Pizarro

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NUNC COCNOSCO EX PARTE TRENT UNIVERSITY
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FRANCISCO PIZARRO
FORJADORES DE HISTORIA Colección dirigida por PABLO
TI JAN 1. CRISTOBAL PLANTINO, editor del Humanismo, por Colín
Clair. 2. SIR TOMAS MORO, Lord Canciller de Inglaterra, por Andrés
Vázquez de Prada. 3. TOULOUSE-LAUTREC, pintor del “Fin du Siécle”,
por GotTHARD JEDLICKA. 4. AMUNDSEN, el último vikingo, por
Edouard Calic. 5. SAN BERNARDO, el siglo XII de la Europa cristiana,
por Ailbe J. Luddy, O. Cist. 6. PAUL CLAUDEL, poeta del simbolismo
católico, por Louis Chaigne. 7. MEMORIAS (1945-1953), por Konrad
Adenauer. 8. FRANCISCO PIZARRO, el Marqués Gobernador, por José
Antonio del Busto Duthurburu.
m Retrato de Francisco Pizarra, de autor anónimo, que se
conserva en el Archivo General de Indias, de Sevilla.
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU »#*
FRANCISCO PIZARRO EL MARQUES GOBERNADOR EDICIONES
RIALP, S. A. MADRID - MEXICO - BUENOS AIRES - PAMPLONA
© 1966 by EDICIONES RIALP, S. A. - Preciados, 44 -
MADRID. V ’SA-Acc .V&'l'Z* Depósito legal: M. 18.269 - 1965. Número
de registro : 762 - 66 Artes Gráficas Marisal.— Plaza de Oriente, 2. —
Madrid - 13
A Teresa Guérin von Bischoffshausen, mi esposa. 63245
I. LOS AÑOS EXTREMEÑOS TRUJILLO DE
EXTREMADURA Trujillo, la antigua Turgalium de los romanos y el
Torguielo amurallado de los árabes, estaba edificado sobre una eminencia
granítica llamada Cabeza de Zorro por los comarcanos. Un conjunto de
torres almenadas y algún campanario monacal dibujaban el perfil de la
villa. El resto lo formaba la oscura silueta del castillo con sus miras, ya
caducas, de guardar la población; la artillería lo había hecho end'eble,
anulando a sus barbacanas y matacanes de piedra. Este era Trujillo de
Extremadura para los caminantes castellanos que marchaban a Sevilla. Ya
los musulmanes se habían cuidado de advertir: "esta villa es grande y
parece una fortaleza.” Y era verdad, porque igual impresión causaba a los
viajeros cristianos. La impresión se acentuaba cuando éstos ingresaban a la
villa por el arrabal de San Miguel, parroquia que lucía en sus altares al
Angel de la espada y la rodela. Luego de cruzar la Plaza Mayor con sus
portales del Lienzo, del Pan y del Paño, se divisaba otro templo. A él
entraban nuevamente los viajantes para orar, y lo primero que aparecía a sus
ojos era la figura de un guerrero que desde lo alto de su caballo cortaba su
capa con un sable para compartirla con un pobre. Era san Martín de Tours,
el santo que dejó su casa a los catorce años para seguir la carrera de las
armas... 7
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTI-IURBURU Luego los
caminantes salían de la Plaza y por la Cuesta de Santiago trasponían la
Puerta del Apóstol, construida a la vera del torreón de los Chávez, bella
muestra de la arquitectura militar. Esta iglesia de Santiago también
mostraba imaginería bélica. En el altar mayor, sobre su albo corcel y
blandiendo hoja de guerra, Santiago de Galicia aparecía cabalgando y
matando sarracenos por doquier. No en vano lo llamaban Santiago
Matamoros y Verdugo de la Media Luna. Estaba visto que los trujillanos no
gustaban del Santiago pescador. Su devoción jacobita prefería al Santiago
caballero. Siempre subiendo por la Cuesta, los caminantes llegaban a la
señorial iglesia de Santa María la Mayor, toda de corte románico y con su
portada de transición al gótico. Si el de Santiago parecía un templo de
guerreros, Santa María era el sitio donde éstos se solían enterrar. En sus
alrededores, lo que entonces llamaban calles de la collación, decían ser
frecuentes los choques armados entre las diversas facciones de la villa. Y
era que la collación de Santa María siempre se prestó a contiendas de
calleja. Los Añazcos, Bejaranos y Altamiranos secundados por sus primos
los Orellanas, Hinojosas, Vargas y Pizarras, dieron mucho que hablar al
vecindario con sus encuentros armados después de medianoche. Era fama
que siempre dejaban un hidalgo moribundo, el cual, reconocido con
antorchas en la oscuridad, era llevado a su casa con premura, mientras otros
le buscaban confesor. Algún tiempo después, en esas callejas retorcidas,
comenzaba a percibirse el llanto de las mujeres y voces graves que
proferían juramentos de venganza... Historias como éstas dejaban
boquiabiertos a los caminantes. Santa María, pues, era la collación de las
contiendas y morada de los linajes contendores. La mansión de los Pizarros
también quedaba allí. Era un edificio de piedra con puerta de roble. En su
frontis, el escudo con dos osos que apoyándose en trozos de pizarra trataban
de alcanzar un sauce, hacía las veces de una lápida dispuesta a confirmar:
"Esta es la Casa de los Pizarras.” Había otras casonas de Pizarros en la villa,
pero ésta — por su vecindad a Santa María debía ser la principal. Acaso
también por su cercanía al monasterio de las Freilas de Coria y al viejo
castillo que parecía dormir agazapado encima de la población de piedra.
Los musulmanes habían tenido razón al decir que Trujillo tenía 8
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
perfil de fortaleza. Y los cristianos, luego de convertir sus casas en fortines
y levantar iglesias a sus santos militares, aumentaron esta fama
proclamando por patrona de la villa a Nuestra Señora de la Victoria, la más
guerrera de las Vírgenes. Esto, porque Trujillo era así: confiaba en Dios,
pero creía en la guerra. Esa misma noche, los caminantes salían de Trujillo
en pos del Guadalquivir. Todos iban alegres y sedientos de ilusión. Todos
marchaban en demanda de aventura. Atrás, macizo y fuerte, quedaba
Trujillo de los extremeños, algo así como un hábito de monje con olor a
pólvora o, mejor aún, muchas casas solariegas semejantes a hierros de
armadura unidos con cordón de fraile... EL NIÑO BASTARDO Corría el
año del Señor de 1477 y todo Trujillo envidiaba a Hernando Alonso Pizarro.
Era el mejor representante de los Pizarros extremeños y vecino principal de
la villa. Unido desde muy antiguo al poderoso bando de los Altamiranos,
había edificado una regular fortuna que lo perfilaba como hombre feliz.
Pero el viejo vecino no basaba su mayor orgullo en los bienes materiales,
sino en el hecho — invalorable en esa época — de que sus abuelos siempre
fueron “ávidos e tenidos e comunmente reputados por personas hijosdalgo
según costumbre e fuero despaña”. En otras palabras, de que el árbol
genealógico de los Pizarros extremeños no tuviera sangre villana. Por eso
era él un caballero y todo lo podía resolver cubierto de hierro y jugando las
armas. Ya lo decía el refrán: juegos guerreros son de caballeros, que juegos
de manos son de villanos. Había casado con Isabel Rodríguez de Aguilar,
dama del linaje de los Hinojosas, y fruto de su enlace había sido— entre
otros — un hijo llamado don Gonzalo. El mancebo estaba destinado a ser el
sucesor de la honra y hacienda paterna, pero, sobre todo, a ocupar un puesto
de adalid con los Altamiranos. El porvenir militar del mancebo, pues, estaba
asegurado. Pero, tiempo es de decirlo, no todos eran guerreros en Trujillo de
Extremadura. También había labradores que vivían en los arrabales y que,
encorvados sobre el arado, se pasaban la vida roturando aquella tierra
extremadamente dura. Ellos mismos se 9
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU hacían llamar
"christianos viexos" y estaban orgullosos de serlo. Su alegría— acorde con
el tiempo— se basaba no tanto en su religión, sino en el reconocimiento
popular de no llevar sangre de moros ni judíos. A veces compartían el arado
con alguna ocupación pastoril, pero en la villa preferían los oficios
artesanos, sin olvidar tampoco los relacionados con la venta de baratijas o la
compra de ropa vieja. A estos últimos, precisamente, perteneció el labrador
Juan Mateos, cuya familia era conocida en la población por el mote de "los
Roperos”. Estaba casado con María Alonso y ambos "heran vesynos e
naturales de la dicha cibdad de trugillo” y “personas llanas que viven de su
trabajo”. De su matrimonio el labrador había tenido dos hijas. Una lo fue
Catalina González, la cual casó después con Antón Zamorano, y la otra
Francisca González, que quedó muchacha a la muerte de su padre y entró a
servir como criada al monasterio de las Freilas de la Puerta de Coria. Con
esta última, gentil doncella de las monjas nobles de la villa, retomamos el
hilo de esta historia. Don Gonzalo conoció a Francisca y, a pesar de verla
vestida de criada, le gustó. La muchacha notaría las miradas del hidalgo y
se dejó ganar por la insinuación del caballero. Acaso esa misma noche
escaló éste los muros del convento y entonces fue la joven quien, por la
oscuridad del claustro, lo guió a un lugar en que podían los dos estar muy
solos... Tiempo después, Francisca González sería despedida por las monjas
y la moza, agobiada ya por la preñez, corrió al arrabal de San Miguel a
buscar refugio en la casa de Juan Casco, a lo que se entiende, el nuevo
marido de su madre. Semanas más tarde nacía allí un niño y unos pocos
personajes oían su primer llorar. Entre ellos, estaban Antón Zamorano,
cuñado de la parturienta, y la niña Inés Alonso, hija de la comadrona. El
tercero cuyo nombre conocemos lo fue Alonso García Torvisco, presunto
representante del burlador don Gonzalo. La noticia correría pronto por las
calles de Trujillo. Se encargarían de divulgarla las mujeres de la fuente: ¡La
Francisca había tenido un niño! Y las viejas se llevarían las manos a la
cabeza, imaginando, no la desgracia de la liviana madre, sino el herido
orgullo del abuelo paterno. ¡Qué desgracia debía ser para Hernando Alonso
Pizarro, tener un nieto que fuera hijo de Francisca, la Ropera! 10
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR EL
PRESUNTO PORQUERIZO Pero la ley de la hidalguía era algo injusta y
rezaba en favor de los varones. El hijo de la hidalga y el villano era villano,
pero el hijo del hidalgo nacía hidalgo, aunque su madre fuera plebeya. Por
esta razón, el hijo de La Ropera disfrutó de la hidalguía y bautizado con el
nombre de Francisco — sin duda en la iglesia parroquial de San Miguel—
logró apellidarse Pizarro, como los buenos de Extremadura. La niñez del
hidalguillo casi no ha dejado huella, por haberse desarrollado a la sombra
de los labradores. Estos le enseñaron a rezar, pero no a leer ni escribir.
Nadie puede dar lo que no tiene, y los campesinos de Trujillo confirmaban
el refrán. En todo caso, la escuela del muchacho fue la calle y sus
condiscípulos, otros niños ignorantes como él. Con los rapazuelos del
barrio, imaginando guerreras cabálgatas medievales, Francisco correría por
las callejas del arrabal de San Miguel, también nombrado arrabal de
Tintoreros. Mas conforme el afán de aventura fue creciendo, saldrían los
pilletes de los límites de su parroquia y — caballeros en cañas, jineteando y
agitando pendoncicos — subirían a la villa proclamando que marchaban a
rendir su fortaleza... Francisco, el posible caudillo de esa tropilla
desarrapada, pasaría entonces por la casa de Hernando Alonso Pizarro, su
orgulloso abuelo, pero convencido que en ella no lo conocía nadie,
proseguiría su correr camino del castillo. El muchacho ignoraba que el
canoso viejo, convertido en Regidor de Trujillo, conocía su existencia y
hasta lo atisbaba desde el interior de una ventana. Dubitativo y callado
miraría a ese niño que era nieto suyo y también de Los Roperos. Pero pudo
más la sangre que el orgullo y un buen día — sin duda un día de esos que
jugaba a los soldados — el anciano lo mandó llamar. En secreto lo recibiría
y colmaría de regalos, pero no tan veladamente que escapara a los ojos de
su parienta doña María de Carbajal, quien llegó a descubrir al furtivo
visitante, razón por la que años después recordaría "que le conosgió siendo
pequeño en casa de hernando alonso picarro, su agüelo”. Pero esto no
significó que el bastardo se quedara a vivir con sus parientes paternos.
Luego de mirar a los osos del repostero y de palpar las adargas colgadas en
el muro, llegarían a su fin los hala11
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU gos del abuelo
y entoces, con deseos de contar a su madre lo ocurrido, el niño tornaría
presuroso a casa de los labradores. Con éstos debía sentirse siempre a gusto,
como que su vida era la de ellos. El mozuelo los ayudaría en los tiempos de
la siembra, también colaboraría en la cosecha y hasta los aliviaría de las
cargas del pastoreo prestándose a guardar vacas, cabras, ovejas... y aún
puercos. — ¿Porquerizo? — . Nada quita. Bien se pudo entretener
guardando piaras o dando puntapiés a las bellotas. Es posible, pues, que el
muchacho hubiera sido porquero, mas tampoco hay que olvidar que el
primero que lo insinuó fue Francisco López de Gomara, cronista asalariado
que en su afán servil no sólo hizo a Pizarro porquerizo, sino también
expósito a la puerta de una iglesia, donde no murió de hambre y frío por
haberlo amamantado una puerca... La leyenda porcina llega a negarle la
leche materna y admitir que el niño fue tardíamente reconocido por su
padre, quien lo nombró su pastor de piaras, hechos falsos que repugnan a la
historia por haberlos engendrado la pasión. Sin embargo, demasiado ligados
están los puercos a la infancia del muchacho para negarle enfáticamente su
presunta condición de porquerizo. Pudo serlo, repetimos, que más mérito
que ser Marqués por nacimiento es llegar a Marqués Gobernador habiendo
sido porquerizo. Mas la leyenda, con su algo de verdad y de falsía, todavía
añadirá que fue mal porquerizo, no en vano extravió los cerdos de su padre,
pues "les dio un día mosca a sus puercos, y los perdió”. Esta parece ser una
acusación de negligencia, razón por la que muchos han creído que perdió
los cerdos por dejarlos escapar. Pero no fue así. Es sólo el efecto de la
intención del cronista, pues según la frase y su sentido en ese tiempo, los
marranos murieron gruñentes y malhumorados por la picadura de un díptero
maligno que los alcanzó en el monte, picadura que entonces señalaban
como causa de la peste que diezmaba las piaras de Extremadura. Entonces
fue que el muchacho — según la versión de Gomara, jamás probada por los
documentos — “no se atrevió a volver a casa de miedo" y abrumado se
sentaría a meditar. Largo rato debió de estar meditabundo y acaso hubiera
pasado mucho más, si las alegres voces de unos caminantes — esos
caminantes que siempre pasaban por Trujillo — no lo sacaran de su
indecisión y angustia. Entoces, añade la leyenda porcina, se le iluminó el
rostro, corrió 12
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR hacia
ellos y sumándose a su grupo se perdió por los berrocales. Concluirá el
cronista asalariado: "y se fue a Sevilla con unos caminantes”. Esto es lo
único que parece ser verdad en toda la leyenda porcina: que Francisco se
marchó. Porquerizo o no, satisfecho o triste, lo cierto es que abandonó
Trujillo de Extremadura. 13
II. LA CARRERA DE LAS ARMAS DE ITALIA A LAS INDIAS
Cuentan que de Trujillo el mancebo pasó a Italia, sirviendo allí como
soldado del Gran Capitán. Analfabeto, pero recio, callado y resistente,
siguió el estandarte de los Reyes Católicos con la bizarra austeridad que
caracterizaba a la nación española. Los cercos y combates dejaron huella en
él, mas ninguna tan profunda como la que dejó en su espíritu la
personalidad de Gonzalo Fernández de Córdova. Puede asegurarse que el
bravo cordobés le enseñó a ser caudillo y a saborear la gloria. Así el Gran
Capitán fue su maestro. Un maestro que posiblemente nunca conoció a su
discípulo, pero que alcanzó mayor renombre gracias al discípulo analfabeto.
Francisco lo admiró y por ello lo imitó. Refieren que — aparte de sus gestos
bélicos— usó en su vejez los zapatos y el sombrero blancos, porque así los
llevaba el Gran Capitán. Mas la guerra de Italia amainó y por licenciarse a
la tropa, Francisco tuvo que volver a España. Entonces vio que
Extremadura resultaba demasiado pequeña para lograr sus ambiciones. Era
necesario abandonarla nuevamente, pero no para marchar a Levante — a la
Italia renacentista de los condottieri — , sino al Poniente, a las Indias del
Mar Océano, esas Indias descubiertas y por descubrir. A ellas estaba por
zarpar el cacereño frey Nicolás de Ovando, extremeño como él, que
llamaban el Comendador de Lares. 14
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Este
marchaba a gobernar la isla Española y llevaba gran séquito de parientes y
paniaguados en su armada de treinta navios. Francisco gustó de esta
aventura y enrolándose en los barcos del Comendador, ese mismo año de
1502, arribó con él a la Española. Se sospecha que entonces le sirvió de
paje, es decir, portándole la espada, pero esto no se ha podido comprobar.
Lo que consta es que en breve sentó plaza de soldado indiano, marchando al
interior de la isla en ciertas expediciones de castigo que se enviaron contra
los nativos. En ellas pudo apreciar de cerca a los naturales del Nuevo
Mundo. Eran seres del color de la caoba, con narices anchas, ojos pequeños
y enormes cabezas deformadas que, según contaban los conquistadores,
rompían las espadas cuando éstas daban en ellas. Sojuzgada la isla los
soldados volvieron la mirada al continente y Alonso de Ojeda se
comprometió a guiarlos en una expedición. El objetivo era Caribana, la
tierra de los caribes comedores de hombres. En diciembre de 1508 aquella
armada partió. Como era de esperar, Francisco Pizarro iba en ella. Los
navios fondearon cerca de lo que después fue Cartagena, y los
expedicionarios fueron mal recibidos por los indios, conociéndose por
primera vez los terribles efectos de sus flechas envenenadas. Los heridos se
hinchaban en medio de atroces dolores, cobraban un color morado y,
finalmente, morían maldiciendo y rabiando... Con todo, la codicia del
conquistador era muy grande y conociéndola los caribes, arrojaban oro
desde sus cabañas flechando luego a los que acudían a recogerlo. El propio
Alonso de Ojeda, “El Caballero de la Virgen”, resultó flechado en un muslo
y mandó ser sometido a un cauterio. Uno de los que sujetaron al herido
mientras se le aplicaba el hierro enrojecido al fuego, fue Francisco Pizarro,
convertido ya en amigo del capitán. Cuando el olor a carne quemada se
alejó, vino a visitarlos el hambre, apareciendo también pústulas pestíferas y
fiebres tropicales. Los soldados empezaron a murmurar y Ojeda, para evitar
una revuelta, decidió volver personalmente a la Española en busca de
socorro. Antes quiso dar a los suyos un caudillo y nombró a Francisco
Pizarro su lugarteniente; luego, prometiendo volver dentro de cuarenta días,
se marchó. Sin embargo, pasaron éstos y el capitán no volvió. Después se
enterarían que habiéndosele agravado la herida y careciendo de medios para
socorrer a sus hombres, se metió a fraile francisco y en aquel hábito murió.
Pero esto Pi15
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU zarro lo
ignoraba y sospechando un naufragio de su jefe determinó partir con los
setenta hombres a su cargo hacia CL algo para comer. De este modo ^ " San
Sebastián-fortín dedicado al santo de las Aechas-y en ,d bergantines
largaron velas mar afuera. Poco espu vino navegando una tormenta, y uno
de ellos se anego, causa de ello cierto pez grandísimo que, como estaba el
ma '■ bado andaba fuera del agua. Se arrimó al bergantm como st fuera a
tragárselo, y le dio un zurrigazo con la cola, que hi p el timón; con lo que
quedaron atónitos considerando que los perseguía el aire, el mar y los
peces, como la tierra . Perdido un bergantín, Pizarro y sus treinta y cinco
sobrevivientes avistaron dos naves del bachiller Enciso, el socio de Ojeda
Hubo gritos, luego abrazos y todo terminó con un banquete, en el que
después de muchos meses esos hombres volvieron a comer viandas de
cristianos. No obstante, lejos de anunciarles un retorno a la Española,
Nicolás Fernández de Enciso los llevó a otro paraje de caribes y allí levantó
la villa de La Guardia. Los indios se entretuvieron viendo trabajar a los
españoles, pero concluida la ciudad la atacaron de tal modo que hubo
necesidad de construirla de nuevo. Bajo juramento de no huir combatieron a
partir de ese día los soldados y ello les alcanzó la victoria. Agradecidos a
Nuestra Señora de la Antigua— Virgen a la que se encomendaban en
Sevilla antes de zarpar a Indias— los españoles cambiaron el nombre de la
población ese mismo año de 1509. Por eso las crónicas dirán que Francisco
Pizarro, uno de los ganadores del Darién, fue así mismo fundador y
defensor de Santa María de la Antigua. Esta era sólo una aldea de cabañas
con techo de paja en torno a otra cabana mayor que oficiaba de iglesia, pero
que — a decir del cronista Cieza — tuvo por sus primeros vecinos a "la flor
de los capitanes que ha habido en estas Indias”. LA VISION DEL MAR
DEL SUR Se hizo Enciso insoportable con su manía de dictar leyes y frente
a su figura de bachiller leguleyo surgió Vasco Núñez de Balboa, "El
Caballero del Barril”. Este desplazó a Enciso y haciéndose elegir Alcalde de
la Antigua, remitió al letrado preso a España. Diego de Nicuesa, que con
más razón pretendía la colonia, 16
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
corrió peor suerte, porque deportado en otra nave nadie supo más de él.
Entonces fue que consolidó su autoridad Balboa, quien como primera
medida nombró a Francisco Pizarro su capitán. La primera orden que
recibió el trujillano de su jefe, fue sacar una avanzada de seis hombres y
marchar a tierras del cacique Careta, que se suponían ricas de oro. Pizarro
partió con su pequeño grupo y cuando cruzaba el territorio del cacique
Cemaco, salió éste con cuatrocientos guerreros y lo atacó. Pizarro trató de
evitar que lo envolvieran y ordenando disparar los arcabuces logró detener a
los indios, situación que aprovechó para iniciar la retirada. Pero los salvajes
volvieron a la carga consiguiendo herir a un español. A los demás les resultó
imposible recogerlo por lo que retrocediendo con el orden que pudieron,
salieron de aquella zona. Cuando Balboa se enteró de que Pizarro había
perdido un hombre lo llamó y, lejos de felicitarlo por haber salvado a cinco,
le ordenó volver por el herido. Pizarro, con el disciplinado espíritu que lo
caracterizaba, no dijo una palabra y ante la orden del jefe — orden
fanfarrona por estar encaminada a cosechar admiración entre sus soldados
— volvió a la selva infestada de flecheros. El gesto debió gustar a Vasco
Núñez, pero nadie le arrancó una palabra al taciturno capitán Pizarro. Era
de esperarse que el trujillano viviera resentido y buscando coyuntura de
venganza. Sin embargo, todas estas sospechas se esfumaron cuando al
estallar un motín Francisco Pizarro fue el primero que se presentó a
ofrecerle su espada y a luchar contra los conjurados. Para todos fue una
sorpresa, mas no para Vasco Nuñez: Francisco Pizarro sólo obedecía al que
legítimamente mandaba. Acallado el alboroto vino la busca del Dabaibe,
primer Dorado de las Indias Españolas; después, las noticias del Perú.
Proporcionó estas últimas Panquiaco, el hijo del cacique Comagre, cierto
día que por oro vio reñir a los españoles. Les dijo entonces: "¿Qué es esto,
cristianos? ¿por tan poca cosa reñís?” y a continuación les habló de un mar
austral que surcaban navios con velamen provenientes de un país cuajado
de oro... A Balboa le impresionaron las noticias sobre el mar desconocido, a
Pizarro las que hablaban de la misteriosa tierra. Entonces el jefe dio la
orden y todos partieron en demanda del ansiado Mar del Sur. La marcha fue
terrible. La región estaba llena de mosquitos y culebras, de caimanes y
monos. La selva descolgaba 17 PIZARRO. — 2
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cortinas de
pesadas lianas. Casi no había qué comer. Por fin el domingo 25 de
setiembre de 1513, divisaron las azules aguas. Lo cristianos corrieron a
ellas como locos, se mojaron hasta la cintura bebieron a sorbos el líquido
salado y tomaron posesión él en nombre del Católico Rey de las Españas.
Al firmarse el Acta del hallazgo, después de Balboa y del clérigo, alguien
puso el nomdel nana g , v firmar Le correspondió el tercer bre de Pizarro,
pues el no sabia nrmar. nc y lugar y a todos pareció muy bien. Y mientras el
resto de la tropa pugnaba por inmortalizar su nombre en el Acta del
Descubnm.enm el capitán extremeño miraría el horizonte buscando las
infladas velas procedentes del país cuajado de oro. Mientras tanto, el
Católico Rey de las Españas, azuzado por las voces del quejoso bachiller
Enciso, nombraba nuevo Gober nador para Castilla del Oro. El nombrado
no era otro que Ped Arias Dávila, llamado "El Gran Justador", mote ganado
por su habilidad en los torneos. Pedrarias partió con la mas galana armada
que hasta entonces había ido a Indias y desde que piso a playa exigió gran
sumisión. Francisco Pizarro vivió a partir de este momento una dura
disyuntiva. EL VECINO DE PANAMA Una de las primeras providencias
de Pedrarias fue aprestar expediciones contra los indios de guerra. El
pretexto fue pacificarlos o descubrir sus tierras, pero el alma de todo era la
codicia. Gaspar de Morales, por tal causa, partió en 1515 al mando de
ciento cincuenta españoles en busca de Terarequí, una isla del Mar del Sur
afamada por sus perlas. Por lugarteniente suyo llevó entonces a Francisco
Pizarro, veterano capitán, vencedor de muchas guazabaras y gran conocedor
de aquella tierra. La jornada fue sanguinaria y cruel desde el principio. Pero
en ella los jefes que brillaron por su ferocidad fueron Peñaloza,
Valderrábano y el propio Gaspar de Morales, caudillo de la expedición. De
Pizarro, en cambio, sólo consta que estuvo muy aguerrido y que se
distinguió por su valor en los encuentros con los indios. Volvieron todos
con poco oro pero cargados de perlas o margaritas, como también las
llamaban. Las había como avellanas, otras eran como nueces, pasaban los
treinta quilates y valían más de mil pesos... Terarequí 18
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR con
sus islotes fueron a partir de ese momento bautizados con el nacarado
nombre de Islas de las Perlas. La expedición del factor Juan de Tabira fue
otro galardón para el trujillano. Tabira partió con una flotilla de canoas y
remontó el caudaloso Río Grande en busca del exótico Dabaibe. Este era un
reino imaginario con un gran templo en cuyo interior se guardaba la estatua
gigantesca y maciza de un ídolo de oro. Sin embargo, sucedió que antes de
sufrir los flechazos de los indios, una crecida alborotó las aguas del río y el
factor Tabira murió ahogado. Los soldados al verse sin su jefe decidieron
nombrar un nuevo caudillo que los sacase salvos al Darién y de este modo
eligieron a Pizarro. No defraudó el trujillano la votación de sus compañeros,
porque guiándolos con seguridad y acierto los sacó del pobre territorio y los
condujo hasta Pedrarias. La tercera vez que salió Francisco Pizarro a otra
jornada fue con Luis Carrillo, a la conquista del Abrayme y el Teruy.
También fue por su lugarteniente y “desta tierra e otras partes truxeron —
dice la crónica de Oviedo — Luis Carrillo e Pigarro e los que con ellos
fueron muchos indios y esclavos, e muy buen oro”. Pedro Mártir de
Anglería lo ignora, Las Casas y Herrera nada dicen, pero la pluma
envenenada de Gonzalo Fernández de Oviedo añadirá: "e también usaron
sus crueldades con los indios, porque ya esta mala costumbre estaba muy
usada, e la sabía de coro el Pigarro, e la avía él usado de años atrás”. Cabe
advertir, que Oviedo escribió ésto después de perder un hijo en el Perú, el
cual militaba por el bando de los almagristas. La última expedición que le
conocemos a Pizarro es la de Comogre y Pocorosa, actuando también en
ella como Teniente de Capitán General. El caudillo de esta jornada lo fue el
licenciado Gaspar de Espinosa, quien conociendo la valía de Pizarro lo
envió por la costa del Mar del Sur para que fuese descubriendo el litoral,
mientras él lo hacía desde los navios. Pizarro, en esta ocasión, tuvo bajo sus
órdenes al capitán Hernando de Soto. Los expedicionarios llegaron
entonces hasta el Golfo de Sanlúcar, descubriendo en el camino las islas de
Benematía, San Lázaro y del Caño. Todas estas jornadas fueron hechas con
excesiva crueldad, pero ni aún el plañidero Las Casas o el amargado
Oviedo, achacan a Pizarro una maldad determinada. No es que fuera un
ángel, pues sin duda vería el desarrollo de aquellas matanzas con la
naturalidad habitual a los baquianos, pero tampoco un demonio que 19
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU gozaba con
matar y hacer el GaS spt rSes-^en TaU a muchas indias para evita,
"“terminación y obediencia, valgan verdades, lo llevaron a esa disyuntiva
que esbozamos más atrás. Era un hecho que Ca tilla del too tendía a
disciplinarse bajo el puño poderoso de Pedrmdas pero Balboa-casado ya
con una hija de éste-negabas a colaborar. Hubo intrigas de por medio,
también calumnias, ma lo cierto fue que nadie imaginó que suegro y yerno
llegaran a romper lanzas. Sta embargo, éstas se rompieron y una vez
quebradas, como era de esperarse, resultó triunfante "El Gran Justador
Entonces fue que Pedrarias dictó la orden de prisión contra Adelantado
Vasco Núñez, confiando a Francisco Pizarro la ingrata misión de ejecutarla.
Pizarra, el taciturno, siempre jerarqmc y disciplinado, la obedeció. No era
tarea de su gusto pren er antiguo jefe y al amigo, pero por encima de todo
sentimentalismo estaba el servicio del Rey y la obediencia al Gobernador,
legitimo representante de aquél. Por eso partió Pizarra con algunos hombres
hacia el fortín de Balboa y, junto al Rio de las Balsas, lo encontró. Allí, en
términos que ninguna crónica ha podido ti dar de descorteses, le comunicó
la orden de captura. Balboa o quiso impresionar diciéndole: “¿Qué es esto,
Francisco Pizarra? No solíades vos así salirme a recibir”. Pero el trujillano
no dijo una palabra y haciéndose cargo del preso, lo llevó a Pedrarias.
Tiempo después, en 1517, Balboa moría degollado y sin pensar que Pizarro
le había sido traidor. La castrense mentalidad de Vasco Núñez comprendía
mejor que nadie la verdad sobre su antiguo capitán: las órdenes eran
órdenes y un soldado las debía obedecer sin replicar. Por eso, los recursos
que desde su celda elevó Balboa, empiezan y terminan sin queja hacia
Pizarro. Muchos han creído que la prisión de Vasco Núñez fue el principio
de la figuración del trujillano, pero esto no es así. Desde 1515 había sido
Teniente de Gobernador por Pedrarias en Urabá 20
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR y en
1517 estaba reputado como uno de los hombres más hábiles y de mayor
confianza de "El Gran Justador" en Santa María de la Antigua. Lo que si es
cierto es que después de la muerte de Balboa, Pizarro — como “hombre
honrado e hábil” — desempeñó varios puestos de responsabilidad. Ya en
1523 había sido Teniente de Gobernador, Visitador, Capitán, Regidor y
Alcalde de Panamá, ciudad de la que era uno de sus fundadores. Para
entonces tenía fama de vecino rico y en su casa guai'daba 30.000 pesos de
buen oro. Poseía a la sazón el repartimiento de la Taboga, una islilla del
Mar del Sur, y en compañía de Diego de Almagro era dueño del mejor hato
de vacas que comía hierba en las orillas del Chagres. Todos estos bienes
eran fruto de su vida de soldado y nunca nadie dijo que procedieran de
aprovechamientos en los cargos de gobierno — cosa que entonces era usual
— o de tormentos aplicados a los indios, práctica también frecuente. Por el
contrario, el soldado Pedro Miguel, uno de los conquistadores de
Tierrafirme, confesará sin reparo en las probanzas: “especialmente el dicho
Pizarro es persona honrada...” Es decir, que no sólo era “prefecto” y "varón
noble" en opinión de Pedro Mártir — el autor humanista de las Décadas del
Nuevo Mundo — sino que ante sus propios compañeros tenía honra y
honradez. 21
III. POR LA MAR DEL SUR LA JORNADA DE LEVANTE
Rico, prominente y vecino de una población donde ya no había guerra, el
soldado no se avino con la paz. Estaba hastiado de pertenecer a cuadrillas
inactivas — como las destinadas a defender Panamá— y hastiado también
de tratar en ganadería. Igual pensaba su socio Diego de Almagro, otro
soldado analfabeto como él que era hijo bastardo de un copero del Maestre
de Calatrava. Había nacido en la villa de Almagro por 1480 y su fama de
baquiano iba paralela a la de "rastreador”. De él decían que utilizando
solamente su intuición "por los montes muy espesos seguía a un indio sólo
por el rastro, que aunque le llevase una legua de ventaja lo tomaba". Lo
cierto es que era el hombre de confianza de Pizarro, su amigo de verdad,
aquel que lo escuchaba crédulo cuando éste hablaba del país cuajado de oro
que enviaba balsas con velamen a surcar el Mar del Sur... Al par de
analfabetos pronto se sumó un hombre culto atraído por la historia de las
balsas. Era un clérigo de misa, natural de Morón de la Frontera, que ejercía
de maestrescuela en la iglesia mayor de Panamá. Se llamaba Hernando de
Luque y tenía fama de hombre rico, aunque no sabía qué hacer con sus
dineros. Lo cierto es que entonces oyó del trujillano las noticias del país
dorado, y se entusiasmó de tal manera, que a par22
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR tir de
ese momento soñaba con ganar almas para Cristo y maravedís para su
bolsa. La tentación era muy grande para poderla vencer, y poco después, a
principio de 1524, el cura y los soldados pactaron de palabra formar una
compañía para la conquista del misterioso país de Levante. Pizarro sería el
capitán; Almagro, el proveedor, y Luque, el procurador que defendería los
intereses comunes. Ellos tres financiarían la jornada aquella "a las partes de
Levante"; los tres también gozarían íntegro su fruto gracias a un reparto
basado en la equidad. Amigos, siempre amigos, el único objetivo era
triunfar. A última hora se enteró Pedrarias, quien obligó a Luque a recibir
ciertos dineros a través del licenciado Gaspar de Espinosa. Por tratarse del
Gobernador de Castilla del Oro, los tres socios tuvieron que aceptar la
participación del intruso. Como estaba planeado, el 13 de setiembre de ese
año 24 partió Francisco Pizarro en un navio por aquella Mar del Sur.
Llevaba en su compañía 112 españoles y algunos indios nicaraguas de
servicio. Caballos, al parecer, ninguno; pero sí perros de guerra. El navio
tenía por nombre "El Santiago” y marchaba bajo la advocación del Apóstol
Patrón de las Españas; pero los soldados lo conocían por “El Santiaguillo".
Como si la protección del Apóstol fuera poca, los de tierra gritarían a sus
tripulantes al verlos zarpar: "¡Dios y la Virgen les lleven con bien!” Luego
de esto, el navio se perdió en el horizonte. Primero se tocó en el Puerto de
las Pifias, “tierra alta, de grandes breñas y montañas”, descubriendo junto al
mar grandes piñales, lo que motivó el nombre del lugarejo. Lo hallaron
tropical, lluvioso y pobre, por lo que se volvieron a embarcar.
Posteriormente divisaron el primer poblado de indios y todos pensaron en
buscar comida, pues la de a bordo se había terminado o era pasto de
gusanos. Pizarro ordenó el desembarco, que se efectuó sin ninguna
oposición de los naturales; pero aproximados al pueblo pudieron constatar
que todos eran idos, lo que explicó la falta de resistencia. Los soldados
penetraron presurosos a los bohíos, mas no hallaron absolutamente nada de
comer, excepto unas ollas conteniendo cierto líquido grasoso. Con las
espadas removieron el espeso caldo tratando de ubicar un tubérculo cocido,
un conejillo de monte, acaso un pez. No encontraron nada, pero cuando el
grasoso líquido volvió a la calma, afloraron a su superficie cinco garbanzos
grandes que resultaron ser... los dedos de 23
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU una mano. ¡Esa
era vianda de antropófagos y no la podían comer! Desilusionados, volvieron
a reunirse los soldados y se vengaron de aquel sitio bautizándolo Puerto del
Hambre. Para evitar mayores descontentos envió Pizarro El Santiago a
Panamá. El navio partió al mando de Gil de Montenegro; pero fue tanta la
hambre del camino, que una noche los tripulantes desclavaron un cuero de
vaca curtido y metiéndolo en una olla lo cocinaron y se lo comieron.
Cuando Montenegro volvió donde Pizarro, halló que habían muerto más de
30 hombres y que el resto de la tropa estaba desengañada, enflaquecida y
hambrienta. Restablecidos con el maíz y puercos que trajo Montenegro,
Pizarro se dispuso a proseguir. Embarcados nuevamente, a los pocos días
descubrieron un peñón oscuro y lleno de vegetación que se adentraba en el
mar y lucía en su parte alta un palenque o estacada a modo de fortaleza. Era
el fortín roquero del Cacique de las Piedras, según supieron después. Al
instante Pizarro mandó vestir la cota y aprestarse para efectuar un ataque
por sorpresa. Pero, una vez en tierra, los sorprendidos fueron los españoles
cuando llegados a lo alto del peñón lo hallaron con su guarnición ausente.
Esa noche durmieron protegidos por el palenque. Abajo, mecido por las
olas, "El Santiago” descansó también. Pero al cuarto del alba una grita
infernal despertó a los españoles, al tiempo que unos indios semidesnudos,
belicosos y bien armados iniciaban una guazabara. La embestida fue tan
recia que los soldados tuvieron que retroceder. Pizarro tomó el mando de su
gente y, dirigiendo la resistencia, se dispuso a no ceder. Sin embargo, los
indígenas eran empeñosos, y por haberle arrojado gran parte de sus lanzas,
el caudillo trujillano cayó "ferido de siete heridas, la menor dellas peligrosa
de muerte; y creyendo los indios que lo hirieron que quedaba muerto, lo
dejaron”. No fue el único malparado del encuentro. Nicolás de Ribera, el
Viejo, sacó una lanzada en la cabeza y otra en un hombro. Junto con él
habían logrado salvarse 16 hombres que aún llevaban puntas de lanzas y
flechas clavadas en sus cuerpos; pero otros cinco soldados habían sido
muertos por los indios, sin que nada hubieran podido hacer sus compañeros.
Derrotados, cansados, flacos y adoloridos, los cristianos dejaron el peñón y
buscaron refugio en "El Santiago". Luego desplegaron velas y, apartándose
con el navio de esas costas, maldijeron una y cien veces al guerrero Cacique
de las Piedras. 24
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Rumiando su derrota, Francisco Pizarro llevó a sus hombres a Chochama,
una playa cercana a las Islas de las Perlas, en pleno Golfo de San Miguel.
Desde allí envió a Ribera el Viejo, con el barco a Panamá para mostrar a
Pedrarias el poquísimo oro que habían recogido. El, mientras tanto, se
quedaría con la soldadesca para evitar que se desbandara. Había fracasado;
estaba magro, herido y pobre... pero aquella empresa de Levante no la iba a
abandonar. EL BUEN CAPITAN En Chochama los soldados quedaron
quejosos de su suerte, mas no de su capitán. Este parecía haber nacido para
vivir en los manglares. Era hombre duro en la guerra y comprensivo en la
paz; inflexible con su tropa en la campaña, después la regalaba con cariño y
comprensión. Hablaba muy poco, y cuando lo hacía era para infundir ánimo
a los demás. Nunca se quejaba, por lo que tampoco gustaba de que se
quejaran delante de él. A la hora de comer lo hacía a la vista de sus
hombres, comiendo con ellos esos palmitos amargos, de tan mal recuerdo
en los cronistas. También salía a recoger cocos para los enfermos o a remar
en canoa para traerles pescado. Su gente lo quería porque era “buen
capitán". Un testigo de ese tiempo añadirá que “era bien quisto", es decir,
apreciado por sus hombres. Esto último era opinión general. Los soldados
no olvidaban que cuando Montenegro le avisó de su regreso enviándole un
mensajero con cuatro naranjas y tres roscas de pan — manjares nunca
vistos desde que salieron de Panamá — , el trujillano aceptó el obsequio
para luego repartirlo por igual entre sus hombres. Pero si en esta opinión le
tenían sus soldados, el Gobernador Pedrarias ya no pensaba igual que antes.
Sabedor por Ribera de todo lo ocurrido, se volcó en denuestos contra
Pizarro, acusándolo de perseverar en la alocada empresa. Sostenía que la
expedición de Levante había ya costado muchas vidas, que tal jornada no
debía proseguir. La verdad era que “El Gran Justador” quería recuperar sus
dineros invertidos en la empresa del Levante para costear con ellos algo de
su empresa del Poniente, vale decir de Nicaragua. Esto, no las vidas de más
hombres, era lo que trataba de salvar. El clérigo Luque malició el trasfondo
y metiéndose cazu25
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU rramente en las
habitaciones de Pedradas supo capear el temporal V aquietar los ánimos del
Gobernador. Almagro, mientras tanto, después de zarpar de Panama con un
segundo barquichuelo y de tocar con sus 70 hombres en los puntos que pisó
Pizarro, terminó juntándose a su compañero en la playa de Chochama. El
encuentro debió ser triste para ese par de soldados que rondaban los
cincuenta años de vida. Entrapajados v llenos de vendas, se debieron
abrazar. Almagro, ademas, había perdido un ojo al intentar un asalto al
fortín del Cacique de las Piedras. Como su socio Pizarro, había estado a
punto de muerte, pero lo salvó de ser masacrado un negro de Juan Roldan.
No pudiendo rendir al belicoso reyezuelo, los españoles incendiaron su
reducto, bautizando luego el sitio con el nombre de Pueblo Quemado.
Menos mal que pudo seguir Almagro hasta el Rio de San Juan último punto
conocido de españoles desde los días de Pascual de Andagoya, capitán de
Pedrarias, que enfermó tratando de realizar esa conquista. Allí, al no
hallarse huella de los hombres de Pizarro, optó por regresar a la playa de
Chochama. El caudillo truj illano, siempre taciturno, lo escuchó hasta el
final. Luego improvisaron una cena y platicaron. La conversación mostró a
todos que Pizarro seguía siendo el jefe. Dijo que los barcos requerían
carenarse y que Almagro debería volver a Panamá. Almagro, hasta entonces
obediente, regresó con el barquichuelo a Castilla del Oro. Cuando por
Almagro se enteró Pedrarias de que Pizarro insistía en proseguir la empresa
del Levante, sufrió un acceso de ira. No hubo forma de calmarlo ni quien lo
quisiera intentar. La furia de Pedrarias sólo era inferior a los castigos del
cielo. Por fin, cuando Su Señoría hubo desahogado su indignación, dejó
traslucir sus pensamientos. Ahora quería no sólo que Pizarro regresara y le
volviera sus dineros, sino también que le entregara toda su gente para él
llevarla a Nicaragua, al castigo de Francisco Hernández, capitán que se le
había sublevado. En todo momento mostró estar quejoso de Pizarro; lo
llamó rebelde y lo tachó de inepto, hablando de adjuntarle un capitán,
porque, pensándolo bien, tampoco era prudente abandonar esa empresa del
Levante sin antes resarcirse de las pérdidas. Almagro prestó mucho oído a
todo lo último y, so color de impedir la presencia de un hombre extraño en
la jornada, se brindó a ser el nuevo capitán, el adjunto de la empresa del
Levante. De este modo el tuerto baquiano fue ascen26
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR dido
por el Gobernador, mientras los soldados de Panamá censuraban el camino
de tal ascenso. Los maledicientes afirmaban que Almagro había gestionado
la capitanía con Pedrarias para socavar la autoridad de Pizarro. Investido
con su grado de capitán y llevando 110 hombres de refresco, Almagro zarpó
con los dos navios carenados a Chochama. Iba por piloto mayor de la
flotilla Bartolomé Ruiz de Estrada, natural de Moguer. Cuando Almagro y
Ruiz desembarcaron les salió a dar el encuentro Francisco Pizarro con los
50 soldados que le quedaban. Esa misma tarde los dos socios y el piloto
conversaron. El acuerdo fue seguir hasta el Río de San Juan. La tro pa dio
un suspiro de alivio: por lo menos esta vez no contaría el terror a lo
desconocido. El San Juan era el río de Andagoya y allí había pueblos de
indios con mucho que comer. EL SEGUNDO VIAJE Con dos navios y tres
canoas que servían para reconocer la tierra, Francisco Pizarro arribó al Río
de San Juan. Los soldados, ambiciosos y entusiastas, aprovecharon el
primer desembarco para asaltar un pueblo de indios y hacerse de 15.000
pesos en oro. Pero contado el botín y repartido, los sacó de su felicidad una
plaga de mosquitos imposible de eludir. En los días que siguieron llovió
mucho, y las ropas «e convirtieron en harapos. Menos mal que aún había
que comer, porque — aunque el aguacero lo malograba todo— en los
bohíos de los indios se hallaron provisiones para combatir la hambruna. A
puñados comieron entonces el maíz y a mordiscos los camotes. Para variar
hubo palmitos, que, aunque amargos, recordaban a esos otros que comían
los muchachos en Andalucía. Pero Pizarro no había desembarcado para
comer, librarse de la lluvia o combatir a los mosquitos. Quería seguir
adelante y bordear el Mar del Sur. La tierra era pantanosa y llena de
manglares; había víboras, caimanes e insectos venenosos que nacían en el
vientre de esa selva donde nunca llegaba a penetrar el sol. Además,
abundaban las fiebres. Avanzar así era imposible; eran muy pocos sus
soldados para aventurarlos de ese modo. Decidido a salvar tantos
obstáculos, Francisco Pizarro envió a Almagro a Panamá por más gente, y
al piloto Ruiz, con la nave más pequeña, a descubrir la costa sur. 27
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Cuando se
acabó el maíz, los españoles recurrieron a los hu vos de caimanes, a los
monos y a algún pájaro de mal sabor que se destinó a los enfermos. Todas
las mañanas, Alonso Martin de Don Benito salía con su ballesta y su perro
de guerra a cazar, pero pocas veces hallaba alguna pieza. Desesperados los
soldados por el hambre, que cada día aumentaba, acordaron salir en las
canoas y remontar los ríos en busca de comida. Pero estas excursiones
tuvieron que interrumpirse por haber muerto los indios al capitán Várela
con 14 soldados. Los salvajes se dieron el gusto de bailar en torno a ellos
mientras les disparaban sus saetas. Los españoles fueron cayendo uno a
uno, y flechado el último, los vencedores desnudaron los cadáveres y se
repartieron las ropas. Dicen que a Pizarro, "como entendió la desgracia
sucedida, le pesó mucho". Tiempo después regresó el piloto Ruiz con
noticias sorprendentes: había vencido la línea equinoccial y descubierto una
bahía que llamó de San Mateo. Sin embargo, lo que realmente había
admirado al piloto y a los marineros fue que “andando más adelante por la
derrota del Poniente, reconocieron en alta mar... una vela latina (de) tan
gran bulto, que creyeron ser carabela, cosa que tuvieron por muy extraña”.
Ruiz la examinó desconfiado, temiendo fuera de portugueses; pero
acercándose a ella comprobó que se trataba de una balsa con velamen y
tripulada por indios. Ordenó entonces capturarla; pero adivinando su
intención, varios de los de la balsa se arrojaron al agua con miras de ganar
la costa a nado. Los que quedaron esperaron sin mayor recelo a sus
capturadores. Cuando Ruiz los vio de cerca se sorprendió aún más. Eran
indios, no cabía duda; pero indios como hasta entonces no había tenido
oportunidad de ver. Tenían la piel cobriza y los rostros muy alegres, lucían
mirada inteligente y sus cráneos carecían de toda deformación artificial.
Iban vestidos con, ropa de colores y llevaban un turbante para protegerse
del sol. Hablaban una lengua como el árabe, y cuando se envolvían en sus
mantos de algodón parecían, de verdad, hijos del desierto. A todas luces
mostraban pertenecer a una cultura superior, la que les había permitido,
entre otras cosas, descubrir la navegación con velamen. El piloto les
preguntó entonces sobre su procedencia, pero ellos no entendieron y le
mostraron una balanza, lana hilada y por hilar, proveniente — a lo que se
pudo entender — de unos animales como camellos sin giba. Los cautivos
eran tres y todos muy muchachos. Bebían en cantaritos rojos y comían en
platos negros. Pronunciaban muchas veces 28
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR las
palabras “guaynacapa” y “cuzco”, pero esta vez los marineios españoles no
les pudieron comprender. Francisco Pizarro debió de contemplar a esos
indios con agradecimiento y sorpresa. Ellos eran la confirmación del
exótico país cuajado de oro, los valientes navegantes de las balsas añoradas
por Panquiaco. Todo era cuestión de esperar. Pronto aquellos tres
muchachos indios aprenderían la lengua española. Después, la tropa se
pasaría las noches escuchándolos hablar de oro, de mucho oro, como que
venían de un país dorado... LA PORFIA DE ATACAMES Así las cosas,
volvió Almagro de Panamá trayendo la noticia de que Pedrarias había sido
sustituido por el cordobés Pedro de los Ríos, hombre que no se oponía a la
empresa del Levante, pero que tampoco la secundaba. Aparte de esta nueva,
trajo Almagro vanos hombres de refresco, algunos caballos y armas, carne
salada, alpargatas y camisas, cosas de botica y muchos bonetes de colores
para obsequiar a los indígenas. Pertrechados de este modo partieron todos a
la Bahía de San Mateo. Aquí el calor se hizo insoportable, acompañándolo a
toda hora una nube insufrible de mosquitos. Los soldados comenzaron a
enfermarse; los más débiles murieron. Para colmo de desgracias hubo
hambre, sensación que ya habían olvidado los cristianos. Con deseos de
buscar comida marcharon entonces tierra adentro, y tras mucho caminar, en
un claro de la selva se dieron con un pueblo de indios cuyas casas— del
modo que fabrican sus nidos las cigüeñas-estaban en las copas de los
árboles. Riéronse mucho los españoles con el pintoresco poblado; pero sus
risas se borraron de los rostros cuando se enteraron que aquellos indios se
negaban a darles de comer, alegando que si querían alimentos se dejasen de
vagar alegremente y empezaran por cultivar la tierra Los castellanos se
indignaron y, tratando de vengar la injuria, pasaron a combatir las
barbacoas, que era el nombre que tenían esas casas arbóreas. Los indios las
defendieron con tesón, pero ante la superioridad de las armas españolas, por
entre los mismos árboles se dieron maña para huir. A esto ya se habían
encaramado en las barbacoas Ribera el Viejo, Cristóbal de Peralta y el
artillero griego Pedro de Candia, quienes desde lo alto comen29
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU zaron a arrojar
maíz. Con el dorado grano se llenaron las alforjas y, colmada la última,
emprendieron el regreso. Cuando entraron al campamento debieron festejar
mucho lo que había sucedido: por primera vez en la historia del Nuevo
Mundo, los españoles habían cogido maíz... ¡en las copas de los árboles!
Después de esta aventura se reembarcaron y surgieron frente a Atacames,
una aldea de hasta 900 casas y una fortalecida de madera. El pueblo estaba
vacío, y esto les hizo temer una traición. Efectivamente, esa misma noche
atacaron con gran grita los nativos; pero el pequeño cañón del griego
Candia hizo ver a esos hombres ajenos al mundo de la pólvora lo peligroso
que era provocar a la artillería. La explosión sonó terrible, y horrorizados
los naturales huyeron en gran confusión. Los ataques siguientes fueron cada
vez más distanciados, siguiendo al postrero una calma desconcertante. Era
que los indios se habían dedicado a espiar a los intrusos. Querían descubrir
sus puntos débiles para luego ultimarlos en un ataque general. Los caciques
estaban todos de acuerdo; sus espías no dejaban de mirar. Concluyeron
entonces los caciques que aquellos hombres blancos gritaban demasiado y
que había uno que, en medio de estos gritos, se hacía obedecer por los
demás. Debían ser todos muy hambrientos, porque todo el día comían
guayabas y guardaban ciruelas en sus bolsos. Por la tarde recogían huabas
en sus sombreros de metal. También debían sufrir con el calor, pues bebían
grandes cantidades de agua. Los cuadrúpedos que cabalgaban bebían mucha
más. De seguir así, terminarían por secar el agua de los pozos. Sin embargo,
lo más sorprendente de esos hombres no era su barba enmarañada ni sus
ropas de plata, sino el tono de voz con que se hablaban. Se diría que todos
eran sordos o que, de no serlo, corrían el riesgo de ensordecer. A tanto
llegaba su sordera, que por más que se gritaban nunca se entendían,
llegando en ocasiones al punto de reñir... La observación de los indios era
cierta. La discordia había visitado el campamento. Los soldados pugnaban
por volver a Panamá; mas Pizarro los desconcertaba con nuevas órdenes
encaminadas a proseguir la expedición. Los hombres no osaban
contradecirlo y lo obedecían a regañadientes; pero Almagro no tenía tanta
maña y daba pie a contestaciones irrespetuosas al amenazar a los quejosos
con la cárcel. Los soldados se irritaban sobremanera, pero él insistía en
discutir. Tan necio se puso un día Almagro, que 30
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR por
primera vez Pizarro “mostró entonces, lo que hasta allí no se avía conocido
en su ánimo invencible”, ponerse del lado de los soldados. Almagro le afeó
su gesto, pero Pizarro lo cortó diciéndole: “que como iba i venía en los
Navios, adonde no le faltaba Vitualla, no padecía la miseria de la hambre i
otras angustias que tenían i ponían a todos en estrema congoja i sin fuerza
para poderlas más sufrir, i que si él las huviera padecido no tuviera la
opinión de que no se bolviese a Panamá.” Almagro contestó echando mano
a la espada, lo que obligó a Pizarro a empuñar la suya; pero terciaron el
piloto Ruiz y Ribera el Viejo y, Dios mediante, todo quedó allí. LA ISLA
DEL GALLO Después de esta porfía de Atacames reinó un ambiente muy
tenso. Los socios habían terminado por abrazarse públicamente en la playa;
pero los soldados — convencidos de que allí ya no quedaba odio—
volvieron a su antiguo murmurar. El peligro era inminente. Almagro no
quería regresar; Pizarro poseído por su fiebre de conquista, quería
proseguir. Los soldados andaban en corrillos y en ellos volcaban su opinión.
Almagro y su capitanía adjunta otorgada por Pedrarias no regían; pero la
decisión del capitán Pizarro, sí. Almagro había caído en el desprestigio
soldadesco; mas Francisco Pizarro seguía siendo el verdadero jefe. Por eso,
cuando el trujillano dio la orden de partida, unos maldiciendo y otros
blasfemando, tuvieron que seguirlo. No estaban los soldados para eso; pero
terminaron zarpando en los navios y mirando desganados al sur. Pizarro
aseguraba que marchaban en busca de otra tierra; pero a todos les constaba
que seguían dando vueltas sobre el mismo mar. Así llegaron frente al río de
Santiago, bautizado así en honor del Apóstol caballero. Su antiguo nombre
era Tempula, pero ni Almagro ni Pizarro repararon en la situación que le
correspondía en el mapa. Si el piloto Ruiz se hubiera tomado la molestia de
consignar su altura en la carta de marear, hubiera evitado la futura disensión
entre los dos socios y la muerte del primeio en la batalla de Salinas. Pero
esto era mucho pedir en tal momento. La agresividad de los indios
lugareños acicateó a los quejosos, por lo cual decidió Pizarro volver a la
Bahía de San Mateo. De aquí tor31
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU nó Almagro a
Panamá con un navio por más gente; en el otro, Pizarra pasó a los 80
soldados que quedaban a la Isla del Gallo. Para evitar posibles motines y
fugas, el capitán se desprendió de este último barco enviándolo con el
Veedor Juan Carballo a Panamá. Solo y rodeado de soldados descontentos,
Pizarra quedó en la Isla del Gallo. Estaba al norte del Ancón de las
Sardinas, frente a una rada que llamaban de Tumaco. Pasaron los días y el
descontento amainó. Esta aparente tranquilidad de los soldados en la Isla
tenía su porqué. En una de las naves habían enviado para doña Catalina de
Saavedra, la esposa del Gobernador Pedro de los Ríos, un blanquísimo
ovillo de algodón. Por su tamaño y hermosura era obsequio digno de tal
dama y se lo enviaban como una muestra de la tierra por ellos descubierta.
Pero mañosamente habían introducido en él un trozo de papel en que
decían: “A Señor Gobernador, miradlo bien por entero, allá va el recogedor
y acá queda el carnicero.” Los soldados habían escrito esa copla después de
oír a su jefe decir que mientras él estuviera con vida ninguno de ellos
volvería a Panamá. Eso sonaba como una invitación a matarlo; pero
ninguno se atrevía a hundir su daga en el pecho de tan bravo capitán. Las
cartas de los soldados, las groseras cartas de los pocos que sabían escribir,
demuestran hasta qué punto a Pizarro le tenían miedo. Por eso le jugaban a
dos barajas, y cuando mucho se le quejaban diciéndole, medio en broma y
medio en serio, que se sentían en un cautiverio, "peor quel de Exito”. La
treta del ovillo resultó, pues un buen día — a fines de setiembre de 1527 —
blancas y lejanas en el horizonte se dejaron ver dos velas. Pizarro pensó que
le traían más gente, pero la ovación entusiasta de su tropa le presagió lo
peor. Los hombres lloraban de alegría y bendecían a Pedro de los Ríos, a su
esposa y a cuantos habían tenido que ver con el envío de las naves. El
caudillo trujillano se entristeció: mal le pagaban sus soldados; le habían
ganado con traición. Entonces fue que saliendo a recibir a los recién
venidos, "determinó antes morir que volver sin descubrir la tierra”. 32
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Llegado el bote a la playa, saltó a ella Juan Tafur, capitán del Gobernador
Pedro de los Ríos. Pizarro lo saludó secamente, preguntándole a
continuación por el motivo de su visita. La respuesta fue tajante: estaba allí
para llevarse a todos a Panamá. En la empresa del Levante se habían
gastado ya bastantes vidas, y el Señor Gobernador la consideraba fracasada.
Un mensaje secreto a la gobernadora llamaba a Pizarro “carnicero” y a
Almagro "recogedor”. Tafur venía con una orden prohibiendo el beneficio
de más reses... El trujillano debió echar fuego por los ojos. Pero no se dejó
ganar por la pasión y, desenvainando la espada, avanzó con ella desnuda
hasta sus hombres. Se detuvo frente a ellos, los miró a todos y evitándose
una arenga larga se limitó a decir, al tiempo que — según posteriores
testimonios — trazaba con el arma una raya sobre la arena: Al norte queda
Panamá, que es deshonra y pobreza; al sur, una tierra por descubrir que
promete honra y riqueza; el que sea buen castellano, que escoja lo mejor.
Un silencio de muerte rubricó las palabras del héroe; pero pasados los
primeros instantes de la duda, se sintió crujir la arena húmeda bajo los
borceguíes y las alpargatas de los valientes. "Sólo trece compañeros pasaron
la raya con tan grande esfuerzo, denuedo y valentía, que cada uno de ellos
parecía bastaba a conquistar un Nuevo Mundo.” Y añade otra crónica:
"Estos fueron los Trece de la Fama.” Concluyendo una tercera: “estos trece
christianos con su capitán descubrieron el Perú." Pizarro, cuando los vio
pasar la línea, “no poco se alegró, dando gracias a Dios por ello, pues había
sido servido de ponelles en corazón la quedada”. Sus nombres merecen
quedar en la Historia. Ellos son: Nicolás de Ribera el Viejo, natural de
Olvera, en Andalucía; Cristóbal de Peralta, hidalgo de Baeza; Antón de
Carrión, natural de Carrión de los Condes; el griego Pedro de Candia,
nacido en la isla de Creta; Domingo de Soraluce, mercader de oficio y
vascongado de nación; Francisco de Cuéllar, natural de Torrejón de
Velasco; Juan de la Torre, nacido en Villagarcía de Extremadura; Pedro de
Halcón, sevillano de Cazalla de la Sierra; García de Jarén, mercader
utrereño y esclavista de indios nicaraguas; Alonso de Briceño, natural de
Benavente; Alonso de Molina, que era de Ubeda; Gonzalo Martín de
Trujillo, trujillano de cuna, y Martín de Paz, mancebo alegre y jugador cuya
patria es desconocida. Al piloto Ruiz no se le cuenta, porque aunque pasó la
línea vio prudente regresar a Panamá, por habérselo pedido así Pi33
PIZARRO. — 3
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU zarro. "Estos
fueron los Trece de la Fama. Estos... los que estando más para esperar la
muerte que las riquezas que se les prometían, todo lo pospusieron a la honra
y siguieron a su Capitán y caudillo para ejemplo de lealtad en lo futuro.
Poco después los soldados se embarcaron en las naves y se dispusieron a
zarpar. Furioso Pizarro porque Tafur se llevaba también a los tres indios
lenguaraces de la balsa, envío por e os a Nicolás de Ribera. Este recuperó a
los tres nativos, tornando a la isla con un mensaje de Tafur a Pizarro por el
que lo invitaba a trasladarlo a otra isla más al norte. Pizarro, entonces,
apreciando que seguir en la Isla del Gallo equivalía a morir de hambre,
accedió. La nueva isla, según los mapas posteriores, se llamaba La
Gorgona. El cronista Herrera nos ha dejado de esta roca una clara
descripción. Dice así: “En esta Isla Gorgona, que los que la han visto
comparan al Infierno, por la espesura de sus Bosques, i la altura de las
Montañas, ai abundancia de Mosquitos, i destemplanza del Cielo, adonde
nunca se vé el Sol, ni dexa de Llover. Quiso quedar Francisco Pizarro, por
maior seguridad: allí hicieron sus Casas i labraron una Canoa en que salía el
mismo i pescaba para comer, i otras veces con la Ballesta mataba unos
Animales llamados Guadoquinaxes, maiores que Liebres i de mejor Carne, i
en esto se ocupaba por mantener a sus Compañeros.” Y concluye el
cronista: "cada Mañana daban gracias a Dios: a las tardes decían la Salve i
otras Oraciones, por las Horas sabían las Fiestas i tenían cuenta con los
Viernes i Domingos.” Estas, en síntesis, eran las ocupaciones de aquellos
rezadores de la Salve, verdaderos desterrados hijos de Eva”. De este modo
pasaron los últimos meses de 1527 y los tres primeros en 1528. Pero una
mañana de marzo, cuando abandonados a su suerte se disponían a pasar otro
día como todos, surgió un punto oscuro en el horizonte. Los hombres se
entusiasmaron con su vista; pero pronto su alegría se trocó en tristeza
cuando alguien comentó que era espejismo, ilusión de cerebros sedientos de
novedades. Otro, acaso más realista, aseguró que era un árbol arrastrado por
la corriente. Pero aquello se fue acercando hacia la isla y resultó ser un
navio de verdad. Era Bartolomé Ruiz de Estrada, el veterano piloto de
Moguer, que volvía por sus compañeros. Una hora después todos se
abrazaban y el marino les contaba que estaba pronto a regresarlos a
Panamá. Posiblemente 34
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR antes
de abandonar la isla fue que la bautizaron con el nombre de Gorgona o
antesala del infierno. El griego Candia, único conocedor de Medusa, Euríale
y Esteno, monstruos de una fábula que oyera cuando niño, fue seguramente
quien le dio tal nombre. TUMBES, LA CIUDAD DE PIEDRA Mas no era
Pizarro de los que pensaba que volviendo a Panamá se arreglaría todo. Por
eso, apenas pisó la cubierta del navio mandó levar las áncoras, salir al mar
abierto y aproar al sur. Algunos días después descubrieron otra isla que
llamaron Santa Clara, donde hicieron agua y leña. De paso contemplaron
boquiabiertos un gigantesco ídolo de piedra, al que los indios habían
tributado pequeñas esculturas de oro, ricas y vistosas mantas amarillas y un
gran cántaro de plata capaz de albergar una arroba de agua. Los tumbesinos
capturados en la balsa — que ya sabían algo de español — afirmaron
entonces “que aquello no era nada, para las riquezas que havia en la Tierra”.
Sus palabras se tomaron como exageración; si algo se creyó de ellas fue que
Tumbes ya no estaba lejos. Pero sin duda los intérpretes confesaban la
verdad, porque al día siguiente “descubrieron una balsa tan grande que
parecía Navio”. Los cristianos se acercaron amistosamente hallando en ella
quince guerreros con sus armas en las manos y envueltos en grandes
mantos. Dijeron que eran de Tumbes y que iban a hacer la guerra a la isla de
Puná. Mostraron alegrarse mucho de hallar con los barbudos otros indios
tumbesinos, y éstos, igualmente contentos, traían de la mano a los españoles
para que apreciaran con sus propios ojos que habían dicho la verdad. En eso
aparecieron otras cuatro balsas grandes cargadas de guerreros, las cuales se
acercaron a la nave castellana. La carabela y las balsas presentarían un
cuadro excepcional. Era el encuentro intencional y al mismo tiempo
inesperado de la más popular de las embarcaciones españolas con las únicas
balsas que tenían velas en el Nuevo Mundo. Bartolomé Ruiz, el piloto
moguereño, no había mentido cuando afirmó haber capturado una balsa en
la Bahía de San Mateo. Panquiaco, el hijo del cacique Comagre, también
tenía razón. Guiados por las cinco balsas, los cristianos avistaron Tumbes.
Apenas los caudillos de las balsas tocaron tierra, corrieron donde 35
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU su señor, *a
quien dixeron, cómo havían encontrado aquel Navio, a donde estaban
Hombres blancos i vestidos, con gran es ar . i que otros indios, sus
Naturales, que traían por InterPr^ 1 vían dicho que aquellos Hombres
andaban a buscar Tierras q en otros Navios se havían vuelto por la Mar
muchos de ello Espantados el Señor i todos, juzgaban que tal Gente er< .
embia por la mano de Dios i que era bien hacerles buen hospedag . Pizarra,
mientras tanto, miraba Tumbes extasiado. Parecía una ciudad del Amadís,
libro que él no había podido leer nunca, pero que decía cosas fabulosas.
Tumbes parecía esoi una cmdad .«jipada de los libros de caballería. Tenía
recias murallas de piedra todas llenas de almenas, sobre las que destacaban
muchísimos torreones cuadrados; también lucía un castillo que mostraba ser
imbatible fortaleza. , Esa misma tarde envió el curaca o reyezuelo de
Tumbes a Pizarro— en diez o doce balsas— mucha fruta, cantaros con agua
y licor fermentado de maíz, y una oveja de la tierra, de esas que producían
lana. Los españoles recibieron todo con muestras e gran regocijo,
admirándose mucho con el auquemdo, cuadrúpedo que recordaba el perfil
de un dromedario sin giba. Al frente de todos estos obsequios estaba un
indio de porte verdaderamente aristocrático, y en el que su adusto rostro
contrastaba con sus orejas descomunales. Los españoles lo bautizaron
burlescamente “el orejón", divirtiéndose en secreto con sus deformados
apéndices auriculares. El indio mostró no darse cuenta de ello,
interesándose, en cambio, por saber de dónde eran, qué buscaban y en quién
creían los misteriosos hombres blancos. Pizarro le hablo entonces de
Castilla y del invicto Emperador don Carlos, del Pontífice de Roma y del
afán evangelizador de los cristianos. No mencionó el oro, pues los indios
podían ocultarlo. El orejón no dijo una palabra, pero todos se dieron cuenta
de que había aprendido demasiado. Le ofrecieron a continuación vino
castellano, bebida que mostró agradarle, recibiendo luego un hacha de
hierro, objeto que le gustó realmente. Empuñando su nueva arma aceptó
comer con Pizarro. Se comportó muy dignamente durante la comida y al
final de ella invitó al jefe extremeño a visitar la ciudad. Marchado el orejón,
Pizarro envió un marinero llamado Bocanegra a Tumbes, con el pretexto de
traer bastimentos para la nave. Regresó impresionadísimo, pero por ser
ignorante no se le creyó. Con misión más específica desembarcó entonces
Alonso 36
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
Molina con un negro esclavo. Llevaba para el curaca una pareja de cerdos,
varias gallinas y un gallo. Los tumbesinos miraron al soldado y al guineo
con singular admiración. Las barbas del hombre blanco eran excepcionales,
mas el color tiznado del negro presentaba una incógnita mayor, por lo que
dispuestos a despejarla presentaron al esclavo un recipiente con agua y le
pidieron que se lavase la cara. Sin embargo, el negro los defraudo, porque
habiéndose restregado el rostro con agua, quedó tan oscuro como antes. Al
final, los indios parecieron conformarse algo oyendo cantar al gallo y gruñir
al puerco. Luego de tan original momento, Molina y el negro pasearon la
población, sorprendiéndose por su grandeza y regresando presurosos a la
nave. Esta vez tampoco creyeron su relato los españoles de a bordo. Molina
era mancebo y el calor de su versión pareció exagerado. Al negro ni
siquiera lo escucharon, porque no hacía sino decir ser verdad todo lo que
Molina contaba. Pizarro determinó entonces enviar a otro hombre menos
impresionable, con más mundo y cierta edad. Reunía todos estos requisitos
el griego Pedro de Candía. EL HIJO DEL TRUENO El griego desembarcó
frente a la ciudad, rodeada de selva e inmediatamente fue llevado ante el
curaca. Iba con una gran cota de malla que le llegaba a las rodillas y cubría
su cabeza un yelmo, con su celada de' hierro, todo lleno de plumajes.
Rodela, espada y arcabuz completaban su defensa. Algún cronista añade
que también llevaba una cruz. Lo cierto es que llegado ante el curaca de los
tumbesinos lo saludó en nombre de Pizarro, gesto al que contestó el curaca
con otro saludo a su manera y una petición: . le rogó mañosamente que
disparase su arcabuz o como él mismo decía, aquel bastón que vomitaba
fuego. El curaca había oído hablar de la extraña propiedad del alargado
madero y quería cerciorarse por sus ojos para luego informar de todo a
cierto superior. Este superior era el Inca. Candia accedió gustoso, encendió
la mecha de su arma y apuntando a un tablón grueso que allí estaba,
disparó. La explosión que se escuchó sonó terrible para aquellos indios que
ignoraban los poderes de la pólvora y espantados por el estruendo, cayeron
37
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU en el suelo sin
osarse levantar. Cuando se animaron a hacerlo pudieron ver al gran tablón
perforado, mientras un olor especial se esparcía por el aire. Entonces el
pánico se trocó en admiración, los tumbesinos estaban maravillados. Pero el
curaca, que propiciaba todo aquello para informar con precisión al Inca,
mandó traer un jaguar y un puma que tenía cautivos y soltándolos delante
del arcabucero, quiso enterarse hasta dónde el visitante se sabría librar bien.
Candia no se dejó ganar por la sorpresa y teniendo ya encendida la mecha
efectuó un segundo disparo. Ante el fogonazo y el ruido las fieras
retrocedieron, acobardándose al extremo de perder toda su agresividad. El
curaca quedo sorprendidísimo, sus vasallos lo estaban mucho más. Cuando
el humo de la pólvora se disipó, Pedro de Candia se encontró rodeado por
indios postrados en el suelo que lo miraban como si fuese un semidiós. El
curaca rompió este incómodo silencio y allegándose al arcabuz con un vaso
de licor de maíz en la mano, derramó su contenido en la boca del arma, al
tiempo que le decía: “toma, bebe, pues con tan gran ruido se hace que eres
semejante al trueno del cielo". A partir de entonces, Candia fue tenido por el
blanco y robusto Hijo del Trueno que tenía el raro poder de amansar a las
fieras. Además, su barba y su color recordaban al divino Huiracocha, el
Hacedor del universo indio, el dios que se perdió en el mar, prometiendo
regresar en otra era. Candia encarnaba al gran Illapa, el rayo rugidor, y a su
vez era emisario del omnipotente Huiracocha que esperaba en su navio
mecido por la espuma de las aguas... Esa misma tarde el griego visitó la
ciudad. Paseó el barrio de los orfebres y plateros, entró a los templos o
"mezquitas” y habló a las Aellas o Vírgenes del Sol. Conoció también de
cerca la galana fortaleza, sus murallas y torreones, su precisa ubicación.
Parecía un alcázar agareno con patios que refrescaban cantarínas fuentes.
Siguió mirando y descubrió allí cerca unas plazas como "zocos” a las que
acudía una extraña multitud. Los tumbesinos trataban mucho con cerámica
rojiza y la transportaban en esos cameros grandes y lanudos que por su
acompasado andar bien podían nominarse "los camellos de las Indias”. Los
hombres se cubrían con turbantes o rebozos, las mujeres con capuces y
albornoces. Hablaban una lengua como arábigo, eran bronceados,
movedizos y, sobre todo, muy alegres. Dos días después, Candia regresó a
bordo. Traía consigo co38
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR mo
obsequio del señor de la ciudad muchas balsas repletas de maíz, pescado y
fruta, así como dos auquénidos cebados. Francisco Pizarro lo recibió con las
mayores muestras de alegría y el griego le correspondió contándole todo lo
que había visto en Tumbes, lo cual hizo con lujo de detalles “por ser
hombre savio de semejantes negocios". Mas como si esto fuera poco,
terminadas sus palabras, extendió a los asombrados ojos de sus compañeros
una tela en que había dibujado y pintado la ciudad. Esa tela tenía un valor
incalculable por ser la primera pintura del reino de las grandes balsas.
Entonces Pizarro bautizó a esa ciudad que tanto tenía de morisca como
Nueva Valencia de la Mar del Sur, mientras los soldados admiradores de la
pintura del griego, apreciando los edificios "de piedra muy grandes con
torres a manera de castillos”, comparaban con Castilla al país que visitaban.
Con el corazón lleno de gozo prosiguieron los cristianos su recorrido,
largando velas con dirección austral. Pasaron frente a Paita, donde los
indios salieron a la playa a llamar alborozados al navio que transportaba un
dios; también junto a la Isla de los Lobos, animales marinos, cuyos
bramidos escucharon alarmados los soldados en la oscuridad de la noche.
Luego fueron saliendoles al encuentro gran cantidad de balsas llenas de
indios con frutas y pescado de regalo, recibiendo en algún punto los saludos
de una reina o capullana, señora integrante del gran mundo matriarcal de los
tallanes. Más adelante tocaron en tierra de Chimbes y en Malabrigo, ganado
por la exótica vida de estos indios, el marinero Bocanegra desertó. Juan de
la Torre, que bajo a tierra a buscarlo, lo halló que "estaba bueno i alegre i
sin gana de volver’ , dejándolo en medio de ataviados chimúes que lo
llevaban en andas a contemplar los enormes rebaños de "pequeños camellos
... Reirían todos con la deserción del marinero y proseguirían su navegar.
Pizarro buscaba la ciudad de Chincha, de la que a ía oído su fama, pero
llegada la nave a la desembocadura del 10 Santa-nombre indio que los
cristianos transformaron en el de Santa Cruz— los marineros pidieron a
Pizarro no seguir, os hombres de mar, siempre susceptibles de temor ante lo
desconocido querían volver atrás. Pizarro comprendió su pensamiento v
aceptó. El 3 de mayo de 1528 el navio viró en redondo poniendo la proa al
septentrión. Francisco Pizarro y los de la Fama, mientras tanto, miraban las
oscuras piedras de la Cordillera Negra 39
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU y se daban el
gusto de imponerle el andaluz apelativo de Sierra Morena. EL NOMBRE
DE LA NUEVA TIERRA De vuelta a Panamá, los Trece de la Fama
alborotaron a la población con sus noticias. Acosado por los curiosos Ribera
el Viejo habló entonces de "muy rricas tierras” y Alonso Briceño hizo ver a
todos que la expedición no había fracasado, porque desde los tiempos de
Francisco Hernández de Córdoba y Juan de Grijalba— los descubridores de
Yucatán y Nueva España — nadie había osado decir algo semejante.
Arreciando en sus preguntas los curiosos conminaron al Alférez Carrión,
otro de los Trece, pero éste se limitó a decir que lo de las ciudades de piedra
era muy cierto y que además eran "almenadas e torreadas”, noticia que
amplió Francisco de Cuéllar, confirmando que eran “muchas e grandes
cibdades... con tapias bien altas e con casas a manera de torres quadradas...
a manera de terrados”. La versión no podía ser más unánime. Ahora había
que inquirir sobre los habitantes de las misteriosas ciudades. Iniciadas las
preguntas, Briceño — parco como siempre — dijo que toda la tierra
descubierta era “muy poblada", siendo Ribera el que explicó entonces que
de “gente muy ataviada e con mucho oro e plata”. Antón de Carrión, más
explícito que sus compañeros, concluyó que estas gentes "trayan sobre sy
mucho oro e Ropas de plata e piedras de valor”, añadiendo en tono de
hijodalgo que “si se puebla (esa tierra) de christianos, Dios e Su Magestad
serán seruidos”. Francisco Mexía, Gonzalo Farfán, Rodrigo de Chávez,
Francisco de Jerez, Martín de Santaella, Silvestre Rodríguez, Ambrosio de
Monsalve y Sancho de Marchena — soldados que volvieron con Tafur
desde la Isla del Gallo — escuchaban pesarosos de haber abandonado
aquella empresa. Mientras tanto, Pizarro, acompañado por sus socios y el
artillero Candia, presentaba al Gobernador los tres muchachos tallanes,
capturados en la primera balsa que avistara Ruiz, los cuales ya entendían la
lengua castellana. También enseñó a Pedro de los Ríos los primorosos
tejidos de algodón y lana, muchos cántaros de color naranja fuego, chaquira
reluciente, adornos de oro y plata y — lo más espectacular de todo — seis o
siete llamas, 40
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
animales domésticos de carga, únicos en su género y que sólo se habían
hallado en aquellas remotas partes del Nuevo Mundo. Como si esto fuera
poco, también le mostró Pizarro una tela en la que el griego Candia había
dibujado a Tumbes, la ciudad que bautizaran Nueva Valencia, señalando en
ella la fortaleza, las murallas y las torres... Pedro de los Ríos quedó más que
confuso y de momento no supo qué decir. Finalmente, se animó e hizo una
pregunta: quería saber la exacta ubicación del reino de las grandes balsas.
Pizarro le contestó que aquellas maravillas que tenía delante provenían "de
las partes del Levante en la Mar del Sur, hazia donde se dize perú...”
¿Perú?, se preguntaría Pedro de los Ríos: esa tierra hasta entonces nadie la
había mencionado. Pero se equivocaba el celoso Gobernador de Castilla del
Oro, pues si se hubiera echado la capa sobre los hombros y entrado a las
tabernas del puerto, habría visto a los soldados hablar de cierta "tierra muy
buena e Rica, y cibdades e fortalezas”, mientras con su dedos señalaban al
Levante, “hazia donde se dize perú”. Aquellos aventureros ya no hablaban
de Dabaides y Dorados. Había nacido el nombre de una nueva tierra. Ahora
todo era Perú y más Perú. Por eso cantaban en las mesas de las tabernas:
"Indias, Indias, oro, plata, oro, plata del Pirú” 41
IV. RECURSO A LA AUTORIDAD DEL REY LA
CAPITULACION DE TOLEDO Pero, como era de esperar, pronto el
Gobernador se sobrepuso de la impresión recibida y creyendo que Pizarro
exageraba, se negó a colaborar con gente y armas. Para ello llamó un día a
los tres socios y les confesó cómo, a pesar de la fiebre perulera, él no creía
en el Perú y que por lo tanto, no permitiría una tercera expedición. Ya
habían muerto demasiados soldados, Panama no tenía que correr el riesgo
de despoblarse y, por último, ordenó a los dos soldados y al clérigo que se
dejasen de estar "cebando a los hombres con la muestra de las ovejas, oro y
plata que habían traído”. Pizarro, Almagro y Luque "se despidieron del
Gobernador muy desconsolados”. Cada uno de ellos se negaba a renunciar
lo ganado ante una simple y arbitraria orden. Tenían que buscar una salida,
había que pensarla y repensarla, porque debía llegar la solución. Así
pasaron varios días, surgiendo por fin el remedio: se enviaría un procurador
a España a gestionar la licencia para proseguir la empresa del Perú y, de
paso, pedir al Emperador que prohibiese a Pedro de los Ríos inmiscuirse en
ella. La fórmula pareció acertada y Almagro propuso entonces a Pizarro,
alegando que era el que más merecía el cargo por lo mucho que había
padecido en la conquista de la nueva tierra. Pizarro no tuvo inconve42
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
niente y, en principio, lo aceptó. Pero Luque que conocía demasiado a
Almagro y sabía que su entusiasmo no sería duradero, barajó entre otros
nombres el del licenciado Corral, alegando que era docto en leyes y parte
no interesada. Pizarro confesó que no tenía inconveniente, pero Almagro
volvió a la carga con su terquedad característica y Luque tuvo que ceder.
“Al fin se capituló que Francisco Pizarro negociase la Gobernación para sí
y para Diego de Almagro el Adelantamiento y para Hernando de Luque el
Obispado”. También gestionaría el Alguacilazgo Mayor para el piloto Ruiz
y mercedes para los Trece de la Fama. Al terminarse esta relación de
peticiones, Pizarro agradeció la designación a sus compañeros, diciéndoles
"que todo lo quería para ellos y prometiendo que negociaría lealmente y sin
ninguna cautela”. Hecho esto, luego de recibir mil quinientos pesos
prestados para los gastos del viaje, el trujillano partió para Nombre de Dios.
Zarpado a comienzos de setiembre de 1528, Pizarro llegó a Sevilla algunas
semanas después. Iba en su compañía el griego Candia— con su pintura de
Tumbes y una relación escrita de su puño y letra, sobre lo que vio en la
ciudad — y el vasco Domingo de Soraluce. También los intérpretes tallanes
con sus mantos multicolores y adornos de oro y plata. Por último, media
docena de esos "camellos de las Indias” que ahora se llaman ovejas del
Perú". Conviene advertir que en las Muelas de Sevilla, agazapado y oculto,
vivía el bachiller Fernández de Enciso, aquel que fue socio de Alonso de
Ojeda. Rencoroso y leguleyo como siempre, merodeaba el puerto en espera
de los viejos soldados del Darién. A los pocos que le habían sido fieles los
invitaba a declarar en sus probanzas, a los que no habían seguido su
bandera les cobraba antiguas deudas resucitadas para la ocasión. De este
modo fue que descubrió a Franciso Pizarro al tiempo que desembarcaba.
¡Por fin había hallado coyuntura de venganza! Sin pérdida de tiempo el
bachiller mojó la pluma y redactó la demanda. La justicia de Sevilla se
encargó de notificarla al capitán extremeño. Este no negó la deuda, mas
confesó que no tenía dinero propio, lo cual era verdad. Enciso vio en
Pizarro al mejor discípulo de Vasco Núñez de Balboa — El Caballero del
Barril aquel que por sus deudas fugó de La Española. Pero esta vez no iba a
ser así: Pizarro no se le escaparía. Y alegando que su deudor era insolvente,
lo metió en prisión. 43
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Varias noches
durmió el caudillo trujillano en esa Cárcel de Corte de Sevilla—
posiblemente ya situada en la popular calle de las Sierpes— pero no tan
pocas como para que la Corona ignorara su precaria condición. Por eso,
apenas llegó a Toledo noticia de su captura, el Emperador dictó una orden
para que lo sacaran de allí. Entonces, reunido con Candia, Soraluce y sus
tallanes, el Conquistador marchó a la ciudad del Tajo. Una vez en ella,
Pizarro buscó al Emperador. No está claro que lo hallara, porque para
entonces el César estaba por partir a las Cortes de Monzón y de allí a Italia
para ser coronado por el Romano Pontífice; mas lo cierto es que antes de
partir hablo a los Consejeros de Indias y recomendó al capitán Pizarro a la
Rema doña Isabel de Portugal. Con esta premisa el Conquistador entró a la
Sala del Consejo y narró a los del Real y Supremo de las Indias los muchos
trabajos padecidos en la empresa del Perú. La tierra descubierta era “la más
rica e abundosa e apacible para poblaba de crisptianos” y su "gente de
mucha razón , como que vivían “por tratos y contrataciones así en navios
por la mar como por tierra”'. Afirmó que conocían la balanza, pues "tratan
por peso”, siendo el objeto de su comercio ropas finas de lana y algodón
teñidas de grana, carmesí, azul y amarillo, “todo lo más dello muy labrado
de labores muy ricas... de diversas maneras de labores e figuras de aves y
anymales y pescados y arboledas”. También teman esmeraldas y
cazadonias, espejos de obsidiana y cuentas de cristal, pero, sobre todo, "oro
muy fino... y todos los metales que hay en España, sin tenerlos mezclados
unos con otros”. Los ojos de los Consejeros se encandilaron con esto
último, pasando luego a mirar a esos indios vestidos con vistosos mantos y
que lucían en sus cabezas coronas y diademas de oro. Los tres mostraban
buen rostro y nada tenían que ver con los caribes. Los viejos y miopes
Consejeros los harían acercar más para apreciar sus brazaletes de plata, sus
tobilleras con cascabeles de cobre y sus sandalias de fibra... Pero lo que les
pareció altamente novedoso — a pesar de que olía muy mal — fue ese
cuadrúpedo rumiante, animal exótico y altivo, que daba lana y parecía un
dromedario sin giba. Luego habló Pedro de Candia y se refirió a las
ciudades torreadas, la mayor de las cuales recordaba a Valencia. Dudaron
entonces del griego y creyéndolo capaz de una invención, le solicitaron
pruebas. El artillero parece que leyó su relación, mostrando luego la pintura
de la ciudad de Tumbes. Estupefactos, boquia44
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
biertos, los del Real y Supremo Consejo de las Indias no tuvieron más
recurso que creer. Notificada la Reina doña Isabel de Portugal — que por
ausencia del Emperador había quedado a cargo del Gobierno pionto se
ordenó la Capitulación. Esta se firmó en Toledo, el 26 de julio de 1529, y
dio su amplio respaldo a la conquista perulera. Poi razón de sus ciudades de
piedra y castillos se llamó al Perú, Nueva Castilla, nombrándose a Pizarro
su Gobernador, Adelantado y Alguacil Mayor con 725.000 maravedís de
sueldo. Los dos últimos cargos se le adjuntaron al primero por negarse la
Corona a descentrar tales oficios de Gobierno en Almagro y el piloto Ruiz.
A aquél se dio entonces la gobernación de la fortaleza de Tumbes con
300.000 maravedís anuales, amén de una declaración de hidalguía. A Ruiz
el título de Piloto Mayor de la Mar del Sur. Para Hernando de Luque, el
humilde maestrescuela de Panamá, se creó un Obispado en la ciudad de
Tumbes, concediéndosele también 1.000 ducados al año y el cargo de
Protector de todos los indios del Perú. A Pedro de Candia se le hizo Capitán
de artillería con 60.000 maravedís de sueldo, recogiendo también una
licencia para fabricar cañones y un título de Regidor para el Cabildo que en
Tumbes se pensaba instalar. Para los Trece hubo el privilegio de hacerlos
hidalgos de solar conocido, y a los que lo eran, se les nombró Caballeros de
Espuela Dorada. Se dieron luego las dispensas para los derechos de alcabala
y almojarifazgo, oro de minas y pasaje de esclavos; permisos para levantar
tropas hasta de doscientos cincuenta hombres y llevar caballos; facultad
para levantar fortalezas y otorgar repartimientos; y, sobre todo, muchas
recomendaciones sobre la conservación y evangelización de los indios.
Cuentan que por los días que se firmó la Capitulación fue presentado a
Pizarro un pariente de porte gentil y atuendo cortesano que se preciaba de
haber dado al Emperador más tierras que las que heredó de sus abuelos. Era
Hernán Cortés, el hijo de Martín Cortés y Monrroy y de Catalina Pizarro
Altamirano. El Conquistador de México había obtenido del Emperador la
gobernación de Nueva España y el título de Marqués del Valle de Oaxaca.
El nuevo primo, pues, estaba en el apogeo de su fama y hablaba de sus
hazañas con léxico de presunto bachiller salmantino. Parlanchín el uno,
taciturno el otro, la entrevista debió de ser original. Sin embargo, nada en
concreto se sacó, a no ser el quedar Cortés impresionado: la recia
personalidad de su primo el por45
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU querizo lo llevó
a la admiración y a la amistad. Y aquellos dos parientes célebres se
despidieron para regresar a sus gobernaciones y no volverse a ver jamás.
Firmada la Capitulación y triunfante en demasía, Pizarro se despidió
también del griego Candia, quien viajó a \illalpando a saludar a su mujer.
Entonces, como un simple conquistador de Indias, escoltado solamente por
sus tallanes, el Gobernador de Nueva Castilla marchó a su tierra natal, a
Trujillo de Extremadura. LA VISITA A TRUJILLO Francisco Pizarro entró
a Trujillo sin ninguna ostentación, pero como su popularidad era ya grande,
tampoco pudo hacerlo en secreto. Una legión de parientes lo salió a recibir
y un gentío de paisanos voceó su nombre en la Plaza. Parece que se alojó en
la morada de algún Pizarro poderoso, donde tuvo ocasión de conocer las
últimas noticias de familia. Su padre, el Capitán don Gonzalo, luego de
adquirir fama de valiente, ganando desafíos a los moros de Loja y Vélez-
Málaga, paseó la bandera de los Reyes Católicos en calidad de Alférez, en
la guerra de Granada. Obtuvo los motes de "El Tuerto”, por haber perdido
un ojo en esta campaña, y “El Largo”, por su estatura singular. Murió en
Pamplona en 1522, a consecuencia de una herida recibida en la guerra de
Navarra, sirviendo al Duque de Nájera y al Conde de Miranda. Su debilidad
por las mujeres jamás lo abandonó. Después de seducir a Francisca
González, casó en 1503 con su prima doña Francisca de Vargas, pero por
haberlo hecho sin las dispensas del caso, el Obispo de Plasencia lo
excomulgó. Solicitando el perdón fue absuelto junto con su esposa, en la
iglesia de Trujillo, asistiendo al acto mucha gente principal. Pero, luego de
darle algunos hijos doña Francisca falleció. Entonces don Gonzalo se
aficionó a dos criadas — llamadas, María Alonso y María de Biedma — a
las que hizo madres de muchísimos bastardos. Por su testamento de
Pamplona, fechado el 14 de setiembre de 1522, don Gonzalo reconoció a
todos estos hijos legítimos e ilegítimos; pero al que nació primero, al
presunto porquerizo, a ése no lo nombró... Mas aquello no importaba,
porque de seguro creyó que había muerto. Ahora todos entendían que
Francisco era hijo suyo y, por añadidura, el 46
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
mayor. Así se lo decían sus hermanos. Hernando, el mayorazgo y, por tanto,
representante de la rama legítima, era el primero en afirmarlo a toda voz;
Juan y Gonzalo, procedentes de las ramas bastardas, coincidían en la idea.
Francisco Pizarro preguntó después por su madre. Más que respuesta
obtuvo una explicación: La Ropera estaba muerta; había purgado su falta y
luego casado con un hombre honrado, al que había dado un hijo llamado
Francisco Martín. De los parientes maternos sólo estaban vivos Antón
Zamorano, el viudo de Catalina González, y Juana García, mujer que fue de
Alonso Ropero, un tío segundo de Francisco Pizarro. Era todo lo que
quedaba de aquella gente llana y buena que vivía de su trabajo. Los
cristianos viejos que labraban esa tierra extremadamente dura, ya se habían
terminado... En los días que siguieron, Francisco Pizarro se dedicó a
organizar la hueste. Los primeros en acudir fueron sus hermanos. Hernando,
como caballero, se comprometió a llevar buen corcel y un par de escuderos
para servicio de su persona. Gonzalo y Juan sólo prometieron caballos.
Nuevos parientes se sumaron a los anteriores. Juan Pizarro de Orellana,
descendiente de los Alcaides del castillo truj illano, también pidió su
inscripción. Lo siguieron Martín Pizarro, “mancebo y hombre de buenas
fuergas", y el imberbe aún Pedro Pizarro, con el tiempo mejor cronista que
jinete y, como todos los anteriores, "de los buenos Pizarros de
Extremadura”. Luego, hidalgos como Pedro Barrantes, señor del lugar de
La Cumbre; Juan Cortés, deudo del Conquistador de México; Lucas
Martínez Begaso y Alonso Ruiz, “los compañeros de pro”; el espadachín
Juan de Herrera y el apuesto Hernando de Toro, al que seguían dos
sobrinos. También se veían villanos y en la primera fila de ellos estaban el
labrador Martín Alonso, natural de la Zarza, y Diego de Trujillo que, por
raro caso entre los de su mundo, sabía leer y escribir. En un gesto
verdaderamente noble, Francisco Pizarro llamó a su hermano uterino, y,
aunque por cuna le correspondía el lugar de los villanos, lo puso codo a
codo con sus hermanos Pizarros. De este modo, Francisco Martín de
Alcántara, pasó a ocupar su sitio junto al Gobernador del Perú. Fue en la
Plaza, luego de misa mayor, donde todos éstos se juntaron. Los curiosos
mirarían desde los portales. Luego saldría Francisco Pizarro con espada y
traje de camino, sobre un cor47
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU pulento caballo.
Pasaría revista a esa su tropa una y tres veces. Luego daría la orden de
partir. La pequeña hueste se pondría en movimiento encabezada por el
Gobernador y sus hermanos. Cerrarían el grupo los traviesos muchachos
tallarles, a los que había cobrado simpatía el vecmdai 10 de Trujillo. Sin
embargo, eran los viajeros trujillanos los que acaparaban la atención
popular de aquel momento. Las gentes saldrían a los balcones para
despedirlos, mientras las cigüeñas los verían partir desde sus nidos en los
campanarios sin explicarse a dónde iban, ni el porqué de tanto aplauso.
Ellas, menos que nadie podían maliciar el instante que vivían, como
tampoco esos caballos sospechaban que muy pronto con sus herrajes de
plata harían brotar chispas de las piedras. EL REGRESO A CASTILLA
DEL ORO En Sevilla estuvieron una corta temporada, pasando en ella la
Pascua de Navidad. Allí se le juntaron los nuevos Oficiales Reales
destinados al Perú. Eran éstos el Tesorero Alonso Riquelme, el Veedor
García de Salcedo y el Contador Antonio Navarro. Si bien con éstos el
número de hombres aumentó, el grueso de la tropa fue difícil de reclutar.
Pizarro hacía lo indecible, pero al verlo tan animoso como pobre, los
soldados no lo querían seguir. Para disimular un tanto el desaliento, envió
entonces sus tres naves a San Lúcar, aunque el motivo mayor fue evadir a
los Visitadores de la Casa de Contratación. Estos venían desde Toledo a
revisar los navios y a dar fe de que se habían reclutado los doscientos
cincuenta hombres, lo que de no ser así los forzaría a negar a Pizarro el
permiso de partida. Lo cierto es que el trujillano no se expuso a esto último
y marchando a San Lúcar en enero de 1530, zarpó de allí con una nave
rumbo a la Gomera. Mientras tanto, Hernando Pizarro se encargaba de decir
a los Visitadores que todo estaba listo y que la gente que faltaba era la que
ya había partido con el Gobernador, su hermano. Los Visitadores no
entendieron el engaño y, sin entrar en averiguaciones, dieron la licencia de
salida. Entonces Hernando tomó el mando de los dos navios, y
aprovechando las brisas de enero, se reunió con su hermano en la Gomera.
El viaje desde las Canarias a las Indias fue sin novedad, siendo 48
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR lo
primero que tocaron Santa Marta, en las costas del Nuevo Reino. Pero allí
el Gobernador García de Lerma pretendió quedarse con la gente y para ello
corrió la voz de que en el Perú sólo se comía sierpes, lagartos y perros. No
faltaron los que mordieron el anzuelo y en breve empezaron a desertar.
Pizarro entendió la mala jugada del colega y, sin darle tiempo a seguir con
la calumnia, abandonó el puerto con sus naves, dando orden de no tocar
tierra hasta avistar Nombre de Dios. En Castilla del Oro — o Tierrafirme,
como también se la llamaba — las cosas no habían marchado muy bien.
Sabedor Almagro días antes de que Pizarro no le había alcanzado el
Adelantamiento, se enfureció públicamente, terminando por vocear “que no
quería compañía ni amistad con nadie”. Luque le enrostró entonces "que
suia era la culpa, pues tanto havía porfiado..., pero que Francisco Pizarro
llegaría i le daría satisfacción", es decir, le explicaría todo hasta dejarlo
sastisfecho. Mas Almagro no quiso oir una palabra del negocio y
marchándose a su posada se encerró. Allí lo buscó Luque por intermedio de
Ribera el Viejo, para decirle "que la Compañía no estaba deshecha i que
Don Francisco Pigarro era tan honrado, que daría cuanto tuviese a sus
Compañeros i en especial a quien más debía... que por amor de Dios no los
desamparase, que si algún ierro havía havido, que vería, que no se havría
podido hacer más”. Pero Almagro, herido por lo que él creía ser la
deslealtad de un amigo, no entendió la reflexión y marchándose a sus
minas, cerró toda posibilidad para un posterior entendimiento. Mas
Almagro era inestable, aunque muy terco, y enfriada su indignación contra
Pizarro, se presentó un día a Luque diciéndole que estaba presto para un
entendimiento. Esta es la razón por la cual Francisco Pizarro pisó Nombre
de Dios y se holgó de que hubieran acudido a recibirlo Hernando de Luque
y Diego de Almagro. El encuentro de los tres socios fue sincero. Se
abrazaron y besaron, según fuero de amistad; mas llegados a la posada,
Almagro se quejó amargamente a Pizarro y le confió la causa de su
profundo resentimiento. El trujillano comprendió lo que pasaba y, según las
crónicas, le dijo: "que no se havía olvidado de hacer lo que era obligado i
que el Rei le havía dado la Governación, porque no usaba dar un oficio a
dos Personas”, por lo que pedida la Gobernación y el Adelantamiento
muchas veces, se le contestó "que no había lugar lo que pedía y que, de
seguir insistiendo, la merced indivisible "se daría a otro”. 49 PIZARRO. —
4
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Dejaba, pues,
constancia que él "pidió conforme a lo que llevaba capitulado y ordenado
con sus compañeros”, pero que en el Consejo se le respondió que no... a
causa de que en Santa Marta se había dado ansí a dos compañeros y, el uno
había muerto al otro” No había, pues, aprovechamiento de parte suya, sino,
simplemente, una negación de la Corona. Por lo demás-concluyo Pizarro—
aceptó para evitar la intromisión de un extraño destinado a quedarse con la
conquista del Perú. Tampoco se considerase su gesto como si hubiera hecho
un sacrificio, porque, sin lugar a dudas la Capitulación de Toledo lo había
dejado ganancioso. Pero que Almagro no se doliese por ello, porque en la
compañía tripartita que tenían no había nada propio ni ajeno, sino una
conquista que pertenecía a todos. Dicen que Almagro quedó mas satisfecho,
aunque— a decir verdad— tampoco lo quedo del todo. Luego de esto los
tres socios viajaron a Panamá, donde el ya Gobernador, don Francisco
Pizarro "fue recibido con general contento de todos, porque era Hombre
bien acondicionado, deseoso de agradar y de muchos Amigos". No causó
igual impresión su hermano Hernando, “Hombre hinchado y presunptuoso”
al que seguían Juan y Gonzalo Pizarro, también hermanos del Gobernador,
los cuales al hablar de la empresa del Perú "se persuadían que todo era
suyo". En síntesis, Hernando, Juan y Gonzalo “todos eran pobres y tan
orgullosos como pobres, e tan sin hacienda como deseosos de alcanzarla”.
Así vieron los vecinos de Panamá a los antipáticos hermanos del
Gobernador Pizarro. Molesto Almagro por la actitud apropiadora de los
hermanos de su socio — a los que consideraba peligrosos rivales para la
dirección de la empresa — determinó salirse de la compañía y formar otra
con el Contador de Tierrafirme Alonso de Cáceres y con el Regidor Alvaro
de Guijo. Francisco Pizarro vio que todo se derrumbaba, pues Almagro era
el mayor proveedor de la empresa perulera y el único que corría con los
gastos de hospedaje para los ciento veinticinco soldados recién llegados de
Castilla; y decir hospedaje era decir también ropa y manutención. Por eso
pidió Pizarro al padre Luque que interpusiera sus buenos oficios, porque —
dado el estado de las cosas — Almagro sólo a él lo escucharía. El clérigo,
que bastantes problemas había ya tenido por causa de Almagro, aceptó
solucionar el conflicto y poniéndose de acuerdo con el licenciado Gaspar de
Espinosa, marchó a cumplir su cometido. Hallaron tan dolido a Diego de
Almagro que consideraron 50
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
necesario regresar donde Pizarro y exponerle la verdad: la culpa la tenían
sus hermanos — que presumían de ser dueños del Perú — y las desiguales
mercedes de la Capitulación. Pizarro debía renunciar en Almagro su
repartimiento de la Taboga y pedir también para su socio una gobernación
que empezase donde terminase la de él. Pizarro, comprendiendo que era
justo lo que se le pedía, aceptó. Más aún, en un gesto que tradujo desinterés
y amistad, añadió que estaba dispuesto a renunciar también el
Adelantamiento en Almagro si con ello se lograba terminar con los
sinsabores. Almagro aceptó, a su vez, la transacción y por el momento todo
quedó por buen camino. Mas no todo era comprensión en el Panamá de
aquellos días, pues Hernando Pizarro seguía mirando mal a Almagro y éste,
que no pecaba de lerdo, se percató de la ojeriza. Dispuesto a salvar más
contratiempos, decidió disimular y para guardar mejor las apariencias visitó
una tarde a Hernando, que estaba enfermo. Lo cierto es que habiendo
empezado a conversar, cumplidas las cortesías del caso, Hernando se quejó
de tener dos escuderos sin caballos y Almagro — que aunque prepotente
quería congraciarse con Hernando — le pidió que no se preocupase más del
asunto, pues él le prometía obsequiarle dos corceles. Almagro era liberal,
pero con frecuencia prometía y luego se olvidaba. Lo cierto es que pasaron
los días y el obsequio no llegó. Entonces Hernando se lo tomó a desaire y lo
insultó públicamente con aquello de: “dámele vaquiano y darte lo he
bellaco”. Cuando Almagro se enteró de lo ocurrido, se dolió mucho y se
sintió impotente. Acostumbrado a reclutar a los soldados a puntapiés y
bofetones, ahora se sentía débil y sin ánimo para contestar. Con su pequeño
cuerpo y feo rostro se sintió envilecido y humillado frente al arrogante
Hernando, hombre membrudo, de facciones abultadas y por añadidura
agresivo. Ambos eran tercos y prepotentes, pero Hernando no tenía nada
que perder; Almagro, en cambio, lo podía perder todo y volver a ser el
vecino sin importancia de Panamá, el desposeído, el desplazado... Y
amargado por la presencia de su poderoso enemigo, se dejó ganar por el
rencor. Almagro y Hernando eran dos tipos físicos distintos, pero se odiaban
porque, en el fondo de su alma, tenían sentimientos que se parecían. Esta
fue la causa por la que no pudieron congeniar nunca. He ahí el origen de las
Guerras Civiles del Perú. 51
V. LA EXPEDICION DEFINITIVA EL TERCER Y ULTIMO
VIAJE Pero por haberse portado Francisco Pizarro como amigo e hijodalgo,
Almagro regresó. La verdad es que ambos se apreciaban demasiado para
romper definitivamente. Además, a Almagro la conciencia de trabajar para
otro, le mordía” y su presunta compañía con Cáceres y Guijo sólo había
perseguido asustar a los Pizarros. Aunque terco y prepotente tenía un gran
corazón y deseaba seguir con su antiguo socio y amigo. Francisco Pizarro
se alegró tanto y más con el retorno de su viejo compañero de conquista y,
hermanados por el común recuerdo de los tiempos idos, volvieron al terreno
de la amistad con un abrazo. El que también gozó con este advenimiento
fue el padre Luque, ‘‘que verdaderamente era Hombre de ánimo generoso”
y conciliador. El, prácticamente, había acercado a los dos socios
poniéndolos en situación de volver a ser amigos y él, sin lugar a dudas,
también había salvado la conquista del Perú. Estando así las cosas, aportó a
Panamá el sevillano Hernán Ponce de León con dos navios llenos de indios
nicaraguas destinados a venderse en Tierrafirme. Ponce de León era socio
de Hernando de Soto — Capitán que sirvió con Pizarro en Comogre y
Pocorosa — el cual estaba riquísimo en Nicaragua. En esta provincia
trabajaban juntos Ponce y Soto cuando tuvieron nuevas del 52
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Perú,
pues supieron que secretamente Ribera el Viejo y el piloto Ruiz habían
embarcado varias noches muchos esclavos indios y españoles fugitivos.
Maliciaron entonces que aquello del Perú debía ser algo muy rico y se
propusieron participar en las ganancias. Esta fue la razón por la que Ponce
apenas pisó Panamá buscó a Francisco Pizarro. Llevaba por misión
presentarle los saludos de su antiguo compañero de armas y también
ofrecerle los navios. A cambio de ellos, pedía un cargo de Teniente de
Gobernador para Soto y un buen repartimiento para él... Pizarro, Almagro y
Luque recibieron la propuesta como venida del cielo y, sin entrar en
pormenores, la aceptaron. Ponce de León les entregó las naves y volvió a
Nicaragua a dar cuenta del éxito alcanzado. Antes de partir prometió
enviarles más soldados, porque los que estaban en la Taboga eran pocos y
además, enfermos. Efectivamente, para evitar deserciones y nocivas
influencias, Pizarro había pasado a los recién venidos de Castilla a la
pequeña isla de la Taboga, luego de una corta permanencia en Natá. Diego
de Trujillo hace alguna mención de aquellos aburridos días, en que se les
hacía llevar vida de campamento con el fin de familiarizarlos con la guerra.
Pizarro, mientras tanto, el 27 de diciembre hacía bendecir las banderas en la
iglesia mayor de Panamá. Parece que en una misa que se dijo al siguiente
día fiesta de los Santos Inocentes de ese año 1530 — todos los soldados
comulgaron. Después de esto, habiendo reunido ciento ochenta hombres y
treinta y siete caballos, Pizarro se determinó a zarpar. Por estar todavía algo
retrasados tuvo que hacerlo sólo en un navio el 20 de enero de 1531,
festividad de San Sebastián. El otro barco quedó al mando de Cristóbal de
Mena con órdenes de largar velas a comienzos de febrero. La navegación
fue tan venturosa que en trece días avistaron la Bahía de San Mateo.
Bartolomé Ruiz gobernó con tanto acierto a la nave que hizo honra a su
título de Piloto Mayor del Mar del Sur. Muchos indios salieron en canoas a
reconocerlos, pero los españoles no lograron ningún contacto provechoso.
Para explorar aquella fragosa tierra, Pizarro mandó desembarcar a todos; a i
los soldados bisoños tuvieron oportunidad de comer pacaes, guayabas,
ciruelas y esos caimitos amargos que parecían manzanas levantinas. Por la
costa siguieron a Atacámes, donde aprendieron a extraer agua de los pozos
por medio de caracolas, y apreciaron cierto ambiente raro, por ir los indios
vestidos y llevar adornos 53
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de oro.
Batallando contra los mosquitos siguieron, siempre por tierra, a Cancebí. En
este pueblo descubrieron ya primorosas piezas de cerámica y muchas redes
de pescar, pero la población estaba deshabitada. Esto hizo colegir que los
indios habían huido y, para apresar alguno, Pizarro envió tierra adentro al
Capitán Juan de Escobar. Este tomó a uno en ciertas "barbacoas” y volvió
con él al campamento. Astuto e introvertido, el nativo se hizo esperar
quince días hasta confesar que más adelante habían pueblos con comida.
Animados con la noticia caminaron hasta los Quiximíes. El río de los
Quiximíes lo vadearon en balsas, porque no todos sabían nadar y los
bisoños se ahogaban con frecuencia. Pasados los hombres faltaban las
bestias y para vencer la resistencia natural de los caballos a los ríos, Pizarro
usó a partir de entonces un ardid. Consistía en soltar por delante una yegua,
persiguiendo a la cual pasaban luego los corceles; de este modo hombres y
cabalgaduras ganaban la otra orilla y la expedición podía proseguir. Sin
embargo, después de los Quiximíes sólo encontraron manglares y ciénagas.
El hambre cundió por todas partes, también apareció la sed. Menos mal que
a estas alturas por la mar los alcanzó el piloto Ruiz y esto representó un
reparto de harina. Esta harina era de maiz y a cada hombre tocó sólo un
cuartillo, pero la tropa se dio por satisfecha. Esa noche se cantó en torno a
las hogueras y hubo en el campamento caras de felicidad. En los días
sucesivos, los soldados — que siempre andaban en pos de viandas nuevas
— encontraron una colonia de cangrejos, y quisieron hacer otro festín.
Entusiastas, se precipitaron entonces a cogerlos, los echaron a la olla y
empezaron a servir. Esa tarde hubo crustáceos para todos, aunque no en
mucha cantidad, pero esa misma noche las hogueras no alumbraron rostros
sastisfechos, sino expresiones de dolor; los cangrejos habían sido venenosos
y todos los glotones estuvieron a punto de morir. LAS VERRUGAS DE
COAQUE Después de esto, los soldados asaltaron el pueblo de Coaque al
son de una trompeta, instrumento que desconcertó a los indios, haciéndolos
huir. El ataque fue tan sorpresivo que tomaron prisionero al cacique
principal. Pizarro dirigió el asalto y el fruto 54
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR no
pudo ser mejor. Allí hallaron 15.000 pesos en oro y 1.500 marcos en plata.
Pero, mientras los soldados palpaban el metal y miraban al Gobernador con
simpatía, alguien corrió la voz de que ciertas piedras verdes que abundaban
no eran esmeraldas, sino vidrio. Los soldados, siguiendo una antigua
creencia popular, sometieron las piedras verdes a la prueba del yunque y el
martillo. Desgraciadamente, los rumores decían la verdad: todas las piedras
se rompían. Pero, mientras los trozos quedaban abandonados en la tienda
del herrero, un fraile dominico llamado fray Regmaldo de Pedraza los
juntaba y escondía entre las mangas de su habito... Coaque era un pueblo de
hasta cuatrocientas cabañas y un fortín. Había grandes ídolos de madera y
muchos tambores ceremoniales. Sin embargo, lo que más sorprendió a los
soldados fue la gran cantidad de ropa fina, hecha toda de algodón. A este
hallazgo siguió otro de comida; se halló maíz en abundancia, ajíes de
colores y hasta un cristiano creyó encontrar albahaca de Castilla Pero la
bonanza duró poco, porque en los días que siguieron volvió el hambre al
campamento; las lluvias arreciaron y hostigadas por las aguas salieron de
los bosques las culebras. Los soldados las vieron arrastrarse por el fango sin
traslucir ínteres, hasta que tres hombres nada escrupulosos mataron una de
ellas y después de asarla, se la comieron. Dos de ellos pagaron con a vida su
capricho y el tercero, por haber untado el ofidio con ciertos ajos silvestres,
sobrevivió a sus dolores. Pero también pago su intemperancia, porque se le
cayó la piel y quedó en tal estado que sólo repetía disparates: el infeliz
había perdido la razón. De aquí Pizarro envió los navios a Panamá, para que
Diego de Almagro, que allá estaba curándose del mal de bubas, los
devolviera con más gente. Ocho meses duró la ausencia de las naves y
durante este tiempo los soldados comenzaron a mirarse horrorizados en los
recipientes llenos de agua. Según un testimonio sol adesco "la dolencia que
tenían hera la más mala que jamas se vi o . La afirmación podía ser verdad.
Una deformante epidemia de verrugas había atacado el campamento. Las
verrugas de Coaque han pasado a la historia por su fealdad. Eran
protuberancias carnosas y sangrantes que crecían como avellanas, otras
veces como nueces y huevos de gallina. Colgaban de las cejas, narices,
orejas y otras partes del cuerpo. Esto hacía que los rostros se pusieran
espantosamente deformados y que finalmente muchos murieran del
abominable mal. Los enfermos “causaban dolor y horror y se 55
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU dice que
asustaban porque se ponían "feísimos". Andrajosos, malolientes y
avergonzados como los leprosos de Castilla, aquellos desesperados
imploraban curación. Así los encontró Pedro Gregorio, un mercader de
Panamá que arribó a Coaque con miras de vender tocino, cecina y quesos.
Hecho su negocio el mercader regresó. Con él partió fray Reginaldo, el
dominico que huía de la peste. Mas llegado a Panamá el fraile cayó enfermo
de calenturas y murió. A la hora de amortajarlo sucedió lo inesperado:
cosidas a los bordes de su hábito aparecieron cantidad de valiosas
esmeraldas... BELALCAZAR De repente, una mañana, se alborotó el
campamento. Lejano en el horizonte se dibujaba un navio. Los soldados
hicieron hogueras y atraído por el humo, el navio se acercó. Puesto al habla,
resultó ser de Sebastián de Belalcázar, un arriero de Andalucía que llegó a
Capitán de Pedrarias y estuvo con Pizarro en la fundación de Panamá.
Belalcázar no estaba en el barco porque con catorce jinetes y otros tantos
peones había desembarcado más atrás — en la Bahía de San Mateo — y se
entretenía atacando pueblos de indios. Deseaba unirse a Pizarro, pero
ignoraba con exactitud dónde estaba, por lo que envió a explorar a la nao.
El Gobernador se alegró con la noticia, y deseoso de ver al viejo compañero
le mandó a Alonso Jiménez con los soldados y un indio para que le
mostrasen el camino. Jiménez lo encontró en Coaque, alborozándose los
jinetes con su llegada. Presentado su mensaje a Belalcázar, éste aceptó
marchar hacia Pizarro, dando inmediatas órdenes para ponerse en camino.
Y de este modo se adentraron en selvas de "caribes que se comen unos a
otros" — según el pensar de los de Belalcázar — bajo un bello cielo de
estrellas desconocidas como eran todas esas del Hemisferio Sur. El
encuentro de Pizarro y Belalcázar fue, sin duda, en Mataglán, después de
Puerto Viejo y Charapoto. Seguido por veinte de sus jinetes Pizarro salió a
darles la bienvenida; dicen que tanto fue su regocijo que lloró. Luego
abrazó al compañero y saludó a su hueste. Los de Belalcázar preguntaron
por los demás. Pizarro los miró comprensivo y se limitó a contestarles:
"llegaréis al real y veréis lo que nunca visteis”. 56
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Efectivamente, llegados al campamento los hombres de Belalcázar no
osaron descabalgar. Es allí que Ruiz de Arce, uno de ellos, escribe: "había
muchos de los españoles que no los conocían si no era en la habla. La
dolencia que tenían era la más mala que jamás se vio: eran unas verrugas de
la manera de brevas. Teniánlas por el rostro y por las manos y por las
piernas. Escapaban de esta dolencia pocos...” Temerosos del contagio, los
recién llegados pasaron a aposentarse a unas cabañas deshabitadas, lejos de
los enfermos. Esa misma noche converso Belalcázar con el Gobernador. La
cena debió limitarse a maíz, pescado, papayas, miel vegetal y algo de cacao
que los soldados habían descubierto. La conversación debió girar primero
en torno a los recuerdos de la vieja Panamá, a los tiempos de Pedrarias y a
los días en que deseando bautizar Almagio a su hija escogió para padrinos a
Pizarro y Belalcázar... Pero, luego habló Belalcázar de la conquista de
Nicaragua, a donde tuvo que ir por exigencia de Pedrarias, motivo por el
que no pudo desde un comienzo participar en las expediciones al Perú. En
Nicaragua no le había ido del todo mal— explicaba Belalcázar—, pues
había sido el primer Alcalde de la ciudad de León, pero "estando en esta
tierra vino una nueva del Perú", y deseoso de ayudar a su compadre había
armado un navio y en ocho días navegado las cuatrocientas leguas que lo
separaban por el Mar del Sur. No había viajado solo, ni guiado por el
egoísmo. En síntesis, se trataba de una compensación. Para él sólo pedía
una capitanía de jinetes, pero para sus hombres principales no estarían
demás los oficios de Maestre de Campo, Alcalde Mayor, Alférez Real y otra
capitanía de corceles que le estaba haciendo falta a Juan Mogrovejo de
Quiñones, un esforzado hidalgo de Mayorga... Pizarro, sin cambiar de
postura, debió de sonreir amargamente. Como buen arriero, Belalcázar
entendía de aranceles y ahora se cobraba demasiado por haberle pasado
hombres de Nicaragua al Perú. Pero no podía negarle lo que pedía sin correr
el riesgo de hacer fracasar la expedición al Perú. Almagro le enviaba— por
razón de su dolencia — pocos hombres y cada vez más bisoños, el grueso
de la tropa estaba postrada de verrugas, pero la meta se acercaba. Había,
pues, que proseguir... En uno de los días que siguieron Francisco Pizarro
hizo un alarde general de sus soldados y una vez que los tuvo reunidos, les
notificó los nuevos nombramientos. Rodrigo Núñez de Prado, na57
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tural de
Trujillo, desempeñaría de allí en adelante el cargo de Maestre de Campo; el
sevillano Juan de Porras sería el nuevo Alcalde Mayor, encargado de hacer
justicia entre los soldados; y Alonso Romero, natural de Lepe en el
marquesado de Ayamonte, llevaría el estandarte de la hueste como su
Alférez Real. Por último, se creaban dos capitanías de caballos: una para
Mogrovejo de Quiñones y la otra para Belalcázar. Por lo demás añadió
Pizarro _ los hombres debían estar listos para proseguir, ya que la orden de
partida iba a darse de un momento a otro. LA ISLA DE PUNA Salidos del
litoral de Puerto Viejo los cristianos cruzaron bosques llenos de venados y
pantanos en que vivían las más raras sabandijas. Para pasar estos pantanos y
ríos se volvió a hacer gala de aquella habilidad nacida de la experiencia. Al
frente de sus hombres Pizarro seguía siendo “el buen capitán . Una crónica
confirma que “valía mucho la industria y ánimo con que don Francisco los
regía y los peligros en que ponía su persona, pasando muchas veces él
mismo a cuestas los que no sabían nadar . Así llegaron al pueblo de Manta,
donde había un famoso santuario indio en el que se rendía culto a una
esmeralda colosal, mas había sucedido que la presencia de los españoles
asustó a los nativos los cuales huyeron al interior posiblemente con su
valiosa piedra verde. Para perseguirlos envió Pizarro a Belalcázar; a pesar
de la mucha maña que se dieron los jinetes no hallaron nada apreciable,
conformándose con traer las primeras lúcumas y ciertos patos de la tierra.
Después de algunos días los cristianos continuaron su avanzar; en breve
empezaron a marchar por unos secadales y les sobrevino sed. Las
diligencias que se hicieron para buscar agua fueron vanas: ésta no se dejaba
ver, pero el sol seguía recalentando los yelmos y morriones, el calor y la
modorra ya no se podían sufrir. Por fin divisaron una pequeña laguna de
agua verde, los soldados se lanzaron a beber, pero cuando ya algunos se
habían acercado hasta la orilla, una piara de cerdos que traía Hernando
Pizarro se precipitó sedienta al charco y revolviendo el barro del fondo
pusieron el agua de modo que no se podía tomar. Con las bocas llenas de
lodo y casi desfallecidos los soldados llegaron 58
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
arrastrándose a la punta de Santa Elena. Allí hallaron un importante pueblo,
pero todos los indios con sus hijos y mujeres se habían refugiado en balsas
y amenazaban huir. Se pudo pi escindir de ellos, porque en la dura peña de
la playa descubrieron los soldados unos pozos llenos de agua fría y
refrescante, que empezaron a beber. Uno a uno fueron saliendo de la
angustiosa situación en que se hallaban. Hombre a hombre se fue calmando
la sed y luego se llevó agua a los caballos. Terminada la sed apareció el
hambre y por no haber víveres en el abandonado pueblo indio, los soldados
tuvieron que comerse a sus perros de guerra asados al fuego mientras los
intérpretes tallanes les contaban viejas historias de gigantes cuyos huesos
yacían por allí... Desde la punta de Santa Elena envió Pizarro a cinco
españoles a indagar por la isla de Puná, por haber noticias de ser lugar sano
y con comida. Los cinco hombres partieron en demanda de la isla, cuando
llegados frente a ella se dieron con la sorpresa de que había muchos indios
esperándolos. Eran más de cien y estaban todos quietos. Tenían consigo, a
manera de presentes, muchas frutas y pan bizcochado, también tórtolas,
conejillos y patos. Admirados los cristianos frenaron sus cabalgaduras; casi
al mismo tiempo les salió al encuentro un indio principal que dijo llamarse
Cotoir, quien se apresuró a darles la bienvenida en nombre de Tumbalá, el
reyezuelo de la isla. A éste le agradecieron los obsequios y presurosos los
cinco jinetes volvieron donde el Gobernador: por lo menos esta vez le
llevaban buenas nuevas. Pizarro recibió desconfiado la noticia, sin embargo
dió orden de partir. Llegados a la lejana playa, fueron muy agasajados por
Cotoir y sus nativos. El indio tenía listas muchas balsas y deseaba partir lo
antes posible para aprovechar los vientos favorables; pero la desconfianza
de Pizarro se robusteció cuando un lengua tumbesino— posiblemente
Francisquillo— comunicó que se urdía una celada por parte de los isleños,
pues pretendían embarcar a los cristianos en sus balsas y una vez en la mar
desatar los maderos y ahogarlos a todos junto con sus caballos. Enterado
Pizarro del ardid hizo venir a Cotoir y le dijo que quería hablar con su señor
antes de pasar a la isla. El indio se dio por enterado y marchó a decírselo a
Tumbalá. A la mañana siguiente el reyezuelo se presentó en una gran balsa
entoldada y adornada con paños muy ricos. Traía consigo 59
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU mucha música,
vale decir, numerosos tañedores de instrumentos desconocidos. Veinte
balsas arriaron velas detrás de él, confirmando claramente que esperaban
órdenes. Luego se acentuó la música y Tumbalá bajó a tierra en una exótica
litera portada por sus vasallos. Ciertos indios se entregaron a la danza, los
restantes demostraron un extraño regocijo. Pizarro, desconfiado y taciturno,
se limitó a decir a Belalcázar: “no me parecen bien tantas fiestas”. El saludo
de Pizarro a Tumbalá fue muy breve. Apenas puso sus pies en tierra, el
Gobernador tomó al reyezuelo de la mano y lo condujo a su tienda. Allí le
dió a entender que estaba dispuesto al viaje siempre y cuando lo
acompañase él. El indio no dio muestras de inmutarse y con gran
naturalidad voceó que se aprestasen las balsas; él iría con el jefe de los
hombres blancos. Las embarcaciones izaron las velas y recogieron las
pótalas o áncoras de piedra. Luego se acercaron a la playa y los castellanos
empezaron a subir. Los jinetes no se separaban de sus cabalgaduras. Los
nativos miraban la embarcación de su jefe. No tardó el reyezuelo en dejarse
ver. Luego hizo una sena y aquella armadi11a se puso en movimiento.
Momentos más tarde todos navegaban con rumbo a la Puná. TUMBALA
Curiosos y desconfiados los soldados arribaron a la isla; Pizarro y el
reyezuelo llegaron algo después. La isla tenía veinte leguas de orilla y
vivían en ella siete caciques tributarios del reyezuelo. Comparándola con
todo lo anterior, la Puná parecía un paraíso; había mucho maíz y pescado
seco, así mismo chaquira y ropa fina. Los isleños comerciaban en sal y en
algodón y criaban en sus casas guacamayos y monillos, pero lo que más
admiró a los soldados bisoños fue el hallazgo de ciertas "ovejas del Perú",
de esas que llamaban "camellos de las Indias". Estaban tan gordas que no se
podían reproducir, pero los soldados se hartaron de palpar su lana
comparándola con la lana de Castilla. De repente alguien descubrió algo
inexplicable: en un rincón del poblado se levantaba una cruz. Los cristianos
acudieron en su busca, localizándola cerca de una cabaña en la que también
había pintado un crucifijo. Además, la cabaña tenía una campa60
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
nilla... Todos se acercaron al bohío con curiosidad y admiración. Estando
por entrar en él salió de su interior un enjambre de chiquillos aborígenes,
semidesnudos y gritando con intención de alagar a los forasteros: “ ¡Loado
sea Jesucristo, Molina, Molina!”. Los baquianos recordaron entonces a
Alonso de Molina, el Trece del Gallo que voluntariamente se quedó en
Tumbes al regreso del segundo viaje. Estaban en lo cierto porque
habiéndose quedado entre los tallanes tumbesinos, Molina terminó
prisionero de los indios de Puná, lugar donde doctrinó a los niños, pero
salido en una expedición con los isleños murió victimado por los de
Tumbes. Por lo menos, asi lo contó Tumbalá al Gobernador Pizarro. A
tantas novedades se sumó una más, porque en breve aparecieron tres indias
y entre sus ropas se encontró un papel estrujado que decía: "Los que a esta
tierra viniéredes, sabed que hay más oro y plata en ella, que hierro en
Vizcaya”. Algunos lo creyeron, pero otros lo achacaron a recurso del
Gobernador para animar a la gente. Dispuestos a pasar el invierno en la isla,
Pizarro dejo que los soldados se entregaran a la cacería de venados. El,
mientras tanto, seguía planeando la campaña y velando por el orden del
campamento. El Gobernador Pizarro, pues, no descuidaba su puesto. Pero
Tumbalá tampoco descuidaba el suyo; todas las tardes iba a visitar al
Gobernador, siempre en su litera y rodeado de sus músicos; detrás de él
marchaban cincuenta o más guerreros que llegados al campamento español
simulaban una danza. El baile duraba lo que la visita y los cristianos lo
presenciaban entretenidos. Por la noche Tumbalá subía a su litera y seguido
por sus músicos y danzarines emprendía el camino de regreso. Los soldados
lo tomaban a cumplido pero pronto supieron la verdad por boca de los
lenguas tumbesinos. Era que el reyezuelo acudía para espiar a los españoles
y traía a sus guerreros, no a que bailasen frenéticamente, sino para que se
familiarizaran con sus enemigos. Los isleños tramaban una traición pero los
intérpretes la habían descubierto y advertían a los cristianos que se
cuidasen, porque de no hacerlo iban a terminar como esos seiscientos
tallanes tumbesinos que vivían cautivos y esclavizados en el interior de la
isla. Así las cosas, una noche arribó secretamente Chilimasa, el curaca de
los tumbesinos. Introducido al campamento castellano se identificó, lo
mismo que ciertos capitanes que traía, y pidió hablar con el Gobernador.
Pizarro lo recibió con muchas cortesías 61
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU y después de
hablar con él pensó enfrentarlo a Tumbalá con miras de lograr unas paces
provechosas. Al siguiente atardecer, sin sospechar ni cuidarse, entró
Tumbalá al campamento siempre con sus tañedores y guerreros. Pizarro le
salió al encuentro y lo introdujo en su cabaña, donde posaba el tumbesino.
La reacción de ambos hombres fue violenta, pero acudiendo Pizarro y otros
españoles a calmarlos, acordaron ambos jefes consultar con sus capitanes.
Pizarro hizo entonces que acudieran todos ellos y reuniéndolos en un
mismo lugar se inició el debate. Aquella fue una sesión de enemigos. Unos
y otros se tildaron de traidores y se retaron a desafíos; la presencia
apaciguadora de Pizarro interesada, por cierto — evitó que se concertaran
los retos. Más aún: dispuso que dejaran solos a Tumbalá y Chilimasa para
que olvidaran las guerras pasadas y se reconocieran amigos. Todos lo
tuvieron por bueno y, saliendo de la cabaña, abandonaron a los reyezuelos.
Después de un rato ambos salieron concertados y anunciaron la paz. Los
españoles sonrieron satisfechos, pero los capitanes indios cambiaron
miradas de estupor. Todos habían presenciado el arreglo, pero únicamente
los dos jefes sabían la verdad, detrás de ellos había una fuerza mayor que
los mandaba. Esta fuerza era un orejón del Inca que tenía a su cargo la Puná
y el litoral de Tumbes, y que había salido de la isla el mismo día que los
cristianos la pisaron. Este, en realidad, era el que mandaba a todos. Aunque
a regañadientes, como viejos enemigos, Tumbalá y Chilimasa no hacían
sino obedecer a ese representante del Inca. Concertadas estas paces, fondeó
frente a la isla un navio con Hernando de Soto y su gente de Nicaragua.
También traía a una mujer española, la primera que hubo en la tierra
perulera, la que se llamó Juana Hernández y fue después conocida por La
Conquistadora. Soto arribó a la isla con ojos de mercader. No había podido
llegar antes por falta de dineros, pero habiendo recibido desde Coaque
3.000 pesos que le envió Pizarro, no tuvo ya pretexto para tardar. Ahora
estaba allí, traía lo prometido y esperaba que Pizarro cumpliese su palabra.
El Gobernador lo recibió con alegría y sin dilaciones lo nombró su
Teniente; Soto se mostró poco satisfecho, aunque de momento calló. La
llegada de Hernando de Soto coincidió con la traición de Tumbalá. El
reyezuelo había juntado a todos sus guerreros, y, dándoles arcos, flechas,
tiraderas y macanas, los tenía preparados para combatir. Escondidos en
cabañas, los guerreros esperaron 62
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
varios días. Los lenguas tumbesinos maliciaron la celada y lo dijeron al
Gobernador. Pizarro, decidido a cortar por lo sano, marchó a casa del
reyezuelo y lo apresó juntamente con sus hijos. Lejos de amainar el
temporal, los isleños asaltaron uno de los navios, por lo que fue necesario
moverlo y sacarlo mar afuera. Los fracasados flecheros marcharon entonces
hacia el campamento de Pizarro, pero éste, “con buena orden los
aguardaba”. Por eso, cuando los vio cerca envió tres cuerpos de rodeleros
contra ellos. Los peones hundieron sus espadas en las carnes de los indios;
los isleños repelieron el ataque con una lluvia de saetas, una de las cuales
atravesó un muslo a Hernando Pizarro. Algunos cristianos murieron, pero
acudiendo presurosos los jinetes atacaron con sus lanzas e invocaron a
Santiago. Al momento los indios retrocedieron y los cristianos cantaron
victoria. Pizarro presionó a Tumbalá para que los ataques no se repitieran,
pero el indio se mostró tan ajeno a la guerra y deseoso de no intervenir, que
el Gobernador terminó dudando sobre si tenía o no culpa de la rebelión. A
pesar de ello envió un mensaje a sus vasallos para que depusieran las armas.
Sin embargo, los isleños estaban indignados y ninguno las osó dejar; por el
contrario, marchando a los pantanos del interior decidieron hacerse fuertes.
Esta situación duró cuatro semanas, y sólo después de salir Juan Pizarro y
Belalcázar con sus jinetes a correr la isla, la rebelión se calmó. Muchos
dicen que fue aquí que arribó Soto con sus hombres, los cuales mostraron
su desagrado por hallar la isla en guerra, porque como habían dejado el
paraíso de Mahoma que era Nicaragua..., se holgaran de volver de donde
habían venido”. Pero Soto, que no estaba dispuesto a truncar sus
ambiciones, les enrostró su poco ánimo y los conminó a seguir. EL
DESEMBARCO EN TUMBES Habiendo ya pasado la época de lluvias y
estando en la isla desde Pascua de Navidad, el Gobernador decidió pasar a
tierra firme. Para ello dio libertad a todos los tallanes tumbesinos cautivos
de los isleños; luego envió a llamar a Chilimasa, quien fingiendo
agradecerle la liberación de los suyos— no se hizo esperar. Pizarro le pidió
algunas balsas para pasar el fardaje, pedido que Chilimasa aceptó con gran
naturalidad; poco después arribaron 63
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cuatro grandes
balsas tumbesinas a la isla de Puná; los tallanes que las tripulaban dijeron
que Chilimasa los enviaba y que esperaban órdenes del caudillo blanco.
Cuando todo estaba listo y fijada la partida, vale decir en una de las últimas
noches que se pasó en la isla, el Tesorero Alonso de Riquelme escapó. El
sevillano era hombre más dado a as cuentas que a las armas. Tuvo miedo, se
mostró desconfiado a las noticias y alegando que por la costa abajo sólo
había selvas con culebras, sobornó al maestre de uno de los tres navios y
partió en la oscuridad con los fanales apagados. Cuando al siguiente día
Pizarro se enteró, montó en cólera: ahora, en el momento que reiniciaba su
prometedora empresa, no iba a permitir que un hombre asustadizo le hiciera
perder el apoyo del Rey con sus informes. Jamás se resignaría a que la
Corona le prohibiese continuar la jornada por una simple orden de los
Consejeros de Indias amigos del sevillano. Y marchando furioso a la playa
pasó a otro navio, gritando a su tripulación que izara velas para partir en
persecución del Tesorero. Navegó muchas horas, acaso un día; pero a la
postre lo alcanzó; un cañonazo debió ser la señal para que se detuviera. El
asustadizo Riquelme se rindió sin combatir y Pizarro mandó cargarlo de
cadenas. Luego, el Gobernador volvió a su condición de taciturno y todos
juntos regresaron a Puná. Tal como estaba señalado, Pizarro y sus hombres
abandonaron la isla en abril de 1532. En ella quedaban diez cristianos
muertos, recuerdo de la última guazabara. En atención a la victoria, el
Gobernador bautizó a la isla con el nombre de Santiago, el Apóstol
batallador. Los soldados se sentían felices; la nueva costa que ahora veían
tenía aroma de amistad: era verde, con vegetación tropical, y entre el mar y
la selva estaba Tumbes, toda de piedra y gobernada por Chilimasa. Los tres
navios y las cuatro balsas se acercaban al litoral; Francisco Pizarro, como
siempre, callaba; Alonso Briceño, Juan de la Torre y, sobre todo, el griego
Candia, contaban maravillas de aquella hermosa ciudad... Pero los soldados
sólo conocían parte de la realidad que estaban viviendo, ignorando todo lo
concerniente a las relaciones de Chilimasa con los isleños de Tumbalá. Lo
cierto era que unos y otros se reconocían súbditos del Inca, mas no por ello
habían dejado de ser antiquísimos adversarios imposibles de reconciliar. La
paz pactada entre Tumbalá y Chilimasa se basaba en la obediencia, no en la
since64
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
ridad. La historia tenía su principio. Cuando murió el Inca viejo, sus dos
hijos se pelearon por posesionarse del trono, y mientras Tumbalá defendió
el bando del vencedor, Chilimasa militó por el de los vencidos. El nuevo
Inca — déspota y sanguinario — ignoró los servicios del isleño, pero
rencoroso frente a los tallanes tumbesinos, invadió su territorio, mató a los
principales y del cuerpo de cada difunto fabricó un tambor. A Chilimasa no
le quedó más recurso que rendirse y prestarle vasallaje; pero aunque el
nuevo Inca retiró a sus tropas del país tallán, so color de necesitarlas en los
próximos ataques a su hermano, la verdad fue que lo hizo para que la
hermosa ciudad de Tumbes fuera arrasada por los indios de la Puná.
Abandonados a manos de sus enemigos, “los perros tallanes”— como los
llamaba el nuevo Inca—, estuvieron a punto de desaparecer. Cuando
retornaron las huestes del dichoso vencedor fratricida, los isleños se
retiraron, pero Tumbes quedó destruida. Así las cosas, arribaron los
españoles a la isla de Puná, y el nuevo Inca humilló aún más a los tallanes,
haciéndolos prestarse a una farsa en la que, obligado por un orejón de su
corte — nombrado su gobernador en esas partes — , Chilimasa tuvo que
viajar a la isla y fingirse amigo de Tumbalá. Obedeciendo órdenes del
orejón, logró que el árbitro de tales paces fuera Francisco Pizarro.
Chilimasa se prestó al juego por no poderse negar, pero también porque
Tumbalá había fracasado en su treta de ahogar a los cristianos en las balsas;
él haría lo que no pudo su enemigo y, de paso, probaría al nuevo Inca que
sabía hacer las cosas mejor que Tumbalá. Todos estos antecedentes los
ignoraban los españoles; por eso miraban la lejana costa con gran
confianza, esperando hallar en ella hospedaje y amistad. Pero esa noche,
mientras Pizarro y sus soldados navegaban en los tres navios, las balsas con
algunos castellanos y el fardaje se adelantaron hacia el sur-oeste. Isleños y
tumbesinos, confabulados en su traición por miedo al nuevo Inca, habían
preparado muy bien las cosas. Por eso los balseros desviaron sus
embarcaciones aproando a una playa rica en islotes y vegetación arbórea,
muy próxima a la ciudad de Tumbes. Entonces trataron de matar a los
cristianos que iban con ellos; mas percatados a tiempo Francisco Martín de
Alcántara y otros que pasaban la vitualla, se defendieron y los balseros
tuvieron que echarse al agua. No pasó lo mismo con otros tres españoles
que viajaban en una segunda balsa. Los infelices fueron llevados 65
PIZARRO. — 5
JOSE ANTONIO DÉL BÜSTO DUTHURBURU a tierra con
engaño y una vez allí les sacaron los ojos y, estando aún con vida, los
cortaron en trozos y echaron en grandes ollas que tenían puestas al fuego.
Las otras dos balsas restantes— la de Hernando de Soto y la de Cristóbal de
Mena—, por haber sido advertidas a tiempo no llegaron a arribar a los
lugares previstos por los balseros. Mientras tanto, la primera de todas-la de
Martín de Alcántara-, que había sido llevada por los indios a un punto
agitado por la resaca, corrió el riesgo de naufragar después que los balseros
se arrojaron al agua. El punto era de los que se llaman de "reventazón', lo
que daba a las olas mayor fuerza de arrastre frente a la embarcación sin
gobierno. En eso vino una ola furiosa y tomando a la balsa entre su espuma
se la llevó consigo en su carrera. Para evitar estrellarse contra las rocas.
Alcántara y sus dos acompañantes— Alonso de Mesa y el futuro cronista
Pedro Pizarro— se arrojaron al mar y con grandes esfuerzos lograron ganar
la playa. Llegados a ella fueron librados de morir a manos de los indios
gracias a Hernando Pizarro y unos cuantos de a caballo enviados
apresuradamente por el Gobernador, que desde su navio conoció la traición
y se propuso frenarla. De este modo Martín de Alcántara, Alonso de Mesa y
Pedro Pizarro salvaron las vidas, pero se perdió para siempre la recámara
del Gobernador, que traían en la balsa. Poco después, algo más arriba de la
playa desembarcaba Francisco Pizarro con el grueso de los hombres. Una
vez en tierra lo informaron detalladamente de todo lo acaecido. Por el
momento, nadie pudo entender el comportamiento de los tumbesinos, todos
los cuales habían huido por temor a los caballos. Se tuvo que recurrir a unos
pocos prisioneros para obtener algo de verdad: la tierra estaba alzada por
orden del Inca y todos tenían la consigna de luchar. Dispuesto a obtener
mayores datos, el Gobernador mandó marchar a la ciudad de Tumbes. La
ciudad amurallada se dejó ver poco después. Estaba silenciosa, quemada,
destruida. Los murallones, por tierra; las casas, deshabitadas; las arboledas
se habían convertido en estacas chamuscadas... Aquélla era una ciudad de la
muerte. Los únicos que ahora moraban en ella eran unos pajarracos negros
de cabeza colorada, pajarracos que vivían picoteando la carroña. Los
prisioneros hechos hablaron de una gran peste, de las masacres del nuevo
Inca y de la guerra con los indios de Puná. “Aquí fue el gemir 66
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
los de Nicaragua y el echar maldiciones las gentes al Gobernador”, por
creer que los había engañado. Pizarro, hermético y con la mirada fija,
rumiaba su desilusión. Cuentan que entonces se le acercó el artillero Candia
y ambos platicaron algo en voz baja. Los maledicientes aseguraron luego
que el Gobernador le había dicho — refiriéndose a la deshabitada Tumbes,
ciudad que ahora resultaba de adobe y no de piedra — : "En los nidos de
antaño no ay pájaros ogaño, señor Pedro de Candia”, y que al griego no le
había quedado más remedio que explicar: "Señor, fingí burlas para que
tuvieran efecto estas veras.” En otras palabras: ¡Candia había confesado que
su paño pintado y su relación escrita eran fantasías inventadas para
impresionar a los Consejeros de Indias! Esa noche los cristianos durmieron
junto a la vieja fortaleza que — a pesar de lo arrasada— todavía ofrecía
protección. No hubo canciones de campamento ni risotadas; nadie volvió a
mencionar las ciudades de piedra, ésas sólo existían en el libro del Amadís
y acaso en la Nueva España. Todos murmuraban en voz baja y parece que
reinaba la opinión de que los tumbesinos querían muchos españoles para
sacrificarlos a sus ídolos. Al siguiente amanecer, luego de una noche sin
sorpresas, la gente despertó más confiada. Se exploró la fortaleza, que les
pareció “hecha por el más lindo arte que nunca se vio” y se intrigaron
contemplando su original sistema de aprovisionamiento de agua. Se
extasiaron con el Templo del Sol, “cosa de ver, porque tenía grande edificio
y todo él por de dentro y de fuera pintado de grandes pinturas y ricos
matices de colores”. Finalmente, visitaron el Palacio del Curaca y las
viviendas de la población; entonces todos fueron recuperando su perdido
entusiasmo. Las casas guardaban todavía muchos enseres y bienes. Hallaron
mucha comida y alguna ropa, esmeraldinas de poco valor, turquesas
azuladas y diversos adornos de oro. Conforme se visitaban las casas los
hallazgos iban en aumento y el entusiasmo también crecía. Por eso es que al
finalizar la mañana el jinete Ruiz de Arce, el de Alburquerque, pie en tierra
y con las muestras en la mano, proclamaba: "¡Esta es tierra buena... es tierra
de oro y plata...!” Y los soldados se alegraban y reían conforme echaban en
sus morrales los pequeños adornos de metal. 67
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU LA PRISION
DE CHILIMASA Pizarro, mientras tanto, prescindiendo del saqueo, solo
hacia buscar a Chilimasa. Con miras de encontrarlo destacó a Hernando de
Soto para que con algunos jinetes saliera a buscarlo. A estas alturas, los
habitantes de la ciudad de Tumbes daban muestras de acercamiento desde la
otra orilla del río, lugar donde los tenían frenados ciertas huestes del nuevo
Inca al mando de un capitán; a éste envió Pizarro mensajes de paz, pero
sólo obtuvo burlas como respuesta. Sin embargo, a pesar de la presencia de
capitán incaico, muchos tallanes tumbesinos vadearon por la noche el río
buscando ponerse al habla con Pizarro; eran todos enemigos del nuevo Inca
y se proclamaban miembros de la nación tallán. Confesaron que se habían
visto forzados a realizar la traición el día del desembarco, porque de no
hacerlo así el Inca los aniquilaría; ellos no amaban a este soberano intruso,
smo a su hermano Huáscar, que era el legítimo señor... De este modo
siguieron hablando del Cusco, capital de piedra con templos recubiertos de
oro, y de Pachacamac, santuario famoso de los yungas. Finalmente, Pizarro
se enteró que el Inca viejo, ya difunto, se llamaba Huaina Cápac, y que el
Inca nuevo, el vecedor de Huáscar, se nombraba Atabálipa. Al referirse al
Atabálipa los tallanes recalcaban su crueldad, su condición de rey intruso y
forastero, y también su odiosidad a la nación de los tallanes. Pizarro decidió
sacar partido de esto último; ya vendrían nuevos días y con ellos la forma
de aprovechar la animadversión de los tallanes hacia el nuevo Inca, hacia
Atahualpa, como pronunciaban los españoles. Iniciaría entonces una
política encaminada a capturar al dichoso vencedor. Por estos días el
Gobernador tuvo que recibir a un navio que, procedente de Panamá, trajo
algunos soldados que eran lo peor de Tierrafirme; al frente de ellos venía
fray Jodoco Ricky, franciscano flamenco que gustaba de la astrología.
Estando atareado Pizarro en su recibimiento, entró a Tumbes a galope
tendido Juan de la Torre, uno de los Trece del Gallo, quien había salido con
Soto en persecución de Chilimasa. Traía la ingrata nueva de que Soto había
querido sublevarse y emprender, con los que le seguían, la conquista del
reino de Quito; pero los jinetes y peones de la hueste no lo habían
consentido, terminando Soto por pedirles que olvidasen la propuesta. 68
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Efectivamente, algunos días después — a los quince de su partida — Soto
retornó a Tumbes trayendo a Chilimasa prisionero. El Gobernador estaba
dolido con el proceder del capitán, pero "con mucha cordura, lo disimuló" y
salió a recibirlo. Soto le entregó el preso y empezó el interrogatorio.
Chilimasa confesó que ignoraba la traición de los balseros, pero que,
sabedor de lo que en tierra Atahualpa deparaba a los cristianos, no había
querido inmiscuirse en el asunto y se había marchado tierra adentro. El
Gobernador Pizarro, como todavía estaba desconcertado por la gran
afluencia de noticias, le perdonó la vida por hallar un fondo de sinceridad
en sus palabras. En efecto, Chilimasa no mentía del todo, pues más tarde se
llegaría a descubrir que— si bien los balseros eran suyos— los españoles
muertos en el desembarco habían sido asesinados por los mitimaes de
guarnición al mando del capitán del Inca. Con el perdón de Chilimasa el
Gobernador ganó mucha popularidad entre los indios tallanes. El curaca,
personalmente, pagó con la neutralidad. Era demasiado astuto para
comprometerse, ya que por un lado estaba Atahualpa, cuya crueldad
conocía demasiado; por el otro Pizarro, hombre al que recién empezaba a
conocer. Ambos eran invasores del territorio tallán. Lo mejor era estarse
quieto y esperar el final de la próxima guerra entre los soldados del nuevo
Inca y los barbudos hombres blancos. El 1 de mayo de 1532 los cristianos
partieron de Tumbes, ciudad donde quedó una guarnición española al
mando de los Oficiales Reales. No dejó Pizarro a Soto por su lugarteniente
por su intento de traición; Soto, a su vez, se sintió culpable y no reclamó el
tenentazgo. Los expedicionarios marcharon con dirección al sur, utilizando
un camino que bordeaba la margen izquierda del río Tumbes. Durante el
viaje pernoctaron en nueve sitios, padeciendo en todas las jornadas con la
falta de agua y exceso de sol. Pronto a sus asombrados ojos se abrió un
desierto de arena y la tropical vegetación de Tumbes se esfumó. El desierto
recordaba los de Berbería y si no tuviera ciertos oasis o jagüeyes, todos
murieran de sed. Luego vino el magnífico camino de los Incas, ante el cual
quedaron los españoles maravillados. Jamás habían pensado cómo podría
ser un camino en el desierto, pero ahora, ante la interminable sucesión de
postes adornados con colores claros y oscuros para poder ser vistos en el las
marchas nocturnas y diurnas— nadie supo 69
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU qué decir.
También descubrieron los tambos u hospedajes para caminantes y los
depósitos de alimentos. Nada de aquello había en la Europa imperial de
Carlos V. Este reino de los Incas, respecto a los viajeros, comenzaba a
mostrarse superior. MAIZAVILCA Cumplida la undécima jornada del
camino, Pizarro llegó con su tropa al pueblo de Poechos, donde era señor el
obeso Maizavilca. Este recibió muy bien a los cristianos y hasta prometió
servirlos con comida, así como con hierba para los caballos. Insistió para
que los castellanos se aposentasen en el pueblo, pero el Gobernador —
previniendo los desmanes de la soldadesca prefirió ocupar una fortalecilla
que distaba del poblado un tiro de ballesta. Acto seguido, dio un bando por
voz de pregonero prohibiendo a los soldados tomar nada a los indios. Allí,
junto a ese río Chira que los tallanes llamaban Zuricará, bajo los frondosos
árboles frutales, el Gobernador recibió la visita de muchísimos curacas que
deseban ser sus amigos. Pizarro los acogió de paz y les mostró amistad,
aprovechando la ocasión para hacerles entender el Requerimiento y
enterarlos del Dios Creador, del Papa de Roma y del Rey de Castilla. Los
curacas no entendieron demasiado, pero aceptaron sin reparo el vasallaje y
a continuación ofrecieron sus regalos. Daban la impresión de querer
congraciarse con los hombres blancos, para luego solidarizarse con ellos en
una causa común. Pizarro les pagó con grandes muestras de aprecio.
Receloso Maizavilca de que sus colegas merecieran tanto de Pizarro, se
apresuró a regalarle a su propio sobrino. Al trujillano le cayó en gracia el
indiezuelo y, con miras de utilizarlo como intérprete, lo hizo cristianar con
el nombre de Martín. De este modo, Martinillo de Poechos pasó a ocupar el
lugar que le correspondía, al lado de Fernandillo, Francisquillo y Felipillo,
los lenguaraces de la conquista. Desde Poechos el Gobernador envió a
explorar toda la comarca del Chira, hasta la desembocadura del río,
incluyendo el puerto de Paita y los curacazgos de Sullana y Amotape. El
mismo montó a caballo y efectuó parte de estas visitas, comprobando las
excelencias del valle. Había vientos muy buenos y aguas para regar, leña de
algarrobales y hierba para los equinos, algodonales in70
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
mensos y frutas de extraño sabor. Impresionado por el ubérrimo paisaje,
Pizarro decidió fundar allí una población de españoles. Pero Maizavilca,
que no perdía paso a los cristianos, pronto se percató de esta intención; y
como la presencia de esos extranjeros mermaba su autoridad curacal, se
incomodó con el proyecto de Pizarro y buscó una solución que por secretos
mensajeros la dio a los curacas tallanes del río de Zuricará, los cuales
contestaron solidarizándose con su pensamiento. Lo cierto es que reunidos
todos ellos con Maizavilca, juntos urdieron la traición. Consistía ésta en
animar a los cristianos a seguir hacia la sierra: si se negaban a partir habría
una rebelión de tallanes y se exterminaría a los barbudos, pero si se
decidieran a subir la cordillera los encaminarían hasta el mismísimo
Atahualpa para que los blancos lucharan con los quiteños. Si vencían los
cristianos no había que temer, porque estaban en muy buena relación con
los tallanes; si ganaba Atahualpa sería un mal peor, pero— y aquí radicaba
el ardid de Maizavilca— éste no podría castigar a los tallanes porque habían
sido engañados por los barbudos quienes les habían hecho creer que eran
dioses... La idea pareció buena a los curacas y a continuación— conociendo
la personalidad supersticiosa de Atahualpa— se inspiraron en una de las
más viejas leyendas proféticas del Tahuantinsuyo, y le enviaron un
maravilloso mensaje. En él, primeramente, saludaban al Inca y lo
reconocían por señor, pero luego pasaban a contarle “como allí habían
allegado por la mar... una gente de diferente traje quel suyo, con barbas; y
que traían unos animales como carneros grandes; y que el mayor de ellos
creían que era el Viracocha, que quiere decir su dios dellos; y que traía
consigo muchos viracochas, como quien dice muchos dioses”. El curaca de
Tumbes ya había informado sobre el desembarco que antes hizo Pedro de
Candía, ocasión en la que disparó el arcabuz y se le reconoció Hijo del
Trueno pero ahora— añadían los curacas— que esta clase de barbudos
dioses “estauan muy de asiento en la tierra... y auia de ellos mucha
cantidad, y que venían Caualleros en unas ovejas grandísimas que en su
corrida y velocidad parecían guanacos; y que trayan unas Puconas o
Zebratanas con que soplaban fuego con mas espantable y empecible ruido
que el Ynti Illapa, y que traían unas Macanas o cuchillos tan largos como
casi una braza con que cortaban un hombre por medio”... Los curacas
acogieron desde un comienzo con calor el plan de 71
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Maizavilca,
porque — entre otras cosas — la posibilidad de una revuelta de los tallanes
contra los barbudos jamás contaría con el respaldo popular. Al lado de
Atahualpa, los cristianos eran buenos y amigables, por eso, la idea de
divinizarlos no venía nada mal. De creérsela Atahualpa los curacas habrían
salvado sus vidas, porque informado el Inca de que los españoles eran
dioses, ellos se eximían de toda culpabilidad derivada de un primer contacto
acogedor con los barbudos invasores. Si Atahualpa no mordía el anzuelo o
lo mordía y ganaba la guerra a los barbudos, todos los curacas confabulados
fingirían haber sido engañados por unos simples hombres con barbas y la
nación tallán, indignada, mostraría su fidelidad al Inca, impidiendo nuevos
desembarcos de españoles o cortándoles la retirada al derrotado Pizarro, en
el caso de querer escapar. Pero esta era una medida de emergencia, antes
estaba la posibilidad de que los barbudos mediante sus armas poderosas y
sus animales de guerra — derrotaran al jactanciosos Atahualpa y vengaran,
de paso, a la humillada nación tallán. 72
VI. LOS HIJOS DEL SOL LOS AUGURIOS FUNESTOS
Huaina Cápac— el hijo de Túpac Yupanqui y nieto de Pachacútec— luego
de consolidar la obra de sus antepasados había llevado el Imperio a su
máximo esplendor. Ahora, con la definitiva conquista del reino de Quito, su
poder se extendía de la selva al mar y del Ancasmayo al Maulé. Con razón,
pues, lo llamaban Hijo del Sol, Señor de las Cuatro Partes del Mundo y
Ordenador de la Tierra. No en vano había nacido para regir al pueblo
escogido, guiarlo a través de la historia y alcanzarle el sitial que le
correspondía. Huaina Cápac, el monarca poderoso, había cumplido con el
mandato divino de quechuizar a los hombres, de darles el soplo civilizador.
Por eso, aunque viejo y cansado, seguía conduciendo a sus vasallos con el
poético título de Pastor de los Rebaños del Sol. Pero estando en los últimos
años de su vida, cuando después de un larguísimo gobierno era poco menos
que el patriarca de una raza de cobre, acontecieron sucesos muy extraños
que amargaron el final de su reinado. Comenzaron estos hechos misteriosos
con la aparición de unos hombres que tenían el rostro blanco y mucho
cabello alrededor de la boca, los cuales cubrían su cuerpo con
deslumbrantes atuendos de metal. Venían navegando la costa en dos
enormes huampus o balsas de muchas velas, no usaban 73
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU remo alguno
para virar su embarcación y lo primero que hacían cuando pisaban tierra era
buscar oro... Sabedor" el Inca de su presencia les envió ciertas muestras de
grueso y amarillo cori, pero cuando los portadores del dorado obsequio
llegaron a la costa ya eran partidos los extraños visitantes y, por más que
hicieron, no los pudieron alcanzar. Huaina Cápac debió quedar
meditabundo. La tierra era, sin duda, más grande de lo que él creía, y
además, albergaba a varios pueblos exóticos. Ese mar del Contisuyo sabía
demasiadas cosas, mas no las quería contar. Primero trajo su padre Túpac
Inca hombres negros de unas islas y ahora entendía haberlos blancos y
velludos en la misma dirección. Quizás, al cabo de muchas lunas, lograran
descubrirse otros hombres verdes, azules o amarillos. Y el Inca se intrigaba
más y más conforme percibía su curiosidad insatisfecha. Cuentan que a
partir de este momento ya no quiso realizar nuevas conquistas, pero que —
en cambio — pasaba muchos días vigilando el mar. Estando en estas
observaciones del gran lago salado de la mucha espuma, llegó un mensajero
del Cusco con una noticia funesta. Los orejones de la capital sagrada le
enviaban decir que durante la fiesta del Sol, vieron venir por los cielos a un
cóndor real perseguido por cinco o seis halconcillos que lo atacaban y no lo
dejaban volar. El cóndor trató de librarse de ellos, pero, herido
traidoramente por sus adversarios, se dejó caer sangrante en la gran plaza
del Cusco. Los orejones lo recogieron, mas de nada sirvieron sus cuidados
porque a los pocos días murió. Consultado el hecho con los sacerdotes,
éstos lo interpretaron como un augurio del final del Imperio. Huaina Cápac
se entristeció y, consolándose con el pensamiento de que los tarpuntaes se
hubieran equivocado, trató de olvidar el acontecimiento. Pero otro suceso
funesto, también ocurrido en el cielo del Cusco, se lo impidió. Este suceso
se debió a la luna, la divina Mama Quilla, que siempre se había mostrado
esposa del Sol y madre generosa de los Incas. Contaban esta vez los
orejones que estando una noche el firmamento claro, irrumpió la luna a
manera de mujer desesperada, mostrando tres divisiones en su interior. La
primera era del color de la sangre, la segunda negra como la oscuridad, y la
última grisácea, como el humo que subsiste a un gran incendio. Según los
adivinos del Cusco, la guerra, 74
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR el
caos y la destrucción mejor no se podían anunciar. Y otra noche fue el
propio Huaina Cápac el que a través de una ventana divisó un gran cometa.
Luego le comunicaron que sus últimos días de reinado ya no contaban con
el favor de los dioses, porque una enfermedad mortal y nueva empezaba a
diezmar la población del Tahuantinsuyo. Muchos pueblos estaban asolados,
a los enfermos se les desfiguraba el rostro al extremo de asustar, más de
doscientos mil vasallos habían sucumbido con la peste. El desconocido mal
no perdonaba ni a los propios parientes del Inca. Sus hermanos Auqui
Túpac y Mama Coca habían caído fulminados, su tío Apo Ilaquita, igual. La
peste se cebaba en los príncipes de sangre; jamás se había visto en ellos
tanta mortandad. Deseoso de acudir en socorro de la capital sagrada, el Inca
se aprestó a partir, iniciando su propósito con grandes ayunos y penitencias.
Solo, sin beber sora ni comer ají, el soberano se dio a una complicadísima
liturgia con miras de alcanzar el perdón para su pueblo. Encerrado en su
habitación rezaba al Sol y a Huiracocha largamente. Estando un día en sus
arrebatos místicos entraron sorpresivamente tres indios enanos, a los cuales
nunca había visto. Sorprendido se quedó mirándolos; los diminutos
personajes por toda conversación le dijeron: “Inga, venírnoste a llamar”, y
al instante desaparecieron. Huaina Cápac llamó entonces a sus guardas para
reñirlos por haber permitido entrar a los intrusos, pero al preguntarles:
“¿Qués de esos enanos que vinieron a llamar?", todos le contestaron: “No
los hemos visto.” El Inca sospecho lo sucedido y bajando la cabeza,
resignado murmuró: "morir tengo”. Efectivamente, llegado que fue a Quito,
diole una enfermedad de calenturas, aunque otros dicen que de “virgüelas y
sarampión". Otra crónica más parca por cierto, añadirá solamente; y luego
enfermó del mal de las viruelas”. El terrible flagelo traído a las costas del
Imperio por los negros y españoles, había cobrado su más preciada víctima.
Se enviaron mensajeros al santuario de Pachacamac para preguntarle al
ídolo hablador cuál era la secreta medicina para curar al Inca, pero por el
momento no hubo contestación. Huama Cápac, ya postrado, dictó entonces
sus últimas medidas de Gobierno. Su hijo Ninan Coyuchi sería el sucesor y,
en su defecto, Huáscar. Con la ceremonia de la Callpa los dioses
manifestarían su bene75
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU plácito. Los
orejones corrieron al templo. Varias llamas fueron muertas y en sus visceras
infladas trataron de leer si sería venturoso el próximo reinado. Pero los
augurios en nada favorecieron a los príncipes elegidos por el soberano.
Presurosos tornaron los nobles donde el Inca para que cambiara su decisión
y nombrase a otro príncipe, pero ya el monarca estaba agonizando y su
rostro, cubierto de pústulas feísimas, tenía una monstruosa expresión. Los
orejones se acercaron para hablarle, pero el Inca ni siquiera se movió, tenía
fija la mirada en el vacío... ¡Huaina Cápac había muerto, ahora nadie podía
cambiar la sucesión! Mientras los orejones se cubrían la cabeza con el
manto y las mujeres rondaban el cadáver tocando tamboriles, Cusí Túpac —
que tenía el cargo de Mayordomo Mayor del Sol — partió a Tumebamba a
notificar a Ninan Coyuchi. Mas los dioses seguían molestos, pues llegado a
la ciudad “halló que era muerto Ninan Guyoche de la pestilencia de las
virgüelas”. Sin perder tiempo volvió entonces a Quito donde estaban los
orejones celebrando los funerales del Inca. Halló al difunto momificado y
revestido con sus galas imperiales. En torno a la momia, concubinas y
criados lloraban por su señor y pedían ser enterrados vivos con él para
servirlo en la otra vida. La Coya — esposa legítima del muerto — era una
de las más atribuladas. Sentada y con la mirada en el suelo, no cesaba de
llorar. Condolido con su llanto el indio se le acercó y entonces,
pretendiendo consolarla, le dijo una frase que iba a cambiar la historia del
Imperio: "No estés triste, Coya, apréstate y ve al Cuzco a decir a tu hijo
Guáscar como su padre le dejó nombrado por Inga después de sus días.” LA
GUERRA FRATRICIDA Era Huáscar, según las más veraces crónicas,
natural de Huascarquíhuar, pertenecía al bando de los Hanan Cuscos y,
entre el medio centenar de hijos de su padre, gozaba de prioridad por ser el
único legítimo. Fue por ello que heredó la mascapaicha colorada, siendo
reconocido Inca de los Cuatro Suyos. Su primer acto de gobierno fue
mandar traer de Quito la momia de su progenitor, lo que hicieron en
solemne procesión los orejones. No vino con ella su hermano bastardo
Atahualpa — prín76
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR cipe
inquieto y resentido, peligroso por su ambición — y Huáscar acusó de ser
sus cómplices a los miembros de la funeraria comitiva y a continuación los
mató. Este hecho alborotó a los Hanan Cuscos — pues los victimados eran
de ese bando — y le retiraron su favor. Entonces el Inca, por no quedarse
solo, se vio obligado a renegar de su linaje y a juntarse con los Hurín
Cuscos u orejones de la anterior dinastía destronada. En esto llegó una
embajada de Atahualpa a rendirle acatamiento, pero irritado con su hermano
por no haber venido personalmente, reiteró que "era un traidor”. Luego hizo
escarnio de los embajadores: les cortó las narices, los hizo desnudar de la
cintura para abajo y, en estas condiciones, los obligó a volver a Quito.
Atahualpa se enfureció con lo ocurrido y llamando a sus generales
Quisquís, Calcuchímac y Rumiñahui, les ordenó que se alistasen porque
pensaba iniciar una guerra contra Huáscar. Este sospechó los pasos de su
hermano y para cerciorarse envió dos orejones a Tumebamba con el
pretexto de recoger ciertos bienes y mujeres de Huaina Cápac. Los orejones
espías llegaron a Tumebamba, y estando cumpliendo su misión los apresó
Atahualpa, quien con tormento les hizo confesar la posición de las tropas
huascaristas, luego los desolló vivos y con sus pieles fabricó tambores.
Encendida la hoguera de la discordia, los dos hermanos se aprestaron a la
lucha. Se dieron quince batallas en esta guerra fratricida, pero sólo de las
importantes se hablará. La primera batalla se dio en-Riobamba y fue ganada
por Atahualpa, quien mandó hacer grandes pirámides con los huesos y
cráneos de los vencidos; la segunda fue en Tumebamba y la ganó Huanca
Auqui, general de Huáscar, quien obtuvo una ruidosa victoria sobre los
quiteños. Pero rehechos éstos prestamente, vencieron a Huanca Auqui en
Cusibamba y Cochahuaila, haciéndole retroceder hasta Bombón, donde le
infligieron otra derrota. En vista de estos descalabros militares Huáscar
nombró por general a Maña Yupanqui; pero en los sucesivos encuentros las
cosas no fueron mejor. Dispuesto a recuperar lo perdido y a vengar a sus
guerreros muertos, Huáscar salió personalmente a combatir. Mientras tanto,
ensoberbecido con sus triunfos militares, Atahualpa entró pomposamente en
Cajamarca y Huamachuco, donde _ por serle adverso el oráculo del ídolo
Catequil profanó el santuario y mató de una lanzada a su viejo sacerdote.
Por este 77
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tiempo fue que
tuvo la osadía de hacerse llamar Inca de los Cuatro Suyos o Señor del
Universo, título que— a decir verdad— nunca lo tuvo por morir sin haber
sido coronado. El verse llamado Inca lo envaneció aún más, cometiendo a
raíz de ello incontables desafueros, porque— a contar de las crónicas—
“era cruelísimo Atagualpa; y a diestro y a siniestro mataba, destruía,
quemaba y asolaba cuanto se le ponía delante; y así, desde Quito a
Guamachuco hizo las mayores crueldades, robos, insultos, tiranías que
jamás hasta allí se habían hecho en esta tierra”. Aborrecido, pero victorioso,
Atahualpa envió a sus tropas a posesionarse de toda la cordillera. A
Quisquís y Calcuchimac encomendó la captura del Cusco, la ciudad sagrada
donde pretendía reinar. Huáscar — a pesar de que los oráculos no le
anunciaban victorias — salió a defender la capital. Topó a sus enemigos en
Cotabamba y los combatió de sol a sol, haciendo huir a los quiteños,
quienes buscaron refugio en un enorme pajonal. Huáscar, que sólo ansiaba
la venganza y el aniquilamiento de sus adversarios, esperó que soplaran
fuertes vientos y prendió fuego a la paja. Así murió quemada gran parte de
la gente de Atahualpa, pero Quisquís y Calcuchímac con algunos otros
lograron escapar. Los quiteños se refugiaron en lo alto de los cerros
confiando su retaguardia a Calcuchímac; éste concibió la idea de caer por
sorpresa sobre Huáscar. El Incú, que confiaba en sus legiones quechuas, no
quiso emplear toda su gente en la persecución de los de Quito: parecería
cobardía. Quería vencer de igual a igual, con la misma cantidad de gente
que tenían sus enemigos. Con este pensamiento inició la búsqueda de los
quiteños, dejando al grueso de sus hombres en el llano de Huanacopampa.
Por delante envió a Túpac Atao, su hermano, con tropas de reconocimiento.
Huáscar siguió detrás, sobre su litera de guerra, con paso más reposado.
Habiéndose adelantado Túpac Atao con su vanguardia muchas leguas y
penetrado a una estrecha quebrada, cayó traidoramente sobre él
Calcuchímac, dejando al quechua mal herido y derrotada a su gente; más
aún, aniquilada, porque no sobrevivió ningún hombre. Luego, temeroso de
la proximidad de Huáscar, el quiteño tornó a subir al monte, desde donde
mandó llamar a Quisquís, pidiéndole que cesara de retirarse y volviera para
urdir una gran celada. Reunidos en breve ambos caudillos, trazaron su plan
de ataque. 78
ERANCÍSCÓ PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Tenía que basarse en la sorpresa, pues de lo contrario Huáscar los podía
derrotar. Primero se esconderían en los cerros, luego esperarían al Inca y
una vez que hubiera entrado a la quebrada, Calcuchímac le caería por la
espalda, mientras Quisquis haría lo propio por el lado opuesto: ¡Ese
príncipe cusqueño iba a pagai su descuido! Efectivamente, confiado en la
vanguardia de Túpac Atao, Huáscar penetró la angosta quebrada. Pronto
ordenó detenerse a su tropa porque no muy lejos de ellos estaban muertos
en el suelo, los hombres de Túpac Atao. El Inca malició una celada y quiso
dar media vuelta, pero en los instantes que mandaba esto irrumpió
Calcuchímac con sus quiteños, le cerraron la retirada y empezaron a atacar.
Huáscar se retrajo, penetrando de este modo más en la quebrada, dándose
entonces con las tropas de Quisquis lanzadas contra los quechuas. Unos y
otros se embistieron con fiereza y por ambos lados hubo derroche de valor,
aunque la única consigna era matar, pronto dominaron los quiteños por su
posición ventajosa en el combate, así como por lo soipiesivo del ataque. Por
eso, cuando los cusqueños empezaron a ceder, Calcuchímac dejó de luchar
y se dedicó a buscar a Huáscar; éste, lejos de huir, combatía animosamente.
Entonces Calcuchímac, con algunos de los suyos, se deslizó hasta el Inca,
saltó y asiéndose de sus vestiduras, lo derribó de su litera. ¡El cóndor real
había caído, cinco o seis halconcillos lo habían traído a tierra...! EL
CONDOR CAIDO Sin embargo, Calcuchímac después de la victoria no se
contentó con su regio prisionero, y urdiendo otra traición se puso los
vestidos de Huáscar, subió a la litera imperial y seguido por todos sus
quiteños emprendió el camino de Huanacopampa. Cuando los quechuas allí
acampados vieron venir la litera de su señor, debieron dar muestras de gran
júbilo y salir corriendo a recibirlo, naturalmente, sin armas. Cuando
llegaron cerca de su presunto Inca, fue soltado un quechua prisionero que
los enteró de la verdad. ¡Calcuchímac se había dado el lujo de advertirles
que los venía a matar con el ardid de la litera! Los cusqueños harían por
volver al campamento por sus armas, pero Calcuchímac no les dio tiempo
para ello y desde lo alto de su palanquín soltó el quitasol. 79
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Ante esta señal
conven, da, los de Quito se lanzaron sobre los quechuas y, sin dar lugar a
que se defendieran, los masacraron sin piedad. Esa noche, a la luz de la
luna, el llano de Huanacopampa durmió alfombrado de cadáveres. Al día
siguiente, los generales quiteños marcharon en triunfo hasta el pueblo de
Quisipay, donde dejaron custodiado a Huáscar y decidieron proseguir al
Cusco. Asomados a este valle, en cuyo fondo estaba la capital sagrada,
desde los cerros que rodeaban la ciudad, pudieron escuchar los llantos de
las mujeres y los mnos. Calcuchímac no quiso arrasar la pétrea urbe porque
en ella pensaba coronarse Atahualpa, y para preservarla de un saqueo de las
tropas envió un emisario a las once panacas o clanes, descendientes de los
anteriores Incas. El mensajero entró al Cusco y se entrevistó con los viejos
orejones, haciéndoles ver que no temiesen, pues se respetarían sus vidas;
que los que habían servido a Huáscar iban a ser perdonados y que a ninguno
se le haría mal... siempre y cuando subieran al pueblo de Yavira y adorasen
a Atahualpa. Las panacas se reunieron presurosas y después de oír a los más
viejos, decidieron marchar a Yavira. Llegados que fueron a la plaza, los
orejones se sentaron en el suelo— agrupados por sus panacas — y
esperaron en silencio la llegada del vencedor. Entonces fue que aparecieron
los generales quiteños seguidos de muchas tropas y, ordenando rodear a los
orejones, sacaron de entre ellos a la fuerza a Huanca Auqui, Ahuapanti y
Paucar Usno, los vencedores de Tumebamba, y también a Apo Chalco
Yupanqui y a los sacerdotes del Sol que habían ceñido a Huáscar la
encarnada mascapaicha. Aquí se adelantó Quisquís y se hizo cargo del
momento, convirtiéndolo en acto de venganza personal y humillación para
el vencido. A unos los golpeó con piedras y a otros los mató, perdonando al
resto en nombre de Atahualpa. Después hizo poner a todos los orejones
cusqueños en cuclillas, mirando hacia Cajamarca, y los obligó a arrancarse
cejas y pestañas para soplarlas luego en el aire y adorar de este modo a
Atahualpa, mientras les hacía repetir: "Viva, viva muchos años Atagualpa
nuestro Inga, cuya vida acreciente su padre el Sol.” Después fue traído
maniatado el Inca Huáscar con su madre, la Coya Arahua Ocllo, y su mujer,
llamada Chucuy Huaipa. La Coya se mostró indignada con lo sucedido y
culpando a su hijo 80
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
todo, arremetió contra él y le dio una puñada en el rostro al tiempo que le
decía: "Malaventurado de ti. Tus crueldades y maldades te han traído a este
estado. ¿Y no te decía que no fueses tan cruel y que no matases ni
deshonrases los mensajeros de tu hermano Atahualpa?” Pero no pudo seguir
con su iracundo gesto, porque Quisquis se acercó y la trató de "manceba y
no mujer de Guaina Cápac, y que siendo su manceba había parido a
Huáscar, y que era una vil mujer y no era Coya”. Las tropas quiteñas
festejaron con risas los insultos de su jefe y señalando a Huáscar, que estaba
en un lecho de paja atado de pies y manos, decían a los orejones: “veis allí a
vuestro señor, el cual dijo que en la batalla se convertiría en fuego y en agua
contra sus enemigos." Huáscar, siempre atado, oía todo inmutable. Los
orejones estaban con las cabezas gachas. Quisquis tornó entonces a injuriar
a Huáscar preguntándole, mientras señalaba a los orejones: "¿Quién déstos
te hizo señor, habiendo otros mejores que tú y más valientes que lo pudieran
ser?” Pero antes de que pudiera responder el Inca, la Coya se le acercó y le
recalcó en su cara. "¡Todo esto mereces tú, hijo, que se te diga, y todo viene
de la mano del Hacedor (Huiracocha), por las crueldades que has usado con
los tuyos.” A lo cual Huáscar contestó: "¡Madre, ya eso no tiene remedio!
¡Déjanos a nosotros!”, y volviendo la cabeza hacia el Sumo Sacerdote le
dijo: "¡Habla tú y responde a Quisquis a lo que me pregunta!" El pontífice
solar se dirigió entonces al general quiteño y díjole valientemente: "Yo le
alce por Inga y Señor, por mandado de su padre Guaina Cápac y por ser hijo
de Coya.” Ante el abierto desmentido, Calcuchímac se violentó y
adentrándose en la escena llamó al Sumo Sacerdote mentiroso. Pero no
pudo proseguir porque Huáscar, rompiendo el mutismo que él mismo se
había impuesto al no dignarse conversar con su adversario, libró al Villac
Umu de las iras de este último gritando. "¡Dejaos de esas razones! Esta
quistión es entre mí y mi hermano, y no entre los bandos de Hanan Cuzco y
Hurin Cuzco, nosotros la averiguaremos, y vosotros no tenéis que
entrometeros entre nosotros en este punto.” Todos comprendieron que
Huáscar no volvería a pronunciar palabra y, sintiéndose desautorizado,
Calcuchímac no quiso incurrir en el ridículo, lo que evitó haciendo regresar
a Huáscar a su prisión. Luego se dirigió a los callados orejones, les dijo que
estaban perdonados y que podían bajar al Cusco. Los orejones se 81
PIZARRO. — 6
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU pusieron de
pie, y agrupados siempre por sus palcas midaron el camino de regreso.
Partieron todos muy tristes y llenos de h miUación Por eso, mientras
descendían las escalinatas de piedra "dudan al Cusco, los más .viejos
invocaban al divino Hun racocha y quejosos le decían: "¡Oh Hacedor, que
diste ser y favoi a los Ingas!, ¿adonde estás agora? ¿Cómo permites ^e ttd
persecución venga sobrellos? ¿Para qué los ensalzaste, si habían d tener tal
fin?” Y diciendo estas palabras sacudían sus ves i os señal de maldición,
deseando que cayese sobre todos. EL REGRESO DE HUIRACOCHA Así
las cosas, Atahualpa envió al Cusco un mensajero con órdenes para sus
generales de quitarles la vida a todos 05 ^ie^ bros de la panaca de Huáscar.
Entonces se hincaron Srandes tacas en el camino de Jaquijahuana, se saco
de la prisión a to las mujeres del Inca prisionero y se les ahorcó en aquellos
pos es con sus hijos. A las que estaban preñadas, antes de morir se les abrió
los vientres para que los fetos cayeran al suelo, y una vez caídos, se los
ataban a los brazos. Las crónicas afirman que de esta y otras formas
mataron a Huáscar más de 80 hijos e hijas. Ahorcaron también a los
hermanos que le habían sido fieles; tras éstos fueron presos y ahorcados los
orejones y pallas que lo secundaron. El perdón que los generales quiteños
dieron en nombre de su señor no tuvo ningún efecto. Entre deudos y criados
del desventurado Huáscar, los muertos pasaron el millar y medio. Pero ni
aún con esto la sed de sangre se calmó. Los quiteños, mostrando su odio
hacia el primer conquistador de Quito, saquearon el palacio de Túpac
Yupanqui y llevando su momia a un despoblado, le prendieron fuego hasta
reducirla a polvo. Los servidores de la momia fueron victimados; también
los indios cañaris y chachapoyas que estaban en el Cusco no corrieron
mejor suerte. La mayor parte de estas muertes se efectuaron en presencia
del mismo Huáscar, al que sacaban de su celda para que sufriera
contemplando cada ejecución. A pesar de ello, el Inca jamás dirigió la
palabra a sus enemigos, y con la entereza propia de su raza quechua
presenció el tremendo cuadro. Mas la medida se colmó cuando masacraron
delante suyo a cierta hermana que tam82
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR bién
era su esposa favorita y se llamaba Coya Miro, la cual tenía un hijo de
Huáscar en los brazos y otro a cuestas. Se le asesinó junto con otra hermana
llamada Chimbo Cisa, la cual era muy hermosa... Entonces fue que el
maniatado prisionero no soportó el espectáculo “y rompiéndose las entrañas
de ver tales lástimas y crueldades, y que no las podía remediar, con un
sospiro altísimo dijo: Pachayachachi Viracocha, tú que por tan poco tiempo
me favoreciste y me honraste y diste ser, haz que quien así me trata se vea
desta manera, y que en su presencia vea lo que yo en la mía he visto y
veo..." Parece que el divino Huiracocha lo escuchó, porque luego entró al
Cusco otro mensajero de Atahualpa con una noticia increíble: en la costa de
Puerto Viejo había aparecido un dios... Huáscar miró al cielo agradecido y
creyó en la justicia divina. Por su parte, Quisquís y Calcuchímac quedarían
pasmados de estupor y aferrándose a las ropas del mensajero lo instarían a
contar lo sucedido. El emisario añadiría solamente que por noticias
enviadas por los curacas tallanes de Tumbes, Poechos, Paita, Amotape,
Catacaos y otros lugares se sabía que procedente del mar había surgido una
legión de dioses y “el mayor de ellos” los tallanes "creían que era el
Viracocha”. Los curacas insistían en que el dios Huiracocha y sus
acompañantes habían salido del mar a la altura de Puerto Viejo, región
donde las viejas tradiciones religiosas contaban que el mismo dios
desapareció. Se trataba, pues, del retorno del Hacedor de todo lo creado y
no era demasiado aventurar que volvía a la tierra para bendecir el reinado
de Atahualpa. Este "holgóse mucho y creyó ser el Viracocha que venía,
como les había prometido cuando se fue”, y pasado el primer momento de
sorpresa "dio gracias al Viracocha porque venía en su tiempo”. En el colmo
de la felicidad, Atahualpa había despachado emisarios a los curacas
tallanes, dándoles gracias por el aviso y mandándoles que lo informasen de
todo lo que sobre aquel caso sucediese. Por la noticia. Quisquís y
Calcuchímac quedaron convencidos de que con Atahualpa comenzaba una
nueva Edad Dorada, y tratando de borrar toda huella del tiempo anterior
quemaron en el Cusco todos los quipus que hablaban de las hazañas de los
Incas precedentes. La verdadera historia del mundo empezaba con
Atahualpa. Dichoso él, pues en los inicios de su reinado se dignaba visitarlo
el Huiracocha. ¡Huiracocha, sí; el fundamento de todo lo excelente y
Hacedor del universo! 83
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTITURBURU lastime con
igual dolor a los executores de tantas cruelda . LA SOSPECHA Después de
vivir tanto alborozo, Atahualpa empezó a desconfiar Teco dó con sobresalto
cómo estando por monr su pato iTonfSó Tue é, sabia que la gente ,ue habían
visto en e na volvería con potencia grande y que ganaría la tierra... . Por
parte, Huáscar estaba prisionero, pero no tado. Era una sentencia tan
antigua como el Inca Pachac aquella de que: "Viracocha da la victoria a
quien el quiere Po el momento la victoria era de los de Quito, mas ignoraba
el partido que tomaría Huiracocha. Sobre la presencia del dios en las costas
del Imperio no tenía la menor duda, ^ élTM4s tenciones sí. ¿Quién le
aseguraba que venia a visitarlo a el. M derecho á esm visita lo tenía el
cautivo Huáscar por ser legitimo heredero del Tahuantinsuyo... Todo esto
condujo a Atahualpa a un terreno muy dudoso y sembrado de terribles
conjeturas; la peor podía ser ésta: ¿Y si el gran Huiracocha resultaba un
vengador del vencido antes que un amigo del quiteño venced . Fustigado
por sus presentimientos, Atahualpa debió pedir información sobre el
Hacedor del cosmos a través de la historia de los Incas, mas ningún
consuelo debió de hallar en sus cónsul U . Huiracocha se confundía con el
origen de la raza quechua p ya Manco Cápac-el progenitor de los Incas del
Cusco-fundo la capital sagrada “en nombre de Tici Viracocha y del Sol El
Tahuantinsuyo, pues, el universal imperio incaico, a ía emP^z bajo la
advocación de la poderosa deidad. También indicaba historia que pronto el
Sol-totem victorioso de los Incas-desplazó a su Hacedor, hecho que ocurrió
en tiempo de los reyes Hurin Cuscos, pasando Huiracocha a un segundo
plano de dios envejecido y anticuado. Así permaneció, ajeno a toda idea de
venganza, hasta los terribles días de la invasión chanca. Entonces, dispuesto
a salvar el Imperio de los Incas, se apareció al hijo de uno de es84
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR tos
soberanos para ofrecerle la victoria. El dios se presentó ante el lampiño
príncipe en actitud fantasmagórica, porque tenía barbas en la cara de más de
un palmo, y el vestido largo y suelto que le cubría hasta los pies". Vencedor
del culto felínico, traía un jaguar atado por el cuello y echado junto a él. Por
seguir sus consejos los quechuas derrotaron entonces a los chancas, pues
hasta las piedras se volvieron hombres que empuñaron las armas para
combatir. Después de la lucha, el príncipe elevado a Inca reparó en la gran
injusticia de sus antepasados: el Sol no podía ser deidad suprema porque
forzosa y diariamente cumplía una misión. Los dioses mandan, no
obedecen. Alguien que lo había creado lo puso a trabajar todos los días,
obligándolo a salir y a esconderse después de iluminar la tierra; también a
regir el invierno y el verano, a brindar calor, propiciar la vida... El Sol,
estaba claro, era un simple dios subordinado, una criatura obediente a su
Hacedor. Y entonces el Inca, reconociendo a Huiracocha autor único "de
todas las cosas criadas”, trasladó su imagen al dorado Coricancha. "Y desde
este tiempo— concluía la historia incaica—, quando el Ynga rogaua algo a
el Sol, hablaua con él como con amigo familiar, y quando oraua al Ticci
Viracocha suplicaua con humildad, como a Señor Supremo...” Después de
oír esto a los amautas, Atahualpa debió quedar entristecido. Ya no tenía la
menor duda. Huiracocha no sólo era el dios protector de los quechuas, sino
el aplastador de sus enemigos. Por eso la plaza del Cusco estaba apisonada
con arena marina y los indios echaban sus ofrendas a los ríos por saber que
pararían en el mar. Ahora el mar les retribuía con generosidad sus
sacrificios. Cumpliéndose la vieja profecía salía de él un hombre blanco y
barbado, de aspecto venerable, seguido de otros muy parecidos a su divina
persona. ¡Era el Huiracocha, que volvía! ¡Era el vengador de los quechuas!
Y Atahualpa se mesaba sus larguísimos cabellos, lamentando que en su
tiempo se cumpliera la funesta predicción. Pero un día, uno de esos días en
que vuelve el alma al cuerpo, Atahualpa recordó que los dioses nunca
mueren y si mueren resucitan. Esto, porque ahora también recordaba cómo
estando en Quito con su padre supo que los súbditos del Chimo Cápac
habían acogido cortésmente a un "huiracocha” para matarlo después... El
rostro de Atahualpa debió iluminarse de alegría. Aún no estaba seguro, pero
bien podría ser. Una y otra vez lo pensó; mas ago85
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tadas todas las
posibilidades pudo preguntarse de manera definitiva: ¿Y si aquellos
extraños visitantes blancos y barbados no fueran dioses, sino solamente
hombres? Entonces fue que Atahualpa “determinó no ir al Cuzco hasta ver
qué cosa era aquella y lo que los Viracochas determinaban hacer". Su
coronación podía esperar. Quisquis le guardaría el Cusco y Calcuchímac el
país huanca. El, a su vez, dejaría Huamachuco y volvería a Cajamarca,
porque en breve subirían a la sierra los Viracochas "y quería estar allí para
ver qué cosa era aquélla . Primero había pensado que los intrusos eran
enemigos, de allí sus órdenes a Tumbalá y Chilimasa; luego, por los
informes de Maizavilca, se convenció de que eran dioses; ahora no sabía
que pensar, pero sospechaba que sólo se trataba de mortales, y pocos por
añadidura. 86
VII. LA ENTRADA EN LA TIERRA DEL PERU EL OREJON
ESPIA Retomando el hilo de esta historia y volviendo al caluroso país de
los tallanes, tenemos que en Poechos seguía todo igual. Los cristianos se
habían acostumbrado a ser llamados "huiracochas , y Francisco Pizarro,
ajeno a los poderes divinos que le atribuían, encontraba ser tal nombre la
cosa más natural. Teules llamaron los aztecas a los conquistadores de
México; aquí llamaban huiracochas” a los conquistadores del Perú. Y
dedicado a sus asuntos castrenses — porque no tenía tiempo para oír
leyendas indias , siguió paseando el campamento de Poechos y dando
órdenes a usanza de buen capitán. Estas órdenes, precisamente, lo habían
hecho popular a los ojos de los tallanes. Según ellos, estas voces eran señal
de legítima autoridad sobre todos los demás cristianos. Por eso Francisco
Pizarra, con sus grandes barbas, era el jefe máximo, el “señor mayor de una
cara prieta”, algo así como un gran padre que tenía a sus hombres en tal
igualdad "que todos parecían ermanos . El había enseñado a los suyos a
llevar un mismo traje y a usar un solo tipo de calzado, a comer juntos en
determinadas horas, a beber sin llegar a emborracharse y a desplazarse en
fila cual graciosos danzarines que acuden al baile. Cuando esto sucedía,
nunca hablaban, excepto el "señor mayor", "que éste solo hablaua mucho 87
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU con todos”, sin
duda porque los conocía uno a uno, tarea en realidad muy difícil si se
atendía a que todos los “huiracochas”, con sus barbas en el rostro, se
parecían extraordinariamente entre si. El atuendo metálico de los
"huiracochas" era por demas interesante; su flexibilidad era asombrosa;
pero más dignos de admiración resultaban esos estuches de cuero en que
guardaban sus cuchillos largos. Los estuches eran fláccidos y blandos, mas
cuando guardaban el arma lograban endurecer. Esto hacía sonreír
maliciosamente a los tallanes e intrigaba mucho a sus mujeres... Pero un día
la disciplina española se alteró y hubo fiesta en el campamento por la
venida de ciertos rodeleros que habían quedado en Tumbes. Parece que los
soldados del campamento de Poeches dieron rienda suelta a su alegría, y
ello los tallanes no lo vieron mal. Sin embargo, sus curacas se alarmaron
con la llegada de más cristianos, considerando peligroso el aumento de los
tales en sus territorios. Esto, porque no todos los cristianos se portaban bien.
Los recién venidos se habían mostrado codiciosos y tratando de alcanzar
oro habían saqueado las casas de ciertos súbditos del curaca de la Chira.
Maizavilca temía por las iras del curaca, ya que éste pensaba desquitarse
con un grupo de españoles rezagados y acabados de desembarcar en la
desembocadura del rio. Efectivamente, fatigado junto al Zuricará, aguas
abajo, un pequeño grupo de españoles acampo descuidadamente con miras
de pasar la noche. Las primeras horas que siguieron al crepúsculo
transcurrieron sin novedad; pero aprovechando las tinieblas, los indios se
fueron aproximando hasta llegar muy cerca de los españoles; alguien que
sintió un ruido dio la voz de alarma, y los soldados, con las pocas armas que
pudieron salvar, se refugiaron en una pirámide escalonada que era un
antiguo templo. Allí se defendieron desesperadamente, y por medio de un
esclavo nicaragua enviaron un pedido de socorro al Gobernador Pizarro.
Este recibió el mensaje y, dejando a su hermano Hernando al mando de la
gente de Poechos, partió con 50 jinetes a socorrer a sus hombres en peligro.
Mientras el Gobernador se aleja cabalgando con sus soldados río abajo,
detengámonos un tiempo en el pueblo de Poechos. Hernando tomó el
mando de los españoles con poco aplauso de la tropa. Los soldados lo
obedecían por temor, pero no por aprecio, como a su hermano el
Gobernador don Francisco. Hernando, sin embargo, acostumbrado a ser mal
visto, no se inmutó y empezó a 88
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
mandar con gesto avinagrado y soberbio. El día lo pasaba vigilando el
campamento, y la noche la entretenía embraveciendo a sus perros; dormía
muy poco y gozaba con la idea de saberse temido. Guiado por su turbulento
carácter, pronto exigió a Maizavilca — el curaca del lugar — el servicio
acostumbrado de comidas y hierba, pero el rechoncho reyezuelo no quiso
tratar con tan mal hombre y se fugó del pueblo. Hernando se irritó mucho
con ello; pero por más voces que dio, Maizavilca no vino. Los demás indios
del pueblo se mostraron entonces negligentes, y habiendo sido tan amigos
de los cristianos, ahora sólo por la fuerza alcanzaban lo que se les pedía.
Algo raro estaba sucediendo, pero nadie podía decir qué; lo cierto es que
una tensión extraña se posesionó de Poechos: algo más que Hernando
Pizarro y sus perros atemorizaba a la población. Así las cosas, un indio
desconocido apareció en el pueblo. Vestía el amplio manto de los tallones
del desierto y un gran rebozo cubría su cabeza, protegiendo del sol un rostro
inexpresivo y hasta simple. En suma, era un indio de los tantos, y si había
algo de peculiar en su figura, era un cesto lleno de pacaes que colgado del
brazo llevaba siempre consigo. El indio comenzó por recorrer las calles de
Poechos, pero luego se adentró en el campamento castellano pregonando su
fruta entre los soldados. Ningún español reparó en este indio vendedor de
huabas que era casi un pordiosero, nadie sabía que detrás de su cara cobriza,
inalterable, se escondía un gran observador. El indio, al que los demás
tallanes miraban de reojo y eludían con respeto, paseaba todo el día el
campamento de los cristianos. Se extasiaba contemplando los martillazos
del herrador Juan de Salinas y parecía asustarse viéndole calzar con metal a
los caballos. Parado y absorto— con su cara de hombre simple y hasta
estúpido — , el indio escuchaba la canción de los hierros, descubriendo
fórmulas mágicas en las coplas del herrero e instrumentos de un ritual
desconocido en los yunques y los fuelles, fraguas y martillos. También
gustaba detenerse ante Francisco López, el barbero, aquel que parecía echar
nieve a la cara de los “huiracochas” y luego les quitaba las barbas con un
cuchillo de plata. Se enteró que les esquilaba los rostros para combatir el
calor y una plaga de piojos, pero lo cierto era que sin barbas, para él,
aquellos extraños seres se tornaban bellos, rejuvenecidos, perdiendo su
aspecto monstruoso. Finalmente, el indio se fijó en Hernán 89
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Sánchez
Morillo, extremeño tosco y amigo de cabalgaduras, el cual era de oficio
volteador. Contaban los tallanes que era en extremo forzudo y que derribaba
a los caballos con sólo abrazarse a ellos... Eso de los caballos le pareció
interesante. Eran mas altos que los carneros del Collao, pero sin lana.
Relinchaban y sudaban mucho; lanzaban espuma por la boca, pero no se
podía decir que escupían. Sus patas pulverizaban todo lo que se pusiera a su
alcance, y cuando muchos de ellos se lanzaban a correr hacían un ruido
semejante al rodar de muchas piedras. Todo el día masticaban una barra de
plata, pero era falso que comieran metal. De noche se podía apreciar lo que
comían: engullían hierba mientras dormían parados y con los ojos abiertos.
Su excremento también acusaba esta alimentación, que era la misma que la
de los carneros del Collao. Al igual que éstos, bebían agua, pero en tanta
cantidad que cuando orinaban formaban arroyuelos de pestilente líquido.
Los perros sí que eran carnívoros. Eran grandes alcos, muy fuertes y
adiestrados para la guerra. Andaban con la lengua colgando como si
tuvieran sed de sangre, pero solían beber agua. Teman un grito profundo, y
mientras todos dormían, gustaban de llorar a la luna. Esos perros fieros
tenían, según descubrió, sus momentos de debilidad, sus horas depresivas.
Posiblemente el indio nunca vio funcionar a las cerbatanas que escupían
fuego y hacían el ruido del rayo, pero observó de lejos los cuchillos largos
que los barbudos llamaban espadas, con las cuales se podía partir un
hombre por la mitad. Finalmente, en vista de que no estaba presente el
“señor mayor” que llamaban el Huiracocha, el indio se dedicó a mirar a
Hernando Pizarro, ese que sabía entenderse con los perros. Esto llevó un día
al extraño vendedor de huabas a acercarse a él. Silencioso estuvo un rato
contemplándolo, pero Hernando pronto lo notó y dándole frente le preguntó
qué quería. El indio no se dejó ganar por la sorpresa y sacando del interior
de su manto el cesto de pacaes, se lo ofreció. Hernando nada dijo, pero el
vendedor le habló entonces de Maizavilca tratando de entender la opinión
que de él tenían los cristianos. Hernando sospechó que algo raro urdía ese
vendedor de mala fruta y no pudiendo resistir que lo observara tanto,
tomándolo del rebozo lo derribó por tierra, propinándole, de paso, muchos
puntapiés. Los tallanes que presenciaron la escena se arremolinaron y no
supieron qué hacer, des90
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR pués
gritaron mucho, pero ningún español los entendía. Este desconcierto lo
aprovechó el vendedor de huabas, quien, cubriéndose sus enormes orejas —
que habían quedado al descubierto con su manto, se escabulló antes que le
soltaran los perros. Días después un orejón informaba a Atahualpa de sus
indagaciones en el campamento de Poechos. Su informe sobre los barbudos
fue el que definitivamente rigió en la mente del Inca. Comenzó diciendo
que los recién desembarcados no eran dioses, pero, en todo caso, merecían
serlo. Entre ellos venían tres que eran' maestros en jugar con los metales,
embellecer a los hombres y doblegar a las bestias. Esos tres— después de
Francisco Pizarro, el “señor mayor” — eran los más valiosos de la hueste y
había que perdonarles la vida para que el Inca se pudiese servir de ellos. Y
al decir esto el orejón espía — no obstante que anticipó que todos los
barbudos eran hombres — parecía referirse al dios barbado Huiracocha y a
sus tres fieles servidores: Tonapa, Papachaca y Tahuapacá. Pero Atahualpa
no se dejó ganar por la leyenda y llegó a su conclusión con gran seguridad:
¡Hombres, los barbudos eran hombres, factibles de ser vencidos y
esclavizados...! LA FUNDACION DE SAN MIGUEL Volviendo al
Gobernador Pizarro y al socorro que llevó a los soldados sitiados en el viejo
templo, se sabe que todo terminó bien, regresando sanos y salvos a
Poechos. Allí hizo algunas averiguaciones, resultando sospechosos los
curacas de la Chira, Amotape y Tangarará, en cuyos territorios se había
dado el alzamiento. El Gobernador— cuenta una crónica— mandó venir a
los acusados y llegados a su presencia no se supieron explicar. Mas aún, con
excepción del curaca de la Chira (que se supo librar con mil argucias) los
curacas resultaron culpables y lo mismo muchos indios principales que
venían en sus comitivas. Estos últimos confesaron abiertamente su delito;
los perros de Hernando Pizarro debieron conseguir la confesión.
Descubierta la liga de los reyezuelos y su intención de asesinar a los
cristianos, nadie pensó en un perdón. Pizarro también sintió la necesidad de
hacer un escarmiento y apretando por primera vez el puño— decidido a
castigar con mano firme — condenó a los curacas a muerte. No se les
aperrearía, como era costumbre en Tierrafirme, pero si 91
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU morirían a
manos del verdugo. Se les ult.mana con la pena del varrote luego se
echarían sus cadáveres al fuego de la hoguera. T«o se mandó se hizo. Los
indios de Poechos Peñeraron el castigo y presurosos lo comunicaron a su
señor. Maizavilc lié esta ^vez más a Pizarro que a Atahualpa y emprendic >
a fuga con intención de acogerse a la protección del Inca. Pizarro se enteró
de la huida y ordenó a Belalcázar su persecución. Este y sus jinetes lo
apresaron en las estribaciones de la sierra. E indio no opuso resistencia y
cargado de cadenas fue traído a campamento. Humillado y preso delante de
los suyos tuvo que soportar la recriminatoria de Pizarro, que lo llamo mal
amigo y engañador. Pero cuando ya estaba resignado a morir en las fauces
de los perros, el Gobernador lo perdonó. El obeso curaca se sintió
sorprendidísimo, mas su refinada astucia lo llevo a disimular. Finalmente,
se enteró de que los cristianos ignoraban su participación en la liga y que
achacaban su fuga a las muchas exigencias del ejército español. ¡Ese
Maizavilca era un indio con suerte! Habiendo reunido en torno suyo a todos
los hombres de su hueste, Francisco Pizarro decidió partirse de Poechos
para fundar una ciudad española. Su antiguo sueño de erigir un pueblo de
cristianos se cumplió en Tangarará, un gracioso lugarejo sembrado de
algarrobales a la diestra del río Chira. Allí, junto a un pequeño promontorio,
se efectuó la fundación. Dicen que fue el 15 de julio de 1532, festividad de
San Enrique, pero Pizarro bautizó al nuevo poblado con el nombre de San
Miguel. Se sospecha que lo hizo recordando su vieja parroquia del arrabal
de Tintoreros, esa donde fue llevado a cristianar. Lo cierto es que la
ceremonia de la fundación tuvo todo el esplendor usado por los españoles
de Indias. Los tallanes lugareños, sin embargo, no le hallaron al acto un
significado especial. Vieron a Pizarro vestido de hierro, vocear junto a un
tronco clavado en tierra y luego herir su corteza con su cuchillo largo.
Observaron a los soldados quedarse quietos y con las cabezas gachas para
luego tocarse con una mano la frente, el pecho y los hombros. Oyeron el
canto de los clérigos y frailes, luego un toque de corneta y redobles de
tambor. Por último, aquellos hombres quietos estamparon un garabato en un
lienzo blanco y quebradizo, usando para ello una pluma de ave mojada en
pintura. San Miguel de Tangarará convirtió a Pizarro en capitán fun92
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
dador. Junto al Chira, ancho río de frondosas arboledas, el pueblo quedó
asentado en inmejorable situación. La iglesia ocupó un lugar principal y lo
mismo el Cabildo, al que Pizarro dotó de Alcaldes y Regidores. Las casas se
hicieron de adobe, al uso de la región, con sus techos de totora. Por último,
utilizando algarrobos para hacer estacadas, construyó en el promontorio un
fortín. Por lo demás, el clima lucía magnífico. Abundaba el sol,
desconociéndose el frío; el cielo era azul, a veces con nubes blancas que
semejaban indianos copos de algodón, lloviendo pocas veces en forma
torrencial. Las bandadas de patos grises, garzas blancas y pericos verdes de
cabeza roja cruzaban este cielo. Los indios veían pasar estas bandadas con
sobresalto, porque, cuando menos los pericos devastaban prontamente un
maizal. Estos indios lugareños eran tallanes tejedores y servían a los
cristianos con paltas, mangos, guayabas y mameyes. Tenían diversiones
muy extrañas y bebían mucho en unos cántaros que emitían un silbido
conforme se vaciaban de su líquido. Nunca tomaban agua, a no sei
mezclada con licor de maíz, y se divertían mucho viendo pelear a los
chilalos. Afirmaban que cuando dos de estos pajarracos combatían, el
vencido moría de pena... Y reían mucho pensado en este final del vencido.
Pero hubo algo en esos días que empañó la felicidad de los cristianos: el
miedo que hacia Atahualpa mostraban los tallanes, los hizo caer en la
cuenta que el monarca indio no era un reyezuelo más. Se decía, también,
que era cruel. Entonces fue que muchos quisieron dar las espaldas y volver
a Panamá. La presencia de un navio de mercaderes en la desembocadura del
Chira representaba una fuerte tentación. Cada día eran más los que querían
irse, diciendo que desconfiaban de la riqueza del país; pero en el fondo era
el miedo. Pizarro— que jamás entendió a los desertores — les prometió una
horca a cada uno y esto, en principio, calmó a los soldados; pero pronto los
tales cambiaron de camino y empezando a quejarse de viejas enfermedades,
pretextaron que con ellas no podían proseguir. Francisco de Isásaga, uno de
los más quejosos, prometió su caballo en albricias a quien le alcanzase
licencia del Gobernador para viajar a Santo Domingo. Debió sobornar al
cirujano, porque luego pudo embarcarse en el navio de mercaderes con
otros soldados de a pie. Los rechazados se tornaron más quejosos y dieron
en murmurar. Un día amaneció clavado en la pared de la iglesia un papel 93
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de mala tinta en
el que se recordaba aquello de que Almagro era un recogedor y Pizarro un
carnicero... El Gobernador hizo sus averiguaciones y sospechoso de la
letrilla resulto ser, na a menos, que Juan de la Torre, uno de sus íntimos
amigos y ademas Trece del Gallo. Sometido el soldado a un consejo de
guerra negó de plano la acusación, mas puesto en el tormento confesó ser el
autor del libelo difamatorio. Acusado de sedición en campana se e condenó
a muerte de horca— a pesar de ser hidalgo sujeto a degollación— , pero
llevado al patíbulo y estando a punto de colgársele, el Gobernador le
conmutó la pena. El verdugo, entonces, le corto las pulpejas de los dedos
para que siempre que escribiera recordara su delito. Acto seguido, Juan de
la Torre fue desterrado del Perú. Esa misma tarde, con las manos
entrapajadas y como un cobarde cualquiera, partió en el barco de los
mercaderes. Dos años después se comprobaría que era inocente, y el
Gobernador Pizarro le pediría perdón. EL ALARDE DE PIURA Fue en San
Miguel donde Pizarro tuvo concretas noticias sobre los muchos y grandes
pueblos que existían hacia el sur. Pero, aunque todo lo que entendió lo
alegró muchísimo, nada le interesó tanto como saber “que doce o quince
jornadas deste pueblo (de San Miguel), está un valle poblado que se dice
Caxamalca, adonde reside Atabalipa, que es el mayor señor que al presente
hay entre los naturales, al cual todos obedecen... y por ser este señor tan
temido, los comarcanos deste río (de la Chira) no están domésticos al
servicio de su majestad como conviene, antes se favorescen con este
Atabalipa, y dicen que a él tienen por señor y (que) no hay otro, y que
pequeña parte de su hueste basta para matar a todos los cristianos”. Por lo
expuesto se deduce que aún no habían olvidado los españoles la última
revuelta de los curacas tallanes. Por entonces, el ardid de Maizavilca seguía
en pie, a lo menos en lo referente a enfrentar a Pizarro con el Inca.
Atahualpa estaba convencido de que los cristianos no eran dioses, pero el
rechoncho curaca de Poechos ignoraba esta convinción del monarca. Por
otro lado, los tallanes parecían decir verdad cuando hablaban del poderío
del Inca. Los conquistadores sabían que los nativos, en 94
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR otras
partes de las Indias, siempre contaban a los españoles maravillas que los
animara a partir de sus tierras; de este modo, encaminándolos hacia sus
vecinos, los indios se libraban de los castellanos y hasta los solían olvidar.
Pero los tallanes — aunque no hacían demasiado por retener a los cristianos
— les advertían lo mal que les podía ir si proseguían tierra adentro. Esto,
desde luego, salía de lo común y Pizarro se percató de ello; mas lejos de
impresionarse demasiado con Atahualpa y "su acostumbrada crueldad”,
optó por callar lo que pensaba, y concluyendo que nada se ganaría mientras
no se apresara al Inca, "el Gobernador acordó de partirse en busca de
Atabalipa", aduciendo que lo hacía "para atraerlo al servicio de su
majestad”. Ante causa tan poderosa, los soldados tuvieron que seguirlo.
Nunca se diría de ellos que se habían negado a engrandecer los dominios
del Rey Católico. El 24 de setiembre de 1532, festividad de Nuestra Señora,
Francisco Pizarro partió de San Miguel. En el pueblo no quedaron sino
cuarenta y seis vecinos, unos pocos cobardes que se fingieion enfermos y
los dolientes de verdad. Al frente de los que quedaban dejó al Contador
Antonio Navarro con título de Teniente de Gobernador. El Veedor García de
Salcedo— amancebado con su bella esclava morisca— y el Tesorero
Riquelme (perdonado ya por su intento de fuga) también quedaron con él.
Por segunda vez Hernando de Soto perdió su prometido cargo de
lugarteniente en vista de los graves cargos que pesaban sobre él. No
obstante, Pizarro no se lo hizo ver así y diciéndole que necesitaba de su
consejo para la priáión que pensaba hacer al Inca, se lo llevó como capitán
de caballos. El paso del Chira se efectuó en dos balsas. El río no estaba
crecido, pero se hizo uso de ellas por los tantos españoles que no sabían
nadar. Detrás de ellos pasaron los caballos en la forma que los solía hacer
cruzar el Gobernador, es decir, con el ardid de la yegua. La noche se debió
pasar en Sojo, dentro de las tiendas de algodón del campamento— llamadas
toldos por los soldadosclavadas en pleno arenal. Aquella primera noche
transcurrió sin novedad. Los únicos que debieron molestar a los cristianos
serían los murciélagos con sus chillidos. Al siguiente amanecer — otro día,
como dicen los cronistas — Pizarro mandó seguir al valle de Piura, donde,
en una fortalecida, los estaba ya esperando Belalcázar quien se había
adelantado con sus jinetes a castigar a unos indios que mataron a un soldado
de 95
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU apellido
Sandoval. Aquí ordenó el Gobernador hacer un alto que duró diez días (27
de setiembre a 7 de octubre), tiempo que se empleó en revisar los
pertrechos, calcular la vitualla y llevar a cabo un alarde general, nombre
que entonces se daba al pasar revista a las tropas. Este alarde sirvió para
mostrar de cerca a la flor y nata de os soldados españoles. Los peruleros-
como después se les iba a llamar en Europa— se mostraron por última vez
de verdad; es decir, tal como eran y hasta entonces habían sido. Allí estaban
los hidalgos, caballeros pobres y faltos de caballos que justificaran sus
espuelas doradas; y los segundones de capa al hombro y espada al cinto,
que escaparon de Castilla hartos de cenar salpicón las más noches, lentejas
los viernes y duelos y quebrantos los sábados, como si todos los sábados
fueran de cuaresma. Luego, los villanos o cristianos viejos, todos con
cuerpos muy recios, pero con poca sal en la mollera. Empuñaban sus armas
con rudeza y estaban prontos a demostrar que su especialidad no quedaba
en los juegos de manos. Grupo aparte formaban los llamados “hombres de
la mar”, vale decir, la gente marinera, entre los que había desde maestres de
navio hasta grumetes de carabela. También había moriscos de puebluchos
granadinos, y judíos renegados o conversos — nacidos en las juderías de
Aragón y Castilla la Vieja. Igualmente unos pocos levantinos, bautizados en
el rito ortodoxo de la iglesia griega, y nietos de italianos entroncados con el
rico Dux de Génova. Había, en fin, todo género de gentes. Místicos
escrupulosos que hacían crujir las cuentas del rosario entre sus dedos y
truhanes escapados de la picaresca. Sastres, toneleros, vendedores de ropa
usada y tratantes de cabalgaduras —todos hombres de bien, aunque de
escarcelas vacías— junto a esclavistas de indios nicaraguas, tahúres de
profesión y bravucones de taberna, mujeriegos, fugitivos de las cárceles y
otras gentes de mal vivir que padecían persecución en sus tierras. Nobles y
plebeyos aquí eran todos iguales, como a los ojos de Dios. La milicia
indiana no propiciaba diferencias. Bastaba con que fueran hombres, cuando
mucho, que fueran soldados cobijados bajo el manto común de la pobreza.
Pizarro pasó revista a todos los integrantes de su hueste, mas pareciéndole
que aún podría sufrir aquella tropa un último drenaje, informó que los
vecinos de San Miguel se quejaban de ser pocos y pidió voluntarios que se
quedaran para reforzarlos. 96
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Algunos inseguros (cinco jinetes y cuatro infantes) aceptaron el
ofrecimiento, regresando de inmediato a San Miguel. Todos los demás se
quedaron con Pizarro. Pero el capitán no se conformó con sus sesentidós
encabalgados y ciento seis hombres de a pie, sino que les exigió mostrar sus
armas. Los jinetes entonces enseñaron sus celadas borgoñotas, sus adargas,
sus espuelas de pico de gorrión, sus lanzas de fresno llamadas jinetas y las
pocas piezas de las viejas armaduras que tenían. Los infantes exhibieron sus
morriones, espadas y rodelas, las cueras o coletos, también el escaupil.
Entre ellos hacían excepción los ballesteros, con sus armas de cranequín y
de armatoste, sus jaras o virotes y el casco de visera plegadiza que les
cubría hasta la nariz perdonando dos agujeros para tomar puntería.
Finalmente, pasaron tres soldados que tenían arcabuz — los únicos con
armas individuales de fuego— con sus cargas colgando de los pechos y el
rollo de mecha a la cintura. Otras armas no las había, pero a las mostradas
era urgente acicalar. El Gobernador dio un tiempo prudencial para adobarlas
y bruñirlas, formando, mientras tanto, un cuerpo de veinte ballesteros que
confió a Garcí Martín de Castañeda. Dos piezas de artillería — de las
llamadas falconetes — las entregó a Pedro de Candía que era el Artillero
Mayor. Los cinco o seis días que siguieron se emplearon en todos estos
efectos. Durante todos ellos el Justicia Juan ae Porras velaba por la
disciplina del campamento; el Maestre de Campo Rodrigo Núñez de Prado,
por la seguridad exterior. De este modo amaneció el 8 de octubre y los
capitanes mandaron formación. Infantes y jinetes corrieron a sus puestos;
cuande todo estuvo listo apareció el Gobernador. Estaba como siempre:
silencioso, pero enérgico, infatigable y dueño de la situación. Animoso y a
caballo pasó revista a la tropa. Luego ordenó sacar el estandarte y las
trompetas tocaron atención. Conducido por su Alférez apareció el
estandarte rojo y gualda, por sus campos, con las armas de Castilla.
Sonarían nuevamente los clarines y de todas las gargantas saldría
ensordecedor el grito ese de: "Castilla, Castilla, Castilla, por el Rey Nuestro
Señor.” Y Pizarro— jinete de punta en blanco, adalid de hombres de guerra
— con la espada levantada señalaría hacia el sur. Su barba negra echada al
viento recordaría la del Campeador. Era el caudillo, era el padre de la hueste
que llevaba a la victoria, pregonando a los cuatro vientos 97 PIZARRO. —
7
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU que “iba a
favorecer y ayudar a Guáscar, el señor natural deste Reino”. LA
EXPEDICION A CAXAS Bordeando el río Piura por Tambo Grande y
Chulu““S' cristianos lo vadearon antes de Morropóm El primer puebto que
tocaron fue Pabur, ciudadela de aprec.able plaza que on aban recintos
amurallados. Pizarro y su gente se aposentaron alln em terándose de paso,
sobre el curaca del lugar, gran señor de la nación de los lailanes a quien la
guerra había dejado ^empo recido Este curaca llegó alguna vez a tener bajo
su man pueblos con varios miles de vasallos, pero por haber seguid Cscar.
Itahualpa se los arrasó. Sus dominios habían quedado reducidos al
vallezuelo de Pabu, donde term.no por fijar su morada. Allí hospedó con la
dignidad que le permitía su inso vencía a los sudorosos soldados españoles.
Aquí escuchó Pizarro más noticias sobre el camino a Cajamarca,
entendiendo que a dos jornadas de Pabur hacia la sierra, estaba un pueblo
denominado Caxas, “en el cual había gua ción de Atabalipa esperando a los
cristianos si fuesen por a • El Gobernador se intrigó mucho con esto y para
salir de du despachó a Hernando de Soto con ciertos jinetes y peones en
misión de avanzada. Y hecho esto, ahora por la orilla izquierda del Piura,
siguió al pueblo de Serrán “publicando entre los naturales (que) iba a
favorecer y ayudar a Guáscar, el Señor natura ... que iba ya de caída, que los
capitanes de Atabalipa... lo llevaban de vencida”. , , _. Viajando unas veces
de día y otras a la luz de la luna, Pizarro condujo a sus hombres hasta
Serrán, donde decidió esperar a Soto El curaca tallán del pueblo recibió a
los españoles con grandes muestras de paz, obsequiándolos con ovejas de la
tierra y comida. Cuatro días esperaron la vuelta de Soto, pero este “tardóse
más tiempo del que le fue dado, lo cual dio sospecha en el real no hubiese
hecho lo que en Tumbes pretendía”. Mas las conjeturas se desvanecieron al
quinto amanecer porque con un indio, llegó una carta al campamento.
Efectivamente, era de Soto y contaba que habiendo llegado a Caxas halló
un pueblo muy grande— casi una ciudad— comple98
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
tamente destruido. Aún había huellas de lucha, pues los cadáveres de
muchísimos tallanes estaban insepultos o colgados de los pies. Atahualpa
había arrasado la comarca y sembrado la desolación. No obstante, todavía
estaban íntegros enormes depósitos de pan, sal, chicha y calzado. Lo que
más había sorprendido a los cristianos era un monasterio de mujeres
vírgenes dedicadas al Sol. Soto, en un gesto de capitán obsequioso entregó a
estas doncellas a su tropa, pero de inmediato se presentó un indio principal
que indignado le increpó su proceder. Su rostro era conocido; en algún sitio
lo habían visto los cristianos. Dijo que pagarían cara su osadía, porque el
Inca sólo estaba a veinte leguas de allí. Preguntaba Soto al final de la carta
qué debía hacer, porque se tenía que actuar con gran cuidado. Pizarro le
contestó que fingiera mucho miedo al Inca, que inquiriese sobre la ciudad
de Huancabamba y, finalmente, que trajese con disimulo a ese indio
principal que se preciaba de ser recaudador de tributos de Atahualpa. Ocho
días después de haber partido, Hernando de Soto regresó al campamento.
Contó que había hallado rastro de un gran ejército del Inca, pero que no
pudo saber más por estar los tallanes desconfiados y escarmentados con la
guerra. No obstante, el indio recaudador los había informado “de la
intención que Atabalipa tenía para recebir a los cristianos, y de la ciudad del
Cuzco, que está de allí treinta jornadas; que tiene la cerca un día de
andadura, y la casa de aposento del Cacique tiene cuatro tiros de ballesta, y
que hay úna sala donde está muerto el Cuzco viejo — es decir, el padre de
Atahualpa — que el suelo está chapado de plata, y el techo y las paredes de
chapa de oro y plata entretejidas”... Luego de esto había marchado Soto a
Huacabamba, donde halló una larga alameda de postes, en cada uno de los
cuales colgaba el cadáver de un tallán inflado. El cuadro era silencioso y
quieto, mas cuando soplaba el viento aquellos cuerpos inflados se movían
en macabra danza y los brazos golpeaban los vientres haciéndolos sonar
como cajas de atambor. Aquí habían hallado los españoles una fortaleza de
piedra con azoteas y escalinatas del mismo material. Su fábrica despertó
admiración, porque nunca habían visto otra de la misma hechura en Indias;
pero lo que había terminado de maravillar a los expedicionarios fue el gran
camino que unía Quito con el Cusco. Era también de piedra finamente
trabajada y superaba a todos los caminos de Europa, 99
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU SS'íHÍESíEIIh
• rsr = “?rrr 1 wsi impuesta por los Incas era imposible de ^«mar Pizarro
escuchaba absorto la narración del capitán, p de encontrarse taciturno sus
ojos le brillaban codiciosamente. Soto de enconir con la ültima noticia que
le dio Soto. lera, en la plaza, lo estaba esperando el indio de cara conocida
=rvr. sr £ * — ^ 1 * POm°Gobernador se puso de pie y caminé nlaza Tal
como se lo habían asegurado, allí— adusto, s y sL habla ellos de su
comitiva-estaba con sus grandes orejas Idaf sobre los hombros e, indio
quechua que se ^ fingió t^am Pizarro hizo como si recién lo conociera, lo
cual no te me porque cuando el indio visitó el campamento de Poechos, el
estab socorriendo a sus soldados en el Chira. Pero °rejon tam sabía
disimular y no demostró alterarse cuando le fue presen^ ^ el Huiracocha.
Por el contrario, lo miro de frente y decirle que era embajador del Inca y
que este lo estaba esP^ rando en Cajamarca para ser su amigo. Luego hizo
dar al bernador unas fortalecías de piedra-que los españoles creye escudillas
para comer-, así como muchos patos secos, para qu los convirtiera en
polvos y se sahumara con ellos. Los cristia*°* jamás entendieron el
significado de todo esto, pero sospec a que encerraba amenaza o
intimidación. El Gobernador dijo entonces al indio “que holgaba mucho de
su venida, por ser mensajero de Atabalipa, a quien él deseaba ver por las
nuevas que dél oía; que, como él supo que hacia guerra a sus contrarios,
determinó de ir a verlo y ser su amigo y ermano, y favorecerle en su
conquista con los cristianos que con él venían ” Pero éstas sus palabras no
causaron en el indio mayor impresión; parecía hecho de piedra, era
inmutable, no ha100
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
biaba sino lo necesario. Por eso, terminada la plática con el jefe blanco,
hizo un saludo y se retiró a unos aposentos seguido por sus servidores.
Recién entonces los cristianos supieron que era un noble del Cusco, que le
llamaban Apo, que equivale en lengua de indios a señor. Al siguiente día el
orejón se dedicó a pasear el campamento. Aprovechando ahora las ventajas
que le deparaban su alto cargo, Apo lo hizo con la secreta intención de
observar los hombres y los caballos; las jaurías de los perros no, pues casi
todos estos animales se habían quedado en San Miguel. El indio se tomo
hombre jovial y, fingiendo tomar confianza, se fue acercando a cada uno de
los españoles; les hizo preguntas por señas, les dio a entender que no eran
tan fuertes como se creían y los invito a forcejear. "Y ansí andaba despañol
en español, tentándoles las fuerzas a manera que burlaba, y pidiéndoles
sacasen las espadas. El orejón quería cerciorarse de muchas cosas que la
vez anterior había tenido que dejar en duda y, poco a poco, lo consiguió. En
primer lugar comprobó que los españoles no llegaban a doscientos y que su
fuerza corporal era proporcionada a la de cualquier hatun-runa del imperio.
También tomó cuenta exacta de los caballos y espadas— pues ballestas,
arcabuces y falconetes no los vio funcionar— no escapando a su mirada los
gruesos escaupiles de los peones ni las metálicas armaduras de los jinetes.
Podía decirse que todo lo que le interesaba lo había podido observar; pero
todavía había algo cuya exacta realidad ignoraba: la barba de los
castellanos. Esos cabellos en la cara le recordaban los rostros de los simios
del Antisuyo. Mas no todos los cristianos usaban la descuidada pilosidad
debajo de sus narices y bocas. Entonces afloró en el orejón la gran duda del
hombre lampiño: ¿Serían esas barbas de verdad? ¿El barbero que las
quitaba era también quien las ponía? El indio no quiso hacer durar más
tiempo su duda y aprovechando que los soldados estaban amables con él, se
acercó a uno de ellos, le hizo desenvainar la espada y que se distrajera
haciéndola brillar al sol; luego se acercó a su rostro y, echando mano de su
negra barba, dio un tirón dispuesto a arrancársela de raíz. El español dio un
rugido que debió terminal en maldición y luego emprendió a bofetones con
el embajador del Inca. No era para menos: mesar la barba era la mayor
ofensa en el fuero de los castellanos viejos. ¡Aquel indio bellaco lo había
querido injuriar! 101
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Cuando Pizarro
se enteró del hecho, mandó pregonar por voz de Juan García que nadie
osase tocar al orejón, hiciera éste lo que hiciese. Los cristianos aceptaron la
orden a regañadientes porque el indio era muy curioso y en extremo
impertinente. Felizmente las horas continuaron sin mayores consecuencias
y Apo no volvió a dar un escándalo mayor. Así como Pizarro entendió que
el indio había descansado de su viaje, lo mandó llamar. Le preguntó
entonces si deseaba algo en especial; otra vez se revistió Apo de su dignidad
de embajador y se limitó a contestar con monosílabos. Instado a ser más
explícito, respondió que sólo deseaba volver donde el Inca para informarlo
de su embajada. Pizarro entonces, le encomendó el siguiente mensaje:
"Dirasle de mi parte lo que te he dicho, que no pararé en algún pueblo del
camino por llegar presto a verme con él." El orejón dio muestras de haber
comprendido todo; posiblemente hizo luego un saludo, después del cual se
alejó. Y mientras Apo, el orejón, volvía con su séquito a la sierra, los
cristianos se aprestaban a seguir su marcha al sur. Todos temían al Atabaiipa
mas Pizarro no daba esa impresión; por el contrario, ahora más que nunca,
deseaba conocer al Inca. POR TIERRAS DEL GRAN CHIMU El próximo
valle fue Motupe, lugar al que llegaron el 23 de octubre, después de vencer
candentes arenales. Aquí hallaron muchas huacas y palacios, la mayor parte
arruinados por las tropas de Atahualpa. El curaca del valle estaba ausente de
estas ruinas; cumpliendo órdenes secretas, poco antes de llegar los
españoles a su pueblo, había marchado con trescientos de sus guerreros a
juntarse con el Inca en Huamachuco. Así borraba su anterior vinculación
con el vencido Huáscar y se pasaba abiertamente al bando del dichoso
vencedor. Sin embargo, los indios de Motupe se mostraron obsequiosos con
Pizarro y sus soldados. Los cansados castellanos comieron entonces mucha
fruta y buen maíz, también carne y pescado. Pero, minando esta felicidad,
pronto corrió la voz entre los cristianos de que aquellos indios de Motupe
practicaban sacrificios humanos similares a los rendidos a Huichilobos en
México. La obsesión creada por la sanguinaria liturgia 102
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
los aztecas, malogró a los españoles esos cuatro días que pasaron en el valle
de Motupe. Al quinto dio Pizarro la orden de partida y la silenciosa hueste
de barbudos se puso en movimiento. Los indígenas sonrientes los saldrían a
despedir; pero los recelosos españoles seguían pensando que partían de un
pueblo para ser victimados en el templo de otro pueblo mayor. Ya era voz
general entre la hueste que aquellos naturales ofrecían en sus "mezquitas” la
sangre de sus propios hijos; también comentaban que todos esos indios eran
adoradores del demonio... A través de secos y amarillos arenales en los que
no se vio nada verde ni nacido de hembra, la tropa prosiguió a Jayanca, otro
valle con palacios y santuarios derruidos. Aunque descubrieron igualmente
templos escalonados y piramidales, pasó a un segundo plano el miedo a los
ídolos sedientos que encarnaban a Lucifer porque salió a recibirlos
Caxusoli, el curaca del lugar, hombre viejo y enemigo de Atahualpa. El
curaca se mostró muy obsequioso y anunció que en breve acudiría Xecfuin,
curaca de los lambayeques. Desgraciadamente para los españoles esta visita
no se llegó a realizar, porque unos indios partidianos del nuevo Inca lo
mataron en el camino al saber que iba a juntarse con Pizarro. . En Jayanca
los cristianos descansaron sin angustia. El ambiente había cambiado mucho,
pues, aunque los desiertos seguían siendo iguales, algo decía a Pizarro que
allí finalizaba la influencia tallán. Efectivamente, ahora los curacas eran
más pomposos y en sus casas se apreciaban muchos guardas y porteros.
Caminaban con gran séquito, especialmente de mujeres, y esto dio
escalofriantes temas para conversar, porque alguien creyó enterarse que
cuando moría un curaca eran enterradas vivas con él estas mujeres. La
noticia despertó un sentimiento de misericordia en los rudos castellanos,
que olvidando los cruentos sacrificios a los ídolos se entregaron a tratar del
nuevo tema con morboso interés. Cruzando arenales y durmiendo en
abandonadas fortalezas, el Gobernador y sus hombres siguieron avanzando.
Así pasaron por Túcume "y se admiraron... de ver los altos y artificiosos
Edificios... hechos por los señores Chimocapas”. Estos señores eran los
antecesores del llamado Gran Chimó, poderoso monarca de la costa que
después de militar por Huáscar terminó plegándose a Atahualpa. Por esta
razón su tierra había sido arrasada en un 103
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU primer
momento por los quiteños; por el segundo motivo los indios chimúes no
quisieron dar informes de Atahualpa a los cristianos: no por amor, pero sí
por temor. Pizarro entonces ordenó apresar a un indio principal con
intención de interrogar o, pero el indio se negó de plano a responder.
Hernando Pizarro pasó a hacerse cargo del interrogatorio y acercándole las
fauces de sus perros a la cara, consiguió hacerlo declarar. Entre lo mucho
que confesó "dijo que Atabalipa esperaba de guerra con su gente en tres
partes, la una al pie de la sierra y la otra en Caxamalca, con mucha
soberbia, diciendo que ha de matar a los cristianos...” El tercer cuerpo del
ejército incaico no lo supo ubicar. El Gobernador hizo tomar nota de lo
oído. Sabiendo a qué atenerse, Pizarro condujo a su gente al valle de Cinto,
también habitado por chimúes. Aquí el curaca lo enteró secretamente de que
Atahualpa estaba en Huamachuco con mucha gente de guerra, que serían
cincuenta mil hombres”. Pizarro creyó que el indio equivocaba las cuentas,
pero el curaca las hizo claramente en su presencia por decenas, centenas y
millares, concluyendo que "cinco dieces de millares era la gente que
Atabalipa tenía”. El curaca de Cinto había seguido también el partido de
Huáscar, lo que motivó que la visitaran los quiteños y le matasen las cuatro
quintas partes de sus súbditos. Además, Atahualpa le llevó muchas mujeres
y cargueros para su gente de guerra. Este era el motivo por el que los
cristianos veían su curacazgo desolado y destruido; también la causa de que
él tuviera que vivir oculto y fugitivo. El castigo a los vasallos del Gran
Chimú había sido terrible. Por eso le advertía a Pizarro que se cuidara
mucho de Atahualpa porque era hombre cruelísimo, instándole a que no
subiera a la serranía en su busca, pues hallar al Inca y a la muerte era
exactamente lo mismo. En Cinto descansó Pizarro cuatro días. Las noticias
sobre las tropas de Atahualpa parecían haber desbaratado su plan. Para
forjar uno nuevo llamó entonces el Gobernador a un tallán principal, su
amigo, y le preguntó si se atrevía a ir a Cajamarca por su espía y luego
volver con el número exacto de las tropas del Inca. El indio le contestó: "No
osaré ir por espía, mas iré por tu mensajero a hablar con Atabalipa, y sabré
si hay gente de guerra en la sierra y el propósito que tiene Atabalipa.”
Pizarro aceptó 104
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR la
propuesta y so color de llevar al Inca los saludos del Gobernador Pizarro,
partió el tallán a Huamachuco. Entre otras cosas, le enviaba a decir “que si
Atabalipa quisiese ser bueno, que él sería su amigo y hermano, y le
favorecería y ayudaría en su guerra". EL CAMINO DE LA SIERRA
Siempre por el camino de los llanos y con un horizonte de arena, Pizarro y
sus hombres entraron a Saña al atardecer del miércoles 6 de noviembre. El
pueblo tenía grandes depósitos de ropa y de comida, también se halló en él
gallinas de Castilla, aunque pocas y todas blancas. Por lo menos así lo
afirmaron los soldados. El río del lugar, que venía de crecida, detuvo un día
a los cristianos, tiempo que sirvió a todos de reposo. Al amanecer siguiente
el Gobernador ordenó aprestarse para cruzarlo. La tropa lo pasó en balsas
de mates, llevando consigo las sillas de montar; las cabalgaduras lo hicieron
como siempre. Puestos en la otra orilla los soldados se detuvieron a mirar el
panorama: fuera del valle seguía el horizonte de arena; con dirección al sur,
la calzada del camino incaico llevaba nada menos que a Chincha; sin
embargo, al oriente surgía la cordillera nevada como una gran pared de
granito imposible de escalar. Otro camino conducía hasta ella y ascendiendo
la prole por medio de rampas y escalinatas de piedra llevaba a Cajamarca.
Pizarro, al ver este último sendero, decidió hacer una junta de guerra con
sus capitanes para escoger el rumbo futuro. Seguir por el camino de los
llanos era mostrar cobardía y pocas ganas de toparse con Atahualpa; tomar
el camino de la sierra era ir en línea recta hacia el indio emperador. Los
ejércitos del Inca parecían numerosos, pero el recelo de los valientes era la
puerta de la victoria. En otras palabras, había que disimular el miedo. Sólo
así vencerían a Atahualpa. Al oir éstos sus argumentos, la junta le dio la
razón. Luego de la decisión (el viernes 8) el Gobernador se adelantó con
cuarenta jinetes y sesenta peones y empezó a ganar la cordillera. El resto de
la gente quedó rezagada en la retaguardia con el fardaje y los falconetes.
Pronto cambió el paisaje, pues el desierto se trocó en roca y el camino,
aunque de piedra, fue difícil de subir. Los jinetes descabalgaron para llevar
a sus brutos del 105
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU cabestro. El
aire se fue enrareciendo y los caballos pronta primeras muestras de resfrío.
Después se oscurece e le elo^Sen saciones olvidadas desde la infancia se
volvieron a vi . se agrietaron, las manos se pusieron moradas, les ñones que
sangraban sin cesar... El frío era mas fuerte que t Castilla. ¡Quién diría que
habían padecido ca or El azote de la altura empezó a cebarse en a1uf 1 03 “
“s de picalizados y hubo un desaliento general. Pero delan espaldas a las
dificultades, el Gobernador Pizarro proseguía en su empeño de ganar la
inaccesible cordillera. De repente los cristianos avistaron una fortaleza que
se C amenazadora por encima del camino, dispuesta a ”° . dejarl pasar; fue
un momento de sobresalto, todos se aprestaron a la lucha. Empuñando sus
armas y con paso receloso se ue acercando al murallón, pero ningún
guerrero del Inca se dign asomar por lo alto de los muros. La tensión se
hizo — mbfc y algunos avezados avanzaron en loca carrera, llegando a palp
las piedras del edificio. No por ello el silencio se to rosos como quienes
desean sorprender a una guarnición dormida, penetraron por los pórticos de
piedra. Sólo hallaron de sepulcro porque aquella fortaleza estaba
abandonada, obedeciendo a una extraña orden se había marchado su incaica
gu Los cristianos se sintieron desconfiados, inseguros. Esa so ledad
presagiaba lo peor. Más tarde un español confesaría: no faltó temor harto,
temiendo no hubiese alguna gente emboscada que nos tomase de
sobresalto”. . Esa noche se durmió en la solitaria fortaleza, mientras el
viento silbaba al penetrar sus ventanas de piedra. Al cuarto del alba Pizarro
se levantó. Rondó los centinelas y despertó a la tropa. Con la salida del sol
los soldados volvieron a ponerse en marcha. Siempre al frente de los suyos,
iba el Gobernador. Caminó la hueste gran parte de aquel día hasta tropezar
con otra fortaleza, junto a un pueblo abandonado. Los soldados
sospechaban que estaba sin guarnición, no obstante, tomaron sus
precauciones. El renocimiento de aquella mole de piedra trajo a la memoria
de los soldados los medievales castillos de España. Los canteros y alarifes
castellanos no la hubieran hecho mejor. Les impresionó todo, pero más que
nada su muros de piedra labrada: sólo las murallas de Avila mostraban un
arte mayor. En materia 106
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
fortalezas, esta del Inca era "como cualquier fortaleza de España...” El
Gobernador logró tomar algunos indios habitantes del abandonado pueblo
que señoreaba la fortaleza quienes merodeaban el lugar. Por ellos supo que
ya el Inca estaba en Cajamarca y que tenía consigo mucha gente, pero —
añadieron mañosamente aquellos indios al ser repreguntados por las
intenciones de Atahualpa — "que siempre habían oído que quería paz con
los cristianos”. El Gobernador tomó con recelo esta noticia, pues "la gente
deste pueblo estaba por Atabalipa”. Pronto hubo ocasión de acentuar esta
cautela por la llegada de un indio tallán (servidor de ese otro que se envió
por emisario al Inca) el cual traía mensaje de poner en guardia a los
cristianos porque en breve llegarían dos embajadores de Atahualpa. Pizarro
escuchó agradecido la advertencia, pero dispuesto a ganar la mayor
cantidad posible de terreno, dispuso proseguir el ascenso de la sierra. Con
miedo, frío y desgano sus hombres lo tuvieron que seguir. Así llegaron a
una alta meseta cruzada por varios arroyuelos, lugar donde Pizarro ordenó
parar y Rodrigo Núñez dispuso el campamento. Aquí los alcanzó la
retaguardia, que tampoco vino muy briosa por estar castigada por el frío.
Reunidos en la pequeña meseta, encendieron hogueras para calentarse,
mientras algunos terminaban de armar los toldos de algodón, bastantes
desgarrados por el viento; todos gruñían, ninguno sentía hambre. Los que se
quejaban de sed tuvieron que ir al arroyo, sacar agua en el morrión y luego
calentarla para poderla beber. Aquella era peor que la tierra de Campos, allá
en Palencia, región reputada la más fría de España. Estando así, quejosos y
malhumorados, unos gritos anunciaron que venían los embajadores del
Inca. Y era verdad: precedidos por diez auquénidos y varios servidores, dos
orejones entraron al campamento por la parte del oriente. Parece que
Pizarro los salió a recibir, por lo que allí mismo, delante de todos, los dos
indios le presentaron su saludo para luego darle el mensaje de su señor.
Atahualpa hacía sus mejores votos por la salud del Huiracocha y enviaba a
preguntarle qué día entraría con sus acompañantes a Cajamarca. Preguntaba
esto último, según aclararon los embajadores, para tener listas las comidas
del camino. El Gobernador descubrió la malicia de la pregunta y no dio
ninguna fecha. Les aseguró que sería pronto, pues tenía prisa en conocer al
Inca para entonces saludarlo como a hermano. 107
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU c i nc oreiones
si Atahualpa tenía Luego, con distando, ^pregun > embajadores se
apresuraron consigo mucha gente. L había enviado a a decir que no, pues la
mayor parte de eUaJaha^ ^ dar guerra al Cuzco . Pizarro izo ^ para ofrecerle
una esta guerra, lo que aprovecharo enterarse de que ya versión
parcializada. Lo valioso e e a conducido preso “r ;r:d:^r,a f ^ t teña,^ pero—
para que tampoco creyera e^a ha^o — nado-dijo a sus embajadores lo
s.gu.ente, B.en — ¿ ser? “ - : tudados^mayores^señores ^AtabaUpt y
capitanes suyos han v nddo y* prendido a muy mayores que Atabalipa y su
hermano I su padre; y el emperador me envió a estas tierras a traer a los
moradores dellas en conocimiento de Dios y en su obediencia y con estos
pocos cristianos que conmigo vienen he yo delatado mayores señores que
Atabalipa. Y si él quisiere mi amistad y recibirme de paz, como otros
señores han hecho, yo le sere b amigo y le ayudaré en su conquista, y se
quedara en su estado, porque yo voy por estas tierras de largo hasta
descubrir la otra mar; y si quisiere guerra, yo se la haré... que yo a ninguno
hago guerra ni enojo si él no la busca . Partidos aquellos dos embajadores se
anunció en el campamento la llegada de un nuevo embajador. Era Apo, el
espía de Atahualpa, que también venía precedido de una decena de
auquénidos y muchos servidores. Apo se presentó a Pizarro "y fabló muy
desenvueltamente”, mostrando una inteligencia que nadie hubiera podido
imaginar, menos aún, aquellos que lo habían visto de vendedor de huabas
en Poechos. Expresó que Atahualpa esperaba complacido a los cristianos y
que toda la gente de su ejército estaba con él, ansiando la llegada del
Huiracocha y sus prosélitos barbudos. El Inca quería tener por amigo a
Pizarro, quería verlo y conversar. Y al decir esto Apo hizo entrega al
Gobernador de nuevos patos desollados y fortalecillas de piedra. Los
soldados se tomaron la libertad de interpretar los misteriosos obsequios; las
fortalecillas mostraban el inmenso poder militar del Inca y los patos la
suerte que correrían los cristianos de seguir subiendo aquella sierra.
Atahualpa no los rehuía, tenía interés en conocerlos. 108
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Y los
soldados murmuraban que mejor sería retroceder y esperar que Almagro
trajera más refuerzos. Pero esto era difícil estando Pizarro al frente de los
murmuradores. Si el Inca se pasaba los días esperando a Pizarro en Caj
amarca, Pizarro contaba las horas que faltaban para poderlo atrapar. Para
atraparlo, sí, porque si no se le atrapaba al rey quiteño, era imposible
alcanzar victoria. 109
VIII. LA CAPTURA DEL INCA CAJ AMARCA Por fin, al
mediodía del 15 de noviembre de 1532, los cristianos avistaron Cajamarca.
Desde lo alto de la cordillera la ciudad se mostraba imponente. Era toda de
piedra y con una plaza tan grande que no la había igual en España. Las
calles, rectas y embaldosadas, estaban llenas de edificios que cobraban más
altura conforme se iban acercando a la plaza. Los techos eran de paja, de
esos que llaman de dos aguas, sostenidos por sus vigas de madera. También
habían dos ríos, cada uno con su puente de cantería labrada. Abundaba un
género de grandes aposentos que oficiaban de depósitos de ropa, calzado y
víveres. Entre todos estos edificios destacaban el Templo del Sol, con su
impresionante arboleda a la entrada de la plaza; el palacio del Cuis Manco,
señor de los indios cajamarcas; la Casa de las Cayanhuarmi o mansión de
las tejedoras reales, encargadas de confeccionar al Inca sus vestidos y
hacerle su comida cuando pasaba por la ciudad; y el Intihuatana o reloj
solar por el que se regía la vida de aquella población de piedra. Cajamarca
se levantaba a la sombra del cerro Rumitiana, que en su cúspide tenía una
pequeña fortaleza de tres cercas a la que se llegaba por una escalera de
caracol, pero — a pesar de este alarde militar — Cajamarca no era una
población castrense. Era un gran centro manufacturero y su plaza
gigantesca servía 110
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR para
enfardar las vistosas ropas de lana y organizar grandes ferias. Esta era
Cajamarca, la ciudad de indios tejedores e indias hilanderas. Pizarro
contempló aquel conjunto de edificios y lejos de mostrarse entusiasmado,
su mirada descubrió que la ciudad estaba desierta. Los soldados entendieron
que Atahualpa había hecho salir a sus pobladores para que ellos se
aposentaran a sus anchas. Pero en la mente del Gobernador esta fácil
deducción perdió terreno ante la posibilidad de que el Inca ios dejaba solos
para que siguieran ignorando lo que luego iba a pasar... Una sola cosa era
evidente: Atahualpa quería que los castellanos ingresaran a la ciudad de
piedra. Después de mirar la soledad de aquel paisaje, algunos soldados
descubrieron — para mal de sus culpas — el campamento del Inca, los
otros volvieron las cabezas y buscaron en esa dirección. Efectivamente,
sobre la falda de un cerro que los rayos solares teñían de color naranja,
estaba el real de Atahualpa. Se le veía sembrado de tiendas y rebosante de
guerreros. Habría doscientos para cada español. Alguien musitó que así
debía ser el campamento del Gran Turco; luego de esto nadie habló. Todos
miraron con tristeza el enjambre de guerreros, como los reos de muerte a
quienes es dado conocer a su verdugo. Los cristianos sintieron correr por
sus espaldas un escalofrío: era el miedo que estaba a punto de convertirse
en terror. Pizarro, mientras tanto, parecía medir el valle con sus ojos. Lo
miraba cuidadosamente y calculaba las distancias. Cuando se convenció de
que toda posible celada había sido prevista, reunió a sus hombres y les
ordenó seguirlo a la ciudad de piedra. El descenso se hizo bastante rápido,
llegando a Cajamarca a la hora de vísperas. Ingresaron silenciosos y
avanzaron al ritmo de las sombras. Una vez en el centro de la plaza, el
Gobernador prohibió a los jinetes desmontar. Luego ordenó a dos de los
capitanes que salieran con sus peones a reconocer el pueblo. La espera fue
larga, y los que se habían quedado tuvieron tiempo de mirar mucho a su
alrededor. La plaza estaba orillada por grandes aposentos de hasta 200 pies
de largo cada uno. Al norte y al austro no los había, pero en cambio existía
un grueso muro que hacía de la plaza un recinto cerrado. Al oeste quedaba
la mayor parte del pueblo y tres calles principales que partían de la plaza
llevaban 111
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU testa el Rubiana
y su fortín de piedra. En la plaza había también un adoratorio y el palacio -
f^Tpenetrar sus casas, los Después de recorrer todas las calle y P cjuc|ad
estaba corredores volvieron. Como comcidian q ^ ^ estrategia. Sin desierta.
Pizarra la mando ocupar e faltar sól0 una embargo, por estarse hacendó —
ado J, atraer al Inca "a r— r ^trd:traM^;r=;^ Zte“ e'hacer 'uso' de las
^^"Iducía “ Hp medra seguido por su cabalgada. El camino couuu pamento
de Pultumarca, nombre que significaba en la sonora le rTe los quechuas
lugar cubierto de habas. lo vio partir, subió a la fortaleza a dar orden en la
artillería de Pedra de Candía. Pero al ver desde allí que había muchos indios
en el campo y que podía peligrar la vida de Soto y sus jinetes, vió tras él a
su hermano Hernando. LA EMBAJADA DEL GOBERNADOR Soto llegó
a Pultumarca a través de una calzada de piedra que corría entre dos canales
de agua, terminando en un rio; a partir de éste comenzaba el campamento
incaico. El rea era poco menos que una ciudad de tiendas. Tenía calles
rectas, al uso de los indios peruleros, y plazuelas. Delante de las carpas
estaban los guerreros con los brazos cruzados sobre el pecho, en actitu de
presenciar el ingreso de los barbudos y sus cuadrúpedos gigantes. Cerca de
ellos, listas a empuñarse, estaban sus porras y Tanzas. Soto atravesó el
campamento, y después de galopar dos tiros de ballesta, llegó con sus
jinetes a un pradillo cultivado. En medio de él estaba la casa del Inca, la
mansión donde solía tomar sus baños. Era un palacete con dos torres muy
galanas y cuatro habitaciones de piedra alrededor de “un estanque grande
que tenían hecho, muy labrado de cantería, y al estanque venían dos caños
de agua, uno caliente y otro frío, y allí se templaba la una con la otra para
cuando el Señor se quería bañar o sus mujeres, que otra persona no osaría
entrar en él so pena de la vida”. 112
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Soto
frenó su caballo ante el edificio, y lo mismo hicieron los que le seguían.
Entonces, por medio de un tallán intérprete — el astuto Felipillo — solicitó
hablar con el Inca. Cuatrocientos guerreros que apostados en el prado
guardaban el palacete, ni siquiera se movieron. Luego un orejon principal
acudió a recibir el mensaje y a llevarlo ante su soberano. Los cristianos,
encabalgados y con las barbas al viento, esperaron la respuesta. Largo rato
estuvieron de este modo, hasta que el galope de cinco caballos los sacó de
su esperar. Era Hernando Pizarro, que con cuatro de los suyos acudía a ver
lo que pasaba. El resto de sus jinetes estaba a las puertas del campamento
esperando ser llamados en caso de necesidad. Al ver Hernando a Soto dicen
que le dijo: "¡Qué hace vuesa merced!” A lo que Soto contestó: "Aquí me
tienen diciendo ya sale Atavalipa... y no sale.” Entonces, Hernando, siempre
desde su caballo, ordenó a su intérprete Martinillo: “¡Dile que salga!” El
tallán voceó la orden, pero nadie se inmutó. Irritado Hernando por el poco
caso que se hacía de sus órdenes, se acercó nuevamente a Martinillo para
gritarle: "Decidle al perro que salga...” Al oír llamar “perro" al Inca, un
orejón se asomó a la puerta del palacete: era Apo, el espía de Poechos.
Tornó luego al interior del edificio a informar a su señor, diciéndole, para
tratar de excitar su curiosidad: "Salga luego, que está aquí aquel mal
hombre que me descalabró en Maixicavilca.” Sólo después de estas
palabras Atahualpa se dignó hacer su aparición. Caminó hasta la puerta del
palacete, donde los indios habían colgado una cortina, y detrás de ella se
sentó en un banquillo muy artístico de madera colorada. Junto a él lo hizo
una mujer; delante de él se sentó otra, de tal modo que no le tapaba la cara.
La cortina, las mujeres y la oscuridad de fondo hacían que el Inca observara
sin que los cristianos lo pudiesen ver. Era lo que entonces se llamaba "mirar
sin ser mirado”, posición inmejorable para conocer al enemigo. Mas no
había tan poca luz ni la cortina era tan espesa para que los españoles no se
percataran de la presencia del Inca. Por ello, Soto, sin que lo invitara nadie,
se acercó a caballo hasta ponerse a pocos pasos de la cortina. A su lado iba
el intérprete tallán, siempre dispuesto a traducirlo en su conversación con el
Inca. Sin esperar licencia alguna comenzó a hablar, y para dar comienzo a
sus palabras dijo "que era un capitán del Gobernador 113 PIZARRO. — 8
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU • • Kc n lo ver
v decir de su parte el mucho deseo que ^:T visita; y que si le pícese de le ir
a vet se holgana el señor Gobernador..." Pero cuando el tallan hubo
termmado de vertir al runa-sitni estas palabras. Soto esperó en puesta
porque Atahualpa "no le respondió, ni alzo la cabeza le mirar". Los incas no
miraban de frente, sino solo a aq“ ““ quienes querían honrar. Por igual
razón tampoco le cont«s‘a ' Hubo una nueva espera por parte de los
españoles; mas, habiéndose enterado de lo que pasaba, Hernando Pizarro se
lo tomo a desaire y lleno de indignación vociferó algunas cosas Pero e eso,
cumpliendo órdenes del Inca, quitaron los indios la cortina y quedó
Atahualpa frente a los españoles, en especial frente a ese fanfarrón barbudo
que en su insolencia había llamado perro a Señor de las Cuatro Partes del
Mundo. Atahualpa era un indio de hasta treinta y cinco anos y lleno de
majestad. Vestía con la galana policromía propia del atuendo incaico y
usaba los cabellos muy largos. Sin embargo, lo que mas llamó la atención
de los cristianos fue la cara del Inca. Ahora los miraba de frente, sin
moverse, y sus ojos parecían irradiar ferocidad. Pero en esta cara, un objeto
atrajo particularmente la mirada de los españoles: era de color vivísimo,
carmesí; cubría la frente y caía sobre los ojos, dándole el aire feroz. Cuando
el Inca movió algo la cabeza, luego de un buen rato de quietud, el objeto
rojo y trapezoidal mostró ser una flecadura muy fina. Era la mascapaicha o
corona de los incas, que a manera de una gran ceja de lana surgía de la
frente de los Hijos del Sol. El soberano volvió entonces la cabeza hacia los
españoles, y volviendo a desairar a Hernando, fijó su mirada en Soto.
Luego, con voz muy segura, le dijo: “Que se volviese y le dijese al Marqués
(Francisco Pizarro) y a los demás cristianos quél iría por la mañana adonde
ellos estaban, y le pagarían el desacato que habían tenido en tomar unas
esteras de un aposento donde dormía su padre Guaina Capa cuando era
vivo, y que todo lo que habían tomado desde la Bahía de Sant Mateo hasta
allí y comido se lo tuviesen todo junto para cuando él llegase.” Luego, las
mujeres que estaban con el Inca fueron al interior del palacete y tornaron
con dos vasos de un palmo de alto cada uno, ambos de oro, llenos de licor
de maíz. Entonces Hernando Pizarro, que se había sentido desplazado por
Soto, dijo a Marti114
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR nillo:
“Dile a Atabalipa, que de mí al capitán Soto no hay diferencia, que ambos
somos capitanes del Rey, y por hacer lo que el Rey nos manda dejamos
nuestras tierras, y venimos a hacerles entender las cosas de la fe.”
Martinillo tradujo fielmente lo pedido, pero el Inca no le dio respuesta
alguna, limitándose a tomar con las manos los vasos con licor. Entonces
Soto hizo decirle al Inca, al tiempo que señalaba a Hernando Pizarro: “Este
es un hermano del Gobernador; háblale, que viene a verte.” Atahualpa no se
interesó con la noticia, pero alzando los ojos hacia Hernando hizo ver que
ya lo conocía, pues le dijo: "Maizabilica, un capitán que tengo en el río de
Zuricará, me envió a decir como tratábades mal a los caciques, y
echábadesles en cadenas; y me envió una collera de hierro, y dice que él
mató tres cristianos y un caballo. Pero yo huelgo de ir mañana a ver al
Gobernador y ser amigo de los cristianos, porque son buenos.” El
impetuoso Hernando Pizarro no pudo reprimirse y respondió: "
¡Maizabilica es un bellaco, y a él y a todos los indios de aquel río mataría
un solo cristiano; ¿cómo podía él matar cristianos ni caballo, siendo ellos
unas gallinas? El Gobernador ni los cristianos no tratan mal los caciques si
no quieren guerra con él, porque a los buenos que quieren ser sus amigos
los trata muy bien, y a los que quieren guerra se la hace hasta destruirlos; y
cuando tú vieres lo que hacen los cristianos ayudándote en la guerra contra
tus enemigos, conocerás cómo Maizabilica te mintió.” 0 Atahualpa miró
desdeñoso a ese barbudo que no podía contener su genio y queriendo
frenarle la fanfarronada se limitó a contestarle en tono incrédulo: “Un
cacique no me ha querido obedecer; mi gente irá con vosotros, y hareisle
guerra.” Pero Hernando, lejos de callar, se apresuró a contestarle: “Para un
cacique, por mucha gente que tenga, no es menester que vayan tus indios,
sino diez cristianos a caballo lo destruirán. Por toda respuesta Atahualpa
sonrió y dijo que bebiesen. Soto y Hernando dijeron que no podían hacerlo
por estar ayunando, pero Atahualpa les dio a entender que él también estaba
de ayuno y no obstante bebería unos tragos del licor de maíz, que tal licor
nunca hacía romper el ayuno. Temerosos de ingerir algún veneno, los dos
capitanes aceptaron la invitación. Atahualpa tomó entonces un vaso, y
llevándoselo a los labios, sorbió parte de su contenido; luego lo entregó a
Soto. Después hizo lo mismo con el otro vaso y lo dio a Hernando. 115
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU Aliviados por
entender que aquel brebaje careeia de ponzoña, los capitanes bebieron hasta
el ftnaL ^ # ^ ^ ^ Soto se entusiasmo con la bebí y p E1 pradillo se caballo,
picó espuelas al bruto y P™^1 caballista. Ahoconvirtió en lugar de en seco;
luego ra, tan pronto coma revolv¡a en redondo para caracoleaba el corceb
dW ¡rl0 ^ ^ ¡ndios. Treinta aguijar nuevamente al cato y « sintieron miedo “
r-=r^e ::alvo. Sa» soto con haberlos asustado, volvió grupas y corno, esta
vez con direc al Inca. Picó espuelas como nunca y precipito el corcel contra
monarca con la secreta intención de intimidarlo. Pero cuando frenó a la
bestia, a pocos palmos de éste Soto se quedo boquiabierto al comprobar que
el Inca no se había asustado. N siquiera se había movido, a pesar de que
estaba salpicado con la saliva espumosa del caballo y en su frente se agitaba
aun la mascapaicha impelida por el aliento caliente del equino. ¡Soto había
querido darle un susto a ese indio que presumía de gran señor, pero e Inca le
había dado a él una lección de señorío! Luego de esto, Atahualpa hizo traer
más licor y bebieron todos Después pidió que le dejasen un cristiano, pero
Soto y Her nando se negaron, pretextando que no tenían permiso del
Gobernador para hacerlo. Con esto se acabó la entrevista— concluyendo
también el soldado que oficiaba de cronista—, y "entonces nos dijo que nos
fuésemos, que él iría otro día a ver al Gobernador . LOS APRESTOS DE
LA LUCHA Ya había caído la noche cuando Soto y Hernando Pizarro
llegaron a Cajamarca. En las puertas de la ciudad toparon sólo a los
centinelas, y en la plaza al Gobernador, pues por haber comenzado a llover
y luego a granizar, los soldados se habían refugiado en los grandes
aposentos, que dieron en llamar galpones. Los dos capitanes informaron
entonces a Pizarro de todo lo que habían visto. Los jinetes hicieron lo
mismo con sus compañeros de hueste. Unos y otros coincidían en que
Atahualpa no era un reyezuelo cualquiera, sino todo un emperador. Tenía
gran vaji116
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR lia
de oro y finísima ropa de lana, tan fina, que parecía seda, por lo demás, era
hombre digno de conocerse. No miraba de frente, hablaba por
intermediarios, casi nunca se reía. Los criados entendían sus miradas, le
obedecían sin decir una palabra... Y el relato soldadesco añadiría que "tenía
una reata apretada a la cabeza; en la frente, una borla colorada. No escupía
en el suelo; cuando gargajaba o escupía, ponía una mujer la mano y en ella
escupía. Todos los cabellos que se le caían por el vestido los tomaban las
mujeres y los comían...; el escupir lo hacía por grandeza; los cabellos lo
hacía porque era muy temeroso de hechizo, y porque no le hechizasen los
mandaba comer”. En ningún momento agradeció esa copa de cristal de
Venecia que le regaló el Gobernador; tampoco la camisa blanca de Castilla
bordada con mucho arte. Era hombre extraño ese Atahualpa... Tenía
facciones herméticas y en todo se conducía como gran señor. Su real o
campamento medía una legua de largo y estaba cubierto de tiendas de
algodón, las que no albergaban a menos de 40.000 guerreros. Estos usaban
hondas de lana y porras estrelladas; pocos arcos y flechas, pero muchas
lanzas grandes a manera de picas. Los guerreros indios formaban gruesos
escuadrones y estaban dispuestos a entregarse a la lucha con sólo una orden
del Inca. Oída la versión de ambos capitanes y reforzada por la opmion de
los iinetes, el Gobernador pudo tener ya más exacta cuenta de lo que estaba
sucediendo: ¡Había descubierto un Imperio similar al de su primo Hernán
Cortés: Atahualpa era la personificación de Moctezuma! Pero el carácter de
Pizarro, realista y práctico, no se distrajo demasiado con la magnitud del
hallazgo. Ya tendría después tiempo para holgarse de ello. Lo importante
por ahora era salir todos con bien, y para ello ordenó a Rodrigo Nuñez, e
Maestre de Campo, que alistara a la gente para pasar la noche y nombrara
las rondas y centinelas. Las rondas recorrerían el pueblo; los centinelas
mirarían hacia afuera. Todos, como era uso en la milicia indiana, se
repartirían los cuartos de la noche: el de prima, el de vela, el de la modorra
y el del alba. ¡Quisiera Dios que pudieran ver el alba! A pesar de las
seguridades, nadie pudo conciliar el sueño; hacía mucho frío; también
silencio y soledad. En la oscuridad de los galpones, sentados con la cabeza
entre las manos, los soldados parpadeaban devorados por la angustia; otros
se revolvían en el suelo, tratando de dormir. En un rincón, el fraile
confesaba sin 117
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cesar De vez en
cuando las rondas pasaban a pie firme inquiriendo novedades; al no
haberlas, se volvían a partir. Entonces sus pasos se perdían y quedaban
vagando en el silencio de la no las voces lejanas de los centinelas
contestando al capitán de gu dia Una crónica asegura que "con harto miedo
toda la noche se pasó en vela", pero por otros documentos se descubre que
aquellos hombres no pasaron esa noche simplemente desvelados. Muchos
sufrieron exceso de orina, también dolores de vientre, incluso mal de
cámaras, nombre antiguo que se daba a las diarreas: eran los síntomas de un
miedo galopante que les anunciaba su próximo final. Durante la noche, por
encima de todos, visitando los galpones como una sombra protectora, el
Gobernador se mantuvo de pie Entraba preguntando por tal o cual soldado:
si lo hallaba bien, no le decía nada; si lo hallaba mal, lo confortaba
diciéndole que todo sería más fácil con la salida del sol... Mas el frío no se
iba y los caballos— que estaban con sus dueños en el interior de los
galpones— pugnaban por combatirlo con su aliento; pero aquellos brutos
tampoco podían dormir contagiados del nerviosismo de sus amos. La
noche, pues, resultó larguísima. Un gallo, que llevaban los soldados para
que les trajese suerte, cantó los cuartos de la noche. Con el canto del alba, la
noche aquella murió. Había acabado esa noche terrible que todos pasaron
en vela, con harto temor por la mucha gente que el indio tenía . Sintetizando
lo narrado, esa noche fue una noche de demonios en la que todos rezaron
para ponerse bien con Dios. Con el rayar de la aurora, Pizarro puso a sus
hombres en pie. Encogidos y frotándose las manos por el frío, los cristianos
salieron a la plaza. Estaban desconfiados de sí mismos y temerosos de los
guerreros del Inca, a quienes nunca habían visto combatir. Ignorando su
táctica de guerra, los creían superiores en el arte militar. A pesar de sus
sospechas, los soldados formaron en la plaza ceñidos a la férrea disciplina
castellana. Parece que fue entonces cuando fray Vicente de Valverde — el
dominico trujillano, único de los de su orden en aquella jornada — cantó
una misa como esas que se cantan en los barcos que peligran naufragar.
Luego se dijo otra por parte de Juan de Sosa, el aventurero clérigo de
espuelas, para los centinelas y los hombres de las rondas. Terminada ésta, se
supo cómo los indios habían salido secretamente por la noche y acampado
en gran número al norte de Cajamarca. Otros grupos de guerreros también
habían ocupado posiciones en la os118
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
curidad. Pedro de Candía, desde lo alto de la fortaleza, así lo comunicó.
Estando aún con la sorpresa, los centinelas avisaron a Pizarro que venía un
mensajero de Atahualpa. El indio entió a la plaza y después de presentar su
saludo al Gobernador le dijo: mi señor me envía a decir que quiere venir a
verte, y traer su gente armada, pues tú enviaste la tuya ayer armada; y que le
envíes un cristiano con quien venga.” Pizarro entendió las intenciones del
Inca y se apresuró a contestarle: "Di a tu señor que venga en hora buena
como quisiere; que de la manera que viniere lo recibiré como amigo y
hermano; y que no le envío cristiano porque no se usa entre nosotros
enviarlo de un señor a otro.” De allí a un rato — tiempo en el que
empezaron a salir los guerreros del campamento incaico — vino a la ciudad
un segundo mensajero, quien, saludando nuevamente al Gobernador, le
dijo: Atabalipa te envía a decir que no querría traer su gente armada, porque
aunque viniesen con él, muchos vernían sin armas, porque los quería traer
consigo y aposentarlos en este pueblo; y que le aderezasen un aposento de
los desta plaza, donde él pose, que sea una casa que se dice de la Sierpe,
que tiene dentro una sierpe de piedra.” Pizarro prometió cumplir lo pedido y
con esta respuesta volvió el mensajero a Pultumarca. Pero apenas hubo
llegado el indio al real del Inca, empezó a salir tanta cantidad de gente que
pronto se convirtió en multitud que avanzaba. El camino de piedra se tornó
multicolor. Pedro de Candía, desde su emplazamiento en la fortaleza,
descubrió que eran escuadrones que avanzaban lentamente y que de trecho
en trecho se detenían como si esperaran a alguien. Notificado el
Gobernador por el griego, mandó tocar las trompetas para que se juntasen
los cristianos en la plaza. Cuando los tuvo a todos en su presencia,
contrariando a lo que se esperaba, no hizo arenga ninguna. Luego, siempre
sm dar explicaciones, dispuso el nuevo orden militar. Primeramente formó
tres escuadrones de caballería, que confió a Hernando Pizarro, Hernando de
Soto y Sebastián de Belalcázar, señalando a cada uno un galpón para que
escondiesen su gente en el momento señalado. Dentro de estos edificios y
siempre atentos a sus capitanes, los jinetes deberían esperar que el Inca
entrase en la plaza. Encargo, asimismo, que todos los caballos llevaran
petrales con cascabeles 119
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU y que sus
jinetes esperaran montados en el interior de los galpones. Luego pasó a
ordenar la artillería, ratificando a Pedro de Candia en el mando de la misma.
Los falconetes estaban ya emplazados y apuntando a Pultumarca, porque su
misión consistía en sembrar el pánico y cortar la posible venida de
refuerzos del real. La pólvora estaba lista y las balas de piedra también. Un
falconete daba muestras de estar deteriorado, pero la experiencia de los
artilleros confiaba en repararlo a tiempo. Finalmente, el Gobernador se
ocupó de la infantería. Al Maestre de Campo Rodrigo Núñez dio dos
docenas de hombres para que, llegado el momento de romper contra el Inca,
sólo se ocupara de guardar las tres calles que salían a la plaza. Su misión
era doble: impedir que los indios subiesen a tomar la artillería y evitar que
Atahualpa pudiera escapar; de entrar el Inca por cualquiera de estas calles,
los peones tenían que arremeter contra el y prenderlo con vida. Habiendo
ocho españoles por calle, eran dieciséis los que acudirían luego a esta
captura, pues los guardadores de la otra calle los recibirían por la
retaguardia para ofrecer un frente más sólido. Otros veinticuatro hombres
los emplazó Pizarro en el centro de la plaza, en un adoratorio que servía
para ciertos sacrificios, el cual tenía forma piramidal. En sus cámaras
sagradas se ocultarían los peones hasta que ingresara el Inca y luego lo
saldrían a apresar. Estos tenían que ser muy serenos y valientes, porque una
vez entrado Atahualpa en la plaza con su gente iban a quedar como en una
isla en un mar de enemigos. Era el lugar más peligroso, sin ninguna duda,
pero el mismo Pizarro los acompañaría hasta el final. El final era capturar al
Inca o morir; si tenían que morir, él moriría con ellos. El resto de la
infantería lo confió a Juan Pizarro y fue distribuida en los tres galpones de
los jinetes, para que esperaran con ellos la llegada de Atahualpa y salieran
detrás de los caballos una vez oída la señal. Esta señal sería un tiro de
arcabuz y el sonoro grito de: "¡Santiago!'' Por si el viento estaba en contra y
el disparo no lo oyeran los que estaban con la artillería, se haría otra señal a
Candía con una toalla blanca. Lo demás lo contaría la historia. Que Dios
ayudase a todos, pero que cada cual velase por sí; que no olvidaran que se
estaban jugando el todo por el todo y que ese todo consistía en "matarte he
o matarme has”. 120
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
FRAY VICENTE Con este ordenamiento los cristianos se sintieron más
confiados y comenzaron a tomar sus definitivos emplazamientos. Los
hombres y las bestias fueron ingresando a los galpones; la inmensa plaza
quedó callada y desierta. La venida de cualquier mensajero sería anunciada
por un centinela que, subido sobre un muro, estaba al habla con el
Gobernador. A pesar de acercarse el mediodía, Atahualpa no daba señales
de venir. Sólo su gente seguía avanzando en escuadrones a lo largo del
camino. Eran escuadrones muy compactos y marchaban con desesperante
lentitud. Desde el puesto de los artilleros estos escuadrones parecían hileras
de hormigas que salían de su hormiguero. Pero con el tiempo aquellos
cuerpos de ejército se fueion acercando y se pudo ver con ellos a muchos
indios ricamente ataviados, con grandes patenas de metales preciosos en el
pecho y unos tocados de oro y plata que a manera de coronas traían en las
cabezas. El cuadro resultaba impresionante, pues "ningún hombre estaba sin
una patena en la frente muy acicalada..., los cuales daban tan gran
resplandor, que ponía espanto y temor de verlo . Otra crónica confirma esto
cuando insiste: "era tanta la patenería que traían de oro y plata, que era cosa
extraña lo que relucía con el sol.” Pedro de Candía, que con sus artilleros
descubrió el dorado cuadro desde lo alto, quedó deslumbrado con el oro. Se
sospecha que fue él quien dijo entonces que aquel séquito, por lo fastuoso y
rico, sólo era comparable al de Solimán, el Gran Turco... Pasó el mediodía y
Atahualpa no apareció. Los españoles volvieron a sentirse nerviosos, y el
miedo regresó. Francisco Pizarro visitó entonces los galpones para inquirir
por los capitanes y aprestar a los soldados; quería recomendarles calma,
decisión, temeridad. Y así, cada vez que entraba a un galpón, hablaba a esos
hombres impacientes "diciéndoles a todos que hiciesen de sus corazones
fortalezas, pues no tenían... otro socorro sino el de Dios..., y que aunque
para cada cristiano había quinientos indios, que tuviesen el esfuerzo que los
buenos suelen tener en semejantes tiempos, y que esperasen que Dios
pelearía por ellos; y que al tiempo del acometer fuesen con mucha furia y
tiento, y rompiesen sin que los caballos se encontrasen unos con otros”. Los
soldados se tranquilizaron algo con la plática del jefe, pero no tanto como
para 121
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURC echarse el alma
a la espalda y vivir con tranquilidad, pues todos seguían "con voluntad de
salir al campo más que de estar en sus posadas". No obstante, muchos se
recuperaron y envalentonados fanfarronamente comenzaron a decir "que
muy poco temor les ponía ver tanta gente”, refiriéndose al ejército del Inca.
La verdad es que nadie les creyó, porque el miedo estaba tan clavado en
todos, que parecía parte inseparable de cada uno de ellos. Por fin, algo
después del mediodía, Atahualpa decidió partir. Lo hizo en una litera y con
gran espectacularidad. Quena impresionar a los cristianos. Salió del
campamento con gran lentitud, sin mostrar apuro ninguno, mientras delante
de él sus músicos y danzarines ganaban procesionalmente la calzada. Esto,
por lo menos fue lo que vio Pedro de Candia y sus pacientes artilleros. Tan
lento era el avanzar del Inca y tan larga fue su espera a los castellanos, que
temiendo Pizarro que cayera el sol sin que Atahualpa hubiese llegado a la
ciudad, decidió enviarle un emisario. El único que aceptó serlo fue
Hernando de Aldana, que hablaba algo la lengua de la tierra, el cual se
apersonó a Pizarro y le dijo: "que iría donde estaba Atabalipa y diría lo quél
mandase”. Aldana partió rápidamente y halló a Atahualpa haciendo un alto
en el camino. Saludó entonces al monarca y por señas y algunas frases lo
invitó a ir a Cajamarca. El Inca lo miró sin entusiasmo, pero concentró su
atención en la espada. El español negóse a desprenderse de ella y el Inca,
entendiendo el mal rato que estaba viviendo el cristiano, ordenó a sus
orejones que lo dejasen en paz. Al despedir a Aldana le dijo que volviera
donde estaba el Gobernador Pizarro y le dijera que, conforme a lo
prometido, esa noche cenarían juntos. Aldana regresó con la noticia de que
los indios casi no traían armas, pero que, en cambio, venían cargados de
piedras para sus hondas; otros traían porras y macanas también escondidas
entre las ropas. En pocas palabras, sintetizando su impresión, Aldana dijo
que estuviesen los cristianos preparados porque, lejos de acudir pacíficos,
los guerreros de Atahualpa “traían ruin intención”. Efectivamente,
Atahualpa pensaba en todo menos en terminar siendo amigo del
Gobernador. Aparte de estar convencidísimo de que Pizarro no era el
Huiracocha, sus capitanes querían vanagloriarse de vencer a los barbudos y
fabricar con cada uno de ellos un tambor. En Pultumarca habían visto por
primera vez a esos 122
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
falsos dioses en su humana dimensión y se habían reído de ellos. Sólo un
grupo de soldados retrocedió con miedo ante un caballo, pero a esas alturas
ya los melindrosos habían sido castigados y sus cuerpos sin vida servían
para enseñar a los demás guerreros cómo debían comportarse cada vez que
los visitasen las embajadas de los enemigos. Mas en base a la divina fama
del caudillo blanco, Atahualpa forjó todo un plan político encaminado a
conseguir la absoluta sumisión del Imperio. Por noticias venidas desde el
Cusco estaba enterado que las panacas de orejones seguían fieles a Huáscar
y que ante la imposibilidad de liberarlo habían hecho un solemne sacrificio
al Hacedor Huiracocha, implorándole que enviase "gente del cielo” a sacar
a Huáscar de la prisión. Esto había coincidido con el arribo de los barbudos
al país de los tallanes, y esos "perros” — siempre fieles al vencido Huáscar
— explotaron la leyenda de Huiracocha a tal punto que hasta él mismo en
un principio la creyó. Pero gracias a Apo (su espía de confianza que
observó a los forasteros en Poechos) supo que los cristianos eran hombres,
y sus grandes animales, inofensivos, porque sólo digerían hierba... Y el plan
del Inca brotó perfecto a partir de este momento: debería vencer a Pizarro
sin negar que era el Huiracocha. Cuando los orejones del Cusco se
enteraran que Atahualpa había derrotado al Hacedor del Mundo y a su
"gente del cielo”, la nación quechua reconocería que el nuevo Inca era tan
omnipotente que no se contentaba con derrotar a su hermano, sino que
acababa de vencer a los dioses. Entonces ya no habría la menor resistencia
por parte de los orejones y los ayllus quechuas, y Atahualpa con sus adictos
quítenos, empezaría un larguísimo reinado, principio de la nueva era. Pero
para todo esto Atahualpa tenía que lograr la prisión de los barbudos; su
captura iba a ser como un gran chaco y resultaría hecho muy divertido.
Siendo los cristianos pocos y los quiteños millares, Atahualpa ingresaría a
Cajamarca con todos los guerreros posibles, sin armas embarazosas que
restringieran sus movimientos, y a una señal suya alargarían las manos y
apresarían a los hombres blancos, que estarían inmóviles por el miedo. Si
alguno escapaba, Rumiñahui y sus soldados con boleadoras lo apresaría en
las afueras del pueblo. Esa misma noche cenaría con el jefe de los
forasteros y se reiría de él. Luego, antes de que se esparciera la voz de que
los barbudos eran hombres, los mataría 123
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU a todos salvo
unos pocos, que castrados, los destinaría al huminante' oficio de guardianes
de las Vírgenes del Sol que en Caxas habían desflorado... ¡Ese iba a ser el
fin de los falsos huir cochas"! ¡Cómo se iba a reír cuando les volviera a ver
las cara a los orejones del Cusco! Con estos y otros pensamientos, Atahuapa
salía de Pultumarca en su litera de oro orlada con plumas de guacamayos y
portada por esos cargueros especializados que tan pronto caminaban de
frente como de costado o hacia atrás. Asi se aproximo a Caiamarca. Venía
magnífico y formidable, avanzando con toda a majestad del mundo. Sus
largos cabellos flotaban al viento, a roja flecadura de la mascapaicha
sagrada pendía sobre su frente de cobre. Serían las cinco de la tarde cuando
el Inca ingresó a Cajamarca Primero entraron cuatrocientos indios con
libreas de escaques colorados sobre fondo blanco, los cuales tenían por
misión quitar las piedras y pajas del camino. Seguidamente ingresaron
escuadrones de guerreros con patenas relucientes en los pechos y coronas
de oro en las cabezas. Luego, muchos cantores y músicos; después,
danzarines de atuendo multicolor y alegres movimientos. Posteriormente,
más guerreros de jubones fuertes de algodón y vistosas armaduras de metal
precioso; también la guardia del Inca con su librea azul muy rica. Detrás de
ella venía un nutrido grupo de curacas y señores principales, entre los que
descollaban— según se entendió después— el Chimo Cápac y el gran
curaca de Chincha. Todos estos principales lucían atuendo multicolor, pero
predominaban las libreas ajedrezadas de morado y blanco. Finalmente,
esplendoroso y magnífico, como un dios sin eternidad, venía Atahualpa en
sus andas de oro con plumas color de fuego y azul turquí. Sonó la música
estrepitosamente, los danzarines doblaron sus movimientos y aquella
multitud enardecida por la presencia de su emperador, prorrumpió en un
ensordecedor grito de saludo al dorado Hijo del Sol. La litera del Inca
prosiguió avanzando entre aquella multitud policroma y coronada de metal
precioso que, como un inmenso mar humano con espuma de oro, se movía
cadenciosamente, presagiando tempestad. La plaza estaba repleta. Las
patenas y corazas relucían heridas por el sol, ese sol serrano del atardecer
que todo lo baña de color rojizo. 124
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR El
Inca entró hasta el centro de la plaza y una vez allí, mandó detenerse a los
portadores de su litera. Entonces volvió la cabeza y pareció mirar a todos
los rincones. Luego, con gesto insatisfecho se puso de pie. El Señor de las
Cuatro Partes del Mundo se extrañaba de no ver un solo español en
Cajamarca. Parado sobre su litera, en actitud inquisitiva, no halló nada que
explicase la ausencia de los barbudos. Frenético, descompuesto llamó a
Apo, su espía de confianza, y delante de todos le preguntó ruidosamente:
"¡¿Qué es de estos barbas?!” El orejón le respondió impreciso, aunque
respetuoso: “Estarán escondidos.” Esto no gustó al Inca, quien más colérico
que antes gritó a sus capitanes: ¿Dónde están estos cristianos que no
parecen?” Los capitanes, por decir algo que los favoreciese le contestaron:
"Señor, están escondidos de miedo." Un murmullo general entre los indios
tradujo impaciencia y descontento en la compacta multitud. Pero pronto las
cabezas se volvieron hacia unos guerreros del Inca que habían subido a la
fortalecilla de la artillería, pues allí decían hallarse los cristianos. Otros
indios que habían penetrado por las calles del pueblo buscando a los
barbudos también volvieron presurosos informando haberlos hallado en el
interior de los galpones oscuros... Ya nadie tuvo la menor duda: ¡Los
barbudos estaban ocultos y paralizados por el miedo! Pero en eso, sin que
nadie lo anunciara, un barbudo con hábitos blanquinegros se abrió paso
hasta Atahualpa. Llevaba una cruz en la diestra y un objeto oscuro en la
siniestra. Lo seguían el cristiano que llevó el mensaje por la tarde y ese
muchacho tallan que nombraban Martinillo. Atahualpa miró a los recién
llegados con curiosidad, en razón de su osadía. Pero más que en ninguno
debió reparar en ese hombre blanco con sandalias y atuendo talar, que
portaba un extraño objeto y un pequeño báculo. ¡Parecía el dios
Huiracocha! No es que fuera el Hacedor del Universo, pero ahora resultaba
más explicable el nombre impuesto a los barbudos por los “perros tallanes.
Aprovechando el silencio, el fraile empezó a hablar; Atahualpa no lo
interrumpió, por el contrario, dejándole que predicara tomó asiento para
oirlo. Valverde— a lo que se descubre— comenzó a llamarse sacerdote y a
recitar el Requerimiento abreviado y de memoria. Habló de Dios, del Papa
y del Emperador don Carlos 125
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU remontándose
hasta Adán para probar la unidad del linaje humano... El dominico se sintió
fuerte al no verse interrumpido y trayendo su conversación hasta el
momento presente paso a ocuparse de Pizarro, recordándole al Inca que el
Gobernador quena ser su amigo y que lo estaba esperando a cenar... Pero
Atahualpa, que miraba al fraile y escuchaba a Martinillo, se mostro seguro
y despectivo, lo que obligó a Valverde a tornarle a hablar de Dios y temas
sacros. El Inca— que ya había escuchado bastante— se animó a romper con
su mutismo y buscando un fundamento a lo que afirmaba el fraile, le
preguntó que de dónde extractaba todo aquello. Valverde, por única
respuesta, le señaló el extraño objeto de su mano izquierda: una Biblia.
Martinillo le tradujo que era así como un gran quipu, muy usado entre
cristianos. Valverde, mientras tanto, se acercó al Inca para ofrecerle el libro.
Pero Atahualpa no le dio tiempo para que se lo mostrara, porque de un
manotón impidió que el fraile le acercara el libro a la cara. Sin duda, temió
algún hechizo. Lo cierto es que tomando el volumen quiso abrirlo por su
cuenta, mas fracasó en su intento por pretender hacerlo por el lomo. Abierto
en una última tentativa, al monarca no le causó admiración: ni las páginas
de papel ni sus letras de molde le decían nada. Aquel objeto le pareció
demasiado simple y decepcionado lo arrojó por los aires, haciéndolo caer al
suelo. El fraile lo tomó a blasfemia, a sacrilegio, y ofendido quiso pedir
explicaciones al monarca. Pero el Inca le recriminó el robo de las esteras, de
las ropas y comidas tomadas por los barbudos desde Puerto Viejo. Valverde
se recuperó algo y trató de disculpar a sus compañeros de hueste,
explicando que lo hicieron por equívoco, pero que ya el Gobernador les
había hecho devolver el hurto... Mas Atahualpa — mostrando su ferocidad
como él sabía hacerlo — no quiso olvidar la rapiña y poniéndose de pie en
su litera gritó amenazadoramente al fraile: "No partiré de aquí hasta que
toda me la traigan.” El fraile no pudo con el miedo y levantando su Biblia
del suelo echó a correr hacia el sitio donde estaba oculto el Gobernador,
reprochándole su tardanza en acudirlo a socorrer: “¡Qué hace vuesa merced,
que Atabalipa está hecho un Lucifer!”, y dirigiéndose a los soldados que
estaban con Pizarro les hizo ver que el indio idólatra había arrojado los
Evangelios por tierra y — en su lenguaje de capellán castrense — llamaba
"perro” al Inca, por el susto que le había dado, 126
FRANCISCO PIZARRO. EL MARQUÉS GOBERNADOR y
pedía que salieran todos a combatirlo porque de no ser así nadie salvaba la
vida. LA MASACRE Ante las voces del acalorado fraile, Francisco Pizarro
terminó de vestirse el escaupil y de calarse la celada borgoñota; luego
embrazó una adarga y empuñó su espada. Inmediatamente ordenó a sus
peones formar en cuña, hizo una señal al escopetero y, poniéndose al frente
de los suyos, se lanzó a la plaza al grito de: “ ¡Santiago!" El fatídico disparo
retumbó en el interior del adoratorio. Alguien agitó la toalla blanca para que
la viera Candia; el artillero acercó entonces la tea al falconete y, mientras se
consumía la mecha, rasgaron los aires las trompetas de Juan de Segovia y
Pedro de Alconchel. Luego sonó la explosión... y se oyó en la plaza una
gritería infernal. Casi al mismo tiempo Soto, seguido de Pedro Cataño,
irrumpió en la plaza con sus jinetes sembrando el caos entre los indios. Los
caballos, cargados de cascabeles, relincharon como nunca y embistieron,
mientras los quiteños— sin tiempo ni espacio para sacar sus armas —
contenían con el pecho el impacto de los brutos. Para mayor confusión
salieron más caballos con Hernando Pizarro y de otra arremetida derribaron
muchos indios por el suelo. Los cascos equinos se hundieron en las libreas
de colores y los cuerpos crugieron bajo los herrajes de hierro. Detrás de los
caballos sólo quedaban indios mal heridos, vomitando sangre por las bocas,
y algunos muertos a lanzadas. ¡El cuadro era apocalíptico! Atahualpa se
puso de pie sin atinar a nada, presenciando como los “carneros grandes”,
cual barcas poderosas, rompían con sus quillas ese mar de guerreros
sorprendidos. El Inca miraba a un lado y a otro, pero por todas partes veía
sólo destrucción. Sus hombres corrían y gritaban tratando de ganar las dos
puertas de la plaza, pues a las entradas de las calles los barbudos les
cerraban el paso con talanqueras de palo y los acuchillaban sin piedad;
luego se daban con los muros del cerco que les cerraban la salida y optaban
por quedarse quietos, desconcertados, 127
JOSE ANTONIO DEL busto duthurburu , otinar Al verlos así los
jinetes gritaban: "¡Sansin saber a que atin . , h „ matar. Los únicos tiago!" y
aguijando sus corceles se carreras eran los que parecían inmutables en ese
ambiente de carre fieles cargueros que portaban la litera impena . El empuje
de la caballería era terrible y nada lo podía conlas bestias, circunstancia que
aprovechaban los encabalgados para hundir lus lanzas en ellos. A todo esto
las trompetas no callaban y el falconete insistía en su bramar. Por todas
partes se oían gritos. La tierra estaba empapada de sangre... Mientras tanto,
los peones de Juan Pizarro salidos a la carrera empleaban sus espadas para
abrirse paso hasta el Inca. Fraira» Pizarro y sus rodeleros estaban más cerca
de el; algunos de esto , envueltos con los indios, quedaban retrasados, pero
pronto se daban maña para incorporarse a los suyos y seguir al Gobernador
Fue un momento indescriptible. Atahualpa, de pie sobre sus andas, no sabía
qué hacer. Su turbada figura destacaba en el crepúsculo sangriento. Pero los
caballos, siempre los caballos, eran los que mayor pánico causaban. Soto,
Belalcázar y Hernando Pizarro los aguijaban sin misericordia y sus
sangrientos hijares explicaban su furor irracional. Los indios seguían
poseídos por el miedo y ahora sólo pensaban en retroceder. Retrocedieron
tanto que pronto se sintieron de espaldas al gran muro que circundaba la
plaza. Entonces fue que se encaramaron los unos sobre los otros y,
edificando verdaderas pirámides humanas, trataron de salvarse. Pero al ver
que era imposible la fuga por lo alto, aquellas pirámides se derrumbaban
dejando un basamento de indios asfixiados. Al volver los jinetes a la carga,
las pirámides se tornaban a levantar: crecían y decrecían gracias a la
arquitectura del terror. Por fin, ante la gran presión humana, cedió el muro y
por encima de más muertos aplastados, los sobrevivientes pudieron escapar.
Pero los caballos también saltaron esa valla de cadáveres y adobes para
perseguirlos hasta el fin. Los caballos, sudorosos y jadeantes, parecían
sedientos de sangre. A estas alturas ya Francisco Pizarro había llegado junto
al Inca y, con cuatro o cinco peones, pugnaba por tomarlo prisio128
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR ñero.
No obstante, la heroica pasividad de los cargueros — posiblemente indios
lucanas — mantenía a su señor a salvo. Los portadores de la litera no se
defendían, pero tampoco daban muestras de ceder en la que para ellos era la
misión de su vida: portar al Inca. Los peones del Gobernador y éste mismo
hundieron en sus vientres los aceros, mas aquellos admirables servidores
que iban cayendo con las visceras afuera, eran inmediatamente
reemplazados por otros que esperaban serenamente su turno. ¡El estoicismo
de esa gente era asombroso! Para los españoles no quedaba otro camino que
matar. Y arreciando en sus ataques los cristianos consiguieron mecer algo la
litera. El anda imperial y sus cargadores estaba ahora sobre un túmulo de
cargueros muertos y eso hacía más fácil el ataque. Atahualpa se debió
percatar de este peligro por que volvió a ponerse de pie sobre su
tambaleante palanquín e hizo como si quisiera dar órdenes. Pero los
cristianos seguían invocando a Santiago y sus voces opacaban la del Inca.
Algún cristiano se aferró a la litera y provocó un forcejeo con los
portadores. Estos estaban mutilados y numéricamente tan disminuidos que
ya no tenían reemplazos. La litera se tambaleaba tanto que corría el riesgo
de caer. El Inca se asomó para mandar algo a sus portadores que ya no
podían sostenerlo, pero entre Francisco Pizarro y Miguel Estete
imposibilitaron su deseo. Más aún, el Gobernador le echó mano del brazo
izquierdo y Estete, de un salto, le arrancó de la frente la encarnada
mascapaicha. Pizarro gritó entonces a los españoles: “nadie hiera al indio so
pena de la vida”, mas fue demasiado tarde, porque un español—
posiblemente Alonso de Mesa— descargó una cuchillada sobre el Inca.
Pizarro, fiel a su orden, trató de detener el arma, pero ésta se clavó en su
mano derecha haciéndola sangrar. Estaban cayendo los últimos cargadores y
siete españoles que ya no teman con quien combatir, se asieron fuertemente
a la litera logrando derribarla al tiempo que otro rodelero se aferraba de los
largos cabellos del Inca. El monarca se precipitó a tierra, pero los peones
hicieron rueda y Francisco Pizarro lo levantó. Luego se le obligó a ir hasta
el adoratorio por ser el lugar más seguro. Atahualpa, con sus ropajes
deshechos, miró quietamente a su enemigo, y conservando su dignidad, se
dejó conducir sin ofrecer resistencia. Entonces el Sol, para no ver preso a su
bastardo Hijo, se ocultó; más tarde salió la Luna a llorarlo. Mientras tanto,
los jinetes de Soto, embriagados con la sangre, 129 PIZARRO.— 9
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU se ded, carón a
masacrar a los Indios principales . ^ esos que tenían las libreas con escaques
de color morado. El grito de los de a caballo era- “¡A los de las libreas, e no
se escape ninguno! V espoleaban su corceles repitiendo: " ¡Alanceadlos,
alanceadlos. Mas estándose cebando en los curacas, Hernando P.zarro-que
luchaba en otro frente-cayó al suelo por haber dado su cabalgadura un
traspiés y socorrido a tiempo por algunos peones, trasladaron aturdido a un
galpón. Cuando Hernando «cobro conocimiento ya la batalla estaba ganada;
nunca se perdona haber faltado a su final. Pero Soto, el rival ecuestre de
Hernando, continuaba persiguiendo a los curacas por el campo. Allí,
seguido siempre por sus hombres, los mató por las espaldas hasta después
de caído el so . Las siluetas de los encabalgados seguían levantando los
brazos y descargando golpes sin cesar. Ya era de noche y empezaba a llover,
cuando el galope de unos corceles que venían los detuvo en su masacre.
Eran Hernando Pizarro y fray Vicente de Valverde que traían una orden del
Gobernador. Se sobrepararon todos > dispa siéronse a escuchar a Hernando.
Entonces "rrequerió a todos el dicho femando pigarro de parte del rrey e del
gouernador en su nombre que se rrecogiesen pues hera ya de noche e Dios
les auia dado Vitoria”. Soto replicó que era atentar contra el arte de la
guerra cesar en la persecución de los vencidos, pero Hernando no le dio
explicaciones e insistió en que se retirasen, mandándoles “que aquella
noche estuviesen A recaudo y en la mañana darían en los yndios”. Soto no
le hizo el menor caso y picando espuelas a su caballo mandó que lo
siguieran veintidós jinetes suyos, con los cuales partió a proseguir la
persecución de los curacas... Maltrecho y desobedecido, Hernando volvió
donde su hermano el Gobernador. 130
IX. ATAHUALPA LA GRATITUD DE LOS QUECHUAS Esa
noche Cajamarca dio muestras de recuperar parte de su habitual
tranquilidad; no la recuperó toda porque la lluvia cayó insistentemente
incomodando a muchas aves de rapiña que graznaban impacientes y
molestas: era que en la plaza yacían más de tres mil guerreros muertos y,
con aquel aguacero, no podían iniciar su festín. De vez en cuando sopló el
viento, pero las mojadas ropas de los cadáveres ni siquiera se movieron.
También hubo truenos y relámpagos, tristes luminarias de esa noche de
difuntos insepultos y de pajarracos negros. La única muestra de vida en la
plaza solitaria la daba el pétreo Amaru-Huasi o Casa de la Serpiente, en
cuyo interior había resplandores de antorchas y voces castellanas. Era el
sitio donde el Inca estaba prisionero. El edificio, probablemente la morada
del curaca, estaba íepleta de barbudos. Agolpados y a la luz de hachones
encendidos en señal de regocijo, los cristianos querían conocer al monarca
prisionero. Algunos ingresaron hasta cerca del Gobernador y pudieron
mirarle a la cara; otros se contentaron con verlo de lejos. Pero éstos y
aquéllos quedaban mudos de admiración ante los modales del indio. ¡Era
tanta su grandeza y majestad que apenaba el que estuviera preso! Pero
Atahualpa no buscaba compasión, 131
JOSE ANTONIO del busto duthurburu tisuyo. . . „ Francisco
Pizarro esa noche “eslava muy alegre con la victoria , pero reparando en
Atahualpa hizo un paréntesis en su ^alegna y le diio- "que por qué eslava
tan triste: que no devia tener pes . que nosotros los christianos no haríamos
nasc.do en su tierra To muy lexos della: y que por todas las tierras por
donde haviamos venido avia muy grandes señores: a todos los ' mos hecho
amigos y vasallos del emperador por paz ^ y que no se espantase por aver
sido preso por nosotros . Ata hualpa lo miró serenamente y sonriendo
consigo miañóte dijo “que no estaba pensativo por aquello, sino porque e
tuvo pen samiento de prender al gobernador: y que le avia salido al
contrario: que a esta causa estava tan pensativo”. Pizarro enten 10 lo que le
ocurría y tratando de inspirarle confianza le presen o ciertas ropas indias de
tejido muy fino para que las vistiese e lugar de las raídas que llevaba.
Atahualpa agradeció el gesto y pasando a una habitación vecina cambió sus
vestiduras. Luego tornó al lado de Pizarro y éste lo invitó a cenar en su
compañía. Comieron esa noche en una mesa, mueble que hasta entonces
jamás había usado el Inca. Poco se sabe de lo que hablaron entonces, pero
se sospecha que Atahualpa se quejó de la negligencia de sus capitanes y
culpó más que a nadie a Maizavilca, ese curaca de Poechos que tan
astutamente había sabido engañarlo... Pizarro pretendió alejarlo de su
tristeza, pero el Inca le anticipo que no requería de consuelo, ofreciendo a
su adversario aquella hermosa frase: “usos son de la guerra el vencer o ser
vencido . La cena terminó muy tarde, pero al final de ella hizo Pizarro que
trajeran a ciertas indias cautivas y las dio al Inca por sus servidoras. Luego,
el Gobernador lo hizo llevar a su propia habitación, donde ya le había hecho
construir una cama. Atahualpa pensó que lo iba a atar para impedir que
escapara, pero Pizarro se despidió sin intentarlo: lo vio tan señor, que lo
trató como rey. Todos los cronistas están de acuerdo en que no le puso
grillos ni cadenas. 132
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR A la
mañana siguiente, que cayó domingo 17 de noviembre, mientras ciertos
indios prisioneros limpiaban la plaza de cadáveres, Soto con treinta jinetes
partió a tomar el campamento indio. Llevaba cada caballero en la grupa de
su corcel un negro de Guinea o un indio de Nicaragua. Los caballos salieron
muy briosos y, haciendo resonar sus cascos contra las piedras del camino,
se alejaron hacia Pultumarca. Una vez allí quedaron los cristianos a la
espera, siendo los esclavos los únicos que bajaron a saquear el campamento.
Los indios e indias que estaban dentro de él no opusieron la más leve
resistencia, limitándose a mirar con admiración a los barbudos sobre sus
caballos. Los africanos y naborías gastaron toda la mañana entre los toldos
y "hallaron grandes tesoros en piezas soberbias, muchas de gran presio,
todo metal de oro rico e plata fina” por valor de cuarenta mil pesos.
También hallaron mucha ropa lujosa, tanta que se calculó en un millón de
pesos, aunque por el momento los esclavos sólo recogieron oro y plata,
depositándolo a los pies de los jinetes. Estos, al ver que los objetos
preciosos eran imposible de transportar a Cajamarca y buscando facilitar su
traslado, comenzaron a tomar prisioneros. Sin embargo, ante sus extrañados
ojos, los cautivos se dieron voluntariamente en tal forma que pronto
llegaron a diez mil, entre hombres y mujeres. Soto entonces les indicó
cargaran el botín, pero eran tantos que la mayor parte de ellos quedaron con
las manos vacías. El capitán decidió soltarlos, mas ninguno quiso regresar
al campamento. De este modo, cerca del mediodía, los jinetes con sus diez
millares de cautivos avistaron Cajamarca. Los que estaban ahí con el
Gobernador corrieron a tomar las armas asustados por aquella nueva
multitud; pronto se tranquilizaron al ver que Soto y sus soldados hacían
señas amistosas, previniéndoles que prescindiesen de la defensa porque los
que venían eran todos indios de paz que se habían dado por cautivos.
Francisco Pizarro no comprendió en un primer momento lo que ocurría,
pero dispuesto a enterarse pronto, salió al encuentro de esos indios
realmente desarmados, algunos de los cuales— según decían los jinetes—
habían quebrado sus armas antes de darse a los españoles. Sin acabar de
entender lo sucedido, Pizarro pretendió asegurarse de la docilidad de
aquellos hombres y mujeres cautivos, para lo cual llamó a un tallán
intérprete y luego hizo detener aquella multitud. Entonces, se subió a un
lugar alto y por medio del tallán empezó a hablarles. Los cau133
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU «ivos
permanecieron de pie ¿ ^ á,r. ,». Atahualpa no era muerto, es decir, que
estaba vivo y sal™' Pe«>' al mismo tiempo, prisionero. Los indios no
enten^er°" “t°p“zarro o por lo menos, dieron muestras de gran ind,ferencia'
P‘“ constató que no eran gentes peligrosas y decidió liberarlos a todos,
aunque alguien le aconsejó que no lo hiciera sin cor ^ar es mano derecha a
los varones para imposibilitarlos de usar a _ El Gobernador no dio oídos a
esto último y solo permitió que p turno los soldados bajasen a la plaza y
escogiesen en cautivos aquellos que fueran útiles para cargar el fardaje. Los
españoles descendieron por grupos y eligieron a los varones mas fuertes
para servirse de ellos como cargueros; luego pretextando necesitar indias
que los curasen de sus futuras heridas e guerra y les preparasen las comidas,
separaron las mas jovenes y bellas. . , , Cuando Pizarro vio que ya nadie
pedía cautivos, por medio del intérprete volvió a hablarles a los presos,
haciéndoles ver que quedaban en libertad para volver a sus tierras y que
llevaran a los suyos noticias de lo generosos que eran los cristianos. Pero,
aunque todos los indios entendieron bien esta vez y se movieron,
poquísimos se retiraron; es decir, no se querían marchar. Alonso Pérez de
Vivero, uno de los captores del Inca, refiere que ningún indio obedeció al
Gobernador y que, por el contrario, todos pugnaron por quedarse con los
españoles y "aunque les pesava a los cristianos, se les venían a las posadas e
no les podían echar dellas”. Los soldados tuvieron que ponerse firmes y por
medio de gritos y aspavientos los obligaron a irse. Los cautivos se alejaron
algo, deteniéndose luego como si esperaran arrepentimiento de los
españoles. Mas apreciando que ninguno los llamaba, comenzaron a alejarse
por el sur. Esa misma tarde los pocos cautivos que habían elegido los
cristianos para su servicio, salieron al campo y regresaron con comida.
Trajeron auquénidos, también mucho maíz, fruta y ajíes colorados. Daban a
entender que estaban muy contentos de servir a los cristianos y que
deseaban seguirlo haciendo todo el tiempo que éstos decidieran quedarse en
su tierra. Los soldados, extrañadísimos, no sabían qué pensar. Pero
Atahualpa — que desde una ventana había visto todo — era 134
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR el
único que comprendía: esos cautivos que habían traído a la plaza eran
quechuas, vasallos de Huáscar, que habían apresado los de Quito para
servirse de ellos en las marchas de conquista. Por eso se mostraban
agradecidos a los españoles, a quienes ruñaban como “gentes del cielo”
venidas para libertar a Huáscar, y por eso no habían mostrado regocijo al
enterarse de que aún vivía Atahualpa. Ellos hubieran querido que los
barbudos lo asesinaran como a rey intruso y forastero. Ellos también habían
escuchado que los cristianos habían subido a la sierra pregonando que
marchaban a secundar al legítimo señor de aquel Imperio. Ahora volvían a
sus tierras y llevaban la noticia de que los barbudos lo habían derrotado;
habría fiestas en los pueblos del camino y todos darían gracias al
Huiracocha por haber acudido nuevamente en socorro de los quechuas...
Pero eso Atahualpa no lo iba a permitir. Huáscar iba a morir sin llegar a
entrevistarse con Pizarro. Y, acercándose el regio prisionero a la puerta,
trató de hablar con el español de guardia. El alabardero no le hizo
demasiado caso, pero llamó a un intérprete tallán. Entonces Atahualpa
mandó acercarse al muchacho y en voz no muy alta le dijo que llamara al
Gobernador, porque quería decirle algo muy importante. LA PROMESA
DEL ORO Francisco Pizarro halló a Atahualpa que "mostrava estar
contento”. Disimulando su sorpresa, lo debió saludar e intercambiados los
cumplidos y pasado un término prudente, recibió la confesión del Inca: lo
había llamado porque sospechaba haber hallado una manera de poder
recuperar su libertad. El Gobernador no debió darle mayores esperanzas,
pero encogiéndose de hombros decidió escuchar hasta el final. Entonces
Atahualpa principió a contarle la historia de su guerra fratricida, la prisión
de Huáscar y la toma del Cusco por cuarenta mil quiteños. Finalmente,
confesó que tenía deseos de regresar a Quito, su patria, para terminar la
reedificación de Tumebamba y, de paso, castigar a todos los pueblos que se
hubieran opuesto a su reinado. Al Gobernador debió gustarle la sinceridad
del prisionero, pero Atahualpa— astuto como el que más— no lo dejó
hablar y desviándose del tema, pasó a ocuparse del estado en el que se
encontraba debido a los españoles, terminando mañosamente: “que bien
sabía lo que ellos bus135
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cavan" Pizarro
no se dejó sorprender por el Inca y, simplificando las cosas, “le dixo que la
gente de guerra no buscara otra cosa too oro” Atahualpa asintió como
hombre al que se ha logrado descubrir su pensamiento y entonces, luego de
una pausa se acerT: Gobernador y prometió llenarle de oro e, aposente ,
dond estaban a cambio de “que lo pusiesse en su libertad como antes e$t
Pizarro al escuchar la propuesta, debió dudar de las palabras de su real
cautivo, mas pasado el primer momento de estupor se situó en el terreno de
la posibilidad. El Gobernador era amb.ctoso y alcanzada la victoria sólo el
oro lo podía ya tentar. De ser cierta la propuesta-pensaba Pizarro-aquella
habitación no día menos de veinticinco pies de largo por otros quince de
ancho. Pero mientras el Gobernador calculaba el oro reluciente que llenaría
la habitación, Atahualpa comprendió que Pizarro titubeaba V para terminar
de decidirlo añadió que llenaría también dos galpones grandes repletos de
plata... “todo... porque lo pusiesse en su libertad como antes eslava”.
Impresionado Pizarro le pregunto que en cuanto tiempo cumpliría la
promesa; el Inca se mostro seguro y contestó que cuarenta días bastarían.
Pizarro le dio a entender que no jugase ni mintiese, menos aún que
maquinase una traición. Atahualpa, dispuesto a matarle sus sospechas, le
prometió solemnemente que su gesto no encubría engaño, y puso por
fiadora a su sinceridad de príncipe. A los ocho días de ocurrido esto,
comenzaron a llegar a Cajamarca grandes caravanas de auquénidos
portando vasos y botijos de oro. Con las caravanas vinieron también
muchos curacas y todos pedían visitar a su señor. Obtenida esta licencia, se
descalzaban y poniéndose un peso en las espaldas, ingresaban a la Casa de
la Sierpe, eventual morada del Inca prisionero. Cuentan las crónicas que
"era grande el acatamiento con que entraban a hablarle, y él se había con
ellos muy como príncipe, no mostrando menos gravedad estando preso y
desbaratado, que antes que aquello le acaeciese”. Sin embargo, cuando
Atahualpa hablaba con los españoles mostraba mucha jovialidad y trataba
de hacerse accesible. Incluso al mozuelo Pedro Pizarro, pariente del
Gobernador, le informaba que su vestido estaba hecho con negras pieles de
murciélago y que usaba los cabellos largos porque tenía una oreja quebrada
por acción de guerra. Acaso lo trataba bien porque era deudo del 136
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Gobernador, mas lo cierto es que le contaba muchas cosas. Otro que se hizo
gran amigo suyo fue Hernando de Soto, quien llegó a asegurarle que no le
dejaría hacer daño de nadie. Enterado de esta promesa, Hernando Pizarro —
siempre rival de Soto visitó muchas veces al Inca para decirle que no
temiera por su vida, pues mientras él viviese nadie lo osaría tocar.
Atahualpa trató de halagar a este último "y ansí decía el Atabalipa que no
había visto español que paresciese señor si no era Hernando Pizarro . Con el
único español que Atahualpa se mostraba poco amable era con fray Vicente
de Valverde. Esto, porque el fraile con esa tozudez nacida de la
intransigencia— trataba de demostrarle que no era Hijo del Sol y que hacía
muy mal teniendo por esposas a sus hermanas. El Inca lo miraba como a
hombre impertinente y no atendía demasiado a sus frases de evangelización.
Por lo demás, "en todo el tiempo de su prisión, siempre se le hizo muy buen
tratamiento; y aquel padre dominico, tenía cuidado de predicarle y hacerle
entender las cosas de nuestra santa Fe y darle noticia de todo lo que
convenía para su salvación”. También el Gobernador lo visitaba con
frecuencia y todas las noches o la mayoría de ellas, cenaba con él. Pizarro
se esmeraba, por su parte, en explicarle que el Emperador don Carlos era
dueño de lo mejor del mundo y que era un deber de todos obedecerle. Pero
Atahualpa— soberbio como todo rey destronado— no admitía que pudiera
haber un monarca más poderoso que él. Al final parece que se convenció,
aunque siempre se negó a rendirle vasallaje. Amigo, sí, mas no' vasallo. Si
aquel Carlos de Augsburgo lo buscara, su entrevista sería una reunión de
emperadores. Mientras tanto, las caravanas seguían entrando a Cajamarca,
pero los soldados mal contentos dieron en decir que el oro que traían
resultaba insuficiente para llenar la sala del rescate y os dos galpones
grandes en el plazo prometido. Atahualpa, que era muy listo, se percató de
estas quejas y deseando terminar con ellas, hizo llamar al Gobernador.
Venido Pizarro le hablo entonces el Inca de lo que pasaba y para terminar
con la maledicencia de la tropa concluyó proponiéndole que él mismo
enviase a sus cristianos por el oro. Primero le habló de un templo, alia en la
costa, repleto de riquezas; después de la ciudad del Cusco, la sagrada
capital... El Gobernador tornó a salir desconcertado, pero habiendo hecho
una junta de capitanes, éstos le propusieron que aceptara. 137
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Allí mismo se
decidió que a ese templo de la costa marchara Hernando Pizarro con
dieciséis jinetes, y que para lo del Cusco se pidiese voluntarios, por ser
misión riesgosa y mas temida.^ Después de esto volvió Pizarro donde el
Inca y le dijo: Yo quiero enviar a mi hermano a Pachacamac con algunos
españoles: mira que si algún indio se levantare y contra ellos fuere, te tengo
de matar. Luego también quiero vaya a Xauxa y traiga consigo a
Challicuchima tu capitán, porque tengo deseo de velle, que me dicen que es
muy valiente.” Atahualpa le contestó inmediatamente: “Señor, vaya tu
hermano y no tema, que nadie se osará menear mientras yo viviere." Astuto
como siempre, Atahualpa aseguraba su vida poniéndola por fiadora del bien
de los expedicionarios y así, por lo menos hasta que volviera Hernando
Pizarro, no lo podrían matar. Luego llamó a ciertos sacerdotes del ídolo de
Pachacamac que estaban en Caj amarca y los entregó al Gobernador para
que guiaran a los españoles hasta su santuario. Entendió Pizarro que
Atahualpa trataba mal a los sacerdotes y hablaba irreverentemente de su
ídolo e intrigado por todo, siempre por medio del intérprete, le preguntó
"que por qué había dicho aquello que no era su dios”. El Inca lo miró en
silencio y luego le contestó sin reparo: "porque es mentiroso". Insistió
Pizarro sobre por qué decía tal, siendo por ello que obtuvo esta respuesta:
"has de saber, Señor, questando mi padre malo en Quito le envió a
preguntar qué haría para su salud; dijo lo sacasen al sol, y en sacándole
murió: Guáscar mi hermano le envió a preguntar quien había de vencer él o
yo, y dijo que él, y vencí yo. Cuando vosotros vinisteis, yo le envié a
preguntar quién había de vencer, vosotros o yo: envióme a decir que yo.
Vencistes vosotros. Ansí ques mentiroso y no es dios, pues miente”. Pizarro
se sorprendió ante la agudeza del indio y, medio en serio medio en broma,
le dijo que sabía mucho, esto es, que era hombre muy listo. Atahualpa
dibujó con su boca lampiña una sonrisa y mirándolo maliciosamente desde
el fondo de sus ojos, se limitó a contestar "que los mercaderes sabían
mucho”, y él estaba desempeñando el papel de mercader, pues trataba de
mercar su libertad por el oro... Admirado el Gobernador con la respuesta,
salió a la plaza a despedir a su hermano Hernando que esperaba la orden de
partida. Era el 5 de enero de 1533, víspera de los Santos Reyes. Así las
cosas, el Gobernador hizo pregonar un bando pidiendo voluntarios para ir al
Cusco a traer oro, por ser deseo del Inca 138
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
apresurar el despacho del metal precioso y pagar con él su libertad. Se
añadía que por expresa orden de Atahualpa, un orejón acompañaría a los
voluntarios y les ofrecería con su persona todo tipo de protección. Pero por
más que voceó en la plaza el pregonero Juan García, nadie se fue a ofrecer
al Gobernador. La verdad es que la oferta tenía poco de tentadora. Eso de
marchar unos pocos a la capital de aquel Imperio era tentar a la Pi
ovidencia, y ya que estaban todos vivos — Dios sabía cómo debía pensarse
que se había vencido lo peor y que ir al Cusco era arriesgar demasiado.
Pizarra, sin embargo, pidió una y tres veces se presentaran voluntarios y al
final, luego de grandes indecisiones, se presentaron tres soldados. Los tres
eran de aquellos que tenían poco que perder. Uno era Pero Martín Bueno,
maestre de navio acostumbrado a tratar a golpes a los marineros; otro Pedro
Martín de Moguer, oscurísimo soldado natural de la baja Andalucía, que en
su afán de obtener oro todo medio lo creía lícito; y el útimo, Pedro de
Zárate, sastre jugador y mujeriego escapado de la cárcel de Panamá. Por
desgracia, éstos fueron los únicos que se presentaron. El Inca, como estaba
prometido, los puso bajo la protección del orejón principal, encargado de
llevarlos hasta el mismo Cusco; y hechos sus preparativos, subidos en
cómodas literas, aquellos tres soldados partieron hacia allá el 15 de febrero
del mismo año 33. EL FINAL DE HUASCAR * Francisco Pizarro,
siguiendo una costumbre tan antigua como la prisión del Inca, invitaba a
éste todas las noches a cenar. Parece que ambos se entretenían en estudiarse
mutuamente y por eso sus conversaciones parecían partidas de ajedrez.
Cada uno sólo hablaba de aquello que debía conocer el otro, y el intérprete
Martinillo se encargaba de la traducción. De este modo adelantó Atahualpa
una noche, que había ordenado a sus generales que le enviasen preso a
Huáscar. Quería que conociera el Gobernador a este su hermano vencido y a
esa hora debía estar marchando por la tierra de los huancas. Pizarro
sospechó que Atahualpa sacaba a Huáscar del Cusco para matarlo en el
camino, y acusándolo con su dedo índice le dijo que no osara hacer
semejante cosa, pues de hacerla se daría Dios por ofendido y lo mismo el
Emperador; que mirase como procedía, porque no habría perdón paia su
vida si 139
JOSE ANTONIO DEL busto dut h urburu . , _ nllitársela a su
hermano. Atahualpa lo calmó diciendole Sé rsrsr = sssssa i£Z de modo que
juntos pudieran verlo entrar sano y salvo CajamaD?cen que el Gobernador
Pizarro quedó a partir de ese momemo más confiado. Pensaba carear a los
dos hermanos y. aprovechándose de su enemistad, iniciar una más raptda
conqu^ del Imperio. Luego, no mataría a ninguno, pero "de «inte netamente
jurídico para esclarecer a cua! de eUos correspondía el trono. El hermano
perdedor-sm duda Ate pa-sería puesto en libertad, pero al mismo tiempo,
tan dismi nuido y vigilado que nada pudiera hacer sin permiso de los
españoles. El hermano favorecido, posiblemente Huáscar, v ve™ a ceñir la
mascapaicha siempre y cuando se declarase vasallo Emperador don Carlos.
Si ambos hermanos aceptasen cristianarse, se habría superado la primera
gran dificultad. Pero, mientras esto pensaba el Gobernador, el desdichado
Huáscar avanzaba por los caminos de la cordillera con los hombros
horadados por las cuerdas con que lo arrastraban sus enemigos. Detrás de él
iba su madre, la altiva Mama Rahua, también sujeta a vejación; luego,
varias esposas del cautivo entre las cuales estaba la Coya Chuquillanto.
Numerosos guerreros escoltaban a los prisioneros. Presos y guardianes
caminaban todo el día y solo por la noche acogíanse a los tambos. A pesar
de los maltratos y vejámenes, Huáscar sufría esperanzado en esas “gentes
del cielo" que habían venido a vengarlo y ya tenían preso al sanguinario
Atahualpa. Sin embargo, habiendo cruzado la triste comitiva el antiguo
reino de los huancas, estando por entrar en tierras de Huanuco, Huáscar—
ignoramos cómo— se enteró de que Atahualpa había ofrecido oro y plata a
los cristianos. Sin duda vio alguna caravana, porque resultaba difícil otro
tipo de información, a menos que todo hubiera nacido de la conversación
con sus guardianes. Lo cierto es que el destronado Huáscar se indignó con
la noticia, y dirigiéndose a los quiteños que lo custodiaban les preguntó
despectivo: "¿Ese perro de Atabalipa dónde tiene el oro y la plata que dará a
los cristianos? ¿No sabe que todo es mío?” Y luego 140
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
masculló entre dientes: "¡Yo se lo daré a los cristianos y a él lo matarán!”
La frase debió ser oída por alguien porque se enteró Atahualpa y
entendiendo éste lo que Huáscar pensaba ofrecer a los españoles, llegó a la
conclusión de que era necesario asesinarlo. Y con esta orden despachó un
mensajero al país de los huánucos. No obstante, antes — según cuenta una
crónica — “acordó de hacer un ardid de hombre sabio, que cierto este indio
lo era, y fue que un día enviádole el Marqués (Francisco Pizarro) a llamar
para que viniese a comer con él, que así lo acostumbraba, fingió el
Atabalipa estar llorando muy congojado. Sabido pues por el Marqués estaba
así, y preguntándoselo, él rehusaba de decírselo, sollozando, y al fin
mandóle el Marqués lo dijese. Respondió: estoy así porque me has de
matar. El Marqués le dijo que no temiese, que dijese lo que había, que no le
mataría: vino a decir, Señor, tú me mandaste que no matasen a mi hermano
Guáscar porque me matarías si lo matasen: mis capitanes sin yo sabello lo
han muerto, y por esto estoy ansí entendiendo que me has tú de matar”. El
Gobernador no entendió la artimaña y sólo atinó a preguntar: "¿Es cierto
muerto el indio?" Atahualpa, interrumpiendo sus pesares, dijo que sí.
Entonces Pizarro lo confortó diciéndole "que no temiese, que, pues le
habían muerto sin sabello él, que no le haría mal ni le mataría”. Asegurada
de este modo su vida, Atahualpa despachó esa misma noche al mensajero
con la orden de asesinar- a Huáscar. Cumpliendo con lo mandado por su
Inca, los quiteños llevaron a Huáscar hasta un acantilado que daba sobre el
río Andamarca, en tierra de los indios huamachucos. El príncipe malicio lo
que le esperaba y puesto de espaldas a la impetuosa corriente, enrostró a sus
guardianes cómo siendo el soberano Señor y verdadero Inga, le había (n)
traído a tal estado . Pero los quiteños, sin ablandarse, continuaron haciendo
los aprestos para dar fin a su misión; el príncipe los emplazó ante el Ticci
Huiracocha y los amenazó con la venganza que de él tomarían los
cristianos. Los quiteños habían terminado sus aprestos. Todos se preparaban
a espectar el regicidio. Entonces fue que salieron dos o tres y levantando al
atado prisionero, lo precipitaron a las turbulentas aguas. Así acabó Huáscar
Inca, último señor legítimo de los Cuatro Suyos. 141
JOSE ANTONIO DEL busto duthurburu Mientras tanto,
Atahualpa principiólo lo había cautiverio, contra lo que pudo pensar en P
pQr ^ menoSi llegado a despojar ^ "icho, cosa que hada seguía gobernando
el Tahuan y n d¡¡ Huáscar. Era cierto con mayor facilidad des e a nunca,
pero también era que los naturales lo odiaban ma q ^ librara de verdad que
todos le temían. La pos ^ ^ ^ ^ la prisión era algo que no po ian ap orejones
y curacas para .odas las mañanas acudían desde lejos los orefones^y ^ ^
visitarlo y también sus g0 ““a°aba co„ despótico desprecio y fueran amigos
o enemigos, turbación Retirados estos gozaba con inspirarles miedo o
^^.‘""ristianos y hasta indios, tornaba a su habitual cordtahdad con los -is Y
se permitía algunas bromas Gobernador, Hernando de Soto o Herna poco
desdeñaba hablar c°n sus carcelero^ Estos .0.^ ^ lando con respeto y el
alcaide d P ^ Y explica ceño, permitía muchas cosas para dadoS o el juego
del que Atahualpa aprendiera el manejo de los dados 1 g aiedrez como es
fama que lo hacia. Sin embargo, lo que al Inca te nía más contento era la
presencia de sus mujeres. Las tema n rosas- pero se reconocía en ellas cierta
graduación o jerarquía. La mayor curiosidad de los soldados comenzó
cuando se presen! en Caiamarca un hermano de Atahualpa con unas
hermanas de Sea “dados comentaron que estas hermanas venían para
distraer al regio prisionero, pero lo que comenzó como u“ terminó en gran
verdad: Atahualpa dormía con ellas. Incapac de entender la magnitud del
incesto real, los españoles solo naban a decir que era un indio lujurioso,
cuyo refinamiento sexu lindaba con la aberración. Y se complacía en
contárselo al fraile, frenador de los pecados carnales de la hueste. La
distracción del Inca no era óbice para que siguieran llegando caravanas de
oro. Con éstas vinieron nuevos príncipes de sangre —hijos también de
Huaina Cápac— , los cuales pedían inmediatamente visitar a su hermano
preso. Atahualpa se mostraba siempre duro con ellos y después de escuchar
su saludo, los miraba sin contestar. Dos de estos hermanos, concluida su
misión, pidieron permiso a Pizarro para regresar al Cusco. Sus nombres
eran Maita Yupanqui y Huamán Tito. El Gobernador les dijo “que mirasen
no los matasen por allá”. Pero ambos insistieron y 142
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR se
les concedió lo que pedían. Cuando Atahualpa se enteró de ello, mandó
llamar a Pizarro y le dijo: “Señor, no des licencia a estos mis hermanos
porque están mal quistos por allá arriba, y si los matan dirás que yo lo
mandé”. El Gobernador contó a los dos príncipes lo que Atahualpa había
dicho, pero ellos porfiaron tanto que Pizarro los dejó partir. Debían ser muy
allegados al difunto Huáscar, porque pronto llegaron noticias de que habían
sido asesinados en el camino. LA FUNDICION DEL ORO En los días que
siguieron, Atahualpa perdió gran parte de su seguridad personal y
omnipotencia, mientras que para los españoles hubo buenas nuevas.
Sucedió que en la víspera de Pascua de Resurrección se presentó Diego de
Almagro en Cajamarca; traía 150 hombres de a pie y medio ciento de a
caballo. También venían con él algunos maestres y marineros de los navios
en que había hecho el viaje desde Panamá. Estas naves habían quedado al
ancla frente al río Chira, esperando hacer el viaje de retorno con el oro del
Rey. Pizarro salió a recibir a su antiguo compañero, y emocionándose los
dos amigos al verse, se dieron un fuerte abrazo. El abrazo por parte de
ambos fue sincero; pero el que dio Pizarro disimulaba mucho. Esto porque
el secretario de Almagro le había escrito una carta desde San Miguel,
advirtiéndole que su jefe venía no a ayudarlo, sino a formar una
gobernación propia. Pizarro no hizo mayor caso a la carta, mas Almagro —
al descubrir la traición — ahorcó a su secretario. Pizarro conocía todo esto;
no obstante, confiando en el amigo, lo abrazó como si nada hubiera
sucedido. El era un soldado y Almagro también: si algo se tuvieran que
decir, nunca sería por medio de sus secretarios. Poco antes, un negro que
había ido con los tres españoles al Cusco, regresó desde Jauja con 107
cargas de oro y siete de plata. Pesando los cántaros y vasijas de oro que
traía se contaron 120 arrobas de metal dorado; acto seguido el Gobernador
mandó poner todo en los sitios que le correspondía y levantar un inventario
para evitar confusiones o robos. Además de esto, el negro trajo también una
noticia que alegró bastante más a los cristianos: Hernando Pizarro estaba ya
en Jauja, procedente de 143
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU Pachacamac, y
pasados alguno, días -«a ¡ría™ Cajamarca . AUtpPsu, ,* no era ^ ra TtTfr
de 1533. En P“hacam“_j°n ,ata del santuario por valor de un sismo— había
sacado y ^ ^ caballos necesi80.000 pesos. De regreso ^ ^ hierro disponible
se tuvo que halaron herrajes, y por no hab ni el rey Francisco cer herraduras
de plata: ¡Lujo de y a su frende Francia! Una vea en laujaha ^ £¡e] „ te
Calcuchímac, general temí tampoco les dio mea Atahua, pa. H»~* Ornando
y “ ."La'de poder ver a, Inca prisionero acep^ seguirlo a Cajamarca: ahora
lo ten.a constgo y el quiteño q lo anunciasen a Atahualpa. urmía venido a
verlo Los carceleros notificaron al Inca de que hab a su más preciado
militar, y A‘ahualPa ac“ ” a su soberano, se contestó a C.lcuchímac que se
ah: sta „ un indio el quiteño comenzó por descalzarse, y meg ,4 que lo
acompañaba el bulto de piedras que transe lo^puso^en las espaldas. Otros
capitanes quiteños que esc pntra mac hideron ,0 mismo. Cuando todos
estuvieron cargados, entrar°nMahuae,paUtSbió a su bravo general sentado
en su duho de madera colorada. Los quiteños, curvados por la \ ^ ban
anudada al pecho, levantaron los brazos en a“° 3 tiempo que Calcuchímac
daba en voz alta gracias al Sol por ha berle permitido ver al Inca. Luego se
acercó a Atahualpa con ni cho acatamiento y le besó el rostro, las manos y
los pies. Sin bar«o ante el rendido saludo de su general, Atahualpa tanta
magestad, que con no tener en todos sus reynos , a quien tanto quisiesse, no
le miró a la cara ni higo mas caso del que ciera del más triste indio que
tenía". Los guardias españoles, sorprendidos, se miraron entre ellos.
Todavía pasó un ra -O, y sólo entonces, sin siquiera mirarlo, con tono grave
le dijo: Seas bienvenido..., Challicuchima.” Poco después de la llegada de
Almagro y el regreso de Hernando Pizarro sucedió algo importante: el
Gobernador ordeno la fun144
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
dición del oro. Atahualpa creyó indignado que Pizarro lo hacía para luego
pretextar que él no había cumplido su promesa de llenar los aposentos con
metal precioso, y entonces poderlo matar. Sin embargo, Pizarro actuó
atendiendo a muchas cosas menos a la posibilidad de matar a Atahualpa. El
principio de esta fundición fue la visita que a Pizarro hicieron los maestres
de los navios surtos en el litoral de San Miguel. Vinieron a decirle que no
podían esperar más — como el Gobernador les había ordenado — , pues los
cascos de las naves estaban carcomidos por "la broma’’ y las embarcaciones
corrían el riesgo de hundirse. Otro motivo era que aquel mar no lo conocían
y temían en los días sucesivos, con el cambio de estación, tener las
corrientes en contra y los vientos muertos; además, la tardanza podía
interpretarse en Panamá como naufragio, y los bienes de los tripulantes
serían rematados en pública almoneda por creérseles difuntos. Rogaban,
pues, los maestres al Gobernador se sirviera devolverles las velas quitadas
por orden suya a los navios y darles el permiso de salida. Esto fue lo que
aparentemente decidió la fundición del oro; pero existió en realidad otro
motivo mayor, auspiciado por los Oficiales Reales venidos de San Miguel:
el Emperador tenía guerras y, por tanto, gastos que sufragar. El Rey de
Francia había dejado de ser un peligro, pero ahora Solimán II era el terror
de la Cristiandad. Si no se enviaba con presteza oro al Emperador con los
navios surtos en San Miguel, ya no podría socorrerse a la Corona hasta
pasado mucho tiempo. Por estos motivos y no por acelerar el reparto de un
tesoro que ambicionaba hacía meses, fue que el Gobernador ordenó
principiar la fundición el 13 de mayo de 1533, dos días antes de San Isidro
labrador. Atahualpa, mientras tanto, pasaba días amarguísimos. Todos sus
planes se habían derrumbado y entendía que los cristianos lo culpaban de la
muerte de Huáscar, de Maita Yupanqui y de Huamán Tito. Si los españoles
descubriesen que ese cráneo convertido en vaso en el que bebía sora era el
cráneo de otro hermano suyo, sin duda tendrían más motivos para culparlo.
Todo se había confabulado contra su persona: primero, la llegada de
Almagro con un refuerzo de 200 hombres y 50 caballos; luego, la prisión de
Calcuchímac, al que Hernando Pizarro hizo creer que su señor lo llamaba y
hasta le prometió una entrevista... Calcuchímac estaba ahora preso, medio
quemado por el tormento que le habían dado los españoles, que
preguntaban por el tesoro de Huás145 PIZARRO. — 10
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU ¿i nnísauis
seguía en el Cusco y tecar, y no se podía contar pero estaba nía órdenes de
recoger J ntar con él; Rumiñahui terdemasiado lejos y tampoco se po . ado
por Sus personales minó fugando a Quito, posiblemente ‘^futta de su
petsona.,. ambiciones, pues no hab.a vuelto ! ,a v “ir a estos tres ge¡Y
pensar que alguna vez su libertad y a°.oesarcaristianos para stemprel
A,ueUo ahora i^mba clí: y “hTcer fa te todo, andaba mal: los carceleros ya
no ^eran tan amable ^ Al ero lo miraba peor, los Oficiales Reales lo odiaban
y el fraile no hacía sino amenazarlo con las llamas del infierno cada vez que
enteraba que había vuelto a dormir con sus hermanas. El Go bernador
Pizarro era hombre de buen corazón, no en vano le h bia permitido alargar
el plazo para la entrega de oro P ero P ser el jefe de los barbudos, no
siempre era fácil de convencerMás accesibles se mostraban Hernando
Pizarro y Hernando de Soto acaso porque presumían de competir con su
amistad Los boto, acaso poi4 ? Fuentes Pedro de Mendoza, Pedro demás,
como Francisco de Fuentes, rearo u Cataño y algún otro, eran de buen
corazón, pero nada influ yentes. El 23 de abril habían regresado Pedro de
Zarate, uno e os soldados que fueron al Cusco, y el 13 del mes siguiente lo
hicieron Moguer y Bueno. Volvieron en literas y con ciento noven cargados
de oro y plata. A pesar de que lo juraban, los cristianos no querían creer lo
que aquellos tres contaban: los cusquenos los habían recibido como hijos
del dios Huiracocha y a su paso, poniéndose en cuclillas, se arrancaban y
soplaban cejas y pestañas a modo de adoración. Los aposentaron en el
Acllahuasi o Casa de las Vírgenes del Sol— donde las aellas los atendieron
reverentemente— y luego les mostraron el templo solar o Concancha. Este
templo era imposible de describir. Estaba foirado con plan chas de oro y
tenía macizas imágenes de metal riquísimo. Los tres soldados las mandaron
desclavar, mas por ser tanto oro, tuvieron que dejarlas en un pozo y sólo
pudieron traer algunas muestras. Por lo demás, el Cusco no lo habían
conocido todo, pero 146
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
entendían que era una gran ciudad de calles rectas y plazas llenas de
templos y palacios. Había también puentes y jardines, asimismo, gran
cantidad de edificios de piedra. La ciudad estaba guardada por Quisquis,
lugarteniente de Atahualpa, quien tiranizaba a los cusqueños haciéndoles
coger vivos los pájaros del campo que él luego se daba el gusto de volver a
soltar, divirtiéndose con el trabajo inútil de los sojuzgados. De todo lo que
vieron del Cusco guardaban gran recuerdo, como de "grandeza no vista ni
entendida por las gentes en ninguno de los siglos pasados”, pero, sobre
todo, de las Vírgenes del Sol... vírgenes, claro está, que habían dejado de
serlo a raíz de su visita... Y los tres estúpidos reían sin tener cuando acabar.
Pizarro entendió que Pedro de Zárate había tomado posesión del Cusco en
nombre del Emperador y eso, junto con las noticias del mucho oro, lo
alegraron bastante. Dicen que a partir de entonces el Gobernador habló de
salir de Cajamarca y marchar sobre la sagrada capital del Imperio.
Contrastando con la hilaridad de los tres soldados y con la alegría del
Gobernador, Atahualpa pasaba los días consumido por la duda. No había
llegado a llenar los aposentos de oro y plata como prometió, pero Pizarro —
ante la necesidad de empezar la fundición— dejó en claro por voz de
pregonero que el Inca había cumplido su palabra y que, por tanto, cesaba su
obligación. El Gobernador se había comportado con una altura inesperada,
aunque la verdad es que sobre su ansiada libertad no dijo una palabra.
Cuando directamente le preguntó sobre ello, Pizarro se limitó a contestarle
que por el momento era imposible, que su prisión se prolongaba por tiempo
indefinido y que ello se debía a una razón militar. Por eso, sentado en su
duho de madera roja y envuelto en su manto de vicuña, Atahualpa,
silencioso, tenía clavados los ojos en el suelo. En la penumbra de la
habitación de piedra, su figura quieta parecía esperar la muerte... De
repente, los soldados de la plaza se agitaron y empezaron a dar voces que él
no podía entender; posiblemente, creyó, reñían por mujeres. Sin embargo,
transcurrido el primer momento, los carceleros vinieron a buscarlo para
decirle que se asomara a la ventana, pues algo raro estaba ocurriendo en el
cielo. Atahualpa se puso de pie, se acercó a los barrotes y al mirar hacia las
estrellas se le demudó el rostro: un cometa cruzaba el firmamento, un
cometa del color de la sangre... El Inca bajó 147
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU triste
Preguntado por sus carceleros que la cabeza y se puso m y • testó “qUe una
cosa semepor qué estaba de ese modo les contesto q^ ^ ^ ^ jante se había
visto f el Riendo a su duho de madera coloL"yp— 1 del habitación be
piedra, tornó a Redarse quieto, sin duda, para repetir: monr tengo .
FELIPILLO DE TUMBES Si hubo algo que terminó de amargarle la vida al
abatido Atahualpa en esos’días, fue la torpe «-oria de amor que prcagonizó
en Cajamarca el intérprete Fel.pillo de Tumbes. Todo empezó en los días
que siguieron a la pnston del Inca. I ueeo de la captura de Atahualpa, los
soldados mozos se entre garon a todo género de libertinaje con las cautivas.
Vencedores al ün V al cabo se sentían con derecho a las mujeres del
vencido, se dice que fray Vicente intervino para "que ningún cristiano, de
cualquier calidad, estado y condición que fuese, tuviese amis tad deshonesta
con ninguna india", pero los desvergonzados m • cebos hicieron poco caso
del fraile y continuaron en sus reía ciones con “las hijas de los grandes
señores y curacas , todas “ ales "eran mu, hermosas y bien dispuestas". En
otras palabras, aquellos mancebos hicieron a las indias sus manee • J pío
cundió entre los negros guineos y los indios mearagu tos cuales habían sido
valiosos auxiliares en la guerra-terminando este ciclo de lujuria con los
únicos que hasta entonces no lo habían padecido; los intérpretes lailanes.
Entonces tos lenguaraces, que también se sintieron vencedores, tomaron
para si algunas cautivas y Felipillo, el muchacho ladino, reconociendo a las
mujeres presas, escogió para sí a una parienta del Inca. Este Felipillo,
tiempo es de decirlo, tema una personalidad tenebrosa. Capturado por el
piloto Ruiz en la balsa tumbesina_ y entregado al Gobernador Pizarro, éste
lo llevo consigo a España, conociendo entonces Sevilla, Toledo y Trujillo
de Extremadura. En esta última ciudad cayó simpático a los vecinos y
engreído con el favor de los soldados trujillanos que luego embarcaron al
Perú, llegó a creerse el mejor intérprete de la Mar del Sur. Mas vuelto a su
tierra tallana, su prestigio empezó a languidecer a partir del pueblo de
Poechos. Era que Maizavilca, el señor de la región, 148
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
obsequió al Gobernador un sobrino y el indiezuelo aprendió más que pronto
el castellano. El nuevo intérprete se llamó Martín Pizarro — por concesión
especial del Gobernador — y contó desde entonces con la protección de
Hernando Pizarro, quien lo hizo su servidor particular. De este modo “Don
Martín’, como lo llamaban burlescamente los conquistadores, o Martinillo,
como cariñosamente lo nombraron después, desplazó para siempre a
Felipillo. Parece que a partir de entonces hubo algo así como una rivalidad
entre ambos indios lenguas, pero a la postre — por su trato sincero y buena
voluntad— Martinillo de Poechos derrotó a Felipillo de Tumbes. Por otra
parte, este indio era en extremo rencoroso y odiando a Atahualpa por ser el
arrasador del país de los tallanes, cuando ocurrió el reparto de mujeres tomó
para sí una india principal (las que tocaron a Martinillo debieron ser
cautivas comunes) que después se descubría era hermana del Inca. Por esto,
trató de humillar a Atahualpa haciendo gala de dormir todas las noches con
una hermana del Señor de las Cuatro Partes del Mundo. Ante los demás
indios eso lo hacía importante, pero a los soldados españoles aquello les
daba igual; todavía no habían descubierto cuáles eran o no las hermanas del
Inca, todavía no soñaban con casarse con princesas. Mas Felipillo de
Tumbes no pensaba así y por no pensar así, precisamente, el perverso se
hinchaba de satisfacción imaginando el dolor que con aquello iba a causar
al Inca. El intérprete salió con su propósito, porque en breve se enteró
Atahualpa de lo que ocurría y enviando llamar a Pizarro, se le quejó
amargamente, “diciendo que sentía más aquel desacato que su prisión” por
ser Felipillo "un indio tan bajo y su hermana una señora de la casta de los
Incas. Se dolía también el soberano de que el tallán “le tuviese a tan poco y
le hiciese tan gran afrenta”. Diera gracias aquel manchador del imperial
linaje que esos días eran de anarquía porque de otro modo era la pena de la
hoguera la encargada de purgar el sacrilegio... El Gobernador comprendió la
gravedad del hecho y saliendo de allí mandó buscar a Felipillo. Una vez
delante suyo le exigió que devolviese la princesa, pero el lenguaraz se
resistió gran rato. Parece que Pizarro lo amenazó entonces con entregarlo al
Inca y sólo así, no sin antes oponer mil pretextos dilatorios, consintió en
devolverla. Lo cierto es que esa noche, cuando Pizarro volvió a su posada,
encontró allí a la princesa. Entonces el buen viejo acaso por 149
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU • sintió latir su
corazón ante esa hermana delTnTa .Traína muchacha, casi una niña, pero de
una hermosura rarísima. Tendría el pelo muy pendrados hamente sonrosada
y blanquecina. S . d l blarían eon mirada dócil, ingenua, cristalina... Y el
^buen v ejo Gobernador, sin duda ganado por lo que parecía un ser celeste,
dio el celeste nombre de Angelina. Pero Felipillo no quedó tranquilo con la
entrega de esa hermana de Atahualpa, el monarca que llamaba "perros "
indios tallanes. Conocedor de la opmion en que le tema el Inca ; para
evitarse el castigo que, de liberarse Atahualpa tendría e que sufrir, buscó la
venganza definitiva y dura. El principio fue echar a correr la voz de que
Atahualpa preparaba un gran levantamiento, un levantamiento general de
los indios del Tahuantmsuyo destinado a terminar con los cristianos. La
noticia hallo acogida en los soldados, especialmente en los venidos con
Almagro quienes comenzaron a mirar muy mal al Inca, acusándolo de
malagradecido, hipócrita y traidor. Almagro, en cuanto supo que Atahualpa
era protegido de Hernando Pizarro, se mostró partidario de su
ajusticiamiento. Todavía no podía olvidar el gran desaire que le había hecho
Hernando cuando al volver de Pachacamac no le contestó el saludo. La
postura de Almagro arrastró al Tesorero Riquelme a opinar igual que él,
sumándoseles pronto el Veedor García de Salcedo y el Contador Antonio
Navarro. Nunca se supo de qué medios se valió Riquelme para convencer a
sus dos compañeros, pero intrigante por naturaleza, el sevillano logró su
cometido y continuó ganando adeptos. A su vez fray Vicente— que no
lograba entender que el indio pecador siguiese ayuntándose con sus
hermanas — señaló que el regicida por tres veces fratricida no merecía
vivir. Su opinión fue mal ejemplo para algunos indecisos, pero no para
Hernando Pizarro, que consideró punto de honra el no abandonar al Inca a
la voluntad de Almagro; ni para Hernando de Soto, que quería salvar al
prisionero disponiéndole un viaje para España. Este Soto tenía comprada la
voluntad de toda su capitanía y no había uno solo de sus jinetes que pensara
distinto a él. Más aún, algunos mancebos de su tropa hablaban que el
Gobernador estaba detrás de todo esto y que no opinaba abiertamente por
que ya tenía decidida la muerte de Atahualpa. Lo único cierto era que
Francisco Pizarro callaba. Entendía que Atahualpa no era culpable de todo,
pero la mala voluntad 150
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de la
soldadesca crecía como una dañosa obsesión. Para tranquilizar un tanto a
los movidos, dispuso que algunos fueran a visitar a Calcuchímac que preso
atendía a la cicatrización de sus llagas y le preguntasen qué había de cierto
en las noticias de la íebelión. Los soldados se apersonaron entonces a la
celda del general quiteño y lo interrogaron, pero la respuesta que ofreció fue
tergiversada por Felipillo, el traductor, y los soldados salieron
maldiciéndolo. En resumidas cuentas, no sacaron nada claro, pero se
inclinaron a lo peor: el levantamiento general era inminente. A estas alturas,
los quechuas que se habían quedado para servir a los cristianos (a los cuales
debían los españoles su manutención por ser ellos los que gustosos seguían
trayendo las comidas) empezaron a ocuparse también del alzamiento. Nadie
vio en esto una maniobra para vengar a Huáscar, sino la confirmación de
una evidencia: ahora eran los propios indios los que estaban convencidos de
un peligro armado. Señalaban a Quito como centro de acuartelamiento de
treinta mil caribes dispuestos a morir por recuperar a Atahualpa, siendo
otros puntos de reclutamiento Caxas, Huancabamba, Huamachuco, lugares
donde el Inca tema ya enorme cantidad de tropas. Hernando Pizarro y
Hernando de Soto hablaron muchas veces con el Inca y volvieron
protestando su inocencia; pero, al poco tiempo, ambos capitanes fueron
señalados por su ingenuidad. Ellos creerían en el Inca, mas ¿quién les creía
a ellos? Pronto Hernando Pizarro tendría que abandonar la defensa del Inca.
El Gobernador, apreciando que él mejor que nadie haría al Emperador
ciertas peticiones, le encomendó llevar a España el quinto real. Esta quinta
parte del botín de Cajamarca sumaba 100.000 pesos de oro y 5.000 marcos
de plata. EL REPARTO DEL TESORO Habiendo sucedido todo lo ya
dicho, el Gobernador halló prudente iniciar el reparto del botín. Para ello
anunció su propósito con un bando el 17 de junio de 1533. Por tal
documento dijo que: "por cuanto en la prisión y desbarato que del Cacique
Atahualpa y de su gente se hizo en este dicho pueblo, se obo algún oro, y
después que el dicho Cacique prometió y mandó a los cristianos españoles
que se hallaron en su prisión cierta can151
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tidad de oro, la
cual cantidad se halló y dijo sería un buhio lleno y diez mil tejuelos, y
mucha plata que el tema y poseía, y Lañes en su nombre que habían tomado
en la guerra y entrada del Cuzco, y en la conquista de la tierra por muchas
causas que declaró ’ de lo cual conviene hacer repartición y repartimiento...
entre las personas que se hallaron en la prisión del dicho Cacique para que
con brevedad su señoría con los españoles se despache y parta de este
pueblo para ir a poblar y pacificar la tierra adelante... el dicho Señor
Gobernador... manda que todos los provechos y frutos y otras cosas que en
la tierra se hallaren y ganaren, lo dé y reparta entre las personas
conquistadores... según y como... cada uno mereciese por su persona y
trabajo . En efecto, al día siguiente— 18 de junio de 1533— el Gobernador
presidió el reparto del tesoro. Antes apartó los quintos reales, que puso en
manos de los Oficiales del Rey. Luego acudieron los soldados y el
escribano se preparó a leer la larga lista de jinetes y hombres de a pie. Era la
primera vez en la historia que unos pocos españoles cobraban tanto oro.
Establecido el silencio, el actuario Pedro Sancho de la Hoz dio principio a
la lectura del documento. La lista empezó contemplando a la Iglesia
naciente del Perú, con sede episcopal en Tumbes, a la que se le dió 2.220
pesos de oro y 90 marcos de plata. En segundo lugar se leyó el nombre del
señor Gobernador, a quien se señalaron 57.220 pesos de oro y 2.350 marcos
de plata "por su persona y a los lenguas y caballo". A Hernando Pizarro le
tocaron 31.080 pesos y 1.267 marcos; a Hernando de Soto 17.740 pesos y
724 marcos; al clérigo Juan de Sosa, vicario del ejército, 7.770 pesos y
310,6 marcos; a Juan Pizarro 11.100 pesos y 407,2 marcos; a Pedro de
Candia 9.909 pesos y 407,2 marcos; a Gonzalo Pizarro 9.909 pesos y 384,5
marcos; y a Sebastián de Belalcázar 9.909 pesos y 407,2 marcos. Luego de
éstos, que eran los principales, vino la paga de los jinetes. Sumó 610.131
pesos de oro y 25.798,6 marcos de plata. Siguió la de los infantes por un
monto de 360.994 pesos de oro y 15.061,7 marcos de plata. Promediando,
la mayoría de los encabalgados alcanzó 8.880 pesos y 362 marcos; los
infantes 4.440 pesos y 181 marcos. Algunos más y otros menos, pero todos
rondaron estas sumas. No se contentó el Gobernador con premiar sólo a los
capturadores del Inca, sino que acordándose de los vecinos y dolientes que
quedaron en la ciudad de San Miguel, separó 15.000 pesos de 152
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR buen
oro para repartirlo después entre tales personas. Por último, en un gesto
generoso para los que llegaron tarde, separó otros 20.000 pesos para los
hombres de Almagro "para ayuda de pagar sus deudas y fletes, y suplir
algunas necesidades que traían”. Después de este reparto, destinado a
revolucionar la economía europea, todos quedaron en paz. Los soldados
aquellos a quienes la milicia indiana cobijó bajo el manto común de la
pobreza, parecían despedirse de los malos tiempos para iniciar una vida
mejor. Ahora todos eran ricos, se habían acabado los pobres gracias al éxito
de la empresa. Y los satisfechos soldados, con sus criados cargados de metal
precioso, se alejaron lentamente a sus moradas eventuales. Tenían tanto oro
que ya les molestaba: los deudores querían pagar, los acreedores no
admitían la cancelación: más oro ¿para qué?; en Panamá se iban a pagar las
deudas... Y todos se alejaban del lugar del reparto pudiendo decir del
Gobernador don Francisco lo que los hombres del Cid: "¡Dios, qué bien
pagó a todos sus vasallos, a los peones e a los encavalgados!” EL
REQUERIMIENTO DE CATAÑO Pasada la alegría de la paga, las
murmuraciones se tornaron a encender. Por prudencia se redobló entonces
el número de centinelas y, otra vez, como en las noches de angustia, las
rondas comenzaron a recorrer Caj amarca. Sin embargo, las tropas salidas
para liberar al Inca no hacían su aparición. Pizarro seguía rechazando las
medidas extremas y, según el pensamiento de la hueste, la cosa se ponía
peor: ahora pensaba enviar a Hernando de Soto con sus jinetes a correr
Huamachuco. ¡Vaya ganas de perder el tiempo que tenía el Gobernador! Así
las cosas, llegó a Cajamarca un príncipe de sangre, hijo del Inca Huaina
Cápac. Se llamaba Túpac Huallpa, había sido seguidor de Huáscar y era,
por tanto, enemigo de Atahualpa. Entró encubiertamente, al parecer de
noche, y pidiendo hablar con Pizarro le dio los peores informes de
Atahualpa, a quien calificó de rey intruso y forastero. No obstante, Túpac
Huallpa no venía al Gobernador para presentarse como una víctima de los
quiteños, 153
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU sino a ser
reconocido como el más inmediato sucesor al trono de Huáscar Pizarro
conversó mucho con él, especialmente de 1 mierra fratricida y las matanzas
de los principes cusquenos. Informado de todo lo ocurrido, invitó al
visitante a quedarse en Cajamarca. Túpac Huallpa aceptó el ofrecimiento,
pero con la condición de que no se publicara la noticia de su presencia en la
ciudad es decir el principe temía por su vida y quería P™ria de Atahualpa,
Entonces el Gobernador le brindó la seguridad de su morada, haciéndolo
dormir en su propio aposento. Túpac Huallpa no debió quedar muy inactivo
en la morada del Gobernador, porque-sospechosamente-coincid.o con su
llegada el resurgimiento de las noticias alarmistas. Los indios de Cajamarca
(que siempre habían sido partidarios de Huáscar) fueron los encargados de
revivir el miedo de los españoles, tarea en la que fueron secundados por los
criados huascaristas cautivados al siguiente día de ser preso Atahualpa. Lo
cierto es que el Gobernador fue advertido por los indios de la ciudad de
Caxamalca de que "Atabalica se proponía matar a todos los cristianos" y
que para ello, en los montes vecinos, "había apostado cuatro mil indios
Gaudules, todos gente de guerra”. Los cristianos triplicaron sus centinelas y
rondas, pero lejos de sentirse más seguros, las terribles nuevas— que
siempre traducía Felipillo — no los dejaba dormir. A tal punto llegó la
guerra ^de nervios que Cristóbal de Mena no tuvo reparo en escribir: "el
señor Gobernador y todos los que con él quedamos nos víamos cada día en
mucho trabajo: porque aquel traydor de Atabalipa hazia continuamente
venir gente sobre nosotros: y venían: y no osaban allegar”. Esta última frase
prueba la zozobra española de esos días. Las tropas indias se veían, eran
una realidad. Por otra parte nos descubre que ya no estaba tan confiado el
señor Gobernador. La campaña contra el Inca siguió en aumento y
“comenzóse a decir y a certificar entre los indios que él mandaba venir gran
multitud de gente”. Los soldados se inquietaron más que nunca: ninguno
quería que hicieran de su cráneo un vaso, y un tambor con su pellejo... La
nueva cundió tanto, que Pizarro se vio precisado a levantar una
"información de muchos señores de la tierra”. Cuando los curacas fueron
preguntados por el peligro armado que se cernía sobre Cajamarca, "todos a
una dijeron que era verdad , añadiendo que Atahualpa pensaba lanzar a sus
quiteños contra los españoles "y que estaba toda la gente en cierta provincia
ayun154
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR tada,
que ya venía de camino...” El Gobernador, ante la gravedad de tales
declaraciones, ordenó algo que tenía pensado de antemano: que Soto y sus
jinetes fueran a explorar la tierra de Huamachuco. Pero los hombres de
Almagro ganaron a muchos de los de Pizarro y al unísono pidieron que “no
convenía que Atabalipa viviese porque si se soltaba Su Magestad perdería la
tierra y todos los españoles serían muertos”. Ante opinión tan generalizada,
el Gobernador titubeó. A partir de la duda muchos comentaron que Pizarro
otorgaría de un momento a otro el permiso de muerte. Entonces fue que se
dio un episodio hasta hoy desconocido: el requerimiento de Pedro Cataño.
Hidalgo de Sevilla y descendiente de una familia de banqueros genoveses,
era Cataño el segundo de Hernando de Soto y uno de los pocos de su
capitanía que había quedado en Cajamarca. Hasta entonces Soto —
sinceramente, según unos, por rivalizar con Hernando Pizarro, según otros
— se había convertido en defensor del Inca y pugnaba por probar su
inocencia para luego remitirlo a España. P
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de almagro".
De este modo perdido toda su ammosid vuestra Señoría”. Por toda "por
demás es estar heno3acto con Vuestra respuesta Pizarro le dio una P á„
Cataño comprendió que porque todo lo que contestó muy reconocido: "que
la frase no era solo un cumplí y , que le hazía”. vesava las manos de Su S-»
^ perQ ^ Uegó la hora de^la cena^ ^ haWÓ de „ prisión tando ya en 1 . di i
o entonces a Catano. del Inca y-desviándose a t otro P ^ que aque, día "que
no havia con que le pag descanso e bien que le auia le havía fecho ni él en
s“ n°™ re “ do A1 dicho Atabalipa, con fecho en qudar en que no ub.ese
que ,e el Requerimiento . Y Catano, en en nombre contestó con toda la
espon anei manos de Su Señoría de todos los — sTbTbien lo que aula h“ho
porque teñya mudta espiriencia en cosas de yndios", Entonces Pizarro-que
sin duda hablaba sinceramente aunque apu taba a otro objetivo-se llevó la
mano a. pecho y jurando por el habito de Santiago que llevaba, prometió no
matar ¡d taca hast° tanto que viese que un solo cristiano no podría escapa .
se levantó de su asiento y agradecido corrió a besarle la mano pero el
Gobernador se lo impidió y dándole una palmada en hombro lo invitó a
echar una partida de naipes con Almagro^ Esta cena tan ignorada como
histórica, hubiera pasado a la celebrada de no haber interrumpido sudoroso
la partida el vizcaíno Pedro de Anades quien traía de la mano, casi a rastras,
un indio de Nicaragua. Los comensales pararon el juego y quedaron en
suspensó, lo que aprovechó el vizcaíno para explicar que irrumpía tan
violentamente porque aquel indio había estado a tres leguas e Caiamarca y
descubierto muchísimos guerreros que venían a li ertar al Inca. Preguntado
el indio por Pizarro sobre si Anades había dicho la verdad, el esclavo
contestó que sí, añadiendo a su afirmación otros detalles. El Gobernador se
puso cabizbajo. Hubo un silencio imponente. Pizarro daba la impresión de
que pensaba, pero nada concluia... Entonces Almagro no pudo más y
gritando a su indeciso compañero le increpó indignado: "¿Permite Aquy,
Vuestra Señoría, por amor de Cataño, que muramos todos? Pizarro no le
contestó, pero poniéndose de pie salió de la habitación 156
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
como covencido de que ya no lo obligaba el juramento: ahora todos,
absolutamente todos los cristianos, corrían el riesgo de morir. Luego salió
Almagro y detrás los pocos que estaban en la habitación. Al quedarse solo
en la vasta sala de juego, mudo y pesaroso, Pedro Cataño comprendió que
había perdido la partida. LA MUERTE DE ATAHUALPA Muy poco tiempo
después, acaso al atardecer del siguiente día, Atahualpa — luego de un
consejo de guerra que lo juzgó toda la noche — era notificado por el
escribano Pedro Sancho, que había sido condenado a muerte. El monarca no
quiso creer lo que escuchaba; por dudar lo que entendía exigió exactas
traducciones de las palabras de su condena. Después de entenderlas todas
ellas, sospechó que había llegado su final: lo condenaban a muerte por
haber asesinado a Huáscar, Inca legítimo del Tahuantinsuyo; por haber
aniquilado a la panaca imperial; por practicar vicios repugnantes como era
el dormir con sus hermanas, y, sobre todo, por haber engañado a los
españoles prometiéndoles falsas paces, cuando en realidad buscaba acabar
con todos ellos mediante un acto de traición. Por todo eso había sido
condenado a muerte, correspondiéndole, como a idólatra pertinaz, la pena
de la hoguera. Atahualpa no aceptó ninguna de estas acusaciones, sin embaí
go, el escribano hizo firmar a dos testigos y cerrando el pliego se marchó. A
los pocos que quedaron en la habitación pidió Atahualpa que viniera el
Gobernador para sostener una entrevista, mas Pizarro se negó a ella.
Batallando por salvar la vida, mandó decir que prometía más galpones de
oro, que nunca había pensado hacer traición a los cristianos, que los incas
no mentían. Pero el malvado Felipillo — que había servido de intérprete en
el juicio— tradujo todo de mal arte y poco de esto se entendió. Además
(explicaría el tallán perverso a los soldados), los incas no acostumbraban
mentir, pero Atahualpa jamás había sido inca... Luego hubo voces
ordenando y caballos llevados a ensillar. Se sintió el paso presuroso de los
rodeleros y el entrechocar de los hierros de las lanzas: era que los cristianos
formaban en la plaza para presenciar la ejecución. Acudían armados no por
cumplir con el ceremonial cruento, sino porque debían tomar muchas
pre157
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cauci°nes ya
que ^ejército la noticia yUla$ pmdéndaTconsejaba prevenir cualquier
agresión de os qui “Teso de las siete de la noche A— a fue sacado de da;
avanzando con pocos espano caballo y a pie em— n destellos heridas por ,
luz ^ r;"' escoltaba a, ce— " ^ do, en primer lugar, por fray ’,raducía el
pecador de Feliúltimas verdades de la e, as c Tesorero Riquelme, el ss r.“.s
C’- * pi~ ... capitán Juan de Salceao y 2uerrero indio, las manos hualpa
avanzaba con la serem^^ ^ cadena. Durante todo el atadas a la espalda y e
„.p qué me matan a mí? recorrido no cesaba de .^T^pne/ de preguntar esto
muchas ¿A mi alió eTfraüe 7 dirigiéndose al prisionero, juntamente con
veces callo el traue y, s venva gente de Riquelme, ambos le contestaron: qu
indignación, guerra suya.’ Atahualpa puso cara J-ombro ^ pero luego,
recupeiandose, ij • nrnue Va sabeys que esta der me teneys y hazed justizia
de my, pura tierra donde estoy no es mya syno que c e hi_ euerra e les he
hecho tal maltratamiento que a sus mujeres e ios Tes h muerto y esos que ay
son, son mis henemtgos mortaes que ninguno Ay dellos que me desee la
muerte, sabeldo e certificaos bien de lo que digo e sy lo hazeys porque yo
vos de oro e plata e meterme myedo para ello..,, pedir lo que qmsieredes qu
ya sabeys que soy hombre de verdad e os daré todo lo que ptd.eredes ” Pero
el fraile y el tesorero, dándole a entender que ya no cabía esperanza, le
contestaron: “no te cures deso que todavía as de morir.” Atahualpa, que sin
duda creyó hasta ese momento que todo podía ser pantomima, interrogó
extrañadí simo: “¡¿Que todavía he de morir?!” Fray Vicente y Riquelme le
contestaron que si y sólo entonces el desdichado comprendió que lo de la
muerte era cierto. El fraile continuó sus prédicas persuasivas y prosiguió
marchando el cortejo. Por fin llegaron todos al centro de la plaza. Allí
habían hincado un grueso tronco en el suelo; Atahualpa fue puesto de
espaldas a 158
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR él y
luego atado fuertemente. Algunos españoles arrimaron a sus pies haces de
leña, luego los soldados pidieron una antorcha. El Inca la observó llegar.
Entendiendo que lo iban a matar a fuego, dirigió al fraile una última
pregunta: "que los cristianos quando morían que a donde yuan?” Fray
Vicente le respondió "que al cielo”. Insistió Atahualpa en aclarar: “¿E
nosotros dónde?” Se le contestó que los idólatras "al ynfierno”. Porfió
todavía el Inca por saber dónde escondían sus muertos los cristianos y se le
dijo “que en la yglesia”. Al volver a preguntar por el entierro de los
paganos, "dixeronle que fuera de la yglesia”. El Inca reflexionó un instante
lo de la sepultura y “dixo que hera mejor lo de los cristianos que no lo suyo,
que él quería ser cristiano e le enterrasen en la yglesia”. Todos vieron que al
idólatra se le abrían las puertas de la salvación, y fray Vicente, antes que
Atahualpa mudara de parecer, se apresuró a bautizarlo. Se le impuso el
nombre de Juan; según otros, el de Francisco. Pizarro, entonces, atendiendo
a la conversión del Inca, le conmutó la pena de hoguera por la de garrote.
Alguien trajo inmediatamente el maligno instrumento de madera y por sus
dos agujeros se deslizó una cuerda. Se hizo meter al Inca la cabeza poi entre
la soga, de modo que quedara a la altura de su cuello, y se voceó una orden.
Algún tambor redobló a la funerala, y el verdugo dio la primera vuelta al
torniquete. El Alcalde Porras, representando a la justicia, presenciaba la
ejecución. Entonces el fraile cantó las preces de- difuntos y todos bajaron
las cabezas musitando el Credo. La cuerda se fue hundiendo en la garganta
del condenado, su boca se fue abriendo, y sus ojos, horriblemente
desorbitados, perdieron toda expresión. La nuca estaba partida: ¡Atahualpa
había muerto! El Alcalde Juan de Porras constataría la defunción y la
noticia se comunicó a Pizarro. Para cumplir la primera condena y que no
quedara desairada la justicia, se acercó entonces una antorcha a los cabellos
del muerto. La negra cabellera comenzó a crepitar y a retorcerse; finalmente
se consumió, dejando al descubierto una oreja quebrada. Esa oreja había
sido la causa de que Atahualpa fuera el único Inca que usara los cabellos
largos. Su vanidad lo perdió, porque de ellos se aferraron los soldados hasta
sacarlo de su litera y precipitarlo al suelo... El cuerpo quedó en la plaza toda
la noche. De pie, atado al poste y con la cabeza torcida, el cadáver inspiraba
compasión. 159
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU A pesar de ello,
ningún indio se acercó a retirarlo; unos, por mi do a los españoles; otros,
por vilipendio. Mas pinto la aurora y dicen que el gallo-ese gallo que
marcaba los cuartos de la noche-cantó. Los indígenas creyeron que lloraba
por el Inca muer y desde entonces llamaron al gallo "hualpa”, por haber
sido el último en acordarse de Atahualpa. El domingo 27 de julio de 1533,
vale decir, al día siguiente de la ejecución, se efectuaron los funerales del
Inca. El cadáver de ajusticiado monarca se retiró de la picota y con gran
ceremonia se le llevó a la iglesia para rezarle los Oficios de Difuntos y darle
cristiana sepultura. El Gobernador Pizarro, Almagro y los Oficiales Reales
salieron a la puerta del templo a recibir el cuerpo. El Gobernador, por
tratarse de los funerales de un rey, estaba de luto y con el sombrero en la
mano. El cadáver se depositó en un catafalco delante del altar mayor y un
clérigo almagrista apellidado Morales empezó a cantar los Oficios de rito.
En el interior de esa iglesia advocada a San Francisco, los conquistadores
rezaban por el alma del muerto. Algunos observaban duramente al
Gobernador, otros murmuraban que el viejo soldado había llorado al
momento de ordenar la ejecución del Inca: no lo había querido matar, pero
había tenido que hacerlo. Y mientras Almagro callaba y los Oficiales Reales
lucían rostros muy graves, los soldados — apretujados en el interior de la
iglesia — rezaban frente al muerto. La verdad es que hobieron gran lástima
con la muerte deste Señor y muchos derramaban lágrimas, sospirando con
gemidos”. Esto, que aparentemente parece exageración del cronista, estaba
totalmente de acuerdo con la mentalidad de los conquistadores. Pero
estando así los españoles, en momentos en que el clérigo entonaba los
responsos, aconteció algo que impresionó a los concurrentes, especialmente
al soldado Miguel de Estete. Es este cronista el que nos dice: “Aquí acaeció
la cosa más extraña que se ha visto en el mundo, que yo vi por mis ojos y
fue que estando en la iglesia cantando los Oficios de Difuntos a Atabalica,
presente el cuerpo, llegaron ciertas señoras, hermanas y mugeres suyas, y
otros privados con gran estruendo, tal que impidieron el Oficio y dijeron
que les hiciesen aquella huesa muy mayor, porque era costumbre cuando el
gran señor moría que todos aquellos que bien le querían se enterrasen vivos
con él; a los cuales se les respondió que Atabalica había muerto como
cristiano, y como tal 160
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR le
hacían aquel Oficio, que no se había de hacer lo que ellos pedían, que era
muy mal hecho y contra cristiandad; que se fuesen de allí y que no les
estorbasen y se le dejasen enterrar; y así se fueron a sus aposentos..." Pero
llegados todos a estos aposentos, las hermanas del Inca penetraron en ellos
y una vez en su interior se mordieron las muñecas, se desgarraron los
pechos y, presas ya de la hemorragia, se ahorcaron con sus cabellos. Otras
criadas hicieron lo mismo, suicidándose también muchos varones que
pensaban servir en la otra vida a su señor. Y de este modo, unas por seguir a
su hermano y marido, todos por continuar al lado del Inca, proliferaron los
suicidios de tal manera que para impedirlos tuvo que salir de la iglesia el
Gobernador. ‘‘Las cosas que pasaron en estos días — prosigue la crónica de
Estete — y los extremos y llantos de la gente son muy largos y prolijos y
por eso no se dirán aquí.” Pero la verdad es que, impedidas de matarse otras
esposas del Inca, iniciaron grandes lamentaciones que dejaron su huella en
el alma del mozuelo Pedro Pizarro. De tales días y episodios cuenta esto:
“pues habiéndose ahorcado alguna gente..., quedaron dos hermanas que
andaban haciendo grandes llantos con atambores y cantando, contando las
hazañas de su marido. Pues aguardaron a que el Marqués (Francisco
Pizarro) saliese de su aposento y viniendo donde Atabalipa solía estar, me
rogaron las dejase entrar dentro, y entradas que fueron empezaron a llamar
a Atabalipa, buscándole por los rincones muy pasito. Pues visto que no les
respondía, haciendo un gran llanto se salieron; salidas yo les pregunté que
qué buscaban; dijéronme lo que tengo dicho. Yo las desengañé y dije que no
volvían los muertos..." 161 PIZARRO 11
X. LA MARCHA AL CUSCO TUPAC HUALLPA En los días
sucesivos, los cristianos esperaron vanamente al eiército del Inca. Se pensó
que estaría vivaqueando en Huamachuco luego de haber aniquilado a Soto,
a sus jinetes y al lengua Martinillo; pero cuando todos estos regresaron
salvos nadie pudo conjeturar nada sobre el misterioso ejército que se había
hecho humo. La solución, sin embargo, parece darla la crónica de Mena.
Tenemos que este cronista apunta que las tropas del Inca venían- y no
osaban allegar"; esto es, que se dejaban ver frente a Cajamarca, mas no
atacaban. El último cuerpo de ejercito descubierto por el indio nicaragua y
otros dos espías m siquiera fue avistado. Pero, por ser el más numeroso de
los descritos hasta el momento, se pensó que acudía a liberar al Inca y a
poner cerco a Cajamarca — "porque aquel traydor de Atabalipa hazía
continuamente venir gente sobre nosotros”— y Pizarro no se sintió
comprometido con Cataño; enjuició a Atahualpa y fue condenado a muerte.
El Inca juraba no haber ordenado a sus tropas movimiento alguno, y era
verdad. Pizarro aseguraba que venía el cuerpo guerrero más numeroso que
se conocía, y también era cierto. Desgraciadamente, los dos tenían la razón,
ya que el ejército que se aproximaba estaba formado por escuadrones
acéfalos— mejor aún, desertores — que habían estado vivaqueando en
Jauja. Cautivo 162
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Atahualpa y preso Calcuchímac, aquellos quiteños se negaron a plegarse a
Quisquís, y hartos de la hostilidad de los indios naturales, decidieron dar
por terminada la guerra, regresando a Quito. Por eso pasaban junto a
Cajamarca, “y no osaban allegar”; estaban de paso para su tierra, sin
general que los mandara ni medios de poderse comunicar con Atahualpa.
Mas los españoles ignoraban los motivos de tal marcha masiva, siendo esto
lo que verdaderamente causó la muerte del Inca. Refieren las crónicas que
en estos días, publicada la muerte del Inca, "la gente común y del pueblo se
venían donde el dicho gobernador estaba a dar la obediencia a Su
Majestad”. Lo cierto es que “de la muerte de este cacique se alegró toda
aquella tierra; y no podían creer que era muerto”. Los servidores quechuas
de los cristianos fueron los que evidenciaron mayor regocijo, pues “sirbían
los yndios de tan buena voluntad a los españoles que yuan por toda la
comarca e trayan ovejas e toda la más comyda que hallaban para sus
señores”. La alegría era indescriptible y tenían a gran honra el secundar a
los conquistadores, pues entendían que ellos eran los que habían vengado a
Huáscar. Aprovechando el entusiasmo de los quechuas y tratando de crear
un nuevo Inca que fuera dócil por vivir agradecido, el Gobernador Pizarro
hizo aparecer en público al príncipe Túpac Huallpa, "natural señor de
aquella tierra: que quedava después de la muerte de su hermano”. La
acogida que le dispensaron los indios fue apoteósica, y Pizarro, seguro ya
de la respuesta, les preguntó si querían a Túpac por Inca y señor. Los brazos
se agitaron, las cabezas se movieron afirmativamente y la multitud de
quechuas e indios cajamarcas atronando los espacios gritando: “ari, ari” —
que significa sí — , al tiempo que todos sonreían. El Gobernador les
prometió hacerlo Inca y así dispuso que la coronación fuera al día siguiente.
Efectivamente, amanecido éste se juntaron nuevamente todos los indios
delante de la casa del Gobernador, en cuya parte exterior se había dispuesto
un trono, y salido Túpac Huallpa con gran séquito de curacas, se sentó en
él. Hubo muchas ceremonias y cumplidos; terminado el solemne protocolo,
cada curaca se acercó al nuevo soberano con un plumaje blanco en la mano,
entregándoselo luego como señal de acatamiento y vasallaje. Hecho esto,
cantaron y bailaron todos, haciendo una gran fiesta, peí o mientras Túpac
Huallpa no se movía de su asiento. Pieguntando 163
JOSE ANTONIO DEL BUSTO duthurburu Pizarro la causa de su
preocupación, el joven Inca “dijo > que era costumbre de sus antepasados
cuando tomaban * dorio, hacer duelo por el cacique con 2 nando encerrados
en una casa, y P nuería cha honra y solemnidad y hacían gran fiesta, por lo “
q hacer lo mismo y estarse dos días ayunando . El Gobernador contestó que
pues era práctica tan antigua, la guardase y no se viese obligado a continuar
aquel ceremonial. Agradece . Tupa Huallpa esta respuesta y marchó a una
casa que le habían con .ruido prestamente aquellos indios, donde se entrego
a sus ntuales y ayunos. Terminados éstos, "salió fuera ncamen acompañado
de mucha gente, caciques y principales ,ue^ daban, y adornados todos los
lugares donde había de asenta con cojines de gran precio y puestos bajo los
pies panos de co te” se sentó en el rico trono improvisado en medio de
estruen osa ovación. A su lado se ubicó su pariente el general Ticzo, y a
otro, Calcuchímac, general de Atahualpa, que ahora mostra placerle la
muerte de su antiguo amo, alegando que por cu pa suya lo habían sometido
al fuego. El quiteño estaba con sus llagas aún abiertas y fingía estar más
alegre que todos; había convencido a Túpac Huallpa que le pondría Quito a
su disposición, y el soberano aceptó el ofrecimiento. Se sirvió un banquete
a los curacas asistentes "y comieron todos juntos en el suelo, que no usan
otra mesa”. Terminado e festín— que fue muy rico en músicas y danzas—,
el Inca se puso de pie y dijo que quería dar su vasallaje al Emperador don
Carlos. Pizarro se acercó para representar al Rey de las Espanas, y Túpac,
tomando un gran plumaje blanco que sus curacas le habían dado, lo entregó
públicamente al señor Gobernador. Este “lo abrazó con mucho amor y lo
recibió, diciéndole que cuando quisiera le diría las cosas que tenía que
decirle en nombre del Emperador, y quedó concertado entre los dos que se
juntarían otra vez para este efecto al día siguiente”. Tal como lo habían
dispuesto, Pizarro y Túpac Huallpa concurrieron a la cita, y lo hicieron
luciendo sus mejores galas: el Inca, con la magnificencia de costumbre, y
don Francisco poco amigo de vestir con elegancia — salió "vestido lo mejor
que pudo con ropa de seda, acompañado de los oficiales de Su Magestad y
de algunos hidalgos de su compañía que asistieron bien vestidos para mayor
solemnidad de esta ceremonia de amistad y paz”. Al 164
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR lado
del Gobernador, el Alférez Romero sostenía la bandera de Castilla. Pizarro
habló al Inca y sus curacas de las obligaciones que deberían guardar a la
Corona española, y luego— tomando el Gobernador el estandarte — lo
"levantó en alto tres veces y les dijo que como vasallos de la Magestad
Cesárea debían hacer ellos lo mismo, y al punto lo tomó el cacique (Túpac
Huallpa), y después los capitanes y los otros principales, y cada uno lo alzó
en alto dos veces: luego fueron a abrazar al Gobernador, el cual los recibió
con mucha alegría por ver su pronta voluntad y con cuánto contento habían
oído las cosas de Dios y de nuestra religión. El Gobernador quiso que de
todo esto se pusiese testimonio por escrito, y acabado, el cacique y los
principales hicieron grandes fiestas de manera que todos los días había
holgorio y regocijo en juegos y convites que de ordinario se hacían en la
casa del Gobernador”. Don Francisco estaba tan satisfecho, que— como
vulgarmente se dice — echaba la casa por la ventana. LA PARTIDA DE
CAJAMARCA Pensando que la tierra estaba quieta y que contaba con el
favor de los naturales, Francisco Pizarro se decidió a partir. Eran ya los
comienzos de agosto, habían cesado las lluvias y todos tenían ganas de
continuar la campaña. El rumbo a tomar sería el sur y el objetivo estaba
claro. Sin entrar en pormenores, el jinete Ruiz de Arce explicará: "De aquí
nos partimos en demanda del Cusco. De Cajamarca salió Pizarro el lunes 11
de agosto de 1533, después del cuarto del alba. Primero, como era usual en
tales casos, salió un piquete de caballería a reconocer el camino. Detrás, en
su palanquín orlado con plumas azules y coloradas, iba el joven Túpac
Huallpa, nuevo Señor de los Cuatro Suyos. El soberano estaba reconocido a
los españoles por haber muerto a Atahualpa, y marchaba dispuesto a
secundarlos en todo, especialmente en arrojar del país a los de Quito.
Viajaba con gran séquito de orejones, todos muy alegres por entender que
iban a recuperar el Cusco. Siguiendo el cortejo del Inca venían los barbudos
castellanos; avanzaban con paso de camino y con frecuencia volvían la
cabeza dando voces a los muchos indios cargueros que transportaban el oro.
Estos cargueros eran todos cajamar165
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cas y cuando se
pidió su colaboración, acudieron tantos vo tartamente, que se tuvo que
rechazar a los mas Tales na rales, aunque los conquistadores pusieron poco
ínteres en co talarlo, eran fervientes huascaristas y sirviendo a los cristianos
pensaban pagar con gratitud la muerte de Atahualpa. Sm embargo, los
españoles casi no los veían así: eran cargueros y bastaba. Y maliciando
deserciones, temerosos de que se fugaran con el oro que portaban, los
soldados confiaron la vigilancia de los indios a los negros africanos y piezas
de Nicaragua. A pesar de esta seguridad, los peones-con las rodelas a la
espalda y el espadín en el cinto— marchaban intranquilos, razón por la que
volvían la cabeza y daban órdenes. Entre estos peones, más protegido que
entre los orejones cusqueños, viajaría Calcuchímac. El quiteño estaba
gustoso de haber evadido la venganza de Atahualpa por no haber callado en
el tormento; pero todavía le dolían sus heridas. Por eso, sentado sobre unas
andas, el astuto general urdía una jugada maestra. Finalmente, cerrarían la
retaguardia los jinetes, los bravos hombres de espuelas, haciendo sonar las
piedras de la calzada con los herrajes de sus cabalgaduras. Iban muy ufanos
y, a usanza de militares, alguno lanzaría un cantar que inmediatamente sería
contestado por otros... Así debió ver Francisco Pizarro ese abigarrado tropel
de barbudos castellanos y orejones quechuas, negros de Guinea y esclavos
nicaraguas, cargueros cajamarcas, tallanes lenguaraces y yanaconas de los
Cuatro Suyos. Todos marchaban unidos por el mismo ideal: tomar el Cusco.
Por lo menos, aunque no calara todos sus pensamientos, así los vio don
Francisco desde la orilla del camino, montado sobre su caballo y seguido
por el jinete Diego de Agüero, hidalgo que ahora llevaba el estandarte por
ser su Alférez Mayor. El primer día se anduvo toda la mañana, y vencidas
algunas leguas, el Gobernador determinó pasar la noche junto al río
Cajamarca. Aquí acampó toda la gente, previa inspección del lugar por el
Maestre de Campo; mas habiéndose dormido los soldados, llegó al
Gobernador una mala noticia: Huari Tito, un hermano del nuevo Inca,
salido a entender el buen estado de puentes y caminos, había sido muerto
por los quiteños. Al aclarar, la hueste volvió a ponerse en marcha. De este
modo, siempre por el gran camino construido por los incas, avanzaron 18
leguas en menos de una semana. Refiriéndose a la exótica 166
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
comarca, Cieza no escatima admiración: "es muy fragosa de tierras altas —
nos dice — que parecía llegar a las nubes y abajar por los valles hondos otra
infinidad; y con ser esto verdad, va el real camino de los Incas..., tan bien
sacado y echado por laderas y partes, que casi no se siente la aspereza de las
sierras”. Expresado de otro modo — y coincidiendo con la opinión de más
cronistas—, el camino incaico era superior a cualquiera de la Cristiandad.
Después de entrar en Cajabamba (14 de agosto), donde hubo un descanso
prudencial, los expedicionarios partieron hacia Huamachuco. Otras cuatro
leguas de marcha los hizo avistar esa población el domingo 17 de agosto.
Aquella ciudad había sido visitada por Soto cuando salió a indagar por las
tropas de Atahualpa, y aún antes por Hernando Pizarro al ir a Pachacamac.
Los indios lugareños eran gente bien dispuesta, traían los cabellos largos y
adornaban sus cabezas con unas madejas de lana colorada de encendidísimo
fulgor. Huamachuco — gran centro religioso que poseía un santuario
consagrado al divino Catequil— era ciudad de piedra y su trazo recordaba a
Cajamarca. Los incas tenían en el valle un lugar poblado de árboles, muy
extenso y lleno de animales salvajes destinados a la caza. Se cuenta que los
gigantescos chacos o cacerías imperiales eran de mucho esplendor. El
propio Inca, embrazando sus mejores armas, combatía personalmente con
los jaguares, osos y pumas, a los que terminaba dando muerte. Los
aborígenes de Huamachuco eran, pues, los cuidadores del real coto de caza
además de leales vasallos del Inca. Por esta razón habían sido partidarios de
Huáscar y enemigos de Atahualpa, rey sacrilego que lejos de venir a
recrearse a su pueblo, había profanado el santuario de Catequil, derribando
al ídolo por el suelo y asesinando a su anciano sacerdote. Como es de
suponer, los españoles fueron recibidos en Huamachuco como libertadores,
y los curacas salieron de paz. La crónica atestigua que "halláronlos de paz
sin señal de levantamiento y fueron dellos bien servidos”. La nota gris la
dio Calcuchimac frente a los curacas del lugar. Sucedió que, deseando
vengarse de algunos de ellos— acaso de la mayoría por haber sido
huascaristas_ pidió permiso a Pizarro para exigir a éstos el proveimiento de
los tambos del camino. El Gobernador se lo concedió sin maliciar lo que
luego vendría: el quiteño, apenas obtenida la licencia, "llamó a todos los
caciques de la comarca desde Guamachuco, y 167
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU haciendo traer
tantas piedras grandes cuantos caciques había..., las hizo poner en la plaza
por orden, y a los caciques (mando) que todos se tendiesen en el suelo y
pusiesen las cabezas encima de las piedras, y tomando otra piedra en las
manos cuanto podía a zar, dio con ella al primero en la cabeza, que como
tema la cabecera blanda se la hizo una tortilla, queriendo hacer ansí a todos
los demás. Oído el Marqués (Francisco Pizarro) esta crueldad envió de
presto a mandar que no pasase adelante". Hizo retirar a Calcuchímac y
acudiendo donde estaban los curacas con las frentes en tierra, los mandó
poner de pie. Los curacas obedecieron y esperaron pacientemente que el
jefe blanco terminara su discurso para que luego prosiguiera la matanza.
Mas por las voces del intérprete entendieron que ésta se había suspendido,
siendo todo un lamentable error, que ninguno más iba a perder la vida, lo
que causó gran impresión. Aprovechando esto, el Gobernador “habló con
los señores de la provincia, loando el buen propósito suyo en tener paz y
alianza con los españoles”. Los curacas agradecieron sus palabras, le
prometieron amistad y, ante un pedido del Gobernador, le ofrecieron
cargueros suficientes para que pudiesen tornar a sus tierras los venidos
desde Caj amarca. Pero, aunque la amistad de los curacas estaba sellada, la
desconfianza de los indios del pueblo crecía. Ya no mostraban la inicial
alegría con que recibieron a los españoles; tampoco secundaron ciegamente
a sus caudillos; más aún, se negaban a proporcionar informes sobre el
camino al Cusco. Los cristianos no entendieron esta mudanza y se
conformaron con achacarla al extraño carácter de los naturales. Sin
embargo, andando el tiempo entenderían la verdad: Calcuchímac— después
de haber fracasado en su intento de acabar con los curacas huascaristas —
había enviado decir a todos los indios lugareños que se abstuvieran de
ayudar a los cristianos, pues ninguno llegaría al Cusco y, en cambio, él sí
volvería a Huamachuco... Para entonces, que se cuidaran los traidores,
porque los perseguiría hasta quitarles la vida. Puestas las cosas en orden,
Pizarro mandó proseguir. Los huamachucos se echaron el oro a las espaldas
y los barbudos reiniciaron la marcha con visible desconfianza ante los
nuevos cargueros. Según los documentos, la salida del lugar se efectuó el
viernes 22 de agosto, antevíspera de San Bartolomé. Avanzando siempre al
sur pasaron puertos nevados, ríos de fría corriente y puentes tejidos de soga.
De este modo, el domin168
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR go
31 de agosto avistaron Huaylas. Para entonces, los conquistadores tenían ya
una opinión formada de los comarcanos. Pedro Pizarro escribirá: "esta
gente de Guadas era gente sucia a lo que los naturales decían, porque se
decía dedos que comían la semilla que la muger echaba cuando se
ayuntaban con ella..." Noticias como ésta daban tema para hablar a los
expedicionarios. En Huaylas estuvieron descansando una semana. Al no
poderse comprobar lo que de los naturales se decía, los españoles
recurrieron a la observación sumaria: "esta gente es así dispuesta — nos
dirá el mismo cronista, traían también los cabellos y unos rodetes en las
cabezas, que llaman ellos pillos, y unas hondas muy blancas a su
alrededor.” Como se puede apreciar, ya se había desterrado la malicia. El
lunes 8 de setiembre, al mediodía, la tropa tornó a ponerse en movimiento.
En los días sucesivos Pizarro la condujo a través del llamado Callejón de
Huaylas, pernoctando en Caraz, Carhuás y Recuay. El miércoles 1 de
octubre entraron los españoles a Cajatambo, en la serranía de Atabillos,
pueblo donde descansaron hasta el sábado 4 en que se volvió a partir.
Progresaron entonces hacia la izquierda para vencer la cordillera de
Huayhuash; luego bordearon la laguna de Chinchaycocha, donde contaban
que el inca Huaina Capac tenía balsas de vela gobernadas por tallanes. La
marcha se efectuó por la orilla occidental de la laguna, avistando el río
Mantaro, al que llamaron Guadiana y creyeron el principio del gran Río de
la Plata. Pero cruzando la vasta Pampa de Junín, el Gobernador recibió
noticias alarmantes: los quiteños estaban apostados en los cerros del sur y
preparaban una emboscada. Esta fue la primera advertencia de cuidado
sobre el enemigo, porque aunque se habían divisado grupos de quiteños
días antes, los tales no atacaron por ser desertores que volvían a su tierra.
Pizarro mandó avanzar con más cautela y previniendo una sorpresa notificó
a Almagro— quien guiaba la vanguardia— que hiciese adelantar unos
jinetes a reconocer el camino. Ese día, mientras muchos soldados eran
víctimas del mal de altura, los indios que acompañaban a la hueste hicieron
correr la voz de que los quiteños conocían sus movimientos por las noticias
enviadas por Calcuchímac. Aseguraban "por cosa cierta que por consejo y
mandato suyo se había movido aquella gente, pensando él huírseles a los
cristianos e ir a juntarse con ella . Pizarro no quiso que tal 169
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU cosa
aconteciera y, alarmado por el ausentismo de Innaturales en sus pueblos,
ordenó vigilar a Calcuchtmac par “ara con el enemigo. Con esto, los
soldados se sintieron mas seguros y los cargueros aliviados. El único que no
hizo demasiado por creer en la culpabilidad fue el ingenuo Túpac Huallpa,
quien seguía convencido que el general de Atahualpa cumpliría con de
volverle el reino de Quito; mas su inexperiencia de mancebo llego a
costarle la vida. Mientras tanto, Almagro se adelantó al grueso de la tropa y
aseguró los pasos de la cordillera. Esa noche fue muy fría y no hubo qué
comer; tampoco hubo leña para encender una hoguera y para colmo de
desgracias, los toldos estaban deshechos por la lluvia y el granizo. Por este
último motivo, los soldados pasaron esa noche protegidos por las barrigas
de los caballos. Salido el sol prosiguieron a Bombon, pueblecito que
ocuparon el martes 7 de octubre. Aquí Pizarro dobló los centinelas, pues se
tenía por cierto que... vendrían (los quiteños) a embestir a os españoles”.
Por la noche, un enviado de Túpac Huallpa regreso e Jauja avisando que el
enemigo estaba cinco leguas al sur de esa ciudad, pensando replegarse al
Cusco y unirse con Quisquís; pero que antes planeaba destruir la población
e incendiar sus graneros para que los cristianos no tuvieran dónde abrigarse
m que comer. El Gobernador no quiso perder más tiempo y aparejando
sesenticinco caballos ligeros encabalgó en ellos a otros tantos jinetes,
haciéndoles llevar en la grupa a veinte peones y al encadenado
Calcuchímac. Sin duda pretendía valerse de este último en calidad de rehén.
Y dejando el oro, el bagaje y al resto de la tropa con Alonso de Riquelme,
partió en demanda del enemigo. El deseo de Pizarro era entrar al valle de
Jauja, evitar que los quiteños incendiaran los graneros, librar de las llamas a
la ciudad y de este modo granjearse la amistad de los huancas, los indios
pobladores del valle y antiguos enemigos de Atahualpa. Con este
pensamiento llegó a Chacamarca, siete leguas adelante, donde halló 70.000
pesos en oro quedado allí a raíz de suspenderse el rescate de Cajamarca. El
Gobernador dejó para guardarlo solamente a dos jinetes, ya que la
población se mostró amiga de los cristianos, siguiendo viaje por entender
que a tres leguas lo esperaban 4.000 quiteños, de quienes había sido jefe
Calcuchímac. Al mediodía llegó al punto más difícil del camino, aquel
donde situaban el peligro; pero no se encontró a nadie y ni siquiera había
espías. El 170
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
silencio era de muerte, y el camino duro de subir. A una orden del
Gobernador echaron pie a tierra los de la avanzada y tomando de la brida a
las cabalgaduras empezaron a ascender. Al atardecer, pues era ya hora de
vísperas, entraron todos a Tarma. Pizarro, lejos de perder el tiempo en
averiguaciones, hizo que comieran los caballos y mandó salir del pueblo: su
ojo avisor le había descubierto que éste se hallaba en la falda de un cerro,
anulando esto a la caballería. Llegada la noche tuvo que detenerse. Lo hizo
en un descampado y prohibió que todos se despojaran de sus armas; los
caballos quedaron ensillados. Esa noche fue infernal porque hubo hambre,
sed, lluvia y granizo, volviendo a dormirse bajo el vientre de los equinos.
“Mas cada uno se remedió lo mejor que pudo, y así se pasó aquella mala y
trabajosa noche hasta que amaneció.” Salido el sol, el Gobernador dispuso
se siguiera a Jauja para la que faltaban sólo cuatro leguas. A mitad del
camino se detuvo y repartió a su gente en tres capitanes, dándole a cada uno
quince jinetes. El se quedó con venite hombres de a caballo y otros tantos
de a pie, sin contar al cautivo Calcuchímac. Ordenados de esta manera
entraron al pueblo de Porsi: estaban ya a una legua de Jauja. Pizarro hizo
los últimos ajustes y encomendándose todos a Dios y a Santa María, su
Madre, cabalgaron hasta asomarse al verde valle de los huancas: era el
sábado 11 de octubre de 1533, día de santa Placidia. EL VALLE DE JAUJA
Con Diego de Almagro, Hernando de Soto y Juan Pizarro, sus capitanes
nombrados, el Gobernador avistó Jauja desde la altura. Vieron el valle tan
hermoso que no pudieron reprimir su admiración. Los más entusiastas
fueron Pedro de Candia, Diego de Agüero y Juan de Quincoces, jinetes de
Almagro, quienes picando espuelas se lanzaron cuesta abajo ávidos de
reconocer el pueblo. A su paso despertaron el fervor de los huancas, pues
salieron todos fuera del camino para ver a los cristianos, celebrando mucho
su venida, porque con ella pensaban que saldrían de la esclavitud en que les
tenía aquella gente estrangera ', vale decir, la de Quito. El recibimiento
animó a los tres españoles y dos de ellos se aden171
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU traron en el
poblado para visitar sus easas. El tercero, posiblemente Candia, volvió a
notificar al Gobernador. Mas pronto vieron los que estaban con Pizarro
venir indio a toda carrera demandando socorro con la lanza en alto. Era un
criado de los dos jinetes enviado por refuerzos, pues quedaban acorralados
en una calle de la población rodeados por doscientos indios quiteños. Oido
esto, los que estaban con Pizarro partieron en auxilio de los dos soldados,
quienes acometiendo y retrocediendo habían logrado llevar a sus doscientos
enemigos hasta la orilla del río. Al otro lado, en la banda derecha, se
encontraban cuatrocientos quiteños más. Al ver los atacantes que estaban en
campo raso y que acudían más barbudos a caballo obedeciendo órdenes
estrictas o simplemente asustados por los equinos— se arrojaron al río, muy
crecido a esas alturas, y se fueron a juntar con sus cuatrocientos
compatriotas. Pronto Almagro, Soto y Juan Pizarro llegaban donde sus dos
cansados compañeros; pero lejos de detenerse demasiado tiempo con ellos
continuaron su carrera atravesando el rio, lo que se hizo con bastante riesgo,
pues los quiteños habían quemado el puente colgante. Vencida la corriente,
los jinetes se lanzaron sobre sus adversarios; éstos— sorprendidos por la
figura y rapidez de los caballos— fueron presos de un desconcierto general.
Antes de que se pudieran reponer de la sorpresa, cargó Soto contra ellos y
secundado por Almagro— que les ganó el camino— consiguió que Juan
Pizarro les cortase la retirada. Entonces, sin posibilidad de que escaparan,
Soto los alanceó en sucesivos ataques. Desordenados por el rápido actuar de
los jinetes y el herir de los hierros, los quiteños se vieron divididos en dos
partes. Esto lo aprovecharon los españoles y se lanzaron a una última carga
de lanza jineta. La crónica de Cieza — recogedora de todo lo que sea dolor
narra que los quiteños estaban “muy turbados de ver los caballos encima
dellos (y también de) cómo rasgando las lanzas sus cuerpos hacían camino
para salir las ánimas”. Resumiendo, el ataque fue certero y cruel, por eso
consiguieron los castellanos que parte de los quiteños huyeran al norte (de
modo que, desertando, se fueron luego a su tierra), pero no pudieron evitar
que los más tenaces marcharan al sur, a juntarse con Quisquís. "Cansados
los españoles de pelear y matar, se recogieron e volvieron al llano del valle,
donde hallaron al Gobernador, que 172
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR con
los más españoles era ya llegado”. Allí "refirieron al Gobernador lo
sucedido, de lo que hubo mucho contento, y los recibió con mucha alegría
agradeciéndoles a todos el que se hubieran portado tan valerosamente”.
Pizarro les mandó que durmiesen, pues estaban muy cansados,
advirtiéndoles que posiblemente los haría despertar al salir la luna "y que
entonces se pusieran a punto para ir a dar sobre los enemigos”. Sin embargo
la luna salió y los jinetes seguían tan cansados que don Francisco no los
despertó, apuntando Ruiz de Arce que partieron al alba. Efectivamente,
clareando el día Pizarro hizo tocar una trompeta y acudieron los jinetes,
cada cual con su corcel; después designó al capitán Soto jefe de esa tropa de
avanzada y castigo. Este revisó a su gente y a las cabalgaduras, luego
reseñó las armas y partió. Su misión era alcanzar a la retaguardia quiteña,
atacarla, para volver después con noticias sobre el poder del enemigo. Pero
mientras Soto partía y los huancas se entregaban alegremente a buscar
quiteños escondidos en las casas, Túpac Huallpa enfermó. Mejor dicho,
doliente estaba desde Cajamarca, siendo en Jauja que empeoró
visiblemente. Y mientras la algazara general indicaba que se había
descubierto a un enemigo y los huancas se preparaban a ultimarlo, el joven
Inca perdía el conocimiento entrando en agonía. Cuando cinco días déspues
regresó Soto (contando que seis leguas al sur había derrotado a los de
Quito, recuperándoles prisioneros de la tierra y devolviéndolos a sus
pueblos destruidos), sólo halló caras tristes y lamentaciones, pues había
fallecido Túpac Huallpa. La verdad la conocían pocos, unos pocos que
callaron su secreto: Túpac Huallpa había muerto envenenado a causa de
ciertos bebedizos que Calcuchímac le hizo ingerir disimuladamente en
Cajamarca. El veneno era de los retardados y su acción progresiva llegó a la
cima en Jauja. Por el momento no hubo pruebas contra el general quiteño y
su jugada resultó maestra. Pero Pizarro sospechó lo que pasaba y decidió
esperar: Calcuchímac había querido jugar con él, ahora iba él a jugar con
Calcuchímac. Don Francisco no perdió un instante y tratando de obtener
ventajas de todo, apenas entendió que había muerto Túpac Huallpa "de su
enfermedad”, hizo venir al general quiteño y también a los orejones amigos
del difunto. Una vez delante suyo, luego de hacerles ver que no habían
sacado mucho con sus guerras, los instó al entendimiento porque habiendo
muerto Túpac "ellos 173
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU debían pensar a
quien querían por Señor, que el ^ mioÍalcuHubo entonces gran pugna entre
los orejones y el chímac pues éstos pretendían el trono para un hermano de
Cae Huallpa — posiblemente Manco Inca-y nríncine Aticoc hijo de
Atahualpa que se hallaba en Quito. L discusión degeneró en casi una riña y
Pizarro, hacendóse el amipable componedor, invitó a los contrincantes a
que trajesen sus candidatos a Jauja de modo que estando todos juntos se e
igier al que mostrase mejores dotes para gobernar. Terminada la reunión,
refiere el cronista Pero Sancho, el Gobernador llamó en secreto a
Calcuchímac y le propuso que Aticoc fuera Inca. Lo único que aquél
debería hacer era conseguir que los guerreros quiteños, apostados con
Quisquís en el camino del Cusco, depusieran las armas. Calcuchímac, a o
que Q recibió tanto contento de estas palabras, como si lo hubiera hecho
señor de todo el mundo” y, sin pensarlo dos veces, acepto. Eso sí, hizo ver
que sería necesario le quitasen la cadena que tema al cuello, para evitarse el
que lo siguieran creyendo cautivo. Dijo a Pizarro: "señor, pues quieres que
yo haga venir estos caciques (caudillos militares de Quito) quítame de
encima esa cadena poique viéndome con ella no querrán obedecerme”. El
Gobernador no se opuso a su deseo, porque aunque se decía ya
insistentemente que Calcuchímac había envenenado a Túpac Huallpa
"porque deseaba que la tierra quedara por la gente de Quito y no por la
natural e Cuzco ni por los Españoles”, la verdad era que a esas alturas el
envenenador era “la llave para tener la tierra pacífica y sujeta . Pasado todo
ésto y llegado ya el resto del ejército, el Gobernador se propuso erigir una
ciudad cristiana en Jauja. Pretendía contar con un centro de
aprovisionamiento en la marcha que pensaba proseguir al Cusco; pero,
sobre todo, tener una guarnición que le protegiera las espaldas. El valle
había causado tan excelente impresión, que muchos hablaron de quedarse a
vivir allí. Además, esos huancas de cabellos largos y llantos rojos y negros
eran en extremo serviciales: con tal de expulsar a los de Quito, estaban
dispuestos a colaborar en la nueva fundación. Pizarro se animó bastante con
esto y para iniciar su propósito nombró a los posibles cabildantes. Ochenta
cristianos, entusiasmados, pidieron ser admitidos por vecinos y se brindaron
a guardar el oro de sus compañeros, mientras éstos marchaban a la
conquista del Cusco. La mitad de dichos soldados eran gente de
cabalgadura. 174
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Estando así los aprestos de fundación, el Gobernador tuvo que
interrumpirlos para dedicarse a otros de urgencia mayor, pues los indios
huancas traían mensajes cada vez más alarmantes: los quiteños estaban
arrasando la tierra, incendiando los pueblos y malogrando sus sembríos... El
ejército de Quito era cada vez mayor. Pizarro se sintió muy preocupado.
Advirtió, sin embargo, que hasta entonces "todas las naciones de las
prouincias por do pasaba con gran promptitud le salían a dar obidiencia y a
obedecelle, porque como estaban atemorizados de la guerra que auia
sucedido entre Huáscar Ynga y Atao Hualpa, y de las destruiciones de los
pueblos y sembrados, y de tantas muertes como Quisquís y Chalco Chima
hicieron (de modo que) donde quiera que luego (a los cristianos) no les
salían a recibir y dar la obediencia, se holgaron con la venida de los
españoles, que les parecía (a los naturales subyugados por los de Quito)
salir de una intolerable servidumbre y miseria”. Sólo así, en opinión de
Pizarro, podía explicarse que el recibimiento no hubiera sido hostil en
ningún pueblo del camino. Era verdad que algunos lugares se habían
mostrado recelosos — como sucedió en Huamachuco y a partir de
Cajatambo — , pero esto se debió sospechaba ya Pizarro, a las secretas
amenazas de Calcuchímac. Otros pueblos como Bombon y Tarma casi no
tenían hombres y el recibimiento había sido frío, mas en ningún momento
aquellos niños, viejos y mujeres enlutadas por muerte de sus maridos en la
guerra, mostraron animadversión. Finalmente, ciertos huancas del valle de
Jauja se habían visto obligados a seguir a los de Quito; pero al igual que con
los Yauyos, pronto entraron en razones y dejando las armas, vinieron de
paz, no obstante ser gente belicosa y amiga de la guerra. No cabía, pues, la
menor duda sobre que todos los naturales estaban descontentos con los
quiteños, en quienes no veían sino un abusivo ejército de ocupación. Por
eso menudeaban las alianzas de paz entre naturales y españoles. Ese
sentimiento de aversión a los quiteños tenía que aprovecharlo, se proponía
Pizarro. Según los documentos, los españoles descansaron quince días en
Jauja. Durante este tiempo no cesó de llover y de nevar; en cambio, hubo
lumbre para todos; se comió carne de auquénido, también perdices y
dorados granos de maíz. Arropados con las riquísimas mantas hurtadas de
los depósitos imperiales, los españoles casi no sintieron las noches de
tormenta y su gran relampaguear. La vida no podía ser más plácida. En el
interior del Templo 175
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU del Sol, en
cuya cima había siempre un centinela, los soldados dieron principio a un
refrán. ¡Esto es Jauja!, exclamaría un baquiano satisfecho. ¡Esto es Jauja!,
contestarían rebosantes los demás. LA HOGUERA DE JAQUI JAHUANA
Así las cosas, después de haber nombrado al Tesorero Riquelme jefe de la
guarnición, el Gobernador partió del valle de Jauja. Esta salida se efectuó el
lunes 27 de octubre de 1533, hab, endolo precedido una avanzada de jinetes
al mando de Hernando de Soto, salido el jueves 23. . El Gobernador caminó
durante dos días por la orilla izquierda del Mantaro, cruzando pintorescas
vegas verdes y poblados e piedra con techos de paja. Amaneciendo el día
tercero, la tropa atravesó el río, usando un puente colgante de los indios. La
experiencia no era nueva, pero entre todas las de su género parece haber
sido la peor. El cronista de la hueste no disimula su miedo ante la
flexibilidad del puente tejido: "porque siendo el trecho grande se dobla el
puente cuando pasa uno por él, que siempre va uno bajando hasta el medio,
y desde allí subiendo, hasta que acabe de pasar a la otra orilla, y cuando se
pasa tiembla muy fuerte, de manera que al que no está a ello acostumbrado
se le va la cabeza..." Al pasar este puente los caballos resbalaron casi todos
y con las patas rompieron el piso de madera; no obstante— y a pesar de que
el puente se mecía mucho con los movimientos angustiados de los brutos —
los jinetes lograron hacerlos cruzar tirando de las bridas delante de sus
corceles. Entonces, para que hombres y animales se repusieran del susto,
Pizarro señaló para descansar "unas arboledas que allí había por donde
pasaban muchos hermosos arroyos”. Ya por la margen derecha del Mantaro,
los españoles penetraron por quebradas estrechísimas; atravesaron arroyos y
eludieron montes. Al no haber ninguna señal del enemigo, se procedió a
subir con recelo una empinadísima montaña por donde el camino incaico
trepaba por medio de pequeños peldaños de piedra. Sufrieron tanto los
caballos en este ascenso, que al terminarlo casi todos habían perdido sus
herraduras; más aún: llegaron con 176
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR los
cuatro cascos gastados. Así se aportó a un pueblo con ánimo de rehacerse,
pero los quiteños en su retirada lo habían incendiado, quebrado sus
acueductos y llevádose la comida. Aquella noche fue incómoda;
continuaron luego a Panaray — sin duda el pueblo de Pucara — donde, a
pesar de estar el lugar destruido, se encontraron algunas llamas y alpacas
que los soldados sacrificaron para comer. Sólo al siguiente día, postrero de
octubre, llegaron a Parcos, donde el curaca era indio amigo desde
Cajamarca y les había preparado albergue. Este no fue magnífico, pues la
comarca estaba desolada por la guerra, pero por lo menos les brindó techo,
comida y (no en vano fue noche de San Quintín) mucha leña para hacer
fogatas. Al siguiente amanecer, fray Vicente dijo misa, ya que era fiesta de
Todos los Santos. Ese mismo día — sábado— se continuó la marcha. Para
subir las montañas se empleó ahora la táctica de escalarlas "en caracol y no
derecho”. Esto hizo vencer una muy grande, "que mirándola de alto a bajo
parecía cosa imposible que los pájaros pudieran llegar volando por el aire”.
Así se ganó el monte, y luego de descenderlo se alojaron en un pueblo semi
destruido. Allí el Gobernador recibió un mensaje de Soto traído por dos
indios, por el que informaba haber tomado el pueblo de Vilcas y derrotado a
la guarnición quiteña del lugar, aprovechando que el grueso de ella estaba
en un chaco. Pero — continuaba Soto — vueltos del chaco los ausentes
cayeron sobre los cristianos, mataron un caballo blanco de Iñigo Tabuyo y
los hicieron retroceder de tal manera que prácticamente les infligieron una
derrota. Parece que Soto se rehizo a tiempo y con la ayuda de Rodrigo
Orgóñez, Juan de Pancorvo y Juan Pizarro de Orellana, tomaron un torreón.
Lograron salvar la vida con ello, mas tuvieron que pasar la noche en la
plaza del pueblo y soltar en la mañana a todas las mujeres cautivas para que
los indios perdieran parte de su furor y se retiraran sin aprovechar su
victoria... Pizarro entendió que la guazabara había sido grande y, te miendo
que Soto hubiera quedado maltrecho, trató de alcanzarlo a la brevedad. Por
esta razón apresuró su marcha y llegó a Vilcas el 5 de noviembre,
encontrando solitario el pueblo. El Gobernador y sus hombres pudieron
cerciorarse que hacía dos días que Soto había partido de allí. Esa mañana se
dedicó al descanso y el cronista Sancho tuvo tiempo de anotar: "está puesta
esta ciudad de Bilcas en un monte alto, y es gran pueblo y cabeza de
provincia. 177 PIZARRO— 12
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU , fnrtaleza" hav
muchas casas de piedra Tiene una hermosa y gentil fortaleza, nay „ muy
bien labradas y está a medio camino de Xauxa al C Al otro día, pretextando
que corría el tiempo, Lo A la altura de Curamba se hallaron galgas
prosiguió su marcha. A 1 £ Gobemador. Temeroso en los cerros poniendo de
mal rosxro a . . n- _ de que Soto hubiera sido arcado nuevame nte — ^ «.
Ír^^^rr^s demás siguieron — do por el camino de Andahuaylas. En el
trayecto, los que estaban con Pizarro, toparon con un numeroso grupo de
naturales que venían huyendo de quinos, les preguntaron por las tropas
enemigas, pero n bre lo que había'escrito Soto acerca de varios mi es de
guerrero • El viernes 7, casi al anochecer, ingresaron a Andahuaylas. Al
siguiente día salieron para Airamba, donde hallaron os ca a muertos y otra
carta de Soto en la que no hablaba de Almagro, señal de que aún no se le
había juntado. Los hombres del Gobernador reiniciaron su camino y para
bien de sus males hallaron en un pueblo (Curahuasi) muchos tablones de
plata. La codicia iluminó los rostros; en breve una tercera carta del capitán
Soto los devolvió a la tristeza: había sufrido un serio revés en Vilcaconga,
una cuesta que llevaba al Cusco, perdiendo cinco o seis hombres en la
refriega. Esta se había efectuado el sábado 8 y habían sido tantas las
piedras, lanzas y flechas enemigas que, de no escapar galopando hacia la
cumbre de un cerro, todos hubieran teniao que renunciar a la vida. Con sus
hombres y caballos heridos y cansados Soto había tenido que pasar allí la
noche; a lo largo de toda ella los quiteños no lo dejaron dormir con sus
gritos y amenazas. La carta se interrumpía bruscamente, de modo que el
indio que la trajo no sabía dar razón de lo que luego había sucedido, pues
apenas la firmó Soto, el enviado aprovechó las sombras de la noche para
salir de entre los quiteños. Estas nuevas alcanzaron al Gobernador cerca del
último río (el Apurímac)... el cual sin mostrar alteración en el semblante las
comunicó a los diez de a caballo y veinte peones que traía consigo,
consolándolos a todos con buenas razones que les esponía, aunque ellos se
turbaron mucho en su ánimo pensando que pues una corta cantidad de
indios respecto al número ponderado había maltratado de tal modo a los
cristianos en la primera acción, mayor guerra les 178
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
habrían dado al otro día teniendo los caballos heridos y sin haber llegado
todavía a los Españoles el socorro de los treinta caballos que se les
mandó...” Sin embargo, Pizarro no era de los que se desanimaban y
aguijando a su cabalgadura se hizo seguir por sus hombres hasta la orilla del
Apurímac. En balsas de los naturales atravesaron el cauce y los caballos lo
hicieron “a nado” por estar quemado el puente. Este cruce se hizo entre el
11 y 12 de noviembre, pero estándose terminando de hacer en la última
fecha, se vio venir a lo lejos un jinete. Todos imaginaron lo peor, es decir,
que Almagro y Soto habían sido aniquilados y que aquel sobreviviente
venía con la noticia. No obstante, acercado el cristiano — que resultó ser
Mando Sierra de Leguízamo — frenó en seco su caballo; prorrumpiendo en
albricias informó que Almagro se había juntado a Soto y juntos ¡habían
derrotado a los de Quito! El Gobernador y los suyos lanzaron un suspiro de
alivio, entregándose luego todos a una alegría general. Los abrazos
menudearon, y se daban gracias a Dios. Rápidamente, el Gobernador cortó
todas estas expresiones de recocijo con una orden: seguir a Limatambo. Sin
esperar a los naturales auxiliares, el Gobernador partió. En el camino se
enteró de varias cosas por boca de Mancio Sierra: los quiteños se habían
retraído al Cusco, pues pensaban defender la sagrada capital incaica a costa
de sus vidas; se decía que en torno a esta ciudad había una infranqueable
línea de defensa y que costaría mucho el romperla. Por lo demás, la de
Vilcaconga había sido una guazabará de las grandes. Los muertos en ella
eran Hernando de Toro, el de Trujillo; Francisco Martín, el narigudo; el
sastre Rodas, el vasco Gaspar de Marquina, y Miguel Ruiz, ese soldado que
gustaba de cortar la cabeza a los cargueros cuando fingían cansancio. La
culpa de todo la tema Calcuchimac, pues "se daba por seguro que
Chilichuchima disponía y mandaba todo... y daba aviso a los enemigos de
lo que habían de hacer”. El Gobernador no quiso seguir escuchando más
razones y en la primera jornada en que se hizo alto, mandó venir a
Calcuchímac. Una vez delante suyo le increpó su traición y dijo: "te haré
quemar vivo, porque has sabido guardar tan mal la amistad que a nombre
del César mi señor concerté contigo". El quiteño se defendió diciendo que
así preso no podía ser obedecido, que sus esfuerzos por conseguir la
rendición de las tropas de Quisquís habían fracasado por esta causa, pero
que él no era un traidor. Pizarro, por toda res179
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU puesta, lo cargó
nuevamente de cadenas y ordenó seguir a Lima'amAi°pueblo llegaron ese
mismo miércoles 12 por la noche saliendo I Almagro con cuatro caballos y
dando entera cuenta de lo acontecido. Al amanecer partieron a Vilcaconga y
habiéndose juntado allí con los hombres de Soto, "el G°b®rnad^ dio a cada
uno las gracias, según sus méritos, por el valor que habían mostrado”. Don
Francisco, acaso por ignorarlo no lego culpar a Soto del desastre y se
conformó con felicitarlo. No obstante, los que habian estado con él en
Vilcaconga sabían bien que aquellos soldados muertos, habian perdido las
vidas por
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
persona. No en vano se le señalaba como “el mayor y más principal señor
que había entonces en aquella tierra”. Estaba perfilado como acérrimo
enemigo de los quitos y, por tanto, de Quisquís. El visitante era un hijo de la
tierra: su viril figura cobriza mostraba arrogante su abolengo quechua:
Manco Inca Yupanqui, vástago legítimo de Huaina Cápac y nieto del
famoso Túpac Inca, deseaba hablar con el Gobernador. LA TOMA DEL
CUSCO A Pizarro le sorprendió la visita. No tenía aún demasiado claro el
pasado político de Manco, pero enterado por los naturales de como "era al
que de derecho venía aquella provincia y al que todos los caciques querían
por señor”, se apresuró a recibirlo. La entrevista del caudillo indio y el
caudillo blanco sería solemne: en los picachos altísimos de la cordillera, el
cóndor andino y el águila española iban a conferenciar. Cuando Pizarro
salió al encuentro del visitante lo halló esperando de pie, sin hablar y
luciendo aquella dignidad imperial que le venía de casta. Envuelto en su
rico manto amarillo, el príncipe estaba escoltado por tres nobles orejones.
Entonces Chilche, un curaca cañari que se había pasado a los cristianos,
dijo en voz baja al Gobernador: "este es hijo de Guaynava, que ha andado
huyendo de los capitanes de Atabalipa”. Más cerciorado con esta
afirmación, Pizarro se adelantó al príncipe. Al primer saludo aquellos dos
caudillos conocieron estar totalmente de acuerdo. Manco no entró en rodeos
y "dijo al Gobernador que lo ayudaría en todo lo que pudiera para echar
fuera de la tierra a todos los de Quito por ser sus enemigos y que lo odiaban
y (los naturales) no querían estar sugetos a gente forastera”. El Gobernador
respondió: mucho me place lo que me dices y hallarte con tan buena
disposición para echar fuera esta gente de Quito, y has de saber que yo no
he venido de Xauxa para otro efecto, sino para impedir que ellos te hicieran
daño, y librarte de su esclavitud, y puedes creer que yo no vengo para
provecho mío, porque estaba yo en Xauxa seguro..., pero sabiendo los
agravios que te hacían quise venir a remediarlos y desfacerlos, como me lo
manda el Emperador mi señor. Y así puedes estar seguro de que haré en
favor tuyo todo lo que me parezca conveniente, y también para libertar de
esta tiranía 181
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU a los del
Cuzco”. Manco agradeció las frases y aseguro que estando las cosas como
estaban no había tiempo que perder, que los cristianos se armasen lo mejor
que pudieran porque Quisquís planeaba incendiar el Cusco... , Oido esto,
Pizarro hizo alistar a toda su gente y, sin a comer, ordenó partir al Cusco.
Las primeras dos leguas de camino se hicieron sin novedad, mas entrando a
la tercera se dejo ver una gruesa columna de humo. Unos indios lugareños
informaron que se debía a un escuadrón de quiteños que incendiaba e
monte; Pizarro destacó a dos capitanes de jinetes para que con sus hombres
acudieran al lugar de la humareda y comprobasen la intención del enemigo.
Adentrados aquellos en la sierra no pudieron evitar un encuentro con los
indios incendiarios, los cuales se replegaron inmediatamente donde estaba
el grueso de las tropas de Quisquís. Estas hicieron frente a los cristianos con
denuedo y los precisaron a no huir; la caballería irrumpió violen ta entre los
quiteños y en dos o tres arremetidas quedaron doscientos indios en el suelo.
En esas circunstancias, según Diego de Trujillo, desertaron los escuadrones
cañaris y chachapoyas, lo que terminó de desanimar a los quiteños, quienes,
desamparando la capital ajena, arrojaron las armas al suelo y partieron a
correr. Otra vez los jinetes cargaron sobre ciertos enemigos que
pretendieron reorganizarse y después de atacarlos se pusieron a
escaramuzar con ellos. Estando en esto, hirieron con una flecha de estólica
al mirobrigense Rodrigo de Chavez en un muslo, atravesándoselo por
completo y matándole el caballo; los quiteños recuperaron el ánimo y
lanzando muchos dardos consiguieron herir cuatro caballos más. El
momento se tornó difícil para los jinetes, quienes al verse tan maltratados
volvieron grupas y retrocedieron en desorden. Para bien de ellos en esos
mismos momentos entraba el Gobernador Pizarro al campo, seguido de los
suyos, y animándose con su presencia los de a caballo redoblaron sus
esfuerzos, se reorganizaron y no hubo más pérdidas de cabalgaduras. En eso
oscureció y Pizarro mandó hacer alto en vista de que los indios no atacaban
y se conformaban con insultar desde un monte situado a un tiro de arcabuz.
Toda esa noche se veló celosamente los cuartos, se tuvo a los hombres
armados y a los corceles ensillados y enfrenados; pero no hubo necesidad
de que el trompeta tocara alarma. Al cuarto del alba, cuando todos se
aprestaban a tomar la capital incaica con las armas en la mano, descu182
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
brieron la razón de la tranquilidad: los quiteños habían desaparecido.
Cansados de una campaña tan larga llevada en tierra tan alejada de la suya y
contando con la enemistad de todos los naturales del país, los guerreros de
Quito optaron por retirarse a su lugar de origen. Atrás dejaban el Cusco al
primero que lo quisiera tomar: no eran ellos los que iban a morir
defendiéndolo, a pesar de que así lo quería Quisquís; en todo caso, que
murieran los orejones quechuas nacidos en esa ciudad. Francisco Pizarro
entró al Cusco la mañana del sábado 15 de noviembre de 1533, día de San
Eugenio. Las tropas españolas y sus auxiliares indios ingresaron a la ciudad
sagrada por el cerro de Carmenca, frente a la fortaleza de Sacsahuamán, en
lo que después sería el barrio de Santa Ana. Por allí avistaron la soberbia
capital y deseando poseerla íntegramente, iniciaron el descenso del valle
por un camino que llevaba al río y que posteriormente bautizaron como el
Callejón de la Conquista o la Calle de los Conquistadores. La entrada a la
ciudad se hizo de la siguiente manera: primero Hernando de Soto y Juan
Pizarro con sus escuadrones de jinetes; luego el Gobernador don Francisco
con el grueso de las tropas, finalmente el tuerto Almagro con la retaguardia
y los indios auxiliares. Negros y nicaraguas ingresaron muy pocos, la
mayoría quedó en Jauja con Riquelme; los que si ocuparon un lugar
preponderante en este momento fueron los indios cañaris y chachapoyas.
"De este modo entró el Gobernador con su gente en aquella gran ciudad del
Cuzco sin otra resistencia ni batalla." Las diezmadas panacas de ancianos
orejones vieron a los barbudos como embajadores del divino Huiracocha,
salvadores del Tahuantinsuyo v restauradores de la borla imperial. Manco
Inca Yupanqui, el nuevo Señor de los Cuatro Suyos, contaba con el favor de
los dioses. Habían sido tantos los muertos por Quisquis, que en el Cusco los
conquistadores casi no hallaron habitantes. No hubo por ello un
recibimiento apoteósico, como quiere el cronista Murúa, pues el Cusco era
ciudad de funcionarios y sacerdotes y la mayor parte de ellos habían sido
victimados; mas los pocos que vivían acudieron a saludar a los barbudos y a
mochar a Manco Inca, nuevo Hijo del Sol que volvía al trono de sus
antepasados. Pizarro llevó a su gente hasta la gran plaza cuadrada y después
183
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de escudriñar
sus edificios, mandó a ciertos peones que los visitasen. No encontraron
nada que llevara a desconfiar y entonces el Gobernador tomó para sí el
palacio de Casana, morada que fue del Inca Huaina Cápac. Almagro se
apropió de otro palacio situado junto al de su compañero, el cual daba a la
plaza, y Gonzalo Pizarro hizo lo propio con el de Cora-Cora, mansión
edificada por Túpac Inca Yupanqui. Parece que a continuación pidieron
permiso los soldados para correr la ciudad y el Gobernador les concedió la
gracia; siendo asi, los españoles se lanzaron contra los edificios de piedra
penetrando a sus interiores. Algunos habían sido incendiados por los
quiteños, pero la mayor parte estaban bastante bien. Los soldados
recorrieron los pasadizos y subieron las escaleras, no hallando tanto oro
como quisieron encontrar. Recogieron, en cambio, muchísima cantidad de
plata y piedras preciosas, chaquira reluciente, topos artísticos, cántaros
metálicos y plumería multicolor. Los barbudos visitaron entonces los
depósitos de ropa fina, vaciándolos, según se calculó después, por valor de
dos millones de pesos. Luego siguieron a los depósitos de comida, los de
calzado, los de sogas de todos los tamaños, los de armas ofensivas y
defensivas, los de barretas de cobre para labrar las minas, los depósitos de
coca y los depósitos de ají; también los depósitos de indios desollados,
cuyos cueros se utilizaban para fabricar tambores de guerra... Los soldados
corrían como si hubieran perdido el juicio; parecían chiquillos que jugaban
a los ladrones. Unos salían carga/ dos de primorosa ropa, otros con el
morrión repleto de piedras finas; éste con un cántaro de oro, aquél con un
ídolo de argentífero metal. El saqueo prosiguió hacia los barrios
sacerdotales. Primero entraron codiciosos al Acllahuasi o Casa de las
Vírgenes Solares, pero los quiteños se las habían llevado para librarlas de
ser profanadas por el invasor. El oro y la plata del monjil recinto también
había desaparecido. Enfadados, llenos de indignación prosiguieron al
Coricancha, esperando hallar más oro que en todo el Cusco junto; corrieron
los ambiciosos por las calles de muros pétreos perfectamente trabajados y
desembocaron finalmente al solemne Templo del Sol. Mas en las escaleras
de la entrada salió lleno de santa ira el Villac Umu o Sumo Sacerdote,
tratando de cerrarles el paso. Los soldados se detuvieron un instante y el
Villac Umu 184
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR los
increpó. Alguien tradujo sus palabras: "¡Cómo entráis aquí vosotros! que el
que aquí ha de entrar ha de ayunar un año primero, y ha de entrar cargado
con una carga y descalzo...” Al entender estas ideas los soldados lanzaron
una carcajada y prosiguiendo su carrera se precipitaron al interior del
Templo. 185
XI. LA FUNDACION DE NUEVAS CIUDADES LA
FUNDACION ESPAÑOLA DEL CUSCO Los días que continuaron los
gastaron los conquistadores en recorrer íntegramente la sagrada capital
incaica. Los soldados casi no tenían qué decir: la encontraron,
sencillamente, deslumbrante. Cabeza y centro de las Cuatro Partes del
Mundo, el Cusco justificaba su fama de ser capital del único Imperio
surgido al sur de la equinoccial. Superaba en trazo, armonía y
aprovechamiento del terreno a cualquier ciudad de Europa y su original
arquitectura —labrada en piedra, cuyos colores cambiaban según los
barriosparecía escapada de los libros de caballerías. No obstante, a
diferencia de estas oníricas y abigarradas urbes, sus calles rectas y
escalonadas tenían esa excepcional belleza que suele alcanzar la geometría.
Los barbudos castellanos comprobaron muchas cosas: vieron los grandiosos
palacios de los reyes quechuas, en cuyo interior se seguía reverenciando,
como en vida, a los cuerpos momificados de los Incas. Los monarcas
aparecían sentados y vestidos con sus mejores galas; algunos tenían el
cabello cano y todos los párpados caídos. Multitud de servidores atendían al
soberano difunto en su palacio preocupándose puntualmente de sus ropas y
comidas... Los cristianos también recorrieron el solemne Coricancha o gran
Templo del Sol, terminando de deschapar sus paredes forra186
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR das
de oro y de recoger mucha plata fina y piedras preciosas; finalmente
pasearon el gigantesco Acllahuasi o Casa de las Escogidas, mansión
desierta de las Vírgenes del Sol. Los cristianos se admiraron con las pétreas
fachadas inclinadas hacia adentro y recorrieron esos edificios que, a pesar
de su grandiosidad carecían de puertas y de muebles; valoraron los muchos
paramentos de multicolor plumería en los techos y paredes, así como los
pisos recubiertos con finísima esterilla. Sencillos, sólidos y simétricos los
edificios se mostraban imponentes, lucían señorío, irradiaban majestad. La
impresión que de la ciudad recogieron los cristianos fue, simplemente,
extraordinaria: admirados, boquiabiertos y prontos a hacer comparaciones
en las que siempre salía perdedor el Viejo Mundo, los soldados buscaban la
opinión de aquellos compañeros que conocían “otros reinos extraños”.
Seguro que primero consultaron a Pedro de Candia, que era griego y había
estado en Italia y muchos puntos del Mar Mediterráneo; también al jinete
Antonio de Vergara que anduvo alguna vez por el país flamenco y
Normandía; mas ninguno de ellos sabría dar razón sobre una arquitectura
parecida. Los curiosos volverían sus cabezas hacia Jerónimo de Aliaga y el
converso Pedro de San Millán para preguntarles si en su tierra de Segovia,
ese Acueducto de piedra construido por el diablo en una noche, mostraba un
trabajo tan perfecto. Las respuestas serían negativas y entonces los
insatisfechos acudirían, quemando su última esperanza, donde el herrador
Juan de Salinas, ese de Jerez de la Frontera, para inquirirle si cuando sirvió
con Hernán Cortés en México pudo ver en la exótica capital de los aztecas
cierta semejanza con el Cusco de los Incas. Contestaría el herrero que, en
efecto, conocía Tenochtitlán; que era una ciudad muy hermosa por estar
situada en el centro de una laguna; que tenía grandes edificios... mas el
Cusco era distinto: ciudad como el Cusco no había visto en su vida. La
crónica de Pero Sancho, traduciendo estos instantes, no puede ser más
elocuente. Ella dice: “la ciudad del Cuzco por ser la principal de todas
donde tenían su residencia los señores, es tan grande y hermosa que sería
digna de verse aún en España, y toda llena de palacios de señores, porque
en ella no vive gente pobre”. Los patrones estéticos arquitectónicos
europeos pesan todavía en el alma del soldado, pero superada esta primera
resistencia se desborda el entusiasmo del cronista para afirmar de la capi187
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tal incaica:
"cada señor labra en ella su casa y así mismo todos los caciques... estas
casas son de piedra... y están hechas con muy buen orden, hechas calles en
forma de cruz, muy derechas, todas empedradas y por en medio de cada una
va un caño de agua, revestido de piedra. La falta que tienen (estas calles) es
el ser angostas, porque de un lado del caño sólo puede andar un hombre a
caballo, y otro del otro lado". Y el cronista prosigue su narración sin tener
nada que envidiar a Andrés Navagero o Antonio de Lalaing en sus
descripciones de ciudades famosas: "está colocada esta ciudad en lo alto de
un monte y muchas casas hay en la ladera y otras abajo en el llano. La plaza
es cuadrada y en su mayor parte llana, y empedrada de guijas: al rededor de
ella hay cuatro casas de señores, que son las principales de la ciudad,
pintadas y labradas y de piedra, y la mejor de ellas es la casa de
Guaynacaba cacique viejo, y la puerta es de mármol blanco y encarnado y
de otros colores, y tiene otros edificios de azoteas, muy dignos de verse.
Hay en la dicha ciudad otros muchos aposentos y grandezas: pasan por
ambos lados dos ríos que nacen una legua más arriba del Cuzco y desde allí
hasta que llegan a la ciudad y dos leguas más abajo, todos van enlosados
para que el agua corra limpia y clara y aunque crezca no se desborde: tienen
sus puentes por los que se entra a la ciudad. Sobre el cerro que de la parte
de la ciudad es redondo y muy áspero, hay una fortaleza de tierra y de
piedra muy hermosa; con sus ventanas grandes que miran a la ciudad y la
hacen parecer más hermosa. Hay dentro de ella muchos aposentos y una
torre principal en medio hecha a modo de cubo, con cuatro o cinco cuerpos,
uno encima de otro... y las piedras están tan lisas que parecen tablas
acepilladas... Tiene tantas estancias y torres que una persona no la podría
ver toda en un día; y muchos españoles que la han visto y han estado en
Lombardía y en otros reinos estraños, dicen que no han visto otro edificio
como esta fortaleza, ni castillo más fuerte. Podrían estar dentro cinco mil
españoles: no se le puede dar batería, ni se puede minar, porque está
colocada en una peña. De la parte de la ciudad que es un cerro muy áspero
no hay más de una cerca: de la otra parte que es menos áspera hay tres, una
más alta que otra, y la última de más adentro es la más alta de todas. La más
linda cosa que puede haberse de edificios en aquella tierra son estas cercas,
porque son de piedras tan grandes, que nadie que las vea no dirá que haj'an
188
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR sido
puestas allí por manos de hombres humanos, que son tan grandes como
trozos de montañas y peñascos, que las hay de altura de treinta palmos y
otros tantos de largo... pero no hay ninguna de ellas tan pequeña que la
puedan llevar tres carretas: éstas no son piedras lisas, pero harto bien
encajadas y trabadas unas con otras. Los españoles que las ven dicen, que ni
el puente de Segovia, ni otro de los edificios que hicieron Hércules ni los
Romanos, no son cosa tan digna de verse como esto...” Esta escenificación
de la ciudad del Cusco y su fortaleza de Sacsahuamán es la primera visión
que se dio al mundo de la capital incaica. La segunda sería esa carta del
Cabildo de Jauja en que se dice: "es la mexor y mayor quen la Tierra se ha
visto, e aun en Indias; e decimos a Vuestra Magestad ques tan hermosa e de
tan buenos edyficios quen España sería muy de ver...” Después de todo lo
expuesto, la idea de una fundación española en la vieja capital incaica no se
hizo esperar demasiado en la cabeza del Gobernador. Este conversó el tema
con fray Vicente de Valverde, su paisano, y ambos estuvieron de acuerdo en
efectuarla. El lunes 23 de marzo de 1534 fue el día señalado y todos los
capturadores del Cusco debían estar presentes a la erección de la ciudad. En
efecto, la mañana de ese día, escoltado por más de 60 de sus hombres, don
Francisco Pizarro, como Adelantado, Lugarteniente, Gobernador y Capitán
General por la Corona de Castilla, se acercó al rollo o picota clavado en el
centro de la gran plaza incaica y voceó a los cuatro vientos su deseo de
erigir allí una ciudad que fuese "cabecera de toda la tierra y señora de la
gente que en ella abita”. Como ninguno de los presentes se opusiese a su
propósito — posibilidad que contemplaba el acto fundacional — , el
Gobernador desenfundó un puñal que llevaba en el cinto, procediendo a
herir con él el rugoso tronco de la picota y a frotar el arma contra sus
peldaños de piedra, hecho lo cual quedó fundada "la muy noble y gran
ciudad del Cuzco”, a la par que declarada libre de la tiranía de Quisquís y,
por ende, de la dominación de Quito. Seguidamente, Pizarro le señaló por
límites la provincia de Vilcas, al norte, y las tierras del Collao, al sur; el mar
al oeste, y la selva al este. Empapado ya en el mundo quechua, el
Gobernador Pizarro silenció estos puntos cardinales europeos,
reemplazándolos con los nombres de Chinchaisuyo, Collasuyo, Contisuyo y
Antisuyo, las Cuatro Partes del Mundo de los Incas. 189
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tregando a los
Alcaldes sus esto último el contador Ant Rojas. Este capitán Rojas, hombre
al que tantos miramientos se habián guardado en la ceremonia de la
fundación, tema su sitial muy bien ganado. Acababa de llegar de San
Miguel, procedente de Nicaragua, trayendo la nada alegre nueva de que el
adelantado Pedro de Alvarado-Gobernador de Guatemala y antiguo
compañero de Cortés— estaba fletando una armada para venir con tropas al
Perú y adueñarse de lo ganado por Pizarro. La noticia indignó a los
peruleros, quienes juraron oponerse al invasor con sus armas y sus vidas;
mas el Gobernador Pizarro— que por ser hombre viejo conocía la forma de
frenar a los intrusos— se apresuró a fundar el Cusco, evitando de este modo
que Alvarado hallase la tierra sin fundaciones españolas y se pudiese aferrar
a este pretexto. Por la misma razón y también para terminar con el poderío
de Quisquís, el Gobernador deseaba efectuar la fundación definitiva de
Jauja. Dispuesto a llevarla a cabo lo antes posible, el 26 de marzo hizo el
reparto general de la tierra entre los conquistadores, dictando, de paso, las
sabias Ordenanzas para la conservación y el buen trato de los indios. Por
este mismo tiempo envió a Diego de Almagro a visitar la costa y a tomar
posesión de ella en nombre del Rey. Alvarado tenía que encontrar el litoral
hollado por los conquistadores peruleros, porque de no ser así podía alegar
que la costa no había sido conquistada, que carecía de dueño, y sentirse con
derechos para establecerse en ella. Despachado Almagro, mandó a
Hernando de Soto que con sus jinetes saliese hacia Condesuyos en
persecución de Quisquís; debería arrinconarlo en los contrafuertes andinos
y obligarlo a huir al norte. Seguidamente nombró a Beltrán de Castro su
Teniente de Gobernador en la ciudad del Cusco, encargándole el mando los
40 vecinos desti190
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
nados a quedar de guarnición. Beltrán de Castro hizo el pleito homenaje a
Francisco Pizarro, y a fines de marzo, antes de la Semana Santa, el
Gobernador partió hacia Jauja con miras de situar allí la capital de su
Gobierno. Manco Inca Yupanqui, el nuevo monarca de los quechuas,
marchaba con él. JAUJA LA VIEJA El camino lo encontraron con grandes
huellas de guerra. Quisquís, en su fuga, había quemado los puentes
colgantes y arruinado los pueblos, arrasado los campos y saqueado los
tambos. Sin embargo, el Gobernador y su comitiva continuó avanzando
hacia Vilcas. El río de este nombre lo cruzaron el Domingo de
Resurrección, enterándose a estas alturas que Quisquis había sido rechazado
por Riquelme en Jauja y que seguía retirándose hacia el norte. Junto con
esta noticia de victoria venía otra de temoi . un hijo de Atahualpa bajaba
desde Quito con un grandísimo ejército, la mayor parte integrado por
caribes antropófagos, para vengar la muerte de su padre. Pizarro, ante esta
nueva, pidió a Manco que aprestase 2.000 guerreros quechuas, hecho que el
Inca aceptó. Luego el Gobernador mandó seguir a Jauja, ingresando al
verde valle de los huancas el 20 de abril de 1534. En Jauja el tesorero
Riquelme salió a abrazar al Gobernador y a informarlo alborozado de que
Hernando de Soto enviaba las albricias de haber derrotado a los quiteños,
obligándolos a seguir retirándose hacia el norte. La nueva más que a Pizarro
alegró a Manco Inca y a sus guerreros quechuas, y el príncipe cusqueño, en
su afán de agradecer a los cristianos su providencial ayuda, organizó un
chuco o cacería india en honor de Francisco Pizano. La excursión de
montería se efectuó en muchas leguas a la redonda, y 10.000 servidores de
Manco se encargaron de rodear a las piezas, cerrando un gigantesco anillo
humano al tiempo que dando una grita ensordecedora despertaban a los
huanacos, vicuñas, venados y corzos del monte. También se cobraron zorros
y aves. El conquistador Miguel Estete escribió después maravillado de la
cacería: “por ser cosa tan señalada y que yo la vi quiero decir aquí que no la
he oído yo jamás que otra semejante se haya visto.” Pasado el chaco— cuya
rapidez en organizarlo dio que hablar 191
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU con recelo a
muchos españoles— entró a Jauja un mensajero de Almagro avisando que
Alvarado avanzaba tierra adentro en la provincia de Quito, donde estaba
Belalcázar descubriendo sin permiso de Pizarro. El arriero había
aprovechado su estadía en San Miguel para buscarse una gobernación por
su cuenta, hecho que no gustó nada a Diego de Almagro, que también la
buscaba por la suya. Pero si la novedad había sido mala, existía otra peor:
los navios de Alvarado estaban recorriendo la costa del Perú y habían sido
vistos a la altura de Motupe. Sin poder hacer nada por el momento, Pizarro
se dio por entero a la fundación de Jauja: esta ciudad debería ser otro freno
a la ambición del rubio Gobernador de Guatemala. Y nuevamente armado
de todas sus armas y seguido por 53 conquistadores que querían quedarse
por vecinos, el Gobernador Pizarro avanzó al rollo en el centro de la plaza;
rodeado por el Cabildo que había dejado antes de marchar al Cusco, fundó
la ciudad de Jauja como "cabezera e principal”, vale decir, con título de
capitalina. La ceremonia tuvo lugar el 25 de abril de 1534, fiesta de San
Marcos evangelista; no embargante, la población fue dedicada a Nuestra
Señora de la Concepción. Esa misma mañana el Gobernador Pizarro,
ayudado por Juan de Pancorvo, midió el terreno destinado al templo. Luego
se procedió al reparto de los solares, señalándose uno para el convento de
los dominicos. En los días sucesivos los indios de los curacas huancas
Cusichaca y Huacra Paucar empezaron a edificar la ciudad. Un historiador
moderno afirma, al respecto, en acertada frase: “Y así, con una traza
española y mano de obra india, empieza a surgir la capital mestiza del Perú
de Pizarro”. Los términos o límites de la nueva población no dejan de ser
interesantes: al Levante y al Poniente — como en el caso del Cusco— la
selva y el mar; al Norte y al Sur, las tierras de Piscobamba, hasta el Callejón
de Huaylas, y la corriente del río Vilcas. Este último lindero hacía que Jauja
limitara con el Cusco. Así las cosas, el 23 de mayo de ese año 34, Pascua
del Espíritu Santo, llegó a Jauja Rodrigo de Mazuleas (un secretario que el
Gobernador despachó de Tumbes al Emperador solicitándole 50 leguas más
de gobernación) con varios pliegos lacrados. Al abrirse la respuesta de la
Corona, la decepción cundió entre los soldados: casi todas sus peticiones
habían sido desoídas o atendidas pobremente. El propio Pizarro sintió esta
desilusión. Lo que 192
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
sucedía era que el Consejo de Indias ignoraba aún la captura de Atahualpa,
el envío a España del riquísimo botín con Hernando Pizarro, las
fundaciones del Cusco y Jauja. Los consejeros seguían viendo a los
soldados de Pizarro como descubridores de manglares y adversarios de
antropófagos. Esta era la razón por la que al Gobernador sólo se le
concedían 25 leguas al sur de Chincha. Sin embargo, otra cédula los
consoló. En efecto, habiendo entendido los consejeros que Pedro de
Alvarado pensaba pasar a tierra perulera y emprender una conquista,
otorgaron una real cédula en Zaragoza, el 8 de marzo de 1533, prohibiendo
al compañero de Cortés pisar la tierra que ganó Pizarro. Esta cédula real, en
el momento que vivían, tenía un valor incalculable: había sido dada para
prevenir, pero Pizarro la iba a usar para curar, pues el mal estaba ya muy
avanzado. Sin embargo, los soldados en medio de su desengaño no
aquilataron el valor del documento, y sólo hablaban de las encomiendas
denegadas por la Corona. A tanto llegó el descontento, que por medio de
escribano requirieron al Gobernador que repartiera la tierra. Los poderes
que tenía Pizarro por la Capitulación de Toledo no estaban muy claros en tal
asunto, por lo que había decidido abstenerse hasta consultar a la Corona.
Sin embargo, algo debía realizar ahora para contentar a los soldados. Y no
viendo nada malo — o pensando explicar al Emperador el porqué lo había
hecho — empezó a señalar los primeros “depósitos" de indios a los
conquistadores más antiguos. Por estos mismos días don Francisco remitió
a Almagro la real cédula que prohibía la intromisión de Alvarado en el Perú,
adjuntándole, de paso, grandes poderes a su socio para que pudiese
descubrir, conquistar, pacificar y poblar en la provincia de Quito. Mientras
el mensajero galopaba llevando estos documentos, en el Cusco se gestaba la
desobediencia. Acontecía que Pizarro, siempre defensor de los intereses de
los indios, había establecido por medio de las Ordenanzas que ningún
español tomara ni pidiera oro a los naturales, so pena de ser multado con
500 pesos. En un principio guardaron la orden los vecinos, pero pasados los
días se entregaron a saqueos y extorsiones que arrojaron una cosecha de
30.000 pesos de oro y 35.000 marcos de plata. Para frenar tales desmanes,
el Gobernador envió desde Jauja a Juan de Quin193 PIZARRO.— 13
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU coces, «. cual
SrXepSo"e no lo secundó e, CabiMo; — * — la libertad del Villac-Umu
prisionero, que era zarro. ^ . No se desanimó don Francisco con el fracaso
de Omncoces. y amonestando por escrito a su teniente de Gobernador
Reltrán de Castro, conminó con él a los miembros del Cabildo a obedecer
sus órdenes so pena de la vida y las haciendas. La carta amedrentó a los
cabildantes, quienes se apresuraron a devolver oro y a soltar al Sumo
Pontífice Solar. LA EXPEDICION DE ALVARADO Consideramos
oportuno hacer un paréntesis en la ProfecruMn de esta historia, para
presentar al rubio Gobernador de Guatemm la y antiguo compañero de
Cortés, el Adelantado don Pedro de Alvarado, pariente mayor de los
muchos Alvarados de actuaa notoria en las Guerras Civiles del Perú. Sin
embargo, no es por sus deudos que nos ocupamos de él, sino por su
ambición desmedida. Compenetrémonos de ella. Tenía Pedro de Alvarado
autorización de la Corona para descubrir y conquistar ciertas islas de la
Especiería (según real cedula del 5 de agosto de 1532), pero entrado el ano
34 decidió marchar no a las referidas ínsulas del Pacífico occidental, sino en
tierras del Estrecho de Magallanes. Ordenado su proposito, zarpo del puerto
nicaragüense de la Posesión el 23 de enero de ese ano; mas variando otra
vez de opinión, desembarcó en el litoral e Puerto Viejo, más precisamente
en la Bahía de Carraques, el 10 de febrero del mismo año 34. Con sus
hombres comenzó entonces la penetración de aquella tierra, atravesando
primero selvas ecuatoriales, después serranías nevadas. De este modo entro
a la región de Quito, dándose con la ingrata sorpresa de que ya lo esperaba
Diego de Almagro, quien unido a Belalcázar estaba al frente de un ejército
hecho en base a los hombres de San Miguel. Evitando una cruel batalla
dicen que Almagro logró, por medio de parlamentarios, que Alvarado se
detuviese. Los dos ejércitos acamparon frente a frente y sus jefes salieron a
conferenciar. Su194
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
cedió que mientras Alvarado y Almagro conversaban, Felipillo de Tumbes
— el intérprete perverso del proceso de Atahualpa — , dejando el
campamento de los peruleros, se fue a los de Guatemala, induciéndolos a
que atacasen a los soldados de Almagro. Mas el plan del tallán iba mucho
más allá: tenía concertado con los indios quiteños que, en el momento que
Almagro y Alvarado se trabasen en combate, ellos cayeran sobre los
españoles y acabasen con todos. El plan de Felipillo fracasó, porque a los de
Guatemala y al propio Alvarado repugnó la idea de luchar entre cristianos y
por lo que sucedió más adelante. Mientras tanto, Almagro, conforme
conversaba con el Gobernador de Guatemala, iba sacando sus conclusiones.
Alvarado abrigaba el deseo de apoderarse del Cusco y — so color de que
los límites de la gobernación de Pizarro no estaban muy claros quería
entender que la ciudad sagrada de los Incas no pertenecía a este último
caudillo, sino que estaba esperando por dueño al primer osado que se
presentase. Almagro sabia perfectamente que Alvarado estaba en un error;
con todo, y en un gesto que denotó poca lealtad hacia Pizarro, propuso a
Alvarado formar una compañía para conquistar las provincias situadas al
sur del Cusco, sin debatirse en principio el porvenir de esta ciudad. Mas
luego de tres días de conversaciones dedujo Almagro que Alvarado no tenía
sus títulos muy limpios — por lo menos no tanto como pretendía su
ambición — y renunciando a comprometerse con él, pasó a sostener la
causa de Pizarro, como desde un principio debería haber sido su obligación.
Algunos lo disculpan aduciendo que todo este comportamiento no estuvo
encaminado a la traición, sino al evidente propósito de ganar tiempo
mientras sus soldados lograban atraer para su causa a los hombres de
Alvarado. Aunque esta tesis tiene a su favor la real deserción masiva de los
de Guatemala, que dejó a su caudillo en actitud de no poderse defendei ,
nadie plantea lo que hubiera sucedido de tener Alvarado sus títulos en
orden... Finalmente, Alvarado, al comprender que estaba solo, recurrió a la
transacción. Almagro aplaudió su idea y en San Miguel de Tangarará
prometió comprarle hombres, caballos y navios en 100.000 castellanos de
oro. Alvarado se encogió de hombros y aceptó. Entonces Almagro resolvió
regresar donde Francisco Pizarro y hacerse acompañar por Alvarado.
Ambos salieron de San Mi195
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU guel y se
dirigieron a Pachacamac, el santuario indio de la costa, donde estaba el
Gobernador. Almagro iba feliz. Había sido e inteligente gestador de un
negocio, el comprador de barcos y sol dados, el hombre que había evitado
una guerra que ^btera biado los limites del Perú... Por eso, cuando el día de
Ano Nuevo de 1535 se presentó con su acompañante en el pueblo yunga de
Pachacamac mereció que Francisco Pizarro saliera a recibirlo y lo saludara
con un abrazo de gratitud. . , Pasadas las fiestas y los regocijos, después de
la cancelación a Pedro de Alvarado, Almagro se dedicó a pensar. Hacia
tiempo qu acariciaba el proyecto de tener gobernación propia; pero solo con
la visita de Alvarado la posible ubicación de esta se logro crista zar. La tal
gobernación podía estar al sur del Cusco, mas alia del Collasuyo y el
sagrado Titicaca, en una región antartica e incógnita. _ La región
ambicionada tenía bastante de seductora. Conquistada por el gran Túpac
Yupanqui-Inca que llegó al "fin de la tierra” haciendo honor a su mote de
Alejandro del Nuevo Mundoy avistada por Magallanes, Jofré de Loaiza y
Alcobaza, Chile seguía siendo para los españoles una región tentadora y
desconocida. Se contaba que tenía grandes ríos que corrían de día y se
helaban de noche; también de dos reyes guerreros que se pasaban la vida
luchando, así como de una isla misteriosa llena de ídolos y de sacerdotes...
Nadie pensó en los deshielos del verano y en la larga noche austral, que
congelaba las corrientes de agua; tampoco se informaron de Tangalongo y
Michimalongo, los díscolos caudillos araucanos; menos aún de la exótica
isla de Pascua. Los españoles de ese tiempo veían la región austral con
otros ojos, y el propio Almagro, uno de los más informados, buscaba en ella
nada menos que otro Cusco. Esto, en síntesis, era lo que representaba Chile
en esa época. LA CIUDAD DE LOS REYES Creemos pertinente explicar
las actividades del Gobernador don Francisco que precedieron a su abrazo
con Almagro en Pachacamac. Ello nos ayudará a comprender mejor el
porqué de una nueva capital. Empecemos por decir que Pizarro ya había
estado en Pachacamac. A raíz del otorgamiento de los depósitos de in196
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR dios
(hecho que tuvo lugar en Jauja por agosto de 1534) se decidió a bajar al
santuario costeño para conocer sus curacazgos de Lurín y Mala, la fortaleza
del Huarco, el río de Lunahuaná y el señorío de Chincha, en cuya parte
meridional el Emperador le había acrecentado 25 leguas. Regresó a Jauja
instado por una carta de Gabriel de Rojas — a quien había dejado allí por su
teniente — que avisaba sobre un posible alzamiento de los huancas. La
revuelta resultó infundada, pero el regreso del Gobernador sirvió para
reflexionar sobre el asiento definitivo de la capital del Perú. “El Gobernador
francisco pizarro — dice el acta del Cabildo — le pareció que los vecinos
que tenyan yndios de repartimiento en la costa de la mar se devyan yr a
poblar la costa por el mucho daño e trabajo que los yndios de sus
repartimiento recebían en traer los bastimentos e provisiones para sus
amos." Esta opinión movió a grandes discusiones entre los conquistadores,
quienes después de reunirse en Cabildo en el interior de la iglesia,
decidieron despoblar Jauja, pues "es mejor hazer un pueblo bueno que dos
pequeños". Esto sucedió el 29 de noviembre de 1534, y a los pocos días
entró a Jauja Diego de Agüero trayendo desde Quito los acuerdos entre
Almagro y Alvarado y anunciando la llegada de ambos a Pachacamac. El
Gobernador dispuso entonces que se pagasen los 100.000 castellanos a
Alvarado con el oro devuelto en el Cusco a Quincoces, y acto seguido bajó
al pueblo de Pachacamac, avistando el oleaje marino por Pascua de
Navidad. Esta es la razón por la que Almagro y Alvarado lo encontraron en
el santuario del dios 3/unga. Canceladas en oro las promesas que hiciera
Almagro a Alvarado en San Miguel, don Francisco quedó casi sin dineros,
pero con mucha gente. Dispuesto a asentarla en la nueva población,
comisionó a tres jinetes para que recorriesen la costa hasta la tierra de los
Huaylas y eligiesen un buen sitio para edificarla. Es verdad que ya había
dado un encargo parecido al Veedor Salcedo, al secretario Mazuelas y al truj
illano Francisco de Herrera; pero por más de un motivo la elección del
terreno no se pudo realizar. También Nicolás de Ribera el Viejo, había
fundado un pueblo en Sangallán, junto al río Pisco, no resultando adecuado
el lugar. Por eso Pizarro nombró a los tres jientes: Ruy Díaz, Juan Tello y
Alonso Martín de Don Benito. Estos partieron de Pachacamac dispuestos a
remontar los arenales del litoral. Pasada la que después se llamó Cuesta de
la Sed y traspuesto el adoratorio de Armatampu, sur197
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU gió a sus ojos el
más grande valle que hasta entonces se conocía en la costa. El río que lo
regaba se llamaba Rimac, es decir, hablador”, y en sus proximidades, por
Rímac-Tampu es * a ^ huaca nombrada Pugliana donde residía un demoiiK
que -. toba oráculos a los indios. El valle tenía buen clima, mucha agua y
ien tierras para sementeras; estando cerca de un puerto natura p pido para el
surgir de las naves. El curaca del lugar se llamaba Taulichusco y los recibió
con muestras de paz; tema muchos sem bríos y eso anunciaba comidas. Sin
más que averiguar, os comí sionados volvieron a Pachacamac, donde
Alonso Martín de Don enito informó: “que él fue por mandado de su
señoría juntamente con los susodichos Ruy Díaz y Juan Tello a ver y buscar
el asiento para el pueblo que se quiere fundar..., y que ha seis días que lo
andan buscando y mirando el mejor sitio y que ha íen o p seado todo el
cacique de Lima y la comarca dél le parecía que en el dicho asiento de Lima
que ellos vieron, es el mejor asiento que hay en toda la tierra que vieron.”
Don Francisco escuchó atento, ese 13 de enero de 1535, el pa recer del
veterano soldado y el de sus dos compañeros, y teniéndolo por favor de los
Santos Reyes— en cuya fiesta salieron los tres jinetes a explorar—,
determinó poner a la nueva capital bajo la advocación de estos tres regios
patronos. En efecto, la Ciudad de los Reyes se fundó el 18 de enero de
1535, en una ceremonia similar a la del Cusco y Jauja. El primer solar fue
para la iglesia (dedicada por Pizarro a la Virgen de la Asunción), por lo que,
después de señalada la plaza mayor, inició el Gobernador la construcción de
la iglesia “y puso por sus manos la primera piedra y los primeros maderos
de ella”. Acto continuo repartió los solares de la nueva ciudad, la cual según
el Acta de Fundación escrita por el actuario Domingo de la Presa — espera
en Nuestro Señor y en su bendita Madre que será tan grande y tan próspera
cuanto conviene y la conservará y aumentará perpetuamente de su mano,
pues es hecho y edificado para su santo servicio y para que nuestra santa fe
católica sea ensalzada, aumentada y comunicada entre estas gentes
bárbaras, que hasta ahora han estado desviadas de su conocimiento y
verdadera doctrina y servicio, para que la guarde y conserve y libre de los
peligros de sus enemigos y de los que mal y daño le quisiesen hacer. Y
confío — continúa expresando Pizarro a través del Acta — 198
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR en la
grandeza de Su Magestad, que siendo informado de la fundación de la dicha
ciudad, confirmará y aprobará la dicha población por mí en su real nombre
hecha, y le hará muchas mercedes para que sea ennoblecida y se conserve
en su servicio . Estampó el Gobernador un garabato que acostumbraba
hacer por firma —“su señal”, como dicen los escritos—, haciéndolo
después de el el escribano y los Oficiales Reales, también Rodrigo de
Mazuelas, siendo testigos del hecho Ruy Díaz y Juan Tello, los que
eligieron el lugar. El gobernador nombró luego al primer Cabildo. Las vaias
de la Alcadía dio a Ribera el Viejo y a Juan Tello; las de Regidores, a
Alonso de Riquelme, García de Salcedo, Rodrigo de Mazuelas, Cristóbal de
Peralta, Alonso Palomino, Diego de Agüero, Nicolás de Ribera el Mozo, y
Diego Gavilán. Posteriormente se incorporaron en calidad de nuevos
Regidores Juan de Quiñones y Diego de Arbieto; Martín Pizarro por
Alguacil Mayor; Hernán Pinto por Fiel Ejecutor; Francisco de Herrera, por
Mayordomo de la ciudad, y Gregorio de Sotelo, por Mayordomo de la
iglesia. Lima, la Ciudad de los Reyes, representó para el viejo caudillo truj
illano la capital de su gobernación. Pronto se levanto la iglesia y en torno a
la plaza mayor— llamada de Armas por ser punto de reunión de los
encomenderos armados— los soldados comenzaron a edificar sus moradas.
La casa del Gobernador también estaba en esta plaza, lo mismo que el
Cabildo, institución que con acierto empezó a regir la población. Desde un
principio Lima se caracterizó por sus calles rectas y sus solares cuadrados.
Cada solar se dio a un conquistador; cuatro solares hacían una isla cuadrada
y los lados de ésta se denominaron cuadras, nombre que subsiste hasta hoy.
Sin tardanza acudieron a la Ciudad de los Reyes los vecinos que habían
quedado en Jauja y en el pueblo de Sangallán. La capital fue creciendo
prestamente y antes de finar ese ano 35 tema sastrería, zapatería,
carpintería, herrería, espadería, cerrajería y carnicería. Los indios vendían
diariamente sus productos en el tienguez; los negros, con cántaros en sus
cabezas, traían el agua del río. Por todas partes se veía movimiento. ¡La
Ciudad de los Reyes, la hermosa Lima, flor exótica de los vergeles yungas,
había empezado a vivir! 199
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU TRUJILLO
DEL PERU En los días inmediatos el Gobernador se ausentó. Por eso se
omite su nombre en las sesiones del Cabildo limeño del 30 de enero al 3 de
abril de 1535. Durante este tiempo, lo dicen los documentos, viajó al valle
de Chimo con intención de fundar otra ciudad que sirviera de eslabón entre
la recién creada Lima y la precursora de San Miguel. Se sabe que en el
trayecto, estando en el pueblo de Huaura, topó a Téllez de Guzmán, que
traía ciertos papeles de la Audiencia de Santo Domingo, y a Ochoa de
Ribas, quien traía despachos del Obispo y la Audiencia de Nueva España,
documentos todos que prevenían a Pedro de Alvarado para que no entrase al
Perú. El viejo Gobernador debió de sonreir ante los papeles que llegaban
tarde, porque a estas alturas el compañero de Cortés navegaba ya derrotado
a su gobernación de Guatemala. En el valle de Chimo, don Francisco (que
había hecho el viaje acompañado por su secretario Antonio Picado y por
Diego de Agüero) fue recibido por Martín de Estete, capitán que había
dejado Almagro para poblar una ciudad todavía no fundada. El Gobernador
se aposentó cerca de Chan-chan — la destruida capital de los chimúes — ,
debiendo conocer a Cajazinzín, último rey de los de su raza. Lo cierto es
que el 5 de marzo fue el día elegido para la ceremonia de la fundación, y
realizado el solemne acto, nombró el Gobernador al primer Cabildo de la
nueva urbe. La llamó Trujillo como un homenaje a su patria extremeña,
repartiéndola en solares. Hecha la demarcación territorial y asentados los
padrones de vecinos, Pizarro emprendió viaje de regreso a la Ciudad de los
Reyes. Su partida de Trujillo fue anterior al 8 de marzo y debió efectuarse
en un ambiente de aprecio general. Cuando el Gobernador inició el regreso,
según antiguos testimonios, lo acompañaron varias leguas fuera de la
ciudad su lugarteniente Martín de Estete, los Alcaldes Rodrigo Lozano y
Blas de Atienza, los Regidores Alonso de Alvarado, García de Contreras,
Pero Mato, Diego Verdejo, Pedro de Villafranca, Vítores de Alvarado y
Diego de Vega, procurador este último que también detentaba las
mayordomías del Cabildo y de la iglesia. Analizando bien la partida del
Gobernador, tenemos que abandonó Trujillo por ciertas provisiones
firmadas por el Emperador. 200
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR No
se referían a él concretamente, pero en forma indirecta le importaban tanto
como el futuro de su gobernación. Retrocedamos un poco para comprender
su interés. Estando el Gobernador en Trujillo, en vísperas de la fundación
entró al valle un mancebo apellidado Cazalleja. Empezó por decir que traía
ciertas confirmaciones reales que conferían a Diego de Almagro la
gobernación de Nueva Toledo, y Diego de Agüero — qUe hasta entonces
había sido pizarrista — tomó un caballo y corrió a enterar a Almagro del
suceso, obteniendo de éste 1.000 pesos de buen oro por albricias. Almagro,
olvidábamos decirlo, estaba en el Cusco gracias a la buena voluntad de
Pizarro, quien en Pachacamac — el 14 de enero de 1535—10 nombró su
Teniente de Gobernador en la capital incaica. En ella se enteró por Agüero
de eso que había sido su sueño dorado y que secretamente en España lo
había estado gestionando: el Emperador lo nombraba Gobernador de Nueva
Toledo, y además, Adelantado con derecho a conquistar 200 leguas al sur de
Nueva Castilla. La merced tenía fecha de 21 de mayo de 1534. ¡Los
procuradores almagristas se habían portado muy bien! Francisco Pizarro —
después de la sorpresa que le causó el gesto de Agüero — envió tras él a
Melchor Verdugo con despachos para el Cusco en los que revocaba los
poderes de Teniente a Almagro y los transfería a su hermano Juan Pizarro.
Don Francisco hizo esto porque sospechaba que Almagro no jugaba
honradamente y que teniendo el Cusco a su mando terminaría por sentirse
con derecho a la capital de los Incas. La llegada de Verdugo al Cusco fue el
comienzo de aquella cruel guerra civil que terminó en la rota de Salinas. En
efecto, refiere el cronista Molina que habiendo los vecinos recepcionado a
Almagro por las noticias venidas con Agüero, “aún bien no era llegada la
tarde cuando entró aquel mismo día, por la Plaza del Cuzco, Melchor
Verdugo... y como entró en la ciudad, se fue derecho a apear a la posada de
los hermanos del Marqués (don Francisco), que moraban juntos, y dado el
despacho del Marqués sin dilación, como quien toca arma, se acaudillaron y
juntaron, llamando los más vecinos y regidores de la ciudad a su casa, y les
amonestaron de parte del Marques que no recibiesen a Almagro por teniente
de Gobernador, ni menos por Gobernador aunque trajese provisiones del
Rey... que ellos tenían recaudo del Mai 201
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU qués, su
hermano, para lo resistir y pensaban morir en la demanda”. Enterado
Almagro de todo esto, reunió también a su gente y ambos bandos se
retrajeron a sus casas "y desde este punto— concluye la crónica— no dejó
de haber en estos reinos grandes revue tas y males; porque de este primer
yerro nacieron todos”. Viendo que las cosas iban por tan mal camino,
Hernando de Soto— que era Teniente de Gobernador del Cusco— fue a
casa de los Pizarro y los instó a volver al orden. A esto los notificados
montaron a caballo y saliendo a la calle trataron de apresarlo,
apostrofándolo de bellaco, motejándolo de traidor y tildándolo de
almagrista. Soto aguijó a su cabalgadura y escapó con dificultad por las
callejas desiertas. Pero ya los almagristas estaban preparados para combatir
y acudiendo en ayuda de Soto, hicieron volver grupas a los pizarristas,
obligándolos a refugiarse en su casona de piedra. Encastillados en ella, Juan
y Gonzalo Pizarro abrieron saeteras en los muros y construyeron troneras.
Asi los ánimos, permanecieron encerrados durante tres meses. Mientras
tanto, los soldados de Pedro de Alvarado instaron a Almagro a tomar
posesión de la ciudad. Habían oído decir a Alvarado muchas veces “que su
gobernación era desde Chincha en adelante, que entraba en ella el Cusco...”
Almagro debería seguir el mismo pensamiento. "Y fue cargado (Almagro)
de la gente que el adelantado Alvarado había dejado, y (como) se hallasen
pobres entre los ricos vecinos del Cusco y (eran) amigos de bullicio,
aconsejaron al Mariscal (Diego de Almagro) que alzase con el Cusco
porque les parecía que la ciudad entraba en su gobernación . Almagro no
tuvo la suficiente fuerza de voluntad como para explicar que el Cusco no le
pertenecía y acató la opinión de sus soldados en forma incondicional. Los
Pizarro se pusieron como leones y, encastillados como estaban, pedían
guerra jurando morir en la demanda. Los almagristas les disparaban
saetazos y los trataban de irritar. Pero estando por romper los unos con los
otros, se aquietaron los ánimos en forma misteriosa: era que el Gobernador
don Francisco estaba por llegar a la ciudad. Don Francisco entró al Cusco
en medio de la expectativa y aprecio de todos los conquistadores. Tenía
fama de justo y sabía contentar. Además era el lugarteniente del Rey en el
Perú y Gobernador de Nueva Castilla, títulos ambos que superaban en
antigüedad e importancia al recientemente conseguido por Almagro. 202
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Este
último, cuando supo que don Francisco venía, salió a su encuentro. Los dos
socios se abrazaron con el afecto de siempre; seguidamente pasaron a
conversar. De estas pláticas surgió el proyecto definitivo para la conquista
de Chile. Al día siguiente, que se contó 12 de junio de 1535, los dos
Gobernadores asistieron a una misa que dijo el clérigo Bartolomé de
Segovia. A la altura del Pater Noster, juraron ser fieles a su nuevo pacto;
llegada la Comunión, comulgaron ambos de la misma Hostia. A fines de ese
mes partió el primer contingente de almagristas a la conquista de Chile. Iba
al mando de Juan de Saavedra y constaba de cien hombres de a caballo.
Almagro partió del Cusco el 3 de julio con cincuenta soldados y un
estandarte. Iba por Alcalde Mayor, Pedro Barroso y por Maestre de Campo,
Rodrigo Nunez de Prado, el Maestre de Cajamarca que vivía resentido por
el poco caso que los Pizarro habían hecho de él. Los capitanes eran
Francisco Noguerol de Ulloa, Gómez de Alvarado, Vasco de Guevara,
Rodrigo de Salcedo y Francisco de Chávez. Dos indios principales también
engrosaban la expedición: uno era Paullu Inca hermano del monarca
reinante, el otro el Villac Umu o Gran Pontífice Solar. Ambos tenían la
misión de hacer que se portasen bien los pueblos del camino, que sirvieran
con cargueros y comidas, que hicieran gala de hospitalidad. Si alguien
faltaba en este grupo comandado por el propio Almagro era Rodrigo
Orgóñez, el Teniente General. Quedo en el Cusco luego de desplazar del
cargo a Hernando de Soto (a quien Almagro había prometido el puesto),
ocupándose de hacer un último reclutamiento entre los soldados sin
bandera. El lugarteniente era empeñoso y trabajador, por ello Almagro no se
arre pentía demasiado de haber incumplido su palabra con Hernando de
Soto. Así fue como Soto quedó libre para emprender la conquista de la
Florida. Cuando el último almagrista hubo salido del Cusco, Francisco
Pizarro debió sentirse íntimamente satisfecho: había evitado una guerra
entre los conquistadores peruleros y ahora Almagro, en el sur del Collasuyo
hallaría su propia gobernación. Y entonces, montando otra vez en su
caballo, el Gobernador bajo a la costa con rumbo a la Ciudad de los Reyes,
para seguir luego a Trujillo y hallarse en el primer aniversario de su
fundación. 203
XII. LA REBELION DE LOS QUECHUAS MANCO INCA
YUPANQUI Por esos días, poco antes que el Gobernador emprendiera su
segunda visita a Trujillo, arribó al puerto de la Ciudad de los Reyes su
hermano Hernando Pizarro. Había entregado al Emperador el quinto real
del tesoro de Cajamarca y traía el especial encargo de llevarle el quinto del
reparto del Cusco. Llegaba convertido en Caballero de Santiago y entre las
muchas arcas que desembarcó sacó unos documentos que, en breve se
entendió, se trataba de reales cédulas. Una era para el Gobernador,
facultándolo a poseer setenta leguas sobre las doscientas que ya tenía desde
el río de Santiago. Estas setenta leguas anulaban las veinticinco que el
Gobernador recibió en Jauja; sumando las primeras y las últimas se tenía un
total de doscientas setenta leguas, por lo que la gobernación de Nueva
Castilla se prolongaba setenta leguas al sur de Chincha: ¡Ya no cabía la
menor duda que el Cusco era de Pizarro! Otra cédula que trajo Hernando
era para Almagro — que a la sazón estaba en el descubrimiento de Chile,
aunque corría la voz que había muerto en tal empresa — y consistía en un
título de Adelantado y otro de Gobernador de Nueva Toledo, mercedes
ambas que ya habían venido al Perú con el mancebo Cazalleja. Después de
la entrega de cédulas y entendiendo que debía procurar la mayor cantidad
de oro posible para la Corona — pues 204
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR el
César Carlos estaba gastando toda su hacienda en la guerra de Africa —
Hernando solicitó a don Francisco el tenentazgo de la ciudad del Cusco por
ser el sitio donde más oro se podía obtener. El Gobernador encontró cuerdo
este razonar y extendió un nombramiento de Teniente de Gobernador del
Cusco a nombre de su hermano Hernando. Con este título, Hernando salió
de Lima a fines de 1535. Seguido por una larga escolta de soldados atravesó
la cordillera y llegó a la ciudad imperial. El ambiente en ésta estaba muy
agitado: los indios habían muerto a ciertos encomenderos por razón de los
muchos abusos que cometieron y, tanto Juan como Gonzalo Pizarro estaban
corriendo la tierra con las llamadas tropas de castigo que, a decir verdad,
más lo eran de venganza. Esto había terminado de irritar a los naturales,
quienes desengañados de los falsos “huiracochas” se negaban a seguirlos
tributando. No solamente los quechuas evidenciaban aversión a los
barbudos, sino que los collas — sus ancestrales enemigos — se plegaron a
la causa y organizaron juntas de guerra. Los encomenderos que vivían en su
repartimientos advirtieron el peligro que corrían y se retrajeron al Cusco
temerosos. Así estaban las cosas cuando entró al Cusco con aires de guerra
el bravo Hernando Pizarro. Todos los vecinos acudieron a recibiilo y,
aunque el recién venido estuvo tan antipático como siempre, la población
de vecinos en pleno llegó a la convicción de que había llegado el hombre
que les estaba haciendo falta. En breve, Hernando — deseoso de juntar oro
para el Emperador — decidió granjearse la amistad de Manco Inca, que a
pesar de la prohibición del Gobernador, estaba encadenado. Vivía recluido
en una celda de piedra por no haber obedecido los torpes caprichos de Juan
y Gonzalo Pizarro. Ambos, mancebos de vida licenciosa, no hacían sino
pedirle a sus mujeres para acostarse con ellas; por otro lado, cobardes como
Diego Maldonado, Francisco de Solares o Alonso de Toro lo coceaban con
frecuencia para que les diera oro. La humillación llegó al extremo: un día,
en medio de una borrachera, rociaron al Inca con orines; pero Manco—
digno sucesor de sus antepasados— permaneció guardando esa compostura
inalterable con la que suelen mostrar el desprecio los de su raza. Cuando
Hernando lo vio con una cadena al cuello y durmiendo en el suelo, parece
que se condolió; no quiso que el monarca quechua continuara esa
humillante vida y llamando al 205
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU herrero le
mandó que limase los eslabones de la cadena. Con esto le dio relativa
libertad, porque en el fondo seguía siendo un monarca prisionero. , .
Estando el Inca suelto y Hernando vigilando la fundición e oro, vino una
nueva sobre que el Collao estaba alzado y que los indios del lago bailaban
danzas de guerra. Por otro lado, se rumoreó que el Villac Umu, el Pontífice
Solar, había desertado de a expedición de Almagro y estaba escondido en el
Cusco. Igual cosa asegurábase de Paullu, lo que corroboraba la versión de
que Almagro había sido muerto en Chile junto con todos sus hombres.
Hernando llamó entonces a Manco y, encerrándose con el a solas, le contó
las noticias inquiriendo sobre si eran ciertas. Manco respondió que el Villac
Umu había huido por los malos tratos que le daba Almagro, que Paullu
seguía en la expedición a Chile y que nada había de verdad sobre la muerte
de Almagro; también admitió el alzamiento del Collao, pero negó toda
participación del Villac Umu en ese hecho. Para demostrar esto último—
añadió el Inca — en breve haría que el Pontífice acudiese al Cusco para
evitar toda sospecha. Hernando quedó tan satisfecho que, deseoso de
premiar a Manco, le obsequió ciertas joyas traídas desde España. Manco las
aceptó y al momento de recibirlas “se mostraba estar tan contento, que —
añade la crónica por ninguna \ía se podía sospechar dél mal propósito
ninguno . Llegado el Villac Umu (el Pontífice Solar que jamás creyó que los
barbudos fueran dioses) y después de presentarse a saluaai a Hernando
Pizarro, pasó a conversar con el Inca. El diálogo fue por demás histórico,
porque a lo largo de él el Sacerdote convenció al monarca “que se alzase y
no dejase español a vida . Manco gustó de tal proyecto y preparó el ardid.
Por ello, dos o tres días después, el Inca pidió hablar con Hernando Pizarro
y puesto en su presencia le preguntó si siempre quería oro para el
Emperador. Hernando le contestó que sí con premura y entonces el Inca,
cultivándole el interés, le contó que en Yucay existían unas estatuas de oro
de su padre Huaina Cápac, las cuales estaba dispuesto a traérselas. El
ambicioso Hernando, cegado por la codicia y soñando con llevar más
barcos lastrados con metal precioso hasta San Lúcar, extendió al Inca un
permiso de salida. Partió Manco acompañado del Villac Umu, el día 18 de
abril de 1536, miércoles de la Semana Santa. Algunos españoles se 206
FRANCISCO PIZARRO, ÉL MARQUÉS GOBERNADOR
alborotaron con su ida, pero Hernando los tranquilizó. Mas pasaron varios
días y como contra los pronósticos de Hernando el Inca no regresara, el
Teniente de Gobernador le envió ciertos mensajes conminándolo a que lo
hiciera. Manco no se dio por aludido, no dignándose siquiera contestar. A
esa hora tenía reunidos a los curacas en torno suyo y con dos vasos de oro
llenos de brebaje de maíz, les decía: "Yo estoy determinado de no dejar
cristiano a vida en toda la tierra, y para esto quiero primero poner cerco en
el Cuzco; quien de vosotros pensare servirme en esto ha de poner sobre tal
caso la vida; beba por estos vasos y no con otra condición”. El sábado
víspera de Pascua florida Hernando se enteró que el Inca estaba alzado.
Furioso marchó con sus jinetes al valle de Yucay, pero tornó sin haberlo
visto. Una segunda expedición mandada por Juan y Gonzalo Pizarro
tampoco tuvo éxito. Los vecinos del Cusco estaban indignados con la
codicia de Hernando que dejó escapar a Manco; éste — maliciando que la
salvación de su honra estaba en preparar la defensa — hizo ver a todos la
gravedad del momento y señaló a los vecinos las medidas a tomar. No
fueron vanas sus órdenes, porque una mañana amaneció la ciudad
totalmente cercada por muchísimos indios de guerra, los cuales daban
endemoniada grita y retaban a los españoles a batallar. Hernando recogió el
desafío, pero las salidas que hicieron los sitiados fueron desastrosas. Las
escaramuzas que planearon posteriormente no tuvieron mejor fruto y, por
último, la mañana de san Juan lateranense amaneció tomada la fortaleza de
Sacsahuamán. Por todas partes se veían tropas indias con sus capitanes
quechuas. Los cristianos de mejor vista divisaron al fogoso Villac Umu que,
sobre su litera de guerra, ordenaba el cerco de la ciudad. Sin embargo, por
encima de todas las tropas, Manco Inca, el cóndor andino de perfil
inquebrantable, era el único caudillo de la enorme rebelión. La bravura de
los indios hizo que éstos penetraran la ciudad y corrieran por los tejados de
las casas, mientras que abajo en las calles, los jinetes españoles se veían
imposibilitados de combatir. Como era de esperarse, los techados de paja
fueron quemados uno a uno y los desesperados españoles, en su angustia,
creyeron ver a a la Virgen apagando los incendios y al Apóstol Santiago
cabalgando su caballo blanco por entre las nubes de humo. 207
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU Al fuego
siguió una táctica demoledora. Los indios luchaban todo el día, y por las
noches, lejos de descansar, aprovechaban la oscuridad para derribar
paredes, hacer hoyos en que hundieran sus patas los caballos o romper los
canales para que el agua inundara la ciudad y los equinos quedaran
atascados en el fango. "Luego, en amaneciendo hasta que anochecía,
tornaban a pelear . En esto de combatir los indios se mostraban incansables.
Pedro Pizarro refiere que eran tantos los guerreros de Manco que cuando
marchaban contra el Cusco “paresia que temblaba la tierra . Ante la
ensordecedora grita, el sonar de los pututos y el batir de los tambores, los
españoles se sintieron poseídos por el pánico. A pesar de ello, al igual que
en Cajamarca, no quedó más remedio que luchar con la esperanza de seguir
viviendo. Esta decisión los hizo audaces y de encerrados en la plaza como
estaban, salieron a pelear. Se trataba de matar para no morir; otros pensaban
que la mejor manera de morir era matando... Mientras los decididos
empuñaban las armas, los flacos de espíritu trataban de convencer a
Hernando que, siendo el alzamiento general en todo el Perú, el Gobernador
Pizarro se habría tenido que embarcar huyendo y lo mejor sería abandonar
el Cusco retirándose hacia la costa. No obstante, Hernando era valiente de
verdad y en ningún momento aceptó la propuesta; antes bien, reorganizando
a su diezmada tropa, dio la orden de recuperar la fortaleza. La toma de
Sacsahuamán demostró que ambos bandos eran dignos de medir sus armas.
Los quechuas se defendieron con heroísmo, pero los cristianos —
aprovechando la experiencia en el arte de escalar alcázares moriscos —
lograron penetrar al interior de la fortaleza. La lucha fue tan recia que costó
la vida a Juan Pizarro; los españoles descalabrados fueron tantos que
tuvieron que llevarse a la ciudad en la grupa de los caballos. Los indios no
sufrieron menos pérdidas; heridos por los arcabuces caían desde lo alto
arrastrando consigo a los españoles que subían por las escalas de madera.
Cuando el exterminio se hizo mandato, los sobrevivientes quechuas fueron
pasados a cuchillo. Ya casi no había un indio en pie cuando un orejón
cusqueño se abocó a la defensa de una torre batiéndose como un jaguar. Las
horas transcurrieron sin que el valeroso guerrero diera muestras de
cansancio; finalmente los españoles escalaron su baluarte y se vio rodeado
de enemigos. Entonces, cuando Hernando Pizarro gritaba que lo tomaran
pri208
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
sionero, que hombre tan valiente no merecía morir, el orejón arrojó sus
armas contra sus adversarios y envolviéndose en su manto se arrojó al vacío
estrellándose contra las piedras. Los españoles detuvieron unos instantes la
arremetida final para admirar ese gesto de epopeya, concluyendo que
hechos así no se daban desde los romanos... ¡A LA MAR, BARBUDOS!
Mientras esto acontecía en el Ande, Francisco Pizarro — que ignoraba el
alzamiento de Manco en la sierra — vivía intrigado por la falta de noticias
sobre sus hermanos. En breve comprobó, andando el mes de mayo, que los
caminos estaban cerrados y que por tanto, era imposible la comunicación.
Sin embargo, no tardó en llegar a Lima la novedad de la rebelión del Inca,
viniendo con ella versiones alarmistas sobre los sitiados del Cusco. El
Gobernador se percató de lo que sucedía y deseoso de salvar a sus
hermanos junto con la guarnición que mandaban, se preparó a enviarles dos
expediciones militares compuestas mayormente por jinetes. La primera en
aprestarse fue la de Gonzalo de Tapia, capitán extremeño y pariente de los
Pizarro. Tapia y sus hombres partieron muy satisfechos, porque con los
sesenta caballos que llevaban en aquel tiempo se pensaba poder ir con ellos
hasta Chile, aunque toda la tierra estuviera de guerra”. La expedición pasó
por Pachacamac y siguió al valle del Huarco, subiendo a la sierra por
Huaytará. Mas estando en plena cordillera, cuando atravesaban una
garganta estrecha, los indios salieron de los montes y dando una grita
terrible se precipitaron sobre ellos al tiempo que soltaban avalanchas de
peñascos grandes. Tapia quiso retroceder a un río y retornar a la costa, pero
el puente colgante estaba ya cortado, no teniendo otro remedio que luchar.
Debido al terreno fragoso para los caballos y a los jinetes poseídos por la
sorpresa, aquellos sesenta hombres quedaron sepultados para siempre por
las peñas de Huaytará. La segunda expedición la acaudilló otro extremeño
deudo del Gobernador, llamado Diego Pizarro. Este capitán (que por ser
nuevo en la tierra ignoraba la táctica de las galgas) salió hacia el país de los
huancas por el camino de Huarochirí. Todas las jornadas fueron buenas
hasta que se llegó a Jauja; a partir de entonces 209 PIZARRO.— 14
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU s51o fue
desolación. Primero por la margen izqmerda lelMan® y después por la
derecha avanzaron hasta el curacazgo de Ac ^ desprendiéndose de los
montes, empezaron a rodar. La crónica se detiene a darnos pormenores y se
limita a decir de Diego Fi Tarro y sus setenta hombres de a caballo: a "todos
mataron los indios en un muy áspero paso que se llama la cwsta de a • La
tercera expedición la dirigió el entonces Alcalde de Luna capitán Juan
Mogrovejo de Quiñones, natural de Mayóle reino de León. Su salida fue a
mediados de mayo £ ‘ año 36. La simpatía con la que contaba este caudiUo
.entre tod^ los conquistadores hizo de antemano temer por su vent _
también de Lima con sesenta jinetes e igual '^¿***£^ decir de Garcilaso-y
subió a la sierra siguiendo las huellas “ capitán Diego Pizarro. El rastreo lo
condujo hasta el mismo en que su predecesor halló la muerte: la cuesta de
Parcos. Las penalidades de esta expedición las cuentan en detalle crónicas
relaciones y probanzas de servicios. El resumen es que espu de haber
sufrido muchas bajas, la tropa fue presa de la desmor lización, luego del
pánico, y desconociendo las ordenes de su capitán terminó aniquilada por el
enemigo. Al ser abandonado por los suyos, Mogrovejo fue fácilmente
victimado por los indios. Impacientes los vecinos de Lima por la falta de
noticias de estas tres expediciones, instaron al Gobernador que proveyese
otra al mando de Alonso de Gaete. Este capitán debía conducirla hasta Jauja
y asegurar allí el camino de la sierra. De sa ir con su propósito proseguiría a
Vilcas— objetivo no alcanzado e Tapia, Diego Pizarro y Mogrovejo—
tambo que reforzaría antes de seguir al Cusco. Gaete salió también por la
ruta de Huarochiri, llevando en su compañía a Cusí Rímac, un hijo de
Huaina Cápac al que el Gobernador— por mermar el fervor de los indios
hacia Manco — pretendía alzar por Inca. El viaje hasta el Mantaro fue
tranquilo, pero estando acercándose a Jauja irrumpieron las tropas del
general Titu Yupanqui (uno de los bravos adalides indios) las que en lucha
cuerpo a cuerpo vencieron a los españoles salvando apenas dos, uno de
ellos apellidado Cervantes, quien era hermano de Gaete. A ambos topó en el
camino el otro Alcalde de Lima capitán Francisco de Godoy, en momentos
que subía hacia 210
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR la
sierra dirigiendo la quinta expedición. Asustado por la suerte corrida por
Gaete, Godoy volvió grupas en precipitada fuga y entró a Lima "con el rabo
entre las piernas". Cuando la ruidosa cabalgada de Godoy se detuvo
jadeante en la Plaza de Armas, hubo revuelo general. Junto con todos los
vecinos se sabe que acudió el Gobernador. Don Francisco, al enterarse de lo
ocurrido, se mostró "con harta pena viendo cuan mal se sucedía, porque ya
le tenían muertos cuatro capitanes y casi doscientos hombres, y muchos
caballos, también tenía por cierto que esta ciudad (del Cusco) estaba en
gran peligro o debía ser perdida, y muertos sus hermanos y todos los demás
que en ella estaban; y por esto, y por verse con poca gente estaba muy
afligido temiendo perder toda esta tierra, porque no había día (en lo
sucesivo) que no le venía a decir "tal cacique se ha alzado", "en tal parte
han muerto tantos cristianos que fueron a buscar de comer...” “Estando las
cosas en estos términos — escribe un soldado cronista — y todos a punto y
aparejados para lo (que) subcediese, vinieron indios de alrededor de la
Ciudad de los Reyes quejándose, diciendo que indios de guerra en gran
cantidad bajaban de la sierra a destruirles, matando sus mujeres e hijos. El
Gobernador mandó a Pedro de Lerma que fuese con veinte de a caballo, por
no ser más de tres leguas de allí y tierra llana, a saber lo que era y correr el
campo; el cual partió a prima noche, y estando como dos leguas de la
ciudad se halló cercado de cincuenta mil indios, que venían a dar en ella la
mañana siguiente. El se estuvo quedo y mandó que ninguno se desmandase;
los indios asimismo estuvieron quedos pensando que les acometerían, pero
los españoles, poco a poco y a veces revolviendo sobre los indios y
matando muchos dellos, se retiraron a la ciudad, habiendo avisado primero
al Gobernador, cómo venían tan gran cantidad de indios a dar en la Ciudad,
para que estuviese a punto”. Cuando el Gobernador se enteró de la
proximidad del enemigo se apresuró a vestirse la armadura, se encasquetó
la borgoñota y montando a caballo tomó a su cargo la defensa de la ciudad.
Los vecinos, al ver al buen viejo como en sus mejores tiempos, pugnaron
porque no saliera a luchar, y don Francisco que en principio prentedió no
hacerles caso, tuvo que resignarse a dirigir la lucha desde su caballo ante la
petición masiva de la población. La crónica atestigua: "al Gobernador jamás
este día le dejaron 211
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURÜ salir a pelear,
pero estaba con veinte de a caballo a punto para socorrer adonde hubiese
necesidad • . POCO después se presentaron los indios. Titu Yupanqm
certero como un halcón, dirigía el emplazamiento de sus tropas^ Aseante
una salida intempestiva de los españoles, replegó en la orilla derecha del
Rímac. Más tarde, el cerro de San Cnsto bal con su recia cruz de madera se
fue cubnendo de aborígenes hasta el punto de cobrar un color negro. El
cerro parecía un miguero habitado por miles de hormigas laboriosas que
porta i an víveres y armas. En la cúspide de la montaña oscura, para
dominar mejor el valle, se situó Titu Yupanqui. Esa tarde hubo algunas
escaramuzas con los serranos y caballería — auxiliada por guineos,
nicaraguas y bastantes yungas-impidió a la hora del crepúsculo que los
quechuas traran a la ciudad por el lado de Levante. A pesar de esto, los
indios se quedaron allí toda la noche, parapetados en unos ruinosos
edificios que tenía el curaca del valle don Gonzalo Taulichusco. Esa noche
los cristianos pusieron muchas guardias; los jinetes, poi su parte, la pasaron
rondando la ciudad. Al siguiente día comprobaron los soldados que los
indios habían destruido la cruz del cerro San Cristóbal. También apreciaron
y con bastante temor, que otros cerros vecinos estaban repletos e guerreros
llegados de los Atabillos. Pronto se inicio la lucha. Titu Yupanqui la llevó a
cabo propiciando el ataque por escuadrones; de esta manera, mientras unos
escuadrones combatían, los oti os aplaudían desde los cerros su actuación.
Parecía como si los indios gozaran con prolongar la agonía de los sitiados.
Los españoles repelieron los asaltos y hasta lograron apresar algunos
adversarios, quienes puestos al tormento para que confesaran lo que había
sucedido en el Cusco, o la cantidad de tropas que seguía al Inca, callaban o
respondían versiones contradictorias que llevaban al desconcierto. Viendo
el Gobernador que los indios estaban tan cerca de la ciudad que se reían de
los españoles, trató de arrojarlos por medio de maniobras envolventes, pero
la estrategia fracasó. Los indios conocían ya la táctica de los caballos en
terreno abierto y atacaban aislados, ya no en escuadrón. Los vecinos de la
ciudad entraron en consejo de guerra y llegaron a la conclusión— pese a
que les pareció dificultoso— de tomar el cerro de San Cristóbal
aprovechando la oscuridad. 212
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Don
Francisco, a estas alturas, se había negado de plano a seguir escoltado por
sus veinte jinetes. Ahora, encabalgado en su caballo de guerra, recorría la
población con la espada desnuda y seguido de Jerónimo de Aliaga, su
Alférez Mayor. Así gastaba muchas horas, pero cuando el trompeta
anunciaba haber ataque de indios por algún flanco, no oía razones y
aguijando su cabalgadura, a galope tendido se presentaba en el lugar de la
lucha dando voces de mando e incitando a la acción. Otras veces llegaba
con lanza y adarga, pero siempre dando voces que animaban a la gente a
conseguir victoria. De los cinco primeros días del cerco, cuatro pasó el
Gobernador en esta clase de acciones: no era él de los que podían quedarse
quietos porque los demás le decían estar viejo. ¡La guerra era la guerra y él,
un soldado con título de Capitán General! Al frente de sus hombres, Pizarro
sólo sabía combatir. Por fin, al sexto día, estuvo listo un reparo de tablas
que los españoles pensaban utilizar para cubrirse de las piedras y saetas en
el asalto del cerro; mas cuando los peones se aprestaron a cargarlo no
pudieron con él: era demasiado grande y difícil de transportar. Esto
descorazonó mucho a todos; el Gobernador — para hacerles ver que su
trabajo no había sido vano dijo que la toma del cerro se efectuaría cuando
llegase Alonso de Alvarado, capitán que estaba descubriendo Chachapoyas
y a quien había mandado llamar. Sin embargo, amanecido el sexto día Titu
Yupanqui, impaciente por ganar la plaza, "se determinó a entrar en ella y
tomalla por fuerza o morir”. Para el efecto reunió a sus capitanes y les dijo:
"Yo quiero entrar hoy en el pueblo y matar todos los españoles que están en
él, y tomaremos sus mujeres, con quien nosotros nos casaremos y haremos
generación... Los que fueren conmigo han de ir con esta condición, que si
yo muriese mueran todos, e si yo huyere que huyan todos", en otras
palabras, los comprometió a imitar su ejemplo. Los capitanes le contestaron
con gritos de guerra y juraron seguirlo hasta la muerte. Prontamente
rompieron a sonar roncos tambores y desplegándose muchísimas banderas,
el ejército indio empezó a ponerse en movimiento. El Gobernador al ver
esto, mandó que todos los de a caballo hiciesen dos escuadrones; a
continuación ocultó ambos escuadrones en lugares donde no los pudieran
ver los indios, uno confió a un capitán y él tomo el mando del otro. Quietos,
en silencio, si213
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU guiendo la
misma táctica que en Camajarca, los jinetes esperaron que se acercaran los
indios. Estos tardaron muy poco en dejarse ver. Venían desde el cerro de
San Cristóbal ordenados y muy lucidamente; al frente de todos, sobre sus
andas de guerra, estaba Titu Yupanqui. El caudillo venía con gran firmeza y
arrogancia, mostrando una lanza en la mano. Sus tropas, rugientes a mas no
poder, repetían a manera de estribillo: "¡A la mar barbudos, a la mar
barbudos, a la mar barbudos!". El acentuado ritmo de la frase puso en todos
los cristianos gran temor. Así llegó Titu a las orillas del rio atravesando sus
anderos la corriente. La litera pareció peligrar de ser arrastrada por las
aguas, pero luego se advirtió que los anderos habían vencido el primer
cauce. También vencieron el segundo y acto seguido el Rimac hie vadeado
por la tropa. Puestos todos los indios en la orilla izquierda atronaron los
espacios con una gran ovación; después volvieron a sonar los tambores, a
moverse los escuadrones de indios y agitarse las banderas. Finalmente, con
ese ritmo torturante y conminador— como si se tratara de un chaco en el
que las piezas son rodeadas por un cordón humano— volvió a elevarse el
estribillo: "¡A la mar barbudos, a la mar barbudos, a la mar barbudos!”. La
indiada se detuvo en lo que después sería el barrio de Santa Ana, donde Titu
hizo una seña para que lo siguieran, y la rugiente multitud se adentró a las
calles de la ciudad. Desde el ángulo indio — por ser Lima semejante a un
tablero de ajedrez la población se veía sin cristiano alguno hasta la Plaza de
Armas. Titu, siempre en litera y al frente de los suyos, ordenó llegar al
corazón de la ciudad. Los indios iniciaron la marcha, casi una carrera;
pusieron sus ojos en la casa del Gobernador... en eso salieron los jinetes que
estaban con don Francisco y la multitud de guei reros se estrelló contra los
pechos de los caballos. Acudió a su turno el segundo capitán con sus jinetes
y la lucha se hizo muy cruel. Por todos lados había indios mutilados,
españoles heridos y caballos muertos. Los jinetes se lanzaron sobre los
caudillos de la primera fila y los acuchillaron sin piedad. Con todo, Pero
Martín de Sicilia no se contentó con caudillos secundarios y, dirigiendo su
lanza hacia Titu Yupanqui que combatía desde su litera, le atravesó el pecho
con su arma. El quechua cayó al suelo tinto en sangre y sin proferir palabra
hundió su rostro en la tierra: había cumplido su palabra de morir en la
demanda, y con él la habían cumplido sus capitanes siguiéndolo hasta la
muerte. 214
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR Al
ver a sus jefes muertos, los indios se desmoralizaron y se empezaron a
retirar. Entendían que no podían luchar sin capitanes, pues la férrea
disciplina quechua imponía la quietud de los ejércitos acéfalos. Retirados a
la orilla derecha del lío, los naturales pasaron muchos días; al no enviarles
Manco Inca capitanes de relevo, los escuadrones indios optaron por regresar
a sus tierras. Unas semanas después entró en Lima Alonso de Alvarado con
30 jinetes, 50 infantes y muchos indios auxiliares. También llegó Gonzalo
de Olmos, el teniente de don Francisco en Puerto Viejo, con 150 españoles
de refresco. Hallaron al buen viejo del Gobernador en momentos que
cumplía un voto hecho en la guerra: se esmeraba en volver a clavar la cruz
del cerro de San Cristóbal, destruida por los indios. EL HAMBRE La
guerra de Manco Inca fue tan llena de heroísmo, para uno y otro bando, que
sólo puede compararse a la Noche Triste mejicana. Cerca de 1.000
españoles murieron en la lucha; las bajas indias, dada la superioridad de las
armas europeas, fueron muchas más. No se llegaron a perder para los
conquistadores las nuevas ciudades de la costa, por la adhesión de los
yungas al Gobernador Pizarro. Estos yungas — tallanes, chimúes, chinchas
habían sido sojuzgados por los incas y anulados como naciones
independientes, por eso se negaron a volver a ser vasallos del Cusco.
Recordemos que el Tahuantinsuyo había sido un Imperio muy grande— el
único al sur de la línea equinoccial—, formado por muchísimas naciones;
mas estas naciones carecieron de conciencia imperial y, desunidas como
estaban, se ofrecieron a los españoles, quienes se aprovecharon de la falta
de cohesión. Esta es la razón por la que los yungas se plegaron a los
españoles y combatieron a los quechuas, calcando sin saberlo el papel de
los tlaxcaltecas, que marcharon contra Moctezuma, secundando a Hernán
Cortés. Los quechuas, por su parte, desempeñaron su papel paralelamente a
los aztecas en el sitio de Tenochtitlán: terminaron derrotados por el hambre.
Así vemos cómo Manco Inca, a pesar de estar rodeado por miles de
guerreros, se vio obligado al máximo 215
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU sacrificio:
renunciar a la guerra que con carácter de santa iniciara, teniendo que
licenciar a sus tropas para no verlas morir de hambre. Resultaba que por
acudir a la lucha, los hombres habían abandonado las sementeras; el fruto
de las últimas cosechas fue consumido y no hubo quien sembrara por estar
los labradores empuñando sus armas. A su vez, una gran sequía en el Collao
oscureció sombríamente el panorama y los pueblos fueron presas e la
inanición. Esta fue la causa por la que el valeroso Manco suspendió la
campaña, pensando reabrirla en un tiempo mejor. Interrumpirla, sí, mas no
definitivamente, fue el pensamiento del caudillo indio. Sin embargo, esta
decisión de Manco la conoció muy tarde el Gobernador Pizarro. Por eso,
levantado el cerco de Lima y determinado a inquirir sobre sus hermanos,
don Francisco planeó la sexta y última expedición a la sierra. La confió a
Alonso de Alvarado, lo que resintió terriblemente al burgalés Pedro de
Lerma porque esperaba aquella distinción. Cien hombres de a caballo y 150
de a pie formaron este ejército, que partió de Lima a comienzos de abril de
1537. A la salida del valle, pasada la huaca de Armatampu, la expedición
tuvo su bautizo de fuego en la Cuesta de la Sed— hoy Lomo de Corvina—,
donde fue atacada por un ejército indio. La batalla fue sangrienta, pero al
final lograron dominar los españoles y seguir por la quebrada de
Pachacamac hasta Huarochirí y Jauja. Alvarado avanzaba según los
métodos de la milicia española en Guatemala y Nicaragua: cortando brazos
a los hombres y los pezones a las mujeres, amenazando a todos con los
perros y marcando esclavos a fuego. De Jauja siguió por Angoyaco y
Rumichaca, lugares donde volvió a tener duros encuentros con los
quechuas, prosiguiendo las escaramuzas hasta el río Abancay, donde
Alvarado se detuvo a descansar las fatigas de la jornada. Estando entregado
al reposo, mientras cobraba fuerzas que pensaba emplear en el descerco del
Cusco, la noche del 12 de julio de 1537 cayó Diego de Almagro por
sorpresa sobre su campamento y le intimó la rendición. Alvarado, casi sin
defenderse, entregó su espada al tuerto Adelantado recién venido de la
conquista de Chile. La historia, a partir de entonces, cobró muy mal cariz.
Para ubicarnos claramente dentro de ella será necesario repasar algunos
antecedentes. Helos aquí. Almagro volvió de Chile después de haber
fracasado en su 216
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
intento de hallar un segundo Cusco. Por el desierto de Atacama empezó a
retroceder; pasó junto al Morro de los Diablos, en Arica; siguió a Tacna y
Arequipa; halló al Cusco recién descercado por los indios y a Hernando
Pizarro como Teniente de Gobernador. Esto último despertó en él viejos
resentimientos, y azuzado por los malos consejeros, llegó a convencerse de
que su fracaso en Chile sólo podía tener una solución: apropiarse de la
capital incaica. Se basó para esto en los motivos que adujera Pedro de
Alvarado, en ciertos papeles que le trajo de España Juan de Rada, y sobre
todo, en el deseo de contentar a sus hombres. Así fue como envió emisarios
a Hernando Pizarro, instándolo a que lo recibiera por Gobernador de Nueva
Toledo y que, de paso, le entregara el Cusco por caer la ciudad dentro de su
Gobernación... Hernando, que sabía mejor que nadie que el Rey había
añadido 70 leguas meridionales a su hermano don Francisco, se negó de
plano a lo pedido. Siendo así, Almagro aprovechándose de la situación,
tomó el Cusco con las armas en la mano la noche del 8 de abril de 1537. El
Gobernador Pizarro— que ignoraba todo esto— envió a estas alturas a
Alonso de Alvarado con la sexta expedición. Almagro pensó que Pizarro
enviaba tal ejército para impedirle tomar el Cusco o desalojarlo de la ciudad
si ya lo había hecho, y fue entonces que — poniéndose de acuerdo con
Pedro de Lerma, el burgalés dolido— cayó sobre Alonso de Alvarado y lo
rindió. Esto, en síntesis, era todo lo que había sucedido, amén de que
Hernando y Gonzalo Pizarro estaban presos. Si algo habría que añadir es en
lo tocante al hambre: por aquellos días fue frecuente el contemplar familias
enteras de indios muertas en la orilla de los caminos o grupos de soldados
del Inca que, víctimas de la inanición, entraban a sus pueblos apoyados los
unos en los otros y pidiendo: “Sara, sara...", esto es, maíz, maíz. 217
XIII. LAS DISENSIONES CON ALMAGRO AMARGURAS
DEL GOBERNADOR Enterado el Gobernador de la toma del Cusco y
prisión de sus hermanos, desde el valle del Huarco— curacazgo que estaba
pacificando— escribió una larga carta al Adelantado, su socio, pidiéndole
que “soltase a Hernando Pizarro e a los demás que tenía presos, e que sin
debate ni guerra se conformase, e entendióse en mirar las provisiones (del
Emperador) e mirar los términos de las gobernaciones". Esta carta, de tono
conciliatorio y amable, la envió con Nicolás de Ribera el Viejo, tan buen
amigo suyo como de Almagro. Ribera llegó al Cusco y entregó el papel al
Adelantado, pero éste — mal aconsejado por los suyos — le informó que
Hernando estaba preso por delitos comunes y que no lo pensaba soltar.
Cabe advertir que después de su fracasada expedición a Chile, Almagro dio
muestras de estar bastante enfermo del terrible mal de bubas, acusando al
mismo tiempo atrofia en la voluntad. Sus soldados notaron la debilidad
volitiva, pero pocos tuvieron la bajeza de aprovecharse de ella. Sin
embargo, entre estos pocos se contaron Diego y Gómez de Alvarado;
también Hernando de Sosa. Los tales no se resignaron al fracaso de Chile, y
apoyados en los papeles que trajo Juan de Rada, convencieron al
Adelantado para que tomase el Cusco y apresase a Hernando Pizarro, por
ser el peor y el 218
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
mayor enemigo de la gobernación de Nueva Toledo. Almagro, a la sazón
“débil como un niño ante las sugestiones de sus secuaces y consejeros”,
cedió. Ahora sus amigos le decían que no soltase a Hernando Pizarro y el
Adelantado— a pesar de que deseaba llegar a un acuerdo con su socio el
Gobernador don Francisco se vio obligado a ofrecer una respuesta negativa
a Nicolás de Ribera. Sin conocerla todavía, pero maliciando la ambición de
los de Chile, el Gobernador dio órdenes para que en Lima se tocasen
atambores, se alzase pendón y se hiciese junta de soldados. Su intención era
"hallarse poderoso e con pujanza si los de Chile viniesen contra él". Hecho
esto se partió del Huarco a la provincia de los Soras con la mira de juntarse
allí a Alonso de Alvarado, cuya prisión desconocía. Llegado al pueblo de
Chincha, donde los curacas le tributaron un magnífico recibimiento, don
Francisco se detuvo para efectuar un alarde con sus hombres y una reseña
de las armas. Nombró por su Capitán General a Felipe Gutiérrez, el de
Veragua, y por capitanes secundarios a Pedro de Portugal y a Diego de
Urbina. A insistencia de sus amigos, temerosos de que los de Chile lo
matasen, don Francisco accedió a tener una escolta de "doce hombres
valientes e determinados que con sus arcabuces e alabardas toviesen cargo
de su persona”. Luego se partió con su ejército a Nazca en espera de
noticias sobre Alonso de Alvarado. Estando en esta espera — fines de julio
de 1537 — llegó al campamento con malas nuevas Gómez de León y
ciertos jinetes salidos días antes con cartas para Alonso de Alvarado. Don
Francisco estaba en el campamento, "y como los vio volver y el corazón del
hombre muchas veces adivina la nueva que venir le quiere, dando una gran
voz dijo: ¿qué causa ha sido para que así hayais dado la vuelta? Decidme
presto las nuevas que traéis". Entonces descabalgó Gómez de León y lo
enteró de la captura de Alvarado por Almagro. Cuando el Gobernador
escuchó la última palabra del relato se puso muy triste y a manera de
reflexión dicen que dijo: "No merecían mis obras ni hermandad que con
Almagro he tenido, para que tan cruelmente hobiese tratado mis cosas, e
mostrádose tan cruel e a la clara mi enemigo, y entrado en el reino con
banderas tendidas y tocando atambores, como si por ventura yo me hobiera
declarado contra el servicio del Rey e negádole la obediencia de vasallo que
le debo, y él, por su mandado e autoridad, vi219
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU niera a reducir
las provincias a su servicio; e no contento con haber entrado en la ciudad
del Cuzco, como ya acá sabemos, e preso a mis hermanos, ir contra Alonso
de Alvarado que estaba aguardando mi mandado, e prenderle e desbaratarle,
caso por cierto muy feo e que me pesa que por él haya sido hecho. E fuera
bien que si la ciudad del Cuzco dice caer en los límites de su gobernación,
que se viniese a ver conmigo, pues yo tengo la tierra a mi cargo por
mandado de Su Magestad e soy su Capitán general destas provincias, y que
mirara que fundé yo aquella ciudad e la gané de poder de los indios, é que
vístonos entrambos, determináramos el negocio, e cayendo en su
gobernación quedárase con ella con la bendición de Dios; mas no quiso él
hacerlo así m acordarse del juramento que fue hecho por entrambos en la
ciudad del Cuzco. Pues así lo ha querido, yo espero en Dios de me
satisfacer; e primero perderé la vida que dejar de ser restituido en lo que me
tiene ocupado...” Dolido, despechado quedó el Gobernador. Con todo,
dispuesto a no pensar sólo lo que su herido corazón le sugiriese, el
Gobernador hizo una junta con los hombres principales de su campo; de
ella salió el parecer de enviar al Cusco a negociar con Almagro a los
licenciados Gaspar de Espinosa y Antonio de la Lama, al Factor Illán
Suárez de Carbajal, a Diego de Fuenmayor, a Antonio Alvarez y a Hernán
González de la Torre, el Viejo. Aceptó el Gobernador a éstos por
procuradores de su causa, y reuniéndolos a todos les dijo que los enviaba al
Cusco porque confiaba que harían con toda fidelidad lo que al servicio de
Dios y de Su Magestad más conviniese”. Respondiéronle los enviados: "que
ellos irían por le servir adonde les mandaba, e con todas sus fuerzas
procurarían de tratar la paz lo mejor que ellos pudiesen." EL PROVINCIAL
BOBADILLA Partieron los procuradores a comienzos de agosto, topándose
con Ribera el Viejo en los Lucanas y enterándose por él que Almagro
pensaba retener a Hernando Pizarro prisionero. A pesar de esto, siguieron al
Cusco, entrando a esa ciudad el día 8, festividad de San Ciríaco, mártir. Los
recibió Almagro muy amablemente, pero conocedor de la misión que los
traía, mandó hacer junta de sus capitanes para someterles el asunto y
escuchar su consejo. 220
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Recién entonces, los procuradores entendieron la verdad: ¡Almagro ya no se
contentaba con el Cusco; también quería la Ciudad de los Reyes! En efecto,
durante la junta, Orgóñez se mostró partidario de tomar por armas Lima,
pero antes opinó que se debía degollar a Hernando Pizarro. Almagro
abominó de esto último, mas se entusiasmó bastante con la idea de capturar
la capital de Nueva Castilla. También optó por someter el fallo de los
límites al Obispo de Panamá, fray Tomás de Berlanga, que había venido
anteriormente como árbitro cuando él estuvo en Chile. Sin embargo,
reparando después en que se había extralimitado al codiciar Lima, el
Adelantado se retractó y dijo que se conformaba con el Huarco. Los
procuradores de don Francisco pidieron licencia a Almagro para tratar esta
última pretensión con Hernando Pizarro — que estaba preso en el
Coricancha — , a lo que el Adelantado accedió. Hernando, que sólo quería
su libertad, instó a los procuradores que aceptaran. El licenciado Espinosa
le advirtió que no contestase guiado por el afán de verse libre, a lo que
Hernando replicó que una vez en libertad sólo intentaría llevar al
Emperador el oro que le había encargado viajando para ello a España; este
motivo y no espíritu de venganza era lo que le movía a dar la respuesta.
Con el parecer de Hernando tornaron los procuradose donde el Adelantado
anunciándole que aceptaban, pero Almagro lejos de alegrarse — los recibió
algo inconforme, expresándoles que lo había pensado mejor y que ahora
veía con claridad que su gobernación llegaba hasta Mala. Vueltos los
procuradores a consultar con Hernando, éste acató sin protesta. Los
procuradores i egresaron entonces donde el Adelantado y pactaron con él
que en vista de la ausencia del Obispo de Panamá — dos caballeros por
Gobernador dirimiesen la contienda limítrofe ayudados por pilotos de la
mar, hombres diestros en hacer las mediciones. Firmado un documento
estipulatorio de lo dicho el 28 de agosto de ese año 37, los comisionados
consideraron terminada su labor. Pero sucedió que en estos días falleció el
licenciado Gaspai de Espinosa, y los demás procuradores tuvieron que
demorar su partida. Esto les valió enterarse que Almagro quería fundar una
ciudad en la costa y tener un puerto que le permitiera cartearse libremente
con el Rey, a la vez que mantener tratos comerciales con Tierrafirme;
también intuyeron que Orgóñez insistía en ajus221
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU ticiar a
Hernando Pizarro, pero que el Adelantado se negaba a ello, pretendiendo
que más útil resultaría de rehen. Lo cierto fue que llevando en su compañía
a Hernando y dejando en el Cusco a Gonzalo Pizarro y a Alonso de
Alvarado, A magro bajó a la costa y pobló una villa en el valle de Chincha.
La llamó Villa de Almagro, le puso Cabildo y levantó picota. Pero estando
los de Chile festejando el acontecimiento el mismo día de la fundación-
principios de octubre—, llegaron nuevas de que Gonzalo Pizarro y
Alvarado habían fugado de la prisión y marchaban a reunirse con el
Gobernador Pizarro. El Adelantado Almagro, que a esas alturas estudiaba la
manera de abarcar la ciudad ae Trujillo en su gobernación— ¡poca
pretención!—, se sintió muy deprimido. El 9 del mismo octubre entraron a
Lima los procuradores del Gobernador Pizarro. A don Francisco no le gustó
mucho la formula de los dos caballeros plenipotenciarios que dirimirían los
limites, pero convencido que sólo así se evitaría la guerra y salvaría a sus
hermanos, llamó al escribano Domingo de la Prensa y por un documento
que otorgó dejó constancia que se avenía al fallo de los tales. En el fondo,
don Francisco no tuvo más remedio que aceptar, porque habiendo venido al
Perú el Obispo Berlanga, no lo había dejado subir al Cusco a entender lo de
los límites como la Corona mandaba. Lo hizo por estar alzado Manco, pero
sobre todo, porque Almagro estaba en Chile. Don Francisco conocía
demasiado a su socio para darle pie a que creyera que, mientras descubría
Chile, Pizarro y el Obispo habían trazado los límites a sus espaldas. Lo
malo estuvo en que el Obispo no pudo esperar demasiado, viéndose
obligado a regresar a Panamá sin haber fallado el litigio. Mientras tanto, el
Adelantado nombraba a sus dos caballeros. Resultaron elegidos el picaro
Alonso Enríquez de Guzmán, sevillano de noble cuna, y el Alcalde de la
Villa de Almagro, Diego Núñez de Mercado. Como acompañantes llevarían
éstos a Lima al Contador Juan de Guzmán, al Tesorero Manuel de Espinar y
al Veedor Juan de Turuégano, así como al Padre Bartolomé de Segovia,
furibundo almagrista. Todos los dichos salieron de la Villa de Almagro y
tomaron el camino de Lima, pero llegando a Mala fueron poco menos que
salteados por Alonso Alvarez de la Carrera, soldado pizarrista que guardaba
el valle con orden de confiscar todo papel sospechoso a los viajeros.
Protestaron los despoja222
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR dos;
con todo, parece que el soldado no creyó que fueran los plenipotenciarios
de Almagro y robándolos los caballos les dio algunas muías para que
pudieran seguir viaje. Cuando el Gobernador Pizarro se percató de lo
ocurrido por los papeles que se habían tomado a los viajeros, dispuso que se
adelantaran algunos vecinos a recibir a los plenipotenciarios de Almagro,
mientras él con otros principales los esperaba — con vinos y comidas de
desagravio — en el río de Armatampu. Sabedores los encomenderos de la
capital que Almagro había fundado una ciudad en los términos de Lima y
que los indios de sus repartimientos estaban destinados a servirla, se
indignaron. Esto acontecía el 10 de octubre — día que entraron los
embajadores de Almagro — , por lo que el Gobernador, tratando de evitar
un alboroto, se apresuró a nombrar sus representantes a fray Juan de Olías,
Provincial de los dominicos, y al capitán Francisco de Chávez. En seguida
se fijó el pueblo indio de Mala como lugar donde se reunirían los cuatro
plenipotenciarios y los pilotos de la mar, comprometiéndose Francisco
Pizarro y el Adelantado a no salir de Lima y la Villa de Almagro,
respectivamente, los quince días que duraran las mediciones. Arregladas las
cosas de esta manera, regresaron los plenipotenciarios almagristas a la Villa
de Almagro, acompañándolos el Factor Suárez de Carbajal y fray Francisco
de Bobadilla, Provincial de los mercedarios en Indias. Ambos eran enviados
del Gobernador Pizarro para presentar sus excusas al Adelantado por lo
ocurrido en Mala con Alonso Alvarez de la Carrera. El 19 de octubre
llegaron todos a presencia del Adelantado. Este, entendiendo que todo
estaba por arreglarse, quiso quebrar la negociación diciendo que recurrir a
cuatro caballeros y pilotos era mucha pérdida de tiempo, por lo cual
confería todo su poder en una sola persona para que fuera juez absoluto en
la contienda. Preguntado sobre quién sería aquél, contestó que el Provincial
Bobadilla. El fraile agradeció el honor, pero repuso que faltaba la
aceptación de don Francisco. Almagro le replicó que no se preocupara, que
él escribiría a su socio. El 25 de octubre entraron a Lima Bobadilla y Suárez
de Carbajal y entregaron las cartas de Almagro a don Francisco. El
Gobernador accedió una vez más a los caprichos del Adelantado, y en ese
mismo momento, delante de escribano, aceptó a Bobadilla como juez
reconociéndole todos los poderes que de la Corona 223
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tuvo el Obispo
Berlanga. Luego de esto, el Provincial hizo sus aprestos, partiendo
finalmente al pueblo de Mala. Comenzó Bobadilla por mandar a los dos
Gobernadores que acudiesen allí para ventilar y concluir su enojoso pleito.
Esto lo mandó el 28 de octubre, firmando la orden como juez árbitro y de
comisión. Encareció a Pizarro y a Almagro que trajesen sus pilotos con los
instrumentos necesarios, amén de una pequeña escolta de 12 jinetes,
algunos guardias de a pie, pocos servidores y un capellán. Cualquiera otra
gente que tuviesen debería quedarse en las afueras del valle. Alguien argüyó
que el número impreciso de servidores y alabarderos ofrecía gran peligro, lo
que motivo a Bobadilla a otorgar otro mandamiento el 9 de noviembre
especificando que a los 12 jinetes se agregarían sólo un capellán, un
secretario, un maestresala y cuatro pajes. Recibida la citación, Pizarro y
Almagro se dieron por notificados. Tardaron algo en responder, pero
finalmente, con el escribano de la notificación, contestaron los dos que
acudirían al pueblo de Mala, en el tiempo y en la forma que ordenaba el
Provincial. LA CELADA Pizarro se presentó en Mala el 13 de noviembre
con la escolta prescrita. Según Cieza de León, tras él venía Gonzalo, su
hermano, con 700 soldados y dispuesto a prender a Diego de Almagro. Se
quedaron éstos a la entrada del valle, ocultos en los cañaverales, esperando
la señal de actuar. Don Francisco sabía que estos 700 lo seguían; pero
ignoraba el proyecto de Gonzalo. Este, dolido por su prisión en el Cusco,
había planeado todo en secreto para que el Gobernador no se opusiera a su
venganza. Por eso don Francisco consintió en que Gonzalo y sus hombres
lo siguiesen. En el fondo, el Gobernador desconfiaba demasiado de los
almagristas y temía una celada. Esto lo explicaba muy bien el mismo Cieza
cuando dice de don Francisco: "no tenía del Adelantado entero crédito para
que dejase de ponerse en armas viendo aparejo para ello.” Es decir, el
Gobernador llevó tras sí a los 700 hombres porque sospechaba que Almagro
tendría otros tantos a sus espaldas. Quería prevenir una traición del
enemigo, pero— sin quererlo — propiciaba otra de su propio bando.
Cuando le tocó entrar a Diego de Almagro al pueblo de Mala, 224
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR don
Francisco lo recibió fríamente. Parado y con la celada puesta, apenas si se
llevó la mano a la cabeza para saludarlo. Almagro abrió los brazos y se
aproximó a Pizarro; entonces éste correspondió al gesto “mostrando poca
gana dello”. Después del abrazo de cortesía pasaron con Bobadilla a unos
aposentos altos. El fraile — siguiendo una antigua costumbre medieval —
les quitó las espadas y les dijo: "daos agora de puñadas si quisiéredes”. Lo
dijo para que ambos desahogaran sus pasiones, pues los ojos estaban
cargados de tensión. Como era de esperar, ninguno de los dos viejos intentó
recurrir a los puños, pero Pizarro — que estaba más airado que Almagro —
se dirigió al Adelantado y le dijo: “¿Qué es la causa por que tomastes a la
ciudad del Cuzco, que yo gané e descubrí con tanto trabajo, e me devastes
mi india e las yanaconas, e, no contento con hacer tan grande desaguisado,
prendistes a mis hermanos?” Almagro le replicó: “Mirá lo que decís, que os
quité el Cuzco e que fue ganado por vuestra persona, bien sabéis vos quien
lo ganó; e si yo lo ocupo, pódelo hacer por provisiones que del Rey tengo,
por donde bien se ve entrar en mi gobernación, e como la tierra sea suya
pudo me lo dar, pues no es yerba de Trujólo, ni ninguno tiene más poder del
que el Rey quisiere. Y si prendí a vuestros hermanos, e tengo detenido a
Hernando Pizarro es justamente, porque yo, antes que entrase en la ciudad
con una legua, envié a Juan de Guzmán, que está aquí, para que me
recibiesen por Gobernador, e le requirió que no hiciese junta de gente,
porque mi voluntad no era de entrar en él con gente de guerra, sino con las
provisiones de Su Magestad encima de mi cabeza, y entrados en Cabildo,
Juan de Guzmán le requirió que los dejase en su ayuntamiento, que ellos
cumplirían lo que Su Magestad les mandaba, e salidos los del Cabildo,
miraron la provisión, e Juan de Guzmán les dió información bastante de
pilotos que decían caer en mi gobernación ia ciudad, e Hernando Pizarro
dijo públicamente _ mi hermano siendo mancebo la defendió, pues mejor la
defenderé yo — e por estas causas yo entre en el Cuzco e me hice recibir
por Gobernador.” Pizarro escuchó todo sin interrumpir al Adelantado, pero
concluidas sus razones, le dijo: “esas causas no son tan bastantes que por
ellas vos hobiérades tenido osadía a prender a mis hermanos e desbaratar al
capitán Alonso de Alvarado, por eso, volvedme el Cuzco e soltad a mi
hermano; catá que si no lo hacéis gran daño se recrecerá." Almagro no
aceptó la frase y contestó inme225 PIZARRO. — 15
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU diatamente-
"EL Cuzco está en mi gobernación, e no lo dejaré si no fuere por
mandamiento de Su Magestad; en lo que decís que suelda vuestro hermano,
aquí están letrados, determinen lo que puedo hacer que yo lo haré con que
sea justicia, e que por su perso se presente ante Su Magestad con el
proceso." Ento"“S ^“facia cisco pareció calmarse algo y respondió que eso
ultimo placía^ Pero estando la discusión en este esperanzador momento, se
oyó cLo revuelo entre los almagristas de ,a escolta y luego la voz de
Francisco de Godoy, uno de los de P.zarro, quien-con ges to traicionero-
trató de alertar a Almagro poniéndose "Tiempo es el caballero, tiempo es de
andar de aquí... El Adelantado salió entonces de la habitación y halló que
abajo de la escalera estaba el Contador Juan de Guzmán. quien con un
caballo listo, le pedía que se alejase a todo ga i ope Por que los pizarristas
habian preparado una celada Almagro hizo repetir la invitación y saltando
sobre el caballo pico espuelas El Gobernador Pizarro y Bobadilla salieron
sin entender que pasaba. Don Francisco, ignorante de la traición de Gonza
o, creyó que todo se fundaba en el error y envió tras el Adelantado a
Francisco de Godoy y a Alonso Martín de Don Benito, para que lo
alcanzaran y convenciesen de que no existía ardid alguno. Ambos no
lograron convencer a Almagro, antes bien consiguieron mucho con hacerlo
prometer que las negociaciones proseguirían en Lunahuana, luego Almagro
siguió a Chincha, juntándose en el camino con Rodrigo Orgóñez, quien-
maliciando una traición-marchaba contra los Pizarro. EL FALLO DEL
PROVINCIAL Mientras tanto, Bobadilla dio en consultar a los pilotos.
Estos, en su mayoría, se inclinaron a confirmar que el Cusco pertenecía a
Pizarro. Después de conocer estas opiniones, Bobadilla se sintió en la
obligación de fallar. Su sentencia la dio en el pueblo de Mala el 15 de
noviembre de 1537, y en ella mandó los siguientes puntos: 226
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR I.
Que no estando plenamente de acuerdo los pilotos sobre la verdadera altura
del río de Santiago — en lengua de indios Tempula — , deberían las partes
litigantes enviar allá un navio con dos pilotos de cada parte para que, ante
dos escribanos — uno de Almagro y otro de Pizarro — , se tomase y
asentase la medición en grados y se solucionase esta parte del problema. II.
Que habiendo tomado el Cusco Almagro por fuerza de armas —
tendiéndolo en paz Hernando Pizarro en nombre del Gobernador su
hermano — , la ciudad fuese desocupada por los almagristas, liberados los
presos y restituido el oro que dentro de ella se halló. III. Que los ejércitos de
Pizarro y Almagro se disolvieran o, en su defecto, marcharan a combatir al
Inca alzado, debiendo ir, en este último caso, por sus respectivas
gobernaciones a dar guerra a los indios. IV. Que Almagro abandonara
asimismo la tierra de Chincha, por pertenecer sus curacas e indios a los
vecinos de Lima, y se retirara al pueblo de Nazca. V. Que los Gobernadores
olvidaran sus diferencias y empezaran una nueva era de paz, con lo cual
Dios y el Rey se tendrían por bien servidos. Se hizo hincapié, por parte de
Bobadilla, que todo lo fallado era provisional, pues si la posterior opinión
de los pilotos favoreciera a Almagro en sus pretensiones sobre el Cusco, el
Gobernador Pizarro abandonaría la ciudad y el Adelantado entraría a
poseerla. Cuando en el campamento almagrista se conoció el fallo de
Bobadilla, hubo una indignación general. Los soldados acusaron al
Adelantado de hombre débil, y éste no halló mejor remedio que lamentarse
del mercedario Bobadilla, llamándolo vendido y falso juez. Rodrigo
Orgóñez, el más indignado, no quedó callado ante el quejarse de Almagro y
le dijo que eso le pasaba por no hacerle caso alguno, que si antes le
aconsejó matar a Hernando Pizarro y no lo había hecho, ahora era el
momento de ajusticiarlo para luego marchar sobre el Cusco y posesionarse
de la tierra, "que si las leyes se habían de quebrantar había de ser para
reinar”. 227
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU _ _i t
imoiiiiQná — no andaban con. Por su parte, los que estaban con el
Gobernador Pizarro— acamandaban con menos alboroto. Por haAlmagro
respondió que aceptaba las nuevas negociaciones si se excluía de ellas a
Bobadilla, prometiendo a don Francisco enviar e ciertos capítulos, los que
efectivamente remitió luego con Juan de Guzmán, Diego Núñez de
Mercado y el licenciado Prado. Los capítulos estaban fechados en la Villa
de Almagro el 23 de noviembre de 1537, y exigían lo siguiente: I. Que
mientras el Rey no mandase lo contrario, Almagro pudiese permanecer en
Sangallán, cerca del no Pisco. IT. Que Pizarro proporcionase un navio a los
de Chile para que pudiesen escribir a la Corona. III. Que el Adelantado
seguiría ocupando el Cusco hasta que llegara el fallo del Emperador. IV.
Que Almagro no impediría el servicio de los indios de Sangallán a sus
encomenderos de Lima, siempre y cuando los repartimientos de los tales
ofrecieran los alimentos necesarios a los almagristas que quedaran en ese
pueblo. V. Que tanto Almagro como Pizarro podrían iniciar descubrimientos
hacia el Levante sin hollar por ello la gobernación del otro. VI. Que para
evitar el peligro de una guerra, Almagro despoblaría la Villa que fundó en
Chincha y la trasladaría a Sangallán. 228
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR VII.
Que en el pueblo que el Adelantado pensaba fundar en Sangallán sólo
quedarían 40 soldados o vecinos, con un Teniente de Gobernador. Francisco
Pizarro, oídos los capítulos del Adelantado, respondió que "no obstante que
su justicia está conocida por haber conquistado este reino”, aceptaba todos
los puntos planteados por Almagro hasta que viniera el fallo definitivo del
Rey o la respuesta de los pilotos. Como únicas condiciones impuso que
dentro de veinte días los dos ejércitos fueran disueltos y que los pizarristas
ocuparan Chincha luego de la evacuación de Almagro. Si Pizarro infringía
el compromiso, estipuló que perdería su Gobernación de Nueva Castilla, y
si lo rompía Almagro, pagaría doscientos mil castellanos, la mitad para la
Cámara del Rey y la otra mitad para la parte obediente. Por lo demás, si por
haber tanto litigio la Corona creía conveniente quitarles a ambos las
gobernaciones, ellos renunciarían a defenderlas. Y lo que prometió lo juró
el Gobernador Pizarro como caballero hijodalgo según fuero de España, en
Lunahuaná, el 24 de noviembre, delante de los enviados de Almagro. El
juramento, según se entendió entonces, don Francisco lo hizo extensivo a
todos sus capitanes. Días después, sabedor de que su antiguo socio había
aceptado sus capítulos y hecho el juramento de estilo, el Adelantado
Almagro despobló la villa que había fundado en Chincha y la trasladó a
Sangallán, cerca del río Pisco. EL ODIO DE HERNANDO PIZARRO
Estando las negociaciones en este punto, Almagro— por consejo de Diego
de Alvarado— decidió enviar al Contador Guzman y a Diego Núñez de
Mercado con nuevas propuestas al Gobernador Pizarro. Este contestó a los
dos comisionados que también deseaba las paces, pero bastante había hecho
ya con aceptar los capítulos anteriores, pues tenía demasiados motivos para
desconfiar de Almagro: primero había tomado el Cusco por armas; luego
apresó a sus hermanos que tenían la ciudad por el Rey; finalmente, había
desconocido el fallo de Bobadilla, juez que el pi opio Almagro había sido el
primero en señalar... Los enviados replicaron que todo aquello era pasado y
que ahora venían a tratar ciertos 229
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU capítulos sobre
la libertad de Hernando Pizarra. El Gobernador se interesó con el asunto y,
procediéndose a la lectura de un escrito, todos los presentes pudieron
enterarse lo que pretendían las nuevas proposiciones del Adelantado. Se
estipulaba por ellas que Hernando sería puesto en libertad bajo cierta fianza
en oro y pleito homenaje prestado al Adelantado por el mismo Hernando; lo
único que pedia Almagro, a cambio de tal liberación, era un navio para
informar a la Corona y seguir en la posesión del Cusco, hasta que viniera el
fallo real. Cuando en el campamento de Almagro se enteraron los de Chile
que el Adelantado pensaba entregar a Hernando Pizarro, los soldados se
alborotaron y alguno empezó a cantar: “Los Almagro piden paz, Los
Pizarro guerra, guerra; Ellos todos morirán, Y otro mandará la tierra.”
Rodrigo Orgóñez no se mostró tan poético y alzándose la cabeza por las
barbas hizo con la otra mano como si se degollara, al tiempo que decía a
grandes voces: “¡Ay de ti, Orgóñez, que por el amistad de Almagro te han
de cortar ésta por la garganta!” Ese mismo día fue Almagro con sus más
adeptos donde estaba Francisco Nogueral de Ulloa, el Alcaide, e hizo limar
las cadenas a Hernando Pizarro. Este, fingiendo agradecimiento, se abrazó
con el Adelantado. Allí mismo se arrodilló Hernando y le hizo pleito
homenaje, dio las fianzas del caso y, después de muchas frases más o menos
galantes, pasaron todos a cenar. En la cena menudearon las promesas de
amistad y Almagro — que jugaba de buena fe y pretendía poner fin al
peligro de guerra— dijo a su ex-cautivo que podía, cuando quisiese, ir al
campamento de Francisco Pizarro; lo acompañarían muchos caballeros
almagristas, y su propio hijo don Diego de Almagro, el Mozo, lo escoltaría.
Hernando entró al campamento de Lunahuaná en medio de grandes
muestras de alegría. El viejo don Francisco no cabía en sí de gozo y
abrazando repetidamente a su hermano tuvo frases muy corteses para sus
acompañantes almagristas, a quienes hizo valiosos obsequios. Añade la
crónica de Cieza que todo el tiempo que estuvieron los de Chile en el
campamento, trató "con mucho amor a aquellos caballeros que habían
venido de donde estaba el 230
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Adelantado, e les dió algunas joyas a ellos e a don Diego, su hijo”.
Inmediatamente, tornaron los almagristas donde estaba el Adelantado,
asistiendo a la despoblación de la Villa de Almagro y a su traslado al lugar
de Sangallán, en cuyo puerto pensaban ver surgir un día el navio que se
comprometió a enviarles el Gobernador Pizarro. Para Almagro y varios de
sus caudillos, el peligro de guerra había pasado, las paces estaban
asentadas. Sin embargo, no se pensaba lo mismo en Lunahuaná, sobre todo
en el toldo de Hernando Pizarro. Este había regresado ciego de venganza y
estaba empecinado en arrebatarle el Cusco a los almagristas, aunque para
ello tuviera que matar al Adelantdo. Por eso hablaba de guerra y a su
hermano el Gobernador no hacía sino recordarle que Almagro le había
ganado el Cusco. Don Francisco pasó a tomar posesión del valle de
Chincha, abandonado por el Adelantado; aquí crecieron tanto las instancias
bélicas de Hernando y las frases convincentes de Gonzalo, que el
Gobernador, “como desease ya todo daño al Adelantado , mandó llamar a
un escribano y el 9 de diciembre de 1537— amparándose en una real cédula
que eximía en caso de necesidad a Hernando de llevar el oro a España — le
ordenó quedarse en el Perú para que condujese a su término la guerra contra
Manco Inca. Hizo constar el Gobernador que daba este paso por estar ya
Hernando de partida para España con el oro y no haberse terminado de
pacificar la tierra; también por sentirse él viejo y enfermo, estando por ello
incapacitado de dirigir una campaña en la sierra; pero, sobre todo, porque
de partirse Hernando, el Inca volvería a alzarse y se perdería el reino.
Hernando, cuando supo que todos estaban enterados de la decisión tomada,
hizo como que quería partir, alegando que era eso lo que le había prometido
a Almagro; mas el negocio se llevó por tales cauces que don Francisco lo
excuso del compromiso y hasta lo penó con cincuenta mil pesos de oro si
desamparaba el Perú sin haber vencido al Inca. Hernando, siguiendo la farsa
amañada por él mismo, requirió públicamente a su hermano para que lo
dejase partir; sin embargo, don Francisco lo requirió a su vez para que se
quedase como su lugarteniente. A continuación, siempre por consejo de
Hernando, el Gobernador envió al Adelantado cierta cédula que había traído
Peranzúrez de Camporredondo para que Almagro saliera de toda provincia
conquistada por Pizarro. Llevó la cédula Eugenio de Moscoso y un
escribano apellidado Morcillo. Almagro vio en esto la agre231
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU sividad de los
Pizarra y desengañándose de la paz jurada por don Francisco y del viaje
prometido por Hernando, hizo una junta con sus capitanes. De ella se sacó
en claro que debían los de Chúe subir a la sierra para defender el Cusco y
dejar al Tesorero Riquelme con el oro del Rey en Sangallán. Entonces fue
que Almagro, amargado consigo mismo, reunió a todos sus soldados y tomo
el camino de Huaytará. Hernando Pizarra, con varios pizarristas, determinó
perseguir al Adelantado para evitar que llegara al Cusco y defendiera la
ciudad. Para ello salió de Chincha y avanzando por la noche sorprendió a la
retaguardia almagrista y le ganó el paso de Huaytará. El Gobernador don
Francisco subió hasta este sitio, siguiendo a su hermano con el grueso de la
gente. Dicen que estaba "muy alegre de ver que sus capitanes, sin derramar
sangre habían ganado lo alto”, y abrazando a todos ellos les preguntaba que
cómo les había ido en la nocturna hazaña. Los capitanes, correspondiéndole
la cortesía, le contestaron "que tocando a su servicio no recibían por trabajo
caminar los días e noches”. Esa noche fue distinta a las anteriores y se dejó
sentir la cordillera. En efecto, nevó mucho e hizo fuerte frío. El viejo y
gastado cuerpo de Pizarro se resintió con el clima y, constatando que
carecía de toldos y servicio, ordenó regresar al valle de lea. Por dos
desertores almagristas se sabía que el Adelantado se dirigía al Cusco y que
pensaba defender la ciudad. El Gobernador no estaba ya para esos trotes y
Almagro tampoco, pero a éste no le quedaba más remedio que seguir. Don
Francisco contaba, en cambio, con Hernando, militar y joven, pues no tenía
aún treinta y cinco años cumplidos. Hernando se percató de lo que ocurría y
presentándose a su hermano le rogó que le dejara la guerra en sus manos y
recuperaría el Cusco. El Gobernador, cegado en la defensa de sus intereses,
accedió. Don Francisco estaba irreconocible: decía en todo momento que
Almagro era un ladrón, que le había robado el Cusco, pero que todo el Perú
era de los Pizarro y suyo en particular, "que su gobernación hasta el
Estrecho de Magallanes allegaba, e que con la punta de la lanza lo había de
defender de Almagro e a otra cualquiera persona que quisiese, sin autoridad
real, tiranizarlo”. Esa misma noche de nieve, reunió en torno suyo a Alonso
de Alvarado, a Pedro Portocarrero, Antonio Picado, Peranzúres y otros
leales y les habló "sobre que por verse viejo e muy cansado, lleno 232
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR de
enfermedades, tenía determinado de nombrar a Gonzalo Pizarro, su
hermano, por su Capitán General”. Le respondieron todos "que como su
intento fuese servir al Rey, que ellos lo aprobaban e le daban por parecer,
que pues su vejez era mucha e tan cansado se hallaba, que se volviera a la
Ciudad de los Reyes e diese su poder e comisión a Hernando Pizarro para
que fuese conquistando la tierra e toviese la tenencia del Cuzco como
solía”. El Gobernador accedió al pedido, cambió el nombramiento y se
dispuso a partir. Antes de hacerlo nombró a Diego de Fuenmayor, hermano
del Presidente de la Audiencia de Santo Domingo, para que llevase a
España el oro que Hernando debería presentar al Emperador. LA ROTA DE
SALINAS Partido el Gobernador Pizarro a la Ciudad de los Reyes,
Hernando condujo a sus hombres por Huancapí y Cangallo, hasta
Andahuaylas. Su tropa, nada acostumbrada al frío, comenzó a quejarse de
los rigores del clima; pero él se rió de aquellos setecientos bisoños que
llevaba, picando con ello los ánimos a los de Pachacámac”, mote impuesto
a los pizarristas por "los de Chile”. Luego les dijo que Almagro tenía
mejores caballos, pero que él subía mejores soldados... Los quejosos
festejaron la ironía de su jefe y apresuraron su marchar. Cuando llegaron al
Cusco lo hallaron casi abandonado. Almagro había reunido un consejo de
guerra y por prevalecer allí la opinión del bravo Orgóñez, todos
determinaron no combatir en la ciudad, eligiendo el campo de las Salinas.
Hernando frunció el ceño, pues vio en esto la estrategia de Rodrigo
Orgóñez, pero inmediatamente ordenó seguir a los de Chile, mientras él
enviaba un mensaje de desafío al lugarteniente de Almagro. El 25 de abril
de 1538, que fue viernes de san Lázaro, se avistaron los dos ejércitos a
media legua del Cusco. En el campo llamado de las Salinas, a la vera del
camino incaico que llevaba al Collasuyo, pasaron esa noche separados por
un arroyo muy frío. Ningún soldado pudo cerrar los ojos, pero tampoco
hubo nadie que diera muestras de ceder. La crónica encarece que "jamás
233
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de la una parte
ni de la otra salieron a tratar de paz... tanto era el odio que se tenían”.
Amaneció el sábado 26 y el sol los sorprendió mirándose fieramente. A un
lado estaban los de Pachacámac, encabezados por el altivo Hernando
Pizarro quien vestía ropilla de color naranja y montaba un caballo castaño.
Detrás suyo esperaban impacientes Alonso de Alvarado, que buscaba el
desquite de Abancay, Peranzúrez, Diego de Rojas, Francisco de Orellana y
otros bravos. Por encima de todos asomaban las picas, detrás de ellas
apuntaba la artillería a cargo de Miguel de Mesa. Al otro lado del frío
arroyo delante de las tropas almagristas, estaba el Mariscal Rodrigo
Orgóñez, el desafiado lugarteniente de Almagro. A caballo, con la celada en
alto y revestido con sus mejores galas, miraba a sus enemigos y buscaba a
Hernando Pizarro. Lo seguían el burgalés Pedro de Lerma y el fogoso
Gómez de Alvarado, el aguerrido Perálvarez y el picaro Alonso Enríquez de
Guzmán que — como todos los picaros — era cobarde. Los de Chile
también tenían buenas tropas, pero menos soldados que los pizarristas. Esto
los había hecho perder algún entusiasmo. Sin embargo, lo que más
cooperaba a esta belicosidad dormida era la tullida presencia del
Adelantado Almagro que, sentado en lo alto de un cerro, esperaba el final
de la batalla. Viejo, canoso, tuerto y enfermo del terrible mal de bubas, el
Adelantado, a pesar de su desgracia, confiaba en el porvenir. Sonó entonces
un clarín, redoblaron los tambores y se agitaron las banderas. Se oyó el
desenvainar de las espadas, se abajaron las picas y brillaron al sol las
alabardas. Los arcabuceros encedieron las mechas de sus escopetas. Todos
miraron a su general. Entonces Hernando lanzó un: "¡Viva el Rey!” y
Orgóñez gritó: "¡Santiago, a ellos!” Las dos facciones avanzaron con la
notoria intención de destruirse, luego apretaron el paso, finalmente, en gran
carrera, se salieron a embestir. El choque fue cruento, sanguinario. Desde
un principio los de Hernando dominaron con su acometer; los de Chile,
impresionados por el avasallador paso de los pizarristas, tuvieron que
dividirse para frenar una ola de desertores. Mas los caudillos almagristas
casi no hacían caso de los que fugaban y sólo pensaban en atacar. Pedro de
Lerma buscaba a Hernando Pizarro, Rodrigo Orgóñez también. Este último
gritaba: "¡Oh Verbo Divino, sígan234
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR me
los que quisieren; que yo a morir voy!” Decía esto porque vislumbraba ya el
fin de la batalla y sospechaba que moriría sin ver a su retador. Pero
Hernando Pizarro, todo de color naranja y en su caballo castaño, corría el
campo en pos de Orgóñez. Tampoco lo encontró, mas en eso descubrió a
Pedro de Lerma, quien aguijando a su cabalgadura se lanzó de inmediato
contra él. Hernando, que no se esperaba la acometida, lo quiso parar de
flanco, pero tan gran encuentro le dio Lerma que le hizo arrodillar el
caballo. Esto fue tan rápido que nadie pudo intervenir. Cuando pasó el
primer encuentro y acudieron los pizarristas para evitar el segundo, hallaron
a Hernando con una herida en el vientre y a Lerma con el muslo atravesado.
Víctima de la hemorragia, Lerma se desplomó del corcel. Mientras tanto,
Orgóñez mataba sin cesar, especialmente a los que se apresuraban en cantar
victoria por Hernando. A estas alturas el Alférez almagrista, un tal Francisco
Hurtado, se pasó con la bandera del Adelantado a las tropas enemigas so
color de que se acogía al verdadero bando del Rey. Los de Chile se
desmoralizaron y Rodrigo Orgóñez, con el brazo tinto en sangre,
comprendió que había llegado el final. Los de Pachacámac gritaban:
"¡Victoria, victoria por Pizarro!”; los de Chile se perdían en una desbandada
general. Rodeado de enemigos codiciosos, cuando vio que era inútil toda
lucha, el Mariscal pidió un caballero para entregarle su espada. Entonces se
adelantó un villano apellidado Fuentes y arrancándosela consiguió que
cinco o seis de sus compañeros derribaran a Orgóñez por tierra; luego se
precipitó sobre todos y abriéndose paso en aquel montón humano, degolló
cobardemente al bravo Mariscal. El viejo Almagro, apenas vio la retirada de
los suyos, dicen que exclamó: "¡Por Nuestro Señor, que pensé que a pelear
habíamos venido!” E instando a cuatro de los que con él estaban, hizo que
lo subieran a una muía. Puesto en ella le fustigó las ancas y seguido por sus
cuatro hombres de confianza, huyó camino de Sacsahuamán. Llegado al pie
de la fortaleza lo subieron a un cubo o torreón que allí había y, con ánimo
de no rendirse, aquellos cinco desesperados se encastillaron dispuestos a
morir. En un principio nadie se percató de la fuga del Adelantado, pero
terminada la batalla alguien señaló a Sacsahuamán. Partió 235
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU hacía allí
Alonso de Alvarado, el de la rota de Abancay, pues vio en este punto
motivo para recuperar su honra. Lo siguieron Felipe Gutiérrez, Alonso de
Toro y otros más. Galopando subieron por la cuesta de Collcampata,
llegando a la explanada con los caballos cansados; frenó Alvarado su
cabalgadura y parándose frente al cubo de la fortaleza, llamó a Almagro por
su nombre y le intimo la rendición. El paralítico, que por ser viejo temía a la
muerte, respondió que se rendía; por eso sus cuatro amigos arrojaron las
armas por encima del muro y uno a uno salieron del torreón. Varios
pizarristas que habían llegado posteriormente, los tomaron presos. Cuando
se entendió que Almagro estaba solo, otros vencedores subieron por él. A
Almagro lo bajaron en brazos. Se le veía triste, decrepito y más feo que
nunca. El capitán Pedro de Castro, viendo cuán feo era de rostro el
Adelantado, alzando el arcabuz le quiso disparar, diciendo: “¡Mirá por
quien se han muerto tantos caballeros! Pero Alonso de Alvarado se
interpuso entre el arma y el cautivo, evitando el asesinato. Subieron
entonces al Adelantado a la grupa del caballo de Felipe Gutiérrez y
emprendieron el regreso al Cusco. En las afueras salió a recibirlos
Hernando Pizarro; tenía el vientre vendado, pero no de modo que le
impidiera montar. Ahora estaba sobre un caballo negro; junto a él, calmado
más que contenido, se hallaba su hermano Gonzalo. Ambos se conformaron
con mirar al pobre viejo; luego Hernando mandó que lo cambiaran a la
grupa del corcel de Alonso de Toro, por ser más rápido que el de Gutiérrez.
Toro, mocetón de Trujillo, hombre malo aunque muy fiel a los Pizarro,
obedeció cumplidamente. Cuando todo estuvo listo, Gonzalo se encargó de
la revisión; después Hernando hizo una seña y todos entraron a la ciudad
del Cusco. Almagro nunca hubiera querido ver lo que en el Cusco sucedía.
A lo largo de sus calles el espectáculo era pavoroso: los almagristas corrían
perseguidos por los vencedores quienes se ensañaban con ellos
despojándolos de todo lo que tuviera algún valor. De este modo, no era
extraño ver a un soldado herido que buscaba asilo en la casa de un paisano,
o a un hombre desnudo que ingresaba a un templo buscando protección. Un
tal Diego Velázquez arrastraba por el suelo la bandera de los de Chile,
detras de él, los últimos pizarristas regresaban del campo de batalla
gritando: 236
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
"¡Viva el Rey y los Pizarro, mueran los traidores!” Los victoriosos
repicaban las campanas de los templos y saqueaban las casas de los
vencidos; cuando hallaban escondidos a los derrotados "les davan
destocadas e los matavan e los tratavan peor que a moros”. Con este último
grupo de pizarristas entró el fulano de Fuentes; traía asida por las barbas la
cabeza de Rodrigo Orgóñez "dando con ella mangonadas e bueltas,
alzándola e abaxándola”. Satisfecho con lo que él consideraba la mayor
hazaña del mundo, Fuentes enseñaba la cabeza y sonreía groseramente. Era
la primera vez que el infeliz se sentía importante. Almagro bajó los ojos al
ver todo esto y se dejó conducir a otra torre que le señalaban por prisión. A
pesar de que lo hicieron cruzar calles llenas de soldados que robaban las
casas de los almagristas, ninguno reparó en el Adelantado, tal vez porque ya
estaba casi oscuro y había empezado a llover. Así llegaron al torreón de
piedra donde el viejo iba a vivir su cautiverio. Lo introdujeron en brazos y
lo dejaron en la oscuridad. Luego le echaron candados y cerrojos. A pesar
de que no podía moverse por estar tullido, se apostaron muchos guardas por
temor que lo vinieran a librar. Cabizbajo y silencioso, mirando la dura
realidad con el único ojo que le quedaba, Almagro quedó más quieto y
dolido que la tristeza misma. LA MUERTE DEL ADELANTADO 0 En la
celda pasó Almagro largos días acompañado por la soledad. Su enfermedad
había empeorado; sólo era visitado por sus carceleros. Harto de sufrir
callado, mando llamar a Hernando Pizarro. Acudió éste poco después a la
prisión y, sin desprenderse de su tono altivo, lo consoló diciéndole que no
temiese poi su vida porque en breve llegaría al Cusco el Gobernador
Francisco Pizarro, su antiguo compañero de Panamá. Almagro se confortó
mucho con lo último, pues consideraba que Francisco Pizarro nunca lo
dejaría matar. Pero si el Adelantado conocía la bondad de Francisco,
ignoraba la maldad de Hernando, quien apenas salió de la torre se dedicó a
buscar testigos para abrir proceso al viejo Almagro y poderlo condenar a
muerte. Tal como lo había planeado, pronto los halló; entonces empezaron
las acusaciones. Primeramente, se culpó al Adelantado 237
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU de haber
ocupado por fuerza de armas la ciudad del Cusco y de apresar a su Teniente
de Gobernador, el cua no a 1 que Hernando Pizarro. También se le enrostro
el haber sah contra Alonso de Alvarado, que subía a luchar con Manco Inca
y de derrotarlo en Abancay luego de matarle varios hombres Otra
acusaciones fueron: un presunto pacto con Manco Inca so re e exterminio
de los españoles pizarristas, quebrantar treguas y jur mentos, dar y quitar
repartimientos sin tener facultad e a oron . Mientras los cargos se
acumulaban, Hernando no dejaba de vi sitar al prisionero. Le hacía creer
que su prisión tendría buen fin, pues ya faltaba poco para que el
Gobernador don Fransico ingresara a la ciudad. Y mientras le decía esto,
para hacerle mas llevadera la cadena, mandaba servir al preso delicadas
viandas. Se despedía luego anunciándole que si tardaba mucho el
Gobernador se estuviese listo para emprender un largo viaje... Almagro le
agradecía el ofrecimiento e instaba que le preparasen pronto una litera para
poder partir, asegurándole a Hernando “que en viéndose con el gobernador
Francisco Pizarro, su hermano, no habría entre ellos ningún rencor”.
Estando así las cosas, se enteró Hernando que entre los muchos de los de
Chile que habían partido con Pedro de Candía al descubrimiento del país de
Ambaya, existía una conjuración con miras de liberar a Almagro. Los
almagristas del Cusco también acariciaban ese ideal. Era, pues, urgente el
alcanzar a Candía y hacer justicia de los revoltosos; pero, por otro lado, los
de Chile que posaban en el Cusco podían aprovecharse de su ausencia y
darle a Almagro libertad. La disyuntiva era peligrosa, pero Hernando la
salvó apresurando el proceso contra el "vellaco moro relaxado de Almagro”.
Y al decir esto recalcaba lo último, insinuando que el Adelantado era un
pecador nefando. Cuando el proceso llegó a su fin, respiró Hernando
satisfecho. Entonces, después de haberle dado a Almagro tres meses de
esperanzas, le mandó decir que se confesase. Almagro se alborotó con la
noticia, porque era uso muy antiguo que los presos se confesaran al ser
condenados a muerte. Se le contestó que era como sospechaba, que a partir
de ese momento se considerase en capilla. Almagro no lo quiso creer.
Desesperado mandó llamar a Hernando Pizarro, invocando su caridad.
Hernando ingresó a la celda al tiempo que el sentenciado lloraba. Verlo así
y mostrarse fuerte 238
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR fue
todo uno. Comenzó por aclararle “que ni él era sólo el que había muerto en
este mundo, ni siempre dejarían otros de morir de aquella manera; que
supiese que el último día de su vida era llegado, e pues era cristiano temiese
a Dios e ordenase su ánima...” El Adelantado, buscando la última
misericordia le dijo “que cómo quería matar a quien tanto bien le había
hecho e por ello ser tenido por cruel; que se acordase que había sido el
primer escalón por donde sus hermanos y él habían subido e llegado al
estado en que estaban, e con su hacienda fue su hermano e compañero a
negociar la gobernación a España, e que nunca tuvo bien que no lo quisiese
para él: por tanto, que no fuese homicida, que lo enviase al Gobernador...
que si aquello no le cuadraba que le enviase a Su Magestad, donde sería
castigado si hubiese cometido delito; y qué bien le podía venir con su
muerte, ni qué mal se le podrían recrecer con su vida, pues su cansada vejez
estaba tan trabajada e fatigada, que según razón podía vivir poco...” No se
ablandó Hernando con la súplica, antes increpó a Almagro: "que pues era
caballero e tenía nombre de ilustre, no mostrase flaqueza, y que supiese
ciertamente que había de morir . El Adelantado tornó a sus rogativas,
apelando a la justicia del Rey y a los sufrimientos de la conquista del Perú,
conquista que le había costado un ojo de la cara... Hernando no cedió un
ápice, saliéndose de la celda en medio de la desesperación de Almagro.
Cuando la crisis nerviosa pasó y se sobrepuso a sus sufrimientos, Almagro
no quiso sacramentarse confiando que jamás lo dejarían morir sin
confesión. Sin embargo, fue advertido que si no lo hacía moriría inconfeso;
entonces el Adelantado recibió con mucha contrición el Sacramento.
Terminado éste, se sintió más tranquilo: ya estaba bien con Dios; ahora
quería congraciarse con los hombres. Como primera directiva y en virtud de
una provisión del Emperador que lo facultaba para nombrar en vida un
sucesor en la gobernación de Nueva Toledo, el Adelantado señaló a Diego,
su mestizo bastardo, para el cargo de Gobernador. El se encargaría de reunir
y proteger a todos los almagristas, también éstos lo guardarían a él. Luego,
Almagro dictó un codicilo y dejó por heredero de todo su patrimonio al
Rey. Era la mejor manera de evitar que sus bienes cayeran en poder de los
Pizarro. Por el actuario del escrito se enteró que su proceso era muy grueso,
pues tenía dos mil fojas, y que se le había denegado 239
JOSE AMONIO DEL BUSTO DUT H URBURU el derecho de
apelación. Almagro se quejó de los falsos testigo , sus acusadores, y
personificando a todos ellos en Alonso de T , allí presente, clavándole el
único ojo que le quedaba le dijo de indignación: "Agora, Toro os veréis
harto de mis carnes . Al amanecer del 8 de julio de 1538 comenzó a correrse
la voz de que al mediodía matarían al Adelantado. Los almagris as
mostraron furibundos; algunos indios proclamaron su pesar, be notó
movimiento por las calles y también caballos que coman. Hernando, que
hasta entonces había mostrado no temer a os Chile, consideró prudente
acuartelar a sus soldados. A muchos ellos los apostó en las calles que
conducían a la plaza y en la plaza misma situó un escuadrón. Cuando todas
estas precauciones aseguraron la tranquilidad, mandó que ajusticiaran al
Ade antado. Al momento se descorrieron los cerrojos, se abrieron los
candados y el verdugo entró a la celda. Llevaba un garrote en la mano. Un
fraile rezaba en voz alta; los demás estaban callados. Paso un tiempo
prudencial, se oyó un quejido. Cuando los curiosos penetraron en la celda,
hallaron al Adelantado muerto. Tema la nuca partida y el único ojo de la
cara horriblemente abierto. . . Hernando dio orden de llevarlo al centro de la
plaza; el cuerpo fue sacado en un repostero y depositado junto al ro o. Al
tiempo que se llegó allí voceaba el pregonero: “Esta es la justicia que
manda hacer Su Magestad y Hernando Pizarro en su nombre, a este hombre
por alborotador de estos reinos, e porque entró en la ciudad del Cuzco con
banderas tendidas, e se hizo recibir por fuerza prendiendo a las justicias, e
porque fue a la puente de Abancay e dio batalla al capitán Alonso de
Alvarado, e los prendió a él e a otros, e había hecho delitos e dado muertes.’
Apareció nuevamente el verdugo, quien degolló el cadáver. El pobre
Almagro “no tuvo quien pusiese un paño en su degolladero” para recoger la
sangre de su cuello cortado. La cabeza cercenada se colgó en la picota.
Luego el verdugo, acogiéndose a una antiquísima costumbre, comenzó a
desvestir el cadáver para apropiarse de la ropa; algunas personas se lo
impidieron, prometiendo pagarle el valor de la misma. Estando el cuerpo
semidesnudo y a punto de volverse a vestir, subió corriendo Alonso de Toro
y comenzó a hacer ciertas pesquisas deshonestas. Concluyó que Almagro no
era un relajado, pero malignamente se lo calló. El decapitado cuerpo estuvo
en la plaza toda aquella tarde, sin que amigos ni enemigos hicieran por
retirarlo. Caída la noche 240
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
"vino un negro que había sido esclavo del pobre difunto y trajo una triste
sábana... y envolviéndolo en ella con ayuda de algunos indios que habían
sido criados de Don Diego, lo llevaron” a la casa del sevillano Hernán
Ponce de León, donde le pusieron una mortaja. Posiblemente por mediación
de los clérigos consiguieron que se devolviera a ese cuerpo su cabeza. El
cráneo se colocó a los pies del cadáver, señal de que el difunto había sido
decapitado. Hecho esto lo llevaron a enterrar a la iglesia de La Merced,
donde los frailes mercedarios le dieron una sepultura de limosna. 241
PIZARRO.16
XIV. EL VIEJO MARQUES EL MARQUESADO Sabedor
Francisco Pizarro de la derrota de Almagro en las Salinas, “recibió muy
grande alegría con saber nuevas tan buenas y deseoso de acudir al lado de
sus hermanos, partió de Lima Para el Cusco “publicando que lo hacía para
dar la vida al Adelantado". Con su comitiva pasó por Jauja— donde los
huancas le hicieron un gran recibimiento-siguiendo a Parcos y a Vilcas
Estando por cruzar el río Abancay, en el mismo puente donde Almagro
derrotara a Alonso de Alvarado, “le llegó un mensajero de Heinado Pizarro
con cartas e nueva de la muerte que había dado a Adelantado". Don
Francisco, “cuando vido las cartas e le dijeron lo que había pasado... estovo
gran pieza los ojos bajos, mirando al suelo, e que mostró recibir pena,
porque luego vertió algunas lágrimas”. Dispuesto a informarse
personalmente de lo sucedido, montó a caballo y ordenando seguir al
Cusco, entro a la capital incaica seis días después. Lo salieron a recibir los
Regidores y vecinos, saludándolo con “palabras adulosas, dando por ellas a
enteder que había sido bien hecho haber dado la batalla al Adelantado e
quitádole la vida"... El Gobernador no les hizo mayor caso, mostrándose
taciturno y poco afecto a conversar. De allí a pocos días entró a la ciudad
Hernando Pizarro, que 242
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
había ido al Collao a pedir oro a los curacas. Las crónicas no relatan la
entrevista, pero todo parece indicar que el Gobernador estaba de mal talante
y que la llegada de su hermano lo puso peor. A partir de entonces lo vieron
irritarse por cualquier motivo y por cosas que antes jamás lo habían
molestado. Consta, por ejemplo, que trató muy mal a los indios, hombres
que hasta poco antes habían sido su mayor preocupación. Por eso, cuando
los naturales acudieron pidiéndole castigo para los españoles que les
robaban sus ganados, el Gobernador se puso iracundo y tildó a los
agraviados de mentirosos. Esto sucedió no una, sino varias veces con los
quechuas quejosos y siempre "diciéndoles que mentían los echaba de sí". Al
lado del desasosiego y falta de paciencia con los indios, se mostró también
intolerante con los almagristas derrotados. Ello se probó cuando Diego de
Alvarado — el albacea del Adelantado — le pidió que le entregase la
Gobernación de Nueva Toledo, sin el Cusco, por corresponderle suceder en
ella a Diego de Almagro, el Mozo: Pizarro volvió a encenderse en ira y
gritando feamente a Diego de Alvarado, le llegó a decir "que su
gobernación no tenía término, e que llegaba hasta Flandes; e así no quiso
desembarazar la provincia de Nueva Toledo, e dio a entender que codicia e
no justicia había sido la causa de la guerra pasada...” Tales reacciones
evidenciaban que el Gobernador estaba harto de algo, pues no coincidían
con las de un hombre satisfecho. En don Francisco se albergaba un mal
recuerdo, una preocupación; acaso lo roía el remordimiento por no haberse
apresurado a impedir la muerte de su socio. Se diría que estaba atravesando
una etapa aflictiva que lejos de desembocar en situaciones de reparación y
de equilibrio, sólo perseguían olvidar el pasado, acallar las voces que
alteraban su conciencia. En el fondo, apetecía distraerse en algo nuevo, que
lo absorbiera por completo. Quería ser nuevamente Francisco Pizarro, el
soldado de antes, el conquistador de siempre... La solución surgió sola:
Manco Inca había vuelto a sus incursiones militares. Ahora el monarca
indio no tenía a su lado grandes tropas, pero con su reducido ejército
incendiaba pueblos, asaltaba caravanas de mercaderes, mataba viajeros y
robaba esclavos. Ello sirvió para que el Gobernador olvidara un poco a los
de Chile, llevándolo a llamar al Factor Suárez de Carbajal 243
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU para nombrarlo
su capitán y encomendarle un ejército de represalía contra el Inca. La tropa
salió del Cusco y pasó el rio Apunmac entro a Vilcas y siguió a Oripa.
Estando en estas sierras frígidas, Suarez d Carbaial envió a un capitán
Villadiego y treinta peones con peregrina orden de infiltrarse y prender al
Inca. Villadiego era bisoño, es decir, nuevo en la tierra, y desconocía las
«—des guerreras de los quechuas. Por ello cayo en una ce a y treinta
hombres escaparon sólo seis, muriendo el y los demas la matanza. Al
Gobernador, que estaba en el Cusco, le pese > ™ ‘ ' cho lo ocurrido y sin
responder la carta a Suarez de Carbajal juntó setenta soldados y partió con
ellos haca Or.pa Planeo la forma en que se debería llevar esa guerra contra
el Inca, empezando por dividir a su tropa en tres capitanías; pero, están o así
ordenados los cristianos, el Inca no apareció y la guerra quedó
interrumpida. _ , , En los largos meses de calma que siguieron, el
Gobernador comenzó a inspeccionar la comarca huamanguma habitada por
los indios pocras. Alguna vez detuvo su caballo junto a la pampa de la
Quinua, en el lugar llamado Huamanguilla, y converso con su capellán
García Díaz y el Factor Carbajal sobre la posibilidad de fundar allí una
ciudad que sirviera de freno al Inca y de refugio a los que viajaran entre el
Cusco y Lima. Ambos asintieron al proyecto y, el 9 de enero de 1539, el
Gobernador Pizarro fundo la ciudad de San Juan de la Frontera, dejando en
ella veinticuatro vecinos y cuarenta moradores, todos bajo las órdenes de
Francisco de Cárdenas, su Teniente de Gobernador. Hecha esta fundación y
apagada la guerra, Pizarro volvio al Cusco. Allí lo sorprendió la Corona con
un título de Marqués que llevaba adjunto un privilegio para tener dieciséis
mil vasallos indios. Hernán Cortés había sido premiado con el marquesado
del Valle de Oaxaca, no quería la Corona pagar con menos a Pizarro y ahora
le enviaba el título incompleto para que él buscara y eligiera el lugar en que
se debería asentar su marquesado. Por el momento, Pizarro no hizo mayor
caso a la merced, pero posteriormente eligiría la provincia de los Atabillos,
por sentirse demasiado viejo y querer tener el marquesado cerca a Lima. El
nuevo Marqués siguió obsesionado por las fundaciones y entendiendo que
en las Charcas estaban Peranzúrez y Diego de Rojas, les encargó la
fundación de la Villa de la Plata, mandato 244
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR que
ambos capitanes acataron, fundando en el valle de Chuquisaca una ciudad
que ha perdurado hasta hoy. Siempre desde el Cusco, Pizarro pasó el resto
del tiempo enviando cartas a Manco Inca, invitándolo a salir de paz y a
rendirle vasallaje al Emperador; pero el Inca no era amigo de acatamientos
y quería morir como habían muerto sus abuelos. Por eso no se dignaba
contestar al barbudo Apo extremeño sus insinuaciones para que saliera a ser
vasallo del Gran Apo de Castilla Fracasado en su propósito, el Gobernador
recurrió nuevamente a la fuerza de las armas enviando a su hermano
Gonzalo contra el Inca, con el fin de traerlo prisionero. A estas alturas,
habiendo terminado sus informaciones y probanzas, Hernando Pizarro
decidió viajar a España. Afirmaba que lo hacía para lleverle más oro al
Emperador, pero todos comentaban que marchaba a explicarle los motivos
que lo movieron a matar al Adelantado. Don Francisco sufrió, con el
anuncio de este viaje, lo que bien se podría llamar un retroceso en la
acentuación de sus recuerdos y volvió a despertarse en él esa ira dormida
que ya había superado. Tuvo serias discusiones con Hernando, que se
convirtieron en verdaderos pleitos que llevaron a temer por la unidad de los
Pizarro; no obstante, se amistaron achacando ser hijos del mismo padre y
Hernando pudo partir. "E ya que Hernando Pizarro se quería partir dijo al
Marqués que mirase por su persona, e anduviese siempre acompañado de
manera que los de Chile no le pudiesen hacer algún mal, e aún por atirar
inconvenientes le parecía que debería de enviar al mozo D. Diego a España,
e apartarlo de la congregación e amistad de los aquel bando, porque
ciertamente él iba con temor de que aún no había de estar bien ausente del
reino, cuando luego habían de hacer dél cabeza para ocupar el reino y a él
quitarle la vida; y el Marqués le respondió que siguiese su camino e se
dejase de aquellos dichos. Hernando Pizarro le tornó a amonestar que
mirase por sí e no consintiese que anduviesen juntos diez de los de Chile,
porque luego habían de tratar de le matar; a todo lo cual el Gobernador le
respondió que las cabezas de ellos guardarían la suya. Hernando Pizarro,
vista la intención del Marqués, no habló más sobre aquello, e despidiéndose
dél y de los caballeros e vecinos del Cuzco, se partió para la Ciudad de los
Reyes". 245
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU LA VISITA AL
COLLAO El Marqués quedó un tiempo en el Cusco, esperando mas
noticias sobre cierto Juez del Rey que venía a investigar la muerte del
Adelantado; pero no habiendo nuevas sobre el misterioso magistrado,
determinó conocer la gran laguna del Collao y partió, dejando por su
Teniente en el Cusco al licenciado Antonio de la Gama. El Gobernador pasó
por Urcos, Checacupe, Tinta y Ayaviri, continuando por esta ruta hasta el
gran lago sagrado de los Incas. La visión lacustre debió de enmudecer a
Pizarro: allí, en esas aguas con oleaje, estaba el principio del Imperio que él
llegó a destruir; allí, en las islas del interior, estaba la de Titicaca, donde el
dios Huiracocha empezó la creación de las Cuatro Partes del Mundo...
Orillando el lago por Poniente llegó hasta el curacazgo colla de Chuchuito.
El Marqués seguramente se sorprendería con los muchos señores que en
literas y con gran séquito salieron a recibirlo. Eran collas de cabezas
deformadas y enormes, que las cubrían con unos bonetes de lana colorada;
los encasquetaban con tal precisión y eran estos bonetes tan iguales en
tamaño, que parecían hechas las cabezas para los bonetes y no los bonetes
para las cabezas. Había muchos ganados de auquénidos y poblaciones de
piedra con techos de paja. Alrededor de las casas, los indios tenían sus
sementeras; ellos usaban vestidos de lana, ellas caperuzas muy gruesas;
unos y otras andaban muy abrigados para defenderse del frío. Al lado de
estos collas agricultores, sobre unas islas flotantes tejidas a mano con totora
de los totorales, vivían los indios uros, pescadores orgullosos, que negaban
su calidad humana por creerse algo mejor: ¡ellos eran uros, los demás eran
los hombres! Don Francisco — nos lo imaginamos arropado y viejo en la
orilla fangosa— vería el lago tan grande que lo creería resto del Diluvio
Universal... Estando aquí en Chucuito, distraído en estas observaciones,
llegó una carta desde el Cusco escrita por Hernando de Bachicao
informándolo “que mirase por su persona, porque los de Chile le habían de
matar, y así se publicaba en la ciudad”. El Marqués "hizo burla de ella" y
ordenó seguir el viaje. Con miras a conocer las Charcas pasó entonces por
Juli, Pomata, Zepita y otros ricos pueblos; en el Desaguadero usó el puente
flotante construido por los Incas; en Tiahuanaco debió admirar 246
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR los
enormes edificios; y en Huaqui, alojarse en pétreos aposentos. Se apartó
luego del lago sagrado que surcaban los naturales en sus barcas de totora,
siguiendo hacia las Charcas. Pionto llegó al valle de Chuquiavo — donde
una década después se asentaría la Ciudad de Nuestra Señora de la Paz — ,
lugar donde permaneció sesenta días descansando. Aquí acudieron a besarle
la mano los vecinos de La Plata, la villa erigida por su orden en el valle de
Chuquisaca y que no quiso visitar por ser tierra muy alta y fría. El
Gobernador estaba muy restablecido; había olvidado casi por completo las
iras sufridas en el Cusco; ahora atendía solícitamente a los vecinos de La
Plata "e les encargaba el buen tratamiento de los naturales”. Todos estaban
de acuerdo en que don Francisco había vuelto a ser el mismo de antes.
Después de permanecer tres meses en las Charcas y de visitar varios de sus
más templados lugares, el Gobernador decidió bajar hacia la costa. Estaba
convencido que La Plata quedaba muy lejos del mar y quería fundar una
ciudad en Arequipa. Por ello inició la ruta de retorno, bordeando el lago
hasta regresar a Chucuito y continuando hacia la costa del mar. Mas,
estando ya cerca del Misti, en plena tierra de Arequipa, noticias del Cusco
lo informaron que Manco Inca hablaba de paz y daba muestras de querer
dar vasallaje al Emperador. Contento, entusiasmado, el Marqués dio media
vuelta y emprendió el camino del Cusco. En el primer alto hizo a su
secretario sacar papel y tinta, para comisionar a un paisano suyo una
delicada misión: de este modo Garcí Manuel de Carbajal, natural de Trujillo
de Extremadura, partió con ciertos hombres a fundar la Villa Hermosa de
Arequipa. Aguijando caballo y deteniéndose poco, el Gobernador llegó al
Cusco y siguió al valle de Yucay, desde donde envió a Manco una jaca muy
briosa y ropas de seda; sin embargo, el Inca— que sólo pretendía distraer al
Gobernador — mató a sus dos mensajeros y se quedó con los obsequios. El
Marqués quiso demostrar a Manco que no quedarían impunes estas muertes,
y haciendo traer a la esposa del Inca, que estaba prisionera, ordenó matarla
como señal de represalia. Decepcionado y con el ceño fruncido, don
Francisco retornó al Cusco. Al no hallar en este lugar nuevas noticias sobre
el Juez que venía a juzgar a los Pizarros, y deseoso de tenerlas, determinó
irse a San Juan de la Frontera para después bajar a la ciudad de Lima. 247
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU LOS
ULTIMOS DIAS En la Ciudad de los Reyes tampoco encontró las
novedades que buscaba, sino otras de distinto género que algún problema le
habrían de traer: un desasosiego general aquejaba a los vecinos por causa de
las encomiendas; decían que era tiempo que los primeros repartimientos se
trocaran por otros definitivos, que era urgente realizar el repartimiento
general de todos los indios de la tierra. El Marqués consultó el caso con fray
Vicente de Valverde — ya nombrado Obispo del Cusco— y éste no se
mostró contrario a la idea. Entonces el Gobernador llamó a su secretario
Picado y con las listas de conquistadores en la mano, inició el reparto de
encomiendas. Ulteriormente las confirmaría la Corona a sus poseedores; lo
que importaba ahora era premiar a los primeros conquistadores del Perú,
pensaba Pizarro. A ninguno obsequió un solo palmo de tierra, pero a todos
dio indios tributarios, como vasallos pecheros y no como esclavos, pues en
eso se basaba la encomienda. Seguidamente, para distraer a los almagristas
y quitarles el disgusto por no haberles dado encomiendas, el Marqués envió
a Gómez de Alvarado — el hermano del Adelantado don Pedro a fundar la
Ciudad del León de Huánuco, en las inmediaciones del río Huallaga,
también llamado de los Motilones. La fundación se desarrolló con éxito,
viniendo en breve nuevas sobre el nombramiento de Diego de Carbajal y
Rodrigo Núñez de Prado (el Maestre de Cajamarca) como los primeros
Alcaldes. Con todo esto — el reparto de encomiendas y la fundación de
Huánuco — se había logrado dar tranquilidad a Lima; mas por aquellos días
recibió Pizarro una carta cifrada del Factor Suárez de Carbajal,
advirtiéndole que se cuidase, porque había comprobado que los almagristas,
en grupos de dos y tres, se dirigían a Lima... A pesar de que los de su casa
lo instaron a cuidarse, el Marqués "no hizo nengún mudamiento, ni puso en
su persona nenguna guarda”. Cabe explicar, que los de Chile estaban en la
última miseria. Los doce principales sólo tenían una capa y cuando uno de
ellos salía a la calle, los demás debían quedarse en casa. Esta quedaba junto
a la iglesia mayor, en la calle que después se llamó de los Judíos. En las
forzosas tertulias de once asistentes surgiría más de un plan, porque los
indignados almagristas sólo apetecían aca248
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR bar
con los Pizarro: Hernando estaba en España y Gonzalo en Quito; el único a
la mano era el Marqués Gobernador. Contra éste, a la sazón, estaban muy
dolidos, porque ciertas chacras en Collique que dejó el difunto Domingo de
la Presa a Almagro el Mozo para que tuviera que comer, las había
confiscado el Gobernador para darlas a su medio hermano Francisco Martín
de Alcántara. ¡El Marqués quería matar de hambre a los de Chile, pero los
de Chile lo iban a matar él! Es por todo lo explicado que cuando por otro
navio se supo en Lima que Vaca de Castro, el Juez nombrado, había salido
de Panamá, los almagristas no quisieron ocultar su regocijo. Sin embargo,
Antonio Picado, el torpe secretario del Marqués, deseó amargarles el placer
por medio de una burla y, aprovechando una cabalgada la noche anterior a
la fiesta de San Juan, subió a la grupa de su caballo a un loco llamado Juan
de Lepe, encargándole que hiciese chocarrerías y lanzara chirigotas contra
los de Chile. En efecto, el insano dio en hacerse el ocurrente y a poco de
montado conmenzó a gritar; mas sus voces hicieron poca gracia el
Secretario Picado, pues el loco decía a manera de profético estribillo
fúnebre: “Esta es la justicia que manda a hacer a este hombre...” Los
almagristas rompieron a reír y lo tomaron a buen augurio. Parece que el
viernes 24 de junio de 1541, fiesta de San Juan Bautista, los indios del
tiánguez murmuraban que los almagristas estaban comprando armas para
matar al Gobernador. La noticia llegó a Pizarro, quien— tratando de
averiguar la verdad— mandó llamar a Juan de Rada, principal valedor de
Almagro el Mozo. Rada halló al Marqués en el huerto de su casa,
contemplando sus naranjos. El Gobernador sintió que entraba alguien y
volviendo la cabeza dijo: “¿Quién sois? Respondióle Juan de Herrada que
tal le veía que no le conocía, que el era Juan de Herrada . El Marqués le
dijo: ¿Qué es esto, Juan de Herrada, que me dicen que andais comprando
armas, aderezando cotas, todo para efecto de darme la muerte? Juan de
Herrada le respondió: Verdad es, señor, que yo he comprado dos pares de
coracinas e una cota, para defender con ello mi persona. El Marqués dijo:
¿Qué causa os mueve agora a buscar armas más que otro tiempo? Juan de
Herrada tornó a responder e dijo: Porque nos dicen y es público que vuestra
Señoría recoge lanzas para matarnos a todos, y diciendo esto dijo más: ¡Ea!,
pues, acabemos ya, y vuestra Señoría 249
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU haga de
nosotros lo que fuere servido, pues que habiendo empezado por la cabeza,
no sé yo por qué se tiene respeto a los pies; y asimesmo dicen que vuestra
Señoría ha mandado matar al Juez, y si piensa matar a los de Chile no lo
haga; destierre en un navio a D. Diego, pues es inocente y no tiene culpa,
que yo me iré con él adonde la ventura nos quisiere echar. El Marques, con
rostro airado, dijo: ¿Quién os ha hecho entender tan gran malda o traición
como es esa?, porque nunca yo lo pensé; y el Juez mas deseo yo de verlo
acá que no vos, y Diego de Mora me ha escrito cómo arribó al río de San
Juan, e así me lo han dicho los maestres que han venido e por no querer él
embarcarse en mi galeón, no está aquí; e en lo de las armas que decís que
aderezo, el otro día salí a caza e no vide en cuantos íbamos una lanza, e
mandé a mis criados que mercasen una y ellos mercaron cuatro. Plega a
Dios, Juan de Herrada, que venga el Juez, e Dios ayude a la verdad y estas
cosas hayan fin”. Prosigue la crónica que "Juan de Herrada, en alguna
manera se había ablandado su corazón en oir lo que el Marqués le había
dicho, e le respondió: Por Dios, señor, que me han hecho empeñarme en
quinientos pesos y más, que por mercar armas he gastado, y ansí ando
armado con una cota, porque si alguno viniese a matarme me pueda
defender. El Marqués, mostrando más amor, le dijo: No plega a Dios que yo
haga tan gran crueldad. Juan de Herrada se quitó la gorra e se quiso ir, e ya
que se iba, estaba allí un loco que se llamaba Valdesillo, y díjole al
Marqués: ¿Cómo no le das de esas naranjas a Juan de Herrada? Y el
Marqués le respondió: Por Dios que dices bien, e yo no miraba en tanto. Y
entonces el mesmo Marqués cortó con su mano media docena de naranjas
del árbol, que eran las primeras que se daban en aquella tierra, e dióselas a
Juan de Herrada; el cual luego se fue a su posada..." No obstante, Juan de
Rada tenía sombra de traidor y apenas se despidió del Marqués, se reunión
con Almagro el Mozo, “los caballeros de la capa”, y otros influyentes
almagristas para decirles que Pizarro los quería matar a todos, amparándose
en que el Juez venía ya sobornado. Los de Chile se indignaron con lo que
Rada les dijo y juraron matar al Marqués para adelantarse a sus propósitos
y, de paso, vengar al Adelantado. Con esta idea trazaron su plan asesino,
señalando la mañana del domingo 26 de junio, a hora de misa mayor. 250
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR A
pesar del gran secreto que se exigió a los conjurados, Francisco de Herencia
lo contó en confesión a un clérigo llamado Alonso de Henao — el mismo
que andando los años mataría Lope de Aguirre en la jornada de los
Marañones — encargándole que lo comunicara al Marqués. El clérigo se
acercó embozado a la casa de Antonio Picado, el secretario del Gobernador,
la noche del sábado 25. Picado entendió la gravedad de la noticia y llevó a
Henao a casa del doctor Juan Blásquez, Teniente de la gobernación. Este
hizo poco caso al informe, ocasionando con ello las protestas de Picado.
Blásquez, tratando de tranquilizarlo le contestó que no temiese, "que
mientras estuviese en sus manos la vara de justicia, que durmiese
descuidadamente, y sin pensar que nenguno se movería a hacer cosa que sea
en su deservicio”. El Marqués, mientras tanto, había salido de su morada
para cenar en la de su hermano Francisco Martín. A mitad de la comida fue
sorprendido por Antonio Picado, que venía con "la color demudada”,
trayendo consigo a un embozado "que no quiso mostrarse por no ser
conocido”. El Marqués le preguntó lo que ocurría; Picado se acercó a la
mesa y le respondió estuviese tranquilo, nada malo había pasado, y que ese
hombre era el cura Henao que venía disfrazado para darle una noticia.
Pizarro se volvió al embozado pidiéndole la novedad; el clérigo, temeroso y
balbuciente, dijo “que le venía a avisar de cómo los de Chile le querían
matar...” El Marqués se encogió de hombros, afirmando que tales versiones,
sin duda, serían dichos de indios, o fantasías de españoles que pretendían un
caballo de regalo por la advertencia; pero luego se detuvo algo en medio del
comedor y "se volvió a la mesa pensativo, y no comió más, y sin pasar
mucho tiempo se fue a su casa”. Una vez en su morada mandó llamar a
Picado y al Teniente doctor Blásquez. Cotejadas las opiniones accedió el
Marques— aunque "con mucha tibieza” — que al día siguiente, domingo
por la tarde fueran presos los de Chile. La misión la tomó a su cargo el
fanfarrón doctor Blásquez, quien al salir para efectuar los preparativos
recordó a don Francisco "que mientras él tuviese la vara en la mano, que
estoviese seguro de no recibir nengún enojo ni deservicio". Hecho esto, a
todos pareció prudente que el Marqués no saliera a oir misa, recomendando
que algún clérigo se la dijera en el oratorio de su casa. Sería hora de
medianoche y Lima dormía. Oscura en sus calles 251
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU y con cielo
muy nublado, la ciudad vivió una noche mas de invierno y de frío. No
obstante, los juerguistas y bebedores la pasaron en gran fiesta dentro de las
tabernas. Ruido de dados pesados y carcajadas de mujeres livianas,
entrechocar de vasos con vino y alguna maldición de perdedor en el juego;
eso fue lo que se oyó... Cuando se acabó la juerga y los alegres soldados
volvían a sus posadas, las nubes se desgarraron en el negro cielo dejando
ver una luna llena muy grande "e dende a un poco se encendió y declinó su
color, a rubia sangre la mitad de ella, y la otra mitad negra, y mostraba
lanzar de sí unas esponjas, todo de color de sangre..." Los trasnochadores
miraron al cielo y concluyeron asustados "que habia de suceder en el reino
alguna cosa notable . LA FECHA FUNESTA Y amaneció el domingo 26 de
junio de 1541, festividad de san Pelayo, mártir. Fue un alborear muy
lluvioso; las campanadas del alba tuvieron que rasgar la niebla para llegar a
los vecinos. Alguno saltó del lecho y, habiéndose enterado de algo durante
la noche, corrió a casa del Marqués a informarlo que se guardase de los de
Chile”. Posteriormente, se abrieron las puertas y salieron a misa los
vecinos. Sin embargo, al Marqués Gobernador no se le vio en ningún
templo. Se rumoreó que estaba enfermo, pero —se decía— no lo estaría
tanto como para no acudir a misa. En el atrio de la iglesia mayor hubo
grupos de soldados que, refiriéndose al Marqués, "decían que en aquel
mesmo domingo le habían de matar..." Así corrieron las horas y viendo que
Pizarro no salía para asistir al servicio que acostumbraba en la iglesia, los
de Chile enviaron a preguntar el motivo. Se averiguó con esto que el
Marqués estaba enfermo y que buscaba un clérigo que le fuese a decir la
misa en su casa. Pronto se ofreció un tonsurado vizcaíno, deslizándose tras
él un par de espías almagristas. Estos notaron que se maliciaba el asesinato
y volvieron con el parecer de postergarlo a otro día. La mañana siguió
lluviosa; toda ella fue plomiza. Terminada la misa mayor, los vecinos
salieron del templo y se quedaron comentando en la plaza: unos miraban a
la casa del Gobernador, otros volvían la cabeza hacia la casa del costado de
la iglesia. 252
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
Serían las once de la mañana cuando, ya oída la misa, el Marqués invitó a
sentarse a su mesa a su antiguo capellán Garcí-Díaz — que a la sazón había
designado primer Obispo de Quito — , a Francisco Martín de Alcántara, al
capitán Francisco de Chávez, al doctor Juan Blásquez y a otras quince
personas, todos soldados veteranos. Más de veinte criados atendían la mesa;
había gran movimiento y humos apetitosos subían de la cocina. Todos
charlaban muy descuidados, luciendo sus galas dominicales. El Marqués,
barbiblanco y venerable, no se sabe si hablaría; vestía una ropa larga de
grana y hacía los honores a sus invitados. Estando todos reunidos — no está
claro si fue en este momento o después de la comida — entró corriendo un
paje apellidado Tordoya, el cual daba voces tratando de alertar a los
invitados: ‘ ¡Arma, arma, que todos los de Chile vienen a matar al Marqués,
mi señor!”, y dirigiéndose a éste le dijo: “¡Señor, los de Chile viene a matar
a Vuestra Señoría!” Don Francisco se puso de pie y, seguido de su hermano
y el Obispo, bajó hasta el descanso de la escalera, tratando de averiguar lo
que pasaba. No vio nada, pese a que todos percibieion unas voces en el
patio que repetían a manera de estribillo. !Viva el Rey, mueran tiranos!” El
Marqués volvió al comedor para ordenar que le alcanzaran sus armas, pero
todos los servidores habían desaparecido junto con los invitados: unos se
habían descolgado a la huerta siguiendo al doctor Blásquez, que lo hizo con
la vara entre los dientes—, otros estaban debajo de las camas y adentro de
los aparadores. No se desanimó Pizarro con la fuga y penetrando a su
alcoba con Francisco Martín de Alcántara y don Gómez de Luna—
comensal que se quedó a su lado — hizo que sus pajes Toidoya y Vargas le
vistieran un par de coracinas, mientras los dos primeros se armaban. En esto
se oyó una gritería y subieron corriendo, presentándose asustados en el
comedor varios pizarristas que huían del patio. Eran Francisco de Chávez,
Pero López de Cazalla, Diego Ortiz de Guzmán, Juan Ortiz de Zárate y
Bartolomé de Vergara, todos hombres que habían fugado del comedor.
Subieron tan llenos de miedo que llegados ante la mesa no supieron qué
hacer. El Marqués se asomó al comedor sin acabarse de armar y viéndolos
tan espantados, mandó a Francisco de Chávez: “Señor Chaves cerrad esa
puerta y guardádmela mientras me armo." Chávez obedeció y fue asegurada
la puerta que conducía a la escalera. Mientras sucedía esto, los de Chile
entraban al patio con sus 253
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU espadas
desenvainadas. Al frente de los asesmos vema Juan de Rada, diciendo a
voces: "¡Oh, día dichoso y de grande felicidad, y cómo todos han de
conocer que Almagro fue digno de tener tales amigos, pues tan bien
supieron vengar su muerte en e cruel tirano que fue causa de ello!" Pero
vencida la escalera, al terminar de decir la última palabra, Rada y sus
seguidores hallaron cerrada la puerta que conducía al comedor del Marqués,
y los asesinos se vieron obligados a detenerse. De haber seguido clausurada,
los de adentro hubieran tenido tiempo de recibir refuerzos, pero Francisco
de Chávez— hombre que confiaba en su amistad con los de Chile— mandó
abrirla, contra la opinión de todos, y salió. Se asegura que lo hizo porque
sabía que el Marques “le dejaba por Gobernador en un testamento que había
hecho". La verdad es que, una vez afuera, traspuesto el umbral, se topó con
Juan de Rada y sus secuaces. Al verlos a todos con las caras inyectadas de
venganza, no se le ocurrió nada mejor que hablarles en términos pacíficos y
haciéndose el sorprendido: “¡Señores— les dijo— ¿qué es esto? no se
entienda conmigo el enojo que traéis con el Marqués, pues yo siempre fui
amigo!” No pudo seguir con su desatinada reconvención, porque una
estocada lo derribó en el suelo haciéndolo rodar toda la escalera, hasta el
patio. Hecho esto, los almagristas abrieron del todo la puerta del comedor y
penetraron en tropel interrogando, al toparse con la abandonada mesa:
"¿Qué es del tirano? ¿Dónde está?” Desconcertados, indagantes, se
dirigieron a las habitaciones del Marqués con intención de matarlo en la
cama, si de verdad estaba enfermo; mas les salió al encuentro y defendió la
puerta Francisco Martín de Alcántara, quien con su robusto brazo de
labrador esgrimía una espada de acero. Los de Chile se frenaron; sin
embargo, descubriendo detrás de Alcántara al Marqués que se estaba
terminando de abrochar las coracinas, se arremolinaron en la puerta y
trataron de tomarla, al tiempo que gritaban: “ ¡Muera el tirano, que se nos
pasa el tiempo y podría ser que le viniese favor!” El Marqués apartó a sus
pajes _ que no lograban terminar de abrocharle las coracinas — y sacando
su espada de la vaina, le dijo, como si presintiese su fin: "Veni acá, vos, mi
buena espada, compañera de mis trabajos". Empuñada el arma, el viejo se
sintió fuerte y con bríos de indignación acudió a la puerta a ponerse codo a
codo con su hermano y defenderla juntos de los de Chile. Cuentan que al ir
a secundarlo le gri254
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR tó:
"¡A ellos, hermano, que nosotros nos bastamos para estos traidores!” “¡A
ellos, hermano, mueran, que traidores son!” La lucha se entabló sin niguna
ventaja para los de Chile. El Marqués, mientras luchaba, increpaba a sus
enemigos duramente: “¿Qué desvergüenza tan grande ha sido ésta? ¿Por
qué me queréis matar?”; los almagristas, no atinando a responderle,
gritaban solamente: "¡Traidor!” El bravo viejo se defendía como un león.
Hasta Gomara nos dice que luchaba “esgrimiendo la espada con tal
destreza, que ninguno se acercaba, por valiente que fuese". Había tomado el
primer puesto en la pelea y tanto era su brío que no había adversario que se
atreviera a propasar la puerta. En eso cayó Francisco Martín con una
estocada en el pecho, también los dos pajes y Gómez de Luna. Solo se puso
entonces a de fender el umbral. Solo con su valor, para Vergüenza de sus
atacantes, que ni siquiera así pudieron hacerlo retroceder y desesperados
pedían lanzas para matarlo de lejos. No se retrajo por ello el Marqués, antes
bien, pretendiendo desanimar a sus adversarios, siguió combatiendo con
más intensidad que antes. Tan animoso se mostró, que Juan de Rada
entendió que así no lo vencerían nunca y recurriendo a un ardid traicionero,
tomó a uno de los suyos apellidado Narváez y lo empujó hacia Pizarro; el
Marqués lo emparó con la espada, pero el peso del cuerpo lo hizo
retroceder, aprovechando entonces los de Chile para penetrar el umbral a la
carrera y rodearlo. Pizarro continuó la lucha; esta ya no era ofensiva, sino
defensiva. Era la contienda del ágüila contra los cuervos hambrientos; era el
arrojo que se defendía de la cobardía y la traición. Se hizo un anillo de
atacantes en torno al Gobernador: el anillo giró con frenesí de odio, luego
se cerró con intención de muerte. Cuando se volvió a abrir para contemplar
su obra, el Marqués estaba lleno de heridas y apoyado en el suelo; la mayor
de ellas la había causado una estocada en la garganta. Pizarro, caído sobre
el brazo izquierdo, tenía el codo lastimado; sus ropas estaban manchadas de
sangre, ésta le manaba a borbotones. El viejo león, “sin mostrar flaqueza ni
falta de ánimo” trató de levantarse para seguir luchando. El Marqués,
todavía consciente, se desplomó sobre el piso ensangrentado. Sintiendo las
ansias de la muerte, se llevó la mano diestra a la garganta y mojando sus
dedos en la sangre hizo la cruz con ellos, luego balbuceó el nombre de
Cristo e inclinó la cabeza para darle un beso a la cruz... Entonces uno de los
255
J. ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de Chile quiso
ultimarlo y tomando un cántaro de Guadalajara, se lo quebró en el rostro. El
Marqués se desplomó pesadamente quedando quieto en el suelo. Y mientras
los asesinos salían gritando: "¡Viva el Rey, muerto es el tirano!” y los
rezagados bajaban fatigados la escalera comentando: "¡cómo era valiente
ombie el marqués!”, arriba— con el rostro hundido en su sangre guerreyzx
— yacía el Conquistador del Perú. Una hora después, Lorenzo Hernández
de Trujillo y una mujer llamada la Cermeña acomodaron al cadáver en su
cama. Están o ya el cuerpo acostado irrumpió en la habitación Martin arn o
con varios almagristas y, so color de llevarlo ante Almagro el Mozo —pues
su verdadera intención era exponerlo en la picota— el cuerpo fue arrastrado
escaleras abajo y llevado hasta el patio. Los ruegos del Obispo de Quito y
de otras personas impidieron que el cadáver se sacara a la plaza. En seguida
Juan de Barbarán— antiguo soldado del Gobernador— subió el cuerpo por
la escalera y lo devolvió a la cama, vistiéndolo con el hábito de Santiago,
cruzándole en los hombros un grueso tahalí de cuero y poniéndole en el
pecho un bracamarte. A continuación le calzó una espuela de acicate; la otra
se la puso el conquistador Martín Pizarro, deudo y soldado del Marqués.
Doña María de Lezcano, la mujer de Barbarán, corrió con los aprestos del
entierro. El cadáver fue velado en secreto toda aquella tarde, y por la noche,
aprovechándose las tinieblas, descolgado en una manta a la huerta y llevado
a enterrar. Junto a la iglesia mayor, en el muro de la nave del Evangelio y en
un sitio que después se llamó el Patio de los Naranjos, estaba ya la fosa
abierta. Barbarán, Martín Pizarro y Baltasar de Torreglosa guiaron hasta ella
a los indios y negros que en la manta traían el cadáver del Marqués. Se le
depositó en el fondo del hoyo, siempre con el bracamarte entre las manos, y
se echaron unas paladas de cal, decidiéndose luego terminar de cubrir la
sepultura con tierra del mismo suelo. Un clérigo rezaría un responso y los
hombres estarían cabizbajos, la mujer sollozaría, silenciosos y asustados
mirarían los indios y los negros. A la pálida luz de las antorchas se fueron
sucediendo las paladas sobre el difunto Marqués. Después todos se
apartaron y el lugar quedó en silencio. No hubo flores ni epitafio. Sólo
tierra de un Perú mestizo que amortajaba su cuerpo... 256
E P I L O G O Muerto el personaje principal de una historia — es
decir, perdida su beligerancia para bien o para mal — debe hacerse el
recuento de su vida, con intención de valorar las consecuencias de su obra.
Esto es lo que pretendemos hacer ahora con Francisco Pizarro: acercarnos a
su persona, hasta un punto en que podamos apreciar sus virtudes y defectos;
también esos gestos que no eran ni lo uno ni lo otrC, pero que sólo se daban
en él. No vamos a hacer la pintura del monstruo, tampoco vamos a mostrar
un ángel; vamos, sencillamente, a hacer el retrato del hombre. Fue el
Marqués, según un testimonio de su época, “hombre alto, seco, de buen
rostro, la barba rala”. Esta descripción— la mejor y más exacta de cuantas
se conocen — se debe a Pedro Pizarro, su paje y pariente, que lo trató muy
de cerca. Ampliando el esbozo con intención de completar la semblanza
física del Conquistador, tendríamos que fue un hombre enjuto de carnes,
vale decir, antes delgado que grueso, siendo su estatura más que regular.
Fue lo que en ese tiempo se llamaba “hombre no membrudo pero recio",
motivo por el que López de Gomara lo pinta "robusto” y Agustín de Zárate
lo presenta incansable al lado de los mancebos. Esta fortaleza física alcanzó
a Pizarro gran seguridad personal y pocas preocupaciones por su cuerpo,
razón por la que Gomara 257 PIZARRO.— 17
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU añade en tono
de reproche, que “fue negligente en su salud y vida”.' Retornando al rostro
del Gobernador consta que aunque con poca barba, tenía un aspecto
venerable. Esto lo nada menos que un enemigo del Marqués-el P^o Alón o
Enríquez de Guzmán — cuando se inclino reveren e , ' ÍZo, varbiblanco que
a por nombre Piqarro”. Alonso Ennqu z y Pedro Pizarro ofrecen los
testimonios mas^ directos y Zárate jamás vieron al Marqués, pero fueron
testigos e Sobre la cara y el cuerpo del Fundador, no se puede añadir mas lo
nue estos cuatro han escrito. Penetrando más en el carácter de Pizarro, todo
lleva a pensar que fue un hombre muy rígido. Desde sus años mozos se sabe
que hablaba muy poco y también que, siendo ya Gobernado "denla por
costumbre de cuando algo le pedían decir siemp que no” sin ofrecer razones
que explicaran su negativa. En su vida daria-no en la guerra, donde era
"animoso’ -fue apagado y taciturno, amigo de la austeridad y enemigo de
que se publicaran sus buenas obras. No gustaba de la evocación, preocupa
dose, sin embargo, de lo futuro; las crónicas lo muestran conten o o muy
alegre en los días de victoria, mas nunca entregado al excesivo regocijo y
menos a la ruidosa hilaridad^ Fue austero en grado sumo, nota que
caracterizó su comer y beber, su vest y aparentar, así mismo sus relaciones
con mujeres. No era airoso m elegante; aborrecía las galas, el boato de las
ceremonias, los séquitos numerosos y las muestras de distinción. Nos lo
imaginamos desgarbado y con movimientos bruscos. Gomara lo llama
grosero , pero hoy esa palabra tiene otro significado; entonces equivalía a
“hombre de modales gruesos"; es decir, los típicos modales del soldado. En
lo que todos los cronistas concuerdan es en que Pizarro fue un valiente. Lo
dice Gomara al hacer el recuento de su vida; también Oviedo, cronistas
ambos nada afectos al Marqués. Mas el testimonio principal lo tenemos en
él mismo: los manglares, la Isla del Gallo, Cajamarca, el cerco de Lima y su
propia muerte confirman esta cualidad. Por eso sus hombres lo seguían, y
en el peor de los momentos — cuando todos maldecían su suerte y
renegaban de la soldadesca— no hubo quien le diera una puñalada. Una
frase del soldado Antón Cuadrado, refiere con descarnada franqueza el
respeto que todos sentían por el Capitán. El acatamiento trajo consigo la
admiración y la tropa terminó queriéndolo. 258
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR El
episodio de las roscas y las naranjas en el Primer Viaje, es muy
significativo; el que un soldado dolido lo llame "buen viejo" después de
Cajamarca, indica valoración. Así nació la creencia en "el buen capitán”;
más tarde surgiría otra en torno al "buen amo”. Esta se evidenció cuando, a
riesgo de su vida, se arrojó Pizarro a un río caudaloso para salvar a un indio
servidor suyo. Al reprenderle algunos esta osadía, les respondió “que no
sabían ellos qué cosa era querer bien un criado”. A pesar de ser soldado y
tener el corazón endurecido, no escapó a ser sensible en ciertas
oportunidades. Sabemos que lloró de gozo al abrazar a Belalcázar en
Mataglán y que vertió lágrimas de dolor al conocer el final de Almagro.
Refiriéndose a la muerte de Atahualpa, también afirma Pedro Pizarro: "yo
vide llorar al Marqués de pesar de no podelle dar la vida”... Conociendo lo
ocurrido con Cataño, entendemos que tal llanto tuvo visos de verdad. Ha
llegado el momento de decir que Pizarro no fue el autor de la muerte del
Inca; más aún, de afirmar que fue el último y más sereno defensor que tuvo
Atahualpa cuando idos Hernando Pizarro y Hernando de Soto, quedó el rey
quiteño librado a las necesidades militares del momento. Los verdaderos
autores de la muerte del Inca lo fueron Almagro y sus hombres; el Tesorero
Alonso de Riquelme, el Veedor García de Salcedo y el Contador Antonio
Navarro; también un fraile dominico imbuido del espíritu de Torquemada; y
cierto “doctor”, perito en leyes y procesos, que llegó con Almagro a
Cajamarca. Este último fue el Juez de la sentencia y no el Gobernador
Pizarro, como en tantos sitios se declara. El tribunal militar lo presidió
Pizarro por ser consejo de guerra, pero no hay un solo indicio de que fuera
el Gobernador quien hiciera mucho por condenar al acusado. Lo presidió,
eso es todo, pero la sentencia nació de la votación; el "doctor”, valoró la
culpa y señaló la pena, luego vinieron los votos y se escribió la sentencia.
Esta, finalmente, fue leída primero en el tribunal y después ante el Inca: en
ningún caso la pudo leer Francisco Pizarro, pues el Gobernador murió
siendo analfabeto... Nada desmiente, entonces, lo que afirma Pedro Pizarro:
"yo vide llorar al Marqués de pesar de no podelle dar la vida...” El llanto de
los conquistadores — el mismo que tuvieron los soldados en los funerales
del Inca — no exigía ser secreto. La historia de la milicia indiana, lejos de
ruborizarse por ello, nos habla del llorar de Hernán Cortés apoyado en un
ahuehuete famoso en la tierra de Popotla... 259
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUT H URBURU Sin embargo,
a pesar de esta emotividad que el vulgo J® los hombres de sentimientos
buenos, cabe confensar ^ Pizarro tuvo gestos despiadados. Es cierto que a
su precedió la indignación en la guerra, pero s. «to exphca ta^es a tos nunca
lo justifica. La huella de Gaspar de Morales, el con quistador de las Islas de
las Perlas, se dejó mostrar dos veces en a vida de Pizarro: Morales había
tenido por principio matar a las indias para castigar a los indios, y, aunque
esta practica no fortuna en el Perú, el Gobernador la aplicó en 1536,
repitiéndola tres años después. Pedro Pizarro, su paje y pariente, le censuro
ambos gestos de sangre y los hizo constar en su crónica. Los casos fueron
protagonizados por dos princesas quechuas: una fue Azarpay, a la que se
culpó de instigar a los indios en cerco de Lima; la otra, esa esposa de
Manco Inca que pago con su vida la muerte de dos mensajeros del Marqués.
Pedro Pizarro, pragmatista y crédulo, terminará diciéndonos que por estas
dos muertes permitió el destino que don Francisco la tuviera desastra¿a Sin
embargo, al lado de estos dos gestos sangrientos-los únicos dignos de
reproche en su larga vida de soldado-encontramos su gran preocupación por
los indios naturales e a ierra. Las Ordenanzas del Cusco fueron
promulgadas para proteger a los nativos del abuso de los españoles; el
mismo traslado de la capital a la costa obedeció a quererlos preservar del
trabajo inútil, de las distancias fatigantes y de los cambios de clima, tan
nocivos éstos a los indios forasteros. Tal preocupación por los aborígenes se
basaba en principios de comprensión y también por mostrarse obediente a la
Corona; mas no por ambición personal, como algunos han sostenido. Es
verdad que sus desvelos redundaban en el acrecentamiento de su
gobernación, pues como decía el refrán: A más moros, más ganancia”; pero
es el caso de apreciar que por muchos indios que tuviera la Nueva Castilla a
él no le correspondían sino dieciseis mil de todos ellos. No era, pues, su
codicia personal lo que lo movía a velar por los indígenas, sino un buen
corazón que lo acompañó toda su vida. Su ambición corría por otros cauces
y era más paciente que en los demás. Si otros capitanes se afanaron en
buscar El Dorado, Pizarro se conformó con El Plateado. Su paje y pariente
otra vez nos hará la aclaración: “Acuérdome oí decir un día a Atabalipa al
Marqués D. Francisco Pizarro quen esta provincia (de los Cha260
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUÉS GOBERNADOR
chapoyas) había una sierra que de tantos en tantos tiempos le ponían fuego
a un monte pequeño que en ella se criaba, y que después de muerto el fuego
hallaban en ella plata derretida, y esto fue causa de que el Marqués D.
Francisco Pizarro no señalase su marquesado porque aguardaba a tomallo
en esta provincia”... Pero El Plateado no quedaba en Chachapoyas sino en
Potosí, por lo que terminó fijándose el viejo Marqués en la provincia de los
Atabillos. La codicia de don Francisco fue inferior a la de sus hermanos. De
los Pizarros, el más ambicioso fue Hernando, que llegó a torturar a los
curacas con fuego lento y con perros de guerra, para obtener más metales
preciosos y poder fundar un mayorazgo. Pizarro no era así; entre la riqueza
y el poder, supo sobrevalorar la gloria. El centro de su vida fue la guerra,
actividad donde se mostró seguro, perseverante y casi obsesivo. El
Marques, después de hombre era soldado, de allí que en las campañas se
mostrara resuelto ante los demás y duro consigo mismo. Era un práctico
decidido y gustaba de dar el ejemplo, entendiendo que no todos eran tan
soldados como él. Fue tan dueño de su persona que nunca se le vió
fanfarrón ni teatral; tampoco necesitaba estimación y no se cuidada de
agradar. Jamás prorrumpió en lamentaciones, antes bien, en el episodio del
Gallo quedo abandonado, pero satisfecho: se sintió— al lado de los Trece—
vencedor de decenas de desertores. En la guerra era activo, inflexible, y
muy alegre cuando habían buenos resultados. Supo disimular los conatos de
traición por conservar la unidad de la hueste, pero descubriéndose
públicamente el culpable ordenaba indolente su castigo. También era frío
cuando confundía la venganza con el castigo- a la sombra de este error
vimos que mandó matar dos mujeres. Insistiendo en lo ya dicho, la guerra
fue la afirmación de su yo y la paz convertía su yo en problema. Entonces,
cuando el ruido de la lucha se apagaba, se trocaba en hombre apacible:
cuando el soldado dormía, hacía su aparición el filántropo taciturno,
preludio del político inseguro, del Gobernador que no prometía por temor a
incumplir. Como político fue un mediocre, pero no un abúlico, tampoco un
abatido, menos un desesperado. Abrumado no se le vio jamás, porque para
maquinar fríamente el mal que frenaría un mal peor, tenía a Hernando
Pizarro. Hernando fue guerrero y además político; don Francisco sólo
inmejorable soldado. No solamente ésto hizo al Marqués 261
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU sentir
admiración por Hernando, sino que lo vio también como al único hijo
legítimo de su padre y— en su secreta intimidad de bastardo— le confió el
porvenir de todos los Pizarro del Perú. Sin embargo, su inseguridad de
gobernante no se debió a su excesiva dependencia de Hernando— pues
estaba acostumbrado a gobernar lejos de él— sino a su ignorancia de
soldado indiano, ajeno a las letras, a las cuentas y también a la moral
cultivada. Para superar todo esto, en lo tocante a su conciencia tuvo siempre
un capellán; para las decisiones de gobierno que podían traer consecuencias
graves, contaba con su paisano el Obispo Valverde. Su inseguridad de
analfabeto la suplió con secretarios que, como Picado, firmaban por él.
Como también necesitó de leyes, hizo acopio de letrados: el licenciado De
la Gama y Benito Suárez de Carbajal cuando no Gaspar de Espinosa, fueron
los que más lo secundaron. Lo concerniente a los números corrió a cargo de
Riquelme — su enemigo reconciliado— de Salcedo y del Contador
Navarro. En lo tocante al oro del Rey fue tan escrupuloso que alguna
anécdota refiere que recogía del suelo las raspaduras que caían cuando se
cincelaba el quinto real, para reintégralas al tesoro de la Corona... En todo
se resignó a ocupar el segundo lugar; sólo en la guerra no se dejaba poner
de lado. Lo dice el cerco de Lima y, posteriormente, sus campañas contra
Manco. La única vez que se postpuso militarmente fue en la guerra contra
Almagro: pretextó hacerlo por viejo, mas lo cierto era que le repugnaba
salir a combatir al mejor amigo que había tenido; por eso nombró en su
lugar al fiero Hernando Pizarro. Nada le dolió tanto en su vida como
sentirse amigo traicionado. Taciturno mas no iracundo, el Marqués atravesó
una etapa difícil que lo perfiló, temporalmente, como hombre de mal genio.
Esto comenzó a la par que sus disensiones con Almagro, evidenciándose
muy claramente en las conversaciones de Mala. Entonces estuvo muy duro,
hasta injusto con su antiguo socio de Panamá: lo quiso ver vencido y
humillado. Cegado por el despojo que creía haber sufrido, no reparó en
aceptar las proposiciones de Hernando Pizarro para que le diera el mando
de los pizarristas. El Marqués quería recuperar el Cusco, pero abominaba de
la posibilidad de matar al amigo usurpador. Su consentimiento fue, visto de
este ángulo, una evasión a la culpabilidad: quería la guerra, pero no que
muriera Almagro. El propio Adelantado conocía esta intención y por ello
reclamaba la presencia de su viejo compañero. 262
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUES GOBERNADOR No
obstante, Pizarro no llegó a tiempo y el caudillo de los de Chile tuvo que
morir. Cuando don Francisco se enteró de lo ocurrido no disimuló su
tristeza; luego quiso sobreponerse y siguió camino del Cusco; todos
salieron a saludarlo, pero el Gobernador casi no les hizo caso y se retiró a
sus aposentos. Estaba enfermo, poseído por el mal de melancolía, lo que lo
llevó en los días sucesivos a mostrarse depresivo tornadizo de tipo
malhumorado. Tema un complejo de culpa por no haber acudido temprano
en ayuda de Almagro; el Marqués se tornó sombrío y amigo de
cavilaciones, cayendo en situaciones de ira, en estados explosivos de
irritabilidad contenida... Prefirió curarse solo, como es tendencia en los
seguros de sí mismos, y partió a recorrer el Collao. La visita al gran lago de
los Incas le fue sedante, la frialdad de las Charcas refrescó sus
calenturientas sienes; la guerra contra Manco y la necesidad de fundar
nuevas ciudades lo devolvieron a la realidad, llegándose a convencer de que
lo ocurrido había sido inevitable. El fantasma del remordimiento se había
alejado; en el viaje de regreso a la Ciudad de los Reyes terminó de
cicatrizar la herida. En Lima se mostró conservador y rutinario. Se sentía
vencedor, comprensivo y justo. Lo de vencedor era exacto, pero lo de
comprensivo no encerraba tanto de verdad. Estuvo débil al confiarse al
necio de Picado; por otra parte, los de Chile teman razón al decir que les
había quitado los indios de Collique para darlos a Francisco Martín, su
medio hermano... Así como el Marqués no quiso matar a Almagro, nunca
creyó que los almagristas pudieran matarlo a él. Confiaba en el Juez
Visitador, mas en el fondo le temía. Su causa era la verdadera, la justicia
estaba por Nueva Castilla; pero también sabía don Francisco que dos
Pizarro habían decapitado al Adelantado Almagro y que ese capricho de los
Pizarro, los Pizarro lo tenían que pagar. Por eso temía al Juez Visitador, no
porque se sintiera culpable de la muerte de Almagro. El vivir rutinario al
que se entregó el Marqués en Lima, merece alguna atención. Todas las
crónicas que tratan de esta época se esmeran en hablar de sus costumbres y
en decirnos que fue un jugador. Veámoslo con calma, conozcamos esa su
vida: "Tema por costumbre el Marqués de levantarse una hora antes que
amanesciese y cuando mucho en amanesciendo.” Algunos días oía misa,
pero 'pasada esa hora almorzaba, por ser entonces el almuerzo el refrigerio
matinal. Si tenía que salir a la calle lo hacia seguido 263
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU de un paje y
vestido con prendas antiguas, de esas que se usaron en la España que lo vio
partir; en otras palabras, era tan despreocupado en su atuendo que seguía
con la misma moda del tiempo de los Reyes Católicos. En efecto, “vistió de
ordinario... un sayo de paño negro con los faldamentos hasta el tobillo y el
talle a los medios pechos, y unos zapatos de venado, blancos, y un
sombrero blanco, y su espada y puñal al antigua”. Esto lo dice Zárate, pero
Gomara — mezquino como siempre — explicará: "le gustaba llevar los
zapatos y el sombrero blancos, porque así los llevaba el Gran Capitán". El
mismo cronista añade luego: “no vestía ricamente” — como se esperaba de
un Marqués Gobernador — , "aunque muchas veces se ponía un ropaje de
martas que Fernando Cortés le envió", se entiende que de regalo. Este traje
—que según Gomara era el mejor que guardaba el ropero de Pizarro— no
mereció tanto aprecio del Gobernador, pues según relata Zárate: “en algunas
fiestas, por importunación de sus criados, se ponía una ropa de martas que
le envió el Marqués del Valle, de la Nueva España, (pero) en viniendo de
misa lo arrojaba de sí, quedándose en cuerpo y trayendo de ordinario unas
tobajas al cuello, porque lo más del día, en tiempo de paz, empleaba en
jugar a la bola o a la pelota, y (usaba estas tobajas) para limpiarse el sudor
de la cara”. Cuando salía de mañana era para apreciar cómo iba la
edificación de la iglesia mayor o el convento de los dominicos, donde era
miembro de la cofradía de la Veracruz. El paseo terminaba siempre en el
río, lugar en el que — imitando los que tenía Córdoba en el Guadalquivir —
había construido un par de molinos. El viejo pasaba mucho tiempo
contemplándolos, mientras el río movía las ruedas y se molía el poco trigo
que consumía la ciudad... Vuelto a su casa una hora antes del mediodía,
subía las escaleras — paralelas a la calle de Jerónimo de Aliaga — y
entraba al comedor para seguir a su recámara. Luego, acaso aligerado de
ropas, salía a comer, pues a esa hora se servía la comida. Las tardes las
gastaba en visitar a los vecinos, aceptándoles algún dulce o vaso de vino.
En tales visitas no admitía que lo llamasen Marqués, rogándoles que lo
tratasen de Señoría, algo más acorde con su cargo de Capitán General. Otras
tardes se quedaba en casa y bajaba a su huerta para cultivar sus naranjos o
podar su higueruela. No se hacía acompañar por nadie; permaneciendo en
ella hasta que caía el sol. 264
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUES GOBERNADOR
Llegada la hora del crepúsculo, al tiempo que los bronces repicaban
añorantes y Lima se vestía de celeste, el Marqués se ocultaba. Unos decían
que estaba jugando a los naipes con sus amigos; otros, que jugaba más
sanamente... con sus hijos mestizos. Estos eran cuatro, y el menor tenía
pocos meses. La mayor era Francisca Pizarro Yupanqui, nacida y bautizada
en Jauja en 1534, a la que seguía Gonzalo Pizarro Yupanqui, nacido y
bautizado en Lima en 1535. Ambos los había tenido en doña Inés Huaylas
Ñusta, una princesa hija de Huaina Cápac y de la cacica de Canta. Venían
luego Francisco Pizarro Yupanqui, nacido en el Cusco en 1539, y Juan
Pizarro Yupanqui, nacido en Lima en 1541, habidos en doña Angelina, otra
hija de Huaina Cápac, aquella que raptó Felipillo en Cajamarca. Esta última
fue, sin ninguna duda, la mejor y más fiel compañera del Conquistador. No
en vano el Marqués la llamó "mi india” cuando la reclamó al Adelantado
Almagro en Mala. Doña Angelina estuvo con él hasta el final con un niño
de meses en los brazos. La otra, doña Inés Huaylas Ñusta, lo dejó para
casarse con Francisco de Ampuero en 1538. Ampuero había sido paje del
Marqués y era hidalgo de Santo Domingo de la Calzada. Doña Inés vería en
el paje de su señor un alegre mancebo y se aficionó a él del modo que lo
suele hacer la gente joven; parece que el viejo y taciturno Marqués dio su
venia y doña Inés se apartó de su lado para convertirse en la esposa de un
Regidor de Lima y en la "madre de los Ampueros". Estas fueron las dos
únicas mujeres que merecieron un lugar en el curtido corazón del viejo
guerrero. Indias de la tierra, aunque princesas de la casta de los Incas, el
soldado indiano las prefirió a las rubias mujeres de Castilla. Y el Marqués
se entretenía antes de cenar acariciando a sus "mestizicos", niños con sangre
de hidalgos y labradores extremeños, mezclada con la de los Reyes Incas.
Otro aspecto de su vida lo constituyó el juego, vicio al que el Marqués “lo
más del día, en tiempo de paz”, estaba dedicado. La verdad es que cuando
no salía a ver sus molinos o a casa de algún amigo, don Francisco se la
pasaba jugando. Gomara afirma — y era cierto — que "jugaba largo con
todos, sin hacer diferencia entre buenos y ruines”; “tanto — explica Zárate
— que algunas veces se estaba jugando a la bola todo el día, sin tener
cuenta con quien jugaba, aunque fuese un marinero o un molinero, ni
permitir que le diesen la bola ni hiciesen otras ceremonias que a su dignidad
se debía". A tanto llegó su pasión, que hizo construir en su casa 265
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU un mego de
pelota-donde llegaba a fatigar con tal ejercicio a muchos hombres
mancebos-, lo que no fue óbice para que después de la cena se trajesen
dados y barajas a la mesa Garcilaso nos ha guardado varias anécdotas que
lo muestran al Marque como jugador llano, algo duro en el pagar y
filántropo disimulado. En efecto, dice Garcilaso: “El marqués fue tan afable
y blando de condición, que nunca dijo mala palabra a nadie. Jugando a la
bola no consentía que nadie la alzase del suelo para dársela, y si alguno lo
hacía, la tomaba y la volvía a echar lejos de si, y el mismo iba por ella.
Alzando una vez la bola se ensució la mano con un poco de lodo que la bola
tenía; alzó el pie y limpio la mano en el alpargate que tenía calzado... Un
criado de los favorecidos del marqués cuando le vio limpiarse al alpargate,
se llego a el y le dijo: vuesa señoría pudiera limpiarse la mano en ese paño
de narices que tiene en la cinta, y no en el alpargate. El marqués
sonriéndose le respondió: "dote a Dios, veolo tan blanco que no lo oso
tocar.” Prosigue el Inca historiador: "Jugando un día a los bolos con un
buen soldado, llamado Alonso Palomares, hombre alegre y bien
acondicionado (que yo alcancé), el marqués yendo perdiendo se amohinaba
demasiadamente, y reñía a cada bola con el Palomares, de tal manera que
fue notado por todos que su mohína y rencilla era más que la ordinaria; que
fuese por alguna pesadumbre oculta, o por la pérdida, que fueron más de
ocho o nueve mil pesos, no se pudo juzgar. Pasáronse muchos días que el
Marqués no los pagó, aunque el ganador los pedía a menudo. Un día
mostrándose enfadado de que se los pidiese tantas veces, le dijo: no me los
pidáis más, que os lo he de pagar. Palomares respondió, pues si vuesa
señoría no me los había de pagar, ¿para qué me reñía tanto cuando los
perdía? Al marqués le cayó en gracia la respuesta, y mandó que le pagasen
luego.” Concluye Garcilaso: "Jugaba con muchas personas y a todos juegos,
y a muchos convidaba el mismo marqués a que jugasen con él, cuando
sabía que tenían necesidad por socorrérsela, haciéndose perdedizo en el
juego, porque no se afrentase el necesitado si se lo diese de limosna como a
menesteroso, sino que antes pareciese que había ganado honra en ser mejor
jugador que el marqués. Y que los dineros pareciesen ganados y quitados
por fuerza, y no dados por gracia. Cuando jugaba a los bolos con estos tales,
daba cinco de corto o de largo, y no derribaba los bolos que 266
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUES GOBERNADOR
podía porque el otro ganase. Y cuando jugaba a los naipes, que las más
veces era a la primera, envidaba el resto con las peores cartas que podía; y
si por dicha hacía flux o primera, barajaba sus cartas sin mostrarlas,
fingiéndose mohino de haber perdido. Con estas cosas y otras semejantes se
hizo querer tanto, como sus hazañas y generosidades lo merecían.” Sin
embargo, don Francisco tuvo un vicio mayor que el juego: la guerra.
Escribe Zárate: “muy pocos negocios le hacían dejar el juego,
especialmente cuando perdía, si no eran nuevos alzamientos de indios, que
en esto era tan presto, que a la hora se echaba las corazas, y con su lanza y
adarga salía corriendo por la ciudad y se iba hacia donde había la alteración,
sin esperar su gente, que después le alcanzaban, corriendo a toda furia.”
Con todo, por animoso que parta y por hazañoso que sea, el Marqués lo
hace con la pesadez del cincuentón. Este es el motivo por el que Hernán
Cortés aparece más simpático y destaca como el personaje único y central
de una conquista espectacular y exótica. Cortés es el héroe que llora en la
oscuridad sangrante de la Noche Triste y que vuelve a Tenochtitlán por la
victoria, llevando consigo el dorado encanto de un semidiós mancebo
vencedor en la contienda luminosa. Pizarro, en cambio, es viejo, taciturno y
a veces mal geniado. Es decidido — las crónicas lo llaman "animoso”—,
pero su energía la gasta en el descubrimiento de la aburrida tierra de
manglares donde no impera sino el hambre y la verruga. Pizarro se desplaza
seguro, pero con lentitud; Cortés es fogoso y se mueve en un fondo
novelesco. A más de todo esto, el trujillano no es el jefe único, pues admite
parangón con Almagro; la familiar presencia de tres hermanos en la
dirección de la conquista también resta unidad a la acción del presunto
porquerizo. Por último, aparece Caj amarca, acontecimiento después del
cual la conquista parece terminar por no haber una Noche Triste inmediata;
y así el interés por la jornada se diluye entre capitanes más o menos
secundarios que se llaman Soto, Belalcázar, Orellana el Tuerto o Peranzúrez
de Camporredondo... Impresionados gratamente por el actuar del hombre
joven, la mayoría se olvida del héroe atardecido, ése que tenía cincuenta y
cuatro años de edad en la prisión del Inca, cincuenta y ocho en el cerco de
Lima y sesenta y tres al momento de morir... Recapitulando todo lo dicho
para llegar a la exactitud por la síntesis, tenemos que Francisco Pizarro fue
de temperamento emo267
JOSE ANTONIO DEL BUSTO DUTHURBURU tivo. El
Marqués, lejos de ser nervioso, colérico, sanguíneo o flemático— como los
libros han repetido—, sólo fue un emotivo activo pasional centrado en su
vocación de soldado. Como hombre de temperamento pasional, su vida
ofrece más unidad que la del colérico; a su vez, la emotividad pone en ella
más calor e intensidad que en la del flemático. Estuvo siempre dominado
por pasiones intensas y duraderas, convergentes todas en la guerra. En esta
actividad bélica descargó toda su energía, Pizarro fue casi un obsesivo; no
sabía vivir sin la guerra. Su carácter abundó en rasgos fundamentales
positivos, mas su acusada personalidad no facilitaba las relaciones con los
demás. A pesar de ello, era con sus subordinados bueno y liberal, incluso
amable, pero murió siendo más estimado y temido que amado. El "buen
viejo del Gobernador” no era un ídolo de sus soldados; sólo era el "buen
Capitán” dispuesto a llevarlos a la victoria o a morir junto a ellos. Su
pecado, en este aspecto, fue la temeridad. Ella, hemos visto, llegó a costarle
la vida. En materia de coraje siempre pecó por exceso y jamás por omisión.
Valiente a más no poder, fue un milagro que llegara a viejo. Fue buen
observador, sin llegar a serlo excelente. Sistemático y metódico, sabía
esperar hasta el momento preciso, pero a partir de entonces lo regía su
temeridad. En esta espera, a lo largo de la vida, se mostró callado y
taciturno. Silencioso lo más del tiempo, no tenía necesidad de comunicar su
pensamiento a nadie, madurado este, solía mandar. Encaminó — como
ambicioso que era — todos sus pasos al dominio y a la gloria. Era un
soldado y su meta la victoria; el medio estaba claro: sólo podía ser la acción
bélica. Por eso gustaba del juego, porque el juego era la versión pacífica de
la guerra. Se exteriorizaba parcamente. Apenas si decía palabra, tampoco lo
vendían los gestos; sin embargo- — como es frecuente en los apasionados
— , tuvo explosiones de sentimiento. Esto sucedía cuando encontraba
resistencias, incomprensiones, debilidades... Fue difícil de reconciliar.
Pocas veces criticaba; prefería callar ante algo bueno. Si hablaba, no era
para prometer; sus afirmaciones eran tajantes, concisas, categóricas, breves.
Jamás tuvo necesidad de ser estimulado ni frenado. Su filantropía o caridad
fraterna superó su egoísmo senil. Con ribetes de avaricia a los ojos de sus
enemigos, casi fue un pródigo con sus amigos. Valoró mucho la amistad,
pero sin quebrantar jerarquía. 268
FRANCISCO PIZARRO, EL MARQUES GOBERNADOR Su
recio espíritu de soldado analfabeto no le alcanzó nunca preocupación
intelectual o admiración artística, pero le dio una piedad rústica y sincera
que se evidenció al momento de morir. Ella le permitió amar y temer a Dios
con afán jerarquizado: Dios, para él, era el Jefe. Su carácter fuerte le enseñó
a ser severo consigo mismo. Fue moderado en los placeres de la mesa y de
la carne. Gustó de trabajar constantemente, era perseguidor tenaz de un
ideal grande, nunca supo lo que era descansar. Cuando no pudo hacerlo
personalmente entregó la guerra a su hermano; si por viejo no podía seguir
fundando ciudades, nombraba un capitán con cargo de fundador. Severo, sin
cerrar el puño demasiado, supo hacerse obedecer y seguir. No arrastraba,
conducía; pero lo hacía tan acertadamente que nadie podía negar que era el
caudillo indiscutible. Este fue Francisco Pizarro, el capitán famoso "que de
descubrir reinos e conquistar provincias nunca se cansó”. 269
*
DOCUMENTOS Para la confección de esta biografía de
Francisco Pizarro anticipo de otra mayor que venimos elaborando — hemos
empleado documentos inéditos existentes en el Archivo General de Indias
de Sevilla, lugar donde la búsqueda nos demoró tres años, así como otros
del Archivo Nacional del Perú, Archivo Histórico del Cusco, Archivo de la
Municipalidad de Lima, Biblioteca Nacional del Perú y Biblioteca Nacional
de España (Madrid). 271
Piaarro en la Isla del Gallo. Mosaico veneciano en la Capilla de
los Reyes de la Catedral de Lima.
mmmrnám Pisarro y los Trece de la Fama. Talla en madera en la
Sección de Arte Virreinal del Musco de Arte de Lima.
Pizarro a caballo , óleo del pintor peruano Daniel Hernández.
CDHÜVJS'nA www COMARCA. EKSVTR ‘«-r-v-i* h ir t y^o
— El requerimiento de fray Vicente de V alverde al Inca Atahualp
fOHQViS'EA La captura del Inca Atahualpa Dibujo del cronista
indio Felipe Huamán Poma.
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COM QVÍSTA „ mmWM ívftk-^ K^ÜÍV C^dP^X 14


vl^A>*Pfc>*v^ ¿i jp trvk*^p»o/p' El Inca Atahualpa en la prisión. Dibujo
de Felipe Huamán Poma.
Los funerales de Atahualpa (fragmento). Obra del pintor pemano
Luis Montero, que se conserva en la Pinacoteca de la Municipalidad de
Lima.
Fundación del Cusco (fragmento) . Oleo del pintor peruano
Francisco González Gamarra (Colección del autor).
Fundación de Lima. Oleo del pintor peruano Francisco Gomóle.
Gamarra (Colección del autor).
Primer Cabildo (de Lima). Oleo del pintor peruano Francisco
González Gamarra, que se conserva ■ en la Pinacoteca de Ja Municipalidad
de Lima.
The text on this page is estimated to be only 26.64% accurate

CIVDAT) i£l rwaaufíífKCAat^/AÍ yu>rk-caui*í\mc\ ***%£


/sl^^orxí^y^tleKt n . -w • * , c < t^iAXrt^V 'JicSJ^ttptítA^iTOS LCrru
i» m? Gonzalo Pizarro parte del Cusco al país de la Canela. Oleo
de Francisco González Gamarra.
La Higuera Gobierno de de Pizarro plantada por el Conquistador.
Casa de Lima (fotografía amablemente cedida por su propietario, don
Hernán Alva Orlandini).
La muerte de Pizarro. Aguafuerte del pintor peruano Daniel
Hernández. Propiedad de don Luis Cúneo Harrison.
B ¿g|l£§§t§téÍE¡ üf -*v, , 'V'-r • :* Mfc^l'»Írí«í.* ’* ' > * '"Bff íi
iiMirir1 i*wi > *: rom ek a :¿ :■ m >w La tumba del Conquistador, en la
Capilla de los Reyes, de la Catedral de Lima. (Fotografía cedida
amablemente por su propietario, don Hernán Alva Orlandini.)
BIBLIOGRAFIA Acosta, Joseph de: Historia Natural y Moral de
las Indias. Madrid, 1954 Alvarez Rubiano, Pablo: Pedrarias Dávila. Madrid,
1944. Andagoya, Pascual de: Relación en Porras Barrenechea, Raúl:
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•» • ■
INDICE Págs. I. Los ANOS EXTREMENOS . 7 Trujillo de
Extremadura . 7 El niño bastardo . 9 El presunto porquerizo . 11 II. La
carrera de las armas . 14 De Italia a las Indias . 14 La visión del mar del sur
. 16 El vecino de Panamá . 18 0 III. Por la mar del sur . 22 La jornada de
Levante . 22 El buen capitán . 25 El segundo viaje . 27 La porfía de
Atacames . 29 La isla del Gallo . 31 Tumbes, la ciudad de piedra . 35 El hijo
del trueno . 37 El nombre de la nueva tierra . 40 IV. Recurso a la autoridad
del rey . 42 La capitulación de Toledo . 42 La visita a Trujillo . 46 El
regreso a Castilla del oro . 48 V. La expedición definitiva . 52 El tercer y
último viaje . 52 Las verrugas de Coaque . 54 Belalcázar . 56 La isla de
Puná . 58 279
INDICE Págs. Tumbalá . 60 El desembarco en Tumbes . 63 La
prisión de Chilimasa . 68 Maizavilca . 70 VI. Los hijos del Sol . 73 Los
augurios funestos . 73 La guerra fratricida . 76 El cóndor caído . 79 El
regreso de Huiracocha . 82 La sospecha . 84 VIL La entrada en la tierra del
Perú . 87 El orejón espía . 87 La fundación de San Miguel . 91 El alarde de
Piura . 94 La expedición a Caxas . 98 Por tierras del Gran Chimú . . . . . .
102 El camino de la sierra . 105 VIII. La captura del Inca . Caj amarca . La
embajada del Gobernador Los aprestos de la lucha . Fray Vicente . La
masacre . 110 110 112 116 121 127 IX. Atahualpa . La gratitud de los
quechuas La promesa del oro . El final de Huáscar . La fundición del oro .
Felipillo de Tumbes . El reparto del tesoro . El requerimiento de Cataño La
muerte de Atahualpa ... 131 131 135 139 143 148 151 153 157 X. La
marcha al Cusco . Túpac Huallpa . La partida de Caj amarca ... El valle de
Jauja . ’’ La hoguera de Jaquijahuana ... La toma del Cusco . XI. La
fundación de nuevas ciudades La fundación española del Cusco Jauja la
Vieja . La expedición de Alvarado ... ... La Ciudad de los Reyes Trujillo del
Perú . ... ... ... XII. La rebelión de los quechuas Manco Inca Yupanqui . 162
162 165 171 176 181 186 186 191 194 196 200 204 204 280
INDICE Págs. ¡A la mar, barbudos! . 9DQ El hambre . 215 XIII.
Las disensiones con Almagro . 218 Amarguras del Gobernador . 218 El
Provincial Bobadilla . 220 La celada . ' 224 El fallo del Provincial . 226 El
odio de Hernando Pizarro . 229 La rota de Salinas . 233 La muerte del
Adelantado . . .. ... ... '' 237 XIV. El viejo Marqués . 242 El marquesado .
242 La visita al Collao . 246 Los últimos días . 248 La fecha funesta . ""
252 Epílogo . 257 Documentos . 271 Bibliografía . 273 281
Este libro se terminó de imprimir EN LOS TALLERES DE
ARTES GRÁFICAS Marisal, Plaza de Oriente, 2, Madrid, EL DÍA 15 DE
MARZO DE 1966
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Date Due r^-t ITlyyu JAN 151994 - r *3» FEB 1 i 1994 JA Y 2 4


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