Selección Textos Conde Lucanor
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El conde Lucanor
CUENTO II
Lo que sucedió a un hombre bueno con su hijo
Otra vez, hablando el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo que estaba muy preocupado por algo
que quería hacer, pues, si acaso lo hiciera, muchas personas encontrarían motivo para criticárselo; pero, si
dejara de hacerlo, creía él mismo que también se lo podrían censurar con razón. Contó a Patronio de qué se
trataba y le rogó que le aconsejase en este asunto.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, ciertamente sé que encontraréis a muchos que podrían aconsejaros mejor
que yo y, como Dios os hizo de buen entendimiento, mi consejo no os hará mucha falta; pero, como me lo
habéis pedido, os diré lo que pienso de este asunto. Señor Conde Lucanor -continuó Patronio-, me gustaría
mucho que pensarais en la historia de lo que ocurrió a un hombre bueno con su hijo.
El conde le pidió que le contase lo que les había pasado, y así dijo Patronio:
-Señor, sucedió que un buen hombre tenía un hijo que, aunque de pocos años, era de muy fino entendimiento.
Cada vez que el padre quería hacer alguna cosa, el hijo le señalaba todos sus inconvenientes y, como hay pocas
cosas que no los tengan, de esta manera le impedía llevar acabo algunos proyectos que eran buenos para su
hacienda. Vos, señor conde, habéis de saber que, cuanto más agudo entendimiento tienen los jóvenes, más
inclinados están a confundirse en sus negocios, pues saben cómo comenzarlos, pero no saben cómo los han de
terminar, y así se equivocan con gran daño para ellos, si no hay quien los guíe. Pues bien, aquel mozo, por la
sutileza de entendimiento y, al mismo tiempo, por su poca experiencia, abrumaba a su padre en muchas cosas
de las que hacía. Y cuando el padre hubo soportado largo tiempo este género de vida con su hijo, que le
molestaba constantemente con sus observaciones, acordó actuar como os contaré para evitar más perjuicios a su
hacienda, por las cosas que no podía hacer y, sobre todo, para aconsejar y mostrar a su hijo cómo debía obrar en
futuras empresas.
»Este buen hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado dijo el padre que
irían los dos allí para comprar algunas cosas que necesitaban, y acordaron llevar una bestia para traer la carga.
Y camino del mercado, yendo los dos a pie y la bestia sin carga alguna, se encontraron con unos hombres que
ya volvían. Cuando, después de los saludos habituales, se separaron unos de otros, los que volvían empezaron a
decir entre ellos que no les parecían muy juiciosos ni el padre ni el hijo, pues los dos caminaban a pie mientras
la bestia iba sin peso alguno. El buen hombre, al oírlo, preguntó a su hijo qué le parecía lo que habían dicho
aquellos hombres, contestándole el hijo que era verdad, porque, al ir el animal sin carga, no era muy sensato
que ellos dos fueran a pie. Entonces el padre mandó a su hijo que subiese en la cabalgadura.
»Así continuaron su camino hasta que se encontraron con otros hombres, los cuales, cuando se hubieron alejado
un poco, empezaron a comentar la equivocación del padre, que, siendo anciano y viejo, iba a pie, mientras el
mozo, que podría caminar sin fatigarse, iba a lomos del animal. De nuevo preguntó el buen hombre a su hijo
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qué pensaba sobre lo que habían dicho, y este le contestó que parecían tener razón. Entonces el padre mandó a
su hijo bajar de la bestia y se acomodó él sobre el animal.
»Al poco rato se encontraron con otros que criticaron la dureza del padre, pues él, que estaba acostumbrado a
los más duros trabajos, iba cabalgando, mientras que el joven, que aún no estaba acostumbrado a las fatigas, iba
a pie. Entonces preguntó aquel buen hombre a su hijo qué le parecía lo que decían estos otros, replicándole el
hijo que, en su opinión, decían la verdad. Inmediatamente el padre mandó a su hijo subir con él en la
cabalgadura para que ninguno caminase a pie.
»Y yendo así los dos, se encontraron con otros hombres, que comenzaron a decir que la bestia que montaban
era tan flaca y tan débil que apenas podía soportar su peso, y que estaba muy mal que los dos fueran montados
en ella. El buen hombre preguntó otra vez a su hijo qué le parecía lo que habían dicho aquellos, contestándole el
joven que, a su juicio, decían la verdad. Entonces el padre se dirigió al hijo con estas palabras:
»-Hijo mío, como recordarás, cuando salimos de nuestra casa, íbamos los dos a pie y la bestia sin carga, y tú
decías que te parecía bien hacer así el camino. Pero después nos encontramos con unos hombres que nos
dijeron que aquello no tenía sentido, y te mandé subir al animal, mientras que yo iba a pie. Y tú dijiste que eso
sí estaba bien. Después encontramos otro grupo de personas, que dijeron que esto último no estaba bien, y por
ello te mandé bajar y yo subí, y tú también pensaste que esto era lo mejor. Como nos encontramos con otros
que dijeron que aquello estaba mal, yo te mandé subir conmigo en la bestia, y a ti te pareció que era mejor ir los
dos montados. Pero ahora estos últimos dicen que no está bien que los dos vayamos montados en esta única
bestia, y a ti también te parece verdad lo que dicen. Y como todo ha sucedido así, quiero que me digas cómo
podemos hacerlo para no ser criticados de las gentes: pues íbamos los dos a pie, y nos criticaron; luego también
nos criticaron, cuando tú ibas a caballo y yo a pie; volvieron a censurarnos por ir yo a caballo y tú a pie, y ahora
que vamos los dos montados también nos lo critican. He hecho todo esto para enseñarte cómo llevar en adelante
tus asuntos, pues alguna de aquellas monturas teníamos que hacer y, habiendo hecho todas, siempre nos han
criticado. Por eso debes estar seguro de que nunca harás algo que todos aprueben, pues si haces alguna cosa
buena, los malos y quienes no saquen provecho de ella te criticarán; por el contrario, si es mala, los buenos, que
aman el bien, no podrán aprobar ni dar por buena esa mala acción. Por eso, si quieres hacer lo mejor y más
conveniente, haz lo que creas que más te beneficia y no dejes de hacerlo por temor al qué dirán, a menos que
sea algo malo, pues es cierto que la mayoría de las veces la gente habla de las cosas a su antojo, sin pararse a
pensar en lo más conveniente.
»Y a vos, Conde Lucanor, pues me pedís consejo para eso que deseáis hacer, temiendo que os critiquen por ello
y que igualmente os critiquen si no lo hacéis, yo os recomiendo que, antes de comenzarlo, miréis el daño o
provecho que os puede causar, que no os confiéis sólo a vuestro juicio y que no os dejéis engañar por la fuerza
de vuestro deseo, sino que os dejéis aconsejar por quienes sean inteligentes, leales y capaces de guardar un
secreto. Pero, si no encontráis tal consejero, no debéis precipitaros nunca en lo que hayáis de hacer y dejad que
pasen al menos un día y una noche, si son cosas que pueden posponerse. Si seguís estas recomendaciones en
todos vuestros asuntos y después los encontráis útiles y provechosos para vos, os aconsejo que nunca dejéis de
hacerlos por miedo a las críticas de la gente.
El consejo de Patronio le pareció bueno al conde, que obró según él y le fue muy provechoso.
Y, cuando don Juan escuchó esta historia, la mandó poner en este libro e hizo estos versos que dicen así y que
encierran toda la moraleja:
Por críticas de gentes, mientras que no hagáis mal,
buscad vuestro provecho y no os dejéis llevar.
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CUENTO V
Lo que sucedió a una zorra con un
cuervo que tenía un pedazo de queso en el pico
Hablando otro día el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, le dijo:
-Patronio, un hombre que se llama mi amigo comenzó a alabarme y me dio a entender que yo tenía mucho
poder y muy buenas cualidades. Después de tantos halagos me propuso un negocio, que a primera vista me
pareció muy provechoso.
Entonces el conde contó a Patronio el trato que su amigo le proponía y, aunque parecía efectivamente de mucho
interés, Patronio descubrió que pretendían engañar al conde con hermosas palabras. Por eso le dijo:
-Señor Conde Lucanor, debéis saber que ese hombre os quiere engañar y así os dice que vuestro poder y vuestro
estado son mayores de lo que en realidad son. Por eso, para que evitéis ese engaño que os prepara, me gustaría
que supierais lo que sucedió a un cuervo con una zorra.
Y el conde le preguntó lo ocurrido.
-Señor Conde Lucanor -dijo Patronio-, el cuervo encontró una vez un gran pedazo de queso y se subió a un
árbol para comérselo con tranquilidad, sin que nadie le molestara. Estando así el cuervo, acertó a pasar la zorra
debajo del árbol y, cuando vio el queso, empezó a urdir la forma de quitárselo. Con ese fin le dijo:
»-Don Cuervo, desde hace mucho tiempo he oído hablar de vos, de vuestra nobleza y de vuestra gallardía, pero
aunque os he buscado por todas partes, ni Dios ni mi suerte me han permitido encontraros antes. Ahora que os
veo, pienso que sois muy superior a lo que me decían. Y para que veáis que no trato de lisonjearos, no sólo os
diré vuestras buenas prendas, sino también los defectos que os atribuyen. Todos dicen que, como el color de
vuestras plumas, ojos, patas y garras es negro, y como el negro no es tan bonito como otros colores, el ser vos
tan negro os hace muy feo, sin darse cuenta de su error pues, aunque vuestras plumas son negras, tienen un tono
azulado, como las del pavo real, que es la más bella de las aves. Y pues vuestros ojos son para ver, como el
negro hace ver mejor, los ojos negros son los mejores y por ello todos alaban los ojos de la gacela, que los tiene
más oscuros que ningún animal. Además, vuestro pico y vuestras uñas son más fuertes que los de ninguna otra
ave de vuestro tamaño. También quiero deciros que voláis con tal ligereza que podéis ir contra el viento,
aunque sea muy fuerte, cosa que otras muchas aves no pueden hacer tan fácilmente como vos. Y así creo que,
como Dios todo lo hace bien, no habrá consentido que vos, tan perfecto en todo, no pudieseis cantar mejor que
el resto de las aves, y porque Dios me ha otorgado la dicha de veros y he podido comprobar que sois más bello
de lo que dicen, me sentiría muy dichosa de oír vuestro canto.
»Señor Conde Lucanor, pensad que, aunque la intención de la zorra era engañar al cuervo, siempre le dijo
verdades a medias y, así, estad seguro de que una verdad engañosa producirá los peores males y perjuicios.
»Cuando el cuervo se vio tan alabado por la zorra, como era verdad cuanto decía, creyó que no lo engañaba y,
pensando que era su amiga, no sospechó que lo hacía por quitarle el queso. Convencido el cuervo por sus
palabras y halagos, abrió el pico para cantar, por complacer a la zorra. Cuando abrió la boca, cayó el queso a
tierra, lo cogió la zorra y escapó con él. Así fue engañado el cuervo por las alabanzas de su falsa amiga, que le
hizo creerse más hermoso y más perfecto de lo que realmente era.
»Y vos, señor Conde Lucanor, pues veis que, aunque Dios os otorgó muchos bienes, aquel hombre os quiere
convencer de que vuestro poder y estado aventajan en mucho la realidad, creed que lo hace por engañaros. Y,
por tanto, debéis estar prevenido y actuar como hombre de buen juicio.
Al conde le agradó mucho lo que Patronio le dijo e hízolo así. Por su buen consejo evitó que lo engañaran.
Y como don Juan creyó que este cuento era bueno, lo mandó poner en este libro e hizo estos versos, que
resumen la moraleja. Estos son los versos:
Quien te encuentra bellezas que no tienes,
siempre busca quitarte algunos bienes.
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CUENTO VII
De lo que aconteció a una mujer que le decían doña Truhana
Otra vez hablaba el conde Lucanor con Patronio en esta guisa:
-Patronio, un hombre me dijo una razón y mostrome la manera cómo podía ser. Y bien os digo que tantas
maneras de aprovechamiento hay en ella que, si Dios quiere que se haga así como él me dijo, que sería mucho
de pro pues tantas cosas son que nacen las unas de las otras que al cabo es muy gran hecho además.
Y contó a Patronio la manera cómo podría ser. Desde que Patronio entendió aquellas razones, respondió al
conde en esta manera:
-Señor conde Lucanor, siempre oí decir que era buen seso atenerse el hombre a las cosas ciertas y no a las vanas
esperanzas pues muchas veces a los que se atienen a las esperanzas, les acontece lo que le pasó a doña Truhana.
Y el conde le preguntó como fuera aquello.
-Señor conde -dijo Patronio-, hubo una mujer que tenía nombre doña Truhana y era bastante más pobre que
rica; y un día iba al mercado y llevaba una olla de miel en la cabeza. Y yendo por el camino, comenzó a pensar
que vendería aquella olla de miel y que compraría una partida de huevos y de aquellos huevos nacerían gallinas
y después, de aquellos dineros que valdrían, compraría ovejas, y así fue comprando de las ganancias que haría,
que hallóse por más rica que ninguna de sus vecinas.
Y con aquella riqueza que ella pensaba que tenía, estimó cómo casaría sus hijos y sus hijas, y cómo iría
acompañada por la calle con yernos y nueras y cómo decían por ella cómo fuera de buena ventura en llegar a
tan gran riqueza siendo tan pobre como solía ser.
Y pensando esto comenzó a reír con gran placer que tenía de su buena fortuna, y riendo dio con la mano en su
frente, y entonces cayóle la olla de miel en tierra y quebróse. Cuando vio la olla quebrada, comenzó a hacer
muy gran duelo, temiendo que había perdido todo lo que cuidaba que tendría si la olla no se le quebrara.
Y porque puso todo su pensamiento por vana esperanza, no se le hizo al cabo nada de lo que ella esperaba.
Y vos, señor conde, si queréis que los que os dijeren y lo que vos pensareis sea todo cosa cierta, creed y
procurad siempre todas cosas tales que sean convenientes y no esperanzas vanas. Y si las quisiereis probar,
guardaos que no aventuréis ni pongáis de los vuestro, cosa de que os sintáis por esperanza de la pro de lo que
no sois cierto.
Al conde le agradó lo que Patronio le dijo e hízolo así y hallóse bien por ello.
Y porque a don Juan contentó este ejemplo, hízolo poner en este libro e hizo estos versos:
A las cosas ciertas encomendaos
y las vanas esperanzas, dejad de lado.
CUENTO X
Lo que sucedió a un hombre que por pobreza y falta de otra cosa comía altramuces
Otro día hablaba el conde Lucanor con Patronio, su consejero, de este modo:
-Patronio, bien sé que Dios me ha dado mucho más de lo que me merezco y que en todas las demás cosas sólo
tengo motivos para estar muy satisfecho, pero a veces me encuentro tan necesitado de dinero que no me
importaría dejar esta vida. Os pido que me deis algún consejo para remediar esta aflicción mía.
-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, para que vos os consoléis cuando os pase esto os convendría saber lo que
pasó a dos hombres que fueron muy ricos.
El conde le rogó que lo contara.
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-Señor conde -comenzó Patronio-, uno de estos hombres llegó a tal extremo de pobreza que no le quedaba en el
mundo nada que comer. Habiéndose esforzado por encontrar algo, no pudo más que encontrar una escudilla de
altramuces. Al recordar cuán rico había sido y pensar que ahora estaba hambriento y no tenía más que los
altramuces, que son tan amargos y saben tan mal, empezó a llorar, aunque sin dejar de comer los altramuces,
por la mucha hambre, y de echar las cáscaras hacia atrás. En medio de esta congoja y este pesar, notó que detrás
de él había otra persona y , volviendo la cabeza, vio que un hombre comía las cáscaras de altramuces que él
tiraba al suelo. Este era el otro de quien os dije también había sido rico.
Cuando aquello vio el de los altramuces, preguntó al otro por qué comía las cáscaras. Respondiole que, aunque
había sido más rico que él, había ahora llegado a tal extremo de pobreza y tenía tanta hambre que se alegraba
mucho de encontrar aquellas cáscaras que él arrojaba. Cuando esto oyó el de los altramuces se consoló, viendo
que había otro más pobre que él y que tenía menos motivo para serlo. Con este consuelo se esforzó por salir de
pobreza, lo consiguió con ayuda de Dios y volvió otra vez a ser rico.
Vos, señor conde Lucanor, debéis saber que, por permisión de Dios, nadie en el mundo lo logra todo. Pero,
pues en todas las demás cosas os hace Dios señalada merced y salís con lo que vos queréis, si alguna vez os
falta dinero y pasáis estrecheces, no os entristezcáis, sino tened por cierto que otros más ricos y de más elevada
condición las estarán pasando y que se tendrían por felices si pudieran dar a sus gentes aunque fuera menos de
lo que vos les dais a los vuestros.
Al conde agradó mucho lo que dijo Patronio, se consoló y, esforzándose, logró salir, con ayuda de Dios, de la
penuria en que se encontraba. Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió
unos versos que dicen:
Por pobreza nunca desmayéis,
pues otros más pobres que vos veréis.
CUENTO XXXII
De lo que sucedió a un rey con los pícaros que hicieron la tela
Una vez el conde Lucanor le dijo a Patronio, su consejero:
-Patronio, un hombre me ha venido a proponer una cosa muy importante y que dice me conviene mucho, pero
me pide que no lo diga a ninguna persona por confianza que me inspire, y me encarece tanto el secreto que me
asegura que si lo digo toda mi hacienda y hasta mi vida estarán en peligro. Como sé que nadie os podrá decir
nada sin que os deis cuenta si es verdad o no, os ruego me digáis lo que os parece esto.
-Señor conde Lucanor -respondió Patronio-, para que veáis lo que, según mi parecer, os conviene más, me
gustaría que supierais lo que sucedió a un rey con tres granujas que fueron a estafarle.
El conde le preguntó qué le había pasado.
-Señor conde Lucanor -dijo Patronio-, tres pícaros fueron a un rey y le dijeron que sabían hacer telas muy
hermosas y que especialmente hacían una tela que sólo podía ser vista por el que fuera hijo del padre que le
atribuían, pero que no podía verla el que no lo fuera. Al rey agradó esto mucho, esperando que por tal medio
podría saber quiénes eran hijos de los que aparecían como sus padres y quiénes no, y de este modo aumentar
sus bienes, ya que los moros no heredan si no son verdaderamente hijos de sus padres; a los que no tienen hijos
los hereda el rey. Éste les dio un salón para hacer la tela.
Dijéronle ellos que para que se viera que no había engaño, podía encerrarlos en aquel salón hasta que la tela
estuviese acabada. Esto también agradó mucho al rey, que los encerró en el salón, habiéndoles antes dado todo
el oro, plata, seda y dinero que necesitaban para hacer la tela.
Ellos pusieron su taller y hacían como si se pasaran el tiempo tejiendo. A los pocos días fue uno de ellos a decir
al rey que ya habían empezado la tela y que estaba saliendo hermosísima; díjole también con qué labores y
dibujos la fabricaban, y le pidió que la fuera a ver, rogándole, sin embargo, que fuese solo. Al rey le pareció
muy bien todo ello.
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Queriendo hacer antes la prueba con otro, mandó el rey a uno de sus servidores para que la viese, pero sin
pedirle le dijera luego la verdad. Cuando el servidor habló con los pícaros y oyó contar el misterio que tenía la
tela, no se atrevió a decirle al rey que no la habla visto. Después mandó el rey a otro, que también aseguró
haber visto la tela. Habiendo oído decir a todos los que había enviado que la habían visto, fue el rey a verla.
Cuando entró en el salón vio que los tres pícaros se movían como si tejieran y que le decían: “Ved esta labor.
Mirad esta historia. Observad el dibujo y la variedad que hay en los colores.” Aunque todos estaban de acuerdo
en lo que decían, la verdad es que no tejían nada. Al no ver el rey nada y oír, sin embargo, describir una tela que
otros hablan visto, se tuvo por muerto, porque creyó que esto le pasaba por no ser hijo del rey, su padre, y temió
que, si lo dijera, perdería el reino. Por lo cual empezó a alabar la tela y se fijó muy bien en las descripciones de
los tejedores. Cuando volvió a su cámara refirió a sus cortesanos lo buena y hermosa que era aquella tela y aun
les pintó su dibujo y colores, ocultando así la sospecha que había concebido.
A los dos o tres días envió a un ministro a que viera la tela. Antes de que fuese el rey le contó las excelencias
que la tela tenía. El ministro fue, pero cuando vio a los pícaros hacer que tejían y les oyó describir la tela y decir
que el rey la había visto, pensó que él no la veía por no ser hijo de quien tenía por padre y que si los demás lo
sabían quedaría deshonrado. Por eso empezó a alabar su trabajo tanto o más que el rey.
Al volver el ministro al rey, diciéndole que la había visto y haciéndole las mayores ponderaciones de la tela, se
confirmó el rey en su desdicha, pensando que si su ministro la veía y él no, no podía dudar de que no era hijo
del rey a quien había heredado. Entonces comenzó a ponderar aún más la calidad y excelencia de aquella tela y
a alabar a los que tales cosas sabían hacer.
Al día siguiente envió el rey a otro ministro y sucedió lo mismo. ¿Qué más os diré? De esta manera y por el
temor a la deshonra fueron engañados el rey y los demás habitantes de aquel país, sin que ninguno se atreviera a
decir que no veía la tela. Así pasó la cosa adelante hasta que llegó una de las mayores fiestas del año. Todos le
dijeron al rey que debía vestirse de aquella tela el día de la fiesta. Los pícaros le trajeron el paño envuelto en
una sábana, dándole a entender que se lo entregaban, después de lo cual preguntaron al rey qué deseaba que le
hiciesen con él. El rey les dijo el traje que quería. Ellos le tomaron medidas e hicieron como si cortaran la tela,
que después coserían.
Cuando llegó el día de la fiesta vinieron al rey con la tela cortada y cosida. Hiciéronle creer que le ponían el
traje y que le alisaban los pliegues. De este modo el rey se persuadió de que estaba vestido, sin atreverse a decir
que no veía la tela. Vestido de este modo, es decir, desnudo, montó a caballo para andar por la ciudad. Tuvo la
suerte de que fuera verano, con lo que no corrió el riesgo de enfriarse. Todas las gentes que lo miraban y que
sabían que el que no veía la tela era por no ser hijo de su padre, pensando que los otros sí la veían, se guardaban
muy bien de decirlo por el temor de quedar deshonrados. Por esto todo el mundo ocultaba el que creía que era
su secreto. Hasta que un negro, palafrenero del rey, que no tenía honra que conservar, se acercó y le dijo:
-Señor, a mí lo mismo me da que me tengáis por hijo del padre que creí ser tal o por hijo de otro; por eso os
digo que yo soy ciego o vos vais desnudo.
El rey empezó a insultarle, diciéndole que por ser hijo de mala madre no veía la tela. Cuando lo dijo el negro,
otro que lo oyó se atrevió a repetirlo, y así lo fueron diciendo, hasta que el rey y todos los demás perdieron el
miedo a la verdad y entendieron la burla que les habían hecho. Fueron a buscar a los tres pícaros y no los
hallaron, pues se habían ido con lo que le habían estafado al rey por medio de este engaño.
Vos, señor conde Lucanor, pues ese hombre os pide que ocultéis a vuestros más leales consejeros lo que él os
dice, estad seguro de que os quiere engañar, pues debéis comprender que, si apenas os conoce, no tiene más
motivos para desear vuestro provecho que los que con vos han vivido y han recibido muchos beneficios de
vuestra mano, y por ello deben procurar vuestro bien y servicio.
El conde tuvo este consejo por bueno, obró según él y le fue muy bien. Viendo don Juan que este cuento era
bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
Al que te aconseja encubrirte de tus amigos
le es más dulce el engaño que los higos.
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CUENTO XXXV
Lo que sucedió a un mancebo que casó con una muchacha muy rebelde
Otra vez hablaba el Conde Lucanor con Patronio, su consejero, y le decía:
-Patronio, un pariente mío me ha contado que lo quieren casar con una mujer muy rica y más ilustre que él, por
lo que esta boda le sería muy provechosa si no fuera porque, según le han dicho algunos amigos, se trata de una
doncella muy violenta y colérica. Por eso os ruego que me digáis si le debo aconsejar que se case con ella,
sabiendo cómo es, o si le debo aconsejar que no lo haga.
-Señor conde -dijo Patronio-, si vuestro pariente tiene el carácter de un joven cuyo padre era un honrado moro,
aconsejadle que se case con ella; pero si no es así, no se lo aconsejéis.
El conde le rogó que le contase lo sucedido.
Patronio le dijo que en una ciudad vivían un padre y su hijo, que era excelente persona, pero no tan rico que
pudiese realizar cuantos proyectos tenía para salir adelante. Por eso el mancebo estaba siempre muy
preocupado, pues siendo tan emprendedor no tenía medios ni dinero.
En aquella misma ciudad vivía otro hombre mucho más distinguido y más rico que el primero, que sólo tenía
una hija, de carácter muy distinto al del mancebo, pues cuanto en él había de bueno, lo tenía ella de malo, por lo
cual nadie en el mundo querría casarse con aquel diablo de mujer.
Aquel mancebo tan bueno fue un día a su padre y le dijo que, pues no era tan rico que pudiera darle cuanto
necesitaba para vivir, se vería en la necesidad de pasar miseria y pobreza o irse de allí, por lo cual, si él daba su
consentimiento, le parecía más juicioso buscar un matrimonio conveniente, con el que pudiera encontrar un
medio de llevar a cabo sus proyectos. El padre le contestó que le gustaría mucho poder encontrarle un
matrimonio ventajoso.
Dijo el mancebo a su padre que, si él quería, podía intentar que aquel hombre bueno, cuya hija era tan mala, se
la diese por esposa. El padre, al oír decir esto a su hijo, se asombró mucho y le preguntó cómo había pensado
aquello, pues no había nadie en el mundo que la conociese que, aunque fuera muy pobre, quisiera casarse con
ella. El hijo le contestó que hiciese el favor de concertarle aquel matrimonio. Tanto le insistió que, aunque al
padre le pareció algo muy extraño, le dijo que lo haría.
Marchó luego a casa de aquel buen hombre, del que era muy amigo, y le contó cuanto había hablado con su
hijo, diciéndole que, como el mancebo estaba dispuesto a casarse con su hija, consintiera en su matrimonio.
Cuando el buen hombre oyó hablar así a su amigo, le contestó:
-Por Dios, amigo, si yo autorizara esa boda sería vuestro peor amigo, pues tratándose de vuestro hijo, que es
muy bueno, yo pensaría que le hacía grave daño al consentir su perjuicio o su muerte, porque estoy seguro de
que, si se casa con mi hija, morirá, o su vida con ella será peor que la misma muerte. Mas no penséis que os
digo esto por no aceptar vuestra petición, pues, si la queréis como esposa de vuestro hijo, a mí mucho me
contentará entregarla a él o a cualquiera que se la lleve de esta casa.
Su amigo le respondió que le agradecía mucho su advertencia, pero, como su hijo insistía en casarse con ella, le
volvía a pedir su consentimiento.
Celebrada la boda, llevaron a la novia a casa de su marido y, como eran moros, siguiendo sus costumbres les
prepararon la cena, les pusieron la mesa y los dejaron solos hasta la mañana siguiente. Pero los padres y
parientes del novio y de la novia estaban con mucho miedo, pues pensaban que al día siguiente encontrarían al
joven muerto o muy mal herido.
Al quedarse los novios solos en su casa, se sentaron a la mesa y, antes de que ella pudiese decir nada, miró el
novio a una y otra parte y, al ver a un perro, le dijo ya bastante airado:
-¡Perro, danos agua para las manos!
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El perro no lo hizo. El mancebo comenzó a enfadarse y le ordenó con más ira que les trajese agua para las
manos. Pero el perro seguía sin obedecerle. Viendo que el perro no lo hacía, el joven se levantó muy enfadado
de la mesa y, cogiendo la espada, se lanzó contra el perro, que, al verlo venir así, emprendió una veloz huida,
perseguido por el mancebo, saltando ambos por entre la ropa, la mesa y el fuego; tanto lo persiguió que, al fin,
el mancebo le dio alcance, lo sujetó y le cortó la cabeza, las patas y las manos, haciéndolo pedazos y
ensangrentando toda la casa, la mesa y la ropa.
Después, muy enojado y lleno de sangre, volvió a sentarse a la mesa y miró en derredor. Vio un gato, al que
mandó que trajese agua para las manos; como el gato no lo hacía, le gritó:
-¡Cómo, falso traidor! ¿No has visto lo que he hecho con el perro por no obedecerme? Juro por Dios que, si
tardas en hacer lo que mando, tendrás la misma muerte que el perro.
El gato siguió sin moverse, pues tampoco es costumbre suya llevar el agua para las manos. Como no lo hacía,
se levantó el mancebo, lo cogió por las patas y lo estrelló contra una pared, haciendo de él más de cien pedazos
y demostrando con él mayor ensañamiento que con el perro.
Así, indignado, colérico y haciendo gestos de ira, volvió a la mesa y miró a todas partes. La mujer, al verle
hacer todo esto, pensó que se había vuelto loco y no decía nada.
Después de mirar por todas partes, vio a su caballo, que estaba en la cámara y, aunque era el único que tenía, le
mandó muy enfadado que les trajese agua para las manos; pero el caballo no le obedeció. Al ver que no lo
hacía, le gritó:
-¡Cómo, don caballo! ¿Pensáis que, porque no tengo otro caballo, os respetaré la vida si no hacéis lo que yo
mando? Estáis muy confundido, pues si, para desgracia vuestra, no cumplís mis órdenes, juro ante Dios daros
tan mala muerte como a los otros, porque no hay nadie en el mundo que me desobedezca que no corra la misma
suerte.
El caballo siguió sin moverse. Cuando el mancebo vio que el caballo no lo obedecía, se acercó a él, le cortó la
cabeza con mucha rabia y luego lo hizo pedazos.
Al ver su mujer que mataba al caballo, aunque no tenía otro, y que decía que haría lo mismo con quien no le
obedeciese, pensó que no se trataba de una broma y le entró tantísimo miedo que no sabía si estaba viva o
muerta.
Él, así, furioso, ensangrentado y colérico, volvió a la mesa, jurando que, si mil caballos, hombres o mujeres
hubiera en su casa que no le hicieran caso, los mataría a todos. Se sentó y miró a un lado y a otro, con la espada
llena de sangre en el regazo; cuando hubo mirado muy bien, al no ver a ningún ser vivo sino a su mujer, volvió
la mirada hacia ella con mucha ira y le dijo con muchísima furia, mostrándole la espada:
-Levantaos y dadme agua para las manos.
La mujer, que no esperaba otra cosa sino que la despedazaría, se levantó a toda prisa y le trajo el agua que
pedía. Él le dijo:
-¡Ah! ¡Cuántas gracias doy a Dios porque habéis hecho lo que os mandé! Pues de lo contrario, y con el disgusto
que estos estúpidos me han dado, habría hecho con vos lo mismo que con ellos.
Después le ordenó que le sirviese la comida y ella le obedeció. Cada vez que le mandaba alguna cosa, tan
violentamente se lo decía y con tal voz que ella creía que su cabeza rodaría por el suelo.
Así ocurrió entre los dos aquella noche, que nunca hablaba ella sino que se limitaba a obedecer a su marido.
Cuando ya habían dormido un rato, le dijo él:
-Con tanta ira como he tenido esta noche, no he podido dormir bien. Procurad que mañana no me despierte
nadie y preparadme un buen desayuno.
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Cuando aún era muy de mañana, los padres, madres y parientes se acercaron a la puerta y, como no se oía a
nadie, pensaron que el novio estaba muerto o gravemente herido. Viendo por entre las puertas a la novia y no al
novio, su temor se hizo muy grande.
Ella, al verlos junto a la puerta, se les acercó muy despacio y, llena de temor, comenzó a increparles:
-¡Locos, insensatos! ¿Qué hacéis ahí? ¿Cómo os atrevéis a llegar a esta puerta? ¿No os da miedo hablar?
¡Callaos, si no, todos moriremos, vosotros y yo!
Al oírla decir esto, quedaron muy sorprendidos. Cuando supieron lo ocurrido entre ellos aquella noche,
sintieron gran estima por el mancebo porque había sabido imponer su autoridad y hacerse él con el gobierno de
su casa. Desde aquel día en adelante, fue su mujer muy obediente y llevaron muy buena vida.
Pasados unos días, quiso su suegro hacer lo mismo que su yerno, para lo cual mató un gallo; pero su mujer le
dijo:
-En verdad, don Fulano, que os decidís muy tarde, porque de nada os valdría aunque mataseis cien caballos:
antes tendríais que haberlo hecho, que ahora nos conocemos de sobra.
Y concluyó Patronio:
-Vos, señor conde, si vuestro pariente quiere casarse con esa mujer y vuestro familiar tiene el carácter de aquel
mancebo, aconsejadle que lo haga, pues sabrá mandar en su casa; pero si no es así y no puede hacer todo lo
necesario para imponerse a su futura esposa, debe dejar pasar esa oportunidad. También os aconsejo a vos que,
cuando hayáis de tratar con los demás hombres, les deis a entender desde el principio cómo han de portarse con
vos.
El conde vio que este era un buen consejo, obró según él y le fue muy bien.
Como don Juan comprobó que el cuento era bueno, lo mandó escribir en este libro e hizo estos versos que dicen
así:
Si desde un principio no muestras quién eres,
nunca podrás después, cuando quisieres.