Jesús y Valeria.
Jesús y Valeria.
Jesús y Valeria.
15 noviembre 1946
“Tienes un corazón bondadoso y lleno de luz. Que Dios te ilumine y vela ahora y
siempre por esta hijita tuya”.
“Gracias, Señor. Tengo necesidad de Dios…” Lágrimas resbalan por los ojos de
Valeria.
“Es verdad. Tienes necesidad de Él. En Él encontrarás todo consuelo y
además la guía para juzgar acertadamente, para perdonar, amar otra vez y
sobre todo para educar a esta niña a fin de que tenga la vida dichosa de
quienes son hijos de Dios verdadero.
Lo ves. El Dios que no conocías, del que tal vez te burlaste, como de su ley, el Dios
que es tan diverso de vuestros dioses, como lo es su ley diversa de las vuestras y de
vuestra religión. El Dios que tal vez ofendiste con una vida en que la virtud no se
tiene en cuenta: culpas leves, si quieres, pero duras heridas a la virtud y ofensas a la
Divinidad que te creó. Este Dios te ha amado mucho. Valiéndose de un dolor que
sentías con toda la fuerza de madre, de mujer que no conoce la vida futura e ignora
lo que significa la separación temporal de su hijo, te trajo a Mí. Tanto te amó que te
llevó a Cesarea cuando en tu dolor agonizabas al ver que el cuerpo de tu hija iba
enfriándose. Tanto te amó para que tuvieses siempre ante tus ojos su bondad y
poder, y tuvieses un freno contra las costumbres licenciosas paganas y un consuelo
en los dolores que pudieras encontrar como mujer casada. Tanto te ha amado que
por medio de otros dolores ha reforzado en ti la voluntad de venir al Camino, a la
Verdad, a la Vida, y de quedarte allí con tu hijita para que al menos desde su infancia
tenga lo que es consuelo y paz, salud y luz en los tristes días que caminará por la
tierra, y la defienda de todo lo que te hace sufrir en tus afectos, en lo mejor de tu ser,
que es instintivamente bueno y que no soporta el fango en que se le obliga a vivir.
Por lo que se refiere a tus afectos, eres una pagana. No es culpa tuya, sino del siglo
en que vives, del gentilismo en que te creaste. Sólo el que vive en la verdadera
religión sabe dar a sus afectos el valor, medida y manifestaciones apropiadas. Tú,
que no conocías la vida eterna, amabas desordenadamente a tu hijita, y al verla
morir, te rebelabas con todas tus fuerzas, y enloquecías con su muerte próxima. Así
como alguien que viera a un demente apoderarse de su ser más querido y lo
suspendiese sobre un abismo, de donde nunca se podría salir, del que al caer jamás
se podría tener ni siquiera el cadáver frío para darle el último beso de amor, así veías
a tu Faustina colgada en el abismo de la nada… ¡Pobre madre que no tendría ya más
hija! Ni con el espíritu, ni en la realidad. Sería la nada. La nada inexorable que llega
con la muerte para los que no creen en la vida espiritual.
Tú, mujer pagana, amorosa, fiel, has amado en tu esposo a tu dios terrenal,
compañero de placeres, a tu hermoso dios que se dejaba adorar, rebajando
tu dignidad al nivel de esclava. Esté sujeta la mujer a su marido, humilde, fiel,
castamente. El hombre es la cabeza de la familia, pero cabeza no quiere
decir déspota. Cabeza no significa ser un patrón caprichudo que dispone a
su antojo no solo del cuerpo, sino también de la parte mejor de su esposa.
‘Donde tú, Cayo, ahí, yo, Caya’ decís. Pobres mujeres de un país donde la
licencia existe aun en las fábulas de vuestros dioses. Quienes de vosotras no
sois impúdicas, ni desenfrenadas, ¿cómo podéis estar donde están vuestros esposos?
Es inevitable que quien no es una desvergonzada y corrompida se separe
con asco, que experimente un dolor verdaderamente atroz, como si sus
fibras se desgarrasen, que sienta pasmo, derrumbarse todo un culto que
tenía por su marido a quien contemplaba como a un dios, cuando descubre
que a quien adoraba como a una deidad, es un ser miserable, dominado por
el instinto brutal, y que es licencioso, adúltero, disipado, indiferente, que
se burla de los sentimientos y dignidad de su esposa.
No llores. Todo lo sé, sin necesidad de que centuriones me lo informen. No
llores, mujer. Aprende antes bien a amar a tu esposo ordenadamente.
“No puedo amarlo ya. No lo merece. Lo desprecio. No me envileceré
imitándolo. No puedo amarlo. Todo ha acabado entre nosotros. He dejado
que se fuera… sin tratar de detenerlo… En el fondo, la única vez que le
agradezco, que se haya ido… No volveré a buscarlo. Por otra parte, ¿cuándo
fue para mí un compañero? Al caerse la venda de mi adoración por él, ahora
puedo recordar y juzgar sus acciones. ¿Estaba acaso en mi corazón cuando
lloraba yo, teniendo qué seguirlo hasta acá, abandonando a mi madre que
moría de dolor y a mi patria, cuando era yo una joven esposa, próxima a dar
a luz? Él se burlaba con sus amigos de mis lágrimas, de mis náuseas,
advirtiéndome sólo que no fuera a ensuciarle el vestido. ¿A caso estuvo a
mi lado cuando me moría de nostalgia por mi patria? No. Afuera, con sus
amigos, en banquetes donde mi estado no me permitía ir… ¿Estuvo alguna
vez inclinado sobre la cuna de mi recién nacida? Se echó a reír cuando le
mostraron a su hijita, y borbotó: ‘Estoy tentado a echarla al suelo. No me
eché el yugo matrimonial para tener hijas’. Ni siquiera se presentó a la
purificación, llamándola inútil pantomima. Y como la pequeña lloraba, dijo
al salir: ‘Ponle por nombre Libitina, y que la diosa la acepte’. Cuando
Faustina agonizaba, ¿acaso compartió conmigo mis angustias? ¿Dónde
estuvo la noche que precedió a tu llegada? En casa de Valeriano, en un
banquete. Pero lo amaba yo. Era mi dios, como lo dijiste. Todo me parecía
bueno y justo en él. Me permitía que lo amara… era la más sumisa esclava
de sus caprichos. ¿Sabes por qué me ha rechazado?”
“Lo sé. Porque en tu cuerpo surgió el alma, y dejaste de ser hembra para
ser la esposa”.
“Estás en lo cierto. He querido hacer de mi hogar un hogar virtuoso… Logró
obtener del Cónsul que se le mandase a Antioquía y me ordenó que no lo
siguiera, pero se llevó a las esclavas favoritas. ¡Oh, no iré detrás de él! Tengo
a mi hija. Tengo todo”.
“No. No tienes todo. Tienes una parte, una parte pequeña, del todo que te sirve a fin
de que seas virtuosa. El Todo es Dios. Tu hija no debe ser causa de injusticia para
con el Todo, sino al contrario. Por ella y con ella tienes el deber de ser virtuosa”.
“Vine a consolarte y eres Tú el que me consuelas. Vine también a preguntarte cómo
educarla para que sea digna de su Salvador. Había pensado hacerme prosélita
vuestra y que ella también lo fuese…”
“¿Y tu marido?”
“¡Oh, todo ha acabado entre nosotros!”
“No. Todo empieza. Eres siempre su mujer. El deber de una mujer buena es
hacer a su consorte bueno”.
Dice que quiere divorciarse. Y lo hará. Por esto…”
“Y lo hará. Pero todavía no lo ha hecho. Y mientras no lo haga, tú eres su
mujer, aún según vuestra ley. Y como tal tienes la obligación de quedarte
en tu lugar como esposa. Tu lugar es el segundo después del de tu marido,
en tu casa, con tu hija, a los ojos de los criados y del mundo. Tú dices: él
fue quien dio el mal ejemplo. Es verdad. Pero eso no quita que tú no des el
de virtud. Él se marchó. Es verdad. Ante tu hija y siervos toma su lugar.
No todo lo que hay en vuestras costumbres es digno de condenación.
Cuando Roma no se había corrompido tanto, sus mujeres eran castas,
trabajadoras y servían a las divinidades con vida virtuosa y fiel. Aunque la
condición miserable de paganas las hacía servir a falsos dioses, la intención
era buena. Entregaban su virtud al Ideal de su religión, a la necesidad de
respeto a una religión, a una divinidad cuyo nombre les era desconocido,
pero que les parecía existir, que era mayor que el licencioso Olimpo, que
las envilecidas deidades que lo pueblan según las leyendas mitológicas.
Vuestro Olimpo no existe, vuestros dioses tampoco. Pero vuestras antiguas virtudes
eran fruto de la convicción veraz de tener qué ser virtuosos para que lo mirasen a
uno con amor los dioses; eran fruto del deber que sentían para con las divinidades
que adorabais. A los ojos del mundo, sobre todo de nuestro mundo judío, no habéis
dejado de ser unos necios al honrar a quien no existe. Pero a los ojos de la justicia
eterna y verdadera, a los del Dios Altísimo, Único y Omnipotente Creador de todos
los seres, esas virtudes, ese respeto, esas obligaciones y deberes no eran en vano. El
bien es siempre bien, la fe tiene siempre valor de fe, la religión tiene siempre valor
de religión si el que la sigue, practica y ama está convencido de estar en la verdad.
Te exhorto a que imites a las antiguas mujeres castas, trabajadoras y fieles
de vosotras, quedándote en tu lugar, como columna y luz en tu casa y de tu
casa. No creas que los siervos dejarán de respetarte menos porque te
quedas sola. Hasta ahora te han servido con miedo y algunas veces con
cierto odio y deseos de rebelión. De hoy en adelante te servirán de corazón.
Los infelices aman a sus iguales. Tus esclavos saben lo que es el dolor. Tu
alegría fue en otros tiempos un aguijón amargo. Tus penas, al despojarse
del frío resplandor de patrona, en el sentido odioso de esta palabra te
revestirán con una luz amorosa de piedad. Te amarán, Valeria. Te amará
Dios, te amará tu hija, te amarán tus siervos. Y aun cuando no fueses la
esposa, sino la divorciada, recuerda (Jesús se pone de pie) que la
separación legal no destruye el deber de la mujer de que sea fiel a su
juramento de esposa.
Quisieras entrar en nuestra religión. Uno de sus preceptos divinos es que la
mujer es carne de la carne de su esposo y que nada ni nadie, puede separar
lo que Dios ha hecho una sola carne. También entre nosotros existe el
divorcio. Se introdujo como fruto perverso de la lujuria humana, del pecado
original, de la corrupción de los hombres. Pero Dios espontáneamente no lo
quiso. Dios no cambia palabra. Dios había dicho, al inspirar a Adán,16
todavía inocente y por lo tanto que hablaba con una inteligencia no
ofuscada por la culpa, que los esposos, una vez unidos, deben ser una sola
carne. La carne no se separa de la otra sino por la muerte o enfermedad.
El divorcio mosaico, permitido para evitar pecados atroces, no concede a la
mujer sino una libertad mezquina. La divorciada es siempre un ser inferior
en el concepto de los hombres, bien se quede en tal estado, bien pase a
segundas nupcias. En el juicio de Dios, es una infeliz si su esposo por mala
voluntad la divorcia y sigue en esta condición; pero no es más que una
pecadora, una adúltera si comete tales pecados o si vuelve a casarse. Tú, al
querer entrar en nuestra religión, lo haces para seguirme. Así pues Yo,
Verbo de Dios, al haber llegado el tiempo de la religión perfecta, te digo lo
que he dicho a muchos. No es lícito al hombre separar lo que Dios unió y es
adúltero el que, o la que, viviendo su cónyuge, se casa.
El divorcio es una prostitución legalizada, que pone al hombre y a la mujer
en condiciones de cometer pecados de lujuria. La mujer divorciada
difícilmente puede ser viuda de su varón, viuda fiel. El hombre divorciado
jamás permanece fiel a su primer matrimonio. Tanto el uno como el otro, al
pasar a otras uniones, descienden del nivel de hombres al de animales, que
pueden cambiar de hembra según su apetito. La fornicación legal, peligrosa
para la familia y para la patria, es criminal para la prole. Los hijos de los
divorciados juzgarán a sus padres. ¡Severo es el juicio de los hijos! Por lo
menos uno de sus padres recibe la condenación. Y los hijos, por el egoísmo
de sus padres, se ven condenados a una vida efectiva mutilada. Si a las
consecuencias que acarrea el divorcio, por el que los inocentes hijos se ven
privados de padre o madre, se añade que uno de los cónyuges vuelva a
casarse y con él se quedan los hijos; a la suerte desgraciada de una vida
afectiva que mutiló un miembro que no está, se une otra mutilación: la que
perdió, más o meno en parte, en el afecto del otro miembro, separado, o
completamente perdido, por el nuevo amor y por hijos que nacen de una
nueva unión.
Hablar de nupcias, de matrimonio en el caso de una nueva unión de un divorciado o
divorciada, es profanar el significado del matrimonio. Sólo la muerte de uno de los
cónyuges y la viudez de uno de ellos puede justificar segundas nupcias. Yo sería del
parecer que sería mejor bajar la cabeza ante la sentencia siempre justa de quien
regula los destinos de los hombres y encerrarse dentro de una castidad, cuando la
muerte ha puesto fin al estado matrimonial, dedicándose completamente a los hijos y
amando al cónyuge que pasó a buena vida en sus hijos. Un amor despojado de todo
lo que puede ser material, un amor santo y verdadero.
¡Pobres hijos! Saborear después de la muerte o la destrucción del hogar, la dureza de
un padrastro o la de una madrastra, y ¡la angustia de ver que las caricias se dividen
con otros hijos que no son hermanos!
No. En mi religión no existirá el divorcio. Será adúltero y pecador el que se divorcie
civilmente para contraer nuevo matrimonio. La ley humana no podrá cambiar mi
decreto. El matrimonio en mi religión no será un contrato civil, una promesa moral,
que se hace ante la presencia de testigos y que éstos sancionan. Será una unión
fuerte, sólida, santamente indisoluble por el poder santificante que le daré para que
se convierta en Sacramento. Para que comprendas: será un rito sagrado. Este poder
o fuerza ayudará a practicar santamente todos los deberes matrimoniales, pero
también será la señal de la indisolubilidad del vínculo.
Hasta ahora el matrimonio ha sido un contrato natural, mutuo y moral entre dos de
sexo diverso. Cuando llegue mi Ley, se extenderá al alma de los cónyuges24. Por
tanto se convertirá también en un contrato espiritual que Dios sancionará por medio
de sus ministros. Bien sabes que nada es superior a Dios. Por esto lo que Él hubiere
unido, ninguna autoridad, ley o capricho humano podrá disolver 26.
Vuestro rito de ‘donde tú, Cayo, ahí yo, Caya’ se perpetúa en el nuestro hasta el más
allá, en mi rito, porque la muerte no es fin, sino separación temporal del esposo y de
la esposa y el deber de amar dura aún después de la muerte. Por esto afirmo que los
viudos deberían ser castos27. Pero el hombre no sabe serlo. Por esto también afirmo
que los cónyuges tienen el deber recíproco de mejorar a su compañero.
No muevas la cabeza. Esta es la obligación, que debe cumplirse, si alguien quiere
venir en pos de Mí”.
“Hoy estás severo, Maestro”.
“No. Soy Maestro y tengo ante Mí una criatura que puede crecer en la vida de la
gracia. Si no fueras lo que eres, te impondría menos. Pero tienes una buena
disposición, y el sufrimiento purifica, templa siempre el metal. Un día te acordarás de
Mí y me bendecirás de haberme portado como ahora lo hago”.
“Mi marido no volverá atrás…”
“Pero tú irás adelante, llevando de la mano a la inocencia y caminarás por el sendero
de la justicia, sin odio, sin venganzas; y también sin inútiles esperas o reproches por
que se perdió”.
“¡Sabes que lo tengo perdido!”
“Lo sé. Pero no tú. Él te ha perdido a ti. No te merecía. Escucha ahora… Es algo duro.
Sí. Me has traído rosas y la inocente sonrisa de tu hijita para consolarme… Yo… no
puedo sino prepararte a que lleves la corona de espinas de las esposas
abandonadas… Pero reflexiona. Si pudiese retroceder el tiempo y llevarte a aquella
mañana en que Faustina agonizaba, y que tu corazón se encontrase en condiciones
de escoger entre tu hija o tu marido, y que debieras perder absolutamente a uno de
los dos, ¿a quién habrías escogido?”
Valeria reflexiona. Palidece por lo que sufre, por las lágrimas que al principio de la
conversación derramó… Se inclina sobre la pequeñita que está sentada en el suelo y
que juguetea poniendo las flores blancas al rededor de los pies de Jesús. La toma, la
abraza, dice con fuerte voz: “Escogería a esta, porque a ella puedo darle mi corazón
y educarla como he aprendido en la vida. ¡Mi hija! Y no separarnos ni en la otra vida.
¡Yo siempre su madre, ella siempre mi hija” La cubre de besos, y la pequeñita la
estrecha en el cuello, toda amor, toda sonrisas.
“Dime, ¡oh!, dime, Maestro que enseñas a vivir como héroe, ¿cómo educarla para
que ambas estemos en tu Reino? ¿Qué palabras debo decirle, qué conducta?…”
“No son necesarias palabras ni conducta especial. Sé perfecta para que refleje tu
perfección. Ama a Dios y al prójimo para que aprenda a amar. Vive en la tierra con
tus cariños en Dios. Ella te imitará. Por ahora así. Más tarde, mi Padre que os ha
amado de modo especial, proveerá a vuestras necesidades espirituales, y seréis
sabias en la fe que traerá mi Nombre. Esto es lo que hay qué hacer. En el amor a
Dios encontrarás frenos contra el mal En el amor al prójimo tendrás una ayuda
contra el abatimiento de la soledad. Aprende a perdonar, a ti misma… y enseña lo
mismo a tu hijita. ¿Comprendes lo que te quiero decir?”
“Comprendo… Es justo… Maestro me voy. Bendice a una pobre mujer… que es más
pobre que una mendiga que tiene un fiel marido…”
“¿En dónde vives ahora? ¿En Jerusalén?”
“No en Béter. Juana es muy buena, me ha mandado a su castillo… Sufría mucho
allá… Estaré hasta que venga Juana a Jerusalén, que será muy pronto. Baja a Judea
con tu Madre y las otras discípulas cuando empiece la primavera. Estaré con ella por
un poco de tiempo. Luego vendrán las otras e iré con ellas. Para ese entonces el
tiempo habrá curado ya la herida”.
“El tiempo. Pero sobre todo Dios y la sonrisa de tu hijita. Hasta la vista, Valeria. Que
el Dios verdadero que buscas con buen corazón, te consuele y te proteja”. Jesús pone
la mano sobre la cabeza de la pequeñuela bendiciéndola. Se acerca a la puerta
cerrada y pregunta: “¿Viniste sola?”
“No. Con una liberta. Mi carro me espera en el bosque a la entrada del pueblo. ¿Nos
volveremos a ver, Maestro?”
“Para la Dedicación estaré en Jerusalén, en el Templo”.
“Iré allá, Maestro. Tengo necesidad de tus palabras en mi nueva vida…”
“Vete tranquila. Dios no deja de ayudar a quien lo busca”.
“Lo creo… ¡Oh, qué triste es nuestro mundo pagano!”
“La tristeza está donde no está la verdadera vida en Dios. También en Israel se
llora… Y es porque no se vive más en la ley de Dios. Hasta pronto. La paz sea
contigo”.
La mujer se inclina profundamente y dice algo al oído de la niña. Ésta levanta su
carita, tiende sus bracitos y repite con su vocecita: “¡Ave, Domine Jesu!”
Jesús se inclina sobre la boquita y recoge el besito que la niña le iba a dar.
Nuevamente la bendice… Luego entra en la habitación y pensativo se sienta junto a
las flores esparcidas por el suelo.