10 La Aventura de Los Lentes de Oro
10 La Aventura de Los Lentes de Oro
10 La Aventura de Los Lentes de Oro
-¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! -dijo
Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto-. Ya he hecho
bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he podido descifrar, se
trata de una cosa tan prosaica como la contabilidad de una abadía de la
segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya, vaya, vaya! ¿Qué es esto?
Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el prolongado
chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El coche que yo había
visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.
-¿Qué puede buscar? -exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.
-¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre Watson,
ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos y cualquier otro accesorio
inventado por el hombre para combatir las inclemencias de un tiempo como el
de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El coche se marcha! Todavía
quedan esperanzas. Si quisiera que le acompañáramos, le habría hecho
esperar. Baje corriendo a abrir la puerta, querido camarada, porque toda la
gente de bien hace mucho que se fue a la cama.
Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante nocturno,
le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un joven y
prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en más de una
ocasión un interés muy real.
-¿Está él? -preguntó ansioso.
-Suba, querido amigo -dijo desde lo alto la voz de Holmes-. Espero que no
tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.
El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable resplandeciendo
bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo, mientras Holmes avivaba la
llama de los troncos de la chimenea.
-Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un cigarro, y el
doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente y limón que es
mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un asunto importante el
que le ha traído aquí con semejante temporal.
-Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde agotadora.
¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas ediciones de los
periódicos?
-Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.
-Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parra-
fito y todo está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies.
La cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la estación de
ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a Yoxley Old Place a las
cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé a Charing Cross en el último
tren y vine directamente en coche a verle usted.
-Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro el
asunto.
-Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido ver, se
trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en suerte, y eso
que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía dudas. No hay móvil, señor
Holmes, eso es lo que me trae a mal traer: que no consigo encontrar un móvil.
Tenemos un muerto..., sobre eso no cabe ninguna duda..., pero, por más que
miro, no encuentro ninguna relación por la que alguien pudiera desearle algún
mal al difunto.
Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.
-A ver, cuéntenos -dijo.
-Para mí, los hechos están muy claros -dijo Stanley Hopkins-. Lo único que me
falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido averiguar, es la
siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo, Yoxley Old Place, fue
alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse profesor Coram. Estaba
inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la cama y la otra mitad renqueando
por la casa con un bastón o paseando por el jardín en una silla de ruedas
empujada por el jardinero. Gozaba de las simpatías de los pocos vecinos que
iban a visitarlo, y tenía reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo
componían una anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella,
llamada Susan Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos
parecen ser excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito,
y hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos
primeros que encontró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven recién
salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que era justo lo que
el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en escribir durante toda la
mañana lo que el profesor le dictaba, después de lo cual solía pasearse
buscando referencias y textos relacionados con la tarea del día siguiente. Este
Willoughby Smith no tiene ningún antecedente negativo, ni de muchacho en
Uppingham ni de joven en Cambridge. He leído sus certificados y parecen
indicar que ha sido siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna
mancha en su historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la
muerte esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo
pueden interpretarse como asesinato.
El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercanos más al
fuego, mientras el joven inspector, poco a poco v con todo detalle, iba
desgranando su curioso relato.
-Aunque buscásemos por toda Inglaterra -continuó-, no creo que pudiéramos
encontrar una casa más aislada del mundo y libre de influencias exteriores.
Podían pasar semanas enteras sin que nadie cruzara la puerta del jardín. El
profesor vivía absorto en su trabajo y no existía para él nada más. El joven
Smith no conocía a nadie en el vecindario, y llevaba una vida muy similar a la
de su jefe. Las dos mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el
jardinero, el que empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un
veterano de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una
casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las únicas
personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old Place. Por
otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la carretera principal de
Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no hay nada que impida que
alguien entre.
»Ahora les voy a repetir las declaraciones de Susan Tarlton, que es la única
persona que tiene algo concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la
mañana, entre las once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en
colgar unas cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram
todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se levanta
antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la parte posterior
de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces en su dormitorio, que
también utilizaba como cuarto de estar; pero en aquel momento, la doncella le
oyó salir al pasillo y bajar al despacho, situado inmediatamente debajo de la
alcoba en la que ella se encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos
firmes y rápidos resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del
despacho, pero aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito
espantoso en la habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y
poco natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al
mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa, y
después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos
instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La puerta del
despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven Willoughby Smith tendido
en el suelo. Al principio no advirtió que tuviera ninguna herida, pero al intentar
levantarlo vio que brotaba sangre de la parte inferior del cuello, donde
presentaba una herida pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la
arteria carótida. El instrumento causante de la herida estaba tirado en la
alfombra, junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre
que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja muy
rígida. Formaba parte de la escribanía de la mesa del profesor.
»Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto, pero
cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith abrió los
ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido ella.» La doncella está
dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras exactas. El hombre hizo
esfuerzos desesperados por decir algo más y llegó a levantar la mano derecha,
pero cayó definitivamente muerto.
»Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho, aunque
demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo. Dejando a Susan
junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor. Este se encontraba sentado
en la cama, terriblemente alterado, porque había oído lo suficiente para darse
cuenta de que había ocurrido algo espantoso. La señora Marker está dispuesta
a jurar que el profesor todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que
le resultaba imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de
presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el grito a lo
lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar las últimas palabras
del joven, «El profesor... ha sido ella», pero supone que fueron producto del
delirio. Está convencido de que Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en
el mundo, y no puede explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo
fue enviar a Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el
jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo llegué, y se
dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los senderos que
conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner en práctica sus
teorías, señor Holmes; no faltaba nada.
-Excepto Sherlock Holmes -dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a
amarga-. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a cabo?
-Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano aproximado,
que le dará una idea general de la situación del despacho del profesor y otros
detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis investigaciones.
Desplegó el boceto que aquí reproduzco y lo extendió sobre las rodillas de
Holmes. Yo me levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima
de su hombro.
- Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los detalles
que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted mismo más
adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el asesino o
asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna, por el sendero
del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se llega directamente al
despacho. Cualquier otra ruta habría presentado muchísimas complicaciones.
La retirada también tuvo que efectuarse por el mismo camino, va que, de las
otras dos salidas que tiene la habitación, una quedó bloqueada por Susan, que
corría escaleras abajo, y la otra conducía directamente al dormitorio del
profesor. Así pues, dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que
estaba empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de
pisadas.
»Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal experto y
precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo, no cabía duda
de que alguien había caminado sobre el arriate de césped que flanquea el
sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No pude encontrar nada
parecido a una impresión clara, pero la hierba estaba aplastada y resulta
evidente que por allí había pasado alguien. Y sólo podía tratarse del asesino,
porque ni el jardinero ni ninguna otra persona habían estado por allí esta
mañana, y la lluvia había empezado a caer durante la noche.
-Un momento -dijo Holmes-. ¿Adónde conduce este sendero?
-A la carretera.
-¿Qué longitud tiene?
-Unas cien yardas.
-Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero cruza la
puerta exterior.
-Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.
-¿Y en la carretera misma?
-Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.
-Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?
-Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.
-¿Pie grande o pequeño?
-No se podía distinguir.
Holmes soltó una interjección de impaciencia.
-Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un verdadero
huracán -dijo-. Ahora será más difícil de leer que este palimpsesto. En fin, eso
ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins, después de asegurarse de que
no estaba seguro de nada?
-Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien había
entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A continuación, examiné el
corredor. Está cubierto con una estera de palma y no han quedado en él
huellas de ninguna clase. Así llegué al despacho mismo. Es una habitación con
pocos muebles, y el que más destaca es una mesa grande con escritorio. Este
escritorio consta de una doble columna de cajones con un armarito central,
cerrado. Según parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se
guardaba nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes,
pero no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha
asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado
nada.
»Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del escritorio, un
poco a la izquierda, como se indica en el plano. La puñalada se había asestado
en el lado derecho del cuello y desde atrás hacia delante, de manera que es
casi imposible que se hiriera él mismo.
-A menos que se cayera sobre el cuchillo -dijo Holmes.
-Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se encontraba a
varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible. Tenemos, además,
las palabras del propio moribundo. Y por último, tenemos esta importantísima
prueba que se encontró en la mano derecha del muerto.
Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo
desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se sujetan
solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda negra colgando
de sus extremos.
-Willoughby Smith tenía una vista excelente -prosiguió-. No cabe duda de que
esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.
Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima
atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de ellos, se
acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los inspeccionó minuciosamente
a la luz de la lámpara y, por último, riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y
escribió unas cuantas líneas en una hoja de papel, que a continuación entregó
a Stanley Hopkins.
-No puedo hacer nada mejor por usted -dijo-. Quizás resulte de alguna utilidad.
El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:
«Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz
bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión de
miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que
durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un óptico.
Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son excesivamente
numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»
-Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos -comentó Holmes
durante el viaje de regreso a Londres-. Desde un principio, todo giraba en torno
a las gafas. De no haberse dado la afortunada circunstancia de que el
moribundo se quedara con ellas, no sé si habríamos conseguido hallar la
solución. Al ver la potencia que tenían las lentes, comprendí en seguida que su
propietaria tenía que haber quedado ciega e indefensa al verse privada de
ellas. Cuando usted pretendió hacerme creer que una persona así pudo
recorrer una estrecha franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le
comenté, como recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi
parte, decidí que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera
de un segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia,
me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera quedado
dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos corredores
comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera equivocado, en cuyo
caso era evidente que habría ido a parar a la habitación del profesor. De
manera que me puse ojo avizor ante cualquier cosa que pudiera apoyar esta
suposición, y examiné cuidadosamente la habitación en busca de algún posible
escondite. La alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que
descarté la idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás
de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las antiguas
bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el suelo por todas
partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía. Allí podía estar la puerta.
No encontré ninguna huella que me orientara, pero la alfombra tenía un color
pardusco que se presta muy bien al examen. Así que me fumé un montón de
esos excelentes cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que
quedaba delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar
de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson, aunque usted
no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me cercioré de que el
consumo de alimentos del profesor Coram había aumentado..., como cabría
esperar de quien tiene que alimentar a una segunda persona. Volvimos a subir
a la habitación y me las arreglé para tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve
ocasión de examinar el suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las
huellas dejadas sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la
prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a Charing
Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz conclusión. Supongo que
irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y yo nos daremos un paseo hasta
la embajada rusa.