Laclau

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Ernesto Laclau

La razón populista
Título original: On Populist Reason
Ernesto Laclau, 2005
Traducción: Soledad Laclau
DEMANDAS E IDENTIDADES POPULARES

Debemos tomar aquí una primera decisión: ¿cuál va a ser nuestra unidad de
análisis mínima? Todo gira en torno de la respuesta que demos a esta pregunta.
Podemos decidir tomar como unidad mínima al grupo como tal, en cuyo caso
vamos concebir al populismo como la ideología o el tipo de movilización de un
grupo ya constituido —es decir, como la expresión (el epifenómeno) de una
realidad social diferente de esa expresión—; o podemos concebir al populismo
como una de las formas de constituir la propia unidad del grupo. Si optamos
por la primera alternativa, nos enfrentamos de inmediato con todas las
dificultades que describimos en nuestro primer capítulo. Si elegimos, como
pienso que debemos, la segunda, debemos también aceptar sus implicaciones:
« el pueblo» no constituye una expresión ideológica, sino una relación real entre
agentes sociales. En otros términos, es una forma de constituir la unidad del
grupo. No es, obviamente, la única forma de hacerlo; hay otras lógicas que
operan dentro de lo social y que hacen posibles tipos de identidad diferentes de
la populista. Por consiguiente, si queremos determinar la especificidad de una
práctica articulatoria populista, debemos identificar unidades más pequeñas que
el grupo para establecer el tipo de unidad al que el populismo da lugar.
La unidad más pequeña por la cual comenzaremos corresponde a la categoría
de « demanda social» . Como señalé en otra parte[4] , en inglés el término
demand es ambiguo: puede significar una petición, pero también puede significar
tener un reclamo (como en demandar una explicación [demanding an
explanation]). Sin embargo, esta ambigüedad en el significado es útil para
nuestros propósitos, ya que es en la transición de la petición al reclamo donde
vamos a hallar uno de los primeros rasgos definitorios del populismo.
Veamos un ejemplo de cómo surgen demandas aisladas y cómo comienzan
su proceso de articulación. El ejemplo, aunque imaginario, se corresponde en
buena medida con una situación ampliamente experimentada en países del Tercer
Mundo. Pensemos en una gran masa de migrantes agrarios que se ha establecido
en las villas miseria ubicadas en las afueras de una ciudad industrial en
desarrollo. Surgen problemas de vivienda, y el grupo de personas afectadas pide
a las autoridades locales algún tipo de solución. Aquí tenemos una demanda
que, inicialmente tal vez sea solo una petición. Si la demanda es satisfecha, allí
termina el problema; pero si no lo es, la gente puede comenzar a percibir que los
vecinos tienen otras demandas igualmente insatisfechas —problemas de agua,
salud, educación, etcétera—. Si la situación permanece igual por un determinado
tiempo, habrá una acumulación de demandas insatisfechas y una creciente
incapacidad del sistema institucional para absorberlas de un modo diferencial
(cada una de manera separada de las otras) y esto establece entre ellas una
relación equivalencial. El resultado fácilmente podría ser, si no es interrumpido
por factores externos, el surgimiento de un abismo cada vez mayor que separe al
sistema institucional de la población.
Aquí tendríamos, por lo tanto, la formación de una frontera interna, de una
dicotomización del espectro político local a través del surgimiento de una
cadena equivalencial de demandas insatisfechas. Las peticiones se van
convirtiendo en reclamos. A una demanda que, satisfecha o no, permanece
aislada, la denominaremos demanda democrática[5] . A la pluralidad de
demandas que, a través de su articulación equivalencial, constituyen una
subjetividad social más amplia, las denominaremos demandas populares:
comienzan así, en un nivel muy incipiente, a constituir al « pueblo» como actor
histórico potencial. Aquí tenemos, en estado embrionario, una configuración
populista. Ya tenemos dos claras precondiciones del populismo: (1) la formación
de una frontera interna antagónica separando el « pueblo» del poder; (2) una
articulación equivalencial de demandas que hace posible el surgimiento del
« pueblo» . Existe una tercera precondición que no surge realmente hasta que la
movilización política ha alcanzado un nivel más alto: la unificación de estas
diversas demandas —cuya equivalencia, hasta ese punto, no había ido más allá
de un vago sentimiento de solidaridad— en un sistema estable de significación.
Si permanecemos momentáneamente en el nivel local, podemos ver
claramente cómo las equivalencias —sin las cuales no puede existir el
populismo— solo pueden consolidarse cuando se avanza unos pasos, tanto
mediante la expansión de las cadenas equivalenciales como mediante su
unificación simbólica. Tomemos como ejemplo las movilizaciones
preindustriales ligadas a los reclamos alimentarios descriptas por George
Rudé[6] . En el nivel más elemental, es la « fuerza del ejemplo» —que se
corresponde con el « contagio» de los teóricos de masas— lo que puede
establecer una equivalencia efímera. Por ejemplo, los motines del trigo en la
región de París en 1775:

lejos de ser una erupción simultánea que tocó algún punto central en
control, [los disturbios] constituyeron una serie de explosiones
menores, que estallaron no solo como respuesta a la iniciativa local,
sino a la fuerza del ejemplo […]. En Magny, por ejemplo, se informó
que la gente había sido « excitada por la revuelta de P ontoise» (a 17
millas de distancia); en Villemomble, al sur de Gonesse, se adujo, en
apoyo de los precios más bajos ofrecidos por los compradores, « que el
precio del pan se había fijado en 2 sous en P arís y el trigo en 12
francos en Gonesse» ; y podrían citarse otros casos [7] .

La falta de éxito de estos primeros disturbios, si los comparamos con los que
tuvieron lugar durante la Revolución, se explica, por un lado, porque sus
cadenas equivalenciales no se extendieron a las demandas de otros sectores
sociales; por otro, porque no había disponibles discursos nacionales anti statu
quo en los que los campesinos pudieran inscribir sus demandas como un
vínculo equivalencial más. Rudé es bien explícito en este sentido:

[Su fracaso] se debió al aislamiento de estos primeros amotinados,


quienes se hallaron enfrentados […] a la oposición combinada del
Ejército, la Iglesia, el gobierno, la burguesía urbana y los propietarios
agrarios […]. Nuevamente —y esto es de gran importancia— las
nuevas ideas de « libertad» y soberanía popular, y los derechos del
hombre, que luego aliarían a las clases medias y bajas contra un
enemigo común, aún no habían comenzado a circular entre los pobres
urbanos y rurales […]. El único blanco era el hacendado o campesino
próspero, el comerciante de cereales, el molinero o el panadero […]. No
se planteaba el derrocamiento del gobierno o del orden establecido, ni
se planteaban nuevas soluciones, ni siquiera se buscaba una
compensación por los agravios mediante la acción política. Este era el
motín por los alimentos del siglo XVIII en su forma más pura. Bajo la
Revolución van a aparecer movimientos similares, pero ya no tendrán
nunca el mismo grado de espontaneidad e inocencia política[8] .

Esto nos muestra un doble módulo: por un lado, cuanto más extendida es la
cadena equivalencial, más mixta será la naturaleza de los vínculos que entran en
su composición. « La multitud puede amotinarse porque está hambrienta o teme
estarlo, porque sufre un profundo agravio social, porque busca una reforma
inmediata o el milenio, o porque quiere destruir a un enemigo o aclamar a un
“ héroe”; pero rara vez por alguna de estas razones por sí sola.» [9] Por otro lado,
si la confrontación va a ser algo más que puramente episódica, las fuerzas
implicadas en ella deben atribuir a algunos de los componentes equivalenciales
un rol de anclaje que los distinga del resto. Desde esta perspectiva, Rudé
establece una distinción entre los motivos ostensivos de un amotinamiento y
« los motivos subyacentes y los mitos y creencias tradicionales —lo que los
psicólogos de masas y cientistas sociales han denominado creencias
“ fundamentales” o “ generalizadas”— que jugaron un papel nada despreciable en
tales disturbios» [10] . Rudé discute el instinto « nivelador» , la antipatía hacia la
innovación capitalista, la identificación de la « justicia» con el rey como
protector o « padre» de su pueblo, así como una serie de temas religiosos o
milenarios recurrentes. Todos estos temas muestran un modelo claramente
discernible: tienen un rol diferente de los contenidos materiales reales de las
demandas en juego —de otra manera no podrían fundamentar o dar consistencia
a las últimas—. Por ejemplo, sobre el « instinto nivelador» , Rudé afirma:

existe el tradicional « instinto nivelador» […] que impulsa a los


pobres a buscar cierto grado de justicia social elemental a expensas de
los ricos, les grands, y aquellos con autoridad, sin importar si son
funcionarios del gobierno, señores feudales, capitalistas o líderes
revolucionarios de la clase media. Es el terreno común sobre el cual,
más allá de los lemas de las partes enfrentadas, el militante sans-culotte
se asimila al amotinado de « la Iglesia y el Rey» o al campesino en
busca del milenio. […] El instinto « nivelador» de la multitud puede
ser fácilmente utilizado tanto para una causa antirradical, como para
una radical [11] .

Los otros ejemplos que menciona son igualmente contundentes: durante los
Motines de Gordon, las multitudes atacaron a católicos ricos, más que a
católicos en general; durante los disturbios de « la Iglesia y el Rey» , la gente en
Nápoles atacó a los jacobinos no solo porque eran aliados de los franceses ateos,
sino también y principalmente porque circulaban en carruajes; y durante la
Vendée, si los campesinos se rebelaron contra los revolucionarios de París, fue
porque odiaban más a la ciudad rica que al propietario local. La conclusión es
inequívoca: si el « instinto nivelador» puede aplicarse a los contenidos sociales
más diferentes, no puede, él mismo, poseer un contenido propio. Esto significa
que esas imágenes, palabras, etcétera, mediante las cuales se lo reconoce, que
otorgan a sucesivos contenidos concretos un sentido de continuidad temporal,
funcionan exactamente como lo que antes hemos denominado significantes
vacíos.
Esto nos brinda un buen punto de partida para aproximarnos al populismo.
Todas las dimensiones estructurales que son necesarias para elaborar el concepto
desarrollado están contenidas, in nuce, en las movilizaciones locales a las que
acabamos de referirnos. Estas dimensiones son tres: la unificación de una
pluralidad de demandas en una cadena equivalencial; la constitución de una
frontera interna que divide a la sociedad en dos campos; la consolidación de la
cadena equivalencial mediante la construcción de una identidad popular que es
cualitativamente algo más que la simple suma de los lazos equivalenciales. El
resto de este capítulo estará dedicado a la discusión sucesiva de estos tres
aspectos. Sin embargo, el concepto de populismo al cual llegaremos al final de
esa indagación será provisional, ya que estará basado en la operación de dos
supuestos simplificadores, heurísticamente necesarios. Estos dos supuestos serán
sucesivamente eliminados en el capítulo 5. Solo después estaremos en situación
de presentar un concepto de populismo completamente desarrollado.

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