El Buscador de Dios
El Buscador de Dios
El Buscador de Dios
EL BUSCADOR DE DIOS
Novela
1977
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¿Invento, verdad, ficción, cosa fidedigna? Unos escriben para intelectuales, otros para
desaforados.
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pide truculencias y exotismo, relatos salvajes, impactos crueles. Si las gentes viven como
enloquecidas ¿por qué novela que las expresa no habría de galopar desbocada? El torbellino nos
habita: digamos lo que manda el torbellino. Parecería ser la estética contemporánea.
Pero hay quienes piensan que también el torbellino tiene su orden interior; y que aun se
puede narrar vidas o inventar historias sin hacer del relato nudo de acertijos, sin sumir en
perplejidad al lector.
También el laberinto guarda su clave secreta. Si se busca con atención su puede dar con
ella. El torbellino, el laberinto: eso que llamamos el fuego de la vida en la ronda de las vidas.
Muchos piensan que no existe o casi no existe ya. La materia, la energía son las deidades
del moderno. Pero Dios es el Misterio, y aun quienes duda, los negadores y los blasfemos, ateos y
descreídos, lo mismo que creyentes y confiado somos, todos, buscadores de Dios. Lo buscamos
sin cesar. Preguntando a la vida y al enigma, en el fondo desenredamos la madeja que nunca
termina: ¿qué hay más allá? Detrás de la gran interrogación vibra la insaciada inquietud humana. Y
la materia, tan amada y solicitada por los sabios, es la gran ironía de Dios.
Y el buscador, con humildad, dirá que no sólo afuera y en sí mismo buscará sueño y
verdad, porque es en el quehacer de muchos donde asoma la cara de cien mil caras del arcano
humano.
Así este relato de relatos, vida de vidas, uno que se pregunta y se contesta en muchos,
espejo de experiencias que siguen a experiencias, aparentando el más intrincado acaso sea el
camino más accesible para acercarse a ÉL.
Y el buen buscador, para encontrar, tendrá primero que padecer y comprender. Eterna ley.
Es una fuerza oscura que me impele a decirlo todo: lo placentero y lo doloroso, lo esquivo y
lo accesible. Todo. Porque la vida —que novela sucesos— y la novela —que vive lo evocado—
para ser fidedignos piden materia de verdad. Luces y sombras. Realidad y fantasía en una sola
espiga, aunque aparente imposible. Eso que no me atreví a contar en otros libros; y aquello que
imaginado escapaba por líneas en fuga. Porque el narrador objetivo y el soñador solían tropezar
con el muro de cristal de las prohibiciones; mas ahora que el muro se adelgaza hasta volverse casi
transparente, lo vedado se torna franqueable. Es lícito recordar lo soñado y lo vivido, aunque
mariposas negras pretendan velar el relato. Y esa línea inmensa, arqueada, montuosa que se
tiende hacia el confín es mi alma que huye hacia una infancia olvidada porque teme conocer la
grandeza, la miseria, los horrores y los éxtasis del hombre.
Soy Martín Lucero para mis amigos. Un solitario para los más.
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Bello es vivir. Pensar mejor. Evocar lo realizado y soñar con lo que falta por hacer, más
todavía.
La casa espera allí, abajo dulce y tranquila, con sus amados moradores. En el promontorio-
mirador árboles, pájaros, la serena constancia del paisaje. Las nubes se enredan en la cresta de los
altos eucaliptos. Y ese coro de montañas. Y el vacío que aterra y engrandece a la vez. Silencio,
soledad, apenas rasgados por un niño u otro paseante solitario. Caminas y meditas. Bermellón y
negro: una mariposa posada en el suelo. Ese azul intenso, intenso que hace rabiar al mar y a los
zafiros. Y las dos blancuras inefables: el Gran Nevado recortándose en lejanía y la torrecilla de la
iglesia capitaneando las tejas rojas. Un feo reloj de hierro desgrana lentas campanadas.
—¿Vanidad, entonces…?
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—Política es el arte de mantenerse en el poder.
—Son conceptos encontrados. ¿Para qué seguir discutiendo? En cierto modo me apena tu
decisión, porque yo tenía mayores planes respecto a ti. Estás buscando la línea de mayor
resistencia. Te vas a quedar solo: romperás con el Partido, y tampoco la oposición te acogerá.
—Si no soy un político ¿qué pierdo con ello? He servido cuatro años al Partido y a la
Revolución, es decir al pueblo. Ahora debo reintegrarme a mis tareas de escritor.
—Pienso a la inversa.
—Al contrario: con humildad proclamo que los hombres de letras se deben a la verdad, a la
moral…
—No he dicho eso. Pero si persisten los errores y los excesos de poder que yo, como
escritor y ciudadano, me juzgo obligado a señalar, la revolución puede destruirse a sí misma.
—No. Ahora me apena, a mí, comprobar que en tus fríos cálculos no entra la equilibrada
apreciación de los hechos.
Otra pausa. El hombre de la pipa frunce el ceño. Medita. Después sugiere conciliador:
—¿Quieres volver a Roma, un ministerio, una senaturía, alguna otra alta situación?
—No. Agradezco tus ofrecimientos pero deseo retirarme a la vida privada, a mis libros.
—¿Y entonces a qué viene criticar al Partido que te hizo ministro y embajador?
—Así es. En tu doble condición de Mandatario y Jefe político, tú decide. Pero todo
ciudadano y con mayor razón un escritor, tiene el derecho —y el deber— de expresar lo que piensa.
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—Te expulsarán del Partido.
—O me harás expulsar.
Duelen los enemigos. Duelen más los que tú formaste y ahora te muerden los talones.
Traición, envidia, deslealtad: las tres Sierpes Negras del transcurrir sudamericano.
Sí: los buenos amigos también existen. ¡Pero son tan pocos!
La lucha del hombre es dura, difícil el camino del artista. No hay descanso, pausa no existe.
Sólo la recompensa del soñador cuando crea.
El mundo nace cada día. Cada hora el hombre debe defender su libertad, el reposo de los
suyos, el derecho a llamarse responsable.
Y la repuesta a los enconados es el gran sueño que cruza tus noches; dejar algo fuerte y
bello como el Ande inmemorial.
Nazis del pensamiento, aquí como en todas partes. Cuán pocos los escritores de conducta
digna y menos los periodistas a la altura de su responsabilidad social.
Siempre los "pequeños", ratas de redacción, cavando el vacío a los mejores o intrigando en
contra suya.
—¿Pero no se prestigia usted con lo que publica? Usted debería pagar al periódico que lo
cobija.
Se sofocaba. No podía formular confidencias, ni sería entendido. Tenía todo: mujer buena y
bella, tres hijos, fortuna, trabajo agradable, juventud éxito. Y de pronto un pozo negro, hondísimo,
se abrió a sus pies. El hombre de carácter se derrumbó como un castillo de naipes: al primer soplo.
Sucedió que al entrar a la reunión la dueña de casa lo retuvo con amables preguntas y mientras
dialogaban, atisbó algo que lo desconcertó primero y luego lo fue transtornando. Ocultos cara y
busto por otra pareja que conversaba de pie, veía únicamente dos soberbias piernas femeninas, tan
hermosamente modeladas que cortaban la respiración. Y para acelerar el incendio visual la falda
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corta o el sentar apresurado, dejaban al descubierto casi la mitad del muslo impecable, tanto que se
advertía la franja blanca, incitante de la piel, entre los dos ébanos de la media y de la enagua.
Visión indescriptible, de plástica atracción, que enviaba cálidas ondas eróticas al observador. Cerró
los ojos involuntariamente pensando: "bah, un par de piernas; puedo tener las que elija". Pero no
debía ser así, porque al abrirlos y volver a fijarse en la emboscada sin descuidar la charla con la
dama anfitriona, las envidiabas piernas acrecentaron su hechizo: un portento de voluptuosidades.
Las rodillas rotundamente redondeadas pero finas. Y el muslo, el endiablado muslo, firme y
majestuoso dejando entrever el doble delirio de la carne que rugía hacia el esplendor de las
caderas. ¿Fantasía o realidad? Cuando la dama se alejó para traerle un vaso de "whisky", pudo
mirar con mayor libertad. Su cuerpo, electrizado, vibraba de emoción. Las piernas más lindas del
mundo, atisbadas desde un ángulo de observación tan maravilloso que eclipsaba todos los
escorzos reales o imaginados por pintores y dibujantes: ni Boucher, ni Tiziano, ni Poussin habrían
podido modelar formas tan exquisitas. Quedó extasiado. ¿Quién era? Probablemente una
extranjera, una recién llegada. Volvió la dueña de casa con el vaso de "whisky" y nuevamente tuvo
que repartirse entre la conversación y miradas furtivas a las piernas maravillosas. ¿Por qué no
podía disfrutar a su antojo del espectáculo? Se sintió impotente, como el peregrino que a la vista de
un bosque admirable y próximo no puede traspasar su linde porque además del letrero impertinente
que reza: "propiedad privada, prohibido el acceso", comprueba que el cansancio le impide seguir
avanzando. Sí: estaba terriblemente cansado. Una carrera violenta de varias cuadras no habría
acelerado tanto su corazón. Y la rabia, una rabia sorda y contenida ascendía por sus venas: no ser
el dueño de la desconocida, no conocerla siquiera. Y las hermosas piernas seguían empujándolo.
¡Basta, basta! Era estúpido, pueril. Una visión erótica no podría destruir su equilibrio mental. Estaba
cerca, muy cerca de la mujer cuyo rostro seguía escondido y no se atrevía a cambiar de posición
porque sí fuese visto por ellas ya no podría admirar la estupenda arquitectura de sus miembros
inferiores. —"Dos columnas griegas"— pensó hechizado. No inmóviles, yertas como en el templo
jónico, sino vivas, palpitantes, cruzadas de ondas velocísimas, eléctricos contactos, y quien sabe
qué mágicos sobresaltos para el amor y el frenesí, velado ahora todo bajo la tranquila apariencia de
una señora que, atrevida o descuidada, luce las piernas con segura arrogancia femenina. Llamaron
a la anfitriona y volvió a quedar solo. Encendí un cigarrillo. "¡Que nadie se acerque, que nadie me
reconozca!" Su ruego fue escuchado. Pudo contemplar en plenitud a la admirada, o sea partes de la
admirada que anunciaban la perfección mayor, porque ella tenía que ser una mujer soberbia: cara,
cuerpo, seducción total. Súbitamente, la pierna izquierda que descansaba sobre la derecha se
balanceó con suavidad acentuando la carga erótica; era para desfallecer. Jamás mujer alguna lo
había fascinado en forma semejante. Lindan piernas, busto firme, una cara atractiva son visiones de
cada instante que regocijan pero que todo hombre dueño de sí puede dominar superar, porque el
mero encanto visual no basta para perturbar al contemplador. Mil veces supo sustraerse al temible
yugo de la sirena femenina, pero ahora las cosas cambiaban: estaba como hipnotizado por la
presencia de esas piernas plenas, firmes, finas y esbeltas a la vez, que parecían ondular, llamar,
que hablaban una lengua secreta de amor y perdición, más deseadas cuanto más largamente
miradas. Entonces, como un relámpago, la idea maldita se le clavó en el cerebro: esa mujer, esas
piernas tenían que ser suyas. Todo lo demás se borró de su imaginación. Dominó sus nervios,
recuperó su seguridad mundana y avanzando unos pasos descubrió la cara de la desconocida,
quedando estupefacto. Era la prima de su mujer, Wanda, una joven linda y bien plantada, simpática,
alegre, de agresiva personalidad, con la que cien veces había discutido —porque era porfiada y
hábil en la réplica—pero en cuyos encantos nunca reparé, fuese por demasiado próxima, o porque
era cosa prohibida dado el parentesco. Lo lógico habría sido que al identificar a la hechicera se
apagaran entusiasmos y deseo. Maya: la ilusión. Un equívoco. Una absoluta estupidez, por que él
no podía ni debía enredarse con la prima de su mujer que además joven casada de tres años,
parecía enamorada de su marido. Mas no sucedió así. "Ah, eras tú…" pudo balbucir. "Si, ¿por qué"
—repuso la embrujadora y el hombre reparó, por primera vez, que la sonrisa encantadora formaba
dos hoyuelos deliciosos en las mejillas. Cambiaron frases triviales, pero la voz de la joven vibraba
como recién nacida, con modulaciones tiernas y armoniosas, antes jamás escuchadas. Y en el
fondo de los ojos oscuros ardía una luz suave, atravesada de ternura y picardía a la vez, que lo
desconcertó. Cuando ella volteó la cara para responder a la amiga que la acompañaba, pudo
arrojar miradas furtivas a los muslos soberbios que entregaba el vestido corto y ceñido. Y bajo el
doble viento encontrado del deseo que exige y del amor que ruega, se vió, de pronto, perdidamente
enamorado de la joven. Tres años de constante frecuentación nada le habían dicho; y ahora, de
pronto, se convertía en el centro del mundo. ¡Ella y solamente ella! La prima de su mujer. Era lo
imposible. Roberto la tenía por una gatita traviesa, siempre dispuesta al zarpazo en el diálogo,
ingeniosa, amiga de llevar la contra que lo mismo se enzarzaba en discusiones sobre política que
en temas de arte o de filosofía, sin mucho saber, pero con ese sentido intuitivo que permite a las
mujeres tocar la raíz aunque no divisen el árbol. La agradable contrincante se convertía, de pronto,
en la hembra bíblica, plena y seductora. ¿Cuál es el límite entre la encantadora que simplemente
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atrae los sentidos, y la otra —una entre miles- que hipnotiza y amarra para siempre? En un rapto de
furia pensó alejarse bruscamente y no mirarla más. Absurdo. Estaba como clavado en el piso.
Cuerpo y alma ardían por la condenación Wanda. Ella seguía conversando con la otra dama, y el
hombre observó el alto y firme busto, los brazos bien modelados, la boca grande y sensual. Era
peligrosamente linda. Y su voz sonaba cono nueva y rica de tiernas inflexiones, como si fuese la
voz de una desconocida, escuchada por primera vez. El no recogía lo que hablaban las dos
mujeres, absorto en mirar a la joven. ¿Una joven o una mujer estupenda, capaz de voltear la
cabeza mejor asentada? Era una hembra, una hembra soberbia emboscada bajo la apariencia de
una joven ingenua. ¡Y durante tres años había ignorado a la fascinación! "El embrujo de unas
piernas bien exhibidas… —pensaba— cuando la voz de la joven resonó insinuante: “¿Me llevas? Mi
marido fue llamado al ministerio y estoy sola". ¡Qué dicha, qué suplicio! Se diría con la beldad
descubierta.
Propósito. Que nada turbe tu sosiego; el tiempo de los tumultos pasó. Tensión dinámica de
la voluntad; sin ella la vida no sería digna de ser vivida. Al amigo: afecto y ayuda. Al enemigo:
ignorarlo. ¿Por qué el mundo habría de andar a tu deseo? Déjalo transcurrir como es. Don Quijote
no cuaja en el tiempo actual, más bien Nayjama, el buscador solitario.
Los tres parecían nerviosos, fatigados. Una larga pausa los envolvió en su anillo de silencio.
El hombre de gris lo rompió y sus palabras resonaban como látigos en la estancia: el subjefe sería
eliminado; el canciller acusado de traición al partido; al embajador en Viena no se le permitiría
volver; y en cuanto al cuarto aspirante, el líder de juventudes, quedará por mi cuenta: en el primer
encuentro público lo desharé. Los dos ayudantes se miraron como preguntando "es fácil decirlo
¿pero se hará? El hombre de gris los miró, a su vez, burlón. "Mañana conocerán el plan —dijo—
estas cuatro cabezas deber caer". Y aclaraba: "entiendo que hablo en sentido figurado. No me
gustan la violencia ni la sangre. Deben caer políticamente". Despidió con un gesto al más joven de
los ayudantes. Al otro, servil y cruel, lo siguió manejando; respondía bien.
—Jefe: —dijo el ayudante—era necesario. Ya avanzaron mucho en sus trabajos. Había que
frenarlos.
—Todos tienen derecho a postular la presidencia del país, y también la jefatura del partido.
Estos cuatro ambiciosos se olvidaron que yo soy partido y país; prescindieron de mi opinión, yo
prescindiré de ellos.
—¡Oh, jefe! Todavía desconfía usted de mí, a pesar de las pruebas de afecto y de adhesión
que le he dado.
—No desconfío —repuso el hombre de gris— mas en política no se muestran las cartas
hasta la última jugada.
—No madruguemos, no madruguemos. Ahora a deshacer a los atletas para que no lleguen
a su meta.
—El subjefe es fuerte y valiente. Nos dará trabajo. (Haciendo un gesto con la mano como
para rebanar la cabeza) ¿No sería mejor accidentarlo?
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—¡Genial, genial! (Enseguida, adulador) ¿Qué sería del partido sin su cabeza, jefe?
Estaríamos perdidos.
—El partido y el país seguirían marchando sin mí. Pero está bien seguir dirigiéndolos en
vez que otros lo hagan.
Entraron tres personas y transmitieron informes. El hombre de gris habló dos veces por
teléfonos. Recibió de pie a una señora importante, cuyo marido ayudaba al gobierno. Escribió unas
líneas. Luego, por el dictáfono, impartió órdenes al secretario privado. El ayudante humillado,
silencioso, aguardaba. Había sido entrenado para el diálogo y los vacíos del jefe. El hombre de gris
miró el reloj: faltaban cinco minutos para instalar la sesión de gabinete y él era puntual. Enseguida,
como retomando el hilo de la anterior conversación, profirió:
—Haga pelear al ministro de gobierno con su hermano el general de acuerdo al plan que ya
acordamos. Y al periodista que nos golpea en su columna, invítelo para mañana a las siete; lo
haremos esperar tres horas y al fin usted le dirá que disculpe que estoy muy ocupado.
El hombre de gris leía en la mente del otro. "Tu también estás complicado". Levantándose
del asiento —era su modo de despedirlo — manifestó con voz tranquila.
—No. Es un compañero leal. Nos ha servido. Nos seguirá sirviendo. Es medio burro,
solamente. Si viniese a verme y me diera la mitad del contrabando para el partido, todo se
arreglaría. Esta falta de imaginación de nuestros hombres…
Había alejado unos pasos del jefe, cuando escuchó las últimas palabras:
El ayudante exultaba de gozo. Ahora tenía un motivo para chantajear al financista que le
negara divisas para una importación ilícita.
Si esos doce minutos de charla confidencial se multiplicaron por los sesenta o cien que casi
diariamente sostenía el hombre de gris con sus ayudantes, se puede imaginar el cúmulo de intrigas
y disposiciones ocultas que urdía el jefe con sus ayudantes. Ellos eran sus hombres de confianza,
bien aleccionados, porque no se fiaban de nadie, no ocupaban cargos oficiales ni recibían salarios
del fisco. Eran, simplemente "sus hombres", en servicio particular a quienes pagaba con su propio
peculio y de los cuales había múltiples pruebas de lealtad y decisión. ¿Y cómo no? Ambos le
debían casa, automóviles, reservas bancarias, y seguían medrando, más sin ocultarle a nada. Al
tercer ayudante lo despidió por haberse atrevido a realizar un negocio por su sola cuenta, sin ceder
nada al jefe ni al partido.
"Maquiavelo pensaba en grande; era sólo un filósofo —rumiaba el hombre de gris antes de
abrir el Gabinete— yo cubro lo grande y lo pequeño. Maniobrar, maniobrar: ésta es la fórmula para
afirmarse en el poder".
Si un novelista pudiera comunicar la rica y múltiple experiencia de los días, las peripecias,
penas y júbilos, triunfos y caídas, y particularmente esa gran fuerza tensa y tranquila que tu esposa
te entrega cada aurora para animar tu actividad; si pudiera narrar detenidamente esos primorosos y
numerosísimos sucesos del diarios vivir, si llegase a transmitir la sensación de ese mundo quieto y
móvil, trasfondo discreto de tu quehacer; si dibujase con mano diestra la figura maravillosa del ser
amado que te quiere, te sirve, te sostiene, embellece tu vida, compondría una obra maestra.
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Esas vidas escondidas, abnegadas, flor de la especie humana, que nada piden para sí
porque todo lo entrega a los suyos, no suelen atraer a los artistas. Fuente sellada para los demás.
El gran tema de la esposa fiel, trabajadora, rica de ternura y comprensión, duerme en el olvido
porque apenas lo insinúan las novelas.
Son pocos (los que conoces) mas en sentido general muchos (los que ignoras) aquellos
que pueden decir: "Lo que yo debo a mi esposa no se puede medir en palabras".
Pasan diez, veinte, treinta años. Sigues enamorado de la Siempre Novia porque los años la
perfeccionan y la revisten de una nueva hermosura sagrada.
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Dice el escritor contemporáneo tales dislates y se expresa con tan manifiesto mal gusto,
que parece salir de un chiquero y o de una morada mental. Y sin embargo estos monstruos de
escándalo escriben bien. Poseen la técnica del encanto por el horror. Todos epígonos de Joyce, de
Kafka, de Faulkner, de Sartre sin su genio. No todos, lógicamente, pero la gruesa mayoría
pertenece a la secta del resentimiento. Quieren deslumbrar. Arremeten y destruyen. Si pudieran
barrer con sí mismos, lo harían. Ya no expresan al mundo ni a la vida; son deshechos fetales de la
vida y del mundo.
Y existen tontos o cándidos que escuchan a los taumaturgos del nuevo arte de narrar. Y
millones de lectores que se deleitan en páginas que no comprenden pero que se ufanan de haber
leído.
Wagnerismo literario. Todos siguen la música estridente y monótona. Otra forma de las
drogas del espíritu moderno.
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—Es cierto, pero el ochenta por ciento desfiló también hace un año vitoreando al gobierno
hoy derribado.
—¿Y qué culpa tienen ellos? El empleado público defiende el pan de su hogar.
—¡Esta bien!
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—¡Comunista!
—¡Reaccionarios!
(Se arma una gresca de proporciones. Narices rotas, ojos morados, contusiones. En la vía
pública siempre ocurre así: el gran teatro del mundo remata en escándalo y pelea).
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Fue difícil comprenderlo. La prensa dijo que el ministro de seguridad pública, brazo derecho
del dictador, su "hombre de confianza", conspiraba para derrocarlo. Se lo puso en prisión. Entonces
brotaron, como hongos, los enemigos del caído; llevaron innumerables denuncias, ciertas unas
inventadas otras, contra el dignatario depuesto. Se armó un remolino: diarios y radios propalaban,
todos los días secretos de Estado, artilugios del gobierno, fraudes, atropellos, excesos de poder,
abusos sin fin. El gobierno callaba, callaba… El preso, en su celda, incomunicado, nada decías. Las
gentes se preguntaban, aterradas, cómo un solo hombre pudo cometer esa catarata de crímenes e
inmoralidades. Algunos, sintiéndose comprometidos, huyeron del país. Otros se ocultaron. Reinaba
gran confusión por la magnitud de las denuncias. Pasaron veinticinco días. Un comunicado escueto
de la Presidencia de la República manifestaba que el leal y dinámico ministro de Seguridad Pública,
había sido víctima de una vil maniobra de sus enemigos. Se le restituía a su cargo, con todos los
honores, reparándose el error cometido con su persona. Terminaba el comunicado; "El señor
ministro cuenta con la absoluta confianza del Jefe del Estado". Al difundirse la noticia, a muchos se
les paró el corazón, sobre todos a los denunciantes más enconados, a los malos amigos que dieron
la espalda al ministro los días de su caída. Comenzó una persecución sorda, sistemática. En cuatro
meses no quedó suelto uno de sus adversarios. La prensa comentó: sí hubo calumnia y se la probó,
el ministro tenía derecho de vengarse de los desleales. Pero nadie supo que su caída fue fraguada
entre el Dictador y el Ministro para deshacerse de unos señores que molestaban al gobierno. Y ese
fue uno de los episodios más livianos aquí, o en cualquier punto de Sudamérica donde el arte de
mantenerse en el poder consiste, en buena parte, en saber intrigar, desconectar, y aplastar
finalmente al adversario.
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Dios no ha muerto. Nietzsche, los sabios de la "Unesco", el ateo Sartre escupen al viento.
Lo que se va debilitando en la idea de Dios en el hombre, cosa distinta. La criatura se aleja de su
Creador porque el mundo diabólico y artificioso que se ha construído le parece mejor que los cielos
prometidos. El está, estará siempre allí, aquí, omnipresente. Que no todos lo admitan o presientan,
cosa de cada uno. El hombre de hoy vive como desangelado, está próximo al objeto y al instante.
Transcurre. Urgido de prisas y necesidades, carece de tiempo para mirar dentro de sí; ¿y quien que
no revierte a sí podría hallar la senda que conduce a Dios? Lo s grandes soberbios, luciferinos,
creen bastarse solos. Un golpe de ala y se extinguen hombre, obra, soberbia. Triste morir del
incrédulo: sin amor, sin esperanza. Lo más alto y los más noble que el Señor ha dado a su criatura
es el misterio de la Muerte que abre las puertas a otra Vida ignorada. Véase jugar, crecer a un niño:
ahí están Dios y su designio.
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—Seres, personas, somos todos. ¿Qué importan los nombres? Acción el pensamiento, idea
la acción. Lo que cuenta es la tensión del instante, el sentido del suceso.
—Nada de ello. Justamente contra él intento dar la cosmovisión del transcurrir actual.
Nombres ¿para qué? Se hiere a unos, se envanece a otros. No es el patronímico el que define a la
persona, sino su pensar, su hace, su carácter y ellos estarán en mi relato.
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—¿Dirás realmente la verdad o agregarás inventos?
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Del sacerdote sudamericano. Y del sacerdote rural, cosa más grave. Ni Bernanos ni Greene
sondearon su abismal profundidad. Recuerdo un cura estrafalario que conocí en Corque, hace
muchos años. Un hombre grueso, panzón, con lentes oscuros. Viajaba en un "Ford" destartalado,
pistola al cinto. Tenía manceba e hijos. Sabía agarrarse a golpes cuando era preciso, pero también
administraba justicia y hacía caridades. Cumplía con la Iglesia y con la sociedad, a su manera,
ajustándose a las circunstancias hostiles de su cotidianeidad. Era bueno y malo sucesivamente.
Eficaz o indiferente. Inasible, difícil de encuadre, porque —muchos en uno— mudaba de piel y de
alma con frecuencia. Sucio, descuidado de su persona, tenía los altares limpios. Avaro hasta el
centavo, de pronto abría la bolsa generosamente. Oraba con unción, pero también sabía proferir
maldiciones y vocablos gruesos. No se metía en política y sin embargo su palabra era buscaba por
todos. El "Tata", audaz, atrevido, a veces hasta provocador, protegido por el nimbo de su elevado
ministerio, era intocable en la región. Lo protegían la sotana, su ironía mordaz, la fuerza de sus
puños y en no pocas ocasiones la "Colt" 38 de la que nunca se separaba. Claro que no había
matado, ni siquiera herido a nadie, pero manejaba con tal destreza el arma haciéndola bailar entre
sus dedos, que se le tenía por consumado tirador. Y esto bastaba. Es que Cristo está en el Nuevo
Mundo — y en Bolivia— no como en el Viejo, petrificado en las iglesias góticas, sino abierto a todos
en el desamparo cósmico de la vastedad americana. Vivo entre hombres, a sol pleno, a ratos más
humano que divino. El Corque y muchos de su estirpe conocen el Evangelio aunque no lo
practiquen. Para ellos la autoridad es de aquí abajo, y la eternidad de allá arriba. Saber mandar,
hacerse obedecer por el rebaño díscolo y pecador: ésta es la regla. El sacerdote debe ser hombre
primero, varón de temeridades, después mensajero del Cristo. No todos son así, ciertamente. La
mayoría de los hombres de Iglesia, en Sudamérica, son almas de vocación y de humildad, que
ejercen dignamente su ministerio de paz y de virtud; mas, aun siendo minoría, existe un tipo
singular: el cura rural que hace política, comercia, funciona a lo cacique y se toma libertades que ni
la Iglesia ni la moral admiten. Arrastrado por el impuso revolucionario y populachero de la sociedad
retrasada, acosado por el inmoralismo ambiente, debiendo subsistir más por sus propios medios
que por los menguados recursos de los cuales es proveído, el cura rural lo mismo puede
convertirse en diputado, jefe de policía o cacique del pueblo. ¿Le abrirá Dios las puertas del cielo, a
pesar de sus yerros y flaquezas, considerando la carga de humanidad y pesadumbre que abrasa su
dramático destino? A veces, a veces, este pequeño personaje, corto de virtudes y abundante en
defectos, por razón de su ingenuidad y sinceridad, impresiona mejor que un cura culto, recto de
conducta, presuntuoso, dogmático, que en los sermones paralogiza al creyente sosteniendo que el
sacerdote es más que Dios. No parece lícito comparar, en un sentido general, al cura transatlántico
que arraiga en su vocación, con el sudamericano que en casos aislados improvisa en ella, la
transborda. Pero a veces, este sacerdote rural, aun pecador y equivocado, parece estar más cerca
del Nazareno. Saber entenderlo: otra forma de caridad. Sotanas se conocen —importadas del otro
lado del Atlántico— que por su soberbia se aproximan a Satán. Y otras —de las nuestras— tan
sufridas y míseras que no obstante extravíos y deficiencias merecen perdón. Que el Señor las
juzgue.
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—No puede ser. Es el cumpleaños del Jefe. Tú eres su mejor amigo, siempre te distinguió.
¿Por qué faltarás esta vez?
—Estamos ya cinco años en la lucha. Le debemos tanto, tanto al jefe. Nos enseñó a
expresarnos, a conducirnos, nos ha formado hombres, quiere prepararnos para conducir mañana.
Siempre generoso, nos dio material y nos abrió a la verdad del espíritu.
—¡Tonterías! Ya estoy cansado de ellas. ¡El, El, El… siempre El! El grande, el único, el que
no se puede comparar con nadie. Habla, escribe y procede mejor que todos. ¿Hasta cuándo?
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—¡Cómo! ¿Estás celoso del Jefe?
—No, no es eso… ¿Pero acaso nosotros, sus segundos, no podríamos hacer lo que él
hace? Un partido no es un hombre. Y él no prepara sus sucesores.
—Entonces toda esa adhesión, ese servilismo, ese brindarte siempre el primero para
cumplir sus órdenes y deseos eran simples maniobras para ganarle su confianza…
—Al principio, no. Fui sincero. Lo quería y lo admiraba. Después de tres años comencé a
dudar. ¿Por qué entregarse entero a otro? La ley de la vida es el egoísmo, uno mismo. Todo lo que
aprendí a su lado será ahora para mi propio beneficio. Me haré nombre subjefe y después yo lo
desplazaré. El será valiente pero tampoco yo soy cobarde y le llevo una ventaja: no tengo
escrúpulos.
—Eres un miserable.
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El gerente de una gran firma me invita a su casa para escuchar cuartetos de Bartok. Estuve
dispuesto a ir pero al recoger una frase suya: "no me gusta Beethoven" pensé: "¿Qué me hago, yo
con este magnífico animal?" No fui.
¿Por qué ese temor a confesar las lecturas livianas? Si Gracián o San Juan de la Cruz te
abisman ¿por qué no descansar con Zane Grey o Conan Doyle?
Música. Un encantador concierto para cello de Haydn. Sigo aferrado a mis seis favoritos:
Bach, Haendel, Beethoven, Mozart, Vivaldi, Shubert.
En política, en literatura, en sociedad, cada día defender obra y posición, no por vanidad,
sino porque el "yo" sólo se realiza en afirmaciones. Aumentan émulos y detractores. ¡Son tantos y
tan tontos! Les debes algo: los acicates para levantarte a un quehacer mayor. Concentrarse. Actuar
y saber callar simultáneamente. Treinta años de conducta digna y trabajo esforzado no pueden caer
en el vacío. Pero hay destinos de lucha y soledad.
12
La patria ideal te rescata de la patria real que sangra en tu corazón. Padécelas, Martín
Lucero.
18
Por el camino que conduce a Llojeta, antes de llegar al cruce que lleva al Club de Mallasilla,
brota un paisaje soberbio: la garganta de Aranjuez que corre bajo un telón crispado de mesetas y
cumbres que desgarran sus filos en el horizonte. Es en Calacoto, con sus altos cerros colorados, el
valle de Obrajes, el turbulento río de La Paz.
Luego, a cien metros del crece, otra perspectiva paisajil despojada de majestad; mas bien
áspera, cruel, terrorífica que recuerda los espantos del Génesis. Un valle vacío, flanqueado de
torres, pináculos, masas disformes de arcilla, grandes grietas, pedregales. Tumultos térreos. Es el
valle de la Luna, espeluznante, fantasmal, poblado de seres pétreos que gritan por alzarse al cielo y
sin embargo están cayendo en soledad ancestral.
Más allá "Chiar-Hake", el Hombre de Negro de leyenda Kolla. Hay que verlo desde Llojeta
donde señorea solitario, inmenso, poderoso señor de piedra y lava que una intrusión volcánica
empinó en la serranía calacoteña.
Estos paisajes insuperados de la cuenca paceña, son de mayor potencia plástica, de más
hondo poder de sugestión, que los más bellos y serenos panoramas itálicos. Saber mirarlos!
19
El juicio del crítico fue terminante: usted no sabe escribir para hoy. Me explicaré mejor.
Usted escribe bien, en el sentido clásico, para el gusto antiguo. A mí, personalmente, me agrada y
admiro sus libros: los tengo todos. Pero ni usted ni yo estamos en la "onda". Para el gusto actual no
existe el héroe en la novela sino el anti-héroe; asimismo el autor de moda no es el buen escritor
sino el mal escritor. Hay que ser anarquista del idioma, desaforado, deslenguado, escandaloso,
arbitrario, en fin: un narrador exasperado y exasperante, para ganar el favor del público. Pero el
mundo rueda, todo volverá. Usted escribe como se escribirá dentro de cincuenta años, cuando
hayamos vuelto al orden natural, a la armonía expresiva, al buen sentido. Ahora es tiempo de
revolución, el furor destructivo lo corroe todo.
El escritor escuchaba absorto: nunca se le había dicho que no sabía escribir. Tenía
conciencia de su valer, conocía su oficio, dominaba las técnicas literarias. No le era difícil pasar de
un género a otro, imitar estilos, y de quererlo tampoco le habría sido imposible ganar al público.
Pero claro: el crítico razonaba bien, primero se requiere complacer al lector.
El otro seguía implacable su análisis demoledor. ¡Vamos, hombre, usted es anticuado hasta
en al expresión verbal! Si no sabe usted ni hablar a lo moderno. ¡Grite, blasfeme, lance palabrotas,
maldiga! Vuélvase ordinario en el hablar y en la conducta; luego traslade todo esto al papel y verá
florecer el "best-seller". El escritor, antes, servía al mundo, al ideal, a la belleza, se movía dentro de
una escala de valores; el bien y sobre todo el bien decir eran sus patrones. Hoy el que escribe se
siente dueño del mundo, atropella al ideal, pisotea la belleza, ignora los valores porque para él no
existen los valores sino sólo náusea, absurdo, en suma: nada. Busca lo feo, lo desagradable,
detesta lo sano porque ama lo enfermo. Es morboso y masochista. Se tortura y quiere torturar a sus
lectores y éstos, complacidos, aceptan el látigo que los castiga. Es un destructor. Un verdadero
anarquista. Primero arremete contra la idealidad humana, después destruye el lenguaje, finalmente
convierte en basura lo visto, lo expresado, siendo su mensaje la negación. Brujerías y milagrerías le
interesan más que verdad y realidad. Ciertamente: es un distorsionador; su óptica extraviada no
refleja, descompone el mundo. Lo envenena.
13
Siendo así —alegó el escritor— yo estoy demás. ¿Para qué seguir escribiendo?
Equivocado —repuso el crítico— siga produciendo. Pasará la moda del furor uterino que sacude a
las gentes de letras y sus libros serán buscados aunque ya no existe. Y esto es lo que vale. Sus
obras no contienen sexo, sangre, escándalo, laberintos idiomáticos, lenguaje soez, ni vulgaridades:
por hoy no sirven. Siga escribiendo: pasada la crisis apocalíptica de la literatura usted será
restituido a su categoría de creador intelectual.
20
Sucedió así: la prensa denunció que en la compra de una planta industrial, se invirtieron
diez millones de dólares. El rumor público — cosa que ya no se atrevió a recoger la prensa—
aseveraba que de esa suma un veinte por ciento había anclado en los bolsillos de los ejecutivos de
la empresa y de los políticos vinculados con aquellos. Algunos, cautos, guardaron lo ganado. Otros,
imprudentes, adquirieron casas, lujosos automóviles. Más de uno se hizo de una embajada para
vivir muchos meses fastuosa y licenciosamente. Y algún otro, inexperto, daba fiestas locas y
repartía propinas fabulosas en los restorantes. Todo a vista y paciencia del público. Ni la oposición
se arriesgó a denunciar el caso, porque algunos dirigentes andaban complicados en otro negociado
similar. Nada nuevo, nada aislado. Pasa en todos los países, en todas las épocas. Esa
redistribución de la riqueza entre Gobiernos, Fabricantes y Negociadores, es cosa común: aquí,
allí, en todas partes. Y no una, sino diez, cien veces. Es la clave por qué todos quieren llegar la
poder o a las situaciones de alta dirección. ¿Cuánto sucedió? ¿En 1950, en 1960, en 1970? Antes,
ahora, seguirá sucediendo mañana. ¿Y quiénes fueron? Los causantes y bienhabientes de
semejantes proezas, como ellas mismas, son tantos que reunidos podrían formar un partido
político. Inútil señalar a unos pocos: se trata de una muchedumbre bien organizada; aunque
odiándose en lo personal unos a otros, se mantienen ciertas reglas del juego para que todos
puedan participar en él. A veces hasta pactan, transitoriamente, los de arriba con los abajo en una
distribución equitativa. Vivir y dejar vivir. De moral no se hable: la moral no existe en el mundo
contemporáneo.
21
Estaba rodeado por un vasto circo de altísimas montañas. Al centro de luna planicie, en la
cual se erguía un árbol elevado. En su copa, no sabía como estaba él, único espectador de la
terrible escena. Porque el círculo de montes, aunque bastante alejado del árbol, se movía,
ondulaba. De tiempo en tiempo algunas cumbres se derrumbaban. ¿Principio o fin del mundo?
Creyó divisar gentes corriendo a guarecerse en cuevas; pero no: eran tropeles de animales que
desaparecieron prestamente. Un cielo color pizarra, iluminado a ratos por la fosforescencia de los
relámpagos, daba tintes sombríos al paisaje. Pero el suelo de la planicie estaba quieto. El árbol se
mecía suavemente como a impulsos de una brisa juguetona. El contemplaba la escena maravillado
y aterrorizado a la vez. Porque era fantástico ver cómo el circo de montañas avanzaba y retrocedía,
elevando sus cumbres, aniquilando otras. Sin embargo, aunque por instantes parecía que el anillo
montuoso iba a estrecharse en torno a la meseta y al árbol que lo sustentaba, siempre había un
espacio elástico, flexible, que mantenía distancia entre los altos cerros y la sola presencia vegetal.
Y él seguía observando esa extraña soledad, sin hombres, sin animales, ceñida por un aire
enrarecido que le oprimía el pecho. Era un levantamiento y simultáneamente un derrumbarse de
montañas altísimas. La tierra convulsa se agitaba impelida por mil fuerzas dispersas, pero
lentamente, con grave majestad. Y era el único testigo de esa irrupción fantasmal, sin fuego, sin
intrusiones volcánicas, sin huracanes: como si el mundo se hubiera convertido en una
muchedumbre, una población, acaso una humanidad de montes y cordilleras, porque todas y cada
cual parecían animadas por una personalidad poderosa. ¿Qué hacía, él, solitario, empinado en el
árbol elevado, contemplando ese hacer y deshacer de un mundo? Había sucedido. O sucedería.
Estaba ocurriendo. Un tiempo lejanísimo, como una estrella remota, había hecho impacto con su
tranquilo tiempo mortal. Y él se sentía como transportado a un plano desconocido, arrastrado a
velocidad vertiginosa a un pasado sin nombre, o impelido a un futuro distante cuyo espacio vacío
habitaría un astro no nacido todavía. Pensaba en milenios, en evos… Mas la sensación de
irrealidad se volatilizaba. Y otra vez la escena fabulosa, nítida, concreta, inevitable: sólo un circo de
montañas elevadísimas, comprimiéndose, dilatándose, levantando y derribando cumbres, moviendo
todo el paisaje en una marea lenta, aterradora. Y él al centro de la planicie, empinado en el árbol,
suelo y hombre quietos, firmes, como un dios ancestral en su solio tranquilo contemplando la
revolución telúrica. Y el instante en que la Montaña Mayor avanzaba hacia él y grandes frases
confusas brotaban de su cima, como queriendo hablar, se despertó.
14
22
—¡Ya saltó la palabrita! Inteligente. Eso es lo que me revienta de ella. Se cree inteligente, y
sólo es una muchacha despierta, ingeniosa. No es inteligente; ni siquiera tiene cultura.
—Inteligencia es una cosa y otra cultura. Tal vez no haya viajado, no tengo muchos
estudios ni muchas lecturas…
—¡Eso es lo que me vuela! Sabe poco, conoce poco… y habla de todo. Yo advierto su
desconcierto antes de contestar; lo endiablado es que casi siempre acierta, adivina. ¿Creerás que
cuando se ve cogida en yerro se limita a emitir una broma, sonríe como una colegiala? No, no. Yo
no caigo en la trampa de la niña candorosa.
—¡Hombre: eso de que me gana es muy relativo. De tres partidas yo le gano dos y ella una.
O le dejo ganar la tercera…
—Será como tú dices, pero la otra tarde ella te ganó dos consecutivas.
—Era un mal día. Peleas en la oficina, tenía jaqueca, en fin: tú sabes. Pero la condenada,
por una vez que gana, lo pregona cien.
—Es que Wanda me irrita… Habla demasiado, no se cansa jamás de discutir. Pone la proa
a todo. Le oyes decir "no" tres veces por minuto. Es el espíritu de contradicción.
—No creo que te deteste —dijo el amigo— justamente ayer ella expresó que te consideraba
un hombre de mucho saber y de gran inteligencia.
(El quejoso vacila, mira sorprendido al amigo. Pasea por el cuarto. Medita. Luego indeciso
pregunta)
—Será un modo de probarte Roberto, para sacar de ti lo mejor y más variado de tus
conocimientos, porque ¡vamos! Todo el mundo sabe que tu, cuando discutes y te enardeces, es
cuando mejor y te expresas.
—Está claro: joven, bella, cuerpo incitante, rostro expresivo. Ya estás conquistando. Te
volteó la mujer. Yo sólo veo en ella una contrincante enconada.
15
—Sí, es una linda mujer. Y me agrada más todavía, su flexibilidad para el diálogo; sobre
todo cuando discute: parece como si creciera…
—¡Ah! Entonces… ¿tu disfrutas viendo cómo me exaspera con su endiablada lógica
femenina?
—Es un espectáculo. Tu, con talento y habilidad de expositor, vacilando, a veces frente a
los dardos dialécticos que ella te lanza.
—No seas tonto Roberto, sabes que yo siempre estoy a tu lado. Lo que me sorprende es
ver cómo la primita te saca de quicio: discutiendo con ella o hablando de ella…
—No hacerla caso. Burlarse. Tratarla como a una niña impertinente; entonces tú la harás
saltar.
—Lo intenté, pero ella no se da por aludida. Se da maña para volverme a la discusión seria.
—Creo que es más inteligente de lo que pensamos. Detrás de ese airecillo ingenuo,
inocente, hay una sólida cabeza.
—¡Estúpido! Sabes que me caso el próximo mes y para mi no hay otra mujer que mi novia.
Pero ello no impide que reconozca en la prima de tu mujer una espléndida hembra.
—Primero tu amigo. La admiro, precisamente, porque es la única dama que yo conozco que
perturba tu dominio de ti mismo.
—No me perturba, me irrita, cosa peor. Hasta puedo largarle una torpeza, una grosería y
pasa a otra cosa o te mira con absoluta serenidad como si te refirieras a otra persona. ¿No te digo
que es un demonio con faldas? No digo en sentido delictuoso, porque todos sabemos que es la
virtud personificada, ama a su marido y le es fiel. ¿Mas no es en la mente donde crecen las
pasiones demoniales? Ella es demoníaca: está poseída por el deseo de vencer y humillar a su
contendor. Y me ha elegido como antagonista. Sabe que yo la supero en fuerza y clarividencia;
pues ello mismo, se imagina que con preguntas astutas, réplicas vivaces, mezclando la ironía con
una fingida ingenuidad, ha de romper mis defensas. Conozco el juego.
—Es posible que haya algo de verdad. ¿Has pensado si ella tomará el asunto como tú
crees? Es posible que sólo busque aprender por un lado exprimiendo tu talento y por otro divertirse
logrando que te enojes.
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—¿Divertirse a costa mía? ¡Bah! Tendría que volver a nacer… Es solamente una mocosa
engreída. Ya la pondré en su lugar en la próxima discusión, no dando resquicio a sus dardos.
23
La casa cada día más bella, más íntima, cuajada de ternuras. La hija desde Roma envía
cartas semanales que iluminan los ojos de su madre y hace latir mi corazón. También el muchacho
se casó y sólo tiene 30 años. Sin sus voces y sus risas la casa nos quedará ancha, bruscamente
agrandada. No, no quedaremos solos. Dos que se aman y entienden de verdad, nunca están solos.
Hermosos recuerdos pueblan el ámbito familiar. Seguiremos velando por ellos. Y está es fina
presencia invisible: la espiritualidad del matrimonio para la cual no existen soledad, tristeza ni
sensación de despojo o aminoramiento.
O. Henry magistral en sus cuentos. Katzanzaki escribe con sangre: poesía y religión se
desgarran en sus libros. Segundo volumen de las cartas del Libertador. ¿Qué me detiene para el
fresco fantástico del Héroe? Entre Ibsen y Björnson vacilo: hondos y tremendos. Montaigne,
Romain Rolland, finos maestros. Comienzo a leer la Inmensa "Paideia" de Jaeger: la mejor
introducción a Plantón y a los griegos. La "Corina" de Mme. Stäel: mala novela, buena literatura.
Gide y Camus lacerados, lacerantes; éste más pensador, aquel más artista. Martín du Gard no les
va en zaga. Tres conciencias sobre el mundo actual. ¡Qué lucidez en estos galos, qué mirar de
águila, pero águilas sin pico y sin garras en ciertas páginas! Otra vez al "Ramayana" y a los versos
de Homero. Supremo goce: leer, absorber, aunque la sombra de dolor y la experiencia crezca con
los años, amortiguando los bríos virginales de la belleza.
La patria te asedia, te desgarra. Nada puedes hacer. Has sido eliminado. Sin ser llamado
no es lícito volver a la lucha.
Fraguando nuevos libros. Distantes política, económica: ¿y si la verdad estuviera del otro
lado? Despojado de antipatías: todo es necesario, todos deben existir. Amar el mundo con sus
portentos y sus talentos; también con sus grajos y escarabajos.
Días oscuros, horas sombrías… pasan. Después del "andante" dolorido, vuelve siempre un
"presto" jubiloso y rápido. Agitado, rico de vida y sentimientos, avanzar sereno y confiado aunque la
tempestad ruja en el contorno. Este es tu camino, Martín.
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El mejor concierto: el trino de los pájaros en la fronda de un árbol. El peor: la disputa de los
hombres en el parlamento. Los parlamentos sudamericanos no sirven para nada. Se manejan
desde el Palacio Presidencial. Unos cuantos gritones, otros payasitos exhibicionistas, raro el buen
expositor en la feria de vanidades e ignorancia. Por un diputado que piensa y obra con la propia
cabeza, hay cinco que se dejan conducir como borregos. En todo tiempo. El orador-vedette o el
cacaseno que perora sin ilación desembocan en lo mismo: exhibicionismo, consigna aceptada,
maniobra artera. Detrás del río de palabras que refuerzan documentos, cartas, citas… el vacío.
Cierta vez un representante campesino, que escasamente sabe leer y escribir, advierte a los
encopetados parlamentarios salidos de la tradición y de la universidad: "Señores: han pasado dos
meses y no hemos aprobado ninguna ley. ¿A qué tanto discutir? Votemos de una vez. La patria nos
paga para trabajar". Alguien sugirió al Jefe del Ejecutivo "clausurarlas, si ellas toman sobre sí el
peso de las responsabilidades, aprobando todo lo que ingenia y dispone el Ejecutivo? Sobrevino,
entonces, el sonado caso —uno entre ciento— del divorcio de un magnate minero que exilado del
país no podía obtener jurídicamente, la disolución del vínculo conyugal. Pensó, primero, entenderse
directamente con los congresales; luego, mejor aconsejado, pactó con el Jefe del Estado y con los
parlamentarios. Dicen —estas admirables tratativas nunca pueden probarse— que el partido
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gobernante recibió tres millones de dólares y los congresales dos. La "Ley-ilegal" salió pese a la
protesta de algunos honorables realmente honorables. Después de esto ¿cómo extrañar que los
parlamentos criollos muden constituciones, permitan la continuidad presidencial, respalden grandes
negociados, destrocen honras y encaramen pícaros? Hablar, hablar, hablar; y sobre todo obedecer
al que manda. Aumentarse las "dietas" parlamentarios. Vender influencias. ¿Cómo gozaría
Aristófanes hiriendo y mofándose de los modernos representantes del pueblo, que frente al
micrófono son peores que locutor describiendo un desfile popular!
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No es lo grave que sobrevengan las crisis pasajeras: sin inspiración, sin tema, sin voluntad
de escribir. El peligro real es cuando falta amor en tu tarea. ¿Por qué se va apagando ese talento
joven que se inició brillante narrador? Porque se consume en el odio y en la envidia; toda su obra
posterior denuncia al libelista, es decir al resentido. Si no amas lo que buscas, ¿cómo podrías
encontrarlo?
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Uno era donjuan y mundano: quería conquistar el mundo de la representación. Otro amaba
los negocios, quiso ser rico. El tercero soñaba con viajes, aventuras. Hubo, también, el diplomático,
el político, el que sólo se consagraba a su profesión de ingeniero. Todos llegaron a la meta elegida.
Y el séptimo amigo, el que carecía de horizonte fijo porque sus anhelos móviles lo impelían siempre
por rumbos diferentes, camina todavía. Camina… Nadie sabe cuándo llegará.
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—No lo haré.
—Prefieres tu orgullo, tu vanidad de varón honesto, al bienestar de los que podrías salvar.
—Tu moral estrecha rompe la ley cristiana: no quieres inmolarte por los demás.
—Te comprendo. No eres ni siquiera Lucifer. Te cubre la sombra del Ángel Réprobo que no
quería manchar su túnica.
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18
El espacio lo poblaba con su cuerpo y con su mente. De tanto estudiar y meditar llegaba a sabio por
la vastedad y pluralidad de sus conocimientos, mas no ostentaba su ciencia porque su anhelo
excedía de la ambición común. Callado, reconcentrado, tenaz, sólo una fuerza movía su
inteligencia. Era un Buscador de Dios.
Para los sabios sólo existe la energía, la materia que se aniquila y es sustituida por nuevas
formas de materia. ¿Qué pueden teólogos, filósofos, pensadores frente a las precisas y rotundas
investigaciones de biólogos, físicos y químicos? Un temeroso respeto sacude al hombre de fe
cuando se ve acosado por la certidumbre matemática y el implacable rigor de las demostraciones
científicas.
Y sin embargo —pensaba ele Buscador— ¿qué son al fin, mundo, materia, vida, hombre?
Misterio insoluble: mudan de nombre estudios, teorías, sistemas, cambian los ángulos de enfoque
sustituyen sin cesar a conclusiones que parecían definitivas. Con todo: hoy sabemos menos que el
griego genial porque abarcamos demasiado, profundizamos tanto que nos perdemos en la infinita
división de la materia y en la inconcebible magnitud del universo. Que siempre aumenta.
Era un hombre común en gustos y costumbres. Había sólo eso: la poderosa expansión de
su mentalidad inquisitiva. Buscaba, buscaba… Cosas claras, concretas, aunque el mundo está
ceñido por finas redes de enigmas y vaguedades.
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Ella se detuvo finalmente en una piedra esdrujular, al pie de una cascada que fluía sin
mucho estrépito por la pendiente. El muchacho, encantado, la encontraba cada vez más linda, más
linda…
De cuando en cuando ella agitaba sus frágiles alitas; luego se inmovilizaba al pie de la
cascada. Un delicado arcoiris cruzó de rivera a rivera el salto de agua, pero más linda era un la
mariposa.
19
quemante. Su mente, lúcida, distinguía claramente el bosque, el cerro empinado, la cascada, el
arcoiris… y en lugar de la perseguida mariposa la hermosa y sonriente muchacha que lucía un
vestido bermellón a pintas negras. Ella lo contemplaba intrigada, acaso insinuante, sin proferir
palabra.
Se aproximó, lo cogió de la mano y colocando el índice sobre sus labios le impuso silencio.
Se remontaron a cierta distancia del suelo, deslizándose por el aire. Cruzaron la cascada,
sobrevolaron el pinar, y descendieron en una elevada meseta. Entonces, ya a pie firme, recorrieron
una senda flanqueada de petunias y gencianas. Llegaron a un escondido anfiteatro de rocas pulidas
como cristales. Ella le hizo un ademán de sentarse; el muchacho obedeció. Trazó la joven un signo
en el aire y de pronto apareció un tropel de seres jóvenes, hermosos, fuertes. Danzaban con gracia
singular. Sus bocas entreabiertas parecían sonreír, hablar, gritar, mas no se oían voces. Era una
ronda al mismo tiempo viva y fantasmal.
El joven hizo ademán de levantarse para acercarse a los encantadores seres de ambos
sexos que le arrojaban miradas maliciosas. Pero la joven lo detuvo.
Súbitamente la escena cambió. Un cielo gris puso en fuga al sol. Los danzantes,
atemorizados, se apiñaban unos en otros. Miraban angustiados al muchacho como pidiendo
amparo. El sintió que algo se desgarraba en su interior: hubiese querido dar su sangre para
ayudarlos. A su deseo siguió un declinar de sus energías: se debilitaba, perdía fuerza, sangre,
vida… La ronda juvenil fue recuperando vitalidad. Volvieron a danzar alegres y confiados.
Rodearon al joven y a su acompañante y misteriosamente aquel recobró las fuerzas perdidas. Esto
aconteció varias veces, como si un hilo invisible ligara al adolescente con los bellos danzantes de
ambos sexos.
La muchacha de cabellos rubios y ojos azules trazó otro signo en el aire. Desapareció el
tropel de donceles y doncellas.
—Son los libros que escribirás en los cuarenta años que te quedan para escrutar tu destino.
Y nunca más volvió a ver a la joven que ceñía una corona de oro en sus sienes. Ni siguió a
la mariposa de alas bermellón con pintas negras que solía encontrar en el parque solitario.
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Horrores, horrores. Todo eso y mucho más de cuanto denunciaron periódicos, revistas,
libros, declaraciones judiciales, fue evidente. Se ha escrito tanto, tantísimo al respecto. Rusos y
alemanes violaron las fronteras del sadismo arrastrados por el furor político. Detrás de cada
militante surgió la fiera humana. Y no sólo en el sapientísimo occidente; también en la retrasada e
incipiente Sudamérica, verdugos y tiranos, reprodujeron los desmanes transatlánticos. El era un
historiador probo, enemigo de exagerar, de parcializarse con uno y otros. No quería caer, como
Carlyle, en el absurdo, en la injusticia de ver sólo el lado negro de los sucesos (¡esa su
descabellada historia de la Revolución Francesa!); pero tampoco podía mentir, callar, silenciar las
atrocidades que acababan de ocurrir. No aumentaría los tintes crueles, salvajes, pero diría la
verdad. Y la verdad era así.
Se llenaron las cárceles de presos políticos a los cuales trataba peor que a perros
vagabundos. Se abrieron campos de concentración. Llovían las denuncias de tortura atropellos a
viviendas y familiares, despojos de negocios, palizas, amenazas y la secuela de abusos de poder.
Los servicios de inteligencia del gobierno, las policías, los organismos represores del
régimen cometían abusos y maldades incalificables. ¿Cómo podría hacer el inventario de tales
barbaridades? "No —se dijo el historiador— diré simplemente, a grandes rasgos, que se usó y
abusó del poder y que se cometieron atropellos y crueldades indignos de la condición humana".
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Así no mancharía su relato. Suetonio no puede renacer en el siglo XX.
Pero aconteció que a los pocos días, habiéndose producido un estallido de furor en los
partidarios del régimen, la prensa, en un acto de coraje que pagó después a muy alto precio,
denunció los hechos del desborde partidista.
—Gajes de la dictadura —comentó en voz baja un político avezado—. Aquí los atropellos
los cometen los fantasmas y los soportamos los ciudadanos de carne y hueso.
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técnicamente menos (¡porque vaya si jugaba técnicamente menos!) Lo sorprendía con movidas
caprichosas que desbarataban sus planes. Un descuido… y era el mate.
Ahora se encontraba más inseguro que otras veces. Porque su contrincante no era
únicamente una mujer, sino la poseedora de las piernas que lo tenían embrujado.
Deliberada o inconscientemente (quién puede saberlo cómo actúa una mujer?) Ella estaba
sentada un poco al sesgo, de modo que la mitad inferior de su cuerpo podía ser observada
sobresaliendo un tanto de la pequeña mesa cuadrada que apenas si contenía algo más de espacio
que el tablero de ajedrez. Cuando su contrincante se concentraba en las jugadas él podía
contemplar las esbeltas, finas y tentadoras piernas, que, nerviosismo femenil, casualidad o acción
intencionada, de tarde en tarde se descruzaban y volvían a cruzarse revelando lo que ningún
hombre puede ver sin estremecerse. ¡Condenadas minifaldas, que ha concluido con el dominio que
tenía de sí mismo el varón atingido por el sensualismo visual!
Perdió las tres partidas, jurándose no volver a enfrentar a las encantadora. Profundamente
herido en su orgullo, ese día advirtió que la atracción que sentía por Wanda iba convirtiéndose,
lenta pero seguramente en odio. Sí: la deseaba ardientemente y al mismo tiempo la odiaba con
furor.
—No lo puedo comprender —confiaba a Juan—. Si ella me lo pidiese me tiraría al mar para
complacerla. Instantes después creo que la estrangularía…
—¡Oh! —repuso el amigo—. Estás ofuscado. Es el deseo reprimido, porque sabes que te
está prohibida, lo que te hace oscilar del amor al odio, fenómeno nada extraño en materia pasional.
No hay en realidad fronteras entre el mucho querer y el mucho desesperar: se odia y se ama
alternativamente.
—Es que no es sólo su cuerpo que me tiene imantado, esas piernas que agonizo por
acariciar. Es la mirada burlona de sus ojos verdes, inocentes, seremos, en los cuales no leo la
verdad: jamás sé si se goza en mi confusión o si le soy indiferente. Se comporta como una mujer
fiel a su marido, perfectamente correcta en todo lo que hace. De pronto —muy de ven en cuando—
una chispa de oro en sus ojos verdes; ese relámpago áureo me hace dudar: ¿me provoca, busca la
aproximación, quiere quebrar mi entereza varonil, su burla, o finge no comprender para desarrollar
mejor su juego de te tiendo y te mantengo a raya?
—Sácatela de la cabeza.
—Si estuviera en mi cabeza solamente… Está en mis nervios, en mi sexo, en todos mis
sentidos. Mi tiempo le pertenece. Cuando estoy a su lado es como si el espacio no existiera: ella
únicamente.
—No puedo confesar que se trata de una pariente. El médico se percataría que estoy al
borde del incesto.
—No podría curarme. Dí que es una obsesión; para mi es algo más fuerte que sólo
desaparecerá el día que me imponga a ella.
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—No da resultado con ella. Al volver es siempre la misma: tranquila, aparentemente
indiferente, en el fondo (yo lo sé aunque no lo demuestre ostensiblemente) sutilmente provocativa,
peligrosa…
Una noche, invitados al teatro, a ver una obra de Brecht que él detestaba pero que Wanda
(¿era por llevarle la contraría? Manifestó ser el mejor dramaturgo, los acompañaba otra pareja
amiga: eran seis en total.
El local, reducido, no tenía más de doce palcos, estrechos, construídos para acoger
cómodamente a cuatro personas. En casi todos se daba cabida a cinco, seis y más espectadores.
En el palco al cual estaban invitados tuvieron que acomodarse las tres parejas, silla con silla,
rozándose los cuerpos. Nunca supo si fue casualidad o maniobra deliberada —ella se movía con tal
naturalidad que no daba lugar a sospecha— pero lo cierto es que resultó al lado de la tentadora.
Comenzó la obra, densa, cargada de intelectualismo, difícil de "agarrar", hasta para él, que
se sabía "entendido". Había muchos esnobes en la sala: era obligado oír y tratar de entender a
Brecht con simpatía. En el palco todos aparentaban embebidos en el desarrollo del drama. De
pronto él sintió una descarga eléctrica: ¿quién había iniciado el movimiento, el sutil y apenas
perceptible movimiento de aproximación? Había entrado en contacto con la pierna admirable.
Nunca una sensación igual: quedó en suspenso, apenas se atrevía a moverse, temiendo perder el
contacto inesperado y felicísimo. La prima miraba fijamente al escenario sin que nada denotara
sorpresa o molestia en los ojos verdes. Y él sentía la cálida delicia de la carne femenina que no
ejercía presión sobre la suya, pero que como una escolopendra con dedos invisibles recorría su piel
y la hacía vibrar traspasando las telas que lo separaban. La falda, muy recogida, bastante más
arriba de la rodilla permitía el contacto casi hasta la mitad de los muslos en placentera proximidad.
El sentía las formas redondeadas pero firmes de la mujer que le infundían una sensación
embriagadora. Una idea le atravesó la mente: ella era, ya, suya. Porque una mujer que permite, o
sostiene, o se complace en el contacto turbador de los cuerpos, está consintiendo, sin palabras, al
enlace mayor. Imperceptiblemente, con sumo cuidado, aventuró ligera presiones que le devolvían
nuevos hallazgos sensuales. La pierna prodigiosa no se movía, pero aceptaba sus finos llamados.
Era, en realidad, algo indescriptible. Había acariciado a muchas mujeres, absorbiendo las ondas
erógenas que despide la carne femenina tocada; jamás como ahora, junto a la prohibida, cuya piel
ardiente trasvolaba la media sutil, penetraba por la delgada tela de su pantalón y le transmitía toque
incitantes que lo llenaban de júbilo. En la tensión del suceso, su pierna izquierda presionó
excesivamente a la derecha de la bella, por instinto, sin que lo hubiese buscado deliberadamente.
Se asustó: ahora el contacto era tan estrecho, que ella se retiraría rompiendo el encanto. Pero no
fue así. La gatita seguía el drama con sostenido interés como si nada hubiese ocurrido. Y estaban
tan juntos, tan juntos que él aspiraba el olor indefinible de la bella, mitad natural, mitad perfumería;
ese olor enervante que el varón excitado se le antoja sólo puede exhalar la mujer largamente
deseada. Cosa increíble: la inocente, la indiferente, aceptaba el mudo requerimiento. Acentuó las
presiones que le devolvían raptos trémulos de cálida sensualidad. ¡Que no terminara nunca…! De
pronto, receloso, comenzó a desconfiar: ¿por qué esa indiferencia glacial? Su cuerpo joven era
cálido y sensual, él lo sentía vibrar; pero su mente o su voluntad permanecían como ajenas al
contacto corporal. Entonces una furia inmensa, que apenas pudo contener lo invadió: lo
despreciaba, no lo tomaba en serio. La pierna estupenda lo mismo podía apoyarse en la suya que
en las maderas del palco o de la silla. No reaccionaba ni a favor ni en contra porque nada sentía.
¿El, vencedor en cien lides de amor desdeñado por la prima de su mujer, la jovencita de cuerpo
soberbio y ojos de sirena? Ardía en cólera. "Bueno —pensó— es hora ya de aclarar la situación: es
hembra o tonta". En maniobra lenta, cuidadosa, temeroso de precipitar una brusca reacción de la
joven, primero con las puntas de los dedos que no fueron rechazadas, luego con ellos y finalmente
con la mano plena se apoyó en la rodilla codiciada. Inició un roce suave sin hallar resistencia. No
podía creerlo. Pero la hermosa no respondía a la audaz fricción. Despacio, despacio con lentitud
exasperante que acrecía su deseo, se atrevió a subir hasta el nacimiento del muslo. La mujer tenía
las piernas ligeramente entreabiertas. Un movimiento más y la mano atrevida que exploraba con la
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palma la sensual redondez de la pierna derecha de la joven, no tardó con el dorso el muslo
opuesto. Ascendió más, un poco más. Andaba ya por la mitad de los muslos femeninos, allí donde
terminaba la minifalda, sintiendo (o creyendo sentir) que la bella era enteramente suya… Se
disponía a penetrar más allá de la falda, a la zona prohibida, cuando la mujer, en primera y única
reacción, apretó muslos y rodillas deteniendo a la mano osada. No la expulsó: la retuvo presionera,
sin hacer ningún otro movimiento. La duda volvió a rondar al hombre. ¿Lo aceptaba, o simplemente
ponía un freno su atrevimiento? Quedó en suspenso, sin atreverse a moverse. Pasaron minutos o
segundos (no podía precisarlo) durante los cuales su mano aprisionada en los muslos de la bella
siguió trasmitiéndole paraísos de voluptuosidad, sin que ninguno de ambos se moviera. La batalla
de amor, paralizada en plena acción, sólo dejaba advertir a la mujer impasible y al hombre
trastornado. Súbitamente ella separó las piernas opresoras y cogiendo delicadamente entre el
pulgar y el índice la muñeca del varón, retiró la mano hacia su dueño. Y no hubo más hasta que
terminó el drama.
Dos días después, antes de iniciar la consabida partida de ajedrez, habiendo quedado
solos, la joven mirándolo con ojos inocentes y traviesos le dijo:
—Te divertiste bastante la otra noche en el teatro. ¡Qué niño eres! Todavía no te diste
cuenta que no soy mujer sensual; y aunque lo fuera; jamás engañaría a mi marido.
El quedó confuso, humillado. No pudo responder. Como mínima compensación, ganó las
dos partidas de ajedrez. Se quedó con la duda si la segunda no se la habría entregado su
contrincante.
Y las piernas tentadoras continuaron su juego excitante como si nada hubiera pasado. Y los
ojos verdes miraban con tranquila inocencia.
Furioso, él se preguntaba si tenía realmente 38 años y ella apenas 22. O si era la inversa.
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33
Me dicen, muchos, que hay vuelo filosófico y profundidades poéticas en mis escritos, pero
no lo publican. ¿Cómo romper la dura coraza de los contemporáneos?
Mayor tragedia la de Tamayo que, mejor cabeza y artista más hondo, escribía para sí.
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¡Qué bueno, qué noble era el petizo! Entreala izquierda le cedía la pelota con precisión; y
esa tarde su sentido del pase, su cálculo exacto de la jugada, le habían permitido anotar los cuatro
tantos de la jornada. Porque en realidad (él también era justo, ¡que diablos! Por algo ocupaba el
puesto de centro delantero y capitán del equipo) era él, el petizo, el artífice de los cuatro tantos.
Claro que como delantero centro, como goleador neto del equipo (por algo llamaban "el cañonero")
también él supo aprovechar los cuatro pases y convertirlos en otros tantos goles. ¡Pero ese cuarto
tanto…! Una maravilla. El petizo fingió pasar la bola al alero izquierdo; todos, compañeros y
contrarios oscilaron hacia la izquierda; entonces el entreala esquivando a un contrario con un juego
impecable de cintura, le cedía suavemente la pelota. Y lógico, "el cañonero" lanzaba el tiro preciso,
fulminante, imparable que hizo vibrar el fondo de la red.
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Juego soberbio el fútbol. Pleno de vitalidad, de fuerza, de maestría. Nada se podía
comparar a la emoción de sortear dos, tres contrarios, del avance impetuoso y velocísimo, el
cabezazo oportuno, la jugada maliciosa y sobre todo los tiros inatajables al arco. ¿De dónde le
venían fuerza y destreza? Comenzó a jugar tarde a los 19 años y ahora, seis después, era el
fenómeno indiscutido. Por eso mismo, los pies de los contrarios lo buscaban con empeño, lo
agredían de frente o disimuladamente, querían dañarlo. Pero él era diestro en el esquive, fuerte
para resistir choques, sabía eludir taquitos y codos. Estaba, además, su agilidad; quien lo buscaba
rara vez lo hallaba en el mismo sitio.
Quince veces internacional, acumuló medallas de oro y de plata, copas, diplomas, regalos
de los admiradores. Era el único que la prensa respetaba. Alguna vez jugó mal pero sus
actuaciones acusaban casi siempre decisión, eficacia, coraje.
Jugaba al fútbol con elegancia, con ímpetu controlado. En carrera, en dominio del balón, en
el pase, y particularmente en el sentido del gol, nadie lo aventajaba.
Ya era rico. Ídolo de los muchachos, presa codiciada para las bellas, fuerte, sano,
enamorado de su profesión tenía diez largos años por delante: haría temblar de emoción a las
multitudes por mucho tiempo. Esa embriaguez del triunfo, la marejada de los aplausos y los vítores,
el nombre diez mil, cincuenta mil veces coreado por la muchedumbre. La suprema alegría
orgullosa del goleador que sólo conoce aquel a quien se puede llamar "el terror de los arqueros". En
fin: noventa minutos de juego intenso, impetuoso, porque lejos del frío academismo de los virtuoso,
él no se desplazaba economizando energías, calculando instantes para acometer y otros para
reposar, sino que jugaba a todo dar, incansable, arrollador. Salía exhausto, sí pero contento: los
entendidos alababan su destreza y su gran voluntad.
Por ese tiempo no existía Pelé, el Rey, ni los astros del fútbol ganaban cifras astronómicas,
pero él era solicitado de todas partes. Quisieron llevárselo al Uruguay y a Europa. Prefirió quedar en
su pequeño país. Era el "Maestro", tenía al petizo al lado, el buen servidor de goles, y "su" público
que lo quería hasta el fanatismo.
Si: le quedaban diez largos años de victorias y de gloria. El Cañonero haría temblar redes y
arqueros por mucho tiempo…
Pero una tarde en un partido amistoso, sin mayor relieve. Al saltar para impulsar el balón
con la cabeza hacia la red (lo que obtuvo) al poner el pie izquierdo en el suelo sintió un dolor
agudísimo en el tobillo. Mala caída. Se destrozó el tobillo y nunca más pudo jugar fútbol. Gloria y
victoria se alejaron para siempre del "Cañonero".
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—No lo es.
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—¿Por qué te apartas de amigos y conocidos que desearíamos frecuentarte?
—No es que me aparte, es que me solicitan cosas que conceptúo más importantes que la
charla o el devaneo en los cafés.
—¿Qué hay más esencial que la vida de relación con los amigos?
—Leer, oír música, estudiar, profundizar las artes, consagrarse al hogar, contemplar el
paisaje, escribir, meditar, darse en parte a la patria y en otra a parientes y amigos; en fin: tantos
caminos que debe recorrer el hombre de espíritu.
—¡El gran rebelde, el solitario que no requiere de nadie! Eso, más que orgullo, es soberbia.
Y la soberbia satánica.
—¿Para qué seguir discutiendo? El amigo que me critica puede ser sincero. Su sentido
materialista, casi coactivo de la amistad, le impide comprender mis razones. Uno es el ser social,
otro el artista. Y entre amistad e intimidad una zona de separación infranqueable.
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Destroza el lenguaje, acomete a los críticos, injuria a la sociedad. Pronuncia las palabras
más atroces y describe los hechos más inicuos. Sacude, asombra, horroriza, al lector. Serás un
vencedor.
El conocía la fórmula para imponerse. Freud, o Lawrence (D. H.) Durrel. Y Céline, Miller,
Moravia. Después sobrevinieron los epígonos del "boom" latinoamericano, más crudos, más
enrevesados, poseedores de una técnica refina del mal pensar y el peor decir.
Es sencillo. Nada impide imitar, acercarse, o adherir a la vorágine autofágica que devora
escritor y escritura, a trueque de una pasajera vanagloria.
Es posible que hoy la lean pocos. Mañana cuando muchos "monstruos" literarios se hayan
olvidado, pasarán estudiantes con los libros bajo el brazo de aquel que prefirió "el canto eterno al
canto en moda"
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Hija: ¡sol de alegría! Sólo tú sabes pulsar la cuerda profunda de los corazones.
Volverás. O iremos a buscarte. Ni tiempo ni distancia cuentan. El amor tiene una sola
dimensión.
Revelación maravillosa: nadie parte, nadie se queda en el país del sentimiento. Todos
giramos en la ronda del Señor.
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—"Es imposible —dijo al informante—. Ayer mismo me aseguró que yo tenía toda su
confianza, que me ascendería el próximo mes, que el Partido me conceptuaba hombre de primera
fila".
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El otro sonrió con tristeza. El Jefe —expuso— ignora que somos concuñados, no sabe
siquiera que nos conocemos. Y me ha confiado la misión "secreta" de provocar tu caída urdiendo
una intriga con el ministro de hacienda; cartas falsificadas demostrarían tu entendimiento con la
oposición para un golpe subversivo.
—¡No puede ser! —insistía el afectado—. El me aprecia, yo siempre le fui leal. ¿Cómo se
pueden sacrificar veinte años de camaradería?
Se pasó la noche en vela, pasando y repasando sucesos. Nada, nada tenía que
reprocharse. De pronto, como un rayo, vislumbró el probable origen de su infortunio: recordó que su
mujer le había contado que en una reunión de amigas se comentó que el Jefe se ufanaba de sus
cualidades donjuanescas y que buscaba, discretamente, aventuras con damas del mundo oficial y
del partido. Ella, la esposa, había deslizado imprudentemente que no le encontraba ningún atractivo
personal para ejercer de donjuan. ¿Y quien más vanidoso que el Jefe en materia de faldas? Trataba
de vengar en el marido la opinión despectiva de la esposa. ¡Cobarde! —pensó— tiene todo el poder
en las manos y me aplastará sin compasión, sólo por una torpeza de mi mujer.
Pero el segundo secretario del Comité Político no era cobarde y menos inactivo.
Inmediatamente se puso en campaña. No dijo a nadie lo que tramaba en su contra. Hurgó papeles,
recordó hechos de antaño, se exprimió el cerebro tratando de devolver golpe por golpe. Si el Jefe
quiere hundirme —pensaba— al menos le arrojaré a la cara el fango donde quiere sepultarme.
Tres personas sin relieve alguno (no se pudo recoger sus nombres) ingresaron a tres
Embajadas y entregaron documentos confidenciales contra el Jefe. La residencia del Segundo
Secretario fue allanada, requisados todos sus papeles, secuestrados muchos. La víctima tuvo que
esconderse. Tenía muchos amigos y aunque prófugo rehuía la persecución oficial.
Un edecán manifestó a otro que el Dictador andaba nervioso. "Al agente que no pudo darle
la referencia que pedía, lo sacó menos que a empellones". Los ministros soportaban los rigores de
su mal humor. Los rumores eran tenues, confusos. No había nada concreto, pero traslucía que aun
caído en desgracia, el Segundo Secretario poseía secretos que atemorizaban al Jefe.
Las redacciones de los diarios hervían de rumores. "¡Cernir, cernir las noticias! —decían los
directores— Pueden cerrar el periódico". Las radiodifusoras, más audaces, perfilaban ya el conflicto
en dimensiones reales: el Presidente había perdido confianza en el Segundo Secretario del Comité
Político de su Partido, lo perseguía, quería aplastarlo, pero éste poseía terribles secretos contra su
Jefe. Poco a poco comenzaron a difundirse detalles más concretos. Para la caza del réprobo
trabajaban 500 agentes secretos. Este, demostrando ser más hábil que la Policía, seguía escondido
y desde su escondite irradiaba sutiles mensajes que, sin acusar directamente al dictador, dejaban
entrever su mano detrás de feos negociados y maniobras políticas reprochables.
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El escándalo no se podía atajar. Cada día, cada hora, las acciones y represalias de ambas
partes complicaban el caso. El Jefe movilizaba su tremendo poder: una máquina represiva
conceptuada la más eficaz del continente. Debía, a la postre, vencer. Pero adversario no era
manco; poseía una inteligencia intuitiva ejercitada largos años en literatura criminal y policiaca. Se
burlaba de su adversario y le infligía golpes certeros. La opinión pública seguía apasionada el
desigual y excitante duelo.
Un día se anunció que había sido detenido el enemigo (el difamador decía la prensa
oficialista) del Jefe. Resultó falso. Otro se propaló que los documentos más peligrosos, señalando
directamente al dictador, aparecerían mimeografiados. Falso también. Siguió el duelo.
Cuando los ciudadanos leyeron una mañana en los diarios que el Segundo Secretario del
Comité Político, víctima de falsas acusaciones, había sido designado Ministro de Gobierno
reconciliándose plenamente con el Jefe, un experto de ajedrez comentó irónico: "Hicieron tablas. En
Sudamérica y en política, esto es no usual pero si posible: los peores enemigos pueden llegar a
mejores amigos si poseen armas de igual poder mortífero para anularse".
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Allá, en la pequeña ciudad donde habitaba, se juzgaba varón útil, activo, superior. Pero
aquí, perdido en el torbellino de la urbe —autos, multitudes, luces ruidos— sentíase apenas una
motita de polvo cuyos pensamientos y actos a nadie interesan. Entonces la autoestimación
declinaba en negaciones, y la duda surgía densa, oscura: ¿no seré, más bien, un gran pecador?
La prensa diaria registraba sangre, violencia, muerte y destrucción. El cien arrasa los
valores morales: pornografía y libertinaje ya no conocen límites. La sociedad de consumo atenta
contra la familia. ¿Autoridad? Nadie quiere ser mandado. No es la guerra atómica el peligro mayor:
es la otra, la invisible plaga que no deshace por dentro, el furioso alineamiento contra todo, el
hombre contra los hombres y contra sí mismo. Todo amenaza desintegrarse.
Solía pensar: antes todo se refería a Dios, de El se desprendía ya hacia El volvía a dirigirse.
Hoy flotamos en la nada. ¿Quién podría restituirse a la antigua confianza de abuelos y bisabuelos?
Cobardía, instinto vital de seguridad, desesperación de une asidero, una chispita brota de la
oscuridad: emprende la búsqueda de Dios. Pero no a la manera de místicos y santones, con
renuncia a los deliquios, urgencias y miserias del mundo, sino precisamente a través de ellos.
Porque el Creador hizo al hombre débil proclive al mal, ingrato, justamente para que se venciera en
sí mismo; y es de su debilidad congénita de donde sacará su fuerza para el gran encuentro. La
pequeña criatura no osará interrogar a su Creador, mas tiene la facultad de aproximarse (o soñar
que se aproxima) en solicitud de amor y comprensión.
Una señal. Sólo una señal, una mínimo indicio, un aviso misterioso. Un rayo de luz que
ilumine la tiniebla actual. Así creería en Dios. Se avergonzaba de sus pensamientos. Creería en
Dios si recibía un mensaje revelador. De no llegar ¿seguiría incrédulo? El enigma del milagro
devenía angustioso: ¿acude al llamado de la fe, o engendra la fe que lo hará posible? Quería
creer… pero no creía. Era criatura de Dios, mas no tenía idea de Dios. Pasaba de la esperanza a la
negación.
Y buscaba, buscaba sin arredrarse, a veces terriblemente cansado, a veces ágil y contento
porque existen crepúsculos y auroras en la persecución de la verdad que es, en realidad, el antifaz
que cubre la cara de Dios.
40
Veinte libros. Trabajaba en otros diez. ¿Cuántos serán? No cuentan número ni esfuerzo.
Pero aquel que soñaba y perseguía acaso nunca sería escrito, porque nadie, o casi nadie
alcanza a realizar su ideal.
28
Pocas páginas resplandecientes de verdad, justificarían el largo quehacer de los años de
angustia. Todo pensar, todo penar cobrarían un sentido.
Porque no es la victoria la recompensa del soñador, sino los ecos que despierta en las
almas que lo escuchan.
Llueven injurias, burlas, vacíos calculados por el techo de Martín Lucero. Pero también los
trinos del pájaro y el brote de las yemas vienen del jardín.
Habitando únicamente el retiro del artista, sufriría menos. ¿Mas el hombre no reclamaba su
derecho, su deber de actuar y padecer?
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Porque bien pensado —se dijo el poeta— la mariposa, la libélula, el colibrí, son cada cual
por sí prodigios vivos, centros de revelación. Ahora que pocos llegan a extraer los zumos secretos
que destila esa contemplación desinteresada, porque el hombre de hoy no sabe mirar-pensando…
Pero llegó un gorrión y de tres picotazos se tragó sendos gusanillos. Un perro mordió a un
niño despertando el vocerío en la mañana tranquila. Una bicicleta conducida por una muchacha de
corta edad cayó sobre una planta delicada destrozando los lirios.
Tres catástrofes tan rápidas, tan fulgurantes como los tres milagros anteriores.
El poeta se sintió atravesado por seis puñalitos: tres decían que "si", tres respondían "no".
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El conductor del país lo tranquilizó. La intención era sana. ¿Pero cuántas intenciones se
estrellan contra la realidad? Tuve otro caso parecido —agregó— cuando en la oficina técnica de
administración se descubrió una mafia de la que formaban parte desde el gerente hasta último
portero; era el robo organizado en gran escala y los fondos apropiados indebidamente se distribuían
proporcionalmente a los sueldos entre todos. Debí destituir a todo el personal: 400 personas, más
de 2000 con sus familias, a la calle. Pero no lo hice. En mi conciencia pesaron más la razón política,
o el problema social que el aspecto ético.
—¿Y usted cree, señor, que cerrando los ojos a la inmoralidad salvaremos al país?
29
El primer Mandatario volvió a sonreír.
—¡Caramba! Había olvidado su juventud. Aun ignora usted que los países se salvan solos.
En la jerga moderna, si un gobernante separa de sus cargos a más de cincuenta personas, se llama
"masacre blanca", no importa cuál sea el motivo. Está, además, lo otro: si los que merecen
expulsión son muchos y fieles militantes, no se puede librar batalla campal contra el Partido.
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Novela, novelar. La vida y lo que uno imagina de la vida. Antaño habían reglas, normas,
lindes, lindes de decoro y de la lógica que todo narrador respetaba. Hoy se puede novelar aun sin
saber escribir: basta acumular experiencias, sensaciones y dejar que se desborden hombre y
lenguaje.
No es un camino. Cualquiera puede serlo si agita los afrodisíacos que exigen crítica, público
y editor.
Todavía Dos Passos, Steinbeck, Pavese, Heminghway, Musil, narran. Sus epígonos,
blasfemos, delirantes, acumulan basura y jeroglíficos.
¿Y por qué el "best-sellerismo", las multitudes que devoran a los réprobos del idioma y de
la lógica?
Bueno: también las películas de "gangsters", las novelas de Corín Tellado, las tiras
animadas de devoran como el pan. Fenómenos de época.
Pero el balance cruel es que, para hallar una buena o regular novela, uno tiene que tragar
diez o veinte malas.
No afligirse: las modas pasan. Los narradores volverán al natural equilibrio, aprenderán a
escribir de nuevo.
La novela no murió. Ni puede morir. Seguirá abriéndose campo. ¿Qué importa que
momentáneamente sean pocos los novelistas y muchos los bárbaros que invaden el relato?
Más que los autores, los principales culpables de la desvalorización novelesca son los
críticos morbosos, la patología publicitaria que se empeñan en convertir grajos en cóndores.
Inmoralidad, mal gusto, desenfreno provienen del contorno. El novelista da lo que le piden.
Lo divertido es que todos, o casi todos los escritores actuales, se proclaman orgullosamente
socialistas (ignoran a Pasternak, a Schlienitzyn, el socialismo totalitario y aplastante de Rusia y
Cuba) pero chupan ávidos la leche y las ventajas de la ubre democrática.
Aunque no ocurra con todos, hay veces que los libros y la conducta de algunos escritores,
dan ganas de escupir.
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Era inútil. No podía arrancarla de su piel ni de su mente. Porque la sentía con el cuerpo y
con el alma. Absorbía las nodas eléctricas (¿o las ondas erógenas?) que emanaban de la deseada.
Pugnaba por adivinar sus pensamientos. La quería suya, suya en la carne y en el espíritu, aun
sabiéndola de otro y no siendo, él mismo, libre. Pasión… ¿Qué es pasión?
Antes se reía de ella; ahora la veía surgir como el reino sombrío de que habló el poeta.
Despojaba de sentido a su vida en el marco de las realidades, y al propio tiempo le infundía otro y
misterioso sentido que daba acceso al reino tenebroso de lo prohibido. Triunfador, tal vez artista
frustrado, él amaba lo difícil, lo imposible. Estaba habituado a vencer, a satisfacer sus deseos. Y en
el juego amoroso —vital para todo macho engreído— supo ser, a un tiempo, marido ejemplar, en
apariencia, sin dar motivo de escándalo ni ofender a la esposa, conquistador afortunado en
aventuras aisladas que nunca lo ligaron seriamente a otras mujeres. Dos, tres veces; era más que
suficiente. Luego a otra. Así ninguna le ganaba voluntad ni corazón.
Pero ésta, la endiablaba, le oponía indiferencia y resistencia con tal astucia, dosificaba tan
diestramente aproximaciones y desvíos, que había quebrado todas sus defensas. ¿Por qué tenía
que ser la prima de su mujer? Siempre en la casa, frente a sus ojos, al alcance de sus manos,
acicateando su deseo. Porque no eran amor, pasión, ni sentimientos nobles los que sentía por ella;
era simplemente deseo, el deseo carnal que sube como lava ardiente por las venas y la fiera
voluntad del macho que quiere someter a la hembra. ¡Y vaya si era hembra! Con todos los atributos
de belleza y de poder que el cuerpo soberbio, la cara linda, y el modo seductor de atraer o
distanciar a los hombres le permitían ejercer.
Hablaba poco, como si no quisiera brillar. Hacíase querer por todos: el marido la adoraba, y
su propia mujer, la mujer del victorioso, la tenía por su mejor amiga. Y lo era. ¿Qué diablos podía
hacer frente a esa fortaleza de virtud, que además de su invencible resistencia contaba con la
lealtad familiar que la tornaba mayormente inasequible?
Pero la noche de su cumpleaños la joven dio una fiesta en su casa. Naturalmente, él estaba
con su mujer, desempeñando dignamente el papel de buen marido. Bailó con la esposa y con otras
damas muchas veces, cortés, fino, ingenioso, caballero irreprochable que todas admiraban. Wanda
bailaba poco, esmerándose en atender personalmente a sus invitados. El evitaba mirarla, para no
caer en el hechizo de su figura. Pasada la medianoche, cuando la fiesta tendía a declinar, la
agasajada se acercó al receloso:
Era la primera vez que bailaban desde que la "descubriera" en la otra fiesta. Más claro:
donde se enamoró de ella, porque la verdad ya no se podía rehuir. Estaba enamorado. Pero tenía
perfecto dominio de sus actos; no dejaría traslucir sus sentimientos. Tomó a la bella en sus brazos
e iniciaron la danza. Tuvo que apelar a todo su carácter para no dejar advertir su excitación; porque
apenas entró en contacto con el cuerpo anhelado, comprendió que estaba perdido. Sentía las
piernas maravillosas rozando las suyas, el torso cálido, el contacto embriagador de los senos. Y ese
olor indefinible, esa mezcla sutil de perfume alquitarado y olores femeninos, que lo envolvía en una
onda de ternura. Bailaban con perfecta compostura, cambiando frases triviales, risas, sin que nada
dejara entrever intimidad entre ellos.
Los buenos parientes, afectuosos, respetándose mutuamente. "¡La imagen fiel de la virtud
familiar¡" —pensó con amargura—. La onda de calidez y fragancia de la joven lo invadía cada vez
con mayor persistencia. Ya no pudo resistir. Oprimió a la deseada con fuerza, las caras se rozaron,
y atrevidamente quiso prolongar el contacto de las piernas. Ella parecía no darse cuenta del cambio
ocurrido.
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—Tú lo que buscas es esto — dijo la joven.
Y el cuerpo maravilloso se adhirió al suyo. Sus muslos se apretaban tensos y vibrantes. Por
unos instantes que se le antojaron horas, creyó sentir el sexo femenino latiendo contra su cuerpo
musculoso. Un delirio, una gloria… A poco la voz deliciosa, mientras la joven se apartaba
"honestamente", sentenciaba:
—Es lo que haces con todas. No lo busques conmigo, porque entonces no bailaremos más.
Otra vez, terminando un baile durante el cual Roberto se comportara con absoluta
corrección, temiendo la amenaza de la bella, sintió que los dedos de ella le recorrían suavemente la
nuca. Se estremeció. Pero lo había hecho con tal naturalidad, que después no podía discernir si la
joven fue deliberada o distraída en la caricia. ¿Caricia o sólo un roce casual?
En otra ocasión, hallándose solo, ella cruzó las piernas y —preconcebida o natural ¡siempre
la maldita duda!— permitió que el vestido se recogiera más allá del medio muslo. La joven siguió
conversando; desviaba la mirada como para dejar que él pudiera contemplarla sin temor, y en
instantes indecibles volvió a gozar la visión del cuerpo soberbio que se entregaba sin moverse, de
las piernas largas, firmes, armoniosas, de voluptuosa curvatura, piernas de Diana Cazadora que
habrían tentado a los pinceles de Boucher.
Roberto dejaba que lo ganase en ajedrez de vez en cuando, pero ella adivinaba certera la
cesión de la partida:
Y lo obligaba a rectificar la falsa movida de la pieza. Pero cuando tomaban asiento junto a
la pequeña mesa cuadrada y el atinaba a exhibir las piernas lo derrotaba con facilidad porque no
podía concentrarse en el juego.
Largo fue el suplicio: pocas semanas, algunos meses. Como se encontraban casi
diariamente dada la relación familiar no podía evitar los encuentros, ni arrancarse la imagen de la
joven de su mente.
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Pidió excusa a la húngara, se volteó para atender a la joven y lentamente se inclinó para
buscar los guantes. Las sillas estaban tan próximas, que al agacharse inevitablemente su cabeza
tuvo que reposar en los muslos de la mujer. La falda estaba tan levantada, la tela del vestido tan
delicada, que le parecía recoger la vibración de la piel desnuda. Había visto los guantes. Los tomó.
Siguió moviendo el brazo izquierdo como si los buscara para prolongar el momento exquisito.
Acarició con la derecha la esbelta pierna de la joven mientras acentuaba la presión de la cabeza
contra el cuerpo anhelado. Sólo algunos instantes, segundos, mínimas fracciones de tiempo
ensanchadas, dilatadas por el infinito deseo. Ella, imperturbable, no se movía, pero el hombre
sentía el rumor del cálido río interno que circulaba por el cuerpo amado. Creyó que Wanda
respondía casi imperceptiblemente al toque de su cara y de su mano. Creyó… Pero al recuperar la
posición normal y entregarle los guantes caídos, sólo recibió las "gracias" de reglamento. Aunque
habría jurado que esta vez la chispa de los ojos verdes no escondía burla ni desprecio, sino un
pequeñísimo rayo de ternura que reflejara la alegría de quien recupera algo que juzgaba perdido.
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Entusiasmado, alteración: condiciones del hombre. Pero llega un tiempo en que todo
parece inevitable.
Suele circular un ancho silencio por la casa. O se llena de alegría con la voz de mi mujer y
el pensamiento de los hijos ausentes. Detengo mi trabajo y escucho: música inaudibles bajan del
Padre Nevado, se filtran por los cristales del Estudio: el paisaje y las cosas inanimadas hablan.
El jardín resplandece de poderío y de misterio. Allá, en una loma, el parquecito joven y viejo
a un tiempo, tiene abolido el tiempo. La Bien Amada sigue siendo clave de dichas. Encantamientos
de la primera nietecita. El Patrón de la Hoya proyecta su magia eterna de nieve y de basalto sobre
la casa.
Pero está, también, lo otros, eso que turba tu sosiego y conturba tus sueños: la carrera
vertiginosa, el despertar de la civilización atómica. Hombres, pueblos, naciones, cada vez más
inteligentes en el dominio de la ciencia y de la técnica, cada vez más cerca de la locura. La patria
cuesta abajo. Retrasada siempre.
Tiempo del prodigio. Todo cuanto veo, escucho, leo, siento, imagino aparece transido de
novedad y revelación.
Esta oquedad maravillosa al pie de las montañas. Estos hombrecillos díscolos. Esta tierra
sin mar. Estas almas sin fe… ¿Qué significan? Es milagroso que rodeado de disolución no te
disuelvas.
Ambición creadora cumplida. Saber que se hicieron bien las cosas. Han pasado los años.
Todavía, al obsequiar ejemplares de la revista extinguida, recojo signos de sorpresa:
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La revista literaria hizo un camino. Proyectó una imagen del país y de su alma. Abrió
ventanas a escritores y artistas. Como aprendiz de humanista, gané mucho. Como hombre práctico
perdí todo. ¿Descontento? ¡No! La carga y descarga emocional fue rica y varia que justifica el
grande esfuerzo.
La "sofrosyne" del griego no se hizo para mí. Es luchando, inventando, fatigando alma y
cuerpo como me realizo. Martín, goloso de éxitos; es necesario también saber perder.
Y acepto mi destino sin contar las batallas que aguardan, sin pensar que las derrotas
podrían superar, en número, a los triunfos.
He pensado una novela, un personaje que brotado del "Humus" patrio, se proyecten al
continente. Pero no en lo anecdótico o costumbrista, en la brujería remota de la provincia, sino en el
plano subjetivo del sudamericano que pugna por adquirir conciencia de su medio y su destino.
Después de leer a Esquilo y a Lesky: reflexiono que no sólo el dolor espolea al creador. Es
posible edificar en la alegría y en el sumo contentamiento de la tarea elegida.
¿Cómo serán los años crepusculares del último humanista? Entre libros, cuadros, discos,
paisajes, jardines, el hogar y la selva colérica de los hombres. Leyendo, meditando, estudiando,
escribiendo siempre. Formando conciencias jóvenes. Alentando a otros. Defendiendo la verdad y lo
justo. Hundido en la época sin dejarse arrastrar por ella. A un flanco Platón y Homero, Agustín y
Dante, Shakespeare y Goethe. Al otro Bach y Haendel, Mozart y Beethoven, Monteverdi y Vivaldi. Y
los cuerpos musculosos de Miguel Angel y las figuras espiritadas del Greco. Y el Ande
palingenésico que como la Esfinge egipcia mira y promete mas no entrega su secreto. Jesús: único
Maestro! Pero vendrán otras formas de religiosidad. La era nuclear, los astronautas, desalojaron las
deidades del cielo. Dios y Cielo ya no son físicos. Del interior del hombre vendrá la nueva verdad.
Mirar más hondo… Y recordar que el Cristo descubrió el alma para los hombres. Irse extinguiendo
lentamente, serenamente. Tarea cumplida. Esperanza de un proseguir análogo. Porque nada se ha
de perder y el más laborioso puede aspirar a la duradera actividad. ¡Es tan corta la vida, y tan larga
la inquietud!
Mi mujer es, nuevamente, mi novia. Fuimos al Jardín Botánico. ¡Qué plenitud de amor y de
ternura en sus ojos, en su cara hermosísima! ¡Qué paz en mi espíritu viéndola linda y pura, milagro
sin reproche! Leal, inteligente, abierta a toda comprensión. Sin fraude y sin defraude: todo en ella es
noble y veraz. Vida con ella es vida sin precio.
Si después de muchos años de matrimonio, sigues pensando que en los ojos de tu mujer
reside la dicha de este mundo, yo te llamaré "Elegido". Y seremos hermanos.
Pero no basta que seamos felices. Hay que esparcir ventura en todos cuantos nos rodean.
Y más allá. Esta es tu misión Martín Lucero.
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Entró un hombre y se encerró quince minutos con el Jefe. Después otro. Y otro. Cada uno
llevaba misión distinta, ni se conocían entre sí.
Nadie se explicaba por qué los mejores dirigentes comenzaban a sentirse inseguros en sus
elevadas posiciones. Fue primero una retirada discreta de los íntimos. Luego ciertas vallas
inesperadas que dificultaban sus labores. Más tarde las entrevistas con el Conductor que acortaban
visiblemente. Transcurridas algunas semanas se producía el desbande de los partidarios: pocos
quedaban con los caídos en desgracia.
¿Pero cómo podían caer en desgracia las personas formadas, elevadas por el mismo Jefe,
sus íntimos, que quienes depositara toda confianza?
Todo separaba a los cuatro favoritos entre sí: inteligencia, métodos, ambición personal,
recíproca envidia, ansia de supremacía. Cada cual sentíase Delfín para suceder al Rey. Claro que
no existían corte ni monarca, mas la dictadura ¿no es más que una monarquía?
Sin confiarlo a nadie pero dándolo a entender veladamente, el Jefe difundió que tras diez
años de gobierno requería descanso. Montarían elecciones, habrían Cámaras, y uno de los cuatro
favoritos sería el sucesor… por tres años, al cabo de los cuales el Dictador recuperaría el mando
supremo.
No hubo pacto abierto ni encubierto. Pero cada uno de los cuatro altos dirigentes comenzó
a montar su correspondiente maquinaria política y electoral. El Conducto deslizaba de tanto en
tanto palabras acerca de las fatigas del gobierno, de su deseo de tomarse un descanso y hasta
parecía que alentaba a los cuatro elegidos para persistir en la sucesión.
Avanzaron los meses. ¿Qué ocurrió en la mente cavilosa y desconfiada del Mandón? Nadie
lo supo porque no acostumbraba confiar a otro sus problemas y menos las posibles soluciones. O
pasó la fatiga y el mejor descanso se le antojó seguir manejando las riendas. O vio crecer en
exceso a los escogidos. O temió que no se le devolvería el poder. O advirtió que el Partido se
estaba despedazando en la pugna de los cuatro favoritos. O pensó que sus 70 años no eran,
todavía, motivo de retiro. ¿Quién sabe? Lo cierto es que la misión de los cuatro agentes secretos
para socavar a los cuatro altos dirigentes comenzó a rendir frutos.
Claro que al principio ninguno de ellos se dio cuenta que el Jefe había cambiado de
intención. El seguía hablando del próximo viaje, lanzaba consejos para desconcertar a la oposición,
y hasta llegó a sugerir que hubiesen dos vicepresidentes; así serían sólo dos los descontentos. Su
frase usual era: "La unidad del Partido por encima de todo".
El líder valluno, más ducho, fue el primero en adivinar el juego del Conductor. Lanzó una
denuncia pública, se retiró del Partido y fundó otro partido, pequeño al nacer porque lo siguieron
pocos. El líder obrero hizo otro tanto. Los otros dos líderes, más débiles, más calculadores o más
ingenuos, siguieron pensando que al ver debilitado el Partido con la salida de los dos rivales que
arrastraban opinión partidaria y nacional, el Dictador se vería constreñido a elegir entre los dos que
aún permanecían a su lado.
Cálculo no muy acertado, porque a poco siguieron las hostilidades poco disimuladas contra
los dos favoritos restantes. Uno fue expulsado del Partido, otro renunció por dignidad. Cada cual
arrastró, a su vez, partidarios y opinión.
El Partido aparecía descuartizado por dentro. El Jefe despojado del concurso de sus cuatro
mejores líderes, convertidos, ahora, en temibles adversarios.
Y una mañana estalló la bomba informativa: frente a la crisis producida en el seno del
régimen gobernante, para evitar los fraccionalismo, y asegurar la continuidad de la obra
revolucionaria, el Partido, en gran asamblea, por unanimidad, resolvía presentar la candidatura
única a la Presidencia de la República. Naturalmente: el Jefe. Sólo él podía salvar la unidad del
Partido.
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Los cuatro "chasqueados" se aproximaron a regañadientes, olvidando celos y agravios.
Primero se unieron entre sí. Luego tomaron contacto con los partidos opositores. Después,
sigilosamente, se acercaron al ejército.
Pero el Jefe pudo gobernar todavía tres años más porque su poder era muy grande, y
aunque los sistemas de mando y de organización acusaban general relajamiento, tuvo muchos
meses para reírse del candor de los cuatro exfavoritos.
El jamás sería derrocado. Tenía veinte años de comando por delante. ¿No llegaban a
octogenarios los dirigentes europeos? El seguiría su ejemplo.
Una noche, en la cena, a su hijo que economista detestaba la política, le deslizó un consejo
que valía un Potosí:
—Nunca creas en las palabras del Hombre Fuerte ni en la política ni en finanzas. Porque
aquel que se apoderó de la voluntad del pueblo, o el que domina las fuerzas económicas, son
fuertes justamente por eso: porque pueden hacer lo que les viene en gana.
—¿Entonces por qué mentiste a tus cuatro favoritos, hombres valiosos que ahora los tienes
al frente?
—En política no existen verdad ni mentira; sólo aquello que conviene al momento. Nunca
pensé resignar el mando. Quise probarles: ya ves el resultado, ambiciosos, desleales.
Y el mundo de los satisfechos —cada vez menos— siguió usufructuando de las delicias del
poder, mientras el mundo de los descontentos —cada vez más conspiraba en la sombra para
derrocar al dictador.
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No es el libro que llega el más ansiado, sino el más esperado. ¡Castillos de avidez
construídos en la morosa espera! Quien supo poblar su quehacer en la búsqueda y el tráfico de
obras literarias, feliz mortal: se mueve entre ideas y la belleza lo escolta.
Abrir un paquete de libros. Acariciar el lomo intacto. Oler el empaste de cuero. Hojear sus
páginas. Imaginar los tesoros que encierran. Entran todos los sentidos en juego: se ve, se oye, se
aspira, se palpa, se gusta placeres anticipados.
Dios entregó al hombre el libro para elevación de su espíritu y regalo de sus horas.
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Terrible antinomia. Ignoraba si le había sido impuesta o si sólo por su propio riesgo llegaba
a ella. Pero estaba, ahí, sólida, indiscutible, redonda como una esfera que no explica su presencia.
Mundo en sí. ¿Por qué, por qué?
Se diría que la búsqueda de lo divino, eso que la Iglesia llama "el descanso absoluto en la
luz", debe partir de la perplejidad y el desaliento.
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naturaleza es ciega, autofágica; mas Dios, el providente, ¿por qué permite la vida de uno con la
muerte de otro, la desdicha de muchos y el bienestar de manos?
Desvaríos pavorosos alzaban una cortina negra ante sus ojos. Una voz secreta sugería:
¡No, no! No es lícito emprender la marcha hacia El, pretendiendo hallar la verdad antes de
encontrarlo. Había intentado levantar la cortina, mas dejaba en suspenso las preguntas. Sería
humilde, soportaría confusión y contradicciones, proseguiría la indagación paciente sin pretender
abrazar la verdad en un instante. ¿Y se puede llegar a la verdad, pedestal del Omnipresente. O son
muchas y cambiantes las formas de la verdad?
Sintió que la lógica, la dialéctica implacable, aun la inteligencia crítica y mordaz, alejan del
Señor.
Entonces entendió el sentido profundo de las palabras del Cristo al referirse a los ricos que
no pasarán por el ojo de una aguja: se trata de los ricos en bienes y también de lo ricos de espíritu,
de los que quieren saberlo y comprenderlo todo. Hay un cierto demonismo emboscado en la
inteligencia que escruta el enigma de la vida.
Solía tener sueños más fuertes que la vida, durante los cuales una noción oscura se
albergaba en su alma: Dios existe, señor de lo creado y lo increado. "Creer —decía alguien
invisible— es ya crear. Si crees en El existe ya. No que tu fe lo haya creado —absurdo— sino que
al pensarlo capturaste una de las infinitas imágenes que lo acercan a la comprensión humana". Y
los sueños proseguían raros, intrincados, en una red de mutaciones o dislocamiento imposibles en
los cuales se anulaban las leyes del espacio, fundíanse de discurrir normal, cien de curso anti-
lógico, confuso, de entreveramiento de figuras y situaciones. Era el caos. Pero lo mismo en las
visiones plácidas que en el disparatado transcurrir de las pesadillas, con frecuencia terminaba
soñando que él seguía angustiado, anheloso, detrás de una figura blanca, imponente, ceñida por un
halo de luz que avanzaba o se deslizaba entre cielo y tierra y a la cual no podía ver el rostro. "Es El
—pensaba es el que estoy buscando…"
Tuvo otras manifestaciones insólitas, en el plano onírico, en las cuales su mujer fallecida
tres años antes, se le aparecía más linda y joven que nunca. Casi no hablaban. Cogidos de las
manos se contemplaban extasiados, como cuando eran novios. Cuando él la interrogó si existe otra
vida, si volverían a encontrarse, ella sonrió tiernamente musitando: "Mi enamorado…" Entonces
supo que más allá de la vida hay otras vidas. Que amor de verdad mira a lo eterno. Que el
recuerdo es el puente que el Señor brinda a quienes separó temporalmente. Y si ella seguía
existiendo en el sueño es porque éste, vencedor de la muerte, anuncia la sobrevida. Y a través del
amor fiel que retorna insistente en os desvaríos del que sueña, serpea una senda que lleva también
a Dios.
Se despertaba contento, optimista. Abría los diarios: terremoto en el Irán, 20.000 muertos:
100.000 heridos y personas sin hogar. ¿Cómo pudo ser? Según los cables escenas indescriptibles
de pánico, de horror y sufrimiento convulsionaban a los sobrevivientes. Esto sucedió, sucederá
muchas veces en el planeta. ¿Por qué bruscamente, sin aviso alguno, miles de seres perecen
trágicamente, pierden sus hogares, ven desechas las familias? ¿Por qué? Y los fallecidos ¿pasan
como se cree a vida mejor o para ellos todo terminó? ¿Y dónde esta ese Dios providente,
magnánimo al cual rezamos en los templos, el que ama a sus criaturas?
No: Dios no envía estos desastres. Es el Maligno que reina en el mundo y disputa al Cristo
la supremacía del Mal sobre el Bien. Cristo y Anti-Cristo. O Dios contra Satán. El gran dualismo
incomprensible que teología alguna pudo desentrañar.
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—Es un presuntuoso, siempre dictando cátedra. Cuando toma la palabra no la suelta. Hay
que derribarlo —dijo el hombre de corbata blanca.
—Pero es muy fuerte; su Partido, muchos militares y el favor del propio dictador lo
respaldan.
Al entrar el hombre uniformado todos lo rodearon: la opinión del ejército era decisiva. El
castrense no fue muy explícito:
—Veremos, veremos — respondía, recordando que el atacado lo dejó mal parado en más
de una ocasión.
Entraban, salían los edecanes y los ministros seguían confabulando en voz baja contra el
Canciller. Había que voltearlo.
Más allá otro grupo —sólo cinco— representaban la fracción ministerial adicta al Canciller.
Sus adversarios totalizaban trece votos. De cuando en cuando como abeja distraída en busca de
nuevo panal, se desprendía uno de su grupo y se aproximaba al contrario; entonces todos
cambiaban de conversación y acogían al intruso con frases corteses e innocuas. Nada. Ninguno de
los exploradores alcanzaba a captar el sentido de lo tramado. Porque también se complotaba en el
grupo menor: provocar la salida de los cuatro más fuertes del grupo mayor para reemplazar con
figuras adictas a los más débiles. Así el equilibrio se sería restablecido: 9 por el Canciller, 9 contra
el Canciller. Claro que todos se sometían finalmente al Gran Mandón, pero el Canciller movía
muchos hilos y sin tener el sumo poder en sus manos, se daba maña para ayudar a sus acólitos y
perjudicar a sus desafectos.
De pronto la sala de espera (el Dictador hacía esperar largas horas a los ministros y así,
cansados, los manejaba más fácilmente) se fue llenando de gentes extrañas que entraban y salían
con rapidez, como si sólo se tratara de infundir zozobra a quienes ya estaban en ella.
Y los rumores saliendo de los muros, de las bocas, rompiéndose en los cristales, brotando
de unas personas, rebotando en otras, configuraban (o desfiguraban) la realidad. "Parece que el
Jefe no vendrá, ha tenido dificultades con los militares" Difundióse que el Canciller estaba preso.
Alguien, que entró a la sala, deslizó nervios: "Se posterga el Gabinete para las seis de la tarde". No
dio explicaciones y se retiró. Sorprendidos, los grupos rivales se aproximaron en momentánea
amistad. "¿El Canciller preso? Absurdo. Intrigas de la oposición". Otro rumor desmentía al anterior":
¿Y porqué no? En política nada hay imposible. También se dijo que se desvalorizaría la moneda y
esto puso en alarma a casi todos: "nos despojarán de nuestros ahorros". Golpe militar —circuló en
la sala. O nuevo Gabinete. Parece que el Partido se está imponiendo al Dictador. No: es que los
obreros imponen dos ministros más en el Gabinete. ¿A quién creer?
—Estoy perdido —confió éste a dos colegas— me empujó y ni siquiera ha pedido disculpa.
Ya no soy ministro.
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—Señores ministros: Su Excelencia se dirige al Palacio. Llegará en diez minutos más y les
ruega excusar la tardanza.
Los rostros se compusieron pero las conciencias no. Cuando el Conductor demoraba
mucho, era porque se traía algo escondido.
Los ministros presentarían renuncia colectiva, para dar paso a las corrientes juveniles. "Si
yo confiara en ellas —expresó el Jefe— les permitiría un ensayo de gobierno; mas como sé que
fracasarán, voy a precipitar ese fracaso. Y la fórmula es muy simple: llevaré jóvenes también a las
subsecretarías, a las oficialías mayores, a todos los cargos importantes, políticos o técnicos. Hasta
los asesores y consejeros serán removidos. Careciendo todos de experiencias, los novatos no
tendrán a quienes consultar sus dudas: en consecuencia el desbarajuste será general. En menos
de 30 días alzarán las manos, porque nadie llega a dominar el complejo mecanismo interno de un
ministerio si no cuenta con tres requisitos: experiencia, capacidad personal y el gran respaldo de
colaboradores preparados, habituados a sortear los problemas administrativos".
La maquiavélica operación se ejecutó tal como fue prevista. Los 18 nuevos jóvenes
ministros y sus inmediatos jóvenes colaboradores, no dieron pie con cabeza en su primer mes de
actividad. La protestas de la prensa y del público exigieron el retorno al antiguo sistema de los
hombre preparados y con experiencia, sin límite de edad.
—Subió mucho —dijo lacónicamente el Dictador al Jefe de la Casa Militar—. Estará mejor
en una embajada.
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—Es que usted no los entiende —dijo el crítico y no me refiero al mecanismo interno de la
composición musical. Discurrir acerca del atonalismo de Schöenberg, por ejemplo, nos llevaría
varias horas. Pero ya que usted confiesa ser sólo un melómano, un amante de la buena música,
ajeno a los procesos técnicos de su evolución constructiva, hablemos sólo en el plano del gusto
auditivo. ¿Por qué frecuencia a Vivaldi y rechaza a Strawinsky?
—Por qué el italiano deleita mis oídos y suscita sentimientos placenteros o elevados en mi
espíritu. El ruso, en cambio hiere mi sensibilidad, me irrita, descompone mi equilibrio estético.
—Es que usted no educó su oído. ¿Acaso en las calles no existen ruidos, frenesí sonoro,
disonancias, entrecruzamiento de tonos y atonalidades?
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—Pero lo que pasa en la calle no es música…
—De ningún modo. Los sonidos elegidos, concertados por el compositor hacer la música.
También la naturaleza la genera en las voces del viento, del mar, de una cascada. Pero llamar
música al aullido, a la explosión de ruidos, a la desarmonía artificialmente elaborada, es otra cosa.
—Todo lo que está en la naturaleza es materia del arte. Lo feo, lo estridente, lo atonal, los
efectos acústicos, por desagradables que aparenten al primer impacto, son música aunque no
ganen la aquiescencia general.
—Romper los cánones. Removerlo todo. Innovar, inventar. Y el resultado final es el caos.
—Caos para el oído y la mente inacostumbrados. Escuche diez veces, veinte veces un
cuarteto de Bartok, una pieza de Berg, y comenzará a reconocer su interna estructura.
—Nunca pude terminar un cuarteto de Bartok ni menos soportar tres minutos de Berg.
—Y el alma del hombre moderno ¿no es confusión, caos, frenesí, vértigo, angustia y
desesperación?. La sociedad en la cual vive, la metrópoli ruidosa, ¿no son centros de violencia y
exasperación? Pues todo esto es lo que produce la música moderna.
—Justamente porque todo o casi todo conduce a la disociación, la música debería ser un
remanso de clarificación.
—No. Quiero salvar mi reino sonoro, que debo a los clásicos y que los modernos pretenden
reducir a cenizas.
—En ese terreno no lo sigo —alegó el crítico— mística y filosofía nada tienen que ver con la
música.
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—Le confieso que nunca pude terminar un canto gregoriano.
—Y bien: usted es tan limitado como yo. No le agrada la música religiosa porque la ignora.
—Lo clásico y lo nuevo se tocan. Son pura continuidad, partes del mismo río sonoro.
—Usted se queda en las riberas plácidas; yo me voy al turbión que se lleva las piedras.
—Yo no desprecio nada, y no entiendo lo que no "siento". El que siente, ama. El amor nos
lleva a la comprensión. Despojada del sentimiento, la fría cerebralidad del moderno pide sólo
análisis. Yo sólo entiendo aquello que me produce simpatía y atracción.
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Se fue tras del aro de fierro, grande y pesado, que rodaba veloz por la pendiente. Al llegar
al enrejado protector del cerro, el aro como si procediera con astucia propia, buscó exactamente un
hueco entre dos barrotes y se precipitó cuesta abajo.
El muchacho se aproximó al enrejado viendo cómo el aro se perdía entre árboles y maleza.
Desaparecía, seguía rodando, reaparecía, hasta que pronto fue solo un puntito que se hundía
irremediablemente en la intrincada vegetación que cubría ese lado del cerro.
Quiso bajar a la búsqueda del fugitivo, pero el miedo lo contuvo: sólo tenía nueve años y el
boscaje se le aparecía inmenso, aterrador. No se atrevía. Estaba a punto de soltar el llanto: el aro,
el famoso aro de fierro que lo pintaba de diversos colores cuando se desteñía el anterior, su mejor
compañero de juegos. El aro azul… Tan honda era su aflicción como si el mundo fuese a
desaparecer tragado por un abismo que se lo llevaría a él también.
Una pequeña lagartija, verde y oro, se detuvo junto al niño. Sus ojillos giraban como
queriendo hablar. Guiños astutos; quería decir: "ven, sígueme". Y el niño fue detrás del animalito
que no huía, sino, que calculadamente, a saltitos, dejaba que el afligido lo siguiera.
Frente a un pequeño muro de ladrillos la lagartija dio tres golpecitos con la cola. Se abrió el
muro y apareció un gnomo que no se alzaba más de treinta centímetros del suelo. "Por aquí —dijo
muy cortés y abriendo campo hizo pasar a los visitantes.
Era fabuloso. A pocos metros se veía un tobogán largo, larguísimo, que se perdía en la
distancia… Niño y lagartija subieron a unos carritos que se deslizaban por el gran viaducto y se
lanzaron, intrépidos, sobre el canal metálico que parecía nunca terminar. Bajaban, bajaban, cada
vez más rápido, venciendo curvas atrevidas y pendientes excitantes, traspasados de alegría,
porque también el animalito abría y cerraba sus ojillos compartiendo el júbilo del niño. Bajar, correr,
casi volar. ¡Qué sensación maravillosa! Ya nadie se acordaba del extraviado aro azul. Y mientras
descendían en hermosas y veloces evoluciones, un paisaje de torres, castillos, verdes campiñas,
nubes blancas, y bosques azules desfilaba continuamente variado a los flancos de los viajeros.
El niño habría querido que nunca terminara el descenso por el maravilloso tobogán.
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Llegaron a una estación y bajaron de los carritos. Entonces el gnomo, en una pequeña
motocicleta, los condujo a un palacio de caramelo, de altos muros y elevadas torrecillas. Bajaron el
puente levadizo y los visitantes entraron al palacio. Un patio vastísimo, lleno de soldados. Una
banda que los acogía entonando un himno lindo y extraño. Vítores de la muchedumbre esparcida
en el amplio recinto. Salió un heraldo, tocó su reluciente trompeta, y de la galería superior
descendió un chambelán de casaca dorada y guantes blancos: "por aquí, por aquí".
Los visitantes subieron la gran escalera de piedra. Atravesaron varias salas suntuosas,
todas llenas de niños que jugaban y reían alegremente y fueron introducidos a la sal del trono. Altos
dignatarios, bellas damas, príncipes, y princesas. Y al fondo, sentado en el trono de oro y de
esmeraldas, el monarca los invitaba a aproximarse.
Era un gordito joven simpático, cuyo rostro infundía confianza. Vestía capa de armiño y
tenía un cetro de cristal en la mano derecha. Miraba al niño y sonreía bondadosamente.
—Me hiciste rodar mucho en el parque —repuso afable—. Me cansé de dar vueltas. Ahora
me estoy quieto, aquí, y todos dan vueltas en torno a mí. ¿No te parece mejor?
—Si dijo el niño que amaba tanto al aro azul— Quiero que descanses y que todos te
obedezcan.
El monarca lo atrajo hacia sí, lo besó en la frente y puso una piedrecilla en sus manos. "Un
recuerdo —expresó— para que no me olvides".
Hizo una señal con la mano izquierda y de pronto todo se esfumó: el Rey, la corte, el
palacio de caramelo, soldados y gentes. El niño y la lagartija estaban nuevamente en los carritos
del tobogán.
Pero ahora hacían el camino inverso: subían, subían ya no tan velozmente como en el
descenso. "Cuánto tardaremos en llegar" —pensaba el niño— feliz de haber visto a su arco azul
ascendido a la dignidad de soberano.
La lagartija, a su lado, miraba al niño con ojitos astutos que siempre parecían más de lo
captado. Ella no hablaba, quieta y muy compuesta. El pequeño observaba el paisaje y miraba con
cariño al animalito: ellos lo volverían a conducir a la corte del rey Aro Azul.
—¡Hijo, hijo mío! ¿Qué te pasó? Como no llegaste a la hora del almuerzo saló a buscarte.
Estabas durmiendo, aquí, al pie el enrejado. Debió cogerte fuerte el sol del mediodía. Son las tres
de la tarde. Ahora a casa, a comer y a descansar.
El niño pidió ser bajado al suelo. Miró en su rededor. Ni rastro del gnomo ni de la lagartija.
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El juego ya duraba demasiado. Cortar por lo sano. El impondría su fuerza de carácter, esta
famosa fuerza de carácter que lo convirtiera en un victorioso: hacer lo que uno se propone hacerlo
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bien. Basta, pues: raya y cuenta nueva. Evitaría todo acercamiento a Wanda. Ni diálogos ni
regocijos visuales. Distanciarse: ese era el secreto. Verla y tratarla lo menos posible. Mantener
relación amistosa, sí; no hacer notar cambio; conservar el equilibrio familiar. Queda ni ella misma
sintiera la mudanza. Pero alejarla, alejarla para librarse de su siniestro influjo.
Le costó mucho: grandes esfuerzos, ligeras caídas, disgustos. Al fin se sintió liberado.
Jugaban ajedrez y se concentraba íntegramente al juego. No la miraba. Se sustraía al juego (o al
movimiento) fascinador de las hermosas piernas. Bailaban correctamente, como antes, sin que
nada dejase traslucir interés de su parte. Recuperado el dominio de sí, hasta atenuó su espíritu
burlón. Ya no la provocaba con frases hirientes; sólo rápidos toques, apenas epidérmicos, que más
divertían que molestaban.
¿Había notado el cambio la beldad? ¡Cláro que lo había notado! Sorprendida al principio,
admitió la conducción masculina. Eran, nuevamente, dos irreprochables concuñas, casi dos
hermanos. Y viéndola serena, Roberto llegó a pensar que el desvarío amoroso había sido
únicamente un proceso físico y mental suyo, de varón excitado y encaprichado por la mujer
prohibida sin que ella se hubiese inmutado en lo mínimo. Mejor. Hecha la paz, podían frecuentarse
sin peligro.
Pasó un tiempo. Cada cual volvía a su lugar: ella, la prima de su mujer, enamorada de su
marido, no muy culta, no muy leída ni informada, pero endiabladamente linda. El, intelectual,
irónico, sin hacer gala de superioridad mental, pero haciendo sentir con discreción, que era el
conductor, el juez poco menos que inapelable en las discusiones y reuniones familiares. Y qué: ¿no
era el más inteligente, el mejor informado casi siempre? Todo volvió a su cauce: otra vez respetado
y admirado aun por ella, la esquiva, que al verlo tranquilizado, ya no agresivo, sino cordial, era
menos punzante a su vez como buscando la antigua armonía rota en un tiempo de trastorno que
iba alejando de su cabeza.
Una noche, viéndolo bailar, se preguntaba cómo pudo hechizarlo. Era, simplemente, una
mujer: bella, de formas incitantes, encantadoramente femenina, pero nada más que eso: una mujer.
¡Y habían tantas! ¿Estuvo realmente enamorado de ella, fue sólo un capricho masculino, el deseo
físico que lo embrujó? ¡Bah! Había sido una locura, un desvarío pasajero, de esos que suelen
asaltar a los hombres mejor templados. Nada más. Y ahora, al contemplar a la hermosa
desinteresadamente, sin que su cuerpo ni su alma sintieran celos ni deseos al verla en otros
brazos, comprendió que estaba curado: había escapado al hechizo. No volvería a padecer por
mujer alguna. La receta era infalible: apartar de la imaginación a la que no se rendía prontamente y
eludir en modo tajante a las peligrosas.
Tiempo glorioso. Otra vez el hombre fuerte, dominante, obedecido o seguido por todos. En
la familia y fuera de ella. El triunfador. A veces — raras veces, evidentes sin embargo— solía
sorprender en los ojos verdes de la joven una mirada fugitiva como si ella indagara las razones de
su alejamiento. "¿Por qué, por qué…?" — preguntaban los ojos verdes. Y él ignoraba si era sólo
simple curiosidad, inquietud femenina o acaso, acaso, un leve remordimiento por haberlo perdido.
¡Qué más daba! El andaba ya fuera del juego.
Para los demás nada había sucedido. Sólo ellos eran materia del cambio. La tenazmente
acosada pasaba a ser la pretérida, la olvidada. Por que el varón la trataba con sutil indiferencia, sin
abandonarla del todo, mezquinando sus atenciones, lo suficiente para no caer en descortesía, lo
preciso para no demostrar interés. Y la joven comprendía, perfectamente, que la intención del
carnero fugado de su rebaño consistía en no volver jamás a la manada.
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El miró contra su voluntad, sólo una vez, sólo un instante pero su mirada experta de
conocedor captó como lente fotográfico la visión arrobadora en todos sus detalles. Pero ya sabía
cómo evitar la antigua seducción: para no sufrir la atracción voluptuosa de la bella que bailaba con
el marido, se volteó de espaldas y se puso a conversar con otra dama.
También ella se alejó con absoluta naturalidad sin que el hombre pudiera observar su
reacción frente al desaire refinado, imperceptible en realidad, que sólo pudo advertir la interesada.
La fiesta proseguía con animación. Durante la cena él comentó con tacto los últimos
incidentes políticos y contó algunos cuentos de esos que le valían la simpatía de las damas, porque
sin caer en lo grosero sugerían algo punzante, intencionado.
Dos soles extraños entre sí, como si quisieran alejarse el uno del otro, pero ganándose la
mayoría de la sala. La mujer despertando envidia en las mujeres, el hombre odiado por los
hombres.
—Su traje es demasiado atrevido. Bien sabes que no me gustan los excesos. La invitaré
para complacerte — repuso el hombre fingiendo indiferencia.
Y esta vez también salió bien librado de la prueba. Hablaron trivialidades, hubo una fugaz
lidia de toques verbales finos, ingeniosos. Danzaron correctamente: ni Wanda provocaba ni él
intentó presión alguna sospechosa. El perfume parisino y el olor natural de la mujer amenazaban
quebrantar su equilibrio; los resistió victorioso. No pasó nada.
Cuando el baile terminó, el varón dijo simplemente: "gracias" y la llevó junto al marido.
Sentíase embriagado con su victoria. Había resistido la máxima tentación. La gatita de los
ojos verdes no volvería a turbar sus sueños. Y ella comprendió, con instinto femenino, que él
deseaba ser el único que no saliera perturbado después de tenerla entre sus brazos.
Otro instante, al encontrarse con la joven que seguía muy solicitada por la jauría masculina,
creyó advertir un velo de tristeza o de preocupación en los ojos verdes:
El hombre sintió que le caía el rayo. ¿Sería por él, había comprendido su estudiada
indiferencia?
44
y ardiente, el lenguaje viejo y siempre joven de la pasión. Imploraban, despidiendo finísimas ondas
erógenas que le encendían todo el cuerpo. Entonces él aflojó todas sus defensas morosa y
trabajosamente levantadas a través de semanas, meses de laboriosa actividad y también su dorso
y sus dedos devolvieron fluidos mágicos que lo acercaban, lo ligaban lo envolvían en el arrebato
femenil. "No debe ser, no debe ser…" —pensaba esforzándose por sustraerse al influjo de la joven.
Pero el vértigo de la carne lo sumió en el torbellino. Vió los senos temblorosos palpitar muy
próximos, la pierna que se adelantaba hasta llegar al roce palpitante con la suya. Cerró los ojos
deslumbrado y al abrirlos miró cuajar dos lagrimas en los ojos verdes.
Estaban solo, en el desván de los abrigos, mientras los últimos invitados se despedían.
53
El buscador preguntaba: ¿por qué razón unos merecen salud, bienestar, satisfacciones de
todas laya, y otros sólo enfermedades, pobreza, sufrimiento?
¿Dónde está Dios en esas catástrofes masivas que hieren despiadadas castigando por
igual a justos y pecadores?
Vida eterna, reino celestial, supremos consuelos del creyente: prometen mucho, nada que
objetarles. ¡Dichoso quien cree y espera! Es el vencedor de la muerte. Porque si no existe otra vida
ni otros mundos después de esta vida y de éste mundo, entonces descansará; y si los hay, su fe
será recompensada. En ambos casos la esperanza hará feliz a quien cree y espera. Pero la verdad
es que la mayoría de hombres y mujeres transcurren en su campo natural: esta concreta y tal vez
única y es a ella que se refieren sus horas placenteras y sus días oscuros. Excluyamos a místicos
y artistas; mundo aparte. Es la humanidad corriente, jadeante, la que no profundiza el pensar
porque la asedia la materia, la que absorbe el cavilar de los buscadores. ¿Qué ley tremenda
dictamina: padecerán los más, disfrutarán los menos? ¿Por qué terribles castigos, durísimos
penares en la existencia de millones? ¿A qué Dios acudirán los afligidos si tan feroz como el
Jeovah bíblico el Dios cristiano los desamara y permite que sean aplastados?
Dios existe, tal vez… Pero no pude estar vinculado a los innumerables destino individuales,
ni mover cada uno de los infinitos hilos que rigen las acciones de cada cual. Sería absurdo. Cierto
que El sólo puede hallarse o ser comprendido a través de la mente humana. Como dice el místico
—¿era Echhardt, o Blake?— Dios existe porque el hombre existe; perecido éste se aniquila aquel.
Esa misteriosa relación entre Creador y criatura nunca suficientemente esclarecida… Ese querer
meter a Dios en todas nuestras pequeñas miserias o júbilos cotidianos. Puerilidades.
45
Solían sorprenderlo la música sacra, los textos patrísticos, estudios teológicos, pero de cierto
transcurría distanciado de la quemante cercanía de Dios. Mucho tiempo la palabra sólo le inspiraba
respetuosa admiración. Después de años de búsqueda penosa, comenzó a sentir que ella se
transfiguraba en presencia fervorosa: algo que no podía explicar, vivo y palpitante como su corazón,
mas extraño a su cuerpo físico. Entonces "Dios" se convirtió para el Buscador en la Palabra Mayor,
inasible, la única que jamás entregará su secreto porque embosca una esencia inexpresable que
huye de quien se le aproxima. A veces tan lejana como una estrella que se desvanece en el
espacio; otras tan oscura que da vértigo a la mente.
Goethe, sapientísimo, era deísta pero no se detenía a escrutar los últimos enigmas. Nuestra
tarea —afirmaba— consiste en realizarnos en este mundo, desprendidos del misterio que aguarda
en el otro.
¿Pero quién tiene el genio moderador de Goethe para alejarse de las tentaciones de la
Serpiente? Porque en cierta manera, todavía no bien analizaba, la Serpiente custodia a la Palabra
Mayor y nos tienta sin descanso, levantándonos más alto para precipitarnos después más hondo.
¿No dijo Santa Teresa que el pecado del intelecto es el pecado satánico de querer comprenderlo
todo y alcanzar las verdades más altas? Entonces la clave de su búsqueda se perfilaba nítida:
acercarse a Dios por el sentimiento, no por el intelecto ensoberbecedor.
Había pasado por todo: altas victorias, abismales caídas. Júbilos, penas, aventuras,
sobresaltos. Largas esperas. Súbitos hallazgos. Lo visitaron sufrimientos y alegrías. Mucho tiempo
fue un triunfador. Luego expío el exceso de dicha en el dolor. Conoció la fricción delirante con los
hombres y también la soledad. Hombre de acción, realizador de mil grandes y pequeñas acciones,
pudo ser, asimismo, varón de ideas, el pausado meditador que erige sus torres espirituales. Pensó
por muchos, hizo la tarea de más. Y aunque sólo era uno entre millones y muchos pudieron
aventajarlo en el soñar y en el hacer, su vida transcurrida en intensa actividad, en plurales
quehaceres, sin jamás perder la esperanza ni agotar la inquietud, se le antojaba un tesoro
inagotable. Esplendía. Pero ese balance promisorio pertenecía al pasado. Ahora lo asediaba la idea
de Dios, un confuso remordimiento por haber merecido tanto de la fortuna, cuando otros, mayores
en virtud y en méritos, discurrían desdichados u olvidados.
Hay quienes piensan que es muy cómodo cargar a Dios con nuestras desgracias y atribuirle
nuestra felicidad. Integralmente no es así, porque cada cual es dueño de su albedrío y decide,
muchas veces, el camino que ha de seguir; pero muchas otras una mano invisible traza o rectifica el
rumbo de nuestras andaduras, y entonces comprendemos o creemos comprender que en modo
inexplicable Dios se vincula a nuestras débiles y pequeñas existencias.
Dios: esa pequeña luz fugitiva en la mente del hombre, ese gran esplendor inmanente en la
sabiduría cósmica.
54
La envidia, con sus dientes de víbora, rondando siempre… La sociedad y los murmullos.
Críticos y escritores. Perversos, resentidos que se cuelan en las redacciones o se apoderan de
tribunas que les quedan anchas. ¿Por qué es inversión de valores? Manos ruines y mentes
mediocres barloventean en el mar literario: de adentro y de fuera.
—¿Pero aun no comprendiste, que todo eso es necesario, es parte del oficio de escribir?
Sin el odio y sin la envidia de los émulos no habrías ascendido por la escala del espíritu.
55
Bolivia: la herida que sangra siempre. ¿Qué pueden las conciencias atormentadas de unos
pocos idealistas? Nada. Este pueblo pide caudillos crueles, dominadores, positivos. Profesionales
del poder. Ideal, justicia, ética, verdad no interesan. Por ello se frustran, casi siempre, moralistas y
soñadores. Habrá excepciones, mas la regla general para regir la turbamulta de los políticos es
habilidad de maniobra y mano dura en las decisiones finales. Muchas veces el buen Conductor es
traicionado por la venalidad y la codicia de sus mejores colaboradores. O se ve arrastrado por el
remolino de las ambiciones y disputas de los propios partidarios. Tiene que enfrentar un cúmulo de
problemas con un mínimo de recursos. Gobernar país subdesarrollado es cosa grave; mas, todavía,
si acechan en forma permanente traiciones y conspiraciones, deserción y confusión.
46
¿Cómo reformar o modelar al hombre boliviano?
Fallan las élites de conducción, no el pueblo. Porque si aquellas diesen ejemplo de virtud y
probidad, el pueblo seguiría su enseñanza.
56
Las Sonatas para piano de Beethoven (tocadas por Schnabel) y el Clavecín Bien
Temperado de Bach (por Fisher) han sido el fondo fantástico y animador mi vida de hombre y de
artista. Oyendo estas músicas maduré en sabiduría y en virtud.
Hasse, el inimitable, lo que hubiese querido ser como artista. Pero ni la geografía, ni la
sociedad cerrada en la cual vivo, ni mi propia geometría espiritual me permitieron seguir ese
camino. Muchas veces tuve que debilitar al artista para afirmar al hombre. Y mi tarea humana vale
el reino perdido del gran creador.
Soy el reconocido. El que agradece los dones del destino y acepta sus rigores. Abrí, pero
también se me abrían los caminos. Adversidad y buena fortuna cruzaron sus redes. Escrutando la
naturaleza o buceando en la intimidad del ser, comprendí la maravillosa plenitud del pensamiento.
Crecí en tres direcciones: la del padre de familia, la del ciudadano, la del artista. Lo demás,
accesorio: glorias y honores pasajeros. Humanista y luchador lidiaron en mi corazón, voluntad y
meditación también; y al cabo hombre de acción y alma sensible erigieron su torre armoniosa de
verdad y de belleza. En el trasfondo de la trama la vida misma elevada a claves del lenguaje.
Pero nunca sentirse vencido. El Cóndor Blanco que atraviesa mi sueño debe llevarme muy
lejos todavía…
Dividido entre dos remansos próximos: el parque del Montículo, la plaza España.
Panorámicamente, aquél supera a ésta: es un mirador fantástico cuyo contorno se abre en
soberbias perspectivas. La otra posee, acaso, más intimidad, encanto recogido. Allí el Ande,
girando altanero, grandioso, deslumbrante. El sendero de los primeros versos. La novia imaginaria.
Aquí Cervantes, los árboles, nuestra casa humanizan el lugar. Infancia, adolescencia transcurrieron
en el parquecito aéreo circundado de vacíos y montañas. Juventud y madurez junto a la plaza
sosegada donde se aquieta el báratro geológico. A las cuatro de la tarde, arden paisaje y soñador.
Un libro bajo el brazo. Tranquila andadura. La Amada en el corazón. Mirar, absorber, meditar… De
los altos sueños del Montículo, descendiendo al suave misterio de Plaza España. Martín Lucero
ahonda en su morada.
Leo autores modernos (Heidegger, Murena, Böll, Cortázar) sin entender por qué algunos se
empeñan en aparecer abstrusos, difíciles. Discurso enrevesado, etilo oscuro. Muchos, de hoy, no
llegarán a clásicos —aun teniendo talento— por falta de claridad conceptual, de belleza expresiva.
Ya Ortega, en aguda observación, anticipa el mal: cierto hermetismo constructivo, una dilatación
abigarrada del habla. Pregunto: ¿qué se busca? Escribir, comunicar nada tienen que ver con
acertijos y confusión. Idioma, si ha de quedar, se limpiará de afectaciones. Porque hay también una
nobleza de la sana expresión. Muchos modernos densos, artificiosos, se esfumaron. Otros como
Borges, como Amado, quedarán.
47
Si dijera "el hombre que habitó en el Paraíso", nadie lo creería". Verdad que la ronda
demonial acecha el curso de los días, pero los hubo apacibles, venturosos, como transcurridos en
paraje extraterreno. Recuerdo el verso de Goethe: "No sé cómo decirlo, porque aun no está hecha
mi palabra". Cosas incomunicables: fueron, no pueden ser reproducidas. Existe una beatitud del ver
y del sentir que como las frases excelsas en los grandes compositores musicales, no se da en
permanente alarde, sino después de largas pausas. Lo increíble: días, horas en los cuales uno se
siente morador del perdido Edén; y otros en los que te hieren quemantes llamas alevosas.
Platón forjó la imagen de las islas bienaventuradas como meta imaginaria del filósofo. El
meditador actual sólo cuenta con la contemplación extática del paisaje y el sosegado pensar.
Pero la Bienaventuranza está ahí: en los ojos de la Amada y de los hijos, en la vibración
fugaz del minuto que trasciende a eternidad, en el tranquilo fluir de la conciencia.
Afuera ruge la tempestad del mundo. Tendrás que participar en ella; y el moralista, el
humanista, el que quisiera pacificar y aproximar a los demás, será combatido, escarnecido, negado.
Pero también esto es mandato del Sino: padecer para vivir en plenitud.
57
Jefe: Mis órdenes deben cumplirse: hay que marcarlos a todos, como al ganado.
Primer Ministro: Algunos se resisten…
Jefe: Esos serán expulsados de inmediato. Obedecer es la primera ley del Partido.
Ministro de Hacienda: Señor, yo creo que sería mejor esperar: estamos en vísperas del
balance de fin de año y renuncias colectivas perjudicarían a la administración.
Jefe: no habrán renuncias colectivas.
Ministro de Gobierno: ¡Bravo! Me gusta el Jefe.
Primer Ministro: Procederemos con cautela. Yo propongo una negociación final con los
grupos intransigentes…
Jefe: Ni disidencias ni intransigencias. El que no está conmigo está contra mí.
(Todos se miran, recelosos)
Ministro de Hacienda: Si es a sí, Jefe, sólo cabe esperar sus instrucciones. ¿Cuál será la
estrategia a seguir?
Jefe: Muy simple. Todo funcionario, empleado o trabajador del gobierno se inscribirá dos
veces: primero en los registros del Partido, luego en la célula específica del organismo en el cual
trabaja. Así estará dos veces vigilado.
Ministro de Defensa: Excelente. Todo marchará como en un cuartel.
Ministro de Gobierno: La oposición alegará que esto no es democrático, que por coacción
no se puede gobernar.
Jefe: Que patalee la oposición. No nos importa.
Primer Ministro: Una vez que nuestro Jefe ha resuelto el problema ya nada hay que
añadir. Procedamos!
Ministro de Hacienda: El medio por ciento de descuento en los haberes de la
administración, no alcanza para cubrir los gastos del Partido, y sobre todo los egresos de los
servicios que cada día aumentan.
Jefe: Muy sencillo, subiremos por decreto reservado ese descuento al uno por ciento.
Ministro de Defensa: Ya hubo gran resistencia cuando salió el decreto sobre el medio por
ciento…
Ministro de Gobierno: Aplicando la técnica de mano dura nada hay que temer.
Fabricaremos, una vez más, un plan revolucionario que atribuiremos a la oposición. Todos se
asustarán. Luego "cotorrearemos" a los líderes opositores. Y en cuanto a prensa y radios,
telefonazos anónimos amenazantes. ¿Quién se atreverá a protestar?
Primer Ministro: Que se ponga en el plan del Ministro de Gobierno, que el presunto nuevo
Gobierno impondrá una rebaja del diez por ciento de todos los sueldos. Así, pensando en el diez,
nadie reclamará por el uno por ciento.
Jefe: Buena idea. Ponerla en práctica.
Ministro de Defensa: Mejor no mezclar en esto al ejército. Las medidas coactivas que la
ejecute la policía.
Jefe: Por supuesto.
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Ministro de Gobierno: Asumo plena responsabilidad.
Primer Ministro: Todos somos igualmente responsables por las medidas y actos de
gobierno.
Ministro de Gobierno. Pero odios y deseos de venganza caerán sobre mí.
Jefe: Para eso es usted ministro de gobierno.
Ministro de Hacienda: Otra cosa, Jefe: la inflación aumenta, los precios suben, nuestra
moneda se desvaloriza. Los cupos y las colas en las tiendas enardecen al pueblo.
Jefe: Difundan el rumor de que las grandes firmas ocultan mercaderías para desacreditar al
gobierno. Unos cuantos saqueos caerían bien.
Ministro de Defensa: Debo informar que dos jefes militares en retiro conspiran con los
carabineros y con dinero de la oligarquía económica para derribarnos.
Jefe: ¡Dé los nombres!
Ministros de Defensa: Señor: no puedo hacer de delator en público, Se los diré a usted
privadamente.
Primer Ministro: La defensa propia no implica delación.
Jefe: Aplique ley de fuga militar. Mediante pliegos de cargo por defraudaciones impositivas,
ciertas o inventadas, haga quebrar a los dos industriales. La tiendas de los comerciantes afectados,
pasarán "legalmente" a poder de compañeros del partido, cuidando, como en casos anteriores, la
apariencia jurídica en las transferencias. Se robarán las principales piezas de la estación
radiodifusora inutilizándola por varios meses. Los directores de ambos diarios serán apaleados en
incidentes callejeros por medio de provocadores bien instruidos, para que el asunto aparezca
fortuito. Para reforzar estas medidas, dictaremos el Estado de Sitio.
(Todos, consternados)
Primer Ministro: Pero Jefe, si no existe la conspiración…
Jefe: Mejor. Así la que se estaba armando para dentro de cuatro meses se dilatará por lo
menos a un año.
Ministro de Gobierno: Apruebo las medidas enérgicas.
Jefe: (dirigiéndose al Primer Ministro) ¿Y usted?
Primer Ministro: ¡Naturalmente!
Jefe: (mirando al Ministro de Hacienda) ¿Y usted?
Ministro de Hacienda: Sí, sí. Claro que sí.
Jefe: (enseña con el dedo al Ministro de Defensa)
Ministro de Defensa: Yo también.
Primer Ministro: (vacilante) ¿No habrá opción, señor, para que ninguno de nosotros pueda
optar a un cargo de la alta dirección?
Jefe: (enérgico) ¡No habrá!
Primer Ministro: (asustado y convencido repite) No habrá, no habrá.
Jefe: Ya hemos trabajado bastante. A descansar. Para mañana los aguardo con otras
novedades.
Jefe: (secamente) No.
Ministro de Gobierno: (resentido) Yo soy el encargado de la seguridad del gobierno,
señor. Soy su leal amigo…
Jefe: Yo no tengo amigos en el gobierno. Sólo colaboradores. (perentorio) ¡A descansar!
(Los ministros sales cariacontecidos)
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58
Una trilogía andina. Tres tragedias. "Ollanta", "Cahuide", "Huallparrimachi", los tres indios
insignes que mueren por amor y ambición, por el deber, por la libertad. Buscar una forma teatral
nueva, dando grandeza épica a las figuras masculinas, ternura y delicadeza a las femeninas; y
sobre todo esa atmósfera de dignidad y de misterio que el europeo nunca comprendió porque veía
sólo salvajes donde había seres herméticos, profundos. Esa atmósfera india de impasibilidad de
estoicismo y permanencia que en los cristales de la sangre y en las vetas minerales de las
montañas, habla de un pasado grandioso que vive todavía. Esa fuerza vital del ancestro ya no
puede influir en la praxis de la moderna sociedad pero sí renace y se acentúa en la espiritual
gnosis del genio americano.
También Bolivar, Murillo, Barrientos, serían protagonistas de sendas tragedias. Pero éstos
fueron generosamente reconocidos y loados por la historia, en tanto aquellos —Ollanta, Cahuide,
Huallparrimachi— apenas sobreviven oscuramente en el corazón del pueblo.
Los tres indio insignes piden estatuas de granito sobre plintos de basalto.
59
Es un joven escritor que ha conocido ya éxitos de librería y de críticos. Grave, culto, a ratos
impasible. Da la sensación de no conmoverse por nada. Una rara mezcla de inglés y de argentino a
la defensiva. ¿Ha sufrido mucho? Su reserva rechaza la confidencia. Tiene mucho de la
compostura trasatlántica y subyacente el resentimiento criollo. Su inteligencia fría, aguda, raya en lo
insensible. ¿Es pose o es temperamental? Deja una sensación curiosa: atrae y rechaza a la vez. No
se ríe ni se asombra por nada. ¿Pero es que se puede concebir la vida sin risa y sin admiración?
Como intelectual es, ciertamente, muy apreciable: tiene talento. Sabe escribir. El hombre produce
escalofríos. Extraño, inasible como sus ensayos y sus novelas que tienden a los hermético y oscuro
deliberadamente.
Pero aquel —vino y se fue— es un personaje definido. Irá lejos. En cambio, aquí, uno entre
muchos, tenemos cierto figurón que pasa por novelista y poeta sin ser ninguno de ambos. Cursilón,
ignorante, desprovisto de cultura general, prefiere el género bastardo de los chismes y la sátira
volandera. Herir, difamar, burlarse son sus armas. Presuntuoso y evasivo. Falso de palabra y de
obra. Criticaba. Tiene su corte de adulones y sicofantes. Negador de lo bueno, encumbrador de
medianías, silenciador de lo superior, se pasa la vida ufano y ratonil. Se le punza con el dedo… y se
desinfla. Pura pompa de jabón. Alto, miope, escuálido. Fachadismo criollo, detrás ni muros ni
techumbre. El intelectual menguado, el hombre más pequeño aún. Y éste es solamente uno de los
dictadorcillos de opereta de nuestras letras.
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Dejar a cada cual con su destino. ¿No es la literatura espejo de la vida? Si el transcurrir
actual supera, para muchos, la soledad irremediable, el desamparo, la confusión del hombre
perdido en la babel moderna ¿por qué los noveladores hace trizas el relato y el lenguaje,
introduciendo a la ficción literaria el falso realismo óptico de las sensaciones?
Se lo acepta porque tienen genio. Aun para negar y destruir, pero se manejan dentro de sus
propios laberintos. Sus epígonos, en cambio, se empantanan en la náusea y la basura. Dejarlos. El
mundo es, hoy, horrible. La literatura será detestable. Necesariamente.
Y quien no arremete contra el idioma y contra lo noble de la vida, será para los públicos
hiperestesiados de hoy un atrasado mental.
—Tampoco se escuchaba ni comprendía las óperas de Wagner hace un siglo, pero los
teatros se colmaban de públicos ansiosos de gustarlas. El wagnerismo literario es peor que el
musical.
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61
Por eso artista, escritor, sabio, idealista o varón selecto, reacios al gregarismo y a la
turbamulta, son débiles hojas que arrastra el viento de la sociedad mecanizada.
Un joven filósofo boliviano —Marvin Sandi— se suicida en Madrid antes de llegar a los
treinta años. Parecido a Tamayo en el físico y en el estilo. Reconcentrado. Dotado de un vigoroso
intelecto. Delicado compositor Salía de su nativo Potosí mineral para tomar contacto con Europa.
Sólo de deja un libro y dos folletos cuajados de un pensar denso y zahorí. Pudo llegar muy lejos… y
se truncó al iniciar la vida. ¿Por qué? Solitario, sólo conoció pobreza, trabajo, disciplinas mentales.
Estaba preparado para emprender vastos vuelos del pensamiento.
Por contraste se evocan los años de disipación que Heminghway vivió en París, para
convertirse, después de los treinta, es escritor famoso. Ganó el Nobel y también se eliminó, ya
sesentón, después de haber agotado vida y facultades creadoras.
Su "Meditación del Enigma", breve, casi aforística con algo de Nietzsche y mucho de Franz
Tamayo, es un puente aproximador entre Europa y América. Saber cruzarlo.
Potosí vió nacer a Marvin Sandi. La Paz le dio estímulo. Madrid lo engulló.
Estrella fugitiva Marvin Sandi volverá a cruzar los páramos andinos. Hombre o idea.
62
Pero el millonario alegó que no era su firma. Peritos van, peritos vienen. Opiniones
divididas: para unos era la propia firma del poseedor de la cuenta corriente; para otros estaba
cuidadosamente falsificada.
51
Duraba ya el pleito tres años. Pruebas y descargos. Entró en juego el no muy estable
estado de los negocios del dueño de las fábricas de aceite. Gastaron mucho dinero, el Banco y el
millonario. Sobornaron, ambas partes, a funcionarios del poder judicial, a periodistas, a políticos. El
pleito cobró proporciones fantásticas.
En la pequeña ciudad, la población se dividió en dos bandos: uno por el millonario a quien
—decían— estafa el Banco; otro por la institución mercantil que —afirmaban— era víctima de una
conjura diabólica para despojarla de su dinero.
El asunto tenía muchos bemoles y diez mil aristas. Cuando ya uno de los litigantes creía
haber vencido, el otro oponía un recurso legal inesperado (las leyes son tan elásticas y
acomodaticias) y el pleito proseguía como sucede en los países subdesarrollados de legislación
lenta y pesada. Seguía, seguía…
Ya nadie mencionaba al hombre de azul. Había sólo dos poderes en pugna: el Banco y el
millonario.
Un día los diarios anunciaron que, con apoyo del Gobierno, el millonario cobraría la enorme
suma que con interese acumulados, costas, y otros gastos se aproximaba a una cifra equivalente al
medio millón de dólares.
Tres meses después el Banco quebraba, no habiendo podido resistir la terrible merma de
su capital operativo. Y (lo que muy pocos supieron) la caja del partido gobernante se enriquecía con
una cantidad equivalente a los doscientos mil dólares. Los negocios del millonario tomaron rápido
ascenso.
Anotaron todo. Cuando ya estaban por retirarse, uno de ellos tropezó y al apoyarse en el
muro éste cedía: en una cavidad disimulada hallaron un traje arrugado, unas gafas, unos bigotes
postizos.
¿Ficción o realidad? Díganlo los empleados del Banco que aun recuerdan el caso.
63
Mirajes. Profundo, revelador el gran estudio de Karl Jaspers sobre Nietzsche. El panorama
de las letras francesas actuales de Gaetan Picon, vivaz pero discutible. Prefiero, como crítico, a
Rousseaux, Claude Mauriac y Boisdeffre. Esto es crítica. Notables la "Mirra" y la "Merope" de Alfieri,
aunque mal traducidas. Excesivo Ibsen en los "Guerreros de Heligoland", mas siempre grande.
Pierre Benoit, Hilton, Cronin, Wodehouse, distraen. Kazantzaki inimitable en "El Jardín de las
Rosas". La "Ifigenia en Táuride" goethiana, perfecta. Un torso griego. Y Quevedo y Gracián,
maestros de vida. ¿Por qué creían loco a Strindberg si era sólo un alucinado de sus propios
desvaríos? ¡Pero qué gran autor! "A orillas del mar libre" y " Señorita Julia" sacuden. Rolland arde y
transmite su incendio en su Diario Interior. Lawrence el de Arabia, está más en sus cartas que en
"Las Siete Columnas de la Sabiduría"; en cambio el pansexualista D.H. Lawrence se distribuye en
los libros desiguales acaso los mejores (además de los cuentos) "Mañanas de México", "La
Serpiente Emplumada" y "Apocalipsis". Denso y aquilino Dante: ni tres lecturas desentrañan su
"Comedia" gigantesca. Montaigne siempre sabio, equilibrado, Montherlant, Giraudoux, Mauriac
desgarrados, carecen ya de la vitalidad radiante que alienta en Moliére, en Balzac y aun en el
desventurado pero admirable Gerardo de Nerval. Vitalidad en el sentido literario, se entiende. Shaw
divierte, Pirandello angustia. ¡Cuantos errores de perspectiva en Spengler, pero qué nuevos
horizontes remontados! El conde Keyserling, torrencial (comprimido sería mejor) ha sondeado
estratos del mundo y de la conciencia que muy pocos alcanzaron. Su "Conocimiento Creador" vale
por diez tratados. Tres caminos que conducen al esclarecimiento de la idea de Dios: Kierkegaard,
Tolstoy, Plotino. Pascal y Proust desgarran, Emerson y Vives restauran. ¿Sabemos leer a
52
Nictzsche? Cuánto camino hizo la literatura si se sale de los pautados relatos de Plutarco para
entrar en los senderos tormentosos de Dostoiewski y de Andreiev o en esas "summas" de saber
que encierran los libros de Thomas Mann y las obras de Berdiaev. ¿Pero se leen clásicos y grandes
autores? Acaso por finas minorías. Los grandes públicos se vuelcan en las novelas excitantes de
Robbins, de Wallace, de Stone, baja literatura, poderosos estimulantes de la imaginación. Ya casi
no existe una escala de valores para elegir y leer. La mayoría acumula, acumula… basura y
distracción.
64
—Vuelvo a sentir la vieja voz del destino. Una apertura de los sentidos, una cierta afinación
del gusto, una mayor penetración inteligente en el mundo y sus secretos.
—Me alegra que estés contento —dijo el amigo—. ¿Y cómo se llega a ese estado ideal de
suprema maestría?
—¡De ningún modo! Son los años, la experiencia, la ejercitación continua, el afán incesante
de perfección los que afinan la técnica del hombre de letras.
—¿Y por qué no? He llegado a adquirir tal facilidad para escribir, trabajo con rapidez,
domino los temas y las técnicas de expresión. Nada me arredra. Soy un vencedor. Habrán, otros,
que vendan más ejemplares y cuenten con más traducciones a otros idiomas pero yo sé que narro
mejor lo que quiero decir. Y estoy produciendo en forma realmente excepcional: libros, dramas,
artículos, ensayos, versos. Más y más.
65
Satisfecha su vanidad femenil —lo había vencido ¡y cómo!— la primita retornó a su serena
posición. Amenguaron notoriamente, de ambas partes, las pullas y las frases ingeniosas para dejar
malparado al contrincante. Hasta la propia mujer advirtió la mudanza celebrando que ahora se
llevarán mejor marido y prima.
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Ocultando la rabia que lo devoraba, él se limitó a decir:
—Es una buena chica. Medio tontita, pero buena. Ahora discutimos menos.
La otra, la gran venganza, se hacía esperar. Quería humillarla, como ella lo había
humillado, haciéndole sentir la supremacía masculina. A lo macho, torpe brutal. O en modo fino,
pero incisivo, que a veces duele más que una ofensa.
Para la familia, para la sociedad, siguieron siendo dos buenos parientes que se apreciaban
y respetaban mutuamente.
En el transcurso de una cena íntima —pocas parejas— las buenas viandas, los exquisitos
vinos y el espíritu jovial de los comensales llevó la conversación al tema trivial pero siempre
recomenzado de la mujer y los tipos femeninos en relación al erotismo. Se analizó el asunto desde
múltiples ángulos. Se habló de ninfomanía, de adulterio, de masochismo, de coquetas y lesbianas,
de las que se entregan por curiosidad y de quienes lo hacen por vicio, de las narcisistas y de las
soberbias. El disimulo, el rencor, la hipocresía, al vanidad, el tedio matrimonial, todo desfiló a su
turno. Y hubo censuras para el genio cazador del hombre, que toma y se va. Pero como el tema era
la mujer, el debate volvió sobre ésta, sea evocando figuras de la historia, sea rememorando hechos
de la sociedad en la cual se movían. Aunque las damas tomaban parte en el litigio, defendiéndose
con vigor de las acusaciones masculinas, los caballeros, apoyándose en la literatura y en el cine,
renovaron sus ataques rindiendo homenaje a las damas que asistían a la cena. "Claro que esto no
va por ustedes, mujeres cristianas y honestas; nos referimos a otro tipo de mujeres, las que
olvidadas de virtud y castidad aminoran la excelsa jerarquía de la madre y de la esposa".
—Bueno: creo que hemos agotado la materia —dijo un señor que aparentaba el de mayor
madurez y experiencia—. El desfile ha sido completo. Balzac envidiaría la variedad de tipos
femeninos que hemos recordado esta noche.
—No, no está agotado la materia. Hace muchos años, cuando yo todavía era soltero (una
sonrisa afectuosa a su mujer) conocí una dama de rara perfección. Muy bella, culta, distinguida,
vivía rodeada de virtudes. Su fama intachable, su simpatía excepcional. Yo tenía 22 años, la edad
en que toda locura parece posible, mas no me hubiese atrevido a cortejar a la hermosa, si ella en el
modo más sutil no hubiese empezado a ceñirme con los hilos de una coquetería refinada. Pensé, al
principio, que sólo se trataba de una humorada de mujer virtuosa, que no queriendo caer en los
peligros del amor ilícito con hombres maduros, prefería divertirse a costa de la admiración de un
jovenzuelo. Pero no era así. Porque la astuta —y tengo derecho para calificarla así— inició una
campaña destructora despertando amor y deseo en mí. Todo con tal discreción, que nadie advertía
sus propósitos. Sólo yo. Omito entrar en detalles por respeto a las señoras que me escuchan; diré,
únicamente, que no fue omitido ninguno de los arteros recursos conque las mujeres casadas
perturban a los donceles inexpertos cuando quieren hacerlos caer en sus brazos.
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—¡Hombre! —apuntó irónico otro de los comensales—. Nos va a contar usted una de sus
grandes conquistas.
Al contrario —dijo el narrador— mi mayor derrota, la que nunca olvidaré. Porque la dama en
cuestión, después de haberme provocado muchas veces conduciéndome hábilmente a las puertas
mismas del triunfo —pueden tanto un roce, una mirada, un apretón de manos, hasta un beso
furtivo—, exhibiendo más allá de lo lícito sus encantos, el momento en que yo me sentía ya
vencedor de su virtud, cortaba bruscamente mis arrebatos de pasión y con frío dominio me
demostraba que sólo era un juguete de su capricho.
—Abandonaría su conquista…
—Nada de ello. Era demasiado joven, apasionado. Caí diez, veinte o más veces en sus
redes. La pérfida me expulsaba de ellas… para volverme a capturar. Ignoro si ella misma se
excitaba en ese juego de provocación que nos llevaba al borde del precipicio, para dar pie atrás
cuando el abismo se abría ya a nuestros pies.
—Parece increíble, pero es exactamente como lo cuento. Ella llevó el juego a extremos
inusitados, hasta corriendo riesgo calculados, despertando en mi juventud un erotismo feroz, más
ardiente cuanto menos satisfecho.
—Le responderé con una pregunta: ¿cómo puede un joven inexperto conocer el interior de
una mujer? Yo sólo sé que ella pertenencia al tipo más peligroso y detestable de las mujeres: las
provocadoras-reflexivas con las cuales no se llega a nada.
—¿Y por qué no? — repuso otra de las damas. ¿Acaso ustedes no juegan con la
tranquilidad y la dicha de las mujeres?
—Es verdad —dijo el narrador— los hombres somos más egoístas que vosotras. Pedimos
mucho y luego mantenemos poco. También hay mujeres valerosas que lo juegan todo por una
pasión desesperada. Son dignas de respeto. Pero las provocadoras-reflexivas (felizmente sólo una
conocí, hace ya mucho tiempo) son ciertamente despreciables. Porque hombre y mujeres cuando
se arriesgan por un amor prohibido merecen siquiera, compasión. Mas esos demonios con faldas
que incitan por el solo placer de incitar, sin arriesgar nada, sin conceder nada, acaso únicamente
por satisfacer su vanidad femenina, son lo más despreciable. La mujer, como el varón, deben darse
o negarse. Las medias tintas, la vacilación y sobre todo la perfidia en el ataque reiterado que
terminará, invariablemente, en retroceso, sólo puede llamarse crueldad. Felizmente en nuestra
sociedad creo que no existe el tipo de las provocadoras-reflexivas.
La reunión terminó entre burlas y frases chispeantes. Al despedirse, él, siempre oportuno,
siempre sagaz, elogió a las damas concurrentes, dechados de virtud.
Al tocar la mano de Wanda, la encontró más fría de lo habitual. Tal vez algo nerviosa como
queriendo sustraerse a su contacto. Leyó en su mirada furia, reproche y resentimiento. La joven
había comprendido quien era la verdadera expresión de las provocadoras-reflexivas.
Esa noche, antes de dormir, saboreó largamente los azúcares de la victoria. La había
humillado, ofendido, despreciado. No importa que los otros no lo hubieran entendido; bastaba que
ella lo sintiese. Y que la hirió fue evidente, pues varias veces, mientras él hablaba, había visto
encenderse un ligero rubor en sus mejillas.
Ahora sí que estaba tranquilo. Vencida las etapas rutinarias de la pasión cazadora
defraudada: amor, indiferencia, odio, finalmente desprecio. Y ella lo sabía —esto era lo mejor— y
necesariamente se sentiría herida, humillada, humillada (¡qué linda palabra para el vencedor, qué
cruel y ominosa para la vencida!)
55
Cerrado el caso. Aplastada la pérfida, no volvería a ocuparse de ella. La borraría de su
mente.
—Te estás volviendo descarada. No creo que tu marido apruebe la forma cómo girabas en
brazos de ese joven.
—Mi marido no está y aunque estuviera; más vale arriesgarse que ser una provocadora
cobarde.
—Sólo te faltaba decir, en voz alta, que deseas ir a la cama con ese muchacho.
La vió danzar con otros y dos veces más con el joven apuesto. Sabiéndose observada, ella
extremaba sus actitudes. Pasó junto al cuñado y éste pudo ver que sus dedos largos, finos,
acariciaban furtivamente la nuca del joven. Bailaban muy ceñidos, casi frotándose las mejillas,
perdiendo a veces el compás de la danza, como arrebatados en otros pensamientos. ¿Qué
pensamientos? Se pronto ella hizo un movimiento llevando tras sí al joven y se fueron a otra sal
donde había pocas parejas. ¡La maldita! Iba a concertar la cita para entregarse al joven o qué
diablura más…" Y bueno —pensó— ¿qué me importa a mí? Ella no existe en mi vida, yo no existo
en la suya". Pasaron largos minutos angustiosos. Y si él, con su torpeza, con su crueldad, estuviese
empujándola al descarrío mayor? Porque era evidente que en la muchacha influía la conversación
malaventurada de la cena. ¡Eso era: quería vengarse del falso moralista! Dejaría de ser una
provocadora-reflexiva, para trocarse en la mujer mundana, la que incita y se entrega sin temor al
peligro. La hembra, en fin, que toda dama lleva emboscada en su alma. Pasó bruscamente del
desprecio al remordimiento. El era, en el fondo, un bellaco. Había deseado a Wanda, la acosó, y al
ser rechazado, la hirió en su vanidad al punto de llevarla al extravío. Era, pues, dos veces
responsable. Un sentimiento de culpa y confusión fue subiendo en su espíritu. La joven caería por
su causa… Y no podía hacer nada para salvarla porque orgullosa, vengativa, ella no le escucharía.
Salieron de la sala próxima. El joven la tenía cogida del brazo. Se contemplaban traviesos,
risueños. ¿Una pareja de enamorados? ¡Pero esta gata se ha vuelto loca! Con sólo decir yo lo que
he visto. Maldita sea; no podía decir nada porque también él intentó tomar la fortaleza siendo
rechazado. Cualquier otro podía denunciarla ante la familia, menos él. ¿Y por qué habría de
denunciarla, por qué molestarse, si cada cual hace la vida que le place? Finalmente: ¿no estaba
resuelto que no pensaría más en la pérfida?
En el "Mercedes", antes de encender el motor, la primita que lucía las piernas soberbias y el
busto arrogante con desenfado, tomó la mano varonil y colocándola sobre su seno dijo insinuante:
56
—No se qué me ocurre. Nunca me agité tanto. Siente cómo late mi corazón.
Latía, evidentemente, agitado. Pero el hombre recogía el palpitar del seno que hablaba,
para él, la lengua misteriosa del deseo. Presionó suavemente y no fue rechazado. La joven lo
miraba fijamente… La mano exploradora se volvió más atrevida: apretó ávidamente el seno de la
joven. Luego con cautela soltó dos botones de la fina blusa de gasa y se introdujo hasta tocar la piel
ardiente del seno firme, que parecía vibrar bajo sus dedos temblorosos. Se inclinó sobre la joven y
la besó en la boca, dulcemente, suavemente, como se besa a una novia. Ella le echó los brazos al
cuello, y los labios no querían separarse. No hablaban, no podrían hablar. Se desprendían, se
contemplaban extasiados y volvían a besarse con ternura, como temerosos del incendio del ser. No
era la pasión, todavía, sino sólo el amor, el amor que hace sagrada a la mujer y único al hombre. Y
el deliquio fue tan hondo, que al separarse para emprender el retorno, ambos tenían lágrimas en los
ojos.
El camino, recto, no ofrecía peligro. El guiaba con una mano; la otra se perdía en los dedos
de la joven. No hablaban, no podían hablar, presos de la emoción intensamente compartida.
Al llegar a la casa de la cuñada y abrir la puerta para que la joven descendiera, los labios
trémulos del hombre sólo atinaron a balbucear:
—Perdóname.
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"Carta a la Esposa" la llamó el poeta. Y dijo así. Bien Amada: hoy es un día triste y
venturoso a un tiempo. Hace 30 años que Ella se fue sin alejarse de nosotros. La dulce criatura del
Libro de los Misterios, es la verdad revelada de la dicha constante; el hilo de oro que enhebra el
transcurrir de nuestros días. Existe en un plano inaccesible a la razón, grato sólo al sentimiento. Es
la fidelidad que nos acerca, la esperanza reanimadora, el claro entendimiento que nos liga y nos
confunde. Siembra sin término, grana para siempre. Nos devuelve a la pureza, a la confianza. Los
cortos días que vivió a nuestro lado, iluminan los largos años que nos dieron para recordarla. La
que se fue, la que regresa… Cierro los ojos y recojo el leve andar de sus pasos. Los abro y una
criatura amada me tiende sus bracitos cálidos. No olvidé el timbre de su voz, la fina caricia de sus
dedos, el roce suavísimo de su piel, sus risas y sus mimos, ni sus caprichos infantiles. Suele
acompañarme en mis paseos solitarios, como se acerca a ti en el cuarto de sol cuando aguardas mi
llegada. Navega en la fronda verde de los pinos. Juega con los pájaros. Flota en el aire de las
madrugadas. Brilla con el oro de la primera estrella vespertina. Asoma por las páginas de los libros
que leemos. Corre por los senderos invisibles de la música que oímos. Está en la fragancia de las
rosas que cultivas. Me ayuda a pensar, te persuade a serenarte. Nos fortalece en el dolor, ahonda
la felicidad que nos visita. Nunca se aparta de nosotros: memoria y corazón la tienen suya. El
sentimiento hondísimo que nos ata y enamora, la delicia del mutuo acercamiento, la fidelidad en la
pasión y en el sosiego, son emanaciones de su personita: es la fuerza angélica que guía nuestras
horas. ¿Recuerdas los felices días cuando ella empezaba a caminar, la primera sonrisa, el
balbuceo en que nacían sus palabras, sus gestos, ocurrencias, y gracias indecibles? Nada se
perdió: todo vive o revive acrecentado por la ternura reminiscente. Nosotros declinamos; ella se
mantiene intacta, pura, virginal como el día en que partió. Desde una arcano de luz vela por
nosotros. Ciertamente: nunca se fue. ¿No ves cómo gira por la estancia, ríe, tropieza, corre a
nuestro encuentro? Se duerme con sus padres, nos despierta cabalgando el primer rayo de sol.
Apacigua las penas, sutiliza la inquietud y la alegría. Es la pequeña reina invisible de la casa que no
llegó a conocer. Niñez inalterable. Ese amanecer que no tiene final. Nuestra pequeña hija: clave de
amor, fiesta de las resurrecciones jubilosas del corazón. Hermosa como un pensamiento de Dios.
Treinta años después, sigo creyendo que el Creador manifiesta su bondad y su pericia cuando
entrega a los padres el misterio radiante de una niña.
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La crisis interna del régimen gobernante y la conspiración exterior a ella nacen paralelas.
Los que manda, desgastados en el poder —es sabido que el poder debilita y corrompe— cometen
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mil arbitrariedades, violan la ley natural y pisotean la dignidad humana. Ensoberbecidos, ahuyentan
a los capaces y encaraman a los ineptos. Violencia, terror, inmoralidad, los abusos del
unipartidismo diezman a la Nación.
El cisma interno y el descontento de afuera, acaban por tumbar al gobierno que se cree
más fuerte, cuando éste carece de unidad en sus filas y de autoridad moral para seguir mandando.
Esa mañana la población despertó al ruido de los tiros: revolución contra el dictador. Las
guarniciones militares, una por una, se fueron plegando al movimiento libertador. Los partidos
opositores y el pueblo en general se adhirieron a la revolución, y después de tres días de combate
las reducidas tropas civiles del dictador depusieron las armas.
Fuga general: unos a las embajadas, otros huyendo a las fronteras. Se repetía el ciclo
clásico de las insurrecciones sudamericanas: proclamas, combates, saqueos, muertos, heridos,
venganzas, heroísmo, cobardía, traiciones, oportunismo. Toda la miseria humana que acarrea el
estallido político.
Unos perdieron la vida defendiendo un ideal de patria libre. Otros la dieron por aferrarse a
alas prebendas de la dictadura.
El amor desmedido al poder, el culto a la fuerza, la tolerancia excesiva para con los
parciales, en suma: el desgobierno tumbaba a la dictadura.
La quiebra de los partidos civiles, dio lugar al gobierno militar. Se trataba de reconstruir la
nueva Patria desde los cimientos. Un joven general de aviación asumió el mando.
Los primeros días todo anduvo enrevesado, confuso. Nadie sabía sus funciones. El Palacio
de Gobierno marchaba de cabeza. Y era lógico, se trataba de demoler la monstruosa maquinaria de
la dictadura y al mismo tiempo volver a recomponer el organismo institucional de tendencia y
estructura democráticas. Las primeras declaraciones y discursos adolecen de ambigüedad o de
lirismo. La Junta Militar no quiso compartir con los civiles las tareas y responsabilidades de
conducir. Llovían ideas, proyectos, decretos, Mordeduras de adentro y de afuera. Todo se
acumulaba en problemas, planes, obstáculos; pero el General, de genio rápido y resuelto, más
intuitivo que político formado, supo afrontar las pesadas tareas de la demolición y la reconstrucción
a un tiempo. Y algo más difícil: comenzó a manejar hombres y a regular pasiones con acierto.
Revolucionario por ímpetu renovador, por amor al pueblo y a los campesinos, el nuevo gobernante
se dibujaba demócrata, nacionalista.
Desde los primeros días impuso un nuevo estilo de conducción: no se encerró en los muros
del Palacio. Alternaba las fatigosas sesiones de gabinete, con viajes rápidos y múltiples por el
territorio, llevando a todas partes ayuda material y esperanzas.
Fue por ello que una mujer humilde, en un rincón olvidado de la patria, lo llamó "El General
del Pueblo". Y así entró en la historia.
El concebía la política en el más alto sentido: servir a todos, disolver las discordancias.
Pretendía hacer un gobierno fructuoso para el bien común. Buscaba ser amado y entendido.
Poniendo a un lado la espada, hizo del diálogo y de la persuasión sus armas para conducir.
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Maestro mayor: el que da, el que enseña, el que ayuda a los demás a resolver sus
problemas.
El sol no pide apoyo: emite sus rayos generosos, infunde calor, confianza, vida. ¿No es
esto más noble que levantar el propio edificio?
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Lo asediaba la idea de Dios. ¿Cómo pudo vivir tantos años alejado de ella? Buscando a
Dios en el ser humano, diósele por pensar en Bolívar, varón de mil hazañas y grandes desafueros.
Idéntica dualidad de bien y mal en todos grande, lo mismo en Dante o en Goethe, en Miguel
Ángel o en Beethoven. Pero Bolívar los supera por la tensión de sus pasiones.
Bien y Mal en una sola alma. El Jano bifronte. ¿Por qué el Libertador de un mundo tenía
que ser el satánico del "Yo"? Si Dios o su designio se manifiestan en el acontecer humano ¿por qué
en Bolívar se entrecruzan Cielo e Infierno en grado máximo?
¿Y si Dios y Satán fueran uno al vertirse en la redoma humana? Absurda idea. Pero Satán
nació de Dios…
¡Ah Bolívar, genio incomprensible, seráfico y sombrío a la vez! Tu vida fulgurante dice
mucho, tu muerte dolorosa enseña más.
Componer una vida del Libertador verdadera, fidedigna, más allá de la biografía y de la
hipérbole, sería tremendo. Hermanar la virtud y el error, luz y sombras, lo noble y lo reprochable.
¿Entonces no existe la plenitud de la grandeza porque la rosa y el espino asoman paralelos?
Verdad que Francisco de Asís y Juan de la Cruz no tienen mácula. Pero los santos más que
hombres, son seres excepcionales, a mitad de camino entre el varón humano y el serafín. Puedes
admirarlos, no comprenderlos ni sentirlos bien porque ellos giran ceñidos por un aura en la cual no
podemos penetrar ni entender. Es otro mundo. El Santo es ya emanación divina. Los hombres
quedamos marginado de la experiencia mística.
Pensaba: ¿por qué la naturaleza se organiza dócil y armoniosa ante los ojos que la miran?
Existen instantes en los cuales paisaje y hombre parecen uno. ¿Qué norma oculta aproxima en
tranquilo ensamble el feliz contorno y el ámbito interior?
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Una mariposa se posó en el suelo. En la fragilidad de sus alas negriabermellonadas,
palpitaba delicadamente el misterio de la mañana fragante.
Por la tarde, al recogerse a su casa, supo que Octavio, su mejor amigo había perecido en
un accidente automovilístico con su esposa y dos de sus cuatro hijos; los otros dos sobrevivían
huérfanos y heridos. Y no era todo: varios coches, encastrados unos en otros, produjeron ocho
muertos, 15 heridos, cinco familiares destruídas.
Octavio, el hombre más pacífico. La prudencia misma, que evitaba la velocidad y nunca
quiso sobrepasar a nadie. Buenísimo, esforzado con un hogar ideal, a los 45 años lucía el hombre
más feliz. ¿Por qué el trágico y brusco final, ese hogar mutilado? Y los dos huerfanitos, esas
familias destruídas ¿por qué tenían que soportar castigo tan cruel?
—¿Existe Dios?
El Buscador atravesaba los pantanos negros de la duda que amenazaban devorarlo. Lejos,
muy lejos, una débil lucecilla mantenía la fe vacilante en su alma.
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La familia es lo más noble del existir humano. Un Navidad dichosa, rodeada de los suyos
¿cuántos la agradecen? Yo más que nadie porque he vuelto a entrar al infierno de la política. ¡Cuán
difícil conciliar el derecho de unos con la seguridad de otros! Ambición y resentimiento marchan
lado a lado: quien no fue satisfecho, se torna enemigo. Procuro arreglar lo que muchos averían. Mi
tarea consiste en aconsejar bien, evitar atropellos, unir, acercar, buscar el orden y la paz pero
asentándolos en lo justo. Y señalar líneas claras, proponer soluciones. Proyectar decretos, elaborar
dictámenes, largas conversaciones con el General, evaluación de personas, concertar a los
ministros, gestiones políticas delicadas, revisar los planes administrativos, preparar mensajes y
discursos. Velar por el protocolo y la corrección de los actos de gobierno. Se diría que el consejero
debe abarcar la pluralidad de funciones y artes en el manejo de la cosa pública.
Sigo pensando que gobernar es aproximar, lograr que los hombres se entiendan.
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doce años de gobierno, ha dejado un vacío humano y político que sólo se llenará tras largos meses
de esfuerzo, selección y ensayos. Hay que organizar partidos y formar líderes.
Artistas de verdad: el que siente la belleza sin pausa y resiente el misterio sin tregua.
¡Nada, nada! El buen político nada explica: realiza solamente. El hombre de ideas, el
soñador se estrellan en política porque conciencia y sentido crítico impiden el fácil andar.
Silencio y oscuridad de montaña: tu pueblo duerme. Pero una música sutil brota de lo
hondo. Recógela.
Salvar a la Patria: meta de ingenuos. Aminorar el dolor de sus gentes, cosa mayor.
Quién fue hecho para la actividad múltiple, suscita plurales agresiones y desvíos. Envidia y
envidiosos perseguirán al esforzado hasta el último instante. Lucero: condenado estás. ¿Por qué te
mueves tanto?
Ten la movilidad del niño, su mirar inocente y puro. Y el entusiasmo que no cesa de la
juventud. Serás dueño del mundo.
¿Mejoría económica? ¡Cuidado! Existe una relación oscura entre poder y felicidad.
A mayor actividad, salud, más regular. La necesidad crea sus potencias de respaldo.
El secreto o la prueba de que Dios existe: mira en la faz y en las acciones de un niño, lo
que teología alguna podría revelar.
No desarma la bondad a los enemigos, pero hace más fuerte al hombre. Tantos bellacos
disfrazados de periodistas, de escritores, de reformadores, de críticos. No contestarles. Muchas
veces la fuerza consiste en la altivez del silencio.
Sólo puedo dialogar libremente con mi mujer. Ella intuye, comprende, contribuye a
esclarecer problemas. No es una intelectual —temible cosa— sino una inteligencia lúcida en un
alma llena de bondad: dones mayores.
Si bien se mira, si se reflexiona hondo, ¡cuán extraña la naturaleza del hombre, qué
incomprensible su destino! Nunca se atina a descifrar dónde termina el poder de la voluntad
humana y dónde comienza el designio divino. Caminamos entre sombras, nos mueven impulsos
mágicos.
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Sería las tres de la tarde. Estaba solo en un vasto altozano flanqueado de árboles por el
sur, abierto en su mayor dimensión al circo de montañas que agitaba el horizonte.
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Solo y tranquilo, pensando qué grato es reposar en soledad después de seis día de trabajo
fatigoso en el Banco.
De pronto se descolgó del cielo una soga gruesa. Y otra. Y otra. Luego escalas toscas una,
finas otras. Y unos extraños artefactos con ruedas, poleas, engranajes. Raros velocípedos que
moviendo sus pedales ascendían o bajaban del cielo a la tierra y a la inversa. Eran muchos: cien
primero, luego millares. Despojaban al paisaje de la hermosa sensación espacial. Y las gentes que
se valían de los inusitados mecanismos eran tantas, tantísimas que provocaban angustia. Como si
un gran telón en movimiento cubriera el panorama. Sólo se veía el poder monstruoso de máquinas
y gentes que despojaban a la tierra y al cielo de su noble amplitud. El espacio estaba virtualmente
lleno por raros artefactos y muchedumbres de personas que subían y bajaban en un tráfico
silencioso. Duró pocos minutos, tal vez segundos, en pleno día. Y él recordaba, perfectamente, las
extrañas formas, la proliferación de máquinas y gentes en movimiento.
—Usted no bebe ni es adicto a las drogas. Mentalmente es persona normal. Hay una clase
de seres que llamamos los visionarios. Probablemente ha viajado usted en el tiempo y ha
contemplado una escena del año 3000.
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—Publica esta carta y obtendrás el éxito más resonante en tu carrera de escritor — dijo el
amigo entusiasmado.
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—¿Me crees capaz de semejante bajeza?
—Es cierto…
—El te detesta.
—Tu biografiado sostuvo que tu biografía es una sarta de inventos y mentiras. La carta de
quien fue su esposa (¿dónde mejor testimonio?) afirma que todo lo que dices es verdad. ¿Te das
cuenta el impacto que causaría en la opinión pública publicar la carta? El grande hombre
desenmascarado, y tú el escritor probo y veraz.
—Es posible. Pero posible. Pero la señora me pide no herirlo, no publicar su carta mientras
él viva y debo respetar su pedido.
—Tampoco la publicaría.
—Nada de ello. Demostré en la polémica que puedo afrontar al gran panfletario. Yo dije la
última palabra.
—Ni mis libros ni mis actos buscan aplauso. Prefiero quedar en paz con mi conciencia.
—Toda tu vida fuiste luchador; ¿por qué renunciar a la victoria cuando la suerte te entrega
las caras del triunfo?
—Nobleza no es literatura.
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—Lo defenderé contra él mismo.
—Eres un tonto.
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—Lo que me tiene asombrada… Acaso por lo que más te quiero, es por que me respetas.
Al principio creí que sólo te atraía mi cuerpo — dijo la primita.
El sonrió enternecido:
—No siempre.
—Aunque te parezca absurdo, ridículo, ya que no somos niños, eso quiero ser: tu novia, no
tu manceba.
—Serás mi novia.
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voluntad del hombre. Mirábanse perplejos: ¿cómo un falso orgullo pudo tenerlo tanto tiempo
alejados, si era tan fácil entenderse?
—No quiero destruir tu hogar deshacer el mío —dijo el hombre—. Guardaremos esto sólo
para nosotros.
Así comenzó el nuevo suplicio. Porque si ante la mutua soberbia era escudo protector,
ahora la creciente atracción buscaba imperiosa la constante compañía. Los encuentros solitarios se
hicieron más difíciles o sintiéndose culpables los veían cada vez más peligrosos. En familia todo
transcurría normalmente, pero un roce, una mirada, una frase cualquiera los turbaban, sin que nada
trasluciera al exterior porque ambos, con dominio de sus nervios, mantenían la apariencia digna y
tranquila de buenos parientes.
—¡Míralos! Te gustan.
El hombre puso una mano sobre la piel de la muchacha. La sintió vibrante y tensa.
Su carrera de don juan refinado y discreto, que jamás diera motivo de escándalo ¿iba a
terminar en un amor platónico? La joven, a su vez, se arrepentía del romance con el cuñado,
jurábanse cortarlo… pero de sólo verlo caía envuelta en el vértigo de su pasión. Porque sentimiento
desorbitado podía ser el suyo, y debía ser el de Roberto, aunque ambos pugnaran por no llegar al
extremo de lo ilícito.
Cuando estaban separados, lo asediaban el deseo, imágenes eróticas, sólo existía para él
la mujer, mas bien la hembra; y al encontrarla los ímpetus sensuales eran ahuyentados por la
ternura y devoción. Cosa extraña, extrañísima, nunca ocurrida con otras mujeres que, o le
agradaban como amigas o fueron deseadas como hembras sin compartir la doble condición de
amada y amante. ¿Qué era, en suma, para él, la gatita? Vencedor que se cansaba de sus
conquistas, tenía miedo de romper el encanto. Cazador varonil temía el desenlace, amaba el juego
amoroso, asediar, romper resistencias, evadirse, reanudar el acoso y por último tomar la fortaleza;
pero finalmente sus conquistas terminaban en hastío y decepción. ¿Por qué? Ninguna pudo
retenerlo con sus hechizos mucho tiempo, pero ésta, la gata de ojos verdes, era más que una
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mujer: hada, maga, semidiosa, porque lo tenía cautivo varios años sin perder su encanto. Y él sabía
—buen conocedor— que la joven ignoraba el amor en sentido profundo (hay maridos tan raros y tan
simples) sintiéndose atraída al cuñado precisamente porque éste sabía secretos, refinamientos que
el marido jamás le reveló. El por experiencia, ella intuitiva, deseaban quemarse en la sensualidad
imaginativa. ¿No es el amor un proceso mental antes que físico? Se adivinaban los pensamientos,
concordaban, los celos se desvanecían rápidamente. Era un entendimiento increíble. Una palabra,
un gesto, una mirada lo explicaba todo.
Como el hombre adivinara, la joven ignoraba las fruiciones del sensualismo erótico. Su
marido hombre tranquilo, mas bien frío, no concedía al amor físico sino la importancia de un
momento fugaz. La quería, andaba orgulloso de ella, pero no se esforzaba en demostrarlo, ni en la
vida doméstica ni en la cama. ¿Por qué cuando le cogía la mano nada sentía, y en cambio el más
ligero roce con el cuñado la estremecía de miedo y delicia a la vez? Los besos del marido siempre
iguales, monótonos, a las mismas horas y minutos, sin otro atractivo que la costumbre. Los labios
del amante (¿pero era realmente su amante si no se había entregado a él?) despertaban
sensaciones nuevas en su carne y en su alma. Y era fino. Respetuoso, la envolvía en un culto
caballeresco, inventaba delicadas cortesías que revelaban al soñador emboscado detrás del
hombre de negocios. ¡Revelación! Esa era la palabra justa. Desde que supo que la amaba, Roberto
le abrías las puertas el mundo, todo se tornaba novedad y nacimiento en su espíritu. Oyéndole
vida, amor, enigmas del intelecto se le revelaban lentamente. "Eres un artista frustrado" —decía la
joven. Y el hombre, caviloso, respondía: "Pequeña maga lo comprendes todo".
Esa noche, en la fiesta del abuelo, el afortunado recibió el mayor homenaje de la familia al
anunciar que proporcionaría dinero a todos los familiares que carecían de casa propia, sin intereses
y a muy largo plazo, para que todos la tuvieran. Después guió hábilmente la conversación
conciliando los extremos: unos amigos del gobierno, otros descontentos. Contó un par de cuentos
ingeniosos, sugiriendo más que precisando lo ocurrido, de esos que las damas pueden oír sin
ruborizarse. En síntesis: fue el animador de la fiesta. ¿Cómo no estar contento?
Se mantuvo distante de la muchacha, pero sus miradas se cruzaban fugaces y leyó en ellas
amor y orgullo, ahora orgullo de amarlo, de ser amada por él, mimado de la familia.
A la hora del baile la gatita giró en cuecas impresionantes por la donosura del porte y la
flexibilidad de sus movimientos. El la contemplaba discretamente, cuando no se veía observado y
esos mirajes fugaces lo inundaban de gozo: era suya, se lo había dicho, estuvo en sus brazos.
Sentía, a voluntad, la presión de sus labios ardientes y sensuales. Pero el viejo zorro andaba,
ahora, desconcertado: ¿por qué no aceleraba la caída de la mujer? Ese continuo vacilar entre la
amada ideal y la hembra tentadora: ¿qué significaba? También ella soportaba idéntica confusión:
Roberto la sentía, a veces, temblar de pasión, dispuesta a todos; y otras cándida y serena sólo
buscaba reclinarse en su pecho y el beso tibio y suave dilecto a las novias. ¿Era una joven, era una
hembra? Y el cuerpo, ese cuerpo endemoniadamente bello y seductor ¿por qué lo atraía en su
quemante llama, mientras la cara ofertaba la visión pura y serena de un virgen pintada por los
primitivos? "Estoy tonteando —pensó— o estoy envejeciendo". Antes, en presencia de una mujer
deseada, y habiendo sido bien acogido, jamás había dudado cómo se procede: directo y rápido al
fin. Después de consumada la victoria, a corto andar sucedía el desencanto: hastío o decepción.
Porque en verdad, en estricta verdad, él no se apasionaba por las mujeres, no siquiera por la suya,
a la cual quería y respetaba, sin haberse entregado por entero. Simplemente las enamoraba, les
ponía asedio, la rendía… y luego a pensar en otra. ¿Temía, entonces, que con la primita ocurriera
lo mismo: asedio, conquista y desengaño? O lo contenía la inexperiencia de la muchacha que
basculaba entre la atracción al hombre y el sentimiento fraterno hacia el amigo. De lo mucho
hablado, trascendía que Wanda quería apoyarse en ambos, en el amigo y en el hombre. Soñaba en
el amante y aspiraba a ser comprendida en la inquietud espiritual. ¿Novia y amante podía ser? La
joven se comportaba dignamente: no lo acosaba con llamadas frecuentes, no rogaba, no exigía
nada que pudiese crearle conflictos. Solía confiarle cuánto sufría al no estar continuamente junto a
él, pero luego añadía que aceptaba ese penar constante por el amor que el tenía. Era, ciertamente,
la amada ideal: lo amaba, lo admiraba; no pedía nada para sí. Esa mujer casi perfecta (¿o era, ya la
suma perfección?) le pertenecía a él, cuarentón escéptico que sólo concedía valor carnal y pasajero
a las mujeres. ¿Y por qué dilataba el encuentro final, por qué, aun deseándolo ávidamente, se
resistía a la posesión, como si la prolongación del deseo avivara con más fuerza su pasión? Estaría
realmente enamorado ¡No, imposible! El tomaba a la mujer, no se entregaba a ella. Pero la gatita no
pedía, no exigía. Los encuentros, más casuales que buscados, ocurrían simplemente. No obstante,
él no podía pasar sin pensar en ella, y cuando estaban juntos ya no buscaba satisfacer su voluntad,
sino un sentimiento nuevo al someterse a la voluntad de la joven: sólo quería complacerla. Su dicha
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consistía en hacerla feliz. ¡Diablos! ¿Y no era esto el amor, entregarse al ser amado? Ya estaba
desvariando…
Bailó con ella, frío y elegante, deslizando palabras cálidas que la muchacha devolvía con
tono apasionado. Nadie captó el menor indicio de intimidad: los cuñados danzaban como siempre,
aparentemente abstraídos en la danza.
Después del baile alguien propuso ver un film en colores del viaje a Grecia. Sacaron el
proyector, se colgó el telón portátil del muro, se acomodaron sillas y sillones y cada cual se ubicó
como quiso.
Viendo los bellos paisajes, las tribulaciones de los parientes en Atenas y en las islas, los
tesoros de arte de la Hélade, todos comentaban animadamente el film.
El veía la película por primera vez, disfrutando la excelente fotografía y la buena selección
de los temas. De pronto, en la penumbra, una figura tomaba asiento en el brazo del sillón en el cual
el hombre reposaba. No se atrevió a mirarla: sabía que era ella. Los cuerpos, próximos, se atraían,
en ese llamado misterioso que está más allá o antes que las palabras. El mantuvo la vista en el film,
hasta que un estremecimiento lo sacudió: la joven le acariciaba la nuca con dedos lentos,
suavísimos, y la caricia le producía una sensación embriagadora de fuego y de alegría a la vez.
¡Cómo se exponía la gatita! Pero no: la gatita sabía perfectamente lo que hacía: detrás de ellos no
había nadie y concentrados todos en la película, nadie miraba lo que hacían los demás. Gratitud y
admiración surgieron en el hombre: la joven lo superaba en audacia con ese rasgo de amor.
El sillón tenía un brazo mas bien abajo, redondeado. Y fue por él que la muchacha se
deslizó hasta lograr que su pierna soberbia descansara íntegramente en la pierna del cuñado. El
hombre creyó trastornarse: la dulce carga lo aterraba y lo encendía de júbilo a la vez. Si se cortaba
el film o se encendía la luz, sobrevendría el escándalo. Pero el contacto era tan glorioso y acerbo a
un tiempo que no pudo sustraerse al llamado de la joven. La sintió palpitante y sensual. En un
frotamiento casi imperceptible, que solo ambos percibían, los cuerpos entraron en fusión. El hombre
acarició la cadera rotunda de la mujer y ella presionaba contra el hombre con todo su cuerpo. Fue
algo breve, increíble. Una posesión a medias, una entrega furtiva, o acaso sólo un episodio fugaz
que la imaginación excitada acrecentó más allá de lo real.
Después la gatita se retiró silenciosa y fue a ubicarse a otro asiento. Cuando las luces se
prendieron, nadie reparó en los amantes. El estaba, solo, en el sillón y la joven, al otro extremo de
la sala. Comentaba con vivacidad la última escena de la película en colores.
75
Hay enigmas que jamás se descubre en política. Por ejemplo aquella vez en que el líder de
una campaña cívica —valiente, y tenaz— abandonó bruscamente su causa y a sus seguidores,
retirándose a la vida privada.
—No digamos cobardía, pero le faltó carácter para persistir en su prédica moralizadora.
—¡Bah! Pretextos. O se lo compraron los ricos para que acallara su campaña, o se cansó
de luchar.
—Era idealista en exceso; en el choque con la realidad se rompió la cabeza; lo que era de
esperar.
67
—Uno menos que deja de hacer sombra —aventuró un político sesudo— mejor que actué
en otro plano.
—No tenía pasta para conductor —sentenció otro magister—. No supo adaptarse a las
circunstancias. ¿Cómo podría haber sido guía de los demás? La política es el arte de lo posible,
como expresa Napoleón y este señor buscaba lo imposible: revolución moral, cambiar la mentalidad
de las gentes, sanear las costumbres, en fin: boberías.
El asunto quedó así. Cuando el líder frustrado publicó un sobrio manifiesto expresando: "he
fracasado en política y me retiro de ella", hasta sus adversarios dijeron: un hombre honrado, por lo
menos reconoce que no sirve para político.
Diarios y émulos, olvidando antiguos rencores, lo colmaron de elogios. Podría haber sido —
expresaron— un gran conductor si no hubiese renunciado a la lucha cuando muchos creían en él.
"Al iniciar la lucha cívica que pudo transformarse en gran acción, mi ideal de Patria Mejor se
asentaba en mi fe en los jóvenes, mi confianza en los amigos que me rodeaban. La certeza de
imponer una moral de sacrificio en quienes me seguían. La lucha fue dura, desigual: medio
centenar de voluntades, contra la plutocracia que por entonces dominaba en absoluto el país, y
contra la envidia de políticos y figurones a los cuales hacía sombra el flamante grupo cívico. Verdad
que el pueblo respaldó esos tres años de lucha abierta, generosa y desinteresada porque nuestra
meta no era el poder, sino la revolución moral, una nueva estructura económica y social; pero ese
respaldo fue puramente emotivo. No pasó a la acción. Pude proseguirla cinco, diez, veinte años
más. No me faltaron coraje ni constancia. Hasta el día infausto en que comprobé que algunos de
los hombres a quienes más distinguía, estaban a sueldo del gobierno que combatíamos; que varios
de mis mejores amigos, previendo un posible fracaso, se habían inscrito, secretamente, en los
registros de partidos políticos; y que otros dos, me traicionaban de palabra y de conducta en obras
turbias con adversarios. Estaba, pues, prácticamente, rodeado de falsos y oportunistas. Verdad
que algunos —muy pocos— permanecieron leales, pero el grupo cívico corroído por la
podredumbre de la ambición, marchaba ya al vacío. Entonces, no queriendo causar daño a jóvenes
que comenzaban, me atribuí el fracaso total de la causa. Renuncié la jefatura del grupo cívico y me
retiré a la actividad privada. Acto de nobleza que, al ignorar las verdaderas causas que lo
motivaron, sólo me produjo injurias, ataques y juicios injustos."
76
¿Obra el hombre por sí o está condicionado por su medio y por su pueblo? ¿Libre albedrío
o determinismo circunstante? ¿Impera la voluntad osada del ser humano o manda la naturaleza?
68
¿Quién mueve, entonces, los hilos que nos mueven o que creemos manejar a veces?
Y si Dios existe ¿cómo permite los treinta años de terror y abusos abominable de un Stalín,
de un Trujillo, negación del Bien, de la Moral, de la Justicia?
No existe el fatalismo histórico —dicen algunos—. Pero estallan las guerras, hoy
espantosamente crueles y destructivas, y hasta los más optimistas tienen que inclinarse, por los
menos ante la fatalidad del acaecer humano; o ante el ciego desborde de la naturaleza que con
sus catástrofes hiere sin piedad.
Dios, Dios, Dios… ¿Está dentro, fuera, promueve o contempla indiferente guerras,
desastres naturales, epidemias, pavorosos genocidios, lacerantes migraciones obligadas, el
sufrimiento de miles y millones que ignoran por qué son víctimas de un hado cruel que lo destruye?
La vida por sí sola, empujando desde adentro, hace al hombre impetuoso y soberbio, le
induce a pensar que es pura energía y voluntad, constructor de sus aciertos y sus yerros. Más,
mucho más son los incrédulos que los creyentes. La parapsicología cree explicar los enigmas
aparentemente sobrenaturales, como simples proyecciones o fuerzas escondidas del ser físico.
Imaginaciones o intuiciones son para ella fenómenos ilógicos de raíz oculta pero ciertamente
natural, puesto que —sostiene— emanan de la psiquis, es decir del territorio somático del hombre,
no bien explorado todavía.
¿Cómo conciliar la fe en Dios con la negación del milagro? Y si nada fuese extranatural
porque todo procede de la naturaleza, del hombre mismo ¿cómo explicar esas manifestaciones
extrasensibles que no penetran por los sentidos, sino por una zona invisible, inasible, más allá de
los sentidos aunque ellos las figuren?
¿La representación mental resuelve todos los enigmas; o existe un ámbito infinito que
escapa a nuestra comprensión, donde acontecen mayores y más graves cosa, que inteligencia
humana alguna podría comprender?
Se ve sin ver, se oye sin oír, se toca sin impactos de resistencia, es un estar que es más
que un existir, presencia sin presencia, mensaje indefinible, aunque evidente, ciertísimo, que supera
el dibujo vivo de la materia en movimiento. ¿Qué es esto? El ser amado nos abandona, pertenece
al más allá, y sin embargo sigue acompañándonos, como si memoria y sentimiento que añora
fuesen más fuertes que la Vida. La paradoja sutil que desgarra al infortunado: "su partida me acercó
más a ella". ¿Cómo es posible? Ni sabios ni parapsicólogos explican las magias del corazón, que
exceden las razones de la mente. La vida en el espíritu, la experiencia interior, no son mera
intensificación del proceso mnemónico, ahondamiento en el recuerdo, proyecciones psíquicas del
ser vivo en torno al ser muerto. Son algo mucho más grave, misterioso; una doblen existencia
recíproca que comunica al mundo de aquí con el mundo de allá. El ser vivo es habitado por el ser
muerto y en el que pereció se trasfunde el que sigue existiendo. Estos hechos enigmáticos,
íntimos, intransferibles, no pueden expresarse porque superan al poder transmisor de las palabras.
El puente entre mundo y ultramundo no es verificable sino para quien lo cruza. El científico y el ateo
se mofan de ellos hasta que un gran dolor, una desgracia terrible, una experiencia rigurosamente
personal los trasladan al estado místico-poético: sienten a su vez, cosas rarísimas. Pero seguirán
negando para salvar su entrega ciega a la ciencia y al existencialismo reinante.
69
Entonces el Buscador, recordando su propia angustia, disipó las dudas y volvió a afirmarse
en las visiones o presentimientos del iluminado: Dios existe —reflexionaba— en los éxtasis del
santo, en los sueños del poeta, en el dolor vivísimo del que se quedó solo, en la bondad de las
almas nobles y sencillas que soportan con la misma entereza los halagos de la forma y los reveses
de la adversidad.
77
Las semanas para organizar un gobierno surgido de una revolución, son infernales.
El General buscó, desde esas primeras semanas, la tregua interna. Quiso unificar a los
partidos. Pensaba llamar a elecciones un año después y entregar el mando a una coalición de
partidos democráticos y nacionalistas.
Provocó reuniones entre los Partidos para efectivizar la unión y en el primer cónclave, que
dirigió el ministro de Gobierno, los políticos dieron buena prueba de su calidad moral. Pocos
ingresaron a la sala dignos y tranquilos; los más arrogantes, desafiantes. Representantes de veinte
partidos en un país pequeño. Tres abandonaron el recinto alegando que no podrían tomar asiento
junto a exponentes que, a juicio de ellos, eran indignos de participar en una justa democrática. No
llegaron a cuatro las sesiones. Desoyendo el llamado del Gobierno, los partidos no pudieron llegar a
entendimiento abundando, en cambio, reproches recíprocos, presuntas descalificaciones, hasta
injurias.
Cuando la oposición, furiosa, preguntó: ¿por qué tienen que gobernar los militares? Se le
contestó: muy simple, por la quiebra del civilismo.
No pudo contar con un fuerte respaldo civil, el General tuvo que gobernar casi dos años con
la Junta Militar. Paralelamente a ésta, organizó un gabinete privado con dos consejeros y cinco
ministros, el que debía agilizar la marcha administrativa. El gabinete privado funcionó diez días, al
cabo de los cuales feneció por inasistencia de la mayoría de sus miembros.
70
para su aprobación final se prolongaron tanto, que el Mandatario comprendió que en país retrasado
y caudillista, sólo se puede avanzar si opinan pocos y decide uno solo.
Al término del primer semestre, había empuñado con firmeza el timón de mando.
La antesala presidencial. ¿Analizó alguien, lo que es y lo que puede contener ese pequeño
recinto que agrupa personas y pasiones? Aparentemente se trata sólo de eso: un discreto conjunto
de personas, cada cual empeñada en ver al Presidente para formular su petición. En el fondo —un
fondo submarino que pocos vislumbran— la disputa por el poder comienza, precisamente, en la
antesala presidencial. Quien entrará primero, quien tardará más en salir. Edecanes contra
edecanes, ministros contra ministros, técnicos contra técnicos. Los amigos y los enemigos que a
veces se filtran en el Palacio. Por afinidad de ideas o de posiciones, por necesidad, los que esperan
se reúnen en diminutos grupos que miran con recelo a los otros grupos diminutos. No faltan los
soberbios —uno, o dos— que se niegan a mezclarse con los demás. Si un oído monstruoso pudiera
recoger las palabras, las intenciones, las maniobras surgidas una sola mañana en la sala de espera
del Presidente, el cuadro podría configurarse así. Los edecanes fraguan la caída del otro edecán
que los trata mal. Un grupo político recomienda la mayor cautela en la entrevista con el Mandatario:
si les niega lo que piden, se irán a la oposición. Otro planea la captura de un organismo autártico
para ubicar a sus afiliados y realizar negocios. Un tercero protesta porque el General recibe a los
campesinos antes que a los jefes políticos. Dos militares y un civil, un tanto retirados, piensan —no
lo expresan— que el Presidente está cobrando mucho vuelo: hace lo que quiere. Todavía no
conspiran, pero su crítica es unánime: "va demasiado rápido". Hay el que viene a delatar un golpe
revolucionario. El que desea vender unos cuadros al Palacio. Viudas que combatieron junto al
General el día que éste subió al poder. Estudiantes levantiscos que quieren ser oídos. Dos
financistas que propondrán una operación milagrosa: cincuenta millones de utilidad para el
Gobierno, y veinte para los proyectistas. El viejo político que sabe lo que ha de pedir y no hará
perder tiempo al Mandatario: un buen discurso de elogio… y la solicitud. El conoce lo que puede
demandar y lo que puede obtener. Y el joven nervioso, hijo de su papá, que vacila en escoger las
palabras para dirigirse al señor Presidente. Los ingenuos piensan sólo en el objetivo de su
entrevista. Los más duchos planean estratagemas para conocer el pensamiento del Mandatario y
obtener nuevos provechos. Los "importantes", miran con desdén a la masa de gentes que
aguardan. ¿Por qué todos desean ver y hablar al Presidente? Por minuciosas. Para eso están
ministros y Subsecretarios. Solamente altos dignatarios, grandes políticos, técnicos de primera
categoría o personajes debían absorber el tiempo del Conductor. Los desdeñados miran con
admiración al señorón imponente que grave y meditativo, con el ceño fruncido, da la impresión de
pensar en asuntos elevados. Cuando son muchos los que esperan, todos se incomodan entre sí, se
estorban. Cuando son pocos se observan, se analizan, la cosa va mejor.
Fue en una de esas antesalas, debido a la larga espera, que el general X se vio, sin
buscarlo, junto a dos políticos a quienes detestaba. Le bastó recoger algunas frases de crítica al
Presidente y de inmediato cambió de opinión: halló simpáticos a los detestados.
78
Estaba en una plaza vastísima hacia lo cual convergían muchas avenidas. Parado, al
centro, intuía el peligro ignorando de dónde vendría. Esperaba, esperaba… Y la espera se tornaba
angustiosa precisamente porque no se producía nada.
De pronto por una de las lejanas avenidas se dibujó un puntito que creciendo, creciendo, de
transformó en un toro. Era un toro azul (extraña cosa) que venía directamente a embestirlo.
Grandote, furioso, terrorífico, conforme se aproximaba crecía en tamaño. Infundía pavor.
Imposible escapar. La plaza vacía no daba refugio ni asidero. Y la velocidad, el ímpetu del
animal colérico no podían ser burlados.
71
Comprendió que estaba perdido.
Entonces, con inspiración súbita, cuando el toro estaba ya pocos metros de su cuerpo, lo
atajó imperioso con la diestra:
—¡Párate!
El animal frenó su loca carrera, resbalando sobre sus cuartos traseros sobre los cuales se
sentó.
Era un sueño.
79
Lo picó un mosquito: no hizo caso. Después dos, tres, en fin centenas. Picadura de
mosquito, poca cosa. Pero después le clavaron su aguijón las avispas; esto sí le dolió. Al pasar a su
lado, los burros lo patearon. Tuvo que soportar mordeduras de los perros y arañazos de los gatos.
Un elefante intentó aplastarlo con su pata poderosa. Los cerdos gruñían de solo verlo. De
serpientes y culebras esta lleno su camino. Las llamas lo escupían. Los cuervos querían sacarle los
ojos. Los pájaros desviaban su vuelo para no encontrarlo. Y hasta la frágil mariposa eludía su
presencia.
—Subiste a demasiada altura. Te creen el segundo después del que manda. Y la fauna
zoológica, como la fauna humana, no perdona al que se encumbra. Mientras estés allí, sólo tendrás
odio y envidia.
El se rebeló contra esa ley absurda. ¿Por qué si sólo buscaba hacer el bien todos le
devolvían el mal? Quiso explicar su posición, desarmar a los enemigos por el diálogo, convencerlos
que no disponía del poder que se le atribuía. Pidió comprensión.
Era la verdad.
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Un libro que produce vértigo y fascinación: "El Fenómeno Humano" de Teilhard de Chardin.
Genio, vidente, artista en uno. ¿Cómo podía soportar la energía estallante de su pensamiento? Da
la sensación de un sol alejándose a velocidades siderales por el espacio en expansión y en fuga a
la vez. Pensador alguno transmite la idea de infinitud como Teilhard: es la energía pensante en
magnitud cósmica. Dice para los tiempos y los resume y adivina todos. Del nuevo Patmos no sale el
Milenio que destruye, más la Revelación del Mundo en ascenso y una nueva arquitectura. Sacro
misterio. Es lo más fuerte, lo más sugestivo que ha producido el pensar contemporáneo. Una
Antología de escritos sobre Bach, valiosa pero desigual en sus textos. Fontane, el alemán, atractivo
en "El Secreto de Effi Briest". Más profundo "El Veranillo de San Martín" de Adalbert Stifter.
72
Tirso maravillante en su "Amar por Arte Mayor", prodigio dramático y poético, aunque no
supera la fuerza patética de sus dos dramas sobre la "Próspera y Adversa Fortuna de Don Álvaro
de Luna".
En esto de lecturas: se publica tanto bueno y tanto malo en nuestro tiempo, que el problema
del lector es uno de selección en el escoger y de intuición para decidir. No abandonar a los
clásicos, saber elegir a nuevos. Seguir interrogando a La Biblia, absorbiendo a la vez por ejemplo la
descarga humana y crítica de Sthendal será saludable para la temperatura del gustador de buenas
obras.
Lin-Yu-Tang no es muy profundo ni vuela muy alto, pero posee fina calidad humana y unos
toques poéticos de tal sutiliza, que aparece, siempre, maestro de vida.
81
¡Absurdo empeño: buscar a Dios en la balumba humana! El mora en los planos que no
alcanzamos a vislumbrar; ¿cómo pretender oír su voz o recoger sus designios en esta dura y cruel
batalla de los días del mundo? Precisamente, buscador, precisamente: El está aquí invisible pero
presentible, luchando contra el Mal, señor del mundo. Ignoramos cómo nueve sus hilos y por qué,
pero los mueve sin descanso, aunque sean pocos los que lo reconocen y muchos más quienes
viven ajenos a la pugna sempiterna. Eso que el gran eslavo presintió: "Dios lucha con Satán, desde
el principio del mundo, y el campo de batalla es el alma del hombre". Es pues ahí, aquí, en el
laberinto de las almas, en la fricción vocinglera de las voluntades, en el áspero rodar de las horas,
en la sucesión de hechos perecederos, en la gran confusión del mundo, donde se esconde la
Suprema Voluntad. Ve tras ella. Se manifiesta en todo, a través de la suma de circunstancias, y no
es verdad que sólo el bien, la belleza, la bondad, den testimonio de su bienandanza, porque
también la desgracia, el dolor, las oscuras malignidades atestiguan su existencia. Claridad, ascenso
espiritual, marcan la huella de sus pasos. La sombra encubre los pasos del Otro, el destructor. Y
no andas errado al buscar y al narrar el periplo del alma en el choque germinal de muchas, porque
ese es el camino que El recorre: por lo múltiple a lo uno. Y es que todo se relaciona, todo brota del
desorden mas apunta a un orden, secreto que fluye de las mismas contradicciones del torrente
universal. Un día comprenderás que las líneas nerviosas, aparentemente disimiles, de los más
encontrados quehaceres, en realidad se eslabonan, subyacentes, hacia el gran centro convergente
donde átomos y estrellas, hombres y pasiones elaboran la gran materia del mundo. Parece la locura
y es sólo el misterio de la inteligencia que se dispara al enigma mayor del cosmos que la engendró.
¿Dios, el cosmos? ¡Quién lo sabe! Pero es cosa cierta que El está, omnipresente, en cada
manifestación visible de la proeza o de la desdicha humanas. Parece que no existiera relación
alguna entre la narración autobiográfica del soñador y las penurias del político. Que el Dictador y el
Buen Gobernante se oponen, jamás se tocan. Que los cuentos y los sueños del poeta, se rechazan
con los cuadros sangrantes de la salvaje realidad. Que la travesía del pensador y del artista es muy
otra que la marcha extenuante del ciudadano y del luchador. Que Parece ilógico, si no sacrílego,
querer entender la razón de sus designios contando un amor ilícito, cruzado de sensualidad y
espíritu a la vez. Que la génesis de un nefasto crimen político, es cosa de hombre, no de
proyección divina. Que la crítica literaria a las explosiones en boga, es asunto humano, demasiado
humano… Que los diálogos reales o imaginarios del relato reflejan la colmena cotidiana, sin
trascender a un plano espiritual. Que el arte actual a-estético, a-moral, a-ordenado, es sólo espejo
de la turbación contemporánea: pasará, mas entre tanto, nada puede cambiarlo. Que todo
remordimiento, toda sensibilidad social, por honestos que sean, se quiebran ante la terrible realidad
del mundo. ¿Y por qué ese soñador desaforado con las construcciones colosales del romántico y
del gótico, esa sumersión ferviente en el canto gregoriano y en los grandes corales del Padre Bach,
sí la verdad sudamericana se expresa todavía en el trágica soledad de la quena nostálgica y en el
soplo estremecido de la zampoña primitiva? Verlo, oírlo, recogerlo y expresarlo todo: lo olvido y lo
imaginado, mezclando vidas y destinos, urdiendo el relato real y fantasmal a la vez de manera que
73
la marcha del Buscador Dios sea sólo una más, una pequeña y desgarrada marcha entre las
innumerables machas de los seres signados por el dolor de pensar. Andas a mitad del camino: no
lo te detentas. Prosíguelo, aunque la duda y el descontento desorienta tu andadura. El estaba,
estará en todos cuanto imaginas y realizas, aunque no siempre captes la onda finísima de sus
revelaciones. Porque está escrito, creerás por un acto de fe, no por la soberbia auto-consciente
razonadora y analítica. Y todo eso qué distinto y contrapuesto, diverso y abrumador se mueve en
planos superpuestos, es en verdad el juego del mundo, en alternación contrapuntística: del corazón
humano a los confines del universo, rebote en el vacío y nuevamente al sentimiento-imán que lo
intuye aunque no pueda explicarlo todo. Esa es la ley: cuanto más te engrandezcan pensar y
acción, con la mayor humildad volverás a El, ínfima espiga humana, buscadora siempre de
verdades.
Artista y artesano. Arquitecto y obrero. Capitán y soldado. Es la doble tarea del vencedor. Y
también soportar la basura que arrojan los émulos.
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Cayó bruscamente, como un bólido. Venía de Londres. El padre inglés, la madre boliviana.
Llevaba a Europa en el cerebro, a la América India en el corazón. Una rara mezcla de fantasía
irlandesa con la hondura andina. Al contacto con las montañas, se reconoció su antiguo morador. Y
dialogaba largamente con otro como él, explorador de caminos lejanísimos, enredador de sueños y
verdades. "He sido ya… Estuve aquí… Otro, que fui, está volviendo a ser… Viejos aromas, un aire
que habla… El misterio me roza y me sostiene… ¿Regresamos, volvemos a ser lo ya
transcurrido?… Escribir, recordar, seguir a la Musa… Novelar con la sangre, también con la
imaginación… Y ese Cristo de mi película, dolorosamente humano, tal vez vivido… Y ese personaje
extraño de mi novela, complejo, perplejo… El amigo que estaba esperando en las Cordilleras… La
bruma londinense no transportable al aire puro y mágico de La Paz… Lo padecido que puede
padecerse otra vez más… Mujer, mujeres; ¿varias o solo una que está retornando en la
memoria?… Y el destino que creyendo estar allí, estaba aquí… Esas vidas que se transfunden a
una sola vida… El promontorio de Sopocachi: revelación… El mensaje oracular de Villa Briones El
Castillo irlandés y su drama escondido que vuelve a la luz… El bisabuelo que pedía ser
trasladado… Ese "adagio" que hacía llorar… La Desconocida que el amigo amó haciéndose
presente sin presencia… Y tantas cosas raras, con luz de amanecer, noches abolidas en
palingenésico regreso… El Ande, al fin, y el indio inmémore que se restituye a sus montañas…"
Tenía un porte, un aire dieciochesco. Venía de otro tiempo. O era el trompetero de uno por nacer.
Amigo de Keats, de Yeats, de Rupert Brooke. De la poesía subyacente que late en las piedras y en
las cerámicas aimáras. De todo eso que viejísimo y hermético en los adustos altiplanos, despierta
joven, resonante para el sagaz escrutador de las verdades ancestrales. Ligero y puro como un niño,
lleva emboscado un gran señor. Y aunque soles de azafrán y soles de azabache alternen en su
vida, siempre vibrará en su mano el arco del artista. Diremos provisionalmente: se trata de una
Mensajero del Misterio.
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La política, entre nosotros: gris sobre negro. Todo fango, deslealtad, mentira. ¿Por qué fui
arrastrado a ella si transcurría tranquilo en los libros?
Es la hora del Deber. Servir a un ideal de patria mejor, aunque muchos nieguen las razones
del patriota.
¿Cuál es la tarea del soñador en la disputa de los hombres? El idealista juega a pérdida.
Invariable. Nadie escucha el llamado a la conciliación. Nadie reconoce la generosidad ni la
discreción en los de arriba. Izquierda y derechas —todos al fin— detestan al encumbrado. Y si éste
goza de la amistad y la confianza plena del Conductor, entonces será también su escudo: se le
atribuyen los errores, se lo elimina de los aciertos. La espantosa envidia persigue a quien su
supone poseedor de grandes influencias.
¡Cuán distinta la realidad! El buen servidor no pide para sí, no cobra agravios, su influencia,
reducida, sólo la ejercita por causas nobles y en beneficio de todos, aun de sus adversarios.
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Obligado a callar, por lealtad al amigo que comanda, absorberá la mayor carga de
ingratitud, de incomprensiones.
Asfixia, asfixia… Sal a respirar aire puro. Martín Lucero ¿quién te metió a político?
Nunca se vió tantas responsabilidades en tan pocos hombros. Faltan técnicos y líderes
medios.
No le gusta el trabajo conjunto. Agarra a cada ministro y colaborador por separado; así
maneja mejor a cada uno. Sabe oír, trata con tacto a quien se le acerca. Al fin impone su voluntad.
Su fino instinto político le vale de mucho. Su defecto inicial es que no frena su lenguaje. Emotivo,
sincero, dice lo que piensa sin temor a contradecirse. En el fondo es noble, sano, henchido de
buenos propósitos. Cristiano y nacionalista, es revolucionario por su estilo y en su deseo de mejorar
a las mayorías.
Pocos buenos y eficaces. Muchos inútiles, muchos perversos. Y entre los primeros algunos
que urden demasiado su tela.
Nos movemos dentro de un contorno real hostil, escaso en recursos materiales, pobre en
elemento humano, agresivo, incomprensivo. El otro, el mundo ideal, está tan distante…
El General es un gran tipo. Como amigo, en su virtualidad humana, como conductor. Ahora,
al comenzar le faltan experiencia, dotes oratorias, reposo al decidir. Pero posee una facilidad de
asimilación asombrosa. Aprenderá y sabrá superar sus puntos débiles.
Así tiene que se, necesariamente. Mandar, dirigir, contribuir a gobernar comporta perder el
sueño, la tranquilidad cotidiana, la paz de la conciencia. Y sin embargo es hermoso levantar las
piedras del templo en medio del viento y de la lluvia.
Quién carezca de aptitud para la intriga y el engaño, no debe actuar en la vida pública, todo
relumbrón y falsía. El que toma la vía recta y evita los caminos sinuosos, anda perdido. En política,
que en cierto modo es el arte de levantar la esperanza en todos para terminar contentando a
pocos.
75
84
De ambos y sólo de ambos dependía concertar y ejecutar la gran cita, la del encuentro
sexual, meta definitiva de todo amor. Porque ellos se deseaban, requerían de la mutua entrega.
Estaban penetrados de la evidencia de la hoguera final, donde su pasión se avivaría o podría
extinguirse. Vallas morales, pudor, desconfianza innata, vacilaciones en la mujer. Demora
deliberada en el hombre, fruiciones del cazador que teniendo la presa en la mira del fusil, no quiere
disparar por no romper el hechizo del deseo a punto de cumplirse.
Era extraño que dos seres jóvenes, sometidos a recíproca atracción, por tácito acuerdo
jamás discutido, retardaban la consumación de encuentro largamente anhelado.
Pasado los raptos del deseo, volvían a la honda beatitud del amor que no pide nada porque
se basta con su propia contemplación.
¡Cómo se reirían los amigos si supieran que pudiendo tener a la hembra estupenda, la
respetaba como se respeta a un novia virgen "Magnífico animal —dirían— tómala, hazla tuya".
¿Pero qué sabían ellos de la pasión escondida, ahondada en el peligro y en la espera indefinida? Y
ella, la primita, acrecido su amor en las dudas, en la sombra proyectada de los remordimientos
futuros, amaba también ese tiempo de incertidumbre, de tardanza voluntariamente aceptada.
Existe una zona intermedia entre el amor platónico y la furia sexual, que sólo la paleta sutil
de Proust podría colorear. Los amantes, entonces, a mitad de camino entre deseo y contención,
conocen deliquios que ignoran quienes se queman en la combustión de la carne y los que se
conforman en la distante admiración, porque éstos, los del "medio dorado" que diría el chino,
participan de ambos estados perteneciendo a un tercero. La imaginación juega más que la
compartida realidad. Saberse vencedor —o vencedora— y si embargo dilatar la victoria final,
voluntariamente, es gozo reservado a los más fuertes. Los que se entregaron rápidamente al furor
carnal desembocan a corto andar en el hastío. Los platónicos terminan agostándose como plantas
yertas. Pero los verdaderos amantes, los que conocen los estímulos del sexo y también los
placeres en sordina de lo puramente visual, sin confinarse en ninguna de ambas áreas porque las
habitan y confunden en una ciencia mayor, esos son los seres privilegiados, en realidad no las
víctimas, sino los dueños de su pasión. Esperan. Se entregan. Se contienen. Domadores de sí
mismos, aguardan con refinada ansiedad el instante final que no se atreven a fijar por no romper el
hechizo del amor que no quiere consumarse —o consumirse— en la entrega definitiva.
Fue el tiempo más bello del drama silencioso del que nadie, salvo ellos mismos, se daba
cuenta.
Porque ambos, seguros de su fuerzo y de su astucia, poseían todas las artes del disimulo.
A veces ni se hablaban en una reunión, resistían, impávidos, el deseo de acercarse. Se
manifestaban indiferentes cuando cada cual danzaba con otra persona. Así, de lejos, se
contemplaban, se amaban más intensamente, sabiendo de toda certidumbre que nadie podía
interferir en su secreta pasión.
Era increíble, maravilloso en verdad. Wanda no pedía nada. Tampoco él. Un acuerdo tácito,
no discutido, no convenido, lo inducía a llevar el juego calmo y contenido de su prohibido amor.
Porque ambos lo comprendían: amor incestuoso, tal vez de segundo grado —una prima no es lo
mismo que una hermana de mi mujer— pero amor ilícito al fin. No habían caído aun en el adulterio,
sabiendo que marchaban directamente a él. Entonces escrúpulos de conciencia acosaban al
hombre, al hombre en apariencia recto, intachable, que supo divertirse con mujeres buscándolas
lejos del círculo familiar, sin dar jamás motivo de escándalo. Si se conociera el enredo con la prima
¿no echaría por tierra su prestigio y su tranquilidad hogareña? ¿No sería visto como un libertino? Y
la joven, a su vez, educada rígidamente, padecía los aguijones de su conciencia. Deshonraba al
marido, más tarde los hijos se avergonzarían de ella, iba a ser una más, loca y desaforada,
entregándose a la pasión prohibida que rechazan religión, moral, el propio decoro.
Cien veces —cada cual por su lado— pensaron cortar la atracción ilícita, proponiéndose
fórmulas ingeniosas para ir alejando el deleite censurable, hasta que se desvaneciera con el
tiempo. Pero cien veces volvieron a juntarse olvidando los buenos propósitos.
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—Somos malos —dijo ella— nos vamos a destruir deliberadamente.
—O hay dos en cada uno —repuso Roberto— un ser arraigado en la familia y otro que
pugna por lanzarse al vacío.
—¿Sabes lo pienso? No es pasión la nuestra. Tenemos miedo. Postergamos eso que los
amantes más infelices no temen realizar. Somos demasiado cerebrales.
—Te equivocas. No sé cómo será en ti, pero en mí es el exceso de pasión el que me inhibe.
No tengo miedo. No vacilo… Si dilato la hora de la consumación, es porque me hace feliz este
estado intermedio entre la pasión violenta y el deseo no satisfecho. No quiero convertirme en un
prisionero de la carne. No sé si a ti o a mí nos vendrá el hastío en el lecho. Defiendo mi dicha,
acaso también la tuya, y créeme: jamás mujer alguna, como tú, me infundió mayor deseo ni ternura:
En otra ocasión, ella le confió su intimidad marital. El marido era bueno, la quería y
respetaba, nada le hacía faltar. Su admiración parecía sincera, pero absorbido en sus cálculos
ingenieriles y en su famoso invento mecánico que el consumía largas horas, dedicaba breve tiempo
al hogar, a ella menos. Creía que sus dos hijos no fueron concebidos en el amor sino en la función
natural, en la costumbre de juntar los cuerpos que para el ingeniero era sólo cuestión de pocos
minutos, sin palabras ni caricias que juzgaba demás. "Ignora qué es el amor— la interrumpió
Roberto— justamente eso que sucede antes y después del contacto sexual; el paroxismo del sexo
pertenece a la pura animalidad; lo que nos eleva sobre la bestia, lo que espiritualiza y embellece la
pasión es el doble oleaje de las caricias y de las palabras. Sin ellas, el amor es un acto fisiológico,
simplemente. Ella prosiguió: lo había presentido, por impulso natural, por confidencias de las
amigas, por la forma cómo se estremecía al escuchar una sola palabra, o al sentir la más leve
caricia del amante. "A veces creo entender —le confiaba— se trata de prolongar el juego, porque
entre risas y lágrimas, entre esperanzas y desencantos, entre el deseo y la ternura, algo crece,
desde adentro, y nos va aproximando más…"
El no quiso hablar de su vida conyugal. Todo lo pasado, pasado era. Como sí no existiera.
Lo que sentía por ella no admitía comparación.
—No debiera decirlo —profirió— porque es insensato, una idea que debemos desechar.
Más, si tú me lo pides, me arrojaría al abismo para librarme, sobre todo para librarte a ti, de éste
amor imposible.
—¡Nunca, nunca! —exclamó indignada—. Te quiero vivo, vivo, junto a mí. Te necesito. Se
hará lo que tú mandes, porque soy tuya. Te pertenezco. Me tomarás o no me tomarás: no importa.
Pero quiero verte, oírte, tenerte a mi lado, aunque sea con largos espacios de tiempo. Prométeme
que esa idea, indigna de ti, la desecharás para siempre!
Su amor tomó nuevo cauce. Parecía que aquietado el deseo violento, ahora sólo buscaba,
cada cual, la felicidad del otro. Las pequeñas y mínimas cosas de una ternura sencilla se
deslizaban furtivas, entre gestos delicados y actitudes oportunas. Se adivinaban los pensamientos,
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conocían, recíprocamente, sus aficiones. "¿Cómo encontraste "Los Discípulos de Sais?" Lo busqué
diez años y recibir este libro de tus manos es para mí el mejor reglo" Y ella, emocionada: "Era la
última Sonata de Beethoven que me faltaba conocer. Es muy linda, pero muy triste. ¿Por eso le
dirían La Sensitiva?"
Roberto fue promovido a una alta situación política. Ella viajó con el marido y los hijos a
Dinamarca. Pero la separación, en vez de apaciguar la pasión como suele suceder en el
alejamiento, se avivó y reapareció más fuerte al reencontrarse después de un año.
No fue a recibirla. Evitó el diálogo en la primera reunión familiar. En el fondo, había sido un
tonto: no supo tomarla a tiempo. La muchacha joven y sensible, probablemente habría dejado de
pensar en él. Acaso tuvo un amante en Dinamarca. O pensaba en otro, menos maduro y más listo
que él. Bien: se resignaría a perderla. Ella lo llamó dos veces, como antaño, esperando que él
propusiera la cita. El hombre se limitó a frases triviales. Nada propuso. Y la joven herida en su
orgullo, siguió el juego.
—¡Tonto! —dijo la muchacha— en Dinamarca no hice otra cosa que pensar en ti.
Ni vergüenza ni remordimiento. Antes bien: sentían la plenitud vital del primer encuentro
real de los cuerpos, sea aproximación inicial que contiene ya, larvados, los deslumbramientos del
entendimiento ulterior.
El hombre exhausto, sumido en un sopor que apenas pudo dominar, se limitó a responder:
—Gatita… maravilla.
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La teoría de una Nueva Patria, fue largamente analizada. Teorizar, en política, no es difícil;
lo difícil es llevar a la práctica lo soñado. La primera pugna fue entre los talentos naturales,
intuitivos, impulsivos, y los talentos cultivados, lentos y seguros que dilatan, por experiencia, los
cambios bruscos.
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Secretos al comienzo, los debates se esfumaban en nieblas teóricas, planes y encuadres
técnicos. Muy pocos —desoídos— daban importancia a la filosofía política de la trascendental
transformación. Pasar del nacionalismo despótico a la democracia compartida, parecía utópico. Se
alegaba que las instituciones caducas difícilmente podrían reemplazarse por nuevos organismos
adaptables al subdesarrollo colectivo. Afirmábase que la ciudadanía, y aun las clases de media
cultura, no estaban preparadas para soportar la general mudanza de leyes, usos y costumbres.
Pero el Presidente empujó la empresa con decisión. Sustrayéndose al cerco de los expertos
y de los juristas, evitando las maniobras subterráneas de la timocracia incrustada en el gobierno, y
los juegos desleales de la izquierda, asimismo infiltrada en los mecanismos de conducción, exigió
un planteamiento claro para decidir si el cambio propuesto era viable.
1) Que una Comisión de Alto Nivel, formada por juristas y economistas, políticos y
técnicos (no más de diez personas) presentara, en el plazo máximo de 120 días, un proyecto de
nueva Organización Política del País, otro de Reforma Administrativa, y un tercero precisando los
mecanismos técnicos que regirían la Nueva República.
2) Dentro del mismo plazo, un proyecto redactado sólo por economistas y técnicos,
señalando cómo se puede financiar esos cambios fundamentales de la estructura político-social, y
cómo se aseguran la estabilidad monetaria y económica subsecuentes.
El resultado fue que de los tres proyectos iniciales, sólo se presentó uno. El estudio
económico acusó graves fallas y contradicciones. Se estableció que faltaban equipos capacitados
de personas aptas para la gran transformación. No se pudo financiar el plan renovador y menos la
consiguiente campaña publicitaria. La descentralización se dibujó irrealizable. Después de dos
reuniones, el Gabinete Ministerial no volvió a ocuparse del tema.
La gran idea quedó flotando en el ámbito patrio, como se dilatan y vagan por los aires las
iniciativas audaces.
"El mejor modo de gobernar, consiste en mantenerse firme y vigilante. Este es un país
caudillista, obedece al que sabe mandarlo. Todo el secreto es ese: saber mandar, hacerse
obedecer". Fueron palabras del Presidente.
"La única manera de no caerse del gobierno: gobernar bien". Era la respuesta del
consejero, a quien el mandatario calificó de iluso. Pero ambos hicieron todavía mucho camino,
porque franqueza y lealtad regulaban su amistad.
Las conspiraciones, como era habitual, prosperaban unas abiertas, otras escondidas. Y
entre ellos, los conspiradores, cuán pocos los idealistas, los honestos que creían en su causa, y
cuántos los venales y los cobardes que cedían al primer peligro o a la primera ventaja.
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—Uno se levanta lleno de entusiasmo, de fuerza, animado de los mejores propósitos para
realizar grandes cosas… y debe acostarse cansado, decepcionado porque sólo recibió carga de
engaños y miserias.
—Un gran pensador decía que el buen político, no debe tener conciencia. Así haría mucho
y pensaría poco.
Qué complicado es gobernar —decía un ministro a otro colega al salir del Palacio—. En el
papel todo es sencillo, pero la aplicación de cualquier medida resulta escabrosa si no inoperante.
Nunca se sabe qué es verdad y qué maniobra detrás del velo tenebroso de las
conspiraciones, porque los agentes-espías de cada bando se filtran en el opuesto, juegan su doble
rol de partidarios e informantes. La oposición se compra a ciertos defensores del gobierno, el
gobierno paga bien a determinados elementos de la conspiración. La interpenetración es constante.
Pero el Presidente amaba al pueblo de verdad. Sacudiéndose de las miserias del ambiente
palaciego, viajaba sin cesar por todo el territorio. Creaba escuelas, postas sanitarias, hacía abrir
caminos, dotaba de luz y de agua lo mismo a ciudades que a villorrios.
—Será sucia la política —expresaba— tiene algo de corrupto, pero si me dejan hacer algo
por los campesinos y las gentes de provincia, esto me compensa de todos los sufrimientos del
poder.
Esa mañana la lista de audiencias fue considerable. El Presidente atendió y despachó con
rapidez a sus visitantes. El jefe del partido Azul salió radiante. El jefe del partido Verde cejijunto. La
comisión de señoras, como siempre: ganaba por la simpatía del Mandatario. El señor Obispo
recatado, contento. Unos jefes militares nerviosos, otros tranquilos. En las caras de los maestros se
leía la ansiedad: ¿no habían sido bien comprendidos? Los campesinos alegres, bulliciosos,
comentaban en idioma nativo la generosidad de su Líder, que los acogiera afectuosamente. Para
un diplomático que se despedía sólo hubo cinco minutos; para una viejecita que fue maestra del
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Mandatario, quince. Y los edecanes vieron, durante cinco horas, el desfile pintoresco, dramático, de
cambiantes fisonomías y portes variadísimos. Caras duras, caras satisfechas, ojos voraces, ojos
rencorosos, manos nerviosas, manos tranquilas. Unos que hablaban en exceso, otros mudos. Cada
vez que se abría la puerta del despacho presidencial, todas las miradas convergían a la hoja
derecha que se abría para dar paso al siguiente. Todos entraban radiantes de esperanza, casi
todos salían preocupados porque el Presidente los trataba con paciencia y cortesía, pero nunca
ofrecía sino aquello que podía cumplir.
—En efecto. Pero el público, en general, pide poco y muchas veces con razón. Peor son los
políticos: esos me piden mucho, exigen, exigen… y casi nunca aportan nada.
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Era como si hubiera levantado una punta desconocida del Velo de la Vida. Todo cuanto
salía de su pluma brotaba con luz de amanecer.
La envidia se estrelló en sus muros. Cada nueva historia empequeñecía a los émulos. Los
negadores se desvanecían ante la fuerza y el encanto de su prosa.
No fue coronado ni ganó un reino, porque los artistas pocas veces son exaltados en vida,
pero fue reconocido Maestro Mayor de cuentos, historias y narraciones.
Coros gigantescos de admiradores se alzaban de todos los puntos de la esfera para loar su
ingenio.
El famoso escritor después de observar atentamente los juegos, acciones y palabras del
pequeño, se negó a componer el relato.
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—Está más allá de mi alcance —dijo. Todo cuanto se escribe sobre el mundo infantil es
pálido, vago, no expresa la maravilla viva dentro de la cual se mueve el niño.
—¿Cómo podría aproximarse a Dios? Los pequeños lo tienen cerca. Yo no puedo expresar
esa atmósfera, ese misterio indecible que liga a Dios y al Niño.
Pues quien mira con atención, con emoción, con fervor los juegos de un niño, puede sentir
el rayo centelleante de la historia más bella, aunque no sea capaz de escribirla.
Y cuando el famoso escritor murió, San Pedro le abrió acogedor las puertas del Cielo
porque supo respetar el mayor milagro de la creación: el Niño.
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—Rogaba a Dios y todo me salía bien —dijo el amigo apesadumbrado. Durante 20 años
sólo conocí éxito y felicidad. De pronto, bruscamente, todo se me dio la vuelta. La mala suerte me
persigue. Mis oraciones no son escuchadas. Los antiguos beneficios se trocaron en penas y
desastres. Yo rezo y pido con el mismo fervor, creo conducirme bien. ¿Por qué El me abandonó?
—¡Ah! —dijo el Buscador— creías en un Señor dador de beneficios, mientras te complacía y
flaqueas cuando sobrevienen los quebrantos.
—No —repuso el afligido—. Sigo creyendo en la bondad divina ¿mas por qué ese cambio
tan radical? No puedo explicarlo. ¿Por qué antes todo fácil, placentero, y ahora todo oscuro,
negativo? No tengo horizonte, todo es amenaza en tensión de empeoramiento. Esto me
desorganiza, me desquicia el ánimo.
"Qué concepto infantil de la relación Hombre-Dios —pensó el Buscador. Así que de la línea
de prosperidad personal partiría la fe. Pobre amigo. Imaginar que el Señor está, ahí, para servirnos
y acceder a nuestras peticiones, y al que se le niega el derecho de acosarnos, de probarnos con
apremios y rigores".
El Buscador había tenido muchos años de triunfos, de dicha, aunque cruzados por las rayas
negras de la pena. Sorprendido de su buena suerte, para él cosa del cielo, temeroso de verse
favorecido por los hados, solía repetirse: "Señor, me diste tanto, tanto… y es tan poco lo que puedo
retribuir". Muchas veces tuvo miedo de la felicidad que lo enarcaba sobre el general sufrimiento y
descontento.
Súbitamente el rayo cayó a sus pies: una, dos cinco veces. Lo mutiló física y moralmente.
La desgracia engrisó sus días. El pensador armonioso se transformó en un lacerado indagador.
Pero no se rebeló. Al contrario: halló justo que el exceso de dicha que le había sido donado,
tuviese que ser expiado en infortunio y amargura. Perseguido, castigado, a oscuras, sentía que
desde arriba se movían los mismos hilos que antes le dieron claridad y bienestar.
Y agradeció al Señor que antes de entrar en la zona de los últimos crepúsculos, lo hubiese
herido con los dardos de la soledad y del dolor.
No fuimos hechos —reflexionaba— para conocer ni comprender a Dios. El existe más allá
de nuestra comprensión. Está aquí, está allá en un tiempo sin tiempos, cercano y distante
simultáneamente. Influye en modo tan sutil, tan incomprensible sobre el curso de las vidas, que
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nadie alcanza a discernir sus designios. A veces nos prueba permitiendo que el Mal infeste el
contorno, aparentando ser Rey del Mundo Terreno. ¿O acaso lo sea? Otras nos bandea sin
contemplaciones, de lo bueno a lo dañino. Nos oye cuando quiere oírnos. Desoye si lo juzga
conveniente. La sorpresa es el instrumento de sus decisiones. Quedamos, en verdad, perplejos
ante la infinita complejidad de su sabiduría, que ninguna alquimia humana podría reducir a
esquemas lógicos.
"Dios —pensaba el Buscador. Esa compañía sin presencia que nos protege y nos acosa
desde que despunta el pensamiento hasta que se extingue".
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En dos años de trabajo silencioso, el drama interior hizo crisis. Es tan poco lo que se puede
construir, y es tanto lo que nos destruye… Como ciudadano cumplir un deber amargo, sin
compensaciones. Como escritor diluirse en la pelea cívica que desde gobierno es siempre ingrata.
Lecturas de estos días: Teilhard, Trakl, van Leew Unamuno, Buber, Schopenhauer,
Guardini, Wilhelm, Nerval, Saint Víctor, Thomas Wolfe lo devolvían a la conciencia de la trágica
soledad de ser.
—Al principio desconfiaba de usted. Entre políticos como entre intelectuales abundan
ambiciosos, intrigantes, desleales. Creía que usted formaba su propio grupo, que tendería hilos
para subir, en fin: que vendería influencias para afirmar su poder personal. Nada de esto ha
sucedido. Creo que es usted un mal político y un noble amigo.
De siete a ocho de la mañana una hora con el Presidente. Recibo instrucciones sobre los
asuntos que se entregarán al atardecer. Cambio de ideas. Análisis de problemas inmediatos. Tres
cuartos de hora de política; el Mandatario, genial estratega, expone lo que él hará abiertamente y lo
que su asesor debe realizar en modo subterráneo. Voy a mi oficina privada, redacto dos discursos,
un decreto, respondo tres cartas privadas del Presidente. Visito a dos ministros: a uno le pediré su
renuncia (dolorosa misión) y al otro le haré notar —"sin herirlo" — fue la recomendación, que se
está extralimitando en sus funciones. Regreso a Palacio para integrar una comisión política
reservada. Mientras los otros peroran he recordado el último cuarto de hora de esta mañana.
Agotados el tema político y el análisis de los problemas de urgencia, al Presidente le agrada evocar
pasajes históricos o incursionar por materias que no suelen apasionar al estadista. No es de
formación académica ni posee un gran bagaje cultural, pero su espíritu inquieto, curioso, quiere
saberlo todo y un poder intuitivo de comprensión le permite dialogar desde los ángulos más
opuestos. ¿Quién creería que esta mañana nos ocupamos de Clausewitz, de Miguel Ángel, de
Bolívar? Debido a la infidencia de uno de los representantes del gobierno, la misión reservada no
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aprueba su informe final tal como quería el Mandatario. Primer contraste del día. Gabinete
ministerial de las 15 a las 19. Tomo parte en algunos debates, hablo lo menos posible, lo
indispensable. Prefiero que se luzca el Presidente en los planteos de conjunto y los ministros en sus
propias materias. Salgo tres veces de la reunión y regreso a ella después de haber cumplido tres
misiones: entrevistar a un embajador, visitar a un político, y solucionar un conflicto interno entre dos
líderes del Frente que sostiene al Gobierno. La visita al político no da resultado favorable; hombre
muy susceptible, muy ambicioso, exigió demasiado. Tuve que frenarlo. Segundo contraste. Al volver
al Gabinete se discutía la aprobación o inconveniencia del Estado de Sitio. Abundaban los "tibios",
los temerosos. No se habían expuesto razones de fondo para aprobarlo. Llamé a un edecán y le
instruí que después de algunos minutos, entregará al Presidente un papelito con tres razones de
peso para justificar el Sitio. Como yo no hablaba, nadie se fijaba en mí. A poco entró el edecán y
entregó un sobre al Presidente; éste captó rápidamente las tres razones anotadas. Dejó pasar otros
minutos como si hubiera leído una carta cualquiera y luego en forma sencillamente magistral
expuso los tres motivos esenciales para aprobar el Estado de Sitio. Este fue aprobado y nadie captó
la mirada de agradecimiento del Mandatario a su Asesor. A las 19 corta entrevista con el
Presidente: le resumo todo lo hecho. Regreso a mi oficina privada para improvisar un Mensaje que
debe leer por radio a las 21. Pasa el acto y cenamos en Palacio el Presidente, el Ministro de
Hacienda y yo. Quise sustraerme al encuentro alegando mi no conocimiento de temas económicos,
pero el Mandatario insistió: "el Ministro de Hacienda nos explicará todo lo financiero y usted cuidará
el aspecto político-social". Aprovechando el buen estado de ánimo del Conductor, durante la comida
obtengo la libertad de cuatro políticos, entre ellos un tenaz enemigo mío. Alas 22:30 se reanuda el
Gabinete, muy encendido porque se trata de disputar puestos-claves en la administración pública.
Con prescindencia de los partidos, apoyo a quienes me parecen más adictos al Mandatario. Impido
la maniobra de un ministro que abusando de la generosidad de aquel, pretendía usurpar funciones
atribuyéndose paternidad y representación exclusiva en un problema de producción. Me hago de un
enemigo más. Tercer contraste del día. El Presidente nos expone un plan de desarrollo interno en
grandes líneas. Esto no lo consultó con nadie ni fui advertido que sería presentado. No tengo celos;
al contrario: me agrada comprobar que puede desenvolverse solo, sin mi ayuda. Al bajar las gradas
del Palacio, a las dos de la madrugada, el Presidente me dice: "Mañana puede usted descansar
hasta el mediodía. Yo saldré en vuelo a las 6 de la madrugada". Luego, malicioso agrega: "Pero a
las dos de la tarde un edecán le llevará mis instrucciones para que esté usted ocupado el sábado y
el domingo. Nos veremos el lunes a las 7." Duermo mal cinco horas. A las 9 estoy en mi oficina
imaginando asuntos para colaborar mejor al Presidente. A las dos de la tarde llega el edecán con
tres hojitas de letra menuda y apretada (las escribió en el aeropuerto —dice lacónico) que contienen
más pólvora que un arsenal. Trabajo siete días que debo realizar en uno y medio.
Pocos amigos pero fieles. Muchos conocidos. Y la ronda de pedigüeños que jamás termina
y que mañana se convertirá en la plaga de los ingratos y los difamadores.
—Martín: Si no tienes ambición de subir más alto, si no perteneces a un partido que te daría
honores y ventajas, si te niegas a labrar fortuna al amparo del poder ¿por qué seguir en ese cargo
de sacrificio que te depara disgustos y calumnias?
He contestado:
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—Me liga un ideal de patria mejor al Presidente. Entiendo la política como el deber de
servir. No puedo abandonar lo emprendido. Hoy llueven palos y sátiras; mañana se reconocerá que
gobernamos bien. Es preciso padecer la patria.
—No mire usted las cosas desde tan alto. Hay que ser realistas.
—Varios colegas me ha expresado su desacuerdo con usted por el decreto minero. Les he
respondido que esta bien contar entre nosotros a uno que ve más allá de la razón económica.
Vuelve la cordialidad. Y con ella más trabajo, más cavilaciones, mayor carga de
responsabilidad y de miserias.
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Salir de la gravedad, de la retórica, del estilo claro y noble, del pensar clásico, del
remansado describir; y en lugar de ellos atropellar reglas y cánones, lanzar barbaridades, destripar
la instrumentación lingüística, confundir tiempos y extraviar situaciones, en suma: escribir de un
modo nuevo, poderoso, anárquico, salvaje. Cada escritor dueño del mundo, de su técnica, de su
idioma, de su estilo. Sacudir, desgarrar, destrozar al lector. Es la receta para surgir. La fisión del
átomo en la disociación del pensamiento.
Comprendió el fenómeno. Hasta se ejercitó en la nueva técnica literaria. Luego rompió esos
papeles. Y escogió, libremente, la forma antigua: pensar y expresar con claridad.
No alcanzó premios ni grandes tirajes. No llegó a favorito del gran público. "No refleja la
realidad de nuestros pueblos —le decía la crítica— y la realidad es lo que él no dice porque carece
de sensibilidad social. Toda esta basura, esta mugre, esta miseria en que nos movemos. Le falta,
además, audacia para deshacer el lenguaje, inventiva en la construcción, ingenio para desconcertar
al lector."
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Era un buen mozo, muy atildado en el vestir. Placíanle las comidas sabrosas, vinos
refinados, un habano. Buscaba la compañía de personas cultas, distinguidas, acaso para disimular
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su humilde origen. Y como era inteligente, "entrador", asimiló fácilmente costumbres y maneras de
la gente de arriba.
Sano y fuerte, seguro de sí mismo, metióse a periodista. Escribía con estilo sobrio y
colorista. Sabía interesar.
Siguió subiendo. Metióse a político. Cambió de casaca muchas veces. Llegó a ministro y a
diplomático. Engañó a muchos, no fue leal a nadie.
Y fue afirmando la postura arrogante, el gesto despreciativo, el habla enfática. Esos tonos
de gran señor que en el fondo revelan al pobre diablo.
Pero en el medio criollo es fácil deslumbrar a las gentes y el advenedizo fue creciendo,
creciendo… Al aproximarse al medio siglo era ya un personaje, sin mayor obra sólida, pero
personaje al fin porque hacía resonar su nombre en la prensa y en los salones.
Pero subía, subía… Repudiado por los políticos, menospreciado por los intelectuales sobre
todos los cuales se sentía superior, dióse maneras para imponer su lenguaje fanfarrón, sus
posturas de magister.
Nadie supo que la escalera de sus triunfos sociales era la pertinaz adulación, que
practicaba a solas con el lisonjeado. Sabía excitar la vanidad ajena, y esto le produjo buenos
dividendos.
Como todos, pasó momentos placenteros y amargos, sobre todo en materia económica. No
pudo asentar fortuna. Siempre erguido enguantado, impecable en el atuendo, esperando ser
saludado porque no se rebajaba a buscar saludos, se fue ensoberbeciendo hasta creerse por
encima de los demás.
Obtuvo, aun, otros cargos: asesor de una empresa comercial, subgerente en una industria,
director de una revista, situaciones que abandonó por su carácter irascible y despótico.
Viósele, en sus últimos años, cruzar las avenidas altanero, desafiante, engreído. Enemigo
del mundo y de las gentes. Apenas cambiaba palabras con los demás; siempre amargas,
venenosas. Los ojos negros relampagueaban de desdén. Pero el manequí físico intachable:
soberbio y bien compuesto. Detrás de una vitrina no estaría mejor.
Cuando murió los memorialistas no sabían qué decir. Desecha la armazón exterior, el
pequeño espíritu se vino abajo.
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Y pasó, a la posteridad, como prototipo del fachadismo inútil.
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La primera tesis prosperó. Era mejor eliminarlo físicamente. ¿Pero quién se atrevería con el
caudillo? De los cuarenta conspiradores reunidos, sólo uno, el más importante, permanecía callado.
Cada cual opinó a su turno. Unos lo odiaban de frente, habían sido desdeñado. Otros gozaban de
su confianza y no trepidaban en traicionarlo. Dos o tres vacilaban, pero todos coincidían en la
envidia al sobresaliente.
Cuando alguien expresó que el asesino político era peligroso y que acarrearía
consecuencias graves, se le hizo callar manifestando que la presunta víctima había faltado a la
Logia. La logia, es decir la suprema razón de os conjurados. El caudillo pertenecía a ella, prometió
consultar decisiones principales de gobierno al quinteto que la regía, más empinado al poder, a las
pocas semanas procedía por sí solo prescindiendo de logia y quinteto, y esto merecía castigo.
Seamos sinceros. No ha faltado a la Logia porque muchas cosas las consultó y otras las
informa cuando por su urgencia de aplicación no tiene tiempo de reunirnos. La verdad es que no
nos atiende como esperábamos, en decir: no nos proporciona los cargos ni las oportunidades que
requerimos y está formando su propio grupo.
Todos coincidieron en que el caudillo no tardaba en hacerse dictador. Y la decisión final fue
unánime: había que salvar a la patria y a la Logia.
—¿Acaso se elimina a un enemigo sólo frente a frente? Hay muchos modos de matar. Juro
que lo mataré.
No. Era mucho hombre el caudillo para que uno solo lo enfrentase. "Ni con fusil de mira
telescópica" —anotó un conjurado burlón.
—Que llegue a sus oídos el rumor de que la Logia eligió a uno de sus hombres para
eliminarlo. Así tendrá que desconfiar y vigilar a los cuarenta. Cubiertos por el velo que tenderá ese
supuesto victimador, en acción unipersonal, otros cinco hombres prepararan y ejecutarán el
atentado.
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Se aprobó así y previniendo que el asesinato se frustrase en la primera tentativa, otro grupo
de cinco hombres planearía un segundo atentado. Así el golpe sería seguro.
Todos asintieron dirigiendo la mirada al hombre alto, grave, callado, que no abría los labios.
Era el jefe de la Logia. Este los miró meditativo. Miró su reloj y dijo lacónico:
Su silencio fue más elocuente que las palabras. Esa fue la manera cómo se planeó y se
acordó asesinar al caudillo que no se dejaba manejar por la Logia.
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¡Qué linda, primorosa se veía la jarrita de plata en la vitrina! Pequeña, abombada, pero el
asa tan airosa confería esbeltez y gracia al diminuto objeto. Se diría un juguete.
El joyero deseoso de realizar una buena venta, el marido llevado de su amor a la cónyuge,
se esforzaban por hacer que eligiese un objeto de mayor jerarquía y de precio más elevado.
El marido propuso que escogiera un gran regalo y además la jarrita. Ella se negó: sólo
quería el pequeño objeto.
Volviendo a la casa, ella ponderaba las virtudes de la jarrita. ¡Era tan bella…! Su perfil
cautivante, la base cálida y redondeada como la carita de un niño, el borde graciosamente curvado
del vertedero haciendo juego con el asa fina y delicada. Era una criaturita que pedía amor y
protección.
La jarrita durmió casi nueve años en el ropero de la señora. Celosamente amada no fue
expuesta a otras miradas.
Y cuando la esposa se fue en la partida sin regreso, el marido sin saber por qué, como un
autómata, cogió la jarrita de plata, la puso al pie de su retrato, y cada mañana cambiaba la rosa que
recordaba a la ausente.
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Desolador, angustioso, desgarrante. Las palabras quedan cortas para expresar la realidad.
Esos barrios pobres… Ese hacinamiento de seres humanos… Ese subsistir en el hambre,
la suciedad, el abandono.
Avanzó por una calleja retorcida y empinada, flanqueada por casuchas miserables. Mujeres
en los vanos de las puertas con criaturas en los brazos, lo miraban con ira como preguntándose
qué tenía que hacer ese joven elegante entre los pobres.
El infante que no tendía más de cinco años, sangraba ligeramente de la carita lastimada.
"Allí" —dijo— señalando la más ruinosa de las casas.
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La puerta estaba abierta. Ingresó a la estancia. Una mujer planchaba con plancha de
carbón, rodeada por seis niños el mayor de los cuales no llegaría a los 12 años. Al fondo dos
camas, anchas, improvisadas sobre adobes. Una mesa grande. Pocas sillas. Los muros pelados.
Ropas colgadas de clavos. Preguntó a la mujer si era suyo el niño.
Le volteó la espalda y salió a traer más ropa que pendía de un cordel en la calle.
Salió del cuarto azorado. La mujer, al entrar, ni siquiera le agradeció que hubiese traído al
pequeño.
Siguió avanzando. Por las puertas entreabiertas atisbaba escenas análogas: muchos en
cuartitos miserables, flacos, desnutridos, vestidos con ropas andrajosas.
En los ojos de las mujeres se leían cansancio, desesperación. Tropezó con un anciano y
más allá divisó a un hombre que se apoyaba en muletas. Ambos tenían la expresión desdeñosa.
Media hora de visita al barrio pobre le bastó para comprender que el averno existe en la
tierra.
Inmunes a la miseria del contorno, grupos de niños jugaban y reían en la calle. Pero esa
noche comerían mal —o no comerían— tiritarían de frío bajo mantas deshilachadas, soportarían al
padre ebrio y a la madre irritada.
Y esto sucedía en centenares, en miles de casuchas de los barrios pobres que rodean
como cinturón abyecto las ciudades opulentas.
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servicios públicos a esa muchedumbre? Millones de millones que nadie los tiene para destinarlos a
los pobres. Si ellos mismo nada hacen para salir de su miseria ¿qué podemos hacer nosotros?
La crónica fue rota. El joven redactor no durmió esa noche. Las villas miseria, los barrios
pobres, las pocilgas siguieron creciendo en torno a la urbe.
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¡Qué par tipos raros! Ambos locos y reflexivos a la vez. Y no es verdad lo que cuentan las
novelas, esas pasiones arrebatadas que terminan en tragedia o en hastío como única forma del
amor sensual, cuando en verdad más numerosas son los casos de amores ilícitos largamente
reprimidos o que no llegan a consumar su deseo.
Y es que la persona humana, aun albergando en sus exterior envoltura la fiera física
proclive a los desbordes del instinto, cobija también en el interior, la fuerza moral que lucha
desesperadamente contra las inclinaciones malignas. Y son más, mucho más los que se salvan tras
denodada lucha consigo mismo, que aquellos que zozobran en el mar agitado del amor prohibido.
Sólo que al novelista no le interesan los casos de conciencia —o escasamente— sino aquellos
otros en los cuales la persona sucumbe a la tentación de lo vedado.
Ese drama silencioso entre la carne que exige y el espíritu que reprime lo soportaron
ambos. Roberto, más reflexivo, medía las consecuencias de su falta. Destruir dos hogares, hundir
en la corrupción a la mujer amada, perder su prestigio de varón honesto. Luego estaba la esposa
que quería a su manera, los hijos inmensamente amados, la adoración de la familia. Todo esto lo
perdería si consumaba la unión ilícita que al fin siempre termina en escándalo y reprobación. Y la
paz de la conciencia ¿es solamente una frase? No, no es una frase. Es algo esencial que no se
puede exponer sin la tortura de las cavilaciones y los remordimientos. Wanda, más ligera, pensaba
que su pasión por el cuñado podría llevarse en secreto. Presentía todo lo negativo del adulterio,
peor aun: el incesto. Junto a él olvidaba todo, sólo quería pertenecerle; pero en soledad se
reprochaba la propia vehemencia. No es fácil convertirse de señora en amante. Luego temía que
verificada la posesión el hombre la menospreciara y llegara al cansancio. ¿No era macho al fin?
Se comprendían sin palabras. Fue un tácito acuerdo, como que después de aventurarse
peligrosamente en la impaciencia de su ardor, resuelven dilatar la entrega recíproca.
Ese repliegue prudente les otorgaba una suave sensación de paz: no eran tan malos, aun
no estaban pervertidos. Era mejor amarse así: sobreponiéndose al deseo, guardando distancia,
porque el misterio de lo desconocido y la lejanía del anhelo conceden un halo sagrado al verdadero
amor.
Fiesta familiar: todos alegres, animados. Había un sol en la sala, el protector de la familia,
sagaz, conversador, chispeante, siempre bien informado. Repartía estímulos, hacía que cada cual
brillara separadamente. Y él gustaba ser buscado, estar rodeado por el afecto y la admiración
generales. El pequeño reino hogareño aceptaba su monarquía indiscutible. El otro, el sol menor,
brillaba por su sola presencia. La gatita no era muy locuaz, no pretendía ofuscar a las otras
mujeres. Le bastaban su belleza, su elegancia, su exquisita femineidad. Hasta se diría que deseaba
hacerse perdonar sus atractivos. Tantos, tantísimos encuentros, más nada dejaba traslucir que
hubiese entendimiento íntimo entre el sol mayor y el sol menor. Aparentemente cada cual vivía para
sí, y a veces, intencionadamente, pero sin la aspereza de los primeros tiempos, ambos practicaban
la antigua rivalidad para que todos atestiguaran que entre el jefe de familia y la beldad persistía una
beligerancia latente.
Explicaba Roberto con claridad y concisión por qué el hombre debe invertir fabulosas
sumas y efectuar ingentes esfuerzos en explorar el espacio sideral, cuando sintió que le tocaron el
brazo:
—¿Me das fuego, por favor?
La hermosa cara de acercó a la suya y los ojos resplandecían de júbilo furtivo. Por instante,
solo un instante henchido de eternidad, sus miradas se encontraron.
—Gracias.
90
La joven se retiró, pero el hombre había leído en los ojos de Wanda. Le pertenecía.
La estuvo observando con disimulo, sin que nadie advirtiese su interés. Soberbia estampa
de mujer. Y era suya, le pertenecía, porque al menor ademán estaba dispuesta a entregarse. El lo
sabía. Y la vieja lucha insistente volvió a desenvolverse en su interior. ¿Por qué no la tomaba? No
era un indeciso, al contrario: su éxito en la vida lo debía, precisamente, a su carácter firme,
arrollador. Todo cuanto quiso lo obtuvo y en materia de mujeres a voluntad. Pocas, pero
estupendas. ¿Qué lo contenía, entonces, frente a la gatita que tantas demostraciones hiciera de su
amor por él? Era extraño. Veíala bailar ágil y entusiasta. Las líneas plenas y esbeltas de su cuerpo
resaltaban en armonioso movimiento, y cuando el impulso mismo de la danza relievaba la pierna
femenina avanzando entre las de su pareja como si en un segundo la mujer estuviese
entregándose al hombre, ilusión visual frecuentes en el baile, él se estremecía aunque lo hiciese
con otro, admirando el cuerpo de la joven que se le antojaban un himno a la entrega bravía,
generosa. Porque estaba claro: ella se daba, quería darse. ¿Por qué dilatar indefinidamente el
encuentro final? Imaginaba los placeres refinados al poseer el cuerpo largamente deseado, los mil
encantos que Wanda guardaba en su belleza plena y arrogante, la pasión delirante que estallaría al
tenerla en sus brazos desnuda… Estaba seguro de no ser rechazado: la primita caería cuando él lo
decidiera. Pero luego entraba la otra fuerza tensa, la ley moral, el sentido de responsabilidad, acaso
orgullo varonil de saber dominarse y no rendirse esclavo al yugo femenino (porque él sabía que
una vez ligado carnalmente a la gatita vendría el cautiverio), y la familia autodefensa egoísta de
seguir siendo ídolo de la familia, aparentemente intachable. La deseaba ardientemente, como
jamás deseara a mujer alguna, pero no la tomaba porque a los cuarenta y cinco, en la plenitud de
su existencia, convivían dos seres en su alma: el varón intrépido que arremete contra todas las
vallas, libre, despreocupado, y el ser maduro que mide la consecuencia de sus pasos, aquel que
conoce los valores relativos y cambiantes de la posesión y del renunciamiento. Una cosa es desear,
el juego erótico que enciende el vivir, y otra muy distinta el adulterio consumado que denigra al
varón justo y lo convierte de persona honesta en conciencia turbada. La amaba sí, la deseaba
intensamente (¿puede, acaso, alguien evitar las evasiones del pensar y de los sentidos?)
sabiéndose correspondido. Temía incurrir en la debilidad final que lo llevase al incesto y al
derrumbe familiar, porque a veces el deseo lo devoraba como una fiebre altísima; pero
bruscamente el volcán se apagaba y regresaba el tiempo bueno de las contemplaciones serenas. El
hombre noble vencía sobre el hombre desaforado. Entonces se tranquilizaba a sí mismo; era mejor
así, el imposible amor que lo elevaba a sus propios ojos y lo haría más deseable para la mujer
amada.
Ella no cavilaba mucho. Carente de experiencia sexual, niña en amores, muy lectora de
novelas, sentíase acosada por un temor persistente: el de ser abandonada después de la entrega,
no tal vez instantáneamente, pero en un lapso cualquiera porque los hombres desembocan en el
hastío tras una conquista amorosa y sólo se reaniman para emprender otra. Ella lo quería integro,
sólo para ella, y para siempre. Si hubiese tenido certeza de conquistarlo definitivamente, y a habría
caído en el lecho culpable. Pero desconfiaba.
En el fondo, muy adentro, allí donde rara vez llegan las antenas de la propia reflexión,
brotaba el drama subyacente de los orgullos en litigio; cada cual quería conquistar, no ser
conquistado.
¡Y era tan bello ese clima de amor tranquilo, cuando a los raptos sensuales sucedían los
trances de sereno entendimiento!
Como esa vez, en el cine, que apenas se rozaban los dedos. O aquella otra en el banquete,
cruzando miradas furtivas. Las llamadas telefónicas —prudentes, distanciadas— llorosa la voz de la
mujer, implorante el hombre. Los regalos mínimos para no despertar el recelo de los otros. El libro
revelador, la música sugeridora. Cortas misivas escritas a máquina, sin firma, que rápidamente
destruían. Un pensamiento expresivo. Una frase feliz. Las pequeñas atenciones matizadas de fina
91
ternura. Una rosa fragante puede trascender lo mismo que un caramelo si se dieron en son de
confidencia. ¿Eran seres adultos, eran niños? Todo amor de verdad estalla en candores increíbles.
Y es justamente esa atmósfera de puerilidad, la que confiere frescura juvenil a la pasión. Más
todavía: a la pasión prohibida, que suele recaer en alardes ingenuos.
¿Terminarían por idealizar a tal punto su amor que la atracción carnal sería sustituida por la
fantasía erótica?
Pero un apretón de manos, el roce del brazo desnudo, el mirar ansioso les recordaban con
punzante estímulo que detrás de los tenues velos del amor ideal se agitaban las lenguas de fuego
de una pasión devastadora.
—Te he colocado en una urna de cristal —repuso el hombre— y temo romper el cristal.
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Punto, puntos, de relación. Todo anda ligado, todo comunica. No se requiere ser poeta para
recoger las incitaciones misteriosas, las ondas mágicas que nos circundan.
El parpadeo de la estrella. Un gorrión. El árbol quieto. Las rosas que el viento mece. La risa
de un niño. Una música que viene de lejos. Todo suscita tumultos en el corazón. Y todo se
relaciona enigmáticamente.
En la noche cuajada de estrellas miras una, la resplandeciente, que brilla con fulgores
extraños. Ignoras su nombre, no miraste el mapa astronómico. Prefieres ignorarlo. Estrella, planeta,
mundo distante. ¿Qué será? O fuego, gases, densificaciones siderales. ¿Quién sabe,
verdaderamente, lo que puebla el espacio estelar?
Lo que imaginan los poetas es imposible: no puede ser que la persona amada, al perecer,
se convierta en estrella. Puerilidad.
Pero lo evidente es que, desde que Ella se fue, la estrella misteriosa fulge en el nocturno
cielo con presencia nueva. No se parece a las otras estrellas. Ni puedes divisarla todas las noches.
Su presencia es una de majestad y poderío. Sus luces cambiantes —oro, verde, azul, amatista,
turquesa, solferino— se combinan velocísimo, en chispas súbitas que eslabonan un alfabeto
singular. No transmiten ideas ni palabras, sino algo que va más allá de palabras y de ideas. El astro
hable, incita, establece comunicación. No puedes expresar lo que sucede cuando tú, absorto en las
radiaciones luminosas que bajan del punto aurífero, recibes su mensaje indescriptible. Acaso lo
respondes con el tumulto de tu corazón.
La estrella está ahí, en la profunda oscuridad, esparciendo beatitud. Tan pronto inmóvil
como un pájaro de oro detenido en la quietud del cielo; tan pronto agitada, palpitante, como si se
moviera en un viento de pasiones.
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Por las noches cuando sales a buscar en la estrella lo que los hombres ya no pueden darte
—bondad, comprensión, generosidad, esperanza— el astro expide secretas vibraciones: aquello
que únicamente él y tú pueden entender.
Cada noche —aunque unas veces la encuentres y otras no— sales a su encuentro. Buscas
el contacto luminoso. Sabes que la estrella buscó aposento en tu corazón y que tú habitas en su
chispa de oro.
Y esa estrella misteriosa que desde aterradoras lejanías telegrafía un mensaje de amor, fue
enviada por Ella, la que se fue. La que está regresando siempre.
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Le costó más de un año preparar cuidadosamente el golpe. Todo fue calculado con
precisión matemática. No podía fallar. Y no falló, apesar de las circunstancias imprevistas que
aparecen súbitamente en cualquiera empresa humana.
Sereno en la gran empresa aurífera servía en ella más de veinte años. Conocía
perfectamente los usos, costumbres y métodos de trabajo; las modalidades y rarezas de cada
persona; el complejo engranaje del sistema industrial, desde la extracción del mineral hasta su
fundición en barras metálicas. Nada escapó a su minuciosa observación, pero él fingía ser un
hombre simple, sumergido en su trabajo, al que poco o nada le importaba lo que acontecía en el
contorno. Su inteligencia se había afinado hacia adentro, silenciosamente. Parco de palabras,
receloso, no se confiaba a nadie. Era taciturno, correcto y servicial, sin permitir que jefes ni intrusos
se aproximaran a su intimidad.
Todo estaba celosamente previsto. No podía fallar. Y repetimos: no falló. Dió somníferos a
los otros tres sereno. Tenía la clave de la caja fuerte. Nadie vendría hasta el relevo a las siete de la
mañana, lo que le daba margen de varias horas para operar. El plan se desenvolvió con admirable
regularidad. Las llaves cuyos moldes le costaron meses de preparación, para abrir las puertas
intermedias, funcionaron bien. La clave de la gran puerta de acero de la cámara blindada (obtenida
después de varias tentativas y larguísimo esfuerzo) respondió exactamente a sus previsiones: es
poco más de veinte minutos se halló frente a alas barras de oro.
Quedó aterrado: eran muchas, muchísimas más de las que se guardaban en otras
ocasiones. Posiblemente su valor excedería de cuatro, cinco o diez millones de dólares. Había
calculado transportar, él sólo, bastantes barras, pero nunca en número tan cuantioso. ¿Qué hacer?
Limitarse a extraer sólo las previstas, equivalía a renunciar a la riqueza diez veces mayor que su
suerte le ofrecía.
Ahí estaban: severamente alineados en filas rígidas como regimientos en formación. El oro,
opaco, parecía muerto; pero cogía una barra, la movía cerca de la luz eléctrica y el metal despedía
fulgores inusitados. ¡Qué bellas eran, cuán tentadoras, pidiendo caer todas bajo las ávidas manos
del violador de su recinto!
El sentido práctico y la codicia lucharon por espacio de varios minutos. Luego se decidió:
trasladaría las barras equivalente al primer millón y después vería si tiempo fuerzas le alcanzaban
para afrontar con el resto.
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Respiró profundamente: era dueño del millón de dólares en oro. Aun tenía tiempo para
ultimar detalles que borrasen el más mínimo indicio de su travesía repetida de la bóveda al túnel.
Terminada su tarea regresó a la cámara blindada. Arrojó una mirada de despedida a las
largas hileras auríferas y se disponía a cerrar la bóveda, cuando un estremecimiento lo sacudió.
¿Qué cosa? No podía ser… Primero un murmullo, luego voces que pedían angustiosas "¡llévanos,
llévanos!". Era absurdo. Pero cuanto más miraba a las barras de oro, crecían las voces implorantes:
"¡llévanos, llévanos!". Vaciló unos instantes y enseguida modificó el plan inicial: transportaría el
inmenso tesoro restante, cuyo volumen le significaría varias horas de intenso trabajo. Calculó: seis
horas más de esfuerzos agotadores, pero aun tendría otra media hora para aparentarse dormido y
completar el robo.
98
—¿Se fijó usted en las caras, en los ojos de los ministros? —preguntó. De los 18, sólo 8
son realmente patriotas, honestos y trabajan por el país. Los otros 10… material de relleno o
pícaros en pos de ventajas personales. Y con esa mayoría negativa gobernamos.
Hablaron de historias, hicieron planes. Era grato alivias la carga cotidiana con el diálogo
confidencial.
Pero luego tuvo que encerrarse dos horas con los jefes del servicio de seguridad.
Mientras el Mandatario seguía firmando títulos de propiedad de tierras para los campesinos,
escuchaba la mortífera información de sus dos hombres de confianza. Según ella, había que
desconfiar de todos los ministros, menos de seis. Proporcionaron noticias ciertas, falsas o
inventadas. Le hicieron conocer rumores y hablillas. Dieron cuentas minuciosa de reuniones
políticas y otras, secretas, en las cuales se habrían urdido conspiraciones y motines. Al enseñarle
fotografías pornográficas que comprometían a personajes de la oposición, el Jefe del Estado las
rechazó sin verlas. "Basura —dijo— yo no combato en esa forma". Prosiguió el denso relato del
Ministro de Gobierno que el Jefe del Servicio Secreto confirmaba con movimiento de cabeza o
rápidas aclaraciones verbales. Lo de siempre. El Presidente absorbía la corriente caudalosa de las
informaciones reservadas que dos veces por semana el encargado del orden público y de la
seguridad del gobierno vertían en sus oídos. En el ejército había mar de fondo; dividido en siete
grupos, cuatro eran favorables y tres enemigos, pero éstos más decididos y activos que aquellos.
Se reveló que altos dirigentes del gobierno se entendían con líderes de la oposición en negocios de
contrabando que se protegían desde arriba. Dos altos funcionarios fueron sorprendidos en un
embajada vendiendo secretos de Estado: traían las cintas grabadas con la conversación captada.
Otras grabaciones descubrían el juego de traidores e infidentes, alguno próximo al Palacio, que
pasaban a los adversarios datos reservados en perjuicio del gobierno. Finalmente propuso el
ministro la detención de 29 personas como "medida de precaución".
—Señor: nunca le oculté nada. Acabo de informarle todo cuanto sé y cuanto llegó a mi
despacho por diversas fuentes.
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El Presidente siguió firmando papeles tranquilamente y sin alzar la mirada para no
desconcertar más al informante, agregó:
—¿Y qué sabe usted de una reunión en casa de su cuñado, hace cuatro noches; mejor
dicho a las dos de la madrugada, en la cual se planeó apoderarse de la mina por donde pasará el
camino estratégico que vamos a construir? Sólo a usted confié este asunto.
El Presidente alzó la cabeza y mirando al ministro con esos ojos de puma que revelaban la
cólera interior, interrumpió:
Esa misma tarde el Ministro de Gobierno cayó en desgracia. Fue posesionado en su lugar
el Jefe del Servicio Secreto a quien, al despedir, dijo el Hombre de Arriba:
Dos reuniones con campesinos. Tres, por separado, con los jefes de los partidos políticos
que respaldaban al gobierno: ¡qué difícil y qué caudales de paciencia para apaciguar celos y
contentar, por igual, a los voraces colaboradores! Los incidentes inesperados que debían ser
solucionados de inmediato. Los decretos de urgencia que tampoco podían esperar. Manejar las
Cámaras desde el despacho presidencial. Frenar a los pedigüeños, recompensar a los leales.
Hacer rotar a los descontentos que se tornaban peligrosos. Controlar el inmenso y complejo
mecanismo administrativo que, si se lo abandona al juego de influencias encontradas, puede
degenerar en grupos aislados de disolución. Todo ello era, si no fácil, al menos materia permeable
de vigilancia. Formaba parte de su tarea cotidiana. Pero lo que al hombre que mandaba lo
entristecía era el torrente fangoso de calumnias, anónimas, odios, envidias, miserias que lo
circundaba. Nadie hablaba bien de nadie. Todos, o casi todos, rivalizaban en dañar a terceros. Y el
Presidente tenía que absorber las miasmas que exhalaba el torrente.
Todo se preparó con tal habilidad, que en las elecciones para renovar las Cámaras, el
partido opositor bajó de 10 bancas a 6. "Estamos fundidos" —habría dicho el Jefe Opositor que
jamás descubrió de dónde salió la calumnia contra su partido, atribuyéndola a rivalidades con otros
grupos opositores.
La noche del segundo atentado contra su vida, el Mandatario recibió un aviso telefónico
diez minutos antes de abandonar el Palacio: "No baje por San Miguel; en la curva del tercer puente
lo aguardan desde la colina dos grupos con ametralladoras cortas que dispararán contra el
automóvil presidencial".
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El conductor era valiente. "Se trata de algún bromista o de un adversario que quiere probar
nuestros nervios" —comentó, ordenando bajar por San Miguel.
Pero también el gobierno, aun en medio de las tristes decepciones y las muchas fatigas,
traía compensaciones. Se asentaron el crédito y el prestigio internacionales. La reforma agraria
abría nuevos horizontes al campesinado. Surgían caminos, hospitales, escuelas. Ahuyentados los
agitadores, el equilibrio social se restablecía. Y los planes de desarrollo —preocupación
fundamental del Mandatario— se desenvolvían favorablemente. Las estadísticas y el afecto de los
pueblos decían, claramente, que la Nación estaba satisfecha con su Conductor. "El maldito tiene
para rato" —expresaba los círculos adversos. "Que dure, que dure siquiera diez años para que el
país de levante" —pensaba amigos, independientes, y la mayoría nacional.
Hizo más de tres tentativas para organizar un nuevo partido político, constituído
principalmente por jóvenes. Fracasó. La teoría irreprochable, de avanzada: principio, estatutos,
programas de acción, planes desarrollistas. Mas la lucha sorda entre los presuntos nuevos
conductores del flamante partido y los grupos que cada uno de ellos formó, impidieron que la
organización se fundara.
—Es lamentable —dijo el Presidente— una juventud tan valiosa, talentos nuevos, con todas
las condiciones para surgir y no pueden ponerse de acuerdo par avanzar unidos y elegir los líderes
que los conduzcan.
No se fundó el nuevo partido que contenía, larvado pero divididos, brillantes grupos de
dirección.
Pasaron varios meses antes que los flamantes ministros pudieran manejar con soltura sus
despachos. Estimulados por la confianza del Mandatario, esforzándose por aprender, llegaron a ser
si no los personajes de mayor brillo en el equipo de colaboradores del Presidente, al menos
dignatarios laboriosos y correctos. Se empeñaban por superar las deficiencias de su impreparación
política y como eran entusiastas, de buena fe, no tardaron en aproximarse al nivel de los viejos
estadistas. Los "ministros del pueblo" —como los calificó la prensa— resultaron personas
responsables y eficientes. En grado tal que antes de un año, los cuatro exdirigentes sindicales
fueron declarados "traidores a las clases populares", porque en vez de continuar, como antes, en la
prédica demagógica y las actitudes levantíscas de habían convertido en hombres de Estado.
El país ganaba cuatro buenos servidores. El sindicalismo violento y politiquero perdía cuatro
agitadores.
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Los eucaliptos se erguían, muy altos, coronados por las copas cimeras, Cuando el viento
las mecía el tejido de sus ramas dialogaba con las nubes en el azul del cielo.
Era tan bello algo indecible que se siente mas no se puede expresar…
Entrecerró los ojos y le pareció que por escalas invisibles unos hombrecillos de caperuzas
rojas y barbas blancas descendían traviesos desde el arco frondoso de los árboles hasta la arena
del parque. Diminutos, activos, iban de un lado a otro, recogiendo quien sabe qué cosa del suelo.
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Luego trepaban a la cresta de los árboles. Volvían a bajar. Era una corriente continua. Se acordó de
los gnomos de los cuentos infantiles. ¿Serían así? Pero éstos hombrecitos no eran materia de
sueño, porque los divisaba reales, corporales, recogía el murmullo de sus voces y su ascender y
caer por escalas invisibles se repetía con precisión, sin que ningún elemento o escena extraños
dislocaran la imagen repetida de su excitado transitar.
Se levantó del banco, agachándose hasta ponerse a la altura de los raros visitantes, que no
se levantaban más de dos palmos del suelo, y les pidió que lo llevaran en su admirable subida y
descenso. ¡Juego maravilloso! También, él, deseaba participar en esas correrías misteriosas,
elevarse a las copas encumbradas, volver a tierra, y compartir la búsqueda de las caperuzas rojas.
Luego bajó sin prisa, sin sacudidas, tan placenteramente como había subido.
Curioso suceso: se diría un tropel de hormigas cumpliendo una tarea decisiva, en la cual
cada una tenía asignada misión determinada, mas al mismo tiempo cada hombrecito daba la
impresión de actuar por su cuenta, laborioso y divertido a la vez. Carecían de jefe, no se
escuchaban voces de mando. Se movían simplemente.
"Bueno —pensó— todo esto ha sucedido desde que entrecerré los ojos. Los abriré y
entonces todo se desvanecerá".
Estaba en la cima gloriosa de los eucaliptos, gozando de una dicha que no pueden
expresarse las palabras. Detrás del horizonte surtían en oleadas sucesivas paisajes prodigiosos.
Intentó abrir los ojos para ver mejor o para despertar de su visión. Pero no pudo. Había
caído en el vacío.
100
—Hemos llegado, o estamos llegando al límite —dijo el editor. Sinceramente, hasta creo
que ha de estallar el sol.
—¿Y eso justifica que sólo quiera usted publicar libros disparatados y escandalosos?
—preguntó el escritor.
—No; no es que yo vaya contra la moral, ni contra el decir clásico. Reconozco que sus
textos son buenos, los hay, de otros, que como los suyos tienen calidad y belleza. Pero no se
venden. Y a mí lo que me interesa es vender, ganar dinero.
—Usted es más que millonario. ¿Para qué sirve acumular fortuna si usted mismo piensa
que todo acabará en catástrofe?
—Precisamente: porque presiento que cualquier día el globo estallará y que mis
descendientes ya no conocerán goces y placeres de la actual civilización, quiero que ellos y yo
agotemos. Yo no acumulo: el dinero me cae irremediablemente. Yo me apresuro a gastarlo… pero
cada día cae más.
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—Altruismo… ¿Para qué? Nuestro mundo no tiene Dios, mejor dicho: Dios lo abandonó. Lo
ha condenado a la extinción. ¿Pero no ve usted todo lo que sucede? Peor que la naturaleza
—inundaciones, terremotos, plagas, huracanes— los hombres estamos acosados por las máquinas
que hemos creado. Nuestros cerebros se embotaron: ya no podemos nada. Nadie está seguro en
las arenas movedizas. Agotamos, pues, los días, meses o años que nos quedan.
—Claro: el milenarista, que piensa que el mundo ha de terminar en el año dos mil.
Pensaron igual, en la deidad milénica que todo lo destruye, caldeos, romanos, aimáras y
medievales.
—No sé cómo pensarían otros. Yo creo que antes del dos mil todos seremos destruidos.
—Evitar vivir el presente, con sus terribles conflictos, es evadir un futuro problemático.
—Es que yo tengo olfato especial. Adivino lo que vendrá. Todo se derrumba. Ya nada
puede salvar a esta humanidad decadente.
—¿Y no cree usted haber contribuido a esa decadencia, a esa quiebra de los valores, con
su amor desmedido al dinero, su actividad propagadora de la pornografía y el escándalo?
—Y esos niños que no tienen qué comer, esos padres sin trabajo, esas escuelas sin
bancas, esa miseria que rodea y toca en vano a las puertas de la opulencia ¿nada le dicen?
—¡Oh, oh! Yo no nací para gobernante ni para filántropo. Los que mandan deben responder
por la sociedad mal organizada.
—Pero usted vive de esa sociedad, usufructúa sus beneficios, y no se siente obligado con
ella. Sólo le interesan usted mismo y los suyos. ¡El mundo que reviente!
—Se equivoca. Yo no quiero que reviente el mundo porque me aniquilará su fin; pero el
mundo reventará casi por una ley física: ha crecido tanto y los hombres andan tan confusos y
escépticos que bueno: parece que todos debemos perecer…
—Naturalmente. El espíritu del hombre es curioso por naturaleza. Si sabemos que todo se
irá al diablo ¿por qué no intentar conocer lo malo y lo prohibido?
—¿No somos, acaso, ya bárbaros? Dios, moral, sociedad, familia, patria, deberes, existen
para pocos. Al liberar al átomo no hemos liberado nosotros.
El escritor compungido:
—Si los que dirigen, como usted, piensan así, nada se puede exigir a los demás.
El editor, suficiente:
—Hoy nadie puede exigir a nadie. Nos decimos civilizados y en el fondo somos anárquicos.
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—¡Bah, bah! Pamplinas. Ni Dios ni Satán existen; figurones de las mentes débiles para
esconder su miedo ante este mundo de fuerzas y presiones insólitas que nos acosa.
El escritor sonríe:
—Nada, no es nada. Por un segundo, me pareció que era usted un saco de lona cargado
de monedas de oro que se escurrían una por una hasta dejarlo desinflado. No sé si fue cosa de
Dios, de Satán o de la Nada que lo circunda.
101
Soy sólo una ruedecilla del torbellino; sin embargo por paradojal que aparente, he
contribuido a definir situaciones difíciles. Haces, eres movido: entre ambas actitudes contradictorias
transcurrimos.
Es el atardecer de la vida. Debo elegir la ruta final. Ya la elegí: los libros. Ellos son mi
verdadero y mayor campo de acción. Sabré desasirme de las ligaduras políticas.
Sigo a su lado. Lo colaboro con lealtad y energías. Mido todo lo noble y grandes que reside
en su alma. Pero me asalta una duda: ¿no habrá nacido bajo un signo trágico, apesar de su buena
estrella? Se expone innecesariamente, ama el peligro, lo busca, lo desafía. Tiene visión rápida y
profunda de los hechos que afrontará. Maneja hombres y problemas con destreza. De pronto le
sobrevienen desmayos de la voluntad, cambios insólitos, e incurre en aquello que no debe hacer,
paralizando o deshaciendo un eficaz movimiento anterior. En cierto sentido, aunque esto es lo
excepcional, se presenta enemigo de sí mismo.
—Usted es el prisionero del destino —le dije— y se debe al pueblo. No puede incurrir en
maniobras pueriles.
—Bueno, bueno —replicó— ya está todo aclarado. (Luego sonriente, otra vez cordial,
agregó) ¿Sabe usted que estas discusiones, mejor dicho estos desfogues nos convienen? Así
vemos más claro después.
99
Posee grandes virtudes y también defectos. Predomina en su espíritu el sentimiento sobre
la razón. Por lo general actúa acertadamente, pero le sobrevienen crisis de desconfianza, en las
cuales desconfía de todos y para salir de ellas opta por la salida más difícil, casi heroica,
desorientando a la opinión y colocándose él mismo en posición embarazosa. Al final recupera el
buen sentido y ayudado por una estrella afortunada, endereza la ruta equívoca y sale adelante.
Tiene todas las cartas del triunfo en sus manos… y a veces da la sensación de que desea perder la
partida. O es tan ducho que no engaña a todos, haciéndonos pensar en soluciones imaginarias.
¿Está despertando en su alma el dictador? Para las grandes cuestiones de Estado, sereno y lúcido;
en los asuntos triviales no quiere contradicciones, es tornadizo, escucha a todos y finalmente se
libra de todos.
—Formar las conciencias, es más importante que organizar el país— ha dicho el General.
En tres años de trabajo incesante —estamos redondeando una labor positiva— sólo recojo
ataques, pullas, silencios intencionados: nunca palabras de aprobación. Martín Lucero es el peñón
donde todos se estrellan.
Muchos meses como muchas vidas. Si se pudiera contar todo lo visto y entrevisto en
Palacio ¡qué novela estupenda saldría! Dostoiewski se quedó corto: existen personajes más
abyectos, dramáticos y desconcertantes que los suyos. Y las situaciones mudan aceleradamente
hacia soluciones inesperadas que ni el genio maquiavélico habría previsto. De pronto, en las
tinieblas, rayos de luz: unos cuantos patriotas, austeros y eficaces; sobre éstos descansa la
conducción del país mientras la grande mayoría de quienes deberían responder con análoga
nobleza, se entrega al festín de las pasiones.
Pero hay dos circunstancias que peraltan la existencia. Una cuando curvado la máquina de
escribir escruto el universo con mi mente y eslabono en pensamientos y en imágenes mi
comprensión filosófica y poética del mundo. La otra los diálogos con mi mujer, ricos de ternura y de
revelaciones, porque en ella se espiritualiza la vida conyugal.
Aunque en modo menor, me acosan las inquietudes conciénciales del solitario de Yasnaia-
Poliana: ¿sólo soy un creyente o profeso mi religión? ¿Uno, dos, tres, cuatro, cinco hombres en
uno? ¡Qué distancias del padre de familia al artista, al político, al hombre activo, al ser de las
profundidades insondables! ¿Soy egoísta en mi retiro privado y en mi arte, o mis desvelos por el
bien público, amigos y parientes me redimen del retraimiento inherente al escritor? ¿Más un
meditador o más un hombre de acción? ¿Estuve siempre con las buenas causas o me equivoqué
apoyando, a veces las erradas? Como hombre de hogar, sólo dicha. Como político, sólo
desencantos. ¿Fue mejor el camino que sube o el que hace padecer? Cada vez que publiqué un
libro lauros y palos: grandeza y miseria de la literatura. ¡Cómo se daban de bruces patria, justicia,
verdad y lo posible en mi conciencia! Busqué siempre la línea recta, sin poder evitar los naturales
desvíos que forjan las circunstancias. Aprendiz en el juego de la vida, me mantuve a humanista en
las letras y en política. No soy irreprochable: nadie lo es. Seguramente mis defectos exceden a mis
virtudes, pero no supe odiar ni cobrar agravios. ¿Un espíritu creador, o sólo una hormiga laboriosa,
constructiva, que no se detiene nunca? Ni santo ni guerrero, he sido un luchador que no pedía
recompensa. Remontaba la línea del medio siglo sigo preguntando al destino si es menor pensar u
obrar, producir en soledad o compartir con las muchedumbres, el ciudadano o el artista. Los
grandes entusiasmos, las extenuadoras fatigas ¿tienen un sentido? O habría sido más sagaz seguir
al filósofo chino que mira con irónica serenidad las cosas regulando discretamente su vida. Es difícil
conocerse, más juzgarse.
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Paseaban al atardecer, como era habitual en ellos, el viejo y el joven, admirando el paisaje
y deleitándose en el diálogo. Uno de ceño grave y expresión adusta, como de hombre que ha visto
y padecido mucho. El otro anheloso, sonriente, ávido de conocerlo todo.
Una extraña afinidad los unía. Disfrutando del placer de enseñar el mayor, abierto y
receptivo el joven, discutían la posibilidad de existencia física de seres angélicos y malignos en el
mundo terreno.
—Existen —afirmó el viejo— pero muy rara vez se manifiestan, porque no estamos
preparados para verlos.
—No creo—replicó el joven— porque nunca los vi, a no ser en los cuentos de hadas y
fantasmas.
En ese instante, brotando de una loma cercana, apareció un ala blanca, sola, deslumbrante,
ceñida por una fimbria de oro y negro. Se aproximó lentamente, silenciosa, y se detuvo frente a
ellos. Era fascinador y pavoroso al mismo tiempo: estaba ahí, al alcance de la mano, como
suspendida en el aire, moviéndose apenas, llena de vida y vibración, como si fuese un ser que
deseaba participar en la discusión. Pero el viejo y el joven, mudos de estupor, sólo atinaban a ver la
sobrenatural aparición. Y el ala no tenía cuerpo, cabeza, extremidades, ni siquiera otra ala que
formara pareja con ella. Parecía respirar sutilísimamente. Era algo animal, en parte, y en parte algo
extraño, inverosímil, etéreo y sombrío a la vez. De pronto se hinchó como si fuese a estallar.
—¡No quiero saber nada de magia ni de seres de otros mundos!— gritó el joven asustado.
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—¿No has leído la historia de Roma? —le preguntó uno de los artífices de la traición. Bruto
fue más grande que César, a quién asesinó porque el dictador ahogaba la libertad. Y el General
¿no es dictador? ¡Pues debe morir!
Otro, más joven, manifestó su extrañeza porque el jefe que encabezaba la conspiración
nunca se pronunciaba en los acuerdos finales. Oía solamente, asistía a las reuniones y daba la
impresión de evadirse. No se comprometía. Le fue aclarado:
—El jefe es muy astuto. No se pronuncia en las reuniones porque desconfía de los
delatores. Así, cuando es interrogado, puede jurar que él no ha tomado parte en ningún acto
conspirativo. Actuará después.
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—¿Después que haya muerto el Presidente?
—Si —dijo el informante— nuestro jefe es medio cobardón. Actuará sólo cuando el otro
haya desaparecido. En política más vale ser astuto, inteligente, que valeroso. Ya se verá cómo el
jefe termina con el héroe. (La palabra "héroe" fue dicha con acento desdeñoso).
Entre los conjurados, muchos se brindaron para victimar al Presidente; sólo dos
demostraron coraje, firmeza y sangre fría en las pruebas a las que fueron sometidos.
El primer atentado debió realizarse durante un vuelo corto. El General manejaría el avión y
llevaría sólo tres acompañantes, uno de ellos el conspirador que debía asesinarlo.
Una hora antes de emprender el vuelo, el Presidente fue informado por un misterioso aviso
telefónico del atentado.
Inició el vuelo. El conspirador iba atrás con un edecán y el General adelante con otro oficial.
El otro, que no se había animado a victimar por la espalda al General, obedeció. Mejor así:
luego de disparar tres tiros sobre el Presidente, a quemarropa, podría volverse a dominar a sus dos
edecanes.
El conspirador se puso pálido. Miró a los edecanes, que vigilaban sus movimientos y se
sintió perdido.
—Mi General —contestó— usted dijo que íbamos a cazar— y yo… yo, bueno… creí que mi
pistola serviría de algo…
—Se caza con las escopetas que llevamos atrás, no con armas minúsculas.
El otro, tembloroso, entregó la pistola al Presidente. Este la miró, avaluó su poder mortífero
como entendido en balística y metiéndosela al bolsillo de la chamarra comentó:
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—Mejor me la guardaré como recuerdo de algo que no sucedió.
—Registre al amigo y sáquele el cuchillo que debe llevar por algún lado.
—Perdón, mi General, he sido engañado. Hágame fusilar, pero no quiero tomar el veneno.
Vencido por el valor y la nobleza del General, el conspirador se convirtió en un leal adicto.
Era un hombre resuelto, adusto, movido por profundo encono. Odiaba al Presidente por
motivos personales y estaba dispuesto a exponer su vida con tal de victimarlo.
Fuerte y ágil, había estudiado cuidadosamente el atentado. Era un ex -militar que formaba
parte de la guardia civil del Presidente. Callado, activo, durante meses sobresalió por su dinamismo
y su poder de iniciativa. Era casi un hombre de confianza, pero un extraño sexto sentido hacía que
el General no se confiara del todo al hombre. Cumplía escrupulosamente lo que se le encomendaba
y así pudo ganarse el respeto de todos.
"El mejor de los agentes civiles del Palacio", lo había calificado el ministro de Gobierno.
Una noche, después de la sesión agitada del Gabinete, el Presidente, adelantándose a sus
edecanes, bajaba presuroso las gradas del Palacio. Tenía un compromiso urgente para comer y
andaba retrasado. De pronto sintió que alguien se le aproximaba con rapidez. Apenas tuvo tiempo
de volverse y con puño hercúleo detuvo la mano del agresor que intentaba clavarle un afilado puñal
en la cintura. El ex-militar era muy fuerte, rápido en sus reflejos musculares, pero el General lo fue
más y doblando el brazo de su agresor dijo sereno:
—Te olvidaste que en el Colegio Militar ya te vencí una vez. Ahora atacas por la espalda,
cobarde.
El segundo fracaso de su hombre más decidido, obligó a los conspiradores a modificar sus
planes. El atentado debía ser realizado de cierta distancia para evitar la reacción de la víctima y
perpetrarse por un grupo de hombres, ya que uno solo resultaba insuficiente para afrontarlo.
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Se va afirmando —decían los conspiradores. Hay que eliminarlo antes que sea demasiado
tarde.
Al entrar el tercer año de gobierno, el General había impuesto sus planes de desarrollo:
siderurgia, petróleo, caminos troncales, modernización de la vías aéreas y ferrocarriles, educación
rural, electrificación, adecuación de las FF.AA. a las tareas del desarrollo. Industria y comercio
acrecentaba sus actividades. Prosperaban las ciudades y la Nación comenzaba a integrarse
merced a una planificación concertada que impulsaba el desenvolvimiento de las zonas
geográficas, creando polos económicos por todo el territorio.
"La política ¿no es el arte de resolver problemas? —repetía el Presidente; pues afrontemos
todo sin miedo y sin descanso".
—Al paso que van las cosas —expresó el genio político de la conspiración— el General
terminará los 4 años del periodo constitucional. No llamará a elecciones: el pueblo lo reelegirá por
aclamación. Esto supone que todos los que no estamos con él (aunque finjamos estarlo
momentáneamente) seremos eliminados por largo tiempo. Y esto no puede ser. Hay que terminar
con el dictador.
—¡Pero qué dictador —objetó alguien—si hay más libertad que nunca! Estoy de acuerdo en
que lo bajemos, mas la verdad es la verdad! Hay cámaras, tienen vigencia los partidos, la prensa
dice lo que se le antoja, nosotros conspiramos oculta y abiertamente.
—Soy su enemigo, porque me negó una embajada a la que juzgo tenía derecho. Y repito:
hay que bajarlo! Pero me pregunto: ¿por qué algunos de los presentes siguen sirviéndolo y en
forma servil?
Después de corta deliberación, se acordó que el atentado se realizaría por un grupo de seis
personas y desde lejos. Otro equipo de veintidós, distribuidos en puestos claves, controlaría las
disposiciones previas para su eficaz ejecución.
Los dos jefes de los principales partidos de oposición, el Verde y el Azul, jugaban como de
costumbre a dos cartas: próximos al Gobierno y conspirando con la oposición. Si el Presidente los
llamaba o los tomaba en cuenta para la renovación presidencial, abandonarían su puesto en el
complot; si no se los invitaba, seguirían conspirando. Se desconfiaba de ambos, de modo que el
plan secreto y los detalles del golpe sólo fueron conocidos por un reducido grupo de militares y
civiles no vinculados a partidos políticos.
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El Presidente llegó a conocer los trajines de los conjurados. Su jefe visible, un militar
retirado, era vigilado por os organismos de seguridad; pero más peligroso era el otro, el jefe
invisible, ministro en el gabinete presidencial.
—Supe de una reunión nocturna en la cual se propuso mi eliminación. Usted asistió a ella.
—Mi General… juro por, por mis hijos… que yo… yo no voté por su eliminación… asistí
solamente para… informarle a usted lo que pasaba.
—Cierto —repuso el Presidente—usted siempre calla. Pero hay silencios que matan. ¿Por
qué no los hizo arrestar? Luego la información suya fue muy vaga: la semana pasada me expresó
que se conspiraba, que había descontento en el ejército y en los partidos. Ahora yo puedo
informarle a usted quiénes asistieron a la reunión, todo lo que en ella se dijo, y cuáles fueron los
más exaltados.
A raíz de ese diálogo se produjo una severa depuración en el grupo de los complotados,
eliminándose a dos personas que eran, precisamente, las que informaron al Mandatario. La conjura
prosiguió pero el General no tuvo ya información directa acerca de su desarrollo.
—¿Y qué Jefe de Estado puede dormir tranquilo en estos tiempos? Si Kennedy, conductor
de la nación más poderosa del mundo, es asesinado por norteamericanos en pleno día ¿qué
podemos esperar los presidentes de países pequeños? Además no sé por qué ese miedo a
perecer. La muerte es parte de la vida. Tiene que suceder. ¿Qué más da morir en la cama o por un
tiro?
Y con magnífica indiferencia siguió gobernando sin prestar mayor importancia a los
conspiradores. Ese fue su error. Apresando o deportando a unos pocos el complot habría sido
aplastado. Pero el destino tenía dispuesta otra salida y el mismo General con su exceso de coraje y
su menosprecio de los adversarios hacía el juego del destino.
La sombra de César se cernía en las reuniones de los conjurados. Pero no había ninguna
otra sombra que evocara la grandeza de Marco Junio Bruto.
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¿Qué le ocurría, finalmente? Ella amaba locamente al cuñado. Tenía raptos de furor en los
cuales hallábase dispuesta a jugarlo todo por él. Conocía su dominio sobre el hombre: podrían
fugarse para rehacer sus vidas en un país lejano. Luego la desesperación pasaba y el lúcido
análisis la volvía a la realidad. No es que fuera débil, indecisa, pero esta vez era distinto. Ni amor
platónico en parte ni arrebato sensual en otra. Deseaba físicamente al varón, pero había algo más:
adoraba su inteligencia despierta, su fuerte voluntad, su simpatía innata de mundano. Ese conjunto
inextricable de cualidades físicas y maneras del ser que constituyen la personalidad. ¡El, solo él! No
podía ser otro. Entonces reflexionaba que al arrastrarlo al abismo carnal lo derribaría de su pedestal
de hombre superior. El orgullo de la familia pasaría a ser sólo un adúltero, un réprobo. Dejaría de
ser admirado por las mujeres y envidiado por los hombres. Y ella, ella sería su destructora…
(Rodaban lágrimas por sus mejillas) ¿Lo amaba más allá del deseo y de la posesión? Ella tenía
conciencia de su belleza y su poderío: la hembra magnífica no vacilaba ante los hombres, pero
ahora sentíase indefensa, vencida tal vez, porque más allá de la atracción erótica un extraño
respeto mezclado de temor subía en su alma por el varón prohibido.
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Otras veces la acosaban los remordimientos. Su marido era tan bueno, tan digno ¿merecía
acaso ser traicionado? Sus tiernos niños ¿debían soportar el oprobio de una madre indigna? Sus
viejos padres se avergonzarían por ella. Ya no podría mirar de frente a la querida y bondadosa
Raimunda que era, al mismo tiempo, su mejor amiga. ¿Por qué tendría que separarlas el mismo
hombre que en realidad sólo pertenecía a una de ellas, a su esposa?
Otra duda la invadía: si se entregara ¿no cedería el interés varonil? Hay tanta distancia de
la amada ideal, inaccesible, a la querida… Entonces ya no la pasión, ni las vallas morales, ni el
deseo ni la conciencia la torturaban: sólo se trataba de orgullo, buscaba la ciega admiración del
varón elegido. En esos raptos de soberbia pensaba mejor mantenerse inasequible: que nadie se
apoderase de su cuerpo ni dominara su alma.
El hombre comprendió que perdía la partida: había dilatado tanto el juego amoroso, que el
objeto de su gran pasión se desvanecía para siempre. ¡No, de ninguna manera! Perdería la
posesión física, el cuerpo anhelado, pero ella, la gata embrujadora, seguiría siendo la suprema
pasión de su vida.
La deseaba ardientemente, con el cuerpo y con el alma, avivándose el fuego del deseo
cuando encontraba más esquiva. Enigma, el femenino, incomprensible para el varón habituado a
vencer. ¿Qué le ocurría? Se había comportado noble, generosos con ella. La tuvo literalmente en
su poder. Dilató la entrega: ese era su error. Le dió trato de diosa cuando sólo resultaba una
hembra de apetitos. Pero la joven parecía sincera en su nueva actitud: no lo provocaba, no le daba
celos, evitaba otros galanteos. ¿O sufría por su causa? Más de pronto sorprendía rayos de cólera
en su mirada: ¿es que lo odiaba? Imposible, si le había confesado su amor… ¡Al diablo con la
muchacha! Se pensaba única, inabordable y era solo una mujercita despechada. La olvidaría.
Semanas de incertidumbre. No podía encontrarla sola. Y la pasión es cosa tan extraña, tan
fuera de la lógica que bruscamente los papeles se invirtieron: subió en el hombre un rencor sordo
no por disimulado menos intenso contra la mujer, y en ésta el odio se fue desvaneciendo hasta
concluir en afecto y admiración por el amante presunto al cual siguió evitando.
No es que lo hubiesen acordado en mutua inteligencia, pero sucedió que a poco, como si
ambos comprendieran el respeto debido a la sociedad y la responsabilidad moral que los ataba a
sus respectivas familias, o acaso habiendo reflexionando sobre el daño que les habría causado
llevar la recíproca atracción hasta el final, decidieron librarse del peligro. Era como si cada cual se
hubiese planteado: "nunca lo amé, nunca estuve enamorado". Y la vida volvió a su cauce sin que
nadie sospechara la tormenta larga y sostenida de la cual salían desencantados pero serenos
ambos cuñados.
Volvieron a ser los de antes: el varón fuerte, dominante, de singular atractivo, que todos
admiraban y la mujer hermosa, inasequible, deseada y respetada por todos.
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Risas, murmullos. Súbitamente una voz femenina inquirió:
—¿También en el amor?
—Con mayor razón en el amor, donde se juega todo, en tanto en política uno expone sólo
aquello que cree debe exponer.
—De ninguna manera. En el amor lícito, es otra cosa, pero en el amor prohibido renunciar
equivale al triunfo de la moral sobre los instintos.
—Juicio suyo —repuso Roberto—. Conozco hombre valerosos, de gran carácter, que
renunciaron no por cobardía ni timidez, sino porque la prudencia y el sentido ético los indujeron a no
destrozar vida arruinando la propia.
—Ya sabemos que el hombre que renuncia a su pasión para mí es un cobarde, para usted
poco menos que un héroe. ¿Y qué diría usted de la mujer que adorando a un hombre renuncia
entregársele?
Muchos rieron la salida sin captar la ironía de la respuesta. Pero en los ojos de Wanda
brillaron chispas de cólera que sólo el amante frustrado recogió en fugaz relampagueo.
"Una buena chica"… Eso era lo que significaba para él. La frase tan simple, acaso dicha sin
intención, removió aguas profundas en la joven. Durmió mal preguntándose si había buscado herirla
o si el juicio salió espontáneo, natural, sin aludir a ella.
Otra vez que tuvo que conducirla en día lluvioso —por fin solos después de varios meses—
el hombre aventuró:
—No sabes con qué paz de conciencia, con qué satisfacción íntima celebro no haberte
causado daño.
La muchacha se sublevó:
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—No me has entendido, acaso nunca me entendiste. No quise herirte ni recordar tiempos
azarosos. Te rindo homenaje al decirte que nada tengo que reprocharme.
La gata huraña, casi agresiva, lo miraba desafiante y los ojos zarcos no escondían su
desdén.
—Tampoco yo tengo nada que reprocharme. Sabes que te estimo. ¿Te he causado daño?
—No: me diste un sueño tan bello que dura todavía. Aunque sólo es un sueño… jamás
llegará a realidad…
Tú, más fuerte y más sabia que yo, me enseñaste el camino. No necesito decírtelo: sigo
siendo tu mejor amigo. Ya nada pediré que no sea tu presencia, pensar en ti de lejos.
El hombre evitaba mirarla. Con las manos aferradas al volante y los ojos puestos en el
confín, dijo lentamente:
—Es curioso: creía tener cerrada la herida… y sangra todavía… (Luego en un rapto viril
afirmaba) No me hagas caso. A veces los hombres parecemos niños. Dije un disparate, soy un
tonto. Olvídalo.
¿Brilló una lágrima en la pupila varonil o sólo fue el efecto de un rayo de luz del sol
declinante?
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Para el no-místico, para el renuente a las visiones teresianas o a los trances sanjuaninos,
para quien carece de esa percepción sutil, extrasensible, que permite captar los mensajes divinos,
la búsqueda es penosa, a veces árida, a veces decepcionante. Porque apesar de la firmeza de su
propósito, de la sinceridad de su fe, el creyente medio quiere ser convencido, quiere ver, oír, tocar,
sentir en plano de realidad la irrealidad del más allá. No puede confinarse en soledad y en silencio.
Se le hace insoportables el vacío, la no-respuesta, la ausencia de signos directos o de vestigios
invisibles anunciadores de mundo ignotos.
Lo asaltó una idea: ¿será que los sapientes están más alejados del Señor que los sencillos
de corazón? Es fácil comprobar que apariciones y mensajes son captados, generalmente, por
almas simples (rara vez por inteligencias superiores) como si estuviera establecido que aquellos
más próximos a la órbita de la cultura superior, son los más distantes de la Luz Arcana que ilumina
a los creyentes. Se repetía el ciclo bíblico: si te acercas al árbol de la ciencia, perderás pureza; si
comes la fruta del bien y del mal, pecarás y serás expulsado. La inteligencia, el saber, siendo dones
de Dios ¿por qué al empinarse se aproximan a Lucifer? Los muy dotados siempre aparecen en
desventaja en relación a los apacibles cuando se trata de acercarse al Creador. ¿Por qué?
Pregunta sin respuesta. Se añade ciencia, se relaja la inocencia. Se atenúa la soberbia de los
conocimientos, se gana en pureza. Y al cabo no la sabiduría de los doctos sino la ingenuidad de los
que saben poco ve más lejos en la oscuridad que nos rodea.
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Solía pensar que el Cristo, al expresar que su reino no es de este mundo, dejaba
tácitamente a éste en poder del Maligno. Así lo demostraban los hechos.
¿Qué relación existe entre la fuerza espiritual que crea las almas y la fuerza impetuosa que
anima al mundo físico? Las almas, sí: pertenecen a Dios, de él proceden; pero los pobres cuerpos,
sujetos a riesgos y enfermedades ¿no son, acaso, juguetes de un mando sombrío? Y es otro
enigma mayor, el dualismo Dios-Naturaleza, que no pueden identificarse por que son distintos ¿no
ensancha un abismo creciente entre las sublimes promesas del Ser Desconocido y las terribles
necesidades de la materia animada?
Cuanto más se adentraba en os misterios que ligan a la Criatura con su Creado, con mayor
fuerza se turbaba su mente, porque así como el pastor en la soledad y en el silencio nocturnos se
pasman en la contemplación del cielo estrellado, así también el pensador ansioso de verdades mira
tantas luces y caminos cuántos —chispas sin fin— en la indagación de lo divino, que acaba
hundiéndose, extraviándose en al compacta red de sus imaginaciones.
Ese era su conflicto: llevaba al Cristo y a Satán en su espíritu. Por eso no podía
aproximarse a Dios.
Cierto que en los actos de la vida trivial, bondad y generosidad lo caracterizaban. No era un
malvado, ni ruin, ni un gran pecador. Imperfecto, sí, con defectos y fallas inherentes a la condición
humana, pertenecía a la legión de los buenos. Su conciencia andaba tranquila… Pero esa
inteligencia despierta, siempre en trance de ascenso, esa notoriedad del nombre, ese afán de
sobresalir, ese impulso secreto para emitir su propia luz y deslumbrar a los demás ¿no evocaban el
tránsito de Lucifer que quiso desprenderse de la Suprema Luz para proyectar su propia emanación
lumínea?
Ese era su error: buscaba a Dios no por ansia de amor, de gratitud de la criatura hacia su
creador, sino para sentirse sabedor de verdad, para superar a los demás en la proximidad al
conocimiento de lo divino. Orgullo de saber, más que nobleza de conocer.
El cosmos se lee en el cerebro humano, pero Dios no puede ser registrado por las células
humanas.
Si no a la total comprensión, puede llegar a una visión del mundo; pero a El, a El, creador
de todo lo que existe ¿cómo podrías vislumbrar su grandeza y sus atributos?
El terremoto de Managua —10.000 muertos, 20.000 heridos, más de 100.000 sin hogar o
padeciendo por los seres perdidos— lo sumió en grave confusión: nuevamente estuvo a punto de
perder la fe. ¿Permitía Dios estas catástrofes, las enviaba como castigo? No era lógico pensar que
justos y pecadores debían pagar por algunos, porque seguramente en los millares de
nicaragüenses afectados por el desastre mucho debieron ser honestos, no merecedores de
sanción. Si las metrópolis bullen afines a la pecadora Babilonia, las pequeñas ciudades, por su
retraso material y la sencillez de sus costumbres, son menos proclives al desquiciamiento moral.
¿Por qué escoger una comunidad relativamente sana, si las habían, en abundancia, otras enfermas
por sus errores y sus vicios? Es que la justicia divina no distingue y cae primero sobre los débiles?
Otros quieren explicar el enigma alegando que Dios es una cosa y otra la naturaleza; sostienen que
el Creador no quiere la muerte violenta de sus criaturas, pero si la ciudad fue levantada sobre una
franja sísmica, es la naturaleza y no Dios la que castiga a los hombres. ¡Absurda distinción! ¿Acaso
el Todopoderoso no crea, ordena y rige la materia, lo mismo el concierto de los astros que las
revoluciones telúricas? No, no cabía explicación: como toda catástrofe natural el cataclismo de
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Managua era casi una negación de la divinidad. No puede haber un Ser Supremo sordo, ciego,
insensible al dolor humano, pues hasta el Jahve Bíblico anunciaba sus castigos y sólo perseguía a
los pecadores. ¿Qué sentido oculto se mueve detrás de las guerras, hambrunas y catástrofes
naturales?
La tragedia de muchos, con espantable evidencia, hizo tambalear sus creencias. ¿Para
qué, uno saldría a buscar a Dios si a Dios poco o nada le importaban el destino de uno o de
millares?
Largos y trágicos días de penoso meditar en los cuales creyó comprende la inanidad, el
desamparo de vida humana. Somos menos que una hormiga, porque la hormiga ignora que puede
ser aplastada, en tanto nosotros tenemos conciencia de ser débiles seres perdidos en la
monstruosa inmensidad del cosmos, para cuyos designios nada cuenta una vida pensante, y que
en cualquier momento podemos ser aniquilados.
Una tarde, sumido aun en amargas reflexiones, la palabra del Cristo volvió a iluminar el
camino: "Mi reino no es de este mundo". Creyó comprender; si el mundo que habitamos no es de
Dios aunque sintamos su presencia, el mundo pertenece al Otro, al Expulsado. Por eso el Mal
impera sobre el Bien, la Desgracia sobre la Dicha, la Muerte inexorable sobre la exigua Vida. Dios
se ha reservado sólo el imperio de las almas en la dura tierra: materia y cuerpos caen bajo el
dominio del Maligno. Y ésta es la causa por la cual no comprendemos los males del mundo: que no
los manda El, sino el Otro al cual parece habérsele reservado las cuatro quintas partes del mundo y
de sus hechos. Entonces la distinción no es entre Dios y Naturaleza, para explicar fenómenos y
enigmas, sino entre Creador y Destructor. Avance y retrocesos. Si una fina y frágil luz nos dice: "no
pierdas la esperanza"; de la espesa sombra brota la consigna contraria: "nada te espera, sólo el
vacío; goza cuanto puedas". La virtud del cristiano consiste en sustraerse a los tentáculos del
Tentador y en seguir confiando en el Señor, aunque El a veces permita que el Otro nos pruebe en
nuestra fe con penurias y descalabros.
Cuando hubo llegado a esta certidumbre —el Mundo es más de Satán que de Dios— la paz
volvió a su espíritu.
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Esto lo alcanzan pocos y lo comprenden menos: es posible actuar en las dos vertientes del
solitario y del hombre de acción.
¿Para qué venimos al mundo? —es la eterna pregunta de los jóvenes. Para honrar a Dios,
para honrar la condición humana, para honrarnos a nosotros mismos en el trabajo, en la creación
de nuevos horizontes, en la entrega al bien y al prójimo. Vivir es aprender. Ejecutar la inteligencia.
Templar la voluntad. Y la búsqueda del buen caminante jamás termina, porque el misterio del
hombre es ese: el movimiento, la mudanza, la persecución del ideal, el impulso hacia la verdad,
fantasmas del espíritu. Sumérgete en la corriente de la Vida, navega con ellos. Y no preguntes en el
otoño para qué viniste si no cuál fue tú proceder.
Nunca las medias tintas ni los grises. En la amistad y en la pelea placen el osado y el
definido.
Aprende a decir "no": es la mitad en el arte de la vida. Pero siempre que puedas decir "si",
hazlo sin reparos, que servir y ayudar es siempre que negar y doblegar.
Te fueron dados fatiga constante, obstáculos sin término, siempre la dificultad antes del
logro, porque el destino te quiso hacedor de tu hechura, maestro de carácter.
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Arquitecto de tu templo, constructor de tu navío, humillante: te asignaron don de mando,
poder de creación para que los ejerzas en misión de fraternidad.
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Vagaba por los cerros internándose en quiebras peligrosas. Después de dos horas de
ascensión llegó a una pequeña meseta inclinada. No habían senderos para subir a ella ni se
advertía huella de pisada humana. Sintióse ufano: era el primero en alcanzar el montículo elevado.
Lo recorrió en su perímetro gozando la atracción del abismo que lo circundaba; luego en una
hendidura de la tierra encontró una piedra negra curiosamente plana. La levantó con esfuerzo.
Luego otra y otra hasta que se abrió un gran hueco todo él revestido de planchas de oro. Al fondo
brillaban innumerables objetos auríferos. Calculó lo que podrían representar: muchos, muchos
millones y esto sin contar qué otros tesoros se encontrarían descendiendo al recinto.
¿Qué haría con ella? Se atormentaría organizando empresas, vigilando sus inversiones,
siguiendo la oscilación de los negocios. Se tornaría déspota y caprichoso. Pudiendo tenerlo todo
nada lo libraría del hastío. Y el peso del oro lo privaría de libertad: sería el esclavo de su riqueza,
como esos capitanes de industria que conocía, agobiados por ganar más y más, mientras la vida se
les iba cada vez menos y menos.
¿Quién volvería a subir a la meseta pelada, de difícil acceso? ¿Y cuándo: en diez, cien o
mil años? Ese sería amo y esclavo del tesoro.
Descendió alegre, silbando. Y su alma ligera danzaba a los rayos del sol, padre del oro,
envidiosos y desdeñado.
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Lo lamentable es que nadie nos cree: loco, iluso, soñador son epítetos corrientes para
juzgarnos cuando transmitimos alguna experiencia que sale de lo usual. ¿Pero tenemos la culpa de
que a unos y no a otros sucedan cosas raras? Ya estoy cansado de burlas, me duele la
indiferencia, me irrita la incredulidad de parientes y amigos. "¿Cuándo dejarás de fantasear?" —es
su reacción insistente. Decididamente: hay cosas que no deberían contarse. ¿Por qué lo hago? Lo
ignoro. Una fuerza extraña dobla mi voluntad y me induce a transmitir lo que tal vez sería mejor
callar.
Estaba en un parque de árboles coposos donde se realizaba una feria. Había muchas
gentes. Ellas y el paraje extraños para mí.
De pronto me encontré con la señora Isabel, la querida maestra que me enseñó a leer. Alta,
corpulenta, su silueta inconfundible me llenó de emoción. Me quería como a un hijo y siempre me
alentó con su entusiasmo y estímulo en las horas felices, así como fue severa o se entristecía en
mis tropiezos.
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—Sé lo que te asombra —dijo— pero ya ves: aquí estoy. Nadie muere, nada se pierde.
Ella, entonces, con esa expresión risueña, alentadora, que tantas veces encendió mis
horas, prosiguió:
—Me ves vieja. Fatigada, como me solías encontrar los últimos años. Ahora estoy en el
cielo y allí soy distinta; me dieron permiso por algunos días para volver a la tierra y poder ayudar a
un ser querido que padece.
Yo la contemplaba receloso. Era ella, sí, la querida maestra tan admirada por todos en la
familia. ¿Pero cómo podíamos comunicar si ella había muerto y yo estaba vivo?
Y me invitó a tomar asiento al extremo de una mesa muy larga de madera como las que se
ven en los lienzos de Brueghel. Algunos bebedores consumían sus jarras de cerveza, mas la mesa
era tan grande y ellos estaban tan separados entre sí, que en nada perturbaban y pudimos
conversar sin ser interrumpidos.
—He vuelto a reunirme con mi marido, con mis hijos, con todos los seres amados que creí
perdidos.
Me asaltó la curiosidad.
—En la Mansión de Dicha tengo siempre 29 años. No sé por qué. Mi marido joven. Mis
seres amados resplandecen, niños o adolescentes. Todo cuanto padecía en la Tierra lo justifico por
la serena Belleza que me rodea allí arriba.
—Señora Isabel: usted sabe lo que padezco en tres años de soledad. ¿Volveré a juntarme
con mi esposa?
—¡Claro que sí! Ella te está esperando. Y Beatriz, la niña-estrella. Y tu padre, tu hermana,
todos tus seres queridos. Están allí. ¿No te digo que nadie muere?
Me parecía todo tan pueril, tan ingenuo, que nuevamente me acometió la duda:
—Lo dice usted para apaciguar mi pena. ¿Y si al final sólo me aguardase el vacío?
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—La fe y el vacío se llevan dentro. Si desconfías, nada hallarás. Si crees, serás
recompensado. ¿Estás ciego? Ese pensar constante en ella, ese penar purificador que te asedia,
son la escala que te está levando hacia tu compañera.
Miré en torno: el parque, la feria, los bebedores aislados, unos árboles cordiales. Todo
invitaba a la serena reflexión. Y la señora Isabel sonreía bondadosa. Todo era real, verdadero. Yo
vivía la escena en plenitud. O la viviría. O había sido ya. Pero yo la sentía hermosa y tranquila en lo
exterior, tumultuosa en mi alma.
—¡Gracias, gracias querida maestra! —proferí— usted siempre me guió en los trances
decisivos.
Y yo insistente:
—¿Está usted segura que volveré a reunirme con María, que retornará la perdida felicidad?
—Segurísima, más no depende tanto de allí como de aquí. ¿Me comprendes? Tienes que
resistir las tentaciones que te acosan. Tú sabes a qué me refiero.
—Es la mejor lección que escuché de sus labios. He comprendido. Para volver a ella
renunciaré a ciertas tentaciones.
Sin saber cómo me ví sobre la grama de la pendiente de un cerro con mi hijo Rolando.
—Yo también creo en todo eso —expresó en su modo lacónico. Has recibido un mensaje.
De pronto un nuevo plano se sobrepuso al plano del diálogo con mi hijo Rolando. Una
bruma me condujo a otra dimensión.
Entré al cuarto de sol, en mi casa. María salió a mi encuentro con un pañuelo de seda a
manera de turbante en la cabeza para evitar el polvo. Estaba limpiando los vidrios de la estancia.
Mientras le contaba, emocionado, el diálogo con la señora Isabel y el encuentro con nuestro
hijo, mi esposa sonreía traviesamente:
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Gerente.- Señores: los he reunido para informarles que nuestro Directorio, a raíz de las
irregularidades descubiertas, ha pedido la remoción de todo el personal: cada uno de
ustedes será transferido a un cargo distinto del que ocupa actualmente. Aquí no hay
sanción ni premio para nadie; es una simple rotación de hombres, y de cargos.
Gerente.- Todos. Usted pasará a ser Inspector General y como ambos cargos son de igual
sueldo y jerarquía, en nada se afectará su carrera.
Varias voces.- Es absurdo… Ese cambio total desbaratará la oficina… ¡No puede ser! … Cada uno
en lo suyo…Yo también protesto. Y yo… Y yo…
Gerente.- Es comprensible vuestra reacción, pero no hay nada que hacer (calculando el golpe
de efecto de lo que dirá) Yo también seré cambiado.
General consternación.
Secretario.- Señor: con usted siempre nos llevamos bien. Ya tantos años. ¿Pero está loco el
Directorio?
Un auxiliar.- (rebelde) ¡Compañeros: propongo que nos solidaricemos todos con nuestro Gerente:
¡nadie aceptará cambio! A la huelga general. A ver qué hacer sin nuestro personal.
Inspector General.- No habría peligro, señor Gerente, porque ante el paro total cederán y todo
será igual.
Gerente.- (vacilante) ¿Y si yo les dijera que el Directorio tiene ya listas para reemplazarnos a
todos, proveyendo la resistencia general?
Varias voces.- ¡Imposible!… Sería una imprudencia… Una temeridad… Un exceso de poder…
¿Reemplazarnos a todos?… ¡Qué sandez… Y sobre todo ¡qué atropello!…
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Gerente.- Lo triste es que la ley está con ellos: pueden removernos a su antojo.
Contador.- La sociedad está mal organizada. Los de arriba ordenan, y con la ley en la mano nos
destrozan…
Un auxiliar.- ¡Sí, nos destrozan! Yo sólo sé redactar cartas; si me trasladan a contabilidad, fracaso.
Varias voces.- Y yo… Y yo…Cada uno sabe lo suyo, no puede aprender lo que sabe el otro… Y en
24 horas… Lo que se busca es aniquilarnos… ¿Pero por qué, por qué?
Todos desconcertados.
Gerente.- (pensativo) Sí: acertó usted. Yo creo lo mismo. Tal vez a mí me consideran ya viejo,
lo mismo que al Inspector General y al Contador, y en cuanto a los jóvenes buscan
gentes con títulos en el exterior. Quien sabe…
Otro auxiliar.- (airado) Van a traer gringos, extranjeros para sustituirnos a los nacionales.
Segundo Cajero.- Si los desfalcos cometidos por el primer cajero en combinación con otros
empleados ya fueron sancionados, y los delincuentes purgan en la cárcel su delito
¿qué culpa tenemos los 72 empleados de esta oficina? ¿Por qué quieren deshacerse
de todos siendo la culpa de cuatro?
Contador.- Varias veces que entré a la sala del Directorio, llevando papeles, oí circular la palabra
"estratificación". ¿Qué será?
Gerente.- (preocupado) Creo adivinar. Piensan que nuestra gente se ha vuelto estacionaria,
que no tenemos ideas audaces ni somos capaces de actitudes nuevas. Nos juzgan
estratificados; si: eso es, que no podemos cambiar ni avanzar, y como la sociedad
moderna es dinámica, ellos buscan nuevos empleados para una oficina remozada,
más activa, más nerviosa, con mayor rapidez de circulación mental… Qué se yo…
Han decretado, como alguien ya lo dijo, nuestro aniquilamiento.
Gerente.- Ahora no. Desde que entraron los 2 nuevos representantes del Gobierno, ya no
hablan con los ejecutivos; sus órdenes nos llegan por carta.
Contador.- Seamos más astutos que ellos. Sin apartarnos de la ley, hagamos una huelga de
brazos caídos pero a medias, sutil, rindiendo menos, hasta que comprendan nuestra
posición.
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Director.- Señores: el Directorio conoce todo cuanto ustedes piensan y se proponen hacer.
Inútiles medidas. La remoción general anunciada fue sólo una idea para ver cómo
reaccionarían todos y cada uno de ustedes. El pánico en sus fisonomías y la
incapacidad de afrontar una situación de cambios, nos demuestra que están ustedes,
verdaderamente, estratificados en sus puestos y en sus funciones…
Director.- (sonriente, prosigue)… calma, calma señores. Nada sucederá. Cada uno seguirá en
su puesto, no habrá cambios. Se trataba sólo de una tentativa experimental. Ahora ya
sabemos, ustedes y nosotros, que nadie quiere cambios, que todo debe seguir como
está.
Gerente.- (confundido) Señor: en nombre del personal de la oficina ruégole expresar a los
señores miembros del Directorio nuestro reconocimiento por su paternal decisión.
Director.- Era justamente eso lo que queríamos evitar: ese paternalismo que atribuye todo a los
de arriba y enclava en la rutina a los de abajo. Pero ya que ustedes prefieren el
hábito y la seguridad, así será. Buenos días.
Subgerente.- (Al segundo cajero, al retirarse de la sala) Yo no sé por qué habiendo tan buena
gente en este país, seguimos a la cola del continente…
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No, no lo digan: hay cosas que no pueden ni deben decirse. También, yo, como tú,
presiento o adivino lo que ha sucedido, y está en la conciencia de muchos, pero no se trata de dos,
cinco o diez personas; se trata de toda una organización ¿y se puede destruir una organización en
una patria donde predominan la tendencia a la anarquía y la violencia? No, no es cobardía, hasta se
puede hacer la denuncia y luego fugar al exterior. No es el temor al castigo o a la venganza. Pero
no lo hagas. Durante décadas hemos tolerado crímenes, robos, abusos de poder, arbitrariedades
sin fin. ¿Una denuncia más cambiará las cosas? Y no te expongas, solo, frente a los monstruos del
poder organizado: te aplastarían. Crea una nueva fuerza civil, forma generaciones y cuando tengas
el apoyo, la solidaridad de otros, entonces podrás intentar la tarea titánica de transformar nuestras
costumbres. Si: es evidente. Los culpables son conocidos ¿pero quien se atreve a denunciarlos?
Pertenecen a un organismo poderoso, tienen respaldo en el gobierno. La organización los encubre.
Ya varias personas fueron misteriosamente eliminadas por atreverse a susurrar que conocían el
asunto. ¿No puedes escarmentar en cabeza ajena? Ya sé, ya sé que podías escribir una novela
tenebrosa, llena de suspenso, que ganarías fama y dinero porque todo lo que ha sucedido supera
las truculencias de un relato de "gansters", va más allá de un film escalofriante, pero tu familia está
primero: te matarían y tu mujer y tus cinco hijos quedarían en la calle. No es cuestión de valentía.
Tú, maduro periodista, crees que todo se puede y se debe decir. Estás equivocado. La sociedad
está gobernada por pocos y esos pocos encubren las faltas grandes y se ensañan en las pequeñas.
Esto es tan grande, que pasarán varios lustros antes que alguien se atreva a hurgar el hormiguero.
Tal vez nuestros hijos conozcan la verdad. Los crímenes políticos o financieros rara vez se
descubren en vida de sus actores, casi siempre cuando víctimas y verdugos duermen bajo tierra.
Ya llegará la hora. Es un consejo. No lo desdeñes. He visto caer a muchos como tú, osados,
imprudentes amigos de la verdad y de lo justo. En política el idealista, el luchador solitario, se
rompen la cabeza, y quien afronta a las "mafias", si las logias, a los grupos e instituciones
sólidamente organizados, paga con la vida. Aquí y en todas partes; es igual: la hormiga, la pequeña
hormiga humana no puede rebelarse contra la ley aplastante del hormiguero gregario.
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miro ensayistas ambiguos, descriptores truculentos, criticastros que no mueven personajes sino
ideas y edifican deleznables arquitecturas verbales. No quedarán.
—Pero venden sus libros por millares. Son traducidos a varios idiomas. Acumulan premios
y loas. Triunfan.
—Sí, porque cultivan el escándalo, son agresivos, arremeten contra la soledad y contra el
lenguaje, y éstos son los hornos que cuecen el pan de la circulación libresca. También Agatha
Cristie se lee en todo el mundo y gana sumas fabulosas con sus libros sin dejar por ello de ser
autora de segundo orden.
—Los extravagantes escritores de hoy tienen talento, saben contar una historia. Luego
descubren zonas prohibidas de la mente, rompen las barreras convencionales. Nietos del
psicoanálisis vienen del inframundo de lo subconsciente. Y esto es nuevo, tienta a los lectores.
—Como tientan las drogas y alucinógenos: primero visiones fantásticas… luego el vacío.
Nadie pudo leer dos veces un mismo libro de los monstruos sagrados de la literatura
contemporánea: son pura hojarasca. Hojarasca bonita, bien armada, sofisticada, de fuerte colorido,
hecha como los yesos de los moros con arabescos. Decoración cruel. Si antes de cultivó el buen
gusto, ahora el mal gusto, lo chocante, lo procaz. Todo lo que agrada al gran público, ignorante,
ingenuo, amante de los fuegos artificiales. Conozco varas novelas de otros que no llegarán a las
masas ni a los críticos, porque no están en la onda del tiempo: rehuyen lo canallesco y lo
desatinado. Estos, los desdeñados de hoy, serán los que permanezcan mañana. Los monstruos del
éxito se desvanecerán como figuras pesadilla.
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Patria suele ser, para el idealista, para el hombre de bien una llaga siempre abierta.
Todo esfuerzo deviene vano. Paz es un vocablo que no germina en estas montañas.
¿Por qué árboles y pájaros conviven armoniosamente y hombres entre hombres como
tigres contra tigres?
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Trabajaba intensamente. Dormía poco. Viajaba sin cesar: estaba en todas partes, con don
ubicuo, y aparecía de sorpresa. Lo apodaron el Presidente-Viajero. Pero él sabía dónde iba.
Careciendo de hombres y equipos científicos, desprovisto del instrumental técnico que se requiere
para un desarrollo cuidadosamente planificado, con pocos buenos colaboradores, el General con
sentido intuitivo de lo que la Nación necesitaba, no se daba reposo. Fue el primero, en los clanes
partidistas, imponiendo una bandera de empresa nacional: el desarrollo, moral, social, económico,
partiendo del hombre y rematando en la colectividad homogénea y orgánica.
Claro que muchos lo impugnaban alegando que sólo quería hacer cosas, pero el pueblo lo
seguía.
Y su mano protectora se dejaba sentir en todo el territorio, llevando ánimo y progreso a los
últimos rincones del país.
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Con mano fuerte aplacó la anarquía. Su genio impulsor lo movía todo: petróleo, caminos,
explotación minera, fomento agrícola y ganadero, bases industriales, escuelas, hospitales,
transportes. Planteó una nueva política siderúrgica. Propugnaba la integración interna favoreciendo
vinculaciones interzonales positivas y en contactos con otros Mandatarios sudamericanos, apoyó
decisivamente la integración regional.
Aun sus adversarios reconocían que gobernaba bien, pero… pero… el gran "pero" de la
política criolla es que aunque la mayoría pasiva respalde a un conductor, la minoría descontenta y
activa sólo vive conspirando.
Ocurrió, entonces, lo que para vergüenza de estas naciones jóvenes pasó, pasa y pasará
muchas veces: conforme transcurría el tiempo, aumentaron los descontentos, numéricamente
siempre inferiores a los que aprobaban la buena conducción del país pero en el hecho peligrosos y
disociadores porque el resentimiento cava hondo en el alma del hombre y muchos no reconocían
límite a su odio contra el envidiado, el conductor de personalidad excesiva que, según ellos,
acaparaba todos los laureles, y que cada día, cada hora crecía en el corazón de los ciudadanos.
Psicólogo intuitivo, el General los conocía bien. Solía removerlos de cuando en cuando,
pero los nuevos nos resultaban mejores de los desplazados. Y cierta vez, conversando con un
confidente, se le escapó este juicio amargo:
También existían los otros, los colaboradores leales y eficientes, mas su quehacer honesto
se estrellaba contra la marejada de los intrigantes. Eran escasos.
Se vieron o se supieron cosas increíbles. El jefe del partido amarillo, que fuera apaleado en
la presidencia del jefe del rojo, se reconciliaba con el antiguo enemigo. Demócratas sedicentes
andaban a sueldo de los comunistas y a la inversa, existían izquierdistas al servicio del gobierno. El
espionaje interno cundía como plaga: si el gobierno tenía sus "cuñas" en toda reunión de los
conspiradores, éstos poseían las suyas informándose de cuanto acontecía en las esferas oficiales.
Y el dinero hacía de las suyas: hermano contra hermano, hogares desechos, vidas honorables que
se venían abajo impulsadas por la necesidad, almas jóvenes prematuramente entregadas a la
venalidad. Ministro hubo que acumuló gran fortuna por el sencillo procedimiento de acomodarse
con todos los proponentes en las licitaciones públicas. Y otro personaje de la oposición que recibía
sueldo de una potencia extranjera. Algunos que eran literalmente "hechura" del Presidente,
trabajaban subterráneamente para derrocarlo. En el ejército, aparentemente, todos lo seguían, lo
temían. La oficialidad joven era sincera en su adhesión al caudillo que daba nueva fisonomía a las
Fuerzas Armadas; pero entre los altos y medianos jefes cundían la envidia, el resentimiento, el odio,
las ambiciones personales. El General, para los descontentos, era un autócrata. ¿Por qué no podría
hacer, cualesquier de nosotros, lo que él hace? En los grupos civiles el despecho era mayor. Los
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militares, según los políticos, debían permanecer en sus cuarteles. ¿Quién era éste generalito que
bruscamente llegaba al poder y quería enseñarles a gobernar, desconociendo treinta años de lucha,
sacrificio y postergaciones dolorosas? Confabulaciones todos contra el Presidente aunque no todos
se vinculaba entre sí, la conspiración crecía lenta y sorda.
La Conspiración Mayor seguía su curso atizando los otros movimientos subversivos para
emboscarse mejor.
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Por ese tiempo sobrevino lo inesperado: Roberto sufrió su primera derrota en el campo de
los negocios, la que necesariamente afectó a su posición política. Advirtió cómo unos se apartaban
silenciosos y otros, más osados, se tornaban irónicos. En la familia recogió reproches, burlas, tonos
reticentes: la caída del ídolo. Ya se desquitaría. Tomó las cosas con calma. Se vengaría del amigo
pérfido que lo llevó al fracaso y haría pagar insolencia y desvíos a los demás. No demostraba
amargura ni preocupación. Bajo la máscara del mundano, habituado al disimula, nadie adivinaba el
orgullo herido.
Pero la gatita sí: ella comprendió la tormenta escondida detrás del porte afable.
Evitó cualquier palabra que pudiera afectarlo. Ni bromas. Ni alusiones al caso; mas bien se
esmeró en el trato afectuoso, buscando manera de elogiarlo como si quisiera recordar a la familia
que él seguía siendo imán para todos.
El hombre notó el cambio operado en la joven. Lo agradeció interiormente —era tan fina,
tan sagaz— pero el resentimiento por haberse alejado, duraba todavía. Y cuando creyó que era
sólo compasión lo que sentía por él, la soberbia lo poseyó: no quería ser compadecido por nadie,
menos por la desdeñosa. Se levantaría solo, y solo sabría vengarse de todos los desleales.
La muchacha, lejos de ofenderse, comprendía la lucha sorda del varón. En el fondo era
noble, el orgullo lo segaba, Había que dejarlo reaccionar por sí mismo. Ella no quería aproximarse
demasiado al infortunado porque temía que se pudiera reanudar lo ya olvidado; pero
insensiblemente el sentimiento maternal emboscado en el corazón femenino, fue despertando en su
alma.
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Cuando la embajadora de X, mujer casquivana e impúdica se insinuó francamente, estuvo a
punto de enredarse en una aventura peligrosa. El sabía conducirse, nadie advirtió lo que ocurría,
pero Wanda sí, la gata felina y al acecho, sorprendiendo miradas y gestos, comprendió todo.
—Vas a recoger las sobras de dos que se te anticiparon. ¿Por qué caer tan bajo? Una
pasión lo explica todo; en tí es sólo capricho.
En apariencia todo andaba bien entre ambos. Alternaban amistosos, se echaban pullas,
discutían, bromeaban, pero ya sin el propósito agresivo de antaño. La joven, particularmente, era la
más prudente en sus expresiones, al extremo que un día la esposa celebró el cambio manifestando:
"por fin han llegado a entenderse mi prima y tú; antes andaban como perro y gato".
Cómo engañan las apariencias —pensaba el hombre— estamos más alejados que nunca y
nos creen verdaderos amigos. ¿O lo somos? Y ese estado no beligerante, de simpatía sin intimidad
¿no sería el estado ideal para los amantes frustrados?
Pasaban los días. A veces, como un flechazo lacerante tornaba el deseo: ¡era tan bella, tan
codiciable la cuñadita! Después sentía la ausencia del amor compartido, ser escuchado, absorber a
su vez, en eso juego maravilloso que la pasión enreda y desnuda. Luego sobrevenían los instantes
de furia —seguir amarrado a la desdeñosa— y las caídas en vacío del desaliento: nunca sería suya.
De otros tampoco, ya afirmada en la virtud conyugal. ¿Y era feliz? Quien podría saberlo… Cierto
que la gratitud afloraba en sus interior al ver cómo la joven se convertía en su más adicta amiga, no
perdiendo ocasión de exaltarlo. Lo escuchaba con fervor, no escondía su admiración. ¿Pero lo
seguía amando, o sólo se trataba de la pasión trocada en firme simpatía y afinidad de espíritu?
A veces, muy de tarde en tarde, solía sorprender pequeñas chispas de oro en los ojos
zarcos que él interpretaba como signos de amor, de contenido deseo, de tristeza tal vez; pero la
muchacha reaccionaba rápidamente, readquiría al instante su máscara de damita irreprochable, sin
dar lugar a fantasías.
Llegó la hora del desquite. El socio traidor, herido por una de sus víctimas, fue
desenmascarado y llevado a prisión. Simultáneamente la suerte, voluble, volvió a sonreír al
golpeado de ayer: una mina olvidada produjo fuertes ganancias. Entre diez aspirantes fue
designado presidente de un Banco. Y al regresar la buena fortuna, él advirtió que insensiblemente
la cuñadita se iba apartando, no del todo, pero sí lo necesario para hacerle notar que ya no requería
alivio.
Era un proceso sutil, sólo advertido por albos. Ocupado en sus nuevas actividades, se
veían menos y al encontrarse la joven si no indiferente era menos cálida y acogedora.
—¿Qué pasa? —le preguntó. Se diría que sólo cuando me ves en el suelo te interesan por
mí.
La risa musical de Wanda anunció la ironía:
—Es verdad… La suerte me dió, me devuelve todo, casi todo… Pero aquí estás tú, mi única
derrota para recordarme que no hay vencedor sin fracaso…
—¿Cómo decirle que después de la etapa del odio, después de la indiferencia, ella sentía
renacer el viejo amor no consumado?
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No quiso contestar. Al despedirse la mano de la gatita fue largamente retenida en la mano
varonil. Y ambos sintieron la vibración secreta de las ondas magnéticas que la piel emite cuando la
pasión circula impetuosa por las venas que llevan la sangre, y por los aéreos corredores del espíritu
anheloso de victoria.
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El saber se ha extendido tanto, la mente profundizó cuanto en los enigmas del ser, que la
inteligencia se extravía en los laberintos pensantes. ¡Si se retuviese todo lo que descubren y
afirman teólogos, biólogos, químicos, físicos, astrónomos, filósofos…!
¿No sería más cuerdo buscarlo por los caminos interiores, como los místicos que primero
perdían la noción del mundo físico para poder aproximarse al misterio divino?
Pero este varón ansioso carecía de la férrea voluntad, del anhelo de pureza de los
visionarios. Católico no practicante, veíase trabajo por la impaciencia. Admiraba a santos y a
monjes sin pretender imitarlos. Buscaba a Dios sin hacer mayores sacrificios en su búsqueda.
Demasiado cómodo para llegar al ascetismo, quería comprender sin renunciar a los placeres del
bien vivir. ¿Qué era, al cabo, su propósito: emprender el vuelo religioso hacia el enigma, o sólo
curiosidad intelectual para acercarse al abismo devino?
Después de largos años de estudio y meditación llegaba al triste resultado estéril: estaba
más lejos que nunca de la comprensión del Creador, al cual le había pedido mucho, exigido mucho,
sin exigirse nada sí mismo. Entonces le fue revelado que la relación Dios-Hombre es inmanente y
recíproca: El y la Persona convergen, se integran, se unimisman… cuando marchan por la misma
senda. El sale al encuentro tuyo; tú partes para llegar a El. Esta andadura ardua, sembrada de
riesgos y desfallecimientos desemboca en el vacío si sólo pides y no entregas nada. Hacer de dos
que confluye en la unidad. No el simple conocer, sino amar, padecer, caer, levantarse, persistir;
sobre todo renunciar al brillo deslumbrante del mundo para invadir valerosamente la noche oscura
del alma. La exploración juanina: eso que muy pocos, muy pocos se atreven a imitar.
Comprendió el Buscador de Dios cuán débil e indigno era para emprender y coronar la
grande empresa. Creyó adivinar por qué el sabio (salvo rarísima excepción) no encuentra a Dios,
porque no busca a Dios, en los trabajos de su inteligencia, sino que se busca a sí mismo
sintiéndose omnicomprensivo, capaz de abarcarlo, explicarlo y articularlo todo en la orquestación
intelectual.
¿Saber o conocer? Saber es un mero añadir información, asimilar aquello que se ignoraba,
sumando sobre sumando. Conocer supone amor, padecimiento y alegría, sondear en profundidad,
acercarse a la cifra incógnita sin ansia de dominio más en anhelo de comprensión. Lo que pierde al
soberbio y al ambicioso es que desean saberlo todo de prisa, caso coactivamente, imperiosamente.
Presumen que el mundo y su misterio están ahí para serles entregado al primer requerimiento. El
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buscador fervoroso, en cambio, es humilde, paciente, abnegado. No espera recompensa a sus
desvelos, sino una luz de aproximación que apacigüe su congoja. No persigue la supremacía
orgullosa del saber, busca el andar tranquilo —sufriente, regocijante alternativamente— del que
ama, cree y espera aun antes de conocer.
Lees una vez Los Evangelios y no captas nada. O muy poco. Los relees, ya en madurez de
mente y de experiencias, y lentamente van descubriendo su verdad áurea que transcurre escondida
para el presuroso y el acosado por las fiebres del mundo. Esas parábolas, tan sencillas de
apariencia y tan profundas de significado. Esas sentencias que brotan de los labios más puros.
Esos mensajes de amor, de paz y de perdón que religión alguna cavó más hondo en el corazón
humano. Esos reproches: siempre justos. Esas alabanzas: vigiles siempre.
Pero después de un largo lapso, el desasosiego volvió a su espíritu. Ni las palabras del
Cristo ni las epístolas de Pablo, aun siendo admirables, perfectísimas, calmaban su ansia de
conocimiento. Porque la doctrina dos veces milenaria se refiere al Dios Bíblico, intemporal, fuera del
cosmos, y el Buscador soñaba con un Dios terrenal que ora en el hombre. O entre los hombres.
Una tercera hipótesis divina que después de Jahvé encolerizado del Primer Testamento, encarnase
la Tercera Revelación del Espíritu Santo capaz de reunir la Fuerza y la Virtud para regir y organizar
el descoyuntado mundo que se acerca al tercer milenio.
Llegado a este punto, el Buscador se arrodilló, oró y dióse al llanto porque se sentía hereje,
blasfemo, indigno del nombre de cristiano. Pero la terrible idea le mordía carne y alma: un Dios, un
nuevo Dios, más próximo, menos esquivo, accesible a la comprensión de sus criaturas. Un asidero
firme para salvarnos en esta era de vértigo y espanto.
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He compuesto una novela-ensayo que es, tal vez la "summa" de mi experiencia vital y de
mis sueños de artista. El protagonista ¿es un símbolo para la juventud sudamericana o mas bien un
esbozo autobiográfico? Y ese diálogo interminable entre el hombre del Ande y la Montaña Augusta
¿será entendido en su críptica tensión? Lo compuse en dos años, en medio de la tormenta política
y de las fatigas diarias.
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Lo quiero como se quiere a un hermano menor. Claro que él me supera en genio político y
en visión de estadista. Admiro más al hombre, al amigo, que al gran constructor. Lo veo solitario
contra un medio sombrío, siempre descontento, siempre en oposición, que se niega ser redimido.
Conozco sus virtudes y sus debilidades, aquéllas más numerosas que éstas. Y aunque el suelo
fangoso de la política me asquea, lo seguiré ayudando porque el General es la Patria, esa cosa
abstracta, viviente sin embargo, que necesita amor, ayuda, fe y confianza. También, por supuesto
sacrificio.
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Aunque los envidiosos pretenden, inútilmente, negar su capacidad política e intelectual, yo
que trabajo cuatro años a su lado, sostengo que el General piensa con su cabeza y gobierna con su
voluntad. Los intrigantes que me atribuyen una influencia que no tengo, olvidan que sólo soy un
colaborador entre otros diez y siete. Comparto una responsabilidad de gobierno, tal vez algo más:
me honro con el afecto y la confianza del Presidente. Pero yo no mando. Manda el General.
Nos guardamos recíproco respeto. Lealtad sin tacha. Trabajamos unidos por un ideal de
Patria. Este es el secreto de una amistad que no pueden comprender adulones ni bribones.
Hablamos francamente, a veces crudamente.
La mayor voluntad en el alma más compleja. ¿Un grande hombre no es siempre una
persona difícil? Pero al General le afloran corazón y simpatía y se hace perdonar al instante
brusquedades o errores.
Jugar con los nietos aparenta puerilidad y es, en el fondo, una sabiduría misteriosa que nos
devuelve a las fuentes puras de la vida.
He pensado insertar otra historia en las trescientas páginas de mi novela, que ya tiene una
que va de principio a fin. Esta, la nueva, cruzará el relato de fin a principio. Así política y amor serán
los dos hilos áureos en la masa total que redondea el libro.
Miro el tejido del destino: mano de Dios, ley interior, hados y la propia voluntad a un tiempo.
Todo cuanto aparecía duro, difícil, se va organizando misteriosamente desde lejanías sin tiempo.
Hombre y artista, luchador y meditar contrapuntean ignorando que sus caminos convergirán hacia
un horizonte distante. Aun existen cordilleras por trasmontar. Carbones que se transformarán en
diamantes. Grandes fatigas y remansos de luz que alternarán inevitablemente. ¿Soy un ser
destinado?
El Presidente, como el Inca, concentra todo en sí. Desborda a sus ministros. No hay hilo
que se le escape. Se prodiga en exceso. Es un Mandatario infatigable y eficaz, pero no se preocupa
de organizar un sólido organismo que respalde y pueda proseguir su obra. La concentración política
y administrativa en una sola persona, es un error: desaparecido el conductor, el sistema se
derrumba. Entre nosotros ni siquiera existe ese sistema: sólo un agrupamiento de campesinos,
personas, partidos atraídos por el prestigio del General. El ejército sigue siendo su columna
vertebral, tal vez en su parte mayor más no todo. ¿Y el día que nos falte su vigorosa conducción?
Vendrán traición y confusión. Es la historia del mundo. En política el sol debe cuidarse de los
planetas. Y además no olvidar que el sol no funciona bien sin el concurso del sistema solar. He
señalado insistentemente el peligro. El General, silencioso, escucha y calla.
Tres decepciones, una sobre otra. Un amigo de infancia me quita el saludo porque no pude
conseguirle una embajada. Otro no esconde su resentimiento al ser agraciado con un cargo que no
era el que él había pedido: Un tercero me ataca en forma anónima en la prensa al suponer
—equivocadamente— que yo hubiese intervenido en la destitución de su hermano.
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La envidia crece, crece… "Hay que tumbar a Lucero". ¿Por qué el Presidente recibe todas
las mañanas a su consejero, cuando los ministros sólo alcanzan a verlo una o dos veces por
semana? La campaña sorda y sistemática para alejar al consejero del Presidente cunde adentro y
afuera: en el Palacio, en la prensa, en los partidos de gobierno, en la oposición. Nadie puede
aceptar que mientras gabinetes y ministros se sucedan en rotación constante, haya un hombre que
durante cuatro años se mantenga en permanente proximidad al General.
Los había escuchado muchas veces, pero recién entiendo el lenguaje dolorosamente
humano de los últimos cuartetos de Beethoven, aquellos que alguien llamó "los cuartetos
metafísicos".
Claridad, generosidad. Ayudar a todos: parientes, amigos extraños y aun al enemigo, pero
escóndelo. Bien pregonado envilece. La rosa de la bondad se abre en el silencio.
Admiro el valor civil más que el valor físico. Quien toma su responsabilidad, quien afronta al
poderoso, no teme la crítica, y desafía al destino adverso: he ahí el más noble combatiente.
Al amigo que —sincero o pérfido— deslizó por qué teniendo todos los hilos en mis manos
nada hago por encumbrarme en política, le respondí:
—Aunque nadie lo crea, no tengo ambición de mando. Soy un simple transeúnte en política.
Mi camino está en los libros.
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No era malo el hombre; era algo peor: indeciso, influenciable, débil de carácter. Aspiraba al
poder. Temía al amigo que, más audaz, lo aventajara en acaudillar al pueblo y al ejército. Oscilaba
entre el afecto y la admiración de una parte y de otra la envidia y el resentimiento. Y cuando el
cónclave decidió la eliminación física del temible rival, él, siempre cauto, no abrió los labios: calló.
Su silencio equivalía a tácita aprobación. Pero él siguió jugando a dos ases: era el jefe nato de la
gran conspiración, dejando a sus seguidores la ejecución y dirección del complot, y al mismo tiempo
mantenía tres grandes cargos, prebendas y atribuciones que lo convertían en el segundo hombre
del país.
Los conspiradores depuraron cuidadosamente sus filas. Al grupo central sólo ingresaron
ocho, enemigos jurados del Caudillo, cada uno con agravios por cobrar, y desde hacía tiempo
entregados por entero al segundo caudillo, el actuaba casi sin actuar. Silenciosamente. Siempre
entre bastidores, rehuyendo aparecer en escena.
La gente de palacio era adicta al General. Algunos, del círculo externo, se filtraban en las
filas leales al Mandatario, pero sus colaboradores y servidores más próximos lo adoraban: velaban
por su vida celosamente.
Se resolvió, definitivamente, que el atentado debía producirse lejos de la sede del gobierno,
en uno de sus frecuentes viajes por tierra y por aire, recordando un anterior atentado cuando
viajaba en "jeep" —tres años atrás— que le produjo leve herida.
Los encargados de la seguridad del Presidente y sus amigos extremaban la vigilancia, pero
el caudillo, temerario, se reía de cuidados y precauciones. Le gustaba sorprender a sus íntimos y
resolvía viajar súbitamente, en horas y circunstancias desusadas, lo cual desorganizaba a sus
guardias. A veces viajaba acompañado sólo por un edecán rehuyendo la más elemental previsión.
Y ese hábito deliberado para evitar protección, fue el que sirvió a los conspiradores para ultimar su
plan destructor. Había que sorprender o adivinar el trayecto de uno de esos viajes-relámpago,
cuando con mínima custodia se lanzaba a puntos distantes desconcertando a todos. Era difícil pero
no imposible: la indiscreción cuando no lo jactancia y la bobería de algunos, abrirían cauce al
complot.
El General sabía que era acechado y que se proponían eliminarlo. No temía a la muerte ni
pensaba en ella. Vivía y actuaba en prodigiosa plenitud de energías.
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Allí lejos, lejos, pero con presencia aterradora que acrecienta el aire curiosamente
aproximador del altiplano, estaba el nevado imponente. Aquí el soñador, sobre la otra prominencia.
"La montaña blanca expresa el poder prodigioso de la naturaleza, pero mi pensamiento puede
hacer, deshacer y rehacer cosas mayores que la montaña blanca".
El hombre, si: esa máquina sutil que elabora ideas, imágenes, mundos y lo que está más
allá del contorno inmediato.
—¡Soy más fuerte, más grande tú! —gritó— porque tú no me conoces, ni puedes
manejarme. Te estás, ahí, quieto, silencioso. En cambio yo te capturo, te meto dentro de la
pequeña caja de mi cerebro y puedo modelarte a mi antojo. Ignoras lo que son el don de
movimiento, la voluntad, la fuerza dinámica que hace del insecto humano una usina de energías.
Prisionero de tu grandeza, eternamente inmóvil, eres vida petrificada, en tanto yo me agito sin
cesar, puedo abarcarlo todo con mi mente, soy, como hombre-pensante, el único ser de la
naturaleza que sabe que ha de morir, y precisamente por ello me despliego en mil líneas de
fuerza…
Andaba en lo mejor del apóstrofe, cuando sus ojos captaron una ligera oscilación en la línea
dentada del nevado.
Pero no, no era la jaqueca. Ni nubes en los ojos, ni estrellitas. El aire diáfano aproximaba
limpiamente los rasgos nítidos del paisaje. Miró nuevamente hacia el gran bulto blanco que
sobresalía como un poderoso bajorrelieve en el azul del cielo. ¡Se movía!
El vuelo no vibraba bajo sus pies. Se arrodilló, tocó con las manos el peñón desde el cual
avizoraba al coloso: nada. Estaba firme, impávido. No se sentía la más mínima vibración. Se irguió
y cruzado de brazos desafió al otro: había querido asustarlo. ¡Pero si estaba enclavado en su
cóncava prisión de rocas y de hielos! No podía moverse.
Pero el otro, como recogiendo el desafío, sin ruido, sin voces, en movimiento lento,
fantasmal, comenzó a moverse allí, en el lejano horizonte. Era absurdo jamás montaña alguna se
desplazó silenciosa ante mirada de hombre. Era absurdo, pero era también evidente. Y la presencia
aterradora no se desintegraba al tiempo de ponerse a caminar por el aire, sino que avanzaba
cautelosa, inexorable, aumentando a cada instante las proporciones de su magia gigantesca.
¿O era él, él mismo, que desdoblándose se aproximaba al monte y por eso lo veía cada vez
mayor, mayor, mayor…?
No, no era él. Dominaba perfectamente sus reacciones mentales y musculares. El estaba
aquí, en el peñón, separado por el vacío desmedido del otro, el nevado que avanzaba y crecía
simultáneamente disparándose hacia lo alto.
No podía ser. Era imposible… Y sin embargo la tremenda masa seguía avanzando hacia el
peñón, seguía creciendo en estatura. Ya no parecía una montaña, sino una cordillera aunque sus
perfiles y sus rasgos no habían variado: sólo que al aproximarse se hacían más concretos
revelando accidentes que escondió la lejanía.
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Y el monte se acercaba, se acercaba, crecía, crecía, tan formidable, tan alto, que sus
formas terribles colmaban el vacío y comenzaban a cubrir el cielo.
Esas formas armoniosas que contempladas de lejos solía comparar con el templo griego,
ahora se resolvían en una catedral informe de masas crispadas, filos cortantes, eminencias y vacíos
feísimos que sugerían la idea de un cataclismo en marcha.
Cerró y abrió los ojos varias veces. Se pellizcó. Intentó explicarse que sólo se trataba de un
sueño…
Todo fue inútil. Porque el bulto tremendo, apoderándose del espacio, a plena luz del día, se
movía inexorablemente hacia el peñón. No tardaría en devorarse peñón y soñador.
El otro había avanzado tanto, tanto que se devoró el paisaje. Una máquina monstruosa de
rocas y de nieves. No había más.
Al comprender que nada detendría la marcha absorbente del coloso, el soñador se arrojó al
vacío.
121
Kipling escribió "El Cuento Más Bello del Mundo". ¿Por qué sería menos que Kipling? Lo
aventajaría componiendo el Relato Más Extraño. Todo nuevo, original, desconcertante. Como el
estallido de una supernova, allí en la infinita negrura del espacio. Y los personajes serían tan raros,
tan horrendos que tendrían de bestia y de ángel a la vez. Mitad hombres, mitad animales. Se
desenvolverían en un ambiente casi, casi inimaginable. Sus actos sucederían sobre planos
acumulativos, interpenetrándose unos a otros como dentro de un organismo colosal y complicado.
Más que la "atmósfera" impresionista, él buscaba la estructura desopilante. Armaría un esqueleto
cuatridimensional capaz de abrumar a cualquiera. Los críticos se quedarían pasmados por la
ingeniería críptica de su relato y por los diversos ritmos de avance y retroceso de la trama. En
suma: sería una construcción insólita, perturbadora, tan próxima a la perplejidad como a la risa.
Nadie podría desentrañarla. Tardó largos meses, años quizás en ajustar el ingenioso mecanismo,
con más bultos, líneas, ángulos, sombras, y grandes vacío que un grabado del Piranesi. ¡Cómo se
advertía al componerlo! Cuando el país imaginario y sus inauditos escenarios estuvieron
terminados, comenzó a mover sus extraños personajes; pero no había ensamble entre unos y otros,
porque si el autor había roto con todas las convenciones del relato, del lenguaje y de la lógica, sus
criaturas se alzaron contra él. Le desobedecían. Operaban por su cuenta, haciendo lo contrario de
lo que su progenitor les dictaba, al punto que llegó a comprender que su grandioso organismo y sus
rarísimos seres no podían nacer: hablando en términos fisiológicos, se trataba de un embarazo
mental extrauterino. Y el Relato Más Extraño permanece, todavía, cifrado, porque nadie puede dar
con la clave de su endemoniada enredadura.
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Tras mucho vivir y prolongado meditar, el filósofo huraño estampó estas frases:
No te creas mejor ni peor que los otros. Acepta al amigo, al enemigo, al distante o al
cercano, tal como fueron moldeados. Si puedes comprender la razón de unos, la sinrazón de otros,
te llamaré maestro de convivencia.
La familia: raíz del mundo. La caverna y la urbe lo saben. Y aunque atraviese por crisis de
aflojamiento, sin ella no será posible la sociedad humana.
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Traspasa de música tus horas. Te dará júbilos, melancolía, honduras del vivir. Saber
escuchar los reinos del sonido ¿no es como entender las lenguas del espíritu?
Es bueno creer en Dios, aceptar sus designios, mas no atribuirle hasta lo mínimo. Confía en
su misericordia sin abandonarte en la propia vigilancia. Sueña en el alma inmortal, en otra vida
misteriosa que levantará la terrena, pero extrae las mieles del instante hombre-abeja.
Sociólogo y criticastros: qué fácil es desmontar la máquina social. ¿Pero habéis intentado
componer nuevos modelos?
Muchos nombran a Heidegger sin comprenderlo. Prefiero a los honestos que declaran no
poder avanzar más allá de Lin Yutang.
La astronomía y el estudio del átomo: abismos en los cuales naufraga la soberbia del
intelecto.
Sólo sé una cosa: en medida humana, nada permanece; en magnitud cósmica todo se
transforma.
La muerte no existe. Perece el cuerpo, fenómeno natural. Pero aquello que te habita
emprende viaje hacia remotas lejanías.
Y volveremos a encontrarnos. Porque el mucho amor es la única clave del eterno retorno.
Envidia que se esconde, la más pérfida. Prefiere al émulo desembozado que ataca
enseñando sus aguijones.
El crítico genial, universal por sus conocimientos, equilibrado en el juicio, casi no existe ya.
Burckhardt, Brandés, Dilthey, Euken, en el pasado; hoy Muschg, Bachelard, Lesky, Jaeger, Béguin.
Pero frente a esos astros solitarios, millares de criticoncillos falaces e ignorantes, que sólo destilan
veneno rencoroso.
Dichoso el que ama con total entrega de sí mismo. No hay espejo más bello que aquel que
nos devuelve la imagen de la propia dicha reflejada en la felicidad de quienes nos rodean.
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Movía a risa, por ejemplo, ese menudo doctorcillo que se empeñaba en aparentar grandeza
siendo sólo un globo inflado de aire.
Convertido en político por un azar, intentó emular con quienes lo aventajaban. Sobre todo
con otro más inteligente, más astuto y más simpático que arrebataba a las gentes. Vió émulos en
todos y se peleó con muchos.
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Una noche, con cinco amigos, realizaron varios experimentos para convencer al descreído.
La mesa, si se movió, se movió mal. Los golpes no coincidían con las preguntas formulas.
La "medium" deliró en modo caótico: fue imposible recoger cuanto decía. Los objetos se negaron a
trasladarse por sí solos. Ni ectoplasmas, ni sombras, ni murmullos. Hasta las "tablitas" respondían
oscuramente. Nada levitó. No llegaron mensajes. Como en noche sin estrellas fantasmas y
duendes se negaron a manifestarse al negador.
—Curioso caso —dijo— todos los soñadores se imaginan haber visto cosas que no ocurren;
pero cuando un hombre sólido y entero como yo, con los pies bien asentados en el suelo y la mente
clara, pide testimonio evidente, no le manifiestan ni espíritus ni fenómenos ultraterrenos, lo que
prueba que son sus mentes afiebradas las que crean un mundo irreal, inexistente. No creo en
espíritus ni en fantasmitas.
Fue inútil tratar de persuadirlo. Si hay espíritus y fantasmas, esa noche se negaron a
presencializarse.
Atlético y ágil caminaba con soltura. Tres veces, sin quererlo, puso el pie derecho en la
calzada. "Es raro —pensó— sí no bebí licores; sólo dos tazas de café".
128
Llegó a su casa y al introducir la mano en el bolsillo: nada. Lanzó una interjección: él jamás
perdía los objetos, menos sus llaves. La maldita "tenía" que encontrarse en el bolsillo derecho del
saco. Pero no sucedía así. Rabiando, su diestra tropezó con un bulto que sobresalía en el bolsillo
derecho del pantalón, en el cual, desde hacía muchos años, sólo llevaba un pañuelo. Quedó
sorprendido al encontrar el llavero donde nunca se le ocurrió ponerlo.
"Bueno —se dijo— seis horas acicateo mental y discusiones, me han fatigado. A dormir".
Entró al dormitorio, se quitó el saco e hizo ademán de ponerlo en la silla habitual. La silla no
estaba en su sitio. Sorprendido, la buscó en otros cuartos y fue a encontrarla en el escritorio donde
evidentemente nada tenía que hacer. "El nuevo mozo —reflexionó— todavía ignora que cada objeto
tiene que permanecer donde está".
Mientras se desvestí, una música suave, muy suave, casi como un murmullo subía de
cualquier parte. ¿Estarían con la radio prendida en la casa vecina? Imposible a esa hora. Se
aproximó a su radio de transistores, colocada en una mesita, y halló la explicación al enigma; claro:
alguien dejó la radio encendida, con muy corto volumen. Movió la rueda y la música se desvaneció.
Lógico: si todo tiene explicación. Si no hay fenómenos del más allá. Pero luego recordó que todas
las estaciones de radio silenciaban sus audiciones a las doce, y que la suya carecía de onda corta
para captar las estaciones extranjeras. ¡Qué raro!.
Al meter los pies desnudos en la cama saltó de un brinco al rozar algo áspero, punzante
como un animal agresivo. Levantó las frazadas: una escobilla de pelo, una de esas "Kent", duras de
cerdas belicosas, parecía mirarlo burlona.
Eran los amigos —claro— los amigos, siempre tan bromistas. Habían penetrado a su
departamento y desordenaron todo sabiendo cómo lo irritaba la desubicación de las cosas. ¡Y
hacerlo precisamente esa noche, cuando se recogía tan cansado! Ya verían…
Leyó algunos minutos, tranquilo ya. Luego cerró el libro y jaló la cadenita de la lámpara;
pero la cadena no funcionó. ¡Caramba! Sólo esto faltaba; no podría dormir. ¡Qué tonto! Claro que
podría dormir; había que desconectar el enchufe del artefacto eléctrico.
Soltó una maldición. Buscó la caja de fósforos para alumbrarse y de pronto sintió un
vientecillo juguetón que hablaba o parecía hablar. ¿Qué era, qué decía? ¿Cómo había entrado?
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Tenía un amigo excelente, un médico, un sabio casi, de cuya lealtad y probidad no podía
dudar. Además ¿no es el médico un confesor? Y éste gozaba fama de discreto y reservado: jamás
contó las confidencias de sus clientes.
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Alternando nombres y circunstancias para evitar que Wanda fuese identificada, expuso el
trance en larga exposición. Creyó haber dicho todo lo esencial. El médico lo escuchaba con viva
atención.
—Es mejor que una novela — comentó al terminar la confesión— pero lo que no entiendo
son esas reacciones tan variables, tanto las tuyas como las de la muchacha.
—No lo dudo —repuso el profesional— mas no puedo clasificar el caso. Si fuese pasión, ya
se habrían entregado a ella. Si sólo amor platónico, no lo habrías manchado con el deseo. ¿O
acaso se trata de una emulación de personalidades, dentro del doble juego de atracción y
repulsión?
—No sé, no sé… Ella se ha convertido en lo más importante de mi vida, pero no me atrevo
a dar el paso decisivo. Algo me contiene.
—La mujer es más resuelta y más sutil que nosotros los hombres en el campo amoroso.
Las mudanzas de ánimo, las vacilaciones, las actitudes contradictorias son parte de su juego.
Probablemente te hará caer en sus redes.
—No, no la conoces. Creo que es sincera. Tal vez le ocurre lo mismo que a mí: quiere y no
quiere… Quizás, quizás… desea ser mi amante, pero no se arriesga a perder su reputación de
mujer honesta y esquiva. Estamos en el juego hace varios años…
—¡Lindo caso! Ambos aman el peligro y los rehuyen. Mi diagnóstico sería: el conflicto de los
emocionales-cerebrales. El sexo los arrebata, la mente los frena; ¿pero no es el deseo sensual
también un proceso de la mente? ¡Cuidado, cuidado! Tu imaginación va muy de prisa. Quien sabe
si el realizar tu anhelo no destruiría toda la ilusión.
—¡Oh, no! —protestó el paciente—. No se trata de un capricho. Si cae en mis brazos sería
para siempre.
—Entonces estás perdido. Esa muchacha es tu obsesión. ¿Y dónde están tu carácter, esa
personalidad avasallante que siempre admiré en ti?
—No diré que se trate de un principio de esquizofrenia, porque no hay incoherencia mental
en lo que relatas, pero sí una suerte de escisión de la personalidad: quieres ser, a un tiempo, el
hombre irreprochable y también el amante apasionado que toma su presa. Y según cuentas, parece
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que a la joven le sucede algo semejante. Pues decidirse: el camino moral o la aventura del sexo. En
casados no conviven ambos.
La joven, más cauta o más pudorosa, no confió a nadie sus dudas. Sintió que renacía el
deseo de conquista del hombre, no sólo en lo físico; ansiaba rendirlo asimismo a su voluntad.
Buscaba el sometimiento total del varón. ¿Era amor, era orgullo, era simple acicate sexual? De
pronto la acosaban ráfagas de ternura: se entregaría íntegramente, valerosamente, sin pedir nada
para sí. Creyéndose fuerte, él era en el fondo débil, la necesitaba. Sería amante y madrecita. Pero
esas ráfagas sentimentales pasaban pronto. "Estoy desvariando —se decía— porque en realidad
lo que anhelo es verlo rendido a mis pies, torturar su cuerpo, lacerar su alma… y también deseo
hacerlo feliz". ¿Lo amaba o sólo lo deseaba? Recordó los primero años, cuando únicamente
buscaba herirlo, desafiante en sus preguntas y respuestas, ese tiempo en que él no reparaba en
sus encantos y se limitaba a jugar al florete verbal con ella tocándola a su antojo con pullas y
salidas ingeniosas, superándola en el diálogo. Pero también estaban los otros, los instantes, las
horas de gloria, cuando lo tuvo rendido, padeciendo y gozando alternativamente, al borde del
incesto. Fueron tantas oportunidades… ¿Qué los contuvo? Ambos habían domado al animal
instintivo; ¿o fue más bien cobardía? Súbitamente recordó el cambio brusco en el cuñado: ese día,
en la fiesta, cuando lucía el traje ceñido, muy corto, con aberturas laterales, que dejaban ver
generosamente las piernas bien modeladas. Era eso: simplemente el sexo, el bajo deseo sexual.
Nunca la había amado, solamente la deseaba. Macho al fin. Y ella, ingenua, pudo creer en un amor
noble, por encima de la atracción carnal. ¡Qué boba! Le gustaba, claro que le gustaba, acaso más
que antes pero no se rendiría a sus apremios. Le haría pagar cara su brutalidad masculina. Desear
sólo su cuerpo… Suciedad… La máscara de cortesía, de finezas, de ingenio, era únicamente eso:
una máscara.
Y resolvió, tras largas cavilaciones, renunciar a lo segundo para mantenerse honesta reina
en su hogar.
Al entrar a la sala, donde bullían muchas personas, lo divisó en un grupo, como siempre
centro solar, teniendo pendientes de sus labios a varias mujeres, dos de ellas verdaderamente
guapas. Se aproximó. El la miró al sesgo, con rapidez, e hizo como si no la hubiese visto; siguió
hablando con desenfado y picardía, provocando risas que matizaban su charla.
¿Por qué se puso el traje famoso? Hacía tres años que lo tenía arrinconado. Se retiró
discretamente y tomó asiento en un sillón bajo. Cruzó una pierna sobre la otra, la falda cortísima se
suspendió y tuvo la seguridad de ofrecer una visión tan excitante como aquella vez en la cual
convirtió a Roberto en rendido admirador.
—Pasado…! ¿Y quién dijo que se trata de volver a lo pasado? Estás loco. Tú y yo somos
los parientes agresivos, los de antes.
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El hombre comprendió que la joven quería exasperarlo. Calló. Se disponía a retirarse
cuando ella dijo:
—Espera.
—Debo consultarte un problema que tengo con mis hermanos sobre el negocio de la mina
que tú mismo me aconsejaste. Pero no aquí: nos interrumpirían.
Aun no había pasado de los besos y las caricias táctiles, cuando la voz de la joven resonó
impaciente imperiosa:
—¿Estás loca? ¿Aquí, de pie los dos, expuestos a que nos sorprendan en cualquier
momento?
—Tengo miedo por tí. Justamente porque te quiero demasiado, mucho más que antes,
debo velar por tu reputación. ¿Te das cuenta el escándalo si nos encuentran? Además (irguiéndose
en un rapto de orgullo varonil) seré yo quien elija el instante. Nunca me dejé escoger por las
mujeres.
En un resto de lucidez, la empujó detrás de un árbol corpulento. Así el peligro sería menor.
—¡Tómame, tómame…!
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El hombre embriagado en el delirio físico, sentía vibrar, estremecido entre sus brazos, el
cuerpo femenino. Ella le sacó la corbata, le abrió la camisa, sus brazos hermosamente
redondeados lo acariciaban con ardor. Le besaba el pecho, se reclinaba en él. Las manos varoniles
subían lentamente, por los muslos espléndidos. Se detuvieron, morosas, palpando la fascinadora
redondez de las nalgas. Le besaba los senos, la nuca, la boca delirante. Y al tocar el misterio del
sexo de la joven con las manos, comprendió que estaba perdido irremediablemente: ese vellaje
suave, imbricado, alucinante; esos pequeños labios interiores húmedos de pasión; ese centro de
vida y de placer que la mujer esconde en el nacimiento de las piernas; esa boca maligna que en vez
de hablar presiona y aunque ignora las palabras conoce el lenguaje más poderoso del mundo… La
penetró con delicadeza; pero ella, la salvaje, se entregó en plenitud, furiosamente, gozosamente
exigiendo al macho toda su potencia física.
Así, de pie, apoyados en el árbol inanimado, las dos plantas humanas sacudidas por el
arrebato pasional prolongaron su deliquio. La mutua posesión intensa, devoradora, los sumió en un
éxtasis posterior velado de ternura.
126
Y la conspiración crecía, crecía no tan silenciosa, pero sí secreta y cautelosa evitando los
riesgos de ser descubierta.
—No quieren que termine mi periodo constitucional —confió el Presidente a uno de sus
íntimos.
Los adictos y seguidores del General se desesperaban: era tan difícil cuidarlo, protegerlo,
porque él vivía en el peligro, desaprensivamente. Amaba el peligro, se arriesgaba en exceso.
Viajaba de improviso, desdeñando las precauciones. Varios atentados fueron descubiertos antes de
consumarse, pero el Mandatario se reía de los temerosos: "tengo mi estrella —respondía nada malo
pasará".
En esos días el servicio secreto del Palacio obtuvo la pista de un cuantioso contrabando por
varios millones de dólares; y la pista terminaba en tres escritorios: el de un poderoso industrial, el
del jefe de la conspiración, el de un líder político.
Impidió el negocio el Presidente y creyó tenerlos en su mano: poseía las pruebas del delito.
Los tenía acorralados. Se equivocó, porque el miedo, la codicia, y el odio trabajaron más activos:
había que apresurar su muerte.
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Una película policial no habría sido más dramática. Algunos periodistas y políticos de
relieve, que conocían los trajines subversivos y los contrabandos excesivos fueron eliminados uno
por uno. Se hablaba de logias militares y civiles, de clanes políticos, de venganzas personales, mas
no se pudo señalar a los culpables.
El General, indignado, ordenó severas investigaciones, pero habían hilos que escapaban a
su control. Jueces amenazados, fiscales silenciados, periodistas atemorizados. La monstruosa
maquinaria de la subversión (que ocupaba puestos-clave dentro del propio gobierno) infundió
pánico a murmuradores y curiosos. Nadie se atrevía a saber demasiado, porque todos se enteraron
que el poder subversivo, acallador de conciencias, tenía la mano muy dura y muy larga.
Cierro día, en pleno Gabinete Ministerial cuando se discutía si aplicar o no al pueblo cierta
medida político-social, antes de lanzarla, un ministro sugirió al Presidente:
—Señor: un pensador político aconseja que el que manda no tiene nada que explicar.
—El que manda, después de agotar la razón, no tiene nada que explicar.
A poco sobrevino el escándalo de un ministro que fugó con dineros y papeles del Gobierno,
muchos de ellos confidenciales, que la prensa no tardó en reproducir. Aparecían serios cargos,
irregularidades, excesos de poder contra el régimen, pero en ningún caso resultó complicado el
Mandatario. La traición habría derribado a cualquier gobierno; en el caso del Caudillo tuvo efecto
contrario: acrecentó su prestigio. La opinión pública se cebó en quienes abusaron de su confianza.
Era un estallido de pasiones y ambiciones contra un Mandatario que no tenía más delito
que trabajar activamente por el país. La disputa por el poder, siempre teñida por la discordia y por la
sangre, amenazaba desembocar en tempestad.
Y era tal su fama de valiente y su prestigio de buen gobernante, que muchos —ciertamente
la mayoría nacional— pensaba que sería imposible derrocarlo.
El General había formado dos partidos no muy fuertes: uno lo ayudó a ganar la elección
constitucional: otro, de campesinos, no llegaba a estabilizarse. Proyectaba un tercero, de jóvenes,
que no fundó oficialmente porque las rivalidades entre sus líderes —formados por el propio
Presidente— y otras decepciones lo impedían.
El caudillo sudamericano abarca el círculo vital: lo hace todo. Es teoría y política, liderazgo
y masa, voz y decisión. Maneja muchedumbres, partidos, grupos, personas, pero no puede (o no
quiere) dar vida al gran organismo político, a la nueva fuerza sistematizada, acaso porque teme que
ella pueda limitar su acción.
Era un caso extraño. A veces se agotaba proyectando cómo sería el nuevo gran partido
futuro. A veces dejaba pasar las semanas olvidado del proyecto. ¿Quería o no quería,
verdaderamente, organizar la gran fuerza política?
Punto oscuro, que nadie logró descifrar. Lo cierto es que si una elemental prudencia lo
impulsaba al Nuevo Partido, su naturaleza dinámica, su vitalidad creadora se sumergían en la
acción olvidando los buenos propósitos de ordenamiento partidista.
134
Y también esto era aprovechado por los conspiradores, que le atribuían un cesarismo
excesivo.
Pero su figura seguía creciendo, dejando atrás a émulos y adversarios. Visitó varias
naciones, habló con Mandatarios, ocupó tribunas parlamentarias y de organismos internacionales.
Dominando el escenario de la política continental, sobresalía por la serenidad del juicio y la
precisión de los conceptos. La prensa mundial admitió que no era sólo un militar, un aviador, un
caudillo pintoresco como querían presentarlo sus enemigos, sino un verdadero conductor, un
hombre de Estado. En lo interno, con mayor razón, todos confiaban en el General. Su enérgica
voluntad mantenía la paz pública, sabía decir "no", garantizaba la normalidad institucional del país;
mas antes de acudir a los medios represivos, el Mandatario agotaba las discusiones. Nunca se
negó a debatir problemas con sindicatos, grupos ni personas. Al cabo de reuniones agobiantes con
los maestros, éstos lo calificaron como "maestro de la persuasión".
Cabía su expulsión del Ejército, darlos de baja, pero el Presidente fue una vez más
generoso con quienes lo combatían.
Reunió en su casa a los 14 oficiales que sólo estuvieron presos 10 horas, y antes de
anunciarles nuevo destino en las fronteras, les dijo gravemente:
—Camaradas: no quiero romper la unidad de las Fuerzas Armadas, tampoco cortar vuestra
carrera profesional. Tenéis el derecho de disentir con el Presidente y con su Gobierno, pero no
debisteis utilizar el ejército para fines subversivos. Sois jóvenes, meditad en el error cometido. Sed
militares, no demagogos. Volved por el honor castrense. Que Dios os ilumine.
Con excepción de uno, los restantes oficiales disidentes, se convirtieron a la causa del
General.
Entraba a una fábrica, siendo abucheado por los obreros, les hablaba con sencillez y a los
pocos minutos salía en hombros de los mismos que lo recibieron hostilmente. Otra vez hacía
madrugar a ministros y edecanes para efectuar visitas sorpresivas a las reparticiones públicas,
llegando bastante antes que su personal. En las concentraciones campesinas no se limitaba a
escuchar quejas; disponía de inmediato la ayuda material consiguiente. Almorzaba con altos jefes
del ejército y cenaba con los suboficiales. El protocolo lo reservaba a los diplomáticos, o para las
grandes actuaciones oficiales. Prefería el trato directo y sencillo, al extremo que un periodista
francés, que lo visitara prevenido contra su persona, terminó confesando después de una hora de
charla:
135
virulencia; entonces, desmedrándose conscientemente, imponía al luchador sobre el estadista.
Sabía callar en los trances decisivos. O se volcaba impetuoso y extenso en la oratoria populachera.
Pero también actuaba como un gran señor, como fino diplomático cuando la ocasión lo exigía.
Hombre de muchos registros conocía la gama variadísima de facetas espirituales entre el jefe y el
amigo.
A los tres años de su mandato constitucional, el Presidente conducía al país con mano
firme y dinámica. La estabilidad política, la paz social, los ascendentes índices de producción
acusaban notorios avances en el progreso general de la nación. Afianzado como estadista y como
caudillo, el Mandatario disfrutaba de inmensa popularidad.
127
Cuando San Juan de la Cruz se hunde en la "noche oscura del alma"; cuando Novalis
afirma que pocos conocen el misterio de amor porque no todos son traspasados por la eterna sed
divina; cuando Heráclito sostiene que no podemos encontrar los límites del alma ni recorriendo
todos los caminos, porque hondísima es su razón; y si reflexionamos que buscar el alma insondable
es buscar a Dios incomprensible, concluimos que la Gran Búsqueda es, en último término, la Gran
Derrota. Nadie llega a su meta en la persecución de la divinidad.
¿Pero es posible llegar a Dios, intentar aproximarse a su cercanía siquiera? ¿Es sensato?
¿Es realizable?
Dios, entonces ¿no deber ser buscado, sino que desciende o trasciende al buscador?
Dicen que Juan Sebastián Bach, en su música coral, conversaba con Dios. Ves un niño,
una pequeña criatura de dos o tres años, y de pronto un gesto suyo, una sonrisa, un balbuceo de
palabras semipronunciadas, una mirada traviesa, te traspasan: nadie te lo dijo pero tienes la
sensación, por el milagro de ese niño, de que Dios existe. Miras el paisaje, la montaña augusta y
materna, las arboledas remontadas, las nubes festoneando el cielo de cobalto, las formas y colores
de la naturaleza y sientes un júbilo indecible: la serenidad del contorno te revela el juego armonioso
del pensamiento. Procedes rectamente, ayudas al prójimo y un sentimiento de paz interior te
acaricia el alma. Podrá parecer ingenuo, mas la bondad, la belleza, el desinterés, el espíritu de
sacrificio, todo pensar, todo hacer, todo sentir en finalidad trascendente desembocan en la idea de
Dios.
136
O creyendo realizarla en el fondo sólo buscabas tu alma. Tu "alma", palabra misteriosa,
acaso el único vehículo que lleva a Dios… Mas no en la aventura egoísta del ansioso de saber, del
codicioso por desentrañar lo escondido, sino en acto de amor, desinteresado, de la criatura que
busca en sí misma cómo adorar mejor a quien le dió vida.
¿Debes dejar de perseguir a Dios esperando que sea El, más bien, el que se allegue a tí?
"Es natural —pensó con amargura— donde se estrellaron las mayores mentes del mundo
¿cómo habría de triunfar un pobre buscador de verdad como yo?"
Soñar excesivo. Ambición desapoderada. Comprender a Dios ¿no equivale a ser casi como
Dios? Había sido un loco, un desaforado…
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¿Tienes un sentido el esfuerzo tenso y áspero de estos cuatro años? Pocos reconocen los
sacrificios del patriota, muchos se esmeran en la envidia al hombre. El político, adulado en el poder,
se convertirá en monstruo del mal si torna al llano. Y éste arriba o abajo siempre son más los
perversos, menos los buenos. ¡Cuánto odio, cuánta basura…! Pero hay que seguir avanzando.
Soportar la carga del destino. Servir hasta el límite de tus fuerzas.
Viejísima la frase y verdadera: el mejor regalo que Dios concede al hombre es una buena
mujer por compañera de su vida. Leo a los maestros de ayer y de hoy: rayos de luz, alumbran y
calientan. Aun no se ha escrutado el mundo maravilloso de la lectura, el mayor multiplicador de
nuestra mente. Para solaz del alma tres amigos inseparables: música, paisaje, artes. Y el cinturón
de pinos que circunda la casa. El jardín profundo y misterioso. El parquecito que espera tu llegada.
Las risas y los gritos de los nietos. Un colibrí relampaguea en el aire. El perfume de las rosas
evoca la magia de los persas inmortales: Attar, Hafiz, Saadi, Nizami, Khayyam… ¿Por qué se
vincula, siempre, el trino del gorrión con el recuerdo de Beatriz? ¡Ah cuerda tensa, heroica y lírica
a un tiempo mismo: querías ser guerrero y soñador!
Afuera el Gran Señor de Nieves, hierático y hermético. Sagaz preceptor de vidas, pedagogo
que ilumina y espolea sin embargo. Adentro el artista concentrado en su tarea: ¿no es escribir el
don mayor? Los dos enigmas insolubles. Uno eterno como el Tiempo, mira pasar a los hombres. El
otro fugaz en el Espacio puede hacer desfilar evos y montañas.
¿No habló Leonardo de aquel sentido arcano que constituye el principio regulador del
universo?
Un envidioso se mofó porque dije: quisiera llamarme "Hijo del Ande". Creyó que lo
manifestaba en un sentido de ambición de grandeza, y no alcanzó aquel otro, más profundo, de
humanidad y amor entrañable al materno claustro. Sumirse en la tierra que nos dió su llama y su
fervor ¿no es devolver lo que nos fue donado? Y el Padre de Mis Días fue Illimani, maestro mayor,
el que otorgó fuerza y hermosura a la caligrafía de mis sueños.
137
Hermanos, amigos, muchos y buenos. Pero sólo una llegó a mi intimidad, creció conmigo,
me infundió su sabiduría y su ternura: María!
Veinte años de la primera conferencia política. ¡Cuánto camino recorrido! Y cómo el ideal
juvenil se transformó en severa y árida tarea…!
Sospecho que a pocos—como a mí, Martín Lucero— fue concedida la doble plenitud del
hacer y del pensar. Todo es bello, interesa todo. Proyéctate a la rosa de los vientos: ella transmitirá
tus inquietudes. ¿Qué cuentan falderillos y envidiosos? El mundo maravillosamente rico de
presencias, la vida siempre variable y renovada, te mantienen asombrado y ocupado. Lo que te
acosa, lo que sueñas, lo que haces, lo que concita tu atención, lo grande y lo pequeño, lo buscado y
lo fortuito se combinan en infinitas variaciones: de un cofre deslumbrante brotan los instantes. El
corazón siempre entusiasta, la inteligencia buscadora siempre. Pensar, inventar, componer,
organizar hombres y cosas, actuar simultáneamente y alternativamente en diversidad de planos.
Hay más de tres dimensiones para el hombre en proceso de ascenso y enriquecimiento interior.
Ética y estética, enfrentamiento de la Vida, meditación de la Muerte, regular tus relaciones con los
seres animados y con las cosas inanimadas, tu desventurada Patria dentro del vasto y atormentado
mundo de hoy, el Ande grandioso, requeridor, tus libros y tus discos, tus imaginaciones, tus
escritos, los viajes realizados y los que no pudieron prosperar, proyectos, ambiciones, sorpresas,
deberes, las mil tensiones diferentes que polarizan los dos cosmos vertiginosos del cuerpo y de la
mente… Entre universo infinitamente grande de los astros y el universo infinitamente pequeño de
los átomos ¿alguien escrutó el universo infinitamente variable y complejo del hombre?
Somos más, mucho más de lo que representamos, sólo que ignoramos nuestro tremendo
potencial de expansión. Y así como los "cuasares", o casi-estrellas, no se sabe si son fuentes de
energía o sólo reflejos de la fuerza cósmica, tampoco el hombre conoce si las ondas de luz que lo
iluminan brotan de su mente o le son enviados del enigmático universo.
Hoy placen las acrobacias de los epígonos transatlánticos. Nuestra América no parece
haber madurado para la gran disensión humanista. Imitar, imitar… Me rebelo contra el servilismo
intelectual. Aunque el marco estilístico baje de Occidente, no somos Europa, ni tenemos por qué
copiar las locuras, extravíos y desenfrenos de sus morbosos narradores.
Estoy terminando una novela-símbolo. El héroe (no creo en los anti-héroes de la novelística
actual) es el joven sudamericano tal como yo lo pienso y lo deseo: creyente, afirmativo, generoso,
henchido de entusiasmo, labrador de su propio destino. Y el Ande eterno como fondo grandioso de
la peripecia humana. Dos historias cruzarán la masa general del relato: una historia de amor, que
irá de principio a fin; y una narración política que irá a fin a principio, retrocediendo. Y el saber
humanista, entremezclado con las intuiciones nativas, darán atmósfera y color a esta epopeya del
hombre y del paisaje que sólo será entendida cuando su autor duerma bajo tierra.
Hacer, haciéndose. ¿Es fórmula de Séneca o de Goethe? En todo caso: sapiente divisa.
Antes un gran apellido fue una ventaja. Hoy, en la inversión de valores, en el general
desquiciamiento, constituye un factor negativo. El odio se propaga contra todo cuanto brilla.
La mejor filosofía: aceptar la vida tal como ella es, no como nosotros queríamos que fuera.
Y en tanto tengas en qué pensar y de qué ocuparte, criatura del Destino: tuyo el camino!
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Escritor español: Bien: de las 94 novelas presentadas, hemos seleccionado 11. Hay otras
buenas, otras regulares y otras malas, pero creemos que éstas 11 son las
mejores.
Escritor hondureño: Apoyo: éstas 11 son las más calificadas.
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Escritor argentino: Siendo cinco los jurados, distribuyamos la re-lectura y la calificación final:
cada uno de nosotros tomará a su cargo dos novelas y el colega español,
por su experiencia y por sus méritos se encargará de tres.
Escritor peruano: A mí dénme la novela que firma "Girasol"; deseo analizarla a fondo.
Escritor mexicano: Veo que entre las 11 seleccionadas no figura "El Nevado" que a ni juicio es
una obra estupenda.
Escritor argentino: La selección ya está hecha: no hay nada que hacer…
Escritor hondureño: Es una novela pasatista.
Escritor español: (elegido presidente del Jurado por mayoría y que anda con ella)
(dirigiéndose al mexicano). Sólo usted votó por ella; los otros cuatro votos
decidimos eliminarla. Me parece que lo democrático…
Escritor peruano: ¡Dejémonos de tonteras! Esa obra es demasiado perfecta. Hoy nadie
acepta lo perfecto, se busca justamente lo imperfecto.
Escritor mexicano: ¿Si se presentara aquí Cervantes lo rechazarían?
Escritor peruano: Con toda seguridad. Cervantes escribía en exceso. Ahora buscamos lo
nervioso, lo imprevisible, lo irregular y lo sorprendente.
Escritor hondureño: dice bien el colega. Leí "El Nevado"; va contra todos los nuevos cánones.
Tiene mensaje, tiene un héroe, la trama se desenvuelve con lógica, está
bien construída, el estilo es claro y poético. ¡Qué absurdo! ¡Cómo para
satisfacer a nuestras abuelas!
Escritor mexicano: (sarcástico) Según ustedes la novela debe carecer de mensaje, no decir
nada, exaltar al anti-héroe, presentarse como un rompecabezas,
desconyuntar el lenguaje, escandalizar con los objetivos.
Escritor argentino: por supuesto, hombre por supuesto.
Escritor español: (conciliador) Si desean reconsidera la eliminación de este libro…
Escritor peruano: (enérgico) ¡De ninguna manera! Lo hecho hecho está.
Escritor mexicano: ¿Y la probidad de los Jurados, la justicia del fallo?
Escritor argentino: probidad, justicia, palabras huecas. Aquí estamos para satisfacer al público,
para contentar a los editores, para entretener a la crítica. La literatura actual
no es moral ni inmoral: es amoral. Lo que cuenta es el gusto en boga.
Escritor hondureño: claro la sorpresa, lo sensacional, exasperan al lector…
Escritor mexicano: ¿Es que no existe ya una escala de valores?
Escritor español: ¿Qué se puede valorar en el mundo actual? Lo que agrada es,
precisamente, la quiebra de todos los valores que propugnó el sagaz
Nietzsche.
Escritor peruano: ¿Para qué volver sobre lo ya resuelto?
Escritor mexicano: Deliberada o inconsciencia, la eliminación de "El Nevado" es, para mí, un
verdadero atentado contra las bellas artes.
Escritor peruano: (irónico) Pero si se trata de lo opuesto: hoy predominan las malas letras.
Escritor argentino: estamos perdiendo el tiempo. El señor que dé su voto por ese libro y
nosotros cuatro escogeremos uno de los once seleccionados.
Escritor español: ¡No, no, no! En 15 veces que se adjudicó el premio Cosmos fue siempre por
unanimidad del Jurado.
Escritor peruano: el jurado disidente que se excuse y nosotros explicaremos, en el Acta, que
debido a sus ideas atrasadas, a su incapacidad para comprender la nueva
literatura, el colega-reaccionario se quedó en el tiempo clásico.
Escritor mexicano: (atemorizado por la idea de verse presentado como clásico y reaccionario)
Está bien, esta bien; que se deseche "El Nevado".
Escritor español: felizmente se logró el acuerdo. Ahora sólo queda volver al análisis
minucioso de las once obras seleccionadas y escoger la mejor.
Escritor mexicano: (dolido aun por su derrota) la más defectuosamente construída y la peor
escrita. En ello andamos. Es la tónica de nuestro tiempo.
Escritor hondureño: no tanto, no tanto. También entre los desatinos libros de hoy se puede
hallar el excitante del mal gusto, el atractivo de lo feo, la astucia maligna del
que urde una historia para descontentar a sus lectores.
Escritor mexicano: ¿Estamos aquí para educar al público o es el público el que nos educa a
nosotros?
Escritor peruano: Ingenuidad. Ni pública ni nosotros contamos. Son las pequeñas logias de
críticos, editoriales, y capillas políticas las que imponen las normas. El que
se rebela… a la canasta!
Escritor español: (asustado del sesgo que toma la discusión). No estamos acá para
radiografiar la sociedad literaria ni sus vinculaciones con la industria y el
dinero. Suspendida la sesión.
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Era una música extraña, que amalgama aires antiguos con sones nuevos. Una mezcla
diabólica de la orquesta clásica con instrumentos de percusión. Un diálogo espaciado entre la
quena aimára y el arpa céltica. Y el rumor jadeante y armonioso del mar levantándose detrás del
muro de sonidos. Música exótica sabiamente construída, como si un compositor audaz hubiese
logrado juntar las inarmonías actuales con el discurrir melodioso de los primitivos. Y había también
un coro ultraterreno, evanescente, que estremecía a la orquesta. Extraña cosa: parecía ser una
música antigua, muy antigua exhalada de lejanías remotísimas, y al mismo tiempo algo nuevo, tan
nuevo cono recién nacido… ¡Claro que la había escuchado, en un tiempo que no alcanzaba a
precisar! Y sin embargo, otros acordes habrían puertas a territorios desconocidos que jamás
avizoraron sus ojos ni pisaron sus pies. Era diabólica, porque lo sumía en perplejidades: venía de
otros mundos y no obstante fingía brotar de su propia intimidad. Era celestial porque lo ceñía de
frescura y de alegría. Inédita y familiar a la vez… Melodiosa y discordante alternativamente,
conjuncionaba los sonidos más dispares: raras disonancias, finos giros, estallidos orquestales,
armonías tranquilas, frenéticas síncopas. Y de pronto una frase musical honda, melancólica, tierna,
el "Leit-motiv" de la composición que regresaba siempre transida de belleza y de nostalgia. ¿La
queja de un alma apasionada? Y no sabía qué lo conmovía más: el fragor apaciguado del mar, el
coro estremecido de las voces, la balumba de sones y ruidos exóticos, el motivo ternuroso del arpa,
de la flauta o de la quena que volvía incitante y quejumbroso como el reproche de un poema de
amor. La escuchó dos, tres veces… y de pronto le llegó la revelación: era la música requerida para
ambientar los dos capítulos finales de su novela sobre el príncipe Atlante y la reina de Samos,
detenida hacía tiempo porque no llegaba a lograr la atmósfera final del drama. Y cuando hubo
terminado su historia, comprendió que el arpa gaélica y su pluma referían el, mismo suceso: un
amor ardiente, elevado, capaz del más noble sacrificio, que sólo el encantamiento de la música y la
poesía de la palabra pueden expresar cuando hacen arco sobre los tiempos y juntan lo pasado con
lo nuevo.
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El sabía que las tres conspiraciones avanzaban paralelas: una en el ejército, otra en los
carabineros, la tercera empujada por los partidos de oposición. Huelgas de maestros, choques de
policía y universitarios, agitación subterránea en los sindicatos obreros, y una labor sistemática,
pérfida de calumnias y de intrigas contra los gobernantes. Lo de siempre: atacar, sembrar
descontento, preparar la insurrección armada. El General vigilaba con ojo atento las actividades
subversivas, pero su mano dura en los trances decisivos, se ablandaba en los días de fermentación
revolucionaria. No quería aparecer como un tirano, dejaba actuar a sus adversarios. Seguro de su
fuerza, le disgustaba perseguirlos. Pudo desmontar los golpes que se preparaban en los tres
sectores, creyendo que con ello y alejados los tres cabecillas, tendría respiro por seis meses, hasta
que se urdiese el nuevo complot. En esto se equivocó: las tres subversiones encabezadas por
individuos ambiciosos y alocados, habían sido empujados por los dirigentes de otra conspiración
mayor, mejor concebida, que inmediatamente redobló su actividad. Eliminados los tres
conspiradores-pantalla, los conspiradores-ocultos pudieron actuar impunemente.
—El plan está magistralmente planeado —dijo el jefe político—. Se cumplirá con precisión
matemática, y jamás será descubierto porque somos muchos, y muy fuertes los comprometidos.
Estamos ligados por grandes intereses: no habrá traición.
El hombre que nunca habla, el que disponía de mayor poder, se limitó a inclinar la cabeza
en señal de aprobación.
El Presidente debía viajar en "jeep" a una provincia por una mala carretera. El camino largo
y solitario. Viajaba con sólo dos edecanes. Se detuvieron junto a un riachuelo para cambiar el agua
del motor. Uno de los edecanes partió a recoger el agua. El General descendió del vehículo y
sonaron repetidas descargas de fusil: El Presidente y su edecán, el conductor del "jeep", cayeron
fulminado por muchas balas. El segundo edecán tampoco escapó al furor asesino de los
victimarios: fue ultimado en el riachuelo. Luego uno de los embozados subió al "jeep", lo puso en
marcha y lo lanzó contra el árbol a gran velocidad saltando pocos segundos antes del impacto. El
pequeño vehículo quedó destrozado. Entonces metieron los tres cuerpos inermes al "jeep", los
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rociaron con gasolina y prendieron fuego. A los minutos el vehículo, totalmente incendiado, era un
montón de escombros y los tres cadáveres, irreconocibles casi, yacían carbonizados entre fierros
retorcidos.
Dicen que una indiecita oyó los disparos y corrió a tiempo para ver cómo se incendió el
"jeep". También que un anciano labrador escuchó el tiroteo. La indiecita y el labrador
desaparecieron misteriosamente.
Los funerales fueron excepcionales: la Nación entera deploró la desaparición del joven
conductor. Se le rindieron honores nunca vistos. El Congreso lo declaró Héroe Nacional. Un millón
de personas desfilaron ante el féretro. Llanto y pena fueron el sudario de aquel que ganó el corazón
de su pueblo.
Pocas semanas después la opinión pública se dividía en dos corrientes: para unos se
trataba simplemente de un accidente fatal, debido al exceso de viajes y a la imprudencia temeraria
con que el General los realizaba; para otros el crimen político, realizado por expertos tiradores con
fusiles de mira telescópica, era inobjetable.
Por ahora, sólo Dios conoce la verdad. Pero muchos piensan que el General, vencedor
desde tumba, sabrá descubrir a sus victimarios. O al menos a quienes se proponían eliminarlo.
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Después de varias sesiones en las cuales abrió su inteligencia a la comprensión del infinito
Universo, terminó con una pregunta:
—¡Bah, Bah! —dijo el astrónomo— la materia se organiza por sí misma, sin necesidad de
ayudas exteriores. En el fondo de todo misterio cósmico, sólo existe la energía. La estamos
analizando, la escrutamos; tal vez un día sepamos qué es la energía, infinitamente grande,
infinitamente pequeña. Y entonces no necesitaremos de dioses ni de mitos para explicarnos el
enigma de la vida y del cosmos.
Cuando el Buscador objetó qué había dentro o detrás de esa fuerza primordial, qué o quién
ponía en movimiento y en fuga las estrellas innumerables, el científico repuso:
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—¿Y si Dios estuviera adentro, en esa materia, en esa energía, en esa fuerza elemental
que se alimenta de sí misma? —interrogó tímidamente el Buscador.
—¿Un mundo, una estrella nada son en la inmensa vastedad del Universo?
—Menos que una chispa… En magnitud cósmica, da lo mismo nacer o no haber nacido.
Cosa tan fugaz, tan ínfima como el hombre nada puede importar a ese Dios todopoderoso en quien
creen ustedes, los idealistas, ni a la energía que aceptamos los científicos.
El Buscador se alejó del gran vértigo astronómico: su débil inteligencia se quebraba ante el
enigma de los mundos y los cielos. Esos enjambres… Esas galaxias que rompen la potencia
ordenadora de los números… Esas velocidades desmedidas con que huyen las estrellas y los
sistemas siderales… ¿Por qué, para qué?
Una voz interior le sugería: "Búscalo entre los hombres. Después te elevarás a las estrellas
y descenderás al abismo de los átomos".
¿Por qué Dios se llevó al General en la plenitud de la vida y del poder? No parecía justo
que el bueno hubiera perecido en tanto sus perversos enemigos seguían existiendo. Muerte física,
muerte civil… ¿cuál es más dura? Uno arrebatado en plena gloria ¿no es mejor que otro
subsistiendo en oscuro repudio? Trunca la dicha familiar, cortada la dinámica jubilosa de los días
activos, pero en cambio imperecedora la memoria de su simpatía, la nueva vida en el corazón del
pueblo. ¿Por qué permitir que el escritor hubiese compuesto una historia sombría de amor, ese
descenso a los infiernos de la pasión ilícita? Soñador: describiste, siempre, cosas bellas, elevadas,
sin manchar tu pluma con sucesos viles. ¿No es un castigo al orgullo de haberse consentido sin
mácula? La sombra necesaria, el toque penumbroso que contrastará con la claridad de tus
imaginaciones. Se puede ser malo aun siendo bueno. La patria siempre desventurada, la política
sucia siempre. ¿Y por qué todos nos entregamos, sabiendo que saldremos desgarrados? Aquella
impone grandes sacrificios, ésta exige supremas concesiones. Es ilógico: no predominan virtud,
rectitud, esfuerzos sanos, sino maldad, suciedad, bajas intrigas. ¿Por qué? Reales o imaginarias las
acusaciones, por lo general la actividad civil deshonra al ciudadano, y sin embargo todos buscan
honores, situaciones. El precio que se paga por figurar es muy alto: se sale decepcionado de los
hombres. Y tú mismo ¿cumpliste fielmente tu deber? La mayor escuela de la hombría: la política,
aunque sea la más torva. Nos hace trabajar y padecer para que el dolor nos purifique. Y si la puerta
blanca de la dicha familiar nos aguarda cada día, también es necesaria la puerta negra de la
política. Porque si se ignora la ruindad del ajetreo cotidiano, traiciones, mentiras, deserciones,
vilezas se desconoce la realidad humana. Y está lo otro: la corriente vertiginosa de las horas y los
hechos, tantas vidas que se entrecruzan con la tuya, tantos mensajes cálidos o frígidos. Almas y
voluntades que te acosan con sus frágiles premuras. Y el deslumbramiento de lo maravilloso y lo
imaginario, sutiles fantasías que nos son otorgadas para rescatarnos del banal transcurrir. Un
cuento, un poema, una invención mental, un suceso cualquier si están bien expresados abren la
gama de las sensaciones mejor que los sueños de las drogas. Soñar despiertos, imaginar… el don
que baja de lo alto para enseñarnos a volar. Y está bien mezclar lo real con lo fantástico, entretejer
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lo visualizado con lo apenas presentido. La mente pide aperturas que solemos conceder con mayor
frecuencia a los sentidos. Y no sabemos si estos relampagueos del conocer y el intuir, son
advertencias de un mayor poder lejano… Todo hombre camina escuchando el ruido de la bota y la
espuela del guerrero, y el sonido de la sandalia del peregrino. Y a los elegidos les fue donado entrar
al pantano y salir sin mancha. Construir su hogar, su dicha, edificar su templo de verdad y poesía,
contar su propia historia. Largos y felices años que después se expiarán en tristeza y soledades. Y
todo esto, aunque aparente absurdo, incomprensible, es en verdad explícito, admisible. Porque todo
está bien aunque mucho ande mal. Y misteriosamente se vinculan hombres, cosas,
acontecimientos, la mitad movidos por dedos ignorados, la mitad impelidos por nosotros mismos.
Ciertamente: El está en todo aunque no adquiera presencia concreta en nada. Muchas veces lo que
juzgamos injusto o desastroso, adquiere con el tiempo nueva dimensión: se tarda en reconocer los
designios del Señor. Esta vida, así, donde el mal y el bien se embrollan y confunden, cruzada de
enigmas y de revelaciones, que nos da la salud y el entusiasmo junto a las dolencias y el
descaecimiento, es el campo donde fuimos colocados para la lidia de cuerpos y almas. El ubicuo,
inalcanzable, omnividente. Nosotros míseros hormigas engrandecidas por el don del pensamiento y
de la acción.
Y tras largo caminar, meditar, vacilar y reanudar su marcha, el Buscador de Dios se dijo que
las pruebas de la existencia del Señor son incontables, como el número de las estrellas, pero entre
todas hay tres que ofuscan con su pertinaz resplandor:
EL conocimiento del curso matemático, eternamente igual de los astros. Ese concierto
prodigioso de mundos, estrellas, galaxias, cuyo movimiento, asombrosamente regulado, evidencia
un poder mayor sustentador y ordenador. El cielo estrellado como la microbiología es lo que más
acerca a El.
Ese ser misterioso, en eterno fluir dentro de nosotros mismos. Eso que llamamos "alma". El
centro inagotable de donde manan las revelaciones más profundas. La conciencia que mira a Dios
en la creación y da un sentido a la vida del hombre por efímera y frágil que sea.
Y el espectáculo más hermoso del mundo: un niño. Observar cómo la inteligencia invade a
esa pequeña criatura, le otorga los medios para crecer y desenvolverse en el medio físico. El
encanto siempre renovado de esa personita que se apodera de nuestra voluntad. Cuando es
todavía tierno, inocente, el más fino eslabón en la escala de las comprensiones que asciende hacia
lo alto.
—Muévete. Las páginas en blanco de un nuevo libro te esperan. También esto es cosa de
Dios. Unos podrán descansar de sus fatigas. Y a otros hiere y fue entregada la Espada del Arcángel
que nunca se detiene.
1977
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COMENTARIO
Se puede afirmar que "EL BUSCADOR DE DIOS" es un libro fuera de serie. Y es que Fernando Diez
de Medina, escritor boliviano de prestigio continental es, a la vez, un pensador y un narrador de jerarquía. Este
"buscador" que indaga por todos los caminos y se proyecta en las vidas, sumergiéndose en el Bien y en el Mal,
porque piensa que ambos son fases del enigma primordial, es el símbolo del hombre de pensamiento actual
—hombre cotidiano urgido de problemas simultáneamente— ansioso de ver claro en la tiniebla
contemporánea. Duda, retrocede, se confunde, se anonada y al cabo siempre resurge creyente. Tres grandes
líneas vectoras: la búsqueda del pensador, un gran amor ilícito que no se sabe si lleva al Edén o al Averno; la
tempestad de la política encarnada primero en un dictador y luego en un presidente idealista; y luego
numerosas historias que aparentando ser independientes, se eslabonan e incorporan al relato general con
finos tintes poéticos e inventivos. El critico y el narrador se confunden en armoniosa síntesis, ven, sienten, y
padecen el mundo sin dejarse arrastrar a la negación ni al desaliento. Como en toda obra de autenticidad
entrañable, "EL BUSCADOR DE DIOS" tiene algo de autobiográfico, pero es, también, la imagen
multiplicadora del hombre de hoy y sus problemas frente al contorno vertiginoso en que se mueve. Como otros
grandes escritores sudamericanos, acosados por el dramático destino del ser humano, Diez de Medina
expresa la trágica soledad del intelectual, las tensiones de fuerza de su propio contorno geográfico y social, y
las proyecta al ámbito universal de la alta literatura, que sin dejar de ser amena y atractiva, es profunda y
sugeridora a un tiempo. No. vela moderna, rica de novedad y contenido, de honda calidad humana, "EL
BUSCADOR DE DIOS" es la confirmación de un escritor original en quien se reúnen pensador, narrador y
soñador. Y el todo expresado en cautivante estilo literario.
"Fernando Diez de Medina es uno de los grandes escritores sudamericanos que puede medirse con
los mejores. Su palabra osada expresa una poco común profundidad de pensamiento. Desde los ensayos de
"THUNUPA" hasta su novela MATEO MONTEMAYOR, un relato del hombre sudamericano y su misterio,
expresa a Bolivia literariamente india y como pasa con García Márquez, Rulfo, Asturias, Carpentier o Vargas
Llosa, este Escritor boliviano da a la literatura latinoamericana una dimensión universal”. (Del libro "Pensatori
Contenporanei” -El pensamiento vivo, vigoroso y actual de 15 luminarias -Editrice ELlA -ROMA -1975).
“LA TEOGONIA ANDINA" de Fernando Diez de Medina está entre la media docena de cosas más
hermosas jamás escritas en América y entre las más notables de la historia de la lengua española. Al leerla,
por momentos me parecía -no exagero- que leía La Ilíada, Goethe o el Rey Lear. Es una obra perfecta, de
insólita profundidad y erudición. Un libro que debe ser conocido en América y en Europa. En fin: se trato de
una obra maestra”.
“Este escritor boliviano ha creado una arquitectura nueva en su novela MATEO MONTEMAYOR, muy
distinta a la practicada por los epígonos de Faulkner. Esta obra no asombra, pasma. Diez de Medina es un
brillante narrador campeable a cualquiera de los que relumbran en Europa. Me maravillo por la cruda realidad
con que el autor presenta la vida de un pueblo a través de las peripecias de nuestro Montemayor".
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