Orgullo y Prejuicio Autor Jane Austen Parte 3

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—Kitty no es nada discreta tosiendo —dijo su padre—.

Siempre
lo hace en momento inoportuno.
—A mí no me divierte toser —replicó Kitty quejándose.
—¿Cuándo es tu próximo baile, Lizzy?
—De mañana en quince días.
—Sí, así es —exclamó la madre—. Y la señora Long no
volverá
hasta un día antes; así que le será imposible presentarnos
al
señor Bingley, porque todavía no le conocerá.
—Entonces, señora Bennet, puedes tomarle la delantera a
tu
amiga y presentárselo tú a ella.
—Imposible, señor Bennet, imposible, cuando yo tampoco
le
conozco. ¿Por qué te burlas?
—Celebro tu discreción. Una amistad de quince días es
verdaderamente muy poco. En realidad, al cabo de sólo dos
semanas no se puede saber muy bien qué clase de hombre
es.
Pero si no nos arriesgamos nosotros, lo harán otros. Al fin y
al
cabo, la señora Long y sus sobrinas pueden esperar a que
se les
presente su oportunidad; pero, no obstante, como creerá
que es
un acto de delicadeza por su parte el declinar la atención,
seré
yo el que os lo presente.
Las muchachas miraron a su padre fijamente. La señora
Bennet
se limitó a decir:
—¡Tonterías, tonterías!
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—¿Qué significa esa enfática exclamación? —preguntó el
señor
Bennet—. ¿Consideras las fórmulas de presentación como
tonterías, con la importancia que tienen? No estoy de
acuerdo
contigo en eso. ¿Qué dices tú, Mary? Que yo sé que eres
una
joven muy reflexiva, y que lees grandes libros y los
resumes.
Mary quiso decir algo sensato, pero no supo cómo.
—Mientras Mary aclara sus ideas —continuó él—, volvamos
al
señor Bingley.
—¡Estoy harta del señor Bingley! —gritó su esposa.
—Siento mucho oír eso; ¿por qué no me lo dijiste antes? Si
lo
hubiese sabido esta mañana, no habría ido a su casa. ¡Mala
suerte! Pero como ya le he visitado, no podemos renunciar
a su
amistad ahora.
El asombro de las señoras fue precisamente el que él
deseaba;
quizás el de la señora Bennet sobrepasara al resto; aunque
una
vez acabado el alboroto que produjo la alegría, declaró que
en
el fondo era lo que ella siempre había figurado.
—¡Mi querido señor Bennet, que bueno eres! Pero sabía que
al
final te convencería. Estaba segura de que quieres lo
bastante a
tus hijas como para no descuidar este asunto. ¡Qué
contenta
estoy! ¡Y qué broma tan graciosa, que hayas ido esta
mañana y
no nos hayas dicho nada hasta ahora!
—Ahora, Kitty, ya puedes toser cuanto quieras —dijo el
señor
Bennet; y salió del cuarto fatigado por el entusiasmo de su
mujer.
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—¡Qué padre más excelente tenéis, hijas! —dijo ella una
vez
cerrada la puerta—. No sé cómo podréis agradecerle alguna
vez su amabilidad, ni yo tampoco, en lo que a esto se
refiere. A
estas alturas, os aseguro que no es agradable hacer nuevas
amistades todos los días. Pero por vosotras haríamos
cualquier
cosa. Lydia, cariño, aunque eres la más joven, apostaría a
que
el señor Bingley bailará contigo en el próximo baile.
—Estoy tranquila —dijo Lydia firmemente—, porque,
aunque soy
la más joven, soy la más alta.
El resto de la tarde se lo pasaron haciendo conjeturas sobre
si el
señor Bingley devolvería pronto su visita al señor Bennet, y
determinando cuándo podrían invitarle a cenar.
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C A P Í T U L O III
Por más que la señora Bennet, con la ayuda de sus hijas,
preguntase sobre el tema, no conseguía sacarle a su
marido
ninguna descripción satisfactoria del señor Bingley. Le
atacaron
de varias maneras: con preguntas clarísimas, suposiciones
ingeniosas, y con indirectas; pero por muy hábiles que
fueran, él
las eludía todas. Y al final se vieron obligadas a aceptar la
información de segunda mano de su vecina lady Lucas. Su
impresión era muy favorable, sir William había quedado
encantado con él. Era joven, guapísimo, extremadamente
agradable y para colmo pensaba asistir al próximo baile con
un
grupo de amigos. No podía haber nada mejor. El que fuese
aficionado al baile era verdaderamente una ventaja a la
hora
de enamorarse; y así se despertaron vivas esperanzas para
conseguir el corazón del señor Bingley.
—Si pudiera ver a una de mis hijas viviendo felizmente en
Netherfield, y a las otras igual de bien casadas, ya no
desearía
más en la vida le dijo la señora Bennet a su marido.
Pocos días después, el señor Bingley le devolvió la visita al
señor Bennet y pasó con él diez minutos en su biblioteca. Él
había abrigado la esperanza de que se le permitiese ver a
las
muchachas de cuya belleza había oído hablar mucho; pero
no
vio más que al padre. Las señoras fueron un poco más
afortunadas, porque tuvieron la ventaja de poder
comprobar
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desde una ventana alta que el señor Bingley llevaba un
abrigo
azul y montaba un caballo negro.
Poco después le enviaron una invitación para que fuese a
cenar. Y cuando la señora Bennet tenía ya planeados los
manjares que darían crédito de su buen hacer de ama de
casa,
recibieron una respuesta que echaba todo a perder. El
señor
Bingley se veía obligado a ir a la ciudad al día siguiente, y
en
consecuencia no podía aceptar el honor de su invitación. La
señora Bennet se quedó bastante desconcertada. No podía
imaginar qué asuntos le reclamaban en la ciudad tan poco
tiempo después de su llegada a Hertfordshire; y empezó a
temer que iba a andar siempre revoloteando de un lado
para
otro sin establecerse definitivamente y como es debido en
Netherfield. Lady Lucas apaciguó un poco sus temores
llegando
a la conclusión de que sólo iría a Londres para reunir a un
grupo
de amigos para la fiesta. Y pronto corrió el rumor de que
Bingley iba a traer a doce damas y a siete caballeros para
el
baile. Las muchachas se afligieron por semejante número
de
damas; pero el día antes del baile se consolaron al oír que
en
vez de doce había traído sólo a seis, cinco hermanas y una
prima. Y cuando el día del baile entraron en el salón, sólo
eran
cinco en total: el señor Bingley, sus dos hermanas, el
marido de
la mayor y otro joven.
El señor Bingley era apuesto, tenía aspecto de caballero,
semblante agradable y modales sencillos y poco afectados.
Sus
hermanas eran mujeres hermosas y de indudable
elegancia. Su
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cuñado, el señor Hurst, casi no tenía aspecto de caballero;
pero
fue su amigo el señor Darcy el que pronto centró la
atención del
salón por su distinguida personalidad, era un hombre alto,
de
bonitas facciones y de porte aristocrático. Pocos minutos
después de su entrada ya circulaba el rumor de que su
renta
era de diez mil libras al año. Los señores declaraban que
era un
hombre que tenía mucha clase; las señoras decían que era
mucho más guapo que Bingley, siendo admirado durante
casi
la mitad de la velada, hasta que sus modales causaron tal
disgusto que hicieron cambiar el curso de su buena fama;
se
descubrió que era un hombre orgulloso, que pretendía estar
por
encima de todos los demás y demostraba su insatisfacción
con
el ambiente que le rodeaba; ni siquiera sus extensas
posesiones
en Derbyshire podían salvarle ya de parecer odioso y
desagradable y de que se considerase que no valía nada
comparado con su amigo.
El señor Bingley enseguida trabó amistad con las
principales
personas del salón; era vivo y franco, no se perdió ni un
solo
baile, lamentó que la fiesta acabase tan temprano y habló
de
dar una él en Netherfield. Tan agradables cualidades
hablaban
por sí solas. ¡Qué diferencia entre él y su amigo! El señor
Darcy
bailó sólo una vez con la señora Hurst y otra con la señorita
Bingley, se negó a que le presentasen a ninguna otra dama
y se
pasó el resto de la noche deambulando por el salón y
hablando
de vez en cuando con alguno de sus acompañantes. Su
carácter
estaba definitivamente juzgado. Era el hombre más
orgulloso y
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más antipático del mundo y todos esperaban que no
volviese
más por allí. Entre los más ofendidos con Darcy estaba la
señora Bennet, cuyo disgusto por su comportamiento se
había
agudizado convirtiéndose en una ofensa personal por haber
despreciado a una de sus hijas.
Había tan pocos caballeros que Elizabeth Bennet se había
visto
obligada a sentarse durante dos bailes; en ese tiempo
Darcy
estuvo lo bastante cerca de ella para que la muchacha
pudiese
oír una conversación entre él y el señor Bingley, que dejó el
baile
unos minutos para convencer a su amigo de que se uniese
a
ellos.
—Ven, Darcy —le dijo—, tienes que bailar. No soporto verte
ahí
de pie, solo y con esa estúpida actitud. Es mejor que bailes.
—No pienso hacerlo. Sabes cómo lo detesto, a no ser que
conozca personalmente a mi pareja. En una fiesta como
ésta
me sería imposible. Tus hermanas están comprometidas, y
bailar con cualquier otra mujer de las que hay en este salón
sería como un castigo para mí.
—No deberías ser tan exigente y quisquilloso —se quejó
Bingley—. ¡Por lo que más quieras! Palabra de honor, nunca
había visto a tantas muchachas tan encantadoras como
esta
noche; y hay algunas que son especialmente bonitas.
—Tú estás bailando con la única chica guapa del salón —
dijo el
señor Darcy mirando a la mayor de las Bennet.
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—¡Oh! ¡Ella es la criatura más hermosa que he visto en mi
vida!
Pero justo detrás de ti está sentada una de sus hermanas
que
es muy guapa y apostaría que muy agradable. Deja que le
pida
a mi pareja que te la presente.
—¿Qué dices? —y, volviéndose, miró por un momento a
Elizabeth, hasta que sus miradas se cruzaron, él apartó
inmediatamente la suya y dijo fríamente: —No está mal,
aunque
no es lo bastante guapa como para tentarme; y no estoy de
humor para hacer caso a las jóvenes que han dado de lado
otros. Es mejor que vuelvas con tu pareja y disfrutes de sus
sonrisas porque estás malgastando el tiempo conmigo.
El señor Bingley siguió su consejo. El señor Darcy se alejó; y
Elizabeth se quedó allí con sus no muy cordiales
sentimientos
hacia él. Sin embargo, contó la historia a sus amigas con
mucho humor porque era graciosa y muy alegre, y tenía
cierta
disposición a hacer divertidas las cosas ridículas.
En resumidas cuentas, la velada transcurrió
agradablemente
para toda la familia. La señora Bennet vio cómo su hija
mayor
había sido admirada por los de Netherfield. El señor Bingley
había bailado con ella dos veces, y sus hermanas
estuvieron
muy atentas con ella. Jane estaba tan satisfecha o más que
su
madre, pero se lo guardaba para ella. Elizabeth se alegraba
por
Jane. Mary había oído cómo la señorita Bingley decía de ella
que era la muchacha más culta del vecindario. Y Catherine
y
Lydia habían tenido la suerte de no quedarse nunca sin
pareja,
que, como les habían enseñado, era de lo único que debían
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preocuparse en los bailes. Así que volvieron contentas a
Longbourn, el pueblo donde vivían y del que eran los
principales
habitantes. Encontraron al señor Bennet aún levantado; con
un
libro delante perdía la noción del tiempo; y en esta ocasión
sentía gran curiosidad por los acontecimientos de la noche
que
había despertado tanta expectación. Llegó a creer que la
opinión de su esposa sobre el forastero pudiera ser
desfavorable; pero pronto se dio cuenta de que lo que iba a
oír
era todo lo contrario.
—¡Oh!, mi querido señor Bennet —dijo su esposa al entrar
en la
habitación—. Hemos tenido una velada encantadora, el
baile
fue espléndido. Me habría gustado que hubieses estado allí.
Jane despertó tal admiración, nunca se había visto nada
igual.
Todos comentaban lo guapa que estaba, y el señor Bingley
la
encontró bellísima y bailó con ella dos veces. Fíjate,
querido;
bailó con ella dos veces. Fue a la única de todo el salón a la
que
sacó a bailar por segunda vez. La primera a quien sacó fue
a la
señorita Lucas. Me contrarió bastante verlo bailar con ella,
pero
a él no le gustó nada. ¿A quién puede gustarle?, ¿no crees?
Sin
embargo, pareció quedarse prendado de Jane cuando la vio
bailar. Así es que preguntó quién era, se la presentaron y le
pidió el siguiente baile. Entonces bailó el tercero con la
señorita
King, el cuarto con María Lucas, el quinto otra vez con Jane,
el
sexto con Lizzy y el boulanger...
—¡Si hubiese tenido alguna compasión de mí —gritó el
marido
impaciente— no habría gastado tanto! ¡Por el amor de Dios,
no
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me hables más de sus parejas! ¡Ojalá se hubiese torcido un
tobillo en el primer baile!
—¡Oh, querido mío! Me tiene fascinada, es increíblemente
guapo, y sus hermanas son encantadoras. Llevaban los
vestidos
más elegantes que he visto en mi vida. El encaje del de la
señora Hurst...
Aquí fue interrumpida de nuevo. El señor Bennet protestó
contra
toda descripción de atuendos. Por lo tanto, ella se vio
obligada
a pasar a otro capítulo del relato, y contó, con gran
amargura y
algo de exageración, la escandalosa rudeza del señor
Darcy.
—Pero puedo asegurarte —añadió— que Lizzy no pierde
gran
cosa con no ser su tipo, porque es el hombre más
desagradable
y horrible que existe, y no merece las simpatías de nadie.
Es tan
estirado y tan engreído que no hay forma de soportarle. No
hacía más que pasearse de un lado para otro como un pavo
real. Ni siquiera es lo bastante guapo para que merezca la
pena
bailar con él. Me habría gustado que hubieses estado allí y
que
le hubieses dado una buena lección. Le detesto.
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C A P Í T U L O IV
Cuando Jane y Elizabeth se quedaron solas, la primera, que
había sido cautelosa a la hora de elogiar al señor Bingley,
expresó a su hermana lo mucho que lo admiraba.
—Es todo lo que un hombre joven debería ser —dijo ella—,
sensato, alegre, con sentido del humor; nunca había visto
modales tan desenfadados, tanta naturalidad con una
educación tan perfecta.
—Y también es guapo —replicó Elizabeth—, lo cual nunca
está
de más en un joven. De modo que es un hombre completo.
—Me sentí muy adulada cuando me sacó a bailar por
segunda
vez. No esperaba semejante cumplido.
—¿No te lo esperabas? Yo sí. Ésa es la gran diferencia entre
nosotras. A ti los cumplidos siempre te cogen de sorpresa, a
mí,
nunca. Era lo más natural que te sacase a bailar por
segunda
vez. No pudo pasarle inadvertido que eras cinco veces más
guapa que todas las demás mujeres que había en el salón.
No agradezcas su galantería por eso. Bien, la verdad es que
es
muy agradable, apruebo que te guste. Te han gustado
muchas
personas estúpidas.
—¡Lizzy, querida!
—¡Oh! Sabes perfectamente que tienes cierta tendencia a
que
te guste toda la gente. Nunca ves un defecto en nadie.
Todo el
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mundo es bueno y agradable a tus ojos. Nunca te he oído
hablar mal de un ser humano en mi vida.
—No quisiera ser imprudente al censurar a alguien; pero
siempre digo lo que pienso.
—Ya lo sé; y es eso lo que lo hace asombroso. Estar tan
ciega
para las locuras y tonterías de los demás, con el buen
sentido
que tienes. Fingir candor es algo bastante corriente, se ve
en
todas partes. Pero ser cándido sin ostentación ni
premeditación, quedarse con lo bueno de cada uno,
mejorarlo
aún, y no decir nada de lo malo, eso sólo lo haces tú. Y
también
te gustan sus hermanas, ¿no es así? Sus modales no se
parecen
en nada a los de él.
—Al principio desde luego que no, pero cuando charlas con
ellas
son muy amables. La señorita Bingley va a venir a vivir con
su
hermano y ocuparse de su casa. Y, o mucho me equivoco, o
estoy segura de que encontraremos en ella una vecina
encantadora.
Elizabeth escuchaba en silencio, pero no estaba
convencida. El
comportamiento de las hermanas de Bingley no había sido
a
propósito para agradar a nadie. Mejor observadora que su
hermana, con un temperamento menos flexible y un juicio
menos propenso a dejarse influir por los halagos, Elizabeth
estaba poco dispuesta a aprobar a las Bingley. Eran, en
efecto,
unas señoras muy finas, bastante alegres cuando no se las
contrariaba y, cuando ellas querían, muy agradables; pero
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orgullosas y engreídas. Eran bastante bonitas; habían sido
educadas en uno de los mejores colegios de la capital y
poseían
una fortuna de veinte mil libras; estaban acostumbradas a
gastar más de la cuenta y a relacionarse con gente de
rango,
por lo que se creían con el derecho de tener una buena
opinión
de sí mismas y una pobre opinión de los demás.
Pertenecían a
una honorable familia del norte de Inglaterra, circunstancia
que
estaba más profundamente grabada en su memoria que la
de
que tanto su fortuna como la de su hermano había sido
hecha
en el comercio.
El señor Bingley heredó casi cien mil libras de su padre,
quien
ya había tenido la intención de comprar una mansión, pero
no
vivió para hacerlo. El señor Bingley pensaba de la misma
forma
y a veces parecía decidido a hacer la elección dentro de su
condado; pero como ahora disponía de una buena casa y de
la
libertad de un propietario, los que conocían bien su carácter
tranquilo dudaban el que no pasase el resto de sus días en
Netherfield y dejase la compra para la generación venidera.
Sus hermanas estaban ansiosas de que él tuviera una
mansión
de su propiedad. Pero, aunque en la actualidad no fuese
más
que arrendatario, la señorita Bingley no dejaba por eso de
estar
deseosa de presidir su mesa; ni la señora Hurst, que se
había
casado con un hombre más elegante que rico, estaba
menos
dispuesta a considerar la casa de su hermano como la suya
propia siempre que le conviniese.
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A los dos años escasos de haber llegado el señor Bingley a
su
mayoría de edad, una casual recomendación le indujo a
visitar
la posesión de Netherfield. La vio por dentro y por fuera
durante media hora, y se dio por satisfecho con las
ponderaciones del propietario, alquilándola
inmediatamente.
Ente él y Darcy existía una firme amistad a pesar de tener
caracteres tan opuestos. Bingley había ganado la simpatía
de
Darcy por su temperamento abierto y dócil y por su
naturalidad, aunque no hubiese una forma de ser que
ofreciese
mayor contraste a la suya y aunque él parecía estar muy
satisfecho de su carácter. Bingley sabía el respeto que
Darcy le
tenía, por lo que confiaba plenamente en él, así como en su
buen criterio. Entendía a Darcy como nadie. Bingley no era
nada tonto, pero Darcy era mucho más inteligente. Era al
mismo tiempo arrogante, reservado y quisquilloso, y
aunque
era muy educado, sus modales no le hacían nada atractivo.
En
lo que a esto respecta su amigo tenía toda la ventaja,
Bingley
estaba seguro de caer bien dondequiera que fuese, sin
embargo, Darcy era siempre ofensivo.
El mejor ejemplo es la forma en la que hablaron de la fiesta
de
Meryton. Bingley nunca había conocido a gente más
encantadora ni a chicas más guapas en su vida; todo el
mundo
había sido de lo más
amable y atento con él, no había habido formalidades ni
rigidez, y pronto se hizo amigo de todo el salón; y en cuanto
a
la señorita Bennet, no podía concebir un ángel que fuese
más
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bonito. Por el contrario, Darcy había visto una colección de
gente en quienes había poca belleza y ninguna elegancia,
por
ninguno de ellos había sentido el más mínimo interés y de
ninguno había recibido atención o placer alguno.
Reconoció que la señorita Bennet era hermosa, pero
sonreía
demasiado. La señora Hurst y su hermana lo admitieron,
pero
aun así les gustaba y la admiraban, dijeron de ella que era
una
muchacha muy dulce y que no pondrían inconveniente en
conocerla mejor. Quedó establecido, pues, que la señorita
Bennet era una muchacha muy dulce y por esto el hermano
se
sentía con autorización para pensar en ella como y cuando
quisiera.
23
CAPÍTULOV
A poca distancia de Longbourn vivía una familia con la que
los
Bennet tenían especial amistad. Sir William Lucas había
tenido
con anterioridad negocios en Meryton, donde había hecho
una
regular fortuna y se había elevado a la categoría de
caballero
por petición al rey durante su alcaldía. Esta distinción se le
había subido un poco a la cabeza y empezó a no soportar
tener
que dedicarse a los negocios y vivir en una pequeña ciudad
comercial; así que dejando ambos se mudó con su familia a
una
casa a una milla de Meryton, denominada desde entonces
Lucas Lodge, donde pudo dedicarse a pensar con placer en
su
propia importancia, y desvinculado de sus negocios,
ocuparse
solamente de ser amable con todo el mundo. Porque,
aunque
estaba orgulloso de su rango, no se había vuelto engreído;
por
el contrario, era todo atenciones para con todo el mundo.
De
naturaleza inofensivo, sociable y servicial, su presentación
en
St. James le había hecho, además, cortés.
La señora Lucas era una buena mujer, aunque no lo
bastante
inteligente para que la señora Bennet la considerase una
vecina
valiosa. Tenían varios hijos. La mayor, una joven inteligente
y
sensata de unos veinte años, era la amiga íntima de
Elizabeth.
Que las Lucas y las Bennet se reuniesen para charlar
después
de un baile, era algo absolutamente necesario, y la mañana
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después de la fiesta, las Lucas fueron a Longbourn para
cambiar impresiones.
—Tú empezaste bien la noche, Charlotte —dijo la señora
Bennet
fingiendo toda amabilidad posible hacia la señorita Lucas—.
Fuiste la primera que eligió el señor Bingley.
—Sí, pero pareció gustarle más la segunda.
—¡Oh! Te refieres a Jane, supongo, porque bailó con ella
dos
veces. Sí, parece que le gustó; sí, creo que sí. Oí algo, no
sé, algo
sobre el señor Robinson.
—Quizá se refiera a lo que oí entre él y el señor Robinson,
¿no se
lo he contado? El señor Robinson le preguntó si le gustaban
las
fiestas de Meryton, si no creía que había muchachas muy
hermosas en el salón y cuál le parecía la más bonita de
todas.
Su respuesta a esta última pregunta fue inmediata: «La
mayor
de las Bennet, sin duda. No puede haber más que una
opinión
sobre ese particular.»
—¡No me digas! Parece decidido a... Es como si... Pero, en
fin,
todo puede acabar en nada.
—Lo que yo oí fue mejor que lo que oíste tú, ¿verdad,
Elizabeth?
—dijo Charlotte—. Merece más la pena oír al señor Bingley
que
al señor Darcy, ¿no crees? ¡Pobre Eliza! Decir sólo: «No está
mal.»
—Te suplico que no le metas en la cabeza a Lizzy que se
disguste por Darcy. Es un hombre tan desagradable que la
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desgracia sería gustarle. La señora Long me dijo que había
estado sentado a su lado y que no había despegado los
labios.
—¿Estás segura, mamá? ¿No te equivocas? Yo vi al señor
Darcy
hablar con ella.
—Sí, claro; porque ella al final le preguntó si le gustaba
Netherfield, y él no tuvo más remedio que contestar; pero
la
señora Long dijo que a él no le hizo ninguna gracia que le
dirigiese la palabra.
—La señorita Bingley me dijo —comentó Jane que él no
solía
hablar mucho, a no ser con sus amigos íntimos. Con ellos es
increíblemente agradable.
—A mí no me importa que no haya hablado con la señora
Long
—dijo la señorita Lucas—, pero desearía que hubiese
bailado
con Eliza.
—Yo que tú, Lizzy —agregó la madre—, no bailaría con él
nunca
más.
—Creo, mamá, que puedo prometerte que nunca bailaré
con él.
—El orgullo —dijo la señorita Lucas— ofende siempre, pero
a mí
el suyo no me resulta tan ofensivo. Él tiene disculpa. Es
natural
que un hombre atractivo, con familia, fortuna y todo a su
favor
tenga un alto concepto de sí mismo. Por decirlo de algún
modo,
tiene derecho a ser orgulloso.
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—Es muy cierto —replicó Elizabeth—, podría perdonarle
fácilmente su orgullo si no hubiese mortificado el mío.
—El orgullo —observó Mary, que se preciaba mucho de la
solidez de sus reflexiones—, es un defecto muy común. Por
todo
lo que he leído, estoy convencida de que en realidad es
muy
frecuente que la naturaleza humana sea especialmente
propensa a él, hay muy pocos que no abriguen un
sentimiento
de autosuficiencia por una u otra razón, ya sea real o
imaginaria. La vanidad y el orgullo son cosas distintas,
aunque
muchas veces se usen como sinónimos. El orgullo está
relacionado con la opinión que tenemos de nosotros
mismos; la
vanidad, con lo que quisiéramos que los demás pensaran
de
nosotros.
—Si yo fuese tan rico como el señor Darcy, exclamó un
joven
Lucas que había venido con sus hermanas—, no me
importaría
ser orgulloso. Tendría una jauría de perros de caza, y
bebería
una botella de vino al día.
—Pues beberías mucho más de lo debido —dijo la señora
Bennet— y si yo te viese te quitaría la botella
inmediatamente.
El niño dijo que no se atrevería, ella que sí, y así siguieron
discutiendo hasta que se dio por finalizada la visita.
27
C A P Í T U L O VI
Las señoras de Longbourn no tardaron en ir a visitar a las
de
Netherfield, y éstas devolvieron la visita como es
costumbre. El
encanto de la señorita Bennet aumentó la estima que la
señora
Hurst y la señorita Bingley sentían por ella; y aunque
encontraron que la madre era intolerable y que no valía la
pena
dirigir la palabra a las hermanas menores, expresaron el
deseo
de profundizar las relaciones con ellas en atención a las dos
mayores. Esta atención fue recibida por Jane con agrado,
pero
Elizabeth seguía viendo arrogancia en su trato con todo el
mundo, exceptuando, con reparos, a su hermana; no
podían
gustarle. Aunque valoraba su amabilidad con Jane, sabía
que
probablemente se debía a la influencia de la admiración
que el
hermano sentía por ella. Era evidente, dondequiera que se
encontrasen, que Bingley admiraba a Jane; y para Elizabeth
también era evidente que en su hermana aumentaba la
inclinación que desde el principio sintió por él, lo que la
predisponía a enamorarse de él; pero se daba cuenta, con
gran
satisfacción, de que la gente no podría notarlo, puesto que
Jane uniría a la fuerza de sus sentimientos moderación y
una
constante jovialidad, que ahuyentaría las sospechas de los
impertinentes. Así se lo comentó a su amiga, la señorita
Lucas.
—Tal vez sea mejor en este caso —replicó Charlotte— poder
escapar a la curiosidad de la gente; pero a veces es malo
ser
tan reservada. Si una mujer disimula su afecto al objeto del
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mismo, puede perder la oportunidad de conquistarle; y
entonces es un pobre consuelo pensar que los demás están
en
la misma ignorancia. Hay tanto de gratitud y vanidad en
casi
todos, los cariños, que no es nada conveniente dejarlos a la
deriva. Normalmente todos empezamos por una ligera
preferencia, y eso sí puede ser simplemente porque sí, sin
motivo; pero hay muy pocos que tengan tanto corazón
como
para enamorarse sin haber sido estimulados. En nueve de
cada
diez casos, una mujer debe mostrar más cariño del que
siente. A Bingley le gusta tu hermana, indudablemente;
pero si
ella no le ayuda, la cosa no pasará de ahí.
—Ella le ayuda tanto como se lo permite su forma de ser. Si
yo
puedo notar su cariño hacia él, él, desde luego, sería tonto
si no
lo descubriese.
—Recuerda, Eliza, que él no conoce el carácter de Jane
como
tú.
—Pero si una mujer está interesada por un hombre y no
trata de
ocultarlo, él tendrá que acabar por descubrirlo.
—Tal vez sí, si él la ve lo bastante. Pero, aunque Bingley y
Jane
están juntos a menudo, nunca es por mucho tiempo; y
además
como sólo se ven en fiestas con mucha gente, no pueden
hablar
a solas. Así que
Jane debería aprovechar al máximo cada minuto en el que
pueda llamar su atención. Y cuando lo tenga seguro, ya
tendrá
tiempo—para enamorarse de él todo lo que quiera.
29
—Tu plan es bueno —contestó Elizabeth—, cuando la
cuestión se
trata sólo de casarse bien; y si yo estuviese decidida a
conseguir un marido rico, o cualquier marido, casi puedo
decir
que lo llevaría a cabo. Pero esos no son los sentimientos de
Jane, ella no actúa con premeditación. Todavía no puede
estar
segura de hasta qué punto le gusta, ni el porqué. Sólo hace
quince días que le conoce. Bailó cuatro veces con él en
Meryton;
le vio una mañana en su casa, y desde entonces ha cenado
en
su compañía cuatro veces. Esto no es suficiente para que
ella
conozca su carácter.
—No tal y como tú lo planteas. Si solamente hubiese
cenado
con él no habría descubierto otra cosa que si tiene buen
apetito
o no; pero no debes olvidar que pasaron cuatro veladas
juntos;
y cuatro veladas pueden significar bastante.
—Sí; en esas cuatro veladas lo único que pudieron hacer es
averiguar qué clase de bailes les gustaba a cada uno, pero
no
creo que hayan podido descubrir las cosas realmente
importantes de su carácter.
—Bueno —dijo Charlotte—. Deseo de todo corazón que a
Jane
le salgan las cosas bien; y si se casase con él mañana, creo
que
tendría más posibilidades de ser feliz que si se dedica a
estudiar su carácter durante doce meses. La felicidad en el
matrimonio es sólo cuestión de suerte. El que una pareja
crea
que son iguales o se conozcan bien de antemano, no les va
a
traer la felicidad en absoluto. Las diferencias se van
acentuando cada vez más hasta hacerse insoportables;
siempre
30
es mejor saber lo menos posible de la persona con la que
vas a
compartir tu vida.
—Me haces reír, Charlotte; no tiene sentido. Sabes que no
tiene
sentido; además tú nunca actuarías de esa forma.
Ocupada en observar las atenciones de Bingley para con su
hermana, Elizabeth estaba lejos de sospechar que también
estaba siendo objeto de interés a los ojos del amigo de
Bingley.
Al principio, el señor Darcy apenas se dignó admitir que era
bonita; no había demostrado ninguna admiración por ella
en el
baile; y la siguiente vez que se vieron, él sólo se fijó en ella
para
criticarla. Pero tan pronto como dejó claro ante sí mismo y
ante
sus amigos que los rasgos de su cara apenas le gustaban,
empezó a darse cuenta de que la bella expresión de sus
ojos
oscuros le daban un aire de extraordinaria inteligencia. A
este
descubrimiento siguieron otros igualmente mortificantes.
Aunque detectó con ojo crítico más de un fallo en la
perfecta
simetría de sus formas, tuvo que reconocer que su figura
era
grácil y esbelta; y a pesar de que afirmaba que sus
maneras no
eran las de la gente refinada, se sentía atraído por su
naturalidad y alegría. De este asunto ella no tenía la más
remota idea. Para ella Darcy era el hombre que se hacía
antipático dondequiera que fuese y el hombre que no la
había
considerado lo bastante hermosa como para sacarla a
bailar.
Darcy empezó a querer conocerla mejor. Como paso previo
para hablar con ella, se dedicó a escucharla hablar con los
demás. Este hecho llamó la atención de Elizabeth. Ocurrió
un
31
día en casa de sir Lucas donde se había reunido un amplio
grupo de gente.
—¿Qué querrá el señor Darcy —le dijo ella a Charlotte—,
que ha
estado escuchando mi conversación con el coronel Forster?
—Ésa es una pregunta que sólo el señor Darcy puede
contestar.
—Si lo vuelve a hacer le daré a entender que sé lo que
pretende.
Es muy satírico, y si no empiezo siendo impertinente yo,
acabaré por tenerle miedo.
Poco después se les volvió a acercar, y aunque no parecía
tener
intención de hablar, la señorita Lucas desafió a su amiga
para
que le mencionase el tema, lo que inmediatamente provocó
a
Elizabeth, que se volvió a él y le dijo:
—¿No cree usted, señor Darcy, que me expresé muy bien
hace
un momento, cuando le insistía al coronel Forster para que
nos
diese un baile en Meryton?
—Con gran energía; pero ése es un tema que siempre llena
de
energía a las mujeres.
—Es usted severo con nosotras.
—Ahora nos toca insistirte a ti —dijo la señorita Lucas—.
Voy a
abrir el piano y ya sabes lo que sigue, Eliza.
—¿Qué clase de amiga eres? Siempre quieres que cante y
que
toque delante de todo el mundo. Si me hubiese llamado
Dios
por el camino de la música, serías una amiga de
incalculable
valor; pero como no es así, preferiría no tocar delante de
gente
32
que debe estar acostumbrada a escuchar a los mejores
músicos
—pero como la señorita Lucas insistía, añadió—: Muy bien,
si así
debe ser será —y mirando fríamente a Darcy dijo—: Hay un
viejo refrán que aquí todo el mundo conoce muy bien,
«guárdate el aire para enfriar la sopa», y yo lo guardaré
para
mi canción.
El concierto de Elizabeth fue agradable, pero no
extraordinario.
Después de una o dos canciones y antes de que pudiese
complacer las peticiones de algunos que querían que
cantase
otra vez, fue reemplazada al piano por su hermana Mary,
que
como era la menos brillante de la familia, trabajaba
duramente
para adquirir conocimientos y habilidades que siempre
estaba
impaciente por demostrar.
Mary no tenía ni talento ni gusto; y aunque la vanidad la
había
hecho aplicada, también le había dado un aire pedante y
modales afectados que deslucirían cualquier brillantez
superior
a la que ella había alcanzado. A Elizabeth, aunque había
tocado
la mitad de bien, la habían escuchado con más agrado por
su
soltura y sencillez; Mary, al final de su largo concierto, no
obtuvo más que unos cuantos elogios por las melodías
escocesas e irlandesas que había tocado a ruegos de sus
hermanas menores que, con alguna de las Lucas y dos o
tres
oficiales, bailaban alegremente en un extremo del salón.
Darcy, a quien indignaba aquel modo de pasar la velada,
estaba callado y sin humor para hablar; se hallaba tan
33
embebido en sus propios pensamientos que no se fijó en
que sir
William Lucas estaba a su
lado, hasta que éste se dirigió a él.
—¡Qué encantadora diversión para la juventud, señor
Darcy!
Mirándolo bien, no hay nada como el baile. Lo considero
como
uno de los mejores refinamientos de las sociedades más
distinguidas.
—Ciertamente, señor, y también tiene la ventaja de estar
de
moda entre las sociedades menos distinguidas del mundo;
todos los salvajes bailan. Sir William esbozó una sonrisa.
—Su amigo baila maravillosamente —continuó después de
una
pausa al ver a Bingley unirse al grupo— y no dudo, señor
Darcy,
que usted mismo sea un experto en la materia.
—Me vio bailar en Meryton, creo, señor.
—Desde luego que sí, y me causó un gran placer verle.
¿Baila
usted a menudo en Saint James?
—Nunca, señor.
¿No cree que sería un cumplido para con ese lugar?
—Es un cumplido que nunca concedo en ningún lugar, si
puedo
evitarlo.
—Creo que tiene una casa en la capital. El señor Darcy
asintió
con la cabeza.
34
—Pensé algunas veces en fijar mi residencia en la ciudad,
porque me encanta la alta sociedad; pero no estaba seguro
de
que el aire de Londres le sentase bien a lady Lucas.
Sir William hizo una pausa con la esperanza de una
respuesta,
pero su compañía no estaba dispuesta a hacer ninguna. Al
ver
que Elizabeth se les acercaba, se le ocurrió hacer algo que
le
pareció muy galante de su parte y la llamó.
—Mi querida señorita Eliza, ¿por qué no está bailando?
Señor
Darcy, permítame que le presente a esta joven que puede
ser
una excelente pareja. Estoy seguro de que no puede
negarse a
bailar cuando tiene ante usted tanta belleza.
Tomó a Elizabeth de la mano con la intención de pasársela
a
Darcy; quien, aunque extremadamente sorprendido, no iba
a
rechazarla; pero Elizabeth le volvió la espalda y le dijo a sir
William un tanto desconcertada:
—De veras, señor, no tenía la menor intención de bailar. Le
ruego que no suponga que he venido hasta aquí para
buscar
pareja.
El señor Darcy, con toda corrección le pidió que le
concediese el
honor de bailar con él, pero fue en vano. Elizabeth estaba
decidida, y ni siquiera sir William, con todos sus
argumentos,
pudo persuadirla.
—Usted es excelente en el baile, señorita Eliza, y es muy
cruel
por su parte negarme la satisfacción de verla; y aunque a
este
35
caballero no le guste este entretenimiento, estoy seguro de
que
no tendría inconveniente en complacernos durante media
hora.
—El señor Darcy es muy educado —dijo Elizabeth
sonriendo.
—Lo es, en efecto; pero considerando lo que le induce,
querida
Eliza, no podemos dudar de su cortesía; porque, ¿quién
podría
rechazar una pareja tan encantadora?
Elizabeth los miró con coquetería y se retiró. Su resistencia
no le
había perjudicado nada a los ojos del caballero, que estaba
pensando en ella con satisfacción cuando fue abordado por
la
señorita Bingley.
—Adivino por qué está tan pensativo.
—Creo que no.
—Está pensando en lo insoportable que le sería pasar más
veladas de esta forma, en una sociedad como ésta; y por
supuesto, soy de su misma opinión. Nunca he estado más
enojada. ¡Qué gente tan insípida y qué alboroto arman! Con
lo
insignificantes que son y qué importancia se dan. Daría algo
por oír sus críticas sobre ellos.
—Sus conjeturas son totalmente equivocadas. Mi mente
estaba
ocupada en cosas más agradables.
Estaba meditando sobre el gran placer que pueden causar
un
par de ojos bonitos en el rostro de una mujer hermosa.
36
La señorita Bingley le miró fijamente deseando que le dijese
qué dama había inspirado tales pensamientos. El señor
Darcy,
intrépido, contestó:
—La señorita Elizabeth Bennet.
—¡La señorita Bennet! Me deja atónita. ¿Desde cuándo es
su
favorita? Y dígame, ¿cuándo tendré que darle la
enhorabuena?
—Ésa es exactamente la pregunta que esperaba que me
hiciese. La imaginación de una dama va muy rápido y salta
de
la admiración al amor y del amor al matrimonio en un
momento. Sabía que me daría la enhorabuena.
—Si lo toma tan en serio, creeré que es ya cosa hecha.
Tendrá
usted una suegra encantadora, de veras, y ni que decir
tiene
que estará siempre en Pemberley con ustedes.
Él la escuchaba con perfecta indiferencia, mientras ella
seguía
disfrutando con las cosas que le decía; y al ver, por la
actitud de
Darcy, que todo estaba a salvo, dejó correr su ingenio
durante
largo
tiempo.
37
C A P Í T U L O VII
La propiedad del señor Bennet consistía casi enteramente
en
una hacienda de dos mil libras al año, la cual,
desafortunadamente para sus hijas, estaba destinada, por
falta
de herederos varones, a un pariente lejano; y la fortuna de
la
madre, aunque abundante para su posición, difícilmente
podía
suplir a la de su marido. Su padre había sido abogado en
Meryton y le había dejado cuatro mil libras.
La señora Bennet tenía una hermana casada con un tal
señor
Phillips que había sido empleado de su padre y le había
sucedido en los negocios, y un hermano en Londres que
ocupaba un respetable lugar en el comercio.
El pueblo de Longbourn estaba sólo a una milla de Meryton,
distancia muy conveniente para las señoritas, que
normalmente
tenían la tentación de ir por allí tres o cuatro veces a la
semana
para visitar a su tía y, de paso, detenerse en una
sombrerería
que había cerca de su casa. Las que más frecuentaban
Meryton
eran las dos menores, Catherine y Lydia, que solían estar
más
ociosas que sus hermanas, y cuando no se les ofrecía nada
mejor, decidían que un paseíto a la ciudad era necesario
para
pasar bien la mañana y así tener conversación para la
tarde;
porque, aunque las noticias no solían abundar en el campo,
su
tía siempre tenía algo que contar. De momento estaban
bien
provistas de chismes y de alegría ante la reciente llegada
de un
38
regimiento militar que iba a quedarse todo el invierno y
tenía en
Meryton su cuartel general.
Ahora las visitas a la señora Phillips proporcionaban una
información de lo más interesante. Cada día añadían algo
más
a lo que ya sabían acerca de los nombres y las familias de
los
oficiales. El lugar donde se alojaban ya no era un secreto y
pronto empezaron a conocer a los oficiales en persona.
El señor Phillips los conocía a todos, lo que constituía para
sus
sobrinas una fuente de satisfacción insospechada. No
hablaba
de otra cosa que no fuera de oficiales. La gran fortuna del
señor Bingley, de la que tanto le gustaba hablar a su
madre, ya
no valía la pena comparada con el uniforme de un alférez.
Después de oír una mañana el entusiasmo con el que sus
hijas
hablaban del tema, el señor Bennet observó fríamente:
–Por todo lo que puedo sacar en limpio de vuestra manera
de
hablar debéis de ser las muchachas más tontas de todo el
país.
Ya había tenido mis sospechas algunas veces, pero ahora
estoy
convencido.
Catherine se quedó desconcertada y no contestó. Lydia, con
absoluta indiferencia, siguió expresando su admiración por
el
capitán Carter, y dijo que esperaba verle aquel mismo día
pues
a la mañana siguiente se marchaba a Londres.
–Me deja pasmada, querido –dijo la señora Bennet–, lo
dispuesto que siempre estás a creer que tus hijas son
tontas. Si
39
yo despreciase a alguien, sería a las hijas de los demás, no
a las
mías.
–Si mis hijas son tontas, lo menos que puedo hacer es
reconocerlo.
–Sí, pero ya ves, resulta que son muy listas.
–Presumo que ese es el único punto en el que no estamos
de
acuerdo. Siempre deseé coincidir contigo en todo, pero en
esto
difiero, porque nuestras dos hijas menores son tontas de
remate.
Mi querido señor Bennet, no esperarás que estas niñas
tengan
tanto sentido como sus padres. Cuando tengan nuestra
edad
apostaría a que piensan en oficiales tanto como nosotros.
Me acuerdo de una época en la que me gustó mucho una
casaca roja, y la verdad es que todavía lo llevo en mi
corazón. Y
si un joven coronel con cinco o seis mil libras anuales
quisiera a
una de mis hijas, no le diría que no. Encontré muy bien al
coronel Forster la otra noche en casa de sir William.
–Mamá –dijo Lydia, la tía dice que el coronel Forster y el
capitán
Carter ya no van tanto a casa de los Watson como antes.
Ahora
los ve mucho en la biblioteca de Clarke.
La señora Bennet no pudo contestar al ser interrumpida por
la
entrada de un lacayo que traía una nota para la señorita
Bennet; venía de Netherfield y el criado esperaba
respuesta.
40
Los ojos de la señora Bennet brillaban de alegría y estaba
impaciente por que su hija acabase de leer.
–Bien, Jane, ¿de quién es?, ¿de qué se trata?, ¿qué dice?
Date
prisa y dinos, date prisa, cariño.
–Es de la señorita Bingley –dijo Jane, y entonces leyó en voz
alta:
«Mi querida amiga: Si tienes compasión de nosotras, ven a
cenar hoy con Louisa y conmigo, si no, estaremos en
peligro de
odiarnos la una a la otra el resto de nuestras vidas, porque
dos
mujeres juntas todo el día no pueden acabar sin pelearse.
Ven
tan pronto como te sea posible, después de recibir esta
nota. Mi
hermano y los otros señores cenarán con los oficiales.
Saludos,
Caroline Bingley.»
–¡Con los oficiales! –exclamó Lydia–. ¡Qué raro que la tía no
nos
lo haya dicho!
–¡Cenar fuera! ––dijo la señora Bennet–. ¡Qué mala suerte!
–¿Puedo llevar el carruaje? –preguntó Jane.
–No, querida; es mejor que vayas a caballo, porque parece
que
va a llover y así tendrás que quedarte a pasar la noche.
–Sería un buen plan – dijo Elizabeth–, si estuvieras segura
de
que no se van a ofrecer para traerla a casa.
–Oh, los señores llevarán el landó del señor Bingley a
Meryton y
los Hurst no tienen caballos propios.
41
–Preferiría ir en el carruaje.
–Pero querida, tu padre no puede prestarte los caballos. Me
consta. Se necesitan en la granja. ¿No es así, señor Bennet?
–Se necesitan más en la granja de lo que yo puedo
ofrecerlos.
–Si puedes ofrecerlos hoy –dijo Elizabeth–, los deseos de mi
madre se verán cumplidos.
Al final animó al padre para que admitiese que los caballos
estaban ocupados. Y, por fin, Jane se vio obligada a ir a
caballo. Su madre la acompañó hasta la puerta
pronosticando
muy contenta un día pésimo.
Sus esperanzas se cumplieron; no hacía mucho que se
había ido
Jane, cuando empezó a llover a cántaros. Las hermanas se
quedaron intranquilas por ella, pero su madre estaba
encantada.
No paró de llover en toda la tarde; era obvio que Jane no
podría volver...
–Verdaderamente, tuve una idea muy acertada –repetía la
señora Bennet.
Sin embargo, hasta la mañana siguiente no supo nada del
resultado de su oportuna estrata- gema. Apenas había
acabado de desayunar cuando un criado de Netherfield
trajo la
siguiente nota para Elizabeth:
«Mi querida Lizzy: No me encuentro muy bien esta mañana,
lo
que, supongo, se debe a que ayer llegue calada hasta los
42
huesos. Mis amables amigas no quieren ni oírme hablar de
volver a casa hasta que no esté mejor. Insisten en que me
vea
el señor Jones; por lo tanto, no os alarméis si os enteráis de
que
ha venido a visitarme. No tengo nada más que dolor de
garganta y dolor de cabeza. Tuya siempre, Jane.»
–Bien, querida –dijo el señor Bennet una vez
Elizabeth hubo leído la nota en alto––, si Jane contrajera una
enfermedad peligrosa o se muriese sería un consuelo saber
que
todo fue por
conseguir al señor Bingley y bajo tus órdenes.
–¡Oh! No tengo miedo de que se muera. La gente no se
muere
por pequeños resfriados sin importancia. Tendrá buenos
cuidados. Mientras esté allí todo irá de maravilla. Iría a
verla, si
pudiese disponer del coche.
Elizabeth, que estaba verdaderamente preocupada, tomó la
determinación de ir a verla. Como no podía disponer del
carruaje y no era buena amazona, caminar era su única
alternativa. Y declaró su decisión.
–¿Cómo puedes ser tan tonta? exclamó su madre–. ¿Cómo
se te
puede ocurrir tal cosa? ¡Con el barro que hay! ¡Llegarías
hecha
una facha, no estarías presentable!
–Estaría presentable para ver a Jane que es todo lo que yo
deseo.
43
–¿Es una indirecta para que mande a buscar los caballos,
Lizzy?
––dijo su padre.
–No, en absoluto. No me importa caminar. No hay
distancias
cuando se tiene un motivo. Son sólo tres millas. Estaré de
vuelta
a la hora de cenar.
–Admiro la actividad de tu benevolencia – observó Mary–;
pero
todo impulso del sentimiento debe estar dirigido por la
razón, y
a mi juicio, el esfuerzo debe ser proporcional a lo que se
pretende.
–Iremos contigo hasta Meryton –dijeron Catherine y Lydia.
Elizabeth aceptó su compañía y las tres jóvenes salieron
juntas.
–Si nos damos prisa –dijo Lydia mientras caminaba–, tal vez
podamos ver al capitán Carter antes de que se vaya.
En Meryton se separaron; las dos menores se dirigieron a
casa
de la esposa de uno de los oficiales y Elizabeth continuó su
camino sola.
Cruzó campo tras campo a paso ligero, saltó cercas y sorteó
charcos con impaciencia hasta que por fin se encontró ante
la
casa, con los tobillos empapados, las medias sucias y el
rostro
encendido por el ejercicio.
La pasaron al comedor donde estaban todos reunidos
menos
Jane, y donde su presencia causó gran sorpresa. A la señora
Hurst y a la señorita Bingley les parecía increíble que
hubiese
caminado tres millas sola, tan temprano y con un tiempo
tan
44
espantoso. Elizabeth quedó convencida de que la hicieron
de
menos por ello. No obstante, la recibieron con mucha
cortesía,
pero en la actitud del hermano había algo más que cortesía:
había buen humor y amabilidad. El señor Darcy habló poco
y el
señor Hurst nada de nada. El primero fluctuaba entre la
admiración por la luminosidad que el ejercicio le había dado
a
su rostro y la duda de si la ocasión justificaba el que
hubiese
venido sola desde tan lejos. El segundo sólo pensaba en su
desayuno.
Las preguntas que Elizabeth hizo acerca de su hermana no
fueron contestadas favorablemente. La señorita Bennet
había
dormido mal, y, aunque se había levantado, tenía mucha
fiebre
y no estaba en condiciones de salir de su habitación.
Elizabeth
se alegró de que la llevasen a verla inmediatamente; y
Jane,
que se había contenido de expresar en su nota cómo
deseaba
esa visita, por miedo a ser inconveniente o a alarmarlos, se
alegró muchísimo al verla entrar. A pesar de todo no tenía
ánimo para mucha conversación. Cuando la señorita
Bingley las
dejó solas, no pudo formular más que gratitud por la
extraordinaria amabilidad con que la trataban en aquella
casa.
Elizabeth la atendió en silencio.
Cuando acabó el desayuno, las hermanas Bingley se
reunieron
con ellas; y a Elizabeth empezaron a parecerle simpáticas al
ver
el afecto y el interés que mostraban por Jane. Vino el
médico y
examinó a la paciente, declarando, como era de suponer,
que
había cogido un fuerte resfriado y que debían hacer todo lo
45
posible por cuidarla. Le recomendó que se metiese otra vez
en
la cama y le recetó algunas medicinas. Siguieron las
instrucciones del médico al pie de la letra, ya que la fiebre
había
aumentado y el dolor de cabeza era más agudo. Elizabeth
no
abandonó la habitación ni un solo instante y las otras
señoras
tampoco se ausentaban por mucho tiempo. Los señores
estaban fuera porque en realidad nada tenían que hacer
allí.
Cuando dieron las tres, Elizabeth comprendió que debía
marcharse, y, aunque muy en contra de su voluntad, así lo
expresó.
La señorita Bingley le ofreció el carruaje; Elizabeth sólo
estaba
esperando que insistiese un poco más para aceptarlo,
cuando
Jane comunicó su deseo de marcharse con ella; por lo que
la
señorita Bingley se vio obligada a convertir el ofrecimiento
del
landó en una invitación para que se quedase en Netherfield.
Elizabeth aceptó muy agradecida, y mandaron un criado a
Longbourn para hacer saber a la familia que se quedaba y
para
que le enviasen ropa.
46
C A P Í T U L O VIII
A las cinco las señoras se retiraron para vestirse y a las seis
y
media llamaron a Elizabeth para que bajara a cenar. Ésta
no
pudo contestar favorablemente a las atentas preguntas que
le
hicieron y en las cuales tuvo la satisfacción de distinguir el
interés especial del señor Bingley. Jane no había mejorado
nada; al oírlo, las hermanas repitieron tres o cuatro veces
cuánto lo lamentaban, lo horrible que era tener un mal
resfriado
y lo que a ellas les molestaba estar enfermas. Después ya
no se
ocuparon más del asunto.
Y su indiferencia hacia Jane, en cuanto no la tenían delante,
volvió a despertar en Elizabeth la antipatía que en principio
había sentido por ellas.
En realidad, era a Bingley al único del grupo que ella veía
con
agrado. Su preocupación por Jane era evidente, y las
atenciones que tenía con Elizabeth eran lo que evitaba que
se
sintiese como una intrusa, que era como los demás la
consideraban. Sólo él parecía darse cuenta de su presencia.
La
señorita Bingley estaba absorta con el señor Darcy; su
hermana, más o menos, lo mismo; en cuanto al señor Hurst,
que
estaba sentado al lado de Elizabeth, era un hombre
indolente
que no vivía más que para comer, beber y jugar a las
cartas.
Cuando supo que Elizabeth prefería un plato sencillo a un
47
ragout, ya no tuvo nada de qué hablar con ella. Cuando
acabó
la cena, Elizabeth volvió inmediatamente junto a Jane.
Nada más salir del comedor, la señorita Bingley empezó a
criticarla. Sus modales eran, en efecto, pésimos, una
mezcla de
orgullo e impertinencia; no tenía conversación, ni estilo, ni
gusto, ni belleza. La señora Hurst opinaba lo mismo y
añadió:
—En resumen, lo único que se puede decir de ella es que es
una
excelente caminante. Jamás olvidaré cómo apareció esta
mañana. Realmente parecía medio salvaje.
En efecto, Louisa. Cuando la vi, casi no pude contenerme.
¡Qué
insensatez venir hasta aquí! ¿Qué necesidad había de que
corriese por los campos sólo porque su hermana tiene un
resfriado? ¡Cómo traía los cabellos, tan despeinados, tan
desaliñados!
—Sí. ¡Y las enaguas! ¡Si las hubieseis visto! Con más de una
cuarta de barro. Y el abrigo que se había puesto para
taparlas,
desde luego, no cumplía su cometido.
—Tu retrato puede que sea muy exacto, Louisa —dijo
Bingley—,
pero todo eso a mí me pasó inadvertido. Creo que la
señorita
Elizabeth Bennet tenía un aspecto inmejorable al entrar en
el
salón esta mañana. Casi no me di cuenta de que llevaba las
faldas sucias.
—Estoy segura de que usted sí que se fijó, señor Darcy —
dijo la
señorita Bingley—; y me figuro que no le gustaría que su
hermana diese semejante espectáculo.
48
—Claro que no.
—¡Caminar tres millas, o cuatro, o cinco, o las que sean,
con el
barro hasta los tobillos y sola, completamente sola! ¿Qué
querría dar a entender? Para mí, eso demuestra una
abominable independencia y presunción, y una indiferencia
por
el decoro propio de la gente del campo.
—Lo que demuestra es un apreciable cariño por su
hermana —
dijo Bingley.
—Me temo, señor Darcy —observó la señorita Bingley a
media
voz—, que esta aventura habrá afectado bastante la
admiración que sentía usted por sus bellos ojos.
—En absoluto —respondió Darcy—; con el ejercicio se le
pusieron aun más brillantes. A esta intervención siguió una
breve pausa, y la señora Hurst empezó de nuevo.
—Le tengo gran estima a Jane Bennet, es en verdad una
muchacha encantadora, y desearía con todo mi corazón
que
tuviese mucha suerte. Pero con semejantes padres y con
parientes de tan poca clase, me temo que no va a tener
muchas
oportunidades.
—Creo que te he oído decir que su tío es abogado en
Meryton.
—Sí, y tiene otro que vive en algún sitio cerca de
Cheapside.
—¡Colosal! añadió su hermana. Y las dos se echaron a reír a
carcajadas.
49
—Aunque todo Cheapside estuviese lleno de tíos suyos —
exclamó Bingley—, no por ello serían las Bennet menos
agradables.
—Pero les disminuirá las posibilidades de casarse con
hombres
que figuren algo en el mundo — respondió Darcy.
Bingley no hizo ningún comentario a esta observación de
Darcy.
Pero sus hermanas asintieron encantadas, y estuvieron un
rato
divirtiéndose a costa de los vulgares parientes de su
querida
amiga.
Sin embargo, en un acto de renovada bondad, al salir del
comedor pasaron al cuarto de la enferma y se sentaron con
ella
hasta que las llamaron para el café. Jane se encontraba
todavía muy mal, y Elizabeth no la dejaría hasta más tarde,
cuando se quedó tranquila al ver que estaba dormida, y
entonces le pareció que debía ir abajo, aunque no le
apeteciese
nada. Al entrar en el salón los encontró a todos jugando al
loo, e
inmediatamente la invitaron a que los acompañase. Pero
ella,
temiendo que estuviesen jugando fuerte, no aceptó, y,
utilizando a su hermana como excusa, dijo que se
entretendría
con un libro durante el poco tiempo que podría permanecer
abajo. El señor Hurst la miró con asombro.
—¿Prefieres leer a jugar?—le dijo—. Es muy extraño.
—La señorita Elizabeth Bennet —dijo la señorita Bingley—
desprecia las cartas. Es una gran lectora y no encuentra
placer
en nada más.
50
—No merezco ni ese elogio ni esa censura exclamó
Elizabeth—.
No soy una gran lectora y encuentro placer en muchas
cosas.
—Como, por ejemplo, en cuidar a su hermana —intervino
Bingley—, y espero que ese placer aumente cuando la vea
completamente repuesta.
Elizabeth se lo agradeció de corazón y se dirigió a una mesa
donde había varios libros. Él se ofreció al instante para ir a
buscar otros, todos los que hubiese en su biblioteca.
—Desearía que mi colección fuese mayor para beneficio
suyo y
para mi propio prestigio; pero soy un hombre perezoso, y
aunque no tengo muchos libros, tengo más de los que
pueda
llegar a leer. Elizabeth le aseguró que con los que había en
la
habitación tenía de sobra.
—Me extraña —dijo la señorita Bingley— que mi padre haya
dejado una colección de libros tan pequeña. ¡Qué
estupenda
biblioteca tiene usted en Pemberley, señor Darcy!
—Tiene que ser buena —contestó—; es obra de muchas
generaciones.
—Y además usted la ha aumentado considerablemente;
siempre está comprando libros.
—No puedo comprender que se descuide la biblioteca de
una
familia en tiempos como éstos.
—¡Descuidar! Estoy segura de que usted no descuida nada
que
se refiera a aumentar la belleza de ese noble lugar. Charles,
51
cuando construyas tu casa, me conformaría con que fuese
la
mitad de bonita que Pemberley.
—Ojalá pueda.
—Pero yo te aconsejaría que comprases el terreno cerca de
Pemberley y que lo tomases como modelo. No hay condado
más bonito en Inglaterra que Derbyshire.
—Ya lo creo que lo haría. Y compraría el mismo Pemberley
si
Darcy lo vendiera.
—Hablo de posibilidades, Charles.
—Sinceramente, Caroline, preferiría conseguir Pemberley
comprándolo que imitándolo.
Elizabeth estaba demasiado absorta en lo que ocurría para
poder prestar la menor atención a su libro; no tardó en
abandonarlo, se acercó a la mesa de juego y se colocó
entre
Bingley y su hermana mayor para observar la partida.
—¿Ha crecido la señorita Darcy desde la primavera? —
preguntó
la señorita Bingley—. ¿Será ya tan alta como yo?
—Creo que sí. Ahora será de la estatura de la señorita
Elizabeth
Bennet, o más alta.
—¡Qué ganas tengo de volver a verla! Nunca he conocido a
nadie que me guste tanto. ¡Qué figura, qué modales y qué
talento para su edad! Toca el piano de un modo exquisito.
52
—Me asombra —dijo Bingley— que las jóvenes tengan tanta
paciencia para aprender tanto, y lleguen a ser tan perfectas
como lo son todas.
—¡Todas las jóvenes perfectas! Mi querido Charles, ¿qué
dices?
—Sí, todas. Todas pintan, forran biombos y hacen bolsitas
de
malla. No conozco a ninguna que no sepa hacer todas estas
cosas, y nunca he oído hablar de una damita por primera
vez
sin que se me informara de que era perfecta.
—Tu lista de lo que abarcan comúnmente esas perfecciones

dijo Darcy— tiene mucho de verdad.
El adjetivo se aplica a mujeres cuyos conocimientos no son
otros que hacer bolsos de malla o forrar biombos. Pero disto
mucho de estar de acuerdo contigo en lo que se refiere a tu
estimación de las damas en general. De todas las que he
conocido, no puedo alardear de conocer más que a una
media
docena que sean realmente perfectas.
—Ni yo, desde luego —dijo la señorita Bingley.
—Entonces observó Elizabeth— debe ser que su concepto
de la
mujer perfecta es muy exigente.
—Sí, es muy exigente.
—¡Oh, desde luego! exclamó su fiel colaboradora—. Nadie
puede estimarse realmente perfecto si no sobrepasa en
mucho
lo que se encuentra normalmente. Una mujer debe tener un
conocimiento profundo de música, canto, dibujo, baile y
53
lenguas modernas. Y además de todo esto, debe poseer un
algo especial en su aire y manera de andar, en el tono de
su
voz, en su trato y modo de expresarse; pues de lo contrario
no
merecería el calificativo más que a medias.
—Debe poseer todo esto —agregó Darcy—, y a ello hay que
añadir algo más sustancial en el desarrollo de su
inteligencia
por medio de abundantes lecturas.
—No me sorprende ahora que conozca sólo a seis mujeres
perfectas. Lo que me extraña es que conozca a alguna.
—¿Tan severa es usted con su propio sexo que duda de que
esto sea posible?
—Yo nunca he visto una mujer así. Nunca he visto tanta
capacidad, tanto gusto, tanta aplicación y tanta elegancia
juntas como usted describe.
La señora Hurst y la señorita Bingley protestaron contra la
injusticia de su implícita duda, afirmando que conocían
muchas
mujeres que respondían a dicha descripción, cuando el
señor
Hurst las llamó al orden quejándose amargamente de que
no
prestasen atención al juego. Como la conversación parecía
haber terminado, Elizabeth no tardó en abandonar el salón.
—Elizabeth —dijo la señorita Bingley cuando la puerta se
hubo
cerrado tras ella— es una de esas muchachas que tratan de
hacerse agradables al sexo opuesto desacreditando al suyo
propio; no diré que no dé resultado con muchos hombres,
pero
en mi opinión es un truco vil, una mala maña.
54
—Indudablemente —respondió Darcy, a quien iba dirigida
principalmente esta observación— hay vileza en todas las
artes
que las damas a veces se rebajan a emplear para cautivar a
los
hombres. Todo lo que tenga algo que ver con la astucia es
despreciable.
La señorita Bingley no quedó lo bastante satisfecha con la
respuesta como para continuar con el tema. Elizabeth se
reunió
de nuevo con ellos sólo para decirles que su hermana
estaba
peor y que no podía dejarla. Bingley decidió enviar a
alguien a
buscar inmediatamente al doctor Jones; mientras que sus
hermanas, convencidas de que la asistencia médica en el
campo no servía para nada, propusieron enviar a alguien a
la
capital para que trajese a uno de los más eminentes
doctores.
Elizabeth no quiso ni oír hablar de esto último, pero no se
oponía a que se hiciese lo que decía el hermano. De
manera
que se acordó mandar a buscar al doctor Jones temprano a
la
mañana siguiente si Jane no se encontraba mejor.
Bingley estaba bastante preocupado y sus hermanas
estaban
muy afligidas. Sin embargo, más tarde se consolaron
cantando
unos dúos, mientras Bingley no podía encontrar mejor alivio
a
su preocupación que dar órdenes a su ama de llaves para
que
se prestase toda atención posible a la enferma y a su
hermana.
55
C A P Í T U L O IX
Elizabeth pasó la mayor parte de la noche en la habitación
de
su hermana, y por la mañana tuvo el placer de poder enviar
una
respuesta satisfactoria a las múltiples preguntas que ya
muy
temprano venía recibiendo, a través de una sirvienta de
Bingley;
y también a las que más tarde recibía de las dos elegantes
damas de compañía de las hermanas. A pesar de la
mejoría,
Elizabeth pidió que se mandase una nota a Longbourn, pues
quería que su madre viniese a visitar a Jane para que ella
misma juzgase la situación. La nota fue despachada
inmediatamente y la respuesta a su contenido fue
cumplimentada con la misma rapidez. La señora Bennet,
acompañada de sus dos hijas menores, llegó a Netherfield
poco
después del desayuno de la familia.
Si hubiese encontrado a Jane en peligro aparente, la señora
Bennet se habría disgustado mucho; pero quedándose
satisfecha al ver que la enfermedad no era alarmante, no
tenía
ningún deseo de que se recobrase pronto, ya que su cura
significaría marcharse de Netherfield. Por este motivo se
negó a
atender la petición de su hija de que se la llevase a casa,
cosa
que el médico, que había llegado casi al mismo tiempo,
tampoco juzgó prudente. Después de estar sentadas un
rato
con Jane, apareció la señorita Bingley y las invitó a pasar al
comedor. La madre y las tres hijas la siguieron. Bingley las
recibió y les preguntó por Jane con la esperanza de que la
56
señora Bennet no hubiese encontrado a su hija peor de lo
que
esperaba.
—Pues verdaderamente, la he encontrado muy mal —
respondió
la señora Bennet—. Tan mal que no es posible llevarla a
casa. El
doctor Jones dice que no debemos pensar en trasladarla.
Tendremos que abusar un poco más de su amabilidad.
—¡Trasladarla! —exclamó Bingley—. ¡Ni pensarlo! Estoy
seguro
de que mi hermana también se opondrá a que se vaya a
casa.
—Puede usted confiar, señora —repuso la señorita Bingley
con
fría cortesía—, en que a la señorita Bennet no le ha de faltar
nada mientras esté con nosotros.
—Estoy segura —añadió— de que, a no ser por tan buenos
amigos, no sé qué habría sido de ella, porque está muy
enferma
y sufre mucho; aunque eso sí, con la mayor paciencia del
mundo, como hace siempre, porque tiene el carácter más
dulce
que conozco. Muchas veces les digo a mis otras hijas que
no
valen nada a su lado. ¡Qué bonita habitación es ésta, señor
Bingley, y qué encantadora vista tiene a los senderos de
jardín!
Nunca he visto un lugar en todo el país comparable a
Netherfield. Espero que no pensará dejarlo repentinamente,
aunque lo haya alquilado por poco tiempo.
—Yo todo lo hago repentinamente —respondió Bingley—.
Así
que si decidiese dejar Netherfield, probablemente me iría
en
cinco minutos. Pero, por ahora, me encuentro bien aquí.
57
—Eso es exactamente lo que yo me esperaba de usted —
dijo
Elizabeth.
—Empieza usted a comprenderme, ¿no es así? —exclamó
Bingley volviéndose hacia ella.
—¡Oh, sí! Le comprendo perfectamente.
—Desearía tomarlo como un cumplido; pero me temo que
el
que se me conozca fácilmente es lamentable.
—Es como es. Ello no significa necesariamente que un
carácter
profundo y complejo sea más o menos estimable que el
suyo.
—Lizzy —exclamó su madre—, recuerda dónde estás y deja
de
comportarte con esa conducta intolerable a la que nos
tienes
acostumbrados en casa.
—No sabía que se dedicase usted a estudiar el carácter de
las
personas —prosiguió Bingley inmediatamente—. Debe ser
un
estudio apasionante.
—Sí; y los caracteres complejos son los más apasionantes
de
todos. Por lo menos, tienen esa ventaja.
—El campo —dijo Darcy— no puede proporcionar muchos
sujetos para tal estudio. En un pueblo se mueve uno en una
sociedad invariable y muy limitada.
—Pero la gente cambia tanto, que siempre hay en ellos algo
nuevo que observar.
58
—Ya lo creo que sí —exclamó la señora Bennet, ofendida
por la
manera en la que había hablado de la gente del campo—; le
aseguro que eso ocurre lo mismo en el campo que en la
ciudad.
Todo el mundo se quedó sorprendido. Darcy la miró un
momento y luego se volvió sin decir nada.
La señora Bennet creyó que había obtenido una victoria
aplastante sobre él y continuó triunfante:
—Por mi parte no creo que Londres tenga ninguna ventaja
sobre el campo, a no ser por las tiendas y los lugares
públicos.
El campo es mucho más agradable. ¿No es así, señor
Bingley?
—Cuando estoy en el campo —contestó— no deseo irme, y
cuando estoy en la ciudad me pasa lo mismo. Cada uno
tiene
sus ventajas y yo me encuentro igualmente a gusto en los
dos
sitios.
—Claro, porque usted tiene muy buen carácter. En cambio
ese
caballero —dijo mirando a Darcy— no parece que tenga
muy
buena opinión del campo.
—Mamá, estás muy equivocada —intervino Elizabeth
sonrojándose por la imprudencia de su madre —,
interpretas
mal al señor Darcy. Él sólo quería decir que en el campo no
se
encuentra tanta variedad de gente como en la ciudad. Lo
que
debes reconocer que es cierto.
—Ciertamente, querida, nadie dijo lo contrario, pero eso de
que
no hay mucha gente en esta vecindad, creo que hay pocas
tan
59
grandes como la nuestra. Yo he llegado a cenar con
veinticuatro familias.
Nada, si no fuese su consideración por Elizabeth, podría
haber
hecho contenerse a Bingley. Su hermana fue menos
delicada, y
miró a Darcy con una sonrisa muy expresiva. Elizabeth
quiso
decir algo para cambiar de conversación y le preguntó a su
madre si Charlotte Lucas había estado en Longbourn desde
que
ella se había ido.
—Sí, nos visitó ayer con su padre. ¡Qué hombre tan
agradable
es sir William! ¿Verdad, señor Bingley? ¡Tan distinguido, tan
gentil y tan sencillo! Siempre tiene una palabra agradable
para
todo el mundo. Esa es la idea que yo tengo de lo que es la
buena educación; esas personas que se creen muy
importantes
y nunca abren la boca, no tienen idea de educación.
—¿Cenó Charlotte con vosotros?
—No, se fue a casa. Creo que la necesitaban para hacer el
pastel de carne. Lo que es yo, señor Bingley, siempre tengo
sirvientes que saben hacer su trabajo. Mis hijas están
educadas
de otro modo. Pero cada cual que se juzgue a sí mismo. Las
Lucas son muy buenas chicas, se lo aseguro. ¡Es una pena
que
no sean bonitas! No es que crea que Charlotte sea muy fea;
en
fin, sea como sea, es muy amiga nuestra.
—Parece una joven muy agradable —dijo Bingley.
—¡Oh! sí, pero debe admitir que es bastante feúcha. La
misma
lady Lucas lo dice muchas veces, y me envidia por la
belleza de
60
Jane. No me gusta alabar a mis propias hijas, pero la verdad
es
que no se encuentra a menudo a alguien tan guapa como
Jane.
Yo no puedo ser imparcial, claro; pero es que lo dice todo el
mundo. Cuando sólo tenía quince años, había un caballero
que
vivía en casa de mi hermano Gardiner en la ciudad, y que
estaba tan enamorado de Jane que mi cuñada aseguraba
que
se declararía antes de que nos fuéramos. Pero no lo hizo.
Probablemente pensó que era demasiado joven. Sin
embargo,
le escribió unos versos, y bien bonitos que eran.
—Y así terminó su amor —dijo Elizabeth con impaciencia—.
Creo
que ha habido muchos que lo vencieron de la misma forma.
Me
pregunto quién sería el primero en descubrir la eficacia de
la
poesía para acabar con el amor.
—Yo siempre he considerado que la poesía es el alimento
del
amor —dijo Darcy.
—De un gran amor, sólido y fuerte, puede. Todo nutre a lo
que
ya es fuerte de por sí. Pero si es solo una inclinación ligera,
sin
ninguna base, un buen soneto la acabaría matando de
hambre.
Darcy se limitó a sonreír. Siguió un silencio general que hizo
temer a Elizabeth que su madre volviese a hablar de nuevo.
La
señora Bennet lo deseaba, pero no sabía qué decir, hasta
que
después de una pequeña pausa empezó a reiterar su
agradecimiento al señor Bingley por su amabilidad con Jane
y
se disculpó por las molestias que también pudiera estar
causando Lizzy. El señor Bingley fue cortés en su respuesta,
y
61
obligó a su hermana menor a ser cortés y a decir lo que la
ocasión requería. Ella hizo su papel, aunque con poca
gracia,
pero la señora Bennet, quedó satisfecha y poco después
pidió
su carruaje.
Al oír esto, la más joven de sus hijas se adelantó para decir
algo. Las dos muchachitas habían estado cuchicheando
durante toda la visita, y el resultado de ello fue que la más
joven debía recordarle al señor Bingley que cuando vino al
campo por primera vez había prometido dar un baile en
Netherfield. Lydia era fuerte, muy crecida para tener quince
años, tenía buena figura y un carácter muy alegre.
Era la favorita de su madre que por el amor que le tenía la
había presentado en sociedad a una edad muy temprana.
Era
muy impulsiva y se daba mucha importancia, lo que había
aumentado con las atenciones que recibía de los oficiales, a
lo
que las cenas de su tía y sus modales sencillos contribuían.
Por
lo tanto, era la más adecuada para dirigirse a Bingley y
recordarle su promesa; añadiendo que sería una vergüenza
ante el mundo si no lo mantenía. Su respuesta a este
repentino
ataque fue encantadora a los oídos de la señora Bennet.
—Le aseguro que estoy dispuesto a mantener mi
compromiso,
en cuanto su hermana esté bien; usted misma, si gusta,
podrá
señalar la fecha del baile: No querrá estar bailando
mientras su
hermana está enferma. Lydia se dio por satisfecha:
62
—¡Oh! sí, será mucho mejor esperar a que Jane esté bien; y
para
entonces lo más seguro es que el capitán Carter estará de
nuevo en Meryton. Y cuando usted haya dado su baile —
agregó—, insistiré para que den también uno ellos. Le diré
al
coronel Forster que sería lamentable que no lo hiciese.
Por fin la señora Bennet y sus hijas se fueron, y Elizabeth
volvió
al instante con Jane, dejando que las dos damas y el señor
Darcy hiciesen sus comentarios acerca de su
comportamiento y
el de su familia.
Sin embargo, Darcy no pudo compartir con los demás la
censura hacia Elizabeth, a pesar de la agudeza de la
señorita
Bingley al hacer chistes sobre ojos bonitos.
63
CAPÍTULOX
El día pasó lo mismo que el anterior. La señora Hurst y la
señorita Bingley habían estado por la mañana unas horas al
lado de la enferma, que seguía mejorando, aunque
lentamente.
Por la tarde Elizabeth se reunió con ellas en el salón. Pero
no se
dispuso la mesa de juego acostumbrada. Darcy escribía y la
señorita Bingley, sentada a su lado, seguía el curso de la
carta,
interrumpiéndole repetidas veces con mensajes para su
hermana. El señor Hurst y Bingley jugaban al piquet y la
señora
Hurst contemplaba la partida.
Elizabeth se dedicó a una labor de aguja, y tenía suficiente
entretenimiento con atender a lo que pasaba entre Darcy y
su
compañía. Los constantes elogios de ésta a la caligrafía de
Darcy, a la simetría de sus renglones o a la extensión de la
carta, así como la absoluta indiferencia con que eran
recibidos,
constituían un curioso diálogo que estaba exactamente de
acuerdo con la opinión que Elizabeth tenía de cada uno de
ellos.
—¡Qué contenta se pondrá la señorita Darcy cuando reciba
esta
carta! Él no contestó.
—Escribe usted más deprisa que nadie. —Se equivoca.
Escribo
muy despacio.
—¡Cuántas cartas tendrá ocasión de escribir al cabo del
año!
Incluidas cartas de negocios. ¡Cómo las detesto!
64
—Es una suerte, pues, que sea yo y no usted, el que tenga
que
escribirlas.
—Le ruego que le diga a su hermana que deseo mucho
verla.
—Ya se lo he dicho una vez, por petición suya.
—Me temo que su pluma no le va bien. Déjeme que se la
afile, lo
hago increíblemente bien.
—Gracias, pero yo siempre afilo mi propia pluma.
—¿Cómo puede lograr una escritura tan uniforme? Darcy no
hizo ningún comentario.
—Dígale a su hermana que me alegro de saber que ha
hecho
muchos progresos con el arpa; y le ruego que también le
diga
que estoy entusiasmada con el diseño de mesa que hizo, y
que
creo que es infinitamente superior al de la señorita
Grantley.
—¿Me permite que aplace su entusiasmo para otra carta?
En la
presente ya no tengo espacio para más elogios.
—¡Oh!, no tiene importancia. La veré en enero. Pero,
¿siempre le
escribe cartas tan largas y encantadoras, señor Darcy?
—Generalmente son largas; pero si son encantadoras o no,
no
soy yo quien debe juzgarlo.
—Para mí es como una norma, cuando una persona escribe
cartas tan largas con tanta facilidad no puede escribir mal.
—Ese cumplido no vale para Darcy, Caroline —interrumpió
su
hermano—, porque no escribe con facilidad. Estudia
demasiado
65
las palabras. Siempre busca palabras complicadas de más
de
cuatro sílabas, ¿no es así, Darcy?
—Mi estilo es muy distinto al tuyo.
—¡Oh! —exclamó la señorita Bingley—. Charles escribe sin
ningún cuidado. Se come la mitad de las palabras y
emborrona
el resto.
—Las ideas me vienen tan rápido que no tengo tiempo de
expresarlas; de manera que, a veces, mis cartas no
comunican
ninguna idea al que las recibe.
—Su humildad, señor Bingley —intervino Elizabeth—, tiene
que
desarmar todos los reproches.
—Nada es más engañoso —dijo Darcy— que la apariencia
de
humildad. Normalmente no es otra cosa que falta de
opinión, y
a veces es una forma indirecta de vanagloriarse.
—¿Y cuál de esos dos calificativos aplicas a mi reciente acto
de
modestia?
—Una forma indirecta de vanagloriarse; porque tú, en
realidad,
estás orgulloso de tus defectos como escritor, puesto que
los
atribuyes a tu rapidez de pensamientos y a un descuido en
la
ejecución, cosa que consideras, si no muy estimable, al
menos
muy interesante. Siempre se aprecia mucho el poder de
hacer
cualquier cosa con rapidez, y no se presta atención a la
imperfección con la que se hace. Cuando esta mañana le
dijiste
a la señora Bennet que si alguna vez te decidías a dejar
66
Netherfield, te irías en cinco minutos, fue una especie de
elogio,
de cumplido hacia ti mismo; y, sin embargo, ¿qué tiene de
elogiable marcharse precipitadamente dejando, sin duda,
asuntos sin resolver, lo que no puede ser beneficioso para ti
ni
para nadie?
—¡No! —exclamó Bingley—. Me parece demasiado recordar
por
la noche las tonterías que se dicen por la mañana. Y te doy
mi
palabra, estaba convencido de que lo que decía de mí
mismo
era verdad, y lo sigo estando ahora. Por lo menos, no
adopté
innecesariamente un carácter precipitado para presumir
delante de las damas.
—Sí, creo que estabas convencido; pero soy yo el que no
está
convencido de que te fueses tan aceleradamente. Tu
conducta
dependería de las circunstancias, como la de cualquier
persona.
Y si, montado ya en el caballo, un amigo te dijese: «Bingley,
quédate hasta la próxima semana», probablemente lo
harías,
probablemente no te irías, y bastaría sólo una palabra más
para que te quedaras un mes. — Con esto sólo ha probado

dijo Elizabeth— que Bingley no hizo justicia a su
temperamento.
Lo ha favorecido usted más ahora de lo que él lo había
hecho.
—Estoy enormemente agradecido —dijo Bingley por
convertir lo
que dice mi amigo en un cumplido. Pero me temo que usted
no
lo interpreta de la forma que mi amigo pretendía; porque él
tendría mejor opinión de mí sí, en esa circunstancia, yo me
negase en rotundo y partiese tan rápido como me fuese
posible.
67
—¿Consideraría entonces el señor Darcy reparada la
imprudencia de su primera intención con la obstinación de
mantenerla?
—No soy yo, sino Darcy, el que debe explicarlo.
—Quieres que dé cuenta de unas opiniones que tú me
atribuyes,
pero que yo nunca he reconocido. Volviendo al caso, debe
recordar, señorita Bennet, que el supuesto amigo que
desea
que se quede y que retrase su plan, simplemente lo desea y
se
lo pide sin ofrecer ningún argumento.
—El ceder pronto y fácilmente a la persuasión de un amigo,
no
tiene ningún mérito para usted. —El ceder sin convicción
dice
poco en favor de la inteligencia de ambos.
—Me da la sensación, señor Darcy, de que usted nunca
permite
que le influyan el afecto o la amistad. El respeto o la estima
por
el que pide puede hacernos ceder a la petición sin esperar
ninguna razón o argumento. No estoy hablando del caso
particular que ha supuesto sobre el señor Bingley.
Además, deberíamos, quizá, esperar a que se diese la
circunstancia para discutir entonces su comportamiento.
Pero
en general y en casos normales entre amigos, cuando uno
quiere que el otro cambie alguna decisión, ¿vería usted mal
que
esa persona complaciese ese deseo sin esperar las razones
del
otro?
68
—¿No sería aconsejable, antes de proseguir con el tema,
dejar
claro con más precisión qué importancia tiene la petición y
qué
intimidad hay entre los amigos?
—Perfectamente —dijo Bingley—, fijémonos en todos los
detalles sin olvidarnos de comparar estatura y tamaño;
porque
eso, señorita Bennet, puede tener más peso en la discusión
de
lo que parece. Le aseguro que, si Darcy no fuera tan alto
comparado conmigo, no le tendría ni la mitad del respeto
que le
tengo. Confieso que no conozco nada más imponente que
Darcy en determinadas ocasiones y en determinados
lugares,
especialmente en su casa y en las tardes de domingo
cuando
no tiene nada que hacer. El señor Darcy sonrió; pero
Elizabeth
se dio cuenta de que se había ofendido bastante y contuvo
la
risa. La señorita Bingley se molestó mucho por la ofensa
que le
había hecho a Darcy y censuró a su hermano por decir tales
tonterías.
—Conozco tu sistema, Bingley —dijo su amigo—. No te
gustan
las discusiones y quieres acabar ésta.
—Quizá. Las discusiones se parecen demasiado a las
disputas.
Si tú y la señorita Bennet posponéis la vuestra para cuando
yo
no esté en la habitación, estaré muy agradecido; además,
así
podréis decir todo lo que queráis de mí.
—Por mi parte —dijo Elizabeth—, no hay objeción en hacer
lo
que pide, y es mejor que el señor Darcy acabe la carta.
69
Darcy siguió su consejo y acabó la carta. Concluida la tarea,
se
dirigió a la señorita Bingley y a Elizabeth para que les
deleitasen con algo de música. La señorita Bingley se
apresuró
al piano, pero antes de sentarse invitó cortésmente a
Elizabeth
a tocar en primer lugar; ésta, con igual cortesía y con toda
sinceridad rechazó la invitación; entonces, la señorita
Bingley se
sentó y comenzó el concierto.
La señora Hurst cantó con su hermana, y, mientras se
empleaban en esta actividad, Elizabeth no podía evitar
darse
cuenta, cada vez que volvía las páginas de unos libros de
música que había sobre el piano, de la frecuencia con la
que los
ojos de Darcy se fijaban en ella. Le era difícil suponer que
fuese
objeto de admiración ante un hombre de tal categoría; y
aun
sería más extraño que la mirase porque ella le desagradara.
Por
fin, sólo pudo imaginar que llamaba su atención porque
había
algo en ella peor y más reprochable, según su concepto de
la
virtud, que en el resto de los presentes. Esta suposición no
la
apenaba. Le gustaba tan poco, que la opinión que tuviese
sobre
ella, no le preocupaba.
Después de tocar algunas canciones italianas, la señorita
Bingley varió el repertorio con un aire escocés más alegre;
y al
momento el señor Darcy se acercó a Elizabeth y le dijo:
—¿Le apetecería, señorita Bennet, aprovechar esta
oportunidad
para bailar un reel?
70
Ella sonrió y no contestó. Él, algo sorprendido por su
silencio,
repitió la pregunta.
—¡Oh! —dijo ella—, ya había oído la pregunta. Estaba
meditando
la respuesta. Sé que usted querría que contestase que sí, y
así
habría tenido el placer de criticar mis gustos; pero a mí me
encanta echar por tierra esa clase de trampas y defraudar a
la
gente que está premeditando un desaire. Por lo tanto, he
decidido decirle que no deseo bailar en absoluto. Y, ahora,
desáireme si se atreve.
—No me atrevo, se lo aseguro.
Ella, que creyó haberle ofendido, se quedó asombrada de
su
galantería. Pero había tal mezcla de dulzura y malicia en los
modales de Elizabeth, que era difícil que pudiese ofender a
nadie; y Darcy nunca había estado tan ensimismado con
una
mujer como lo estaba con ella. Creía realmente que si no
fuera
por la inferioridad de su familia, se vería en peligro.
La señorita Bingley vio o sospechó lo bastante para ponerse
celosa, y su ansiedad porque se restableciese su querida
amiga
Jane se incrementó con el deseo de librarse de Elizabeth.
Intentaba provocar a Darcy para que se desilusionase de la
joven, hablándole de su supuesto matrimonio con ella y de
la
felicidad que esa alianza le traería.
—Espero —le dijo al día siguiente mientras paseaban por el
jardín— que cuando ese deseado acontecimiento tenga
lugar,
hará usted a su suegra unas cuantas advertencias para que
71
modere su lengua; y si puede conseguirlo, evite que las
hijas
menores anden detrás de los oficiales. Y, si me permite
mencionar un tema tan delicado, procure refrenar ese algo,
rayando en la presunción y en la impertinencia, que su
dama
posee.
—¿Tiene algo más que proponerme para mi felicidad
doméstica?
—¡Oh, sí! Deje que los retratos de sus tíos, los Phillips, sean
colgados en la galería de Pemberley. Póngalos al lado del
tío
abuelo suyo, el juez. Son de la misma profesión, aunque de
distinta categoría. En cuanto al retrato de su Elizabeth, no
debe
permitir que se lo hagan, porque ¿qué pintor podría hacer
justicia a sus hermosos ojos?
—Desde luego, no sería fácil captar su expresión, pero el
color,
la forma y sus bonitas pestañas podrían ser reproducidos.
En ese momento, por otro sendero del jardín, salieron a su
paso
la señora Hurst y Elizabeth.
—No sabía que estabais paseando —dijo la señorita Bingley
un
poco confusa al pensar que pudiesen haberles oído.
—Os habéis portado muy mal con nosotras —respondió la
señora Hurst— al no decirnos que ibais a salir.
Y, tomando el brazo libre del señor Darcy, dejó que
Elizabeth
pasease sola. En el camino sólo cabían tres. El señor Darcy
se
dio cuenta de tal descortesía y dijo inmediatamente:
72
—Este paseo no es lo bastante ancho para los cuatro,
salgamos
a la avenida.
Pero Elizabeth, que no tenía la menor intención de
continuar
con ellos, contestó muy sonriente:
—No, no; quédense donde están. Forman un grupo
encantador,
está mucho mejor así. Una cuarta persona lo echaría a
perder.
Adiós.
Se fue alegremente regocijándose al pensar, mientras
caminaba, que dentro de uno o dos días más estaría en su
casa.
Jane se encontraba ya tan bien, que aquella misma tarde
tenía
la intención de salir un par de horas de su cuarto.
73
C A P Í T U L O XI
Cuando las señoras se levantaron de la mesa después de
cenar,
Elizabeth subió a visitar a su hermana y al ver que estaba
bien
abrigada la acompañó al salón, donde sus amigas le dieron
la
bienvenida con grandes demostraciones de contento.
Elizabeth
nunca las había visto tan amables como en la hora que
transcurrió hasta que llegaron los caballeros. Hablaron de
todo.
Describieron la fiesta con todo detalle, contaron anécdotas
con
mucha gracia y se burlaron de sus conocidos con humor.
Pero en cuanto entraron los caballeros, Jane dejó de ser el
primer objeto de atención. Los ojos de la señorita Bingley se
volvieron instantáneamente hacia Darcy y no había dado
cuatro pasos cuando ya tenía algo que decirle. Él se dirigió
directamente a la señorita Bennet y la felicitó cortésmente.
También el señor Hurst le hizo una ligera inclinación de
cabeza,
diciéndole que se alegraba mucho; pero la efusión y el calor
quedaron reservados para el saludo de Bingley, que estaba
muy contento y lleno de atenciones para con ella. La
primera
media hora se la pasó avivando el fuego para que Jane no
notase el cambio de una habitación a la otra, y le rogó que
se
pusiera al lado de la chimenea, lo más lejos posible de la
puerta.
Luego se sentó junto a ella y ya casi no habló con nadie
más.
Elizabeth, enfrente, con su labor, contemplaba la escena
con
satisfacción.
74
Cuando terminaron de tomar el té, el señor Hurst recordó a
su
cuñada la mesa de juego, pero fue en vano; ella intuía que
a
Darcy no le apetecía jugar, y el señor Hurst vio su petición
rechazada inmediatamente. Le aseguró que nadie tenía
ganas
de jugar; el silencio que siguió a su afirmación pareció
corroborarla. Por lo tanto, al señor Hurst no le quedaba otra
cosa que hacer que tumbarse en un sofá y dormir. Darcy
cogió
un libro, la señorita Bingley cogió otro, y la señora Hurst,
ocupada principalmente en jugar con sus pulseras y
sortijas, se
unía, de vez en cuando, a la conversación de su hermano
con la
señorita Bennet.
La señorita Bingley prestaba más atención a la lectura de
Darcy que a la suya propia. No paraba de hacerle preguntas
o
mirar la página que él tenía delante. Sin embargo, no
consiguió
sacarle ninguna conversación; se limitaba a contestar y
seguía
leyendo. Finalmente, angustiada con la idea de tener que
entretenerse con su libro que había elegido solamente
porque
era el segundo tomo del que leía Darcy, bostezó
largamente y
exclamó:
—¡Qué agradable es pasar una velada así! Bien mirado,
creo
que no hay nada tan divertido como leer. Cualquier otra
cosa
en seguida te cansa, pero un libro, nunca. Cuando tenga—
una
casa propia seré desgraciadísima si no tengo una gran
biblioteca.
75
Nadie dijo nada. Entonces volvió a bostezar, cerró el libro y
paseó la vista alrededor de la habitación buscando en qué
ocupar el tiempo; cuando al oír a su hermano mencionarle
un
baile a la señorita Bennet, se volvió de repente hacia él y
dijo:
—¿Piensas seriamente en dar un baile en Netherfield,
Charles?
Antes de decidirte te aconsejaría que consultases con los
presentes, pues o mucho me engaño o hay entre nosotros
alguien a quien un baile le parecería, más que una
diversión, un
castigo.
—Si te refieres a Darcy —le contestó su hermano—, puede
irse a
la cama antes de que empiece, si lo prefiere; pero en
cuanto al
baile, es cosa hecha, y tan pronto como Nicholls lo haya
dispuesto todo, enviaré las invitaciones.
—Los bailes me gustarían mucho más —repuso su hermana
— si
fuesen de otro modo, pero esa clase de reuniones suelen
ser tan
pesadas que se hacen insufribles. Sería más racional que lo
principal en ellas fuese la conversación y no un baile.
—Mucho más racional sí, Caroline; pero entonces ya no se
parecería en nada a un baile.
La señorita Bingley no contestó; se levantó poco después y
se
puso a pasear por el salón. Su figura era elegante y sus
andares
airosos; pero Darcy, a quien iba dirigido todo, siguió
enfrascado en la lectura.
Ella, desesperada, decidió hacer un esfuerzo más, y,
volviéndose a Elizabeth, dijo:
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—Señorita Eliza Bennet, déjeme que la convenza para que
siga
mi ejemplo y dé una vuelta por el salón. Le aseguro que
viene
muy bien después de estar tanto tiempo sentada en la
misma
postura.
Elizabeth se quedó sorprendida, pero accedió
inmediatamente.
La señorita Bingley logró lo que se había propuesto con su
amabilidad; el señor Darcy levantó la vista. Estaba tan
extrañado de la novedad de esta invitación como podía
estarlo
la misma Elizabeth; inconscientemente, cerró su libro.
Seguidamente, le invitaron a pasear con ellas, a lo que se
negó,
explicando que sólo podía haber dos motivos para que
paseasen por el salón juntas, y si se uniese a ellas
interferiría en
los dos. «¿Qué querrá decir?» La señorita Bingley se moría
de
ganas por saber cuál sería el significado y le preguntó a
Elizabeth si ella podía entenderlo.
—En absoluto —respondió—; pero, sea lo que sea, es
seguro que
quiere dejarnos mal, y la mejor forma de decepcionarle será
no
preguntarle nada.
Sin embargo, la señorita Bingley era incapaz de
decepcionar a
Darcy, e insistió, por lo tanto, en pedir que les explicase los
dos
motivos.
—No tengo el más mínimo inconveniente en explicarlo —
dijo tan
pronto como ella le permitió hablar—. Ustedes eligen este
modo
de pasar el tiempo o porque tienen que hacerse alguna
confidencia o para hablar de sus asuntos secretos, o porque
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saben que paseando lucen mejor su figura; si es por lo
primero,
al ir con ustedes no haría más que importunarlas; y si es
por lo
segundo, las puedo admirar mucho mejor sentado junto al
fuego.
—¡Qué horror! —gritó la señorita Bingley—. Nunca he oído
nada
tan abominable. ¿Cómo podríamos darle su merecido?
—Nada tan fácil, si está dispuesta a ello —dijo Elizabeth—.
Todos sabemos fastidiar y mortificarnos unos a otros.
Búrlese,
ríase de él. Siendo tan íntima amiga suya, sabrá muy bien
cómo
hacerlo.
—No sé, le doy mi palabra. Le aseguro que mi gran amistad
con
él no me ha enseñado cuáles son sus puntos débiles.
¡Burlarse
de una persona flemática, de tanta sangre fría! Y en cuanto
a
reírnos de él sin más mi más, no debemos exponernos

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