Revolucion en El Jardin - Jorge Ibarguengoitia
Revolucion en El Jardin - Jorge Ibarguengoitia
Revolucion en El Jardin - Jorge Ibarguengoitia
públicos en divertida historia íntima. Adiestrado en los chismes que sus tías
contaban en Guanajuato y en la lectura de los grandes ironistas ingleses,
escribió crónicas en un tono de secreto compartido. Leerlo es,
necesariamente, un acto de complicidad. Sus textos avanzan como una tertulia
donde las revelaciones sobre los ausentes conducen al liberador efecto de la
risa.
Con frecuencia, Ibargüengoitia se servía en forma distraída de alguna
referencia literaria para analizar un conflicto social como si fuera la vida
privada de un pariente: «La Universidad ha tomado las características clásicas
de las novelas de Agatha Christie: una anciana millonaria muere y todos los
personajes que la rodean —las fuerzas ajenas y oscuras— salen beneficiados
con la muerte, han expresado en algún momento deseos de que ocurriera y,
por último, han tenido oportunidad de precipitarla».
Ibargüengoitia se ocupó en sus artículos de sucesos en apariencia nimios:
leyendas de su familia, problemas con las tuberías de su casa (se consideraba
perseguido por las goteras por haber nacido bajo el signo de Acuario),
películas magníficas o deleznables, viajes a los lugares más disímbolos. Con
él, la vida cotidiana entró, disparatada y tumultuosa, en las páginas del diario.
De 1968 a 1976 Ibargüengoitia escribió dos veces a la semana en el periódico
Excélsior, dirigido por Julio Scherer.
Página 2
Jorge Ibargüengoitia
Revolución en el jardín
Reino de Redonda: 17
ePub r1.0
Titivillus 24.02.2023
Página 3
Título original: Revolución en el jardín
Jorge Ibargüengoitia, 1968
Retoque de cubierta: Titivillus
Página 4
Este decimoséptimo volumen del Reino de Redonda
está dedicado a Eduardo Mendoza,
Duke of Isla Larga del Reino,
que sabe perfectamente cómo armar revoluciones
en los jardines, en los canales, en los templos,
en las calles y en las exposiciones universales
El Editor
Página 5
Ride si sapis
Lema del Reino de Redonda
Página 6
El cronista en su jardín
(Prólogo)
Página 7
Jorge Ibargüengoitia convirtió las tradiciones más adustas y los sucesos
públicos en divertida historia íntima. Adiestrado en los chismes que sus tías
contaban en Guanajuato y en la lectura de los grandes ironistas ingleses,
escribió crónicas en un tono de secreto compartido. Leerlo es,
necesariamente, un acto de complicidad. Sus textos avanzan como una tertulia
donde las revelaciones sobre los ausentes conducen al liberador efecto de la
risa.
Con frecuencia, Ibargüengoitia se servía en forma distraída de alguna
referencia literaria para analizar un conflicto social como si fuera la vida
privada de un pariente: «La Universidad ha tomado las características clásicas
de las novelas de Agatha Christie: una anciana millonaria muere y todos los
personajes que la rodean —las fuerzas ajenas y oscuras— salen beneficiados
con la muerte, han expresado en algún momento deseos de que ocurriera y,
por último, han tenido oportunidad de precipitarla».
Ibargüengoitia se ocupó en sus artículos de sucesos en apariencia nimios:
leyendas de su familia, problemas con las tuberías de su casa (se consideraba
perseguido por las goteras por haber nacido bajo el signo de Acuario),
películas magníficas o deleznables, viajes a los lugares más disímbolos. Con
él, la vida cotidiana entró, disparatada y tumultuosa, en las páginas del diario.
De 1968 a 1976 Ibargüengoitia escribió dos veces a la semana en el
periódico Excélsior, dirigido por Julio Scherer. Llegó ahí a los 40 años, recién
jubilado como dramaturgo y cuando sólo había publicado una novela, Los
relámpagos de agosto. Scherer tuvo la intuición sagaz de invitarlo a escribir
de lo que le viniera en gana. Durante esos ocho años, Excélsior se convirtió
en un periódico desafiante para el gobierno, el más leído en el país y uno de
los diez principales del mundo. En 1976 el presidente Luis Echeverría,
incapaz de soportar una oposición que ganaba influencia, orquestó un golpe
contra el diario. Scherer y sus más cercanos colaboradores continuaron su
trayectoria independiente en el semanario Proceso.
Ibargüengoitia atendió entonces un llamado de Octavio Paz, que había
dirigido Plural, revista cultural de Excélsior. Después del golpe de 1976, el
poeta siguió la suerte de Scherer y fundó la revista Vuelta. Ahí,
Página 8
Ibargüengoitia escribió una columna mensual, más extensa que sus artículos
anteriores, con un título emblemático: «En primera persona». Colaboró hasta
1983, cuando murió en un accidente de aviación cerca del aeropuerto de
Barajas. Tenía entonces 55 años.
Uno de sus temas recurrentes fue la reflexión sobre la escritura, en un
sentido físico y moral: la forma concreta en que sucede y las consecuencias
que tiene. Pocos cronistas han descrito con tal elocuencia del espacio donde
trabajan, el escritorio donde los papeles, las medicinas y los talismanes
informan de las penurias y las supersticiones del autor. Ibargüengoitia miraba
el universo desde su casa en Coyoacán, el barrio de la ciudad de México
cuyos cambios registró en forma minuciosa. Llegó ahí cuando dos ríos
malolientes circundaban la zona, las casas de los conquistadores no habían
sido redescubiertas como joyas de la Colonia, un par de fondas ofrecían
tamales, alguna vaca luchaba por entrar en un jardín y nadie se interesaba en
Frida Kahlo, cuya casa azul estaba a unas diez calles de la del cronista. Hoy
en día se trata de una parte chic de la ciudad, no tanto porque haya mejorado
mucho, sino porque el resto se ha deteriorado hasta el espanto.
El atractivo de muchas crónicas de Ibargüengoitia deriva de la cuidada
composición de lugar: vemos la mesa de trabajo, la casa, el barrio donde el
autor fragua su escritura. Ibargüengoitia se interrogó una y otra vez sobre su
oficio: ¿qué sentido tiene?, ¿a quién le interesa?, ¿cómo se vive de él?, ¿por
qué hay que hacer otras cosas para sostenerlo? Sus crónicas entregan la
bitácora de un escritor que lucha por sobrevivir sin darse aires de intelectual
iluminado. En cierta forma, la escritura no dejó de ser para él una artesanía,
un desafío práctico. En los años sesenta y setenta, mientras otros lanzaban
proféticas consignas sobre su deseo de escribir para «arrancarle palabras a la
noche» o «exorcizar sus demonios», menos esotérico y más perspicaz,
Ibargüengoitia abordaba su trabajo como una técnica que suscita
perplejidades pero no admite explicaciones de vudú. En sus textos más
conmovedores (sobre la muerte de su madre o los cuadros pintados por su
esposa), dejó que las palabras cayeran con una sobriedad sin énfasis.
Una sabiduría tranquila rige el temperamento de Ibargüengoitia. Su
sentido común se desmarca de los entusiasmos ideológicos de la época. Visto
en retrospectiva, resulta más lúcido que la mayoría de sus contemporáneos.
Pensemos, por ejemplo, en una obsesión de la cultura mexicana: la identidad
como una sucesión de máscaras surgidas de mitos fundacionales, la certeza de
que hay un modo específico de ser mexicano, ajeno a otros pueblos.
Página 9
Para Ibargüengoitia, repudiar las raíces es artificioso («todos somos sitios
arqueológicos»), pero también lo es interpretar nuestra conducta a partir de
señales sacadas de la noche de los tiempos: «La tendencia a explicar los
problemas sociales y políticos del México actual refiriéndose al pasado
prehispánico es, además de una actividad bastante estéril, una fuente de
símiles inexactos porque nuestros funcionarios tienen más que ver con la
mercadotecnia y Walt Disney que con el imperio azteca».
Enemigo de toda inflación teórica, Ibargüengoitia se expresa a través de
historias donde lo «mexicano» es evidente pero la mirada del narrador tiene
algo excéntrico. Casado con la pintora inglesa Joy Laville, se benefició de la
doble traducción de ver lo literario desde la pintura y lo mexicano desde la
tradición inglesa. En muchas de sus crónicas conversa con su esposa para
poner en práctica este revelador cambio de óptica.
Los sellos de su estilo: rapidez en el trazo de personajes y en el cambio de
las escenas, ojos de piloto de guerra para captar detalles delatores, un sentido
de la ironía capaz de traducir tragedias en peripecias de la comedia humana.
Su personal concepción del periodismo hizo de él un renovador a contrapelo,
o casi secreto. Lejos de todo alarde vanguardista, alteró el curso de la prensa
sin que eso resultara obvio.
Admirado por los lectores, careció de respaldo crítico y académico en un
país convencido de que el humor es poco profundo y, en consecuencia, no
define prestigios. Las grandes obras de la cultura mexicana han tenido un tono
desgarrado. Las sangrantes mujeres de Frida Kahlo y los extenuados
peregrinos descalzos de Juan Rulfo son figuras emblemáticas de una cultura
donde la intensidad rara vez se asocia con la risa.
Ibargüengoitia nació en 1928 en Guanajuato, provincia criolla y católica,
cuna de la Independencia. Su risueña observación de las costumbres
vernáculas siempre desembocó en malentendidos; conocía con minucia un
mundo que no dejaba de parecerle absurdo. A contrapelo de quienes buscan la
identidad unívoca del mexicano, Ibargüengoitia ejerce un peculiar sentido de
la pertenencia: se identifica con el conjunto pero no con los detalles.
Pertenece a Guanajuato y, posteriormente, a la ciudad de México pero lo hace
en estado de protesta. Su mirada no se resigna a que eso sea común. Un
Evelyn Waugh extraterritorial.
Algunos méritos del cronista provienen de habilidades no siempre afines a
la literatura. Ibargüengoitia fue un consumado excursionista, estudió
ingeniería y durante años atendió el rancho de unos parientes. No es extraño
que haya aportado a su escritura notables dosis de sabiduría práctica. Su
Página 10
humor deriva de actuar con sensatez en un entorno absurdo. Vistas con
objetividad, la mayoría de nuestras costumbres son insostenibles. En su
gozosa antropología, Ibargüengoitia aplica la lógica en sitios donde no tiene
derecho de suelo; de ahí el efecto cómico: un ingeniero calcula
extravagancias.
Su primera novela, Los relámpagos de agosto, ganó en 1964 el Premio
Casa de las Américas, ante un jurado del que Italo Calvino formaba parte. El
autor de El barón rampante se interesaba en los dispositivos modernos para
recrear el pasado y entendió mejor que los críticos mexicanos esa paródica
puesta en escena de Revolución mexicana.
En los años sesenta, la mayor parte de la intelectualidad nacional juzgaba
que los motivos de la lucha armada de 1910 habían sido válidos, por más que
el PRI los hubiera pervertido con su corrupción y su retórica. Por el contrario,
Los relámpagos de agosto no salva ningún aspecto de la gesta; los móviles
mismos están envenenados. Los revolucionarios aparecen como intrigantes de
tiempo completo para quienes las «causas» eran el nombre en clave de sus
beneficios personales.
Después de recoger su premio, Ibargüengoitia describió la Cuba
revolucionaria en términos insólitos para la izquierda de la época. Su crónica
«Revolución en el jardín», que da título a este volumen, desconcertó a los
convencidos de que todo huésped de Casa de las Américas debía profesar una
gratitud de Estado.
Los relámpagos de agosto situó al autor en forma equívoca en la literatura
mexicana. Con demasiada constancia, se le atribuyó la picardía de sus
personajes: un narrador divertido pero cínico y superficial, incapaz de
profundizar en Grandes Temas. Un texto capital de esta antología
(«Humorista: agítese antes de usarse») aborda la permanente confusión en
que una cultura solemne situó a su mayor autor picaresco. Si en la tradición
inglesa resulta difícil encontrar a un clásico desprovisto de ingenio, en la
mexicana el humor es un ave exótica que llama la atención pero carece de la
amenazante seriedad del águila.
Por su destreza para el diálogo, Ibargüengoitia se inclinó en un principio
al teatro. Enemigo de la introspección, descartó la novela en sus primeros
años de escritor y buscó personajes que expresaran su mundo interior de
manera indirecta, a través de parlamentos en los que parecían hablar de otra
cosa.
Estudió dramaturgia con Rodolfo Usigli, quien le aconsejó que cambiara
de apellido (las precarias marquesinas mexicanas nunca tendrían suficientes
Página 11
letras para escribir «Ibargüengoitia»). Pero no fue éste su principal obstáculo
para triunfar en las tablas. La alta comedia que encumbró a Oscar Wilde tenía
pocas posibilidades en una tradición escénica hiperrealista, donde el humor se
confundía con una forma tolerada de la vulgaridad. «Tengo talento para el
diálogo pero no para sostenerlo con gente de teatro», con esta frase
Ibargüengoitia abandonó su primera vocación literaria.
Optó entonces por una forma de la novela derivada del teatro: historias
dialogadas, con precisos cambios de escena, que no rebasaban las 200 páginas
y donde la trama podía extraerse sin pérdida como un acabado guión de cine.
Después de escribir una novela a lo largo de dos años, Ibargüengoitia
lamentaba que pudiera leerse en menos dos horas. Sin embargo, nunca optó
por la densidad narrativa. Su ligereza no es atributo de la superficialidad sino
del veloz ritmo narrativo. Certeras y agudas, sus historias no admiten pausas.
La innovación de Ibargüengoitia tiene menos que ver con aspectos
formales que con su manera de mirar. En tiempos de la «literatura
comprometida», acudió a la ética del disparate (el ridículo como indiscreto
vocabulario de la condición humana) y a la risa como tribunal supremo de la
inteligencia. Mientras numerosos escritores del boom hablaban como próceres
sobre el destino de América latina, él sonreía con el escepticismo de un
Montaigne que sobrelleva el torpor bebiendo ron con hielo.
Las novelas Maten al león, Estas ruinas que ves, Los relámpagos de
agosto, Los pasos de López, Dos crímenes y Las muertas dotaron a
Ibargüengoitia de un amplio público. Sin embargo, fue en las crónicas donde
jugó sus cartas más arriesgadas.
En su condición de columnista excéntrico, se ocupó de asuntos muy
ajenos a las noticias. Sus crónicas en rigurosa primera persona creaban una
ilusión de espontaneidad. El autor suprimía todo artificio y presentaba el texto
como atributo de su carácter. Aunque sus efectos han sido calculados con
esmero, caen con la sencillez que impone la franqueza.
Fiel a esta estética del desenfado, Ibargüengoitia rebajó la importancia de
sus artículos, aunque reunió los que más le gustaban en un par de volúmenes,
dijo que no pensaba releerlos jamás y sólo los escribía porque eso le permitía
tener una semana laboral de un solo día. En la mañana del lunes preparaba sus
dos artículos semanales, subía a un autobús (nunca tuvo coche), iba a las
oficinas de Excélsior y quedaba libre hasta el próximo domingo.
La claridad de sus exposiciones y su imaginación alegre parecían matizar
y aun ocultar la inaudita peculiaridad de sus temas. Las vacaciones de una
sirvienta, la receta de un guiso, la enigmática existencia de un objeto o las
Página 12
molestias de un viaje adquirieron en sus páginas el rango de lo imprescindible
que se volverá clásico.
Como buen humorista, Ibargüengoitia se irritaba con facilidad y tenía
poca tolerancia ante los acomodos de una sociedad corrupta. Sus conferencias
solían desembocar en acres debates con el público y sus desmitificadoras
declaraciones en las entrevistas, ofender a los príncipes de la ciudad letrada.
A fines de los años ochenta participé en un congreso donde fui testigo de
la peculiar relación de Ibargüengoitia con sus lectores. Terminadas las
sesiones, bebimos tequila en una terraza y alguien recordó un artículo del
autor guanajuatense. Entre risas, hablamos de sus textos como de las
legendarias anécdotas del tío estrafalario que vuelve interesante a una familia.
No hicimos otra cosa hasta la madrugada. En esa conversación yo era el más
joven. Entre los contertulios se contaban los futuros directores de la
Biblioteca Nacional, la Academia Mexicana de la Lengua, la Coordinación de
Difusión Cultural de la UNAM, el Fondo de Cultura Económica, el
Diccionario del Español de México y El Colegio de Michoacán. Un selecto
grupo de académicos que serían decisivos gestores culturales. Ibargüengoitia
emergió esa noche como el autor que nos articulaba. Sin embargo, ninguno de
nosotros había juzgado importante respaldar su entusiasmo por escrito. La
escena revela el desencuentro entre la lectura apasionada de Ibargüengoitia y
la renuencia a transformar ese placer en obra crítica.
Algunos años después di clases en la Facultad de Filosofía y Letras de la
UNAM. Ibargüengoitia rara vez asomaba en los cursos. Con señaladas
excepciones, como la de Anna Rosa Domenella, quien le dedicó un libro
capital (Jorge Ibargüengoitia: La transgresión por la ironía), era un «raro»
que tenía la condición, aún más rara, de ser popular entre lectores exigentes.
No se trataba del best-seller que cautiva a las mayorías que normalmente no
leen, sino de un autor que circulaba con la contagiosa fuerza del rumor en los
cenáculos literarios sin alcanzar el reposo definitivo de la crítica.
En 2002 Víctor Díaz Arciniega y yo preparamos la edición de la obra de
teatro El atentado y la novela Los relámpagos de agosto para la colección
Archivos de la UNESCO. En Internet descubrimos un solitario sitio sobre el
novelista donde lo único novedoso era el anuncio de que al fin habría una
obra crítica sobre Ibargüengoitia, la misma que Víctor y yo estábamos
preparando.
Aquella edición crítica fue más un punto de partida que un resumen de lo
que puede decirse sobre un autor todavía poco frecuentado. Aunque algunas
de sus obras han circulado en España, Ibargüengoitia sigue siendo un autor
Página 13
minoritario fuera de México. Revolución en el jardín ofrece el desembarco de
un cronista excepcional.
Ibargüengoitia publicó en vida dos volúmenes de crónicas: Viajes en la
América ignota y Sálvese quien pueda. Otros seis aparecieron después de su
muerte: Autopsias rápidas, Instrucciones para vivir en México, La casa de
usted y otros viajes, ¿Olvida usted su equipaje?, Misterios de la vida diaria e
Ideas en venta.
La reunión completa del periodismo de un autor sirve para definir sus
intereses y los alcances de su oficio, pero rara vez conforma un buen libro.
Condenadas a la fugacidad, las páginas del periódico terminan por servir, en
la mayoría de los casos, al «arte de envolver pescado», como diría el poeta y
cronista peruano Antonio Cisneros.
Ibargüengoitia escribió sin freno de películas que hoy no interesan,
enigmas políticos olvidados, rincones desaparecidos de la ciudad donde pasó
la mayor parte de su vida, costumbres ya indescifrables. Sin embargo, muchas
de sus crónicas conservan la vitalidad del relato robado con astucia al flujo de
los días.
He procurado que en este libro convivan textos de interés para el lector
contemporáneo que no necesariamente comparte la misteriosa circunstancia
de ser mexicano.
Sólo una vez vi a Ibargüengoitia, hacia 1979. Yo hacía antesala en la
editorial Joaquín Mortiz para presentar mi primer libro, cuando él subió la
escalera, jadeando como un búfalo. Era un hombre corpulento, con corte de
pelo de astronauta. Llevaba una camisa de mezclilla que entonces parecía
proletaria, o de pintor del expresionismo abstracto, y luego sería uniforme de
la izquierda intelectual. No saludó a la secretaria. Sin reparar en mi presencia,
abrió las puertas batientes, de cantina del far west, que llevaban al despacho
del director de la editorial, Joaquín Díaz-Canedo. Aquel hombre hosco,
impaciente, de modales bruscos, era el mejor escritor irónico de México. Me
pareció venturoso que pasara antes que yo, una señal de que debía seguirlo.
JUAN VILLORO
Coyoacán, 22 de marzo de 2007
Página 14
Nota
De Autopsias rápidas:
«Cómo enseñar literatura».
«Seducidos, llamados y quemados».
«El autor ante el público airado».
«Humorista: agítese antes de usarse».
«El cine como último recurso».
Página 15
«Improvisación con pie forzado».
«Autopsias rápidas».
«Delirio de persecución».
«Barril sin fondo».
«Memorias de un hombre elegante».
«¿Con quién hablo?».
«Arte de predecir».
«Bajo el signo de Acuario».
«Las vacaciones de Eudoxia».
«¿Quién será el que está tocando?».
«La obligación de estar triste».
«Mujer pintando en cuarto azul».
Página 16
«Recuerdos del diez de mayo».
«Ensayo de nota luctuosa».
De Ideas en venta:
«¿Usted también escribe?».
«Homenaje al lector».
«Ficciones».
«El precio del éxito».
«Reflexión lunática».
«El paraíso podrido».
«Personalidad turística».
«Adiós, Semana Santa».
JV
Página 17
Revolución en el jardín
(Antología de crónicas)
Página 18
El lenguaje de las piedras
Página 19
Cuando era yo niño y pasaba temporadas en Acapulco, pensaba que
cuando esa ciudad estuviera terminada y no tuviera uno que andar brincando
entre montones de tierra, iba a ser muy bella. Pasaron treinta años, y regresé a
Acapulco, y tuve que brincar entre montones de tierra. ¿Por qué? Porque los
edificios que había y que eran entonces orgullo de la arquitectura mexicana,
ya se cayeron de viejos, y, además, porque en el malecón están construyendo
un monumento a los Héroes.
Por cierto que este monumento tiene características muy interesantes:
sobre una base de piedra hay un triángulo, en cada uno de cuyos vértices hay
un busto. En el vértice superior está el busto de Hidalgo, a escala tres veces la
natural, representado con rictus pronunciado. A su izquierda, y a la derecha
del espectador, está el busto de Morelos, más pequeño, a escala dos veces la
natural, fácilmente reconocible por el consabido pañuelo amarrado en la
cabeza. En el tercer vértice del triángulo está el busto de un personaje
desconocido, o mejor dicho, no identificable, con uniforme militar de
principios del siglo XIX, que bien puede ser la imagen de Guerrero, de
Allende, de Iturbide, y hasta de Calleja.
De la contemplación de este monumento se desprenden dos enseñanzas,
una para el escultor, y la otra para el espectador que tenga ambiciones de
llegar a ser héroe.
El escultor debe comprender que para un observador no avezado a los
términos del arte barroco, la diferencia en tamaño entre los tres bustos que
están puestos en el mismo monumento no significa una diferencia en la
categoría de los personajes representados, ni en la magnitud de sus
respectivas empresas, sino, simple y sencillamente, una diferencia en el
tamaño de sus cabezas, y que, de la observación del monumento, alguien
podría pensar que de los personajes representados unos eran cabezones y
otros microcéfalos.
Más interesante, y quizá más provechosa, es la enseñanza que este
monumento ofrece al aprendiz de héroe: si no es uno calvo, o no tiene uno la
costumbre de amarrarse un trapo a la cabeza, hay que cultivar algo que
constituya un sello inconfundible, como, por ejemplo, usar anteojos
cuadrados, dejarse crecer una barba extraordinaria, por lo hirsuto, por lo ralo,
o por lo largo, o taparse un ojo con un parche, porque en los rasgos
fisonómicos nadie se fija, y un héroe sin imagen, es como si no existiera.
A la entrada de Chilpancingo se puede observar un monumento que es
extraordinario, por lo original. Consiste en un bloque de piedra rectangular.
Es piedra pulida, sin relieves. No tiene ni siquiera un letrero. Estuve
Página 20
preguntando a qué estaba dedicado aquel monumento. Nadie supo
contestarme. Me quedé pensando y pensando, qué podría representar un
bloque de piedra pulida, rectangular, hasta que encontré la respuesta: es un
monumento al monolito rectangular, o quizá sea el monolito mismo.
Página 21
Con este objeto se echó a perder uno de los parques más agradables de la
población, y probablemente de la República. Se quitó la fuente que estaba en
medio y se erigió un pedestal, que en aquel momento parecía muy original,
pero que en la actualidad, después de haber visto Olimpiadas, nos puede
parecer un mal remedo de la plataforma de un foso de clavados, o bien, su
antecedente rudimentario. Sobre este pedestal se colocó la imagen en bronce
de un minero guanajuatense, con el torso desnudo y ligeramente contrahecho
y un casco, de los que ya no se usan, en la cabeza. Detenido por sus manos, y
apoyado en la pelvis, de manera que parece brotar de sus pantalones con una
elevación de treinta grados, hay un enorme taladro de aire comprimido que
parece atacar, incansable y perpetuamente, la nada.
Completan el monumento una serie de protuberancias que salen del piso
del parque, y que rematan en sendos bustos de bronce, tallados a partir de
fotografías tamaño credencial de los personajes representados, cuyos nombres
aparecen en los pedestales de los bustos. Esta parte del monumento tiene
como principal defecto el de que no se sabe quiénes eran esos señores, porque
los nombres no le recuerdan a nadie nada, aunque por inferencia puede uno
suponer que los bustos representan a unos personajes que pagaron con su vida
el descuido, o la tacañería, de alguna compañía minera.
Cada vez que voy a Guanajuato y veo este monumento, se me ocurre que
con el tiempo, digamos un par de siglos, cuando la etapa turística haya
pasado, se erigirá un monumento al hotelero. Quiero aprovechar esta ocasión
para sugerir que se le represente con jaquet, un clavel en la solapa, y
presentando la cuenta.
Al igual que las especies animales que, según parece, evolucionan de acuerdo
con las necesidades que les impone el medio que las rodea, los monumentos
sufren una evolución, de acuerdo con las necesidades de los gobiernos que los
mandan hacer.
Por ejemplo, el monumento más importante que nos queda de tiempos de
la Colonia es la estatua ecuestre de un rey, que probablemente nunca fue buen
jinete, que no se vistió de romano más que para desayunar o ir a un baile de
Página 22
disfraces, y cuyos actos de los que se conserva memoria son una serie de
iniquidades. Pero era rey, y punto. Le hicieron su estatua, a la que ahora se le
llama «el caballito».
El gobierno de Porfirio Díaz se dedicó a desenterrar héroes, unos
desconocidos y otros famosos, y a representarlos en estilo realista y en el
momento culminante de su carrera heroica. Por ejemplo, Colón, sosteniendo
con la mano una maqueta de la Tierra según él la concebía, la otra en la
frente, la mirada fija en el horizonte y, probablemente, exclamando para sus
adentros al ver una línea negra: «¡América!». O, quizá, ignorante de la
injusticia que se le iba a hacer: «¡Colombia!».
El Cura Hidalgo, enarbolando un pendón, ignorando el ángel dorado que
tiene arriba «robándole cámara» de manera lamentable, está, sin lugar a
dudas, diciendo lo que dicen que dijo aquel día «¡Viva México! ¡Viva
Fernando VII! ¡Vamos a matar gachupines!».
Los héroes de nuestras guerras tristes están representados, o deberían
estarlo, cayendo al vacío envueltos en una bandera, o con la espada rota, pero
desenvainada, diciendo al invasor:
—¡Si tuviéramos parque…!
Con los gobiernos revolucionarios aparece en la monumentalística
mexicana una nueva tendencia que consiste en intentos sucesivos de
representar ideas abstractas dentro de un estilo realista.
Por ejemplo, un señor sin camisa, secándose la frente con una mano y
deteniendo en la otra un marro inútil, representa El Trabajo. (Que si a
metáforas vamos, la ausencia de camisa podría significar no sólo el trabajo,
sino el trabajo mal retribuido).
Una señora con un niño en brazos representa otra idea abstracta: La
Madre.
Al pie del Monumento a La Madre, en letras de oro, hay una inscripción
que dice: «A la que nos amó antes de conocernos». ¿Se puede pedir algo más
abstracto? Por cierto, que esta frase siempre me ha parecido incompleta.
Debería decir: «A la que, en algunos casos, nos amó antes de conocernos y la
que, por lo general, después de conocernos nos echó a perder». De esta
manera la frase es un poco más larga, pero más exacta, creo yo.
La Seguridad Social es otra idea que ha sido representada con medios
realistas, de la siguiente manera: una mujer, evidentemente una madre, está
absorta en la contemplación del niño que tiene en brazos, que evidentemente
es su hijo, y no se da cuenta de que tras de ella, una ave enorme —un águila
Página 23
según algunos, y el ave Roc según otros— se prepara para devorarla con todo
y vástago.
En los últimos tiempos, con motivo de las Olimpiadas y como signo de
que México ha entrado, de lleno, en el concierto de las naciones, ha aparecido
una nueva tendencia monumentalista. Consiste en representar ideas abstractas
por medio de formas abstractas, es decir, que no representan nada, más…
mucha atención, porque esto es muy importante, más unos letreros, que
aparentemente son el nombre de una calle, pero que en realidad son la
expresión de la idea abstracta que se quiere representar. Por ejemplo, nadie se
daría cuenta de que los monumentos que están en la Ruta de la Amistad
tuvieran algo que ver con la amistad si la avenida en donde han sido
colocados no se llamara así. Pero así se llama, y, por consiguiente, esos
monumentos son los monumentos a la amistad.
En la actualidad está perfilándose ya una tendencia hacia todavía un
mayor abstraccionismo. Es probable que en el futuro ya ni siquiera haya
monumentos, sino que los edificios van a ser tan expresivos, que bastará con
verlos para darse cuenta de las aspiraciones de un pueblo. Ejemplo notable de
esto son las estaciones del Metro, que expresan las ansias que tenemos todos
los mexicanos de alcanzar una vida mejor y más elevada. La entrada,
paradójicamente, conduce hacia abajo, «hacia las profundidades de la tierra»,
por donde pasan trenes que lo conducen a uno, sin tropiezos, a Balbuena, por
ejemplo.
Página 24
El turismo del futuro
Página 25
Al ver a los rusos parados en aquella esquina, mirando a su alrededor,
tratando de descubrir un taxi desocupado, se me ocurrió una idea: una calle
incolora, como es Fray Servando, que en condiciones propicias no llegaría a
grabarse en ningún cerebro, ha de haber llegado a ser para estos cuatro rusos,
al cabo de tres cuartos de hora, o de una hora, o de tres días, uno de los
lugares inolvidables de su vida. Estoy seguro de que aunque vivan cien años
van a recordar el rato que pasaron en la esquina de Bolívar y Fray Servando.
Este incidente me ha hecho llegar a la siguiente conclusión: más vale ser
mal recuerdo que pasar al olvido.
Que los turistas se vayan acordándose de los alacranes y de la amibiasis,
no importa. Si está comprobado científicamente que los malos recuerdos
quedan más indeleblemente grabados en nuestra mente que los buenos, ¿qué
caso tiene tratar de ser agradables? Eos hoteles de lujo y todo eso está muy
bien. Porque es el chiste, llegar a un hotel de lujo y que allí le pasen a uno
cosas espantosas.
El error fundamental de nuestra técnica ha consistido en tratar de
presentar a México como un paraíso. Lo que es peor, se ha tratado de
convertirlo en un paraíso. Ni es paraíso, ni hay en el mundo dinero suficiente
para transformarlo en semejante cosa.
¿No sería mucho más lógico tratar de darles a las vacaciones de nuestros
visitantes un tono emotivo? Se me ocurren varias ideas. Una es la de difundir
la leyenda de que en nuestra cultura todavía se acostumbra hacer sacrificios
humanos y explicar que a esto se debe la manera en que los mexicanos
conducen sus vehículos. El turista regresaría a su país, no sólo con la
satisfacción de haber pasado una temporada de alegres vacaciones, sino con la
de haber escapado por milagro de una muerte segura.
Otra idea es la de organizar concursos intitulados: «no se deje estafar». Al
turista que al abandonar este país pueda comprobar que ha sido estafado
menos de quinientos pesos, se le regalan los pasajes de otro viaje a México.
Inspirándome en los cruceros que se hacen en Acapulco en los yates
públicos, se me ha ocurrido introducir las siguientes modificaciones. En vez
de decir por el magnavoz:
—A nuestra izquierda podemos ver la casa de John Wayne…
Que es algo que a nadie le importa, decir:
—En estos acantilados fueron encontrados los restos del acaudalado Mr.
N y de la bella Miss R de quienes se dice que fueron sacrificados en una
ceremonia secreta muy semejante a las que se llevan a cabo en la isla de
Pascua.
Página 26
O bien:
—En estas rocas se estrelló el gran clavadista Fulano, que se echó al mar
después de una orgía…
No importa que sean mentiras. La cosa es darle emotividad al paisaje.
Página 27
Revolución en el jardín
Página 28
—Éstos son invitados del Gobierno.
No abrieron nuestras maletas. A los demás viajeros, en cambio,
incluyendo dos septuagenarias y un paralítico, los desnudaron y les
registraron el aparato digestivo, en busca de objetos de valor.
Mientras tanto, Alicia Riva nos contó la historia de su vida: estudios en
los Estados Unidos, matrimonio, seis hijos, Revolución, trabajo en el ICAP…
Terminó el registro y nos formamos para abordar el avión, entre nuevos
ricos que se habían quedado en la miseria, jovencitos insolentes, matronas
autoritarias y estridentes, el paralítico en una silla de ruedas empujada por dos
parientes, etc. Todos parecían contentos de salir de Cuba.
El Britannia, repleto, echó a correr por la pista, y de un golpe de alerones
se libró de las palmeras y los almendros; se elevó, viró al occidente, dejó atrás
la costa cubana, pasó cerca de Yucatán, voló sobre las aguas plomizas del
Golfo, y en poco más de tres horas fue a aterrizar en la ciudad de México que
estaba oculta por una nube de polvo.
Página 29
quitaron el pasaporte, me entregaron una contraseña y, por equivocación, un
papel que pertenecía a otro pasajero, en el que se declaraba que el portador
llevaba «cero» dólares. Una periodista gorda que andaba en el aeropuerto sin
saber qué hacer, me hizo una entrevista. Cuando terminó, se fue. Yo estaba
solo en la aduana, sin que nadie abriera mi maleta porque era invitado del
Gobierno. Nadie había venido a recibirme. No sabía qué hacer. Los demás
pasajeros se habían marchado, los teléfonos públicos estaban cerrados, no
había taxis y yo tenía cinco pesos cubanos en la bolsa. Un empleado de la
aduana se compadeció de mí, pasó a una oficina, descolgó un teléfono y
marcó un número.
—Bueno, ¿Habana Libre? ¿Habana Libre? necesito el ICAP. ¿ICAP? —
Me pasó el teléfono.
—Habla Ibargüengoitia —dije. Silencio del otro lado.
—Dígales que es invitado del Gobierno —me aconsejó el empleado.
—Soy invitado del Gobierno. Me llamo Jorge Ibargüengoitia. Mi novela
fue premiada en el Concurso de la Casa de las Américas. Nadie vino a
recibirme. Soy mexicano…
Por fin, oí una voz acatarrada al otro extremo de la línea.
—Oiga, ¿me oye usted bien?
—Perfectamente —contesté.
—Porque yo no le oigo nada. No entiendo lo que usted me dice.
Repetí la relación varias veces, por fin, el otro me dijo:
—Pues mire, voy a llamar a la Casa de las Américas, si es cierto de que
hay alguien de ese nombre invitado por ellos, le mandaré un automóvil. De
cualquier manera tiene usted que esperar cuando menos cuarenta minutos, que
es lo que tarda el auto en llegar hasta allá.
Colgué el aparato y le expliqué al empleado la situación. A él le pareció
muy normal. Regresamos al salón de la aduana. Yo me senté en una silla
giratoria que estaba frente a un escritorio desocupado y me dispuse a esperar.
Como no se esperaba otro avión, los demás empleados se habían ido. El que
quedaba apagó todas las luces, menos un spot, se sentó en otro sillón
giratorio, se quitó los zapatos, recargó los pies sobre una de las planchas y se
puso a leer la Vida de María Antonieta.
Durante la hora que siguió estuve pensando que si en Cuba hacían las
cosas como en México, estaba perdido, porque iba a ser necesario hacer un
oficio por triplicado pidiendo asilo político.
Afuera se veía un parque con almendros y, a lo lejos, la carretera. A
veces, un coche daba la vuelta y sus luces iluminaban el interior de la aduana.
Página 30
Cada vez que esto sucedía, yo pensaba que era el que venía por mí, pero el
coche seguía de frente, y yo empezaba a impacientarme.
Dos individuos, fumando puros, entraron en la aduana, se metieron en la
oficina en que estaba el teléfono y empezaron a hacer llamadas.
—Que te pico el bollo… Ya se sabe que mientras no haya nueva
disposición, los sábados habrá reunión de milicias.
Pasaron los cuarenta minutos y otros más, y cuando ya estaba yo
resignado a pasar la noche en la aduana, llegó Alicia Riva. Fue una aparición
agradable. Era grandota, fortachona, con el pelo teñido de rubio platino, el
traje suelto, de una pieza, sin mangas, los pies metidos en unas sandalias que
le permitían caminar con gran seguridad y una bolsa en donde hubieran
cabido Las mil y una noches.
—Soy Alicia Riva, del ICAP —me dijo, y me dio la mano.
Me quitó los pocos documentos que me quedaban: la contraseña del
pasaporte, el talón del boleto del avión, la invitación telegráfica de la Casa de
las Américas y la declaración de valores que me habían dado por
equivocación. Yo me alarmé y quise arrebatárselos, pero se los puso entre los
pechos, para protegerlos, y me dijo:
—Esto lo guardo yo.
Había llegado en un coche manejado por un negro. Ella subió adelante y
yo atrás. En el camino, me fue explicando:
—Ésta es la Calzada de Rancho Boyeros, éste es el Auditorio del Pueblo;
esa gente que se ve allí dentro está en las elecciones de la Reina del Carnaval;
ésta es la Plaza de la Revolución; aquí se reúne el pueblo para oír a Fidel, etc.
Le expliqué que yo era el ganador del Premio de Novela y me di cuenta de
que le importaba un cuerno. Ha de haber tenido que salir de la cama para ir a
recogerme, porque estaba malhumorada.
—Es una ciudad muy bella —le dije, para congraciarme.
En mal momento. Estábamos pasando entre dos terrenos baldíos.
Dejamos las grandes avenidas y entramos por calles estrechas, bordeadas
de casas de piedra. Súbitamente, el automóvil giró a la izquierda, subió una
pendiente, giró a la derecha y se detuvo frente a un edificio enorme y bien
iluminado. Era el Hotel Habana Libre.
En el apeadero había varios intelectuales de guayabera, medio borrachos.
Bajamos del coche. El chofer abrió la cajuela, sacó mi maleta y la dejó en el
piso; el portero la tomó, la cargó diez metros, volvió a ponerla en el piso, y se
fue a recibir otro coche. Como yo no quería perder mi maleta, ni de vista a
Alicia Riva, que había entrado en el hotel y ya iba a mitad del lobby, cogí la
Página 31
maleta y eché a correr tras de Alicia Riva. Un botones se interpuso y me
arrebató la maleta, la cargó tres metros más y volvió a dejarla en el piso.
Como no me atreví a cogerla otra vez, fui a pararme junto a Alicia Riva que
estaba en el mostrador de la administración hablando con el empleado, y
desde allí estuve vigilando la maleta.
El Hotel Habana Libre (antes Hilton) es, como todos los Hilton, estilo
babilónico: el lobby tiene el techo muy alto y los muros están recubiertos de
materiales que parecen joyas compradas en Woolworth. En el centro del
lobby hay una escalera colgante monumental que conduce a un lugar al que se
puede llegar en elevador, una mesa larguísima que no sirve para nada, y
cuatro sillas.
Cerca de la administración había muchos intelectuales latinoamericanos
discutiendo el porvenir de la humanidad, tratando de decidir a qué cabaret
iban, o esperando a una señora que había ido al baño. En el momento en que
estuve allí, pasaron frente a mí dos mujeres que en México no hubieran
podido ser más que putas, unos borrachos subieron la escalera monumental
dando traspiés, y entraron varias parejas de jóvenes que venían a celebrar el
resultado de las elecciones de la Reina del Carnaval. Se oía música tropical y
apestaba a cigarro y a ron sudado. Sobre el mostrador había un letrero que
decía: «Se prohíbe recibir visitantes en las habitaciones».
Alicia Riva me entregó una llave, una tarjeta de crédito para la cafetería
del hotel, me devolvió los documentos que me había quitado, me estrechó la
mano, sonrió sin ganas y se fue. Un botones viejo y solemne, con una
chaqueta llena de alamares luidos, tomó mi maleta y me llevó a una
habitación, que estaba en el cuarto piso. Tenía cuatro camas y las llaves de la
regadera no funcionaban. Le di un peso al botones con la esperanza de que
por convicción marxista lo rechazara; pero me dio las gracias, se lo guardó en
el bolsillo y se fue.
Yo me quedé forcejeando con las llaves del baño.
Salí a la calle, porque era demasiado tarde para cenar en el hotel. Por la
Rampa bajaba y subía un gentío de negros y blancos. Apenas se podía
Página 32
caminar. Unos salían del cine, otros entraban en los bares y cabarets y otros
andaban paseando. En las esquinas había postes con letreros iluminados que
indicaban, con flechas, el camino a los diferentes centros nocturnos. Mi
primera impresión fue que todos se conocían. Más tarde descubrí que en Cuba
se habla con conocidos, con desconocidos, y cuando no hay nadie cerca, a
solas.
Caminé dos cuadras, al cabo de las cuales se acabó la animación. Llegué a
una calle en donde el único ser viviente era un hombre con camisa de
mezclilla, que estaba sentado en una silla, con una ametralladora sobre las
piernas. Para evitar dificultades, me fui caminando por el borde de la acera,
fingiendo estar absorto en una exposición de escenografía que estaba en el
lado opuesto, en la Casa de la Cultura Checoslovaca. Así caminé hasta llegar
a una gran avenida por donde los automóviles corrían a gran velocidad. Era el
Malecón. Pero esa noche no me di cuenta. Creí que si cruzaba la calle llegaría
a un parque extenso y oscuro. En realidad hubiera llegado al mar.
Tenía hambre. Decidí regresar. Lo hice dando la vuelta a la manzana, para
no volver a encontrarme con el de la ametralladora. Cuando estuve otra vez
entre el gentío, descubrí con tristeza que en las cafeterías no se vendía más
que café, y esa noche, ni eso, porque se había acabado y estaban sirviendo
manzanilla. Entre la gente vi a varios hombres que vendían algo que estaba en
un bote humeante que tenían enfrente, como sucede en México con los
tamales, pero no me atreví a acercarme por temor de que fuera algo
nauseabundo, venenoso o demasiado caro. Después supe que eran tamales.
Cuando regresé al hotel en ayunas, me di cuenta de que en el lobby habían
instalado un trenecito eléctrico. Subí a mi cuarto, hambriento, y meditando
sobre el posible objeto del trenecito, me quedé dormido.
Página 33
CIA, de la FBI, o de la G2. Aterrado, salté de mi cama y entré corriendo en el
baño, de donde salí un poco más tarde disfrazado de miliciano —esto ocurrió
sin que yo me diera cuenta, porque los pantalones de dril verde y las camisas
de mezclilla azules que yo usaba a diario en México, son allí uniformes de
miliciano—. Cuando salí del baño, vi con alivio que los catalejos estaban
ahora dirigidos hacia otro objetivo —probablemente alguna señora haciendo
gimnasia.
Bajé a la cafetería y me senté frente a la barra. La mesera, una mulata
barrigona, estaba discutiendo cuestiones de sociología con uno de los meseros
y un electricista. Al verme, se separó de ellos y me puso enfrente un mantel
individual de papel y un vaso con agua y hielo.
—¿Qué desea desayunar? —me preguntó.
—Huevos con jamón y café con leche —respondí. Inútilmente. No había
huevos, ni jamón, ni café, y leche sólo para lactantes. En cambio, había los
sandwiches de galantina, con mortadela, salami, queso y pepinos en salmuera,
todo importado, creo yo, que fueron mi desayuno constante durante los quince
días que estuve en Cuba.
Salí a la calle. Era domingo. Había poco tránsito y las aceras estaban casi
desiertas. Fui caminando sin rumbo fijo por calles estrechas, recién
pavimentadas. Fue una experiencia desagradable, porque a la sensación de
inseguridad que tiene uno en toda ciudad desconocida, se unía la
circunstancia de que como el pavimento era blando, mis zapatos se hundían al
cruzar las calles y me daba la impresión de que iba a quedarme pegado a la
mitad y ser atropellado por alguno de los camiones que pasaban a gran
velocidad.
Mientras caminaba se abrieron las cafeterías y se atestaron de bebedores
de té de manzanilla, los vendedores de ostiones descubrieron sus mostradores
portátiles y pusieron en evidencia su mercancía, los churreros empezaron a
freír la suya en peroles de aceite hediondo. La calle se llenó de gente.
Los hombres llevaban pantalones amplios, camisas sueltas, como batas de
maternidad, y zapatos negros, puntiagudos. Las mujeres se vestían a la
española, es decir, con camisa y falda de corte muy recto, o bien, a la negra,
con escote cuadrado y un botón en la parte posterior, que frunce la falda y la
convierte en una especie de funda que hace resaltar las nalgas. Algunas
mujeres se vestían de miliciano, con camisa azul y pantalones verde olivo,
con un zipper larguísimo en la parte de atrás. Este zipper provoca en el
extranjero el deseo de bajarlo a traición, deseo que se resiste solamente al ver
la pistola que generalmente lleva en el cinto la dueña de los pantalones.
Página 34
El comercio, tal y como lo conocemos en los países capitalistas, había
desaparecido. El café estaba racionado; en los quince días que estuve en Cuba
no vi un limón; los plátanos estaban apartados; la cerveza no se vendía antes
de las dos de la tarde; las tiendas de ropa estaban llenas de cosas que a nadie
se le ocurriría comprar; por último, los comercios estaban tan vacíos, que
costaba trabajo distinguir entre los abarrotes, las cervecerías y los cafés. Se
dio el caso de que yo entrara en un lugar y pidiera un ron con agua, antes de
darme cuenta de que estaba en una panadería.
Hay algo, sin embargo, que no está racionado, que son las imágenes de
santos. Vi varias tiendas de santos, y todas estaban atestadas de mercancía y
gozando de gran prosperidad. En La Habana puede uno comprar Sagrados
Corazones de todos tamaños y por docena.
Aquel domingo, mi paseo terminó frente al Capitolio. Era un lugar
desolado. El parque estaba casi desierto, los cafés de los alrededores cerrados,
los muros cubiertos de slogans, los camiones corrían enfurecidos por las
calles vacías.
Me senté en una banca. Un hombre y una mujer se acercaron y me
preguntaron, a señas, la hora. Cuando les contesté en español, me miraron con
desconfianza y se alejaron sin darme las gracias.
Emprendí el regreso al hotel. Me detuve ante un edificio, en cuya entrada
había un gran letrero que decía: «El primer mercado popular de América».
Quise entrar, pero en el vestíbulo encontré a dos soldados que estaban
recostados en un poyo. Al verme, se pusieron de pie, echaron mano de las
carabinas que tenían a su lado y me gritaron:
—Not allowed!
No insistí, por supuesto. Me quedé sin saber si adentro vendían cadáveres,
zanahorias o mulatitas en almíbar.
—¡Por fin vamos a conocernos! —me dijo Marcia Laiseca por teléfono. A mí
me urgía verla para pedirle dinero.
Lo dijo con tanta sinceridad y tan buena voz, que colgué el teléfono
convencido de que íbamos a acabar en la cama. Pero esto fue a las diez de la
Página 35
mañana, y entre esa hora y las seis de la tarde, en que la conocí
personalmente, se echó a perder nuestra relación. Cuando me habló por
teléfono me dijo que iría a verme en el hotel a las dos, y a las dos, cuando yo
estaba bastante aburrido en mi cuarto, esperándola, alguien metió por debajo
de la puerta, con gran sigilo y sin que me diera cuenta, un recado en el que
Marcia me anunciaba que le era imposible venir a las dos, que vendría a las
seis. El caso es que yo esperé hasta las tres y media, a esa hora encontré el
recado y bajé de mal humor a comer.
A las seis estaba yo vestido como nunca debe uno vestirse en Cuba, con
saco de gabardina, pantalón negro y corbata inglesa. Así sólo se visten los
negros para ir a los cabarets. Los blancos, sobre todo los intelectuales, se
visten de guayabera.
Cuando Marcia me llamó de la administración, me dijo cómo estaba
vestida, para que la conociera. Yo bajé y nos encontramos en el lobby. Fue
una sorpresa. Su voz me había hecho pensar en una mujer grandota, bocona,
de treinta y tantos. Era una joven bajita, de piel muy blanca y nariz afilada,
que me saludó con gran cortesía pero con la reserva natural de quien tiene que
hacer amistades por obligación.
Fuimos a la cafetería del hotel. Pedimos café y no había, cerveza y no
había, acabamos tomando una bebida gaseosa. Sin más preámbulos, le
expliqué mi situación:
—Necesito dinero. Tengo cuarenta centavos.
Le pedí cien pesos a cuenta de los mil que me tocaban del premio. Ella me
dijo que pasara a recogerlos al día siguiente en la Casa de las Américas.
Arreglado esto, hablamos un rato de cosas que no nos interesaban. Después,
subimos por la escalera monumental al Bar Caribe, en donde estaban tres de
los jurados que le habían dado el premio a mi novela: Italo Calvino, Lisandro
Otero y Fernando Benítez, y con ellos, Antón Arrufat, un joven dramaturgo
que era entonces director de la revista de la Casa, la mujer de Calvino y un
fotógrafo italiano y su mujer.
Fue una experiencia extraña. Ellos se habían conocido hacía poco tiempo,
cuando los forasteros habían llegado a Cuba para servir de jurados en el
Concurso de la Casa de las Américas, habían convivido un par de semanas, se
habían divertido en grande y estaban a punto de separarse. Se admiraban y se
querían como suelen hacerlo las personas que no se conocen bien. Yo, en
cambio, que acababa de llegar y que no había participado en sus actividades
comunes, quedaba completamente fuera de su relación emocional. Me costaba
trabajo entender, por ejemplo, por qué Benítez consideraba que la mujer de
Página 36
Calvino era una de las más sabias que había conocido, y más todavía, por qué
se lo decía. Por otra parte, ellos eran amables conmigo y me decían que mi
novela era buena, mientras que yo no había leído ninguna obra de ellos, ni
recordaba cómo se llamaban, ni me daban ganas de contestar sus elogios con
otros, inventados. Las mujeres hablaron de alguien que se llamaba Sabor; yo
pensé que se trataba de alguna actriz famosa y tardé un rato en entender que
era una prostituta que al mismo tiempo trabajaba de criada. Lisandro Otero
tuvo con los Calvino una conversación referente al Merendero de los
Tiburones. Yo creí que se trataba de algún restaurante típico y más tarde
descubrí que así se llama un lugar en donde los tiburones meriendan bañistas.
Por último, cuando Benítez describió la gira por los cabarets de La Habana
que los jurados habían hecho a expensas del Gobierno Revolucionario, en la
que, según Benítez, Alejo Carpentier había expuesto la metafísica del show
business, yo, que nunca había visto una foto de Alejo Carpentier, imaginé a
Nicolás Guillén exponiendo la metafísica del show business.
Después bajamos al lobby y todos se despidieron de Benítez, que
regresaba a México al día siguiente. Se abrazaron, prometieron mandarse
cartas unos a otros, escribir libros unos sobre otros, hubo algunas lágrimas,
etc.
Cuando Benítez y yo nos quedamos solos nos dimos cuenta de que
teníamos necesidad de seguir bebiendo y nada de dinero.
Subimos otra vez por la escalera colgante con la esperanza de encontrar
en el Bar Caribe a alguien que nos invitara una copa. No había nadie
conocido. Salimos desconsolados. Íbamos de regreso al lobby, cuando
Benítez se detuvo bruscamente.
—¡Mira nomás qué mujer! —me dijo.
Era negra, tenía metro y medio de circunferencia, la espalda desnuda y no
llevaba brasiere. Me di cuenta de que a pocos metros su marido estaba
preparándose para golpearnos. Tiré a Benítez de la manga y con bastante
trabajo, porque estaba acomodándose los anteojos para ver mejor, lo arrastré
diciéndole que en otras partes del hotel habría mejores perspectivas. Bajamos
a la cafetería, en donde teníamos crédito y pedimos un jugo de toronja.
Estábamos tomándolo cuando llegó hasta nosotros un poeta argentino que,
según las malas lenguas, tenía la costumbre de decir que al día siguiente salía
en el avión de Agua Prieta.
—Hola, amigo —le dijo Benítez—, ¿qué anda haciendo?
—Preparando mi viaje a Agua Prieta —contestó el otro.
Se sentó a nuestra mesa y los tres estuvimos bostezando un rato.
Página 37
Cuando Benítez supo que mi habitación estaba en el cuarto piso y no tenía
más vista que un taller mecánico y unos cuartos de criados, insistió en que
fuera a ver la suya, que estaba en el piso veintitrés y tenía vista a la bahía.
Subimos, admiré la bahía y, después, cien fotos que había tomado Gasparini,
de cubanos en la zafra, en la calle, en las trincheras, en las fábricas, etc.
Benítez las iba a usar para ilustrar un libro que iba a intitularse Un pueblo que
lucha por su identidad.
—¡Mira nomás qué culos! —me dijo Benítez mostrándome la foto de una
escena callejera.
Después, se acomodó los anteojos para ver mejor y empezó a repasar las
fotos con más rapidez y cierta melancolía.
—Son fotos excelentes —me dijo—. Lástima que me las vayan a quitar en
la aduana de México.
Esta frase resultó profética, porque eso fue, exactamente, lo que hicieron
los agentes de la aduana de México, cuando Benítez los insultó diciéndoles
«analfabetos».
Página 38
En los días que siguieron, caminaba largas horas sin rumbo fijo, me
detenía cuando me cansaba, cuando me daba sed entraba en una cantina y
pedía un ron, o dos, y cuando me sentía solo iba a la Casa de las Américas a
platicar. Por las noches iba al cine o al teatro y después me acostaba mirando
las luces del puerto, el faro del Morro y los reflejos en el agua; leía una o dos
páginas de un libro de Valle-Inclán y me dormía entre unas sábanas
inmaculadas, protegido por el clima artificial (que fue lo que iba a
provocarme el terrible catarro) y despertaba con el amanecer, cuando los
barcos soviéticos entraban en el puerto con sus cargamentos de todo.
Yo era celebridad en Cuba. En los diez días que estuve en La Habana me
hicieron catorce entrevistas periodísticas. Catorce veces me preguntaron de
qué trataba mi novela, por qué la escribí y qué opinaba de la Revolución
Cubana.
Las entrevistas no tenían por objeto informar a los cubanos de mis
procedimientos literarios, ni de mis aspiraciones, sino simplemente informar
que había un escritor muy importante, que se llamaba Jorge Ibargüengoitia,
que estaba admirado con la Revolución Cubana.
Los entrevistantes eran unos negros y otros blancos. Los negros me
contaban que pasaban los domingos en los clubs que antes eran de los ricos,
los blancos que venían con negros me decían: «El antes no tenía
oportunidades, y mírelo ahora». Los blancos que venían con blancos hablaban
de literatura.
Una vez vinieron tres calvos vestidos de negro, que estuvieron largo rato
preguntándome sobre el funcionamiento del PRI. Otra vez vino una muchacha
con un viejo fotógrafo que le servía de chaperón. El novio de la muchacha
llamó tres veces por teléfono para cerciorarse de que no estuviéramos
haciendo nada inconveniente. La última entrevista fue grabada; vino un joven
escritor y me entregó veinte pesos cubanos como honorarios adelantados, que
gastamos en daikirís, en el Bar Caribe. Llegamos a la sala de grabaciones con
retraso y borrachos. La entrevista salió tan bien que, cuando acabamos, los
técnicos de las cabinas nos aplaudieron.
En las catorce entrevistas me tomaron cerca de doscientas fotos. No hubo
una que saliera bien. Me tomaron con la boca abierta, con la lengua de fuera,
con los ojos entrecerrados, o como si estuviera saliendo de un ataque de
apoplejía. Me tomaron en la oscuridad, o con luz excelente y la bragueta
desabrochada. Me tomaron con una mano levantada, como si estuviera
espantando una mosca, o con las manos en las caderas, como si estuviera
bailando una jiga.
Página 39
Cada fotógrafo tenía un sistema diferente. Unos traían flash, otros no;
unos traían una cámara, otros, tres; unos venían solos, otros en parejas, y otros
con el entrevistante. Unos iban tomando fotos mientras yo hablaba,
moviéndose a mi alrededor, buscando «ángulos interesantes», otros me
indicaban la pose que tenía yo que adoptar. Unos tomaban un rollo entero,
otros, dos o tres fotos. Hubo uno que entró en el cuarto lleno de seguridad, fue
directamente a la lámpara que estaba sobre la mesa, me hizo sentar bajo la
luz, mirando al techo y tomó una sola foto. Tampoco salió bien.
—Yo soy su chofer —me dijo Galíndez, cuando me presenté en las oficinas
del ICAP a las siete y media de la mañana.
Era flaco, pelirrojo, narigón, con ojos claros y la piel más arrugada que he
visto; cuando se reía parecía que iban a caérsele las orejas, y tenía dientes de
oro. Salimos al lobby y allí me presentó a los demás.
Roberto Matta estaba elegantísimo, con ascot, camisa de jersey azul
marino y traje de gabardina, abrazado de una botella de Ballantine. A su lado
estaba Olga, nuestra guía. Era una mujer delgadísima, con melena caoba,
uniforme verde olivo y pistola al cinto. Una Santa María Egipciaca socialista.
El tercer personaje, Aghioun, era una especie de Ives Montand con diez kilos
de más y un ojo ligeramente estrábico.
Subimos al coche, que era tan largo, que nunca llegué a la punta para
averiguar la marca. Aghioun y yo íbamos atrás y Galíndez, Olga y Matta,
adelante. Así empezó el viaje al interior.
Cuatro horas más tarde, en Santa Clara, subí al comedor, que quedaba en
el último piso del hotel y encontré a Matta asomado a una ventana, mirando
extasiado la plaza principal.
—Es formidable —comentó—. Igual que la Crimea. Parece imposible que
existan en el mundo dos pueblos con tan poco sentido arquitectónico.
Enfrente, al otro lado de la plaza, estaba el edificio del gobierno
provincial, con frontones dóricos, a la derecha, unos caserones con portales y,
junto a ellos, una casa diminuta, gris, con rejas de hierro en las ventanas; a la
izquierda el casino, con terrazas rococó y volutas en las balaustradas; a
Página 40
nuestros pies, el hotel, un rascacielos enano, verde oscuro. En el centro de la
plaza había un quiosco y una estatua que representaba a una señora sentada en
una silla, mirando al piso.
Cuando llegó Olga, nos dijo:
—En este hotel hubo una gran batalla. Aquí estaba refugiado Camilo y los
de Batista balacearon el edificio. Todavía pueden verse los impactos.
Cuando llegó Galíndez, nos dijo:
—En este hotel hubo una gran batalla. Aquí estaban refugiados los de
Batista y Camilo tuvo que horadar todas las casas de la manzana, hasta llegar
aquí atrás.
—Que no, chico, que Camilo era el que estaba aquí.
—Que no, Olga, que te digo que no, que los que estaban aquí eran los de
Batista…
Después de comer fuimos a visitar una fábrica de refrigeradores.
—Éste es el patio de descarga, aquí es donde llega la materia prima y se
prepara para su elaboración —nos dijo el técnico encargado.
—Un momento —interrumpí, porque quería parecer muy interesado—, ¿a
qué llama usted materia prima?
—A unas placas de acero.
—¿De dónde vienen esas placas de acero?
Aquí intervino Olga:
—De las fundiciones, chico, que Cuba está llena de fundiciones.
—Exacto —dijo el técnico, que era un muchacho de veinte años.
Tuve que traducirle a Aghioun, en mi detestable francés, porque Matta no
estaba con nosotros. El técnico prosiguió:
—Éstos son los troqueles: el material es cortado en frío y después se
calienta y se somete a una serie de procesos que le van dando la forma
requerida. Éstos son los hornos.
—Demandez-lui où est le mazout —dijo Aghioun.
—¿Dónde está el combustible? —traduje.
—El combustible… el combustible… —El técnico dio vueltas alrededor
del horno—. Probablemente sea un horno eléctrico.
Pero Aghioun señaló una pieza que excluía la posibilidad de que el horno
fuera eléctrico.
—Llamaré al responsable de esta sección, porque yo no estoy bien
enterado —dijo el técnico y se alejó.
Regresó a los pocos minutos acompañado de otro técnico todavía más
joven.
Página 41
—Diles aquí a los compañeros dónde se pone el combustible.
El otro habló unos cinco minutos explicándonos el funcionamiento del
horno.
En otra parte de la fábrica nos explicaron:
—Ésta es la sección de lavado. Cada unidad, una vez soldada, es sometida
a la acción de varios agentes químicos que dejan su superficie preparada para
el esmalte. Éstos son los tanques de lavado.
—Ah, comprendo —dije yo—, son cinco tanques, para lavar cinco
refrigeradores al mismo tiempo.
—No, cada refrigerador es sometido a la acción de cinco compuestos
diferentes.
—El hecho de que cada tanque tenga un compuesto químico diferente —
le expliqué al técnico—, no excluye la posibilidad de que haya
simultáneamente cinco refrigeradores en los tanques de lavado.
—En efecto, si así se desea —me contestó.
En Cuba hay tantos visitantes y los tratan tan bien, que hay técnicos que
pasan buena parte de su tiempo respondiendo a preguntas idiotas o
impertinentes, como las que Aghioun y yo hicimos aquella tarde, en que
actuamos como si fuéramos a instalar una fábrica de refrigeradores al día
siguiente.
Para hacer conversación, les preguntamos su origen, antecedentes y
aspiraciones. Ambos habían hecho un viaje a Checoslovaquia en donde
habían aprendido todo lo que sabían.
—¿Y qué harán después de que terminen de instalar esta fábrica? —les
pregunté—. ¿Se quedarán aquí administrándola, o irán a instalar otra?
—Nosotros haremos lo que la Revolución ordene.
—Demandez-eux où est le depot de mazout de l’usine —ordenó Aghioun.
Estuvimos un cuarto de hora buscando el depósito del combustible de la
fábrica, y después, otro cuarto de hora tratando de explicar su inexistencia.
—Probablemente el Consolidado de Industrias ha determinado que eso
sea lo último en instalarse —dijo uno de los técnicos.
—O bien, el combustible vendrá directamente de la refinería —dijo el
otro.
Falso. El depósito estaba en una torre frente a nosotros.
Más tarde, cuando íbamos en el coche, de regreso al hotel, Aghioun
comentó:
—No está mal la fábrica. Lo malo es que los que compran refrigeradores
ya no están en Cuba, sino en Florida, comprando refrigeradores americanos.
Página 42
8
Página 43
—Esta hermosa imagen de San Juan Bosco —nos dijo el joto—, fue
adquirida en Roma por el señor Thomas Charleston y donada a esta iglesia…
Le dimos un peso y salimos. En el portal de la iglesia encontramos a un
hombre calvo, de guayabera, que andaba persiguiendo a unos niños que huían
de él. Era el señor cura que iba a enseñar la doctrina.
El cielo se había nublado cuando llegamos a Cienfuegos. Había nubes
bajas y grises, casas de un piso, plazas desiertas, calles largas, y al fin de
ellas, bodegas grises, patios de descarga con hacinamientos de madera en
tablas, barcos grises, muelles largos y grises, y después, el mar.
En Cienfuegos, Matta, Olga y Galíndez nos hicieron, a Aghioun y a mí,
algo que éste calificó de cochonnerie: en el único hotel bueno de Cienfuegos
había sólo tres habitaciones. Se las repartieron entre ellos y nos mandaron a
dormir a un hotel de mala muerte.
Mi habitación no tenía ventanas, era de dos metros y medio en cuadro por
uno noventa de alto. El foco eléctrico se fundió en el momento de encender la
luz.
—Esto ocurre con frecuencia, porque la corriente es de alta tensión —me
explicó el administrador del hotel, en la oscuridad.
Para llegar a mi cuarto había que cruzar un hall tenebroso, en el que nunca
había entrado un rayo de luz natural. Estaba adornado con piñanonas de
plástico.
—Te tocó el cuarto de la puta —comentó Matta cuando entró en él, al día
siguiente.
Esa noche visitamos la Escuela de Arte que dirige el profesor Samuel
Feijoo. Está en una casa que fue propiedad de algún millonario que vivió en la
creencia de que el mármol y lo mudéjar eran lo más elegante del mundo.
En el sótano había una colección de cerámicas labradas sobre tubos de
albañal.
—Hay que hacer arte por donde pasa la caca —nos dijo Feijoo.
No sólo había logrado su objetivo, sino también reunir una colección de
mierda bastante completa.
—Ninguno de mis alumnos ha abierto nunca una Historia de Arte —nos
explicó Feijoo, lleno de orgullo.
Arriba, en el primer piso, estaba el salón de grabado, que era mucho
mejor. Había obras muy interesantes en el álbum que estaba sobre una mesita
y que Feijoo fue hojeando, mientras los demás lanzábamos exclamaciones
aprobatorias. Al ver un grabado que le gustó más que los demás, Aghioun,
que tiene una galería en París, dijo la única frase en español que le oí:
Página 44
—¡Lo compro!
Feijoo, los tres estudiantes que lo acompañaban, Olga, Galíndez y
Henríquez levantaron los ojos y lo miraron un momento con desprecio. En
este momento comprendimos que nada de lo que había allí estaba a la venta.
A la medianoche, de regreso en el hotel, descubrimos que había un
cabaret en el último piso. Aghioun y yo decidimos tomar una copa antes de
meternos en nuestras respectivas habitaciones. Cuando íbamos en el elevador,
dos putas que estaban con sus galanes se nos echaron encima creyendo que
éramos rusos.
Cuando supieron que yo era mexicano, que el otro era francés, y que
ninguno de los dos traía cigarros americanos, se separaron de nosotros y
abrazaron a los que venían con ellas.
El cabaret estaba iluminado con luces rojas. Había una barra, una
sinfonola y varias mesas ocupadas por familias pobres, alguna de ellas con
niños de pecho. Nadie bailaba.
Después de tomar dos copas, bajamos a nuestros cuartos y nos metimos
entre sábanas húmedas y sepulcrales. Al día siguiente, tuvimos una sorpresa
agradable: los que habían dormido en el hotel de lujo amanecieron resfriados.
Antes de llegar a Playa Girón nos detuvieron unos niños armados con rifles
automáticos. Eran los alumnos de la Escuela de Pescadores. Después de
explicarles quiénes éramos, nos dejaron pasar a la playa, en donde había una
batería de cañones antiaéreos.
Bajamos del automóvil y fuimos a ver el agujero que había en el lugar que
ocupó, hasta la noche de la invasión, un bungalow.
—Aquí había gente dormida —nos dijo Olga, con voz entrecortada.
Dimos un paseo por la playa, meditando sobre la invasión. Después,
regresamos al coche.
Dejamos la playa y fuimos a ver uno de los aviones invasores, que fue
derribado y quedó convertido en un montón de metal retorcido. Mientras Olga
y Galíndez nos esperaban en el coche, Matta, Aghioun y yo contemplamos los
Página 45
restos del avión con el mismo respeto con que se mira el insigne dedo de San
Francisco Javier.
Seguimos nuestro camino. Al poco rato empezamos a ver, en las orillas de
la carretera, casas en los árboles. Era el campo turístico de Playa Larga. La
gente fue haciéndose más numerosa, hasta convertirse en una multitud de
medio pelo. El coche se detuvo, sacamos las maletas y empezamos a caminar
guiados por Olga y Galíndez. No sabíamos qué horas eran, ni qué día de la
semana, ni por qué había tanta gente, ni adónde íbamos, ni si teníamos
hambre. Abriéndonos paso entre el gentío, llegamos hasta el brocal de un
pozo en cuyo fondo dormitaban dos caimanes.
Después fuimos al muelle. Había que cruzar la laguna para llegar a
Guamá, que era nuestro destino. Mientras esperábamos, llegó una lancha de
dos pisos repleta de turistas cubanos que habían pasado el día en Guamá y
que regresaban a La Habana. Desembarcaron con gran algarabía. Al ver este
espectáculo, Matta se me acercó y me dijo.
—No quiero que lo sepan los cubanos pero a mí me gusta la soledad.
Al cabo de un rato de espera, llegó nuestra lancha, que venía manejada
por un negro que traía un saco «Prince of Wales» y unos pantalones rotos.
Cruzamos la laguna, y al terminar ésta, entramos en un canal, a cuyos
lados había islotes cubiertos de yerba comunicados entre sí por puentes de
madera rústica. Al borde del canal había dos cabañas lacustres, pero modernas
y con todos los adelantos de la civilización; con techo de palma, muros de
madera labrada, vidrios de colores, excusados y persianas. Podía llegarse a
ellas por unos pasillos de troncos suspendidos sobre el terreno pantanoso, o en
lancha, que podría atracarse en el muelle que había en cada una.
—Cuando Fidel andaba mandando el ejército que rechazó la invasión —
nos explicó Galíndez—, pasó por aquí, que no era más que un pantano, y dijo:
«Quiero que aquí se construya un campo turístico para el pueblo, en donde los
revolucionarios puedan vivir de la misma manera en que vivían nuestros
antepasados». Así fue como se hizo todo esto.
Volteamos a todos lados, admirando aquel Versalles veneciano-cubano.
10
Página 46
Un día cometí la torpeza de decir, en la Casa de las Américas, que sería
interesante escribir un libro en el que se hiciera una comparación entre los
servicios sociales, los sistemas de educación y las reformas agrarias de
México y de Cuba. Pues bien, poco antes de regresar a México fui a un
restaurante con varias empleadas de la Casa de las Américas, y cuando estaba
comiendo manos de cangrejo moro me dieron la noticia:
—Acaba pronto porque a las tres tienes cita con el viceministro de Salud
Pública.
La comida se echó a perder. Me puse de humor negro.
—Pero ¡si ya había yo dicho que no quería conocer celebridades! —
protesté.
—Para que hagas tu libro, chico —me explicaron.
Después me anunciaron lo peor: al día siguiente tenía yo cita con los
directores del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria), y al tercero,
con el ministro de Educación.
El caso es que a las tres, sin saber lo que iba a preguntar, me presenté en
el Ministerio de Salud Pública. Parecía desierto. No encontré a nadie en el
vestíbulo, ni en el elevador, ni en los pasillos. Cuando llegué a la antesala del
despacho del viceministro, la secretaria me pasó a una sala de juntas que
también estaba desierta. Esperé un rato. Por fin entró el viceministro, con bata
blanca y los dientes podridos.
Se puso a mis órdenes y me invitó a preguntarle lo que yo quisiera. No
recuerdo cuál fue mi pregunta, pero cuando él la oyó, me dijo:
—¿Nomás eso quiere saber?
Habló durante dos horas, me mostró diapositivas, me explicó con gran
claridad lo que no me interesaba, me invitó a hacer otro viaje en el interior —
esta vez en jeep— y, por fin, se despidió de mí.
Era un hombre dinámico y de gran valor. Lástima que haya perdido dos
horas conmigo.
Al día siguiente, a las doce, me presenté en el edificio del INRA. En el
vestíbulo había gran actividad. Estaban preparándose para un acto cívico.
En el mostrador de información me dijeron que la compañera Magallón,
que era con quien tenía que entrevistarme, estaba esperándome en el noveno
piso.
Cuando llegué al noveno piso, me pasaron a una oficina y me senté en un
sillón, frente a dos hombres y dos mujeres, una de las cuales era la compañera
Magallón.
Página 47
—Estamos a su disposición —me explicó ésta—, pregúntenos cualquier
cosa que quiera usted saber. Nomás que voy a suplicarle que sea usted breve,
porque a las doce y media comienza el Homenaje a Panchito Gómez Toro.
Yo les pedí que me explicaran en qué consiste la Reforma Agraria
Cubana. Empezó la confusión, porque en Cuba ha habido tres reformas, o
mejor dicho una dos veces modificada. Mis cuatro interlocutores nunca se
pusieron de acuerdo en el orden que debía seguir la exposición, ni en qué
consistía cada una de las reformas, ni en cuál era la diferencia que había entre
ellas. Yo, por mi parte, aumentaba la confusión preguntando:
—¿Cuántas hectáreas tiene una caballería?
De vez en cuando, alguien entraba en el cuarto a preguntar:
—¿Que dónde ponen la bandera?
Por fin, a las doce y veinticinco, me dieron unos libros y uno de los
hombres me dijo:
—Aquí encontrará los datos que le hagan falta.
Con los libros en la mano, entré en el elevador. El vestíbulo estaba repleto
de empleados que esperaban a que empezara el Homenaje a Panchito Gómez
Toro.
Esa tarde me llamaron por teléfono, de la Casa de las Américas, para
anunciarme que mi entrevista con el ministro de Educación había sido
cancelada. Probablemente había corrido la voz en La Habana de que andaba
un mexicano haciendo preguntas idiotas por toda la ciudad.
Pero todavía quedaba una última entrevista, que no pude cancelar. La del
compañero Mariel.
El compañero Mariel entró en mi cuarto del hotel con uniforme impecable
y un portafolios.
—El objeto de mi visita es el siguiente —empezó diciendo—: desde que
era yo niño he sido un gran admirador de Emiliano Zapata. Lo considero uno
de los héroes más limpios y más puros que ha habido en todas las
revoluciones del mundo, así que cuando triunfó la revolución nuestra me dije:
«Muy justo es que la Revolución Cubana le rinda homenaje a Emiliano
Zapata». Y se me ocurrió lo siguiente: no sé si usted se haya dado cuenta de
que en La Habana existe una Avenida Zapata. No vaya a creer que se llama
así en honor de Emiliano. Se llama así porque aquí vivía un español muy rico
de nombre Zapata que era dueño de los terrenos circundantes y le puso su
nombre a la Avenida. Pues bien, se me ocurrió lo siguiente: ¿qué mejor
homenaje que ponerle a la Avenida Zapata, Avenida Emiliano Zapata? Hice
una petición y el proyecto ya está aprobado por el Gobierno. Basta con tomar
Página 48
los letreros que dicen Avenida Zapata y agregarles el «Emiliano». Además, se
demolerán las casas vecinas y se hará una gran avenida de cuatro carriles con
dos camellones en el centro y prados a los lados. En los camellones se
sembrarán framboyanes y toda clase de flores y plantas mexicanas. ¿Qué le
parece?
—¡Formidable! —contesté.
—Pues bien, quiero que usted me ayude en lo siguiente: quiero que los
mexicanos regalen un busto de Emiliano Zapata, para ponerlo en el
monumento que rematará la Avenida.
Le dije que me parecía factible. En México hay tantos bustos de Emiliano
Zapata que nadie sabe ni dónde ponerlos. Me pareció muy fácil arreglar que
mandaran uno a Cuba.
Quedamos en que yo iba a encargarme del asunto. Él cerró su portafolio,
se puso la gorra y al estrecharme la mano para despedirse, me dijo:
—Prométame que no se olvidará del busto de Zapata.
—Se lo prometo —le dije.
Y en efecto, no se me ha olvidado. No he hecho nada para que manden un
busto de Zapata a Cuba. Pero no se me ha olvidado.
Página 49
Cómo enseñar literatura
Página 50
Al principio, por no estar muy seguro de mis argumentos, me apoyé más
de la cuenta en mi experiencia personal.
Las clases de literatura son malas, dije, porque muchos maestros usan
procedimientos que en vez de servir de acercamiento entre alumno y libro
producen el resultado contrario. Como ejemplo de esto hablé de tres sistemas.
Uno de ellos se lo oí exponer a Díaz-Plaja. Consiste en afirmar que la
literatura universal comienza en el siglo V a. C. y llega ininterrumpida hasta
nuestros días. En afirmar, después, que en cualquier época predomina en la
literatura uno de dos temperamentos: romántico o clásico. A continuación se
da una lista de características de cada uno de estos temperamentos. Por
último, se divide la historia universal de la literatura en épocas y se le atribuye
a cada una de ellas un temperamento dominante, en la inteligencia de que a
una época clásica sigue irremediablemente una romántica y así
alternadamente.
Con esa regla tan sencilla, al alumno le basta aprender las características
de los temperamentos y la progresión de las épocas para poder juzgar
cualquier obra, y hablar de ella durante diez minutos, sin necesidad de leerla,
ni saber de qué trata ni siquiera quién fue su autor, con sólo saber la fecha en
que fue escrita. Asimismo se puede juzgar a un autor, sin necesidad de leer lo
que escribió, con sólo saber en qué época le tocó vivir. ¿No es práctico?
Otro sistema de enseñanza estaba cristalizado de manera admirable en un
libro llamado «el Basave», que fue el texto que usó mi querido maestro
Chicharrín para enseñarme literatura española en tercero de secundaria. En
este librito aparecían desde el Arcipreste de Hita hasta García Lorca, con su
fecha de nacimiento y de defunción y los nombres de los lugares en que
ocurrieron estos sucesos, una lista de las obras más notables que escribieron,
otra lista de los apodos que recibió el estudiado sin darse cuenta —Manco de
Lepanto, Fénix de los Ingenios, Musa de Tecolutla, etc— y por último un
juicio pontifical, generalmente tomado de don Marcelino o de don Ramón.
Por ejemplo: «¿Qué valen las treinta y tantas obras de Shakespeare
comparadas con las dos mil y tantas que escribió nuestro Fénix?».
Durante un año, aprendimos seis o siete fichas por semana y cuando nos
tocaba el turno las recitábamos a Chicharrín como pericos.
Otro sistema, muy socorrido e igualmente funesto, consiste en enseñar la
literatura de un país, por ejemplo la mexicana, como si fuera la única en el
mundo, pero con referencias a otras literaturas que son, por supuesto,
desconocidas. El Balzac mexicano, por ejemplo, murió fusilado a los 23 años.
Página 51
Seducidos, llamados y quemados
Página 52
Me extraña que alguien se sienta orgulloso —aunque sea nomás a ratos—
por recibir el calificativo de intelectual, y más me extraña que se sienta
aludido. No conozco a nadie, que no sea completamente imbécil, que a la
pregunta de: «¿Usted qué es?» conteste: «Intelectual».
El comentario en cuestión se refiere a la polémica que hubo entre
Fernando Benítez y Juan Miguel de Mora, y lo saco a colación, no por dicho
pleito, que me tiene sin cuidado, sino porque de lo que dice el artículo se
desprende que los intelectuales constituyen un grupo social suficientemente
compacto como para que se perjudique porque dos de sus miembros acudan a
tribunales a presentar demandas mutuas por difamación, lo bastante
homogéneo para que sea posible establecer reglas relativamente sencillas
sobre cuáles deben ser las relaciones entre sus miembros y el Estado, y lo
suficientemente prestigioso como para que sus actitudes y opiniones afecten
las relaciones entre gobernantes y gobernados.
Si estuviera en mi mano, yo usaría la palabra intelectual sólo para hacer
una descripción global de todos los que se dedican a ciertas disciplinas y
tomaría precauciones para distinguir la palabra «intelectual» de la palabra
«inteligente».
Pero abre uno el periódico y encuentra nuevas acepciones. Los
intelectuales mexicanos, declaran algunos de ellos, han sido por fin
escuchados por el presidente de la República y, por consiguiente, están en
condiciones de ejercer sobre él una influencia benéfica y colaborar de esta
manera en el mejoramiento del país.
Yo, francamente, al leer esta noticia, no me siento incluido. Me siento tan
identificado con los que han logrado trepar en el candelero y ponerse al habla
con el presidente, como con los dos «intelectuales» que estaban revolcándose
en el piso, o con «el Tamal».
Pero los intelectuales, de México y de todas partes, nos dice el autor del
comentario citado, «tienen la tendencia a creer en el poder cuando éste les
presta atención». Según entiendo el razonamiento, el poder, con sólo
escucharlos, los seduce y los hace desvariar, imaginar alternativas que no
existen, y suscribir y sancionar no una medida determinada, ni siquiera un
régimen, sino un gobernante. Dicho de una manera rudimentaria: «Todo lo
que haga el Presidente está bien hecho. ¿Por qué? Porque nos escucha a mí y
a mis amigos».
Al llegar a este punto, conviene hacer la siguiente reflexión. Si se trata de
llegar a tener una cierta medida de poder —público— en un país como
México, no hay camino más largo ni lleno de obstáculos que el del intelecto.
Página 53
Si quiere uno afectar el destino de México es más fácil meterse a diputado o a
burócrata que a escritor.
Por otra parte, ¿será cierto que el gobierno está «escuchando» a los
intelectuales? A mí más bien me parece que está desprestigiando a algunos de
ellos. Cuando Benítez dijo que para los intelectuales de izquierda no había
más alternativa que entre Echeverría y el fascismo, le dio a Echeverría el
espaldarazo, muy cierto, pero él se dio a sí mismo una puñalada.
Página 54
El autor ante el público airado
T odo autor sabe que tiene sus enemigos. Yo me los imagino con la
cara borrada y manos amarillentas que les tiemblan cuando leen mi
columna. Pero este conocimiento y la imagen que me provoca son
abstractos y no me hacen mella.
Lo malo es cuando cristalizan de alguna manera. Hace muchos años, por
ejemplo, un conocido mío asistió a una conferencia que di, y más tarde me
dijo:
—Los que estaban junto a mí estaban diciendo: «Este tipo, qué mal se
viste y qué mal se expresa».
Fingí tomar la cosa a la ligera, pero me sentí como si me hubieran
apuñalado. Si hubiera sabido que entre aquel público anidaba gente de tan
mala entraña, o hubiera empezado insultándolos desde el estrado o no me
hubiera atrevido a abrir la boca.
Lo cierto es que mientras el autor se limite a escribir corre poco peligro de
enfrentarse al enemigo —éste generalmente se manifiesta en forma de carta,
que cuando es muy desagradable la tira uno a la basura—. Lo malo es cuando
aparece uno en público. Por eso los sabios recomiendan que no dé uno
conferencias ni asista uno a firmas de libros.
Por las experiencias que tengo no hallo qué decidir, si los enemigos que
he visto son eternos y jurados, o si me acaban de conocer y unos cuantos
minutos les bastan para detestarme.
A veces los distingo desde el momento en que entro en la sala. Esto me
pasó en una conferencia que di una vez en Durango. Mi enemigo era el único
ocupante de la undécima fila. Era un hombre calvo y de anteojos, de unos
sesenta años, bien vestido, gente decente, ni hablar. Tenía algo, no sé si las
cejas o los labios, que le daba una expresión de completo escepticismo, como
Página 55
si el hombre hubiera entrado a la conferencia nomás para ver qué tonterías
decía un servidor. Durante cincuenta minutos hablé exclusivamente para él.
Expuse brillantemente la misión del escritor en una sociedad dispersa,
expliqué lo que es la cultura y dije que un libro es al mismo tiempo espejo del
alma de quien lo lee y una ventana a un mundo nuevo. De nada sirvió. Mi
enemigo se quedó tal como estaba al principio. Ni siquiera bostezó.
Por fin, en el periodo de las preguntas, levantó la mano.
—¿Qué entiende usted por un clásico?
Le contesté:
—El que remata una tradición y la deja inservible.
—Perfectamente —dijo, y en ese momento, se paró y se fue.
Esa noche no pude dormir.
Otras veces ve uno una pared de rostros amables. Gente que conoce la
obra, que asiste a la conferencia por ganas y que escucha lo que va uno a decir
con simpatía y benevolencia. Habla uno con tranquilidad, la conferencia dura
largo rato, al final hay preguntas y uno contesta lo mejor que puede, y hay
más preguntas y más preguntas. Por fin, a las diez y media, el conferenciante
dice: «Señores, tenemos aquí dos horas y media, una sola pregunta más».
Un individuo que nadie había visto alza la mano, se le concede la palabra,
y él la usa para decir que no le gustó la conferencia, que francamente haber
ido hasta tan lejos y haber pasado tanto rato para oír decir al conferenciante
que todos son una punta de imbéciles… La conferencia fue dispersa, faltaron
ideas propias, etcétera.
El conferenciante declara que este exabrupto no merece contestación,
recibe felicitaciones, da autógrafos, se va a su casa, y a las dos de la mañana
abre los ojos en la oscuridad. Por fin tiene la respuesta. Debía haberle dicho:
«Cuando tú des una conferencia no dejes de invitarme».
Mi última escaramuza la tuve en el Instituto Cultural Mexicano-Israelí. El
titulo de mi conferencia era «El diablo en el espejo». Pues bien, empecé
diciendo que no creía en el diablo y en la hora y media que hablé no dije
«espejo». Al mero final se paró un señor y dijo, furioso: «¿Quiere usted
decirme qué tiene todo esto que ver con el diablo… —su mujer le sopló algo
al oído— y con el espejo?».
Yo levanté la sesión.
Página 56
Humorista: agítese antes de usarse
Página 57
—Hola, ¿cómo has estado? —le digo a alguien.
—Pues, leyéndote —me contesta, y punto.
O bien, una mujer me dice:
—Me río como loca cuando leo tus artículos.
Yo me quedo en las mismas.
Cuando explico a alguien que estoy metido en una novela que no progresa
ni para atrás ni para adelante, que amenaza ser mi Vietnam, hay quien me
dice: «Los escritores que tienen tanta dificultad en escribir son los buenos», lo
cual, huelga decir, es mentira, porque si bien es cierto que hay escritores
buenos que han pasado la pena negra escribiendo, yo conozco otros que
siendo malos, no sólo malos, pésimos, han pasado muchos trabajos para
escribir bodrios.
Lo peor es recurrir a consejeros profesionales, llamados también críticos.
Entre éstos, por lo que a mí respecta, noto dos tendencias. Unos se dan de
santos con que en un país tan solemne como éste exista alguien capaz de
escribir algo que haga reír a la gente.
Los agujeros que tiene este razonamiento están a la vista. En primer lugar,
el país no es solemne, sino cínico, los solemnes son los personajes públicos
que lo adornan. En segundo lugar, en el supuesto de que sea benéfico que la
gente se ría, se puede lograr el mismo efecto con sólo hacerse cosquillas unos
a otros, sin que yo tenga que molestarme escribiendo.
La otra tendencia de los críticos consiste en decirme que, francamente, les
estoy fallando, tanta confianza que habían puesto en mí, tantas esperanzas, y
yo, las oportunidades que tengo las estoy desperdiciando. La labor del
humorista —eso soy yo, según parece—, me dicen, es como la de la avispa —
siendo el público vaca— y consiste en aguijonear al público y provocarle una
indignación, hasta que se vea obligado a salir de la pasividad en que vive y
exigir sus derechos.
La perspectiva de escribir cosas venenosas que sirvan de aguijón para
lograr cambios sociales es halagadora, pero presenta serias dificultades. En
primer lugar, una cosa es tener ganas de provocar la indignación o cuando
menos una polémica, y otra muy distinta es lograrlo. En muchos casos el que
quiere provocar indignación, que está él mismo indignado, lo que provoca es
risa.
Por otra parte, es muy difícil y tiene algo de falso andar provocando
indignaciones sobre asuntos que lo dejan a uno frío, y francamente vivir
indignado —o polemizante— es desgracia que le viene a la gente más bien
por accidente que por conveniencia de oficio.
Página 58
Por último, hay quien afirma, y yo estoy de acuerdo, que el sentido del
humor es una concha, una defensa que nos permite percibir ciertas cosas
horribles que no podemos remediar, sin necesidad de deformarlas ni de
morirnos de rabia impotente.
Esta característica del humor como sedante es la ruina del autor como
aguijón. Por esto creo que, si no voy a conmover a las masas ni a obrar
maravillas, me conviene bajar un escalón y pensar que si no voy a cambiar al
mundo, cuando menos puedo demostrar que no todo aquí es drama.
Página 59
El cine como último recurso
Página 60
a un joven —evidentemente el hallazgo juvenil de Visconti— con las cejas
pintadas escondido debajo de un piano de cola con una niña de siete años.
¿Qué estará haciendo? ¿Y quién será este otro joven que tiene papá borracho
empeñado en sacarlo de la escuela y llevárselo a trabajar en la fábrica? ¿Será
el mismo hallazgo juvenil de Visconti en otro momento de su vida, o será otro
hallazgo juvenil de Visconti en otra parte de la misma casa? Y estos dos
hombres que están hablando del futuro de la fábrica y del nacionalsocialismo,
¿son los hallazgos juveniles de Visconti veinte años después? ¿O bien son dos
parientes cercanos que tienen esta conversación en el mismo instante en que
los hallazgos juveniles están uno escondido debajo del piano y el otro
teniendo un altercado con su padre borracho? Por cierto que estos dos
hombres que están teniendo la conversación sobre el futuro de la fábrica y el
nacionalsocialismo los conozco de otras películas: uno es el noble alemán que
se enamora de Michael York en Adiós a Berlín, y el otro es el compositor que
se enamora de Tazio en Muerte en Venecia.
¿Y quién es esta señora que acaba de entrar en el cuarto vestida de
camisón? ¿Issa Miranda? A Issa Miranda la vi por primera vez en una
película que se llamaba Gran Hotel. Ray Milland era un oficial de caballería
austríaco que sale de patrulla, tiene una escaramuza, se separa de su
escuadrón y cuando regresa a su cuartel —el Gran Hotel— éste ya ha caído
en manos de los rusos. Issa Miranda, que canta y baila para entretener a los
oficiales zaristas, ayuda a Ray Milland —el capitán Willi Schurttenflügel—
no sólo a salvar la vida, sino a apoderarse de los planos de los sectores A.
H. y K… Pero esto fue en 1938, lo que quiere decir que Issa Miranda, es
decir, la señora esta que acaba de aparecer en camisón, tiene setenta años de
perdida. Francamente está muy bien conservada. Tan bien conservada que no
es Issa Miranda, sino Ingrid Thulin.
Pero cualquier duda que pueda uno tener acerca del significado de
cualquier escena de una película de Visconti se disuelve a los dos minutos,
aunque haya uno llegado a la mitad de la película, a menos de que sea uno
completamente idiota. Sabe uno que la acción ocurre en Alemania porque los
actores hablan el inglés muy mal, se dicen unos a otros «Friedrich»,
«Gunther», o «Aschenbach», y cada vez que se suben en un coche es un
Mercedes Benz. Sabe uno que es época del hitlerismo porque cada vez que un
personaje enciende la radio se oye un discurso de Hitler, o la Cabalgata de las
Walkirias. Sabe uno que está entre la gran burguesía industrial porque la casa
es la misma donde estaban los secuestrados de Altemburg —éstos eran
armadores—, con un corredor de madera en el segundo piso, desde donde
Página 61
unos miembros de la familia gritan insultos a otros que están parados en el
parqué del hall. Sabemos que un personaje se va a suicidar porque sale por
una puerta que está en segundo término y empieza a subir pausadamente
escaleras interminables, mientras en primer término aparece el close up del
personaje que podía haber evitado el suicidio, que es el único en el cine que
no se imagina lo que va a pasar. Sabemos que lo que estamos viendo es una
orgía porque una mujer se quita —o le arrancan— el vestido, delante de
cuarenta personas. Por último sabemos que Rohm era homosexual porque en
la fiesta de los SS, los jóvenes —otros hallazgos de Visconti— se ponen
pantaletas, medias negras, ligas y bailan can-can.
Página 62
Improvisación con pie forzado
Página 63
en sus respectivas vidas, que, dicho sea de paso, resultan mucho más sórdidas
que la pornografía.
Paul (Marlon Brando) ha sido boxeador, actor, corresponsal extranjero,
aventurero y gigoló; ahora no es nada, porque la mujer que lo mantenía se
acaba de suicidar en una tina ensangrentada. De ella no queda más que el
cadáver, la madre —empeñada en hacer un velorio elegante—, el hotel de
mala nota de que fue propietaria, los negros que tocan el saxofón en el tercer
piso, y Massimo Girotti, que también fue su amante y vive en el segundo. Hay
una escena entre los dos examantes de la difunta vestidos con batas idénticas
de tartán rojo, en la que Marlon Brando le pregunta a Girotti cómo le hace
para que no le crezca la panza, que me parece una joya. Ésta es la vida de
Paul.
Jeanne es hija de una especie de general De Gaulle que falleció hace algún
tiempo dejando su pistola reglamentaria, su «kepis», una viuda, una hija mal
educada (Maria Schneider), un departamento bien puesto en la ciudad, una
casa en el campo, una criada y un perro adiestrado para ventear, y
probablemente despedazar árabes. Jeanne también es la actriz de una película
de televisión que según yo va a quedar horrible y va a casarse con el director
de la misma —Jean-Pierre Leaud, el niño de los Cuatrocientos golpes, ahora
un joven efervescente.
Bueno, pues esas dos vidas se interrumpen de vez en cuando y los
personajes, que no saben nada el uno del otro, se encuentran en el
departamento para hacer cosas deshonestas.
El diálogo es improvisado y resulta mucho más grosero y cien veces más
divertido que el de cualquier película pornográfica. Una palabra, que no
puedo escribir aquí, la dicen 54 veces, y otra palabra, que tampoco puedo
escribir aquí, la dicen 37. En determinado momento, ambos, desnudos, juegan
a Caperucita, y el lobo. «¿Por qué tienes esos brazos tan fuertes?». «Son para
abrazarte y —aquí entran tres palabras que no me atrevo a escribir aquí—
mejor». Etcétera.
La película es magnífica, principalmente gracias a que Marlon Brando
está haciendo la mejor actuación de su vida. Se sacó de la boca los algodones
que tenía en El padrino y sale tal como es y además inventando metáforas
obscenas. En la imagen suya que pasará más probablemente a la historia,
aparece como crucificado, junto al excusado, contando una historia de un
puerco bastante divertida.
La idea de improvisar, según tengo entendido, también fue improvisación
—y bendición como veremos en el siguiente párrafo—. La película
Página 64
inicialmente estaba planeada para que aparecieran en ella Jean-Louis
Trintignant y Dominique Sanda. Según Norman Mailer, en el script original
Trintignant —que se llamaba «León»—, tenía parlamentos como éste:
—Tú me haces morir, yo te hago morir, somos como dos asesinos,
nuestros asesinos mutuos. Pero quien logra darse cuenta de esta situación es
dos veces asesino. En eso consiste el mayor placer, en observarte morir, en
observarte salir de ti misma… etc., etc., etc. (Todo esto dicho en francés, por
supuesto).
Afortunadamente el resultado final no tiene nada que ver con los planes
iniciales.
Sin embargo, tengo la impresión de que lo que fue ideado inicialmente y
que se conservó hasta la versión definitiva es el final. Según yo entiendo, la
trama general de la película es: Dos desconocidos se encuentran y tienen una
relación carnal intensa y satisfactoria. Cuando uno de ellos se enamora
realmente, se rebela. El otro no puede soportar la verdad y lo mata.
Ella ha quebrado con el novio, él ha enterrado a su mujer —física y
mentalmente—, ambos entran en este salón en donde se está haciendo un
concurso de tango. Piden champaña. Él le cuenta a ella que ha sido un
mantenido, que su mujer se ha suicidado, que es ahora dueño de un hotel de
mala nota y quiere que ella venga a vivir con él. Por si fuera poco, baila tango
como baila tango cualquiera que esté borracho y no sepa bailar tango y quiera
bailar tango en un concurso de tango.
Página 65
Autopsias rápidas
Página 66
b) Es probablemente homosexual, puesto que acaba de admitir que ha
compartido cinco años de su vida con un tal Arturo.
c) Su matrimonio está en crisis, aunque sería prematuro decir con cual de
las dos mujeres está casado.
d) El dueño de la casa a la que acaban de llegar, que está ausente, debe ser
el padre del hombre de la chamarra, que ha tenido una recaída después de la
operación.
Página 67
últimos días de un hombre que ha encontrado la sabiduría en la sencillez y el
trabajo desinteresado.
Pero Elisa, vida mía sigue otro camino. Aparecen nuevos elementos: Elisa
tiene un sueño recurrente en el que la familia está sentada a la mesa del
comedor de su niñez: esto permite a la actriz recorrer en camisón un pasillo
oscuro, abrir una puerta y encontrar, en un comedor iluminado, a ella, de niña,
y a su madre que es ella misma; en un paseo por el campo ven una piedra
blanca a cuyo pie hay un vasito con flores; el padre le explica la historia de
esas flores: en ese lugar una mujer fue apuñalada por un hombre que es quien
pone las flores y las cambia cuando se marchitan —Elisa imagina que la
mujer apuñalada es ella misma con un vestido de Pucci—; el padre lleva a
Elisa a la escuela de monjas en donde él dirige a las niñas en una
representación de El gran teatro del mundo; el padre escribe otro capítulo de
su novela en que el padre, después de darse unos tijeretazos en la barba para
emparejarla y de sacudirse la corbata, se despide de la niña y se va de la casa
—aparece después muerto en un terraplén, con el mismo traje azul con rayitas
blancas, pero su mujer, que va a identificarlo, no lo reconoce—; la hija dice al
padre que su marido la engaña con Sofía, la mejor amiga de ella, y vemos la
visita de Elisa al departamento de Sofía, a quien encuentra en su cama, muerta
de cuarenta días…, y así sucesivamente.
Lo que el padre escribe y lo que la hija imagina, sueña, teme, sospecha y
miente, y lo que ambos viven, aparece ante el espectador como un collage en
el que todos los elementos tienen la misma textura y la misma importancia.
No es una técnica nueva, ni tampoco produce siempre los mismos resultados:
con ella se han hecho películas tan buenas como Belle de Jour y tan malas
como L’histoire d’O. Tiene algo de juego, algo de engaño y algo de broma
pesada: el espectador no sabe lo que vio hasta que reflexiona después de la
función. Pero el defecto fundamental que yo le encuentro a esta técnica es
que, empleada en serio como en el caso de Elisa, vida mía, puede ser tan
brillante que permita al director no tocar a fondo ninguno de los elementos
que presenta.
Saura tiene dos actores magníficos, un buen fotógrafo, una locación
excelente, música de Satie y de Rameau y un escritor —él mismo— sin
ninguna gracia. Nos hace pasar dos horas fascinantes, enigmáticas e irritantes
—Fernando Rey se muere tres veces, la última, claro, al pie de la piedra
blanca, junto a las flores; el primer parlamento de la narración lo oímos cinco
veces, etc., pero al final no se sabe si el padre es un sabio o un imbécil ni qué
es lo que la hija piensa de él o qué es lo que piensa de sí misma, tampoco se
Página 68
sabe qué relación tiene la novela que está escribiendo el padre con su propio
pasado ni el efecto que pueda tener la misma en el futuro de la hija. El
espectador empieza la película sin saber de quién es la voz que está oyendo y
termina dos horas después sin saber quiénes son los personajes que creía
haber conocido. Ha estado en manos del director, que juega un juego que se
podría llamar «tú te paras en este tapete y yo te lo quito». El espectador
siempre acabará perdiendo el pie porque, después de todo, hay que tener en
cuenta que en la vida real sólo en ciertas especies de la locura, los sueños, los
temores y las novelas tienen la misma textura que la vida real.
Página 69
conducto de varios metros formado con hojas de cuaderno hechas rollo y
telescopiadas.
La comida en casa de Tito está hecha con otro estilo. El abuelo, que se
sienta con sombrero a la mesa, dice lo que ha de decir todos los días en la
vida real que él acostumbra comer a las once y a las cuatro, cuando el sol no
está ni demasiado caliente ni demasiado bajo, y que esta costumbre la ha
heredado de su abuelo, que vivió más de noventa años y nunca dejó de ejercer
sus funciones sexuales —hace con el puño el movimiento de un pistón y
chilla—, se nota que la madre viene de una familia más distinguida, que el
padre detesta al cuñado, que se sienta a la mesa en robe de chambre y
redecilla para el pelo y tiene la mala costumbre de vaciar la sopa en poquitos
sobre el plato tendido y de allí correrla, para que se le vaya enfriando. El
menú es sopa caldosa de pasta y de segundo plato pollo con polenta. La criada
come con la familia, sobre la estufa hay un cazo en el que hierve la ropa en
lejía. La escena es neorrealista y en consecuencia termina en un pleito
grotesco, con la madre gritando que se vuelve loca y el padre tratando de
suicidarse metiéndose las manos en la boca en un intento de desquiciarse la
quijada.
La casa de Tito es real. La plaza del pueblo, en cambio, parece un
escenario de teatro. Allí están todos los personajes siguiendo con la mirada un
espectáculo que los cautiva: cinco prostitutas que han salido a dar la vuelta en
un coche de caballos. En el pueblo hay alcalde, cura, jefe del Partido, inválido
de guerra, conde, corredor de bienes raíces, billaristas, guapa con dos amigas,
Ronald Colman local, tabaquera grandota, vendedor ambulante,
ninfomaníaca, motociclista, pordiosero y perro.
Siempre que aparece la plaza del pueblo parece escenario de teatro y en él
hay un espectáculo: la carrera de coches, la nevada grande, el descenso del
pavorreal del conde al brocal de la fuente.
En la terraza del Gran Hotel hay un baile. Éste es un lugar sublime al que
Tito y sus amigos no tienen acceso, por lo que tiene que espiar ocultándose
tras de unos arbustos. Hay en apariencia los elementos de una escena de baile
de película de los treintas: las mujeres están de largo, los hombres de
smoking, la orquesta toca Blue moon. Nomás que hay poca gente y es poco
romántica. Está el tío Lalo, a quien hemos visto de redecilla en el pelo
comiendo pollo, el jefe del Partido con camisa negra, el guapo del pueblo —
un señor con una cara perfecta, mechón blanco y complejo de Edipo—, una
alemana, una mujer vieja con su hija y una americana que toma leche. El
narrador le pregunta a esta última:
Página 70
—¿Usted conoce a Leopardi?
—No, porque es la primera vez que vengo a Italia.
La orquesta está formada por cuatro viejitos reumáticos que avanzan y
retroceden tocando el saxofón.
Casi al final de la película, cuando llega el invierno y el Gran Hotel está
cerrado, Tito y sus amigos llegan a la terraza —no hay quien les impida el
paso— y en la semioscuridad, entre el ventarrón y la hojarasca, repiten la
escena tal como la recuerdan —unos hacen como que bailan, otro avanza y
retrocede como si tocara el saxofón— logrando, entonces sí, una gran
intensidad romántica.
El interior del Gran Hotel —que Tito y sus amigos sólo han visto por el
ojo de la cerradura— es escenario de dos leyendas que están grabadas en la
imaginación de la comunidad: la noche en que la Gradizca se acostó con el
Príncipe Humberto —la Gradizca aparece entre tules, de refajo y sombrero,
en una cama suntuosa esperando a que el Príncipe acabe de tomar champaña
—, y la noche en que las cuarenta esposas del sultán mandaron llamar al
cacahuatero.
La visita al tío loco, en cambio, es la realidad. El abuelo, que es chiquitito,
está encantado de ver a su hijo que es tan alto y tan guapo.
—¿Ya está mejorcito? —le pregunta el padre de Tito al loquero. Y el otro
contesta:
—Pues sí, un poco.
Van en la carretela. El padre y el abuelo recordando qué inteligente era el
loco cuando era chico, el loco mirando el horizonte con una sonrisa beatífica,
la madre, que no es pariente del loco, procura ser amable con él, pero
desconfía. Le pregunta:
—¿Qué llevas en las bolsas?
—Piedras.
Van por un camino bordeado de árboles, los trigales están dorados, el sol
brilla, no hay una nube. Es el principio perfecto de un día infernal.
Página 71
Delirio de persecución
Página 72
Desde el momento en que se me ocurrió poner en duda mi visión, pasé
ratos horribles. Cuando entraba la criada, por ejemplo, que había trabajado
muchos años en la casa y era muy buena conmigo, yo pensaba para mis
adentros: «Yo la veo como Aurelia, pero ¿quién me asegura que no es como
Frankenstein?».
Otro juego muy divertido al que me dediqué durante un tiempo consistió
en sospechar que unos parientes que estaban pasando una temporada en la
casa no eran en realidad parientes, sino una banda de asesinos que se habían
disfrazado de los parientes para quitarnos nuestras propiedades —que no
existían.
A la misma época corresponde la obsesión que tuve durante varios años
de que si me ponía de espaldas a una puerta, entraba alguien y me enterraba
un puñal. Animé mi cama a la pared y dormía de espaldas a ella, de lo
contrario, sentía que había algo en la oscuridad que se me iba a echar encima.
Pero estos eran juegos de la infancia. Ahora hago otros que, siendo más
sencillos, no dejan de producirme un cosquilleo en la columna vertebral.
Por ejemplo, cuando voy a enviar una carta, me pongo a pensar que todos
los buzones son falsos. Algunos de ellos nunca han sido visitados por el
personal recolector y otros son en realidad unas cajas que parecen buzones,
que han sido colocadas en las esquinas por una peligrosa banda de maniáticos.
Alguno de los componentes de esta banda está observándolo a uno en el
momento de depositar la carta; cuando uno se aleja, viene un coche enorme y
negro, que se lleva el buzón a la guarida de la banda, en donde los maniáticos
leen la carta que uno escribió entre carcajadas.
Esto que acabo de explicar no es más que una de tantas modalidades que
tiene este juego. En el caso de que vaya uno a comprar un terreno de medio
millón de pesos, se puede, por ejemplo, suponer que el notario que está
haciendo la escritura y que presencia la ceremonia de la firma y de la entrega
del cheque certificado al vendedor es, en realidad, un notario falso. Puede uno
imaginar que media hora después de cerrada la operación, llega un camión de
mudanzas y en él se colocan los muebles del despacho que han sido
alquilados. También puede uno imaginar al vendedor y al notario fingido
cerrando la puerta del despacho vacío, colocando en ella un letrero: «Se renta
para banquetes»; después, con una gran sonrisa, se abrazan y dicen:
«Doscientos cincuenta mil para ti, doscientos cincuenta mil para mí».
Otra modalidad del delirio de persecución es la de pensar que todo lo que
ve uno en los encabezados de los periódicos se refiere a personas conocidas.
«Por coqueta, la apuñalaron». Piensa uno en la mujer más coqueta que conoce
Página 73
y se la imagina apuñalada. «Dos licenciados en asqueroso fraude». Se
imagina uno a dos amigos licenciados en el bote. «Mató a sus cinco hijos y se
suicidó». Apresura uno el paso y llega a la casa corriendo a ver cómo están
los niños y dónde está la señora.
Página 74
Barril sin fondo
Página 75
emborrachar quitaba la sed, daba calorías y pudría los dientes —porque tenía
cantidades muy fuertes de azúcar.
Una fiesta que empezaba sin hielo o sin limones era muy criticada. Una
vez llegó a mi casa un joven —amigo de amigos— que se expresó
irrespetuosamente del licor llamado N, que era lo único que se servía en mi
casa —costaba seis cincuenta la botella—. Yo me sentí como si hubieran
insultado a mi madre. Le dije que se fuera y él se fue, y ahora me lo encuentro
en la calle —está hecho un viejo— y no lo saludo, ni él me saluda. Pasamos
de largo, recordando cada quien aquella escena inolvidable. Él entrando en la
cocina de mi casa y exclamando:
«¡No tienen más que esta —aquí entra una grosería— de —aquí entra el
nombre del licor llamado N…!».
Para compensar este mal recuerdo tengo otros muy gratos. Amistades
sólidas, que han durado muchos años, que empezaron una noche en que se
acabó el licor y varios salimos de voluntarios a golpear en las cortinas de
hierro de las cantinas del rumbo, con esperanza de que el español estuviera
todavía adentro, haciendo cuentas, y nos vendiera dos botellas de lo que fuera
al precio que le diera la gana.
—¿Verdad que yo no estaba borracho? —nos preguntábamos unos a otros
la siguiente vez que nos veíamos.
—No, hombre, tenías una lucidez notable. Cuando dijiste… ya no me
acuerdo cómo lo pusiste, pero estuvo muy bien.
En esta época ocurrieron varias cosas: primera, nuestras madres dejaron
de decir: «Prefiero verte muerto que borracho», y en vez de eso decían:
«Cuando bebes mucho se te van los ojos de lado».
Segunda: unos empezaron a hacer dinero y se acostumbraron a beber «del
bueno».
—Mira, al día siguiente me siento como si nada hubiera pasado —nos
decían a los que seguíamos bebiendo barato. Nosotros contestábamos:
—Del Chateauneuf du Pape me puedes decir la misa. Pero de distinguir
entre dos tequilas nadie me da clases.
Tercera: Gracias a un artículo que apareció en el New Stateman
establecimos mis amigos y yo una diferenciación perfectamente clara entre un
alcohólico —sufre mucho y es esclavo del vicio— y un bebedor de peso
completo —nosotros.
Página 76
Memorias de un hombre elegante
Página 77
Como el viaje empezaba a fines de julio, metí el abrigo, con tres camisas,
en una maleta. Al ponerla sobre la báscula en el aeropuerto, noté, con
sorpresa, que la aguja giró hasta marcar veinticuatro kilos.
Cuando llegué a Nueva York alquilé un cuarto en un hotel, saqué el
abrigo de la maleta y lo colgué en el clóset. Esa noche me despertó un ruido
extraño. Creí que alguien estaba dentro del clóset. Encendí las luces, me
levanté y fui a ver lo que pasaba. Nada, que el abrigo azul marino se había
bajado del gancho. Este fenómeno se repitió muchas veces. Era una
costumbre que tenía el abrigo. Estaba yo muy tranquilo en mi cuarto y de
repente oía un ruido como el que hace alguien que se desmaya, abría la puerta
del clóset y encontraba el abrigo en el piso.
Un día, a mediados de agosto, cambié de alojamiento. Como había
comprado ropa se llenó la maleta y el abrigo no cupo en ella. Por eso salí a la
calle con la maleta en una mano y el abrigo en la otra. La temperatura en ese
momento era 98 °F a la sombra. Paré un taxi. El taxista, antes de preguntarme
adónde iba, me dijo: «Mire, nomás de ver ese abrigo me da náusea».
Desde la calle 44 hasta la 125 fue diciendo: «¡Qué tipo! ¡En agosto y con
un abrigo en la mano!».
Nunca llegué a usar el abrigo azul marino en Nueva York, porque el otoño
fue benigno y, como mis planes cambiaron, el primer día de ventisca
emprendí el viaje a California. No sólo no lo usé en Nueva York: no lo usé en
ningún lado. Lo mandé por exprés y cuando llegó a México lo colgué en el
clóset. Allí estuvo muchos años, desmayándose de vez en cuando, hasta que
entraron unos ladrones en mi casa y se llevaron toda mi ropa, incluyendo el
abrigo azul marino.
La primera mitad de mi vida usé ropa regalada, la segunda mitad he usado
por lo general ropa hecha. Mis visitas a sastres han sido pocas y más bien
desafortunadas. La primera de ellas fue motivada por un viaje a Santa Ana
Chahutempan en el que compré un tweed para un saco.
Hay que admitir que de ningún modo hubiera quedado bien el saco,
porque la tela era negra y café con pintas rojas. Pero tampoco era necesario
que quedara como quedó. Ocurrió que cuando llevé la tela, el sastre me
mostró un catálogo y yo escogí el modelo que más me gustaba. Un saco recto,
de tres botones, con bolsas sobrepuestas. Durante la prueba noté que me
sobraba tela por enfrente, pero atribuí este fenómeno a que el sastre había
decidido tomar grandes márgenes de seguridad. Nunca me hubiera imaginado
lo que realmente pasó: que el sastre se equivocó al apuntar el modelo que yo
quería y que en vez de hacerme un saco sport con bolsas sobrepuestas, estaba
Página 78
haciéndome algo que a mí nunca se me ocurriría ponerme: un «saco de casa»
con cordón y borlas, que tuve que regalarle a un mendigo.
Otro sastre que tuve era bueno, pero vivía en Azcapotzalco. Para llegar a
su casa tenía uno que tomar un camión de la línea «colonia Obrera-Bondojito-
Ribera de San Cosme», que siempre van repletos. Además de vivir tan lejos
era muy informal. Cuando llevaba uno la tela, allí estaba el sastre, cuando iba
uno a la prueba, también, pero cuando se trataba de recoger la ropa, había
varias alternativas posibles: la casa estaba desierta, el sastre había tenido un
catarro muy fuerte y no había podido terminar, el sastre y su esposa habían
ido a una peregrinación a San Juan de los Lagos; las cosas fueron de mal en
peor: la mujer del sastre fue atropellada por un coche en la esquina, el sastre
había ido a visitarla al hospital, el sastre había tenido un ataque al corazón…
Al llegar a este punto comprendí que había llegado el momento de suspender
los viajes a Azcapotzalco.
Página 79
¿Con quién hablo?
Página 80
—No se entendió claramente.
Además de Roxana, habían estado en contacto con otro espíritu, llamado
«Mening», que les había prometido «manifestarse» la noche siguiente, es
decir esa noche.
—¿No quieres ir?
Dije que no. En parte por incrédulo, pero sobre todo por celos sociales:
me molestaba que mis amigos se hubieran reunido en casa de León y Salka
sin invitarme.
En la segunda sesión, que Gilberto me describió al día siguiente,
ocurrieron fenómenos inexplicables, Mening cumplió lo que había prometido
y se manifestó varias veces. Pidió que apagaran la vela, que se pusieran de pie
y se tomaran de las manos hasta formar un círculo, que caminaran de lado
hasta completar una vuelta y luego se soltaran y guardaran silencio. Al
cumplir con estas instrucciones oyeron, en una ocasión, voces extrañas, que
provenían de un librero, que parecían quejarse en un idioma ininteligible; en
otra, un ruido que les pareció sobrenatural y que resultó ser el que hacían
todas las llaves del agua que había en la casa, que un instante antes habían
estado cerradas, chorreando a toda capacidad. La tercera manifestación fue la
más impresionante. Mening la había anunciado para las dos de la mañana en
punto: ellos apagaron las luces, hicieron la rueda, giraron, se soltaron,
guardaron silencio y no pasó nada. Cuando cada uno pensaba que no iba a
haber manifestación, dice Gilberto que sintió «que había una presencia» a su
espalda.
Dejó su lugar en el círculo y procurando no hacer ruido fue a la puerta del
departamento y la abrió. Frente a él, en el pasillo iluminado, había una figura
de mujer.
Varios gritaron aterrados, inclusive la mujer que estaba en el pasillo, que
era la criada de León y Salka, que había tenido el día libre, regresaba a la casa
muy tarde y estaba desde hacía un rato con la oreja pegada en la puerta,
porque al ver la rendija se había dado cuenta de que la sala estaba a oscuras y
sin embargo oía adentro ruido de pasos y de gente que se movía.
Decidí asistir a la tercera sesión y a todas las que siguieran.
Como suele ocurrir cuando uno tiene esperanza de ver algo notable, esa
noche no ocurrió nada extraordinario.
—Hubieras venido ayer, cuando oímos las voces —dijo Salka, que era la
más perturbada.
Logramos contacto varias veces con Roxana, pero después de deletrear su
nombre, el vasito se iba deteniendo en letras cuya secuencia no tenía ningún
Página 81
sentido, S M O R V D R O R, por ejemplo.
—Pregúntale si quiere decir «smorgasbord» —dijo David Jitchkov,
hermano de León.
—¿Quiere decir «smorgasbord»? —preguntó, con los ojos cerrados,
Horacio Recto, uno de los que estaban moviendo el vasito.
El vasito se desvió abruptamente y fue a parar encima de la palabra «no».
Cambió la pareja que ponía los dedos sobre el vasito y cuando éste
empezó a deslizarse muy lentamente, Olga Felegrini, que en tres noches de
aprendizaje había adquirido un tono profesional, preguntó:
—¿Hay alguien aquí presente?
«S I»
—Dinos tu nombre.
«N O»
—¿Eres hombre o mujer?
«E L L A»
—Es mujer —dedujo en voz alta Miriam, la esposa de David Jitchkov.
Ignorando esta interrupción, Olga preguntó:
—¿Tienes algún mensaje para alguno de los que aquí estamos?
«N O»
—Pregúntale si podemos hacerle preguntas —sugirió Salka.
Olga hizo la pregunta y el vasito dijo «S I».
Hubo un momento de confusión, porque nadie se había puesto a pensar
qué cosa se le puede preguntar a un espíritu. Hubo sugerencias: que cuántos
años tiene, o que cuántos años tiene de muerta, o qué edad tenía cuando
murió, o de qué se murió, etcétera.
—¿Cómo es el más allá? —preguntó, de motu proprio, Olga Felegrini.
«I G U A L Q U E A C A»
A pesar de respuestas como ésta, a la mayoría de los asistentes nos
pareció fascinante la sesión. Aunque los mensajes fueran indescifrables o
completamente banales, en la ceremonia que hicimos había algo, si no
sobrenatural, cuando menos fuera de lo común. Yo sentí —o creí sentir— que
mis dedos apoyados levemente sobre el vaso, sin aplicar ninguna fuerza, lo
hacían deslizarse sobre la superficie de la mesa hasta llegar a una letra y luego
a otra, y a veces la sucesión de estas letras formaba una palabra. ¿No era esto
suficientemente notable? Estábamos en comunicación con… algo.
Nos reuníamos todas las noches. A veces sin resultados, otras, ocurrieron
cosas francamente espectaculares. León Jitchkov, a pesar de ser el más
escéptico del grupo, era el que tenía más suerte, o mejor disposición para
Página 82
mover el vasito: la mayoría de los contactos con Mening o con Roxana
ocurrieron cuando él era uno de los operadores. En cambio, Gilberto Sullivan,
Salka y yo, que estábamos convencidos de estar en contacto con los espíritus,
teníamos mala influencia y nuestras intervenciones generalmente
inmovilizaban el vasito o bien lo hacían forman palabras sin sentido. Pero no
era cuestión de convencimiento, porque Horacio Recto y Mario Felegrini, que
tenían fe, eran buenos médiums. No recuerdo qué efecto tenían sobre la ouija
ni David Jitchkov, que era escéptico, ni Miriam, su esposa, que era creyente.
Olga Felegrini era excelente para tratar con los espíritus y hacerles preguntas
con voz solemne; Ifigenia Trejo tenía, en cambio, una intuición notable para
separar las palabras y predecir la siguiente letra en que iba a detenerse el vaso.
Todos desconfiábamos de Salvador Trejo, porque era un cínico en la vida real
y pretendía —sospechábamos— creer a pie juntillas que todo lo que ocurría
en las sesiones era realmente sobrenatural. Gilberto Sullivan estuvo
convencido, desde la primera sesión hasta la última, de que todos los
mensajes recibidos iban dirigidos a él. Horacio Recto dejó de asistir a partir
de la quinta o sexta sesión, porque empezó a tener experiencias sobrenaturales
en su propia casa: un íncubo, nos dijo, se había metido en su recámara. Una
noche, después de una sesión que nos pareció larguísima y especialmente
aburrida, logramos contacto con un espíritu que dijo haber sido mujer y que al
ser interrogado por Olga Felegrini respecto a su vida contestó:
«F U I M A L A V E S T I D E R O J O»
Después de señalar estas letras, el vasito —no recuerdo quién lo movía—
empezó a moverse con tanta violencia que se cayeron los papelitos y tuvimos
que suspender la reunión.
Otra noche Mening anunció que iba a manifestarse «por medio del agua»,
pero a pesar de que tomamos las medidas de costumbre y repetimos las
providencias varias veces, no pasó nada. Pero a la mañana siguiente, cuando
Salka entró en el baño, encontró, parado en el tubo de la regadera un canario.
Salka dice que tuvo al principio un sobresalto, pero que se dominó y logró
coger el canario y meterlo en una jaula vieja que tenía en la casa. El canario
parecía muy tranquilo. Salka no sabía si estaba ante un canario común y
corriente que se había metido accidentalmente por la ventila del baño, que
siempre estaba abierta, o ante una manifestación de Mening que hubiera
pasado inadvertida la noche anterior. El caso es que Salka dejó el canario en
la jaula sobre la mesa de la cocina. Cuando terminó de arreglarse, regresó a la
cocina y encontró la jaula vacía.
Página 83
En otra ocasión nos reunimos en la casa de los Felegrini, que tenía piso de
duela y una escalera en la sala que conducía a la parte superior. Las
instrucciones que dio Mening esa vez para preparar su manifestación fueron
diferentes: en vez de hacer la rueda tomados de la mano, deberíamos hacerla
poniendo las dos manos sobre los hombros del que iba adelante y dar tres
vueltas en vez de una sola. Obedecimos. Al principio oíamos en la oscuridad
los pasos de los ocho caminando sobre el piso de duela, pero a la segunda
vuelta el ruido de los pasos se transformó hasta convertirse en una especie de
quejido que, a mí, cuando menos, me pareció aterrador. Cuando encendimos
la luz nos dimos cuenta de que habíamos estado caminando sobre azúcar
granulada que alguien había regado en el piso. A la siguiente manifestación
nos cayeron a varios, sin lugar a dudas, unas gotas de agua. A la tercera se
cayó un biombo ruidosamente. A la cuarta, aparecieron unas letras ilegibles,
pintadas con gis, en un cuadro antiguo. En un descanso que tuvimos, varios
entramos en la cocina a comer algo y de pronto vimos que a Salvador Trejo
«se le oscurecía el semblante». Dijo:
—Miren.
Vimos que la puerta del clóset se abría lentamente, sin que nadie la
empujara ni nadie la hubiera jalado.
En la segunda parte de la sesión logramos establecer contacto con
Roxana. Pidió que Salka subiera al baño del primer piso y viera lo que había
en la tina. Salka dijo que se sentía demasiado nerviosa y no quiso ir sola, por
lo que Gilberto Sullivan se ofreció a acompañarla. Los vimos subir la escalera
y caminar por el pasillo del primer piso y después no vimos nada, porque se
apagaron las luces. A tientas busqué el camino hacia la entrada de la casa, en
donde supuse que estaría el medidor. Cuando llegué al vestíbulo se encendió
la luz. Allí, en efecto, estaba el medidor y Felegrini tenía la mano en el
interruptor.
—Cabrón —le dije.
Él me hizo seña de que no dijera nada. Regresamos a la sala en el
momento en que Salka y Gilberto Sullivan bajaban por la escalera. Parecían
diez o veinte años más viejos: Salka se apoyaba en Gilberto, ambos
caminaban lentamente.
—Felegrini apagó la luz —dije.
Todos se molestaron. Gilberto y Salvador Trejo le dijeron a Felegrini que
por hacer una broma tonta había desvirtuado una serie de experiencias de lo
más interesante.
Página 84
Ni Salka ni Gilberto alcanzaron a ver si había algo en la tina, porque la luz
se apagó en el momento en que descorrían la cortina de plástico y salieron del
baño a oscuras. Salka se negó a subir otra vez. Otros subimos al baño y no
encontramos nada en la tina, pero después de todo, Roxana había pedido que
Salka subiera, no que los demás subiéramos.
Decidimos hacer una pausa en nuestras sesiones y suspender la siguiente,
porque todos, o casi todos, comprendimos que nuestras relaciones con los
espíritus —o lo que fuera— estaban afectando nuestras vidas
considerablemente.
Durante esa temporada los días eran para mí no sólo llenos de luz, sino
lógicos. ¿Cómo es posible, pensaba de día, que cuando alguien se muera se
quede flotando por allí parte de la personalidad del difunto, sin otra función
que la de asistir a reuniones de ociosos, hacer suertes —llamadas
manifestaciones— y contestar preguntas que son completamente idiotas —
igual que las respuestas? Pero se metía el sol y todo lo que me circundaba
parecía lleno de amenazas y de significados ocultos.
Al día siguiente de la reunión en casa de los Felegrini pasé la mañana
escribiendo y en la tarde fui al cine Latino. Cuando terminó la función y salí a
la calle era de noche.
Caminé por Reforma hasta llegar a la esquina y di la vuelta en la calle de
Génova. Avancé unos metros y me detuve. A tres cuadras de distancia, en la
marquesina del cine Insurgentes, alcancé a leer, en letras rojas de neón: R O X
A N E.
Fui hacia el letrero con una mezcla de curiosidad y temor. Al llegar a la
taquería que estaba entonces enfrente del cine —esto ocurrió antes de que
construyeran el Metro— me di cuenta de que lo que había visto era una
casualidad rarísima, pero al mismo tiempo perfectamente natural: el letrero
decía en realidad «próximamente», pero se habían fundido los tubos de varias
letras hasta quedar nomás Roxane. Acababa de hacer esta reflexión cuando
me di cuenta de que debajo de la marquesina estaban los Trejo. Crucé la calle
antes de que ellos me vieran y al acercarme me di cuenta de que estaban
peleando.
—Ah, hola —dijo Salvador y me explicó el motivo del pleito:
Ifigenia había aceptado una invitación a cenar con un grupo en el que
había una mujer que, según Salvador, era lesbiana y pretendía seducirla.
Salvador había entrado en el restaurante de chinos en donde los otros estaban
esperando a que les trajeran la cena y había sacado a Ifigenia a jalones.
Habían caminado dos cuadras discutiendo hasta detenerse debajo de la
Página 85
marquesina del Insurgentes. Ifigenia, que estaba complacida de haber sido
objeto de tanto celo, dijo que tenía hambre.
—¿Ya vieron lo que dice la marquesina? —pregunté.
Volví a cruzar la calle con ellos, que tuvieron la misma reacción que yo al
ver las letras de neón. Decidimos que era una casualidad demasiado rara para
ser natural coincidir los tres en aquel lugar a esa hora debajo de un letrero que
decía «Roxana» —o «Roxane»— y que urgía hacer otra sesión.
Fue facilísimo convocarla, porque los Felegrini estaban a dos cuadras, en
un ensayo teatral, y León y Salka estaban en su casa. Aparte de esto no pasó
nada. Fue la sesión más inútil que tuvimos.
La siguiente reunión —que estaba destinada a ser la penúltima— fue en
casa de David y Miriam Jitchkov, que vivían en las Lomas. Después de una
comunicación con Mening, a alguien se le ocurrió buscar ese nombre en la
enciclopedia que había en la casa. David sacó el tomo de la M y lo estuvimos
hojeando. No encontramos Mening, pero sí «meninge» y «meningitis».
—Debe ser un mensaje dirigido a mí —dijo Gilberto Sullivan—.
Meningitis es la enfermedad que yo he de tener.
Volvimos a la ouija. Al cabo de un rato, Mening nos pidió que
buscáramos su nombre en la enciclopedia. A pesar de que acabábamos de
hacerlo inútilmente, David volvió a sacar el tomo y volvimos a hojearlo.
«Mening», por supuesto, no estaba, pero tampoco estaba «meninge» ni
«meningitis».
Ver aquella página de la que habían desaparecido sin dejar huella dos
textos que yo acababa de leer, fue para mí la experiencia más inquietante que
había tenido hasta entonces. Sólo aparecía «meníngeo: referente o
perteneciente a las meninges», ¿cuáles meninges?
Después, Mening anunció que iba a manifestarse, pero en la calle.
Salimos a la calle —afortunadamente era muy noche y nadie nos vio—,
hicimos la rueda agarrados de la mano y dimos la vuelta y nos soltamos. La
casa de David y Miriam estaba en la plazoleta a la cual desembocaban varias
calles que bajaban de la loma. Vimos primero una luz lejana, oímos un ruido
y luego distinguimos los faros y el motor potente de un coche que bajaba la
cuesta a toda velocidad. Parecía un fenómeno sobrenatural, pero
afortunadamente dos cuadras antes de llegar a donde nosotros estábamos el
coche se desvió y tomó una calle transversal. Respiramos aliviados. Entonces
nos dimos cuenta de que la luz del portal, que estaba apagada cuando
habíamos salido a la calle, se había encendido. Esta manifestación nos pareció
Página 86
banal, comparada con la desaparición de dos palabras en la enciclopedia o el
coche bajando la cuesta.
—¿Ya supiste la noticia? —me preguntó Salka cuando llegué a su casa al
día siguiente—. León y David confesaron.
—¿Confesaron qué cosa?
Mientras Salka explicaba lo que había ocurrido fueron llegando los
demás. Cuando terminó el relato estábamos presentes todos. Dijo Salka que al
ver los efectos que las sesiones espiritistas estaban teniendo en algunos de los
asistentes —Horacio Recto dormía en un cuarto lleno de azucenas y ajos y
Gilberto Sullivan había ido a una iglesia a pedir que le hicieran un exorcismo
—, los hermanos Jitchkov habían decidido confesar la verdad: ellos habían
empujado el vasito, inventado el nombre de Mening y adoptado el de Roxana,
que había aparecido por casualidad en la primera sesión, ellos también habían
arreglado las manifestaciones: las voces ininteligibles que salían del librero
eran un radio pequeño sincronizado en onda corta, que León había tenido
tiempo de encender mientras los demás daban vueltas en círculo agarrados de
la mano, la manifestación por medio del agua se había logrado cerrando
primero la válvula maestra del departamento, que conectaba con la tubería
general, abriendo después todas las llaves de la casa y por último, cuando se
apagaban las luces, abriendo la válvula maestra; ellos habían regado azúcar en
el piso, nos habían echado chisguetes de agua contenida en globitos, habían
sacado un tomo normal de la enciclopedia cuando buscamos el nombre de
Mening y un tomo con agregados en el que vimos que habían desaparecido
las palabras meninge y meningitis, etcétera.
El efecto de la confesión de los hermanos Jitchkov en los que habíamos
sido sus víctimas fue inesperado. En vez de aceptar que las experiencias que
habíamos tenido en las últimas semanas habían sido una ilusión cómica,
todos, menos León y David Jitchkov, nos quedamos convencidos de que sí
había habido una serie de bromas, pero también había habido contacto con…
algo.
La última sesión ocurrió en casa de los Trejo. Estuvimos presentes nomás
León y Salka, Salvador e Ingenia, Gilberto Sullivan, Horacio Recto y yo. Los
Felegrini y David y Miriam no asistieron. Al principio parecía que iba a ser
una sesión como todas las demás: Mening mandó un mensaje, que se iba a
manifestar, pero cuando esto iba a ocurrir, alguien encendió la luz antes de
tiempo y vimos a León Jitchkov moviendo los botones de un radio en el que
no se podía oír más que la Hora Nacional. Se puso de tan mal humor por
haber sido descubierto que se acostó en un sofá y se quedó dormido.
Página 87
Salka y Horacio Recto, los más inocentes del grupo, pusieron los dedos
sobre el vasito. Vimos que empezaba a deslizarse, casi imperceptiblemente al
principio, y después de una manera más definida.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó Salvador.
«S I»
—¿Quieres dar algún mensaje a alguno de los que estamos aquí
presentes?
Muy lentamente el vasito osciló cuatro veces y se detuvo.
«K O K O»
—Es para mí —dijo Gilberto Sullivan.
Salvador pidió que se repitiera el nombre de la persona con quien quería
comunicarse y la ouija marcó: K O K O.
En mi mente flotaba el recuerdo impreciso de algo ocurrido casi veinte
años antes: era una partida de Gim Rummy entre mi tío Pepe Méndez, su hijo
Jorge y yo.
—¿Por qué creen que se juntaron los Tres Grandes en Teherán? —me
preguntó mi tío esa tarde—. ¿Para discutir la ofensiva contra Alemania? No.
Se juntaron para jugar Gin Rummy.
Mi tío Pepe Méndez, que llevaba la cuenta del juego, había hecho tres
columnas en un papel y en la cabeza de cada una había puesto: «Y O», «C O C
O» y «K O K O», porque su hijo y yo nos llamábamos Jorge y a los dos nos
decían Coco. A mí, por ser de los Cocos el más extraño para mi tío, me había
tocado la ortografía exótica.
—¿Eres pariente mío? —pregunté.
«T I O»
—¿Cómo te llamas?
«P E P E»
—¿Qué mensaje tienes?
«D I L E A J O S E F I N A Q U E L A A M O Q U E L A A M O»
—¿Quién es Josefina? —pregunté.
«L A E S P O S A D E C H A R L I E»
Sentí un escalofrío, porque el hermano de mi tío Pepe —que era pariente
político mío— se llamaba Carlos Méndez. Su esposa era una actriz conocida,
pero no pude recordar entonces ni su nombre ni su apellido.
—¿Qué profesión tiene?
«T E A T R O»
—¿Cómo se apellida?
Página 88
«M O R E N O D I L E Q U E L A A M O Q U E L A A M O Q U E L A A M O…»,
etcétera.
Cuando llegué a mi casa, entré en el cuarto de mi madre y la desperté.
—¿Cómo se llama la esposa de Carlos Méndez?
Me contestó casi inmediatamente:
—Josefina Moreno.
—Gracias. Que pases buena noche —dije y salí del cuarto.
Ni a Josefina Moreno ni a Carlos Méndez ni a mi madre les dije lo que
había pasado. Ahora ya no importa y es demasiado tarde: los tres están
muertos.
Página 89
Arte de predecir
Página 90
La experiencia más desagradable que he tenido en materia de
adivinaciones fue la vez que una mujer me echó las cartas y me anunció:
«Dentro de poco tiempo estará usted ante un hombre de ley».
Estaba yo pensando qué significaría eso cuando me embargaron y
comparecí, en forma de escrito, ante un juez. Es la única vez que algo que me
dijeron al echar las cartas tuvo sentido.
—Una mujer rubia está pensando en usted.
Esto, huelga decir, no tiene ninguna importancia. Lo que sería interesante,
en todo caso, sería saber qué es lo que está pensando la mujer rubia.
En materia de cartomancia, siempre es necesario tener en cuenta la escala
de observación del operador.
Por ejemplo, yo tengo una amiga que echa las cartas y dice:
—Vas a recibir mucho dinero.
—¿Como cuánto? —pregunta el presunto afortunado.
—Mucho. Como mil pesos.
Hay un joven que está tramando mi perdición con una mujer de pelo
negro; hace doce años estoy esperando la llegada de un jinete; me va a llegar
una carta que contiene buenas noticias referentes a un dinero. Ésta es mi
situación general de acuerdo con las adivinaciones.
Los adivinos no han adaptado su oficio a los adelantos modernos. El jinete
que estoy esperando, por ejemplo, es probablemente alguien que llegó hace
mucho tiempo en coche. Este jinete estaba destinado, según la cartomancia, a
interrumpir una temporada de mi vida llamada «las noches venecianas». Por
más que examino mi pasado, no logro descubrir en él nada que pueda
llamarse de esa manera sin forzar la metáfora. Por consiguiente, puedo
suponer que esas noches están todavía por venir y cuando lleguen voy a saber
que van a ser interrumpidas por el jinete. Pero desde que me hicieron esta
predicción a la fecha me han echado muchas veces las cartas y nunca se ha
vuelto a hacer mención de las noches venecianas. Esta discrepancia se puede
deber a un error, o bien a que las noches venecianas pasaron sin pena ni
gloria. Hay una cierta clase de adivinaciones que me molestan muchísimo.
Son las que hacen los astrólogos sensatos. Por ejemplo: «Sus esperanzas no
deben ir más allá de sus propias posibilidades».
¿Quién quiere oír esta clase de consejos? O, peor: «Éste será un día muy
propicio, por lo que nos atrevemos a sugerirle que determine antes de que
llegue la noche el compromiso con carácter matrimonial». Esto, huelga decir,
está mal redactado. Yo diría: «Acechan peligros, ande con pies de plomo, no
Página 91
abra la boca delante de las personas del sexo opuesto, si por descuido llega a
comprometerse a cualquier cosa, finja haber perdido la razón».
Página 92
Bajo el signo de Acuario
Página 93
tinaco, termino derrumbándome en un sofá, jadeante, pero sintiéndome como
nuevo. Un hombre nuevo y más imbécil que antes.
La última herencia de este plomero histórico son sus descendientes.
Parecen un grupo de cantantes pop de Santa Julia. Nomás que están más
mugrosos que cualquier cantante pop. La última vez que trabajaron en mi casa
los oí tener el siguiente diálogo:
El que parece el jefe: «Dale, dale, dale…».
Otro de los cuatro: «¿Más?».
—Sí, dale más.
—¿Todavía más?
—Más.
Se oye un chasquido. El que parece el jefe dice:
—Híjole, ya le diste en toditita. Un día voy a enseñarte a hacer las cosas
bien.
No he vuelto a verlos. Antes que llamarlos prefiero acarrear el agua en
baldes.
Por la red municipal de distribución de agua viajan partículas de grava, de
arena, de limo, etc. Tarde o temprano todas estas partículas iban a dar a un
filtro que estaba en mi casa, junto al medidor, otra herencia del plomero
histórico, azolvándolo. El síntoma de que se aproximaba una crisis de esta
naturaleza era Eudoxia, con cara muy larga, tratando de regar el jardín con un
chorrito ridículo.
—Ya otra vez no hay agua, joven —me decía.
Y yo mandaba llamar al tartamudo.
El tartamudo era un plomero muy simpático que llegaba en su bicicleta
con dos Stillson y en cinco minutos se empapaba, inundaba la casa y
desarmaba el filtro. Se acercaba a mí chorreando y me decía: «Mire, tiene
titititierrita».
Yo le pagaba los quince pesos que me cobraba con todo gusto, con tal de
no tener que mojarme.
Primero venía cuatro veces durante la temporada de secas, después una
vez al mes, después cada tres semanas, después cada dos, y por último subió
sus honorarios a treinta pesos. Ese día yo decidí buscar un plomero nuevo.
Llegó también en bicicleta, con una unión muy elegante. Era mucho más
listo que el tartamudo y que el plomero histórico y su parentela. Quitó el filtro
que estaba junto al medidor y desde entonces no hemos vuelto a tener
problemas. Le pagué cincuenta pesos y se robó cien que le di para que
comprara una válvula que no hacía falta. No he vuelto a verlo.
Página 94
Las vacaciones de Eudoxia
H
limpísima».
ace tres semanas que Eudoxia se fue a su tierra. Estamos
encantados. «Si algo tiene esta mujer —dijo mi madre hace años,
cuando Eudoxia entró a trabajar en la casa—, es que es
Página 95
Mi mujer y yo decimos: «Si un día nos divorciamos va a ser por culpa de
Eudoxia».
Lo decimos en broma, pero es cierto. Empezando porque a ella le dice
«señora» y a mí «joven». El desayuno era el momento más peligroso en
nuestras relaciones maritales. Después de la desmañanada, bajábamos al
comedor. La mesa estaba puesta. Había dos lugares. Dos platos de papaya. El
lugar de mi mujer era muy fácil de reconocer, porque en él estaba la papaya
podrida. Si no había papaya podrida, había menos en su plato que en el mío.
Llegué a sentirme tan culpable, que opté por bajar al comedor unos minutos
antes que mi mujer, cambiar los platos y comerme la papaya podrida. (Al leer
este manuscrito mi mujer me confiesa que a veces bajaba ella antes, cambiaba
los platos y se comía la papaya buena).
Si bajaba uno al comedor y se sentaba a la mesa, podría pasar media hora
antes de que Eudoxia viniera a preguntarle qué quería. Estaba muy ocupada.
Era un rato muy trajinado, porque mientras en el comedor desayunaba mi
familia, en la cocina desayunaba la de Eudoxia.
Para evitar sentarme a la mesa y ser ignorado, bajaba yo al comedor,
cambiaba los platos de la papaya, empujaba la puerta de la cocina y decía:
«Buenos días».
Una conversación se interrumpía a media frase. Tres rostros femeninos —
inexpresivos pero feroces, como el de la Coatlicue— se volvían hacia mí y
contestaban: «Buenos días».
Entonces yo decía cómo quería los huevos.
Esta operación en apariencia tan sencilla la hice mil ciento doce veces.
Cada una de ellas sentí lo que supongo que ha de sentir el que se mete por
equivocación en una sauna de señoras.
En la mañana, entraba en la cocina impulsado por el hambre. Al mediodía
en cambio, debería haber entrado para sacar hielo del refrigerador y hacerme
un coctel —es una mala costumbre que hemos tenido en la familia durante
varias generaciones—. Bueno, pues no me atrevía.
Para echar fuera la tentación de un coctel, me ponía a pensar: ahorita entro
en la cocina y encuentro a la familia de Eudoxia comiendo chiles rellenos. Sé
que no les gusta que yo entre en la cocina cuando están comiendo chiles
rellenos; en primer lugar, porque no quieren que las vea con la boca llena, en
segundo, porque no quieren que yo sepa que están en la cocina, y en tercero,
porque los chiles rellenos son mis chiles rellenos. Me acostumbré a tomar una
copa del tequila que tenemos en el buró.
Página 96
¿Quién será el que está tocando?
E n las tres semanas que han pasado desde que Eudoxia se fue a su
tierra, hemos redescubierto nuevos aspectos de la existencia. Cosas
que ya sabíamos y que habíamos olvidado. Por ejemplo, que en la
tardecita, ya que baja el sol, se puede uno sentar en el jardín debajo de la
jacaranda. Esto lo hacíamos antes de que llegara Eudoxia y lo hacemos ahora
que se fue. No lo hicimos cuando estuvo Eudoxia, ¿por qué? Pues creo que
nomás por el miedo de verla pasar a un mandado, o de verla regresar del
mandado. Me imagino el cuadro: mi mujer y yo allí sentados, debajo de la
jacaranda, y Eudoxia caminando por el sendero, entre los agapantos, como
Lady Macbeth. En vez de correr este riesgo cada quien se iba a su estudio y
nos dormíamos la siesta.
Nunca creí que la ausencia de una persona pudiera causar tantos trastornos
tan agradables. O que la presencia de una mujer modelo pudiera resultar
opresiva. Todo está más mugroso, pero hasta los sartenes parecen más
contentos (por favor no me escriban cartas diciéndome que se dice la sartén:
yo lo sé, pero los sartenes de mi casa, y creo que los de mi tierra, siempre han
sido masculinos). Eudoxia los lavaba con piedra pómez y quedaban tan
limpios que no se podía cocinar nada en ellos. Ahora el cochambre los va
defendiendo, y ya están como antes.
Página 97
Alzafrán, Francolín y Gutiérrez Fantaseo son tres de los personajes cuya
identidad ha quedado en el misterio.
A veces me decía:
—Llamó uno que hablaba como extranjero. Quién sabe qué quería.
Tenía prejuicios. Estaba convencida de que a los extranjeros no se les
entiende, aunque hablen en español correcto.
Una vez sonó el teléfono. Descolgué. Me di cuenta de que Eudoxia se me
había adelantado y estaba hablando por la otra extensión. Oí la voz de un
norteamericano preguntando por mí y luego la de Eudoxia diciendo que en mi
casa nadie me conocía.
Cuando sonaba el timbre de la puerta, Eudoxia cruzaba el jardín por el
sendero y abría el postigo. Asomaba, veía quién era y a quién buscaba,
cerraba el postigo y después gritaba —es la única mujer que conozco capaz de
gritar quedo—: «¡Joven! —o “¡señora!”, según el caso—. Aquí lo buscan —o
“la buscan”».
Mi mujer o yo aparecíamos en una ventana, de humor negro.
—¿Quién me busca?
—Un señor.
Esta respuesta era invariable y abarcaba desde un pobre al que le regalo
mis zapatos viejos, hasta el embajador de Rutenia, pasando por una amiga que
usa pantalones.
Decidimos aleccionarla.
—Cuando vea que el que tocó el timbre es alguien desconocido,
pregúntele «¿De parte de quién?»; cuando vea que es conocido páselo a la
casa, no lo deje allí afuera.
Fue un error. Para Eudoxia un conocido es un señor con corbata, aunque
venda jamoncillos o suscripciones de alguna revista. En cambio, nuestros
amigos, que usan barbas y camisas con manchas de mole poblano, se
quedaban en la calle, esperando.
A veces, sonaba el timbre y Eudoxia se tardaba en abrir la puerta. Yo me
desesperaba, bajaba la escalera, iba al zaguán y abría la puerta. Cuando
regresaba a mi cuarto, encontraba a Eudoxia a la mitad del jardín. Me decía:
—Oí como que tocaba el timbre, y dije: «¿Quién será el que está
tocando?».
—Era el que vende colchas —le decía yo por ejemplo.
—Es lo que yo iba a decirle: ha de ser el que vende colchas.
El que vende colchas es uno que cree que se nos acaba una cada semana.
Hace tres que se fue Eudoxia y creo que no va a regresar.
Página 98
La obligación de estar triste
Página 99
Por ejemplo, las fechas que en día común y corriente se llaman «la noche
que la señora López Sánchez se revolcó en el piso» o «la vez que Paco
Ridruejo se quedó dormido en el sofá y no hubo manera de despertarlo» o «la
vez que el Valpolicella sabía a vinagre», se convierten en festividades serenas
en las que todo salió a pedir de boca. Para terminar el ejercicio se recomienda
contrastar la beatitud pasada con el presente, y comentar: «Las Navidades de
ahora ya no son tan bonitas como eran antes. Todo se ha desvirtuado».
Hay quien afirma que uno de los principales defectos que tienen las
festividades de fin de año es el de que tiene uno que ser feliz por obligación.
Unos amigos míos de la infancia, de familia muy devota, tenían como
argumento para demostrar la existencia de Dios el siguiente: «Sé sincero —le
decían al presunto ateo—. ¿Verdad que cuando llega la Navidad te sientes
invadido por un calorcillo interior que te llena de felicidad completamente
inexplicable? Es que es sobrenatural. Dios la ha puesto en tu corazón».
A mis amigos de ahora, por lo visto, Dios no les puso nada. Las noticias
que me dan de sus fiestas son tremendas. Voy a poner aquí unas muestras:
—A las once nos fuimos con los niños a la casa de la familia N, que son
amigos míos de toda la vida y festejan la Navidad en grande. Se juntaron los
46 nietos de la señora N y, como son españoles, cantaron villancicos toda la
noche.
—Invitamos a Richard Strauss, no el músico, sino el librero, porque
quiero que me publique mi novela. Para quedar bien con él, mi mujer compró
un pavo monumental, pero se le olvidó sacarle las menudencias antes de
meterlo al horno. Lo peor fue que venían en una bolsita de plástico.
—La fiesta había sido estupenda hasta que llegó Morales, a las dos de la
mañana, y le dio por hacer una interpretación marxista del espíritu navideño.
—Pepe Surriaga declaró que a él no le gusta el champaña, pero cuando lo
sacamos se tomó él solo dos botellas, y al despedirse nos confesó que se
sentía como si hubiera tomado un refresco que se llama «Manzanita
Rocafina».
—Le compré al niño un cañoncito monísimo con el que hizo un agujero
en la consola Luis XVI que tanto le gustaba al pobrecito de mi papá.
Página 100
Mujer pintando en cuarto azul
Página 101
desnudo de pie inspirado en el retrato de una cirquera, que mi mujer encontró
en el libro de fotografías de Diane Arbus.
Al cabo de los cuatro meses mi mujer guardó los guaches en una caja de
madera y los dejó encargados en el desván de unos amigos.
Durante tres meses anduvimos de la Ceca a la Meca. A principios de abril,
agotados, alquilamos un departamento en el edificio Los Remos, Puerto de
Roquetas de Mar, provincia de Almería, España. En él mi mujer tenía un
cuarto especial para pintar.
Yo, que cargo mi máquina en la mano y encuentro papel en todos lados, la
compadecía. Tuvo que mandar hacer el caballete y los bastidores con un
carpintero viejo, compró los últimos cinco metros de manta de algodón que
había en la provincia —las demás telas eran de fibras sintéticas— y después
de mucho buscar encontró gesso acrílico en una perfumería de la calle del
Arco. Después restiró la tela y la preparó. Hecho esto, que en México lo
soluciona con un telefonema a la Casa del Arte, se puso a pintar.
Mientras el viento de la Sierra Nevada hacía temblar las ventanas, ella
pintó una serie de cuadros, de los que el más notable es el que representa a
cuatro turistas —desnudos y azulados— en el Valle de los Reyes. La manta
española y el gesso acrílico comprado en la perfumería le dan a estos cuadros
una textura más áspera que todo lo demás que mi mujer ha hecho.
Cuando llegó el momento de empacarlos, mi mujer desmontó las telas, las
hizo rollo y las metió en una reja de madera que empezó a romperse antes de
llegar a Londres.
Cuando regresamos a México, mi mujer pospuso durante semanas el
momento de abrir la caja de los guaches y desenrollar las pinturas. Por fin, un
día se hizo al ánimo, yo cogí un desarmador, subimos al estudio y abrimos la
caja de madera.
No podíamos creer lo que veíamos: los colores oscuros, confusos, que
hablamos visto en la luz invernal del semisótano londinense, eran vivos,
definidos y alegres en el estudio de Coyoacán. Lo que ella había hecho en
Londres había resultado un experimento exitoso. Con los cuadros de Roquetas
pasó algo semejante: lo que parecía aspereza a secas de la tela le dio al color
una profundidad que los pintores muchas veces buscan y rara vez obtienen.
Me quedé pensando: el pintor, lo mismo que el escritor, no sabe lo que
hizo hasta que es demasiado tarde.
Página 102
Manual del viajero
Página 103
veces durante el día. La última, pasada la medianoche. Entonces comprenderá
que el peligro de perder un objeto, y simbólicamente a una persona, ha
pasado.
En la playa, el masoquista se sentará junto a una silla que está ocupada por un
joven fortachón que come mangos y escupe fragmentos de cáscara a su
alrededor. El masoquista pondrá la bolsa en donde lleva los anteojos, la toalla
y la novela detectivesca sobre un objeto blanduzco: un hueso de mango
chupado.
La reflexión de que el joven fortachón de la silla de junto no sabe
comportarse en la playa, hace que el masoquista imagine a aquel mismo joven
en diferentes situaciones de la vida:
Si va a una tienda de ropa, comprará un traje de baño que sólo puede
quedarle bien a Mark Spitz; si aborda un autobús con el boleto en la mano,
cree que el precio es la hora de salida, y la hora de salida el número del
asiento; si entra en una cantina, pedirá una bebida color verde esmeralda que
Página 104
se sirve en el interior de una piña; si viaja en pullman se levantará a las cinco
y le preguntará a su hermano, que viaja en la cama vecina:
—¿Ya despertaste?
El masoquista vuelve a la realidad cuando el joven fortachón de la silla de
junto enciende su radio de transistores para oír una cumbia y se pone a darle
de machetazos a un coco, para comerse la carne…
Página 105
Conozca México primero
L a gente que viaja en coche por las carreteras llega a pensar que el
país está habitado por la esposa que llevan al lado, los niños que van
en el asiento trasero, sacándose los ojos unos a otros, y en segundo
término, por el enemigo, cafres que quieren rebasar, imbéciles —también con
esposa e hijos— que conducen a vuelta de rueda por el carril de alta velocidad
y salvajes que cruzan la carretera con rebaños. Está por demás decir que es
una visión torcida de la realidad. Para conocer México hay que viajar en
autobús.
El otro día hice un viaje en una de las mejores líneas de autobuses. Tiene
material magnífico, los mejores y más experimentados choferes y sus
operaciones han ido aumentando hasta abarcar una parte considerable del
transporte de pasajeros nacional. Todo ha ido creciendo en esta línea: el
número de autobuses, las utilidades, el sueldo de los choferes, el pasaje y el
número de localidades a las que da servicio. Todo menos la terminal en
México, que sigue siendo la misma que cuando se inauguró la línea hace
treinta y cinco años con un modesto servicio México-San Pedro Atlayapan.
La única diferencia observable en la terminal es que ahora está repleta. Hay
ocho hileras interminables de gente comprando boletos, y en las bancas, los
que vinieron a despedir a la suegra, los que se quedaron dormidos esperando a
que salga su camión, y los que se quedaron sentados esperando a los parientes
que dijeron que iban a venir a recogerlos. También están varios personajes
que con el tiempo han llegado a ser parte esencial de la terminal. El ciego que
se cae encima de la gente vendiendo caballos de madera, la mujer a la que
acaban de robarle la bolsa y la beata que desde hace quince años está juntando
dinero para cumplir una manda.
Página 106
En el autobús, tras de mí, iba sentado un matrimonio de viejos, que había
venido a la capital para asistir a la boda de unos parientes.
—No vayas a decir en el pueblo que la fiesta salió tan mal, para que se
arrepientan todos de no haber venido —recomendó la vieja.
Según pude entender, alargando la oreja, la comida estuvo buena, pero
después llegaron unos greñudos con guitarra que convirtieron la celebración
en «un baile de locos».
Cuando pasó el camión junto a un cerro de donde estaban sacando
cantera, el viejo explicó a su mujer:
—Ese cerro que ves, es una piedra que cayó del cielo hace dos mil
millones de años.
La mujer, que evidentemente había pasado varias horas de su estancia en
México frente a la televisión y los cosmonautas, hizo notar que aquel cerro se
parecía a otro que quedaba en la tierra de un compadre suyo, el cual debería
tener encerradas riquezas muy notables que para explotarlas era necesario
someter la piedra a algunas pruebas:
—Se puede poner la piedra al fuego —dijo la vieja—. A ver qué pasa.
—También se puede moler —dijo el viejo— y sembrar en el polvo unos
granos de maíz, a ver si nace.
Durante un rato fueron inventando nuevas pruebas. Por ejemplo, la del
limón: se toma un pedazo de piedra y se le pone una gota de limón. Si se
ennegrece es que tiene metal adentro. Etcétera. Por estos vericuetos
desembocaron en una nueva formulación de una de las leyes de Newton: la
verdadera causa de la atracción de las masas es el fuego interior. La gravedad
de la Luna es menos intensa que la de la Tierra, porque ya el fuego interior de
la primera se está apagando.
El paso junto a unas lomas pelonas hizo que el viejo recordara la batalla del
cinco de mayo.
—Por estas lomas, escalonadas, venían los batallones del ejército francés,
sin darse cuenta de que ya don Ignacio Zaragoza los estaba esperando ¡Les
puso una, que para qué te cuento!
Al oír esto, la mujer dijo:
—¡Pobre don Ignacio! En tantas caminatas anduvo, comiendo lo que
encontraba, sapos, yerbas, culebras, que se le descompuso la digestión y
murió muy joven.
A lo que el viejo respondió:
Página 107
—Lo mismo que a don Ignacio Zaragoza, le pasó a mi tío Benito Juárez
—aquí conviene advertir que el que hablaba estaba sobrio y era el vivo retrato
del Benemérito—. Viajó tanto, que llegó a Ciudad Juárez. Y no creas que en
autobús, sino en diligencia. Quedó muy delicado por las privaciones que tuvo.
Pero si hubiera habido autobuses en aquella época, en vez de morirse, se ríe.
El matrimonio se bajó del autobús a media sierra, a la media noche, y
junto a un letrero que decía «A La Asunción, 4 Km».
Página 108
Aguas termales
Página 109
echó un clavado fue un borracho famoso, que cayó en el borbotón y fue
sacado no sólo muerto, sino blandito.
Con el tiempo se inventaron las albercas —se llamaban tanques— y la
gente descubrió que meterse en el agua y después tirarse al sol no era remedio
para nada, pero muy divertido.
Esta revelación dio origen a la época de oro de los balnearios, uno de los
cuales, bastante famoso, visité antier.
Este balneario tiene para mí recuerdos imborrables. Para pasar del lugar
en donde compraba uno los boletos a las albercas había que cruzar el río sobre
un puente colgante; en el prado que hay entre el restaurante y la alberca, me
rompí un brazo al dar una machincuepa; en uno de los vestidores encontré una
cucaracha, etc.
Pasan veinticinco años, regreso al mismo lugar y encuentro que el puente
colgante ha sido sustituido por uno de concreto, que el prado donde me rompí
el brazo es ahora estacionamiento… Alguien estará pensando en el progreso
de México. Nada de eso. Entré en el vestidor y allí estaba la cucaracha.
Al ver con ojos maduros este lugar querido, donde pasé tan buenos ratos
juveniles, puedo decir lo siguiente:
En primer lugar, no se puede decir que el lugar esté más feo, ni que sea
más bonito. La gente que va tampoco ha cambiado gran cosa. No son ni más
guapos ni menos gordos. Los que antes llegaban en autobús llegan ahora en
coche, y cargan hieleras portátiles en las que guardan cervezas. Eso es todo.
—¿Quieres otra «cheve»? —se preguntan unos a otros.
El balneario fue considerado, en los cuarentas, triunfo del ejido y hasta la
fecha los que recogen los boletos y los que abren los casilleros usan sombrero
ancho.
El diseño tiene algo que recuerda al mercado Abelardo Rodríguez; hay
cuatro plataformas de concreto rojo a las que se asciende por escaleras
estrechas y peligrosísimas. Para asolearse, se sienta uno en tabique, como
quien al salir de un mercado se sienta en la banqueta a pelar caña. Todo esto
me hace sospechar que el que proyectó la alberca nunca se había metido en el
agua.
Los letreros son los mismos de siempre.
«No se meta en el río, su vida peligra», dice uno.
«No entre en la alberca después de ingerir bebidas alcohólicas».
Página 110
«Alquiler de trajes de baño. Caballeros, $5.00. Damas, $8.00». «Cada
100 cc de esta agua contienen —entre otras cosas—: Sales amoniacales
(NH4), 23 grs. Litio, 00035 grs.», etc.
Son curativas para males hepáticos, padecimientos renales, falta de
sentido de orientación, inapetencia infantil, etc.
Pero el letrero más interesante de todos está en el restaurante:
«Se prohíbe bailar en traje de baño».
Página 111
Los Caporetto ya no viven aquí
Página 112
Magenta llamara a larga distancia a estos personajes que habían sido muy
amigos suyos en otra época.
—Bueno —contestó Ivette Caporetto.
—Habla Bruno Magenta. Me han dicho que ustedes regresan a vivir a
México.
—Eso es lo que quisiéramos —dijo Ivette—, pero no hay nada seguro. —
Explicó la situación del trabajo que ellos tenían, que era un enredo.
—Pues por si deciden venirse —le dijo Bruno— te aviso que nosotros
vamos a salir del país seis meses. Ustedes podrían quedarse en la casa
mientras y pagarían los gastos, que son de dos mil quinientos pesos
mensuales.
—Voy a decirle a Dorian a ver qué piensa.
Pasaron tres semanas, Bruno volvió a llamar a los Caporetto, otra vez
contestó Ivette.
—¿Qué pasó? —preguntó Bruno.
—Todavía no hay nada seguro.
—Nosotros nos vamos el primero de septiembre.
Tres o cuatro días más tarde, cuando los Magenta estaban todavía en la
cama, sonó el teléfono. Bruno contestó. Era Dorian Caporetto.
—Nos vamos a México.
—¿Quieres decir a mi casa?
—Sí. A tu casa.
—No sabes cuánto me alegro.
—Mandaremos los muebles a una bodega y en seis meses tendremos
tiempo de orientarnos.
—Entonces puedo considerar que esto ya es un trato hecho.
—Casi.
—¿Cuándo sabes definitivamente?
—El domingo. Yo te llamo.
Los dos últimos parlamentos de Dorian Caporetto estaban destinados a
tener consecuencias muy serias en las relaciones entre las dos familias. El
sábado siguiente sonó el teléfono, Bruno contestó y un hombre con acento
argentino le dijo:
—Mire, yo soy médico y acabo de llegar de México. Tengo un puesto en
la Universidad. Nuestro amigo común N me dice que ustedes están por salir
del país seis meses. Yo quisiera alquilar su casa amueblada.
—Llega usted tarde —dijo Bruno— acabamos de dejársela a unos amigos.
Ya el trato está casi hecho.
Página 113
—¿Casi?
—Quedaron de confirmarme mañana.
—¿Por qué no me permite ver la casa por si algo pasa y el trato con sus
amigos no se hace?
—Bueno, venga —dijo Bruno y le dio las señas. Bruno y Cleo Magenta
anduvieron por su casa mirándola con ojos de presunto arrendatario.
—¿Cuánto pedimos? —preguntó Cleo, mirando el techo de la cocina.
Bruno se encogió de hombros, jaló una silla y se quedó con la pieza del
respaldo en la mano.
—Quinientos dólares.
(Esta conversación ocurrió antes de la devaluación).
Cuando llegaron los argentinos, que tenían muy buena presencia —el
señor era biólogo, la señora psiquiatra, tenían dos hijos ya grandes—, no
vieron las cochinillas ni les interesó el techo de la cocina ni jalaron las sillas.
—No tienen ustedes idea —dijo la señora— de las casas que he visto
últimamente.
Cuando supieron lo que los Magenta pedían por su casa ofrecieron un
quince por ciento más, con tal de que se las dejaran.
—Estamos bordando en el vacío —dijo Bruno—, porque la casa está
dada. Estoy seguro de que mañana nuestros amigos van a confirmar que se
vienen.
Pero la mañana del domingo pasó y los Caporetto no hablaron. En la
tarde, Cleo Magenta trató telefónicamente de localizarlos en tres ciudades sin
conseguirlo.
—Yo creo —dijo al colgar el aparato— que si quisieran la casa ya
hubieran llamado.
—Cinco mil pesos al mes libres no nos caen mal —dijo Bruno.
El lunes temprano, Bruno llamó a Chihuatlán. Contestó Dorian.
—¿Qué pasó? —preguntó Bruno—. ¿Todavía quieren la casa?
—Claro. En eso habíamos quedado.
—Tú quedaste de confirmar ayer.
—No. El otro día te dije que era definitivo.
Bruno colgó el teléfono.
—Que sí vienen —le dijo a Cleo.
—¡Fuck! —dijo Cleo.
Los Caporetto fueron a México el sábado anterior a que los Magenta
partieran. Dorian le entregó a Bruno quinientos dólares que éste había pagado
de cuatro meses adelantados de la hipoteca y Bruno le dijo a Dorian:
Página 114
—Aquí, encima de este escritorio voy a dejar los recibos en un sobre
amarillo.
Cleo le dijo a Ivette dónde se quedaban las llaves, qué hacer con la
correspondencia, cuánto ganaban la mujer que iba una vez por semana a hacer
la limpieza y el jardinero; después las dos mujeres fueron a ver las plantas.
Los hombres entraron en la cocina y Bruno le preguntó:
—¿Qué tomas?
—Manhattan.
En la casa no había ni Cinzano ni whisky americano ni amargo ni
cervezas. Dorian tomó cuba libre, Bruno un tequila y salieron a reunirse con
las mujeres en la terraza.
—Si logramos hacer un jardín en Chihuatlán, que es tan árido, con más
razón lo haremos aquí que hay tanta agua —dijo Ivette.
Fue una manera incorrecta de plantear el problema. Bruno estuvo a punto
de explicar que no se trataba de «hacer» un jardín, sino de regar el que ya
existía, pero prefirió callarse la boca. La conversación fue errática. Los
Caporetto estaban absortos en la liquidación de sus trabajos en Ghihuatlán, en
el empaque de sus muebles y en el traslado de la bodega, los Magenta, en
cambio, estaban pensando en dejar la casa y en su viaje al extranjero.
—Voy a traer unas plantitas —dijo Ivette antes de despedirse.
Entre los cuatro bajaron del coche unas veinte macetas pequeñas con
plantas de varias clases que pusieron en el poyo. Cuando los Caporetto se
fueron, Cleo Magenta dijo:
—Aquí hay una planta asquerosa —y señaló una que era carnosa, morada
y negra.
Esa noche cenó con ellos Eduardo Silenio.
—Los Caporetto tienen una planta asquerosa —dijo Bruno.
—No es posible —dijo Eduardo—. No hay plantas asquerosas.
Fue con Bruno a donde estaba la planta y dijo:
—Ah, pues sí. Es asquerosa.
Los Magenta salieron del país como lo habían proyectado. Durante un mes y
medio no tuvieron noticias de los Caporetto.
—Podían escribir una carta —dijo Cleo—. No sabemos siquiera si están
en la casa.
Ellos habían salido de la casa a las seis de la mañana. Se suponía que los
Caporetto habían llegado al siguiente mediodía. Los Magenta, por su parte,
Página 115
hubieran podido hablar por teléfono, pero no lo hicieron porque en el fondo
sabían que los Caporetto estaban en la casa.
Al mes y medio llegó por fin la carta esperada. Era una amenaza de
embargo de la compañía hipotecaria en contra de Bruno Magenta por
retrasarse en sus pagos. Iba acompañada de un recado de Ivette, que decía:
«Bruno: Llegó esta carta de la compañía hipotecaria. ¿No habrá una
equivocación? Porque tú nos habías dicho que habías pagado hasta diciembre.
Ivette».
Bruno contestó inmediatamente:
«Claro que hay una equivocación. Lo que me parece estúpido es que me
mandes la carta a mí, que estoy a cinco mil kilómetros de distancia y no
puedo hacer nada, en vez de ir tú con los recibos que dejé encima del
escritorio, a las oficinas de la compañía hipotecaria, que está en Reforma 96,
y aclarar el problema. Bruno».
El mismo día en que Bruno envió su respuesta a México, los Magenta
recibieron un sobre, que Ivette había puesto en el correo cuatro o cinco días
antes de la amenaza de embargo, en el que iban varias piezas de
correspondencia importante y una carta de ella en la que explicaba con
detalles las novedades y les decía lo contentos que estaban Dorian, ella y
Alfa, su hija, en la casa. «Puse en el refrigerador», decía entre otras cosas, «la
lata de azafrán que ustedes dejaron, para que se conserve fresco, porque
actualmente vale una fortuna».
Bruno escribió a Ivette otra carta tratando de componer la brusquedad de
la anterior, pero Ivette ya nunca escribió a los Magenta. Bruno la imaginó
diciéndole a Dorian:
—Yo, a estos tipos no vuelvo a escribirles una letra.
—Es bueno decirle a Ivette —dijo Cleo—, que tire el azafrán a la basura,
porque es falsificado y echa a perder la paella.
Pero ni ella ni Bruno aclararon nunca nada a este respecto.
Página 116
Bruno Magenta discutieron esta carta de sobremesa, en el departamento que
habían alquilado cerca de Portobello Road.
—Dorian se está abriendo de capa —dijo Bruno—, pero me parece una
sangronada pedirles que nos paguen renta.
—Haz lo que tú quieras —dijo Cleo, quien para esas fechas había
decidido que los Caporetto como inquilinos habían dejado mucho que desear.
Esa noche Bruno Magenta escribió a Dorian una carta que él consideró
una obra maestra no sólo de estilo, sino de galantería. Decía, entre otras cosas,
esto:
«… Lo único que nos impide quedarnos más tiempo en Europa es la falta
de dinero. Entonces, te propongo una cosa: tú me prestas mil dólares, que yo
te pagaré cuando buenamente pueda, y ustedes se quedan en la casa abril y
mayo, que nosotros pasaremos en Grecia…».
Y agregó más adelante: «… Mándame la respuesta a esta proposición a mi
nombre, c/o American Express, en Atenas, adonde llegaremos a fines de
marzo, y si es afirmativa, el dinero en dólares, por dicha vía y a la misma
dirección».
Los Magenta llegaron a Atenas el 22 de marzo y se hospedaron en The
Blue House —un hotel de tercera— en la calle Boucarestiou. Al día siguiente,
acabando de desayunar fueron al American Express. De los Caporetto no
había ni carta diciendo si aceptaban o no el trato, ni dinero en la oficina de
remisiones. Esa tarde Bruno Magenta trató de llamar a México por teléfono,
le dijeron que había tres horas de retraso en las llamadas, canceló la suya y
escribió otra carta a los Caporetto, suponiendo que no habrían recibido la
anterior, volviendo a proponerles el trato de los mil dólares prestados por dos
meses de ausencia y repitiendo la frase «que te pagaré cuando buenamente
pueda». Después, los Magenta hicieron maletas y se fueron a vivir en una isla.
Bruno regresó a Atenas el día 15 de abril. Encontró en el American Express
un telegrama de los Caporetto que decía:
«Aceptamos el trato. Contacta a los —aquí entra el nombre de un
matrimonio mexicano— que estarán en el Hilton el día 15. Saludos».
Bruno se reunió con el matrimonio mexicano media hora después en el
lobby del Hilton. Ellos le dieron mil dólares en billetes, Bruno les dio las
gracias. La señora le dijo entonces:
—Dice Dorian que ya mejor no regreses a México.
—Dile a Dorian —contestó Bruno— que regresaré aunque sea nomás
para darle un disgusto.
Página 117
A mediados de mayo los Magenta recibieron otra carta de Dorian. La
construcción de su casa había sido más lenta de lo que habían calculado, él
querría quedarse en la de los Magenta otros dos meses, les sugería quedarse
en Europa hasta septiembre, pero no ofreció mandarles otros mil dólares.
«Regresamos a mediados de junio», contestó Bruno.
A fines de mayo los Magenta se reunieron con Eduardo Silenio. Salió a la
conversación que antes de salir de México habían cenado con los Caporetto.
—¿Cómo está el jardín? —preguntó Cleo.
—Me pareció un poco seco.
Bruno regresó a México una semana antes que Cleo, el 21 de junio, después
de anunciarse por cable a los Caporetto:
«Llego martes a comer».
En la puerta de la casa alguien había pegado una calcomanía que decía,
«Oigo radio éxitos». Aunque tenía la llave en la bolsa, Bruno tocó el timbre.
Ivette abrió la puerta y dijo:
—¡Hola!
Con tanta expresión que Bruno sintió que de veras tenía gusto de verlo.
Bruno cogió las maletas y entró. En el zaguán había empaques de cartón
corrugado retorcidos y húmedos.
—Es que ha llovido a cántaros —explicó Ivette.
Dorian apareció en la puerta de la sala.
—¿Cómo te fue? —preguntó.
—Muy bien —contestó Bruno—. Óiganme, no vayan a creer que tienen
que irse hoy mismo. Yo puedo dormir en un sofá o irme a un hotel.
—No hace falta —dijo Dorian—. Ya tenemos departamento.
Bruno miró a su alrededor y la sala le pareció más oscura. Los Caporetto
habían colgado en la pared dos cuadros casi negros que él detestaba.
—Quiero una copa —dijo.
—No hay nada de beber —dijo Ivette—. Ayer nos llevamos todas las
botellas.
La ropa, en cambio, no se la habían llevado. Estaba tirada en el hall, en
montón. Bruno se quedó mirando una docena de zapatos de Dorian, que
siempre le habían parecido ridículos.
—¿Dónde comemos? —preguntó Dorian.
Comieron en un restaurante. La conversación fue animada, pero Bruno se
dio cuenta de que él, en el fondo, estaba esperando que los Caporetto le
Página 118
dijeran lo contentos que habían estado en su casa.
—¿Estuvieron a gusto en la casa? —preguntó.
—Sí —dijo Dorian.
—Una cosa debo decirte —dijo Ivette—: es urgente que arregles la
instalación eléctrica, porque los focos se funden con mucha frecuencia.
De regreso a la casa Bruno notó que su enredadera había invadido la casa
de junto.
—Es que tu jardinero es muy malo —dijo Dorian.
—La muchacha —dijo Ivette— no ha venido en varias semanas. Por eso
está todo polvoso.
En la tarde Bruno notó que todos los sartenes tenían fond de cuisine.
Cuando los estaba lavando se dijo:
—Cuando menos podían haberme dado las gracias estos hijos de la
chingada.
Cuando empezó a oscurecer y encendió la luz, creyó que estaba
quedándose ciego. Había cuatro lámparas sin foco y las demás lo tenían de
cuarenta watts. Habló a la tienda y pidió diez focos de cien watts, que fueron
insuficientes. Cuando la luz se hizo descubrió que las macetas de los
Caporetto habían estado diez meses sobre la alfombra del comedor, dejando
huella y nidos de cochinillas.
—Estas huellas sobre la alfombra —se dijo Bruno— costarán a los
Caporetto mil dólares que me prestaron y que nunca volverán a ver.
Cuando Cleo llegó a México descubrió que todas sus plantas estaban
secas.
—No haber regado esas plantas —dijo Bruno— costará a los Caporetto
mil dólares.
Cuando buscaron dónde poner la ropa sucia descubrieron que los
Caporetto se habían llevado el chunde.
—Mil dólares cuesta el chunde —dijo Bruno.
Poco tiempo después, en una oficina, Bruno encontró a Ertha Glands,
amiga de los Caporetto.
—¡Cómo eres —dijo Ertha—, ya regresaste del viaje y no les diste tiempo
a Dorian y a Ivette de terminar su casa!
—¡Mil dólares cuesta esa frase! —dijo Bruno.
Y Ertha no entendió.
Página 119
Lluvia en el alma
Página 120
¿Qué cosa más agradable, por ejemplo, que rebanar una piña,
alumbrándose con un foco, a las dos de la tarde?
Las visitas llegan empapadas. Al despedirse, ya medio borrachos, los
paraguas se confunden y cada quien se lleva el mejor que encuentra. En la
casa queda sólo uno, defectuoso, al que se le sale el mango.
Cuando está uno invitado a comer fuera, habla uno por teléfono:
—Pues fíjate, que ya estábamos arreglados, cuando empezó el
aguacerazo, y nada que se quita.
Puras mentiras. Está uno en pantuflas.
Página 121
Con la «C» de Cold
Página 122
Todo esto que acabo de explicar no es más que un preámbulo para poner en la
perspectiva correcta lo que voy a relatar a continuación y para que se vea el
peligro en que estuve de perder la razón al llegar a Madrid. Quedamos que los
cuartos de baño extranjeros son lugares en los que puede uno enloquecer.
Agréguese a esto las circunstancias en que ocurrió el incidente.
Un vuelo de doce horas que se convierten en dieciocho por el cambio de
horarios, una noche ridícula, en la que el sol se mete por un lado y un
momento después aparece por el otro, llegada a Barajas a las seis de la
mañana, cola para vacunarse contra la viruela, por falta de certificado, paso de
la aduana sin problemas, primer contacto con un taxi español. Viaje hacia
Madrid, descubrimiento de que olvidó comprar pesetas, problemas de cambio
al bajar del taxi, entrada en el Gran Hotel Luzon, mil doscientas noventa y
cuatro pesetas por el día.
Me acerco a la administración. Tras el mostrador están dos hombres
idénticos. Pelo lacio, anteojos con arcos gruesos, cachetes esponjosos, color
parafinado, jaquet, corbata de plastrón y fistol de perla. Me miran con
desprecio mientras me identifico y me mandan a mi cuarto guiado por un niño
vestido de fantasía.
El Gran Hotel Luzón ha sido construido y está organizado de tal manera
que está en condiciones de proporcionarle a cualquier millonario
norteamericano cualquier cosa que apetezca, menos hielo. Mejor dicho, está
en condiciones de ofrecer lo que un hotelero español cree que puede apetecer
cualquier millonario norteamericano.
Página 123
reflector empotrado. Encendí el reflector y lo que vi reflejado no fue mi cara,
sino mis pecados, los estragos del tiempo, las huellas de mis vicios y lo
incierto del porvenir. Apagué el reflector inmediatamente.
En ese momento me di cuenta de algo que me pareció interesante. En vez
de la C y la H, y la F y la C, de que hablábamos al principio, y de las
confusiones que causan, las llaves del agua tenían en la parte superior un
punto azul y uno rojo. Azul por la fría, y rojo por la caliente. ¡Qué ingenioso!
pensé, de esta manera se puede exportar llaves de Suecia a Tailandia, sin que
los suecos tengan que preocuparse de cómo se dice frío en tailandés, ni los
tailandeses tengan que averiguar cómo se dice caliente en sueco.
Página 124
Fatiga turística
Página 125
asientos del coro estaban hechos de madera de algo, que es cuestión que por
supuesto a nadie le importa.
Los principales causantes de la fatiga turística son, por supuesto, los guías,
que dan informaciones como éstas:
—En estos momentos, señoras y señores, estamos saliendo de la ciudad
de… con destino a la ciudad de… Lo haremos por la carretera número 32,
conocida vulgarmente con el nombre de «carretera del sureste». Este nombre
le viene de que comunica el centro del país con la región del sureste. La razón
por la que se ha decidido viajar por esta carretera, es que la ciudad de… que
es a donde vamos, queda al sureste de la ciudad de… que es de donde
venimos. Ladies and gentlemen, may I have your attention, please, etcétera.
O bien, para explicar las excelencias del calendario encontrado en
Pentotlán:
—Este calendario es más perfecto que el Gregoriano —no se conoce
ningún calendario que sea más imperfecto que el Gregoriano (nota del autor
de este artículo)— y está basado en las características del número cuatro:
cuatro estaciones, cuatro Peotl, uno dos tres cuatro, cuatro elementos, cuatro
Peyotl, uno dos tres cuatro, cuatro Teotl, uno dos tres cuatro. Ahora
procediendo a la inversa tenemos: cuatro puntos cardinales, cuatro Popotl,
cuatro por cuatro dieciséis, por cuatro, sesenta y cuatro, por cuatro, doscientos
Página 126
cincuenta y seis. El año, o sea, el Tun, tiene doscientos cincuenta y seis días,
los demás son feriados. ¿Está claro?
O bien:
—Este hermoso retablo data del siglo XVI y ha sido atribuido al famoso
pintor tezcocano Juan Amatl. En él puede notarse la influencia flamenca. Los
expertos no han logrado ponerse de acuerdo en qué es lo que representa.
Según algunos es una Crucifixión, según otros es el Festín de Baltasar. Nótese
la maestría con que han sido aplicados los colores negros y el verde botella.
Página 127
Pase lo que pase
Una cosa de por aquí que me recuerda mi patria en cambio, es la voluntad con
que la gente da información de cualquier índole. Entro en una oficina que
parece banco y en cuya puerta hay un letrero que dice: «Cambio, Change.
Exchange, Wechsel». Me acerco al mostrador donde dice «cambio de
moneda» y le digo al empleado que quiero cambiar un cheque de viajero.
—Eso no será posible. No estamos autorizados para cambiar esa clase de
documentos. Tiene usted que ir a la Plaza de Cataluña que es donde quedan
las casas matrices de la mayoría de los bancos.
Esto quiere decir una caminata de cinco kilómetros. Salgo del banco. A
las cinco puertas, hay otro letrero que dice «Cambio», etc. Entro y cambio el
cheque de viajero sin ninguna dificultad.
La experiencia me reconforta, porque yo creía que esta clase de cosas sólo
pasaba en México.
Página 128
Mi mujer no puede entender que yo, aquí, en España, tenga problemas de
idioma. Llegamos a la estación con quince minutos de anticipación. Vamos a
Vendrell —me han explicado que se pronuncia «vendrey»— un pueblo que
nos han recomendado y que para saber dónde está he tenido que comprar un
mapa de España. Mi mujer nunca me dice «pregunta». En vez de eso sugiere:
—Creo que sería conveniente informarnos por cuál vía sale el tren.
Obedezco y le pido esta información al que recoge los boletos de andén.
Me contesta algo como:
—Esquemots calderets monstal.
—¿Qué dijo? —me pregunta mi mujer.
—No tengo la más remota idea.
Nos paseamos por el andén. Noto que hay mucha gente con canastas, que
tampoco sabe por cuál vía va a salir su tren. Se pasea, como nosotros, por el
andén mirando para todos lados, en espera de alguna señal misteriosa. De
pronto, los altavoces dominan el ruido.
—Tren número —aquí entra una palabra ininteligible— con destino a
Pradets, Mortats, Pugilats —siguen varias palabras ininteligibles—, sale por
la vía —aquí entra otra palabra ininteligible.
Nos dirigimos a donde hay un empleado poniendo unos letreros en un
tablero. ¡Ése es nuestro tren! Va a Tarragona, vía Villafranca, y sale a las tres
y cinco. Pero una vez que el hombre ha puesto el letrero que parecía aclararlo
todo, pone otro que lo confunde todo. Dice: «Semidirecto». Me acerco al
empleado y le pregunto si el tren para en Vendrell. Esta vez sí entiendo lo que
me contesta. Es «No sé».
El empleado agrega otro letrero todavía más misterioso: «Tres coches por
cabeza». A varios días de distancia, ya sé lo que quería decir «semidirecto»,
lo de los tres coches por cabeza todavía no lo entiendo.
La gente de las canastas y nosotros recorremos el tren en busca de alguien
que sepa dónde para el tren.
—Pues vaya usted a saber —me dice un empleado viejo con gorra
galoneada—. Hay que preguntarle al maquinista.
Nos aburrimos de preguntar. Nos sentamos. Los de las canastas siguen
caminando de un lado para otro hasta que el tren arranca. Cuando pasa el
conductor y perfora nuestros boletos, le pregunto:
—¿Para en Vendrell?
—Pero hombre, claro. ¿Por qué no había de parar en Vendrell? ¡Qué idea!
—Se aleja moviendo la cabeza como si acabara de encontrarse a un loco.
Página 129
Una partida de caza
Página 130
Chipping Norton está en Oxfordshire. En un terreno ondulado, bien cultivado
con partes arboladas. En dondequiera que esté uno alcanza a ver un mar de
lomas, con torres de iglesias. No se ve una montaña. Es un paisaje tan
ordenado que mi mujer dice que le pone los pelos de punta.
Afortunadamente la cacería no empezó en la madrugada. A las doce y
media se juntó la partida afuera de los corrales de una casa elegantísima, que
según las malas lenguas acaba de ser adquirida por un millonario griego.
Eramos unos treinta. Cada quien llegó vestido como se le dio la gana.
Unos con gorra de calador y levita, otros con cachucha de quesadilla y botas
de alpinista, otros con gorras de Sherlock Holmes y chamarras de lona
parafinada, etc. Muchos llevaban bastones de horquilla, dos o tres, látigo. Los
látigos, me explicó mi cuñado, son para tronarlos y evitar que la jauría se
desperdigue.
—No han llegado los perros —nos dijeron cuando llegamos.
Había un señor que tenía abierta la cajuela del coche y estaba dándoles
vasos de whisky y de ginebra a todos los participantes. Tuve que pagar
cincuenta peniques, por no ser miembro del club.
Por fin llegaron los perros en una camioneta, con su dueño, un grandote
vestido de etiqueta, con bufanda blanca en el pescuezo y una corneta en la
mano. Se fue adelante de todos, con sus perros, por un camino que iba
bordeando las bardas de la casa del millonario griego.
Los que van de cacería, me explicaron, tienen permiso de brincar cercas y
meterse por los sembrados, cosa que no pueden hacer los que van nomás
caminando. Me explicaron también, que íbamos a cazar liebres. Cuando oí
esto, pensé:
—Ya estuvo que no vimos una liebre en lo que queda del día.
Página 131
Mientras tanto los cazadores, a veces caminábamos, a veces corríamos,
brincábamos cercas, cruzábamos campos sembrados de trigo, de nabos, de
rábanos, de espinacas, de coles de Bruselas, brincábamos cercas de piedra, de
alambres, de varas, de troncos, nos espinábamos, nos resbalábamos, nos
enlodábamos, nos deteníamos a veces jadeantes, a veces caminábamos
tranquilamente, platicando, o nos deteníamos a ver el paisaje, a decir que qué
bonito estaba el día, a oír las campanas de la iglesia, hasta que alguien veía
saltar la liebre y todo se volvía confusión, gritos y sombrerazos, toques de la
corneta, tronidos de látigo, idas y vueltas de los perros ladrando, creyendo que
esta vez sí estaban en la pista correcta.
No agarraron nada, pero hacía mucho que yo no me divertía tanto.
Página 132
Nueva guía de México
E l pequeño folleto intitulado Los cuadernos del doctor Fink, que fue
escrito originalmente en alemán, ha sido traducido a veinticinco
idiomas y ha visto la luz pública, en lo que va del año, en treinta y
dos países diferentes. Más que a sus cualidades literarias que son
insignificantes, el éxito libresco de este folleto, se debe a la celebración en
México del Campeonato Mundial de Fútbol, porque los cuadernos, como
indica el subtítulo que llevan —«guía del viajero en tierras bravas»—, son el
conjunto de las normas que tiene que observar el extranjero para sobrevivir en
nuestro país.
Es de augurar que, en nuestro medio, el doctor Fink nunca llegará a gozar
de la fama que tiene Humboldt, porque en su opúsculo no se encuentra
ninguna expresión tan acertada y tan sorprendente como la de que México es
«la ciudad de los palacios», ni tan olvidado como la marquesa Calderón de la
Barca, porque tampoco cuenta, como ella, anécdotas tan escabrosas como
aquélla de que la marquesa entró en una zapatería y se encontró sobre el
mostrador la pierna de Santa Ana (la de palo, afortunadamente). Si el nombre
del doctor Fink llega a ser de calle, quedará por la colonia Bondojito.
Página 133
tendencias opuestas: unos, los más ricos, tienen la de engordar, debido a la
costumbre de comer tamales a todas horas; otros, los más pobres, tienen la de
adelgazar, debido a la costumbre de no comer tamales en años de sequía».
Esta definición, sin ser completamente equivocada, pone de manifiesto
una observación insuficiente de nuestros hábitos gastronómicos (no hace
mención, por ejemplo, a los tacos de carnitas) y de las causas de nuestro
raquitismo.
Con respecto a la idea que tenemos de nosotros mismos, dice lo siguiente:
«Los mexicanos y las mexicanas se consideran, por lo general, sexualmente
atractivos, como lo demuestran las camisas que usan ellos y los pantalones
que se ponen ellas. Esta idea errónea se debe, no a la carencia de espejos, que
en México existen en abundancia, sino al concepto, probablemente de origen
precolombino, de que lo que ven reflejado frente a ellos no es su propia
imagen, sino la de sus malos pensamientos».
Este párrafo es un cúmulo de falsedades. Somos sexualmente atractivos
como lo demuestra, no las camisas que usamos ni los pantalones que se ponen
nuestras mujeres sino el crecimiento demográfico del país, que es un dato
incontrovertible. Somos atractivos a pesar de nuestras camisas. Lo que pasa es
que este alemán ha de haber tenido alguna experiencia desagradable y de allí
sacó la tontería de los espejos.
Pero si sus descripciones son parciales e inexactas, los consejos que da a los
extranjeros para manipularnos son más sensatos. Veamos si no, lo que dice
con respecto a nuestras aduanas: «Las aduanas mexicanas son instituciones
muy liberales. Si es usted celebridad, es decir cantante, futbolista o actriz
populachera, puede pasar por la aduana un cadáver, sin que nadie le ponga un
pero, cuando mucho tendrá que dar un autógrafo. Si no lo es, más le vale
poner los billetes por delante». Y agrega: «El dicho de “Con dinero baila el
perro”, que ha sido atribuido a Descartes, es un invento mexicano». Creo que
esta es una de las observaciones más profundas y afortunadas sobre un
aspecto de nuestro carácter que hasta ahora había pasado inadvertido.
No menos afortunados son los consejos que el doctor Fink ofrece a los
viajeros que tienen necesidad de pronunciar discursos. «Si al decir un
discurso ante mexicanos se tiene la intención, si no de causar buena
impresión, cuando menos de no provocar antipatía tremenda, es indispensable
observar las siguientes reglas: sustituir la palabra México por la expresión
“este maravilloso (o apasionante, fascinante, hospitalario, reconfortante,
Página 134
paradisíaco, emocionante o, de perdida, interesante) país”. Si el discurso es de
sobremesa y se siente indigesto por la comida típica, puede el orador hacer
alusión a sus problemas estomacales sin ofender a los mexicanos, siempre y
cuando tome antes la precaución de comparar los platillos que acaba de
ingerir con los ojos de las tapatías. Pero la condición fundamental de un buen
discurso consiste en aludir, aunque no venga a cuento y sean mentiras, a la
ambición que el visitante ha tenido siempre de viajar a México, ligándola de
preferencia con alguna anécdota infantil. Por ejemplo, puede uno decir que la
primera vez que abrió un atlas, cuando tenía cinco años, vio en el mapa un
cuernito y le preguntó a su mamá “Was ist das?”. La mamá contestó:
“Mexiko”. Y el niño dijo: “Mexiko, Mexiko, cleo en ti”».
Página 135
Organización de festejos
Página 136
momento, se irán luego a algún restaurante a meditar. En las horas que siguen
tratará cada uno de poner a consideración de los demás los productos más
granados de su intelecto.
Si el festejado fue marido y padre modelo, o si tuvo amores con todo un coro
de segundas tiples y tenía por lema para la educación de sus hijos el de «la
letra con sangre entra», son cuestiones que no nos importan. Como tampoco
nos importa si le gustaban los perros o era afecto a leer novelas de Dumas,
père. Si tiene una frase célebre, con eso basta. Demasiados rasgos
provocarían confusión.
Lo mismo se aplica al aspecto físico. Para crear imagen hay que proceder
por eliminación. Hay que conmemorar al prócer en un momento determinado
y siempre con la misma ropa, al fin no tiene por qué cambiarse. Hay que tener
en cuenta que la calva del cura Hidalgo, la levita de Juárez y el pañuelo de
Morelos son más importantes para identificar a estos personajes que su
estructura ósea. Supongamos que vemos la imagen de un militar de mediados
del siglo pasado. No nos dice nada. En cambio, si vemos que está rasurado y
trae anteojitos, sabemos que es Zaragoza.
Página 137
Una vez determinada la imagen, conviene proceder a zonificar las
celebraciones. Supongamos que el festejado nació en Zumpango de los
Tejocotes. Se quitan los Tejocotes y se agrega el apellido del festejado.
Página 138
Pobres pero solemnes
Página 139
hora y media a que venga el camión que hace el servicio regular. Hago de
tripas corazón, me pongo en traje de baño y me acuesto en el pasto, a tomar el
sol, teniendo cuidado de no picarme con las espinas de mezquite que allí
abundan. Pasa un rato. Se me ocurre una idea genial: voy a tomarme un Tom
Collins. Voy al bar y se lo pido al cantinero, que está leyendo una revista de
monitos. Es el rey. Al oír mi voz, suspende el trabajo intelectual al que está
entregado, me mira majestuosamente y me dice:
—No tengo hielo. Nomás que venga el «muchacho», lo mando por hielo y
le preparo su Tom Collins.
Había que ir por el hielo a un lugar que queda a doscientos metros.
Regreso al pasto y a tomar el sol. Pasa media hora. De pronto, veo algo que
me llena de esperanzas. El esclavo, empujando una carretilla con un pedazo
de hielo. Pasan diez minutos. Comprendo que al rey ya se le olvidó que yo
quiero un Tom Collins. Voy al bar y le pregunto qué pasó. El vuelve a dejar
su lectura y me dice:
—No tengo ginebra.
Hago una rabieta y le pido otra cosa.
—Ahora se la llevo —me promete.
Vuelta al pasto y al sol. Pasan diez minutos. Vuelta al bar. El cantinero
sigue leyendo. Al verme de regreso y al borde de la apoplejía, se da una
palmada en la frente y me pregunta:
—¿Qué fue lo que me pidió?
Caray, a mí esto me parece precioso. ¡Un país tan árido, un pueblo tan
pobre, una cantina tan furris y todo manejado con tanto desparpajo!
Página 140
—Nomás que no se lo puedo entregar, porque ya se lo llevó el cartero.
Regreso a mi casa a esperar al cartero. Cuando el cartero llega, no me trae
más que uno de estos anuncios que se tiran directamente a la basura.
Vuelta al correo. Esta vez entro directo en la oficina del jefe que es el rey.
Me recibe como Moctezuma ha de haber recibido a Cortés. Temblando pero
majestuosamente. Le explico el problema. Él manda llamar al administrador
incompetente.
—Atienda al señor —le ordena el rey.
Ahora el administrador incompetente es una seda.
—¿Cuándo dice usted que salió el envío? —me pregunta, pelando los
dientes de oro.
Cinco minutos después, tenía yo el documento en mis manos. Me dio
tanto gusto que no me detuve a preguntarles qué habían entendido por special
delivery. Probablemente top secret.
Pero lo que me interesa subrayar es la dignidad y la compostura con que
el mexicano mete la pata.
Página 141
Si no fuéramos quienes somos
Página 142
Una vez establecidas estas teorías, vamos a imaginar cosas que no ocurrieron.
Vamos a suponer que a Veracruz, en vez de llegar Cortés, llegan los pilgrims.
¿Qué hubiera pasado? Mi impresión es que la cena de acción de gracias, en
vez de comérsela los ingleses se la hubieran comido los indios, y en vez de
guajolote hubieran tenido pilgrim. Esto hubiera ocurrido por dos razones
fundamentales, que corresponden a las dos deficiencias que tenían los
pilgrims como conquistadores en relación con los españoles: eran protestantes
y venían con la familia. El protestantismo es una religión con la que no se
conquista a nadie. No es vistosa y no propone la obediencia como virtud. Por
otra parte, el hecho de venir con la familia, que dio tan buenos resultados en
un lugar escasamente poblado como era el norte del continente, en México
hubiera sido mortal. Un hombre casado tiene menos necesidad de
«fraternizar» con los nativos que un soltero. Hace su casa, siembra, ordeña la
vaca y mata al que se le pone enfrente, o lo matan si son demasiados. Un
soltero, en cambio, necesita que le hagan la comida y la cama. Su
supervivencia estriba en establecerse como «pachá» y vivir rodeado de
nativos que le hagan los mandados.
Pero hay otras alternativas posibles. Los ingleses no sólo colonizaron los
Estados Unidos, sino que también conquistaron la India. ¿Cómo hicieron?
Pusieron una tiendita, que con el tiempo se convirtió en la Compañía de
Indias y más tarde en el Imperio Británico. Pasaron siglos antes de que se les
ocurriera enseñarles protestantismo a los hindúes y si les enseñaron inglés fue
porque en la India había cientos de dialectos y ellos nunca tuvieron talento
lingüístico. Fue una conquista comercial y tecnológica, no militar ni cultural.
Si los ingleses hubieran venido a México y hubieran aplicado el mismo
procedimiento que en la India, hablaríamos inglés como segundo idioma,
entre nosotros nos entenderíamos en náhuatl, en el Zócalo, en vez de catedral,
habría pirámides, una parte de nosotros estaría en Vizcaya; otra, en Sonora;
otra más, en los barrios pobres de Londres… Todo esto, claro está, siempre y
cuando los conquistadores ingleses no hubieran acabado sacrificados a los
quince días, o a los veinte años de desembarcados.
Página 143
parte, nosotros, sin saberlo y sin ganas, fomentamos las malas mañas de los
españoles y somos los principales responsables del fin de su imperio (por no
decir el principio de su decadencia). La plata que salió de América sirvió para
que los españoles compraran cosas en el extranjero, contribuyó a la
industrialización de Europa y dejó a España sin industria, y subdesarrollada
en el siglo XIX. Por otra parte, la existencia de las colonias (americanas y
europeas) aumentó la importancia de la clase militar, con los resultados que
tenemos a la vista.
Para nosotros, la independencia no trajo consigo la igualdad, sino que dejó
una clase que siguió comportándose como los conquistadores, con gran
«señorío». Que se sigue comportando igual a pesar de cien años de pleitos y
cincuenta de justicia social.
Página 144
Hospitalidad mexicana
Página 145
anteojos verdes acercándose con cierto misterio y preguntando: «¿Quiere ver
las pirámides?».
Es posible que el término que nos ocupa no se use en invitaciones por las
confusiones a que podría dar lugar. Si decimos, por ejemplo:
—¿Qué le parece si esta noche cenamos en su humilde casa?
Corremos el riesgo de que la persona a quien estamos invitando tan
amablemente nos conteste:
—¿En mi casa? ¡Ni hablar!
O bien:
—Mire, señor, mi casa es humilde, pero no tanto como la de usted.
Que es ya el colmo de la confusión, porque no sabemos si el que nos dice
eso está insultándonos, o siendo ultracortés.
Página 146
puede acabar a balazos. Parte de esta clase de hospitalidad son las frases:
—Espérate, que se va a poner bueno.
—No, si nosotros también tenemos mucha prisa. Ya nomás nos tomamos
la otra y nos vamos.
Y otra, que también se usa en las casas particulares:
—¿Adónde vas que mejor te traten? ¿Qué mala cara has visto?
De las doce de la noche en adelante, el tono de la conversación cambia y
entramos en una nueva fase (y la última) de la hospitalidad mexicana, con
frases como:
—Mira, si no te tomas esta copa conmigo, me ofendes.
O bien, otra, que es muy alarmante:
—Si no me alcanza el dinero, dejo el reloj.
Lo que sigue ya no es hospitalidad, es pleito.
Página 147
Presentación a la mexicana
Página 148
La respuesta generalmente aclara varios puntos que habían quedado
oscuros en el primer encuentro:
—¡Ah, pues con razón se ofendió tanto cuando le dije que…, etcétera!
Página 149
Estas fórmulas estaban destinadas a transformar nuestra sociedad,
haciéndola pasar del provincianismo a la barbarie.
Conviene agregar que resultan anticuadas y que tienden a ser sustituidas
por nuevas modalidades que he estado observando últimamente.
Cuando entra la criada cargando al niño, el dueño de la casa, marxista, me
dice:
—Quiero presentarte a una colaboradora.
O bien. Un joven presenta a su padre al peluquero que lo atendía cuando
era niño:
—Papá, quiero presentarte a un amigo de la infancia.
¿De la barbarie adónde estaremos pasando?
Página 150
Ondas hertzianas
Página 151
A partir de ese momento, cada vez que despertaba a la medianoche y oía una
canción ranchera o un anuncio de muebles, me sentía ultrajado. Como tenía
que suceder, una mañana llegué al estacionamiento y me quedé parado en la
entrada. Desde el otro extremo del terreno se me fue acercando el del
sombrero tejano con sus tres perros por delante, furiosos, ladrando, sin que
por eso lograran dominar el sonido del radio.
—Óigame, apague el radio —le dije.
Contra lo que yo esperaba, en vez de obedecer la orden que le estaba
dando, me contestó:
—Uno también tiene derecho a divertirse mientras trabaja.
Al ver que la cosa no iba a ser tan fácil, le puse de ejemplo admirable el
vecindario en que vivíamos: «A las diez de la noche todo el mundo está
durmiendo».
Fue un error de mi parte, porque me sacó unos trapos al sol. Habló de
«unos escándalos». Esto, a su vez, fue un error suyo, porque los escándalos a
que se refería eran uno solo que había ocurrido una noche en que unos amigos
míos, que salían de mi casa en estado de ebriedad, fueron atacados por los tres
perros del velador. En vez de arrojar piedras o salir corriendo, mis amigos, se
pusieron en cuatro patas y empezaron a ladrar, con lo que los perros salieron
despavoridos. Me enfurecí más con el velador y comprendiendo que nuestra
entrevista había llegado a un impasse, le dije:
—Aténgase a las consecuencias.
Lo atemoricé, porque bajó el volumen del radio o lo colocó en otra
posición. No volví a oírlo. Me empezaron los remordimientos. Después de
todo, el hombre tenía que trabajar. Me lo imaginaba apretando tornillos toda
la noche y yo estorbándole su única diversión.
Me equivocaba. El hombre pasaba la noche con el radio encendido, pero
durmiendo con la boca abierta. Una vez le robaron dos coches y no se dio
cuenta. Así acabó su carrera de velador y de radioescucha.
Otro caso notable venía en un camión con un aparato minúsculo muy cerca de
la oreja para que no se le escapara sílaba. Entre el centro y Coyoacán oyó la
relación de un veterano de la guerra de Corea, de cómo vio la luz espiritual en
el momento en que una granada le sacó las tripas, oyó también, con
interrupciones, porque la recepción fue defectuosa, las noticias de los últimos
desastres de Pakistán, y por último, en forma de perla cultural, la descripción
de la trombosis: «… las grasas de la alimentación se adhieren a las paredes de
Página 152
los vasos sanguíneos y van obstruyendo el flujo de la sangre; ahora bien,
Cuando por causa de alguna operación, herida o simplemente por padecer la
persona de sangre demasiado espesa, hay coágulos en el torrente sanguíneo, el
vaso se obstruye totalmente… y si esto ocurre en las coronarias…».
Página 153
El claxon y el hombre
En apoyo de esto que acabo de decir, que no es más que un preámbulo, voy a
narrar aquí un suceso del que fui partícipe el otro día, que me tiene muy
preocupado.
Página 154
—La cosa fue así. Estaba yo tranquilamente jugando «scrabble» con una
amiga mía que vive en un condominio, cuando de pronto empezamos a oír el
sonido de un claxon, modesto pero estridente, que tocaba dos veces en rápida
sucesión, pasaban quince segundos y volvía a tocar: pip, pip; quince
segundos, pip, pip. Así pasaron cinco minutos. Se suspendió el juego, porque
no podíamos concentrarnos. Al cabo de los cinco minutos, nos levantamos de
nuestros asientos y fuimos a la ventana, que es de un quinto piso. Vimos lo
siguiente. Abajo, en el patio, había un Datsun blanco que no podía
estacionarse porque había otro coche parado en el lugar que le correspondía al
dueño del Datsun. Hay que advertir que en ese condominio cada propietario
paga diez mil pesos por los seis metros cuadrados del estacionamiento. El
dueño del Datsun seguía pip pip, quince segundos, pip, pip.
Aproveché una de las pausas para gritar con voz estentórea:
—¡Oiga, cállese!
Y la siguiente, para agregar:
—¡Vaya a la caseta de policía y no esté…! —Aquí dije una palabra que
quiere decir «molestando», que es un poco más fuerte, pero no es ninguna de
las dos más fuertes que pueden usarse en el mismo contexto y que son las
primeras que se nos vienen a la cabeza en estos casos. La palabra que dije la
voy a denominar con la letra F.
En el momento en que dije esto se produjo un silencio total. Santo
remedio. Mi amiga me felicitó por mi acertada intervención. Regresamos a la
sala y seguimos jugando.
Página 155
—¿Cuáles palabras de carretonero? Le dije «Cállese».
—Me dijo «No esté F». Así como dijo eso, podría haber dicho cualquier
otra palabrota.
—Podría, pero no la dije. Además, ¿por qué no he de decirle que no
esté F, si eso es precisamente lo que está usted haciendo?
Aquí él me explicó todas las penalidades que tiene, todas las noches le
quitan el estacionamiento y todavía yo le grito peladeces desde un balcón. Lo
que no le expliqué fue que si no fuera yo tan cobarde, en vez de echarle un
grito le hubiera echado una bomba Molotov. Pero lo extraño del caso es que
el hombre, después de presentar su disculpa y de hacer su reclamación, se
retiró diciendo:
—He tenido mucho gusto en conocerlo —creyéndose muy irónico, pero
con el hígado hecho trizas.
Pero lo que yo me pregunto es, ¿dónde aprende la gente a pensar tan mal?,
¿en las escuelas?, ¿en las oficinas?, ¿en el seno de la familia? Porque nadie
puede nacer tan equivocado. A este señor, que llega a su casa y encuentra a
alguien ocupando su lugar de estacionamiento, lo primero que se le ocurre es
molestar con el claxon a cincuenta o sesenta familias y se siente con derecho
a que alguien baje desde el quinto piso y se le acerque para decirle:
—¿Que no me hiciera el favor de no tocar el claxon?
Por otra parte, si alguien llega, encuentra su lugar ocupado, toca el claxon
y alguien le pega un grito, sólo le quedan dos posibilidades. Una, la más
sensata, consiste en irse a su casa a tomar té de boldo. La otra consiste en
subir al quinto piso, decirle al que le gritó:
—Usted a mí no me grita.
Y atenerse a las consecuencias.
Pero echar el viaje para dar disculpas con la esperanza de que se las
ofrezcan a él es algo que me hace pensar que francamente, hablando no se
entiende la gente.
Página 156
El Arauca vibrador
«
E l único defecto que tienen los niños mexicanos», afirma una
conocida antropóloga, «es que son idénticos a sus padres».
En efecto, lo primero que aprende a hacer un niño mexicano
al llegar a este mundo, es llorar para que se atienda a sus necesidades. Lo
siguiente que aprende es a tocar el claxon del coche de su papá, con el mismo
objeto. Y toca el claxon y toca más, y al cabo de cincuenta años sigue
tocándolo con esperanzas de lograr con ello fines tan diversos como son:
hacer que un coche descompuesto que obstruye la circulación se componga
súbitamente y eche a andar, o bien, que se esfume con todo y ocupantes;
avisar a los conductores de vehículos que viajan por las calles transversales
que se les acerca un coche conducido por un individuo que está dispuesto
antes a morir que a ceder el paso; avisar a unos niños que están desayunando
que ya se hizo tarde para llegar a clases; avisarle a una criada reumática y
atareada que ya llegó la patrona y que está afuera de la puerta, con el coche
atravesado, entorpeciendo el tránsito y la llave de la puerta en la bolsa, pero
sin ganas de bajarse a usarla, etcétera.
Las finalidades que acabo de enumerar pueden parecer pueriles y muchas
veces inexplicables, pero sin embargo, dentro de los numerosos usos que se
dan al claxon en estas latitudes son de lo más lógicos. Hay otros todavía más
extraños.
Como ejemplo puedo citar el caso del señor que ha instalado en su coche
un conjunto de bocinas que produce las primeras notas de una canción pasada
de moda, cuya letra dice:
«Yo nací en esta ribera del Arauca vibrador…».
Una vez instalado este instrumento musical rudimentario —pero
probablemente carísimo— en su coche, el dueño se pasea por la ciudad, a las
Página 157
ocho y media de la mañana, anunciando, en cada esquina, que nació en la
ribera del Arauca vibrador y, por inferencia, que ahora anda molestando gente
en Coyoacán. ¿Qué pretenderá con eso?
Ahora bien, si los que tocan el claxon no quieren enseñar el cobre que llevan
en el alma y los que escuchan no lo hacen por interés sino porque no les
queda más remedio, lógico es deducir que el claxon, en la forma en que se le
conoce actualmente es un instrumento inadecuado.
Página 158
Es indispensable sustituirlo. Hay varias alternativas. Una, que es la que
me parece más lógica, consiste en colocar en los automóviles, en vez de
bocinas, una ametralladora. De esta manera, cuando se descompone un coche
y obstruye la circulación, en vez de tocar el claxon con impaciencia, se aprieta
el gatillo y se dispara una ráfaga contra el estorbo. El ejecutante, huelga decir,
se atiene a las consecuencias.
Otra alternativa consiste en ampliar el lenguaje del claxon. Para esto se
sustituirían las trompetas, tan monótonas, por un conjunto de frases grabadas
—con la voz del dueño del coche— que se emitirían a un volumen graduable.
Entre otras frases propongo: «Con permisito», «Ábrala que lleva bala» y «Ya
se hizo tarde, ya se hizo tarde».
Otra posibilidad es la de «personalizar» el claxon. En vez de anunciar que
nació uno en el Arauca vibrador, que además de no interesarle a nadie se
puede aplicar a muchas personas, las bocinas del claxon emiten el nombre del
dueño. De esta manera no sólo se realza la personalidad del mismo, sino que
como dicen en el PRI, «se le responsabiliza».
Página 159
Conversaciones rituales
Página 160
y lo pone en escena y miles de espectadores lo ven, sin chistar, es
exclusivamente porque una mujer contándole la historia de su vida a su
hermana es una de tantas posibilidades de conversación en nuestra sociedad.
Página 161
conversaciones rituales tiene. La prueba es que, cuando uno es niño las
percibe con una vividez tremenda y gran desesperación.
—¡Ay, ya van a empezar a hablar de las fiestas del Centenario!
Después se produce en el hombre algo que parece acostumbramiento y es,
en realidad, vejez. Las primeras conversaciones rituales que tienen los
jóvenes son respuesta a una de las conversaciones rituales de los viejos:
—Como ya te he dicho, hijo mío, puedes seguir la carrera que quieras,
pero sigue una carrera y saca tu título. El título es siempre un refugio.
—Pero es que yo no me he encontrado a mí mismo, papá.
Y se quedan diciendo que no se han encontrado a sí mismos hasta que se
les empieza a caer el pelo. De allí pasan directamente a hablar de la acidez.
Página 162
Malos hábitos
Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos
de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al
espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la
impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza
lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro
del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o
bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja —que es una mezcla que
produce cáncer en el intestino delgado— pasa la mañana sintiéndose infeliz,
Página 163
trabajando un poquito y quitándose las legañas; se va de bruces en el camión
de regreso, a las seis de la tarde.
Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de
descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran
la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier
postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo
trampa.
Página 164
Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que
determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los
fusilamientos se lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que
no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera.
En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar
a una hora de la que nada bueno puede esperarse.
Página 165
Historia de un informe
Página 166
mía. Al escuchar por teléfono esta grosería, la voz de mi amiga se congeló y
me dio la siguiente explicación:
—Debes tener en cuenta que esta es una empresa descentralizada y que se
trata de un trámite casi gubernamental.
Me imaginé a alguien —con sueldo del gobierno— componiendo
fórmulas para hacer cheques: «… una vez escrito el cheque, se deja en el
balcón hasta que le dé la luna llena».
Pero este episodio que he relatado y que acabó bien, porque me pagaron, no
es ejemplo más que de una parte del panorama, en la que yo aparezco como
víctima del trámite. Eso, precisamente es lo que me ha pasado casi toda mi
vida, pero hubo una época, que todavía recuerdo con estremecimiento, en la
que fui burócrata, inventé trámites y seguí la carrera de obstáculo.
—Quiero que tú seas aquí el cantor de las gestas de este departamento —
me dijo el jefe al contratarme.
Se trataba de que no saliera de allí un oficio sin que yo le diera un toque
heroico y de que al final de la gestión preparara yo un informe en el que se
hiciera constar que las actividades del departamento en cuestión no sólo
habían sido arduas sino que sin ellas el edificio de nuestras instituciones se
hubiera desmoronado.
—No sólo se trata de cumplir con un trabajo, sino de darnos a conocer —
me explicó el jefe, que tenía ambiciones.
Página 167
archivar lo que nosotros mandábamos. Esta obstaculización redundaba en
nuestro favor, puesto que, como en todos lados, había competencia.
Por otra parte había que formar una lista con los nombres de los que se
iban inscribiendo. A mi jefe se le ocurrió hacer no una lista, sino cinco. Por
orden alfabético, por orden de inscripción, por oficio, por nacionalidad y por
hotel en el que se hospedan.
En cuanto a la documentación que era necesario entregar, se me ocurrió a
mí, para aumentar la confusión, ofrecer unos documentos que no existían,
pero que hubieran sido muy útiles. Con esto logramos que los inscritos
hicieran una rabieta y muchas reclamaciones.
—Háganlas por triplicado —les decíamos y los adjuntábamos a los
expedientes.
Cuando se terminó el trabajo, emprendí otro, mucho más difícil, que
consistía en confeccionar con todo lo que había ocurrido, un informe.
Resultó de lo más completo. Puse todo lo que hicimos. Tenía pasajes tan
apasionantes como el siguiente: «Se redactaron, mecanografiaron, cotejaron y
duplicaron 1236 circulares…», o bien: «El jefe decidió que los casilleros no
iban a ser suficientes», etcétera. En el informe se incluyeron las 1236
circulares como otros tantos apéndices. Se formaron cuarenta ejemplares con
forros vulcanizados.
El único comentario que oí, fue:
—Un informe muy completo, no cabía en el bote de la basura.
Página 168
Homenaje a las bellas
U na mujer que desde 1934 ha tenido fama de ser una de las más
bellas de nuestra sociedad, fue la otra noche a una fiesta y
conmocionó al reportero de sociales en turno, al grado de
impulsarlo a escribir: «Fulana de Tal, guapísima, vestida con una capa que es
imitación de la que usó San Isidro de Sevilla al ser entronizado».
No sé qué me parece más admirable, si que una mujer con sesenta años a
cuestas tenga ánimos para ponerse en fachas o que en recompensa de su
modestia alguien le diga «guapísima», en vez de «bien conservada»,
«indestructible», o bien «gracias a la última operación ya puede cerrar otra
vez el ojo izquierdo». Nada de esto: «guapísima».
Existe una idea comúnmente aceptada de que las mujeres pierden el tiempo
arreglándose y gastan dinero en trapos para seducir a los hombres, para
conseguir buenos maridos y para retener a los ya conseguidos.
Página 169
Yo, por más que hago, y por mejor voluntad que pongo, no puedo creer
esto. Creo que los hombres no tenemos nada que ver, que las mujeres se
arreglan y se transforman porque así nacieron y que uno las acepta como
vengan, so pena de quedarse chiflando en la loma.
¿En qué cabeza de marido, salvo un imbécil, puede entrar esta idea?
—Quiero que te vistas de gaucho.
¿A qué novio se le ocurre recomendar?
—Cuando vayamos al cine, te pones los pantalones de paliacate, peluca, y
botas de minero.
¿O recomendar triángulos verdes en los párpados? ¿O un atuendo a la
usanza uzbeka? A nadie.
Pero no es posible que seamos completamente inocentes. Alguna culpa
debemos tener en las aberraciones de la moda. Aunque sea por complicidad.
En efecto, es mucho más sencillo decir: «Te ves linda», a entrar en
honduras y decir: «Ya sé que así se usa, pero tú te ves como un perico». Los
resultados de observaciones como ésta son catastróficos para el que las hace,
en cambio, es muy improbable que tengan ningún efecto en quien las
provoca. Por eso más vale no hacerlas.
Página 170
Recuerdos del diez de mayo
Página 171
Yo dibujaba con frecuencia y al llegar el diez de mayo, escogía entre mi
producción reciente un dibujo que me pareciera mejor que los demás, le
escribía en la esquina inferior derecha «A mi mamá», ponía la fecha, le
agregaba un cuarto de chocolates de Lady Baltimore y estaba yo del otro lado.
Entre la colección que conservó mi madre está un dibujo hecho copiando
un grabado que aparece en el libro La Guerra de Italia, con el siguiente pie:
«Tipo de zuavo del campo de Rivarolo con equipo de campaña». El zuavo
tiene unas barbas que le llegan al pecho, barriga, faja, alfanje y el equipo de
campaña incluye un tanque con diez litros de agua que va sobre la mochila y
llega más alto que el fez.
Otra muestra de amor filial —que corresponde al 10 de mayo de 1940—
representa una batalla napoleónica —en colores— en la que todos los
participantes aparecen en perfil, incluyendo los cadáveres que hay en el piso.
Página 172
Pasó el tiempo. De un niño redondo, como la familia de mi madre, me
convertí en un joven alargado, como la de mi padre. Un diez de mayo llevé a
mi madre a comer en el Centro Vasco y después fuimos al cine Alameda.
Había un tumulto de «cabecitas blancas».
—Es la última vez que salimos en diez de mayo —dijo ella.
Página 173
Ensayo de nota luctuosa
que me decía:
Cuando yo estaba en la agencia, escogiendo la caja, oí su voz
Página 174
que la atendimos en su enfermedad. Por ejemplo, me dijo:
—Quiero morirme en esta cama —la que había usado cuarenta años—, no
vayas a discurrir cambiármela por una de hospital.
Cumplirle este deseo causó muchas dificultades, pero ella murió en la
cama que escogió.
Una de sus últimas empresas fue leer los siete tomos de En busca del tiempo
perdido que yo nunca creí que iba a poder terminar. Solía decir:
—¡Pobre de Swann! ¡Cómo lo ha hecho sufrir esa mujer!
—Un día, entré en la sala y ella bajó el libro y me dijo:
—¡Ya se murió Albertine!
Página 175
Otra empresa fue tejer una serie de chales con unos estambres que mi
mujer le regalaba. Suspendió el trabajo en el último, azul marino, el día en
que un derrame cerebral le inutilizó la mano derecha. Uno de estos chales,
gris claro, se fue con ella en el féretro.
Página 176
Misterios de la vida diaria
Página 177
Ahora bien, el Gran Hotel Padilla es malo desde tiempos de mi abuelo, y
desde entonces en la familia le hemos estado poniendo peros, pero desde
entonces, también, siempre que alguno de la familia va a esa ciudad de
provincia, se hospeda en él. Por eso, en aquella ocasión le contesté al antiguo
conocido:
—En el Padilla.
A lo cual él me contestó:
—Pues mira, voy a hacerte una recomendación. Hay un muchacho…
Aquí me contó la historia de un hombre de cuarenta años, de una
integridad a prueba de bombas, honrado, trabajador, dispuesto a sacrificarse
por un ideal, esposo y padre amoroso, que había juntado algo de dinerito y
abierto un nuevo hotel, enfrente del Padilla, que se llamaba La Hostería de Gil
Blas, que estaba muy bonita, con los cuartos muy limpios, con sus macetitas,
etcétera. Pero la razón por la que él me pedía que me hospedara en la Hostería
de Gil Blas era que:
—… ya invirtió hasta el último centavo y todavía no ve el producto. La
cosa está que arde. Al grado de que ayer, se llevó las bicicletas de los niños al
Montepío, para conseguir algo de dinero para darles de comer a los
huéspedes.
Le prometí a mi antiguo conocido seguir su consejo, quedarme en la
Hostería; me despedí, abordé un taxi y le dije que me llevara al Padilla.
Para que se vean los efectos extraños que tienen ciertas recomendaciones
diré que el dueño de la Hostería de Gil Blas se hizo, con el tiempo,
millonario, pero cuando trato de evocar su recuerdo, la única imagen que
obtengo es la de aquel hombre, entrando en el Monte de Piedad con dos
bicicletas chiquitas.
Página 178
recomendé al que teníamos en la casa, que acabó en tres sesiones con la
bugambilia que había sido el orgullo de varias generaciones de Degollados.
Una de las partes más inexplicables de esta historia es el porqué, al llegar
a este punto se me borró de la mente por completo la circunstancia de que
Juan Degollado y yo teníamos una guerra de recomendados. Se pudrió la
madera de la puerta del comedor de mi casa y cuando llegó al punto en que no
hubo más remedio que cambiarla, encomendé el trabajo al carpintero
Malagón, recomendado por Juan Degollado.
Cuando llegó Malagón con la puerta nueva, se veía bien. Las dificultades
empezaron cuando trató de colocarla: había hecho dos hojas derechas. Hasta
la fecha, cada vez que entro en el comedor y veo la puerta, me acuerdo de
Juan Degollado.
La guerra de los recomendados no terminó con la puerta del comedor.
Poco tiempo después de instalada ésta, Juan Degollado tuvo una mala racha y
anduvo en aprietos económicos. Para que lo salvara de un embargo, yo le
recomendé un prestamista que lo dejó en la miseria.
Como se verá, no tengo por qué quejarme, porque salí victorioso. O,
mejor dicho, he salido victorioso hasta este momento.
Página 179
Manual navideño
Página 180
Claro que todo el mundo sabe que el mejor regalo es un cheque, pero como
nadie se atreve a hacerlos por diez pesos, hay que recurrir a todo este
intercambio de baratijas inútiles.
Hay dos clases de regalos. Los «impersonales», que se llaman así porque
resultan perfectamente inútiles para cualquier gente que los reciba y porque
además, carecen de cualquier característica definida que permita decir,
cuando menos, que son horribles. La otra clase, los regalos «personales», se
hacen partiendo de la suposición de que conoce uno los gustos del que los
recibe, suposición que resulta equivocada en la mayoría de los casos. Por
ejemplo, regala uno el libro ya leído o del autor detestado; los cigarros,
carísimos, pero aborrecidos; la corbata imponible, la camisa tres números más
grande, un paraguas para quien no se atreve salir a la calle de paraguas, una
boquilla para quien quiere fumar en bruto, unas mancuernillas para quien usa
camisa de manga corta, etcétera.
Pero estos errores vienen de que, como ya dije, se parte de la suposición
equivocada: el único gusto que puede uno conocer es el propio. Hay que
aceptar esto. En vez de tratar de proporcionar un placer a los demás, hay que
proporcionárnoslo a nosotros mismos. Hay que aprovechar los regalos que
uno da.
Por ejemplo, a la abuelita, que sabe uno que es casi abstemia y que no ha
probado ningún licor que no sea rompope, se le regala una botella del whisky
que le guste a uno más. Y aprovecha uno la visita para tomársela. Al hijito
que anda a gatas, se le regala Flaubert, por ejemplo, en edición de Pléiade. Y
lo lee uno con toda tranquilidad sin que él se moleste. A la esposa querida,
diabética, champaña. Y se lo bebe uno frente a ella, a la voz de:
—Lástima de que no puedas probarlo. ¡Vieras qué sabroso está!
Pero éstos son ejemplos rudimentarios. Hay otros mucho más sutiles. Por
ejemplo, a la amiga, gran cocinera, que nos invita a comer tres veces por
semana, se le regala, un año, una paellera, al siguiente, un asador, al tercero,
una caja de azafrán, etcétera. Al amigo que se cree barman, una coctelera,
para que nos despache mejor. A los amigos que tienen buen tocadiscos, los
discos que nos gustaría escuchar, etcétera.
Pero éstos son regalos de cariño, que se hacen a la familia y a los
parientes, que puede uno explotar directamente y, hasta se podría decir, con
grosería. Pero hay regalos que se hacen de compromiso, por necesidad, a
Página 181
gente que uno casi no trata, pero con la que hay que quedar bien, para entrar
en el candelero o para no salirse de él.
En este caso, el procedimiento indicado es completamente diferente. Es
indispensable perpetuar y poner en relieve la identidad del donador.
Por ejemplo, supongamos que somos obreros, que trabajamos en una
fábrica y que queremos quedar bien con el dueño y, más importante todavía,
que el dueño no se olvide de que quedamos bien con él. Muy sencillo. Se le
hace una estatua ecuestre, nomás que moderna. Los nombres de todos los
obreros aparecen grabados en el caballo. Por las noches, los nombres resaltan
gracias a una preparación fosforescente.
El dueño, a su vez, regalará a sus empleados un retrato de grupo tomado
un día de quincena, en el que él aparece entregando cheques a sus empleados.
Estas fotos acabarán en el comedor de las familias, que lo recordarán siempre
como benefactor.
Página 182
Regalos perfectos
Página 183
inseparablemente unidas a la copa y el conjunto sea un florero. En él se
podrían colocar hasta tres nomeolvides.
Pero lo más probable es que la cosa haya sido construida para que sirva,
por los siglos de los siglos, para regalo. La prueba de eso es que está envuelta
en polietileno, lo que permite ver el conjunto e impide separar las partes.
Cualquier persona, por distraída que sea, que entre en la habitación en
donde se encuentra la plataforma de terciopelo, la nota inmediatamente, la
toma en sus manos, la examina por un momento, pregunta:
—¿Qué es esto?
Y al recibir la respuesta insatisfactoria de:
—Es un regalo.
Vuelve a dejar la plataforma en su lugar y se olvida de ella
inmediatamente.
La plataforma se guarda en un ropero, en donde permanece hasta el
próximo cumpleaños o la Navidad, ocasión en la que vuelve a cambiar de
dueño.
Para terminar quiero hacer una apología de los regalos perfectos. Tienen
muchas ventajas. Por ejemplo, la plataforma de terciopelo nos ha ahorrado a
mí y a mi familia miles de pesos en botellas de whisky que nunca nos
Página 184
regalamos y que para estas fechas ya hubieran desaparecido en la noche de los
tiempos. Aquí, de paso, hemos llegado a otra conclusión. Si se van a gastar
divisas, más vale importar cristal veneciano que whisky. Porque el que
compró la plataforma, no sé quién fue, pero hizo una inversión de las más
seguras.
Por último, cabe hacer una advertencia. El uso excesivo de regalos
perfectos puede llegar a producir un fenómeno que no sé si considerar
bendición o catástrofe. Por lo siguiente: si todos empezamos a regalarnos
cosas que no sirven más que para volver a regalarse, va a llegar,
irremisiblemente, un momento en que nos hartemos y al acercarse la Navidad
pongamos, en la puerta de nuestras casas, un letrero que diga: «No se reciben
regalos». Esto tendría consecuencias muy serias. Aumentaría el desempleo
por un lado, pero, por otro, aumentaría el ahorro y la inversión productiva.
Página 185
Cortesía mexicana
Es cortés ser obsequioso, es cortés ser modesto, es cortés mostrar agrado por
las cosas que se ofrecen, aunque le parezcan a uno espantosas. Pero para ser
verdaderamente cortés, tiene uno que ser realmente obsequioso, modesto y
sacrificado. Cuando es uno cortés porque así conviene, ocurren escenas como
la que voy a describir a continuación.
Es costumbre que, cuando hay un invitado importante a comer, se echa la
casa por la ventana y cuando ya están todos sentados a la mesa, se le dice al
Página 186
invitado:
—A ver si le gusta esta comidita casera.
Esta frase, que es una cortesía aparente, por la modestia que implica, tiene
por objeto que el invitado salga de la casa haciéndose lenguas y contándole a
todo el mundo:
—¡Comen como reyes!
Desgraciadamente, en el noventa por ciento de las ocasiones, la que se ha
descrito como comidita casera, no es ni casera ni buena; empieza con unos
camarones de lata con catsup, y sigue con una sopa de aguacate con caviar
falsificado.
Después de cada plato, la dueña de la casa pregunta al invitado: «¿No
quiere usted más?», y si la respuesta es negativa, «¿No le gustó?», y al final
de la comida, «¿Se quedó con hambre?».
Si el invitado es guanajuatense, la respuesta a la última pregunta será casi
con seguridad: «No, señora, ya sabe usted que yo soy de muy poco comer».
Es un duelo de cortesías del que ambos salen muy heridos, y el invitado,
indigesto.
La cortesía es, por definición, una apariencia. Uno puede pensar lo que le dé
la gana, pero tiene cierta obligación de decir cosas que no resulten ofensivas
para el interlocutor.
Es falta de cortesía decir, por ejemplo:
—¡Bueno, pero cada día está usted más imbécil!
O bien:
—¡Qué gusto tienen ustedes! Todo lo que tienen en la sala, lo tiraría yo a
la basura.
Éstas son cosas que se piensan, pero no se dicen. En cambio, hay cosas,
que yo encuentro equivalentes, y que son perfectamente aceptadas en
sociedad. Por ejemplo: en los cuarenta y un años que tengo de vida, me han
dicho, cuando menos quinientas veces:
—¡Oye, cada día estás más gordo!
O bien:
—¡Estás quedándote calvo!
¿Para qué lo dicen? Como advertencia es inútil. Porque de la gordura, el
cinturón es mejor testigo que cualquier observador, y la calvicie no tiene
remedio. Y por otra parte, ¿a quién ofendo?
Página 187
Pero si a estas observaciones contesto con una frase mucho más adecuada,
como:
—Bueno, y en resumidas cuentas, ¿a ti qué demonios te importa?
Acabo con una amistad. Porque otra característica del mexicano es que no
se le puede hacer peor ofensa que decirle que metió la pata en materia de
cortesía. No hay amistad que resista una observación como:
—Mira, esto que estás diciendo es de muy mal gusto. Eres muy torpe. La
gente educada se cuida muy bien de decir estas tonterías. Mejor vomita en el
tapete.
En cambio, cosas que resultan ofensivas y fácilmente remediables se
consideran inmencionables, como por ejemplo:
—Yo creo que deberías usar desodorante.
La cortesía nos aconseja callarnos la boca y comentar después.
Página 188
Geografía popular
U no de los defectos más grandes que tienen las noticias que llegan
del África es que nunca sabe uno al leerlas, si hay que llenarse de
consternación o de qué.
El que las envía, por su parte, consciente de que nadie va a saber de qué
está hablando, no se conforma con dar la noticia escueta, sino que se siente
obligado a proporcionar, junto con ella, una pequeña reseña histórica del lugar
de que se trate y un apéndice socioeconómico, como por ejemplo:
«El general Bambula dio un golpe de estado y se apoderó de la
presidencia de M’bola, derrocando al hacerlo al general Balimba, quien había
estado en el poder desde 1963, año en que él, a su vez, había derrocado a Sir
Stanley Kundaka, primer presidente de M’bola, que antes de la independencia
había sido rey de los bolikondanes. M’bola es uno de los países más poblados
del África semiecuatorial y su principal producto son los cacahuetes».
En su caso se suele agregar algún dato espeluznante como, por ejemplo, el
de que al ser proclamada la independencia, de entre los veintiocho millones
de habitantes de M’bola, sólo tres personas habían cursado la primaria. O que
cada año viene una epidemia de fiebre escabrosa que diezma la población.
Página 189
una composición de lugar, diciendo, por ejemplo, que en la región hay un
gran río o que está cubierta de selvas tropicales.
Hay que tener en cuenta que una gran parte de los lectores de periódicos
recibieron, en su infancia, unos conceptos mucho más cristalinos sobre el
África de los que imperan actualmente.
Página 190
Malas pasiones
Página 191
Ahora bien, si es fascinante ver hechos de sangre falsificados —por ejemplo,
los que aparecen en una película de gangsters— más fascinante resulta
cuando estos hechos son reales. Y si además de eso podemos verlos sentados
cómodamente en nuestro sillón predilecto, a salvo, mejor.
Por ejemplo. Estamos en la sala de nuestra casa, viendo por televisión
cómo sacan de la cárcel de Dallas al que asesinó el día anterior al presidente
de los Estados Unidos y, de pronto, cuando menos lo esperamos vemos que
de entre el gentío se separa un gordito de sombrero, se acerca al prisionero y
le dispara en el estómago.
A mí me tocó presenciar este espectáculo imprevisto en una televisión que
estaba en el interior de un supermercado californiano. Fue un verdadero
pandemónium. Si alguien sintió piedad o terror no me di cuenta, ni tampoco si
alguien salió purificado del espectáculo. Lo que se vio fue emociones
semejantes a las que provoca un buen batazo en un partido de base ball, o un
gol milagroso.
Después se caviló mucho sobre los posibles motivos que tuvo Ruby para
matar a Oswald. Hubo, inclusive, quien inventó una trama perfecta y
complicadísima para explicar el segundo asesinato. Pero pensándolo bien, no
es imposible que Ruby —que era casi retrasado mental— se haya puesto
sombrero y fistol en la corbata para salir en la televisión asesinando al asesino
de Kennedy.
Página 192
Por toda precaución se instala en el alojamiento de la delegación judía un
teléfono directo al cuarto de guardia, que sirve más tarde para que el jefe de la
guardia les pregunte a los secuestradores cuáles son sus pretensiones.
El gobierno israelí se niega a transar, expresa su apoyo a lo que determine
el gobierno alemán —es decir, les deja el muerto en las manos— y aconseja
al jefe de la policía «que gane tiempo», con la esperanza de que los
secuestradores se impacienten, se pongan histéricos y se rindan.
El jefe de la policía sigue el consejo y gana tiempo. ¿Cuál es el resultado?
Que se hizo de noche y los tiradores de la policía alemana no pudieron hacer
blanco en los fedayines «porque estaba demasiado oscuro».
Pero hay otro culpable. Avery Brundage, en uno de sus últimos actos
como presidente del COI, pidió al jefe de la policía que no dejara que los
rehenes salieran de Munich y fueran conducidos a un lugar en el que «su
seguridad no pudiera ser garantizada».
Lo que ocurrió después es una lección para los hombres comunes y
corrientes que de vez en cuando tratan de actuar como James Bond —
especialmente cuando son jefes de la policía.
Página 193
¿Usted también escribe?
Página 194
escribir. El de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría
de los críticos son apriorísticos.
—¡Novelas, las mías! —dicen, y no compran las nuestras.
Criticar a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero, porque sus
cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y
porque, además, ése sabe mezclar los colores, que requiere cierta ciencia; al
segundo, porque nadie sabe leer música. Ésos son desechados por locos, que,
en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los
escritores, estamos en la línea de fuego.
—Oye, ¿cómo no me habías dicho que eras escritor? —me preguntó una
mujer con quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos
—. A ver qué día me regalas tus libros.
Ha de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los
escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré
de que tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además,
nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.
—Oiga, patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? —me preguntó
un mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro—. Digo,
porque ése es de relajo.
Pasa uno muchas vergüenzas.
—Tus libros me parecen muy superficiales —me dijo una culta y, por
supuesto, mal educada—, pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él
es argentino.
Fue un consuelo.
Página 195
motu proprio. Pero ¿nosotros?
Para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, que, después de
todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos
superfluos somos hedonistas.
Pero como para adquirir prestigio no podemos recurrir a la aridez, porque
sería contradecir los principios mismos de nuestro arte, podemos acudir a
otras profesiones, que además de lo difícil del estudio tengan otras
características que provoquen respeto de parte del público.
Un psicólogo, por ejemplo, es, en sociedad, mucho más aplastante que un
ingeniero, aunque sea más difícil calcular un edificio que sentarse media hora
a escuchar lo que dice un paciente. Todos le tienen miedo, porque creen que
les va a descubrir un defectazo. La mecánica de este proceso es que el
ignorante no sabe qué signos pondrán en evidencia qué cosa. La magia del
psicólogo está en que él descubre lo que nadie ve y llega a conclusiones que
nadie entiende. La base del prestigio es la incomprensión.
Esto puede ser la salvación del escritor. Si, por ejemplo, en vez de contar
la novela de principio a fin, la cuenta del fin al principio, si repite la misma
escena desde tres puntos de vista diferentes, si quita del diálogo los nombres
de los interlocutores, si describe una mesa como si fuera un paisaje, y un
paisaje como una mesa, logrará confundir completamente al lector. Es posible
que éste nunca termine de leer la novela, pero respetará al que la escribió.
De ahora en adelante escribiremos así y dejaremos de ser parias.
Página 196
Homenaje al lector
Página 197
pepenadores, o por gases tóxicos, un ciclón acabó con las cosechas; la gente
se muere de frío, la sequía se extiende en una extensa zona del país. Hay
fugas: de divisas, de cerebros, de joyas arqueológicas; se descubrió un fraude
de doscientos millones, alguien robó un banco con gran éxito. El Papa hizo un
exhorto a la paz, lo cual quiere decir que hay peligro de guerra. Alguien
declaró que la moneda está firme, lo cual indica que alguien pensaba que
había peligro de devaluación. Un terremoto acabó con una ciudad en el Asia
Menor, lo que nos recuerda que el día menos pensado nos toca a nosotros. El
mundo está desquiciado: hay fiebre de oro, las pláticas de paz están
estancadas, el presidente Nixon promete no hacerle caso a los manifestantes,
la ayuda a Latinoamérica se ha reducido en cuarenta por ciento, etcétera. Por
otra parte, los norteamericanos llegaron a la Luna y regresaron en un viaje
perfecto, y nosotros no podemos ni siquiera llegar a nuestras casas porque hay
conflictos de tránsito.
Pero también hay buenas noticias. Menos importantes, pero buenas, al fin
y al cabo: un funcionario público anuncia que ya se va a resolver un problema
que todos conocíamos, o bien, que ya se resolvió otro que todos ignorábamos.
También hay noticias edificantes. Un personaje importante marca la ruta
que deben seguir los empresarios, los estudiantes, los campesinos. Otro,
también importante, promete no volver a meterse en política. Un tercero, que
viene de visita, opina que México es un país de brillante futuro.
Después vienen páginas que levantan el ánimo. Cuando menos le hacen
sentir que en otras partes la cosa está peor. Se descubrió una matanza en
Vietnam, la gente se muere de hambre en la India, hubo golpe de estado en
Turquía, alguien fue condenado a muerte en Grecia. Con bocadillos: choque
de trenes en Argentina, un transbordador se hundió en Japón.
Una vez reconfortado con males ajenos, el lector vuelve la hoja y penetra
en la página editorial, en la que descubre el porqué de las noticias, y emerge,
diez minutos más tarde, con una visión equilibrada del universo. Su espíritu
está en calma, y listo para averiguar, sin que se le ericen los pelos, cuál es el
precio del café o cuánto cuesta el cobre en Londres.
Cambia de sección. Una familia, que tiene un nombre que más o menos le
suena, dio una fiesta, tres mujeres se casaron por fin, otra, cumplió quince
años. Vuelve la página. Dos ancianos le dan gracias a Dios por haber
sobrevivido cincuenta años de matrimonio. Alguien se recibió. Luego…
Memento morí. Viene una lista de muertos larguísima. El lector se va sobre
las predicciones astrológicas en busca de consuelo. No lo encuentra. «El ciclo
Página 198
está bajo. Ande con pies de plomo. Alguien lo está engañando». Para terminar
con una frase críptica: «Reciba el mensaje de Aries».
Ni hablar, otra sección. Una peligrosa pandilla cayó en manos de la
policía. Un velador fue asesinado. Alguien, por querer contratar unos
mariachis, fue golpeado por los mismos y despojado de su reloj. Otra hoja.
Un mexicano ganó por decisión. Hubo un juego aburrido, que terminó en
bronca. México, por razones inexplicables, estuvo ausente en un campeonato
mundial. Otra sección. ¿Qué estrella se divorció por séptima vez? Los cines.
Hay una película interesante en un cine que nadie sabe dónde está.
El agotamiento hace que el lector lea, por inercia, los anuncios
clasificados. Gran error. Se da cuenta de que si quiere casa propia, tiene que
comprarla en el Peñón… de Gibraltar.
Es pesado, ¿no?
Página 199
Ficciones
Página 200
Al hojear el periódico y ver las fotografías de diferentes personas, es incapaz
de determinar si los fotografiados están a punto de contraer matrimonio,
salieron de viaje con destino a Houston, fueron asesinados a mordiscos en su
departamento, acaban de obtener el título de Contador Público o se
extraviaron hace quince días y la familia agradecerá cualquier informe que se
le dé sobre su paradero.
Bueno. Una vez establecido el personaje, regresemos al domingo en que
el Observador está frente a la mesa de café, hojeando el periódico dominical.
¿Qué es lo que va a ocurrir? Nada menos que va a pasar sobre la sección a
colores de sociales creyendo que se trata de una fotohistorieta llamada
«Veinte años después».
En el primer cuadro encuentra a un hombre, el protagonista, vestido de
jaquet, y mirando lleno de extrañeza a una mujer muy bella con la que
evidentemente acaba de contraer matrimonio. Ambos están atrincherados
entre ramos de azaleas y margaritones, y son comensales de un banquete en el
que no se ha servido más que agua.
El hecho de que esta fotohistorieta comience en boda, que es donde las
demás suelen terminar, quiere decir, por una parte, que el protagonista está
volviendo en ese instante de la amnesia que ha oscurecido su cerebro durante
años, y por otra, que la fotonovela va a estar plagada de flashback. No
reconoce a la mujer con la que se ha casado y, en cambio, reconoce a las
demás.
Allí presentes, en el banquete, unas fumando y otras de calañés, todas
esperando a que se sirva la comida, están las mujeres de su vida. La morena le
sonríe, llena de melancolía, las demás esquivan su mirada. ¿Estarán enojadas?
¿Estarán burlándose de él? Flashback.
Página 201
villano, con anteojos color ámbar. Pero ¿la novia dónde está? ¿Se habrá
pintado el pelo de negro? ¿O será la que se ríe a carcajadas del brazo de otro
personaje?
Es probable, piensa el Observador, que esta fotonovela trate del
desquiciamiento de la sociedad moderna.
Pero tiene un final feliz. Todos entraron en razón y volvieron a ser
decentes. Hicieron dinero, además. La protagonista tiene ahora un abrigo de
pieles que cuesta una millonada. Él se ha rasurado, tiene el cabello plateado y
escaso. Está entre un grupo de gente, en medio de una conversación muy
animada, pero tiene la mirada perdida, está ensimismado. Probablemente a
punto de que le empiece otra amnesia…
El Observador, con temor de que venga otro flashback, cierra el periódico.
Página 202
El precio del éxito
«Sabemos que usted es uno de los personajes más notables de esta ciudad» —
me dijo, por escrito, uno de mis entrevistantes, hace años, y prosiguió—:
«¿Quisiera decirnos a qué se dedica?».
Página 203
Fue una de mis entrevistas más notables. Hecha con el joven reportero de
una revista estudiantil que se publicaba en la Universidad de Guanajuato. Se
llamaba, si mal no recuerdo, El Organum —la revista, el joven no recuerdo
—. En cambio, por más que hago no puedo olvidar otras preguntas que
aparecían en el cuestionario que me entregó:
«¿Qué estudios ha hecho, y en dónde?». Lo único que le faltó fue pedirme
la credencial.
«¿Qué opina del arte de André Proust?».
«¿Desearía dar clases en la Universidad de Guanajuato? Diga por qué».
A esta pregunta contesté que no, porque pagaban muy poco. Fue uno de
mis grandes errores. Una de las grandes lumbreras guanajuatenses, que tiene
fama de historiador, se molestó en tomar la pluma y escribir una respuesta a
este desacato y lo publicó en un periódico llamado El Estado de Guanajuato.
Decía así: «Si no le gusta esta ciudad, ¡váyase! ¿Qué lo detiene? Hay muchas
salidas».
Fue lo que hice, salirme de Guanajuato, pero por pura desidia no le
expliqué al historiador ofendido que, francamente, dos salidas, que son las
que tiene Guanajuato, no son muchas para una ciudad con pretensiones,
capital de Estado. Eso lo hubiera matado de infarto.
Éste fue uno de los momentos de fama que pasaron a la historia. En la última
de estas rachas he notado la aparición de una nueva modalidad, que me parece
alarmante. Resulta que en estos momentos, cuando yo empezaba apenas a
sentirme en pleno uso de mis facultades, hay ya quien me quiere disecar.
Descubrí con horror que mis obras, inclusive algunas a las que ya negué
mi paternidad, son ahora objeto de estudio. Digo esto, porque un grupo de
jóvenes estudiantes (nueve) quiso entrevistarme.
—Estamos haciendo un trabajo sobre su obra —me dijo la delegada, con
voz temblorosa— y la maestra exige que tengamos una entrevista personal
con el autor.
Digo que el grupo quiso entrevistarme, porque no me dejé. Igual que el
joven reportero del El Organum, me mandaron un cuestionario.
Aquí quiero hacer una pausa, por si alguien considera que esto que me
pasó a mí puede resultar halagador. Después de todo, esto de imaginar
estudiantes manoseando mis libros, puede significar el primer paso en firme
hacia la rotonda de los hombres ilustres, y una eternidad acostado entre
Francisco Sarabia y Ángela Peralta. Pero si alguien cree que después de
Página 204
enterarme de que nueve estudiantes de preparatoria estaban trabajando sobre
mi obra, me quedé dando brincos de entusiasmo, se equivoca, porque lo
último que la joven delegada me dijo por el teléfono fue:
—El pase es lo único que nos importa.
En la formulación del cuestionario estaban las pruebas de que eso era muy
cierto. Entre las preguntas que me hicieron, había treinta y una, estaban estas
dos:
«¿Cuál es su opinión acerca de Los relámpagos de agosto? ¿Qué fue lo
que lo condujo a escribir ese tipo de obras?».
Y esta otra:
«¿Por qué cree usted que Los relámpagos de agosto haya sido premiada
por la Casa de las Américas?».
No es que sean preguntas difíciles de contestar, es que son deprimentes de
leer.
Página 205
Reflexión lunática
Página 206
Una vez de regreso, va a cometer, probablemente, el mismo error que
cometen los turistas que dicen: «Conozco Los Angeles», nomás porque han
estado media hora en el aeropuerto. Nos va a decir: «Conozco la Luna».
No me cuesta ningún trabajo imaginarme a sus nietos, dentro de veinte
años, durante la sobremesa, haciéndose cruces y murmurando entre ellos:
«¡Ay, ya va a empezar a hablar de la Luna!».
Página 207
Pero hay una razón para mandar hombres a la Luna, que el sabio inglés no
tuvo en cuenta. Al viaje a la Luna hay que darle interés humano. Nadie haría
el viaje al Cabo Cañaveral para ver cómo se va a la Luna un aparato, por
complicado que sea. Probablemente no habría, ni siquiera, quien se levantara
a las seis de la mañana a prender la televisión. Hasta es posible que no
hubiera quien patrocinara la transmisión.
Pero aquí hemos llegado a los verdaderos motivos del viaje a la Luna. A
los que hacen el presupuesto de los Estados Unidos les importa un pepino si
la Luna fue parte de la Tierra o no. Lo que ellos quieren es publicidad. Por
eso va el hombre a la Luna. Es campaña publicitaria costosa y arriesgada,
pero efectiva. ¡Ni hablar!
Página 208
El paraíso podrido
Estos recuerdos ancestrales son una de las razones que nos empujan hacia la
playa cada vez que tenemos vacaciones. Pero una vez en la playa, nuestro
comportamiento, que generalmente podría ser considerado anormal si
Página 209
tomamos como norma la vida urbana, está determinado por una serie de
circunstancias que voy a tratar de analizar a continuación.
Lo primero que hacemos al llegar a la playa es quitarnos la ropa a la que
estamos acostumbrados, que forma parte de nuestra personalidad, y que es
después de todo, la única señal que tenemos (aparte del peinado) de
pertenecer a una determinada civilización. Nos ponemos una ropa que
acabamos de comprar o que ha estado guardada durante seis meses, a la que
nos referimos no con la familiaridad de «mis pantalones negros», sino con
cierta pedantería:
—Mis shorts de tela de paliacate.
Esta ropa pone siempre de manifiesto partes de nuestra persona que no
estamos acostumbrados a exponer. Al pararnos frente a un espejo miramos
con asombro nuestras rodillas, o los pies lívidos, o la llanta que tenemos en la
cintura. Después de un momento crítico frente al espejo, suspiramos, y nos
vamos a la playa.
Una vez en la playa, nos sentamos en una silla y miramos con fascinación
al mar, pero también a la demás gente que vino a la playa.
Vemos llegar a la mujer almirante, caminando con paso decidido y
apresurado, seguida de cerca por la hermana pobre, la enfermera, la criada y
el chofer, todos en traje de baño. Al llegar a la orilla del mar, la mujer
almirante se detiene. Todos se detienen. La mujer almirante mira al frente.
Todos miran al frente. Se quita la bata. La enfermera la toma y empieza a
guardarla en la bolsa que lleva la criada. La mujer almirante se quita las
sandalias. El chofer las recoge. La mujer almirante empieza a caminar hacia
su izquierda. La hermana pobre la acompaña. La mujer almirante da media
vuelta y echa a andar en sentido contrario. La hermana pobre, el chofer, la
enfermera y la criada, llevando la bolsa, con la bata, y las sandalias la siguen.
Cuando entra en el mar, el chofer y la enfermera la sostienen.
Vemos llegar al sibarita. Este hombre trae dos toallas king size, su propia
sombrilla, un aparato para tocar cintas magnetofónicas, una cajita con
sandwiches y su propia esposa. Clava la sombrilla en la arena, extiende las
toallas, se recuesta en una de ellas, elige una cinta, la mete en el aparato y se
dispone a escuchar la canción tejana, cuando un golpe de viento tumba la
sombrilla. El sibarita pasa media hora tratando de colocarla otra vez.
En la playa está también el matrimonio que vino a asolearse. Ésos se
untan manteca en el cuerpo y se acuestan sobre unas toallas, a pleno sol,
procurando no hacer gestos, para que no les queden rayas blancas en la cara.
Mientras ellos se tuestan, cambiando de postura de vez en cuando, el padre de
Página 210
uno de los cónyuges, camina por la playa buscando a sus nietos, de tres, cinco
y seis años, que se metieron al mar.
Página 211
Personalidad turística
Página 212
a visitarlo a uno en la propia. Pero ni modo, agrega con mucha resignación,
«ya estuvimos los ingleses en la cabecera de la mesa y no nos fue tan mal,
ahora ya no estamos en la cabecera, ni volveremos a estar».
El turista, cuando viaja, cree que está volviéndose internacional. El que lo
recibe, en cambio, con sólo verlo se vuelve nacionalista. El turista inspira en
el anfitrión una mezcla de desprecio y envidia —los gringos son más tontos
que nosotros, porque tienen la boca abierta, se dejan estafar y andan
fotografiando basureros—, una conciencia de la diferencia de costumbres
—les Anglais, Monsieur, ne sont pas comme tout le monde— y un
sentimiento de valores propios no reconocidos —«ellos (los norteamericanos)
no piensan más que en el dinero, no entienden como nosotros de cosas del
espíritu», esta frase se la oí a una joven guanajuatense y hasta la fecha no sé si
cuando habló de las cosas del espíritu se refería a las del Espíritu Santo.
Por otra parte hay que admitir que el turista no es ni buena muestra ni
corte transversal de ningún pueblo. La gran mayoría de los turistas pertenece
a la clase media superior de los pueblos económicamente fuertes y a las
familias privilegiadas de los pueblos subdesarrollados.
La categoría cultural de un turista está en razón inversa con el cuadrado de
la distancia a su lugar de origen. Es decir: el californiano que va a Tijuana es
por lo general más corriente que el californiano que va a Basrah, así como el
mexicano que va a San Antonio puede ser chicharronero, mientras que el que
llega a Siam es casi con seguridad rezagado de alguna comitiva presidencial.
En materia de edades se puede decir que la gente viaja o demasiado
temprano o demasiado tarde.
El ochenta por ciento de los turistas tienen más de sesenta años o menos
de veinte. Los cuarenta años intermedios —que son los mejores— los dedica
la gente a amasar una fortuna, a crear una familia y a adquirir úlceras o
cirrosis hepática.
Página 213
La personalidad turística vive lo que dura el viaje y desaparece en el
momento en que el empleado de la aduana en el Aeropuerto Central de la
ciudad de México, mete la mano entre los calcetines sucios y pregunta:
—¿Trae radios, televisores, artículos eléctricos?
Allí empieza otra vez la vida real.
Página 214
Adiós, Semana Santa
Página 215
a tener mucha hambre. Salí yo con la encomienda de que trajera tortas para
todos, y me encontré con que el tortero, que creía como muchos del rumbo,
que el Jueves Santo también es vigilia, no las tenía más que de queso
descremado.
—¿Qué no tiene de jamón? —le pregunté.
Entonces, el tortero beato, levantó un dedo bastante mugroso para llamar
mi atención a los campanazos del Santuario de Guadalupe, que estaban en ese
momento retumbando, para llamar a la quinta o a la queda, o a lo que haya
sido a esas horas. Como diciendo, «No hay tortas de jamón, porque este es un
día muy sagrado».
Yo me puse furioso.
—Hoy no es vigilia, viejo… —Aquí dije una palabrota que escandalizó a
todos los que la oyeron y los dejó convencidos de que yo era apóstata.
Para contrarrestar estas que van de arena, otra Semana Santa la pasé, con
amigos, en Chachalacas. ¡Si el maestro Luna nos hubiera visto! Jugamos a la
ruleta, a la lotería y al burro entripado, bailamos, y el Viernes Santo, nuestra
hotelera, doña Petra, que era retrasada mental, mató un guajolote y lo hizo en
mole colorado.
—¿Qué no será día de vigilia, doña Petra? —preguntó, con mucho tacto,
el más religioso de los que estábamos sentados a la mesa.
Doña Petra se encrespó.
—¿Cómo va a ser día de vigilia? ¿Qué no sabe usted que esta es la fiesta
religiosa más importante del año?
Como nadie estaba de humor para meterse en discusiones litúrgicas, nos
comimos el mole.
Otro día memorable, fue un Domingo de Resurrección que pasé en el
rancho. Fui a misa y me senté en una silla que había en el presbiterio —era la
parte de la capilla donde olía menos feo—. Allí estaba yo muy devoto, cuando
llegó Cleto, el sacristán, con un vaso de agua sucia en la mano, a preguntarme
si me la quería beber. Era el agua del lavatorio, en la que se habían lavado los
pies los representantes de los Apóstoles. Le dije que no, muchas gracias y lo
ofendí brutalmente.
Página 216
Apéndices
Página 217
Appendix I / Apéndice I:
M P Shiel’s and John Gawsworth’s Redonda /
La Redonda de M P Shiel y John Gawsworth
(updated / puesta al día 2008)
Página 218
TITLES AND OFFICES BESTOWED BYJOHN GAWSWORTH,
KING JUAN I / TÍTULOS Y CARGOS OTORGADOS POR EL
REY JUAN I, JOHN GAWSWORTH
* means Created during the reign of King Felipe I, Matthew Phipps Shiel, and
confirmed after his death in 1947 / indica Nombrados durante el reinado
de Matthew Phipps Shiel, el rey Felipe I, y confirmados tras su muerte en
1947.
Arch-Duke / Archiduque:
Arthur Machen (created in 1947/ nombrado en 1947).
Página 219
William Reginald Hipwell (1957?)
Annamarie V Miller (1947)
Albert Reynolds Morse (1947), Grand Duke of Redonda (1949)
Edward Buxton Shanks (1947)
Carl Van Vechten (1947)
Página 220
Julian Maclaren-Ross, Duke of Ragusa (1949)
Anthony Rota, Duke of Conservatura (1961)
Cyril Bertram Rota, Duke of Sancho (1947)*
Dylan Thomas, Duke of Gweno (1947)
A(imé) F(élix) Tschiffely, Duke of Mancha y Gato (1949)
Sir John Waller, Duke of Soula (1947)
Noel Whitcomb, Duke of Bonafides (1952?)
Robert Williams, Duke of Bally (1951)
Jon Wynne-Tyson, Duke of Dulce Immaculato (1954)
Richard Aldington (1961)
Ethel Laura Armstrong (1947)
Hugo Ball
Neil Bell (1947)
Sir Dirk Bogarde (1961)
D G Bridson (1951)
Patrick Burke (1951)
Frederick Carter (1947)
W H Chesson (1947)
‘John Connell’ (1947)
Howard Marion Crawford (1961)
Arnold Dawson (1949)
Frances Day (1961)
Hugh Oloff de Wet (1961)
August Derleth (1947)
Edward Doro (1947)
P G Dwyer (1949)
Malcolm M Ferguson (1949)
Stephen Graham (1949)
Joan Greenwood (1961)
James Henle (1947)
Ralph Hodgson (1961)
Trudy Frances Holland (1951)
David Hugles (1956)
Naomi Jacob (1961)
Aram Khatchaturian (1961)
Selwyn Jepson (1951)
Anne King-Fretts (1947)
Alfred A Knopf (1949)
Página 221
Hilary Machen (1951)
A(lfred) E(dward) W(oodley) Mason (1947)
R(odolphe) L(onis) Mégroz (1949)
E(dward) H(arry) W(illiam) Meyerstein (1947)
Thomas Moult (1949)
K G Myer (1947)
Kate O’Brien (1961)
Walter Owen (1947)
Eden Phillpotts (1947)
Abbé Pierre (Henri Antoine Groues) (1961)
L G Pine (1951)
David C Polden (1947)
Stephen Potter (1951)
J(ohn) B(oynton) Priestley (1951)
‘Ellery Queen’ (Frederic Dannay & Manfred Bennington Lee) (1947)
Arthur Ransome (1947)
Grant Richards (1947)
Anne Ridler (1961)
Walter Roberts (1947)
John Rowland (1947)
Jestyn Viscount St Davids (1959?)
Henry Savage (1951)
Dorothy L(eigh) Sayers (1949)
Martin Seeker (1949)
Dame Edith Sitwell (1959?)
Frank Swinnerton (1947)
Julian Symons (1951)
Rachel Annand Taylor (1951)
J C Trewin (1951)
Alan Tytheridge (1947)
John Wain (1961)
James Walker (1947)
Dame ‘Rebecca West’ (Cecily Fairfield Andrews) (1951)
John Wheeler (1947)
G H Wiggins (1947)
Sir P(elham) G(renville) Wodehouse
Mai Zetterling (1956)
Página 222
Marquess / Marqués:
The Honourable Philip Inman (1951)
Count / Conde:
Cecil Jackson Craig, Count Vavasour Plantagenet (1956)
Baron / Barón:
Percy Francis Brash Newhouse Armstrong (1949)
Archbishop / Arzobispo:
The Reverend John William Martin (1949)
Página 223
Frederic Doerflinger (1949)
Malcolm Elwin (1949)
Stuart B J Friend (1949)
Daniel George (1949)
Michael Gough (1949)
Susil Gupta (1949)
Kenneth Hare (1949)
Sir Leigh Vaughan Henry (1951)
Benson Herbert (1949)
Robert Herring (1949)
Kenneth Hopkins (1951)
Louis J McQuilland (1949)
Thomas Anthony Mullen (1949)
J A G Nicoll (1951)
John Joseph O’Leary (1949)
Herbert Palmer (1949)
Derek Patmore (1949)
Sir Hywel Bowen Perkins (1951)
The Reverend M H Pimm (1949)
George Pollock (1951)
Andreas Phillips (1951)
Noel Ranns (1951)
Maurice Richardson (1951)
Alfred Ridgway (1949)
Edgar Horace Samuel (1949)
George Stephenson (1949)
Randall Swingler (1951)
Joseph William Tollow (1951)
E(dward) H(arold) Visiak (1949)
John Foster White (1951)
Jon Wynne-Tyson (1949)
The Juan Cross (For Valour: Civil Division) / La Cruz Juan (Al Valor:
División Civil):
William Joseph O’Leary (1951)
Página 224
c) OFFICES BESTOWED BY KING JUAN I / CARGOS NOMBRADOS POR EL REY
JUAN I:
Página 225
Nota Bene: In 1979, King Juan II or Jon Wynne-Tyson issued a State Paper
by which he proclaimed «null and void» all of King Juan I’s or John
Gawsworth’s «ennoblements» after 1951, for reasons similar to those set out
in my Prefatory Note. Afterwards, however, he deemed those of the actors
Michael Denison and Dulcie Gray valid, as being well-deserved and not
venal. All other post-1951 titles and offices included in the previous list
(among them Jon Wynne-Tyson’s Dukedom) have also been deemed
deserved and not venal by myself, and are therefore valid now.
Javier Marias
Página 226
Appendix II / Apéndice II:
Jon Wynne-Tyson’s Redonda / La Redonda
de Jon Wynne-Tyson
(updated / puesta al día 2008)
Página 227
TITLES AND OFFICES BESTOWED BY JON WYNNE-
TYSON, KING JUAN II / TÍTULOS Y CARGOS OTORGADOS
POR EL REY JUAN II, JON WYNNE-TYSON
a) PEERS CREATED BY KING JUAN II / PARES NOMBRADOS POR EL REY JUAN II:
Baronet / Baronet:
Sir John Crocker (1979)
Página 228
Knights/Dames Grand Cross of the Order of Santa Maria de la Redonda /
Caballeros/Damas Gran Cruz de la Orden de Santa María de la Redonda:
Her Majesty Queen Jennifer / Su Majestad la reina Jennifer (1970)
Página 229
c) OFFICES BESTOWED BY KING JUAN II / CARGOS NOMBRADOS POR EL REY
JUAN II:
Página 230
Appendix III / Apéndice III:
Javier Marías’s Redonda / La Redonda
de Xavier Marías
(updated / puesta al día 2008)
Página 231
TITLES AND OFFICES BESTOWED BY JAVIER MARÍAS /
TÍTULOS Y CARGOS OTORGADOS POR XAVIER MARÍAS
Página 232
Alice Munro, Duchess of Ontario (2005)
Arturo Pérez-Reverte, Duke of Corso (1999)
Francisco Rico, Duke of Parezzo (1999)
Ian Robertson, Duke of Impertinentes (2006)
Eric Rohmer, Duke of Olalla (2004)
Sir Peter Russell, Duke of Plazatoro (1999)
Fernando Savater, Duke of Caronte (1999)
W G Max Sebald, Duke of Vértigo (2000)
George Steiner, Duke of Girona (2007)
Luis Antonio de Villena, Duke of Malmundo (1999)
Juan Villoro, Duke of Nochevieja (1999)
Página 233
c) OFFICES BESTOWED BY JAVIER MARÍAS / CARGOS NOMBRADOS POR XAVIER
MARÍAS:
Página 234
Offices and Appointments / Cargos y nombramientos:
Página 235
(1999)
Master of the Royal Imprint in the Spanish Tongue / Maestro de las
Reales Prensas en Lengua Española: Parezzo di Petrarca (2008)
Fencing Master Royal, or «Lagardere» / Real Maestro de Esgrima, o
«Lagardere»: Corso (1999)
Master of the Royal Turf, or «Long Fellow» / Maestro del Real
Hipódromo, o «Tipo Largo»: Caronte (1999)
Master of the Royal Tauromachy, or «Pepe Hillo» / Maestro de la Real
Tauromaquia, o «Pepe Hillo»: Michelin (1999)
Manager of the National Football Team, or «Sir Stanley» / Seleccionador
Nacional de Fútbol, o «Matthews»: Eduardo Calvo, «Metropolitano»
(1999)
Prisoner of Zenda Royal / Real Prisionero de Zenda: Miguel Marías
(1999)
Portrait of the Artist Royal / Real Retrato del Artista: Fernando Marías
(2000)
Magic Flute Royal / Real Flauta Mágica: Álvaro Marías (2000)
Twilight Zone Royal / Real Zona Fantasma: Montserrat Vega (2001)
Strogoff Royal / Real Strogoff: Viscountess Strogoff (1999)
Body-Snatchers Royal / Reales Ladrones de Cuerpos: Jesús Cano & Enric
Pastor (2001)
Rain-Measurer & Inspector of Poisons Royal / Real Pluviómetro e
Inspector de Venenos: Terence Dooley (2004)
Ombudsman Royal / Real Síndico de Agravios: Rafael Ribo (2008)
Página 236
María Rosa Alonso (2000)
Marisol Benet de Cavanna (2000)
Teresa Bordón (1999)
Carmen Bouguen (2001)
Blanca Chacel (2000)
Paolo Collo (2000)
Cuca de Cominges (2006)
Richard Grenville Clark (1999)
Carolyn Grohmann (2006)
Anthony Edkins (2001)
Amaya Elezcano (1999)
Carina von Enzenberg (2000)
Barbara Epler (1999)
Susana Esparza (2000)
Ernesto Franco (2004)
Gonzalo Garcés (2000)
Carmen ‘Cuqui’ García del Diestro (2000)
Gonzalo Gil (2000)
Marcos Giralt Torrente (2000)
Alberto González Troyano (2004)
José María Guelbenzu (2003)
Eduardo Jordá (2007)
Rosa María Junquera (2001)
Michael Klett (2000)
Wendy Lesser (2004)
Jara Llenas (2000)
Julia Luzán (2008)
Christian Martí-Menzel (1999)
Aurora Martín (1999)
Antonio Martínez Sarrión (2000)
Augusto Martinez Torres (2000)
Rafael Muñoz Saldaña (1999)
Enrique Murillo (1999)
Marina Núñez (2000)
Ricard Núñez (2000)
Ángel ‘Augusto’ Romero (2006)
César Romero (1999)
Página 237
Rodolf Sirera (2006)
Laura Tarradas (2010)
Marisa Torrente Malvido (1999)
Sara Torres (2003)
Gareth Wood (2006)
Página 238
JORGE IBARGÜENGOITIA (Guanajuato, 1928 - Mejorada del Campo,
1983).
Escritor y periodista mexicano, considerado uno de los más agudos e irónicos
de la literatura hispanoamericana y un crítico mordaz de la realidad social y
política de su país.
Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional
Autónoma de México y fue becario del Centro Mexicano de Escritores y de
las fundaciones Rockefeller, Fairfield y Guggenheim.
Su obra abarca novelas, cuentos, piezas teatrales, artículos periodísticos y
relatos infantiles. Su primera novela, Los relámpagos de agosto (1965), una
demoledora sátira de la Revolución mexicana, lo hizo merecedor del Premio
Casa de las Américas. A ésta seguirían Maten al león (1969), Estas ruinas
que ves (1974), Las muertas (1977), Dos crímenes (1979) y Los pasos de
López (1982; editada en España un año antes bajo el título Los
conspiradores), en las que echó mano del costumbrismo para convertirlo en la
base de historias irónicas y sarcásticas. En el terreno del cuento publicó La ley
de Herodes (1967). Entre sus piezas teatrales destacan Susana y los jóvenes
(1954), Clotilde en su casa (1955) y El atentado (1963).
Murió trágicamente en un accidente aéreo.
Página 239
Notas
Página 240
[1] En España, Fiesta. <<
Página 241