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Historia de Argentina I, (1776 - 1862)

Cátedra Faberman, 2024


Leyenda:
Azul oscuro 1: conceptos fundamentales del autor/contexto/proceso
Celeste 1: párrafos de síntesis
Celeste 2: desarrollo de ideas
Magenta claro 1: información específica, ejemplificación

Semana I:
Textos de Teórico-Práctico: Los indios coloniales en el Tucumán
● Sica, G - “Las sociedades indígenas del Tucumán Colonial”

Las formas que asumió la dominación incaica en cada región y la relación del incario con los
grupos locales moldearán muchas de las prácticas que luego se utilizaron frente a la invasión
europea.
Con los inicios de la conquista española, el Tucumán resignificó su situación de “frontera”.
La encomienda (una merced real que implicaba beneficios para el que la recibía
–especialmente el derecho a cobrar el tributo indígena- y como contraparte, debía hacerse
cargo de una serie de exigencias como la evangelización, la protección, etc) fue el principal
medio de sustento para los conquistadores, al tiempo que fue un factor esencial en la
configuración de su futura sociedad colonial. Para Lorandi, el destino final de los indígenas
del Tucumán era la inexorable pérdida cultural y el rápido mestizaje desde el siglo XVII.
Énfasis en dos elementos centrales del proceso de dominación colonial: las formas de
tributación y los procesos de reducción de la población sometida junto con las posibilidades
de acceso a tierras y recursos propios.
Segmentación construida bajo criterios étnicos, pero que separaba quienes pagaban tributos
de los que no lo hacían y además clasificaba, también, a los recientemente incorporados a la
religión católica. Transformación de sociedades americanas precolombinas en “indios”, lo
que supone una unificación de una diversidad en una nueva categoría colonial
homogeneizadora. Proceso acompañado por la desintegración de grupos prehispánicos más
extensos, que en muchos casos fueron fragmentados por la concesión de las encomiendas en
la región.
La conquista general del Tucumán tuvo distintos momentos y varias etapas. Una primera
que se abre con las primeras entradas al territorio y se relacionaba con la “descarga de la
tierra” a causa de las guerras civiles en los Andes centrales. Entre 1550 a fines de la década
del 90, con muchas dificultades se fueron fundando una serie de ciudades.
La larga resistencia de los Valles Calchaquíes durante gran parte del siglo XVII atentaba
contra la necesidad y deseo de gobernadores y virreyes de conseguir el dominio definitivo del
territorio y acabar con la situación de guerra. A pesar de ello, la población del valle vivió a lo
largo de 130 años un proceso en el que alternaban períodos de cierta calma y estallidos de
rebeldía y violencia. La primera tuvo lugar durante el siglo XVI (1534-1565) y fue liderada
por Juan Calchaquí. Otros levantamientos importantes fueron en 1630 y 1656-66.
Para Lorandi, la situación de “frontera” del Tucumán permitió la fuerte presencia del poder
de los encomenderos y en consecuencia el sistema de encomienda y la tributación
presentaron características específicas, como por ejemplo la continuidad del servicio
personal y de las encomiendas privadas hasta el siglo XVIII. El tributo requerido a las
comunidades fue uno de los mecanismos centrales para la extracción de excedente
organizado. Por las características de la conquista, la Corona delegaba a los particulares
(encomenderos) el cobro del tributo indígena que en las primeras etapas era pagado en
bienes o en trabajo. El mismo no estaba tasado, o sea que no existían límites de tiempos, ni
del tipo de cargas laborales requeridas por el encomendero a los tributarios. cuando el
tributo era tasado significaba una limitación establecida, por la Corona, respecto a lo que
podían exigir los encomenderos en cada repartimiento. Esta tasa no fue uniforme para todo
el virreinato, sino que variaba de región en región. Así, en los primeros años, la falta de
tasación de los tributos permitió que los vecinos encomenderos acapararan la mayor parte de
la fuerza de trabajo indígena existente en cada jurisdicción. Estos aprovechaban la ventaja
que les daba el servicio personal para cubrir sus necesidades de pastores, agricultores,
tejedores, servidores y arrieros para sus casas, haciendas, estancias, obrajes y negocios.
Desde mediados del siglo XVI y paralelo al desarrollo de la conquista del Tucumán, la
Corona buscó suprimir esta práctica de “servicio personal” a través de una legislación
destinada a reemplazarlo por la tasación de los tributos indígenas en concordancia con las
políticas y reglamentaciones que se estaban imponiendo en el resto del virreinato del Perú.
Las disposiciones de Abreu (gobernador de Tucumán en 1576) representaron una primera
injerencia de las autoridades coloniales a fin de tener algún control sobre la situación de
sobreexplotación indígena e intentar evitar la desestructuración y permitir la evangelización.
Desde la promulgación de las ordenanzas de Alfaro (1611-12), la recepción del tributo dejó de
garantizar el acceso directo a la mano de obra por parte del encomendero, en tanto los indios
quedaban en libertad para organizar la producción en sus tierras, negociar las mismas o
vender su trabajo a terceros. A pesar de ello, la encomienda de servicio personal siguió en
vigencia, en la mayor parte de la Gobernación.
El sistema de tributación del Tucumán se mantuvo en parte del siglo XVIII y se fue
modificando a medida que las encomiendas fueron desapareciendo y el tributo pasó a ser
cobrado directamente por la Corona. Sin embargo, las reformas borbónicas trajeron otros
cambios. Uno de ellos fue la incorporación de una importante cantidad de población
indígena “forastera” a la obligación de tributar.
Obligar a la población prehispánica –que ya había perdido la posesión de sus antiguos
territorios- a instalarse en pueblos, que copiaban el patrón arquitectónico y las instituciones
españolas. La creación de estos pueblos obedeció a diferentes motivos: la articulación
económica, la catequización, la separación estamental entre indios y blancos, y el control
fiscal y de la mano de obra. Las tierras en común y el tributo creaban un “pacto colonial” por
el cual se establecía una relación complementaria entre la obligación del pago del tributo y el
derecho al acceso y usufructo a las tierras en común del pueblo de indios.
La disolución de los pueblos como entidades y la desamortización de las tierras comunales
fue un largo proceso que, en algunas regiones, abarcó casi todo el siglo XIX. Los nuevos
Estados provinciales del noroeste, surgidos de las antiguas jurisdicciones coloniales,
debieron discutir e implantar diferentes políticas y medidas frente a lo que se suponía el
“problema” de la propiedad comunal indígena.
La enfiteusis (significaba que el dominio correspondía al Estado y el usufructo se entregaría a
perpetuidad con el pago de un canon fijado en un 3% de su tasación) y su implementación se
presentó como una salida alternativa para evitar la expropiación absoluta de las
comunidades, al permitirles mantener, a sus antiguos propietarios, el dominio útil y su
transferencia en venta y herencia igualitaria, a tono con el espíritu desamortizador.
Conclusiones finales: Es indudable que la existencia de una frontera de guerra interna en
los Valles Calchaquíes durante casi un siglo condicionó muchos aspectos de la
implementación del dominio colonial y los intentos de preeminencia de los intereses
privados en constante tensión con los proyectos políticos y tentativas de regulaciones de
gobernadores y funcionarios. A pesar del ideal de Alfaro de que la población indígena del
Tucumán quedara contenida en los pueblos de indios, fue inevitable su movilidad, ya sea
escapando de la presión de los encomenderos, buscando mejores condiciones de vida o
tratando de recuperar el acceso a tierras y recursos perdidos. Estos movimientos fueron
creando un conjunto de individuos y familias que dejaron de pagar tributo o mitar, pero al
mismo tiempo fueron perdiendo derechos a tierras o aguadas en su lugar de origen.

● Giudiccelli, C - “Disciplinar el espacio, territorializar la obediencia.


La política de reducción y desnaturalización de los
diaguitas-calchaquíes (siglo XVII)”
Los hispanocriollos implementaron una estrategia radical para acabar con la autonomía
indígena e integrar este enclave refractario en la esfera de la soberanía (Valles Calchaquíes):
la desnaturalización de los indios y su reimplantación total o parcial en un espacio de
vigilancia encasillado y disciplinado.
La resistencia diaguita-calchaquí se entiende no sólo como mera reacción al embate colonial,
sino como producción y reproducción de autonomía.
Hemos privilegiado estas dos secuencias históricas (el “Gran Alzamiento” de 1630-1640, y la
guerra de los años 1658-1665) porque constituyen un momento de aceleración y de mutación
dramática del proceso de territorialización colonial.
El modelo de territorialización-disciplinamiento, privilegiado hasta entonces, cedió el paso a
una ocupación lisa y llana del territorio interandino combinado con una relocalización
sistemática de sus habitantes en espacios coloniales ubicados fuera del valle.
Dos porciones del espacio vallisto cayeron entonces paulatinamente bajo la dominación
colonial: el espacio “pular”, en el norte y la tierra que iban a llamar “de los diaguitas”, para
disgregarla del espacio de infidelidad calchaquí, hacia el sur. El caso de los pulares es
interesante porque durante varias décadas, presentaron el ejemplo de una “territorialización
colonial feliz”.
El caso es que desde principios del siglo XVII, el enclave Calchaquí se definía siempre
negativamente, por ausencia, como una amenaza en actos contra la territorialidad colonial.
El detonante del primer alzamiento fue el saqueo y la destrucción en 1630 de la estancia de
un vecino de Salta. El ataque motivó unas represalias fulminantes por parte de las
autoridades coloniales, en las cuales fueron implicados los indios amigos pulares. Lo que en
un principio no pasaba de un conflicto local degeneró en una guerra que se extendió por más
de diez años al conjunto de la región interandina. Hacia el sur, la guerra se había propagado
como un reguero de pólvora, siguiendo una cadena de alianzas que implicó en muy poco
tiempo a todos los grupos del área “diaguita”. Al final del año 1632, además del valle de
Calchaquí, toda la jurisdicción de Londres y de La Rioja se encontraba sublevada y la
autoridad colonial arrinconada en algunos puntos fortificados sobre las ruinas de estancias y
reducciones. Esta situación se iba a perpetuar durante varios años.
Para restaurar su dominación y relanzar un proceso de producción colonial totalmente
estancado, se implementó una política inédita en la región de desplazamiento masivo de
población y, como lo acabamos de ver, de concentración. Ya que no se había podido
disciplinar a los indios en su territorio, se los desplazaba hacia unas zonas disciplinadas, o
disciplinarias. Ya tenemos aquí un anticipo de la política que sería sistemáticamente aplicada
en los años 1659-1665 con los grupos calchaquíes, aunque con otra lógica y un efecto de
fragmentación muy superior.
Sobre la participación de Pedro Bohórquez, “el Inca del Tucumán”, en la guerra de 1958-59:
si bien él no creó una situación realmente nueva, sus dobles juegos propiciaron un final
dramático. Se encontró involucrado en por lo menos dos hechos fundamentales:
- Permitió una recomposición de alianzas en torno a su figura que difícilmente hubiera
podido concretarse de otro modo
- Organizó la expulsión manu militari de los jesuitas en 1658, arruinando el único dispositivo
de contención/disciplinamiento de los indios que quedaba en el Valle.
Para contrarrestar el efecto nefasto de la ofensiva indígena en las mismas puertas de San
Miguel y de Salta, el gobernador Mercado tomó una decisión drástica: la de deportar a los
habitantes de todos los pueblos del Valle de Calchaquí.
El desplome dramático de la mano de obra indígena en las áreas controladas de la provincia
contribuyó a que el Valle de Calchaquí pase de ser visto solo como una zona de inseguridad
para convertirse también en una valiosa reserva de brazos disponibles.
La segunda ola de desnaturalizaciones, llevada a cabo a partir de diciembre de 1665 fue más
arrolladora aún. Si a grandes rasgos, en la campaña de 1659, se deportaron a los grupos en
bloque, respetando más o menos su organización interna, en 1665 la unidad privilegiada
para la preventa de la mayoría de las encomiendas era, explícitamente la “familia”, concebida
sobre el modelo de la familia nuclear. La atomización de los grupos desterrados en una
miríada de encomiendas y de piezas respondía a la demanda cada vez más fuerte de mano de
obra para los establecimientos agrícolas o las obras públicas de las ciudades del Tucumán y
más allá.
Si la política drástica de desnaturalización logró en gran medida disciplinar el espacio -por el
vacío- e imponer la obediencia -fuera del valle-, habría que matizar el alcance absoluto de la
reterritorialización de los vencidos. Ni desaparecieron los indios, ni se perdió el vínculo
histórico con su tierra.

Textos de Práctico: La Sociedad Colonial


● Herzog, T- “La vecindad: entre condición formal y negociación
continua”
Por un lado, se sostiene que la forma de identificarse —y de tener acceso a derechos y
privilegios en una sociedad corporativa, como lo era la hispana de la edad moderna—
dependía de definiciones jurídicas que clasificaban a los individuos en grupos
(corporaciones). Estas definiciones determinaban la condición no sólo legal, sino también
social y personal de cada miembro del grupo.
Sin embargo, según el análisis de las redes sociales, aunque las personas podían estar
clasificadas en grupos de acuerdo a definiciones jurídicas, éstos, aunque condicionando sus
actividades, no las determinaban del todo. El hecho que más influía en el ordenamiento
social era otro, y se relacionaba con factores de solidaridad y colaboración humana.
Quisiera demostrar que esta supuesta distinción entre dos marcos teóricos distintos es más
aparente que real. Según creo, las categorías jurídicas, formalmente definidas no rechazaban
el análisis de las redes sociales, sino que, al contrario, lo integraban y lo utilizaban a fin de
clasificar a las personas.
La historiografía tradicional se dividió en dos cuando planteó estas preguntas. Una parte las
ignoró por completo, al utilizar los vocablos "militares", "indios" y "españoles", presumiendo
que se trataba de categorías obvias y transparentes. La otra, al contrario, intentó encontrar
en la legislación hispana definiciones que determinarían quién pertenecía a cada categoría.
Sin embargo, el sistema jurídico del Antiguo Régimen no incluía definiciones según y como
las conocemos en nuestra sociedad actual y, a fin de cuentas, tanto una como otra corriente
historiográfica no ofrecía una solución al problema inicial: el de cómo identificar a un
"militar", a un "indio", o a un "español".
Para un grupo de historiadores, las categorías eran transparentes y autoexplicativas; para
otro grupo, sin embargo, habría que rastrear la pertenencia o no de un individuo a una de
estas categorías a través del análisis de procesos burocráticos, reduciendo la categoría de
indio, por ejemplo, a la mera categoría fiscal de alguien que paga tributo.
Creo que la distinción propuesta entre derechos y obligaciones, por una parte, y la existencia
de corporaciones, por otra, es producto de nuestras concepciones actuales. El sistema
político y social del Antiguo Régimen presumía que la división de la sociedad en grupos
discretos y la atribución de un régimen distinto a cada uno de ellos reproducía un orden
natural, de origen divino. Los dos aspectos, es decir, la clasificación de unos como miembros
del grupo y los derechos y obligaciones recibidos en consecuencia, eran cara y cruz de la
misma moneda y no se percibían como campos separados.
El vecino era miembro de una comunidad política (corporación) local y, como en los casos
arriba mencionados, era preciso identificar los procesos por los que la vecindad se atribuía a
unos y se negaba a otros.
Volviendo a las premisas elaboradas anteriormente, quisiera insistir que tanto "vecino",
como "militar", "indio" y "español", eran categorías de orden tanto social como legal, y que
su contenido y significado no eran evidentes, ni tenía sentido —dentro de la lógica del
sistema jurídico del Antiguo Régimen— buscar su definición teórica y general. Su aplicación
a ciertas personas respondía a una visión de la sociedad, una visión que incluía tales
consideraciones como su organización interna y su división en grupos, y que no dejaba de
considerar tampoco las relaciones personales que unían a los miembros de la corporación.
A partir de mediados del siglo XVII la vecindad hispanoamericana dependía, ante todo, de la
"opinión común" y de la reputación del aspirante. Las personas seguían considerándose
"vecinas" (o "no vecinas"), pero esta clasificación ya no era el resultado de un proceso
administrativo-judicial, sino que expresaba la posición tomada por cada persona respecto a
la sociedad y su reconocimiento por los demás miembros. En 1774, por ejemplo, el cabildo de
Buenos Aires se mostró perplejo al recibir una petición de vecindad, entregada
probablemente por un español recién llegado.
La práctica desarrollada en Hispanoamérica y el abandono del proceso formal, sin embargo,
no modificaron el contenido de lo que era la vecindad, que seguía examinando el grado de
inserción de las personas en la comunidad.

● Farberman, J - “Imaginarios sociales en la colonia tardía.


Clasificaciones y jerarquías del color en Los Llanos de La Rioja,
siglos XVIII y XIX”
Por lo que hace al contexto local, vale pensar conceptualmente al escenario llanista de 1795
como una frontera a punto de dejar de serlo. No era éste el caso cuando se levantaron los
padrones anteriores de 1767 y 1778 lo cual, sostenemos, repercutió en la clasificación. Desde
principios del siglo XVIII, en efecto, humildes soldados riojanos, sanjuaninos o puntanos, de
hispanidad dudosa, habían conseguido gracias a la concesión de una merced real, o lisa y
llanamente a través de la ocupación de una aguada, con títulos o sin ellos, refundar sus
orígenes sociales.
¿coincidía la identificación étnica de don Cándido con la autorrepresentación de los
clasificados? Estas fuentes nos impiden saberlo pero su confrontación con otras nos revela,
con toda claridad, dos cosas. La primera es que las categorías utilizadas por don Cándido no
eran una mera construcción intelectual sino que formaban parte de un lenguaje cotidiano y
compartido. La segunda matiza un tanto lo que acabamos de enunciar y sostiene la
reversibilidad de las etiquetas raciales.
Entre los siglos XVI y XIX –en las zonas integradas al dominio colonial, no así en las
fronteras– se transitó entre dos imaginarios: el de las “dos repúblicas” (y tres “naciones”) y el
de la “sociedad de castas”, por utilizar un rótulo que en breve discutiremos.
El concepto de raza para los españoles del siglo XVI remitía a un concepto nobiliario –el
linaje– que tenía en la sangre su patrimonio común y aludía a una determinada civilización y
religión.
En el siglo XVIII esta concepción fue modificándose. El color habría jugado desde entonces
un papel de mayor relevancia en la definición de la calidad de las personas, con efectos
retrospectivos y genealogizantes. Esta transición –que Hudson (1996) denominó de la
“nación” a la “raza”– culminaría en la llamada “sociedad de castas” del setecientos.
En efecto, desde muy temprano, la sociedad colonial había sido más bien refractaria a
reconocer las mezclas, subsumiéndolas en las tres grandes naciones de sus orígenes:
españoles, indios y negros. Los frutos mestizos tendieron a integrarse a través de su
sociabilidad en las dos “repúblicas” legítimas, impidiendo la construcción de identidades
híbridas.
Las reducciones o pueblos de indios fueron erigidas como réplicas urbanísticas y políticas de
las ciudades hispanas, aunque subordinadas a aquéllas. Sedes de las autoridades
tradicionales (caciques) e hispanizadas (los alcaldes y regidores del cabildo indígena).
Tanto la etiqueta étnica como el pueblo de reducción en el que se esperaba que los indios
residieran, socializaran y tributaran fueron construcciones coloniales.
El lugar intersticial, casi negado, de los mestizos en el modelo de las dos repúblicas implicaba
ciertas ventajas para los sujetos mezclados –la exención de tributo, por ejemplo– pero
también, como ha sostenido Carmen Bernand (2001), los cargaba de una triple ambigüedad
jurídica, familiar y política que les impedía conformarse como actores colectivos en una
sociedad estructurada corporativamente.
Las reformas borbónicas de fines del setecientos desafiaron el pactismo de la monarquía
compuesta de los siglos XVI y XVII. A la par que cuestionaban el “absolutismo negociado”
entre el rey y las elites locales, procuraban también redefinir el contrato particular con dos
repúblicas por completo desbordadas.
La existencia misma de un “sistema de castas” es hoy cuestionada por los historiadores.
Tanto el carácter sistémico como el peso del componente racial en la construcción de la grilla
clasificatoria han entrado en duda. Admitir el uso cotidiano de etiquetas étnicas en la
sociedad colonial no significa aceptar la eficacia ni la operatividad del “sistema de castas”.
El lenguaje disponible se reveló demasiado limitado para expresar una realidad en la que los
mestizos pobres podían caer en el contenedor de los “indios” y los indios ricos en el de los
“mestizos”, aunque no se tratara de fenómenos masivos.
En resumen, las categorías supuestamente étnicas, al dialogar con otras variables,
disparaban un sinnúmero de sentidos que es preciso contextualizar temporal y
regionalmente. Podía ser mestizo un miembro de la elite, un cacique, un artesano urbano, el
hijo natural de una pareja de españoles, todo ello más allá del color.
La escasa memoria genealógica plebeya, la percepción simplificada de la grilla de castas y la
misma omisión de los apellidos (a menudo se utilizaba el nombre de pila o el “alias” en la
identificación) apoyarían la idea de una percepción alternativa del color entre los hombres y
las mujeres más pobres. Diversa, en cambio, era la situación de quienes se hallaban en los
“bordes” y que eran los que verdaderamente tenían que esforzarse para mantener una
posición siempre inestable.
Los mestizos “exitosos” y la “gente decente” pero pobre era la más afectada (y por lo tanto
necesitada de exhibir sus credenciales u ocultar posibles máculas) por las categorizaciones.

● Fradkin y Garavaglia - “La Argentina Colonial - El Rio de la Plata


entre los siglos XVI y XIX”
Capítulo VI- Vivir bajo cruz y campana.
El imperio fue imaginado como una extensa red de ciudades, y cada fundación pretendía ser
la de una nueva sociedad hispana, europea y católica. Cada ciudad tenía sus títulos, su
jurisdicción, su santo patrono y un estandarte que simbolizaba la unión con el rey.
La vecindad era la categoría social fundamental de ese peculiar orden político que era la
ciudad. Las categorías constituían más actos de enunciación que definiciones supuestamente
objetivas.
Lo que sí está claro es que el término “vecino” estaba muy lejos de designar al conjunto de
sus habitantes. La condición no devenía de una norma legal que prescribiera con precisión
los atributos que había que reunir para acceder a ella sino que era una categoría social con
implicancias legales y jurídicas y expresaba los lazos sociales de integración, lealtad e
identificación con una comunidad.
Los grupos dominantes de cada ciudad fueron, al mismo tiempo, cerrados y abiertos:
cerrados en la media en que su lógica para reproducir la preeminencia social tendía a
circunscribir al grupo y diferenciarlo del resto del conglomerado urbano; abiertos, porque
esas mismas prácticas de reproducción requerían la incorporación de nuevos miembros.
Cada ciudad era una entidad política y la cabecera de una jurisdicción más amplia
básicamente rural que se concebía subordinada pero inseparable de ella. Era pensada como
una república , y ésta como un cuerpo jerarquizado en cuya cabeza se situaba una
corporación dotada de atribuciones jurisdiccionales, políticas y militares: el Cabildo.
En Jujuy, Salta, Tucumán o Córdoba los linajes de los conquistadores predominaron en los
Cabildos hasta mediados del siglo XVIII, cuando empezaron a perder predicamento frente a
los comerciantes recientemente afincados en la ciudad, que provenían no sólo de la
Península sino también de otras regiones americanas.
Desde la perspectiva de la llamada “gente decente”, ese vasto conglomerado era percibido
como relativamente homogéneo y definido como la “plebe” de la ciudad. Era parte de la
ciudad, pero una parte agregada y subordinada.
Como en el resto de Hispanoamérica, luego del primer ciclo fundador desplegado entre los
siglos XVI y XVII durante la segunda mitad del siglo XVIII se vivió una segunda fase de
urbanización. Aumentó el número de ciudades y de villas; las antiguas crecieron
demográficamente y adoptaron modos de vida y administración territorial más urbanos.
La mayor parte de las ciudades eran de tamaño reducido, estaban implantadas en áreas con
muy diferente grado de urbanización y sólo algunas descollaban claramente por su tamaño e
importancia. Con todo, seguían siendo los espacios donde se concentraba la población
española, pero también la mayor parte de esclavos y los grupos mestizos de origen
afroamericano, que conformaban casi siempre el núcleo fundamental de los sectores bajos
urbanos. Además, en las ciudades se concentraban los grupos de poder.
La de los pueblos de indios se trataba de una utopía que pretendía forjar dos mundos
corporativamente organizados y jerarquizados: en la ciudad, la “república de españoles”; en
los pueblos, la “república de indios”. Pero este modelo ideal rígido y fijo se correspondía muy
mal con realidades sociales signadas por la movilidad.
La trayectoria de estos pueblos fueron extremadamente variables y se alejaron
completamente de aquel ideal social. Ante todo, porque la mayor parte fue dejando de ser
propiamente pueblo de indios e incorporó sujetos españoles, mestizos y castas. Caso del
pueblo santiagueño de Tuama: el centenar de tributarios empadronados en el pueblo no
vivían en él sino en ranchos dispersos en el monte cercano.
Ahora bien, algunos de estos poblados adquirieron un estatuto particular y se transformaron
en villas. De tal modo, ellos también contaban con su propia jurisdicción y su Cabildo.
Con la reducción a pueblo se buscaba, en principio, garantizar la recaudación tributaria, pero
sus propósitos eran más vastos: se pretendía hispanizar los modos de vida y las culturas
indígenas.
La inmigración peninsular fue muy importante en las últimas décadas del siglo XVIII y su
influencia estuvo lejos de restringirse a aquellos individuos que se incorporaron a las élites
urbanas. Junto a ellos llegó una variedad de sujetos mucho menos conocidos que ocupó
escalones más bajos en la jerarquía social urbana. Estos tenían una ambigua e inestable
posición social: por origen y color eran firmes aspirantes a integrar la gente decente; por sus
ocupaciones, en cambio, tendían a formar parte de la plebe.
Esta segunda ola de urbanización fue acompañada por migraciones internas que abigarraron
aún más las poblaciones urbanas.
Las ciudades eran, ante todo, mercados. En ellas confluían los circuitos de comercialización
de larga distancia, los que anudaban las relaciones con las regiones cercanas y los que
articulaban las relaciones con el área rural que estaba bajo su jurisdicción.

Semana II:
Textos de Teórico-Práctico: El Río de la Plata y el Tucumán en el espacio peruano
● Assadourian, C - “Economías regionales y mercado interno
colonial: el caso de Córdoba en los siglos XVI y XVII”

La relación metrópoli - colonia comanda en alto grado el ordenamiento de toda la estructura


del espacio colonial. Para generar una transferencia de excedentes hacia la metrópoli, la
Corona se vale de dos mecanismos: 1) el manejo de la Hacienda pública como un método
directo para captar una cuota del excedente económico colonial; 2) la estructuración del
sistema comercial atlántico ajustándolo a un estricto bilateralismo monopólico.
Pero clausurar el análisis en esa primera relación, visualizar exclusivamente ese único nivel
de dependencia, implica fragmentar una realidad mucho más compleja, desconocer partes
importantes del mundo real. Bajo el signo común del orden colonial el análisis histórico debe
tratar igualmente de revelar las relaciones que se establecen y operan dentro del propio
espacio colonial.
Se descubre en el espacio colonial la existencia de un mercado interno de gran magnitud,
cuya formación se halla determinada, en lo esencial, por el hecho de que el sector minero
requiere de una gran variedad de producciones complementarias para poder funcionar.
Intentaremos mostrar cómo en la economía regional cordobesa, durante los siglos XVI y
XVII, la aparición y sustitución de sectores de producción, así como sus regímenes de
precios, están condicionados por los efectos que desprenden los movimientos del complejo
minero de Potosí. La fabulosa extracción de metal precioso y el aglutinamiento de una masa
demográfica sin precedentes, convierten a Potosí en un polo de crecimiento para las zonas
agrícolas y ganaderas que lo rodean, cuyo radio se va ensanchando a un ritmo veloz para
satisfacer la demanda de su mercado.
Cómo dos fases sucesivas en el desarrollo del complejo minero de Potosí inciden sobre
Córdoba: 1) desarrollo de la industria minera, concentración demográfica y organización del
mercado; 2) organización del transporte y aumento de la circulación de mercaderías.
1. Mercado minero y sector textil
Consumidores de tejidos bastos: sector indígena y parte del mestizo. Tucumán, estimulado
por la demanda potosina, se inclina al consumo de algodón. En Córdoba, la producción textil
comienza a desarrollarse hacia 1585/1590 mediante una actividad doméstica urbana y el
trabajo aún no claramente especializado en los pueblos de indios. Muy pronto tenemos la
instalación de varias empresas especializadas, los obrajes, en el medio rural. Las inversiones
(terrenos, edificios, equipos e insumos) y la provisión de mano de obra quedan por cuenta
del encomendero, mientras el especialista aporta su experiencia y capacidad organizadora en
el oficio. Hacia 1610/1615 comienza una curva descendente en la producción textil, que
alcanza su punto más bajo en la década de 1630. El hecho puede atribuirse a una
coincidencia de causas con efectos acumulativos, entre ellas la merma de indios y la
extinción paulatina de las grandes encomiendas, la competencia en el mercado potosino de
la producción de otras regiones, que con mejores condiciones de producción compiten y
absorben la demanda de Potosí. Fue decisiva, igualmente, la tendencia de Córdoba a
convertirse en región monoproductora de mulas, proceso estimulado por el mercado
peruano y las propias condiciones naturales de la región.

2. Mercado minero y sector ganadero


En el período inmediato a la conquista, Córdoba repite la misma situación de toda región
recién dominada: escasez y alto precio del ganado europeo. Después de 1590 la existencia
ganadera cubre normalmente las necesidades del consumo interno de la región, con un
excedente que permite sostener una actividad exportadora. En sus orígenes, ésta se bifurca
hacia dos mercados, Brasil y Potosí. De todas maneras, la corriente exportadora hacia Brasil
termina por ser interferida muy pronto por la política de Hernandarias de Saavedra,
representante cabal de otros intereses regionales, quien logra para Buenos Aires y el litoral
privilegios exclusivos sobre el comercio con el Atlántico portugués. Desplazada del mercado
brasilero, Córdoba se vuelca enteramente hacia la zona minera, cuyo consumo de carne
vacuna no pueden abastecer totalmente las zonas adyacentes.

3. Producción e infraestructura comercial de Lima-Potosí y sector ganadero.


En el aspecto de la circulación terrestre puede mencionarse el transporte de la plata hasta el
puerto exportador, la distribución interna de la enorme masa de artículos importados y de
las distintas producciones regionales del espacio peruano, el vital aprovisionamiento de
azogue a Potosí, etc.
Este cuadro plantea inmediatamente dos cuestiones, el de la infraestructura vial y el de la
fuerza y capacidad de carga suficiente para el transporte de mercancías. A los españoles casi
no se les planteó el primer problema, pues con la red caminera del Imperio Incaico
encontraron un botín que superaba toda expectativa. Las fallas comienzan a percibirse en el
segundo aspecto, el transporte.
Para Córdoba, la contradicción entre volumen de la circulación y fuerza de transporte
disponible del eje Lima-Potosí, era otra coyuntura propicia que inducía a su desarrollo
económico. Analizaremos cómo la región se amolda plásticamente al nuevo estímulo, a
través de la producción mular. Proceso de expansión territorial.
En Córdoba, pues, no tenemos un desarrollo de la producción agrícola como sector
exportador antagónico al ganadero. En el medio rural hasta parece que el sector agrícola no
existe en forma independiente. Los conflictos, entonces, se producen cuando los ganados
sueltos de una estancia entran a otra vecina y destruyen los sembríos de ella; el archivo
judicial contiene numerosos expedientes sobre este tipo de problema. Este es el conflicto
típico después de 1630, cuando la ganadería mular domina definitivamente la economía
regional.
La conducción de las mulas hacia los mercados altoperuanos estaba a cargo de un nuevo tipo
de personaje especializado, el empresario fletero, una categoría integrada por connotados
españoles de Santiago del Estero, Tucumán y Salta, sobre todo.
La producción de mulas insume un sector ocupacional estacional y fijo muy superior al que
exige la explotación del vacuno, pero su demanda de mano de obra se ajusta perfectamente a
las posibilidades que ofrece la región.
El continuo subir y bajar desde Córdoba hacia otras regiones del Tucumán y del Alto Perú,
debe haber tenido considerable influencia en los flujos migratorios, la ampliación del sector
asalariado y en la estructuración de ciertas particularidades culturales entre los negros,
indios y mestizos dedicados a este trabajo.
La producción y exportación de mulas presentaría tres fases principales. Los primeros años,
de sacas reducidas, preparan el despegue de 1630 cuando se llega a una salida anual
aproximada de doce mil mulas, nivel que se mantiene hasta 1650. Entre 1650- 1660 la
producción vuelve a aumentar fuertemente; desde esa década hasta finales del siglo, el
promedio anual de las exportaciones estaría en los veinte mil animales. En los primeros años
del siglo XVIII ocurre un brusco descenso en las exportaciones, que se mantiene hasta 1750
aproximadamente.
Larga caída tendencial en el precio de las mulas (importancia en que consiste en un
importante ingreso regional).
El principal factor operante de las caídas en el precio de las mulas, además de la aparición de
nuevas regiones exportadoras de mulas sobre la base de yeguas sacadas de Córdoba, son las
propias fluctuaciones de la unidad económica dominante, envuelta, luego de 1630, en una
espectacular tendencia secular menguante. Remarcan esta larga crisis del complejo minero
del Alto Perú: 1) la baja continua en la producción de plata de Potosí durante todo el siglo
XVII; 2) los costos crecientes de la explotación argentífera.
La baja de precios debe castigar tanto a la producción mular de Córdoba como a todas las
producciones regionales del espacio peruano. Este origen y esta generalización de la crisis del
siglo XVII. Hacia finales del siglo XVI comienza una larga onda de expansión en la
producción mercantil destinada al mercado interno colonial, que se invierte en la década de
1660, dando lugar a un movimiento negativo que duraría hasta 1750 aproximadamente. Esta
última tendencia secular se compondría de dos fases; la primera, de 1660 a 1700, se
caracteriza por el estancamiento en el volumen de la exportación de mulas y el movimiento
descendente de su precio. La segunda fase, la más crítica, abarca toda la primera mitad del
siglo XVIII; al bajo precio de las mulas se agregaría un drástico descenso en el volumen físico
de las exportaciones. La crisis parece no haber sido compensada por la producción de textiles
o ganado. Inclusive, hay crisis periódicas de abastecimiento de carne, y las fuentes no
permiten afirmar la exportación de textiles. La única fuente nueva de ingresos para Córdoba
procede de la venta de esclavos criollos.
Los ingresos derivados de las exportaciones casi no promueven efectos en el resto de la
economía regional. Dichos ingresos, en gran medida, se utilizaban para efectuar
importaciones de mercancías ultramarinas. La crisis del sector exportador, en consecuencia,
se manifiesta directamente en la capacidad para importar de la región.
La crisis determina igualmente un proceso de ruralización. Los vecinos de Córdoba expresan
que ellos se van a vivir a sus propiedades del campo "por ahorrar los gastos de la ciudad".
Los períodos de crisis —como las épocas de bonanza—, afectan más a ciertos grupos que a
otros. Creemos que esta vez se salvan los grupos subalternos. Durante la larga crisis es
factible que hayan aumentado sus niveles de consumo, debido al predominio de la economía
de subsistencia, y ha crecido el tiempo de ocio, que según la opinión de la época no dejaría de
conformarlos

Textos de Prácticos: Reformas borbónicas y conflicto político en la ciudad colonial

● Fradkin y Garavaglia - “La Argentina Colonial - El Rio de la Plata


entre los siglos XVI y XIX”
Capítulo VIII: Las reformas borbónicas y el Virreinato del Río de la Plata
Algunos postularon que fueron una verdadera "revolución desde el gobierno" y hasta una
auténtica reconquista burocrática de América luego de un largo siglo de relajamiento de la
intensidad de las relaciones coloniales. Otros las vieron como un intento fallido de reforzar la
dominación colonial. Con todo, existe consenso acerca de que era la mayor reorganización
del imperio colonial desde el siglo XVI.
El período más álgido de reformas coincidió con el reinado de Carlos III (1763-1788) y con la
presencia del ministro José de Gálvez en la Secretaría de Indias (1775-1787).
Las reformas estaban orientadas a la búsqueda de una mayor centralización política. La
Guerra de los Siete Años (1756-1763) demostró la imperiosa necesidad de apurarlas, pues los
británicos habían logrado apoderarse de La Habana y de Manila.
Se delineó una estrategia destinada a pasar de un sistema de defensa de algunos puntos
estratégicos a uno de defensa total. Se trataba de un dispositivo que consistía en la
fortificación de algunos emplazamientos, la dotación de regimientos regulares y la
reorganización del sistema de milicias.
La política reformista no podía sino afectar los intereses eclesiásticos en la medida en que la
centralización política se expresó también a través de un creciente regalismo, cuyo momento
culminante fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todos los territorios imperiales en
1767. La expulsión no fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de Carlos III
fue precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764. El regalismo borbónico entraba en
conflicto con componentes clave del profetismo jesuíta; erradicarlos se convirtió en un
objetivo central a partir de la expulsión. Tres cuestiones resultaban fundamentales: i) se
trataba de buscar una obediencia completa del clero al Rey; ii) resultaba preciso desterrar la
teoría que justificaba el tiranicidio; iii) debía afirmarse un nuevo concepto del derecho que
tendiera a ratificar la voluntad real frente a la centralidad de que gozaban las costumbres
locales. Franciscanos, dominicos, mercedarios y voraces administradores se hicieron cargo
de las misiones.
Los fundamentos de la nueva legitimidad, no podían provenir sino de algunas ideas de la
ilustración, dando forma a un estilo de gobierno, el “despotismo ilustrado”.
La decisión escindir al Río de La Plata de Lima terminaría arrojando resultados paradójicos:
el nuevo Virreinato viviría una fase de intenso crecimiento y se transformaría al estallar la
crisis imperial en uno de los bastiones más firmes del movimiento revolucionario. La
decisión de organizar el Virreinato fue tomada en el contexto de una aguda confrontación
con la corona portuguesa por el control de los territorios de la cuenca del Plata. Consolidaba
institucionalmente un proceso de crecimiento mercantil que se había iniciado décadas antes
y que se sustentaba en su creciente capacidad para concentrar los circuitos de intercambio
legales, ilegales o paralegales y, en especial, el flujo de buena parte de la circulación de la
plata producida en los distritos mineros del Alto Perú.
El espacio económico peruano, cuya configuración en el siglo XVI describió Assadourian,
estaba dando lugar a la constitución de un espacio económico rioplatense.
La habilitación completa del puerto de Buenos Aires al comercio intercolonial con el
Reglamento de Libre Comercio entre España e Indias de 1778 trajo consigo la legalización de
prácticas anteriormente toleradas.
En 1782, tras la derrota de los movimientos insurreccionales indígenas que sacudieron el
dominio colonial en los Andes, el territorio virreinal fue dividido en ocho intendencias o
provincias. Los intendentes concentraron atribuciones de los ramos de guerra, hacienda,
justicia y policía (en particular, los dos primeros), con el propósito de subordinar a los
cabildos, aunque los resultados fueron más complejos de lo previsto.
La conformación de una burocracia profesional desligada de compromisos locales pareciera
haber quedado a mitad de camino. Este estamento no era demasiado amplio y su autoridad
efectiva siguió dependiendo (a pesar de las pretensiones oficiales) de los lazos que pudiera
entablar con la élite local.
Hacia 1780, la subsistencia del orden colonial fue amenazada en los Andes por una serie de
movimientos insurreccionales, cada uno con su propia dinámica y características. El 4 de
noviembre de 1780, el corregidor Antonio de Arriaga fue ahorcado públicamente en la plaza
de Tungasuca, en un movimiento dirigido por el jefe indígena José Gabriel Condorcanqui.
Ahora, a la cabeza de la insurrección, adoptó el nombre de Túpac Amaru II, se proclamó
Inga-Rey y fue reconocido por buena parte de las comunidades quechuas del sur andino que
vieron en la insurrección la ocasión para restaurar el Tawantinsuyu.
Al poco tiempo, Túpac Amaru II había obtenido la adhesión de un amplio territorio indígena.
Sin embargo, la proclamación fue rechazada por otros jefes y curacas andinos que se
alinearon activamente con el orden colonial. Las dos alas principales de la insurrección, la
quechua, encabezada por los Amaru, y la aymara, dirigida por Katari, no llegaron a obtener
una eficaz coordinación y terminaron derrotadas.
La magnitud de la "Gran Rebelión" no puede explicarse sólo como una respuesta a las
reformas borbónicas, sino que debe integrarse a las dinámicas de resistencia y movilización
que los pueblos andinos venían desplegando desde mucho antes. Sin embargo, es indudable
que las reformas tuvieron incidencia en la simultaneidad de los movimientos insurgentes. La
legalización del reparto forzoso de mercancías a través de los corregidores en la década de
1750 es sin dudas uno de los motivos que concitaron inicialmente el odio rebelde.
Tras la represión violenta y sangrienta, las reformas se profundizaron. El sistema de repartos
fue prohibido (aunque estuvo lejos de desaparecer) y los corregidores desplazados: fueron
los intendentes y sus subdelegados los nuevos responsables de la recaudación del tributo.
El sistema político imperante durante más de dos siglos funcionaba como un delicado e
inestable equilibrio entre los requerimientos metropolitanos, los intereses de las elites
locales y las formas de resistencia de los grupos sociales subalternos.
Las reformas estaban orientadas a romper este equilibrio, en particular la instauración de
intendencias. Pero introdujeron una nueva jerarquía entre las ciudades que alteraba las
situaciones vigentes. Entre 1776 y 1810, tuvieron conflictos con todas las nuevas autoridades
y forzaron a los funcionarios virreinales a sucesivas negociaciones.
El mundo de la élite vivió un proceso de ampliación y renovación que precedió y acompañó a
las reformas. Al comenzar el siglo XIX, las elites coloniales tenían una imagen muy rígida de
la sociedad en que vivían, que seguía siendo sustancialmente barroca. Hasta las nuevas
instituciones y autoridades de la monarquía reformadora parecen haberse impregnado de las
concepciones jerárquicas que seguían imperando en la vida social. La efectiva y masiva
difusión de las nuevas ideas y la nueva sensibilidad parecen ser más un efecto de la crisis del
orden colonial que una de sus causas.

● Pérez, M - “En busca de mejor fortuna. Los inmigrantes españoles


en Buenos Aires desde el Virreinato hasta la Revolución de Mayo”
La inmigración de peninsulares pobres estuvo relacionada estrechamente al desarrollo del
puerto de Buenos Aires y también de Montevideo. La promulgación del "Reglamento del
libre comercio entre España y las Indias" que habilitaba a ambos puertos a comerciar con
España, multiplicó la arribada de naves peninsulares al Río de la Plata.
Desde el siglo XVI hasta la disolución del lazo colonial rigieron leyes que restringían el paso
de personas desde España hacia las Indias las que, sumadas al alto costo de los pasajes,
hacían que la vía de emigración legal se limitase a aquellos que contaban con los recursos
(materiales y no materiales) para enfrentar a la burocracia y afrontar los gastos que
implicaba el traslado. La mayoría de los hombres que emigraron al Río de la Plata durante
las últimas décadas de dominio colonial no contaba con esa ventaja, por lo que viajaron
cumpliendo tareas a bordo: como marineros, carpinteros, cocineros.
Una vez llegados los inmigrantes generalmente abandonaban sus obligaciones, y favorecidos
por la ineficacia de los funcionarios reales en la persecución de desertores y amparados en la
complicidad de la población local, empezaban sus vidas en la región.
El momento de mayor flujo migratorio coincidió con los años de mayor intercambio
mercantil con la Península, entre mediados de la década de 1780 hasta el comienzo de la
guerra con Inglaterra en 1796.
La decisión de emigrar comprendía una alta cuota de incertidumbre. Este rasgo diferenciaba
a los inmigrantes pobres de aquellos que sí estaban ligados a la elite porteña. Estos últimos
se trasladaban al Río de la Plata amparados en "cadenas migratorias" a través de las cuales
parientes o paisanos les financiaban el viaje y les proporcionaban alojamiento y trabajo al
momento de su llegada.
La vida de la mayoría de los peninsulares pobres estaba signada, especialmente en los
primeros tiempos posteriores a la llegada, por una alta movilidad ocupacional y espacial. Los
cambios de actividad eran usuales y el traslado entre ambas Bandas del Río de la Plata y las
idas y vueltas entre la ciudad y la campaña formaban parte de la normalidad de sus vidas
como inmigrantes. Sin duda, esta característica se debía, fundamentalmente, a que
procuraban alcanzar un rápido enriquecimiento.
A pesar del dinamismo de la sociedad rioplatense, la posibilidad de una acentuada movilidad
social ascendente estuvo reservada sólo para una minoría. Por lo cual, numerosos
inmigrantes fueron ciertamente muy pobres y la mayoría se mantuvo entre los sectores
medios bajos de la sociedad: eran sobre todo pequeños comerciantes o artesanos, lo cual los
situaba lejos de la elite local en la estructura socio ocupacional, pero también los
diferenciaba de los grupos más pobres de las clases populares porteñas.
La figura del pulpero -fuertemente asociada a los peninsulares- ocupaba a fines de la colonia
un lugar central y sensible en la vida cotidiana de los porteños pobres.
La noción de que los lazos de paisanaje eran reproductores del lugar privilegiado de los
peninsulares en la sociedad y, por lo tanto, que operaba como elemento discriminador hacia
los americanos estaba ampliamente extendida en la sociedad rioplatense.
Los peninsulares pobres se distinguían de los españoles americanos de similar condición
socioeconómica porque mantenían una relación preferencial con los poderes estatales,
especialmente con la justicia y con quienes ejercían la función de policía.
No obstante la creencia en el influjo civilizador de los inmigrantes españoles, en tanto que
portadores de pautas culturales europeas (y, por lo tanto, preferibles a las de los nativos) la
Corona nunca permitió la libre inmigración de peninsulares a América. La principal causa de
esta restricción residía en el convencimiento de que la emigración hacia las Indias era una de
las razones de la despoblación Española. Sin embargo, también estaba el temor de que los
pobres españoles - al igual que sus pares americanos- siempre corrían el riesgo de tentarse
por el ocio y las malas costumbres.
La identificación de los inmigrantes españoles pobres con los españoles "ricos y principales"
de la ciudad, a partir de la invocación a una misma patria de pertenencia, fue una imagen
construida por los propios inmigrantes. La "calidad", el lugar de nacimiento y los vínculos
interpersonales permanecieron activos como capitales con los cuales se constituían las
distinciones sociales entre los sujetos que integraban las clases populares.
Luego de la Revolución de Mayo, las relaciones de parentesco y negocios entre peninsulares y
muchas familias importantes porteñas hicieron que pocos miembros de la elite adhiriesen a
una política de abierta hostilidad hacia los españoles europeos y que, por lo tanto,
mantuviesen hacia ellos una actitud ambivalente y hasta complaciente.
El juego político inaugurado en la Revolución legitimó y creó el espacio adecuado para la
expresión hostil hacia los peninsulares al tiempo que transformó lo que era un sentimiento
adverso ya existente en las clases populares de la sociedad colonial en formas más intensas
de rechazo hasta llegar, con frecuencia, a un particular odio hacia los españoles europeos.
Las jornadas del 5 y 6 de abril de 1811 tienen su particularidad en que, por primera vez , la
elite porteña recurrió a sectores de la plebe para dirimir sus disputas. En la lucha facciosa
que caracterizó toda la década revolucionaria, cada grupo radicalizaba sus posiciones con el
fin de derrotar al contrario.467 En este caso, los saavedristas hicieron suya la causa contra
los españoles para enfrentar a los morenistas. Evidentemente, la expulsión de los españoles
europeos era una exigencia popular.
La fuerte hostilidad manifestada hacia los peninsulares luego de 1810, evidencia la existencia
de conflictos y tensiones ya presentes (aunque posiblemente con menor intensidad) en la
sociedad tardocolonial rioplatense.

● Serulnikov, S - “CRISIS DE UNA SOCIEDAD COLONIAL.


IDENTIDADES COLECTIVAS Y REPRESENTACIÓN POLÍTICA EN
LA CIUDAD DE CHARCAS (SIGLO XVIII)”
Fueron las ciudades -las unidades políticas de base del mundo hispanoamericano- y los
ayuntamientos -la más emblemática institución de autogobierno proveniente de la tradición
medieval castellana- las que terminan prevaleciendo como forma primaria de organización
política.
Nuestro trabajo se centra en la ciudad altoperuana de La Plata, la sede de la audiencia de
Charcas, a fines del siglo XVIII. Como es bien sabido, tras la invasión napoleónica a la
península Ibérica, la ciudad de La Plata (conocida también como Chuquisaca, Sucre en la
actualidad) fue el escenario de los primeros ensayos de ruptura abierta con los virreyes y de
sustitución de las autoridades vigentes por nuevos organismos de gobierno. En mayo de
1809, una coalición de oidores de la audiencia, oficiales del cabildo y abogados, respaldados
por la movilización de sectores plebeyos que protagonizaron cruentos enfrentamientos con la
guarnición militar, asumieron el poder luego de destituir al intendente de Charcas.
Es mi hipótesis que este acontecimiento fue provocado por la conjunción de dos poderosas
fuerzas históricas originadas a los extremos opuestos del orden colonial: las masivas
rebeliones andinas de 1780-1782 y las políticas absolutistas borbónicas.
Estamos en presencia pues de dos fuerzas destinadas a colisionar: el nuevo proyecto imperial
de los Borbones y el arraigado sentimiento de orgullo y derechos adquiridos de la población
charqueña emanado de su decisivo rol en la defensa o, en palabras de la época, la
“reconquista” del reino. Los soldados peninsulares estacionados en la ciudad se convirtieron
en el catalizador de estos antagonismos.
En efecto, postularemos en primer lugar que la lucha contra el levantamiento tupamarista no
sólo dejó su impronta en el acendrado conservadurismo ideológico de las elites altoperuanas
respecto de la inherente inferioridad de los pueblos nativos: también sirvió para afirmar las
prerrogativas de la población urbana frente a los avances de las políticas borbónicas.
Sugeriremos que las políticas absolutistas borbónicas, por un lado, y la movilización
conjunta de toda la población urbana en la guerra contra los indígenas, por otro, propiciaron
una relajación de las fronteras entre el patriciado y la plebe, vale decir, un resquebrajamiento
de los modos de estratificación social propios de la sociedad hidalga de Indias. Como cabría
esperar, la inclusión de los grupos populares urbanos en la política se da en la práctica, de
hecho, sin que nada cambie en las reglas que rigen las instituciones, y no significa de manera
alguna igualación.
Aunque más pequeña que otras ciudades de la región, La Plata fue sede de las tres
principales instituciones coloniales en el sur andino: la audiencia, el arzobispado y la
universidad. Ciudades como La Plata, capitales históricas de virreinatos y audiencias, fueron
las que fijaron la norma de la ciudad barroca latinoamericana. Estas ciudades se
caracterizaban también por un acendrado dualismo social. La ciudad, en efecto, funcionó
como la cuna de la élite jurídico-administrativa de la región y su principal centro de actividad
intelectual. La Universidad de Charcas experimentó para esta época un proceso de
democratización (expulsión de los jesuitas, 1767).
Parece claro que la militarización de la población civil en circunstancias extremas, como lo
fue la guerra contra la insurgencia tupamarista, tendió a socavar las tradicionales jerarquías
sociales.
La mencionada decisión de la Corona de establecer, por primera vez desde la fundación de la
ciudad, una guarnición permanente de soldados españoles profundizó esta tendencia a la vez
que la articuló a duros enfrentamientos públicos con las autoridades coloniales. La
interacción de los soldados foráneos con el vecindario conllevó una drástica redistribución de
estas formas de capital simbólico, una democratización relativa del honor (y del deshonor).
Los vecinos, sin perder sus distintivas identidades grupales; comenzaron a concebirse como
miembros de una misma entidad colectiva definida en oposición a los europeos, comenzaron
a concebirse como integrantes de una sociedad colonial. La posición de poder de los soldados
españoles (su monopolio de la fuerza y protección legal) y el estatus social de sus víctimas
hizo que las relaciones entre los individuos aparecieran íntimamente ligadas a las políticas
públicas, que lo personal fuera político. La percepción de la tropa como un ejército de
ocupación, regido por sus propias normas y fueros especiales, terminó de afianzarse a partir
de tres homicidios cometidos por soldados.
Los motines contra la guarnición militar de 1782 y 1785 constituyeron acontecimientos de
singular relevancia. Se trató de las primeras revueltas urbanas ocurridas en La Plata desde el
siglo XVI. Hay tres fenómenos clave que se desprenden de estos estallidos sociales: la
complicidad de la aristocracia urbana con sectores plebeyos; el rechazo a los fueros
especiales de las tropas españolas; la rivalidad entre estas últimas y las disueltas milicias.
Sería equivocado pensar que este sentimiento antipeninsular se hizo extensivo a todos los
oriundos de España. En rigor, por peninsular se designaba genéricamente a una facción o
partido: aquellos identificados como enemigos del vecindario.
Para comprender las connotaciones ideológicas de las protestas urbanas conviene recordar
una aseveración hecha en 1779 por el Ministro de Indias José de Gálvez, la figura central del
reformismo borbónico en América. Reflexionando sobre la imposibilidad del ejército regular
de proteger por sí mismo los inmensos dominios reales, Gálvez llamó la atención acerca del
indispensable papel de las milicias y, por extensión, del consenso de las poblaciones locales.
Durante estos años, en efecto, el cabildo funcionó como un correlato institucional de las
revueltas populares.
Los disturbios de la plebe, y la participación en ellos de miembros de la gente decente,
constituían por entonces establecidos modos de negociación y conflicto. Las múltiples
revueltas urbanas antifiscales de la época dan testimonio de ello.
No hay duda que sin la invasión napoleónica a la península ibérica la historia hubiera sido
muy diferente. Pero es evidente que si los enfrentamientos de fines del siglo XVIII no
explican por sí mismos los enfrentamientos de comienzos del siglo XIX, la caída de la
monarquía hispánica no explica por sí misma las reacciones que se suscitaron a partir de
ella.
Mientras los sucesos de 1782 y 1785 ofrecen importantes claves para comprender los
orígenes históricos de esta comunidad de intereses entre los de “tez blanca" y los de “tez
parda”, cabría hacer, a modo de conclusión, dos importantes acotaciones: i) en los Andes la
conciencia política criolla se definió tanto en oposición al estado colonial como a los indios,
ii) la emergencia de esta identidad colectiva no constituyó el natural corolario de mutaciones
culturales y socioeconómicas progresivas. Fue más bien el producto de procesos puntuales de
confrontación.
Mientras los acontecimientos constituyen a veces la culminación de procesos de larga
duración, éstos no se limitan por lo general a plasmar un reordenamiento de prácticas
producto de cambios sociales graduales y acumulativos. Los acontecimientos históricos
tienden a transformar las relaciones sociales en formas que no pueden ser completamente
anticipadas a partir de los cambios graduales que los hicieron posibles (Sewell, sobre la toma
de la Bastilla).

Semana III:
Textos de Teórico-Práctico: El mundo rural colonial
● Gelman, J - “Campesinos y estancieros. Una región del Río de la
Plata a fines de la época colonial”.
Las estancias de gran explotación y orientadas al mercado exterior no surgen en un vacío,
como se consideraba hasta hace poco a la campaña rioplatense colonial, sino en un medio
ampliamente dominado por la pequeña explotación campesina. Entre otras cuestiones, se
analiza cómo va a hacer la estancia para obtener mano de obra en un medio donde existen
alternativas al empleo asalariado y qué estrategias nuevas va a adoptar el campesino, en un
medio en el cual empieza a haber una competencia en la producción, de parte de empresas
más grandes y con otra racionalidad, y frente a la existencia de alternativas laborales
distintas a la tradicional en la parcela propia.
Hasta hace muy poco, la historia rural de esta región y en este período aparecía como un
proceso peculiar, diferente del de otras sociedades agrarias, y los pocos intentos de
comparación que se realizaron fueron en relación a regiones como las de Canadá o Australia,
donde supuestamente también se produjeron esas peculiaridades.
En la literatura sobre el siglo XIX de la región -aunque sin mayores fundamentos se hace
extensivo lo mismo a la época colonial- son tópicos la presencia de ganados vacunos y
caballares abundantísimos y muy poco controlados, la existencia del gaucho, siempre varón
(uno se pregunta cómo hacía para reproducirse ese varón solo), que se resistía al trabajo
constante, pendenciero, que acudía apenas juntaba unos reales a la pulpería y que mataba
vacas ajenas sólo por quitarse el gusto de comer su lengua. Junto a esta imagen aparece el
gran estanciero, con ciertas características similares al gaucho, pero que controlando tierras
y animales. Una campaña rebosante de ganados vacunos, donde la tierra y en menor medida
los animales están controlados por un puñado de latifundistas feudales, quienes se enfrentan
y tratan de someter a peonaje a esos pobladores errantes, los gauchos, que por esa misma
abundancia tienen medios de subsistir al margen de la estancia.
Si bien hay un cierto consenso de que la gran expansión en la frontera en la primer mitad de
este último siglo se hizo a través de la creación de latifundios en manos de gente cercana al
poder, también se reconoce que hubo una cierta división de la propiedad y/o una cierta
persistencia de pequeñas explotaciones en las zonas de más vieja colonización. La
coexistencia de grandes con medianas y pequeñas empresas es aún más evidente en la
segunda mitad del siglo, al calor de la expansión del lana.
En el caso específico del Río de la Plata, las elites, que a su vez tenían una fuerte influencia en
el aparato de poder local y regional, eran fundamentalmente comerciales y no estaban
implicadas decisivamente en el proceso de producción, ni les interesaba demasiado la
explotación de la campaña circundante a Buenos Aires. Esto sin duda ha permitido
reestudiar el carácter de los «estancieros» de la época colonial, que a diferencia de los del
siglo XIX, «no eran la élite».
La producción rioplatense, lejos de estar orientada exclusivamente a la explotación del
ganado vacuno, era muy diversificada. Es verdad que esta ganadería era importante, pero en
primer lugar no sólo era vacuna, sino también caballar, mular y ovina, con una cierta
especialización según las regiones y la cercanía relativa de los mercados consumidores. Pero
además, al lado de la actividad pecuaria, había una muy intensa actividad agrícola, que
incluía cereales (el trigo es el primero), forrajeras, hortalizas, frutales, cría de aves, etc.
A su vez esta producción no estaba concentrada exclusivamente en grandes haciendas, sino
que había una gran variedad de explotaciones, desde la estancia «clásica», hasta la pequeña
parcela familiar, que según el producto, la época y la región, le disputaban a la primera el
predominio productivo. Esto a su vez se refleja en las características de la población, que
lejos de la imagen del predominio de hombres solos, más o menos errantes, estaba
compuesta básicamente por familias estables, ocupadas en trabajar la tierra.
La proletarización completa de la población rural parece más bien un proceso excepcional,
que la regla en América colonial.
La propia diversidad de los sistemas agrarios y de las formas de trabajo en América colonial y
postcolonial, nos está indicando que la articulación de estas sociedades con la economía
mercantil europea, no es la razón única explicativa de su desarrollo, sino la combinación de
ésta con las condiciones internas peculiares de cada una, las resistencias y opciones de las
personas y los grupos humanos, los intereses distintos de las elites y los aparatos del estado.
Una estancia es una unidad de producción, orientada al mercado, de tamaños diversos, pero
que tiene como rasgo común que su objetivo es obtener ganancias y que el trabajo en la
misma se realiza sobre todo recurriendo a mano de obra externa a la familia del titular de la
explotación.
Hay por lo menos tres datos decisivos que muestra nuestro análisis de la región de Colonia a
fines de la época colonial: i) los productores rurales son mayoritariamente campesinos. ii) la
producción ganadera y sobre todo vacuna está concentrada en un alto porcentaje en las
grandes estancias, a pesar de la existencia de gran cantidad de medianos y pequeños
pastores; iii) la producción agrícola está principalmente en manos de pequeños campesinos,
a pesar de que también las grandes estancias la realicen, pero en pequeña escala.
El crecimiento gran-estanciero no se hace a costa de la proletarización de la población rural,
sino que también observamos simultáneamente un crecimiento de las explotaciones
campesinas.
I) Grandes estancieros: dentro del mismo podemos diferenciar dos subgrupos: a) los
ausentistas que son una ínfima minoría, en general son grandes comerciantes de Buenos
Aires o Montevideo, y muchas de sus estancias son en realidad campos de faenamiento de
ganado alzado, enormes extensiones ubicadas en el interior del territorio oriental.
b) los grandes estancieros de residencia local o semi-ausentistas, que son más numerosos
que los anteriores y poseen extensiones de tierra más moderadas, pero también en general
mejor ubicadas en relación a los mercados o las vías fluviales de acceso a los mismos.
II) Los campesinos: dentro de esta categoría se incluye sin duda a la mayoría de la población
rural, pero comprende también diversos subgrupos con notables diferencias: a) los pequeños
estancieros-chacareros. Estos se distinguen de las categorías siguientes, porque si bien están
y trabajan en sus tierras, contratan algo de mano de obra extra-familiar y/o pueden poseer
uno o dos esclavos. Es evidente que dentro de este sector puede haber un cierto nivel de
acumulación.
b) los campesinos autosuficientes. Estos basan la explotación de sus chacras en el trabajo
familiar, y sólo eventualmente pueden contratar un poco de mano de obra en momentos
estacionales críticos.
c) los campesinos-peones, que sólo se diferencian de los anteriores, porque el producto de
sus parcelas no les alcanza para subsistir y deben recurrir al empleo temporario del jefe de
familia y quizás de algún hijo mayor, para completar sus ingresos.
III) Peones-proletarios: individuos que no poseen chacra y que por ende dependen
exclusivamente del salario para subsistir.
IV) Esclavos: constituyen una buena parte de la mano de obra permanente y tienden a
ocupar los cargos de mayor responsabilidad de las mismas.
Es verdad que hay un desarrollo estanciero, es verdad que su producción está orientada
esencialmente al mercado exterior de cueros, pero vimos como junto a esto hay una
producción diversificada destinada fundamentalmente a los mercados locales y regionales, y
que esta última, así como una parte de la destinada a los mercados externos se desarrolla en
manos de centenares de medianas, pequeñas y muy pequeñas explotaciones de tipo familiar.

Textos de Prácticos: La crisis del orden colonial en el Río de la Plata


● Chiaramonte,
● Halperin Donghi

Semana IV:
Textos de Teórico-Práctico: Pueblos de Indios y fronteras después de la Revolución
● Wilde, G- “ Religión y poder en las misiones de guaraníes”.
Capítulo 10: Los hijos de Artigas.
Este capítulo propone una aproximación diferente, tratando los episodios ocurridos durante
los meses de la ocupación artiguista en la ciudad de Corrientes como vía para comprender
aspectos generales de la adhesión misionera al artiguismo, la base de la legitimidad de sus
figuras de autoridad y las características particulares de la interpelación discursiva de Artigas
hacia los guaraníes.
Para fines de agosto de 1818, el líder guaraní Andrés Guacurary, comandante militar de las
Misiones, había logrado derrotar a los insurgentes de Corrientes dirigidos por Juan
Francisco Vedoya y se encaminaba a esa ciudad con el propósito de reponer al gobernador
artiguista Juan Bautista Méndez.
Luego de una paralización inicial, Andresito dispuso por medio de una serie de bandos el
restablecimiento de las actividades económicas y políticas de la ciudad. Si bien el cabildo
continuaba funcionando y existía un gobernador en funciones, el gobierno correntino en
última instancia estaba en manos de Andresito. Éste ordenó una requisitoria de armas y
formalizó la devolución de los niños indígenas que servían en casas de las familias
correntinas.
A fines de marzo de 1819, el líder abandonó Corrientes por orden de Artigas para combatir
contra portugueses en los pueblos orientales de Misiones, dejando algunas tropas para
apoyar al gobernador repuesto.
Indagar más generalmente sobre las características de la participación indígena en el
movimiento de Artigas, los mecanismos que empleaban para instituir un orden social
fundado en el ideal de igualdad y unidad confederal. De esta dimensión general interesan
particularmente dos aspectos. El primero se relaciona con la escenificación de los símbolos y
las interpelaciones discursivas artiguistas, destinados a redefinir lugares de poder local. El
segundo es la especificidad de la adhesión guaraní hacia Artigas, uno de cuyos elementos
movilizadores fue la recuperación de una unidad perdida del distrito, fundada en la memoria
idealizada del pasado jesuítico.
Es claro que la articulación de la "gente de la campaña" con Artigas, en buena medida,
respondía a las orientaciones político-sociales del movimiento que favorecían a sectores
tradicionalmente relegados, las cuales eran incluidos en un plan territorial de gran alcance.
Como sugiere Ana Frega, la aceptación de Artigas en este ámbito era en buena medida
tributaria del delicado equilibrio que el líder oriental había logrado imponer entre los
diversos intereses económicos, políticos y culturales que representaba. Mientras las élites
pretendían que estableciera el orden, frenara los desmanes de la tropa y defendiera su
autonomía frente al gobierno porteño, es decir, les brindara protección y seguridad en la
afirmación del localismo, los hombres de las milicias esperaban de él un trato personal y
directo basado en la reciprocidad y la tolerancia. Dentro de ciertos márgenes debía dejarlos
obtener tierras y "hacer sus cuentos".
El movimiento y la localización discontinua de grupos pequeños, los "montones", era la base
de la estrategia militar artiguista. Las llamadas "montoneras" operaban eficazmente al modo
de guerrillas en un ámbito, la campaña, que solía ser dificultoso para la acción de los
ejércitos regulares provenientes de las ciudades.
Inestabilidad de la autoridad de los líderes en situaciones concretas, por fuera de la rutina
militar cotidiana.
Otro elemento al que Andresito solía apelar para legitimarse era la religión. En este punto
adquiere relevancia la figura mediadora de los curas cuya intervención dotaba de un aval
espiritual al proyecto federalista.
Para la época de la entrada de Andresito, la estrategia artiguista de control de los puertos ya
se encontraba debilitada. Varios miembros del cabildo correntino, afines a los porteños,
pretendían restablecer el comerció con Buenos Aires, lo que colocaba a la Liga de los Pueblos
Libres en una situación complicada.
A diferencia de los misioneros, los correntinos no alcanzaban a conciliar las tendencias
localistas y regionales que propugnaba el artiguismo. Corrientes era una ciudad
económicamente sostenida por el comercio y socialmente basada en la servidumbre indígena
y, en menor medida, la mano de obra esclava. Por consiguiente, difícilmente podía
condescender con un programa de reformas políticas, económicas y sociales que afectaran
sus propios basamentos. De todas maneras, la necesidad de proteger la actividad comercial
del importante puerto de la ciudad mantenía a los correntinos en una posición política
ambigua. La tendencia que históricamente había mantenido el cabildo de la ciudad era
oponerse a la autonomía del distrito misionero, promoviendo su anexión. Los vecinos
correntinos participaron del movimiento artiguista, tanto para proteger sus intereses
comerciales como para contener el avance de una población de campaña muy afecta a las
ideas y, sobre todo, la figura personal de Artigas. Cuando se manifestaron algunos signos de
crisis del artiguismo, los correntinos tomaron distancia.
A veces, la retórica artiguista vincula la unidad territorial misionera con la gloria pretérita de
los guaraníes en los tiempos jesuíticos.
Las aspiraciones de los pueblos misioneros eran coherentes con los intereses de la Liga en la
medida que daban impulso a la recuperación de una unidad territorial perdida. La
autonomía de Misiones en tanto "provincia" "libre" y "soberana" era un proyecto que tomaba
fuerza en la recreación de un pasado de unidad identificado con el esplendor jesuítico y la
enemistad con los portugueses.
Si bien hubo muchos líderes guaraníes que adhirieron a los planes de recuperación de la
provincia perdida sumando gente al movimiento, también hubo otros que rechazaron
involucrarse en los enfrentamientos bélicos. La lealtad al movimiento artiguista fue de hecho
más marcada en los llamados pueblos occidentales, sobre todo los ubicados a ambos lados de
la costa del río Uruguay, de donde provenían los líderes guaraníes más importantes.
Después de la derrota de Andresito, Artigas intentó reorganizar la provincia misionera y
tomar represalias contra los portugueses, pero en 1820 fue derrotado por los portugueses en
Tacuarembó.
En el nuevo reparto, Artigas fue desplazado por otros líderes regionales. Los porteños,
derrotados en Cepeda, habían firmado la paz con los federales de Entre Ríos y Santa Fe
emergiendo la figura del caudillo entrerriano Francisco Ramírez, quien firmó un pacto con
ellos. Desde por lo menos cinco años antes, el territorio misionero se había convertido en
escenario de guerras que obligaron a gran parte de la población guaraní entre el Uruguay y el
Paraná a abandonar sus pueblos y retirarse al interior o a los dominios portugueses. Ante la
situación de desestructuración económica y política misionera, los liderazgos de pequeña
escala, comenzaron a adquirir peso, recuperando autonomía en sus decisiones y movilizando
gente hacia nuevas localizaciones
● Ratto, S- “
● Sica, G- “

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