10 La Aventura de Los Lentes de Oro

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La aventura de las gafas de oro

Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que contienen


nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal abundancia de
material, resulta muy difícil seleccionar los casos más interesantes en sí
mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de manifiesto las peculiares
facultades que dieron fama a mi amigo. Al hojear sus páginas, veo las notas
que tomé acerca de la repulsiva historia de la sanguijuela roja y la terrible
muerte del banquero Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia
de Addlenton y el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también
corresponden a este período el famoso caso de la herencia de los
SmithMortimer y la persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares,
una hazaña que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del
presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de estos
casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino que ninguno
de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes como el episodio de
Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable muerte del joven
Willoughby Smith, sino también las posteriores derivaciones, que arrojaron tan
curiosa luz sobre las causas del crimen.
Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo
habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a descifrar
con una potenta lupa los restos de la inscripción original de un antiguo
palimpsesto[1], y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado. Fuera de
la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la lluvia repicaba con
fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño sentir la zarpa de hierro de la
Naturaleza en pleno corazón de la ciudad, rodeados de construcciones
humanas hasta una distancia de diez millas en cualquier dirección, y darse
cuenta de que, para la fuerza colosal de los elementos, todo Londres no
significaba más que las madrigueras de topos que salpican los campos. Me
acerqué a la ventana y miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas
brillaban sobre la calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario
coche de alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford
Street.

[1] Un palimpsesto es un pergamino en el que se ha borrado lo escrito para escribir en él por


segunda vez. Mediante técnicas químicas se puede recuperar parte de la escritura original, y
de este modo se han descubierto valiosos fragmentos de literatura antigua.

-¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! -dijo
Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto-. Ya he hecho
bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se
trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la
segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?
Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado
chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había
visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.
-¿Qué puede buscar? -exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.
-¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson,
ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio
inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el
de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía
quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho
esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la
gente de bien hace mucho que se fue a la cama.
Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno,
le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y
prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una
ocasión un interés muy real.
-¿Está él? -preguntó ansioso.
-Suba, querido amigo -dijo desde lo alto la voz de Holmes-. Espero que no
tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.
El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo
bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la
llama de los troncos de la chimenea.
-Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el
doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es
mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el
que le ha traído aquí con semejante temporal.
-Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora.
¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los
periódicos?
-Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.
-Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parra-
fito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies.
La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de
ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las
cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último
tren y vine directamente en coche a verle usted.
-Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el
asunto.
-Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se
trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso
que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor
Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil.
Tenemos un muerto..., sobre eso no cabe ninguna duda..., pero, por más que
miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún
mal al difunto.
Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.
-A ver, cuéntenos -dijo.
-Para mí, los hechos están muy claros -dijo Stanley Hopkins-. Lo único que me
falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido averiguar, es la
siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue
alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba
inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando
por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas
empujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que
iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo
componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella,
llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos
parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito,
y hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos
primeros que encontró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién
salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que
el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la
mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse
buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este
Willoughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de muchacho en
Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen
indicar que ha sido siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna
mancha en su historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la
muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo
pueden interpretarse como asesinato.
El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercanos más al
fuego, mientras el joven inspector, poco a poco v con todo detalle, iba
desgranando su curioso relato.
-Aunque buscásemos por toda Inglaterra -continuó-, no creo que pudiéramos
encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores.
Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El
profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven
Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similar a la
de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el
jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un
veterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una
casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas
personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por
otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de
Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que
alguien entre.
»Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la única
persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la
mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en
colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram
todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levanta
antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior
de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que
también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le
oyó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la
alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos
firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del
despacho, pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito
espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y
poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al
mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y
después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos
instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La puerta del
despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido
en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al intentar
levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde
presentaba una herida pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la
arteria carótida. El instrumento causante de la herida estaba tirado en la
alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre
que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja muy
rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor.
»Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto, pero
cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los
ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido ella.» La doncella está
dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo
esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha,
pero cayó definitivamente muerto.
»Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque
demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan
junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado
en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse
cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta
a jurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que
le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de
presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo
lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras
del joven, «El profesor... ha sido ella», pero supone que fueron producto del
delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en
el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo
fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el
jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se
dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que
conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus
teorías, señor Holmes; no faltaba nada.
-Excepto Sherlock Holmes -dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a
amarga-. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo?
-Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado,
que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros
detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones.
Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de
Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima
de su hombro.
- Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los detalles
que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más
adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o
asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero
del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al
despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones.
La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, va que, de las
otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que
corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del
profesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que
estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de
pisadas.
»Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y
precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda
de que alguien había caminado sobre el arriate de césped que flanquea el
sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada
parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta
evidente que por allí había pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino,
porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta
mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche.
-Un momento -dijo Holmes-. ¿Adónde conduce este sendero?
-A la carretera.
-¿Qué longitud tiene?
-Unas cien yardas.
-Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la
puerta exterior.
-Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.
-¿Y en la carretera misma?
-Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.
-Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?
-Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.
-¿Pie grande o pequeño?
-No se podía distinguir.
Holmes soltó una interjección de impaciencia.
-Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero
huracán -dijo-. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso
ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que
no estaba seguro de nada?
-Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había
entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné el
corredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él
huellas de ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con
pocos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este
escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central,
cerrado. Según parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se
guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes,
pero no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha
asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado
nada.
»Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un
poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado
en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es
casi imposible que se hiriera él mismo.
-A menos que se cayera sobre el cuchillo -dijo Holmes.
-Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a
varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además,
las palabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima
prueba que se encontró en la mano derecha del muerto.
Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo
desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan
solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando
de sus extremos.
-Willoughby Smith tenía una vista excelente -prosiguió-. No cabe duda de que
esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.
Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima
atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se
acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente
a la luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y
escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó
a Stanley Hopkins.
-No puedo hacer nada mejor por usted -dijo-. Quizás resulte de alguna utilidad.
El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:

«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz
bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de
miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que
durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico.
Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente
numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»

El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado y en mi cara, hizo


sonreír a Holmes.
-Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma -dijo-.
Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las inferencias que un
par de gafas, y más un par de gafas tan particular como éste. Que pertenecen
a una mujer se deduce de su delicadeza y también, por supuesto, de las
últimas palabras del moribundo. En cuanto a lo de que se trata de una persona
refinada y bien vestida..., como ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y
no cabe suponer que una persona que lleva estos lentes se muestre
desaliñada en otros aspectos. Si se los pone, comprobará que la pinza es muy
ancha para su nariz, lo cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy
ancha en la base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen
excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga
dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una cara
bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con el centro
de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene los ojos muy juntos,
pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los cristales son cóncavos y de
potencia poco corriente. Una mujer que haya padecido toda su vida tan graves
limitaciones visuales presentará, sin duda, ciertas características físicas
derivadas de su mala vista, como son la frente arrugada, los párpados
contraídos y los hombros cargados.
-Sí -dije yo-. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no entiendo
de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.
Holmes levantó las gafas en la mano.
-Fíjese -dijo- en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho para
suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y algo gastada,
pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se desprendió y hubo de
poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las dos no lleva puesta más que
unos pocos meses. Son exactamente iguales, por lo que deduzco que la
señora acudió al mismo establecimiento a que le pusieran la segunda.
-¡Por San Jorge, es maravilloso! -exclamó Hopkins, extasiado de admiración-.
¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y no me he dado
cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de recorrerme todas las
ópticas de Londres.
-Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que
decirnos sobre el caso?
-Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo...,
probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún forastero por
las carreteras de la zona o en la estación de ferrocarril, pero por ahora no
hemos tenido noticias de ninguno. Lo que me desconcierta es la absoluta falta
de móviles para el crimen. Nadie es capaz de sugerir ni la sombra de un
motivo.
-¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que querrá
que nos pasemos por allí mañana.
-Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale de
Charing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place entre
las ocho y las nueve.
-Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos aspectos
muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es casi la una, y
más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que podrá arreglarse
perfectamente en el sofá que hay delante de la chimenea. Antes de salir,
encenderé mi mechero de alcohol y le daré una taza de café.
A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun así
hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se
levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del Támesis y los
largos y tétricos canales del río, que yo siempre asociaré con la persecución
del nativo de las islas Andaman, allá en los primeros tiempos de nuestra
carrera. Tras un largo y fatigoso trayecto, nos apeamos en una pequeña
estación a pocas millas de Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido
desayuno mientras enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin
llegamos a Yoxley Old Place nos encontrábamos listos para entrar en acción.
Un policía de uniforme nos recibió en la puerta del jardín.
-¿Alguna novedad, Wilson?
-No, señor, ninguna.
-¿Nadie ha visto a ningún forastero?
-No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se marchó
ningún forastero.
-¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas? -Sí, señor; no hay
nadie que no pueda dar razón de su presencia.
-En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata.
Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la atención. Este es
el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi palabra de que ayer no
había ni una huella en él.
-¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba?
-A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el macizo de
flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las vi con toda claridad.
-Si, sí; por aquí ha pasado alguien -dijo Holmes, agachán
dose junto al césped-. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho
cuidado, ¿no cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y
por el otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de
flores.
-Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría.
Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración.
-¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino?
-Sí, señor; no hay otro.
-¿Por esta misma franja de hierba?
-Pues claro, señor Holmes.
-¡Hum! Una hazaña notable..., muy notable. Bien, creo que ya hemos agotado
las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que esta puerta del
jardín se suele dejar abierta, ,no? Con lo cual, la visitante no tenía más que
entrar. No traía intenciones de asesinar a nadie, pues en tal caso habría venido
provista de alguna clase de arma, en lugar de tener que recurrir a ese cuchillito
del escritorio. Avanzó por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma,
y vino a parar a este despacho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos
manera de saberlo.
-Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la señora
Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco antes..., como un
cuarto de hora, según me contó ella.
-Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la habitación y
¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le interesa nada de los
cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la pena robar, no los habrían
dejado abiertos. No, ella busca algo en ese armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es
este rasponazo en la superficie? Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué
no me dijo nada de esto, Hopkins?
La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la derecha
del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas, rayando el barniz
de la madera.
-Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcas
alrededor del ojo de la cerradura.
-Ésta es reciente..., muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los bordes de la
raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que la superficie. Obsérvelo
con mi lupa. También el barniz
tiene como polvillo a los lados del arañazo. ¿Está por aquí la señora Marker?
Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación. -¿Le quitó usted el
polvo ayer por la mañana a este escritorio?
-Sí, señor.
-¿Se fijó usted en este rasponazo? -No, señor; no me fijé.
-Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado
este polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio? -La tiene el
profesor, colgada de su cadena de reloj. -¿Es una llave corriente?
-No, señor, es una llave Chubb.

-Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo.


Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o al menos
intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación, entra el joven
Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la dama hace esta señal en
la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano del objeto más próximo, que
resulta ser este cuchillo, le golpea para obligarle a soltar su presa. El golpe
resulta mortal. El cae y ella escapa, con o sin el objeto que había venido a
buscar. ¿Está aquí Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa
puerta después de que usted oyera el grito, Susan?
-No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a quien fuera
en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo habría oído.
-Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se marchó
por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo conduce a la
habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí?
-No, señor.
-Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins! Esto
es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del profesor también
tiene una estera de palma.
-Bueno, ¿y eso qué?
-¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien, no insisto
en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de parecerme sugerente.
Venga conmigo y presénteme.
Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que conducía al
jardín. Al final había un corto tramo de escalones que terminaba en una puerta.
Nuestro guía llamó con los nudillos y luego nos hizo pasar a la habitación del
profesor.
Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por
innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en los
rincones o formaban rimeros en torno a la base de las estanterías. La cama se
encontraba en el centro de la habitación, y en ella, recostado sobre almohadas,
estaba el dueño de la casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más
pintoresco. Un rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes,
que acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas.
Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba curiosas
manchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo blanco brillaba
un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a humo rancio de tabaco.
Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que también la tenía manchada de
amarillo por la nicotina.
-¿Fuma usted, señor Holmes? -dijo, hablando un inglés esmerado y con un
cierto tonillo de afectación-. Coja un cigarrillo, por favor. ¿Y usted, caballero?
Puedo recomendárselos, porque los prepara especialmente para mí Ionides de
Alejandría. Me envía mil cada vez, y deploro tener que confesar que encargo
un nuevo suministro cada quince días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un
anciano tiene pocos placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo..., eso es
todo lo que me queda.
Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda la
habitación.
-El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco -exclamó el anciano-. ¡Ay, qué
interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una catástrofe tan
terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que después de los primeros
meses de adaptación resultaba un ayudante admirable. ¿Qué opina usted del
asunto, señor Holmes?
-Todavía no he llegado a ninguna conclusión.
-Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de luz sobre
esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de biblioteca, y más si son
inválidas como yo, un golpe así nos deja paralizados. Pero usted es un hombre
de acción..., un aventurero. Cosas así forman parte de la rutina cotidiana de su
vida. Usted puede mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una
verdadera suerte tenerle de nuestro lado.
Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a otro de la
habitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria rapidez.
Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los cigarrillos de
Alejandría recién hechos.
-Sí, señor, un golpe aplastante -continuó el anciano-. Esta es mi magnum
opus..., ese montón de papeles que hay sobre la mesita de allá. Es un análisis
de los documentos encontrados en los monasterios coptos de Siria y Egipto, un
trabajo que profundiza en los fundamentos mismos de la religión revelada. Con
esta salud tan débil, ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han
arrebatado a mi ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún
más que yo!
Holmes sonrió.
-Soy un entendido -dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto) y
encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar-. No tengo intención
de molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram, porque ya estoy
informado de que usted se encontraba en la cama en el momento del crimen y
no puede saber nada al respecto. Sólo le preguntaré una cosa: ¿Qué supone
usted que quería decir el pobre muchacho con sus últimas palabras: «El
profesor... ha sido ella»?
El profesor meneó la cabeza en señal de negativa.
-Susan es una chica del campo -dijo-, y ya sabe usted lo increíblemente
estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho debió
murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella las retorció,
convirtiéndolas en este mensaje sin sentido.
-Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia?
-Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede entre
nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos. Tal vez algún
asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me parece una
explicación más probable que la del asesinato.
-Pero ¿y las gafas?
-¡Ah! Yo no soy más que un estudioso..., un soñador. No soy capaz de explicar
las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos sabemos que las
prendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas. Pero, por favor, coja
usted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a alguien que sabe apreciarlos. Un
abanico, un guante, unas gafas..., ¿quién sabe las cosas que un hombre puede
llevar como recuerdo o como símbolo cuando decide poner fin a su vida? Este
caballero habla de pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil
equivocarse en una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del
cuerpo del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté diciendo
tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la muerte por su
propia mano.
Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó paseando
de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones y consumiendo
un cigarrillo tras otro.
-Dígame, profesor Coram -preguntó por fin-, ¿qué hay en ese armarito del
escritorio?
-Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de mi
pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido honores...
Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo.
Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió.
-No, no creo que me sirva de nada -dijo-. Preferiría salir tranquilamente a su
jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se puede descartar del todo
esa teoría del suicidio que usted acaba de exponer. Le pido perdón por esta
intromisión, profesor Coram, y le prometo que no volveremos a molestarle
hasta después de la comida. A las dos vendremos a verle y le informaremos de
todo lo que pueda haber ocurrido de aquí a entonces.
Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato estuvimos
yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín.
-¿Tiene alguna pista? -pregunté por fin.
-Todo depende de esos cigarrillos que he fumado -me respondió-. Es posible
que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán saber.
-¡Querido Holmes! -exclamé yo-. ¿Cómo demonios...?
-Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado nada.
Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico, pero hay que
aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la buena de la señora
Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de instructiva conversación con
ella.
Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería,
podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y
tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que había
mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y estaba
charlando con ella como si se conocieran desde hacía años.
-Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera terrible.
Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa habitación algunas
mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla de Londres. También el
pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como el profesor. Su salud...,
bueno, la verdad es que no sé si fumar es bueno o malo para la salud.
-Desde luego, quita el apetito -dijo Holmes.
-Bueno, yo no sé nada de eso, señor.
-Apuesto a que el profesor apenas come.
-Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.
-Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y después
de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que toque la comida.
-Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta mañana
ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer tanto. Y
para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma estoy
sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al pobre señor
Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En fin, hay gente para
todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que eso le quite el apetito.
Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había marchado
al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer forastera que unos
niños habían visto en la carretera de Chatham la mañana anterior. En cuanto a
mi amigo, toda su habitual energía parecía haberle abandonado. Jamás le
había visto ocuparse de un caso de una manera tan desganada. Ni siquiera
mostró signo alguno de interés ante las novedades que trajo Hopkins, que
había localizado a los niños, los cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una
mujer que respondía exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba
gafas o lentes de algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al
servirnos la comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor
Smith había salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado
tan sólo media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el
significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes lo
estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro. De pronto,
se levantó de su silla y consultó su reloj.
-Las dos en punto, caballeros -dijo-. Vamos a liquidar este asunto con nuestro
amigo el profesor.
El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío daba
testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de llaves. Presentaba
un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió hacia nosotros su blanca
melena y sus ojos relucientes. En su boca ardía el sempiterno cigarrillo. Se
había vestido y estaba sentado en una butaca junto a la chimenea.
-Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?
Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su lado,
sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y entre los
dos hicieron caer la caja al suelo.
Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos de los
sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí que a
Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas de color. Sólo
en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas banderas de batalla.
-Sí -dijo-. Lo he resuelto.
Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones
del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una sonrisa
burlona.
-¿De verdad? ¿En el jardín?
-No, aquí mismo.
-¿Aquí? ¿Cuándo?
-En este preciso instante.
-¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que este
asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.
-He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena, profesor
Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo decir es cuáles
son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en este extraño asunto.
Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos lo oiremos de su propia
boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para usted lo sucedido, de manera que
sepa cuál es la información que aún me falta.
»Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de apoderarse de
ciertos documentos que estaban guardados en su escritorio. Disponía de una
llave propia. He tenido oportunidad de examinar la suya, y no presenta la ligera
descoloración que habría producido la rozadura contra el barniz. Así pues,
usted no participó en su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino
sin que usted lo supiese, con intención de robarle.
El profesor lanzó una nube de humo.
-¡Cuán interesante e instructivo! -dijo-. ¿No tiene más que añadir? Sin duda,
habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos también
lo que ha sido de ella.
-Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su secretario y
lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar esta catástrofe como un
lamentable accidente, pues estoy convencido de que la dama no tenía
intención de infligir una herida tan grave. Un asesino no habría venido
desarmado. Horrorizada por lo que había hecho, huyó enloquecida de la
escena de la tragedia. Por desgracia para ella, había perdido sus gafas en el
forcejeo y, como era muy corta de vista, se encontraba del todo perdida sin
ellas. Corrió por un pasillo, creyendo que era el mismo por el que había llegado
(los dos están alfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue
demasiado tarde no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que
tenía cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba.
Tenía que seguir adelante. Así que siguió adelante. Subió unas escaleras,
empujó una puerta y se encontró aquí en su habitación.
El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como
alelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro como el
miedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y estalló en una
risa nada sincera.
-Todo eso está muy bien, señor Holmes -dijo-. Pero existe un pequeño fallo en
esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de ella en todo el
día.
-Soy consciente de eso, profesor Coram.
-¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta de
que ha entrado una mujer en mi habitación?
-No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la
reconoció. Y usted la ayudó a escapar.
Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había puesto en
pie y sus ojos brillaban como ascuas.
-¡Usted está loco! -exclamó-. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la ayudé
a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora?
-Está aquí -respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que había
en un rincón de la habitación.
El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una terrible
convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo instante, la librería
que Holmes había señalado giró sobre unas bisagras y una mujer se precipitó
en la habitación.
-¡Tiene usted razón! -exclamó con un extraño acento extranjero-. ¡Tiene usted
razón! ¡Aquí estoy!
Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían desprendido de
las paredes de su escondite. También su rostro estaba tiznado de suciedad,
pero ni en las mejores condiciones habría sido hermoso, ya que presentaba
exactamente todas las características físicas que Holmes había adivinado, con
el añadido de una larga y obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía,
agravada por el súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como
deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y
quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes, había
cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en su desafiante
mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de respeto y admiración.
Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el brazo, declarándola
detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad pero con una dignidad tan
dominante que imponía obediencia. El anciano se echó hacia atrás en su
asiento, con el rostro crispado, y la miró con ojos afligidos.
-Sí, señores, estoy en sus manos -dijo-. Desde donde estaba he podido oírlo
todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso todo. Yo
maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un accidente. Ni
siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo. Estaba desesperada y
eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa para golpearle y hacer que
me soltara. Les estoy diciendo la verdad.
-Señora -dijo Holmes-, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo que
usted no se encuentra bien.
El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las oscuras
manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a sentarse en el
borde de la cama y reanudó su relato.
-Me queda poco tiempo aquí -dijo-, pero quiero que sepan ustedes toda la
verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su nombre
no se lo voy a decir.
Por primera vez el anciano pareció conmovido.
-¡Dios te bendiga, Anna! -exclamó-. ¡Dios te bendiga!
Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.
-¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? -dijo-.
Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a ninguna..., ni
siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese frágil hilo antes del
momento que Dios decida. Ya he cargado con bastante peso sobre mi
conciencia desde que atravesé el umbral de esta maldita casa. Pero tengo que
hablar antes de que sea demasiado tarde.
»Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos
casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de veinte.
Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero no voy a decir
dónde.
-¡Dios te bendiga, Anna! -murmuró de nuevo el anciano.
-Éramos reformistas..., revolucionarios...; en fin, nihilistas, ya me entienden. Él
y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un policía resultó
muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y para salvar su vida
y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido nos traicionó, a su propia
esposa y a sus compañeros. Sí, nos detuvieron a todos gracias a su confesión.
Algunos acabaron en la horca y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos
últimos, pero mi condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a
Inglaterra con sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente
desde entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se
tardaría ni una semana en hacer justicia.
El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.
-Estoy en tus manos, Anna -dijo-. Siempre has sido buena conmigo.
-Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza -continuó la mujer-.
Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi amigo del
alma. Era noble, generoso, atento..., todo lo que mi marido no era. Odiaba la
violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que se puede hablar de
culpa, menos él. Me escribía constantes cartas tratando de disuadirme de
seguir por aquel camino. Aquellas cartas le habrían salvado, y también mi
diario, donde yo iba dejando constancia día a día de mis sentimientos hacia él y
de las opiniones de cada uno. Mi marido encontró el diario y las cartas y los
escondió. Juró todo lo que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a
muerte. No consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún
sigue, trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que canalla.
Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo nombre no eres
digno ni de pronunciar, lleva una vida de esclavo..., y sin embargo, tengo tu
vida en mis manos y te dejo vivir.
-Siempre has sido noble, Anna -dijo el anciano sin dejar de chupar su cigarrillo.
La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un gemido de
dolor.
-Tengo que terminar -dijo-. Cuando cumplí mi condena, me propuse recuperar
el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso y conseguir la puesta
en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo había venido a Inglaterra. Me
pasé meses haciendo averiguaciones y al fin descubrí su paradero. Me
constaba que aún tenía el diario, porque estando en Siberia recibí una carta
suya haciéndome reproches y citando algunos párrafos de sus páginas. Sin
embargo, conociendo su carácter vengativo, estaba segura de que jamás me lo
devolvería de buen grado. Tenía que apoderarme de él por mis propios medios.
Con este objeto, acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un
agente, que se introdujo en la casa de mi marido como secretario... Fue tu
segundo secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este
hombre descubrió que los documentos se guardaban en el escritorio y sacó un
molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó un plano de la casa y
me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre vacío, porque el
secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice acopio de valor y vine a
recuperar los papeles con mis propias manos. Lo conseguí, pero ¡a qué precio!
»Acababa de apoderarme de los papeles y estaba cerrando el armario cuando
aquel joven me agarró. Ya nos habíamos visto aquella misma mañana. Nos
encontramos en la carretera y yo le pregunté dónde vivía el profesor Coram, sin
saber que era empleado suyo.
-¡Exacto! ¡Eso es! -exclamó Holmes-. El secretario volvió a casa y le habló a su
jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último aliento, intentó
transmitir el mensaje de que había sido ella..., la «ella» de la que acababa de
hablar con el profesor.
-Tiene que dejarme hablar -dijo la mujer en tono imperativo, mientras su rostro
se contraía como por efecto del dolor-. Cuando él cayó al suelo, yo salí
corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a la habitación de mi
marido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que si lo hacía, su vida estaba
en mis manos: si él me delataba a la policía, yo le delataría a la Hermandad. Si
yo quería vivir no era pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mi
propósito. Él sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estaba
ligado al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese
oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía. Pidió que
le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme parte de las
mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía dejase la casa, yo
me escabulliría por la noche y me marcharía para no volver más. Pero, no sé
cómo, parece que usted ha adivinado nuestros planes -sacó un paquetito de la
pechera de su vestido y continuó-: Estas son mis últimas palabras. Aquí está el
paquete que salvará a Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia.
Tómenlo y entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con
mi deber, yo...
-¡Quieta! -gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y arrebatándole
de la mano un frasquito.
-Demasiado tarde -dijo ella derrumbándose en la cama-. Demasiado tarde.
Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la cabeza..., me
voy... Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.

-Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos -comentó Holmes
durante el viaje de regreso a Londres-. Desde un principio, todo giraba en torno
a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que el
moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la
solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su
propietaria tenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de
ellas. Cuando usted pretendió hacerme creer que una persona así pudo
recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le
comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi
parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera
de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia,
me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera quedado
dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores
comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivocado, en cuyo
caso era evidente que habría ido a parar a la habitación del profesor. De
manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta
suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible
escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que
descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás
de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las antiguas
bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas
partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta.
No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color
pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de
esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que
quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar
de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted
no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el
consumo de alimentos del profesor Coram había aumentado..., como cabría
esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir
a la habitación y me las arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve
ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las
huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la
prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing
Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que
irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta
la embajada rusa.

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