—No te dije; pero bueno, entonces no me caí del
caballo ni cuando se paró en dos, pero el otro era
mejor por la estrella blanca en la frente. El pajarero
no quería venir, casi hubo que amarrarle para traerle.
—¿Y los taitas? ¿Les había tragado la tierra? Sal­
ga, salga.
—¡No me molestes!
Iba a salir la india cuando por fin la portezuela se
abrió y los padres entraron.
—¿Y? —preguntó el hombre.

128
La anciana extendió el brazo hacia la carga de pa­
nela.
—¿Y Diego?
La india se alzó de hombros.
—¿Le recibirían el dinero? —siguió el hombre.
Volvió la india a levantar los hombros, y no le con­
testó, dedicándose a batir el mosto.
—Y es muy buena —dijo la madre, tomando una
panela del fardo.
El hombre sopesó la carga, con muestras de gran
satisfacción.
—¿Qué se haría el chico? —dijo luego, preocu­
pado.
Pero la anciana avivó el fuego, fingiendo no ha­
berlo oído. Ni el menor ruido salía de la tinaja “de
los incas”.
—Seguramente salió en busca nuestra, entusias­
mado —dijo la madre—. ¡Qué bueno es!
—¡Ah! . . . Pero tenemos que mimarlo: ha de su­
frir mucho en su vida; es demasiado bueno. ¡Y con su
imaginación! ... Es un precoz. Y tenía a quien salir:
su abuelo, más o menos a su misma edad, le corregía
el latín al viejo Rendón. Antes era el latín ...
Y el hombre sacó el reloj.
—Bueno ... ¿Y qué se haría? —siguió, dirigién­
dose a la india—. ¿No te dejó el dinero? Tengo que
entregarlo a las cinco. Anda búscalo.
La india salió.

* * *

Un grupo numeroso de cholas estaba en la esqui­

129
na, pero sólo las solteras tejían; las demás remenda­
ban la ropa de los hijos o se la hacían nueva, pues
faltaban dos días solamente para la apertura de las
escuelas.
De repente una voz surgió, abajo:
—¡Milagro!
Era la ciega mendiga.
—¡Por el sombrero de la María chica! —añadía,
con el rostro hacia la esquina, apegándose al muro—.
¿Dónde está ella?
Algunas tejedoras bajaron a su encuentro, y la pe­
queña chola, emocionada, salió a las puertas de su
tienda.
—¿Qué dice?
—¡Milagro! Por usté.
Todas las puertas se llenaron de tejedoras, an­
cianos y niños, a estas voces.
—¡Cuente pronto!
Casi en brazos la llevaron hasta los umbrales de
la puerta grande.
—Bien le dije a la María chica: “Por usté la Vir­
gen ha de ayudar a todo el barrio!” —empezó la cie­
ga—. Estando en la plaza oigo. Pasan unas cholitas
locas de gusto. “¿Qué dicen?" —digo—. “Desde ma­
ñana —me contestan— se abren las escuelas con to­
do para las guaguas: desayuno, fruta, ropa, libros,
maravillas!".
Llegaban más personas y pronto se formó una rue­
da multicolor junto al agua.
—¡Milagro!
La ciega tomó aliento.
—¿Y la María chica? —preguntó.

130 —
—¡Aquí está, oyéndole está! Diga, diga.
La María chica, con el sombrero en botón entre las
manos se hizo presente:
—Diga . . .
—¿Ya no dije? ¿Les parece poco? .. .
—¡Ave María, mama Luz, tan novelera! —dijo la
María grande—. Creí al oír “milagro” que había vo­
lado taita Obispo, eso, o que la Virgen había llorado
de nuevo en Quito.
Algunas, desilusionadas, regresaban a sus tiendas,
pero otras seguían:
—Yo le llevaré al mío a esa escuela mañana mis­
mo .. . Pero qué, ni calzón tiene.
Y la madre puso ante sus ojos, sobre la ciudad,
los pequeños pantalones que cosía: la catedral entera
estoy viendo por el hueco —dijo.
La ciega se había sentado y les oía sin intervenir
nuevamente, muy cansada.
Una chola de pollera raída, exclamó, con un niño
en los brazos:
—¡A estito primerito!
—Demás chico es el guagua —le contestaron—.
No han de recibirle.
—¿Qué dicen? —repuso la madre—. Chico es, pero
una candelita de vivo, ya le quisieran otras que sólo
tienen mudos grandes ...
La María grande intervino nuevamente:
—Primero averigüen bien y no peleen —dijo—. No
creo yo en cosas del Gobierno ... Allá entre caballe­
ros se reúnen y ofrecen maravillas; ofreciendo se pa­
san de enero a enero, ¿pero cumplen? ...
—Cierto.

— 131
—Y sobre eso y lo que es más: han de creer que
nos estamos cayendo por un vaso de leche ...
—Bien dice.
Diego subía en ese instante y se acercó a la chola.
—Bueno —dijo por fin la María grande, mientras
se retiraba con el niño— que siga tejiendo el sombre­
ro de la Virgen a que cumplan la oferta, y si cumplen
que dure. Milagro fuera que durara o que fuera cier­
to. Callaré más bien.
Y se sentó con su amigo en el umbral de su tien­
da.
—¿Qué le ha pasado? —dijo—¿Por qué ha llorado?
El niño le contó, a medias, su desgracia.
—¿Y por qué salió ese mismo rato de la tinaja?
—De vergüenza, me estaban alabando ...
—¿Y cómo es la tinaja? ¿Dónde está?
—Una tinaja ... Nada ... ¡No puedo contarte!

132 —
V
CUENTOS Y ZURCIDOS
En la colina, el verdor intenso de la campiña que
nunca afecta hondamente la sequía, se acentúa. Un
gran bamboleo de eucaliptos sube desde las últimas
casas hasta la cima distante, de suave declive. Arro­
yos bulliciosos bajan hacia la ciudad, bordeando los
tanques del agua potable y antes de perderse en las
primeras calles, mueven molinos de gruesas ruedas
de piedra. La loma está remendada de quintas y pe­
queñas parcelas, cosidas por las raíces de los euca­
liptos. Cerca del barrio hay un alfalfar maduro, de
morados canteros, que por las noches se raya de lu­
ciérnagas, y a su derecha un bosque, talado en parte,
con anchos troncos, bancos naturales, a cuyos bordes
hojas nuevas, casi blancas, retoñan sobre las huellas
de las hachas. El piso está mullido por suave capa de
serrín amarillo, café oscuro a trechos, ya antiguo. Y
hay también lugares junto a la X de palo de los ase­
rraderos, donde la hierba ya asoma porque las teje­
doras se llevan el polvo de madera a sus fogones. Pa­
rejas enlazadas crúzanse, a veces, entre las ramas
nuevas.
La ciudad, abajo, se iluminaba, cuando la Juana
asomó, apresurada, por entre los troncos del bosque,
dirigiéndose al barrio. Venía encendida e inquieta, y
al llegar a la esquina, antes de voltearla, miró larga­
mente hacia la colina. Luego se unió a otras tejedo­
ras que nuevamente se habían acordado del nieto de
la ciega, al mirar el foco roto y que ahora acudían a

133
la tienda de la María grande. Ésta había tenido jaque­
ca y no quería exponerse todavía al “sereno”, salien­
do a los umbrales. Se había puesto emplastos de mor-
tiño en las sienes, cubriéndolos con pedazos redon­
dos de hoja de higo y recibía a las amigas sentada en
una gran estera que cubría la mitad del piso de tierra
de la tienda. Un catre de madera con colchón de paja
y limpias cobijas remendadas, ocupaba uno de los án­
gulos del cuarto. Sobre la cabecera una pequeña urna
de vidrio y lata con el Niño Dios de los “entregos” del
barrio; al pie, una mampara forrada de periódicos, con
tarjetas postales y un retrato, y en el ángulo opuesto
el fogón: tres piedras de río ennegrecidas, bajo halo
de negro de humo intenso que iba hasta las vigas del
tumbado.
Un foco prendido al extremo de un alambre erizado
de alas de mosca, sin pantalla, enviaba su luz amari­
llenta, hasta la calle.
—Cerrarán, las rabonas, la puerta, no vaya a vol­
verle la jaqueca.
Desde el filo de un cuero de chivo negro, tendido
al pie de la cama, la estera se extendía por el resto
del cuarto, bajo dos perchas hundidas por el peso
de paños, polleras y paja, poco más que a la altura
de una chola, sobre las cabezas de las visitantes ya
sentadas.
Lo más notorio entre los adornos de la mampara,
era un retrato de hombre joven, frente a la almohada
de la dueña, fijo en marco de nogal labrado. Tendría
veinte años el de la foto, era alto y delgado, de mi­
rada limpia; llevaba traje de casimir y sombrero de
esterilla, arrimado éste al pecho sobre la mano tiesa,
con ese calambre propio de ciertas fotografías. Éra
Gerardo, el hijo único de la chola, emigrante de tres
cartas, fechadas, la una en Guayaquil, la otra en Bo-
livia y la del último año en Antofagasta. Precisamente,
a la derecha, a la izquierda y sobre el marco, estaban
tres tarjetas postales: la primera, con el Palacio Mu­
nicipal del Puerto, junto al ancho Guayas; en la de la
izquierda se veía una alpaca de alto cuello y, al fondo,
las chimeneas humeantes de un asiento minero. Por
fin, en la que coronaba el marco, grúas oblicuas, jun­
to al recto borde del muelle. Un barco enorme se acer­
caba y marineros minúsculos estaban descolgando el
ancla desde la proa. Lejos se divisaban otros buques,
pequeños por la distancia y medio esfumados, corta­
do el último en la mitad por el límite del enfoque. So­
bre uno de los hombres de overol que se encontraba
más acá, bajo las grúas, había una X de tinta roja: se­
ñalaba a Gerardo.
Una chola se puso de pie y elevando la aguja hacia
la luz, la enhebró certeramente.
—Oyendo y haciendo —dijo luego, mientras vol­
vía a sentarse y tiraba de la blanca hebra, con las ye­
mas de los dedos.
Ya había unas siete vecinas y la ciega y dos an­
cianos, en torno a la gran chola, y varias estaban con
sús niños. Estos oían, con la boca entreabierta, sen­
tados sobre las polleras de las tejedoras. A veces,
tenían que levantarse, muy a pesar suyo, para ofrecer
su busto o sus extremidades a las madres que les to­
maban medidas, con la aguja en los labios.
—¡Quieto!

135
—No hable con la aguja en la boca, seño Luisa,
le ha de pasar lo que a la vendedorita de abajo! ...
Hele: se tragó la aguja ... ¡Ya es muerta!
¡Ya es muerta!
—¡Ave María, ni estando qué!
—Ya digo ...
—Aura que dice aguja —interrumpe la María chi­
ca— seño María, ¿usted no tiene hilo negro?
—Sí creo tengo un poco.
Se levantó la chola y trajo de un baúl que estaba
bajo la cama una pequeña petaca llena de restos de
hilo, carretes y trozos de encaje.
—Busque y deje al lado —siguió la dueña, vol­
viendo a sentarse—. La que necesite que coja.
------ ¡Pero no interrumpan! —protestó la Juana—.
¡Dejen que siga contando!
—Cierto ...
—Hele así es: —continúa la María grande— y la
vecina alegre tentándole, pero ella, vaya, de piedra.
“Seño Teresa —le decía la mala vecina— no ha de
volver su marido, en la costa al escoger hay mujeres
¿por qué es usted tontita? ... Aquí con ese lindo rabo
asentado, sin moverse y el ingrato ... ¿le agradece?
¡Padre mío! A mí, otro gallo me cantara con semejan­
te rabo!” Pero ella ... de piedra. Y la mala vecina
queriendo hacerle coger aretes un día, grandotes, de
plata, hechos por el Jara, en nombre del otro ... y ella
tapándose las orejitas! Y sin tener ni para la plaza,
digan! Cuando en eso ... el marido vuelve.
—¡Dichosa!
—¡Ah! Pero cómo era ella pues! ¡Ave María!: en
el cielo ha de estar, con paño y todo.

136 —
—Y no los hombres, diga, ¡sinvergüenzas! —co­
menta una chola fea, con un niño picado de viruelas
a sus faldas—. Ellos sí, cayéndose andan por enga­
ñarle a una.
—¡Eso no es nada! —sigue la María grande—. Vie­
ran el huallmico(l) de mi comadre de San Blas ...
—¡Cuente!
—¡Hele! ... se casa ia tontita con el sinvergüenza,
y vieran . .. nada! Al fin, con rabia ella le ha mandado
sacando de la tienda. “Andate, vago, huallmico" —le
ha dicho y él se ha ¡do, pero ella a los diez meses ya
con guagua. Y al otro año, otra. Y el vago ha asomado
un día. “¿De quién son ios guaguas?" ha preguntado.
“Tuyos” le ha contestado ella. “¿Míos?" ... Y a la
tarde le ha vendido al unito: “Sinvergüenza", le ha di­
cho a la mujer (no quiero decir por las guaguas lo de­
más que le dijo) al verle llorando: “¿No dijiste que
son míos?” y sigue llorando y haré la novedad en todo
el barrio”.
Y repitió la mala palabra.
—¡Vean esto!
—Y al otro año —sigue la María grande— otra
guagua y otra, la más grandecita, vendida ... No bien
pasaban unos meses, dicen que por la plaza le veían
al huallmico, espiando la barriga de la comadre.
—¡Con un palo de leña le hubiera esperado!
—Hele así es ... y un día, estando yéndome a San
Blas, le encuentro al huallmico. En ese rato yéndose
ha estado, a la carrera con la guagua. Ella llorando,

(1) Huallmico: flojo, amujerado.

137
con batita colorada, y él de la manita arrastrándole.
“Sinvergüenza! —le dije—. ¡Dame la guagua!” y cogí
a la ¡nocente y donde la mama le llevé de nuevo. El,
vieran, cuando le quité, con el brazo tapándose la cara,
creyendo que iba yo a pegarle. “¿Qué crees —le dije—
que voy a ensuciarme? ... ¡Desaparece de mi vista!”
—¡Huallmico! ¿Y la comadre?
—Ella me recibió la guagua. Llorando había esta­
do. “Cómo deja pues —le dije— comadre, que se lle­
ve las guaguas el huallmico. Así sean de cualquiera,
quién sabe dónde irá a venderles ... ¡Ave María’’ Y
vieran —picara mismo era ella, alegre—: las guaguas,
unos eran blanquitos, otros morenos agraciados,
otros ... de correr al verles! Quién sabe con quién no
más la mama dormía, digan!
En ese momento, las puertas de la tienda se abrie­
ron, y la narración se interrumpió. Un obrero barba­
do, de sombrero de paja, entró a la tienda.
—Venga pues, venga, —le dijo la María grande—
entre, conversando estamos. Siéntese, no en el sue­
lo! Y arrastró un banquillo que el hombre ocupó en
seguida.
La chola fea, mujer del recién llegado, se alzó de
hombros.
—Hele . .. ¡Otro huallmico! —dijo.
—¿Qué dices? ... ¿Yo . .. huallmico? —repuso el
hombre, riendo sonoramente.
—¿Ya encontraste trabajo siquiera?
—Espera ... Ya ha de llegar, todo el día camino.
—Sí, ya ha de hallar —le defiende la María chica
—Por ayudarle a su marido está así —le contesta
la fea—. Bien hubiera estado ganando!
La pequeña chola no responde.
—¿Y qué ha sabido del Manuel? —le pregunta el
hombre.
—Nada ...
—Ya ha de venir.
Y el obrero saca un papel estraza del bolsillo, lo
parte hábilmente, y lo llena de polvo de tabaco, lián­
dolo después entre sus grandes dedos. Es alto él y
ancho de hombros, y algunas hebras blancas brillan
sobre sus sienes y en la negra barba. Pero ni pizca
de azufre hay en su rostro ni en sus cabellos.
Está sin trabajo porque cuando el “hombre herido’’
mató al cruel intermediario del Jefe, él declaró ante
el Juez a favor del homicida.
—¡No fumes tanto! —sigue su mujer—, ¡Huallmi-
co! ¡Quisiera que hubieras oído lo que contó la seño
María!
—¡Pero yo qué huallmico he de ser pues, diga us­
ted, seño María grande! —dice el marido, calmada­
mente, sonriendo, y se lleva las manos al decirlo, bru­
ñidas de callos, a las barbas.
—Por decir, dice —le ayuda la María grande— ya
le ha de pasar la rabia a la vecina.
—Siga contando, seño María —ruegan otras— ¿y
diay?
—Diay nada, nimás el sinvergüenza, pero quién sa­
be: ya no más asoma ...
—¿Dónde sabría andar el huallmico, mientras tanto?
—De veras, no, ¿dónde? ... ¡Quién sabe! —con­
testa la chola, pensativa.
—¡Pico de oro usted tiene, seño María, cuente
otrito!

— 139
—Si no era cuento, cierto era.
—Un cuento, entonces.
—Vaya bueno: un día, hace cien años, cierto es
también, una noche mejor diré, la santa —la fundado­
ra de las mañanitas— dicen que sola ha estado su­
biendo por la calle oscura. Esa calle torcida, del Vado...
Los faroles apenas dizque alumbraban, vaya como
tizones apagándose, en ponderación . . . Cuando en
eso (ella linda dizque era, blanca y con el pelo bien
negro) cuando en la esquina más clara, un militar
enorme, con las charreteras como gallos peleando,
le ha visto y todo ha sido verle y correr a abrazarle,
con la capa extendida. “¡Deténte!” —ha gritado ella—
animal feroz, primero nació el Niño Dios antes que
vos!” Y vieran ... Ha quedado el militar con el brazo
extendido, pero tieso, paralizado.
—¿Y diay?
—Así ha quedado para siempre, sólo ya en el ataúd
le han enderezado . . . roto. Porque han tenido que
trozarle, vaya, como a leña, en ponderación. Y casi
no ha habido quien le troce. “Lo que taita Dios ha he­
cho —habían dicho— no toquemos”.
—¡Ave María!
—Ahora que mama Luz cuente el farol —pidió la
Juana.
—Yo ya no valgo, vidas —contestó ésta.
—¡Cierto! —aprobó otra— vieran cómo cuenta el
farol! Viéndole parece que estuviera.
—¡Cómo no pues! —comentó la Juana— dentro
de ella ha de estar viéndole .. . ¿Acaso con ia almita
no se ve? ...
—Ya digo, ya no puedo.

140 —
—Bueno pues —siguió la joven chola— no quiere;
aura sí me voy . ..
—¿Tan pronto? ... ¿A quién estará viendo ella con
la almita?
—A nadie . . . pero anoche velé, tengo que dormir
un poquito.
—¡Dichosa! Ella no tiene que remendar calzones.
No se case, Juanita, no se case —dijo la fea, mi­
rando a su marido. Este, muy tranquilo, había escu­
chado la narración, riendo de vez en cuando.
Salió la Juana y cerró suavemente las puertas. En
ese momento, un chico picado de viruelas —hijo del
recién llegado— posaba ante su madre, con los brazos
en alto.
—¡Apure! —le decía.
—¡Callado, bocón! ¡Retrato de su taita!
—Y por añadir un gesto a sus palabras, la chola
desenhebró, la aguja.
—¡Hele! —exclamó, y se volvió hacia la luz.
Sin las manos de la madre en la cintura, al mucha­
cho se le cayeron los calzones.
—¡Tatay! —gritó otro, con los ojos abiertos sobre
el desnudo amigo—, ¡Hasta eso ha sido zhuro! (1)
—¡Silencio! —dijo su madre— y le dio con los nu­
dillos en la cabeza. Eso sí ves —añadió— porque es
malo! Pero de la guagua no te preocupas: dos veces
se cayó ahora!
—Ya callen, ya callen, ¡no interrumpan!
—Ahora de los pavos, seño María —pide el hijo de

(1) Picado de viruelas.

— 141
la María chica. Y tose, se pone rojo. Tragándose la
saliva, con los ojos humedecidos, sigue:
—¡De los pavos de candela!
Y se sube hasta el brazo, como puño, la rueda que
le ha bajado a la muñeca.
—De cuidarle está al chico, vecina —dice la María
grande, moviendo la cabeza, mientras lo mira aten­
tamente—. No vaya a pasarle lo que al hijo de otra
amiga mía.
—¿Qué pues?
Y la María chica se incorpora.
—¡Hele! ... Se hizo tísico ¿no supo?
—¡No diga! ¡Pero no pues el mío!
—¡Cuente! —dicen otras.
—Dios no quiera —empieza la chola—. Muy po­
bre era la cholita, ya ciega estaba haciéndose, ya el
un ojo apenas conociendo, y los chicos ... una doce­
na! Antes los más grandecitos ya le ayudaban, digan.
Cuando uno de ellos ha empezado a toser...
“Hágale ver, fulana, con un médico, le dije, mal
está el chico” . .. “¿Qué dice la bocona?” —me con­
testó. Hele, y tuve que cerrar la boca. Cuando a los
ocho días, bañado en sangre el chico.
—¡No diga! ¡Pero no pues el mío!
—No, si no digo ... pero no hay que descuidarse...
y le voy a dar gusto al guagua, voy a contar los pavos.
Todas atienden nuevamente. Cuando cree no ser
visto, el niño se lleva la yema del dedo a la lengua y
la extiende luego, medroso, hacia la luz. Se alegra
al no ver sangre, y escucha, atentísimo, con la rueda
brillante entre las piernas.
—Hele así es .. . —dice la María grande, dirigién­

142 —
dose al niño—■. Esto era frente a “Las Secretas", en
semejante calle, piensen, tan oscura. Frente al muro
no había como hoy día casas, sino cercas y, adentro,
bien adentro, entre unos árboles grandes, una casita
blanca, vaya como una monjita del frente, en ponde­
ración.
—Y vería usted seño María a “Las Secretas”, para
decir eso —comenta una chola.
—Pero se sabe pues . .. Manto blanco se ponen,
hasta en la carita.
—¡No interrumpan!
—Hele así es —sigue la dueña de la tienda—. En­
tonces ... Y en ella vivían unas beatitas. Pero nunca
salían, ni a la Iglesia. En la misma casa tenían todo:
Oratorio, misa, todo. Y no salían porque eran ... —ba­
ja la voz —leprosas ... Y el santo señor, el señor Gon­
zález Suárez (1) les iba a ver todos los días, les curaba
las llagas.
—¡Dios nos guarde!
—Hele así, y cuando él faltaba, porque tenía que
irse a cavar la tierra en los cerros, averiguando la vida
de los indios antiguos, dizque, a las doce de la noche,
esponjándose, una hilera de pavos rodeaban la casita.
“¡Caldo!”, “Caldo!” —gritando y el abanico del rabo
como rueda de candela ... Y cuentan que volaban a
las cercas y hasta que salían a la calle, en el silencio,
a esponjarse . .. Esponjándose han estado un día, digo

(1) González Suárez, ilustre historiador ecuatoriano, Arzobispo


de Quito, ejerció durante su juventud varios años de sacer­
docio en la ciudad de Cuenca. La leyenda de los pavos es
tradición popular.

— 143
una media noche, echando chispas, cuando de conta-
dito ha quedado muerta de susto una cholita al ver­
les ...
—¡No diga, Ave María! ¡Ponderación ha de ser!
—Cómo ha de ponderar pues el señor González
Suárez!
—¿Y él les vió?
—¡Sí! .. . ¡Sí! ... una noche, y que los pavos se apa­
garon unos, quedándose de pavos comunes, y que
otros reventaron por los aires.
—¡Qué maravilla! —exclama Miguel— ¡otrito!
¡otrito!
—No pues sólo yo alguna otra que cuente, vaya
la seño Luisa, lo de los gigantes ... O don Ricardo,
algo.
—Yo no —dijo éste— oigo solamente.
—Entonces del santo sacerdote que se pasea sin
cabeza ... la seño Rosa.
—¡No vale! ¡No vale!
—Ahora que dicen pavos y de noche —empieza
otra—. ¡Vieran las maravillas que me cuenta un arrie­
ro de Loja!
—¡Cuente!
—De Loja al Perú dizque llevan manadas de pavos,
por los caminos, de noche, para los pueblos ...
Que los arrieros que les llevan tienen un grito es­
pecial para arriarles: “¡Caldo! ¡Caldo!” cuentan que
van gritando en las tinieblas, y los pavos andando, sin
perderse ...
—¿Y el cuento?
—Pero esto es cierto pues! No andan de día, por­
que el sol les mata.

144 —
—¿Y entonces —dice un niño— lo de los pavos de
candela no es cierto?
—¡Tonto!
—¡Usted, don Ricardo, usted cuéntenos algo! —pi­
den varias, pero ya su mujer ha empezado:
—Del idor a Guayaquil voy a contarles yo . . . Pe­
ro mi marido qué! ... Ni para eso vale!: Dicen que
el otro era jorobado, con sólo el un ojo bueno, pero
que soñando se pasaba con irse a la Costa . . . Porque
hay gentes que se mueven por encontrar trabajo . . .
—y le mira al marido.
—¡No me molestes!
—¡Cálmese don Ricardo, cálmese! —interviene la
María grande.
—¡El cojo ha de venir rico de Guayaquil! —excla­
ma el niño picado de viruelas—. Era valiente.
—Vos qué sabes . . . entrometido . .. ¡Hele! Ya le
hace recordar del chico a mama Luz.
La anciana ciega se ha puesto otra vez inconsola­
ble al acordarse del nieto.
—Y ya me voy —dice, levantándose.
—¡No llore, mama Luz, disparate!
Algunas se levantan y le dejan hasta la puerta.
—Y vos, bocón, hablador, —le dice la madre al
niño— siquiera llévale hasta la tienda. Y hazle caer,
y vas a conocerme! ... ¡Hablador! ... ¡Abogado!
El niño obedece y se aleja con la ciega.
La madre y dos cholas más le miran alejarse. Ya
cerca de al tienda, el lazarillo empieza a fingir cojera.
—¡Pero véanle, véanle! —dice la madre—. Si de
matarle es! ... Que no me oiga mama Luz, pero el cojo
le dejó dañando.

— 145
—Intimos eran ... Antes no lo tentó para llevarle
a Guayaquil, diga.
Ya las otras cholas salen también, pues la luz ha
comenzado a titilar, rojiza.
—¡Adiós! ¿Ya nos vamos? ¿y el cuento?
—¡Qué cuento! A la seño María grande ya le es­
tá volviendo la jaqueca y la luz va a apagarse.
Todos se despiden, recogiendo las ropas de los
hijos. El hombre lleva en brazos al último chico.
—Vaya, muchas gracias, lindo ha estado, hasta
mañana! ... Que no le duela la cabeza.
La chola deja hasta la puerta a las contertulias y
se encierra en su tienda. Las otras se retiran, con el
hombre.
—Vean, vean —dice una, en voz baja— la Juana...
De la colina baja la hermosa chola, con el paño
en la mano, en corpiño y con la una trenza abierta en
crespa cascada, sobre el pecho.
—¡Bien le dijimos! —sigue la que la vió antes que
las otras, ya en voz alta—. Seño Juana, a estas horas
de arriba! ...
—Hele, vidas! —contesta la joven, acercándose—.
En este instante subo al molino y ya bajo. ¿Prohibido
es eso?
—¡Dichosa! ...
Comienzan a cerrarse las puertas, cortando las des­
pedidas, y pronto la calle queda desierta. Se oye, le­
jano, un pito de policía. El molinero sube de la ciudad
bastante ebrio y pasa, rozando los muros.
—¿De mi molino viene? —le dice a un joven obrero
entre las sombras, y cuando éste se aleja, sin contes­
tarle, grita:

146
—¡Viva Alfaro! —E inicia la subida, tambaleando.
Ya en su tienda, la María chica le da el seno a la
guagua, y les ordena acostarse a los chicos. Luego sale,
diciéndoles:
—Yo de la esquina no más vuelvo, cuidado que no
les encuentre acostados! Y vos, Miguel, ¿oíste bien lo
que dijo la seño María? Acuéstate prontito, no vayas a
resfriarte.
Y sale.
Los niños juegan unos momentos con la rueda, y
después se acuestan. Miguel está pensativo.
—¡Revuélvanse! —les dice a los hermanos—. Ya,
revuélvanse, duerman.
Pero él no hace lo mismo, sino que, incorporán­
dose en su lecho, mira el foco de luz amarillenta que
cuelga sobre el banquillo de trabajo de la madre, aho­
ra vacío. Luego salta del lecho y se arrima en puntillas
a las puertas de la tienda. Y como si el ángel le pu­
siera el a'a impoluta ante los iabios, tose, tose, en la
palma de la mano, y luego la observa, atentísimo,
acercándola más aún hacia la luz.
—No hay sangre —piensa después, con alegría—
solamente saliva .. .
Y acercándose al lecho le toca el hombro al her­
mano menor.
—Siéntate —le dice—. ¡Repite!
Y la oración del Angel de la Guarda vuela de boca
en boca.

£47
VI

EN LAS PUERTAS
Un grupo negro —dos filas cara a cara, rayadas
de blanco a la altura de los cuellos— va y vuelve del
un extremo al otro del largo corredor de la escuela.
Los de la una hilera caminan hacia atrás, mientras
avanzan los otros normalmente, y cuando llegan al
extremo, los papeles se invierten.
El edificio de ladrillo de la escuela de los Herma­
nos Cristianos —cien metros de frente, dos grandes
pisos y patio rectangular donde .mil niños juegan en­
tre clase y clase— se ve nítidamente, aunque en pe­
queño, desde el barrio. Ahora los hermanos se pasean
en el corredor que cae sobre el patio.
—Vean, vean ...
Avanza el grupo diminuto, detrás de los pilaies,
junto al blanco muro, como sobre la plataforma ro­
dante lentamente empujada. Y, a la vez, desde el co­
rredor, se debe de ver el barrio —tal que con binóculo
al revés— como un solo haz de paja al pie de la colina.
Los hermanos siguen, conversando en francés,
mientras la Historia Sagrada, fija a lo largo del muro
en serie de cuadros, recomienza a cada vuelta. Prin­
cipia al un extremo y no termina en el otro sino que
sigue por las escaleras, las clases, los salones y ter­
minará probablemente en los aposentos interiores.
Al frente, Absalón cuelga de sus propios cabellos en
rama retorcida, mientras su mulo sigue, velozmente,
con la silla vacía. Más allá, sobre una puerta, Caín,
de un oscuro color sepia, menea la mandíbula del as­

148 —
no. Un reloj de pesas se levanta a su derecha, frente
a la pequeña campana abierta entre dos pilares.
Sube un hermano las escaleras, mira el reloj y se
dirige a la campana y la toca.
—Vean, vean, vean ...
El grupo de paseantes se deshace en garabatos
que semejan diligentes hormigas y se pierden por las
puertas. Luego, nubes de niños suben, y van desapa­
reciendo, a su vez, en las abiertas aulas.
—¡Ya entran!
Arriba, en el barrio, los niños, bien peinados, con
los trajes limpios, esperan a sus madres, siempre mi­
rando lo que pasa en la escuela.
Bajaron ya algunos con las cholas, muy temprano,
pero encontraron mucha gente en las puertas, y con­
vinieron, todos, en regresar por la tarde.
El barrio entero, aun su distante extremo, ya en
San José, donde comienza la carretera que parte ha­
cia Quito, se preparaba.
Los chicos no cabían en sí de impaciencia. Y tam­
bién de angustia, pensando en la escuela, y las ma­
dres habían almidonado los flecos de sus paños y se
habían puesto sus mejores polleras. El foco roto bri­
llaba como nunca, con sol en sus aristas. Algunas
cholas lavaban otra vez las caras a los chicos:
—¡Si sigues dando gritos te bañaré enterito! Para
qué te ensucias ... ¡Espantajo!
Se les mojaban los pies en el filo de la acequia.
—¡Apuren!
Muchas esperaban en la esquina, con los niños
prontos a su lado.
Por fin, partieron.

— 149
—Más chico creo que ha amanecido el mío ...
¡adrede parece! —decía la madre de la “Candelita”,
niño no todavía en edad de entrar a la escuela.
—¡No llores! —rogaba, consolándolo.
Y era que por primera vez se negaba a llevarlo
en brazos hasta el centro.
—Si le amarco —disculpábase— han de creer que
todavía mama ... Hele ... ¡Y no han de recibirle!
El chico iba pues andando, con el pequeño puño
prendido en la gran comba de la pollera de la madre.
En la calle de abajo se encontraron con otro grupo
de cholas y niños.
—¿Allá se van?
—Vamos, vamos toditas.
Siguen por media calle.
—Ese guagua .. . ¡tan guagua! —comenta una de
las recién llegadas, indicando al demasiado niño.
La madre le contesta con su disculpa favorita:
—Si usté le oyera ... ¡Es una candelita de vivo!
Pero cuando oprime, al decirlo, las mejillas de su
hijo, parece darle la razón a la otra, pues añade, re­
firiéndose a un muchacho ya crecido que va a la ca­
beza del grupo:
—Y no el suyo, seño Regina, más grande se ha
hecho anoche—. ¡Qué suerte!
—¡Guagua es todavía! —lo defiende, a su vez, su
madre—. Por tanto que corre con los periódicos no
más es que se ha alargado ... Pero guagua es, ya
digo.
Y otras, incrédulas:
—Que hable para oírle, ronco es ya.

150 —
—Que no hable, diga, cuando el querido Hermanó
le examine ...
Sube el muchacho a la acera, de un salto.
—¡Ave María! ¡No saltes! —grita la madre—. Bien
dicen las boconas: ¡mudo grande! Siquiera despacio
anda . . . Vas a llegar en hilachas a la escuela!
Riéndose todavía pregunta una:
—Lindo el calzón del guagua suyo, seño Rosa ¿de
qué hizo?
—Del overol viejo, —responde ésta— tres salieron
¿no ve? Mis otros dos chicos también están así.
La seño María grande les hizo a los doscitos, el
otro yo misma.
Buena idea, muy nuevo es el overol de mi marido...
Pero ... sí estaban yéndose mis ojos, sí pensé ...
—Vea, vea, el de la seño María chica, con calzón
de terciopelo, regalado por los Argudo . . .
—¡Hecho bien! —contesta la pequeña chola, que
ha oído—. Y usté con gana ...
—¡Padre mío! ... pero callaré más bien ...
—¡Ya callen, no peleen!
Dos cuadras más abajo asoma el enorme edificio.
Señoras de la ciudad, cholas de otros barrios, da­
mas elegantes, indios, desfilan por sus aceras, hacia
la enorme puerta, con los hijos.
“La candelita” empieza a llorar, pues su madre,
que le había llevado en brazos un buen trecho, ha
vuelto a dejarlo en la calle, por la proximidad de la
escuela.
—¡Adelanta!
El chico se encapricha, y llora nuevamente.
—Calla, tontito —le dice, entonces, la madre, sin

— 151
saber cómo solucionar eí problema. Y, de pronto, sU
rostro se ilumina:
—¡Vaya, montadito ándate, a caballo!
Y recoge un carrizo del zaguán de una casa.
—¡Monta, monta! —dice, poniendo la cañabrava
entre las piernas de la guagua— ¡lindo caballo!
El niño se reanima.
—¡Con riendas! —sigue la madre, entusiasmada
por el éxito—. Y del fleco del paño arranca unos hilos
que ata después a la caña.
—¡Coge! Coge! Adelanta!
El chico se pone a la cabeza del grupo, ágiles los
pies descalzos, imitando el braceo de los caballos de
raza, mientras levanta polvo el extremo del carrizo,
arrastrándose entre las piedras.
Así, todo el grupo anda más rápidamente y llegan
por fin ante el Instituto . . . Las grandes puertas es­
tán abiertas de par en par; pero, diez pasos más aden­
tro, un portón de verjas detiene a la gente, y el es­
pacio intermedio está atestado.
—¡En orden! —clama un lego—. Primero los que
llegaron primero.
Pero entreabre las puertas cuando ve damas ele­
gantes. Estas aprovechan en seguida, asegurándose
las boas en los hombros, con rubios niños de figu­
rín, asidos a las carteras o a las enjoyadas manos ...
Gordos padres de familia consuelan a sus hijos:
—¡No llores! Tendrás medallas de oro . . . ¡Serás
el monitor! Dan caramelos, estampas. Calla. Caila.
Y fingen voz de madre. Otros se sacan el reloj del
bolsillo y lo colocan en la oreja a los chicos.
—¿Oyes?

152 —
—¡Destápale! —pide un niño.
Y el padre le complace dejando al descubierto an­
te sus ojos las atareadas ruedeciilas.
Ciertos sirvientes, generalmente indiecitos arran­
cados de sus chozas en vacaciones, que los patrones
llevan a la escuela juntamente con sus hijos, están
cerca de éstos, temblorosos, con la angustia abraza­
da a sus cuellos.
Allí está el magnate, en los corredores de adentro,
con su pequeño hijo y el pajarero. Asombrado éste
ante los centenares de niños que ya juegan en el pa­
tio. Le han rasurado parejamente los cabellos, aunque
más al rape, y lleva un traje de casinete de los que se
venden hechos en el mercado de San Francisco. Ya
tiene rodilleras.
Cuando un hermano avanza, el hijo se aterra a la
chaqueta de su padre, temblando.
—¿De qué te asustas? —le dice éste.
También el pajarero quisiera protección e invo­
luntariamente lleva su mano a la chaqueta del amo.
—Los hermanitos son más buenos que las monjas!
—dice el padre, riéndose ante los dos niños.
Se va despejando la entrada y las cholas avanzan.
—¡Ya .mismo! —les dice el lego.
Llega un militar muy alto con un niño de la mano
vestido de marinero, y un pequeño negrito que se aga­
rra y no a la larga espada del Jefe.
—Señor Jefe de zona, pase! —dice el lego, abrien­
do en seguida las puertas.
Las cholas se apegan a las rejas. Centenares de
niños juegan en el patio.

— 153
—¡Pasaron! —exclama la María chica, y alza a su
hijo hasta las verjas.
Diego y el último Argudo habían cruzado, veloces,
por entre los pilares.
La chola permanece atenta. Ahora otros dos niños
avanzan. El uno es descalzo y el otro elegante, con al­
bo sobrecuello.
Ambos estudian. Llevan el libro abierto entre las
manos. Lo leen y alzan luego la cabeza, repitiendo en
voz alta lo leído.
—Nabucodono, Nabucodono, Nabucodono ... sor,
sor ... sor —repite el uno.
—¿Recién allí? —le dice el otro, jactancioso. —Yo
ya estoy en “fue a Babilonia”.
—A ver...
—Verás: Nabucodonosor que había ... había ...
—No puedes ... ¡Alabancioso!
—Bueno, una corregidita.
El otro mira el libro:
—“Había visto” —corrige—, y espera.
—Ah! ... “Había visto ..
Y llega a Babilonia, sin tropiezo.
—¿Lo has oído? —dice luego, triunfante.
—En cambio yo ya sé la prueba de la suma.
—Fuuuuu .. . ¡Aura eso! Con la Historia Sagrada
se va uno rectito al cielo.
—Bueno, déjame estudiar.
Y sigue:
—Que había, que había, que había ...
Lee un momento. Alza después la cabeza, y, con
la vista fija en el tumbado, repite, repite una palabra
y vuelve al libro.

154 —
Las cholas lo miran entre admiradas y burlonas.
—¡Parece gallina tomando agua! —dice una.
Y otra:
—Vean, vean, más arriba ...
En un cuadro, Moisés, con rayos en la frente, rom­
pe contra una roca las Tablas de la Ley, mientras,
abajo, en el valle, una compacta multitud adora a!
becerro de oro. Este es rechoncho como un cochini­
llo y está en alto pedestal, sobre los hombres.
—¡El becerrito!
—¡Becerro, diga! —corrige el lego— por él nos
condenamos.
Un enorme Hermano rubio sale a las puertas de la
sala de recibo:
—¡Señor Oñate! —dice, con acento afrancesado—.
Pase.
El cañamazo entra, con el hijo y seguido por el
pajarero.
Luego, ante una gran mesa cubierta de libros ma­
nuscritos, el cañamazo y el Superior departieron.
—Le traigo a mi último —dijo aquél—. Quizás se
aplique, es muy inquieto! Si hace travesuras, me
avisa ...
—Muy bien. ¿Cómo te llamas? —preguntó, diri­
giéndose al niño.
—¿Yo? . .. Luis —dijo el chico, haciéndose alfe­
ñique.
—Que seas como ese ...
Y, quitándose el solideo, el Hermano indicó en un
óleo a San Juan Bautista de la Salle, cuyo rabá seme­
jaba una limpia hoja de cuaderno.

155
—¿Y este otro? —continuó el Director, aludiendo
al cholito.
—¡Ah! —contestó el hombre—. Me lo regaló el se­
ñor Argudo, es de las alturas de Paute. Le traigo ahora
para que acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a
escribir su nombre . . . Duros son . . . Pero dele ... La
letra con sangre entra.
—No, no, aquí se los trata como a ángeles . . .
Y el Hermano puso su mano en la desnuda cabeza
del niño.
—¿Cómo te llamas?
—Manuel .. .
—¿Qué más?
—Cuzco —completó el patrón.
—Manuel Cuzco. —Y el Hermano apuntó los nom­
bres en el libro. Después llamó a un alumno crecido
y |o envió con ambos niños hacia adentro. En seguida
acudieron otros que en la ciudad eran amigos del no­
vato y lo mezclaron en sus juegos. El pajarero quedó
solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, co­
menzó a buscar un sitio retirado; pero, antes de en­
contrarlo, cayó en manos de muchachos fizgones, que
empezaron a silbarle y a golpearle con los nudillos en
la cabeza.
—¡Cocolo, Cocolo! ¡Cholo cocolo!
Acurrucada la víctima cubría con sus brazos la
desnudez de calabaza de su cráneo. Sólo le dejaron
cuando le vieron venir al Inspector que le traía de la
oreja, casi en el aire, a un chico pecoso.
En tanto, las puertas se habían entreabierto y des­
filaban las cholas con sus chicos. Pronto la Dirección
estuvo atestada.

156 —
—¡En orden, en orden, salgan! ¡Les llamaré por
turno!
Y sólo dos se quedaron adentro. Cuando salieron
éstas, pasó otra pareja.
—¡Tan grande! —exclamó el Hermano viendo al
niño—. ¡Qué descuido!
—Porque corre con los periódicos, Hermanito .. .
—respondió la madre— está tan grande.
—Bueno, pues.
Y aceptó al niño. También al otro, que era el chico
picado de viruelas.
—¡Esa vacuna! —dijo el Hermano, cuando salían
las madres—. Repito: ¡Qué descuido!
Pasó la madre de “la candelita”
—¡Oh! ... ¡Ni para qué señora, demasiado niño!
—Hermanito... ¡Recíbale! ¡Es una candelita de
vivo!
—No escucho, no escucho, que adelante otra.
Ya estaba en la puerta la María chica, con dos hi­
jos. La rechazada pasó por su lado, murmurando.
El Hermano pareció recordar algo y abrió un ca­
jón de la mesa. Después sacó un cuaderno. Espere
—le dijo a la María chica. Y comenzó a escribir en
una hoja, deteniéndose a cada instante, pensativo.
La chola, en tanto, con los hijos pegados a sus po­
lleras, esperaba. Y como el Hermano seguía escri­
biendo, sin reparar en ella, su tensión nerviosa dis­
minuyó y la madre levantó el rostro hacia los cuadros.
¡Dichosa! —pensó, viendo a una santa rodeada de
ángeles. Y luego: vean, vean, —les dijo a sus hijos,
elevando su índice hacia otro cuadro. En éste, Salo­
món, entronado, meditaba, mientras un sayón, pen­

157
diente de los labios del Sabio, con la espada lista en
la una mano, suspendía con la otra, por los pies, ca­
beza abajo, a un hermoso niño. Dos mujeres presen­
ciaban la escena: la una muy tranquila y satisfecha,
y la otra como enloquecida, a punto de abalanzarse
sobre el soldado.
De repente, el Director golpeó la mesa. ¿Y éstos?
—preguntó luego, refiriéndose a los niños de carne
y hueso.
—¡Ambos, Hermanito! —contestó la María chica,
reaccionando y acercándose al escritorio.
Los niños, en tanto, no sabían qué hacerse, y se
agarraban, medrosos, a las patas de la mesa.
—¡No toquen! —dijo la madre, alejándolos del
mueble.
El Hermano, miró fijamente al mayor.
—¡Qué flaco! —exclamó por fin.
El niño se ruborizó. Se tragaba la saliva, mientras
un lento comezón le subía por la tráquea, como mi­
llar de hormigas. Y, de repente, tosió. Aferrado a la
pata de la mesa, tosió, desgarradoramente.
—¡Señora!
—Se ha resfriado, Hermanito .. . Madrugamos.
Ahora el niño se calmaba. Avergonzado, no se atre­
vía a levantar el rostro y lo volvió hacia un ángulo
de la pieza. Creyó verie a su ángel, aturdido también,
golpeándose en las paredes. De pronto, el niño se
sobresaltó más aún, y cubrió con el pie desnudo una
mancha sanguinolenta en el piso.
—¡No puedo! —exclamó el Hermano—. Certifica­
do médico. Regrese con certificado .. .
—Hermanito . . .

158 —
—Pero déjele al otro. A éste sí. En cuanto . .. Vuel­
va mañana con certificado.
Y tocó un timbre. Y cuando asomó el portero le
dijo algo al oído. La chola salió dejando sólo a uno de
sus hijos.
Las compañeras le cerraron el paso.
—¿Qué dice? —le preguntaron.
—Que vuelva mañana. Hasta mañana . ..
Hablaba aturdida, sin mirarles de frente.
—Espere, espere, para regresarnos juntas —le
dijeron.
Se apegó a un pilar y esperó. No le decía nada a
su hijo, ni éste la miraba. Cuando sus ojos se toparon,
la madre pensó para sí: ¡Tontito! . . . ¡Cómo ha c'e ir
a toser allí mismo!
El niño ocultó el rostro en las polleras y lloró.
—Calla, calla, mañana hemos de venir de nuevo.
El llanto lo alivió, y el niño miró el hermoso patio,
ahora desierto.
—Mañana —pensó. Y se le fue la sensación de va­
cío del estómago, y un bienestar profundo le subió
suavemente por donde se le vinieron las hormigas;
mas volviéndolo leve, elevándolo. Nuevamente el án­
gel, tranquilo esta vez, se alzó sobre sus hombros, con
las alas abiertas. Desde un cuadro, Jehová lo miraba,
escondido en una nube, como detrás de enorme pie­
dra blanca. El patio resplandecía al sol, con pilas de
agua clara y barras pintadas y argollas.
—Mañana . ..
Y Miguel se vio a sí mismo detrás de su rueda,
corriendo de un extremo a otro, entre mil niños.
Pero salieron las otras cholas, y un olor intenso a

— 159
creso llenó el aire, y el lechoso líquido corrió entre
los ladrillos.
—Desde mañana dan leche —dijo alguien. Ya des­
filaban por el portón entreabierto. Detrás iba la María
chica con el hijo. Cuando éste pasó, las puertas se
cerraron, duramente.
El niño volvió la cabeza, sobresaltado.
—¡El ángel se quedó adentro! —gritó, tratando de
volverse.
Lo veía, con el ala ensangrentada presa en la jun­
tura de las puertas.
—¿Qué ángel? —dijeron las cholas, agrupándose.
La María chica no respondió, y tomó al hijo de la
mano. Lloraba el pequeño tísico, sin resolverse a se­
guirla aferrado a las verjas. Salió solamente cuando
le obligaron, por la fuerza, y no dejaba,, al andar, de
volver la cabeza, desolado, ahora más que nunca, ya
sin ángel.
En la esquina esperaba la madre de la Candelita.
Ya le llevaba en brazos a su hijo.

160 —
III
EXODO

ORO

La chola agria venia desde la plaza, dialogando


ásperamente con una vecina.
Cerca del barrio se detuvo.
—Vea —dijo—. ¡Sí es de matarle! ... y atrasándo­
se a la escuela!
El niño picado de viruelas reía más allá, sin verla,
preparándose para molestarle a una muda, con otro
muchacho. Iba la muda, tranquila, con enorme canasta
a las espaldas.
—Vos por la otra acera ... ¡Y yo le tiro esta cás­
cara!
La muda les oyó. Se detuvo, furiosa y les hizo fren­
te, hinchando su enorme boca.
—¡Véale, véale —seguía la chola—... ¡Cuidado!

—161
La muda había agarrado una gran piedra y avan­
zaba, babeando, a grandes pasos, contra los niños.
Corrieron éstos y, de pronto, el uno se sintió pre­
so: lo había atrapado su madre, con el paño.
—¡Dañado! —le decía—. Las medallas cantando y
vos molestándole a la muda! Aprende en el hijo de la
vecina. Ya tres semanas seguidas viene con medalla.
Reía la muda, lentamente, al ver cómo la chola
castigaba al hijo. Por fin el niño logró escaparse y se
alejó llorando, rumbo a la escuela.
El otro lo esperaba en la esquina.
—¡Amiguero! —gritó todavía la madre—. ¡Pero
verás lo que te hago, cuando regreses a la tienda!
Y siguió hasta el barrio con la otra chola.
Y el taita ... —iba diciéndole—. ¿Cree que se preo­
cupa? ... ¡Hele! Aura tejiendo sombrero! Hombre
que ganaba diez sucres ... Toda la paja quiebra en
los dedotes ... ¡Huallmico!
—Ya ha de encontrar trabajo.
—¿Acaso busca?... Por el tal marido de la María
chica —siguió, al ver a Miguel en la esquina.
Jugaba el niño con su rueda, y al reparar en las
cholas, hizo rodar el juguete hasta el guardapolvo de
sus polleras, mienttras gritaba:
—¡Les pisa! ¡Cuidado!
—¡No molestes! ¡Vos del ángel preocúpate! —le
dijo la chola agria.
Y la otra sonriente:
—Arréglale las alas, dale agüita ...
—¡No le haga chistes! —siguió la otra, y añadió,
en voz más baja: ¡Angel, ángel! ... Los gallinazos es
que va a ver... y pronto.

162 —
—¡No diga!
—Hele . .. Pero mejor callar, hasta mañana ...
Y separándose de la amiga, se encaró con el marido
que en ese instante tejía un sombrero, arrimado a la
puerta.

* * -X-

Dos indios enjutos, el uno del valle y el otro de la


tierra de las tinajas avanzaban por la carretera pol­
vorosa, hacia Cuenca. Veían la ciudad entre los árbo­
les y oían claramente, a ratos, el repicar de las cam­
panas. Cuando pasaban camiones hacia la ciudad, los
indios, pegados a la cerca, observaban a los pasajeros.
—¿Pasaron?
—No, temprano es todavía.
Y cuando menos lo pensaban asomó en la venta­
nilla de un carro el busto de uno de los mayorales.
—¡Apúrense! —les gritó, de paso, mientras su
cabeza desaparecía entre una nube de polvo.
Corrieron los indios, abreviando el camino por la
calle de las tejedoras, y llegaron a la casa antes que
los mayorales.
—¡Ya están aquí los indios! —gritó una sirvienta,
y, a poco, salió de un cuarto, en pantuflas, el "amo
grande”, seguido del mayor de los hijos.
—¿Y los otros? —preguntó Argudo a los indios.
—Ya llegan, amo; en carro están viniendo, ya pa­
saron.
—¿Y qué milagro ustedes no se han ¡do?
—Amo ... ya llegan.
Entraron los mayorales.

— 163
—Vengan, vengan —dijo Argudo y se dirigió a su
despacho, seguido de todos.
—Primero el uno; tú, Torres —siguió el amo, alu­
diendo al mayoral “de abajo”, al ver que los recién
llegados iban a hablar a un mismo tiempo.
—Patrón, comenzó el chagra —yo no tengo la cul­
pa: como le dije en la carta ...
—En la carta no me decías todo —le interrumpió
Argudo.
—Yo, sí, patrón —exclamó el otro esbirro.
—Bueno, sigue.. . Torres.
Los indios escuchaban, pendientes de los mayo­
rales.
Argudo, el hijo, jugaba con un lápiz, observándo­
los.
—Es que creía al principio —siguió el chagra—
que sólo se estaban yendo al trabajo de la carretera.
Tres agarré allí, uno es éste —señalaba a uno de los
indios—. Los otros dos ya están en la hacienda.
Todos miraron por un instante al indio, que bajó
la cabeza al sentirse acusado.
—También creí al principio, que se estaban yendo
a la Costa, como los otros años —siguió el chagra—.
Le agarré al cojo del pueblo, al mordido de la culebra
y le llevé a la hacienda. “Vean”, —les dije—, reunién­
doles a los indios—. “Por idor a la costa está sin pata”.
Les ponderé los males, y ellos . .., ¡riéndose! Esto ha­
ce un mes. Después ya supe, porque... quisiera que
vea patrón! Ya no queda gente, ni en el pueblo, ni en
ninguna parte. Los que venían con tablas ... media
vuelta y al Oriente. Bateas en lugar de tablas ... y al
Oriente. Ríos de gente, río abajo, es de pararse a ver

164'
en eí camino. Oro, oro, no se oye otra cosa. Entonces
le escribí a usté. Ha sido de repente, como nunca se
ha visto. Siempre habido minas, mineros también ha­
bido, pero ahora! Venden lo que no tienen y se van.
Taita cura va hacerse loco. La banda de música en la
mitad ha quedado, y hasta el Sacristán se ha ¡do. Pa­
san hasta gringos, indios que no tienen para nada, se
enganchan. Como peones se enganchan. A diez su­
cres les pagan. No es sólo en la hacienda de usté, pa­
trón: a otros dueños ¡es veo, al paso, trabajando en
chaleco ... no hay brazos.
—¡Y la caña madura! —interrumpió Argudo—. ¡Y
vos callado!
—¡Patrón, pero qué más hubiera dicho! Y ha sido,
ya digo, de repente. Y no sólo en nuestra hacienda ...
Ya ve . . . hasta en Cuenca ... En el Descanso nos en­
cuentra la gente como hormigas.
—-¿Cuántos indios quedan?
—Vergüenza me da, patrón, no sé . ..
—¿Serán cincuenta?
—Patrón .. . Pero las mujeres y los hijos están ba­
jando al trabajo. Ayer me vino una con el cuento ...
—Ahora tú, Urdíales, —ordenó el amo, sin dejarle
concluir al otro— tú, pero no me vengas con disculpas
tontas como Torres.
El chagra se apresuró a informar. —Yo, patrón —co­
menzó, dando un paso adelante— tal como le dije, en
seguida, en la carta. Agarré a uno cuando me di cuen­
ta de que estaban faltando. “Ahora me dices —le di­
je— o te mato”. “¿A dónde se están yendo? ¿Cierto
que se van a lavar oro?” (Yo ya sabía, pero quise que
me diga ...) Y el indio, de piedra, sin contestarme na­

— 165
da. Le agarré y con el toro padrote le uncí como paré
el arado: “¿No hablas?” ... ¡El indio, de piedra! Hun­
dí la reja y le chicotié al toro ... Como gavilán iba el
mitayo por el aire, amarradote al yugo. “¿Hablas?”
—le pregunté. Ya estaba un santo: él también había
estado yendo a irse de mañanita. Soltó todo. Amarra­
do le dejé y subí a las lomas. Las chozas ... Como dice
don Torres, de la noche a la mañana, indias y guaguas
han quedado. Tres he podido atajar, ya en la montaña.
Están inconocibles: se ríen cuando uno les pega. Ha­
blan sin que uno les oiga. No sé que dicen y cuando
uno acuerda ... ellos pasando la cordillera. Pida, pa­
trón, tropa al Gobierno ... ¡Cómo ha de ser!
—¿Cuántos quedan?
—Serán ... ¿Cuántos serán? —le preguntó a uno
de los peones.
—Quince, amo —contestó éste.
Todos se volvieron hacia los indios.

# * *

Los canillitas recibían los periódicos, y se disper­


saban por las cuatro esquinas, gritando:
—¡Oro! ¡Oro! ¡Diez mil personas en los lavaderos!
—¡Oro! ¡Oro!
Los editoriales de los diarios vieron el fenómeno
como la salvación de la Patria.
En Quito se hicieron nuevos planes económicos.
Creáronse secciones especiales en los Bancos y se
cruzaron de brazos, esperando ver montañas de oro
en el horizonte.
—¡Oro!

166 —
Y a cada grito el lacerado corazón de pueblo latía
hacia la selva. Las tejedoras ponían el pensamiento
en los ríos lejanos, mientras sus ojos enrojecían so­
bre la paja. Paraban la rueda de la máquina las costu­
reras, con la vista perdida ...
—¡Oro!
Los pueblos se desmadejaron en los caminos, y la
tierra de las alturas —la que produce el grano y la
leche— quedó abandonada por los hombres en gran­
des comarcas, seca, partida, como muerto planeta.
Se lavó oro hasta en el Tomebamba, calle de Cuen­
ca.
Creció una nueva casta de explotadores: los com­
pradores de oro, con ladronas balanzas, junto a las
cantinas de la ruta.
Montañas de metal se elevaron lejos de los mine­
ros, mientras los hospitales se hinchaban de extra­
ñas, monstruosas enfermedades tropicales.
En las haciendas subtropicales la caña de azúcar
fue cosechada por el sol, pues no había sino brazos de
niños para gavillarla. Grandes sectores fueron incen­
diados, para darle a la tierra siquiera la ceniza. Las
siete vacas flacas, espanto de las laderas, fueron ven­
didas en los valles, y así la sequía se devoró a sí mis­
ma. Pero antes hubo hambre, y fueron vendidos mu­
chos hijos, y abandonados otros, después, a la espe­
ranza, con sus madres.
Ahora ...
* * *

La chola agria se mordía la punta del huango co­


mo las serpientes la cola.

— 167
Era domingo y había regresado de la feria a las
doce, vendiendo ,mal su sombrero, y, el del marido,
apenas en un sucre.
—¿Quién iba a dar más? —se quejaba—. Sombre­
ro que parece hecho por un ciego, las pajas desigua­
les, quebradas. Hombre que tres sucres ganaba, aho­
ra .. . aquí como mujer tejiendo ... ¡Huallmico!
Nada decía el hombre, fija la vista en el tejido, la
barba enmarañada.
Llegó el hijo de la escuela con hambre.
—¿Y la medalla? ¿Por qué no aprendes en el hijo
de la vecina? ¡Ah! ... pero qué tonta soy ... ¡El tiene
padre!
Y el látigo cayó sobre el pequeño, enconado.
El padre iba a intervenir, cuando el castigo cesó.
—¡Di algo! O da para la plaza . .. ¡Huallmico! si­
guió la mujer.
El hombre se puso de pie. Escupió con la boca
crispada:
—¡Puta!
Y salió. De pronto, giró sobre sí mismo, agarró un
banquillo que estaba en la puerta, y arremetió contra
la chola.
Las vecinas oían el estruendo, sin atreverse a in­
tervenir.
—¡Le mata! —gritaban—. ¡Ya le mata! ¡Seño Ma­
ría grande, ayúdenos!
Por fin, el hombre salió y se fue calle abajo.
La tienda se llenó de vecinas.
—¡Agüita, agüita, denle; está sin habla!
—-... ¡Don Ricardo vuelve! ¡Se regresa! —excla­
mó alguien desde la puerta.
Él obrero volvía en efecto, terriblemente pálido.
Algunas cholas corrieron, otras se pegaron a las pa­
redes. La María grande le salió al encuentro.
—¡Basta! —le dijo, y io detuvo.
El hombre forcejeó unos instantes pero acabó por
reclinarse en el hombro de la chola.
Acezaba.
—Cálmese, cálmese.
Al fin se fue. Y vino luego la noche, amaneció el
tercer día y el hombre no regresaba. En la mañana del
tercer día, asomó.
—¡Don Ricardo se ha hecho sobrestante! —grita­
ron los muchachos al verlo, pues venía con polainas,
como suelen estar los capataces, entre el barro.
—¿Y aura? —exclamó la mujer, saliendo al encuen­
tro, con los hijos—. Tenía ella una venda sucia sobre
el ojo, con hojas de mortiño.
—Vengo a despedirme de los guaguas. Hallé quien
me contrate, nos vamos.
Todas las tejedoras sabían a dónde, de antemano,
y surgieron diversas opiniones:
—Don Ricardo, los ríos mares se han hecho! Mu­
riendo está la gente como moscas ... No se exponga,
aquí como quiera ha de encontrar trabajo.
—Bien hecho, don Ricardo, hasta los mudos se
han hecho ricos, váyase no más.
—¡Hecho bien!
—¿Y aura? ¿Cómo .. .? -preguntó su mujer.
—He de regresar a las siete. De noche nos vamos.
Ahora mucho tengo que hacer. Prepara algo para
el camino, toma. Y estos treinta sucres para los días,
hasta mientras.

169
—¿De dónde? ...
—Yo sabré.

* * *

La .mujer bajó a la plaza del mercado y la María


grande se sentó en la esquina, en espera de las cam­
pesinas.
—Deja los choclos —les decía cuando pasaban,
bajando de la colina.
Una india joven, de senos como repollos, se de­
tiene:
—Vea —dice.
Y baja la canasta, a cuyos bordes las frescas ma­
zorcas de maíz tierno se arriman, penachudas.
—Deje, deje; cuente, rebaje.
Y le compra.
— Ustedes las de Cullca, dichosas —le dice la chola
a la india, cuando no quiere rebajarle— ni la sequía
les llega.
Y otra:
—Ustedes las lechugas, las flores ... nosotras: la
paja y las piedras de la calle.
Con las dos manos abiertas sobre una fresca do­
cena de mazorcas, la María grande entró a su tienda
y no salió sino cuando las luces se encendieron, blan­
cas las manos de masa lechosa, hasta los codos.
—¿Ya vino? —preguntó, llegándose a la tienda de
la chola agria. Esta, que lloraba junto al fogón humo­
so, con los párpados morados, movió la cabeza nega­
tivamente.
—Le hice unos chumalitos para el primer desayu­

170 —
no. Tenga paciencia, vecina, verá cómo con oro ha de
volver... ¡Dichosa!
_ ¡Ya vuelve don Ricardo! —gritaron desde la es­
quina los muchachos.
El llanto de la chola se hizo ruidoso. Todas las ve­
cinas la rodearon, llegándose hasta la esquina.
Subía el obrero, con un desconocido vestido en
igual forma.
—¡No se tarde! —le dijo éste, quedándose en me­
dia subida.
—No, nada.
Y subió a grandes trancos.
—¡Vaya —dijo—, hasta otro día!
Y con el un brazo iba estrechando a las vecinas.
Del otro se le colgaba el hijo mayor, y el último se
abrazaba a la polaina. El padre movía la pierna con
mucho cuidado. Después alzo en hombros a ambos
hijos, muy pálido, pero sin llorar, con la garganta in­
flamada.
Y se fue, seguido de su mujer y de los hijos que
quisieron dejarle hasta la estación de los carros.
La María grande recibió el último abrazo.
Bordeó el grupo el torrente hasta la esquina. Se
aclaró un momento bajo el foco. Allí se movió el bra­
zo derecho del hombre hacia el barrio y otra vez en­
tró en la sombra.
La María grande, otras vecinas y los niños, no se
movieron de la esquina sino cuando desaparecieron
todos, a lo lejos. Después se dispersaron, comen­
tando.
—Ella tuvo la culpa.
—¿Cómo le irá?

— 171
—¡Óue taita Dios los proteja!
Cuando la María grande volvió a su tienda, tenía
toda la ciudad bajo sus párpados, ricamente ilumina­
da. Y cuando parpadeaba, se despedazaba la ciudad
sobre las piedras, y volvía a encenderse. Y luz no ha­
bía, sino el rojizo foco, en el poste final de la retor­
cida calle.
Sólo los niños se quedaron en la esquina.
De pronto, la gran chola se volvió, con violencia.
—¡El fiambre! —gritó—. ¡Olvidé darle!
Corrió a su tienda y salió después con un tibio
atado en las manos.
—Ha ¡do olvidándose los chumalitos —le dijo al
hijo de la María chica—. Toma, corre, más que sea en
el ángel ándate, ¡volando!
Corrió el chico, bordeando el torrente, seguido de
varios compañeros, con el pequeño paquete bajo el
brazo.

172
II
. . . NO HUBIERA PUEBLO!
Los días sucedíanse sin nubes, hirientes como bo­
tellas rotas, trágicamente claros. De sol a sol los ríos
coleteaban, como agonizantes, largos peces.
El polvo sucedió a las nubes y a la lampa el sol,
y a la yunta el sol, que abría en la reseca tierra, esca­
lofriantes grietas. Sólo en los crepúsculos desuncía,
pero quedaba su arado arrimado a las lomas, impla­
cable, la reja hacia las estrellas. De cuando en cuan­
do el bramido profundo del Sangay, seguido de tem­
blores, acallaba el aullido de los perros que otra vez
renacía ante las abras de la tierra.
Cuando detrás de la cordillera vino el grito, todas
las cabezas se volvieron.
—La fruta está regada, las yucas crecen en días!...
Y el oro: lo están recogiendo a puñados ... La gente
está como en las pescas!

Y nada más que con pasar la cordillera ...

Primeramente se movieron los cantones orienta­


les, luego los pequeños pueblos; después, la ciudad
misma y todo el largo sur hasta las cercanías de Loja.
Los que no disponían de medios para proveerse
de equipo adecuado, se "enganchaban” donde los con­
tratistas.

173
—¿Cuánto, amo?
—Seis sucres, ¿cuánto ganabas antes?
No contestaban ...

* -x- *

A Jonatás, el herrero del pueblo, se le ve trabajan­


do ante las llamas con delantal de cuero, en su estre­
cha tienda, hasta la noche.
Grita:
—¡Llámenle al Ricardo, se me duerme el brazo!
—¿Ricardo? ... Se ha ¡do, de mañanita se ha ido,
no quisimos decirte.
Se referían al ayudante. Director de la banda de
música.
—¿Y la banda?
—¡Para lo que queda! ¡Golpeándose está el bom­
bo en la casa vacía!
El único hijo del herrero que aún no le abandona,
es escultor y trabaja actualmente un minero de palo.
Ya lo está pintando: tiene azules calzones arro­
llados hasta los muslos, cuchilla al cinto, morral y una
batea auténtica que semeja sombrero chino, baje el
brazo. Sus ojos café claros son dulces e implorantes,
y todo él, está como encogido ante invisible brazo:
es para colocarlo bajo el de Don Bosco, patrono del
Oriente, en el altar lateral de la capilla.
El mismo artesano hace las bateas para los lava­
dores.
Son redondas, de cedro, no muy hondas, con un
hoyo en el centro, donde ha de brillar el oro cuando
la arena y el agua fangosa salgan por los bordes, dies-

174 —
trámente impelidas. Están de venta, amontonadas en
el poyo, y los mineros, al comprarlas, las sopesan, las
miran por todo lado y las menean, muy serios, con los
brazos flexibles y la mirada dura, fija en el agujero
del centro, como si ya lavasen.
El señor Cura —“va a hacerse loco"— tiene el ta­
rro de pintura en la mano, listo para ofrecérselo, en
cuanto el escultor tienda el brazo. Ahora pintan el
morral, dándole tonalidad de cuero.
—Usa un pincel más grueso ... No estamos pin­
tando ojos.
—Ya mismo, taita cura, ¿no ve? ya está casi la­
vando ... La batea es de veras . ..
—Oye . .. ¿Quieres la lora? Te la regalo, se ha
vuelto insoportable.
—Bueno ... ¿Cuándo?
—Ahora mismo, en cuanto acabes.
—Mañana dirá entonces ...
—¡Ahora! ¡Hasta ha aprendido a aullar como pe­
rro, me asusta!
* * *

Los dos niños vendidos acarrean agua desde el río


en un gran cubo péndulo de chaguarquero seco. El
hijo de Yaulli ha crecido y ya está tan desenvuelto
como el cocolo de la lora.
Bordean el cañaveral maduro y llegan cerca del
puente. Cholas de pelo suelto lavan en la orilla. Una
batea larga, remendada de lata, baja en ese instante,
arrastrada por el río, con una hoja de penca y una ca­
misa espumosa en su cuenco.
—¡Conténganle! —grita una muchacha, de pie en la

— 175
corriente, con los muslos desnudos entre las polleras
y el agua; mas, nadie se atreve a ayudarla pues la
batea va por medio río. Bajo la sombra del puente, la
lata del remiendo se opaca y brilla otra vez intensa­
mente ai perderse en la extrema curva.
—Lastimita ... ¡Y con ropa!
Las cholas lavan, usando, en vez de jabón, hojas
de penca blanca, partidas por el golpe contra las pie­
dras, espumosas, de espinas apenas insinuadas.
La ropa blanquea en las matas de la orilla, y las
guaguas, morenas, semidesnudas, gatean en su som­
bra. Otras, las más crecidas, recogen pequeñas pie­
dras blancas ‘‘de sacar candela", en las faldas.
—¡Cocolo! ¡Tinga el bolo! —les gritan a los sir­
vientes del cura, que se acercan con el cubo de lata.
—¡Longas! —responden ellos, pero las chicas les
lanzan guijarros, que rebotan sonoramente en e! cu­
bo, y ellas, corren después a refugiarse donde las
madres.
—¡Ve quiénes dicen longas! —gritan éstas—.
¡Candela hemos de sacarles de los cocos, con las
piedras!
—Ya regresamos . .. ¡espérense! —les amenazan
los dos cocolos y llenan de agua el cubo, más arriba.
Luego, ponen el hombro —cada cual al un extremo
del palo atravesado al cubo— y se enderezan. Y no
bien andan diez pasos dejan la carga en tierra.
—Chupemos cañas.
Quiebran dos, al azar, pues todas son largas y ma­
duras y las chupan.
—Llevemos el balde en una caña.
—¡Ya está!

176
Escogen la más larga, de dorados cañutos y la co­
locan en lugar del palo. Levantan el peso y la caña se
quiebra. El agua derramada desaparece en una grieta.
—¡Le traga la tierra!
_ Veamos con cuántos baldes se llena . . .
Traen más agua desde el río, y, cuidadosamente,
la vierten en el abra.
—¡Ni con este!
Los bordes de la grieta se hinchan, oscurecidos;
pero el chorro desaparece, cristalino, sin colmarla.
—¡Uy!
—Sí, hombre ... y vamos . . . ¡Puede haber un te­
rremoto!
—Yo vi una cosa...
—¿Qué cosa?
—Una cosa, una botellita de oro, en el cajón del
velador de taita cura.
—Para eso a mí —pero no cuentes, cuidado— me
va a robar mi papá, porque ya ha regresado, con oro.
—¿Cuándo?
—Yo sabré ... Te contaré si me devuelves la ca-
jita ... O si me muestras la mala crianza ...
—¡No me tientes! Te va a tragar la tierra ... ¡La
raja llega hasta el infierno!
-X- -x- -x-

El herrero despide a su último cliente, y se queda


mirando el camino. Oye voces lejanas y pasos de ca­
balgaduras en el puente. Entra al taller, rascándose
la oreja y mueve la fragua con el brazo izquierdo. Sur­
ge un penacho de chispas de entre los carbones y el
rojo vivísimo de éstos contamina al herraje, fijo so­

— 177
bre ellos al extremo de largas tenazas. Los músculos
resaltan en el nervudo antebrazo del herrero. En tan­
to, ya las puertas recortan las siluetas de nuevos pa­
rroquianos. Jonatás los atiende:
—¿Cuántos?
—Dos no más.
Un gringo, un negro y varios indígenas, estaban
ante las puertas, con una muía y un caballo tordillo,
cuyos cabestros ataba ya uno de los indios a los pi­
lares.
—¿De dónde son? —preguntó el herrero a los
indios.
—De Paccha.
—¿Han entrado ya al Oriente otra vez?
—Mana (no).
—Criaturas ... Y de tierra fría! Pensarán pues que
el Oriente es así no más ...
—¿Y usted?
El gringo, que fue el aludido, procuró desvanecer
el efecto que el herrero produjo en los indios.
—Mi conoce —dijo— Sabe ... Ha trabajado en
Arizona, en Alaska y Escandón —señalaba al negro—
trópico, machete, y yo Zona Canal, calor, y estos ...
duros, valientes, diez sucres —concluyó, refiriéndose
a los indios.
El era alto y delgado, de un rubio amarillo. Real­
mente, nunca lavó oro, si bien descendía de mineros.
Nació en Finlandia y fracasó en Nueva York. Bajó des­
pués a Panamá, donde por vez primera sintió el calor
del trópico, tan distinto al del verano de los climas
templados, húmedos, agigantado por la lluvia ancha
y caliente. Pasó a Guayaquil, y ahora ... El negro le

178 —
había hablado en el puerto de su vida de selva en Es­
meraldas, pero era, en realidad, un oscuro boxeador
retirado, ya con “mandíbula de vidrio”.
Muchos lo vieron en sus malos tiempos, casi des­
calzo, ganándose pesetas por abrirse paso entre las
aglomeraciones de las boleterías. Pasaba ahora de los
treinta y cinco. Si logró convencer al extranjero fue
sin duda porque, al hablarle de su Esmeraldas nativa
le fluiría toda el alma en las palabras.
Y ahora estaba ante la cordillera.
—Batea, medio primitivo —decía el gringo—. Ha­
remos canalones, como en Arizona.
Los indios se callaban, pensativos. Les había arro­
jado la sequía de su tierra, pero jamás sospecharon
que a tan poca distancia de sus frías laderas, se en­
contrara este valle, como enredado al río, verde y
tibio.
—¡Allpalla! (¡Qué tierra!) —había dicho uno, pa­
sándola de una mano a otra, ante los ojos de los com­
pañeros. Tierra caliente, suelta, de anchos poros, hú­
meda junto a las acequias del reguío. Pero los billetes
recibidos soportaban a las mujeres y a los hijos en
los lejanos huasipungos. Además, quizá también sen­
tían ellos la atracción de lo desconocido, tan ponde­
rado.
Dudaban.
Y ahora el negro ponderaba las maravillas que les
esperaban, y el gringo asentía. Sólo el herrero no ha­
blaba. Había herrado ya al mulo y ahora trabajaba en
el tordillo. Los largos clavos se hundían en el casco,
afirmando el herraje y asomaban, brillantes, en el la­
do opuesto, donde eran remachados.

— 179
El caballo era alto, de patas finas y musculosas,
a vetas azuladas.
—Auuuuuuuuu ... ¡Amo Argudooooooooo!
—¿Qué pasa? —preguntó el negro, alarmado.
—La lora ... —dijo el herrero— ha aprendido a
aullar como perro.
—¿Dónde está?
—Ahora le ha de ver, al paso. '
—Y usted, ¿se ha ¡do alguna vez?
—Sí, de joven, cuando era fuerte .. . Un año de no
llover es que ha producido esta locura ahora. Pobre
gente, no sabe. Hasta dos hijos míos, locos, se han
¡do. No digo que no cojan; oro si hay, ¿pero guardan?
Hablaba excitado, viéndoles los ojos a los circuns­
tantes, sin detener su brazo.
—Vean el Oriente, —dijo— fuera de un flechazo
que tengo en el hombro ...
Y arrojó el martillo y se levantó el pantalón hasta
el muslo, dando un paso adelante. Lívidas cicatrices
surcaban entre los vellos, deformando los músculos.
Como si él mismo se admirara al contemplarlas
otra vez, las miró largamente.
—Aquí estamos en el cielo, aunque no llueva
—dijo.
En tanto, el caballo ha recogido la pata, sensitivo.
En torno al último clavo, rojinegra, una gota de
sangre está creciendo.

Lejos, en Cuenca, la María chica revuelve los trapos


de su tienda porque lós Argudo le llevan a la hacienda
a Miguel, de vacaciones.

180 —
_ Con el calzón de terciopelo ándate, cuidado, hl-
j¡t0 d¡Ce—. Ya sabes: que no crean ... Allá no hay
resfrío con semejante clima. ¡Te luciste! ¿Y el saco?
¡Pronto!
Pero ya Miguel se lo está poniendo. Tiene que de­
jar a un lado la rueda para meter el brazo en la manga.
—¡Vamos!
Y ambos corren, calle abajo. Frente a la casa de
los Argudo un automóvil espera y el zaguán está lle­
no de gente.
—Bueno, que les vaya muy bien, no se olviden
de nada.
Suben al carro dos señoritas elegantes, seguidas
por “la Carmen actual”, y sus dos hermanos mayores.
El último Argudo está ya junto al chofer y llama
a Miguel, dejándole sitio.
—¿Y la rueda? —le pregunta.
—¡Aquí—
—Qué bueno, ¡dámela!
Y cuando Miguel le entrega el juguete, lo toma en­
tre las manos e imita cuanto hace el chofer con el
volante.
—¡Adiós!
—Y el carro parte hacia El Descanso, lugar en que
esperaban las cabalgaduras, para internarse, por el
Tahua!, al valle. Miguel no cesaba de mirar el río, afe­
rrándose al asiento cuando el carro curvaba, casi so­
bre el agua. Detrás iban los demás, en animada char­
la. Una de las señoritas era la novia de Argudo, el ma­
yor, y la otra, una amiga, rubia de boca jugosa y uñas
rojas. No cesaba de hablar, dirigiéndose a Ernesto,
el más joven, a cuyo hombro se apegaba en las cur­

— 181
Vas. Era "muy inteligente", lectora de Guido da Ve-
rona.
La otra no hablaba, parecía realmente apenada.
—¿Y si nos fuéramos todas? —dijo Carmen—. ¡Aní­
mense!
—¡Ah! . . . Pero ...
—¡Vamos! —dijo la rubia—. Hecho ... Si este me
invitara.
—Vamos —dijo Ernesto, al sentirse aludido— por
mí no falta.
—Bueno —le interrumpió la rubia—. Ahora pase,
pero en la “luna”, les caeremos —y se dirigió a los
dos novios—. La pasarán en la hacienda, ¿verdad?
Y les visitaremos ... La luna entera, no tanto, me­
dia luna ¿qué dices Ernesto?
—Magnífico, contestó éste, atento más a lo que
sucedía en el camino que a lo que escuchaba a su
lado.
—¡Miren!
Largas hileras de hombres, batea al hombro, se
pegaban a las cercas cuando el carro pasaba.
—¡Es la avalancha! —siguió Argudo— y no son
indios no más, sino artesanos ... de Cuenca.
—¿Te importa? —dijo la rubia.
—¡Miren!
El largo puente de cal y ladrillo del Descanso, aso­
mó a lo lejos, cubierto de gente.
—Se estarán reuniendo —siguió Argudo el ma­
yor— para entrar al Tahual en caravana.
El carro pasó lentamente entre los grupos y se de­
tuvo ante una pequeña casa enclavada en las prime­
ras rocas, sobre el río, que era apenas un hilo de agua

182 —
sucia en la mitad del ancho cauce de invierno, hoy
seco, bajo los rojos arcos del puente. El río grande
sonaba a lo lejos, a la derecha, oscurecido ya por la
gran sombra de las rocas donde se sume.
Los del carro bajaron y Argudo el mayor habló con
los indios de la hacienda que les esperaban con los
caballos listos.
La rubia no se estaba quieta ni un instante.
—¡Miren! exclamó, también ella, y se llegó hasta
medio puente, con el brazo extendido. Señalaba al
Cojitambo, cerro de piedra, impresionante, cortado a
pico contra el cielo por un cataclismo. Sin duda era
nevado ha miles de años.
—¡Es como un ala! —exclamó la rubia.
—Un ala ... ¿De qué? —dijo Ernesto, que la había
seguido.
—¡Ah! Vente, de lo que tú quieras, dejémonos de
paisajes.
Y caminaron, de brazo.
—Pero vamos ... siguió la muchacha. —¡Apestan!
Y recorrió el puente lleno de indios, con la mirada.
Primero despidámosles a los viajeros —añadió.
Ya el hermano mayor estaba en íntimo coloquio
con su novia, y, el pelirrojo, jinete en el pequeño ca­
ballo de la estrella en la frente, lo había lanzado a
corto galope y contenido de repente, ante el asombro
de Miguel, que, a su vez, estaba ya sobre el caballo
del guía, sostenido por éste.
—¡Miren! —gritó la rubia, riendo.
—¡Qué fachas! —exclamó la novia.
Ernesto permaneció serio. En ese instante, un
grupo de artesanos de Cuenca ataba los cabestros al

— 183
cuello de las bestias, cerca del roquerío. Algunas cho­
las los despedían, llorando. Unos iban con ropa ade­
cuada, pero otros llevaban polainas sobre pantalones
ciudadanos, y había uno con sombrero de esterilla.
—¡Con tostada y de polainas! —siguió la rubia sin
dejar de reirse.
—¡No te rías! —le dijo entonces Argudo— no veo
nada de cómico en esto: es el pueblo desesperado.
Todos miraron a los emigrantes.
—Y no saben lo que les espera en el Oriente —dijo
Carlos—. Sería de verlos después de ocho días ...
Creo que algunos no saben ni montar a caballo, pe­
ro les han dicho que es un paraíso . . .
Y Ernesto:
—Es el hambre.
La rubia se dirigió a Carlos:
—... Comunista, ¿no? —dijo, señalando a Ernes­
to con el rostro.
—Tiene esa manía . . . —repuso el hermano ma­
yor.
El aludido nada dijo. Carmen rompió el incómodo
silencio abrazando a los que se quedaban. Luego se
acercó a su caballo. Lo mismo hizo su hermano, y
pronto se inició el desfile hacia la garganta.
Los niños ya estaban lejos.
Cuando la cabalgata desapareció entre las peñas
las dos muchachas se llegaron a la pequeña casa. La
novia entró y la rubia se acercó a la ventana y se de­
tuvo ante los vidrios. Brillaba al sol su melena y se
insinuaba el vello de durazno de sus brazos desnudos.
—¿Qué te sucede? —preguntó, volviéndose hacia
Ernesto, que no se movía del camino, e impresiona­

184 —
da ante el mutismo del hombre, se calló a su vez, y
miró atentamente a los del éxodo: también algunos
niños despedíanlos, y había una mujer que lloraba en
silencio con la guagua prendida a su seno.
Nubes de enfurecido polvo les envolvían a ratos,
y las madres se pegaban a las rocas, cubriendo el ros­
tro de los niños. El cielo era un vidrio desolado.
Algo dijo la muchacha, y se estremeció como si
una racha helada le rozara los hombros.
—¡Qué dijiste! —le preguntó Argudo, sorprendido.
La rubia aclaró su voz que el polvo había opacado,
y dijo, repitió sin duda:
—.. . ¡Qué no hubiera pueblo!

— 185
III

CAÑA DE AZUCAR

Al noveno día, Argudo, desesperado, subió a la


tierra de las tinajas, y no encontró sino mujeres y ni­
ños de pecho. Los pocos hombres que quedaban —Ta­
curi entre ellos, el del párpado roto en la revisión de
las tarjas— eran ahora, en el valle, el eje de la co­
secha.
Ya de regreso, frente a la última choza, el mayoral
insinuó:
—Verá patrón; aquí vivía el indio de la yunta, con
los hijos, ¿se acuerda? Uno de ellos era ese cholo al­
to que vivía con el cuento de que en Nabón las cose­
chas son para los indios.
La puerta se movía con el viento, chirriando lar­
gamente, y se golpeaba contra el quicio.
—¡Taita Antoniooooooooo! —gritó el mayoral.
La puerta volvió a entreabrirse, de pronto, pero
nadie acudió.
El chagra desmontó y se llegó hasta el poyo, cau­
teloso. Entró en la choza. Junto a la puerta sobre el
poyo había harapos de poncho, y en el patio una ties­
ta de cántaro, soleada, con la arenosa huella del agua
en círculos brillantes. La sombra de un gallinazo que
volaba en lo alto pasó sobre las cercas.
—¡Ha muerto! —gritó el mayoral, asomando en la
puerta, con el pañuelo en las narices—. Ha muerto,
está pudriéndose ... ¡El viejo!
Y cuando ya salía, una gallina gris se escurrió en­
tre sus piernas, alicaída, perdiéndose en la ladera.

186 —
—¡Mira! —exclamó Argudo, y se acercó a una
cerca.
Allí, entre una mata de zapallo ennegrecida por la
quemadura de la helada había un niño. Estaba casi
desnudo, con harapos del color de los del poyo, como
enredado entre las negras venas de la planta, el vien­
tre abombado, de saliente ombligo. Miraba, impasible,
a los hombres, con la boca y las manos llenas de
tierra.
—¡El nieto, el cometierra! —dijo el chagra—. Se
ha quedado solo ... ¿Y ahora, patrón?
—Tenemos que llevarlo.
—Es idiota, oí que tiene rabo .. .
El cuello del niño era flaco como sus piernas, y la
cabeza grande e hirsuta.
—Amárcalo y vamos... O déjalo en la choza de arri­
ba, donde las Melgares.
No sin trabajo y muy de mala gana el mayoral con­
dujo al niño hasta el arzón de su silla, pues el peque­
ño monstruo se debatía y chillaba, sin desprenderse
de la mata, que por fin arrastró tras de sí, en la seca
mano, con todas las retorcidas venas de anchas ho­
jas velludas.
—¡Suéltate!
Y el chagra entreabrió, por la fuerza, los largos de­
dos terrosos enredados a la planta, y se alejó al ga­
lope.
—¡Y avísales lo del muerto! —le gritó todavía Ar­
gudo, mientras entraba al pajonal, a voluntad de su
caballo, sueltas las riendas.

187
El día, lentamente vertido hacia Occidente, como
una gran tinaja, alargaba en la sombra jinetes y patas
de caballos hasta los confines, cuando densos pena­
chos de humo, que semejaban nubes a primera vista,
asomaron en el horizonte, por el lado del valle.
Los dos hombres se miraron.
—¿Crees? .. . —dijo Argudo.
—No, patrón; viene de más abajo: el doctor To­
rres pensaba quemar la caña helada, y así tendremos
nubes todos.
Pero lanzaron los caballos al galope. Los cerros
del otro lado del valle, se agolpaban, a cual más ama­
rillo, creciendo lentamente, con chozas en las crestas.
—¡Por el atajo!
Y cuando salieron de entre los cactus, ya todo el
valle estaba a la vista.
—Bien dijiste ■—comentó, sofrenando a la bes­
tia—-.
Es la de Torres.
Subía desde la orilla del río el incendio, entre la
amarillenta verdura, crinado de humo y altas llamas,
hacia el camino. Se diría que éste iba a arder, como
fina hoja seca, al ser tocado por el fuego.
—¡Pero va a perder todo! —exclamó el chagra—.
¿Ya no le dije, patrón? No somos solamente noso­
tros, todos están desesperados. Y vea, vea la gente en
el camino. . . ¡Echando polvo!
—No hemos agotado los medios —dijo Argudo—.
¿Por qué no les tentamos a los que pasan? Podemos
ofrecerles buenos jornales; nada perderían con unos
días de demora, ¿qué dices?
—Ya lo hice, patrón. Maravillas les dije a unos

188 —
yunguillanos. ¿Cree que se tentaron? Piensan que si
un minuto se tardan ya se acaba el oro ... El oro es
oro ...
—Quizás lo indios ...
—Tal vez, pero no crea; están inconocibles, alza­
dos. De rematarles es al encontrarles en el pueblo:
hasta tabacos compran; con la batea al hombro fu­
man, ni saludan.
En tanto, descendían.
Caña de azúcar solamente había en todo el valle,
en cinta unida al cielo, al un extremo, a lo largo del
río, y recortada a lo ancho, por el límite del riego. De
trecho en trecho, casas de hacienda y huertos de fru­
tales alteraban el verde amarillo uniforme de la caña,
listado de altos sauces reales en las sinuosas lindes.
La hacienda de los Argudo, toda, estaba a la vista,
cortada por el río, con los rojizos tejados medio cu­
biertos por los penachos de las palmas.
Hileras de mujeres y niños trabajaban, moviéndo­
se en el pequeño trecho ya talado, que se internaba
en el enorme cañaveral, como bahía gris, llena de
gavillas.
—¡Casi donde les dejamos! —exclamó Argudo—.
No han avanzado nada.
—Perdiendo tiempo estamos, patrón. Qué han de
poder, más lo que chupan cañas ... Y vea . . . ¡Pero
vea!
Señalaba un sauce real con las ramas repletas de
pequeños indios. Otros se abrazaban al tronco y ascen­
dían, ayudándose mutuamente.
—¡Viendo el incendio! —siguió el chagra— ya le
digo, patrón ... Es de matarles ... Y la caña cantando.

— 189
—Espera, ya llegamos... —le contestó Argudo,
y, recorriendo las llamas con la vista, añadió: —¡Y si
llegaran a la playa grande!
—¿Y qué patrón? ¿Qué perdería? ¿Cree que va a
poder cosechar algo? No tiene sino cinco indios vie­
jos y la caña está pasándose. Con el incendio habrán
siquiera nubes ... y ceniza ... Y nadie ha sembrado
sino caña en todo el valle pero ¿quién iba a pensar?...
Las lomas eran para el grano, rodando ha estado siem­
pre el grano de las lomas . . . Ahora —y señalaba las
secas laderas— ¡ni una hoja! Yo ya soy viejo —si­
guió— y sólo una vez he visto otra sequía como esta.
—¿Tú te acuerdas? Yo no nacía todavía.
—A buena hora, diga. Yo guagua era, pero clarito
estoy viendo todavía ... La caña tierna negra amane­
cía. Y vino el cometa, y se lamió hasta los árboles. El
cielo de vidrio y brillando ... de día y de noche. La
gente no se iba como aura al Oriente, sino a la otra
vida. En esos días fue que asaltaron el granero. Arri­
ba, un indio con la mujer y seis guaguas sólo vivían
del pulque de una penca. Y un día amanecido seca ...
‘‘No es hora —ha dicho el indio— de que esté seca,
esto es robo” y cal ladito ha puesto veneno en el hue­
co, y al otro día ... muerto: el propio hijo del mitayo,
el mayorcito.
—He oído ... fue en tiempo de la abuela, el 85.
—¡Ah! ... ¡La ama grande! Ella a caballo recorría
las chozas, con faroles bajaba de las lomas, ya bien
de noche, socorriendo a la gente. En ese tiempo . . .
¿Ve, patrón, ese sauce torcido, detrás del incendio?...
Hasta allí llegaba la hacienda en ese tiempo. Y por
allá —extendía el brazo hacia el lado opuesto— hasta

190 —
la cruz de piedra. La niña grande misma hizo poner
la cruz a la entrada de las tierras.
—No hemos sembrado sino caña, nadie ha sem­
brado sino caña. ¡Hay que hacer algo! —exclamó Ar­
gudo—. Déjate de historias.
Y hundió las espuelas en los ijares del caballo
llegando al galope hasta la última roca ya sobre el
río, que les llegó de pronto a los oídos entrelazado
al estrépito del fuego. Este lamía el camino, cubrién­
dolo de humo denso, desde el que se elevaban —de­
bía de ser por la hojarasca— llamaradas enormes,
aisladas, que convertían, de súbito, en azul llama de
alcohol todo el cielo.
En tanto, los transeúntes se agrupaban a los dos
extremos, o saltaban las cercas y pasaban describien­
do un semicírculo por el cañaveral del lado opuesto.
Un hombre, a caballo, pugnaba por atravesar la hu­
mareda; pero la bestia se encabritaba, sin obedecer­
le. Al fin, se arrojó, humo adentro ... y salió al otro
lado. Volvió después sobre sus pasos, siempre a los
latigazos del jinete y reapareció, pero esta vez, va­
rios hombres —sin duda el del caballo estaba ebrio—
lograron detenerlo.
—Oye —le dijo Argudo al mayoral—. ¿Qué será?
Hay arcos de flores en el camino.
—De veras, patrón, no le he dicho: oí decir que
llega el señor Obispo al pueblo, hoy día ... Y vea: ya
creo vienen.
Una gran cabalgata avanzaba a lo lejos entre las
arboledas.
—Ellos son, ya vienen —dijo Argudo—. Hay que
saludarle. Tú, de aquí no más, por la orillita, ándate

— 191
al corte y que se muevan ... ¡Por Dios! Yo le saludo
al Obispo y regreso.
Y Argudo atravesó el puente, perdiéndose después
entre los árboles que ya se enfundaban en el humo.
* « *

Dos indios, absortos, contemplaban el incendio.


Eran los que pasaron días antes con el gringo y
el negro. El hambre, la fatiga, los han transformado.
Están terriblemente flacos, con los salientes pó­
mulos más duros, y la ropa —camisa de liencillo y
pantalones cortos— en andrajos. No llevan nada a las
espaldas ni en las manos.
—Soñando estamos, el mismo dueño quema.
El jugo chorreaba por los tallos y antes de llegar
a tierra hervía, evaporándose entre las llamas.
Los indios avanzaron hacia el campo talado, prote­
giéndose el rostro con las manos. Debían de sentirse
como desnudos sin sus ponchos.
A lo lejos, hileras de niños quiebran la caña, ya
sin mirar siquiera el incendio, con el mayoral atento,
látigo en mano, entre las gavillas.
El día es una cometa caída.
Los indios se detienen.
—Son los hijos, cosechando están.
Los pies se les hunden a los hombres en el terre­
no tibio de anchos poros. Uno se agacha, toma un pu­
ñado de tierra y la examina, como la otra vez, opri­
miéndola entre las yemas de los dedos. Sin duda la
está comparando con la suya, lejana y árida.
El compañero mueve la cabeza, maravillado.
—Ya dije, soñando estamos.

192 —
El mayoral los ve y avanza.
—¿Quieren trabajo?
—¡Ari (sí), amo!
—¡Ah! —exclamó el chagra, y los miraba de pies
a cabeza—. Son ustedes ... ¿se regresan? ¿Qué cre­
yeron que era el Oriente? ¿Sólo ustedes vuelven?
—Sólo nosotros . . . Otros de largo pasaron, a la
fuerza.
—¡Que se frieguen! —siguió el chagra—. Déjen­
los, blanqueando estarán ya en algún barranco. Ven­
gan. Y les llevó donde Argudo.
—¡Patrón! —gritó al verlo—. Dos conseguí no se
cómo. Véales, son de los ¡dores al Oriente ...
—¡Qué bueno! Vuelve tú al camino —dijo Argudo,
y bajó las escaleras a saltos—. Consigue los que
puedas . . .
Se acercó luego a ios recién llegados y les puso
las manos en los hombros.
—Bueno, bueno; aquí tendrán todo —les dijo—.
Espérenme.
Y volvió al salón, pues el Obispo había decidido
pasar la noche en la hacienda y estaba allí con Car­
men y el pequeño pelirrojo.
—Ilustrísimo señor —dijo—. Por usted ... Su se­
ñoría me trae la suerte: ya. están llegando indios a pe­
dir trabajo. Le ruego que me disculpe: los instalo y
regreso, en seguida.
—No faltaba más —repuso el anciano—. Olvídese
de que estoy en la casa . . . Este chico es un portento.
Y cuando Argudo salió, volvió a subirle al niño a
sus rodillas, de las que el pelirrojo se había resbala­
do, con esperanza de escaparse.

— 193
—Venga, venga; a ver, ¿en qué quedamos? Usted
ya piensa como un viejo —le dijo, y le oprimía la ore­
ja—. ¡No en vano semeja arder su cabecita!
* * *

Argudo arrojó las cobijas y se incorporó en su le­


cho. Inútilmente había pugnado por dormirse. Le zum­
baban los oídos, y, de tiempo en tiempo, la angustia
le ponía sus moscas en la sangre. ¿Qué hacer? —pen­
saba—. ¿Cómo?
Había recorrido con la vista los cañaverales, en­
contrándolos más dilatados, más maduros. Por la tar­
de, ya los niños lloraban de cansancio, con ampollas
en las pequeñas manos.
—¿Qué hacer?
También él estaba fatigado, pues cuando llegó al
cañaveral con los dos indios, les dio ejemplo, talan­
do largo tiempo.
Saltó de la cama y avanzó descalzo hasta la ventana.
Lejos, un vasto trecho de campo, negrísimo, pal­
pitaba aún entre las sombras, tal un inmenso insecto
mutilado, de alas quemadas, ya sin llamas. Una es­
quirla de luna deslizábase, desapareciendo a ratos
entre crestas de humo, y alumbrando el río después,
como uña rota hasta la sangre.
Largo tiempo estuvo el hombre con la frente pe­
gada a los vidrios. Después, volvió al lecho. Parece
que alguien anduviera en la caña al otro lado del río
—pensó—. Pero el ronquido que llegaba de la pieza
contigua, ocupada por el Obispo, lo distrajo ... Vol­
vió al lecho; mas ahora no lograba despreocuparse
del ronquido que cesaba, a veces y ya cuando comen-

194 —
zaba a olvidarlo, renacía. Primeramente largo, ronco,
como árboles que cayeran a lo lejos, y luego: corto,
seco, uniforme.
—Ahora las hachas —repetía Argudo mentalmen­
te, exasperado—. ¡Las hachas, las hachas!
Y, nuevamente, la pregunta, a sí mismo, ya en voz
alta:
—¿Qué hacer? ¿Cómo?
Iba a prender la luz, pero volvió a envolverse en
las cobijas con la cabeza bajo las sábanas. Así, el ron­
quido le llegaba apenas, como lento vuelo de mos­
cardones que, se imaginó, debían contribuir para a-
dormecerlo, y, en efecto, poco a poco, fue durmién­
dose ... Y se encontró en una playa lejanísima. El mar
se iba y volvía después, emblanqueciendo, levantán­
dose, tal si un enorme cepillo lo labrara, cubriéndose
de virutas que arrojaba a la playa ... Y nuevamente
se iba. San Agustín se paseaba en la arena, meditan­
do, y, de repente, se detuvo ante un hermoso niño ru­
bio que tomaba agua del mar en una concha y la pa­
saba a un agujero hecho en la arena.
—¿Qué haces? —preguntó al niño el Obispe de
Hipona.
—Estoy —le contestó— trasladando todo el mar
a este hoyo.
Y el santo:
—¿Pero cómo tanta caña de azúcar en un hoyo?
Un mar en un hoyo . . . ¿Qué dices?
Y el niño, que ya no era ni rubio ni hermoso, sino
el de la tierra de las tinajas, se irguió, bamboleante
la enorme cabeza sobre el débil cuello, con arena en
la boca.

— 195
—Y tú —le dijo—. ¿Cómo piensas que yo voy a
poder talar toda tu caña? ... Niños y leguas de caña...
¡Loco!
Y se alejaba, arrastrando tras de sí el mar, todo
el mar, como una mata de zapallo.
—¡Espera! ¡Espera!
Y, entonces, Argudo se despertó. Llegó a oír su
propio grito último.
Los vidrios resplandecían. Alguien subía, corrien­
do, las escaleras de la casa, y gritos lejanos venían
desde el campo.
Argudo saltaba ya del lecho, cuando tocaron a la
puerta, a tiempo que la voz del mayoral llamaba:
—¡Patrón! ¡Patrón!
El chagra irrumpió.
—La caña arde, patrón ...—exclamaba—. ¡La nues­
tra, al otro lado del río!
Ambos corrieon a la ventana. Un ancho peine de
fuego avanzaba, bramando, por los cañaverales.
—¿Habrá saltado del otro incendio?
—¡Cómo, patrón, eso es al otro lado! ¡Alguien ha
hecho esto! ¡Vístase!
Así lo hizo Argudo, precipitadamente. El Obispo,
entre tanto, les hacía señas detrás de su ventana, con
gorra de dormir, y envuelto en la colcha, pero los dos
no lo veían. Al fin, salieron. Ya toda la casa estaba en
movimiento. Cuando Argudo y el mayoral llegaron a
la orilla del río, amanecía.

196 —
IV

EL ANGEL Y LA RUEDA

La rueda había sido parte de vieja “Singer”, mode­


lo de fines de siglo, en cuyo manubrio, semejante al
de los organillos, la María grande había dejado su le­
jana juventud de costurera. Vivía la máquina arrinco­
nada en la tienda de la chola, sin compostura posible,
jorobada y sin hilo —parece mama Luz, —había dicho
un chico— hasta que la dueña acordó venderla a! pe­
so, como fierro viejo. Pero antes hurgó en sus entra­
ñas oxidadas y se guardó “maravillas”, bobinas, tuer­
cas y algunas ruedecillas que repartió después entre
los chicos. La rueda mayor fue para Miguel, pues todo
esto ocurrió pocos días después de que “le tragara
la tierra” al "hombre herido”. Todos los chicos del
barrio le envidiaron, y hasta en los portales de la pla­
za grande, cuando Miguel la echaba a rodar, los niños
de las casas de mármol la seguían prendados. Y cierto
día, uno, vestido de marinero, había acompañado al
dueño hasta el barrio:
—No tengo cosas en el bolsillo, pero te doy mi go­
rra por la rueda; he de decir no más en mi casa que
se ha perdido...
—No.
—Entonces, la gorra —fíjate que es de capitán de
barco— y una cosa que tengo en mi casa: es una bo­
tella con un buque adentro, enterito.. .
—No me moleste.
También el último Argudo —de ahí su empeño de
llevarle a Miguel a la hacienda— había insistido:

— 197
—Y si no quieres ciarme buenamente, le diré a mi
mamá que le pida a la María chica. ..
—Que sea de ambos —había contestado entonces
Miguel—. Sólo que la guardaré yo, en mi tienda...
Pero en la hacienda, hasta puede guardarla usted.
¿Tiene baúl allá? Porque pudiera ser que algún ma­
yoral se robe...
—Hay un baúl de cuero enorme. .. Sólo la llave es
más grande que la rueda... Entonces, ¿le digo a mi
hermano? Te llevaremos mañana mismo.
Ahora... El ancho viento del campo había some­
tido a dura prueba los pulmones del niño. “Pero estoy
amejorándome” —se decía Miguel, todos los días, y
hasta llegó a despreocuparse. Recorría los cañavera­
les, siempre con el hijo de sus dueños, saciándose
en su jugo, o se subía a los árboles del huerto:
—Tú que eres descalzo, te subes; yo te empujo
—le decía el pelirrojo—. O, si no, espérate; me saca­
ré los zapatos... O, más bien, desde el suelo, con la
agalla. ¿No se te ha hinchado de nuevo la barriga?
—Un poco... Más bien vamos a verles a los de­
más.
Los demás eran los pequeños indios que estaban
repartidos por toda la hacienda: unos talando la caña
o transportándola, otros en la sala de fermentos, en­
tre los anchos toneles, o en las acequias de riego,
en el camino, en el huerto, en la molienda, detrás de
los tardos bueyes, desde el alba.
Cuando los chicos de la ciudad pasaban con la rue­
da, lejos del mayoral, los indiecitos salían de entre
las altas matas con nidos o cañas ya mondadas en

198 —
las manos, los ojos fijos en la rueda. El pelirrojo la
administraba:
—Una “tocada” a la rueda —les decía— podemos
permitirles, por habernos traído este pajarito chico,
y una "rodada” por el chirote, por estar bien colora­
do ... Las cañas, boten.
Los pequeños indios entregábanles los pájaros y
tomaban entre sus manos la rueda, maravillados. La
contemplaban primeramente y luego la echaban a ro­
dar entre los oscuros terrones.
—¡Basta! —decía el pelirrojo—. Si quieren por
más tiempo, consíganme un qu¡nde-.mosca, pero que
casi no se le vea de tan pequeño ... Vamos Miguel,
al río.
Permanecían largas horas en las orillas cada vez
más anchas, escogiendo entre millares de piedras de
brillantes aristas, las “de sacar candela”, de las que
se llenaban los bolsillos. Ya bien provistos, se iban a
la casa y desaparecían entre los toneles, en el oscuro
cuarto de los fermentos.
—¡Cuidado! —había gritado el mayoral una tarde,
al verlos—. ¡Las chispas! ¡Van a volar los toneles!
—Entonces —convino el pelirrojo— vamos detrás
de las puertas de los dormitorios, también son oscu­
ros y se verán las chispas.
—O esperemos que sea de noche ...
—¡Cierto!
Y regresaban al río.
Grandes piedras grises, con lama verdosa en la
húmeda base, se calentaban al sol en las orillas, has­
ta volverse intocables. Para jugar en ellas los niños

199
tenían que rociarías previamente con agua y sólo en­
tonces escalábanlas.
—Inventé otro juego —exclamó el pelirrojo— des­
de la cima de un pedrón ¡Súbete!
Miguel subió. Había mucho sol y la película de
agua con que cubrieron la piedra ya estaba rota.
—Fíjate —siguió el otro— pongo mi saliva, pones
tu saliva ...
Y ¿cuál de las dos se seca antes?
Y dejó caer de los labios una gota que se extendió
en cristalino círculo sobre la piedra caldeada.
—Ahora tú —exclamó en seguida.
Miguel pensó: ¿Y si hay sangre?: Y no escupió.
—¡Escupe!
—Más tarde ...
—¿Por que te pones colorado?
—No estoy colorado ... Oiga: un indiecito me di­
jo: ha visto un lobo de agua ... ha salido del río junto
al puente, se ha lamido ei hocico sobre una piedra, y
con el pecho blanquísimo ... Y al verle a la persona
se ha metido otra vez en el agua ...
¡Vamos!
—Vamos.
Cuando las llamas asomaron estaban en la orilla,
con los codos en las mejillas, incansables, esperando.
El último incendio agonizaba, detenido por el río.
Bramó varias horas, con fruición, sobre la madu­
rez ubérrima de los lejanos cañaverales de la banda.
Por poco el puente no fue pasto de las llamas: librá­
ronlo a tiempo, talando un buen trecho de caña en su
torno. Se había caldeado el zinc de la cubierta y aho­

200
ra fulgía, con la roja pintura rejuvenecida, entre los
sauces.
Carmen se llegó al puente y miró el camino.
—No asoman —dijo—. Y dirigiéndose a una sir­
vienta:
—¿Será de ordenar el almuerzo?
—No, niña —contestó la chola—. Echando polvo
ha de estar viniendo taita cura, semejante, con el pue­
blo. A las once dijo ayer y ni las diez son.
La muchacha esperó con la vista perdida en el ca­
mino. De ella se aseguraba, que era tan bonita como
la otra Carmen, la del trigo, tan recordada. Mas, cier­
ta vez, cuando así lo afirmó su padre, la abuela dijo:
"Ciertamente, sobre todo esto. —Y se pasaba la ma­
no por las cejas— y la boca”.
Pero cuando la muchacha se iba, la anciana movía
la cabeza de izquierda a derecha, lenta, repetida­
mente.

—¡Niña! —gritó la chola—. Vea ... ¡Dios quiera!


—¡Que bueno! —dijo la muchacha y miró al cielo.
Caía la lluvia, en cortinas, al extremo del valle.
El sol se ocultaba como entre altos relojes de
arena.
—¡Viene, niña! Vea ... ¡Todo!
Y pronto gruesas gotas salpicaron las tablas del
puente y un olor intenso a tierra mojada cundió en
el espacio. Muchos corrían a lo lejos saliendo de en­
tre los cañaverales y los indios recién llegados reían.
Ya se habían olvidado de ese olor que ahora los

— 201
Volvía dichosos, y lo aspiraban, sin darse prisa por
encontrar refugio. Los pájaros se clavaban —cerraban
metros antes las alas— en las copas de los árboles,
y círculos blancuzcos dibujábanse en torno a los tron­
cos, cada vez más claramente.
-X
* vr -X-

El primer acceso de tos sorprendió a Miguel muy


de mañana.
—¡El humo! —decía, enrojecido, mientras se le
desgarraba la garganta—. ¡...Es el humo!
Y el pelirrojo, atento, sorprendido:
—¿Qué humo? Aquí no hay humo,... espérame.
Y continuó su carrera. Cuando Miguel estaba ya
tranquilo, regresó, con algo bajo la chaqueta.
—¿Qué crees que son? —dijo, plantándose ante
el amigo.
—... No sé.
—¡Míralos!
Y se abrió la chaqueta con tanto entusiasmo que
un botón se le cayó a los ladrillos.
—¡Qué lindos! —exclamó Miguel.
Eran dos chivos recién nacidos. Parpadeaban en
los brazos del pelirrojo, debatiéndose, entre trémulos
balidos.
—Tócales los casquitos.
Estos eran perfectos y se movían en el aire, pe­
queñísimos, lustrosos.
—¿Te gustan? —siguió el pelirrojo—son nacidos
en el incendio, casi se ha quemado la madre.
Miguel les tocó los “cascos”. El pelirrojo le mira­
ba fijamente.

202 —
—¿Te gustan? —repitió.
—¡Claro!
—Entonces ... te doy el uno por la rueda!
—Bueno.
—¡Ya! ... Los chivos son míos, pero voy a con­
tarle a mi hermano. Espérame, regreso en seguida.
Pero ya el pequeño tísico había recapacitado:
—Me arrepiento —dijo.
—¡Qué tonto! —repuso el otro, deteniéndose—.
Y cuidado!
“Dado
quitado
chilín, campanas,
con los cuernos
... ¡a los infiernos!”
Saltaba al decirlo, en torno a Miguel que ocultaba
la rueda detrás de sus espaldas, inflexible.
—¿Así eres? —siguió el rubio, viéndolo de pies a
cabeza—. ¡Acordaráste! Y se alejó, refunfuñando.
—¡Mal agradecido! —gritó todavía, al desaparecer
en las escaleras—. Voy a contarle al llustrísimo Señor.
Los pequeños chivos volvieron donde la madre y
Miguel se arrimó al tronco de la palmera, pensativo.

•X- -X- *

El Obispo leía el breviario paseándose en los co­


rredores altos. Carmen salió de su cuarto y se llegó
a las escaleras. El Prelado se detuvo. La miraba, por
sobre los anteojos:
—Siga, siga en sus quehaceres —le dijo— espero
acabar mi rezo, antes de que llegue el señor Cura.

— 203
La muchacha dijo un cumplido, y bajó al huerto.
Los árboles brillaban, con gotas de lluvia que caían,
de pronto, y otra vez crecían al borde de las hojas, y
la muchacha internábase entre ellas, evitando rozar­
las, cuando vio un cuaderno sobre un banco de raíces.
Un pequeño indio estaba cerca, limpiando una acequia.
—¿Y mi hermano? —le preguntó la muchacha ¿No
estaba aquí?
—Sí, amita, repuso el niño —pero le llamaron, por
allí— y extendió el brazo hacia el cañaveral de la
derecha.
La muchacha se fijó en el cuaderno y luego en el
cañaveral opuesto, pues el huerto estaba rodeado de
caña.
Se apoderó del cuaderno.
Había llegado ya la carta del padre, por la mañana
y cuando Carmen preguntó a su hermano por el con­
tenido de la esquela, Argudo le dijo:
—Malas noticias ... El cañamazo ... Bien podía
quemarse toda la caña, que este hombre se llevará
la hacienda, sin remedio. Además .. .
—¿Además qué?
—El resto no tiene importancia ...
—¿Qué es? Préstame la carta.
El hermano se turbó más aún.
—La dejé sobre la mesa, léela —dijo. Pero no esta­
ba en ese sitio y como la muchacha sí notó la turbación
del primogénito, se fue en su busca, al huerto.
La carta estaba en el cuaderno. Carmen la tomó y
se internó, cautelosa, en el cañaveral opuesto. Los
hombros se le mojaron en las hojas de los bordes,
pero el interior del sembrío era sereno y silencioso,

204 —
con claros de trecho en trecho, entre los altos tallos.
Leyó.
De cuando en cuando, gorriones despreocupados,
casi la rozaban, y, al mirarla, desviaban el vuelo, sin
posarse.
Ella leía con el ceño fruncido, y, de pronto, enro­
jeció y acercó más aún el rostro a los renglones. “Y
parece que el hijo pretende a Carmen” —había leído.
—¡Habráse visto! —dijo, en voz baja— y se que­
dó después, inmóvil, con la carta entre las manos.
De pronto, se alzó de hombros. Y luego: “En las
cejas y en la boca" —pensó—. “Pero ella se hizo mon­
ja .. No vale la pena! —dijo, por fin, claramente, e
iba ya a salir, cuando se inmovilizó: un gorrión estaba
casi al alcance de su mano, esponjado. De repente,
voló, pero sin haberla visto, sino porque alguien avan­
zaba entre los tallos.
La muchacha esperó, indecisa. Una india pasó, ca­
si rozándola, sin verla. Llevaba una gallina bajo el des­
colorido rebozo y se detuvo algunos pasos más allá
y comenzó a torcer el cuello del ave, en cuclillas. Car­
men estuvo a punto de gritar, ante el tremendo aleteo,
pero muy pronto la gallina dejó de moverse, con el
cuello tendido sobre la tierra semi-abierto el pico, del
que fluía un hilo sanguinolento. La india hundió las
manos en la tierra, hizo un hueco y enterró a la gallina,
jadeando, con los cabellos pegados al sudor de las
sienes.
Carmen respiraba suavemente. La india se levan­
tó, satisfecha. De pronto, se pegó a la tierra. Miguel
y el pelirrojo pasaron a pocos pasos.

—205
Carmen respiraba apenas. ¿Me verá la india?—pen­
saba.
Los muchachos se alejaron despreocupadamente,
conversando. Miguel iba detrás, como de mala gana.
—¿Es muy lejos? —preguntó.
—No, hombre, allí, —repuso el otro— allá no más
¿no ves? Están amarillando. Señalaba un peral de ne­
gro tallo, lleno de frutas maduras.
—Y tienes que subirte —añadió.
—Estoy cansado ...
Habían arreado a los bueyes de la molienda, has­
ta marearse, y ahora se iban al huerto.
—¡Eres muy inútil! —exclamó el pelirrojo, dete­
niéndose, sin pasarle aún el resentimiento por lo de
la rueda, que se destacaba ahora bajo la camisa del
otro. Hubiera querido —añadió— que venga Diego en
vez de ti; él era generoso y le gustaba todo, y no se
estaba quieto ... A ti sólo te gustan las cosas de co­
merse.
Miguel no contestó.
—Y Diego era valiente —siguió el otro.
Y Miguel, animándose:
—¡Qué gracia! ¡Si él va a ser hombre grande!
—¿De qué tamaño?
—No, . . . Sino que grande .. . grande . . . —Y mo­
vía los brazos, sin conseguir explicarse.
—¿Te lo dijo?
—Claro, si es mi amigo íntimo.
—Oye... estás ronco y te suena el pecho —y el
pelirrojo se detuvo—. ¿Y por qué coloreas? —añadió,
mirándole a los ojos.

206 —
—Ya ves. . . —Se disculpó Miguel— hasta el Obis­
po está con tos.
—Y... de veras! —contestó el otro, despreocu­
pándose—. Apurémonos para ver la llegada del pue­
blo, vienen con la banda.
Ya estaban bajo el árbol.
—A ver —siguió el chico— yo te empujo. .. Yo no
me saco los zapatos porque hay agua.
Miguel, sin entusiasmo, se abrazó al árbol.
—¡Ya! —dijo—. Y el compañero le ayudó a subirse.
—¡El sol me entra en los ojos!
—¡Voltéate!
Giraron en el tronco. El pelirrojo empujaba a Mi­
guel de las nalgas, con las manos abiertas. De pron­
to, le dijo, rojo por el esfuerzo:
—¡No peses tanto!
Pero Miguel desfallecía como con algo roto en la
garganta.
—¡Qué pálido! —exclamó el otro. Y, de repente,
con los ojos muy abiertos:
—Has sido tísico —gritó—. ¡Has sido tísico!
Y retrocedió, asustado cuando Miguel, medio re­
puesto ya, se le acercó limpiándose el rostro.
—¡Cuidado! .. . ¡No me toques!
—¡Oiga! —rogó Miguel.
Pero el pelirrojo ganó el camino y corrió hacia la
casa.
—¡Espere!
Y Miguel lo siguió. ¡Espere! —seguía—. Pero ya el
amigo se alejaba. Entonces, Miguel sacó la rueda de
bajo la camisa.
En el patio de la hacienda había gente de a caballo

— 207
y Argudo, el mayor, calzaba las espuelas al Obispo,
junto a la palmera.
—¡No avise! . .. —gritó Miguel— .. .¡Le doy la
rueda!
El otro niño se detuvo.
—¿Qué? . .. —preguntó, sorprendido—. ¿Qué di­
jiste?
Y movió la cabeza, acercándose. Miguel le exten­
dió la rueda. El pequeño dudó pero se apoderó al fin
del juguete, e iba a decir algo cuando Miguel habló:
—Vamos primero a la playa para lavarnos —dijo,
ya caminando hacia el río.
El pelirrojo lo siguió, pensativo. No hablaban. El
cielo estaba cerrado y, con las barras de humo san­
guinolento, tenía un extraño parecido a las rejas de
la escuela de los Hermanos que hirieron al ángel. Mi­
guel lo iba mirando, mirando, y cuando llegaron al río,
se acostó en la orilla y hundió el rostro en el agua.
El otro esperó, indeciso, a su lado.
—Oye —dijo al fin, tocándole el hombro.
Miguel se levantó con el rostro mojado, limpio ya
sin mirar al cielo.
—¿Qué?
—Te devuelvo la rueda —dijo el pelirrojo, alargán­
dola hacia el amigo.

208
V

SEQUIA

Entre los Andes ecuatorianos, al Sur y al Norte


de la línea ecuatorial, el clima es suave durante todo
el año, comparable al de la primavera de las Zonas
templadas. “La siempre verde Quito” —dijo Lope de
Vega de la ciudad mayor de este callejón increíble:
tibio bajo los nevados más altos de la Tierra, frío so­
bre el fuego del trópico, que arde a sus costados —a
sus faldas— en las llanuras de la costa y en las sel­
vas amazónicas.
Aquí, al sur, no hay nevados, pero los árboles son
más altos que al norte.
El mes de octubre es de las primeras lluvias y de
las aradas y las siembras. En noviembre, sobre la tie­
rra labrada, brotan las primeras hojas, de un verde
translúcido, y en los cercados de las tierras altas los
capulíes cuelgan sus rojos racimos.
En febrero se cosecha las “adelantadas”, peque­
ñas siembras de maíz, hechas a destiempo, para te­
ner, así, en los carnavales choclos para los platos típi­
cos. Indios de rojos ponchos recorren en este mes
las calles, pregonando las mieses al son de largas
flautas. Y, para mayo, las cañas de maíz de los sem­
bríos grandes están altas y esbeltas, y porque están
así, y les han brotado apretadas mazorcas, la gente
las llama “señoritas”. Los choclos se les hinchan, con
plateados pezones, juveniles las hojas, bajo el cielo
azul y blanco, preñado de lluvia bienhechora.
Por esta época los perros campesinos andan en

209
tres patas, con la delantera derecha atada al cuello,
y los sembríos se pueblan de espantajos —palos ves­
tidos de indios— tan bien hechos, que en los lejanos
latifundios, mayorales aviesos se equivocan, látigo en
mano ...
Las campesinas bajan al mercado, con canastas
enormes, y, en las calles de la ciudad, las cholas —sue­
len llevar en las cabezas cestas de mimbre, sin la ayu­
da de las manos— desfilan, penachudas, con su típico
paso muy menudo.

La lluvia es y no es fija, pero “Abril —dice la gen­


te— aguas mil”. Y “Mayo hasta que se te pudra el
sayo”; pero sucede, en cualquier mes, que —de re­
pente— como distante doma de pumas, tras los mon­
tes, se oyen truenos profundos. Tal que árboles inmen­
sos arrancados de cuajo —brillan sus raíces— nu­
bes sombrías se abaten sobre el mundo. Al norte, más
allá del Cotopaxi, el día de San Francisco, patrono de
Quito, "asoma el santo” entre las nubes y se desciñe
el cordón y azota las vidrieras de su pueblo: el “cor­
donazo” llaman los quiteños a la infaltable granizada
de esa fecha, que emblanquece los cerros y las calles,
y como éstas fingen ser haces arrojados desde el cie­
lo, al acaso, ya frágiles y finas, ya anchurosas, o en
zigsags que suben por pétreas graderías a las nubes,
o que pasan por debajo de puentes y de arcos: se cree
solamente cuando se lo ha visto. El pueblo invade el
templo y mientras llueve suena el órgano. El templo
es de piedra. Carlos V pretendía ver sus dos torres
desde España ... Gira el planeta ...

210
El pueblo invade el atrio, la iglesia y luego el con­
vento, y recorre las galerías de arte: aquí Migue! de
Santiago, allá Murillo, el Greco, y más allá, sobre una
gradería, en muro gigantesco, “las mil caras’’. Mil go­
tas de agua: todas se parecen: Mil caras: ninguna se
parece. Mil caras: casi un pueblo. "Ninguna se pare­
ce —dijo alguien— casi era un dios el que lo hizo”.
Casi un pueblo. Casi Dios. Y cuando cesa el órgano
y el gentío vuelve a las calles, cerca de ellas, en la
línea ecuatorial, el sol se posa, bello como nunca. Y
"Quito, arrabal del cielo” —dijo un poeta. Y es cierto.

En junio amarillean los bordes de las hojas, no las


de los árboles, cuyo verde es perenne, sino las de las
mieses, y ya para agosto están doradas y sonando en
el viento. Entonces, se cierran las escuelas, y agosto
llega con las cosechas. Y en Cuenca sólo quedan las
tejedoras y los artesanos y también las otras gentes
pobres y algunos empleados. Y sus hijos se riegan por
las calles y las plazas soleadas, con la mirada arriba,
en las cometas. El viento es largo como el hilo y las
levanta hasta las nubes. Vienen, a veces, desde el
campo, cometas de ruán enormes, capaces de levan­
tar un hombre, arrebatadas por el viento a sus due­
ños lejanos, y pasan a ser propiedad de todo un barrio.
En tanto, en los campos, se cosecha. Agosto es
para desgranar el maíz y para aventar el trigo. Tam­
bién para tumbar los eucaliptos de las cercas, que se
derrumban, retumbando, en los rastrojos.
Giran los molinos.
Se ha fundado nuevo pueblo en un pequeño valle
y va a tener su molino. Muy de mañana, va por la ca­
rretera, hacia Occidente, enorme piedra. Es gris, la­
brada al envés de altorrelieves —cántaros, espigas—
y ha salido de la cantera con la amanecida.
Por la tarde se bambolea sobre los hombros de
veinte indios, a campo traviesa. Y, con la noche, lle­
ga. Está al fondo del valle. Esto en junio. En septiem­
bre, ya hasta tiene historia:
—¡Me remataron! —cuenta una anciana aldeana,
en el camino, a los que llevan grano en sus borri­
cos—. Se llevaron mi tierra. Grande era, con agüita y
para el grano ... ¡Ni el molino nuevo se alcanzaba!
Los campesinos de cerca de Cuenca son dueños
de pequeñas parcelas y gozan de relativa holgura. Los
parias están lejos, en los enormes latifundios cosidos
de huasipungos. Illinizas. Cayambes. Imbaburas. Azu­
les latifundios.
Los indios de Cañar labran la tierra cantando, co­
mo los antiguos incas, y su fiesta mayor es la cose­
cha. Largas hileras de hombres de anchas trenzas ne­
grísimas, chaqueta azul con faja roja y signada y za­
marros lanudos de cuero de carnero, siegan al son de
largas trompas, con el trigo hasta el pecho.
Los trompeteros suben a las lomas y llenan el cie­
lo de agosto con las notas profundas del jaguay, mú­
sica india hasta el eco. Se enardecen los hombres y
corean con voces ululantes, triplicando su ímpetu.
Frase en la tierra con las brillantes comas de las ho­
ces; olas de trigo y hombres en línea larga, ondulan­

212 —
te, rematada al confín por la bocina, extraño signo, fi­
jo en el horizonte. La chicha de maíz corre en los des­
cansos encendiendo la sangre, y un día ... El cerco
de trompas fue estrechándose. Creció el canto de la
tierra con son épico. Cielo arriba, cielo abajo, por el
ancho boquerón siempre con nubes que se abre hacia
la Yunga, hacia el Pacífico ... Y hombres brotando de
los surcos, del trigo, de las nubes, con las hoces en alto.
Luego . .. metralla. Y con la noche, sangre estrellada
y parvas tranquilas, rota la camisa de cielo en el alto
hombro.
Con octubre se retiran de los rastrojos los troncos
aserrados, y se van los rebaños y los becerros de en­
debles piernas, cada vez más fuertes, detrás de lentas
vacas, de ubres como nubes ... Y el arado recorre las
laderas, abriendo surcos negros, donde los pájaros
pican —tragan luego en el aire, revolando— y bajan
nuevamente, como gaviotas a la quilla.
Tractores ... uno. Reo de la égloga, retumbando
en las heridas lomas: porque la ciudad entera —todo
cuanto hay en ella de cristal y de acero— ha llegado
también, tal que la rueda de molino, sobre las espal­
das de los indios. Andes arriba pudo vérseles, por los
inmensos pajonales, en angustioso “guando", esto es,
en larga hilera, especie de ciempiés humano, unidos
entre sí por cabos, trayéndose una planta eléctrica o
un órgano, en los hombros. Los trenes pitan lejos, en­
tre los nevados distantes, y el carretero apenas data
de una década.
Las yuntas aran laderas casi verticales, donde los
bueyes se sostienen como por milagro, todo un día

— 213
angustioso, fijos los grandes ojos —piedras de aguá-
*-
en el abismo.
Y el arado da la vuelta.
También el año ha dado la suya y lo están dicien­
do: no el cielo, azul y blanco siempre; no el clima, ti­
bio, inalterable; sino las cosechas; sino —desde la ra­
ya del surco— el sembrador, con su ademán eterno,
lanzando una vez más el disco de la vida.
Mas, en algunos años, por diciembre, vienen las
heladas. Amanecen las plantas calcinadas, bajo un
cielo de vidrio. La quemadura es leve unas veces; otras,
profunda y entonces se resiembra. Las sequías son
cortas casi siempre, pero se recuerda de algunas que
revistieron caracteres trágicos. Una de éstas —con su
pareja medio siglo atrás— era la que asolaba en esta
época la tierra. Quedaban solamente las heces del
antiguo paisaje siempre verde, al fondo de los valles,
junto a los ríos. Y esta vez —en la otra la gente se
moría, apegada a la tierra, ante el cometa trágico—
vino el éxodo: quince mil hombres pasaron la cordi­
llera, hacia la selva, hacia “el oro y la abundancia”.
En las alturas, los indios clamaron en vano por la
lluvia en procesiones nocturnas. Quemáronse pajona­
les. Altas hogueras avanzaban en las noches, tran­
quilas, hacia el día.
—Ventoooooo, ventooooo, ventoooooo!
Pero el aire permanecía inmóvil.

El suelo ha comenzado a partirse. Sólo las pencas


se mantienen, azules, sobre la dura tierra, y ellas les
dan su seno a los que viven todavía.

214
Alguna vez, el viento bajando desde la cordillera,
dobla la tea trágica hasta la campiña, libre de ella por
los ríos, y quema hasta las anchas hojas de los zapa­
llos y las robustas gladiolas. En tanto, arriba, llueve
ligeramente, y el olor de la tierra remojada —inmenso
semen— enloquece de júbilo a los seres vivientes.
Y se aleja.

— 215
VI

ULTIMA NOCHE

La humareda de los incendios subió hasta la tie­


rra de las tinajas y el pajonal humoso recordaba las
chozas en tiempos de abundancia, pues de éstas el
humo sin salida se escapa por la paja en ancho vaho,
y así los techos guardan el olor de adentro, como los
ponchos el olor humano.
En torno a la antigua capilla el campo estaba de­
sierto y sólo en algunos huasipungos, arriba, había
luces, ya rojizas por la cercanía de la noche. Perros
abandonados por sus dueños iban hacia el valle.
Ante la choza de Tacuri, husmeaban, viendo el hu­
mo, y cuando el indio aparecía, huían, tímidos, de la­
do, como mutiladas las huesudas ancas. El hombre
esperaba largamente sin apartar los ojos del pajonal
lejano.
Nadie asomaba.
Cuando, adentro, la madre se movía, entraba. Ya
no hablaban sino en quechua, porque la anciana esta­
ba agonizante.
Tacuri había recibido ya el dinero de uno de los
contratistas del oro, pero no podía aún salir por la
enfermedad de su madre.
—No podemos esperarte —le habían dicho sus
compañeros—. No va a morirse. .. se está regresando.
Y se habían ido. Otro indio con su hijo —ellos tu­
vieron yunta, la vendieron y por eso emigraban de su
cuenta— iban a acompañarlo. Ya habían bajado al

216 —
pueblo para tratar de conseguir la visita de! párroco y
para comprar el ataúd y algunos accesorios.
La anciana se aferraba a una cruz de palos de re­
tama, en los momentos de angustia, y cuando se ali­
viaba, hilaba. El hijo, en tanto, removía las brasas, en
silencio. De rato en rato le temblaba el párpado de­
formado por la herida mal curada y ladeaba entonces
el rostro, sofocando con el pie la llama.
—Parece que ya viene taita cura —dijo de pronto,
llegándose hasta la puerta, ante la mirada ansiosa de
la anciana—. Sonando está la campanilla en la loma.
Mentía. Quien llegaba era su amigo: ya se adver­
tía su silueta, jorobada por la carga, en el sendero ve­
cino.
Tacuri salió a su encuentro.
El otro se detuvo al llegar a la zona iluminada.
Traía una cera nueva en la mano y el ataúd a las
espaldas. Este era negro, con una delgada cruz de pa­
pel plateado en la tapa.
—¿Y taita cura?
—Amo Obispo ha llegado, no puede, —contestó el
amigo— están en fiesta.
—¿Y el hijo tuyo?
—Viniendo estaba conmigo. “Voy a volver vien­
do” —me dijo—. “No sé qué pasa al frente, donde los
Melgares”.
—Entra, di que ya viene taita cura. Le pidió Tacuri,
señalando la puerta de la choza—. Está esperando...
Arrimaron el ataúd al muro, junto al arado, y en­
traron.
La anciana, al mirarlos, trató de incorporarse.
—Ya viene —dijo el indio, acercándosele.

— 217
Y el hijo:
—Recorriendo chozas, de rato en rato sonando es­
tá la campanilla. Taita cura a caballo viene; brillando
viene, por la paja.
Y sucedió entonces lo que suele suceder cuando
los indios —los ancianos sobre todo, que vienen de
más adentro en el tiempo— ven la muerte a las puer­
tas: se funde en ellos el débil barniz cristiano y res­
plandece el ancestro, puro, unido al sol y a la tierra
en una sola llama, desde el esqueleto. Llegó, pues,
la madre a ese instante y se apresuró a ordenar los
preparativos del caso, antes de que el sacerdote se
lo prohibiese. Creía verlo ya a su lado, con las yemas
de los dedos sobre el copón dorado, y era tan frágil
la hostia y tan leve, y el camino a recorrer, tan largo!
—Dame el fiambre —dijo.
Y extendió el brazo hacia el hijo. Ambos hombres
la comprendieron y realizaron misteriosos actos con
los paquetes. Poco después, ya había uno más, peque­
ño, envuelto en hojas y bejucos, junto a la cabecera
de la anciana, y ésta saboreaba todavía lo que había
probado.
—No llega —dijo— apegándose al muro.
Y cerró los ojos. Sólo el leve moverse de la cruz
sobre el pecho, denotaba vida.
—Largo es el camino —susurró todavía—. Sin du­
da ya estaba a su vista, su tierra del otro lado de la
vida, húmeda y negra, con interminable ruta, entre
maizales ondulantes, siempre hacia el sol, que es prin­
cipio y meta a un tiempo mismo. Los Incas venturosos
la cruzaban —llegando a ella a través de la fosa— con

218 —
los pies desnudos, pero jubilosos, con séquito dorado
y largas hileras de tinajas verticales.
El hijo salió con un mate a la sombra y destapando
el seno de una penca, recogió el líquido del fondo. Iba
a regresar cuando se le heló la sangre. Allí muy cerca,
en la ladera, una carcajada estridente se entrelazó
al aullido de los perros ahora incontenible. El indio no
se movió. Cierta vez había oído al amo que existía un
animal —no recordaba su nombre— que se reía sobre
los cadáveres, mientras los devoraba. La carcajada
cesó y cuando el indio andaba ya hacia la choza, otra
vez surgió, más próxima, en la loma vecina. Salió el
otro indio a la puerta y los dos hombres se miraron,
con el oído atento.
—Ya se va, ya se va —susurró Tacuri.
En efecto, la risa bordeaba el pajonal, hacia el valle.
—Ya le mataron —dijo el otro, aludiendo al ave
agorera que recorría los campos desde hacía días "en
forma de gallina”. Por la mañana una mujer la había
perseguido, logrando aplastarla con una enorme pie­
dra y alejándose luego, aterrada, sin pensar siquiera
en aprovechar de sus huesos malditos. No podía, pues
ser nada de eso lo que estaban escuchando.
¿Qué era entonces? Los hombres se inmovilizaron.
—¿Oyes?
Ahora eran gritos lejanos, así mismo hacia el valle.
Tacuri miró el interior de la choza.
—¡Tucurirca! (se acabó) —exclamó, de pronto, y
entró, seguido por el otro.
La madre había muerto.

¿r vr

— 219
El perro estaba tendido cerca de las brasas, ante
el grupo. Súbitamente gruñó, con el cuello erizado y
desapareció en las sombras. Ahora ladraba y su la­
drido tornábase aullido por momentos y era desespe­
rado, como si alguien se acercase, inflexible, a la cho­
za.
—Ei es —dijo Tacuri, que había salido hasta la puer­
ta. Y el hijo de su amigo se hizo presente.
—¿Oyeron? —dijo el muchacho, excitado todavía—.
Hace rato, en la loma ... Una indiecita se ha hecho
loca. Primero vino por acá. Nadie ha podido contener­
le. Después se perdió por la paja.
iba a continuar cuando vió el cadáver y se sentó
en el suelo, silencioso, junto al padre. Tacuri salió.
La cera había empezado a consumirse y alumbraba
la estrecha choza, vivamente. Sobre la tarima estaba
la muerta.
—¿Dónde? —le preguntó el muchacho a su padre,
señalando el ataúd con el rostro.
—Vamos a pasar por el pueblo, ya hablado quedó
el panteonero.
—Oiga —y el hijo se le llegó al oído— dicen, abajo
oigo: que él —se refería a Tacuri— ha quemado ia ca­
ña de amo Argudo y que van a llevarle preso: que van
a subir para amarrarle.
El indio se puso de pie.
—¿Quién dijo? —preguntó.
—Abajo, todos, cuando se fue la loca.
—¡Vamos!
Y ambos salieron de la choza. El cadáver quedó
solo. Estaba con las quijadas amarradas y vestía bur­
da polca, rebozo azul y tres polleras de colores dis­

220 —
tintos, mal ceñidas, que le cubrían hasta los tobillos.
Un poncho diminuto —los nietos estaban lejos— com­
pletaba el tapado, pero las rajadas plantas de los
pies asomaban por los bordes, lívidas, terrosas to­
davía. El perro entró y se tendió otra vez junto a las
brasas —grandes los ojos, lacrimosos, fijos en el ca­
dáver. Los leños se .movían ellos solos consumiéndo­
se, y la llama crecía, azulada su base.

* * *

No había mujeres para que cantasen junto al cadá­


ver, refiriendo entre lágrimas pasajes de la vida de la
anciana, y todo fue por eso silencioso, de gargantas
adentro.
Se llevaron afuera el fuego, para cavar a su luz la
fosa, entre la cerca y el muro, y solamente la vela a-
lumbraba el interior de la choza. Ya la muerta estaba
en la caja. No había cabido en ésta con todas las po­
lleras y ahora era clara la que cubría: las oscuras ha­
cían como de almohada y otra, amarilla, colgaba de la
tarima. Entre el rostro y el hombro izquierdo de la
muerta, estaba su fiambre, cuidadosamente liado; el
mismo ataúd haría esta vez, de tinaja.
Afuera se oía el jadeo de los hombres entre golpes
de barreta, a intervalos regulares. De repente cesaba.
Sólo se oía entonces el deslizarse de la noche, un lar­
go espacio, hasta los pajonales. Los hombres mur­
muraban y seguían cavando. El perro se llegó al ca­
dáver, y cuando rozó su rostro olizqueándolo, quedó
como paralizado, las orejas en punta. Luego aulló, lar­
gamente, con el hocico hacia el techo. Sólo se retiró

— 221
cuando entraron los hombres. Estaban en camisa, con
los rostros sudados y las manos terrosas.
El hijo lloró cuando las manos del amigo bajaron
lentamente la tapa de la caja, hasta cerrarla.
—Se acabó —dijo. Y luego, sollozando:
—¡Cuidando queda choza!
Ya el amigo y su hijo levantaban la caja. La saca­
ron, despacio y la dejaron a los bordes de la fosa.
—Entra... —ordenó el indio, a su hijo, y éste obe­
deció, desapareciendo en la tierra cavada. Reapare­
cieron luego sus brazos, con las manos abiertas.
—Pasen —dijo, desde adentro.
El ataúd resbaló lentamente, arrastrando la tierra
de los bordes, y tocó el fondo.

Otra vez sólo se oyó el deslizarse de la noche. Asi­


dos a las pencas, los hombres escucharon largamente.
—De noche no han de venir; mañana... —dijo
uno.— En el panteón han de estar esperándonos.
Pero ya amanecía. Destacábase la choza, contra
el alba, con la puerta cerrada. El arado ya no estaba
en el muro; tampoco la piedra de moler junto a la puer­
ta. Arriba las estrellas disminuían y el aire era helado.
Los hombres esperaron todavía unos momentos, lis­
tos ya para el éxodo, con la batea a las espaldas. A
la derecha, una pequeña cruz de retama se alzaba en­
tre piedras filosas sobre la tierra removida, y más a-
llá las pencas se aclaraban, azules, con restos del
cascajo de la tumba en las hojas.
No había cantos de gallos.

222 —
Ahora ya veían los hombres hasta los cerros del
otro lado del valle, a través del pajonal sin niebla,
cada vez más claro.
—Vamos, no viene nadie.
Y le volvieron las espaldas. Detrás de la choza,
padre e hijo detuviéronse esperándole a Tacuri y cuan­
do éste asomó, resuelto, apresurado, todos camina­
ron, el perro los siguió. Los hombres lo habían olvi­
dado y solamente arriba, ya cerca del chaparro, nota­
ron su presencia. Tanto Tacuri como el amigo se aga­
charon violentamente, simulando agarrar guijarros. Só­
lo el muchacho permaneció inmóvil. El perro huyó sin
aullar, con un ligero quejido y más allá se detuvo, mi­
rándolos fijamente. Cuando reiniciaron la marcha vol­
vió a seguirlos, casi tambaleante, deteniéndose cuan­
do lo miraban, con la una pata en alto, y siguiéndolos,
endeble, cuando oía otra vez el jadeo de la marcha
ascendente. En tanto, grandes rejas de sol se desa­
taban en las crestas de los cerros y, abajo, las chozas
rebrillaban, sin humo, con atroz parecido a las parvas
de trigo.

— 223
IV

LAS CASAS EN EL PATIO

ENERO 1

Las vacaciones de diciembre llegan cuando los


niños no se amoldan todavía a las escuelas, abiertas
apenas desde octubre. Duran hasta el seis de enero
y son, en toda la provincia, los días más típicos del
año: ya en noviembre comienza a recorrer las calles
desde la madrugada el “Tono del niño’’, a cuyo son
"El niño Dios" va desde las viviendas de las cholas
a los templos, bajo lluvia de flores de retama.
En el barrio de las tejedoras había varios “Naci­
mientos”, y en la calle misma de las Marías, iba a ha­
ber muy pronto uno.
—¡Allí han sabido estar! —dijeron los chicos cuan­
do la chola sacó del baúl de cuero que guardaba bajo

— 225
el lecho, una muía, una estrella, una vaca y varios pas­
tores. El niño era de estuco y estaba en una mesa
previamente arreglada con musgo y plantas silvestres.
Las cholas no cesaban de ponderar los “Nacimien­
tos" de los templos, y la María chica dijo que el de
los Argudo era tan grande como el de Santo Domin­
go. A lo que la ciega repuso que al del señor Oñate
podía verlo casi hasta ella, pues una lengua de fuego
temblaba ante sus ojos cuando se le acercaba.
—Y de cristal —añadía— toco todo; no diré los
Reyes, hasta los pastores.
—¡Gracia! . .. Con oro todo brilla .. . —dijo la Ma­
ría chica.
Y la grande, acomodando al niño en la paja:
—Bien digo: nuestro Señor por mostrar su despre­
cio a la riqueza todo hace; nace en esta paja y a la
plata a semejante gente!
—¡Bien dice!
—La seño María chica está brava —comentó otra—
porque el cañamazo le va a quitar las tierras al pa­
trón. ..
—¡Patrón no es! —contestó la chola, y se levantó
con la muía en la mano—.Y así fuera... ¡hecho bien!
Y hundió los cascos del juguete en el musgo, con
rabia.
—Despacio, despacio, no peleen... ¿Qué chico se
sube a poner la estrella? —preguntó la dueña de la
tienda.
—¡Yo! —dijo el picado de viruelas.
—¡Vos no! ¡Muestra las orejas! —protestó su ma­
dre. Y mientras otro se subía a la mesa con la estre-

226 —
lia, el hijo de don Ricardo se dejaba tiznar de mala ga­
na, hinchado los labios.
—Hele así, así. . . —le decía la madre—. Bocón;
así pareces negro de deveras.
V las yemas de sus dedos iban del fondo de un fa­
rol a la cara del hijo, cubriéndola de negro de humo.
Más allá, otra madre hacía un ángel, atándole alas
de papel picado en fondo de cartón al hijo, que —él
sí— estaba muy contento, y se reía cuando el otro
protestaba.
—¡Sólo al patojo le hacen ángel! —gritó el falso
negro, blancos los ojos—. A mí, negro, ya dos años!
—¡Patojo serás vos, bocón! - -dijo la madre del án­
gel.
Iba a contestar la otra cuando se oyó a lo lejos el
tono del Niño.
—¡La banda! —exclamaron las cholas—. ¡Apúren­
se! ¡Vamos!
Todas corrieron a sus respectivas tiendas. La ban­
da se acercaba, por momentos. Pasó por fin y se de­
tuvo ante una casa blanca de la otra esquina, donde se
fue alineando, mientras caían ya sobre los instrumen­
tos las primeras flores del “chagrillo”. Luego, asomó
en las puertas una chola elegante —era mujer de un
intermediario— con un charol muy grande en los bra­
zos, en cuyo centro un Niño Dios dormía entre péta­
los de rosas. La chola iba orgullosa, con paño de largo
fleco, rebozo azul y muchas —cuatro o cinco— po­
lleras refulgentes. Salió hasta media calle y esperó,
inmóvil, mientras las otras mujeres y la banda le ha­
cían cola. Delante se alinearon los niños disfraza­
dos: tres ángeles, el negro y dos lavadores de oro con

— 227
■machete de lata y pequeñas lavacaras a la espalda.
“La Candelita”, que era uno de los ángeles, se arrancó
un ala, pero no se le oyó el lloro, porque la banda to­
caba, vigorosa, y la enorme chola inició el desfile.
Se dirigían a San Alfonso. Las madres de los ánge­
les iban regando flores por el empedrado.
—¡Adelanta! —le dijeron al negro—. ¡Vas a tiz­
narles las alitas a los querubines! —Y baila... baila,
para eso estás de negro.
De los ángeles, los dos iban andando, muy incó­
modos, y el otro en brazos de la madre, altas las alas.
El patojo, descalzo, con las suyas batientes, se a-
cercó al negro y le dijo en la oreja:
—¡Bocón, tízname las alas si eres hombre!...
Y dió largo salto, de lado, hacia las polleras de la
madre, como como si volase.
Y como ya iban llegando a las calles centrales y la
gente salía a los balcones o a las aceras para presen­
ciar el desfile, la chola que llevaba al Niño se detuvo
un momento e impuso orden:
—¡Avancen! —dijo, volviéndose hacia las de a-
trás—.
¿Y dónde están —siguió— las mamas de los án­
geles?
¡Que les hagan hacer alguna gracia!
Los chicos se agruparon.
—¡Vean, vean aprendan! —siguió la chola, seña­
lando la próxima esquina.
Iba a pasar por ésta otro “Entrego” que, sin duda,
era de los grandes, porque varios artesanos levanta­
ban los alambres de la luz con sendos carrizos, para
dejarle paso al retablo ambulante. Grupos de jíbaros

228 —
y negros de rojo uniforme bailaban ya entre las cua­
tro esquinas. El “Entrego” del barrio se detuvo, pues,
en la bocacalle y esperó, cohibido. Por un momento,
los sones de su banda mezcláronse a los de la que se
acercaba, mas pronto ambas callaron: era problema
serio el de los alambres. Ya el retablo asomaba y era
muy alto y todo él sobre un camión de los más viejos,
de motor hirviente. Pirámides de ángeles y cholas
que evitaban su caída, surgían de la plataforma hasta
los techos de las casas.
—Bájense los de arriba —dijo alguien— o agáchen­
se por lo menos ... ¡Van a electrizarse!
A lo que la chola que sostenía al más alto de los
ángeles, repuso —y su voz parecía llegar desde las
nubes:
—¡Boten rompiendo los alambres!
Y así se hizo. Y el altar pasó, por fin, intacto, y ca­
da Entrego siguió por su camino, llevándose, eso sí,
el grande, toda la gente de la calle.

•X- ¿r -X
*

La luz de los coches llega de rato en rato hasta las


pencas del barrio desde la ciudad en fiesta, y las si­
luetas de las cholas se iluminan. Algunas han bajado
al centro atraídas por el bullicio, pues es 31 de diciem­
bre, y las que no se han ¡do, no tejen, pero tampoco
se alegran demasiado. Conversan en la última esqui­
na, casi cantando, como siempre, entre las sombras,
mientras los ninacuros se encienden sobre las pen­
cas.
—Vaya. . . ¡no mismo hay cómo alegrarse!

229
El año viejo de la calle está sobre una silla coja,
olvidado, con harapos rellenos de restos de paja. En­
tre sus brazos hay un letrero que dice: “Muero pen­
sando en las agüitas”. Pero cuando a las once la gen­
te se le acerca, el letrero está vuelto al revés sobre
su pecho, y dice, con letras de lápiz rojo: “Luz, más
luz”.
Del centro eran —informa alguien—. Pasaron y es­
cribieron. ¡Con capas eran y con unos sombreros a-
sises!
Y abre los brazos.
—¡Los poetas! ¡Pongan al otro lado!
—¿Y qué querrían decir?
—No sé, vida; dicen, oigo, que aura nadie puede
entenderles —contestó un anciano.
Casi todos los muchachos han regresado del cen­
tro y hay más entusiasmo. Traen un farol, lo encien­
den y lo cuelgan del brazo del viejo. Pronto una ho­
guera arde en la esquina y los chicos saltan sobre
ella como en la noche de San Pedro . Llega un chico
con una pelota de trapo rociada de gasolina y la en­
ciende, lanzándola después contra el muñeco.
—¡No es hora! —protestan otros.
Pero patean la pelota y ésta va de puerta en puer­
ta, cada vez más encendida, hasta que una chola la
arroja al agua, entre las protestas de los niños.
La bola de fuego ha dejado rastros de pequeñas
llamas entre los restos de paja del empedrado, que
poco a poco se van extinguiendo.
—¡No mismo, no mismo hay cómo alegrarse!

230 —
La Juana se acercó a la María grande, que en esé
momento estaba sola en la tienda.
—Tengo que decirle una cosa, seño María grande.
—Juana...
La muchacha tejía, sin levantar la vista de la paja
que le cubría hasta las rodillas, a partir de los senos.
—Sólo vos estás tejiendo en esta noche...
—Es que... Eso es lo que quiero decirle... No es
que teja, sino...
La gran chola la miraba atentamente.
—Habla —le dijo —di nomás...
Nerviosa, la joven se echó a la espalda las trenzas,
con un movimiento de hombros.
—Yo ya sé lo que vas a decirme —siguió la María
grande.
Se miraron.
La muchacha se cubrió el rostro con el tejido. So­
llozaba.
—Antes de nada —dijo la María grande—. Dime,
dime una cosa pronto: ¿De cuál es? ¿No es el del ca­
ñamazo?
—.. .Seño María... ¡No!
—Vaya ... El corazón se me asienta: mucho miedo
tenía... Y entonces, ¿de qué te asustas?
—No viene, no escribe.
—¿Y cómo ha de volver todavía? ¿Acaso don Ricar­
do vuelve? El oro es oro y hay que quedarse adentro
mucho tiempo. Pero él ha de volver: ellos no enga­
ñan. .. Vaya estoy muy contenta.
—Tengo .miedo de las otras... Con el sombrero no
se nota...

— 231
Y miró el tejido que cubría con su fleco todo el
joven vientre.
—¡Y a qué cuenta! No tengas miedo: fuera de que
no mismo hay como ocultar eso.. . ¿Acaso el hijo es­
tá solo en el vientre? Allí estará el cuerpo, pero la
almita está en ia cara de la mama. ¡Quita, quita esa
paja. . . ¡No estés tapando!
Y le arrancó el tejido de las manos.
—¡A qué cuenta! —siguió—. ¡Y ha de ser hom­
brecito!. . . ¡Y verás cómo hemos de recibirle!
—¿Y si se muere el taita? Dicen que el Oriente...
—¿Qué dices? —le interrumpió la María grande—.
Cierto que no somos felices, pero no es para tanto.
No viene ya, porque él es hombre y los hombres
tienen que pelear duro. Duro es el Oriente, cierto,
pero verás: ha de venir con oro. Y así no trajera na­
da: es hombre. Más gana el hombre silbando que la
mujer hilando.. . Desde que eras chiquita te he que­
rido, ¿te acuerdas? Yo te ayudé a tejer el primer som­
brero. .. Una pollita parecías, que ha puesto el primer
huevo. . . Andabas mostrando a todas el tejido.. Ya
digo: siempre te he querido. Cuando se fue mi hijo
hasta pensé traerte a la tienda...
Un niño entró corriendo en ese instante.
—¡Seño María —gritó— ya venga! ¡Ya es hora!
En la esquina había gran alboroto.
—¡Vamos! —concluyó la María grande, y abrazó
a la hermosa chola—. Y ya te dije: No tengas miedo.
¡De mi cuenta alza la frente!
—¡Nos hemos hecho tarde! —grita la gente en la
esquina—. ¡Ya han dado las doce de la noche!
Desde la ciudad llega grande y confuso griterío, y

on
2 -—
campanadas y estallido de petardos. Junto al arroyo
hay risas y abrazos y el “Año viejo” comienza a arder
desde los talones.
—Mal se ha portado .. . ¡Quémenle, duro quémenle!
—exclaman las cholas.
—De la boca nos ha quitado el motecito.
—Y las agüitas del cielo, digan ... Avaro ... ¡Ca­
ñamazo!
Sale de no sé dónde un niño vestido de vieja, “la
viuda” del año, con paño y polleras remendadas, y
simula llorar amargamente, defendiendo a su “ma­
rido”.
—Véanle, pero véanle ... y ropa de mama Luz se
ha puesto ... ¡El bocón es!
—Hele ... la viuda ... ¿Y los hijos?
—Las penas, pues —dice una chola—. Doce hijotes
tiene, varones, y una alegría: esta nochecita.
Y cuando el estropajo está en pavesas ios chicos
se arrojan sobre la “viuda", y tratan de arrastrarla
hasta el fuego. Ella se defiende, primeramente alegre:
—¡A mí no! —grita—. ¡A mí no! ... ¡Quien queda­
ría para dar de mamar a las guaguas!
—¡Bocón!
Pero cuando la maltratan tanto que se queda sin
manto y le caen polleras y calzones, se encoleriza, y
surge un niño viril de los harapos, desafiante y des­
nudo.
Y así comienza el nuevo año.

Se cierran las fiestas con una procesión gigantesca

233
én la que participan multitud de niños de la ciudad y
hasta de lejanas aldeas y cantones, todos disfrazados.
En casa de los Argudo, el pelirrojo —lo estaban
haciendo general— no dejaba de hablar mientras le
cubrían de charreteras. Había llegado de la hacienda
con Miguel y ahora preparábase para integrar el carro
de honor en que desfilarían los niños de la aristocra­
cia.
Miguel desenvainó la espada.
—De veras, ¿y qué es ser hombre grande? —le pre­
guntó el pelirrojo a su hermano Ernesto que miraba,
sonriente, los preparativos.
—¿Grande? ... —le contestó, sorprendido—. ¿Por
qué —Y luego, súbitamente: Grande: ... Que no tenga
hambre nadie ...
Pero lo dijo como respondiéndose a sí mismo, y se
quedó pensativo. Naturalmente, los niños no le enten­
dieron. Iba a decirles algo más cuando Miguel, que sin
duda había pensado en su abnegada madre al oír esa
respuesta, dijo: —Si no dice mujer, sino hombre . ..
Argudo pareció maravillarse y miró fijamenle al
pequeño tísico.
Una sirvienta gritó desde el zaguán:
—¡Niño Arturo, han venido a llevarle, se hace
tarde!
En la calle, sobre hermosos caballos, estaban los
Reyes Magos.
Miguel se llegó hasta las puertas y los contempla­
ba cuando le llamaron desde la esquina.

***

234 —
Un obrero leía en voz alta un pequeño papel ante
un grupo de vecinas.
—¡Dichosa Mama Luz!— comentaba— con seme­
jante nieto!
El cojo había mandado los primeros cinco sucres
desde Guayaquil para su abuela, la ciega, bajo sobre
nemado para la María grande. “Y entréguenle en mi
nombre esta plata —decía en su carta, entre otras co­
sas —y dicen que de grande no voy a ser cojo y me
van a suvir el sueldo soy page de una votica”.
La ciega estaba feliz. La Juana dijo, poniéndole las
manos en los hombros: —Y no haga caso de estar so­
la: con nuestros pies ha de seguir andando hasta que
vuelva el chico ...
Y la chola agria, dirigiéndose a su hijo.
—Aprenderás, ingrato, en el cojito ... Retrato de
tu taita! ... ¡Y no te quiebres las plumas! —añadió,
pues ya el chico estaba disfrazado.
Irían todos hacia El Santo Cenáculo donde se orga­
nizaba el gran desfile.
Por el lado del molino se oían ya las flautas de los
indios de Sinincay.
—Ya vienen ya, con ellos vamos.
Y así lo hicieron.
Los indios bajaban con sus hijos y arreaban un
pequeño borrico cargado de palomas.
Las cholas comentaban:
—¡Dónde como antes, el burrito con soles anti­
guos en la frente!

235
Én el atrio del templo no cabe un niño más, y los
que van llegando se quedan en las calles laterales.
Hay lujo en muchos disfraces pero la gente no los
encuentra a su gusto:
—Creo que este año no se romperán ni los alam­
bres: mucha pobreza veo ... Dónde la plata antigua,
dónde los jíbaros con lanzas de oro.
—Dónde la gente tan contenta, digan.
Muchos niños lloran de cansancio. Una pequeña
monja extraviada llora a gritos. Ya las trenzas le aso­
man por las desgarraduras del hábito. Las cholas la
protegen y advierten a los chicos para que no corran
igual suerte:
—Si te pierdes —le dice una a un negro— lávate
la cara para conocerte ... y echa gritos.
Por la esquina asoma un grupo bullicioso: van a la
cabeza tres danzantes con traje de campanillas, en
animado baile; al centro, militares patilludos, un Car­
denal y dos jíbaros con un barbado misionero; les si­
gue un Príncipe, a caballo. Soles de plata brillan en
las gualdrapas y gallos vivos aletean junto a los es­
tribos, y una paloma abierta agoniza en la grupa, so­
bre el enorme rabo artificialmente encrespado.
Ahora sí los comentarios son favorables, pero ce­
san porque llega el más grande de los carros alegó­
ricos, ocupado por niños de las clases altas. Allí está,
con su espada y sus rojos bucles, el último Argudo.
Y se inicia el desfile.
Y la gran cruz que forma el gentío en las cuatro
calles va cerrando los brazos lentamente.

236 —
CAMPANADAS

Diego corría a la escuela cuando una de sus her­


manas le avisó que su padre le esperaba en el sub­
terráneo. Se regresó, palpando los lápices en el fondo
del vade. Junto a la hermana abrió la bolsa de cuero
y miró el fondo.
—Nuevo —le dijo a la niña, sacando un largo lápiz
azulado— y luego: huélelo —añadió, acercándole el
cuero, suave, oloroso, a las narices. —¡Qué rico!
La hermana tenía una muñeca nueva en los brazos.
—Anda pronto —le dijo—. Nos han regalado a to­
dos ... Lo que nos ofrecieron en la Noche Buena.
Diego corrió hasta el último patio y bajó al subte­
rráneo.
—¿Para qué crees que te llamo? —le dijo el padre.
—Ya sé ...
—¡Seguro! Pero lo tuyo es estupendo. Un ... no
quiero decirte. Quiero que lo veas.
—¿Dónde?
—Espérate ... pero . .. ¿qué horas son? Y el hom­
bre sacó el reloj del bolsillo ¡Diez para las ocho! —ex­
clamó—. Te haces tarde. ¡Corre! A la salida te espero
con lo ofrecido.
—¡Imposible!
—Y no está aquí todavía —siguió el padre—. Que­
ría solamente que lo supieras. Pero ya está escogido
en la tienda. Sólo falta traerlo.
Las dos mujeres sonreían.
—Mejor que no sepas —dijo la madre—. Así ten­
drás más ilusión ... Y corre, cierto, te haces tarde.
—¡Díganme!
Pero lo pidió ya subiendo las gradas. Con el brazo
en la portezuela, entreabriéndola, rogó todavía:
—¡Avísenme!
La luz caía de lleno sobre la tinaja, a cuya boca as­
cendían burbujas ¡risadas.
—¡Se hace tarde! —ayudó la india, moviendo la ca­
beza.
Salió. En la puerta de calle vaciló todavía unos ins­
tantes, pero echó a correr, al fin, detrás de otro mu­
chacho que también se apresuraba, hasta ponerle la
mano sobre el hombro. Juntos siguieron, corriendo en
las bocacalles. El otro era descalzo.
—Perdí el desayuno —dijo— ¿tienes panela?
—Espérate —y Diego buscó en sus bolsillos. Toma
—dijo después, dándole un pedazo.
—¿De dónde tienes siempre tanta panela?
Ya se lo habían preguntado varias veces lo mismo.
Se sobresaltó y repuso:
—¿Qué? —Y luego: ¡No entran todavía! —excla­
mó, llevando la atención del otro hacia el gran bullicio
del patio, pues ya estaban en la esquina de la escuela.
Y cuando llegaron a las puertas, corriendo más
todavía, sonó la primera campanada.
—¡Perdiste el desayuno! —le dijo el Portero al des­
calzo. Pero el niño bien lo sabía: sucedía aquello,
inflexiblemente, cuando no se llegaba media hora an­
tes de la misa. Y ambos chicos formaron en sus res­
pectivas filas. Algunos “rangos” subían ya las esca­
leras y los demás los seguían. Las “chascas” resona­

238
ban, como acompañando al melodio que había inicia­
do una tonada en la capilla, por cuya primera puerta
se veían cirios encendidos y parte del comulgatorio.
Los rangos desfilaron por las diversas entradas y ocu­
paron las largas bancas, dentro de la Capilla. Asomó
un rojo monaguillo por la puerta de la Sacristía.
—¡El adulete! ¡El adulete!
La campanilla sucedió al melodio, y detrás deí mo­
naguillo salió el Capellán, con ornamentos, junta? las
manos, y empezó la misa.
•X
* "ir vt

El profesor de Diego esperaba en la puerta de la


clase, que estaba frente a la Capilla, en el corredor
opuesto, y mientras desfilaban los chicos, él decía:
—Manos, manos ...
Y los niños entraban a la clase, abriéndolas ante
sus ojos. A veces, el Hermano añadía:
—¡Orejas! —y detenía a ciertos chicos, exami­
nándolos. Allí —ordenaba, cuando no le satisfacía el
examen, señalando con el índice un rincón de la clase.
La víctima iba —ya conocía el castigo— y se arrodi­
llaba en el sitio indicado. Esta vez se inició la clase
con tres arrodillados: dos cocolos y el negro, criado
del hijo del Jefe de Zona. Los compañeros los miraban
de reojo, y cuando el profesor pasaba al pizarrón, se
les burlaban.
—¡Hermanito! —protestaban ellos. Y al mediar la
clase ya había doble cantidad de reos. Diego no aten­
día: ¿A qué hora suena la campana? —pensaba. No
iba a acabarse nunca la clase. Esta hora, —se decía—
luego el recreo, otra clase, otro recreo y ... la casa.

— 239
Su padre debía de esperarlo en medio patio, con el
regalo listo.
El negro, andando de rodillas, se acercaba poco a
poco a Manuel Cuzco, el pajarero, que movía la cabe­
za, siguiendo el curso de la tiza sobre el encerado. Un
compañero levantaba en ese instante una alta colum­
na de sumandos. De rato en rato, Cuzco hacía ademán
de levantar el brazo, atentísimo. El negrito le introdu­
jo el dedo en el oído.
—¡Deja!
El Hermano no le oyó. El negro esperó un momen­
to y luego se deslizó, siempre de rodillas, hasta colo­
carse detrás de Cuzco. Le puso el dedo detrás de la
oreja y susurró:
—¡Pajarero!
Se volvió éste, y pudo evitar que su nariz topase
con la punta del dedo; pero el otro, ante el fracaso, le
puso francamente la yema del índice en la punta de
la nariz y la aplastó, olvidado de todo, con fruición, co­
mo cuando mascaba trozos de caucho.
Todos rieron, y el Hermano reparó en la falta.
—¡Allí! —gritó, señalando un alto cajón colocado
al fondo de la clase— ¡Cárdenas, la pesa!
Un chico asomó con una piedra grande y se la en­
tregó al negro. Este, que también sabía lo que signi­
ficaba, se dirigió hacia el cajón del fondo. Debía po­
nerse de pie sobre ese pedestal, con la piedra en los
brazos, alta sobre la cabeza. Una campanada —Diego
saltó de júbilo— lo detuvo.
—Queda para la próxima clase —dijo el Hermano.
El negrito se dirigió a Cárdenas, el chico a cuyo
cargo estaba la piedra. ¡Adulete! —le dijo, al entre­

240 —
gársela. Y se unió a los compañeros, desfilando hacia
el patio.
* * *

Tres días ya que la escuela estaba abierta, después


de las vacaciones de diciembre. Había llegado a más
de mil el número de alumnos, y el enorme patio ape­
nas alcanzaba para tantos niños.
Diego estaba en la Cuarta de María y el último
Argudo en la Quinta del Niño Jesús, de modo que no
eran compañeros, pero en los recreos se juntaban.
—Vamos —le dijo el pelirrojo, al encontrarlo—.
¡Ha llegado un profesor hombre!
Y, sin esperar respuesta, corrió seguido por Diego,
hasta el corredor del fondo, a través del tumulto.
—¡Suco! —le gritaban de vez en cuando.
“Suco
macuco
espanta al cuco!”
Pero él ya no se enojaba.
En el corredor estaba un hombrecillo de esos de
cuello de caucho, larga leva y botines de puntera le­
vantada. No llevaba paraguas . . .
—¡Ese! —dijo el pelirrojo.
El “profesor hombre" no sabía qué hacerse en me­
dio de un gran grupo de niños. Ex seminarista y muy
amigo siempre de los Hermanos, sus antiguos maes­
tros, servía en la Escuela desde la víspera, contratado
como profesor auxiliar, pues, su escuela, en el campo,
había sido clausurada por falta de niños.
Nunca antes un seglar fue profesor en esta escue­
la, y, por eso, ahora, su presencia causaba revuelo
entre los chicos.
— 241
—En la escuela “Luis Cordero” —comentaban—
todos los profesores son hombres.
—Bueno, pero uno ya es algo ...
—Ha llegado del campo; allá se han muerto todos
los chicos por la sequía.
—¿Todos? ...
—No es muy hombre, parece cura .. . Fíjate en el
cuello . ..
Diego y su compañero procuraban acercársele,
cuando llegó el Inspector y ordenó:
—¡Retirarse! El que se acerque siquiera al señor
Profesor, se quedará en la “penitencia”.
Los chicos obedecieron, pero algunos miraban a la
víctima a hurtadillas. Otros, reiniciaron sus juegos.
El pelirrojo se llevó la mano a los bolsillos, y la ex­
tendió luego hacia Diego, llena de caramelos. Eran
finos, con envoltura plateada.
—Sólo para ti —dijo. Pero ya estaba junto a ellos
un rapaz de ojos negros, algo más alto que los dos.
—¡A ver! —dijo— y extendió su mano.
El pelirrojo escondió los dulces.
Ante la negativa, el otro puso las manos en las ca­
deras.
—¿Sabes por qué no me los das? —dijo luego.
El pelirrojo no contestó.
Diego los miraba.
—¿Sabes?—siguió el otro—. ¡Vengan! ¡Oigan! —y
llamaba a cuantos veía—. ¿Saben por qué no me con­
vida?
Ya había un gran grupo en su torno.
—Porque le regala el cuñado que es cañamazo.
—¡Por el cañamazo! —gritaron los demás, en coro.

242 —
—¿Qué dices? ¡Calla! —Y el pelirrojo se le acercó,
rabioso.
—Cierto —insistió el muchacho—. El cañamazo de
la esquina está enamorado de tu hermana y te da cho­
colates . . .
—¡Cuñado! ¡Cuñado! ¡Cuñado! —gritaron los del
ruedo.
Y uno de ellos le quitó los caramelos, pero ya el
injuriado, furioso, acometía a su enemigo.
—¡Sin patadas! —gritó éste, que era descalzo, y
respondió a los golpes.
De pronto, el pelirrojo se detuvo, llevándose las
manos a las narices. Ya lloraba.
—¡Le sacó chocolate! —gritaron los espectadores,
viendo sangre. Súbitamente, todos corrieron, menos
los contendores, presos por la orden:
—¡No se muevan!
Un enorme Hermano estaba ante ellos. Tiró de los
cabellos al descalzo e iba a darle un puntapié, cuando
el niño gritó, arrodillándose:
—¡Hermanito!
Estaba aterrorizado.
—¡Sígueme! —le dijo el Hermano, y echó a andar
hacia los grifos con el pelirrojo de la mano.
—¡Levante la cabecita!
En grupo se acercaron a la pila, pálido el descalzo
y ensangrentado el herido, con el rostro hacia el cielo.
—Así, así —dijo el Hermano—. Levante el brazo
también.
Diego, muy pálido, los veía: la sangre le bajaba a!
amigo hasta los zapatos. La sangre es del color del
pelo —pensó, pero se mantuvo alejado, como todos.

— 243
Ya la roja cabeza estaba bajo el chorro de agua. Sa­
cudiéndola, el chico la alzó nuevamente: su rostro
estaba limpio. El descalzo temblaba.
—¡Lávate las manos! —le ordenó el Hermano. Y,
al ver que el agua corría ligeramente enrojecida entre
las pequeñas manos, el religioso se fue encolerizando.
—¡Endemoniado! .. . —gritó al fin—. ¡De grande
serás un asesino!
Y, de feroz puntapié, echó a tierra al niño. Iba a
acercársele nuevamente, pero sonó la campana, y el
dómine se detuvo.
* * *

García Moreno —empezó diciendo el Hermano en


clase— subía las gradas del Palacio, con Dios en el
pecho, pues había comulgado momentos antes. Los
criminales temblaban, detrás de los pilares. Rayo, un
“negro gigante”, oprimía el machete ... ¡Levante la
piedra!
Todos los niños se volvieron hacia el negrito. Es­
taba sobre el cajón, atento, con la piedra sentada sobre
la cabeza. Penosamente, volvió a levantarla. El Her­
mano siguió:
Temblaban los cobardes, cuando les salió un tiro.
Entonces, todos dispararon aturdidamente, pero
como estaban tan cerca de la víctima, todos le toca­
ron.
Rayo, en tanto, avanzó con el machete e hirió, gri­
tando, la augusta cabeza. El héroe llevó la mano al
pecho para sacar la pistola, pero el negro le cortó la
mano. Y ya estaba cosido a balazos ...
—¿Quién?

244 —
—¡Arrodíllese!
El negrito volvió a levantar la piedra, mientras eí
preguntón se arrodillaba.
—Los ángeles —continuó el Hermano— lo levan­
taron y le dejaron caer suavemente sobre la calle. El
portal es alto y los criminales miraban al mártir desde
arriba, temblando todavía. El negro saltó con el ma­
chete ensangrentado. El mártir sonreía. "Dios no mue­
re” —exclamó. Y el criminal le hería el rostro todavía.
—¿Y la gente? —preguntó Diego.
—Esta pregunta sí vale —repuso el maestro—: La
gente se acercaba, persignándose y los soldados del
cuartel vecino no se movían: estaban comprados por
los criminales. De repente, Rayo cayó fulminado: Cas­
tigo de Dios. Cuando llegaron, por fin, los soldados,
ya el negro estaba muerto y olía a azufre, junto a la
augusta víctima; tanto, que cuando un político le dis­
paró un tiro en la cabeza, los quiteños le gritaron:
"¡Mata muertos!" “¡Mata muertos!"
Los niños rieron.
—¡Hermanito! —avisó uno—. Ya sonó la campana,
hace rato.
—Entonces, salgan ya —ordenó el profesor—. Y
luego, dirigiéndose al negrito:
—Entregúele la piedra a Cárdenas ... —¡Hijo de
Rayo!
* * *

—Oye . .. —le dijo un chico gordo a Diego—. Tu


papá le ha dicho al mío que Argudo se ha hecho po­
bre ... ¿Es cierto?
—No sé.

— 245
—Cierto ... ahora es más pobrete qué vos.
—¿Qué dices?
—Para eso nosotros —intervino otro— tenemos
tres haciendas.
Y otro:
—Eso no es nada: nosotros más haciendas y tres
casas ... ¿Y vos? ...
Y señalaba con el dedo las medias rotas de Diego.
- En cambio yo soy de mejor familia —dijo un ter­
cero—. Y mi papá es casi Presidente.
—¿Qué es?
—Gobernador. Si estuviera en Quito fuera Presi­
dente.
Diego se alzó de hombros y se retiraba ya, cuando
los otros le siguieron.
—¡Pobrete! ¡Pobrete! —le decían.
Diego se detuvo, rojo. Solamente un instante dudó
y luego dijo:
—¡Para eso nosotros tenemos una tinaja de los
Incas!
Y, exaltado,habló, habló, mientras los otros le es­
cuchaban con la boca abierta, cada vez más admi­
rados.
—¿Y cuándo no llueve y no se llena? —preguntó
alguno.
—Amanece caída . . .
—Ahora a la salida nos llevarás a tu casa y nos
mostrarás la tinaja.

—¡La tinaja! ¡La tinaja!


Cuando sonó la campana y los otros corrieron a
sus respectivos rangos, Diego estaba aturdido. ¿Y aho­

246 —
ra? —pensó—. Y se sumió en la angustia: ¿Qué me
pasó? . .. Conté lo de la tinaja ... irán a la casa y sa­
brán que destilamos de contrabando.
—¡A la fila! —le gritó el Hermano. Y como era el
del puntapié, Diego se sobresaltó más aún.
—¿Qué le sucede? ¿Qué ha hecho? —le preguntó
el Inspector.
No supo qué responder y corrió donde sus com­
pañeros, pero el Hermano lo siguió: Quién sabe qué
horror habrá hecho —le dijo—. Está pálido. Tiene que
confesarse esta tarde.
—Bueno ...
Subía ya las escaleras. Cuando en el descanso
volvió la cabeza, el Hermano lo miraba de arriba abajo,
sombrío ...
* * *

—A ver.. . Usted —dijo el maestro, con el dedo


hacia Diego que ya estaba castigado—. ¿Verbigracia?
—Verbo y gracia ...
—¡Otra vez distraído! —gritó el profesor, exaspe­
rado—. ¡Levante la piedra! Y ahora se quedará en la
“penitencia”.
Diego alzó la piedra, sintiéndose salvado. Enton­
ces —pensó— ya no podrán seguirme hasta la casa.
Si me quedo castigado ellos se irán. Seguramente se
olvidarán de la tinaja.
Cuando los brazos le dolían, doblándosele, pensa­
ba nuevamente: Se olvidarán ... Se olvidarán.
Y la piedra subía.

— 247
Ya todos los rangos habían desfilado hacia las ca­
sas y en el patio sólo estaban los niños castigados.
A una señal del Inspector, tres niños descalzos inicia­
ron la marcha, de rodillas, a través del patio. Uno de
ellos era el de la sangre.
—¡Libertad para ponerse papeles en las rodillas!
—exclamó el religioso, al ver que los ojos de los chi­
cos se llenaban de lágrimas.
A Diego y a tres de sus compañeros les había to­
cado “recoger papeles”, y en eso estaban cuando el
reloj de arriba dio las doce. Automáticamente, dos
niños castigados en la mitad del patio —“sin hablar,
con las espaldas juntas”— rompieron a llorar a gritos:
eran alumnos de la Octava, niños de cinco años.
—Me hallé una Virgencita —le contó a Diego'el
“leproso", que también recogía papeles.
—¿Por qué te quedaste?
—El Oso me dijo leproso y yo le di duro ... No soy
eso.
—No eres, sí... sino que se te rajan las piernas.
—¿Sabes? . . . Madrugo con mi mamá a coger hier­
ba, y me sale sangre por el frío . . .
Los arrodillados ya habían caminado un buen tre­
cho, ahora sí risueños, con las rodillas envueltas en
periódicos, cuando se detuvieron. Diego palideció:
Un niño parado en un solo pie le señalaba con el dedo
y hablaba animadamente. Poco a poco los demás le
rodeaban, rompiendo la línea. El chico, ya en dos pies,
bajaba y subía la cabeza, y los arrodillados seguían
sus movimientos, con la boca abierta.
El Hermano no asomaba. Diego se ocultó tras los
pilares. Hablan de la tinaja —pensó. Y cuando volvió

248 —
a salir, los de ¡as rodilleras —en un momento habían
recorrido casi todo el patio— se le acercaron.
—Oye, —le dijo uno, mientras los dos restantes
lo miraban, ya abriendo la boca—. ¿Cierto que tienes
una tinaja que toma agua como una gallinota?
—Dije de gana .. . ¡Mentira!
—Cierto ...
Sonó un reglazo y se callaron.
—Se irán cuando no vea un solo papel en todo el
patio —les ordenó el Hermano desde arriba.
Todos se dispersaron por el patio, afanosos. Entre
los castigados estaba el “viudo”, muchacho de unos
quince años, alumno del curso de comercio. Cuando
desapareció el vigilante, él se dirigió a las letrinas,
que estaban al fondo del patio.
—El viudo . . . -—comentaron los niños—. Ya se
encerró ...
—Va a fumar.
—Tiene por lo menos cuarenta años.
Diego, que por fin estaba solo, lejos de los otros,
se sobresaltó: ¿Dije agua? —pensó—. Cuando expli­
qué que la tinaja se iba levantando, ¿no dije que con
mosto? ¿Qué me hago? ... Y papá me estará espe­
rando .. . ¿Qué puede ser lo que van a darme?
Pero todos sus pensamientos nacían y morían en
lo mismo, como las burbujas en la boca de la tinaja:
¿Dije mosto?, sí. Dije “mosto” y no “agua”.
Por los corredores de arriba, grupos de Hermanos
se dirigían a los cuartos misteriosos, inaccesibles pa­
ra los alumnos. En el piso alto de la casa vecina, visi­
ble desde el patio, una doméstica barría. Otra asomó
con una sopera hirviente entre las manos, y entró a

— 249
Un cuarto. La que barría dejó la escoba y la siguió.
Una niña de escuela iba también a entrar cuando se
detuvo, mirando a los castigados. Traía pizarra y libros
bajo el brazo.
—¡Atatay! ¡Atatay, chicos! —les gritó, llevándose
ambas manos a ias mejillas—. ¡Qué vergüenza!
Un amigo se acercó a Diego.
—¡Fíjate! —le dijo, y le hizo ver hacia las ventani­
llas altas de las letrinas. Dos puertas vecinas estaban
cerradas y alguien trataba de pasarse de uno a otro
excusado, salvando el tabique interno.
—¡El viudo!
Su rostro, pálido ahora, con los ralos vellos negros
más visibles, miró un instante hacia el patio. Algo
dijo luego, dirigiéndose al invisible vecino ... Y des­
cendió.

250 —
III

DONDE SE CUENTA LA ESPANTABLE Y


JAMAS IMAGINADA AVENTURA DE LOS
MOLINOS DE VIENTO

—¡La tinaja!
—¡La tinaja!
Los círculos crecieron en el patio, desde esa mis­
ma tarde —subían y bajaban las cabezas— y al día si­
guiente, hasta el Inspector se acercó a Diego:
—¿Cómo es eso? —le dijo—. ¿De los Incas? ¿Au­
téntica? Le diremos a su señor padre que nos deje
verla.
—Hermanito ... ¡Pero si se rompió hace años!
—Lo suponía ... ¿Y por qué miente?
Pero los niños no se convencían y lo acosaban:
—Mi papá dice que si es de los incas debe tener
un sol en las paredes, ¿tiene?
—¿Un sol?.. . ¡Seguro! ... He leído. La nuestra es­
taba contra la pared y cuando íbamos a verle el sol
se rompió ... Yo estaba muy chico.
—¿Cómo era?
—Se iba levantando, levantando .. . Papá no cree.
El grupo lo miraba. Cuando sonó la campana, un
niño de los de “la plaza grande”, llamó aparte a varios
y les habló al oído. Aprobaron con las cabezas. Diego
fue hacia ellos en vano, pues huyeron.
De pronto un chico “rarísimo”, “Cuy (1) con go-

(1) Cuy: Conejillo de Indias.

— 251
rra", con una visera de por lo menos dos palmos, vino
a salvarlo:
—¿Te cuento lo que dijeron? . .. Van a seguirte
hasta tu casa...
—¡Imposible! ... Y no me voy a la casa —inven­
tó— sino muy lejos ... al Vado.
—¡Requetecuernos! Pero si yo vivo en el Vado!
Y dio un salto de alegría. Tenía un diente a flor de
labios y era “sumamente mal hablado”.
Diego se resignó y salió con él hacia el Vado. Mu­
chos les observaban. En la plaza grande, el negrito se
destacó del grupo que hasta allí les había seguido, y
se acercó a Diego, francamente.
—¿Dónde vives? —le preguntó.
—No me voy a la casa ...
El emisario se quedó perplejo. Los dos siguieron
su camino y desde la esquina vieron cómo el resto del
grupo rodeaba al negro y luego se dispersaba.
—¡Por fin!
—Pero ... Ya sabes: tienes que mostrarme la ti­
naja a mí sólo.
—Puedo mostrarte lo que papá me ha dado: una
maravilla: un Don Quijote. A cada tres páginas hay una
estampa: lo mejor que he visto en mi vida; y no para
chicos: mi papá dice que puede servir hasta para él .. .
Hasta te puedo prestar, pero si les dices a todos lo
que es cierto: que no tengo ninguna tinaja.
—Más bien dame alguna otra cosa . ..
—¡Qué tonto!
—¡Para lo más de libros!... Para eso mi patrón
tiene libros prohibidos.

252 —
—¡Prohibidos! . .. ¿Cómo son? ¿Cómo es tu pa­
trón?
—Una cosa: yo te muestro a mi patrón, ahora mis­
mo: debe estar leyendo en la huerta: se le ve desde
la calle, es un sabio; pero vos muéstrame la tinaja ...
—¡Imposible!
—¡Ese es! —exclamó de pronto el otro— y dejó
solo a su compañero, acercándose a un hombre que
pasaba en ese instante por la acera de enfrente.
Diego lo observó, desilusionado: era de lentes,
viejo y algo jorobado. Parecía de pésimo humor, pues
cuando el sirviente lo saludó, miró por sobre los len­
tes al chico y lanzó un gruñido, alzándose de hombros.
El “Cuy” no dejaba de señalarlo con el diente, a hur­
tadillas, mientras Diego les seguía. Ya estaban en el
Vado, típico barrio, sobre el río, presidido por una
gran cruz verde, de piedra. Patrón y sirviente siguie­
ron por una callejuela que Diego nunca había visto an­
tes, y desaparecieron. Una puerta se cerró tras ellos,
violentamente. Diego esperó unos momentos y acer­
cándose a la casa, espió por la cerradura: ¿Cómo?
—pensó—. ¡En tan poco tiempo!: en el huerto —que
era, a más del callejón de entrada, lo único que se veía
de la casa— estaba su compañero, ya con otra ropa,
y en actitud rarísima.
¿Cómo puede ser esto? —Pero su atención se des­
vió hacia el hombre que en ese instante entró al huer­
to, con un gallo, un libro y una silla. Colocó cuidado­
samente la silla cerca de los repollos, amarró al gallo
a una pata, y abrió un enorme libro sobre las rodillas.
Apenas había leído un momento cuando gritó, con
voz ronca y destemplada:

253
—¡Longo!
El sirviente —estaba con el rostro hacia el muro
del fondo— no se movió.
—¡Longo! —volvió a gritar el hombre, mientras
tosía ruidosamente—. ¡Requetecontracuernos! ¡Me
vas a matar! ¿No me oyes?
Y se puso de pie, mirando por sobre los lentes.
Y más aún, para sorpresa de Diego: al tercer grito,
su compañero asomó desde otro ángulo del huerto.
—¡Y ya con otro traje!— en un instante. El viejo se
llevó las manos a la cabeza, también sorprendido, sin
duda. Diego creyó estar soñando, y se arrimó al mu­
ro. De pronto, volvió a admirarse: el muro estaba ca­
liente. Lo palpó en lugar distinto y encontró calor más
intenso, y, vagamente, relacionó el infierno con io de
los libros prohibidos; mas, como el calor le recordó
especialmente el fuego del subterráneo, pensó con
claridad: "Destilan de contrabando, como nosotros”.
Una chola salió a la puerta de la tienda vecina y salu­
dó con otra que asomó al frente, y allí se quedaron,
dialogando. Diego ya no pudo llegarse nuevamente a
la cerradura, por la presencia de las dos mujeres, pe­
ro las observó: ¡Qué delantales tan limpios! ... —pen­
só—. Y no tejen sombreros ...
—¿Sabe, vecina? —dijo la una—. El gringo se ha
comprado la casa de la plaza ¿qué le parece? . .. ¡tan­
ta plata!
—Ahora debiera acordarse de nosotras ...
—Cierto. Pero no es, viera, como otros: sí conoce
a los amigos de antes. "Don Carlos —le dije el otro
día, bien le ha ¡do en nuestra tierra ... Oiga y ¿y có­
mo así se quedó en Cuenca?” "Mi sabe —me contes­

254
tó: Cuando vine vi que los perros de las calles eran
gordos y me dije: el pan sobra: los perros están gor­
dos”.
—Vea ese chico boquiabierto —le interrumpió la
otra, refiriéndose a Diego— loquito parece.
Cerró la boca y se alejó, mas no sin palpar ei mu­
ro: éste se calentaba a trechos hasta volverse, en la
esquina, intocable.
“¡Qué cosas tan raras!”— Y como vio la cruz de
piedra al fondo de la calle, con “gradas para sentarse”
a su base, se acercó a ella: abajo estaba el río, claro
y sonoro. Venía desde el fondo del paisaje, y se ahon­
daba al entrar bajo el puente, levantándose luego en
claras olas. Diego pensó en su Don Quijote, lanza en
ristre, sobre Rocinante, pues el puente era viejo y
chupado y ostentaba en su centro, a manera de lanza,
un torreón colonial de cal y canto. Antes le había pa­
recido un rinoceronte, pero ahora hasta veía galopar
a Rocinante entre las altas piedras. Hoy es ya muy
tarde, —pensó— bajaré mañana. Pero se inmovilizó
en una de las gradas. Era muy hermoso —lo había he­
cho muchas veces— detenerse en la mitad del puen­
te, con la mirada fija, vertical sobre el agua: el puente
se iba, río arriba, entre los tumbos. Y no bien se apar­
taba la vista de la corriente, o se parpadeaba siquiera,
deteníase.
Arriba, en el barrio, el nieto de mama Luz, el cojo,
pretendió un día conseguir los mismos resultados,
desde el pequeño puente del molino. El, Diego, había
aceptado la idea, entusiasmado: ya se había visto,
yéndose sobre el torrente, con el barrio entero, pero
todo fue en vano: el arroyo “hacía lo posible”, esfor­

— 255
zándose como pequeño perro atado a inmensa carre­
ta, sin conseguir moverla. Sólo una vez se movió
unos milímetros, y eso según Diego, nada más; los
otros lo negaron: fue cuando atrancaron arriba la co­
rriente, y la soltaron de golpe ... ¿Y qué horas serán
ya? El noble caballero había quedado velando sus ar­
mas cuando él tuvo que dejar la lectura para irse a la
escuela. Y ahora . .. “La tinaja!" “¡La tinaja!” ¿Por qué
fui a decirlo? Además ... He dado siempre tanta pa­
nela en la clase .. . todos van a decir: “¿De dónde sa­
ca tanta panela este chico? ... Seguramente, en su
casa destilan ...”
Se puso de pie y anduvo hasta la esquina. Allí es­
taban los cholas todavía, y la casa del viejo de los li­
bros continuaba cerrada. —¡Tengo que preguntarle
tantas cosas a ese chico!: ¿Cómo pudo cambiarse tan
pronto de ropa? Y sobre todo: ¡no estaba todavía al
fondo del huerto cuando asomó junto al viejo? Debo
estarme haciendo loco ... ¿Y por qué la pared ardía?
El sonido agudo de la sirena municipal le sacó de
sus cavilaciones. Eran las cinco. Apuró el paso y ya
se iba, cuando por la esquina pasó el amigo de su pa­
dre, el de las sienes blancas, que tan hermosas cosas
le dijo la noche de los caballos cuando supo, por fin,
el secreto del subterráneo. “Para que sus hijos no se
lastimen los pies en los vidrios". En nada se parecía
al viejo de los libros. Llevaba dos muy bellos bajo el
brazo. De él deberían ser los prohibidos .. . Pensó
llamarlo, pero la ¡dea de que pronto podría reanudar
la lectura, lejos de todo encuentro, en la paz de su pa­
tio, lo desanimó. Además, aquella frase: “Mi papá dice
que si es de los Incas debe tener un sol en las pare­

256 —
des, ¿tiene?” no le dejaba en paz, no ya por el secreto
violado, sino por lo del sol. Debía verlo a toda costa,
¿pero cómo? La tinaja estaba llena, imposible mover­
la. Sólo que ¿destilarán esta noche? Entonces ...
Ya veía, al fin de la calle, la puerta de las tejedo­
ras. Allí estaban ellas. La María grande contaba algo,
sin duda, pues todas la escuchaban, tejiendo al mis­
mo tiempo. Diego entró a su casa antes de que lo vie­
ran. Como siempre, sus hermanas jugaban en el patio,
pero él pasó derechamente al subterráneo.
Allí estaba la india, medio dormida, ante las bra­
sas.
Diego se acercó a la tinaja.
—¿Está llena?
—¡Ya viene a molestarle a la tinaja! Llena está ¿no
oye? —le contestó la india.
—¿Cuándo estará vacía?
—Mañana, pero a media noche, a velar vamos.
—Entonces, me quedaré leyendo ... ¿Sabes? —y
le puso las manos en los hombros— ya es seguro
—añadió— que ha sido de los Incas. Mañana, cuando
quede vacía, le daremos la vuelta, le veremos el sol...
Los dos solamente, ¿quieres?
—¡Sigue loco! Por tanto que lee está loco ¿y si se
rompe? ... Está clavada en el suelo.
—Precisamente ... está así, como amarrada, para
que no se mueva, ¿comprendes?
—Váyase, váyase. Mañana, si me animo, le avisa­
ré: pero váyase ...
—Bueno, pero que nadie sepa: los dos solamente.
Y salió. Ahora ya estaba pensando en el Quijote.
***
— 257
—Doce, trece, catorce ... y éste: ¡Quince!
Contaba sus libros. Los había alineado en un pretil
y no cesaba de compararlos con el nuevo.
—¡Imposible igualarlo!, ¿no es cierto?
Las hermanas asintieron.
Ciertamente, el “Quijote” era el mejor y el más
nuevo. Los otros tenían los bordes muy gastados
—"como los zapatos de la vieja Pavi”— y, además,
habían perdido el interés por ser demasiado conoci­
dos.
—Me gustaba más el que se cayó en la tinaja —di­
jo una de las hermanas.
—¡Imposible! En ese caso, éste . .. fíjense.
Y puso ante ellas un ancho volumen titulado “Ni­
ños Heroicos”, en cuya pasta un niño y una niña huían
por un camino polvoroso, al fin del cual —muy lejos
ya— quedaba cierta ciudad con sus torres almenadas.
—Teresa —explicó Diego— antes de hacerse san­
ta, de niña, está huyéndose: véanla. —¡Eso es cosa!—
a pelear con los moros. El chico es su hermano ...
¡Tenía siete años y ya se iba a pelear con semejante
gente!
—La reverenda Madre —intervino la hermana me­
nor— dijo ahora que quien le mató a García Moreno
fue un moro.
—Fue un gigante —corrigió Diego.
—... ¡Un moro!
—Papá—el padre entraba en ese momento de la ca­
lle— ¿el que mató a García Moreno fue un gigante ne­
gro?
—¿Cómo es esto? —dijo el padre sorprendido—. Ni
negro ni gigante, fue Rayo, un hombre llamado Rayo.

258
—¿Y cómo el Hermano dijo?
El hombre se quedó pensativo: ¿También tú haces
escrutinio? —preguntó luego, al mirar los libros, cam­
biando de tema.
—¿Escrutinio? ... No. ¿Qué es “escrutinio”?
—¿No lees todavía? —exclamó el padre—. Está al
comienzo. A ver. . .
Tomó el Quijote de las manos del hijo y lo hojeó.
Ciertamente —dijo luego— han suprimido eso.
—¡Cómo! Entonces . .. ¡No vale el libro!
—No, no; es que aquí está sólo lo mejor. Lo supri­
mido es para que lo lean los viejos, ¿comprendes?
Es ..., bueno, ya te explicaré eso.
—Pero ...
—Ya te digo —repuso el padre, entregándole el li­
bro—. Han dejado aquí solamente las “maravillas”, ya
verás ... ya verás ...
Y se alejó. Diego iba a seguirlo, cuando por la puer­
ta de calle pasó una chola, apresuradamente. Y de­
trás de ella otras y varios chicos que corrían, todos
agitados.
Los hermanos salieron a la puerta y, de pronto,
Diego corrió también, con el libro en la mano. Arriba,
varias tejedoras conducían un cuerpo inanimado. Bor­
deaban el torrente, buscando el sitio más estrecho,
mientras en su torno se aglomeraban otras cholas.
—¡Se muere! —oyó Diego, y el corazón le dio un
vuelco— la seño María grande!
—¡Ataque!
—Anoche velando estaba, pobrecita.
—Ha amanecido tejiendo ... por eso es.
Cuando llegó Diego la gente llenaba la tienda de

259
la chola. Como él, otros chicos tampoco podían ver
nada, pues las personas mayores formaban un estre­
cho círculo en torno al lecho, pero oían:
—Ya abre los ojos.
—¡Ya revive!
La Juana impuso orden:
—¡Salgan —exclamó— todas, todas, va a faltarle
el aire!

Había sido un síncope ligero. Ahora estaba en su


lecho, tranquila, y trató de incorporarse.
—¡No, no; va a repetirle! —protestaron las vecinas.
Accedió, pero pidió que por lo menos le doblaran la
almohada para tener alta la cabeza.
Y así lo hicieron. Ya quedaban pocas cholas en tor­
no y Diego se sentó al pie de la cama.
—Niño Diego —dijo la enferma, sonriendo—.
¡Véanle al médico! De grande un gran doctor va a ser...
—¿Cómo sigues? ... Oye: anoche has velado, te
hace daño, ¿cómo fue?
—De veras, seño María —dijo una vecina— ¿có­
mo fue?
—De repente —contestó— bien estaba, cuando la
cabeza, vaya, como la rueda del molino ... empezó a
moverse, a moverse ... Y después negro, todo.
—No hable, no hable.
Y la Juana se acercó al fogón y destapó una pe­
queña olla, donde el agua, próxima al hervor, sonaba
larga y suavemente. Luego arrojó sobre ella hojas de
toronjil, y sopló las brasas. Su rostro se encendía al

260 —
acercársele y sus grandes ojeras semejaban la azula­
da base de las llamas. “La almita del hijo”, que dijo
la María grande. Esta la miraba, con los párpados en­
treabiertos. Respiraba fatigosamente. Debo mostrar­
le las estampas —pensó Diego— para que se reanime.
Y así iba a hacerlo, cuando la enferma cerró los ojos,
y la cabeza se le dobló sobre el hombro.
—¡María! ¡María! —dijo el niño, sobresaltado—.
—¡Mira! ... ¡Don Quijote! Y ante los ojos brusca­
mente abiertos señalaba al noble caballero.

#* *

Leer era un problema, a veces, para Diego. Lo ha­


cía generalmente en el patio, o subido al nogal, sobre
el subterráneo.
—¿Y ahora? ... ¿Cómo te bajas?, —le dijo un día el
padre— ha crecido el árbol... ¡No leas tanto!
Solía también acudir al subterráneo, en las noches
de vela, pero rara vez sus padres lo consentían hasta
más de las diez, porque se dormía, al fin, en la falda
de la india. “Molestaba mucho” —en suma.
Y, cierta vez, por poco riega una "parada" entera,
cuando Robinson Crusoe se le cayó en la hirviente
tinaja. En las noches ordinarias, debía atenerse al sue­
ño de sus padres, ya que la luz del dormitorio de éstos
era la que llegaba hasta su lecho, en la pequeña re­
cámara. Y sucedía que la apagaban justamente cuan­
do algún personaje iba a realizar algo importantísimo.
Ahora, por ejemplo, Don Quijote estaba “sonsacando”
a Sancho, pero eran más de las diez de la noche y Die­
go estaba inquieto. Ya mismo. Ya mismo —pensaba—,

— 261
y leía precipitadamente: “Desa manera, respondió
Sancho Panza, si yo fuese Rey, por algún milagro de
los que vuesa merced dice” ...
La luz se apagó. Qué maravilla será —pensó Die­
go, mientras cerraba el libro, resignado— ser hombre
ya, tener luz propia y apagarla y encenderla! ...
Luego, vio cómo Don Quijote dejaba la lanza junto
al muro, contrariado, y Sancho se sentaba en el um­
bral de la puerta, con las manos en las mejillas.
Así, así espérenme —les dijo. Y cerró los ojos, pre­
guntándose: ¿cómo seguirá la María grande? ¿Dón­
de leeré los libros prohibidos? ¿Y cómo? Tengo que
preguntarle tantas cosas a ese chico!
Luego, el patio de la escuela se desplegó ante sus
ojos, con mil grupos, girando: “la tinaja! la tinaja!” Y
cuando por no verlos se envolvió en las sábanas, se
encontró en el subterráneo con la india. Estaban so­
los, a media noche, y sus padres dormían.
Afuera, los gallos cantaban, y la tinaja destacába­
se apenas, por la luz del rescoldo.
—A ver.. . que nadie sepa . .. ¡Ya!
Y la movieron. Y una suave claridad irradió entre
el muro y el dorso del cántaro.

** #

Los "rangos” se alejan de la gran puerta de la es­


cuela, largos y rectilíneos. Un Hermano se para en
cada esquina del edificio y los vigila y ordena. El ran­
go del Chorro, toma la derecha y sigue hacia el ba­
rrio lejano, más corto en cada cuadra, hasta que, “fren­
te a la Botica”, se rompe en grupos aislados. Diego

262 —
se alejó, solo; pero no bien avanzó unos pasos se de­
tuvo.
—¿Y ahora? ¿cómo te pego? —le decía en la es­
quina, El Oso al hijo de la hierbatera —. Si te toco —a-
ñadía— me seguirá tu enfermedad ... ¡Leproso! Pe­
ro sacó una piola del bolsillo e hizo con ella un moli­
nete en el aire. Trató de huir la víctima; mas, la piola,
silbando, se le enredó en las sangrantes pantorillas.
De repente. El Oso se demudó y trató, a su vez, de huir:
ya Diego lo arrinconaba, golpeándolo en el hombro.
—¡Qué gracia! —dijo el otro, protegiéndose el ros­
tro— tú con zapatos .. .
—No te he pateado, —repuso Diego.
Y quitándole la piola, lo azotó con ella.
El Oso lloró a gritos y Diego lo dejó, acercándose
al otro. Vamos, —le dijo— avísame si te pega otra vez.
El Oso dejó de llorar: miraba atentamente hacia la
otra esquina.
—Oye —le decía en tanto el hijo de la hierbatera
a Diego— vos que eres tan bueno, puedes hasta de­
cirme leproso ... pero, no seas malo: dame un pedazo
de la tinaja.
No supo qué responderle. El rostro del niño estaba
aún lleno de lágrimas, y le sonreía.
—Mañana —dijo por fin Diego— te llevaré a la es­
cuela una cosa que no hayas visto nunca.
—¿Qué cosa?
—Yo sabré. Y ahora —añadió, dejándolo plantado-
tengo que irme ...
Y echó a correr, calle arriba.
La María grande tejía en la esquina. Diego pensó:
si me ve subo; si no, entro. Y, como no lo vieron ni ella

— 263
ni las otras tejedoras, corrió a su cuarto, sin pensar
siquiera en bajar donde sus padres para saludarlos.
—¿Y el libro?— se preguntó, no viéndolo sobre las co­
bijas. Revolvió el lecho, agitado.
Iba a salir, cuando vio a su pequeña hermana, de­
trás de las cortinas.
—¿Qué haces? —le dijo.
—Sólo estaba viéndole —contestó la niña, y avan­
zó con el libro.
—¡Ah ... Bueno! Me asusté ... ¿Te gusta? Ahora
llego a los molinos de viento. Vamos.
Y se fueron al patio, en cuyos pretiles se sentaron.
—No leo todavía —dijo Diego— pero aquí está la
estampa. Y abrió el libro sobre sus rodillas. Se ilumi­
nó el rostro de la niña, ante el cuadro: el noble caba­
llero arremetía, lanza en ristre, y los molinos lo es­
peraban, girando. Sancho —¡Desesperado!— levan­
taba los brazos.
—Leamos ...
—Tienes que crecer todavía —dijo Diego— ya te
lo explicaré. Será mejor que me dejes solo.
—Tú lee y yo sigo viendo la estampa —propuso
la niña.
Así lo hicieron.
“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos
de viento que hay en aquel campo”... "¿Qué gigan­
tes?” —dijo Sancho Panza—. "Aquellos que allí ves
—respondió su amo— de los brazos largos, que los
suelen tener algunos de casi dos leguas” ... “non
fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caba­
llero es el que os acomete”.

264 —
—No te muevas —rogó Diego a la niña— y se sen­
tó mejor, nervioso.
“Levantóse en esto un poco de viento, y las gran­
des aspas comenzaron a moverse”.
—¡La tinaja! ¡La tinaja! ¡Muéstranos!
Diego dio un salto y la niña miró hacia la puerta,
sorprendida: un grupo de muchachos, atestaba el za­
guán y saltaba, gritando:
—¡Muestranós la tinaja! ¡Muestranós! ...
“El Oso" estaba entre ellos.
—¡Cállense! —exclamó Diego, y corrió a conte­
nerlos con el libro mal cerrado bajo el brazo. ¡No gri­
ten; —les rogó— no griten! —Y procuró sacarlos,
mientras miraba, aterrado, hacia el último patio don­
de estaban sus padres—. ¡Vamos! —añadió—. ¡To­
men! ¿Han visto esto? ...
Saltó a la calle y abrió el libro, a todo sol, ante los
ojos de los otros.
—¿Qué tinaja? —seguía diciéndoles—. Miren: es­
to es para darles a ustedes ... Váyanse ... ¡Les re­
galo!
Los muchachos lo rodearon.
—¿Nos regalas?
Y uno de ellos le arrebató el libro.
—¡Cuidado! —exclamó Diego—. ¡No así, despa­
cio! ... Digo que les presto ... pero váyanse! ...
¡Llévense! ...
Les empujaba al mismo tiempo, alejándolos de la
puerta.
La niña, asombrada, los veía desde el patio.
—Bueno, —dijo el que tenía el libro— te lo devol­
veremos ...

— 265
Y se fueron. Pudo ver Diego todavía, cómo, en la
esquina, la mano del que tenía el tesoro, se extendía
hacia las de los otros, con una de las estampas ... y
regresaba al libro.
¿T * *

“Casi todo estaba arreglado”: los gritos no habían


llegado hasta el subterráneo. La pequeña hermana pro­
metió callarse, y Diego había logrado dominar el ve­
hemente deseo de llorar a gritos que le oprimió la gar­
ganta más de una hora. Lo había conseguido, repitién­
dose: “No les oyeron”. “No les oyeron”, y pensando
en que al día siguiente le devolverían el libro. Las es­
tampas —se había dicho— puedo ponerlas donde es­
taban, con un poco de goma. En cuanto al proyecto de
examinar la tinaja esa misma noche, ya no era posible
ni pensar en ello: “Ahora, como van las cosas, es su­
mamente delicado” .. . Pero, en cambio, otros asun­
tos “importantísimos” habían de por medio y eran:
¿Qué fin tuvo el noble caballero después de la pelea?
¿Cómo se portaron los gigantes? ¿Quién ganó la ba­
talla? Durante la comida había estado a punto de pre­
guntárselo a su padre, y sólo el temor de que éste lo
remitiese al libro lo había contenido. ¿Qué hacer,
pues? De rato en rato, se ponía de pie, daba algunos
pasos hacia la india, y luego volvía a su banquillo, jun­
to a la tinaja. La anciana alimentaba el fuego, en si­
lencio.
—¿En qué piensa? —le dijo, por fin.
—Espera: tengo que contarte una cosa estupenda
del libro ... de Don Quijote. No me digas nada hasta
después de un minuto .. . ¡Pero nada!

266 —
Y se paseaba.
¿Huyeron los gigantes? —se decía—. No. ¿Sancho
se le colgó del brazo al caballero y logró contenerlo?
¡Imposible!
La india hizo un gesto de impaciencia.
—Ya, ya —comenzó Diego—. Y entonces ... el ca­
ballero era muy valiente ...
—Eso ya me dijo.
—Bueno ... Entonces, él y Sancho caminaban
cuando vieron unos molinos de viento. ¡Los gigantes!
—dijo Don Quijote—. ¿Qué gigantes? —le contestó
Sancho. Pero Sancho era tontito. El caballero preparó
la lanza ... y, de repente, con el viento, los gigantes
se pusieron furiosos ... Don Quijote le pegó un lati­
gazo a Rocinante ... y atacó. Entonces ...
—¿Y entonces?
—Espera...
Y, como no encontraba un desenlace, alargaba el
camino:
—Rocinante —dijo— galopaba, y el camino se ha­
cía interminable y no llegaba nunca ... Y siempre la
misma distancia entre el caballero y los gigantes ...
No llegaba ... Y los molinos se iban, se iban ... Co­
mo si estuvieran parados en un puente! ... ¿Com­
prendes?
La india movió la cabeza, negativamente.
—Se iban, pues, se iban —siguió Diego— y ei ca­
ballero estaba ya muy cansado ... y de repente . .
-¿ ... ?
—Es que Rocinante era flaquito ... ¿Comprendes?
—dijo, por fin, derrotado.
—¡No vale el cuento, no sabe nada! —concluyó la

— 267
india. Y, mirándolo fijamente, preguntó: —¿Qué le
sucede?
—¡Soy un criminal! —gritó el niño, sin poder ya
contenerse—. Toda la escuela sabe que destilárnos­
les di el libro para que no avisen ... ¡Conté todo! ...
¡Y perdí mi libro! ...
Y, abrazado a la india, lloró amarga, incontenible­
mente.

268 —
IV

EL NIÑO QUE SIGUE

El hermano de la “Séptima” era un alemán enor­


me, de cráneo cuadrado, con protuberancias. Los ni­
ños —sus corazones habían soportado demasiados
reglazos— temblaban cuando enrojecía. Ahora ...
—¡La gota de agua! —gritó el gigante—. Ya les
dije: sólo me falta una gota!
No volaba una mosca en la clase.
—¡A ver! —siguió.
Y dio tremendo reglazo sobre las pajaritas de pa­
pel que llenaban su pupitre. Pajaritas y niños saltaron
con el golpe, y éstos esperaron, pendientes de los
enormes labios rubios. Pero el Hermano se rió y alzó
la tapa del pupitre.
—Ahora no habrá reglazos —dijo— sino esto; mu­
cho tiempo ya que no lo hacemos. Los reglazos son
para el cuerpo y esto para el alma: deben acostum­
brarse a tener vergüenza.
Y examinaba, al decirlo, dos raros cubos de cartón,
con agujeros en el centro. Los niños sabían de qué se
trataba, y respiraron. Alguno hasta se rió, pero todos
volvieron a la actitud anterior cuando el profesor frun­
ció el ceño, exclamando, mientras blandía otra vez
la regla:
—Lo de la gota de agua, sigue ... ¡Cuidado, pues!
A ver, Zamora, ¿qué hizo Dios en el séptimo día?
—Descansó—contestó el chico, poniéndose de pie.
—Bien ... López ... ¿y en el quinto?

269
—Las estrellas —contestó el niño.
—¡La gota! —exclamó el profesor—. Cayó ...
¡Venga!
El chico se acercó con la mano extendida, rabioso.
—¿Cómo? —dijo el gigante, sorprendido—. ¿No
hay miedo? A ver...
Y descargó la regla. Pero el niño soportó el casti­
go, mirándolo. Tanto, que, turbado, el gigante tomó
uno de los cubos y le cubrió la cabeza hasta los hom­
bros. Los ojos del niño, fijos todavía, brillaron en los
agujeros.
—¡Ciego! dijo entonces el Hermano, e hizo gi­
rar el cubo, enviando los dos agujeros a la nuca.
—A la pared ... ¡Sin ver nada! —añadió.
Pero la voz del chico, aunque opacada por el cubo,
llenó toda la clase:
—¡Le avisaré a mi papá —decía.
—¡A la pared!
Y fingió no haberle oído, dirigiéndose a los otros
niños, que lo miraban, emocionadísimos.
—Falta uno —dijo, levantando el cubo restante—.
Las máscaras son dos ... A ver ¿qué otro se equi­
voca? Necesitamos otro. A ver ... el niño que sigue...
¡El niño que sigue!
Se levantó Juan Dumi, pequeño indio de cabeza
rapada.
—¿Cómo subió Nuestro Señor a los cielos? —le
preguntó la fiera.
Juanito sonrió, pues creía saber la respuesta, y di­
jo:
—¡Volando, Hermanito!
—¿Tenía alas, acaso? ...

270 —
—No .. . sino que así, así...
Y no podía explicarse.
—¡Yo digo, Hermanito! —exclamó un chico del otro
extremo de la clase, levantando el índice.
—Diga . ..
—Subió como un globo —gritó el chico—. ¡Sin
mover nada!
—¡Muy bien! —Y el gigante sonrió—. No se pue­
de decir —añadió luego, dirigiéndose al cocolo—
que usted no ha sabido, sino que no pudo expresarse...
Vamos, le haremos otra pregunta . . . ¡Cuidado!: ¿Qué
hizo Dios en el cuarto día?
El niño titubeó.
—El agua ... y las plantitas —exclamó por fin.
—A ver, a ver —dijo el gigante—. Conque las plan-
titas . . . ¿no? Y puso las palmas de las manos sobre
el pupitre, listo a incorporarse—. Las plan-titas ... ¿y
qué más?
—Todos los arbolitos ... eucaliptos . .. piñas .. .
El Hermano se puso de pie, mas —otra vez los ni­
ños respiraron— no estaba rojo.
—¡Luminarias! —dijo—. Luminarias, como contes­
tó el otro condenado . . . ¡Acérquese!
El niño obedeció.
—¡Mano!
El niño extendió la mano abierta.
—No, no ... no llores, sólo unita .. . para que veas
chispas y te acuerdes siempre: luminarias .. . cuar­
to día... Luminarias! —Y la regla hendió el aire sobre
la pequeña mano—. Y ahora esto —siguió el Herma­
no, y cubrió la cabeza del niño con el cubo, cuidando
de que los ojos asomaran por los agujeros. Lo lleva­

— 271
rán de paseo —dijo todavía— el primero de la clase y
el que contestó lo del globo.
¡Vengan!
Los dos escogidos avanzaron.
—Y ¿al otro? —preguntó el del globo—. ¿No le
llevamos?
—No... —se turbó al decirlo—. El seguirá contra
la pared... ¡Ciego!
Hubo un ligero murmullo, casi imperceptible, en
las bancas, pues el otro castigado era pariente del Go­
bernador. En tanto, los dos muchachos apresaron a
la víctima y la llevaron fuera de la sala de clase.

Este castigo consistía en enmascarar a los castiga­


dos y conducirlos de clase en clase para que sufran
doble escarnio: primeramente, enmascarados, conje­
turas hirientes en su torno; y, luego, decubiertos, ‘'ca­
chos”, o sea ruedo de índices acusadores, junto al ros­
tro —a veces lo punzaban— entre tremendas rechi­
flas.
El del globo tocó con los nudillos la puerta de la
Quinta de María. Salió un alumno, y, al ver a los visi­
tantes, exclamó radiante:
—¡Entren!... ¡Hermanito, un cachudo!
Salió el profesor que era un pequeño Hermano
picado de viruelas.
—Ya le he advertido al Hermano de ustedes —di­
jo— que yo no consiento esto en mi clase... ¡Vá­
yanse!
Y cerró la puerta. Afuera, los tres pudieron oír la
protesta de los alumnos, y aguardaron, preso el uno,

272
llorando todavía, y los dos, esperanzados. Sólo cuan­
do oyeron adentro un regiazo que acabó con el tumul­
to, siguieron caminando.
—Entonces —dijo el primero de la clase—. Vamos
a la Quinta del Niño Jesús.
Y golpearon la puerta vecina.
Aquí sí, fueron recibidos con loco entusiasmo.
—Cédale el puesto por ahora... —ordenó el Herma­
no, dirigiéndose a un diablillo “encajonado” y con los
brazos en alto, mientras toda la clase iniciaba la bur­
la, colocando a la víctima sobre el cajón que, no bien
habló el Hermano, ya estuvo vacante.
—¿Quién será?
—Es cholo, ¿no le ven las patas?
—Y cocolo, debe ser cocolo.
—Sólo cocolos vienen.
Juan los miraba, atónito, por los agujeros de la
máscara, y ladeaba la cabeza —se le veían los párpa­
dos entonces— cuando los dedos se le acercaban de­
masiado.
—Espérense —dijo el Hermano—. En orden, poco
a poco—. Y se cuadró delante de la víctima.
—¡Qué vergüenza! —exclamó luego, llevándose
las manos a las mejillas.
La cabeza de Juan Dumi comenzó a inclinarse.
—¡Qué vergüenza! —siguió diciendo el Hermano,
y se cubría más aún el rostro.
Ya el bonete estaba casi horizontal, sobre la cabe­
za del niño, más y más agobiada.
—¡Qué vergüenza! —Y de repente, el cubo voló
lejos, golpeado por un chico que no pudo contenerse,
dejando el rostro descubierto.

— 273
—¡Cocolo, mongolo!
—¡Cocolo, mongolo!
Sólo el último Argudo no se movió al verlo, y lo
miraba, perplejo, de pies a cabeza, como dudando:
¿Es él? —pensaba—. En la hacienda tenía trenzas
y poncho y se fue en el río crecido ... Mi hermano se
enfermó esa noche por buscarle ... Sí, le llevó el río...
—¡Ladrón! —gritó, al fin, pues Juan había vuelto
la cabeza, y, al mirarlo, se había demudado.
—¡Ladrón! —volvió a gritar el pelirrojo, ya segu­
ro—. ¡No te has ido en el río!
Todos se callaron.
—¿Cómo es eso? —preguntó el Hermano, rom­
piendo el silencio. Y el ex-patrón, precipitadamente:
—¡Hermanito! ... Se ha robado ... Es decir, el in­
dio, el padre, nos lo vendió en la hacienda, para sir­
viente ... ¡Niégalo! .. . ¡Cójanlo!
Juan trataba de huir en ese instante.
—Y una noche —siguió el pelirrojo, mientras lo
contenía también él —se fue en la creciente ... ¡Y no
se ha ¡do!

274
LIBERACION

El noble caballero acompañó hasta la puerta a los


incas. Los tocaba levemente con el canto de la lanza
y los despedía. A algunos les daba también una pal­
mada en las espaldas. Las puertas se cerraron, y el
cuarto quedó lleno de libros prohibidos. Sus lomos
despidieron una luz tan brillante, que Diego se des­
pertó. Trató de dormirse otra vez, para seguir soñan­
do, pero la realidad —¡“Diego ... la escuela!”— fue
más fuerte. Y la luz rompía lanzas en la ventana. Casi
sin ver aún, el niño extendió el brazo hacia una plan­
cha de acero. La retiró, y asomó debajo de ella un dic­
cionario. Lo quitó también, y allí estaba Don Quijote.
Incorporándose, Diego tomó el volumen entre sus
manos, y lo examinó por fuera: sus pastas estaban li­
geramente dañadas en las puntas. Eso no importaba.
Lo abrió. Bueno, la tercera estampa —una de las ro­
tas— estaba bien: no se notaba que había estado des­
prendida. Sólo cuando el niño abrió mucho el libro y
conectó la soldadura a un rayo de sol, la goma brilló
ligeramente. Moviendo la cabeza, volteó algunas pá­
ginas más, y, entonces, un gesto de contrariedad aso­
mó en su rostro: así como la luz se quebraba en la
vidriera, la lanza del caballero iba hasta media estam­
pa, recta, y allí se astillaba en la tosca juntura. En
vano Diego quiso remediarlo: la goma estaba seca.
A partir de la lanza, la grieta atravesaba un claro de
bosque, rozaba levemente un hombro de Sancho, sin
herirlo, y se salía del cuadro, descabezando a tres ga­
leotes. ¡Pero el caballero está intacto! —se consoló
Diego. Y no cesaba de mirarlo mientras se vestía.

Media hora después se acercaba a la escuela, muy


de prisa, no por temor a atrasarse, pues era muy tem­
prano, sino por recibir cuanto antes, y en la calle, los
libros prohibidos, "dos por lo menos, prohibidísimos”,
que había quedado en llevarle su amigo. En la calle,
claro, ¿cómo no lo pensó antes? ¿Cómo iba este chico
a entrar al patio con semejantes libros? Había que de­
tenerlo.
Junto a la escuela. —¡Qué grandes eran las puertas
cerradas!— sólo estaba el pequeño “Malanoche", tiri­
tando. Lo llamaban "Malanoche” porque lo habían ven­
dido a un cantinero.
—¿Has visto al espantajo? —le preguntó Diego.
Malanoche parpadeó.
—¿Qué espantajo? —dijo luego, admirado.
—Visera ... Con dos libros enormes. Si asoma, le
dices que no entre ... Yo corro a encontrarle.
Así lo hizo, muy arrepentido, eso sí, de haber nom­
brado siquiera "Espantajo”, pues, ayer no más, su ami­
go le había advertido: “Te cuento lo que pasa, pero si
avisas en la escuela no te daré los libros”.
Soy muy hablador, muy hablador —decíase, mien­
tras andaba, recordando una vez más la historia del es­
pantajo, que venía a transparentar el misterio del huer­
to: el viejo de los libros odiaba a los pájaros porque se
comían las coles. En cambio, adoraba a los gallos para
los cuales las cuidaba. Por eso iba a leer entre los re­
pollos. Los pájaros llegaban, y, al mirarlo, deteníanse

276 —
—en el aíre— y retorcían su vuelo. Se quedaban luego
en los tapiales, mirándolo, saltando, impacientísimos.
Hasta les disparó un hermoso libro, cierto día, iracundo,
mientras un acceso de asma le devoraba los últimos
restos de paciencia. “Todavía está el libro en el techo,
abierto, amarillando” —aseguró el chico. Pero como
salían a la calle tanto éste como su amo, a su regreso,
los repollos estaban en harapos.
—¡Un espantajo! —clamó entonces el viejo. Y po­
co después, una grotesca figura con traza de pordiose­
ro, se alzaba en el huerto, con los brazos abiertos. Al
comienzo los pájaros venían y se iban, sin posarse; pe­
ro no bien pasaron unos días fue de verlo: “Como si el
mismo espantajo —ponderó un vecino— les arrojara
alpiste" ...
—¡Pareces espantajo! —le dijo un día el viejo al sir­
viente—. ¿Cómo rompes tanto la ropa? Voy a tener que
comprarte un traje nuevo.
Y así lo hizo. Fue entonces cuando el chico asomó
en la escuela con su enorme visera. Y al volver a la ca­
sa se detuvo en el zaguán, con la boca abierta: en pleno
huerto estaba él —“parecía yo mismo”— con su ropa
usada. El patrón lo miraba desde el cuarto vecino.
—¿Qué te sucede? —le preguntó, sonriente.
—Igualito a mí... —respondió el chico, alargando
el índice.
—¡Claro! —siguió el viejo, entusiasmado—. ¿No es
cierto?
Y se acercaron ambos al nuevo espantajo: era una
obra maestra.
—¡Si hasta tiene ese olor tuyo a lora! —decía el
solterón, rejuvenecido, mientras los pájaros huían—.

— 277
¡Cuernos! Y le has de prestar también tu visera y tu
ropa nueva, —acabó por ordenarle— pero no todavía,
sino cuando ya se te parezca . . . cuando las rodilleras
estén grandes.
Después de algunos días, ya cumplida la orden,
vio al chico en el huerto, le pidió un vaso de agua, y
comprobó, furioso, que le había ordenado al espan­
tajo ...
—¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar! —exclamó
no obstante, aturdido, entre un violento acceso de
asma.
“Otras veces —contaba el chico— cuando estoy
descansando en la huerta, cree que soy el espantajo,
y no me ordena nada ... Yo me revuelvo, entonces, y
le quedo viendo, y él grita: “Vas a matarme!" —Y se
jala los pelos de las ¡ras ...”
Pero en cambio, las coles, que el dueño las llama­
ba pavos, “mis pavos de vidrio”, amanecían esponja­
das, intactas, con gruesas gotas de rocío, como de
mercurio, en su seno.
Y ahora el Espantajo no aparecía. Más bien el pro­
fesor hombre asomó en la esquina, y Diego intentó
ocultarse, pero pasó el sujeto sin mirarlo, —era mio­
pe— restregándose las manos por el frío. ¡Qué raro!
—se dijo Diego. Parece hijo del viejo de los libros
¿Serían éstos verdaderamente prohibidos? ¿Cómo u-
na persona parecida al profesor hombre —y este era
casi sacristán— podía atreverse? . .. Además, toma­
ba bicarbonato y era enemigo de los pájaros . .. Eso
sí, cierto día —el Espantajo lo aseguraba— cuando
una viejecita le amenazó con el infierno, él se rió
“hasta cogerse la barriga”.

278 —
Diego vio la Cruz del Vado y recordó lo de los mu­
ros ardientes. Sabía ya ahora que eran los de las pa­
naderías. Puso sobre uno de ellos ambas manos y
miró por la puerta: una mujer estaba junto al horno
con su hijo a las espaldas y cuando se acercaba a las
brasas, el niño, semidesnudo, se iluminaba. Una gran
mesa llena de dorados panes ocupaba casi todo el res­
to del cuarto. ¡Qué bueno un pan caliente —pensó
Diego. Pero no tenía dinero y para ver otro horno pasó
a la otra acera. En media calle tropezó con el pie de­
recho y antes de seguir adelante, tropezó adrede, con
el izquierdo. Cosas semejantes las hacía a menudo
en ciertas épocas y hasta cuando el Hermano le tira­
ba de una oreja, él, en secreto, se jalaba la otra, y pro­
cediendo así se quedaba tranquilo, con una agradable
sensación de equilibrio. De otra manera, habría teni­
do que cojear —pensaba— sin serle indispensable, o
andar con la cabeza ladeada, pudiendo mantenerla
recta.
Tropezó, pues, adrede y se quedó muy contento.
Alguna duda tuvo acerca de la igualdad de los tro­
piezos, pero, por esta vez, lo pasó por alto. Se olvidó
también del otro horno. Necesitaba paz, paz, "sobre
todo ahora que voy a ver los libros”. Y pronto se en­
contró ante la casa de éstos. Miró por la cerradura:
adentro estaba el viejo ... ¡pero no leía! Tenía un ga­
llo bajo el brazo, y con una navaja le afilaba las es­
puelas, ¡tan cuidadosamente!, con los labios en pun­
ta, soplando, soplando. Luego miraba al cielo —pro­
piamente miraba con el tacto— puesta la yema del de­
do en la punta de la espuela. El gallo no se movía. El
viejo dejó a un lado la navaja y con la diestra gozosa­

— 279
mente abierta bajo el cuerpo del gallo, lo sopesó, feliz,
y lo dejó caer al fin, limpiamente. El gallo le bajó el ala.
Entusiasmado su amo, entonces, dio un salto tan ridí­
culo, que Diego concluyó: ¡Imposible! ¡No son, no
pueden ser prohibidos esos libros! ...

-A* -A*

Ya en el patio, Diego buscó al Espantajo, inútil­


mente. Habrá faltado —pensó— de vergüenza. En ese
momento el desayuno estaba en auge. Largas hileras
de niños, descalzos los más, con sendos jarros de lata
pasaban ante el profesor hombre, que les entregaba
un pan, y más allá se detenían junto a un Hermano.
Este hundía un cucharón en la paila de leche y lo va­
ciaba en los jarros.
—Tengan con ambas manos —decía—. ¡Otro!
Y los chicos pasaban, dando en el primer paso el
primer sorbo.
Grupos de compañeros los miraban, unos en si­
lencio, tragándose saliva; otros —los ahitos— siguien­
do con sus burlas los detalles del acto:
—¡Ya coge! ¡Ya coge!
—¡Ya se atora! ¡Ya se atora!
—¡El leproso!
—Hermanito ... Debe darle un jarro especial a es­
te chico, puede seguirles la enfermedad a los otros...
El Hermano rió, y miró las piernas del hijo de la hier­
batera, que enrojeció sobre su jarro de leche, como
un ratoncito.
—¡Colorea!
—¡Colorea!

280 —
Por fin el niño dejó el jarro en su sitio y desapa­
reció en el torbellino del patio. Corría en busca de
Diego, y, al hallarle, se detuvo.
—¡Diego!
Luego, le habló al oído. Movía los brazos al hacer­
lo, como tratando de convencerlo.
—¡Muy bien! ¿Ahora mismo? —dijo Diego.
—Si quieres ... Pero que vea también el Herma­
no ...
Y ambos se llegaron al corredor del desayuno.
—¿Creen —dijo Diego, poniéndose ante el grupo—
que mi amigo es leproso?
—Creemos.
—Ya les he dicho —repuso entonces— que el frío
le parte las piernas, ¿entienden? Corta hierba, de ma­
ñanita ...
La víctima callaba, confiando tácitamente su de­
fensa al amigo, muy contento.
—¡Vean bien! —siguió Diego, y miraba al Herma­
no de reojo—. Le toco la oreja. ¿Y qué me pasa?
Y ante el asombro de todos, oprimió entre las ye­
mas de sus dedos el encarnado lóbulo del chico.
—¿Y qué me ha pasado? —insistió después, po­
niendo su pequeña mano ante los ojos de los compa­
ñeros.
—¡Tócale la otra! —dijo alguno.
Y Diego oprimió la otra oreja, que el dueño le pre­
sentó, solícito, bajando la cabeza.
Pero no se dio por satisfecho el exigente, y añadió,
de pronto:
—Ahora ... ¡tócale las piernas, si eres hombre!
■X- -Jr -K-

281
Llegó la hora del recreo y el enorme patio revivió
con renovado ímpetu. Quienes no jugaban se aislaban
en pequeños grupos y cuando los que lo hacían se
cansaban, llegaban y asentaban los brazos en los hom­
bros de los compañeros, como si se posasen.
—¿Y tu papá qué es?
—Se fue a lavar oro.
—¿Y el tuyo?
—Compra oro, que es mucho más, y se pone el lá­
piz tras la oreja. Tiene unas balancitas.
—Para eso el mío regaló un reloj de oro para la
Coronación de la Virgen.

—El Torres le puso tierra en el desayuno a un chi­


quito. Le dijo: ‘‘toma con azuquitar”. Y le puso ...
—Este chico —exclamó otro, apresando a un pe­
queño cocolo que pasaba— le ha conocido al profesor
hombre en el campo.
—¿Cierto? —preguntaron todos.
El niño movió la cabeza afirmativamente. Luego di­
jo: —Era de mi escuela. Mi taita le regaló una oveja
para que no me pegue . . .
—¡Vamos a preguntarle!

—Ha entrado a la escuela otro negrito. ¡Vamos a


verle!

282 —
El Pajarero llegó jadeando, con el ‘‘Niño que sigue".
—¿Quién es? —le preguntó Diego.
—Mi primo. El Emulsión le ha estado pegando.
—¿Es de la tierra de las tinajas?
—De más abajito. Tiene suerte: las patronas hacen
quesadillas.
El niño desapareció.
—¿Qué se hizo? —se preguntaron ambos, a tiem­
po que el pelirrojo les ponía las manos en los hombros
y le decía a Diego:
—¿Supiste?: H¡ hermano -mayor se va al Oriente,
y puede ser que me lleve.
—¡Dichoso! ¿Cómo?
—Todos los indios de la hacienda —explicó el pe­
queño Argudo— se han ido al Oriente. Y todos nos
deben miles. Y ahora tienen que pagarnos ... Tienen
oro. Se va con veinte hombres del pueblo .. .y con
cientos de indios que allá tienen que ayudarles ...
Van a sacar un mundo.
—¿Y te lleva?
—Casi seguro ...
El Pajarero intervino:
—¿Y la hacienda?
—¿Qué hacienda? —contestó el pelirrojo—. Era
muy fea ... Le vamos a regalar al señor Oñate.
Y corrió hacia otro grupo. Diego estaba perplejo.
—¿Oíste? —le dijo al Pajarero—. ¿Y les regalarán
también la tierra de las tinajas? ...
Pero les llamó la atención un grupo que venía ha­
cia ellos, discutiendo animadamente.
—¡Eso no es milagro! —decía el hijo del Jefe de
Zona.

— 283
Y el de una tejedora:
—¿Qué más quieres? Y allí está Diego: podemos
preguntarle.
Y lo rodearon.
—¿Es o no cierto —empezó diciendo el del barrio—
que la María chica está tejiendo el sombrero de la
Virgen?
—Cierto —contestó Diego.
—¿Y que el hijo tiene un ángel?
—... Cierto ...
—¿Y que el desayuno —siguió el chico, sin dejarlo
continuar— es un milagro de la mama? ...
Todos miraban al interrogado, pendientes de sus
labios, pero el hijo del Jefe de Zona pretendió des­
lumbrarlos antes:
—En Quito —aseguró— la Virgen llora a cada ra­
to: ... ¡Eso es milagro! Yo, que soy de allí, he visto ...
En Cuenca no hay nada. En Quito hay .miles de autos
y hasta temblores.
—¿Temblores? ... Para eso aquí tenemos ... tene­
mos ... ¡paisajes! —repuso el hijo de la tejedora.
—Y la Catedral nueva —ayudó otro—. ¡Y tanto
río!
Y un pequeño rubio, de largos bucles y pantalones
muy planchados, adelantándose:
—En mi casa cayó un pedazo de tumbado, —dijo—
en mi casa también hay temblores.

.•A .'A -V.

Malanoche, que estaba en clase, y miraba la calle


a hurtadillas, levantó el brazo y dijo:

284 —
—Hermanito ... permiso.
Se lo dio el maestro, y el chico salió de la clase y
corrió hacia la de Diego que era vecina de la suya. Se
han ido —pensó con la oreja pegada a la puerta. La
clase estaba vacía. Pero los vio salir de la capilla en
larga hilera y esperó junto a un pilar. Luego ingresó
a la fila.
—¿A dónde se van?
A San Alfonso, a confesarnos; aquí el Capellán es­
tá con muchos chicos —le contestó Diego.
—Oye ... Le vi por la ventana ... El Espantajo es­
tá esperándote.
—¿Con los libros?
—No me fijé, pero está con un gallo. Está espiando
por la raja de la puerta. Parece apuradísimo.
—Gracias ... Pero no digas nada, cuidado ...
—¡Silencio! —gritó el Hermano con voz ronca.
Malanoche se esfumó, y Diego, muy pálido, bajó
las escaleras con los de la fila. Seguramente —pen­
saba— el Hermano va a ver los libros prohibidos y
más cuando vamos a confesarnos ...
El rango desfiló hacia la calle, y Diego pudo ver
cómo el Espantajo desaparecía a todo correr detrás
de la esquina. No se ha ¡do —pensó después, con ale­
gría, porque el gallo cantó y al hacerlo, su hermoso
cuello asomó en el filo de la esquina. También el Es­
pantajo sacó la cabeza y seguro ya de que no eran los
chicos de su clase, los siguió, resueltamente. El tem­
plo queda cerca de la escuela y Diego entró a él por
una puerta y salió por otra. En la esquina estaba su
amigo.
—¿Y los libros? —le preguntó Diego.

— 285
—No pude. Tuve que faltar porque estoy llevando
tres gallos a la gallería, de uno en uno.
—¡Pero siquiera uno!
—¿Y cómo con el gallo en los brazos? Y mi pa­
trón ...
—Ni digas, —le interrumpió Diego —no creo ya
que sean prohibidos, tu patrón no es capaz . ..
—¿No es? Bueno, cierto, ¿te digo la verdad?: . ..
El es un huevón, pero los libros no son de él sino de
un estudiante ... Están solamente encargados.
—¿Cómo es el estudiante?
—¡Estupendo! ... Está ahora al fin del mundo. Se
fue navegando en un barco.
—¡Al fin del mundo! No creo . .. —exclamó Diego.
Pero ya los ojos le brillaban.
El Espantajo ató el gallo en el poste de la luz y se
aflojó los pantalones.
—Te traigo —dijo luego, levantándose la falda de
la camisa, lo que pude: los retratos de los que han
hecho los libros; pero, eso sí, los más prohibidos, so­
bre todo el uno . . .
—¿Cuál?
—Este ... Le arranqué de un libro espantoso, lle­
no de diablos.
Diego se apoderó de ambos retratos y los miró con
avidez, y vio escrito DANTE en el uno, con letras de
fuego, y en el otro, VICTOR HUGO.
—-¡Este! ¡Este! —insistió el Espantajo—. ¡Dante!
El otro .. . Creo,... me parece. —Y miraba el retrato,
dudando.
Como si esperase el fallo, Hugo los miraba, muy

286 —
solemne, blanca y total la barba y los brazos cruzados
sobre el pecho.
—¡Qué viejo! —siguió el Espantajo—. ¿No será
más bien el que prohibió los libros? Fíjate ... esa cara.
Pero toda la atención de Diego estaba en Dante.
El otro se calló también.
—¿Será mujer u hombre? —dijo al fin—. La cara
es de hombre, pero la manta . .. usa manta ... ¿A
quién preguntaremos?
—¡Imposible! ... Y ahora, ¿cómo me confieso?
—Yo te traje —se disculpó el Espantajo— porque
tú mismo me pediste ... Y ya me voy, no respondo...
Y, en efecto, recogió al gallo y se alejó, al parecer,
despreocupado, pues silbaba; pero no bien vio un za­
guán, entró en él de un salto, miró al cielo, puso en
su rostro cuanto arrepentimiento pudo y se golpeó
con tanta fuerza el pecho que el gallo, asustado, le­
vantó la cabeza.
El templo estaba claro y tranquilo. Los niños su­
surraban en la nave central. Sólo de cuando en cuando
se quebraba el silencio y pálidas beatas aclarábanse
al pie de los vitrales.
—¿Qué me hago? —pensaba Diego. No se resol­
vía a romper los retratos, antes bien —¡Qué libros
habrá escrito Dante!— los oprimía bajo su camisa,
contra el pecho. Algunos compañeros ya estaban pe­
gados a los confesonarios y otros se preparaban. Un
niño anémico recontaba en los dedos lentamente, con
el rostro desencajado. ¡Irme! —se dijo Diego, y se lle­
gó a un pilar. Una urna antigua había allí y dentro de
ella una pequeña Virgen con su niño. —¡Qué hermosa
era la madre! ¡Cuánta ternura había en su rostro! Y

287
el diminuto Niño le extendía a él los brazos como que­
riendo pasarse a los suyos. Diego estaba a punto de
llorar cuando oyó pasos ... Volvió el rostro y su cora­
zón le clavó a la columna: Un religioso iracundo venía
desde el fondo, con el niño anémico de la mano. Casi
lo arrastraba. Le brillaban los ojos al pasar entre los
cirios encendidos. Cruzaron junto a Diego sin mirarlo.
Cerca de la puerta el sacerdote se detuvo y oprimién­
dole el hombro al niño levantó el índice hacia el mu­
ro. Diego sabía qué había en ese sitio y no tuvo áni­
mo ni para escaparse. ¿Qué le esperaba a él si a ese
pobre chico le pasaba eso? Los retratos crujían en su
pecho, pinchándolo con sus vértices cuando se mo­
vía. Al fin, el confesor regresó, siempre con el niño
de la mano y se internó en la penumbra, hacia el con­
fesonario. Como lejanos, claros vidrios, se quebra­
ban en el atrio los gritos de los niños que ya estaban
afuera porque sólo habían pecado venialmente. Diego
se deslizó hacia la puerta. No debo ver el cuadro —pen­
só, al pasar por donde el religioso levantó el índice;
pero como si le tirasen de la oreja, alzó los ojos: era
el infierno.
“Lasciate ogni speranza, voi che’ntrate”
Demonios de altos cuernos removían las brasas.
El niño los miraba y de rato en rato veía también el
confesonario, pero la proximidad del atrio soleado le
dio ánimo. De un salto estaré afuera, libre —se dijo.
Hasta llegó a preguntarse: ¿Qué nos pasará a los que
vamos a leer libros prohibidos? Y buscó su pecado
entre las llamas. También había en él cuadro, arriba
una luz suave, y los penados que estaban cerca de
ella la miraban, con los ojos en blanco. Otros, al fon­

288 —
do, ya no podían verla y se desgarraban, en vano, las
entrañas, sin conseguir morirse. De pronto, Diego re­
trocedió, llevándose las manos a los retratos.
—¡El ya ha estado en el infierno! —se dijo.
En las alturas, sobre roca solitaria, sumido en mor­
tal angustia, lívido, estaba Dante.
* * *

Frente al atrio los niños subían al tobogán y res­


balaban, radiantes, con los brazos en alto.
Diego salió del templo y aunque por un instante
el tobogán lo deslumbró, pasó de largo y sacó otra vez
los retratos; otra vez, porque adentro había estado a
punto de romperlos. ¿Cómo pensé siquiera en eso?
—se decía ahora, y comparaba su Dante con el del in­
fierno. Sí, era el mismo. ¡Qué valiente sería! En todo
el infierno él era la única persona conocida. ¿Y el otro,
Víctor Hugo? El no había sido castigado. Pero Diego
lo miró cariñosamente. También tú . .. ¡muy valiente!
—le dijo. Y le acarició la hermosa barba. Luego recor­
dó que Dante no estaba solo. Cerca de él una divina
“novia” intentaba salvarlo, toda blanca y liviana. Casi
no necesitaba ella asentar sus píes desnudos en la
roca para sostenerse . . . ¿Quién sería? ¡Oh! ¡Tenía
que preguntar tantas cosas! Pero . .. ¿Cómo? por lo
pronto ocultó los retratos al ver que iba acercándose
a su barrio. En la puerta de los Argudo, Ernesto leía.
Estaba muy pálido. Ya no es de ellos —pensó Die­
go— la tierra de las tinajas ... ¿Y si le diera ahora un
ataque? ¡Qué pálido!
Argudo volteó una hoja y lo miró. Diego pasó rá­
pidamente, saludándolo, pero, de pronto, se detuvo:

289
—¿Quién fue Dante? —le preguntó.
—¡Dante! . . . ¡Ah! ... El infierno . . . —Y siguió:
... "Per mi si va nell eterno dolore,
per mi si va tra la perduta gente” ...
-¿ ...?
—Un genio ... Un genio ... El infierno ...
El niño movió la cabeza asombrado, y cuando iba
a insistir, ya el epiléptico decía desde adentro:
—“Lasciate ogni aperan?-?, voi che’ntrate!”
Y desaparecía.

* * *

El foco de la calle iluminaba levemente los tejados.


Diego se incorporó en su lecho. ¿Qué hacer? Sus
padres subirían muy tarde porque era noche de tra­
bajo. Pegó el rostro a los vidrios. El patio quedaba en
la penumbra, rayado de pilares. ¿No pasó alguien en­
tre ellos? Y contuvo el aliento. Podía oír la respiración
de sus hermanas en el lecho contiguo. ¿El cuarto es­
taba cerrado? Prendió la luz. Una de las niñas frunció
el rubio ceño y volteó el rostro; la otra se movió tam­
bién. ¿Las dejaría solas? Ahora la más pequeña esta­
ba de lado y una de sus trenzas iba por la almohada
hasta la mejilla de la otra. Esta parecía sentirla, a ra­
tos, pues hacía ademán de levantar el brazo y ladeaba
el rostro, frunciéndolo levemente. Diego puso la tren­
za sobre el costado de su dueña, y esperó. Ya esta­
ban tranquilas, con las bocas entreabiertas. ¡Dichosas
ellas! —pensó—. ¿Y si consigo que papá le mande a
la india para que las cuide?... Nos cuidaría a todos ...
Eso es ...

290 —
Se vistió, y como sus hermanas ya se estaban mo­
viendo otra vez, apagó la luz. El patio estaba más cla­
ro ahora. Don Quijote. —lo había arrimado a la vidrie­
ra— se recortó en la luna. Diego salió y avanzó resuel­
tamente al subterráneo. Era temprano relativamente.
Cuando sus padres lo vieron protestaron, pero apenas,
y pronto lo olvidaron. Conversaban ellos, sentada la
madre y el hombre de pie junto al alambique, palpán­
dolo de vez en cuando.
—Ya mismo —decía.
El licor iba a despuntar muy pronto. Ya estaba lis­
to un jarrón al pie del caño. La india vigilaba el fuego.
¡Cómo pensar siquiera en llevarla!
Y el niño comenzó a moverse entre las tinajas.
—¡Bueno, a acostarse! —le ordenó el padre.
—... ¡Ahora nc!
—¿Qué tienes? Algo te pasa a ti desde hace días...
Dime, ¿qué te sucede?
—. .. Nada . . . ¿Qué culpa tuvo Dante? . . . ¿Quién
fue?
—. ..¿Cómo?
El despuntar del alcohol vino a salvarlo. Volvióse
el hombre con el ruido del chorro y en unión de las
mujeres se dedicó a atenderlo.
—Una palabra más —se dijo Diego— y me man­
darán arriba. No debí nombrarlo ... ¿Y ahora? Se acu­
rrucó junto a la tinaja y cerró los ojos. Así estuvo
—fingía dormir profundamente— cuando después de
un buen rato, ya a. punto de dormirse en realidad, notó
que hablaban de él —sin duda lo contemplaban al ha­
cerlo— y extremó la comedia, respirando acompasa­
damente. De repente, se turbó.

— 291
¿Qué había dicho su padre? ¿Lo oyó bien?
El hombre, siguió:
—... Míralo ... ¿Y por qué no? ... Será un genio...
—¡Pobrecito!
Era la madre. La sentía detrás de los párpados.
—¡No! —gritó por fin— .. .¡No!
Y la abrazó.
—¡Despiértate! ¡Despiértate! —le decían, supo­
niéndolo en plena pesadilla.
—¡No es eso!
Pero ya su padre, en persona, lo llevaba —¡Qué
muchacho!— y lo acostó, desvistiéndolo él mismo, y
se volvió al subterráneo.

Cuando el reloj dio las doce el niño ya no lo oyó.


Su lecho giraba, giraba, hacia un abra del muro.
En la brecha empezaba un tobogán como el del a-
trio, aunque enorme y lamido de llamas. Volcóse al
fin el catre y Diego cayó al declive. Resbalaba cada
vez más velozmente hasta que logró asirse de algo y
se contuvo. Era un pequeño genio ya tocado por las
llamas. En tanto, abajo, Dante ardía todo él, arrimado
a su roca. Ya un demonio escalaba hacia Diego cuan­
do una claridad nunca vista rayó, arriba, en la brecha
del muro y fue creciendo, mientras se oían dos voces
alternadas:
—Si eso hay —decía la una— renuncio desde hoy
a la prometida ínsula.
Y la otra:
—A gran dicha tendré oh tímida criatura, que es­

292 —
tos mis pasos me lleven algún día hasta ese antró,
donde alienta Lucifer, el jayán más injusto de que
existe memoria, terror y azote de los niños y enemigo
mortal de la esperanza y de los genios.
—¡Es aquí! —gritó Diego—. ¡Oh noble caballero!
Y Don Quijote:
—¿Escuchaste, Sancho sordo, la voz del más des­
venturado de los niños?
—¡Dése prisa, señor! —clamó Diego.
Y por fin, Don Quijote asomó en las alturas. Un
solo instante se detuvo, como para tomar aliento.
Luego, se encomendó a su dama, enristró la lanza,
y se lanzó pendiente abajo.
—¡Respirad, Dante amigo! —iba diciendo—. Aquí
llega el que acabará con vuestros pesares!
Los demonios retrocedían.
—¿Qué sucede? —exclamó Lucifer, que tendido de
espaldas, con un tonel por almohada, le arrancaba
tranquilamente las alas a otro chico lector—. ¿Qué
sucede? —Y al mirar al caballero, arrojó lejos al niño
y requiriendo un tridente, levantóse:
—¡Pronto! —ordenó—. ¡Ensillen mi monstruo!
Rocinante tembló, pero avanzaba velozmente, y
sin mover las patas, resbalando, mientras el caballero
exclamaba:
—¡Preparaos, preparaos, oh gente cruel y despro­
porcionada, que un solo bote de mi lanza apagará
vuestro infierno!
Lucifer ya estaba sobre el dragón y avanzaba tam­
bién, tridente en ristre.
Diego cerró los ojos y se tapó los oídos, pero el
ruido fue tan fuerte y tan vivas las llamas que se al­

— 293
Zaron con el choque, que todo lo oyó y lo vio también,
porque la luz atravesó sus párpados. Largo tiempo
estuvo ciego al abrirlos, pero oyendo, eso sí, el ruido
ele las armas y el jadeo de los contendores, hasta que
otro grito de júbilo salió de su garganta: “¡Non fu-
yades! —había escuchado—. ¡Non fuyades cobardes
y viles criaturas!"
El galope se fue apagando en las cavernas, y cuan­
do Diego pudo ver, una luz de alba se filtraba por un
gran muro desplomado. Hasta que otra vez los cascos
resonaron y despuntó el caballero. De paso, con el
canto de la lanza, tocó el muro de los Incas y la tinaja
apareció entre las ruinas, pura y alta. ¡Intacta! Los ge­
nios venían con los brazos extendidos. El cortejo es­
taba listo y una música divina llenó el mundo al ini­
ciarse el desfile. Truenos profundos —el rodar de los
últimos toneles en los lejanos antros— reforzaban los
bajos. Iba delante Don Quijote, a caballo, con la no­
via de Dante, a la española, en la dichosa grupa. A la
izquierda, los genios ... ¿Y Sancho? ... El caballero
volvió la cabeza y se detuvo.
—¡Sancho honrado! —dijo, al ver lo que éste ha­
cía: de pie sobre una piedra ataba la tinaja sobre el
lomo de! asno. Saltó por fin y apresurado, se unió a
la comitiva con su rucio. Sólo entonces se reinició la
marcha. La tinaja iba de costado, atada —atada y li­
bre— con la boca hacia el cielo. Diego lloraba de ale­
gría. A lo lejos, una delgada columna de humo era
cuanto quedaba del infierno, y hacia el Sur, el Pajare­
ro, el hijo de la hierbatera, todos, revolaban.
Hasta El Oso tenía alas y cuando Malanoche par­
padeaba se iba hasta las nubes.

294 —
-- ¡Los ángeles! —gritó Diego.
—Son sólo querubines —dijo Dante—. Los indios,
en la cordillera.
Ahora la pradera era de lirios, pero el viento sopla­
ba, volviéndola pajonal de la tierra de las tinajas.
Los indios respiraban ruidosamente, desnudas las
pantorrillas, con huellas de tierra roja. Los Andes se
empinaban, cerrando el paso de las nubes. Dante alzó
la frente. Don Quijote preparó su lanza limpiándola
de ceniza entre las crines de Rocinante.
—Esos que veis allá —dijo— señalando los cerros
con la limpia punta— que acaban de mirarnos y ya
tratan de ocultarse, y que parecen .montañas por lo
altos, son los latigueadores de indios.
—Sí, sí —repuso Diego— me lo dijo la María
grande.
¿Usted la conoce? Ella me hizo el yelmo.
Y mostró un sombrerito de paja toquilla a Don
Quijote.
—Es legítimo —dijo el Caballero, examinándolo—.
Has de saber —añadió— que en cuanto vuelva de la
tierra de las tinajas pienso encargarle uno para Dul­
cinea.
—¡Ah! —exclamó Diego—. ¿Allá nos vamos?
Asintió Don Quijote y enristró su lanza. Diego no
se atrevió a hablarle nuevamente, pero lo miraba.
Y, orgulloso, se agarró a su estribo.

295
VI
LOS COCOLOS

Un cocolo es más que un niño pobre; es un niño


indio arremetido todo él —en alma y poncho y choza
y trenzas— a tijeretazos.
Queda sólo un guiñapo humano de color de tierra
y ojos huidizos, enredado en los más bajos meneste­
res. Queda y clama al cielo su figurilla aplastada, de
desnudo cráneo, surcado casi siempre de grandes
cicatrices. No será posible olvidarlo. Crecerá sobre
sus verdugos una inmensa, desportillada bacinilla
hasta las nubes.

En el patio estaban los enterrados para siempre y


los que todavía tenían esperanza de ser rescatados:
—¿Y tus taitas?
—Se fueron porque las plantitas se secaron.
—Se fueron al oriente, a lavar oro.
—Van a venir cuando regresen las agüitas.
Y miraban el cielo de piedra.
—¿Y los tuyos?
—Yo no tengo taitas.
Algunos se mezclaban ya en los juegos de los niños
ciudadanos, pero otros, los más, permanecían aisla­
dos, reuniéndose entre sí, como por instinto. En clase
ocupaban las últimas bancas. Los esperanzados dis­
traíanse. Estaban casi siempre por las nubes, repi­
tiendo en su mente la oferta de sus padres: “Cuando

296 —
llueva, con la plata del oro, prímerito he de ir a traer­
te y he de comprar yunta”. Y, de repente, caían desde
el aire como con una mosca en la boca:
—¡El niño que sigue! —había dicho el Hermano—.
¿Verbigracia?
—Verbo y gracia . . . —balbucía el infeliz, ponién­
dose de pie.
Y no venía el ejemplo.
—¿En qué piensas? —seguía entonces el gigante,
acercándose—. Verbigracia, Grecia.
Y la regla caía sobre la pequeña cabeza rasurada:
—¡Verbigracia Roma!
No estaban, eso sí, entre los niños del desayuno
gratuito y en esto eran más afortunados que los hijos
de las tejedoras. Algunos hasta revivían:
—Ese está gordo: vive en una casa de cuatro pisos.
—También ese otro: los patrones son muy buenos
y hacen quesadillas ...
—Y no el pobre Malanoche, se duerme en clase
por las malas noches: le han vendido a un cantinero.
—Ciempiés, ya se ha huido ...
—El cabezón, pobrecito, está secándose.
Pero estos eran los esperanzados: sus padres sólo
aguardaban la lluvia para rescatarlos. Verían otra
vez crecer sus trenzas, y sus ponchos —chozas ple­
gables— estaban guardados solamente y pronto real­
zarían sus endebles figurillas.

También había en el patio “cocolos especiales”:


eran los negritos. Hasta diciembre sólo hubo uno, el

— 297
criado del Jefe de Zona, que propiamente era mulato.
Pero el que vino en enero era retinto:
—Y es cocolo .. . —dijo un chico al verlo.
—No, sino que a los negros no les crece el pelo.
—Bueno, por lo mismo: son cocolos. Sobre todo
este . ..
Y desde ese día el nuevo negrito le robó todo el
público al profesor hombre, que ahora pasaba casi
desapercibido.
El del Jefe de Zona era feliz: usaba brillantes ma­
melucos rojos y estaba siempre alegre. En cambio, el
nuevo, era descalzo, de rojizo, raído mameluco, y se
acurrucaba como un animalillo cuando los chicos lo
rodeaban. Sólo alguna vez, cuando los que lo moles­
taban eran muy pequeños, ahuecaba la voz y hacía:
... ¡Oooooo!, con las manos en garra. Pero los chicos,
lejos de asustarse, se reían. El se sorprendía: ¿Cómo
estos no se asustan? —pensaba. Y es que en su ba­
rrio era el “coco”. Los vecinos tocaban a la puerta de
sus patrañas, que eran beatas.
—¿Quién es? —decían éstas, desde adentro.
—Yo, niñas, —contestaba una doméstica, entran­
do— manda decir mi patronita que tenga su mercé,
que presten al negro para hacerle callar a la guagua.
—Anda, anda —le decían entonces las beatas al
negrito— y espántale de paso al chico de la comadre:
hace rato mandó un recado ... ¡Y no te tardes!

Los otros, los sin padres, de nada ni de nadie es­


peraban.

298
La escuela —como era— llegó a ser para Manuel
Cuzco, uno de los huérfanos, su única alegría. Espe­
raba con ansia las horas de enseñanza y temblaba
cuando a su compañero, el patroncito mimado y ca­
prichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces
también él faltaba, pues que sólo le enviaban para que
cuide al niño. Las noches —de día no porque tenía
que barrer la casa— se refugiaba en la cocina. Allí
aprovechaba del foco a cuya luz una doméstica tejía
sombreros y se engolfaba en un viejo silabario.
En cambio el pequeño cañamazo cada día se entu­
siasmaba menos por las clases. Las consecuencias
no tardaron: una mañana, al salir de la escuela, her­
mosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco,
mientras, a su lado, el patroncito, muy vacío, refunfu­
ñaba, roído por la envidia. Al llegar a la casa, el indie-
cito no cabía en sí de gusto. Subió él primero la esca­
lera, como nunca, a saltos . . . Quería que lo viesen,
que lo admirasen. Y oprimía la medalla contra el pe­
cho, como con miedo de que volara. Era tan bella. Do­
rada, prendida a un lazo azul, azul de mar.
Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclama­
ción de sorpresa:
—¡Qué milagro! —dijo—. ¿Y el amito?
—Abajo está, amita.
La mujer, convencida de que su hijo traería mejor
premio, llegóse, emocionada, a la ventana.
En el patio, entre rimeros de sombreros de toqui­
lla, estaba el chico, cabizbajo ...
—Sube, hijito, sube; —le dijo la madre, compren­
diendo— no importa ... así son estos frailes . . in­
justos . . . ¡Atrevidos!

— 299
Y, en seguida, dirigiéndose a Manuel:
—¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca medalla!
Quién sabe si no la has robado ... ¡A barrer!
Manuel obedeció.
—¡Sin leva! ¡Sin leva! —añadió la patrona, dete­
niéndolo, como cuando quemó el poncho del niño.
Y señalando la medalla:
—¡Deja también eso! Buena albarda te han pues­
to ... pero, ya voy a ver la casa sin una paja ... ¡Esto
no es robar medallas!
Todo aquel día el galardón del niño fue objeto de
sangrientas burlas. Odio irresistible brotó en el alma
de aquella gente baja al ver que un cocolo subía sobre
el hijo de sus entrañas.
En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya
no sólo se burlaron de él, sino que le dieron látigo;
pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios
y sinrazones de la madre, decía: yo lo he visto: el Pa­
jarero le compró la medalla a un amigo, con plata de
los sombreros ...
La mentira manifiesta era un pretexto para casti­
gar al infeliz, pretextos que ocurrían a diario, con el
de que era ocioso y sucio, el de que se caía el niño
confiado a su cuidado, en fin .. . Un día le rompieron
la cabeza: el señor Oñate entró a la casa diciendo que
tenía que asistir a unos funerales y se dirigió al guar­
darropa, para calarse traje negro. Al tomar el vestido,
lanzó una exclamación de furia: ni un solo botón había
en todo el traje. Cogió la prenda arruinada y fue en
busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo,
quien, en ese preciso instante, jugaba con el cuerpo
del delito.

300 —
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó indicando las
desgarraduras del chaquet.
El muchacho, con los botones en la mano, no tuvo
qué decir y rompió en llanto.
Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un
enorme cubo de orines. El hombre fue hacia él, sinies­
tro.
—¡Otra vez harás esto!
—Pero si yo no he sido, amito.
—¡Indio! ¡Es que, para jugar contigo, el niñito ha
arrancado los botones!
Y descargó golpe salvaje.
Temblando, Manuel se incorporó apenas y al ver
que el patrón no continuaba, volvió a levantar el tras­
to, y se alejó tambaleante, sin chistar, con el mudo
llanto de su raza, mientras una lengua de sangre —ger­
men de madre que todos llevamos en las venas— la­
mía su cuello y sus débiles hombros, desquiciados
ahora por el peso de! cubo.
**
Cuando el Hermano pasa al pizarrón, los niños se
conectan, hablan.
—¿Y Diego?
—Ha faltado. Ayer no quiso confesarse ...
-—Al Oso le dieron en la confesión una penitencia
terrible ...
—¿Qué penitencia?
—Que le pida a la Virgen que le recoja en su seno...
Otra vez se callan. Los cocolos miran, inquietos, la
ventana. La clase está oscura y los chicos apenas ven
la cara del maestro sobre el blanco alzacuello.

— 301
Su mano deja una huella de letras en el encerado
hasta el extremo derecho, y regresa. Los cocolos si­
guen mirando la ventana. Uno de ellos se levanta al
fin, da unos pasos hacia el Hermano, muy turbado, y
cuando el maestro lo mira, él levanta el índice y se­
ñala las nubes.
—¡Va a llover! —dice.
Todos se ríen y el Hermano se llega a la vidriera.
—Cierto —dice luego— y no se rían; o más bien
dicho: ríanse. Ya no se morirán ahora.
Los chicos se levantan, autorizados por la actitud
del maestro y se agrupan junto a las ventanas. Nubes
oscuras giran sobre los tejados.
—Mi papá dijo que si no llueve nos va a tragar el
patio de la escuela.
—Diría la tierra ...
—Por eso: a nosotros el patio.
El Hermano dice:
—Ahora, recemos una Ave María ... ¡A los pues­
tos!
Y cuando va a co<menzar la oración, la lluvia gol­
pea las vidrieras.
—¡El granizo!
—Primero el Ave María.
Pero algunos granos cristalinos entran por los vi­
drios rotos y ruedan en el entablado.
—¡Nadie se mueva! —ordena el Hermano.
Los chicos rezan, en su sitio, mientras, en el suelo,
en torno a cada granizo, pequeñas manchas de agua
van creciendo. Malanoche extiende la una pierna,
cauteloso —reza más alto cuando pisa en el helado

302
grano— y la recoge, crispado el pie desnudo. En tan­
to, afuera llueve copiosamente.
—¡Ya ha tocado la campana —avisa un chico —y
no hemos oído!

Toda la escuela ve llover desde los corredores. El


patio se vuelve oscuro, moteado de blanco y huele
intensamente a tierra mojada. Ríos en miniatura co­
mienzan a surcarlo y miles de dedos los señalan, oes-
de los umbrales:
—Este desemboca en ese ...
—Ya se lleva un puente ...
—¡El Amazonas!
Está prohibido mojarse, pero a cada momento sale,
radiante, algún muchacho, a la carrera, y vuelve con
un puñado de granizo.
Los cocolos sonríen pensativos, unos, y otros le­
vantan los brazos dando pequeños gritos.
—Miren .. . qué habladores los cocolos, como cu­
yes ... —dice alguien—. ¿Por qué estarán tan alegres?
—¡Cójanlos!
Y un muchacho alto cae sobre dos de ellos y corre
bajo la lluvia, llevándolos de la mano. El granizo rebota
en las redondas cabezas ante la risa de la escuela
entera.
—¡Cocolo mongolo!
—¡Cocolo mongolo!
Suena la campana. Se forma un gran tumulto en
los estrechos corredores y luego van hilándose los
rangos. Casi todos los chicos llevan granizo en las

303
manos y la sangre, crecida, les sube hasta los rosíros.
Cuando la última hilera cruza por el corredor de arri­
ba, una pelota atrancada en el tejado desde la sequía,
cae y rebota hasta medio patio.
—Hermanito . .. ¡permiso!
—Ya es tarde —dice éste, riendo. Hacia la pelota,
abajo, corre un chico.
El profesor hombre lo persigue.

•* -X- -X-

La lluvia decae unos instantes, y otra vez arrecia.


Rayos lejanos encienden a intervalos las vidrieras y
hasta la última banca se ilumina.
Los cocolos susurran como cántaros enfilados bajo
la lluvia.
—¡Hay mucho distraído! —exclama el Hermano—.
Y su voz derrumba chozas y espanta pajareros y pas­
tores. ¡Esa última banca! ... —sigue—. ¡Ya sé quién
va a salir ahora de paseo, con bonete! Ya veo —y se
pone de pie y mira hacia los corredores— ya veo que
en las otras clases ha pasado lo mismo.
Por la ventana pasa, en efecto, un grupo bullicioso.
—Es el cabezón ... ¡Sin bonete! —gritan los mu­
chachos—. ¡Qué entre! ¡Que entre!
Pero el grupo pasa de largo.
—Paciencia —dice el Hermano— ya volverán, o
vendrán otros: van a llover ahora los bonetudos.
¡Atiendan!
Casi no se le oye por el ruido de la lluvia y por la
inquietud con que los chicos siguen los pasos de los
de afuera.

304 —
—Ahora . .. atiendan: ¡Una lluvia en Quito! —gri­
ta el Hermano, tratando de atraerlos, y cuando lo con­
sigue, habla atropelladamente, a gritos, dominando
el ruido de las aguas: ¡Figúrense! —empieza—. Quién
no ha visto eso no ha visto nada: ...
“De Quito al cielo
y en el cielo un huequito
para ver a Quito” .. .
Tan quebrada es la ciudad y tan bella que un día . . .
Yo era niño aún y pasaba un camino sobre el techo
de mi casa ... Y de repente. ¿Qué creen que me su­
cede? ¡Atiendan! De pronto, digo, escucho un ruido
espantoso en el tumbado de mi cuarto. Luego ... pol­
vo y centellas . . . Luego . .. —hasta García Moreno
habría temblado de pavura— ¡una yunta! Dos toros es­
pantosos, en el aire, tirando una carreta! . . .
¿Atendieron?
—Sí, Hermanito . . . ¡Ya vuelven!
Tocan la puerta y entra el grupo con la víctima.
—¡Sin bonete! —exclaman todos.
Manuel Zimbaña es cabezón. Rasurada, su enorme
cabeza ha quedado moviéndose sobre los flacos hom­
bros, hosca, —así los mira ahora— callada más que
nunca. De él se dijo en el patio: “Está secándose”:
Vive en una casa de usureros.
—¡En orden! ¡En orden! —empezó el Hermano—.
¡Pónganle un bonete!
Pero la lluvia había arreciado de tal modo, que el
techo crujía y el miedo empezaba a apoderarse de
los niños. Casi no se veía ya ,y el foco se prendió so­
bre las bancas con una luz rojiza.

305
Un monaguillo pasó por la ventana, con el incen­
sario.
—¡Pasó un adulete! Va haber oración general en
la capilla.
Ya sólo algunos chicos se divertían con Manuel
Zimbaña. Súbitamente un rayo iluminó la clase.
—Que se lo lleven ... perdonémosle —balbuceó
el Hermano.

306 —
VII

EL PEQUEÑO DON

Diego iba hacia el puente por el atajo que parte


de la Cruz del Vado, despertando en las huertas ladri­
dos, voces y cacareos, y pensó que a Ciempiés y a los
otros cocolos que se huyeron, les estarían ladrando así
los perros en la cordillera . . .
Voces de niños salían detrás de un gran montón
de tierra, cerca del puente. Jugaban sin duda. La loma
ostentaba líneas paralelas semejantes a rieles, he­
chas con tapas de botella de cerveza, que bajaban en
zigzag desde la cima y se perdían por donde las voces
se acercaban:
—Tuuuuuuuuu, tuuuuuuuuuú ... Tac, tac.
Y asomó una hilera de chicos, de rodillas, figuran­
do un tren de varios carros. Iba delante —de locomo­
tora— una pequeña trenzuda, pitando, y le seguían,
asido cada cual a la cadera del vecino, tres chicos de
overol y un pequeño cocolo cojo. El cocolo era el úl­
timo “carro”, y cojeaba, diciendo a cada paso: tac,
tac; tac, tac. Y, de repente: tacatác!, cuando levanta­
ba la pierna enferma. Ya iban por media loma.
—¡Qué maravilla! —pensó Diego. Una hermosa
cañabrava, de dorados cañutos, muy larga, estaba jun­
to al río. Se movía a ratos, pues su extremo estaba
en el agua.
—¡Para lanza!
Y el pequeño Don se vio a caballo, con la hermosa
lanza.
Iba a levantarla, pero notó que estaba amarrada.

— 307
Dudando, acabó por desatarla y ya se la llevaba cuan­
do oyó:
—¡Se han robado mi caballo!
—¿Dónde estaba?
—Tomando agua ...
Diego pensó: ¡Es éste! ¿Cómo puedo yo hacer se­
mejante cosa?
Y se detuvo. Pero ya la trenzuda estaba a su lado:
—¡Devuélvanos —le decía— el caballo del cojito!
Este se acercaba, llorando.
—¡No me he robado! —se disculpó Diego, muy
avergonzado— ¿Cómo puedo yo dejarle sin caballo
y siendo él cojo? ¡Le devolveré yo mismo!
Y se llegó al pequeño cocolo y le entregó el carrizo.
Después, con pena, insinuó:
—Podría ser más bien lanza: ... ¡Es una maravilla!
Pero el cojito corría ya detrás de los otros niños
en su dorada caña, a caballo, levantando polvo.
***
El puente destacábase contra el horizonte, y avan­
zaba —las nubes se movían— lanza en ristre. El río,
crecido, hacía olas altas. Diego se iba pues más rápi­
damente que otras veces, cuando miraba el agua des­
de el balaustre. Se iba, se iba, aguas arriba, entre los
tumbos. ¡Si fuera cierto! Lejos iban quedando la ciu­
dad, el patio, el subterráneo. El grito “¡la tinaja!” ya
no podía alcanzarlo. Pasaban por el río sombreros,
campanas, Hermanos ahogándose, asidos a enormes
reglas. También pasó el “primero de la clase”, entre
la espuma: sí, ese chico tenía talento, pero no com­
prendía algunas cosas. El Hermano aseguraba que de

308 —
grande sería Presidente. “Es muy serio1' —decía—.
Y él, Diego, ¿no era serio? En cuanto a ser Presidente,
también él quería serlo, pero no del Ecuador tan sólo,
sino de la Gran Colombia: había que unirla nuevamen­
te ... Lejos surgió una melodía: ¡Si pudiera acordar­
se de la que llenó el cielo cuando el noble caballero
apagó el infierno! Ahora estaba en pleno vuelo:
Oye, María grande, necesito un sombrerito, me es
indispensable, ¡in-dis-pen-sa-ble!
¿Por qué?
Porque el viento es enorme y el sol también en la
tierra de las tinajas.
¿Y el otro sombrero?
Es para Sancho, es decir, para el Pajarero, porque
nos vamos ... Madrugamos mañana a la tierra de las
tinajas: es preciso defender a esos niños.
¿Qué niños?
Los cocolos. Ha llovido y se han regresado a la
cordillera. ¿Quién va a defenderlos?
¿Y si le pasa algo en semejantes cerros?
Debe pasarme algo ... tú no sabes ... soy un cri­
minal ... destilamos de contrabando en la casa y lo
he contado todo. Tenemos una tinaja ... y lo he con­
tado. Y mis papás me creen bueno y me alaban.
Dime: ¿Qué motivo me han dado ellos? Trabajan
toda la noche para que no me lastime los pies en los
vidrios, y yo los he delatado. Toda la escuela lo sabe
y me sigue ... Tengo que quedarme en el puente has­
ta muy tarde y papá me dice: ¿De dónde vienes tan
tarde? Algo te pasa a ti ... ¿Qué has hecho?
Yo le defenderé. O, ¿por qué no le dice al señor de
las sienes blancas que le aconseje? El sabe todo.

— 309
Imposible ... él está ahora en Quito. Quiero ser
como el noble caballero ... ¿Entiendes? ... Le llevo
al Pajarero porque sufre mucho y conoce la tierra de
las tinajas como la palma de la mano.
Más bien pídale a Dios que los chicos de la es­
cuela se olviden de la tinaja.
Es que no puedo pedirle nada, porque no me he
confesado. Sólo te tengo a ti ¿comprendes?
Bueno, venga mañana. Velaré esta noche y el som­
brero amanecerá brillando.
Que sea yelmo, de forma especial, es-pe-cial, ya te
explicaré ...
Vaya tranquilo. Buscaré también algún fierro de la
máquina para la punta de la lanza ...
¡Qué buena eres, María grande, qué buena!

Ya no necesitaba ver el agua para remontarse.

Oye, negrito, estoy con gana de atacarles a tus pa-


tronas, son perversas.
¿Pero cómo?
Tengo una estupenda lanza. Les esperaré a la sa­
lida de la Iglesia. Mi caballo tiene una estrella en la
frente, y es chiquito, como para nosotros. Tú debes
conocerlo porque al llegar de Paute con sus dueños,
pasaba por tu barrio. Es mío ahora y en él ando.
Te libertaré y te llevaré en la grupa hasta donde
tú quieras. Vamos, vamos. En este momento están
ellas en la iglesia.

310 —
¡Vamos!
Hemos llegado. Ahora, entra, sácalas ... Yo mé
quedo esperándolas.
Los cascos del caballo resuenan en el atrio. La
gente se detiene, curiosa.
¿Qué querrá este caballero en el atrio? ¡Qué her­
mosa lanza! ¿A quién esperará? ¡Ya se acerca a la
gradería!
Adentro suena el órgano y los altares arden. El
mameluco del negrito se desliza entre mil mantas. Se
acerca a un confesonario. Luego, a otro, a otro, y, por
fin, sale con las beatas. La gente sigue preguntándo­
se: ¿Qué irá a hacer el caballero?
Cruzan el atrio las beatas y llegan a la esquina, en
hilera.
¡Deteneos, gente desproporcionada: devolvedme
a este niño!
¿Qué niño?: ¡Es negro!
No veis la viga en vuestros ojos y veis la paja en
la piel de este chico ...
¡Preparaos!
¡A la flaca, noble caballero, a la flaca! —grita una
joven chola, parecida a la Juana—. ¡Es la más mala!
Y el caballero arremete.
Tan a lo vivo ve cuanto imagina, que se aferra al
balaustre, mientras su lengua se mueve, imitando el
ruido del galope.
Pero, de pronto, bruscamente, volvió a la realidad:
“¡Contrabando!" —había oído.
Y se irguió.
—¡Contrabando! ¡Ya llegan los heridos, amarra­
dos vienen —decían, al pasar, las gentes, corriendo

— 311
hacia la carretera. Otras se quedaban en el puente,
esperando. Un viejecito de bigotes blancos y abrigo
larguísimo, se detuvo junto a Diego. Apoyado en el
bastón, esperó también, pegándose al balaustre. A
lo lejos, por San Roque, había asomado el grupo de
presos y guardas y se acercaban al puente, con una
gran cola de curiosos.
—Son yunguillanos —explicaba una chola— con­
trabandistas. Se han batido a bala y a machete la no­
che entera. A la madrugada les han agarrado, queman­
do la choza. Véanles, véanles.
—Le han amarrado ... ¡al herido!
Entraron al puente. Iban los guardas a caballo, su­
jetando las cuerdas atadas a los presos; descalzos
éstos y con las huellas de la lucha en los vestidos y
en el rostro. Eran pálidos cholos de la yunga, enjutos
y resueltos, de mirada dura.
—Les han quitado los machetes.
El viejecito estaba indignado:
—¡Anden despacio por lo menos, salvajes! —in­
crepó a los guardas, trémulo de ira.
Al medio venía el herido, a caballo, sosteniéndose
apenas y con un pañuelo manchado de sangre seca,
amarrado a las sienes.
—¡Salvajes!
Diego sintió que un botón de su chaqueta se le
arrancaba, cuando le rozó el grupo. Maquinalmente,
se agachó y recogió la pieza, siguiendo, después, de­
trás de la gente. Estaba aterrado.
—¡Abusivos! —comentaban las cholas, alentadas
con el ejemplo del anciano—. Ellos son los criminales.
—Gobierno ladrón, todo acapara. Y no persiguen,

312 —
diga, a los ricos sino a la gente del campo. Aquí en la
ciudad, en las narices de ellos destilan, pero de eso
no se preocupan.
—Es que son caballeros . . . amigos del Gerente
del Estanco ...
—Si por milagro hicieran justicia, desde mañana
buscaran por las casas grandes ...
Todo lo oía Diego, y estaba seguro de que lo mira­
ban, al decirlo.
“En las casas grandes, donde los caballeros”.
El grupo tomó por la “calle larga”. Las puertas de
las tiendas se llenaban de cholas a su paso, y la gen­
te corría desde todas las esquinas. Diego les siguió
hasta la cárcel.

—Tenemos que huirnos mañana mismo —dijo el


Pajarero—. Mañana contarán la loza, y rompí una taza
el otro día ... y me matarán . .. Seguro, seguro.
Diego dudaba.
—Imposible —dijo, por fin— la María grande no
puede hacerme el yelmo en una noche.
—¿El qué . . .?
—Un sombrero especial. Es indispensable. ¿Y el
tuyo?
—Le quemaron ... pero ya me crecerá el pelo. Fí­
jate, ya me está creciendo ... Y mañana van a cortar­
me otra vez. Debemos irnos, de mañanita.
Pensó un momento y luego, resueltamente:
—Mañana me matan. Si no es mañana, entonces,
nunca. Mañana me huyo solo, como Ciempiés.

— 313
El Espantajo asomó en la esquina con su visera, y
se les acercó, cordialísimo.
—Callemos .. . Que él no sepa.
Y el Pajarero se despidió.
—Acompáñame —le dijo el Espantajo a Diego—
me voy a Cristo Rey para traer un gallo finísimo.
—No puedo.
—Si me acompañas, te juro por estas —y se be­
saba cruces en los dedos—. ¡Por estas! que mañana
te daré los libros ...
—Ya no los necesito.
—Ajá . . . miedo . . .
—¡No es eso!
Y Diego pensó que haría bien en ir más tarde a su
casa, “más sereno” y accedió al ruego.
—Vamos —dijo— y de paso le veremos a Jorge:
la mamá trabaja por allá, cerca de Cristo Rey.
—¿Qué mamá? ¿Qué Jorge?
—El leproso . . .
—¡Ah! . . .
Y siguieron caminando. Dejaron atrás las últimas
calles grandes y se internaron en las de los arrabales,
de paredes bajas, remendadas de pencas. Diego iba
callado. El Leproso —pensaba— también querría irse,
¿pero cómo con dos Sanchos? ... El caballero tenía
un solo Sancho .. . Además, Jorge le quiere mucho a
su mamá ... Y yo, ¿no le quiero a la mía?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Qué te paso? —le preguntó el Espantajo—. Lo
de los libros te dije de pura gana ...
—No es eso, y si me sigues preguntando me re­
gresaré —repuso Diego impaciente.

314 —
Otra vez caminaron, en silencio.
Quisiera tener zapatos —dijo el Espantajo, des­
pués de caminar un buen trecho— para patear pie­
dras. Y luego, extendiendo el brazo—. ¡Mira! E hizo
ver a Diego por sobre el cerco de la izquierda, el llano
vecino. Allí estaban la hierbatera y su hijo. La mujer
cargaba un gran haz que le cubría casi por completo,
y el niño otro, pequeñito.
Este llevaba, además, una hoz en el brazo. La hoz
era tan grande como su pierna, y reflejaba el sol de
ias cinco.
Diego silbó y movió ¡os brazos.
—¡Jorgeeee! —gritó.
El niño lo reconoció y se acercó a la madre. Algo
le dijo, alegremente, y extendió la hoz hacia Diego.
La mujer se detuvo. Lo miró largamente, moviendo la
cabeza, como ante otro hijo, y siguió andando. El chi­
co le siguió de mala gana. A él se le veían las panto­
rrillas solamente. A ratos se volvía —aparecía entero
entonces— y sacudía la hoz alegremente. Hasta que
desaparecieron, detrás de un muro.
El Espantajo miró a Diego:
—¿Por qué lloras? —le dijo.

—Mira —insistió el Espantajo— ese que viene por


allá es el Muñeco, el Muñeco de palo que está en la
escuela laica. Es valentísimo. Si te ve llorando dirá:
“Ustedes los de la escuela de los Hermanos lloran
como maricas. Esto les pasa por beatos”. ¿Oíste?
¡Sécate los ojos!

— 315
-Me entró una pestaña, ya no lloro.
Y Diego miró, con atención, al “chico de la escuela
laica”. Estaba en la esquina, grabando algo en el pos­
te de la luz con una navaja. Era muy blanco, bien ves­
tido y parecía ciertamente un niño de palo, pues su
perfil desde la frente hasta la punta de la nariz era
como de una sola pieza, recto. Al verlos (el Espantajo
ya estaba con el gallo), se les acercó, risueño.
—¿A dónde te vas? —le preguntó a su amigo—.
Y señalando a Diego:
—¿Quién es este chico?
—Un compañero.
—¿Por qué llora?
—No lloro —dijo Diego—. Y el Espantajo:
—¡Le entró una astilla enorme en el ojo!
Pronto se hicieron amigos y se quedaron junto al
poste de la esquina, un buen rato.
—Mi escuela es mucho mejor —aseguraba el niño
de palo— los Profesores son hombres.
—También en la nuestra hay un hombre —dijo el
Espantajo.
—¡Hombre! . . . —repuso el amigo—. ¡Qué va a ser!
Si le conozco: túmbenlo y verán que tiene el co­
gote lleno de escapularios.
Ciertamente —se dijo Diego, y preguntó:
—¿Cómo se entra a la escuela de usted?
—Entrando . .. pero se necesita que el papá de
uno no sea beato. Mi papá no cree en el infierno, ni
yo tampoco.
Y, sintiéndose admirado, añadió:
—En mi escuela todos son valientes, y hasta hay
un chico judío, recién llegado.

316
—¿Judío? —exclamó el Espantajo, pensando en
la Historia Sagrada—. ¿Y cómo es la túnica?
—Así... así... pero él no habla bien todavía el
castellano.
En esto, el gallo cantó por sobre la oreja del Es­
pantajo, quien se acordó del amo al oírlo y quiso des­
pedirse, pero el niño de palo se prestó a acompa­
ñarles.
—Y préstame el gallo —dijo— quiero tenerle un
rato.
—¡Imposible! Es finísimo y puede quebrarse las
plumas. Pelea mañana.
El niño de palo hizo ademán de quitárselo, y el
Espantajo, protestando, se refugió en un zaguán. El
gallo se alarmó. Otro cantó en el patio de la casa y
comenzó a acercarse. Era un enorme zamarrudo, de
vistoso plumaje. ¿Qué ,me hago? —pensó el Espan­
tajo, sintiéndose entre dos fuegos, y con el gallo en­
furecido en sus brazos que pugnaba por lanzarse so­
bre el nuevo.
—¡Hagásmosles pelear! —propuso el Muñeco.
El Espantajo se escandalizó. Diego intervino:
—Que mi amigo haga lo que quiera —dijo— el pa­
trón puede matarlo si se lastima el gallo.
Y se interpuso entre los dos. Pero el otro argu­
mentó:
—¿No dicen ustedes que el gallo es fino? Pues . . .
por lo mismo: este gallo —y señalaban al zamarrudo—
no vale, es copetón: correrá al primer cuerazo ... y
yo, en cambio, les presto mi navaja ...
Unos hombres que estaban en la esquina, se acer­
caron, al oírles. El barrio era apartado, y la casa del

— 317
gallo copetón, la única grande en los contornos. Tenía
un ancho patio lleno de geranios, y el gallo parecía
ser su exclusivo habitante, pues nadie acudía con la
bulla. El copetón seguía acercándose, y el fino logró
zafarse al fin de los brazos del Espantajo y se lanzó
contra el otro. Cuando los dos chicos quisieron sepa­
rarlos, uno de los hombres los detuvo.
Sus compañeros —tenían los ojos irritados, pare­
cían ebrios— se acercaron también y formaron un es­
trecho círculo en torno a los gallos. Ya peleaban éstos
y sus estruendosos revuelos atraían más y más curio­
sos, algunos en mangas de camisa.
El Espantajo lloraba y Diego —preso como él— se
debatía en los brazos de un intruso, entre su aliento
aguardentoso. El niño de palo, en tanto, gozaba de la
pelea, aunque también él detenido. De repente, el za-
marrudo corrió y se escapó por sobre los hombros de
los espectadores, seguido por el fino. Hubo gran al­
boroto y cuando los niños acordaron, sólo el desgar­
bado copetón estaba a la vista, alicaído, acezando.
—¡El gallo! —gritó el Espantajo, aterrado—. ¡El
gallo!
Diego miraba a todo lado, y el niño de palo ya es­
taba en la esquina y se alejaba.
—El gallo se fue por ese techo —dijo un hombre—.
Y otro:
—No, por el del otro lado . . .
El Espantajo lloró a gritos.

—¿Y ahora?
Los dos amigos habían rodeado la manzana varias

318 —
veces, preguntando en las casas, y con la esperanza de
verle asomar al gallo fino en un tejado o por entre las
pencas. Pero inútilmente. Escalaron también algunos
muros, en vano. Una chola les dijo:
—Inocentes: a los hombres debieron de seguirles.
El Espantajo lloraba amargamente, y como un pe­
queño indio: cantando. Así decía lo que iba a suceder-
le y ponderaba su desgracia. Hablaba también de có­
mo fue el gallo de hermoso y de invencible.
A Diego volvió a presentársele el problema: ¿Có­
mo con dos Sanchos?.. . Pero al fin se decidió:
—Oye —le dijo— ¿quieres huirte de Cuenca? Yo
y el Pajarero nos huimos mañana.
—¿A dónde?
—A la tierra de las tinajas. Nosotros te guiaremos.
El Espantajo pareció no comprender.
—Y ahora ¿qué le diré a mi patrón? —se preguntó,
sollozando.
—Por eso —insistió Diego— nos huiremos y no po­
drá decirte nada...
El Espantajo abrió los ojos:
—¡Ya estuvo! —exclamó.
—Serás Sancho.
—¿Qué dices?
—Digo que serás Sancho Panza. Ya te explicaré.
Entonces, ¿te decides? Nos vamos mañana de ma­
ñanita: ahora ya no dormirás en tu casa.
—Luego —dijo el Espantajo, asustado— ¿ya es­
toy huido? ¡Virgen Santísima!
Y lloró nuevamente.
—¡No llores más! —exclamó Diego, y, para sí, pen­
só: “Cobarde criatura”, pero no lo dijo ...

— 319
Ya iban ahora por las calles centrales, decididos.
—¿Pero dónde me pasaré la noche? —preguntó el
Espantajo.
—De veras . .. —dijo Diego. Y, en seguida, el otro:
—¡Andando! ... Me pasaré dando la vuelta por la
calle del gallo, puede ser que asome en algún techo.
—En mi casa .. . ¿Pero cómo? . .. —siguió Diego,
como hablando consigo mismo.
—¡Bajo tu cama! —exclamó su amigo, concluyente.
—¡Cómo! ... ¿Y si roncas? Te oiría papá.
—Te juro —dijo el Espantajo, deteniéndose, por
estas, y repitió el consabido juramento— que no ron­
co, pero ¿y qué comeré en tanto tiempo? Tienes que
pasarme algunas cositas ...
-X- -X- -X-

—¿Qué es ser Sancho Panza?


—Un hombre que le acompaña a uno ... es indis­
pensable. Pero tú serás sólo ayudante: El Pajarero
tiene más derecho. Sólo si él se muriera en algún
combate —los mayorales son terribles—. Entonces...
—¿Yo? . . .
Y el Espantajo bajó la cabeza, preocupado. Estaba
bajo la cama, sin la visera, y conversaba en cuatro,
asomándose al borde como una tortuga. Diego estaba
en el lecho. Los padres no subían todavía y las niñas
dormían en la cuja contigua.
—Ya callemos —dijo Diego.
—Bueno —convino el Espantajo. Y, aguzando la
voz, añadió:

320 —
—Pero pásame una cobijita. . . y la almohada chica.
—Sí estaba pensando en eso —susurró Diego—
pero espera . .. Cuando hayan pasado ellos ... Me
besarán y no verán la almohada. Callemos.
El Espantajo desapareció y Diego apagó la luz y
se pegó a la ventana. Se acordó del globo y del hom­
bre herido. ¿Qué se haría? Adentro el tic tac del reloj
y a lo lejos el sordo .murmullo del torrente eran los
únicos ruidos. Otra vez la angustia: ¿Qué me hago?
Palpó debajo de la almohada el pequeño papel en que
se despedía de sus padres: "¿Qué motivo me han
dado?” Entonces, para no llorar pensó en el caballero.
¡Si pudiera soñar otra vez como esa noche! Y se aga­
rró al estribo nuevamente, despierto.
Pero el Espantajo lo detuvo.
—Diego ... —susurró.
—Cállate.
—¡Diego!
Prendió la luz. Las pequeñas se movieron en el le­
cho y una de ellas cambió de postura.
—¿Qué quieres? —preguntó Diego, y bajó la ca­
beza. El Espantajo, a su vez, sacó la suya, ceñudo.
—Yo no tengo la culpa —dijo, y levantaba la mano.
—¿Qué te sucede?
—Una cosa...
—¿Qué cosa? ... ¡Cállate!
Y alargó el rostro hacia sus hermanas. El Espantajo
hizo un gesto de angustia.
—¿Qué te pasa? —insistió Diego.
—¡Me caco! ...

321
El día llegó como un caballo blanco. Sopló con sus
abiertas narices las cortinas. Era domingo.
Diego se despertó como tocado en el hombro.
—Es la hora —se dijo.
Y saltó del lecho.

322 —
V
EL ALACRAN

LA RUTA

Asomó la jamona por el estrecho y largo corredor


que cae sobre el patio, en casa de los Oñate. Iban lle­
gando abajo los obreros y algunos de ellos ya se afa­
naban con altos rimeros de toquillas. Otros escucha­
ban al magnate que se había asomado al corredor en
mangas de camisa - se estaba afeitando— y les ha­
blaba con la cara enjabonada. La mujer pasó junto al
marido. Parecía muy preocupada. Desde abajo, los
obreros saludábanla. Entró al cuarto más lejano. Era
el ropero y estaba solo. La mujer se detuvo. Luego,
movió la cabeza y se fue derechamente hacia una gran
caja antigua de cedro —había sido de los Argudo—
y levantó su tapa: contenía ropa lavada. El cuarto es-
taba claro y a través de sus ventanas las nubes se
movían y la línea del sol iba subiendo en la vidriera
como el agua en las piscinas. La mujer escogía ropa
blanca. Un membrillo del tamaño de la cabeza de un
cocolo rodó entre los pliegues, amarillo. La mujer as­
piró profundamente. De pronto, habló sola: “Ve el in­
dio” —dijo, a tiempo que examinaba una sábana del
fondo. Y luego: “Ese fue el ruido —siguió— que oí
ayer... Entré y el Cuzco se escondió . . . aquí, bajo la
ropa ... ¡Ve el indio!”
Huellas —dedos, talones, pies enteros a trechos—
estaban estampados con tierra en las camisas y en las
sábanas.
—¡Ve el indio! ...
Y la mujer tiró de una manga, (el membrillo sonó
contra la tabla del fondo) y se llevó una camisa a la
luz.
—¡El longo! —gritó luego—. Tráiganle al mitayo!
Una sirviente acudió:
—Creo que se ha huido —dijo—. No parece ... Por
toda la casa le buscamos, no parece.

« -X- -x-

Ya llovía. Los días se abrían así, como la caja, fres­


cos, llenos de grandes nubes blancas.
Ciempiés, otro cocolo prófugo, veía ya la cordillera
a lo lejos. Le llamaban Ciempiés porque en el patio
de la escuela nadie le ganaba a las carreras y porque
era “huilón”, esto es, porque en repetidas ocasiones
habíase escapado de la casa de sus amos. Y, ahora sí,
estaba a salvo. Con todo, al oír pasos o voces, se es­

324 —
condía. Había caminado mucho ya, y sentía hambre y
cansancio. El camino iba a lo largo del río y a trechos
se arañaba entre enormes rocas soleadas.
Al tropezarse, Ciempiés estuvo a punto de llorar.
Descansó, con el pie izquierdo entre las manos y lo
soplaba. La sangre le rodeó las uñas y una gota cayó
sobre la roca. Descansaré hasta que la gota se seque
—se dijo. Y se arrimó a la peña. Recordaba ahora que
su amigo Diego había dicho en el patio: “Los cocolos
debieran tener casquitos como los chivitos”. Y tuvo
pena de la escuela. Luego, sopló también su pie de­
recho. Dijo: “Ayauuuuuuu”, y siguió andando. Junto
al río oyó un galope lejano, y se escondió debajo del
puente. “¡Me persiguen!” —pensó. Se detuvo atento,
baja la cabeza, mientras el pie derecho se le movía,
haciendo letras con el dedo grueso en la arena. Así
venía regando el alfabeto desde Cuenca. Esta vez hizo
una a rabuda que llegaba hasta el agua. El galope re­
tumbó en el puente, y el niño ya no regresó al camino,
sino que siguió por la orilla. Allí se acostó sobre una
piedra y bebió largamente, hundiendo el rostro en la
corriente, con los ojos abiertos. Vio así, al fondo, dos
pequeñas piedras blancas. Las sacó con la mano. Iba
a llevárselas a la boca, incorporándose, cuando cam­
bió de parecer y las dejó donde estuvieron, para re­
cogerlas con los labios. Se le mojó toda la cabeza y
la sacó con las dos piedras en los dientes, llevándo­
las luego al paladar, con el rostro hacia las nubes y
los labios sonantes. Gozoso, satisfecho, tomó des­
pués por un atajo, cuesta arriba. En la ladera, semillas
perdonadas por el sol estaban echando hojas a des­
tiempo —esta era época de tala en otros años —y el

— 325
verde aparecía tímido entre las grietas recién cica­
trizadas. Pero no había hombres. Nadie había en todo
el campo visible. Receloso —“¿Y si no llegan mis tai­
tas todavía?”— el niño se detuvo y miró hacia el ca­
mino. ¿Qué sucedía allá abajo? Una parihuela llevada
por cuatro indios iba acercándose al puente, seguida
de lenta cabalgata. Los jinetes avanzaban, sombríos,
y detrás de ellos, a pie avanzaba también un hombre
preso, entre un grupo de soldados. Nadie hablaba al
parecer, y en la parihuela era notorio un cuerpo hu­
mano envuelto en una sábana. Los indios sudaban ba­
jo el peso y caminaban con los pies torcidos. Pasaron
por el puente. Ciempiés, algo asustado, reconoció al
cañamazo joven. —“¡El patrón del Pajarero!”— entre
los jinetes, y no dejó de mirarlos hasta que se perdie­
ron en el roquerío. Después siguió su camino. No era
camino propiamente sino un atajo en zigzag desde la
playa hasta la cima. A cada paso, el niño veía crecer
el horizonte, henchido de esperanza. Las cascadas
habían retoñado y golpeaban las peñas a lo lejos, mien­
tras las laderas se iban levantando como tinajas de
los Incas. Pero Ciempiés no veía hombres ni yuntas.
Subió más todavía. La sangre le golpeaba en las pe­
queñas sienes. ¡La choza! ...
Allí estaba, por fin, pero sin humo. El niño miró en
torno: Nadie. Ya era hora de que el perro saliese a
encontrarlo .. . ¡Ya estoy viniendoooo! —gritó. Y la­
deó la cabeza y ni en el eco halló respuesta: un cán­
taro roto y hierba mala vio donde sus ojos se posaron,
mientras sus oídos esperaban. Pero estaba tan can­
sado que no pensó en nada. Después, todo lo haría
después. Sacudió las puertas solamente, con el oído

326 —
atento ... Nada. Pero se ovilló sobre el poyo —des­
pués, todo después— y se durmió como un perrito.

* **

A partir de la choza de Ciempiés, la tierra se levan­


ta a grandes rasgos, volviéndose inhabitable. Los picos
se suceden, ascendentes, formando gigantescos an­
fiteatros. Leguas de paja ondulan a sus faldas. En oca­
siones el aire está sereno y la vista humana atraviesa
distancias inauditas: se ve la nieve, hacia el norte, y
cuando se la sigue con la vista es como si se le si­
guiera a un inmenso delfín, pues desaparece en los
abismos y aparece —de pronto— en los picachos, hun­
diéndose otra vez y otra vez surgiendo en la radiante
lejanía. También el eco se dilata como nunca: hablan
las peñas, quiébranse ramas invisibles y cuando se
ha caminado largo trecho se encuentra, en algún hato,
indias zarcilludas, de azules polleras, quebrando leña
seca en las rodillas. El agua baja de las breñas como
con cencerros. Cóndores tranquilos planean en las
alturas: mueven de tiempo en tiempo las alas, toman­
do nuevo ímpetuo —abajo su sombra va salvando a-
bismos— y suben hacia el sol en grandes círculos. O
sesgan y se van por la tangente, abandonándose, co­
mo arrastrados por invisibles ríos. Otras veces el pá­
ramo está gris, de infinita monotonía, hasta que el
viento se levanta y el relámpago rompe grandes tu­
bos de órgano y horizontes enteros se trasladan de un
lugar a otro, mientras hombres y bestias se debanten
en el barro como gusanillos. La ruta va sobre la paja
en hondos surcos que se reúnen y separan, cambian­

— 327
do de color según la clase de terreno que atraviesan.
Salva la más alta cuchilla y comienza el descenso ha­
cia el oriente. Y ya se ve la selva, abajo, unida ai cie­
lo en monstruosa ingle.

Aquí se detenían los caballos antes del éxodo, pero


ahora avanzan todavía unos kilómetros hasta el pri­
mer “tambo”. Caminan agobiados de carga, por las
dantescas escaleras de los camellones, cayendo, le­
vantándose, quebrándose a veces las nerviosas patas.
Hombres enjutos —los antiguos traficantes de ta­
blas— los arrean. La ruta va en zig-zag y en cada án­
gulo se abren nuevas perspectivas: rocas —las últi­
mas— desmontes, pantanos gigantescos, bosques de
“cascarilla” de ramas intocadas, o repentinos grupos
de mariposas que vuelan como trizándose en mil pris­
mas, y al posarse, se enteran. A cada cuarta hay una.

Argudo había descendido días antes, perdiendo


su optimismo a medida que avanzaba. Ni un solo in­
dio había visto en todo el camino. Pasaban chagras,
gente de la ciudad y hasta gringos y montuvios.
—¿Los indios? —le habían contestado, cuando
preguntó por ellos—. Esos entran casi todos contra­
tados. Ganan jornal y no pueden llevarse el oro que
recogen. Una vez entrados no se mueven. Nosotros
salimos y entramos porque lavamos de nuestra pro­
pia cuenta.
La ruta, en tanto, se hacía más difícil. De trecho

328
en trecho, frescas osamentas de caballos levantában­
se entre las raíces y el barro, desquiciadas, como en
actitud aún de avanzar al límite del esfuerzo posible.
Los hombres subían semidesnudos, terriblemente fla­
cos, unos, y otros hinchados, “jipatos”, con los ojos
perdidos en la carne semejante a bagazo.
El guía había orientado a Argudo:
—¿Ve esa línea, allá al fondo?: es Méndez. De
aquí, dos días. Y eso ahora que los mineros a fuerza
de caminar le han enderezado al camino. Antes, cua­
tro días, cuando no se volvía al mismo sitio, dando
vueltas ...
—¿Y los ríos?
—El Paute se da la vuelta por arriba. Se une al
Upano, allá donde ve esa encañada. De aquí, tres días.
Todo está lleno de gente. Pero más en el Zamora.
—Los indios . . . ¿dónde estarán en mayor número?
—En todas partes, pero más en el Zamora. Allá es
más fácil llegar porque el río está sonando día y no­
che y así uno no se pierde. Se oye ... y se va recto.
—¿Cuántos días?
—Cuatro ... ¡pero ese río es el grande!: al Paute
le bota contra el monte con Upano y todo.
Al primer “tambo”, umbral de la selva auténtica,
se llegaba con la noche. Era un largo galpón, entre un
desmonte sembrado de plátano, café y caña de azú­
car. Cerca de él estaba el primer puente colgante:
ralas tablas unidas por bejucos tendidos de peña a
peña, que se movían en el viento como las balsas en
el agua. El río era invisible. Se lo escuchaba, solamen­
te, adentro. Era como si un hombre se estuviese aho­
gando. Algunas noches iban y venían luces por los

— 329
bordes: "Miren: los nuevos, buscando ... Creen qué
alguien se ha caído ... Miren, miren”.
Indios que sólo habían visto los ríos de vidrio de
la sierra, se detenían medrosos. Muchos se regresa­
ban. Los más lo intentaban solamente, pues los capa­
taces les cerraban el paso: eran los contratados. "Po­
bre indio ... ¡ya pasó el puente!”
Aquí se encontraban los que salían de los lavade­
ros y los que al día siguiente seguirían, monte aden­
tro. Dramas tremendos sucedíanse a diario: ya era
el hombre herido a machetazos. —"Desde aquí el cris­
tiano es una fiera”— ya el mordido por la víbora. "En
la puerta del horno”, ya el minero novato que sufre
el primer “robo”.
—¡Te ha robado! —exclama de repente un minero
viejo, en la imprecisa luz del alba.
El aludido —un descalzo siempre— se lleva la ma­
no al cinturón donde guarda el dinero, y cuando lo en­
cuentra sonríe . . . Dice “no”, con la cabeza.
De pronto, comprende, pues trata de levantarse y
no lo consigue ... Se palpa el tórax, los brazos —“¡a
mí mismo!”— y la angustia le hace jadear horrible­
mente.
—Anoche ... —sigue el otro— en el dedo grande.
Le quedan sólo hilachas de sangre: le ha "robado” el
vampiro.

Argudo había desmontado penosamente.


—¡Por fin! —había dicho—. Hemos llegado.
Y el guía:
—¿Llegado? ... ¡Es el comienzo!

330 —
II
AVENTURA

Diego y Manuel Cuzco vieron las sombras de! Ta-


hual y vacilaron. Ellos no sospechaban que Ciempiés
habían estado allí de madrugada, ni que Argudo había
llegado a la selva días antes, pasando por este mis­
mo sitio.
—¿Estás seguro —dijo Diego— de que el camino
es este?
—Segurísimo. ¿Cómo no puedes acordarte?
—Sí me acuerdo ...
Pero rocas enormes y oscuras se levantaban ya
muy cerca, y parecían contenidas en un hilo.
—Descansemos ...
Habían caminado pocas cuadras. Diego llevaba un
carrizo igual al que se convirtiera en Rocinante, y so­
bre todo el “yelmo” tejido por la María grande.
Se había ceñido su cordón tan fuertemente como
cuando pasó por allí por vez primera. El cocolo
—"Sancho no tenía lanza, pero porsiacaso” ... —por­
taba también una cañabrava, aunque más corta. Pero
iba en cabeza.
—Si no te crece el pelo, le quitaremos el sombrero
al hijo de algún monstruo —digo Diego, mirando ha­
cia las sombras.
—¿Monstruo? ...
El sol se acababa a cuatro pasos de ese sitio, co­
mo cortado con cuchillo desde el filo de la roca, y em­
pezaba la zona de penumbra. Hacia ella iban las som­

— 331
bras de las lanzas, largamente proyectadas. El río, a-
bajo, ya no era visible.
Los niños acortaron el paso. Casi no se veían a sí
mismos.
—No te vuelvas —dijo el Pajarero— porque si ve­
mos la luz será peor. (Atrás quedaba la campiña, en­
tre el marco de rocas, con el río suelto). Y el cocolo
añadió: veamos más bien abajo a que se acostumbre
la vista.
Y, cuando así lo hicieron, lo que antes fue negro,
se hizo gris y caminaron con las manos fuertemente
unidas.
Algo dijo Manuel Cuzco.
—¿Qué dices? . ..
—Digo: ¡Qué cobarde el Espantajo! ¡No querer
huirse!
—¡Ni lo nombres!
—Sí, hombre . .. ¿y hallaría el gallo?
—¡Mira! —le interrumpió Diego , levantando la
lanza.
Una cabra balaba en el cielo, sobre las rocas.
—¿Cómo se habrá subido?
El otro movió la cabeza, con la boca abierta.
Ahora el sendero se empinaba, pero las peñas se
iban separando. Una suave penumbra sucedió a la
sombra. Era visible el verdinegro de los cactus de
viriles tallos. Diego jadeaba, lanza en ristre, pensati­
vo, y el cocolo hacía de bordón la suya.
—Me canso.
—Ya llegamos.
Y llegaron, en efecto, a la parte más alta del cami­

332 —
no desde donde, por última vez, se divisaba el campo
abierto, como al través de negro tubo.
Se miraron.
—Fíjate —dijo el Pajarero— lo que nos falta es ya
muy claro. Estamos cerca del “Balcón de Pilatos”.
Descendiendo se llegaba a un sector con ancho
cielo. Abajo, hasta se veía el río. Y Diego recordó que
este lugar fue el que dinamitaron, cuando la vez pasa­
da, Urdíales, el mayoral de los Argudo, les salió al
encuentro.
—De aquí al puente —dijo— habrá a lo más lo que
de mi casa a la tuya.
—Pero falta lo más oscuro . ..
Así era, ciertamente, y cuando otra vez les envol­
vió la penumbra, detuviéronse. Además, algo extraño
sucedía adentro. Diego se acordó de Dante. Y, de
pronto saltó a medio camino: las rocas hablaban!.
—Casa de oro —y repetían: de oro, de oroo, oooo.
—Puerta del cieeeelooooo.
—Los niños caminaron unos pasos más y divisaron,
al fondo, la “Peña de la Virgen" en cuyo torno grupos
de campesinos, hombres y mujeres, con cirios encen­
didos, clamaban, de rodillas. Una voz comenzaba:
—¡Madre de los afligidos!
Después, un murmullo semejante al del río y luego
el eco. Eran voces amargas, ululantes.
—¿Y ahora? ... ¿Cómo pasamos? Pueden ser lá­
zaros . ..
—¿Tienes miedo?

Ambos temblaron: apareció muy cerca un hombre,


sin duda desprendido del grupo y avanzó hacia ellos.

— 333
Venía atento al rezo. Cuando la voz, a lo lejos, se al­
zaba, él respondía ... Su silueta crecía por instantes.
Los niños se apegaron al muro. El sujeto era flaco y
tenía los párpados hinchados. Por fin, pasó sin verlos.
Su voz gangosa fue alejándose hasta confundirse con
el eco. Diego temblaba todavía.
—Era lázaro —dijo.
De repente el grupo se deshizo y hombres y muje­
res se apegaron a las rocas, en hilera.
Un galopar iba acercándose.
Los niños se refugiaron detrás de una peña sobre
el río.
—¡Van a ver tu lanza! —susurró el Pajarero. Y Die­
go bajó el carrizo hacia el abismo.
El resonar de los cascos llenó el mundo al pasar
junto a los niños, y poco a poco fue extinguiéndose.
Diego espió por un abra de la peña.
—¡Vienen!
Iban a desfilar los ‘‘leprosos”.
De rato en rato otra vez resonaba el galope, como
si regresase por las rocas altas.
Por fin pasaron todos los romeros y cuando se per­
dieron en el roquerío los niños salieron al camino.
—¡Tu lanza! —exclamó Diego, y alargó la suya ha­
cia la del cocolo—. ¡Le ha pisado el caballo!
La frágil caña estaba rota, en media vía. Diego la
levantaba cuando vio que por el extremo de la vara
andaba un coleóptero. Asustado, el pequeño Don la
arrojó al suelo y el dorado bicho quedó sobre la tierra
con las patas arriba. Las movía, pugnando por ende­
rezarse. Por fin prendió una pata a un guijarro y logró
voltearse. Comenzó la huida ...

334 —
—¡Está herido!
Todo lo habían olvidado los dos niños, y vigilaban
la marcha del coleóptero. Daban de rato en rato un
paso, en cuclillas.
—¡Mira! ... ¡La patita!
La arrastraba, en efecto, larga. Pero luego seguía,
al sentir sobre su cuerpo el aliento humano. Se roza­
ban sus élitros con un leve crujido.
—Se queja . . . —susurró Diego—. Chilla, despa­
cito ... ¿Oyes?
—Suena —rectificó Sancho.
Una punta de ala blanca salió de bajo el élitro y
luego otra, trizada. El coleóptero, sonó, se elevó has­
ta un metro de la tierra y cayó luego. El pedazo de ala
rota bajó hasta los pies del Pajarero, como un pétalo.
En tanto el insecto se acercaba por una arista de
la roca a la sombra.
—¿Qué haremos?
Y el pequeño Don se apoyó en el carrizo. El cocolo
se rascó la nuca.
Ya tenían que levantar las cabezas para mirar al
fugitivo.
—Lo mato.
—Que sufra un poco, pero que se libre.
—Mejor que no sufra.
—Déjalo, no lo mates.
De rato en rato el prófugo deteníase. Tal como
Ciempiés su pie cuando tropezó, también él recogía
su pata, destrozada, dolorosamente. Movía en seguida
las antenas —a un lado, a otro— y seguía. Ya estaba
en la mitad del peñasco, inalcanzable.
—¿Y ahora?...

— 335
—Avancemos donde mamita Virgen —dijo Cuz­
co—. Sácate el sombrero.
Diego vaciló, con la mano en el yelmo.
—Este no es para sacarse —dijo al fin—. Es lo mis­
mo que la cabeza.
Ya estaban ante la Virgen. Era una Dolorosa de
azul manto y blusa roja, pintada al óleo ha muchos
años sobre una roca, como homenaje de los Argudo
a Carmen. “Tiene los ojos húmedos’', solían decir los
viajeros.
—Las espadas ... ¡Qué pálida!
Las luces de los cirios goteaban hacia arriba.
Al pie había una caja de hierro, encadenada, con
una ranura para las monedas.
Algo iba a decir Diego, cuando el cocolo ladeó la
cabeza, con el oído atento.
—Vuelven ...
—No, es por el otro lado ...
De pronto Cuzco arrojó la lanza y echó a correr,
despavorido.
—¡Mi patrón! ¡Mi patrón! —exclamó, cuando se le
acercó Diego—. ¡Escóndeme!
Volvieron a ocultarse detrás de la peña.
Nadie asomaba.
—Oí caballos y la voz .. . Era la voz.
Y Manuel Cuzco se pegaba a la tierra. Diego le
puso la mano en la espalda.
—¡Vas a morirte! —dijo, pues sentía el corazón de
Cuzco en la palma de la mano. También a él se le ace­
leraron los latidos. En efecto, allí, a pocos pasos, es­
taban los jinetes y los soldados que Ciempiés había
visto.

336 —
—¡Los Argudo! —exclamó Diego.
Ernesto, su padre y los primos —los de la cacería
de la tierra de las tinajas— y además otros señores
de la ciudad y algunos cañamazos, desmontaron. En
seguida llegó una parihuela con un muerto— ¿era
muerto?— envuelto en una sábana. Los indios que la
conducían la asentaron suavemente en la tierra y se
arrodillaron cerca de los amos. Orejeando el abismo,
los caballos tascaban los frenos con las ancas bri­
llantes a la luz de los cirios.
El miedo impulsó a Diego hacia el camino. Me lle­
varán a la casa —pensó. Pero se contuvo heroica­
mente.
La sábana está con sangre —observó.
Los hombres se persignaban, con las cabezas des­
cubiertas. De pronto, Argudo, el padre, sollozó, lle­
vándose las manos al rostro, y Diego comprendió:
Bajo la sábana estaba el cadáver del hijo, de Carlos.
Lo matarían en la selva ... E iba ya a salir cuando en
ese momento dos soldados con un hombre preso lle­
garon al lugar de la escena y se detuvieron. Diego se
sorprendió más aún: el preso era el mayoral Urdíales.
Tenía el traje roto y ensangrentado, los brazos atados
con una soga a lo largo del cuerpo y la lívida cicatriz
de la ceja más visible que nunca. Uno de los guardia­
nes sostenía el cabo.
Cuando el viejo Argudo, sollozando, se abrazó a la
roca de la Virgen, uno de los sobrinos se le acercó y
al hacerlo dejó solo a Ernesto. Súbitamente, éste se
dirigió a la parihuela y levantó la sábana.
Lanzó un grito de horror ante el cadáver del her­
mano.

— 337
Diego salió de tras el risco.
En ese instante, uno de los primos —enorme— se
acercó al preso y le lanzó un puntapié mortal a la
ingle.
Diego dio un grito.
Lívido —todo él como la cicatriz— el preso se do­
bló, con un gemido.
Los soldados se interpusieron.
Los cañamazos destaparon una botella de whisky.
—¡Cálmense! ¡Cálmense!
E iban de Argudo en Argudo.
—¿Vino con su papá? —le preguntaban otrcs a
Diego, mientras tanto.

—¿Cómo está aquí? ¡Diga!


Y cuando Diego comenzó a explicarse Manuel Cuz­
co echó a correr, barranco adentro.
—¡Mira! —le gritó Oñate al hijo—. ¡Es el cocolo
nuestro! ... ¡Cógelo!
Manuel sintió el jadear de! hombre a sus espaldas
y saltó sobre una roca.
—¡Me boto! —dijo—. ¡Si me coge me boto! ...
Y lloraba.
Pero ya la manaza estaba sobre su hombro.
—¡Longo! —le dijo el amo en voz baja—. No nos
hagas quedar mal ... ¡No llores!
—Y, levantando la voz mientras lo ponía ante el
grupo:
—¡Mírenlo! También él ... ¡de aventura! ...
El niño forcejeaba.
—Voy a entregarte al soldado ... ¡Quieto!
Los demás ya estaban a caballo. Uno de los primos

338 —
le había puesto a Diego en el arzón de la silla, por la
fuerza.
—¡Quieto, o usted también se irá con el soldado!...
¡Basta!
Ya Manuel Cuzco estaba con el preso grande, en­
tre los gendarmes.
Partieron.

339
III

ULTIMA TARJA
Había sido de repente: El esbirro —Urdíales, el
mayoral “de arriba”— pasó el puente y asomó a la
puerta del galpón, con una lámpara. Argudo y varios
mineros hablaban excitados, en torno al cadáver de
un indio. El esbirro vio a su antiguo amo y soltó la
lámpara. Ni un instante dudó —tal era la actitud de
Argudo— y llevó la mano al mango del machete. Pero
el amo lo detuvo.
Cayeron, jadeantes, entre los vidrios rotos. Alguien
quiso separarlos y no pudo hacerlo.
—¡Déjalos!
—¡Déjalos!; ¡Qué se maten!
—¡Allá entre blancos! ...
Y los que los rodeaban se alzaron de hombros. To­
do el grupo se alzó de hombros.
En tanto los dos hombres luchaban en el suelo, con­
fundidos. Crujían los vidrios de la lámpara en el cuero
de las botas. Ahora Argudo estaba sobre el otro, pero
la mano del esbirro reptaba hacia un casco de botella
rota. Lo agarró y se armó como una víbora.

** *

—Pareces un hermoso mendigo ... —pudiera ha­


berle dicho la víspera su hermano Ernesto, mirándolo
de pronto, como solía hacerlo. Estaba junto al puente,
solo. Ya su traje estaba desgarrado y la barba comen­
zaba a anillársele, rojiza. Tenía el puño lleno de guija-

340
rros y los iba soltando, uno a uno, en el abismo. Las
piedras descendían verticales y a medida que se hun­
dían semejaban ir perdiendo el peso, hasta que, len­
tamente, tal que pedazos de papel, desaparecían en
la sima. ¿"Qué se hace el oro”?
El “Largo", siniestro atorrante que había llegado
horas antes, se le acercó, zalamero. Argudo hizo como
si no lo hubiese visto. El vago insistió y trató de in­
teresarlo.
—¿Supo usted? — dijo—. Hace un mes han pasa­
do unos estudiantes de medicina.

—Y se han perdido, dicen que han ido a darlas don­


de los jíbaros.
Para Argudo, por viejas razones, la presencia de
este hombre le era repugnante.
—Pero bueno ... —siguió el vago— ¿nos toma­
mos un trago? —y torció el cuello hacia la cantina.
Argudo se desentendió del gesto.
—¿Y usted? —dijo—. ¿A qué ha venido? ... ¿Cuán­
do? ... ¿De qué huye?
—Qué hombre ... Pero ya he dicho: ¿nos toma­
mos un trago? Siempre pensé esto en Cuenca: uste­
des ... ¡Los Argudo!
—No bebo.
Y le dio las espaldas, dirigiéndose al galpón don­
de estaba hospedado.
La noche cerraba. Creció el rumor del río y los
vampiros comenzaron a cruzarse. Una piara de cerdos
asomó por un sendero entre los plátanos de grandes
hojas desgarradas, guiada por un niño. Gruñían sor­

— 341
damente y eran todos negros, de monstruosos hoci­
cos. El niño parecía de paja toquilla por lo pálido y
tenía los pies torcidos, deformados por los parásitos.
Argudo lo detuvo, poniéndole una mano en el hom­
bro: ¿Qué tienes? —le preguntó.
—Nada.
El cantinero asomó a la puerta.
—¿Te pasa algo? —insistió Argudo—. —Por qué
estás tan pálido?
El cantinero intervino. Hablaba, y el niño lo mira­
ba, espantado. Luego, el pequeño siguió detrás de
los cerdos, ya confundidos con la noche. Después de
unos instantes, se oyó un débil llanto, comido por los
gruñidos.
No había una sola estrella.
—Tiene gusanos por dentro —había dicho el can­
tinero—. ¡Está regando hasta por los ojos! Es un gu­
sano que se entra por la sangre y se embute en los
intestinos ...
En la cantina se encendió la lámpara.

* * *

Oyeron unos gritos, y Argudo y los recién llegados


de la cordillera acudieron al puente. La luz que lleva­
ban llegó hasta el otro lado del barranco e iluminó un
grupo de mineros, entre los que había un negro. Al­
gunos pasaban ya el puente. Lo hacían despacio, sin
mirar el fondo, aferrándose a los bejucos laterales.
Eran hombres del Sigsig, de sombreros semejantes a
los mejicanos, a grandes rayas azules.
—¿Qué sucede? —les preguntaron.

342 —
—Un indio —explicó el que primero pasó el puen­
te—. Tenemos que pasarlo, está hinchado, jipato, me­
dio muerto. Le encontramos en el barranco de Huilán,
ya con hormigas... Más de una legua le hemos carga­
do.
Del frente, una voz dijo:
—Póngase alguien con la luz en .medio puente.
Y así iba a hacerlo un arriero, cuando Argudo se
interpuso:
—Soy más alto —dijo—. Y avanzó entre las ralas
tablas, con la lámpara en el puño.
—¡Con cuidado!
La luz barrenaba el abismo y se llevaba las sombras
hacia abajo, sin llegar al agua.
Al frente un hombre alzó al enfermo por las cor­
vas, y otro, el negro, por las axilas, y entraron al puen­
te.
Los gruesos pies desnudos, semejaban hojas de
tuna, y se acercaban a la luz, deformados por el virus,
con las plantas rajadas. De pronto, retrocedieron.
—¡Aguarde! ¡Aguarde! —dijo el que los sostenía,
y se volvió hacia el negro—. ¡Nos hundimos!
El puente se curvaba, crujiente, pues siempre los
hombres lo atravesaban uno a uno y ahora soportaba
a cuatro. Bajó un metro hacia el abismo. En tanto,
grandes mariposas azotaban la lámpara y el rostro de
Argudo, que se volvió también a la orilla, medio ciego.
Hubo largo silencio. Al frente los del grupo habla­
ban quedamente, pero en cambio gesticulaban, con
énfasis. Al notarlo, los que habían pasado ya el puen­
te cambiaron miradas entre sí, y se volvieron.
El vago se acercó a Argudo.

— 343
—¿Sabe? —le dijo—. Yo ya sé lo que sucede ...
—Y le tocó el hombro.
Le brillaban malignamente los ojillos al decirlo,
vuelta la cabeza a la otra orilla.
—Espéreme —añadió—. E iba ya a su vez, a salvar
el barranco cuando al otro lado el grupo se deshizo,
y el negro entró a! puente con el indio amarrado a sus
espaldas. Avanzaba jadeando, lentamente, y la defor­
me cara del jipato se pegaba a la suya. Todos los mi­
raban. El puente se fue hundiendo hasta que el grupo
venció el centro y entonces comenzó a levantarse,
como si respirase.

***

Cuando acostaron al enfermo al fondo del galpón


sobre un lecho de hojas secas de plátano, Argudo
acercó la luz a su rostro:
—Está muerto —dijo luego. Pero el negro puso la
mano sobre el pecho del indio y comprobó que aún
vivía. Un viejo aseguró:
—Y no se va a morir: con este mal pasa que se
vuelven los hombres desde el otro lado. Sólo es una
crisis.
Todos se miraron. El negro dijo, como protestando:
—¡Imposible!
Y miró a sus compañeros.
También Argudo sabía ya lo que sucedía: el mori­
bundo tenía oro. Los recién llegados lo habían encon­
trado horas antes, no aún en estado de coma, y por
eso no pudieron arrancarle su tesoro: lo tenía el in­
feliz en su sucio pañuelo atado a la cintura, bajo la

344
enorme mano. Cuando el negro extendió la suya hacía
ese sitio fue tal la angustia del indio —los miraba—
que todos lo respetaron. Habían convenido, pues, en
esperar. Cuando llegaron junto al puente se les com­
plicó el problema por la presencia de los otros, pero
entonces ya no pudieron dividirse el botín, por la os­
curidad de la noche.
Tampoco, nadie, consintió en que guardase alguien
el oro mientras tanto. Y ahora allí estaban, en espera
bárbara.
El galpón era de tablas —cedro puro— unidas al
desgaire. Por las abras el viento se colaba, cargado
de insectos. El techo era de zinc, pero sonaba infer-
nalmente con la lluvia, y esto pasaba casi a diario.
Ahora nada de esto había. Podía oírse el trágico es­
tertor del moribundo. También el crujir ele los guija­
rros del piso, cuando los hombres se movían cambian­
do de postura.
El estertor cesó. Deglutió el enfermo, y otra vez
pareció muerto. Y otra vez Argudo acercó la luz al ros­
tro deformado, y la mano del negro buscó el corazón,
asentándose en un sitio, en otro, en otro, sobre el
tórax.
Todos los rostros preguntaron.
—Llegó al fin, —dijo el viejo, al ver que otra vez
el negro movía la cabeza negativamente— y de allí se
regresa; ya Ies dije.
El negro retiró la mano. La tensión disminuyó en
torno. Argudo se llegó a la puerta. Cuando desde allí
volvió el rostro, sólo el vago y el negro estaban junto
al indio. Los demás se movían entre las tarimas. Al­
guien cantaba al frente, en la cantina, una canción de

— 345
la sierra, de desesperante monotonía. Del galpón sa­
lieron tres mineros, desaparecieron en la sombra y se
iluminaron luego en el dintel de la taberna. Al otro
lado de todo era negro. Cuando la voz cesaba renacía
el murmullo de las aguas, y la noche se movía, como
enorme balsa amarrada a las lámparas.
Adentro, el negro (era el de la “mandíbula de vi­
drio”, que meses antes pasara con el hombre de Alas-
ka) cada vez se concentraba más, y no apartaba la
vista del agonizante. Una hormiga roja asomó en el
hombro de éste. Anduvo hacia su cuello.
Se detuvo. Volvió a donde había aparecido y por
el brazo del indio descendió a tierra. Súbitamente el
negro la pisó, como si todo el tiempo no hubiese es­
perado sino esto.
La lámpara estaba sobre una tabla, apegada al mu­
ro, a poco más de un metro de la tierra.
El viejo dijo, mientras el enfermo respiraba acom­
pasadamente:
—Ahora está en pleno camino; se regresa.
El negro miró de soslayo la lámpara, y se puso de
pie de tal manera que su hombro desquició la tabla.
La lámpara giró sobre su base ... y no llegó a caerse.
—¡Cuidado! ¿Qué pretende? —dijo Argudo, des­
de la puerta.
La lámpara alumbró más vivamente y sonaba en­
ronquecida, junto al rostro del negro.
Argudo iba a entrar, cuando una voz clamó, al otro
lado del barranco:
—¡Una lámparaaa!
Varios acudieron al llamado. También Argudo, pe­

346 —
ro desistió, de pronto, y cuando regresó al galpón, el
indio estaba muerto.
—Aquí hubo una mano . . . - dijo el viejo.
Todos miraron al negro. El vago protestó:
—¡Cómo han de creer! —dijo—. El ha estado con­
migo todo el tiempo —luego rió siniestramente—.
¿Y si no estuviera muerto ni ahora? —añadió, opri­
miendo el hombro del indio.
De pronto el gamonal se sorprendió. Pegó la luz a
la cara del indio y revisó su piel atentamente, como
si revisara la corteza de una tarja. La muerte había
perfilado al hombre y estaba distinto: una gran cica­
triz se había aclarado en su rostro y le unía los dos
ojos. Es Tacuri —pensó para sí el gamonal—.
Es Felipe Tacuri, mi indio.
Y se encaró con los que esperaban:
—Este indio es mío —dijo—. Tengo pruebas.
—¿Suyo? Entonces, ¿es usted de la hacienda?
¿Argudo?
—Argudo, sí. ¿Y qué?
—Este indio no le debe nada. Urdíales, su mayoral,
les persiguió a todos en su nombre.
—¡Y con qué mano!
—Todo el trabajo de esta pobre gente está en sus
manos.
—Y no sólo eso ...
—Y debe llegar de hoy a mañana —concluyó uno
de los presentes—. Con dos libras de oro viene por
lo menos.
Así es lo que ha hecho ... dos muertes se le
achacan.
—Ya llega.

347
—El es.
Y la figura del mayoral se recortó en la puerta.

-x- -x- *

En la atroz mano del esbirro el casco de la botella


rota avanzaba, inexorable, hacia la nuca del amo, con
esa tensa lentitud de dos fuerzas en pugna apenas
desiguales. Se diría la cola de un alacrán porque amo
y esbirro eran uno solo en la lucha.
Los circunstantes dudaban. Iban, por fin, a inter­
venir, cuando una pila de sangre saltó de bajo el vi­
drio hasta sus botas.

348 —
VI

ALGO SE MUEVE

EL PRIMER HOMBRE

Sucede alguna vez que aves de la yunga rompen


tal que un vidrio el límite entre un clima y otro: la ban­
dada, entonces, gira, perdida, en los delgados aires
de la sierra. Y era algo así lo que preocupaba en ese
día al barrio: salían los hombres en mangas de cami­
sa a media calle, aullaban los perros y en la colina te­
jedoras y niños extendían el índice hacia un remoto
punto del espacio. Minutos antes, aves “nunca vistas”
—eran grises, con pintas rojas en las alas— habían
cruzado sobre los tejados.
Una pasó, aturdida, a la altura de las puertas, y de
repente se detuvo —con las alas abiertas, en el aire—
y cambió rumbo. Sólo un instante estuvo inmóvil, pero
a la gente ese instante le pareció un minuto.

349
—Y yo le vi los ojos . . . —dijo una chola—. Eran
de candela!
—¡El Espíritu Santo!
—¡Y con gotas de sangre en todo el cuerpo!
El musical rasgarse del aire había entrado en to­
dos los oídos.
—¡El fin del mundo!
Cuando un niño lloró y los demás se acogieron,
medrosos, a las polleras de las madres, Argudo, el
enfermo, que se había llegado a la esquina, procuró
calmarlos. Explicó el fenómeno, y refirió que eso era
común más cerca del Oriente. Dijo que cierta vez tres
grandes bestias de la cordillera, desorientadas por la
niebla, habían irrumpido en una aldea. Los campesi­
nos las mataron con sus instrumentos de labranza,
pero antes las tres fieras habían dado muerte, enlo­
quecidas, a una mujer y a varios niños.

* * #

Ya por la noche el barrio estaba en paz, pero algo


extraño había quedado en el ambiente. Por eso, cuan­
do la María grande subió de la ciudad y dijo en la es­
quina, de pie ante un grupo de cholas, fatigada, con
angustia: El primer hombre .. . ¡Vengo viendo al pri­
mer hombre! —un escalofrío estremeció al grupo—.
¿Qué era eso? Y hasta las más sencillas gentes se
estremecieron. Y es que, además, el pueblo estaba
como nunca propicio a esperar cosas sombrías. La
fiebre del oro, ya en descenso por la hostilidad de las
tribus orientales y por otros factores, había arrojado
saldo desastroso: los Bancos aumentaron sus reser­

350 —
vas, ciertamente; se amasaron fortunas, nadie puede
negarlo; pero los auténticos trabajadores rara vez lle­
gaban en persona a las ventanillas oficiales: vendían
su oro en los caminos, en la selva misma, a quienes
los forzaban a ello en cierto modo, aprovechándose
de las circunstancias. O no lo vendían: lo gastaban
bárbaramente impulsados por el alcohol, estratégica­
mente ubicado: “¡La playa aguanta todo!”
Y ahora ya no podían regresarse. Volvieron a los
campos, desolados, víctimas de enfermedades tropi­
cales, y muchos llegaron a la ciudad en busca de tra­
bajo, pues la falta de brazos había impulsado a los
dueños de la tierra a trabajarla de otro modo: ahora
había varios tractores. Avanzaban las máquinas, so­
nantes, por las carreteras, hacia las lejanas hacien­
das que antes sólo conocieron el primitivo arado. En
una sola hora, hacían el trabajo de las yuntas en in­
terminables días. Muchos peones, pues, ya no eran
necesarios en el campo, y asomaron en las calles de
Cuenca. Naturalmente encontraron trabajo porque los
nuevos ricos edificaban sus palacios y donaban dine­
ro para la construcción de templos. El municipio, ade­
más, iba a pavimentar las calles con mármol, porque
el mármol abunda en esta tierra, y con ser mármol
cuesta menos que el asfalto. En las canteras hormi­
guearon los trabajadores. Pero éstos, antes campesi­
nos, quedaron convertidos en obreros. Y sus mujeres
y sus hijos vinieron también a la ciudad. Y las muje­
res aprendieron a tejer sombreros. Creció el número
de tejedoras y disminuyó por lo mismo la demanda y
el precio se vino “por los suelos”.

— 351
***

En tanto muchas cosas habían sucedido en el


barrio:
Un día la María chica asomó “en las nubes”, a tres
metros de la calle y anunció que el sombrero de la
Virgen estaba casi concluido. Levantaba al decirlo el
bello tejido ante los ojos de las otras cholas.
—¡Dichosa! ¡Dichosa! —comentaron éstas—. Y
ya desde ahora —añadían— está en el cielo ... ¡tan
arriba!
Y es que el barrio estaba siendo transformado. Ha­
bían desviado el torrente hacia otra calle más remo­
ta, (pronto lo cegarían para siempre) y suavizado
después la gradiente de la vía, con lo que las tien­
das de las tejedoras se quedaron sin acceso y hubo
que dotárseles de escaleras provisionales, labradas
en la propia tierra de la antigua acera. Ahora el grito:
“No se acerquen a la esquina” se había transformado
en: “¡Van a romperse los bautizos!”
Pero los chicos como siempre no hacían mayor ca­
so y ya tenían juegos apropiados para este nuevo
medio.

—¡Qué alas ni qué alforjas! —le había dicho un


día la chola agria al niño tísico—. ¡Vas a despeñarte!
Y bájate de mis gradas y no vuelvas!
No volvió en efecto porque se lo llevaron. Ahora
estaba en el "Miguel Delgado”, el hospital de los
tuberculosos.

352 —
—¡Y usted, mala —le increpaban a la chola agria
las vecinas, cuando se llevaron al niño, entre lágri­
mas— usted, se burlaba del serafín del guagua!
También las madres sentábanse en las gradas,
siempre con el tejido, y así éstas presentaban un cu­
rioso aspecto con su cascada de paja y de polleras.
El burro del molino había muerto de viejo. A su
vez, el molino se detuvo —llegaron tres molinos eléc­
tricos— y ahora un monumento a Cristo Rey se esta­
ba levantando en ese sitio. Dominaría a la ciudad con
el tiempo, desde la colina, y su especialidad consis­
tiría en que un solo sacerdote y con el platillo de li­
mosnas solamente, lo habría levantado.
Nada de donativos especiales, ni de ayudas del
Municipio. “Con el platillo se levantan cerros”. Y tar­
de y mañana pasaba por el barrio el sacerdote, enfla­
quecido, pálido, poseído de un ardor frenético: “Pri­
mero Dios, Primero Dios y después Vos”.
Y alargaba el platillo al pie de las escaleras.
El cojo había enviado desde Guayaquil diez sucres
más para su abuela. “Ya gano —decía en su carta—
treinta y cinco sucres, fuera de la comida: ¿no les es­
taba diciendo?”
Pero las madres ocultaron la carta: todavía sus
hijos admiraban “peligrosamente ” al fugitivo . ..

La María grande había tenido nuevos vértigos.

— 353
Se acercaba el esperado día de la Coronación de
la Virgen, y seguían llegando pueblos con su aporte,
en romerías que recordaban las de Lourdes, porque
venían en ellas los enfermos.
La campana grande sonaba más que nunca. Y cuan­
do la tocaban a rebato, era como si todo el horizonte
fuese el bronce. Y la comba del cielo atardecía heri­
da, con los cardenales azules de las colinas en los to­
pes, como la huella del golpe en las campanas.

Un día llegó al barrio un judío. Grupos de inmigran­


tes deambulaban por las calles desde hace algún tiem­
po. Tenían el aire de quien se encontrara en otro pla­
neta, libre de las vestías, y parecían muy felices.
Luego fueron desapareciendo: unos se habían ido a
los lavaderos y otros, obligados, dedicáronse a la agri­
cultura. Y sucedió que los “judíos” les cobraron arrien­
dos tan crecidos por las tierras que otra vez asoma­
ron con los brazos caídos. Pero sus hijos jugaban en
los jardines públicos. Jugaban con los cocolos. Y los
más tiernos desfilaban, abriéndose bajo el sol en sus
pequeños cochecitos, empujados por las madres. Es­
tas eran muy rubias y sus enjutos rostros revivían.
El hombre que subió al barrio estuvo largo tiempo
entre las tejedoras. No se cansó de verlas trabajar ni
de palpar la paja y los tejidos, pugnando por pregun­
tarles algo, por señas, pues no sabía el castellano. Y
cuando vio el sombrero de la Virgen no parecía darle
crédito a sus ojos. Se fue al fin y, mientras se iba, es­
cribía en su cartera. Después, el hijo del Huallmico

354 —
que desde las gradas de su tienda había visto cuanto
escribía el extranjero, dijo:
—¡Puro números!

Crecía, libre, en tanto, el hijo en el vientre de la


Juana. Libre, porque en los primeros meses la joven
se fajaba, o se cubría el vientre con el tejido, hasta
que un día la María grande se impuso:
—Ya te dije en Año Nuevo: ¡De mi cuenta alza la
frente!
Y publicó el caso en la esquina.
Ahora la Juana aseguraba:
—¡Se mueve aquí adentro! ¡De veritas ... se mue­
ve!; me llama con el piecito .. .
Y seguía esperando a su hombre. Tampoco llegaba
don Ricardo, pero había buenas noticias acerca de su
paradero.
—¿Y qué se hizo, al fin, el hombre herido? —le
preguntaron un día a Diego sus hermanas.
Y él no supo qué decirles.

Los cortinajes negros estuvieron un día y una no­


che y otro día en casa de los Argudo.
Diego y Manuel Cuzco habían vuelto. Ahora ambos
soñaban con irse nuevamente.
Una mañana, Carmen Argudo, la aristócrata, pasó
a la colina, entre las salutaciones de las cholas que te­
jían en las escaleras. Iba de luto y su vestido realzaba

— 355
la blancura de su rostro. La media campana de su me­
lena de cobre le llegaba hasta los hombros y la cin­
tura ... las manos de cada chola agavillaban el aire,
ponderándola.
Volvió la cabeza en la esquina, y un instante se
detuvo, mirando calle abajo. Hizo un seña y se per­
dió.
Una chola dijo:
—¡El cañamazo!
Subía, en efecto, detrás de la muchacha. Pasó en­
tre las tejedoras sin mirarlas, algo cohibido. La mano
en la corbata, en la cintura, en el bosillo.
Pasó, y cuando las cholas comprendieron lo que
sucedía se escandalizaron.
—¡Dios no quiera!
—¡Ave María! .. .
Y la chola agria que era su pariente remota, le
gritó:
—¡Florencio! ¡Florencio!
Y él no se volvió, pero la nuca se le puso roja.
—¡Florencio! —siguió la otra. E iba ya a decir:
“¡Saludarasle a mi tío!”, cuando Oñate volvió el ros­
tro, enfurecido. Así estuvo un momento, a punto de
volverse.
Pero siguió su camino.
—Dije —explicó la chola, algo asustada— adrede,
para que otra vez no me tire prosa ... ¿Qué les pare­
ce? ¿Y se casarán? Mentira parece.
—¿Y la plata? ...
—¿Y ella no tiene plata?
—Tenía ...

356 —
Algunas cholas habían emigrado a otro barrio, por­
que una casa se cayó cuando los jornaleros cavaron
la calle, pero venían siempre los domingos a visitarle
a la María grande. Y una mañana asomó una de ellas
con la hija de “traje”, esto es, ya con vestido corrien­
te, sin el paño y sin las típicas polleras de bayeta.
—¡Adefesio! —exclamaron las cholas del barrio.
Y la muchacha se llevaba las manos a los muslos,
como si estuviese desnuda.
—¡Y con melena! —continuaron las otras, ante las
protestas de la madre—. ¡Ave María!
Después, una chola del barrio, joven como la trans­
formada, dijo:
—¡Ay! ... Bien le queda el traje, lindo queda a to­
das ...
—¡Oiganle! —exclamó otra—. La tal hermanita de
don Antonio es la que primero dio el mal ejemplo ..
Y la chola agria:
—¡Hermanuta, diga!
—Todo está cambiando -—dijo la María grande,
cuando le refirieron el suceso, y contó que también
ella había visto “una rueda enterita de guaguas en la
plaza jugando”, y de melena, y traje corto: “las tren­
zas a dónde también volarían y los trajes . .. ¡para
nada!: de papel parecían”.

El día que los pájaros perdidos alarmaron a! barrio


nació una niña, en la última tienda de la calle, ya casi

— 357
en el campo. Cuando faltaban pocos momentos para
ello, el padre, un obrero joven, se paseaba por la ca­
lle, angustiado.
De cuando en cuando una chola sacaba la cabeza
por el marco de la puerta:
—¡Ya mismito! —decía.
Los chicos comentaban:
—Fíjate en los dedos ...
Pues el obrero tenía sus manos a la espalda, como
en brasas.
Y cuando una chola asomó y lo llamó por fin. él
acudió tropezándose en las escaleras. También los
chicos se acercaron, pero sin conseguir ver nada por
lo pronto, porque un estrecho círculo de personas
grandes se lo impedía, como siempre. Pero pensaban
que debía ser maravilloso cuanto sucedía, y se abrían
paso con la cabeza, con los codos, mientras un chilli­
do agudo triunfaba sobre todo.
Por fin, el ruedo se deshizo, rompiéndose en co­
mentarios:
—¡Tejedorita ha sido!
—¡Pobre! ... Con la paja al brazo nacen las hem-
britas.
—¡Con el sombrero empezado, digan!
El padre estaba al borde del angosto lecho, la ma­
no abierta contra el muro. La madre, vuelta la cabeza
dulcemente hacia la guagua. La María grande, fatiga­
da, ocupaba la única silla, junto al lecho.
Ella había atendido a la parturienta. Movía la cabe­
za, cuando escuchaba a las otras.
—Cierto es —dijo por fin— mejor hubiera sido
hombre. Cierto: más gana el hombre silbando que la

358
mujer hilando. Pero no sufra, —y tocaba la rodilla del
obrero— no sé qué me siente. Algo está pasando ...
¡Algo! Nosotros moriremos como hemos vivido: se
acabarán nuestros pulmones; quedaremos ciegas, pe­
ro los hijos ... ¡a qué cuenta! Oigo que en Guayaquil
los soldados han matado al pueblo. Por hambre se ha­
bían levantado ... y han matado a tantos que sin tener
donde enterrarles les han hundido en el río ... y que
sobre las mismas aguas el pueblo ha puesto cruces,
al acaso. (1)
—Por eso mismo —le contestaron—: cada día ...
¿no ve? Cada día que pasa más nos desesperamos.
Y la chola:
—Eso nosotros, pero para ellos ... todo será dis­
tinto. Ya dije: algo ... algo está pasando.
—Lo mismo nos decían a nosotros —siguió la
otra— cuando éramos guaguas ... ¿Y cómo estamos
viviendo?
Fue en ese instante cuando un niño entró a la
tienda, aturdido:
—¡Vengan! —dijo— y no podía expresarse, y ex­
tendía el índice hacia el invadido cielo.

-V. .Jt -V.

Llegó pues, muy tarde la gran chola, angustiada.


Las tejedoras ya se retiraban a sus tiendas, y puertas
lejanas se estaban entornando. La recién nacida llo­
raba a lo lejos, desesperada, amargamente, y una ma­
dre comentaba:

(1) Histórico.

— 359
—Parece que alguien, escondido, les martizara a
las criaturas —decía—. Es de volverse loca ... Cómo
lloran, ¡Dios mío! Y una no sabe qué les duele.
Cuando la María grande dijo:
—¡El primer hombre! Vengo viendo al primer hom­
bre! —todas la rodearon:
—¿Qué dice? ¡Cuente! ¿Cómo dijo?
—Vengo viendo —siguió— un hombre joven, dor­
mido en el portal de la plaza grande. No digo mendigo
ni borracho: joven. ¿Cuándo hemos visto esto?
Y trataba de explicarse, pues ya de los rostros de
las más, la emoción se había ¡do.
—¡Joven! —seguía la María grande—. Joven, bue­
no y sano, y con la ropa rota y la cara de hambriento.
Ella, la gran chola, sí, sentía; vagamente sentía
que se estaba nivelando el mundo, que esta primera
ola humana llegada hasta el portal de la ciudad tran­
quila y relativamente satisfecha, era la punta de esa
gran masa que se echa a las calles y las plazas del
planeta, sin trabajo.
—En Guayaquil —siguió— que es tan grande, he
oído que hay esto, pero aquí ¿cuándo, antes? Pero
aquí, hasta mama Luz, con ser mendiga ciega, tiene
donde arrimarse .. . Algo, algo, está pasando.

Largo tiempo estuvo todavía en la esquina la María


grande, y hablaba y hablaba, como nunca.
Y esa noche el primer hombre, rota la camisa en
el hombro, se movió hasta la amanecida en el corazón
del pueblo, con los ojos abiertos.

360 —
II
ECO

Hay un grupo cerrado en la esquina. Llegan más


gentes y se detienen, preguntan: —¿Qué sucede? —y
alzan los rostros al borde del gentío—. Brota de él
Argudo y se aleja, mientras la muralla humana vuelve
a estrecharse, atenta solamente a lo que sucede
adentro.
El sol llega hasta los cimientos de las casas ahora
al descubierto por la nivelación de la calle, como ro­
yéndoles el hueso; y trae a la memoria el tiempo de
la sequía.
Argudo apura el paso. Llega a la casa y llama a su
madre.
Sale la señora y se inclina sobre el balaustre.
—¿Te acuerdas —dice el hijo— de esa indiecita
que se hizo loca una noche en las alturas de la hacien­
da, cuando la sequía? La vengo viendo —continúa, sin
esperar respuesta—. ¿Y sabes cómo?: Ha escapado
del Hospicio, sin duda; está en la esquina, junto al
grifo; lo ha abierto y mira atentamente como se va co­
rriendo el agua, y dice ¿A dónde corres? ¿A dónde co­
rres? ¿A dónde corres? . ..
Y sigue, sigue, y su voz va en ascenso hacia el
grito:
—¡A dónde corres! ...
—¡Basta! —le interrumpe la madre—. ¿Qué te su­
cede? ¡Cuidado!
Y baja las escaleras precipitadamente, entre so­
llozos.

— 361
La indiecita, en tanto, seguía junto al grifo, pre­
guntando, mientras movía la cabeza: ¿A dónde corres?
—y el hilo de agua se alargaba, claro, ante sus ojos,
con musical murmullo.

362
III

LA TINAJA DE LOS INCAS

La alarma cundía en toda la ciudad, arremolinando


a la gente ante la pizarra de los Diarios. Por fin, a la
tarde, los canillitas regáronse por calles y plazas con
la nueva: “Sanagüín, teatro de una espantosa trage­
dia”. “Todos los Guardas del Estanco que fueron hace
días en persecución de los contrabandistas han sido
bárbaramente masacrados”.
Sanagüín queda en el declive de los Andes occi­
dentales, hacia el mar. Es una gran región que cae so­
bre las llanuras cultivadas de la costa, en grandes
tumbos de selva aún indómita. Por largo tiempo ha­
bía sido evidente para las autoridades del Estanco que
esta zona era un emporio de contrabandistas, ya que
varias veces fueron sorprendidas recuas cargadas de
alcohol en los desfiladeros de la Cordillera, pero no
daban con el foco del contrabando por lo desconocido
del terreno y por el mutismo de los arrieros apresados.
Hasta que un día un guarda perdido en la montaña lo
halló por casualidad: eran pequeñas destilaciones y
algunas hectáreas de caña de azúcar, cuidadosamen­
te escondidas dentro de un cerco de selva.
Y comenzó la lucha que culminó en tragedia.
Las circunstancias que la rodearon: incendios, asal­
tos a machete y, sobre todo, la maravillosa lealtad
de la aldea en que vivían las mujeres y los hijos de
los reos, que se selló como una sola arca a los inte­
rrogatorios, encendió la imaginación del pueblo: du­
rante muchos días se comentó el hecho y cada vez

— 363
había nueva alarma, porque seguían llegando nuevos
presos y gentes ya tenidas como muertas.
Y en toda la ciudad probablemente nadie sufrió
más que Diego en esos días: la persecución de con­
trabandos se extremó desde entonces. Oía todavía el
niño aquella frase lejana: “En las casas graneles, don­
de los caballeros”. Naturalmente sus padres también
se alarmaron y resolvieron suspender la destilación,
en espera de mejores tiempos. Tan sólo destilarían
—así lo convinieron— el mosto sobrante. Pero a me­
dio día llegó un amigo con malas noticias y hubo que
sacrificar hasta ese último recurso, y fue derramado
el mosto que esa misma noche “iba a volverse plata”,
al salir de los cántaros. Una capa de tierra hábilmente
tendida cubrió después la boca del subterráneo, y Die­
go pensó en su tinaja, con pena y alegría: “Otra vez
enterrada”. Y le quedó mirando a la anciana india que
fue la última en salir de bajo la tierra. Todos la mira­
ron .. . ¿Tendrá unos cien años? —le preguntó Die­
go a su madre, en voz baja. Y añadió: debe quedarse
con nosotros ... —pues la anciana ya hablaba de vol­
verse a su tierra.
—Debes quedarte con nosotros —le pidió la seño­
ra— no tienes hijos, tu sobrino está en la costa: ¿qué
vas a hacerte sola? Tu “niño” está en Quito.
Y se quedó. Su “niño” era el amigo de las sienes
blancas. El volvería. Estaba segura de que volvería.

Pero otra vez como en los lejanos días que prece­


dieron al cambio de lugar de la tinaja y que le habían

364 —
hecho exclamar a la María grande, ante Diego des­
calzo: “¡Como si un rayo le hubiera caído en los pie-
citos!”, otra vez la extrema pobreza entró en la casa.
Volvieron a crecer los cuartos dejándole sitio y los
días pasaban largos y vacíos y nuevamente el hombre
desempolvó el Código, en vano: no acudía a su des­
pacho sino uno que otro indio despojado, que apenas
tenía para timbres fiscales. Más bien su resolución
le ocasionó disgustos: una mañana cuando Diego en­
tró en su casa volviendo de la escuela, se topó en el
zaguán con un sucio sujeto de ojos lagañosos bajo len­
tes sin cerco y chaquet de largos y sebosos faldones.
Decía buscar al "doctorcito” y llevaba un gran legajo
de papel sellado bajo el brazo. Diego le condujo hasta
el despacho de su padre y retornó al patio. Después
de unos minutos el visitante reapareció, pero ahora
demudado. Trás él salió el padre de los niños con el
índice extendido hacia la puerta de la calle, violento.
Todavía el hombrecillo trató de alegar, pues, se detu­
vo en el zaguán y habló atropelladamente hojeando el
legajo, pero el hombre exclamó:
—¡Fuera! —terminantemente, y retornó a su des­
pacho.
Los niños salieron a la puerta de calle. Ya se ale­
jaba el tinterillo con la leva entre las piernas.
—¡Bicho! —gritó una de las niñas.
Y los transeúntes se rieron, moviendo la cabeza
afirmativamente.

La anciana se ocupaba en pequeños quehaceres

365
domésticos y casi todo el día se pasaba en el patio
“sacando” los montes o remendando complicadas po­
lleras, ricamente bordadas aunque descoloridas. Otras
veces se ponía rabiosa e insistía en que debía volver­
se al trabajo. Y como no se le complacía, lo atribuía
a que ella “estaba sola en el mundo”. Y se volvió ex­
tremadamente susceptible. Y un día asomó con esta
nueva:
—¿Qué le parece, niña?: no he estado sola en el
mundo —le dijo a la señora—: vengo hallando a mis
padres. Yo no sabía por qué los del puesto de leche
eran tan buenos conmigo: todos los días me abraza­
ban, me daban panes enteros: y ahora sé que han si­
do mis padres.
Desgraciadamente hubo quien le dijo, al oírla, que
estaba chocheando y que cómo podían ser sus padres
el señor y la señora del puesto de leche si eran más
jóvenes que ella. Mas, con todo, desde ese día se sin­
tió muy feliz y pareció revivir y le dio por vagar ho­
ras enteras por las calles. Y una tarde asomó alarma­
da y refirió que en San Sebastián los guardas habían
sorprendido un contrabando y que el reo había dicho:
“¿Y por qué sólo a mí? ¿Y por qué no buscan en El
Chorro, donde hay tantos?” “Descuide” —le había
contestado el Jefe—. “Hoy hay batida general” .. .
Fue un día amargo. Una y otra vez la familia revi­
só la capa de tierra que cubría la entrada del subte­
rráneo, tanto, que convinieron más bien en no volver
a tocarla por temor a hacerla más notoria.
Diego no se estaba quieto un sólo instante, ya sa­
liendo a la puerta de calle, ya rondando el subterrá­
neo, y, al pasar por un cuarto, vio sin quererlo cómo

366 —
su madre, creyendo no ser vista, escondía un revól­
ver, aquel de “batirse con la vida", detrás de un cua­
dro de la Virgen.
Serían las cuatro de la tarde cuando por la esqui­
na asomó un pelotón de guardas armados. Sólo la an­
ciana estaba en la puerta en ese instante. Entró y
dijo:
—¡Vienen! ...
—Déjenme a mí solo —dijo el hombre entonces,
muy pálido—. Entren todos a los cuartos y nadie diga
nada.
El pelotón no llegaba. Tardó tanto que el hombre
salió a la puerta de calle: los guardas habían desapa­
recido. Pero grupos de cholas hablaban más abajo,
animadamente y otras gentes corrían desde las es­
quinas, perdiéndose en la calle contigua.
El hombre entró. Salió la anciana en seguida, con
Diego, y pronto voltearon la esquina: la calle estaba
llena de curiosos que se aglomeraban frente a una
casa baja de tortuoso zaguán, en cuyas puertas los
guardas impedían con sus rifles el paso de la gente.
Diego se abrió paso hasta los umbrales: varias muje­
res enlutadas lloraban en el patio, y de tiempo en tiem­
po guardas armados entraban y salían de los cuartos.
El patio era estrecho y casi todo su aire estaba ocu­
pado por una higuera humosa, pegada a ennegrecidas
paredes de adobe. Sonó un disparo adentro y la gen­
te se arremolinó y los guardas de la puerta entraron,
seguidos por algunos curiosos.
Diego llegó hasta medio zaguán y pronto retroce­
dió, porque en el patio asomó un hombre preso, en
mangas de camisa, con el brazo sangrante. Estaba

— 367
mortalmente pálido y no decía nada. Detrás de él ve­
nían otros guardas con una tinaja, dos barriles y una
pequeña alquitara. "De laboratorio" —dijo un señor
al verla tan pequeña, y añadió: "¡Pobre gente!” Y un
murmullo sordo atravesó el gentío cuando el herido
fue llevado hasta la calle. Una niña como de trece
años, con las medias rotas, desesperadamente, tra­
taba de libertarlo.
—¡La hijita!
—¡No le dejen llevar! —gritó una tejedora—. ¡No
le dejen!
Y fue anchamente coreada:
—¡No le dejemos!
Los guardas llevaron al herido hasta media calle,
y allí esperaron a quienes traían el "cuerpo del deli­
to”. Sacaron el alambique. Luego, un barril medio des­
hecho, uno de cuyos aros desprendióse y quedó sobre
las piedras, y, en seguida, la tinaja. Olor intenso a
mosto impregnó el ambiente. Y cuando el grupo andu­
vo, llevándose al herido, una voz dijo:
—¡No le arrastren!
Y alguien lanzó la primera piedra. El Jefe, aturdi­
do, disparó al aire. Por un momento sólo él y un niño
que se apoderaba del aro en ese instante, quedaron
en un ancho sector despejado, pero otra vez la gente
fue acercándose.
—¡Cobardes! ¡A nosotros dispárennos!
—¡Al mandón! ¡Al mandón! ... ¡En el hocico! ¡De­
sempedremos la calle!
Y llovieron las piedras. Ahora hubo varios dispa­
ros.
—¡Cuidado, niño Diego!

368 —
Allí estaba la anciana, protegiéndolo, pero tam­
bién ella recogía piedras. El gentío bramaba. De im­
proviso Diego se sintió arrastrado por su padre. Ape­
nas tuvieron tiempo de llegar a la puerta de la casa,
seguidos por la india, cuando un pelotón de caballe­
ría asomó al galope, llenando la calle hasta los bordes.
El hombre cerró las puertas.
Paz.
Por un momento olvidaron su propio problema.
—¡La Guadalupe se batió con el Jefe! —aseguró
Diego.
—¡Exagerado! —dijo el hombre, sonriendo. Pero
todos miraron a la anciana: estaba en medio patio y
al sentirse aludida se turbó y una gruesa piedra, cla­
ra, filuda, cayó junto a sus pies, desde su seno.

¿Cuándo pasarán —pensaba Diego— estos horri­


bles días? Estaba ahora en San Sebastián, donde la
india dijo que había sido sorprendido el otro contra­
bando. ¿Cuál sería la casa en la que lo encontraron?
Llegó el niño hasta la plaza, junto al templo. El barrio
estaba desierto y soleado. Al fondo destacábase el
sombrío edificio de la cárcel, con el zaguán repleto
de curiosos. Desde que llegaron los presos de Sana-
güín siempre había gente en las inmediaciones. La
sangre se le helaba al niño cuando veía formarse nue­
vos grupos en las calles—. ¿Qué pasará ahora? ¿Cuán­
do se acabarán estos horribles días?—.
Y por no ver la cárcel, echó a andar hacia su casa.
¿Cómo estará el subterráneo después de tanto tiem­

— 369
po? ¿Por qué no se le ocurrió a su padre sacar otra
vez la tinaja al patio? ¿Cuándo podría, por fin, verla
a toda luz? ¡Qué pequeña y ordinaria la del contraban­
do de la víspera! Seguramente esa niña de negro que
defendía a su padre ni siquiera sabía que podía haber
tanta maravilla. Qué bueno ser su amigo y explicarle
estas cosas. Ya veía la casa de ella. Nadie pasaba aho­
ra por donde ayer no más había tanta gente. Se detu­
vo ante la puerta. ¡Qué triste era la higuera arrimada
al muro con las hojas terrosas! Por una puerta abierta
veíase un cuarto en penumbra, con amarilla estera en
el piso y cuadros de santos en los muros. Diego pen­
só en el de la Virgen y se acordó de su madre cuando
ésta, angustiada, escondía el revólver. Qué raro: na­
die había en la casa y los cuartos estaban abiertos.
¡Sangre!: sobre las piedras había varias gotas, enne­
grecidas por el sol. ¡Qué pálido estuvo el hombre, en
media calle, con la sangre en el brazo! Ahora un chico
pasó, corriendo ¿no era el que ayer se llevó el aro del
barril del contrabando? Y lo miró atentamente. El
chico llegó a la esquina y se detuvo, boquiabierto. Mi­
raba hacia la casa de Diego. ¿Qué miraba? Una chola
se detuvo también, en actitud idéntica. Algo dijo
después en la puerta de una tienda y otras personas
asomaron y todas miraron hacia el mismo sitio. Die­
go sintió una horrible sensación en el estómago, mien­
tras trasladaba todas las escenas de la víspera a la
puerta de su casa. Y se arrimó al muro. Sólo cuando
imaginó a sus dos pequeñas hermanas abrazándole
a su padre —"no le arrastren!”— se llegó hasta la es­
quina y todo lo vio, como a la luz de un relámpago:
¡La tinaja! Estaba en media calle, junto a su padre,

370 —
amarrada. Indios en mangas de camisa trataban de le­
vantarla, mientras hervía el cholerío —allí estaba la
María grande— sobre las piedras de la calle. El hom­
bre —Diego respiró: no era su padre— les hizo una
seña a los indios, y de pronto, el niño se sintió soste­
nido por los hombros.
—¿Qué te sucede? —le decía su padre abrazándo­
lo. Y luego alzando el rostro hacia la tinaja: —¿Creis­
te? .. . —anadió—. Ya me lo suponía ...
Diego tardó mucho en reaccionar pero su padre
estaba radiante:
—¡Mírala! —dijo— ésta sí es de los Incas. La es­
tán llevando al Municipio.
Y le llevó hacia la tinaja.
— Espérese —le dijo al hombre, que ya les había
ordenado avanzar a los indios. Y cuando éstos la vol­
vieron a dejar sobre las piedras, se acercó con su
hijo.
—¡Mírala! L.a desenterraron ayer, aquí, muy cerca,
en Pumapongo (1). Olvidé contarte. Es ésta, ¿no? —a-
ñadió— dirigiéndose al hombre.
—Sí —repuso él—. Véala, véala, vale la pena. En
los diarios de hoy salió la fotografía.
Parecía de bronce. Era algo más pequeña que la
del subterráneo aunque de labios más gruesos. Te­
nía un extraño parecido con los indios que la condu­
cían, y un rojizo sol en alto relieve iluminaba su dorso.
—Y cuando se le llena de agua se levanta —asegu­
ró el hombre— como si tuviera vida propia. Si quieren

(1) Ruinas de la antigua Tomebamba, descubiertas cerca del


barrio, por esa época. “Pumapongo”: Puerta del león.

— 371
verla mejor —siguió— acérquense mañana a la casa
del pueblo: voy a exhibirla.
Y otra vez ordenó a los indios conducirla.
—Sí es mejor que la nuestra —dijo Diego, mirán­
dola alejarse.
—Es que la verdad es más hermosa siempre. La
nuestra no es de los Incas —le contestó su padre—
sino que no te lo dije nunca terminantemente, por no
desilusionarte. Y ahora, óyeme —y le puso las manos
sobre los hombros—. Oyeme: ¿sabes lo que sucede?:
nos vamos a la costa . .. Figúrate: la orilla del mar!
— ... ¿Cuándo?
—Muy pronto: he encontrado trabajo: nos vamos
primeramente a Quito .. . Figúrate: nevados, calles
en las nubes ... Luego, regresaremos, y de aquí a
Guayaquil, a Jipijapa, al mar. ¡Y en avión!
—¡Le llevaremos al Pajarero!
—Ya lo pensaremos; ahora vamos a contarlo en
la casa.
Y antes de entrar volvieron la cabeza. Ya la tinaja
estaba lejos, bamboleante sobre los hombros desi­
guales. El dueño iba junto a los indios, levantando los
brazos, a ratos, como ayudándoles a sostenerla con
sus ademanes. Y la gran boca negra subía y bajaba,
y desapareció detrás de la esquina.

372 —
IV
EL PAJARERO
—¡Mírenlo! —solía decirle ahora, sarcástica, la
patrona a Manuel Cuzco—. ¡Mírenlo! ...
¡Don Quiñones! ¿Onde está el chuzo?
Manuel había vuelto a su vida de antes de la aven­
tura y estaba preocupado porque su pequeño amo casi
seguramente no se presentaría a los exámenes fina­
les y en ese caso tampoco a él le enviarían a la es­
cuela. No obstante, estudiaba como nunca: todas las
noches, en la cocina, surgiendo de entre tiestas y ba­
suras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo
poblado de mayúsculas hermosas. La cocinera le que­
ría. Ella tejía mientras Manuel estudiaba, y cuando la
chola trabajaba sombreros para niños, la cabeza de
Cuzco era la medida. A veces el niño se quedaba dor­
mido en la falda de la tejedora porque ésta velaba con
frecuencia. La chola sufría de jaquecas.
—Me duele —le explicaba a Cuzco— como si tu­
viera la piedra de moler ají en la cabeza.
—Usted descanse —le decía entonces el niño—.
Yo le daré soplando la candela.
También Manuel solía enseñarle a la chola lo que
él aprendía en la escuela. Y el profesor se erguía con
un carbón en la mano:
—La I es la más alta; así, así, y en el libro está es­
crito que la i es un chico que juega la pelota ... acuér­
dese en eso.
Y la pequeña mano iba sobre la grande, dirigiéndo­
la, con un carbón entre los dedos, sobre los ladrillos.

373
Otra persona grata para el Pajarero era la vlejeclta,
madre del magnate, que ahora rara vez se levantaba
de su lecho.
—¿Y cómo les cogías a los pájaros? —solía pre­
guntarle la anciana.
Cuzco la escuchaba desde una alfombrilla, senta­
do junto al lecho.
—Nada, ama —¿ya no me preguntó ayer lo mis­
mo? ... No les cogía sino que les asustaba con la
honda.
—¿Y en tu tierra hay gruta de la Virgen?
—No, sino unos santos. Una capilla ... era grane­
ro. Yo vivía más abajito.
—Antes de morirme quiero volver a ver Biblián y
la Gruta. Cuando me vaya te ofrezco llevar, a que co­
nozcas.
—¿Cuándo?
—En el mes que viene ... Súbete.
—¿A dónde?
—Acá, a la cama; échate sobre mis pies que es­
tán muy fríos.
—¡Ama!
Y el cocolo no le obedecía en seguida.
—¿Y si vienen? —preguntaba, temeroso.
—Yo te lo mando. De barriga ponte para que me
calientes.
Y al fin el niño se tendía tal como quería la señora,
pero con el oído atento. Y cuando oía pasos descen­
día, veloz, a la alfombrilla, ante las protestas de la
anciana.
—¿Qué le haces a mamita? —le increpó un día el

374 —
magnate al encontrarlo de pie ante la viejecita rabio­
sa—. Longo ... ¡Algo le has hecho!
Y cuando supo el motivo del enojo de su madre,
Oñate protestó:
—¡Pero mamita! ¡Cuántas veces le he dicho que
se usa bolsas de agua caliente para eso!
—¡Qué bolsas ni qué alforjas!: nada hay como un
ladrillo caliente o la barriga de un longo: bolsas ...
bolsas ... ¡Véanle al moderno!
—Entonces, llámele a un nieto pues; el longo en­
sucia la cama con las patas.
—¡Nieto! ... ¿Y crees que mis nietos me hacen
caso? . .. ¡Semejantes!
Manuel se escapaba, en puntillas.

* -X- *

La casa había sido transformada. Los obreros ya


no trabajaban en el patio: el magnate había comprado
casi toda la manzana, demoliéndola después para
adecuarla a las necesidades de la industria. Desde la
puerta de calle podían verse ahora grandes rimeros
de sombreros, al fondo, ya contra la pared de la otra
calle. Pero en la casa misma no se veía una paja. El
patio había sido embaldosado de mármol. A grandes
planchas, entre cuyos intersticios crecían verdes
montes. Manuel se encargaba de arrancarlos. No siem­
pre, porque a veces los dueños querían dejar esos cor­
dones verdes entre piedra y piedra.
—Yo he visto —aseguraba Oñate— en Méjico, en
Quito y aquí mismo, donde los Padres Jesuítas y don­
de los primos de los Argudo.

— 375
Y el hijo:
—Pero es que eso es césped, papá. Compraremos
césped para eso.
—¿Y cómo van los planos?
Se refería a los del palacio que debían construir
en este año. Pero que sea —había dicho la jamona—
en la plaza, qué digo: junto a la plaza, cerca de la ca­
tedral nueva.
Manuel conservaba el patio a gusto de los dueños
y en él se pasaba cuando salía de la escuela y siem­
pre encontraba qué hacer porque los obreros, de paso,
dejaban caer algunas pajas. En medio patio estaba,
apoyado en la escoba, cuando aquel día pasaron los
pájaros extraños. Los quedó mirando . . .
—Vos que eres pajarero —le dijo después el pe­
queño amo—. ¿Qué pájaros eran esos?
Manuel Cuzco tenía grandes ojos. Ahora, enflaque­
cido, los tenía más grandes todavía. Y esta vez los
abrió desmesuradamente.
—Una cosa . .. —y se daba aire misterioso— una
cosa que yo sé, pero que no le he de avisar a usted
así me mate.
Avísame.
—¡Nunnnnca!

Se acercaba el día de la boda. El próximo domingo


habría fiesta en la casa, para la familia de la novia, y
los preprativos habían comenzado. Entraban y salían
pintores, sastres y costureras, y hasta la servidum­
bre fue engalanada. A Manuel le tocó un traje casi nue­

37(3
vo, negro, de su pequeño amo; una camisa de amplio
cuello, y un sombrero aludo de hule, así mismo usado
antes por el chico. Hasta se pensó en darle zapatos
y dejarle crecer el pelo, pero desistieron de la ¡dea.
—¡Mírenle al Quiñones! —dijo la jamona cuando
lo vio vestido de este modo—. ¿Onde se ha visto un
cocolo con cuello blanco y sombrero de terciopelo?
Y luego, llevándolo a un rincón:
—Pero, longo, óyeme bien: sólo te pondrás esta
ropa en el matrimonio, en los domingos y para irte a
la casa de los Argudo . . . ¿Me has oído?
—Sí, niña.
Y ahora:
—Ponte la leva del matrimonio y ven voiando —le
advertía, cuando iba a ocuparlo en algo importante.
El sábado entró el novio con un hermoso juego de
cristal de finas, redondas copas, semejantes a las ro­
dillas de la novia.
—Este cuñado mío —dijo— tiene unas cosas .. .
Dice que este cristal es tan fino que cuando se rom­
pe no es posible ni siquiera recoger los pedazos . . .
porque cuando caen vuelven a levantarse y caen otra
vez hasta que se confunden con el aire . . .
—¿Y eso?...
—Pero mamá . . . ¡Qué finura! ¿No comprendes?

Era domingo. Desde muy temprano la casa estuvo


en movimiento: se ultimaban los preparativos para la
fiesta, y ahora —eran ya las once— todo estaba listo,
y sólo la anciana señora estaba en casa: los esposos

— 377
y el novio se habían ido a misa y el pequeño cañama­
zo y Manuel Cuzco estaban en la escuela.
Detrás de la vidriera se veían largas mesas cu­
biertas de cristalería. La anciana tomaba sol en la
puerta de su cuarto, inconocible, pues ya usaba “tra­
je" ...
El patio estaba claro y parecía más grande por la
luz y por la soledad, cuando entró la jamona. Entró
sola. Pasó por el largo corredor, como en el día de la
fuga de Manuel, preocupada, y abrió el comedor, y un
gesto de satisfacción iluminó su rostro: todo estaba
en orden y todo relucía. Varios minutos se movió la
mujer entre las mesas ya tocando una copa, ya cam­
biando de sitio un cubierto, o llevando las manos a
los ramos, como se las llevan a la melena las mucha­
chas. Y cuando se acercó a la ventana se quedó con
una mano en alto: la anciana tomaba sol junto a los vi­
drios. Salió y algo le dijo al oído mientras le arreglaba
los pliegues del vestido nuevo, pero la señora se alzó
de hombros. Entonces, la mujer bajó al patio y ya lo
atravesaba, contrariada, cuando se detuvo, y otra vez,
tal como el día aquel en que encontró las huellas de
los pies de Cuzco entre las sábanas habló sola:
—Eso fue —dijo— lo que creí oír ayer. No estuve
equivocada ... ¡Ve el indio!
Un gato había descubierto una copa rota y al mo­
verla sobre el mármol el sonido llenaba la casa hasta
el cielo.
—¡Ve el indio! —repitió la jamona, con ira.
Y ya Manuel estaba cerca de la casa, con el ves­
tido nuevo y la camisa de amplio cuello y el sombrero
de hule. Ya Diego le había dicho un momento antes.

378
— Figúrate ... ¡La orilla del mar!
—Es que ya voy a morirme —le había contestado—.
El médico ha dicho que puedo morirme por los ata­
ques.
Y Diego:
—¡Pero si allá es imposible morirse! Es una ma­
ravilla ... El océano Pacífico .. . ¡Imagínate! Y tú te
irás con nosotros. Ya mi papá quiere llevarte ... y en
avión. Los aviones ahora suben casi hasta la luna.
Llegaba pues feliz y resuelto a no hacer nada que pu­
diese motivar un castigo. Ni siquiera ostentaba me­
dalla: al verlo condecorado, sus amos podrían irritar­
se, como aquel día en que su galardón le volvió loca
de rabia a la jamona.
En la esquina Manuel se encontró con el novio. Lo
saludó y caminó detrás de él, alegremente. Ahora su
flacura le daba alas.
Entraron a la casa.
—¿Cómo hiciste esto? —increpó al niño la patro-
na, desde el patio, con el cristal roto en la mano.
—Fui yo —dijo el novio en un arranque de honra­
dez—. No pude evitarlo: usted había dejado el charol
en el pasadizo.
—¿Yo, entonces? ...
Y la horrible voz, desatándose en improperios, lle­
nó toda la casa.
Manuel, temblando todavía, turbado, no supo qué
hacerse y cuando vio la escoba junto al muro fue ha­
cia ella y comenzó a barrer, aturdido, sin atreverse a
levantar la vista. Y, de repente, se estremeció: la ira
de la jamona había encontrado cauce:
—¡Ve el indio si entiende! —exclamó—. ¡Pero si

— 379
es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te has de
sacar el saco en cuanto llegues? ¡Sácate!
Manuel palideció.
—¡Sácate! . .. ¿No entiendes?
Manuel Cuzco lloraba, sin obedecer. La ira encen­
dió entonces a aquella arpía que fue con las uñas cris­
padas hacia su víctima.
—¡Mitayo, algo has hecho! Ya habrás roto la ca­
misa . . . ¡Sácate te digo!
E iba ya a arañarle, cuando el indiecito, presa de
convulsiones, cayó entre las piedras.
Pronto acudieron todos los patrones.
—¡Qué le hacen al chico! —protestó la anciana,
desde arriba.
—Nada ... ¡se hace el zorro muerto! —le contes­
taron, mientras sujetaban al niño: Quedó inmóvil, los
labios remordidos; los ojos vidriados, muy abiertos,
fijos en los patrones.
Estos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco
del niño, que quedó con el pecho descubierto.
La vergüenza azotó los rostros de los verdugos:
Una brillante medalla, péndula en la cinta patria,
estaba allí, escondida, cubriendo el corazón de Ma­
nuel Cuzco.

3P>() —
V
SOMBREROS FINOS

Ya había otra María en el barrio: “La tejedorita”


había sido bautizada.
—Ahora sí, a tejer —dijo una chola, levantándose,
y otras la imitaron. Estaban en la última tienda del
barrio, pero ya no “casi en el campo”, como antes,
pues nuevas casas estaban construyéndose cerca del
monumento, con lo cual, después de poco, sería la
esquina preferida, ya que la calle era más alta y se
veía mejor la ciudad desde este sitio. Aquí curvaba
ahora el torrente y se tenía la impresión de que la an­
tigua esquina —toda ella, hasta sus cimientos— ha­
bía sido el viejo cauce.
—¡Casas tan feas estas nuevas —dijo la María
grande un día— sin tejas, sin alero; cholas de traje
parecen! ¡Dónde como las otras con zaguanes anchos,
con techo para la lluvia!
Casi todas las vecinas despidiéronse y desapare­
cieron en la esquina de abajo. En la tienda se queda­
ron solamente los íntimos —entre los que estaban la
Juana y su recién llegado hombre— y la María grande
procedió a fajarle a la guagua. Ahora la niña llevaba
la abierta camisita del bautizo, y se unían libres en el
aire, sus manos y sus pies, acostumbrados a su vida
de choclo.
—No deben envolverles a las guaguas— dijo la
Juana.
—¿Qué dices? Se quebrarían con el lloro, pues;
antes, acércate, aprende ...

381
—Los guaguas son mejores cuando tienen un año
—dijo el hombre.
—¡Como éste! —añadió la María chica, y abrazó
al niño aquel que cuando ella empezó el sombrero de
la Virgen, estaba ,a su vez, fajado, en la hamaca.
El niño la sonrió.
—Y verán, verán —siguió la madre, y le cosquilleó
en la planta del pie, y el niño, riendo, se abrazó es­
trechamente a ella.
—Se abrazan completamente a una —dijo la ma­
dre— cuando se les rasca el piecito.
—Y el tuyo, Juana, ¿sigue moviéndose? ...
—Todavía ... —respondió la chola— y su delgada
mano guió hasta su vientre a la del hombre, que son­
rió, feliz, medio abobado, como si acariciara ya el pe­
queño pie desnudo.
La nueva María mientras tanto agitaba en el aire
sus manos diminutas, amoratadas por el llanto.
—¡Hele ... la tejedora! No es hora todavía ... ¡Des­
cansa! —dijo la madrina, apoderándose de los peque­
ños brazos y cubriéndolos luego con la segunda vuel­
ta de la faja, que poco después era un solo tallo de
bayeta, de por lo menos metro y medio de largo, abier­
to al extremo en el rojizo rostro de la niña. Así la con­
dujeron a su pequeño lecho al fondo de la tienda.
—¡Cierto, que descanse, pobrecita! —dijo la Jua­
na, y, de pronto, añadió: ¡Otra María chica! . ..
—¡Pobre guagua!, ni digan —repuso la madre de
Miguel— no vaya a ser que mi suerte le contagie: ni
me nombren delante de las guaguas . ..
Los padres se miraron ... La Juana pareció arre­
pentida de haberlo dicho, y añadió:

382 —
—Ingrata: el día mismo en que acaba el sombrero
de la Virgen se queja de la suerte ... Vaya —siguió,
poniéndole en la puerta de la tienda— vaya a traer el
sombrero para que vean los hombres, ellos no han
visto.
—Quédese, no se vaya —dijo la María grande, pe­
ro los demás insistieron, y, sobre todo, la pequeña
chola se reanimó con la idea.
—Regreso en seguida —dijo, feliz y se fue, con el
niño en los brazos.
—No quise —explicó la María grande, mirándole
alejarse— que se acuerde del sombrero, porque de­
más se ha ilusionado ... Esta mañana ha ido al Hos­
pital, donde el hijo, a hacer la novedad ... Y el chico,
vieran, más creído que ella ... Creen que la Virgen en
persona va a coger el sombrero y ponerse ... y hay
más de diez sombreros finos. Hasta las señoritas del
coro han tejido, y dicen . . .
—¡No diga!
—¿No han visto? Desde ayer están expuestos, en
la vitrina de la plaza ... De no creer es al verlos: uno
hay de Manabí, Jipijapa ... ¡Ave María!: ni el granizo
es tan blanco, en ponderación.
—¿Y ella sabe?
La María grande dijo que no, pero moviendo la ca­
beza solamente, pues ya llegaba la ilusa.
—Vean —exclamó— toquen.
Y puso su obra ante los ojos de los hombres.
El de la Juana trabajaba en las canteras y no sabía
de sombreros.
—¿Puede tejerse algo más fino en alguna parte?
—preguntó, admirado, llevando hasta el tejido sus

— 383
dedos salpicados de polvillo de mármol. Y miró a la
María grande, pensando sin duda en los sombreros
que la chola mentara. Pero ella no le respondió direc­
tamente, porque la soñadora la miraba, toda ella, es­
perando su respuesta.
—Y sobre todo - siguió el hombre— han de es­
coger, si hay otros, no tanto el mejor, sino el que haya
tejido el pueblo: qué gracia si alguna niña rica, des­
cansada, ha tejido, o si ha venido alguno de otra parte.
La María grande se exaltó:
—Es que no es eso no más —dijo—. ¿Acaso la Vir­
gen escoge con sus propias manos? ... Si ella esco­
giera, esto hiciera —y cogió el sombrero del niño y
acercándose a la María chica que seguía con el hijo
en los brazos, se lo arrebató—. Esto hiciera —siguió,
y, tal que su voz, también sus ademanes iban en cres­
cendo, y le encasquetó al niño el sombrero, a tiempo
que añadía: —¡Esto hiciera!, y después ella agarrara
el grande, hele ... y se pusiera! Pero ya digo: ¡No es
ella la que escoge!
La María chica movió la cabeza.
- Pero esperemos —dijo, por fin— nadie sabe ...
Mañana voy a entregarles, no les entrego todavía por­
que en el del Niño Dios falta el remate . .. ¡Qué seño
María grande! —añadió, ayudándole al hijo a sacarse
el sombrero. Y luego, con ligera ironía: —Desde esa
noche que vino viéndole . . . ¿Cómo era? . . . Adán, creo
que dijo, primer hombre, no sé cómo; . . . desde esa
noche no sé qué le pasa a la seño María grande.
—Bien dice “Adán” —le contestó la chola—. Bien
dice: más que Adán va a multiplicarse ese hombre,

384 —
y lo peor es que estecitos —señalaba a los niños— van
a ser los hijos . .. ¿Saben lo que pasa? No quise ni
decirles .. . con razón, pienso, me he estado acordan­
do tanto de mi hijo en estos días: va a haber otra
guerra.
—¿Dónde?
—En todo el mundo, así oigo.
—Lejos está el mundo ...
—¿Qué dicen? ¿Y a quién venderemos los som­
breros? ¿Qué será de nosotros, si del extranjero no pi­
den más sombreros?
—Razón tiene —dijo uno de los hombres— pero
también es cierto que pueden necesitar para los mis­
mos soldados: qué cosa mejor para el sol que nues­
tros sombreros.
—¿Sol, dice? —y la María grande se rió—. Cascos
de acero se ponen los soldados, no sombreros de pa­
ja .. . ¡Paja! . . . ¡Todo arderá, no se diga la paja!
Quisiera que le hubieran oído esta mañana a ese
niño Argudo, el enfermo.
—¿Qué dijo?
—El habla no sé cómo, y no pude entenderle todo,
pero se pusieron pálidos los que le oyeron. ¿Se acuer­
dan ustedes? ...
Y la chola les recordó, tratando de explicarse, lo
que les refiriera Argudo a todos, en la esquina, el día
aquel de la aparición de los pájaros, acerca de las
grandes bestias desorientadas por la niebla, que irrum­
pieron en la aldea y mataron niños y fueron muertas,
al fin, por los campesinos armados de horquillas.
—Pero era más, más —siguió la chola— lo que d¡-

— 385
jo, ¡más!: ¡Ahora van a ser todos los hombres, todas
las guaguas, todas las mujeres!
—¡Pobre niño! —dijo la María chica— y bajando
la voz, añadió: está haciéndose loco: la otra noche era
de correr al oírle de un alacrán, y así mismo, nadie le
entendía ... Y ahora yo estaba pasando, cuando él
sale, de repente y me dice: ‘‘María chica ... cien dó­
lares ... ¿Sabes lo que es eso?: una casita limpia,
con patio para el ángel. ..” “¿Qué dice?” —le pregun­
té yo, entonces— pero ya él entró, sin contestarme...
—Eso no es locura —dijo la María grande— yo sí
sé por qué le ha dicho ...
—¿Por qué? ...

Abajo, en la ciudad, no sonaban las campanas. Co­


mo faltaba tan poco para el acontecimiento, había
algo latente, pero trunco; algo como una gran respi­
ración contenida, en el ambiente.
** *
La María chica se echó el paño a los hombros y
se encaminó a la plaza grande. Iba descalza y parecía
ahora más que nunca pequeña e insignificante. Veía
ya muy cerca los grupos de curiosos.
—No he visto nada igual en mi vida —decía un se­
ñor en la esquina—. ¡Qué pueblo!
La pequeña chola apuró el paso y se unió a un gru­
po: allí estaba la vitrina: las coronas de oro de la Vir­
gen y el Niño iluminaban la vidriera con su pedrería.
Junto a la corona grande, tendidos sobre precioso man­
to estaban los sombreros de la Virgen, de tamaño nor­
mal y, en torno a la pequeña, los destinados al niño,

386 —
casi de juguete, pero tal vez más finos que los de la
madre.
—Hasta la colina —explicó un lego— se van a ir
con sombrerito . . . Sólo allí se sacarán para que les
coronen.
La María chica tenía las yemas de los dedos en los
vidrios cuando una chola dijo:
—¿Quién será la feliz, que ha tejido el que esco­
gerá la Virgen?
La pequeña chola paró las orejas .. .
—Este —siguió otra, señalando un sombrero fal-
dudo— ha tejido esa niña santa que le viste a la Vir­
gen en las fiestas.
Y otra:
—Ese es el más fino: ha llegado de la costa, dicen.
Pero una tercera le interrumpió:
—¿Saben —dijo— lo que me cuenta, una ciega
mendiga en la plaza? ¡Milagro!: Una linda cholita ha
estado tejiendo el sombrero de la Virgen. Ha sido ya
muy tarde y ha dejado el tejido sobre el banquito de
trabajo, y ella se ha acostado, cuando de repente el
ángel de la Guarda ha bajado y ha acabado el tejido...
¡y mientras tanto, al lado, el sombrerito de! Niño, co­
mo una estrellita moviendo las pajitas, tejiéndose él
solito! . .. María chica dice que le llaman a la dichosa.
•—-¡Cómo será ella! . ..
—¡Yo soy! —dijo entonces la pequeña chola, ra­
diante—. ¡Yo soy la María chica!
—¿Qué dice la bocona? Véanle . . . ¡Pero vean quién
dice!
Y todos la miraban de pies a cabeza.
Una lavandera salió en su defensa:

— 387
—Ella es —dijo—. Ella misma es: bien le conozco
La María chica vacilaba.
—¡Vamos, vamos! —siguió la lavandera amiga—.
Envidia es, no les haga caso.
Y le llevó calle arriba.
—¡Vayan a verse en el espejo! —les gritaron to­
davía, cuando ya iban cerca de la esquina.
-X- * *

Desde que el torrente fue segado hay en la alta


noche largos silencios en el barrio. Sólo pegando el
oído a las puertas que permanecen con las rendijas
claras, podría percibirse el ligero crujido de las pajas.
Cuando el viento sopla fuertemente, el agua lejana se
presenta con lúgubre murmullo. Una noche, al oírlo,
la ciega ha contado “El farol”: hace muchos años una
madre desesperada le ha matado a su propio hijo, y
luego la infeliz ha arrojado al niño a la acequia ... Y
ahora el alma de la madre está condenada a buscarlo,
eternamente. Cuando se escucha el lamento, hay que
mirar hacia las sombras: viene, entonces, al pare­
cer sin que nadie lo sostenga, un farol encendido ...
“Y la luz se agacha y aclara el agua y el lloro de la
criatura ya llega de no sé dónde”, cada vez más lejos,
y el farol vuelve a levantarse, y se aleja.
Ahora sólo hay luz en la tienda de la ¡lusa, que no
duerme, aunque ya no teje; contempla los sombreros
acabados. No regresó derechamente al barrio, por la
tarde; se quedó en torno a la plaza, oyendo, pregun­
tando ...
—Naturalmente —había dicho un señor— los que
no resultaren escogidos serán luego exportados ...

388 —
Son verdaderas joyas. En Nueva York cien dólares por
lo menos. Y los Padres necesitan de más fondos.
Y otro comentó, al oírle:
—Pronto veremos los sombreros en el cine, en los
noticiarios, en la cabeza de un Presidente o de un Rey
del Petróleo ...
Ya por la noche llegó al barrio, aturdida ¿Qué era
un Rey del Petróleo? ¡Si creyeran los Padres en lo del
milagro! Y otra vez, lo que dijeron sus amigas cuando
ha casi un año les anunció que la Virgen se pondría
su sombrero: “Loca, loca, es usted, seño María .. .
con razón sueña tanto: ¡La otra noche ha soñado que
ha vendido un sombrero en cien sucres!”
Pero ella no solamente ha soñado: ha tejido: allí
están los sombreros, junto al lecho, pestañudos. Se­
mejan grandes párpados de azuladas venas. Hace un
momento, de pronto, el grande había brillado, y cuan­
do, sorprendida, la chola lo examinó, junto a la luz, se
había propuesto no consentir en adelante que nadie
lo palpase: eran las huellas digitales, del hombre de la
Juana, con polvo de piedra. La María grande está “no
sé qué”; sin embargo, ¡cómo desearía hablar con ella
para tranquilizarse! ¿Estará velando? ¿Qué horas se­
rán? No pasa gente todavía por la calle. La chola se
levanta: debe hablar con alguien, y abre la puerta cui­
dadosamente y sale a la calle. Mas, como mañana
—¿hoy?— es día de fiesta, nadie trabaja hasta esas
horas. La tienda de la María grande está oscura. Todo
el barrio está oscuro. Ni el farol —piensa la tejedo­
ra— y se acuerda de Miguel, pues el murmullo del río
de junto al Hospital “llega día y noche” —le ha dicho
el niño— hasta su lecho. Pero ese murmullo es ancho

— 389
y optimista. Este ... ¿Cómo la propia madre le mató
al niño? Ahora el viento cambia y el murmullo del agua
se asemeja al familiar rumor de la rueda en los ladri­
llos de la acera. “Y el ángel se agacha y aclara el agua,
y el lloro del hijo ya llega de no sé dónde” ... La cho­
la se estremece y algo dice, arrimándose al mure. Y
está a punto de golpear la puerta de la María grande,
pero la voz del reloj público le deja en suspenso: da
la campanada de la media. ¿Qué media? Y la chola se
regresa a la tienda. Ni ella tocará más los sombreros.
Los mira solamente y los sigue mirando mientras se
desviste.
En su camisa gris y rota hay mil huellas diminutas
y cuando la chola besa el cuadro de la Virgen enmar­
cado de lata, y se acerca a la luz para apagarla, las
huellas enrojecen .. . ¿Cómo es un Rey del Petróleo?

Ahora pasa gente, gente, gente. Y cuando el sol de


las siete entra a la tienda, la María chica está dormida.
Ciertamente es qué pequeña, y más ahora, acurruca­
da. "Cuando tus hijos crezcan —le ha dicho Arguao el
otro día— les llegarás a la cintura, a lo sumo”.
La María grande ha volcado su única “riqueza”: la
petaca en que guarda los zarcillos de gala, y también
ha vaciado su baúl de cuero y se ha vestido “como nun­
ca”. Y abran bien los ojos —les ha dicho a las veci­
nas—; desde ahora abran los ojos, porque lo de ma­
ñana no ha de repetirse.
Y han bajado.
En la ciudad culminaban las “Vísperas": miles de
personas llegadas de los pueblos y de otras provincias

390 —
y aun delegaciones religiosas de Colombia y de otras
Repúblicas, recorrían las calles o asistían en el templo
a los ceremoniales previos. La chola avanzó hasta la
“Juana de Oro" que es un balcón sobre el ejido en
cuya hermosa colina ha de verificarse la coronación
al día siguiente.
-De aquí no paso —dijo—: hay que guardar las
fuerzas.
Ha mucho tiempo que ella no había avanzado has­
ta ese sitio.
—Qué distinto —añadió— a nuestro barrio. Qué
grande todo y qué claro.
Y señalaba los bosques y los ríos, ya rotos por el
trazo de una gran avenida.
Allí ha de elevarse la ciudad futura.
—Nosotros sí nos vamos —dijeron otra cholas—
y pasaron el puente. Pero otras se quedaron y una de
ellas asomó con un banquillo pedido en la pulpería
vecina.
—Hele —dijo— siéntese, descanse; no vaya a re­
petirle el vértigo.

Los forasteros recorrían las calles admirando


puertas, patios y balcones de otros siglos, frente a
las actuales construcciones de mármol, pero ante na­
da ni ante nadie se admiraban más que ante las cho­
las. Palpaban el fleco de sus paños y se gozaban en
oírlas, para lo cual les hacían mil preguntas, y descu­
brían minas —se diría— cuando encontraban grupos
de ellas, en animada charla, solas. Entonces se acer­
caban disimuladamente y escuchaban, pero como al

— 391
hacerlo se miraban entre sí, sonriendo, las cholas se
alborotaban, reparando en la treta:
—¡No hable, seño Rosa, Ave María! ¡Adrede nos
están oyendo!
Y se alejaban entre risueñas y enojadas, y a los
forasteros les gustaba también verlas caminar, y así
recorrían la ciudad de punta a punta.

—Qué .. . ¿no habernos cholas en su tierra? . . .


Pero, hele: halle gusto.
Y posan ante la lente fotográfica, procurando que
el fleco de los paños llegue al suelo, sin ocultar por
eso el taco alto . ..
Más allá, otra exclama:
—¡Taita Diosito, las maravillas que haces! —y
junta las manos—. ¡Vean la cara de esa quiteñita!
—Lojanita, diga; lojanita es.
Todas se vuelven hacia un grupo de muchachas
que en ese instante admiran los sombreros de la Vir­
gen.
—Vean, diga —añade otra - el cuerpo de esa gua­
yaca . .. ¡Ave María!
Y otras:
—Pero nada hay como las nuestras: dónde ese
pelo de oro, dónde esos pies tan chicos.
—Dónde ese amor a la casa, digan.
* * *
Frente a la catedral en construcción los extranje­
ros alzan los rostros a las nubes. La admiran en con­
junto desde la plaza grande, o bajan a las profundas
criptas, mientras otros hormiguean en los arcos o en
392 —
la enorme cúpula inconclusa. Y, súbitamente, la cam­
pana grande inicia triunfal redoble.
—¡Santo Domingo!
Y el gentío se mueve hacia el templo.

¿Qué hace la María grande en la esquina? Ya


está cerca del barrio. Desde la última calle viene “gen­
te extraña”, en grupos, deteniéndose en las tiendas
de las tejedoras. Varios han comprado sombreros y
los llevan al brazo, con muestras de regocijo. Ante la
gran chola se codean —sin duda les infunde respeto—
pues no la hablan, como a otras, sino que la miran, ca­
llados, y cuando se alejan vuelven la cabeza y acaban,
algunos, por detenerse, hasta que otros les tocan el
hombro y sólo entonces siguen su camino, vueltos los
rostros. Está sola. El gran paño le ciñe el busto y su
fleco almidonado llega hasta los ladrillos. Sobre el
paño un rebozo de velluda bayeta a cuyos bordes des­
cansan, a ratos, los aretes, y, por fin, de un azul os­
curo —campana grande— la pollera. Ahora, anda, y
como ya la calle va empinándose, sube, sube, con la
ancha trenza gris a las espaldas, y cada paso lo da
lenta, fatigosamente, y llega a su esquina, y cuando
ve, arriba, la de la “tejedorita”, mueve la cabeza, co­
mo diciendo: “Ella no”. Y da el rostro a la ciudad que
se bambolea, de pronto, como enorme mesa levanta­
da en hombros, y la María grande fija la mirada en
los cimientos de las casas del barrio, para aclararla,
pero también las piedras son ahora de cambiante,
vaga forma, como las de los ríos bajo el agua.

— 393
VI
AMANECIDA
El avión ascendió y cuando Diego pudo ver hacia
la tierra ya la ciudad quedaba lejos, entre las colinas.

Por la mañana, cuando se despertó, ya toda la casa


estaba en movimiento. El primer avión pasó muy tem­
prano. El niño escuchó atentamente el ruido de los
motores que se alejaban, mientras una sensación de
angustia le oprimía. El cielo estaba blanco y los teja­
dos y el patio húmedos y sombríos. El rumor del avión
no cesó. Antes fue creciendo nuevamente y otra vez
se alejó, como la vez primera. Y así siguió largo tiem­
po. Está girando sobre el campo. Posiblemente no ba­
jará —se dijo—. Y escuchaba el rumor lejano como
si escuchar?, el zumbido de un gran trompo.
—No baja —le dijo I?. madre— por el mal tiempo,
pero el nuestro llegará más tarde, ya con sol.
—¿Cómo seguirá la María grande?
—La gente está pasando tranquila, debe seguir me­
jor y tú no vayas porque necesita reposo, nadie pue­
de hablarla.
La anciana india vino de la puerta de calle, sonreída.
—¿Por qué estás contenta? —le preguntó Diego.
—Mi niño viene, ya está viniendo.
Diego salió a la calle, también él muy contento. Ve­
nía en efecto el hombre de las sienes blancas, con
otros amigos. Diego no lo había visto desde que lo

391 —
encontró con los libros bajo el brazo en la calle “nunca
vista” de la Cruz del Vado. Salió a su encuentro,
pensando en el Robinson Crusoe que le había regalado
hace ya tanto tiempo. El hombre le puso la mano en
el hombro y avanzaron.
—¿Y la tinaja “verdadera?” —le dijo—. ¿Ya es
tuya? ¿A qué horas salen?
—No van a bajar los aviones.
—El tuyo sí, en este instante ya está sobre la cor­
dillera. . .

—Hoy se elevarán hasta quedar con nieve en las


alas... ¿tienes miedo?

La india estaba en el patio de atrás con su blusa


bordada.
—¿Por qué no hablas en quechua con ei amigo?
—le dijo Diego—, Quiero oírte.
—Voy a hablarle largo. .. Con él voy a vivir, él
me lleva. Yo le crié ¿no sabe?
El escritor había nacido en Turi, pueblecito de la
ceja de Cuenca y había pasado su niñez entre los
indios.
La anciana se ató una larga faja a la cintura, tornó un
gran charol de copas y se dirigió a la sala de recibo.
Diego la siguió, pero su madre le detuvo. Ustedes,
al patio —dijo. Las niñas jugaban cerca de la huella
de la tinaja. Antes de unírseles, Diego miró por la ven­
tana y recordó esa noche lejana cuando su padre
guardó el cinturón lleno de balas, con el revólver de

— 395
“batirse con la vida”. Ahora el amigo tenía las sienes
más blancas.
—El avión va a cubrirse de nieve —les dijo luego
a las hermanas.
—No nos vamos por la cordillera, mamá lo dijo.
—¿Cómo entonces?. .. Pero sí. . . No subiremos a
la cordillera.
Y se llegó a la puerta otra vez. Ciertamente no ha­
bía nadie cerca de la tienda de la María grande. Ha­
cia abajo, en cambio, se movía un gentío. Van hacia
Santo Domingo —pensó—. ¡Qué mala suerte no ver
la coronación! Desde el avión. .. ¡Cómo se la vería!
De repente, la Virgen, de la multitud al cielo, bambo­
leante. Abajo, los cuatro ríos, como andas.Casi no se
ve de tan pequeño el sombrerito del Niño. El de la Vir­
gen, sí. ¿Serán los de la María chica? ¿Quién puede
tejer como ella? ¿Cuándo volveré a verla? ¿Volveré?...
La campana grande suena ahora tanto que no se va a
oír el paso del avión. Imposible.
—¡Diego!
Era el amigo de los libros. Acudió con alegría y ya
no se movió de su lado. La anciana entraba de cuan­
do en cuando y, de pronto, se detuvo junto al niño.
Luego le habló en quechua al hombre. Este la miró un
instante e inmediatamente le contestó, también en
quechua.
-¿Qué le dijo?
—Ella me dijo —explicó el hombre—. "¿Con qué
corazón soportaré esta ausencia?” Y yo le contesté:
“Con el de tu tierra”.
Algo más le dijo la india, entonces.
—¿Y ahora qué le dijo?

396 —
—Eso ya no puedo decirles —repuso el hombre,
sonriendo, y atrajo hacia sí a Diego.
—Te vas, pero no olvides nunca a tu pueblo, nunca.
Todo el Ecuador, toda la tierra —la Tierra— es la
tierra de las tinajas. ¿Lo has oído? Hay millones de
cocolos todavía.
Los padres del niño se acercaron conmovidos.
—Algo se mueve —dijo el hombre—. Algo. Como
lo ha dicho la María grande: algo está pasando. ..
En los hijos extendemos los brazos .. . Llegaremos.
—Entonces serán hijos...
—Un mundo limpio, con patio para los hijos. Algo,
algo se mueve. ¿No lo creen? Hay una edad feliz en­
terrada en el propio hombre. Asomará algún día.
Llegará en hombros del pueblo, como la tinaja ver­
dadera. ..
—Y a propósito, ¿te lo dije ya? Ha llegado un sabio
para examinarla. Es auténtica.
—Pero claro, si es de Pumapungo. La de hace años
fue igual. Esta tiene el sol más claro, eso es todo.
¿Y saben en qué me encuentro ahora? Pienso en
una versión quechua del Cantar de los Cantares. No
se ha hecho antes, que yo sepa.
—¿Y cómo dirías “seda”, “Rey Salomón", en que­
chua?
—En eso estoy. . .
Y se puso de pie, con entusiasmo.
—¡Sulamita!. . . ¡Inca Salomón!

Diego salió y vió que, ahora sí, había gente en la

— 397
calle. Pasaban hacia arriba, de prisa. Pero no —se di­
jo, ya en la puerta—. Esa gente sube al molino, son de
otro barrio. ¿Cómo me despediré por última vez de
la María grande? Podría hacerle daño.
Por la esquina de abajo asoma un joven. Es alto
y delgado. “¡Es Gerardo! ...¡El hijo!’’ El joven sabe.
Ahora sí podré despedirme. Ella casi no lo notará, con
el verdadero hijo a su lado. Seguramente ha llegado
en el avión de esta mañana. Debo detenerlo. Se morirá
ella si lo ve así, de repente. El no sabe que nadie pue­
de hablarla.. . Pero el joven ha desaparecido. ¿Dónde
entró? ¿Fue él, realmente?.. . Y Diego baja hasta el
sitio en que lo vió el último instante. Allí está otra
vez... ¡Pero no es Gerardo! ¿Y será este el mismo
hombre que vi hace un instante? Esperaré.
Y se paseaba. De pronto, el corazón se le oprimió.
—¡Está agonizando!... ¡Dios mío, está agonizan­
do! —gritaba una tejedora.
—¡Llamen a las vecinas! ¡Ya entró a la agonía la
seño María grande!
La calle se llenó de gente.
—¡Diego!
Varios carros se habían detenido frente a su casa
y las pequeñas lo llamaban.
—¡El avión sale!

Apenas subió al carro, partieron. Cuando volvió la


cebeza ya estaba en otra calle.

398 —
Ahora, el rumor sordo del avión entre las nubes.
—Es como si por un momento se sintiera la rota­
ción de la Tierra - dijo alguien, en el primer descen­
so brusco.
Las niñas palidecieron.
Cuando el avión pasó sobre el último cerro un pe­
queño indio movió los brazos en la cima. En ese mismo
instante quedó lejos.
Diego se abrazó a su madre. Sollozaba.
—¿Tienes miedo?
- -No pude verla. . . ¡Y estaba agonizando!
—¿Ella? ... Ella no muere ... La verás siempre ...
No puede morir nunca.
Ya no se veía sino un mar de nubes y el avión pa­
recía ascender y ascender a cada instante.
Nadie hablaba.
El hombre pegó la frente a los vidrios.

En los hijos extendemos los brazos.


Toda la Tierra es la tierra de las tinajas. Hay millo­
nes de cccolos todavía. . . Pero algo, algo se mueve. . .
Algo está naciendo.

En otra Era fueron los heléchos, ahora los grandes


hongos...
Dicen que los alacranes se suicidan. Que cuando
se los encierra en círculo de fuego levantan la propia
mortal cola y se matan.

— 399
El alacrán caerá de la espalda del planeta. El ala­
crán, no el hombre.

Cuando las nubes se .mueven aparecen los hom­


bres, inclinados a la tierra, y un río enorme avanza,
tranquilo, hacia el océano.
La tierra es negra, arada.
Y ya la gran orilla está a la vista, en codo con el
cielo.
Pero nadie la mira todavía.

400 —
VOCABULARIO

AYAU: AY, (Quechua).


BOCINA: Instrumento de soplo, compuesto de un cuer­
no de buey, al cual va unida una larga caña.
CAÑAMAZO: Exportador de sombreros de paja toquilla.
COCOLO: Quitado el cabello a rape.
CUY: Conejillo de Indias.
CASCARILLA: Corteza de árbol, de la cual se extrae la qui­
nina.
CABRESTILLOS: Ganado vacuno de carga.
CHAGUARQUERO: Florescencia de la penca sobre un tallo ele­
vado y fofo.
CHAGRA: Campesino blanco, rústico, tímido; gente de
mal gusto.
CHONTA: Tallo muy duro de palmera tropical.
CHALAR: Espigar.
CHACHAY: Interjección para quejarse del frío, (Que­
chua).
CHUMADO: Hombre bebido.
CHUMAL: Masa de maíz tierno condimentada que se
la cuece a vapor envuelta en una hoja de
pucón o envoltura del choclo.
CHOCLO: Mazorca de maíz cuando está tierna.
CHAGRILLO: Pétalos de varias flores, entremezclados en
que predomina la flor de retama.

— 401
CHASCA: Instrumento escolar de madera que produce
un ruido suficiente para llamar la atención.
La usan exclusivamente los Hermanos Cris­
tianos.
ENTREGO: Procesión en honra de la imagen del Niño
Dios, con acompañamiento de niños figu­
rantes.
HUANGO: Trenza.
HUACA: Entierro de objetos de los antiguos aboríge­
nes, sobre todo si contiene utensilios de oro.
JIPATO: Atacado de jipatería: enfermedad no bien
estudiada aún del trópico oriental ecuato­
riano.
JICAMA: Tallo subterráneo comestible, de sabor dulce
muy fresco.
KIPA: Concha marina que los indios usan como
cuernos de caza. Es sobre todo para dar
alarma.
LEVA: Saco de buena tela. Se dice por extensión a
personas de clases altas.
LONGO: Mestizo, y también indio cuando es pequeño.
MURUNGO: Color combinado entre blanco y negro, o
violeta y blanco (Quechua.).
MOTE: Maiz cocido que se toma con los alimentos
a manera de pan.
MANA: No (Quechua).
NIÑO: Se emplea también como tratamiento de res­
peto que se da a los patrones de cualquier
edad que sean.
NINACURO: Luciérnaga (Quechua).
ÑAÑO: Hermano (quichuismo).
POLCA: Una especie de blusa para mujer.
PAÑO: Chal de hilo de algodón, rematado en un
tejido de mano que semeja encaje. Termina
en fleco de hilo.
PENITENCIA: Castigo impuesto a los escolares, que con­
siste en tareas de estudio o trabajo corporal.
PENCA: Agave.

402 —
RANGO: hileras de niños de dos en dos.
SAMBO: Cucurbitácea.
SUCO: Rubio.
TUSA: Parte de la mazorca de maíz en la cual se
sostiene los granos.
TINGAR: Verbo que expresa impulsar una bola de
cristal con el pulgar apoyado en el índice,
que se lo asienta en el suelo.
TAMO: Residuo de las hojas de cereales trillados en
la era.
TUNA: Nopal.
TARJA: Vara de madera en que se graba la cuenta
de los dias de trabajo de un peón indio.
VESTIDO Y TRAJE: Falda de tela (hacerse de traje: cambiarse
las polleras de bayeta por falda de tela).
YUNGA: Yunga: Tierra tropical (Quechua).
YUCA: Cazabe, tubérculo tropical.
ZAMARROS: Calzones de cuero de carnero, con todo su
vellón.

— 403
INDICE

PRESENTACION, por Miguel Angel Asturias ................... 7

I
LA TIERRA DE LAS TINAJAS

I La Tinaja ........................................................................ 9
II Que Pueda Haber Tanta Maravilla ............................... 22
III Usted es uno y ellos ....................................................... 37
IV Los Argudo ....................................................................... 49
V Tarjas ................................................................................ 61

II
BARRIO Y MERIDIANOS DEL MUNDO

I El Sombrero de la Virgen ............................................... 81


II Feria .................................................................................. 103
III Ya Vienen con lasCosechas ............................................. 112
IV Milagro .............................................................................. 124
V Cuentos y Zurcidos ...................................................... 133
VI En las Puertas ................................................................. 148

III
EXODO

I Oro ................................................................................... 161


II ...no hubiera Pueblo! ................................................... 173
ÍÍI Caña de Azúcar .................................................................... 186
IV El Angel y la Rueda ......................................................... 197
V Sequía ................................................................................ 209
VI Ultima Noche ................................................................... 216

IV
LAS CASAS EN EL PATIO

I Enero 1’............................................................................. 225


II Campanadas ..................................................................... 237
III Donde se cuenta la Espantable y Jamás Imaginada
Aventura de los Molinos de Viento ............................... 251
IV El Niño que Sigue ........................................................... 269
V Liberación .......................................................................... 275
VI Los Cocolos ....................................................................... 296
VII El Pequeño Don ............................................................... 307

V
EL ALACRAN

I La Ruta ............................................................................ 323


II Aventura .......................................................................... 331
III Ultima Tarja ..................................................................... 340

VI
ALGO SE MUEVE

I El Primer Hombre ........................................................... 349


II Eco .................................................................................... 361
III La Tinaja de losIncas ..................................................... 333
IV El Pajarero ...................................................................... 373
V Sombreros Finos ................................................................ 33^
VI Amanecida .......................................................................... 3I 34
*
VOCABULARIO ....................................................................... 401
LOS HIJOS, de ALFONSO CUESTA Y CUESTA,
se terminó de imprimir el día 6 de Abril de 1983 en
los Talleres Gráficos del Núcleo del Azuay de la Casa
de la Cultura Ecuatoriana “Benjamín Carrión”, sien­
do su Presidente el Ledo. Edmundo J. Maldonado S.
ESTE LIBRO, cuya edición, como un
homenaje a los artesanos de la patria to­
da, en particular, por el sitio que las
tejedoras ocupan en él. por la humani­
dad, comprensión y simpatía con qv.e
Cuesta pintó sus vidas, se logró en coaus­
picio con el Ministerio de Educación y
su Subsecretaría de Cultura, el CIDAP,
la Pontificia Universidad Católica del
Ecuador, Sede en Cuenca y la Casa de
la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del
Azuay; aparece por primera vez en el
Ecuador, luego de haber conocido cua­
tro ediciones internacionales: una en Cu­
ba, luego de ser mencionado en el Con­
curso Casa de las Ameritas, otra en Mos­
cú y dos en Venezuela, una por la Uni­
versidad de Mérida y otra por Monte
Avila, que gentilmente cedió los dere­
chos para ésta.
Cuidar amorosamente de esta primera
edición ecuatoriana de la novela, a cua-,
renta años de su escritura, hubiese sido
mi sueño dorado, pues desde que la leí
hace muy pocos años, me enamoré de ella
para siempre, pero por las mil limita­
ciones cotidianas, sólo he podido hacer­
lo en pa te, y lo he hecho como mi per­
sonal y aumiide tributo al mayor nove­
lista cuencano de las anteriores genera­
ciones, Alfonso Cuesta y Cuesta, el se­
llo de cuya paternidad espiritual, si apa­
reciera en las obras de quienes hemos to-
r mado la posta literaria en el país, debe­
ría llenarnos de orgullo.

JORGE DAVILA VAZQUEZ


CASA DE LA CULTURA ECUATORIANA
“BENJAMIN CARRION”. NUCLEO DEL AZUAY

Con el patrocinio del Ministerio de Educación (Subsecretaría de Cultura)


PÜCE Sede en Cuenca y C1DAP.

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