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LOS NUEVOS VIVOS
CRÓNICAS DEL HOMO MORTEM
LIBRO 2

VICENTE SILVESTRE MARCO


Los nuevos vivos. Crónicas del Homo Mortem. Libro 2
Primera edición: agosto, 2019
© 2019 Vicente Silvestre Marco
Ilustración de portada y contraportada: © 2019 Carlos NCT
Todos los derechos reservados
Para mi madre,
la mujer detrás de la artista;
mi maestra, mi amiga,
allí donde estés, sé libre y sueña.
Índice

Prólogo
Capítulo 1: Takashi
Capítulo 2: Julia
Capítulo 3: Nadia
Capítulo 4: Ernesto
Capítulo 5: Khalid
Interludio: Mesías
Capítulo 6: Takashi
Capítulo 7: Julia
Capítulo 8: Nadia
Capítulo 9: Ernesto
Capítulo 10: Khalid
Interludio: Joel
Capítulo 11: Takashi
Capítulo 12: Julia
Capítulo 13: Nadia
Capítulo 14: Ernesto
Capítulo 15: Sombra
Interludio: Ojos claros
Epílogo
Comentarios del autor
Dónde encontrarme
Prólogo
“La naturaleza selecciona a las especies mejor adaptadas para
sobrevivir y reproducirse. Este proceso se conoce como selección natural.”
Charles Darwin

Al despertar en la fría, muda, e incólume oscuridad, el muchacho supo


—tal vez debido a un sueño que ya no recordaba— que aquel día era el día
elegido. Un día terrible por lo que tenía que suceder, por lo que tenía que
hacer… y que era todavía más terrible porque no se diferenciaba de ningún
otro día. Como si el acto que iba a perpetrar no supusiera ninguna
diferencia en los latidos del mundo. El muchacho supuso que así era.
Supuso que el mundo seguiría girando como una estúpida bola de barro a
través del universo, sin importarle en absoluto lo que sucedía a los insectos
humanos que pugnaban por sobrevivir en su superficie y aquel pensamiento
lo llenó de tristeza, pero no la suficiente como para que se olvidara de su
empeño. Porque aquel día, finalmente, mataría a su madre.
Dejó que los ojos se acostumbraran a la negrura dominante, aunque lo
cierto es que no necesitaba ver ya que conocía perfectamente la distribución
del almacén. Había memorizado la distancia, cojeando con cada paso, desde
cada rincón de la sala, igual que un animal enjaulado, durante las eternas
horas de soledad, hasta alcanzar una confianza absoluta en aquella ceguera
autoimpuesta.
Durante varios minutos se masajeó la pierna, alrededor de la herida de
bala ya cicatrizada, gruñendo y, al mismo tiempo, disfrutando con aquel
dolor sordo e irradiado. El dolor, aquella sensación que durante sus
diecisiete años de vida había evitado y asociado con el sufrimiento, ahora lo
identificaba como un bálsamo reconfortante que le permitía estar seguro de
que aún era un ser humano.
Le costaba recordar quién le había disparado o por qué. Todos los
acontecimientos sucedidos entre el fin del mundo y aquella herida se
superponían y emborronaban, como si observara una película de cine algo
desenfocada y distante. Lo que tenía claro, con una certeza absoluta, era que
tanto los vivos como los Muertos resultaban peligrosos.
Orinó en una de las garrafas de agua vacías. Después, rompió un
envoltorio de plástico, desayunó tortitas de maíz y las acompañó con la
leche de un envase recién abierto.
Una vez saciado, se aproximó a una estantería de metal y buscó a tientas
hasta cerrar la mano alrededor de la pistola. Suspiró en una mezcla de alivio
y ansiedad. Alivio, por la seguridad que le inspiraba el peso de aquella
arma. Ansiedad, por el condenado uso que le iba a dar.
Entonces, el joven se detuvo junto a la puerta, pegando el oído durante
un largo minuto, a la espera de que le llegara un sonido, cualquier sonido,
que sirviera como identificador ante un posible peligro. Era parte del
procedimiento de seguridad que había desarrollado.
El primer paso consistía en escuchar a través de la sólida puerta. De esta
forma solo era capaz de reconocer los sonidos más evidentes, más torpes,
pero así se aseguraba de que el exterior de su santuario, su refugio, no
hubiera sido invadido por los monstruos.
A continuación, deslizaba la hoja de la puerta, solo una rendija, una
diminuta franja de espacio entre él, la seguridad del almacén, y el enorme y
oscuro supermercado. Aquella selva de interior, con sus altos estantes
saqueados delimitando el espacio en sombrías y opacas callejuelas
desérticas, donde en otro tiempo transitaban con calma los carros cargados
de alimentos y otros objetos en apariencia imprescindibles.
Era a través de esa diminuta e insignificante rendija, arrimándose a ella
como un animalillo temeroso, desde la cuál percibiría los más leves
sonidos, los más tenues olores, a la espera de la más mínima señal que
provocaría el cierre instantáneo de la puerta. Allí se quedaría, inmóvil y
alerta, durante un minuto, dos, diez, o tantos como fuera necesario hasta
estar completamente convencido de la ausencia de peligro.
El silencio empujaba el espacio entre los estantes vacíos y el joven,
embargado por el nerviosismo y un ansia malsana por terminar cuanto antes
con su propósito, no prolongó la habitual espera junto a la abertura de la
puerta. La mayor parte del supermercado estaba sumergido en las sombras,
con la excepción de una de las quebradas entradas desde la cual se filtraba
un compacto haz de luz.
Caminó agazapado junto a la pared, acariciándola con la yema de los
dedos, acompañándola en su estable verticalidad, desviándose con sus
ángulos rectos, hasta que se detuvo al sentir la fría, lisa y metálica
cerradura.
Las manos comenzaron a temblarle, incontrolables, mientras luchaba
por deslizar la llave. Respiró hondo en un intento por calmar el dolor
convulso que nacía en su pecho y lo sacudía sin piedad. Cuando por fin
consiguió dominarse, la cerradura crujiendo con cada una de las vueltas de
la llave, se dio cuenta de que sollozaba y tenía las mejillas empapadas en
cálidas lágrimas.
Una oscuridad que olía a putrefacción lo golpeó en la cara al empujar la
hoja de la puerta. Ya estaba acostumbrado a aquel hedor y tras dominar las
instintivas arcadas se introdujo en la habitación, extrajo una linterna que no
llegó a encender, y cerró la puerta a su espalda.
Reflexionó con serenidad qué, después de terminar con el sufrimiento
de su madre, terminaría también con su propia vida y así la acompañaría en
la muerte. Era lo único que tenía sentido. Había sido capaz de resistir hasta
ese día gracias a la esperanza. La esperanza de que ella se recuperara y
volviera a ser su madre. La esperanza de que existiera una cura. La
esperanza de que el mundo regresara a la normalidad…
Con esa esperanza la había alimentado regularmente durante días, luego
semanas, luego meses. Al principio había intentado que comiera diferentes
alimentos, pero ella ignoraba la mayoría de los que le ofreció, mostrando en
cambio un voraz y furioso apetito ante la simple visión de la carne. Así que
la mantuvo nutrida y saciada con los cadáveres que saqueaba. Y cuando
estos se volvieron demasiado difíciles de encontrar siguió alimentándola
con la carne envasada que había almacenado en el refugio. Pero ya no
quedaba carne. El mundo estaba muerto. La esperanza estaba muerta. Y
pronto él también lo estaría.
Tras secarse las lágrimas de las mejillas recuperó la determinación con
la que se había despertado. Encendió la linterna e iluminó primero el suelo
frente a sus pies y lentamente fue deslizando el círculo de luz hacia delante
—pasando por encima de una pila de huesos descarnados que habían
servido de alimento— hasta que se detuvo en una pálida y escuálida figura,
apenas cubierta por desgarrados retazos de ropa, y que, recogida sobre sí
misma, permanecía sentada en la esquina más lejana de la habitación.
El ser ofrecía un aspecto lastimoso. Tenía la cabeza oculta entre las
rodillas y las manos se escurrían en una frágil y larga maraña de pelo gris
que brotaba en jirones irregulares desde el cuero cabelludo. La espalda se
encorvaba grotesca, acentuando las vértebras de la columna y los omóplatos
que parecían a punto de rasgar el tejido de la piel. Una sucia cadena
envolvía su cuello, descendía hasta los pies, y serpenteaba hasta enredarse
en una tubería de acero que brotaba vertical desde el techo deslucido hasta
el gris suelo de hormigón.
El muchacho gritó sin aliento y dio un paso hacia detrás, chocando su
espalda contra la puerta, cuando el cuerpo de su madre se sacudió
repentinamente sin llegar a cambiar de posición. La linterna estuvo a punto
de caerle de la mano y el círculo de luz bailó de un lado a otro de la
estrecha habitación. Cuando por fin logró sujetar la linterna y volvió a
dirigirla hacia la esquina advirtió que el rostro hundido de su madre,
amortajado por una maraña de pelo gris, había girado en su dirección.
Aunque los ojos yacían ocultos en el fondo de las cuencas pudo sentir su
hambrienta mirada.
Sacó el arma y fue avanzando hacia ella con extrema lentitud, azuzado
por el extraño pensamiento de que eran los últimos pasos de sus vidas y
debían de ser resueltos con cierta dignidad, con cierta solemnidad.
Se detuvo a un escaso metro de distancia de la escuálida figura. El brazo
del arma le colgaba pesado junto a su lado. Lo sentía como un elemento
ajeno a su cuerpo, más parecido a una rama muerta que a una extremidad de
carne, hueso y sangre.
La figura apartó la maraña de pelo que le cubría la cara y el joven
adivinó horrorizado, en aquellas facciones consumidas, a la mujer que en el
pasado había sido su madre. Esta alzó el rostro hacia él, abrió la boca, y un
murmullo prolongado, quebrado, gutural y seco, escapó desde lo más
profundo de su garganta.
El chico alzó la pistola e intentó fijar su atención en el cañón del arma y
no en la cabeza a la que estaba apuntando, pero como sentía que
comenzaban a flaquearle las fuerzas cerró los ojos y tomó una bocanada de
aire por la boca.
Escuchó, y lo que oyó le produjo un estremecimiento que lo sacudió
desde la cabeza hasta los pies.
Sin atreverse a abrir los ojos se concentró en el murmullo gutural de su
madre, intentando convencerse de que se trataba tan solo de su imaginación.
El murmullo se había elevado hasta convertirse en un gruñido cadencioso
que se repetía una y otra vez. Con cada comienzo le pareció que el
murmullo adquiría una mayor nitidez. Ya no era solo un gruñido, sino que
prácticamente eran palabras, palabras que decían…
—Libérame… mi pequeño… libérame…
Pero no eran posibles. No podían brotar de aquellos labios salvajes.
Aquella boca, con aquellos dientes, que había desgarrado la carne de los
cadáveres. No. Debía tratarse de su imaginación. Tal vez, su mente se
hubiera vuelto finalmente del revés; tal vez, atormentada por las horas de
soledad y contrariada ante el asesinato y suicidio que pensaba cometer, su
mente hubiera decidido rebelarse e inventar una realidad más conveniente.
Volverse loco le parecía la respuesta más cuerda a su situación.
Al abrir los ojos de nuevo vio como su madre alzaba una palma de la
mano en gesto de súplica.
—Por favor, libéranos.
El joven bajó el arma. Ahora la había escuchado perfectamente. Aquello
no era producto de su imaginación. No estaba alucinando. No estaba loco.
De algún modo su madre había regresado. Había superado la enfermedad y
podrían estar juntos de nuevo. Ignoró la punzada de suspicacia que había
surgido cuando su madre pronunció: libéranos. Por supuesto, ella había
querido decir libérame, no libéranos. Él, sencillamente, la había entendido
mal.
—Yo… Mamá… —pero las palabras se atascaban en su garganta como
un globo en llamas que se hinchaba por segundos.
Guardó la pistola en el bolsillo, sustituyéndola por la llave que abría el
candado y liberaba la cadena en torno al cuello de su madre. A
continuación, tras arrojar el metal a un lado, la ayudó a levantarse
sosteniéndola por los antebrazos.
Las piernas de la mujer temblaban, pero lograron sostenerla. Se inclinó
hacia delante hasta detenerse en el pecho de su hijo. Arrimó la cabeza hacia
la oreja del muchacho y después los labios.
El chico la abrazó con cuidado y, aturdido, sollozó de alegría y de
miedo. Sintió como la boca de su madre se abría y tuvo un ataque de pánico
al pensar que, en realidad, ella no había cambiado. Él había visto y había
oído lo que quería ver y lo que quería oír, y ahora pagaría las
consecuencias. Su madre le arrancaría la oreja de cuajo y más tarde le
devoraría el rostro, las entrañas y cada pedazo de carne hasta convertirlo en
un amasijo sanguinolento de huesos.
Sin embargo, la boca de su madre no se cerró en torno a su oreja. Volvió
a hablar y, en esta ocasión, la voz parecía lejana, como si solo le
perteneciera a ella de forma ceremonial. Ya no contenía súplica alguna, no
había agradecimiento, solo una especie de declaración de intenciones; casi
una orden.
—Te necesitamos. Os necesitamos a todos.
Capítulo 1: Takashi

Apenas se asomaba la corona del sol por encima de la línea del


horizonte y el ambiente todavía era fresco, aunque en pocas horas la luz y el
calor del día lloverían impasibles sobre el campamento; no tan abrasador ni
peligroso como había resultado ser durante el mes de agosto —cuando el
grupo buscaba amparo en las sombras siempre que era posible—, pero sí lo
suficiente como para mantener la precaución de cubrirse la cabeza con
sombreros, pañuelos y gorras.
Takashi deshizo con lentitud la posición cruzada de las piernas y se
masajeó las rodillas, la espalda y el cuello. Llevaba meditando más de una
hora en uno de los pabellones laterales de la enorme tienda de campaña y el
dolor había echado raíces a lo largo de las piernas y en la zona lumbar
durante los últimos minutos. Lo había resistido hasta que su voluntad y su
concentración flaquearon por fin. A esta distracción también se le había
sumado el sonido del campamento, un sonido compuesto por una algarabía
de ruidos, diferentes y familiares.
Podía escuchar las voces, conversando entre murmullos, procedentes de
los encargados de preparar en una gran olla el desayuno a base de cereales,
frutos secos y agua hervida. También lo alcanzaba el restallar de las cuerdas
de los arcos y los intermitentes consejos y correcciones de Andrea, una
adolescente que había sido campeona de tiro con arco de la alta
competición. Había otros sonidos más sutiles que correspondían a mil
pequeños actos de convivencia. Y por encima de todos se alzaba el silbido
cortante del viento, filtrándose por las paredes medievales y semiderruidas
de aquella fortificación de montaña.
Derramó agua en una palangana de acero inoxidable y se lavó el rostro
y la cabeza rapada, sin prisa, frotándose las innumerables cicatrices,
dentelladas en su mayoría, que lo cubrían como un dibujo en relieve. Esas
eran las más evidentes, aunque había otras. Algunas le recorrían el cuerpo,
ocultas bajo la ropa, y estaban curadas. Otras, en cambio, eran invisibles,
intangibles, y sangraban sus pensamientos en las horas muertas; un
recuerdo permanente de la pelea en la que había caído moribundo,
sangrando por infinidad de heridas, pero victorioso.
Tras aquel combate, empapado por la sangre, el barro y la lluvia, se
creyó muerto. Pero las personas apresadas por los Muertos en el interior de
aquel instituto de educación secundaria se liberaron y lo encontraron
inconsciente bajo la lluvia, rodeado por más de una treintena de cadáveres
despedazados. Agradecidos y en deuda con él, curaron sus heridas a pesar
de no creer que fuera a sobrevivir. Aunque, contra todo pronóstico, ni
murió, ni se sumó a la legión de caníbales.
Una vez repuesto, encontró a Carles y a su familia, así como a otros
supervivientes, y llegaron a formar un gran grupo que superaba las cien
almas. Los alimentos no tardaron en escasear y se vieron obligados a buscar
un lugar seguro y donde pudieran aprovisionarse. Pero los Muertos y la
muerte los encontraban allá a donde iban.
Takashi recordó la larga marcha, aquellos días funestos, y los
pensamientos rojos que lo aguijoneaban. Se lanzaba al combate con una
furia tranquila, controlada, aniquilando uno tras otro a todos los enemigos
que se cruzaban con su espada. Y cuanto más luchaba mayor era la
impresión de que el enemigo solo quería matarlo a él. Durante los ataques,
los Muertos ignoraban al resto de la compañía y se le abalanzaban como
perros rabiosos en su dirección. Lo había asaltado la delirante idea de estar
haciendo frente a una especie de mitológica Hidra; un enemigo al que por
cada cabeza que seccionaba otras dos ocupaban su lugar.
Durante días avanzaron a marchas forzadas, luchando con
desesperación, pero sin apenas bajas, hasta que de pronto los ataques se
sucedieron de una forma muy diferente. Se iniciaban por sorpresa y siempre
en la posición contraria a donde se hallara Takashi. Fue durante aquellos
combates cuando la marea de los Muertos engulló a más de la mitad del
grupo.
También sucedió que el liderazgo gravitó hacia el espadachín. Él no lo
deseaba, pero no podía evitar que la mayoría de los supervivientes buscaran
su protección, aguardaran su opinión y la acataran como si fuera una orden.
Finalmente, encontraron refugio en aquella vieja pero efectiva
fortificación ubicada en un risco de montaña en el Parque Natural de
Penyagolosa; y así, como por arte de magia, los ataques cesaron y el
campamento comenzó a convertirse en un asentamiento.
Saquearon todos los objetos que pudieran servirles en dos pueblos
cercanos e instalaron tiendas de campaña, paneles solares que conectaron
con focos, un equipo de radiocomunicación de onda corta y una gran
plancha de horno eléctrico. Desde el estrecho río que zigzagueaba a los pies
de la montaña, entre dos barrancos, alzaron un sistema de tuberías que
trepaba por la ladera de la montaña y añadieron un motor para bombear
agua desde el afluente y canalizarla hasta la fortaleza.
Gracias a la radio, y a pesar del persistente ruido blanco que interfería
en la señal, no tardaron en descubrir que no eran los únicos grupos de
supervivientes. Habían establecido contacto con al menos una docena y un
par de ellos por lo menos estaban relativamente cerca. La mayoría se
asentaban en zonas agrestes poco accesibles y cuya distribución del terreno
los favorecía para defenderse. La única excepción a esta regla se sucedía en
Valencia, donde los Hijos de Dios, un grupo numeroso y fanático hasta la
locura, se hacía fuerte en el corazón de la ciudad y fortificaba calle a calle.
A pesar de estos logros y de saber que habían alcanzado una especie de
equilibrio y seguridad, a Takashi no dejaban de asaltarle las dudas y las
preocupaciones. Estaban los problemas cotidianos como las peleas, los
robos y acusaciones, la búsqueda de alimentos o medicamentos (aunque
hasta la fecha habían logrado abastecerse sin demasiados problemas), pero
lo que realmente lo preocupaba era la completa desaparición de los
Muertos. Durante el mes de agosto no habían sido atacados ni una sola vez
y cada vez más costaba encontrar supervivientes. La ausencia de ataques
era un alivio para todo el mundo y algunas personas vaticinaban el final de
la crisis argumentando que la legión de personas infectadas pronto moriría
de inanición. Takashi, por mucho que le agradara la posibilidad, albergaba
serias dudas acerca del final de sus problemas.
Se sacudió los pensamientos y, cuando terminó de asearse, salió al
pabellón central donde lo esperaba Carles junto a la puerta. Vestía unos
tejanos y una cazadora paramilitar de camuflaje. En aquel preciso instante
se estaba acariciando la barba, una barba blanca que se había dejado crecer
durante el último mes y que lo hacía parecer más viejo de sus cincuenta
años. A Takashi le bastó un simple vistazo para darse cuenta de que algo no
marchaba bien.
—¿Qué sucede? —preguntó Takashi.
—Se trata de Iván. Ha regresado al campamento. Ahora mismo debe
estar subiendo el último tramo del sendero.
—¿Y su hermano? ¿Y Celia?
Carles negó con la cabeza: —Viene solo.
Iván, Néstor y Celia, formaban el mejor equipo de exploradores del
campamento. Antes de la llegada de los Muertos, Celia había trabajado
como guardabosques. Los dos hermanos, por otro lado, habían crecido en
Culla, un pequeño pueblo de montaña, y ambos estaban acostumbrados a
cazar desde pequeños. Y aunque había otros tres grupos de exploradores las
tareas de estos últimos se limitaban a poner trampas, saquear, y forrajear en
las cercanías.
En cambio, Takashi le había asignado al grupo de Iván, Néstor y Celia,
la arriesgada misión de alejarse del campamento para encontrar
supervivientes. Takashi no quería sacar conclusiones precipitadas, aunque
dudaba que Iván hubiera regresado al campamento sin su hermano de haber
estado este último con vida.
Se ajustó la espada al cinto y salió de la tienda con Carles siguiendo sus
pasos. Desde que se había recuperado milagrosamente de las heridas con
los Muertos la idea de separarse de su espada le resultaba tan absurda como
la idea de separarse de un brazo o de una pierna.
—Señor —le saludaron respetuosamente un par de hombres armados
con lanzas de madera, la punta afilada, negra y endurecida al fuego. Otros
hombres y mujeres dejaron sus quehaceres para hacerse a un lado con una
inclinación de cabeza, mientras los niños se escondían tras sus madres y lo
observaban con una curiosidad y un temor casi reverencial.
Descendieron unos peldaños de piedra desgastada hasta alcanzar el
enorme portal de la entrada que se hallaba flanqueado por dos torres. Una
de ellas, la de la izquierda, resultaba imposible de utilizar ya que la escalera
yacía desmoronada en la base. Sin embargo, a pesar del lamentable aspecto
de la estructura, ambas resistían y desde lo alto de la torre de la derecha se
podía divisar buena parte del valle, de las montañas cercanas, y ofrecía
también una excelente posición desde la que abrir fuego sobre cualquiera
que intentara atravesar el portal sin ser invitado.
Lucas, un joven introvertido y seco que apenas había dejado atrás la
adolescencia y el acné y a quien le tocaba el turno de vigilancia en la
entrada, se apoyaba sobre el borde del torreón. Sostenía una escopeta de
caza con munición de postas sin dejar de observar, con evidente curiosidad,
el sendero que ascendía por la ladera de la montaña hasta el campamento.
Cuando Takashi y Carles llegaron a la entrada un par de vigilantes ya
habían desatrancado el portal, dejando a un lado la enorme y gruesa barra
de madera, y tiraban con fuerza de las pesadas hojas hacia el interior.
Takashi subió al torreón sorprendiendo a Lucas quien carraspeó un tanto
azorado y murmuró un saludo ininteligible que parecía dirigido a su propio
hombro. Le hizo un rápido gesto con la cabeza en dirección al sendero y se
apartó para que Takashi pudiera observar mejor.
El explorador subía por el último tramo de la montaña, el último hasta
que el terreno girase bruscamente hacia la entrada. Caminaba con un ritmo
constante y decidido, aunque inclinado hacia delante, con los hombros
cerrados y la actitud de un hombre derrotado. Por supuesto, era tal y como
le había dicho Carles. Ni su hermano Néstor, ni Celia, la guardabosques, lo
acompañaban. Tampoco llevaba la mochila ni las armas con las que había
partido del campamento. No alcanzaba a verlo con detalle, pero le pareció
que Iván, por el aspecto embarrado y sucio de su ropa, había estado
caminando sin descanso durante muchas horas, tal vez incluso durante toda
la noche.
Le dio instrucciones a Carles de que, una vez se hubiera asegurado de
que no estuviera infectado, acompañara al explorador a su tienda de
campaña inmediatamente. Por el camino se sirvió dos cuencos del desayuno
que bullía en el interior de la gran olla.
En otro de los pabellones de su tienda de campaña dispuso un par de
sillas, una mesa plegable, y depositó los cuencos mientras aguardaba.
Gracias a las conversaciones por radio con otros campamentos conocía
de sobra lo difícil que resultaba encontrar otros seres humanos, ya
estuvieran estos infectados o sanos. Y ahora, seguramente, había perdido a
dos de los miembros más capaces del refugio. No deseaba ser demasiado
duro interrogando a Iván —el pobre hombre parecía haber descendido al
infierno y seguramente todavía estaba en él—, pero necesitaba saber con
exactitud que le había sucedido al grupo.
Al cabo de un minuto escuchó pasos acercándose. La lona impermeable
de la tienda se hizo a un lado y Takashi vio como Carles la sostenía y daba
paso al explorador. Este titubeó antes de entrar. Era un hombre bajo,
fornido, de pobladas cejas, y aunque siempre llevaba el rostro afeitado y la
ropa bastante aseada ahora le asomaba una sombra de barba negra y se
apreciaban desgarrones y restos de maleza en la camisa y en las perneras.
—Adelante. Siéntate. Come —ordenó Takashi, señalando la silla y el
cuenco con la palma hacia arriba.
Takashi todavía no se había acostumbrado al miedo y a la repugnancia
que despertaban sus cicatrices en la mayoría de las personas, y aunque a él
también le desagradaban tenía que admitir que en circunstancias como
aquellas podían ser muy útiles. El explorador obedeció dándole las gracias
y aunque intentó sostenerle la mirada no tardó más que un par de segundos
en desviarla hacia la comida, no sin antes tragar saliva.
Reflexionó en lo que se asomaba tras sus ojos. Miedo, de aquello estaba
seguro, pero ¿miedo de qué? ¿De él? ¿De lo que había visto? ¿O tal vez de
lo que había hecho? Y aunque el miedo era evidente no era lo único que
nadaba en su mirada. Había un sentimiento que no lograba descifrar y que,
le pareció, rayaba con la locura.
Carles estaba girándose para marcharse, pero Takashi le pidió que se
quedara. Si algún peligro amenazaba la seguridad del refugio aquella
conversación sería crucial y deseaba que otros oídos diferentes a los suyos
escucharan lo que el explorador tenía que contar.
Como no había ninguna otra silla su amigo se quedó de pie, a un lado
del explorador quien en aquel momento los ignoró por completo mientras
engullía una cucharada tras otra del tazón. En cuanto hubo terminado
depositó el tazón en la mesilla y elevó la mirada hacia Takashi, una mirada
que suplicaba por terminar con aquel encuentro cuanto antes, pero que
chocó con unos ojos duros e impasibles.
Transcurrieron los segundos y el explorador sacudió la cabeza, inquieto,
primero a un lado, luego al otro, como si buscara una salida, hasta que
finalmente soltó un suspiro que más bien parecía un lamento.
—Están muertos —confesó por fin, tras alzar la cabeza y clavar los ojos
en el pecho de Takashi.
—¿Estás seguro de que están muertos? —preguntó Takashi.
—Sí… estoy seguro.
—¿Los vistes morir?
El explorador tembló ligeramente al abrir la boca hasta en dos
ocasiones, dispuesto a hablar, pero sin que ningún sonido brotara de sus
labios. Finalmente asintió con la cabeza.
Takashi y Carles intercambiaron una mirada pesarosa ante la
confirmación de sus peores sospechas.
—Lo lamento mucho, Iván —dijo Takashi, aunque su afirmación le
pareció lejana, incluso falsa—. Ahora necesito que hagas un último
esfuerzo y nos cuentes qué ha sucedido.
—Yo… Ahora no, por favor —suplicó Iván—, estoy agotado. Necesito
descansar. Mañana… Sí, mañana estará todo resuelto.
—Lo necesitamos saber ahora —insistió Takashi con aspereza.
—Mañana, sí, mañana lo explicaré… —siguió murmurando el
explorador, ajeno a su interlocutor.
—Sabemos que estás agotado —intervino Carles con amabilidad— y te
aseguro que podrás descansar todo lo que necesites, pero ahora necesitamos
que nos cuentes qué ha sucedido. Hazlo por Néstor, que su pérdida no haya
sido en vano.
El explorador alzó el rostro hacia Carles y lo observó durante varios
segundos, primero circunspecto y luego con determinación.
—Sí, por mi hermano. Por Néstor. Os contaré lo que pasó.
El explorador les narró —al principio con torpeza y muchas pausas,
pero al cabo de unos minutos con una gran fluidez— cómo habían viajado
durante tres días utilizando caminos secundarios y rutas de senderismo, de
pueblo en pueblo, buscando con cuidado signos de presencia humana o de
los Muertos, sin exponerse demasiado. Y aunque no hallaron rastro alguno
ni de los primeros ni de los segundos sí que encontraron numerosos
comercios donde aprovisionarse con alimentos, así como otros lugares de
interés que más adelante les podrían ser de utilidad, como ferreterías o
farmacias. Por lo visto, habían anotado los nombres de las calles y habían
señalizado los emplazamientos en un mapa.
—¿Dónde está ese mapa? —lo interrumpió Takashi.
—Lo llevaba en la mochila… y ésta la perdí —respondió cabizbajo.
—Está bien, continúa.
—Seguimos viajando hasta el castillo de Onda. Celia conocía bien el
pueblo, yo mismo lo había visitado alguna vez hace años, y ella no dejaba
de insistir en que el castillo tenía muros altos, torres sólidas, y estaba en
buen estado por lo que tal vez encontraríamos a gente refugiada tras las
murallas… La muy condenada estaba en lo cierto.
«Allí se habían reunido muchísimas personas, pero en algún momento
todo se les debió de ir a la mierda… tal vez sucedió hace un mes, o dos, o
tres, quién sabe… Fuera cuando fuera, debió de ser una carnicería.
Encontramos decenas de restos humanos devorados hasta los huesos y allí
había de todo… Familias enteras.
El explorador hizo una pausa para hundir el rostro entre las manos y
sollozó durante un minuto hasta que logró recuperar la compostura.
—Después de aquello —continuó tras secarse las lágrimas con el dorso
de la mano— buscamos un lugar para descansar. Llegamos a un edificio
grande. Un matadero para cerdos y entonces… entonces… Nos atacaron.
Yo logré escapar y seguí corriendo hasta llegar hasta aquí.
—¿Os atacaron los Muertos? ¿Cuántos eran?
—Yo… sí, eran los Muertos… yo, no sé cuántos eran. Cinco, puede que
seis.
Takashi se movió inquieto en la silla. Aquello no encajaba. Los tres
miembros del grupo de exploradores no solo eran los mejores en su campo,
sino que también disparaban endiabladamente bien, sobre todo los dos
hermanos.
—Cinco o seis es un grupo pequeño y vosotros ibais armados con rifles
y pistolas. Además, los tres teníais muy buena puntería ¿Cómo es posible
que no los abatierais?
—Yo… no sé… nos cogieron por sorpresa, supongo —respondió Iván
sin levantar la mirada, la frente arrugada por el esfuerzo.
—Y cuándo viste que caían sobre tu hermano y sobre Celia escapaste
corriendo —insistió Takashi.
—No, eso no fue lo que… intentamos huir, pero cayeron sobre nosotros.
—¿Y cómo perdiste el rifle y la mochila?
—Los tiré para correr más rápido.
—¿También tiraste la pistola? —le preguntó Carles tras acercarse un
paso y señalar la funda vacía que le colgaba del cinturón.
El hombre se quedó mirando embobado, primero a Carles y después la
funda del arma.
—No sé… debió de caerse mientras corría. Por favor, no puedo seguir
con esto… es la verdad… os lo juro… —y el explorador volvió a hundir el
rostro entre las manos.
—Está bien —dijo Takashi—. Lo mejor será que descanses.
El hombre salió más abatido que cuando había entrado por primera vez
en el pabellón. Takashi y Carles aguardaron unos segundos hasta que
escucharon como los pasos del explorador se alejaban de la tienda de
campaña.
—¿Qué opinas? —preguntó Takashi.
—Creo que huyó.
—¿Y dejó morir a su hermano y a Celia?
—Si se hubiese tratado solo de Celia no creo que plantara cara a cinco o
seis de los Muertos. Pero dudo mucho que abandonara a su hermano sin
disparar por lo menos en un par de ocasiones —Carles se encogió de
hombros. —Supongo que cuando vio que la situación estaba perdida se
deshizo del rifle y corrió como si lo persiguiera el demonio.
—Puede ser.
—Pero no le crees, ¿verdad? —replicó Carles.
—Nos está ocultado algo, de eso estoy convencido. Y parte de lo que
nos ha contado no encaja en la historia. Es posible que tirara el rifle y la
mochila para correr más rápido. Aunque es muy difícil que perdiera la
pistola corriendo porque la funda tiene un cierre con clip y parece muy
seguro.
—Aun así, es posible que cayera o que incluso tuviera el cierre abierto
para poder sacar el arma con rapidez. Ese hombre está en shock. Me
sorprende incluso que haya encontrado el camino al campamento en ese
estado.
—Sí, supongo que tienes razón —convino Takashi y envolvió el puño
derecho con la mano izquierda adoptando una actitud meditabunda.
Al cabo de unos instantes Carles se permitió una pequeña risa.
—Conozco esa postura de sobra. ¿Qué estás pensando?
—Iván ha dicho que los atacaron cerca de ese pueblo… Onda. Es el
primer lugar en más de un mes donde hemos tenido un encuentro con los
Muertos.
—¿Y estás pensando en ir allí? ¿Verdad? —La pregunta de Carles sonó
en realidad como una afirmación.
—Está solo a tres días de camino. Celia y Néstor eran de los nuestros.
Si los encontramos les daremos la paz que se merecen. Y si hay más de los
Muertos también nos encargaremos de ellos. Además, con un poco de
suerte nos haremos con el mapa que estaban elaborando antes del ataque.
Nos podría ser muy útil.
—Sí, supongo que sí —suspiró Carles—. Dentro de poco el tiempo va a
cambiar y aquí arriba hará un frío de mil demonios. Mucha gente se pondrá
enferma. También podríamos construir algunas cabañas, aislarlas bien y
utilizar un generador con gasolina para asegurarnos de estar bien calientes
por las noches.
—Te dejo a cargo de eso. Haz lo que sea necesario. Yo me ocuparé de
reunir un buen grupo y viajar a Onda —dijo Takashi, súbitamente
emocionado ante la perspectiva de regresar a los caminos y abandonar
aquella jaula de piedra vieja.
—Takashi… —comenzó Carles un tanto incómodo—, ¿por qué no lo
dejas estar?
—¿Qué quieres decir? —replicó Takashi.
—Quiero decir que no hace falta que te pongas en peligro. Aquí
estamos seguros. Con un poco de preparación resistiremos el invierno sin
problemas y en unos meses, o en un año como mucho, todo ese problema
de los Muertos puede que se haya resuelto por sí solo. Por lo que sabemos
solo buscan carne y en algún momento dejarán de encontrarla para
alimentarse y morirán de inanición o estarán, tan débiles que no serán un
peligro para nadie.
Aquella conversación había surgido en más de una y en más de dos
ocasiones. Cuando hablaban del tema Carles siempre exponía estos
argumentos y Takashi entendía el punto de vista de su amigo. Era una
conclusión lógica, sensata, prudente, y, a su parecer, totalmente equivocada.
No podía explicarlo, pero lo sentía en las entrañas. Sabía que el problema
no se acabaría ni en unos meses ni en un año. Lo que había allí fuera no
estaba dispuesto a morir de inanición. Entonces recordó algo que el
explorador había mencionado.
—¿Dónde los atacaron? —preguntó Takashi.
—Lo has dicho hace nada, en el pueblo de Onda —dijo Carles.
—Cerca de Onda. Al llegar a un matadero de cerdos… —Takashi dejó
las últimas palabras flotando sugerentes.
Carles abrió la boca y frunció el ceño.
—¿No creerás que los Muertos están alimentándose con el ganado?
Seguramente los animales que pudiera haber allí estarán más que muertos.
—Tal vez. Tal vez solo sea una casualidad —admitió Takashi— o tal
vez estaban allí por ese motivo. Sea como sea habrá que ir hasta ese
matadero para averiguarlo.
Carles dio un largo suspiro de resignación.
—No hay nada que pueda decir para hacerte cambiar de opinión,
¿verdad?
Takashi sacudió la cabeza en negación.
—Pues venga, vete a buscar cerdos muertos y mapas. Pero asegúrate de
no morir o tendré que matarte una segunda vez por dejarme aquí,
encargándome de todos los problemas. No todos tenemos una espada
samurái y cicatrices como las tuyas para impresionar a la gente —dijo
Carles, aparentando estar molesto, pero lográndolo solo a medias.
Takashi le puso la mano sobre el hombro y le sonrió agradecido.
—Eres un buen amigo. Y no hay nadie mejor que tú para cuidar de este
lugar.
Carles se removió incómodo, halagado y un poco triste.
—Solo ten cuidado.
—Siempre tengo cuidado. ¿Quién crees que estaría dispuesto a venir?
Hicieron una lista de los posibles candidatos para aquel viaje. Era una
lista corta —tres o cuatro como mucho— porque debían viajar rápido y con
discreción y eso implicaba gente que blandiera armas cuerpo a cuerpo o que
fuera lo bastante diestra con el arco. La lista estaba compuesta en su
mayoría por hombres que habían aprendido a marchas forzadas a utilizar
hachas y hachuelas, machetes y cuchillos, bates de beisbol y porras;
cualquier cosa que pudiera ser efectiva como arma. También llevarían
lanzas de punta endurecida al fuego, armas elaboradas con una técnica
primitiva pero efectiva a la hora de parale los pies a los Muertos. Rifles,
pistolas y escopetas, por otro lado, estaban descartadas. Disponían de pocas
—estas estaban repartidas entre los exploradores y algunos vigilantes del
campamento— y cuando eran utilizadas atraían demasiado la atención.
El regreso de Iván, el explorador, sin su hermano ni Celia, la
guardabosques, estaba en boca de todos y pronto se difundieron las noticias
de lo sucedido. Takashi se pasó el resto del día hablando con unos y con
otros, considerando quien debería acompañarlo.
No fue una tarea sencilla ya que, al contrario de lo que había imaginado,
se presentaron muchos voluntarios. La gente estaba furiosa, enardecida por
la muerte de dos de los suyos, y todos deseaban dar caza a los Muertos.
Cada uno de los supervivientes que habitaba en aquel asentamiento había
perdido a gente, familia, amigos, y durante mucho tiempo se habían sentido
impotentes ante ese dolor y esa rabia. Pero ahora tenían un objetivo sobre el
cual descargarla y, aunque los hermanos nunca fueron muy populares en el
campamento, Celia era querida por todo el mundo, siempre atenta, siempre
amable, y era de las pocas personas que reservaba un hueco de sus saqueos
para chucherías y otros pequeños juguetes destinados a los más pequeños.
Al caminar hacia la galería que utilizaban para practicar el tiro con arco
—un estrecho pasillo de rocas cubiertas de musgo y sin techo— Takashi
advirtió cierta desazón que lo roía por dentro, pero no fue capaz de
averiguar su procedencia. Tenía que ver con Iván y la conversación que
habían mantenido. Algo no encajaba, algo importante que había pasado por
alto. Sentía que estaba a punto de dar con la respuesta, aunque esta se le
resistía en el límite de los pensamientos…
—¿Takashi?
Este alzó el rostro y vio a Andrea. La joven tenía el pelo del color del
oro viejo y lo llevaba recogido en una coleta. Con el arco en la mano y una
actitud resuelta, Andrea parecía una Amazona salida de las leyendas. A su
espalda un grupo compuesto por unas diez personas iba turnándose para
practicar en la galería.
—Ya te habrás enterado de lo sucedido.
Ella esbozó una sonrisa amarga sin apartar la mirada de su rostro
surcado de cicatrices.
—No se habla de otra cosa, nuestra “fortaleza” —a Takashi le parecía
que “ruinas” era un término que se acercaba mucho más a la realidad— se
ha convertido en un club de viejas chismosas... También sé que estás
reuniendo un grupo y quiero ser parte de él.
Takashi se demoró unos segundos en responder. Ya había previsto esa
respuesta y tenía la réplica preparada. Andrea era demasiado joven, aunque
ese no era el único motivo. A primera vista era una chica agradable,
graciosa, de movimientos elegantes y al mismo tiempo nerviosos, como si
siempre necesitara estar ocupada, pero por debajo de todo eso Takashi había
advertido una rabia y una dureza que pedían urgentemente darles rienda
suelta. Para aquel viaje necesitaba un grupo que no ardiera en deseos de
ponerse en peligro.
—Te necesitamos en el campamento para que ayudes con la instrucción.
Pero sí que me gustaría contar con un buen arco.
Andrea frunció los labios en desaprobación y se alejó varios metros del
grupo que practicaba en la galería de tiro.
—Míralos. —En ese momento, un par de flechas volaron hacia la diana
de heno que había ubicada al final de la galería; una impactó en el límite
exterior y la otra describió con ímpetu un arco ascendente hasta terminar
chocando y rebotando contra la pared. —La mayoría están muy verdes.
Tienen problemas para darle a un blanco inmóvil a diez metros de distancia.
Imagínate lo bien que les iría intentando disparar a varios Muertos que
corren hacia ellos. Si lo que quieres es un buen arco, y unas buenas manos
que lo sepan usar, tienes que llevarme contigo.
—¿Y él? —insistió Takashi señalando con el mentón a Darío, un joven
de piel morena que rondaría los dieciocho o diecinueve años y que nunca
estaba demasiado lejos de Andrea. Aunque ambos intentaban ser discretos
todo el campamento sabía que estaban juntos. En una comunidad tan
pequeña los secretos eran tan extraños como la privacidad.
La primera flecha de Darío dio en el centro de la diana y, rápidamente,
como si el joven supiera que lo estaban observando —seguramente así era
—, disparó otra flecha y luego otra más. La segunda impactó cerca de la
primera, desviada un poco hacia la derecha, y la tercera impactó entre
medias de las dos anteriores.
—A mí me parece que lo hace bastante bien —concluyó Takashi.
La joven bufó molesta.
—¡Apartaos todos! —gritó Andrea, y el grupo que estaba practicando la
obedeció al instante.
Ella se alejó unos veinte metros en línea recta con respecto a la galería
de tiro; la distancia máxima que podía caminar hasta dar con una de las
paredes de piedra. Sin darse un momento de tregua se giró y disparó una
flecha tras otra, con movimientos fieros, los ojos encendidos, el cuerpo
tensó y fluido, todo al mismo tiempo, hasta dejar vacío el carcaj que le
colgaba de la cintura. El sonido de las flechas contra el bloque de heno era
hueco, áspero, y vibrante. Takashi estaba convencido de que aquellas
flechas habrían parado en seco a uno de los Muertos o a una docena.
La escena había transcurrido en apenas unos segundos y ese estrecho
margen de tiempo fue todo lo que necesitó Takashi para quedar convencido
de que la necesitaban en el grupo. Ya tenía una arquera.
El segundo componente del grupo fue Jordi, que aceptó enseguida. En
realidad, todo el mundo lo llamaba Gegant debido a sus largos dos metros
de estatura, centímetro arriba, centímetro abajo, y a una musculatura fruto
de asistir tres días a la semana a un gimnasio desde hacía años, al menos
hasta que el mundo se había ido a la mierda. Era, sin lugar a duda, la
persona más fuerte del campamento y había sobrevivido hasta ese momento
a golpe de martillo. Utilizaba una maza de obra, un modelo Bellota de seis
kilos con la cabeza de acero forjado, y había demostrado que era una
herramienta tan útil para derribar muros como para fracturar cráneos.
En tercer lugar, escogió a Marcos que había trabajado como vigilante de
seguridad en un centro comercial de Alicante y en la actualidad seguía
ejerciendo el mismo rol en el asentamiento. Era duro, lo bastante duro para
no amedrentarse ante una pelea y sabía utilizar la lanza lo bastante bien
como para derribar a un Muerto que cargara contra ellos.
La noche ya había caído sobre el campamento cuando dio por zanjado
el tema.
La mayoría de la gente se había congregado en la esplanada central de
la fortaleza derruida. La luna llena brillaba con tanta intensidad que aquella
noche no eran necesarias las linternas de pie ni las hogueras. Varios círculos
de sillas se apiñaban aquí y allá, cerca de la gran plancha para cocinar, y la
gente cenaba animadamente, aunque en tono discreto. Sobre la plancha
descansaba un enorme caldero negro y la burbujeante sopa contenida en él
ya había descendido hasta la mitad de su capacidad, pero todavía quedaba
suficiente para quienes quisieran repetir. Cuando le llegó el olor de la carne
y las verduras, Takashi sintió como despertaba en su estómago el exigente
impulso del hambre. Y aunque el hambre lo apremiaba, la inquietud que lo
había estado royendo durante el día lo apremiaba con una urgencia todavía
mayor.
Se preguntó qué había pasado por alto durante la conversación de la
mañana mientras buscaba el rostro de Iván, el explorador, entre los rostros
de la gente. No había vuelto a verlo en todo el día y por lo visto tampoco
había hecho acto de presencia durante la noche. Se le ocurrió la peligrosa
idea de que Iván hubiera estado infectado y Carles y los guardias hubieran
pasado por alto un rasguño o una mordedura al revisarlo al llegar al
campamento. Cubierto de suciedad, barro y hojarasca era posible…
Caminó entre los círculos tratando de aclarar sus pensamientos. Algunas
personas se giraron curiosas para observarlo y alguien lo invitó a sentarse.
No —caviló Takashi, abstraído de la propuesta—. No tenía fiebre, ni
delirios. Parecía agotado y algo errático en sus respuestas, pero eso es
algo normal después de haber perdido a su hermano y viajar sin descanso
hasta aquí.
Se detuvo. Aquellas palabras dieron rienda suelta a la respuesta que lo
inquietaba y a la que no había logrado darle forma. Desvió la mirada hacia
el cielo y quedó hipnotizado por el espectáculo, aunque la acción le pareció
ajena a sí mismo. Lo que en realidad sintió fue que una fuerza externa tiraba
de su rostro hacia arriba con una suavidad inexorable. Se estremeció
temeroso ante la inmensidad del universo. El oscuro cielo abovedado lo
cubría con un jardín de estrellas. Una multitud de ojos ardientes, fríos y
distantes que los contemplaban desde todas direcciones. Y por encima de
todo la esclerótica muerta de la Luna…
Entonces, el hecho que había pasado por alto lo golpeó tras la mirada
como el flash de una cámara fotográfica. El hechizo se rompió y Takashi se
descubrió mirando con urgencia a un lado y a otro. Corrió hasta Carles que
apuraba su cuenco de sopa junto a su esposa Rosana y a sus hijos, Clara y
Joan.
—Acompáñame, rápido —exigió Takashi, y siguió caminando con
decisión en dirección a unas tiendas de campaña, sin comprobar si Carles lo
obedecía.
Al cabo de unos metros Carles llegaba a la carrera hasta ponerse a su
lado.
—¿Qué sucede? —preguntó sin que ninguno de los dos se detuviera.
—Es Iván. Caminó tres días hasta llegar a ese pueblo donde los
atacaron.
—Sí… —confirmó Carles.
—¿Cuántos ha necesitado para regresar al campamento?
—Pues… — Carles hizo un esfuerzo evidente por hacer el cálculo. —
Fueron tres… no, espera, ¿dos días? —concluyó con el ceño fruncido.
—Un día y medio si fueron atacados por la mañana, menos incluso si
fue por la tarde —aclaró Takashi.
—Eso no puede ser. Bueno, tal vez conocía un camino más corto —
argumentó Carles.
—En su estado no lo creo.
Se detuvieron frente a la tienda de campaña de Iván. Era grande, de un
intenso verde oscuro, casi negro, un modelo viejo, de los que había que
anclar cada extremo al suelo con piquetas. Takashi apartó con brusquedad la
tela de la entrada, pero allí dentro no había nadie.
—Si buscáis a Iván, está haciendo el turno de vigilancia en la entrada.
Le ha cambiado el turno a Rodrigo.
Takashi y Carles se giraron hacia el interlocutor. Encontraron a Lucas
—el muchacho taciturno que estaba en lo alto de la torre aquella misma
mañana— sentado en una silla plegable, mordisqueando lo que parecía ser
una barrita energética.
Los tres se giraron hacia las dos torrezuelas que se elevaban al otro lado
del campamento y flanqueaban el portón de la entrada. Carles tenía la boca
abierta, a punto de hacer una pregunta, pero esta quedó suspendida,
interrumpida por el primer estallido que sonó como un trueno, reventando
demasiado cerca.
Hubo algunos gritos asustados y la gente comenzó a levantarse de los
círculos donde estaban comiendo.
Dos nuevos estallidos en rápida sucesión y un grito agónico
rápidamente silenciado. Nuevos disparos se entremezclaron con voces que
exigían algo, pero el mensaje quedó sofocado por los gritos y las carreras de
la gente.
Para Takashi el tiempo se aceleró, como le sucedía siempre que la
rítmica música de la sangre le golpeaba en los oídos. Cargaba esquivando a
unos y a otros, directo hacia la entrada, la mano izquierda sosteniendo en
posición la vaina de la espada, mientras la derecha se cerraba en torno a la
empuñadura, o más bien conectando con esa otra extremidad adoptada de
tela, madera y acero.
Divisó varias figuras que se desplegaban desde la entrada. En aquel
momento Marcos, uno de sus hombres, cargaba con una lanza contra la
figura que se hallaba más adelantada.
El asaltante alzó una pistola. Del extremo del arma surgió un fogonazo
blanco. La cabeza del hombre que llevaba la lanza escupió una nube rojiza
por la nuca, el cuello se sacudió hacia detrás como un resorte mecánico,
comenzó su descenso, el cuerpo arqueado hacia delante por la inercia de la
carrera, hasta que finalmente cayó desmadejado.
El asaltante, todos en realidad, llevaban ropas oscuras e iban armados
con un caótico repertorio de armas de fuego. Uno de ellos, bastante
avanzado al resto, sostenía una vieja metralleta y en aquel preciso instante
se demoraba con maligno placer agujereando un par de tiendas de campaña
desde la que se escuchaban gritos.
Takashi cargó contra este último. El individuo estaba tan concentrado en
la carnicería que no advirtió la presencia de Takashi hasta que ya estaba
demasiado cerca. Intentó girar el cañón del arma hacia él, pero la espada ya
había salido de la vaina. Cantaba contra el viento, rauda y ascendente, en un
arco que seccionó el antebrazo y siguió subiendo por el cuello y el rostro,
dibujando una larga estela roja.
Otro de los asaltantes disparó a Takashi con una escopeta de postas en el
preciso instante en que él interponía el cuerpo del hombre sin brazo a modo
de escudo. La munición impactó en la espalda e hizo jirones el tejido negro
del asaltante y la columna vertebral.
El hombre de la escopeta estaba paralizado, los ojos desencajados, al
darse cuenta de que el disparo había impactado en unos de sus compañeros.
Con un gesto brutal Takashi hizo a un lado el cadáver y se lanzó hacia
delante.
Aquello sacó al agresor de su estupor que deslizó el guardamano para
liberar el cartucho de munición agotada. Antes de que pudiera levantar la
escopeta de nuevo para apuntar a Takashi, treinta centímetros de acero,
bañados por la sangre todavía caliente, surgieron a través de su cuello. El
hombre se convulsionó, soltó el arma, el iris salpicado de diminutas
serpientes sanguinolentas, incrédulo ante la certeza de su inminente muerte.
Cuando Takashi retiró la katana —como si la espada lo hubiera estado
sosteniendo— el hombre se desplomó.
Miembros del campamento se habían unido a la lucha. Una vigilante,
cubierta tras un pedazo de muro semiderruido, disparaba su rifle contra otro
de los asaltantes. A uno de los atacantes lo acertó en el pecho, pero cuando
salió de la cobertura para disparar de nuevo varios proyectiles la abatieron.
Otro vigilante había logrado desarmar y tumbar a un agresor. Parecía
decidido a cambiar la geografía de su cara a base de puñetazos, porque no
se detuvo hasta que otro de los asaltantes le golpeó en la nuca con la culata
de un rifle, dejándolo inconsciente.
Varias flechas comenzaron a silbar en dirección a la entrada. Uno de los
agresores, que intentaba flanquear a Takashi, fue atravesado por dos
flechas. Takashi se lanzó en busca de un nuevo objetivo y cuando lo
encontró apenas tuvo tiempo de apartarse cuando este disparó contra él. De
no haberlo hecho habría sido alcanzado en el pecho o en la cabeza, pero en
su lugar la bala lo impactó en el hombro.
Sintió la potencia del proyectil, golpeándolo con toda su fuerza, y dejó
que su cuerpo se balanceara por puro instinto; el hombro izquierdo sacudido
hacia detrás, pero sin dejar de avanzar con el resto de su cuerpo. El dolor le
llegaría más tarde como un incendio, aunque eso podría esperar. Ahora
sostenía la espada solo con la diestra y aprovechó el impulso de la carrera
para girar sobre su eje en un ligero movimiento, casi danzado.
La cabeza de su acompañante en el baile cayó hacia detrás cuando el
acero le abrió una nueva y grotesca boca que gritaba al cielo palabras de
cálida sangre.
Un segundo después alguien lo golpeó en la herida y a Takashi le
pareció que un rayo lo estaba atravesando desde el hombro. Cayó
derrumbado al suelo con un alarido.
No estaba seguro de cuánto tiempo estuvo allí postrado, contemplado su
espada caída junto a un cadáver que tenía grabado en la frente, a fuego, un
ojo grotesco. Una poderosa sensación de irrealidad lo cubría todo. Takashi
escuchó en la distancia, a millones de kilómetros de allí tal vez, más
disparos, hasta que por fin imperó el silencio.
—¡Quieto todo el mundo! ¡Ostia! —gritó alguien.
Pasó un segundo, dos… diez. Recordó donde estaba. El cadáver que
tenía justo delante era obra suya. Era el artífice de su muerte. Tanteó con la
mano la tierra en busca de la empuñadura, pero se detuvo al sentir el frío
contacto del cañón de un arma contra la sien.
—Ni se te ocurra, hijoputa… Te voy a reventar los sesos por lo que has
hecho. Te voy a…
Una segunda voz, suave, razonable e implacable, interrumpió diciendo:
—No. Lo quiero vivo.
Takashi alzó la cabeza. Supo lo que iba a encontrar incluso antes de que
sus ojos se cruzaran con los del segundo interlocutor. Recorrió con lentitud
y sin interés la silueta de un cuerpo que podría pertenecer a cualquier ser
humano. Siguió subiendo, ignorando las facciones de un rostro que no
importaba. Era en los ojos donde lo sabría. Lo encontraría allí o no lo
encontraría.
El reconocimiento entre ambos fue instantáneo. Takashi comprendió
que estaba perdido, porque allí, tras aquellos ojos serenos y terribles, estaba
la Hidra de sus pesadillas.
Capítulo 2: Julia

—Doctora…
Conoce a tu enemigo. Conoce a tu enemigo. Conoce a tu jodido
enemigo… La cita que una vez enunció el coronel Adrián era más larga, tal
vez con más matices, pero en la mente de Julia quedaba resumida en esas
cuatro palabras esenciales. Cuatro palabras que la perseguían como el ritmo
obsesivo y sin tregua de un tambor en cuatro tiempos. Conoce. A. Tu.
Enemigo.
—Doctora, ¿se encuentra bien?
La sonrisa de Julia surgió con la lentitud de un glacial y carecía de toda
alegría.
—Estaba recordando algo —dijo ella, e hizo un leve ademán con el
rostro, como si se sacudiera los pensamientos, para centrarse de nuevo en la
pierna extendida del señor Claudio. —Se ha hecho un esguince leve. Va a
tener que reducir sus paseos durante un tiempo y le voy a preparar un
vendaje para impedir que el tobillo se le tuerza con otro mal movimiento.
Se acercó a un alto y estrecho armario metalizado, lo abrió, y fue
escogiendo los materiales sin vacilar. La consulta era pequeña, con apenas
espacio para la camilla donde esperaba sentado el señor Claudio, el armario,
tres sillas, y una mesa que servía de frontera entre pacientes y médicos,
delimitando claramente el lugar que le correspondía a cada uno.
El anciano la observó hacer y le dio las gracias en el momento en que
Julia comenzaba a envolver el tobillo con cuidado.
—Bueno, Quijote, parece que no nos vamos a ningún lado por un
tiempo.
El galgo, que hasta ese momento había permanecido tumbando con el
hocico apoyado sobre las patas delanteras, incorporó la cabeza como un
resorte nervioso y las uñas torcidas repiquetearon contra las baldosas de
gres. Era un animal liviano y grácil, con unos grandes ojos, brillantes y
oscuros, que expresaban en todo momento el claro deseo de salir corriendo
con garbo; un deseo contenido hasta que el señor Claudio le hiciera una
señal. Cuando a Quijote le quedó claro que no había llegado el momento
volvió a acomodarse sobre las patas.
El anciano se giró de nuevo hacia Julia. Pareció estar meditando algo.
Lo estuvo rumiando durante quince segundos y cuando habló lo hizo en un
tono cargado de empatía.
—No deje que los recuerdos la amarguen. Usted todavía es joven, y
tiene muchas cosas por las que estar agradecida. Y lo que ha hecho aquí
está… bien; es algo bueno. Les ha salvado la vida a esos chicos. Y a mí
también.
El señor Claudio era el hombre, a pesar de la edad, más fuerte, duro e
independiente que Julia había encontrado jamás, así que le dirigió una
mirada cargada de escepticismo.
En su juventud había leído la novela de Richard Matheson, Soy leyenda,
y, en cierta forma, el señor Claudio le recordaba al protagonista de la
novela; una versión envejecida y a la española, pero sin chascarrillos
cómicos. Un día la había sorprendido cuando le confesó que en primavera
había cumplido los ochenta y un años. A continuación, ese anciano nada
anciano, añadió, jovial como un chiquillo, que no estaba nada mal ya que
aún era capaz de recitar de principio a fin el poema “Canción del pirata” de
Espronceda y caminaba tres horas todos los días a buen ritmo. Para Julia el
señor Claudio era una de esas claras excepciones en que la edad parecía no
hacer mella en el vigor físico e intelectual.
—Haría falta algo más que un apocalipsis y legiones de caníbales para
terminar con usted —bromeó Julia.
Ambos rieron con gusto durante varios segundos.
—Lo digo en serio, de no ser por usted ahora estaría criando malvas.
Mire, se lo explicaré. Se lo explicaré porque usted me gusta y porque estoy
convencido de que será discreta. Bueno, por eso, y porque a los viejos nos
gusta contar nuestras batallitas.
El señor Claudio se rio de su propia broma y Julia le sonrió amable a la
espera de que continuara.
—Antes de encontrarme con tu grupo estaba considerando seriamente
volarme la tapa de los sesos —declaró con naturalidad y miró a Quijote—.
Lo habría hecho de no ser por este chucho. Pensaba que yo era lo único que
le quedaba y el pobre no es muy listo, ¿sabe usted? Me preocupaba que solo
acabara muriéndose de hambre. Pero creo que al final, antes o después, me
habría pegado un tiro igualmente.
Julia lo contempló con seriedad, conviniendo en la declaración. La idea
no le era ajena. Ella, no hacía tanto, en el interior de un ascensor, rodeada
por un ejército de los Muertos, había asumido con espeluznante frialdad la
opción de matar a su hija y a su hijo adoptivo, para luego terminar con su
propia vida, en el momento en que alguien forzara las puertas del ascensor.
Cualquier cosa era mejor que ser devorados con vida o convertirse en una
de esas criaturas. Pero el destino fue amable y las puertas del ascensor no se
abrieron. Los tres, Laura, Khalid y ella, lograron sobrevivir en aquella
especie de ataúd flotante, mientras en el exterior los gritos de soldados y
refugiados se prolongaron durante lo que le parecieron horas.
—Me alegro de que no lo hiciera —dijo Julia.
—Sí, yo también… yo también. Lo que quiero decir es que ahora puede
que tenga cierto sentido mantenerse con vida. Este lugar puede ser el
comienzo de algo.
Julia también sentía que el pueblo presentaba unas condiciones idóneas
no solo para sobrevivir sino también para tener una vida o algo que se le
parecía mucho. Estaba aislado, contaba con edificios robustos y numerosos
bancales que podían utilizarse para el cultivo. Se llamaba Errada y lo habían
encontrado días después de la matanza en el campamento de refugiados, a
varios kilómetros al norte del término de Caudiel. El pueblo —aunque por
su tamaño bien podía ser considerado una aldea— estaba rodeado de
colinas abruptas y salvajes y se apiñaba con sus edificios bajos al final de
un camino asfaltado, serpenteante y pronunciado, de un solo carril.
Probablemente el lugar ya hubiera estado prácticamente deshabitado antes
de la plaga de los Muertos. Aunque debió tener sus años de bonanza, tal vez
durante el periodo que comprendió la burbuja inmobiliaria, entre 1997 y
2007, ya que el ayuntamiento había sido lucido y reformado y el pueblo
contaba con un centro de salud de tamaño desproporcionado para la exigua
población que debía de atender. Esta teoría se vería reforzada para
cualquiera que siguiera el camino de tierra que brotaba de la vía principal y
que conducía a un amplio terreno talado, aplanado y desierto. Allí se
elevaban los esqueletos de cemento de una veintena de casas de campo
veraniegas a medio construir, con sus jardines muertos y sus piscinas de
polvo. Una urbanización abortada.
Hallaron refugio en el centro de salud, casi un hospital pequeño,
rodeados por el murete y la valla de hierro forjado, las ventanas altas
salvaguardadas con barrotes, y unas robustas puertas metalizadas. Durante
los saqueos en las poblaciones cercanas en busca de alimentos encontraron
alguna que otra familia que se les unió agradecida… y también encontraron
a los niños.
En total eran veintidós. Primero encontraron a una niña de once años
que estaba cuidando de sus hermanos pequeños, dos temerosos y obedientes
chiquillos de siete y cinco años, y que también se estaba haciendo cargo de
otra niña de siete. Más tarde se les aproximó un adolescente de quince años,
de piel cetrina e incipiente sombra de bigote, que tenía a su cuidado a una
comitiva de nada más ni nada menos que de diez infantes de variada edad.
Al resto los fueron encontrando solos o en parejas. Aquellos adolescentes,
aquellos niños y niñas, habían logrado sobrevivir a duras penas mientras el
mundo, junto a los adultos que lo configuraban con sus leyes y sus normas,
moría a su alrededor.
En todos ellos se adivinaban heridas psicológicas, de mayor o menor
gravedad. Pero incluso así, emocionalmente desgarrados, aterrorizados ante
los monstruos o aturdidos frente a la pesadilla diaria, lograban adaptarse a
su nueva situación con una velocidad y una resolución que probablemente
los adultos apenas podían imaginar. Rápidos, alerta, y con la energía
prácticamente inagotable de la niñez, se habían vuelto expertos en el arte de
seguir con vida.
Y Julia, convertida en la principal figura de autoridad en aquel refugio,
quien en otra vida había quedado relegada al invisible personaje de ama de
casa, trascendió su posición al de protectora, doctora, y, finalmente, al de
madre de todos.
Hasta cierto punto estaban aislados, aunque gracias a la radio mantenían
comunicación con un par de pequeñas comunidades, a pesar de las
inusuales interferencias.
—Supongo que tiene razón. Bueno, creo que esto ya está. Intente mover
el pie hacia dentro —dijo Julia.
El anciano lo intentó, pero las tiras adhesivas colocadas verticalmente
en el vendaje impidieron que apenas pudiera iniciar el movimiento.
—Estupendo, así no se le volverá a torcer. Puede seguir caminando sin
excesos, es bueno que fluya la sangre, pero no salga del edificio. Lo último
que necesita ahora es encontrarse con un grupo de esas cosas y tener que
salir corriendo.
Con cuidado, el señor Claudio se levantó de la camilla.
—Seguiré su consejo, doctora —fue su respuesta y tras una pausa, como
si hubiera recordado algo, siguió hablando—. Espero que eso que hace en el
sótano sea de verdad importante, que no la distraiga. Ya sabe, que la visión
de un árbol la haga olvidarse del bosque.
Julia sintió un latigazo eléctrico de culpabilidad y vergüenza, como si la
hubieran descubierto en mitad de una mentira. ¿Acaso la había estado
espiando? ¿Quizás a través de la estrecha ventana del sótano? Pero eso era
imposible porque el cristal estaba tapado con periódicos. Se preguntó hasta
qué punto el señor Claudio sabía realmente lo que ocurría allí abajo. No
mucho, aunque era evidente que tenía sus sospechas. ¿Y ella? ¿Sabía ella
realmente lo que hacía?
—Es importante —se apresuró a decir a la defensiva. Tal vez, desde una
visión más amplia, era importante para toda la humanidad; o lo que quedaba
de ella.
—No es mi intención hacerla sentir incómoda, se lo aseguro. Es solo
que he notado que últimamente pasa mucho tiempo allá abajo. Los chicos,
su hija y su hijo quiero decir, también lo han notado. Y bueno, tal vez
porque soy más viejo o porque estoy más acostumbrado a fijarme en las
cosas, me he dado cuenta de que han desaparecido ciertos alimentos muy
específicos. Aquí hay muchas bocas que alimentar y de momento estamos
bien, pero quién sabe en el futuro... Solo espero que no se olvide de quienes
son más importantes. Bueno, la dejo con sus cosas que seguro que estará
muy ocupada.
Julia lo observó salir junto a su perro, todavía aturdida, mientras
analizaba las palabras del señor Claudio, confusas para un oído ajeno, pero
precisas como el bisturí de un cirujano a la hora de abrir el problema y
dejarle claro que él sabía lo que estaba sucediendo. A la luz de la última
declaración del señor Claudio a Julia le pareció que toda la conversación
adquiría un significado muy concreto: eres la jefa, haz lo que quieras, pero
recuerda que ahora velas por mucha gente; no la cagues allí abajo.
Bueno, ella no tenía intención de fastidiarlo. Las cosas estaban bajo
control porque…
Conoce a tu enemigo.
…tenía un plan.
Cuando por fin logró recuperar el control de sí misma recogió los
vendajes sobrantes, las tijeras y el esparadrapo, y los guardó con cuidado en
el armario. Del cajón del escritorio extrajo un envase de cartón y se lo
guardó en el bolsillo de la bata. A continuación, salió de la consulta, sacó el
llavero de su bolsillo y utilizó la llave con el cabezal amarillo para cerrar la
puerta. Una voz infantil protestaba al final del corredor. Allí, acuclillados en
una línea irregular, un grupo de cinco chiquillos jugaba con unas canicas,
haciéndolas rebotar contra la pared. Aquello le arrancó una sonrisa fugaz y
no pudo más que darle la razón al señor Claudio. El pueblo, ahora su
pueblo, era un buen sitio para vivir siempre que se escucharan voces como
aquellas.
Al llegar a la planta baja se cruzó con Khalid y Laura que avanzaban
con cierta prisa. Durante una fracción de segundo le parecieron mayores,
casi adultos, endurecidos los rasgos de sus facciones juveniles, la mirada
sombría, pero la ilusión se rompió de inmediato cuando le dedicaron un
rápido saludo entre risas antes de seguir subiendo.
—¡Quietos! No tan rápido, jovencitos. Esta noche voy a estar muy
ocupada en el laboratorio. ¿Podéis ayudar a preparar la cena?
Khalid y Laura, que se habían quedado parados como estatuas en el
rellano de la escalera, intercambiaron una mirada en apariencia inocua pero
que transmitía todo un diálogo previo.
—¿Vas otra vez al sótano? —preguntó Khalid con una sombra de
reproche.
—Ya sabes que sí, es allí donde tengo el laboratorio —le ponía de mal
humor que la cuestionaran acerca de eso, así que endureció su tono de
madre y atajó la conversación retomando la pregunta original—. Bueno,
¿vais a ayudar en la cocina o vais a ser un lastre para esta comunidad?
—Es que Isabel ha encontrado un juego de cartas y nos lo quiere
enseñar —logró decir Laura en tono quejicoso.
Julia supo que aquella pequeña batalla ya estaba ganada, así que rebajó
la tensión. La clave estaba en saber cuándo apretar y cuándo soltar, cuando
amenazar, cuando lisonjear y cuando apelar al ego.
—Mirad, todavía es pronto. Podéis jugar un rato y luego ir a la cocina.
Todos debemos ayudar y vosotros sois más mayores que la mayoría.
La pareja intercambió otra mirada. Era de pura y simple resignación. Y,
como si hubieran mantenido un breve diálogo —en cierto sentido así había
sido—, Laura se giró de nuevo hacia Julia.
—Sí, Madre —respondió ella en un tono que intentaba asemejarse, y a
duras penas lo conseguía, a Skinner, el personaje de Los Simpsons que
hacía de director de la escuela.
Julia los observó subir los escalones, presurosos y ligeros, quizás felices
y en apariencia normales. Se quedó allí parada hasta que el eco de sus pasos
se perdió en el hueco de la escalera. Sintió de nuevo el temor, la palpitante
desazón, ante la perspectiva de que en cualquier momento podía ocurrir
algo catastrófico, algo que los arrancaría de ese frágil estado en que vivían
y los expondría, otra vez, a la lucha, el dolor y la muerte.
Siguió caminando por el pasillo y atravesó unas puertas dobles de
madera pálida. Aquella era la sección que daba a la parte de atrás del
edificio. El corredor continuaba con normalidad, ofreciendo la misma
apariencia aséptica que el resto del centro de salud, aunque se producía un
cambio en el ambiente que dejaba claro que aquel era un escenario
diferente.
Se tardaba varios segundos en apreciar qué es lo que marcaba la
diferencia. La primera pista era el silencio que dominaba el lugar. La
segunda era la quietud extrema, la inmovilidad del aire, propia de los
lugares abandonados. Esa clase de quietud que parece otorgar al lugar una
cualidad casi vibrante, un zumbido bajo y persistente que no se alcanza a
escuchar, sino a sentir bajo la piel.
Era la sección menos utilizada del centro de salud porque los
dormitorios, así como otras habitaciones habilitadas a modo de almacén o
salas de ocio para los jóvenes, estaban ubicados en los pisos superiores.
El corredor albergaba varias puertas en los laterales y si alguien lo
observaba al comienzo, o incluso desde la mitad, este daba la impresión de
terminar en un amplio ventanal con barrotes en el exterior. Pero si se seguía
avanzando hasta el final surgía a mano izquierda, abrupta, casi ofensiva a la
vista, una estrecha cavidad oscura. Allí fue donde Julia se detuvo.
Recogió la linterna que descansaba en el suelo, la encendió, y comenzó
a descender por los deslucidos escalones de cemento sin embaldosar. Al
llegar a la puerta del sótano utilizó la llave del cabezal rojo y, una vez
dentro, se aseguró de cerrarla con tres vueltas de la cerradura.
Recorrió unos metros y encendió un par de lámparas a pilas que se
alzaban sobre el estudio. Estas brillaron en el sótano como reducidos soles
gemelos, dejando tan solo en penumbra la periferia, con sus sombras y sus
formas apenas atisbadas.
El estudio estaba compuesto por tres mesas posicionadas en forma de U.
Sobre las tres yacía una caótica colección de notas, placas de Petri, viales,
un robusto microscopio óptico, y una heterogénea colección de material
médico.
Julia se sentó en la silla reclinable, cerró los ojos, suspiró, y dijo en voz
alta:
—Vamos, puedes hacerlo.
Palpó el bolsillo de la bata y encontró el envase de cartón, pero tras una
breve introspección decidió que todavía no era el momento. En lugar de
extraerlo lo que hizo fue dirigir su atención a una libreta negra con una
amplia etiqueta pegada en el centro que rezaba: Homo mortem.
La abrió por el marcapáginas y tras la última anotación puso la fecha del
día. Tomo una amplia respiración y se levantó de golpe. Avanzó rápida, sin
darse tiempo para dudar, hacia un bulto rectangular cubierto por una sábana
que rebosaba con sus pliegues hasta el suelo. Agarró esta última por el
extremo y la elevó como un mago que finaliza un truco de magia.
Quedó al descubierto una jaula de estrechos barrotes y que no tenía más
de un metro veinte de altura. El ser, encerrado en su interior, se hallaba en
cuclillas, apoyado contra los barrotes.
—Buenos días, Eva.
Julia desconocía el auténtico nombre que aquella mujer habría tenido
cuando todavía era humana, pero tras tantos días y tantas noches estando
juntas, había optado por bautizarla como Eva. Era un nombre bonito y
también era un nombre de connotaciones bíblicas que le pareció muy
apropiado. Eva, aunque no le había dado literalmente una costilla, sí que le
había proporcionado mucha información acerca de esa terrible y nueva
especie a la que había denominado Homo mortem.
La criatura abrió los ojos y no se adivinaba tras ellos rastro de sorpresa,
odio, ansia o desdén. Tan solo una inquietante serenidad.
Julia la alimentada con carne enlatada y, aun así, las facciones de Eva se
apretaban y estiraban hasta el punto de que la fina piel parecía a punto de
rasgarse contra los huesos de la cara.
—Enséñame los antebrazos, por favor —solicitó Julia.
Eva obedeció con indiferencia, mostrándole unos brazos pálidos y
delgados.
—Excelente. Eres increíble, Eva. No tienes ni una sola marca de los
cortes que te hice. En… —Julia comprobó el reloj—…unas ocho horas te
has curado por completo de unas profundas incisiones. ¿Qué te parece? ¿No
eres increíble?
Una parte de ella sabía que no obtendría respuesta alguna, pero otra
parte deseaba que le hablara, que se repitiera la escena ocurrida hacía casi
un mes. Aquella situación excepcional que había supuesto un punto y aparte
en la relación y los experimentos con Eva.
Antes de aquel momento la criatura había reaccionado con una
hostilidad constante a las pruebas realizadas. Pero tras aquello su
comportamiento viró radicalmente hacia la docilidad.
Ocurrió de noche, pasadas las tres de la madrugada, cuando Julia,
frustrada y furiosa por la dificultad de lograr muestras de sangre, estuvo a
punto de apuñalar a Eva con una aguja hipodérmica por pura desesperación.
Y lo habría hecho de no ser por la intensa complicidad sardónica con la que
Eva la observaba y murmuraba unas palabras ininteligibles. Era un
comportamiento nuevo, anormal, que no respondía a ningún patrón previo.
Tan solo había comenzado a murmurar.
Fue al acercarse, todavía apretando la aguja pero sin la intención de
usarla, cuando distinguió la frase, repetida en bucle, como un mensaje de
radio grabado y transmitido a través de la boca de Eva.
—Por mucho que me cueste, por muy lejos que estés, te encontraré.
No estaba segura de por cuanto tiempo sus miembros se habían negado
a responder, petrificados, ante aquella cita, aquella declaración de amor
perpetuo, pronunciado en la película “El último mohicano” y que, durante
sus años de noviazgo y cada vez menos durante el matrimonio, Román le
había susurrado cuando por motivos de estudios o de trabajo se habían
separado durante unos días. En los labios sarcásticos de aquel ser la
declaración abandonaba su hálito romántico y se convertía en una promesa
funesta.
Después de emitir el mensaje la mirada de Eva se tornó vacua y no
volvió a pronunciar ni un solo gruñido ni a mostrar el menor gesto de
agresividad.
Julia consideró seriamente si no habría sido un instante de delirio, una
alucinación acústica… Porque, señoras y señores, ella había visto
suficiente, había hecho suficiente, como para saber que su mente disponía
de carta blanca para desenchufar los interruptores que la mantenían
conectada a la realidad. Y, como aderezo, podía sumarle también la falta de
sueño, el estrés, el miedo… Pero ella no estaba loca, claro que no. Aunque
esa declaración, al ser el mantra de todos los lunáticos, ofrecía pocas
garantías, muy pocas en realidad, de estar cuerda. Pero asumiendo que así
fuera, asumiéndose poseedora de su juicio, el acontecimiento abría una
serie de posibilidades tanto o más inquietantes que la opción de haber
perdido un tornillo.
Se le pasó la paranoica idea de que aquellos seres podían leer la mente.
Claro, por supuesto, era lógico: devoradores de carne que leían la mente.
Aquello le había producido un ataque de histérica risa. Porque si estaba
dispuesta a considerar esa teoría también podría colocarse sobre la cabeza
un casco elaborado con papel de plata para protegerse como cualquier
fanático de la conspiración.
Y, sin embargo, allí había ocurrido algo. Algo que no era capaz de
explicar. El mensaje, incluso la voz, incluso esa sonrisa sarcástica en aquel
rostro ajeno, le había recordado en cierta forma a la de Román. Pero él,
probablemente, estaba muerto. E incluso aunque estuviera vivo no podría
comunicarse con ella a través de uno de esos condenados.
Así que optó por un camino alternativo, más discreto y razonable, que el
de asumir su propia locura. Siguió con su investigación, obviando en
apariencia lo que había sucedido, y avanzando desde entonces con pasmosa
celeridad gracias a la disposición de Eva ante cada una de sus solicitudes.
Poco importaba si la orden entrañaba algún daño físico, Eva siempre
obedecía sin vacilación. Así, bajo un entorno controlado, logró descubrir la
pasmosa capacidad del Homo mortem para regenerar heridas, sin importar
si se trataba de contusiones, cortes, quemaduras o congelaciones, y como
esta capacidad estaba ligada a un minúsculo organismo que se extendía por
el cuerpo del sujeto.
Y cada día, mientras desarrollaba una teoría acerca del organismo
invasor, hablaba con Eva, aunque ella nunca le respondiera. Le hablaba del
tiempo y de cómo echaba de menos ir al gimnasio. Le hablaba de sus dudas
y preocupaciones por la comunidad. Le hablaba de Laura y de Khalid. Le
hablaba del pasado, de su marido, del coronel, de anhelos y temores, de
sueños y pesadillas. Al principio lo hacía con la esperanza de que se
repitiera la escena, pero pronto dejó de ser una obligación y empezó a ver a
Eva como a una especie de amiga. Una amiga que sabía escuchar. Una
amiga peligrosa a la que mantenía encerrada en una jaula y a la que
torturaba con su charla y con toda clase de objetos. Una buena amiga, al fin
y al cabo.
En esta ocasión Julia acertó de nuevo, porque Eva se mantuvo en su
estoico silencio.
—Hoy tengo algo importante que hacer y necesitaré un momento de
intimidad —Julia tragó saliva, asintió con la cabeza para sí misma varias
veces, y siguió hablando—. Si te soy sincera, estoy hecha un lio. Tal vez no
sea nada y le esté dando demasiadas vueltas al asunto, pero si no es así, creo
que me gustaría poder hablarlo contigo más tarde. ¿Te parece bien? ¿Sí?
Eso suponía.
Los ojos vacíos de Eva la observaron alejarse al extremo opuesto de la
habitación, a un rincón oculto por las sombras y una cortina de plástico.
Julia cogió la cajetilla de la bata y sacó su contenido. En aquel sótano
refrescaba y se le puso la piel de gallina cuando se bajó los pantalones y las
bragas hasta los tobillos y procedió a sentarse en el retrete.
Deliberadamente había estado aguantando las ganas de orinar y cuando lo
hizo sintió un alivio momentáneo.
Aguardó sentada en el inodoro, ignorando el frío, persiguiendo con la
mirada la varilla del segundero de su reloj hasta que esta completó cinco
vueltas completas.
Entonces, elevó la varilla y descubrió las dos rayas que la cruzaban. Se
le escapó un sollozo que la dejó sin aliento y las lágrimas brotaron como un
manantial caliente. Se le escapaban, imparables, y era incapaz de distinguir
si lloraba de alegría o de terror.
Capítulo 3: Nadia

Tenían el campamento temporal montado en un pequeño claro junto a la


pared de la montaña, donde se acumulaban varias cajas de víveres
procedentes del saqueo en un par de casas solariegas. El refugio se
mantenía oculto sin demasiadas dificultades gracias a la vegetación y a la
oquedad provocada por una leve inclinación contraria al sentido de la
ladera.
Llevaban ya varios días alejados de la comunidad que los había
acogido. Se trataba de un convento de monjas perteneciente a la orden de
las Carmelitas descalzas. Y aunque al principio Nadia había argumentado,
protestado, y, finalmente, insultado a Ernesto por insistir en quedarse con
las religiosas, no pudo contrarrestar ciertos hechos inamovibles.
Era una comunidad muy pequeña en la que solo habían sobrevivido tres
monjas y unas pocas familias refugiadas. El edificio ofrecía protección ya
que era, por derecho propio, una fortaleza, con muros anchos y puertas
robustas. Por si fuera poco, el claustro interior contaba con un huerto y un
pozo funcional. Además, lo más importante de todo era que aquellas
religiosas no tenían nada que ver con los fanáticos de los Hijos de Dios. Así
que Nadia, a pesar de sus objeciones, acabó capitulando. Incluso así, con
todas esas ventajas, el convento carecía de muchos recursos y Nadia
prefería mantenerse en movimiento, saqueando por los alrededores, antes
que permanecer demasiado tiempo en aquel lugar que le evocaba el
recuerdo del humo y la muerte.
Como en ese momento estaba sola, Nadia aprovechó para entrenar.
Ernesto se había ido a comprobar las cañas de pescar y con un poco de
suerte —mucha en realidad— esa noche cenarían pescado.
Calculó que contaba con una media hora hasta que regresara Ernesto,
así que empezó cogiendo las pesas de un kilo. Después de trabajar los
antebrazos y las muñecas con ejercicios circulares que ascendían y
descendían, siguió con series alternas de flexiones y sentadillas. Entró en la
rutina con una suavidad casi apacible, pero al cabo de un par de minutos
había acelerado el ritmo sin apenas darse cuenta. Siguió acelerando, al
borde del frenesí, presa de pensamientos afilados; recuerdos oscuros,
fragmentados, todavía sin una forma definida.
Varios minutos después su respiración sonaba como el fuelle de un
horno a pleno rendimiento. La camiseta sin mangas se le adhirió al cuerpo,
surcos de sudor bajo las axilas y el pecho. Cada vez completaba la rutina
más rápido, más rápido, un poco más rápido, y sabía que debía detenerse,
que aquello no tenía sentido, que se estaba excediendo tal y como Ernesto
le advertía a veces… pero entonces recordó el humo, el fuego, el hedor de
la carne quemada. Lo recordó todo como si hubiera ocurrido el día anterior.
Primero el sentimiento de impotencia e incredulidad y después recordó la
escena de su ejecución, siendo presentada ante la multitud en la Plaza de la
Virgen, en una mezcla de espectáculo y castigo. Aquella masa de rostros
vociferantes, extasiados, clamando por su muerte, ansiando ver como las
llamas lamían su piel, la hacían saltar en volutas ennegrecidas y la
devoraban hasta convertirla en una estatua carbonizada. Y la rabia, esa
nueva e inseparable compañera, le insufló nuevas energías.
No solo logró mantener el ritmo, sino que incrementó la tensión un poco
más, al límite mismo de la extenuación; el cuerpo ardiendo desde dentro.
Siguió hasta que un deseo rojo la golpeó en la frente y se detuvo de golpe
—solo un momento— para soltar un grito visceral y primitivo, agarrar una
larga rama del suelo y golpear con ella al árbol más cercano. Lo golpeó una
y otra vez hasta que, con un crujido seco, la rama se le quebró en las manos.
Tiró los restos a un lado y apoyando las manos sobre las rodillas intentó
recobrar el aliento que galopaba desbocado dentro y fuera de sus pulmones.
Al cabo de unos minutos, una vez derramada la cólera, logró recuperarse.
Se sentía agotada, pero también vacía en un sentido liberador, como si
hubiera escupido un veneno que le retorcía las entrañas.
Cuando Ernesto regresó al campamento no quedaba rastro alguno de la
escena que había protagonizado. La camiseta empapada en sudor había sido
sustituida y los restos de madera arrojados montaña abajo. Nadia saludó con
desenfado a su compañero mientras terminaba de preparar un pequeño
fuego.
Ernesto apoyó las cuatro cañas de pescar y levantó una bolsa de red que
contenía una carpa de tamaño considerable.
—Pescado, alimento para el cerebro —declaró satisfecho de sí mismo.
Ella le sonrió y le dijo que lo preparara rápido porque el fuego estaba a
punto.
Acompañaron el pescado con unos tomates rescatados en unas huertas
cercanas. La cena duró apenas cinco silenciosos minutos en que ambos se
concentraron en aprovechar y saborear cada bocado de la comida. Al
terminar, ninguno de los dos estaba saciado, pero aquella sensación era solo
una más de las que se habían incorporado a su nuevo estilo de vida. Como
el mantener un sempiterno estado de alerta o analizar el terreno
constantemente por si urgiera la necesidad de huir o de buscar una posición
ventajosa para luchar.
Ernesto le propuso practicar con la pistola durante los escasos minutos
de luz antes del anochecer. Tanto ella como Ernesto contaban con un arma
corta, pero como los disparos llamarían demasiado la atención entrenaban
con una pistola de balines, una Sig Sauer P320, que al carecer
prácticamente de retroceso le servía sobre todo para mejorar su puntería y la
posición de agarre.
Ernesto, cuya habilidad con la pistola rozaba la maestría, siempre
insistía en que era fundamental un agarre correcto y firme, así como el
entrenamiento de la musculatura, tanto para garantizar que el retroceso del
arma no desviara el disparo, como para evitar lesionarse.
Las pequeñas bolas de metal derribaron todas las piedras colocadas en
hilera durante la primera y segunda ronda, sin embargo, un par de ellas
erraron durante la tercera.
—Está bien, has mejorado muchísimo estas últimas semanas —celebró
Ernesto—, aunque tienes que aprender a conservar la concentración. En los
últimos disparos me pareció que te distraías al pensar en algo.
Ella le sonrió, en parte porque agradecía el cumplido y en parte porque
su amigo había acertado en todo. Su mejora resultaba evidente,
exponencial, aunque ella ni siquiera estaba segura de qué cambios en su
fuero interno habían desencadenado dicha evolución. Solo sabía,
instintivamente, que apenas necesitaba hacer una pequeña variación, un
mínimo gesto de muñeca o de los hombros, para que cada disparo volara
inexorablemente a su objetivo.
—Creo que me distraje al pensar que me comería otra carpa para cenar
—bromeó Nadia y ambos rieron con ganas. La mentira le había surgida con
naturalidad, quizás porque en una vida más amable aquella explicación se
acercaría a la verdad. Pero lo cierto es que no quería confesar que cada vez
que apretaba el gatillo ella se imaginaba el rostro del Padre o de un
miembro de los Hijos de Dios en cada una de las piedras, y cómo, durante
la tercera ronda, el dedo del gatillo le había temblado de nerviosa
satisfacción.
Se tumbaron, acurrucados hombro con hombro, contemplando la
pantalla negro azulada del anochecer, cada uno protegido por la crisálida
del saco de dormir. Arriba, unas tempranas estrellas apuntalaban la bóveda
oscura.
—Este sitio está bastante bien, ¿no te parece? —dijo Ernesto.
—Sí, supongo.
—Tenemos bastantes víveres como para que valga la pena llevarlos al
convento.
—Claro —respondió ella.
—Podríamos tomarnos unos días de descanso. El convento es un lugar
seguro y nos vendría bien dormir en una cama y entre cuatro paredes.
—Me gusta estar aquí fuera —proclamó Nadia con vehemencia.
Sintió como, a pesar del sólido contacto que mantenían, un silencio
creciente los separaba. Transcurrieron varios minutos así, contemplando el
firmamento mientras los pensamientos se acumulaban, más densos, casi
audibles.
—Todavía no estás cómoda con esa gente, ¿es eso?
Nadia atisbó por el rabillo del ojo como Ernesto había girado el rostro
hacia ella. Tragó saliva y asintió.
—Sí… pero es algo más que estar cómoda… Yo, no estoy segura de
poder volver a confiar en nadie. —Y enseguida añadió—: Solo confío ti.
—Yo también confío en ti. Y te entiendo, pero allí arriba hay buena
gente, Nadia. Estoy seguro de que una parte de ti lo sabe.
La garganta comenzó a agarrotársele. Sentía como las lágrimas querían
brotar, pero les obligó a permanecer donde estaban y arrugó el rostro en una
mueca rabiosa.
—No puedo. Ojalá fuera diferente, pero no puedo —logró decir.
—Shhh… Tranquila, está bien, está todo bien. Mañana llevaremos el
cargamento y nos iremos enseguida, ¿vale?
—Vale. Gracias, Ernesto. —Y un minuto después, añadió: —Te quiero.
—Yo también te quiero.
Nadia se dejó caer en un sueño —un sueño interrumpido— mientras
reflexionaba acerca de ese amor. Ella lo quería, tal vez incluso lo amaba, de
una forma indescifrable. Ese amor no provenía de los vínculos de la carne y
de la sangre. Tampoco del sexo. Ellos nunca mantendrían relaciones porque
no existía esa atracción física. Y, sin embargo, lo amaba tanto que haría
pedazos a cualquiera que intentara provocarle el más mínimo daño. Ese
amor se parecía a la amistad, pero a una amistad primigenia y feroz, la clase
de amistad que tal vez hubieran mantenido los miembros de las tribus de los
primeros seres humanos, cuando la supervivencia de cada miembro del
grupo se cimentaba en la confianza de los demás.
El primer disparo no la despertó. Tuvo la vaga sensación de que Ernesto
se movía a su lado, pero ella siguió sumida a mitad de camino entre la
vigilia y el sueño.
Se incorporó de golpe con los siguientes; duras salpicaduras de sonido
en la noche, intermitentes, como el repiqueteo descompasado de la lluvia
sobre el cristal. Los estallidos reverberaban debilitados en las cuencas y los
desfiladeros de las montañas, pareciendo lejanos y, al mismo tiempo,
terriblemente próximos.
Ernesto estaba de pie. La respiración agitada, mirando sin parpadear en
dirección a la cumbre de la montaña donde se elevaba la silueta del
monasterio como una sombra contra el ya de por sí oscuro firmamento.
—¿Son disparos? —preguntó Nadia con un hilo de miedo en la voz.
Él movió la cabeza afirmativamente y, a continuación, sacó unos
binoculares de la mochila.
Eran innecesarios. Minúsculos fogonazos, como luciérnagas
moribundas, surgían catapultados desde la cumbre.
—¿Están atacando el convento? —dijo Nadia—. ¿Quién iba a hacer
algo así? ¿Y por qué?
—No lo sé. Quizás para robar la comida. Recoge lo imprescindible,
tenemos que ir a ayudarles.
—Es imposible que lleguemos a tiempo. ¿Lo sabes? —dijo Nadia.
—Tal vez sean capaces de resistir un tiempo. Y no importa quién sea el
atacante, si llegamos por la retaguardia podemos hacerles mucho daño.
¿Juntos?
Nadia asintió con fiereza.
—Juntos.
Caminaron tan rápido como les fue posible por los estrechos senderos y
las veredas tortuosas que atravesaban la ladera de la montaña. Estaban
familiarizados con el terreno, pero incluso en aquella noche despejada se
equivocaron en dos desvíos del recorrido, obligándose a retornar sobre sus
pasos. A punto estuvieron de errar en otras tantas ocasiones. Al poco de
emprender la marcha los disparos procedentes del convento cesaron y el
silencio que lo sucedió auguraba un final terrible para sus habitantes.
Aun así, ninguno de los dos aminoró la marcha y, al cabo de tres
inacabables horas de viajar en la noche, el sendero terminó de repente,
ofreciendo como recompensa el sosegado edificio a tan solo cien metros de
distancia. Ocultos tras los árboles del linde del bosque observaron con
cuidado. A Nadia le pareció que el monasterio ofrecía su semblante más
fatídico. Las hojas del enorme portalón estaban abiertas de par en par,
aunque con la oscuridad resultaba imposible adivinar signos de lucha.
Avanzaron cautelosos hasta la entrada empuñando las pistolas. Ernesto
se agachó para comprobar las huellas impresas en el suelo de grava. Eran
anchas y considerablemente separadas. Nadia supuso entre susurros que
quizás las habría dejado un camión y Ernesto le confirmó que estaba en lo
cierto.
Atravesaron las puertas y en el patio exterior encontraron los primeros
cadáveres. Dos hombres y una mujer cosidos a balazos, sus cuerpos fríos,
estáticos, conservaban la última y retorcida posición con la que habían
caído en el suelo. Otro hombre yacía postrado de bruces y daba la
impresión de haber sido ejecutado con un único disparo en la sien. Nadia
evitó ver sus rostros, agradeciendo con amargura no haber llegado a
conocerlos demasiado bien.
El interior del convento estaba desierto. Encendieron las linternas y
Nadia avanzó tal y como Ernesto le había enseñado, buscando cobertura y
revisando con celeridad los ángulos peligrosos y los recovecos donde un
atacante podría esconderse. El claustro, las celdas y las cocinas mostraban
evidentes signos de haber sido registrados. Y no había rastro alguno del
resto de los habitantes. Ni de las monjas, ni de los niños, ni del resto de
adultos. Por último, atravesaron las reventadas puertas de la capilla.
El aroma del incienso estaba corrompido con el de la pólvora. Nadia se
estremeció al ver el cadáver de la monja. Tenía la espalda apoyada en el
frontón del altar. Las piernas caían, como de muñeco de trapo, y el rostro,
lívido y lechoso, tenía los ojos muy abiertos, estupefactos ante la muerte. El
escapulario se mantenía firme alrededor de la cabeza y sobre el hábito
pardo, húmedo y ennegrecido por la sangre, las manos se apretaban con un
rictus pétreo. Un enjambre de agujeros de bala se abría en el pecho y en el
abdomen. La sangre, ahora coagulada, había descendido por los escalones
como un riachuelo hasta acumularse en una densa charca sobre las baldosas
marmóreas.
Al aproximarse a la monja Nadia advirtió dos cartuchos vacíos de
escopeta, aunque no quedaba rastro del arma.
—¿Qué crees que ha pasado? —preguntó Nadia.
El rostro de Ernesto —un claroscuro de ángulos afilados en los
pómulos, las cejas y la barbilla— ofrecía un semblante demacrado.
—Creo que intentó resistir aquí. Supongo que traería al resto del grupo,
a los niños, y los ocultaría tras el altar. Los atacantes dispararon a la
cerradura. Ella debió de advertirles para que se fueran, pero no le hicieron
caso. Entonces ella disparó una vez con la escopeta y eso fue todo —se
interrumpió para tomar una respiración ansiosa—. La acribillaron como a
los otros. Pero no solo se han llevado todas las armas y los alimentos…
También se han llevado al resto de los refugiados. Han eliminado a quienes
suponían una amenaza y a los demás los han cargado en el camión como a
ganado. La operación ha sido rápida y efectiva. Dudo que hayan tardado
más de veinte minutos en asegurar la zona y saquear el convento.
—Hijos de puta —escupió Nadia—. ¿Quién ha podido ser?
Ernesto se acercó a la monja y con amabilidad le cerró los párpados.
—Alguien con entrenamiento. Tal vez exmilitares o...
Una tos espasmódica, baja y contenida, irrumpió en la conversación.
Ambos se giraron sobresaltados en dirección al pasillo lateral que quedaba
junto a la bancada de la izquierda. Los haces de la linterna recortaron un
semicírculo de sombra y la parte superior de uno de los bancos. Rodearon el
corredor lentamente, cada uno por un extremo, y al asomarse descubrieron a
un hombre vestido con ropa oscura, agazapado, que se apresuró en mostrar
las manos desnudas y comenzó a suplicar clemencia. La súplica se vio
interrumpida cuando un gemido de dolor se le escapó de los labios.
Nadia se le acercó esbozando una sonrisa felina llena de dientes y dijo:
—Bien, bien, bien. ¿Qué tenemos aquí?
Capítulo 4: Ernesto

El asaltante, que al parecer había caído inconsciente y sus compañeros


lo habían dado por muerto, tenía la cabeza afeitada y rondaba la treintena.
Ciertamente, lucía un aspecto lastimoso. Ernesto suspiró después de
comprobar las heridas de las postas. Nadia apuntaba con la linterna el pecho
del asaltante. Tenía hecha jirones la camiseta negra y el hombro estaba
desgarrado; desnuda la carne roja, la llanura de la piel transformada en un
relieve sanguinolento de montañas y valles, allí por donde los balines
habían atravesado a discreción.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Eric —dijo con la voz contraída por el dolor.
—Sigues vivo de milagro, Eric. Un poco más a la izquierda y las postas
te habrían alcanzado de lleno en el corazón. Alguna ha estado a punto de
tocarlo, pero creo que las costillas han debido detenerlas. Aunque no te voy
a engañar. Estás hecho polvo y sin atención médica esta herida es mortal.
—Ayudadme, por favor…
Ernesto se incorporó circunspecto. Sus conocimientos médicos eran
limitados. La herida sin duda era fea y aunque no estaba al cien por cien
seguro de ello dudaba que incluso con atención médica durante las
siguientes horas fuera capaz de sobrevivir. La monja había hecho bien su
trabajo. Sin embargo, aquel hombre sabía muchas cosas que a ellos les
interesaba conocer.
—Verás, Eric. Tenemos, y sobre todo me refiero a ti, un serio problema,
porque conocíamos a las personas que vivían en este monasterio. Había
unas monjas muy simpáticas, seguro que te suenan porque ahí mismo hay
una de ellas —dijo con sequedad señalando el cadáver de la mujer.
El asaltante hizo una mueca, mitad dolor, mitad desesperación.
—Yo no sé nada. Yo no la maté, lo juro. Fue ella quien me disparó.
Estaba loca…
—¿Tampoco sabes nada de los cadáveres que hay fuera? —le espetó
Nadia, alumbrándole directamente a los ojos.
El hombre se tapó el rostro con la mano izquierda y, en ese momento,
Ernesto se dio cuenta de algo que había pasado por alto. Se trataba de un
extraño tatuaje con forma de ojo, impreso en el dorso de la mano.
—No, no… Yo no los maté —se giró hacia Ernesto—. Es la verdad, lo
juro. Les dimos todas las oportunidades, les prometimos protección.
—Está bien, Eric. Te creo —dijo Ernesto—, pero seguimos teniendo el
problema de qué hacer contigo. ¿Tú que crees, Nadia?
—Este cabrón ha ayudado a que maten a personas inocentes. Creo que
deberíamos pegarle un tiro en las tripas y dejar que se muera.
Eric abrió los ojos y suplicó que no lo hicieran, sin embargo, ni Nadia ni
Ernesto le prestaban atención.
—Me parece un poco excesivo. Si lo dejamos como está ahora lo más
seguro es que se muera de todas formas y, además, no gastaremos munición
—razonó Ernesto con frialdad.
—Si tanto te molesta desperdiciar una bala ya me encargo yo de él. Qué
demonios, creo que gastaré un par de balas más y le destrozaré las rodillas.
Este hijo de puta no se merece nada mejor —dijo Nadia, los ojos ardiéndole
de cólera.
La situación no daba lugar para expresarlo, pero Ernesto sintió una
punzada de orgullo por su amiga. Estaba interpretando a la perfección el
papel del poli malo mientras él interpretaba el rol opuesto. Esa era una de
las cualidades que más le gustaban de Nadia, su capacidad de adaptarse
instintivamente a cualquier situación.
—Por favor, por favor… —exclamó Eric.
—Eric, estamos decidiendo que hacer contigo, así que ten la bondad de
permanecer en silencio —y volvió la atención de nuevo a Nadia—. Verás,
puede que nos sea útil. A lo mejor tiene información sobre el paradero de
nuestros amigos. Si vive lo suficiente podemos llevarlo al campamento
donde está esa doctora y ella se encargará de dejarlo como nuevo.
Ambos miraron a Eric para ver si aquellas palabras despertaban una
iniciativa colaboradora, pero el rostro de aquel hombre solo mostraba
confusión.
—Bah, es inútil. Está decidido, le disparo en las tripas y se acabó el
problema —sentenció Nadia. A continuación, apretó la linterna bajo el
sobaco, retrajo la corredera de la Glock y la amartilló. Alzó el arma hacia
Eric. Este a su vez giró el rostro a un lado y alzó los brazos a modo de
escudo.
A Ernesto se le dilataron las pupilas. El fuego que ardía en los ojos de
Nadia no era fingido. En ese momento no estaba interpretando ningún
papel. Tenía la firme intención de descerrajar hasta la última bala en aquel
desgraciado. Estuvo a punto de saltar hacia delante para apartar el brazo de
Nadia, pero en el último segundo se contuvo.
—¡Os diré lo que queráis! ¡Haré lo que me pidáis! ¡Lo juro! Os diré
dónde están vuestros amigos. Os diré todo… por favor, no me matéis… —
terminó diciendo entre sollozos. Un charco de orina se había formado a su
alrededor y apestaba con el olor acre del terror.
—Nadia… —dijo Ernesto, suave como la caricia de una pluma.
Ella tomó varias respiraciones, quizás considerando seriamente terminar
lo que había empezado, hasta que finalmente apartó el arma.
—Habla —ordenó Nadia.
Ernesto comprobó que el fuego seguía allí, contenido, tenue, casi
convertido en ascuas, y todavía dispuesto a ser liberado. Estaba seguro de
que Eric también se daba cuenta porque se apresuró a colaborar.
—Vuestros amigos y esas monjas están a salvo… Los habrán llevado a
uno de los campamentos.
—¿Qué campamentos? ¿Cuántos hay? —preguntó Ernesto.
—No sé cuántos hay. Solo he oído rumores de que están repartidos por
todo el país. Son… —pero no encontraba las palabras para explicarse.
—¿Quién está al mando? ¿El ejercito?
Eric agitó la cabeza y Ernesto se sorprendió al detectar un nuevo matiz
de miedo que asomaba por encima del anterior.
—Ellos. Son ellos.
—¿Quiénes? —intervino Nadia.
—Ellos. Los Muertos.
La pausa se hinchó de incredulidad.
—No nos mientas —dijo Nadia y volvió a apuntarle con el arma— las
personas infectadas se vuelven salvajes, están completamente fuera de
control.
—¡Es la verdad! Antes era así, pero ya no atacan como salvajes. Si te
encuentras con ellos no te matan, te capturan. Y hay algunos que pueden
hablar. Lo sé, lo sé, es de locos. A mí me capturaron hace tres semanas.
Creía que iban a devorarme, pero no fue así. Me adjudicaron a un grupo de
Vigilantes —el hombre soltó una carcajada que se retorció en una mueca de
dolor—, y pensar que yo antes era arquitecto…
—¿Vigilantes? —preguntó Nadia.
—Por favor, me duele mucho. Dadme algo para el dolor.
—No tenemos nada —dijo Ernesto cortante—, pero si nos ayudas
nosotros acabaremos con el dolor. Háblanos de los Vigilantes.
—Yo… los Vigilantes —se corrigió al instante— se aseguran de que
todo el mundo haga su trabajo y de que nadie se escape.
Ernesto todavía estaba asimilando la información cuando Nadia
intervino.
—Lo que dices no tiene ningún sentido. ¿Qué clase de trabajos?
El hombre cerró los ojos y gimió al tiempo que buscaba, infructuoso,
una postura más cómoda.
—A algunas personas se las manda al campo a cultivar. A otras se las
pone a cuidar ganado, y otras…
Sacudió la cabeza, negándose a seguir.
—Habla —insistió Ernesto.
Eric siguió sacudiendo la cabeza, sin abrir los ojos, pero dijo: —A las
mujeres se las envía a los Criaderos.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con los criaderos? ¿Qué les hacen? —
insistió Nadia a quien le temblaba la mano del arma.
—No lo sé seguro, solo he escuchado rumores…
—¿Qué rumores?
—Las dejan embarazadas y las convierten en uno de ellos.
—No —dijo Nadia—. No. No. No. Nada de eso tiene sentido. ¿Por qué
alguien iba a consentir algo así?
—Por miedo.
—¿Miedo? ¿Miedo a morir? —dijo Nadia y le dio un revés con la culata
del arma—. Hay cosas peores que la muerte…
Eric se encogió y sollozó.
—Los niños… miedo por los niños.
—¿Los niños? ¿De qué demonios estás hablando? Vamos, contesta —
exigió Ernesto.
—Los tienen apartados de los adultos… El día que me capturaron, el día
que me llevaron a la nave industrial, había otras personas conmigo. Un tipo
logró escabullirse y salió corriendo. Era ágil el condenado. Esquivó a unos
y a otros y logró escapar de la nave. Pero al cabo de unos minutos ya lo
traían de vuelta a rastras. Pensaba que lo iban a ejecutar allí mismo, pero no
hicieron nada. Nos tuvieron allí, esperando hasta que llegó otro grupo de
esas cosas. Traían un niño, un chiquillo que no tendría ni diez años. Estaba
aterrorizado. Todos lo estábamos. Uno de los Muertos señaló al hombre que
se había fugado y después al chiquillo. Querían que lo presenciáramos —
Eric estalló en sollozos, pero se obligó a terminar el relato—. Se
abalanzaron sobre el niño y lo devoraron, lo devoraron hasta los huesos.
Aquel hombre decía la verdad y cuando Ernesto miró a Nadia
comprendió que ella había llegado a la misma conclusión. Ella tenía los
ojos vidriosos y temió que aquella información la hubiera conmocionada
hasta un punto sin retorno. Entonces, Nadia le devolvió la mirada. Estaba
afectada, pero el fuego seguía encendido, y creyó entender que sin palabras
le decía que estaba bien y, como para confirmar que así era, le preguntó a
Eric: —¿Dónde están? Dinos dónde podemos encontrarlos.
—No podréis llegar con un coche. Hemos cortado las vías principales y
tenemos controles… pero puedo deciros dónde están…
Unos minutos más tarde, Ernesto plegó el mapa y lo guardó con
cuidado.
—Ahora me ayudaréis, ¿verdad?
—Sí —confirmó Ernesto.
Eric cerró los ojos, somnoliento, para murmurar: —Gracias.
Ernesto se sentía repentinamente agotado, indefenso y hueco ante lo que
debían hacer. Nadia debió percibir como su voluntad zozobraba ya que lo
invitó a salir con un ademán de la cabeza. Él obedeció y abandonó la
capilla, apesadumbrado. Desconocía si obraban bien o mal. Tan solo
deseaba, por una vez, alejarse de la muerte.
En el principio, durante la infestación en el cauce seco del río Turia
estaba convencido de haber disparado a un hombre inocente. Más tarde,
para salvar a Nadia, provocó la muerte de decenas de personas; tal vez más.
Y ahora aceptaba que su amiga ejecutara a aquel hombre, a Eric, a sangre
fría. Y pensar que yo antes era arquitecto, había mencionado. Sí, había sido
arquitecto, y probablemente también un tipo amigable. La clase de persona
que, de verte en la calle durante un apuro, te habría ayudado. La clase de
persona que salía con sus amigos a tomar una cerveza de vez en cuando o
iba al cine o al teatro. Quizás hubiera tenido una novia y un sinfín de planes
para el futuro. Pero esa vida, con sus planes y sus sueños, estaba muerta.
Y la detonación que sonó a sus espaldas le dio la razón.
Capítulo 5: Khalid

—¿Quién quiere empezar? —preguntó Isabel en un tono cadencioso con


el que pretendía aumentar el aura de misterio.
Khalid observó a la muchacha pelirroja con atención. Se esforzaba en
mantener la espalda muy recta, toda dignidad. El cabello, que normalmente
le caía por debajo de los hombros, lo llevaba ahora recogido en una coleta.
Por encima, un pañuelo con el dibujo de diamantes granates y el fondo
blanco. Varios anillos vistosos, gruesos y engarzados con piedras de
imitación, lucían enormes en sus manos.
La mesa circular estaba dispuesta con un mantel de redecilla. Y luego,
presidiendo el centro: la baraja de cartas.
—¿Seguro que sabes cómo funcionan? —preguntó Laura.
—¿Es que no me crees? —respondió la chica y soltó un bufido—. A mi
tía le encantaban estas cosas. Tenía un montón de revistas y libros de
esoterismo —remarcó esta palabra con altivez— y me enseñó a interpretar
los arcanos mayores.
—Ya. En verdad, no estoy segura de creerme estas tonterías —
respondió Laura con fingida indiferencia.
Khalid supo que mentía. Hacía solo unos minutos estaba excitadísima
ante la posibilidad de saber acerca del pasado y el futuro. El por qué ahora
pretendía que no era así era algo que se le escapaba. Tenía que ver con
cierta rivalidad creada entre las dos chicas, aunque de nuevo, eso tampoco
tenía sentido para él.
—Estas cartas funcionan. Son una guía. Aconsejan y advierten, pero al
final todo depende de las decisiones que tomemos.
En su papel de pitonisa, Isabel se giró hacia Khalid.
—Empezaré contigo.
—Vale —respondió. La experiencia era completamente nueva y venía
cargada con un halo de misticismo y misterio que le pareció sumamente
atractivo. Incluso sentía, o quizás solo se lo imaginaba, que se estaban
reuniendo poderes invisibles a su alrededor.
La chica sostuvo el mazo de cartas —que era más ancho y largo que los
que Khalid conocía— y cerró los ojos. Pasaron los segundos y siguió
inmóvil, en estado de concentración. Khalid pensó que, a pesar del disfraz
estereotipado y la pose, se lo estaba tomando en serio. Cruzó la mirada con
la de Laura y esta se encogió de hombros.
Subrepticiamente, Laura deslizó la mano por debajo de la mesa hasta
tocar la de Khalid y el chico se sobresaltó, solo un instante, pero enseguida
se la estrechó, satisfecho de sentir su calidez. Sin previo aviso, Isabel
comenzó a barajar las cartas con movimientos rápidos. Se detuvo y las
extendió sobre la mesa, abriéndolas en abanico.
—Escoge la primera y ponla a tu izquierda. Escoge la segunda y ponla
en el centro. Escoge la tercera y ponla a la derecha.
Khalid obedeció, escogiendo y colocando tres cartas al azar, tal y como
le había indicado.
—La de la izquierda te recuerda el pasado. La del centro te habla del
presente. Y la de la derecha te muestra tu futuro. Después podrás pedir
consejo para algo en particular y sacaremos otra carta. Ahora, empieza por
el pasado.
Khalid levantó la carta que quedaba a su izquierda. El dibujo revelado
mostraba a un esqueleto inclinado hacia delante que sujetaba una guadaña.
—¿La Muerte? —preguntó Khalid temeroso.
—Lo ves, estas cartas son un fraude. Está hablando de tu pasado y tú,
evidentemente, sigues vivo —replicó Laura, rápida como un látigo.
La joven pitonisa les sonrió con autosuficiencia.
—La carta de la Muerte no tiene porqué significar morir de verdad. Lo
que esta carta dice es que Khalid, en el pasado, ha sufrido una
transformación radical en su vida, un cambio que lo ha llevado hasta donde
está ahora.
La explicación le provocó a Khalid un estremecimiento desagradable,
como si alguien estuviera paseando por encima de su alma con muy poco
tacto. Aquella carta, en su ambigüedad y amplitud, narraba su pasado con
una alarmante precisión.
—Vamos, ahora toca la carta del presente —dijo Isabel al percibir la
vacilación del chico.
Al girar la carta surgió el dibujo de un hombre que portaba un palo, un
hatillo atado al extremo, y un perro tras él.
—El Loco —aclaró la pitonisa y pareció tomarse unos segundos para
pensar—. El Loco es el viajero sin rumbo. Como te está hablando del
presente, o es tu situación actual o es que dentro de poco iniciarás alguna
clase de viaje. Creo que también se le asocia al viaje de los héroes, como
Luke Skywalker en la primera película de Star Wars. No recuerdo mucho
más de esta carta —admitió la chica con frustración.
A Khalid, el Loco, le produjo una extraña sensación de tranquilidad.
Hasta cierto punto, pensó, la carta del Loco también podía servir para
explicar el pasado. Y aquella idea desembocó en una suposición muy
racional. La idea de que si uno se empeñaba en buscarle un significado a
cualquiera de las cartas de seguro que lo encontraría. Con esta deliberación
levantó confiado la carta del futuro.
—¿Qué es esto? —preguntó Laura acercándose al dibujo.
—Es la Torre, pero ha salido invertida. Eso es algo malo en una carta
que ya de por sí es terrible.
—¿Qué quieres decir? —dijo Khalid.
—Cartas positivas como el Sol o el Mundo se vuelven negativas si salen
al revés. Pero la carta de la Torre ya es de por sí negativa. Te habla de un
conflicto, del caos, de una catástrofe. Pero, si además la carta está invertida,
te advierte de que el conflicto va a ser increíble. Es un augurio muy malo,
ojalá me equivoque.
Y la chica lo creía en serio, parecía realmente preocupada, porque por
un segundo sus ojos se humedecieron.
—Bueno —siguió hablando con cierta prisa al darse cuenta de que la
miraban con fijeza—, formula tu pregunta y elige otra carta de las que
quedan.
A Khalid se le había quedado la mente en blanco. Era incapaz de apartar
la mirada de aquella carta tan funesta. En el dibujo, el edificio aparecía
alcanzado por un rayo de fuego desde cielo y dos personas caían en picado
hacia el suelo. Esta Torre le provocó una poderosa evocación, no hacia el
futuro, sino de nuevo hacia el pasado. Le recordó el momento en el que
cayó al vacío y fue rescatado, literalmente al vuelo, por Julia y por Laura.
Fue el apretón en la mano de esta última lo que le hizo retornar al presente.
—¿Sí? —dijo Khalid. Ambas lo miraban, aunque desconocía el motivo.
—La pregunta sobre tu futuro —dijo Isabel.
—Ah, sí. —Solo encontró una pregunta posible y la formuló tal y como
había surgido en sus pensamientos: —¿Cómo puedo vencer a la Torre?
Se demoró varios segundos, dejando que la mano quedara suspendida
por encima del abanico restante de cartas. Se le ocurrió que, al pasar por
encima de la carta correcta, sentiría algo. Tal vez un cosquilleo, una
intuición o un vislumbre. Pero, como nada de eso sucedió, terminó por
coger una cualquiera.
Lo primero que pensó es que la figura mostraba a un hombre, alguna
clase de sacerdote cristiano con una túnica ostentosa. Al momento leyó el
nombre de la carta y cayó en la cuenta de su error.
—¿La Sacerdotisa?
—Sí. Con la carta de la Sacerdotisa la respuesta es bastante clara. La
solución a ese conflicto te vendrá dada por una mujer. Y será una mujer
adulta y sabia —y dicho esto comenzó a recoger las cartas—. ¿Qué te ha
parecido, Laura? ¿Vemos que te depara el futuro?
—Bueno, salga lo que salga haré lo que me parezca mejor.
Isabel repitió el mismo ritual y en esta ocasión, superada la sorpresa
inicial, ni Khalid ni Laura se mostraron impresionados.
La joven le apretó la mano a Khalid justo antes de darle la vuelta a la
primera carta y él le devolvió un apretón con suavidad.
—En tu pasado está la Templanza. Es una buena carta, supongo, aunque
un poco aburrida. Tu pasado se caracteriza por la serenidad, la reflexión y la
fidelidad. Vamos, un rollo, aunque supongo que así ha sido tu vida —dijo
Isabel.
Laura le sonrió sin alegría.
—Sí, mi vida ha sido muy aburrida. Dejando a un lado que he
sobrevivido a los Muertos y he perdido a mi padre. Por lo demás muy
tranquila. Y sí, soy la clase de persona en la que se puede confiar. Ojalá eso
se pudiera decir eso de todo el mundo, ¿verdad, Isabel?
Y, ni corta ni perezosa, levantó la carta del presente.
—¿Y ahora qué? ¿Me voy de viaje en un coche de caballos? ¡Esto es
una estupidez!
El ambiente se estaba caldeando por momentos y Khalid, en un intento
por atraer de nuevo la atención al juego, dijo: —¿Qué quiere decir el Carro?
Isabel ignoró la pregunta y se levantó de golpe.
—¡Pues entonces vete! No pienso perder mi tiempo y mi talento con
una niñata como tú.
—¿Yo niñata? Estas a salvo, aquí, gracias a mi madre, así que lárgate tú
y déjanos en paz.
La chica hizo caso de la sugerencia, tiró el pañuelo a un lado, y se
marchó dando un portazo.
Laura tenía las mejillas arreboladas y los ojos empapados. Se levantó
lentamente.
—Es una tonta, una tonta estúpida. Lo mismo que este juego. Me voy a
ayudar en la cocina —le dijo a Khalid.
Khalid pensó en lo entusiasmados que estaban antes de que el juego
desembocara en aquella pelea sin sentido. Todavía no alcanzaba a entender
cómo se podían haber torcido tan rápido las cosas. Se quedó mirando
durante largo rato el juego de cartas. Su atención fue desviándose
lentamente hasta la última carta de Laura, la carta del futuro. Con cierto
temor reverencial apoyó la mano sobre ella y le dio la vuelta.
Retratada, se veía a una criatura horripilante con garras y alas,
coronada, empuñando una espada y elevada sobre un pedestal. Bajo sus
pies, sumisas, otras dos figuras, atadas por el cuello al pedestal, parecían
aguardar sus órdenes. El cartel de la carta rezaba: —El Diablo.
Más tarde, Khalid encontró a Laura cuando se acababa de cortar con un
cuchillo. Tenía frente a ella una pila de zanahorias en rodajas y a su
alrededor varios adultos que ultimaban los preparativos para la cena sin
darse cuenta de que Laura estaba sangrando. Khalid llegó a su lado con un
trapo de algodón y le cubrió la herida.
—Estaba distraída —se justificó ella.
Finalmente, una mujer se acercó, reveló la herida, un corte profundo en
el índice de la mano izquierda que no paraba de sangrar. Tras lavarla con
abundante agua los dispensó a ambos de la cocina y le dijo a Laura que
apretara el trapo hasta que su madre le pusiera un vendaje.
—¿Vamos arriba? —sugirió Khalid una vez que estuvieron fuera de la
cocina.
—Claro. Lo mejor será que nosotros mismos nos encarguemos del
vendaje. Ya has oído antes a mamá, estará en el sótano, y si tenemos que
esperar a que salga para vendarme la herida lo más probable es que muera
desangrada.
Ambos rieron, aunque ella se interrumpió enseguida con una mueca de
dolor.
El ocaso se filtraba por la ventana del piso superior con su iluminación
ocre, otorgándole al pasillo una cualidad atemporal y nostálgica.
Probaron primero a entrar en una habitación que se utilizaba para
guardar suministros médicos, pero estaba cerrada. Lo mismo ocurrió
cuando lo intentaron con la consulta de su madre, tras lo cual se giraron
derrotados y dejaron que sus espaldas se deslizaran por la pared hasta
quedar sentados en el suelo.
Laura se llevó la mano sana a la frente.
—Estoy condenada. Quiero que en mi lápida pongan: Murió pelando
zanahorias. Te asegurarás de que sea así, ¿verdad, Khalid? —dijo ella con
dramatismo.
—Te lo prometo. Y nada de flores. Cada año, en el aniversario de tu
muerte, juro que llevaré un ramo de zanahorias, en homenaje a tu valiente
sacrificio —respondió solemne.
—Gracias. ¡Gracias, valiente muchacho!
Él le empujó el hombro y ella le devolvió el empujón. Fue entonces
cuando sus miradas conectaron como dos ríos independientes que se
encuentran por primera vez. Los ojos chisporroteantes, las sonrisas
desbordándose por la comisura de los labios, y la tensión en el pecho, dulce
y opresiva, tan opresiva y cálida que el rubor les subió en vaharadas hasta la
coronilla.
Laura rompió la conexión, repentinamente cohibida, y Khalid,
impulsado por la locura del momento, atacó su mejilla con un beso, para
retirarse al instante. Ella lo miró de reojo y lenta, muy lentamente, inclinó la
cabeza sobre su hombro.
—Ese juego de cartas era una tontería —dijo Khalid sin saber por qué.
—Sí que lo era.
—Pero no lo entiendo.
—¿El qué? —preguntó Laura.
—¿Por qué discutíais? Hasta hace nada parecíais llevaros muy bien.
Ella levantó la cabeza.
—Tiene que ver contigo.
—¿Conmigo? A qué te refieres.
—Tiene que ver con que a Isabel has empezado a gustarle. Tienes que
haberte dado cuenta. Se le nota un montón —y comprobó el rostro de
Khalid para ver si detectaba, sin éxito, alguna muestra de que así era—.
Bueno, y supongo que me he puesto un poco celosa. Quizás estaba un
poquito enfadada al pensar que a ti también te gustaba. Y ella también se ha
dado cuenta de que lo sé, aunque no lo hemos hablado en ningún momento.
—Vaya… —fue lo único que Khalid logró responder, asimilando toda
esa información que parecía llegarle en un idioma desconocido.
—Bueno, entonces, ¿ella te gusta?
—¿Qué? —respondió preguntando.
—Eso. Qué si te gusta.
—Sí, claro que me gusta…
Ella abrió los ojos escandalizada.
—No es eso lo que quería decir. Ella me cae bien, pero no me gusta en
ese sentido…
—Ya lo sé, bobo, te estoy tomando el pelo. Te tengo en el bote —aclaró
mientras se balanceaba ligeramente de lado a lado, como si estuviera siendo
mecida por el viento.
—Eres una criatura malvada.
—Lo sé —dijo ella complacida.
—¿Cómo tienes el dedo?
Laura desenrolló el trapo empapado en sangre. Quedaban algunas
partículas coaguladas alrededor del corte, pero este se veía limpio y ya no
sangraba nada en absoluto.
—Parece que al final voy a vivir.
—Sí, vaya lata. Yo ya estaba pensando en recoger un precioso ramo de
zanahorias.
—Venga, vamos a cenar. A ver si puedo hacer las paces con Isabel.
Aquella noche las chicas no hicieron las paces, pero durante el
desayuno Khalid las descubrió riendo a ambas.
La mañana transcurrió con normalidad, o con toda la normalidad con
que transcurrían mañanas como aquella en que se sentía como un
prisionero. Terminó rápidamente con sus tareas domésticas y aprovechó
para subir a la azotea.
En ocasiones Julia les dejaba salir, pero siempre acompañados. Como
aquel no era uno de esos días optó por practicar con el tirachinas. Recogió
varios ladrillos anaranjados de una pila que se elevaba por encima de su
cabeza y los colocó, ordenados en hilera, sobre la baranda que daba a la
parte de atrás del edificio. A continuación, cogió un puñado de piedras de la
mochila, raída y empolvada, que tenía tirada en una esquina. Había
seleccionado especialmente cada una de esas piedras para mejorar su
puntería con el tirachinas.
Nunca utilizaba la munición metálica para practicar. La primera vez que
usó el tirachinas descubrió que su potencia tenía poco que envidiar a un
arma de fuego. Fue contra uno de los Muertos y el disparo le atravesó el
cráneo y le destrozó el cerebro, liquidándolo al instante.
Lo había encontrado en la armería saqueada de un pueblo desierto,
anterior a instalarse en el hospital. El establecimiento tenía la cristalera
hecha añicos y en aquel momento pensó que no vería nada de utilidad. Pero
en la bandeja inferior del escaparate, oculta bajo una gorra con colores de
camuflaje, descubrió el tirachinas y una caja de brillantes bolas de metal.
Las tres gomas de plástico requerían de mucha fuerza para estirarse al
máximo y aprovechar todo su potencial. Si no estiraba con fuerza el disparo
resultaba endeble, y si estiraba al límite de su capacidad el pulso le
temblaba y perdía precisión. Así que cada día Khalid practicaba un rato y
mejoraba.
Iba ya por el noveno disparo —quedaba un solitario ladrillo precedido
por un cementerio de fragmentos cerámicos— cuando alguien aplaudió a
sus espaldas con lentas y poderosas palmadas.
—Bravo, muchacho. Tienes una puntería endiablada.
Khalid se giró de un brinco para descubrir que allí estaba el señor
Claudio y su perro. El hombre terminó de aplaudir y cogió la pipa que le
colgaba de la comisura de la boca ¿Durante cuánto tiempo lo había estado
observando?
—Hola, señor Claudio.
—Buenos días, Khalid. Espero que no te moleste que haya subido.
Lo cierto es que para Khalid la azotea suponía una especie de refugio
dentro del refugio. Un lugar en el que nadie lo molestaba y podía estar solo,
pero jamás se habría atrevido a confesarle esto de una forma tan clara, así
que acabó negando con la cabeza.
—Oh, ya veo —dijo el anciano, observó la azotea, cojeó sin prisa hasta
la baranda cubierta de esquirlas anaranjadas y cogió el ladrillo que faltaba
—. Este lugar debe de gustarte bastante.
Mientras esto ocurría, el galgo se acercó al trote a Khalid y le lamió las
manos, enfático. El chico le dio unos golpecitos cariñosos en la cabeza y el
animal se sentó satisfecho sobre sus cuartos traseros. Entonces se dio cuenta
de que el anciano había dejado la escopeta de caza junto a la trampilla de
acceso a la azotea. Aquella arma voluminosa siempre le provoca un
sentimiento de respeto y miedo.
—Sí… me gusta mucho este sitio. Aquí no suele venir nadie.
—Excepto algunos viejos a los que les gusta husmear, ¿verdad? —se
acercó hasta él—. ¿Me dejas un segundo ese tirachinas?
Khalid se lo cedió a desgana.
—Descuida, lo trataré bien —dijo afablemente el señor Claudio, tras lo
cual examinó el arma.
Hubo un momento en que el anciano estiró las gomas con fuerza y
Khalid estuvo a punto de gritarle que se detuviera porque temió que se
rompieran.
—Menudo aparatito, muchacho. No sé dónde lo encontrarías, pero se
trata de un arma ilegal.
—¿Me lo va a quitar? —preguntó Khalid, alarmado.
—Hum… No. No, claro que no, muchacho. Hace unos meses, antes de
que todo se fuera a la mierda, perdona mi lenguaje, te habría quitado el
tirachinas sin dudar. Pero ahora… Creo que lo mejor que puedes hacer es
aprender a usarlo correctamente. En eso te puedo ayudar. Disparar a
ladrillos parados es bastante fácil. Aunque lo más probable es que ahí fuera
tus ladrillos intenten morderte y no se estén quietos para nada. ¿Pero antes
tienes que prometerme una cosa?
—¿El qué?
—Que solo lo usarás contra los Muertos. ¿Entendido?
—Vale, entendido. Pero ¿cómo puede ayudarme?
Y durante la hora siguiente el señor Claudio le enseñó a predecir el
movimiento del ladrillo cada vez que lo lanzaba al aire. La clave radicaba
en asimilar la velocidad y la trayectoria con que se movía el objeto e
incorporar a esa velocidad y trayectoria el recorrido de la piedra que
dispararía con el tirachinas. Según la cercanía o proximidad y la fuerza con
que el anciano arrojaba los ladrillos, Khalid tenía que recalcular el disparo.
Al principio fallaba todos y cada uno de los tiros. Al cabo de media hora
acertaba por lo menos la mitad de los intentos. Hacia el final de la hora raro
era el ladrillo que no reventaba en una nube de fragmentos.
—¡Bendita juventud! —exclamó con orgullo el señor Claudio—.
¿Quieres que practiquemos un poco más o ya estás cansado?
Khalid, que estaba eufórico por cómo había mejorado, ni se le pasaba
por la cabeza la posibilidad de parar. Los músculos de los brazos estaban
tensos y la mano le dolía cada vez que movía los dedos, aunque el dolor
parecía algo secundario comparado con la excitación del entrenamiento.
El anciano pareció leerle los pensamientos y enseguida rectificó.
—Creo que haremos un descanso por ahora y así te recuperas. Podemos
seguir esta tarde otro rato.
A Khalid se le ensombreció el rostro, pero asintió con la cabeza.
—Me gustaría mucho. Podríamos intentarlo con pedazos más pequeños
y así…
El señor Claudio lo interrumpió levantando la mano. La frente se le
cubrió con cien arrugas cuando frunció el entrecejo. Tenía la mirada perdida
y ensimismada en el cielo desnudo. Tan concentrado estaba que Khalid
volvió el rostro en la dirección en que el anciano observaba con fijeza. Solo
el cian brillante del cielo… y entonces le llegó el sonido del motor de un
vehículo y comprendió que en realidad el señor Claudio estaba escuchando.
—¿Un coche? No, son varios, ¿verdad?
El anciano lo cogió por el hombro.
—Quédate aquí. Voy a avisar a tu madre y al resto de gente —dijo el
señor Claudio y salió cojeando a toda velocidad escaleras abajo con Quijote
trotando ligero a su espalda.
Khalid se encaramó a la baranda de la fachada principal. El rumor de
los motores se hizo cada más audible, más evidente, hasta que en la
distancia, tras una curva de la carretera que accedía al poblado, asumió la
corporeidad de una caravana encabezada por un largo camión militar y
varios jeeps.
Entraron en la plaza del pueblo y el camión rodeó la fuente de piedra
que yacía en el centro hasta detenerse con la cabina apuntando a la carretera
por la que acababa de llegar. Los jeeps se detuvieron a unos veinte metros
del hospital y una docena de hombres con ropa oscura y una variopinta
selección de armas de fuego se apearon del vehículo sin perder de vista el
edificio.
Khalid comprendió al instante que aquellos hombres sabían
exactamente que estaban refugiados en el centro de salud. Jamás los había
visto, ni Julia, ni Laura, ni nadie del campamento los había visto jamás,
pero ellos sí sabían de su existencia.
La mayoría de ellos se quedaron apostados tras los vehículos, oteando a
su alrededor, pero sin perder de vista la entrada. Uno de ellos, un hombre
alto y calvo, con un extraño tatuaje en la frente, se aproximó a la valla y
sacudió la puerta exterior de barrotes.
—¡Abran la puerta!
Como el silencio fue la única respuesta, repitió la exigencia.
—¡Sabemos que están ahí dentro! ¡Venga, salgan! Somos del ejército.
Hemos venido para llevarlos a un campo seguro de refugiados.
Pasaron unos segundos y Khalid reconoció la voz de su madre adoptiva.
—Gracias, pero no hemos pedido su ayuda. Estamos bien.
—Señora, eso da igual. Tenemos órdenes de llevar a toda la gente que
encontremos al campo de refugiados. Si hace el favor de salir, los
llevaremos en ese camión de ahí delante. Tenemos camas limpias, comida,
medicamentos, y seguridad. ¿Cuántos son?
—Aquí ya tenemos de todo eso. Muchas gracias. ¿Cómo nos han
encontrado?
—¿Cómo dice?
—¿Cómo han sabido que estamos aquí? —insistió Julia.
Khalid sonrió al percibir como su madre había descolocado al soldado.
Aquella clase de pregunta, inquisitorial y repentina, los había dejado fuera
de lugar, tanto a él como a Laura, en más de una ocasión. Y por lo visto
funcionaba igual de bien con aquellos hombres.
—Pues… interceptamos una señal de radio y gracias a eso pudimos
encontrarles.
—Está mintiendo —replicó Julia—. No necesitamos su ayuda así que
pueden marcharse de inmediato.
—Señora… ¡señora! —Pero ya era demasiado tarde y Khalid escuchó el
sonido de una ventana que se cerraba.
Abajo el soldado maldijo e insultó antes de regresar a uno de los jeeps.
—Esto pinta mal —dijo el señor Claudio cuando regresó a la azotea
empuñando la escopeta.
—¿Qué es lo que quieren esos hombres?
—Da igual lo que quieran. Sea lo que sea, no es lo que queremos
nosotros. Cuidado, no te asomes tanto que te pueden ver —le advirtió.
—Pero se irán… Aquí no pueden entrar.
—Si se lo proponen acabarán por entrar y entonces nuestra gente
sufrirá. Khalid, muchacho, espero que hayas descansado lo suficiente esa
mano porque vamos a necesitar tu condenada puntería.
—Pero me dijo que solo utilizara el tirachinas contra los Muertos…
—Olvida lo que te dije. Esos hombres de ahí abajo son peores que los
Muertos.
El interlocutor de los soldados se había sentado en el asiento del
conductor del todoterreno y lo acababa de poner en marcha, pero no era eso
lo que captó la atención de Khalid. En la distancia, a unos cien metros por
detrás de la línea de vehículos, un par de figuras avanzaban agazapadas de
una cobertura a otra, en dirección a los soldados, con la clara
intencionalidad de pasar desapercibidos. En uno de aquellos
desplazamientos advirtió que se trataba de un hombre y una mujer, ambos
armados con pistolas.
El coche comenzó a rugir sin moverse del sitio, escalando las
revoluciones del motor. En un momento dado el vehículo se lanzó hacia
delante, directo contra las puertas de metal. La cerradura cedió al instante,
destrozada por el impacto, y las puertas por poco volaron arrancadas de los
goznes, deformándose y revotando contra los costados del vehículo que
frenó en seco antes de chocar con las escaleras que daban al edificio.
El resto de los hombres de negro, que habían aguardado la posición,
comenzaron a avanzar abandonando la protección de los coches. Entonces,
una pistola dio la señal de salida para el tiroteo y la masacre.
Los primeros disparos comenzaron desde el primer piso del hospital.
Todos los adultos se habían armado con rifles y pistolas y estaban repartidos
por las distintas ventanas. Acribillaron a los hombres de abajo y estos se
vieron obligados a retroceder de nuevo hasta los jeeps, respondiendo al
fuego con fuego.
Aquí y allá se escucharon gritos, órdenes y detonaciones, todo mezclado
en una algarabía sangrienta y el caos reinó en el lugar.
Uno de los hombres de negro fue alcanzado de lleno en el pecho y ya
estaba muerto antes de tocar el suelo. El disparo con la escopeta del señor
Claudio alcanzó a otro directamente en la cabeza. Cuando Khalid se asomó
y estiró la goma del tirachinas se quedó paralizado ante la escena. Había
localizado a un objetivo, pero su mano se negaba a soltar la munición.
Entonces los disparos silbaron a su alrededor, reventando parte de baranda,
y el viejo lo apartó del ángulo de tiro con un estirón.
—Cuidado, muchacho. Si vas a intentarlo de nuevo no te quedes parado
y cambia de posición, que nunca sepan dónde estás.
Khalid asintió y se alejó corriendo en cuclillas hasta uno de los
extremos de la azotea. Aquí se asomó, pero solo un poco.
Los hombres de negro disparaban a discreción y aunque estaban abajo y
ellos arriba pronto quedó claro que la situación se igualaba gracias a la
potencia de fuego de los supuestos soldados. Durante casi un minuto
cruzaron disparos sin que el panorama tuviera visos de cambiar.
Fue entonces cuando el hombre y la mujer intervinieron en el combate.
Los hombres de negro, a cubierto detrás de los vehículos, disponían de
cierta cobertura contra los disparos desde el hospital, pero tenían la
retaguardia completamente desprotegida. Para cuando se dieron cuenta de
qué estaba sucediendo tres cuartas partes del escuadrón había caído bajo el
fuego de aquella pareja.
Uno intentó escapar corriendo y fue abatido casi de inmediato. El resto
del convoy, tres hombres de negro, trató de escapar con uno de los coches,
pero les llovió plomo desde la fachada, desde la azotea y desde la plaza. El
todoterreno rodó unos pocos metros y se detuvo con sus pasajeros
sembrados de pequeñas y radiantes flores rojas.
Khalid recordó cuando le adivinaron el futuro con las cartas y supo que
su Torre acababa de comenzar.
Interludio: Mesías
El TODO es Mente,
el Universo es mental.
El Kybalion

En el aeropuerto de Castellón, al final de la pista, los aviones elegidos


ya estaban preparados con sus selectos pasajeros.
Resultaba agotador acceder a los recuerdos complejos y necesitaría de
toda su concentración y de toda la energía que estaba a su alcance. El deseo,
el ansia, se transmitió instantáneamente y Ojos claros, el primero de sus
hijos, le acercó la comida. Extendió el brazo hacia la ofrenda y lo enroscó
por el centro. La comida estaba húmeda por el sudor y se sacudía sin cesar.
Él elevó los labios, mostrando las negras encías que latían con un sinfín de
gruesas venas, retorciéndose unas sobre otras. Reveló la hilera de colmillos
y comenzó a desencajar las mandíbulas, estirando la piel de los labios que
cedía sin tregua. Aquel acto tan natural para él debió de provocar los
instintos de supervivencia del aperitivo, que renovó sus intentos por
escapar. De alguna forma consiguió quitarse el esparadrapo de la boca y
gritar.
Cómo odiaba que lo molestaran con sus vocecitas agudas y chillonas.
Disfrutaba con el ritual de la comida. Empezar por la mitad. Sentir el
crujido de los huesos estallando entre sus colmillos. Beber el cálido jugo…
pero los gritos, esos gritos tan molestos, no cesaban, así que los acalló
arrancándole la cabeza de un mordisco.
Desde ese momento el festín fue más tranquilo. Fue cogiendo un
bocado tras otro, comiendo con glotonería e indiferencia. Su alimentación
no se basaba únicamente en la necesidad primordial de todos los cuerpos
por abastecerse de energía. Su alimentación era un proceso trascendental.
Cuando se alimentaba, se alimentaba la señal. Y la señal lo era todo.
Existía en sí mismo, como el soporte orgánico que contenía el Alfa y el
Omega, pero también existía como un dios titánico y fragmentado a través
del tsunami invisible de información desde y hacia millones de células
homínidas. Estaban interconectados en una red invisible de señales;
impulsos electromagnéticos transmitidos de un cuerpo a otro, de una mente
a otra, como neuronas antropomórficas, hasta la fuente cerebral: Mesías y
sus cuatro Jinetes.
Aquellos entes, sus hijos, habían sido etiquetados por cien lenguas
distintas con cien nombres distintos que venían a decir lo mismo: los
Muertos, les Morts, os Mortos, i Morti, die Toten, the Dead… Un nombre
erróneo. Pues sus hijos estaban vivos en su mente y así vivirían por
siempre. Eran sus extremidades, millones de islas de carne y dientes,
hambrientas y serviles. La señal los unía como un todo, un único ser, pero
necesitaba hacerse más fuerte. La distancia debilitaba la señal y el ego de
aquellos cuerpos se rebelaba ante su mensaje; un conflicto constante
provocado ante la dicotomía de la mente primitiva y la supramente de
Mesías.
Antes de su advenimiento se habían multiplicado por el mundo. Una
jauría de fauces enloquecidas, imitando a la bíblica plaga de langostas en
Egipto, devorándolo todo a su paso, sin ninguna expectativa más allá de la
satisfacción inmediata. Pero con su llegada se había hecho la luz y la
esperanza. Ellos lo buscaron y Él, obsequioso, los calmó y los recogió en el
abrazo de su mente.
Él estaba allí, saboreando el alimento, pero al mismo tiempo estaba en
mil sitios diferentes. Veía a través de cien mil ojos y su voluntad se
orquestaba y se cumplía a lo ancho y largo del globo, pero cuanto mayor era
la distancia menor influencia tenía. Por eso, debía mandar lejos a sus
elegidos, ya que ellos, como torres de repetición vivientes, extenderían su
voluntad.
Tres aviones. Tres Jinetes. Uno al este, otro al oeste, y el tercero al sur.
Solo Ojos claros, el más poderoso de sus hijos, permanecería a su lado.
Terminó con el ultimo bocado y concentró toda su atención en la
digestión. Podía sentir como el alimento era absorbido, metabolizado,
convertido en nuevas marañas de Mesías, nuevas redes internas que se
añadían, jóvenes y poderosas, fortaleciéndolo.
La carne era la clave para mantener la señal y la carne debía fluir. Por
eso, en lugar de aniquilar a ese caballo tozudo, ese Homo sapiens al que
cabalgaba, había optado por un plan más lento y ambicioso. Domaría a los
humanos como se domaba a un animal díscolo. Aplastaría a quienes se
opusieran al nuevo orden e instruiría a sus nuevas mascotas, quienes,
agradecidas por el mero hecho de existir, le proporcionarían toda la carne
que necesitaba. Quedaban cabos sueltos, entretenimientos que había
demorado por el placer que le suponía postergar el placer mayor. Pero
cuando concluyera su nido se encargaría de cada pequeño y sabroso
problema. Y en el futuro no existiría la indocilidad. Sus retoños, todas sus
semillas, serían semillas puras; limpias de los egos humanos. Mesías
crecería en un mundo sin mácula y la señal se extendería hasta las mismas y
rutilantes estrellas.
Dirigió el poder de la señal a la mente de los tres hijos que, sentados en
las cabinas de los aviones, aguardaban sus órdenes. Penetró como un
cirujano en la materia gris, atravesando los recovecos donde Lázaro se
ramificaba, extirpando los recuerdos sanguinolentos para utilizarlos a su
antojo.
Los motores de los aviones se pusieron en marcha y, uno tras otro, los
pájaros de metal elevaron sus tripas hinchadas hacia el horizonte.
Se permitió un instante de paz al pensar que pronto estaría en casa, al
pensar que el hogar es ese sitio donde la comida no falta jamás.
Capítulo 6: Takashi

El dolor lo golpeaba con su puño, una, y otra, y otra vez, directo al


hombro. Allí la herida ardía como fuego bajo piel, pero el dolor no se
detenía en el hombro, seguía hacia atrás, hacia arriba, hacia abajo, en todas
direcciones, como grietas en la tierra que se abrían paso en su cuerpo con
cada latido del corazón.
Estaba seguro de que el dolor era reciente, pero a Takashi le pareció que
llevaba una eternidad, toda la existencia tal vez, sufriendo ese dolor. En
algún momento abrió los ojos convencido de que la tierra estaba siendo
sacudida por un terremoto. El lugar donde se hallaba estaba oscuro y no
paraba de moverse, dando tumbos de un lado a otro. A su alrededor se
escuchaban lamentos y llantos, y enseguida cayó en un sueño horrible que
seguía allí al despertar.
La tierra ya se había detenido y tiritaba de fiebre.
Llegó a escuchar unas voces cercanas y les pidió ayuda. ¿O solo lo
había pensado? La garganta también le ardía y no estaba seguro de poder
hablar. ¿Por qué nadie del campamento lo ayudaba?
Entonces, el recuerdo del ataque regresó paulatinamente. Los disparos,
la muerte, la de su gente y la de los atacantes, la caída y… sí, el enemigo.
Eso era. El enemigo lo había derrotado. Y volvió a caer de nuevo en las
sombras del sueño.
La siguiente vez que despertó el dolor se había transformado en un eco
lejano. Aunque notaba como seguía anclado a sus nervios ahora latía
amortiguado. Intentó incorporarse, pero su esfuerzo fracasó desde el mismo
inicio.
Tenía los brazos y las manos esposadas a unas barras laterales de la
camilla. Junto a él se alzaba un porta sueros hospitalario del que colgaban
dos bolsas de líquido transparente. Los tubos descendían directamente hasta
una vía con múltiples entradas que se le introducía desde el dorso de la
mano hacia la muñeca.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que no solo estaba esposado,
sino que además lo habían encerrado en el interior de una celda con
barrotes; y no era la única. Otras celdas se extendían a derecha e izquierda
de la suya, en toda la extensión del corredor de blancas baldosas. El suelo
de las pequeñas prisiones, en cambio, era de cemento alisado.
Enseguida reconoció al prisionero de la celda contigua a la suya.
—¿Por qué lo hiciste, Iván? —cada palabra era esparto en su garganta,
aunque no le importaba. Suponía un precio ridículo por conocer la verdad.
El explorador lo observó con unos ojos sin luz y después clavó la
mirada en sus recuerdos.
—No tuve otra opción. Cuando salimos del pueblo de Onda nos
emboscó un grupo de los Muertos. No los vimos llegar. Ni por asomo.
Aparecieron desde todas direcciones. Celia y yo conseguimos entrar en una
casa. A mi hermano, en cambio, lo cogieron. Cuando cerramos la puerta
tras nosotros yo ya lo daba por perdido. Pero al acercarnos a la ventana
estaba allí, sujeto por tres de esas cosas. Nos esperaban afuera, quietos, en
una fila, como si nada, los muy hijos de puta. Entonces uno de ellos se
adelantó y habló —soltó una carcajada amarga—. Habló. Nos dijo que si
nos rendíamos y los acompañábamos no sufriríamos ningún daño.
Takashi gruñó ante aquella explicación. Intentaba encajarla en el
conjunto de información que sabía y que suponía.
—Habíamos matado por lo menos a tres o cuatro de ellos hasta llegar a
esa casa, pero eso les daba igual. Lo único que les importaba era que
fuéramos con ellos. Y Celia… ella se negó rotundamente. Intentó
detenerme y la hice a un lado dándole un golpe en la cabeza. Me rendí. Y
cuando los Muertos entraron… —se sacudió de hombros, una mezcla de
estupefacción e incredulidad— la devoraron allí mismo. Creo que fue por
mi culpa. Creo que yo la maté. Cuando la golpeé le hice una brecha y la
sangre fue demasiado para ellos…
—¿Qué ocurrió después? —preguntó Takashi.
—Nos llevaron a un campamento y nos separaron. A lo mejor es el
mismo en el que nos encontramos ahora. O tal fuera otro. No lo sé. Un
grupo de hombres con ropa negra que trabaja para los Muertos me explicó
que si les ayudaba mi hermano seguiría sano y salvo. Tenía que regresar a la
fortaleza y abrir las puertas por la noche. Eso era todo. Me aseguraron que
no querían matar a nadie. Que el plan era traer a toda la gente que pudieran.
Iván hundió el rostro entre las manos y guardó silencio. Takashi cerró
los ojos y se quedó dormido mientras escuchaba los sollozos del explorador.
Se despertó en la semioscuridad, sintiendo que el dolor de la herida
estaba menguando considerablemente. Solo una de las luces del corredor, la
del fondo, quedaba encendida. En el momento en que distinguió a las cinco
figuras, envueltas en sombras y a su alrededor, trató de hacerse a un lado
para escapar de ellas, pero seguía encadenado a la camilla.
Como activadas por un resorte, las cinco cabezas se inclinaron para
mirarlo.
—Por fin...
—…has…
—…despertado.
—Tenía muchas ganas…
—…de que nos encontráramos…
—…a solas…
—…Takashi.
—Solo tú…
—…yo…
—…y nosotros.
Las frases surgieron fragmentadas, saltando desde cada una de las cinco
gargantas, aunque perfectamente alineadas, como si hubieran sido emitidas
por un único interlocutor.
—Deja de sacudirte—ordenó la voz, proveniente ahora desde el Muerto
que quedaba frente a los pies de la camilla—. Estoy aquí —y, al decirlo, la
criatura, fuera lo que fuese, sonrió, con malicia—, aunque también estoy en
todas partes. Te conozco, Takashi, conozco tu sabor.
Y ocho manos se deslizaron al unísono en un único movimiento, sutil,
por las mordeduras ya cicatrizadas.
Takashi se revolvió al roce de aquel contacto.
—Demonio —y en su boca la palabra era una acusación.
El rostro del quinto Muerto agrandó su sonrisa.
—No existen muchos como tú, muchos que, pese a mis esfuerzos,
hayan conseguido resistir mi poder. Sigue vivo, Takashi. Tengo asuntos
pendientes en Valencia, pero cuando los termine, tú y yo, nos veremos cara
a cara. Tendrás el honor de alimentarme. Sigue vivo, Takashi. No me
decepciones…
Las figuras se marcharon y, tras su partida, Takashi descendió por el
tobogán de la inconsciencia y los sueños sin sueños.
Lo despertó un ruido metálico y su primer recuerdo lo transportó de
nuevo a la escena de la noche anterior. Ahora que la prisión estaba más
iluminada el recuerdo parecía más una pesadilla y Takashi quiso creer que
así era.
Comprobó que Iván había desaparecido de su celda, aunque otra
persona estaba ahora con él. Vio a un hombre joven, alto y desgarbado,
vestido de negro, que se paseaba junto a las celdas, golpeando cada uno de
los barrotes con la vaina de su espada.
Al llegar a su altura se detuvo. Deslizó la cara entre dos de los barrotes,
sonriéndole con los ojos. En la frente se advertía el dibujo de un ojo
grabado al hierro candente.
—Dios, pero qué feo eres. En algún momento te han dado lo tuyo.
Parece que alguien te haya pasado un rayador de queso por la cabeza. De
verdad, si tuviera una cara como la tuya me suicidaría —dijo el joven.
Takashi tardó unos instantes en asimilar los insultos con que le
ametralló aquel chico. Sintió como la rabia silenciosa comenzaba a bullir,
azuzada también por la sensación de impotencia al verse esposado.
—Eh, no me mires así, tipo duro, que me estoy cagando encima. Oye,
¿qué le dijiste al tío de al lado? Al pobre nos lo llevamos ayer hecho una
madalena. —Como Takashi se negó a contestar el joven siguió hablando. —
Seguro que prometiste darle un beso. Oye, ¿cómo te llamas? Venga hombre,
no seas maleducado y dime como te llamas. Tienes pinta de ser de esos que
dicen por favor y gracias hasta cuando les dan por el culo.
Extrajo un juego de llaves y abrió la puerta de la celda.
—Venga, para que veas que te lo pregunto de buena fe te diré que me
llamo Joel. ¿Y tú eres?
—Takashi —respondió, sin perder de vista lo cerca que tenía la espada
y el poco alcance que le otorgaban las esposas. Se preguntó si de alcanzarlo
sería capaz de arrojarlo sobre la cama y estrangularlo con una sola mano.
—¡Takashi! —dijo Joel con una sonrisa—. Eso es japonés, ¿verdad?
Con todas esas cicatrices no lo tenía del todo claro. A lo mejor eras chino, o
vietnamita, o vete tú a saber. La espada es muy bonita, por cierto. Tú
tranquilo, Takashi, que cuidaré bien de esta pequeña.
Joel se aproximó un poco más a la camilla. Solo los separaban unos
pocos centímetros.
—Así que te llamas Takashi, eres japonés, tienes una bonita espada y
muchas cicatrices para dejar claro que eres un tipo duro. Seguro que sabes
karate, ¿a que sí? Seguro que sí. Y pese a todo eso no acabo de entender
porque han puesto tanto empeño en mantenerte con vida. ¿Tienes alguna
idea?
Takashi, aunque no quería admitirlo, tenía una idea bastante aproximada
de quién lo quería con vida y para qué. Lo que no acababa de entender era
por qué aquel chico quería saberlo. En cualquier caso, le gustaba darle
ritmo a la sin hueso así que Takashi guardó silencio y dejó que este siguiera
con su monólogo.
—Eres un conversador maravilloso, Takashi. Verás, yo dirigía uno de
los grupos de Vigilantes que atacó tu fortaleza. Y teníamos órdenes muy
claras, muy específicas, de atraparte con vida. Al resto también, pero por
encima de ellos, teníamos que cogerte a ti. Ambos sabemos que la situación
se torció un poco. Es bastante normal cuando las cosas se calientan. Aunque
no me imaginaba que acabaría en un baño de sangre. Solo te vi un momento
—soltó una risita de admiración— y tengo que admitir que un momento fue
más que suficiente. Parecías un diablo, corriendo de un lado a otro con esa
espada.
» Y cuando te trajimos aquí, con esa herida de bala, esos zombis
cabrones exigieron salvarte la vida. ¿Por qué? Casi nunca gastan
medicamentos con nosotros, pero contigo han tirado la casa por la ventana.
Cirugía, antibióticos, analgésicos, plasma, alimentación intravenosa… ¿Por
qué? Venga, si eres útil y me lo dices seremos amigos y yo siempre ayudo a
mis amigos.
Takashi cerró los ojos. Le repugnaba cada palabra que salía de la boca
de aquel joven. Le recordaba a uno de esos perros diminutos que no paran
de ladrar. Como si quisiera darle la razón siguió hablando.
—Anoche tuviste una extraña visita. Los Muertos nunca se interesan
tanto en nosotros excepto para usarnos de plato principal a modo de castigo
—dijo Joel, menos petulante—. Y anoche cinco de ellos vinieron a verte.
Pero sigues entero. ¿Por qué?
Entonces no fue un sueño, estuvo aquí, pensó Takashi. Entonces
consideró que una posibilidad de recibir ayuda siempre era mejor que
ninguna y complació a Joel.
—Quiere acabar conmigo en persona.
—¿Quién?
—Él.
—¿Quién es Él?
—Oni. Demonio. Hidra. Tiene muchas cabezas, pero un solo cuerpo.
Una sola voz.
El joven lo contempló, reflexivo. Takashi comprendió al instante que
acababa de confirmarle al chico algo que él ya había supuesto y aquel matiz
sugería que, bajo su fachada ofensiva, bajo todo aquel lenguaje soez, se
escondía una astucia y una intencionalidad muy definida.
—¿Estás seguro de eso? ¿Te dijo algo más?
Takashi hizo memoria, aunque el recuerdo de la noche anterior se
difuminaba con otras pesadillas.
—Dijo que tenía que ir a Valencia —recordó por fin.
—Ya veo. Has debido de hacerle mucho daño como para que tenga
tanto interés en acabar contigo. Creo que podemos ayudarnos el uno al otro.
Tengo que pensarlo, carapizza.
Takashi gruñó y el adolescente salió de la celda.
—¿Joel?
—¿Sí, Takashi?
—¿Qué es ese tatuaje?
—Esto, Takashi, —y se dio unos golpecitos en la frente— es la llave del
reino. Con esto puedo conseguir casi cualquier cosa que desee. Los Muertos
tienen de todo. Donuts de chocolate, alcohol, videojuegos, películas,
consoladores, lo que quieras. A ellos no les hace falta y si tienes la marca
estás dentro de su círculo de confianza, siempre que hagas tu trabajo y los
obedezcas sin dudar.
Takashi lo vio marchar y cuando se quedó a solas luchó por romper las
esposas que lo retenían, pero fue inútil. Al cabo de un rato dejó que su
mente se dirigiera hasta la respiración. Al principio los pensamientos
surgieron y desaparecieron como las crestas de un lago revuelto. Al cabo de
una hora las aguas reposaban en calma. Al cabo de ocho el lago
desapareció. Y en el fondo, Takashi descubrió que la espada siempre había
estado allí.
Capítulo 7: Julia

La sala común del centro sanitario jamás había estado tan atestada de
gente. Todas las sillas estaban ocupadas. La mayoría formaban un círculo
irregular, otras quedaban desperdigadas al azar, tras la primera línea o
apoyadas contra la pared. Quienes no ocupaban una silla escuchaban de pie.
Todos los miembros de la comunidad estaban presentes, desde el veterano
señor Claudio hasta los más pequeños, que se mantenían en una esquina, en
parte jugando, en parte atentos por saber lo que estaba sucediendo.
Los ánimos estaban excitados y el murmullo de las conversaciones se
acumulaba en un rumor general. Habían transcurrido tan solo tres horas
desde el tiroteo. Julia se había visto obligada a intervenir de urgencia a dos
de los suyos por heridas de balas, aunque el pronóstico era bueno. La
victoria —una victoria arrasadora— les pertenecía. Incluso así, la euforia
era incapaz de contrarrestar el estrés del combate y las intervenciones, que
ya comenzaban a pasarle factura.
Sentía que necesitaba tomarse un pequeño descanso, pero cuando
estuvo a punto de darse ese ganado respiro, el señor Claudio le dijo que
necesitaban hacer una reunión urgente. Había llegado un pequeño grupo de
otra comunidad, aparte de sus aliados, Ernesto y Nadia, quienes habían
torcido la balanza a su favor durante la lucha. Y las noticias que traían eran
muy inquietantes. Aunque Julia no acababa de entender como aquellos
supuestos soldados los habían encontrado, pensó que tal vez sus aliados
pudieran arrojar un poco de luz sobre lo sucedido.
Y aunque las noticias que traían era lo último que Julia necesitaba, que
su comunidad necesitaba, tampoco podía ignorar el peligro que corrían.
Dudaba que el tiroteo de aquella mañana careciera de repercusiones. Así
que, sin otra opción que la de la responsabilidad, entró en la sala. Caminó
hasta el centro del círculo y allí esperó hasta que las conversaciones fueron
acallándose y la atención de todos fue atraída hacia el ojo de la tormenta
que ella presidía.
Reconoció al instante a los invitados de la otra comunidad. La cabeza de
uno de ellos se elevaba por encima de la aglomeración y sobre su hombro
descansaba un gran martillo. Junto a él, empequeñecidos, pero claramente
distinguibles, un chico y una chica adolescentes que sostenían cada uno un
arco.
—En primer lugar—dijo Julia alzando la voz, cuando lo murmullos se
apagaron por completo— quiero informar de que los heridos están fuera de
peligro —hubo algunos comentarios y suspiros de satisfacción—. La
situación podría haber sido mucho peor de no ser por nuestros aliados,
Ernesto y Nadia —e inclinó una mano en dirección de los susodichos.
Los aplausos estallaron en la sala y hubo también silbidos y efusivos
piropos dirigidos a Ernesto y Nadia. El agradecimiento se desbordaba en
aquellas muestras de aprecio. Los más jóvenes lo desconocían, pero los
adultos sabían a la perfección que de no haber sido por Ernesto y Nadia el
desenlace habría sido bien distinto.
Los aludidos, por su parte, sonrieron un tanto turbados, y aunque eran
sonrisas a medio camino, contenidas, los vítores se redoblaron durante
medio, largo, minuto.
—Ahora, tal y como me han hecho saber —continuó Julia mientras
todavía sonaban algunos aplausos solitarios—, el ataque perpetrado por
esos hombres, esos supuestos soldados, no es un caso aislado. Otras
comunidades han sufrido peor suerte que la nuestra —en esta ocasión
desvió la mirada hacia el enorme hombretón y los adolescentes que
observaban la escena taciturnos—. Quiero que sepáis que tenéis nuestro
apoyo y hospitalidad. Por favor, os agradeceríamos que alguno de vosotros
explicara que os ha pasado.
Julia, aunque hablaba en dirección al pequeño grupo, se dirigió en
particular hacia el hombre que era el más adulto de los tres. Sin embargo,
este pareció encogerse cuando toda la sala fijó la atención en él. Fue la
adolescente quien dio un paso al frente.
—Mi nombre es Andrea. Nosotros… estamos agradecidos por su
hospitalidad, pero no hemos venido hasta aquí por eso, sino para pedir
ayuda —la chica bajo la mirada en busca de las palabras y cuando la alzó de
nuevo a Julia le conmovió la pasión que transmitían sus ojos—. Cuando nos
atacaron hubo muertes, pero la mayoría de la gente de nuestro campamento
sigue con vida. Se los llevaron, aunque no sepamos a dónde. Tenemos la
intención de buscarlos y rescatarlos, pero es algo que no podemos hacer
nosotros solos —la chica lanzaba miradas desafiantes de un lado a otro—.
Necesitamos que nos ayudéis a encontrarlos…
La sala enmudeció. La euforia y la alegría que hasta hace poco se
reflejaba en los rostros había sido sustituida por máscaras esquivas.
—Esto también os afecta a vosotros. ¿No lo veis? Esa gente volverá de
nuevo y la próxima vez estarán mejor preparados.
—Pues les daremos su merecido. Igual que hoy —replicó alguien desde
la parte de atrás.
—No —aseguró con rotundidad Ernesto. Su voz tenía un timbre seco,
imperativo, que captó al instante la atención de todos—. Escuchad, ella —
miró a Andrea— está en lo cierto. Esa gente sabe dónde estáis y no se
detendrán hasta conseguir lo que quieren.
—¿Y tú como sabes eso? —preguntó el señor Claudio sin asperezas y
una pizca de cordialidad.
Ernesto se aproximó con calma hasta entrar en el círculo.
—Nadia y yo formábamos parte de la comunidad asentada en el
convento. Era de noche y nosotros estábamos fuera cuando comenzó el
ataque. Para cuando llegamos ya era demasiado tarde. Se habían marchado.
Pero a uno de los suyos lo habían dado por muerto y pudimos interrogarle.
Julia escuchó con suma atención el relato de Ernesto. Hubo algunas
burlas cuando llegó a la parte en que aseguraba que los Muertos podían
hablar, pero ella los acalló sin contemplaciones. Recordaba a diario su
encuentro con Eva en el sótano y le pareció que todas las piezas del puzle,
que hasta entonces bailaban solitarias fuera del conjunto, iban encajando
mágicamente una tras otra. Y el resultado era todavía más terrible de lo que
jamás habría imaginado.
El cambio en la conducta de los Muertos y su aparente desaparición
encajaban en la historia. Y la extraña forma de interactuar como un solo ser,
como un enjambre humano… era algo que se acercaba demasiado a la
fantasía, aunque no podía negar que ella también los había visto
comportarse así durante el ataque al campamento de refugiados en Valencia.
Se dio cuenta de que la chica del arco y sus compañeros reaccionaron al
instante cuando Ernesto aclaró que tenían la localización del campamento
de esos Vigilantes.
Cuando terminó el relato, varias voces, una tras otra y luego todas al
mismo tiempo, intentaron echar por tierra los terrores que acababa de
arrojarles a la cara.
—Estáis locos.
—Ese tipo seguro que os mintió.
—Hace semanas que los Muertos no nos molestan.
—Aquí estamos seguros.
—Por favor —intentó retomar Julia la palabra. La gente ya estaba
formando corros mientras los argumentos, las réplicas y las contrarréplicas
volaban en todas direcciones como dardos. —¡Por favor, escuchad un
momento!
Algunas personas se giraron, no todas, pero sí las suficientes como para
que parte del auditorio la escuchara.
—¡Sé que todos estamos agotados, pero debemos asumir que este lugar
ya no es seguro! —exclamó.
Las protestas crecieron de nuevo y Julia tuvo que elevar todavía más la
voz.
—Esos Vigilantes han atacado nuestras tres comunidades en menos de
veinticuatro horas. Y desconocemos cuantos otros campamentos han sido
atacados de la misma manera. Este edificio nos servía para escondernos y
estar protegidos de los Muertos, pero sirve de muy poco contra otras
personas armadas que saben dónde encontrarnos. Antes o después nos
superarán y cuando eso ocurra todos nuestros esfuerzos habrán sido en
vano. Debemos proteger nuestra comunidad —y aunque su mirada vagó por
toda la sala, se demoró un instante en la esquina en que varios de los más
pequeños jugaban.
Durante unos segundos dejó que las palabras fueran calando entre los
presentes. Esperó lo suficiente para que la mayoría aceptara lo que tenía que
decir a continuación, pero no tanto como para que se reiniciaran los
cuchicheos.
—Sé que estáis agotados. Yo también lo estoy, pero tenemos que seguir
adelante. Si nos permitimos bajar la guardia puede que sea lo último que
hagamos. Nuestra prioridad ahora debe ser recoger todos los suministros y
buscar un lugar donde no nos encuentren.
—Con el camión y los jeeps de fuera no deberíamos tener ningún
problema. Y podríamos utilizar el convento, al menos hasta que
encontremos algo mejor —sugirió el señor Claudio—. Si esos soldados,
Vigilantes, o lo que sean, ya han atacado el lugar no tienen ningún motivo
para regresar allí.
—Sí, puede funcionar. Quién esté de acuerdo que levante la mano —
concluyó Julia, alzando ella misma el brazo.
Se estremeció, y a punto estuvieron de saltarle las lágrimas de emoción,
al ver como Laura y Khalid alzaban sus brazos de inmediato. Después el
señor Claudio y más tarde, uno a uno, todos los asistentes se sumaron a la
propuesta.
Al terminar, Julia se aproximó a Ernesto, Nadia y el otro grupo. Habían
llegado a alguna clase de acuerdo, aunque Andrea, la chica del arco, miró
alrededor y sacudió la cabeza, obviamente enfadada.
—Venir aquí ha sido un error —espetó sin mirarla en cuanto llegó a su
altura. Se habría ido de no ser porque Julia la cogió del brazo.
—Iré con vosotros —declaró, y aquello pareció bastar para desarmar a
Andrea.
—¿Y los demás? —preguntó, sacudiéndose el agarre.
Julia dio una vuelta a su alrededor y abrió los brazos. Solo quedaban
algunos niños pequeños que seguían con sus asuntos.
—Somos una comunidad con muchos niños y pocos adultos. Además,
la mayoría tienen miedo. En otras circunstancias el señor Claudio podría
venir también, pero con un esguince de tobillo será más útil protegiendo a
los chicos. Os acompañaré. Si vosotros, Ernesto y Nadia, os unís, y algo me
dice que ya lo habéis hecho, seremos seis. Un buen número para hacer
frente a lo que surja, pero no tan grande como para llamar demasiado la
atención.
La chica se mostró de acuerdo.
—Está decidido. Nos iremos ahora mismo —dijo Nadia.
—Espera. Antes tengo que hacer algo. Descansad un poco hasta que
regrese.
Al bajar por las escaleras que daban al sótano Julia deslizó la mano
inconscientemente hacia su vientre. Prefería evitar ciertos pensamientos, así
como las repercusiones de tomar una decisión u otra. Era algo que podía
esperar unos cuantos días más. Sentía como al agotamiento acumulado y al
estrés ahora le añadía también una sobrecarga de información. O se tomaba
un momento para respirar o terminaría por explotar.
Se sentó en su estudio y les dio un descanso a los ojos. Allí, frente a
ella, contenidos en papel, muestras, viales, estaban todos los datos
recogidos durante su investigación. Hacía tiempo que había llegado a la
conclusión de que el parásito encontrado dentro de los Muertos era una
creación artificial, aunque desconocía que clase de loco habría sido capaz
de urdir un monstruo semejante. Los Muertos eran excepcionales a nivel
biológico gracias a su capacidad sanadora, pero el que además integraran un
comportamiento social tan complejo y determinado en los huéspedes…
Parecía algo inconcebible. Compartían un objetivo muy concreto que
implicaba planificación, detallada y exhaustiva. En ella los humanos se
convertían en piezas de un engranaje a su servicio. Era una empresa
apoteósica que requería una coordinación perfecta. Más aun, si se
consideraba cuanto habían avanzado en tan poco tiempo. Los Muertos
parecían comportarse como un enjambre de insectos, pero la clase de
pensamiento maquiavélico requerido para crear un sistema de producción
basado en la esclavitud no podía originarse en un conjunto de seres tan
amplio y separado. Solo un individuo o un pequeño grupo de individuos
con la misma meta definida sería capaz de organizar algo así, algo que no
encajaba en el conjunto.
Faltaba algo, algo se le escapaba y de no saber lo que sabía, de no haber
visto lo que había visto, tacharía todas y cada una de las posibles
conclusiones como simples chifladuras.
Aunque la forma de comunicación más común del reino animal era a
través del sonido existían variantes que, de no comprenderse, rozaban el
pensamiento mágico. Por ejemplo, existían por lo menos dos tipos de peces
en el planeta que en lugar de comunicarse por señales acústicas o visuales
lo hacían a través de señales eléctricas. Y algunos insectos, como las
hormigas, transmitían información a través de señales químicas, feromonas,
que provocaban una respuesta instintiva. Pero todas ellas tenían
limitaciones con respecto a la distancia. Solo el ser humano había logrado, a
través de métodos artificiales, las herramientas para crear la comunicación a
larga distancia a través de ondas electromagnéticas. Y esta era imposible sin
un soporte mecánico y eléctrico capaz de producir y recibir la señal,
codificarla…
Descargó su frustración con una patada a la mesa y decidió que ya había
perdido demasiado el tiempo. Recogió la mochila que tenía preparada para
emergencias. Machete, pistola de pernos y un rifle; llevaba todo lo que una
chica necesitaba para una alegre excursión campestre, pero no podía
marcharse todavía.
Quitó la sábana de la jaula.
—Me temo, amiga mía, que no volveremos a vernos. Aunque ni
siquiera estoy segura de que te importe.
Eva respondió contemplándose los pies, abúlica.
—Hemos pasado buenos momentos juntas, tú y yo. Y hemos aprendido
mucho la una de la otra. No es que hayas sido una gran conversadora… No,
no digas nada. Nadie debería lanzar reproches durante una despedida. Te he
abierto mi corazón y eso es algo…
Julia se interrumpió, repentinamente asustada.
Eva parecía un caso anómalo dentro de los Muertos. Su carencia de
reacción parecía situarla fuera del grupo, pero y si no era así. Y si en
realidad ella siempre había formado parte de ellos, su conversación, sus
charlas monologadas habrían supuesto una fuente constante de información
para esas cosas. Cuántos secretos le había confesado.
Recordó como los hombres de negro, con su camión y sus jeeps
llegaron directamente hasta la puerta del hospital, sin vacilaciones. Por
supuesto, cabía la posibilidad de que los hubieran rastreado hasta allí. Salvo
que nunca les hubiera hecho falta porque los Muertos siempre habían
sabido donde encontrarlos gracias a Eva.
—Mírame. ¡Mírame! —ordenó Julia y la criatura obedeció sin prisa.
En aquellos ojos no había nada, pero en algún momento del pasado sí
que lo hubo. Julia nadó en ellos, intentando encontrar algo, un gesto, un
parpadeo, una señal que le confirmara que tras aquellos globos oculares
existía alguien.
—No eres Eva. Y tampoco eres la mujer que fue infectada por ese
parásito. ¿Quién eres? ¡Contesta! ¡Sé que estás ahí! ¡Di algo! —y le apuntó
con el rifle directamente a la cabeza.
El rostro de la mujer siguió impertérrito un segundo, cinco, diez, veinte,
y Julia estaba ya a punto de terminar con aquello de una vez por todas
cuando cambió. Los labios comenzaron a torcerse en una sonrisa. Los ojos
de aquella noche también habían regresado y la contemplaban como
estrellas burlonas.
—Hicimos una promesa —y la sonrisa se ensanchó un poco más.
—¿Qué promesa? —preguntó Julia, átona, aunque en realidad no quería
conocer la respuesta.
—Hasta que la muerte nos separe.
Tal vez estaba loca. Tal vez aquella cosa fuera Román, su marido. O tal
vez este se hubiera infectado y de alguna forma aquel ser transmitiera su
memoria. Podía ser cualquier explicación, todas a la vez o ninguna. La
respuesta no tenía cabida en un mundo sensato. El mundo estaba loco y
todos los que habitaban en él sufrían de esa enfermedad, ella incluida.
La frente, la nariz y los ojos de la mujer, reventaron con el disparo,
dejando un hueco descarnado y vacío que mostraba el rojo sobre el blanco
de los huesos del cráneo.
A su modo de ver, aquel disparo equivalía al divorcio.
Capítulo 8: Nadia

Todos los carriles de la estación de peaje de Sagunto, en la AP-7,


estaban bloqueados con vehículos. Todos excepto uno, el más cercano a un
edificio que consistía en una planta baja y una primera altura. Al parecer los
Vigilantes lo utilizaban como base. Nadia llevaba una hora en aquel puente,
tumbada con los binoculares, registrando mentalmente los movimientos.
Siempre había uno de ellos fuera. El resto, calculaba que eran tres o cuatro,
entraban y salían de vez en cuando.
La gravilla crujió a su izquierda. Rodó a un lado para liberar la pistola y
faltó muy poco para acribillar a Ernesto.
—Maldita sea —dijo ahogando la voz—, no vuelvas a acercarte así a
mí.
—Tranquila —respondió Ernesto. Había llegado hasta ella avanzando
en cuclillas y ahora levantaba las manos—. Empezábamos a estar
preocupados. Yo estaba preocupado.
—Pues todo va bien —y cambió rápidamente de tema—. No creo que
sean más de cinco. Si atacamos por la noche y los cogemos por sorpresa
podremos con ellos.
—Habrá que ir con cuidado. Seguro que tendrán a alguien vigilando —
dijo después de tumbarse a su lado.
—Sí, claro. Pero para eso tenemos a nuestros amigos con los arcos,
¿verdad?
Ernesto asintió y le pidió los binoculares.
—Hay algo que no entiendo —dijo Nadia.
—¿El qué?
—Si un coche viniera lo bastante rápido podría meterse por ese carril y
ellos no podrían detenerlo.
Ernesto se demoró un rato con los binoculares antes de devolvérselos.
—Mira otra vez el peaje. Fíjate en el suelo —le indicó Ernesto.
Ella volvió a mirar el paso y todo le parecía igual hasta que de repente
advirtió una pequeña irregularidad que le había pasado desapercibida.
—¿Qué es eso?
—Es una cadena de clavos. Se utilizan para pinchar las ruedas y detener
vehículos. Es una manera muy efectiva de asegurar que no pasa nadie. ¿Has
visto algún Muerto?
—Por aquí ninguno —aclaró Nadia.
—Los otros han confirmado la posición del campamento, está muy
cerca, en aquel polígono industrial. El único problema es que está infestado
de esas cosas. ¿Crees que funcionará el plan?
—Matar a los Vigilantes. Robarles la ropa. Averiguar dónde están los
niños. Infiltrarnos y salvar a todo el mundo. Es un plan sólido, sin fisuras…
—bromeó ella.
—Pues espero que salga bien, porque vamos a seguir ese plan de la A a
la Z —dijo Ernesto con un matiz ansioso.
—Bueno, he visto este plan en alguna que otra película y nunca sale
bien —continuó diciendo Nadia.
—Tú si que sabes cómo calmarme.
—Tranquilo. Si las cosas se desmadran sencillamente mataremos a todo
lo que se cruce en nuestro camino. Se nos da bastante bien —dijo con
desenfado—. ¿Nos vamos de una vez? Empiezan a dolerme los codos.
—Un momento. Antes te he dicho que estaba preocupado y es verdad,
pero no porque estuvieras aquí sola. Apenas hemos hablado desde lo que
sucedió en el convento…
Nadia tragó saliva, incómoda. ¿Por qué demonios tenía que sacar eso
ahora? ¿Es que no podía olvidarse del tema?
—…y después sucedió el tiroteo. Maldita sea, aquello fue horrible y lo
hiciste bien. Lo hiciste mejor que bien. Pero en la abadía… sé que era tu
primera muerte y eso es algo que te marca.
—Déjame en paz, joder. Hice lo que tenía que hacer ¿vale? —
respondió, los ojos enrojecidos de rabia y dolor—. Hice lo que tú no podías
hacer. Lo que tendrías que haber hecho…
Las lágrimas se escaparon sin remedio y ella se odió por esa muestra de
vulnerabilidad. Se había prometido que sería fuerte, que nunca más
mostraría debilidad alguna, pero allí estaba otra vez, llorando como una
niña estúpida que espera que la rescaten…
Él se acercó y apoyó su frente contra la de ella.
—No estás bien y yo… yo tampoco estoy bien, Nadia —dijo Ernesto—.
Llevo mucho tiempo sin estar bien. Me estoy desmoronando. Tengo miedo.
Tengo mucho miedo de levantarme una mañana y decidir que lo único que
tiene sentido es dispararme en la cabeza. El único motivo, la única razón
que encuentro para no hacerlo, eres tú.
Nadia quedó indefensa ante la confesión de su amigo. De pronto se
sintió como una estúpida. Había estado tan centrada en sí misma, tan
obnubilada en su dolor y en el deseo de vengarse, que estaba a punto de
perder a la única persona que realmente le importaba.
Lo abrazó con fuerza, arrastrando las lágrimas contra su mejilla. Al
cabo de unos segundos apoyó las manos a ambos lados de la cabeza de
Ernesto y lo separó para que pudieran mirarse a los ojos.
—Saldremos adelante. Recuérdalo. No importa lo que nos encontremos.
Vamos a joder a esos cabrones. Vamos a hacer que deseen haberse muerto
la primera vez.
Regresaron con el grupo que esperaba escondido en un sencillo edificio
levantado con ladrillos de cemento y cubierto con un techo de uralita. El
edificio había servido para almacenar herramientas y material de
construcción y se hallaba en el interior de una parcela de terreno
abandonada. En el exterior, los campos de cultivo, con sus naranjos,
robustos algarrobos y pálidos olivos, los rodeaban en todas direcciones.
Darío, el adolescente con el arco, vigilaba con recelo desde una ventana
sin cristal.
—Los Muertos merodean los alrededores del polígono industrial. Están
por todas partes —explicó el joven, utilizando un sobreactuado tono que
venía a decir “lo tengo todo bajo control”, pero que en su exceso indicaba
precisamente lo contrario.
—¿Y si en algún momento se dan cuenta de que no formamos parte de
los Vigilantes? —añadió Andrea sin ocultar lo más mínimo su ansiedad.
—Escaparemos —respondió Nadia, un tanto molesta. Era algo tan
obvio que no merecía ser preguntado.
Andrea la miró como si aquella contestación solo empeorase la
situación.
Nadia había tenido tiempo de observar y sacar ciertas conclusiones
acerca de los integrantes del grupo. A Gegant, de no ser por el enorme
martillo que llevaba, lo habría considerado casi inofensivo debido a sus
maneras amables. Por otro lado, la pareja de adolescentes con el arco
parecía hábil, y sin duda así debía ser ya que habían sobrevivido hasta
entonces, pero se excitaban con demasiada facilidad. La que más le
impresionaba a Nadia era Julia. Se había puesto al mando con naturalidad y
resolución. Parecía tener claro que hacer y cómo hacerlo. Y todos, ella se
incluía la primera, lo habían aceptado sin discusión.
—Todavía nos falta por descubrir donde están los niños —dijo Gegant,
con una delicadeza que parecía contradecir su constitución fuera de lo
normal.
—Esto no va a funcionar —siguió Andrea, negando con la cabeza en
cortos y rápidos movimientos.
Julia se acercó a Andrea y apoyó la mano en su hombro. Aquel gesto
pareció calmarla al instante. La mujer emanaba a ráfagas un aura de fría
serenidad y determinación.
—Funcionará. Cuando antes nos has descrito la distribución de los
edificios has mencionado un conjunto de naves particularmente inaccesible
por la presencia de los Muertos. Allí están los niños.
—¿Cómo lo sabes? —replicó Andrea.
—Lo sé porque los niños son la clave para impedir que el resto de la
gente escape y se rebele. Por eso los Vigilantes tampoco tienen acceso a los
niños. Sería demasiado arriesgado que se volvieran en su contra y optaran
por salvarlos. Dónde solo haya Muertos, allí encontraremos a los niños.
—Pero no has estado allí y tampoco los has visto —dijo Darío.
—Creo que ella tiene razón. Tiene sentido. Aun así, necesitamos liberar
primero a Takashi —intervino Gegant.
—Vuestro jefe, ¿cierto? —dijo Nadia. Andrea, Darío y Gegant habían
sacado el tema en varias ocasiones. Hablaban de Takashi con veneración,
como si fuera una especie de semidios vengativo.
—Si está dentro lo rescataremos como a todos los demás —dijo Julia.
—No lo entendéis —insistió Gegant—. Con Takashi dará igual si
vigilando a los niños hay diez, cien o mil Muertos. Los atravesará como si
fueran de mantequilla.
Y sin duda era una afirmación de peso cuando surgía de la boca de un
hombre con la musculatura potencial para partir un cuello con las manos
desnudas. Incluso así, Nadia sentía el mismo escepticismo que Julia y
Ernesto acerca de ese tal Takashi. Había visto a demasiada gente valiente
caer ante los Muertos y la idea de que existiera alguien capaz de hacerles
frente como si fuese una fuerza de la naturaleza le parecía que se acercaba
peligrosamente al fantasioso héroe épico, donde la clave no radicaba en
héroe épico, sino en fantasioso. Pero de nada servía discutir con ellos acerca
de su líder.
—Está bien. Haremos lo que podamos, pero primero atacaremos al
grupo de Vigilantes en la estación de peaje —concluyó Julia—. Lo haremos
esta noche. Golpearemos rápido y con precisión. Pero necesitamos estar
coordinados. Si doy una orden, la cumplís. Si pensáis que no podéis hacerlo
o tenéis algún problema decidlo ahora.
Ante el silencio general Julia les pidió que se acercaran, dibujó sobre el
suelo polvoriento el edificio donde estaban los Vigilantes y les explicó
como lo harían.
El resto del día durmieron por turnos. Cayó la noche y cuando el reloj
marcó las tres de la madrugada el grupo se puso en marcha. El ambiente era
fresco y vivificante. La luna había abandonado su esplendorosa plenitud
hasta decrecer a una menguante gibosa y Nadia pensó que bajo aquella
cadavérica luz resultaba fácil ver y ser visto. Cerca, los grillos tocaban
absortos su estridente melodía, ajenos a lo que iba a suceder. El grupo
caminaba en fila, junto a una acequia, flanqueados por los campos de
naranjos. Julia a la cabeza, seguida por Andrea, Darío y Gegant. Ernesto y
Nadia cerraban la comitiva. Estaban al final porque solo intervendrían si no
quedaba más remedio. Si disparaban las armas de fuego alertarían a los
Muertos y el plan habría fracasado antes de empezar.
El peso del ataque caía sobre Andrea y Darío que tendrían que abatir al
Vigilante que hubiera en el exterior. Después se infiltrarían en el edificio y
acabarían uno por uno a cuchillo y martillo.
La cobertura que proporcionaban los árboles terminó con el final del
terreno, desembocando en la parte de atrás del edificio de los Vigilantes. A
unos cincuenta metros quedaba la puerta de acceso para el aparcamiento, un
aparcamiento que unos meses antes habría sido ocupado por los
trabajadores del peaje y que ahora lucía desierto con la salvedad de algún
vehículo abandonado bajo las marquesinas. Avanzaron con rapidez hasta un
edificio blanco que quedaba a mitad de camino entre el acceso y los
campos. Era un edificio de blanco sucio, pequeño y tosco, semiderruido,
con ventanas sin cristales y toscas rejas pintadas del mismo color que el
muro.
El complejo estaba vallado por una red metálica que terminaba en una
puerta corredera azul parcialmente abierta. Andrea estuvo a punto de salir
por su cuenta cuando Julia la detuvo. Señaló la terraza de la planta superior,
en el edificio de los Vigilantes, y quedó claro que no eran los únicos
despiertos a esas horas de la noche.
Un diminuto rubí de brasas destelló en la oscuridad y enseguida
atisbaron una silueta humana que fumaba un cigarro y se paseaba al borde
de la terraza. Las bocanadas de humo surgían vaporosas y se perdían en el
viento. Julia le preguntó algo a Andrea entre susurros y esta respondió con
un asentimiento.
Cuando la figura se giró, Andrea salió con su arco, se demoró un
instante para tensarlo y apuntar, y liberó la flecha. A Nadia le horrorizó y
maravilló a partes iguales la curva dibujada por el proyectil, la precisión
con la que voló directamente contra la tráquea del infortunado Vigilante.
Este perdió el cigarro, se sacudió llevando las manos al cuello y cayó por el
borde hasta estamparse en una de las marquesinas.
A Nadia se le encendieron las alarmas debido al ruido que produjo al
estrellarse y un simple vistazo le bastó para saber que tanto a Ernesto como
a Julia también les preocupaba.
Sin embargo, Andrea y Darío no parecieron darse cuenta del peligro y
salieron a la carrera para atravesar el acceso al aparcamiento.
Andrea ya había sobrepasado la puerta y estaba tan absorta en llegar al
edificio que le pasó inadvertido como otra figura salía por la puerta en la
terraza superior. La figura avanzaba hacia la posición ocupada por el
anterior Vigilante. Se agachó un momento y, cuando se incorporó, apartó la
cabeza al notar como algo pasaba silbando.
Darío, que sí había percibido al intruso en su rango de visión, disparó
una flecha demasiado apresurada que pasó a varios centímetros del objetivo
y se perdió en las sombras.
Nadia apuntaba con la pistola, insegura de acertar a un objetivo a esa
distancia y parcialmente a oscuras. El Vigilante oteó la oscuridad, tratando
de localizar el origen de aquello y Nadia supo que, en un par de segundos a
lo sumo, daría la voz de alarma. El dedo se deslizó sobre el gatillo con
suavidad y firmeza y…
…el Vigilante murió. La flecha se incrustó en el cráneo y la silueta se
desplomó a un lado. La cuerda del arco de Andrea vibraba queda. En una
fracción de segundo había retrocedido, extraída una flecha del carcaj que
colgaba en su cintura, y abatido al segundo objetivo. Nadia sintió envidia
por la pericia de la adolescente; era magistral.
—Vamos, rápido —instó Julia al resto del grupo.
Avanzaron a la carrera hasta alcanzar a Andrea y Darío que se habían
parapetado contra la pared.
—Ha faltado muy poco —dijo Julia en un murmullo—. La próxima vez
esperad hasta que estemos seguros.
—Lo tenía controlado, ¿vale? —contestó Andrea con tozudez.
—No, no lo tenías. Y baja la voz, maldita sea —exigió con susurros que
luchaban por transformarse en exclamaciones.
—Ha salido todo bien —dijo Darío.
Nadia se acercó presurosa y se golpeó con el dedo índice sobre los
labios para enfatizar que se callaran de una vez. Estaba segura de haber
escuchado unos pasos discretos que se acercaban hacia su posición desde la
fachada principal del edificio y que solo podían pertenecer a otro de los
Vigilantes.
El grupo comprendió de inmediato y Julia le indicó con gestos a Gegant
que aguardara en la esquina con el martillo preparado.
Los demás se alejaron lentamente unos pasos excepto Julia que se
quedó cerca del hombretón con el rifle en las manos. Darío y Andrea
prepararon los arcos.
Los pasos ahora se escuchaban con claridad y Nadia tragó saliva, segura
de que en cualquier momento surgiría por la esquina. Sin embargo, algo
sucedió porque los pasos se detuvieron.
—¿Jess, eres tú? Cómo esta sea otra de tus bromas te vas a enterar… —
dijo una voz masculina y un tanto juvenil al otro lado de la esquina, antes
de reemprender la marcha.
Ocurrió en menos de un segundo. El martillo se estrelló directo contra el
rostro. Nadia tuvo tiempo de advertir el torcido gesto de incredulidad y
terror justo antes de que la cabeza del martillo se estrellara contra el
hombre, hundiéndose en el espacio que antes ocupaba la nariz, haciéndolo
pedazos, y arrojando su cuerpo de espaldas como si fuera un guiñapo.
La arcada surgió de improviso y Nadia vomitó la poca comida
contenida en el estómago. Agradeció que Ernesto la sujetara por los
hombros mientras ella escupía el amargo reflujo de la boca. Volvió a ver el
rostro de aquel Vigilante. Era un hombre joven, asustado, probablemente
mucho más que ellos, y al que acababan de aplastar el cráneo. Al igual que
a los otros dos, que también tendrían un nombre y un pasado y que su única
culpa era estar al otro lado de una línea invisible que los separaba y
convertía en un “ellos” y no en un “nosotros”.
Deseó sentir de nuevo la rabia para ocultar así aquel pesar en el pecho,
ahora hueco como la cáscara vacía de una nuez.
—Será mejor que bajéis las armas, genios. Menuda habéis liado —dijo
una nueva voz a sus espaldas.
Nadia solo tuvo tiempo de ver una figura semioculta que con una mano
encañonaba a Darío con un revolver mientras con la otra lo agarraba del
pelo. El adolescente había soltado el arco y en su cara se dibujaba un gesto
muy parecido al del Vigilante al que acababan de matar.
Julia recortó la distancia con rapidez apuntándolo con el rifle y se
detuvo a cinco metros cuando el Vigilante amartilló el revolver con el
pulgar.
—Que alguien le diga a esa Milf que se calme, ostia. Como empecemos
un tiroteo esto se va a llenar de los Muertos. Y algo me dice que no os
interesa para nada.
Fuera quien fuera ese Vigilante, sin duda era rápido, astuto y los tenía
cuadrados. En algún momento se había percatado de la presencia del grupo,
los había rodeado sin que ninguno lo advirtiera y ahora tenía de rehén a
Darío.
—Suéltalo —exigió Andrea que parecía al borde del llanto.
El Vigilante suspiró con exasperación.
—Mira, guapa, o te calmas y bajas ese arco o le reviento los sesos a
Robin Hood.
Andrea lo movió ligeramente, arriba y abajo, en un evidente conflicto
interno, hasta que terminó por apuntar al suelo.
—¿De dónde has sacado esa espada? —preguntó Andrea al darse cuenta
de la empuñadura que sobresalía por su espalda.
—Se la estoy guardando a un amigo. Escuchad, soy un tipo razonable,
seguro que podemos llegar a un trato en el que todos sigamos con vida.
Nadia, que ya se había incorporado, por fin distinguió el rostro del
Vigilante. Era él. Y aunque estaba ligeramente cambiado —más delgado
incluso que durante su último encuentro— y tenía la frente marcada con
una cicatriz en forma de ojo, estaba convencida de que era él. Alto y
desgarbado como el esqueleto de un cuervo de tamaño humano. Tan solo
habían transcurrido unos meses, pero parecían años. Al principio de la
infestación, en aquella farmacia. Joel, se llamaba Joel. Recordaba
perfectamente como a Ernesto y a ella los había arrojado a la calle para
enfrentarse a los Muertos.
—Ernesto… Es él.
—Lo sé —respondió su amigo que parecía más tenso que la cuerda del
arco de Andrea.
—Oh… ¡Vaya! —exclamó con mezquina alegría—. No esperaba veros
de nuevo. Los caminos del señor son inescrutables, eso está claro. Espero
que no me guardéis rencor por aquel lamentable asunto de la farmacia.
—¿De qué lo conocéis? —preguntó Julia sin quitarle la vista de encima
al Vigilante.
—Mató a mi compañero, a una anciana, y nos abandonó a nuestra suerte
contra los Muertos.
—Bla, bla, bla… Dicho así parezco terrible, aunque no sé por qué os
quejáis tanto, habéis salido bien parados. Además, tu compañero escondía a
uno de esos demonios y aquella adorable ancianita estaba a punto de
comernos la cara. A mi modo de ver os hice un favor. De haberos quedado
en la farmacia lo más seguro es que hubierais muerto con el resto de
aquellos borregos.
—Hijo de puta —dijo Nadia—. No vas a salir bien parado de esta…
—Yo creo que antes de que acabe la noche me deberás un gran favor.
Nadia pensó que antes de permitir que algo así sucediera ya le habría
descerrajado el cargador entero en la cabeza. Algo que tenía claro,
cristalino, es que no importaba lo que pasara a continuación, las promesas o
las negociaciones. En cuanto terminara de ser útil acabaría con él.
—Parad. Esto no conduce a nada —intervino Julia—. Si dejas a Darío
en paz y nos ayudas podrás seguir con vida.
—Bueno, parece que estamos llegando a algo —reconoció Joel.
—Este tío ha visto a Takashi. Esa es su espada —aclaró Gegant.
—Takashi, Takashi… —dijo Joel— ah, sí, el guaperas de las cicatrices,
¿verdad? Puede que lo conozca, puede que incluso sepa dónde encontrarlo.
Mirad, como muestra de buena voluntad voy a dejar de apuntar a vuestro
amigo en la cabeza, pero tiene que prometerme que se estará quietecito
hasta que lleguemos a un acuerdo. ¿Nos entendemos?
Darío asintió con la cabeza: —Lo prometo.
Lentamente, Joel retiró el arma y hubo un descenso generalizado de la
hostilidad, reflejado en una pequeña laxitud de las tensas posturas y la
posición de las armas.
—Parece que os interesa ese tal Takashi. ¿Es que ibais a rescatarlo?
—Vamos a salvarlos a todos —aclaró Julia—. Sacaremos a los niños y
ya no podrán amenazar al resto de la gente con hacerles daño.
—¿Hacerles daño? Menudo eufemismo. Y yo creyendo que ya nadie
pensaba en los niños. Bueno, ¿cómo queréis infiltraros en el campamento?
Ah, esperad, esperad, ya lo tengo. No me digáis que vuestro plan era
matarnos y vestiros de Vigilantes —Joel soltó una carcajada amarga—. Así
que habéis matado a mi gente para nada.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Ernesto.
—Quiero decir que la ropa no es lo importante, sino la marca que llevo
en la frente. Son los Muertos quienes nos la imprimen y así saben quién es
de los suyos y quien no. Duele de la ostia, así que no se lo recomiendo a
nadie. Si aparecéis por el campamento sin un jefe de escuadra que lleve este
ojo en la frente os convertiréis en comida rápida antes de que alguien grite
kétchup.
La información caló en el grupo como un cubo de agua fría. Por
desconocer un detalle como aquel habían estado a punto de lanzarse al
campamento sin ninguna posibilidad de salvación.
—Tú podrías hacernos entrar, pero ¿qué garantía tenemos de que una
vez allí no nos traicionarás? Has dicho que ponen esa marca a quién es de
los suyos —dijo Julia.
—Bueno, míralo por este lado, en realidad soy vuestra única opción. Y
si soy de los suyos es porque me interesa ser de los suyos, pero si vais a
romper la baraja no tengo intención de quedarme por aquí más tiempo. Os
ayudaré a entrar, incluso os llevaré hasta Takashi, y después desapareceré
de vuestro camino. Lo único que os pido es que no me matéis. ¿Os parece
un trato aceptable?
—La espada. Pertenece a Takashi —dijo Andrea.
—¿Y por qué no me quitas también la polla?
Aquello enojó tanto a la joven que a punto estuvo de alzar el arco, pero
Joel enseguida se encogió de hombros.
—Está bien, está bien, al fin y al cabo, solo es un estúpido cuchillo
largo. Os daré la espada. ¿Tenemos un trato?
Nadia sabía que tenían que aceptar, porque era la única forma de
cumplir con su plan, pero eso no aliviaba la palpitación que sentía en el
dedo del gatillo. Julia la miraba con insistencia así que, en contra de sus
deseos, asintió.
—Uf, que tensión, por un momento he pensado que ibais a abandonar a
los niños a su suerte —dijo Joel destilando sarcasmo—. Venga, os explicaré
como convertiros en héroes.
Capítulo 9: Ernesto

Caminaban por el centro de la carretera sin ocultarse lo más mínimo. La


silueta de los edificios y las naves industriales se divisaban en la distancia.
Al final fueron Julia, Andrea y Darío, quienes utilizaron las ropas
negras de los Vigilantes asesinados. Ernesto estaba satisfecho con esa
decisión porque en aquel momento no sabía si habría sido capaz de robarle
la ropa a los muertos.
Joel iba delante y Ernesto lo seguía a un escaso metro de distancia, con
Nadia a su lado. Ambos llevaban las pistolas escondidas en la parte trasera
del pantalón y en el caso de que algún otro Vigilante los detuviera ellos
debían permanecer callados, pues supuestamente habían sido atrapados
intentando robar en el edificio de peaje.
Gegant iba detrás suyo y como levantaría sospechas de entrar
esgrimiendo el enorme martillo era Julia quien cargaba con él. A los lados,
Andrea y Darío avanzaban sin dejar de lanzar nerviosas miradas alrededor.
—Pase lo que pase no os detengáis a menos que yo lo haga primero —
dijo Joel.
—¿Los habéis visto? —susurró Andrea.
Es imposible no verlos, pensó Ernesto. Al principio solo distinguió a
uno, surgiendo tras los árboles, pero no tardaron en sumársele otros. Aquí y
allá iban apareciendo, caminando sin prisa hacia ellos, en un ligero
desequilibrio. Los Muertos los observaban, los dejaban pasar, y los seguían
con discreción. Una dispersa docena los acompañaba perdiendo distancia
rápidamente, mientras que un número creciente de ellos se les aproximaba
desde el campamento.
—Por favor, podéis mostraros un poquito más tensos, creo que de
momento no han sospechado nada, pero estoy seguro de que si os esforzáis
un poco más nos devorarán a todos antes de llegar al polígono —dijo Joel
girando el rostro hacia el grupo.
Los siguientes cien metros fueron los más largos de sus vidas. El
número de Muertos se multiplicaba con cada segundo transcurrido. Uno de
ellos se detuvo justo delante del grupo que se vio obligado a aminorar la
marcha. La criatura escrutaba la frente de Joel como si fuera a encontrar
algo extraño, recorriéndola con lentos movimientos reptilianos de la cabeza,
hasta que finalmente se apartó y el grupo atravesó una explanada delimitada
con plazas para vehículos.
La legión de Muertos se dispersó con la misma tranquilidad con la que
había aparecido y los siete entraron en una amplia avenida delimitada por
hercúleas naves industriales.
—¿Cuánto falta? —preguntó Ernesto tras dejar escapar un suspiro. Joel
estaba cumpliendo con su palabra, tal y como habían acordado, pero
desconfiaba tanto de sus promesas como lo haría de una serpiente de
cascabel en los pantalones. Mentalmente ensayó la mejor manera de
desenfundar el arma y acabar con él si llegaba a traicionarlos. E intuía que
Nadia pensaba lo mismo o algo muy parecido.
—Ya puedes aflojar el culo, nenaza. Estamos cerca —contestó Joel.
—¿Por aquí no hay más de esas cosas? —Quiso saber Julia.
—Dejan que seamos los Vigilantes los que nos encargamos del
campamento. Y más nos vale hacerlo bien porque los Muertos tienen poca
paciencia y mucha hambre.
Al cabo de un minuto de recorrer la avenida advirtieron como varias de
las naves estaban abiertas; débiles racimos de luz proyectados desde el
interior. Junto a una de las puertas, en el bloque que quedaba a su izquierda,
un Vigilante, un hombre de pelo cano que rondaría los cincuenta años
estaba sentado en un sillón cuyo respaldo se apoyaba en la pared. Estaba
durmiendo y en cuanto escuchó que se acercaban se levantó de golpe con
aire culpable.
Se frotó los ojos y parpadeó sacándose el sueño de encima a marchas
forzadas.
—Buenas… señor —dijo el Vigilante al reconocer a Joel. A Ernesto no
le pasó desapercibido el fugaz temor que le había surcado el rostro al
reconocer a su guía. Aquel hombre, a pesar de su edad, era a todas luces de
inferior rango que Joel en esa retorcida microsociedad, tal como su frente,
esplendorosamente amplia, revelaba ante la ausencia de un ojo marcado a
fuego.
—Sí, sí, puedes seguir roncando como un cerdito, pero no dejes que
entre el lobo feroz o te comerá —contestó Joel sin dedicarle ni siquiera una
mirada.
Ernesto vio como el hombre dirigía una mirada curiosa al resto del
grupo. Ya tenía la boca abierta para satisfacer su curiosidad con una
pregunta cuando un repentino ataque de prudencia le llevó a cerrarla de
nuevo y regresar al sillón.
La nave utilizaba enormes contenedores de carga para separar los
espacios comunes. A través de los huecos de dos de los contenedores
Ernesto atisbó a ver una sala abarrotada de literas con apenas espacio entre
las camas y desde la cual surgía una discordante orquesta de ronquidos y
respiraciones irregulares. Un poco más adelante el olfato le indicó cual era
la ubicación de las letrinas. El lugar estaba oscuro, encharcado, y de su
lecho emanaban efluvios nauseabundos de heces, orín, sangre y corrupción.
—Allí está la armería. Ya sabéis lo que tenéis que hacer después —dijo
Joel señalando una puerta de seguridad.
Siguieron caminando hasta apartar unas puertas de plástico blando y
transparente y atravesaron un largo corredor con tres hileras de puertas a
cada lado. Al fondo un par de Vigilantes jugaban a las cartas en una
pequeña mesa plegable. Uno de ellos llevaba el mismo ojo tatuado en la
frente que Joel.
En cuanto se dieron cuenta de la presencia del grupo se levantaron con
parsimonia.
—Joel, ¿se puede saber que me traes a estas horas de la noche? —dijo el
Vigilante tatuado.
Joel se aproximó, apoyó una mano en el hombro del Vigilante y se
encaró al grupo.
—Estos, amigo mío, son unos ladrones que he capturado. Como es muy
tarde para decidir dónde enviarlos hay que meterlos en las celdas hasta
mañana.
—Ya veo —respondió el otro sin quitarle la vista de encima a Nadia.
—Ah, te has fijado. La chica seguro que es fértil así que acabará en los
criaderos. Si quieres saber mi opinión es un desperdicio que se la queden
ellos. Aunque para eso faltan todavía horas y no creo que a nadie le importe
si esta noche nos divertimos un poco con ella en las celdas.
El hombre se acercó a Nadia, considerando la idea. La miró de arriba a
abajo como si fuera a comprobar la salud de un caballo que intentaran
venderle. El otro Vigilante también se aproximó, imitando a su jefe.
Joel miraba a Nadia, divirtiéndose de lo lindo con la situación. A
continuación, el cuchillo ya estaba en su mano. Con un rápido movimiento
descoyuntó al líder de una puñalada.
El otro Vigilante se apartó estupefacto, manoteando en busca de la
pistola que pendía del cinturón, retrocediendo inútilmente cuando Joel cayó
sobre él y lo agujereó con cinco rápidas cuchilladas en el pecho.
Con las manos cubiertas de sangre empujó la puerta e hizo una
recargada reverencia, invitándolos a pasar a las celdas.
—Cabrón —le espetó Nadia al pasar.
En el interior Gegant, Andrea y Darío corrieron hasta la celda donde
aguardaba su líder.
—Takashi, hemos venido a rescatarte —dijo Gegant.
Este los esperaba de pie, junto a la puerta, sólido como una columna, y
vestido tan solo con un sencillo pantalón de algodón. Sobre el pecho, cerca
del hombro izquierdo, un apósito adherido y un ligero vendaje cruzado que
lo envolvía.
—Gracias —dijo Takashi inclinando la cabeza.
A Ernesto le pareció que aquel hombre, que no llegaría a la treintena,
parecía igual de tranquilo que si estuviera recibiendo a unos amigos en el
salón de su casa. Y, a pesar de la calma que desprendía, Ernesto creyó
detectar una hostilidad potencial que mantenía bajo control. Su simple
presencia intimidaba y si aquello no era suficiente el rostro se encargaría del
resto. Tenía la cara desfigurada con horribles cicatrices. Las de la cara eran
las más evidentes, pero por los brazos y el pecho se adivinaban multitud de
arañazos y mordiscos.
Joel le tiró las llaves a Andrea y dejó una bolsa en el suelo.
—Aquí tienes la ropa con la que te trajeron. Las manchas de sangre son
cosa tuya.
Julia se presentó y explicó a Takashi cómo los Muertos mantenían a los
niños de rehenes y cómo necesitaban su ayuda para sacarlos antes de liberar
al resto de la gente. Durante la explicación el japonés asentía, se vestía con
naturalidad, y volvía a asentir con cortesía, sin importarle que lo observaran
desnudo. Cuando terminó de abrocharse los tejanos se puso con cuidado
una camiseta a cuadros que llevaba estampada una amplia mancha de
sangre reseca en el pecho y, por último, se colgó la katana en la espalda.
—¿Tienes alguna pregunta, Takashi? —dijo Julia, que se la veía un
tanto desconcertada por la indiferencia de su interlocutor ante todo lo que le
había contado.
—No. Un grupo salvará a los niños. Otro preparará al resto de
refugiados. Con los comunicadores el primer grupo avisará al segundo.
¿Quién vendrá conmigo?
Darío y Andrea dieron un paso al frente.
—Yo también—dijo Ernesto.
—No, tú tienes que venir conmigo —le contradijo Nadia.
—Fíjate, él lleva una espada y ellos arcos. Si los sobrepasan necesitarán
a alguien hábil con un arma de fuego. Iré yo. Vosotros abrid el arsenal y
encargaos de preparar a la gente para huir.
Nadia apretaba los puños sin quitarle la vista de encima.
—Tenemos que estar juntos —insistió.
—Nos reuniremos después —respondió Ernesto. Debía entenderlo.
Debía entender que lo más importante era asegurarse de que el plan
funcionara.
Nadia se apartó de él.
—Joel —dijo Julia—, ¿cumplirás con tu parte del plan?
—¿Es que acaso no lo he hecho ya? Sí, está bien, haré lo acordado. Y,
por cierto, no me esperéis sentados que tengo otros asuntos que atender —
contestó, cubriéndose el rostro con un pasamontañas.
—Gracias por ayudarme —le dijo Takashi a Joel.
Este siguió su camino sin mirar atrás.
—Intentad no moriros demasiado, héroes —se despidió levantando el
brazo.
—Alguien debería asegurarse de que no nos deja tirados —dijo Ernesto,
buscando el respaldo de Nadia, pero ella evitaba mirarle a la cara.
Julia sacudió la cabeza.
—Cumplirá lo acordado.
—¿Por qué crees eso? —preguntó Ernesto escéptico.
—Porque le interesa hacerlo. No sé por qué, pero le interesa y lo hará.
Tras aquella conversación el grupo se dividió y pasaron rápidamente a
la acción. A Ernesto le habría gustado tomarse al menos unos segundos para
hablar con Nadia, para despedirse correctamente. En lugar de eso solo pudo
arrojar una última mirada en su dirección mientras ella se encaminaba al
arsenal junto a Julia y a Gegant.
Al dirigirse a la salida varias personas con el sueño ligero surgieron
desde la sala común de las literas.
—¿Qué está pasando? —preguntó uno.
Ernesto señaló en dirección a Julia y al resto: —Ellos os lo explicarán
todo.
Aquel breve diálogo y el sonido de los pasos atrajo la atención del
Vigilante del exterior. Este, al entrar, dijo: —Se puede saber que está…
Ernesto se sorprendió por la celeridad con que la espada de Takashi voló
desde la vaina y escindió la frase y la garganta del desafortunado guarda.
Apenas necesitó una fracción de segundo para recobrar el equilibro y seguir
a la carrera. El acto había surgido con tal fluidez que Ernesto quedó
sobrecogido.
Salieron al trote y rodearon el edificio por la izquierda. Estaban en la
calle que limitaba el polígono por uno de sus lados y siguieron las líneas
blancas discontinuas hasta distinguir las siluetas de los Muertos en la
distancia, cuando se vieron obligados a buscar resguardo tras la moldura en
una de las entradas a las naves. Ernesto se fijó en el movimiento
supuestamente errático con que se movían aquellos seres y le pareció
distinguir un itinerario cíclico que tenía como propósito mantener vigilados
los trescientos sesenta grados en todo momento.
Aguardaron durante un par de minutos hasta que Ernesto fue incapaz de
contenerse.
—Maldita sea, ya os dije que no podíamos confiar en él.
Takashi le dio dos toques en el hombro a Ernesto, dos toques suaves,
incluso tímidos. Cuando le prestó atención cerró los ojos, se llevó un dedo
al oído, y volvió a abrirlos.
Ernesto comprendió y no le quedó más remedio que hacerle caso. Cerró
los ojos y trató de escuchar. Al principio lo único que escuchó fue su propia
y agitada respiración. Dejó que se calmara y entonces, al cabo de unos
segundos, identificó un rumor mecánico en la distancia. Era tan sutil que no
le sorprendió que hubiera pasado inadvertido.
Asintió con la cabeza a Takashi y creyó distinguir una sonrisa en
aquellos labios surcados de cicatrices.
Transcurrido un minuto el sonido del motor se hizo evidente. Rugía a
plena potencia y varios de los Muertos interrumpieron su caminar para
reconocer el origen de aquel intruso.
El todoterreno apareció de repente como una bestia negra, directa hacia
los Muertos. A escasos veinte metros de alcanzar al primero los faros
destellaron con un fogonazo. El Muerto salió despedido como un monigote
cuando el vehículo viró y lo alcanzó con el costado. Aceleró y alcanzó a un
segundo que salió volando por encima del capó.
La legión surgió con cuentagotas al principio, pero no tardó en aumentar
hasta convertirse en un reguero que trataba de envolver el coche. A punto
estuvo de chocar con un compacto grupo de ellos que se interponía en su
camino. En el último segundo las ruedas giraron y el coche salió zumbando
en dirección al puente que conducía a la autovía. Los Muertos lo
persiguieron con frenesí, igual que un enjambre de abejas al que hubieran
sacudido su colmena con una vara.
La marea de criaturas fue abandonando la plazuela hasta que solo
quedaron unos pocos y dispersos rezagados que regresaron a sus posiciones
iniciales.
El grupo se adelantó y Andrea y Darío tomaron la iniciativa. Apuntando
con cuidado las flechas surcaban la noche. Uno tras otro, los Muertos eran
alcanzados y morían sin haber descubierto a los artífices de su final.
El camino hasta el otro lado de la plaza, hasta el edificio de dos alturas
que habían supuesto como la prisión de los niños, se hallaba despejado. Las
ventanas de los pisos superiores estaban tapiadas como ojos ciegos y
Ernesto tuvo un escalofrío al sospechar el terror que debían sufrir los niños
al estar encerrados en la oscuridad, a merced de aquellos devoradores de
carne.
Subieron la breve escalinata y atravesaron el portón. Las sombras
colmaban aquel recibidor desconocido. Dos pasillos se abrían hacia los
lados y un tercero hacia delante. A mano izquierda, un despacho de
ventanas turbias. Delante, escaleras que rodeaban el pasillo central hasta la
planta superior.
Un retumbar ligero y evidente de pasos a la carrera en el piso de arriba
hizo vibrar el techo. Al dar unos pasos las luces se encendieron
automáticamente. El lugar se bañó con una luz artificial y limpia. Ernesto
les señaló los detectores de movimiento que habían activado los focos.
—Alerta —dijo Takashi.
E inmediatamente, por cada escalera bajó uno de los Muertos. Takashi
saltó hacia el primero y de un golpe le dividió la cabeza igual que a una
fruta madura. El segundo se le echó encima y terminó rodando por el suelo
cuando el luchador se apartó y flexionó las rodillas dando un único y
medido paso lateral. Al intentar incorporarse el Muerto perdió la cabeza.
Fue durante ese breve y brutal combate cuando Ernesto tuvo la certeza
de escuchar risas de niños. Eran joviales, como si hubieran interrumpido a
sus dueños en mitad de un juego. Un instante después se le encogió el
corazón al percibir una nota burlona en aquellas carcajadas, una nota que le
hizo desear volver por dónde había entrado.
Takashi ya estaba encaramado a la escalera, dispuesto a subir, cuando
Darío abrió la puerta del despacho.
—Esperad, aquí hay algunos niños —dijo el adolescente.
A Ernesto la información le llegó a ralentí, quizás porque aquel dato no
concordaba con el hecho de que el despacho estaba justo en la entrada y él
suponía que a los niños los tendrían salvaguardados en algún lugar más
inaccesible en el interior del edificio.
Las figuras, pequeñas y ágiles, corrieron agradecidas en dirección de
Darío. Este se agachó, apartó el arco a un lado, abriendo los brazos para
recibirlos, para calmarlos.
—Tranquilos, hemos venido a…
Tres de ellos, un niño tras otro, se abalanzaron contra Darío, quién cayó
de espaldas. Le mordían la cara, el cuello, los brazos, mientras media
docena más luchaba por atravesar el marco de la puerta. Se acumularon
sobre su cuerpo y sus piernas, rasgando la ropa y liberando la carne de sus
ataduras.
El joven intentó gritar, pero la sangre surgió a borbotones por la boca,
ahogándolo.
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Nooo! —el último grito de Andrea rogaba,
desgarrado y sobrecogedor. Una concatenación de flechas surcó la distancia
entre ella y Darío, alcanzando los pequeños cráneos de los niños que se
desplomaban arrastrando con ellos sus minúsculos cuerpos.
Los restantes se giraron al unísono hacia Andrea. De las bocas de
aquellas caritas macilentas se derramaba como golosinas, todavía caliente,
la carne y la sangre robada. Los brazos de la chica se quedaron
repentinamente sin fuerzas, las rodillas doblegadas, esperando la muerte.
Ernesto los apuntó con la pistola, aunque por más que lo intentó su
índice resistió en la postura, agarrotado con testarudez en torno al gatillo.
Incluso en el horror de aquellas caras embadurnadas de radiante grana era
capaz de distinguir a los niños que había detrás de cada monstruo.
Justo antes de que cayeran sobre Andrea, la espada de Takashi silbó,
giró y acometió, rajando a uno, cercenando a otro, y horadando al tercero.
Ernesto consiguió sacudirse el estupor de aquella pavorosa experiencia
y se obligó a respirar, pues tenía los pulmones paralizados. Se aproximó a
Andrea, buscó alguna palabra que pudiera reconfortarla, pero supo que sería
inútil, nada podría aliviar el dolor que sentía. Quizás en el futuro, si es que
existía un futuro. Hizo ademán de abrazarla y ella se lo sacudió de encima.
Se incorporó y avanzó con pasos rápidos hasta Darío para arrodillarse junto
a él. Ernesto creyó que querría tener un momento para despedirse. En
cambio, desenvainó un cuchillo y con un movimiento seco le apuñaló el
cerebro desde el oído. Tras aquello recogió las flechas y les limpió la sangre
con movimientos furiosos.
—Estúpido. Ha sido un estúpido —dijo, los ojos cuajados de lágrimas,
cuando los sobrepasó en busca de los niños.
Los encontraron en el piso superior. Eran por lo menos cien, famélicos,
mugrientos y vestidos con harapos. Se amontonaban al fondo de una gran
sala, hacinando sus cuerpos contra la pared como animalillos aterrorizados.
—Los hemos localizado —dijo Ernesto tras encender el comunicador.
Del otro lado se escuchó una interferencia y después el sonido de
disparos.
—Sacadlos de ahí… —dijo la angustiada voz de Julia antes de verse
interrumpida la señal—… de planes… Repito…
Nuevas detonaciones ahogaron el mensaje y la señal se cortó.
Capítulo 10: Khalid

El final de la senda surgió, abrupto, terminando en un mirador. El


paisaje contenía una belleza feral e indómita, con el barranco y la ladera de
la montaña al desnudo, exponiendo los diferentes estratos de roca. La
vegetación, el nervudo sotobosque y las pinadas de raíces duras, se
apoderaba de cada oquedad, anclándose con rudeza al terreno.
—Admítelo de una vez —dijo Laura—. Estamos perdidos.
Khalid sabía que Laura estaba en lo cierto. En realidad, lo sabía desde el
día anterior, aunque entonces se negara a aceptarlo. No habían vuelto a
encontrar rastro alguno de su madre o del grupo en el que viajaba.
El día de la partida —cuando todo el mundo estaba ocupado recogiendo
víveres, herramientas y armas— logró descubrir con cierto sigilo y
subterfugio la ubicación marcada en el mapa. Había corrido hasta su
dormitorio para anotar el punto del destino, antes de que se le olvidara. No
estaba seguro de si el plan ya estaba fraguado en su interior antes de
conseguir la información o lo desarrolló después de haberlo logrado.
Tampoco es que importara demasiado. Julia les había ordenado a Laura y a
él marcharse con el resto. Esa orden, por supuesto, quedaba fuera de sus
propios planes.
Le explicó a Laura su propósito y, aunque mostró cierta reticencia al
principio, pronto cambió de parecer. A ella le hacía tan poca gracia
separarse de su madre y acompañar al resto de los niños como a Khalid. Le
habían demostrado una y otra vez que podía confiar en ellos. Juntos fueron
capaces de salir adelante cuando todo el mundo se desmoronaba a su
alrededor. A pesar de eso los mandaba lejos…
Y así, convencidos de hacer lo correcto, terminaron en aquel atolladero,
conociendo cuál era su destino, pero ignorando dónde estaban y qué camino
seguir a continuación.
Al principio se guiaron de ciertas huellas, señales en el camino, ramas
rotas, restos de comida, que indicaban el paso del grupo. Sus elecciones
guardaban cierto sentido porque los senderos elegidos conducían en la
dirección marcada en su mapa y con la ayuda de la brújula el trayecto les
pareció que sería pan comido.
Tras la primera noche descubrieron que el sendero, en lugar de
acercarlos a su destino, los había alejado, rodeando sierras y desfiladeros.
Retornaron sobre sus pasos, dejaron de encontrar marcas del grupo, y,
cuando llegó la noche, terminaron discutiendo por el camino que tomarían
al día siguiente. Al final, Khalid impuso su opinión, sobre todo por la
injustificada seguridad con que afirmaba conocer cuál era el camino
correcto.
Habían avanzado a lo largo de la mañana hasta topar con aquel mirador
que terminaba despeñándose ladera abajo.
Khalid sacó el mapa y trató de identificar donde estaban, aunque le
resultó imposible reconocer el terreno.
—Creo que en el último cruce teníamos que haber tomado el otro
camino… —comenzó a decir Khalid.
—¡No tienes ni idea! Admítelo de una vez —replicó Laura, cada vez
más molesta.
—Está bien, estamos perdidos, ¡pero al menos estoy buscando una
solución! —dijo Khalid, que sentía como el enfado comenzaba a surgir a
borbotones.
—¿Estás insinuando que esto es culpa mía? ¿Qué si nos hemos perdido
es porque yo no hago nada? —saltó Laura con las mejillas ruborizadas.
—No… no quería decir eso… —respondió Khalid, repentinamente
aturdido.
—¡Porque hasta donde yo sé la idea de venir fue tuya! ¡Si estamos
perdidos es por tu culpa!
—¡Pero si estabas de acuerdo! —replicó Khalid.
—¡Pues no sé por qué te hice caso!
Los comentarios volaron en ambas direcciones como proyectiles
cargados de rencor. Se abofetearon con ellos hasta que cada uno desvió la
mirada hacia un lado; ofendidos, avergonzados, y tremendamente solos.
Se escuchó el ruido de unas piedras rodantes proveniente del sendero
por el que habían llegado al mirador. Khalid sacó el tirachinas y preparó
una bola de acero. Laura se colocó a su lado con el táser en la mano.
Ahora podían oír a la perfección el jadeo agitado de algo que corría
directo hacia ellos.
Khalid tensó las gomas, apuntó en dirección a la cortina de plantas que
precedía al mirador y aguardó.
La figura atravesó presurosa la vegetación, se detuvo, y clavó sus ojos
oscuros en ellos.
Reconocieron de inmediato al can. Quijote dio dos gozosos ladridos y al
chico le pareció que había también en ellos cierto aire de autosuficiencia.
Giró en una liviana vuelta, danzando sobre sus patas, ladró de nuevo y se
lanzó a por Khalid, levantando las delanteras para apoyarlas sobre su pecho,
intentando lamerle las manos.
Repitió el saludo con Laura y cuando por fin se fue calmando, los
chicos se arrodillaron, le palmearon la cabeza y el lomo, y el galgo lanzó
algún que otro lametón, contento de recibir tantas carantoñas.
—¿Qué haces aquí, Quijote? ¿Qué haces aquí bonito? —le preguntó
Laura—. ¿Cómo nos has encontrado?
—¿Te has perdido como nosotros? —preguntó a su vez Khalid.
—Os puedo asegurar que Quijote no está perdido —dijo una voz
sofocada desde el linde del mirador.
Allí estaba, recuperando el aliento —la escopeta a la espalda y el rostro
empapado en sudor—, el señor Claudio. Al acercarse a ellos Khalid advirtió
que la cojera del anciano había empeorado notablemente.
—Menudo susto me habéis dado. Creía que no os alcanzaría jamás.
Vuestra madre me habría despellejado vivo de haberos pasado algo. Menos
mal que os he encontrado. Aunque el mérito no es mío, sino de Quijote. Yo
solo he ralentizado la marcha —terminó y tomó aire.
—Gracias —dijo Laura, aunque no parecía del todo agradecida por la
aparición del señor Claudio.
—¿Estáis bien?
Ante la respuesta afirmativa el anciano asintió.
—Estupendo. Entonces podemos partir de inmediato. Estamos todavía
más lejos del convento que hace unos días… —explicó el señor Claudio
dándoles la espalda.
—No —dijo Khalid.
La idea de abandonar y regresar de aquella forma, escoltados por un
adulto, como si no fueran capaces de cuidarse por sí mismos, resultaba…
resultaba ofensiva. Eso era. Ellos no le habían pedido su ayuda y, sin
embargo, daba por hecho que iban a seguirle como perritos falderos.
—¿Cómo dices? —preguntó él.
—Qué no vamos a ningún convento —aclaró.
—Escucha, muchacho, es demasiado peligroso que…
—No —lo interrumpió Laura—. Le estamos agradecidos que haya
venido a buscarnos, pero no vamos a volver. Vamos a por nuestra madre. Y
solo para que quede claro, no necesitamos su permiso para hacerlo. Puede
venir con nosotros o puede irse a ese convento. Eso es decisión suya.
El señor Claudio los contempló severo durante varios segundos hasta
que de repente prorrumpió en unas profundas carcajadas.
—Supongo que no hay nada que pueda hacer para convenceros —
respondió por fin el anciano—. Maldita juventud que cree saberlo todo.
Está bien, os ayudaré a buscar a vuestra madre, aunque será difícil sin saber
dónde está.
—Sabemos dónde está, o por lo menos a dónde va. Lo que no sabemos
es donde estamos nosotros —dijo Khalid extrayendo el mapa y señalando el
destino.
—¿Cómo demonios lo has averiguado?
Khalid se encogió de hombros.
—Eres una condenada caja de sorpresas, muchacho —concluyó el
anciano con una pizca de orgullo—. Bien, se trata de un polígono industrial
y estamos más cerca de lo que parece. No conozco el lugar personalmente,
pero creo que para la noche ya habremos llegado. Pero eso sí, si os
acompaño, tenéis que prometerme que me haréis caso y no os pondréis en
peligro. ¿Entendido?
—Claro —dijo Laura y ambos se lo prometieron.
A pesar de la fogosa declaración de independencia pronunciada por
Laura quedaba patente que tanto ella como Khalid estaban a gusto viajando
junto al señor Claudio y a Quijote. El anciano conservaba intacto su
perenne sentido del humor y los entretuvo durante toda la jornada con
anécdotas de su vida, chanzas y pequeñas adivinanzas.
Incluso así, con aquel agradable y jovial cambio, a Khalid le preocupaba
como de vez en cuando el señor Claudio torcía el gesto de dolor. En esas
ocasiones, hasta tres veces sucedió, les instó a detenerse para descansar por
culpa de su tobillo.
Pero la marcha transcurrió sin mayores complicaciones. Al anochecer
ya habían alcanzado una colina enmesetada desde la que se apreciaba el
valle con el polígono industrial marcado en el mapa. Utilizando los
binoculares escudriñaron el lugar.
Por el linde del polígono los Muertos vagabundeaban de un lugar a otro
en aparente desorden. La mayor parte del emplazamiento estaba
abandonado con la salvedad de unas pocas naves industriales en las cuáles
entraban constantemente grupos de personas no infectadas.
—¿Cómo vamos a encontrar a mamá? —preguntó Laura, después de
comprobar toda la zona—. Ni siquiera sabemos si está ahí abajo. ¿Y si le ha
pasado algo por el camino? ¿No deberíamos habernos encontrado ya con
ellos?
—Tranquila, Laura, a tu madre no le ha pasado nada. De eso estoy
seguro, es más dura que pernal… —y, al ver que la chica no lo entendía,
añadió: —Es más dura que una piedra. Lo más probable es que haya
tomado otro camino.
—¿Y cómo vamos a encontrarla? —intervino Khalid.
El anciano lo consideró durante un minuto hasta que por fin negó con la
cabeza.
—Con esas cosas allí abajo es demasiado peligroso acercarse. Nos
descubrirían enseguida. Además, no creo que esté allí. Lo mejor que
podemos hacer es descansar y mañana por la mañana tal vez se nos ocurra
algo.
—¿Lo mejor que podemos hacer es no hacer nada? —dijo Laura.
—No hacer nada ya es hacer algo. Venga, dormid un poco.
—Eso no tiene sentido —replicó ella, pero hizo caso de la sugerencia y
a los pocos minutos respiraba con suave regularidad, envuelta entre sueños.
—¿Cómo tiene la pierna?
El señor Claudio sonrió a Khalid: —Bien, muchacho. Lo que me duele
no es la pierna, sino los años. He vivido mucho Khalid, pero no dejo de
sorprenderme con ciertas cosas que suceden.
—¿Cómo qué? —preguntó Khalid.
—Cómo que tendría que sobrevivir al fin del mundo para llegar a
conocer a personas tan excepcionales como tú —dijo el anciano con serena
amabilidad.
Aquellas palabras le hicieron sentir a Khalid una incomodidad a la que
no estaba acostumbrado. Venían con el peso de la sinceridad y el cariño.
—Sé que lo más seguro es que ni siquiera te des cuenta de ello, pero
tanto tú como Laura sois algo fuera de lo normal. Cuidad el uno del otro.
¿Vale? El mundo podrá arder, pero al final solo podemos cuidar de los
nuestros, de las personas que llenan el vacío. ¿Me entiendes?
Khalid asintió, y aunque creía entender las palabras del anciano,
también intuía que una parte del mensaje se le escapaba.
Se quedó pensando en ello hasta caer dormido, vigilando las crepitantes
estrellas que lo vigilaban a su vez desde galaxias ignotas.
La vasija de sus sueños se llenó lentamente con hebras densas y
retorcidas que se enroscaron hasta formar una quimérica pesadilla que
mezclaba pasado, presente y futuro. En ella, luchaba en lo alto de una torre
contra la horda de Muertos que ascendía sin tregua. Exterminaba diligente a
cada uno de sus enemigos y cada uno de ellos estaba engalanado con el
rostro de Laura. En un determinado momento logró detenerse y pensar que
no quería matarla… que en realidad la quería, la amaba… y ella le contestó
con mil voces que eso no importaba, porque se ama lo que se mata y se
mata lo que se ama… y mil fauces se cerraron sobre él…
Se incorporó de golpe, con la respiración enloquecida y el corazón
encabritado. Comprobó que no tenía ninguna herida de mordisco y al cabo
de varios segundos se dio cuenta de que había sido un mal sueño. A su lado,
Laura y el señor Claudio dormían plácidamente. Quijote gimoteaba en
sueños.
Incapaz de apaciguar los pensamientos se dedicó a observar el polígono
que, en la noche, parecía protegido por una coraza de quietud.
Algo le llamo la atención y con cuidado cogió los binoculares. Un grupo
de personas salió trotando de una de las naves. En seguida se percató de que
tres de ellos pertenecían al grupo que había partido con su madre. Un
relámpago de pánico lo asaltó al no verla. Retrocedió con los binoculares
hasta la nave, pero allí no se distinguía a nadie más; solo estaban aquellos
cuatro individuos. Tragó saliva, angustiado, hasta que por fin zarandeó al
señor Claudio y a Laura.
—¿Qué pasa, muchacho?
Khalid se lo explicó y se fueron pasando los binoculares.
—¿Dónde está? Tiene que estar allí abajo —dijo Laura.
El señor Claudio, taciturno, les pidió que se calmaran.
—Aún no sabemos lo que ha pasado —les dijo.
—Sabemos que no está con ellos. ¿Dónde está mi madre? —dijo Laura
cada vez más histérica y le arrancó los binoculares al anciano.
Cualquier respuesta se vio interrumpida cuando el jeep entró por una de
las avenidas y zumbó a toda velocidad hacia los Muertos que merodeaban
en una plazuela. El conductor arrolló a varios de ellos y finalmente escapó
por los pelos, seguido por la precipitada jauría humana.
Los Muertos que quedaron se fueron desplomando, como si una fuerza
invisible los abatiera sin piedad.
—Increíble, los están matando a flechazos —informó Laura.
—Déjame mirar —exigió el anciano.
El pequeño grupo, oculto en la periférica calle, se lanzó a cruzar la
plazuela hasta introducirse en un edificio cuyas ventanas estaban tapiadas.
—Olvidaos de ellos. Algo está pasando en esos edificios de ahí —dijo
Khalid, señalando las naves industriales. Del interior surgieron fogonazos y
se escucharon los inconfundibles estallidos de las ametralladoras.
Varias personas salieron corriendo como liebres del lugar, algunas en
desbandada, aunque la mayoría en grupo, lanzando suspicaces miradas tras
ellos. Empuñaban una variopinta colección de armas de fuego y cuerpo a
cuerpo.
—¡Allí! —exclamó Khalid.
Julia que, acababa de salir del edificio junto a dos hombres, se protegió
apretándose contra el muro. Uno de ellos logró salir del ángulo de tiro, pero
al segundo lo alcanzó una ráfaga justo antes de que llegara a ponerse a
cubierto. La figura se desplomó boca arriba. Intentó levantarse en vano,
pues solo logró alzar los brazos un momento antes de caer y morir.
Julia alzó un comunicador, se tapó la otra oreja, y habló a gritos con un
interlocutor desconocido.
—¡Es mamá! ¡Está viva! —exclamó Laura—. Tenemos que ayudarla,
tenemos que sacarla de ahí…
—Ni se os ocurra bajar allí. Solo la pondréis en peligro.
—Pero…
—No hay peros que valga, ¿entendido? —aseveró el señor Claudio—.
Ahora no.
Khalid dejó de prestarles atención. A su izquierda, a unos dos
kilómetros de distancia en una carretera limítrofe que se escindía del
polígono, algo había llamado su atención. Entornó los ojos tratando de
discernir que era, sin embargo, estaba demasiado oscuro y la vegetación
interfería en la línea de visión.
—Rápido —le dijo a Laura manoteando en su dirección—, los
prismáticos.
Reconoció entre los árboles el distintivo movimiento, cercano a la
carrera, aunque ligeramente torpe, de los Muertos. Era imposible saber
cuántos eran, pero el número crecía inagotable.
—Es una horda. Va directa hacia ella —dijo Khalid—. Hay que
desviarlos como sea.
—Tú no vas a hacer nada, ¿vale, Khalid? —dijo el anciano.
Se giró hacia él con determinación.
—Soy más rápido que cualquiera de esas cosas. No podrán cogerme
jamás.
El anciano que previó cuál iba a ser el siguiente movimiento del chico
se abalanzó sobre él para detenerlo. Khalid se le escurrió de entre los dedos
con una forzada contorsión y saltó hacia sus cosas. Recogió como una
centella la munición de metal y se arrojó por una garganta de tierra, un seco
tobogán de piedras y arena, que se desmoronaba ladera abajo.
—¡No! Maldita sea, Khalid, harás que te maten. ¡Vuelve aquí!
Khalid estaba demasiado ocupado en conservar el equilibrio durante la
bajada como para prestar atención a las palabras del señor Claudio. Se vio
obligado a saltar a un lateral cuando se precipitó contra una amplia roca y
frenó la caída todo lo posible ladeando los pies y las piernas, levantando
una nube de polvo que lo seguía cuesta abajo como un alud.
La inclinación fue cambiando progresivamente y enseguida se encontró
trotando, zigzagueando por las zonas de terreno más estable, hasta que pudo
empezar a correr en dirección a la carretera.
A cada paso que daba iba dejando tras de sí una parte del liviano velo de
polvo que se le había acumulado durante el descenso.
En sentido opuesto, quinientos metros por delante, los Muertos
cargaban directos hacia él. Se detuvo en la intersección de una calle que
bordeaba el polígono. Su objetivo era desviarlos en esa dirección para darle
tiempo a que Julia escapara, después… para el después todavía faltaba
demasiado.
Colocó la munición en el tirachinas y esperó. El primero de los Muertos
iba muy adelantado a los demás. De los cincuenta metros que los separaba
llegó a los veinte, a los diez, a los cinco… y a los tres metros de distancia su
globo ocular estalló, atravesado por la bola de metal que se le incrustó en el
cerebro.
Otros dos corrían hacia él y en esta ocasión no esperó a que se
aproximaran tanto. El primer balín alcanzó a uno en la cabeza y lo derribó,
pero en el suelo comenzó a moverse de nuevo. Khalid disparó al segundo
objetivo que estaba cada vez más cerca y la munición voló inofensiva sobre
la coronilla del Muerto. Calculó en una fracción de segundo que de no
acabar con ellos de inmediato tendría que escapar antes de haber atraído y
desviado la atención de la horda para que lo persiguiera.
En el siguiente disparo el balín atravesó limpiamente el entrecejo,
dejando un pequeño y oscuro boquete en el hueso, y aquella cosa cayó
rodando a sus pies.
Tiró la mano para coger el siguiente balín, pero el otro Muerto ya había
llegado y cayó con todo su peso sobre él. Aquel ser, en otros tiempos, tal
vez hubiera sido un hombre robusto, pero ahora sufría una delgadez
extrema, la piel tirante, y a pesar de ello le sacaría por los menos diez kilos
a Khalid, diez kilos que bastaron para tumbarlo de espaldas.
El Muerto se lanzó con la boca hacia delante y Khalid lo agarró del
cuello, alzándole la cabeza para alejar aquella mandíbula que se abría y se
cerraba como un cepo hambriento. El ser lo cogió por los hombros y tironeó
hacia abajo, lento y sin concesiones, directo contra su cara.
Khalid luchó con desesperación para apartarlo, pero aquella cosa era
más fuerte que él. Sus ojos, enmarañados de venas, apenas se separaban
unos centímetros de los suyos. El chico apartó el rostro hacia la derecha
para intentar aumentar, aunque fuera solo una pulgada, la distancia entre su
carne y aquellos dientes.
La boca se cerró como una puerta arrastrada por el viento y quedó a la
escasa distancia de una uña. Volvió a abrirse y el Muerto… cayó
violentamente a un lado, convertido en un revoltijo de brazos y piernas que
forcejeaban.
Al girarse en su dirección Khalid vio como dejaba de rodar por el suelo,
luchando con Laura. La joven consiguió apretar el táser contra el cuerpo del
Muerto. El fuego azul eléctrico crujió en el extremo y el hombre cayó entre
convulsiones.
Khalid corrió hasta él y apuñaló a su enemigo en un ojo.
La escopeta del señor Claudio vomitó dos llamaradas y el cuarto Muerto
que venía a la carga hizo honor a su título.
—Venga, venga, venga —les instó el anciano, cogiendo a Khalid del
brazo—, por allí. Le daremos tiempo a tu madre.
Se lanzaron a correr por la avenida lateral que alejaría a los Muertos del
grupo de su madre. Tras ellos, rezagado, Quijote ladraba, bailaba, mordía
tobillos y corría alrededor, por en medio y a los lados, de una docena de
Muertos, emperrados en acabar con él.
La docena creció hasta la veintena y de pronto el animal consideró que
aquello se había vuelto demasiado peligroso y acudió raudo hasta los chicos
y el señor Claudio.
El anciano se detuvo, tragó saliva, y sacó algo de uno de los bolsillos de
la chaqueta.
—¡Adelantaros unos metros! —pidió el anciano con efusividad.
El grupo de Muertos se aproximaba codicioso ante el festín regalado. El
señor Claudio tiró de la anilla y la granada dibujó un amplio arco hasta caer
en mitad del grupo.
La detonación hizo estallar la marea de cuerpos en todas direcciones.
No se quedaron a averiguar qué ocurría a continuación. Siguieron corriendo
hasta doblar la primera esquina que se adentraba hacia el polígono. Desde
otras direcciones nuevas formas amenazantes se aproximaban a su posición.
Llegaron hasta un cruce que conectaba con la avenida donde habían
visto por última vez a Julia, aunque no había ni rastro de ella ni de los otros.
—Última… parada —dijo el señor Claudio con el rostro contorsionado
de dolor y la cojera más pronunciada que nunca. Recargó la escopeta y
aspiró una larga bocanada. A su lado Quijote se había cuadrado sobre sus
patas. Tenía erizado el pelo corto del lomo, como un puercoespín, y emitía
un gruñido bajo y prolongado. El hocico alargado se arrugó y los labios
temblorosos dejaron al desnudo dos amenazadoras hileras de dientes. Un
goteo constante de Muertos surgía desde todas direcciones en una carrera
desigual.
—Haced un favor a este viejo y marchaos. Corred. ¡Corred a por
vuestra madre! ¡Vamos! —y sacudió las manos como si espantara a unos
pájaros molestos.
Khalid y Laura obedecieron. Corrieron cuando escucharon los ladridos
de Quijote.
Siguieron corriendo cuando se escuchó el primer disparo e incluso
aceleraron el paso cuando se produjo la segunda detonación.
Justo antes de girar la esquina Khalid no pudo remediarlo. Una parte de
él se negaba a aceptar que el señor Claudio, aquel anciano que había
arriesgado su vida por ellos, tan fuerte y confiado, pudiera realmente morir.
Incluso pasó la relampagueante fantasía de que con Quijote sería capaz de
hacerles frente. Y miró.
En su retina perduró —incluso mucho después de haberse marchado—
la imagen del anciano forcejeando con dos de los Muertos, derribando a uno
con la escopeta, golpeando a otro con el puño, mientras Quijote hincaba los
dientes a un tercero en una frenética y descarnada lucha por el suelo. A su
alrededor, el manto de figuras los envolvió poco a poco, apretándose contra
ellos, hasta cubrirlos por completo.
En la distancia divisaron a muchas personas que se alejaban por una
carretera ascendente.
En mitad de aquel esprint desesperado, Laura cogió de la mano a Khalid
y vio que ella lloraba.
Alguien de aquel grupo los debió de ver porque otras figuras se
detuvieron a mirar.
Cada vez estaban más cerca y una de ellas salió a su encuentro.
Julia los estrechó a cada uno con un brazo y de inmediato se separó para
gritar enloquecida: —¿Qué demonios hacéis aquí? ¡Os podían haber
matado! Oh, por dios, ¿estáis bien? Estáis bien.
—Mamá… —dijo Laura que temblaba de los pies a la cabeza.
—Ya hablaremos de esto más tarde, podíais estar… —se interrumpió
antes de terminar la frase.
Varias voces les gritaron que se dieran prisa.
—Mamá… —insistió Laura.
Khalid levantó su mano al darse cuenta de la humedad y vio aquella
sangre que no le pertenecía. Le vino a la mente como Laura lo había
salvado del Muerto y comprendió que fue entonces cuando había ocurrido.
Laura giró el antebrazo. Su piel, antes lisa y pálida, se mostraba
interrumpida. Dos senderos de huellas dentadas, formando un semicírculo
sangriento, se hundían en la carne. Khalid sintió que algo dentro de él
gritaba y estallaba en mil pedazos.
Interludio: Joel
—Pero es que a mí no me gusta tratar con gente loca —protestó Alicia.
—Oh, eso no lo puedes evitar —repuso el Gato—.
Aquí estamos todos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca.
Alicia en el país de las maravillas, Lewis Carrol

Por el camino de regreso a casa hizo un alto para recoger la carta sellada
que había escondido en una masía a las afueras de Valencia.
Primero intentó llegar al corazón de la ciudad desde la orilla norte del
río Turia y enseguida descubrió que la mayoría de los puentes habían sido
concienzudamente cortados con férreas murallas de autobuses, camiones, y
coches. Consideró bajar al cauce seco por una de las rampas peatonales,
aunque descartó de inmediato la idea al advertir los socavones
semiesféricos que salpicaban el terreno desde su orilla hasta la orilla vecina.
Aunque faltaba bastante para la festividad de las Fallas quedaba claro
que allí, ocultos bajo la superficie, yacían unos explosivos que superaban en
mucho a los petardos clásicos. La clase de explosivos con los que se
demolían edificios y que eran igualmente efectivos a la hora de hacer saltar
a las personas por los aires.
Por fin, aparcó el coche sin muchos miramientos en el acceso norte del
puente de Serranos. Las gruesas e imponentes torres medievales se elevaban
como dos gigantes blancos y, en lo alto, unas formas humanas vigilaban
cada uno de sus movimientos. En el centro, antes de llegar a las torres,
resistía una barricada de sacos con dos nidos de ametralladoras. El primer
tercio del recorrido estaba delimitado por un sendero serpenteante de
anchas y grises barreras de concreto para caminos.
Joel se ajustó la gorra y se rio para sus adentros al pensar que alguien se
estaba tomando muy en serio la protección de la ciudad.
Se aproximó mostrando las palmas de las manos.
—Buenos días tengáis, caballeros —saludó Joel sonriendo.
—¿Qué quieres? —dijo uno de los guardias parapetado tras la
voluminosa ametralladora.
Joel ensanchó la sonrisa todavía más.
—Una audiencia con el Padre.
Se escucharon unas carcajadas.
—Claro que sí, ¿quieres también una docena de vírgenes? Porque tienes
tantas posibilidades de conseguir una cosa como la otra.
—¿De verdad? Bueno es saberlo, se lo preguntaré en cuanto lo vea —
contestó Joel, divertido.
—Ten cuidado con lo que dices, aquí no se bromea con el Padre.
Quienes tienen la lengua demasiado larga acaban perdiéndola. O algo peor.
¿Entiendes?
Joel asintió. Lo entendía perfectamente.
—Mira, puedes pasar si quieres. Aquí encontrarás protección y siempre
necesitamos manos dispuestas al trabajo honrado. ¿Qué dices?
—Gracias, pero creo que paso. En lugar de eso voy a sacar lentamente
una carta sellada. Tú, y solo tú, la abrirás y la leerás. Después de eso me
llevarás directo hasta el Padre para que me reciba en una audiencia.
El guardia consideró la petición de Joel. Parecía debatirse entre la
prudencia, la duda y el temor, considerando las diferentes posibilidades,
hasta que asintió con la cabeza.
—Está bien. Haz lo que has dicho.
La actitud del guarda cambió radicalmente cuando distinguió el sello
del Padre. Lo rompió con cuidado y escrutó su contenido. Carraspeó, un
tanto aturdido y dijo: —Adelante. Te llevaré hasta la catedral.
—Claro que lo harás. Y seguro que lo haces bien, soldadito —dijo Joel
animoso—. Venga, no me hagas perder más el tiempo.
El hombre se excusó y obedeció sin volver a mirar a Joel a los ojos.
Durante su larga ausencia los Hijos de Dios habían medrado. Tuvo
tiempo de comprobar que al comienzo de cada calle que desembocaba al
casco antiguo de la ciudad se había levantado un muro de hormigón. Las
construcciones rondaban los tres metros de altura, con robustas puertas
enrejadas para permitir el paso humano, e intimidante alambre de espino.
Todas las personas con las que se cruzaron parecían ajetreadas y
formales. Las pocas conversaciones que Joel llegó a presenciar se producían
en breves y discretos diálogos, tan privados e inaccesibles como la cámara
acorazada de un banco.
Lo primero que llamó su atención al llegar a la plaza de la Virgen fue
como la icónica fuente estaba seca y sus estatuas femeninas, jóvenes
desnudas que sostenían cántaros de agua, habían sido arrancadas. Por otro
lado, la gran estatua del hombre barbudo seguía en la relajada posición de
aquel que no tiene nada mejor que hacer. A Joel le sobraban las
explicaciones, pues estaba convencido de que el motivo de esa destrucción
tenía su origen en la desnudez de las muchachas. Seguramente alguien del
círculo del Padre habría protestado tras tener sueños húmedos con aquellos
cuerpos broncíneos, claramente pecaminosos, lascivos y provocadores.
Aunque no tuvo mucho tiempo para demorarse en tales reflexiones. Su
atención revoloteó a la tarima de madera levantada delante de la Puerta de
los Apóstoles. Después siguió revoloteando hasta los postes, unos postes
que no superarían el metro y medio de altura. Y terminó, por fin, en las
cabezas clavadas sobre los postes. Sumaban en total la simbólica cifra de
doce cabezas y, por un momento, pensó que aquellas cabezas pertenecerían
a doce infortunados al azar. Entonces, bajo la descomposición generalizada,
logró distinguir un rostro aquí y otro allá. Y le quedó claro que el círculo
privado del Padre, aquellas juiciosas y despejadas testas, formaba ahora
parte de una decoración muy macabra.
—Entraremos por la Puerta del Palau. Es la única por la que se puede
acceder a la catedral fuera del horario de culto —explicó el guardia.
—No hace falta que me hagas de guía turístico, limítate a llevarme —
dijo cortante Joel. El humor se le estaba agriando por segundos. ¿Qué podía
haber llevado al Padre a liquidar a sus más fieles seguidores?
Cruzaron el callejón que separaba la Basílica de la Madre de Dios de los
Desamparados y la Catedral, dejando a un lado el edificio derruido de lo
que había sido el Centro Arqueológico de l’Almoina.
Una vez atravesaron el portón le llegó el aroma del incienso
eclesiástico. Se estremeció cuando la calma, la rabia, la devoción, el terror,
y el dolor, emociones ligadas a los recuerdos de su infancia, regresaron en
tropel con aquella primera e inevitable inhalación de la fragancia.
Joel entregó la carta a los escoltas del Padre, quienes preservaban la
inviolabilidad de los sacros aposentos. Eran cuatro en total, encapuchados,
armados con subfusiles y porras tachonadas, y parecían verdugos de una era
más salvaje. Mientras un par lo vigilaban, los otros dos comprobaron el
sello y el contenido de la carta. Cuando quedaron satisfechos lo
acompañaron hasta el autosantificado Padre de los Hijos de Dios.
—Creía que habías muerto —lo acusó el Padre cuando las puertas se
cerraron tras Joel.
El hombre, ataviado con una túnica de azabache, se alzó en toda su
estatura, severo como un pilar de oscuridad. Unas profundas ojeras
circunvalaban los pliegues bajo los párpados y Joel estuvo a punto de
retroceder de pánico ante el brillo demente que se ocultaba en lo profundo
de aquellos globos oculares.
—Lo lamento, papá.
Aquel ser primordial, pues difícilmente podía considerarse un hombre,
abandonó el despacho y caminó en largas zancadas hasta llegar a su altura.
Joel tuvo la fantasía, el delirio, de que los brazos de su padre se distendían
para luego abrazarlo, como un padre abrazaría al hijo pródigo que regresaba
al hogar tras una larga ordalía. En cambio, solo uno de los brazos se elevó y
fue para descender como un mazo contra su cara. La gorra salió volando y
Joel cayó con tal violencia que segundos después se preguntaba, inconexo,
porque sentía ese frío solido en la mejilla. La respuesta le llegó al levantar
la cabeza y descubrirse contra el suelo de mármol consagrado.
—No vuelvas a llamarme así. Para mi vergüenza, soy tu padre, y
cumpliré mi deber como tal. Pero no olvides que solo existes para
recordarme que incluso los elegidos del Señor son débiles ante la carne.
—Lo sé, Padre, lo siento —dijo Joel que lloraba como un niño.
Regresaba catapultado a aquella frágil infancia donde su padre y Dios
—no el dios bondadoso que predicaba amor y perdón, sino el Dios del
Antiguo Testamento, cruel y resentido— compartían el mismo rostro.
—Levanta. ¡Levanta! —lo agarró por los brazos y lo izó como si se
tratara de un espantapájaros—. Esa marca… ¿Qué has hecho? ¿Qué es lo
que has hecho? ¡Contesta!
El Padre lo soltó de repente, apartándose de él, como si su sola cercanía
pudiera contagiarle una plaga espiritual.
—E hizo que a todos se les pusiese una marca —comenzó a citar el
Padre en monótona estrofa— en la mano derecha o en la frente… y que
ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el
nombre de la Bestia o el número de su nombre.
—Hice lo que me pediste. Lo espié, tal y como me ordenaste. Pero ya
viene hacia aquí, tienes que escucharme. No estamos preparados…
—Calla. Cállate, apóstata. Estás corrompido. Te ha corrompido. Hay
que purificarte...
—Padre… por favor, no…
—…día y noche, hay que purificarte.
—…tienes que escucharme…
Pero aquel hombre estaba lejos, muy lejos de allí, maquinando la
salvación del alma de su hijo.
Joel supo que su padre, tal y como había declarado, cumpliría con su
obligación. Durante toda su infancia y adolescencia jamás había flaqueado
en la empresa de corregirlo, de llevarlo por el buen camino, tal y como
atestiguaba el lenguaje impreso en su piel y bajo ella. Y deseó estar muerto.
Capítulo 11: Takashi

La luz del sol —hacía un par de horas que el astro calentaba la tierra—
lo cegó un instante y él sonrió. Aguantó un poco con los ojos cerrados,
erguido y pleno. El tiempo avanzaba con el sereno desplazamiento de los
glaciares. Acarició el sendero de grava con su brazo; no con su brazo
original, el que le había sido dado al nacer, sino con su brazo espada, que le
parecía más auténtico, más próximo a su esencia, que todas las demás
partes que lo componían.
Frente a él los sonidos de los pasos a la carrera se aglomeraban,
prometiendo darle un significado a su vida, un sentido, pues ellos estaban
allí para que él los matara.
Abrió los ojos y el tiempo volvió a acelerarse. Esquivó al primero de
los Muertos que quedó desequilibrado y lo pasó de largo por la inercia de la
carrera. Un corte en la rodilla y el segundó se desplomó. El tercero quedó
empalado por la punta de la espada y lo arrancó de la hoja con una patada.
Un giro y el caído perdía la cabeza. Un paso y otro Muerto abatido.
Estaba la técnica, por supuesto, pero no era solo eso. Para Takashi se
trataba de algo más elevado, una experiencia, pero sin el asidero de
adjetivos o nombres que pudieran limitarlo. Esa experiencia se transmitía en
el fluir de cada uno de sus movimientos, más allá de la encorsetada
disciplina. Cada golpe, sin importar lo horrible del proceso, resonaba con
una vibración propia; tal vez, con un eco del pasado. La lúgubre poesía del
portador de la muerte. Porque él no sentía realmente que actuara. Era como
si conectara con una corriente de energía que lo proyectara exactamente
donde debía estar, conservando una vaga noción de sus actos, aunque estos
se desarrollaran, emancipados, efectivos y precisos.
Cada pocos metros, sostenidos por la estrecha carretera, los cuerpos
hendidos de sus perseguidores se distribuían como durmientes que ya no
volverían a levantarse jamás.
El corazón de Takashi se calmó y ante la ausencia de la adrenalina
segregada por su cuerpo le invadió el agotamiento, la tensión del
sobresfuerzo. Y aun así no podía detenerse todavía porque estaba
demasiado rezagado del grupo.
Trotó durante un kilómetro antes de llegar hasta la cola de aquella
caravana de a pie y la escena le recordó a la larga marcha vivida meses
atrás, antes de encontrar refugio en la fortaleza de montaña.
Solo contando a los adultos serían casi cien y todos ellos mostraban
signos de fatiga y extenuación. Muchos de los niños y jóvenes, cuyo
número superaba la centena, eran incapaces de mantener el ritmo y la
velocidad de la huida, lo que había obligado a buena parte de los adultos a
cargar con uno, en ocasiones hasta con dos.
Pasó junto a la mujer, Julia, quién llevaba a su hija sobre la espalda y
una mochila colgada delante del pecho. La chica dormitaba semi
inconsciente, los párpados titilando, empapada en una finísima capa de
sudor, febril a causa de la infección.
El chico caminaba por delante de ellas, perdido en un laberinto de
pensamientos. De tanto en tanto lanzaba una mirada de preocupación a la
joven y regresaba a su sombrío cavilar.
Se aproximó un poco a Julia.
—¿Gegant? —preguntó Takashi. Estaba seguro de conocer la respuesta,
pero aun así tenía que confirmarlo. Era, o había sido, uno de los suyos.
La mujer lo miró sin ver y parpadeó, sacada de un profundo trance
dónde aquella pregunta quedaba al margen del entendimiento. Takashi
esperó y, transcurridos unos diez segundos, vio una luz de comprensión en
su mirada. Ella volvió la vista al frente y sacudió la cabeza. En realidad, no
había nada más que decir. Un nuevo vacío, otra herida en el mundo
imposible de llenar. Resultaba extraño y complicado aceptar la muerte, la
desaparición definitiva de alguien que parecía tan lleno de vida, tan sólido e
inamovible como el suelo que pisaban.
El asintió y echó un vistazo a la hija de Julia.
—Ella es fuerte. Lo superará.
Aceleró el paso, incómodo, hasta que Julia volvió a hablar.
—Takashi. Tú herida. Estás sangrando —le indicó con un ademán de la
cabeza.
Ahora que se lo mencionaba se daba cuenta de que su herida llevaba
mucho rato dolorida, pero como todo su cuerpo clamaba por un descanso
había logrado pasar inadvertida. Colocó la mano encima de la camisa y al
separarla tenía la palma humedecida por la sangre desbordada.
No era la primera vez que se extralimitaba, pero incluso él acabaría
teniendo serias dificultades si perdía demasiada sangre. Julia debió de
adivinar sus pensamientos porque ordenó al grupo detenerse.
La gente se arracimó en las cunetas, exánime.
Julia dejó a su hija a cargo del otro chico que no paraba de caminar de
un lado a otro, igual que un animal enjaulado.
—Déjame ver la herida —dijo, mientras sacaba de la mochila unos
apósitos y se ponía unos guantes quirúrgicos.
Le apartó la camisa y con unas diminutas tijeras cortó los vendajes
empapados en sangre. Limpió la herida con suero fisiológico, gruñó
satisfecha, y apretó un apósito contra el pequeño orificio de bala.
—Aguántalo —le ordenó—. La herida no está infectada, pero si sigues
luchando perderás más sangre y al tejido le costará terminar de cicatrizar.
Cubrió el apósito con otro más grande y después colocó encima un
parche.
—Esto debería aguantar —dijo, e inmediatamente recogió el material
sobrante.
—Gracias otra vez —respondió Takashi. Tenía preguntas a las que
deseaba dar respuesta, pero si existía un momento y un lugar para hacerle
aquellas preguntas, sin duda, no era aquel.
Ella le sonrió con los labios apretados y volvió junto a su hija.
Takashi tiró el bulto ensangrentado de la camisa y se colgó de nuevo la
espada.
Caminó por mitad de la carretera, lanzando miradas a un lado y a otro.
Reconoció algunos rostros de su campamento. Varios lo saludaron, aunque
la mayoría prefería disfrutar de aquel descanso sin mirar o hablar con
alguien.
Le dio un vuelco el corazón al reconocer a Carles, aunque la alegría de
reencontrar a su amigo se transformó rápidamente en nuevas penas. Junto a
Carles solo estaba su hijo Joan, al cual cubría con un brazo, acercándolo
contra su cuerpo, pero ni rastro alguno de su esposa y su hija.
En cuanto Carles se percató de la presencia de Takashi se levantó —
tenía el rostro demacrado— y se desmoronó sobre su hombro sano.
—No pude hacer nada. Se las llevaron, a Rosana y a Clara. Se las
llevaron.
—¿A dónde? —preguntó Takashi.
—A donde se llevan a todas las mujeres. A los criaderos… —Y su
amigo lo abrazó, inconsolable.
En el suelo, Joan encontró refugio en su propio abrazo, en la seguridad
que le ofrecía esconderse entre las piernas y cerrar las puertas y las ventanas
del alma.
—Las encontraremos —dijo Takashi cuando su amigo se separó.
Carles negó con la cabeza, el rostro contorsionado de rabia, lo cogió del
hombro y lo alejó de su hijo para poder hablar con franqueza.
—He oído lo que ocurre. Las infectan, Takashi. Las violan, las dejan
embarazadas y las transforman. No quiero encontrarlas. No quiero ver en lo
que las han convertido. —Sacudió la cabeza a un lado y a otro y se golpeó
la frente con los nudillos en golpes cortos y secos.
Takashi lo detuvo y su amigo le lanzó una mirada furibunda.
—Quiero matarlos a todos. Qué mueran de verdad. Qué mueran todos
—dijo Carles en una afirmación que era al mismo tiempo una proclama y
una súplica.
Takashi hizo una lenta y leve inclinación de cabeza a su amigo y aquello
fue suficiente para apaciguar su rabia. Carles retrocedió, más agotado
incluso que antes, junto a su hijo.
Se alejó de su amigo, aunque apenas recorrió unos metros cuando
Ernesto y la otra chica, Nadia, se aproximaron hasta él.
—Me he fijado en que Julia te ha cambiado el vendaje, ¿te encuentras
bien? —preguntó Ernesto.
—Sí.
—Gracias por encargarte de esas cosas en el camino. Ha sido
increíble…
Takashi se ruborizó ante el elogio.
—…tus amigos, Andrea y… bueno, ellos hablaban muy bien de ti, pero
jamás imaginé que alguien pudiera luchar tal y como ellos afirmaban que lo
hacías.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Takashi a Nadia.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué ocurrió en el polígono? A Gegant.
Nadia tomó una respiración desasosegada y miró al suelo hasta que
encontró las palabras.
—Hubo mucho revuelo cuando intentamos explicar a la gente lo que
sucedía. Algunos lo asumieron enseguida, se prestaron a colaborar, otros…
creo que tenían miedo. Algunos, bastantes en realidad —Nadia parecía
confundida por ese hecho—, preferían quedarse allí. Las cosas se pusieron
tensas. Hubo acusaciones. Alguien dijo que por nuestra culpa los harían
matar, que los Muertos los castigarían por no impedirnos escapar. Alguno
de los que se unieron a nosotros acusaron al resto de cobardes, de lamebotas
y otras cosas peores. Intentamos calmarlos… hasta que alguien disparó. No
sé si fueron ellos o nosotros, pero de repente nos estábamos matando.
«Salí corriendo de allí como todos los demás. Fue más tarde cuando vi a
Gegant. Cayó cerca de la puerta de la nave. Yo… no lo llegué a conocer
bien, pero parecía un buen hombre.
—Lo era —dijo Takashi.
—Tal vez deberías hablar con Andrea —intervino Ernesto— está
bastante afectada desde…
Takashi se giró hacia un grupo de personas que se estaban enzarzando
en una pelea. Cuatro hombres jóvenes, entre veinte y veinticinco años,
habían rodeado a un quinto y estaban discutiendo por algo. Uno de los
cuatro intentó quitarle un objeto al que estaba solo y, al intentarlo, este
retrocedió. En ese movimiento Takashi se dio cuenta de que se trataba de un
rifle. Los otros tres se abalanzaron, cogiéndolo cada uno desde un lado.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Soltadlo! —gritó Nadia que fue la primera en salir
corriendo hacia ellos.
—Tú no te metas, esto no es asunto tuyo —dijo el cabecilla sin apenas
echarle un vistazo a Nadia.
—Ahora sí que es asunto mío —respondió, disminuyendo el paso,
conservando cierta distancia por si se mostraban más hostiles. Se relajó un
poco al escuchar pasos tras de sí.
Los cuatro soltaron al otro hombre que se aproximó hacia Nadia en
busca de protección.
—Estos cabrones querían robarme mi rifle.
—¿Tú rifle? —dijo otro del cuarteto—. Te lo dieron de casualidad, y a
mí me hace más falta que a ti que solo tengo una porra. ¿Cómo voy a
defenderme con esta mierda?
—Calmaos… —comenzó Nadia.
—¿Por qué necesitas el arma más que él? —preguntó Ernesto. La
pregunta parecía fortuita, pero el cuarteto intercambió miradas suspicaces.
—¿Qué pasa? ¿Ahora de repente se os ha comido la lengua el gato?
Venga, comportaos como hombres y decid por qué queréis su arma.
El cabecilla dio un paso al frente, sacudió los hombros, y levantó el
mentón con chulería.
—¿Nos estás llamando maricones? Porque a mí me sobran cojones para
decir lo que me dé la gana. ¿Entiendes?
—¿Entonces? —dijo Ernesto, que no se mostró en absoluto
impresionado ante la perorata.
—Qué nos largamos de aquí —dijo otro que tenía un tatuaje tribal en la
mejilla.
—¿Qué? ¿Os salvamos la vida y ahora os largáis? —dijo Nadia, furiosa.
—Escapamos cuando tuvimos la oportunidad, como todos los demás —
dijo el cabecilla.
—Sí —corroboró un segundo— y no os debemos nada. Podemos irnos
cuando queramos.
—No somos niñeras. Yo no pienso quedarme aquí aguantando lloros y
limpiando los mocos de ningún crío —añadió el del tatuaje, envalentonado.
El cuarto, que hasta entonces había guardado silencio, dijo: —Nos irá
mucho mejor sin vosotros, que sois un lastre.
Takashi pensó que algo debieron de percibir reflejado en su rostro, el de
Nadia y el de Ernesto, porque inmediatamente comenzaron a retroceder.
—Que se quede el rifle. Ya encontraremos otra cosa —dijo el cabecilla
que fue el primero en tomar la precaución de alejarse.
Takashi pensó que había una rabia justiciera, compartida, fluyendo en el
ambiente. Recordó lo que le había dicho Julia acerca de evitar los esfuerzos
del combate y se quedó observando con las manos entrelazadas por delante
del cuerpo.
—Nadia… —comenzó a decir Ernesto.
—Son unos traidores.
Nadia avanzó unos pasos tras el grupo y desenfundó con violencia. Tres
de ellos se desplomaron al instante, alcanzados en la cabeza. El cuarto cayó
de bruces con un tiro entre las costillas. Se arrastró durante varios metros,
respirando agónicamente, hasta que Nadia lo remató con un disparo en la
nuca.
Solo más tarde consideraría Takashi que aquel primer disparo en la
espalda no había sido accidental, sino deliberado.
Cuando Nadia volvió mucha gente se estaba aproximando y ella aclaró
lo sucedido.
—Eran unos traidores. Iban a dejarnos a merced de los Muertos. Iban a
dejar qué nos devoraran y así poder escapar —explicó Nadia, y añadió: —
Ahora serán ellos quienes entretengan a los Muertos.
Ninguna voz se alzó para protestar. Takashi le quitó la camiseta y la
pistola a uno de ellos y otros se acercaron para hacerse con los zapatos y el
resto de las armas. Lentamente el grupo reemprendió la marcha dejando tras
de sí cuatro cadáveres desnudos.
Takashi reflexionó que con aquel cebo apenas habían comprado unos
minutos de ventaja cuando llegaran los Muertos, pero, a veces, unos
minutos, unos segundos, un parpadeo, era lo único que se necesitaba para
marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Capítulo 12: Julia

A ese ritmo de tortuga, calculó, tardarían por lo menos dos días en


llegar hasta el convento. Y después, ¿qué? Y antes de eso, ¿qué? Y ahora,
¿qué? Aunque ella no quería pensar en el después, ni en el antes, ni en el
ahora; no quería pensar en nada. Luchaba por apartar los pensamientos, los
posibles desenlaces, oscuros y atroces, y cuanto más lo intentaba mayor
presencia adquirían.
En aquel tramo de la carretera dos senderos surgían hacia los lados. El
de la izquierda terminaba en una casa de campo. El de la derecha conducía
hasta el armazón de un edificio de tres plantas, apenas iniciado, que se
alzaba sobre los cimientos. Lo componía la estructura mínima, sin tabiques
que lo cerraran. Tan solo los pilares de carga, el suelo, y unas rudimentarias
y estrechas escaleras.
Laura castañeteaba los dientes y se sacudía sobre su espalda, la cabeza
caída sobre su hombro. La escuchó delirar acerca de su padre y aquello fue
demasiado para Julia. No dijo nada, abandonó al grupo, girando por el
camino de tierra, saliendo de la carretera hasta llegar a la casa de campo.
La puerta estaba abierta para ellas. Entró como si fuera lo más natural
del mundo, como si el lugar fuera suyo desde siempre, aunque jamás había
pisado antes ese suelo.
Llevó a Laura hasta un sofá tapizado de un verde oscuro y le reclinó la
cabeza con cuidado.
—Khalid, puedes ir a la cocina y traerle un vaso de agua a Laura.
Necesita estar hidratada —dijo sin volver la cabeza, pasando la mano por la
frente y el pelo de su pequeña. ¿Cuántas veces habría hecho ese gesto?
¿Cuántas veces la habría abrazado o besado? ¿Mil? ¿Diez mil? Aunque
fueran un millón, le pareció que no eran suficientes, que jamás serían
suficientes.
Khalid regresó con un vaso de agua y se lo entregó. Intentó que bebiera,
pero Laura no reaccionaba. Le ardía la frente y se agitaba, se retorcía en el
sofá. Le secó el sudor con un paño y se levantó, mareada.
Takashi estaba en el umbral de la entrada. ¿Y ella? ¿Dónde estaba ella?
Apenas sabía cómo había acabado en esa casa.
—El grupo se está marchando. Algunos esperan fuera para saber qué
vas a hacer —dijo Takashi.
—Diles que se vayan. Mis hijos y yo nos quedamos aquí hasta que
Laura se recupere.
Justo después de nombrarla, Laura tosió varias veces seguidas y Julia
avanzó rápida junto a su hija. Ya estaba a punto de socorrerla cuando
Takashi la detuvo en seco cogiéndola de la muñeca. Julia notó que la suya
era una mano áspera, dura, y aunque el agarre no le hacía daño, tampoco
cedió ni un ápice.
—Suéltame —le ordenó.
—No. La sangre. Es peligroso —dijo Takashi.
Vio lo que le decía. Un esputo sanguinolento goteaba de la boca de
Laura y los restos de saliva que habían caído al suelo mostraban un aspecto
semejante, con redecillas sangrientas atravesando la mucosidad.
Pensó que no le importaba infectarse si con ello podía estar junto a su
hija. El pensamiento parecía irrevocable hasta que, de repente, una alarma
en el fondo de su mente le recordó al bebé que se estaba gestando en su
interior y esa certeza chocó frontalmente con su primer impulso y la sacó
del ensimismamiento. Debía pensar en su bebé y también en Khalid. El
chico también estaba destrozado y apenas le había dirigido la palabra
excepto para darle alguna orden.
—Yo me encargaré de tu hija —dijo Takashi—. Superé la infección
hace meses. No puedo contagiarme.
Cogió el paño, se arrodilló junto a Laura, y le limpió con cuidado el
esputo.
—Deberías irte. El grupo te necesita más que nosotros. Los Muertos…
ellos, podrían alcanzarlos.
Takashi negó.
—Los Muertos tienen que pasar por delante de esta casa. Cuando
vengan me encargaré de ellos, a no ser que ellos se encarguen de mí.
Además, me apetece descansar un poco, creo que tengo agujetas de tanto
caminar —dijo con una mínima sonrisa y se palmeó las piernas.
Julia tardó un momento en darse cuenta de que Takashi bromeaba. No
quería hacerlo, aunque la broma era tan tonta, tan espontánea, tan fuera de
lugar, que se le escapó una carcajada en una única y breve exhalación.
—Andrea está fuera. ¿Puedes decirle que escolte al grupo hasta el
monasterio? Dile que estaré bien. Dile que es una orden —añadió Takashi.
Julia se giró, dejando a aquel hombre tan singular, y salió de la casa. En
el patio empedrado, entre murmullos, Andrea, Ernesto y Nadia, discutían en
un pequeño corro. En la carretera, el grupo de refugiados se marchaba con
paso lento e implacable.
—Me voy a quedar con mis hijos. Takashi… él también se queda. Dice
que se encargará de los Muertos cuando pasen por aquí —informó Julia.
—Pues yo me quedo con vosotros —dijo Andrea.
—Takashi quiere que protejas al grupo hasta el monasterio.
—Ni hablar, me quedo con vosotros —insistió con tozudez.
A Julia le sorprendió la precisión con que Takashi había predicho la
respuesta de la joven.
—Dice que es una orden. Dice también que no te preocupes por él, que
estará bien —le transmitió Julia.
La chica pasó del enfado a la duda en cuestión de segundos.
—Yo… espero que tu hija se recupere —dijo al fin, y añadió: —Y dile a
ese idiota de Takashi que más la vale no dejarse matar.
Julia le confirmó que así lo haría.
Ernesto se acercó unos pasos.
—Cuando tu hija se recupere, buscadnos. A lo mejor nos hemos
marchado del convento, pero podréis poneros en contacto con nosotros a
través del comunicador. Mantendré la misma frecuencia de onda que
utilizamos en el polígono —explicó Ernesto.
A pesar de las palabras de ánimo la mirada de todos revelaba escasas
esperanzas de que Laura fuera a recuperarse de la infección.
—Siento lo de tu hija —se despidió Nadia, esquiva, justo antes de salir
hacia la carretera.
Ernesto y Andrea se despidieron a su vez y la siguieron.
Al entrar en el caserón encontró que Takashi había aproximado una silla
junto al sofá y estaba sentado en ella. En una mesita contigua, apilados con
meticulosidad, varios paños blancos y un cuenco con agua. Takashi estaba
humedeciendo uno de ellos y, a continuación, lo colocó sobre la frente de la
joven.
Julia se permitió relajarse y, al hacerlo, se dio cuenta, por primera vez
desde que había tumbado a Laura sobre el sofá, que le molestaba la espalda.
Se desperezó y las vértebras se estiraron, crujieron y reajustaron, dolorosa y
placenteramente.
Khalid no estaba en el salón. Lo buscó en la cocina, en el baño y en una
habitación que contenía un somier metálico sin colchón y que por su
carencia de otro mobiliario parecía destinada al uso de invitados.
Subió al piso de arriba y se detuvo un momento al ver unas fotos
familiares que colgaban de la pared. Unas pocas estaban en blanco y negro,
muy antiguas, probablemente de la posguerra, mostrando las calles de un
pueblo donde una pareja joven se arrimaba para posar ante la cámara. El
blanco y negro dio paso al color, desteñido y sepia, donde la adulta pareja
iba ahora acompañada de un séquito de hijos e hijas, adolescentes y más
jóvenes. En las siguientes fotos la pareja aparecía acompañada por uno o
dos de aquellos hijos e hijas. Después, algún nieto. En cada una de ellas se
percibía la mella del tiempo, el arrastrar de los años, arrugándolos,
combándoles la espalda, drenándoles la vitalidad.
En el nuevo mundo, el mundo del Homo mortem, Julia había
abandonado hace tiempo los recatos y principios de la propiedad ajena. Si
necesitaba algo, lo cogía. Si saquear la comida y los medicamentos de una
casa cualquiera podía significar la diferencia entre vivir o morir, ella
saquearía cien o mil casas. Sin embargo, aquella repentina toma de
conciencia de las personas que allí habían vivido, criado a sus hijos, tal vez
incluso enterrado a alguno, le hicieron sentirse como una intrusa. No quería
saber más de aquel lugar ni de la gente que vivió, ni de sus vidas.
—¿Khalid? ¿Estás ahí?
Solo se oía el silencio, discontinuo, interrumpido a causa de la tos
procedente de Laura desde el piso de abajo. Avanzó hasta un dormitorio y
desde allí escuchó el amortiguado sonido de la tierra arrancada.
Julia bajó al trote, salió a la parte de atrás de la casa, y se detuvo a unos
pasos del chico.
—Khalid, ¿qué haces?
La cabeza de la pala, cubierta de herrumbre, era desmedida para la vara
que la sostenía, aunque a Khalid eso no parecía importarle. La clavaba en la
tierra, apoyaba el peso de su cuerpo en la madera hundiéndola un poco más,
y desgajaba un trozo del terreno. Lo apartaba a un lado con los brazos
temblorosos debido al esfuerzo y repetía la operación.
—¿Khalid?
Como no contestaba intentó pararlo, aunque solo fuera un segundo. Él
se apartó de ella al acercarse, rodeando el hoyo y acometiendo de nuevo
contra el suelo. Ella lo siguió y él volvió a alejarse.
—¡Khalid!
—No.
—Khalid, detente.
—No.
Julia lo detuvo en seco con un abrazo. Khalid intentó escapar,
escurrirse, pero ella no lo soltó y lo acercó todavía más. Él perdió las
fuerzas en las piernas y ambos descendieron hasta el suelo.
—Es por mi culpa. Todos mueren por mi culpa. Laura va a morir por mi
culpa…
—Ella es fuerte, lo superará —dijo Julia, parafraseando a Takashi
durante el camino—. Y no es culpa tuya, la culpa es de ellos, es de esas
cosas. ¿Entendido?
Khalid la miró, queriendo creer sus palabras, aunque todavía no fuera
capaz de hacerlo.
—Yo maté al señor Claudio.
Y le relató lo sucedido desde que se habían separado en el hospital hasta
el momento en que se encontraron durante la huida. Le contó cómo Laura y
él habían seguido su rastro. Cómo se perdieron y cómo fueron hallados por
el anciano gracias a Quijote. Describió la escena vivida, cuando la vieron
con los binoculares, la llegada de los Muertos, su intención de salvarla, la
pelea en que Laura fue mordida y la muerte del señor Claudio.
—El señor Claudio está muerto y Laura…
—Recuerdo distinguir aquella ola de Muertos —lo cortó Julia—. En ese
momento no entendí por qué se desviaban por otra avenida del polígono. Si
los Muertos hubieran seguido recto nos habrían alcanzado de lleno.
¿Entiendes lo que eso significa? Khalid, nos salvaste a todos. Todas las
personas, todos los hombres, mujeres y niños, que están marchando ahora
hacia ese monasterio están vivos gracias a ti.
—Pero el señor Claudio… —insistió Khalid, aferrado al dolor.
—El señor Claudio sabía lo que estaba haciendo. Lo sabía
perfectamente. Sacrificarse para salvaros la vida fue lo más valioso que
podía hacer, lo más valiente. Y estoy convencida de que lo volvería a hacer
si fuera capaz. Llora su pérdida, Khalid, pero recuérdalo por sus actos, no
por su ausencia.
Tras aquellas palabras, Khalid se apaciguó. Se refugió en su pecho,
acurrucado como un recién nacido. Julia le acarició la cabeza y la espalda
hasta que se durmió. Al cabo de unos minutos lo cogió en brazos y lo
acostó en la cama del piso superior.
Al regresar junto a Laura no le sorprendió ver que también ella se había
quedado dormida, aunque la fiebre le provocaba delirios y frecuentes y
violentos espasmos que cedían repentinamente para volver a empezar.
—Está peor —dijo Takashi.
Julia lo miró y sintió una tenue ráfaga de ira. No le hacía falta que se lo
recordara, tenía ojos para ver. Sabía que su hija no estaba mejorando. ¿A
dónde quiere llegar con un comentario como ese?
—Ninguna madre debería pasar por lo que estás pasando.
Julia lo miró y parpadeó, un tanto desconcertada y entonces comprendió
que Takashi tenía algo que decirle y su forma de hacerlo era en círculos.
Hablaba con precaución, tanteando el terreno.
—Si ocurre, si llegara el momento…
¿El momento? ¿El momento de qué? ¿Es que estaba loco? No había
ningún momento, no existía ninguna posibilidad de que “ese” momento
sucediera, porque de hacerlo, ella…
—…solo tienes que subir las escaleras y yo me haré cargo.
Julia sacudió la cabeza, nerviosa.
—Eso no va a pasar…
—Si ocurriera —aseguró.
—No. Vete de aquí. Fuera. No te acerques a ella. Es mi pequeña. Mía.
Fuera. ¡Largo!
Takashi inclinó la cabeza y salió apresurado al patio de la casona. Julia
lo observó desde la ventana, avanzando por el terreno hasta que se detuvo
bajo la sombra de un árbol y se sentó apoyado en el tronco.
Julia soltó una exhalación, ofendida, y se anudó uno de los trapos,
tapándose la nariz y la boca. Apartó la silla que Takashi había colocado y se
sentó en el sofá, pegada a Laura. Le tocó la frente y ésta ardía. Sollozó
sabiendo que estaba muy por encima de los cuarenta grados. Le pasó trapos
húmedos por la cabeza, el cuello, el pecho, los hombros, intentando bajar la
temperatura como fuera. En un momento dado se dio cuenta de que llevaba
varios minutos paralizada con uno de los paños en la mano, estrujado entre
los dedos, y quiso gritar.
Salió al encuentro de Takashi que seguía bajo el árbol, meditabundo. Un
sol, pardo y oscuro, se hundía tras las montañas del oeste.
Carraspeó para llamar la atención del guerrero y él abrió los ojos.
—Siento lo de antes. Sé que intentabas ayudarme, pero esto es algo que
tengo que hacer yo. Esa es mi decisión.
Takashi esbozó una sonrisa triste.
—Lo entiendo. Estaré aquí fuera por si me necesitas.
Julia regresó a por la mochila. Tras escudriñar en su interior halló lo que
buscaba. Hacía tanto tiempo que no la usaba que creía que no tendría que
volver sentir su peso en la mano. La alzó y allí estaba su cruel, amable y
liberadora, pistola de pernos. Introdujo uno de los clavos y se preparó
mentalmente para lo que tenía que hacer a continuación.
La vigilia duró casi dos horas. Ya había oscurecido y durante todo ese
tiempo Julia temió que Khalid despertara y descendiera por la escalera en el
momento más inoportuno, pero el chico no se despertó.
La condición de Laura empeoró por minutos hasta el momento del
clímax en que se convulsionó en una única contracción, arqueando la
espalda y el cuello, retorciendo la cabeza, hasta desplomarse de nuevo.
Ahora era Julia quien tiritaba. Se incorporó y descargó el peso de su
cuerpo con la mano izquierda sobre el pecho de su hija. El cañón del arma
bamboleó durante todo el descenso y solo se estuvo quieto cuando tropezó
con la frente de Laura.
Ella quedaba serena, muy quieta, hasta que abrió los ojos lentamente,
como si se despertara de un plácido sueño. Los capilares estaban
encarnados, el blanco teñido de rojo. Y la miró temerosa.
—Mamá, no me mates, mamá.
Julia dio un paso atrás, horrorizada porque había estado a punto de
atravesarle la cabeza a su hija con un clavo, a su hija que estaba viva.
Apartó la pistola, arrojándola a un lado como si le quemara en la mano.
—Déjame ir, mamá —y la voz cambió de pronto a la voz del padre, a la
voz del marido, a la voz del monstruo: —Déjala ir.
El golpe fue devastador. Su psique se tambaleó ante la presencia de
verdades irreconciliables. Su hija estaba viva. Su hija estaba Muerta. Su hija
estaba frente a ella. Su marido, también. Y los deseos chocaron. Una parte
de ella quería abrazarla y otra quería matarla. La segunda parte tomó la
iniciativa y se lanzó a por el rifle. Se giró con rapidez y su hija, frente a ella,
de pie, mirándola, con los ojos vidriosos de lágrimas y sangre.
—Déjala ir, déjala vivir —insistió la voz de Román desde la garganta de
su hija, pero no fue eso lo que la derrotó. Fue el sentirla. Sentir que ella
seguía allí, que una parte de ella, la verdadera Laura, seguía presente. Pues
eso fue lo que rompió la barrera de la memoria.
Un sinfín de recuerdos, instantáneas de la vida de Laura desde que era
un bebé hasta casi una mujer, la atravesaron igual que un relámpago,
haciéndola pedazos. Recordó a Laura cuando todavía estaba dentro de su
vientre, cuando era parte de ella, dando inquietas patadas nocturnas, y le
cantaba, la arrullaba, y le prometía que siempre la querría y la protegería.
La recordó al nacer, su cuerpo minúsculo, tan vulnerable, buscando
instintivamente la leche de sus pechos. La recordó, concentrada y
triunfante, cuando con diez meses logró levantarse por primera vez sobre
sus pequeñas e inestables piernas. Recordó eso y mil escenas más. Recordó
las acaloradas discusiones, las veces que habían reído juntas, llorado juntas,
hablado entre susurros por las noches…
Los recuerdos la barrieron y Julia se postró, arrodillada, dejando caer el
rifle. Imposible. Era imposible que hiciera daño a su pequeña. Si ella podía
seguir existiendo, aunque fuese una existencia retorcida y sangrienta, la
dejaría marchar.
La chica cruzó la habitación, la puerta, y salió corriendo como un
cervatillo. Julia la siguió hasta el umbral. Fuera, Takashi tenía la espada en
las manos, pero cuando vio el rostro de Julia comprendió lo sucedido.
Asintió grave, guardó la espada, y ambos contemplaron como la joven
Laura desaparecía en la noche.
Capítulo 13: Nadia

Aquella noche, tras una cena sobria, basada en frutos secos (habían
encontrado y expoliado unos almendros que crecían en bancales junto a la
carretera), se discutió acerca de qué harían en caso de que los Muertos los
alcanzaran. Se expusieron algunas ideas que, aunque buenas, solo servirían
a medias en el mejor de los casos.
Surgió la cuestión de si usar formaciones para defenderse. La primera
sugerencia fue crear un círculo armado y aunque pareció una buena idea si
eran atacados desde varias posiciones, supondría abarcar demasiado espacio
y la superioridad numérica de los Muertos sería capaz de abrir una brecha
con facilidad. Dado que el ataque probablemente surgiría desde un solo
sentido de la carretera se concluyó que lo más lógico era formar líneas de
tiradores al más puro estilo de los mosqueteros del siglo dieciocho.
Alguien propuso que lo mejor era desviarlos. Algún sacrificado
voluntario podría atraer la atención de los Muertos y alejarlos del grupo,
aunque esta propuesta fracasó ante la ausencia de candidatos.
Un hombre dijo que en su mochila guardaba un par de botellas de
alcohol y, aunque le habría gustado reservarlas para un uso más personal,
podría convertirlas en unos cócteles molotov. La idea gustó bastante ya que
podrían bloquear la carretera con fuego y ganar algo de tiempo.
Las ideas surgieron, se discutieron, y finalmente la mayoría se aceptaron
como válidas. Ninguna persona tenía claro cómo se pondrían en marcha o
quién se encargaría de organizar la defensa, pero muchos se fueron a dormir
con la sensación de que se había hecho todo lo humanamente posible.
Durante la charla Nadia apenas participó. Escuchaba hablar a la gente y,
aunque la atmósfera resultaba formal, incluso agradable, se percató de que
faltaba algo o, más bien, alguien que cohesionara al grupo. Algunas voces
intentaron elevarse sobre las demás, imponer su criterio, pero ninguna lo
logró realmente. Quién sonaba demasiado dominante, demasiado altivo, o
demasiado juicioso, era rápidamente ignorado. Nadia recordaba a Julia y a
Takashi, quienes, a pesar de tener personalidades muy distintas, no
necesitaban esforzarse para que se tuviera en cuenta su opinión. Y ninguno
de los dos los acompañaba. Le vino a la cabeza la imagen de un pollo
descabezado corriendo en círculos por la carretera y se imaginó que si los
Muertos los atacaban probablemente ese sería el aspecto que presentarían.
De repente le pareció que marcharse hacia el convento, sin aquellas dos
personas que de alguna forma lograban mantener hilvanado al grupo, había
sido la peor de las decisiones. La cuestión, inquietante por sus posibles
consecuencias, la absorbió durante las primeras horas de la noche y, cuando
se despertó, antes del alba, estaba agotada.
Últimamente apenas lograba conciliar el sueño. Y aunque no era capaz
de recordar las pesadillas con exactitud siempre estaba de fondo un
escenario en que huía de aquella monstruosidad, oscura e informe. Maldijo
su suerte porque ya era bastante molesto preocuparse de los monstruos que
la perseguían despierta, para tener que preocuparse de los que la perseguían
en sueños.
Se fue en busca de algo para desayunar y quinientos metros más
adelante se desvió por un camino de tierra que daba con un rudimentario
almacén de ventanas enrejadas. La puerta de chapa metálica parecía
bastante sólida, aunque Nadia pensó que la cerradura no resistiría unas
cuantas patadas. A punto estuvo de cejar en su empeño tras el tercer intento.
Ya se había alejado varios pasos, dispuesta a regresar cuando sacudió la
cabeza. Se giró y cargó una última vez.
El pie impactó directo junto a la cerradura y el pestillo saltó. La puerta
salió proyectada con tanta violencia que a punto estuvo de volver a cerrarse
de no ser porque Nadia se adelantó con las manos para bloquearla. Rebotó
una vez más y por fin se detuvo a mitad de camino.
En aquel almacén no encontró comida. Junto a una de las paredes había
un par de estanterías con la mayoría de las baldas desocupadas. Cajas con
clavos oxidados, un martillo, tuercas, piezas de metal tiradas por el suelo, la
rueda pinchada de una bicicleta, pilas de periódicos al fondo junto a una
antiquísima estufa negra de leña. Apoyada en la pared más próxima a la
puerta descansaba una objeto más voluminoso y alargado, cubierto por una
tela empolvada.
El tejido estaba estropeado y gris y Nadia lo apartó con cuidado. De
debajo, surgió una motocicleta de un naranja apagado, con manchas de
barro incrustadas en las ruedas y el chasis.
Jamás había conducido una moto y se dejó llevar por la fantasía de
hacerlo. Agarró al manillar y lo hizo girar un poco sin saber exactamente lo
que debía hacer. Quiso llevar la ensoñación un poco más lejos y buscó la
llave. Rebuscó por las estanterías, dentro de las cajas de clavos, incluso en
el interior de la estufa. Cuando estaba a punto de darse por vencida, entornó
un poco la puerta y, allí, justo detrás colgaba un tablero con ganchos. Un
juego de dos llaves unidas por un aro sencillo pendía de uno de los ganchos.
Encendió la moto, fascinada por el ruido, la vibración y el olor de la
gasolina que surgía del motor. Pensó en lo maravillosos que sería recorrer
aquella condenada carretera a todo gas, sintiendo el viento y el mundo que
se desplegaba a su espalda, imparable. Entonces la apagó, quitó el caballete,
y regresó por el mismo camino por el que había llegado. Aunque ella no
supiera utilizarla estaba segura de que Ernesto sí sabría.
A su regreso la mayoría de la gente ya se había despertado y se
preparaba para reiniciar la marcha. Al acercarse, Ernesto se hallaba
hablando con una señora, muy alterado. La mujer se percató de la presencia
de Nadia y señaló en su dirección.
—¿Dónde te habías metido? Me tenías preocupado —dijo este, que
corrió a su encuentro—. ¿Y dónde has encontrado esa moto?
Nadia ignoró sus preguntas.
—Quiero que me lleves a dar una vuelta —declaró, dedicándole una
sonrisa deslumbrante.
Ernesto la contempló un tanto incrédulo.
—¿Pero funciona?
Ella asintió, efusiva.
—Bueno, ayer estuve pensando en que necesitábamos conocer si los
Muertos todavía estaban tras nosotros —dijo Ernesto—. Podríamos utilizar
la moto para desviarnos por aquella carretera. Después tocaría caminar un
poco y escalar hasta aquel risco. Desde esa altura tendremos una
panorámica excelente sobre nuestra situación.
La sonrisa de Nadia se fue apagando conforme escuchó aquel plan tan
lógico, útil, y poco interesante. Ella deseaba sentir el viento y la libertad;
por encima de todo, un poco de libertad. ¿Es que acaso estaba pidiendo
demasiado? Aun así, el itinerario descrito por Ernesto era mejor que seguir
a pie por aquella carretera que zigzagueaba y ascendía sin descanso.
Le explicaron a Andrea lo que pensaban hacer y se pusieron en
movimiento.
Nadia se abrazó a Ernesto y al principio le pareció que iba a ser
divertido. Pronto cambió de parecer. La carretera tomada no tardó en
cambiar del asfalto a la tierra, cada vez más irregular y complicada. El
motor de la motocicleta rugía con esfuerzo cuando las ruedas luchaban por
superar las zonas más pedregosas. A Nadia le dolía cada vez más el trasero.
La suspensión era defectuosa y dura y con cada salto se estrellaba contra el
asiento.
Cuando por fin alcanzaron la base del risco Nadia estaba más que
contenta de abandonar aquel trasto infernal. Aparcaron la moto y subieron
el resto del camino a pie.
—¿Qué crees que habrá pasado con la hija de Julia? —preguntó
Ernesto.
—A estas alturas ya se habrá convertido y Takashi la habrá matado —
dijo con indiferencia mientras se masajeaba las nalgas.
—¿No crees que tal vez se haya recuperado?
Ella negó con la cabeza.
—Tenía muy mal aspecto.
—Ya —dijo Ernesto y rodearon un conjunto de piedras—. ¿Nadia?
—¿Sí?
—¿Qué sentiste cuando acabaste con aquellos cuatro?
Ella lo miró durante un segundo y siguió caminando.
—No sentí nada —mintió. Lo cierto es que había disfrutado con la
última de las muertes.
—No debería ser así. No debería ser tan fácil.
—Tal vez sí que debería serlo —lo contradijo ella.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que antes estábamos limitados. Es un milagro que
hayamos sobrevivido. Los Muertos, ellos nos han recordado como es el
mundo en realidad. O luchas y matas, o mueres. Así es para los animales
cada día. Y ahora también lo es para nosotros. O tal vez siempre ha sido así,
pero lo camuflábamos mejor.
—Parece que le estés dando las gracias a esos cabrones…
—No. Pero han puesto las cosas en su sitio. ¿Y sabes cómo se lo vamos
a agradecer? Vamos a cargarnos hasta el último de ellos. ¿Juntos?
Ernesto asintió, aunque algo en su gesto la dejó inquieta. Una pequeña
demora, tan minúscula pero tan evidente, que adquiría proporciones
colosales para ella. Le golpeó en el hombro con un puñetazo más fuerte de
lo que había planeado. Él se quejó del golpe, pero no añadió nada más.
Treparon por la pared del risco hasta llegar a la estrecha cumbre, donde
se sentaron. La vista se extendía, inigualable, en todas direcciones,
mostrando la costa, el radiante mar y las montañas, colinas, crestas, bosques
y carreteras, con pueblos y ciudades en miniatura salpicando el paisaje.
—¿Sabes? De haber estado aquí hace unos meses creo que me habría
tomado un selfie. Pero ahora, solo pienso en lo maravilloso que es el aire —
declaró Nadia tras ponerse en pie y tomar una larga inhalación con los ojos
cerrados.
—Ten cuidado. Te podrías caer —contestó él, serio.
Como si fuera una declaración profética, una ráfaga de viento la sacudió
y Nadia perdió el equilibrio. Se arrodilló tan rápido como pudo, pero estaba
balanceándose hacia delante y la caída, en toda su espeluznante distancia
hasta alcanzar las rocas, se desplomó contra sus ojos.
Ernesto la sujetó del antebrazo con ambas manos cuando Nadia ya tenía
medio cuerpo fuera. Tiró con todo su cuerpo hacia detrás en un desesperado
esfuerzo por bajar su propio eje de gravedad. Nadia cayó sobre él, las
piernas todavía sobresaliendo, y arrastró las rodillas, apretándolas contra la
piedra, hasta terminar de subir.
Cuando cayó al lado de Ernesto el corazón le martilleaba con frenesí y
ella se puso a reír histérica hasta que terminó por lanzar un grito histriónico.
—Qué poco ha faltado —dijo al terminar y se limpió las lágrimas que le
caían.
—Estás loca. ¿Lo sabes?
—Todos estamos un poco locos —y suspiró.
Se quedaron un minuto sin hacer otra cosa que mirar al horizonte.
Entonces Nadia recordó el motivo por el que habían subido y comenzó a
otear, distraída, en la distancia. Se sentía tan viva, plena, la sangre
bombeando con fuerza su cuerpo, que habría podido derrotar gigantes en
caso de que se hubieran cruzado en su camino.
Fijó la atención en la autopista. El primer y absurdo pensamiento que le
vino a la cabeza es que un descomunal rebaño de ovejas estaba
atravesándola. Solo cuando utilizó los prismáticos pudo comprobar que era
precisamente lo contrario. Eran los lobos humanos. Una jauría de miles de
Muertos, quizás decenas de miles, que caminaba rápidamente hacia el sur,
hacia Valencia. Y, desde aquel caudal, un ramal más delgado, pero
perfectamente visible desde allí arriba, ascendía por la carretera como un
río viviente, invertido, que trepara desde el llano hasta la montaña.
La misma carretera que ellos estaban recorriendo. Y Nadia advirtió que
se acercaban peligrosamente al tramo donde habían dejado a Takashi, a
Julia y a sus hijos.
—Ernesto, mira allí —dijo Nadia en un hilo de voz y le pasó los
binoculares.
—No es posible. No puede haber tantos, eso es… es imposible. Takashi
y Julia, no podrán hacerles frente. Y nosotros tampoco —respondió Ernesto
a quien le templaba el pulso.
—Hay que avisarles, tienen que marcharse de allí de inmediato.
Ernesto estuvo de acuerdo. Trató de ponerse en contacto usando la
radio, pero el persistente ruido blanco interfería la comunicación.
—Ahora no, ¡maldita sea! —clamó Ernesto y la guardó—. La moto. Es
cuesta abajo y podemos llegar hasta ellos en cuestión de minutos.
—¡En cuestión de minutos ya habrán llegado los Muertos! —protestó
Nadia—. Tenemos que marcharnos.
—En ese caso iré yo solo —declaró Ernesto justo antes de iniciar un
precipitado descenso por la pared que habían utilizado para subir.
Nadia se rio, aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo.
—Y yo iré contigo. Juntos, ¿recuerdas? —declaró, tras lo cual pensó,
infausta, que si iban a morir al menos no morirían solos.
Capítulo 14: Ernesto

Aquella moto no había sido ensamblada para correr, sino para volar.
Ernesto la llevó al límite de su propia habilidad y el vehículo parecía pedir a
gritos que se olvidara de las precauciones. Bramaba como una bestia
enajenada. Descendía por la carretera cerrando las curvas entre aullidos.
Tronando al acelerar en cada recta. Protestando con gemidos cuando las
pastillas de frenos amenazaban con cortarle las alas.
Ernesto sentía a Nadia abrazándose a él con una fuerza desmedida. En
un par de ocasiones ella le gritó que aminorara y él lo había intentado. Sin
embargo, la motocicleta tenía su propia personalidad. Respondía con
ímpetu cuando la invitaba a probar sus límites, pero se mostraba reticente,
incluso perezosa, a la hora de detenerse.
La carretera se abrió, se retorció en una pronunciada parábola que
asomaba a un desfiladero, y giró de nuevo, inclinándose con suavidad hasta
la siguiente curva.
Tras de sí habían dejado a más de doscientas personas, entre hombres,
mujeres y niños. Informaron a Andrea de la horda de Muertos que avanzaba
en la lejanía y de los cientos de esa horda que se dirigían directamente hacia
ellos. Andrea quiso acompañarlos, pero tan solo con Ernesto y Nadia ya
cubrían por completo el asiento de la motocicleta. Ella debía quedarse y
alejar al grupo de la amenaza que se aproximaba.
Ernesto solo esperaba conseguir llegar a tiempo. No se había parado a
pensar en cómo escaparían después. Estaba tan concentrado en evitar
despeñarse en alguna de las curvas que apenas lograba reunir dos
pensamientos juntos.
Llegaron a un tramo largo y tranquilo y Ernesto logró decelerar un
poco. Le molestaban los brazos debido a la tensión con la que se aferraba a
la moto y relajó un poco los músculos. Entonces se dio cuenta de que había
sido un estúpido. De no ser por su precipitación tal vez hubiera contado con
una baza para salvarlos a todos. Gracias a la motocicleta podría haberlos
recogido de uno en uno y transportarlos hasta Andrea y el grupo. Los que se
quedaran abajo solo tendrían que haber aguantado al trote hasta que les
tocara su turno. El problema no desaparecería porque los Muertos seguirían
su avance inexorable hacia ellos, pero estarían todos juntos para hacerles
frente.
Pero yendo los dos, él y Nadia, aquel plan quedaba descartado. Estaban
demasiado cerca y era demasiado tarde para ningún otro plan que no fuera
advertir a sus amigos.
Aunque desconocía con exactitud cuántos kilómetros habían recorrido
estaba convencido de que llegarían hasta ellos de un momento a otro.
Nadia le gritó, pero el ruido ensordecedor de la motocicleta le impidió
escucharla. Puso toda su atención en el siguiente giro, ya que a punto
estuvieron de chocar con algunos de los pivotes de cemento rectangulares
que limitaban la carretera. Cuando consiguió enderezar la moto giró el
rostro hacia Nadia.
—¿Qué dices? —gritó él.
—…urva…
—¿Qué?
—…ena…na…urva…ada —gritó de nuevo Nadia, pero las palabras se
perdieron.
Ernesto intuyó que ya se acercaban al siguiente giro, volvió la vista al
frente, y comenzó a decelerar. Al instante entendió qué era lo que Nadia
quería decirle. El siguiente tramo de carretera describía una curvatura tan
breve y hermética que para poder recorrerla sin peligro era necesario frenar
casi por completo. Ella debía de haberlo recordado y eso era de lo que
intentaba advertirle.
Frenó al tiempo que se esforzaba en girar suavemente el manillar y
tiraba el peso de su cuerpo hacia la izquierda, hacia el suelo. Supo que, de
no hacerlo así, saldrían volando, tal y como la moto parecía desear, por
encima de los guardavías hasta despeñarse ladera abajo.
Le gritó a Nadia que saltara y por la colocación de su cuerpo, estaba
prácticamente seguro de que ella ya pensaba hacerlo justo antes de que la
moto se derrumbara.
Él también se tiró y el mundo rotó como una peonza demente que
quisiera sacudírselo de encima. Sintió que su cuerpo era golpeado,
vapuleado, por un suelo que estaba arriba, abajo, y en todas partes. Cuando
se detuvo lo único que vio ante él fue la incoherente imagen de árboles que
surgían de la pared gris en la que se apoyaba. Parpadeó. Los árboles seguían
allí, desafiando toda lógica. Al respirar notó que le dolía el pecho y la
pierna. Trató de apoyarse en el suelo, pero bajo sus pies solo quedaba el
aire. Los miró y la comprensión se abrió paso poco a poco. Estaba tumbado,
solo era eso, aunque no terminaba de entender por qué.
Nadia avanzaba rauda hasta él, cojeando, balanceándose en su irregular
caminar.
—¡Ernesto! ¡Ernesto! —le gritó y se tiró a su lado—. Joder, te sangra la
cabeza.
—¿De verdad? Bueno, al menos tengo la suerte de conservarla. Me
duele mucho la pierna y el pecho, creo que me he roto una costilla, o dos,
no sé —le dijo entre muecas.
—¿Podrás levantarte?
—Ayúdame y lo averiguaremos enseguida.
Gimió al incorporarse y gimió al caminar, o más bien renquear.
—Me parece que no me he roto la pierna por poco, pero duele, joder si
duele. Es como si me hubieran clavado varios hierros ardiendo —dijo
Ernesto—. ¿Y tú cómo estás?
—Algo magullada. Mejor que tú, eso seguro. Vamos —y le pasó la
mano por encima del hombro.
—¿Y la moto? —preguntó Ernesto.
—Olvídate de ella. Ha salido disparada por el barranco.
Siguieron yendo cuesta abajo, trotando y sufriendo, sin detenerse.
—La próxima vez… que te diga que frenes… hazlo —dijo Nadia.
—¿No querías que te llevara en moto? Así te lo pensarás la próxima
vez…
—¿Te parece que es momento de bromear?
—Me parece que nuestros momentos de bromear se han acabado. O lo
hago ahora o ya no lo haré jamás.
Nadia tragó saliva, lo agarró fuerte, y siguieron caminando durante
varios minutos hasta que al doblar una ladera surgió la casona.
Afuera se veía, lejana, la silueta de Takashi practicando con la espada.
Nadia comenzó a llamarlo a voces y durante unos segundos Takashi los
contempló confundido. Sin duda no esperaba verlos de vuelta. Julia y
Khalid surgieron de la casa.
Takashi se quedó con el chico y Julia corrió para socorrerles.
—¿Qué ha pasado? ¿Han atacado al grupo? ¿Y los niños? —preguntó
Julia, en avalancha, justo antes de llegar hasta ellos.
Cogió a Ernesto por el otro lado y entre las dos lo llevaron
prácticamente en volandas.
—El grupo está bien, de momento, quienes tenemos problemas somos
nosotros. Cientos de los Muertos están a punto de llegar por la carretera.
Cuando le preguntaron por su hija ella negó con la cabeza y ellos
entendieron o creyeron entender que había sucedido.
En cuanto se unieron a Khalid y a Takashi les explicaron lo que habían
visto desde lo alto del risco y como habían descendido por la carretera hasta
tener el accidente.
—Si huimos nos alcanzarán, acabarán con nosotros, y después irán a
por los demás supervivientes. Tenemos que entrar en la casa y tapiar puertas
y ventanas. Resistir todo lo que podamos —dijo Julia, intentando parecer
segura de lo que acababa de proponer, aunque la última frase descendió en
la entonación, como si hubiera calculado las posibilidades de conseguir
llevar a término el plan y hubiera descubierto que les sería más fácil ganar
la lotería.
—Ayer por la tarde tuve mucho tiempo para pensar —dijo Takashi con
calma.
—Takashi, no tenemos tiempo para esto. ¿De qué demonios estás
hablando? —preguntó Julia con impaciencia.
—Pensaba que aquellas escaleras de allí son muy estrechas.
En ese momento estaba mirando la estructura esquelética e inacabada
del edificio que había frente a la casona, al otro lado de la carretera. El
edificio se elevaba con sus tres plantas desnudas de paredes. Después, miró
a cada uno de ellos y en todos los rostros se veía reflejada una confusión
rayana a la desesperación. En todos excepto en el del muchacho. Sus ojos
contenían un brillo oscuro e inteligente.
— Solo cabe una persona a la vez por esas escaleras —dijo Khalid con
frialdad.
—Chico listo —le confirmó Takashi, y para enfatizar de lo que estaba
hablando colocó sus palmas de las manos a escasa distancia una de la otra
—. Es un paso estrecho. Como en Termópilas.
Julia miró el edificio y comprendió: —No, eso es una locura.
Tendríamos ventaja, pero estaríamos atrapados.
—Sí, pero en la casa también estaríamos atrapados —contestó Takashi
con una amplia sonrisa a quién no pareció importarle ese detalle—. Resistir
es una locura, pero allí, es una locura que puede funcionar.
—Creo que en la batalla de las Termópilas murieron todos —dijo
Ernesto, agorero, cuya única referencia para esa afirmación se apoyaba en
la película 300.
Por la carretera comenzaron a surgir, dispersos en una carrera constante,
un puñado de Muertos. Tras ellos, a cierta distancia, unas decenas. Y
después, aglomerados en tropel, varios cientos.
—¡Rápido! Coged cualquier cosa que podáis usar como arma…
Capítulo 15: Sombra

—…y corred a la escalera —ordenó su madre.


Sombra llevaba un cuchillo largo, su pequeña navaja, y el tirachinas con
más de cien esferas de metal y, aun así, se siguió sintiendo intangible.
Necesitaba solidez y los objetos se la proporcionaban. Atravesó la casa para
salir al patio trasero. Tirada en el suelo, lo esperaba la pala que había estado
utilizado Khalid la tarde anterior, enajenado, para preparar la tumba de
Laura.
La cogió y volvió a la carrera, cruzando la cocina, llegando al salón y…
deteniéndose. Aquel sofá verde oscuro parecía ocupar un lugar especial en
la distribución del universo. A sus ojos parecía enorme, colosal, porque en
aquel sofá era donde ella había agonizado hasta que la infección se impuso.
El último recuerdo que conservaba de Laura descansaba allí. Y Khalid no
había estado a su lado cuando más la necesitaba.
Se había despertado esa mañana, temprano, en una cama en la que no
recordaba haberse acostado. Bajó corriendo al salón, temeroso y
esperanzado al mismo tiempo, creyendo que Laura estaba muerta, creyendo
que Laura estaba viva, creyendo que aún no era demasiado tarde, pero a
quién encontró no fue a Laura sino a Julia, acurrucada en una esquina del
sofá.
Había gritado el nombre de Laura porque quizás estaba en algún otro
lugar de la casa. Si no estaba tumbada en el sofá era porque había sanado,
había superado la enfermedad y estaba… ella estaba…
Pero Khalid se equivocaba. Los ojos de su madre le dijeron que ella los
había abandonado, incluso antes de que las palabras se lo confirmaran,
incluso antes de que el abrazo de su madre adoptiva lo sellara como un
hecho irreparable.
Solo unos minutos más tarde, cuando su mente ya había sido golpeada y
se balanceaba al borde de la ruina, logró aunar fuerzas y pedirle a su madre
que le dejara ver el cuerpo, para despedirse. Julia le explicó que ella seguía,
en cierta forma, existiendo como uno de los Muertos.
Khalid había fruncido el ceño, confuso. Aquella vida en Muerto, o
aquella muerte en Vida… era… era inaceptable. Julia le dio espacio y le dio
tiempo para que asumiera la noticia y él se quedó allí con la mirada perdida.
Los cables, las conexiones que mantenían unido a Khalid a la realidad,
estaban ahí, en buena parte, gracias a Laura. Y ante su ausencia fueron
soltándose uno a uno. Una desconexión radical y silenciosa; un suicidio del
alma.
En apariencia estaba bien, pero la cáscara de su piel se quebró, se
cuarteó, se fue cayendo a pedazos, y lo que quedaba debajo de Khalid,
irradiando oscuridad, solo era Sombra.
Julia lo llamó a gritos: —¡Khalid! ¡Ya vienen!
Sombra se giró hacia la voz que lo llamaba, la ignoró, y volvió la
atención hasta el sofá. Caminó hasta la mesa contigua para coger uno de los
paños que estaban sin usar. Era un pañuelo negro, desvaído. Se lo anudo en
la cabeza, protegiéndose la nariz y la boca. Julia lo llamaba de nuevo y él
recogió la pala y salió corriendo.
Ernesto y Nadia esperaban en la primera planta de aquella ruina de tres
niveles. Takashi, en la carretera, lanzaba tajos y estocadas a la dispersa
vanguardia de los Muertos. Disponía de mucho espacio para moverse y el
guerrero aprovechaba cada metro de terreno disponible. Avanzaba,
retrocedía, se desviaba a un lateral e iba acabando con todos ellos con letal
eficacia.
Julia lo esperaba a mitad de camino entre la casona y el esqueleto del
edificio. Le hizo gestos para que se apresurara y cuando llegó a su altura
corrió junto a él sin perder de vista la marea de Muertos que crecía por
segundos.
—¡Takashi! ¡Ven a la escalera! —gritó Ernesto en el momento en que
Sombra estaba terminando de subir los tres últimos escalones.
La espada describía amplios círculos, meticulosos arcos, silbando y
restallando contra cuerpos que cedían sus miembros con facilidad.
Volvieron a gritar su nombre, pero Takashi estaba absorto en la lucha.
Desde allí arriba, Sombra advirtió perfectamente que la distribución de los
Muertos no era casual, se desplazaban con un plan concreto. Mientras
algunos se arrojaban contra el guerrero, con el único propósito de ser
despedazados, otros se desplegaban alrededor suyo, aguardando que más
miembros de la marea se unieran al círculo.
Tenía recuerdos, aunque no eran exactamente suyos, de un anciano y su
perro al que habían matado de una forma muy similar.
—Pronto caerán todos sobre él —dijo Sombra con languidez.
—¡Maldita sea! —exclamó Julia y alzó el rifle—. ¡Disparad!
Ernesto tiró a un lado una pesada tabla de diez centímetros de grosor
que había encontrado y desenfundó la pistola. Nadia, quien en ese momento
llevaba una hachuela, se arrodilló para depositar la hoja frente a sus pies,
sacó la pistola y la amartilló.
Las armas rugieron y dos Muertos se desplomaron, alcanzados en la
cabeza. El brazo de un tercero, a la altura del codo, se hizo añicos.
Los estallidos hicieron reaccionar a Takashi quién se dio cuenta de su
precaria situación. Se arrojó contra uno de los ángulos menos saturados. Ya
no se esforzaba en acabar con los enemigos que se ponían a su alcance, sino
que se limitaba a apartarlos, esquivarlos, golpeando solo cuando era
imprescindible, fluyendo entre ellos como un bailarín que daba un largo
rodeo hasta alcanzar la salida del escenario.
Hubo una segunda salva de disparos y nuevos Muertos se desplomaron.
Al bloque central que fluía, aproximándose por la carretera, se le separó una
veintena de figuras que corrieron posesas hacia la ceñida escalera.
Sombra descargó tres veces con el tirachinas y tres cráneos fueron
perforados por las bolas de acero. Julia retrocedió hasta lo alto de la
escalera y descerrajó, directo a la coronilla del primer Muerto, un proyectil
que lo dejó seco en el sitio. Otro intentó pasar por encima y, en esta
ocasión, Julia derribó al asaltante con la culata del arma.
Asomados por el borde más próximo a la escalera, Nadia y Ernesto
abrían fuego sobre todos los Muertos que pasaban por debajo. Al que
conseguía abrirse camino, luchando por superar los cuerpos que se iban
acumulando en los escalones, Julia le cortaba el paso con un disparo
certero.
Takashi había conseguido escapar de la envolvente maraña de cuerpos,
esprintó hacia la escalera, y cercenó limpiamente la cabeza de una Muerta
que intentaba trepar por la muralla de cadáveres.
Julia lo ayudó a subir, cogiéndolo del brazo, y, una vez arriba, Takashi
ocupó su posición.
La espada del guerrero subía y bajaba, subía y bajaba, subía y bajaba,
destrozando en cada golpe el cráneo que se pusiera a su alcance. Julia había
desenvainado un largo y ancho machete. Desde un lateral de la escalera
aguardaba por si algún Muerto lograba resistir el acero de Takashi. Ernesto
la imitó y lanzaba golpes con el robusto tablón. Nadia apuntaba con
cuidado, apuntaba y disparaba, seleccionando su objetivo en un esfuerzo
por no malgastar ni una bala.
Y Sombra jugaba con su tirachinas. Mientras los adultos protegían el
acceso de la escalera, él se divertía abriendo boquetes en la osamenta de
algún cráneo que le llamara la atención. A veces soltaba un gruñido bajo y
satisfactorio cuando la munición reventaba la gelatina blanca de los globos
oculares y el cuerpo se desplomaba.
El inicial puñado de cadáveres alrededor de la escalera pronto pasó a
sumar decenas. Y de las decenas de Muertos que se habían acercado al
principio, ahora se agolpaban cientos de ellos, empujando, ansiando e
intentando abrirse camino, ocupando toda la carretera, el patio de la casona
y la hasta entonces desierta planta baja de aquel edificio.
—Mantened la concentración. Los estamos ganando. ¡Podemos vencer!
—arengó Julia.
Y durante largos minutos de lucha, pareció que así iba a ser, pues el
número de Muertos descendía lenta y progresivamente.
Sombra ya había gastado la mitad de la munición de su frasco y guardó
el tirachinas. Fue entonces cuando un sonido a su espalda le llamó la
atención. Al girarse vio una cabeza que se asomaba desde detrás de uno de
los cuatro pilares esquineros que sostenían el edificio. En un movimiento
fluido, pues Sombra no era del todo sólido, recogió la pala y cargó contra la
cabeza, que ya no era solo una cabeza, sino también unos brazos que se
apoyaban en el suelo e impulsaban al cuerpo que los acompañaba.
Sombra gritó como un animal cuando la pala impactó de plano contra
aquel rostro que luchaba por ponerse a su nivel. El Muerto salió despedido
hacia detrás y cayó sobre un mar de cuerpos que se arremolinaban bajo las
columnas. Otros ya habían iniciado el ascenso, no solo por aquella
columna, sino por todas ellas.
—¡Suben! ¡Están subiendo! —alertó Sombra e hizo caer a otro Muerto
que ascendía impulsado por los de abajo.
En cuestión de segundos el grupo se dispersó a cada una de las
esquinas, dejando a Takashi luchando en la escalera.
—¡Reservad la munición para cuando sea imprescindible! —ordenó
Julia.
Y lograron obedecer hasta que los Muertos compusieron escaleras
humanas, permitiendo al resto de los suyos ascender con rapidez.
Nadia vació el cargador sobre la columna y seis cuerpos se
desplomaron. Ernesto les arrojó el tablón de madera con todas sus fuerzas,
sacó el arma y, tiro a tiro, logró impedir que la columna se recompusiese.
Julia gastó la última bala en la recámara del rifle y sin oportunidad para
recargar arremetió una y otra vez con la culata, aunque cada vez más y más
criaturas se sumaban a la cadena. Sombra elevaba la pala y la descargaba
con brutalidad; cada uno de sus golpes caía pesado sobre la cabeza de un
Muertos, pero el número ascendía a mayor velocidad de la que él los hacía
bajar.
—¡Subid al siguiente piso! —gritó Takashi cuando se vio obligado a
retroceder en la escalera; los Muertos trepando por cada uno de los huecos
de la abertura.
En apenas un par de segundos los cinco se retiraron hasta las escaleras
ascendentes y el nivel del edificio se vio anegado por la marea viviente que
corría furiosa desde las columnas y la escalera inferior.
Ya en el segundo piso retomaron la formación del principio,
arremetiendo con todo lo que tenían contra el Muerto de turno que trepaba
por la segunda abertura.
Sombra se dio cuenta de que habían perdido definitivamente la ventaja.
Takashi aguantaba, pero sus brazos temblaban del tremendo esfuerzo. A
Julia ya no le quedaba munición en el rifle y ahora arremetía únicamente
con el machete. Nadia les avisó de que aquel era su último cargador y se
mantenía alerta, disparando tan solo cuando los demás fallaban. Ernesto
hacía otro tanto, pero parecía a punto de desmayarse. Tenía el rostro lívido
y apenas era capaz de mantenerse en pie, respirando con dificultad.
La munición del tirachinas decreció de veinte balines a quince, a diez, a
cinco, hasta que lo único que pudo hacer es arrojarlo a un lado y golpear
con la oxidada cabeza de la pala, pero apenas le quedaban fuerzas para
seguir levantándola.
A Sombra le pareció que llevaban horas luchando y aunque el número
de Muertos había descendido nada hacía mella en su moral; quizás, al
contrario. Ahora se les veía más enardecidos, excitados ante las cada vez
más frecuentes muestras de flaqueza.
Nadia guardó la pistola y se preparó con la hachuela. En un momento
dado, Takashi trastabilló y uno de los Muertos tiró de él hacia abajo. Otros
brazos se unieron al forcejeo y el guerrero se vio arrastrado, resbalando por
los escalones. Ernesto lo cogió por los hombros como pudo y se dejó caer,
apuntalando los pies. Julia lanzaba frenéticos machetazos contra los brazos
que aferraban a Takashi y Nadia hizo lo mismo con el hacha.
Lograron liberarlo, pero fue una victoria efímera, porque los Muertos
corretearon hacia arriba, a dos y a cuatro patas, y el grupo retrocedió a
trompicones, lanzando golpes y embestidas mientras subían por la última
escalera hasta el tercer piso.
Ernesto subió el último, de espaldas, y cayó sentado cuando una mano
se aferró a su tobillo y le estiró de la pierna, encajándola en el hueco que
quedaba entre la escalera y la postrera planta.
Gritó cuando los Muertos le arrancaron la bota, le desgarraron el camal
del pantalón, e hincaron sus dientes con saña y disfrute.
Cogieron a Ernesto entre los cuatro y lo izaron en un único movimiento,
revelando aquella pierna rasgada que lloraba sangre por una docena de
heridas.

Takashi siguió arremetiendo contra la siguiente ola de Muertos que


subía; encarnados y rezumantes los labios.
Nadia se arrojó sobre su amigo.
—¡No! ¡Lo prometimos! ¡Lo prometimos! ¡Juntos! ¡No puedes hacerme
esto! —protestó.
—Nadia… Nadia… está bien. Lo hemos intentado —le dijo Ernesto,
sosteniéndole el rostro a su amiga, y aunque intentaba mantener la calma
Sombra distinguió el terror que germinaba en sus ojos.
Julia lanzó una mirada furtiva, contrita, a la pierna de Ernesto y después
a Ernesto.
—Lo siento —dijo y regresó a apoyar a Takashi quien a duras penas
conseguía mantener a raya a los Muertos.
—No —dijo Nadia sacudiendo la cabeza—. Ni hablar. Esto no se ha
acabado. ¿Me oyes? Apóyate en mí.
Y lo ayudó a incorporar y a mantenerse en pie, como si fuera su muleta.
El último golpe de Takashi erró en el blanco y el Muerto aprovechó para
subirse a la tercera planta. El machete de Julia se le clavó en la clavícula,
pero este siguió avanzando, fiero y directo a por Sombra.
El chico ya no pudo ver que ocurría a su alrededor. La pala le pesaba
demasiado y la dejó caer a un lado. Cuando el Muerto saltó, Sombra
interpuso el antebrazo, dejando que los dientes se cerraran sobre el
miembro. La mandíbula de la criatura se agitó, esforzándose por rasgar la
ropa y arrancarle la carne. El muchacho utilizó las piernas para empujarlo a
un lado, rodando con él.
Acabaron tumbados de lado, uno frente al otro, y Sombra dejó que el
Muerto se ensañara en vano con el tejido de la chaqueta vaquera,
aprovechando para calcular el golpe preciso, solo un segundo, y apuñalarle
el cráneo desde la garganta hasta al cerebro.
Alzó la cabeza, Julia había ido a su encuentro y lo ayudó a levantarse,
pero lo que vio tras su madre lo dejó helado. Takashi había caído. Los
Muertos comenzaron a subir y el guerrero lanzaba tajos y estocadas desde
el suelo, pero tan solo la mitad de ellos alcanzaron a su objetivo.
Tres de los infectados corrieron a por Nadia y Ernesto. Éste apartó a su
amiga a un lado y los interceptó con su cuerpo. Uno de ellos se retorció
alrededor de su brazo para clavarle los dientes en la mano. Otro se lanzó
directo contra su nariz, aunque Ernesto hundió el mentón y el Muerto chocó
con su frente. El tercero tironeaba del brazo libre.
Ernesto gritó para infundirse coraje. Apartó a uno y enganchó con todas
sus fuerzas a los otros dos. Empujó con ambas piernas, ignorando el dolor,
recorriendo los dos metros que los separaban de la cornisa, hasta arrojarlos
y arrojarse con ellos al vacío.
Julia paró en seco a Nadia, que ya estaba corriendo tras su amigo, y la
hizo retroceder. Los cuatro lo hicieron, caminando de espaldas hasta llegar a
una de las esquinas. Un goteo de Muertos seguía subiendo, rodeándolos sin
prisa; apretándolos contra el abismo.
Takashi apenas era capaz de sostener la katana que colgaba inerte desde
su mano. Nadia tenía la mirada perdida y la hachuela parecía inofensiva y
ridícula contra lo que tenían frente a ellos. Julia colocó tras de sí a Sombra
y alzó temblorosa el machete, dispuesta a un último asalto.
El primero de los Muertos cargó, cargó y cayó cuando la flecha se le
incrustó en la cabeza. Más flechas y más Muertos que se desplomaban
como hojas en otoño. La detonación de los disparos interrumpió la lucha.
Sombra vio cómo hombres y mujeres armados iban llegando en
pequeños grupos, corriendo carretera abajo hasta formar una línea de tiro.
Al principio eran veinte, pero enseguida llegaron otros y sumaron treinta,
cincuenta o quizás más, con Andrea a la cabeza. Los Muertos que
quedaban, que en realidad ya no eran tantos, cargaron contra las filas de
recién llegados y estos abrieron fuego, una descarga tras otra,
derribándolos, aniquilándolos cuando seguían acercándose a rastras.
Julia lanzó un grito de batalla y Takashi, a su lado, lo imitó. Nadia
vociferó entre lágrimas de ira y dolor cuando los tres se abalanzaron a
terminar con aquellos engendros. Sombra tomó aire y pensó que el mundo
era extraño, terrible, y, a veces, también estaba lleno de maravillas.
Interludio: Ojos claros
La bestia que vi se parecía a un leopardo,
con las patas como de oso y las fauces como fauces de león:
y el Dragón le dio poder y su trono y gran autoridad.
Apocalipsis 13:2

Envolvieron la ciudad tal y como Él lo quiso. Se desplegaron por las


calles, las avenidas y las plazas. En cada arteria, grande o pequeña,
discurría la marea de Muertos para cumplir su voluntad. Cuando sintió su
cercanía —más allá de la imperante cadena invisible—, su forma titánica, la
quintaesencia de la especie hecha carne, Ojos claros agachó la cabeza con
mansedumbre. La influencia que podía ejercer sobre Lázaro quedó
disminuida, castrada ante la cizalla inflexible de la voluntad de su amo.
El instinto era demasiado poderoso. Su proximidad lo oprimía, lo
asfixiaba, lo subyugaba como una ficha más para ser utilizada a su antojo.
Y lo aceptó, tal y como lo había aceptado en tantas otras ocasiones, pues el
precio de la rebeldía lo acercaba a la extinción. Y desaparecer significaría
que también desaparecería el odio. El suyo propio, su última posesión. La
única emoción genuinamente suya, el único motivo en realidad, por el que
seguía adelante en aquella existencia de locura.
En aquel momento Ojos claros pudo sentir, invasivas, las ráfagas de
rabia que surgían como olas desde su amo. Desconocía el origen de aquel
temperamento iracundo que llevaba días sacudiendo la señal. Algo había
escapado a sus deseos y la emoción bullía con cada extensión de su
voluntad. Había abandonado la prudencia habitual con la que utilizaba a sus
subordinados, tirando de sus hilos como un marionetista sádico, para asumir
el temerario acto de participar en primera línea.
Mesías avanzó como un dios por la plaza del Ayuntamiento, sublimado,
muy por encima de todos que eran Él. Alrededor seguía llegando la horda y
una euforia colectiva, alimentada por su rabia, se contagió entre cada
miembro de los Muertos.
Él gritó y medio millón de gargantas gritaron al unísono. El clamor
atravesó aquellas defensas inútiles, resonando igual que una trompeta
celestial, y los atemorizados habitantes de Valencia replicaron con aullidos
de terror.
El ataque comenzó, simultáneamente, desde cada dirección, desde cada
ángulo, y todas las armas de fuego —ametralladoras, rifles, pistolas—
respondieron su canción a viva voz desde la seguridad de los muros. Las
bombas incendiarias eran arrojadas y los cuerpos ardían, cargaban contra
los muros indolentes, y se consumían. Los explosivos devastaban la ciudad,
expectorando escombros y miembros humanos.
La tensión emitida a través de la señal —el dolor de cien mil cuerpos
devastados— era apabullante y Ojos claros era incapaz de comprender el
poder de Mesías, el poder de canalizar aquella información, digerirla y
retornarla.
Sin embargo, allí estaba, avanzando, coreografiando el incesante ataque
al tiempo que agarraba un enemigo con sus brazos sobredimensionados y lo
partía en dos con las manos desnudas. Después cogía a un segundo y lo
arrojaba sobre sus voraces seguidores.
Los Muertos se acumularon bajo los muros de cemento creando
escaleras humanoides que rápidamente sobrepasaron las defensas. Una vez
traspasadas las murallas el festín de la carne y de la sangre solo duró unos
minutos, hasta llegar al corazón de la ciudad.
Cuando Mesías arrancó la puerta de los Hierros, salvaguarda de la
entrada a la Catedral, las ametralladoras atravesaron su cuerpo como cien
lanzas. Parte de su abdomen se desgarró en racimos alargados,
serpenteantes y convulsos; gusanos putrefactos que agonizaban sobre el
pavimento. Los últimos defensores lucharon con ahínco, lucharon, y fueron
devorados.
Mesías atravesó el portón de la Catedral y Ojos claros siguió a su señor,
junto a unos pocos elegidos.
El techo de crucería derramaba las columnas contra el suelo, dividiendo
la nave central de las laterales. Al fondo, de pie sobre el Altar mayor y bajo
la mirada de los Ángeles pintados de la capilla, un hombre oscuro los
esperaba con los brazos abiertos en cruz.
Mesías avanzó por el centro de la galería, cada uno de los miembros
balanceado en un movimiento antinatural, más parecido a un deslizamiento
que a una flexión de las extremidades. En su figura estilizada y colosal,
vagamente humana, las grandes venas, oscuras y abotargadas, palpitaban
superponiéndose unas sobre otras en un rítmico desplazamiento, semejante
al de enormes gusanos reptando bajo la tierra que era su carne. Subió los
escalones que lo separaban de aquel hombre extraño y Ojos claros se
aproximó un poco más desde una de las naves laterales.
Cuando quedaron uno frente al otro, no como iguales, sino como rivales
en una batalla infinitamente desproporcionada, aquel hombre, aquel
sacerdote, le gritó a Mesías que se marchara, igual que a un perro al que se
podía espantar a voces. A Ojos claros le llegó, a través de la señal, cierta
diversión por parte de su amo.
Entonces, el hombre comenzó a reír enloquecido. Hizo un gesto con la
mano, un chasquido de los dedos, y la mano se iluminó con llamas. El
fuego se extendió con voracidad, lamiendo sus brazos, la vestimenta, el
cráneo, y en cuestión de segundos el sacerdote se transformó en una
vociferante y enorme tea humana que saltó sobre Mesías en un ardiente
abrazo.
El dolor recorrió la señal y Ojos claros se dobló, espasmódico, hasta
caer derrumbado por las quemaduras que no estaba sufriendo. Intentó rodar
para apagar las llamas que no lo cubrían. Y a punto estuvo de perder la poca
identidad que le quedaba bajo la pira de Mesías.
Cuando se alzó de nuevo su señor ya había arrojado lejos de sí los restos
carbonizados y humeantes del sacerdote. Pero las quemaduras en su cuerpo
eran reales y, el antes titánico y poderoso, agonizaba; se desmoronaba bajo
las heridas.
Y supo que su amo pronto moriría. Ojos claros, la persona que una vez
fue, se sintió agradecido ante la muerte del monstruo del que formaba parte.
La grande, ruinosa, y tambaleante silueta retrocedió. Uno de los suyos,
una chica, se aproximó bajo su último mandato.
Mesías le tomó la cabeza con una inusual dulzura y la joven abrió la
boca apuntando hacia arriba. Los dedos ennegrecidos, quemados, se
cerraron y estiraron y quebraron la mandíbula de la chica. La boca de
Mesías se desencajó tal y como hacía durante el ritual de la comida y Ojos
claros creyó que intentaría devorarla, en un último intento por recuperar las
fuerzas. Pero era un esfuerzo inútil pues había sentido el daño producido
por las quemaduras y ahora solo quedaba esperar el final.
No entendió lo que estaba sucediendo hasta que fue demasiado tarde.
De la garganta de Mesías se descolgó una maraña de hilos que
cimbreaban, se enroscaban, anhelando un asidero. Y, cuando por fin lo
encontraron en la boca de la muchacha, un bulto blando y lechoso,
atravesado por cien mil hebras, se descolgó hasta la boca del recipiente.
La transmisión entre un cuerpo y otro de aquel dios abominable, en
parte cerebro, en parte parásito, se completó; y parte de la verdad acaecida
se filtró por la señal.
Ojos claros comprendió que un retorcido triángulo se acababa de cerrar.
Pues Mesías era ahora, al mismo tiempo, el padre, la hija —la verdadera
hija— y todos los Muertos, en representación de la comunión con el espíritu
santo, en un perversa y burlona réplica de la Santísima Trinidad. Y Ojos
claros temió por lo que sucedería de ahora en adelante.
Epílogo
Alea jacta est.
Julio César.

Amanecía. Amanecía sobre la carretera mientras las nubes se alejaban


en la distancia, ligeras y libres, por encima de las montañas. La cumbre de
los árboles cortaba los primeros rayos del sol, imbuyendo la carretera de
luces y sombras. El claroscuro bañaba la silueta de aquella solitaria figura.
Aunque esto, como tantas otras cosas, era una percepción equivocada. Tras
ella, junto a ella, a su lado incluso cuando no lo estaban, tres figuras seguían
su estela.
Así que, para cualquier observador casual, se trataba de cuatro viajeros,
cuatro amigos quizás, que caminaban sin prisa hacia el norte. Aunque de
nuevo, tal consideración habría resultado una falsedad. Porque si uno se
fijaba, tras aquel insólito grupo, decenas de personas los acompañaban.
Y con el transcurrir de los días el número de supervivientes aumentaba;
nuevos vivos que se unían a la causa. Tal vez, su meta no fuera la más noble
porque el tiempo de los ideales había muerto junto a las personas que los
atesoraban. Pero la suya era una meta que todos entendían y compartían.
Era la meta de quienes habían sido bautizados por el dolor y lo único que
les quedaba era el placer de la venganza.
La primera de las figuras deslizó las manos por su vientre y pensó que
el futuro estaba lleno de posibilidades. En silencio, hizo una promesa.
Tal y como le había dicho una vez un gran hombre, para vencer a tu
enemigo primero tienes que conocerlo. Y ella, más que ninguna otra
persona en el mundo, lo conocía.
Comentarios del autor

Antes de nada, déjame darte las gracias por acompañarme en esta nueva
aventura. Escribir Los nuevos vivos, esta segunda parte de Crónicas del
Homo mortem, ha sido todo un desafío.
Por una parte, están las exigencias personales. Al ser la continuación de
otra novela deseaba que, como mínimo, la obra estuviera a la misma altura
que su predecesora. El problema radicaba en que ya no podía contar con la
baza de presentar un escenario desde cero, ni unos personajes desconocidos.
Esto ha hecho que tenga que redoblar esfuerzos por hilvanar una serie de
acontecimientos que, al mismo tiempo, fueran ágiles, conservaran el tono,
respondieran a ciertas cuestiones, hicieran avanzar el conjunto de la trama,
y preparan el terreno para la tercera y última parte de la serie. Creo haber
cumplido con todos esos objetivos.
La otra razón de que supusiera un desafío fue que la historia se me fue
de las manos; en el mejor de los sentidos. Quiero decir que la historia cobró
vida propia conforme la escribía, independientemente de lo que yo tuviera
planeando. Los personajes hacían cosas y se metían en líos que al final me
obligaron a adaptarme a esas circunstancias. Circunstancias que por otro
lado han conducido a la muerte prematura de algunos de ellos. Ojalá
hubiera podido ser de otra forma, pero cambiar ciertas escenas habría
atentado contra la propia historia. En cualquier caso, he disfrutado, sufrido,
reído y me he conmovido en muchas de las escenas, y espero que tú
también puedas disfrutar con ellas.
Llegado a este punto me gustaría hacer un inciso para recordarte que
como autor independiente dependo mucho de la valoración de los lectores.
Gracias a las reseñas la obra adquiere mayor visibilidad, difusión. Me
ayudarías mucho a seguir creciendo como escritor si compartieras una
valoración (aunque sea breve) en la página de Amazon de Los nuevos vivos
donde adquiriste el libro.
Por último, quiero agradecer a mi esposa su infinita paciencia y apoyo
durante la escritura de esta novela. Le tengo que construir un monumento o
algo. También quiero darle las gracias a Carlos NCT por esa portada tan
terrorífica y evocadora, que encaja en la historia como un guante. Y, por
supuesto, quiero agradecer el apoyo de los lectores. Gracias a las redes
sociales he podido conocer a mucha gente maravillosa que ha estado ahí,
leyendo, animándome, compartiendo sus opiniones, riéndonos con
tonterías, y, en definitiva, disfrutando con la literatura, las series, los
zombis, el terror, la fantasía y todas estas cosas que le dan sabor a la vida.
Gracias a todos por estar ahí.
Dónde encontrarme

Puedes encontrarme en mi hogar virtual (www.vicentesilvestre.com). Si


navegas un poco por la página encontrarás más información de mi trabajo,
ofertas, sorteos, etc.
Para estar al tanto de las novedades te recomiendo que te suscribas al
Boletín de noticias de mi página web o que me sigas a través de mi página
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También puedes ponerte en contacto conmigo en la siguiente dirección
de correo:
[email protected]
Aprovechando que estás aquí te invito a que te pases a escuchar mi
podcast en iVoox “Casa de Tinieblas” o en el canal de YouTube con el
mismo nombre, donde encontrarás audiolibros de H.P Lovecraft, Edgar
Allan Poe y Arthur Conan Doyle, entre otros.
El diseño de portada ha sido obra del artista Carlos NCT y si estás
interesado en su trabajo te recomiendo que te pases por su página web
(www.carlosnct.com).
¡Hasta pronto!

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