Alicia Capitulo 8

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LEWIS

CARROLL
EN EL PAÍS DE
LAS MARAVILLAS
VIII. EL CROQUET DE LA REINA
Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín:
sus rosas eran blancas, pero había allí tres jardineros
ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció
muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasa-
ba, y al acercarse a ellos oyó que uno de los jardine-
ros decía:

—¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de


pintura!
—No es culpa mía —dijo Cinco, en tono dolido—.
Siete me ha dado un golpe en el codo.
Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:
—¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a
los demás!
—¡Mejor será que calles esa boca! —dijo Cinco—.
¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían cortarte la
cabeza!
—¿Por qué? —preguntó el que había hablado en
primer lugar.
—¡Eso no es asunto tuyo, Dos! —dijo Siete.
—¡Sí es asunto suyo! —protestó Cinco—. Y voy a
decírselo: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tu-
lipán en vez de cebollas.
Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a
decir: «¡Vaya! De todas las injusticias...», cuando sus
ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba allí
observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se
volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una
profunda reverencia.
—¿Querrían hacer el favor de decirme —empezó
Alicia con cierta timidez— por qué están pintando
estas rosas?
Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos.
Dos empezó en una vocecita temblorosa:
—Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto
tenía que haber sido un rosal rojo, y nosotros plan-
tamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo
descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así
que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo posible, an-
tes de que ella llegue, para...
En este momento, Cinco, que había estado miran-
do ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La
Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediata-
mente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de mu-
chos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por
ver a la Reina.
Primero aparecieron diez soldados, enarbolando
tréboles. Tenían la misma forma que los tres jardine-
ros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las
esquinas. Después seguían diez cortesanos, adorna-
dos enteramente con diamantes, y formados, como
los soldados, de dos en dos. A continuación venían
los infantes reales; eran también diez, y avanzaban
saltando, cogidos de la mano de dos en dos, adorna-
dos con corazones. Después seguían los invitados,
casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia recono-
ció al Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy
nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la
presencia de la niña. A continuación venía el Valet de
Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un
cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este esplén-
dido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CO-
RAZONES.
Alicia estaba dudando si debería o no echarse de
bruces como los tres jardineros, pero no recordaba
haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así
cuando pasaba un desfile. «Y además», pensó, «¿de
qué serviría un desfile, si todo el mundo tuviera que
echarse de bruces, de modo que no pudiera ver na-
da?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.
Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos
se detuvieron y la miraron, y la Reina preguntó seve-
ramente:
—¿Quién es ésta?
La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones,
pero el Valet no hizo más que inclinarse y sonreír por
toda respuesta.
—¡Idiota! —dijo la Reina, agitando la cabeza con
impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia, le pregun-
tó—: ¿Cómo te llamas, niña?
—Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad —con-
testó Alicia en un tono de lo más cortés, pero añadió
para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son
más que una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sen-
tirme asustada!»
—¿Y quiénes son éstos? —siguió preguntando la
Reina, mientras señalaba a los tres jardineros que
yacían en torno al rosal.
Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la
parte de atrás, que era igual en todas las cartas de la
baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o
soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.
—¿Cómo voy a saberlo yo? —replicó Alicia, asom-
brada de su propia audacia—. ¡No es asunto mío!
La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una
mirada fulminante y feroz, empezó a gritar:
—¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten...!
—¡Tonterías! —exclamó Alicia, en voz muy alta y
decidida.
Y la Reina se calló.
El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con ti-
midez:
—Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!
La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Va-
let:
—¡Dales la vuelta a éstos!
Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con
un pie.
—¡Arriba! —gritó la Reina, en voz fuerte y deto-
nante.
Y los tres jardineros se pusieron en pie de un sal-
to, y empezaron a hacer profundas reverencias al
Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo
el mundo.
—¡Basta ya! —gritó la Reina—. ¡Me estáis poniendo
nerviosa! —Y después, volviéndose hacia el rosal, con-
tinuó—: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?
—Con la venia de Su Majestad —empezó a expli-
car Dos, en tono muy humilde, e hincando en el suelo
una rodilla mientras hablaba—, estábamos intentan-
do...
—¡Ya lo veo! —estalló la Reina, que había estado
examinando las rosas ¡Que les corten la cabeza!
Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque
tres soldados se quedaron allí para ejecutar a los
desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse
junto a Alicia.
—¡No os cortarán la cabeza! —dijo Alicia, y los
metió en una gran maceta que había allí cerca.
Los tres soldados estuvieron algunos minutos
dando vueltas por allí, buscando a los jardineros, y
después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.
—¿Han perdido sus cabezas? —gritó la Reina.
—Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de
Su Majestad —gritaron los soldados como respuesta.
—¡Muy bien! —gritó la Reina—. ¿Sabes jugar al
croquet?
Los soldados guardaron silencio, y volvieron la
mirada hacia Alicia, porque era evidente que la pre-
gunta iba dirigida a ella.
—¡Sí! —gritó Alicia.
—¡Pues andando! —vociferó la Reina.
Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con
gran curiosidad qué iba a suceder a continuación.
—Hace... ¡hace un día espléndido! —murmuró a su
lado una tímida vocecilla.
Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco,
que la miraba con ansiedad.
—Mucho —dijo Alicia—. ¿Dónde está la Duquesa?
—¡Chitón! ¡Chitón! —dijo el Conejo en voz baja y
apremiante. Miraba ansiosamente a sus espaldas
mientras hablaba, y después se puso de puntillas,
acercó el hocico a la oreja de Alicia y susurró—: Ha
sido condenada a muerte.
—¿Por qué motivo? —quiso saber Alicia.
—¿Has dicho «pobrecilla»? —preguntó el Conejo.
—No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna
«pobrecilla». He dicho: «¿Por qué motivo?»
—Le dio un sopapo a la Reina... —empezó a decir
el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de risa—. ¡Chi-
tón! ¡Chitón! —suplicó el Conejo con una vocecilla
aterrada—. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la
Duquesa llegó bastante tarde, y la Reina dijo...
—¡Todos a sus sitios! —gritó la Reina con voz de
trueno.
Y todos se pusieron a correr en todas direcciones,
tropezando unos con otros. Sin embargo, unos minu-
tos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.
Alicia pensó que no había visto un campo de cro-
quet tan raro como aquel en toda su vida. Estaba lle-
no de montículos y de surcos. Las bolas eran erizos
vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados
tenían que doblarse y ponerse a cuatro patas para
formar los aros.
La dificultad más grave con
que Alicia se encontró al prin-
cipio fue manejar a su flamenco.
Logró dominar al pajarraco me-
tiéndoselo debajo del brazo, con
las patas colgando detrás, pero
casi siempre, cuando había lo-
grado enderezarle el largo cuello
y estaba a punto de darle un
buen golpe al erizo con la cabeza
del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba dere-
chamente a los ojos con tanta extrañeza, que Alicia
no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a
bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nue-
vo, era muy irritante descubrir que el erizo se había
desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si todo
esto no bastara, siempre había un montículo o un
surco en la dirección en que ella quería lanzar al eri-
zo, y, como además los soldados doblados en forma
de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros
puntos del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión
de que se trataba de una partida realmente difícil.
Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar
su turno, discutiendo sin cesar y disputándose los
erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un pa-
roxismo de furor y andaba de un lado a otro dando
patadas en el suelo y gritando a cada momento «¡Que
le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la
cabeza!».
Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad
ella no había tenido todavía ninguna disputa con la
Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier ins-
tante. «Y entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí
todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que
quede todavía alguien con vida!» Estaba buscando
pues alguna forma de escapar, y preguntándose si
podría irse de allí sin que la vieran, cuando advirtió
una extraña aparición en el aire.
Al principio quedó muy desconcertada, pero, des-
pués de observarla unos minutos, descubrió que se
trataba de una sonrisa, y se dijo:
—Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien
con quien poder hablar.
—¿Qué tal estás? —le dijo el Gato, en cuanto tuvo
hocico suficiente para poder hablar.
Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y en-
tonces le saludó con un gesto. «De nada servirá que
le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos
una de ellas». Un minuto después había aparecido
toda la cabeza, y entonces Alicia dejó en el suelo su
flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el jue-
go, muy contenta de tener a alguien que la escuchara.
El Gato creía sin duda que su parte visible era ya su-
ficiente, y no apareció nada más.
—Me parece que no juegan ni un poco limpio —em-
pezó Alicia en tono quejumbroso—, y se pelean de un
modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no
parece que haya ninguna regla... Y, si las hay, nadie
hace caso de ellas... Y no puedes imaginar qué lío es
el que las cosas estén vivas. Por ejemplo, allí va el aro
que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del
campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la
Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el
mío!
—¿Qué te parece la Reina? —dijo el Gato en voz
baja.
—No me gusta nada —dijo Alicia . Es tan exagera-
da... —En este momento, Alicia advirtió que la Reina
estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía,
de modo que siguió—: ...tan exageradamente dada a
ganar, que no merece la pena terminar la partida.
La Reina sonrió y reanudó su camino.
—¿Con quién estás hablando? —preguntó el Rey,
acercándose a Alicia y mirando la cabeza del Gato
con gran curiosidad.
—Es un amigo mío... un Gato de Cheshire —dijo
Alicia—. Permita que se lo presente.
—No me gusta ni pizca su aspecto —aseguró el
Rey—. Sin embargo, puede besar mi mano si así lo
desea.
—Prefiero no hacerlo —confesó el Gato.
—No seas impertinente —dijo el Rey—, ¡y no me
mires de esta manera!
Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.
—Un gato puede mirar cara a cara a un rey —sen-
tenció Alicia—. Lo he leído en un libro, pero no re-
cuerdo cuál.
—Bueno, pues hay que eliminarlo —dijo el Rey
con decisión, y llamó a la Reina, que precisamente
pasaba por allí—. ¡Querida! ¡Me gustaría que elimina-
ras a este gato!
Para la Reina sólo existía un modo de resolver los
problemas, fueran grandes o pequeños.
—¡Que le corten la cabeza! —ordenó, sin moles-
tarse siquiera en echarle una ojeada.
—Yo mismo iré a buscar al verdugo —dijo el Rey
apresuradamente. Y se alejó corriendo de allí.
Alicia pensó que sería mejor que ella volviese al
juego y averiguase cómo iba la partida, pues oyó a lo
lejos la voz de la Reina, que aullaba de furor.
Acababa de dictar sentencia de muerte contra tres
de los jugadores, por no haber jugado cuando les
tocaba su turno. Y a Alicia no le gustaba ni pizca el
aspecto que estaba tomando todo aquello, porque la
partida había llegado a tal punto de confusión que le
era imposible saber cuándo le tocaba jugar y cuándo
no. Así pues, se puso a buscar su erizo.
El erizo se había enzarzado en una pelea con otro
erizo, y esto le pareció a Alicia una excelente ocasión
para hacer una carambola: la única dificultad era que
su flamenco se había largado al otro extremo del jar-
dín, y Alicia podía verlo allí, aleteando torpemente en
un intento de volar hasta las ramas de un árbol.
Cuando hubo recuperado a su flamenco y volvió
con él, la pelea había terminado, y no se veía rastro
de ninguno de los erizos. «Pero esto no tiene dema-
siada importancia», pensó Alicia, «ya que todos los
aros se han marchado de esta parte del campo». Así
pues, sujetó bien al flamenco debajo del brazo, para
que no volviera a escaparse, y se fue a charlar un po-
co más con su amigo.
Cuando volvió junto al Gato de Cheshire, quedó
sorprendida al ver que un gran grupo de gente se
había congregado a su alrededor. El verdugo, el Rey y
la Reina discutían acaloradamente, hablando los tres
a la vez, mientras los demás guardaban silencio y
parecían sentirse muy incómodos.
En cuanto Alicia entró en escena, los tres se diri-
gieron a ella para que decidiera la cuestión, y le die-
ron sus argumentos. Pero, como hablaban todos a la
vez, se le hizo muy difícil entender exactamente lo
que le decían.
La teoría del verdugo era que resultaba imposible
cortar una cabeza si no había cuerpo del que cortarla;
decía que nunca había tenido que hacer una cosa pa-
recida en el pasado y que no iba a empezar a hacerla
a estas alturas de su vida.
La teoría del Rey era que todo lo que tenía una
cabeza podía ser decapitado, y que se dejara de decir
tonterías.
La teoría de la Reina era que si no solucionaba el
problema inmediatamente, haría cortar la cabeza a
cuantos la rodeaban. (Era esta última amenaza la que
hacía que todos tuvieran un aspecto grave y asusta-
do.) A Alicia sólo se le ocurrió decir:
—El Gato es de la Duquesa. Lo mejor será pregun-
tarle a ella lo que debe hacerse con él.
—La Duquesa está en la cárcel —dijo la Reina al
verdugo—. Ve a buscarla.
Y el verdugo partió como una flecha.
La cabeza del Gato empezó a desvanecerse a par-
tir del momento en que el verdugo se fue, y, cuando
éste volvió con la Duquesa, había desaparecido to-
talmente. Así pues, el Rey y el verdugo empezaron a
corretear de un lado a otro en busca del Gato, mien-
tras el resto del grupo volvía a la partida de croquet.
IX. LA HISTORIA DE LA FALSA TORTUGA

—¡No sabes lo contenta que estoy de volver a verte,


querida mía! —dijo la Duquesa, mientras cogía a Ali-
cia cariñosamente del brazo y se la llevaba a pasear
con ella.
Alicia se alegró de encontrarla de tan buen hu-mor,
y pensó para sus adentros que quizá fuera sólo la pi-
mienta lo que la tenía hecha una furia cuando se co-
nocieron en la cocina. «Cuando yo sea Duquesa», se
dijo (aunque no con demasiadas esperanzas de llegar
a serlo), «no tendré ni una pizca de pimienta en mi
cocina. La sopa está muy bien sin pimienta... A lo me-
jor es la pimienta lo que pone a la gente de mal
humor», siguió pensando, muy contenta de haber
hecho un nuevo descubrimiento, «y el vinagre lo que
hace a las personas agrias.,. y la manzanilla lo que las
hace amargas... y... el regaliz y las golosinas lo que
hace que los niños sean dulces. ¡Ojalá la gente lo su-
piera! Entonces no serían tan tacaños con los dulces...»
Entretanto, Alicia casi se había olvidado de la Du-
quesa, y tuvo un pequeño sobresalto cuando oyó su
voz muy cerca de su oído.
—Estás pensando en algo, querida, y eso hace que
te olvides de hablar. No puedo decirte en este instan-
te la moraleja de esto, pero la recordaré en seguida.
—Quizá no tenga moraleja —se atrevió a observar
Alicia.
—¡Calla, calla, criatura! —dijo la Duquesa—. Todo
tiene una moraleja, sólo falta saber encontrarla.
Y se apretujó más estrechamente contra Alicia
mientras hablaba. A Alicia no le gustaba mucho te-
nerla tan cerca: primero, porque la Duquesa era muy
fea; y, segundo, porque tenía exactamente la estatura
precisa para apoyar la barbilla en el hombro de Ali-
cia, y era una barbilla puntiaguda de lo más desagra-
dable.
Sin embargo, como no le gustaba ser grosera, lo
soportó lo mejor que pudo.
—La partida va ahora un poco mejor —dijo, en un
intento de reanudar la conversación.
—Así es —afirmó la Duquesa—, y la moraleja de
esto es... «Oh, el amor, el amor. El amor hace girar el
mundo.»
—Cierta persona dijo —rezongó Alicia— que el
mundo giraría mejor si cada uno se ocupara de sus
propios asuntos.
—Bueno, bueno. En el fondo viene a ser lo mismo
—dijo la Duquesa, y hundió un poco más la puntia-
guda barbilla en el hombro de Alicia al añadir—: Y la
moraleja de esto es...
«¡Qué manía en buscarle a todo una moraleja!»,
pensó Alicia.
—Me parece que estás sorprendida de que no te
pase el brazo por la cintura —dijo la Duquesa tras
unos instantes de silencio—. La razón es que tengo
mis dudas sobre el carácter de tu flamenco. ¿Quieres
que intente el experimento?
—A lo mejor le da un picotazo —replicó pruden-
temente Alicia, que no tenía las menores ganas de
que se intentara el experimento.
—Es verdad —reconoció la Duquesa—. Los fla-
mencos y la mostaza pican. Y la moraleja de esto es:
«Pájaros de igual plumaje hacen buen maridaje».
—Sólo que la mostaza no es un pájaro —observó
Alicia.
—Tienes toda la razón —dijo la Duquesa—. ¡Con
qué claridad planteas las cuestiones!
—Es un mineral, creo —dijo Alicia.
—Claro que lo es —asintió la Duquesa, que pare-
cía dispuesta a estar de acuerdo con todo lo que de-
cía Alicia—. Hay una gran mina de mostaza cerca de
aquí. Y la moraleja de esto es...
—¡Ah, ya me acuerdo! —exclamó Alicia, que no
había prestado atención a este último comentario—.
Es un vegetal. No tiene aspecto de serlo, pero lo es.
—Enteramente de acuerdo —dijo la Duquesa—, y
la moraleja de esto es: «Sé lo que quieres parecer» o,
si quieres que lo diga de un modo más simple: «Nun-
ca imagines ser diferente de lo que a los demás pu-
dieras parecer o hubieses parecido ser si les hubiera
parecido que no fueses lo que eres».
—Me parece que esto lo entendería mejor —dijo
Alicia amablemente— si lo viera escrito, pero tal co-
mo usted lo dice no puedo seguir el hilo.
—¡Esto no es nada comparado con lo que yo podría
decir si quisiera! —afirmó la Duquesa con orgullo.
—¡Por favor, no se moleste en decirlo de una ma-
nera más larga! —imploró Alicia.
—¡Oh, no hables de molestias! —dijo la Duquesa—.
Te regalo con gusto todas las cosas que he dicho has-
ta este momento.
«¡Vaya regalito!», pensó Alicia. «¡Menos mal que
no existen regalos de cumpleaños de este tipo!» Pero
no se atrevió a decirlo en voz alta.
—¿Otra vez pensativa? —preguntó la Duquesa,
hundiendo un poco más la afilada barbilla en el
hombro de Alicia.
—Tengo derecho a pensar, ¿no? —replicó Alicia
con acritud, porque empezaba a estar harta de la Du-
quesa.
—Exactamente el mismo derecho dijo la Duque-
sa— que el que tienen los cerdos a volar, y la mora...
Pero en este punto, con gran sorpresa de Alicia, la
voz de la Duquesa se perdió en un susurro, precisa-
mente en medio de su palabra favorita, «moraleja», y
el brazo con que tenía cogida a Alicia empezó a tem-
blar. Alicia levantó los ojos, y vio que la Reina estaba
delante de ellas, con los brazos cruzados y el ceño
tempestuoso.
—¡Hermoso día, Majestad! —empezó a decir la
Duquesa en voz baja y temblorosa.
—Ahora vamos a dejar las cosas bien claras rugió
la Reina, dando una patada en el suelo mientras
hablaba—: ¡O tú o tu cabeza tenéis que desaparecer
del mapa! ¡Y en menos que canta un gallo! ¡Elige!
La Duquesa eligió, y desapareció a toda prisa.
—Y ahora volvamos al juego —le dijo la Reina a
Alicia.
Alicia estaba demasiado asustada para decir esta
boca es mía, pero siguió dócilmente a la Reina hacia
el campo de croquet.
Los otros invitados habían aprovechado la ausen-
cia de la Reina, y se habían tumbado a la sombra, pe-
ro, en cuanto la vieron, se apresuraron a volver al
juego, mientras la Reina se limitaba a señalar que un
segundo de retraso les costaría la vida.
Todo el tiempo que estuvieron jugando, la Reina
no dejó de pelearse con los otros jugadores, ni dejó
de gritar «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le
corten a ésta la cabeza!» Aquellos a los que condena-
ba eran puestos bajo la vigilancia de soldados, que
naturalmente tenían que dejar de hacer de aros, de
modo que al cabo de una media hora no quedaba ni
un solo aro, y todos los jugadores, excepto el Rey, la
Reina y Alicia, estaban arrestados y bajo sentencia de
muerte.
Entonces la Reina abandonó la partida, casi sin
aliento, y le preguntó a Alicia :
—¿Has visto ya a la Falsa Tortuga?
—No —dijo Alicia—. Ni siquiera sé lo que es una
Falsa Tortuga.
—¿Nunca has comido sopa de tortuga? —pre-
guntó la Reina—. Pues hay otra sopa que parece de
tortuga pero no es de auténtica tortuga. La Falsa Tor-
tuga sirve para hacer esta sopa.
—Nunca he visto ninguna, ni he oído hablar de
ella —dijo Alicia.
—¡Andando, pues! —ordenó la Reina—. Y la Falsa
Tortuga te contará su historia.
Mientras se alejaban juntas, Alicia oyó que el Rey
decía en voz baja a todo el grupo: «Quedáis todos
perdonados.» «¡Vaya, eso sí que está bien!», se dijo
Alicia, que se sentía muy inquieta por el gran número
de ejecuciones que la Reina había ordenado.
Al poco rato llegaron junto a un Grifo, que yacía
profundamente dormido al sol. (Si no sabéis lo que es
un grifo, mirad el dibujo).

—¡Arriba, perezoso! —ordenó la Reina—. Y acom-


paña a esta señorita a ver a la Falsa Tortuga y a que
oiga su historia. Yo tengo que volver para vigilar unas
cuantas ejecuciones que he ordenado.
Y se alejó de allí, dejando a Alicia sola con el Gri-
fo. A Alicia no le gustaba nada el aspecto de aquel
bicho, pero pensó que, a fin de cuentas, quizás estu-
viera más segura si se quedaba con él que si volvía
atrás con el basilisco de la Reina. Así pues, esperó.
El Grifo se incorporó y se frotó los ojos; después
estuvo mirando a la Reina hasta que se perdió de vis-
ta; después soltó una carcajada burlona.
—¡Tiene gracia! —dijo el Grifo, medio para sí, me-
dio dirigiéndose a Alicia.
—¿Qué es lo que tiene gracia? —preguntó Alicia.
—Ella —contestó el Grifo. Todo son fantasías su-
yas. Nunca ejecutan a nadie, sabes. ¡Vamos!
«Aquí todo el mundo da órdenes», pensó Alicia,
mientras lo seguía con desgana.
«¡No había recibido tantas órdenes en toda mi vi-
da! ¡Jamás!»No habían andado mucho cuando vieron
a la Falsa Tortuga a lo lejos, sentada triste y solitaria
sobre una roca, y, al acercarse, Alicia pudo oír que
suspiraba como si se le partiera el corazón. Le dio
mucha pena.
—¿Qué desgracia le ha ocurrido? —preguntó al
Grifo.
Y el Grifo contestó, casi con las mismas palabras
de antes:
—Todo son fantasías suyas. No le ha ocurrido nin-
guna desgracia, sabes. ¡Vamos!
Así pues, llegaron junto a la Falsa Tortuga, que
los miró con sus grandes ojos llenos de lágrimas,
pero no dijo nada.
—Aquí esta señorita —explicó el Grifo— quiere
conocer tu historia.
—Voy a contársela —dijo la Falsa Tortuga en voz
grave y quejumbrosa—. Sentaos los dos, y no digáis
ni una sola palabra hasta que yo haya terminado.
Se sentaron pues, y durante unos minutos nadie
habló. Alicia se dijo para sus adentros: «No entiendo
cómo va a poder terminar su historia, si no se decide
a empezarla». Pero esperó pacientemente.
—Hubo un tiempo —dijo por
fin la Falsa Tortuga, con un pro-
fundo suspiro— en que yo era una
tortuga de verdad.
Estas palabras fueron seguidas
por un silencio muy largo, roto só-
lo por uno que otro graznido del
Grifo y por los constantes sollozos
de la Falsa Tortuga.
Alicia estaba a punto de levantarse y de decir:
«Muchas gracias, señora, por su interesante historia»,
pero no podía dejar de pensar que tenía forzosamen-
te que seguir algo más, conque siguió sentada y no
dijo nada.
—Cuando éramos pequeñas —siguió por fin la
Falsa Tortuga, un poco más tranquila, pero sin poder
todavía contener algún sollozo—, íbamos a la escuela
del mar. El maestro era una vieja tortuga a la que
llamábamos Galápago.
—¿Por qué lo llamaban Galápago, si no era un ga-
lápago? —preguntó Alicia.
—Lo llamábamos Galápago porque siempre esta-
ba diciendo que tenía a «gala» enseñar en una escuela
de «pago» —explicó la Falsa Tortuga de mal humor—.
¡Realmente eres una niña bastante tonta!
—Tendrías que avergonzarte de ti misma por pre-
guntar cosas tan evidentes —añadió el Grifo.
Y el Grifo y la Falsa Tortuga permanecieron sen-
tados en silencio, mirando a la pobre Alicia, que hu-
biera querido que se la tragara la tierra. Por fin el Gri-
fo le dijo a la Falsa Tortuga:
—Sigue con tu historia, querida. ¡No vamos a pa-
sarnos el día en esto!
Y la Falsa Tortuga siguió con estas palabras:
—Sí, íbamos a la escuela del mar, aunque tú no lo
creas...
—¡Yo nunca dije que no lo creyera! —la interrum-
pió Alicia.
—Sí lo hiciste —dijo la Falsa Tortuga. —¡Cállate
esa boca! —añadió el Grifo, antes de que Alicia pudie-
ra volver a hablar.
La Falsa Tortuga siguió:
—Recibíamos una educación perfecta... En reali-
dad, íbamos a la escuela todos los días...
—También yo voy a la escuela todos los días —di-
jo Alicia—. No hay motivo para presumir tanto.
—¿Una escuela con clases especiales? —preguntó
la Falsa Tortuga con cierta ansiedad.
—Sí —contestó Alicia. Tenemos clases especiales
de francés y de música.
—¿Y lavado? —preguntó la Falsa Tortuga.
—¡Claro que no! —protestó Alicia indignada.
—¡Ah! En tal caso no vas en realidad a una buena
escuela —dijo la Falsa Tortuga en tono de alivio—. En
nuestra escuela había clases especiales de francés,
música y lavado.
—No han debido servirle de gran cosa —observó
Alicia—, viviendo en el fondo del mar.
—Yo no tuve ocasión de aprender —dijo la Falsa
Tortuga con un suspiro—. Sólo asistí a las clases nor-
males.
—¿Y cuáles eran ésas? —preguntó Alicia interesada.
—Nos enseñaban a beber y a escupir, naturalmen-
te. Y luego, las diversas materias de la aritmética: a
saber, fumar, reptar, feificar y sobre todo la dimisión.
—Jamás oí hablar de feificar —respondió Alicia.
El Grifo se alzó sobre dos patas, muy asombrado:
—¡Cómo! ¿Nunca aprendiste a feificar? Por lo me-
nos sabrás lo que significa "embellecer".
—Pues... eso sí, quiere decir hacer algo más bello
de lo que es.
—Pues —respondió el Grifo triunfalmente—, si no
sabes ahora lo que quiere decir feificar es que estás
completamente tonta.
Con lo cual cerró la boca a Alicia, la que ya no se
atrevió a seguir preguntando lo que significaban las
cosas. Dijo a la Falsa Tortuga:
—¿Qué otras cosas aprendías allí?
—Pues aprendía Histeria, Histeria Antigua y
Moderna. También Mareografía, y Dibujo. El profesor
era un congrio que venía a darnos clase una vez por
semana y que nos enseñó eso, más otras cosas, como
la tintura al bóleo.
—¿Y eso qué es? —preguntó Alicia.
—No puedo hacerte una demostración, ya que
ahora estoy muy baja de forma —respondió la Falsa
Tortuga. Y el Grifo, como él mismo podrá decirte,
nunca aprendió a tintar al bóleo.
—Nunca tuve tiempo suficiente —se excusó el
Grifo—. Pero sí que iba a las clases de Letras. Y te-
níamos un maestro que era un gran maestro, un vie-
jo cangrejo.
—Nunca fui a sus clases —dijo la Falsa Tortuga
lloriqueando—, dicen que enseñaba patín y riego.
—Sí, sí que lo hacía —respondió el Grifo. Y las dos
se taparon la cabeza con las patas, muy solivianta-
das.
—¿Cuántas horas al día duraban esas lecciones?
—preguntó Alicia interesada, aunque no lograba en-
tender mucho qué eran aquellas asignaturas tan ra-
ras, o si es que no sabían pronunciar. Tintura al bóleo
debería ser pintura al óleo, y patín y riego serían La-
tín y Griego, pero lo que es las otras, se le escapaban.
—Teníamos diez horas al día el primer día. Luego,
el segundo día, nueve y así sucesivamente.
—Pues me resulta un horario muy extraño —ob-
servó la niña.
—Por eso se llamaban cursos, no entiendes nada.
Se llamaban cursos porque se acortaban de día en día.
Eso resultaba nuevo para Alicia y antes de hacer
una nueva pregunta le dio unas cuantas vueltas al
asunto. Por fin preguntó:
—Entonces, el día once, sería fiesta, claro.
—Naturalmente que sí —respondió la Falsa Tor-
tuga.
—¿Y el duodécimo?
—Basta de cursos ya —ordenó el Grifo autorita-
riamente—. Cuéntale ahora algo sobre los juegos.
X. EL BAILE DE LA LANGOSTA

La Falsa Tortuga suspiró profundamente y se enjugó


una lágrima con la aleta. Antes de hablar, miró a Ali-
cia durante bastante tiempo, mientras los sollozos
casi la ahogaban.
—Se te ha atragantado un hueso, parece —dijo el
Grifo poco respetuoso. Y se puso a darle golpes en la
concha por la parte de la espalda.
Por fin la Tortuga recobró la voz y reanudó su na-
rración, solo que las lágrimas resbalaban por su vieja
cara arrugada.
—Tú acaso no hayas vivido mucho tiempo en el
fondo del mar...
—Desde luego que no —dijo Alicia.
—Y quizá no hayas entrado nunca en contacto
con una langosta.
Alicia empezó a decir: «Una vez comí...», pero se
interrumpió a toda prisa por si alguien se sentía
ofendido.
—No, nunca —respondió.
Pues entonces, ¡no puedes tener ni idea de lo
agradable que resulta el Baile de la Langosta.
—No —reconoció Alicia—. ¿Qué clase de baile es
ése?
—Verás —dijo el Grifo—, primero se forma una
línea a lo largo de la playa...
—¡Dos líneas! —gritó la Falsa Tortuga—. Focas,
tortugas y demás. Entonces, cuando se han quitado
todas las medusas de en medio...
—Cosa que por lo general lleva bastante tiempo
—interrumpió el Grifo.
—... se dan dos pasos al frente...
—¡Cada uno con una langosta de pareja! —gritó el
Grifo.
—Por supuesto —dijo la Falsa Tortuga—. Se dan
dos pasos al frente, se forman parejas...
—...se cambia de langosta, y se retrocede en el
mismo orden —siguió el Grifo.
—Entonces —siguió la Falsa Tortuga— se lanzan
las...
—¡Las langostas! —exclamó el Grifo con entusias-
mo, dando un salto en el aire.
—...lo más lejos que se pueda en el mar...
—¡Y a nadar tras ellas! —chilló el Grifo.
—¡Se da un salto mortal en el mar! —gritó la Falsa
Tortuga, dando palmadas de entusiasmo.
—¡Se cambia otra vez de langosta! —aulló el Grifo.
—Se vuelve a la playa, y... aquí termina la primera
figura —dijo la Falsa Tortuga, mientras bajaba repen-
tinamente la voz.
Y las dos criaturas, que habían estado dando sal-
tos y haciendo cabriolas durante toda la explicación,
se volvieron a sentar muy tristes y tranquilas, y mira-
ron a Alicia.
—Debe de ser un baile precioso —dijo Alicia con
timidez.
—¿Te gustaría ver un poquito cómo se baila? —
propuso la Falsa Tortuga.
—Claro, me gustaría muchísimo —dijo Alicia.
—¡Ea, vamos a intentar la primera figura! —le dijo
la Falsa Tortuga al Grifo—. Podemos hacerlo sin lan-
gostas, sabes. ¿Quién va a cantar?
—Cantarás tú —dijo el Grifo—. Yo he olvidado la
letra.
Empezaron pues a bailar solemnemente alrededor
de Alicia, dándole un pisotón cada vez que se acerca-
ban demasiado y llevando el compás con las patas
delanteras, mientras la Falsa Tortuga entonaba len-
tamente y con melancolía:

«¿Por qué no te mueves más aprisa?»


le preguntó una pescadilla a un caracol.
«Porque tengo tras mí un delfín
pisoteándome el talón.»
¡Mira lo contentas que se ponen
las langostas y tortugas al andar!
Nos esperan en la playa
¡Venga! ¡Baila y déjate llevar!
¡Venga, baila, venga, baila,
venga, baila y déjate llevar!
¡Baila, venga, baila, venga,
baila, venga y déjate llevar!
¡No te puedes imaginar
qué agradable es el baile
cuando nos arrojan
con las langostas hacia el mar!
Pero el caracol respondía siempre:
«¡Demasiado lejos, demasiado lejos!»
y ni siquiera se preocupaba de mirar.
No quería bailar, no quería bailar,
no quería bailar...
—Muchas gracias. Es un baile muy interesante —di-
jo Alicia, cuando vio con alivio que el baile había
terminado—. ¡Y me ha gustado mucho esta canción
de la pescadilla!
—Oh, respecto a la pescadilla... —dijo la Falsa
Tortuga—. Las pescadillas son... Bueno, supongo que
tú ya habrás visto alguna.
—Sí —respondió Alicia—, las he visto a menudo
en la cen...
Pero se contuvo a tiempo y guardó silencio.
—No sé qué es eso de cen —dijo la Falsa Tortu-
ga—, pero, si las has visto tan a menudo, sabrás na-
turalmente cómo son.
—Creo que sí —respondió Alicia pensativa. Llevan
la cola dentro de la boca y van cubiertas de pan ra-
llado.
—Te equivocas en lo del pan —dijo la Falsa Tor-
tuga—. En el mar el pan rallado desaparecería en se-
guida. Pero es verdad que llevan la cola dentro de la
boca, y la razón es... —Al llegar a este punto la Falsa
Tortuga bostezó y cerró los ojos—. Cuéntale tú la
razón de todo esto —añadió, dirigiéndose al Grifo.
—La razón es —dijo el Grifo— que las pescadillas
quieren participar con las langostas en el baile. Y por
lo tanto las arrojan al mar. Y por lo tanto tienen que
ir a caer lo más lejos posible. Y por lo tanto se cogen
bien las colas con la boca. Y por lo tanto no pueden
después volver a sacarlas. Eso es todo.
—Gracias —dijo Alicia—. Es muy interesante. Nun-
ca había sabido tantas cosas sobre las pescadillas.
—Pues aún puedo contarte más cosas sobre
ellas— dijo el Grifo.— ¿A que no sabes por qué las
pescadillas son blancas?
—No, y jamás me lo he preguntado, la verdad
¿Por qué son blancas?
—Pues porque sirven para darle brillo a los zapa-
tos y las botas, por eso, por lo blancas que son— res-
pondió el Grifo muy satisfecho.
Alicia permaneció asombrada, con la boca abierta.
—Para sacar brillo— repetía estupefacta—. No me
lo explico.
—Pero, claro. ¿A ver? ¿Cómo se limpian los zapa-
tos? Vamos, ¿cómo se les saca brillo?
Alicia se miró los pies, pensativa, y vaciló antes de
dar una explicación lógica.
—Con betún negro, creo.
—Pues bajo el mar, a los zapatos se les da blanco
de pescadilla —respondió el Grifo sentenciosamen-
te.— Ahora ya lo sabes.
—¿Y de que están hechos?
—De mero y otros peces, vamos hombre, si cual-
quier gamba sabría responder a esa pregunta —res-
pondió el Grifo con impaciencia.
—Si yo hubiera sido una pescadilla, le hubiera di-
cho al delfín: «Haga el favor de marcharse, porque no
deseamos estar con usted»— dijo Alicia pensando en
una estrofa de la canción.
—No —respondió la Falsa Tortuga—. No tenían
más remedio que estar con él, ya que no hay ningún
pez que se respete que no quiera ir acompañado de
un delfín.
—¿Eso es así? —preguntó Alicia muy sorprendida.
—¡Claro que no! —replicó la Falsa Tortuga—. Si a
mí se me acercase un pez y me dijera que marchaba
de viaje, le preguntaría primeramente: «¿Y con qué
delfín vas?»
Alicia se quedó pensativa. Luego aventuró:
—No sería en realidad que le dijera ¿con qué fin?
—¡Digo lo que digo! —aseguró la Tortuga ofendida.
—Y ahora —dijo el Grifo, dirigiéndose a Alicia—,
cuéntanos tú alguna de tus aventuras.
—Puedo contaros mis aventuras... a partir de esta
mañana —dijo Alicia con cierta timidez—. Pero no
serviría de nada retroceder hasta ayer, porque ayer
yo era otra persona.
—¡Es un galimatías! Explica todo esto —dijo la
Falsa Tortuga.
—¡No, no! Las aventuras primero —exclamó el
Grifo con impaciencia—, las explicaciones ocupan de-
masiado tiempo.
Así pues, Alicia empezó a contar sus aventuras a
partir del momento en que vio por primera vez al
Conejo Blanco. Al principio estaba un poco nerviosa,
porque las dos criaturas se pegaron a ella, una a cada
lado, con ojos y bocas abiertos como naranjas, pero
fue cobrando valor a medida que avanzaba en su re-
lato. Sus oyentes guardaron un silencio completo
hasta que llegó el momento en que le había recitado
a la Oruga el poema aquél de «Has envejecido, Padre
Guillermo...» que en realidad le había salido muy dis-
tinto de lo que era. Al llegar a este punto, la Falsa
Tortuga dio un profundo suspiro y dijo:
—Todo eso me parece muy curioso.
—No puede ser más curioso —remachó el Grifo.
—Te salió tan diferente... —repitió la Tortuga—,
que me gustaría que nos recitases algo ahora.
Se volvió al Grifo.
—Dile que empiece.
El Grifo indicó:
—Ponte en pie y recita eso de «Es la voz del pere-
zoso...»
—Pero, ¡cuántas órdenes me dan estas criaturas!
—dijo Alicia en voz baja—. Parece como si me estu-
vieran haciendo repetir las lecciones. Para esto lo
mismo me daría estar en la escuela.
Pero se puso en pie y comenzó obedientemente a
recitar el poema. Mientras tanto, no dejaba de darle
vueltas en su cabeza a la danza de las langostas y en
realidad apenas sabía lo que estaba diciendo. Y así le
resultó lo que recitaba:

La voz de la Langosta
he oído declarar:
Me han tostado demasiado
y ahora tendré que ponerme azúcar.
Lo mismo que el pato hace con los párpados
hace la langosta con su nariz:
ajustarse el cinturón y abotonarse
mientras tuerce los tobillos.

Cuando la arena está seca


Está feliz, tanto como una perdiz,
y habla con desprecio del tiburón.
Pero cuando la marea sube
y los tiburones la cercan,
se le quiebra la voz
Y sólo sabe balbucear.

El Grifo dijo:
—No lo oía así yo cuando era niño. Resulta distinto.
—Puede ser, aunque lo cierto es que yo jamás he
oído ese poema —dijo la Falsa Tortuga—, pero el ca-
so es que me suena a disparates.
Alicia no contestó. Se cubrió la cara con las ma-
nos, tras sentarse de nuevo y se preguntó si sería
posible que nada pudiera suceder allí de una manera
natural.
—Veamos, me gustaría escuchar una explicación
lógica —dijo la Falsa Tortuga.
—No sabe explicarlo— intervino el Grifo.— Pero,
bueno, prosigue con la siguiente estrofa.
—Pero— insistió la Tortuga—, ¿qué hay de los
tobillos? ¿Cómo podía torcérselos con la nariz?
—Se trata de la primera posición de todo el baile
—aclaró Alicia que, sin embargo, no comprendía na-
da de lo que estaba sucediendo, y deseaba cambiar el
tema de la conversación.
—¡Prosigue con la siguiente estrofa!— reclamó el
Grifo—. Si no me equivoco es la que comienza di-
ciendo: «Pasé por su jardín...»
Alicia obedeció, aunque estaba segura de que to-
do iba a seguir saliendo tergiversado. Con voz tem-
blorosa dijo:

Pasé por su jardín


y con un solo ojo
pude observar muy bien
cómo el búho y la pantera
estaban repartiéndose un pastel.
La pantera se llevó la pasta,
la carne y el relleno,
mientras que al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
al búho le tocaba
sólo la fuente que contenía el pastel.
Cuando terminaron de comérselo,
el búho como regalo,
se llevó en el bolsillo la cucharilla,
en tanto la pantera, con el cuchillo y el tenedor,
terminaba el singular banquete.

—Lo que digo yo —dijo la Tortuga, —es ¿de qué


nos sirve tanto recitar y recitar? ¿Si no explicas el
significado de los que estás diciendo! ¡Bueno! ¡Esto es
lo más confuso que he oído en mi vida!
—Desde luego —asintió el Grifo—. Creo que lo
mejor será que lo dejes.
Y Alicia se alegró muchísimo.
—¿Intentamos otra figura del Baile de la Langos-
ta? —siguió el Grifo—. ¿O te gustaría que la Falsa
Tortuga te cantara otra canción?
—¡Otra canción, por favor, si la Falsa Tortuga fue-
se tan amable! —exclamó Alicia, con tantas prisas
que el Grifo se sintió ofendido.
—¡Vaya! —murmuró en tono dolido—. ¡Sobre gus-
tos no hay nada escrito! ¿Quieres cantarle «Sopa de
Tortuga», amiga mía?
La Falsa Tortuga dio un profundo suspiro y em-
pezó a cantar con voz ahogada por los sollozos:

Hermosa sopa, en la sopera,


tan verde y rica, nos espera.
Es exquisita, es deliciosa.
¡Sopa de noche, hermosa sopa!
¡Hermoooo-sa soooo-pa!
¡Hermooo~-sa soooo-pa!
¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!

—¡Canta la segunda estrofa! —exclamó el Grifo.


Y la Falsa Tortuga acababa de empezarla, cuando
se oyó a lo lejos un grito de «¡Se abre el juicio!»
—¡Vamos! —gritó el Grifo. Y, cogiendo a Alicia de la
mano, echó a correr, sin esperar el final de la canción.
—¿Qué juicio es éste? —jadeó Alicia mientras co-
rrían.
Pero el Grifo se limitó a contestar: «¡Vamos! », y se
puso a correr aún más aprisa, mientras, cada vez más
débiles, arrastradas por la brisa que les seguía, les
llegaban las melancólicas palabras:

¡Soooo-pa de la noooo-che!
¡Hermosa, hermosa sopa!
XI. ¿QUIÉN ROBO LAS TARTAS?

Cuando llegaron, el Rey y la Reina de Corazones es-


taban sentados en sus tronos, y había una gran mul-
titud congregada a su alrededor: toda clase de pajari-
llos y animalitos, así como la baraja de cartas com-
pleta. El Valet estaba de pie ante ellos, encadenado,
con un soldado a cada lado para vigilarlo. Y cerca del
Rey estaba el Conejo Blanco, con una trompeta en
una mano y un rollo de pergamino en la otra. Justo
en el centro de la sala había una mesa y encima de
ella una gran bandeja de tartas: tenían tan buen as-
pecto que a Alicia se le hizo agua la boca al verlas.
«¡Ojalá el juicio termine pronto», pensó, «y repartan
la merienda!» Pero no parecía haber muchas posibili-
dades de que así fuera, y Alicia se puso a mirar lo
que ocurría a su alrededor, para matar el tiempo.
No había estado nunca en una corte de justicia,
pero había leído cosas sobre ellas en los libros, y se
sintió muy satisfecha al ver que sabía el nombre de
casi todo lo que allí había.
—Aquel es el juez —se dijo a sí misma—, porque
lleva esa gran peluca.
El Juez, por cierto, era el Rey; y como llevaba la
corona encima de la peluca, no parecía sentirse muy
cómodo, y desde luego no tenía buen aspecto.
—Y aquello es el estrado del jurado —pensó Ali-
cia—, y esas doce criaturas (se vio obligada a decir
«criaturas», sabéis, porque algunos eran animales de
pelo y otros eran pájaros) supongo que son los
miembros del jurado.
Repitió esta última palabra dos o tres veces para
sí, sintiéndose orgullosa de ella: Alicia pensaba, y con
razón, que muy pocas niñas de su edad podían saber
su significado.
Los doce jurados estaban escribiendo afanosa-
mente en unas pizarras.
—¿Qué están haciendo? —le susurró Alicia al Gri-
fo—. No pueden tener nada que anotar ahora, antes
de que el juicio haya empezado.
—Están anotando sus nombres —susurró el Grifo
como respuesta—, no vaya a ser que se les olviden
antes de que termine el juicio.
—¡Bichejos estúpidos! —empezó a decir Alicia en
voz alta e indignada.
Pero se detuvo rápidamente al oír que el Conejo
Blanco gritaba: «¡Silencio en la sala!», y al ver que el
Rey se calaba los anteojos y miraba severamente a su
alrededor para descubrir quién era el que había ha-
blado.
Alicia pudo ver, tan bien como si estuviera mi-
rando por encima de sus hombros, que todos los
miembros del jurado estaban escribiendo «¡bichejos
estúpidos!» en sus pizarras, e incluso pudo darse
cuenta de que uno de ellos no sabía cómo se escribía
«bichejo» y tuvo que preguntarlo a su vecino. «¡Me-
nudo lío habrán armado en sus pizarras antes de que
el juicio termine!», pensó Alicia.
Uno de los miembros del jurado tenía una tiza
que chirriaba. Naturalmente esto era algo que Alicia
no podía soportar, así pues dio la vuelta a la sala, se
colocó a sus espaldas, y encontró muy pronto opor-
tunidad de arrebatarle la tiza. Lo hizo con tanta habi-
lidad que el pobrecillo jurado (era Bill, la Lagartija) no
se dio cuenta en absoluto de lo que había sucedido
con su tiza; y así, después de buscarla por todas par-
tes, se vio obligado a escribir con un dedo el resto de
la jornada; y esto no servía de gran cosa, pues no de-
jaba marca alguna en la pizarra.
—¡Heraldo, lee la acusación! —dijo el Rey.
Y entonces el Conejo Blanco dio tres toques de
trompeta, y desenrolló el pergamino, y leyó lo que
sigue:

La Reina cocinó varias tartas


un día de verano azul,
el Valet se apoderó de esas
tartas
Y se las llevó a Estambul.

—¡Considerad vuestro vere-


dicto! —dijo el Rey al jurado.
—¡Todavía no! ¡Todavía no!
le interrumpió apresuradamente el Conejo—. ¡Hay
muchas otras cosas antes de esto!
—Llama al primer testigo —dijo el Rey.
Y el Conejo dio tres toques de trompeta y gritó:
—¡Primer testigo!
El primer testigo era el Sombrerero. Compareció
con una taza de té en una mano y un pedazo de pan
con mantequilla en la otra.
—Os ruego me perdonéis, Majestad —empezó—,
por traer aquí estas cosas, pero no había terminado
de tomar el té, cuando fui convocado a este juicio.
—Debías haber terminado —dijo el Rey—. ¿Cuán-
do empezaste?
El Sombrerero miró a la Liebre de Marzo, que, del
brazo del Lirón, lo había seguido hasta allí.
—Me parece que fue el catorce de marzo.
—El quince —dijo la Liebre de Marzo.
—El dieciséis —dijo el Lirón.
—Anotad todo esto —ordenó el Rey al jurado.
Y los miembros del jurado se apresuraron a es-
cribir las tres fechas en sus pizarras, y después su-
maron las tres cifras y redujeron el resultado a cheli-
nes y peniques.
—Quítate tu sombrero —ordenó el Rey al Sombre-
rero.
—No es mío, Majestad —dijo el Sombrero.
—¡Sombrero robado! —exclamó el Rey, volviéndo-
se hacia los miembros del jurado, que inmediatamen-
te tomaron nota del hecho.
—Los tengo para vender —añadió el Sombrerero
como explicación—. Ninguno es mío. Soy sombrerero.
Al llegar a este punto, la Reina se caló los ante-
ojos y empezó a examinar severamente al Sombrere-
ro, que se puso pálido y se echó a temblar.
—Di lo que tengas que declarar —exigió el Rey—,
y no te pongas nervioso, o te hago ejecutar en el acto.
Esto no pareció animar al testigo en absoluto: se
apoyaba ora sobre un pie ora sobre el otro, miraba
inquieto a la Reina, y era tal su confusión que dio un
tremendo mordisco a la taza de té creyendo que se
trataba del pan con mantequilla.
En este preciso momento Alicia experimentó una
sensación muy extraña, que la desconcertó terrible-
mente hasta que comprendió lo que era: había vuelto
a empezar a crecer. Al principio pensó que debía le-
vantarse y abandonar la sala, pero lo pensó mejor y
decidió quedarse donde estaba mientras su tamaño
se lo permitiera.
—Haz el favor de no empujar tanto —dijo el Li-
rón, que estaba sentado a su lado—. Apenas puedo
respirar.
—No puedo evitarlo —contestó humildemente Ali-
cia—. Estoy creciendo.
—No tienes ningún derecho a crecer aquí —dijo el
Lirón.
—No digas tonterías —replicó Alicia con más
brío—. De sobra sabes que también tú creces.
—Sí, pero yo crezco a un ritmo razonable —dijo el
Lirón—, y no de esta manera grotesca.
Se levantó con aire digno y fue a situarse al otro
extremo de la sala.
Durante todo este tiempo, la Reina no le había
quitado los ojos de encima al Sombrerero, y, justo en
el momento en que el Lirón cruzaba la sala, ordenó a
uno de los ujieres de la corte:
—¡Tráeme la lista de los cantantes del último con-
cierto!
Lo que produjo en el Sombrerero tal ataque de
temblor que las botas se le salieron de los pies.
—Di lo que tengas que declarar —repitió el Rey
muy enfadado—, o te hago ejecutar ahora mismo,
estés nervioso o no lo estés.
—Soy un pobre hombre, Majestad…—empezó a
decir el Sombrerero en voz temblorosa— y no había
empezado aún a tomar el té... no debe hacer siquiera
una semana... y las rebanadas de pan con mantequilla
se hacían cada vez más delgadas... y el titileo del té...
—¿El titileo de qué? —preguntó el Rey.
—El titileo empezó con el té —contestó el Som-
brerero.
—¡Querrás decir que titileo empieza con la T! —re-
plicó el Rey con aspereza—. ¿Crees que no sé orto-
grafía? ¡Sigue!
—Soy un pobre hombre…—siguió el Sombrere-
ro— y otras cosas empezaron a titilar después de
aquello... pero la Liebre de Marzo dijo...
—¡Yo no dije eso! —se apresuró a interrumpirle la
Liebre de Marzo.
—¡Lo dijiste! —gritó el Sombrerero.
—¡Lo niego! —dijo la Liebre de Marzo.
—Ella lo niega —dijo el Rey—. Tachad esta parte.
—Bueno, en cualquier caso, el Lirón dijo... —si-
guió el Sombrerero, y miró ansioso a su alrededor,
para ver si el Lirón también lo negaba, pero el Lirón
no negó nada, porque estaba profundamente dormi-
do—. Después de esto —continuó el Sombrerero—,
cogí un poco más de pan con mantequilla...
—¿Pero qué fue lo que dijo el Lirón? —preguntó
uno de los miembros del jurado.
—De esto no puedo acordarme —dijo el Sombre-
rero.
—Tienes que acordarte —subrayó el Rey—, o haré
que te ejecuten.
El desgraciado Sombrerero dejó caer la taza de té
y el pan con mantequilla, y cayó de rodillas.
—Soy un pobre hombre, Majestad —empezó.
—Lo que eres es un pobre orador —dijo sarcásti-
co el Rey.
Al llegar a este punto uno de los conejillos de in-
dias empezó a aplaudir, y fue inmediatamente repri-
mido por los ujieres de la corte. (Como eso de «re-
primir» puede resultar difícil de entender, voy a ex-
plicar con exactitud lo que pasó. Los ujieres tenían
un gran saco de lona, cuya boca se cerraba con una
cuerda: dentro de este saco metieron al conejillo de
indias, la cabeza por delante, y después se sentaron
encima).
—Me alegro muchísimo de haber visto esto —se
dijo Alicia—. Estoy harta de leer en los periódicos
que, al final de un juicio, «estalló una salva de aplau-
sos, que fue inmediatamente reprimida por los ujie-
res de la sala», y nunca comprendí hasta ahora lo que
querían decir.
—Si esto es todo lo que sabes del caso, ya puedes
bajar del estrado —siguió diciendo el Rey.
—No puedo bajar más abajo —dijo el Sombrere-
ro—, porque ya estoy en el mismísimo suelo.
—Entonces puedes sentarte —replicó el Rey.
Al llegar a este punto el otro conejillo de indias
empezó a aplaudir, y fue también reprimido.
—¡Vaya, con eso acaban los conejillos de indias!
—se dijo Alicia—. Me parece que todo irá mejor sin
ellos.
—Preferiría terminar de tomar el té —dijo el Som-
brerero, lanzando una mirada inquieta hacia la Reina,
que estaba leyendo la lista de cantantes.
—Puedes irte —dijo el Rey. Y el Sombrerero salió
volando de la sala, sin esperar siquiera el tiempo su-
ficiente para ponerse los zapatos.
—Y al salir que le corten la cabeza —añadió la Re-
ina, dirigiéndose a uno de los ujieres.
Pero el Sombrerero se había perdido de vista, antes
de que el ujier pudiera llegar a la puerta de la sala.
—¡Llama al siguiente testigo! —dijo el Rey.
El siguiente testigo era la cocinera de la Duquesa.
Llevaba el pote de pimienta en la mano, y Alicia supo
que era ella, incluso antes de que entrara en la sala,
por el modo en que la gente que estaba cerca de la
puerta empezó a estornudar.
—Di lo que tengas que declarar —ordenó el Rey.
—De eso nada —dijo la cocinera.
El Rey miró con ansiedad al Conejo Blanco, y el
Conejo Blanco dijo en voz baja:
—Su Majestad debe examinar detenidamente a es-
te testigo.
—Bueno, si debo hacerlo, lo haré —dijo el Rey con
resignación, y, tras cruzarse de brazos y mirar de
hito en hito a la cocinera con aire amenazador, pre-
guntó en voz profunda—: ¿De qué se hacen las tar-
tas?
—Sobre todo de pimienta —respondió la cocinera.
—Melaza —dijo a sus espaldas una voz soñolienta.
—Prended a ese Lirón —chilló la Reina—. ¡Decapi-
tad a ese Lirón! ¡Arrojad a ese Lirón de la sala! ¡Re-
primidle! ¡Pellizcadle! ¡Dejadle sin bigotes!
Durante unos minutos reinó gran confusión en la
sala, para arrojar de ella al Lirón, y, cuando todos
volvieron a ocupar sus puestos, la cocinera había
desaparecido.
—¡No importa! —dijo el Rey, con aire de alivio—.
Llama al siguiente testigo. —Y añadió a media voz
dirigiéndose a la Reina—: Realmente, cariño, debieras
interrogar tú al próximo testigo. ¡Estas cosas me dan
dolor de cabeza!
Alicia observó al Conejo Blanco, que examinaba la
lista, y se preguntó con curiosidad quién sería el
próximo testigo. «Porque hasta ahora poco ha sido lo
que han sacado en limpio», se dijo para sí. Imaginad
su sorpresa cuando el Conejo Blanco, elevando al
máximo volumen su vocecilla, leyó el nombre de:
—¡Alicia!
XII. LA DECLARACIÓN DE ALICIA

—¡Estoy aquí! —gritó Alicia.


Y olvidando, en la emoción del momento, lo mu-
cho que había crecido en los últimos minutos, se pu-
so en pie con tal precipitación que golpeó con el bor-
de de su falda el estrado de los jurados, y todos los
miembros del jurado cayeron de cabeza encima de la
gente que había debajo, y quedaron allí pataleando y
agitándose, y esto le recordó a Alicia intensamente la
pecera de peces de colores que ella había volcado sin
querer la semana pasada.
—¡Oh, les ruego me perdonen! —exclamó Alicia en
tono consternado.
Y empezó a levantarlos a toda prisa, pues no po-
día apartar de su mente el accidente de la pecera, y
tenía la vaga sensación de que era preciso recogerlas
cuanto antes y devolverlos al estrado, o de lo contra-
rio morirían.
—El juicio no puede seguir —dijo el Rey con voz
muy grave— hasta que todos los miembros del jura-
do hayan ocupado debidamente sus puestos... todos
los miembros del jurado —repitió con mucho énfasis,
mirando severamente a Alicia mientras decía estas
palabras.
Alicia miró hacia el estrado del jurado, y vio que,
con las prisas, había colocado a la Lagartija cabeza
abajo, y el pobre animalito, incapaz de incorporarse,
no podía hacer otra cosa que agitar melancólicamen-
te la cola.
Alicia lo cogió inmediatamente y lo colocó en la
postura adecuada.
«Aunque no creo que sirva de gran cosa», se dijo
para sí. «Me parece que el juicio no va a cambiar en
nada por el hecho de que este animalito esté de pie o
de cabeza».
Tan pronto como el jurado se hubo recobrado un
poco del shock que había sufrido, y hubo encontrado
y enarbolado de nuevo sus tizas y pizarras, se pusie-
ron todos a escribir con gran diligencia para consig-
nar la historia del accidente. Todos menos la Lagarti-
ja, que parecía haber quedado demasiado impresio-
nada para hacer otra cosa que estar sentada allí, con
la boca abierta, los ojos fijos en el techo de la sala.
—¿Qué sabes tú de este asunto? —le dijo el Rey a
Alicia.
—Nada —dijo Alicia.
—¿Nada de nada? —insistió el Rey.
—Nada de nada —dijo Alicia.
—Esto es algo realmente trascendente —dijo el
Rey, dirigiéndose al jurado.
Y los miembros del jurado estaban empezando a
anotar esto en sus pizarras, cuando intervino a toda
prisa el Conejo Blanco:
—Naturalmente, Su Majestad ha querido decir in-
trascendente —dijo en tono muy respetuoso, pero
frunciendo el ceño y haciéndole signos de inteligen-
cia al Rey mientras hablaba.
Intrascendente es lo que he querido decir, natu-
ralmente —se apresuró a decir el Rey.
Y empezó a mascullar para sí: «Trascendente... in-
trascendente... trascendente... intrascendente...», co-
mo si estuviera intentando decidir qué palabra sona-
ba mejor.
Parte del jurado escribió «trascendente», y otra
parte escribió «intrascendente». Alicia pudo verlo,
pues estaba lo suficiente cerca de los miembros del
jurado para leer sus pizarras. «Pero esto no tiene la
menor importancia», se dijo para sí.
En este momento el Rey, que había estado muy
ocupado escribiendo algo en su libreta de notas, gri-
tó: «¡Silencio!», y leyó en su libreta:
—Artículo cuarenta y dos. Toda persona que mida
más de un kilómetro tendrá que abandonar la sala.
Todos miraron a Alicia.
—Yo no mido un kilómetro —protestó Alicia.
—Sí lo mides —dijo el Rey.
—Mides casi dos kilómetros —añadió la Reina.
—Bueno, pues no pienso moverme de aquí, de to-
dos modos —aseguró Alicia—. Y además este artículo
no vale: usted lo acaba de inventar.
—Es el artículo más viejo de todo el libro —dijo el
Rey.
—En tal caso, debería llevar el número uno —dijo
Alicia.
El Rey palideció, y cerró a toda prisa su libro de
notas.
—¡Considerad vuestro veredicto! —ordenó al ju-
rado, en voz débil y temblorosa.
—Faltan todavía muchas pruebas, con la venia de
Su Majestad —dijo el Conejo Blanco, poniéndose apre-
suradamente de pie—. Acaba de encontrarse este papel.
—¿Qué dice este papel? —preguntó la Reina.
—Todavía no lo he abierto —contestó el Conejo
Blanco—, pero parece ser una carta, escrita por el pri-
sionero a... a alguien.
—Así debe ser —asintió el Rey—, porque de lo
contrario hubiera sido escrita a nadie, lo cual es poco
frecuente.
—¿A quién va dirigida? —preguntó uno de los
miembros del jurado.
—No va dirigida a nadie —dijo el Conejo Blanco—.
No lleva nada escrito en la parte exterior. —Desdobló
el papel, mientras hablaba, y añadió—: Bueno, en rea-
lidad no es una carta: es una serie de versos.
—¿Están en la letra del acusado? —preguntó otro
de los miembros del jurado.
—No, no lo están —dijo el Conejo Blanco—, y esto
es lo más extraño de todo este asunto.
(Todos los miembros del jurado quedaron perple-
jos).
—Debe de haber imitado la letra de otra persona
—dijo el Rey.
(Todos los miembros del jurado respiraron con
alivio).
—Con la venia de Su Majestad —dijo el Valet—, yo
no he escrito este papel, y nadie puede probar que lo
haya hecho, porque no hay ninguna firma al final del
escrito.
—Si no lo has firmado —dijo el Rey—, eso no hace
más que agravar tu culpa. Lo tienes que haber escrito
con mala intención, o de lo contrario habrías firmado
con tu nombre como cualquier persona honrada.
Un unánime aplauso siguió a estas palabras: en
realidad, era la primera cosa sensata que el Rey había
dicho en todo el día.
—Esto prueba su culpabilidad, naturalmente —ex-
clamó la Reina—. Por lo tanto, que le corten...
—¡Esto no prueba nada de nada! —protestó Ali-
cia—. ¡Si ni siquiera sabemos lo que hay escrito en el
papel!
—Léelo —ordenó el Rey al Conejo Blanco.
El Conejo Blanco se puso las gafas. —¡Por dónde
debo empezar, con la venia de Su Majestad? —pre-
guntó.
—Empieza por el principio —dijo el Rey con gra-
vedad— y sigue hasta llegar al final; allí te paras.
Se hizo un silencio de muerte en la sala, mientras
el Conejo Blanco leía los siguientes versos:

Dijeron que fuiste a verla


y que a él le hablaste de mí:
ella aprobó mi carácter
y yo a nadar no aprendí.
Ç

Él dijo que yo no era


(bien sabemos que es verdad):
pero si ella insistiera
¿qué te podría pasar?

Yo di una, ellos dos,


tú nos diste tres o más,
todas volvieron a ti, y eran
mías tiempo atrás.

Si ella o yo tal vez nos vemos


mezclados en este lío,
él espera tú los libres
y sean como al principio.

Me parece que tú fuiste


(antes del ataque de ella),
entre él, y yo y aquello
un motivo de querella.

No dejes que él sepa nunca


que ella los quería más,
pues debe ser un secreto
y entre tú y yo ha de quedar.

—¡Ésta es la prueba más importante que hemos


obtenido hasta ahora! —dijo el Rey, frotándose las
manos—. Así pues, que el jurado proceda a...
—Si alguno de vosotros es capaz de explicarme
este galimatías —dijo Alicia (había crecido tanto en
los últimos minutos que no le daba ningún miedo
interrumpir al Rey)—, le doy seis peniques.
Yo estoy convencida de que estos versos no tie-
nen pies ni cabeza.
Todos los miembros del jurado escribieron en sus
pizarras: «Ella está convencida de que estos versos
no tienen pies ni cabeza», pero ninguno de ellos se
atrevió a explicar el contenido del escrito.
—Si el poema no tiene sentido —dijo el Rey—, eso
nos evitará muchas complicaciones, porque no ten-
dremos que buscárselo. Y, sin embargo —siguió, apo-
yando el papel sobre sus rodillas y mirándolo con
ojos entornados—, me parece que yo veo algún signi-
ficado... Y yo a nadar no aprendí... Tú no sabes nadar,
¿o sí sabes? —añadió, dirigiéndose al Valet.
El Valet sacudió tristemente la cabeza.
—¿Tengo yo aspecto de saber nadar? —dijo. (Des-
de luego no lo tenía, ya que estaba hecho enteramen-
te de cartón.)
—Hasta aquí todo encaja —observó el Rey, y si-
guió murmurando para sí mientras examinaba los
versos—: Bien sabemos que es verdad... Evidentemen-
te se refiere al jurado... Pero si ella insistiera... Tiene
que ser la Reina... ¿Qué te podría pasar?... ¿Qué, en
efecto? Yo di una, ellos dos... Vaya, esto debe ser lo
que él hizo con las tartas...
—Pero después sigue todas volvieron a ti —ob-
servó Alicia.
—¡Claro, y aquí están! —exclamó triunfalmente el
Rey, señalando las tartas que había sobre la mesa.
Está más claro que el agua. Y más adelante... Antes
del ataque de ella... ¿Tú nunca tienes ataques, verdad,
querida? —le dijo a la Reina.
—¡Nunca! —rugió la Reina furiosa, arrojando un
tintero contra la pobre Lagartija.
(La infeliz Lagartija había renunciado ya a escribir
en su pizarra con el dedo, porque se dio cuenta de
que no dejaba marca, pero ahora se apresuró a em-
pezar de nuevo, aprovechando la tinta que le caía
chorreando por la cara, todo el rato que pudo).
—Entonces las palabras del verso no pueden ata-
carte a ti —dijo el Rey, mirando a su alrededor con
una sonrisa.
Había un silencio de muerte.
—¡Es un juego de palabras! —tuvo que explicar el
Rey con acritud.
Y ahora todos rieron.
—¡Que el jurado considere su veredicto! —ordenó
el Rey, por centésima vez aquel día.
—¡No! ¡No! —protestó la Reina—. Primero la sen-
tencia... El veredicto después.
—¡Valiente idiotez! —exclamó Alicia alzando la
voz—. ¡Qué ocurrencia pedir la sentencia primero!
—¡Cállate la boca! —gritó la Reina, poniéndose co-
lor púrpura.
—¡No quiero! —dijo Alicia.
—¡Que le corten la cabeza! —chilló la Reina a grito
pelado.
Nadie se movió.
—¿Quién le va a hacer caso? —dijo Alicia (al llegar a
este momento ya había crecido hasta su estatura nor-
mal)—. ¡No sois todos más que una baraja de cartas!
Al oír esto la baraja se elevó por los aires y se
precipitó en picada contra ella. Alicia dio un pequeño
grito, mitad de miedo y mitad de enfado, e intentó
sacársela de encima... Y se encontró tumbada en la
ribera, con la cabeza apoyada en la falda de su her-
mana, que le estaba quitando cariñosamente de la
cara unas hojas secas que habían caído desde los ár-
boles.
—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—.
¡Cuánto rato has dormido!
—¡Oh, he tenido un sueño tan extraño! —dijo Alicia.
Y le contó a su hermana, tan bien como sus re-
cuerdos lo permitían, todas las sorprendentes aven-
turas que hemos estado leyendo. Y, cuando hubo
terminado, su hermana le dio un beso y le dijo:
—Realmente, ha sido un sueño extraño, cariño.
Pero ahora corre a merendar. Se está haciendo tarde.
Así pues, Alicia se levantó y se alejó corriendo de
allí, y mientras corría no dejó de pensar en el maravi-
lloso sueño que había tenido.
Pero su hermana siguió sentada allí, tal como Ali-
cia la había dejado, la cabeza apoyada en una mano,
viendo cómo se ponía el sol y pensando en la peque-
ña Alicia y en sus maravillosas aventuras. Hasta que
también ella empezó a soñar a su vez, y éste fue su
sueño:
Primero, soñó en la propia Alicia, y le pareció sen-
tir de nuevo las manos de la niña apoyadas en sus ro-
dillas y ver sus ojos brillantes y curiosos fijos en ella.
Oía todos los tonos de su voz y veía el gesto con que
apartaba los cabellos que siempre le caían delante de
los ojos. Y mientras los oía, o imaginaba que los oía, el
espacio que la rodeaba cobró vida y se pobló con los
extraños personajes del sueño de su hermana.
La alta hierba se agitó a sus pies cuando pasó co-
rriendo el Conejo Blanco; el asustado Ratón chapoteó
en un estanque cercano; pudo oír el tintineo de las
tazas de porcelana mientras la Liebre de Marzo y sus
amigos proseguían aquella merienda interminable, y
la penetrante voz de la Reina ordenando que se cor-
tara la cabeza a sus invitados; de nuevo el bebé-
cerdito estornudó en brazos de la Duquesa, mientras
platos y fuentes se estrellaban a su alrededor; de
nuevo se llenó el aire con los graznidos del Grifo, el
chirriar de la tiza de la Lagartija y los aplausos de los
«reprimidos» conejillos de indias, mezclado todo con
el distante sollozar de la Falsa Tortuga.
La hermana de Alicia estaba sentada allí, con los
ojos cerrados, y casi creyó encontrarse ella también
en el País de las Maravillas. Pero sabía que le bastaba
volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la
aburrida realidad. La hierba sería sólo agitada por el
viento, y el chapoteo del estanque se debería al tem-
blor de las cañas que crecían en él. El tintineo de las
tazas de té se transformaría en el resonar de unos
cencerros, y la penetrante voz de la Reina en los gri-
tos de un pastor. Y los estornudos del bebé, los graz-
nidos del Grifo, y todos los otros ruidos misteriosos,
se transformarían (ella lo sabía) en el confuso rumor
que llegaba desde una granja vecina, mientras el le-
jano balar de los rebaños sustituía los sollozos de la
Falsa Tortuga.
Por último, imaginó cómo sería, en el futuro, esta
pequeña hermana suya, cómo sería Alicia cuando se
convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conser-
varía, a lo largo de los años, el mismo corazón senci-
llo y entusiasta de su niñez, y que reuniría a su alre-
dedor a otros chiquillos, y haría brillar los ojos de los
pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este
mismo sueño del País de las Maravillas que había te-
nido años atrás; y que Alicia sentiría las pequeñas
tristezas y se alegraría con los ingenuos goces de los
chiquillos, recordando su propia infancia y los felices
días del verano.

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