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EL GRADO CERO DE LA ESCRITURA

(Título de un ensayo de Roland Barthes, Siglo XXI Editores, 2011).

El silencio literario implica la existencia de un estilo. El grado cero de la escritura no es


la ausencia de palabras (antes al contrario, es la profusión de vocablos para evitar
cualquier implicitud) sino la ausencia de estilo, la que se da en el lenguaje plano, quizás
en el texto de una noticia de agencia. En ella no hay silencio porque se explicitan todas
las palabras del lenguaje natural, sin nada implícito; y por tanto, no hay estilo.

ROLAND BARTHES

[Citado e interpretado parcialmente en Álex GRIJELMO, La información del silencio, Madrid, Taurus,
2012].
[Dos recursos cinematográficos de interés narrativo]

SUSPENSE CONTRA SORPRESA

Nosotros estamos hablando, acaso hay una bomba debajo de la mesa y nuestra
conversación es muy anodina; no sucede nada especial y de repente: bum, explosión. El
público queda sorprendido, pero antes de estarlo se le ha mostrado una escena anodina,
desprovista de interés. Examinemos ahora el suspense. La bomba está debajo de la mesa
y el público lo sabe, probablemente porque ha visto que un anarquista la ponía. El
público sabe que la bomba estallará a la una y es la una menos cuarto (hay un reloj en el
decorado); la misma conversación anodina se vuelve de repente muy interesante porque
el público participa de la escena. Tiene ganas de decir a los personajes que están en la
pantalla: «No deberías contar cosas tan banales; hay una bomba debajo de la mesa y
pronto va a estallar». En el primer caso se le ha ofrecido al público quince segundos de
sorpresa en el momento de la explosión. En el segundo caso le hemos ofrecido quince
minutos de suspense.

No se consigue el mismo efecto al hacer estallar de repente una bomba en medio de


una reunión que anunciando previamente su existencia: el espectador se pregunta qué
sucederá entonces, empieza a proyectar sus deseos en la pantalla, sufre por los
protagonistas y participa activamente en lo narrado.

ALFRED HITCHCOCK,

en François TRUFFAUT, El cine según Hitchcock, Alianza Editorial, 2003.

EL MAC GUFFIN

En cierta ocasión, en un tren, un viajero portaba un extraño equipaje. Por curiosidad, su


compañero de compartimento preguntó: «¿Qué es ese paquete que ha colocado en la
red?». El otro contestó: «Oh, es un Mac Guffin». Naturalmente, aquello requería una
explicación. «¿Qué es un Mac Guffin?». La respuesta fue contundente: «Pues un
aparato para atrapar a los leones en las montañas de Adirondaks». El pasajero cayó en la
cuenta enseguida de que no había leones en las Adirondaks, pero entonces, ¿qué había
en el paquete? Decidió por fin indagar de nuevo sobre el contenido del paquete. «¡Pero
si no hay leones en Adirondaks!», exclamó. A lo que su interlocutor respondió,
impasible: «En ese caso no es un Mac Guffin».

Con esta anécdota ponía de relieve el vacío, la nada del Mac Guffin; y, sin embargo,
el director construía la mayoría de sus filmes alrededor de esa cláusula secreta, de ese
algo: una botella conteniendo uranio, unos documentos privados, un microfilme, un
espía inexistente, una fórmula matemática, un misterio cualquiera que debía poseer una
enorme importancia para los personajes de la película, pero que era solo un truco, un
mero pretexto que carecía completamente de interés frente a lo que había detrás: el
laberíntico mundo de las pasiones humanas, lo engañoso de las apariencias, la
culpabilidad, el amor, la identidad del hombre en crisis.

Ídem ant. [La negrita es mía]


[Una aproximación al debate sobre qué es literatura y cómo distinguir los buenos libros].

Nota: Este artículo ensayístico no se reproduce completo, he seleccionado los párrafos referidos a la actitud lectora;
de ahí la sensación de que arranque in medias res.

[Susan] Sontag menciona a Henry James y sus largas y sinuosas frases que retienen
información. Sostiene que en James la información solo llega a un precio. Yo añadiría
que en las novelas de James «conocer» es algo realmente delicado y gira
inevitablemente en torno a lo sexual, lo secreto, «lo que hay debajo», lo que en última
instancia es impronunciable. Es una información que arde con una mezcla de terror y
deseo, de ahí que el estilo tortuoso de James sea esencial para su contenido; es un
método de supresión necesario y de revelación gradual y alcanzada con esfuerzo.
Sontag está deseando que su público entienda por qué son deficientes los libros que se
apropian demasiado deprisa de la realidad. Crean una «trivialidad espiritual» que no
hace justicia a la rica complejidad de la vida misma. A continuación lanza una crítica en
toda regla al realismo, una forma que puede suscitar una «simpatía demasiado fácil»,
una «falsa intimidad» con el lector, un tranquilizador acceso inmediato a un texto que
deja fuera el misterio, la trascendencia, la alteridad y lo que D. H. Lawrence llama el
«ello», lo que escapa a las palabras. […]

El problema no es el género sino las perogrulladas. La ficción superficial e


insulsa —realista, fantástica, policiaca, histórica, erótica— sigue entre nosotros. Estos
libros bien escritos, sólidos y, en Estados Unidos por lo menos, a menudo «trabajados»
en talleres de escritura cuatro, cinco o seis veces con varios profesores, están cubiertos
del barniz de los convencionalismos. Son tan estereotipados y poco estimulantes como
la pornografía más sórdida. Y funcionan, al menos, para algunas personas.

Sean cuales sean esos convencionalismos enraizados, este tipo de literatura


traslada un consenso cultural a sus páginas. Poco importa si el texto trata de vampiros,
androides o madres de clase media que luchan contra la bulimia. No representan
ninguna amenaza para lo que son, de hecho, las ficciones colectivas del momento. Las
llamadas novelas realistas, que a menudo están protagonizadas por familias
«disfuncionales» rodeadas de la basura sociológica del presente o del pasado reciente —
los aparatos, las referencias a la cultura pop y los lugares comunes psicológicos

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conocidos de los medios de comunicación—, en una prosa que no se aleja tanto de la
periodística como para desconcertar al oído medianamente culto, son recibidas con
entusiasmo. Pero eso no es nada nuevo.

El adjetivo empleado para describir la comfort fiction (la que se lee para
reconfortar o levantar el ánimo), de cualquier género, es «accesible». Curiosamente hoy
en día la accesibilidad es entendida como un bien en sí mismo. Apenas se recuerda que
lo que es fácilmente accesible, lo que leemos sin esfuerzo, suele ser muy parecido a lo
que hemos leído antes. Sin duda, este tipo de ficción responde a una necesidad. La
necesidad de ver reafirmada nuestra propia visión del mundo, de participar en la vida de
personajes que conducen los coches que nosotros conducimos, que en la década de 1990
comían rúcula y unos años más tarde se pasaron a la col rizada y la quinoa. No hay nada
malo en estos detalles en sí mismos, por supuesto. Enraízan las narrativas en una época,
un lugar y una clase. Estas minucias solo se secan y pierden el sentido cuando sirven a
ficciones que no le dan al lector más que un espejo de estereotipos culturales que se han
anquilosado en verdades dudosas.

Y la ficción totalmente convencional y bien construida es tenida en gran estima


por los Orville Prescotts de este mundo. La razón es simple. A diferencia de la mayoría
de los lectores, a los que no se les pide comentar formalmente los libros que leen, los
críticos están más cómodos cuando se sienten superiores al texto que están leyendo,
cuando este no los intimida ni cuestiona sus creencias profundamente arraigadas sobre
el mundo. Tienen debilidad por los libros que refuerzan lo que ya saben y que encajan
bien en una categoría predeterminada. A nadie le gusta sentirse o parecer estúpido. […]
Y es interesante que los Orville Prescotts de nuestro panorama literario contemporáneo
parezcan estar igualmente adscritos a una especie de realismo conservador y detestar lo
«experimental» a favor de una literatura que describa «la vida», como si existiera un
método preciso para medir la relación entre un libro y el mundo, como si fuera posible
conocer «el mundo» en su totalidad o como si la vida misma no estuviera inmersa en
ficciones.

En todos los géneros hay libros buenos, libros que se apropian de las
convenciones e inventan nuevas desde sus páginas. […]

Por otro lado, la literatura almibarada en la que el amor triunfa al final y las
desgarradoras historias sobre abusos sexuales o asesinos psicópatas en serie pueden

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tener una fuerte carga afectiva, pero eso es todo lo que ofrecen. Como la mala
pornografía, estas historias cumplen a la perfección las expectativas del lector y, en este
sentido, son un gran éxito. La emoción, por lo tanto, no es garantía de que un libro sea
bueno. Si al lector se le deja exactamente en el mismo lugar que cuando comenzó el
libro, ¿para qué leer? Una persona que llora por la muerte de Ana Karenina también
puede verter lágrimas por un anuncio de televisión emotivo. Argüir que las lágrimas
derramadas por la primera son superiores a las derramadas por la segunda es una
tontería. Sin embargo, no es posible emitir un juicio sobre una obra basándose
exclusivamente en las lágrimas, las risas, la excitación sexual o cualquier otro
sentimiento. Como sostenía Sontag, los conocimientos dependen de la conciencia que
los recibe. He sostenido reiteradamente que el lector y el texto actúan en colaboración.
Los libros que hemos leído en el pasado repercuten en los que leemos hoy. Si nos
alimentamos de los thrillers más vendidos, ¿seremos capaces de apreciar el suspense de
Henry James?

¿Para qué sirve la ficción? ¿Es desfasado hoy en día sostener con Sontag que la
literatura tiene el poder de cambiar a una persona para siempre, de provocar en ella otro
modo de pensar? ¿Por qué algunos libros siguen siendo interesantes después de cientos
de años y otros desaparecen en menos de una década o una temporada? […]

Comparto la opinión de Sontag de que las grandes obras literarias llevan dentro
algo sorprendente, si no impactante, dan pie a una forma de reconocimiento que nunca
se habría producido si no hubiéramos leído ese libro en particular. Son transformadoras.
Nos elevan por encima de las expectativas que guían nuestra percepción de las cosas y
dejan una huella, a veces una herida que nunca nos abandona. Estas huellas no las dejan
los lugares comunes. ¿Para qué sirve la ficción? En el mejor de los casos, es una
oportunidad para salir del Yo y hacer una incursión en el otro, una forma de viajar tan
«real» y tan revolucionaria en potencia como cualquier otra. Y, como en el sexo, este
movimiento hacia la alteridad requiere abrirse a ese otro y asumir cierto grado de riesgo
emocional.

SIRI HUSTVEDT

«Sontag sobre el porno: cincuenta años después», en


La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres,
Barcelona, Seix Barral, 2017.

3
CHULETA PARA ESTILOS
Apuntes sobre texto Bertolo
MODELO DE INFORME DE LECTURA

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