Ensayo Saber Social
Ensayo Saber Social
Ensayo Saber Social
muchas palabras; sigo desconociendo lo conocido, pero intentaré con lo mejor de mi lenguaje
hacer un poco de introspección.
Mi nombre es Sara Cortés Calderón; nací en la clínica León XIII en Medellín, en el 2002, en el
seno de una familia de clase media, con una madre profesora y un padre ingeniero, que me aman,
con locura casi, pero que en medio de su realidad no pudieron siempre acompañarme. No
recuerdo mucho de mi infancia, pero sí sé muy bien las ilusiones que daban vuelta en mi
cabecita: telekinesis, volar, leer mentes, parar el tiempo, siempre fantasías donde el mundo se
confabulaba conmigo; en mis turbulentos recuerdos nunca tuve buenas intenciones; era una niña
ambiciosa, egoísta y mimada.
Soñaba con ser Alicia en el país de las maravillas, con encontrar alguna puertecilla en algún
rincón de mi casa que me alejara de todo; por alguna razón en mi cabecita siempre me vi
superior a los demás niños; me parecían tontos y feos, sucios, hurgaban sus narices y se
ensuciaban con la tierra; yo era ‘mejor’, coloreaba dentro de las líneas, me amarraba sola mis
cordones, permanecía limpia durante el día-salvo un par de ocasiones donde cedí a mi naturaleza
salvaje de niña-y era completamente consciente de mi condición de niña frente a los adultos;
nada podía ser mejor fantasía para mí que un lugar donde todos supieran mi nombre, donde ese
mundo existiera por mí y para mí.
Intente muchas veces replicar a través de algún hobbie esa sensación de protagonismo, pero
siempre encontraba el obstáculo de que no me enseñaban a encontrar mi relación con el objeto
sino a seguir la que tenía el profesor con el mismo; en clases de pintura no me enseñaron técnicas
sino a replicar pinturas que a mi parecer eran bastante feas y yo quería dibujar conejos, conejos
con esmoquin; en clases de plastilina la profesora quería hacer animales de la selva y yo conejos
con tuxedo.
Se fracturó por segunda vez el día en que perdí a mi Cielo, c en mayúscula, porque era el nombre
que pensaba para mi hija; tuve un aborto espontáneo el 12 de enero de este año y, más allá de la
crudeza de los síntomas físicos de un suceso como ese, más que una fractura es un gran vacío, un
vacío que duele pero no alcanza a ser duelo, un duelo que me separó de mi pareja, un duelo que
no alcanza a ser pérdida porque no es tangible, porque la vida es tan efímera y mucho más
cuando no se puede ver, un duelo que tiene fecha de expiración: 2 SEMANAS DE
INCAPACIDAD.
Creo que este último suceso me moldeó más, se coló en cada uno de los recovecos de mi ser y no
sé cómo deshacerme de él. Como un cáncer en mi vientre, palpable, se me fue al pecho y las
entrañas, me paralizó la lengua, las manos y los pies, puso pesos en todos mis tejidos y se instaló
en mi cerebro; me volvió empática, contrario a mi deseo de ayudar a las mujeres que pasaron lo
que yo, impulsado por pura rabia, me lleno de amor, de un deseo profundo de entender, de
preguntar y ayudar, de ser humana por los otros.
Y aquí estoy, un ciervo en la oscuridad, asustado, que termina recurriendo a la religión como
medida desesperada; un último aliento concedido por algo divino, psicología; tal vez sirva de
algo la experiencia, tal vez el dolor si es necesario, y hubiera sido una psicóloga mediocre por mi
falta de humanidad.
¿Servirá de algo todo el esfuerzo? Voy a darme unas palabritas de aliento; al fin estoy hecha de
agua.