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Conflicto social e

imputación estructural.
Un recorrido por la teoría sociológica
Pablo Bonavena1
Mariano Millán2

Introducción: una nueva paradoja de la sociología

D urante sus inicios la sociología conceptualizó la sociedad como una to-


talidad, incluyendo en su arsenal ciertas nociones de sistema. La nueva
disciplina rompía epistemológicamente con la matriz atomista de la filoso-
fía de la ilustración, que explicaba los fenómenos sociales por la adición de
sus partes. Frente al individualismo dieciochesco, la flamante ciencia social
constituyó una nueva problemática presentando nociones de totalidad pre-
dominante, ya sean de carácter emergente o relacional (Piaget, 1986: 30/4).
Desde este prisma analítico, instalado en el nivel macro-social, fueron ges-
tadas las analogías organicistas, tan relevantes durante los primeros trazos
de la sociología, y resultó fortalecida la idea de subordinar la explicación del
comportamiento social a un marco interpretativo general (Nisbet, 2003: 21).
Esta totalidad, por otra parte, se fue asociando generalmente a una espa-
cialidad asentada en la unidad política que expresó el Estado-Nación. Desde
el marxismo se blandió otro criterio para conceptualizar la territorialidad.
“¡Proletarios del mundo, uníos!”, que cierra el Manifiesto Comunista, expresa
una lógica epistémica asentada en relaciones cuya producción y reproduc-
ción se localiza a escala mundial. En contraste, la sociología alineada con la
burguesía, generalmente desde una ideología industrialista, adoptó tempra-
namente una perspectiva estructural espacializada en los confines estatales.

1. Investigador del Instituto Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires (UBA),


y docente de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP) y la UBA. Doc-
torando en Ciencias Sociales por la UNLP. Investiga el conflicto social en la teoría socio-
lógica, en la Argentina de los ’70 y también las guerras contemporáneas.
2. Investigador de CONICET (IHAA Dr. Emilio Ravignani) y docente de Sociología de
la Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Ciencias Sociales por la UBA. Inves-
tiga sobre movimientos estudiantiles, conflicto social y guerra.

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

Existen diferentes periodizaciones de la evolución de esta tendencia: Alain


Touraine y Anthony Giddens resaltaron esta predisposición en el siglo XIX
(Joas, 2005: 170/1 y 183; Freund, 1987: 36/44; Giddens, 2006: 27). Otros autores
ubicaron tal propensión en el siglo XX, reconociendo como preponderante para
la centuria anterior una mirada de carácter universal sobre lo social (Therborn,
2012). Resulta una cuestión espinosa, porque puede sostenerse que el comienzo
de la producción de estadísticas entre finales del siglo XVIII y principios del XIX,
propio de los Estados preocupados por el gobierno de sus territorios y poblacio-
nes, haya sido un fenómeno decisivo para constituir intelectualmente la espacia-
lidad Estado-Nación y el nivel de análisis a gran escala, elementos fundantes de
la sociología (Berthelot, 2003: 11). Allende tales debates, como afirma Francisco
Ayala, “La configuración nacional de la realidad social ambiente ha operado de
modo muy efectivo, como un cuño, sobre la Sociología, y el desarrollo de esta
ciencia no podía ser entendido sin apelar a esa clave” (Ayala, 1947: 34).
Por estas razones, la ruptura epistemológica de la sociología respecto de las teo-
rías del contrato social contrastaba con elementos de continuidad, como la usual
consideración del “estado de guerra de todos contra todos” en la arena inter es-
tatal, que implicaba considerar el conflicto como un fenómeno extra-sistémico en
lugar de intra-sistémico (Parra Luna, 1983: 287). En esta clave puede leerse, por
ejemplo, la obra de Herbert Spencer (n.1820 – m.1903), quien defendía el imperia-
lismo británico sin considerarlo en contradicción con su apología del pasaje de la
“sociedad militar” a la “sociedad industrial” (Gil de San Vicente, 2012: 30).
La perspectiva estructural de la sociología clásica, predominante en el siglo
XIX y durante el primer tercio del XX, conformó el perfil característico de
esta disciplina. Por ello el estudio de la integración y la disgregación social
resultó fundamental para los autores que, tomando distancia del marxismo,
articularon una explicación global de la sociedad, la estructura social y la
integración del sistema (Bretones, 2001: 34/5).
La mentada estabilidad sistémica se definía, generalmente, de acuerdo con la
magnitud de la conflictividad social. Este criterio abrevaba en la presuposición
general (Alexander, 1995: 18/9) de que la proliferación y/o la creciente intensidad
de los conflictos representaban circunstancias potencialmente desorganizadoras
de los vínculos y el equilibrio social. Por ello, la meta de la nueva ciencia era fa-
vorecer la duradera “armonía” social. Obras ricas y complejas, como la de Dur-
kheim, se propusieron desentrañar las fuerzas colectivas que tendían al orden y
la cohesión (Bonavena y Zofío, 2008). Lecturas posteriores, influidas por Talcott
Parsons, codificaron los estudios durkheimianos como una perspectiva teórica
que valoró negativamente el conflicto social (Coser, 1970: 146 – 170).
Destacamos, en este sentido, una nueva paradoja de la sociología clásica com-
patible con las estrategias burguesas (de aquí en más “sociología burguesa”):
si epistémicamente rompió con las matrices individualistas del pensamiento

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

contractualista y el liberalismo, en el nivel de los presupuestos sobre el orden


social se encontraba en clara continuidad: tendencia al equilibrio y, por ello,
autorregulación del orden social, armonía entre los intereses de las partes y el
conjunto, nociones del conflicto y la violencia como anomalías y/o un elemen-
to “pre” o “a-social”, etc. (Bonavena, 2010).3
Sin embargo, otras indagaciones de los sociólogos pioneros mostraron una
imagen más compleja del conflicto en sus escritos. Jacques Donzelot, por
ejemplo, resaltó el estrecho eslabonamiento entre el movimiento “solidaris-
ta” y las formulaciones de Durkheim, puesto que ambos cuerpos de teo-
ría buscaban cubrir la brecha entre las ideas de orden social conservadoras
(coactivas) y liberales (espontáneas), que no llegaban a explicar/garantizar la
integración social (Donzelot, 2007).
Resulta menester destacar, igualmente, que si los conflictos fueron temprana-
mente considerados un síntoma de fragilidad societaria, también se concibieron,
en algunos casos, como una llave de paso para el cambio social progresivo. Mien-
tras Karl Marx profundizó este enfoque desde una perspectiva revolucionaria,
numerosos sociólogos entendieron la proliferación de las disputas como poten-
cialidad para modificar la vida colectiva, pero dentro del orden. El despliegue de
la conflictividad orientada por un programa político y una práctica munida de
una teoría, idea central en el marxismo, también nutrió la indagación conceptual
para contener las protestas, como lo refleja tempranamente Movimientos sociales y
monarquía de Lorenz Von Stein, allá por 1850, donde se proponía implantar refor-
mas sociales para evitar la revolución social (Guerrero, 2013: 85).
Estas alternativas teóricas al enfoque clásico, empero, no erosionaron el do-
minio de la estrategia de lectura parsoniana que eclipsó otros desarrollos,
como los postulados por Adam Ferguson (n.1723 – m.1816), quien precoz
y pioneramente destacó el efecto positivo del conflicto para la conservación
institucional y la cohesión social (Hill, 1996: 215; Wences, 2010). Corrido el
velo funcionalista, emerge un amplio registro de escritos sociológicos don-
de fue resaltada la necesidad de organizaciones institucionales capaces de
incluir las demandas sociales, que cuenten con estructuras flexibles, que so-
porten reformas y eviten la “anarquía”. La gestión del conflicto devino un
objeto teórico de importancia para esta rama de la ciencia.
Fernando Álvarez Uría y Julia Varela afirmaron que el desarrollo de la teo-
ría sociológica del conflicto se produjo en la fisura que abrieron las tensiones
sociales de la democracia y el capitalismo, en un canal entre el pensamiento
conservador, el liberalismo y, enfrente, el socialismo (2004). Por eso, a poco de
su gestación, el pensamiento sociológico expresaba ya un mosaico teórico en
debate con el desafío intelectual del marxismo, en un marco signado por la
lucha obrera (Zeitlin, 1970: 361/2). Göran Therborn sostiene que la sociología
3. La primera paradoja de la sociología ver: Nisbet, 1999: 33.

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“[…] se desarrolló y estableció definitivamente como un intento de enfrentarse


a los problemas sociales, morales y culturales del orden económico capitalista,
bajo la sombra de un movimiento obrero militante y de una amenaza más o
menos inmediata de socialismo revolucionario.” (Therborn, 1980: 140/1)
En paralelo a las elaboraciones realizadas con el objetivo de constituir una
teoría general, dentro de la disciplina existieron, como en otras ciencias, ten-
dencias que buscaron descomponer esa agregación en elementos más simples,
con pretensiones hipotéticas más acotadas y particularizadas (Rodríguez y
Arnold, 2007: 22). La tensión entre sociología general y sociologías especiales
recorre la historia de la teoría sociológica (Munné, 1971: 261/2). Estas búsque-
das de alternativas conceptuales son el contexto intelectual de los planteos que
cuestionaron la fuerza asignada al sistema o totalidad. Una de sus consecuen-
cias fue la tensión entre abordajes generales y/o macro-sociales y perspectivas
centradas en los actores, mirada que tendió a ser hegemónica entre los teóricos
burgueses del conflicto social durante la última parte del siglo pasado.

El conflicto en la sociología de la era del imperialismo: Alemania y EEUU

Entre el último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del XX el capita-
lismo adoptó la forma imperialista (Lenin, 1974). Las transformaciones de esta
era permitieron a los europeos occidentales y sus descendientes hacerse con el
control del 85% del planeta (Arrighi, 2014: 71/2), avanzando con las armas en
la mano (Headrick, 2011: 169 - 278). Por aquellos tiempos comenzó la crisis de
Gran Bretaña en tanto conductora del sistema-mundo capitalista y la emergen-
cia de dos competidores para sucederla: Alemania y EEUU. Ambos pugnaron
por la acumulación de recursos como la extensión territorial, el crecimiento de
la producción industrial, el control de las materias primas y la fuerza de tra-
bajo, al compás de la expansión de las relaciones salariales. Estos años fueron
marcados, asimismo, por grandes migraciones y el incremento exponencial de
la urbanización en los países centrales (McNeill y McNeill, 2010: 294 y 318).
Tomando en cuenta esta situación sorprende que, en nuestra cultura sociológi-
ca argentina, los textos producidos en Francia durante el “largo siglo XIX” hayan
eclipsado las elaboraciones de Alemania (con la excepción de Weber) y de los
EEUU.4 Las intensas transformaciones sociales en estos países aparecen refleja-
das, con mediaciones, en el pensamiento sociológico que allí germinó.

4. En 1887, comentando la obra de Gumplowicz, Durkheim señalaba: “[…] la sociología,


que es francesa por su origen, se convierte cada vez más en una ciencia alemana” (Gid-
dens, 1998: 131). Suele afirmarse que el desplazamiento de la sociología alemana se debió
a la derrota en la Gran Guerra, pero ese argumento no explicaría la fuerte presencia de
Max Weber, férreo defensor del imperialismo alemán y la guerra, en nuestra disciplina.

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

Una rápida lectura de numerosos iniciadores de la sociología en Alemania


y los EEUU muestra que el conflicto social era una preocupación explícita en
sus obras. Al mismo tiempo, la sociología norteamericana y autores como
Georg Simmel (n.1858 – m.1918), construyeron teoría donde la imputación
sistémica resultó débil y, en cambio, las situaciones sociales fueron conside-
radas con mayor capacidad explicativa. Este sendero reflexivo abrió mayores
posibilidades conceptuales para el estudio del conflicto y sus implicancias
para los actores y la vida social. Por tratarse de un conjunto tan heterogéneo
de autores, elaboramos dos breves apartados: la sociología germanohablante
y el conflicto y la escuela sociológica de Chicago.

a) La sociología germanohablante y el conflicto

Desde la segunda mitad del siglo XIX, el mundo germanohablante contaba


con dos potencias que pugnaron por la unificación: Austria y Prusia. Los
primeros comandaban un diverso imperio (en términos étnicos, lingüísticos,
religiosos) a través de la doble monarquía de Viena y Budapest. Los segun-
dos, de pujante desarrollo industrial, encabezaron la unificación bajo la au-
toridad del Káiser y el Canciller Bismarck, sin la vencida Austria. En ambos
espacios geográficos florecieron elaboraciones sociológicas que otorgaron un
lugar central al conflicto y transitaron, aunque de maneras diferentes, la di-
cotomía entre Estado y sociedad (Freund, 1988: 180).
En el Imperio Austro-Húngaro el análisis sociológico del conflicto fue produ-
cido centralmente a través de la problemática malthusiana del territorio y la po-
blación y, también, de los conflictos raciales. Las dos figuras de mayor relevan-
cia fueron Ludwig Gumplowicz (n.1808 – m.1909), de Cracovia; y su discípulo
vienés Gustav Ratzenhoffer (n.1842 – m.1904).
Para Gumplowicz, permeado por el darwinismo social, la ley suprema de
las sociedades consiste en: “[…] la lucha de numerosos y pequeños grupos
hacia la formación de los más grandes, por la servidumbre de los más dé-
biles bajo los más fuertes.” (1946: 142). Es el conflicto lo que produce “[…]
esos fenómenos socio-psíquicos, que creemos, por lo general, libremente
creados por el ‘espíritu humano’, como la lengua, la religión, el derecho, el
Estado con todos sus organismos, etc.” (Ibidem: 146). En la misma direc-
ción apuntaba cuando analizaba el Estado y el derecho, que “[…] surge de
la lucha social entre las sociedades humanas” (Ibidem: 144). Los distintos
colectivos humanos entraban en choques por la tendencia de cada grupo a
la preservación y ampliación: “[…] los pueblos primitivos se ven forzados,
primero, a emprender expediciones de pillaje donde se miden las fuerzas
[…]. Cuando esas expediciones repetidas no parecen remuneradoras […]

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

sojuzgan de modo permanente a las hordas vecinas –o de ultramar– las


obligan a la explotación intensiva de los territorios conquistados. Así se
inaugura la formación de los Estados […]” (Ibidem: 159/60).
Efectivamente, existe una “perpetua ley del movimiento, a resultas de la cual
las razas se ven abocadas a una circulación continua alrededor del globo terres-
tre: la raza consolidada se pone en marcha de una manera o de otra para ir
a buscar los lugares donde reside la raza extranjera, a fin de entrar así en
contacto con ella y volver a comenzar la lucha […]” (Gumplowitz, 2002: 57).
Aquí se asientan, para el autor, la permanencia histórica de la guerra y el
dominio y la explicación del cambio social como resultado del conflicto por
la subsistencia. Su sociología expresa, en definitiva, al Imperio austro-hún-
garo como aparato de dominación (Ayala, 1947: 181/2). Una visión análoga
presentaba Ratzenhoffer, para quien los “[…] conflictos consolidan las es-
tructuras sociales y crean agregados de poder” (Martindale, 1979: 217). De
allí sus conjeturas sobre el papel fundamental de la guerra, la lucha de clases
y el enfrentamiento entre grupos culturales (Ayala, 1947: 180).
En Berlín, Franz Oppenheimer (n.1864 – m.1943), de inspiración liberal y
admirador de Gumplowicz, retomó los problemas de la acumulación origi-
naria y el carácter clasista del Estado. En Deer Staat [1909] (1990), conceptua-
lizó las bases del orden social desigual como producto de las expropiaciones
de las masas rurales, que fue garantizado por la constitución de un instituto
jurídico-político: el Estado. En efecto, Oppenheimer sostenía que el ejercicio
de la violencia resultaba ser un factor de gran capacidad explicativa para la
constitución de las diferencias de clase (Ayala, 1942: 25/6).
Con posterioridad a la unificación alemana influyentes voces expresaron preocu-
pación por las tensiones sociales y, en 1872, fundaron la Asociación para la Política
Social (Verein Für Sozialpolitik). El proceso de organización y la belicosidad obrera,
bajo el influjo del ideario socialista, pusieron en el orden del día el problema de la
gestión de la conflictividad social. Este fue uno de los fundamentos del núcleo de
los llamados “Socialistas de Cátedra”: Gustav Schmoller (n.1838 – m.1917), Adolf
Wagner (n.1835 – m.1917), Lujo Brentano (n.1844 – m.1931), Werner Sombart (n.1863
– m.1941) y Albert Schäeffle (n.1831 – m.1903), entre otros.5 El planteo fundamental
del grupo puede resumirse en las palabras de Schmoller: “Sólo conservando una nu-
merosa clase media, elevando a un grado superior de civilización a nuestras clases
inferiores, y aumentando sus ingresos, es cómo podremos escapar de la evolución
política que nos traería alternativamente la dominación del capital y la del cuarto
estado. La reforma social sólo puede mantener en el Estado prusiano las tradiciones
que le han hecho grande; ella es la única que puede mantener a la cabeza del Estado

5. Durkheim tomó de Schäeffle la metáfora organicista, y de varios socialistas de cá-


tedra la idea de que la actividad económica no podría estudiarse por separado de la
integración moral de los sujetos (Giddens, 1998: 127/35).

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la aristocracia de la civilización y de la inteligencia; y ella sola nos garantizará para


el porvenir, en el interior del imperio reconstituido, un estado de salud en armonía
con su poderío y su esplendor” (Schmoller, 2007: 6/7).
Los Socialistas de Cátedra señalaron que el conflicto en la pujante sociedad
industrial debía y podía ser regulado, a través de mecanismos de “seguridad
social”, un planteo que tenían las mismas autoridades del Reich: “El 17 de
Noviembre de 1881 tuvo lugar el famoso mensaje imperial que marcaba un
cambio de rumbo en las políticas sociales: […] la superación de los males so-
ciales no puede encontrarse exclusivamente por el camino de reprimir los ex-
cesos socialdemócratas, sino mediante la búsqueda de fórmulas moderadas
que permitan una mejora del bienestar de los trabajadores. […] seguro de los
trabajadores en caso de accidentes de trabajo. […] organización paritaria del
sistema de “Cajas de Enfermedad” en la industria. También se contemplará la
situación de quienes por edad o invalidez resulten incapacitados para trabajar,
que tienen ante la colectividad una pretensión fundada a una mayor asistencia
estatal […]” (Álvarez Uría y Varela, 2004: 181)
En la voluntad de obturar el camino de la revolución social e instaurar un siste-
ma estable, el Socialismo de Cátedra ideó mecanismos de ciudadanización para
las clases subalternas. El Estado debía abandonar sus bases liberales y transfor-
marse en un Estado social, una tercera posición entre marxismo y liberalismo.
Esto implicaba el reconocimiento del conflicto estructural entre obreros y em-
presarios, que podría regularse con instituciones intermedias como los sindi-
catos, y con la flexibilidad institucional suficiente para asignar derechos a los
distintos actores. No pretendían eliminar la libertad de empresa y de mercado,
sino encauzarlas con criterios morales, para que no hubiese personas ni grupos
sociales excluidos de los beneficios de la industria moderna.
Esta matriz puede observarse en ¿Por qué no hay socialismo en los Estados
Unidos? [1906], de Sombart. Allí se demuestra que un sistema político con
sufragio universal y partidos centristas de masas, en una sociedad donde
es factible ilusionarse con una mejora de la calidad de vida y la movilidad
social ascendente, resulta ser un mecanismo efectivo para integrar a la clase
obrera en el orden social y atemperar “toda agitación anticapitalista” (2009).
En la obra de este autor hallamos textos donde el conflicto social, especialmen-
te en forma de guerra, tiene capacidad estructurante. En Guerra y Capitalismo
[1913] sostenía que entre los siglos XVI y XVIII, por efecto de las confrontaciones
estatales, se desarrollaron los ejércitos y con éstos la disciplina de las masas,
fenómenos que constituyeron un fuerte estímulo de la producción industrial
(Sombart, 1943; Beriaín, 2005; Bastida, 1994: 65).6 Durante la Gran Guerra, en
“Mercaderes y héroes. Reflexiones patrióticas” [1915], señaló que la confronta-
6. Estas tesis adelantaron por varias décadas las ideas de Geoffrey Parker sobre la revo-
lución militar [1988] (2002), inclusive las más tempranas de Michael Robert, allá por 1955.

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ción bélica desnudó los caracteres de una “cosmovisión heroica”, propia de los
alemanes y el mero “espíritu mercantil” de los ingleses (Beriaín, 2005: 92). Som-
bart, además, realizó aportes pioneros para pensar la expansión del capitalismo
desde la noción de “sistema mundo” (Blinder, 2011: 203), esbozando pasos hacia
la superación de la estrechez nacional en el análisis sociológico.
Esta perspectiva macro contrasta con las aproximaciones del formalismo
microsociológico de Georg Simmel, la figura más rutilante de la sociología
alemana de la “era del imperialismo” para la cuestión del conflicto. En un
escrito pionero, “Sobre la diferenciación social” [1890], sostuvo que la na-
ción o el Estado se integraban a través de los conflictos (Vernik, 2012: 152).
Posteriormente desarrolló este planteo.
Su enfoque general del problema y objeto sociológico fueron las formas de
socialización, en un intento por construir un abordaje que separase la nueva
disciplina respecto de la historia y otras ciencias humanas, no tanto por los
hechos que se estudiarían, sino por las maneras de conceptualizarlos: “Lo
que se necesita es una línea que, cruzando todas las anteriormente trazadas,
aísle el hecho puro de la socialización, que se presenta con diversas figuras
en relación con los más divergentes contenidos y forme con él un campo
especial.” (Simmel, 1939: 17). Esta separación de formas y contenidos se ins-
cribe en una tendencia del pensamiento alemán donde “[...] las conexiones
causales se ven desplazadas por las analogías [...]” (Lukács, 1959: 490).
La teoría formalista asumió tempranamente que “Si toda acción recíproca
entre los hombres es una socialización, la lucha, que constituye una de las
más vivas acciones recíprocas y que es lógicamente imposible de limitar a
un individuo, ha de constituir necesariamente una socialización.” (Simmel,
1939: 247) Desde este punto de vista, el conflicto aparecía como una forma
de socialización, más allá de sus contenidos y, por ello, presente en cualquier
momento de la historia, espacio geográfico y/o ámbito social.
Para Simmel, el conflicto podía provenir de un “natural instinto de hosti-
lidad” o de contenidos interindividuales. En términos generales, consideró
que la lucha era una forma de poner en contacto a los individuos y grupos,
al tiempo que representaba una vía para la unidad y remedo de la disocia-
ción (estudiando para ello los juegos, las contiendas jurídicas y las pujas
por intereses objetivos); un elemento de distensión social y, también, un
medio para la construcción de identidades y jerarquías, ya sea por la com-
petencia o la guerra, que permiten la concentración de fuerzas, la forma-
ción de alianzas y la expresión de los antagonismos, mucho más intensos
cuanto más comunitaria es la relación entre los antagonistas.
El abandono, por parte de Simmel, de la pretensión explicativa sobre el capi-
talismo, la modernidad, la industrialización, etc. y el trazado de una estrategia
conceptual basada en las formalizaciones plurales (Watier, 2005: 12), abordan-

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

do objetos más pequeños, pensando en situaciones más que en sistemas, legó


trabajos fundamentales para comprender aspectos de la actividad social (por
ejemplo Filosofía del dinero, “El extranjero como forma sociológica”, “El pobre”,
etc.), aunque no una lógica que estructure la misma (Fritz Ringer, 1995: 170).
La obra de Simmel brindó numerosas herramientas para la micro-sociología
y para los estudios acerca de los espacios públicos urbanos de la escuela de
Chicago (De la Peña, 2003). No es de extrañar que la sociología de esa metró-
poli se desarrollase sobre estas coordenadas lógicas.

b) La moderna escuela sociológica de Chicago

A pesar del trasfondo común de avance organizativo de la clase obrera,


la primera sociología norteamericana presentó rasgos sustancialmente
diferentes respecto de su par europea, sobre todo francesa. En primer
término, porque “[…] una considerable mayoría de estos sociólogos cre-
yentes tenía alguna vinculación con los movimientos protestantes de re-
forma social y del Evangelio social […]” (Coser, 1988: 327), por ello “[…]
la primera y la segunda generación de sociólogos norteamericanos se su-
maron en buena parte a las filas del movimiento reformador en ascenso.”
(Ibidem: 329). En segundo lugar, porque el conflicto resultaba uno de sus
elementos centrales. En una de las primeras reuniones de la American So-
ciological Society, durante 1907, el cierre estuvo a cargo de Thomas Carver,
quien explicitó que: “Puede haber muchos casos en los que existe armo-
nía de intereses, pero esto no plantea ningún problema y por lo tanto no
necesitamos ocuparnos de ello.” (Carver, 1908: 629).
El reformismo social de estos precursores tenía puntos de contacto, por sus
intereses y motivaciones, con el Socialismo de Cátedra alemán, aunque en
los EEUU parte de estas motivaciones tenían fundamentos religiosos. Dentro
de este conjunto de autores existían “reformadores estructurales” como Les-
ter Ward (n.1814 – m.1913), Albion Small (n.1854 – m.1926), Edward Ross
(n.1866 – m.1951), Throrstein Veblen (n.1857 – m.1929) y Charles Cooley
(n.1864 – m.1929); y “reformadores detallistas” como William G. Sumner
(n.1840 – m.1910) y Franklin H. Giddings (n.1855 – m.1931) (Coser, 1961:
15/6). Más allá de tales discrepancias, todos ellos eran contrarios a la revolu-
ción proletaria (Therborn, 1980: 132/3 y 138/9).
Estas obras formaban parte del archipiélago de la crítica social norteameri-
cana, tendencias que cuestionaban determinados elementos de la vida colec-
tiva “[…] –la ciudad, la sociedad de masas, la tecnología, la bomba, las gran-
des organizaciones, la vida suburbana, el automóvil, los medios masivos (en
su papel de entretenimiento), la discriminación racial– y no se trata[n] de

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

eslabonar su criticismo con ninguna concepción general de la sociedad tal


como ella es o como pudiera ser.” (Bottomore, 1970: 20)
Este constituye uno de los rasgos más salientes de la escuela de Chicago,
que fuera el centro de la sociología estadounidense hasta fines de los años
’30: la sustitución de la cuestión social por una gama variada de problemáti-
cas sociales, mayormente ligadas a las transformaciones de una ciudad cuya
población crecía vertiginosamente.
El enfoque de esta corriente sociológica puede resumirse en un abandono
de las grandes explicaciones sistémicas y la observación de lo social “en situa-
ción”. Trazando una comparación con Durkheim o Weber, destacamos: “1) el
abandono de la preocupación central por el capitalismo […]; 2) la sustitución
de la cuestión social por una variada gama de problemas sociales, y más con-
cretamente por la integración de los emigrantes, los negros, los trabajadores
irregulares; 3) en fin, el abandono de la sociología histórica para adoptar como
modelo el paradigma ecológico de las ciencias naturales. En Chicago la cen-
tralidad de la cuestión social es sustituida por la centralidad de la inserción
sociocultural de las minorías étnicas.” (Álvarez Uría y Varela, 2004: 303)
Cuando repasamos las principales obras del período de madurez de la es-
cuela de Chicago, como El campesino polaco en Europa y América de William
Thomas y Florian Znaniecki [1918-1920] (2006) y numerosos escritos de Ro-
bert Park acerca del hombre marginal, subrayamos tres elementos de impor-
tancia sociológica. En primer lugar una teoría que va “[…] de los problemas
sociales a las situaciones sociales, y en este nuevo marco el punto de vista de
los actores era decisivo, ya que, si las situaciones son percibidas como reales, son
reales en sus consecuencias.” (Álvarez Uría y Varela, 2004: 288) En segundo
término, el trabajo precursor en base a metodología cualitativa, donde “El
objeto de estudio está siempre ligado a los significados humanos de alguien
[…]” y “[…] un gran número de documentos subjetivos –cartas, historias de
vida, registros de casos, etc.– son utilizados para comprender la experiencia
de la migración.” (Plummer, 2006: 13). En tercer lugar, un abordaje de los
problemas de la “integración social” a partir de las dificultades y los conflic-
tos, en una escena urbana transformada y en una larga transición. Entre 1880
y 1920, cuando el departamento de Sociología de Chicago tuvo su fundación
y apogeo, la ciudad pasó de 500.000 a 2.700.000 habitantes, “[…] los blancos
norteamericanos representaban un 23,7% […]” (Álvarez Uría y Varela, 2004:
286). “La ciudad era considerada un laboratorio en el que podían observarse
todos los matices y las interconexiones de la vida social.” (Downes y Rock,
2011: 92) Semejante diversidad, complejidad y, sobre todo, velocidad de los
cambios tuvieron un enorme impacto sobre Max Weber: “Toda la enorme
ciudad (más grande que Londres) se parece, a excepción de los barrios resi-
denciales, a una persona a quien le hubieran quitado la piel y cuyas vísceras

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

se vieran trabajar.” (Weber, 1995: 434)


De esta manera, una sociología construida desde las situaciones sociales, se
afanó por documentar la vida colectiva de una serie de habitantes, general-
mente pobres, que combinaban distintas dosis de movilidad y precariedad
de sus vínculos laborales: “a) los trabajadores estacionales; b) el trabajador
transitorio; c) el tramp que “sueña y vaga” y sólo trabaja cuando le resulta
conveniente; d) el bum que rara vez vaga y rara vez trabaja, y e) el home-
guard que vive en la hoboemia y nunca deja la ciudad.” (Anderson, 1923: 89)
Evidentemente, para la escuela de Chicago, “La sociedad fue descrita como
un gran mosaico de mundos sociales que albergaban formas de conducta y
moral muy diferentes.” (Downes y Rock, 2011: 108) El afán por circunnavegar
y documentar la pobreza estaba en estrecha relación con sus posiciones acerca
de la necesidad de reformas sociales, de instituciones que incorporasen a la
población, que constituyeran una ciudadanía más amplia, preocupación que
podían plantear porque sus elaboraciones no intentaban radicarse en una im-
putación sistémica, puesto que “[…] renunciaban a abordar la naturaleza mis-
ma del liberalismo y del capitalismo.” (Álvarez Uría y Varela, 2004: 304) Como
destacó James Jasper, la herencia teórica de esta escuela, especialmente de la
obra parkiana, ejerce gran influencia en los actuales abordajes micro-socioló-
gicos del conflicto y los movimientos sociales, porque permite “[…] repensar
la acción, las intenciones y las emociones.” (Jasper, 2012: 29)
A contracorriente de estos desarrollos teóricos, en un clima donde se afir-
maba que los Estados Unidos eran una sociedad sin clases o de clase media
(Chinoy, 1966: 162) Veblen observó el orden social y, en su Teoría de la clase
ociosa [1899], presentó al sistema de clases constituido en relaciones conflic-
tivas como una variable central de la vida social (Veblen, 2005). Esta socio-
logía crítica de la sociedad norteamericana con un nivel de análisis macro
tuvo un lugar marginal dentro del mundo académico. Su línea fue seguida
por Robert Staughton Lynd y Helen Merrell Lynd, quienes investigaron las
situaciones contenciosas a partir de las clases sociales (Lynd y Lynd, 1929;
Busquets, 1974: 21/3). La misma suerte corrieron otros autores, como Charles
Beard, para quien “[…] los disturbios eran el objeto principal de los estudios
políticos y […] el origen de los disturbios estaba en la propiedad.” (Bottomo-
re, 1970: 30)

Los teóricos del conflicto social en el auge de la Guerra Fría

Como hemos descrito, desde sus primeros pasos la sociología norteameri-


cana consideró el conflicto como un aspecto central de la vida social, inclu-
so favoreciendo ciertos cambios en las estructuras sociales para incorporar

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

demandas de los sectores que protagonizaban las protestas. Desde finales


de los ’30 esa tendencia fue perdiendo importancia y, cada vez más, se
procuró teorizar sobre los factores que aseguraban la conservación sin mo-
dificaciones del sistema social. Este cambio se debió, en buena medida, al
peso de la figura de Talcott Parsons (Coser, 1961: 20), vértice del consenso
ortodoxo estructural funcionalista (Giddens, 1982: 4/8).
Para 1950, en una reunión de la American Sociological Society (donde había in-
tervenido Carver en 1907), Jessie Bernard planteó que la sociología norteame-
ricana había hecho poco y nada sobre la cuestión del conflicto después de los
esfuerzos de los fundadores (Coser, 1961: 12) y posteriormente, advirtió que
los sociólogos occidentales habían desplazado el interés sobre el conflicto por
cuestiones de la organización social (Bernard, 1958: 27). Estas aseveraciones,
naturalmente, partían de la exclusión del marxismo de la sociología académi-
ca, emparentando sus corrientes dominantes con los intereses burgueses.
Lo cierto es que hacia 1945 emergió nuevamente la sensibilidad sobre el con-
flicto social (Tejerina, 2010: 47). La conflagración mundial había dejado mi-
llones de muertos, el triunfo militar de la URSS, la agitación en los territorios
devastados por la guerra, las protestas de la clase obrera y de los soldados
norteamericanos que regresaban de los campos de batalla, fueron algunos de
los factores que pusieron en crisis las ilusiones del equilibrio sistémico.
Otro elemento rutilante fue la asociación entre Estado de Bienestar y sociología
occidental, puesto que: “Interesarse por el Estado Benefactor es también presuponer
la existencia de «desequilibrios» sociales intrínsecos que deben ser corregidos y mo-
dificados […]” (Gouldner, 2000: 321) Esta nueva configuración estatal presentó una
simbiosis entre saber y poder con la sociología: “[…] el Estado necesita no sólo una
ciencia social capaz de facilitar la intervención planteada para resolver determina-
dos problemas sociales; también necesita como retórica, para persuadir a sectores re-
nuentes o indecisos […] Necesita […] investigaciones sociales que puedan denunciar
los problemas sociales que se dispone a abordar.” (Gouldner, 2000: 323)
Al mismo tiempo, dentro de la sociología burguesa crecían gradual y caóti-
camente los cuestionamientos respecto del funcionalismo. Esta crisis implicó
al menos cinco tipos de críticas:
• Por el carácter abstracto de la teoría y la imposibilidad de opera-
cionalizar sus conceptos: Robert Merton [1949] (2003) y Charles Wright
Mills [1959] (1961: 44/67).
• En torno a la lógica de las relaciones sociales: desde una matriz configu-
racional, Norbert Elías [1977] (1987: 9/21), o desde el individualismo metodo-
lógico, John Rex [1961] (1968).
• Acerca de la naturaleza de la acción social: renacimiento del utilitarismo
sociológico con la teoría de los incentivos de Mancur Olson [1965] (1971) y la
aplicación de la teoría de los juegos por Thomas Schelling [1960] (1964).

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

• Sobre las cualidades del orden social: mayor contingencia entre situacio-
nes y papeles sociales (García, 1979: 50/9), las funciones de la desviación (Co-
ser, 1970: 107/27) o el carácter coactivo del orden social (Rex, 1968: 138/41).
• Respecto del conflicto en la sociología parsoniana: desatención y/o disi-
mulo (Coser, 1961: 19/23) y la construcción de una teoría complementaria del
conflicto (Dahrendorf, 1966: 180/208).
Si estudiamos algunos trabajos que no conforman el núcleo central de la
teoría de Talcott Parsons, observamos que éste reconoció las diferencias
económicas y los choques de intereses (1967; 1967b), los conflictos ideoló-
gicos (1968) y la cuestión generacional (1969) como elementos de importan-
cia en la estructura social.
A pesar de estos matices, el conflicto prosiguió en los márgenes de la teo-
ría sociológica hasta fines de los ’50 y principios de los ’60, cuando fueron
publicadas varias obras influyentes en la teoría sociológica posterior: en
1956 Las funciones del conflicto social y en 1967 Continuities in the Study of
Social Conflict [Nuevos aportes a la teoría del conflicto social] de Lewis Coser;
en 1957 Las clases sociales y su conflicto en la sociedad industrial y en 1961 So-
ciedad y libertad, de Ralf Dahrendorf; en 1961 Problemas fundamentales de la
teoría sociológica, de John Rex; en 1960 La estrategia del conflicto, de Thomas
Schelling y en 1965 La lógica de la acción colectiva, de Marcur Olson.
Esta lista contiene diferentes relaciones con la teoría funcionalista. Lewis
Coser pretendió construir una teoría del conflicto social en el seno del es-
tructural-funcionalismo. Por ello rechazó los abordajes sobre “problemas
de adaptación”, “tensiones”, etc. y, siendo pionero de la práctica conocida
como “caja de herramientas”, tomó casi todas las nociones de Simmel acer-
ca del conflicto y las articuló en la teoría ortodoxa. Mostró que el conflicto
social cumplía funciones positivas para la integración sistémica siempre y
cuando no contradijera las bases del consenso de valores (¿la propiedad
privada?) y estuviese disperso en el conjunto social. Para que el conflicto
pudiera cumplir funciones positivas la estructura debería ser flexible, es
decir, permitir la expresión de las demandas y tramitarlas en las institu-
ciones, incorporando algunos reclamos y modificando puntualmente las
asignaciones de roles para fortalecer la integración social.
Esta lógica es bastante similar en Ralf Dahrendorf, quien prefirió reconocer
las virtudes de la obra parsoniana para explicar el consenso y construyó una
teorización sobre el conflicto en paralelo. Partiendo de bases filosóficas preten-
didamente hobbesianas (Dahrendorf, 1966: 190) reconoció también la “inevi-
tabilidad” del conflicto. La causa de los conflictos sociales se deriva, según este
autor, del antagonismo entre “dominantes y dominados” (Dahrendorf, 1966:
190), es decir, entre actores presentes en toda institución. Las clases sociales:
“[…] son agrupaciones sociales en conflicto, cuya causa determinante (y con

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

ello su differentia specifica) se halla en la participación y exclusión de dominio


dentro de cualquier asociación de dominación.” (Dahrendorf, 1962: 182)
Este pasaje de la problemática “de la explotación a la dominación” (Duek,
2010), en claro contraste con Marx, tiene un poderoso efecto conceptual: la dis-
persión de los ejes de las contradicciones sociales. En este sentido, Dahrendorf
planteó, ya para 1957, la emergencia de una nueva forma de sociedad: “En
las sociedades industriales desarrolladas esta clase dominada de la asociación
política puede adoptar múltiples formas. Cuando se cierra a sus miembros e
intereses todo acceso al poder, puede transformarse en un cuasi-grupo am-
plio, relativamente homogéneo, del que surja un grupo de intereses vigoroso
y revolucionario […] la mayoría de las sociedades industriales desarrolladas
tienden hacia una estructura distinta. […] el principio de rendimiento y con él
la institucionalización de la movilidad social, han hecho posible el intercambio
regular del personal que integra las clases. Además, el proceso democrático
del ejercicio de la dominación política […] allana el camino a las clases domi-
nadas hacia su creciente influencia en el desarrollo de los cambios estructu-
rales […]. A través de un partido político, como asimismo por medio de una
pluralidad de grupos e intereses más específicos, encuentra aquella la posibili-
dad de remover al personal de la clase dominante, e incluso, sin necesidad de
tal remoción […] transformar sus intereses en realidades. La permanencia del
cambio estructural que tiene en esto su fundamento, contribuye a la mitiga-
ción y regulación del conflicto de clases, y hace innecesaria una formación más
uniforme, e ideológicamente más compacta, de amplios grupos de intereses.
Allí donde funciona el proceso democrático, la clase dominada, integrada por
los ciudadanos del Estado, se manifiesta como una diversidad de grupos de
intereses (asociaciones, “grupos – vetantes”), que, o bien compiten entre sí o
actúan conjuntamente.” (Dahrendorf, 1962: 324/6)
En sintonía con Coser, recomendaba aminorar la intensidad de los conflictos
mediante la “movilidad” (véase la honda herencia de las ideas de Sombart) y
de evitar la “superposición” de los mismos (Ibidem: 201). También resaltaba
que la represión y la supresión del conflicto eran ilusorias y peligrosas, puesto
que “[…] a través de toda la historia […] nos proporcionan las revoluciones
amargas pruebas de este aserto.” (Ibidem: 203) Recordemos lo que señalaba
Schmoller: las reformas como medio para evitar las revoluciones. Por estas
razones, Dahrendorf propone regular los conflictos sociales, auspiciando que
“[…] todos los interesados convengan en ciertas ‘reglas de procedimiento’,
según las cuales quieren dirimir sus diferencias.” (Ibidem: 203), es decir, ins-
titucionalizar las contradicciones entre los grupos. En este sentido, el autor
plantea una doble institucionalización del conflicto: ocurre por la existencia
misma de las instituciones, donde conviven dominantes y dominados, y debe
regularse en otras instituciones, donde se establezcan reglas para expresar las

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

demandas y tratar de cumplirlas.


Dentro de la sociología burguesa, John Rex fue uno de quienes tomaron dis-
tancia más radical respecto del funcionalismo (Alexander, 1995: 105/108): par-
tió desde la acción social y remarcó que “En la teoría del conflicto, los sistemas
son secundarios y han de ser entendidos en términos de los conceptos más
básicos de acción intencional e instrumental” (Rex, 1985: 118). Su clave ana-
lítica a través de la acción social abrió una perspectiva teórica, puesto que la
indeterminación situacional y la pluralidad de sentidos convierten al conflicto
en un elemento constitutivo de lo social desde su nivel de agregación más ele-
mental. Por ello, el conflicto puede ocurrir a partir de fallas en la comunicación
de las expectativas, desacuerdos en los modelos normativos, especialmente
relevantes en los choques diádicos y micro-sociológicos (Rex, 1985: 6/7), o la
puja de intereses en las comunidades en conflicto.
A su vez, las apreciaciones de Marcur Olson (1971) y Thomas Schelling
(1964), demostraron la existencia e inevitabilidad de las contradicciones
entre los intereses de actores individuales y colectivos, y probaron la im-
portancia de los incentivos colectivos y las utilidades de la acción colectiva
calculadas racionalmente por parte de los individuos. En contrapartida, la
obra de Ted Gurr (1970) destacó la importancia de los factores emocionales,
específicamente la frustración, en la violencia colectiva. Otros autores, como
Samuel Eisenstadt [1966], resaltaron el carácter ineluctable y central del con-
flicto social en las sociedades modernas (1968: 44), donde sobrevienen pro-
cesos de “desorganización social”.
Como hicimos notar en este recorrido, la sociología reconoció la inevitabili-
dad del conflicto social. A sus ojos los enfrentamientos expresan la necesidad
de ajustes y cambios en las sociedades (conflictos de reproducción) y por eso
es posible su regulación. Para ello, es precisa la flexibilidad de la estructura
social, con mecanismos como la movilidad, la diferenciación, la competencia
y la posible rotación en o de los grupos dominantes.
Entre las llamadas “nuevas teorías del conflicto social” (Cadarso, 2001), que
emergieron a finales de los ’60, persisten muchos de estos elementos, pese a
que tanto la escuela norteamericana como la europea se afanaron por com-
prender el conflicto desde la multiplicidad de localizaciones sociales, pre-
tendiendo tomar distancia respecto del funcionalismo y, por supuesto, del
marxismo. Los fenómenos contenciosos debían desanclarse de nociones que
supusieran grandes fracturas de la estructura social y abordarse a partir de
la lógica propia de las acciones colectivas y los movimientos sociales. Mien-
tras Charles Tilly reconocía que “La democratización fomenta la formación
de movimientos sociales” y “Los movimientos sociales afirman la soberanía
popular.” (Tilly y Wood, 2009: 33), Alain Touraine afirmaba, refiriéndose a las
instituciones democráticas, que: “[…] se debilitan si no reconocen la prioridad

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Pablo Bonavena-Mariano Millán

y autonomía de los nuevos movimientos sociales, y la necesidad de definirse


como más directamente representativas.” (Touraine, 1987: 200)
Desde La sociedad post industrial [1971] (1971) existe una tradición de pensa-
miento sociológico sobre el conflicto centrada en la identidad como elemento
clave dinamizador de los enfrentamientos, mientras a partir de From Mobili-
zation to Revolution [1977], de Tilly, se investiga la acción colectiva en la inte-
ractividad de la contienda política. Touraine señaló la existencia de una rela-
ción directa entre rigidez institucional, dirigismo de los sectores dominantes
y radicalización de los movimientos sociales (Touraine, 1971: 100/1 y 137/8),
mientras que el autor norteamericano subrayó la importancia de los cálculos
de costos y beneficios en la estructura de oportunidades políticas.
Nuestro señalamiento de algunas similitudes no pretende, evidentemente,
ignorar las diferencias entre los enfoques identitarios, predominantes en Euro-
pa, y aquellas perspectivas basadas en la movilización de recursos o la estruc-
tura de oportunidades políticas, de gran difusión en los EEUU. Este somero
análisis, más bien, pretende marcar líneas de continuidad con una trayectoria
de la sociología en relación al conflicto.

Palabras finales

Desde la era clásica del imperialismo numerosas conceptualizaciones de la


sociología burguesa reconocieron el carácter inevitable del conflicto social. Es-
tos autores estudiaron sus características, combatieron su ocultamiento dentro
de las ciencias sociales y reafirmaron las posibilidades que brindan las dispu-
tas para mejorar la vida social sin realizar transformaciones radicales.
Se trata de un saber sobre la reforma y el cambio institucional, un conocimien-
to sobre el conflicto y sus contribuciones para la reproducción social. Desde
Simmel en adelante, por medio de la “[…] hipostaseasión del enfrentamiento
como una categoría formal de la sociedad, que posee un potencial destructivo
inmenso […] aparece […] como algo fructífero en sí.” (Adorno, 2006: 93) La
íntima relación entre conflicto y derechos, ciudadanía y reforma alertan de
que en ciertas elaboraciones sociológicas “[…] nada [se] distingue, en el plano
conceptual, [entre] las nociones de conflicto y competencia” (Laurin-Frenette,
1989: 333). Esto nos advierte de una última paradoja de la sociología: a pesar de
reconocer el conflicto, sus presupuestos generales empujan las observaciones
hacia la lógica de la competencia en el mercado propiamente liberal. En esta
senda, nos topamos con una “economía de los enfrentamientos”, los cuales
resultan saludables, inevitables y permiten acomodar los intereses particulares
respecto del equilibrio macro social. Por ello deben permitirse y regularse.
Nos encontramos ante un saber paradójico, que mientras reconoce las contra-

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Conflicto social e imputación estructural.Un recorrido por la teoría sociológica

posiciones de intereses entre grupos sociales, no busca reorganizar la sociedad


para superar tales fracturas, sino regularlas y evitar que se agudicen. La teo-
ría del conflicto social debería entenderse, concluimos, como una herramienta
clave para el desarrollo de dispositivos de seguridad (Foucault, 2007: 21) por
parte de una clase dominante que gobierna más allá de las contradicciones
sociales y los choques eventuales en distintos ámbitos de la vida colectiva.

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