Z 01 Amores Equivocados

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Los amores equivocados

Tenía diecinueve años y cruzó el Atlántico con la vaga


esperanza de encontrarlo en Barcelona, porque se había
enamorado de él una noche intensa, en Montevideo,
cuando él la desvirgó con sabiduría, delicadeza y sen-
sualidad, mientras en el pasadiscos sonaba, repetida-
mente, la voz apasionada y grave de Maria Bethânia y él
hablaba de poetas muertos —Baudelaire— y de viejas
películas —El conformista— donde el amor siempre
era ardiente y definitivo.
Le prometió que iría a buscarlo, aunque él se rió de
manera condescendiente: tenía treinta años y la sufi-
ciente experiencia como para saber que aquello que se
dice en una noche de amor es tan apasionado como frá-
gil, escrito en la marea del deseo. Además, él quería huir
solo de esa ciudad de múltiples aguas y vientos desbo-
cados; le dijo que no lo intentara, no sabía cómo sería su
vida en Barcelona, no tenía dinero ni amigos: era un
viaje al azar, más por malestar que por ilusión.
Dos meses después de haber llegado a la ciudad de
Gaudí y del Monte de los judíos, la encontró por casua-

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lidad en el Drugstore de paseo de Gracia. Entonces, era


el único lugar que no cerraba en toda la noche y podía
estar sentado ante una cerveza hojeando los periódicos
del tablero y mirando a mujeres que nunca serían suyas.
Ella había llegado hacía un mes y vendía postales, ciga-
rrillos y estampillas en el estanco del Drugstore por un
sueldo insignificante. Estaba más guapa que nunca y
parecía que el olor a hachís del local y el humo no afec-
taban ni a su piel ni a su confiada sonrisa.
—Sabía que te iba a encontrar —afirmó ella, con
seguridad, ante su sorpresa. Nunca había tenido certe-
zas. Interpretó el encuentro como una señal del azar,
pero también, como una responsabilidad. ¿Cómo era
posible que esta jovencita que se le había entregado tan
espontáneamente una noche de amor en Montevideo
hubiera cruzado el océano solo para buscarlo? ¿Qué
clase de certidumbres —desconocidas por él— la ani-
maban? ¿Era inocencia o una clase de sabiduría que
nunca había alcanzado?
—Espérame, no te escapes, salgo a las seis de la
madrugada —le dijo ella, alegre y emocionada. Parecía
completamente convencida de una ley del destino o
algo así. Una especie de predestinación o de mandato.
Esperó. No tenía nada que hacer, más que esperar
el amanecer hojeando el periódico del día de ayer que
ya parecía irremediablemente antiguo y mirar a mujeres
que ahora, luego de encontrarla, le parecían demasiado
viejas.
Cuando amaneció se fueron juntos al cuarto que él
había alquilado en el Barrio Gótico con la estricta prohi-
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bición de no llevar mujeres, por lo cual, al mediodía,


ambos fueron despedidos por la severa patrona catalana.
Vagaron por los quioscos de las Ramblas que ven-
dían periódicos, monos, banderines deportivos, rosas,
loros, perros, azucenas y pájaros al mismo tiempo hasta
llegar al puerto donde la estatua de Colón señalaba enig-
máticamente un lugar incierto que unos consideraban
América, y otros, Indias. (Se habían hecho varias apues-
tas. Y averiguaciones. Pero nadie pudo saber nunca
hacia dónde señalaba el dedo del visionario genovés que
no catalán.) Vieron partir algunas naves llenas de viajeros
y él le dijo que ya no podría regresar a Montevideo, la
ciudad de las múltiples aguas y los vientos desbocados,
porque el golpe militar ocurrido entre el corto tiempo en
que la desvirgó con delicadeza y sabiduría y la encontró
en Barcelona, allende el océano, se lo impedía.
Ella le dio ánimos y energía. Le dijo que lo amaba,
que había realizado ese viaje solo para encontrarlo,
como La Maga, de Cortázar, y que estaba dispuesta a tra-
bajar o a robar, a cuidarlo, a esconderlo, si era necesa-
rio, o a prostituirse por él. Lo único que deseaba, lo
único que quería era estar a su lado para siempre. «Sabía
que te encontraría», afirmó, «y ahora no nos vamos a
separar más».
La miró con gratitud. No sentía amor todavía pero
le resultaba admirable tener certezas, esperanzas, con-
fianza: todas aquellas cosas de las que él carecía. Las
había perdido en la infancia, cuando su padre los aban-
donó —a su madre y a él— y no regresó más. Y volvió
a perderlas cuando la mujer a la que amaba, en Monte-
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video, lo engañó con otro, poco antes de desvirgar a la


jovencita.
Le pareció que podía agradecerle todo ese amor y
esa certeza sintiendo responsabilidad. La responsabili-
dad que su padre nunca había tenido, aunque hiciera
con ella cosas que no hubiera hecho con su padre.
¿Acaso la responsabilidad no era un componente del
amor?
Alquilaron un pequeño apartamento donde apenas
cabían, pero no tenían maletas, ni muebles, solo tenían
los cuerpos y un pasado —el suyo— que no quería
recordar. Ella seguía trabajando en el Drugstore por un
sueldo mínimo y se las arreglaba para robar en El Corte
Inglés o en un gran supermercado lo que les faltaba.
Cosas que pudiera ocultar entre sus ropas. Latas de atún,
camisetas para él, leche en polvo, pasta de dientes,
medias, algún libro y chocolate, mucho chocolate que
es alimenticio y sirve para atajar el frío.
La dictadura fue muy larga y durante todos esos
años ella contaba a quienes quisieran oír y también a
quienes no querían la historia de su gran amor: cómo se
había enamorado de él, cómo había atravesado el océa-
no sin saber dónde estaba, cómo lo había encontrado
por azar, cómo consiguieron sobrevivir gracias a su tra-
bajo en el Drugstore y los pequeños hurtos. La gente la
escuchaba con sorpresa y admiración: eran oriundos, no
habían viajado nunca, sus parejas eran convencionales,
nadie había hecho nada extraordinario por amor.
Él la escuchaba un poco incómodo; le tocaba un rol
completamente pasivo en toda esa historia, como si lo
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único que hubiera hecho fuera dejarse querer; no sabía


si sentirse orgulloso por haber provocado ese amor que
quizás otro hombre hubiera merecido más que él o aver-
gonzarse por no poder narrar una historia semejante. Se
casó con ella para compensarla: le pareció lo menos que
podía hacer. Había huido de Montevideo por el hartazgo
de la ciudad mediocre, vivían en otra ciudad que a veces
le parecía tan mediocre como aquella donde había naci-
do, pero ya había descreído también de las ciudades.
A veces le era infiel, a ella que le tenía un amor tan
absoluto, tan sin fisuras, pero no sentía remordimientos
porque eran ligues pasajeros.
Trece años después la dictadura militar cayó, pero
no volvieron; entonces ella se había convertido en pro-
ductora musical y él había conseguido trabajo en una
editorial donde leía farragosos manuscritos cuyo destino
debía de ser la papelera, pero por un sistema perverso
de edición se convertían en libros, y a veces en best
sellers, misterio número diez de la creación.
De común acuerdo no tuvieron hijos, ninguno de
los dos aspiraba a la reproducción y pensaban que el
mundo era demasiado complicado e inestable como
para producir una criatura que, además, no había emiti-
do ningún deseo de nacer.
Sin embargo, una vez él se enamoró verdaderamen-
te, cuando ya no lo esperaba. Era una extranjera, una
francesa que había venido a negociar unos derechos de
autor a la editorial; con cualquier pretexto consiguió
pasar una semana inolvidable junto a ella en Llafranc, un
antiguo pueblo de pescadores que tenía un antiguo y
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hermoso hotel, el Levant, donde encontraron reproduc-


ciones de antiguas barcas y hasta un bajel apto para
navegar: residuos de la navegación, residuos de la acti-
vidad de pescar, el oficio más antiguo del mundo. Bogar,
amar, olvidar, navegar le parecieron etapas del mismo
viaje; ella le propuso abandonar a su mujer, vivir en
París, tener un hijo, compromis, dijo ella, pero él, atur-
dido, rechazó la idea: había contraído una fuerte obliga-
ción moral con la mujer que lo había encontrado una
noche, varado en el Drugstore de paseo de Gracia, sin
un duro en el bolsillo y sin posibilidad alguna de regre-
sar a la ciudad de las múltiples aguas y los vientos des-
bocados.
La francesa le reprochó su debilidad, lo despreció
por su cobardía que él insistió en llamar escrúpulos
morales, insinuó que estaba embarazada, él hizo como
que no la había escuchado y no se vieron más. ¿Como
su padre?, se preguntó.
No le dijo nada a su joven esposa, le pareció algo
que debía mantener para sí mismo, pero la relación iba
deteriorándose aunque él no sabía si a causa del paso
inevitable del tiempo o por el deseo y el amor por la
francesa que todavía lo asaltaba a veces y lo sumía en la
melancolía. Pero tenía la conciencia tranquila: la inyec-
ción de vitalidad y de alegría que le dio su amor por la
francesa estaba compensada por la sensación de que
permaneciendo al lado de la mujer que siempre lo había
amado pagaba la deuda contraída una noche ardiente,
en Montevideo, y renovada en Barcelona. Él no iba a ser
como su padre.
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No tenían hijos pero tenían buenos amigos, gente


con la que solían cenar a menudo —la comida es un
excelente pretexto para no hablar de intimidades—, a
veces viajaban, ella organizaba conciertos, él leía libros
mediocres que luego se publicaban como si verdadera-
mente fueran obras literarias. Su mujer había adquirido
un gusto extraordinario por la decoración y él se había
propuesto escribir una novela, dado que cualquier per-
sona de cultura media podía hacerlo, si disponía de un
poco de tiempo libre o no estaba enamorada.
Un día llegó a la editorial un agente de derechos de
la editorial donde trabajaba la francesa, y osó preguntar-
le por ella. El agente de derechos de la editorial le infor-
mó que la mujer había sufrido una grave depresión,
luego de haber perdido a su único hijo recién nacido y
él se preguntó quién sería el padre de la criatura. No
quiso averiguar nada más porque estaba escribiendo la
novela y no podía permitir que ningún pensamiento
ajeno, ninguna duda lo apartara de la concentración que
necesitaba el texto.
La novela era la historia de una chica de diecinueve
años que es desvirgada por un hombre de treinta al que
ama, el hombre parte de la ciudad, ella lo hace dos
meses después y lo encuentra, por azar, en otra ciudad,
allende el mar. La historia de un amor absoluto, sin fisu-
ras, que había superado todas las dificultades, hasta la
del sacrificio —el hombre se había enamorado de una
francesa pero no la había seguido a París—.
Su mujer estaba muy orgullosa de la relación que
tenían; mientras sus amigos a veces se separaban, a

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