Libro 1 Completo
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Libro 1 Completo
CONSAGRACION
SECULARIDAD
CEDIS
Madrid -1996
1
Colección: CONGRESOS MUNDIALES INSTITUTOS SECULARES Tomo I:
Consagración - Secularidad Primera edición: Junio 1996
Diseño de portada: Antonio Díaz Tortajada Composición y fotomecánica:
EDICEP
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PRINTED IN SPAIN
B.N.: 84-7050-440-1 Colección
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PRESENTACIÓN
«El Espíritu Santo, admirable artífice de la variedad de los carismas, ha
suscitado en nuestro tiempo nuevas formas de vida consagrada, como
queriendo corresponder, según un providencial designio, a las nuevas
necesidades que la Iglesia encuentra hoy al realizar su misión en el
mundo.
Pienso, en primer lugar, en los Institutos Seculares..., levadura de
sabiduría y testigos de gracia dentro de la vida cultural, económica y
política. Mediante la síntesis propia de ellos, de secularidad y
consagración tratan de introducir en la sociedad las energías nuevas del
Reino de Cristo» (Vita Consecrata, 10).
Siempre es «el Espíritu Santo...», «Señor y dador de vida», sobre todo, de
vida divina. Aletea sobre el mundo desde el principio de los tiempos;
sobre la Iglesia, desde Pentecostés, protegiéndonos con sus alas
extendidas.
Dios trata a su Iglesia como una madre, como «la gallina acoge a sus
polluelos» (Le 13, 34). Así nos describe su acción el Deuteronomio: «El
Señor la rodeó cuidando de ella, la guardó como a las niñas de su ojos,
como el águila extendió sus alas, la tomó y la llevó sobre sus plumas; sólo
el Señor fue su guía» (32, 10-12). Solícito, adelantándose a las
necesidades, saliendo al paso...
Saliendo al paso a «nuestro tiempo» al «hoy» y al mañana, «Tercer
milenio». Los Institutos Seculares nacen a mediados del siglo XX con la
aprobación canónica de Pío XII en 1947 (encíclica Próvida Mater Ecclesia).
Es verdad que tiene precedentes históricos y esto no puede sorprender
pues el misterio de la Encarnación parece reclamar este tipo de vida, la
misma que llevaron Cristo y la Virgen: íntimamente presentes y
plenamente consagrados. Sin embargo, nuestro tiempo reclama más
que ninguna otra época, la «presencia» paradójica y misteriosa del
«consagrado». ¿Por qué?
El hombre de hoy rechaza mirar los signos patentes del sacerdote o de
la religiosa. Muchos rechazan a Dios directamente. Pero indirectamente
lo buscan más que nunca; lo piden a gritos sin saberlo. Entonces es Dios,
el misterioso Caminante de Emaús (Le 24,13 ss.), quien se les acerca,
3
oculto tras la imagen de un compañero más. Toma la iniciativa, les
interpela. Estaban «tristes».
Hoy el «compañero de camino» es ese «otro Cristo», el compañero
consagrado que viste, trabaja va y viene, como cualquiera..., pero con
Dios dentro y su corazón en Él. Este «caminante» misterioso -que a
diferencia de tantos, se sabe peregrino- habla con todos, en especial con
«los tristes», los más pobres, los «sin-Dios»; se deja aleccionar, escucha,
se interesa por lo que pasa en el mundo... y luego, habla, aconseja, ama...
hasta que: «¿no ardía nuestro corazón...?» (Le 24,32), y «le reconocieron»
(Le 24,31).
Con razón el Espíritu Santo ha suscitado gran multitud de caminantes de
Emaús en «nuestro tiempo». Porque el hombre de «nuestro tiempo»
está triste, más triste que nunca1.Tras la rebeldía y el grito de «Dios ha
muerto» nietzscheano esconde la mirada nostálgica y sin brillo de una
loba herida. También Nietzsche deseaba la caricia de su madre.
Todos los que vivimos en el mundo lo vemos: hedonismo, permisivismo,
secularismo... El mundo, camino de Emaús, se aleja de Jerusalén. «Otros
Cristos» deben acercárseles, escucharles como Él, hablarles con sus
palabras, mirarles con sus ojos, amarles con su corazón. No rechazarán,
en principio, al caminante misterioso: es uno de ellos, comparte su
espacio, sus problemas..., sabrán que tienen en él alguien con quien
caminar... Y en pacientes conversaciones, a la vista de su alegría sencilla
en el cumplimiento <del deber, y poco a poco... «le reconocerán».
Ese caminante les ha comunicado paz. «Él es nuestra paz...» Por tanto
este compañero de camino es señal de la trascendencia. ¿No ha sido ésa
siempre la misión del consagrado en el mundo? Esa sigue siendo la
misión de los seglares consagrados. La especial participación del
misterio de la Encamación, que constituye su esencia, les hace
especialmente aptos para «introducir en la sociedad las energías nuevas
del Reino de Cristo, buscando transfigurar el mundo desde dentro con la
fuerza de las Bienaventuranzas (Vita C0nSecrata, 10). Gracias a ellos -
1
Así describía Pablo VI nuestro mundo de hoy -y era en 1969-: «...tan exuberante de riqueza, de
energía, de maravillas, pero tan desorientado respecto a los verdaderos e insustituibles fines
que debe conseguir; tan orgulloso y tan descontento de sí mismo; tan culto y tan inteligente y
tan atormentado por la duda; tan ciego para descubrir los caminos de la felicidad; tan
organizado y tan amenazado por su misma organización; tan lleno de esperanzas e inquietudes
en el fondo; tan desconfiado, escéptico y desesperado; tan refinado en todas sus
manifestaciones y, al mismo tiempo, tan pasional y corrompido...» (30-3-69)
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sigue diciendo la Exhortación apostólica sobre la vida consagrada- la
Iglesia puede tener una «presencia incisiva en la sociedad» (Idem).
Transfigurar el mundo... «El horizonte de posibilidades abierto a esta
vocación es inmenso: el mundo complejo de la política y el vasto campo
del trabajo con toda su problemática humana; la familia, los jóvenes, el
amor, la cultura, la economía la educación, el deporte y el tiempo libre...
y otras instancias sociales más recientes, abiertas totalmente a la
evangelización. Los medios de comunicación social, que están
transformando el mundo, deben incluirse entre las de primera categoría.
«Se puede razonablemente pensar en los Institutos Seculares como
generadores de cristianos auténticos y apóstoles generosos. Les
corresponde ser testimonio, especialmente entre los demás laicos, de
que la llamada a la santidad está en la lógica del bautismo »2
La nueva eclesiología lo está poniendo insistentemente de relieve, sobre
todo a partir del Concilio: desde la Apostolicam Actuositatem hasta
encontrar su punto culminante en la Christifideles laici. Se puede, con
todo rigor «afirmar, con los últimos Pontífices, que su Magisterio recoge,
perfila y ratifica autorizadamente la fisonomía y misión de una nueva
forma de consagración que asume el delicado riesgo de optar por el
mundo como ámbito de acción.
«Los Institutos Seculares son, así, expresión valiosa y singular de la
mayoría de edad alcanzada por el laicado... »3.
Estamos plenamente en la línea de la Nueva Evangelización, de la
preparación al Tercer Milenio que quiere el Papa.
Conmemoramos los 50 años de la Próvida Mater Ecclesia y también los
25 años de la Constitución en Conferencia Nacional de los Institutos
Seculares de España. Como Presidenta de esta Conferencia me
complazco en presentar esta publicación, fruto del trabajo laborioso de
nuestros Institutos.
LYDIA JIMÉNEZ
2
Rodríguez Feliciano, Levadura nueva. La espiritualidad de los Institutos Seculares. Madrid, Ed.
Encuentro, 1995, 124,125
3
Rodriguez Feliciano, o.c. 122, 123.
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PRÓLOGO
Consagración, secularidad, apostolado: Éstos son los tres temas que fueron
discutidos en el Congreso internacional de los Institutos Seculares, que
tuvo lugar en Roma en septiembre de 1970. Tres temas que expresan una
totalidad de vida y de donación suscitados por el Espíritu Santo en la Iglesia
en estos últimos tiempos.
La Iglesia siendo misterio de salvación y «sacramentum renovationis totius
mundi» en su misión llama a todos los hombres para que sean partícipes de
la vida de Dios, mejor aún, para que «la creación sometida a la vanidad...
sea liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la
gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 19-21).
A aquellos que consolidando y profundizando la consagración bautismal
siguen de cerca a Cristo en la profesión de los consejos evangélicos, la
Iglesia los considera unidos con vínculo indisoluble a ella y a su misterio
(Lumen gentium, 44).
Muchas formas de tal consagración han ido surgiendo y creciendo en la
Iglesia al correr de los siglos, poniendo sobre todo en relieve los valores
escatológicos y la separación del mundo.
La novedad de los Institutos Seculares, a los cuales la Iglesia ha reconocido
una propia vocación de consagración y apostolado, consiste en esto: que la
total donación a Dios en la profesión de los Consejos Evangélicos, no separa
sus miembros del mundo, sino que obran estando en el mundo, como sal y
levadura evangélicas, sal que comunica a las múltiples actividades
humanas el sabor de la santidad, levadura que eleva a instrumento de
íntima unión con el Creador.
Sobre estos conceptos de base se desarrolló la labor del antedicho
Congreso.
Allí los Institutos Seculares confrontaron lo que la gracia ha suscitado a
cada uno, se comunicaron las diferentes experiencias de vida, meditando
sobre el camino que deben seguir a la luz de la doctrina y de los
documentos pontificios, como también de las disposiciones y
orientaciones conciliares.
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En el clima de cordial fraternidad no faltaron vivas discusiones y
desacuerdos, los cuales encontraron más tarde una feliz armonía al
reconocer un sano y prudente pluralismo.
La participación atenta y activa a las discusiones ha sido una señal tangible
de la vitalidad de estos Institutos que, aunque novísimos en la historia del
Pueblo de Dios, han demostrado su inconfundible personalidad con la
valentía y esperanza propias de las jóvenes energías.
El presente volumen contiene: las ponencias del Congreso, la síntesis de los
trabajos de estudio, las palabras del cardenal Ildebrando Antoniutti y el
Mensaje del Papa.
Aunque representen la simple opinión de los diversos autores, pueden
constituir como profunda materia de estudio, una excelente contribución
para poner en claro y en su justa perspectiva los Institutos que tomaron
vida por la constitución apostólica Próvida Mater Eclessia.
El discurso del Emmo. Card. Prefecto y sobre todo las paternales palabras
del Santo Padre dirigidas a los congresistas en la memorable audiencia del
26 de septiembre, recogidos en este volumen, son un don precioso que será
para todos los interesados clara orientación y guía segura.
La Sagrada Congregación que tiene confiada la dirección y cura de los
Institutos Seculares en la Iglesia, expresa su agradecimiento a cuantos
tomaron parte en el Congreso y cooperaron a su feliz éxito, y lo reitera en
modo particular a los que lo organizaron y a las personas que han trabajado
en la publicación de la presente documentación.
Toda vez que el encontramos juntos ha hecho surgir el deseo de contactos
periódicos a pesar de las distancias geográficas, la pluralidad de las
experiencias de vida y la diversidad de cada vocación, sería aconsejable que
el diálogo apenas iniciado con tanto fruto continúe en forma estable de
manera que todos los Institutos Seculares respondan cada día mejor a la
confianza que la Iglesia ha depositado en ellos.
E. HESTON, c.s.c.
Secretario
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SALUDO INICIAL
Seáis bienvenidos, hermanas y hermanos en Cristo, que respondiendo a
la invitación de la Sagrada Congregación para Religiosos e Institutos
Seculares, habéis llegado de diversos países, en representación de 92
Institutos para vivir en la caridad, en el estudio, y alegría, los días que os
auguramos fértiles de este deseado Congreso.
Y dejad que seguidamente, en nombre de todos, dirija un grato saludo a
Su Eminencia el Cardenal Ildebrando Antoniutti, Prefecto de la
Congregación, que ha seguido con tanto interés y con puntual consejo
los trabajos preparatorios de nuestro Congreso y que, con su prontitud,
nos indicará también el inicio. Con él saludamos aquí presente al
Reverendo Padre Edoardo Heston, secretario de la Congregación,
monseñor G. B. Verdelli, Subsecretario de la sección de los Institutos
Seculares con sus directos colaboradores que tanta parte han tenido en
los trabajos por el buen éxito del Congreso.
Siempre en nombre vuestro, saludo y doy las gracias a los obispos, los
expertos que han aceptado nuestra invitación y que con su presencia
hacen más significativo el inicio del Congreso que aquí empieza.
La importancia de este Congreso no tiene necesidad de ser subrayada.
En la no larga historia-si no se tiene en cuenta las lejanas preparaciones
de los Institutos Seculares, es éste el primer Congreso que se
desenvuelve así, con amplia participación y con e l autorizado apoyo de
la competente Congregación, en el centro mismo de la catolicidad,
culminando con la audiencia que el Santo Padre nos otorgará el jueves
próximo.
Que el hecho sea importante para nosotros, que una singular vocación
mancomunada sobre el camino de una nueva vía abierta por el Espíritu
Santo, alma de la Iglesia misma, no hay duda. Cuántas veces en nuestros
Institutos o en rápido encuentro, fortuito o buscado, entre diversos
Institutos, frente a la comprobada problemática de algunos aspectos, a
veces fundamentales de nuestra vida, hemos considerado la necesidad
de estudiar juntos, más a fondo, esto que de típico y de nuevo
representa la vocación a la que el Señor nos ha llamado; de cambiarnos
nuestras experiencias, de alegramos conjuntamente del don recibido, de
confortamos a la vez en las dificultades que nunca faltan en cada uno de
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nuestros Institutos sobre su propio camino. Ahora bien: ha llegado el día
en que el deseo se ha hecho realidad y mientras experimentamos la
verdad ya proclamada del Salmista (Sal 132). «Quam bonum et iucundum
habitare fratres in unum», estamos convencidos que de este día vendrá
ciertamente nueva fuerza para cada uno de nosotros, para cada uno de
nuestros Institutos, para que en la singularidad de las diversas formas
resalte la idéntica voluntad de servicio a Dios, a la Iglesia y al mundo.
Mas, si no pecamos de inmodestia, si no nos vela una deformación...
profesional, pensemos todos -creo en efecto, poder expresarme en
vuestro nombre- que el Congreso es un hecho importante para la Iglesia.
Si dijese que nuestra forma de vida ha encontrado por doquier
comprensión e interés, pienso que no pocos entre los presentes podrían
alzarse a desmentirme. Es verdad: puede ser una suerte para las cosas
nuevas el ser mirado con sospecha, el quedar un cierto tiempo para
muchos incomprendido, y a nosotros debería bastamos el sigilo que la
suprema autoridad de la Iglesia ha puesto a nuestra forma de vida. Mas
no puede dejar de parecer a un tiempo extraño y significativo el hecho
de que poco faltó para que en el Concilio Vaticano II los Institutos
Seglares no quedasen del todo inobservados y que a la fin les fuese
reservado un puesto que, a nuestro parecer -al mío al menos- no parece
el más apropiado. No digo esto por motivo polémico que en un
momento y en una sede como ésta sería del todo fuera de lugar; ni
pienso que todos nosotros estemos exentos de una parte de
responsabilidad por la olvidada situación. El recordarla tiene sólo por
objeto subrayar cómo de cara a ésta, adquiere particular valor un
Congreso como éste destinado -lejos de cualquier forma de publicidad
incompatible con nuestra manera de ser- a fijar la atención de la Iglesia
en nuestra forma de vida y por los aspectos que al final del Congreso
podremos decir que hemos adquirido para aquellos que permanecerán
abiertos a los problemas a cuya solución podrán aportar su colaboración
más amplia con sus experiencias y ulteriores aportaciones doctrinales.
Estamos sin embargo convencidos que, los Institutos Seglares pueden
corresponder en modo particularmente consonante a una de las
mayores preocupaciones de la Iglesia, la cual se expresa en el Concilio:
aquella de establecer relaciones con el mundo, para de alcanzar mejor -
es decir, de manera más respetuosa de la propia naturaleza y más en
correspondencia a las exigencias de ahora- su propio fin: la salvación del
mundo. Al expresar esta convicción está muy lejos de nosotros la
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intención de desconocer o disminuir la aportación que cada parte de la
Iglesia, toda forma de vida de ella y de ella nacidas, en particular aquellas
convalidadas de larga y preciosa experiencia de vida y servicio a la
Iglesia, conducen al alcance del mismo fin. Solamente pensamos sea
ventajoso para la Iglesia hacer que en el mejor conocimiento y
colaboración de las distintas formas, la acción de la Iglesia se enriquezca
de nuevo vigor.
También por esto toma, por tanto, valor nuestro Congreso y a ello nos
disponemos con mucha humildad, en el signo de la esperanza, con la
confianza de que el Señor no nos dejará sin la ayuda que con suplicantes
ruegos le hemos pedido y continuaremos todos juntos pidiéndole en
estos días con la fuerza que resulta de rezar unidos.
Con estos sentimientos en el ánimo, ruego a Su Eminencia el Cardenal
Antoniutti que inicie su alocución.
GIUSEPPE LAZZATI
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PRESENTACIÓN DEL CONGRESO
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Primavera de la Iglesia
Antes de tratar el argumento de los Institutos Seculares, creo oportuno
exponer algunas consideraciones de carácter general.
Los Institutos Seculares son reconocidos en la Iglesia actual como una
hermosa primavera rica de promesas y de esperanzas.
Sin querer aludir a una serie de edificantes Asociaciones que siempre han
caracterizado el desarrollo y la expansión de la Iglesia, recordamos esta
última floración de los Institutos Seculares como son concebidos,
formados y estructurados, por la legislación contemporánea de la
Constitución apostólica Próvida Mater Ecclesia, por el Motu proprio
Primo Feliciter y por la Instrucción Cum Sanctissimus. Debemos
reconocer inmediatamente que se trata de tres documentos que se
integran recíprocamente y ofrecen una orientación segura para la
santificación de los individuos y para el ejercicio del apostolado.
En cuanto a los documentos del Concilio Vaticano II se ha dicho que son
más bien parcos en relación a los Institutos Seculares. Debemos, sin
embargo, reconocer que, cuanto se ha afirmado sobre ellos en los textos
conciliares, sintetiza o compendia las precedentes disposiciones
pontificias y constituye un claro, positivo y solemne reconocimiento, no
sólo de su existencia y personalidad jurídica, sino también de los fines
apostólicos que les animan y orientan.
Un pionero de los Institutos Seculares, el llorado Padre Agostino
Gemelli, después de haber expuesto en una estupenda síntesis la obra
de los estados de perfección a través de los siglos, subraya que los
tiempos actuales tienen una exigencia propia, intelectual y moral, y que
es preciso llevar la buena nueva a todas las clases sociales.
La Próvida Mater que es obra, sobre todo, del alma apostólica y de la
inteligente previsión del padre Larraona, hoy cardenal, expone
claramente cómo de la historia resulta que la Iglesia ha dado origen a
organismos que testimonian «... que también en el siglo, con el favor de
la llamada de Dios y de la gracia divina, se puede obtener una
consagración bastante estrecha y eficaz, no sólo interna, sino también
externa... teniendo así un instrumento muy oportuno de penetración y
apostolado» (Próvida Mater).
Se puede, por tanto, afirmar que la historia de los Institutos Seculares es
tan antigua como la Iglesia. Si hoy son canónicamente reconocidos y
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tienen una forma jurídica, esto no ha hecho más que consagrar su
existencia.
Alguno, en efecto, se complace en encontrar en los Institutos Seculares
los auténticos herederos de las fervientes comunidades de fieles que
surgieron desde el período apostólico y florecieron en todos los tiempos
y en formas diversas, bajo el impulso de la misma gracia invisible y
operante, formando una inagotable fraternidad en la familia cristiana.
No se puede tampoco olvidar que la historia de la Iglesia nos habla de
cristianos que viviendo en el mundo, ya desde los primeros siglos se
consagraban a Dios, reconociendo en la consagración el medio para vivir
más intensamente el bautismo. La vida de muchos santos es la prueba
evidente de este neto reconocimiento de que también en el mundo se
puede y se debe dar testimonio del Evangelio. Las órdenes terciarias de
la Edad Media, prueban la santidad vivida y practicada fuera de la vida
religiosa.
Desdichadamente con el tiempo se ha introducido alguna confusión en
este campo. Y por esto Santa Ángela Merici ha querido proveer a la
necesidad de asegurar en el mundo la presencia activa de almas
consagradas dedicadas al apostolado.
Consagración en el mundo
Todos conocemos la clásica definición que de los Institutos Seculares ha
dado la Próvida Mater: «Las Asociaciones de clérigos y de laicos, cuyos
miembros, para adquirir la perfección cristiana y ejercer plenamente el
apostolado, profesan en el mundo los consejos evangélicos, son
designadas bajo el nombre de Institutos Seculares...».
La Iglesia, por tanto, reconoce como miembros de los Institutos
Seculares aquellos que viven su consagración en el mundo, para irradiar
a Cristo y sus enseñanzas en la sociedad.
El Espíritu Santo, como ha proclamado Pío XII en el Motu proprio Primo
Feliciter, por grande y particular gracia, ha llamado a Sí a muchos
dilectísimos hijos e hijas a fin de que, reunidos y ordenados en los
Institutos Seculares fueran sal, luz y eficaz fermento en el mundo en el
cual, por divina disposición, deben permanecer.
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Las palabras de Pío XII encuentran confirmación también en los
documentos conciliares, los cuales han reafirmado la naturaleza, han
precisado las exigencias y han ratificado el carácter propio y específico
de los Institutos Seculares, es decir, la secularidad. Esta, en efecto, es la
nota distintiva y la razón de ser de los Institutos Seculares.
Mientras los clérigos y los laicos que se hacen religiosos cambian su
naturaleza jurídica, sus relaciones públicas y sociales en la Iglesia, y se
someten a las leyes propias del estado religioso con los
correspondientes derechos y deberes, los clérigos y los laicos que se
incorporan a un Instituto Secular, permanecen como antes; el laico
permanece laico en el mundo, y el clérigo, que antes estaba sometido a
su Ordinario diocesano, permanece doblemente sujeto a él, ligado por
un nuevo vínculo de sujeción, y en ningún caso podrán ser llamados o
considerados religiosos.
La vida espiritual de los miembros de un Instituto Secular, se desarrolla
en el mundo y con el mundo y por tanto, con una cierta agilidad e
independencia de formas y esquemas propios de los religiosos. Su vida
exterior no se diferencia de la de los demás seglares célibes, porque sus
obligaciones y sus obras están en el mundo donde ellos pueden ocupar
empleos y cargos que los religiosos no pueden ejercer. Por propia
voluntad y según los Estatutos pueden vivir en familia (y la mayor parte,
efectivamente, viven en familia) o también en común (art. DI, par. 4,
Próvida Mater) y ejercer cualquier actividad profesional lícita. Deben
santificar lo profano y lo temporal, santificarse y llevar a Cristo al mundo.
Son colaboradores de Dios en el mundo de la ciencia, del arte, del
pensamiento, del progreso, de las estructuras sociales y técnicas,
económicas y culturales, en los empeños civiles de todo orden: en la
casa, en la escuela, en las fábricas, en los campos, en los hospitales, en
los cuarteles, en los cargos públicos, en las obras asistenciales, en todo
el inmenso y comprometedor panorama del mundo. Están, finalmente,
llamados a ver y a reconocer en sí mismos y en todo cuanto les circunda,
un algo de misterioso y de divino que les eleve a Dios a través de los
elementos de la naturaleza, como dice la Gaudium et spes (n. 38). Son
muchos los aspectos del mundo que reciben luz de este principio.
Los miembros de los Institutos Seculares sienten que Cristo virgen,
pobre y obediente, ha anunciado su mensaje de castidad, de pobreza y
de obediencia a hombres como ellos que viven en el mundo. Este
mensaje, todavía lleno de actualidad, se repite a los hombres del mundo
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presente con la simplicidad y con el candor de la palabra divina como
brotó del corazón del Redentor. Y si viene recogido solamente por una
pequeña parte, ésta constituye la levadura providencial que conserva y
multiplica el don de Dios.
La aparición de los Institutos Seculares es, en efecto, un fenómeno que
denota la fuerza y la vitalidad de la Iglesia, la cual se renueva en su
perpetua juventud y se robustece con nuevas energías.
La Iglesia ha acogido favorablemente esta nueva manifestación de almas
deseosas de santificarse en el mundo profesando en un modo estable
los consejos evangélicos y la ha confirmado, con fuerza de ley, dando
valor jurídico al ansia de asegurarse la perfección cristiana y de ejercer el
apostolado. Así, a los dos estados de perfección ya reconocidos -
Religiones y Sociedades de vida común- se une la tercera forma de los
Institutos Seculares.
«Lex Peculiaris»
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pedidos, solamente entonces son reconocidas como Institutos
Seculares.
La competente Sagrada Congregación ha querido siempre evitar una
posible adulteración de estos Institutos insistiendo sobre la esencial
importancia del carácter específico de los mismos: «estado de plena
consagración a Dios en el siglo» mientras exige que todos los elementos
requeridos en los Institutos Seculares sean observados
escrupulosamente, comenzando precisamente por la secularidad que
especifica este estado de perfección. Secularidad, quiero insistir, que se
identifica con el contenido positivo y sustancial de quien vive «hombre
entre los hombres», «cristiano entre los cristianos del mundo» que tiene
«la conciencia de ser uno entre los otros» y a la vez «tiene la certeza de
una llamada y una consagración total y estable a Dios y a las almas»
confirmada por la Iglesia.
Mientras el Instituto Secular consagra sus miembros como seguidores
de Cristo, les pone también en la condición de que sus actividades
personales ejercidas en el mundo estén orientadas hacia Dios y sean ellas
mismas en cierto modo consagradas, participando de la completa
oblación a Dios.
De este modo se cumple para los miembros de los Institutos Seculares
aquella característica forma de apostolado «ex saeculo», del cual habla
el Primo Feliciter.
El Decreto Perfectae Caritatis resume admirablemente esta doctrina
cuando afirma que «... la profesión de los Institutos Seculares lleva
consigo una verdadera y completa profesión de los consejos evangélicos
en el mundo» añadiendo seguidamente: «Los Institutos mismos
conserven su índole propia y peculiar, es decir, secular».
Esta consagración enriquece la vida de los fieles, la personalidad eclesial
y la consistencia misma de los Institutos con la substancia teológica
propia de los consejos evangélicos.
Elementos esenciales
Reconociendo en los Institutos Seculares los elementos esenciales de los
Institutos de vida consagrada, el Concilio Vaticano II recuerda, en
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consonancia con el Primo Feliciter las específicas características de estos
Institutos que se distinguen por tres elementos constitutivos:
a) la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y
obediencia;
b) la conversión de los mencionados consejos en obligación es,
mediante un vínculo estable (voto-promesa-juramento)
reconocido y regulado por el derecho de la Iglesia;
c) la secularidad, que se manifiesta en toda la vida del asociado y
caracteriza sus actividades apostólicas.
Estos tres elementos son complementarios e igualmente necesarios e
imprescindibles. Si faltaran uno u otro en cualquier Instituto, éste no
podría ser secular. En efecto, el carisma fundacional sería diverso y por
esto debería encontrar en la ordenación canónica una configuración
adecuada.
Los tres citados elementos pueden, por tanto, resumirse en la fórmula:
«firme empeño (o vínculo) de la profesión de los consejos evangélicos,
en el ámbito de la secularidad, reconocido por la Iglesia».
Los tres elementos esenciales, de naturaleza teológico-jurídica, mientras
delimitan y precisan la fisonomía propia de estos Institutos, sirven
también para distinguirles, bien sea de los Institutos religiosos, o de las
numerosas y diversas formas aso- dativas que existen en la Iglesia, en la
cual es bien notorio y providencial el creciente y progresivo desarrollo
de las mismas.
Ha sido consecuente, por tanto, la Constitución Apostólica Regimini
Ecclesiae Universae (15.8.1967) que dio al Sagrado Dicasterio propuesto
a los Institutos de perfección, la denominación de «Sagrada
Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares», para marcar
de modo inequívoco la intrínseca diversidad existente entre las
Religiones (y símiles Sociedades) y las nuevas formas de vida consagrada
en el siglo.
Renovación
Los Institutos Seculares están todavía en sus comienzos y no parecerían
obligados a aquel «aggiornamento» o renovación decretada por el
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Concilio, a la cual han sido llamadas todas las comunidades para volver a
los orígenes y hacer revivir el espíritu de sus Fundadores.
Por cuanto concierne a los Institutos Seculares debemos reafirmar que
solamente aquellos que responden a los requisitos fijados en los
documentos pontificios, pueden ser reconocidos como tales. Si, por lo
tanto, alguno de los Institutos Seculares, bajo el influjo, quizás, del
ambiente a veces impregnado de la tradicional estructura de la vida
religiosa, se hubiera alejado de las claras indicaciones de la Próvida
Mater, del Primo Feliciter o de la Cum Sanctissimus, debería examinar su
posición y volver a los orígenes de la legislación de los tres documentos
pontificios.
Naturalmente, la eventual revisión deberá ser hecha de acuerdo con la
autoridad competente que por sí sola puede ser juez en materia tan
importante.
De cualquier modo es evidente que los Institutos Seculares no pudiendo
ser religiosos (cfr. Decreto Perfectae caritatis, n. 11) su legislación debe
ser formulada en tal forma que excluya cualquier confusión con aquella
de los religiosos y debe ser precisada en una terminología que no dé
lugar a erróneas interpretaciones.
La diferencia entre los Institutos religiosos y los Institutos Seculares es
tan clara y precisa y como se ha dicho más arriba, intrínseca, que
difícilmente se puede comprender cómo la renovación de los Institutos
religiosos pueda consistir en el paso, llamémoslo así, de un Instituto
religioso a un Instituto Secular. En realidad los Institutos religiosos,
según el Decreto Perfectae Caritatis se renuevan en el retomo al espíritu
de los Fundadores, en el equilibrio meditado de una vida que debe ser
modificada, es decir, mejorada, pero no cambiada.
Cuando un Instituto religioso demuestra no saber vivir según el carisma
de su fundación, difícilmente puede creerse capaz de asimilar el espíritu
de un Instituto Secular, porque no se trata de simples estructuras
canónicas, sino más bien de una vocación que ha sido dada por Dios y
confirmada por la Iglesia.
Una falsa renovación de los Institutos religiosos que llevase a alguno a
querer asumir la modalidad de la vida consagrada «in saeculo»
oscurecería la figura eclesial propia de los Institutos Seculares, pero
sería, sobre todo, muy dañino para los mismos Institutos religiosos. En
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efecto, tal modo de proceder originaría aquella uniformidad y
empobrecimiento de la vida religiosa de que hablaba el Santo Padre
Pablo VI en su discurso a las Superioras Generales, en noviembre de
1969, y, en un último análisis, provocaría la secularización global del
estado religioso, quitándole aquello que lo caracteriza y lo especifica en
el seno de los Institutos de perfección de la Iglesia.
Un Instituto religioso que se seculariza pierde el propio ser, la propia
fisonomía, para dar vida a un organismo de dudosa consistencia. Y me
sea permitido añadir que en algún Instituto existe un estado de
dificultad y de incomodidad que debe ser superado con una mejor
comprensión de los aspectos esenciales de la vida religiosa.
A su vez los Institutos Seculares sepan que su futuro está asegurado por
su misma fidelidad a la vocación que les constituye fermento de
actividad apostólica en el mundo con un carisma propio y específico o
diverso.
Incomprensiones y esperanzas
Llegado este punto, conviene añadir que los Institutos Seculares no han
sido siempre debidamente comprendidos y valorados.
Toda novedad en la Iglesia, si por un lado crea esperanza y entusiasmo,
por el otro suscita alguna reserva y desconfianza. Esto ha sucedido con
los mismos Institutos religiosos, muchos de los cuales han pasado a
través del crisol de la crítica y de la oposición para ser después
reconocidos y admitidos como artífices de auténtica espiritualidad y de
vigoroso apostolado.
No hay, por tanto, que sorprenderse si los Institutos Seculares que llevan
un soplo de vida nueva en la Iglesia, encuentran a veces incomprensión,
dificultades y quizás también oposición.
Son incomprendidos los Institutos Seculares por aquellos que querrían
encuadrarlos en la antigua disciplina y revestirlos de las formas
consagradas por la vida religiosa.
Ni comprenden tampoco los Institutos Seculares aquellos que vacilan
ante movimientos que abren el camino a una más larga comprensión de
las exigencias de los tiempos y a una práctica más ágil del Evangelio.
19
Hombres y mujeres que quieran consagrarse a Cristo sin salir del mundo,
pueden hoy escoger los Institutos Seculares como medio seguro de
santificación y como instrumento eficaz de apostolado fecundo y activo.
Ellos no sólo tienen derecho, sino que sienten la necesidad de ser
comprendidos y de ser apoyados.
Ahora bien, alguno podría tal vez pensar que habiéndome extendido
demasiado sobre el carácter peculiar de la secularidad de los Institutos
Seculares, hubiera dejado en segundo término la consagración, es decir,
la profesión de los consejos evangélicos.
Si después de haber recalcado, repetidas veces, la fuerza intrínseca de la
consagración, he insistido sobre la secularidad, lo he hecho porque,
especialmente en ciertos sectores, debe ser precisado el valor de esta
característica de los Institutos Seculares para evitar la confusión y las
polémicas estériles que podrían derivarse.
Para algunos -no pertenecientes ciertamente a Institutos Seculares- la
secularidad sería en realidad una apariencia, un aspecto puramente
fenoménico que escondería una bien diversa realidad: lo cual no es
absolutamente verdadero.
La secularidad se debe entender en su aspecto o contenido lógico que
es el más simple, el más normal, el más completo y el más comúnmente
entendido.
Como el Bautismo, la Confirmación y el Orden, dejan intacta la específica
secularidad de los fieles, así la consagración de los Institutos Seculares
deja intacta la secularidad de sus miembros.
Pero es también verdad, y por esto importante saberlo, que la necesaria
distinción entre los Institutos Seculares y los Institutos religiosos,
motivada por la secularidad de los primeros, no debe en ningún modo
devaluar la consagración, patrimonio de los unos y de los otros, porque
ésta es el alma de la nueva realidad asociativa de los Institutos Seculares
promovida por la Iglesia.
Y con la consagración no debe olvidarse el aspecto formativo de los
miembros de los diversos Institutos Seculares ni tampoco los distintos
matices o los diferentes tipos de Institutos Seculares los cuales tienen
todos igual derecho de ciudadanía dentro de los límites definidos por los
documentos pontificios y conciliares.
20
Son argumentos éstos (consagración- formación-variedad de tipos) a los
cuales me permito aludir solamente, pero estoy seguro de que como no
se dejarán de tratar en este Congreso, se presentarán ciertamente
ocasiones de hablar de ellos con la debida amplitud y la necesaria
profundidad.
21
hermanos, para servir a su obispo con una entrega cada vez más fiel y
generosa.
Uno de los puntos sobre el que gira la vida de los sacerdotes inscritos en
Institutos Seculares es el derecho a servirse de los medios espirituales
más favorables para vivir los compromisos de sacerdotes diocesanos, y
así satisfacer en la mejor manera las exigencias de las diócesis.
La Jerarquía debe vigilar, asistir y orientar al sacerdote, pero no puede
negarle ni hacerle difícil el desarrollo de su elevación espiritual cuando
ésta naturalmente se realiza en el ámbito de doctrinas aprobadas por la
Iglesia.
No se pueden confundir los sacerdotes diocesanos inscritos en los
Institutos Seculares con aquellos que forman parte de otras
Asociaciones, porque los primeros están empeñados en vivir en forma
estable los consejos evangélicos en una sociedad reconocida por la
Iglesia para este fin, mientras que esto no se verifica para los segundos.
Por lo cual los Institutos Seculares sacerdotales han sido puestos bajo la
vigilancia de la Sagrada Congregación que tutela la santidad de los
vínculos de perfección y favorece el incremento.
Los sacerdotes diocesanos de los Institutos Seculares que están
difundidos en casi todos los países del mundo, deben distinguirse por la
integridad y la pobreza de la vida, por la obediencia a su obispo y la
entrega al trabajo, llevando a la Iglesia el contributo de un auténtico
apostolado evangélico para la difusión del Reino de Dios.
La presencia de estos sacerdotes por su fidelidad a la Iglesia es un
baluarte seguro en medio del clero diocesano contra los crecientes
peligros que impiden su ministerio.
Conviene, además, notar que las Constituciones de los Institutos
Seculares sacerdotales son explícitas y elocuentes a este respecto. Los
sacerdotes que forman parte, no sólo quedan vinculados a su obispo en
virtud de la promesa hecha en la ordenación, sino que le están sometidos
además, exactamente porque son miembros de los Institutos. Los
Estatutos, de hecho, ponen la explícita cláusula que, por cuanto respecta
a la actividad pastoral, dichos sacerdotes diocesanos dependen
exclusiva y totalmente del obispo, el cual puede enviarles donde mejor
crea y confiarles cualquier trabajo, obligándose ellos a estar dispuestos
para los cargos más ingratos y para el apostolado más difícil.
22
Una de las exigencias más fuertes pedida en los Institutos Seculares
sacerdotales es el espíritu de pobreza y de desprendimiento de los
bienes de la tierra. Cuando tanto se habla de la Iglesia de los pobres,
debemos reconocer que ningún apostolado es verdaderamente eficaz
sobre las almas si el sacerdote no es pobre, generoso y amigo de los más
desheredados. Ahora bien, los Institutos Seculares de sacerdotes les
facilitan la práctica de la pobreza, para cuya observancia se obligan con
voto, con juramento o con una promesa especial.
Las Constituciones de los Institutos Seculares sacerdotales, inspiradas
en las normas de la Próvida Mater establecen aquello que convierte a un
sacerdote pobre en el sentido más hermoso, más práctico y expresivo.
Está probado que los Institutos Seculares aseguran a los sacerdotes una
vida espiritual intensa en medio de los peligros que asaltan en modo
particular el sacerdocio. El obispo francés de Nantes así escribía a la
Sagrada Congregación de Religiosos: «Si queremos mantener en nuestro
clero una profunda vida interior, el medio más seguro es el de hacerlo
pertenecer a una sociedad que dirija a sus miembros a la perfección con
la práctica de los votos».
Los Institutos Seculares, en fin, proveen a la formación de sus sacerdotes
con especiales prácticas de piedad, con reuniones, con círculos de
estudio donde se enseña una ascética segura, se explican las encíclicas
papales, se ilustran los decretos conciliares, se preparan las
instrucciones para los fieles, etc.
De cuanto he dicho se puede deducir que es providencial para un obispo
tener sacerdotes sobre cuya piedad y ciencia teológica, fidelidad y
valiosa cooperación, puede contar siempre sin reservas. Sería de desear,
entonces, que los sacerdotes diocesanos fueran también miembros de
cualquier Instituto Secular de perfección, o al menos de cualquier
Asociación, para que puedan vivir intensamente el sacerdocio de Cristo
e imitar sus virtudes.
Me agrada recordar a este propósito las palabras que S.S. Pablo VI
dirigía, todavía en 1965, a los sacerdotes de la FACI (AAS 1965, pág. 648):
«Es cosa reconocida, desgraciadamente, que uno de los peligros más
graves al que está expuesto el Clero en general, y especialmente el que
tiene cura de almas, puede ser el aislamiento, la soledad, la pérdida de
contacto con sus hermanos y tal vez con la misma población. Frente a
esta dolo- rosa eventualidad, la FACI alimenta en el Clero el programa, la
23
necesidad, diremos la conciencia de la unión, no ciertamente de carácter
sindical y organizativo, sino fraterna y operante de todos los sacerdotes
entre sí...».
Estas palabras reflejan el espíritu fraterno de los sacerdotes inscritos en
los Institutos Seculares, que no quieren sino la más estrecha
colaboración con el obispo que veneran y aman, la recíproca
comprensión entre los miembros del presbiterio diocesano y el bien del
pueblo a ellos confiado.
Conclusión
Abriendo el Congreso he deseado exponer algunos postulados que
considero fundamentales a los fines de vuestro encuentro y a los cuales
se enlaza, en definitiva, todo cuanto os expondrán los eximios oradores
que hablarán sobre los diversos temas propuestos. En el desarrollo del
programa de esta semana y en las discusiones que seguirán, los
representantes de los Institutos aquí presentes, aportarán la propia
experiencia y podrán manifestar su propio pensamiento, exponiendo su
propia opinión con perfecta libertad. Es necesario que cada uno diga
aquello que siente ser, aquello que estima útil hacer, aquello que desea
se haga en el cuadro de la doctrina y de los citados documentos
emanados del Sumo Pontífice, y, últimamente, del Concilio.
Siento, en fin, el grato deber de dirigir una palabra de alabanza a los
Institutos Seculares que en esta hora atormentada y confusa se han
entregado al apostolado con un admirable espíritu de disciplina ajenos a
ciertas extravagantes contestaciones que han llegado a veces hasta los
umbrales del Santuario. Y esto, me parece, es un hecho positivo que
reviste un alto y elocuente significado.
Los Institutos Seculares, no obstante están sujetos a las necesarias
evoluciones y a las oportunas adaptaciones sugeridas por las
circunstancias, tienen una forma propia, sólida y consistente, que no ha
provocado manifestaciones externas disidentes o contrastantes con
aquello que constituye su patrimonio. Se trata de un patrimonio que
tiene por base el Evangelio y se desenvuelve sobre un binario rectilíneo:
la vida de perfección y el ejercicio del apostolado en el mundo, en aquella
sana libertad espiritual que es propia de los hijos de Dios.
24
Con esta razonada constatación os ofrezco mi augurio y el de mis
colaboradores en la Sagrada Congregación para que con la ayuda de
Dios, «a Quo bona cuneta procedunt» podáis realizar una labor
provechosa, podáis compenetraros cada vez más profundamente y
colaborar fraternalmente por vuestra personal santificación y por el bien
de la sociedad en la cual estáis destinados a vivir y en la que la Iglesia os
ha llamado a difundir la luz y el calor del Evangelio de Cristo.
25
PONENCIAS
26
LA CONSAGRACIÓN DE VIDA
EN LOS INSTITUTOS SECULARES
27
respuesta del hombre en el don a Dios y en la dedicación a los otros, al
mundo entero. Situaba la vida de los Institutos Seculares en la caridad,
que es gracia del Espíritu, amor de Dios y de los hombres, don especial
de esta vocación. Daba a este llamamiento y a esta respuesta de caridad
el nombre de consagración. La consagración ha adquirido desde
entonces un particular relieve; el Concilio la ha profundizado:
consagración de Cristo, consagración bautismal, consagración
sacerdotal, consagración matrimonial, consagración del mundo,
consagración por los consejos evangélicos.
La consagración en la Escritura es el testimonio de la santidad de Dios y
de su acción divina. Se refleja en la actitud humana, ritos y sacrificios,
don de sí. A lo largo de la historia sagrada esta noción se va afinando
para resplandecer definitivamente en Jesucristo, Verbo Encamado, el
Consagrado por excelencia, el ungido por Yahvé, el santo servidor de
Dios, el sumo sacerdote sin mácula. Cristo libera a la consagración de
todo ritualismo y de toda separación cuando proclama que Dios es
Espíritu y que Él busca adoradores en espíritu y verdad. Se pueden
recoger fácilmente datos del Antiguo Testamento relativos a la
dedicación de personas o de cosas para el servicio y el culto de Yahvé,
considerando los tres términos que designan a la consagración.
Qiddésh significa declarar santo, poner aparte, separar. Se habla de
consagración, de reservación, de colocar aparte las primicias, de los
primogénitos, del territorio del Sinaí donde Moisés encuentra a Dios, de
los sacerdotes, de los objetos reservados al culto. Yahvé declara por sí
mismo que consagrará al templo. Un profeta es consagrado, puesto
aparte desde el seno de su madre. Los tiempos pueden ser consagrados:
sábados, fiestas, jubileos y ayunos. La palabra usada en forma refleja
sirve para expresar el consagrarse a sí mismo, colocarse en estado de
pureza mediante un rito.
Otro termino Millé-Yad designa la consagración como poder o como
ordenación. Bajo su forma más antigua, esta consagración, tratándose de
un sacerdote, se realiza simplemente confiándole la materia del
sacrificio para que él lo ofrezca. Finalmente, Nazaz significa consagrar,
separar, como un colocar a parte de forma más ontológica. Sus
derivados «consagración», «voto» y «consagrado» son frecuentes en el
Antiguo Testamento.
28
Esta consagración se realizaba frecuentemente por medio de la unción:
unción con aceite (óleo) santo y también por medio de la unción
espiritual. La unción tenía una importancia vital entre los Orientales: en
un clima cálido y seco, el aceite perfumado suavizaba la piel; se ponía
sobre la cabeza, la barba, los pies; se les negaba a los prisioneros, se les
daba a los huéspedes, uno se privaba de él en signo de duelo; era
símbolo de prosperidad, era también signo de alegría. Como rito
religioso, se aplicaba a los objetos y a las cosas: Jacob lo usa para
santificar la estela votiva de su visión; se unge el tabernáculo, sus
accesorios, los altares, algunas víctimas. Se unge al rey, al sumo
sacerdote, por efusión o por aspersión. Por metáfora se habla de la
unción de los patriarcas, de algunos profetas, del pueblo entero.
Signo de la realeza, la unción ponía de manifiesto la elección. Ungido del
Señor, el soberano era definitivamente reconocido por la unción recibida
mediante el representante de Dios. Rito real, la unción expresaba la
consagración de la persona, la transformación de su personalidad por el
don del Espíritu del Señor que transformaba el corazón y, de una
persona particular, hacía un jefe carismático, dotado de un poder
sobrehumano para realizar los designios de Jehová del que era su
instrumento. Mesías, es decir «ungido del Señor»; son el rey el sumo
sacerdote, los patriarcas, los profetas, el salvador prometido. A partir del
primer siglo antes de Cristo, el Mesías quiere decir el futuro Salvador. Así
había sido preparada la venida del Verbo encamado que recibiendo la
unción de la divinidad será el Hijo de Dios Salvador del mundo.
31
más sentida de la caridad que, a imitación de Jesús, se manifiesta en la
imitación del Cristo pobre, obediente, completamente entregado a su
Padre y a los hombres.
32
Padre el mundo que él representa y lo lleve a Dios como Señor, dueño
de todo.
Esta unión con Cristo, por gracia y vocación especial, se vive en toda
situación humana: y según ello puede ser secular, vivida en pleno
mundo; se puede traducir en el trabajo del mundo, expresarse por medio
del mundo, en cada profesión, en todas las circunstancias de lugar y de
tiempo. Quien afirmare que los consejos separan del mundo y de la
comunidad cristiana viviría la vida consagrada, en el misterio de la Iglesia
no ya como una presencia sino como una división de Cristo.
Ciertamente, la atracción de la contemplación de Dios ha buscado el
silencio y la soledad. Ha llevado a la Iglesia a la institución de la vida
monástica, en la que ermitaños y cenobitas imitan al Señor en su
permanencia en el desierto, en su contemplación en el Tabor, en su
oración en Getsemaní. El monaquismo, atractivo de Dios contemplado,
tiene su ejemplo en el Señor, pone a la Iglesia en espera de su retomo;
ejercitará siempre sobre los cristianos y sobre todos los hombres una
profunda influencia que constituye la fuerza de su testimonio silencioso
y contemplativo. La unión con Cristo se expresa también en la
continuación de las obras de Cristo; ¿más quién puede realizar la riqueza
del misterio de Jesús? También se han formado numerosos grupos caris-
máticos que, habiéndose consagrado al Padre Dios, imitan a Cristo
poniendo más atención en las obras de su vida pública. Prestando
atención a la necesidad de los hombres, estos institutos dedicados al
apostolado les llevan el mensaje, afianzando la enseñanza de la juventud,
el cuidado de enfermos. El mayor número de vidas consagradas se han
entregado al Padre en esta imitación del Señor, al servicio de los
hombres para anunciarles su Reino y extender de tal manera su Reinado.
Hoy día, la vocación secular responde a un nuevo llamamiento de Dios: los
cristianos son llamados a vivir el amor de Dios en la santificación de las
realidades terrenas que Él ha salvado y vivificado en el misterio de su
muerte redentora. Esta vida consagrada se sitúa en la imitación del
Cristo de Nazareth; vive el misterio del Verbo Encamado, como levadura
de la masa, sal de la tierra, grano que muere y trae fruto. Se propone
introducirse en la vida del hombre para santificarla en el interior, para
hacerle más próximo a Dios, para salvar al mundo comunicándole el
fuego del amor que Cristo le tiene. Tal es la misión de la vida secular
consagrada, si se quiere comprender mejor su carisma a la luz de Cristo.
33
Si los cristianos pueden vivir a Cristo en el mundo, pueden también vivir
su misterio -como vida consagrada- sin separarse de su medio de vida,
liberándola mucho mejor de la esclavitud del pecado en cuanto
practiquen la libertad de los hijos de Dios. Llegados al final de esta
descripción rápida deformas de vida consagrada: monástica en el silencio
y en la soledad; apostólica en las obras de apostolado; secular por la
presencia en el mundo y su santificación desde dentro; es necesario
hacer un alto para responder a ciertas cuestiones que, hoy día, nos
preocupan más especialmente:
a) ¿Por qué los tres consejos? No es suficiente para comprenderlos el
referirse a la tradición que les ha vivido especificándolos cada vez
más. Es necesario comprenderlos. Son tres aspectos de una misma
vida filial; expresan la entrega de todo hombre a Dios en el abandono
de todo bien terreno, en la entrega de la vida abandonándose a Dios,
en la unión de la persona a la de Cristo para tener con Él un solo y
mismo amor al Padre y a los hombres. Se podría demostrar,
profundizando en estos aspectos, el valor antropológico que tienen
los consejos evangélicos en la imitación de Cristo, hombre
plenamente unido al Verbo y consagrado al Padre.
b) Lo que resalta cada vez más de esta contemplación del Cristo pobre,
casto, obediente, es que los consejos no son simples medios. Son algo
más. Son expresión de una vida plenamente vivida en unión con
Cristo en honor de su Padre para la salvación del mundo: Cristo los ha
vivido al máximo sobre la cruz; los manifiesta en la irradiación de su
gloria. La antropología cristiana se dedica a encontrar en Jesús el
sentido de sus valores característicos. No puede realizarlo sino en la
fe; no puede resolver el misterio. Y la imitación de Cristo será siempre
una obediencia de la fe...
c) ¿Y qué decir a los teólogos que hacen de toda vida consagrada una
vida religiosa? La vida llamada religiosa es una vida separada del
mundo, ritualizada por una vida común, fundada en un culto
conventual y calificada como tal en razón de los «votos de religión».
Los Institutos Seculares viven en el mundo, sin separarse de él como
medio social, sin uniformarse en la vida de sus miembros, sin una
liturgia especial. Si se hacen votos, éstos no son votos de religión. Un
voto está determinado por su contenido; ahora bien hay que referirse
a los consejos vividos en pleno mundo, para santificarse por los
medios del mundo y ejercitar de esta manera su apostolado
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específico. Según lo dicho, los votos son seculares, emitidos en una
consagración secular.
6. «Consecratio mundi»
Todo lo dicho sobre los Institutos Seculares nos lleva a situar su acción
en la consecratio mundi Cada Instituto Secular debe situar su ideal
evangélico y su acción en el mundo. Según esto, sus miembros laicos
trabajarán en él plenamente empeñados para impregnar el mundo, en
todas sus manifestaciones, con el espíritu de Jesucristo. Toda la creación
espera ansiosa la revelación del Hijo de Dios, si ella está sujeta a la
vanidad, es por causa de quien la ha sometido a ella. Después de la
victoria de Cristo, espera ser liberada de la esclavitud de la corrupción
para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Esta
consagración del mundo es obra de Cristo y de los cristianos. Quienes,
consagrados por el Padre para vivir más íntimamente a Cristo en el
mundo, se santifiquen, y serán a título especial los adoradores que, por
su vida consagrada, consagren el mundo y lo lleven a Dios en la oblación
de Cristo, impregnándolo cada vez más con su Espíritu.
Los sacerdotes seculares, miembros de Institutos Seculares,
considerada su función y su misión, serán a su vez, no sólo los ministros
de esta oblación del mundo, sino que por su ejemplo y por su acción, son
también los animadores de un «presbyterium (llocesano», que cada vez
se aproxima más al mundo para conducirlo hacia Dios, participando,
según los votos de Gaudium et spes en sus angustias y en sus gozos, en
sus penas, en su progreso y en sus realizaciones.
7. Consagración y Sacerdocio.
Cristo fue constituido por su Padre único mediador entre Dios y los
hombres para obtener su salvación reconciliándolos con Él. Esta obra de
reconciliación y de paz, el Señor la ha llevado a cabo enseñando,
santificando y conduciendo a los hombres por el camino de la salvación,
para consumarla en el sacrificio de su vida como satisfacción por los
pecados y obtención de gracia para la salvación del mundo. Él es para
todos los hombres el Camino, la Verdad y la Vida.
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El sacerdocio de Cristo no es una continuación del de Aarón: Jesús no es
sacerdote en el sentido del Antiguo Testamento: su sacerdocio en el
sacrificio de la Cruz supera a la antigua Alianza, que no era otra cosa sino
su sombra y su imagen. Su sacerdocio es la oblación de su vida para la
salvación del mundo, es expresión de su amor por el Padre y por los
hombres, tiene toda la fuerza y empuje de su filiación divina y la
extensión universal del amor del Padre a los hombres que a Él han sido
confiados para su salvación.
El sacerdocio de Cristo se continúa en aquellos que Él ha elegido como
apóstoles, doctores y pastores de su Iglesia. Este sacerdocio ministerial
es jerárquico; es un poder de misión; se diferencia a su vez
esencialmente del sacerdocio de los fieles, unión a Cristo, sacerdote y
víctima. Se apela a la caridad perfecta, a la única perfección cristiana,
llamamiento enraizado en la gracia bautismal como participación en el
misterio pascual de Cristo. Como tal, tiene sus particularidades: es vivido
en la caridad pastoral, continuando la misión de Cristo, supremo Pastor
de la Iglesia; encuentra en esta caridad pastoral el vínculo de perfección,
como don a Dios y a los hombres. Esta caridad pastoral, si es a imagen
de la de Cristo, se expresará en sus actitudes -los consejos- se vivirá en la
Eucaristía, imitará lo que se ha cumplido, estar de acuerdo con la palabra
que proclama, y manifestará a Aquel de quien anuncia su vuelta. El
sacerdote continúa de este modo a Cristo en la Iglesia. Obra en su
nombre, «in persona Cristi Capitis», sacramentaliza el Señorío de Cristo
sacerdote. Como la Iglesia, él está consagrado a Cristo, prometido a un
único Esposo; como la Iglesia es virgen, da la preferencia de su amor al
Señor y de Él recibe su fecundidad; como la Iglesia, él es pobre en su
dependencia del Padre, su renuncia a los bienes de este mundo,
tendiendo hacia los bienes celestiales, completamente entregado al
Padre y a los hombres en un amor filial y una fraternidad universal. Este
llamamiento a la imitación del Señor se hace más insistentemente a
medida que el sacerdote vive todavía más la Eucaristía, de donde extrae
la verdad y la fuerza de su testimonio.
El Concilio, al trazar el programa de la vida sacerdotal, ha evitado el hacer
referencia a los tres consejos, pero no podía situar al sacerdote en el
misterio de Jesús sin hablar de su amor filial, de su celibato consagrado,
de su pobreza de corazón, de su obediencia al Padre; no podía invitar a
los cristianos a seguir a Cristo y excluir al sacerdocio de esta imitación;
sacerdocio, que frecuentemente, es origen de un nuevo llamamiento, de
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un vínculo a los consejos vividos por Cristo sacerdote y pastor para ser
completamente de Dios y de los hombres.
Para los sacerdotes, este llamamiento se sitúa hoy en ciertas
asociaciones sacerdotales, en los Institutos Seculares; esta gracia debe
quedar en la discreción. No sería la gracia de los Institutos Seculares si
fuese proclamada, si fuera exteriorizada más de lo necesario y de lo que
es posible; es dada para ser levadura en la masa, sal de la tierra,
presencia de Cristo en su Iglesia y unión más íntima con su sacerdocio.
8. Consagración y eucaristía
La Cruz del Señor permanece, en el centro de la vida de la Iglesia, el signo
por excelencia del misterio de la Salvación. Este misterio es el de la
pascua, de la muerte y de la resurrección de Cristo que hace de la Iglesia
su Cuerpo Místico, un pueblo liberado por su sangre, una nación santa,
una raza real, un pueblo de sacerdotes para gloria de su Padre.
Todo Cristo es sacerdote; su oblación es nuestra reconciliación, nuestra
paz. Su consagración le hace sumo sacerdote, el apóstol y el obispo de
nuestras almas. Todo el poder de Cristo es sacerdotal; no sólo el poder
de santificación, sino también el de magisterio y de gobierno: todos son
partícipes de la autoridad, de la mediación, de la misión de Cristo, de su
comunión con su Padre en el Espíritu. Pueblo sacerdotal y sacerdotes del
Señor, todos se unen en la Eucaristía, centro de la vida eclesial como vida
en Jesucristo. En esta única oblación se injerta y crece el cuerpo todo
entero, en continuo esfuerzo de santidad, uniendo a la gracia de Cristo
el trabajo de los hombres santificados por su sacrificio. En esta oblación
todo se somete a la realeza de Cristo, para que todo pueda someterse y
se somete Él mismo a quien todas las cosas están sometidas, a su Padre,
para que Dios sea todo en todas las cosas. En esta eucaristía se lleva a
cumplimiento la consagración de los cristianos y la del mundo,
reuniendo en la oblación de Cristo las ofrendas espirituales de los
hombres que, por su caridad, animen el universo y lo conduzcan a Dios,
transfigurado por la vida de Cristo. El pueblo de Dios vive su bautismo en
unión al Sacrificio de Cristo, vive su comunión con la vida divina, su
filiación adoptiva, repitiendo en su vida los sentimientos que existieron
en Cristo-Jesús, obedeciendo hasta la muerte, la muerte de la cruz;
pobre en su dependencia del Padre y en el servicio a los hombres; casto
37
en su único amor del Verbo, Creador del mundo y Salvador de la
humanidad, hermano universal de los hombres recuperados por su
Sangre y reunidos en su vida para estar eternamente en su gloria.
Toda consagración se hace en Jesucristo: es esencialmente un don del
Espíritu, espiritual y santificante, no sacralizante; comunión con Dios y
con los hombres, no es una separación de culto, sino unión de caridad;
permite al hombre ser el mismo purificado del pecado, así como no
cambia la naturaleza de las cosas librándolas del pecado; culto, es por
Voluntad del Padre, culto espiritual por adoradores en espíritu y verdad.
9. Consagración y caridad
Esta consagración como comunión con la vida trinitaria es don de Amor
divino por la caridad que nos hace participar en la vida divina; don
primero de Dios el cual responde por gracia a nuestra adhesión de amor
en la filiación adoptiva.
La caridad es siempre unión con Cristo, participación en su vida,
comunión con su sacrificio, inserción en su muerte y resurrección en su
gloria.
Los Institutos Seculares por su esfuerzo de Identidad han sobrepasado
el aspecto religioso de vínculo a los consejos para fijar lo esencial de su
vida como consagración en el amor.
Esta consagración -profundización del bautismo- es una consagración de
la persona en el amor. Darse a Dios, es amarlo con un amor que Él nos
comunica pues siempre nos ama primero. Este amor del Padre, que nos
ama en su Hijo, y nos une en Jesucristo, es don del Espíritu. Cristo -
nuestro único mediador- es consagrador de nuestra vida consagrada.
Don del Padre, Él lleva al Padre el don de los hombres en el Espíritu. Con
Cristo, en Él y por Él, el cristiano responde a la elección de Dios, se
consagra a quien lo ha consagrado, se consagra por la vida del mundo y
se une de esta manera al sacrificio de Cristo, sacerdote y víctima.
Los Institutos Seculares, queriendo evitar el dar a su consagración de
vida un carácter ritual han descubierto que el don de amor era culto
interior, adoración en espíritu y en verdad; que se situaba en el misterio
de la caridad, como don al Padre y a los hombres en Jesucristo. Esta
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caridad, forma de todas las virtudes, impregna su vida, la unifica, le da
fuerza y coraje, sin cambiarla, ni modificarla ni separarla de su ambiente.
La caridad no separa, al contrario, une. Por ello permite una
consagración total y auténtica a Dios que sea plenamente secular sin
exigir modificación alguna de la vida, ni rito exterior, ni observancia que
la aleje del ambiente, se inserta tanto mejor en el ambiente de vida y de
acción en cuanto asume toda la vida -excepto el pecado- para santificarla
en Cristo, ofrecerla a su Padre en la Eucaristía y asociar en una misma
oblación la ofrenda de los hombres y la ofrenda del mundo.
El esfuerzo de los Institutos Seculares ha situado su vida en el corazón
de la Iglesia. El punto fundamental de su vida consagrada es el acto de
amor: amor divino que une a Cristo en el Espíritu y la Iglesia. Este acto es
«crítico»; no hay caridad que no sea amor del Padre y de los hombres en
Jesucristo. Todo acto de caridad es acto de Cristo. Lo dicho vale para
nuestra adhesión al bautismo, nuestra profesión de fe, nuestro vínculo
a los consejos. Todo acto de caridad es «eucarístico», une
necesariamente al misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo
vivido en Iglesia.
La caridad, acto fundamental de la vida consagrada, une a Dios y a los
hombres, consagra el mundo santificándolo en el sacrificio de Cristo
impregnándolo de su Espíritu, transformándolo desde dentro sin
destruirlo, purificándolo por el trabajo querido por Dios. El mundo de
hoy es ya el mundo del mañana en tanto que es restablecido en el amor
divino por la oración, los sacramentos de salvación, la gracia de Cristo
estará unido a Dios en la gloria de los elegidos como fue concebido en el
Verbo y ofrecido en la Eucaristía de Cristo.
Conclusiones
La consagración ha llegado a ser el corazón mismo de la existencia de los
Institutos Seculares; constituye el centro de su vida como fue motivo de
su aprobación. Los Institutos Seculares fueron aprobados como vida
consagrada «secular». Une las dimensiones de la caridad como amor de
Dios y de los hombres. El Vaticano II ha reafirmado el valor de esta
consagración por los consejos como una profundización del bautismo,
uniéndola a la Eucaristía para intensificar la consagración del mundo al
40
Padre por el Espíritu de amor del Verbo Encamado, sacerdote del
universo.
La vida de los Institutos Seculares ha sido un testimonio de fe vivida
antes de traducirse en doctrina. Si está verdaderamente arraigada en el
bautismo, vivida en la Eucaristía, une más que separa; purifica más que
rechaza, es encuentro con Dios y comunión con los hombres. Hace al
laico en la Iglesia más laico y hace del sacerdote un hombre más unido a
Cristo, más sacerdote en su vida para que sea mejor en su ministerio.
Estas líneas esenciales de la espiritualidad de los Institutos Seculares
deben vivirse más intensamente y por tanto más explícitamente. Toda la
vida de los Institutos Seculares unida a la consagración de Cristo y de su
Iglesia es fermento en la masa, sal de la tierra, alma del mundo y, en la
Iglesia, representa una fuerza nueva de crecimiento y un elemento de
edificación del Cuerpo de Cristo.
Se deben considerar los consejos en sentido positivo, como aspectos de
la filiación divina; superando las determinaciones canónicas, si ellas
fueren necesarias, es necesario vivirlos como Cristo para imitarle desde
más cerca y para seguirle más fielmente en el misterio de su Encamación
en el que permanece «Dios entre los hombres» y se hace por nosotros
más hombre para ser siempre más nuestro Dios.
JEAN BEYER S.J.
41
CONSAGRACION - SECULARIDAD
42
Pero tampoco dudamos que en el mismo momento la atracción interior
que nos exigía vivir tal medida de amor sin separarnos de la situación y
condiciones de vida en que nos encontramos y que nos parecía -como
nos parece- en espera de testimonios de valores cuya carencia hace
frecuentemente menos visible o invisible toda la positividad que en
aquella también se recoge. «Sin separamos» quería y quiere decir para
nosotros, estando presentes en aquella situación no como quien llega a
ella desde afuera, aunque se trate de una gran misión de salvación, sino
como quien nace y desde dentro hace fructificar las dotes y los dones
que por gracia de Dios lleva consigo, haciendo de ello potencia divina
animadora de toda humana virtud que tal situación contiene y por sí no
sabe y no puede expresar con plenitud.
En otras palabras: sentíamos que la intuición, o mejor dicho el «carisma»
de nuestra vocación nos conducía a reunir en una nueva unidad vital
consagración y secularidad. ¿Existían modelos a los que nos podíamos
referir en nuestro esfuerzo de «inventar» una forma de vida
correspondiente al carisma de nuestra vocación? La respuesta es: no. Y
si es explicable que en su ausencia nos hayamos referido a modelos
existentes, los de las formas de vida religiosa, no por eso podemos dejar
de decir que ello haya ocasionado en sí mismo una desventaja: ha
retrasado el definirse una forma original de vida, ha determinado alguna
confusión, ha hecho surgir problemas cuya solución al parecer hace
difícil la exacta definición y colocación de los Institutos Seculares en el
cuadro de los estados de vida.
Hoy nos encontramos quizás en condiciones de ver con claridad y a ello
contribuye en primer lugar la experiencia adquirida hasta ahora y la
reflexión sobre la misma por parte de cuantos en ella están empeñados,
la doctrina elaborada en la preparación del Concilio Vaticano II, por el
Concilio y después del Concilio, y en modo especial la doctrina sobre la
Iglesia (Constitución Lumen gentium), acerca de los laicos (Apostolicam
actuositatem). Teniendo presente lo anteriormente dicho, deberemos
intentar ahora analizar el tema de la relación entre consagración y
secularidad, es decir, dar respuesta a dos preguntas: ¿qué significa la
secularidad para la consagración, es decir, en qué sentido y en qué modo
incluye sobre la consagración? ¿qué significa la consagración para la
secularidad, es decir, en qué sentido y en qué manera influye sobre la
secularidad? En el tentativo de dar respuesta satisfactoria a estas dos
preguntas se debe presumir que conseguiremos ver y expresar la unidad
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vital entre consagración y secularidad, a que nuestra vocación nos
empuja, y de la que expresa su originalidad.
2. Secularidad: ¿de qué se trata? ¿qué es? No debiera ser difícil dar
respuesta a partir de las observaciones elementales o primarias, que
cada uno de nosotros hace y según las cuales intenta aclarar y definir a
sí mismo las realidades en que vive. Secularidad es la condición de vida
de los «seglares». Pero ¿quiénes son los seglares? Son estos hombres y
estas mujeres que viven a nuestro lado en las mismas casas en que
vivimos; que trabajan con nosotros, en las oficinas, en las fábricas, en las
escuelas, en las empresas en que nosotros trabajamos, que se empeñan
con nosotros en los sindicatos, en los partidos, en asociaciones de
diverso tipo; que se afanan con nosotros sobre los problemas de la
alimentación, de la casa, del trabajo, de la salud; que como nosotros
buscan distracciones y distensiones en algunas diversiones según sus
gustos peculiares. En otras palabras, son todos los hombres y mujeres,
que ninguna cualificación especial los diferencia de la común condición
de vida y a los que no se atribuye función diversa de la que la común
condición de vida les destina. Así pues, el pertenecer a una u otra religión
no constituirá motivo de diferenciación en la vasta categoría de seglares
en la que cristianos y musulmanes o budistas u otros se encuentran
sobre un común plano de vida, aunque si, evidentemente, con
modalidades diferentes en la medida en que la diversa concepción de
vida lo lleva consigo, que si es auténtica los influencia en todo su ser y se
refleja en todo su obrar.
Considero que no es cosa inútil partir de la visión de este amplio
horizonte para que sea más fácil comprender el valor de ciertas
afirmaciones del Concilio referentes a los laicos. En el ámbito de la
Iglesia, cuando se emplea el término «laico» ya se delimita el horizonte
pues aquella viene considerada como «pueblo de Dios», ámbito en que
el laico es visto por vía de diferenciación «de los miembros del orden
sagrado y de los del estado religioso aprobado por la iglesia» (LG 31).
Pero precisamente para describir lo que es peculiar del laico, el Concilio
procede definiendo «propia y peculiar de los laicos la índole secular» la
índole, es decir, que les une a la condición común de vida de los hombres
en la que se les exige vivir como cristianos: lo que se les indica a ellos
como lo peculiar de su vocación.
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Es interesante reproducir completamente la parte del párrafo 31 de la
Constitución Lumen Gentium en cuyo teto encontramos acertadas
expresiones.
«A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino
de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios.
Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y
ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida
familiar y social, con las que su existencia esta como entretejida. Allí
están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión
guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del
mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto
a Cristo ante los demás primordialmente mediante el testimonio de su
vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de
manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades
temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que
sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria
del Creador y del Redentor».
Este texto nos permite aclarar y subrayar algunos aspectos que tienen
una importancia fundamental para nuestra vocación, para la que la
secularidad no es un elemento marginal, si no intrínseco y esencial como
afirma el Motu Proprio Primo Feliciter, donde: «Lo que forma el carácter
propio y especifico de estos Institutos es decir, la secularidad en que
reside toda su razón de existencia, se deberá poner siempre en
evidencia». Pues bien, la índole secular, considerada en los laicos como
elemento especifico de su vocación según el citado texto conciliar, lleva
consigo «obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y
ordenándolos según Dios».
En esta definición se pueden distinguir tres momentos, que deben
sintetizarse en una unidad vital y que solo en su conjunto constituyen la
secularidad considerada dentro del ámbito cristiano.
a) Tratar de obtener el reino de Dios es la exigencia, y por tanto el deber
de todo bautizado como tal consagrado en la muerte y en la
resurrección de Cristo, a tratar de obtener para sí y para los demás el
reino de Dios, reino, que para decirlo con expresiones de la Liturgia, «de
santidad y de gracia, de verdad y de vida, de justicia, de amor, de paz,
cuya actuación nos ha sido enseñada por Cristo para pedir al Padre en la
oración: «Venga Tu Reino». No es inútil subrayar que la índole secular, el
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ser secular para el cristiano no lo dispensa de esta primera y
fundamental exigencia que define al mismo cristiano en su ser y que lo
sigue cualquier condición de vida y de actividad: la búsqueda del reino
de Dios. Y el olvidarla, el colocarla aparte es propio de aquel proceso de
secularización que desemboca en el «secularismo», es decir, por un
proceso de sucesivo alejamiento, se termina por perder el horizonte de
la creación, por no ver la relación entre la muerte y la resurrección de
Cristo y las realidades temporales.
b) Gestionando las cosas temporales: es el ámbito, precisamente,
dentro del cual la búsqueda se actúa, como ámbito propio de todo
hombre en cuanto tal, el ámbito de la secularidad, del que el fiel laico no
se separa por el hecho de ser cristiano, sino que lo toma en
consideración como cualquier hombre haciendo de ello objeto de su
propia actividad y responsabilidad. Hay que decir algo más: que toma en
consideración, con absoluto respeto de las leyes, consciente de que tal
respeto no puede ser ignorado, sino pagando como precio el fin que se
propone, sustituirlo por leyes extrañas a aquellas realidades. En tal
respeto consiste, para este aspecto, toda su búsqueda del reino de Dios,
que, por cuanto se refiere a este momento del obrar humano, se
resuelve en las leyes propias de las correspondientes realidades
consideradas en su orden respectivo. Si la búsqueda del reino de Dios
equipara al laico con los miembros de la Iglesia, que pertenecen a otra
condición de vida (orden sacro y estado religioso), «la gestión de las
cosas temporales» los diferencia y equiparándolos a todos los hombres,
a sus condiciones de vida y de trabajo, y los encaja vitalmente por medio
de su Iglesia en el mundo. Desde este punto de vista es evidente como
la secularidad entendida así deba atribuirse solamente a los laicos y la
denominación «Institutos Seculares» deba tener un significado diverso
y particular si se atribuye a «miembros del orden sacro».
c) Ordenándolos según Dios: es la modalidad que caracteriza la
presencia del cristiano en el ámbito de las cosas temporales que él
ordena no según un propio designio, más o menos caprichoso o
«propio», sino «según Dios», cuyo orden deberá descubrir uniendo a la
luz de la razón la luz de la Revelación. Quizás sea oportuno observar que
mientras es respetada la autonomía de las cosas particulares que el
cristiano trata con todos los hombres según las normas propias de cada
uno, lo que lo distingue es o debe ser la capacidad de ordenar las cosas
mismas «según Dios», lo que quiere decir según una jerarquía de valores
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que mantenga a cada cosa en su lugar y que impida que alguna o muchas
de estas cosas se transformen en ídolos y sustituyan a Dios.
Cuando al comienzo decía que la intuición propia de nuestra vocación, o
más exactamente, su carisma nos exigía el sintetizar en una nueva
unidad vital consagración y secularidad, en el fondo decía lo que este
texto conciliar expresa tan concisamente, pero llevado a su mayor
medida posible, es más, si se me permite decir con un término que
pronuncio humildemente, a su mayor perfección.
Efectivamente, si la índole secular es la que se expone en la línea que
sugiere el texto conciliar, la secularidad, condición de vida en la que para
el laico, es decir para el cristiano no perteneciente al orden sacro o al
estado religioso, aquella índole se actúa, exige ante todo la actuación
más profunda y viva posible de las exigencias bautismales.
Sobre el plano teológico esto significa que la secularidad lleva consigo la
consagración a Dios que es fruto del bautismo y de la confirmación y que
está a la base de cualquier otra consagración implicando las leyes de
muerte y de vida, como consagración realizada por obra del Espíritu
Santo en la muerte y en la resurrección de Cristo, y la exigencia de
perfección propia de los hijos de Dios: «Sed perfectos como lo es vuestro
Padre que está en los cielos» (Mt 5, 48).
Desde este punto de vista, para el cristiano, la perfección del seglar está
unida a la actuación de aquellas exigencias o leyes que el bautismo ha
injertado en su ser, porque de ellas depende su capacidad para buscar el
reino de Dios y, no digamos, de administrar las cosas temporales, pero sí
ciertamente para ordenarlas según Dios. Volveremos después a tratar
este punto. Significa, en segundo lugar, el empeño en las realidades
temporales, empeño que nace de un doble título, el de hombre y el de
cristiano, y se funda sobre la evaluación positiva de tales realidades por
sí mismas buenas y ordenadas a la plena expansión del hombre, según
el plan de creación, pero necesitadas de ser sustraídas a la vanidad, para
decirlo como San Pablo (Rm 8, 20), es decir, a las consecuencias del
pecado, según el plan de redención.
Es éste uno de los puntos, si no es el principal, en que la secularidad, no
siendo contraria al proceso de secularización que tiende a purificar lo
sagrado de toda indebida atribución a él de ámbitos propios de las
particulares realidades temporales o profanas, para usar el término que
directamente se refiere a lo sagrado, fija también el límite dentro del que
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tal proceso debe pararse para que la secularización no desemboque en
el «secularismo» que es disociación mortal, idolatría, y la secularidad no
se transforme en «mundanidad». Naturalmente que no habría necesidad
de decir que en la medida en que exige el empeño a las realidades
temporales, la secularidad rechaza la separación de ellas en razón de una
propia exigencia de la vocación cristiana considerada simplemente, es
decir, cuando en ella no se especifique otra vocación que aquella
separación pueda exigir. Pero esta precisación, que por sí misma podría
parecer superflua, cesa de serlo cuando se considera la importancia que
la cosa asume para el discernimiento de la vocación si, como se decía al
comenzar, el no separarse de las condiciones de vida en que se
encuentran es para los miembros de los Institutos Seculares elemento
especificante, carisma de su propia vocación.
Si cuanto hemos dicho sobre la secularidad es verdadero, no I lay
dificultad en ver cómo ésta no lleve en sí misma nada que se oponga a
una posible plenitud de caridad: en efecto, es la condición en que están
llamados a vivir todos los cristianos: la que en virtud de la cual, a través
de los fieles cristianos, Cristo vive en l oda condición humana y la redime,
la sustrae a las consecuencias del pecado y la hace momento de la
revelación de los hijos de Dios; la que en cada hombre puede, en la
Iglesia, realizar el misterio de su «íntima unión con Dios y de unidad del
género humano» (LG 1).
La secularidad, precisamente porque ordenada a la santidad, es decir a
la plenitud de caridad, puede abrirse a formas especiales de
«consagración a Dios y a los hombres», consagración que, considerada
como desarrollo de la bautismal, tiende a llevar a la plenitud de caridad
la vocación propia de los fieles laicos sin que éstos renuncien a su índole
secular. No podemos ignorar que la cosa cree algunas dificultades
particularmente de orden psicológico por el escaso conocimiento, sobre
el plano histórico, de precedentes de tal género y de una mentalidad
ligada a situaciones existentes, que una cierta pereza mental podría
llegar a hacerlas considerar como las únicas posibles y válidas. Por lo
menos se desconocen dos hechos históricamente documentables: la
antigüedad cristiana conoció, antes de toda codificación y teorización,
un gran florecimiento de hombres y mujeres que sin separarse de su
ambiente vivían el carisma de la castidad perfecta (que no se debe
confundir con el vivir perfectamente la castidad conyugal o juvenil) en
una condición de vida evangélica.
48
En segundo lugar, la edad moderna ha conocido la voluntad de almas
generosas que, a partir del siglo XVI, han pedido vivir una forma de
consagración a Dios y a los hombres compatible con la condición secular,
considerándola exigencia propia del cristianismo que la situación de los
tiempos imponía y saca a la luz. Hoy, a través de los Institutos Seculares,
la Iglesia ha demostrado el deseo de reconocer tal voluntad y darle un
puesto en el conjunto de su multiforme cuerpo, pero también hoy los
lazos con esquemas jurídicos preconstituidos podría ser un
impedimento para moverse hacia lo nuevo sin prejuicios y para
encontrar odres nuevos para el vino nuevo.
Para que esto no suceda, es necesario que todos tengan la clara
convicción de que la consagración a Dios y a los hombres, actuada en
condiciones de secularidad, no es necesariamente condicionable en
todo, siendo la secularidad, en el sentido que antes se ha dicho, la nota
distintiva, caracterizante de tal consagración. Desde este punto de vista
no es difícil prestar nuestra atención a las peticiones -permítanme la
expresión- que presenta la secularidad con el fin de que la consagración
no comprometa el significado y el valor en relación al «reino de Dios»,
con miras al cual se realiza la misma consagración y ésta no parezca
como una reducción de la forma religiosa de la consagración, sino que,
también en los elementos constantes que toda «consagración a Dios y a
los hombres» lleva en sí, resulte forma original bajo la forma del carisma
que la genera.
Creo se puede estar de acuerdo en el considerar que toda consagración,
a partir de la bautismal que de todas ellas es raíz y fundamento, no pueda
prescindir de algunos elementos que, mientras constituyen sustancia de
vida de ella, son también medios expresivos: la imitación o escuela de
Cristo, la oración, el servicio a los hermanos.
La imitación o escuela de Cristo se debe considerar antes que en sentido
ascético en sentido teológico como el crecer con Él según el ritmo de
nuestro crecimiento humano y la ley de vida impuesta a nosotros por el
Bautismo en modo que «forme al hombre maduro al nivel de la estatura
que actúa la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13). Este dejarse generar
continuamente por la Palabra interior, el Verbo hecho hombre, a que el
Bautismo nos ha, misteriosamente, pero realmente, unido haciéndonos
partícipes de su muerte y de su resurrección, exige hacer de la Palabra
nuestra norma de vida en la medida más plena posible, hasta a los
consejos, hasta los deseos, más allá de los mandamientos. Y he aquí la
49
consagración a Dios hacer de los consejos evangélicos el propio empeño
obligado y en cualquier forma en que tal obligación se exprese (voto,
promesa, juramento).
La secularidad deberá demandar algo sobre este particular, o en otras
palabras, ¿la secularidad será compatible con una forma de consagración
que se añada a la consagración bautismal? Para nosotros, la respuesta
no ofrece duda alguna: ciertamente es compatible a condición que sean
respetadas las exigencias de la secularidad y que tal respeto no sea
considerado como vaciamiento o disminución de los empeños propios
de la consagración, sino como forma original de su «actuar» en la
secularidad incluso al servicio de los fines que ésta lleva consigo.
En sucesivos momentos nos ocuparemos, con ayuda de particulares o
especiales relaciones, de este tema, más nos sea permitido hacer
mención de algunas observaciones para hacer más evidente el aspecto
que estamos ilustrando.
Ante todo parece ser necesario y justo el afirmar que la consagración,
siempre que sea actuada en el respecto a que nos hemos referido y del
que daremos aquí solamente algunos aspectos, no sustrae a la condición
secular, y por tanto a los laicos, aunque si constituye dentro de ella una
categoría especial. Se hablará de laicos consagrados, lo que es muy
diverso del hablar de consagrados laicos: los primeros permanecen en la
condición de vida secular; los segundos han pasado a las condiciones de
vida religiosa.
Para quien sostiene tesis opuestas a ésta les parece que sea una
exigencia absoluta de la secularidad el no tener obligaciones formales
más allá de las exigidas por el bautismo, pero no se ve por qué -si tales
obligaciones son concebidas en modo de formar cuerpo con la índole
secular- y podríamos decir, anticipando las cosas, y de salvarla en su
autenticidad no puedan ser consideradas compatibles con dicha índole.
La objeción más aparente es la que se refiere a la deliberada voluntad de
renuncia al matrimonio como elemento que separa de la condición
secular. Pero se tiene la impresión que un tal modo de pensar conduzca
a una valoración de la «índole secular», y de la «secularidad» que nace
más bien de aspectos psicológicos y sociológicos que de aspectos
ontológicos permaneciendo como cierto que, a pesar de que el
matrimonio responda a una exigencia profundamente inscrita en la
realidad biológica, fisiológica, psicológica del hombre, tal matrimonio es
50
una opción del mismo hombre, que no es menos hombre aunque no
prefiera como condición de vida la conyugal.
La «castidad perfecta» abrazada «por el reino de los cielos», si bien priva
al hombre de una experiencia y de una responsabilidad, capaces de
enriquecer a toda persona que las encare con corazón recto o ánimo
generoso, se abre a un amor que, renunciando a las satisfacciones de
afectos más inmediatos en cuanto están unidos a la carne y a la sangre,
se ensancha sobre los diferentes planos de relación humana hasta llegar
a un servicio en el que palpita un querer bien a todo hombre, capaz de
conferir al servicio mismo una particular intensidad de animación. Y si
sobre el plano del contenido del empeño de castidad perfecta la
secularidad no podría reivindicar ninguna exigencia, sobre el plano
psicológico llevará consigo modalidades y atenciones capaces de hacer
de la castidad perfecta, vivida en condiciones de secularidad, un
incomparable sostén de la castidad conyugal y, por tanto, de una
secularidad que en el orden familiar no degenere en «mundanidad». La
Secularidad, por el contrario, presentará exigencias concretas por lo que
se refiere a los empeños de pobreza y de obediencia para que ellos
puedan ser compatibles con la índole secular, y en cierto modo, garantes
de su autenticidad.
Exigirá que el empeño de pobreza no quite la posesión y la
administración de los bienes, de tal manera que cada uno sienta la
responsabilidad que de ello deriva, pero limitando la primera y guiando
la segunda con sentido de profunda dependencia de Dios y con ánimo
liberado de toda finalidad que no sea al servicio de Dios y de los
hermanos, conducirá, en la conquistada interna libertad de afectos
desordenados, a una nueva capacidad de «ordenar las cosas temporales
según Dios», que es un momento específico de la índole secular.
Exigirá que el empeño de obediencia exalte el sentido de
responsabilidad de quien lo asume con miras de una libertad que,
encontrando en la aceptada dependencia de un responsable, para casos
bien definidos y nunca referidos al ejercicio de propias específicas
funciones, la garantía de la más completa adhesión a la voluntad de Dios
según las exigencias fundamentales de la propia vocación, adquiera lo
máximo de su capacidad de iniciativa en la gestión de las cosas
temporales y ordenarlas según Dios.
51
Si las expresiones usadas consiguen revelar la idea de la que han nacido,
no será difícil persuadirse que el empeño sobre la práctica de los
consejos evangélicos adquirirá, a través de la secularidad, una
concreción y originalidad propias.
No menos evidente es el hecho de que la secularidad condiciona la
oración de quien se consagra a Dios queriendo respetar las exigencias
de índole secular. Lejana de nosotros la idea de que se pueda vivir
auténtica y fielmente el propio bautismo y, todavía más, la propia
consagración a Dios sin animarlas con medidas y modos adecuados de
oración personal y litúrgica. Y ¡ay de nosotros! si pensáramos que los
laicos consagrados puedan reducir a un empeño secundario su oración:
sería un ceder a un proceso de naturalismo «mundanizante». Sin
embargo es cierto que la oración de quien vive su experiencia de
consagración en los Institutos Seculares deberá adecuarse a la condición
de vida secular: custodiando el sentido de primado que la oración exige
por razones, que aquí no es el caso de recordar, el laico consagrado sólo
vivirá sus momentos de oración en la comunidad de sus propios
hermanos.
La mayor parte de las veces su oración será coral en la común asamblea
de los cristianos en medio de los cuales vive y con los que comparte las
condiciones de vida y de trabajo. Con frecuencia deberá hacer de su
habitación -en el supuesto que tenga una privada- o de un rincón de su
propia casa el puesto de escucha de la palabra de Dios, de su coloquio
con Dios. Deberá llevar, al precio de mucha fatiga, en su oración la carga
de todo lo que de positivo o de negativo ofrece la secularidad, para que
todo sea purificado en el fuego de la caridad que en la oración se
alimenta y así purificado todo sea ofrecido en un gesto de consagración
que arrastra a todo el mundo hacia Dios. «De este modo, también los
laicos, dice el Concilio (LG 34), como adoradores que en todo lugar
actúan santamente, consagran el mundo a Dios».
¿No habrá de valer esto, con mayor razón, para los laicos consagrados?
Para ellos constituirá una ventaja el conocer concretamente la
experiencia de oración de otras formas de vida consagrada, pero
deberán prestar atención para no caer en la tentación de apropiarse de
ellas con el tentativo de evitar la fatiga para descubrir las que mejor
nutren su espiritualidad y en las que ésta se expresa mejor.
52
Incluso el servicio a los hermanos, como se quiera entender, está
ciertamente condicionado por la secularidad. Si no lo comprendo mal, lo
es en la selección de las formas para la preferencia que se deba dar, al
menos dentro de ciertos límites, a las que derivan de «la gestión de las
cosas temporales y ordenarlas según Dios», permitiendo un
encuadramiento más vivo en el cuerpo social: lo es en el modo que debe
ser el del fermento que obra desde dentro con fuerza de levadura si bien
en el respeto de la harina en que está introducido: lo es en el espíritu de
amor desde donde se mueve y que lleva a comprender y a compartir las
condiciones de aquellos hacia quien se mueve, antes todavía que a
demandar una positiva respuesta. Así, la secularidad condiciona y
caracteriza cada aspecto de la consagración, dándole la posibilidad de
realizarse en una forma nueva, que una vez más puede demostrar la
potencialidad que lleva en sí en relación a la iniciativa divina de la que
está impregnada.
3. Pero en la relación consagración-secularidad nos queda por ver según
el programa que nos hemos trazado, qué es lo que significa la
consagración para la secularidad. Examinando la relación desde este
punto de vista nos daremos más cuenta de las motivaciones profundas
que explican el nacer y el afirmarse en la Iglesia de los Institutos
Seculares y que se exige que ellos sean lo que deben ser.
El término «consagración» puede inducir a la mente, ante todo, a una
idea de una iniciativa humana: yo me he consagrado. En realidad, no es
así; la consagración es ante todo iniciativa divina: ¡Dios me consacra!
Para expresarme con lógica y terminología bíblicas diré que en la
consagración, Dios pone su potente mano sobre el hombre y establece
con él una alianza sellándola con la sangre de Cristo Redentor, en virtud
de la muerte y resurrección de Cristo, Dios se empeña a conformarlo
según la imagen de Él. A la iniciativa divina responde libremente el
hombre con el empeño de hacer cuanto se le ha pedido.
Es la estructura del bautismo que contribuye a desarrollarse en la
consagración a Dios a través de los empeños (los consejos evangélicos,
la oración, el servicio a los hermanos) que constituyen la sustancia por
parte del hombre. Ésta está implícita en él y se hace explícita en quienes
el Espíritu Santo en tal sentido lo solicita. Esta solicitud o llamada
(vocación), cuando no se haga oír como invitación a salir de la condición
en que el llamado se encuentra para fines especiales que no se pueden
conseguir sin tal salida, tiene evidentemente finalidades entrelazadas
53
con la condición misma dentro de la cual la llamada se enraíza. En otras
palabras, la consagración con la que Dios nos quiere completamente
conforme a Cristo, desarrollando la potencialidad divina en nosotros
arraigada por el bautismo (es el fin general), tiende también (es el fin
específico) a tener en la condición secular testimonios que con más
seguridad y con más eficacia actúen en el mundo la liberadora presencia
de hijos de Dios (Rm 8, 19-22) que oriente a los hombres y a las realidades
creadas hacia su verdadero fin.
No ha sido casual el que haya usado las dos expresiones: «con más
seguridad y con más eficacia», porque el testimonio de que se habla, la
presencia liberadora, a que nos referimos son exigidas a todos los
cristianos, a todos los bautizados, y en cuanto exigencias son posibles
para todos. Es cierto que uno de los hechos positivos de nuestro tiempo,
es el crecimiento en los fieles laicos de la conciencia de su
responsabilidad en la Iglesia y en el mundo; pero ya se puede quizás
constatar y documentar que a tales hechos han contribuido en gran
manera las formas de vida que la Iglesia ha querido recoger bajo el
nombre de Institutos Seculares. Se comprende así razonando con las
dos expresiones usadas: «con más seguridad y con más eficacia».
Naturalmente, evitando malentendidos, debe quedar claro que
hablamos no de la consagración en sí, considerada en su fin general y
primario, sino de la consagración en relación con la secularidad, con la
condición secular de vida, es decir, con su fin específico y secundario en
cuanto vivida en condición secular.
¡«Con más seguridad»! No será inútil recordar que los empeños que
constituyen, por parte del hombre, la sustancia de la consagración, no
son algo que se añade «ex novo» a las existencias propias y absolutas del
misterio cristiano: al contrario, dichos empeños son solamente
modalidades o grados especiales de actuación de aquellas exigencias
que constituyen para todos los cristianos sustancia de vida. Esto se debe
decir de la oración, del espíritu de pobreza, de la castidad, de la sujeción
a Dios u obediencia, del espíritu de servicio a los hermanos.
Ahora es experiencia común antes que ser doctrina, que la condición de
vida secular, la secularidad, presenta dificultades más o menos graves
para la fidelidad del cristiano a las mencionadas exigencias de su ser
cristiano y es probablemente, ante todo por esto, aunque no
exclusivamente por esto, que se había teorizado la incompatibilidad de
la consagración con el empeño a las «negotia saecularia» es decir a las
54
realidades temporales, y la consagración había sido pensada y ordenada
solamente en las formas de la consagración religiosa.
Allí donde, a través de una consagración a Dios, el cristiano tome
empeños bautismales llevados al grado de consejo, compatible con su
condición de secular, nuevo empeño de vida según el carisma de su
vocación personal garantizada por la comunidad a la que el mismo
carisma da vida en la Iglesia, con más seguridad el cristiano conseguirá
sustraerse a la tentación de «mundanidad» que es una falsificación de la
secularidad. En efecto, la comunión de empeño, que como carisma
vocacional da vida a los Institutos Seculares, hará más fácil y segura a sus
miembros la fidelidad a la oración, a la caridad hecha servicio para todos,
a las virtudes que son sustancia de los consejos evangélicos sin lo cual la
secularidad degenera fácilmente en un proceso «naturalista» en el que
el cristianismo se reduce a un puro nivel de sociologismo filantrópico,
olvidando y eliminando poco a poco los aspectos que más se enlazan a
su verdadera naturaleza de realidad sobrenatural y la expresan, como
son precisamente la oración, la pobreza, la castidad, la obediencia, la
caridad considerada en sentido propio. Y ello es cierto tanto si el
Instituto no tiene obras e iniciativas propias y ve a sus miembros
empeñados en los campos más diversos, con una dispersión de
fermentos tan valiosa, pero muy ardua, como si el Instituto tiene
iniciativas y obras propias de las que será necesario conservar la
autenticidad de un espíritu cristiano que sea ajeno a la tentación de que
se ha hablado. De tal manera, la consagración, si es bien entendida y
vivida, es garantía para que la secularidad conserve sus características
propias y los cristianos mantengan vivo y operante el sentido y la
capacidad de «tratar de obtener el reino de Dios gestionando las cosas
temporales y ordenarlas según Dios» sin hacer de la «gestión de las cosas
temporales» el único fin de su actividad y fuerza de su vida.
¡«Con más eficacia»! La explicación de esta afirmación nos lleva a tocar
el punto más profundo y escondido del misterio cristiano: el de la
relación que se establece entre naturaleza y gracia -si la teología nos
permite usar todavía estos términos- entre capacidad humana y
potencia divina. El obrar del cristiano es un obrar en que concurren
capacidad humana y socorro de gracia, de acción divina. Esto segundo
está en proporción al don de Dios y a la receptividad del cristiano,
receptividad que crece en proporción a la docilidad, al Espíritu Santo, a
55
la sintonía que se establece entre el hombre y Dios en Cristo por obra del
Espíritu Santo.
Ahora, hablando objetivamente, prescindiendo del modo en que cada
uno vive, es cierto que la consagración es un medio excelente, dado por
Dios a los hombres y custodiado celosamente por la Iglesia, para permitir
al cristiano alcanzar la plenitud en caridad, que es decir como unión
íntima con Dios y por ella de amor por los hermanos. En el caso de que
un laico viva las exigencias de su consagración y, como consecuencia, se
establezca en íntima unión con Dios, crece en él la capacidad de obrar
todo en vista del reino de Dios, de tratar de obtener el reino de Dios
siempre y en todo, de ordenar las realidades temporales según Dios en
relación con la inteligencia crítica de la fe que, lejos de ser un momento
sólo de la inteligencia, es fruto de sobrenatural intelecto de amor. Pero
esto no sucede sin la necesaria contribución de las humanas exigencias
de ciencia, de técnica, de virtud natural, que el obrar sobre el plano de
las realidades temporales y para un fin inmediato y temporal exige, sino
en virtud del fundirse en unidad vital, en consonancia del esfuerzo del
hombre y de la acción de Dios que en él opera, de tal manera que el obrar
humano se salve de las deformaciones del pecado y sea capaz de todo
el bien natural que le es propio. Tanto más visible se hace esto, cuanto
más, en vez de permanecer como dos realidades yuxtapuestas o
superpuestas, consagración y secularidad se fundan en unidad vital, sin
recíprocas atenuaciones, y dan lugar a la figura del laico consagrado,
cuyo estilo de vida realiza en la mayor medida posible lo que el Concilio
demanda a cada laico, «ser ante el mundo un testigo de la resurrección
y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo» (LG 38).
Es el estilo de vida de quien, por mérito del bautismo y de la
consagración en él radicada y expresada como conciencia de sus
exigencias extremas, rechazando la mundanidad, redima mediante la
cruz, en unión al sacrificio de Cristo de quien extrae su propia salvación,
las realidades temporales «de tal modo que sin cesar se realicen y
progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador del
Redentor» (LG 31). Es un estilo que se debiera caracterizar por una gran
humildad, como de quien sabe ser levadura llamada a disolverse en la
masa del mundo; por una apertura, en el signo de la esperanza fundada
en la potencia salvadora de Dios para todo lo que el mundo lleva consigo
como positivo; por la alegría de quien sabiendo que nada se pierde si se
empeña a fondo en los campos de las propias actividades no buscando
56
el éxito personal, sino el fin al que la actividad tiende. Un estilo que no
se diferencia del propio de todo cristiano, y por tanto carente de signos
externos que no sean los que resultan de un vivir con simplicidad e
intensidad la propia vocación.
Si hemos conseguido decir cómo se funden consagración y secularidad
dando lugar a la nueva figura de laico consagrado, no será difícil ver
cómo ésta se encuadre, como «signo de los tiempos» en la perspectiva
de la relación Iglesia-mundo, que el Concilio ha delineado en la
Constitución pastoral Gaudium et spes y de la relativa vocación de los
laicos. A condición de que ésta sea y permanezca como lo ha sugerido el
Espíritu a quienes desde hace tiempo viven la experiencia y que piden al
mismo Espíritu ser siempre y en todo fíeles.
GIUSEPPE LAZZATILA
57
LA DIMENSIÓN APOSTÓLICA
DE LOS INSTITUTOS SECULARES
Premisa
La presente relación es fruto de numerosos encuentros personales, de
grupo y epistolares. Muchas expresiones y completos párrafos me han
sido sugeridos por responsables de otros Institutos italianos y
extranjeros; les doy a todos mis sentidas gracias por la preciosa
contribución que han hecho en el interés común de todos.
Desgraciadamente no he podido acoger aquellas propuestas y
observaciones que derivan de un modo diverso al de concebir el
apostolado de los Institutos Seculares y por tanto, en último término, los
Institutos Seculares.
Por otra parte, no he podido acoger las proposiciones y observaciones
derivadas de un diverso modo de concebir el apostolado de los
Institutos Seculares. Por ello no considero que deba erigirme en juez de
otras fórmulas que legítimamente se manifiestan en el cuadro trazado
por Próvida Mater y Primo Feüctter. He considerado tan sólo que era
imposible el introducir en mi relación una problemática excesivamente
variada y compleja, que nos hubiera conducido a la obscuridad y a la
confusión. He creído que sería más útil, para todos, - al menos por
ofrecer un instrumento de análisis y de comparación- el trazar con
coherencia y de forma completa (al menos en los aspectos esenciales)
un modo de concebir y de vivir el apostolado ampliamente difundido
entre los Institutos Seculares y sin duda fiel a las indicaciones que se
deducen de los documentos anteriormente citados. Mayormente en una
materia tan compleja y delicada considero que se debe ha-blar sólo de
aquello que cada uno conoce a fondo gracias a una directa experiencia
personal.
58
Los Institutos Seculares han nacido para finalidades exquisitamente
apostólicas. Como afirma el Motu proprio Primo Feliciten El Espíritu
Santo que constantemente recrea y renueva la faz de la tierra... ha
llamado a sí a muchos... para que, reunidos y organizados en los
Institutos Seculares sean sal..., luz..., pequeño pero eficaz fermento de
este mundo al que no pertenecen y en el cual sin embargo, por
disposición divina, deben quedarse» (Introducción). «Toda la vida de los
miembros de los Institutos Seculares que ha sido consagrada a Dios para
la profesión de la perfección, debe traducirse en apostolado» (II). Este
apostolado de los Institutos Seculares debe ejercitarse fielmente no sólo
en el mundo, sino también, por decirlo así, con los medios del mundo, y
por eso con las profesiones, las actividades, las formas, los lugares, las
circunstancias que responden a la condición secular» (II).
Los últimos veinte años pasados, tan ricos en acontecimientos para la
Iglesia y para el mundo, ha confirmado la validez y actualidad del
programa; poniendo a la vez de relieve no pocos problemas que es
necesario enfrentar y resolver con paciente experimentación y atenta
reflexión.
No hay duda que el cuadro teológico, ascético, cultural en el que
encuentran su colocación los Institutos Seculares ha cambiado
profundamente. Hoy, superada una visión crítica y desconfiada en
relación al mundo y a su dinamismo histórico, la Iglesia lo vuelve a
considerar como un valor sustancialmente positivo; la Iglesia se propone
reconducirlo a la salvación, desde dentro, operando sobre los valores
terrenos, no en sentido de mermarles su dignidad e importancia, sino al
contrario, purificándolos y elevándolos. De esta manera, la Iglesia va
definiendo sus propias relaciones con el mundo en la línea de una
presencia de confianza y de cooperación cada vez mayores, dispuesta a
acoger todo valor humano al punto de hacer de él alimento de su propia
vida.
Este modo de concebir el mundo, la Iglesia y sus relaciones vitales -sin
duda nuevo aunque permanezcan los principios esenciales- conduce a
consecuencias importantísimas en lo referente a las costumbres de los
cristianos, sacerdotes y laicos. Resumiendo el discurso, para darle
claridad y solidez, a estos últimos (y dejando por tanto otras
intervenciones el tratar los problemas de los sacerdotes) se nota
espontáneamente la concordancia de los desarrollos conceptuales
mencionados ahora con la intuición que está en el origen de los
59
Institutos Seculares. Los textos mencionados al inicio ganan en
extensión y en profundidad si se leen con el espíritu que va tomando
cuerpo a través de la experiencia y de la reflexión del pueblo de Dios,
mediante el formidable impulso recibido del Vaticano II. Si la salvación
opera no en la fuga de las realidades terrenas sino en la presencia
operosa de ellas mismas; si la misma edificación de la Iglesia se realiza
utilizando sabiamente el material ofrecido por el mundo, más bien las
mismas indicaciones arquitectónicas que de él derivan, se comprende
claramente por qué y cómo se busque la perfección del propio empeño
cristiano en las comunes condiciones de vida; se pretenda contribuir a
los desarrollos del Cuerpo de Cristo precisamente cooperando en la
construcción de la ciudad terrena; se quiera «hacer Iglesia» desde dentro
de las estructuras temporales, llamando a nuestros compañeros de viaje
a experimentar esta realidad misteriosa aportando su modo de ser y de
operar.
Después de tantas sutiles distinciones, y fuera de angustiosos dilemas,
el cristiano vuelve a encontrar la sustancia de una visión unitaria de la
realidad y de su vida personal, capaz de dar explicación a los problemas
que la insidian y de situarlo sobre el camino que lo llevará a su resolución.
60
que emergen de las cosas, se resume el apostolado que los laicos están
llamados a realizar esencialmente en tres direcciones convergentes:
a) la gradual extensión de la salvación a las realidades temporales, para
que éstas -substraídas a la acción deformadora del pecado y
trasplantadas, a través del hombre, en su natural orientación a Dios-
reconquisten progresivamente el original valor que Dios mismo, en la
creación, les ha atribuido y que constituye la meta final a que tiende el
entero dinamismo de la historia: la recapitulación de todo en Cristo a fin
de que cuando haya consignado el Reino al Padre «Dios sea todo en
todas las cosas» (1 Co 15, 28). Esta finalidad escatológica no quita
dignidad a las cosas ni las hace puros instrumentos carentes de valor
propio: por el contrario, promueve el recto ordenamiento de ellas para
el cumplimiento de sus fines, si bien subordinando a la meta última,
donde encontraran su pleno cumplimiento (GS 36).
El cristiano que se empeña en la santificación del mundo sabe que debe
respetar plenamente la naturaleza y las leyes, promoviendo la sana
autonomía de lo profano y poniendo -en fraterna colaboración con los
demás hombres- sus enervas al servicio de su correcto desarrollo en las
estructuras en que se expresan los ideales de la nueva civilización (AA 7
y GS cap. IV).
4. Reservas y responsabilidad
personales
No queremos esconder nuestras diferencias: seria falsear nuestro
testimonio y hacerlo por ello ineficaz. Sabemos que estas diferencias
pueden suscitar curiosidad y problemas sobre nuestra persona. Y no nos
sorprende si alguien, aunque muy lejos del cristianismo adivina la raíz de
nuestras preferencias: en el fondo esto es un testimonio que nuestra
vida no impide completamente, con su opacidad, a la luz que está
dentro, el brillar a los ojos de los hombres.
Pero no queremos ir más lejos. Cualquier otra revelación podría
oscurecer nuestro testimonio. No porque tengamos algo que sea
reprensible (cuestiones secretas, o cosas por el estilo) o que deba
ocultarse o porque queramos engañar a alguien sobre nuestra
verdadera condición, sino porque una amplia experiencia, nuestra y de
nuestros hermanos, ha demostrado que la sola comunicación válida,
comprensible y aceptable, que podemos dar a los demás sobre nuestra
consagración, sin correr el riesgo de generar equivocaciones, es la que
se desprende de nuestras obras, es decir de nuestro mismo ser. Nuestras
diferencias no deben jamás aparecer como algo artificioso, abstracto
como simple consecuencia de una elección de estado sobre bases de
tipo jurídico.
Hoy, en nuestro mundo convulsionado por las dudas, por el desprecio
del pasado y por la desconfianza en el futuro, es necesario que el
cristiano no se proclame como tal por sí mismo, sino que más bien sea
reconocido como tal por los demás, sobre la base de la experiencia que
consigue realizar. Sólo así, su testimonio posee la eficacia de las
realidades auténticas.
Esto es válido especialmente para nosotros: nuestra consagración
puede tener (y efectivamente, a pesar de todo lo tiene) un poderoso
influjo apostólico: es una fuerza de atracción para toda la comunidad
67
Pero es condición inderogable que dicha fuerza aparezca, a quien la
reconozca, lo que efectivamente es y no la consecuencia de un simple
hecho institucional (el pertenecer a un Instituto) sino algo siempre vivo,
que se desprende del amor, en una elección repetida cada día, aunque
sea en el empeño serio y definitivo de todo nuestro ser.
La reserva tiene una contrapartida de gran importancia: la plena
responsabilidad, del particular en todo lo que se hace en el mundo.
Si el Instituto les dirigiese o les guiase a distancia en sus actividades, la
reserva se caracterizaría -se quiera o no- en un medio de calar una fuerza
oculta; y la presencia honesta y libre en el mundo sería una penetración
para fines secundarios, aunque sean nobles.
Sé que toco un problema delicado: quizás el más delicado entre los
muchos que se refieren al apostolado de los Institutos Seculares. Sé que
algunos Institutos tienen obras propias y necesariamente deben dar
orientaciones y directrices comunes a quienes a ellas se dedican. No
entro en este tema, que requeriría un tratamiento específico: me limito
a hacer notar que estos Institutos consideran obviamente en modo
diverso el significado y las modalidades de presencia en el mundo de sus
miembros; por ello adquieren tonalidades y estilos diferentes de los
hasta aquí señalados ya sea por la reseña, sea por las relaciones entre
Institutos y miembros en el ejercicio de sus actividades. Pero para los
Institutos que desean promover una presencia en las estructuras del
mundo, en las circunstancias, en los lugares, en las formas comunes de
los que, en una palabra, ha querido hablar en la presente relación, se
pide contemporáneamente, por títulos complementarios, la plena
reserva y la plena responsabilidad de cada particular en el campo de sus
obras.
En estos últimos veinte años han sido muchas las dificultades surgidas a
causa de las soluciones no claras de este problema. En el mundo actual,
tan justamente sospechoso de todo lo que se presenta guiado por fines
no declarados, es necesario que todos los Institutos Seculares
interesados trabajen concordemente para disipar tal equívoco,
conscientes de que, en caso contrario, su acción podría ser seria, e
injustamente, comprometida.
68
5. La formación para el apostolado
en los Institutos Seculares4
Reviste excepcional importancia para asegurar a los miembros de los
Institutos Seculares la fuerza de caminar libremente sobre los diversos
caminos del mundo según la vocación propia de cada uno, teniendo fe
en toda circunstancia en el empeño del amor indivisible por Dios y por
los hombres. Y puesto que la vida evoluciona continuamente, en el
ambiente y lo íntimo de cada miembro, la formación debe acentuar el
carácter de «permanencia» que se atribuye universalmente a toda obra
educacional.
Nota peculiar de la formación en los Institutos Seculares es la intensidad
consecuente a las limitadas posibilidades de tiempo del que disponen
personas que -para mantener la reserva sobre su condición- no quieren
separarse de la familia y del ambiente en que viven sino por períodos de
tiempo que puedan considerarse normales.
Por otra parte, su formación debe realizarse en estrecha y constante
interdependencia con su vida en el mundo, porque está orientada hacia
ella. Una alternativa demasiado marcada por amplios tiempos
formativos y por inmersiones en la realidad común no podría sino hacer
más difícil el logro de la radical unificación de los valores que representa
una condición irrenunciable para el éxito de los Institutos Seculares
(como, por otra parte, de toda expresión de vida cristiana).
La misma actividad comunitaria realizada en los Institutos Seculares
tiene un carácter casi exclusivamente formativo, es decir, está orientada
esencialmente a sostener a cada miembro para actuar su propia
vocación en la gran comunidad humana, ayudándolo sobre todo a
conseguir una visión teológica de las realidades concretas, que responda
a las exigencias y a las esperas de hoy, construida mediante una reflexión
común, entre personas que comparten una misma certidumbre y que se
dirigen hacia una misma meta.
4 El tema de la formación es muy vasto y de fundamental importancia para los Institutos Seculares,
como se ha puesto de relieve en el último párrafo del art. 11 de Perfectae caritatis. Aquí me refiero sólo al
apostolado de modo limitado, para respetar la armonía de la exposición. Es de esperar que en un próximo
convenio internacional de los Institutos Seculares el argumento sea tratado con la amplitud que merece.
69
Efectivamente, a pesar de la escasez de medios disponibles, los
Institutos Seculares disponen de apreciables disponibilidades
formativas, derivadas de su misma composición; en ellos confluyen
grandes personalidades, representantes de las más variadas condiciones
sociales, deseosos de comprenderse y ayudarse recíprocamente,
animados por un instintivo respeto, conscientes de la intención y
generosidad de ánimo de cada uno.
Existen Institutos en los que participan activamente obreros y
profesores universitarios, campesinos y diputados; vendedores
ambulantes y periodistas. Con el pasar de los años se amplía el arco de
las edades: se va desde los muy jóvenes a los ancianos, que requieren
ciertas exigencias, sensibilidad, ideas muy diversas. La exigencia de
encontrar una respuesta a los problemas, a veces urgentes, del propio
ambiente hace ardua y fatigosa la tarea de dar vida a encuentros y a
publicaciones capaces de interesar a todos y de ayudarles a encontrar
conjuntamente las líneas comunes de vida y de acción que sostienen
eficazmente a cada uno en su empeño específico. Éste es el camino: no
existe otro. La superación de las dificultades para «hacer comunidad»
espiritual y formativa en los Institutos Seculares es precisamente lo que
ofrecen las enseñanzas más útiles. Cuando se ha llegado a encontrar un
acuerdo sobre el modo de enfrentar -al menos en sus líneas esenciales-
una cuestión ardua, se puede estar seguro de haber dado un paso hacia
adelante en el camino que conduce a la verdad y a la acción constructiva
entre los hombres.
Así pues, aunque permanezcan totalmente escondidos y no
desenvuelvan una acción colectiva, los Institutos Seculares preparan
continuamente personas de las que el mundo actual siente,
inconscientemente, necesidad: hombres y mujeres calificados
religiosamente, con profunda formación interior, con voluntad de
auténtico servicio a Dios, hecha necesaria absolutamente por la
consagración; y junto a una capacidad para inserirse en el mundo, de
conocimiento desde dentro de sus problemas, de voluntad real de
servicio. Creando unidad en su mismo ánimo y con sus colegas de
Instituto, cada uno de los miembros aprende más lo que constituye el
arte más difícil y la tarea más urgente de hoy: unir las cosas temporales
a las eternas; conciliar, al menos en perspectiva, en la Iglesia y en la
sociedad, con respeto y diálogo, las posiciones más diversas.
70
Ninguna institución, fuera de los Institutos Seculares, quizás, se
encuentra en el cruce de los caminos que provienen de todos los puntos
del mundo y conducen al encuentro que llegará sin falta al final de los
tiempos.
GIANCARLO BRASCA
71
SOBRE LA OBEDIENCIA
EN LOS INSTITUTOS SECULARES
2. La obediencia de la Iglesia
a) Aun antes de que la Iglesia llegue a ser un «pueblo de Dios»
socialmente organizado en una estructura de oficios y carismas, es
Cuerpo y Esposa de Cristo, «lavada» y santificada por Él, unida en la
forma más íntima con su Espíritu y su actitud. Esta aparente Iglesia «ideal»
es siempre ya anticipadamente real en María, que recibió por gracia
especial el espíritu de absoluta disponibilidad ante el Dios trino: ecce
74
ancilla. En Ella no se da ningún tipo de dualismo entre mandamiento y
consejo, entre libertad y obediencia, entre mandato divino y propia
responsabilidad. Por eso puede también -en Caná- expresar su propia
voluntad (así como Jesús ante el Padre), porque la va a encauzar de
inmediato en la voluntad de Jesús: «Haced todo lo que Él os diga» (Jon
2, 5). Su obediencia es siempre deliberada de manera que (Ella) puede
reaccionar con la recta espontaneidad (Le 1, 29). Pero es, a pesar de
todo, como la del Hijo, una obediencia humanamente sobreexigida, que
a menudo no comprende (Le 2, 50; cfr. Mt 12, 48), que, en último
término, es conducida a la cruz.
Cercanos a este centro de la Iglesia están todos aquellos miembros
realmente santos de la Iglesia que, en cualquier forma de vida, eclesial
que sea, logran unir su voluntad en amor, renuncia y oración con la
voluntad divina.
b) Todo cristiano que conscientemente acepta la fe y recibe el bautismo,
se decide libremente a identificar en principio su actitud con la más íntima
actitud de la santa Iglesia, y a dejarse educar y purificar por ella en este
espíritu, pasando por encima de sus resistencias personales. Para poder
superar esta distancia entre la plena conformidad con la voluntad de
Dios y de la santa Iglesia y mi voluntad de pecador que se rebela
permanentemente, se les ha dado a los cristianos primeramente la
jerarquía ministerial, la Escritura y los Sacramentos, la predicación y la
pastoral. Notemos aquí que la estructura de la Iglesia nuevamente
representa una imagen de la unidad trinitaria entre igualdad
(democracia) y orden (jerarquía): todos en la Iglesia son hermanos, pero
entre éstos existe el servicio que deduce su autoridad de Cristo y que lo
representa. La unidad de ambos aspectos aparece claramente en la 2 a
epístola a los corintios, donde el Apóstol, en virtud del poder jerárquico,
toma decisiones, pero integra en ellas el acuerdo de la comunidad en
cuanto apela al mayor conocimiento que debía existir en ella, y que él
simultáneamente lo suscita exhortando. Igualmente dice la Ia epístola
de San Juan, que los cristianos sabrían y comprenderían todo, pero que
a pesar de todo, la epístola no estaba de más. De este modo, la
autoridad eclesial debe permanentemente clarificar aquello que la
Iglesia y sus miembros «propiamente» saben, lo que todo cristiano,
como creyente, acepta implícitamente y en libertad y no en uniformidad
sino de acuerdo a la pluralidad de los carismas, cuya unidad debe ser
vivida en el amor eclesial. Pero, generalmente ¡qué ineficaz queda esta
75
estructura eclesial, qué alejados permanecen la mayoría de los
cristianos de la conciencia, que su vida personal de fe debe ser
configurada a partir del santo espíritu eclesial de obediencia a Cristo y a
Dios! ¡Con cuánta frecuencia la Iglesia empírica oscurece el paso a la
comprensión de la Iglesia sin mancha! Qué extrínsecos, cuán
problemáticamente tensos están hoy el cristiano y la Iglesia,
precisamente hoy, en la época de la contestación y de la «desobediencia
creadora».
Aquí surge la importancia de la vida de consejos, que hace
inevitablemente cercana y concreta para un cristiano, la actitud de Cristo
y de la santa Iglesia en una forma de vida fundamentada por Cristo y
conformada de muchas maneras por la Iglesia.
3. El consejo de obediencia,
especialmente en los Institutos
Seculares
1. No nos corresponde aquí tratar sobre la pobreza y virginidad, tampoco
sobre la variedad de formas en que han sido vividos los consejos, sino
exclusivamente sobre la obediencia y su especial caracterización en los
Institutos Seculares. Pero, no se debería negar la doctrina formulada ya
desde la edad media y vivida prácticamente incluso con anterioridad, de
que los tres consejos se complementan y exigen intrínsecamente unos a
otros, de modo que, de uno de ellos se pueden orgánicamente deducir
los otros dos.
Tampoco se debería impugnar que el consejo de obediencia se funda en
el Nuevo Testamento. Pues sin duda los primeros discípulos, que ante la
llamada de Jesús abandonaron todo y lo siguieron, no lo podían
reconocer aún en sentido estricto como el Hijo de Dios; para ellos era un
hombre dotado de autoridad divina que «en lugar de Dios» se le podía y
debía obedecer (cfr. Heins Schurmann: «Der Jungerkreis Jesu als
Zeichen für Israel und ais Urbild des kirchlichen Ratestandes», Geist und
Leben, 36 (1963), 21 -35). Se ve también cómo los cooperadores de Pablo
le estaban disponibles con toda su existencia y son ocupados por él allí
donde los necesitaba.
76
Cuando más tarde la Iglesia aprueba reglas de órdenes y otras
comunidades y reconoce así la autoridad espiritual de sus superiores,
sucede en cada caso un reconocimiento de un soplo del Espíritu que
suscita, dentro de la gran Iglesia, un modelo más pequeño, más intenso
y más eficaz en el cual algunos cristianos pueden ser ejercitados en el
espíritu de obediencia de Cristo y de la santa Iglesia. Y puesto que Cristo
manda sólo como alguien humilde y obediente, puesto que igualmente
la Iglesia ejerce una autoridad auténtica en la humildad de Cristo, por
eso, en cualquier forma del estado de consejos, tanto el mandar como
el obedecer puede ejercerse sólo en el espíritu de la común obediencia
eclesial a Cristo. Nuevamente se entrelazan el aspecto democrático y
jerárquico. El que manda debe ser una persona espiritual, identificado en
lo posible con la actitud de Cristo y de la santa Iglesia; el súbdito no debe
graduar su propia obediencia según el grado de perfección de su
superior, pues éste sólo concretiza para él la regla, que remite a la
actitud de Cristo y de la santa Iglesia.
Y ahora, respecto a la obediencia en los Institutos Seculares.
2. En un Instituto Secular los miembros están comprometidos para con
Dios y su Reino por consejos evangélicos, en cuanto han adoptado una
responsabilidad permanente en una vocación-profesión secular ¿Cómo
se relaciona esta responsabilidad con la obediencia en la comunidad (y)
ante sus representantes? Antes que tratemos de responder, quisiéramos
recordar explícitamente dos consecuencias de lo anterior.
a)en Cristo y también en la santa Iglesia no hay tensión, no hay oposición
entre obediencia y propia responsabilidad. En el envío del Hijo por el
Padre, en el envío de los apóstoles por el Hijo, ambos aspectos están
plenamente integrados. Todo lo que el Hijo emprende, con la aplicación
de todas sus fuerzas de su capacidad humana de inventiva y de
realización, lo hace por impulso del Espíritu, para realizar la voluntad del
Padre.
b) en Cristo y en la Iglesia no hay, por eso, limitación alguna de la
disponibilidad. En cualquier situación el Padre dispone en el Espíritu
sobre todo el Hijo, y el Hijo dispone en el Espíritu en cada situación sobre
todo el quehacer de su apóstol.
A partir de esto se pueden establecer cinco proposiciones para los
Institutos Seculares. Según el carisma de una comunidad, pueden
aplicarse en diversas modalidades. Las proposiciones quieren, por eso,
77
ser entendidas como determinación de un marco general, que deja, por
lo demás, gran libertad.
1. Quien a causa de una especial vocación de Dios por la vida de consejos
entra en el especial servicio de Cristo y de su Reino, le pone a su
disposición -en el espíritu de la santa Iglesia- su vida entera, tanto la vida
espiritual como la vida temporal. El acto de entrega (o «consagración»)
por el cual esto sucede, comprende por tanto también su vocación
temporal y le transmite a ésta, aunque exteriormente permanezca
inalterada, una nueva cualidad que la pone -en una forma más íntima que
como sucede en el bautismo- en el más interior ámbito de la relación
Cristo-Iglesia, el cual es originalmente el ámbito sacramental. La
«consagración» no es un sacramento especial pero el consagrado inserta
voluntaria y explícitamente su vida en el sacramento originario y
procura, a partir de él, determinar el sentido de su vida. (Por eso se
puede llamar la «consagración» casi-sacramental).
2. El acto de consagración se realiza, sin embargo, esencialmente
dentro de una comunidad que concretiza a la santa Iglesia, que posee un
carisma auténtico, comunitario, que sobrepasa y comprende a los
miembros. Si esto no se acentúa, puede surgir la impresión en los
Institutos Seculares, que la comunidad no es más que un centro de
coordinación que tiene que cuidar por la suficiente formación y el
progreso espiritual de cada miembro, que está por tanto absolutamente
al servicio de ellos y que no puede esperar nada esencial de ellos. Esto
es teológicamente falso. Si la comunidad como tal tiene un carisma, que
concretiza a la Iglesia, entonces el miembro tiene el deber -a pesar de
toda su «secularidad»- de orientarse y adecuarse permanentemente por
este carisma.
El carisma especial recibe su expresión en los Estatutos; pero para que
éstos no sean pura letra sino espíritu vivo, requiere el encuentro
personal de los miembros, en el espíritu de los Estatutos, con los otros
miembros y en especial con su responsable. Estos están encargados de
cuidar que los miembros, tanto en su vida espiritual (oración,
mortificación, humildad, espíritu de amor) como en el ejercicio de su
profesión, permanezcan fieles al vivo espíritu eclesial de la comunidad y
se le asemeje cada vez más. Auténtica obediencia de consejo se expresa
aquí sin reserva, aunque siempre deba ejercerse en espíritu de amor
fraterno, en franqueza y confianza.
78
3. La obediencia ante los responsables, respecto a la profesión, será
pues siempre actual, cuando en la profesión está en juego el espíritu de
Cristo, de la santa Iglesia, de los consejos y del carisma de la comunidad.
Si un miembro estuviera en su trabajo peligrosamente amenazado, o si
el espíritu de la comunidad ya no se expresara en su trabajo, podría, el
superior -luego de suficiente información, consejo y conversación
fraternal- llevarlo a cambiar su puesto, en caso extremo tal vez también
a cambiar su profesión. En tales situaciones será importante que el
afectado no se empecine en su carisma o en su misión personal, sino que
piense en la disponibilidad total que implica la «consagración». Recuerde
también la gran movilidad que existe hoy en la vida profesional: a pesar
de la creciente especialización, las personas son trasladadas sin más de
una sección a otra en las grandes empresas, o un diplomático, de un país
a otro, etc. Sobre esta consideración natural, cada uno debe considerar
que la vida de consejos es una vida de renuncia y de abnegación, y esto
no sólo por un acendrado celo en el ejercicio de la profesión, sino
también y más aún por las humillaciones que le tocan en su propia
voluntad. Precisamente en los Institutos Seculares se encuentran con
facilidad motivos para protegerse de una tan sana educación a la cruz.
4. Para los que poco antes se incorporan, que aún no han elegido su
profesión, será conveniente que la elección de ella no suceda sin una
detallada y abierta conversación con los responsables o al menos con
miembros experimentados de la comunidad. Si el que se incorpora ya
ejerce su profesión, sólo en casos de excepción se podrá ésta poner en
duda; en cambio el responsable deberá cuidar que la profesión desde
ese momento sea ejercida con espíritu de plena disponibilidad para las
necesidades del reino de Dios y con la integración de toda la
responsabilidad que ello implica. Si la composición de la comunidad lo
permite, es muy útil, si para los campos más importantes hay consejeros
competentes a disposición; pueden liberar al Superior de preocuparse
de cuestiones profesionales en las cuales es poco o nada competente En
las decisiones profesionales más importantes, los miembros se dejarán
aconsejar no para transferir a otros la propia responsabilidad, sino para
estar seguros de actuar en el espíritu de la comunidad.
5. En la medida de lo posible, la comunidad como tal debería ser ayuda
y ejemplo para cada individuo. Según Pablo, todos deberían obedecerse
mutuamente (Flp 2, 3; Ef 5, 2). Los Institutos Seculares deberían
conservar tanta vida de comunidad como para que cada uno participe
79
de este beneficio. Este no excluye, naturalmente, que también cada cual
y especialmente en su ambiente secular procure aprender tanto como
sea posible por el contacto con los hombres, es decir, que conserve en
el Espíritu Santo la permanente disponibilidad, en cualquier situación
concreta -también ante los no creyentes- de acreditarse en el sentido de
Cristo y de la Iglesia, sin dejar a parte lo que puede informar, estimular y
edificar.
Con esto ciertamente no están ni con mucho aludidas o solucionadas
todas las preguntas prácticas. Pero pudimos al menos constatar, que los
problemas en espíritu cristiano son siempre solucionables. Donde tal vez
reglamentaciones jurídicas fracasan, sigue ayudando el espíritu de amor
y de disponibilidad que une a todos -a los responsables y a los demás- en
la misma actitud. Y hemos visto, sobre todo, que la obediencia en los
Institutos Seculares teológicamente considerada de ningún modo es un
hijastro al margen del estado de consejos, sino que precisamente esta
forma de obediencia coincide del mejor modo con los misterios
centrales de la revelación cristiana.
HANS URS VON BALTHASAR
80
LA POBREZA EN LOS
INSTITUTOS SECULARES
1. Cristo pobre
Cristo, al asumir la naturaleza humana para salvar a los hombres, escogió
una pobreza que sobrepasa toda nuestra capacidad de imaginación y de
comprensión y que será por eso mismo para siempre un misterio para
nosotros. «Se anonadó, tomando la forma de siervo...» (Flp 2, 7), «se hizo
pobre siendo rico» (2 Co 8, 9), hasta el punto de asumir todas las formas
de la pobreza humana.
La pobreza del pesebre: «María le envolvió en pañales y le acostó en un
pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón» (Le 2, 7).
La dura y laboriosa vida de Nazareth, donde no pudo gozar otra cosa que
la modesta comodidad de una familia obrera y donde era, a los ojos de
todos, «el hijo del carpintero» (Le 4, 22).
Las fatigas y las privaciones en el transcurso de su vida pública,
conducida en el seno de una comunidad errante que bien conocía el
hambre, la sed, el cansancio: «no tenían tiempo ni para comer» (cfr. Me
6, 31); Él vive de limosnas, gracias a la ayuda de san tas mujeres y de
algunos amigos. Nada le pertenece, tanto que podrá decir: «el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8, 20).
La humillación del calvario y la muerte en la cruz, en la pobreza más
completa, abandonado de todos, y hasta del Padre.
Tanto en el transcurso de su vida privada como en el de su vida pública
no trata en ninguna manera de llamar la atención sobre sí mismo con
actitudes vistosas o con un extraordinario ascetismo: Jesucristo usa los
bienes de la creación y no rehúsa ni las invitaciones de los ricos: Zaqueo,
Betania, ni ir a las bodas de Canaán. Pero al mismo tiempo sabe muy bien
renunciar a todos estos bienes: ayuna durante cuarenta días en el
desierto, nadie pudo acusarlo nunca de amar el dinero, jamás obtuvo
ninguna ganancia de sus prodigios, ni para sí ni para los suyos.
Lo que más nos impresiona en Él es la perfección de su libertad, tanto
con respecto a las personas como a los bienes materiales, y
precisamente esta libertad constituye la más completa expresión de su
82
pobreza interior. Para imponer su doctrina, Cristo no recurre ni al
prestigio, ni a la gloria, ni a la potencia de los medios: quisiera esconder
aun sus milagros: «Que nadie lo sepa», les dice a menudo a quienes ha
curado (Mt 9, 30). Y anuncia al mundo la Buena Nueva con medios
sencillos: la acogida, la misericordia, la ayuda. Recibe con bondad a
todos aquellos que vienen a Él y muestra, en todo caso, una predilección
por los más desamparados: «Cuando hagas una comida, llama a los
pobres, a los tullidos, a los cojos y a los ciegos» (Le 14, 13). No impone
sino que propone, «si tú quieres» (Mt 19, 21). Y sobre todo, como hace el
pobre, espera de cada uno alguna cosa: a todos pide la fe que abrirá su
corazón al Amor suyo.
La pobreza que Cristo ha vivido -privaciones materiales, menosprecio de
los bienes de la creación, renuncia a cualquier forma de dominio o de
posesión- no es, en realidad, sino una de las expresiones de su radical
dependencia del Padre. No ha venido, pues, a este mundo sino para
cumplir la voluntad de quien lo ha mandado, y así «no hace nada de sí
mismo» (Jn 8, 28) porque todo lo que es, todo lo que posee, Jesucristo
lo recibe eternamente de la plenitud de Dios. Al revelamos esto, nos
hace comprender que hay un gozo inmenso en no poseer nada y en el
recibir todo.
Porque bien sabía Él, el Señor, que los bienes de este mundo son a
menudo para nosotros el gran obstáculo para la consecución de nuestra
liberación interior: por eso nos ha advertido: «será difícil a los ricos entrar
en el Reino de Dios» (Mc 10,23).
2. La pobreza evangélica
Este es el ejemplo que el Señor nos dio, ésta la enseñanza que nos
propone. Nadie puede ser su discípulo si no renuncia a todos sus bienes
y a sí mismo para entrar, teniendo confianza en la gracia, en el misterio
de la pobreza de Cristo.
Qué significa todo esto en concreto, sino que el cristiano debe morir
como hombre camal y egoísta, debe morir para un mundo basado
solamente en el interés insaciable de posesión y de gozo, y debe renacer
a la vida de Dios en un mundo redimido, cuyos bienes tiene por misión
consagrar a la gloria del Creador y al servicio de sus hermanos.
83
Esto significa entrar en el misterio de la pobreza de Cristo, ésta es la
«metanoia» evangélica.
Semejante profunda conversión pone ante todo al cristiano en su justo
lugar delante de Dios, en su sitio de criatura que no es nada, que no
posee nada por sí misma. Y, al mismo tiempo, la pobreza hace «cumplir
al cristiano -según la expresión del padre Congar- la plena verdad de la
relación religiosa que nos une a Dios y, al mismo tiempo, a los hombres,
nuestros hermanos» (Concilium, n. 15, 52). Y puesto que esta relación
religiosa es a base de fe, de esperanza y de caridad, se puede afirmar que
la pobreza es la premisa necesaria de las virtudes teologales de tal modo
que -continúa afirmando el padre Congar- «reviste ella misma un
carácter teologal» (pág. 53).
Efectivamente, el pobre según Cristo es aquel que ha comprendido su
radical dependencia de Dios y la proclama durante toda su vida como lo
hizo Jesucristo; aquel de quien el Dios vivo es el verdadero y solo
soberano, el solo Señor; aquel cuya fe ha alejado de su vida toda forma
de idolatría, porque ha comprendido la palabra del Señor: «nadie puede
servir a dos señores» (Mt 6, 24).
El pobre, según Jesucristo, deposita en Dios sus esperanzas. De hecho la
riqueza otorga al hombre una especie de autonomía y corre peligro de
hacerle creer que ya no tiene nada que pedirle a Dios, nada que esperar,
y que puede prescindir de Dios, pudiendo bastarse a sí mismo. A partir
de ese momento el rico hace gravitar su vida sobre sus bienes, sus
intereses, su porvenir; Dios ya no es para él el Padre lleno de afectuosa
solicitud que conoce nuestras necesidades, que dona a los pajarillos su
alimento, a los lirios del campo su esplendor y que hará mucho más» por
sus hijos.
El apego a las riquezas destruye la esperanza cristiana, éste cierra
también el corazón a la caridad porque vuelve al hombre insensible al
amor de Dios y destruye en él el sentimiento de la fraternidad. Bien
sabemos que el amor por el dinero es causa de enormidad de lites e
injusticias y de tanta indiferencia y sufrimiento. La renuncia que la
pobreza obra en nosotros es la premisa indispensable para una
verdadera caridad.
Condición de la vida teologal, la pobreza nos pone en esta dependencia
radical de Dios en la cual Cristo es el modelo. Una tal dependencia exige
de nosotros la más total liberación interior y por esto mismo nos impone
84
una cierta actitud frente a los bienes de este mundo que nosotros
tenemos la misión de administrar según el plan de Dios.
De hecho, no se deben asimilar pobreza evangélica y pobreza material.
En lo económico, la pobreza se define como privación de satisfacciones
consideradas normales en el ambiente en el que se vive. Ésta es pues
relativa a un cierto ambiente, tanto es verdad que el pobre de la
sociedad occidental aparecería como rico en un país subdesarrollado.
Actualmente, la sociedad de consumo en que vive una parte del mundo
tiende cada vez más a asegurar a todos sus miembros seguridad y
confort y hacer desaparecer paulatinamente las privaciones de orden
material. Si la pobreza evangélica exigiera esta pobreza material, ningún
rico podría responder a la llamada de Cristo y hasta podría llegar un día -
al menos así parece- en que ésta no podría existir sino muy difícilmente,
por lo menos en algunos países. Pero, en cambio, todo cristiano está
llamado a la pobreza evangélica: esto significa que ésta no se reduce
solamente a las privaciones de orden material. Por consecuencia,
renunciar a un cierto grado de riqueza para librarse de las
preocupaciones de los negocios, no significa en absoluto ser virtuoso y
es solamente una forma de egoísmo. Y si el objeto es asegurarse la
tranquilidad de espíritu útil para la consecución de un ideal filosófico,
científico o artístico, aquí también viene a faltar la pobreza cristiana.
Llegar al punto de donar a los pobres todos sus bienes, hasta compartir
íntegramente su suerte, puede ser una protesta útil contra el
individualismo: es una animosa filantropía de gran valor y que, de algún
modo, ya prepara el advenimiento del Reino, pero que sin embargo no
es, en cuanto tal, la virtud evangélica de la pobreza.
Ella no se realiza ni siquiera poniendo en común sus propios bienes en el
marco de una comunidad, si ésta es una de las formas que asume a veces
la práctica de la pobreza, porque la verdadera pobreza va mucho más
allá. Es la disposición interior que anima esta práctica y la somete a la
voluntad de Dios. La pobreza evangélica es esencialmente una actitud
interior con respecto a la riqueza; y esta actitud es el desapego.
Desapego que nos permite «disfrutar de los bienes de este mundo como
si no se los disfrutara» (1 Co 7, 31), y que libra a nuestro corazón de los
deseos insensatos y funestos «y de todos los males cuya raíz es el
dinero» (cfr. 1 Tm 6, 9-10). Este desapego de los bienes creados y de
nosotros mismos nos hace disponibles a Dios y a nuestros hermanos.
85
Si la riqueza, causa frecuente de celos y división, crea entre los hombres
un alejamiento, la pobreza, en cambio, abre el corazón a la compasión y
comprensión, nos hace escuchar el poderoso grito de la miseria de dos
mil millones de hombres que sufren hoy el hambre, que son las víctimas
de la codicia de los potentes, que sufren por todas las formas de
injusticia. Pero este amor hacia los más pobres que ella despierta en el
corazón del cristiano es una pura ilusión, si no se acompaña de una
acción que cambie las estructuras económicas y sociales, de un esfuerzo
para sacar a los pobres de su miseria y permitirles conquistar la
educación, la instrucción, la formación técnica.
Dios puso los bienes de este mundo a total disposición de toda la
humanidad; el acaparamiento de estos bienes por parte de un pequeño
grupo de personas en daño de los demás hombres, contrasta con el
designio de Dios; la pobreza que exige del cristiano, según el ejemplo de
Cristo, la total sumisión a la voluntad de Dios, le impone compartir lo que
posee con aquellos a quienes les falta todo, obligarse a la construcción
de un mundo más justo y más humano, y poner todo en obra para
combatir el subdesarrollo. San Pablo dice claramente: «se trata de que
haya equidad» (2 Co 8, 13) y Santo Tomás precisa: «desde el punto de
vista de su provecho, el hombre no debe poseer los bienes materiales
como cosa suya propia, sino como bien común», (S. Th., q. 66, a. 6),
porque nosotros somos todos hijos de un mismo Padre y, por
consiguiente, nuestros bienes, cualesquiera que sean, no nos
pertenecen en propiedad: ellos son un medio que se nos da para que
todos juntos vayamos hacia nuestro Padre común. Aquí se conciertan
pobreza y justicia.
Esta actitud exige que el cristiano sea interiormente despojado de lo que
aparentemente le pertenece, y que se considere no como propietario
sino como gestor por cuenta de Cristo.
La pobreza, comprende, pues -en un cierto sentido- la humildad y la
justicia. Condición de nuestra vida teologal, ésta regula al mismo tiempo
nuestras relaciones con nuestros hermanos y nuestra presencia en el
mundo, tanto que se nos presenta como una de las virtudes evangélicas
fundamentales. Partiendo de esta base, podemos comprender mejor el
ejemplo de Cristo y su advertencia: sin pobreza no puede haber vida
verdaderamente cristiana.
86
3. La pobreza en los Institutos
Seculares
Las exigencias de la pobreza según Jesucristo, así como se nos
presentan en un análisis sólo superficial, son precisamente, me parece,
las que nuestras Constituciones promueven, insistiendo sobre el modo
concreto de vivirlas.
Desde luego, según los diferentes carismas de cada uno de los Institutos,
la luz proyectada sobre la pobreza evangélica varía un poco de un
Instituto a otro, lo cual es normal porque todas las formas de pobreza
son buenas, y la práctica de esta virtud, aun tomando sus más diversos
aspectos, jamás podrá alcanzar toda la profundidad de la pobreza de
Cristo.
Cualesquiera que sean las variantes en los medios, el objetivo por
alcanzar es idéntico para todos los Institutos Seculares: se trata de
ayudar a cada uno de los miembros llamados a esta vocación, a seguir la
vía de Cristo hacia una renuncia cada vez más completa.
Esta renuncia, para que no sea una ilusión o una hipocresía, debe
concretarse en actos de efectiva pobreza; para ayudamos a la
consecución de este fin nuestras Constituciones en su conjunto insisten
-por lo menos así parece- en tres puntos esenciales: el espíritu de
gestión, la repartición y el amor a los pobres.
a) El espíritu de gestión. Nace de la conciencia que se adquiere de que
nada nos pertenece en propio: ni nuestro tiempo, ni nuestras fuerzas, ni
nuestra salud, ni nuestra cultura, ni nuestro dinero. Todo lo que tenemos
nos ha sido confiado en gestión. Por lo tanto, no poseer nada significa
depender de los demás, depender de los acontecimientos, vivir del
trabajo propio y conocer la inseguridad, carecer a veces de lo necesario.
Administrar los bienes por cuenta de otro, significa disponer de estos
bienes según la voluntad de su propietario y no según su propia
voluntad, significa tener mayor cuidado de ellos precisamente porque
no nos pertenecen, significa hacerlos fructificar, para no incurrir en la
desaprobación que justamente recibe el servidor que no se ha valido de
sus capacidades. En una palabra, significa realizar la mejor gestión
posible, empleando todas sus fuerzas, pero con conciencia siempre
activa y presente, de que se actúa en nombre y por cuenta de otro.
87
Semejante actitud es altamente purificadora y constituye una guía
luminosa aun para las decisiones prácticas. Ella nos permite discernir las
necesidades reales de las necesidades ficticias, de despojamos de todo
aquello que no es esencial, de poseer los bienes terrestres sin ser
poseídos por ellos. Nosotros no sabríamos llegar a esta actitud sin
imponemos privaciones voluntarias, no porque la privación sea un bien
en sí, sino porque ella es un medio de liberación.
94
jurídicas, a propósito de las cuales es lícito preguntarse si éstas
verdaderamente responden a las condiciones de nuestro estado laical.
Desde luego, yo no desestimo estas prescripciones. No somos sino seres
humanos y por consiguiente débiles y estas prescripciones pueden
servimos de apoyo; pero ¿no pueden, quizás, contener el riesgo de
damos una visión restringida de la pobreza, y facilitar a veces una cierta
tendencia al formalismo? Por otra parte, no siempre se adaptan a
nuestro estado laical y no nos traen necesariamente el dinamismo
vivificador que precisamos; el apego, por ejemplo, no está
proporcionado a la entidad de los gastos, y en un mundo en el cual la
riqueza asume múltiples formas, el espíritu de posesión no se limita al
apego a los bienes materiales. De hecho, ¿no es acaso rico quien dispone
de medios técnicos, que puede concederse algún tiempo libre para
dedicarse a actividades desinteresadas, aquél que posee el saber y
diplomas que le permiten cuidar por sí mismo del progreso de su carrera
y tener acceso al ejercicio de importantes actividades en el lugar en que
vive? ¿No es acaso rico el hombre culto que «menos sujeto a las cosas»
puede establecer contactos con civilizaciones diversas, abrirse a los
valores más nobles de la verdad, del bien, de lo bello... y «más fácilmente
elevarse al culto mismo y a la contemplación del Creador»? (GS 57). Las
normas jurídicas ¿pueden acaso indicamos cómo poseer con alma de
pobre semejantes riquezas?
¿No sería mejor insistir en las exigencias interiores de la pobreza y sobre
las responsabilidades personales que la posesión de la riqueza trae
consigo? ¿No hemos entendido demasiado estrechamente este «uso
definido y limitado» del cual habla Próvida Mater? Adoptando tales
prescripciones hemos, de hecho, reducido la enseñanza que nos daba la
constitución de 1947, y, por falta de imaginación, hemos ido a buscar
nuestra inspiración en la vida religiosa contentándonos con suavizar las
obligaciones que tienen un sentido en esa forma de vida y no pueden
tenerla para nosotros que no vivimos en comunidad.
¿No vamos a expresar nuestra vocación de una manera verdaderamente
nueva? Pongo la pregunta deseando que nuestros intercambios aporten
una cierta luz a este propósito.
Aun cuando el responsable, en un Instituto Secular, no es un superior,
no por esto es menor su deber de ayudar a los miembros del Instituto a
buscar y poner en práctica la voluntad de Dios; por su parte, cada uno de
95
los miembros tiene el deber de solicitar esta ayuda, de recurrir a este
consejo esclarecedor, aun cuando para la mayoría de los casos, el
responsable no da órdenes ni permisos, sino más bien sólo consejos para
ayudar a vivir una pobreza más auténtica.
Sin embargo, hay que reconocer que si la función del responsable es, en
todos los Institutos, la de ayudar a cada uno a vivir una auténtica
pobreza, el modo de desempeñar esta función varía de un Instituto a
otro: en un Instituto, los permisos que deben solicitarse para el uso de
los bienes y el control de los gastos, se presentan de buen grado como
útiles medios pedagógicos en la búsqueda de la voluntad de Dios:
además, no hay permisos ni control propiamente dicho y se hace
hincapié en el diálogo abierto y leal con el responsable, diálogo que debe
conducir a cada miembro a organizar su vida en función de las exigencias
de la pobreza evangélica: en otro más, la confrontación con el punto de
vista del grupo reemplaza en una cierta medida, el diálogo entre dos.
Esta diversidad misma nos debe impulsar a precisar juntos de una
manera más propia el papel de los responsables en la búsqueda de una
pobreza auténtica.
e) El grupo. En cuanto al apoyo del grupo, éste también es ciertamente
muy útil. Es muy cierto que cada uno de nosotros conserva su situación
y sus bienes y que, en consecuencia, el vínculo entre nosotros es poco
aparente. Pero no por esto es menos real y protector. Además de la
alegría del camino en común, el diálogo entre nosotros mismos es cada
vez ocasión para examinamos nuevamente, lo cual constituye un
estímulo y una garantía de autenticidad.
También sobre este punto, un examen más profundo me parece
necesario, y quiero esperar que nuestras discusiones en común puedan
servir para iluminamos mejor.
f) La formación. Escuela de pobreza en razón de su fuerza espiritual, de
sus Constituciones y gracias a la ayuda fraternal, es también el Instituto,
y no menos, por la formación que nos propone. En el decurso de toda
nuestra vida, esta formación debe servimos de estímulo para mejor
penetrar en la bienaventuranza de la pobreza en toda su amplitud:
damos plena conciencia de nuestras responsabilidades con respecto a
los bienes creados, enseñamos a administrar los bienes temporales
según los designios de Dios, llevamos a asumir libremente nuestras
responsabilidades hacia nuestros hermanos e impulsamos a participar,
96
en los límites de nuestras posibilidades, en la construcción de un mundo
más humano.
¿Cómo podrá la formación alcanzar este fin? Entiendo que también este
problema podría ser objeto de nuestros intercambios de ideas. Nuestra
búsqueda es tanto más importante en cuanto la pobreza es una
condición de nuestra vida apostólica; esto resulta claramente de la
misma vida y de la enseñanza de Cristo; hoy más que nunca el mundo
tiene necesidad de- este valor evangélico.
100
Este es el ideal que Cristo nos propone y cuyas exigencias Él mismo fue
el primero en vivir. Ésta es la condición para entrar en el Reino, ésta es la
puerta estrecha a través de la cual nosotros hemos decidido libremente
querer pasar: puerta que se abre hacia el gozo, pero que nosotros no
podremos atravesar solos porque la pobreza evangélica sólo Dios nos la
puede dar.
JEANNE METGE
101
cuenta tanto las enseñanzas del Evangelio como la doctrina del Concilio
Vaticano II, referentes a este asunto.
103
la castidad es la relación específica hombre-mujer y más en particular, el
amor humano que define esa relación.
Esta visión del ámbito de la castidad para ser enteramente realista no
puede, sin embargo, ser ajena al hecho de la experiencia, confirmado por
la revelación cristiana, de un desequilibrio íntimo de la persona,
determinado básicamente por el pecado, y agudizado por otros muchos
factores culturales, ambientales, etc., que trasmite a la sexualidad
humana dos características muy acusadas: Ia. Una fuerza preponderante
en las manifestaciones físicas o corporales de la sexualidad: 2a. un
reforzamiento de la tendencia egocéntrica de la sexualidad.
Características que, como es natural, deben ser muy tenidas en cuenta
en la valoración de la castidad.
b) Valor humano y cristiano de la castidad. Históricamente, los «mitos» y
«tabúes» del sexo han contribuido en no pequeña medida a una
desorbitación de la castidad, unas veces sobrevalorándola
morbosamente en el orden moral, otras deformándola hacia una
concepción individualista y egocéntrica, otras haciéndola rígida y
estrecha. Por otro lado, las modernas investigaciones y las tendencias
de la civilización del confort, por reacción pendular, han llevado a lo que
hoy podríamos llamar «la liberación del sexo».
En medio de todas estas alternativas, podemos y debemos hoy afirmar
con la misma fuerza de siempre, y quizás mayor, la vigencia y valor de la
castidad, no sólo desde un punto de vista cristiano, sino también en una
consideración puramente humana. El hecho de que la sexualidad
constituya realmente uno de los pilares básicos de la convivencia
humana e ingrediente esencial en el desarrollo de la persona y de las
relaciones interpersonales, unido al hecho, también indiscutible, de la
proclividad egocéntrica a romper el equilibrio en toda relación
interpersonal, especialmente en la relación hombre-mujer, son
suficientes para hacer patente que la castidad debe ser considerada
como una actitud humana fundamental desde el punto de vista ético.
Por otro lado, la condenación clara y tajante de la fornicación y el
adulterio que hacen las Sagradas Escrituras y que la Iglesia ha
corroborado sin vacilar a lo largo de los tiempos, confirman también a la
castidad como una actitud y un valor esencial dentro del cristianismo.
Estas claras afirmaciones de principio, sin embargo, deben ser ilustradas
con algunas consideraciones en tomo a las ideas expuestas
104
anteriormente y con otras enseñanzas evangélicas que permitan arrojar
una mayor luz sobre el valor cristiano de la castidad y asignarle
plenamente el papel que le corresponde en la actuación y en la vida de
los cristianos de hoy, especialmente de los seglares consagrados.
Una primera y fundamental expresión del valor cristiano de la castidad
evangélica hay que buscarlo en la afirmación de que el hombre,
especialmente el cristiano, es «habitación del Espíritu Santo», es
«miembro de Cristo» y por eso todo su ser, su cuerpo y su alma, deben
servir a la edificación del «reino de los cielos», deben estar sujetos al
«nuevo mandamiento del amor», con el que ya en este mundo se ha de
ir edificando el reino de los cielos.
Es decir, desde el momento en que el hombre es o está llamado a ser
«morada del Espíritu» y «miembro de Cristo», esta dignidad (que encierra
la de la persona y la del hijo de Dios) no puede ser profanada
convirtiendo a las otras personas en simples objetos de gozo personal o
subordinando a los goces puramente animales, sino que ha de ser
mantenida y acrecentada en la única forma de amor que engrandece
simultáneamente la propia persona y las personas de los demás: el amor
que tiene en Cristo su inspiración y su final.
Una mayor concreción de este valor se encuentra en la idea evangélica
de que la castidad no es una simple continencia exterior, sino sobre todo
la rectitud interior del corazón, en relación con la mujer. Este amor, pues,
en el que se debe instaurar el cristiano para servir al reino de los cielos,
para ser digna morada del Espíritu, debe ser un amor que dignifique
realmente la propia persona (sentimientos, afectos, deseos, actitudes
interiores y exteriores) en lo que respecta a las relaciones hombre-
mujer. Por eso el que mira a la mujer del prójimo con mal deseo ya ha
adulterado en su corazón, porque ha destruido su propia dignidad de
hijo de Dios.
Pero, además, esta propia dignificación en el amor debe llevar consigo
necesariamente la dignificación de la otra persona, la propia rectitud
interior debe lograrse precisamente en el reconocimiento real de la
dignidad de la otra persona, en definitiva, en el amor que acepta y sirve
a la dignidad de esa otra persona, a su condición de hijo de Dios. Por eso
«no es lícito dar libelo de repudio», ya que la condición de la mujer en
nada debe ser inferior a la del hombre, pues Dios no lo quiso así.
105
Y tanto la propia dignificación como la dignificación de la otra persona,
íntimamente ligadas, responden a un iónico objetivo y finalidad:
instaurar el nuevo mandamiento del amor a Dios y al prójimo, incoar ya
en este mundo el reino de los cielos, en cuya plenitud ya «no habrá
hombre y mujer», sino que todos serán por igual hijos de Dios unidos en
la plenitud del amor en Dios.
Todo este contexto de aspiraciones e ideas cristianas acerca del
problema de la relación hombre-mujer constituyen el marco más
adecuado y el mejor indicativo dentro del cual pueden desarrollarse toda
una serie de matizaciones de la castidad, a partir de las características
que antes se señalaban como propias de la sexualidad.
En primer lugar, la castidad cristiana aparece como una actitud
esforzada y permanente de establecer en las relaciones hombre-mujer,
a las que el individuo se ve inclinado por su instinto sexual, un equilibrio
de «amor inteligente», de acuerdo con los propósitos generales y de
conjunto que guían la vida de cada individuo y en conformidad
circunstancial que rigen cada relación concreta interpersonal. Este amor
inteligente (amor libre y consciente) requiere que exista y se promueva
una voluntad auténtica de donación propia, en el que se sabe lo que se
puede y debe dar y recibir de acuerdo con el propio y ajeno aprecio de
los valores, en el que existe un pacto mutuo, expreso o tácito, de los
términos en que se debe mover esta mutua donación, en el que haya una
voluntad de ser fiel a este amor pactado.
En segundo lugar, este equilibrio de amor inteligente hacia otra persona
implica y requiere necesariamente una disciplina o ascesis de equilibrio
personal, es decir, una tarea de educación, de dominio, de desarrollo de
los propios sentimientos, afectos, tendencias e ideas en forma tal que
pueden servir, no sólo a ese equilibrio íntimo de la persona, sino también
y muy particularmente al logro de ese necesario equilibrio interpersonal,
es decir, a un verdadero enriquecimiento de los valores de la otra
persona a través del ejercicio y donación de los propios valores.
Dentro de todo este contexto de ideas, es necesario recalcar una vez
más que la castidad, como actitud virtuosa cristiana, no es ni puede ser
una actitud «individualista» sino propiamente «social» y «comunicativa».
Quiere esto decir que los propósitos y esfuerzos de la castidad no tienen
un fin puramente «inmanente», no sirven ni están dirigidos únicamente
a un solo sujeto (el que los realiza), sino que están dirigidos y sirven a
106
otro sujeto (la mujer o el hombre) hacia el que necesariamente deben
transcender.
Y de acuerdo con ello es claro que el valor de la castidad cristiana no
reside ni consiste principalmente en la represión pura y simple del
instinto sexual y sus manifestaciones, sean cualesquiera las normas o
reglas a las que se trate de acomodar esa represión o liberación (aun
cuando deba existir necesariamente una disciplina, un autodominio de
esas manifestaciones), ni en la simple contención de la sexualidad
(aunque necesariamente deba existir una moderación), ni tan siquiera
en la purificación por el fuego del sacrificio y la mortificación del pecado
simbolizado en la sexualidad (aun cuando los esfuerzos y sacrificios
anejos a la castidad deban tener también un sentido de purificación
personal del pecado), sino más bien como el encauzamiento de las
fuerzas contenidas en la sexualidad hacia la dignificación de la propia
persona y de las relaciones interpersonales hombre-mujer dentro del
nuevo mandamiento del amor a Dios y al prójimo.
Este sentido de la castidad es, por otro lado, perfectamente válido para
todo tipo de relación concreta hombre-mujer, sea ésta conyugal,
familiar, fraternal, amistosa, etc. Ya que en toda relación hombre-mujer
intervienen los caracteres peculiares de uno y otro, aunque en forma y
grado distinto según los casos, creando un mutuo atractivo especial y
también unas posibilidades especiales de mutuo enriquecimiento. Y en
todos los casos la castidad debe impulsar no precisamente a establecer
barreras mutuas, sino a encauzar el mutuo atractivo hacia el logro de
aquella forma de amor mutuo exigido por los caracteres de esa relación
concreta y hacia aquellas manifestaciones que sean las más adecuadas
para el enraizamiento de ese amor y la dignificación y enriquecimiento
de ambas personas.
Está claro que esta forma de entender la exigencia de la castidad no
coincide exactamente con una interpretación limitativa, coercitiva o
privativa en las relaciones hombre-mujer bastante frecuente entre los
cristianos. Pero está claro también que ese sentido fundamental de la
castidad, además de ser perfectamente evangélico, intenta poner bajo
una luz verdaderamente cristiana y humana el hecho fundamental del
amor humano y concretamente de las relaciones generalizadas entre el
hombre y la mujer, tan olvidado frecuentemente al hablar o tratar de la
castidad, cuando en realidad está en la misma base de la sexualidad y es
107
una de las fuerzas más definitivamente determinantes de la conducta
humana y social.
Asimismo, es evidente también que este sentido de la castidad no puede
ser en modo alguno entendido como una liberación de todo freno en las
relaciones hombre-mujer. Por eso es preciso insistir con toda fuerza en
que ese amor mutuo al que impulsa la castidad en toda relación hombre-
mujer debe tener como uno de sus ingredientes esenciales la propia y
ajena dignificación y elevación personal, y por tanto, debe ser resultado
de una verdadera ascesis y disciplina personal y mutua. Más aún, en el
cristiano no puede lograrse sino dentro de un contexto de vivencia
auténtica y sincera de la fe, de fidelidad a todas las exigencias de esa fe
y, en concreto, de un desarrollo esforzado de la relación personal con
Dios en la oración.
A la luz de todas estas ideas vemos confirmados los que han sido
principios fundamentales tradicionales desde el punto de vista de la
castidad. Vemos cómo la unión física o conyugal entre hombre y mujer
(que tiene una finalidad esencialmente generativa) sólo es aceptable
moral y cristianamente cuando responde a una relación de amor mutuo
que busca la mutua entrega y dedicación total en la unión permanente y
en la cooperación conjunta a la empresa de la procreación, es decir, en
el matrimonio.
Vemos cómo toda manifestación sexual que intencionalmente o
efectivamente esté abocada a la unión física, sea en el individuo solo o
en la pareja, y sólo responde a un deseo de gozo personal es moral y
cristianamente inaceptable, sencillamente porque no responde a la
necesaria exigencia de amor y dignificación personal que impone la
castidad.
Vemos, incluso, cómo todo deseo o experiencia sexual directamente
queridos o buscados por el individuo y que encuentra su última
resolución únicamente en el gozo individual interno o externo es
también moral y cristianamente inaceptable, sencillamente porque está
fuera del orden de proyección amorosa a que naturalmente impulsa esa
sexualidad.
Pero, al mismo tiempo, vemos también cómo existen formas múltiples y
variadas de manifestación mutua (en el orden de los sentimientos,
afectos e incluso expresiones externas) que ciertamente nacen del
atractivo peculiar entre el hombre y la mujer, que pueden servir de
108
manera real y efectiva al establecimiento de otros tipos de relación de
amor mutuo entre hombre y mujer hacia los cuales puede y debe
impulsar la castidad, sencillamente porque son enriquecedores del
hombre y de la colectividad humana.
En definitiva, es indudable que un sentido y vivencia de la castidad que
pone su mayor empeño en el logro de un auténtico amor humano y
cristiano en todo tipo de relación hombre-mujer, que trata de encauzar
las fuerzas diversas y variadas de la sexualidad hacia ese auténtico amor,
que se esfuerza en una tarea de ascesis y disciplina personal de esas
fuerzas para ordenarlas en función de ese amor conseguirá a la corta y a
la larga un mayor enriquecimiento y equilibrio de la persona, una mayor
disponibilidad para servir al reino de Dios en las condiciones de este
mundo temporal, una mayor liberación y una menor preocupación
frente a las tensiones biológicas que inevitablemente lleva consigo la
condición sexual del hombre y la mujer y frente a la «obsesión sexual» a
la que con frecuencia conduce un sentido negativo y limitativo de la
castidad, por más motivaciones espirituales y sobrenaturales en que
quieran apoyarse tales limitaciones.
Y, por otro lado, es también indudable que tal sentido y vivencia de la
castidad conservará todo su valor y vigencia, todas sus exigencias, tanto
en la vida dentro del matrimonio como fuera de él de tal modo que la
castidad, para el hombre y la mujer casados será algo más, mucho más,
que «usar sólo y bien del propio consorte». Y para el hombre y la mujer
solteros será también algo más, mucho más, que «no gozar de mujer u
hombre». Más aún, este sentido y vivencia de la castidad será la mejor
base de partida para una auténtica vivencia del celibato o la virginidad
en el hombre y la mujer consagrados en el mundo.
c) La castidad virginal La Iglesia, siguiendo fielmente las enseñanzas
evangélicas, ha otorgado un valor especial desde el punto de vista
cristiano a la virginidad. Esto nos obliga a hacer una consideración
especial de la castidad virginal dentro del panorama de la castidad como
valor cristiano.
El reino de Dios, que ya está incoado en este mundo, tiene sin embargo
una dimensión esencialmente escatológica y supratemporal. Entonces,
la castidad, desde un punto de vista cristiano, debe mirar también a esta
perspectiva. Es decir, el equilibrio y dignificación que trata de instaurar
la castidad cristiana en la relación hombre-mujer es un equilibrio de amor
109
inteligente, pero al mismo tiempo transcendente en la caridad que
permanece más allá de las condiciones contingentes de este mundo
temporal, en la plenitud del reino de Dios, donde «no habrá varón ni
mujer», donde por tanto el amor estará por encima de toda
caracterización sexual. De ahí que la castidad cristiana debe tender, no
sólo a restablecer el desequilibrio introducido por el pecado
instaurándolo en el equilibrio de un verdadero amor, sino también a la
superación de aquellas vinculaciones más instintivas (y por tanto menos
libres) que afectan y limitan al hombre desde el punto de vista sexual.
Dentro de esta perspectiva, la virginidad o la castidad virginal (entendida
no como hecho puramente físico, sino como actitud moral permanente)
se presenta como el signo por excelencia de ese valor y sentido
escatológico de la castidad. Más aún, como el intento de sublimación
efectiva del amor humano, de integración de ese amor en la plenitud del
reino de Dios. Dicho de otro modo, es el intento de instaurar y
testimoniar ya en este mundo temporal la dimensión y las características
que alcanzará el amor humano y cristiano de este mundo cuando el reino
de Dios llegue a su plenitud.
Está claro, entonces, que la virginidad cristiana no es, por supuesto el
intento de eludir las responsabilidades anejas a la realización del amor
humano en las condiciones de la vida temporal (sea en el matrimonio o
fuera de él), ni tampoco, una situación personal puramente funcional
que se adopta en la vida para servir a unos intereses temporales o no
que se estiman superiores a los del matrimonio. Sino que es, ante todo,
un intento de testimoniar en este mundo el sentido escatológico y
transcendente del amor humano, de instaurar ya en este mundo la
dimensión y las características que alcanzará el amor humano y cristiano
de este mundo cuando el reino de Dios llegue a su plenitud, de anticipar
en cierto modo ya en este mundo la plenitud del amor humano en Dios
que sólo será realidad completa y perfecta en la plenitud final del reino
de Dios.
La virginidad (o el celibato cristianos) por tanto, encierran una relación
directa y necesaria al amor a Dios, por cuanto éste supone la motivación
fundamental, el paradigma y el impulso de esa sublimación del amor
humano propia de la virginidad, de esa instauración y anticipo de la
plenitud del amor en el reino escatológico. Pero, por otro lado, el amor
humano no sólo no es ajeno o contrario a la virginidad, sino que es
precisamente la materia básica de la que ha de partir la castidad virginal
110
y que por ella ha de ser elevada a esa plenitud que testimonie el sentido
escatológico y transcendente de ese amor en Dios.
Entonces está claro que la virginidad cristiana es un proceso dinámico
más que un estado que se alcanza definitivamente puestas
determinadas condiciones previas. Por ejemplo, el compromiso de
permanecer célibe efectivamente es una condición previa necesaria de
la virginidad cristiana, y ese compromiso puede decirse que sí constituye
un estado de vida permanente. Pero esto no es suficiente para la
verdadera virginidad cristiana. Sólo en la medida en que a partir de esa
condición previa se desarrolle una verdadera tarea de llevar a su plenitud
el amor humano, de testimoniar el sentido escatológico de ese amor, de
asumirlo por entero en el amor de Dios, sólo en esa medida la virginidad
podrá seguirse considerando y siendo un valor específicamente
cristiano. Es importante esta consideración, puesto que impide una fácil
tendencia a considerar la virginidad como «estado», como «cosa ya
alcanzada y estabilizada», cualidad que a lo sumo podrá corresponder a
una visión puramente humana o jurídica de esa virginidad, pero no al
trasfondo teológico y cristiano que subyace a ese estado y que debe ser
esencialmente un proceso dinámico, in fieri.
Y el que la virginidad cristiana deba tener esta característica lleva
consigo una consecuencia importante: el que la virginidad cristiana deba
tener un necesario arraigo en lo temporal, precisamente porque es
temporal ese amor que se trata de llevar a la plenitud y porque ese
testimonio escatológico que debe representar se ha de dar
precisamente en contraste con el estadio temporal del reino de Dios y
en medio de él.
Se ha dicho antes que la virginidad supone un intento de superar lo
temporal en el reino de Dios. Y por otra parte vemos cómo esa virginidad
debe tener un necesario arraigo en lo temporal. Y es que ese intento de
superar lo temporal no supone necesariamente una
«destemporalización» del amor en la virginidad, en el sentido de
sustraerlo absolutamente a las características y peculiaridades que tiene
el amor en el estadio temporal del reino de Dios. Sino más bien lo que
supone es una «radicalización» del amor humano en el amor de Dios, una
reducción de ese amor humano a sus características más esenciales y
permanentes, un desposeimiento de ese amor humano de las
condiciones más limitativas anejas al amor humano temporal, una
sublimación y elevación de ese amor a las características más peculiares
111
del amor de Dios. Por eso sólo en la perspectiva del amor a Dios
intentado en su máxima plenitud es posible una auténtica virginidad
cristiana. Y sólo en esa perspectiva es posible un amor que pretendiendo
ser testimonio escatológico, al mismo tiempo pueda tener un pleno
arraigo en las condiciones del mundo temporal.
Por todo lo dicho vemos claro cómo, por una parte, la virginidad cristiana
puede afirmarse con toda propiedad que es una dimensión
verdaderamente esencial en el cristianismo, en la Iglesia, en el Pueblo de
Dios, por cuanto ella representa la más propia prolongación de lo que ha
sido testimonio esencial en la vida de Cristo: el testimonio de la
transcendencia del amor humano en Dios, del sentido escatológico de
ese amor como integrante fundamental en la edificación del reino. Y
esto explica el que la virginidad sea un consejo evangélico y como tal
haya sido reconocido por la Iglesia a lo largo de todos los tiempos y
confirmado clarísimamente en el Concilio Vaticano II.
Y por otro lado, al mismo tiempo vemos cómo dentro de la esencialidad
de la virginidad en el cristianismo, es sin embargo una opción personal
libre en cada cristiano, más aún, un don, un carisma especial de Dios, que
«sólo pueden entender quienes tienen oído para ello», precisamente
porque implica una situación de vida «radical» y en este sentido,
verdaderamente excepcional en el estadio temporal del reino de Dios.
117
castidad el signo de transcendencia que debe ser el amor humano ante
el mundo.
b) La castidad, disponibilidad de «servicio» al reino de Dios en el mundo. El amor
humano encuentra su sentido, desde un punto de vista cristiano, en el
establecimiento de una relación interpersonal que eleve y dignifique a
ambas personas. Y esta dignificación, entonces, tiene que revestir
necesariamente la forma de un servicio mutuo que complete a ambas
personas. La castidad, cristiana, por tanto, encierra en sí misma un
sentido básico de servir a la otra y a las otras personas mediante la
donación y entrega de la propia persona. Y esta donación y entrega, en
una perspectiva cristiana, está claro que debe aspirar a la conjunta y
común edificación del reino con esas otras personas. De ahí que el amor
en castidad necesita buscar y desarrollar todas aquellas manifestaciones
personales que efectivamente unen a las personas a una tarea común de
edificación. Por eso la comprensión, el afecto, el cariño sincero, el
espíritu de cooperación, la ayuda efectiva y abnegada que positivamente
contribuyen al bien de la otra persona, más aún, el testimonio, la
ejemplaridad, el confortamiento moral y espiritual que abran la
perspectiva del reino de Dios a esas otras personas, son todas
manifestaciones necesarias de una castidad que pretende
verdaderamente servir en el amor a los demás.
Por otra parte, ese amor humano es también un integrante básico de
todo el desarrollo del mundo y de las tareas temporales, no sólo porque
es resorte poderoso en muchas de esas tareas y en la dedicación a ellas,
sino sobre todo porque ese desarrollo sólo puede ser auténtico, y desde
un punto de vista cristiano, sólo puede ser coherente con el crecimiento
del reino de Dios, cuando verdaderamente sirve al desenvolvimiento del
amor entre los hombres. Por eso, la castidad, al desarrollar e impulsar el
amor humano no sólo exige una dedicación a esas tareas temporales
que han de servir al desarrollo de toda la humanidad, sino también
requiere que esta dedicación esté dirigida por la aspiración suprema de
instaurar un modo y un orden verdaderamente humano en esas tareas,
más aún, que ese modo y orden estén dictados por las exigencias del
amor entre los hombres, que por su autenticidad cree una disposición
favorable a la aceptación del reino de Dios. Y toda esta tarea a la que el
hombre se encuentra abocado y comprometido no es, a su vez, posible,
si el mismo orden no instaura en sí mismo un orden de amor en castidad.
118
c) La castidad, «testimonio» de una forma nueva de amor humano. El amor
humano, si bien es verdad que es un impulso natural hacia el bien y la
dignidad de la persona, también lo es que puede ser corruptible en su
concepción y en su práctica. De ahí que la castidad evangélica deba ser
en su práctica por los cristianos, y en especial por las personas
consagradas, testimonio de una forma nueva de amar, no porque el
amor sea nuevo en el mundo, sino porque el verdadero amor de la
castidad es siempre nuevo frente al concepto de amor envejecido por el
pecado de la humanidad y de cada hombre. Por eso, en primer lugar, la
castidad impulsa a un amor que busque la fecundidad, o dicho de otro
modo, que supere la cerrazón del egoísmo. Y el amor es egoísta cuando
se encierra en la pareja, o en el grupo, o sucumbe a la actuación de
proyección social, de modo que estas características del amor exige
llevar el amor humano más allá de las fronteras de la pareja, del grupo
de elegidos o correligionarios, más allá y por encima de los intereses
particulares. La castidad cristiana ha de buscar pues, instaurar el amor
humano en el desinterés propio, en la abnegación, en la universalidad. Y
esto, no sólo en la conducta personal, sino en toda la actuación de
proyección social, de modo que estas características del amor, lejos de
aparecer como inhumanas, se entiendan como la verdadera plenitud del
amor, y el camino abierto a la edificación del reino de Dios en el mundo.
El amor humano, además, se puede corromper por la banalidad, por la
superficialidad en las relaciones interpersonales. La castidad, pues, exige
en el cristiano un esfuerzo de profundización en toda relación amorosa
o afectiva, de tal modo que este amor busque constantemente la mayor
permanencia en el compromiso mutuo que implica, y su afirmación
como un verdadero enlace de voluntades, no como un simple soplo
afectivo o sentimental. Y esta profundización exigida por la castidad
tiene plena vigencia en toda forma de amor, no sólo en el amor propio
de la relación hombre-mujer, sino en toda forma de amistad o afecto
humano. Y no únicamente en la relación propia del amor conyugal, sino
en toda otra forma de la relación hombre-mujer.
Esta forma nueva de amor humano puede decirse que es un testimonio
especialmente urgente en un mundo en el que el amor se reduce con
frecuencia al puro instinto (la explosión de la sexualidad más rastrera en
todos los medios de comunicación es un testimonio de ello), o a la
relación pasajera que sólo sirve a la propia satisfacción, o a simples
palabras y conceptos que en realidad únicamente ocultan el afán de
119
servir a los intereses individuales; en un mundo dominado por el afán
desmedido del confort y del progreso puramente material, que en
definitiva conducen a una mentalidad egoísta; en un mundo en el que las
formas más básicas del amor (el amor conyugal, el amor familiar, la
amistad) están sometidas al choque constante de las ambiciones
individualistas y materialistas.
Y este testimonio de una forma nueva de amor, urge por igual a todos
los cristianos sea cualquiera su forma de vida y de compromiso. No sólo
a quienes dirigen su vida por el camino del matrimonio, sino también y
muy particularmente a quienes han hecho del celibato o la virginidad
consagrada su forma permanente de vida, ya que esa misma forma de
vida que han elegido siguiendo la vocación de Dios sin sacarles del
arraigo en la vida y los problemas temporales pone en sus manos
resortes más fuertes y poderosos, les sitúa en una disponibilidad mucho
mayor para obedecer a estas exigencias de la castidad. Incluso
podríamos decir que para ellos es absolutamente urgente dar a su vida
este sentido de testimonio de la castidad bajo el riesgo de inutilizar por
completo su acción cristiana, su servicio a la edificación del reino de Dios
en el mundo.
d) La castidad, «mensaje»de radicalidad y exigencia evangélica ante el mundo y la
Iglesia. La castidad, como todas las actitudes cristianas, especialmente
cuando son objeto de un consejo evangélico, tienen en sí un sentido
profundo de radicalidad y exigencia evangélica. Por eso, si lo señalamos
como característica del mensaje que la castidad debe suponer ante el
mundo y la Iglesia, no es porque sea exclusivo de ella, sino porque dado
el sentido que tiene la castidad de desarrollo cristiano del amor humano,
y dado el concepto y la práctica peyorativos que este amor ha tenido y
tiene en el mundo, la vivencia auténtica de la castidad debe llegar a
constituir, por así decirlo una verdadera confrontación y, de las más
necesarias, con el mundo actual en su testimonio y edificación del reino
de Dios.
Este mensaje de radicalidad, que en primer lugar, implica la castidad,
consiste en la superación que a través de ella debe tratar de lograrse
respecto de los criterios, costumbres o formas de proceder «usuales»,
«normales» por los que tiende a regirse el amor en el mundo de hoy. Y
esta superación debe ir, sencillamente, a buscar, valorar y practicar
aquello que en su misma raíz significa y entraña el amor humano, aunque
se aparte, como de hecho muchas veces se aparta de lo que se estima
120
como admitido, incluso como moralmente «aceptable», en los criterios
del mundo actual, incluidos un gran número de cristianos. Y es evidente
que esta radicalidad del amor humano no puede descubrirse ni
entenderse sino en una perspectiva evangélica. Y esta radicalidad debe
buscarse precisamente, no por el camino del no hacer, del evitar, del
huir, sino por el camino de valorar el amor humano, con todas las
dificultades que implica evidentemente el «comprometerse» en el amor
humano, pero no para sucumbir, sino para elevarlo. Radicalidad
perfectamente posible en el camino del matrimonio, cuando se acepta
el amor, propio de esa relación, con plena responsabilidad y rehuyendo
las fáciles adaptaciones. Y realizable también en el celibato y la
virginidad, cuando se acepta plenamente toda relación de compromiso
y de afecto con los demás, incluso la relación hombre-mujer, pero
también con la responsabilidad y las garantías de hacer de esa relación
un verdadero testimonio de amor cristiano, precisamente porque no se
acepta lo fácil, lo banal, sino lo profundo, lo que de verdad sirve a la
edificación del reino en el amor humano.
Y esta radicalidad, implica necesariamente una exigencia, que se vive y
se testimonia ante el mundo. Una exigencia por el camino de la fe, que
lleva a tomar y mantener en el amor aquellas convicciones y actitudes
que son claras en el Evangelio; por el camino de la propia disciplina y
ascesis, que lleva a emprender, mantener y manifestar ante los demás
una lucha con el propio desorden, con el propio egoísmo, corruptor del
verdadero amor; por el camino de la fortaleza, que lleva a afrontar
aquellos riesgos razonables y necesarios para testimoniar el amor
cristiano, aun cuando la adopción de esos riesgos provoque la
malevolencia de los malintencionados; por el camino de la generosidad,
que lleve a emprender toda tarea que sirva efectivamente al verdadero
amor de los demás, aunque esta generosidad choque verdaderamente
con los criterios de comodidad, de facilidad y de conservadurismo del
mundo que nos rodea.
JOSÉ MORENO DE LA HIGUERA
121
CUESTIONARIO
122
Cuestionario sobre
Consagración – Secularidad
125
El laico consagrado, sigue siendo laico, pero con una nueva
responsabilidad.
Hay diferencias propias de los compromisos adquiridos, como hay
diferencia entre un laico soltero y un laico casado.
5. a) No la cambia; vale la respuesta dada a la pregunta n. 4.
En el terreno de los principios estamos todos de acuerdo. En la práctica
se constatan dificultades a veces, por parte de los demás, en aceptamos
como laicos.
Si los Institutos son fieles a su secularidad, como pide el Concilio, es de
esperar que se vaya superando este inconveniente.
Surge la pregunta de si sería oportuno que existiera una Congregación
sólo para Institutos Seculares.
Uno de los asistentes desea hacer notar que los Institutos Seculares
pueden superar las formas canónicas a la hora de profesar los consejos
evangélicos.
La mayoría piensa que debe darse lugar a un pluralismo de los Institutos
Seculares, de modo que con unos principios esenciales, cada Instituto de
acuerdo con su propio carisma, tome su tonalidad y matiz.
b) Se coincide en que sí. Las razones apuntadas son entre otras:
- por la espiritualidad
- comunidad de ideales - misión común
- apoyo moral
- formación
- testimonio de unos miembros para otros
- ayuda mutua.
Los inconvenientes que pudiera haber, se resolverían con una legislación
por parte de la Iglesia, y por parte del Instituto que permita unas
estructuras flexibles y ágiles.
6. Gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios
(Lumen gentium, 31). Viviendo en el mundo en las condiciones ordinarias
de vida, desempeñando sus profesiones con espíritu evangélico,
126
contribuyendo a la salvación del mundo a modo de fermento (Lumen
gentium, 31).
Por el testimonio de vida cristiana sin ostentación, que se traduce ante
el mundo por la expresión de un servicio de caridad a los hombres.
Por la competencia profesional de sus miembros.
Si la consagración secular se vive integralmente, suele ser bien
comprendida, de lo contrario se convierte en un antisigno.
Pero aun viviéndola integralmente, no siempre es comprendida, lo cual
no nos extraña, pues «el discípulo no puede ser de mejor condición que
su Maestro» (Jn 15,20), y muchos no comprendieron a Cristo.
Uno de los asistentes manifiesta que la comprensión depende de
sectores; en algunos ambientes cristianos si se vive la consagración
según formas tradicionales no la comprenden porque no están de
acuerdo.
En ambientes paganos, suele aceptarse muy bien.
7. Llevan al corazón de la Iglesia los afanes del mundo con todo lo que
hay de bueno en la sociedad, haciéndola estar presente (a la Iglesia) en
la construcción de la ciudad terrena.
Han hecho compatible la consagración, con el apostolado, sin salir del
mundo.
Aportan la misión del laico cristiano, llevada al extremo, en la animación
del orden temporal.
Aportan un instrumento de penetración capilar y de apostolado en un
mundo que se está desacralizando, facilitando la inmersión en
ambientes menos accesibles a otras personas, por ejemplo a los
religiosos.
Por vivir sus miembros los consejos evangélicos, se fomenta de manera
especial la santidad de la Iglesia (Lumen gentium, 42).
Dan a la Iglesia la posibilidad de actuar desde dentro del mundo, de
animar el orden temporal y de perfeccionarlo con espíritu evangélico.
La disponibilidad de los miembros da más estabilidad y consistencia a las
obras apostólicas organizadas.
127
Cuestionario sobre el Apostolado
128
El apostolado de los miembros de los Institutos Seculares, abarca la vida
entera (Primo Feliciter, II) y ha creado el fin específico y genérico de ellos
(Primo Feliciter, II).
La llamada al apostolado aparece reforzada en el Decreto sobre
Apostolado de los Seglares (Apostolicam actuositatem) especialmente en
el capítulo IV, que comienza diciendo: «que los seglares pueden ejercer
su acción apostólica como individuos o reunidos en varias comunidades
o asociaciones».
2. a) Es necesario el testimonio de vida (Lumen gentium, 35; Apostolicam
actuositatem, 6).
En ocasiones será éste el único apostolado que se podrá realizar; pero
como principio no podemos conformamos con esto «el verdadero
apóstol busca los ocasiones de anunciar a Cristo con la palabra»
(Apostolicam actuositatem, 6) «y con todos los medios posibles» (Primo
Feliciter, Introducción).
La vivencia de la propia consagración hace surgir el apostolado; éste ha
de ser integral, en campos, medios y objetivos según el espíritu de cada
Instituto y las posibilidades de cada miembro. Principalmente se
realizará ordenando la realidad temporal según Dios.
No deben reducirse habitualmente al simple testimonio, sino proyectar
toda la fuerza de la caridad de Cristo.
(Tener en cuenta la colaboración con la jerarquía; Cum Sanctissimus, 10 b;
Apostolicam actuositatem, 24).
b) Urge la obligación de acercamos a todos y servirles cuando llegue el
caso.
Hay que tener presente la acción social cristiana, convirtiendo el sentido
de solidaridad de todos los pueblos en verdadera y auténtica fraternidad
(Apostolicam actuositatem, 7,14).
Llenar de espíritu cristiano el pensamiento, las costumbres, las
estructuras y las leyes etc. (Apostolicam actuositatem, 7).
Interesa el apostolado individual y el apostolado organizado,
acomodándose a las necesidades y condiciones actuales de los hombres.
Hay un campo inmenso: profesiones, familia, sindicatos, política, etc.
129
Cada Instituto presente ha hecho una relación de campos y
especificaciones del apostolado que en la actualidad está realizando,
pero no se consigna por escrito.
Hay que actuar también promocionando a los demás laicos en orden al
apostolado y a la colaboración con la jerarquía.
3. Todo el grupo coincide en que sí, por la unión con Cristo.
La afirmación queda ratificada en muchos textos conciliares (Lumen
gentium, Gaudium et spes, Apostolicam actuositatem) y en los fundacionales
de los Institutos Seculares (por ejemplo Primo Feliciter).
El ejercicio de cualquier profesión por sencilla que sea, es
fundamentalmente evangelización del mundo, porque unido a Cristo
cabeza tiene sentido apostólico.
El hombre por el trabajo realiza la redención de las cosas, y así restaura
el reino de Dios.
Los laicos cuando están ocupados en los cuidados temporales pueden y
deben desplegar una actividad muy valiosa en orden a la evangelización
del mundo (Lumen gentium, 35; Apostolicam actuositatem, 2).
4. Dentro de una Pastoral de conjunto, colaborando a escala parroquial,
diocesana etc., con fidelidad a la jerarquía.
La jerarquía debe contar con la colaboración de los miembros de
Institutos Seculares, los cuales deben tener un gran amor a la Iglesia.
Deben insertarse con actitud de comunión, espíritu de servicio y
responsabilidad personal.
La inserción puede ser del Instituto, o de los miembros como personas
individuales; en este caso el apostolado no está planificado por el
Instituto.
Se desea manifestar la esperanza de que en la nueva codificación del
Derecho Canónico, quede bien delimitada la legislación de los Institutos
Seculares, para evitar confusiones.
5. Cristo enviado por el Padre es la fuente de origen de todo el
apostolado de la Iglesia. Es por ello evidente que la fecundidad del
apostolado seglar depende de la unión vital de los seglares con Cristo
(Apostolicam actuositatem, 4).
130
«Sin mí, nada podéis hacer», «El que permanece en mí y yo en él, ese da
mucho fruto» (Jn 15,5).
Se conjugan pues, la verticalidad (Dios) y la horizontalidad (hombres). La
vivencia de la consagración, tiende a identificamos a Cristo, y por tanto
a liberar el corazón del hombre (del egoísmo, de la esclavitud de las
riquezas etc.) por eso de mayor disponibilidad.
6. Entra en todo su valor la corresponsabilidad; teniendo en cuenta
misión del responsable y misión del grupo.
Los medios más importantes son:
- Asistencia al miembro durante toda la vida, por parte del Instituto.
- Ayuda espiritual.
- Apoyo moral.
- Adecuada formación (espiritual, humana, profesional).
- Descubrimiento de campos y necesidades apostólicas.
- Revisión de vida-diálogo- etc.
«Ayudándose unos a otros espiritualmente por la amistad y
comunicación de experiencias, se preparan para superar los
inconvenientes de una vida y de un trabajo aislados, y para producir
frutos mayores en el apostolado» (Apostolicam actuositatem, 17).
131
Cuestionario sobre la Obediencia
132
Síntesis de los trabajos de estudio
136
b)en un mundo en el que las dos terceras partes de los hombres carecen
de medios normales de subsistencia?
1. La base de la pobreza es, para todos los cristianos, una misma. Pero
nosotros, los laicos consagrados, tenemos que tomar más en serio, las
exigencias del Evangelio y de las Bienaventuranzas. Por esto, es
específicamente distinta, por el compromiso por amor de seguir a Cristo
pobre, de modo particular. Se trata de una postura de disponibilidad
siendo pobres de hecho y de espíritu, sintiéndonos administradores de
esos bienes recibidos.
Los miembros de Institutos Seculares, tienen el uso de los bienes
materiales limitado y dependiente.
Estamos de acuerdo, en el valor de signo de nuestra pobreza. Es una
señal visible de Jesucristo, invisible, y revivimos en ella la suya, divina y
redentora.
Hablamos de pobreza, no sólo en el aspecto económico, sino en el de
una disponibilidad total, como un medio de practicar también la
obediencia.
2. Esta pobreza debe ser efectiva, pero más principalmente afectiva.
Alcanza incluso la moderación en el vestir, de modo que, aunque sea
adecuado a la posición de cada uno, no llame la atención, cediendo a las
exageraciones de la moda.
-Está enraizada en el espíritu y debe armonizarse con la perfección
secular y el apostolado.
-La pobreza que tiende a repartir los bienes a los demás, no separa, más
bien une.
-Debe ayudar a que se viva la vocación personal de acuerdo con un
compromiso contraído, y que responda al carisma del propio Instituto.
137
- Comprende una dimensión social en el uso de los bienes. Nos lleva a
vivir del trabajo y depender de él, viviendo con austeridad en relación
con el marco en que nos desenvolvemos, y a luchar contra la causas de
la miseria.
-Presupone una formación adecuada para vivir la pobreza, en forma
más personal y responsable.
Señalamos, que tiene que ser una pobreza con desprendimiento
interior, pero sin extravagancias que pudieran separamos del resto de
los hombres. En la vida privada, cabe mucha pobreza invisible a los ojos
de los demás, pero agradabilísima a los de Dios.
- No solamente nos debemos comprometer a dar con generosidad, sino
a participar en la pobreza de los otros, ayudándoles a promocionar y a
luchar contra ella, provocando la creación de fuentes de riqueza sin
despertar resentimiento hacia los ricos. Reconocemos que no es
pobreza material la única ni la mayor pobreza.
3. Cada Instituto, según su carisma, tiene la forma peculiar de vivirla.
Serán obstáculo estas leyes, si se piden formas externas incompatible
con la vida secular. Serán ayuda, si facilitan una formación de sus
miembros en el desprendimiento interior y exterior; si son adecuadas a
la vocación que se quiere vivir.
- Por tanto han de ser amplias, flexibles, claras, que miren a la virtud más
que a la materialidad de la pobreza, impulsando a vivir con espíritu
providencialista.
Estas disposiciones deben marcar pautas de compartir los bienes
espirituales y materiales, pero más a nivel de criterios, que de normas.
4.Dar esa formación imprescindible para buscar la voluntad de Dios, en
el espíritu de las Bienaventuranzas, procurando que todos conozcan la
doctrina social de la Iglesia.
-Testimonio de desprendimiento de bienes en su persona,
permaneciendo siempre en actitud de servicio, y reflejando esa pobreza
«contenta y bendita» que decía Juan XXIII.
-Proporcionar clima que favorezca, y en diálogo fraterno, tratar de
ayudar al miembro a descubrir el tono particular de su pobreza.
138
-Cuidar de que no haya en el Instituto apetencia de las posibles riquezas
del miembro, para que toda prescripción sea recibida como un bien
personal, y trabajar para que todos los miembros vivan en el auténtico
desprendimiento y austeridad.
Intentarán,
-eliminar en los miembros, todo lo que haya de egoísmo,
despreocupación y rutina.
-fomentar un espíritu universalista, capaz de participar en los gozos y
esperanzas, tristezas y angustias del mundo entero estudiando el modo
de proyectarse para ser más útiles.
El grupo proporciona, el ejemplo, la corrección, el diálogo, que ayudan a
superarse en la virtud y en el cumplimiento del compromiso.
5. Creemos que aunque se desarrolle con toda normalidad la vida, debe
manifestarse esa pobreza sin ostentación, pero que cree algún impacto.
En algunos momentos tendrá que adoptar formas de ruptura, en lo
referente a lo superfluo, o no conveniente, o saliendo del ambiente de
que procede, para proyectarse en otras formas.
- Asumiendo las condiciones actuales, sin claudicar ante los
contravalores,
En todo momento la pobreza, tiene que ser en función del apostolado,
adoptando en favor de éste, aun apariencias que de momento pueden
acarrear críticas.
6. Si exige a sus miembros la pobreza, también la tendrá que practicar
el Instituto. Todo gasto no de apostolado, debe ir presidido por la
austeridad, no adquiriendo nada sin utilidad reconocida.
Cambiamos impresiones, y cada Instituto, en ambiente muy fraternal y
sincero, fue manifestando, con detalle, la manera concreta de vivir la
pobreza personal y colectiva. Hay un pluralismo grande:
- Viven del trabajo. Unos administran sus bienes, bajo una amplia
supervisión del Instituto. Otros, como los primeros cristianos, los ponen
en común, aportando al Instituto, lo sobrante de sus gastos y
compromisos cubiertos con austeridad -aunque manteniendo
externamente su posición social- para las obras del Instituto, y los
miembros y centros del mismo, con menos ingresos.
139
-Otros dan a los bienes particulares o del Instituto, si los tiene, una
función social. Otros desempeñan servicios de suma utilidad, sin la
debida remuneración, solamente atentos al bien de la Iglesia y de los
más necesitados, en especial al tercer mundo, con su prestación
personal.
-Hablamos de la necesidad de evitar la acumulación de bienes, y
cualquier ostentación de riqueza, así como la acepción de candidatos
para el ingreso, por motivos económicos, raciales, culturales, etc.
Quizá en relación a este aspecto de la pobreza, es donde más se
distinguen los Institutos Seculares, unos de otros.
7. A una Iglesia de los pobres, deben corresponder unos cristianos con
espíritu de pobreza, y sobre todo, unos laicos consagrados,
comprometidos a observarla. El espíritu de pobreza, es la gloria y el
testimonio de la Iglesia de Cristo.
Estamos convencidas de que la pobreza, aceptada voluntariamente,
testifica y hace presente el valor de predilección de Jesús, que fue
enviado para evangelizar a los pobres.
Los laicos comprometidos serán un fermento, para que otros cristianos
sigan a Cristo pobre, animándose a practicar la pobreza evangélica,
obligatoria para todos, aunque con diversos matices. Estos laicos serán
un toque de atención para el mundo capitalista, y para la sociedad del
confort y del consumo.
Ante muchedumbres que carecen de lo más necesario, -espiritual y
materialmente,- es imprescindible que los cristianos conscientes deseen
compartir fraternalmente sus bienes.
Por otra parte, si los hombres de nuestro tiempo, nos ven ajenos a todo
lo que es lujo, boato, ostentación de riqueza, -y de poder- alejados de
todo lo que es búsqueda ansiosa del dinero, acomodación de bienes
terrenos, etc. podrán comprender, -quizá la única manera de hacerles
caer en la cuenta-, que hay otros bienes superiores. «La ayuda a los
pobres, y nuestra solidaridad con ellos, es precisamente el testimonio,
que más nos reclaman los hombres de nuestro tiempo» (C. Epis. Esp., 11-
7-1970).
140
PABLO VI A LOS PARTICIPANTES EN
EL ENCUENTRO INTERNACIONAL DE
LOS INSTITUTOS SECULARES 5
143
10. Estamos aún en la zona de los actos reflejos, esta zona que llamamos
vida interior, que desde este momento desemboca en diálogo; el Señor
está presente: «sedes est (Dei) conscientia piorum», dice también san
Agustín (En. in Ps. 45; P.L. 35,520). La conversación se dirige al Señor,
pero en busca de determinaciones prácticas; como San Pablo en el
camino de Damasco: «Señor, ¿qué quieres que haga? »(Act 9, 5). Ahora
la consagración bautismal de la gracia se hace consciente y se expresa
en consagración moral, querida y ampliada a los consejos evangélicos,
dirigida a la perfección cristiana; y ésta es la decisión primera, la capital,
la que cualificará toda la vida.
11.¿Y la segunda? Aquí está la novedad, aquí está vuestra originalidad.
¿Cuál será en la práctica la segunda decisión? ¿Cuál la elección del modo
de vivir esa consagración? ¿Abandonaremos o podremos conservar
nuestra forma secular de vida? Esta es vuestra pregunta; la Iglesia ya ha
respondido; sois libres para elegir; podéis continuar siendo seculares.
Guiados por motivos múltiples que habéis ponderado seriamente,
habéis escogido y habéis decidido: continuamos como seculares, es
decir, en la forma común a todos, en la vida temporal; y, con una sucesiva
elección en el ámbito del pluralismo consentido a los Institutos
Seculares, cada uno se ha determinado según sus preferencias. Vuestros
Institutos se llaman por ello seculares, para distinguirse de los religiosos.
12. Y no se ha dicho que vuestra elección, en relación con el fin de la
perfección cristiana que también buscáis, sea fácil, porque no os aleja
del mundo, de la profanidad de la vida, en que los valores que más
cuentan son los temporales, y en que tan a menudo las normas morales
están expuestas a continuas y formidables tentaciones. Por lo tanto,
vuestra disciplina moral habrá de estar siempre en estado de alerta y de
iniciativa personal y habrá de conseguir en cada momento la rectitud de
vuestro obrar en el sentido de vuestra consagración: el «abstine et
sustine» de los moralistas jugará un constante papel en vuestra
espiritualidad. He aquí un nuevo y habitual reflejo, un estado de
interioridad personal, que acompaña el desarrollo de la vida interior.
13. Y tendréis así un campo propio e inmenso en que dar cumplimiento a
vuestra tarea doble: vuestra santificación personal, vuestra alma, y
aquella «consecratio mundi», cuyo delicado compromiso, delicado y
atrayente, conocéis; es decir, el campo del mundo; del mundo humano,
tal como es, con su inquieta y seductora actualidad, con sus virtudes y
sus pasiones, con sus posibilidades para el bien y con su gravitación hacia
144
el mal, con sus magníficas realizaciones modernas y con sus secretas
deficiencias e inevitables sufrimientos: el mundo. Camináis por el borde
de un plano inclinado que intenta el paso a la facilidad del descenso que
estimula la fatiga de la subida.
14.Es un camino difícil, de alpinista del espíritu. Mas en este vuestro
atrevido programa, recordad tres cosas: vuestra consagración no será
sólo un compromiso, será una ayuda, un sostén, un amor, una dicha, a
donde podréis recurrir siempre; urna plenitud que compensará toda
renuncia y que os dispondrá para aquella maravillosa paradoja de la
caridad: dar, dar a los otros, dar al prójimo, para poseer en Cristo.
15.Otra cosa que no hay que olvidar: estáis en el mundo, pero no sois del
mundo, sino para el mundo. El Señor nos ha enseñado a descubrir debajo
de esta fórmula que parece un juego de palabras, la misión suya y
nuestra de salvación. Recordad que vosotros, precisamente por
pertenecer a Institutos Seculares, tenéis que cumplir una misión de
salvación entre los hombres de nuestro tiempo; hoy el mundo tiene
necesidad de vosotros que vivís en el mundo, para abrir al mundo los
senderos de la salvación cristiana.
16. Y ahora os hablaremos de un tercer tema: de la Iglesia. También ella
viene a formar parte de aquella reflexión a que hemos aludido: se
convierte en el tema de una meditación continua, que podemos llamar
el «sensus Ecclesiae», presente en vosotros como urna atmósfera
interior. Ciertamente vosotros habéis gustado la embriaguez de este
aliento, su inagotable inspiración, en la que los motivos de la teología, y
de la espiritualidad, especialmente después del Concilio, infunden un
soplo tonificante. Que tengáis siempre presente alguno de estos
motivos: pertenecéis a la Iglesia con un título especial, vuestro título de
consagrados seculares; pues bien, sabed que la Iglesia tiene confianza
en vosotros. La Iglesia os sigue, os sostiene, os considera suyos, como
hijos de elección, como miembros activos y conscientes, firmemente
adheridos y también muy entrenados para el apostolado, dispuestos al
testimonio silencioso, al servicio y al mismo sacrificio si fuere necesario.
17. Sois laicos que convertís la propia profesión cristiana en una energía
constructiva dispuesta a sostener la misión y las estructuras de la Iglesia,
las diócesis, las parroquias, de modo especial las instituciones católicas
y alentar la espiritualidad y la caridad.
145
18. Sois laicos que por experiencia directa podéis conocer mejor las
necesidades de la Iglesia terrena y quizá estáis también en condición es
de descubrir sus defectos; vosotros no os dedicáis a críticas corrosivas y
ruines de esos defectos; ni los presentáis como pretexto para alejaros o
estar apartados con posturas de egoísmo y desdén; esos defectos os
sirven de estímulo para una ayuda más humilde y filial para un amor más
acendrado.
19.Vosotros, Institutos Seculares de la Iglesia de hoy, llevad nuestro
saludo alentador a vuestros hermanos y hermanas; recibid nuestra
bendición apostólica.
Roma, 26 septiembre 1970.
146
INDICE
PRESENTACIÓN .................................................................................................................... 3
PRÓLOGO ................................................................................................................................ 6
SALUDO INICIAL.................................................................................................................... 8
PRESENTACIÓN DEL CONGRESO.................................................................................... 11
PONENCIAS ........................................................................................................................ 26
LA CONSAGRACIÓN DE VIDA EN LOS INSTITUTOS SECULARES ................................................ 27
I.- La vocación de los Institutos Seculares..................................................................... 27
2.- La noción de consagración ........................................................................................ 27
3. Cristo, consagrado al Padre y a los hombres ............................................................ 29
4. La consagración del bautismo .................................................................................... 31
5. La consagración por los consejos evangélicos ......................................................... 32
6. «Consecratio mundi» .................................................................................................. 35
7. Consagración y Sacerdocio. ....................................................................................... 35
8. Consagración y eucaristía .......................................................................................... 37
9. Consagración y caridad .............................................................................................. 38
10. Consagración y comunión ........................................................................................ 39
Conclusiones ................................................................................................................... 40
LA DIMENSIÓN APOSTÓLICA................................................................................................ 58
DE LOS INSTITUTOS SECULARES .......................................................................................... 58
Premisa ............................................................................................................................ 58
I. La misión apostólica del laico ..................................................................................... 60
2. La consagración: alma calificadora de nuestro apostolado ..................................... 63
3. Las características peculiares de nuestro apostolado .............................................. 65
4. Reservas y responsabilidad personales .................................................................... 67
5. La formación para el apostolado en los Institutos Seculares .................................. 69
SOBRE LA OBEDIENCIA EN LOS INSTITUTOS SECULARES......................................................... 72
1. La obediencia de Cristo ........................................................................................... 73
2. La obediencia de la Iglesia .......................................................................................... 74
3. El consejo de obediencia, especialmente en los Institutos Seculares ..................... 76
LA POBREZA EN LOS INSTITUTOS SECULARES .............................................................81
1. Cristo pobre ............................................................................................................. 82
147
2. La pobreza evangélica ................................................................................................ 83
3. La pobreza en los Institutos Seculares ...................................................................... 87
4. La pobreza y la vida apostólica .................................................................................. 97
REFLEXIONES SOBRE EL CONSEJO EVANGÉLICO DE LA CASTIDAD .......................... 101
1. La castidad como valor esencial del cristianismo ..................................................... 102
2. Por qué y cómo los Institutos Seculares asumen tal valor .......................................112
3. Cómo tal asunción se convierte en un signo, un servicio, un testimonio, un
mensaje para la Iglesia y el mundo actual .................................................................... 115
CUESTIONARIO.............................................................................................................. 122
Síntesis de los trabajos de estudio ....................................................................................... 123
Cuestionario sobre el Apostolado ....................................................................................... 128
Síntesis de los trabajos de estudio ............................................................................... 128
Cuestionario sobre la Obediencia ........................................................................................ 132
Síntesis de los trabajos de estudio ....................................................................................... 133
Cuestionario sobre la Pobreza............................................................................................. 136
Síntesis de los trabajos de estudio ....................................................................................... 137
PABLO VI A LOS PARTICIPANTES EN EL ENCUENTRO INTERNACIONAL DE LOS
INSTITUTOS SECULARES .............................................................................................. 141
148