CHIOZZA Edipo Prometeo y Narciso

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Edipo, Prometeo

y Narciso
Luis Chiozza

Edipo, Prometeo
y Narcizo
Corazón, hígado y cerebro

libros del
Zorzal
Chiozza, Luis
Edipo, Prometeo y Narcizo : corazón, hígado y cerebro / Luis
Chiozza. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del
Zorzal, 2023.
128 p. ; 23 x 15 cm.

ISBN 978-987-599-918-3

1. Psicoanálisis. I. Título.
CDD 150.195

Diseño de tapa: Silvana Chiozza.

© 2023. Libros del Zorzal


Buenos Aires, Argentina
<www.delzorzal.com>

ISBN 978-987-599-918-3

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por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa
de la editorial o de los titulares de los derechos.

Impreso en Argentina / Printed in Argentina


Hecho el depósito que marca la ley 11723
A mi querida e incansable hija Silvana,
que ha sabido llegar a combinar
sus tres maneras de la vida:
estética, ética y lógica.
Acerca de la tapa

Los tres monos de la fábula china que representan


no oír, no ver y no hablar aluden a las trasgresiones
de Edipo, Prometeo y Narciso y, mediante ellos, a
las tres maneras de la vida que los tres ejercen, pero
con el predominio, en cada cual, de una de ellas.
El rojo, el color de la sangre, a la manera cardía-
ca, en la que el sentir, el oír y la pasión se unen.
El verde amarillento, el color de la bilis y de la
envidia, a la manera hepática, en donde el hablar
desafiando a los dioses representantes del destino
y la amargura envenenada de la hiel se unifican. El
gris, el color de los agrupamientos neuronales (que
se denominan la sustancia gris), a la manera cere-
bral, en donde el ver el mundo como un reflejo en
el espejo se une con el perder, al mismo tiempo, el
sujeto y el objeto.
Índice

Prólogo y epílogo.............................................13
Capítulo I. Metapsicología y psicosomatología.....17
Más allá de la psicología...............................17
El nacimiento de una psicosomatología
singular........................................................19
Las consecuencias de la segunda hipótesis.....26
Esbozos de una metahistoria........................28
Capítulo II. Edipo, Prometeo y Narciso...........31
Tres desenlaces.............................................31
Tres personajes en busca de un autor............34
Capítulo III. Edipo..........................................37
El carácter ejemplar del planteo de Garma....37
¿Qué es el complejo de Edipo?.....................38
Arquitectura de un gran malentendido.........40
Tres sepultamientos en la superación
del Edipo.....................................................43
Metahistoira del cáncer................................45
12 Luis Chiozza

El tiempo de la metahistoria y la actividad


judicativa.....................................................47
La ceguera en el preguntar y en el responder......49
Símbolo y realidad del referente...................50
Discurso público, privado y secreto..............53
El complejo nodular de las neurosis..............56
Sobre la existencia de cultura en la natura.....58
El atractivo del incesto.................................60
El futuro de la familia..................................62
Los celos y el individualismo........................63
La disolución del complejo...........................67
Capítulo IV. Prometeo.....................................69
Tres hermanas nacidas de una misma falta......69
Una protomelancolía....................................70
Formulaciones metahistóricas.......................73
Idea y materia..............................................74
La gesta prometeica......................................78
El “otro yo” de Prometeo..............................80
Una pasión envenenada................................82
La desaparición del tormento.......................86
Capítulo V. Narciso.........................................89
Acerca de lo que significa ser freudiano.........89
La cara que Narciso ve en el río....................90
¿Deberíamos rebautizar el narcisismo?..........93
Si Narciso se amara, no amaría a Narciso......95
Edipo, Prometeo y Narciso13

El objeto de amor del señor N......................97


¿Cómo es, entonces, el yo del señor N?.........99
La relatividad del “yo”................................104
La autoconsciencia y la capacidad simbólica...106
La disolución del equívoco.........................107
Capítulo VI. El portal....................................109
Tentación..................................................109
Lo que motiva un pensamiento influye
en su transcurso.........................................111
Pensar de una nueva manera.......................112
Acerca del comportamiento intelectual.......114
El entusiasmo espurio................................117
La perduración de los sueños......................119
La paradoja y el portal................................120
Prólogo y epílogo

El psicoanálisis nació como una psicoterapia, una


cura que se realiza hablando (talking cure), me-
diante la cual el paciente lograba recuperar episo-
dios reprimidos cuyo recuerdo le provocaba una
intensa movilización afectiva. Para referirse a ese
proceso, Joseph Breuer creó un término, “abreac-
ción” (por su origen, ab-reacción significa “reac-
ción desde”), para sustituir la antigua idea aristo-
télica de catarsis, que aludía a purga, limpieza y
purificación. De ese modo, desde sus inicios, el
psicoanálisis enfatizó la importancia de lo emo-
cional, que la psicología cognitiva popularizó, en
la década de 1970, con el nombre “inteligencia
emocional”.
De esta manera, el corazón (actual represen-
tante privilegiado de los sentimientos que los an-
tiguos atribuían al hígado, como “asiento de las
16 Luis Chiozza

pasiones”) comenzó a compartir la preminencia


psicológica que poseía el cerebro. La investigación
sobre los significados inconsciente de las enferme-
dades hepáticas (publicada en 1963 en Psicoanáli-
sis de los trastornos hepáticos) condujo a múltiples
derivaciones teóricas y, entre ellas, a reconocer una
inteligencia “hepática” práctica, junto a la racional,
representada por el cerebro, y la emocional, repre-
sentada por el corazón. Tres inteligencias que, en
proporciones que varían en cada persona, se mani-
fiestan en los comportamientos a los que aludimos
con la expresión “tres maneras de la vida”.
La cuestión redobla su importancia cuando
comprendemos que, dado que hay tres capas celu-
lares que se desarrollan en el embrión, y que evolu-
cionan para formar todos los órganos del cuerpo,
esos tres insustituibles —cerebro, hígado y cora-
zón— son los representantes privilegiados del ec-
todermo, el endodermo y el mesodermo.
Entre la innumerable cantidad de personajes
que habitan en las leyendas y en los mitos, hay
tres que sobresalen en la obra freudiana: Edipo,
Prometeo y Narciso. Cuando accedemos a las múl-
tiples variantes proteiformes de sus “biografías”,
que trascurren en ese mundo particular en el que
Edipo, Prometeo y Narciso17

la contradicción no existe, nos encontramos con


que, en todos ellos, funcionan las tres maneras de
la vida, pero en Edipo predomina el corazón, en
Prometeo, el hígado, y en Narciso, el cerebro. Los
tres están “muy enfermos”, y por eso sus historias
son tragedias. Y aunque el camino “de vuelta” a la
salud se divisa con claridad meridiana, también se
comprende que raya en lo imposible.
Más allá de los destinos funestos protagonizados
por Edipo, Prometeo y Narciso, corazón, hígado y
cerebro se manifiestan cotidianamente con los sin-
sabores del malentendido que malogra la cordiali-
dad, la falacia que precipita en el fracaso y la pa-
radoja que conduce al desconcierto. Cada uno de
ellos es un punto de llegada que nos decepciona,
pero también un punto de partida hacia nuevos
horizontes que no siempre se divisan y nos llenan
de inquietudes que oscilan entre el desasosiego y
el sabor de la aventura. Cada minuto de la vida es
una despedida que sólo se compensa caminando
hacia una nueva adquisición. A veces, es un campo
florecido, y otras, un misterioso portal. Con segu-
ridad o sin ella, vivir es un andar hacia delante,
completamente opuesto a la ilusión de volver.
Capítulo I

Metapsicología y
psicosomatología

Más allá de la psicología


Reparemos en que en la oración: “El gato saltó
sobre el tejado”, se usa el lenguaje ordinario para
referirse al felino. En la oración: “La palabra ‘gato’
tiene cuatro letras”, en cambio, se usa un metalen-
guaje para referirse al lenguaje, y por eso “gato”,
en esa frase, como en esta, se debe escribir entre
comillas.
La psicología indaga, estudia y reflexiona acer-
ca de la “psiquis”, que a veces llamamos “men-
te” y otras veces, “alma”. La metapsicología, en
20 Luis Chiozza

cambio, estudia indaga y reflexiona acerca de la


psicología.
El psicoanálisis constituye una forma de psico-
logía que se dedica a lo psíquico inconsciente. Sos-
tiene que lo psíquico inconsciente, en sí mismo, es
incognoscible, y que se manifiesta en la conscien-
cia mediante derivados.
Descartes dividía lo existente en una res exten-
sa, física y material, y una res cogitans, psíquica y
mental. A pesar de que las consideraba diferentes,
tuvo que aplicar a la res cogitans los conceptos y
métodos usados para explorar la res extensa.
En la mayor parte de su obra, Freud apoyó su
teoría psicoanalítica en el dualismo cartesiano. Por
eso, la metapsicología freudiana es metafísica. Ima-
ginó un “aparato” psíquico y, aunque sostuvo que
era “virtual”, lo imaginó mediante una tópica, una
dinámica y una economía. Es decir que ocupaba un
espacio en el cual operaban fuerzas relacionadas en-
tre sí, que se sumaban, multiplicaban, restaban o
dividían.
Freud concebía el psicoanálisis como una cien-
cia natural, pero en esa, su primera concepción, la
naturaleza, separada de la cultura, quedaba redu-
cida a una naturaleza física y material.
Edipo, Prometeo y Narciso21

Su metapsicología fue una metafísica en una épo-


ca en la cual la física, transformada por Einstein y
por Plank en relativista y cuántica, inauguraba nue-
vos horizontes. Sin embargo, siempre afirmó que
su metapsicología no constituía la base del edificio,
sino su coronamiento o sus andamios, y que podía
ser sustituida sin daño alguno para el psicoanálisis.

El nacimiento de una psicosomatología


singular
En 1938, ya en el final de su vida, en dos trabajos
(“Esquema de psicoanálisis” y “Algunas lecciones
elementales sobre psicoanálisis”), publicados en
1940, después de su muerte, que ocurrió en 1939,
Freud establece por fin lo que considera las dos
hipótesis fundamentales del psicoanálisis.
Según lo consigna James Strachey, el insigne cu-
rador de la obra de Freud: “Tal vez en ningún otro
sitio alcanza su estilo un nivel más alto de com-
pendiosidad y claridad. Por su tono expositivo, la
obra nos transmite una sensación de libertad, que
es quizás lo que cabía esperar de un maestro como
él al presentar, por última vez, las ideas de las que
fue creador”.
22 Luis Chiozza

La primera hipótesis, que “atañe a la localiza-


ción”, señala Freud, conserva todavía los restos de
su fijación intelectual fisicalista, atemperada por
la idea de un aparato extenso, con imágenes “vir-
tuales” semejantes a las que se generan mediante
un telescopio o un microscopio. Permite concebir
una doble inscripción de los sucesos, en dos “es-
pacios”, uno en donde reside una representación y
otro para su representante.
La segunda hipótesis parte de una idea anterior:
los procesos fisiológicos forman series completas;
los procesos psicológicos, en cambio, forman se-
ries incompletas, con eslabones faltantes, porque
no todos los procesos fisiológicos arrojan signos
de su existencia al aparato mental. El proceso de
digestión y asimilación del alimento, por ejemplo,
que comienza con la ingestión oral y finaliza con
la excreción de orina, físicamente completo, sólo
se registra de manera consciente en la primera y
última parte del proceso.
Freud señala que
la equiparación de lo anímico con lo
consciente producía la insatisfactoria con-
secuencia de desgarrar los procesos psíqui-
cos del nexo del acontecer universal, y así
Edipo, Prometeo y Narciso23

contraponerlos como algo ajeno a todo lo


otro. Pero esto no era aceptable, pues no se
podía ignorar por largo tiempo que los fe-
nómenos psíquicos dependen en alto grado
de influjos corporales y a su vez ejercen los
más intensos efectos sobre procesos somáti-
cos. Si el pensar humano ha entrado alguna
vez en un callejón sin salida es este. Para
hallar una salida los filósofos debieron por
lo menos adoptar el supuesto de que exis-
tían procesos orgánicos paralelos a los psí-
quicos conscientes, ordenados con respec-
to a ellos de una manera difícil de explicar
que, según se suponía, mediaban la acción
recíproca entre “cuerpo y alma” y reinserta-
ban lo psíquico dentro de la ensambladura
de la vida. Pero esta solución seguía siendo
insatisfactoria.

Subraya que a tales procesos físicos o somáti-


cos concomitantes de lo psíquico “parece necesa-
rio atribuir una perfección mayor que a las series
psíquicas, porque algunos de ellos tienen procesos
conscientes paralelos y otros no”.
A partir de este punto, Freud suelta sus ama-
rras cartesianas y emprende un decidido vuelo,
enunciando la segunda de las dos hipótesis que
24 Luis Chiozza

considera fundamentales. Dado el énfasis con


el cual la formula, precisamente esa, la segunda,
constituye sin duda su tesis principal.
Dice, entonces:
El psicoanálisis se sustrajo de estas di-
ficultades contradiciendo con energía la
igualación de lo psíquico con lo conscien-
te. No; la condición de consciente no pue-
de ser la esencia de lo psíquico, sólo es una
cualidad suya, y por añadidura una cua-
lidad inconstante, más a menudo ausente
que presente. Lo psíquico en sí, cualquiera
que sea su naturaleza, es inconsciente, pro-
bablemente del mismo modo que todos
los otros procesos de la naturaleza de los
cuales hemos tomado noticia.

También señala: “Justamente con ayuda de las


lagunas en el interior de lo psíquico, en la medida
en que completamos lo faltante a través de unas
inferencias evidentes y lo traducimos a material
consciente […] sobre el carácter forzoso de estas
inferencias reposa la certeza relativa de nuestra
ciencia psíquica”.
Agreguemos, por fin, lo que en otro fragmento
expresa:
Edipo, Prometeo y Narciso25

Esto sugiere de una manera natural po-


ner el acento en psicología sobre estos
procesos somáticos, reconocer en ellos lo
psíquico genuino y buscar una aprecia-
ción diversa para los procesos conscientes.
Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y
muchos otros aún, se revuelven contra esto
y declaran que algo psíquico inconsciente
sería un contrasentido. Sin embargo, tal
es la argumentación que el psicoanálisis se
ve obligado a adoptar y este es su segun-
do supuesto fundamental. Declara que esos
procesos concomitantes, presuntamente
somáticos, son lo psíquico genuino y para
hacerlo prescinde al comienzo de la cuali-
dad de la consciencia.

En resumen, cabe destacar que en 1938 Freud


establece cuatro premisas, acerca de las cuales
afirma, además, que son de “una significatividad
enorme”.
Rechaza enfáticamente el dualismo cartesiano.
Lo que registramos como cuerpo, el supuesto
concomitante somático, es lo psíquico inconsciente.
Hay que reconocer, en lo psíquico incons-
ciente, lo verdaderamente psíquico, lo psíquico
genuino.
26 Luis Chiozza

Hay que buscar alguna otra apreciación para los


procesos conscientes.
El germen de la idea ya estaba contenido en la
publicación del caso de la señorita Elisabeth von
R., publicado en 1895, en donde se encuentra el
siguiente fragmento, que fue escrito en una época
en la cual también sostenía otras ideas (como la
complacencia somática o la conversión mnemóni-
ca) que posteriormente abandonó:
Tomando al pie de la letra las expresiones
metafóricas de uso corriente y sintiendo
como un suceso real, al ser ofendida, la he-
rida en el corazón o la “bofetada”, no hacía
uso la paciente de un abusivo retruécano,
sino que daba nueva vida a la sensación a
la cual debió su génesis la expresión ver-
bal correspondiente. En efecto, si al recibir
una ofensa no experimentáramos una cier-
ta sensación precordial, no se nos hubiera
ocurrido jamás crear una tal expresión. Del
mismo modo la frase “tener que tragarse
algo”, que aplicamos a las ofensas recibidas
sin posibilidad de protesta, procede, real-
mente, de las sensaciones de inervación que
experimentamos en la garganta en tales ca-
sos. Todas estas sensaciones e inervaciones
Edipo, Prometeo y Narciso27

pertenecen a la “expresión de las emocio-


nes” que, según nos ha mostrado Darwin,
consiste en funciones originariamente ade-
cuadas y plenas de sentido. Estas funcio-
nes se hallan ahora tan debilitadas que su
expresión verbal nos parece ya metafórica,
pero es muy verosímil que primitivamen-
te poseyera un sentido literal, y la histeria
obra con plena justificación al restablecer
para sus inervaciones, más intensas, el sen-
tido verbal primitivo. Llego incluso a creer
que es equivocado afirmar que la histeria
crea por simbolización tales sensaciones,
pues quizá no tome como modelo los usos
del lenguaje, sino que extraiga con él sus
materiales de una misma fuente. En esta-
dos de profunda modificación psíquica
surge una orientación del lenguaje hacia la
expresión artificial en imágenes sensoriales
y sensaciones.

Es conmovedor constatar que un hombre como


Freud, con una trayectoria plena de realizaciones
culturales geniales y fructíferas, que trascienden el
ámbito de su profesión, haya soltado sus amarras
en el último año de su vida, para emprender, asu-
miendo las consecuencias de la segunda hipótesis,
28 Luis Chiozza

un vuelo visionario hacia el portal de un territorio


ignoto.
El psicoanálisis coincide, de este modo, con una
psicosomatología singular.
Sabemos que la cualidad que define a lo psíqui-
co es el significado, ya que, si bien puede regis-
trarse físicamente, sólo puede ser “leído” por “al-
guien”, que se define como tal porque posee una
existencia psíquica.
De acuerdo a lo que Freud sostiene (en Psico-
patología de la vida cotidiana), el significado de un
elemento físicamente determinado surge, cuando
se logra ubicarlo, como un eslabón de una cadena,
dentro de una serie “intencional” que se dirige hacia
un fin.

Las consecuencias de la segunda hipótesis


La novedad de la segunda hipótesis consiste en
sostener que el cuerpo y el alma son lo mismo.
William Blake, el insigne poeta inglés que murió
treinta años antes de que naciera Freud, afirmó
que llamamos cuerpo a la parte del alma que se
percibe con los cinco sentidos. Para completar su
pensamiento, podemos decir que llamamos alma a
la vida que anima a los seres que viven.
Edipo, Prometeo y Narciso29

Recordemos lo que señala Weizsaecker (en Na-


turaleza y espíritu):
De hecho se había superado con ello el
paralelismo contenido en las series de los
fenómenos psíquicos y somáticos, en la
medida en que retornaba una identidad
que subyacía tras las paralelas, dado que
el conflicto anímico no es otra cosa que la
enfermedad del cuerpo como tal. Se puede
observar cómo esta conceptualización de
la identidad obtiene aquí de antemano la
victoria sobre la causalidad recíproca, dado
que solamente el modo de contemplación
separa a dos series que en su esencia se ba-
san en una identidad.

Vale la pena mencionar lo que lúcidamente es-


cribe Richard Gregory (en Mind in Science): “Se
sostiene habitualmente que [las explicaciones me-
canicistas] constituyen la explicación correcta,
porque de hecho no introducen un propósito, pero
la noción de propósito se encuentra esencialmente
ligada con la función, y la función es esencial para
una máquina”.
Por otra parte, la anatomía y la fisiología, en
salud o enfermedad, nunca han podido prescindir
30 Luis Chiozza

del enfoque teleológico que condujo al contradic-


torio concepto de “causa final”. También se halla
implícito en la idea de metas pulsionales que equi-
valen a las fantasías inconscientes específicas de las
distintas zonas erógenas.

Esbozos de una metahistoria


Luego de formulada la segunda hipótesis, la me-
tapsicología freudiana, de corte metafísico, se
completa con una metahistoria. Una mirada aten-
ta permite comprobar que la obra de Freud está
llena de una metahistoria que no llegó a formular
teóricamente como tal.
En la tópica, la dinámica y la economía de
la situación de Edipo, de Prometeo y de Narci-
so (protagonistas de corazón, hígado y cerebro),
el enfoque metafísico de su naturaleza conduce a
contemplarlos funcionando, en distancias varia-
bles, en un paralelogramo de fuerzas que se super-
pone con otros y que arroja un resultado trazado
con vectores que surgen del territorio que habitan
los seres humanos, en sus relaciones de parentesco,
laborales o simplemente colectivas.
En el enfoque metahistórico, en cambio (que
sobre Edipo y Narciso expusimos en Reflexiones sin
Edipo, Prometeo y Narciso31

consenso, y sobre Prometeo, en Psicoanálisis de los


trastornos hepáticos), la cultura contribuye con una
oferta de una riqueza inmediata inagotable que,
en forma de mito o de leyenda, emana en torno de
tales personajes.
Capítulo II

Edipo, Prometeo y Narciso

Tres desenlaces
La carencia, breve o prolongada, de una integra-
ción saludable (que Melanie Klein, en malventu-
rada elección, denominó “depresiva”) en la inter-
pretación de las dificultades con las cuales, desde
el nacimiento, todo ser vivo se enfrenta se mani-
fiesta en tres perturbaciones, paranoia, manía y
melancolía, reconocidas desde antiguo. Desde un
trauma leve y transitorio, estas pueden alcanzar, en
ocasiones, la magnitud de la tragedia.
En la leyenda, el mito (que, como señala
Abraham, constituyen los sueños de la humani-
dad) o la abundante literatura que han suscitado,
34 Luis Chiozza

Edipo, Prometeo y Narciso nos muestran tres


desenlaces distintos de esas tres perturbaciones.
A partir de este punto, y a pesar de cuanto
diremos más adelante acerca de esto, debemos
resignarnos a creer, aunque sólo sea transitoria-
mente, en la existencia real de “algo” a lo que
el mito o la leyenda aluden, para poder obtener
una interpretación, al menos. Exploraremos ese
“algo” en Edipo, Prometeo y Narciso, motivados
por el deseo de encontrar un factor común en sus
historias.
Edipo mata negando, como es típico de la ma-
nía, lo que en el fondo sabe: que Layo es su padre,
y con su madre Yocasta procrea en el incesto a su
hija Antígona. A pesar de Tiresias, atravesará la pa-
ranoia de la indagación al oráculo y llegará, por
fin, al ostracismo y la muerte, unido melancólica-
mente con su hija Antígona.
Prometeo desafía a los dioses, los engaña y los
desprecia riendo. Mientras niega maníacamente
su envidia y lo que sucederá, cohabita con su hija
Pandora, y a través de su otro yo, Epimeteo, se
entrega con torpeza al placer de los sueños. Lue-
go rechaza con desconfianza, en forma paranoica,
los consejos y la amistad de Océano, para finalizar
Edipo, Prometeo y Narciso35

vencido y sorbiendo, lleno de melancolía, sus lá-


grimas y su propia hiel.
De manera maníaca, Narciso niega su profunda
carencia afectiva, mientras rechaza el amor de todos
aquellos que, como la ninfa Eco, se enamoraban de
él. Niega que le “hace falta” el amor de alguien y se
enajena imaginando que podrá amarse en el espejo,
ejerciendo el amor que anhela recibir, como si él
fuera aquel otro, el único, que puede otorgárselo.
Así, en un espejismo de su propia voz, no sólo pier-
de a la ninfa Eco, sino que además, contemplándo-
se en el espejo como si el que contempla fuera otro,
se pierde a sí mismo. Luego de la paranoia implícita
en el continuo rechazo del amor que le expresan, el
fracaso de sus anhelos se manifiesta en una forma
melancólica, cargada de premoniciones funestas,
que lo conduce al suicidio.
Desde los territorios que cada uno de ellos, en
la leyenda o el mito, preside, constituidos por las
tres maneras de la vida, cardíaca, hepática y ce-
rebral, ¿qué hubieran podido aconsejarse entre sí
los tres protagonistas si hubieran sido capaces de
distanciarse de sus propias tragedias? Edipo hu-
biera dicho que es necesario adoptar como lema
la realidad, Prometeo, la parcialidad, y Narciso,
36 Luis Chiozza

la amabilidad, pero suele ser más fácil aconsejar y


criticar que edificar un logro.

Tres personajes en busca de un autor


En Seis personajes en busca de un autor, de Luigi
Pirandello, proclamada como una obra magistral
con profundas implicaciones filosóficas, en la que
seis personas narran seis sucesos distintos, carga-
dos de significancia para cada una de ellas, la cues-
tión fundamental radica en que esos seis relatos
constituyen seis maneras, significativamente muy
distintas, en que esas seis personas experimentaron
y compartieron un mismo y único suceso.
Edipo, Prometeo y Narciso son tres personajes
que sufren una tragedia que les depara el destino,
representado por los dioses que, de acuerdo con
Freud, aluden, en la leyenda y el mito, a la omni-
potente vida instintiva. De allí surge que sus vicisi-
tudes pueden ser contempladas asumiendo la idea,
que nos muestra Pirandello, de que los tres perso-
najes son los protagonistas de un mismo castigo.
En la trayectoria del destino de Edipo, im-
pregnado de pasiones, predomina el corazón que
palpita y que presiente y oye la voz del oráculo,
mientras trascurre su tragedia. ¿Cuál hubiera sido,
Edipo, Prometeo y Narciso37

entonces, la versión de Edipo? Tal vez hubiera di-


cho que es imposible desafiar la crueldad de los
dioses para satisfacer el deseo de derrotar a un rival
y que, del mismo modo que preguntar conduce al
riesgo implícito en la respuesta, mirar lleva consi-
go tener que soportar lo que se ve.
En la trayectoria del destino de Prometeo, im-
pregnado de hazañas, predomina el hígado cuya
demanda sobreviene cada día y que, mientras rea-
liza, debe lidiar, entre la envidia y la esperanza,
con las calamidades que en las profecías se anun-
cian con palabras. ¿Cuál hubiera sido, entonces, la
versión de Prometeo? Tal vez hubiera dicho que es
imposible desafiar a la Esfinge, pretendiendo todo,
para satisfacer una envidia que es mala consejera,
y que Zeus lo dejó robar para después castigarlo.
En la trayectoria del destino de Narciso, im-
pregnado de espejismos, predomina el cerebro,
que construye pretensiones ilusorias, condenadas
de antemano a una desilusión, y un desánimo,
que le quitan a la vida su sentido. ¿Cuál hubiera
sido, entonces, la versión de Narciso? Tal vez hu-
biera dicho que es erróneo pensarse invulnerable y
abandonarse para perseguir visiones ideales.
Capítulo III

Edipo

El carácter ejemplar del planteo de Garma


Cuando Ángel Garma sostiene que Edipo en rea-
lidad no era hijo de Layo y Yocasta, sino que esto
es un contenido manifiesto del mito, destinado a
simbolizar situaciones exogámicas sobre las cuales
se proyecta una vivencia incestuosa que determina
una inhibición neurótica de la genitalidad normal,
realiza una labor ejemplar, insólita y esclarecedo-
ra. Nos coloca en una situación similar a la que
a veces experimentamos frente a algunos trabajos
de Freud. Uno no puede menos que preguntarse:
¿cómo esto no se ha visto antes? Creo que es dig-
no de ser subrayado que este planteo de Garma
40 Luis Chiozza

es implícitamente metahistórico. Funciona como


un ejemplo de lo que es metahistoria. Es decir, to-
mar una historia, sea leyenda, mito o relato, usar-
la como un significado que debe ser resignifica-
do y mostrar que detrás de esta historia se oculta
el proceso general que hace a todas las historias.
En otras palabras: el procedimiento que lleva a la
creación de una historia no es una historia, sino
metahistoria.

¿Qué es el complejo de Edipo?


La resistencia a revelar un recurso o “truco” que usa
el inconsciente nos impide ver las cosas como las
mira Garma. Sin embargo, una vez que compren-
demos la trascendencia de lo que sostiene, nos con-
mueve, porque lo que lleva implícito es realmente
difícil de aceptar. Es decir que en realidad el com-
plejo de Edipo es una fantasmagoría, una falsa apa-
riencia. Es un mito que se presenta aludiendo a una
realidad que existe, pero que oculta, en forma enga-
ñosa, su referencia a otra realidad más importante.
No obstante, si lo que el mito manifiestamente des-
cribe no es el verdadero complejo de Edipo, ¿qué es
entonces el complejo de Edipo?
Edipo, Prometeo y Narciso41

Si no es el asesinato del padre y el incesto con


la madre, ¿qué es? El crimen cometido es, en-
tonces, fundamentalmente mito y, por lo tanto,
encubrimiento y representación de algún otro
acontecimiento que ocurrió (en el esquema cro-
nológico de pensamiento) o está ocurriendo (en
un presente atemporal). Subsiste, por lo tanto,
con renovada intriga la pregunta: ¿qué es el com-
plejo de Edipo? Es una pregunta tantas veces for-
mulada como para que parezca que nada nuevo
se puede responder. Sin embargo, como es obvio,
si se repite, es porque, de pronto, se cobra cons-
ciencia de que, en realidad, no se sabe “bien” qué
es el Edipo.
Simplificando mucho, se identifican dos líneas
distintas. Una línea A, según la cual se trata de
una fijación incestuosa a la madre, acompañada de
una prohibición paterna odiada, y otra B, según la
cual es sufrimiento, protesta, dolor y sentimiento
de injusticia, frente a “eso”, quizás. Podría decir-
se que el Edipo clásico es el A y que el B es una
mera consecuencia. Sin embargo, el Edipo A existe
como problema y se habla de él porque existe el
Edipo B, el sufrimiento frente a las vicisitudes de
algo que constituye una prohibición odiada.
42 Luis Chiozza

Para introducirse en el problema de los oríge-


nes de dicha prohibición, es necesario trascender
el tema del incesto y ocuparse de ese gran capítulo
del psicoanálisis que, a pesar de que sobre él se ha
escrito tanto, está, por así decir, casi impoluto: el
capítulo de los celos. Con frecuencia, se recurre al
concepto de los celos para esclarecer otras situa-
ciones, pero la existencia de ellos, en sí misma, no
suele ser objeto de mayores reflexiones.

Arquitectura de un gran malentendido


¿Por qué le hace mal a un hombre que otro se
acueste con la mujer que ama? Se sabe que due-
le, pero ¿por qué? Se suele responder afirmando
que el dolor ocurre porque se reedita la situación
edípica. ¡Como si se supiera por qué duele la situa-
ción edípica!
Allí se oculta un malentendido de insospecha-
da trascendencia. Tal como surge del trabajo “El
falso privilegio del padre en el complejo de Edi-
po”, contrariamente a las apariencias, el padre no
prohíbe al hijo algo que el padre puede (como el
hijo falsamente supone) realizar, dado que el padre
tampoco realiza el incesto.
Edipo, Prometeo y Narciso43

Gran parte del dolor es, pues, un malenten-


dido. Si ese malentendido se deshace, la prohi-
bición del incesto y, con ella, el dolor de la re-
nuncia a la madre subsisten, pero el conflicto ya
no transcurre entre el padre y el hijo, sino que
ambos, hermanados y solidarios, lo experimentan
con las leyes de la naturaleza o de la cultura. Pero
entonces ya no es posible decir que esta situación
es edípica.
Se impone aquí una pequeña digresión. No so-
lamente ocurre que cada vez se encuentra más na-
tura en la cultura y más cultura en la natura, sino
también que el dilema de su recíproca relación se
ha convertido en el mismo que atañe al vínculo
entre psiquis y soma, y (no por casualidad) no
es otro el que se encuentra en el fondo del mal-
entendido edípico. Con la palabra “naturaleza”,
se alude esquemáticamente a una realidad que se
refiere al ser, cercana a los conceptos de materia
y sustancia. “Cultura”, en cambio, alude a una
existencia cercana a los conceptos de idea y de
forma.
En “El falso privilegio del padre…”, se se-
ñala que en la situación edípica se confunde el
objeto material mujer con los objetos ideales y
44 Luis Chiozza

funcionales madre y esposa, y que sólo así se pue-


de sostener que el padre realiza lo que prohíbe al
hijo. Las funciones o existencias semánticas que
se denominan “madre”, “esposa”, “hijo” y “padre”
no coinciden permanentemente con los organis-
mos materiales sobre los cuales de manera tran-
sitoria recaen. Junto a la subsistencia material y
energética de un órgano como la mano, existe
otra, semántica, que trasciende y perdura la sub-
sistencia material y que guarda con esta última la
misma clase de relación que guarda, en un idio-
ma, la existencia de una palabra con la palabra
escrita o pronunciada, que fenece en el tiempo en
que desaparece la ordenación de la materia que la
constituye. La existencia “en el idioma”, en cam-
bio, perdura para manifestarse en otro pronun-
ciamiento individual.
Es importante subrayar, entonces, que cuando
se devuelve a las funciones su significado pleno, el
conflicto entre los individuos que desempeñan los
roles de padre y de hijo desaparece, en el punto en
que se comprende que ambos, como seres huma-
nos, comparten idéntica prohibición.
Edipo, Prometeo y Narciso45

Tres sepultamientos en la superación del


Edipo
Además del dolor por la renuncia a la madre, exis-
te el dolor surgido de la pelea con el padre. Si desa-
parece este último dolor, subsiste el que surge de
una renuncia representada por la prohibición del
coito endogámico. Cabe preguntarse, entonces: ¿a
qué se le llama, en la teoría psicoanalítica clásica,
sepultamiento del Edipo?
Si se tiene en cuenta que un sepultamiento que-
da asociado a la idea de un duelo, parece natural
pensar que, en primera instancia, se alude a un
duelo frente a la renuncia representada por la im-
posibilidad del vínculo genital con la madre. Jun-
to a este primer sentido del sepultamiento, surge
otro, constituido por la superación del dolor y la
ambivalencia de la “pelea” con el padre. Se trata
de haber comprendido que el hijo no tiene en ese
sentido motivo de queja frente al padre (ni el pa-
dre frente al hijo) por una pretendida injusticia.
Este segundo “sepultamiento” podría muy bien
influir sobre la realización del primero.
Pero es posible concebir, además, un tercer se-
pultamiento, producto de una elaboración tan
46 Luis Chiozza

total y sustancial como para que su logro, aunque


se imagine remoto, resulte increíble.
Un sepultamiento verdadero y total, de un
muerto duelado que no resucita, nacido de la
transformación de las fuentes metahistóricas del
complejo de Edipo, se acompañaría de un cambio
en la leyenda y de la desaparición del conflicto y
de los sentimientos de culpa. Relegaría la situación
edípica a un olvido, cultural y colectivo, más que
individual, distinto de la represión y equivalente a
la definitiva disolución del complejo.
En esta “supresión” del Edipo, la prohibición
del incesto no sería necesaria, porque sería una
superación surgida de que las motivaciones del
horror al incesto alcanzaran plena vigencia en la
consciencia pública. Cabe recordar que Freud,
cuando creía poder elegir entre motivos socioló-
gicos, biológicos y psicológicos, se vio obligado a
subscribir la resignada confesión de Frazer: “Igno-
ramos el origen de la fobia al incesto y no sabemos
siquiera en qué dirección debemos buscarlo. Nin-
guna de las soluciones propuestas hasta ahora nos
parece satisfactoria”.
Tal como se expresa en “El contenido latente
del horror al incesto y su relación con el cáncer”,
Edipo, Prometeo y Narciso47

publicado en 1966, el horror al incesto encubre


el temor horripilante a la reactivación regresiva
de un crecimiento, actualmente anárquico, defor-
mado y monstruoso, que proviene, más allá de lo
embrionario, de una regresión celular filogenética.
Ese temor inconsciente conduce a la fantasía, que
se difunde sin el sustento que puede otorgarle la
ciencia, de que los hijos engendrados en una rela-
ción incestuosa serán anormales.

Metahistoria del cáncer


Constituye un buen motivo de reflexión el hecho
de que la prohibición del incesto, que se supone
nacida de la cultura, se haya apoyado siempre en un
pretexto natural, es decir que se la haya formulado
sosteniendo que el incesto es “contra natura”. Por
esto, Freud se ve obligado a señalar que la ley no
necesita prohibir aquello que la naturaleza prohíbe
por sí misma. Sin embargo, hoy todavía se sostie-
ne, sin que haya podido comprobarse, es decir, sin
ningún fundamento serio, que el incesto conduce a
un perjuicio natural, como, por ejemplo, el de una
progenie defectuosa.
Si en el terreno de la metapsicología nos atre-
vimos a explicar la prohibición del incesto como
48 Luis Chiozza

producto del horror provocado por su contenido


latente de excitación narcisista incontrolada (tema
que se desarrolla extensamente en “El contenido
latente del horror al incesto y su relación con el
cáncer” y en la segunda parte de Cuando la envidia
es esperanza), resulta ahora pertinente preguntarse:
¿cuál es el equivalente metahistórico?
Lo curioso reside en que el aspecto metahistó-
rico es precisamente el que surge en primer lugar.
Ocurre que “se lo lleva puesto”, como sucede con
los anteojos, que no se ven en la medida en que se
mira a través de ellos.
La metahistoria del cáncer y del contenido laten-
te del horror al incesto es la entropía, el desorden,
la anarquía, la anticultura. Es necesario comprender
que el concepto de entropía, en lo esencial, tiene
poco que ver con la energía. Es, tal vez, el menos
físico de los conceptos físicos, ya que tiene que ver
con el orden, cualidad psíquica por excelencia. Para
expresarlo mal y pronto a través de un ejemplo, es
posible decir que, entre los miles de estados equi-
posibles en que puede presentarse una biblioteca,
hay sólo dos o tres a los cuales, por una particular
preferencia, se denominan “biblioteca ordenada”, y
esta es la razón estadística por la que se afirma que
Edipo, Prometeo y Narciso49

una biblioteca tiende al desorden, en otras palabras:


que adquiere permanentemente entropía.
El cáncer es una formación inculta, desordena-
da y antijerárquica, conceptos todos ellos funda-
mentalmente metahistóricos, ya que pertenecen al
reino del espíritu. Se podría objetar ahora que el
cáncer tiene su propio orden interno. ¿Acaso no se
lo sostiene así, implícitamente, cuando se lo con-
cibe como el desarrollo de una fantasía específica
que le es inherente? Sucede que cuando se alude a
la entropía del cáncer se quiere significar que equi-
vale al desorden y la anticultura, contemplado des-
de el organismo que lo padece. Es una formación
anárquica comparada con la complejidad contex-
tual de la organización en la cual se desarrolla.

El tiempo de la metahistoria y la actividad


judicativa
Cuando se va en busca de una metahistoria, la idea
habitual acerca del tiempo como secuencia crono-
lógica desaparece. Cuando dos hijos se pelean, su
padre suele preguntarse (como lo hace Weizsaec-
ker frente a un enfermo): ¿quién empezó? ¿Quién
ha empezado en realidad: Edipo o Layo? Parece
50 Luis Chiozza

inevitable y, al mismo tiempo, saludable recorrer el


relato desde cualquiera de sus personajes y adquirir
transitoriamente la parcialidad del partidario. Así
como para participar hay que haber juzgado, para
juzgar es necesario haber tomado partido de uno
y otro lado. Se suele conservar la ilusión de que
es posible vivir estableciendo juicios anodinos, sin
embargo, no se piensa porque sí. Cada juicio, por
más intrascendente que parezca, ha surgido como
producto de la urgencia de un problema que im-
plica siempre, de manera consciente o inconscien-
te, un aspecto moral.
En los términos metahistóricos de un presen-
te atemporal, no solamente desaparece la idea
de “quién empezó”, sino que además comienza a
transparentarse, más allá de los personajes, aquello
que se representa como ese famoso destino que se
expresa en temáticas o historias sempiternas, recu-
rrentes e iterativas, y que, según se dice, tiene un
libro donde ya todo está escrito.
Se puede preguntar, entonces: si todo está de-
terminado, ¿por qué vivirlo con la responsabili-
dad del que decide? A lo que puede responderse:
también “está escrito” que se lo viva de ese modo,
como si se pudiera decidir. Schrödinger sostiene
Edipo, Prometeo y Narciso51

que el ser humano sabe racionalmente que está de-


terminado, como parte de un universo que en su
totalidad es libre, pero que, si sólo así fuera, daría
lo mismo hacer que no hacer. Mientras tanto, en la
medida en que se identifica de manera inconscien-
te con ese universo, se siente responsable y libre
con algo que hacer.

La ceguera en el preguntar y en el responder


Comprender por qué se ciega Edipo conduce a
cuestionarse con respecto a qué se ciega. Se puede
decir que, en un presente atemporal, Edipo, an-
tes de cegarse, ya era ciego. La ceguera de Edipo
deriva, entonces, de un malentendido. La realiza-
ción del incesto y la lucha con Layo, atribuidas en
el contenido manifiesto a la ignorancia de Edipo
con respecto a sus orígenes, simboliza y oculta una
situación latente. La situación creada por la creen-
cia falsa en la existencia de un privilegio de Layo.
Edipo sería, pues, ciego para esa falacia. Tiresias,
en cambio, que como sabemos es un desdobla-
miento del personaje Edipo, se ha quedado ciego
por haber visto aquello que no debía ver. No es ca-
sual, entonces, que en la leyenda sea Tiresias quien
52 Luis Chiozza

insiste ante Edipo, con todas sus fuerzas, para que


no pregunte más.
¿Qué representa esto? ¿Cuándo y por qué no
se debe preguntar? ¿Será permitida o conveniente
esta última pregunta?
De ese modo, se ingresa en otra paradoja. La
gran maravilla de preguntar consiste en la adquisi-
ción de una respuesta, y la tragedia del preguntar
reside en la obtención de la respuesta. Una res-
puesta que conduce al problema de “saber qué ha-
cer” con ella, problema que tal vez se debía haber
¡previsto! antes de atreverse a realizar la pregunta.
Para colmo, cuando alguien pregunta, condena al
interlocutor a la penosa alternativa de negar la res-
puesta (con lo cual casi siempre la contesta) o verse
forzado a responder en el terreno en que se realizó
la pregunta. En ese terreno, con enorme frecuencia,
eso implica dejar sin decir lo esencial. Cuando no
es posible entenderse con medias palabras, se está a
punto de ingresar en un malentendido.

Símbolo y realidad del referente


Cuando se sostiene que Edipo simbólicamente se
cegó, se ingresa en la corriente de pensamiento que
Edipo, Prometeo y Narciso53

genera el trabajo de Garma. La ceguera no ocurrió


en la realidad, ocurrió en el mito. Edipo se cegó en
la leyenda porque de este modo el mito representa
el hecho real de que Edipo siempre “fue ciego”.
Así se desemboca en un problema gordo. ¿Acaso
los mitos narran hechos que son reales y otros que
son simbólicos? ¿Qué lugar ocupa la realidad en el
mito? ¿Era Edipo en la realidad hijo de los reyes
de Corinto? ¿Todo será simbólico en el mito? Pero
¿simbólico de qué? ¿No existe en el mito mismo
una realidad que el propio mito simboliza?
Cuando se ingresa en la creencia de haber llega-
do a esa realidad (como Garma, por fin, lo hace en
su trabajo), ¿en virtud de qué criterios se podrá de-
cidir que no es un nuevo símbolo? La castración,
el incesto, la ceguera, Edipo, el parricidio y la epi-
demia ¿son símbolos que aluden a otra realidad?
¿Todos son, entonces, símbolos?
¿Qué significa, por ejemplo, en este contexto,
sepultar? Más allá de si se trata del entierro de un
ser querido, como hecho material, o de sepultar
psíquicamente lo que se siente frente a un cambio
doloroso, se representa de este modo un duelo. Lo
más importante del sepultamiento del complejo
de Edipo no reside, obviamente, en el dolor de la
54 Luis Chiozza

renuncia, sino en el crecimiento y el progreso con-


siguientes a la realización de un duelo.
La cuestión esencial, sin embargo, reside en has-
ta qué punto es “real” el referente al cual el símbolo
remite. ¿Cuál es, entonces, la realidad que Edipo
representa?
Se puede decir de un modo metafórico que la
realidad es el escalón sobre el cual se está parado
y desde el cual es forzoso decidir con plena res-
ponsabilidad moral. Real es aquello que cada cual,
ahora, cree real, y símbolo, aquello sobre lo que,
ahora, queda claro que alude a un otro algo, que
se llama realidad por el hecho de que es posible
aferrarla más allá de toda duda actual.
Así se “inauguran” una cantidad de cuestiones
sobre las que de pronto se descubre que no son tan
nuevas. La confusión, por ejemplo, entre rito y sa-
cramento. La hostia empleada en la ceremonia de
la comunión católica es un símbolo de Dios que
forma parte de un rito. ¿O es de verdad Dios en
la realización de un sacramento? Para quien se ha
quedado con un rito vacío, en la persecución inútil
de una vivencia mística, sólo es un símbolo de Dios.
Es como si fuera Dios, pero no es Dios. En un ni-
vel de cultura, el incesto y su prohibición son una
Edipo, Prometeo y Narciso55

realidad, y para quien así lo crea así deberá ser. En


otro nivel de cultura, el incesto y el parricidio sólo
son símbolos que remiten a otra realidad, y para
quien esta creencia haya alcanzado así deberá ser.

Discurso público, privado y secreto


Es difícil atreverse a decir algunas cuestiones. Así
se ingresa en el problema del discurso público.
¿Cómo introducir ciertas cuestiones en un discur-
so público, dado que todo público es una mezcla
heterogénea de niveles de interpretación distin-
tos? Inevitablemente, uno creerá en la realidad de
aquello que otro considera símbolo. El conflicto
peor se despierta cuando se oye afirmar que lo
que se pretende real “sólo” es un símbolo, o que
lo que se pretende símbolo es real. Este asunto no
es nuevo. Configura el angustioso problema que
se le presenta al consenso frente a la necesidad de
discriminar entre genialidad y locura.
Al profundizar en el complejo de Edipo, la pru-
dencia aconseja, para evitar que se desencadenen
las pasiones, mantener una cierta ambigüedad que
permite que cada uno entienda lo que está en con-
diciones de creer. Freud, sin embargo, delineó su
56 Luis Chiozza

trayectoria sobre una frase de Charcot: “Yo llamo


a un gato gato”.
¿Cuál es, entonces, el cometido del discurso pú-
blico? ¿Hasta dónde alcanza la libertad para decir
lo que se piensa? Fácil es argumentar que uno debe
hacerse responsable de todo lo que diga y, dado
que lo que se dice también ejerce efectos sobre la
libertad de los demás, atenerse a las consecuencias
a las que lo conduzca su discurso. Lo difícil es juz-
gar de manera acertada acerca de los alcances de la
libertad de la censura. ¡Una libertad que presupo-
ne el derecho de censurar la censura!
Existe frente al discurso público, entonces, un
discurso privado, en el cual se elige al interlocu-
tor y, con él, la homogeneidad de un diálogo que
se instala en la comunidad de una creencia. En la
carencia de esto último, puede elegirse al menos
un lenguaje. Pero en todo discurso público que sea
algo más que el ejercicio de una pantomima vacía
(reparemos en que la ubicuidad de los discursos
públicos vacíos es uno de los problemas más graves
de nuestra época) existe, como en toda obra de arte
imperecedera, un discurso secreto que se expresa
en símbolos, cuya interpretación exige una comu-
nidad de código que aumenta la probabilidad de
Edipo, Prometeo y Narciso57

compartir genuinamente una experiencia. Mag-


nífica genialidad la de Cervantes, que ha sabido
esconder un discurso privado y secreto en un dis-
curso público que atraviesa las fronteras. Por eso
se ha dicho del Quijote que hace reír a los tontos y
pensar a los sabios.
El símbolo, como el origen del vocablo permi-
tía sospecharlo, es una media palabra, una con-
traseña. Un “sobreentendido” destinado a quienes,
en el lenguaje habitual, se suele llamar “los que
comprenden” sobre un determinado asunto. Una
media palabra destinada, precisamente, a no ser
percibida por los que podrían malinterpretarla.
Símbolo es, pues, el elemento clave de un discurso
secreto que viaja transportado por un discurso pú-
blico. Como toda buena obra de arte lo muestra,
este último discurso, el público, debe ser amoro-
samente construido para resistir el fárrago de un
azaroso viaje a través de tanta aduana. Y ese amor
puesto en la carreta que transporta el cofre es tam-
bién respetar la intimidad de otro.
En la realidad clínica de toda psicoterapia indivi-
dual, encontramos un problema semejante. Quien
busca ayuda no desea renunciar a sus creencias,
cuyas raíces alcanzan a la identidad de su carácter,
58 Luis Chiozza

y sin embargo algo se ha trabado. Nietzsche dijo


que “han de ser muy trágicas las razones que ha-
cen de un hombre un filósofo”. A pesar de lo que
con frecuencia se aduce, hay algo similar en quien
recurre a la psicoterapia en búsqueda genuina de
que algo cambie. Algún paciente suele decir: ini-
ciaré mi tratamiento, pero no quiero dejar de ser
homosexualista, y este es un asunto que debe per-
manecer al margen. Si lo que debe quedar fuera
no es el homosexualismo, será la apendicitis o su
particular manera de concebir el matrimonio. No
hay paciente que, de un modo explícito o tácito,
no procure imponer esta clase de limitaciones po-
niendo su alma en ello. Sólo es posible pensar que
“ya veremos”, porque, por otra parte, el psicoaná-
lisis no es pedagogía, no se trata de cambiar las
creencias del paciente por las de su psicoanalista.

El complejo nodular de las neurosis


En la metapsicología freudiana, un complejo es
un conjunto de representaciones cuya vinculación
determina que se reactiven juntas. El complejo
de Edipo no sólo es nodular, sino que además, y
aunque parezca obvio, es un complejo, y lo sufi-
cientemente importante como para que Freud no
Edipo, Prometeo y Narciso59

utilizara el término (como hicieron Adler y Jung)


para alguna otra situación que hubiera podido
merecerlo.
El complejo de Edipo configura una riquísima
temática histórica en la cual una estructura bá-
sica ofrece múltiples variantes. Detalles, filigra-
nas, compartimentos y subcompartimentos de
un imaginario archivo cuyo edificio lleva escrito
en la fachada: “EDIPO”, y dentro del cual, en
cada subcompartimento, se guarda una particu-
lar historieta. Pero el núcleo metahistórico de esa
estructura básica que sostiene y justifica el nom-
bre puesto en la fachada es el malentendido. Un
malentendido que ha crecido como una gigantesca
bola de nieve y que se reveló, al principio, como
una falacia (basada en el falso privilegio del padre)
y como una paradoja insoluble. Falacia, paradoja y
malentendido constituyen algo así como la clave
de lo que se suele denominar, apresuradamente,
un error de pensamiento. Visto en los términos
desarrollados en Corazón, hígado y cerebro. Intro-
ducción esquemática a la comprensión de un trile-
ma, el malentendido es cardíaco, la falacia, por su
“vocación” pragmática, es hepática y la paradoja es
cerebral.
60 Luis Chiozza

Sobre la existencia de cultura en la natura


La cultura involucra al conjunto entero de lo sim-
bólico, lo pático, lo subjetivo y lo psíquico. La na-
turaleza, en cambio, posee el significado de una
realidad óntica, es decir, relativa al ser. Pero lo que
se llama “la naturaleza” de las cosas es su modo de
estar ahí, como un objeto capaz de originar una
percepción sensorial. Ambas definiciones parecen
ser las que mejor funcionan, teniendo en cuenta al
conjunto entero de lo que, en relación con ellas, se
presenta como necesidad de ser pensado.
La afirmación de que el animal no simboliza
no convence, porque no es compatible con lo que
parece ser (de acuerdo con los que sostiene Susan
Langer en Nueva clave de la filosofía) la esencia
de la definición de símbolo, que constituye una
presencia que funciona representando específica-
mente algo que está ausente. Carece de consis-
tencia decir, por ejemplo, que cuando un perro
desentierra un hueso que ha escondido no hace
más que repetir una conducta instintiva, que se
dirige pura y simplemente a satisfacer una necesi-
dad. Resulta más adecuado al conjunto de los he-
chos, y más fructífero, pensar que el perro posee
una existencia psíquica, que es capaz de desear el
Edipo, Prometeo y Narciso61

hueso que ha enterrado y que, cuando lo desen-


tierra, sabe lo que busca, porque posee un repre-
sentante del ausente cuya presencia desea. Coin-
cide con lo que siente quien se acerca a un perro,
sea cual fuere su convicción teórica.
Nada tiene de malo la palabra “instinto”, mien-
tras no la usemos para explicar aquello que en rea-
lidad no explica. Aunque haya un modo especí-
ficamente humano, rico y complejo, de ejercitar
la función simbólica y permutar los símbolos, la
existencia de un psiquismo supone la existencia
de significaciones, y la existencia de significacio-
nes supone la existencia de símbolos. Si es cierto
que el perro “condicionado” segrega jugo gástrico
cuando se tañe la campana, también es cierto que
nunca se la come.
La existencia de una cultura y un superyó en al-
gunos mamíferos es obvia, lo que plantea el proble-
ma de si existe el incesto en la convivencia animal.
¿No proviene acaso la cultura de la prohibición
del incesto? Aquí nuevamente la serpiente devora
su cola, porque también se oye decir que la cultu-
ra es el origen de la prohibición del incesto. Tal vez,
como sucede con el huevo y la gallina, cultura y
prohibición del incesto se han desarrollado juntas
retroalimentándose mutuamente. Si así fuera, del
62 Luis Chiozza

mismo modo en que se pueden distinguir grados


de complejidad en la cultura, se podrían encontrar
distintos niveles de complejidad en la prohibición
del incesto o, con otras palabras, distintos “signi-
ficados incestuosos” en el vínculo consanguíneo.

El atractivo del incesto


Para que se haya consumado el incesto, ¿es sufi-
ciente el hecho físico de una relación genital con-
sanguínea, tal como, estudiándolo “desde afuera”,
desde la metapsicología freudiana, en términos
de conducta, se postula para lo que se observa
en un mundo que por este tipo de estudios se
llama zoológico? Para poder hacer uso del rótulo
“incesto”, ¿no será imprescindible la existencia de
esa particular preferencia por el coito endogámico
que se designa, precisamente, fijación incestuosa?
En el triángulo edípico cotidiano (no sólo en el
que se genera en el seno de la familia, sino tam-
bién en el que se observa en la mesa del café), la
mujer que está sentada enfrente, con otro, tiene
un particular atractivo. Es posible pensar que ese
atractivo, en su origen, no residía en que fuera la
mujer del padre, sino que, por el contrario, era
Edipo, Prometeo y Narciso63

una “desgracia” que la mujer del padre fuera, al


mismo tiempo, la deseada madre.
El primer motivo aducido para explicar ese
atractivo genital es la historia de un gratificante
contacto materno-infantil. ¿Por qué está prohibi-
do? ¿Por los celos del padre? Como explicación no
alcanza. Si al padre, a su vez, no le hubiera estado
prohibido el incesto con su propia madre, ¿experi-
mentaría de todos modos los celos? ¿La razón del
atractivo no proviene, acaso, en un círculo vicioso,
de la misma prohibición?
La investigación condujo a sostener que la
elección consanguínea satisface una excitación
narcisista (que involucra una fantasía de herma-
froditismo) cuya satisfacción se confunde con el
horror que se experimenta frente a un crecimien-
to anormal, desorganizador y, por lo tanto, taná-
tico para el individuo, para la familia y para la
civilización. El desarrollo animal estará, enton-
ces, más centrado en el ello que en el yo, será más
“autoerótico” que narcisista, y por este motivo la
fijación incestuosa animal también será menor,
dado que la fijación incestuosa implica una pre-
ferencia por el objeto consanguíneo que, según se
piensa, proviene del narcisismo.
64 Luis Chiozza

El futuro de la familia
¿Qué sería de la familia en una sociedad en la cual
los celos no tuvieran vigencia? No cabe duda de
que la cuestión provoca una intensa antipatía. Sin
embargo, no es posible pensar que la familia ha
de constituir una estructura de persistencia eterna.
En una época anterior a la civilización que hoy
predomina, un salvaje hubiera podido pregun-
tar: “¿Qué será de la tribu en una sociedad en la
cual triunfe el individualismo y cada uno posea
una mujer excluyendo a los otros pretendientes?”.
¿Acaso la civilización y la cultura han detenido su
evolución para siempre? ¿No ocurrirá mañana con
la familia algo similar a lo que ayer ocurrió con la
tribu? Los valores de la tribu, en su mayor parte,
no se perdieron con el advenimiento del indivi-
dualismo y la familia. Si alguno de ellos no pudo
ser conservado en las nuevas formas de organiza-
ción social, quedó ampliamente compensado por
el progreso enorme que estas formas aportaron a
la civilización.
No es un secreto que, tanto en lo que respec-
ta a los procesos de pensamiento como en lo
que atañe al gigantesco edificio de la cultura, se
acerca el fin de una época y el comienzo de otra.
Edipo, Prometeo y Narciso65

La crisis que hoy se observa es ubicua. Inútil


es buscar su origen en los detalles menudos de
cada particular convivencia o en la unilaterali-
dad de ese “omnirresponsable” factor que se lla-
ma “problemas económicos”, al que hoy todo se
atribuye.

Los celos y el individualismo


Aunque el diccionario se ocupa de aclarar que
le envidia, en una de sus acepciones, designa a
un “deseo honesto”, cuando se quiere nombrar
el deseo de algo no se usa en el idioma castellano
actual (como sucede en francés) la palabra “en-
vidia”. El vocablo se utiliza hoy para referirse a
un deseo destructivo que intenta realizar lo que
se resume en la frase: “Ojos que no ven, corazón
que no siente”.
Basándose en un hecho perceptivo, se envidia
el goce que uno desea e imagina presente en el
objeto envidiado. Además, se imagina que el otro
ha adquirido cuanto posee en el terreno material,
anímico o espiritual, mediante una técnica mági-
ca que también se desea. Cuando uno comienza
a comprender que el goce imaginado no coincide
con el que el otro alcanza, y que lo que se adquiere
66 Luis Chiozza

es el producto de un proceso que dista mucho de


la magia —es decir, un proceso que lleva implícito
esfuerzo y tolerancia frente a la distancia que existe
entre la intención y el logro—, la envidia se atem-
pera. En el fondo de la envidia, se encuentra, pues,
un malentendido. ¿Alguna vez el ser humano se
verá completamente libre de la envidia? Es dable
suponer que no será fácil.
Algo parecido ocurre con los celos, que también
se nutren en un malentendido y que, dado que
se suele considerar que conforman una parte inse-
parable del carácter, tampoco desaparecerán com-
pletamente. Ambos sentimientos, envidia y celos,
constituyen un retorno del complejo de Edipo
que, reprimido, “se ha ido al fundamento”.
El consenso no legitima la envidia, pero legi-
tima los celos. El envidioso debe hacerse respon-
sable de su envidia, ya que el envidiado, para el
consenso, es inocente, y la envidia es un senti-
miento negativo. Se piensa que el que cela, en
cambio, es porque ama. El celoso es solidaria y
empáticamente confortado, a menos que los ce-
los sean delirantes. Quien expone a otro a sufrir
celos debe hacerse responsable de una conducta
que el consenso considera negativa.
Edipo, Prometeo y Narciso67

Sin embargo, los celos, como sufrimiento egoís-


ta, no nacen del amor, sino del querer. El que quiere
busca poseer; el que ama aspira a que el amado se
desarrolle en la plenitud de su forma. Se quiere una
rosa hermosa en el florero de nuestro escritorio; se
la ama cuando se goza viéndola desarrollarse como
parte de una planta viva. Es difícil amar lo que se
quiere. En cuanto a celar lo que se ama, sólo tiene
sentido si se devuelve a la palabra “celo” (en singu-
lar) su sentido primitivo de cuidado y protección.
Pero ese celo se diferencia claramente de los celos
(en plural) como sufrimiento egoísta por el bien que
se distancia. Egoísta y deshonesto, porque los celos
ocultan el convencimiento de que la persona amada
puede encontrar fácilmente un amante mejor.
Es cierto que hay que esforzarse para alcanzar
la plenitud de una forma que es la propia, pero
también es cierto que es necesario resignificarla,
continuamente, para encontrar los puntos en que
esa forma definitivamente se ha arruinado. ¡Difí-
cil e impostergable tarea! Ya que es casi imposible
estar arruinado sin ser, en ese mismo punto, ruin.
Es imprescindible volver, entonces, sobre la pre-
gunta primitiva. ¿Por qué duelen los celos? ¿Porque
destruyen la ilusión de una existencia “yoica” que
68 Luis Chiozza

constituye una “única” manera de existir? Mien-


tras así suceda, cualquier paréntesis en esa manera
de existir quedará confundido con una insopor-
table destrucción que, en el imaginario colectivo,
adquiere, como símbolo típico y universal, la care-
ta horrible de la muerte.
Los celos constituyen lo que más se acerca a
ese paréntesis, un momento en el que se vive
convencido de que, para ese alguien por quien
se desea ser querido y adoptado, uno ha dejado
de existir. La piel, que ayer nos contenía, se ha
convertido en un puente que debe ser atravesado
sin saber durante cuánto tiempo, y como conse-
cuencia de qué méritos, nos esperarán en la otra
orilla.
Es cierto que no se cabe por entero en ninguna
virtud, como en ningún defecto, pero no vale ar-
gumentar que “uno es mucho más” que los logros
o fracasos que ha tenido, porque nunca se sabrá
en qué consiste ese “algo más” en el que sólo al-
gunas veces se confía. Cuando en el entorno que
conforma el consenso de la colectividad que inte-
gramos se establecen, espontáneamente, los lími-
tes de nuestras relaciones, siempre se trata de un
acuerdo que, durante un tiempo variable, define a
Edipo, Prometeo y Narciso69

cada cual. Cuando se sienten celos, se desdibujan


los límites que definen lo que uno puede ofrecer.
Uno es un producto inseparable de un conve-
nio provisorio con la colectividad de su entorno.
Alguien que, como una gota de agua, afirma ante
las otras su existencia frente a la inmensidad del
mar.

La disolución del complejo


Un sepultamiento verdadero y total de un muerto
duelado que no resucita (nacido de la transforma-
ción de las fuentes metahistóricas del complejo de
Edipo) equivale a la curación genuina de su pro-
tagonista (cuya raigambre cardíaca proviene del
mesodermo embrionario). Un tal desenlace, in-
creíble, sólo puede suceder si su querer enfermi-
zo, que surge del intenso atractivo que proviene
precisamente de lo prohibido (oído en las palabras
proféticas del oráculo), adquiere la cordialidad que
deriva de un amor verdadero.
Capítulo IV

Prometeo

Tres hermanas nacidas de una misma falta


Tal como señala Jakob von Uexküll (en Ideas para
una concepción biológica del mundo), los distintos
organismos vivos habitan en distintos mundos
perceptivos. Puede decirse, también, que habitan
en distintos mundos sensitivos y normativos que
son característicos y propios de cada especie. Los
seres vivos deben subsistir, además, materializan-
do los proyectos biológicos implícitos en su creci-
miento y desarrollo.
La trayectoria de una vida humana que, en
su apreciación de lo que ocurre, suele perma-
necer muy poco tiempo en equilibrio entre una
72 Luis Chiozza

insoportable gravedad y una insostenible levedad


trascurre entre “los ángeles y los demonios” que
surgen frente al grado de capacidad con la que
puede afrontar la materialización de los ideales,
que es inherente a la vida. Lograrlo lleva implíci-
to sortear tres actitudes insalubres que, nacidas de
una misma falta, dificultan el empeño. La pres-
tidigitación maníaca, que asegura: “Nada grave
sucede, y todo será fácil”. La irresponsabilidad
paranoica, que aduce: “No sucede por mi culpa
ni depende de mí”. Y la extorsión melancólica,
que reza: “Debes quitarme la culpa”.

Una protomelancolía
En el cuarto capítulo de Psicoanálisis de los tras-
tornos hepáticos, titulado “Ubicación de lo he-
pático en un sistema teórico estructural”, y en
un “Apéndice”, escrito por Gustavo Chiozza,
“Consideraciones sobre una metapsicología en
la obra de Chiozza”, se describen con detalle
las vicisitudes teóricas nacidas del encarnizado
intento de encerrar toda concepción teórica en
una metapsicología metafísica constituida por
una tópica, una dinámica y una economía. Y se
Edipo, Prometeo y Narciso73

explora “El período anterior a la posición para-


noide esquizoide de Melanie Klein, según diver-
sos autores”.
Freud ubica los orígenes del superyó en el ello.
Melanie Klein subraya que el neonato se relacio-
na con el seno materno a través de dos fantasías,
la de un pecho bueno y la de uno malo, creando
un tercero, el pecho idealizado, como contrafi-
gura del malo. Arnaldo Rascovsky describe un
psiquismo fetal, casi exclusivamente anobjetal,
durante el cual el feto se identifica con ambos
progenitores de su prehistoria personal, de ma-
nera directa, en una permeabilidad absoluta con
un ello indiferenciado del yo. Afirma que, a raíz
del nacimiento, el yo, que debe comenzar a pac-
tar con la realidad, se disocia del yo fetal, ideal,
mediante la represión “primaria” de un yo fetal
ideal, disociado del yo posnatal. Así se generan
las fantasías acerca de la existencia de un “doble”
de uno mismo, que Freud señala en su artículo
“Lo siniestro”.
Wilfred Bion destaca la importancia de reco-
nocer la persistencia de “núcleos” psicóticos. En-
rique Pichon-Rivière sostiene que toda enferme-
dad se establece sobre un núcleo psicótico cuya
74 Luis Chiozza

estructura es melancólica y denomina “enferme-


dad única” a esta situación depresiva irresuelta y
básica. En su opinión, la epilepsia, caracterizada
por su adhesividad, su viscosidad y su perseveran-
cia, constituye la estructura sadomasoquista más
intensa de la patología mental. José Blejer estudia
el carácter regresivo de los vínculos simbióticos,
y Fidias Cesio afirma que todas esas estructuras
regresivas configuran un “objeto aletargado” que
se suele representar con un cadáver, al cual Willy
Baranger denominó “el muerto vivo”. El resto
del yo, secundariamente, suele sufrir letargo, un
sueño patológico que surge como producto de
la identificación del yo coherente con el núcleo
aletargado.
La investigación en los trastornos hepáticos
condujo a postular, en los términos de una me-
tapsicología de corte metafísico, una protome-
lancolía que permitía concebir la existencia de
dos tipos de superyó, uno visual-ideal y otro
hepatomaterial.
A partir de ese punto, las formulaciones teó-
ricas fueron abandonando el corte metafísico
habitual, para inclinarse hacia una metahistoria,
desarrollada en “El significado del hígado en el
Edipo, Prometeo y Narciso75

mito de Prometeo” y “La interioridad de los tras-


tornos hepáticos” (capítulos II y III de Psicoaná-
lisis de los trastornos hepáticos). Surgieron algunas
estructuras caracterológicas hepáticas, como la
inconstancia, la tozudez y la tenacidad, o forma-
ciones hepáticas típicas, como el humor negro, la
seriedad cómica y la ridiculez patética. También,
el idealismo visionario, el estoicismo (evidente
en el Prometeo encadenado) y el materialismo
prosaico.

Formulaciones metahistóricas
El cambio de paradigma, encaminado hacia una
metapsicología metahistórica, se puede registrar
con claridad reformulando la descripción de lo
que Freud, utilizando un término que denota un
grado jurisdiccional establecido por la ley para di-
lucidar juicios, denominaba “instancias”.
El superyó es un yo súper. “Ideal del yo” es un
sintagma con un núcleo, denominado ideal, y un
determinante, que significa que ese sujeto es de
alguien, es del yo. “Yo ideal” es otro sintagma, con
un núcleo sustantivo, nombrado “yo”, que posee
una cualidad adjetiva, ser ideal para alguien que
76 Luis Chiozza

no se dice quién es; queda tácito que se trata de


un organismo. Todas esas instancias, así descrip-
tas, quedan animadas por una subjetividad, y es
claro que, cuando se piensa de acuerdo con la me-
tapsicología de corte metafísico, todos esos sujetos
pierden su carácter relacional, y ocurre que, como
si se materializaran, de manera imperceptible se
sustantivan en un aparato del cual se dice que no
es un aparato físico, pero que se concibe como si lo
fuera. El proceso se torna trasparente si lo compa-
ramos con otro concepto de la jerga psicoanalítica
que denominamos “persecución”, con el que una
tal sustantivación no sucede, porque conserva su
carácter de acción dinámica apenas sustantivada.

Idea y materia
El tema de la materialización de los ideales es enor-
me y ha despertado inquietudes que vienen des-
de lejos. Paul Valéry, en Eupalinos o el arquitecto,
escribe:
Sócrates: Te digo que he nacido siendo
muchos y he muerto siendo uno solo…
Fedra: ¿Y qué se ha hecho de todos los otros?
Sócrates: Ideas.
Edipo, Prometeo y Narciso77

Esquilo pone en boca de Prometeo palabras que


testimonian su pesada y trascendente carga: “Y fui
el primero en distinguir, entre los sueños, los que
han de convertirse en realidad”. El mismo Prome-
teo, sabio, que pronuncia: “El hombre industrioso
ha de tener por lema ‘la parcialidad’”.
La enormidad del tema surge clara cuando idea
y materia se revelan como productos de la idealiza-
ción y la materialización como procesos y, además,
constituyen una esencia que sólo se manifiesta di-
visible “trágicamente”, en la consciencia de esos
dos grandes “impostores”: psiquis y soma.
Desde todos los cuadrantes de la vida, llega por
doquier. En las vicisitudes de Fellini, que, con “el
hígado hecho cisco”, aborda la tortura en la crea-
ción de su filme Ocho y medio, tal vez símbolo de
un parto prematuro. También en el conmovedor
prólogo de las Rimas de Gustavo Adolfo Becker,
donde escribe:
Fecunda, como el lecho de amor de la
miseria, y parecida a esos padres que en-
gendran más hijos de los que pueden
alimentar, mi musa concibe y pare en el
misterioso santuario de mi cabeza, po-
blándola de creaciones sin número a las
78 Luis Chiozza

cuales ni mi actividad ni todos los años


que me restan de vida serían suficientes de
dar forma. […] Sus creaciones, apretadas
ya como las raquíticas plantas de un vive-
ro, pugnan por dilatar su fantástica exis-
tencia, disputándose los átomos de la me-
moria como el escaso jugo de una tierra
estéril. […] No quiero que en mis noches
sin sueño volváis a pasar por delante de
mis ojos, en extravagante procesión, pi-
diéndome con gestos y contorsiones que
os saque a la vida de la realidad, del lim-
bo en que vivís semejantes a fantasmas sin
consistencia.

El abordaje del tormento hepático de Prometeo


comienza con un poema de Miguel de Unamuno:
Este buitre voraz de ceño torvo
que me devora las entrañas fiero
y es mi único constante compañero
labra mis penas con su pico corvo.

El día en que le toque el postrer sorbo


apurar de mi negra sangre, quiero
que me dejéis con él solo y señero
un momento, sin nadie como estorbo.
Edipo, Prometeo y Narciso79

Pues quiero, triunfo haciendo mi agonía,


mientras él mi último despojo traga,
sorprender en sus ojos la sombría

mirada al ver la suerte que le amaga


sin esta presa en que satisfacía
el hambre atroz que nunca se le apaga.

En Psicoanálisis de los trastornos hepáticos, el


tema de la interioridad se inicia con un fragmento
de Augusto Pi Suñer, el eminente fisiólogo, escrito
en 1944, en La unidad funcional:
Con todo lo expuesto se ve que el píloro
se comporta como si lo dirigieran realmente
una inteligencia y una voluntad. Su conduc-
ta podría explicarse fácilmente si obedeciera
a una finalidad consciente, y es que sin duda
[…] en estos mecanismos concertados para
regular funciones de alguna complejidad
como la digestiva (y esto mismo se observa
en las coordinaciones circulatoria, respirato-
ria, etc.), establecidos y reforzados (polariza-
dos) por la sucesión filogenética, se encuen-
tra el primer germen de aquella adaptación
superior, que por hacerse presente al espíritu,
llamamos consciente.
80 Luis Chiozza

La gesta prometeica
El mito cuenta que Prometeo, quien amasó al pri-
mer hombre con barro y le proporcionó una chis-
pa del fuego divino, le roba el fuego a Zeus para
dárselo a los hombres y, como castigo, es encade-
nado a una montaña. Allí, un águila, que “sobre-
viene cada día” (como los instintos insatisfechos
que motivan las pasiones), le devora el hígado que
vuelve a crecer continuamente.
En Prometeo encadenado, Esquilo escribe: “Sur-
gió él [Prometeo] agitando la rama encendida en
medio de esta raza oscura, y la luz elevose sobre
ella, como la aurora sobre la noche. Y despertó
la inteligencia en los cerebros embotados de los
hombres, y les iluminó los ojos, y les ensanchó el
espíritu. Su soplo de liberación los reanima, mani-
festándose el regio instinto que en ellos se hallaba
latente”.
La identificación del fuego con la luz que des-
pierta la inteligencia en el cerebro y reanima a las cria-
turas de barro se expresa como la chispa de la vida,
que configura la esencia de lo divino y una de las
polaridades que adquiere lo sagrado.
En La vuelta de Pandora, Goethe pone en
boca de su Prometeo las siguientes palabras:
Edipo, Prometeo y Narciso81

“Acostumbrad suavemente los ojos de los nacidos


de la Tierra, a fin de que la saeta de Helios nos
ciegue a mi raza, destinada a ver lo iluminado, no
la luz”. Nos expresa así un efecto desorganizador
de lo ideal que, frente a la debilidad del yo, se
manifiestan como una luz insoportable que que-
ma y destruye.
En el extremo de ese efecto desorganizador
que configura una sobrecarga abrumadora de es-
tímulos, encontramos aquella polaridad de lo sa-
grado que constituye lo demoníaco, representa-
da por Lucifer (por su etimología, el portador de
la luz) y por el fuego del infierno y desarrollada
por Goethe en Fausto. Allí, el drama prometeico
surge en las vicisitudes que derivan de su pacto
con el diablo. La realización material de los idea-
les alcanza la dimensión espiritual de lo sagrado
en su doble condición de angelical y demoníaco
en la inocente Margarita y en el taimado Lucifer.
Que el protagonista concluya en una u otra de
las maneras que la tentación ofrece dependerá de
la capacidad con que pueda gestar el producto de
su enfrentamiento con la gravedad que impregna
lo ideal, cuando alcanza la misteriosa majestuo-
sidad de lo sagrado.
82 Luis Chiozza

El proceso mesiánico y estoico mediante el


cual Prometeo consigue lo divino, el fuego de los
dioses, a expensas de su tormento hepático, coin-
cide con el drama representado por la entrega a la
posesión por el demonio, que también es fuego,
tal como ocurre con Fausto, que debe vender su
alma al diablo para llegar al conocimiento de las
causas finales.

El “otro yo” de Prometeo


En La vuelta de Pandora, Goethe nos permite
asistir a un desenlace de la leyenda prometeica
que enriquece nuestra comprensión del drama
constituido por la relación del ser humano con
sus ideales. Allí, la figura del héroe legendario
aparece disociada en sus aspectos laboriosos y
en sus aspectos soñadores, idealistas y ociosos,
representados por su hermano Epimeteo, aquel
que, “después de obrar”, según lo que expresa
Goethe, “se ve condenado a reflexionar sobre las
cosas pretéritas”.
Epimeteo, el torpe, se casó con Pandora, hermo-
sísima y pérfida, enviada por los dioses envidiosos
de la actividad creadora a Prometeo, el previsor.
Edipo, Prometeo y Narciso83

En la obra de Goethe, se describen con una belleza


conmovedora los sentimientos del inhábil soñador
ocioso que, abandonado por su mujer, la conserva
en el melancólico recuerdo doloroso y encuentra en
la esperanza su único consuelo.
En el mito de Prometeo, nos encontramos una
y otra vez con la esperanza. De la hermosa caja
que, en la ocasión de su boda, Pandora le obsequió
a su esposo, escaparon todas las virtudes, de modo
que los males quedaron junto al hombre, llenán-
dolo de calamidades, y en el fondo sólo quedó la
esperanza. La misma que, en la obra de Esquilo,
ante una pregunta de las Oceánidas, que desean
saber cómo Prometeo enseñó a los nacidos de la
Tierra a enfrentarse con la muerte, aparece en la
respuesta del héroe: “Infundiendo en ellos la ciega
esperanza”.
La inspiración que los dioses otorgan llega,
a través de la mujer enviada por los dioses, en
un vínculo incestuoso, puesto que Goethe nos
ha presentado a Pandora (la mujer pluridotada)
como hija de Prometeo y su criatura más ado-
rada. Esto remite a Fileros (por su etimología,
enamorado del amor), hijo también de Prome-
teo, quien, ante el encanto irresistible que emana
84 Luis Chiozza

de la mujer, exclama: “Dime, padre: ¿quién dotó


a la forma del único terrible y decisivo poder?
¿Quién la condujo por el arcano camino Olimpo
abajo? ¿Quién la sacó del Hades [del infierno]?”.
El terrible poder que conmueve a Fileros no es
otro que el maná que Freud describe en “Tótem y
tabú” cuando se ocupa de las distintas formas en
que se manifiesta el horror al incesto. Sólo me-
diante la vuelta de Pandora integra Goethe esos
dos personajes: Epimeteo, el desmañado soñador
que conserva el entusiasmo, la inspiración y el
fuego de los dioses que constituye el mundo de
los sueños, y el otro, su Prometeo prosaico, que
aparece, en la opinión de Rafael Cansinos Assens,
como un práctico sin inspiración, encadenado al
trabajo. En “El regreso de Pandora”, inconcluso,
Goethe nos deja entrever, en notas y fragmen-
tos, que un nuevo don de los dioses transforma la
artesanía de Prometeo en arte, logrando que los
sueños de Epimeteo se conviertan parcialmente
en realidad.

Una pasión envenenada


La gesta prometeica muestra a un Prometeo que
evoluciona en un tiempo (que, tratándose de un
Edipo, Prometeo y Narciso85

mito, es kairológico) durante el cual engaña a Zeus,


y lo hace riendo. Ha comenzado diciendo, con
arrogancia: “Una cosa no podrá, sin embargo, y es
quitarme la vida”, y también: “¿Qué puede temer el
que está exento de morir?”. Saint Victor, en Las dos
carátulas, expresa: “Entre todos los grandes silencios
trágicos de Esquilo, el de Prometeo durante su su-
plicio era célebre en la antigüedad. El martillo que
hendía sus miembros y mediante el cual fue encade-
nado ha hecho resonar la roca, pero no a su voz. Se
ha sorbido sus lágrimas y ha devorado su hiel”. Así,
devorando su hiel, su envidia hacia Zeus, coarta-
da en su fin destructivo, se vuelve contra Prometeo
en la figura del águila que devora su hígado. Teme
flaquear en su estoicismo trágico cuando exclama:
“Estoy sufriendo para regocijo de mis enemigos”.
E intenta otra vez sobreponerse diciendo, con mal
disimulado orgullo: “Miradme, en una guardia que
nadie podría envidiar”.
Más adelante, quebrantado su ánimo por el
dolor, dirá: “Con ardiente deseo de morir, busco
un término a mis males, pero la voluntad de Zeus
mantiene alejada de mí a la muerte”.
Ante los consejos de Océano, quien amistosa-
mente le expresa: “Si te ves en ese estado es por
culpa de tu lenguaje altanero, y a pesar de todo
86 Luis Chiozza

no has aprendido aún a ser humilde, no sabes


ceder a los males, y a tu sufrimiento presentes
quieres añadir otros nuevos”, Prometeo contes-
ta: “Te envidio, a fe, de que te encuentres libre
de causa después de haber tomado tanta parte
como yo en mis empresas. Abandona… Cuida
más bien de que no te atraigas algún mal… no te
molestes… Todos tus esfuerzos de nada habrán
de servir, si es que estaba en tu intención hacer
esfuerzo alguno… ¡Ponte en salvo como sabes
hacerlo!”.
Sin embargo, la intervención de Océano ha ren-
dido sus frutos, ya que Prometeo, ante lo siguiente
que dice el dios amigo: “No sabes acaso, Prometeo,
que para la enfermedad del odio existe la medicina
de las palabras”, responde: “Así es, con tal que sepa
escogerse el momento en que es posible ablandar
el corazón, pero no cuando se quiere extirpar por
la fuerza una pasión envenenada hasta el último
extremo”. Esta pasión envenenada, a la cual alude
Prometeo, y que se reitera cuando Hermes lo lla-
ma “espíritu de hiel” constituye una alusión a los
celos y la envidia, cuya relación con la amargura y
el veneno queda reforzada por las representaciones
hepatobiliares.
Edipo, Prometeo y Narciso87

La situación melancólica de Prometeo, quien se


ha absorbido las lágrimas y ha devorado su hiel,
simboliza un proceso de identificación que surge
como consecuencia de la pérdida del objeto exter-
no y material elegido de una manera narcisista que
equivale a una introversión hacia el objeto ideal y
a la sobrecarga de los recuerdos (representada en el
mito por la mención de sus bodas con Hesíone).
Esta frustración adquiere en el mito una represen-
tación hepática, porque la ausencia de un víncu-
lo adecuado con los objetos externos y materiales
pasa a ser simbolizada como un déficit en el proce-
so de materialización.
La pasión envenenada de Prometeo, contempla-
da en un presente atemporal, permite comprender
que su disociación melancólica traduce no sólo el
proceso de identificación que se realiza a partir de
la pérdida del objeto externo (cuando ha sido ele-
gido de manera narcisista), sino también su con-
traparte, el proceso que suele conducir hacia la
pérdida del objeto externo material (debido a la
existencia de un mundo interno constituido por
una disociación melancólica).
La relación que Prometeo establece con sus
objetos internos ideales (el fuego de los dioses
88 Luis Chiozza

que lo transforma en profeta) empobrece sus


vínculos con los objetos externos (como, por
ejemplo, Pandora, la mujer enviada por los dio-
ses que representan al ello). La carencia de un
vínculo gratificante con los objetos externos y
materiales refuerza la introversión hacia los ob-
jetos ideales.
Suele sostenerse que, inversamente, el desa-
rrollo de un vínculo extrovertido con los objetos
externos y materiales amenaza la conservación
del fuego, fuente de la realización cultural que
resulta de la renuncia a la satisfacción instintiva
directa.

La desaparición del tormento


La verdadera liberación de la tortura que sobre-
viene cada día con el pico del águila (nacida de
la transformación de las fuentes metahistóricas
de la condena que sufre Prometeo) equivale a la
curación genuina de su protagonista (cuya rai-
gambre hepática proviene del endodermo em-
brionario). Un tal desenlace sólo puede suceder
si su arrogante desafío a los dioses (representan-
tes de la omnipotente vida instintiva) abandona
los sueños ociosos de Epimeteo, su “otro yo”, y
Edipo, Prometeo y Narciso89

confiando en su capacidad de llegar con palabras


a los oídos de Zeus se desprende de la pasión
enfermiza que surge de su envidia, atravesan-
do el duelo que lo conduce a tener por lema la
parcialidad.
Capítulo V

Narciso

Acerca de lo que significa ser freudiano


Es probable que, si Freud viviera hoy, no pensaría
de un modo similar a como piensa la mayor parte
de los que se disponen a ejercer el psicoanálisis
freudiano. Freud no estudiaba, por ejemplo, a los
autores de su tiempo de la manera en que hoy
se suele estudiar su obra. Más aún, conocía muy
bien los modelos básicos de pensamiento de las
más diversas disciplinas de su época, incluyen-
do en esto arte y religión, de un modo que hoy,
apoyándose en el equívoco de que el conocimien-
to ha crecido en amplitud, se interpreta como
un “lujo” cultural que ayuda, pero que puede
92 Luis Chiozza

omitirse en la formación psicoanalítica esencial.


Sin embargo, cabe recordar que, parafraseando
lo que se dice de la medicina, es posible afirmar
que “el que sólo sabe psicoanálisis ni psicoanálisis
sabe”.
Es cierto que podría justificarse la manera que
hoy se asume, diciendo que el psicoanálisis es una
ciencia en la cual, para no sucumbir a las ubicuas
resistencias, es necesario adoptar la prudencia de
estudiar talmúdicamente los escritos freudianos,
cuidando de no equivocar su sentido. Sin embar-
go, por adherirse a la letra, se puede incurrir en
traicionar su espíritu. Detrás de los pensamientos
que Freud ya ha pensado, existe el tesoro consti-
tuido por su manera de pensar.

La cara que Narciso ve en el río


Los neognósticos de Princeton recurren a la me-
táfora de un tapiz para describir su manera de
concebir en el universo las relaciones entre na-
turaleza y espíritu. En el tapiz, puede verse un
hermoso dibujo. Los significados de ese dibujo
surgen de una tarea inagotable, que busca inter-
pretar, identificando un referente, un sentido en
Edipo, Prometeo y Narciso93

el símbolo. En el tapiz, hay un reverso, en el cual


se pueden ver los hilos de colores, de cuyo teji-
do surge el dibujo del anverso. La ciencia estudia
ese tejido, estableciendo las relaciones entre causa
y efecto, con lo que procura aclarar cómo (pero
mucho menos por qué o para qué) los hilos del
reverso intervienen en el dibujo del anverso.
La mano del lado del anverso, la mano “al de-
recho”, es la mano psíquica, que se experimenta
“desde adentro”. Es la que se mueve, sin necesi-
dad de verla, como un instrumento que permi-
te encontrar una moneda en el bolsillo. Cuando
uno mira sus manos, aquellas que se ven, como se
ven las manos ajenas, son las manos del lado del
revés, las manos somáticas. Existe también una
tercera mano, la que cumple una función pre-
cisa, apresar o sentir, que constituye su “espíri-
tu”, su “razón de ser”, y que unifica la mano del
hombre con el zarcillo de la vid y el pseudopodio
amebiano.
Cuando se mira con una lupa la piel de una
mano, se ven los hilos del reverso del hipotético
tapiz. Así se llega, de pronto, a una conclusión in-
sólita: en el espejo que constituye el río, Narciso se
enamora ¡del revés de sí mismo!
94 Luis Chiozza

Freud sostiene que un narcisismo primario surge


cuando las pulsiones autoeróticas se dirigen de ma-
nera integrada hacia un yo recientemente constitui-
do, y que otro secundario se establece cuando una
identificación con el objeto de amor que el ello ha
elegido conduce a que una parte de la libido retorne
al yo.
El autoerotismo se halla, en cierto modo,
desprovisto de ese sentimiento de “yo”. En el
autoerotismo, la libido recae (o se satisface) en
el ejercicio “anárquico” de pulsiones aisladas,
como, por ejemplo, la succión que el bebé realiza
del pulgar.
Tales afirmaciones acerca de la existencia o
inexistencia de una organización yoica precoz,
intrauterina o prenatal y anobjetal, muestran
un “vaivén” freudiano que testimonia la magni-
tud de las dificultades teóricas que el narcisismo
suscita.
Entre el planteo metapsicológico del narcisis-
mo, como el amor del ello que recae sobre el yo,
y lo que muestra el mito, en el cual Narciso no se
enamora de sí mismo, sino de su imagen en el es-
tanque tal como la ven los demás, ¿no existe acaso
una contradicción flagrante?
Edipo, Prometeo y Narciso95

¿Deberíamos rebautizar el narcisismo?


La metapsicología del narcisismo, tal como ha sido
concebida, no coincide con el significado incons-
ciente que se le suele atribuir al mito de Narciso.
El concepto que Freud construye y se denomina
“narcisismo”, válido tal como lo concibe, como la
relación del ello con el yo, con el yo ideal, con las
investiduras, con la introversión, con la elección
de objeto y con la identificación, conduce a la in-
terpretación que, apoyándonos en esos conceptos,
realizamos acerca del cáncer. Sin embargo, dado
que la metapsicología freudiana del narcisismo no
coincide con las ideas más importantes que el mito
de Narciso trasmite, no conviene reunir ambas co-
sas con un mismo nombre.
Cambiar el nombre de un concepto teórico
como el narcisismo, tan difundido, sería casi tan
absurdo como pretender solucionar el dilema re-
bautizando al personaje del mito. Se puede utili-
zar provisoriamente la letra “N” para referirse al
narcisismo tal como lo concibe la metapsicología
(Freud, según parece, usó originalmente la pala-
bra Narzismus, que fue luego abandonada por su
cacofonía).
96 Luis Chiozza

El mito de Narciso trasmite algo que difiere


de N. ¿Cuál es el nombre (metahistórico) que
podemos darle a N para identificarlo como el
personaje de una determinada, sempiterna y uni-
versal historia? No parece suficiente decir que es
“amor propio”. Es, sí, evidente que a Narciso le
faltaba N, pero no es claro que “el amor del ello
por el yo” coincida con lo que denominamos
“amor propio”. El amor propio es una forma de
un orgullo que resulta ser pariente de las estruc-
turas ideales en cuya formación participaron los
progenitores, e incluye algo más que aquello a
lo que nos referimos con el vocablo “yo”, como
pronombre personal.
Hay un N primario y uno secundario, así como,
desde la metapsicología, concebimos un yo prima-
rio, constituido por una identificación anterior a
toda investidura de los objetos posnatales, y un yo
secundario, que se configura mediante una identifi-
cación posterior. Esta última identificación, que in-
cluye una buena asimilación de los objetos internos,
se realiza con ambos padres de la historia personal.
Si el amor propio implica el amor a sí mismo, pa-
rece hallarse más cerca, aunque sin coincidir total-
mente, del N secundario que del N primario.
Edipo, Prometeo y Narciso97

Cuando se trata de trazar la metahistoria de N,


reaparece, desde allí, la principal incógnita: ¿qué
significa “yo”?

Si Narciso se amara, no amaría a Narciso


Narciso, enamorado de su imagen en el río, sufre
hambre y sed, lo que significa que se trata mal a
sí mismo, que no se ama. Parecería usar el amor
que tiene por los otros en un intento fallido de
amarse a sí mismo con el amor que los otros, al
verlo, podrían tener por él. Allí radica su error o
su malentendido. En el mito, se representa como
el espejismo que adquiere la forma de la ninfa Eco.
El eco es un reflejo de la propia voz.
¿Narciso es castigado, como relata el mito, por
no amar a la ninfa Eco? Si la amara “como Narciso
ama”, amaría, otra vez, al reflejo de su propia voz.
¿O, al revés, es castigado por amar un espejis-
mo, como si fuera un ser humano? Un espejismo
que no es un ser humano, porque no ama al que,
abandonado, muere de hambre y de sed, como
tampoco ama la figura ni la voz de una ninfa real.
Hay un Narciso que no es el del espejo, pero se le
parece. El nombre “Narciso” le ha sido adjudicado
98 Luis Chiozza

a un hombre por otros, que lo ven como él se ve,


reflejado en las aguas del estanque, y que es muy
distinto de como él se siente.
Ni uno ni otra, el nombre y la imagen, coin-
ciden con lo que Freud interpretaba como un yo
que es el objeto primario del amor del ello. En
lugar de amarse a sí mismo en su habilidad, sus
sentimientos y sus deseos (con un amor que he-
mos llamado N), Narciso se enajena de sí mis-
mo para contemplarse como si sus ojos fueran los
ojos ajenos. Cuando alguien se mira en el espejo
diciendo: “¡Qué lindos ojos que tengo!”, es como
si dijera: “¡Qué lindos anteojos que tengo!”, por-
que lo que se tiene no forma parte de lo que se
es. Por otra parte, ojos y anteojos no son para
ser mirados, son para mirar. Si alguien, auténti-
camente, se ama, se amará mirando y viendo, con
ojos que “desaparecen”, un mundo poblado de
cosas y personas.
La pérdida de Narciso es doble, porque no sólo
se pierde a sí mismo. Si cuando alguien se mira en
el espejo se ama con “los ojos” de la persona que
lo ama, al mirar a través de ella es incapaz de verla
y la pierde, como pierde el distraído los anteojos
cuando los lleva puestos.
Edipo, Prometeo y Narciso99

El objeto de amor del señor N


La imagen de Narciso en el estanque no es un
buen objeto de amor para el señor N (el narci-
sismo metapsicológico y freudiano primario y se-
cundario) que en Narciso habita. El señor N no
procede como Narciso, porque ama al “yo”, desde
el ello, y lo cuida procurando evitar que se muera
de hambre y de sed.
Recordemos que lo que se denomina “el amor
propio” incluye componentes ideales que son mo-
tivo de orgullo y que no forman parte de lo que
denominamos “yo”.
Ese “yo”, metapsicológicamente, es una agencia
o una instancia y, cuando deja de ser eso y pasa a ser
utilizado como un pronombre personal, constituye
ese “uno mismo” que a veces se llama self y se rela-
ciona con un “esquema corporal”. Con este se inte-
gran cosas adjudicadas por otros, como el nombre
de pila, el apellido, los títulos de acreditación profe-
sional o los datos que, como el color de los ojos o el
grupo sanguíneo, figuran en las credenciales.
Es cierto que (de acuerdo con el juicio de reali-
dad) algunas de tales características, como las for-
mas del cuerpo, son en principio inseparables de
100 Luis Chiozza

esa metapsicológica instancia yoica, y, por lo tan-


to, la adjudicación es “justa”. Pero también es cier-
to que otras adjudicaciones que, asimiladas, pasan
a formar parte del self le son ajenas y crean una
íntima discordia. Ni unas ni otras, ciertas o falsas,
bellas o feas, son primarias, porque se integran en
el esquema corporal como resultados secundarios
de juicios racionales que derivan de las relaciones
amorosas que generan identificaciones.
Narciso se enamora de su imagen luego de que
la pérdida no elaborada de un objeto amado lo ha
llevado a identificarse con él y querer amarse a sí
mismo con el amor de aquel. ¿Es que el señor N
(constituido como el amor del ello por el yo) lo-
gra fundirse “luego”, de ese modo, con el Narciso
del mito? Eso coincide con quienes afirman que
el narcisismo N (de la metapsicología freudiana)
debe ser siempre secundario. Lo que afirman no
será tal vez erróneo, pero sí incompleto, porque
subsisten, sin embargo, dos problemas.
El primero reside en que el N primario y origi-
nal, de raigambres prenatales, sólo puede suceder
si existe la instancia yoica sobre la cual recae la
libido que proviene del ello. No solamente parece
ser indispensable para que el yo, que tiene acceso
Edipo, Prometeo y Narciso101

a las funciones, se cuide y sobreviva, sino que sin


ese yo desaparece la capacidad para amar a los ob-
jetos, para desear conservarlos y para amarse con
ese mismo amor cuando se pierden. El segundo
consiste en que, sin el N primario, tanto el amor
por los objetos como un duelo bien elaborado
privarían al yo del cuidado imprescindible para
poder sobrevivir. Si Narciso, en el mito, sufre el
hambre y la sed, ¿persistirá dentro de él un señor
N secundario que arriesga su vida porque ha per-
dido al primario?

¿Cómo es, entonces, el yo del señor N?


Para que el autoerotismo se transforme en N, se
tiene que haber logrado una cierta integración yoi-
ca mediante las identificaciones primarias, aquellas
que, de acuerdo con Freud, constituyen, a partir
de ambos padres de la prehistoria personal, ese al-
guien a quien el ello (un ello que no es su-yo) ama.
Lo que ello ama no cabe entero en ese yo
“aprendido”, revestido con nombres e imágenes
que en su mayor parte le han sido adjudicados, a
través de identificaciones primarias (al comienzo
intrauterinas) y otras secundarias que, cuando no
102 Luis Chiozza

armonizan con las anteriores, conducen a que al-


guien no se sienta él.
El enfoque metahistórico del mito de Narciso
nos enseña que el ello también puede amar esa
fantasmagoría que lo aleja de satisfacer el ham-
bre y la sed, como lo aleja de amar genuinamente
a una ninfa real. La conclusión es sorprendente.
Aquello que nos separa del amor a los otros no es
ese N primario o secundario que la metapsicolo-
gía freudiana describe. El narcisismo que el mito
simboliza sí que nos separa, pero es fundamental y
categóricamente lo contrario de N.
Siempre se prefirió creer que el ello, el mismo que
conduce hacia los otros, los amaba para el yo, porque
también se prefería creer que ese ello, antes de amar
a los objetos, amaba al yo. La experiencia demuestra
que no sucede así, y la razón es clara. A pesar del
fuerte sentimiento de que hay algo, en cada uno, que
lo prefiere a uno y, también, que lo que el ello elige lo
elige para uno, el ello que ama a cada uno no es un ello
“propio”, que sólo existe para uno.
Se aprende a amar a otras personas. Se suele amar
en uno, de uno o en el mundo aquello que otros aman.
Tal vez, mientras uno aprende a amar lo que el ello
elige, el ello ama, también, lo que uno ama.
Edipo, Prometeo y Narciso103

Cuando el ello ama al yo que hay en uno y al yo


que hay en otros, una parte más débil de ese amor
que los egos reciben se extiende entre unos y otros.
No somos solamente hifas. Participamos también
en el micelio, y en el conjunto de deseos que sen-
timos propios también habitan los deseos de otros.
En un cuento de ciencia ficción llamado “Are-
na” (escrito por Fredric Brown), se narra que en
una guerra extragaláctica están por enfrentarse las
escuadras de las naves espaciales de dos civilizacio-
nes hostiles, una de ellas la humana, en una lucha
final. Una tercera civilización, mucho más podero-
sa, sabiendo que el que triunfe también quedará de
todos modos casi completamente destruido, detie-
ne el tiempo y coloca, en un planeta igualmente
extraño para ambos, a un representante de cada
una de las dos razas en pugna. Deberán entablar
un combate singular en el cual se decidirá el des-
tino de su especie, antes de que el tiempo vuelva a
retomar su curso.
El relato de esa lucha imaginada conmueve de
un modo insospechado. Habitualmente, no ad-
quirimos consciencia del grado en que el sentido
de nuestra vida está puesto en los demás. Es in-
verosímil tolerar la vida en un mundo en el cual
104 Luis Chiozza

no quedara siquiera la esperanza de la existencia


de otro ser humano. Freud afirma que no existe
una representación inconsciente de la muerte. En
realidad, todas nuestras células descienden de cé-
lulas que no han muerto jamás. Es necesario tener
en cuenta que cada uno de nosotros presenciará,
quizás, su agonía, pero no su propia muerte. Ya
lo expresó el poeta: “No temas, tú no verás caer
la última gota que en la clepsidra tiembla”. Nues-
tra muerte no pertenece a nuestra vida. Creo que,
como lo dijo un niño con esa sabiduría impoluta
de la infancia, “morir es que todos se mueran y yo
me quede solo”.
En lo que se ha llamado la hipertotalidad de la
Gestalt, hay una participación biológica indiferen-
ciada en donde el “yo”, siendo “uno con el todo”,
es más que el “yo”. En términos de Koestler, cada
parte es un holón que se integra en una jerarquía,
y la cualidad holística de la totalidad se constituye,
como decía Lao Tsé, con algo más que la suma de
las partes.
También en lo que Freud denominaba “proto-
narcisismo absoluto”, como estado indiferenciado
entre el ello y el yo, hay un todo que es algo más que
la suma de sus partes, pero no es narcisismo (no es
Edipo, Prometeo y Narciso105

como el N que Freud postulaba ni como el que se


encuentra en el mito), porque no existe un yo.
Cuando Schrödinger dice: “Soy el que rige el
movimiento de los átomos”, aclara que se trata del
“yo” de la filosofía oriental, que nunca se ha senti-
do “yo”, porque es uno con el “tú” en un “espíritu”
común. Sostiene que ocurre algo similar cuando se
experimenta la consciencia como algo de cada uno,
porque se experimenta como propia, cuando sólo
constituye una participación en una única cons-
ciencia cuya universalidad permanece inconsciente.
Es muy difícil encontrar un equivalente viven-
cial para el yo del narcisismo primario, metapsi-
cológicamente postulado. Tanto el amor propio
como el amor al yo entendido como self corres-
ponden a un narcisismo secundario.
El mito de Narciso se aleja de la idea teórica
de un narcisismo primario y se aproxima más a
la teoría de un narcisismo secundario, aunque no
coincide totalmente con él, porque el mito simbo-
liza un proceso de enajenación de sí mismo por el
cual, cuando Narciso se enamora de su imagen en
el río, no se enamora siquiera de su self, sino de al-
gunos aspectos de ese self tal como son vistos desde
un lugar que no es el su-yo.
106 Luis Chiozza

La relatividad del “yo”


Un objeto no es verde o azul en sí mismo, sino
como producto de su encuentro con una determi-
nada luz. No sólo lo que llamamos el carácter o el
diagnóstico depende de los estándares que predo-
minan en un determinado consenso; una persona
es obsesiva o cuidadosa, cariñosa o distante, como
producto de su encuentro con otra; quizás en otro
ambiente su modo de relacionarse cambiaría. El
punto de urgencia en el presente del vínculo que
se establece entre un psicoanalista y su paciente se
constituye por la convergencia de los puntos de
urgencia que cada uno de ellos presenta.
Interpretar el amor de Narciso, que mientras
se enajena de sí mismo abandona a los otros y a
la ninfa Eco, aporta una enseñanza que no reside
precisamente en la identificación teórica de un
“yo” particular que podría ser amado sin temor
a enfermar. Reside en comprender que el víncu-
lo que cada cual establece con “su” yo, aquello
que se denomina autoestima, se realiza, como
sucede con cualquier otro vínculo, usando y ge-
nerando un mapa inevitablemente incompleto.
Oscilando entre la búsqueda de un mapa yoico
Edipo, Prometeo y Narciso107

ilusoriamente inmutable que nos castigaría con


su rigidez y un mapa yoico inestable e inasible
que nos torturaría con su indefinición, encontra-
mos el camino hacia los primeros esbozos de un
“narcisismo terciario”, surgido de la elaboración
del “trauma” constituido por la consciencia de la
relatividad del “yo”.
La consciencia de la relatividad del yo condu-
ce hacia la más genuina de las humildades. Cabe
dudar, en cambio, de que un duelo “verdadero”
o la llamada “posición depresiva” (como integra-
ción de las experiencias previamente disociadas)
se acompañen de la admisión de una “culpa” y
de la consiguiente necesidad de reparar el obje-
to. Culpa y reparación son todavía omnipotencia
que funciona como una formación reactiva fren-
te a la imposibilidad de tolerar una determinada
impotencia. Es importante comprender, en cam-
bio, que la percepción de la propia insignificancia
del yo (frente a la magnitud del cielo estrellado,
o frente al imperativo categórico, como señala-
ba Kant), cuando ya no puede ser negada, lleva
a la elaboración de lo que se ha llamado, den-
tro de otro esquema, “injuria narcisista”. Narci-
so, enamorándose de la imagen de sí mismo que
108 Luis Chiozza

los otros ven, simboliza, en lo que suele llamarse


el contenido latente del mito, vicisitudes de un
duelo incompleto.

La autoconsciencia y la capacidad simbólica


El tema de la autopercepción de los límites que con-
figuran una identidad yoica, estrechamente ligado
al de la autoestima, conduce a la cuestión de lo que
se ha denominado autoconsciencia, para designar la
consciencia que cada cual posee acerca de su propia
existencia.
Cuando le preguntaron a Freud qué prueba po-
día ofrecer sobre la existencia de un psiquismo in-
consciente, contestó que tampoco se podía probar
la existencia de una consciencia en un semejante y
que, sin embargo, nadie lo ponía en duda.
Dado que la convicción de que existe una cons-
ciencia ajena sólo se puede adquirir por semejan-
za, la cuestión se desplaza sobre cuál es el punto,
dentro del continuo evolutivo de los organismos
vivos, en el que comienza la consciencia de sí mis-
mo y la capacidad para simbolizar.
Sostener que solamente los seres humanos son
capaces de formar símbolos constituye una afirma-
ción que no ha ofrecido ningún fruto. Pensar, en
Edipo, Prometeo y Narciso109

cambio, que un animal puede simbolizar, y que este


proceso puede ocurrir en el terreno de un riñón,
abrió de pronto un panorama insospechado.
Algo similar ocurrió con la cuestión de la autocons-
ciencia. Se sabe que un gato no juega al ajedrez, pero
eso no significa que sea incapaz de simbolizar y que
carezca de una autoconciencia acerca de sí mismo. In-
teligente o intelectual es aquel que es capaz de “leer
entre líneas”, es decir, de interpretar un sentido que se
encuentra más allá de las apariencias. No cabe duda
de que no sólo los gatos y los perros, los elefantes, los
delfines, los cuervos o los pulpos han dado pruebas de
esas habilidades. Cada día son más los animales que,
como sucede con los insectos y los seres microscópi-
cos, nos asombran con sus rendimientos.

La disolución del equívoco


La verdadera liberación del error (nacido de la
transformación de las fuentes metahistóricas), que
sume a Narciso en la penuria del hambre y la sed,
equivale a la curación genuina de su protagonista
(cuya raigambre cerebral proviene del ectodermo
embrionario). Un tal desenlace sólo puede suceder
si se aleja del irresistible y seductor atractivo visual
de los espejismos que no osa abandonar, y de la
110 Luis Chiozza

contemplación enfermiza del revés de sí mismo: el


Narciso que ven los demás. Para recuperar, de ese
modo, el narcisismo sano que describe la metapsi-
cología freudiana, y llegar, desde allí, al genuino
amor por los otros y a la amabilidad que le hace
falta para salir de su funesta existencia.
Capítulo VI

El portal

Tentación
Tal como escribimos en Las cosas de la vida:

El mundo dentro del cual vivimos no es


sólo un mundo físico. Aunque la tempe-
ratura sea confortable, el sol y la brisa nos
acarician tamizados por la sombra bienhe-
chora de un árbol, el entorno nos ofrece
agua dulce limpia y transparente, alimen-
tos abundantes y variados y un panorama
apacible; aunque nos lleguen los sonidos
de un arpa celestial, la intimidad de nues-
tra condición humana reclamará el sabor
de la aventura. La monotonía del blanco
112 Luis Chiozza

paraíso nos abruma, arrojándonos con


fuerza redoblada hacia la manzana roja
que produce, con precisión deliberada, el
árbol del Edén.
No se trata, como podría creerse con
inadvertido descuido, de sexo solamente,
la manzana proviene del árbol del conoci-
miento y la aventura ofrecida es conocer.
Un conocer que es conocerse y crecer, de-
sarrollarse y multiplicarse conviviendo con
alguien que es otro semejante pero com-
plementario y diferente. Con alguien que
despliegue, como sucede cuando se sopla
dentro de los farolitos chinos, las partes
todavía plegadas de nuestra personalidad.
Con alguien que necesitamos para poder
trascender […] El peligro de la aventura
que nos promete la serpiente no surge del
sabor y el color de la manzana tentadora,
surge todo entero de la misma tentación,
pero la tentación no es otra cosa que la
fuerza redoblada e insalubre que nuestro
deseo ha adquirido por obra de la poster-
gación. Ese deseo insatisfecho que “se pasa
de punto” es el que engendra pestilencias,
escribe William Blake, pero es claro que
no podemos pretender vivir en un mundo
Edipo, Prometeo y Narciso113

de utopía y ucronía en el cual todos y cada


uno de nuestros deseos funcionen en la ar-
monía de su satisfacción oportuna.

Lo que motiva un pensamiento influye en su


transcurso
Un pensamiento conduce a un tipo de “verdad”
que depende de la alternativa elegida a priori.
Cuando se pierde de vista el carácter operativo
que posee el pensamiento, trascurre encerrado en
reflexiones que, al confundir su meta, abandonan
a lo inconsciente su dirección y su propósito. Así,
en el caso de un crimen, depende de si la función
que se ejerce pensando es la de un juez o la de un
médico.
Portmann señala que, frente a la incógnita
planteada por el color rojo de la cresta del gallo,
los métodos de ciencias como la química pue-
den brindarnos una respuesta en lo que respecta,
por ejemplo, a la calidad de los pigmentos que
lo constituyen; pero que, aunque esta respuesta
no es errónea, puede llegar a ser incorrecta o im-
pertinente, en el sentido de que sería insignifi-
cante si el propósito fuera comprender el papel
114 Luis Chiozza

que puede desempeñar ese color en el ritual de


apareamiento. Por este motivo, no siempre es ne-
cesario o pertinente “diferenciar” si el abuelo está
cumpliendo, cuando “malcría” al nieto, una fun-
ción narcisista en el sentido clásico o una función
trascendente como contrafigura de la severidad
paterna.

Pensar de una nueva manera


Hay contextos en los cuales fracasan las formas
habituales del pensar y del actuar, y es fructífero
o perentorio pensar de una manera nueva que a
veces es difícil encontrar.
Se suele pensar en forma binaria, comparan-
do polaridades contradictorias o complemen-
tarias, que influyen sobre las cualidades que se
exploran. La capacidad para apresar el alimen-
to intelectual entre esas dos condiciones de un
pensamiento binario, que coloca al pensador en
la posición de un tercero que, como un árbitro,
decide, ha progresado lo suficiente para llegar a
una zona paradojal intransitable, que pone en
crisis definiciones que fueron útiles durante un
trayecto del camino.
Edipo, Prometeo y Narciso115

Así ha sucedido con los mitos de Edipo, Pro-


meteo y Narciso. Si se vuelve a pensar en esos
mitos, que son como aristas de un polifacético
poliedro que corresponde a una estructura mítica
unitaria, inconsciente e inabarcable (un poliedro
que, como un iceberg que flota, ofrece caras dis-
tintas), surge una especie de inversión del conte-
nido, que conforma malentendidos (cardíacos),
falacias (hepáticas) y paradojas (cerebrales), que
se mantienen inconscientes y constituyen el cri-
sol metahistórico en donde se rehacen o se “coci-
nan” las historias.
Comprender los equívocos de Edipo, Prometeo
y Narciso, tres figuras prototípicas del corazón, el
hígado y el cerebro, conduce a una transmutación
del contenido manifiesto de los mitos que relatan
sus historias. El viaje que transcurre desde la me-
tapsicología hacia la metahistoria deja, como en
un claroscuro, la nítida visión de cuántas veces se
sucumbe frente a una formulación abstracta que
ha perdido su conexión con la temática vital de la
cual ha nacido.
Ese esqueleto teórico, metapsicológico, en
el cual el Edipo, por ejemplo, se ha converti-
do en triángulo positivo o negativo, es a veces
116 Luis Chiozza

imprescindible para el intercambio científico que


requiere una cierta “velocidad” en el manejo de
los símbolos. Pero muchas veces esas ecuaciones
“ingrávidas”, demorándose en la descripción de un
presunto aparato psíquico, que comienza por ser
una abstracción hipotética y termina por desper-
tar ambiciones de una mensura concreta, llegan a
exasperar y aburrir en su progresiva vacuidad de
un sentido que conserve la carne con la cual se
experimenta la vida.

Acerca del compromiso intelectual


Ese equívoco cuyas tres caras son el malentendido,
la falacia y la paradoja conduce en forma reiterada
al tema del discurso público, porque dado que su
existencia no es un caso fortuito, intentar su di-
solución no es inocuo. Violencia, responsabilidad
y lucha se hallan comprometidas en esto, ya que
tanto los afectos como la ética y la política están
inevitablemente involucrados.
Puesto que todo pensamiento emerge como
producto de un problema que constituye una ur-
gencia vital, lleva a una modalidad de la acción
que compromete, más allá de la consciencia, a la
existencia entera y establece una norma vigente,
Edipo, Prometeo y Narciso117

nada tiene de extraño que, imprevistamente, las


ideas que se estudian o se expresan “con calma”
generen alguna forma de violencia mientras se
capta, de un modo progresivo, una parte de su
significado. Las ideas no van y vienen de una
manera inocua, en un clima de gratificante “li-
bertad”. En el terreno de las ideas, la gravedad
acompaña siempre a la importancia, y los efectos
no se hacen esperar.
El diálogo teórico o el diálogo científico oscilan
entre dos peligrosos escollos, ser vacío o imposible,
y exige un amoroso trabajo de respeto y tolerancia
recíprocos. Cuanto más grande es el número de los
oyentes de un discurso, más bajo es el nivel en que
puede obtenerse la comunicación.
Suele llamarse intelectual comprometido al
que expresa abiertamente su convicción en el te-
rreno social y político. Del mismo modo, se dice
que alguien milita en la política cuando combate
por sus ideas en el plano de una acción física con-
creta. O que un médico es moral cuando vive de
acuerdo con un sistema de normas que coincide
con el sistema que impera en el contexto social
del que lo juzga. Esto no parece ser sin embargo
lo esencial.
118 Luis Chiozza

Un intelectual se “compromete” cuando vive


de acuerdo a como piensa y piensa de acuerdo
a como vive. No sólo, como decía Nietzsche,
compromete su vida en cada pregunta y la arries-
ga en cada respuesta, sino que, como expresaba
Porchia, dice lo que dice porque lo ha vencido
(con-vencido) lo que dice. Así, por esa forma de
lúcida consciencia, se distingue el filósofo del
“profesor” que enseña una disciplina filosófica
alejada de su propia vida. Comprometidos estu-
vieron Freud, Weizsaecker o Bateson, porque su
vida entera estuvo puesta en aquello que dijeron.
En qué o cuánto pudieran estar equivocados es
otro asunto. Lo importante, para hablar de com-
promiso, es esa disposición a “embragar” el pen-
samiento con el sentimiento y con la voluntad,
en esa amalgama de un cerebro, un corazón y un
hígado que, como el ectodermo, el endodermo y
el mesodermo de un embrión, creciendo, se im-
plican mutuamente en su función.
Creo que un médico es moral de idéntica ma-
nera, cuando se dispone permanentemente a “dar
respuesta” por cada uno de los actos y pensamien-
tos implícitos en el ejercicio cotidiano de su pro-
fesión. Porque cada uno de sus actos, por nimio
Edipo, Prometeo y Narciso119

que parezca, involucra un problema ético que


compromete su responsabilidad moral. Análoga-
mente, un político “milita”, en el mejor sentido,
cuando combate, con su pensamiento y con su
acción, sin olvidar que toda convivencia implica
cierta tolerancia, y cuando, en la lucha denodada
por difundir su ideología, comprende y recuerda
que lo mismo están haciendo los demás. El tema
de la tolerancia, implícito en el mito de la Torre de
Babel, nos reconduce de este modo, por la vía del
amor a lo disímil, a ese problema del cual Edipo,
Prometeo y Narciso son sus trágicos paradigmas,
y a cobrar consciencia de que nos movemos entre
el Escila y el Caribdis de la soledad y la compa-
ñía, y de que, en esa movilidad, nuestra forma se
con-forma.

El entusiasmo espurio
En Para qué y para quién vivimos, se aborda el tema
de satisfacer los apetitos que se pueden represen-
tar con tres tópicos: comer, descansar y copular.
De ellos existe una gran cantidad de derivados,
más o menos sofisticados, algunos de los cuales
son muy típicos, como, por ejemplo, vacaciones,
120 Luis Chiozza

juegos o deportes, espectáculos y reuniones cultu-


rales, actividades eróticas mayúsculas o negocios
a los que atribuimos la posibilidad de defender-
nos de nuestra ilusión de inseguridad, tan ilusoria
como su contraparte, la seguridad. Y la lista que
reúne las maneras de complacer los apetitos podría
prolongarse.
Sin embargo, satisfacer los apetitos no alcanza
para dotar a una vida de sentido, y lo que contri-
buye para que pase desapercibido es que son muy
pocas las personas que logran satisfacerlos hasta un
punto que les hubiera permitido descubrir que la
posibilidad de colmar sus íntimos anhelos se en-
contraba en caminos muy distintos de los que es-
taban asumiendo y recorriendo.
Hay pues dos maneras en que funciona el en-
tusiasmo. El vocablo “entusiasmo”, que por su
origen significa identificado con los dioses, alu-
de a la alegría con la que se acomete una tarea
cuando se la emprende impregnado por la con-
vicción de que será gratificante. La cuestión re-
vela sus facetas inquietantes cuando (tal como le
expresamos en ¿Por qué nos equivocamos?) descu-
brirnos que es posible entusiasmarse, en forma
ficticia, equivocada y espuria, cuando se niega
Edipo, Prometeo y Narciso121

la realidad de que no hay caminos sin riesgos,


para elegir la comodidad de un trayecto que se
presume más fácil.

La perduración de los sueños


Es cierto que del dicho al hecho hay mucho tre-
cho, y es precisamente ese trecho, de factura he-
pática, el que nos lleva a creer que los hechos, de
valor indudable, son los indiscutibles artífices del
mundo en que vivimos. Sin embargo, los hechos
son frágiles y efímeros. Es claro que al magnífico
castillo soñado no se lo llevará mañana el mar,
como sucede con su copia, simplificada y burda:
el castillo de arena.
Marcar átomos con carbono radioactivo per-
mite comprobar que, en unos pocos meses, la co-
rriente de la carne atraviesa el organismo humano
como el agua que circula en los ríos. Un tumor
de intestino que persiste dos años no conserva un
solo átomo de aquellos que, en su comienzo, lo
constituyeron. La forma del tumor perdura; la ma-
teria ya es otra. Esa forma es, precisamente, lo que
el psicoanálisis denomina una idea o una fantasía
que pueden ser inconscientes.
122 Luis Chiozza

A pesar de las desilusiones que en la vida abun-


dan, que contradicen la creencia de que soñar cues-
ta nada, y a pesar del lenguaje que, con frecuencia,
llama sueño al deseo, se suele pensar que el proto-
tipo de los sueños radica en las ensoñaciones oní-
ricas que, a veces, al despertar se recuerdan. Pero
lo que más abunda son los sueños diurnos. Se vive
soñando, proyectos y anhelos, que suelen ocultarse
hasta en los temores. Son las fantasías que llenan el
alma, mientras, sin mirarlas, se intenta contemplar
el mundo.

La paradoja y el portal
Hay dos afirmaciones que son indiscutibles. Es
imposible alimentarse con una comida que se
ingiere de manera ficticia en el trascurso de una
ensoñación onírica. Un acontecimiento represen-
tado en una fantasía, como, por ejemplo, comer
un chucrut en una brasserie de París, no lleva im-
plícito que esté ocurriendo, realmente, que repon-
go de ese modo calorías que he gastado. En otras
palabras, cuando sueño con matar, en realidad no
estoy matando.
Edipo, Prometeo y Narciso123

La significancia de semejante distinción es evi-


dente. Tal como señalaba Ortega y Gasset, la locu-
ra de Don Quijote no consiste en ver una realidad
acorde con una fantasía (dado que eso es inevita-
ble), sino en ver, de un modo ficticio, su fantasía
materializada en la realidad.
También es cierto que, a diferencia de lo que
ocurre en el soñar, cuando se constata efectivamen-
te, durante la vida de vigilia, que alguien muere, a
menos que se trate de un error excepcional, nunca
resucita.
Sin embargo, si se le afirma a quien ha ingerido
un guiso de liebre que se ha comido a su querido
gato, y realmente lo cree, puede suceder que vomi-
te y que se enferme gravemente. Esto se ha repeti-
do muchas veces dentro de la literatura psicoana-
lítica (por ejemplo, en el célebre artículo de Susan
Isaacs “Naturaleza y función de la fantasía”). Sea
cual fuere la naturaleza y función de la fantasía, es
evidente que muchas veces sus efectos se materia-
lizan en la realidad. Se ha dicho también humo-
rísticamente: “Las brujas no existen, pero que las
hay, las hay”.
Cuesta reparar en la importancia que adquie-
re y en el desconcierto que provoca semejante
124 Luis Chiozza

circunstancia. Cabe recordar la afirmación freu-


diana que sostiene que reprimir no es inhibir, dado
que lo inconsciente, tal como los actos fallidos lo
demuestran, tiene acceso a la esfera motora del yo.
Si la fantasía posee ese poder real de materializa-
ción que los efectos de la calumnia testifican con
frecuencia, todo engendro de la fantasía puede, en
principio, materializarse. Si puede suceder que, en
forma misteriosa, aquello que se dice, aquello que
se piensa y, sobre todo, aquello que se cree termi-
nen materializados, ¿cómo diferenciar, entonces, a
priori, entre uno y otro caso?
Dos afirmaciones contradictorias, igualmente
indiscutibles, nos enfrentan con una paradoja. Por
un lado, la diferencia entre fantasía y realidad no
puede negarse, dado que nadie puede reponer ca-
lorías mientras duerme. Por el otro, algo que no
existe en la realidad material opera sobre la reali-
dad material y la trasforma.
Tal como testimonia lo que Antonio Porchia es-
cribe en Voces, la paradoja suele otorgar un acceso
a una nueva concepción que la resuelve. Sin em-
bargo, frente a una paradoja como la de las brujas,
actualmente insoluble, se divisa, de manera inne-
gable, un umbral. Es un portal que succiona, con
Edipo, Prometeo y Narciso125

la inquietante fuerza de un misterio que excita la


curiosidad, aun sabiendo que, una vez que se atra-
viesa, no se puede volver.

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