Rojas, Rafael. José Martí y El Liberalismo Latinoamericano
Rojas, Rafael. José Martí y El Liberalismo Latinoamericano
Rojas, Rafael. José Martí y El Liberalismo Latinoamericano
1
Para
una
historia
de
la
recepción
de
José
Martí
A partir de 1959 surgió en la isla y en América Latina una nueva
izquierda intelectual y política que redefinió las categorías de
“revolución” y “socialismo” en América Latina. Para muchos estudiosos
latinoamericanos de Martí, marcados por la experiencia cubana, lo
revolucionario o lo socialista no estaba determinado por la mayor o
menor cercanía con el marxismo-leninismo sino por la suscripción radical
de valores ligados a la descolonización, el nacionalismo, la independencia
y la justicia social. Las aproximaciones a Martí de autores como Ezequiel
Martínez Estrada, Roberto Fernández Retamar, Jorge Ibarra, Ramón de
Armas, Pero Pablo Rodríguez, Salvador Morales, Juan Bosch o Gerard
Pierre Charles, gravitaban hacia esa reconceptualización de la izquierda,
por la cual el marxismo no es tanto una doctrina a asimilar como una
actitud de oposición al imperialismo.
Aún cuando la incorporación de Martí a la genealogía intelectual
de aquella nueva izquierda era cómoda, la inscripción de la isla en la
órbita soviética y el rol hegemónico de Moscú en la producción de las
ciencias sociales cubanas, sobre todo, en los 70 y los 80, volvió
problemáticas las relaciones del pensamiento martiano y el marxismo-
leninismo. No bastaba admitir, como Sergio Guerra, que en textos como
Nuestra América, Martí hizo críticas a las “doctrinas liberales”. 2 Era
preciso dilucidar qué asumía y qué rechazaba Martí del liberalismo
latinoamericano de su tiempo.
Mientras algunos estudiosos, como Paul Estrade, encontraban
tensiones con el liberalismo en la curiosidad de Martí por ideología
socialista o anarquista, otros, como Isabel Monal, ubicaban una brusca
transición en el pensamiento de Martí en torno a 1887.3 Monal sostenía
que durante la escritura de las crónicas sobre el proceso a los anarquistas
de Chicago, Martí había dejado de ser un liberal, marcado por “el 89
francés y el pensamiento inglés del siglo XIX”, y se había convertido en
un “demócrata antimperialista”, con “un cierto tono populista”.4
Por mecánica que pueda parecernos esta atribución de un “corte
epistemológico” althusseriano a la ideología de Martí, habría que admitir
que la fórmula de Monal no es de las más desproporcionadas. En el
último medio siglo, a diferencia de la primera de la pasada centuria, han
predominado, en la isla, las visiones que colocan a Martí lo más lejos
posible de la plataforma liberal e, incluso, en su contra o en las
2
Sergio
Guerra,
“José
Martí
en
Nuestra
América:
crítica
a
las
doctrinas
liberales”,
Sotavento,
Vol.
1,
No.
1,
1997,
Universidad
Veracruzana,
pp.
75-‐86.
3
Paul
Estrade,
José
Martí.
Los
fundamentos
de
la
democracia
en
América
Latina,
Olivia
Miranda
Francisco
e
Isabel
Monal,
ed.,
Filosofía
e
ideología
de
Cuba,
México
D.F.,
UNAM,
1994,
p.
179.
proximidades del socialismo. El estudioso Jorge L. Camacho ha llamado
la atención, en los últimos años, sobre la necesidad de una crítica de ese
relato hegemónico en torno a un Martí antiliberal y, específicamente,
refractario a las variantes latinoamericanos de esa doctrina política.
México
D.F.,
FCE,
1968,
pp.
282-‐284;
Charles
Hale,
La
transformación
del
liberalismo
en
México
a
fines
del
siglo
XIX,
México
D.F.,
FCE,
1991,
pp.
15-‐50.
6
José
Martí,
Obras
completas,
La
Habana,
Editorial
Lex,
1953,
t.
I.,
pp.
813
y
1819-‐
1828.
Martí era una generación más joven que los clásicos del
liberalismo latinoamericano (José María Luis Mora, Melchor Ocampo,
Benito Juárez, Juan Bautista Alberdi, Domingo Faustino Sarmiento, José
Victorino Lastarria…) y alcanzó a ver cómo la Iglesia, al final del
Pontificado de León XIII, reformulaba su posición antiliberal con la
encíclica Rerum Novarum (1891). La admisión de la propiedad sobre la
tierra como derecho natural, no del hombre, expropiable por el Estado por
causa de utilidad pública, era tanto una aceptación del jusnaturalismo
liberal como una aproximación cuidadosa a las críticas al liberalismo
sostenidas por autores como Henry George y el padre McGlynn. El
populista y el católico norteamericanos pensaban que, para combatir la
pobreza, el Estado debía impedir monopolios privados por medio del
control limitado de servicios públicos, gravar fiscalmente la propiedad de
la tierra y fomentar el libre comercio. George y McGlynn no eran, por
tanto, antiliberales.
El contenido del liberalismo latinoamericano, en época de Martí,
estaba definido más por la confrontación con el conservadurismo católico
que por la pugna con el naciente socialismo. Ser liberal en América
Latina significaba, entonces, estar a favor de la doctrina de los derechos
naturales del hombre -consagrada en las constituciones argentina de
1853, mexicana de 1857 o venezolanas de 1864 y 1874-, defender la
desamortización de bienes del clero y las comunidades indígenas,
oponerse a los fueros eclesiásticos y militares y secularizar la educación y
la cultura. Los interlocutores y amigos latinoamericanos de José Martí –
Domingo Faustino Sarmiento y Bartolomé Mitre en Argentina, Matías
Romero y Manuel Mercado en México, Miguel García Granados y
Lorenzo Montúfar en Guatemala, los hermanos Francisco y Federico
Henríquez y Carvajal en Santo Domingo, Cecilio Acosta y los hermanos
Bolet Peraza en Venezuela- eran todos liberales.
Como ha observado Jorge L. Camacho, Martí mostró simpatías
por las reformas liberales –muchas de ellas anticomunitarias o racistas-
emprendidas por los gobiernos de Juárez y Lerdo de Tejada en México,
Justo Rufino Barrios en Guatemala o Roca, Juárez Celman y Pelegrini en
Argentina. Pero a Martí le tocó asimilar las mutaciones que el
positivismo impuso al liberalismo, sobre todo a través del discurso
eugenésico, y que acompañaron las políticas económicas y sociales de las
repúblicas de “orden y progreso”. En su caso, como en el de Rodó, Darío
y otros modernistas de su generación, esa asimilación fue tensa, no
desprovista de objeciones, pero tampoco de sintonías.
En textos del periodo mexicano y guatemalteco, entre 1875 y 1878,
publicados en la Revista Universal, El Federalista o El Progreso de
Guatemala, Martí elogió algunos elementos centrales de la modernización
liberal. El artículo “Los códigos nuevos” (1877), aparecido en esta última
publicación guatemalteca es uno de los documentos donde más
explícitamente se lee la concordancia de Martí con el proyecto liberal. El
poeta cubano, recién graduado de Derecho Civil y Canónico en Zaragoza,
elogia la codificación reformista de las leyes latinoamericanas que
superaba, finalmente, los últimos rastros de la jurisprudencia corporativa
y estamental, heredada de la Edad Media castellana. Las nuevos códigos,
que favorecían la propiedad privada, la inmigración europea, la educación
laica y el progreso material, acompañaban el surgimiento de una nueva
sociedad civil, “no española ni indígena”, y una “nueva sociedad
política”, basada en “relaciones individuales legisladas”.7
La tesis de que Martí cambia esa visión favorable al liberalismo
latinoamericano, a partir de 1887 y, especialmente, con el ensayo Nuestra
América (1891), es insostenible a partir de una lectura cuidadosa de los
textos sobre América Latina que el cubano escribió entre 1888 y 1891, en
el contexto de la Conferencia Monetaria de 1888, el Congreso
Internacional de Washington de 1889 y sus celebres discursos en la
Sociedad Literaria Hispanoamericana de Nueva York, en honor a México
y Venezuela y Centroamérica, entre 1891 y 1892, además del titulado
“Madre América” (1889), que adelanta algunas ideas desarrolladas en
Nuestra América.
Un error común en los estudios martianos consiste en aislar las
objeciones de Martí al liberalismo latinoamericano, contenidas en
Nuestra América, de los otros textos antes mencionados, donde
predomina la interlocución con las élites liberales de la región. En la
Conferencia Monetaria de 1888, en el Congreso Internacional de 1889 y
en la Sociedad Literaria Hispanoamericana, Martí coincidió con
estadistas liberales con los que compartía la misma visión de la sociedad
y el mismo lenguaje público. En esos textos, el cubano defendía la
soberanía de las repúblicas latinoamericanas y llamaba a sus gobernantes
a no ceder a las presiones o persuasiones de Washington, pero se cuidaba
mucho de no cuestionar las reformas y los liderazgos de dictaduras de
“orden y progreso” como las de Porfirio Díaz en México o Antonio
Guzmán Blanco en Venezuela.
En Nuestra América, sin embargo, Martí cambió deliberadamente
el tono, motivado, tal vez, por el hecho de que la publicación donde
aparecería el ensayo, dirigida por el poeta y entonces gobernador del
estado de México, José Vicente Villada, era más juarista que porfirista,
más liberal que positivista. Además de un sentido alegórico y hasta
parabólico, que contrasta con artículos centralmente políticos sobre el
mismo tema para La Nación de Buenos Aires, como “Nuestras tierras
7
José
Martí,
Del
Bravo
a
Magallanes.
Textos
sobre
Nuestra
América,
Madrid,
La interpelación martiana
¿Qué critica Martí a las repúblicas latinoamericanas de su época, que en
su mayoría reproducían el modelo oligárquico y autoritario de las
“dictaduras de orden y progreso”? Fundamentalmente, lo que llama el
“lujo venenoso” y la “discordia parricida”, en alusión a las guerras civiles
o entre naciones latinoamericanas, como la del Paraguay en los años
1860, que involucró a Brasil, Argentina y Uruguay, o la del Pacífico,
todavía en los años 1880, que enfrentó a Chile, Bolivia y Perú. Una
traducción conceptual de esa crítica podría arrojar que lo que Martí
8
Ibid,
pp.
92-‐93.
9
Ibid,
p.
93.
criticaba a las repúblicas de “orden y progreso” era la desigualdad, el
militarismo y el caudillismo. Lo que rechazaba de la desigualdad no era
únicamente la pobreza sino la riqueza extrema, amasada a partir del
latifundio doméstico o extranjero y la excesiva dependencia del crédito o
la inversión foránea. A eso llama “el lujo venenoso, enemigo de la
libertad, que pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero”.10
El caudillismo y la desigualdad eran atributos de todas las
repúblicas de “orden y progreso”, sin embargo, Martí parece achacarlos a
unos gobiernos latinoamericanos y no a otros. Podría pensarse, a partir de
sus preferencias o amistades políticas de entonces, que Martí está
cuestionando, por ejemplo, la Venezuela de Guzmán Blanco, pero no el
México de Porfirio Díaz que, precisamente por sobrellevar varios
conflictos con Estados Unidos en aquellos años, podría ser uno de esos
“espíritus épicos” o “caracteres viriles” que elogia en otra frase. En todo
caso, si la alusión a Juárez sugiere un paralelo con Díaz, como suponen
algunos autores, entonces la misma no necesariamente contiene una
crítica a todo el liberalismo latinoamericano, ya que Juárez era liberal,
sino al liberalismo específicamente positivista que nutrió el aparato de
legitimación de los regímenes de “orden y progreso”.
El juicio de Martí sobre las algunas de las mayores de aquellas
repúblicas, la brasileña, la argentina, la mexicana y la venezolana era más
positivo que negativo. A México y a Venezuela, gobernada entonces por
Raimundo Andueza Palacio, las elogió en la Sociedad Literaria
Hispanoamericana en 1891 y 1892. Sobre la Argentina de Juárez Celman,
Pelegrini y Sáenz Peña también escribió Martí favorablemente, además
de fungir como cónsul de esa república en Nueva York. Sobre la flamante
república brasileña de 1889, que abrazaría con vehemencia la filosofía
positivista, escribió menos, pero no es imposible encontrar, en sus
crónicas para La Nación de Buenos Aires, reclamos a la lentitud con con
el gobierno de Estados Unidos reconoció la república brasileña, ecos de
la declaración del almirante Arturo Silveira da Mota a propósito de la
brasileña no sería una “república de viento” y hasta un sutil paralelo, en
el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos, entre Carlos Manuel de Céspedes
y Deodoro da Fonseca, el primer presidente de aquel gobierno
republicano.11
A diferencia de otros letrados latinoamericanos de su generación,
como los mexicanos Francisco Bulnes o Justo Sierra, el cubano Enrique
José Varona, los argentinos José María Ramos Mejía y Carlos Octavio
Munge o los peruanos Javier Prado y Ugarteche y Manuel Vicente
10
Ibid.
11
José
Martí,
Obras
completas,
La
Habana,
Editorial
Lex,
1953,
t.
I,
pp.
293,
1995,
2025.
Villarán, estudiados por Zea, Hale, Oscar Terán, Augusto Salazar Bondy
y, más recientemente, Pablo Quintanilla Pérez-Wicht y Paula Bruno,
Martí eludió los enunciados más rígidos y binarios del discurso
eugenésico y evolucionista.12 La relación de Martí con el positivismo
estaría más cerca de aquellos que, como el uruguayo Enrique José Rodó o
el peruano Manuel González Prada, rehuyeron los tópicos del darwinismo
social e intentaron una comprensión no tan etnocéntrica o antropológica
de América Latina. Pero ni siquiera en Martí encontramos la familiaridad
de Rodó o González Prada con el positivismo espiritualista francés o
italiano, que les servía de dique de contención contra la sajonofilia.
Las resistencias de Martí al positivismo son muy parecidas a las de
los pensadores norteamericanos, como Emerson, Alcott, Thoreau o el
propio George, que tanto admiró y, como en estos, fugas o elusiones que
no conducen al cubano a una ruptura con el liberalismo. La interpelación
martiana opera, más bien, por medio de activación del legado del
liberalismo romántico de la generación anterior, la de Juárez, Montalvo,
Sarmiento o Alberdi, y, sobre todo, del republicanismo hispanoamericano
de los padres fundadores: Bolívar, Bello, Mier, Heredia. Estas
activaciones no implican, en modo alguno, una negación de la doctrina de
los derechos naturales del hombre –base del jusnaturalismo liberal-, sino
una matización de la misma por medio del énfasis en valores como la
igualdad, la justicia y la soberanía.
Un texto donde leer esta operación –lamentablemente, menos leído
que Nuestra América- es la generosa reseña que en 1893, dos años antes
de su muerte, Martí dedicó en Patria al libro La sociedad
hispanoamericana bajo la dominación española (1893) del historiador y
diplomático argentino Vicente G. Quesada. El autor de este ensayo,
editado en Madrid, había sido ministro de Argentina en Estados Unidos y
Martí, cónsul de esa nación en Nueva York, debió dirigirle una carta de
renuncia en 1891 debido a una campaña de la misión diplomática
peninsular que alegaba incompatibilidad, dada ciudadanía española del
cubano. Luego de su gestión en Washington, Quesada fue destacado por
el presidente Luis Sáenz Peña como representante en España.
12
Leopoldo
Zea,
El
positivismo
en
México.
Nacimiento,
apogeo
y
decadencia,
México
D.F.,
FCE,
1968,
pp.
405-‐411;
Charles
Hale,
La
transformación
del
liberalismo
en
México
a
fines
del
siglo
XIX,
México
D.F.,
Vuelta,
1991,
pp.
336-‐398;
Augusto
Salazar
Bondy,
La
filosofía
en
el
Perú.
Panorama
histórico,
Washington,
Unión
Panamericana,
1954,
pp,
73-‐85;
Oscar
Terán,
Positivismo
en
nación
en
la
Argentina,
Buenos
Aires,
Pontosur,
1987,
pp.
92-‐105;
Pablo
Quintanilla
Pérez-‐
Wicht,
“La
recepción
del
positivismo
en
Latinoamérica”,
Logos
Latinoamericano,
Año
I,
No.
6,
Lima,
2006,
pp.
65-‐76;
Paula
Bruno,
Pioneros
culturales
de
la
Argentina.
Biografía
de
una
época,
Buenos
Aires,
Siglo
XXI,
2011,
pp.
12-‐32.
El libro de Quesada era una crítica a los discursos eugenésicos y
darwinistas, predominantes en la sociología, la antropología y la historia
positivistas, que reproducían el tópico del “atraso hispánico”. La reacción
de Quesada contra ese discurso era, sin embargo, diferente a la de Rodó o
los panhispanistas de la generación del 98 peninsular, ya que, sin
deshacerse de la categoría de “raza”, ponía mayor énfasis en las
instituciones y las leyes. Lo hispánico era, para Quesada, más una
tradición institucional y legal, en modo alguno inferior a la anglosajona,
que un gen ético o civilizatoria. Martí no pudo ocultar su simpatía con
lectura de la historia hispanoamericana, que refutaba la maldición
positivista de una cultura indígena o latina incapaz de “gobernarse y
prosperar”.13
En Quesada encuentra Martí un relato histórico que converge con
el relato central de Nuestra América: con las repúblicas de orden y
progreso, Hispanoamérica ha llegado a la mayoría de edad. “De todos sus
peligros se va salvando América”, decía en aquel ensayo: “ya América
está saneada en lo real de sus guerras y en lo vano de sus imitaciones”,
dice aquí.14 El historicismo de Quesada, que supo aprovechar a su favor
un panhispanista como Rafael Altamira y Crevea, le servía a Martí para
sustentar su interpelación al liberalismo positivista. No es raro que esa
interpelación recurriera, con cuidado, al mito de la panmixia y el
mestizaje –Martí dirá que los “elementos vivos” de esa nueva América
son producto de la “mezcla forzosa de la condición diversa de sus
moradores” y no de las “peculiaridades inamovibles de hábito o de
razas”-, pieza clave del republicanismo hispanoamericano. El concepto
de mestizaje, en la tradición republicana, operaba y opera como un
mecanismo de desindianización o de invisibilización del negro15
Conclusión
En José Martí: la invención de Cuba (2000), Motivos de Anteo (2008) y
Las repúblicas de aire (2009) hemos sostenido que la interpelación
martiana al liberalismo puede ser leída como una inscripción en la
tradición del republicanismo atlántico o específicamente
16
hispanoamericano. Agregamos, en estas páginas, que el liberalismo que
13
José
Martí,
Del
Bravo
a
Magallanes.
Textos
sobre
Nuestra
América,
Madrid,
Rafael
Rojas,
Motivos
de
Anteo.
Patria
y
nación
en
la
historia
intelectual
de
Cuba,
Madrid,
Colibrí,
2008,
pp.
143-‐164;
Rafael
Rojas,
Las
repúblicas
de
aire.
Utopçia
y
desencanto
en
la
Revolución
de
Hispanoamérica,
Madrid,
Taurus,
2009,
pp.
15,
27
y
29.
cuestiona Martí es el centralmente positivista y eugenésico de fines del
siglo XIX y no el jusnaturalista de mediados de aquella centuria, que
triunfó en las revoluciones de 1848. Si bien el pensamiento político de
José Martí está más cerca de ilustrados del XVIII como Montesquieu o
Rousseau que de liberales decimonónicos como Constant, Tocqueville o
Stuart Mill, no encontramos en el poeta cubano una refutación de la
doctrina de los derechos naturales del hombre.
Tampoco hay en Martí un cuestionamiento frontal de las políticas
emblemáticas del liberalismo latinoamericano de su época: libertad de
comercio, derechos de asociación y expresión, inmigración blanca,
desamortización de bienes comunales, Estado laico… De hecho, no es
imposible detectar elogios a algunas de esas políticas a partir de una
suscripción del proyecto modernizador de “orden y progreso”, impulsado
por aquellos gobiernos latinoamericanos. La incomodidad de Martí con
aquella América Latina tenía dos orígenes precisos: el rechazo a la
dependencia y la desigualdad y el malestar con los discursos legitimación
anclados en el darwinismo y la eugenesia.
En su oposición a esos discursos, Martí no sólo apeló a premisas
republicanas u cívicas que privilegiaban al sujeto ciudadano, por encima
de la raza o la civilización, sino que propuso regresar al jusnaturalismo
originario del Estado liberal latinoamericano. La prédica de Martí, en los
últimos años del siglo XIX, adoptaba entonces la forma de dos rescates
paralelos: el de los primeros republicanos (Bolívar, Mier, Varela, Bello) y
el de los primeros liberales (Juárez, Sarmiento, Alberdi, Lastarria). Entre
unos y otros se trazaba la genealogía fundacional de esa nueva América, a
la que debía integrarse la nación cubana independiente.