García Morente Sobre Descartes

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René Descartes
Manuel García Morente
Prólogo
Vitam impendere vero
El Discurso del Método es una obra de plenitud mental. Exceptuando algunos diálogos de Platón, no hay
libro alguno que lo supere en profundidad y en variedad de intereses y sugestiones. Inaugura la filosofía
moderna; abre nuevos cauces a la ciencia; ilumina los rasgos esenciales de la literatura y del carácter
franceses; en suma, es la autobiografía espiritual de un ingenio superior, que representa, en grado máximo,
las más nobles cualidades de una raza nobilísima (1).
No podemos aspirar, en este breve prólogo, a presentar el pensamiento y la obra de Descartes en la
riquísima diversidad de sus matices filosóficos, literarios, científicos, artísticos, políticos y aun técnicos. Nos
limitaremos, pues, a la filosofía; y aun dentro de este terreno, expondremos sólo los temas generales de
mayor virtualidad histórica. El pensamiento cartesiano es como el pórtico de la filosofía moderna. Los rasgos

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característicos de su arquitectura se encuentran reproducidos, en líneas generales, en la estructura y
economía ideológica de los sistemas posteriores. Descartes propone un grupo de problemas a la reflexión

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filosófica, y ésta se emplea en descifrarlos durante más de un siglo; hasta que una nueva transformación del
punto de vista trae a los primeros planos de la conciencia nuevos intereses especulativos y prácticos, que
inician nuevos métodos y orientaciones del pensamiento.
Kant es quien, por una parte, remata y cierra el ciclo cartesiano y, por otra, inaugura un nuevo modus

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philosophandi. La historia de la filosofía no es, como muchos creen, una confusa y desconcertante sucesión
de doctrinas u opiniones heterogéneas, sino una razonable continuidad de ordenadas superaciones.

El Renacimiento
Sin embargo, la gran dificultad que se presenta al historiador del cartesianismo es la de encontrar el

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entronque de Descartes con la filosofía precedente. No es bastante, claro está, señalar literales
consecuencias entre Descartes y San Anselmo, ni hacer notar minuciosamente
que ha habido en el siglo XV y XVI tales o cuales filósofos que han dudado, y hasta elogiado la duda, o que
han hecho de la razón natural el criterio de la verdad, o que han escrito sobre el método, o que han
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encomiado las matemáticas. Nada de eso es antecedente histórico profundo, sino a lo sumo coincidencias
de poca monta, superficiales, externas, verbales. En realidad, Descartes, como dice Hamelin, «parece venir
inmediatamente después de los antiguos».
Pero entre Descartes y la escolástica hay un hecho cultural -no sólo científico-, de importancia incalculable:
el Renacimiento. Ahora bien, el Renacimiento está en todas partes más y mejor representado que en la
filosofía. Está eminentemente expreso en los artistas, en los poetas, en los científicos, en los teólogos, en
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Leonardo de Vinci, en Ronsard, en Galileo, en Lutero, en el espíritu, en suma, que orea con un nuevo y
reconfortante aliento las fuerzas todas de la producción humana. A este espíritu renacentista hay que referir
inmediatamente la filosofía cartesiana. Descartes es el primer filósofo del Renacimiento.
La Edad Media no ha sido seguramente una época bárbara y oscura. Hay, sin duda, en el juicio corriente
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que hacemos de ese período, un error de perspectiva, o, mejor dicho, un error de visión que proviene de
que la vivísima luz del Renacimiento nos ciega y deslumbra, impidiéndonos ver bien lo que queda allende
esta aurora. Pero es innegable que el pensamiento científico y filosófico necesita, como condición para su
desarrollo, un medio apropiado que fomente la libre reflexión individual.
Cuando la conciencia del individuo queda reducida a reflejar la conciencia colectiva del grupo social, el
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pensamiento se hace siervo de los dogmas colectivos; el hombre se recluye en el organismo superior de la
nación o clase, y el concepto de lo humano se disuelve y desaparece bajo el montón de reales jerarquías y
de objetivas imposiciones sociales. Así, cuando en el siglo XVI el espíritu comienza a desligarse de los
estrechos lazos que lo tenían opreso, esta liberación aparece como un descubrimiento del hombre por el
hombre. Como un soldado que, después del combate, en medio de un montón de cadáveres, vuelve poco a
poco a la vida, se palpa, respira, alza la vista, extiende los brazos y parece convencerse al fin de su propia
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existencia, así también el Renacimiento posee la fragante ingenuidad alegre de quien por primera vez se
descubre a sí mismo y exclama: «Yo soy un ser que piensa, siente, quiere, ama y odia; esta naturaleza que
me rodea es bella y luminosa, y la vida nos ha sido dada por un Dios justo y benévolo, para vivirla con
entereza y plenitud.»
La conciencia individual es el más grande invento del nuevo modo de pensar. Y todo en la ciencia, en el
arte, en la sensibilidad renacentista se orienta hacia esa exaltación de la subjetividad del hombre. El criterio
de autoridad abandona su puesto a la convicción íntima basada en la evidencia. Las oscuras entidades
metafísicas se deshacen en la clara sucesión de razones matemáticas. La desconfianza, el odio hacia la
naturaleza, son sustituidos por una optimista y alegre visión de las infinitas bondades que moran en el
impulso espontáneo, en el directo hacer de las cosas. El universo es como un libro en donde está escrita la
verdad suprema. Y para entender la lengua en que está compuesto, no hace falta más que la razón misma
del hombre, la matemática aplicada a la experiencia (2).
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Así, pues, por una parte, la exigencia máxima del espíritu científico es, en el Renacimiento, la claridad
evidente de la razón individual; por otra parte, la solidez de la nuova scienza proviene ante todo de su
carácter matemático y experimental; en fin, la fuente purísima de todo valor, especulativo y práctico, se
encuentra ahora en el sujeto, en la interioridad de la reflexión personal creadora. Todos estos nuevos
anhelos, esa nueva sensibilidad teórica y moral, imponen nuevos rumbos al pensamiento filosófico; danle
por de pronto libertad para manifestarse original y creador; pero también le indican una orientación inédita,
y, por decirlo así, un problema virgen: hallar una definición del hombre que baste a explicar la objetividad de
su producción científica y artística.
Descartes es el primero que sistemáticamente edifica la filosofía de este nuevo mundo mental.

Vida de Descartes
Nació Renato Descartes en La Haya, aldea de la Touraine, el 31 de mayo de 1596. Era de familia de
magistrados, nobleza de toga. Su padre fue consejero en el Parlamento de Rennes, y el amor a las letras

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era tradicional en la familia. «Desde niño -cuenta Descartes en el Discurso del Método- fui criado en el
cultivo de las letras.» Efectivamente, muy niño entró en el colegio de la Flèche, que dirigían los jesuitas. Allí

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recibió una sólida educación clásica y filosófica, cuyo valor y utilidad ha reconocido Descartes en varias
ocasiones. Habiéndole preguntado cierto amigo suyo si no sería bueno elegir alguna universidad holandesa
para los estudios filosóficos de su hijo, contestóle Descartes: «Aun cuando no es mi opinión que todo lo que
en filosofía se enseña sea tan verdadero como el Evangelio, sin embargo, siendo esa ciencia la clave y

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base de las demás, creo que es muy útil haber estudiado el curso entero de filosofía como lo enseñan los
jesuitas, antes de disponerse a levantar el propio ingenio por encima de la pedantería y hacerse sabio de la
buena especie.
Debo confesar, en honor de mis maestros, que no hay lugar en el mundo en donde se enseñe mejor que en
la Flèche.»

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El curso de filosofía duraba tres años. El primero se dedicaba al estudio de la lógica de Aristóteles. Leíanse
y comentábanse la Introducción de Porfirio, las Categorías, el Tratado de la interpretación, los cinco
primeros capítulos de los Primeros analíticos, los ocho libros de los Tópicos, los Últimos analíticos, que
servían de base a un largo desarrollo de la teoría de la demostración, y, por último, los diez libros de la
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Moral. En el segundo año estudiábanse la Física y las Matemáticas; en el tercer año se daba la Metafísica
de Aristóteles. Las lecciones se
dividían en dos partes: primero el maestro dictaba y explicaba Aristóteles o Santo Tomás; luego el maestro
proponía ciertas quæstiones sacadas del autor y susceptibles de diferentes interpretaciones. Aislaba la
quæstio y la definía claramente, la dividía en partes, y la desenvolvía en un magno silogismo, cuya mayor y
menor iba probando sucesivamente. Los ejercicios que hacían los alumnos consistían en argumentaciones
o disputas. Al final del año algunos de estos certámenes eran públicos.
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Sabemos el nombre del profesor de filosofía que tuvo Descartes en la Flèche. Fue el padre Francisco
Véron. Pero en realidad la enseñanza era totalmente objetiva e impersonal. Las normas de estos estudios
estaban minuciosamente establecidas en órdenes y estatutos de la Compañía...
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«Cuiden muy bien los maestros de no apartarse de Aristóteles, a no ser en lo que haya de contrario a la fe o
a las doctrinas universalmente recibidas... Nada se defienda ni se enseñe que sea contrario, distinto o poco
favorable a la fe, tanto en filosofía como en teología. Nada se
defienda que vaya contra los axiomas recibidos por los filósofos, como son que sólo hay cuatro géneros de
causas, que sólo hay cuatro elementos, etc.... etcétera... (3).
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Semejante enseñanza filosófica no podía por menos de despertar el anhelo de la libertad en un espíritu de
suyo deseoso de regirse por propias convicciones. Descartes, en el Discurso del Método, nos da claramente
la sensación de que ya en el colegio sus trabajos filosóficos no iban sin ciertas íntimas reservas mentales.
Su juicio sobre la filosofía escolástica, que aprendió, como se ha visto, en toda su pureza y rigidez, es por
una parte benévolo y por otra radicalmente condenatorio.
Concede a esta educación filosófica el mérito de aguzar el ingenio y proporcionar agilidad al intelecto; pero
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le niega, en cambio, toda eficacia científica: no nos enseña a descubrir la verdad, sino sólo a defender
verosímilmente todas las proposiciones.
Salió Descartes de la Flèche, terminados sus estudios, en 1612, con un vago, pero firme, propósito de
buscar en sí mismo lo que en el estudio no había podido encontrar. Este es el rasgo renacentista que,
desde el primer momento, mantiene y sustenta toda la peculiaridad de su pensar.
Hallar en el propio entendimiento, en el yo, las razones últimas y únicas de sus principios, tal es lo que
Descartes se propone. Toda su psicología de investigador está encerrada en estas frases del Discurso del
Método: «Y no me precio tampoco de ser el primer inventor de mis opiniones, sino solamente de no
haberlas admitido ni porque las dijeran otros ni porque no las dijeran, sino sólo porque la razón me
convenció de su verdad.»
Después de pasar ocioso unos años en París, deseó recorrer el mundo y ver de cerca las comedias que en
él se representan; pero «más como espectador que como actor». Entró al servicio del príncipe Guillermo de
Nassau y comenzaron los que pudiéramos llamar sus años de peregrinación. Guerreó en Alemania y
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Holanda; sirvió bajo el duque de Baviera; recorrió los Países Bajos, Suecia, Dinamarca. Refiérenos en el
Discurso del Método cómo en uno de sus viajes comenzó a comprender los fundamentos del nuevo modo
de filosofar. Su naturaleza, poco propicia a la exaltación y al exceso sentimental, debió, sin embargo, sufrir
en estos meses un ataque agudo de entusiasmo; tuvo visiones y oyó una voz celeste que le encomendaba
la reforma de la filosofía; hizo el voto, que cumplió más tarde, de ir en romería a Nuestra Señora de Loreto.
Permaneció en París dos años; asistió, como voluntario del ejército real, al sitio de la Rochela y, en 1629,
dio fin a este segundo período de su vida de soldado dilettante, viajero y observador.
Decidió consagrarse definitivamente a la meditación y al estudio. París no podía convenirle; demasiados
intereses, amigos, conversaciones, visitas, perturbaban su soledad y su retiro. Sentía, además, con aguda
penetración, que no era Francia el más cómodo y libre lugar para especulaciones filosóficas, y, con certero
instinto, se recluyó en Holanda. Vivió veinte años en este país, variando su residencia a menudo, oculto,
incógnito, eludiendo la ociosa curiosidad de amigos oficiosos e importunos. Durante estos veinte años
escribió y publicó sus principales obras: El Discurso del Método, con la Dióptrica, los Meteoros y la
Geometría, en 1637; las Meditaciones metafísicas, en 1641 (en 1647 se publicó la traducción francesa del

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duque de Luynes, revisada por Descartes); los Principios de la filosofía, en 1644 (en latín primero, y luego,

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en 1647, en francés); el Tratado de las pasiones humanas, en 1650.
Su nombre fue pronto celebérrimo y su persona y su doctrina pronto fueron combatidas. Uno de los adeptos
del cartesianismo, Leroy, empezó a exponer en la Universidad de Utrecht los principios de la filosofía nueva.
Protestaron violentos los peripatéticos, y emprendieron una cruzada contra Descartes. El rector Voetius

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acusó a Descartes de ateísmo y de calumnia.
Los magistrados intervinieron, mandando quemar por el verdugo los libros que contenían la nefanda
doctrina. La intervención del embajador de Francia logró detener el proceso. Pero Descartes hubo de
escribir y solicitar en defensa de sus opiniones, y aunque al fin y al cabo obtuvo reparación y justicia, esta
lucha cruel, tan contraria a su modo de ser pacífico y tranquilo, acabó por hastiarle y disponerle a aceptar
los ofrecimientos de la reina Cristina de Suecia.

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Llegó a Estocolmo en 1649. Fue recibido con los mayores honores. La corte toda se reunía en la biblioteca
para oírle disertar sobre temas filosóficos, de física o de matemáticas. Poco tiempo gozó Descartes de esta
brillante y tranquila situación. En 1650, al año de su llegada a Suecia, murió, acaso por no haber podido
resistir su delicada constitución los rigores de un clima tan rudo. Tenía cincuenta y tres años.
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En 1667 sus restos fueron trasladados a París y enterrados en la iglesia de Saint-Etienne du Mont.
Comenzó entonces una fuerte persecución contra el cartesianismo. El día del entierro disponíase el P.
Lallemand, canciller de la Universidad, a pronunciar el elogio fúnebre del filósofo, cuando llegó una orden
superior prohibiendo que se dijera una palabra. Los libros, de Descartes, fueron incluidos en el índice, si
bien con la reserva de donec corrigantur. Los jesuitas excitaron la Sorbona contra Descartes, y pidieron al
Parlamento la proscripción de su filosofía.
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Algunos conocidos clérigos hubieron de sufrir no poco por su adhesión a las ideas cartesianas. Durante no
poco tiempo fue crimen en Francia el declararse cartesiano.
Después de la muerte del filósofo, publicáronse: El mundo, o tratado de la luz (París, 1677). Cartas de
Renato Descartes sobre diferentes temas, por Clerselier (París, 1667). En la edición de las obras póstumas
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de Amsterdam (1701), se publicó por vez primera el tratado inacabado:


Regulæ ad directionem ingenii, importantísimo para el conocimiento del método. La mejor edición de
Descartes es la de Ch. Adam y P. Tannery, París 1897-1909.
Sobre Descartes, además de las historias de la filosofía, pueden leerse en francés: L. Liard. Descartes. O.
Hamelin. Le système de Descartes. París, 1911.
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El Método
Los orígenes del método están, según nos cuenta Descartes (Discurso), en la lógica, el análisis geométrico
y el álgebra. Conviene ante todo insistir en que el gravísimo defecto de la lógica de Aristóteles es, para
Descartes, su incapacidad de invención. El silogismo no puede ser método de descubrimiento, puesto que
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las premisas -so pena de ser falsas- deben ya contener la conclusión. Ahora bien, Descartes busca reglas
fijas para descubrir verdades, no para defender tesis o exponer teorías. Por eso el procedimiento
matemático es el que, desde un principio, llama poderosamente su atención; este procedimiento se
encuentra realizado con máxima claridad y eficacia en el análisis de los antiguos. Según Euclides el análisis
consiste en admitir aquello mismo que se trata de demostrar y, partiendo de ahí, reducir, por medio de
consecuencias, la tesis a otras proposiciones ya conocidas. Descartes explica también lo que es el análisis
en un pasaje de la Geometría: «... Si se quiere resolver un problema, hay que considerarlo primero como ya
resuelto y poner nombres a todas las líneas que parecen necesarias para construirlo, tanto a las conocidas
como a las desconocidas. Luego, sin hacer ninguna diferencia entre las conocidas y las desconocidas, se
recorrerá la dificultad, según el orden que muestre, con más naturalidad, la dependencia mutua de unas y
otras... »
Como se ve, el análisis es esencialmente un método de invención, de descubrimiento. Geminus lo llamaba
descubrimiento de prueba ( [análysis éstin apodeíxeos heúresis]). Esto principalmente buscaba Descartes.
Y este es el punto de partida de su método nuevo. El silogismo obliga a partir de una proposición
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establecida, de la cual no sabemos nunca si podremos concluir la que queremos demostrar, a menos de
conocer de antemano la verdad que necesita demostración. Pero, si ya de antemano sabemos la
conclusión, entonces se ve bien claro que el silogismo sirve más para exponer o defender verdades, que
para hallarlas.
El análisis es, pues, el primer momento del método. Dada una dificultad, planteado un problema, es preciso
ante todo considerarlo en bloque y dividirlo en tantas partes como se pueda (segunda regla del método.
Discurso).
Pero ¿en cuantas partes dividirlo? ¿Hasta dónde ha de llegar el fraccionamiento de la dificultad? ¿Dónde
deberá detenerse la división? La división deberá detenerse cuando nos hallemos en presencia de elementos
del problema, que puedan ser conocidos inmediatamente como verdaderos y de cuya verdad no pueda
caber duda alguna. Los tales elementos simples son las ideas claras y distintas. (Final de la primera regla;
véase Discurso del Método).
Al llegar aquí es imposible seguir exponiendo el método de Descartes, sin indicar algunos principios de su
teoría del conocimiento y su metafísica. En la primera regla del Discurso están resumidas, más aún,

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comprimidas algunas de las más esenciales teorías de la filosofía cartesiana. Las enumeraremos

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brevemente. En primer lugar, la regla propone la evidencia, como criterio de la verdad. Lo verdadero es lo
evidente y lo evidente es a su vez definido por dos notas esenciales: la claridad y la distinción. Clara es una
idea cuando está separada y conocida separadamente de las demás ideas. Distinta es una idea cuando sus
partes o componentes son separados unos de otros y conocidos con interior claridad.

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Nótese, pues, que la verdad o falsedad de una idea no consiste, para Descartes, como para los
escolásticos, en la adecuación o conformidad con la cosa. En efecto, las cosas existentes no nos son dadas
en sí mismas, sino como ideas o representaciones a las cuales suponemos que corresponden realidades
fuera del yo. Pero el material del conocimiento no es nunca otro que ideas -de diferentes clases-, y, por
tanto, el criterio de la verdad de las ideas no puede ser extrínseco, sino que debe ser interior a las ideas

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mismas. La filosofía moderna debuta, con Descartes, en idealismo. Incluye el mundo en el sujeto;
transforma las cosas en ideas, tanto que un problema fundamental de la filosofía cartesiana será el de salir
del yo y dar el paso de las ideas a las cosas. (Véasela sexta meditación metafísica.)
En las Regulæ ad directionem ingenii, llama a las ideas claras y distintas, naturalezas simples (nature
simplices). El acto del espíritu que aprehende y conoce las naturalezas simples es la intuición o
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conocimiento inmediato, o, como dice también en las Meditaciones (meditación segunda), una inspección
del espíritu. Esta operación de conocer lo evidente o intuir la naturaleza simple, es la primera y fundamental
del conocimiento. Los procedimientos del método comenzarán pues por proponerse llegar a esta intuición
de lo simple, de lo claro y distinto. Las dos primeras reglas están destinadas a ello.
Las dos segundas se refieren en cambio a la concatenación o enlace de las intuiciones, a lo que, en las
Regulæ, llama Descartes deducción. Es la deducción, para Descartes, una enumeración o sucesión de
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intuiciones, por medio de la cual, vamos pasando de una a otra verdad evidente, hasta llegar a la que
queremos demostrar. Aquí tiene aplicación el complemento y como definitiva forma del análisis. El análisis
deshizo la compleja dificultad en elementos o naturalezas simples. Ahora, recorriendo estos elementos y su
composición, volvemos, de evidencia en evidencia, a la dificultad primera en toda su complejidad; pero
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ahora volvemos conociendo, es decir, intuyendo una por una las ideas claras, garantía última de la verdad
del todo. «Conocer es aprehender por intuición infalible las naturalezas simples y las relaciones entre ellas,
que son, a su vez, naturalezas simples» (4).

La Metafísica
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La noción del método, la teoría del conocimiento y la metafísica se hallan íntimamente enlazadas y como
fundidas en la filosofía de Descartes.
La idea fundamental de la unidad del saber humano, que Descartes, además, se representa bajo la forma
seguida y concatenada de la geometría, es la que funde todos esos elementos, reúne la metafísica con la
lógica, y éstas a su vez con la física y la psicología, en un magno sistema de verdades enlazadas. El
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cartesiano Espinosa pudo conseguir exponer la filosofía de Descartes en una serie geométrica de axiomas,
definiciones y teoremas (Renati Descartes Principiorum philosophiæ pars. I et II, more geometrico
demonstratæ.)
El punto de partida es la duda metódica. La duda cartesiana no es escepticismo, sino un procedimiento
dialéctico de investigación, encaminado a desprender y aislar la primera verdad evidente, la primera idea
clara y distinta, la primera naturaleza simple. La duda, en suma, es la aplicación al problema del
conocimiento del método del análisis, que hemos descrito. El residuo de ese análisis es la verdad
fundamental que sirve de base a todas las demás: «Yo soy una cosa o sustancia pensante.»
Entre las dificultades que plantea la duda metódica, nos detendremos en una tan sólo, en la famosa
hipótesis del genio o espíritu maligno (Meditaciones). Después de haber examinado las diferentes razones
para dudar de todo, quedan todavía en pie las verdades matemáticas, tan simples, claras y evidentes, que
parece que la duda no puede hacer mella en ellas. Pero Descartes también las rechaza fundándose en la
consideración de que acaso maneje el mundo un Dios omnipotente, pero lleno de tal malignidad y astucia,
que se complace en engañarme y burlarme a cada paso, aun en las cosas que más evidentes me parecen.
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Esta hipótesis ha sido diversamente interpretada; quién la tacha de fantástica y superflua, suponiendo que
Descartes lo dice por juego y sin creer en ella; otros, por el contrario, la consideran muy seria y fuerte, hasta
el punto de creer que encierra el espíritu en tan definitiva duda, que no cabe salir de ella sin contradicción.
En realidad, la hipótesis del genio maligno ni es un juego ni un círculo de hierro, sino un movimiento
dialéctico, muy importante en el curso del pensamiento cartesiano.
Repárese en que la hipótesis del genio maligno, necesita, para ser destruida, la demostración de la
existencia de Dios. Sólo cuando sabemos que Dios existe y que Dios es incapaz de engañarnos, sólo
entonces queda deshecha la última y poderosa razón que Descartes adelanta para justificar la duda. ¿Qué
significa esto? Significa el planteamiento y solución de un
grave problema lógico, que luego ocupará hondamente a Kant: el problema de la racionalidad o
cognoscibilidad de lo real. El genio maligno y sus artes de engaño simbolizan la duda profunda de si en
general la ciencia es posible. ¿Es lo real cognoscible, racional? ¿No será acaso el universo algo totalmente
inaprensible por la razón humana, algo esencialmente absurdo, irracional, incognoscible? Esta interrogación
es la que Descartes se hace bajo el ropaje dialéctico de la hipótesis del genio maligno. Y las

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demostraciones de la existencia y veracidad de Dios no hacen sino contestar, afirmando la racionalidad del

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conocimiento, la posibilidad del
conocimiento, la confianza postrera que hemos de tener en nuestra razón y en la capacidad de los objetos
para ser aprehendidos por ella.
La base primera de la filosofía cartesiana es el cogito ergo sum: pienso, luego soy. Dos observaciones

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sobre este primer eslabón de la cadena. Primera: no es el cogito un razonamiento, sino una intuición, la
intuición del yo como primera realidad y como realidad pensante. El yo es la naturaleza simple que, antes
que ninguna, se presenta a mi conocimiento; y el acto por el cual el espíritu conoce las naturalezas simples
es, como ya hemos dicho, una intuición. Se yerra, pues, cuando se considera el cogito como un silogismo,
v. gr., el siguiente: todo lo que piensa existe; yo pienso, luego yo existo. Segunda: al poner Descartes el

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fundamento de su filosofía en el yo, acude a dar satisfacción a la esencial tendencia del nuevo sentido
filosófico que se manifiesta con el Renacimiento. Trátase de explicar racionalmente el universo, es decir, de
explicarlo en función del hombre, en función del yo. Era, pues, preciso empezar definiendo el hombre, el yo,
y definiéndolo de suerte que en él se hallaran los elementos bastantes para edificar un sistema del mundo.
La filosofía moderna, con Descartes, entra en su fase idealista y racionalista. Los sucesores de nuestro
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filósofo se ocuparán fundamentalmente en desenvolver estos gérmenes del idealismo; es decir, de definir la
razón como el conjunto de principios y axiomas lógicos necesarios y suficientes para dar cuenta de la
experiencia.
Habiendo hallado la primera verdad, Descartes se apresura a sacar de ella todo el provecho posible. El
cogito es, por una parte, la primera existencia o sustancia conocida, la primera naturaleza simple; por otra
parte, es también la primera intuición, el primer acto del conocer verdadero. Del cogito puede, pues,
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desprenderse el criterio de toda verdad, a saber: toda intuición de naturaleza simple es verdadera, o, en
otros términos, toda idea clara y distinta es verdadera.
Con este escaso bagaje emprende en seguida Descartes el problema sumo de la metafísica, la existencia
de Dios. De las tres pruebas que da (dos en la tercera y una en la quinta meditación) nos fijaremos sólo en
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la tercera, dada en la quinta meditación. Es el famosísimo argumento ontológico. El esquema de la


demostración es el siguiente: la existencia es una perfección; Dios tiene todas las perfecciones; luego Dios
tiene la existencia. Como se ve, Descartes considera la existencia de Dios tan segura y evidentemente
demostrada como la propiedad del triángulo de tener tres ángulos. Tras él va toda la metafísica del siglo
XVII y XVIII, la cual, hipnotizada por la geometría, querrá construirse more geométrico, y se apoyará más o
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menos encubiertamente en el argumento cartesiano. Así como la existencia del yo ha sido, en el cogito,
establecida por una intuición intelectual, también la existencia de Dios queda establecida en el argumento
ontológico por medio de una deducción (que para Descartes es una serie de intuiciones intelectuales). La
metafísica del cartesianismo y filosofías subsiguientes tienden, por modo inevitable, a demostrar las
existencias, mediante actos intelectuales subjetivos. En efecto, siendo el yo, es decir, la inteligencia
personal, su punto de partida, no podrán considerar las realidades fuera del yo, como dadas, y necesitarán
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inferirlas, demostrarlas; pues la inteligencia conoce inmediatamente esencias, definiciones, pero no


existencias, cosas exteriores; las existencias son siempre, en el racionalismo, inferidas mediatamente de las
esencias. Esta distinción bastará a Kant para arruinar toda la metafísica cartesiana, y abrir un nuevo cauce
a la filosofía; bastará, digo, distinguir la esencia o definición, de la existencia; la esencia podrá ser objeto de
conocimiento intelectual; pero la existencia no podrá serlo sino de conocimiento sensible. Para conocer una
existencia precisará una intuición no intelectual, sino sensible. El cogito y el argumento ontológico podrán
servir para instituir ideas, pero no cosas existentes.

La Física
De la existencia de Dios y sus propiedades, deriva ya Descartes fácilmente la realidad de las naturalezas
simples en general, y, por tanto, de los objetos matemáticos, espacio, figura, número, duración, movimiento.
La metafísica le conduce sin tropiezo a la física. Esta debuta en realidad con la distinción esencial del alma
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y del cuerpo. El alma se define por el pensamiento. El cuerpo se define por la extensión. Y todo lo que en el
cuerpo sucede, como cuerpo, puede y debe explicarse con los únicos elementos simples de la extensión,
figura y movimiento. Hay, pues, que considerar dos partes en la física cartesiana. Una, en donde se trata de
los sucesos en los cuerpos (mecánica), y otra, en donde se trata de definir la sustancia misma de los
cuerpos (teoría de la materia).
La física de Descartes es, como todo el mundo sabe, mecanicista; Descartes no quiere más elementos,
para explicar los fenómenos y sus relaciones, que la materia y el movimiento. Todo en el mundo es
mecanismo y, en la mecánica misma, todo es geométrico. Así lo exigía el principio fundamental de las ideas
claras, que excluye naturalmente toda consideración más o menos misteriosa de entidades o cualidades. La
física de Descartes es una mecánica de la cantidad pura. El movimiento queda despojado de cuanto atenta
a la claridad y pureza de la noción; es una simple variación de posición, sin nada dinámico por dentro, sin
ninguna idea de esfuerzo o de acción, que Descartes rechaza por oscura e incomprensible. La causa del
movimiento es doble. Una causa primera que, en general, lo ha creado e introducido en la materia, y esta
causa es Dios. Una vez introducido el movimiento en la materia, Dios no interviene más, si no es para

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continuar manteniendo la materia en su ser; de aquí resulta que la cantidad de movimiento que existe en el

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sistema del mundo es invariable y constante. Pero de cada movimiento en particular hay una causa
particular, que no es sino un caso de las leyes del movimiento.
Estas leyes son tres: la primera, es la ley de inercia, hermoso descubrimiento de Descartes que, aunque no
hubiese hecho otros, bastaría para colocarlo entre los fundadores de la ciencia moderna. La segunda, es la

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de la dirección del movimiento: un cuerpo en movimiento tiende a continuarlo en línea recta, según la
tangente o la curva que descubra el móvil. La tercera ley, es la ley del choque, que Descartes especifica en
otras leyes especiales. Todas ellas son falsas. La mecánica cartesiana, tan profunda y exacta en sus dos
primeros principios, se desvía y falsea en el último, precisamente por el exceso de geometrismo, con que
concibe la materia y el movimiento. Es bien conocida la corrección fundamental que Leibnitz hace a la física

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de Descartes: no es la cantidad de movimiento lo que se conserva constante en la naturaleza, sino la fuerza
viva, la energía. Pero Descartes, en su afán de no admitir nociones oscuras, considera las nociones de
energía o fuerza como incomprensibles, porque no son geométricamente representables, y las desecha
para limitarse a concebir en la materia la pura extensión geométrica.
Llegamos, pues, a la segunda parte de la física, a la teoría de la materia. Aquí domina el mismo espíritu que
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en la mecánica. La materia no es otra cosa que el espacio, la extensión pura, el objeto mismo de la
geometría. Las cualidades secundarias que percibimos en los objetos sensibles son intelectualmente
inconcebibles, y, por tanto, no pertenecen a la realidad: color, sabor, olor, etc. La materia se reduce a la
extensión en longitud, latitud y profundidad, con sus modos, que son las figuras o límites de una extensión
por otra.
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La Psicología
El hombre está compuesto de un cuerpo al cual está íntimamente unida el alma, sustancia pensante. Esta
unión, a la par que distinción entre el cuerpo y el alma, domina todas las tesis psicológicas. Tendremos por
un lado que considerar el alma en sí misma, y luego en cuanto que está unida al cuerpo. En sí misma, el
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alma es inteligencia, facultad de pensar, de verificar intuiciones intelectuales; en este punto, la psicología se
confunde con la metafísica o la lógica. Por otra parte, entre las ideas del alma están sus voluntades. La
voluntad o libertad la sitúa, empero, Descartes en el mismo plano que las demás intuiciones intelectuales; la
voluntad es la facultad, totalmente formal, de afirmar o negar. Y tan grande es el carácter lógico y metafísico
que le da a la voluntad, que de ella deriva su teoría del error, el cual, como es sabido (véase la cuarta
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Meditación) proviene de que, siendo la voluntad infinita, puesto que carece de contenido, y el entendimiento
finito, aquélla a veces afirma la realidad de una idea confusa, por precipitación, o niega la de una idea clara
(por prevención), y en ambos casos provoca el error. (Véase la primera regla del Método en la parte
segunda del Discurso.)
Réstanos considerar el alma como unida al cuerpo. En este sentido, el alma es, ante todo, consciencia, es
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decir, que conoce lo que al cuerpo ocurre, y se da cuenta de este conocimiento. Mas, siendo el cuerpo un
mecanismo, si no hay alma no habrá consciencia, ni voluntad, ni razón. Así los animales son puros
autómatas, máquinas maravillosamente ensambladas, pero carentes en absoluto de todo lo que de cerca o
de lejos pueda llamarse espíritu.
En el hombre, en cambio, porque hay un alma inteligente y razonable, hay pasiones; es decir, los
movimientos del cuerpo se reflejan en el alma; y a este reflejo es precisamente lo que llamamos pasión, que
no es sino un estado especial del alma, consecuencia de movimientos del cuerpo. Pero lo característico de
estos estados especiales del alma es que, siendo causados, en realidad, por movimientos del cuerpo, sin
embargo el alma los refiere a sí misma; ignorante de la causa de sus pasiones, el alma las cree nacidas y
alimentadas en su propio seno. Hay seis pasiones fundamentales. La primera, la admiración, es apenas
pasión, y señala el tránsito entre la pura intuición intelectual y la pasión propiamente; es, en suma, la
emoción intelectual. De ella nacen el amor, el odio, el deseo, la alegría, la tristeza. De estas seis pasiones
fundamentales, derívanse otras muchas: el aprecio, el desprecio, la conmiseración, etc.
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El estudio de las pasiones, ya que éstas provienen de los movimientos del cuerpo, conduce a Descartes a
un gran número de interesantes y finas observaciones psico-fisiológicas.
Manuel G. Morente.

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