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ROMANOS
DE
AQUÍ
Historias estupendas de los romanos
nacidos en Hispania
Pretexto ................................................................................. 11
privativa, por mucho que lo hayan dicho cuatro locos desde el siglo
xix. No somos celtas, ni iberos, ni magiares, ni pictos, ni catalanes, ni
leches. Somos el producto de miles de años de guerras y mezclas, so-
mos mestizos, mestizos orgullosos, unos más rubios que otros. Lo que
tenemos como origen común, como civilización, es una institución,
no un fenotipo, no una sangre, lo que tenemos en común, nuestra raíz
es solo esa: que somos ciudadanos, porque nuestros ancestros romanos
lo fueron. El origen común de los europeos es el derecho, romano, por
supuesto. El entender y aceptar que nadie está por encima de la ley. El
comprender que, como dijo Cicerón, somos esclavos de la ley para
poder ser libres y que, nunca, ningún hombre libre puede permitir en
su país un poder que se sitúe por encima de la ley.
Como dijo un romano de pro, hispano: las espadas se inventaron
para que nadie fuera esclavo. No descendemos de razas superiores,
descendemos de los ciudadanos romanos, y los ciudadanos romanos
podían tener cualquier raza y nacer en cualquier sitio, como los de
Bilbao. Era el derecho lo que les hacía iguales y, afortunadamente para
nosotros, descendemos de las mismas leyes, de la misma justicia, de la
misma democracia, de las mismas ideas que defienden al individuo, a
la persona y a la sociedad de personas libres. Por eso ahora, aunque les
pese a los nacionalistas y a los populistas, no es necesario tener una raza
concreta para ser ciudadano europeo, para ser igual ante la misma ley.
Ciudadanos, como lo fueron Séneca, Adriano,Trajano y Teodosio,
Lucano, Columela, Marcial, Quintiliano, Juvenco, Prudencio, Hidacio,
los Balbos, la escritora viajera Egeria, Alucio, Dámaso, C. Julio Lacer,
Osio de Córdoba… Son nombres de romanos de aquí, unos más des-
conocidos que otros, que todos los hispanos deberíamos conocer, ya
que son la base de nuestra cultura romana y occidental.
No descendemos de tribus sedentarias y estáticas. Eso no existe en
la realidad. Los pueblos se mezclan y evolucionan. Son dinámicos. El
que se queda quieto no sale en la foto, desaparece. Nuestras naciones
son creaciones artificiales y bárbaras implantadas con sangre y asco
sobre el Imperio Romano que se desmembraba. A pesar de todo, la
idea de Roma prevaleció y la seguimos buscando; en el Renacimiento,
en la Ilustración, en la Declaración de los Derechos del Hombre, en la
ses. Pero restos romanos los hay en todas partes, en cada rincón de
nuestra Hispania: en el oeste Conímbriga, en el norte Oiasso (Irún)
o Gijón, en el sur, Itálica, Cádiz… en el este, qué decir, desde Tarraco a
Cartagena… en el interior, Mérida es nuestra pequeña Roma; y ade-
más encontramos en cada rincón de nuestra geografía patrimonio ro-
mano suficiente como para poder recuperarlo y ponerlo en valor ren-
tabilizando nuestra cultura, nuestro legado artístico. Una vez demos
a conocer nuestro pasado, eso de «la España vaciada» será un mal
recuerdo. Este es un camino que debemos comenzar a recorrer. En
él encontraremos todo lo necesario para conocernos realmente, para
saber quiénes somos. Como dijo don Miguel de Cervantes: «No hay
ningún camino que no se acabe, como no se le oponga la pereza y la
ociosidad».
Lo primero que necesitamos, por empezar por algún sitio, es dar-
nos cuenta de lo romanos que somos, y aunque estemos un poco lo-
cos, recordar a aquellos, romanos como nosotros, que tienen fama y
gloria eternas. Son amigos, vecinos y ejemplos históricos, aunque a
veces no los conocemos tanto como deberíamos y por eso no sabemos
lo parecidos que somos a ellos. No somos tan modernos.
Ya que vamos a repasar la lista de nuestros héroes, desconocidos o
conocidos, podemos aprovechar para visitar con ellos algunos rincones
muy romanos de nuestra Hispania, que también merecen ser revisita-
dos de tanto en cuanto.
Alguien dijo: «Cualquier libro te enseñará al menos una lección,
aunque esta sea simplemente que te has equivocado al elegir libro». Es-
pero y confío en que este no sea el caso. Creo que has acertado, romano.
Que el viaje nos sea propicio.
Bienvenido, querido lector.
Paco Álvarez
Matrice, MMXXI
te en guerra o más bien en guerras, con los romanos. Eso sí, al día
siguiente de la Pax Hispánica ya éramos más romanos que la misma
loba capitolina. No es por nada que el mismísimo historiador Tito
Livio (59 a. C.-17 d. C.) llegaría a decir de nuestra tierra: «La primera
en ser invadida y la última en ser conquistada». En la Bética, en el sur
de Hispania, desde hacía años ya no se hablaba nada más que latín
(aunque dicen que con acento).Ya en el siglo i lo comentaba Estrabón
(64 a. C.- 24 d. C.).
llaecia, y el río del Olvido, pánico de los soldados, no retiró sus estan-
dartes antes de descubrir, no sin cierto miedo y horror de sacrilegio,
el sol que cae en el mar y el fuego surgido del agua.
Habiendo desde todas las ciudades algún camino para llegar a la nues-
tra y pudiendo ir a todas ellas nuestros conciudadanos, creo que cuan-
to más unida esté una ciudad con la nuestra por amistad, alianza,
pacto o federación, más merecedora es de compartir nuestros privile-
gios, nuestras recompensas y el derecho de ciudadanía romana.
¿No eres tú, sí, tú, ese Marcial cuyas maldades y chanzas las conoce
cualquiera, con tal de que no tenga oreja bárbara?
Se llama togados a todos los iberos que han aceptado este régimen de
vida; incluso los celtíberos se incluyen entre ellos en la actualidad, a
pesar de haber tenido fama de ser los más feroces en tiempos pasados.
planeta y que todavía podemos rastrear sus huellas en sitios tan lejanos
como los hielos del norte.
En Groenlandia, en los estratos de hielo correspondientes a los tres
primeros siglos de nuestra era, se observan concentraciones de plomo
que no se repetirán en esas cantidades hasta el siglo xix y la revolución
industrial. Este hecho se explica por la cantidad de gases tóxicos emi-
tidos a la atmósfera durante los trabajos de minería en la Hispania del
alto Imperio romano.
El oro, la plata y las minas eran muestra de nuestra riqueza. Hay
quien dice por ello que fuimos la América o las Indias de Roma. Pue-
de ser cierto en parte, pero lo que fuimos, con total seguridad, es la
Roma de América. Llevamos Roma al otro lado del mundo, creando
romanos de segunda generación. Romanos como noi.
Hacia el año 1600 España había creado 40 universidades, de las
cuales siete ya estaban en América, abiertas a toda la población. En ese
mismo año, en Inglaterra había tres universidades y en la civilizada
Suecia, una. Los españoles que fueron a las Indias, además de hambre,
llevaban en la mochila el derecho romano. En unos sitios donde a la
gente se le abría el pecho en la plaza para arrancarles el corazón palpi-
tante como si tal cosa, nosotros llevamos la presunción de inocencia y
la igualdad ante la ley. Incluso desarrollamos los «derechos de indias»:
nuestras leyes consideraban como personas iguales y con los mismos
derechos a los habitantes de México y a los de Segovia.
Los que habéis leído Somos Romanos y Estamos locos estos Romanos
(el resto no sé a qué esperáis) sabéis de qué hablo. Cuando llevamos el
derecho a América, a América Latina, precisamente, hicimos romanos
como nosotros a las personas con las que allí nos mezclamos y con las
que convivimos siglos. El Imperio español, además de ser enorme,
duró más que ningún imperio multicontinental. ¿Los ingleses nos
igualaron? Ni en broma. Desde que en 1876 la reina Victoria se inti-
tuló Emperatriz de la India hasta la independencia de ese país pasa-
ron… la friolera de 70 miserables años. Desde el desembarco de Colón
hasta la pérdida de Cuba, 406 años. Las pequeñas y puritanas colonias
inglesas en América, fueron fundadas en 1620 y ciento y pico años
después ya se separaban, hartas de insípido té de su metrópoli.
La pureza del aire y la dulce influencia del céfiro son, en efecto, carac-
teres propios de Iberia que, vuelta por completo al lado del Occiden-
te, posee un clima verdaderamente templado.
Y por poner solo otro ejemplo, Justino, en el siglo iii dijo también
sobre nuestro clima:
menos el año 270 de nuestra era. Tiene una base de unos 20.000 me-
tros cuadrados y alcanza más de 35 metros de altura, como un edificio
de 12 pisos. El análisis de los trozos de ánforas ha demostrado que más
del 85 por ciento corresponde a piezas transportadas desde Hispania.
El aceite hispano se utilizaba en la alimentación, pero también en
la higiene, en el deporte, como perfume, en la iluminación, como
combustible (a veces perfumado) de las lámparas e incluso en medicina.
Obviamente, el mejor aceite se utilizaba en la elaboración de perfumes
o para ofrendas religiosas. Lo obtenían de aceitunas verdes cosechadas
en septiembre y lo llamaban oleum omphacium.
En gastronomía, utilizaban el oleum viride, ya cosechado en su sa-
zón. Este tipo de aceite, según su prensado, igual que hacemos todavía
hoy, se subdividía en distintas calidades; la primera prensa, equivalente
a nuestro aceite de oliva virgen extra, se llamaba oleum flos (sí, flos, lo
juro). Si el aceite era de una segunda prensada se llamaba oleum sequens
y el de tercera era conocido como oleum cibarium.
El aceite era tan importante para nuestros abuelos romanos, que el
muy sabio Plinio el Viejo (23-79) dejó escrito al respecto:
Que quiere decir: felices los hispanos para quienes vivir es beber.
Por desgracia no sabemos con exactitud cómo se pronunciaba ningu-
na de esas letras, así que nos quedaremos con que se nos consideraba
un pueblo feliz, ya por entonces. Y con acento, como ahora, que los
que pronunciamos la «ce» y la «zeta», que somos la inmensa minoría
de los hispanohablantes, tenemos que acostumbrarnos a que los que
tenemos acento somos nosotros, no los andaluces, extremeños, cana-
rios ni por supuesto los hermanos de América Latina. En España no
vive ni el 8 por ciento de los hispanoparlantes del mundo y no todos
Y cuando encontramos otro mundo más allá, plus ultra, sí, trajimos
el oro y la plata, pero llevamos Roma a todos los confines del mundo,
la dibujamos en el paisaje, en las ciudades que fundamos y en el dere-
cho. Por eso Mérida, la ciudad fundada por Publio Carisio, siguiendo
órdenes de Augusto, como Colonia Iulia Augusta Emerita,hoy da
nombre a quince lugares en todo el mundo. Desde Dakota del Norte
a Colombia y desde Filipinas, donde hay dos, hasta España. Toledo,
Toletum, conquistada y reconstruida por Marco Fulvio Nobilior en
193 a. C., es también el nombre de cuarenta y tres ciudades en cuatro
continentes (Incluyendo África) y siete países. Hay tres Toledos en
Filipinas y once en Estados Unidos. También hay cuarenta y nueve
ciudades en cuatro continentes que se llaman Zaragoza, como la colo-
nia exenta de impuestos fundada por el César Augusto en 18 a. C.,
precisamente con el nombre de Caesaraugusta. Simples muestras de la
manera en que nuestras ciudades, de nombre romano, fueron, junto
con nuestro idioma romance, nuestra fe y el derecho romano, concep-
tos que traspasamos y trasladamos a todo el mundo. Al oeste.
Curiosamente, nuestra historia no nos ha sido enseñada como nos
merecíamos. Demasiadas sombras, muchas de ellas inventadas y exage-
radas, han ocultado las luces de nuestros hispanos, que fueron tan ex-
celentes en lo suyo, que superaron el tiempo y el espacio. Trajano,
Adriano, Columela, Balbo, Marcial, Alucio, Egeria, Quintiliano… y
también Francisco de Vitoria y el monje Francisco de Tembleque,
constructor del primer acueducto «romano» en América, se merecen
que demos un paseo por Hispania y de paso conozcamos algo de lo que
les hace dignos y honrados hijos predilectos de nuestra antigua y su-
frida piel de toro.
Acompáñame, querido lector, a nuestra Hispania y que el viaje
nos haga a ambos más sabios. Como decía el también «romano» don
Miguel de Cervantes: «El que anda mucho y lee mucho, ve mucho y
sabe mucho».
Andemos, pues.