Dafne y Apolo - 101953
Dafne y Apolo - 101953
Dafne y Apolo - 101953
Del barro y del Sol salieron los animales conocidos y los desconocidos; los mansos y los
monstruosos, entre estos la serpiente Pitón, terror de los hombres por su enorme tamaño, a la
cual mataron las flechas de Apolo.
Dafne, hija del río Peneo, fue el primer amor de Apolo. Esta pasión no fue efecto del azar, sino
una venganza del amor irritado contra él. Porque Apolo, presuntuoso de su éxito sobre la
serpiente
Pitón, viendo a Cupido con su carcaj y su arco, lo increpó:
– ¿Qué haces tú, niño, con las armas que sólo cuadran a los valientes? Tú debes contentarte
con provocar esas pasiones amorosas y no aspirar a una gloria que sólo poseo yo.
A esto, el hijo de Venus le respondió:
–Aunque tu arco atraviese horribles fieras, el mío te va a atravesar a ti, y así como los animales
son inferiores a los dioses, así tu gloria será inferior a la mía.
Dicho esto, voló Cupido y disparó dos flechas: la del amor –de oro y punta aguda– y la del
desdén –plomiza y roma–. Con la primera, atravesó el pecho de Apolo y con la segunda, el de
Dafne.
En cuanto Apolo la vio, se enamoró de ella: un fuego violento consumía el corazón del dios;
viendo los rubios cabellos de la ninfa, viendo sus ojos como dos estrellas, su boca roja, sus
dedos, sus manos y sus brazos desnudos, se conmovía...
En vano la pretendió. Ella lo esquivaba con la ligereza del viento.
– ¡Espérame! –Clamaba Apolo–. ¡Espérame! ¡Que no soy ningún enemigo! ¡Es el amor lo que
me impulsa! ¡Espérame! ¡Si me conocieras...! Soy hijo de Júpiter, y adivino el porvenir y soy
sabio del pasado. Mis flechas llegan a todas partes con
golpes certeros. Pero, ¡ay!, me parece que fue más certero quien dio en mi blanco. Soy
inventor de la medicina y conozco la virtud de todas las plantas..., pero ¿qué hierba existe que
cure la locura de amor?
Mientras hablaba así, logró Apolo acortar la distancia que los separaba; pero Dafne de nuevo
huyó ligera... Debió pensar Apolo que en aquella ocasión más le valían los pies ligeros que las
melodiosas palabras, y arreció en su carrera. ¿La alcanza?
¿No la alcanza? Ya sus dedos rozan las prendas femeninas... ¡Y cómo
palpita el corazón entonces! Llegó Dafne a las riberas del Peneo, su padre,
y le dijo así:
– ¡Padre mío, ayúdame! O tú, tierra, ¡trágame!
Apenas terminado el ruego, su cuerpo se cubre de corteza. Sus pies, hechos raíces, se ahondan
en el suelo. Sus brazos y sus cabellos son ramas cubiertas de hojarasca. Y, sin embargo, ¡qué
bello aquel árbol! A él se abraza Apolo y casi lo siente palpitar. Las ramas, al moverse lo rozan
y parecen caricias.
–Ya que no puedes ser mi mujer –sollozó–, serás mi árbol predilecto, laurel, honra de las
victorias. Mis cabellos no podrán tener ornamento más divino. ¡Hojas de laurel! Los capitanes
romanos triunfantes ostentarán coronas arrancadas de ti. Cubrirás los pórticos en el palacio
de los emperadores; y así como mis cabellos permanecen sin encanecer nunca, así tus hojas
jamás dejarán de aparecer verdes.
Cuando Apolo terminó de hablar, el laurel pareció descender sobre su cabeza, como
aceptando los ofrecimientos que le acababa de hacer.