Los Hijos
Los Hijos
Los Hijos
NOVELA
ALFONSO CUESTA Y CUESTA
LOS HIJOS
NOVELA
CUENCA — ECUADOR
1 9 8 3
IMPRESO EN EL ECUADOR
—7
el barro dulce que el llanto de la madre y de la vida
torna salobre.
En este libro de Alfonso Cuesta y Cuesta está viva la
primigenia América y en esos tinajos litúrgicos, an
tiguos, con cáscara de eternidad se guardan tesoros
que el hombre quiso mantener ocultos.
Nosotros no somos buscadores de oro amonedado, si
no de la emoción que se hace historia, de memorial
que trenza el corazón nativo para cantar la gloria del
barro americano, la sabiduría de los tinajeros y a Al
fonso Cuesta y Cuesta. En este libro único, nos entre
ga los secretos de todas las tinajas que están por
hendirse para que surja el chorro vivo de la sangre
mestiza. Por eso amamos este libro.
8—
1
LA TIERRA DE LAS TINAJAS
i
LA TINAJA
—9
—Bájese, niño Diego, ¿no le da miedo? —dice la
india—. Si se cae se ahoga. La tinaja jala desde aden
tro ...
Grandes burbujas suben hasta los bordes. La luz
las toca y se irisan y estallan, renovándose incesan
temente.
—... ¿Oye? Ya nomás sale una mano y le jala . ..
Como no le obedece, lo toma por la cintura —¡Suél
tese! ¡Cuidado! ¡Está moviéndose!— y lo deja en el
suelo.
—Pero si ya te dicho —explica el niño—. No puede
voltearse porque es de los Incas y está llena.
—¡Loco!
—¿No lo crees?
Va hacia un rincón y vuelve con un viejo libro ¡lus
trado a colores.
—Acércate.
Lleva a la india junto ai fuego y hojea el volumen,
deteniéndose cuando encuentra páginas ¡lustradas:
Un muro. Una alpaca. Un Inca.
—¿Lo ves? —sigue Diego—. Atahualpa . . . Los pó
mulos ... como la tinaja ... Y la silla es de oro. Sigue
hojeando.
—¡Aquí! —dice de pronto—. Mira.
Una tinaja ocre, en bajo relieve, llena la página.
—¡Si hasta puede ser el retrato de la nuestra! —ex
clama.
Y lee al pie del grabado: "Encontrada en Yungui-
lla. Tomebamba”.
—Es decir —continúa— aquí, a un paso. Están bajo
la tierra . .. ¿Comprendes? Junto a un Inca y a un mon
tón de oro .. .
10 —
—Usted no; —interrumpe ¡a anciana— lea el libro
para creerle.
"Estas tinajas —lee el niño— tienen la virtud de
irse incorporando a medida que un líquido las colma,
hasta quedar, de llenas, verticales”.
Cierra el libro.
—¿Lo has oído? —añade, triunfante—. Luego, esta
no puede caerse porque está llena y es de las mis
mas. ¡Ayúdame!
Intenta retirar las piedras que rodean la base del
recipiente.
—¡Cuidado!
—Yo respondo ... Y así podremos verle al sol. Es
tá tras la pared. Aquí.
En vano pretende introducir la mano entre la ti
naja y el muro.
—¡Mala suerte! —exclama—. Veríamos maravi
llas.
¿Quiéres? Es de los Incas.
La india calla, indecisa. Su sombra sube hasta las
telarañas del tumbado levemente iluminadas, baja,
sesga a merced de las llamas.
—Las piedras son muy pesadas —dice por fin.
—Para los dos no ... pero bueno ... esperaré ...
mañana ... Papá no cree y unas veces dice sí y otras
no. ¡Si él creyera! ... Algún día ...
Va y viene, de la hoguera a la india, entre las ti
najas. Se detiene junto a la del otro extremo, grande
también, pero nueva, ordinaria.
—¡Qué diferencia! ¿Oyes? —y la golpea con los
nudillos—. ¡Comprada en la plaza!
La deja, con desprecio.
— 11
—Ya me acuerdo, —dice la india— cuando la ti
naja estaba en el patio no tenía ningún sol.
—Estaría medio borrado, cubierto de polvo ... Tú
no sabes ... no sabes.
Y trata de aclarar en su memoria la imagen de la
tinaja —¿cómo era?— cuando ésta adornaba el patio
de la casa. En tanto, sube a la puerta. Un ancho haz
de luz llega al subterráneo cuando la abre. Afuera, el
traspatio está con sol. Una gallina bebe agua en una
tiesta ... y el día se va levantando.
—¿Cómo era?—. Los pasadizos están desiertos.
En el patio principal, dos niñas juegan. El patio es co
lonial, grande y enladrillado, con macetas en los bor
des. Una blanca X de planchas de mármol, sin puli
mentar, une sus cuatro esquinas. En la que queda ha
cia la puerta de calle está la huella de la tinaja. Ya
Diego está junto a ella, en cuclillas, con las rodillas
blancas en las roturas de las medias.
—¡Vengan! —grita.
Las niñas —son sus hermanas— se acercan. Cen
tenares de hormigas se mueven en el hoyo, que se
meja la huella de un huevo gigantesco, y salen en lar
ga hilera por el corredor que da a la calle, entre los
adornos de incrustaciones de hueso.
—¡La fila llega hasta la calle! —dice una de las
niñas.
Y la siguen, atentos, inclinados.
En la casa de enfrente se alza, perenne, el ruido
rítmico del maceteo de los sombreros de paja. Obre
ros con los overoles manchados de polvo de azufre se
cruzan, afanosos.
Los niños llegan hasta la calle. En la esquina cer
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cana grupos de cholas con los hijos tiernos a las es
paldas tienden al sol haces de paja. Otras tejen en
el umbral de las tiendas. De repente se alborotan.
Un obrero ensangrentado asoma corriendo, por la es
quina, con el overol en tiras. Duda un instante, sin
saber qué calle tomar y sigue velozmente por la de
los niños. Estos se ocultan tras la puerta, pero el hom
bre entra en la casa.
—¡Escóndanme! —ruega, y da vueltas por el pa
tio—. ¡Escóndanme!
Desaparece, al fin, en un cuarto abierto.
Ya la puerta de calle está llena de curiosos. Algu
nas cholas llegan hasta el patio y calman a los niños:
—No es nada, no es nada ...
—¡Un hombre herido!
—¿Y qué se hizo?
Los niños señalan el cuarto donde ha entrado el
hombre, pero nadie se atreve a buscarlo. Se oyen vo
ces en la calle, y, a poco, el dueño de casa entra pre
cipitadamente.
—¿Qué sucede?
Va hacia el cuarto que le indican.
—¡Pérez! —exclama ante el refugiado—. ¿Qué ha
hecho?
El herido tiembla de pies a cabeza.
—La desgracia —dice— la desgracia . . . Después,
doctor... ¡Ahora, escóndame!
Y mira hacia los rincones. Tendrá treinta años pe
ro el polvo de azufre reunido en sus cabellos y en sus
cejas, le da apariencia de anciano. Un hilo de sangre
está a punto de cegarlo.
El dueño de casa duda.
— 13
_ ¿Pero dónde? - dice, por fin, como si recorda
se algo—. ¡Imposible! ¡Y usted no puede perder
tiempo!
Es tan terminante su tono que el hombre se pre
cipita, sin insistir, hacia la calle.
Las tejedoras lo ayudan:
—¡Corra! ¡Corra! ¡Por el molino váyase!
Y cuando desaparece el herido, se retiran, en gru
po. Son tejedoras de sombreros de paja toquilla.
Mientras caminan tejen y hablan animadamente.
De cuando en cuando echan sus largas trenzas a
la espalda.
—¡Hele!
—¿Y la seño María chica? ¿Ya sabe?
—No llega todavía . .. ¡Pobre! ¡Con siete hijos!
—Siete bocas, diga.
•A' W
14 —
—¿Pero el verdadero campo? —preguntó—. ¿Sin
casas?
—¡Figúrate! ... ¡La tierra de las tinajas!
—¿Y cómo es? ¿Cuándo?
—Mañana madrugaremos. Y no preguntes más.
Dile a tu mamá que te prepare la ropa y que le ponga
un cordón a tu sombrero de paja, porque de otra ma
nera el viento se te lo llevaría.
Lo empujó luego suavemente y le miró alejarse.
Después, se dirigió al estante, alcanzó un empol
vado código y lo abrió sobre la mesa.
-x-
15
—Por nada, pero no lo cuentes.
Y se fue hacia el subterráneo. Conté solamente
—pensó Diego— que nos íbamos, pero no dije “Ar
gudo”. ¿Para qué nos ¡remos? ¡Los Argudo! ...
¡La tierra de las tinajas! . ..
Y se acercó a la huella de la suya. Estaba oscura,
por la proximidad de la noche. Además, ya estaban
llamándolo desde el comedor. No volveré —pensó—
a preguntarle a papá, porque él cree unas veces y
otras no que la tinaja haya sido de los Incas. Tampoco
podré hablar de la tierra de las tinajas en la mesa por
que allí estarán mis hermanas.
Y se dirigió al comedor, tan distraído, que por po
co no derrumba una maceta.
—¿Puedo irme a Santo Domingo? —preguntó
cuando se levantaron de la mesa—. Hoy sueltan glo
bos.
El padre lo miró con extrañeza. ¿Cómo piensas en
eso? —le dijo, sin dejarse oír por las niñas—. Tene
mos que levantarnos a las cuatro de la mañana .. .
¡Acuéstate en seguida!
Subían ya los primeros globos sobre los tejados.
Diego los miraba mientras se desvestía. Desde su le
cho podía ver gran parte del cielo. Podía ver también
la huella de la tinaja en el patio. Se acostó pues y
estuvo largo rato junto a los vidrios. Al fin cerró los
ojos y trató, en vano, de dormirse: ¿Tenía sol la tina
ja? ¿Era de los Incas? Mañana podía traerse una, con
sol o sin él, y así podría la otra retornar a su sitio.
Porque, eso sí, antes estaba allí, ligeramente inclina
da. Eso no podía olvidarlo: Una tarde pasó por la calle
una india haraposa. “¡He perdido a mi niño!” —gri
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taba—. “¡Estaba yo lavando y me lo robaron!” Pero
no: la india que decía esto era loca y ese detalle se lo
refirieron. La que entró aquel día lejano tenía rapada
la cabeza y era terriblemente flaca. Asomó por la esqui
na y la gente cerraba las puertas a su paso. Cuando
entró a la casa se apegó a la boca de la tinaja y no
había agua. ¿Había agua? Para permanecer vertical
necesitaba estar llena. ¡Cuánto tiempo desde enton
ces! Por esa época su padre salía de casa muy de
mañana y regresaba a las doce. Pero un día, sin estar
enfermo, se quedó en cama. Y desde entonces salía
a cualquier hora, preocupado. Por fin, no volvió a sa
lir más. Ahora Diego sabía que fue porque perdió su
empleo. La hermana mayor salió de la escuela de las
monjas y entró en otra, fiscal, que era gratuita. Los
cuartos crecían al quedarse sin muebles. Volvíanse
claros y sonoros. Una tarde él jugaba, ya descalzo,
en uno de ellos, cuando entró su padre, sin verlo y
descolgó un espejo. Sin duda divisó al niño en la luna,
porque volvió la cabeza súbitamente, con el espejo
en los brazos.
—¿Qué haces? —le dijo, turbado.
Tenía la barba crecida, y sobre su cabeza, en la
pared —Diego la ve ahora clara, amarilla— la huella
del espejo.
—¿Por qué no vas al patio? —siguió.
Y, juntos, salieron. Allí estaba la tinaja pura y alta
y sin embargo tan próxima a lo que iba a sucederle.
El hombre sopló sobre el dorso del espejo y una nu
be de polvo y de polillas se doró al sol. Una revoloteó
en torno a la tinaja. El niño la siguió, saltando y, de
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repente, lanzó un grito y se tendió sobre las piedras.
Un feroz vidrio de botella brillaba en su pequeño pie
desnudo. La sangre enrojeció las piedras y las manos
del padre.
No pasaron dos días de esto —durante ellos sus
padres hablaron de cosas misteriosas— cuando llegó
una vieja india que examinó la tinaja en silencio y lue
go movió la cabeza, afirmativamente. Después, por la
noche, asomaron unos hombres con extraños fardos
y desaparecieron con todo eso y la tinaja en el sub
terráneo. Comenzaron, entonces, días y noches del
más denso misterio que Diego en vano inquiría. Sólo
sabía que la tinaja era la causa de todo. Grandes lla
maradas rayaban las puertas del subterráneo para él
prohibido. La anciana india casi no salía y sus padres
mismos se acostaban muy tarde, fatigados. ¿Qué ha
cían? Una noche lo supo: De repente, muy tarde ya,
oyó tropel de bestias junto a su casa. La madre, que
se había acostado vestida, se levantó precipitada
mente y abrió las puertas de la calle. Los jinetes en
traron. Eran el padre y un amigo. Desde su cuarto,
oculto tras la cortina, el niño los miraba.
—¿Cómo les fue? —preguntó la mujer.
—Todo arreglado —le contestaron.
—¡Qué bueno! Vengan, les tengo todo listo.
Y, en grupo, se alejaron. La india amarró los ca
bestros de los caballos a los pilares y desapareció.
Las luces del comedor se encendieron. Los caba
llos brillaban bajo la luna. Diego no pudo esperar más.
Salió, atravesó el patio en silencio y pegó el rostro
a los vidrios. Allí estaban los recién llegados, en tor
no a la mesa servida.
18 —
—Merece la pena —decía el amigo en ese instante.
Y los dos hombres levantaron las copas. ¡Qué blan
cas eran las sienes del amigo!
—Voy a guardarlo —dijo el padre y alzó el cintu
rón lleno de balas, con el revólver péndulo, negroa-
zulado. Menos mal que está intacto —siguió— y en
tró al cuarto contiguo.
—Su marido se bate con la vida; es todo un hom
bre —le dijo el amigo a la señora. (Desde entonces,
él, Diego, de eso de batirse con la vida tenía un oscu
ro concepto). Los caballos tascaban los frenos, con
los cuellos brillantes todavía y los hocicos espumo
sos. Diego limpió el vidrio húmedo de vaho y la ima
gen de su madre apareció nítida. ¡Era tan joven y bo
nita!
De repente, uno de los caballos derrumbó un ma
cetero y se encabritó. El niño trató de huir, mientras
las puertas se abrían.
—¿Qué haces aquí?
— 19
bajar como todo un hombre. No ejercía la profesión,
sino rarísima vez, porque había mil abogados. Hacía,
pues, licor de contrabando. Eso no era malo porque la
prohibición era injusta: había quitado el pan a mu
cha gente que ahora no sabía qué hacerse y cuyos hi
jos se lastimaban los pies en los vidrios.
Fue una noche hermosa.
Luego, el tremendo secreto, la escuela, los cuen
tos de la anciana india junto a la hoguera. Y ahora ...
Nuevamente trata de dormirse. Hace rato se acosta
ron todos. El cielo está lleno de luces, y los globos,
algunos, han subido tan alto que están como fijos en
el cielo.
Un gallo canta en la casa. Se oye claramente el
batir de sus alas. Otro más lejano le contesta, y luego
otro, lejanísimo, sin duda de otra manzana, y cuando
no se extingue aún su eco, apenas perceptible, ya el
de la casa bate otra vez las alas. De pronto, el niño
se incorpora, aterrorizado. Por el tejado se desliza al
guien.
—¡El hombre herido! —piensa, a punto de dar gri
tos; pero se domina. Sólo su corazón golpea todavía.
Ahora ve con claridad: un globo ha caído en el techo.
Está apagado y, por momentos, avanza con el viento,
como a tientas. Luego se alza, y cuando comienza a
descender sube otra vez y se apega al canal y gira so
bre sí mismo. Por fin se detiene. Diego se apoya so
bre el codo y lo mira. Por última vez —se dice— y
procura olvidarlo, pero se ha excitado más aún. El
murmullo del torrente vecino llega hasta sus oídos
lúgubremente. Suenan pasos distantes que se van
acercando. Luego golpes de puertas, voces. Nueva
20 —
mente un largo silencio y otra vez lo mismo: pasos,
golpes de puertas, voces. Ahora, gritos. ¿Qué suce
de? Se incorpora en el lecho y escucha atentamente.
Sus padres hablan en el cuarto vecino.
—¡Un perseguido se ha refugiado en esta casa!
—oyen, a lo lejos—. ¡Tenemos orden de allanamiento!
Las voces y el murmullo del agua llegan más cla
ramente a los oídos del niño. Sin duda sus padres han
abierto la ventana.
Salta del lecho.
—¡Acuéstate!
Pasa junto a él su padre, hacia la calle. Poco des
pués, la madre, angustiada, va en busca de la india
y ambas pasan al otro patio. Seguramente bajarán al
subterráneo.
Transcurren largos minutos. Sólo las niñas duer
men. Por fin el hombre regresa y pasa derechamente
al subterráneo. Luego vuelven todos. Ya están tran
quilos.
—¿Nos descubrirán? —pregunta el niño—. ¿Lo
encontraron?
—No, no, ya pasó todo. ¿Sigues despierto? Fal
tan solamente cuatro horas... ¡La tierra de las tina
jas!. . .
— 21
II
22 —
puesto, hacia la selva. Las grandes tablas cubren las
costillas de las bestias, como alones.
—Caña sí hay bastante.
—Eso en el valle nomás, porque el río es grande.
Río chico camino parece, echando polvo.
—Año de hambre viene.
Y nuevamente se alzan los silbidos y el grupo se
abre en hileras. Los que regresan se pierden en los
cañaverales. Lejos, estrechando el valle, se alzan las
lomas amarillas. Bajan las quebradas sin agua, como
chaquiñanes. Sobre sus cauces los puentes han que
dados sin objeto, con los arcos chupados como las ba
rrigas de los caballos.
* * *
— 23
guey, viéndolos por entre las hojas. Su hermano la se
ñala con el índice.
—Toma para que esperes —le dice el indio.
Y le da unos granos de maíz que ella recibe, ahue
cando las manos. Lleva una pollerita roja y le han pei
nado con goma de calabaza, tan apretadamente, que
el pequeño huango se le alza.
—Sentadita estaráste, sin moverte —le dice el
padre— y avanza hacia las puertas del convento, con
el niño. Junto a ellas se detiene; limpia con una es
quina del poncho la cara del hijo, hasta enrojecerla.
—¡Tatay! —exclama—. Así que ha de quererte
taita cura. ¡Cara sucia!
El patio principal está repleto de priostes, indios
e indias con gallos para obsequio bajo el brazo. Repi
can las campanas.
—No han de poder ahora hablarle: a misa va —di
ce el sacristán.
Llega más gente al callejón del convento. En la
plaza se anuncia, sonora, destemplada, la banda de _
música. Quince mestizos y dos indios la forman. Los
indios son el del bombo y un niño que chifla los pla
tillos. El sol se abre en los bajos mellados y con gotas
de sangre ennegrecida: salpicaduras de la cancha
de gallos.
El cura baja las escaleras, repartiendo bendicio
nes.
—Ahora no —les dice a los que quieren hablarle—.
Después de la última misa lo que quiera.
Un gallo de pelea picotea la traba, canta, da sal
tos locos. Bajo los brazos de los priostes se alboro
tan espuelas, crestas rojas, y cuellos vibrantes suben
24 —
hasta los hombros de los dueños respondiendo al
canto.
El cura entra en la sacristía.
—No le muestren los gallos, al pollo de taita cura
—grita el sacristán—. ¡Va a quebrarse! ¡Esperen en
la plaza!
Suena el melodio adentro y los priostes abando
nan el convento.
El indio vuelve a la cerca rota y se dirige a las afue
ras del pueblo, con sus hijos, evitando encuentros.
—Esconderemos en chacra hasta que acabe misa
—les dice—. Gente de la hacienda ha venido.
-X- * *
— 25
Un rojo. Se abren dos abanicos en sus cuellos. Pican
la tierra. Saltan. .. Apuestas, griterío. Se ven caras
y ponchos hasta en el tejado. Allí están los de la ban
da —enredadera de cornetas— en las vigas. Han per
dido un buen puesto a causa de la misa.
Cae una corneta amarilla y los gallos se espantan.
Los galleros insultan al músico y calman a los comba
tientes. De repente, todos los espectadores se quitan
los sombreros ... Por la plaza asoma el cura, a caba
llo, cubierto de ornamentos. Le siguen, a pie, un mu
chacho y cuatro indios llorosos, con grandes velones
apagados. Alguien se muere, arriba, en las lomas. A
cada paso el chico toca la campanilla. Pasan junto a
la cancha. El cura aprieta las riendas y se para sobre
los estribos. Alcanza a ver un asalto, dos y sigue su ca
mino; pero al voltear la esquina llama a un indio y le
susurra al oído:
—Dile al Teniente —allí está con poncho café, a
la entradita— que apuesto cinco reales al gris.
26 —
ni en Cuenca. Por un sombrero un sucre dizque ofre
cen.
Y no obstante, en las faldas del Allcuquiru resue
na el hacha y crece un río de bestias flacas y agobia
das de tablas, rumbo a los pueblos grandes.
El cura cobra en cedro las misas.
—No hay plata, taitito . ..
—¡Hasta cuándo! ¡No voy a comer tablas! ¡Pero
dejen, amontonen!
Y el convento y la casa del Teniente Político hue
len a cedro milenario.
Sobre el balcón del párroco una lora se guarda en
el buche la semana y la devuelve, resumida:
—¡Andrea! ¡Voy a la gallineta! ¡Ora pro nobis! ¡No
hay maíz! ¡No quiero tablas! Año de hambre viene ...
¡Arre!
Y finge conducir una gran recua.
— 27
iBajó el cocolo. (1) Era del tamaño de Pablo.
—¿Comprado sois? —le preguntó el indio.
—¿Comprado, dices?
—Sí... ¿En cuánto te compró taita cura?
—Si yo no soy comprado, soy de Cuenca. Acaso
soy pues gallo a que me vendan!
Y se volvió a la escalera. Desde allí le mostraba
la lengua al otro muchacho.
—¡Asunción! ¡La lora está sin agua! —dijo alguien
desde arriba.
—Ya voy, buscándole están, taita curita.
—Que suban.
Por entre las barandas de la escalera asomó una
vez más la cabeza pelada.
—¡Que suban, dice!
Sombrero en mano, tímidos, subieron.
—Ya qué será pues, qué será —dijo el cura viendo
llorar al niño.
El indio quiso arrodillarse.
No, no; entren —continuó el religioso.
Masticaba todavía. El cocolo, curioso, les observa
ba desde la escalera.
Cuando entraron, se fue donde la lora, con una
tiesta llena de agua.
—¡Ora pro nobis! —exclamó la lora, al verlo.
—¡Lora beata, no hables tonteras, ven te enseño!
Y se llegó a su oído:
—Carajo, di: ¡Ca-ra-jo!
La lora alzó la pata, muda.
28 —
—¡Ca-ra-jo! —siguió el cocolo, y repitió, en vano,
la palabra, muchas veces.
—¡Lora muda! —e iba ya a desistir de su empeño,
cuando el pajarraco aprendió, verde y estentóreo,
arrastrando las rrrr.
—¡Bruta!
Se lanzó sobre ella, tapándole el pico, pero perdió
la lora el equilibrio y cayó a la plaza. Allí se esponjó
y comenzó a carajear, furiosa.
De cuatro saltos el muchacho bajó y la aprisionó.
Subió en seguida, apretándole el cuello y con la boca
pegada al oído:
—Di Ora pro nobis, linda —le decía—. ¡Ora pro
nobis, quincincelis!
—¡Asunción!
Se le cayó la lora de las manos.
—¡Asunción! —volvió a gritar el cura desde aden
tro.
—Ya voy...
—Este es, —dijo el sacerdote, al verlo en la puer
ta, dirigiéndose, al indio—. ¡Acércate! Por este —si
guió cogiéndole del brazo— di treinta sucres, pero
¡qué diferencia!
Y lo dejó junto al niño indio. Reía el cocolo, sin
tiéndose salvado y acentuaba más todavía el con
traste.
—El, cá, bien comido pues, taitito —balbuceó el
indio.
—No, no; si así era, así lo conocí! Y es tan vivo
que hasta me ayuda misa.
—Así ha de ser, taitito.
—Anímate.
29
—Ya treinta da; pena también has de hacer cuenta.
—No, no, los veinticinco y ni un centavo más.
—Treinta necesito, después devolveré más que
sea los cinco.
—Lo dicho, dicho y ... ¡No seas ignorante!; Si el
longo no es tonto lo meteré en la escuela. Ve, Asun
ción, llámale a don Arco.
Salió el criado disparado, en busca del juez.
—Con documentos haremos —siguió el cura—.
¿Cómo se llama?
—Pablo Yaulli —y, sacudiéndole al chico: Avisa
vos, mudo pareces.
—Pablo, repitió el niño, escondiéndose tras el pa
dre. Se rascaba la cabeza a cada instante.
—Ya verás, ya verás cómo se civiliza. Por los pio
jos también está así... Cocolo ha de ser otro.
Regresó el sirviente.
—El juez se ha ido —exclamó—. Temprano ha pa
sado el señor Argudo de la hacienda, llevándole.
Se han ¡do a buscar huacas con un brujo.
—¿Huacas?
—Sí, huacas. La hermana dice.
—Bueno pues, habrá que esperar —dijo el cura,
dirigiéndose al indio. Este había palidecido y miraba
hacia la plaza a cada instante.
—¿Qué te sucede?
—Pena, taitito. —Y luego, apresurado:
-En veinte te daré si das ya mismo.
—¿Sin documento?
—Apuro es, taitito.
—Algo tienes vos con el juez ... ¿Será tuyo el
chico?
30 —
—Vaya taita amito, ¿de quién ha de ser? Igualito
a mi está. ¿No ves la cara?
—Bueno, bueno, toma. Ya habrá tiempo de averi
guarlo.
Y sacó una gorda cartera de la sotana. Separó cua
tro billetes de a cinco.
—¡y qué harás con tanta plata?
—Fuuuuu, taita curita ... Hasta una misita he de
pagar.
—Entonces ... Deja algo adelantado.
—¡No aura!
—No, no ... ¡Ahora! Así ofrecen ustedes y no cum
plen.
Y guardando uno de los billetes, sacó cuatro mo
nedas de a sucre.
—Uno me dejas . . .
El indio duda. Tiene terror de ver asomar a alguien
en la plaza, pero no se resigna a dejarse arrancar el
dinero. La voz concluyente del cura le decide:
—Y ándate, ándate —exclama, entregándole los
diecinueve sucres—. Tengo mucho que hacer hoy.
Iba a salir el indio, evitando ver a su hijo, cuando
éste, llorando, se le abrazó a una pierna. El padre lo
alzó hasta su rostro:
—Calla —le dijo—. ¡Si todos los días he de estar
viniendo!
Y luego, sin que le oiga el cura:
—Aquí barriga llena, tontito; quesillos, ¡harto mo
te!
Y se fue. El llanto, agudo, le siguió hasta la plaza,
hasta el campo, como un niño.
31
* * -X-
32 —
no les conocen .. . Quien no les conoce que les com
pre! —añade, jactancioso—. Las carreteras —sigue—
eso tienen de malo: les pagan a los indios más de lo
que necesitan y las haciendas se quedan sin brazos.
Siempre con las riendas en la mano se sienta en
una roca y se arregla las espuelas. Hace girar las ro
dajas roncadoras con la palma de la mano y otra vez
se levanta, impaciente. Lleva poncho de hilo y som
brero de fieltro en cuyo cintillo la grasa alza sus dedos.
De pronto un ruido estruendoso alborota al grupo.
Llega el eco entre las breñas, como un río, encabri-
tando a los caballos. Los hombres se abalanzan a las
bridas o corren camino adentro, hacia la luz.
—¡Medio cerro ha caído!
Veían ya el lugar de la escena. El sol bajaba aho
ra hasta el último resquicio. El cielo había cambiado
de forma y se tendía, azuky blanco, entre los bordes
nuevos.
Más gente y caballos sin carga, que se habían reu
nido al lado opuesto, iban llegando, en grupos:
—¡Hasta la cueva ha volado! —decía el capataz,
orgulloso, paseándose entre las piedras rotas.
Aludía a una caverna legendaria, refugio de temi
bles salteadores.
Los grupos se mezclaron con los jornaleros. De
pronto el chagra de las espuelas se dirigió hacia un
hombre de los del otro lado, que venía a caballo, con
un niño. Eran Diego y su padre.
—¡Doctor, muy buenas tardes! ¿A dónde bueno?
—exclamó el chagra.
—Donde el señor Argudo —contestó el aludido—.
¿Trabaja usted con él todavía?
33
—Como siempre. Espérese, tendré el honor de a-
compañarles. Hablo con el sobrestante y vuelvo. Es
péreme en el puente. —Y se alejó.
Diego iba sobre un poncho doblado, casi en el cue
llo del caballo y paseaba sus ojos asombrados por el
lugar de la escena.
—¡Viene el río! —gritó alguien.
Las rocas desprendidas habían amurallado el cauce.
El agua subía por instantes, silenciosa, y de pronto
—ya todas corrían en desorden— saltó otra vez ha
cia el abismo, en catarata.
El niño daba gritos, vuelto hacia su padre.
—Pasó ya todo ¿no ves? —dijo éste, aún muy pá
lido—-. Mira, mira.
Al borde de las rocas, con el oído atento, los hom
bres sacaban los cuerpos hasta el pecho.
—¡Bajémonos! —Dijo Diego.
—No tanto, no tanto, así no más —repuso el pa
dre— y palpó el costado del niño.
—Todavía ... —dijo sonriendo.
* * *
34 —
—Desde sus fuentes puede verse el Océano Pa
cífico —explica el hombre.
35
dicado a sacar tablas, están desesperados —explica
el chagra.
Se oye un tropel de cascos en el puente y poco
después avanzan, gritando, unos borrachos. La san
gre exaltada de los ebrios revienta en los ¡jares de
las bestias, lanzadas al galope en subida. Los arrieros
gritan:
—¡Ladooo! ¡Ladoooo!
Hileras de bestias, flacas como insectos, arras
trando las alas, obedecen.
—¡Tablas! ¡Tablas! ¡Tablas! —dice el chagra—.
¡Año de hambre viene!
—Buenas tardes de Dios.
—¡Ladoooo!
El niño tiembla, aferrado a las crines, no de ho
rror, pues es más fuerte en él la impresión de la tie
rra que ve por vez primera, grande y desnuda.
Ahora asoma otro río.
Los cañaverales chupan la luz y ya las aguas se
pierden en las sombras.
Sólo en algunas lomas se ven recuas de sol, rum
bo a los cerros altos.
—¡Arreee!
El “gran viento” pone a prueba el cordón ceñido
por la madre bajo el mentón delicado. Viene volando
-—piensa el niño, con la pequeña mano sobre la copa
del sombrero—. Viene volando, desde la tierra de las
tinajas. ¡Que pueda haber tanta maravilla!
36 —
III
USTED ES UNO Y ELLOS ...
— 37
—Zapatitos he de ponerle, zarcillos, ¿Cómo se lla
ma?
—Ni para qué he de avisar, no mismo quiero.
—Vaya. .. ¡Cuarenta de doy!
—No, no. Y no le hagas llorar... el hermanito ha
de oirle.
Y acallando a la niña la tomó en sus brazos y se
alejó, resuelto.
—Piénsalo bien —seguía el cura—. Mal año vie
ne. Aquí nada ha de faltarle.
El indio no se volvía.
—¡Año de hambre viene! —oyó aún, al voltear
la última esquina. Pero no se detuvo, y ya lejos, libre,
habló en quechua con su hija.
Iban ahora por el antiguo cauce de un arroyo, ha
cia el río. Cuando llegaron junto al puente, salieron
al camino grande. Indios con bueyes y caballos des
cargados transitaban. Los bueyes se agrupaban en
los umbrales del estrecho puente, recelosos, y sólo
cuando los dueños con sus gritos y los brazos abier
tos les impedían regresarse, bajaban la cabeza y
avanzaban, mugiendo, entre las mal unidas tablas.
Ya en el centro, trotaban, apagando el bramido del
agua.
Cuando el último grupo estuvo lejos, avanzó el
indio con la niña de la mano. La niña corría entre los
pasos largos del hombre, respirando apenas, pues
nunca estuvo antes en un puente y temblaba, sin vol
tear la cabeza, mientras el ruido y las olas entrevis
tas le estrujaban las pequeñas entrañas. Una gran
cruz se alzaba al otro extremo y velas encendidas
parpadeaban en su pecho de piedra cavado en forma
38 —
de nicho. Más allá, una india lloraba ante una estatua
de San Marcos, que tenía un pequeño toro de palo a
sus plantas, lleno todo él de copos de lana y cerdas
de diversos colores. La mujer alzó la voz, ante el in
dio, cantando mientras lloraba y, como era muy ínti
mo y sentido lo que tenía que expresar, cantó en
quechua. Yaulli la escuchó atentamente y vio así des
plegarse todo el drama ante sus ojos: la vaca había
quedado amarrada a la salida del pueblo. Era muy
gorda a pesar de la sequía y grandes nubes blancas
se esparcían en su vientre. Daba mucha leche y era
dócil como pocas. De pequeñita, cuando la amorda
zaban, no insistía y se estaba quieta junto a la madre
de la que era una copia en pequeño. Cuando la deste
taron la llevaron al hato y vino después alta, nerviosa,
con dos hermosos cuernos crecientes, ligeramente
enarcados.
El hombre oía conmovido y cuando el canto cesó
rompiéndose en sollozos, se acercó a la india, soli
dario:
—Amarre, amarre —le dijo— bien apretadito de
je. Seguro es.
La india ordenaba unas hebras de pelo de vaca en
la mano. Eran blancas y negras como las de la perdi
da; robada no: el indio así lo aseguraba:
—Amarre, amarre, rumiando ha de estar en un
atajo, esperándole.
Muy cuidadosamente, sin abrirlas, la india bajó las
otras cerdas hasta la uña del toro de palo y en el lim
pio tobillo ató las de su vaca.
La niña había escuchado atentamente el diálogo
39
y de repente sus ojos se agrandaron y se quedaron
fijos sobre el pequeño toro de madera.
Manuel Yaulli dijo algunas palabras más de espe
ranza y de consuelo, también en su hermosa lengua,
y echó a andar cuesta arriba, con su hija.
De trecho en trecho ebrios dormidos junto a las
pencas, con moscas en el rostro, y sol, sol, hasta don
de las últimas matas de paja se arrimaban al cielo.
El viento, cambiante, traía, entre el murmullo del agua,
parte de la historia otra vez comenzada:
“A la salida del pueblo”... “Amo Argudo” ... ¿Qué
decía del amo? El indio se detuvo y escuchó atenta
mente: nada, que el señor había exclamado: “De pin
tura parece tu vaca”, al verla en el cerro. Siguió pues,
su camino y como la cuesta crecía a cada curva, a-
marcó a la niña y la echó a sus espaldas. Una choza,
pero aún apenas del tamaño de un poncho asomó en
la más alta ladera con un manojo de humo en su vér
tice.
—Esa es la casa, allá nos vamos —dijo el indio a
la niña, levantándola con un golpe de cuerpo casi has
ta los hombros.
—A-á.
En el límite de la paja, sobre una mancha roja de
tierra, aparecieron cuatro jinetes. Desfilaron en zig
zag por la tierra pelada y se perdieron. Yaulli los vio
y se detuvo. Cuando asomaron otra vez, más cerca
ya, torció su rumbo.
Bajaban en silencio entre las quiebras, a caballo.
Delante, el amo, preocupado; detrás el juez, un peón
joven con lampas al hombro y el brujo, abrazado a su
40 —
cintura, en la grupa del potro. Al brujo, pequeñito,
encorvado, no se le veía el rostro.
—Mire, mire la hacienda ... ¡Qué vista! —dijo el
juez, dirigiéndose al hacendado, y extendió su brazo
hacia el valle. La casa de los Argudo, grande a pesar
de la distancia, aparecía al fondo, entre los cañave
rales, junto a un río de mapa.
El aludido no contestó.
—¿Le pasa algo? ... Cuidado ... Si quiere, des
cansemos —siguió el hombre, taloneando a su caba
llo hasta acercarlo al del joven.
—Nada ... De una vez en el pueblo —dijo éste—.
Muy pálido está —insistió el juez, mientras clavaba
al brujo una mirada acusadora. Este no se inquietó
por eso: ya había dicho arriba, sencillamente, después
de la inútil búsqueda:
—No importa, todo queda aquí mismo. Ahora no
ha querido, otra vez será.
Entraron en un sendero encajonado entre altas
cercas de piedra. En cada portillo el pueblo aparecía,
más y más cerca. Se oía ya el canto de los gallos.
—En el puente le dejas al viejo —ordenó el joven,
al indio de las lampas.
La orden fue cumplida poco después. Todavía ge
mía la india de la vaca. Al verle a! brujo corrió a su
encuentro y le ayudó a desmontarse. Cuando sona
ron los cascos de los caballos en el puente ya lo te
nía ante el toro de madera.
41
de un momento a otro, debía asomar Argudo. De ir
—pensaba— a esos cerros, enfermo, en busca de hua-
cas —y esta es la tercera vez— a la hipoteca, hay un
paso ...
Por fin los jinetes entraron a la plaza. El cura cerró
el breviario y fue a su encuentro, eufórico.
Argudo desmontó de mala gana, ante la exigencia
del párroco.
—Así que buscando huacas . . . ¿no? —comenzó
éste.
—¿Quién se lo dijo?
—Todo se sabe ... ¿Y qué hay de malo? Aunque
ustedes ... ¡Argudos! Déjennos los entierros a noso
tros . .. Ustedes tienen la tierra, la gran huaca.
E irían con brujo ¿no? Con brujo y todo . . . ¡Vaya!
Ya le he amonestado a ese indio y no me hace ca
so. Esto es en todas partes: en mi antiguo curato era
lo mismo. En todo pueblo hay un brujo y un mudo. Y...
—Pero conste —interrumpió el joven— que no es
que yo crea en brujerías, sino que, realmente, estos
cerros son muy ricos en entierros incásicos.
Algo iba a añadir, pero el cura estaba incontenible:
—No niego —siguió— que haya tesoros escon
didos.
Recuerde usted la historia: venían los incas por la
cordillera, llevando una cadena de oro larga como una
calle. Recibieron la noticia de la muerte de Atahual-
pa, y . . . ¿dónde escondieron la cadena?
Abrió la puerta de la sala y se excusó, de pronto,
con aire de misterio. —Tienen que esperarme un se
gundo —dijo—. Entren ...
Argudo y el juez entraron y esperaron de pie.
42 —
Una mesa redonda de mármol había en el centro
de la sala y junto a las paredes grandes armarios, unos
con libros y otros con cacharros de barro y pájaros
disecados. Largas bodoqueras de jíbaro y algunas lan
zas arrimadas a los ángulos, recordaban también la
cercanía de las selvas orientales. Por fin, un sofá ro
jo, sillas de mimbre y profusión de cuadros religosos.
No lo era solamente uno, enmarcado de conchas ma
rinas, que representaba un canal de Venecia con lar
gos gondoleros y una discreta pareja bajo el toldo.
“Cuando venga la luz eléctrica pondré un foco detrás
y estarán como vivos" —solía decir el párroco que lo
tenía en gran estima, pues era tejido a mano por una
hermana suya.
Argudo sonreía ante el cuadro cuando volvió el
cura. Tenía las manos juntas, ahuecadas cerca del ros
tro, como si trajera un gorrión entre ellas.
—¡Mírela! ¡Tóquela! —dijo, y retiró la una mano
y mostró en la cuenca de la otra una cabeza humana
diminuta.
Argudo dio un paso atrás.
. —¡Una tzantza! —dijo.
—La trajo un jíbaro ayer, es fresquecita . . . ¿Qué
me dice? ... Parece de viejo.
Tenía el tamaño de un puño pequeño y parecía
realmente un rostro de anciano.
—¿O será de niño y las rugas . . . —mírelas— se
rán por defecto del cocimiento? Pero no, es perfec
ta .. .
Aquí hay unas canas, aunque ralas, mírelas . ..
Pero Argudo se alejaba ... El cura siguió:
—Esto es ciencia . .. Mire ... Ya un sabio del Bra
43
sil está buscando el secreto ... Adiós cáncer ... Los
indios cuecen las cabezas de tamaño normal en una
infusión de hojas nunca tocadas por el hombre blan
co y ven así a sus enemigos —dicen— irse achicando
como si se alejaran, pero con los rasgos cada vez más
cercanos, ¿comprende?, más ciaros, idénticos, perfi
lados ... El cáncer se reduciría a un punto.
—Pero déjelo, déjelo en alguna parte . . .
—El cáncer va creciendo, va inundando al mundo...
—Este es un cáncer al revés ...
Por fin el cura dejó el rostro sobre un libro. ¿Se
siente mal? —dijo—. No, —contestó Argudo— pero
es que .. . Envíe un recado a mi madre, por favor. Que
he llegado ya, que iré pronto.
-X- V? *
44 —
—La mala suerte ... hoy las huacas, ayer el río se
nos lleva al mejor de los cocolos de mamá ... y ahora
este candelabro y todo ...
—¿Qué tiene el candelabro?
—Malos recuerdos ...
—Déjese ... son cosas. Ya no lo verá más ... Ul
tima noche ... Me viene una petromax de lujo. ¿La
ha visto? .. . Camisola de seda y alumbran como el
día. Y mire: mientras usted pierde yo hallo .. . Ahora
me hice de un longo lindo.
—¿Cómo?
—Me lo dio el padre ... ¡Pobre gente! No tiene
con qué alimentarles a los hijos ... ¡Y no llueve!
—¿Y cómo es él? ¿No será el nuestro? —exclamó
Argudo.
Y el cura, arrepentido de haber hablado:
—No creo que se trate del mismo .. . Este es muy,
pero muy flaco.
. —Ya lo verá, doctor —siguió Argudo, excitado—.
¿Dónde está el chico?
Y se puso de pie.
—¿Será posible? Con razón ...
—¿Qué? ...
—El indio parecía receloso ... —Y el cura se in
terrumpió—. Vaya, vaya verdaderamente lo sentiría.
—¡Muéstremelo!
—¿A estas horas? ... Ya no anda ni un alma por
la casa. Los cocolos estarán durmiendo.
—No importa, solamente quiero verlo.
—Bueno, pues, sígame.
Tomó el candelabro y salió seguido por Argudo.
El viento doblaba las llamas de las ceras. Los hom
45
bres pasaron al otro tramo del edificio y siguieron
por un corredor angosto, a trechos sin barandas, que
quedaba sobre el huerto.
Por fin el guía se detuvo y empujó una puerta en
negrecida. Un sucio camastro apareció al fondo del
cuarto y sobre él inermes, estrechamente abrazados,
los dos niños.
—Es el del rincón, el recién rapado —dijo el cura.
Ya le han cortado el cabello al niño y la luz ilumina
cruelmente el cráneo blancuzco, oscuro a trechos, ra
pado con tijeras.
Argudo se le acercó.
—No lo he visto nunca —dijo, moviendo la cabeza.
—Vaya .. . ¡Qué alivio! —respondió el cura—. Vá
monos.
Y, antes de salir, se detuvo.
—De una vez —dijo— le daré una orden al mío.
Y, acercándose al lecho empujó al de la lora, pero se
despertó el otro.
—Acostumbrado a cuidar la chacra —comentó el
mozo.
El niño abrió los ojos, pestañeando y alzó la cabeza.
De pronto, se incorporó, atónito:
—¡Patrón! —exclamó y trató de saltar de la cama.
El candelabro proyectaba sombras de indios ma
nos arriba contra el muro.
—¡Le reconoce a usted! —comentó el cura, apo
derándose del niño.
—Y yo no . .. ¡Qué raro!
—Claro —dijo el cura— usted es uno y ellos ...
miles.
46 —
—¿Por qué te asustas? —preguntó Argudo al ni
ño. Y le puso la mano en la cabeza.
El indiecito se abrazó a la sotana.
El mozo sacó una moneda.
—¡Coge, te está dando! —dijo el cura.
Por fin lograron calmarlo.
—¿Quién es tu taita? ¿Por qué te ha vendido?
—Plata necito, dijo a mama, llorando estaban. Va
ca también vendieron para irse.
—¿A dónde? ’
—A mí no avisaron. El Villa también se va. El ven
dió en Cuenca.
—¿Al hijo?
—A ambos. Vos no tienes vacas, vende ambas gua
guas, le dijeron.
—Y a mí ¿dónde me has visto?
—En hacienda.
—¡Ah! —dijo de pronto Argudo— debe ser hijo de
uno de los indios de esta mañana. Mi hermano ha te
nido que sacarles a látigo del río ...
El niño lloró nuevamente.
—Eso es, eso es —siguió Argudo, confirmando sus
sospechas—. Hasta con los hijos habían estado. ¿Y
va a creer usted?: buscando oro. Se les ha puesto que
hay oro y con ese cuento faltan al trabajo.
Si hallaran algo, pase; ¡pero nada!
—Yo le diré —rectificó el cura— que ya el otro
día un indio me pagó en oro un bautizo.
—Será de los lavaderos.
—Pero vamos ... los piojos ...
Salieron, cerrando la puerta. El viento sonaba en
— 47
las luces. Con la mano en concha sobre ellas, el cura
avanzó lentamente.
—Por el corredor siniestro —recuerda el joven—
arrastrando la luz amarillenta, venía la abuela con el
candelabro. Los ojos brillantes y la fina nariz arquea
da, pequeñita ... Entonces fue la primera vez ...
Ahora el corredor no se acababa nunca. Grupos
de gallinas se movían al sentir la presencia de los
hombres, sobre las tablas amontonadas en desorden.
Un perro aulló largamente, allí, muy cerca, junto a la
traspuerta del convento. —Empieza el hambre —dijo
el cura—. ¡Ese cielo! Mire: ¡una custodia! Parece que
Dios no fuera a darnos lluvia nunca más ... ¡Es el
fin!
Se detuvo, como impresionado por lo que él mis
mo había dicho y volvió el rostro hacia Argudo: había
desaparecido. Y, de repente, un largo grito se alzó
tras un montón de tablas que empezó a desmoronarse,
intermitentemente, como movido por aletazos de ga
llinas decapitadas.
48 —
IV
LOS ARGUDO
— 49
tante, al iniciarse la República, la más fresca e ¡lus
tre. Otra también se quebró, pero para secarse: fue
cuando la “imborrable tía Angela”, de repente, a los
cuarenta y cinco años de su soltería, se abrazó como
una loca al hijo del mayordomo, mozo de veintitrés,
mártir primero y viudo por fin, a los veintisiete. Y la
imborrable tía había gastado su juventud entera en
odiar a los retoños de la primera rama desgajada:
—Los cholos ... —decía, anunciando a los niños,
cuando éstos entraban de visita donde la abuela.
Esta reaccionaba:
—¡Angela! ...
Los nietos recorrían la casa y se quedaban absor
tos ante los viejos retratos:
—¡Ese obispo con la mano seca!
—Esa monjita .. . ¡Qué linda! No parece ...
O elevaban el índice hacia una dama con abanico.
También solían acercarse a las enormes puertas
de la despensa por cuyas abras veían chirimoyas, nís
peros, panela, miel, llegados el último sábado, en lar
ga recua de muías, desde el valle.
La abuela lo notaba, porqué a la última niña —una
pecosa de largas trenzas— sentada a su falda por or
den suya, se le iban los ojos detrás de sus hermanos.
La anciana cerraba entonces el grueso tomo del Año
Cristiano, de canto dorado, y con el índice entre las
páginas de la lectura, llamaba:
—¡Angela!
Tenía que hacerlo repetidas veces, hasta que por
fin asomaba la solterona agria, siempre de negro, con
un sonido de llaves en la seca cadera.
—¡Fruta para los niños! —decía la abuela.
50
_ ¡Cuando estén a punto de irse! —respondía—,
Y se iba tras la mampara.
La anciana musitaba entre dientes: ¡Ese orgullo!
¡Ese orgullo! Pero los niños se despedían al instante
y seguían, por un largo corredor en penumbra, la si
lueta de la déspota.
—¡Esperen!
Y los dejaba en los umbrales de la gran puerta
abierta ya.
—Ahora ... ¡de uno en uno! —ordenaba—. Y les
iba llenando los bolsillos con cuanta fruta podrida en
contraba.
— 51
hasta hace poco había entre las ruinas coloniales don
de hoy se alza un palacio de mármol, garfios de hierro
fijos en los muros del calabozo y huellas de cadenas.
Estas fueron para el loco, pero esta vez sirvieron pa
ra el enamorado: el padre lo libertó solamente cuando
la joven pobre se casó con hombre de su clase y el
nuevo “loco" entró en razón a tiempo y se unió a una
prima.
Amaron todos el campo y las viejas damas habla
ron con soltura el quechua para mejor tratar con las
gentes de la hacienda: sabido es que los indios de
Quito aprendieron el idioma de los Incas no tanto por
la labor de los mitimaes cuanto por la de los españo
les, quienes les obligaban a dirigirse en quechua a
sus señores, pues consideraban insoportable que los
indígenas les hablasen en lengua de Castilla.
En lengua de Castilla y en quechua habló la her
mosa monja, es decir la muchacha que luego se hizo
monja y que fue la más bella Argudo: Carmen, con un
no sé qué en sus líneas finas que recordaban, como
el humo, los retratos del Greco. Dicen que la Carmen
actual se le parece, aunque no hay duda de que aque
lla fue mejor. También es pelirroja, ésta, de un rojo
oscuro de bronce, pero la otra tenía el cutis puro y su
piel solamente en las manos era roja, y eso apenas.
Se tenía, al mirarlas con este pensamiento, la sensa
ción de buscar la herida en el cuerpo de una tórtola:
se le ve la sangre, de repente, y luego no se la encuen
tra. Aquí está; —se dice por fin— pero ya la tórtola
agoniza.
Debía de tener los senos como en éxtasis y el
monte de Venus como herido de luz suave y profunda.
52 —
La hacienda producía caña de azúcar y toda clase
de frutas subtropicales, en el valle. En el huerto de
junto a la casa había también un cafetal, pero pequeño,
para el gasto de casa solamente. Los mismos dueños
solían desgranar los rojos racimos y luego tenderlos
bajo las palmeras. Así, del árbol al sol, de éste al fil
tro y de la taza al paladar, era exquisito y su fama se
hizo proverbial entre los allegados.
Lejos del río, en las frías alturas, ondulaba el trigo.
En la actualidad, al cosecharlo, se lo guarda arriba,
en la antigua capilla; pero antes, sobre todo en los
años de sequía, se lo traía al valle. En el “año del co
meta”, cuando el de Haley apareció sobre los Andes,
vino el hambre. Bajo la luz verdosa del cometa, como
producida por las fosforescencias de un osario, los
perros se disputaban los cadáveres como arañas enor
mes, capaces de devorar un hombre, bajadas por la
telaraña dantesca de la cola del astro.
En una de esas noches, los campesinos, desespe
rados, derrumbaron las puertas del granero. Desde
entonces, el trigo pasó de la tierra a los lomos de las
bestias, que bajaban desde los cerros y atravesaban
a nado el gran río hacia la casa grande.
Ahora existe un puente en el antiguo vado.
El trigo ondulaba desde el umbral del depósito y
se iba levantando en olas que llegaban adentro a la
altura de un hombre.
Una mañana la hermosa muchacha subía por las
gradas de tierra que conducían al granero, cuando el
sol le dio en los ojos. Se le antojó sostenerle la mira
da unos instantes y cuando entró al desván, encandi-
— 53
íada, no podía ver el trigo que sentía bajo sus pies y
que le cosquilleaba los tobillos, pero sí un haz de es
padas brillantes ante sus ojos. Y se le ocurrió que
eran las siete de la Dolorosa. No bien pudo ver el tri
go, volvió a mirar al sol, desde el umbral y otra vez
las espadas, pero ahora hasta con el fondo azul y rojo
del cuadro de la Virgen. Juntó las manos y se estuvo
quieta, en hondo arrobo místico.
Cierta vez pasó de la hacienda vecina un primo
suyo, recién llegado de la Universidad de Quito, y to
do cambió. Pero una tarde, Carmen hilaba junto a la
vidriera, con rueca, como las indias. Lo hacía en una
larga vara de retama y una india la guiaba. De pronto,
el granizo golpeó los vidrios. Esto en Cuenca era fre
cuente, pero en el valle no. “Nunca vi esto aquí en la
hacienda”, dijo Carmen. La india repuso que ella sí,
pero cuando era pequeña. La tarde se aclaró muy
pronto y luego el sol y un gran viento orearon el cam
po. Lejos, hacia la tierra de las tinajas, llovía. Truenos
profundos llegaban de cuando en cuando y los vidrios
temblaban. Pero en el valle había sol. El río comenzó
a crecer. Pronto la gente, alarmada, se llegó a sus ori
llas. Pasaba ya con grandes troncos, negro de barro,
en tumbos imponentes. Y era extraño el sol tranquilo
de la tarde sobre tanta furia. Carmen sentía secas las
yemas de sus dedos y una extraña sensación de an
gustia. Es como si uno llevara algo por dentro y no
pudiera decirlo, pensó. Y así estuvo hasta la noche.
Ahora esperaba al primo en el vado con la india. El
río bramaba todavía.
—¡No paseeees!— gritó al oír un silbido en la otra
banda. Pero el mozo le clavó las espuelas al caballo
54 —
que giró sobre las patas traseras y entró al río: una
línea oblicua, cada vez más rápida, aguas abajo. Luego,
un grito entre el estrépito de las olas ya invisibles ...
Y el luto.
Con la tragedia renacieron las tendencias místicas.
Los vidrios catedrales que aún hoy iluminan cierto
templo, son conmemorativos.
* * *
— 55
Diego se despertó en el cuarto de huéspedes, y
saltó descalzo de su lecho.
Su padre dormía aún. El niño se llegó a la vidrie
ra: el patio húmedo vahaba lentamente, ya con sol,
y un indio salía en ese instante de la huerta, también
él con un pequeño halo de niebla en los hombros. Ar
boles enormes se alzaban detrás de los tejados y en
el patio mismo una palmera chilena de tronco tan
grueso que Diego, asombrado, movió la cabeza. Le
vantó luego la cortina para ver el penacho y la luz le
dio en el rostro: era moreno, de mentón delicado y
fina nariz, ligeramente corva; ojos muy vivos, pero
hondos; frente amplia y cabellos crespos, de un cas
taño de cedro. La huella del cordón le bajaba desde
las sienes, vertical sobre el hombro, donde clareaba
un parche en la camisa.
—¿Qué haces? —oyó.
Era la voz de su padre.
—... Buenos días.
Y corrió a sus brazos.
—¿Dormiste? —le preguntó el hombre.
—Sí, pero cuénteme lo de anoche a media noche.
—¿Oíste anoche esos ruidos? ... ¿A media noche?
—Sí... traían un herido. Pero hablaban muy des
pacio.
—No era herido .. .
—¿Y entonces?
—Otra vez te lo diré. Y oye: ¿Ves ese retrato?
—y le indicaba al fondo uno pintado al óleo. —Es
tu bisabuelo —siguió—. También tú eres Argudo, por
tu madre. Pero con la sangre sana del antiguo pueblo
que te salva: mi abuela fue hija de un platero.
56 —
—¿Y su abuelo?
_ Bueno, un médico famoso; pero ella era hija de
un platero del pueblo. ¿Has oído? Te lo cuento para
que nunca tengas prejuicios, es decir, tontas ideas.
—Yo . ..
_ Sí, lo sé. Pero te falta todavía.
—¿Qué me falta?
—Bueno ... crecer especialmente. Ya vendrá el
día.
Diego miró el retrato.
—¿Y para qué hemos venido ahora? —preguntó.
El padre meditó un instante.
—Eres muy habladorcito —dijo, por fin— si no te
lo diría; pero no tiene importancia para ti ...
Vístete.
Y le dio ejemplo saltando de la cama. También el
niño alargó el brazo hacia su ropa.
—¿Y la tierra de las tinajas? —preguntó, mientras
se movían en el cuarto.
—Arriba ... ¿Ves esos cerros?
Y levantó la cortina: lejos, con enormes grietas y
manchas de tierra roja, ahora a la luz tierna de la ma
drugada, se sucedían las montañas en cresterío as
cendente. Jirones de niebla iban ladera arriba desde
el río, rozando los retamales.
—Esa ... ¿Y no sabes? —continuó el padre—. Ma
ñana nos vamos hasta allá. Te vas en un caballo chi
quito ... ¿Podrás?
—¿Cuántos días?
—Uno, dos, depende ... No lo sabemos todavía.
Se lavaron. Luego, el hombre se sentó, distraído y
el niño pegó la cara a la ventana, contemplando lós
— 57
cerros. De repente, ¡¡amó a su padre, moviendo el
brazo solamente, sin apartar el rostro de los vidrios.
—Mire ... ¡Están destilando! —exclamó, emocio
nado.
El hombre rió.
—Sí, pero esto no es como lo nuestro —repuso—
Y le explicó lo relativo a las haciendas de caña y el
Estanco de Alcoholes.
—Cuidado digas nada de lo otro —terminó.
—¡Papá! ...
—Es que por distracción y viendo el chorro ...
—¡Fíjate en el chorro! Es diez veces más grueso
que el nuestro. ¡Y el alambique!
Diego se había pegado a los vidrios. Bueyes de
curvos cuernos giraban, altas las cabezas, arreados
por una niña de polleras amarillas, mientras las cañas
pasaban de las manos de un indio al trapiche, entre
chorros de jugo. De cuando en cuando la pequeña in
dia silbaba y levantaba los brazos tras los bueyes, sin
separarse de sus huellas.
—¡Qué maravilla! —exclamó Diego—. . . . Nues
tro subterráneo. ¡Imposible!
—.. .¡Cómo! ¿Querrías toros en el subterráneo?...
De afuera llamaron.
—Adentro .. . ¡Señor Argudo! —exclamó el hom
bre, saliendo al encuentro del hacendado.
Este era hombre alto, muy grueso ya, de unos se
senta años.
—¿Y cómo amanecieron? —dijo—. ¿Y usted, hom
brecito?
Y oprimió con sus enormes dedos las mejillas de
58 —
Diego. ¡Cómo se ha apretado! decía, riendo e indicaba
la huella enrojecida del cordón, en las sienes del niño.
— 59
—¡Ni más!
Corrió por fin, escaleras arriba, gímiente, sin acer
tar todavía a orientarse.
Diego se ocultó tras la palmera y vio con alegría
cómo las largas polleras amarillas desaparecían en
el gallinero. Oía todavía los pasos del hombre en el
corredor cercano de anchos ladrillos. Al fin los pasos
se alejaron. Pero el niño no se movió sino cuando un
pelirrojo algo menor que él —le llegaba al hombro
—brotó del tronco de la palmera a su lado. ,
Era el último Argudo.
60 —
V
TARJAS
Las tinajas —iba pensando Diego— estarán bajo
la tierra como jicamas. ¿Y si al cavar las rompemos?...
Sonó el río .. . Habían entrado los jinetes a la recta
bordeada de altos sauces reales que conducía al
puente. Iba delante Argudo el hijo mayor, alto y fuer
te, con enorme sombrero y zamarros de cuero de an
chos bordes con huellas de barro seco. Detrás, el pe
lirrojo en un caballo diminuto y Diego en otro de igual
tamaño, negro también, mas sin la frente blanca. Les
seguían Urdíales, el “mayoral de arriba”, chagra som
brío, con una cicatriz en lugar de la ceja izquierda y
tres indios enjutos que trotaban al paso de las bes
tias. A la grupa de la del mayoral iba la alforja de las
tarjas. (1)
-—¡No miren el agua al pasar el puente! —dijo el
mozo, volviendo hacia los niños su rostro barbado.
Sonaron los cascos de su caballo en las primeras
tablas.
—¡Agárrate de las crines! —le dijo el pelirrojo a
Diego.
El agua se arremolinaba entre enormes piedras y
era visible a través de las tablas rotas.
La una mano en la copa del sombrero y la otra en
las crines del pequeño caballo, Diego iba entre el gran
viento, respirando apenas.
— 61
—El sombrerito . . . —le había dicho el padre—.
No es necesario que te lo aprietes tanto: no es casco.
Ahora sentía la mano segura de un indio en su to
billo, junto al estribo.
En tanto, la tierra se empinaba y el camino la se
guía en zigzags, como prendido a las pencas. Pronto
el valle comenzó a alejarse, con el río entre las arbo
ledas, pero el viento traía todavía las orillas ...
Diego se acordó de cuando jugaba junto al molino
tapándose y destapándose los oídos.
Entraron después en una angosta garganta y se
acabó el horizonte. Tan sólo cactus de rojos penachos
agobiados, en las cercas, y en el piso guijarros piza
rrosos. Arriba el cielo, estrecho como el camino, de
un azul profundo y medio cubierto a veces por el ra
maje de los capulíes. Una hora más. Por fin las cercas
se quedaron atrás y los viajeros entraron en la prime
ra mancha de tierra colorada que Diego había visto
desde la ventana.
—¡Ha sido enorme! —pensó el niño.
Y cuando la cruzaron, llegaron al páramo. Ya no
se veía el valle. Los cerros del otro lado solamente,
azules y un frío pajonal por donde quingueaban, con
fundiéndose a trechos, senderos de tierra negra, ca
vados por el trajín entre la paja. Ondulaba ésta como
estéril trigo o frágil paja toquilla en todo el horizonte.
Diego pensó en las tejedoras de sombreros: "Debí
responderle a papá: es que mi sombrero es muy li
viano, muy fino, tejido por la María grande de la es
quina". ¿Qué será de ella? Estará entrando a la tienda
o rodeada por las otras tejedoras, en el umbral de la
puerta grande. ¿Y mis hermanas? ¡Qué lejos! Estarán
62 —
en el subterráneo con la anciana india, o junto a la
huella, siguiendo la línea de hormigas ... ¿Y si el hom
bre herido hubiera huido acá, a este páramo? Debe
de estar ahora en una grieta . .. ¡Qué pueda ser esta
la tierra de las tinajas!
El viento emblanquecía la paja, arrancándola gri
tos ahogados, o silbaba obstinado, aguda y largamen
te.
Los gavilanes planeaban moviendo, de repente,
las alas y otra vez deteniéndolas, abiertas y ascen
dentes.
Bajaban tanto a veces que se les veía las patas re
cogidas y los ojos en atisbo.
—¡Los cóndores! —exclamó Diego.
Todos rieron.
—Esos más lejos —dijo el chagra— arriba, ya en
la cordillera.
—¿Y esto, entonces, qué es?
—Revuélvase —dijo el mayoral, deteniendo a su
caballo—. ¿Ve allá al fondo? Eso se llama cordillera.
De aquí, un día.
—¡Avancen! —gritó el mozo, esperándolos y Diego
veía —parecían moverse a la distancia— las azules
montañas, cada vez más altas.
—¿No conoce ni eso? —le dijo el pelirrojo.
No supo qué contestarle, y cuando encontró una
frase prefirió no decirla.
Además, los cóndores le obsesionaban:
—¿Y se los coge? —preguntó.
—¿A cuáles?
—A los cóndores.
—Con rifle, o escondiéndose en un hueco bajo un
—63
toro muerto —dijo el otro niño— para que se co
man el ganado ¿sabes? Pueden llevarse un toro en las
garras. Atacan a las vacas y hasta pueden matarlas de
un solo aletazo.
—¿Y cuándo los has visto? —le interrumpió el her
mano mayor, riendo.
Los indios respiraban ruidosamente, con el poncho
al brazo y las pantorrillas desnudas, en duro juego de
músculos, manchadas de tierra roja.
Ya estaban descendiendo, aparecieron las prime
ras chozas, grises, con cruces de retama en los te
chos, y de repente, al fondo, como un reloj con la tapa
levantada, las doradas eras. Giraban los caballos so
bre las espigas, y más arriba otros, a cual más dimi
nuto.
A Diego se le escapó su estribillo como un pá
jaro:
—¡Qué maravilla!
Argudo contó las parvas: cuatro, cinco ... El otro
año eran nueve —dijo.
—Así es patrón, y eso ...
•X- -X-
64 —
impaciente. Luego detuvo a un indio que pasaba, ape
nas visible, bajo una gran carga de tamo.
—¿Cuánto calculas?
—¿Fanegas?... Unas treinta, amito.
—¡Sólo treinta!. .. El otro año noventa. ¿Y los hua-
sipungos?
—Amo... eso ni digas. Cueros pelados parecen en
la loma ... Maicito por los suelos ... Cebada flaca.
—Anda nomás.
Siguió el indio por el rastrojo y el amo se dirigió a
otra era.
Gavillas —pequeñas, las más, a hombros de ni
ños— iban hacia las eras desde el campo. Al fondo,
unas mujeres se agachaban sobre la tierra y se erguían
nuevamente, despacio, deteniéndose más lejos.
—Mucha vieja chaladora ha venido, verás Andrés,
anda y aléjalas —dijo el amo—. No está el tiempo
para hacerse de la vista gorda.
—¡Largo! —gritó el esbirro, inclinándose y hacien
do ademán de arrojarles piedras.
—Anda, anda, allá mismo, no te oyen —dijo el
hombre—. Que por lo menos recojan más lejos.
El sol ya estaba descendiendo.
—¡Nos va a coger la noche, muévanse! —gritó Ar
gudo.
Las crines caídas sobre el cuello y las ancas bri
llantes, con briznas de paja en todo el cuerpo, los ca
ballos giraban, resoplando. Sus sombras rebasaban
hasta los rastrojos mientras la luz se hacía astillas
en sus cascos, entreverada al trigo.
—De la parva a las patas, de la parva a las patas...
¡Grítales duro!
— 65
—¡Arrrreee!
Obedecía un niño, detrás de los cascos, enmadeja
da la mano en el gran rabo del último caballo.
—¡Giraaa! ¡Giraaa!
* * *
66 —
—¡Y han entrado pájaros! —dice Argudo.
Un rumor de alas crece, adentro, con el chirrido
de las puertas.
—No patrón; murciélagos son. Y no han entrado:
del ratón viejo se hacen ... ¡Ya!
Giran las pesadas puertas.
—Cuidado patrón, afuera espere... Yo primero.
Y el mayoral entra con los brazos en guardia a la
altura de la cara, entre los murciélagos. Uno le roza
las orejas.
—¡Duele!
Vuelvan ante la luz los horribles bichos, como a-
biertas navajas, y se refugian tras las vigas. Santos
sin brazos, rotos reclinatorios, pueblan los rincones.
Sólo un gran Cristo de túnica morada está completo,
en una silla, atado, y con la sangre a lo largo del rostro
cadavérico.
Los indios van llegando y se agrupan en las puer
tas con los fardos al hombro.
—Busquemos lagartijas.
—¿Y las tinajas?
—¿Qué tinajas?
Y el pelirrojo abre la boca.
—Esta es la tierra de las tinajas —afirma Diego.
—¿Dónde?
Y mira a todos lados, asombrado.
—¿No sabes?: Tinajas de los Incas, con sol, cuan
do se les pone agua se van levantando.
Lucha por no decir que en casa tiene una.
67
—No creo —concluye el otro, moviendo la cabeza.
—¿No crees? Si fuera más temprano ... Lástima
que mi papá no vino...
El otro iba a replicar pero un indio con un niño
trenzudo de la mano pasa cerca de ellos.
—¿Es ese? —exclama el pelirrojo—. ¿El pajarero?
¡Tráelo!
Y corre al encuentro del niño que llega asustado,
sin saber aún de qué se trata, con la honda enredada
a las largas trenzas.
—¿Tú eres? —sigue el pequeño amo—. ¡Te vas a
Cuenca mañana!
Y dirigiéndose a Diego:
—Este es el cholo que se lleva tu papá mañana.
—¿A nuestra casa?
—No, para el señor Oñate; papá le ha regalado.
Y dirigiéndose al niño:
—¿Cómo te llamas?
—Manuel Cuzco.
Pero contesta apenas. ¿Y la agüela? —le dice al
indio grande, mientras le rodean los ojos gruesas lá
grimas.
—Ya he de hablar con ella . . . —le consuela el indio,
y se aleja, en silencio.
—¡Tonto! —sigue el pelirrojo, llevándolo hacia la
capilla—. ¡Te luciste!
Diego los sigue, preocupado.
—Ella está sola, ¿cómo es? —pregunta—. No llores.
—Tonto... ¡llorar! —gritó el otro—. Préstame la
honda.
Y el mismo la desenreda de los hombros del dueño
y se agacha en busca de piedras.
68 —
—¿No sabe y está sola? —Insiste Diego—, Pero eí
pequeño indio lo mira receloso y no le contesta. Se
sume después en un profundo mutismo. En tanto, la
honda, zumba en el brazo inexperto y la piedra se es
trella, hacia atrás, contra el muro.
* **
69
—¡Otro! Y el amo grabó la tarja —tarjó— y se á-
poderó de otra. —¡Pedro Cumbe!
—Aquí.
Se acercó un indio seguido de su hijo y de una
anciana.
—¡Ya me vienen con chicos y con viejas!
—Pajarero es, amito, él también. Ella duro ha tra
bajado.
—Bueno, primero vos, ¿cuánto?
—La semana.
—¿Y la vieja?
—Ella también, semana.
—No patrón, —intervino el chagra—. Cierto es que
ha estado la semana, pero las viejas no hacen nada.
Más lo que chalan. Cuatro días puede apuntarle.
—Bueno, cuatro. ¿Y el chico?
—El cá así mismo, semana entera, amo.
Y el esbirro:
—Yo vi en la parva las tórtolas hirviendo. Grité
hasta hacerme ronco a que accione . . . Boca abierta
es el longo.
El chico escarmenaba la honda, sin atreverse a re
plicar.
Diego y el pelirrojo entraron y se acercaron, des
pacio, a la mesa.
—¡Otro pajarero! —dijo el uno. Diego miraba en
torno, asombrado. El altar, tras de la mesa; el grupo
rojo de ponchos, angustiado, suspenso, y, al otro ex
tremo, la cosecha.
—Primero ven acá —le dijo el amigo, llevándolo
hacia el trigo—. Voy a mostrarte todas las cosas y
70 —
puede que nos hallemos algo. Fíjate, el otro año lle
gaba hasta acá el (montón, hasta esta raja.
Y señalaba, en el muro, granos de trigo reunidos
en las grietas, un metro más arriba del nivel actual
de la cosecha.
Diego se acordó de la mata de retama de bajo el
puente, deformada aún por las aguas de los días de
abundancia, pero ahora en el aire.
—¡Cierto! —exclamó, pero la voz de Argudo el
mayor iba subiendo de tono y los niños miraron hacia
la mesa.
—¡Otro!... ¡Manuel Yaulli! —llamó Argudo.
—Ausente.
—Juan Cumbe.
—Ausente.
—¿Qué se han hecho?
Nadie contestaba, pero todos los indios se mira
ban entre sí, expresivamente.
—Son de los veinte que faltan —le dijo al amo el
mayoral en voz baja.
—Ya hablaremos de eso abajo. Sigamos ... Tacu
ri ... ¡Felipe Tacuri!
Ahora su voz era más dura. Por todo el grupo re
corrió un murmullo ante este nombre.
• —Este cá mama trajo, hijos; entre seis eran.
—¡Felipe Tacuri! ... —repitió el amo.
El indio, una anciana y varios niños avanzaron ha
cia la mesa.
—Vaya, ahora sí... —dijo el amo al mirarlos.
—Ahora sí... ¡Ni para qué!
—Aquí, amo, balbuceó el indio.
— 71
—Sí ¿acaso no te veo? Aquí estás ... y cómo ...
¡con guaguas tiernas!
72 —
Pero Tacuri insistió, levantando la voz:
—¡Amo, sube a tres siquiera!
—¡Repite!
Y se puso de pie.
Diego se sintió arrastrado hacia el muro. La mesa
quedó en ancho círculo desierto. Sólo Tacuri y los
suyos permanecieron en su sitio, mudos.
—¡Repite!
—Que apuntes tres días, por cada hijo ¿ya no dije?
—repitió el indio, con voz clara.
Rayaron los ladrillos las patas de la mesa.
—¡No mates! —chilló la anciana—. ¡No mates! —y
escudó al hijo, pero Argudo avanzó.
Por un momento el rostro del indio —una brecha
de sangre le unía los dos ojos— asomó entre los pon
chos de atrás, ahora en muro.
Luego, las puertas se abrieron hasta impregnarse
del yeso de las paredes y un río lento, crecido de mur
mullos, inundó los corredoes.
—¡Fuera! ¡Fuera! —gritaba todavía el gamonal—
¡Fuera todos!
* * -X-
73
En tanto dos jóvenes altos y rubios habían des
montado y abrazaban a Argudo.
Uno de ellos llevaba, terciado a las espaldas, un
rifle, viejo Koplacher, enorme, del tiempo de las lu
chas contra Alfaro.
—Ustedes ya acuéstense —les dijo después Ar
gudo a los niños—. ¿Ya comieron?
—Ya, pero que le lleven el venado al dormitorio.
—Bueno, bueno, como quiera; pero déjennos tran
quilos.
Una pequeña mesa comenzó a humear en el corre
dor iluminado y pronto los tres jóvenes sentáronse en
su torno.
-X- -X- *
74 —
Los otros le siguieron, también con pasos vacilan
tes.
—¡Vengan! Y yo . . . Yo ... Soy tan salvaje que no
le he obedecido ... Y miren ...
Les mostraba las ventanas con las púas cruzadas
en todos los barrotes.
—Pero yo .. . —siguió—. Esta es la última noche,
¡eso sí!
Y se encaramó en una silla y comenzó a desenre
dar los alambres, como un loco.
—¡Ayúdenme! ... si son también parientes .. .
Los dos hermanos se miraron.
—Llámale al Andrés . . . —dijeron.
—Cierto . . . ¡Andrés!
Y se detuvo. Tenía sangrante la una mano.
—¡No me dejas ni un alambre! —ordenó cuando
asomó el chagra.
Este, que lo había oído todo, se acercó solícito.
—¡Bien hecho patrón! —dijo—. Digno nieto de
la niña.
Y se encaramó, a su vez, en la silla.
Los ebrios volvieron a la mesa. Todavía, desde la
puerta, Argudo se volvió hacia el esbirro, amena
zante:
—¡Qué no se vea una púa —gritó— y salió, tras
sus primos.
76 —
el sombrero en la mano a manera de trampa fue arrin
conado al pichón en un ángulo. Ya la madre había vuelto
y chillaba en las verjas, desesperadamente. El esbi
rro atrapó al fin al hijo y lo miraba, palpitante, en el
velludo puño. Movió la cabeza, satisfecho, y se lo
guardó en el bolsillo. La madre, en tanto, revolaba,
casi agresiva, pero ya el chagra no la tomaba en cuen
ta. Pensaba en el amo: ¡Bruto! —decía entre dien
tes—. El otro año fue la misma historia. ..
Y desenredado los alambres comenzó a colocarlos
otra vez en las ventanas.
77
lo mismo: los naturales viven en comunidad. Tienen
tierras y lo que ellos siembran es para ellos.
—Nabón... ¿Dónde será?. ..
En tanto la cabalgata se había detenido.
—¡Urdíales! —había dicho Argudo— regrésate y
dile al Villa que le espero mañana en la hacienda.
El chagra había dado media vuelta.
—Pero pásale al pajarero al caballo de Arturo para
que te vayas al galope.
Y en eso estaban.
—¡Yo lo llevo! —gritó Diego.
—No, no, se caerían ambos.
El mayoral desmontó y se acercó al pelirrojo, con
el pajarero en los brazos, y lo dejó en la grupa del ca
ballo de frente blanca.
—¡Agárrate bien! —dijo.
Y se volvió al suyo.
—¡Pero cuidado lo aplasten! —gritó Diego—. El
mirlo está bajo la camisa del pajarero!
Sin atreverse a rodear con sus brazos la cintura
del pequeño amo, el cholito se asió a la grupera, sin
tiendo sobre la piel del estómago el pequeño peso
tibio, ligeramente áspero en las uñas; mas, sin chis
tar, pájaro él mismo, con los ojos saltones, entre el
alicaído poncho.
Ya se veía, a lo lejos, la casa de la hacienda.
* * -X-
78 —
—Sino de horrores ...
El hombre se turbó.
—¡Cuidado! ¡Cállate! —dijo.
—¡Es que no ha sido! . . .
—Bueno, lo que sucede es que la verdadera tierra
de las tinajas queda más, más arriba, ya en la cordi
llera ... Mira, ese niño es de allá, auténtico.
El pajarero pasaba en ese momento con una india,
hacia el patio. El señor Argudo se acercaba. Diego
dejó solo a su padre y se fue tras la india. Ya ella es
taba junto a la palmera. Algo le decía en quechua a
Manuel Cuzco, con cariño. Atrajo luego la cabeza del
pajarero a su falda. Tenía negras, largas tijeras en la
mano.
Y cortó.
Diego se estremeció. Las dos trenzas cayeron al
suelo y emblanquecía ya la sien izquierda del niño
entre la experta mano, bajo las tijeras.
—¡La orejita! ¡Cuidado la orejita!
—¡Diego! —gritó alguien desde arriba—. ¡Retí
rese ... los piojos!
—Y busca tu sombrero que ya nos vamos —aña
dió el padre del niño—. Ven y agradece por todo a los
dueños de casa.
Subió sin dejar de volverse, mirando por entre las
barandas de la escalera.
Pero bien hecho —pensaba— que el pajarero le
dejó escaparse al mirlo. Creo que fue adrede . . .
80 —
II
BARRIO Y MERIDIANOS
DEL MUNDO
EL SOMBRERO DE LA VIRGEN
81
poros del azúcar. Hasta el arroyo se detiene o baja,
lentamente, ahogándose en paja. Quedan las briznas
en la arena de la orilla en largas líneas espumosas.
Pero ahora es domingo. A las siete comienzan a
salir a las puertas de las tiendas las primeras teje
doras.
—¡Endominguémonos!
Hablan casi cantando mientras despliegan rebozos,
paños azules, largos flecos de hilo.
—Apúrense .. . ¡Cansándose están las campani-
tas! Corre el arroyo libremente.
La María chica sale a la puerta de su tienda, en
polca.
—¡Dichosas! —dice—. Y a los diez he de ir.
—¿Por qué pues? ¡Calle!
Se aglomeran a sus puertas.
—¿Qué ha sabido del marido?
—Nada ... Le ha tragado la tierra.
—Vamos ahora mismo .. . ¡Yo le presto mi paño!
—dice la María grande, y camina hacia su tienda.
—¡Póngase! —ruega.
—¡Póngase, seño María! —insisten todas. Y cuan
do les complace exclaman:
—¡Hele! . .. Hasta donosa queda . . . ¡Vamos! ¡Cui
darán a las guaguas!
Esta orden es para los hijos mayores, niños tam
bién, que deben vigilar a los más tiernos, todavía de
pecho.
—¡Atrancarán las puertas!
Y se fueron. Las más iban descalzas pero limpias.
La calle misma era una chela, con las piedras la
vadas como talones.
82
Algunas ancianas y los niños les despidieron en
la esquina:
—¡Que les vaya bien! ¡Que vengan pronto!
—¡Traeránme un pancito!
Alguien grita desde una tienda:
—¡No me vayan botando!
—La Juana es —dicen las cholas, y se detienen.
Sale la retrasada, con el paño flecado en los brazos.
—Por hacerse más buena moza se atrasa . . . ¡Apú
rese!
No dejan de alabarla mientras se acerca:
—Ella dichosa . . . ¡Solterita!
—¡Peinada con raya a lado! .. .
Salta la acequia y se une a sus compañeras. No
devorada aún por la labor del tejido, es alta y dere
cha. Pelo castaño claro en largas trenzas caídas tras
la espalda; fina cintura, tallo de la gran mata de po
lleras de amplia comba.
—¡Zapato de taco alto!
Anda rítmicamente, ciñéndose el gran paño de
manera que el fleco va arrastrándose, blancoazulado,
con mil figuras de hilo en forma de anclas, estrellas
y pollos al salirse de la cáscara, con los picos abiertos.
—¡Mire los pollitos, seño Juana, van siguiéndole!
—grita el hijo de la María chica.
—Hele ... ¡Hasta él! ...
Y siguen. Ya están abajo y voltean la esquina. Sue
na una campana, a los lejos.
—Ya están tocando la campana grande.
Las ancianas se sientan al sol, en los umbrales, y
esperan. Pasan indios con cargas de rojas tejas y la
drillos, sonoras las ojotas y los sombreros ahorma
— 83
dos la víspera, contenidos apenas en los cabellos la
cios. Los niños juegan en el agua.
—¡Cuidado lleguen a la esquina!
Pero el juego consiste en ir allá precisamente, don
de el agua es bravia y se quiebra en torrente espumo
so.
Sueltan en él pedazos de madera, corcho?, bauti
zándolos con nombres de caballos de carrera y bajan
hasta la boca misma del socavón en que se pierde.
—¡No cogen experiencia! —gritan las abuelas—.
Ya vamos a encerrarles.
El otro día la corriente arrastró a un niño de pe
chos.
—Todavía llora de noche la almita de la guagua y
ellos no entienden! —siguen, aunque sin levantarse.
Dos guaguas, semidesnudas, con anaco, hacen es
fuerzos por pasar sobre la tabla colocada a manera
de tranca entre las puertas.
El burro del molino pasa con su harina cotidiana
hacia el centro, delante del molinero.
La campana grande hace olas azules.
84 —
se llevará a cabo en este año, con proyecciones con
tinentales.
Asoma en la esquina de abajo un cañamazo joven
y se queda junto al poste.
Viste ropa cara pero de colores chillones. Fuma
en pipa.
—Vean, vean, —dice una abuela— yan de estar
viniendo porque ya llega el cañamazo de la Juana.
Vean, vean,brillándole está el hocico con los dientes
de oro. Recién llegado de Nuevayor dizque está.
—¡Longo atrevido! —dice otra—. De vigilarle es
tá a la chica, estos sólo burlarse nomás quieren.
El cañamazo escupe, silba. Luego, se arregla la cor
bata. Ya asoman las primeras tejedoras, en grupo.
Detrás —pasos menudos, andar rítmico —viene la
Juana. El cañamazo, se le acerca, le dice algo.
-—¡Longo hocicón! —le contesta ella.
—¡Okey... pero te quiero!
La chola se alza de hombros.
El hombre es hijo del famoso exportador Oñate,
uno de los muchos magnates de la industria toquillera.
—No le harás caso Juanita —le dicen las otras,
esperándola— éstos sólo burlarse quieren, para lo
serio niñas de buenos apellidos nomás buscan.
—Dios me libre... ¡A qué cuenta pues!
Siguen llegando tejedoras que desaparecen en las
tiendas y la calle va quedando desierta. Al fin, ya no
anda en ella sino Miguel, hijo mayor de la María chica,
mirando de reojo el interior de las tiendas, con una rue
da de máquina de coser en el brazo. El mote que a-
dentro humea llena de saliva su boca.
—Vecina ... ¿No le vio a mamita?
— 85
—¡Ayer ya te dimos! —le contestan—. ¡Donde los
Torres ándate!
—Si no digo eso...
Y va hacia otra tienda.
—Ahora sí, ahora sí —piensa—. Y toma la rueda
en las dos manos y con la derecha la empuja de mane
ra que el juguete entra a la tienda.
—¡Vean al hambriento!
Un hombre se levanta. El chico va a correr pero sa
le una tejedora con una cuchara de palo llena de mote.
—De veras, —le dice— la Virgen le está ayudando
a tu mamá. Le regalaron paja unas conocidas. Ahora
en la Iglesia ha de estar, agradeciendo. ¡Dichosa! To
ma, convidarás a tus ñaños.
Se le colman las manos. Sopla los granos húmedos,
calientes, mientras da las gracias.
—Te presto la rueda —le dice al hijo de la chola
que la estaba ya escondiendo.
Y se aleja, alegre. Espanta a un gallo blanco que
trata de asaltarlo, y se llena la boca... El gallo le si
gue. En ese instante, un hermano menor —a horcaja
das sobre la tabla— va a salir a la calle. Miguel le da
tres granos de mote, le ordena entrar y pasa. Pero
el gallo y el chico, tambaleándose éste, con anaco de
bayeta, le siguen. De pronto Miguel se detiene. Lla
ma al gallo:
—Tuc, tuc...
Y le extiende un grano en la palma de la mano. So
bre una pared erizada de pencas ha visto un gallo ro
jo. Poco a poco el muchacho consigue acercarlos. Gasta
un grano, dos, y los gallos cantan. El rojo baja. Pican
los dos la tierra, la distancia, y, de repente, saltan.
86 —
La guagua, asombrada, con las piernas muy separa
das, contempla la escena. Está a un paso de la ace
quia. Los gallos chocan en el aire y caen de nuevo
_ frente a frente— con los cuellos erizados. Miguel,
en cuclillas, los anima. Otro salto y la guagua tierna
se ríe, y se agita. Al fin, se cae. Trata de levantarse,
pero ha quedado tan cerca del torrente que la espuma
la moja y le arrebata la bayeta. Grita, oblicua ... El
gallo rojo cae al agua y baja entre la espuma, veloz
mente, como por el aire. El blanco canta.
La campana grande hace olas azules.
¡Sol solano,
dame la mano!
¡Sol solano,
dame la mano!
— 87
grosamente, logró salvar bayeta y gallo, en el momert-
to preciso en que iban a sumirse en la alcantarilla.
Miguel está serio todavía, con los párpados enrojeci
dos ... La guagua había caído no sé cómo a la orilla y
llegado, a gatas, a los umbrales de la tienda, pero des
nuda y chillando.
Las niñas buscan pajas rotas y aprenden el tejido,
esbozando sombreros diminutos.
—¡Este ya está! —grita una.
Luego, con un lápiz, dibuja ojos, nariz y boca en
la uña de su índice y sobre la yema del dedo coloca
su obra.
—¡Una monjita catalina con sombrero! —excla
ma—. ¡Miren!
—¿Por qué no haces en el dedo grande? —dice la
María grande—. Que sea Superiora . ..
Y, de pronto, se interrumpe:
—¡Cojan un palo de leña! —grita—. El burro vie
ne, la plaga!
E! borrico regresa, como desde hace muchos años,
a la hora en punto. Y, como siempre, solo ... Con el
cuello extendido, incontenible, suele asaltar las este
ras de maíz de todo el barrio. Y, ahora, ante la sorpre
sa de las cholas, pasa desdeñoso.
—¡Qué milagro!
—De veras ... ¡Qué ha de comer! ... —dice la
María grande—, Hartadote está ... ¿No han sabido?
—Cuente .. .
—Esta mañana don Pangol me llama. Vendrá, me
dice, a amarrarle las quijadas, a cerrarle los ojos ...
ya murió mama Dolores. ¡Ay calle! ¿cómo? —grito.
De muerte repentina, me contesta. Por el burro supi-
88 —
fríos. Todos los días peleaba con la mayor por comer
se la jora de la chicha. Ella con un palo de leña le es
peraba. Esta mañana a las once el burro se ha acer
cado, calladito ... Estando ella sentada en la puerta,
junto a la estera, con el palo ya listo. Primero el bu
rro comiéndose ha estado, apuradísimo, y después
como en batea propia. En eso llego yo a la esquina y
veo... —“¡Mama Dolores!” —grito— y no me con
testa. “Creo que se ha dormido”, pienso y me acerco
y vieran ... casi me accidento: muerta.
—¡Seño María! ... ¿Y el burro?
—Bien comidote se ha ¡do, moviendo las orejas...
jorita ya madura —digan— con patitas, creciendo.
—Unos mueren para que otros vivan ...
—Así es ...
El burro dobla la esquina.
— 89
—¡Dios quiera!
—Bendición fuera del cielo ... Desde las raíces
secándose está todo!
En las tiendas oscuras palidece la paja recogida,
en grandes haces.
Goterones de lluvia comienzan a caer en media ca
lle, en el torrente, pero claros, dorados.
—¡Aura verán! —dice la María—. ¡Dios no quiera!
—¿Qué pasa?
—No creo es buena lluvia, vamos a la esquina.
Y avanza hasta ese sitio que es como un balcón
sobre la hoya.
—¿No les dije? —grita, contrariada—. ¡Escondan a
las guaguas! ¡La bruja con el diablo están casándose!
—¿Y el ángel?
—¡Ya llega!
Se llena de gente la esquina.
—¡Ya vino el ángel, pero escondan a las guaguas!
La luz tiembla. Media ciudad bajo el sol, media
ciudad bajo la lluvia. Cae ésta en haces desde nubes
altísimas y el sol la hiere de costado.
—¡San Miguel Arcángel, rómpele los cuernos!
Espadas largas y brillantes se cruzan sobre las to
rres. Huyen la lluvia y la sombra.
—¡Ya corren! ¡Ya corren!
Mas otra vez avanzan, poderosas, y quiebran la
luz, desde los cerros.
—¡Se casan! ¡Se casan!
Telas de araña gigantescas hacen de velo de la bru
ja. Todo el horizonte es su escoba.
—¡Para qué gritan, ya es tarde! —exclama la Ma
ría.
90 —
El sol ya no brilla sino en una sementera de maíz
lejana, hacia el oriente.
La lluvia arrecia unos instantes y decae. Pronto es
apenas un páramo fino, casi imperceptible y todo ha
quedado bajo una gran bóveda gris, abierta solamente
al fondo, donde el fenómeno persiste —lluvia y luz
entrelazados— en ventanal enorme, semejante al del
vitral con el dragón y el ángel de las catedrales.
Las tejedoras vuelven a las aceras pues las tien
das están casi a oscuras.
Conversan, mientras sus dedos ágiles ordenan la
paja.
—¡Jesús! ¡Ya casi no se ve!
Y ahuecan el tejido, recogiendo la luz de la calle.
—Vamos hasta la esquina, el foco ya no más se
enciende.
Se levantan y avanzan. Una de ellas trabaja toda
vía, mientras anda.
—Seño María chica —le dicen— espere a que se
encienda el foco, no se mate, pronto ha de quedar
ciega.
—¡Si supieran para quién voy a tejer! —les con
testa. Y enseña, orgullosa, a sus compañeras, el haz
de pajas finas, como hilos de araña—. ¡Si supieran
para quién! —repite—. Y vean.
Les muestra sus ojos irritados, bajándose con el
índice el ribete encendido, paja en ascua.
—¡Y eso que aún no empiezo!
—Lávese con agüita de rosas de Castilla, eso alivia.
—¡Ya sé! —dice otra—. Para la niña Carmen Ar
gudo va a tejer.
—No. Bien quisiera . . . ¡Semejante niña! Pero no.
— 91
—¿Y cuándo vienen sus niños Argudo? . .. ¡Di
chosa!: Ya llegan con las cosechas. Ya ...
—¡Tontas somos! —interrumpe otra—. ¡Para la
Virgen va a tejer! ... El sombrero que pidieron los pa
dres. Y ahora, para la venta, ¿a qué horas teje?
—¿Les ordinarios?: De noche, de día, todo el día,
pero para este las horas más claritas. La Virgen va a
salir con sombrerito de paja a coronarse .. . Ella, el
niñito.
Se queda pensativa.
—Y así regresará mi marido —concluye, optimista.
—Que vuelva él y libre creo —comenta la ami
ga— pero que mama Virgen se ponga su sombrero .. .
ni viendo. Alguna niña de buena familia ha de estar
ya tejiendo .. . ¿Usted cree? Loca, loca es usted, seño
María, con razón sueña tanto.
Y dirigiéndose a todas:
—¡La otra noche ha soñado que ha vendido un som
brero en cien sucres!
Pero la María grande la defiende:
—Se sueña mismo maravillas —dice—. Cuando
una está enferma sobre todo .. . ¡Ave María!: Hasta
en mil sucres se vende un sombrerito ... Tanto, que
sonando queda la cabeza.
Ya están en la esquina junto a la enorme puerta.
Como siempre se sientan en los umbrales, bajo el
foco, y esperan. Algunos niños vienen a sus faldas.
Uno de ellos se tapa el ojo izquierdo y con el otro
muy abierto recorre un abra de la puerta. Otro se está
subiendo al poste.
—¡Diego! —grita desde arriba.
La María grande se incorpora.
92 —
—¿Dónde le ves? ¿Ya ha llegado? —dice.
_ Llegó ahorita. ¿No le ve? Clarito, abajo, leyendo.
_ Y señala con el índice un patio, abajo—. Pero
no me oye ... ¡Diego!
—Qué te ha de oír de tan lejos y estando leyendo
_ dice la chola—. Vean, vean . .. Llegar de la tierra
de las tinajas que dice, de la luna ... ¡Y no venir a
verme!
—Ha de venir de noche —dice la María chica—.
¿Cuándo le perdona el cuento?
—Así es.
—¡La luz!
La ciudad se ilumina por los cuatro costados.
—Ahora sí, —exclaman— aprovechemos, poco ha
de durar.
Por las aceras levemente iluminadas suben grupos
de obreros, silenciosos.
Pronto, sólo la “soñadora” teje bajo el foco, con ios
hijos. La María grande le hace señas desde su tienda.
Los chicos empujan a la madre que se levanta enju
gándose los ojos irritados, húmedos ahora, con el bor
de de la pollera.
—¡Mote! ... ¡Mote! . .. —susurran los niños.
— 93
tro y paraliza los dedos sobre la obra. La tos cesa. El
enfermo escupe, se queja y todo queda como antes.
—¿No duermes?
—No todavía.
Desde el sitio en que la chola teje puede verse,
al fondo, un lecho cubierto de niños. Cuando la luz se
mueve, sube hasta sus rostros.
Vuelven los dedos a moverse.
—Ya llego a la falda de este —piensa la chola—.
Si voy a avanzar a la del otro ... Y entonces .. .
Y mira el haz del que saldrá el sombrero de la
Virgen. Pero el ribete rojo del ojo quema como paja
encendida.
La tos, otra vez.
La madre se levanta y entra. En una estrecha tari
ma, el hijo mayor se incorpora, con el busto convulso
entre polleras rotas que hacen de cobijas. Una rueda
de acero está al alcance de su mano, junto a la almo
hada.
Vuelve a tenderse el chico, ante la madre, ya tran
quilo, con los ojos brillantes.
—Recemos, —le dice ésta— otra vecita. Cuando
aprendas, verás, la tos ha de irse ... No sabes bien
todavía, por eso .. . ¡Repite!:
—“Angel de mi guarda”
El niño repite:
—“Dulce compañía ... —sigue la mujer—. Repi
te: Obedece el niño y la oración continúa:
—“Dulce compañía,
—no me desampares
—no me desampares
94 —
—ni de noche ni de día
— ... de día.
Hasta que me dejes
en paz y alegría”.
¿v
95
Luego, pega el oído a las puertas. Silencio —pien
sa —y recoge el haz de pajas finas y lo alza hasta
la luz. Lo besa, y mira a la Virgen y al niño en un
pequeño cuadro enmarcado de lata, que cuelga de la
mampara. Ahora sueña despierta: Sí. . .
Sonríe la Virgen, y el niño señala con su índice la
paja preparada, mientras se vuelve hacia su madre:
—Para nosotros —dice.
Y ríe. Tiene un hoyuelo en la quijada.
Algo cae detrás de la mampara, con ruido metáli
co. La chola mira hacia allá, y en ese instante la rueda
se inmoviliza en la tierra.
—¿Estás despierto? —pregunta la chola.
—Sí, pero usted duerma un poquito —le contes
ta el hijo.
—Todavía es temprano, sólo dos noches he velado.
Vos duerme: si te viene la tos, reza, bien clarito.
—No me viene.
La madre coloca otra vez el juguete junto a la os
cura almohada. Luego arropa al niño y se dirige a un
baúl, muy cuidadosamente, por no despertar a los dos
hijos menores, que duermen abrazados. Sobre ellos
cuelga una pequeña hamaca con la última guagua, es
trechamente fajada. Abre la chola el baúl, y saca un
gran sombrero amarillento, inconcluso.
—Sólo el remate falta —le dice al hijo— como
disculpándose, y vueive a la tarea, pasando antes so
bre el tejido una tusa humedecida. Esta descansaba
a manera de hisopo en una pequeña escudilla de fie
rro con agua.
Tres horas.
La llama vieja y fuerte llega al fin. Crepita. El som
96 —
brero ha crecido como cáncer junto al estómago. Lle
gan de una torre lejana campanadas profundas: dos . . .
tres . . . cuatro. La tejedora duda. Suspende el traba
jo en espera de la voz del reloj municipal que por las
noches llega clara hasta el barrio. Se sobresalta: a-
fuera hay ebrios. Avanzan ruidosos, golpeándose en
los muros. Pasan. La tos se despierta adentro, ronca,
repetida. La tarima cruje. Luego, un quejido, unas pa
labras opacas, y otra vez todo queda como antes.
Afuera, el ruido de la acequia se hace lúgubre. La
llama va a extinguirse. Es apenas una pata de araña
con vello azul y trémulo. Muere. La tejedora entra a
tientas al desván de los niños. Con sumo cuidado pal
pa la hamaca y descuelga un paño de la percha. Ya
da el primer paso de regreso, cuando la guagua llora.
Le pone un instante el dedo meñique entre los labios.
La guagua lo chupa y se calla. Luego la madre mece la
hamaca y se alza otra vez el chillido que va y viene
por el aire como un péndulo. No espera más la madre
y se aleja. Oye, lejana, la voz de los borrachos, y abre
la puerta. Es como si el torrente saltara los umbrales:
la tienda se llena de ruidos. La calle está negra. Sólo
allá, junto a la otra esquina, hay tres tiendas con luz.
—Ya las otras han acabado, —piensa— sólo tres
están velando.
La ciudad duerme con las calles extendidas. Fo
cos, esquinas, soledad. La calle transversal se hunde
en las sombras. La otra baja desde la colina y sigue,
recta, con las esquinas luminosas, hacia el río lejano.
Los borrachos doblan una de ellas. Un viento áspero,
salpicado de agua, azota a la mujer a cada paso. Abajo
hay una cantina abierta.
— 97
Llega.
—Buenas noches, vecina; —dice entrando— deme
otra esperma.
La cantinera se levanta.
—Buenos días debe decir, ya las cuatro dieron. No
se mate, usted y yo pronto hemos de enterrarnos.
—Para la feria de mañana. Velando he estado es
tas tres noches. Mañana de Sidcay dizque traen todos
los sombreros para la Virgen. No ha de haber compe
tencia.
—Para la feria de hoy día —corrige otra vez la
mujerona. Y añade:
—¿Qué ha sabido del marido?
—Nada ...
—Tranquila estése, no han de cogerle ... Al Orien
te ha debido irse. Y aura que digo Oriente ... ¿Ya sa
be?: el mudo Manuel de la otra esquina se ha hallado
un trozo de oro de una libra.
—¡Ay calle!
—¡Mudo viejo! De verle dizque es, con botas ...
¡Manuel Torres se ha llamado!
—¡Ave María!
—Cansado de rascarse la barriga se va al Oriente
a lavar oro, y ahora ... ¡caballero!
—¿Qué le parece, vecina? hasta los mudos, pero
nosotros qué ... ¡ni mudos somos!
—Así es.
Y la cantinera acompaña hasta la puerta a la teje
dora que, de pronto, se detiene, indecisa.
—Vaya, hágame un favor —dice, por fin.
—¿Qué serápes?
La cara de la cantinera se endurece. En su torno,
98 —
en latas viejas de gasolina, hay habas, arvejas y panes
de a real y de a medio, con los redondos bordes a flor
del tarro.
—Fíeme hasta mañana nomás un pancito —sigue
la María— volviendo de la plaza he de ir pagándole.
—No, no; otro día . . .
—¡Para lo más de un medio, vecina! —insiste la
chola—¿No me conoce?
—Ya digo, otro día, a cerrar voy.
Y avanza hacia las puertas.
—¡Bueno, no se enoje! —dice la tejedora.
Está avergonzada. Juega con la aldaba. Raya el
piso de tierra con el dedo grueso del pie.
—Hasta mañana ... ¿Ha de ir a misa? —dice por
fin, para salir del paso, y sale.
Desde los cuatro extremos de la noche llegan las
primeras campanadas. Un ebrio duerme en la acera,
con las manos entre los muslos. Tres beatas bajan
hacia el centro. Blanquean las medallas en sus man
tas, péndulas de azules cintas, como gotas de estea
rina. Tras las mujeres camina un doméstico cocolo,
tiritando, con dos alfombrillas y un reclinatorio sobre
los hombros.
Las señoras miran de reojo al ebrio y a la tejedora.
—¡Persígnate! . . . Pasó una mujer mala —ordenan
al sirviente, cuando la chola se aleja. Y ellas le dan
el ejemplo, sacando en cruz blancuzca las manos de
bajo las mantas.
En un momento la tejedora está arriba. Cierra las
puertas de su tienda, y prende la nueva luz.
La hamaca —péndulo del hambre— ha parado.
Ahora son frecuentes los pasos en la calle. Se des
— 99
pierta otra campana más cercana. Luego otra, otra,
otra. La luz del alba raya las puertas.
El hijo mayor se incorpora.
—¿Ya acaba? —pregunta—. Duerma un poquito.
—Ya, ya, pero vos sigue durmiendo, la noche en
tera has tosido.
Y abre las puertas, apagando la luz, y se sienta a
los umbrales, con el pálido haz ya listo y un frasco
entre las manos. El frasco contiene agua de rosas. Lo
vacía con cuidado en la cuenca de la mano y se enju
ga los ojos. Parpadea, aliviada.
El filo de la colina está clarísimo, pero la calle y
las casas se arrebujan aún en ese ambiente indeciso
de la amanecida, gris ,como hoja de diario. Ya salen
de algunas tiendas canillitas descalzos, rumbo a los
talleres de “El Mercurio”.
Sale una mendiga ciega, “mama Luz”, con su nieto
que le sirve de lazarillo; niño cojo y flacucho, pero de
ojos vivaces.
—¡Se ha amanecido, seño María! —dice—. ¡Bue
nos días!
Y conduce a la abuela ante la chola.
—Vida ... ¡No se mate! —dice la anciana, salu
dándola.
—¡Quisiera que vea! —le contesta la chola— pero
toque y levanta el haz de paja hasta los dedos de la
mendiga.
La anciana palpa la paja y dice:
—¡Ah! ... sombrero fino! ... No es negocio, vida;
no es negocio, en mí debe fijarse: ¿Qué he sacado?
Hasta para el Santo Papa hice uno, de joven, por
100 —
encargo. Taita Arzobispo había pedido desde Quitó,
porque iba a irse a Roma.
_ Es que no sabe para quién voy a tejer ... —con
testa la María—. ¡Si supiera! ...
—Cuente.
—Adivine ...
—¡Cuente pronto!
El cojo en tanto, llega al arroyo, y comienza a ori
nar; mas, de repente, se contiene y llega hasta la es
quina. Allí termina el acto, en la parte más brava del
torrente, levantando la una pierna, por imitar a un pe
queño perro negro que en ese instante hace lo mis
mo junto al poste.
—¡Chachay! —dice después el chico. Lanza un
guijarro al perro y vuelve a agarrarse del zurrón de
la abuela. Ya ella está contenta:
—¡Quisiera poder ver lo que empieza! —excla
ma—.
¡Dichosa! ¡Seguro que se ha de poner mama Vir
gen! Cuidado, que no le toque el sol. —Y se aleja con
el chico.
Todavía, en la esquina, vuelve la cabeza:
—Por usted —dice— la Virgen ha de premiar a
todo el barrio.
Y desaparece.
Ya el fino tejido despunta, mínimo aún, como se
milla de arroz, entre los dedos de la María chica.
El sol ha apoyado el pico junto al foco apagado, y
se está bajando por el poste como un loro. Brilla en
el ángulo alto de la puerta, sobre la chola, y pasa al
vértice de la mampara. Allí se quiebra, dorando el
polvo del aire.
— 101
La chola, deja el umbral y se sienta en el andén
para poder, así, tejer más tiempo; pues, cuando el
sol llegue a sus brazos, correrá peligro de trizarse la
delicada paja.
La tos viene desde adentro, rasgada, cortante, dos,
tres veces más, y cesa. La chola ladea la cabeza y
oye:
—Hasta que me dejes
hasta que me dejes
en paz y alegría ...,
Y, de repente, un grito:
—¡El ángel!
Entra corriendo, con el tejido en la mano.
—¿Qué dices? —pregunta, alarmada.
Su hijo está de pie junto al lecho, semidesnudo.
—¡El ángel! —dice—. El de mi guarda ... Le vi,
con las alitas, estando rezando!
—¿Dónde?, ¡pero dónde!
—¡Aurita. Allí!
Señala un ángulo del cuarto. El sol ya no pasa de
la mampara, dorándola ahora con luz fuerte.
—¿Dónde? —sigue la madre—. ¿No te dije? Re
pite ... ¡Reza!
Y mira a todos los ángulos, ya oscuros. Telas de
araña blanquean junto al tumbado, con moscas secas
presas en sus hilos.
102 —
II
FERIA
— 103
cuello. Leontinas de oro en amplia curva —de bolsillo
a bolsillo— píntanles hocicos de tiburón en los vien
tres.
—¿Y vos ca, cuánto? —pregunta, burlón, el com
prador a una delgada india de las laderas de Turi, que
ha oído el diálogo anterior angustiada y que ahora le
presenta su obra.
—Yo ca tres, amo.. .
Y ella también arguye como, la chola:
—Fíjate en remate, en hebra...
Espera después, ansiosa, con la guagua a las es
paldas y los pies lleno de barro.
—Tres sucres dice... ¿Oí bien? Loca creo que es
tá la doña, vea usted esto mi patrón!...
Y se ríe, y extiende hacia un exportador el som
brero algo mal hecho, de paja barata, amarillenta.
—¿Quieres cinco reales? —termina, sarcástico—.
Gorra de guagua parece!
Sin chistar, la india recibe su sombrero.
No cedas —le dice, al pasar, la María grande—.
¡Párate en los dos sucres, sí vale! Ten paciencia.
La india la sonríe y sigue de sitio en sitio —hay
uno a cada diez pasos— perdiéndose en el gentío.
La María grande sube calle arriba, entre murmu
llos de simpatía, animando la feria. Llega hasta la
Catedral en construcción, donde la multitud se en
sancha en las dos plazas, con gritos y ruidos incesan
tes. Allí un enorme dominicano zamarrudo —se le ven
los calzones— ataca a paraguazos a un lego de otro
convento que se ha atrevido a pedir limosna en sus
dominios. Lo agarra por el cuello y como a un pelele
lo encierra en la portería del convento, vaciando, an
104 —
tes, el platillo de limosnas de la víctima en el suyo,
con la corona enrojecida —plato de ira.
La gente comenta a favor del dominicano:
—El, para la coronita de la Virgen recoge, el otro.. .
vieran!
Y, bajando la voz:
--¡Para trago!
—¡No diga!
—Cierto... Yo he visto, con estos ojos que se
han de hacer tierra: —“San Vicentito” —le dice al San
to del platillo, entrando en el estanco— "préstame
dos reales..Y él mismo agacha el platillo, para de
cir que el Santo dice “Bueno”. . . Y ¡tas!, ¡se traga, el
sinvergüenza!
105
—¡Dichosa! —gritan por ahí cerca.
Una tejedora se ha hallado cinco sucres. El billete
ha estado junto a un ladrillo, doblado y con tierra en
tre los pliegues.
—¡Pronto! “Póngase en papas!” —le dicen las que
la rodean—. ¡Dichosa!
La chola duda entre las papas y los gordos costa
les de maíz, de generosos bordes, enfilados a la iz
quierda.
—¡Pronto! Llorando le vi a una indiecita, no vaya
a haber sido de ella...
—¡No diga!... ¡Pero por qué pues, entre tanta
gente!
Se decide por el maíz y luego avanza, zigzagueando
entre los puestos de fruta.
Indios con papeles timbrados bajo el brazo, com
pran allí naranjas y plátanos para los abogados.
Cargadores haraposos deambulan con una soga al
hombro y un número de lata en el cintillo del sombrero.
La chola llega donde las vendedoras de paja que
esperan en hileras con los haces a sus plantas.
—¡Paja de Manglaralto!
—¡Del Jubones!
—¡Llegada ayer de Jipijapa! ¡Blanca, aumentadora!
Las tejedoras escogen cuidadosamente, revisando
las fibras.
La María grande tiene ya su haz bajo el brazo y
guía en la elección a las otras:
—Esta es dura, esa bien blanca está; no desper
dicie.
La india de las laderas de Turi se detiene, deslum
brada, ante los collares de las "pullmas". Ya ha ven
106 —
dido el sombrero y tiene el dinero fuertemente ama
rrado en una esquina del pañuelo.
—Vení, escogé, —le dicen —zheva añelinas, muz-
hos.
La india duda.
—¡Sorda está la doña!
—Y bocabierta...
Pasado el estupor, la india, sigue en busca de paja.
—Ven, ven —le dice la María grande— ¿ya ven
diste? ¿Cuánto?... ¡Uno cincuenta!... Bueno, pero
otra vez aprende: lleva mejor paja, teje falda .más an
cha cuatro dedos siquiera. Esta es buena.
Y le escoge un haz.
La guagua, siempre a las espaldas, juega con la ca
beza de la madre. Lleva la pequeña mano a las orejas,
a la boca y a ios aretes de lata, que semejan diminu
tos faroles.
—Alhaja... ¿Cómo se llama? —y le aprieta la me
jilla. Una tejedora exclama:
—¡Hele, seño María, lo que le pone fotografiando!
Y, cuando la chola se vuelve bruscamente, ya una
gringa flaca y alta, de anteojos, radiante de satisfac
ción, se aleja con el trípode, y más allá lo planta nue
vamente enfocando otra escena.
—Déjenle que halle gusto —dice la María grande.
Y añade—: Así me voy al extranjero, sin que me cues
te, y con paja y todo!
Indios de ponchos negros y de enormes sombreros
"Saraguros”, se detienen ante un mercachifle que
pregona milagros, de pie sobre una silla. Vende una
pomada que con sólo aplicarse —“arde un poco, eso
sí”— borra el dolor hasta los huesos.
107
—Se la toma en la punta de los dedos, se la mira...
y se la aplica, así...
Un muchacho está junto a él, con el brazo desnudo
hasta el codo, listo a servir de modelo. No bien siente
la mano del hombre en su muñeca, deja, a medias, de
jugar con otros que están a su lado y grita, volvién
dose, la frase aprendida:
—¡Arrarray! ¡arrarray! .. . ¡Oh! ¡Qué dolor! Mas...
¿Qué siento? ¡Oh! ¡qué alivio!”
Las gentes se miran entre sí, pues la frase no con
tiene expresiones usuales.
—¡Astaray! ¡debe decir, longo filático! ¡Astaray!...
Pero ya me pasa! —dice una chola— y ya está.
Y otra:
—No tiene la culpa, sino que el hombre que le en
seña es de Colombia, y llegado ayer nomás.
—Claro —sigue el mercachifle— quema un poqui-
tín como lo ha notado el infante, pero luego se siente
descender el cielo hasta el codo.
Una banda de música pasa, entonando un pasillo.
Sólo dos de los músicos no van uniformados, pero se
contonean, solemnes, como los otros. Sigue, calle a-
bajo, con las cornetas melladas, sonorísimas, y el
chico de la pomada se queda solo.
—¡Arrarray!, ¡arrarray! —exclama mecánicamen
te— ¡Oh!, ¡qué alivio!— Pero ya ni mira al Jefe, fijos
los ojos en los otros muchachos que se alejan en grupo
Junto al mercado Nuevo, aún el estrépito de los
bullicioso, detrás de la banda.
platillos se ahoga entre el ruido de la estación de ca
rros.
108 —
Camiones repletos llegan de Azogues y de los can
tones. Los pitos palpan, vibrando, las vidrieras de las
casas.
Revienta una llanta y la mano del ayudante gira
con los dedos en punta sobre la tapa del radiador que
borbota agua hirviente. “El Oso”, peluquero de indios,
aprovecha y recibe el chorro de agua en una taza de
abollado aluminio, con la brocha arrimada a su borde.
Entra, para salir después con grandes tijeras negras.
—¿Vas a hacerte el pelo? —les va preguntando a
los indios sentados en fila ante sus puertas.
—Sí —le contestan.
Y él:
—Ajá... ¡No vayan después a irse donde otro!
Y les corta el mechón de la coronilla, dejándolos
"asegurados”.
—¡Helao! ¡Helao e coco! —pregona un heladero
costeño en la esquina— ¡Heláoooooo!
Y cuando ve asomar al Atacocos, popularísimo
chiflado, añade, entre la risa del público:
—¡De coco y de Atacoco!
Este, que nunca ha dado un paso sin que la gente
lo moteje, soporta esta vez la alusión y pasa, gacha
la cabeza, las manos en los hombros. No dice nada,
pero se le adivina que va a estallar, y estalla, en efec
to, al simple contacto de la risa de un niño:
—¡Longo heladero! —le grita al chico, enfureci
do— ¡Heladero de la costa! Borregón de la mala cau
sa!
Y su gran voz retumba hasta la plaza, se une a la
algarabía de las verduleras, dos de las cuales se ha-
— 109
blan, frente a frente, con los brazos en jarras:
—¡Rabo caliente es la mitaya!
—¿Qué dice la bocona?
—Lo que dije .. . Con el rabo asentado debe estar
se, sin moverse!
—¡Yo sólo un marido tengo!
—¡Ve lo que dice! Y cómo se acerca a la candela
con ese rabo de paja . . . ¡Marido! ¿Marido es el To
rres? ¿Marido es el Jara? ¿Y el doctor de la Botica es
marido? ¿Y el mío es suyo? Con el pico cerrado yo es
tuviera con semejante rabo!
—Oiga ... (que pase esa chica bocabierta, muda
parece, para decirle). Y ahora que la inocente no me
oye ... ¡Ay!
La disputa termina con loca carrera de ambas con
tendoras.
Un toro suelto ha asomado, galopando, con res
tos de la soga rota en el cuello. Altos los cuernos, de
plomo al derretirse y la mirada roja. Pitan, adrede, los
choferes, y el animal se lanza calle arriba, poniendo
en fuga a los músicos y al multicolor cholerío.
—¡Torooo! grita, cerrándole el paso, un semina
rista valiente que después se hizo militar, y el ani
mal irrumpe en una tienda. Ve ante sí otro toro ... y
arremete, despedazándolo en el espejo que cae con
estruendo. La fiera está en la Peluquería del Oso. Este
se arroja, cuan ancho es, en plancha, a la recámara,
entre revuelo de tijeras. Un indio grita, perdido por el
color excitante de su poncho, y sale, saltando, semi-
rrasurado.
—¡Prefiero la muerte! —piensa en su escondite el
110 —
Oso, al oír la caída de otro espejo y sale y provoca al
toro desde la puerta de calle, con una corta toalla en
tre los brazos, a manera de capa.
—¡Quizha! (1) —grita.
111
III
112 —
—Empuja a tres muchachos que se han agarrado
a sus polleras.
—¡Tuviera como yo cuatro bocas! —añado la cho
la, con despecho—. Pero usted . . . ¡Jay! .. . con ese
lindo culito . . . ¡Otro gallo me cantara con semejante
culo!
Y mira hacia la esquina de abajo donde el hijo del
exportador ha llegado.
Un viejo pregunta por su hija.
—Allá queda la pobre —le contestan—. Sólo el de
ella ha vendido. Por el de usté se queda, demás grue
so ha tejido.
—¡Con qué ojos pues más finos, con qué ojos!
—dice el anciano.
Siguen llegando tejedoras. Diálogos de rabia, de
angustia. Primeramente en la calle, luego de puerta a
puerta. Al fin, se extinguen. Lejos, por el centro, suena
la sirena de las doce.
113
—¡A la botica, a la botica llévele! ¡Pobre mudito!
Lo llevó en efecto el del caballo a la botica, en
brazos, seguido de abigarrado grupo, y, de repente,
las voces crecieron: había hablado el niño mudo.
—¡Habló! Dijo “Ayau”. ¡Repite, repite!
Se formó un ancho grupo. En el centro, el hombre
no salía aún de su sorpresa, con el chico en sus bra
zos. Este había dejado de llorar, con la sien derecha
sangrante todavía, pero también él sorprendido, como
sin darse crédito.
—¡A ... yau! —repitió, a conciencia, despacio.
—¡Di otra cosita!
—¿Qué cosita?
—¡Hele! ... Ya contestó, ya sigue hablando!
El grupo creció más todavía y el chico siguió ha
blando, mientras el boticario, afanoso, excitado, le
ponía las vendas.
—¡No le apriete mucho, no sea que calle!
El señor cura que había llegado ya, miró hacia
arriba, hacia el Santuario:
—Milagro de María —afirmó, solemnemente.
—La que ha hecho el milagro es usted —le dijo
el hombre del caballo a la graciosa chola, que metía
en ese instante el busto en el círculo, con las trenzas
caídas entre los redondos senos.
A lo que rió ella, y contestó, muy zalamera:
—¿Qué dice el alumbramudos?
Se casaron. El hombre, joven intermediario en la
industria que apenas se iniciaba en ese entonces, vi
no con su mujer a Cuenca y se instaló en el barrio.
Murió en plena prosperidad, roto eso sí, el corazón
del pueblo en su pecho, trocado en dura arca de bille
114 —
tes. Naturalmente, su hijo es hoy una de las cajas
fuertes de la industria, hombre de cincuenta años.
Vive aún su madre, viejecita rugosa, con la eterna vi
sión de la Gruta de la Virgen de su tierra nativa. Y
con el corazón intacto.
— 115
El cholito —era el pajarero de la tierra de las tina
jas— se puso de pie, temblando.
—Ven acá —siguió la mujer—. Ya te enseñaré a
vivir entre cristianos!
Y de un zarpazo le despojó de las dos prendas
agrestes: el poncho y un sombrerito de lana bruta,
sin hilarse, flor de rebaño con que se abrigan los in
dios del páramo.
—¡Ahora vas a ver lo que hago!
—Y tomando poncho y sombrero por las puntas,
con asco, llevó al niño hacia el traspatio, a empellones.
En ese sitio ardía una hoguera devorando restos de
paja toquilla.
Al verla, el infeliz comprendió todo y se echó a
llorar.
La mujer lanzó las prendas al fuego. El poncho
cubrió las llamas que se salieron hambrientas por sus
flancos. Levantáronse, como para contemplar su pre
sa. Cabrillearon un instante. Tuvieron pena ... y se
apagaron.
Sobre el ponchito casi intacto se abrieron los ojos
del pajarero, triunfantes; mas, la cruel mujer, sacó
a lucir una caja de fósforos y se la entregó:
—¡Me mostrarás en cenizas poncho y sombrero,
he de ver!
El indiecito vacilaba.
—¿Entiendes? ¡Quema!
Y zarandeó al niño.
Este obedeció al fin, y pronto una gran llama, como
fiera que él mismo provocara, devoró aquellos últimos
recuerdos de su choza.
Lloraba cantando en quechua el pequeño indio,
116 —
mientras crecía el fuego: días antes de morir, su pa
dre le había comprado aquel ponchito, vendiendo el
borrego murungo y quemando carbón en los cerros.
“Taitas cá vivieran!”
—¡Miren al Jeremías! Ahora sí, a recoger la paja!
Y la patrona lo empujó hasta el primer patio.
—Ha de quedar limpio de pelo y paja como tu ca
beza y si no ... ¡Hoy vas a conocerme!
Silencioso, el niño se puso al trabajo, llevándose
al paladar, de tiempo en tiempo, con la lengua, las
lágrimas que le llegaban a la comisura de los labios.
* **
— 117
-» * *
118
—¡Cuidado se caigan! —les gritan sus mujeres—.
¡El cojo ha roto el foco!
Ahora casi no se ve, pero la ciudad está más clara.
Focos. Ventanas iluminadas y las torres, floridas
algunas como floripondios, con faroles dorados. So
lamente al centro, la gran .mole de la Catedral en
construcción se alza, opaca, pero aún así dominante,
con su alta cúpula inconclusa.
En la primera esquina iluminada, abajo, asoma la
ciega mendiga. Palpa el extremo del muro con la ma
no abierta y vacila.
—¡Corran! ¡No vaya a caerse, pobrecita! ¡Viene
sin el cojo!
Baja la Juana con dos compañeras más.
—¡Espere mama Luz, no ande! —le gritan—. Va
a caerse en la acequia.
En un instante están junto a la anciana.
—Y el chico ... ¿Qué se ha hecho?
—Creo que se ha huido, vidas ... Tempranito me
dejó en la plaza —sigue— diciéndome que espere,
y no le he vuelto a sentir. Verán que se ha ¡do a Gua
yaquil.
—No hable disparates, mama Luz.
—Sí... Desde el otro día estaba diciéndome: “Me
dir, me dir, ya estoy grande. De allí he de mandarle
plata, a que no pida”.
—No llore, mama Luz, cojeando ha de estar vol
viendo .. . ¡Cómo se ha de ir tan lejos! Camine ...
Y le guían.
—Hele ... con ios arrieros se van no más los chi
cos a la costa. ¿No son de Cuenca ustedes? ¿No sa
ben?
— 119
—Y de recuerdo ha dejado rompiendo el foco —di
ce la que va delante.
—¿Cuál foco? ...
—¡Mentira! —corrige la Juana y le hace señas a
la compañera— brillando está el foco en la esquina.
Van a pasar la acequia.
—No, no; —sigue la que hace de guía— más arriba
pasemos, aquí no se ve, allá la espuma está clarita.
Y siguen.
—¡Aquí, aquí! ... ¡Cuidado!
Alzan en peso a la ciega y ya están al otro lado.
—Todos los días hemos de hacer lo mismo; no
llore, ahora más plata le han de dar, viéndola sola.
—No crean, ya no dan; ahora todo es para los tai
tas curas. De soñar es en la plaza al oír como suena
la plata ... Chilín, chilín, cae en los platillos. A cada
rato vacían los montones en las bolsas: zhas ... oigo.
Y otra vez ya suenan. ¿Y la María chica, ha tejido?
Empezando estaba el sombrerito de la Virgen ... ¡Di
chosa!
—Ella ahora sí que está dichosa: ya vienen con las
cosechas los Argudo.
Y voltean la esquina, mientras en sus mentes, unas
ven a la María chica con la falda llena de maíz y trigo
y otras al ex-lazarillo, cojeando detrás de los arrieros,
por los cerros altísimos, rumbo al puerto.
* * *
120 —
De cuando en cuando pasa la madre afanosa. Abre
cuartos, prende luces, siempre con la guagua a las
espaldas.
Palmeras altas y delgadas con el tallo iluminado y
los penachos oscuros se alzan sobre los techos des
de tres ángulos del patio.
Llegan los indios que han madrugado con las car
gas. Entran jadeando, con los ponchos terciados.
—¿Y los patrones? —pregunta la chola.
—Ya mismo.
Y pasan hacia el segundo patio con bueyes, asnos
y delgados caballos, agobiados de carga.
—¡Fuera macetas!
La chola se planta ante las flores con los brazos
abiertos, y las bestias desfilan. Traen panela, trigo,
frutas y sacos cosidos en cuyos costados los granos
se dibujan, en duras burbujas, a millares.
—¡Lentejita! ... ¡Porotos!
La chola ayuda a descargar los sacos y los hijos
entreabren las secas hojas de plátano en que han
llegado envueltas las panelas.
Un arriero bebe agua en un jarro de lata. La pera
se le mueve como émbolo ante la luz del foco y la mi
rada atenta de una niña.
—¡Ya vienen! —grita un niño del barrio y mientras
sale la María hasta las puertas, él se escurre al otro
patio.
—¡Ya llegan! —confirma la chola, con entusiasmo.
Dos automóviles se han detenido ante las puertas.
Baja primeramente el hijo mayor y se detiene ante
la portezuela, con la mano extendida hacia el interior
del coche. Baja la madre y se mueven otras personas,
121
adentro, entre las sombras. En tanto, del otro carro
descienden el niño, dos muchachas y el padre, grueso
y cansado.
—¡María chica!
—¡Niños! —dice ésta, emocionada. Sus hijos la
rodean.
—Ya limpiecito está todo —sigue—. Llegaron las
cargas este rato.
—Miren los indios . .. Han caminado como tortu
gas.
—¡Qué delgadas! —dice el pelirrojo, mirando las
palmeras—. ¡Y el patio, qué pequeño!
En el salón ya iluminado se oye una voz:
—¿Este retrato no estaba a la derecha?
—Nadie ha entrado —le contestan.
El pelirrojo se llega al zaguán. Allí, sobre uno de
los muros, está una raya a lápiz con el dato: “Arturito,
agosto”. El chico se arrima al muro. Levanta después
la mano derecha, pasándola a ras de sus cabellos;
fija el índice en el muro, y, sin retirarlo después, se
da la vuelta.
—¡Dos dedos! —dice, mirando el punto en que
hinca la uña, sobre la raya. De pronto abre la boca.
El hijo del magnate está en la puerta.
—El señor Argudo .. . ¿Puedo verlo? —pregunta
y entra. Avanzan hacia el patio. Carmen está detrás
de los vidrios, arriba, y los mira.
—¡El hijo! —le dice el niño, en voz baja y añade
un gesto a sus palabras.
La muchacha desaparece un momento y vuelve
luego.
—Que suba —dice.
122
El mozo sube, como con toda la vidriera y la aris=
tócrata en los hombros y tropieza.
—Pase . . . Tome asiento —dice la muchacha, y
abre el salón vivamente iluminado—. Llamo a papá ya
mismo.
Y desaparece. El cañamazo se sienta al borde de
una butaca, sudoroso, con el sombrero importado
entre las manos. La luz brilla en los dorados marcos
de los espejos y salta, de repente, a los dientes de
oro.
— 123
IV
MILAGRO
Un foco sin pantalla alumbra el subterráneo, pén
dulo de ennegrecido alambre. La vieja india y su so
brino, —mozo esbelto, de poncho de hilo— y el doc
tor, su mujer y Diego, se movían bajo la luz rojiza, en
tre las tinajas.
El vinillo chorreaba en un balde y las damajuanas
exhalaban olor intenso a alcohol, al vaciarse en las
perras de caucho. Una estaba llena ya y la segunda
se colmaba en ese instante, entre las manos de la
madre de Diego. Entró una de las hijas y se quedó
mirando .. .
—¿Quién queda en la puerta de calle? —le pre
guntó la madre, alarmada.
—Julia —respondió la niña y se arrimó a una ti
naja. Tenía una muñeca rota entre los brazos.
—No hijita, anda tú que eres la más grande ...
Diego está ocupado. Si viene alguien, que hemos
salido a la calle. Y no te muevas de la puerta.
La niña obedeció.
—¡Ya! —dijo el sobrino de la india. Y alzando los
brazos ofreció su busto musculoso. Sobre los riñones
le colocaron la una perra y la otra en el estómago,
sujetándolas con larga faja de lana.
—Listo . . .
—No se nota . .. Andate, pero, en todo caso, de
haber peligro, debes arrojarlas. Son “el cuerpo del
delito” ... Y buena suerte! —terminó el doctor, con
una palmada en el hombro del mozo.
124 —
—No es primera vez ... —repuso éste, poniéndose
el poncho. Salió luego a la claridad seguido de todos.
Solamente la anciana se quedó junto al alambique;
probó el vinillo en la yema de! dedo, y arrojó un balde
de agua sobre las brasas. Después tomó una gran pa
lanca, semejante a remo, la hundió en una tinaja cer
cana a la de los incas, y comenzó a batir el mosto nue
vo, pensativa, con la mirada fija en la tierra.
125
Diego repitió el recado ante los padres.
—Bien —dijeron ambos, satisfechos.
-Nosotros —dijo la madre— vamos a salir; re
gresaremos después de una hora a lo sumo. Llévale
a la Guadalupe para que traiga la panela.
Diego se dirigió al subterráneo en busca de la india.
Ya tenía los billetes, muy apretados, en la mano.
—¡Guadalupe! —gritó—vamos, ven con una soga,
nos regalan panela!
Subió la india y se fueron. Alguien leía un libro
junto a las puertas de los Argudo. Es el hijo —pensó
Diego —el de los misterios de esa noche en la ha
cienda. ¿Qué cosa no me querría decir papá acerca
de él?
—¡Adiós! —le dijo el joven que estaba, como siem
pre, muy pálido—. Pronto vuelvo a verlo, ¿qué dice el
jovencito?
—Buenas tardes . .. ¿Aquí está su papá?
—Aquí está, pero en este instante no puede aten
derlo; dígame no más a mí lo que quiera, o espérele...
—No, a usted no más: me manda mi papá para
comprarles la panela que le habían ofrecido, vengo
con la india ...
—¡Ah! ... Sí, entren.
Se fueron al segundo patio, en cuyos corredores
las cargas de raspadura estaban amontonadas contra
los muros.
No me dijo que “no” al oirme “comprarles” . . .
¿Y ahora? —pensó Diego, angustiado, a tiempo
que Argudo ayudaba a la india a cargar uno de los
fardos.
—¿Cómo? ¡Qué le vamos a vender! —protestó el
126 —
joven, cuando Diego, agradeciéndole, le extendió los
billetes.
—No, no. Tome . .. —insistió el niño.
—Pero cómo ... ¡Sí les hemos regalado!
—Tome.
—¡Vaya! —Y Argudo movió la cabeza negativa
mente.
Diego lo miró por un instante, y otra vez, como si
alguien le tocase el codo, extendió el brazo. Maqui
nalmente, Argudo se apoderó de los billetes. El niño
palideció. Luego, casi sin despedirse, echó a andar,
seguido por la india. En la esquina, ésta le dijo:
—¡Usté tuvo la culpa!
Llegaron a la casa y se fueron derechamente al
subterráneo, sin reparar en las niñas, que jugaban en
el patio. Ya abajo, Diego se arrimó a la puerta y lloró.
—Calle —dijo la india, tratando de consolarlo—
su papá no le ha de hacer nada ...
—Por eso mismo ... De vergüenza . . . ¿Entiendes?
Y lloró más fuertemente.
Alguien abrió las puertas del traspatio en ese ins
tante.
—¡Escóndeme! —rogó Diego a la india—. ¡Llegan!
—¿Cómo? ¿Dónde?
Miró el niño hacia los ángulos, aturdido.
—¡En la tinaja! —dijo, por fin— y levantó los bra
zos al cuello de la vasija.
—¿En la tinaja?
—¡Está vacía, pronto!
Fue tan imperativo que la india lo tomó por los
codos y lo depositó suavemente al fondo del reci
piente.
— 127
Se abrió la portezuela, arriba, y asomaron las ca
bezas de las niñas.
—¿Y Diego? —preguntó la una.
—No puede salir —dijo la india— vayan a jugar
en el otro patio.
La portezuela volvió a cerrarse.
—¡Saiga, no han sido ellos! —susurró la india,
desde la boca de la tinaja.
—Si saliera me encontraría con ellos en el patio
—repuso el niño— llegarán después de un instante.
—Salga ...
Por toda contestación. Diego se acurrucó más aún.
La anciana, junto a la tinaja, no sabía qué hacerse.
Por fin, se acercó al fuego, pensativa, y así pasa
ron unos minutos. Los padres no llegaban. Pasó una
hora. Ya la voz del niño era tranquila y salía aleada
al eco, musical y profunda.
—Siga, siga —dijo la india.
—La capilla es granero. Los santos del altar tie
nen unos sombreros parecidos a los de los indiecitos
de la hacienda.
—Eso ya me dijo.
—No te dije; pero bueno, entonces no me caí del
caballo ni cuando se paró en dos, pero el otro era
mejor por la estrella blanca en la frente. El pajarero
no quería venir, casi hubo que amarrarle para traerle.
—¿Y los taitas? ¿Les había tragado la tierra? Sal
ga, salga.
—¡No me molestes!
Iba a salir la india cuando por fin la portezuela se
abrió y los padres entraron.
—¿Y? —preguntó el hombre.
128
La anciana extendió el brazo hacia la carga de pa
nela.
—¿Y Diego?
La india se alzó de hombros.
—¿Le recibirían el dinero? —siguió el hombre.
Volvió la india a levantar los hombros, y no le con
testó, dedicándose a batir el mosto.
—Y es muy buena —dijo la madre, tomando una
panela del fardo.
El hombre sopesó la carga, con muestras de gran
satisfacción.
—¿Qué se haría el chico? —dijo luego, preocu
pado.
Pero la anciana avivó el fuego, fingiendo no ha
berlo oído. Ni el menor ruido salía de la tinaja “de
los incas”.
—Seguramente salió en busca nuestra, entusias
mado —dijo la madre—. ¡Qué bueno es!
—¡Ah! . . . Pero tenemos que mimarlo: ha de su
frir mucho en su vida; es demasiado bueno. ¡Y con su
imaginación! ... Es un precoz. Y tenía a quien salir:
su abuelo, más o menos a su misma edad, le corregía
el latín al viejo Rendón. Antes era el latín ...
Y el hombre sacó el reloj.
—Bueno ... ¿Y qué se haría? —siguió, dirigién
dose a la india—. ¿No te dejó el dinero? Tengo que
entregarlo a las cinco. Anda búscalo.
La india salió.
* * *
129
na, pero sólo las solteras tejían; las demás remenda
ban la ropa de los hijos o se la hacían nueva, pues
faltaban dos días solamente para la apertura de las
escuelas.
De repente una voz surgió, abajo:
—¡Milagro!
Era la ciega mendiga.
—¡Por el sombrero de la María chica! —añadía,
con el rostro hacia la esquina, apegándose al muro—.
¿Dónde está ella?
Algunas tejedoras bajaron a su encuentro, y la pe
queña chola, emocionada, salió a las puertas de su
tienda.
—¿Qué dice?
—¡Milagro! Por usté.
Todas las puertas se llenaron de tejedoras, an
cianos y niños, a estas voces.
—¡Cuente pronto!
Casi en brazos la llevaron hasta los umbrales de
la puerta grande.
—Bien le dije a la María chica: “Por usté la Vir
gen ha de ayudar a todo el barrio!” —empezó la cie
ga—. Estando en la plaza oigo. Pasan unas cholitas
locas de gusto. “¿Qué dicen?" —digo—. “Desde ma
ñana —me contestan— se abren las escuelas con to
do para las guaguas: desayuno, fruta, ropa, libros,
maravillas!".
Llegaban más personas y pronto se formó una rue
da multicolor junto al agua.
—¡Milagro!
La ciega tomó aliento.
—¿Y la María chica? —preguntó.
130 —
—¡Aquí está, oyéndole está! Diga, diga.
La María chica, con el sombrero en botón entre las
manos se hizo presente:
—Diga . . .
—¿Ya no dije? ¿Les parece poco? .. .
—¡Ave María, mama Luz, tan novelera! —dijo la
María grande—. Creí al oír “milagro” que había vo
lado taita Obispo, eso, o que la Virgen había llorado
de nuevo en Quito.
Algunas, desilusionadas, regresaban a sus tiendas,
pero otras seguían:
—Yo le llevaré al mío a esa escuela mañana mis
mo .. . Pero qué, ni calzón tiene.
Y la madre puso ante sus ojos, sobre la ciudad,
los pequeños pantalones que cosía: la catedral entera
estoy viendo por el hueco —dijo.
La ciega se había sentado y les oía sin intervenir
nuevamente, muy cansada.
Una chola de pollera raída, exclamó, con un niño
en los brazos:
—¡A estito primerito!
—Demás chico es el guagua —le contestaron—.
No han de recibirle.
—¿Qué dicen? —repuso la madre—. Chico es, pero
una candelita de vivo, ya le quisieran otras que sólo
tienen mudos grandes ...
La María grande intervino nuevamente:
—Primero averigüen bien y no peleen —dijo—. No
creo yo en cosas del Gobierno ... Allá entre caballe
ros se reúnen y ofrecen maravillas; ofreciendo se pa
san de enero a enero, ¿pero cumplen? ...
—Cierto.
— 131
—Y sobre eso y lo que es más: han de creer que
nos estamos cayendo por un vaso de leche ...
—Bien dice.
Diego subía en ese instante y se acercó a la chola.
—Bueno —dijo por fin la María grande, mientras
se retiraba con el niño— que siga tejiendo el sombre
ro de la Virgen a que cumplan la oferta, y si cumplen
que dure. Milagro fuera que durara o que fuera cier
to. Callaré más bien.
Y se sentó con su amigo en el umbral de su tien
da.
—¿Qué le ha pasado? —dijo—¿Por qué ha llorado?
El niño le contó, a medias, su desgracia.
—¿Y por qué salió ese mismo rato de la tinaja?
—De vergüenza, me estaban alabando ...
—¿Y cómo es la tinaja? ¿Dónde está?
—Una tinaja ... Nada ... ¡No puedo contarte!
132 —
V
CUENTOS Y ZURCIDOS
En la colina, el verdor intenso de la campiña que
nunca afecta hondamente la sequía, se acentúa. Un
gran bamboleo de eucaliptos sube desde las últimas
casas hasta la cima distante, de suave declive. Arro
yos bulliciosos bajan hacia la ciudad, bordeando los
tanques del agua potable y antes de perderse en las
primeras calles, mueven molinos de gruesas ruedas
de piedra. La loma está remendada de quintas y pe
queñas parcelas, cosidas por las raíces de los euca
liptos. Cerca del barrio hay un alfalfar maduro, de
morados canteros, que por las noches se raya de lu
ciérnagas, y a su derecha un bosque, talado en parte,
con anchos troncos, bancos naturales, a cuyos bordes
hojas nuevas, casi blancas, retoñan sobre las huellas
de las hachas. El piso está mullido por suave capa de
serrín amarillo, café oscuro a trechos, ya antiguo. Y
hay también lugares junto a la X de palo de los ase
rraderos, donde la hierba ya asoma porque las teje
doras se llevan el polvo de madera a sus fogones. Pa
rejas enlazadas crúzanse, a veces, entre las ramas
nuevas.
La ciudad, abajo, se iluminaba, cuando la Juana
asomó, apresurada, por entre los troncos del bosque,
dirigiéndose al barrio. Venía encendida e inquieta, y
al llegar a la esquina, antes de voltearla, miró larga
mente hacia la colina. Luego se unió a otras tejedo
ras que nuevamente se habían acordado del nieto de
la ciega, al mirar el foco roto y que ahora acudían a
133
la tienda de la María grande. Ésta había tenido jaque
ca y no quería exponerse todavía al “sereno”, salien
do a los umbrales. Se había puesto emplastos de mor-
tiño en las sienes, cubriéndolos con pedazos redon
dos de hoja de higo y recibía a las amigas sentada en
una gran estera que cubría la mitad del piso de tierra
de la tienda. Un catre de madera con colchón de paja
y limpias cobijas remendadas, ocupaba uno de los án
gulos del cuarto. Sobre la cabecera una pequeña urna
de vidrio y lata con el Niño Dios de los “entregos” del
barrio; al pie, una mampara forrada de periódicos, con
tarjetas postales y un retrato, y en el ángulo opuesto
el fogón: tres piedras de río ennegrecidas, bajo halo
de negro de humo intenso que iba hasta las vigas del
tumbado.
Un foco prendido al extremo de un alambre erizado
de alas de mosca, sin pantalla, enviaba su luz amari
llenta, hasta la calle.
—Cerrarán, las rabonas, la puerta, no vaya a vol
verle la jaqueca.
Desde el filo de un cuero de chivo negro, tendido
al pie de la cama, la estera se extendía por el resto
del cuarto, bajo dos perchas hundidas por el peso
de paños, polleras y paja, poco más que a la altura
de una chola, sobre las cabezas de las visitantes ya
sentadas.
Lo más notorio entre los adornos de la mampara,
era un retrato de hombre joven, frente a la almohada
de la dueña, fijo en marco de nogal labrado. Tendría
veinte años el de la foto, era alto y delgado, de mi
rada limpia; llevaba traje de casimir y sombrero de
esterilla, arrimado éste al pecho sobre la mano tiesa,
con ese calambre propio de ciertas fotografías. Éra
Gerardo, el hijo único de la chola, emigrante de tres
cartas, fechadas, la una en Guayaquil, la otra en Bo-
livia y la del último año en Antofagasta. Precisamente,
a la derecha, a la izquierda y sobre el marco, estaban
tres tarjetas postales: la primera, con el Palacio Mu
nicipal del Puerto, junto al ancho Guayas; en la de la
izquierda se veía una alpaca de alto cuello y, al fondo,
las chimeneas humeantes de un asiento minero. Por
fin, en la que coronaba el marco, grúas oblicuas, jun
to al recto borde del muelle. Un barco enorme se acer
caba y marineros minúsculos estaban descolgando el
ancla desde la proa. Lejos se divisaban otros buques,
pequeños por la distancia y medio esfumados, corta
do el último en la mitad por el límite del enfoque. So
bre uno de los hombres de overol que se encontraba
más acá, bajo las grúas, había una X de tinta roja: se
ñalaba a Gerardo.
Una chola se puso de pie y elevando la aguja hacia
la luz, la enhebró certeramente.
—Oyendo y haciendo —dijo luego, mientras vol
vía a sentarse y tiraba de la blanca hebra, con las ye
mas de los dedos.
Ya había unas siete vecinas y la ciega y dos an
cianos, en torno a la gran chola, y varias estaban con
sús niños. Estos oían, con la boca entreabierta, sen
tados sobre las polleras de las tejedoras. A veces,
tenían que levantarse, muy a pesar suyo, para ofrecer
su busto o sus extremidades a las madres que les to
maban medidas, con la aguja en los labios.
—¡Quieto!
135
—No hable con la aguja en la boca, seño Luisa,
le ha de pasar lo que a la vendedorita de abajo! ...
Hele: se tragó la aguja ... ¡Ya es muerta!
¡Ya es muerta!
—¡Ave María, ni estando qué!
—Ya digo ...
—Aura que dice aguja —interrumpe la María chi
ca— seño María, ¿usted no tiene hilo negro?
—Sí creo tengo un poco.
Se levantó la chola y trajo de un baúl que estaba
bajo la cama una pequeña petaca llena de restos de
hilo, carretes y trozos de encaje.
—Busque y deje al lado —siguió la dueña, vol
viendo a sentarse—. La que necesite que coja.
------ ¡Pero no interrumpan! —protestó la Juana—.
¡Dejen que siga contando!
—Cierto ...
—Hele así es: —continúa la María grande— y la
vecina alegre tentándole, pero ella, vaya, de piedra.
“Seño Teresa —le decía la mala vecina— no ha de
volver su marido, en la costa al escoger hay mujeres
¿por qué es usted tontita? ... Aquí con ese lindo rabo
asentado, sin moverse y el ingrato ... ¿le agradece?
¡Padre mío! A mí, otro gallo me cantara con semejan
te rabo!” Pero ella ... de piedra. Y la mala vecina
queriendo hacerle coger aretes un día, grandotes, de
plata, hechos por el Jara, en nombre del otro ... y ella
tapándose las orejitas! Y sin tener ni para la plaza,
digan! Cuando en eso ... el marido vuelve.
—¡Dichosa!
—¡Ah! Pero cómo era ella pues! ¡Ave María!: en
el cielo ha de estar, con paño y todo.
136 —
—Y no los hombres, diga, ¡sinvergüenzas! —co
menta una chola fea, con un niño picado de viruelas
a sus faldas—. Ellos sí, cayéndose andan por enga
ñarle a una.
—¡Eso no es nada! —sigue la María grande—. Vie
ran el huallmico(l) de mi comadre de San Blas ...
—¡Cuente!
—¡Hele! ... se casa ia tontita con el sinvergüenza,
y vieran . .. nada! Al fin, con rabia ella le ha mandado
sacando de la tienda. “Andate, vago, huallmico" —le
ha dicho y él se ha ¡do, pero ella a los diez meses ya
con guagua. Y al otro año, otra. Y el vago ha asomado
un día. “¿De quién son ios guaguas?" ha preguntado.
“Tuyos” le ha contestado ella. “¿Míos?" ... Y a la
tarde le ha vendido al unito: “Sinvergüenza", le ha di
cho a la mujer (no quiero decir por las guaguas lo de
más que le dijo) al verle llorando: “¿No dijiste que
son míos?” y sigue llorando y haré la novedad en todo
el barrio”.
Y repitió la mala palabra.
—¡Vean esto!
—Y al otro año —sigue la María grande— otra
guagua y otra, la más grandecita, vendida ... No bien
pasaban unos meses, dicen que por la plaza le veían
al huallmico, espiando la barriga de la comadre.
—¡Con un palo de leña le hubiera esperado!
—Hele así es ... y un día, estando yéndome a San
Blas, le encuentro al huallmico. En ese rato yéndose
ha estado, a la carrera con la guagua. Ella llorando,
137
con batita colorada, y él de la manita arrastrándole.
“Sinvergüenza! —le dije—. ¡Dame la guagua!” y cogí
a la ¡nocente y donde la mama le llevé de nuevo. El,
vieran, cuando le quité, con el brazo tapándose la cara,
creyendo que iba yo a pegarle. “¿Qué crees —le dije—
que voy a ensuciarme? ... ¡Desaparece de mi vista!”
—¡Huallmico! ¿Y la comadre?
—Ella me recibió la guagua. Llorando había esta
do. “Cómo deja pues —le dije— comadre, que se lle
ve las guaguas el huallmico. Así sean de cualquiera,
quién sabe dónde irá a venderles ... ¡Ave María’’ Y
vieran —picara mismo era ella, alegre—: las guaguas,
unos eran blanquitos, otros morenos agraciados,
otros ... de correr al verles! Quién sabe con quién no
más la mama dormía, digan!
En ese momento, las puertas de la tienda se abrie
ron, y la narración se interrumpió. Un obrero barba
do, de sombrero de paja, entró a la tienda.
—Venga pues, venga, —le dijo la María grande—
entre, conversando estamos. Siéntese, no en el sue
lo! Y arrastró un banquillo que el hombre ocupó en
seguida.
La chola fea, mujer del recién llegado, se alzó de
hombros.
—Hele . .. ¡Otro huallmico! —dijo.
—¿Qué dices? ... ¿Yo . .. huallmico? —repuso el
hombre, riendo sonoramente.
—¿Ya encontraste trabajo siquiera?
—Espera ... Ya ha de llegar, todo el día camino.
—Sí, ya ha de hallar —le defiende la María chica
—Por ayudarle a su marido está así —le contesta
la fea—. Bien hubiera estado ganando!
La pequeña chola no responde.
—¿Y qué ha sabido del Manuel? —le pregunta el
hombre.
—Nada ...
—Ya ha de venir.
Y el obrero saca un papel estraza del bolsillo, lo
parte hábilmente, y lo llena de polvo de tabaco, lián
dolo después entre sus grandes dedos. Es alto él y
ancho de hombros, y algunas hebras blancas brillan
sobre sus sienes y en la negra barba. Pero ni pizca
de azufre hay en su rostro ni en sus cabellos.
Está sin trabajo porque cuando el “hombre herido’’
mató al cruel intermediario del Jefe, él declaró ante
el Juez a favor del homicida.
—¡No fumes tanto! —sigue su mujer—, ¡Huallmi-
co! ¡Quisiera que hubieras oído lo que contó la seño
María!
—¡Pero yo qué huallmico he de ser pues, diga us
ted, seño María grande! —dice el marido, calmada
mente, sonriendo, y se lleva las manos al decirlo, bru
ñidas de callos, a las barbas.
—Por decir, dice —le ayuda la María grande— ya
le ha de pasar la rabia a la vecina.
—Siga contando, seño María —ruegan otras— ¿y
diay?
—Diay nada, nimás el sinvergüenza, pero quién sa
be: ya no más asoma ...
—¿Dónde sabría andar el huallmico, mientras tanto?
—De veras, no, ¿dónde? ... ¡Quién sabe! —con
testa la chola, pensativa.
—¡Pico de oro usted tiene, seño María, cuente
otrito!
— 139
—Si no era cuento, cierto era.
—Un cuento, entonces.
—Vaya bueno: un día, hace cien años, cierto es
también, una noche mejor diré, la santa —la fundado
ra de las mañanitas— dicen que sola ha estado su
biendo por la calle oscura. Esa calle torcida, del Vado...
Los faroles apenas dizque alumbraban, vaya como
tizones apagándose, en ponderación . . . Cuando en
eso (ella linda dizque era, blanca y con el pelo bien
negro) cuando en la esquina más clara, un militar
enorme, con las charreteras como gallos peleando,
le ha visto y todo ha sido verle y correr a abrazarle,
con la capa extendida. “¡Deténte!” —ha gritado ella—
animal feroz, primero nació el Niño Dios antes que
vos!” Y vieran ... Ha quedado el militar con el brazo
extendido, pero tieso, paralizado.
—¿Y diay?
—Así ha quedado para siempre, sólo ya en el ataúd
le han enderezado . . . roto. Porque han tenido que
trozarle, vaya, como a leña, en ponderación. Y casi
no ha habido quien le troce. “Lo que taita Dios ha he
cho —habían dicho— no toquemos”.
—¡Ave María!
—Ahora que mama Luz cuente el farol —pidió la
Juana.
—Yo ya no valgo, vidas —contestó ésta.
—¡Cierto! —aprobó otra— vieran cómo cuenta el
farol! Viéndole parece que estuviera.
—¡Cómo no pues! —comentó la Juana— dentro
de ella ha de estar viéndole .. . ¿Acaso con ia almita
no se ve? ...
—Ya digo, ya no puedo.
140 —
—Bueno pues —siguió la joven chola— no quiere;
aura sí me voy . ..
—¿Tan pronto? ... ¿A quién estará viendo ella con
la almita?
—A nadie . . . pero anoche velé, tengo que dormir
un poquito.
—¡Dichosa! Ella no tiene que remendar calzones.
No se case, Juanita, no se case —dijo la fea, mi
rando a su marido. Este, muy tranquilo, había escu
chado la narración, riendo de vez en cuando.
Salió la Juana y cerró suavemente las puertas. En
ese momento, un chico picado de viruelas —hijo del
recién llegado— posaba ante su madre, con los brazos
en alto.
—¡Apure! —le decía.
—¡Callado, bocón! ¡Retrato de su taita!
—Y por añadir un gesto a sus palabras, la chola
desenhebró, la aguja.
—¡Hele! —exclamó, y se volvió hacia la luz.
Sin las manos de la madre en la cintura, al mucha
cho se le cayeron los calzones.
—¡Tatay! —gritó otro, con los ojos abiertos sobre
el desnudo amigo—, ¡Hasta eso ha sido zhuro! (1)
—¡Silencio! —dijo su madre— y le dio con los nu
dillos en la cabeza. Eso sí ves —añadió— porque es
malo! Pero de la guagua no te preocupas: dos veces
se cayó ahora!
—Ya callen, ya callen, ¡no interrumpan!
—Ahora de los pavos, seño María —pide el hijo de
— 141
la María chica. Y tose, se pone rojo. Tragándose la
saliva, con los ojos humedecidos, sigue:
—¡De los pavos de candela!
Y se sube hasta el brazo, como puño, la rueda que
le ha bajado a la muñeca.
—De cuidarle está al chico, vecina —dice la María
grande, moviendo la cabeza, mientras lo mira aten
tamente—. No vaya a pasarle lo que al hijo de otra
amiga mía.
—¿Qué pues?
Y la María chica se incorpora.
—¡Hele! ... Se hizo tísico ¿no supo?
—¡No diga! ¡Pero no pues el mío!
—¡Cuente! —dicen otras.
—Dios no quiera —empieza la chola—. Muy po
bre era la cholita, ya ciega estaba haciéndose, ya el
un ojo apenas conociendo, y los chicos ... una doce
na! Antes los más grandecitos ya le ayudaban, digan.
Cuando uno de ellos ha empezado a toser...
“Hágale ver, fulana, con un médico, le dije, mal
está el chico” . .. “¿Qué dice la bocona?” —me con
testó. Hele, y tuve que cerrar la boca. Cuando a los
ocho días, bañado en sangre el chico.
—¡No diga! ¡Pero no pues el mío!
—No, si no digo ... pero no hay que descuidarse...
y le voy a dar gusto al guagua, voy a contar los pavos.
Todas atienden nuevamente. Cuando cree no ser
visto, el niño se lleva la yema del dedo a la lengua y
la extiende luego, medroso, hacia la luz. Se alegra
al no ver sangre, y escucha, atentísimo, con la rueda
brillante entre las piernas.
—Hele así es .. . —dice la María grande, dirigién
142 —
dose al niño—■. Esto era frente a “Las Secretas", en
semejante calle, piensen, tan oscura. Frente al muro
no había como hoy día casas, sino cercas y, adentro,
bien adentro, entre unos árboles grandes, una casita
blanca, vaya como una monjita del frente, en ponde
ración.
—Y vería usted seño María a “Las Secretas”, para
decir eso —comenta una chola.
—Pero se sabe pues . .. Manto blanco se ponen,
hasta en la carita.
—¡No interrumpan!
—Hele así es —sigue la dueña de la tienda—. En
tonces ... Y en ella vivían unas beatitas. Pero nunca
salían, ni a la Iglesia. En la misma casa tenían todo:
Oratorio, misa, todo. Y no salían porque eran ... —ba
ja la voz —leprosas ... Y el santo señor, el señor Gon
zález Suárez (1) les iba a ver todos los días, les curaba
las llagas.
—¡Dios nos guarde!
—Hele así, y cuando él faltaba, porque tenía que
irse a cavar la tierra en los cerros, averiguando la vida
de los indios antiguos, dizque, a las doce de la noche,
esponjándose, una hilera de pavos rodeaban la casita.
“¡Caldo!”, “Caldo!” —gritando y el abanico del rabo
como rueda de candela ... Y cuentan que volaban a
las cercas y hasta que salían a la calle, en el silencio,
a esponjarse . .. Esponjándose han estado un día, digo
— 143
una media noche, echando chispas, cuando de conta-
dito ha quedado muerta de susto una cholita al ver
les ...
—¡No diga, Ave María! ¡Ponderación ha de ser!
—Cómo ha de ponderar pues el señor González
Suárez!
—¿Y él les vió?
—¡Sí! .. . ¡Sí! ... una noche, y que los pavos se apa
garon unos, quedándose de pavos comunes, y que
otros reventaron por los aires.
—¡Qué maravilla! —exclama Miguel— ¡otrito!
¡otrito!
—No pues sólo yo alguna otra que cuente, vaya
la seño Luisa, lo de los gigantes ... O don Ricardo,
algo.
—Yo no —dijo éste— oigo solamente.
—Entonces del santo sacerdote que se pasea sin
cabeza ... la seño Rosa.
—¡No vale! ¡No vale!
—Ahora que dicen pavos y de noche —empieza
otra—. ¡Vieran las maravillas que me cuenta un arrie
ro de Loja!
—¡Cuente!
—De Loja al Perú dizque llevan manadas de pavos,
por los caminos, de noche, para los pueblos ...
Que los arrieros que les llevan tienen un grito es
pecial para arriarles: “¡Caldo! ¡Caldo!” cuentan que
van gritando en las tinieblas, y los pavos andando, sin
perderse ...
—¿Y el cuento?
—Pero esto es cierto pues! No andan de día, por
que el sol les mata.
144 —
—¿Y entonces —dice un niño— lo de los pavos de
candela no es cierto?
—¡Tonto!
—¡Usted, don Ricardo, usted cuéntenos algo! —pi
den varias, pero ya su mujer ha empezado:
—Del idor a Guayaquil voy a contarles yo . . . Pe
ro mi marido qué! ... Ni para eso vale!: Dicen que
el otro era jorobado, con sólo el un ojo bueno, pero
que soñando se pasaba con irse a la Costa . . . Porque
hay gentes que se mueven por encontrar trabajo . . .
—y le mira al marido.
—¡No me molestes!
—¡Cálmese don Ricardo, cálmese! —interviene la
María grande.
—¡El cojo ha de venir rico de Guayaquil! —excla
ma el niño picado de viruelas—. Era valiente.
—Vos qué sabes . . . entrometido . .. ¡Hele! Ya le
hace recordar del chico a mama Luz.
La anciana ciega se ha puesto otra vez inconsola
ble al acordarse del nieto.
—Y ya me voy —dice, levantándose.
—¡No llore, mama Luz, disparate!
Algunas se levantan y le dejan hasta la puerta.
—Y vos, bocón, hablador, —le dice la madre al
niño— siquiera llévale hasta la tienda. Y hazle caer,
y vas a conocerme! ... ¡Hablador! ... ¡Abogado!
El niño obedece y se aleja con la ciega.
La madre y dos cholas más le miran alejarse. Ya
cerca de al tienda, el lazarillo empieza a fingir cojera.
—¡Pero véanle, véanle! —dice la madre—. Si de
matarle es! ... Que no me oiga mama Luz, pero el cojo
le dejó dañando.
— 145
—Intimos eran ... Antes no lo tentó para llevarle
a Guayaquil, diga.
Ya las otras cholas salen también, pues la luz ha
comenzado a titilar, rojiza.
—¡Adiós! ¿Ya nos vamos? ¿y el cuento?
—¡Qué cuento! A la seño María grande ya le es
tá volviendo la jaqueca y la luz va a apagarse.
Todos se despiden, recogiendo las ropas de los
hijos. El hombre lleva en brazos al último chico.
—Vaya, muchas gracias, lindo ha estado, hasta
mañana! ... Que no le duela la cabeza.
La chola deja hasta la puerta a las contertulias y
se encierra en su tienda. Las otras se retiran, con el
hombre.
—Vean, vean —dice una, en voz baja— la Juana...
De la colina baja la hermosa chola, con el paño
en la mano, en corpiño y con la una trenza abierta en
crespa cascada, sobre el pecho.
—¡Bien le dijimos! —sigue la que la vió antes que
las otras, ya en voz alta—. Seño Juana, a estas horas
de arriba! ...
—Hele, vidas! —contesta la joven, acercándose—.
En este instante subo al molino y ya bajo. ¿Prohibido
es eso?
—¡Dichosa! ...
Comienzan a cerrarse las puertas, cortando las des
pedidas, y pronto la calle queda desierta. Se oye, le
jano, un pito de policía. El molinero sube de la ciudad
bastante ebrio y pasa, rozando los muros.
—¿De mi molino viene? —le dice a un joven obrero
entre las sombras, y cuando éste se aleja, sin contes
tarle, grita:
146
—¡Viva Alfaro! —E inicia la subida, tambaleando.
Ya en su tienda, la María chica le da el seno a la
guagua, y les ordena acostarse a los chicos. Luego sale,
diciéndoles:
—Yo de la esquina no más vuelvo, cuidado que no
les encuentre acostados! Y vos, Miguel, ¿oíste bien lo
que dijo la seño María? Acuéstate prontito, no vayas a
resfriarte.
Y sale.
Los niños juegan unos momentos con la rueda, y
después se acuestan. Miguel está pensativo.
—¡Revuélvanse! —les dice a los hermanos—. Ya,
revuélvanse, duerman.
Pero él no hace lo mismo, sino que, incorporán
dose en su lecho, mira el foco de luz amarillenta que
cuelga sobre el banquillo de trabajo de la madre, aho
ra vacío. Luego salta del lecho y se arrima en puntillas
a las puertas de la tienda. Y como si el ángel le pu
siera el a'a impoluta ante los iabios, tose, tose, en la
palma de la mano, y luego la observa, atentísimo,
acercándola más aún hacia la luz.
—No hay sangre —piensa después, con alegría—
solamente saliva .. .
Y acercándose al lecho le toca el hombro al her
mano menor.
—Siéntate —le dice—. ¡Repite!
Y la oración del Angel de la Guarda vuela de boca
en boca.
£47
VI
EN LAS PUERTAS
Un grupo negro —dos filas cara a cara, rayadas
de blanco a la altura de los cuellos— va y vuelve del
un extremo al otro del largo corredor de la escuela.
Los de la una hilera caminan hacia atrás, mientras
avanzan los otros normalmente, y cuando llegan al
extremo, los papeles se invierten.
El edificio de ladrillo de la escuela de los Herma
nos Cristianos —cien metros de frente, dos grandes
pisos y patio rectangular donde .mil niños juegan en
tre clase y clase— se ve nítidamente, aunque en pe
queño, desde el barrio. Ahora los hermanos se pasean
en el corredor que cae sobre el patio.
—Vean, vean ...
Avanza el grupo diminuto, detrás de los pilaies,
junto al blanco muro, como sobre la plataforma ro
dante lentamente empujada. Y, a la vez, desde el co
rredor, se debe de ver el barrio —tal que con binóculo
al revés— como un solo haz de paja al pie de la colina.
Los hermanos siguen, conversando en francés,
mientras la Historia Sagrada, fija a lo largo del muro
en serie de cuadros, recomienza a cada vuelta. Prin
cipia al un extremo y no termina en el otro sino que
sigue por las escaleras, las clases, los salones y ter
minará probablemente en los aposentos interiores.
Al frente, Absalón cuelga de sus propios cabellos en
rama retorcida, mientras su mulo sigue, velozmente,
con la silla vacía. Más allá, sobre una puerta, Caín,
de un oscuro color sepia, menea la mandíbula del as
148 —
no. Un reloj de pesas se levanta a su derecha, frente
a la pequeña campana abierta entre dos pilares.
Sube un hermano las escaleras, mira el reloj y se
dirige a la campana y la toca.
—Vean, vean, vean ...
El grupo de paseantes se deshace en garabatos
que semejan diligentes hormigas y se pierden por las
puertas. Luego, nubes de niños suben, y van desapa
reciendo, a su vez, en las abiertas aulas.
—¡Ya entran!
Arriba, en el barrio, los niños, bien peinados, con
los trajes limpios, esperan a sus madres, siempre mi
rando lo que pasa en la escuela.
Bajaron ya algunos con las cholas, muy temprano,
pero encontraron mucha gente en las puertas, y con
vinieron, todos, en regresar por la tarde.
El barrio entero, aun su distante extremo, ya en
San José, donde comienza la carretera que parte ha
cia Quito, se preparaba.
Los chicos no cabían en sí de impaciencia. Y tam
bién de angustia, pensando en la escuela, y las ma
dres habían almidonado los flecos de sus paños y se
habían puesto sus mejores polleras. El foco roto bri
llaba como nunca, con sol en sus aristas. Algunas
cholas lavaban otra vez las caras a los chicos:
—¡Si sigues dando gritos te bañaré enterito! Para
qué te ensucias ... ¡Espantajo!
Se les mojaban los pies en el filo de la acequia.
—¡Apuren!
Muchas esperaban en la esquina, con los niños
prontos a su lado.
Por fin, partieron.
— 149
—Más chico creo que ha amanecido el mío ...
¡adrede parece! —decía la madre de la “Candelita”,
niño no todavía en edad de entrar a la escuela.
—¡No llores! —rogaba, consolándolo.
Y era que por primera vez se negaba a llevarlo
en brazos hasta el centro.
—Si le amarco —disculpábase— han de creer que
todavía mama ... Hele ... ¡Y no han de recibirle!
El chico iba pues andando, con el pequeño puño
prendido en la gran comba de la pollera de la madre.
En la calle de abajo se encontraron con otro grupo
de cholas y niños.
—¿Allá se van?
—Vamos, vamos toditas.
Siguen por media calle.
—Ese guagua .. . ¡tan guagua! —comenta una de
las recién llegadas, indicando al demasiado niño.
La madre le contesta con su disculpa favorita:
—Si usté le oyera ... ¡Es una candelita de vivo!
Pero cuando oprime, al decirlo, las mejillas de su
hijo, parece darle la razón a la otra, pues añade, re
firiéndose a un muchacho ya crecido que va a la ca
beza del grupo:
—Y no el suyo, seño Regina, más grande se ha
hecho anoche—. ¡Qué suerte!
—¡Guagua es todavía! —lo defiende, a su vez, su
madre—. Por tanto que corre con los periódicos no
más es que se ha alargado ... Pero guagua es, ya
digo.
Y otras, incrédulas:
—Que hable para oírle, ronco es ya.
150 —
—Que no hable, diga, cuando el querido Hermanó
le examine ...
Sube el muchacho a la acera, de un salto.
—¡Ave María! ¡No saltes! —grita la madre—. Bien
dicen las boconas: ¡mudo grande! Siquiera despacio
anda . . . Vas a llegar en hilachas a la escuela!
Riéndose todavía pregunta una:
—Lindo el calzón del guagua suyo, seño Rosa ¿de
qué hizo?
—Del overol viejo, —responde ésta— tres salieron
¿no ve? Mis otros dos chicos también están así.
La seño María grande les hizo a los doscitos, el
otro yo misma.
Buena idea, muy nuevo es el overol de mi marido...
Pero ... sí estaban yéndose mis ojos, sí pensé ...
—Vea, vea, el de la seño María chica, con calzón
de terciopelo, regalado por los Argudo . . .
—¡Hecho bien! —contesta la pequeña chola, que
ha oído—. Y usté con gana ...
—¡Padre mío! ... pero callaré más bien ...
—¡Ya callen, no peleen!
Dos cuadras más abajo asoma el enorme edificio.
Señoras de la ciudad, cholas de otros barrios, da
mas elegantes, indios, desfilan por sus aceras, hacia
la enorme puerta, con los hijos.
“La candelita” empieza a llorar, pues su madre,
que le había llevado en brazos un buen trecho, ha
vuelto a dejarlo en la calle, por la proximidad de la
escuela.
—¡Adelanta!
El chico se encapricha, y llora nuevamente.
—Calla, tontito —le dice, entonces, la madre, sin
— 151
saber cómo solucionar eí problema. Y, de pronto, sU
rostro se ilumina:
—¡Vaya, montadito ándate, a caballo!
Y recoge un carrizo del zaguán de una casa.
—¡Monta, monta! —dice, poniendo la cañabrava
entre las piernas de la guagua— ¡lindo caballo!
El niño se reanima.
—¡Con riendas! —sigue la madre, entusiasmada
por el éxito—. Y del fleco del paño arranca unos hilos
que ata después a la caña.
—¡Coge! Coge! Adelanta!
El chico se pone a la cabeza del grupo, ágiles los
pies descalzos, imitando el braceo de los caballos de
raza, mientras levanta polvo el extremo del carrizo,
arrastrándose entre las piedras.
Así, todo el grupo anda más rápidamente y llegan
por fin ante el Instituto . . . Las grandes puertas es
tán abiertas de par en par; pero, diez pasos más aden
tro, un portón de verjas detiene a la gente, y el es
pacio intermedio está atestado.
—¡En orden! —clama un lego—. Primero los que
llegaron primero.
Pero entreabre las puertas cuando ve damas ele
gantes. Estas aprovechan en seguida, asegurándose
las boas en los hombros, con rubios niños de figu
rín, asidos a las carteras o a las enjoyadas manos ...
Gordos padres de familia consuelan a sus hijos:
—¡No llores! Tendrás medallas de oro . . . ¡Serás
el monitor! Dan caramelos, estampas. Calla. Caila.
Y fingen voz de madre. Otros se sacan el reloj del
bolsillo y lo colocan en la oreja a los chicos.
—¿Oyes?
152 —
—¡Destápale! —pide un niño.
Y el padre le complace dejando al descubierto an
te sus ojos las atareadas ruedeciilas.
Ciertos sirvientes, generalmente indiecitos arran
cados de sus chozas en vacaciones, que los patrones
llevan a la escuela juntamente con sus hijos, están
cerca de éstos, temblorosos, con la angustia abraza
da a sus cuellos.
Allí está el magnate, en los corredores de adentro,
con su pequeño hijo y el pajarero. Asombrado éste
ante los centenares de niños que ya juegan en el pa
tio. Le han rasurado parejamente los cabellos, aunque
más al rape, y lleva un traje de casinete de los que se
venden hechos en el mercado de San Francisco. Ya
tiene rodilleras.
Cuando un hermano avanza, el hijo se aterra a la
chaqueta de su padre, temblando.
—¿De qué te asustas? —le dice éste.
También el pajarero quisiera protección e invo
luntariamente lleva su mano a la chaqueta del amo.
—Los hermanitos son más buenos que las monjas!
—dice el padre, riéndose ante los dos niños.
Se va despejando la entrada y las cholas avanzan.
—¡Ya .mismo! —les dice el lego.
Llega un militar muy alto con un niño de la mano
vestido de marinero, y un pequeño negrito que se aga
rra y no a la larga espada del Jefe.
—Señor Jefe de zona, pase! —dice el lego, abrien
do en seguida las puertas.
Las cholas se apegan a las rejas. Centenares de
niños juegan en el patio.
— 153
—¡Pasaron! —exclama la María chica, y alza a su
hijo hasta las verjas.
Diego y el último Argudo habían cruzado, veloces,
por entre los pilares.
La chola permanece atenta. Ahora otros dos niños
avanzan. El uno es descalzo y el otro elegante, con al
bo sobrecuello.
Ambos estudian. Llevan el libro abierto entre las
manos. Lo leen y alzan luego la cabeza, repitiendo en
voz alta lo leído.
—Nabucodono, Nabucodono, Nabucodono ... sor,
sor ... sor —repite el uno.
—¿Recién allí? —le dice el otro, jactancioso. —Yo
ya estoy en “fue a Babilonia”.
—A ver...
—Verás: Nabucodonosor que había ... había ...
—No puedes ... ¡Alabancioso!
—Bueno, una corregidita.
El otro mira el libro:
—“Había visto” —corrige—, y espera.
—Ah! ... “Había visto ..
Y llega a Babilonia, sin tropiezo.
—¿Lo has oído? —dice luego, triunfante.
—En cambio yo ya sé la prueba de la suma.
—Fuuuuu .. . ¡Aura eso! Con la Historia Sagrada
se va uno rectito al cielo.
—Bueno, déjame estudiar.
Y sigue:
—Que había, que había, que había ...
Lee un momento. Alza después la cabeza, y, con
la vista fija en el tumbado, repite, repite una palabra
y vuelve al libro.
154 —
Las cholas lo miran entre admiradas y burlonas.
—¡Parece gallina tomando agua! —dice una.
Y otra:
—Vean, vean, más arriba ...
En un cuadro, Moisés, con rayos en la frente, rom
pe contra una roca las Tablas de la Ley, mientras,
abajo, en el valle, una compacta multitud adora a!
becerro de oro. Este es rechoncho como un cochini
llo y está en alto pedestal, sobre los hombres.
—¡El becerrito!
—¡Becerro, diga! —corrige el lego— por él nos
condenamos.
Un enorme Hermano rubio sale a las puertas de la
sala de recibo:
—¡Señor Oñate! —dice, con acento afrancesado—.
Pase.
El cañamazo entra, con el hijo y seguido por el
pajarero.
Luego, ante una gran mesa cubierta de libros ma
nuscritos, el cañamazo y el Superior departieron.
—Le traigo a mi último —dijo aquél—. Quizás se
aplique, es muy inquieto! Si hace travesuras, me
avisa ...
—Muy bien. ¿Cómo te llamas? —preguntó, diri
giéndose al niño.
—¿Yo? . .. Luis —dijo el chico, haciéndose alfe
ñique.
—Que seas como ese ...
Y, quitándose el solideo, el Hermano indicó en un
óleo a San Juan Bautista de la Salle, cuyo rabá seme
jaba una limpia hoja de cuaderno.
155
—¿Y este otro? —continuó el Director, aludiendo
al cholito.
—¡Ah! —contestó el hombre—. Me lo regaló el se
ñor Argudo, es de las alturas de Paute. Le traigo ahora
para que acompañe al chico. Quizá aprenda siquiera a
escribir su nombre . . . Duros son . . . Pero dele ... La
letra con sangre entra.
—No, no, aquí se los trata como a ángeles . . .
Y el Hermano puso su mano en la desnuda cabeza
del niño.
—¿Cómo te llamas?
—Manuel .. .
—¿Qué más?
—Cuzco —completó el patrón.
—Manuel Cuzco. —Y el Hermano apuntó los nom
bres en el libro. Después llamó a un alumno crecido
y |o envió con ambos niños hacia adentro. En seguida
acudieron otros que en la ciudad eran amigos del no
vato y lo mezclaron en sus juegos. El pajarero quedó
solo. Aturdido en esa algarabía tan extraña a él, co
menzó a buscar un sitio retirado; pero, antes de en
contrarlo, cayó en manos de muchachos fizgones, que
empezaron a silbarle y a golpearle con los nudillos en
la cabeza.
—¡Cocolo, Cocolo! ¡Cholo cocolo!
Acurrucada la víctima cubría con sus brazos la
desnudez de calabaza de su cráneo. Sólo le dejaron
cuando le vieron venir al Inspector que le traía de la
oreja, casi en el aire, a un chico pecoso.
En tanto, las puertas se habían entreabierto y des
filaban las cholas con sus chicos. Pronto la Dirección
estuvo atestada.
156 —
—¡En orden, en orden, salgan! ¡Les llamaré por
turno!
Y sólo dos se quedaron adentro. Cuando salieron
éstas, pasó otra pareja.
—¡Tan grande! —exclamó el Hermano viendo al
niño—. ¡Qué descuido!
—Porque corre con los periódicos, Hermanito .. .
—respondió la madre— está tan grande.
—Bueno, pues.
Y aceptó al niño. También al otro, que era el chico
picado de viruelas.
—¡Esa vacuna! —dijo el Hermano, cuando salían
las madres—. Repito: ¡Qué descuido!
Pasó la madre de “la candelita”
—¡Oh! ... ¡Ni para qué señora, demasiado niño!
—Hermanito... ¡Recíbale! ¡Es una candelita de
vivo!
—No escucho, no escucho, que adelante otra.
Ya estaba en la puerta la María chica, con dos hi
jos. La rechazada pasó por su lado, murmurando.
El Hermano pareció recordar algo y abrió un ca
jón de la mesa. Después sacó un cuaderno. Espere
—le dijo a la María chica. Y comenzó a escribir en
una hoja, deteniéndose a cada instante, pensativo.
La chola, en tanto, con los hijos pegados a sus po
lleras, esperaba. Y como el Hermano seguía escri
biendo, sin reparar en ella, su tensión nerviosa dis
minuyó y la madre levantó el rostro hacia los cuadros.
¡Dichosa! —pensó, viendo a una santa rodeada de
ángeles. Y luego: vean, vean, —les dijo a sus hijos,
elevando su índice hacia otro cuadro. En éste, Salo
món, entronado, meditaba, mientras un sayón, pen
157
diente de los labios del Sabio, con la espada lista en
la una mano, suspendía con la otra, por los pies, ca
beza abajo, a un hermoso niño. Dos mujeres presen
ciaban la escena: la una muy tranquila y satisfecha,
y la otra como enloquecida, a punto de abalanzarse
sobre el soldado.
De repente, el Director golpeó la mesa. ¿Y éstos?
—preguntó luego, refiriéndose a los niños de carne
y hueso.
—¡Ambos, Hermanito! —contestó la María chica,
reaccionando y acercándose al escritorio.
Los niños, en tanto, no sabían qué hacerse, y se
agarraban, medrosos, a las patas de la mesa.
—¡No toquen! —dijo la madre, alejándolos del
mueble.
El Hermano, miró fijamente al mayor.
—¡Qué flaco! —exclamó por fin.
El niño se ruborizó. Se tragaba la saliva, mientras
un lento comezón le subía por la tráquea, como mi
llar de hormigas. Y, de repente, tosió. Aferrado a la
pata de la mesa, tosió, desgarradoramente.
—¡Señora!
—Se ha resfriado, Hermanito .. . Madrugamos.
Ahora el niño se calmaba. Avergonzado, no se atre
vía a levantar el rostro y lo volvió hacia un ángulo
de la pieza. Creyó verie a su ángel, aturdido también,
golpeándose en las paredes. De pronto, el niño se
sobresaltó más aún, y cubrió con el pie desnudo una
mancha sanguinolenta en el piso.
—¡No puedo! —exclamó el Hermano—. Certifica
do médico. Regrese con certificado .. .
—Hermanito . . .
158 —
—Pero déjele al otro. A éste sí. En cuanto . .. Vuel
va mañana con certificado.
Y tocó un timbre. Y cuando asomó el portero le
dijo algo al oído. La chola salió dejando sólo a uno de
sus hijos.
Las compañeras le cerraron el paso.
—¿Qué dice? —le preguntaron.
—Que vuelva mañana. Hasta mañana . ..
Hablaba aturdida, sin mirarles de frente.
—Espere, espere, para regresarnos juntas —le
dijeron.
Se apegó a un pilar y esperó. No le decía nada a
su hijo, ni éste la miraba. Cuando sus ojos se toparon,
la madre pensó para sí: ¡Tontito! . . . ¡Cómo ha c'e ir
a toser allí mismo!
El niño ocultó el rostro en las polleras y lloró.
—Calla, calla, mañana hemos de venir de nuevo.
El llanto lo alivió, y el niño miró el hermoso patio,
ahora desierto.
—Mañana —pensó. Y se le fue la sensación de va
cío del estómago, y un bienestar profundo le subió
suavemente por donde se le vinieron las hormigas;
mas volviéndolo leve, elevándolo. Nuevamente el án
gel, tranquilo esta vez, se alzó sobre sus hombros, con
las alas abiertas. Desde un cuadro, Jehová lo miraba,
escondido en una nube, como detrás de enorme pie
dra blanca. El patio resplandecía al sol, con pilas de
agua clara y barras pintadas y argollas.
—Mañana . ..
Y Miguel se vio a sí mismo detrás de su rueda,
corriendo de un extremo a otro, entre mil niños.
Pero salieron las otras cholas, y un olor intenso a
— 159
creso llenó el aire, y el lechoso líquido corrió entre
los ladrillos.
—Desde mañana dan leche —dijo alguien. Ya des
filaban por el portón entreabierto. Detrás iba la María
chica con el hijo. Cuando éste pasó, las puertas se
cerraron, duramente.
El niño volvió la cabeza, sobresaltado.
—¡El ángel se quedó adentro! —gritó, tratando de
volverse.
Lo veía, con el ala ensangrentada presa en la jun
tura de las puertas.
—¿Qué ángel? —dijeron las cholas, agrupándose.
La María chica no respondió, y tomó al hijo de la
mano. Lloraba el pequeño tísico, sin resolverse a se
guirla aferrado a las verjas. Salió solamente cuando
le obligaron, por la fuerza, y no dejaba,, al andar, de
volver la cabeza, desolado, ahora más que nunca, ya
sin ángel.
En la esquina esperaba la madre de la Candelita.
Ya le llevaba en brazos a su hijo.
160 —
III
EXODO
ORO
—161
La muda había agarrado una gran piedra y avan
zaba, babeando, a grandes pasos, contra los niños.
Corrieron éstos y, de pronto, el uno se sintió pre
so: lo había atrapado su madre, con el paño.
—¡Dañado! —le decía—. Las medallas cantando y
vos molestándole a la muda! Aprende en el hijo de la
vecina. Ya tres semanas seguidas viene con medalla.
Reía la muda, lentamente, al ver cómo la chola
castigaba al hijo. Por fin el niño logró escaparse y se
alejó llorando, rumbo a la escuela.
El otro lo esperaba en la esquina.
—¡Amiguero! —gritó todavía la madre—. ¡Pero
verás lo que te hago, cuando regreses a la tienda!
Y siguió hasta el barrio con la otra chola.
Y el taita ... —iba diciéndole—. ¿Cree que se preo
cupa? ... ¡Hele! Aura tejiendo sombrero! Hombre
que ganaba diez sucres ... Toda la paja quiebra en
los dedotes ... ¡Huallmico!
—Ya ha de encontrar trabajo.
—¿Acaso busca?... Por el tal marido de la María
chica —siguió, al ver a Miguel en la esquina.
Jugaba el niño con su rueda, y al reparar en las
cholas, hizo rodar el juguete hasta el guardapolvo de
sus polleras, mienttras gritaba:
—¡Les pisa! ¡Cuidado!
—¡No molestes! ¡Vos del ángel preocúpate! —le
dijo la chola agria.
Y la otra sonriente:
—Arréglale las alas, dale agüita ...
—¡No le haga chistes! —siguió la otra, y añadió,
en voz más baja: ¡Angel, ángel! ... Los gallinazos es
que va a ver... y pronto.
162 —
—¡No diga!
—Hele . .. Pero mejor callar, hasta mañana ...
Y separándose de la amiga, se encaró con el marido
que en ese instante tejía un sombrero, arrimado a la
puerta.
* * -X-
— 163
—Vengan, vengan —dijo Argudo y se dirigió a su
despacho, seguido de todos.
—Primero el uno; tú, Torres —siguió el amo, alu
diendo al mayoral “de abajo”, al ver que los recién
llegados iban a hablar a un mismo tiempo.
—Patrón, comenzó el chagra —yo no tengo la cul
pa: como le dije en la carta ...
—En la carta no me decías todo —le interrumpió
Argudo.
—Yo, sí, patrón —exclamó el otro esbirro.
—Bueno, sigue.. . Torres.
Los indios escuchaban, pendientes de los mayo
rales.
Argudo, el hijo, jugaba con un lápiz, observándo
los.
—Es que creía al principio —siguió el chagra—
que sólo se estaban yendo al trabajo de la carretera.
Tres agarré allí, uno es éste —señalaba a uno de los
indios—. Los otros dos ya están en la hacienda.
Todos miraron por un instante al indio, que bajó
la cabeza al sentirse acusado.
—También creí al principio, que se estaban yendo
a la Costa, como los otros años —siguió el chagra—.
Le agarré al cojo del pueblo, al mordido de la culebra
y le llevé a la hacienda. “Vean”, —les dije—, reunién
doles a los indios—. “Por idor a la costa está sin pata”.
Les ponderé los males, y ellos . .., ¡riéndose! Esto ha
ce un mes. Después ya supe, porque... quisiera que
vea patrón! Ya no queda gente, ni en el pueblo, ni en
ninguna parte. Los que venían con tablas ... media
vuelta y al Oriente. Bateas en lugar de tablas ... y al
Oriente. Ríos de gente, río abajo, es de pararse a ver
164'
en eí camino. Oro, oro, no se oye otra cosa. Entonces
le escribí a usté. Ha sido de repente, como nunca se
ha visto. Siempre habido minas, mineros también ha
bido, pero ahora! Venden lo que no tienen y se van.
Taita cura va hacerse loco. La banda de música en la
mitad ha quedado, y hasta el Sacristán se ha ¡do. Pa
san hasta gringos, indios que no tienen para nada, se
enganchan. Como peones se enganchan. A diez su
cres les pagan. No es sólo en la hacienda de usté, pa
trón: a otros dueños ¡es veo, al paso, trabajando en
chaleco ... no hay brazos.
—¡Y la caña madura! —interrumpió Argudo—. ¡Y
vos callado!
—¡Patrón, pero qué más hubiera dicho! Y ha sido,
ya digo, de repente. Y no sólo en nuestra hacienda ...
Ya ve . . . hasta en Cuenca ... En el Descanso nos en
cuentra la gente como hormigas.
—-¿Cuántos indios quedan?
—Vergüenza me da, patrón, no sé . ..
—¿Serán cincuenta?
—Patrón .. . Pero las mujeres y los hijos están ba
jando al trabajo. Ayer me vino una con el cuento ...
—Ahora tú, Urdíales, —ordenó el amo, sin dejarle
concluir al otro— tú, pero no me vengas con disculpas
tontas como Torres.
El chagra se apresuró a informar. —Yo, patrón —co
menzó, dando un paso adelante— tal como le dije, en
seguida, en la carta. Agarré a uno cuando me di cuen
ta de que estaban faltando. “Ahora me dices —le di
je— o te mato”. “¿A dónde se están yendo? ¿Cierto
que se van a lavar oro?” (Yo ya sabía, pero quise que
me diga ...) Y el indio, de piedra, sin contestarme na
— 165
da. Le agarré y con el toro padrote le uncí como paré
el arado: “¿No hablas?” ... ¡El indio, de piedra! Hun
dí la reja y le chicotié al toro ... Como gavilán iba el
mitayo por el aire, amarradote al yugo. “¿Hablas?”
—le pregunté. Ya estaba un santo: él también había
estado yendo a irse de mañanita. Soltó todo. Amarra
do le dejé y subí a las lomas. Las chozas ... Como dice
don Torres, de la noche a la mañana, indias y guaguas
han quedado. Tres he podido atajar, ya en la montaña.
Están inconocibles: se ríen cuando uno les pega. Ha
blan sin que uno les oiga. No sé que dicen y cuando
uno acuerda ... ellos pasando la cordillera. Pida, pa
trón, tropa al Gobierno ... ¡Cómo ha de ser!
—¿Cuántos quedan?
—Serán ... ¿Cuántos serán? —le preguntó a uno
de los peones.
—Quince, amo —contestó éste.
Todos se volvieron hacia los indios.
# * *
166 —
Y a cada grito el lacerado corazón de pueblo latía
hacia la selva. Las tejedoras ponían el pensamiento
en los ríos lejanos, mientras sus ojos enrojecían so
bre la paja. Paraban la rueda de la máquina las costu
reras, con la vista perdida ...
—¡Oro!
Los pueblos se desmadejaron en los caminos, y la
tierra de las alturas —la que produce el grano y la
leche— quedó abandonada por los hombres en gran
des comarcas, seca, partida, como muerto planeta.
Se lavó oro hasta en el Tomebamba, calle de Cuen
ca.
Creció una nueva casta de explotadores: los com
pradores de oro, con ladronas balanzas, junto a las
cantinas de la ruta.
Montañas de metal se elevaron lejos de los mine
ros, mientras los hospitales se hinchaban de extra
ñas, monstruosas enfermedades tropicales.
En las haciendas subtropicales la caña de azúcar
fue cosechada por el sol, pues no había sino brazos de
niños para gavillarla. Grandes sectores fueron incen
diados, para darle a la tierra siquiera la ceniza. Las
siete vacas flacas, espanto de las laderas, fueron ven
didas en los valles, y así la sequía se devoró a sí mis
ma. Pero antes hubo hambre, y fueron vendidos mu
chos hijos, y abandonados otros, después, a la espe
ranza, con sus madres.
Ahora ...
* * *
— 167
Era domingo y había regresado de la feria a las
doce, vendiendo ,mal su sombrero, y, el del marido,
apenas en un sucre.
—¿Quién iba a dar más? —se quejaba—. Sombre
ro que parece hecho por un ciego, las pajas desigua
les, quebradas. Hombre que tres sucres ganaba, aho
ra .. . aquí como mujer tejiendo ... ¡Huallmico!
Nada decía el hombre, fija la vista en el tejido, la
barba enmarañada.
Llegó el hijo de la escuela con hambre.
—¿Y la medalla? ¿Por qué no aprendes en el hijo
de la vecina? ¡Ah! ... pero qué tonta soy ... ¡El tiene
padre!
Y el látigo cayó sobre el pequeño, enconado.
El padre iba a intervenir, cuando el castigo cesó.
—¡Di algo! O da para la plaza . .. ¡Huallmico! si
guió la mujer.
El hombre se puso de pie. Escupió con la boca
crispada:
—¡Puta!
Y salió. De pronto, giró sobre sí mismo, agarró un
banquillo que estaba en la puerta, y arremetió contra
la chola.
Las vecinas oían el estruendo, sin atreverse a in
tervenir.
—¡Le mata! —gritaban—. ¡Ya le mata! ¡Seño Ma
ría grande, ayúdenos!
Por fin, el hombre salió y se fue calle abajo.
La tienda se llenó de vecinas.
—¡Agüita, agüita, denle; está sin habla!
—-... ¡Don Ricardo vuelve! ¡Se regresa! —excla
mó alguien desde la puerta.
Él obrero volvía en efecto, terriblemente pálido.
Algunas cholas corrieron, otras se pegaron a las pa
redes. La María grande le salió al encuentro.
—¡Basta! —le dijo, y io detuvo.
El hombre forcejeó unos instantes pero acabó por
reclinarse en el hombro de la chola.
Acezaba.
—Cálmese, cálmese.
Al fin se fue. Y vino luego la noche, amaneció el
tercer día y el hombre no regresaba. En la mañana del
tercer día, asomó.
—¡Don Ricardo se ha hecho sobrestante! —grita
ron los muchachos al verlo, pues venía con polainas,
como suelen estar los capataces, entre el barro.
—¿Y aura? —exclamó la mujer, saliendo al encuen
tro, con los hijos—. Tenía ella una venda sucia sobre
el ojo, con hojas de mortiño.
—Vengo a despedirme de los guaguas. Hallé quien
me contrate, nos vamos.
Todas las tejedoras sabían a dónde, de antemano,
y surgieron diversas opiniones:
—Don Ricardo, los ríos mares se han hecho! Mu
riendo está la gente como moscas ... No se exponga,
aquí como quiera ha de encontrar trabajo.
—Bien hecho, don Ricardo, hasta los mudos se
han hecho ricos, váyase no más.
—¡Hecho bien!
—¿Y aura? ¿Cómo .. .? -preguntó su mujer.
—He de regresar a las siete. De noche nos vamos.
Ahora mucho tengo que hacer. Prepara algo para
el camino, toma. Y estos treinta sucres para los días,
hasta mientras.
169
—¿De dónde? ...
—Yo sabré.
* * *
170 —
no. Tenga paciencia, vecina, verá cómo con oro ha de
volver... ¡Dichosa!
_ ¡Ya vuelve don Ricardo! —gritaron desde la es
quina los muchachos.
El llanto de la chola se hizo ruidoso. Todas las ve
cinas la rodearon, llegándose hasta la esquina.
Subía el obrero, con un desconocido vestido en
igual forma.
—¡No se tarde! —le dijo éste, quedándose en me
dia subida.
—No, nada.
Y subió a grandes trancos.
—¡Vaya —dijo—, hasta otro día!
Y con el un brazo iba estrechando a las vecinas.
Del otro se le colgaba el hijo mayor, y el último se
abrazaba a la polaina. El padre movía la pierna con
mucho cuidado. Después alzo en hombros a ambos
hijos, muy pálido, pero sin llorar, con la garganta in
flamada.
Y se fue, seguido de su mujer y de los hijos que
quisieron dejarle hasta la estación de los carros.
La María grande recibió el último abrazo.
Bordeó el grupo el torrente hasta la esquina. Se
aclaró un momento bajo el foco. Allí se movió el bra
zo derecho del hombre hacia el barrio y otra vez en
tró en la sombra.
La María grande, otras vecinas y los niños, no se
movieron de la esquina sino cuando desaparecieron
todos, a lo lejos. Después se dispersaron, comen
tando.
—Ella tuvo la culpa.
—¿Cómo le irá?
— 171
—¡Óue taita Dios los proteja!
Cuando la María grande volvió a su tienda, tenía
toda la ciudad bajo sus párpados, ricamente ilumina
da. Y cuando parpadeaba, se despedazaba la ciudad
sobre las piedras, y volvía a encenderse. Y luz no ha
bía, sino el rojizo foco, en el poste final de la retor
cida calle.
Sólo los niños se quedaron en la esquina.
De pronto, la gran chola se volvió, con violencia.
—¡El fiambre! —gritó—. ¡Olvidé darle!
Corrió a su tienda y salió después con un tibio
atado en las manos.
—Ha ¡do olvidándose los chumalitos —le dijo al
hijo de la María chica—. Toma, corre, más que sea en
el ángel ándate, ¡volando!
Corrió el chico, bordeando el torrente, seguido de
varios compañeros, con el pequeño paquete bajo el
brazo.
172
II
. . . NO HUBIERA PUEBLO!
Los días sucedíanse sin nubes, hirientes como bo
tellas rotas, trágicamente claros. De sol a sol los ríos
coleteaban, como agonizantes, largos peces.
El polvo sucedió a las nubes y a la lampa el sol,
y a la yunta el sol, que abría en la reseca tierra, esca
lofriantes grietas. Sólo en los crepúsculos desuncía,
pero quedaba su arado arrimado a las lomas, impla
cable, la reja hacia las estrellas. De cuando en cuan
do el bramido profundo del Sangay, seguido de tem
blores, acallaba el aullido de los perros que otra vez
renacía ante las abras de la tierra.
Cuando detrás de la cordillera vino el grito, todas
las cabezas se volvieron.
—La fruta está regada, las yucas crecen en días!...
Y el oro: lo están recogiendo a puñados ... La gente
está como en las pescas!
173
—¿Cuánto, amo?
—Seis sucres, ¿cuánto ganabas antes?
No contestaban ...
* -x- *
174 —
trámente impelidas. Están de venta, amontonadas en
el poyo, y los mineros, al comprarlas, las sopesan, las
miran por todo lado y las menean, muy serios, con los
brazos flexibles y la mirada dura, fija en el agujero
del centro, como si ya lavasen.
El señor Cura —“va a hacerse loco"— tiene el ta
rro de pintura en la mano, listo para ofrecérselo, en
cuanto el escultor tienda el brazo. Ahora pintan el
morral, dándole tonalidad de cuero.
—Usa un pincel más grueso ... No estamos pin
tando ojos.
—Ya mismo, taita cura, ¿no ve? ya está casi la
vando ... La batea es de veras . ..
—Oye . .. ¿Quieres la lora? Te la regalo, se ha
vuelto insoportable.
—Bueno ... ¿Cuándo?
—Ahora mismo, en cuanto acabes.
—Mañana dirá entonces ...
—¡Ahora! ¡Hasta ha aprendido a aullar como pe
rro, me asusta!
* * *
— 175
corriente, con los muslos desnudos entre las polleras
y el agua; mas, nadie se atreve a ayudarla pues la
batea va por medio río. Bajo la sombra del puente, la
lata del remiendo se opaca y brilla otra vez intensa
mente ai perderse en la extrema curva.
—Lastimita ... ¡Y con ropa!
Las cholas lavan, usando, en vez de jabón, hojas
de penca blanca, partidas por el golpe contra las pie
dras, espumosas, de espinas apenas insinuadas.
La ropa blanquea en las matas de la orilla, y las
guaguas, morenas, semidesnudas, gatean en su som
bra. Otras, las más crecidas, recogen pequeñas pie
dras blancas ‘‘de sacar candela", en las faldas.
—¡Cocolo! ¡Tinga el bolo! —les gritan a los sir
vientes del cura, que se acercan con el cubo de lata.
—¡Longas! —responden ellos, pero las chicas les
lanzan guijarros, que rebotan sonoramente en e! cu
bo, y ellas, corren después a refugiarse donde las
madres.
—¡Ve quiénes dicen longas! —gritan éstas—.
¡Candela hemos de sacarles de los cocos, con las
piedras!
—Ya regresamos . .. ¡espérense! —les amenazan
los dos cocolos y llenan de agua el cubo, más arriba.
Luego, ponen el hombro —cada cual al un extremo
del palo atravesado al cubo— y se enderezan. Y no
bien andan diez pasos dejan la carga en tierra.
—Chupemos cañas.
Quiebran dos, al azar, pues todas son largas y ma
duras y las chupan.
—Llevemos el balde en una caña.
—¡Ya está!
176
Escogen la más larga, de dorados cañutos y la co
locan en lugar del palo. Levantan el peso y la caña se
quiebra. El agua derramada desaparece en una grieta.
—¡Le traga la tierra!
_ Veamos con cuántos baldes se llena . . .
Traen más agua desde el río, y, cuidadosamente,
la vierten en el abra.
—¡Ni con este!
Los bordes de la grieta se hinchan, oscurecidos;
pero el chorro desaparece, cristalino, sin colmarla.
—¡Uy!
—Sí, hombre ... y vamos . . . ¡Puede haber un te
rremoto!
—Yo vi una cosa...
—¿Qué cosa?
—Una cosa, una botellita de oro, en el cajón del
velador de taita cura.
—Para eso a mí —pero no cuentes, cuidado— me
va a robar mi papá, porque ya ha regresado, con oro.
—¿Cuándo?
—Yo sabré ... Te contaré si me devuelves la ca-
jita ... O si me muestras la mala crianza ...
—¡No me tientes! Te va a tragar la tierra ... ¡La
raja llega hasta el infierno!
-X- -x- -x-
— 177
bre ellos al extremo de largas tenazas. Los músculos
resaltan en el nervudo antebrazo del herrero. En tan
to, ya las puertas recortan las siluetas de nuevos pa
rroquianos. Jonatás los atiende:
—¿Cuántos?
—Dos no más.
Un gringo, un negro y varios indígenas, estaban
ante las puertas, con una muía y un caballo tordillo,
cuyos cabestros ataba ya uno de los indios a los pi
lares.
—¿De dónde son? —preguntó el herrero a los
indios.
—De Paccha.
—¿Han entrado ya al Oriente otra vez?
—Mana (no).
—Criaturas ... Y de tierra fría! Pensarán pues que
el Oriente es así no más ...
—¿Y usted?
El gringo, que fue el aludido, procuró desvanecer
el efecto que el herrero produjo en los indios.
—Mi conoce —dijo— Sabe ... Ha trabajado en
Arizona, en Alaska y Escandón —señalaba al negro—
trópico, machete, y yo Zona Canal, calor, y estos ...
duros, valientes, diez sucres —concluyó, refiriéndose
a los indios.
El era alto y delgado, de un rubio amarillo. Real
mente, nunca lavó oro, si bien descendía de mineros.
Nació en Finlandia y fracasó en Nueva York. Bajó des
pués a Panamá, donde por vez primera sintió el calor
del trópico, tan distinto al del verano de los climas
templados, húmedos, agigantado por la lluvia ancha
y caliente. Pasó a Guayaquil, y ahora ... El negro le
178 —
había hablado en el puerto de su vida de selva en Es
meraldas, pero era, en realidad, un oscuro boxeador
retirado, ya con “mandíbula de vidrio”.
Muchos lo vieron en sus malos tiempos, casi des
calzo, ganándose pesetas por abrirse paso entre las
aglomeraciones de las boleterías. Pasaba ahora de los
treinta y cinco. Si logró convencer al extranjero fue
sin duda porque, al hablarle de su Esmeraldas nativa
le fluiría toda el alma en las palabras.
Y ahora estaba ante la cordillera.
—Batea, medio primitivo —decía el gringo—. Ha
remos canalones, como en Arizona.
Los indios se callaban, pensativos. Les había arro
jado la sequía de su tierra, pero jamás sospecharon
que a tan poca distancia de sus frías laderas, se en
contrara este valle, como enredado al río, verde y
tibio.
—¡Allpalla! (¡Qué tierra!) —había dicho uno, pa
sándola de una mano a otra, ante los ojos de los com
pañeros. Tierra caliente, suelta, de anchos poros, hú
meda junto a las acequias del reguío. Pero los billetes
recibidos soportaban a las mujeres y a los hijos en
los lejanos huasipungos. Además, quizá también sen
tían ellos la atracción de lo desconocido, tan ponde
rado.
Dudaban.
Y ahora el negro ponderaba las maravillas que les
esperaban, y el gringo asentía. Sólo el herrero no ha
blaba. Había herrado ya al mulo y ahora trabajaba en
el tordillo. Los largos clavos se hundían en el casco,
afirmando el herraje y asomaban, brillantes, en el la
do opuesto, donde eran remachados.
— 179
El caballo era alto, de patas finas y musculosas,
a vetas azuladas.
—Auuuuuuuuu ... ¡Amo Argudooooooooo!
—¿Qué pasa? —preguntó el negro, alarmado.
—La lora ... —dijo el herrero— ha aprendido a
aullar como perro.
—¿Dónde está?
—Ahora le ha de ver, al paso. '
—Y usted, ¿se ha ¡do alguna vez?
—Sí, de joven, cuando era fuerte .. . Un año de no
llover es que ha producido esta locura ahora. Pobre
gente, no sabe. Hasta dos hijos míos, locos, se han
¡do. No digo que no cojan; oro si hay, ¿pero guardan?
Hablaba excitado, viéndoles los ojos a los circuns
tantes, sin detener su brazo.
—Vean el Oriente, —dijo— fuera de un flechazo
que tengo en el hombro ...
Y arrojó el martillo y se levantó el pantalón hasta
el muslo, dando un paso adelante. Lívidas cicatrices
surcaban entre los vellos, deformando los músculos.
Como si él mismo se admirara al contemplarlas
otra vez, las miró largamente.
—Aquí estamos en el cielo, aunque no llueva
—dijo.
En tanto, el caballo ha recogido la pata, sensitivo.
En torno al último clavo, rojinegra, una gota de
sangre está creciendo.
180 —
_ Con el calzón de terciopelo ándate, cuidado, hl-
j¡t0 d¡Ce—. Ya sabes: que no crean ... Allá no hay
resfrío con semejante clima. ¡Te luciste! ¿Y el saco?
¡Pronto!
Pero ya Miguel se lo está poniendo. Tiene que de
jar a un lado la rueda para meter el brazo en la manga.
—¡Vamos!
Y ambos corren, calle abajo. Frente a la casa de
los Argudo un automóvil espera y el zaguán está lle
no de gente.
—Bueno, que les vaya muy bien, no se olviden
de nada.
Suben al carro dos señoritas elegantes, seguidas
por “la Carmen actual”, y sus dos hermanos mayores.
El último Argudo está ya junto al chofer y llama
a Miguel, dejándole sitio.
—¿Y la rueda? —le pregunta.
—¡Aquí—
—Qué bueno, ¡dámela!
Y cuando Miguel le entrega el juguete, lo toma en
tre las manos e imita cuanto hace el chofer con el
volante.
—¡Adiós!
—Y el carro parte hacia El Descanso, lugar en que
esperaban las cabalgaduras, para internarse, por el
Tahua!, al valle. Miguel no cesaba de mirar el río, afe
rrándose al asiento cuando el carro curvaba, casi so
bre el agua. Detrás iban los demás, en animada char
la. Una de las señoritas era la novia de Argudo, el ma
yor, y la otra, una amiga, rubia de boca jugosa y uñas
rojas. No cesaba de hablar, dirigiéndose a Ernesto,
el más joven, a cuyo hombro se apegaba en las cur
— 181
Vas. Era "muy inteligente", lectora de Guido da Ve-
rona.
La otra no hablaba, parecía realmente apenada.
—¿Y si nos fuéramos todas? —dijo Carmen—. ¡Aní
mense!
—¡Ah! . . . Pero ...
—¡Vamos! —dijo la rubia—. Hecho ... Si este me
invitara.
—Vamos —dijo Ernesto, al sentirse aludido— por
mí no falta.
—Bueno —le interrumpió la rubia—. Ahora pase,
pero en la “luna”, les caeremos —y se dirigió a los
dos novios—. La pasarán en la hacienda, ¿verdad?
Y les visitaremos ... La luna entera, no tanto, me
dia luna ¿qué dices Ernesto?
—Magnífico, contestó éste, atento más a lo que
sucedía en el camino que a lo que escuchaba a su
lado.
—¡Miren!
Largas hileras de hombres, batea al hombro, se
pegaban a las cercas cuando el carro pasaba.
—¡Es la avalancha! —siguió Argudo— y no son
indios no más, sino artesanos ... de Cuenca.
—¿Te importa? —dijo la rubia.
—¡Miren!
El largo puente de cal y ladrillo del Descanso, aso
mó a lo lejos, cubierto de gente.
—Se estarán reuniendo —siguió Argudo el ma
yor— para entrar al Tahual en caravana.
El carro pasó lentamente entre los grupos y se de
tuvo ante una pequeña casa enclavada en las prime
ras rocas, sobre el río, que era apenas un hilo de agua
182 —
sucia en la mitad del ancho cauce de invierno, hoy
seco, bajo los rojos arcos del puente. El río grande
sonaba a lo lejos, a la derecha, oscurecido ya por la
gran sombra de las rocas donde se sume.
Los del carro bajaron y Argudo el mayor habló con
los indios de la hacienda que les esperaban con los
caballos listos.
La rubia no se estaba quieta ni un instante.
—¡Miren! exclamó, también ella, y se llegó hasta
medio puente, con el brazo extendido. Señalaba al
Cojitambo, cerro de piedra, impresionante, cortado a
pico contra el cielo por un cataclismo. Sin duda era
nevado ha miles de años.
—¡Es como un ala! —exclamó la rubia.
—Un ala ... ¿De qué? —dijo Ernesto, que la había
seguido.
—¡Ah! Vente, de lo que tú quieras, dejémonos de
paisajes.
Y caminaron, de brazo.
—Pero vamos ... siguió la muchacha. —¡Apestan!
Y recorrió el puente lleno de indios, con la mirada.
Primero despidámosles a los viajeros —añadió.
Ya el hermano mayor estaba en íntimo coloquio
con su novia, y, el pelirrojo, jinete en el pequeño ca
ballo de la estrella en la frente, lo había lanzado a
corto galope y contenido de repente, ante el asombro
de Miguel, que, a su vez, estaba ya sobre el caballo
del guía, sostenido por éste.
—¡Miren! —gritó la rubia, riendo.
—¡Qué fachas! —exclamó la novia.
Ernesto permaneció serio. En ese instante, un
grupo de artesanos de Cuenca ataba los cabestros al
— 183
cuello de las bestias, cerca del roquerío. Algunas cho
las los despedían, llorando. Unos iban con ropa ade
cuada, pero otros llevaban polainas sobre pantalones
ciudadanos, y había uno con sombrero de esterilla.
—¡Con tostada y de polainas! —siguió la rubia sin
dejar de reirse.
—¡No te rías! —le dijo entonces Argudo— no veo
nada de cómico en esto: es el pueblo desesperado.
Todos miraron a los emigrantes.
—Y no saben lo que les espera en el Oriente —dijo
Carlos—. Sería de verlos después de ocho días ...
Creo que algunos no saben ni montar a caballo, pe
ro les han dicho que es un paraíso . . .
Y Ernesto:
—Es el hambre.
La rubia se dirigió a Carlos:
—... Comunista, ¿no? —dijo, señalando a Ernes
to con el rostro.
—Tiene esa manía . . . —repuso el hermano ma
yor.
El aludido nada dijo. Carmen rompió el incómodo
silencio abrazando a los que se quedaban. Luego se
acercó a su caballo. Lo mismo hizo su hermano, y
pronto se inició el desfile hacia la garganta.
Los niños ya estaban lejos.
Cuando la cabalgata desapareció entre las peñas
las dos muchachas se llegaron a la pequeña casa. La
novia entró y la rubia se acercó a la ventana y se de
tuvo ante los vidrios. Brillaba al sol su melena y se
insinuaba el vello de durazno de sus brazos desnudos.
—¿Qué te sucede? —preguntó, volviéndose hacia
Ernesto, que no se movía del camino, e impresiona
184 —
da ante el mutismo del hombre, se calló a su vez, y
miró atentamente a los del éxodo: también algunos
niños despedíanlos, y había una mujer que lloraba en
silencio con la guagua prendida a su seno.
Nubes de enfurecido polvo les envolvían a ratos,
y las madres se pegaban a las rocas, cubriendo el ros
tro de los niños. El cielo era un vidrio desolado.
Algo dijo la muchacha, y se estremeció como si
una racha helada le rozara los hombros.
—¡Qué dijiste! —le preguntó Argudo, sorprendido.
La rubia aclaró su voz que el polvo había opacado,
y dijo, repitió sin duda:
—.. . ¡Qué no hubiera pueblo!
— 185
III
CAÑA DE AZUCAR
186 —
—¡Mira! —exclamó Argudo, y se acercó a una
cerca.
Allí, entre una mata de zapallo ennegrecida por la
quemadura de la helada había un niño. Estaba casi
desnudo, con harapos del color de los del poyo, como
enredado entre las negras venas de la planta, el vien
tre abombado, de saliente ombligo. Miraba, impasible,
a los hombres, con la boca y las manos llenas de
tierra.
—¡El nieto, el cometierra! —dijo el chagra—. Se
ha quedado solo ... ¿Y ahora, patrón?
—Tenemos que llevarlo.
—Es idiota, oí que tiene rabo .. .
El cuello del niño era flaco como sus piernas, y la
cabeza grande e hirsuta.
—Amárcalo y vamos... O déjalo en la choza de arri
ba, donde las Melgares.
No sin trabajo y muy de mala gana el mayoral con
dujo al niño hasta el arzón de su silla, pues el peque
ño monstruo se debatía y chillaba, sin desprenderse
de la mata, que por fin arrastró tras de sí, en la seca
mano, con todas las retorcidas venas de anchas ho
jas velludas.
—¡Suéltate!
Y el chagra entreabrió, por la fuerza, los largos de
dos terrosos enredados a la planta, y se alejó al ga
lope.
—¡Y avísales lo del muerto! —le gritó todavía Ar
gudo, mientras entraba al pajonal, a voluntad de su
caballo, sueltas las riendas.
187
El día, lentamente vertido hacia Occidente, como
una gran tinaja, alargaba en la sombra jinetes y patas
de caballos hasta los confines, cuando densos pena
chos de humo, que semejaban nubes a primera vista,
asomaron en el horizonte, por el lado del valle.
Los dos hombres se miraron.
—¿Crees? .. . —dijo Argudo.
—No, patrón; viene de más abajo: el doctor To
rres pensaba quemar la caña helada, y así tendremos
nubes todos.
Pero lanzaron los caballos al galope. Los cerros
del otro lado del valle, se agolpaban, a cual más ama
rillo, creciendo lentamente, con chozas en las crestas.
—¡Por el atajo!
Y cuando salieron de entre los cactus, ya todo el
valle estaba a la vista.
—Bien dijiste ■—comentó, sofrenando a la bes
tia—-.
Es la de Torres.
Subía desde la orilla del río el incendio, entre la
amarillenta verdura, crinado de humo y altas llamas,
hacia el camino. Se diría que éste iba a arder, como
fina hoja seca, al ser tocado por el fuego.
—¡Pero va a perder todo! —exclamó el chagra—.
¿Ya no le dije, patrón? No somos solamente noso
tros, todos están desesperados. Y vea, vea la gente en
el camino. . . ¡Echando polvo!
—No hemos agotado los medios —dijo Argudo—.
¿Por qué no les tentamos a los que pasan? Podemos
ofrecerles buenos jornales; nada perderían con unos
días de demora, ¿qué dices?
—Ya lo hice, patrón. Maravillas les dije a unos
188 —
yunguillanos. ¿Cree que se tentaron? Piensan que si
un minuto se tardan ya se acaba el oro ... El oro es
oro ...
—Quizás lo indios ...
—Tal vez, pero no crea; están inconocibles, alza
dos. De rematarles es al encontrarles en el pueblo:
hasta tabacos compran; con la batea al hombro fu
man, ni saludan.
En tanto, descendían.
Caña de azúcar solamente había en todo el valle,
en cinta unida al cielo, al un extremo, a lo largo del
río, y recortada a lo ancho, por el límite del riego. De
trecho en trecho, casas de hacienda y huertos de fru
tales alteraban el verde amarillo uniforme de la caña,
listado de altos sauces reales en las sinuosas lindes.
La hacienda de los Argudo, toda, estaba a la vista,
cortada por el río, con los rojizos tejados medio cu
biertos por los penachos de las palmas.
Hileras de mujeres y niños trabajaban, moviéndo
se en el pequeño trecho ya talado, que se internaba
en el enorme cañaveral, como bahía gris, llena de
gavillas.
—¡Casi donde les dejamos! —exclamó Argudo—.
No han avanzado nada.
—Perdiendo tiempo estamos, patrón. Qué han de
poder, más lo que chupan cañas ... Y vea . . . ¡Pero
vea!
Señalaba un sauce real con las ramas repletas de
pequeños indios. Otros se abrazaban al tronco y ascen
dían, ayudándose mutuamente.
—¡Viendo el incendio! —siguió el chagra— ya le
digo, patrón ... Es de matarles ... Y la caña cantando.
— 189
—Espera, ya llegamos... —le contestó Argudo,
y, recorriendo las llamas con la vista, añadió: —¡Y si
llegaran a la playa grande!
—¿Y qué patrón? ¿Qué perdería? ¿Cree que va a
poder cosechar algo? No tiene sino cinco indios vie
jos y la caña está pasándose. Con el incendio habrán
siquiera nubes ... y ceniza ... Y nadie ha sembrado
sino caña en todo el valle pero ¿quién iba a pensar?...
Las lomas eran para el grano, rodando ha estado siem
pre el grano de las lomas . . . Ahora —y señalaba las
secas laderas— ¡ni una hoja! Yo ya soy viejo —si
guió— y sólo una vez he visto otra sequía como esta.
—¿Tú te acuerdas? Yo no nacía todavía.
—A buena hora, diga. Yo guagua era, pero clarito
estoy viendo todavía ... La caña tierna negra amane
cía. Y vino el cometa, y se lamió hasta los árboles. El
cielo de vidrio y brillando ... de día y de noche. La
gente no se iba como aura al Oriente, sino a la otra
vida. En esos días fue que asaltaron el granero. Arri
ba, un indio con la mujer y seis guaguas sólo vivían
del pulque de una penca. Y un día amanecido seca ...
‘‘No es hora —ha dicho el indio— de que esté seca,
esto es robo” y cal ladito ha puesto veneno en el hue
co, y al otro día ... muerto: el propio hijo del mitayo,
el mayorcito.
—He oído ... fue en tiempo de la abuela, el 85.
—¡Ah! ... ¡La ama grande! Ella a caballo recorría
las chozas, con faroles bajaba de las lomas, ya bien
de noche, socorriendo a la gente. En ese tiempo . . .
¿Ve, patrón, ese sauce torcido, detrás del incendio?...
Hasta allí llegaba la hacienda en ese tiempo. Y por
allá —extendía el brazo hacia el lado opuesto— hasta
190 —
la cruz de piedra. La niña grande misma hizo poner
la cruz a la entrada de las tierras.
—No hemos sembrado sino caña, nadie ha sem
brado sino caña. ¡Hay que hacer algo! —exclamó Ar
gudo—. Déjate de historias.
Y hundió las espuelas en los ijares del caballo
llegando al galope hasta la última roca ya sobre el
río, que les llegó de pronto a los oídos entrelazado
al estrépito del fuego. Este lamía el camino, cubrién
dolo de humo denso, desde el que se elevaban —de
bía de ser por la hojarasca— llamaradas enormes,
aisladas, que convertían, de súbito, en azul llama de
alcohol todo el cielo.
En tanto, los transeúntes se agrupaban a los dos
extremos, o saltaban las cercas y pasaban describien
do un semicírculo por el cañaveral del lado opuesto.
Un hombre, a caballo, pugnaba por atravesar la hu
mareda; pero la bestia se encabritaba, sin obedecer
le. Al fin, se arrojó, humo adentro ... y salió al otro
lado. Volvió después sobre sus pasos, siempre a los
latigazos del jinete y reapareció, pero esta vez, va
rios hombres —sin duda el del caballo estaba ebrio—
lograron detenerlo.
—Oye —le dijo Argudo al mayoral—. ¿Qué será?
Hay arcos de flores en el camino.
—De veras, patrón, no le he dicho: oí decir que
llega el señor Obispo al pueblo, hoy día ... Y vea: ya
creo vienen.
Una gran cabalgata avanzaba a lo lejos entre las
arboledas.
—Ellos son, ya vienen —dijo Argudo—. Hay que
saludarle. Tú, de aquí no más, por la orillita, ándate
— 191
al corte y que se muevan ... ¡Por Dios! Yo le saludo
al Obispo y regreso.
Y Argudo atravesó el puente, perdiéndose después
entre los árboles que ya se enfundaban en el humo.
* « *
192 —
El mayoral los ve y avanza.
—¿Quieren trabajo?
—¡Ari (sí), amo!
—¡Ah! —exclamó el chagra, y los miraba de pies
a cabeza—. Son ustedes ... ¿se regresan? ¿Qué cre
yeron que era el Oriente? ¿Sólo ustedes vuelven?
—Sólo nosotros . . . Otros de largo pasaron, a la
fuerza.
—¡Que se frieguen! —siguió el chagra—. Déjen
los, blanqueando estarán ya en algún barranco. Ven
gan. Y les llevó donde Argudo.
—¡Patrón! —gritó al verlo—. Dos conseguí no se
cómo. Véales, son de los ¡dores al Oriente ...
—¡Qué bueno! Vuelve tú al camino —dijo Argudo,
y bajó las escaleras a saltos—. Consigue los que
puedas . . .
Se acercó luego a ios recién llegados y les puso
las manos en los hombros.
—Bueno, bueno; aquí tendrán todo —les dijo—.
Espérenme.
Y volvió al salón, pues el Obispo había decidido
pasar la noche en la hacienda y estaba allí con Car
men y el pequeño pelirrojo.
—Ilustrísimo señor —dijo—. Por usted ... Su se
ñoría me trae la suerte: ya. están llegando indios a pe
dir trabajo. Le ruego que me disculpe: los instalo y
regreso, en seguida.
—No faltaba más —repuso el anciano—. Olvídese
de que estoy en la casa . . . Este chico es un portento.
Y cuando Argudo salió, volvió a subirle al niño a
sus rodillas, de las que el pelirrojo se había resbala
do, con esperanza de escaparse.
— 193
—Venga, venga; a ver, ¿en qué quedamos? Usted
ya piensa como un viejo —le dijo, y le oprimía la ore
ja—. ¡No en vano semeja arder su cabecita!
* * *
194 —
zaba a olvidarlo, renacía. Primeramente largo, ronco,
como árboles que cayeran a lo lejos, y luego: corto,
seco, uniforme.
—Ahora las hachas —repetía Argudo mentalmen
te, exasperado—. ¡Las hachas, las hachas!
Y, nuevamente, la pregunta, a sí mismo, ya en voz
alta:
—¿Qué hacer? ¿Cómo?
Iba a prender la luz, pero volvió a envolverse en
las cobijas con la cabeza bajo las sábanas. Así, el ron
quido le llegaba apenas, como lento vuelo de mos
cardones que, se imaginó, debían contribuir para a-
dormecerlo, y, en efecto, poco a poco, fue durmién
dose ... Y se encontró en una playa lejanísima. El mar
se iba y volvía después, emblanqueciendo, levantán
dose, tal si un enorme cepillo lo labrara, cubriéndose
de virutas que arrojaba a la playa ... Y nuevamente
se iba. San Agustín se paseaba en la arena, meditan
do, y, de repente, se detuvo ante un hermoso niño ru
bio que tomaba agua del mar en una concha y la pa
saba a un agujero hecho en la arena.
—¿Qué haces? —preguntó al niño el Obispe de
Hipona.
—Estoy —le contestó— trasladando todo el mar
a este hoyo.
Y el santo:
—¿Pero cómo tanta caña de azúcar en un hoyo?
Un mar en un hoyo . . . ¿Qué dices?
Y el niño, que ya no era ni rubio ni hermoso, sino
el de la tierra de las tinajas, se irguió, bamboleante
la enorme cabeza sobre el débil cuello, con arena en
la boca.
— 195
—Y tú —le dijo—. ¿Cómo piensas que yo voy a
poder talar toda tu caña? ... Niños y leguas de caña...
¡Loco!
Y se alejaba, arrastrando tras de sí el mar, todo
el mar, como una mata de zapallo.
—¡Espera! ¡Espera!
Y, entonces, Argudo se despertó. Llegó a oír su
propio grito último.
Los vidrios resplandecían. Alguien subía, corrien
do, las escaleras de la casa, y gritos lejanos venían
desde el campo.
Argudo saltaba ya del lecho, cuando tocaron a la
puerta, a tiempo que la voz del mayoral llamaba:
—¡Patrón! ¡Patrón!
El chagra irrumpió.
—La caña arde, patrón ...—exclamaba—. ¡La nues
tra, al otro lado del río!
Ambos corrieon a la ventana. Un ancho peine de
fuego avanzaba, bramando, por los cañaverales.
—¿Habrá saltado del otro incendio?
—¡Cómo, patrón, eso es al otro lado! ¡Alguien ha
hecho esto! ¡Vístase!
Así lo hizo Argudo, precipitadamente. El Obispo,
entre tanto, les hacía señas detrás de su ventana, con
gorra de dormir, y envuelto en la colcha, pero los dos
no lo veían. Al fin, salieron. Ya toda la casa estaba en
movimiento. Cuando Argudo y el mayoral llegaron a
la orilla del río, amanecía.
196 —
IV
EL ANGEL Y LA RUEDA
— 197
—Y si no quieres ciarme buenamente, le diré a mi
mamá que le pida a la María chica. ..
—Que sea de ambos —había contestado entonces
Miguel—. Sólo que la guardaré yo, en mi tienda...
Pero en la hacienda, hasta puede guardarla usted.
¿Tiene baúl allá? Porque pudiera ser que algún ma
yoral se robe...
—Hay un baúl de cuero enorme. .. Sólo la llave es
más grande que la rueda... Entonces, ¿le digo a mi
hermano? Te llevaremos mañana mismo.
Ahora... El ancho viento del campo había some
tido a dura prueba los pulmones del niño. “Pero estoy
amejorándome” —se decía Miguel, todos los días, y
hasta llegó a despreocuparse. Recorría los cañavera
les, siempre con el hijo de sus dueños, saciándose
en su jugo, o se subía a los árboles del huerto:
—Tú que eres descalzo, te subes; yo te empujo
—le decía el pelirrojo—. O, si no, espérate; me saca
ré los zapatos... O, más bien, desde el suelo, con la
agalla. ¿No se te ha hinchado de nuevo la barriga?
—Un poco... Más bien vamos a verles a los de
más.
Los demás eran los pequeños indios que estaban
repartidos por toda la hacienda: unos talando la caña
o transportándola, otros en la sala de fermentos, en
tre los anchos toneles, o en las acequias de riego,
en el camino, en el huerto, en la molienda, detrás de
los tardos bueyes, desde el alba.
Cuando los chicos de la ciudad pasaban con la rue
da, lejos del mayoral, los indiecitos salían de entre
las altas matas con nidos o cañas ya mondadas en
198 —
las manos, los ojos fijos en la rueda. El pelirrojo la
administraba:
—Una “tocada” a la rueda —les decía— podemos
permitirles, por habernos traído este pajarito chico,
y una "rodada” por el chirote, por estar bien colora
do ... Las cañas, boten.
Los pequeños indios entregábanles los pájaros y
tomaban entre sus manos la rueda, maravillados. La
contemplaban primeramente y luego la echaban a ro
dar entre los oscuros terrones.
—¡Basta! —decía el pelirrojo—. Si quieren por
más tiempo, consíganme un qu¡nde-.mosca, pero que
casi no se le vea de tan pequeño ... Vamos Miguel,
al río.
Permanecían largas horas en las orillas cada vez
más anchas, escogiendo entre millares de piedras de
brillantes aristas, las “de sacar candela”, de las que
se llenaban los bolsillos. Ya bien provistos, se iban a
la casa y desaparecían entre los toneles, en el oscuro
cuarto de los fermentos.
—¡Cuidado! —había gritado el mayoral una tarde,
al verlos—. ¡Las chispas! ¡Van a volar los toneles!
—Entonces —convino el pelirrojo— vamos detrás
de las puertas de los dormitorios, también son oscu
ros y se verán las chispas.
—O esperemos que sea de noche ...
—¡Cierto!
Y regresaban al río.
Grandes piedras grises, con lama verdosa en la
húmeda base, se calentaban al sol en las orillas, has
ta volverse intocables. Para jugar en ellas los niños
199
tenían que rociarías previamente con agua y sólo en
tonces escalábanlas.
—Inventé otro juego —exclamó el pelirrojo— des
de la cima de un pedrón ¡Súbete!
Miguel subió. Había mucho sol y la película de
agua con que cubrieron la piedra ya estaba rota.
—Fíjate —siguió el otro— pongo mi saliva, pones
tu saliva ...
Y ¿cuál de las dos se seca antes?
Y dejó caer de los labios una gota que se extendió
en cristalino círculo sobre la piedra caldeada.
—Ahora tú —exclamó en seguida.
Miguel pensó: ¿Y si hay sangre?: Y no escupió.
—¡Escupe!
—Más tarde ...
—¿Por que te pones colorado?
—No estoy colorado ... Oiga: un indiecito me di
jo: ha visto un lobo de agua ... ha salido del río junto
al puente, se ha lamido ei hocico sobre una piedra, y
con el pecho blanquísimo ... Y al verle a la persona
se ha metido otra vez en el agua ...
¡Vamos!
—Vamos.
Cuando las llamas asomaron estaban en la orilla,
con los codos en las mejillas, incansables, esperando.
El último incendio agonizaba, detenido por el río.
Bramó varias horas, con fruición, sobre la madu
rez ubérrima de los lejanos cañaverales de la banda.
Por poco el puente no fue pasto de las llamas: librá
ronlo a tiempo, talando un buen trecho de caña en su
torno. Se había caldeado el zinc de la cubierta y aho
200
ra fulgía, con la roja pintura rejuvenecida, entre los
sauces.
Carmen se llegó al puente y miró el camino.
—No asoman —dijo—. Y dirigiéndose a una sir
vienta:
—¿Será de ordenar el almuerzo?
—No, niña —contestó la chola—. Echando polvo
ha de estar viniendo taita cura, semejante, con el pue
blo. A las once dijo ayer y ni las diez son.
La muchacha esperó con la vista perdida en el ca
mino. De ella se aseguraba, que era tan bonita como
la otra Carmen, la del trigo, tan recordada. Mas, cier
ta vez, cuando así lo afirmó su padre, la abuela dijo:
"Ciertamente, sobre todo esto. —Y se pasaba la ma
no por las cejas— y la boca”.
Pero cuando la muchacha se iba, la anciana movía
la cabeza de izquierda a derecha, lenta, repetida
mente.
— 201
Volvía dichosos, y lo aspiraban, sin darse prisa por
encontrar refugio. Los pájaros se clavaban —cerraban
metros antes las alas— en las copas de los árboles,
y círculos blancuzcos dibujábanse en torno a los tron
cos, cada vez más claramente.
-X
* vr -X-
202 —
—¿Te gustan? —repitió.
—¡Claro!
—Entonces ... te doy el uno por la rueda!
—Bueno.
—¡Ya! ... Los chivos son míos, pero voy a con
tarle a mi hermano. Espérame, regreso en seguida.
Pero ya el pequeño tísico había recapacitado:
—Me arrepiento —dijo.
—¡Qué tonto! —repuso el otro, deteniéndose—.
Y cuidado!
“Dado
quitado
chilín, campanas,
con los cuernos
... ¡a los infiernos!”
Saltaba al decirlo, en torno a Miguel que ocultaba
la rueda detrás de sus espaldas, inflexible.
—¿Así eres? —siguió el rubio, viéndolo de pies a
cabeza—. ¡Acordaráste! Y se alejó, refunfuñando.
—¡Mal agradecido! —gritó todavía, al desaparecer
en las escaleras—. Voy a contarle al llustrísimo Señor.
Los pequeños chivos volvieron donde la madre y
Miguel se arrimó al tronco de la palmera, pensativo.
•X- -X- *
— 203
La muchacha dijo un cumplido, y bajó al huerto.
Los árboles brillaban, con gotas de lluvia que caían,
de pronto, y otra vez crecían al borde de las hojas, y
la muchacha internábase entre ellas, evitando rozar
las, cuando vio un cuaderno sobre un banco de raíces.
Un pequeño indio estaba cerca, limpiando una acequia.
—¿Y mi hermano? —le preguntó la muchacha ¿No
estaba aquí?
—Sí, amita, repuso el niño —pero le llamaron, por
allí— y extendió el brazo hacia el cañaveral de la
derecha.
La muchacha se fijó en el cuaderno y luego en el
cañaveral opuesto, pues el huerto estaba rodeado de
caña.
Se apoderó del cuaderno.
Había llegado ya la carta del padre, por la mañana
y cuando Carmen preguntó a su hermano por el con
tenido de la esquela, Argudo le dijo:
—Malas noticias ... El cañamazo ... Bien podía
quemarse toda la caña, que este hombre se llevará
la hacienda, sin remedio. Además .. .
—¿Además qué?
—El resto no tiene importancia ...
—¿Qué es? Préstame la carta.
El hermano se turbó más aún.
—La dejé sobre la mesa, léela —dijo. Pero no esta
ba en ese sitio y como la muchacha sí notó la turbación
del primogénito, se fue en su busca, al huerto.
La carta estaba en el cuaderno. Carmen la tomó y
se internó, cautelosa, en el cañaveral opuesto. Los
hombros se le mojaron en las hojas de los bordes,
pero el interior del sembrío era sereno y silencioso,
204 —
con claros de trecho en trecho, entre los altos tallos.
Leyó.
De cuando en cuando, gorriones despreocupados,
casi la rozaban, y, al mirarla, desviaban el vuelo, sin
posarse.
Ella leía con el ceño fruncido, y, de pronto, enro
jeció y acercó más aún el rostro a los renglones. “Y
parece que el hijo pretende a Carmen” —había leído.
—¡Habráse visto! —dijo, en voz baja— y se que
dó después, inmóvil, con la carta entre las manos.
De pronto, se alzó de hombros. Y luego: “En las
cejas y en la boca" —pensó—. “Pero ella se hizo mon
ja .. No vale la pena! —dijo, por fin, claramente, e
iba ya a salir, cuando se inmovilizó: un gorrión estaba
casi al alcance de su mano, esponjado. De repente,
voló, pero sin haberla visto, sino porque alguien avan
zaba entre los tallos.
La muchacha esperó, indecisa. Una india pasó, ca
si rozándola, sin verla. Llevaba una gallina bajo el des
colorido rebozo y se detuvo algunos pasos más allá
y comenzó a torcer el cuello del ave, en cuclillas. Car
men estuvo a punto de gritar, ante el tremendo aleteo,
pero muy pronto la gallina dejó de moverse, con el
cuello tendido sobre la tierra semi-abierto el pico, del
que fluía un hilo sanguinolento. La india hundió las
manos en la tierra, hizo un hueco y enterró a la gallina,
jadeando, con los cabellos pegados al sudor de las
sienes.
Carmen respiraba suavemente. La india se levan
tó, satisfecha. De pronto, se pegó a la tierra. Miguel
y el pelirrojo pasaron a pocos pasos.
—205
Carmen respiraba apenas. ¿Me verá la india?—pen
saba.
Los muchachos se alejaron despreocupadamente,
conversando. Miguel iba detrás, como de mala gana.
—¿Es muy lejos? —preguntó.
—No, hombre, allí, —repuso el otro— allá no más
¿no ves? Están amarillando. Señalaba un peral de ne
gro tallo, lleno de frutas maduras.
—Y tienes que subirte —añadió.
—Estoy cansado ...
Habían arreado a los bueyes de la molienda, has
ta marearse, y ahora se iban al huerto.
—¡Eres muy inútil! —exclamó el pelirrojo, dete
niéndose, sin pasarle aún el resentimiento por lo de
la rueda, que se destacaba ahora bajo la camisa del
otro. Hubiera querido —añadió— que venga Diego en
vez de ti; él era generoso y le gustaba todo, y no se
estaba quieto ... A ti sólo te gustan las cosas de co
merse.
Miguel no contestó.
—Y Diego era valiente —siguió el otro.
Y Miguel, animándose:
—¡Qué gracia! ¡Si él va a ser hombre grande!
—¿De qué tamaño?
—No, . . . Sino que grande .. . grande . . . —Y mo
vía los brazos, sin conseguir explicarse.
—¿Te lo dijo?
—Claro, si es mi amigo íntimo.
—Oye... estás ronco y te suena el pecho —y el
pelirrojo se detuvo—. ¿Y por qué coloreas? —añadió,
mirándole a los ojos.
206 —
—Ya ves. . . —Se disculpó Miguel— hasta el Obis
po está con tos.
—Y... de veras! —contestó el otro, despreocu
pándose—. Apurémonos para ver la llegada del pue
blo, vienen con la banda.
Ya estaban bajo el árbol.
—A ver —siguió el chico— yo te empujo. .. Yo no
me saco los zapatos porque hay agua.
Miguel, sin entusiasmo, se abrazó al árbol.
—¡Ya! —dijo—. Y el compañero le ayudó a subirse.
—¡El sol me entra en los ojos!
—¡Voltéate!
Giraron en el tronco. El pelirrojo empujaba a Mi
guel de las nalgas, con las manos abiertas. De pron
to, le dijo, rojo por el esfuerzo:
—¡No peses tanto!
Pero Miguel desfallecía como con algo roto en la
garganta.
—¡Qué pálido! —exclamó el otro. Y, de repente,
con los ojos muy abiertos:
—Has sido tísico —gritó—. ¡Has sido tísico!
Y retrocedió, asustado cuando Miguel, medio re
puesto ya, se le acercó limpiándose el rostro.
—¡Cuidado! .. . ¡No me toques!
—¡Oiga! —rogó Miguel.
Pero el pelirrojo ganó el camino y corrió hacia la
casa.
—¡Espere!
Y Miguel lo siguió. ¡Espere! —seguía—. Pero ya el
amigo se alejaba. Entonces, Miguel sacó la rueda de
bajo la camisa.
En el patio de la hacienda había gente de a caballo
— 207
y Argudo, el mayor, calzaba las espuelas al Obispo,
junto a la palmera.
—¡No avise! . .. —gritó Miguel— .. .¡Le doy la
rueda!
El otro niño se detuvo.
—¿Qué? . .. —preguntó, sorprendido—. ¿Qué di
jiste?
Y movió la cabeza, acercándose. Miguel le exten
dió la rueda. El pequeño dudó pero se apoderó al fin
del juguete, e iba a decir algo cuando Miguel habló:
—Vamos primero a la playa para lavarnos —dijo,
ya caminando hacia el río.
El pelirrojo lo siguió, pensativo. No hablaban. El
cielo estaba cerrado y, con las barras de humo san
guinolento, tenía un extraño parecido a las rejas de
la escuela de los Hermanos que hirieron al ángel. Mi
guel lo iba mirando, mirando, y cuando llegaron al río,
se acostó en la orilla y hundió el rostro en el agua.
El otro esperó, indeciso, a su lado.
—Oye —dijo al fin, tocándole el hombro.
Miguel se levantó con el rostro mojado, limpio ya
sin mirar al cielo.
—¿Qué?
—Te devuelvo la rueda —dijo el pelirrojo, alargán
dola hacia el amigo.
208
V
SEQUIA
209
tres patas, con la delantera derecha atada al cuello,
y los sembríos se pueblan de espantajos —palos ves
tidos de indios— tan bien hechos, que en los lejanos
latifundios, mayorales aviesos se equivocan, látigo en
mano ...
Las campesinas bajan al mercado, con canastas
enormes, y, en las calles de la ciudad, las cholas —sue
len llevar en las cabezas cestas de mimbre, sin la ayu
da de las manos— desfilan, penachudas, con su típico
paso muy menudo.
210
El pueblo invade el atrio, la iglesia y luego el con
vento, y recorre las galerías de arte: aquí Migue! de
Santiago, allá Murillo, el Greco, y más allá, sobre una
gradería, en muro gigantesco, “las mil caras’’. Mil go
tas de agua: todas se parecen: Mil caras: ninguna se
parece. Mil caras: casi un pueblo. "Ninguna se pare
ce —dijo alguien— casi era un dios el que lo hizo”.
Casi un pueblo. Casi Dios. Y cuando cesa el órgano
y el gentío vuelve a las calles, cerca de ellas, en la
línea ecuatorial, el sol se posa, bello como nunca. Y
"Quito, arrabal del cielo” —dijo un poeta. Y es cierto.
212 —
te, rematada al confín por la bocina, extraño signo, fi
jo en el horizonte. La chicha de maíz corre en los des
cansos encendiendo la sangre, y un día ... El cerco
de trompas fue estrechándose. Creció el canto de la
tierra con son épico. Cielo arriba, cielo abajo, por el
ancho boquerón siempre con nubes que se abre hacia
la Yunga, hacia el Pacífico ... Y hombres brotando de
los surcos, del trigo, de las nubes, con las hoces en alto.
Luego . .. metralla. Y con la noche, sangre estrellada
y parvas tranquilas, rota la camisa de cielo en el alto
hombro.
Con octubre se retiran de los rastrojos los troncos
aserrados, y se van los rebaños y los becerros de en
debles piernas, cada vez más fuertes, detrás de lentas
vacas, de ubres como nubes ... Y el arado recorre las
laderas, abriendo surcos negros, donde los pájaros
pican —tragan luego en el aire, revolando— y bajan
nuevamente, como gaviotas a la quilla.
Tractores ... uno. Reo de la égloga, retumbando
en las heridas lomas: porque la ciudad entera —todo
cuanto hay en ella de cristal y de acero— ha llegado
también, tal que la rueda de molino, sobre las espal
das de los indios. Andes arriba pudo vérseles, por los
inmensos pajonales, en angustioso “guando", esto es,
en larga hilera, especie de ciempiés humano, unidos
entre sí por cabos, trayéndose una planta eléctrica o
un órgano, en los hombros. Los trenes pitan lejos, en
tre los nevados distantes, y el carretero apenas data
de una década.
Las yuntas aran laderas casi verticales, donde los
bueyes se sostienen como por milagro, todo un día
— 213
angustioso, fijos los grandes ojos —piedras de aguá-
*-
en el abismo.
Y el arado da la vuelta.
También el año ha dado la suya y lo están dicien
do: no el cielo, azul y blanco siempre; no el clima, ti
bio, inalterable; sino las cosechas; sino —desde la ra
ya del surco— el sembrador, con su ademán eterno,
lanzando una vez más el disco de la vida.
Mas, en algunos años, por diciembre, vienen las
heladas. Amanecen las plantas calcinadas, bajo un
cielo de vidrio. La quemadura es leve unas veces; otras,
profunda y entonces se resiembra. Las sequías son
cortas casi siempre, pero se recuerda de algunas que
revistieron caracteres trágicos. Una de éstas —con su
pareja medio siglo atrás— era la que asolaba en esta
época la tierra. Quedaban solamente las heces del
antiguo paisaje siempre verde, al fondo de los valles,
junto a los ríos. Y esta vez —en la otra la gente se
moría, apegada a la tierra, ante el cometa trágico—
vino el éxodo: quince mil hombres pasaron la cordi
llera, hacia la selva, hacia “el oro y la abundancia”.
En las alturas, los indios clamaron en vano por la
lluvia en procesiones nocturnas. Quemáronse pajona
les. Altas hogueras avanzaban en las noches, tran
quilas, hacia el día.
—Ventoooooo, ventooooo, ventoooooo!
Pero el aire permanecía inmóvil.
214
Alguna vez, el viento bajando desde la cordillera,
dobla la tea trágica hasta la campiña, libre de ella por
los ríos, y quema hasta las anchas hojas de los zapa
llos y las robustas gladiolas. En tanto, arriba, llueve
ligeramente, y el olor de la tierra remojada —inmenso
semen— enloquece de júbilo a los seres vivientes.
Y se aleja.
— 215
VI
ULTIMA NOCHE
216 —
pueblo para tratar de conseguir la visita de! párroco y
para comprar el ataúd y algunos accesorios.
La anciana se aferraba a una cruz de palos de re
tama, en los momentos de angustia, y cuando se ali
viaba, hilaba. El hijo, en tanto, removía las brasas, en
silencio. De rato en rato le temblaba el párpado de
formado por la herida mal curada y ladeaba entonces
el rostro, sofocando con el pie la llama.
—Parece que ya viene taita cura —dijo de pronto,
llegándose hasta la puerta, ante la mirada ansiosa de
la anciana—. Sonando está la campanilla en la loma.
Mentía. Quien llegaba era su amigo: ya se adver
tía su silueta, jorobada por la carga, en el sendero ve
cino.
Tacuri salió a su encuentro.
El otro se detuvo al llegar a la zona iluminada.
Traía una cera nueva en la mano y el ataúd a las
espaldas. Este era negro, con una delgada cruz de pa
pel plateado en la tapa.
—¿Y taita cura?
—Amo Obispo ha llegado, no puede, —contestó el
amigo— están en fiesta.
—¿Y el hijo tuyo?
—Viniendo estaba conmigo. “Voy a volver vien
do” —me dijo—. “No sé qué pasa al frente, donde los
Melgares”.
—Entra, di que ya viene taita cura. Le pidió Tacuri,
señalando la puerta de la choza—. Está esperando...
Arrimaron el ataúd al muro, junto al arado, y en
traron.
La anciana, al mirarlos, trató de incorporarse.
—Ya viene —dijo el indio, acercándosele.
— 217
Y el hijo:
—Recorriendo chozas, de rato en rato sonando es
tá la campanilla. Taita cura a caballo viene; brillando
viene, por la paja.
Y sucedió entonces lo que suele suceder cuando
los indios —los ancianos sobre todo, que vienen de
más adentro en el tiempo— ven la muerte a las puer
tas: se funde en ellos el débil barniz cristiano y res
plandece el ancestro, puro, unido al sol y a la tierra
en una sola llama, desde el esqueleto. Llegó, pues,
la madre a ese instante y se apresuró a ordenar los
preparativos del caso, antes de que el sacerdote se
lo prohibiese. Creía verlo ya a su lado, con las yemas
de los dedos sobre el copón dorado, y era tan frágil
la hostia y tan leve, y el camino a recorrer, tan largo!
—Dame el fiambre —dijo.
Y extendió el brazo hacia el hijo. Ambos hombres
la comprendieron y realizaron misteriosos actos con
los paquetes. Poco después, ya había uno más, peque
ño, envuelto en hojas y bejucos, junto a la cabecera
de la anciana, y ésta saboreaba todavía lo que había
probado.
—No llega —dijo— apegándose al muro.
Y cerró los ojos. Sólo el leve moverse de la cruz
sobre el pecho, denotaba vida.
—Largo es el camino —susurró todavía—. Sin du
da ya estaba a su vista, su tierra del otro lado de la
vida, húmeda y negra, con interminable ruta, entre
maizales ondulantes, siempre hacia el sol, que es prin
cipio y meta a un tiempo mismo. Los Incas venturosos
la cruzaban —llegando a ella a través de la fosa— con
218 —
los pies desnudos, pero jubilosos, con séquito dorado
y largas hileras de tinajas verticales.
El hijo salió con un mate a la sombra y destapando
el seno de una penca, recogió el líquido del fondo. Iba
a regresar cuando se le heló la sangre. Allí muy cerca,
en la ladera, una carcajada estridente se entrelazó
al aullido de los perros ahora incontenible. El indio no
se movió. Cierta vez había oído al amo que existía un
animal —no recordaba su nombre— que se reía sobre
los cadáveres, mientras los devoraba. La carcajada
cesó y cuando el indio andaba ya hacia la choza, otra
vez surgió, más próxima, en la loma vecina. Salió el
otro indio a la puerta y los dos hombres se miraron,
con el oído atento.
—Ya se va, ya se va —susurró Tacuri.
En efecto, la risa bordeaba el pajonal, hacia el valle.
—Ya le mataron —dijo el otro, aludiendo al ave
agorera que recorría los campos desde hacía días "en
forma de gallina”. Por la mañana una mujer la había
perseguido, logrando aplastarla con una enorme pie
dra y alejándose luego, aterrada, sin pensar siquiera
en aprovechar de sus huesos malditos. No podía, pues
ser nada de eso lo que estaban escuchando.
¿Qué era entonces? Los hombres se inmovilizaron.
—¿Oyes?
Ahora eran gritos lejanos, así mismo hacia el valle.
Tacuri miró el interior de la choza.
—¡Tucurirca! (se acabó) —exclamó, de pronto, y
entró, seguido por el otro.
La madre había muerto.
¿r vr
— 219
El perro estaba tendido cerca de las brasas, ante
el grupo. Súbitamente gruñó, con el cuello erizado y
desapareció en las sombras. Ahora ladraba y su la
drido tornábase aullido por momentos y era desespe
rado, como si alguien se acercase, inflexible, a la cho
za.
—Ei es —dijo Tacuri, que había salido hasta la puer
ta. Y el hijo de su amigo se hizo presente.
—¿Oyeron? —dijo el muchacho, excitado todavía—.
Hace rato, en la loma ... Una indiecita se ha hecho
loca. Primero vino por acá. Nadie ha podido contener
le. Después se perdió por la paja.
iba a continuar cuando vió el cadáver y se sentó
en el suelo, silencioso, junto al padre. Tacuri salió.
La cera había empezado a consumirse y alumbraba
la estrecha choza, vivamente. Sobre la tarima estaba
la muerta.
—¿Dónde? —le preguntó el muchacho a su padre,
señalando el ataúd con el rostro.
—Vamos a pasar por el pueblo, ya hablado quedó
el panteonero.
—Oiga —y el hijo se le llegó al oído— dicen, abajo
oigo: que él —se refería a Tacuri— ha quemado ia ca
ña de amo Argudo y que van a llevarle preso: que van
a subir para amarrarle.
El indio se puso de pie.
—¿Quién dijo? —preguntó.
—Abajo, todos, cuando se fue la loca.
—¡Vamos!
Y ambos salieron de la choza. El cadáver quedó
solo. Estaba con las quijadas amarradas y vestía bur
da polca, rebozo azul y tres polleras de colores dis
220 —
tintos, mal ceñidas, que le cubrían hasta los tobillos.
Un poncho diminuto —los nietos estaban lejos— com
pletaba el tapado, pero las rajadas plantas de los
pies asomaban por los bordes, lívidas, terrosas to
davía. El perro entró y se tendió otra vez junto a las
brasas —grandes los ojos, lacrimosos, fijos en el ca
dáver. Los leños se .movían ellos solos consumiéndo
se, y la llama crecía, azulada su base.
* * *
— 221
cuando entraron los hombres. Estaban en camisa, con
los rostros sudados y las manos terrosas.
El hijo lloró cuando las manos del amigo bajaron
lentamente la tapa de la caja, hasta cerrarla.
—Se acabó —dijo. Y luego, sollozando:
—¡Cuidando queda choza!
Ya el amigo y su hijo levantaban la caja. La saca
ron, despacio y la dejaron a los bordes de la fosa.
—Entra... —ordenó el indio, a su hijo, y éste obe
deció, desapareciendo en la tierra cavada. Reapare
cieron luego sus brazos, con las manos abiertas.
—Pasen —dijo, desde adentro.
El ataúd resbaló lentamente, arrastrando la tierra
de los bordes, y tocó el fondo.
222 —
Ahora ya veían los hombres hasta los cerros del
otro lado del valle, a través del pajonal sin niebla,
cada vez más claro.
—Vamos, no viene nadie.
Y le volvieron las espaldas. Detrás de la choza,
padre e hijo detuviéronse esperándole a Tacuri y cuan
do éste asomó, resuelto, apresurado, todos camina
ron, el perro los siguió. Los hombres lo habían olvi
dado y solamente arriba, ya cerca del chaparro, nota
ron su presencia. Tanto Tacuri como el amigo se aga
charon violentamente, simulando agarrar guijarros. Só
lo el muchacho permaneció inmóvil. El perro huyó sin
aullar, con un ligero quejido y más allá se detuvo, mi
rándolos fijamente. Cuando reiniciaron la marcha vol
vió a seguirlos, casi tambaleante, deteniéndose cuan
do lo miraban, con la una pata en alto, y siguiéndolos,
endeble, cuando oía otra vez el jadeo de la marcha
ascendente. En tanto, grandes rejas de sol se desa
taban en las crestas de los cerros y, abajo, las chozas
rebrillaban, sin humo, con atroz parecido a las parvas
de trigo.
— 223
IV
ENERO 1
— 225
el lecho, una muía, una estrella, una vaca y varios pas
tores. El niño era de estuco y estaba en una mesa
previamente arreglada con musgo y plantas silvestres.
Las cholas no cesaban de ponderar los “Nacimien
tos" de los templos, y la María chica dijo que el de
los Argudo era tan grande como el de Santo Domin
go. A lo que la ciega repuso que al del señor Oñate
podía verlo casi hasta ella, pues una lengua de fuego
temblaba ante sus ojos cuando se le acercaba.
—Y de cristal —añadía— toco todo; no diré los
Reyes, hasta los pastores.
—¡Gracia! . .. Con oro todo brilla .. . —dijo la Ma
ría chica.
Y la grande, acomodando al niño en la paja:
—Bien digo: nuestro Señor por mostrar su despre
cio a la riqueza todo hace; nace en esta paja y a la
plata a semejante gente!
—¡Bien dice!
—La seño María chica está brava —comentó otra—
porque el cañamazo le va a quitar las tierras al pa
trón. ..
—¡Patrón no es! —contestó la chola, y se levantó
con la muía en la mano—.Y así fuera... ¡hecho bien!
Y hundió los cascos del juguete en el musgo, con
rabia.
—Despacio, despacio, no peleen... ¿Qué chico se
sube a poner la estrella? —preguntó la dueña de la
tienda.
—¡Yo! —dijo el picado de viruelas.
—¡Vos no! ¡Muestra las orejas! —protestó su ma
dre. Y mientras otro se subía a la mesa con la estre-
226 —
lia, el hijo de don Ricardo se dejaba tiznar de mala ga
na, hinchado los labios.
—Hele así, así. . . —le decía la madre—. Bocón;
así pareces negro de deveras.
V las yemas de sus dedos iban del fondo de un fa
rol a la cara del hijo, cubriéndola de negro de humo.
Más allá, otra madre hacía un ángel, atándole alas
de papel picado en fondo de cartón al hijo, que —él
sí— estaba muy contento, y se reía cuando el otro
protestaba.
—¡Sólo al patojo le hacen ángel! —gritó el falso
negro, blancos los ojos—. A mí, negro, ya dos años!
—¡Patojo serás vos, bocón! - -dijo la madre del án
gel.
Iba a contestar la otra cuando se oyó a lo lejos el
tono del Niño.
—¡La banda! —exclamaron las cholas—. ¡Apúren
se! ¡Vamos!
Todas corrieron a sus respectivas tiendas. La ban
da se acercaba, por momentos. Pasó por fin y se de
tuvo ante una casa blanca de la otra esquina, donde se
fue alineando, mientras caían ya sobre los instrumen
tos las primeras flores del “chagrillo”. Luego, asomó
en las puertas una chola elegante —era mujer de un
intermediario— con un charol muy grande en los bra
zos, en cuyo centro un Niño Dios dormía entre péta
los de rosas. La chola iba orgullosa, con paño de largo
fleco, rebozo azul y muchas —cuatro o cinco— po
lleras refulgentes. Salió hasta media calle y esperó,
inmóvil, mientras las otras mujeres y la banda le ha
cían cola. Delante se alinearon los niños disfraza
dos: tres ángeles, el negro y dos lavadores de oro con
— 227
■machete de lata y pequeñas lavacaras a la espalda.
“La Candelita”, que era uno de los ángeles, se arrancó
un ala, pero no se le oyó el lloro, porque la banda to
caba, vigorosa, y la enorme chola inició el desfile.
Se dirigían a San Alfonso. Las madres de los ánge
les iban regando flores por el empedrado.
—¡Adelanta! —le dijeron al negro—. ¡Vas a tiz
narles las alitas a los querubines! —Y baila... baila,
para eso estás de negro.
De los ángeles, los dos iban andando, muy incó
modos, y el otro en brazos de la madre, altas las alas.
El patojo, descalzo, con las suyas batientes, se a-
cercó al negro y le dijo en la oreja:
—¡Bocón, tízname las alas si eres hombre!...
Y dió largo salto, de lado, hacia las polleras de la
madre, como como si volase.
Y como ya iban llegando a las calles centrales y la
gente salía a los balcones o a las aceras para presen
ciar el desfile, la chola que llevaba al Niño se detuvo
un momento e impuso orden:
—¡Avancen! —dijo, volviéndose hacia las de a-
trás—.
¿Y dónde están —siguió— las mamas de los án
geles?
¡Que les hagan hacer alguna gracia!
Los chicos se agruparon.
—¡Vean, vean aprendan! —siguió la chola, seña
lando la próxima esquina.
Iba a pasar por ésta otro “Entrego” que, sin duda,
era de los grandes, porque varios artesanos levanta
ban los alambres de la luz con sendos carrizos, para
dejarle paso al retablo ambulante. Grupos de jíbaros
228 —
y negros de rojo uniforme bailaban ya entre las cua
tro esquinas. El “Entrego” del barrio se detuvo, pues,
en la bocacalle y esperó, cohibido. Por un momento,
los sones de su banda mezcláronse a los de la que se
acercaba, mas pronto ambas callaron: era problema
serio el de los alambres. Ya el retablo asomaba y era
muy alto y todo él sobre un camión de los más viejos,
de motor hirviente. Pirámides de ángeles y cholas
que evitaban su caída, surgían de la plataforma hasta
los techos de las casas.
—Bájense los de arriba —dijo alguien— o agáchen
se por lo menos ... ¡Van a electrizarse!
A lo que la chola que sostenía al más alto de los
ángeles, repuso —y su voz parecía llegar desde las
nubes:
—¡Boten rompiendo los alambres!
Y así se hizo. Y el altar pasó, por fin, intacto, y ca
da Entrego siguió por su camino, llevándose, eso sí,
el grande, toda la gente de la calle.
•X- ¿r -X
*
229
El año viejo de la calle está sobre una silla coja,
olvidado, con harapos rellenos de restos de paja. En
tre sus brazos hay un letrero que dice: “Muero pen
sando en las agüitas”. Pero cuando a las once la gen
te se le acerca, el letrero está vuelto al revés sobre
su pecho, y dice, con letras de lápiz rojo: “Luz, más
luz”.
Del centro eran —informa alguien—. Pasaron y es
cribieron. ¡Con capas eran y con unos sombreros a-
sises!
Y abre los brazos.
—¡Los poetas! ¡Pongan al otro lado!
—¿Y qué querrían decir?
—No sé, vida; dicen, oigo, que aura nadie puede
entenderles —contestó un anciano.
Casi todos los muchachos han regresado del cen
tro y hay más entusiasmo. Traen un farol, lo encien
den y lo cuelgan del brazo del viejo. Pronto una ho
guera arde en la esquina y los chicos saltan sobre
ella como en la noche de San Pedro . Llega un chico
con una pelota de trapo rociada de gasolina y la en
ciende, lanzándola después contra el muñeco.
—¡No es hora! —protestan otros.
Pero patean la pelota y ésta va de puerta en puer
ta, cada vez más encendida, hasta que una chola la
arroja al agua, entre las protestas de los niños.
La bola de fuego ha dejado rastros de pequeñas
llamas entre los restos de paja del empedrado, que
poco a poco se van extinguiendo.
—¡No mismo, no mismo hay cómo alegrarse!
230 —
La Juana se acercó a la María grande, que en esé
momento estaba sola en la tienda.
—Tengo que decirle una cosa, seño María grande.
—Juana...
La muchacha tejía, sin levantar la vista de la paja
que le cubría hasta las rodillas, a partir de los senos.
—Sólo vos estás tejiendo en esta noche...
—Es que... Eso es lo que quiero decirle... No es
que teja, sino...
La gran chola la miraba atentamente.
—Habla —le dijo —di nomás...
Nerviosa, la joven se echó a la espalda las trenzas,
con un movimiento de hombros.
—Yo ya sé lo que vas a decirme —siguió la María
grande.
Se miraron.
La muchacha se cubrió el rostro con el tejido. So
llozaba.
—Antes de nada —dijo la María grande—. Dime,
dime una cosa pronto: ¿De cuál es? ¿No es el del ca
ñamazo?
—.. .Seño María... ¡No!
—Vaya ... El corazón se me asienta: mucho miedo
tenía... Y entonces, ¿de qué te asustas?
—No viene, no escribe.
—¿Y cómo ha de volver todavía? ¿Acaso don Ricar
do vuelve? El oro es oro y hay que quedarse adentro
mucho tiempo. Pero él ha de volver: ellos no enga
ñan. .. Vaya estoy muy contenta.
—Tengo .miedo de las otras... Con el sombrero no
se nota...
— 231
Y miró el tejido que cubría con su fleco todo el
joven vientre.
—¡Y a qué cuenta! No tengas miedo: fuera de que
no mismo hay como ocultar eso.. . ¿Acaso el hijo es
tá solo en el vientre? Allí estará el cuerpo, pero la
almita está en ia cara de la mama. ¡Quita, quita esa
paja. . . ¡No estés tapando!
Y le arrancó el tejido de las manos.
—¡A qué cuenta! —siguió—. ¡Y ha de ser hom
brecito!. . . ¡Y verás cómo hemos de recibirle!
—¿Y si se muere el taita? Dicen que el Oriente...
—¿Qué dices? —le interrumpió la María grande—.
Cierto que no somos felices, pero no es para tanto.
No viene ya, porque él es hombre y los hombres
tienen que pelear duro. Duro es el Oriente, cierto,
pero verás: ha de venir con oro. Y así no trajera na
da: es hombre. Más gana el hombre silbando que la
mujer hilando.. . Desde que eras chiquita te he que
rido, ¿te acuerdas? Yo te ayudé a tejer el primer som
brero. .. Una pollita parecías, que ha puesto el primer
huevo. . . Andabas mostrando a todas el tejido.. Ya
digo: siempre te he querido. Cuando se fue mi hijo
hasta pensé traerte a la tienda...
Un niño entró corriendo en ese instante.
—¡Seño María —gritó— ya venga! ¡Ya es hora!
En la esquina había gran alboroto.
—¡Vamos! —concluyó la María grande, y abrazó
a la hermosa chola—. Y ya te dije: No tengas miedo.
¡De mi cuenta alza la frente!
—¡Nos hemos hecho tarde! —grita la gente en la
esquina—. ¡Ya han dado las doce de la noche!
Desde la ciudad llega grande y confuso griterío, y
on
2 -—
campanadas y estallido de petardos. Junto al arroyo
hay risas y abrazos y el “Año viejo” comienza a arder
desde los talones.
—Mal se ha portado .. . ¡Quémenle, duro quémenle!
—exclaman las cholas.
—De la boca nos ha quitado el motecito.
—Y las agüitas del cielo, digan ... Avaro ... ¡Ca
ñamazo!
Sale de no sé dónde un niño vestido de vieja, “la
viuda” del año, con paño y polleras remendadas, y
simula llorar amargamente, defendiendo a su “ma
rido”.
—Véanle, pero véanle ... y ropa de mama Luz se
ha puesto ... ¡El bocón es!
—Hele ... la viuda ... ¿Y los hijos?
—Las penas, pues —dice una chola—. Doce hijotes
tiene, varones, y una alegría: esta nochecita.
Y cuando el estropajo está en pavesas ios chicos
se arrojan sobre la “viuda", y tratan de arrastrarla
hasta el fuego. Ella se defiende, primeramente alegre:
—¡A mí no! —grita—. ¡A mí no! ... ¡Quien queda
ría para dar de mamar a las guaguas!
—¡Bocón!
Pero cuando la maltratan tanto que se queda sin
manto y le caen polleras y calzones, se encoleriza, y
surge un niño viril de los harapos, desafiante y des
nudo.
Y así comienza el nuevo año.
233
én la que participan multitud de niños de la ciudad y
hasta de lejanas aldeas y cantones, todos disfrazados.
En casa de los Argudo, el pelirrojo —lo estaban
haciendo general— no dejaba de hablar mientras le
cubrían de charreteras. Había llegado de la hacienda
con Miguel y ahora preparábase para integrar el carro
de honor en que desfilarían los niños de la aristocra
cia.
Miguel desenvainó la espada.
—De veras, ¿y qué es ser hombre grande? —le pre
guntó el pelirrojo a su hermano Ernesto que miraba,
sonriente, los preparativos.
—¿Grande? ... —le contestó, sorprendido—. ¿Por
qué —Y luego, súbitamente: Grande: ... Que no tenga
hambre nadie ...
Pero lo dijo como respondiéndose a sí mismo, y se
quedó pensativo. Naturalmente, los niños no le enten
dieron. Iba a decirles algo más cuando Miguel, que sin
duda había pensado en su abnegada madre al oír esa
respuesta, dijo: —Si no dice mujer, sino hombre . ..
Argudo pareció maravillarse y miró fijamenle al
pequeño tísico.
Una sirvienta gritó desde el zaguán:
—¡Niño Arturo, han venido a llevarle, se hace
tarde!
En la calle, sobre hermosos caballos, estaban los
Reyes Magos.
Miguel se llegó hasta las puertas y los contempla
ba cuando le llamaron desde la esquina.
***
234 —
Un obrero leía en voz alta un pequeño papel ante
un grupo de vecinas.
—¡Dichosa Mama Luz!— comentaba— con seme
jante nieto!
El cojo había mandado los primeros cinco sucres
desde Guayaquil para su abuela, la ciega, bajo sobre
nemado para la María grande. “Y entréguenle en mi
nombre esta plata —decía en su carta, entre otras co
sas —y dicen que de grande no voy a ser cojo y me
van a suvir el sueldo soy page de una votica”.
La ciega estaba feliz. La Juana dijo, poniéndole las
manos en los hombros: —Y no haga caso de estar so
la: con nuestros pies ha de seguir andando hasta que
vuelva el chico ...
Y la chola agria, dirigiéndose a su hijo.
—Aprenderás, ingrato, en el cojito ... Retrato de
tu taita! ... ¡Y no te quiebres las plumas! —añadió,
pues ya el chico estaba disfrazado.
Irían todos hacia El Santo Cenáculo donde se orga
nizaba el gran desfile.
Por el lado del molino se oían ya las flautas de los
indios de Sinincay.
—Ya vienen ya, con ellos vamos.
Y así lo hicieron.
Los indios bajaban con sus hijos y arreaban un
pequeño borrico cargado de palomas.
Las cholas comentaban:
—¡Dónde como antes, el burrito con soles anti
guos en la frente!
235
Én el atrio del templo no cabe un niño más, y los
que van llegando se quedan en las calles laterales.
Hay lujo en muchos disfraces pero la gente no los
encuentra a su gusto:
—Creo que este año no se romperán ni los alam
bres: mucha pobreza veo ... Dónde la plata antigua,
dónde los jíbaros con lanzas de oro.
—Dónde la gente tan contenta, digan.
Muchos niños lloran de cansancio. Una pequeña
monja extraviada llora a gritos. Ya las trenzas le aso
man por las desgarraduras del hábito. Las cholas la
protegen y advierten a los chicos para que no corran
igual suerte:
—Si te pierdes —le dice una a un negro— lávate
la cara para conocerte ... y echa gritos.
Por la esquina asoma un grupo bullicioso: van a la
cabeza tres danzantes con traje de campanillas, en
animado baile; al centro, militares patilludos, un Car
denal y dos jíbaros con un barbado misionero; les si
gue un Príncipe, a caballo. Soles de plata brillan en
las gualdrapas y gallos vivos aletean junto a los es
tribos, y una paloma abierta agoniza en la grupa, so
bre el enorme rabo artificialmente encrespado.
Ahora sí los comentarios son favorables, pero ce
san porque llega el más grande de los carros alegó
ricos, ocupado por niños de las clases altas. Allí está,
con su espada y sus rojos bucles, el último Argudo.
Y se inicia el desfile.
Y la gran cruz que forma el gentío en las cuatro
calles va cerrando los brazos lentamente.
236 —
CAMPANADAS
238
ban, como acompañando al melodio que había inicia
do una tonada en la capilla, por cuya primera puerta
se veían cirios encendidos y parte del comulgatorio.
Los rangos desfilaron por las diversas entradas y ocu
paron las largas bancas, dentro de la Capilla. Asomó
un rojo monaguillo por la puerta de la Sacristía.
—¡El adulete! ¡El adulete!
La campanilla sucedió al melodio, y detrás deí mo
naguillo salió el Capellán, con ornamentos, junta? las
manos, y empezó la misa.
•X
* "ir vt
— 239
Su padre debía de esperarlo en medio patio, con el
regalo listo.
El negro, andando de rodillas, se acercaba poco a
poco a Manuel Cuzco, el pajarero, que movía la cabe
za, siguiendo el curso de la tiza sobre el encerado. Un
compañero levantaba en ese instante una alta colum
na de sumandos. De rato en rato, Cuzco hacía ademán
de levantar el brazo, atentísimo. El negrito le introdu
jo el dedo en el oído.
—¡Deja!
El Hermano no le oyó. El negro esperó un momen
to y luego se deslizó, siempre de rodillas, hasta colo
carse detrás de Cuzco. Le puso el dedo detrás de la
oreja y susurró:
—¡Pajarero!
Se volvió éste, y pudo evitar que su nariz topase
con la punta del dedo; pero el otro, ante el fracaso, le
puso francamente la yema del índice en la punta de
la nariz y la aplastó, olvidado de todo, con fruición, co
mo cuando mascaba trozos de caucho.
Todos rieron, y el Hermano reparó en la falta.
—¡Allí! —gritó, señalando un alto cajón colocado
al fondo de la clase— ¡Cárdenas, la pesa!
Un chico asomó con una piedra grande y se la en
tregó al negro. Este, que también sabía lo que signi
ficaba, se dirigió hacia el cajón del fondo. Debía po
nerse de pie sobre ese pedestal, con la piedra en los
brazos, alta sobre la cabeza. Una campanada —Diego
saltó de júbilo— lo detuvo.
—Queda para la próxima clase —dijo el Hermano.
El negrito se dirigió a Cárdenas, el chico a cuyo
cargo estaba la piedra. ¡Adulete! —le dijo, al entre
240 —
gársela. Y se unió a los compañeros, desfilando hacia
el patio.
* * *
242 —
—¿Qué dices? ¡Calla! —Y el pelirrojo se le acercó,
rabioso.
—Cierto —insistió el muchacho—. El cañamazo de
la esquina está enamorado de tu hermana y te da cho
colates . . .
—¡Cuñado! ¡Cuñado! ¡Cuñado! —gritaron los del
ruedo.
Y uno de ellos le quitó los caramelos, pero ya el
injuriado, furioso, acometía a su enemigo.
—¡Sin patadas! —gritó éste, que era descalzo, y
respondió a los golpes.
De pronto, el pelirrojo se detuvo, llevándose las
manos a las narices. Ya lloraba.
—¡Le sacó chocolate! —gritaron los espectadores,
viendo sangre. Súbitamente, todos corrieron, menos
los contendores, presos por la orden:
—¡No se muevan!
Un enorme Hermano estaba ante ellos. Tiró de los
cabellos al descalzo e iba a darle un puntapié, cuando
el niño gritó, arrodillándose:
—¡Hermanito!
Estaba aterrorizado.
—¡Sígueme! —le dijo el Hermano, y echó a andar
hacia los grifos con el pelirrojo de la mano.
—¡Levante la cabecita!
En grupo se acercaron a la pila, pálido el descalzo
y ensangrentado el herido, con el rostro hacia el cielo.
—Así, así —dijo el Hermano—. Levante el brazo
también.
Diego, muy pálido, los veía: la sangre le bajaba a!
amigo hasta los zapatos. La sangre es del color del
pelo —pensó, pero se mantuvo alejado, como todos.
— 243
Ya la roja cabeza estaba bajo el chorro de agua. Sa
cudiéndola, el chico la alzó nuevamente: su rostro
estaba limpio. El descalzo temblaba.
—¡Lávate las manos! —le ordenó el Hermano. Y,
al ver que el agua corría ligeramente enrojecida entre
las pequeñas manos, el religioso se fue encolerizando.
—¡Endemoniado! .. . —gritó al fin—. ¡De grande
serás un asesino!
Y, de feroz puntapié, echó a tierra al niño. Iba a
acercársele nuevamente, pero sonó la campana, y el
dómine se detuvo.
* * *
244 —
—¡Arrodíllese!
El negrito volvió a levantar la piedra, mientras eí
preguntón se arrodillaba.
—Los ángeles —continuó el Hermano— lo levan
taron y le dejaron caer suavemente sobre la calle. El
portal es alto y los criminales miraban al mártir desde
arriba, temblando todavía. El negro saltó con el ma
chete ensangrentado. El mártir sonreía. "Dios no mue
re” —exclamó. Y el criminal le hería el rostro todavía.
—¿Y la gente? —preguntó Diego.
—Esta pregunta sí vale —repuso el maestro—: La
gente se acercaba, persignándose y los soldados del
cuartel vecino no se movían: estaban comprados por
los criminales. De repente, Rayo cayó fulminado: Cas
tigo de Dios. Cuando llegaron, por fin, los soldados,
ya el negro estaba muerto y olía a azufre, junto a la
augusta víctima; tanto, que cuando un político le dis
paró un tiro en la cabeza, los quiteños le gritaron:
"¡Mata muertos!" “¡Mata muertos!"
Los niños rieron.
—¡Hermanito! —avisó uno—. Ya sonó la campana,
hace rato.
—Entonces, salgan ya —ordenó el profesor—. Y
luego, dirigiéndose al negrito:
—Entregúele la piedra a Cárdenas ... —¡Hijo de
Rayo!
* * *
— 245
—Cierto ... ahora es más pobrete qué vos.
—¿Qué dices?
—Para eso nosotros —intervino otro— tenemos
tres haciendas.
Y otro:
—Eso no es nada: nosotros más haciendas y tres
casas ... ¿Y vos? ...
Y señalaba con el dedo las medias rotas de Diego.
- En cambio yo soy de mejor familia —dijo un ter
cero—. Y mi papá es casi Presidente.
—¿Qué es?
—Gobernador. Si estuviera en Quito fuera Presi
dente.
Diego se alzó de hombros y se retiraba ya, cuando
los otros le siguieron.
—¡Pobrete! ¡Pobrete! —le decían.
Diego se detuvo, rojo. Solamente un instante dudó
y luego dijo:
—¡Para eso nosotros tenemos una tinaja de los
Incas!
Y, exaltado,habló, habló, mientras los otros le es
cuchaban con la boca abierta, cada vez más admi
rados.
—¿Y cuándo no llueve y no se llena? —preguntó
alguno.
—Amanece caída . . .
—Ahora a la salida nos llevarás a tu casa y nos
mostrarás la tinaja.
246 —
ra? —pensó—. Y se sumió en la angustia: ¿Qué me
pasó? . .. Conté lo de la tinaja ... irán a la casa y sa
brán que destilamos de contrabando.
—¡A la fila! —le gritó el Hermano. Y como era el
del puntapié, Diego se sobresaltó más aún.
—¿Qué le sucede? ¿Qué ha hecho? —le preguntó
el Inspector.
No supo qué responder y corrió donde sus com
pañeros, pero el Hermano lo siguió: Quién sabe qué
horror habrá hecho —le dijo—. Está pálido. Tiene que
confesarse esta tarde.
—Bueno ...
Subía ya las escaleras. Cuando en el descanso
volvió la cabeza, el Hermano lo miraba de arriba abajo,
sombrío ...
* * *
— 247
Ya todos los rangos habían desfilado hacia las ca
sas y en el patio sólo estaban los niños castigados.
A una señal del Inspector, tres niños descalzos inicia
ron la marcha, de rodillas, a través del patio. Uno de
ellos era el de la sangre.
—¡Libertad para ponerse papeles en las rodillas!
—exclamó el religioso, al ver que los ojos de los chi
cos se llenaban de lágrimas.
A Diego y a tres de sus compañeros les había to
cado “recoger papeles”, y en eso estaban cuando el
reloj de arriba dio las doce. Automáticamente, dos
niños castigados en la mitad del patio —“sin hablar,
con las espaldas juntas”— rompieron a llorar a gritos:
eran alumnos de la Octava, niños de cinco años.
—Me hallé una Virgencita —le contó a Diego'el
“leproso", que también recogía papeles.
—¿Por qué te quedaste?
—El Oso me dijo leproso y yo le di duro ... No soy
eso.
—No eres, sí... sino que se te rajan las piernas.
—¿Sabes? . . . Madrugo con mi mamá a coger hier
ba, y me sale sangre por el frío . . .
Los arrodillados ya habían caminado un buen tre
cho, ahora sí risueños, con las rodillas envueltas en
periódicos, cuando se detuvieron. Diego palideció:
Un niño parado en un solo pie le señalaba con el dedo
y hablaba animadamente. Poco a poco los demás le
rodeaban, rompiendo la línea. El chico, ya en dos pies,
bajaba y subía la cabeza, y los arrodillados seguían
sus movimientos, con la boca abierta.
El Hermano no asomaba. Diego se ocultó tras los
pilares. Hablan de la tinaja —pensó. Y cuando volvió
248 —
a salir, los de ¡as rodilleras —en un momento habían
recorrido casi todo el patio— se le acercaron.
—Oye, —le dijo uno, mientras los dos restantes
lo miraban, ya abriendo la boca—. ¿Cierto que tienes
una tinaja que toma agua como una gallinota?
—Dije de gana .. . ¡Mentira!
—Cierto ...
Sonó un reglazo y se callaron.
—Se irán cuando no vea un solo papel en todo el
patio —les ordenó el Hermano desde arriba.
Todos se dispersaron por el patio, afanosos. Entre
los castigados estaba el “viudo”, muchacho de unos
quince años, alumno del curso de comercio. Cuando
desapareció el vigilante, él se dirigió a las letrinas,
que estaban al fondo del patio.
—El viudo . . . -—comentaron los niños—. Ya se
encerró ...
—Va a fumar.
—Tiene por lo menos cuarenta años.
Diego, que por fin estaba solo, lejos de los otros,
se sobresaltó: ¿Dije agua? —pensó—. Cuando expli
qué que la tinaja se iba levantando, ¿no dije que con
mosto? ¿Qué me hago? ... Y papá me estará espe
rando .. . ¿Qué puede ser lo que van a darme?
Pero todos sus pensamientos nacían y morían en
lo mismo, como las burbujas en la boca de la tinaja:
¿Dije mosto?, sí. Dije “mosto” y no “agua”.
Por los corredores de arriba, grupos de Hermanos
se dirigían a los cuartos misteriosos, inaccesibles pa
ra los alumnos. En el piso alto de la casa vecina, visi
ble desde el patio, una doméstica barría. Otra asomó
con una sopera hirviente entre las manos, y entró a
— 249
Un cuarto. La que barría dejó la escoba y la siguió.
Una niña de escuela iba también a entrar cuando se
detuvo, mirando a los castigados. Traía pizarra y libros
bajo el brazo.
—¡Atatay! ¡Atatay, chicos! —les gritó, llevándose
ambas manos a ias mejillas—. ¡Qué vergüenza!
Un amigo se acercó a Diego.
—¡Fíjate! —le dijo, y le hizo ver hacia las ventani
llas altas de las letrinas. Dos puertas vecinas estaban
cerradas y alguien trataba de pasarse de uno a otro
excusado, salvando el tabique interno.
—¡El viudo!
Su rostro, pálido ahora, con los ralos vellos negros
más visibles, miró un instante hacia el patio. Algo
dijo luego, dirigiéndose al invisible vecino ... Y des
cendió.
250 —
III
—¡La tinaja!
—¡La tinaja!
Los círculos crecieron en el patio, desde esa mis
ma tarde —subían y bajaban las cabezas— y al día si
guiente, hasta el Inspector se acercó a Diego:
—¿Cómo es eso? —le dijo—. ¿De los Incas? ¿Au
téntica? Le diremos a su señor padre que nos deje
verla.
—Hermanito ... ¡Pero si se rompió hace años!
—Lo suponía ... ¿Y por qué miente?
Pero los niños no se convencían y lo acosaban:
—Mi papá dice que si es de los incas debe tener
un sol en las paredes, ¿tiene?
—¿Un sol?.. . ¡Seguro! ... He leído. La nuestra es
taba contra la pared y cuando íbamos a verle el sol
se rompió ... Yo estaba muy chico.
—¿Cómo era?
—Se iba levantando, levantando .. . Papá no cree.
El grupo lo miraba. Cuando sonó la campana, un
niño de los de “la plaza grande”, llamó aparte a varios
y les habló al oído. Aprobaron con las cabezas. Diego
fue hacia ellos en vano, pues huyeron.
De pronto un chico “rarísimo”, “Cuy (1) con go-
— 251
rra", con una visera de por lo menos dos palmos, vino
a salvarlo:
—¿Te cuento lo que dijeron? . .. Van a seguirte
hasta tu casa...
—¡Imposible! ... Y no me voy a la casa —inven
tó— sino muy lejos ... al Vado.
—¡Requetecuernos! Pero si yo vivo en el Vado!
Y dio un salto de alegría. Tenía un diente a flor de
labios y era “sumamente mal hablado”.
Diego se resignó y salió con él hacia el Vado. Mu
chos les observaban. En la plaza grande, el negrito se
destacó del grupo que hasta allí les había seguido, y
se acercó a Diego, francamente.
—¿Dónde vives? —le preguntó.
—No me voy a la casa ...
El emisario se quedó perplejo. Los dos siguieron
su camino y desde la esquina vieron cómo el resto del
grupo rodeaba al negro y luego se dispersaba.
—¡Por fin!
—Pero ... Ya sabes: tienes que mostrarme la ti
naja a mí sólo.
—Puedo mostrarte lo que papá me ha dado: una
maravilla: un Don Quijote. A cada tres páginas hay una
estampa: lo mejor que he visto en mi vida; y no para
chicos: mi papá dice que puede servir hasta para él .. .
Hasta te puedo prestar, pero si les dices a todos lo
que es cierto: que no tengo ninguna tinaja.
—Más bien dame alguna otra cosa . ..
—¡Qué tonto!
—¡Para lo más de libros!... Para eso mi patrón
tiene libros prohibidos.
252 —
—¡Prohibidos! . .. ¿Cómo son? ¿Cómo es tu pa
trón?
—Una cosa: yo te muestro a mi patrón, ahora mis
mo: debe estar leyendo en la huerta: se le ve desde
la calle, es un sabio; pero vos muéstrame la tinaja ...
—¡Imposible!
—¡Ese es! —exclamó de pronto el otro— y dejó
solo a su compañero, acercándose a un hombre que
pasaba en ese instante por la acera de enfrente.
Diego lo observó, desilusionado: era de lentes,
viejo y algo jorobado. Parecía de pésimo humor, pues
cuando el sirviente lo saludó, miró por sobre los len
tes al chico y lanzó un gruñido, alzándose de hombros.
El “Cuy” no dejaba de señalarlo con el diente, a hur
tadillas, mientras Diego les seguía. Ya estaban en el
Vado, típico barrio, sobre el río, presidido por una
gran cruz verde, de piedra. Patrón y sirviente siguie
ron por una callejuela que Diego nunca había visto an
tes, y desaparecieron. Una puerta se cerró tras ellos,
violentamente. Diego esperó unos momentos y acer
cándose a la casa, espió por la cerradura: ¿Cómo?
—pensó—. ¡En tan poco tiempo!: en el huerto —que
era, a más del callejón de entrada, lo único que se veía
de la casa— estaba su compañero, ya con otra ropa,
y en actitud rarísima.
¿Cómo puede ser esto? —Pero su atención se des
vió hacia el hombre que en ese instante entró al huer
to, con un gallo, un libro y una silla. Colocó cuidado
samente la silla cerca de los repollos, amarró al gallo
a una pata, y abrió un enorme libro sobre las rodillas.
Apenas había leído un momento cuando gritó, con
voz ronca y destemplada:
253
—¡Longo!
El sirviente —estaba con el rostro hacia el muro
del fondo— no se movió.
—¡Longo! —volvió a gritar el hombre, mientras
tosía ruidosamente—. ¡Requetecontracuernos! ¡Me
vas a matar! ¿No me oyes?
Y se puso de pie, mirando por sobre los lentes.
Y más aún, para sorpresa de Diego: al tercer grito,
su compañero asomó desde otro ángulo del huerto.
—¡Y ya con otro traje!— en un instante. El viejo se
llevó las manos a la cabeza, también sorprendido, sin
duda. Diego creyó estar soñando, y se arrimó al mu
ro. De pronto, volvió a admirarse: el muro estaba ca
liente. Lo palpó en lugar distinto y encontró calor más
intenso, y, vagamente, relacionó el infierno con io de
los libros prohibidos; mas, como el calor le recordó
especialmente el fuego del subterráneo, pensó con
claridad: "Destilan de contrabando, como nosotros”.
Una chola salió a la puerta de la tienda vecina y salu
dó con otra que asomó al frente, y allí se quedaron,
dialogando. Diego ya no pudo llegarse nuevamente a
la cerradura, por la presencia de las dos mujeres, pe
ro las observó: ¡Qué delantales tan limpios! ... —pen
só—. Y no tejen sombreros ...
—¿Sabe, vecina? —dijo la una—. El gringo se ha
comprado la casa de la plaza ¿qué le parece? . .. ¡tan
ta plata!
—Ahora debiera acordarse de nosotras ...
—Cierto. Pero no es, viera, como otros: sí conoce
a los amigos de antes. "Don Carlos —le dije el otro
día, bien le ha ¡do en nuestra tierra ... Oiga y ¿y có
mo así se quedó en Cuenca?” "Mi sabe —me contes
254
tó: Cuando vine vi que los perros de las calles eran
gordos y me dije: el pan sobra: los perros están gor
dos”.
—Vea ese chico boquiabierto —le interrumpió la
otra, refiriéndose a Diego— loquito parece.
Cerró la boca y se alejó, mas no sin palpar ei mu
ro: éste se calentaba a trechos hasta volverse, en la
esquina, intocable.
“¡Qué cosas tan raras!”— Y como vio la cruz de
piedra al fondo de la calle, con “gradas para sentarse”
a su base, se acercó a ella: abajo estaba el río, claro
y sonoro. Venía desde el fondo del paisaje, y se ahon
daba al entrar bajo el puente, levantándose luego en
claras olas. Diego pensó en su Don Quijote, lanza en
ristre, sobre Rocinante, pues el puente era viejo y
chupado y ostentaba en su centro, a manera de lanza,
un torreón colonial de cal y canto. Antes le había pa
recido un rinoceronte, pero ahora hasta veía galopar
a Rocinante entre las altas piedras. Hoy es ya muy
tarde, —pensó— bajaré mañana. Pero se inmovilizó
en una de las gradas. Era muy hermoso —lo había he
cho muchas veces— detenerse en la mitad del puen
te, con la mirada fija, vertical sobre el agua: el puente
se iba, río arriba, entre los tumbos. Y no bien se apar
taba la vista de la corriente, o se parpadeaba siquiera,
deteníase.
Arriba, en el barrio, el nieto de mama Luz, el cojo,
pretendió un día conseguir los mismos resultados,
desde el pequeño puente del molino. El, Diego, había
aceptado la idea, entusiasmado: ya se había visto,
yéndose sobre el torrente, con el barrio entero, pero
todo fue en vano: el arroyo “hacía lo posible”, esfor
— 255
zándose como pequeño perro atado a inmensa carre
ta, sin conseguir moverla. Sólo una vez se movió
unos milímetros, y eso según Diego, nada más; los
otros lo negaron: fue cuando atrancaron arriba la co
rriente, y la soltaron de golpe ... ¿Y qué horas serán
ya? El noble caballero había quedado velando sus ar
mas cuando él tuvo que dejar la lectura para irse a la
escuela. Y ahora . .. “La tinaja!" “¡La tinaja!” ¿Por qué
fui a decirlo? Además ... He dado siempre tanta pa
nela en la clase .. . todos van a decir: “¿De dónde sa
ca tanta panela este chico? ... Seguramente, en su
casa destilan ...”
Se puso de pie y anduvo hasta la esquina. Allí es
taban los cholas todavía, y la casa del viejo de los li
bros continuaba cerrada. —¡Tengo que preguntarle
tantas cosas a ese chico!: ¿Cómo pudo cambiarse tan
pronto de ropa? Y sobre todo: ¡no estaba todavía al
fondo del huerto cuando asomó junto al viejo? Debo
estarme haciendo loco ... ¿Y por qué la pared ardía?
El sonido agudo de la sirena municipal le sacó de
sus cavilaciones. Eran las cinco. Apuró el paso y ya
se iba, cuando por la esquina pasó el amigo de su pa
dre, el de las sienes blancas, que tan hermosas cosas
le dijo la noche de los caballos cuando supo, por fin,
el secreto del subterráneo. “Para que sus hijos no se
lastimen los pies en los vidrios". En nada se parecía
al viejo de los libros. Llevaba dos muy bellos bajo el
brazo. De él deberían ser los prohibidos .. . Pensó
llamarlo, pero la ¡dea de que pronto podría reanudar
la lectura, lejos de todo encuentro, en la paz de su pa
tio, lo desanimó. Además, aquella frase: “Mi papá dice
que si es de los Incas debe tener un sol en las pare
256 —
des, ¿tiene?” no le dejaba en paz, no ya por el secreto
violado, sino por lo del sol. Debía verlo a toda costa,
¿pero cómo? La tinaja estaba llena, imposible mover
la. Sólo que ¿destilarán esta noche? Entonces ...
Ya veía, al fin de la calle, la puerta de las tejedo
ras. Allí estaban ellas. La María grande contaba algo,
sin duda, pues todas la escuchaban, tejiendo al mis
mo tiempo. Diego entró a su casa antes de que lo vie
ran. Como siempre, sus hermanas jugaban en el patio,
pero él pasó derechamente al subterráneo.
Allí estaba la india, medio dormida, ante las bra
sas.
Diego se acercó a la tinaja.
—¿Está llena?
—¡Ya viene a molestarle a la tinaja! Llena está ¿no
oye? —le contestó la india.
—¿Cuándo estará vacía?
—Mañana, pero a media noche, a velar vamos.
—Entonces, me quedaré leyendo ... ¿Sabes? —y
le puso las manos en los hombros— ya es seguro
—añadió— que ha sido de los Incas. Mañana, cuando
quede vacía, le daremos la vuelta, le veremos el sol...
Los dos solamente, ¿quieres?
—¡Sigue loco! Por tanto que lee está loco ¿y si se
rompe? ... Está clavada en el suelo.
—Precisamente ... está así, como amarrada, para
que no se mueva, ¿comprendes?
—Váyase, váyase. Mañana, si me animo, le avisa
ré: pero váyase ...
—Bueno, pero que nadie sepa: los dos solamente.
Y salió. Ahora ya estaba pensando en el Quijote.
***
— 257
—Doce, trece, catorce ... y éste: ¡Quince!
Contaba sus libros. Los había alineado en un pretil
y no cesaba de compararlos con el nuevo.
—¡Imposible igualarlo!, ¿no es cierto?
Las hermanas asintieron.
Ciertamente, el “Quijote” era el mejor y el más
nuevo. Los otros tenían los bordes muy gastados
—"como los zapatos de la vieja Pavi”— y, además,
habían perdido el interés por ser demasiado conoci
dos.
—Me gustaba más el que se cayó en la tinaja —di
jo una de las hermanas.
—¡Imposible! En ese caso, éste . .. fíjense.
Y puso ante ellas un ancho volumen titulado “Ni
ños Heroicos”, en cuya pasta un niño y una niña huían
por un camino polvoroso, al fin del cual —muy lejos
ya— quedaba cierta ciudad con sus torres almenadas.
—Teresa —explicó Diego— antes de hacerse san
ta, de niña, está huyéndose: véanla. —¡Eso es cosa!—
a pelear con los moros. El chico es su hermano ...
¡Tenía siete años y ya se iba a pelear con semejante
gente!
—La reverenda Madre —intervino la hermana me
nor— dijo ahora que quien le mató a García Moreno
fue un moro.
—Fue un gigante —corrigió Diego.
—... ¡Un moro!
—Papá—el padre entraba en ese momento de la ca
lle— ¿el que mató a García Moreno fue un gigante ne
gro?
—¿Cómo es esto? —dijo el padre sorprendido—. Ni
negro ni gigante, fue Rayo, un hombre llamado Rayo.
258
—¿Y cómo el Hermano dijo?
El hombre se quedó pensativo: ¿También tú haces
escrutinio? —preguntó luego, al mirar los libros, cam
biando de tema.
—¿Escrutinio? ... No. ¿Qué es “escrutinio”?
—¿No lees todavía? —exclamó el padre—. Está al
comienzo. A ver. . .
Tomó el Quijote de las manos del hijo y lo hojeó.
Ciertamente —dijo luego— han suprimido eso.
—¡Cómo! Entonces . .. ¡No vale el libro!
—No, no; es que aquí está sólo lo mejor. Lo supri
mido es para que lo lean los viejos, ¿comprendes?
Es ..., bueno, ya te explicaré eso.
—Pero ...
—Ya te digo —repuso el padre, entregándole el li
bro—. Han dejado aquí solamente las “maravillas”, ya
verás ... ya verás ...
Y se alejó. Diego iba a seguirlo, cuando por la puer
ta de calle pasó una chola, apresuradamente. Y de
trás de ella otras y varios chicos que corrían, todos
agitados.
Los hermanos salieron a la puerta y, de pronto,
Diego corrió también, con el libro en la mano. Arriba,
varias tejedoras conducían un cuerpo inanimado. Bor
deaban el torrente, buscando el sitio más estrecho,
mientras en su torno se aglomeraban otras cholas.
—¡Se muere! —oyó Diego, y el corazón le dio un
vuelco— la seño María grande!
—¡Ataque!
—Anoche velando estaba, pobrecita.
—Ha amanecido tejiendo ... por eso es.
Cuando llegó Diego la gente llenaba la tienda de
259
la chola. Como él, otros chicos tampoco podían ver
nada, pues las personas mayores formaban un estre
cho círculo en torno al lecho, pero oían:
—Ya abre los ojos.
—¡Ya revive!
La Juana impuso orden:
—¡Salgan —exclamó— todas, todas, va a faltarle
el aire!
260 —
acercársele y sus grandes ojeras semejaban la azula
da base de las llamas. “La almita del hijo”, que dijo
la María grande. Esta la miraba, con los párpados en
treabiertos. Respiraba fatigosamente. Debo mostrar
le las estampas —pensó Diego— para que se reanime.
Y así iba a hacerlo, cuando la enferma cerró los ojos,
y la cabeza se le dobló sobre el hombro.
—¡María! ¡María! —dijo el niño, sobresaltado—.
—¡Mira! ... ¡Don Quijote! Y ante los ojos brusca
mente abiertos señalaba al noble caballero.
#* *
— 261
y leía precipitadamente: “Desa manera, respondió
Sancho Panza, si yo fuese Rey, por algún milagro de
los que vuesa merced dice” ...
La luz se apagó. Qué maravilla será —pensó Die
go, mientras cerraba el libro, resignado— ser hombre
ya, tener luz propia y apagarla y encenderla! ...
Luego, vio cómo Don Quijote dejaba la lanza junto
al muro, contrariado, y Sancho se sentaba en el um
bral de la puerta, con las manos en las mejillas.
Así, así espérenme —les dijo. Y cerró los ojos, pre
guntándose: ¿cómo seguirá la María grande? ¿Dón
de leeré los libros prohibidos? ¿Y cómo? Tengo que
preguntarle tantas cosas a ese chico!
Luego, el patio de la escuela se desplegó ante sus
ojos, con mil grupos, girando: “la tinaja! la tinaja!” Y
cuando por no verlos se envolvió en las sábanas, se
encontró en el subterráneo con la india. Estaban so
los, a media noche, y sus padres dormían.
Afuera, los gallos cantaban, y la tinaja destacába
se apenas, por la luz del rescoldo.
—A ver.. . que nadie sepa . .. ¡Ya!
Y la movieron. Y una suave claridad irradió entre
el muro y el dorso del cántaro.
** #
262 —
se alejó, solo; pero no bien avanzó unos pasos se de
tuvo.
—¿Y ahora? ¿cómo te pego? —le decía en la es
quina, El Oso al hijo de la hierbatera —. Si te toco —a-
ñadía— me seguirá tu enfermedad ... ¡Leproso! Pe
ro sacó una piola del bolsillo e hizo con ella un moli
nete en el aire. Trató de huir la víctima; mas, la piola,
silbando, se le enredó en las sangrantes pantorillas.
De repente. El Oso se demudó y trató, a su vez, de huir:
ya Diego lo arrinconaba, golpeándolo en el hombro.
—¡Qué gracia! —dijo el otro, protegiéndose el ros
tro— tú con zapatos .. .
—No te he pateado, —repuso Diego.
Y quitándole la piola, lo azotó con ella.
El Oso lloró a gritos y Diego lo dejó, acercándose
al otro. Vamos, —le dijo— avísame si te pega otra vez.
El Oso dejó de llorar: miraba atentamente hacia la
otra esquina.
—Oye —le decía en tanto el hijo de la hierbatera
a Diego— vos que eres tan bueno, puedes hasta de
cirme leproso ... pero, no seas malo: dame un pedazo
de la tinaja.
No supo qué responderle. El rostro del niño estaba
aún lleno de lágrimas, y le sonreía.
—Mañana —dijo por fin Diego— te llevaré a la es
cuela una cosa que no hayas visto nunca.
—¿Qué cosa?
—Yo sabré. Y ahora —añadió, dejándolo plantado-
tengo que irme ...
Y echó a correr, calle arriba.
La María grande tejía en la esquina. Diego pensó:
si me ve subo; si no, entro. Y, como no lo vieron ni ella
— 263
ni las otras tejedoras, corrió a su cuarto, sin pensar
siquiera en bajar donde sus padres para saludarlos.
—¿Y el libro?— se preguntó, no viéndolo sobre las co
bijas. Revolvió el lecho, agitado.
Iba a salir, cuando vio a su pequeña hermana, de
trás de las cortinas.
—¿Qué haces? —le dijo.
—Sólo estaba viéndole —contestó la niña, y avan
zó con el libro.
—¡Ah ... Bueno! Me asusté ... ¿Te gusta? Ahora
llego a los molinos de viento. Vamos.
Y se fueron al patio, en cuyos pretiles se sentaron.
—No leo todavía —dijo Diego— pero aquí está la
estampa. Y abrió el libro sobre sus rodillas. Se ilumi
nó el rostro de la niña, ante el cuadro: el noble caba
llero arremetía, lanza en ristre, y los molinos lo es
peraban, girando. Sancho —¡Desesperado!— levan
taba los brazos.
—Leamos ...
—Tienes que crecer todavía —dijo Diego— ya te
lo explicaré. Será mejor que me dejes solo.
—Tú lee y yo sigo viendo la estampa —propuso
la niña.
Así lo hicieron.
“En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos
de viento que hay en aquel campo”... "¿Qué gigan
tes?” —dijo Sancho Panza—. "Aquellos que allí ves
—respondió su amo— de los brazos largos, que los
suelen tener algunos de casi dos leguas” ... “non
fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caba
llero es el que os acomete”.
264 —
—No te muevas —rogó Diego a la niña— y se sen
tó mejor, nervioso.
“Levantóse en esto un poco de viento, y las gran
des aspas comenzaron a moverse”.
—¡La tinaja! ¡La tinaja! ¡Muéstranos!
Diego dio un salto y la niña miró hacia la puerta,
sorprendida: un grupo de muchachos, atestaba el za
guán y saltaba, gritando:
—¡Muestranós la tinaja! ¡Muestranós! ...
“El Oso" estaba entre ellos.
—¡Cállense! —exclamó Diego, y corrió a conte
nerlos con el libro mal cerrado bajo el brazo. ¡No gri
ten; —les rogó— no griten! —Y procuró sacarlos,
mientras miraba, aterrado, hacia el último patio don
de estaban sus padres—. ¡Vamos! —añadió—. ¡To
men! ¿Han visto esto? ...
Saltó a la calle y abrió el libro, a todo sol, ante los
ojos de los otros.
—¿Qué tinaja? —seguía diciéndoles—. Miren: es
to es para darles a ustedes ... Váyanse ... ¡Les re
galo!
Los muchachos lo rodearon.
—¿Nos regalas?
Y uno de ellos le arrebató el libro.
—¡Cuidado! —exclamó Diego—. ¡No así, despa
cio! ... Digo que les presto ... pero váyanse! ...
¡Llévense! ...
Les empujaba al mismo tiempo, alejándolos de la
puerta.
La niña, asombrada, los veía desde el patio.
—Bueno, —dijo el que tenía el libro— te lo devol
veremos ...
— 265
Y se fueron. Pudo ver Diego todavía, cómo, en la
esquina, la mano del que tenía el tesoro, se extendía
hacia las de los otros, con una de las estampas ... y
regresaba al libro.
¿T * *
266 —
Y se paseaba.
¿Huyeron los gigantes? —se decía—. No. ¿Sancho
se le colgó del brazo al caballero y logró contenerlo?
¡Imposible!
La india hizo un gesto de impaciencia.
—Ya, ya —comenzó Diego—. Y entonces ... el ca
ballero era muy valiente ...
—Eso ya me dijo.
—Bueno ... Entonces, él y Sancho caminaban
cuando vieron unos molinos de viento. ¡Los gigantes!
—dijo Don Quijote—. ¿Qué gigantes? —le contestó
Sancho. Pero Sancho era tontito. El caballero preparó
la lanza ... y, de repente, con el viento, los gigantes
se pusieron furiosos ... Don Quijote le pegó un lati
gazo a Rocinante ... y atacó. Entonces ...
—¿Y entonces?
—Espera...
Y, como no encontraba un desenlace, alargaba el
camino:
—Rocinante —dijo— galopaba, y el camino se ha
cía interminable y no llegaba nunca ... Y siempre la
misma distancia entre el caballero y los gigantes ...
No llegaba ... Y los molinos se iban, se iban ... Co
mo si estuvieran parados en un puente! ... ¿Com
prendes?
La india movió la cabeza, negativamente.
—Se iban, pues, se iban —siguió Diego— y ei ca
ballero estaba ya muy cansado ... y de repente . .
-¿ ... ?
—Es que Rocinante era flaquito ... ¿Comprendes?
—dijo, por fin, derrotado.
—¡No vale el cuento, no sabe nada! —concluyó la
— 267
india. Y, mirándolo fijamente, preguntó: —¿Qué le
sucede?
—¡Soy un criminal! —gritó el niño, sin poder ya
contenerse—. Toda la escuela sabe que destilárnos
les di el libro para que no avisen ... ¡Conté todo! ...
¡Y perdí mi libro! ...
Y, abrazado a la india, lloró amarga, incontenible
mente.
268 —
IV
269
—Las estrellas —contestó el niño.
—¡La gota! —exclamó el profesor—. Cayó ...
¡Venga!
El chico se acercó con la mano extendida, rabioso.
—¿Cómo? —dijo el gigante, sorprendido—. ¿No
hay miedo? A ver...
Y descargó la regla. Pero el niño soportó el casti
go, mirándolo. Tanto, que, turbado, el gigante tomó
uno de los cubos y le cubrió la cabeza hasta los hom
bros. Los ojos del niño, fijos todavía, brillaron en los
agujeros.
—¡Ciego! dijo entonces el Hermano, e hizo gi
rar el cubo, enviando los dos agujeros a la nuca.
—A la pared ... ¡Sin ver nada! —añadió.
Pero la voz del chico, aunque opacada por el cubo,
llenó toda la clase:
—¡Le avisaré a mi papá —decía.
—¡A la pared!
Y fingió no haberle oído, dirigiéndose a los otros
niños, que lo miraban, emocionadísimos.
—Falta uno —dijo, levantando el cubo restante—.
Las máscaras son dos ... A ver ¿qué otro se equi
voca? Necesitamos otro. A ver ... el niño que sigue...
¡El niño que sigue!
Se levantó Juan Dumi, pequeño indio de cabeza
rapada.
—¿Cómo subió Nuestro Señor a los cielos? —le
preguntó la fiera.
Juanito sonrió, pues creía saber la respuesta, y di
jo:
—¡Volando, Hermanito!
—¿Tenía alas, acaso? ...
270 —
—No .. . sino que así, así...
Y no podía explicarse.
—¡Yo digo, Hermanito! —exclamó un chico del otro
extremo de la clase, levantando el índice.
—Diga . ..
—Subió como un globo —gritó el chico—. ¡Sin
mover nada!
—¡Muy bien! —Y el gigante sonrió—. No se pue
de decir —añadió luego, dirigiéndose al cocolo—
que usted no ha sabido, sino que no pudo expresarse...
Vamos, le haremos otra pregunta . . . ¡Cuidado!: ¿Qué
hizo Dios en el cuarto día?
El niño titubeó.
—El agua ... y las plantitas —exclamó por fin.
—A ver, a ver —dijo el gigante—. Conque las plan-
titas . . . ¿no? Y puso las palmas de las manos sobre
el pupitre, listo a incorporarse—. Las plan-titas ... ¿y
qué más?
—Todos los arbolitos ... eucaliptos . .. piñas .. .
El Hermano se puso de pie, mas —otra vez los ni
ños respiraron— no estaba rojo.
—¡Luminarias! —dijo—. Luminarias, como contes
tó el otro condenado . . . ¡Acérquese!
El niño obedeció.
—¡Mano!
El niño extendió la mano abierta.
—No, no ... no llores, sólo unita .. . para que veas
chispas y te acuerdes siempre: luminarias .. . cuar
to día... Luminarias! —Y la regla hendió el aire sobre
la pequeña mano—. Y ahora esto —siguió el Herma
no, y cubrió la cabeza del niño con el cubo, cuidando
de que los ojos asomaran por los agujeros. Lo lleva
— 271
rán de paseo —dijo todavía— el primero de la clase y
el que contestó lo del globo.
¡Vengan!
Los dos escogidos avanzaron.
—Y ¿al otro? —preguntó el del globo—. ¿No le
llevamos?
—No... —se turbó al decirlo—. El seguirá contra
la pared... ¡Ciego!
Hubo un ligero murmullo, casi imperceptible, en
las bancas, pues el otro castigado era pariente del Go
bernador. En tanto, los dos muchachos apresaron a
la víctima y la llevaron fuera de la sala de clase.
272
llorando todavía, y los dos, esperanzados. Sólo cuan
do oyeron adentro un regiazo que acabó con el tumul
to, siguieron caminando.
—Entonces —dijo el primero de la clase—. Vamos
a la Quinta del Niño Jesús.
Y golpearon la puerta vecina.
Aquí sí, fueron recibidos con loco entusiasmo.
—Cédale el puesto por ahora... —ordenó el Herma
no, dirigiéndose a un diablillo “encajonado” y con los
brazos en alto, mientras toda la clase iniciaba la bur
la, colocando a la víctima sobre el cajón que, no bien
habló el Hermano, ya estuvo vacante.
—¿Quién será?
—Es cholo, ¿no le ven las patas?
—Y cocolo, debe ser cocolo.
—Sólo cocolos vienen.
Juan los miraba, atónito, por los agujeros de la
máscara, y ladeaba la cabeza —se le veían los párpa
dos entonces— cuando los dedos se le acercaban de
masiado.
—Espérense —dijo el Hermano—. En orden, poco
a poco—. Y se cuadró delante de la víctima.
—¡Qué vergüenza! —exclamó luego, llevándose
las manos a las mejillas.
La cabeza de Juan Dumi comenzó a inclinarse.
—¡Qué vergüenza! —siguió diciendo el Hermano,
y se cubría más aún el rostro.
Ya el bonete estaba casi horizontal, sobre la cabe
za del niño, más y más agobiada.
—¡Qué vergüenza! —Y de repente, el cubo voló
lejos, golpeado por un chico que no pudo contenerse,
dejando el rostro descubierto.
— 273
—¡Cocolo, mongolo!
—¡Cocolo, mongolo!
Sólo el último Argudo no se movió al verlo, y lo
miraba, perplejo, de pies a cabeza, como dudando:
¿Es él? —pensaba—. En la hacienda tenía trenzas
y poncho y se fue en el río crecido ... Mi hermano se
enfermó esa noche por buscarle ... Sí, le llevó el río...
—¡Ladrón! —gritó, al fin, pues Juan había vuelto
la cabeza, y, al mirarlo, se había demudado.
—¡Ladrón! —volvió a gritar el pelirrojo, ya segu
ro—. ¡No te has ido en el río!
Todos se callaron.
—¿Cómo es eso? —preguntó el Hermano, rom
piendo el silencio. Y el ex-patrón, precipitadamente:
—¡Hermanito! ... Se ha robado ... Es decir, el in
dio, el padre, nos lo vendió en la hacienda, para sir
viente ... ¡Niégalo! .. . ¡Cójanlo!
Juan trataba de huir en ese instante.
—Y una noche —siguió el pelirrojo, mientras lo
contenía también él —se fue en la creciente ... ¡Y no
se ha ¡do!
274
LIBERACION
276 —
—en el aíre— y retorcían su vuelo. Se quedaban luego
en los tapiales, mirándolo, saltando, impacientísimos.
Hasta les disparó un hermoso libro, cierto día, iracundo,
mientras un acceso de asma le devoraba los últimos
restos de paciencia. “Todavía está el libro en el techo,
abierto, amarillando” —aseguró el chico. Pero como
salían a la calle tanto éste como su amo, a su regreso,
los repollos estaban en harapos.
—¡Un espantajo! —clamó entonces el viejo. Y po
co después, una grotesca figura con traza de pordiose
ro, se alzaba en el huerto, con los brazos abiertos. Al
comienzo los pájaros venían y se iban, sin posarse; pe
ro no bien pasaron unos días fue de verlo: “Como si el
mismo espantajo —ponderó un vecino— les arrojara
alpiste" ...
—¡Pareces espantajo! —le dijo un día el viejo al sir
viente—. ¿Cómo rompes tanto la ropa? Voy a tener que
comprarte un traje nuevo.
Y así lo hizo. Fue entonces cuando el chico asomó
en la escuela con su enorme visera. Y al volver a la ca
sa se detuvo en el zaguán, con la boca abierta: en pleno
huerto estaba él —“parecía yo mismo”— con su ropa
usada. El patrón lo miraba desde el cuarto vecino.
—¿Qué te sucede? —le preguntó, sonriente.
—Igualito a mí... —respondió el chico, alargando
el índice.
—¡Claro! —siguió el viejo, entusiasmado—. ¿No es
cierto?
Y se acercaron ambos al nuevo espantajo: era una
obra maestra.
—¡Si hasta tiene ese olor tuyo a lora! —decía el
solterón, rejuvenecido, mientras los pájaros huían—.
— 277
¡Cuernos! Y le has de prestar también tu visera y tu
ropa nueva, —acabó por ordenarle— pero no todavía,
sino cuando ya se te parezca . . . cuando las rodilleras
estén grandes.
Después de algunos días, ya cumplida la orden,
vio al chico en el huerto, le pidió un vaso de agua, y
comprobó, furioso, que le había ordenado al espan
tajo ...
—¡Me vas a matar! ¡Me vas a matar! —exclamó
no obstante, aturdido, entre un violento acceso de
asma.
“Otras veces —contaba el chico— cuando estoy
descansando en la huerta, cree que soy el espantajo,
y no me ordena nada ... Yo me revuelvo, entonces, y
le quedo viendo, y él grita: “Vas a matarme!" —Y se
jala los pelos de las ¡ras ...”
Pero en cambio, las coles, que el dueño las llama
ba pavos, “mis pavos de vidrio”, amanecían esponja
das, intactas, con gruesas gotas de rocío, como de
mercurio, en su seno.
Y ahora el Espantajo no aparecía. Más bien el pro
fesor hombre asomó en la esquina, y Diego intentó
ocultarse, pero pasó el sujeto sin mirarlo, —era mio
pe— restregándose las manos por el frío. ¡Qué raro!
—se dijo Diego. Parece hijo del viejo de los libros
¿Serían éstos verdaderamente prohibidos? ¿Cómo u-
na persona parecida al profesor hombre —y este era
casi sacristán— podía atreverse? . .. Además, toma
ba bicarbonato y era enemigo de los pájaros . .. Eso
sí, cierto día —el Espantajo lo aseguraba— cuando
una viejecita le amenazó con el infierno, él se rió
“hasta cogerse la barriga”.
278 —
Diego vio la Cruz del Vado y recordó lo de los mu
ros ardientes. Sabía ya ahora que eran los de las pa
naderías. Puso sobre uno de ellos ambas manos y
miró por la puerta: una mujer estaba junto al horno
con su hijo a las espaldas y cuando se acercaba a las
brasas, el niño, semidesnudo, se iluminaba. Una gran
mesa llena de dorados panes ocupaba casi todo el res
to del cuarto. ¡Qué bueno un pan caliente —pensó
Diego. Pero no tenía dinero y para ver otro horno pasó
a la otra acera. En media calle tropezó con el pie de
recho y antes de seguir adelante, tropezó adrede, con
el izquierdo. Cosas semejantes las hacía a menudo
en ciertas épocas y hasta cuando el Hermano le tira
ba de una oreja, él, en secreto, se jalaba la otra, y pro
cediendo así se quedaba tranquilo, con una agradable
sensación de equilibrio. De otra manera, habría teni
do que cojear —pensaba— sin serle indispensable, o
andar con la cabeza ladeada, pudiendo mantenerla
recta.
Tropezó, pues, adrede y se quedó muy contento.
Alguna duda tuvo acerca de la igualdad de los tro
piezos, pero, por esta vez, lo pasó por alto. Se olvidó
también del otro horno. Necesitaba paz, paz, "sobre
todo ahora que voy a ver los libros”. Y pronto se en
contró ante la casa de éstos. Miró por la cerradura:
adentro estaba el viejo ... ¡pero no leía! Tenía un ga
llo bajo el brazo, y con una navaja le afilaba las es
puelas, ¡tan cuidadosamente!, con los labios en pun
ta, soplando, soplando. Luego miraba al cielo —pro
piamente miraba con el tacto— puesta la yema del de
do en la punta de la espuela. El gallo no se movía. El
viejo dejó a un lado la navaja y con la diestra gozosa
— 279
mente abierta bajo el cuerpo del gallo, lo sopesó, feliz,
y lo dejó caer al fin, limpiamente. El gallo le bajó el ala.
Entusiasmado su amo, entonces, dio un salto tan ridí
culo, que Diego concluyó: ¡Imposible! ¡No son, no
pueden ser prohibidos esos libros! ...
-A* -A*
280 —
Por fin el niño dejó el jarro en su sitio y desapa
reció en el torbellino del patio. Corría en busca de
Diego, y, al hallarle, se detuvo.
—¡Diego!
Luego, le habló al oído. Movía los brazos al hacer
lo, como tratando de convencerlo.
—¡Muy bien! ¿Ahora mismo? —dijo Diego.
—Si quieres ... Pero que vea también el Herma
no ...
Y ambos se llegaron al corredor del desayuno.
—¿Creen —dijo Diego, poniéndose ante el grupo—
que mi amigo es leproso?
—Creemos.
—Ya les he dicho —repuso entonces— que el frío
le parte las piernas, ¿entienden? Corta hierba, de ma
ñanita ...
La víctima callaba, confiando tácitamente su de
fensa al amigo, muy contento.
—¡Vean bien! —siguió Diego, y miraba al Herma
no de reojo—. Le toco la oreja. ¿Y qué me pasa?
Y ante el asombro de todos, oprimió entre las ye
mas de sus dedos el encarnado lóbulo del chico.
—¿Y qué me ha pasado? —insistió después, po
niendo su pequeña mano ante los ojos de los compa
ñeros.
—¡Tócale la otra! —dijo alguno.
Y Diego oprimió la otra oreja, que el dueño le pre
sentó, solícito, bajando la cabeza.
Pero no se dio por satisfecho el exigente, y añadió,
de pronto:
—Ahora ... ¡tócale las piernas, si eres hombre!
■X- -Jr -K-
281
Llegó la hora del recreo y el enorme patio revivió
con renovado ímpetu. Quienes no jugaban se aislaban
en pequeños grupos y cuando los que lo hacían se
cansaban, llegaban y asentaban los brazos en los hom
bros de los compañeros, como si se posasen.
—¿Y tu papá qué es?
—Se fue a lavar oro.
—¿Y el tuyo?
—Compra oro, que es mucho más, y se pone el lá
piz tras la oreja. Tiene unas balancitas.
—Para eso el mío regaló un reloj de oro para la
Coronación de la Virgen.
282 —
El Pajarero llegó jadeando, con el ‘‘Niño que sigue".
—¿Quién es? —le preguntó Diego.
—Mi primo. El Emulsión le ha estado pegando.
—¿Es de la tierra de las tinajas?
—De más abajito. Tiene suerte: las patronas hacen
quesadillas.
El niño desapareció.
—¿Qué se hizo? —se preguntaron ambos, a tiem
po que el pelirrojo les ponía las manos en los hombros
y le decía a Diego:
—¿Supiste?: H¡ hermano -mayor se va al Oriente,
y puede ser que me lleve.
—¡Dichoso! ¿Cómo?
—Todos los indios de la hacienda —explicó el pe
queño Argudo— se han ido al Oriente. Y todos nos
deben miles. Y ahora tienen que pagarnos ... Tienen
oro. Se va con veinte hombres del pueblo .. .y con
cientos de indios que allá tienen que ayudarles ...
Van a sacar un mundo.
—¿Y te lleva?
—Casi seguro ...
El Pajarero intervino:
—¿Y la hacienda?
—¿Qué hacienda? —contestó el pelirrojo—. Era
muy fea ... Le vamos a regalar al señor Oñate.
Y corrió hacia otro grupo. Diego estaba perplejo.
—¿Oíste? —le dijo al Pajarero—. ¿Y les regalarán
también la tierra de las tinajas? ...
Pero les llamó la atención un grupo que venía ha
cia ellos, discutiendo animadamente.
—¡Eso no es milagro! —decía el hijo del Jefe de
Zona.
— 283
Y el de una tejedora:
—¿Qué más quieres? Y allí está Diego: podemos
preguntarle.
Y lo rodearon.
—¿Es o no cierto —empezó diciendo el del barrio—
que la María chica está tejiendo el sombrero de la
Virgen?
—Cierto —contestó Diego.
—¿Y que el hijo tiene un ángel?
—... Cierto ...
—¿Y que el desayuno —siguió el chico, sin dejarlo
continuar— es un milagro de la mama? ...
Todos miraban al interrogado, pendientes de sus
labios, pero el hijo del Jefe de Zona pretendió des
lumbrarlos antes:
—En Quito —aseguró— la Virgen llora a cada ra
to: ... ¡Eso es milagro! Yo, que soy de allí, he visto ...
En Cuenca no hay nada. En Quito hay .miles de autos
y hasta temblores.
—¿Temblores? ... Para eso aquí tenemos ... tene
mos ... ¡paisajes! —repuso el hijo de la tejedora.
—Y la Catedral nueva —ayudó otro—. ¡Y tanto
río!
Y un pequeño rubio, de largos bucles y pantalones
muy planchados, adelantándose:
—En mi casa cayó un pedazo de tumbado, —dijo—
en mi casa también hay temblores.
284 —
—Hermanito ... permiso.
Se lo dio el maestro, y el chico salió de la clase y
corrió hacia la de Diego que era vecina de la suya. Se
han ido —pensó con la oreja pegada a la puerta. La
clase estaba vacía. Pero los vio salir de la capilla en
larga hilera y esperó junto a un pilar. Luego ingresó
a la fila.
—¿A dónde se van?
A San Alfonso, a confesarnos; aquí el Capellán es
tá con muchos chicos —le contestó Diego.
—Oye ... Le vi por la ventana ... El Espantajo es
tá esperándote.
—¿Con los libros?
—No me fijé, pero está con un gallo. Está espiando
por la raja de la puerta. Parece apuradísimo.
—Gracias ... Pero no digas nada, cuidado ...
—¡Silencio! —gritó el Hermano con voz ronca.
Malanoche se esfumó, y Diego, muy pálido, bajó
las escaleras con los de la fila. Seguramente —pen
saba— el Hermano va a ver los libros prohibidos y
más cuando vamos a confesarnos ...
El rango desfiló hacia la calle, y Diego pudo ver
cómo el Espantajo desaparecía a todo correr detrás
de la esquina. No se ha ¡do —pensó después, con ale
gría, porque el gallo cantó y al hacerlo, su hermoso
cuello asomó en el filo de la esquina. También el Es
pantajo sacó la cabeza y seguro ya de que no eran los
chicos de su clase, los siguió, resueltamente. El tem
plo queda cerca de la escuela y Diego entró a él por
una puerta y salió por otra. En la esquina estaba su
amigo.
—¿Y los libros? —le preguntó Diego.
— 285
—No pude. Tuve que faltar porque estoy llevando
tres gallos a la gallería, de uno en uno.
—¡Pero siquiera uno!
—¿Y cómo con el gallo en los brazos? Y mi pa
trón ...
—Ni digas, —le interrumpió Diego —no creo ya
que sean prohibidos, tu patrón no es capaz . ..
—¿No es? Bueno, cierto, ¿te digo la verdad?: . ..
El es un huevón, pero los libros no son de él sino de
un estudiante ... Están solamente encargados.
—¿Cómo es el estudiante?
—¡Estupendo! ... Está ahora al fin del mundo. Se
fue navegando en un barco.
—¡Al fin del mundo! No creo . .. —exclamó Diego.
Pero ya los ojos le brillaban.
El Espantajo ató el gallo en el poste de la luz y se
aflojó los pantalones.
—Te traigo —dijo luego, levantándose la falda de
la camisa, lo que pude: los retratos de los que han
hecho los libros; pero, eso sí, los más prohibidos, so
bre todo el uno . . .
—¿Cuál?
—Este ... Le arranqué de un libro espantoso, lle
no de diablos.
Diego se apoderó de ambos retratos y los miró con
avidez, y vio escrito DANTE en el uno, con letras de
fuego, y en el otro, VICTOR HUGO.
—-¡Este! ¡Este! —insistió el Espantajo—. ¡Dante!
El otro .. . Creo,... me parece. —Y miraba el retrato,
dudando.
Como si esperase el fallo, Hugo los miraba, muy
286 —
solemne, blanca y total la barba y los brazos cruzados
sobre el pecho.
—¡Qué viejo! —siguió el Espantajo—. ¿No será
más bien el que prohibió los libros? Fíjate ... esa cara.
Pero toda la atención de Diego estaba en Dante.
El otro se calló también.
—¿Será mujer u hombre? —dijo al fin—. La cara
es de hombre, pero la manta . .. usa manta ... ¿A
quién preguntaremos?
—¡Imposible! ... Y ahora, ¿cómo me confieso?
—Yo te traje —se disculpó el Espantajo— porque
tú mismo me pediste ... Y ya me voy, no respondo...
Y, en efecto, recogió al gallo y se alejó, al parecer,
despreocupado, pues silbaba; pero no bien vio un za
guán, entró en él de un salto, miró al cielo, puso en
su rostro cuanto arrepentimiento pudo y se golpeó
con tanta fuerza el pecho que el gallo, asustado, le
vantó la cabeza.
El templo estaba claro y tranquilo. Los niños su
surraban en la nave central. Sólo de cuando en cuando
se quebraba el silencio y pálidas beatas aclarábanse
al pie de los vitrales.
—¿Qué me hago? —pensaba Diego. No se resol
vía a romper los retratos, antes bien —¡Qué libros
habrá escrito Dante!— los oprimía bajo su camisa,
contra el pecho. Algunos compañeros ya estaban pe
gados a los confesonarios y otros se preparaban. Un
niño anémico recontaba en los dedos lentamente, con
el rostro desencajado. ¡Irme! —se dijo Diego, y se lle
gó a un pilar. Una urna antigua había allí y dentro de
ella una pequeña Virgen con su niño. —¡Qué hermosa
era la madre! ¡Cuánta ternura había en su rostro! Y
287
el diminuto Niño le extendía a él los brazos como que
riendo pasarse a los suyos. Diego estaba a punto de
llorar cuando oyó pasos ... Volvió el rostro y su cora
zón le clavó a la columna: Un religioso iracundo venía
desde el fondo, con el niño anémico de la mano. Casi
lo arrastraba. Le brillaban los ojos al pasar entre los
cirios encendidos. Cruzaron junto a Diego sin mirarlo.
Cerca de la puerta el sacerdote se detuvo y oprimién
dole el hombro al niño levantó el índice hacia el mu
ro. Diego sabía qué había en ese sitio y no tuvo áni
mo ni para escaparse. ¿Qué le esperaba a él si a ese
pobre chico le pasaba eso? Los retratos crujían en su
pecho, pinchándolo con sus vértices cuando se mo
vía. Al fin, el confesor regresó, siempre con el niño
de la mano y se internó en la penumbra, hacia el con
fesonario. Como lejanos, claros vidrios, se quebra
ban en el atrio los gritos de los niños que ya estaban
afuera porque sólo habían pecado venialmente. Diego
se deslizó hacia la puerta. No debo ver el cuadro —pen
só, al pasar por donde el religioso levantó el índice;
pero como si le tirasen de la oreja, alzó los ojos: era
el infierno.
“Lasciate ogni speranza, voi che’ntrate”
Demonios de altos cuernos removían las brasas.
El niño los miraba y de rato en rato veía también el
confesonario, pero la proximidad del atrio soleado le
dio ánimo. De un salto estaré afuera, libre —se dijo.
Hasta llegó a preguntarse: ¿Qué nos pasará a los que
vamos a leer libros prohibidos? Y buscó su pecado
entre las llamas. También había en él cuadro, arriba
una luz suave, y los penados que estaban cerca de
ella la miraban, con los ojos en blanco. Otros, al fon
288 —
do, ya no podían verla y se desgarraban, en vano, las
entrañas, sin conseguir morirse. De pronto, Diego re
trocedió, llevándose las manos a los retratos.
—¡El ya ha estado en el infierno! —se dijo.
En las alturas, sobre roca solitaria, sumido en mor
tal angustia, lívido, estaba Dante.
* * *
289
—¿Quién fue Dante? —le preguntó.
—¡Dante! . . . ¡Ah! ... El infierno . . . —Y siguió:
... "Per mi si va nell eterno dolore,
per mi si va tra la perduta gente” ...
-¿ ...?
—Un genio ... Un genio ... El infierno ...
El niño movió la cabeza asombrado, y cuando iba
a insistir, ya el epiléptico decía desde adentro:
—“Lasciate ogni aperan?-?, voi che’ntrate!”
Y desaparecía.
* * *
290 —
Se vistió, y como sus hermanas ya se estaban mo
viendo otra vez, apagó la luz. El patio estaba más cla
ro ahora. Don Quijote. —lo había arrimado a la vidrie
ra— se recortó en la luna. Diego salió y avanzó resuel
tamente al subterráneo. Era temprano relativamente.
Cuando sus padres lo vieron protestaron, pero apenas,
y pronto lo olvidaron. Conversaban ellos, sentada la
madre y el hombre de pie junto al alambique, palpán
dolo de vez en cuando.
—Ya mismo —decía.
El licor iba a despuntar muy pronto. Ya estaba lis
to un jarrón al pie del caño. La india vigilaba el fuego.
¡Cómo pensar siquiera en llevarla!
Y el niño comenzó a moverse entre las tinajas.
—¡Bueno, a acostarse! —le ordenó el padre.
—... ¡Ahora nc!
—¿Qué tienes? Algo te pasa a ti desde hace días...
Dime, ¿qué te sucede?
—. .. Nada . . . ¿Qué culpa tuvo Dante? . . . ¿Quién
fue?
—. ..¿Cómo?
El despuntar del alcohol vino a salvarlo. Volvióse
el hombre con el ruido del chorro y en unión de las
mujeres se dedicó a atenderlo.
—Una palabra más —se dijo Diego— y me man
darán arriba. No debí nombrarlo ... ¿Y ahora? Se acu
rrucó junto a la tinaja y cerró los ojos. Así estuvo
—fingía dormir profundamente— cuando después de
un buen rato, ya a. punto de dormirse en realidad, notó
que hablaban de él —sin duda lo contemplaban al ha
cerlo— y extremó la comedia, respirando acompasa
damente. De repente, se turbó.
— 291
¿Qué había dicho su padre? ¿Lo oyó bien?
El hombre, siguió:
—... Míralo ... ¿Y por qué no? ... Será un genio...
—¡Pobrecito!
Era la madre. La sentía detrás de los párpados.
—¡No! —gritó por fin— .. .¡No!
Y la abrazó.
—¡Despiértate! ¡Despiértate! —le decían, supo
niéndolo en plena pesadilla.
—¡No es eso!
Pero ya su padre, en persona, lo llevaba —¡Qué
muchacho!— y lo acostó, desvistiéndolo él mismo, y
se volvió al subterráneo.
292 —
tos mis pasos me lleven algún día hasta ese antró,
donde alienta Lucifer, el jayán más injusto de que
existe memoria, terror y azote de los niños y enemigo
mortal de la esperanza y de los genios.
—¡Es aquí! —gritó Diego—. ¡Oh noble caballero!
Y Don Quijote:
—¿Escuchaste, Sancho sordo, la voz del más des
venturado de los niños?
—¡Dése prisa, señor! —clamó Diego.
Y por fin, Don Quijote asomó en las alturas. Un
solo instante se detuvo, como para tomar aliento.
Luego, se encomendó a su dama, enristró la lanza,
y se lanzó pendiente abajo.
—¡Respirad, Dante amigo! —iba diciendo—. Aquí
llega el que acabará con vuestros pesares!
Los demonios retrocedían.
—¿Qué sucede? —exclamó Lucifer, que tendido de
espaldas, con un tonel por almohada, le arrancaba
tranquilamente las alas a otro chico lector—. ¿Qué
sucede? —Y al mirar al caballero, arrojó lejos al niño
y requiriendo un tridente, levantóse:
—¡Pronto! —ordenó—. ¡Ensillen mi monstruo!
Rocinante tembló, pero avanzaba velozmente, y
sin mover las patas, resbalando, mientras el caballero
exclamaba:
—¡Preparaos, preparaos, oh gente cruel y despro
porcionada, que un solo bote de mi lanza apagará
vuestro infierno!
Lucifer ya estaba sobre el dragón y avanzaba tam
bién, tridente en ristre.
Diego cerró los ojos y se tapó los oídos, pero el
ruido fue tan fuerte y tan vivas las llamas que se al
— 293
Zaron con el choque, que todo lo oyó y lo vio también,
porque la luz atravesó sus párpados. Largo tiempo
estuvo ciego al abrirlos, pero oyendo, eso sí, el ruido
ele las armas y el jadeo de los contendores, hasta que
otro grito de júbilo salió de su garganta: “¡Non fu-
yades! —había escuchado—. ¡Non fuyades cobardes
y viles criaturas!"
El galope se fue apagando en las cavernas, y cuan
do Diego pudo ver, una luz de alba se filtraba por un
gran muro desplomado. Hasta que otra vez los cascos
resonaron y despuntó el caballero. De paso, con el
canto de la lanza, tocó el muro de los Incas y la tinaja
apareció entre las ruinas, pura y alta. ¡Intacta! Los ge
nios venían con los brazos extendidos. El cortejo es
taba listo y una música divina llenó el mundo al ini
ciarse el desfile. Truenos profundos —el rodar de los
últimos toneles en los lejanos antros— reforzaban los
bajos. Iba delante Don Quijote, a caballo, con la no
via de Dante, a la española, en la dichosa grupa. A la
izquierda, los genios ... ¿Y Sancho? ... El caballero
volvió la cabeza y se detuvo.
—¡Sancho honrado! —dijo, al ver lo que éste ha
cía: de pie sobre una piedra ataba la tinaja sobre el
lomo de! asno. Saltó por fin y apresurado, se unió a
la comitiva con su rucio. Sólo entonces se reinició la
marcha. La tinaja iba de costado, atada —atada y li
bre— con la boca hacia el cielo. Diego lloraba de ale
gría. A lo lejos, una delgada columna de humo era
cuanto quedaba del infierno, y hacia el Sur, el Pajare
ro, el hijo de la hierbatera, todos, revolaban.
Hasta El Oso tenía alas y cuando Malanoche par
padeaba se iba hasta las nubes.
294 —
-- ¡Los ángeles! —gritó Diego.
—Son sólo querubines —dijo Dante—. Los indios,
en la cordillera.
Ahora la pradera era de lirios, pero el viento sopla
ba, volviéndola pajonal de la tierra de las tinajas.
Los indios respiraban ruidosamente, desnudas las
pantorrillas, con huellas de tierra roja. Los Andes se
empinaban, cerrando el paso de las nubes. Dante alzó
la frente. Don Quijote preparó su lanza limpiándola
de ceniza entre las crines de Rocinante.
—Esos que veis allá —dijo— señalando los cerros
con la limpia punta— que acaban de mirarnos y ya
tratan de ocultarse, y que parecen .montañas por lo
altos, son los latigueadores de indios.
—Sí, sí —repuso Diego— me lo dijo la María
grande.
¿Usted la conoce? Ella me hizo el yelmo.
Y mostró un sombrerito de paja toquilla a Don
Quijote.
—Es legítimo —dijo el Caballero, examinándolo—.
Has de saber —añadió— que en cuanto vuelva de la
tierra de las tinajas pienso encargarle uno para Dul
cinea.
—¡Ah! —exclamó Diego—. ¿Allá nos vamos?
Asintió Don Quijote y enristró su lanza. Diego no
se atrevió a hablarle nuevamente, pero lo miraba.
Y, orgulloso, se agarró a su estribo.
295
VI
LOS COCOLOS
296 —
llueva, con la plata del oro, prímerito he de ir a traer
te y he de comprar yunta”. Y, de repente, caían desde
el aire como con una mosca en la boca:
—¡El niño que sigue! —había dicho el Hermano—.
¿Verbigracia?
—Verbo y gracia . . . —balbucía el infeliz, ponién
dose de pie.
Y no venía el ejemplo.
—¿En qué piensas? —seguía entonces el gigante,
acercándose—. Verbigracia, Grecia.
Y la regla caía sobre la pequeña cabeza rasurada:
—¡Verbigracia Roma!
No estaban, eso sí, entre los niños del desayuno
gratuito y en esto eran más afortunados que los hijos
de las tejedoras. Algunos hasta revivían:
—Ese está gordo: vive en una casa de cuatro pisos.
—También ese otro: los patrones son muy buenos
y hacen quesadillas ...
—Y no el pobre Malanoche, se duerme en clase
por las malas noches: le han vendido a un cantinero.
—Ciempiés, ya se ha huido ...
—El cabezón, pobrecito, está secándose.
Pero estos eran los esperanzados: sus padres sólo
aguardaban la lluvia para rescatarlos. Verían otra
vez crecer sus trenzas, y sus ponchos —chozas ple
gables— estaban guardados solamente y pronto real
zarían sus endebles figurillas.
— 297
criado del Jefe de Zona, que propiamente era mulato.
Pero el que vino en enero era retinto:
—Y es cocolo .. . —dijo un chico al verlo.
—No, sino que a los negros no les crece el pelo.
—Bueno, por lo mismo: son cocolos. Sobre todo
este . ..
Y desde ese día el nuevo negrito le robó todo el
público al profesor hombre, que ahora pasaba casi
desapercibido.
El del Jefe de Zona era feliz: usaba brillantes ma
melucos rojos y estaba siempre alegre. En cambio, el
nuevo, era descalzo, de rojizo, raído mameluco, y se
acurrucaba como un animalillo cuando los chicos lo
rodeaban. Sólo alguna vez, cuando los que lo moles
taban eran muy pequeños, ahuecaba la voz y hacía:
... ¡Oooooo!, con las manos en garra. Pero los chicos,
lejos de asustarse, se reían. El se sorprendía: ¿Cómo
estos no se asustan? —pensaba. Y es que en su ba
rrio era el “coco”. Los vecinos tocaban a la puerta de
sus patrañas, que eran beatas.
—¿Quién es? —decían éstas, desde adentro.
—Yo, niñas, —contestaba una doméstica, entran
do— manda decir mi patronita que tenga su mercé,
que presten al negro para hacerle callar a la guagua.
—Anda, anda —le decían entonces las beatas al
negrito— y espántale de paso al chico de la comadre:
hace rato mandó un recado ... ¡Y no te tardes!
298
La escuela —como era— llegó a ser para Manuel
Cuzco, uno de los huérfanos, su única alegría. Espe
raba con ansia las horas de enseñanza y temblaba
cuando a su compañero, el patroncito mimado y ca
prichoso, se le ocurría darse asueto, porque entonces
también él faltaba, pues que sólo le enviaban para que
cuide al niño. Las noches —de día no porque tenía
que barrer la casa— se refugiaba en la cocina. Allí
aprovechaba del foco a cuya luz una doméstica tejía
sombreros y se engolfaba en un viejo silabario.
En cambio el pequeño cañamazo cada día se entu
siasmaba menos por las clases. Las consecuencias
no tardaron: una mañana, al salir de la escuela, her
mosa medalla brillaba sobre el corazón de Cuzco,
mientras, a su lado, el patroncito, muy vacío, refunfu
ñaba, roído por la envidia. Al llegar a la casa, el indie-
cito no cabía en sí de gusto. Subió él primero la esca
lera, como nunca, a saltos . . . Quería que lo viesen,
que lo admirasen. Y oprimía la medalla contra el pe
cho, como con miedo de que volara. Era tan bella. Do
rada, prendida a un lazo azul, azul de mar.
Al verlo, la patrona no pudo ahogar una exclama
ción de sorpresa:
—¡Qué milagro! —dijo—. ¿Y el amito?
—Abajo está, amita.
La mujer, convencida de que su hijo traería mejor
premio, llegóse, emocionada, a la ventana.
En el patio, entre rimeros de sombreros de toqui
lla, estaba el chico, cabizbajo ...
—Sube, hijito, sube; —le dijo la madre, compren
diendo— no importa ... así son estos frailes . . in
justos . . . ¡Atrevidos!
— 299
Y, en seguida, dirigiéndose a Manuel:
—¡Longo medalludo! ¡Ve el que saca medalla!
Quién sabe si no la has robado ... ¡A barrer!
Manuel obedeció.
—¡Sin leva! ¡Sin leva! —añadió la patrona, dete
niéndolo, como cuando quemó el poncho del niño.
Y señalando la medalla:
—¡Deja también eso! Buena albarda te han pues
to ... pero, ya voy a ver la casa sin una paja ... ¡Esto
no es robar medallas!
Todo aquel día el galardón del niño fue objeto de
sangrientas burlas. Odio irresistible brotó en el alma
de aquella gente baja al ver que un cocolo subía sobre
el hijo de sus entrañas.
En otra vez que lo vieron llegar condecorado, ya
no sólo se burlaron de él, sino que le dieron látigo;
pues el patroncito, envalentonado con los prejuicios
y sinrazones de la madre, decía: yo lo he visto: el Pa
jarero le compró la medalla a un amigo, con plata de
los sombreros ...
La mentira manifiesta era un pretexto para casti
gar al infeliz, pretextos que ocurrían a diario, con el
de que era ocioso y sucio, el de que se caía el niño
confiado a su cuidado, en fin .. . Un día le rompieron
la cabeza: el señor Oñate entró a la casa diciendo que
tenía que asistir a unos funerales y se dirigió al guar
darropa, para calarse traje negro. Al tomar el vestido,
lanzó una exclamación de furia: ni un solo botón había
en todo el traje. Cogió la prenda arruinada y fue en
busca de los chicos. A la puerta, tropezó con su hijo,
quien, en ese preciso instante, jugaba con el cuerpo
del delito.
300 —
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó indicando las
desgarraduras del chaquet.
El muchacho, con los botones en la mano, no tuvo
qué decir y rompió en llanto.
Ese momento, pasaba Manuel, conduciendo un
enorme cubo de orines. El hombre fue hacia él, sinies
tro.
—¡Otra vez harás esto!
—Pero si yo no he sido, amito.
—¡Indio! ¡Es que, para jugar contigo, el niñito ha
arrancado los botones!
Y descargó golpe salvaje.
Temblando, Manuel se incorporó apenas y al ver
que el patrón no continuaba, volvió a levantar el tras
to, y se alejó tambaleante, sin chistar, con el mudo
llanto de su raza, mientras una lengua de sangre —ger
men de madre que todos llevamos en las venas— la
mía su cuello y sus débiles hombros, desquiciados
ahora por el peso de! cubo.
**
Cuando el Hermano pasa al pizarrón, los niños se
conectan, hablan.
—¿Y Diego?
—Ha faltado. Ayer no quiso confesarse ...
-—Al Oso le dieron en la confesión una penitencia
terrible ...
—¿Qué penitencia?
—Que le pida a la Virgen que le recoja en su seno...
Otra vez se callan. Los cocolos miran, inquietos, la
ventana. La clase está oscura y los chicos apenas ven
la cara del maestro sobre el blanco alzacuello.
— 301
Su mano deja una huella de letras en el encerado
hasta el extremo derecho, y regresa. Los cocolos si
guen mirando la ventana. Uno de ellos se levanta al
fin, da unos pasos hacia el Hermano, muy turbado, y
cuando el maestro lo mira, él levanta el índice y se
ñala las nubes.
—¡Va a llover! —dice.
Todos se ríen y el Hermano se llega a la vidriera.
—Cierto —dice luego— y no se rían; o más bien
dicho: ríanse. Ya no se morirán ahora.
Los chicos se levantan, autorizados por la actitud
del maestro y se agrupan junto a las ventanas. Nubes
oscuras giran sobre los tejados.
—Mi papá dijo que si no llueve nos va a tragar el
patio de la escuela.
—Diría la tierra ...
—Por eso: a nosotros el patio.
El Hermano dice:
—Ahora, recemos una Ave María ... ¡A los pues
tos!
Y cuando va a co<menzar la oración, la lluvia gol
pea las vidrieras.
—¡El granizo!
—Primero el Ave María.
Pero algunos granos cristalinos entran por los vi
drios rotos y ruedan en el entablado.
—¡Nadie se mueva! —ordena el Hermano.
Los chicos rezan, en su sitio, mientras, en el suelo,
en torno a cada granizo, pequeñas manchas de agua
van creciendo. Malanoche extiende la una pierna,
cauteloso —reza más alto cuando pisa en el helado
302
grano— y la recoge, crispado el pie desnudo. En tan
to, afuera llueve copiosamente.
—¡Ya ha tocado la campana —avisa un chico —y
no hemos oído!
303
manos y la sangre, crecida, les sube hasta los rosíros.
Cuando la última hilera cruza por el corredor de arri
ba, una pelota atrancada en el tejado desde la sequía,
cae y rebota hasta medio patio.
—Hermanito . .. ¡permiso!
—Ya es tarde —dice éste, riendo. Hacia la pelota,
abajo, corre un chico.
El profesor hombre lo persigue.
•* -X- -X-
304 —
—Ahora . .. atiendan: ¡Una lluvia en Quito! —gri
ta el Hermano, tratando de atraerlos, y cuando lo con
sigue, habla atropelladamente, a gritos, dominando
el ruido de las aguas: ¡Figúrense! —empieza—. Quién
no ha visto eso no ha visto nada: ...
“De Quito al cielo
y en el cielo un huequito
para ver a Quito” .. .
Tan quebrada es la ciudad y tan bella que un día . . .
Yo era niño aún y pasaba un camino sobre el techo
de mi casa ... Y de repente. ¿Qué creen que me su
cede? ¡Atiendan! De pronto, digo, escucho un ruido
espantoso en el tumbado de mi cuarto. Luego ... pol
vo y centellas . . . Luego . .. —hasta García Moreno
habría temblado de pavura— ¡una yunta! Dos toros es
pantosos, en el aire, tirando una carreta! . . .
¿Atendieron?
—Sí, Hermanito . . . ¡Ya vuelven!
Tocan la puerta y entra el grupo con la víctima.
—¡Sin bonete! —exclaman todos.
Manuel Zimbaña es cabezón. Rasurada, su enorme
cabeza ha quedado moviéndose sobre los flacos hom
bros, hosca, —así los mira ahora— callada más que
nunca. De él se dijo en el patio: “Está secándose”:
Vive en una casa de usureros.
—¡En orden! ¡En orden! —empezó el Hermano—.
¡Pónganle un bonete!
Pero la lluvia había arreciado de tal modo, que el
techo crujía y el miedo empezaba a apoderarse de
los niños. Casi no se veía ya ,y el foco se prendió so
bre las bancas con una luz rojiza.
305
Un monaguillo pasó por la ventana, con el incen
sario.
—¡Pasó un adulete! Va haber oración general en
la capilla.
Ya sólo algunos chicos se divertían con Manuel
Zimbaña. Súbitamente un rayo iluminó la clase.
—Que se lo lleven ... perdonémosle —balbuceó
el Hermano.
306 —
VII
EL PEQUEÑO DON
— 307
Dudando, acabó por desatarla y ya se la llevaba cuan
do oyó:
—¡Se han robado mi caballo!
—¿Dónde estaba?
—Tomando agua ...
Diego pensó: ¡Es éste! ¿Cómo puedo yo hacer se
mejante cosa?
Y se detuvo. Pero ya la trenzuda estaba a su lado:
—¡Devuélvanos —le decía— el caballo del cojito!
Este se acercaba, llorando.
—¡No me he robado! —se disculpó Diego, muy
avergonzado— ¿Cómo puedo yo dejarle sin caballo
y siendo él cojo? ¡Le devolveré yo mismo!
Y se llegó al pequeño cocolo y le entregó el carrizo.
Después, con pena, insinuó:
—Podría ser más bien lanza: ... ¡Es una maravilla!
Pero el cojito corría ya detrás de los otros niños
en su dorada caña, a caballo, levantando polvo.
***
El puente destacábase contra el horizonte, y avan
zaba —las nubes se movían— lanza en ristre. El río,
crecido, hacía olas altas. Diego se iba pues más rápi
damente que otras veces, cuando miraba el agua des
de el balaustre. Se iba, se iba, aguas arriba, entre los
tumbos. ¡Si fuera cierto! Lejos iban quedando la ciu
dad, el patio, el subterráneo. El grito “¡la tinaja!” ya
no podía alcanzarlo. Pasaban por el río sombreros,
campanas, Hermanos ahogándose, asidos a enormes
reglas. También pasó el “primero de la clase”, entre
la espuma: sí, ese chico tenía talento, pero no com
prendía algunas cosas. El Hermano aseguraba que de
308 —
grande sería Presidente. “Es muy serio1' —decía—.
Y él, Diego, ¿no era serio? En cuanto a ser Presidente,
también él quería serlo, pero no del Ecuador tan sólo,
sino de la Gran Colombia: había que unirla nuevamen
te ... Lejos surgió una melodía: ¡Si pudiera acordar
se de la que llenó el cielo cuando el noble caballero
apagó el infierno! Ahora estaba en pleno vuelo:
Oye, María grande, necesito un sombrerito, me es
indispensable, ¡in-dis-pen-sa-ble!
¿Por qué?
Porque el viento es enorme y el sol también en la
tierra de las tinajas.
¿Y el otro sombrero?
Es para Sancho, es decir, para el Pajarero, porque
nos vamos ... Madrugamos mañana a la tierra de las
tinajas: es preciso defender a esos niños.
¿Qué niños?
Los cocolos. Ha llovido y se han regresado a la
cordillera. ¿Quién va a defenderlos?
¿Y si le pasa algo en semejantes cerros?
Debe pasarme algo ... tú no sabes ... soy un cri
minal ... destilamos de contrabando en la casa y lo
he contado todo. Tenemos una tinaja ... y lo he con
tado. Y mis papás me creen bueno y me alaban.
Dime: ¿Qué motivo me han dado ellos? Trabajan
toda la noche para que no me lastime los pies en los
vidrios, y yo los he delatado. Toda la escuela lo sabe
y me sigue ... Tengo que quedarme en el puente has
ta muy tarde y papá me dice: ¿De dónde vienes tan
tarde? Algo te pasa a ti ... ¿Qué has hecho?
Yo le defenderé. O, ¿por qué no le dice al señor de
las sienes blancas que le aconseje? El sabe todo.
— 309
Imposible ... él está ahora en Quito. Quiero ser
como el noble caballero ... ¿Entiendes? ... Le llevo
al Pajarero porque sufre mucho y conoce la tierra de
las tinajas como la palma de la mano.
Más bien pídale a Dios que los chicos de la es
cuela se olviden de la tinaja.
Es que no puedo pedirle nada, porque no me he
confesado. Sólo te tengo a ti ¿comprendes?
Bueno, venga mañana. Velaré esta noche y el som
brero amanecerá brillando.
Que sea yelmo, de forma especial, es-pe-cial, ya te
explicaré ...
Vaya tranquilo. Buscaré también algún fierro de la
máquina para la punta de la lanza ...
¡Qué buena eres, María grande, qué buena!
310 —
¡Vamos!
Hemos llegado. Ahora, entra, sácalas ... Yo mé
quedo esperándolas.
Los cascos del caballo resuenan en el atrio. La
gente se detiene, curiosa.
¿Qué querrá este caballero en el atrio? ¡Qué her
mosa lanza! ¿A quién esperará? ¡Ya se acerca a la
gradería!
Adentro suena el órgano y los altares arden. El
mameluco del negrito se desliza entre mil mantas. Se
acerca a un confesonario. Luego, a otro, a otro, y, por
fin, sale con las beatas. La gente sigue preguntándo
se: ¿Qué irá a hacer el caballero?
Cruzan el atrio las beatas y llegan a la esquina, en
hilera.
¡Deteneos, gente desproporcionada: devolvedme
a este niño!
¿Qué niño?: ¡Es negro!
No veis la viga en vuestros ojos y veis la paja en
la piel de este chico ...
¡Preparaos!
¡A la flaca, noble caballero, a la flaca! —grita una
joven chola, parecida a la Juana—. ¡Es la más mala!
Y el caballero arremete.
Tan a lo vivo ve cuanto imagina, que se aferra al
balaustre, mientras su lengua se mueve, imitando el
ruido del galope.
Pero, de pronto, bruscamente, volvió a la realidad:
“¡Contrabando!" —había oído.
Y se irguió.
—¡Contrabando! ¡Ya llegan los heridos, amarra
dos vienen —decían, al pasar, las gentes, corriendo
— 311
hacia la carretera. Otras se quedaban en el puente,
esperando. Un viejecito de bigotes blancos y abrigo
larguísimo, se detuvo junto a Diego. Apoyado en el
bastón, esperó también, pegándose al balaustre. A
lo lejos, por San Roque, había asomado el grupo de
presos y guardas y se acercaban al puente, con una
gran cola de curiosos.
—Son yunguillanos —explicaba una chola— con
trabandistas. Se han batido a bala y a machete la no
che entera. A la madrugada les han agarrado, queman
do la choza. Véanles, véanles.
—Le han amarrado ... ¡al herido!
Entraron al puente. Iban los guardas a caballo, su
jetando las cuerdas atadas a los presos; descalzos
éstos y con las huellas de la lucha en los vestidos y
en el rostro. Eran pálidos cholos de la yunga, enjutos
y resueltos, de mirada dura.
—Les han quitado los machetes.
El viejecito estaba indignado:
—¡Anden despacio por lo menos, salvajes! —in
crepó a los guardas, trémulo de ira.
Al medio venía el herido, a caballo, sosteniéndose
apenas y con un pañuelo manchado de sangre seca,
amarrado a las sienes.
—¡Salvajes!
Diego sintió que un botón de su chaqueta se le
arrancaba, cuando le rozó el grupo. Maquinalmente,
se agachó y recogió la pieza, siguiendo, después, de
trás de la gente. Estaba aterrado.
—¡Abusivos! —comentaban las cholas, alentadas
con el ejemplo del anciano—. Ellos son los criminales.
—Gobierno ladrón, todo acapara. Y no persiguen,
312 —
diga, a los ricos sino a la gente del campo. Aquí en la
ciudad, en las narices de ellos destilan, pero de eso
no se preocupan.
—Es que son caballeros . . . amigos del Gerente
del Estanco ...
—Si por milagro hicieran justicia, desde mañana
buscaran por las casas grandes ...
Todo lo oía Diego, y estaba seguro de que lo mira
ban, al decirlo.
“En las casas grandes, donde los caballeros”.
El grupo tomó por la “calle larga”. Las puertas de
las tiendas se llenaban de cholas a su paso, y la gen
te corría desde todas las esquinas. Diego les siguió
hasta la cárcel.
— 313
El Espantajo asomó en la esquina con su visera, y
se les acercó, cordialísimo.
—Callemos .. . Que él no sepa.
Y el Pajarero se despidió.
—Acompáñame —le dijo el Espantajo a Diego—
me voy a Cristo Rey para traer un gallo finísimo.
—No puedo.
—Si me acompañas, te juro por estas —y se be
saba cruces en los dedos—. ¡Por estas! que mañana
te daré los libros ...
—Ya no los necesito.
—Ajá . . . miedo . . .
—¡No es eso!
Y Diego pensó que haría bien en ir más tarde a su
casa, “más sereno” y accedió al ruego.
—Vamos —dijo— y de paso le veremos a Jorge:
la mamá trabaja por allá, cerca de Cristo Rey.
—¿Qué mamá? ¿Qué Jorge?
—El leproso . . .
—¡Ah! . . .
Y siguieron caminando. Dejaron atrás las últimas
calles grandes y se internaron en las de los arrabales,
de paredes bajas, remendadas de pencas. Diego iba
callado. El Leproso —pensaba— también querría irse,
¿pero cómo con dos Sanchos? ... El caballero tenía
un solo Sancho .. . Además, Jorge le quiere mucho a
su mamá ... Y yo, ¿no le quiero a la mía?
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¿Qué te paso? —le preguntó el Espantajo—. Lo
de los libros te dije de pura gana ...
—No es eso, y si me sigues preguntando me re
gresaré —repuso Diego impaciente.
314 —
Otra vez caminaron, en silencio.
Quisiera tener zapatos —dijo el Espantajo, des
pués de caminar un buen trecho— para patear pie
dras. Y luego, extendiendo el brazo—. ¡Mira! E hizo
ver a Diego por sobre el cerco de la izquierda, el llano
vecino. Allí estaban la hierbatera y su hijo. La mujer
cargaba un gran haz que le cubría casi por completo,
y el niño otro, pequeñito.
Este llevaba, además, una hoz en el brazo. La hoz
era tan grande como su pierna, y reflejaba el sol de
ias cinco.
Diego silbó y movió ¡os brazos.
—¡Jorgeeee! —gritó.
El niño lo reconoció y se acercó a la madre. Algo
le dijo, alegremente, y extendió la hoz hacia Diego.
La mujer se detuvo. Lo miró largamente, moviendo la
cabeza, como ante otro hijo, y siguió andando. El chi
co le siguió de mala gana. A él se le veían las panto
rrillas solamente. A ratos se volvía —aparecía entero
entonces— y sacudía la hoz alegremente. Hasta que
desaparecieron, detrás de un muro.
El Espantajo miró a Diego:
—¿Por qué lloras? —le dijo.
— 315
-Me entró una pestaña, ya no lloro.
Y Diego miró, con atención, al “chico de la escuela
laica”. Estaba en la esquina, grabando algo en el pos
te de la luz con una navaja. Era muy blanco, bien ves
tido y parecía ciertamente un niño de palo, pues su
perfil desde la frente hasta la punta de la nariz era
como de una sola pieza, recto. Al verlos (el Espantajo
ya estaba con el gallo), se les acercó, risueño.
—¿A dónde te vas? —le preguntó a su amigo—.
Y señalando a Diego:
—¿Quién es este chico?
—Un compañero.
—¿Por qué llora?
—No lloro —dijo Diego—. Y el Espantajo:
—¡Le entró una astilla enorme en el ojo!
Pronto se hicieron amigos y se quedaron junto al
poste de la esquina, un buen rato.
—Mi escuela es mucho mejor —aseguraba el niño
de palo— los Profesores son hombres.
—También en la nuestra hay un hombre —dijo el
Espantajo.
—¡Hombre! . . . —repuso el amigo—. ¡Qué va a ser!
Si le conozco: túmbenlo y verán que tiene el co
gote lleno de escapularios.
Ciertamente —se dijo Diego, y preguntó:
—¿Cómo se entra a la escuela de usted?
—Entrando . .. pero se necesita que el papá de
uno no sea beato. Mi papá no cree en el infierno, ni
yo tampoco.
Y, sintiéndose admirado, añadió:
—En mi escuela todos son valientes, y hasta hay
un chico judío, recién llegado.
316
—¿Judío? —exclamó el Espantajo, pensando en
la Historia Sagrada—. ¿Y cómo es la túnica?
—Así... así... pero él no habla bien todavía el
castellano.
En esto, el gallo cantó por sobre la oreja del Es
pantajo, quien se acordó del amo al oírlo y quiso des
pedirse, pero el niño de palo se prestó a acompa
ñarles.
—Y préstame el gallo —dijo— quiero tenerle un
rato.
—¡Imposible! Es finísimo y puede quebrarse las
plumas. Pelea mañana.
El niño de palo hizo ademán de quitárselo, y el
Espantajo, protestando, se refugió en un zaguán. El
gallo se alarmó. Otro cantó en el patio de la casa y
comenzó a acercarse. Era un enorme zamarrudo, de
vistoso plumaje. ¿Qué ,me hago? —pensó el Espan
tajo, sintiéndose entre dos fuegos, y con el gallo en
furecido en sus brazos que pugnaba por lanzarse so
bre el nuevo.
—¡Hagásmosles pelear! —propuso el Muñeco.
El Espantajo se escandalizó. Diego intervino:
—Que mi amigo haga lo que quiera —dijo— el pa
trón puede matarlo si se lastima el gallo.
Y se interpuso entre los dos. Pero el otro argu
mentó:
—¿No dicen ustedes que el gallo es fino? Pues . . .
por lo mismo: este gallo —y señalaban al zamarrudo—
no vale, es copetón: correrá al primer cuerazo ... y
yo, en cambio, les presto mi navaja ...
Unos hombres que estaban en la esquina, se acer
caron, al oírles. El barrio era apartado, y la casa del
— 317
gallo copetón, la única grande en los contornos. Tenía
un ancho patio lleno de geranios, y el gallo parecía
ser su exclusivo habitante, pues nadie acudía con la
bulla. El copetón seguía acercándose, y el fino logró
zafarse al fin de los brazos del Espantajo y se lanzó
contra el otro. Cuando los dos chicos quisieron sepa
rarlos, uno de los hombres los detuvo.
Sus compañeros —tenían los ojos irritados, pare
cían ebrios— se acercaron también y formaron un es
trecho círculo en torno a los gallos. Ya peleaban éstos
y sus estruendosos revuelos atraían más y más curio
sos, algunos en mangas de camisa.
El Espantajo lloraba y Diego —preso como él— se
debatía en los brazos de un intruso, entre su aliento
aguardentoso. El niño de palo, en tanto, gozaba de la
pelea, aunque también él detenido. De repente, el za-
marrudo corrió y se escapó por sobre los hombros de
los espectadores, seguido por el fino. Hubo gran al
boroto y cuando los niños acordaron, sólo el desgar
bado copetón estaba a la vista, alicaído, acezando.
—¡El gallo! —gritó el Espantajo, aterrado—. ¡El
gallo!
Diego miraba a todo lado, y el niño de palo ya es
taba en la esquina y se alejaba.
—El gallo se fue por ese techo —dijo un hombre—.
Y otro:
—No, por el del otro lado . . .
El Espantajo lloró a gritos.
—¿Y ahora?
Los dos amigos habían rodeado la manzana varias
318 —
veces, preguntando en las casas, y con la esperanza de
verle asomar al gallo fino en un tejado o por entre las
pencas. Pero inútilmente. Escalaron también algunos
muros, en vano. Una chola les dijo:
—Inocentes: a los hombres debieron de seguirles.
El Espantajo lloraba amargamente, y como un pe
queño indio: cantando. Así decía lo que iba a suceder-
le y ponderaba su desgracia. Hablaba también de có
mo fue el gallo de hermoso y de invencible.
A Diego volvió a presentársele el problema: ¿Có
mo con dos Sanchos?.. . Pero al fin se decidió:
—Oye —le dijo— ¿quieres huirte de Cuenca? Yo
y el Pajarero nos huimos mañana.
—¿A dónde?
—A la tierra de las tinajas. Nosotros te guiaremos.
El Espantajo pareció no comprender.
—Y ahora ¿qué le diré a mi patrón? —se preguntó,
sollozando.
—Por eso —insistió Diego— nos huiremos y no po
drá decirte nada...
El Espantajo abrió los ojos:
—¡Ya estuvo! —exclamó.
—Serás Sancho.
—¿Qué dices?
—Digo que serás Sancho Panza. Ya te explicaré.
Entonces, ¿te decides? Nos vamos mañana de ma
ñanita: ahora ya no dormirás en tu casa.
—Luego —dijo el Espantajo, asustado— ¿ya es
toy huido? ¡Virgen Santísima!
Y lloró nuevamente.
—¡No llores más! —exclamó Diego, y, para sí, pen
só: “Cobarde criatura”, pero no lo dijo ...
— 319
Ya iban ahora por las calles centrales, decididos.
—¿Pero dónde me pasaré la noche? —preguntó el
Espantajo.
—De veras . .. —dijo Diego. Y, en seguida, el otro:
—¡Andando! ... Me pasaré dando la vuelta por la
calle del gallo, puede ser que asome en algún techo.
—En mi casa .. . ¿Pero cómo? . .. —siguió Diego,
como hablando consigo mismo.
—¡Bajo tu cama! —exclamó su amigo, concluyente.
—¡Cómo! ... ¿Y si roncas? Te oiría papá.
—Te juro —dijo el Espantajo, deteniéndose, por
estas, y repitió el consabido juramento— que no ron
co, pero ¿y qué comeré en tanto tiempo? Tienes que
pasarme algunas cositas ...
-X- -X- -X-
320 —
—Pero pásame una cobijita. . . y la almohada chica.
—Sí estaba pensando en eso —susurró Diego—
pero espera . .. Cuando hayan pasado ellos ... Me
besarán y no verán la almohada. Callemos.
El Espantajo desapareció y Diego apagó la luz y
se pegó a la ventana. Se acordó del globo y del hom
bre herido. ¿Qué se haría? Adentro el tic tac del reloj
y a lo lejos el sordo .murmullo del torrente eran los
únicos ruidos. Otra vez la angustia: ¿Qué me hago?
Palpó debajo de la almohada el pequeño papel en que
se despedía de sus padres: "¿Qué motivo me han
dado?” Entonces, para no llorar pensó en el caballero.
¡Si pudiera soñar otra vez como esa noche! Y se aga
rró al estribo nuevamente, despierto.
Pero el Espantajo lo detuvo.
—Diego ... —susurró.
—Cállate.
—¡Diego!
Prendió la luz. Las pequeñas se movieron en el le
cho y una de ellas cambió de postura.
—¿Qué quieres? —preguntó Diego, y bajó la ca
beza. El Espantajo, a su vez, sacó la suya, ceñudo.
—Yo no tengo la culpa —dijo, y levantaba la mano.
—¿Qué te sucede?
—Una cosa...
—¿Qué cosa? ... ¡Cállate!
Y alargó el rostro hacia sus hermanas. El Espantajo
hizo un gesto de angustia.
—¿Qué te pasa? —insistió Diego.
—¡Me caco! ...
321
El día llegó como un caballo blanco. Sopló con sus
abiertas narices las cortinas. Era domingo.
Diego se despertó como tocado en el hombro.
—Es la hora —se dijo.
Y saltó del lecho.
322 —
V
EL ALACRAN
LA RUTA
« -X- -x-
324 —
condía. Había caminado mucho ya, y sentía hambre y
cansancio. El camino iba a lo largo del río y a trechos
se arañaba entre enormes rocas soleadas.
Al tropezarse, Ciempiés estuvo a punto de llorar.
Descansó, con el pie izquierdo entre las manos y lo
soplaba. La sangre le rodeó las uñas y una gota cayó
sobre la roca. Descansaré hasta que la gota se seque
—se dijo. Y se arrimó a la peña. Recordaba ahora que
su amigo Diego había dicho en el patio: “Los cocolos
debieran tener casquitos como los chivitos”. Y tuvo
pena de la escuela. Luego, sopló también su pie de
recho. Dijo: “Ayauuuuuuu”, y siguió andando. Junto
al río oyó un galope lejano, y se escondió debajo del
puente. “¡Me persiguen!” —pensó. Se detuvo atento,
baja la cabeza, mientras el pie derecho se le movía,
haciendo letras con el dedo grueso en la arena. Así
venía regando el alfabeto desde Cuenca. Esta vez hizo
una a rabuda que llegaba hasta el agua. El galope re
tumbó en el puente, y el niño ya no regresó al camino,
sino que siguió por la orilla. Allí se acostó sobre una
piedra y bebió largamente, hundiendo el rostro en la
corriente, con los ojos abiertos. Vio así, al fondo, dos
pequeñas piedras blancas. Las sacó con la mano. Iba
a llevárselas a la boca, incorporándose, cuando cam
bió de parecer y las dejó donde estuvieron, para re
cogerlas con los labios. Se le mojó toda la cabeza y
la sacó con las dos piedras en los dientes, llevándo
las luego al paladar, con el rostro hacia las nubes y
los labios sonantes. Gozoso, satisfecho, tomó des
pués por un atajo, cuesta arriba. En la ladera, semillas
perdonadas por el sol estaban echando hojas a des
tiempo —esta era época de tala en otros años —y el
— 325
verde aparecía tímido entre las grietas recién cica
trizadas. Pero no había hombres. Nadie había en todo
el campo visible. Receloso —“¿Y si no llegan mis tai
tas todavía?”— el niño se detuvo y miró hacia el ca
mino. ¿Qué sucedía allá abajo? Una parihuela llevada
por cuatro indios iba acercándose al puente, seguida
de lenta cabalgata. Los jinetes avanzaban, sombríos,
y detrás de ellos, a pie avanzaba también un hombre
preso, entre un grupo de soldados. Nadie hablaba al
parecer, y en la parihuela era notorio un cuerpo hu
mano envuelto en una sábana. Los indios sudaban ba
jo el peso y caminaban con los pies torcidos. Pasaron
por el puente. Ciempiés, algo asustado, reconoció al
cañamazo joven. —“¡El patrón del Pajarero!”— entre
los jinetes, y no dejó de mirarlos hasta que se perdie
ron en el roquerío. Después siguió su camino. No era
camino propiamente sino un atajo en zigzag desde la
playa hasta la cima. A cada paso, el niño veía crecer
el horizonte, henchido de esperanza. Las cascadas
habían retoñado y golpeaban las peñas a lo lejos, mien
tras las laderas se iban levantando como tinajas de
los Incas. Pero Ciempiés no veía hombres ni yuntas.
Subió más todavía. La sangre le golpeaba en las pe
queñas sienes. ¡La choza! ...
Allí estaba, por fin, pero sin humo. El niño miró en
torno: Nadie. Ya era hora de que el perro saliese a
encontrarlo .. . ¡Ya estoy viniendoooo! —gritó. Y la
deó la cabeza y ni en el eco halló respuesta: un cán
taro roto y hierba mala vio donde sus ojos se posaron,
mientras sus oídos esperaban. Pero estaba tan can
sado que no pensó en nada. Después, todo lo haría
después. Sacudió las puertas solamente, con el oído
326 —
atento ... Nada. Pero se ovilló sobre el poyo —des
pués, todo después— y se durmió como un perrito.
* **
— 327
do de color según la clase de terreno que atraviesan.
Salva la más alta cuchilla y comienza el descenso ha
cia el oriente. Y ya se ve la selva, abajo, unida ai cie
lo en monstruosa ingle.
328
en trecho, frescas osamentas de caballos levantában
se entre las raíces y el barro, desquiciadas, como en
actitud aún de avanzar al límite del esfuerzo posible.
Los hombres subían semidesnudos, terriblemente fla
cos, unos, y otros hinchados, “jipatos”, con los ojos
perdidos en la carne semejante a bagazo.
El guía había orientado a Argudo:
—¿Ve esa línea, allá al fondo?: es Méndez. De
aquí, dos días. Y eso ahora que los mineros a fuerza
de caminar le han enderezado al camino. Antes, cua
tro días, cuando no se volvía al mismo sitio, dando
vueltas ...
—¿Y los ríos?
—El Paute se da la vuelta por arriba. Se une al
Upano, allá donde ve esa encañada. De aquí, tres días.
Todo está lleno de gente. Pero más en el Zamora.
—Los indios . . . ¿dónde estarán en mayor número?
—En todas partes, pero más en el Zamora. Allá es
más fácil llegar porque el río está sonando día y no
che y así uno no se pierde. Se oye ... y se va recto.
—¿Cuántos días?
—Cuatro ... ¡pero ese río es el grande!: al Paute
le bota contra el monte con Upano y todo.
Al primer “tambo”, umbral de la selva auténtica,
se llegaba con la noche. Era un largo galpón, entre un
desmonte sembrado de plátano, café y caña de azú
car. Cerca de él estaba el primer puente colgante:
ralas tablas unidas por bejucos tendidos de peña a
peña, que se movían en el viento como las balsas en
el agua. El río era invisible. Se lo escuchaba, solamen
te, adentro. Era como si un hombre se estuviese aho
gando. Algunas noches iban y venían luces por los
— 329
bordes: "Miren: los nuevos, buscando ... Creen qué
alguien se ha caído ... Miren, miren”.
Indios que sólo habían visto los ríos de vidrio de
la sierra, se detenían medrosos. Muchos se regresa
ban. Los más lo intentaban solamente, pues los capa
taces les cerraban el paso: eran los contratados. "Po
bre indio ... ¡ya pasó el puente!”
Aquí se encontraban los que salían de los lavade
ros y los que al día siguiente seguirían, monte aden
tro. Dramas tremendos sucedíanse a diario: ya era
el hombre herido a machetazos. —"Desde aquí el cris
tiano es una fiera”— ya el mordido por la víbora. "En
la puerta del horno”, ya el minero novato que sufre
el primer “robo”.
—¡Te ha robado! —exclama de repente un minero
viejo, en la imprecisa luz del alba.
El aludido —un descalzo siempre— se lleva la ma
no al cinturón donde guarda el dinero, y cuando lo en
cuentra sonríe . . . Dice “no”, con la cabeza.
De pronto, comprende, pues trata de levantarse y
no lo consigue ... Se palpa el tórax, los brazos —“¡a
mí mismo!”— y la angustia le hace jadear horrible
mente.
—Anoche ... —sigue el otro— en el dedo grande.
Le quedan sólo hilachas de sangre: le ha "robado” el
vampiro.
330 —
II
AVENTURA
— 331
bras de las lanzas, largamente proyectadas. El río, a-
bajo, ya no era visible.
Los niños acortaron el paso. Casi no se veían a sí
mismos.
—No te vuelvas —dijo el Pajarero— porque si ve
mos la luz será peor. (Atrás quedaba la campiña, en
tre el marco de rocas, con el río suelto). Y el cocolo
añadió: veamos más bien abajo a que se acostumbre
la vista.
Y, cuando así lo hicieron, lo que antes fue negro,
se hizo gris y caminaron con las manos fuertemente
unidas.
Algo dijo Manuel Cuzco.
—¿Qué dices? . ..
—Digo: ¡Qué cobarde el Espantajo! ¡No querer
huirse!
—¡Ni lo nombres!
—Sí, hombre . .. ¿y hallaría el gallo?
—¡Mira! —le interrumpió Diego , levantando la
lanza.
Una cabra balaba en el cielo, sobre las rocas.
—¿Cómo se habrá subido?
El otro movió la cabeza, con la boca abierta.
Ahora el sendero se empinaba, pero las peñas se
iban separando. Una suave penumbra sucedió a la
sombra. Era visible el verdinegro de los cactus de
viriles tallos. Diego jadeaba, lanza en ristre, pensati
vo, y el cocolo hacía de bordón la suya.
—Me canso.
—Ya llegamos.
Y llegaron, en efecto, a la parte más alta del cami
332 —
no desde donde, por última vez, se divisaba el campo
abierto, como al través de negro tubo.
Se miraron.
—Fíjate —dijo el Pajarero— lo que nos falta es ya
muy claro. Estamos cerca del “Balcón de Pilatos”.
Descendiendo se llegaba a un sector con ancho
cielo. Abajo, hasta se veía el río. Y Diego recordó que
este lugar fue el que dinamitaron, cuando la vez pasa
da, Urdíales, el mayoral de los Argudo, les salió al
encuentro.
—De aquí al puente —dijo— habrá a lo más lo que
de mi casa a la tuya.
—Pero falta lo más oscuro . ..
Así era, ciertamente, y cuando otra vez les envol
vió la penumbra, detuviéronse. Además, algo extraño
sucedía adentro. Diego se acordó de Dante. Y, de
pronto saltó a medio camino: las rocas hablaban!.
—Casa de oro —y repetían: de oro, de oroo, oooo.
—Puerta del cieeeelooooo.
—Los niños caminaron unos pasos más y divisaron,
al fondo, la “Peña de la Virgen" en cuyo torno grupos
de campesinos, hombres y mujeres, con cirios encen
didos, clamaban, de rodillas. Una voz comenzaba:
—¡Madre de los afligidos!
Después, un murmullo semejante al del río y luego
el eco. Eran voces amargas, ululantes.
—¿Y ahora? ... ¿Cómo pasamos? Pueden ser lá
zaros . ..
—¿Tienes miedo?
— 333
Venía atento al rezo. Cuando la voz, a lo lejos, se al
zaba, él respondía ... Su silueta crecía por instantes.
Los niños se apegaron al muro. El sujeto era flaco y
tenía los párpados hinchados. Por fin, pasó sin verlos.
Su voz gangosa fue alejándose hasta confundirse con
el eco. Diego temblaba todavía.
—Era lázaro —dijo.
De repente el grupo se deshizo y hombres y muje
res se apegaron a las rocas, en hilera.
Un galopar iba acercándose.
Los niños se refugiaron detrás de una peña sobre
el río.
—¡Van a ver tu lanza! —susurró el Pajarero. Y Die
go bajó el carrizo hacia el abismo.
El resonar de los cascos llenó el mundo al pasar
junto a los niños, y poco a poco fue extinguiéndose.
Diego espió por un abra de la peña.
—¡Vienen!
Iban a desfilar los ‘‘leprosos”.
De rato en rato otra vez resonaba el galope, como
si regresase por las rocas altas.
Por fin pasaron todos los romeros y cuando se per
dieron en el roquerío los niños salieron al camino.
—¡Tu lanza! —exclamó Diego, y alargó la suya ha
cia la del cocolo—. ¡Le ha pisado el caballo!
La frágil caña estaba rota, en media vía. Diego la
levantaba cuando vio que por el extremo de la vara
andaba un coleóptero. Asustado, el pequeño Don la
arrojó al suelo y el dorado bicho quedó sobre la tierra
con las patas arriba. Las movía, pugnando por ende
rezarse. Por fin prendió una pata a un guijarro y logró
voltearse. Comenzó la huida ...
334 —
—¡Está herido!
Todo lo habían olvidado los dos niños, y vigilaban
la marcha del coleóptero. Daban de rato en rato un
paso, en cuclillas.
—¡Mira! ... ¡La patita!
La arrastraba, en efecto, larga. Pero luego seguía,
al sentir sobre su cuerpo el aliento humano. Se roza
ban sus élitros con un leve crujido.
—Se queja . . . —susurró Diego—. Chilla, despa
cito ... ¿Oyes?
—Suena —rectificó Sancho.
Una punta de ala blanca salió de bajo el élitro y
luego otra, trizada. El coleóptero, sonó, se elevó has
ta un metro de la tierra y cayó luego. El pedazo de ala
rota bajó hasta los pies del Pajarero, como un pétalo.
En tanto el insecto se acercaba por una arista de
la roca a la sombra.
—¿Qué haremos?
Y el pequeño Don se apoyó en el carrizo. El cocolo
se rascó la nuca.
Ya tenían que levantar las cabezas para mirar al
fugitivo.
—Lo mato.
—Que sufra un poco, pero que se libre.
—Mejor que no sufra.
—Déjalo, no lo mates.
De rato en rato el prófugo deteníase. Tal como
Ciempiés su pie cuando tropezó, también él recogía
su pata, destrozada, dolorosamente. Movía en seguida
las antenas —a un lado, a otro— y seguía. Ya estaba
en la mitad del peñasco, inalcanzable.
—¿Y ahora?...
— 335
—Avancemos donde mamita Virgen —dijo Cuz
co—. Sácate el sombrero.
Diego vaciló, con la mano en el yelmo.
—Este no es para sacarse —dijo al fin—. Es lo mis
mo que la cabeza.
Ya estaban ante la Virgen. Era una Dolorosa de
azul manto y blusa roja, pintada al óleo ha muchos
años sobre una roca, como homenaje de los Argudo
a Carmen. “Tiene los ojos húmedos’', solían decir los
viajeros.
—Las espadas ... ¡Qué pálida!
Las luces de los cirios goteaban hacia arriba.
Al pie había una caja de hierro, encadenada, con
una ranura para las monedas.
Algo iba a decir Diego, cuando el cocolo ladeó la
cabeza, con el oído atento.
—Vuelven ...
—No, es por el otro lado ...
De pronto Cuzco arrojó la lanza y echó a correr,
despavorido.
—¡Mi patrón! ¡Mi patrón! —exclamó, cuando se le
acercó Diego—. ¡Escóndeme!
Volvieron a ocultarse detrás de la peña.
Nadie asomaba.
—Oí caballos y la voz .. . Era la voz.
Y Manuel Cuzco se pegaba a la tierra. Diego le
puso la mano en la espalda.
—¡Vas a morirte! —dijo, pues sentía el corazón de
Cuzco en la palma de la mano. También a él se le ace
leraron los latidos. En efecto, allí, a pocos pasos, es
taban los jinetes y los soldados que Ciempiés había
visto.
336 —
—¡Los Argudo! —exclamó Diego.
Ernesto, su padre y los primos —los de la cacería
de la tierra de las tinajas— y además otros señores
de la ciudad y algunos cañamazos, desmontaron. En
seguida llegó una parihuela con un muerto— ¿era
muerto?— envuelto en una sábana. Los indios que la
conducían la asentaron suavemente en la tierra y se
arrodillaron cerca de los amos. Orejeando el abismo,
los caballos tascaban los frenos con las ancas bri
llantes a la luz de los cirios.
El miedo impulsó a Diego hacia el camino. Me lle
varán a la casa —pensó. Pero se contuvo heroica
mente.
La sábana está con sangre —observó.
Los hombres se persignaban, con las cabezas des
cubiertas. De pronto, Argudo, el padre, sollozó, lle
vándose las manos al rostro, y Diego comprendió:
Bajo la sábana estaba el cadáver del hijo, de Carlos.
Lo matarían en la selva ... E iba ya a salir cuando en
ese momento dos soldados con un hombre preso lle
garon al lugar de la escena y se detuvieron. Diego se
sorprendió más aún: el preso era el mayoral Urdíales.
Tenía el traje roto y ensangrentado, los brazos atados
con una soga a lo largo del cuerpo y la lívida cicatriz
de la ceja más visible que nunca. Uno de los guardia
nes sostenía el cabo.
Cuando el viejo Argudo, sollozando, se abrazó a la
roca de la Virgen, uno de los sobrinos se le acercó y
al hacerlo dejó solo a Ernesto. Súbitamente, éste se
dirigió a la parihuela y levantó la sábana.
Lanzó un grito de horror ante el cadáver del her
mano.
— 337
Diego salió de tras el risco.
En ese instante, uno de los primos —enorme— se
acercó al preso y le lanzó un puntapié mortal a la
ingle.
Diego dio un grito.
Lívido —todo él como la cicatriz— el preso se do
bló, con un gemido.
Los soldados se interpusieron.
Los cañamazos destaparon una botella de whisky.
—¡Cálmense! ¡Cálmense!
E iban de Argudo en Argudo.
—¿Vino con su papá? —le preguntaban otrcs a
Diego, mientras tanto.
338 —
le había puesto a Diego en el arzón de la silla, por la
fuerza.
—¡Quieto, o usted también se irá con el soldado!...
¡Basta!
Ya Manuel Cuzco estaba con el preso grande, en
tre los gendarmes.
Partieron.
339
III
ULTIMA TARJA
Había sido de repente: El esbirro —Urdíales, el
mayoral “de arriba”— pasó el puente y asomó a la
puerta del galpón, con una lámpara. Argudo y varios
mineros hablaban excitados, en torno al cadáver de
un indio. El esbirro vio a su antiguo amo y soltó la
lámpara. Ni un instante dudó —tal era la actitud de
Argudo— y llevó la mano al mango del machete. Pero
el amo lo detuvo.
Cayeron, jadeantes, entre los vidrios rotos. Alguien
quiso separarlos y no pudo hacerlo.
—¡Déjalos!
—¡Déjalos!; ¡Qué se maten!
—¡Allá entre blancos! ...
Y los que los rodeaban se alzaron de hombros. To
do el grupo se alzó de hombros.
En tanto los dos hombres luchaban en el suelo, con
fundidos. Crujían los vidrios de la lámpara en el cuero
de las botas. Ahora Argudo estaba sobre el otro, pero
la mano del esbirro reptaba hacia un casco de botella
rota. Lo agarró y se armó como una víbora.
** *
340
rros y los iba soltando, uno a uno, en el abismo. Las
piedras descendían verticales y a medida que se hun
dían semejaban ir perdiendo el peso, hasta que, len
tamente, tal que pedazos de papel, desaparecían en
la sima. ¿"Qué se hace el oro”?
El “Largo", siniestro atorrante que había llegado
horas antes, se le acercó, zalamero. Argudo hizo como
si no lo hubiese visto. El vago insistió y trató de in
teresarlo.
—¿Supo usted? — dijo—. Hace un mes han pasa
do unos estudiantes de medicina.
— 341
damente y eran todos negros, de monstruosos hoci
cos. El niño parecía de paja toquilla por lo pálido y
tenía los pies torcidos, deformados por los parásitos.
Argudo lo detuvo, poniéndole una mano en el hom
bro: ¿Qué tienes? —le preguntó.
—Nada.
El cantinero asomó a la puerta.
—¿Te pasa algo? —insistió Argudo—. —Por qué
estás tan pálido?
El cantinero intervino. Hablaba, y el niño lo mira
ba, espantado. Luego, el pequeño siguió detrás de
los cerdos, ya confundidos con la noche. Después de
unos instantes, se oyó un débil llanto, comido por los
gruñidos.
No había una sola estrella.
—Tiene gusanos por dentro —había dicho el can
tinero—. ¡Está regando hasta por los ojos! Es un gu
sano que se entra por la sangre y se embute en los
intestinos ...
En la cantina se encendió la lámpara.
* * *
342 —
—Un indio —explicó el que primero pasó el puen
te—. Tenemos que pasarlo, está hinchado, jipato, me
dio muerto. Le encontramos en el barranco de Huilán,
ya con hormigas... Más de una legua le hemos carga
do.
Del frente, una voz dijo:
—Póngase alguien con la luz en .medio puente.
Y así iba a hacerlo un arriero, cuando Argudo se
interpuso:
—Soy más alto —dijo—. Y avanzó entre las ralas
tablas, con la lámpara en el puño.
—¡Con cuidado!
La luz barrenaba el abismo y se llevaba las sombras
hacia abajo, sin llegar al agua.
Al frente un hombre alzó al enfermo por las cor
vas, y otro, el negro, por las axilas, y entraron al puen
te.
Los gruesos pies desnudos, semejaban hojas de
tuna, y se acercaban a la luz, deformados por el virus,
con las plantas rajadas. De pronto, retrocedieron.
—¡Aguarde! ¡Aguarde! —dijo el que los sostenía,
y se volvió hacia el negro—. ¡Nos hundimos!
El puente se curvaba, crujiente, pues siempre los
hombres lo atravesaban uno a uno y ahora soportaba
a cuatro. Bajó un metro hacia el abismo. En tanto,
grandes mariposas azotaban la lámpara y el rostro de
Argudo, que se volvió también a la orilla, medio ciego.
Hubo largo silencio. Al frente los del grupo habla
ban quedamente, pero en cambio gesticulaban, con
énfasis. Al notarlo, los que habían pasado ya el puen
te cambiaron miradas entre sí, y se volvieron.
El vago se acercó a Argudo.
— 343
—¿Sabe? —le dijo—. Yo ya sé lo que sucede ...
—Y le tocó el hombro.
Le brillaban malignamente los ojillos al decirlo,
vuelta la cabeza a la otra orilla.
—Espéreme —añadió—. E iba ya a su vez, a salvar
el barranco cuando al otro lado el grupo se deshizo,
y el negro entró a! puente con el indio amarrado a sus
espaldas. Avanzaba jadeando, lentamente, y la defor
me cara del jipato se pegaba a la suya. Todos los mi
raban. El puente se fue hundiendo hasta que el grupo
venció el centro y entonces comenzó a levantarse,
como si respirase.
***
344
enorme mano. Cuando el negro extendió la suya hacía
ese sitio fue tal la angustia del indio —los miraba—
que todos lo respetaron. Habían convenido, pues, en
esperar. Cuando llegaron junto al puente se les com
plicó el problema por la presencia de los otros, pero
entonces ya no pudieron dividirse el botín, por la os
curidad de la noche.
Tampoco, nadie, consintió en que guardase alguien
el oro mientras tanto. Y ahora allí estaban, en espera
bárbara.
El galpón era de tablas —cedro puro— unidas al
desgaire. Por las abras el viento se colaba, cargado
de insectos. El techo era de zinc, pero sonaba infer-
nalmente con la lluvia, y esto pasaba casi a diario.
Ahora nada de esto había. Podía oírse el trágico es
tertor del moribundo. También el crujir ele los guija
rros del piso, cuando los hombres se movían cambian
do de postura.
El estertor cesó. Deglutió el enfermo, y otra vez
pareció muerto. Y otra vez Argudo acercó la luz al ros
tro deformado, y la mano del negro buscó el corazón,
asentándose en un sitio, en otro, en otro, sobre el
tórax.
Todos los rostros preguntaron.
—Llegó al fin, —dijo el viejo, al ver que otra vez
el negro movía la cabeza negativamente— y de allí se
regresa; ya Ies dije.
El negro retiró la mano. La tensión disminuyó en
torno. Argudo se llegó a la puerta. Cuando desde allí
volvió el rostro, sólo el vago y el negro estaban junto
al indio. Los demás se movían entre las tarimas. Al
guien cantaba al frente, en la cantina, una canción de
— 345
la sierra, de desesperante monotonía. Del galpón sa
lieron tres mineros, desaparecieron en la sombra y se
iluminaron luego en el dintel de la taberna. Al otro
lado de todo era negro. Cuando la voz cesaba renacía
el murmullo de las aguas, y la noche se movía, como
enorme balsa amarrada a las lámparas.
Adentro, el negro (era el de la “mandíbula de vi
drio”, que meses antes pasara con el hombre de Alas-
ka) cada vez se concentraba más, y no apartaba la
vista del agonizante. Una hormiga roja asomó en el
hombro de éste. Anduvo hacia su cuello.
Se detuvo. Volvió a donde había aparecido y por
el brazo del indio descendió a tierra. Súbitamente el
negro la pisó, como si todo el tiempo no hubiese es
perado sino esto.
La lámpara estaba sobre una tabla, apegada al mu
ro, a poco más de un metro de la tierra.
El viejo dijo, mientras el enfermo respiraba acom
pasadamente:
—Ahora está en pleno camino; se regresa.
El negro miró de soslayo la lámpara, y se puso de
pie de tal manera que su hombro desquició la tabla.
La lámpara giró sobre su base ... y no llegó a caerse.
—¡Cuidado! ¿Qué pretende? —dijo Argudo, des
de la puerta.
La lámpara alumbró más vivamente y sonaba en
ronquecida, junto al rostro del negro.
Argudo iba a entrar, cuando una voz clamó, al otro
lado del barranco:
—¡Una lámparaaa!
Varios acudieron al llamado. También Argudo, pe
346 —
ro desistió, de pronto, y cuando regresó al galpón, el
indio estaba muerto.
—Aquí hubo una mano . . . - dijo el viejo.
Todos miraron al negro. El vago protestó:
—¡Cómo han de creer! —dijo—. El ha estado con
migo todo el tiempo —luego rió siniestramente—.
¿Y si no estuviera muerto ni ahora? —añadió, opri
miendo el hombro del indio.
De pronto el gamonal se sorprendió. Pegó la luz a
la cara del indio y revisó su piel atentamente, como
si revisara la corteza de una tarja. La muerte había
perfilado al hombre y estaba distinto: una gran cica
triz se había aclarado en su rostro y le unía los dos
ojos. Es Tacuri —pensó para sí el gamonal—.
Es Felipe Tacuri, mi indio.
Y se encaró con los que esperaban:
—Este indio es mío —dijo—. Tengo pruebas.
—¿Suyo? Entonces, ¿es usted de la hacienda?
¿Argudo?
—Argudo, sí. ¿Y qué?
—Este indio no le debe nada. Urdíales, su mayoral,
les persiguió a todos en su nombre.
—¡Y con qué mano!
—Todo el trabajo de esta pobre gente está en sus
manos.
—Y no sólo eso ...
—Y debe llegar de hoy a mañana —concluyó uno
de los presentes—. Con dos libras de oro viene por
lo menos.
Así es lo que ha hecho ... dos muertes se le
achacan.
—Ya llega.
347
—El es.
Y la figura del mayoral se recortó en la puerta.
-x- -x- *
348 —
VI
ALGO SE MUEVE
EL PRIMER HOMBRE
349
—Y yo le vi los ojos . . . —dijo una chola—. Eran
de candela!
—¡El Espíritu Santo!
—¡Y con gotas de sangre en todo el cuerpo!
El musical rasgarse del aire había entrado en to
dos los oídos.
—¡El fin del mundo!
Cuando un niño lloró y los demás se acogieron,
medrosos, a las polleras de las madres, Argudo, el
enfermo, que se había llegado a la esquina, procuró
calmarlos. Explicó el fenómeno, y refirió que eso era
común más cerca del Oriente. Dijo que cierta vez tres
grandes bestias de la cordillera, desorientadas por la
niebla, habían irrumpido en una aldea. Los campesi
nos las mataron con sus instrumentos de labranza,
pero antes las tres fieras habían dado muerte, enlo
quecidas, a una mujer y a varios niños.
* * #
350 —
vas, ciertamente; se amasaron fortunas, nadie puede
negarlo; pero los auténticos trabajadores rara vez lle
gaban en persona a las ventanillas oficiales: vendían
su oro en los caminos, en la selva misma, a quienes
los forzaban a ello en cierto modo, aprovechándose
de las circunstancias. O no lo vendían: lo gastaban
bárbaramente impulsados por el alcohol, estratégica
mente ubicado: “¡La playa aguanta todo!”
Y ahora ya no podían regresarse. Volvieron a los
campos, desolados, víctimas de enfermedades tropi
cales, y muchos llegaron a la ciudad en busca de tra
bajo, pues la falta de brazos había impulsado a los
dueños de la tierra a trabajarla de otro modo: ahora
había varios tractores. Avanzaban las máquinas, so
nantes, por las carreteras, hacia las lejanas hacien
das que antes sólo conocieron el primitivo arado. En
una sola hora, hacían el trabajo de las yuntas en in
terminables días. Muchos peones, pues, ya no eran
necesarios en el campo, y asomaron en las calles de
Cuenca. Naturalmente encontraron trabajo porque los
nuevos ricos edificaban sus palacios y donaban dine
ro para la construcción de templos. El municipio, ade
más, iba a pavimentar las calles con mármol, porque
el mármol abunda en esta tierra, y con ser mármol
cuesta menos que el asfalto. En las canteras hormi
guearon los trabajadores. Pero éstos, antes campesi
nos, quedaron convertidos en obreros. Y sus mujeres
y sus hijos vinieron también a la ciudad. Y las muje
res aprendieron a tejer sombreros. Creció el número
de tejedoras y disminuyó por lo mismo la demanda y
el precio se vino “por los suelos”.
— 351
***
352 —
—¡Y usted, mala —le increpaban a la chola agria
las vecinas, cuando se llevaron al niño, entre lágri
mas— usted, se burlaba del serafín del guagua!
También las madres sentábanse en las gradas,
siempre con el tejido, y así éstas presentaban un cu
rioso aspecto con su cascada de paja y de polleras.
El burro del molino había muerto de viejo. A su
vez, el molino se detuvo —llegaron tres molinos eléc
tricos— y ahora un monumento a Cristo Rey se esta
ba levantando en ese sitio. Dominaría a la ciudad con
el tiempo, desde la colina, y su especialidad consis
tiría en que un solo sacerdote y con el platillo de li
mosnas solamente, lo habría levantado.
Nada de donativos especiales, ni de ayudas del
Municipio. “Con el platillo se levantan cerros”. Y tar
de y mañana pasaba por el barrio el sacerdote, enfla
quecido, pálido, poseído de un ardor frenético: “Pri
mero Dios, Primero Dios y después Vos”.
Y alargaba el platillo al pie de las escaleras.
El cojo había enviado desde Guayaquil diez sucres
más para su abuela. “Ya gano —decía en su carta—
treinta y cinco sucres, fuera de la comida: ¿no les es
taba diciendo?”
Pero las madres ocultaron la carta: todavía sus
hijos admiraban “peligrosamente ” al fugitivo . ..
— 353
Se acercaba el esperado día de la Coronación de
la Virgen, y seguían llegando pueblos con su aporte,
en romerías que recordaban las de Lourdes, porque
venían en ellas los enfermos.
La campana grande sonaba más que nunca. Y cuan
do la tocaban a rebato, era como si todo el horizonte
fuese el bronce. Y la comba del cielo atardecía heri
da, con los cardenales azules de las colinas en los to
pes, como la huella del golpe en las campanas.
354 —
que desde las gradas de su tienda había visto cuanto
escribía el extranjero, dijo:
—¡Puro números!
— 355
la blancura de su rostro. La media campana de su me
lena de cobre le llegaba hasta los hombros y la cin
tura ... las manos de cada chola agavillaban el aire,
ponderándola.
Volvió la cabeza en la esquina, y un instante se
detuvo, mirando calle abajo. Hizo un seña y se per
dió.
Una chola dijo:
—¡El cañamazo!
Subía, en efecto, detrás de la muchacha. Pasó en
tre las tejedoras sin mirarlas, algo cohibido. La mano
en la corbata, en la cintura, en el bosillo.
Pasó, y cuando las cholas comprendieron lo que
sucedía se escandalizaron.
—¡Dios no quiera!
—¡Ave María! .. .
Y la chola agria que era su pariente remota, le
gritó:
—¡Florencio! ¡Florencio!
Y él no se volvió, pero la nuca se le puso roja.
—¡Florencio! —siguió la otra. E iba ya a decir:
“¡Saludarasle a mi tío!”, cuando Oñate volvió el ros
tro, enfurecido. Así estuvo un momento, a punto de
volverse.
Pero siguió su camino.
—Dije —explicó la chola, algo asustada— adrede,
para que otra vez no me tire prosa ... ¿Qué les pare
ce? ¿Y se casarán? Mentira parece.
—¿Y la plata? ...
—¿Y ella no tiene plata?
—Tenía ...
356 —
Algunas cholas habían emigrado a otro barrio, por
que una casa se cayó cuando los jornaleros cavaron
la calle, pero venían siempre los domingos a visitarle
a la María grande. Y una mañana asomó una de ellas
con la hija de “traje”, esto es, ya con vestido corrien
te, sin el paño y sin las típicas polleras de bayeta.
—¡Adefesio! —exclamaron las cholas del barrio.
Y la muchacha se llevaba las manos a los muslos,
como si estuviese desnuda.
—¡Y con melena! —continuaron las otras, ante las
protestas de la madre—. ¡Ave María!
Después, una chola del barrio, joven como la trans
formada, dijo:
—¡Ay! ... Bien le queda el traje, lindo queda a to
das ...
—¡Oiganle! —exclamó otra—. La tal hermanita de
don Antonio es la que primero dio el mal ejemplo ..
Y la chola agria:
—¡Hermanuta, diga!
—Todo está cambiando -—dijo la María grande,
cuando le refirieron el suceso, y contó que también
ella había visto “una rueda enterita de guaguas en la
plaza jugando”, y de melena, y traje corto: “las tren
zas a dónde también volarían y los trajes . .. ¡para
nada!: de papel parecían”.
— 357
en el campo. Cuando faltaban pocos momentos para
ello, el padre, un obrero joven, se paseaba por la ca
lle, angustiado.
De cuando en cuando una chola sacaba la cabeza
por el marco de la puerta:
—¡Ya mismito! —decía.
Los chicos comentaban:
—Fíjate en los dedos ...
Pues el obrero tenía sus manos a la espalda, como
en brasas.
Y cuando una chola asomó y lo llamó por fin. él
acudió tropezándose en las escaleras. También los
chicos se acercaron, pero sin conseguir ver nada por
lo pronto, porque un estrecho círculo de personas
grandes se lo impedía, como siempre. Pero pensaban
que debía ser maravilloso cuanto sucedía, y se abrían
paso con la cabeza, con los codos, mientras un chilli
do agudo triunfaba sobre todo.
Por fin, el ruedo se deshizo, rompiéndose en co
mentarios:
—¡Tejedorita ha sido!
—¡Pobre! ... Con la paja al brazo nacen las hem-
britas.
—¡Con el sombrero empezado, digan!
El padre estaba al borde del angosto lecho, la ma
no abierta contra el muro. La madre, vuelta la cabeza
dulcemente hacia la guagua. La María grande, fatiga
da, ocupaba la única silla, junto al lecho.
Ella había atendido a la parturienta. Movía la cabe
za, cuando escuchaba a las otras.
—Cierto es —dijo por fin— mejor hubiera sido
hombre. Cierto: más gana el hombre silbando que la
358
mujer hilando. Pero no sufra, —y tocaba la rodilla del
obrero— no sé qué me siente. Algo está pasando ...
¡Algo! Nosotros moriremos como hemos vivido: se
acabarán nuestros pulmones; quedaremos ciegas, pe
ro los hijos ... ¡a qué cuenta! Oigo que en Guayaquil
los soldados han matado al pueblo. Por hambre se ha
bían levantado ... y han matado a tantos que sin tener
donde enterrarles les han hundido en el río ... y que
sobre las mismas aguas el pueblo ha puesto cruces,
al acaso. (1)
—Por eso mismo —le contestaron—: cada día ...
¿no ve? Cada día que pasa más nos desesperamos.
Y la chola:
—Eso nosotros, pero para ellos ... todo será dis
tinto. Ya dije: algo ... algo está pasando.
—Lo mismo nos decían a nosotros —siguió la
otra— cuando éramos guaguas ... ¿Y cómo estamos
viviendo?
Fue en ese instante cuando un niño entró a la
tienda, aturdido:
—¡Vengan! —dijo— y no podía expresarse, y ex
tendía el índice hacia el invadido cielo.
(1) Histórico.
— 359
—Parece que alguien, escondido, les martizara a
las criaturas —decía—. Es de volverse loca ... Cómo
lloran, ¡Dios mío! Y una no sabe qué les duele.
Cuando la María grande dijo:
—¡El primer hombre! Vengo viendo al primer hom
bre! —todas la rodearon:
—¿Qué dice? ¡Cuente! ¿Cómo dijo?
—Vengo viendo —siguió— un hombre joven, dor
mido en el portal de la plaza grande. No digo mendigo
ni borracho: joven. ¿Cuándo hemos visto esto?
Y trataba de explicarse, pues ya de los rostros de
las más, la emoción se había ¡do.
—¡Joven! —seguía la María grande—. Joven, bue
no y sano, y con la ropa rota y la cara de hambriento.
Ella, la gran chola, sí, sentía; vagamente sentía
que se estaba nivelando el mundo, que esta primera
ola humana llegada hasta el portal de la ciudad tran
quila y relativamente satisfecha, era la punta de esa
gran masa que se echa a las calles y las plazas del
planeta, sin trabajo.
—En Guayaquil —siguió— que es tan grande, he
oído que hay esto, pero aquí ¿cuándo, antes? Pero
aquí, hasta mama Luz, con ser mendiga ciega, tiene
donde arrimarse .. . Algo, algo, está pasando.
360 —
II
ECO
— 361
La indiecita, en tanto, seguía junto al grifo, pre
guntando, mientras movía la cabeza: ¿A dónde corres?
—y el hilo de agua se alargaba, claro, ante sus ojos,
con musical murmullo.
362
III
— 363
había nueva alarma, porque seguían llegando nuevos
presos y gentes ya tenidas como muertas.
Y en toda la ciudad probablemente nadie sufrió
más que Diego en esos días: la persecución de con
trabandos se extremó desde entonces. Oía todavía el
niño aquella frase lejana: “En las casas graneles, don
de los caballeros”. Naturalmente sus padres también
se alarmaron y resolvieron suspender la destilación,
en espera de mejores tiempos. Tan sólo destilarían
—así lo convinieron— el mosto sobrante. Pero a me
dio día llegó un amigo con malas noticias y hubo que
sacrificar hasta ese último recurso, y fue derramado
el mosto que esa misma noche “iba a volverse plata”,
al salir de los cántaros. Una capa de tierra hábilmente
tendida cubrió después la boca del subterráneo, y Die
go pensó en su tinaja, con pena y alegría: “Otra vez
enterrada”. Y le quedó mirando a la anciana india que
fue la última en salir de bajo la tierra. Todos la mira
ron .. . ¿Tendrá unos cien años? —le preguntó Die
go a su madre, en voz baja. Y añadió: debe quedarse
con nosotros ... —pues la anciana ya hablaba de vol
verse a su tierra.
—Debes quedarte con nosotros —le pidió la seño
ra— no tienes hijos, tu sobrino está en la costa: ¿qué
vas a hacerte sola? Tu “niño” está en Quito.
Y se quedó. Su “niño” era el amigo de las sienes
blancas. El volvería. Estaba segura de que volvería.
364 —
hecho exclamar a la María grande, ante Diego des
calzo: “¡Como si un rayo le hubiera caído en los pie-
citos!”, otra vez la extrema pobreza entró en la casa.
Volvieron a crecer los cuartos dejándole sitio y los
días pasaban largos y vacíos y nuevamente el hombre
desempolvó el Código, en vano: no acudía a su des
pacho sino uno que otro indio despojado, que apenas
tenía para timbres fiscales. Más bien su resolución
le ocasionó disgustos: una mañana cuando Diego en
tró en su casa volviendo de la escuela, se topó en el
zaguán con un sucio sujeto de ojos lagañosos bajo len
tes sin cerco y chaquet de largos y sebosos faldones.
Decía buscar al "doctorcito” y llevaba un gran legajo
de papel sellado bajo el brazo. Diego le condujo hasta
el despacho de su padre y retornó al patio. Después
de unos minutos el visitante reapareció, pero ahora
demudado. Trás él salió el padre de los niños con el
índice extendido hacia la puerta de la calle, violento.
Todavía el hombrecillo trató de alegar, pues, se detu
vo en el zaguán y habló atropelladamente hojeando el
legajo, pero el hombre exclamó:
—¡Fuera! —terminantemente, y retornó a su des
pacho.
Los niños salieron a la puerta de calle. Ya se ale
jaba el tinterillo con la leva entre las piernas.
—¡Bicho! —gritó una de las niñas.
Y los transeúntes se rieron, moviendo la cabeza
afirmativamente.
365
domésticos y casi todo el día se pasaba en el patio
“sacando” los montes o remendando complicadas po
lleras, ricamente bordadas aunque descoloridas. Otras
veces se ponía rabiosa e insistía en que debía volver
se al trabajo. Y como no se le complacía, lo atribuía
a que ella “estaba sola en el mundo”. Y se volvió ex
tremadamente susceptible. Y un día asomó con esta
nueva:
—¿Qué le parece, niña?: no he estado sola en el
mundo —le dijo a la señora—: vengo hallando a mis
padres. Yo no sabía por qué los del puesto de leche
eran tan buenos conmigo: todos los días me abraza
ban, me daban panes enteros: y ahora sé que han si
do mis padres.
Desgraciadamente hubo quien le dijo, al oírla, que
estaba chocheando y que cómo podían ser sus padres
el señor y la señora del puesto de leche si eran más
jóvenes que ella. Mas, con todo, desde ese día se sin
tió muy feliz y pareció revivir y le dio por vagar ho
ras enteras por las calles. Y una tarde asomó alarma
da y refirió que en San Sebastián los guardas habían
sorprendido un contrabando y que el reo había dicho:
“¿Y por qué sólo a mí? ¿Y por qué no buscan en El
Chorro, donde hay tantos?” “Descuide” —le había
contestado el Jefe—. “Hoy hay batida general” .. .
Fue un día amargo. Una y otra vez la familia revi
só la capa de tierra que cubría la entrada del subte
rráneo, tanto, que convinieron más bien en no volver
a tocarla por temor a hacerla más notoria.
Diego no se estaba quieto un sólo instante, ya sa
liendo a la puerta de calle, ya rondando el subterrá
neo, y, al pasar por un cuarto, vio sin quererlo cómo
366 —
su madre, creyendo no ser vista, escondía un revól
ver, aquel de “batirse con la vida", detrás de un cua
dro de la Virgen.
Serían las cuatro de la tarde cuando por la esqui
na asomó un pelotón de guardas armados. Sólo la an
ciana estaba en la puerta en ese instante. Entró y
dijo:
—¡Vienen! ...
—Déjenme a mí solo —dijo el hombre entonces,
muy pálido—. Entren todos a los cuartos y nadie diga
nada.
El pelotón no llegaba. Tardó tanto que el hombre
salió a la puerta de calle: los guardas habían desapa
recido. Pero grupos de cholas hablaban más abajo,
animadamente y otras gentes corrían desde las es
quinas, perdiéndose en la calle contigua.
El hombre entró. Salió la anciana en seguida, con
Diego, y pronto voltearon la esquina: la calle estaba
llena de curiosos que se aglomeraban frente a una
casa baja de tortuoso zaguán, en cuyas puertas los
guardas impedían con sus rifles el paso de la gente.
Diego se abrió paso hasta los umbrales: varias muje
res enlutadas lloraban en el patio, y de tiempo en tiem
po guardas armados entraban y salían de los cuartos.
El patio era estrecho y casi todo su aire estaba ocu
pado por una higuera humosa, pegada a ennegrecidas
paredes de adobe. Sonó un disparo adentro y la gen
te se arremolinó y los guardas de la puerta entraron,
seguidos por algunos curiosos.
Diego llegó hasta medio zaguán y pronto retroce
dió, porque en el patio asomó un hombre preso, en
mangas de camisa, con el brazo sangrante. Estaba
— 367
mortalmente pálido y no decía nada. Detrás de él ve
nían otros guardas con una tinaja, dos barriles y una
pequeña alquitara. "De laboratorio" —dijo un señor
al verla tan pequeña, y añadió: "¡Pobre gente!” Y un
murmullo sordo atravesó el gentío cuando el herido
fue llevado hasta la calle. Una niña como de trece
años, con las medias rotas, desesperadamente, tra
taba de libertarlo.
—¡La hijita!
—¡No le dejen llevar! —gritó una tejedora—. ¡No
le dejen!
Y fue anchamente coreada:
—¡No le dejemos!
Los guardas llevaron al herido hasta media calle,
y allí esperaron a quienes traían el "cuerpo del deli
to”. Sacaron el alambique. Luego, un barril medio des
hecho, uno de cuyos aros desprendióse y quedó sobre
las piedras, y, en seguida, la tinaja. Olor intenso a
mosto impregnó el ambiente. Y cuando el grupo andu
vo, llevándose al herido, una voz dijo:
—¡No le arrastren!
Y alguien lanzó la primera piedra. El Jefe, aturdi
do, disparó al aire. Por un momento sólo él y un niño
que se apoderaba del aro en ese instante, quedaron
en un ancho sector despejado, pero otra vez la gente
fue acercándose.
—¡Cobardes! ¡A nosotros dispárennos!
—¡Al mandón! ¡Al mandón! ... ¡En el hocico! ¡De
sempedremos la calle!
Y llovieron las piedras. Ahora hubo varios dispa
ros.
—¡Cuidado, niño Diego!
368 —
Allí estaba la anciana, protegiéndolo, pero tam
bién ella recogía piedras. El gentío bramaba. De im
proviso Diego se sintió arrastrado por su padre. Ape
nas tuvieron tiempo de llegar a la puerta de la casa,
seguidos por la india, cuando un pelotón de caballe
ría asomó al galope, llenando la calle hasta los bordes.
El hombre cerró las puertas.
Paz.
Por un momento olvidaron su propio problema.
—¡La Guadalupe se batió con el Jefe! —aseguró
Diego.
—¡Exagerado! —dijo el hombre, sonriendo. Pero
todos miraron a la anciana: estaba en medio patio y
al sentirse aludida se turbó y una gruesa piedra, cla
ra, filuda, cayó junto a sus pies, desde su seno.
— 369
po? ¿Por qué no se le ocurrió a su padre sacar otra
vez la tinaja al patio? ¿Cuándo podría, por fin, verla
a toda luz? ¡Qué pequeña y ordinaria la del contraban
do de la víspera! Seguramente esa niña de negro que
defendía a su padre ni siquiera sabía que podía haber
tanta maravilla. Qué bueno ser su amigo y explicarle
estas cosas. Ya veía la casa de ella. Nadie pasaba aho
ra por donde ayer no más había tanta gente. Se detu
vo ante la puerta. ¡Qué triste era la higuera arrimada
al muro con las hojas terrosas! Por una puerta abierta
veíase un cuarto en penumbra, con amarilla estera en
el piso y cuadros de santos en los muros. Diego pen
só en el de la Virgen y se acordó de su madre cuando
ésta, angustiada, escondía el revólver. Qué raro: na
die había en la casa y los cuartos estaban abiertos.
¡Sangre!: sobre las piedras había varias gotas, enne
grecidas por el sol. ¡Qué pálido estuvo el hombre, en
media calle, con la sangre en el brazo! Ahora un chico
pasó, corriendo ¿no era el que ayer se llevó el aro del
barril del contrabando? Y lo miró atentamente. El
chico llegó a la esquina y se detuvo, boquiabierto. Mi
raba hacia la casa de Diego. ¿Qué miraba? Una chola
se detuvo también, en actitud idéntica. Algo dijo
después en la puerta de una tienda y otras personas
asomaron y todas miraron hacia el mismo sitio. Die
go sintió una horrible sensación en el estómago, mien
tras trasladaba todas las escenas de la víspera a la
puerta de su casa. Y se arrimó al muro. Sólo cuando
imaginó a sus dos pequeñas hermanas abrazándole
a su padre —"no le arrastren!”— se llegó hasta la es
quina y todo lo vio, como a la luz de un relámpago:
¡La tinaja! Estaba en media calle, junto a su padre,
370 —
amarrada. Indios en mangas de camisa trataban de le
vantarla, mientras hervía el cholerío —allí estaba la
María grande— sobre las piedras de la calle. El hom
bre —Diego respiró: no era su padre— les hizo una
seña a los indios, y de pronto, el niño se sintió soste
nido por los hombros.
—¿Qué te sucede? —le decía su padre abrazándo
lo. Y luego alzando el rostro hacia la tinaja: —¿Creis
te? .. . —anadió—. Ya me lo suponía ...
Diego tardó mucho en reaccionar pero su padre
estaba radiante:
—¡Mírala! —dijo— ésta sí es de los Incas. La es
tán llevando al Municipio.
Y le llevó hacia la tinaja.
— Espérese —le dijo al hombre, que ya les había
ordenado avanzar a los indios. Y cuando éstos la vol
vieron a dejar sobre las piedras, se acercó con su
hijo.
—¡Mírala! L.a desenterraron ayer, aquí, muy cerca,
en Pumapongo (1). Olvidé contarte. Es ésta, ¿no? —a-
ñadió— dirigiéndose al hombre.
—Sí —repuso él—. Véala, véala, vale la pena. En
los diarios de hoy salió la fotografía.
Parecía de bronce. Era algo más pequeña que la
del subterráneo aunque de labios más gruesos. Te
nía un extraño parecido con los indios que la condu
cían, y un rojizo sol en alto relieve iluminaba su dorso.
—Y cuando se le llena de agua se levanta —asegu
ró el hombre— como si tuviera vida propia. Si quieren
— 371
verla mejor —siguió— acérquense mañana a la casa
del pueblo: voy a exhibirla.
Y otra vez ordenó a los indios conducirla.
—Sí es mejor que la nuestra —dijo Diego, mirán
dola alejarse.
—Es que la verdad es más hermosa siempre. La
nuestra no es de los Incas —le contestó su padre—
sino que no te lo dije nunca terminantemente, por no
desilusionarte. Y ahora, óyeme —y le puso las manos
sobre los hombros—. Oyeme: ¿sabes lo que sucede?:
nos vamos a la costa . .. Figúrate: la orilla del mar!
— ... ¿Cuándo?
—Muy pronto: he encontrado trabajo: nos vamos
primeramente a Quito .. . Figúrate: nevados, calles
en las nubes ... Luego, regresaremos, y de aquí a
Guayaquil, a Jipijapa, al mar. ¡Y en avión!
—¡Le llevaremos al Pajarero!
—Ya lo pensaremos; ahora vamos a contarlo en
la casa.
Y antes de entrar volvieron la cabeza. Ya la tinaja
estaba lejos, bamboleante sobre los hombros desi
guales. El dueño iba junto a los indios, levantando los
brazos, a ratos, como ayudándoles a sostenerla con
sus ademanes. Y la gran boca negra subía y bajaba,
y desapareció detrás de la esquina.
372 —
IV
EL PAJARERO
—¡Mírenlo! —solía decirle ahora, sarcástica, la
patrona a Manuel Cuzco—. ¡Mírenlo! ...
¡Don Quiñones! ¿Onde está el chuzo?
Manuel había vuelto a su vida de antes de la aven
tura y estaba preocupado porque su pequeño amo casi
seguramente no se presentaría a los exámenes fina
les y en ese caso tampoco a él le enviarían a la es
cuela. No obstante, estudiaba como nunca: todas las
noches, en la cocina, surgiendo de entre tiestas y ba
suras, aparecía en las manos del cholito un ladrillo
poblado de mayúsculas hermosas. La cocinera le que
ría. Ella tejía mientras Manuel estudiaba, y cuando la
chola trabajaba sombreros para niños, la cabeza de
Cuzco era la medida. A veces el niño se quedaba dor
mido en la falda de la tejedora porque ésta velaba con
frecuencia. La chola sufría de jaquecas.
—Me duele —le explicaba a Cuzco— como si tu
viera la piedra de moler ají en la cabeza.
—Usted descanse —le decía entonces el niño—.
Yo le daré soplando la candela.
También Manuel solía enseñarle a la chola lo que
él aprendía en la escuela. Y el profesor se erguía con
un carbón en la mano:
—La I es la más alta; así, así, y en el libro está es
crito que la i es un chico que juega la pelota ... acuér
dese en eso.
Y la pequeña mano iba sobre la grande, dirigiéndo
la, con un carbón entre los dedos, sobre los ladrillos.
373
Otra persona grata para el Pajarero era la vlejeclta,
madre del magnate, que ahora rara vez se levantaba
de su lecho.
—¿Y cómo les cogías a los pájaros? —solía pre
guntarle la anciana.
Cuzco la escuchaba desde una alfombrilla, senta
do junto al lecho.
—Nada, ama —¿ya no me preguntó ayer lo mis
mo? ... No les cogía sino que les asustaba con la
honda.
—¿Y en tu tierra hay gruta de la Virgen?
—No, sino unos santos. Una capilla ... era grane
ro. Yo vivía más abajito.
—Antes de morirme quiero volver a ver Biblián y
la Gruta. Cuando me vaya te ofrezco llevar, a que co
nozcas.
—¿Cuándo?
—En el mes que viene ... Súbete.
—¿A dónde?
—Acá, a la cama; échate sobre mis pies que es
tán muy fríos.
—¡Ama!
Y el cocolo no le obedecía en seguida.
—¿Y si vienen? —preguntaba, temeroso.
—Yo te lo mando. De barriga ponte para que me
calientes.
Y al fin el niño se tendía tal como quería la señora,
pero con el oído atento. Y cuando oía pasos descen
día, veloz, a la alfombrilla, ante las protestas de la
anciana.
—¿Qué le haces a mamita? —le increpó un día el
374 —
magnate al encontrarlo de pie ante la viejecita rabio
sa—. Longo ... ¡Algo le has hecho!
Y cuando supo el motivo del enojo de su madre,
Oñate protestó:
—¡Pero mamita! ¡Cuántas veces le he dicho que
se usa bolsas de agua caliente para eso!
—¡Qué bolsas ni qué alforjas!: nada hay como un
ladrillo caliente o la barriga de un longo: bolsas ...
bolsas ... ¡Véanle al moderno!
—Entonces, llámele a un nieto pues; el longo en
sucia la cama con las patas.
—¡Nieto! ... ¿Y crees que mis nietos me hacen
caso? . .. ¡Semejantes!
Manuel se escapaba, en puntillas.
* -X- *
— 375
Y el hijo:
—Pero es que eso es césped, papá. Compraremos
césped para eso.
—¿Y cómo van los planos?
Se refería a los del palacio que debían construir
en este año. Pero que sea —había dicho la jamona—
en la plaza, qué digo: junto a la plaza, cerca de la ca
tedral nueva.
Manuel conservaba el patio a gusto de los dueños
y en él se pasaba cuando salía de la escuela y siem
pre encontraba qué hacer porque los obreros, de paso,
dejaban caer algunas pajas. En medio patio estaba,
apoyado en la escoba, cuando aquel día pasaron los
pájaros extraños. Los quedó mirando . . .
—Vos que eres pajarero —le dijo después el pe
queño amo—. ¿Qué pájaros eran esos?
Manuel Cuzco tenía grandes ojos. Ahora, enflaque
cido, los tenía más grandes todavía. Y esta vez los
abrió desmesuradamente.
—Una cosa . .. —y se daba aire misterioso— una
cosa que yo sé, pero que no le he de avisar a usted
así me mate.
Avísame.
—¡Nunnnnca!
37(3
vo, negro, de su pequeño amo; una camisa de amplio
cuello, y un sombrero aludo de hule, así mismo usado
antes por el chico. Hasta se pensó en darle zapatos
y dejarle crecer el pelo, pero desistieron de la ¡dea.
—¡Mírenle al Quiñones! —dijo la jamona cuando
lo vio vestido de este modo—. ¿Onde se ha visto un
cocolo con cuello blanco y sombrero de terciopelo?
Y luego, llevándolo a un rincón:
—Pero, longo, óyeme bien: sólo te pondrás esta
ropa en el matrimonio, en los domingos y para irte a
la casa de los Argudo . . . ¿Me has oído?
—Sí, niña.
Y ahora:
—Ponte la leva del matrimonio y ven voiando —le
advertía, cuando iba a ocuparlo en algo importante.
El sábado entró el novio con un hermoso juego de
cristal de finas, redondas copas, semejantes a las ro
dillas de la novia.
—Este cuñado mío —dijo— tiene unas cosas .. .
Dice que este cristal es tan fino que cuando se rom
pe no es posible ni siquiera recoger los pedazos . . .
porque cuando caen vuelven a levantarse y caen otra
vez hasta que se confunden con el aire . . .
—¿Y eso?...
—Pero mamá . . . ¡Qué finura! ¿No comprendes?
— 377
y el novio se habían ido a misa y el pequeño cañama
zo y Manuel Cuzco estaban en la escuela.
Detrás de la vidriera se veían largas mesas cu
biertas de cristalería. La anciana tomaba sol en la
puerta de su cuarto, inconocible, pues ya usaba “tra
je" ...
El patio estaba claro y parecía más grande por la
luz y por la soledad, cuando entró la jamona. Entró
sola. Pasó por el largo corredor, como en el día de la
fuga de Manuel, preocupada, y abrió el comedor, y un
gesto de satisfacción iluminó su rostro: todo estaba
en orden y todo relucía. Varios minutos se movió la
mujer entre las mesas ya tocando una copa, ya cam
biando de sitio un cubierto, o llevando las manos a
los ramos, como se las llevan a la melena las mucha
chas. Y cuando se acercó a la ventana se quedó con
una mano en alto: la anciana tomaba sol junto a los vi
drios. Salió y algo le dijo al oído mientras le arreglaba
los pliegues del vestido nuevo, pero la señora se alzó
de hombros. Entonces, la mujer bajó al patio y ya lo
atravesaba, contrariada, cuando se detuvo, y otra vez,
tal como el día aquel en que encontró las huellas de
los pies de Cuzco entre las sábanas habló sola:
—Eso fue —dijo— lo que creí oír ayer. No estuve
equivocada ... ¡Ve el indio!
Un gato había descubierto una copa rota y al mo
verla sobre el mármol el sonido llenaba la casa hasta
el cielo.
—¡Ve el indio! —repitió la jamona, con ira.
Y ya Manuel estaba cerca de la casa, con el ves
tido nuevo y la camisa de amplio cuello y el sombrero
de hule. Ya Diego le había dicho un momento antes.
378
— Figúrate ... ¡La orilla del mar!
—Es que ya voy a morirme —le había contestado—.
El médico ha dicho que puedo morirme por los ata
ques.
Y Diego:
—¡Pero si allá es imposible morirse! Es una ma
ravilla ... El océano Pacífico .. . ¡Imagínate! Y tú te
irás con nosotros. Ya mi papá quiere llevarte ... y en
avión. Los aviones ahora suben casi hasta la luna.
Llegaba pues feliz y resuelto a no hacer nada que pu
diese motivar un castigo. Ni siquiera ostentaba me
dalla: al verlo condecorado, sus amos podrían irritar
se, como aquel día en que su galardón le volvió loca
de rabia a la jamona.
En la esquina Manuel se encontró con el novio. Lo
saludó y caminó detrás de él, alegremente. Ahora su
flacura le daba alas.
Entraron a la casa.
—¿Cómo hiciste esto? —increpó al niño la patro-
na, desde el patio, con el cristal roto en la mano.
—Fui yo —dijo el novio en un arranque de honra
dez—. No pude evitarlo: usted había dejado el charol
en el pasadizo.
—¿Yo, entonces? ...
Y la horrible voz, desatándose en improperios, lle
nó toda la casa.
Manuel, temblando todavía, turbado, no supo qué
hacerse y cuando vio la escoba junto al muro fue ha
cia ella y comenzó a barrer, aturdido, sin atreverse a
levantar la vista. Y, de repente, se estremeció: la ira
de la jamona había encontrado cauce:
—¡Ve el indio si entiende! —exclamó—. ¡Pero si
— 379
es indio pues, indio! ¿No te he dicho que te has de
sacar el saco en cuanto llegues? ¡Sácate!
Manuel palideció.
—¡Sácate! . .. ¿No entiendes?
Manuel Cuzco lloraba, sin obedecer. La ira encen
dió entonces a aquella arpía que fue con las uñas cris
padas hacia su víctima.
—¡Mitayo, algo has hecho! Ya habrás roto la ca
misa . . . ¡Sácate te digo!
E iba ya a arañarle, cuando el indiecito, presa de
convulsiones, cayó entre las piedras.
Pronto acudieron todos los patrones.
—¡Qué le hacen al chico! —protestó la anciana,
desde arriba.
—Nada ... ¡se hace el zorro muerto! —le contes
taron, mientras sujetaban al niño: Quedó inmóvil, los
labios remordidos; los ojos vidriados, muy abiertos,
fijos en los patrones.
Estos, por ver si respiraba, desabrocharon el saco
del niño, que quedó con el pecho descubierto.
La vergüenza azotó los rostros de los verdugos:
Una brillante medalla, péndula en la cinta patria,
estaba allí, escondida, cubriendo el corazón de Ma
nuel Cuzco.
3P>() —
V
SOMBREROS FINOS
381
—Los guaguas son mejores cuando tienen un año
—dijo el hombre.
—¡Como éste! —añadió la María chica, y abrazó
al niño aquel que cuando ella empezó el sombrero de
la Virgen, estaba ,a su vez, fajado, en la hamaca.
El niño la sonrió.
—Y verán, verán —siguió la madre, y le cosquilleó
en la planta del pie, y el niño, riendo, se abrazó es
trechamente a ella.
—Se abrazan completamente a una —dijo la ma
dre— cuando se les rasca el piecito.
—Y el tuyo, Juana, ¿sigue moviéndose? ...
—Todavía ... —respondió la chola— y su delgada
mano guió hasta su vientre a la del hombre, que son
rió, feliz, medio abobado, como si acariciara ya el pe
queño pie desnudo.
La nueva María mientras tanto agitaba en el aire
sus manos diminutas, amoratadas por el llanto.
—¡Hele ... la tejedora! No es hora todavía ... ¡Des
cansa! —dijo la madrina, apoderándose de los peque
ños brazos y cubriéndolos luego con la segunda vuel
ta de la faja, que poco después era un solo tallo de
bayeta, de por lo menos metro y medio de largo, abier
to al extremo en el rojizo rostro de la niña. Así la con
dujeron a su pequeño lecho al fondo de la tienda.
—¡Cierto, que descanse, pobrecita! —dijo la Jua
na, y, de pronto, añadió: ¡Otra María chica! . ..
—¡Pobre guagua!, ni digan —repuso la madre de
Miguel— no vaya a ser que mi suerte le contagie: ni
me nombren delante de las guaguas . ..
Los padres se miraron ... La Juana pareció arre
pentida de haberlo dicho, y añadió:
382 —
—Ingrata: el día mismo en que acaba el sombrero
de la Virgen se queja de la suerte ... Vaya —siguió,
poniéndole en la puerta de la tienda— vaya a traer el
sombrero para que vean los hombres, ellos no han
visto.
—Quédese, no se vaya —dijo la María grande, pe
ro los demás insistieron, y, sobre todo, la pequeña
chola se reanimó con la idea.
—Regreso en seguida —dijo, feliz y se fue, con el
niño en los brazos.
—No quise —explicó la María grande, mirándole
alejarse— que se acuerde del sombrero, porque de
más se ha ilusionado ... Esta mañana ha ido al Hos
pital, donde el hijo, a hacer la novedad ... Y el chico,
vieran, más creído que ella ... Creen que la Virgen en
persona va a coger el sombrero y ponerse ... y hay
más de diez sombreros finos. Hasta las señoritas del
coro han tejido, y dicen . . .
—¡No diga!
—¿No han visto? Desde ayer están expuestos, en
la vitrina de la plaza ... De no creer es al verlos: uno
hay de Manabí, Jipijapa ... ¡Ave María!: ni el granizo
es tan blanco, en ponderación.
—¿Y ella sabe?
La María grande dijo que no, pero moviendo la ca
beza solamente, pues ya llegaba la ilusa.
—Vean —exclamó— toquen.
Y puso su obra ante los ojos de los hombres.
El de la Juana trabajaba en las canteras y no sabía
de sombreros.
—¿Puede tejerse algo más fino en alguna parte?
—preguntó, admirado, llevando hasta el tejido sus
— 383
dedos salpicados de polvillo de mármol. Y miró a la
María grande, pensando sin duda en los sombreros
que la chola mentara. Pero ella no le respondió direc
tamente, porque la soñadora la miraba, toda ella, es
perando su respuesta.
—Y sobre todo - siguió el hombre— han de es
coger, si hay otros, no tanto el mejor, sino el que haya
tejido el pueblo: qué gracia si alguna niña rica, des
cansada, ha tejido, o si ha venido alguno de otra parte.
La María grande se exaltó:
—Es que no es eso no más —dijo—. ¿Acaso la Vir
gen escoge con sus propias manos? ... Si ella esco
giera, esto hiciera —y cogió el sombrero del niño y
acercándose a la María chica que seguía con el hijo
en los brazos, se lo arrebató—. Esto hiciera —siguió,
y, tal que su voz, también sus ademanes iban en cres
cendo, y le encasquetó al niño el sombrero, a tiempo
que añadía: —¡Esto hiciera!, y después ella agarrara
el grande, hele ... y se pusiera! Pero ya digo: ¡No es
ella la que escoge!
La María chica movió la cabeza.
- Pero esperemos —dijo, por fin— nadie sabe ...
Mañana voy a entregarles, no les entrego todavía por
que en el del Niño Dios falta el remate . .. ¡Qué seño
María grande! —añadió, ayudándole al hijo a sacarse
el sombrero. Y luego, con ligera ironía: —Desde esa
noche que vino viéndole . . . ¿Cómo era? . . . Adán, creo
que dijo, primer hombre, no sé cómo; . . . desde esa
noche no sé qué le pasa a la seño María grande.
—Bien dice “Adán” —le contestó la chola—. Bien
dice: más que Adán va a multiplicarse ese hombre,
384 —
y lo peor es que estecitos —señalaba a los niños— van
a ser los hijos . .. ¿Saben lo que pasa? No quise ni
decirles .. . con razón, pienso, me he estado acordan
do tanto de mi hijo en estos días: va a haber otra
guerra.
—¿Dónde?
—En todo el mundo, así oigo.
—Lejos está el mundo ...
—¿Qué dicen? ¿Y a quién venderemos los som
breros? ¿Qué será de nosotros, si del extranjero no pi
den más sombreros?
—Razón tiene —dijo uno de los hombres— pero
también es cierto que pueden necesitar para los mis
mos soldados: qué cosa mejor para el sol que nues
tros sombreros.
—¿Sol, dice? —y la María grande se rió—. Cascos
de acero se ponen los soldados, no sombreros de pa
ja .. . ¡Paja! . . . ¡Todo arderá, no se diga la paja!
Quisiera que le hubieran oído esta mañana a ese
niño Argudo, el enfermo.
—¿Qué dijo?
—El habla no sé cómo, y no pude entenderle todo,
pero se pusieron pálidos los que le oyeron. ¿Se acuer
dan ustedes? ...
Y la chola les recordó, tratando de explicarse, lo
que les refiriera Argudo a todos, en la esquina, el día
aquel de la aparición de los pájaros, acerca de las
grandes bestias desorientadas por la niebla, que irrum
pieron en la aldea y mataron niños y fueron muertas,
al fin, por los campesinos armados de horquillas.
—Pero era más, más —siguió la chola— lo que d¡-
— 385
jo, ¡más!: ¡Ahora van a ser todos los hombres, todas
las guaguas, todas las mujeres!
—¡Pobre niño! —dijo la María chica— y bajando
la voz, añadió: está haciéndose loco: la otra noche era
de correr al oírle de un alacrán, y así mismo, nadie le
entendía ... Y ahora yo estaba pasando, cuando él
sale, de repente y me dice: ‘‘María chica ... cien dó
lares ... ¿Sabes lo que es eso?: una casita limpia,
con patio para el ángel. ..” “¿Qué dice?” —le pregun
té yo, entonces— pero ya él entró, sin contestarme...
—Eso no es locura —dijo la María grande— yo sí
sé por qué le ha dicho ...
—¿Por qué? ...
386 —
casi de juguete, pero tal vez más finos que los de la
madre.
—Hasta la colina —explicó un lego— se van a ir
con sombrerito . . . Sólo allí se sacarán para que les
coronen.
La María chica tenía las yemas de los dedos en los
vidrios cuando una chola dijo:
—¿Quién será la feliz, que ha tejido el que esco
gerá la Virgen?
La pequeña chola paró las orejas .. .
—Este —siguió otra, señalando un sombrero fal-
dudo— ha tejido esa niña santa que le viste a la Vir
gen en las fiestas.
Y otra:
—Ese es el más fino: ha llegado de la costa, dicen.
Pero una tercera le interrumpió:
—¿Saben —dijo— lo que me cuenta, una ciega
mendiga en la plaza? ¡Milagro!: Una linda cholita ha
estado tejiendo el sombrero de la Virgen. Ha sido ya
muy tarde y ha dejado el tejido sobre el banquito de
trabajo, y ella se ha acostado, cuando de repente el
ángel de la Guarda ha bajado y ha acabado el tejido...
¡y mientras tanto, al lado, el sombrerito de! Niño, co
mo una estrellita moviendo las pajitas, tejiéndose él
solito! . .. María chica dice que le llaman a la dichosa.
•—-¡Cómo será ella! . ..
—¡Yo soy! —dijo entonces la pequeña chola, ra
diante—. ¡Yo soy la María chica!
—¿Qué dice la bocona? Véanle . . . ¡Pero vean quién
dice!
Y todos la miraban de pies a cabeza.
Una lavandera salió en su defensa:
— 387
—Ella es —dijo—. Ella misma es: bien le conozco
La María chica vacilaba.
—¡Vamos, vamos! —siguió la lavandera amiga—.
Envidia es, no les haga caso.
Y le llevó calle arriba.
—¡Vayan a verse en el espejo! —les gritaron to
davía, cuando ya iban cerca de la esquina.
-X- * *
388 —
Son verdaderas joyas. En Nueva York cien dólares por
lo menos. Y los Padres necesitan de más fondos.
Y otro comentó, al oírle:
—Pronto veremos los sombreros en el cine, en los
noticiarios, en la cabeza de un Presidente o de un Rey
del Petróleo ...
Ya por la noche llegó al barrio, aturdida ¿Qué era
un Rey del Petróleo? ¡Si creyeran los Padres en lo del
milagro! Y otra vez, lo que dijeron sus amigas cuando
ha casi un año les anunció que la Virgen se pondría
su sombrero: “Loca, loca, es usted, seño María .. .
con razón sueña tanto: ¡La otra noche ha soñado que
ha vendido un sombrero en cien sucres!”
Pero ella no solamente ha soñado: ha tejido: allí
están los sombreros, junto al lecho, pestañudos. Se
mejan grandes párpados de azuladas venas. Hace un
momento, de pronto, el grande había brillado, y cuan
do, sorprendida, la chola lo examinó, junto a la luz, se
había propuesto no consentir en adelante que nadie
lo palpase: eran las huellas digitales, del hombre de la
Juana, con polvo de piedra. La María grande está “no
sé qué”; sin embargo, ¡cómo desearía hablar con ella
para tranquilizarse! ¿Estará velando? ¿Qué horas se
rán? No pasa gente todavía por la calle. La chola se
levanta: debe hablar con alguien, y abre la puerta cui
dadosamente y sale a la calle. Mas, como mañana
—¿hoy?— es día de fiesta, nadie trabaja hasta esas
horas. La tienda de la María grande está oscura. Todo
el barrio está oscuro. Ni el farol —piensa la tejedo
ra— y se acuerda de Miguel, pues el murmullo del río
de junto al Hospital “llega día y noche” —le ha dicho
el niño— hasta su lecho. Pero ese murmullo es ancho
— 389
y optimista. Este ... ¿Cómo la propia madre le mató
al niño? Ahora el viento cambia y el murmullo del agua
se asemeja al familiar rumor de la rueda en los ladri
llos de la acera. “Y el ángel se agacha y aclara el agua,
y el lloro del hijo ya llega de no sé dónde” ... La cho
la se estremece y algo dice, arrimándose al mure. Y
está a punto de golpear la puerta de la María grande,
pero la voz del reloj público le deja en suspenso: da
la campanada de la media. ¿Qué media? Y la chola se
regresa a la tienda. Ni ella tocará más los sombreros.
Los mira solamente y los sigue mirando mientras se
desviste.
En su camisa gris y rota hay mil huellas diminutas
y cuando la chola besa el cuadro de la Virgen enmar
cado de lata, y se acerca a la luz para apagarla, las
huellas enrojecen .. . ¿Cómo es un Rey del Petróleo?
390 —
y aun delegaciones religiosas de Colombia y de otras
Repúblicas, recorrían las calles o asistían en el templo
a los ceremoniales previos. La chola avanzó hasta la
“Juana de Oro" que es un balcón sobre el ejido en
cuya hermosa colina ha de verificarse la coronación
al día siguiente.
-De aquí no paso —dijo—: hay que guardar las
fuerzas.
Ha mucho tiempo que ella no había avanzado has
ta ese sitio.
—Qué distinto —añadió— a nuestro barrio. Qué
grande todo y qué claro.
Y señalaba los bosques y los ríos, ya rotos por el
trazo de una gran avenida.
Allí ha de elevarse la ciudad futura.
—Nosotros sí nos vamos —dijeron otra cholas—
y pasaron el puente. Pero otras se quedaron y una de
ellas asomó con un banquillo pedido en la pulpería
vecina.
—Hele —dijo— siéntese, descanse; no vaya a re
petirle el vértigo.
— 391
hacerlo se miraban entre sí, sonriendo, las cholas se
alborotaban, reparando en la treta:
—¡No hable, seño Rosa, Ave María! ¡Adrede nos
están oyendo!
Y se alejaban entre risueñas y enojadas, y a los
forasteros les gustaba también verlas caminar, y así
recorrían la ciudad de punta a punta.
— 393
VI
AMANECIDA
El avión ascendió y cuando Diego pudo ver hacia
la tierra ya la ciudad quedaba lejos, entre las colinas.
391 —
encontró con los libros bajo el brazo en la calle “nunca
vista” de la Cruz del Vado. Salió a su encuentro,
pensando en el Robinson Crusoe que le había regalado
hace ya tanto tiempo. El hombre le puso la mano en
el hombro y avanzaron.
—¿Y la tinaja “verdadera?” —le dijo—. ¿Ya es
tuya? ¿A qué horas salen?
—No van a bajar los aviones.
—El tuyo sí, en este instante ya está sobre la cor
dillera. . .
— 395
“batirse con la vida”. Ahora el amigo tenía las sienes
más blancas.
—El avión va a cubrirse de nieve —les dijo luego
a las hermanas.
—No nos vamos por la cordillera, mamá lo dijo.
—¿Cómo entonces?. .. Pero sí. . . No subiremos a
la cordillera.
Y se llegó a la puerta otra vez. Ciertamente no ha
bía nadie cerca de la tienda de la María grande. Ha
cia abajo, en cambio, se movía un gentío. Van hacia
Santo Domingo —pensó—. ¡Qué mala suerte no ver
la coronación! Desde el avión. .. ¡Cómo se la vería!
De repente, la Virgen, de la multitud al cielo, bambo
leante. Abajo, los cuatro ríos, como andas.Casi no se
ve de tan pequeño el sombrerito del Niño. El de la Vir
gen, sí. ¿Serán los de la María chica? ¿Quién puede
tejer como ella? ¿Cuándo volveré a verla? ¿Volveré?...
La campana grande suena ahora tanto que no se va a
oír el paso del avión. Imposible.
—¡Diego!
Era el amigo de los libros. Acudió con alegría y ya
no se movió de su lado. La anciana entraba de cuan
do en cuando y, de pronto, se detuvo junto al niño.
Luego le habló en quechua al hombre. Este la miró un
instante e inmediatamente le contestó, también en
quechua.
-¿Qué le dijo?
—Ella me dijo —explicó el hombre—. "¿Con qué
corazón soportaré esta ausencia?” Y yo le contesté:
“Con el de tu tierra”.
Algo más le dijo la india, entonces.
—¿Y ahora qué le dijo?
396 —
—Eso ya no puedo decirles —repuso el hombre,
sonriendo, y atrajo hacia sí a Diego.
—Te vas, pero no olvides nunca a tu pueblo, nunca.
Todo el Ecuador, toda la tierra —la Tierra— es la
tierra de las tinajas. ¿Lo has oído? Hay millones de
cocolos todavía.
Los padres del niño se acercaron conmovidos.
—Algo se mueve —dijo el hombre—. Algo. Como
lo ha dicho la María grande: algo está pasando. ..
En los hijos extendemos los brazos .. . Llegaremos.
—Entonces serán hijos...
—Un mundo limpio, con patio para los hijos. Algo,
algo se mueve. ¿No lo creen? Hay una edad feliz en
terrada en el propio hombre. Asomará algún día.
Llegará en hombros del pueblo, como la tinaja ver
dadera. ..
—Y a propósito, ¿te lo dije ya? Ha llegado un sabio
para examinarla. Es auténtica.
—Pero claro, si es de Pumapungo. La de hace años
fue igual. Esta tiene el sol más claro, eso es todo.
¿Y saben en qué me encuentro ahora? Pienso en
una versión quechua del Cantar de los Cantares. No
se ha hecho antes, que yo sepa.
—¿Y cómo dirías “seda”, “Rey Salomón", en que
chua?
—En eso estoy. . .
Y se puso de pie, con entusiasmo.
—¡Sulamita!. . . ¡Inca Salomón!
— 397
calle. Pasaban hacia arriba, de prisa. Pero no —se di
jo, ya en la puerta—. Esa gente sube al molino, son de
otro barrio. ¿Cómo me despediré por última vez de
la María grande? Podría hacerle daño.
Por la esquina de abajo asoma un joven. Es alto
y delgado. “¡Es Gerardo! ...¡El hijo!’’ El joven sabe.
Ahora sí podré despedirme. Ella casi no lo notará, con
el verdadero hijo a su lado. Seguramente ha llegado
en el avión de esta mañana. Debo detenerlo. Se morirá
ella si lo ve así, de repente. El no sabe que nadie pue
de hablarla.. . Pero el joven ha desaparecido. ¿Dónde
entró? ¿Fue él, realmente?.. . Y Diego baja hasta el
sitio en que lo vió el último instante. Allí está otra
vez... ¡Pero no es Gerardo! ¿Y será este el mismo
hombre que vi hace un instante? Esperaré.
Y se paseaba. De pronto, el corazón se le oprimió.
—¡Está agonizando!... ¡Dios mío, está agonizan
do! —gritaba una tejedora.
—¡Llamen a las vecinas! ¡Ya entró a la agonía la
seño María grande!
La calle se llenó de gente.
—¡Diego!
Varios carros se habían detenido frente a su casa
y las pequeñas lo llamaban.
—¡El avión sale!
398 —
Ahora, el rumor sordo del avión entre las nubes.
—Es como si por un momento se sintiera la rota
ción de la Tierra - dijo alguien, en el primer descen
so brusco.
Las niñas palidecieron.
Cuando el avión pasó sobre el último cerro un pe
queño indio movió los brazos en la cima. En ese mismo
instante quedó lejos.
Diego se abrazó a su madre. Sollozaba.
—¿Tienes miedo?
- -No pude verla. . . ¡Y estaba agonizando!
—¿Ella? ... Ella no muere ... La verás siempre ...
No puede morir nunca.
Ya no se veía sino un mar de nubes y el avión pa
recía ascender y ascender a cada instante.
Nadie hablaba.
El hombre pegó la frente a los vidrios.
— 399
El alacrán caerá de la espalda del planeta. El ala
crán, no el hombre.
400 —
VOCABULARIO
— 401
CHASCA: Instrumento escolar de madera que produce
un ruido suficiente para llamar la atención.
La usan exclusivamente los Hermanos Cris
tianos.
ENTREGO: Procesión en honra de la imagen del Niño
Dios, con acompañamiento de niños figu
rantes.
HUANGO: Trenza.
HUACA: Entierro de objetos de los antiguos aboríge
nes, sobre todo si contiene utensilios de oro.
JIPATO: Atacado de jipatería: enfermedad no bien
estudiada aún del trópico oriental ecuato
riano.
JICAMA: Tallo subterráneo comestible, de sabor dulce
muy fresco.
KIPA: Concha marina que los indios usan como
cuernos de caza. Es sobre todo para dar
alarma.
LEVA: Saco de buena tela. Se dice por extensión a
personas de clases altas.
LONGO: Mestizo, y también indio cuando es pequeño.
MURUNGO: Color combinado entre blanco y negro, o
violeta y blanco (Quechua.).
MOTE: Maiz cocido que se toma con los alimentos
a manera de pan.
MANA: No (Quechua).
NIÑO: Se emplea también como tratamiento de res
peto que se da a los patrones de cualquier
edad que sean.
NINACURO: Luciérnaga (Quechua).
ÑAÑO: Hermano (quichuismo).
POLCA: Una especie de blusa para mujer.
PAÑO: Chal de hilo de algodón, rematado en un
tejido de mano que semeja encaje. Termina
en fleco de hilo.
PENITENCIA: Castigo impuesto a los escolares, que con
siste en tareas de estudio o trabajo corporal.
PENCA: Agave.
402 —
RANGO: hileras de niños de dos en dos.
SAMBO: Cucurbitácea.
SUCO: Rubio.
TUSA: Parte de la mazorca de maíz en la cual se
sostiene los granos.
TINGAR: Verbo que expresa impulsar una bola de
cristal con el pulgar apoyado en el índice,
que se lo asienta en el suelo.
TAMO: Residuo de las hojas de cereales trillados en
la era.
TUNA: Nopal.
TARJA: Vara de madera en que se graba la cuenta
de los dias de trabajo de un peón indio.
VESTIDO Y TRAJE: Falda de tela (hacerse de traje: cambiarse
las polleras de bayeta por falda de tela).
YUNGA: Yunga: Tierra tropical (Quechua).
YUCA: Cazabe, tubérculo tropical.
ZAMARROS: Calzones de cuero de carnero, con todo su
vellón.
— 403
INDICE
I
LA TIERRA DE LAS TINAJAS
I La Tinaja ........................................................................ 9
II Que Pueda Haber Tanta Maravilla ............................... 22
III Usted es uno y ellos ....................................................... 37
IV Los Argudo ....................................................................... 49
V Tarjas ................................................................................ 61
II
BARRIO Y MERIDIANOS DEL MUNDO
III
EXODO
IV
LAS CASAS EN EL PATIO
V
EL ALACRAN
VI
ALGO SE MUEVE