Los Nuevos Vivos 1685462797
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in
LOS NUEVOS VIVOS
CRÓNICAS DEL HOMO MORTEM
LIBRO 2
Prólogo
Capítulo 1: Takashi
Capítulo 2: Julia
Capítulo 3: Nadia
Capítulo 4: Ernesto
Capítulo 5: Khalid
Interludio: Mesías
Capítulo 6: Takashi
Capítulo 7: Julia
Capítulo 8: Nadia
Capítulo 9: Ernesto
Capítulo 10: Khalid
Interludio: Joel
Capítulo 11: Takashi
Capítulo 12: Julia
Capítulo 13: Nadia
Capítulo 14: Ernesto
Capítulo 15: Sombra
Interludio: Ojos claros
Epílogo
Comentarios del autor
Dónde encontrarme
Prólogo
“La naturaleza selecciona a las especies mejor adaptadas para
sobrevivir y reproducirse. Este proceso se conoce como selección natural.”
Charles Darwin
—Doctora…
Conoce a tu enemigo. Conoce a tu enemigo. Conoce a tu jodido
enemigo… La cita que una vez enunció el coronel Adrián era más larga, tal
vez con más matices, pero en la mente de Julia quedaba resumida en esas
cuatro palabras esenciales. Cuatro palabras que la perseguían como el ritmo
obsesivo y sin tregua de un tambor en cuatro tiempos. Conoce. A. Tu.
Enemigo.
—Doctora, ¿se encuentra bien?
La sonrisa de Julia surgió con la lentitud de un glacial y carecía de toda
alegría.
—Estaba recordando algo —dijo ella, e hizo un leve ademán con el
rostro, como si se sacudiera los pensamientos, para centrarse de nuevo en la
pierna extendida del señor Claudio. —Se ha hecho un esguince leve. Va a
tener que reducir sus paseos durante un tiempo y le voy a preparar un
vendaje para impedir que el tobillo se le tuerza con otro mal movimiento.
Se acercó a un alto y estrecho armario metalizado, lo abrió, y fue
escogiendo los materiales sin vacilar. La consulta era pequeña, con apenas
espacio para la camilla donde esperaba sentado el señor Claudio, el armario,
tres sillas, y una mesa que servía de frontera entre pacientes y médicos,
delimitando claramente el lugar que le correspondía a cada uno.
El anciano la observó hacer y le dio las gracias en el momento en que
Julia comenzaba a envolver el tobillo con cuidado.
—Bueno, Quijote, parece que no nos vamos a ningún lado por un
tiempo.
El galgo, que hasta ese momento había permanecido tumbando con el
hocico apoyado sobre las patas delanteras, incorporó la cabeza como un
resorte nervioso y las uñas torcidas repiquetearon contra las baldosas de
gres. Era un animal liviano y grácil, con unos grandes ojos, brillantes y
oscuros, que expresaban en todo momento el claro deseo de salir corriendo
con garbo; un deseo contenido hasta que el señor Claudio le hiciera una
señal. Cuando a Quijote le quedó claro que no había llegado el momento
volvió a acomodarse sobre las patas.
El anciano se giró de nuevo hacia Julia. Pareció estar meditando algo.
Lo estuvo rumiando durante quince segundos y cuando habló lo hizo en un
tono cargado de empatía.
—No deje que los recuerdos la amarguen. Usted todavía es joven, y
tiene muchas cosas por las que estar agradecida. Y lo que ha hecho aquí
está… bien; es algo bueno. Les ha salvado la vida a esos chicos. Y a mí
también.
El señor Claudio era el hombre, a pesar de la edad, más fuerte, duro e
independiente que Julia había encontrado jamás, así que le dirigió una
mirada cargada de escepticismo.
En su juventud había leído la novela de Richard Matheson, Soy leyenda,
y, en cierta forma, el señor Claudio le recordaba al protagonista de la
novela; una versión envejecida y a la española, pero sin chascarrillos
cómicos. Un día la había sorprendido cuando le confesó que en primavera
había cumplido los ochenta y un años. A continuación, ese anciano nada
anciano, añadió, jovial como un chiquillo, que no estaba nada mal ya que
aún era capaz de recitar de principio a fin el poema “Canción del pirata” de
Espronceda y caminaba tres horas todos los días a buen ritmo. Para Julia el
señor Claudio era una de esas claras excepciones en que la edad parecía no
hacer mella en el vigor físico e intelectual.
—Haría falta algo más que un apocalipsis y legiones de caníbales para
terminar con usted —bromeó Julia.
Ambos rieron con gusto durante varios segundos.
—Lo digo en serio, de no ser por usted ahora estaría criando malvas.
Mire, se lo explicaré. Se lo explicaré porque usted me gusta y porque estoy
convencido de que será discreta. Bueno, por eso, y porque a los viejos nos
gusta contar nuestras batallitas.
El señor Claudio se rio de su propia broma y Julia le sonrió amable a la
espera de que continuara.
—Antes de encontrarme con tu grupo estaba considerando seriamente
volarme la tapa de los sesos —declaró con naturalidad y miró a Quijote—.
Lo habría hecho de no ser por este chucho. Pensaba que yo era lo único que
le quedaba y el pobre no es muy listo, ¿sabe usted? Me preocupaba que solo
acabara muriéndose de hambre. Pero creo que al final, antes o después, me
habría pegado un tiro igualmente.
Julia lo contempló con seriedad, conviniendo en la declaración. La idea
no le era ajena. Ella, no hacía tanto, en el interior de un ascensor, rodeada
por un ejército de los Muertos, había asumido con espeluznante frialdad la
opción de matar a su hija y a su hijo adoptivo, para luego terminar con su
propia vida, en el momento en que alguien forzara las puertas del ascensor.
Cualquier cosa era mejor que ser devorados con vida o convertirse en una
de esas criaturas. Pero el destino fue amable y las puertas del ascensor no se
abrieron. Los tres, Laura, Khalid y ella, lograron sobrevivir en aquella
especie de ataúd flotante, mientras en el exterior los gritos de soldados y
refugiados se prolongaron durante lo que le parecieron horas.
—Me alegro de que no lo hiciera —dijo Julia.
—Sí, yo también… yo también. Lo que quiero decir es que ahora puede
que tenga cierto sentido mantenerse con vida. Este lugar puede ser el
comienzo de algo.
Julia también sentía que el pueblo presentaba unas condiciones idóneas
no solo para sobrevivir sino también para tener una vida o algo que se le
parecía mucho. Estaba aislado, contaba con edificios robustos y numerosos
bancales que podían utilizarse para el cultivo. Se llamaba Errada y lo habían
encontrado días después de la matanza en el campamento de refugiados, a
varios kilómetros al norte del término de Caudiel. El pueblo —aunque por
su tamaño bien podía ser considerado una aldea— estaba rodeado de
colinas abruptas y salvajes y se apiñaba con sus edificios bajos al final de
un camino asfaltado, serpenteante y pronunciado, de un solo carril.
Probablemente el lugar ya hubiera estado prácticamente deshabitado antes
de la plaga de los Muertos. Aunque debió tener sus años de bonanza, tal vez
durante el periodo que comprendió la burbuja inmobiliaria, entre 1997 y
2007, ya que el ayuntamiento había sido lucido y reformado y el pueblo
contaba con un centro de salud de tamaño desproporcionado para la exigua
población que debía de atender. Esta teoría se vería reforzada para
cualquiera que siguiera el camino de tierra que brotaba de la vía principal y
que conducía a un amplio terreno talado, aplanado y desierto. Allí se
elevaban los esqueletos de cemento de una veintena de casas de campo
veraniegas a medio construir, con sus jardines muertos y sus piscinas de
polvo. Una urbanización abortada.
Hallaron refugio en el centro de salud, casi un hospital pequeño,
rodeados por el murete y la valla de hierro forjado, las ventanas altas
salvaguardadas con barrotes, y unas robustas puertas metalizadas. Durante
los saqueos en las poblaciones cercanas en busca de alimentos encontraron
alguna que otra familia que se les unió agradecida… y también encontraron
a los niños.
En total eran veintidós. Primero encontraron a una niña de once años
que estaba cuidando de sus hermanos pequeños, dos temerosos y obedientes
chiquillos de siete y cinco años, y que también se estaba haciendo cargo de
otra niña de siete. Más tarde se les aproximó un adolescente de quince años,
de piel cetrina e incipiente sombra de bigote, que tenía a su cuidado a una
comitiva de nada más ni nada menos que de diez infantes de variada edad.
Al resto los fueron encontrando solos o en parejas. Aquellos adolescentes,
aquellos niños y niñas, habían logrado sobrevivir a duras penas mientras el
mundo, junto a los adultos que lo configuraban con sus leyes y sus normas,
moría a su alrededor.
En todos ellos se adivinaban heridas psicológicas, de mayor o menor
gravedad. Pero incluso así, emocionalmente desgarrados, aterrorizados ante
los monstruos o aturdidos frente a la pesadilla diaria, lograban adaptarse a
su nueva situación con una velocidad y una resolución que probablemente
los adultos apenas podían imaginar. Rápidos, alerta, y con la energía
prácticamente inagotable de la niñez, se habían vuelto expertos en el arte de
seguir con vida.
Y Julia, convertida en la principal figura de autoridad en aquel refugio,
quien en otra vida había quedado relegada al invisible personaje de ama de
casa, trascendió su posición al de protectora, doctora, y, finalmente, al de
madre de todos.
Hasta cierto punto estaban aislados, aunque gracias a la radio mantenían
comunicación con un par de pequeñas comunidades, a pesar de las
inusuales interferencias.
—Supongo que tiene razón. Bueno, creo que esto ya está. Intente mover
el pie hacia dentro —dijo Julia.
El anciano lo intentó, pero las tiras adhesivas colocadas verticalmente
en el vendaje impidieron que apenas pudiera iniciar el movimiento.
—Estupendo, así no se le volverá a torcer. Puede seguir caminando sin
excesos, es bueno que fluya la sangre, pero no salga del edificio. Lo último
que necesita ahora es encontrarse con un grupo de esas cosas y tener que
salir corriendo.
Con cuidado, el señor Claudio se levantó de la camilla.
—Seguiré su consejo, doctora —fue su respuesta y tras una pausa, como
si hubiera recordado algo, siguió hablando—. Espero que eso que hace en el
sótano sea de verdad importante, que no la distraiga. Ya sabe, que la visión
de un árbol la haga olvidarse del bosque.
Julia sintió un latigazo eléctrico de culpabilidad y vergüenza, como si la
hubieran descubierto en mitad de una mentira. ¿Acaso la había estado
espiando? ¿Quizás a través de la estrecha ventana del sótano? Pero eso era
imposible porque el cristal estaba tapado con periódicos. Se preguntó hasta
qué punto el señor Claudio sabía realmente lo que ocurría allí abajo. No
mucho, aunque era evidente que tenía sus sospechas. ¿Y ella? ¿Sabía ella
realmente lo que hacía?
—Es importante —se apresuró a decir a la defensiva. Tal vez, desde una
visión más amplia, era importante para toda la humanidad; o lo que quedaba
de ella.
—No es mi intención hacerla sentir incómoda, se lo aseguro. Es solo
que he notado que últimamente pasa mucho tiempo allá abajo. Los chicos,
su hija y su hijo quiero decir, también lo han notado. Y bueno, tal vez
porque soy más viejo o porque estoy más acostumbrado a fijarme en las
cosas, me he dado cuenta de que han desaparecido ciertos alimentos muy
específicos. Aquí hay muchas bocas que alimentar y de momento estamos
bien, pero quién sabe en el futuro... Solo espero que no se olvide de quienes
son más importantes. Bueno, la dejo con sus cosas que seguro que estará
muy ocupada.
Julia lo observó salir junto a su perro, todavía aturdida, mientras
analizaba las palabras del señor Claudio, confusas para un oído ajeno, pero
precisas como el bisturí de un cirujano a la hora de abrir el problema y
dejarle claro que él sabía lo que estaba sucediendo. A la luz de la última
declaración del señor Claudio a Julia le pareció que toda la conversación
adquiría un significado muy concreto: eres la jefa, haz lo que quieras, pero
recuerda que ahora velas por mucha gente; no la cagues allí abajo.
Bueno, ella no tenía intención de fastidiarlo. Las cosas estaban bajo
control porque…
Conoce a tu enemigo.
…tenía un plan.
Cuando por fin logró recuperar el control de sí misma recogió los
vendajes sobrantes, las tijeras y el esparadrapo, y los guardó con cuidado en
el armario. Del cajón del escritorio extrajo un envase de cartón y se lo
guardó en el bolsillo de la bata. A continuación, salió de la consulta, sacó el
llavero de su bolsillo y utilizó la llave con el cabezal amarillo para cerrar la
puerta. Una voz infantil protestaba al final del corredor. Allí, acuclillados en
una línea irregular, un grupo de cinco chiquillos jugaba con unas canicas,
haciéndolas rebotar contra la pared. Aquello le arrancó una sonrisa fugaz y
no pudo más que darle la razón al señor Claudio. El pueblo, ahora su
pueblo, era un buen sitio para vivir siempre que se escucharan voces como
aquellas.
Al llegar a la planta baja se cruzó con Khalid y Laura que avanzaban
con cierta prisa. Durante una fracción de segundo le parecieron mayores,
casi adultos, endurecidos los rasgos de sus facciones juveniles, la mirada
sombría, pero la ilusión se rompió de inmediato cuando le dedicaron un
rápido saludo entre risas antes de seguir subiendo.
—¡Quietos! No tan rápido, jovencitos. Esta noche voy a estar muy
ocupada en el laboratorio. ¿Podéis ayudar a preparar la cena?
Khalid y Laura, que se habían quedado parados como estatuas en el
rellano de la escalera, intercambiaron una mirada en apariencia inocua pero
que transmitía todo un diálogo previo.
—¿Vas otra vez al sótano? —preguntó Khalid con una sombra de
reproche.
—Ya sabes que sí, es allí donde tengo el laboratorio —le ponía de mal
humor que la cuestionaran acerca de eso, así que endureció su tono de
madre y atajó la conversación retomando la pregunta original—. Bueno,
¿vais a ayudar en la cocina o vais a ser un lastre para esta comunidad?
—Es que Isabel ha encontrado un juego de cartas y nos lo quiere
enseñar —logró decir Laura en tono quejicoso.
Julia supo que aquella pequeña batalla ya estaba ganada, así que rebajó
la tensión. La clave estaba en saber cuándo apretar y cuándo soltar, cuando
amenazar, cuando lisonjear y cuando apelar al ego.
—Mirad, todavía es pronto. Podéis jugar un rato y luego ir a la cocina.
Todos debemos ayudar y vosotros sois más mayores que la mayoría.
La pareja intercambió otra mirada. Era de pura y simple resignación. Y,
como si hubieran mantenido un breve diálogo —en cierto sentido así había
sido—, Laura se giró de nuevo hacia Julia.
—Sí, Madre —respondió ella en un tono que intentaba asemejarse, y a
duras penas lo conseguía, a Skinner, el personaje de Los Simpsons que
hacía de director de la escuela.
Julia los observó subir los escalones, presurosos y ligeros, quizás felices
y en apariencia normales. Se quedó allí parada hasta que el eco de sus pasos
se perdió en el hueco de la escalera. Sintió de nuevo el temor, la palpitante
desazón, ante la perspectiva de que en cualquier momento podía ocurrir
algo catastrófico, algo que los arrancaría de ese frágil estado en que vivían
y los expondría, otra vez, a la lucha, el dolor y la muerte.
Siguió caminando por el pasillo y atravesó unas puertas dobles de
madera pálida. Aquella era la sección que daba a la parte de atrás del
edificio. El corredor continuaba con normalidad, ofreciendo la misma
apariencia aséptica que el resto del centro de salud, aunque se producía un
cambio en el ambiente que dejaba claro que aquel era un escenario
diferente.
Se tardaba varios segundos en apreciar qué es lo que marcaba la
diferencia. La primera pista era el silencio que dominaba el lugar. La
segunda era la quietud extrema, la inmovilidad del aire, propia de los
lugares abandonados. Esa clase de quietud que parece otorgar al lugar una
cualidad casi vibrante, un zumbido bajo y persistente que no se alcanza a
escuchar, sino a sentir bajo la piel.
Era la sección menos utilizada del centro de salud porque los
dormitorios, así como otras habitaciones habilitadas a modo de almacén o
salas de ocio para los jóvenes, estaban ubicados en los pisos superiores.
El corredor albergaba varias puertas en los laterales y si alguien lo
observaba al comienzo, o incluso desde la mitad, este daba la impresión de
terminar en un amplio ventanal con barrotes en el exterior. Pero si se seguía
avanzando hasta el final surgía a mano izquierda, abrupta, casi ofensiva a la
vista, una estrecha cavidad oscura. Allí fue donde Julia se detuvo.
Recogió la linterna que descansaba en el suelo, la encendió, y comenzó
a descender por los deslucidos escalones de cemento sin embaldosar. Al
llegar a la puerta del sótano utilizó la llave del cabezal rojo y, una vez
dentro, se aseguró de cerrarla con tres vueltas de la cerradura.
Recorrió unos metros y encendió un par de lámparas a pilas que se
alzaban sobre el estudio. Estas brillaron en el sótano como reducidos soles
gemelos, dejando tan solo en penumbra la periferia, con sus sombras y sus
formas apenas atisbadas.
El estudio estaba compuesto por tres mesas posicionadas en forma de U.
Sobre las tres yacía una caótica colección de notas, placas de Petri, viales,
un robusto microscopio óptico, y una heterogénea colección de material
médico.
Julia se sentó en la silla reclinable, cerró los ojos, suspiró, y dijo en voz
alta:
—Vamos, puedes hacerlo.
Palpó el bolsillo de la bata y encontró el envase de cartón, pero tras una
breve introspección decidió que todavía no era el momento. En lugar de
extraerlo lo que hizo fue dirigir su atención a una libreta negra con una
amplia etiqueta pegada en el centro que rezaba: Homo mortem.
La abrió por el marcapáginas y tras la última anotación puso la fecha del
día. Tomo una amplia respiración y se levantó de golpe. Avanzó rápida, sin
darse tiempo para dudar, hacia un bulto rectangular cubierto por una sábana
que rebosaba con sus pliegues hasta el suelo. Agarró esta última por el
extremo y la elevó como un mago que finaliza un truco de magia.
Quedó al descubierto una jaula de estrechos barrotes y que no tenía más
de un metro veinte de altura. El ser, encerrado en su interior, se hallaba en
cuclillas, apoyado contra los barrotes.
—Buenos días, Eva.
Julia desconocía el auténtico nombre que aquella mujer habría tenido
cuando todavía era humana, pero tras tantos días y tantas noches estando
juntas, había optado por bautizarla como Eva. Era un nombre bonito y
también era un nombre de connotaciones bíblicas que le pareció muy
apropiado. Eva, aunque no le había dado literalmente una costilla, sí que le
había proporcionado mucha información acerca de esa terrible y nueva
especie a la que había denominado Homo mortem.
La criatura abrió los ojos y no se adivinaba tras ellos rastro de sorpresa,
odio, ansia o desdén. Tan solo una inquietante serenidad.
Julia la alimentada con carne enlatada y, aun así, las facciones de Eva se
apretaban y estiraban hasta el punto de que la fina piel parecía a punto de
rasgarse contra los huesos de la cara.
—Enséñame los antebrazos, por favor —solicitó Julia.
Eva obedeció con indiferencia, mostrándole unos brazos pálidos y
delgados.
—Excelente. Eres increíble, Eva. No tienes ni una sola marca de los
cortes que te hice. En… —Julia comprobó el reloj—…unas ocho horas te
has curado por completo de unas profundas incisiones. ¿Qué te parece? ¿No
eres increíble?
Una parte de ella sabía que no obtendría respuesta alguna, pero otra
parte deseaba que le hablara, que se repitiera la escena ocurrida hacía casi
un mes. Aquella situación excepcional que había supuesto un punto y aparte
en la relación y los experimentos con Eva.
Antes de aquel momento la criatura había reaccionado con una
hostilidad constante a las pruebas realizadas. Pero tras aquello su
comportamiento viró radicalmente hacia la docilidad.
Ocurrió de noche, pasadas las tres de la madrugada, cuando Julia,
frustrada y furiosa por la dificultad de lograr muestras de sangre, estuvo a
punto de apuñalar a Eva con una aguja hipodérmica por pura desesperación.
Y lo habría hecho de no ser por la intensa complicidad sardónica con la que
Eva la observaba y murmuraba unas palabras ininteligibles. Era un
comportamiento nuevo, anormal, que no respondía a ningún patrón previo.
Tan solo había comenzado a murmurar.
Fue al acercarse, todavía apretando la aguja pero sin la intención de
usarla, cuando distinguió la frase, repetida en bucle, como un mensaje de
radio grabado y transmitido a través de la boca de Eva.
—Por mucho que me cueste, por muy lejos que estés, te encontraré.
No estaba segura de por cuanto tiempo sus miembros se habían negado
a responder, petrificados, ante aquella cita, aquella declaración de amor
perpetuo, pronunciado en la película “El último mohicano” y que, durante
sus años de noviazgo y cada vez menos durante el matrimonio, Román le
había susurrado cuando por motivos de estudios o de trabajo se habían
separado durante unos días. En los labios sarcásticos de aquel ser la
declaración abandonaba su hálito romántico y se convertía en una promesa
funesta.
Después de emitir el mensaje la mirada de Eva se tornó vacua y no
volvió a pronunciar ni un solo gruñido ni a mostrar el menor gesto de
agresividad.
Julia consideró seriamente si no habría sido un instante de delirio, una
alucinación acústica… Porque, señoras y señores, ella había visto
suficiente, había hecho suficiente, como para saber que su mente disponía
de carta blanca para desenchufar los interruptores que la mantenían
conectada a la realidad. Y, como aderezo, podía sumarle también la falta de
sueño, el estrés, el miedo… Pero ella no estaba loca, claro que no. Aunque
esa declaración, al ser el mantra de todos los lunáticos, ofrecía pocas
garantías, muy pocas en realidad, de estar cuerda. Pero asumiendo que así
fuera, asumiéndose poseedora de su juicio, el acontecimiento abría una
serie de posibilidades tanto o más inquietantes que la opción de haber
perdido un tornillo.
Se le pasó la paranoica idea de que aquellos seres podían leer la mente.
Claro, por supuesto, era lógico: devoradores de carne que leían la mente.
Aquello le había producido un ataque de histérica risa. Porque si estaba
dispuesta a considerar esa teoría también podría colocarse sobre la cabeza
un casco elaborado con papel de plata para protegerse como cualquier
fanático de la conspiración.
Y, sin embargo, allí había ocurrido algo. Algo que no era capaz de
explicar. El mensaje, incluso la voz, incluso esa sonrisa sarcástica en aquel
rostro ajeno, le había recordado en cierta forma a la de Román. Pero él,
probablemente, estaba muerto. E incluso aunque estuviera vivo no podría
comunicarse con ella a través de uno de esos condenados.
Así que optó por un camino alternativo, más discreto y razonable, que el
de asumir su propia locura. Siguió con su investigación, obviando en
apariencia lo que había sucedido, y avanzando desde entonces con pasmosa
celeridad gracias a la disposición de Eva ante cada una de sus solicitudes.
Poco importaba si la orden entrañaba algún daño físico, Eva siempre
obedecía sin vacilación. Así, bajo un entorno controlado, logró descubrir la
pasmosa capacidad del Homo mortem para regenerar heridas, sin importar
si se trataba de contusiones, cortes, quemaduras o congelaciones, y como
esta capacidad estaba ligada a un minúsculo organismo que se extendía por
el cuerpo del sujeto.
Y cada día, mientras desarrollaba una teoría acerca del organismo
invasor, hablaba con Eva, aunque ella nunca le respondiera. Le hablaba del
tiempo y de cómo echaba de menos ir al gimnasio. Le hablaba de sus dudas
y preocupaciones por la comunidad. Le hablaba de Laura y de Khalid. Le
hablaba del pasado, de su marido, del coronel, de anhelos y temores, de
sueños y pesadillas. Al principio lo hacía con la esperanza de que se
repitiera la escena, pero pronto dejó de ser una obligación y empezó a ver a
Eva como a una especie de amiga. Una amiga que sabía escuchar. Una
amiga peligrosa a la que mantenía encerrada en una jaula y a la que
torturaba con su charla y con toda clase de objetos. Una buena amiga, al fin
y al cabo.
En esta ocasión Julia acertó de nuevo, porque Eva se mantuvo en su
estoico silencio.
—Hoy tengo algo importante que hacer y necesitaré un momento de
intimidad —Julia tragó saliva, asintió con la cabeza para sí misma varias
veces, y siguió hablando—. Si te soy sincera, estoy hecha un lio. Tal vez no
sea nada y le esté dando demasiadas vueltas al asunto, pero si no es así, creo
que me gustaría poder hablarlo contigo más tarde. ¿Te parece bien? ¿Sí?
Eso suponía.
Los ojos vacíos de Eva la observaron alejarse al extremo opuesto de la
habitación, a un rincón oculto por las sombras y una cortina de plástico.
Julia cogió la cajetilla de la bata y sacó su contenido. En aquel sótano
refrescaba y se le puso la piel de gallina cuando se bajó los pantalones y las
bragas hasta los tobillos y procedió a sentarse en el retrete.
Deliberadamente había estado aguantando las ganas de orinar y cuando lo
hizo sintió un alivio momentáneo.
Aguardó sentada en el inodoro, ignorando el frío, persiguiendo con la
mirada la varilla del segundero de su reloj hasta que esta completó cinco
vueltas completas.
Entonces, elevó la varilla y descubrió las dos rayas que la cruzaban. Se
le escapó un sollozo que la dejó sin aliento y las lágrimas brotaron como un
manantial caliente. Se le escapaban, imparables, y era incapaz de distinguir
si lloraba de alegría o de terror.
Capítulo 3: Nadia
La sala común del centro sanitario jamás había estado tan atestada de
gente. Todas las sillas estaban ocupadas. La mayoría formaban un círculo
irregular, otras quedaban desperdigadas al azar, tras la primera línea o
apoyadas contra la pared. Quienes no ocupaban una silla escuchaban de pie.
Todos los miembros de la comunidad estaban presentes, desde el veterano
señor Claudio hasta los más pequeños, que se mantenían en una esquina, en
parte jugando, en parte atentos por saber lo que estaba sucediendo.
Los ánimos estaban excitados y el murmullo de las conversaciones se
acumulaba en un rumor general. Habían transcurrido tan solo tres horas
desde el tiroteo. Julia se había visto obligada a intervenir de urgencia a dos
de los suyos por heridas de balas, aunque el pronóstico era bueno. La
victoria —una victoria arrasadora— les pertenecía. Incluso así, la euforia
era incapaz de contrarrestar el estrés del combate y las intervenciones, que
ya comenzaban a pasarle factura.
Sentía que necesitaba tomarse un pequeño descanso, pero cuando
estuvo a punto de darse ese ganado respiro, el señor Claudio le dijo que
necesitaban hacer una reunión urgente. Había llegado un pequeño grupo de
otra comunidad, aparte de sus aliados, Ernesto y Nadia, quienes habían
torcido la balanza a su favor durante la lucha. Y las noticias que traían eran
muy inquietantes. Aunque Julia no acababa de entender como aquellos
supuestos soldados los habían encontrado, pensó que tal vez sus aliados
pudieran arrojar un poco de luz sobre lo sucedido.
Y aunque las noticias que traían era lo último que Julia necesitaba, que
su comunidad necesitaba, tampoco podía ignorar el peligro que corrían.
Dudaba que el tiroteo de aquella mañana careciera de repercusiones. Así
que, sin otra opción que la de la responsabilidad, entró en la sala. Caminó
hasta el centro del círculo y allí esperó hasta que las conversaciones fueron
acallándose y la atención de todos fue atraída hacia el ojo de la tormenta
que ella presidía.
Reconoció al instante a los invitados de la otra comunidad. La cabeza de
uno de ellos se elevaba por encima de la aglomeración y sobre su hombro
descansaba un gran martillo. Junto a él, empequeñecidos, pero claramente
distinguibles, un chico y una chica adolescentes que sostenían cada uno un
arco.
—En primer lugar—dijo Julia alzando la voz, cuando lo murmullos se
apagaron por completo— quiero informar de que los heridos están fuera de
peligro —hubo algunos comentarios y suspiros de satisfacción—. La
situación podría haber sido mucho peor de no ser por nuestros aliados,
Ernesto y Nadia —e inclinó una mano en dirección de los susodichos.
Los aplausos estallaron en la sala y hubo también silbidos y efusivos
piropos dirigidos a Ernesto y Nadia. El agradecimiento se desbordaba en
aquellas muestras de aprecio. Los más jóvenes lo desconocían, pero los
adultos sabían a la perfección que de no haber sido por Ernesto y Nadia el
desenlace habría sido bien distinto.
Los aludidos, por su parte, sonrieron un tanto turbados, y aunque eran
sonrisas a medio camino, contenidas, los vítores se redoblaron durante
medio, largo, minuto.
—Ahora, tal y como me han hecho saber —continuó Julia mientras
todavía sonaban algunos aplausos solitarios—, el ataque perpetrado por
esos hombres, esos supuestos soldados, no es un caso aislado. Otras
comunidades han sufrido peor suerte que la nuestra —en esta ocasión
desvió la mirada hacia el enorme hombretón y los adolescentes que
observaban la escena taciturnos—. Quiero que sepáis que tenéis nuestro
apoyo y hospitalidad. Por favor, os agradeceríamos que alguno de vosotros
explicara que os ha pasado.
Julia, aunque hablaba en dirección al pequeño grupo, se dirigió en
particular hacia el hombre que era el más adulto de los tres. Sin embargo,
este pareció encogerse cuando toda la sala fijó la atención en él. Fue la
adolescente quien dio un paso al frente.
—Mi nombre es Andrea. Nosotros… estamos agradecidos por su
hospitalidad, pero no hemos venido hasta aquí por eso, sino para pedir
ayuda —la chica bajo la mirada en busca de las palabras y cuando la alzó de
nuevo a Julia le conmovió la pasión que transmitían sus ojos—. Cuando nos
atacaron hubo muertes, pero la mayoría de la gente de nuestro campamento
sigue con vida. Se los llevaron, aunque no sepamos a dónde. Tenemos la
intención de buscarlos y rescatarlos, pero es algo que no podemos hacer
nosotros solos —la chica lanzaba miradas desafiantes de un lado a otro—.
Necesitamos que nos ayudéis a encontrarlos…
La sala enmudeció. La euforia y la alegría que hasta hace poco se
reflejaba en los rostros había sido sustituida por máscaras esquivas.
—Esto también os afecta a vosotros. ¿No lo veis? Esa gente volverá de
nuevo y la próxima vez estarán mejor preparados.
—Pues les daremos su merecido. Igual que hoy —replicó alguien desde
la parte de atrás.
—No —aseguró con rotundidad Ernesto. Su voz tenía un timbre seco,
imperativo, que captó al instante la atención de todos—. Escuchad, ella —
miró a Andrea— está en lo cierto. Esa gente sabe dónde estáis y no se
detendrán hasta conseguir lo que quieren.
—¿Y tú como sabes eso? —preguntó el señor Claudio sin asperezas y
una pizca de cordialidad.
Ernesto se aproximó con calma hasta entrar en el círculo.
—Nadia y yo formábamos parte de la comunidad asentada en el
convento. Era de noche y nosotros estábamos fuera cuando comenzó el
ataque. Para cuando llegamos ya era demasiado tarde. Se habían marchado.
Pero a uno de los suyos lo habían dado por muerto y pudimos interrogarle.
Julia escuchó con suma atención el relato de Ernesto. Hubo algunas
burlas cuando llegó a la parte en que aseguraba que los Muertos podían
hablar, pero ella los acalló sin contemplaciones. Recordaba a diario su
encuentro con Eva en el sótano y le pareció que todas las piezas del puzle,
que hasta entonces bailaban solitarias fuera del conjunto, iban encajando
mágicamente una tras otra. Y el resultado era todavía más terrible de lo que
jamás habría imaginado.
El cambio en la conducta de los Muertos y su aparente desaparición
encajaban en la historia. Y la extraña forma de interactuar como un solo ser,
como un enjambre humano… era algo que se acercaba demasiado a la
fantasía, aunque no podía negar que ella también los había visto
comportarse así durante el ataque al campamento de refugiados en Valencia.
Se dio cuenta de que la chica del arco y sus compañeros reaccionaron al
instante cuando Ernesto aclaró que tenían la localización del campamento
de esos Vigilantes.
Cuando terminó el relato, varias voces, una tras otra y luego todas al
mismo tiempo, intentaron echar por tierra los terrores que acababa de
arrojarles a la cara.
—Estáis locos.
—Ese tipo seguro que os mintió.
—Hace semanas que los Muertos no nos molestan.
—Aquí estamos seguros.
—Por favor —intentó retomar Julia la palabra. La gente ya estaba
formando corros mientras los argumentos, las réplicas y las contrarréplicas
volaban en todas direcciones como dardos. —¡Por favor, escuchad un
momento!
Algunas personas se giraron, no todas, pero sí las suficientes como para
que parte del auditorio la escuchara.
—¡Sé que todos estamos agotados, pero debemos asumir que este lugar
ya no es seguro! —exclamó.
Las protestas crecieron de nuevo y Julia tuvo que elevar todavía más la
voz.
—Esos Vigilantes han atacado nuestras tres comunidades en menos de
veinticuatro horas. Y desconocemos cuantos otros campamentos han sido
atacados de la misma manera. Este edificio nos servía para escondernos y
estar protegidos de los Muertos, pero sirve de muy poco contra otras
personas armadas que saben dónde encontrarnos. Antes o después nos
superarán y cuando eso ocurra todos nuestros esfuerzos habrán sido en
vano. Debemos proteger nuestra comunidad —y aunque su mirada vagó por
toda la sala, se demoró un instante en la esquina en que varios de los más
pequeños jugaban.
Durante unos segundos dejó que las palabras fueran calando entre los
presentes. Esperó lo suficiente para que la mayoría aceptara lo que tenía que
decir a continuación, pero no tanto como para que se reiniciaran los
cuchicheos.
—Sé que estáis agotados. Yo también lo estoy, pero tenemos que seguir
adelante. Si nos permitimos bajar la guardia puede que sea lo último que
hagamos. Nuestra prioridad ahora debe ser recoger todos los suministros y
buscar un lugar donde no nos encuentren.
—Con el camión y los jeeps de fuera no deberíamos tener ningún
problema. Y podríamos utilizar el convento, al menos hasta que
encontremos algo mejor —sugirió el señor Claudio—. Si esos soldados,
Vigilantes, o lo que sean, ya han atacado el lugar no tienen ningún motivo
para regresar allí.
—Sí, puede funcionar. Quién esté de acuerdo que levante la mano —
concluyó Julia, alzando ella misma el brazo.
Se estremeció, y a punto estuvieron de saltarle las lágrimas de emoción,
al ver como Laura y Khalid alzaban sus brazos de inmediato. Después el
señor Claudio y más tarde, uno a uno, todos los asistentes se sumaron a la
propuesta.
Al terminar, Julia se aproximó a Ernesto, Nadia y el otro grupo. Habían
llegado a alguna clase de acuerdo, aunque Andrea, la chica del arco, miró
alrededor y sacudió la cabeza, obviamente enfadada.
—Venir aquí ha sido un error —espetó sin mirarla en cuanto llegó a su
altura. Se habría ido de no ser porque Julia la cogió del brazo.
—Iré con vosotros —declaró, y aquello pareció bastar para desarmar a
Andrea.
—¿Y los demás? —preguntó, sacudiéndose el agarre.
Julia dio una vuelta a su alrededor y abrió los brazos. Solo quedaban
algunos niños pequeños que seguían con sus asuntos.
—Somos una comunidad con muchos niños y pocos adultos. Además,
la mayoría tienen miedo. En otras circunstancias el señor Claudio podría
venir también, pero con un esguince de tobillo será más útil protegiendo a
los chicos. Os acompañaré. Si vosotros, Ernesto y Nadia, os unís, y algo me
dice que ya lo habéis hecho, seremos seis. Un buen número para hacer
frente a lo que surja, pero no tan grande como para llamar demasiado la
atención.
La chica se mostró de acuerdo.
—Está decidido. Nos iremos ahora mismo —dijo Nadia.
—Espera. Antes tengo que hacer algo. Descansad un poco hasta que
regrese.
Al bajar por las escaleras que daban al sótano Julia deslizó la mano
inconscientemente hacia su vientre. Prefería evitar ciertos pensamientos, así
como las repercusiones de tomar una decisión u otra. Era algo que podía
esperar unos cuantos días más. Sentía como al agotamiento acumulado y al
estrés ahora le añadía también una sobrecarga de información. O se tomaba
un momento para respirar o terminaría por explotar.
Se sentó en su estudio y les dio un descanso a los ojos. Allí, frente a
ella, contenidos en papel, muestras, viales, estaban todos los datos
recogidos durante su investigación. Hacía tiempo que había llegado a la
conclusión de que el parásito encontrado dentro de los Muertos era una
creación artificial, aunque desconocía que clase de loco habría sido capaz
de urdir un monstruo semejante. Los Muertos eran excepcionales a nivel
biológico gracias a su capacidad sanadora, pero el que además integraran un
comportamiento social tan complejo y determinado en los huéspedes…
Parecía algo inconcebible. Compartían un objetivo muy concreto que
implicaba planificación, detallada y exhaustiva. En ella los humanos se
convertían en piezas de un engranaje a su servicio. Era una empresa
apoteósica que requería una coordinación perfecta. Más aun, si se
consideraba cuanto habían avanzado en tan poco tiempo. Los Muertos
parecían comportarse como un enjambre de insectos, pero la clase de
pensamiento maquiavélico requerido para crear un sistema de producción
basado en la esclavitud no podía originarse en un conjunto de seres tan
amplio y separado. Solo un individuo o un pequeño grupo de individuos
con la misma meta definida sería capaz de organizar algo así, algo que no
encajaba en el conjunto.
Faltaba algo, algo se le escapaba y de no saber lo que sabía, de no haber
visto lo que había visto, tacharía todas y cada una de las posibles
conclusiones como simples chifladuras.
Aunque la forma de comunicación más común del reino animal era a
través del sonido existían variantes que, de no comprenderse, rozaban el
pensamiento mágico. Por ejemplo, existían por lo menos dos tipos de peces
en el planeta que en lugar de comunicarse por señales acústicas o visuales
lo hacían a través de señales eléctricas. Y algunos insectos, como las
hormigas, transmitían información a través de señales químicas, feromonas,
que provocaban una respuesta instintiva. Pero todas ellas tenían
limitaciones con respecto a la distancia. Solo el ser humano había logrado, a
través de métodos artificiales, las herramientas para crear la comunicación a
larga distancia a través de ondas electromagnéticas. Y esta era imposible sin
un soporte mecánico y eléctrico capaz de producir y recibir la señal,
codificarla…
Descargó su frustración con una patada a la mesa y decidió que ya había
perdido demasiado el tiempo. Recogió la mochila que tenía preparada para
emergencias. Machete, pistola de pernos y un rifle; llevaba todo lo que una
chica necesitaba para una alegre excursión campestre, pero no podía
marcharse todavía.
Quitó la sábana de la jaula.
—Me temo, amiga mía, que no volveremos a vernos. Aunque ni
siquiera estoy segura de que te importe.
Eva respondió contemplándose los pies, abúlica.
—Hemos pasado buenos momentos juntas, tú y yo. Y hemos aprendido
mucho la una de la otra. No es que hayas sido una gran conversadora… No,
no digas nada. Nadie debería lanzar reproches durante una despedida. Te he
abierto mi corazón y eso es algo…
Julia se interrumpió, repentinamente asustada.
Eva parecía un caso anómalo dentro de los Muertos. Su carencia de
reacción parecía situarla fuera del grupo, pero y si no era así. Y si en
realidad ella siempre había formado parte de ellos, su conversación, sus
charlas monologadas habrían supuesto una fuente constante de información
para esas cosas. Cuántos secretos le había confesado.
Recordó como los hombres de negro, con su camión y sus jeeps
llegaron directamente hasta la puerta del hospital, sin vacilaciones. Por
supuesto, cabía la posibilidad de que los hubieran rastreado hasta allí. Salvo
que nunca les hubiera hecho falta porque los Muertos siempre habían
sabido donde encontrarlos gracias a Eva.
—Mírame. ¡Mírame! —ordenó Julia y la criatura obedeció sin prisa.
En aquellos ojos no había nada, pero en algún momento del pasado sí
que lo hubo. Julia nadó en ellos, intentando encontrar algo, un gesto, un
parpadeo, una señal que le confirmara que tras aquellos globos oculares
existía alguien.
—No eres Eva. Y tampoco eres la mujer que fue infectada por ese
parásito. ¿Quién eres? ¡Contesta! ¡Sé que estás ahí! ¡Di algo! —y le apuntó
con el rifle directamente a la cabeza.
El rostro de la mujer siguió impertérrito un segundo, cinco, diez, veinte,
y Julia estaba ya a punto de terminar con aquello de una vez por todas
cuando cambió. Los labios comenzaron a torcerse en una sonrisa. Los ojos
de aquella noche también habían regresado y la contemplaban como
estrellas burlonas.
—Hicimos una promesa —y la sonrisa se ensanchó un poco más.
—¿Qué promesa? —preguntó Julia, átona, aunque en realidad no quería
conocer la respuesta.
—Hasta que la muerte nos separe.
Tal vez estaba loca. Tal vez aquella cosa fuera Román, su marido. O tal
vez este se hubiera infectado y de alguna forma aquel ser transmitiera su
memoria. Podía ser cualquier explicación, todas a la vez o ninguna. La
respuesta no tenía cabida en un mundo sensato. El mundo estaba loco y
todos los que habitaban en él sufrían de esa enfermedad, ella incluida.
La frente, la nariz y los ojos de la mujer, reventaron con el disparo,
dejando un hueco descarnado y vacío que mostraba el rojo sobre el blanco
de los huesos del cráneo.
A su modo de ver, aquel disparo equivalía al divorcio.
Capítulo 8: Nadia
Por el camino de regreso a casa hizo un alto para recoger la carta sellada
que había escondido en una masía a las afueras de Valencia.
Primero intentó llegar al corazón de la ciudad desde la orilla norte del
río Turia y enseguida descubrió que la mayoría de los puentes habían sido
concienzudamente cortados con férreas murallas de autobuses, camiones, y
coches. Consideró bajar al cauce seco por una de las rampas peatonales,
aunque descartó de inmediato la idea al advertir los socavones
semiesféricos que salpicaban el terreno desde su orilla hasta la orilla vecina.
Aunque faltaba bastante para la festividad de las Fallas quedaba claro
que allí, ocultos bajo la superficie, yacían unos explosivos que superaban en
mucho a los petardos clásicos. La clase de explosivos con los que se
demolían edificios y que eran igualmente efectivos a la hora de hacer saltar
a las personas por los aires.
Por fin, aparcó el coche sin muchos miramientos en el acceso norte del
puente de Serranos. Las gruesas e imponentes torres medievales se elevaban
como dos gigantes blancos y, en lo alto, unas formas humanas vigilaban
cada uno de sus movimientos. En el centro, antes de llegar a las torres,
resistía una barricada de sacos con dos nidos de ametralladoras. El primer
tercio del recorrido estaba delimitado por un sendero serpenteante de
anchas y grises barreras de concreto para caminos.
Joel se ajustó la gorra y se rio para sus adentros al pensar que alguien se
estaba tomando muy en serio la protección de la ciudad.
Se aproximó mostrando las palmas de las manos.
—Buenos días tengáis, caballeros —saludó Joel sonriendo.
—¿Qué quieres? —dijo uno de los guardias parapetado tras la
voluminosa ametralladora.
Joel ensanchó la sonrisa todavía más.
—Una audiencia con el Padre.
Se escucharon unas carcajadas.
—Claro que sí, ¿quieres también una docena de vírgenes? Porque tienes
tantas posibilidades de conseguir una cosa como la otra.
—¿De verdad? Bueno es saberlo, se lo preguntaré en cuanto lo vea —
contestó Joel, divertido.
—Ten cuidado con lo que dices, aquí no se bromea con el Padre.
Quienes tienen la lengua demasiado larga acaban perdiéndola. O algo peor.
¿Entiendes?
Joel asintió. Lo entendía perfectamente.
—Mira, puedes pasar si quieres. Aquí encontrarás protección y siempre
necesitamos manos dispuestas al trabajo honrado. ¿Qué dices?
—Gracias, pero creo que paso. En lugar de eso voy a sacar lentamente
una carta sellada. Tú, y solo tú, la abrirás y la leerás. Después de eso me
llevarás directo hasta el Padre para que me reciba en una audiencia.
El guardia consideró la petición de Joel. Parecía debatirse entre la
prudencia, la duda y el temor, considerando las diferentes posibilidades,
hasta que asintió con la cabeza.
—Está bien. Haz lo que has dicho.
La actitud del guarda cambió radicalmente cuando distinguió el sello
del Padre. Lo rompió con cuidado y escrutó su contenido. Carraspeó, un
tanto aturdido y dijo: —Adelante. Te llevaré hasta la catedral.
—Claro que lo harás. Y seguro que lo haces bien, soldadito —dijo Joel
animoso—. Venga, no me hagas perder más el tiempo.
El hombre se excusó y obedeció sin volver a mirar a Joel a los ojos.
Durante su larga ausencia los Hijos de Dios habían medrado. Tuvo
tiempo de comprobar que al comienzo de cada calle que desembocaba al
casco antiguo de la ciudad se había levantado un muro de hormigón. Las
construcciones rondaban los tres metros de altura, con robustas puertas
enrejadas para permitir el paso humano, e intimidante alambre de espino.
Todas las personas con las que se cruzaron parecían ajetreadas y
formales. Las pocas conversaciones que Joel llegó a presenciar se producían
en breves y discretos diálogos, tan privados e inaccesibles como la cámara
acorazada de un banco.
Lo primero que llamó su atención al llegar a la plaza de la Virgen fue
como la icónica fuente estaba seca y sus estatuas femeninas, jóvenes
desnudas que sostenían cántaros de agua, habían sido arrancadas. Por otro
lado, la gran estatua del hombre barbudo seguía en la relajada posición de
aquel que no tiene nada mejor que hacer. A Joel le sobraban las
explicaciones, pues estaba convencido de que el motivo de esa destrucción
tenía su origen en la desnudez de las muchachas. Seguramente alguien del
círculo del Padre habría protestado tras tener sueños húmedos con aquellos
cuerpos broncíneos, claramente pecaminosos, lascivos y provocadores.
Aunque no tuvo mucho tiempo para demorarse en tales reflexiones. Su
atención revoloteó a la tarima de madera levantada delante de la Puerta de
los Apóstoles. Después siguió revoloteando hasta los postes, unos postes
que no superarían el metro y medio de altura. Y terminó, por fin, en las
cabezas clavadas sobre los postes. Sumaban en total la simbólica cifra de
doce cabezas y, por un momento, pensó que aquellas cabezas pertenecerían
a doce infortunados al azar. Entonces, bajo la descomposición generalizada,
logró distinguir un rostro aquí y otro allá. Y le quedó claro que el círculo
privado del Padre, aquellas juiciosas y despejadas testas, formaba ahora
parte de una decoración muy macabra.
—Entraremos por la Puerta del Palau. Es la única por la que se puede
acceder a la catedral fuera del horario de culto —explicó el guardia.
—No hace falta que me hagas de guía turístico, limítate a llevarme —
dijo cortante Joel. El humor se le estaba agriando por segundos. ¿Qué podía
haber llevado al Padre a liquidar a sus más fieles seguidores?
Cruzaron el callejón que separaba la Basílica de la Madre de Dios de los
Desamparados y la Catedral, dejando a un lado el edificio derruido de lo
que había sido el Centro Arqueológico de l’Almoina.
Una vez atravesaron el portón le llegó el aroma del incienso
eclesiástico. Se estremeció cuando la calma, la rabia, la devoción, el terror,
y el dolor, emociones ligadas a los recuerdos de su infancia, regresaron en
tropel con aquella primera e inevitable inhalación de la fragancia.
Joel entregó la carta a los escoltas del Padre, quienes preservaban la
inviolabilidad de los sacros aposentos. Eran cuatro en total, encapuchados,
armados con subfusiles y porras tachonadas, y parecían verdugos de una era
más salvaje. Mientras un par lo vigilaban, los otros dos comprobaron el
sello y el contenido de la carta. Cuando quedaron satisfechos lo
acompañaron hasta el autosantificado Padre de los Hijos de Dios.
—Creía que habías muerto —lo acusó el Padre cuando las puertas se
cerraron tras Joel.
El hombre, ataviado con una túnica de azabache, se alzó en toda su
estatura, severo como un pilar de oscuridad. Unas profundas ojeras
circunvalaban los pliegues bajo los párpados y Joel estuvo a punto de
retroceder de pánico ante el brillo demente que se ocultaba en lo profundo
de aquellos globos oculares.
—Lo lamento, papá.
Aquel ser primordial, pues difícilmente podía considerarse un hombre,
abandonó el despacho y caminó en largas zancadas hasta llegar a su altura.
Joel tuvo la fantasía, el delirio, de que los brazos de su padre se distendían
para luego abrazarlo, como un padre abrazaría al hijo pródigo que regresaba
al hogar tras una larga ordalía. En cambio, solo uno de los brazos se elevó y
fue para descender como un mazo contra su cara. La gorra salió volando y
Joel cayó con tal violencia que segundos después se preguntaba, inconexo,
porque sentía ese frío solido en la mejilla. La respuesta le llegó al levantar
la cabeza y descubrirse contra el suelo de mármol consagrado.
—No vuelvas a llamarme así. Para mi vergüenza, soy tu padre, y
cumpliré mi deber como tal. Pero no olvides que solo existes para
recordarme que incluso los elegidos del Señor son débiles ante la carne.
—Lo sé, Padre, lo siento —dijo Joel que lloraba como un niño.
Regresaba catapultado a aquella frágil infancia donde su padre y Dios
—no el dios bondadoso que predicaba amor y perdón, sino el Dios del
Antiguo Testamento, cruel y resentido— compartían el mismo rostro.
—Levanta. ¡Levanta! —lo agarró por los brazos y lo izó como si se
tratara de un espantapájaros—. Esa marca… ¿Qué has hecho? ¿Qué es lo
que has hecho? ¡Contesta!
El Padre lo soltó de repente, apartándose de él, como si su sola cercanía
pudiera contagiarle una plaga espiritual.
—E hizo que a todos se les pusiese una marca —comenzó a citar el
Padre en monótona estrofa— en la mano derecha o en la frente… y que
ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el
nombre de la Bestia o el número de su nombre.
—Hice lo que me pediste. Lo espié, tal y como me ordenaste. Pero ya
viene hacia aquí, tienes que escucharme. No estamos preparados…
—Calla. Cállate, apóstata. Estás corrompido. Te ha corrompido. Hay
que purificarte...
—Padre… por favor, no…
—…día y noche, hay que purificarte.
—…tienes que escucharme…
Pero aquel hombre estaba lejos, muy lejos de allí, maquinando la
salvación del alma de su hijo.
Joel supo que su padre, tal y como había declarado, cumpliría con su
obligación. Durante toda su infancia y adolescencia jamás había flaqueado
en la empresa de corregirlo, de llevarlo por el buen camino, tal y como
atestiguaba el lenguaje impreso en su piel y bajo ella. Y deseó estar muerto.
Capítulo 11: Takashi
La luz del sol —hacía un par de horas que el astro calentaba la tierra—
lo cegó un instante y él sonrió. Aguantó un poco con los ojos cerrados,
erguido y pleno. El tiempo avanzaba con el sereno desplazamiento de los
glaciares. Acarició el sendero de grava con su brazo; no con su brazo
original, el que le había sido dado al nacer, sino con su brazo espada, que le
parecía más auténtico, más próximo a su esencia, que todas las demás
partes que lo componían.
Frente a él los sonidos de los pasos a la carrera se aglomeraban,
prometiendo darle un significado a su vida, un sentido, pues ellos estaban
allí para que él los matara.
Abrió los ojos y el tiempo volvió a acelerarse. Esquivó al primero de
los Muertos que quedó desequilibrado y lo pasó de largo por la inercia de la
carrera. Un corte en la rodilla y el segundó se desplomó. El tercero quedó
empalado por la punta de la espada y lo arrancó de la hoja con una patada.
Un giro y el caído perdía la cabeza. Un paso y otro Muerto abatido.
Estaba la técnica, por supuesto, pero no era solo eso. Para Takashi se
trataba de algo más elevado, una experiencia, pero sin el asidero de
adjetivos o nombres que pudieran limitarlo. Esa experiencia se transmitía en
el fluir de cada uno de sus movimientos, más allá de la encorsetada
disciplina. Cada golpe, sin importar lo horrible del proceso, resonaba con
una vibración propia; tal vez, con un eco del pasado. La lúgubre poesía del
portador de la muerte. Porque él no sentía realmente que actuara. Era como
si conectara con una corriente de energía que lo proyectara exactamente
donde debía estar, conservando una vaga noción de sus actos, aunque estos
se desarrollaran, emancipados, efectivos y precisos.
Cada pocos metros, sostenidos por la estrecha carretera, los cuerpos
hendidos de sus perseguidores se distribuían como durmientes que ya no
volverían a levantarse jamás.
El corazón de Takashi se calmó y ante la ausencia de la adrenalina
segregada por su cuerpo le invadió el agotamiento, la tensión del
sobresfuerzo. Y aun así no podía detenerse todavía porque estaba
demasiado rezagado del grupo.
Trotó durante un kilómetro antes de llegar hasta la cola de aquella
caravana de a pie y la escena le recordó a la larga marcha vivida meses
atrás, antes de encontrar refugio en la fortaleza de montaña.
Solo contando a los adultos serían casi cien y todos ellos mostraban
signos de fatiga y extenuación. Muchos de los niños y jóvenes, cuyo
número superaba la centena, eran incapaces de mantener el ritmo y la
velocidad de la huida, lo que había obligado a buena parte de los adultos a
cargar con uno, en ocasiones hasta con dos.
Pasó junto a la mujer, Julia, quién llevaba a su hija sobre la espalda y
una mochila colgada delante del pecho. La chica dormitaba semi
inconsciente, los párpados titilando, empapada en una finísima capa de
sudor, febril a causa de la infección.
El chico caminaba por delante de ellas, perdido en un laberinto de
pensamientos. De tanto en tanto lanzaba una mirada de preocupación a la
joven y regresaba a su sombrío cavilar.
Se aproximó un poco a Julia.
—¿Gegant? —preguntó Takashi. Estaba seguro de conocer la respuesta,
pero aun así tenía que confirmarlo. Era, o había sido, uno de los suyos.
La mujer lo miró sin ver y parpadeó, sacada de un profundo trance
dónde aquella pregunta quedaba al margen del entendimiento. Takashi
esperó y, transcurridos unos diez segundos, vio una luz de comprensión en
su mirada. Ella volvió la vista al frente y sacudió la cabeza. En realidad, no
había nada más que decir. Un nuevo vacío, otra herida en el mundo
imposible de llenar. Resultaba extraño y complicado aceptar la muerte, la
desaparición definitiva de alguien que parecía tan lleno de vida, tan sólido e
inamovible como el suelo que pisaban.
El asintió y echó un vistazo a la hija de Julia.
—Ella es fuerte. Lo superará.
Aceleró el paso, incómodo, hasta que Julia volvió a hablar.
—Takashi. Tú herida. Estás sangrando —le indicó con un ademán de la
cabeza.
Ahora que se lo mencionaba se daba cuenta de que su herida llevaba
mucho rato dolorida, pero como todo su cuerpo clamaba por un descanso
había logrado pasar inadvertida. Colocó la mano encima de la camisa y al
separarla tenía la palma humedecida por la sangre desbordada.
No era la primera vez que se extralimitaba, pero incluso él acabaría
teniendo serias dificultades si perdía demasiada sangre. Julia debió de
adivinar sus pensamientos porque ordenó al grupo detenerse.
La gente se arracimó en las cunetas, exánime.
Julia dejó a su hija a cargo del otro chico que no paraba de caminar de
un lado a otro, igual que un animal enjaulado.
—Déjame ver la herida —dijo, mientras sacaba de la mochila unos
apósitos y se ponía unos guantes quirúrgicos.
Le apartó la camisa y con unas diminutas tijeras cortó los vendajes
empapados en sangre. Limpió la herida con suero fisiológico, gruñó
satisfecha, y apretó un apósito contra el pequeño orificio de bala.
—Aguántalo —le ordenó—. La herida no está infectada, pero si sigues
luchando perderás más sangre y al tejido le costará terminar de cicatrizar.
Cubrió el apósito con otro más grande y después colocó encima un
parche.
—Esto debería aguantar —dijo, e inmediatamente recogió el material
sobrante.
—Gracias otra vez —respondió Takashi. Tenía preguntas a las que
deseaba dar respuesta, pero si existía un momento y un lugar para hacerle
aquellas preguntas, sin duda, no era aquel.
Ella le sonrió con los labios apretados y volvió junto a su hija.
Takashi tiró el bulto ensangrentado de la camisa y se colgó de nuevo la
espada.
Caminó por mitad de la carretera, lanzando miradas a un lado y a otro.
Reconoció algunos rostros de su campamento. Varios lo saludaron, aunque
la mayoría prefería disfrutar de aquel descanso sin mirar o hablar con
alguien.
Le dio un vuelco el corazón al reconocer a Carles, aunque la alegría de
reencontrar a su amigo se transformó rápidamente en nuevas penas. Junto a
Carles solo estaba su hijo Joan, al cual cubría con un brazo, acercándolo
contra su cuerpo, pero ni rastro alguno de su esposa y su hija.
En cuanto Carles se percató de la presencia de Takashi se levantó —
tenía el rostro demacrado— y se desmoronó sobre su hombro sano.
—No pude hacer nada. Se las llevaron, a Rosana y a Clara. Se las
llevaron.
—¿A dónde? —preguntó Takashi.
—A donde se llevan a todas las mujeres. A los criaderos… —Y su
amigo lo abrazó, inconsolable.
En el suelo, Joan encontró refugio en su propio abrazo, en la seguridad
que le ofrecía esconderse entre las piernas y cerrar las puertas y las ventanas
del alma.
—Las encontraremos —dijo Takashi cuando su amigo se separó.
Carles negó con la cabeza, el rostro contorsionado de rabia, lo cogió del
hombro y lo alejó de su hijo para poder hablar con franqueza.
—He oído lo que ocurre. Las infectan, Takashi. Las violan, las dejan
embarazadas y las transforman. No quiero encontrarlas. No quiero ver en lo
que las han convertido. —Sacudió la cabeza a un lado y a otro y se golpeó
la frente con los nudillos en golpes cortos y secos.
Takashi lo detuvo y su amigo le lanzó una mirada furibunda.
—Quiero matarlos a todos. Qué mueran de verdad. Qué mueran todos
—dijo Carles en una afirmación que era al mismo tiempo una proclama y
una súplica.
Takashi hizo una lenta y leve inclinación de cabeza a su amigo y aquello
fue suficiente para apaciguar su rabia. Carles retrocedió, más agotado
incluso que antes, junto a su hijo.
Se alejó de su amigo, aunque apenas recorrió unos metros cuando
Ernesto y la otra chica, Nadia, se aproximaron hasta él.
—Me he fijado en que Julia te ha cambiado el vendaje, ¿te encuentras
bien? —preguntó Ernesto.
—Sí.
—Gracias por encargarte de esas cosas en el camino. Ha sido
increíble…
Takashi se ruborizó ante el elogio.
—…tus amigos, Andrea y… bueno, ellos hablaban muy bien de ti, pero
jamás imaginé que alguien pudiera luchar tal y como ellos afirmaban que lo
hacías.
—¿Qué ocurrió? —le preguntó Takashi a Nadia.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué ocurrió en el polígono? A Gegant.
Nadia tomó una respiración desasosegada y miró al suelo hasta que
encontró las palabras.
—Hubo mucho revuelo cuando intentamos explicar a la gente lo que
sucedía. Algunos lo asumieron enseguida, se prestaron a colaborar, otros…
creo que tenían miedo. Algunos, bastantes en realidad —Nadia parecía
confundida por ese hecho—, preferían quedarse allí. Las cosas se pusieron
tensas. Hubo acusaciones. Alguien dijo que por nuestra culpa los harían
matar, que los Muertos los castigarían por no impedirnos escapar. Alguno
de los que se unieron a nosotros acusaron al resto de cobardes, de lamebotas
y otras cosas peores. Intentamos calmarlos… hasta que alguien disparó. No
sé si fueron ellos o nosotros, pero de repente nos estábamos matando.
«Salí corriendo de allí como todos los demás. Fue más tarde cuando vi a
Gegant. Cayó cerca de la puerta de la nave. Yo… no lo llegué a conocer
bien, pero parecía un buen hombre.
—Lo era —dijo Takashi.
—Tal vez deberías hablar con Andrea —intervino Ernesto— está
bastante afectada desde…
Takashi se giró hacia un grupo de personas que se estaban enzarzando
en una pelea. Cuatro hombres jóvenes, entre veinte y veinticinco años,
habían rodeado a un quinto y estaban discutiendo por algo. Uno de los
cuatro intentó quitarle un objeto al que estaba solo y, al intentarlo, este
retrocedió. En ese movimiento Takashi se dio cuenta de que se trataba de un
rifle. Los otros tres se abalanzaron, cogiéndolo cada uno desde un lado.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Soltadlo! —gritó Nadia que fue la primera en salir
corriendo hacia ellos.
—Tú no te metas, esto no es asunto tuyo —dijo el cabecilla sin apenas
echarle un vistazo a Nadia.
—Ahora sí que es asunto mío —respondió, disminuyendo el paso,
conservando cierta distancia por si se mostraban más hostiles. Se relajó un
poco al escuchar pasos tras de sí.
Los cuatro soltaron al otro hombre que se aproximó hacia Nadia en
busca de protección.
—Estos cabrones querían robarme mi rifle.
—¿Tú rifle? —dijo otro del cuarteto—. Te lo dieron de casualidad, y a
mí me hace más falta que a ti que solo tengo una porra. ¿Cómo voy a
defenderme con esta mierda?
—Calmaos… —comenzó Nadia.
—¿Por qué necesitas el arma más que él? —preguntó Ernesto. La
pregunta parecía fortuita, pero el cuarteto intercambió miradas suspicaces.
—¿Qué pasa? ¿Ahora de repente se os ha comido la lengua el gato?
Venga, comportaos como hombres y decid por qué queréis su arma.
El cabecilla dio un paso al frente, sacudió los hombros, y levantó el
mentón con chulería.
—¿Nos estás llamando maricones? Porque a mí me sobran cojones para
decir lo que me dé la gana. ¿Entiendes?
—¿Entonces? —dijo Ernesto, que no se mostró en absoluto
impresionado ante la perorata.
—Qué nos largamos de aquí —dijo otro que tenía un tatuaje tribal en la
mejilla.
—¿Qué? ¿Os salvamos la vida y ahora os largáis? —dijo Nadia, furiosa.
—Escapamos cuando tuvimos la oportunidad, como todos los demás —
dijo el cabecilla.
—Sí —corroboró un segundo— y no os debemos nada. Podemos irnos
cuando queramos.
—No somos niñeras. Yo no pienso quedarme aquí aguantando lloros y
limpiando los mocos de ningún crío —añadió el del tatuaje, envalentonado.
El cuarto, que hasta entonces había guardado silencio, dijo: —Nos irá
mucho mejor sin vosotros, que sois un lastre.
Takashi pensó que algo debieron de percibir reflejado en su rostro, el de
Nadia y el de Ernesto, porque inmediatamente comenzaron a retroceder.
—Que se quede el rifle. Ya encontraremos otra cosa —dijo el cabecilla
que fue el primero en tomar la precaución de alejarse.
Takashi pensó que había una rabia justiciera, compartida, fluyendo en el
ambiente. Recordó lo que le había dicho Julia acerca de evitar los esfuerzos
del combate y se quedó observando con las manos entrelazadas por delante
del cuerpo.
—Nadia… —comenzó a decir Ernesto.
—Son unos traidores.
Nadia avanzó unos pasos tras el grupo y desenfundó con violencia. Tres
de ellos se desplomaron al instante, alcanzados en la cabeza. El cuarto cayó
de bruces con un tiro entre las costillas. Se arrastró durante varios metros,
respirando agónicamente, hasta que Nadia lo remató con un disparo en la
nuca.
Solo más tarde consideraría Takashi que aquel primer disparo en la
espalda no había sido accidental, sino deliberado.
Cuando Nadia volvió mucha gente se estaba aproximando y ella aclaró
lo sucedido.
—Eran unos traidores. Iban a dejarnos a merced de los Muertos. Iban a
dejar qué nos devoraran y así poder escapar —explicó Nadia, y añadió: —
Ahora serán ellos quienes entretengan a los Muertos.
Ninguna voz se alzó para protestar. Takashi le quitó la camiseta y la
pistola a uno de ellos y otros se acercaron para hacerse con los zapatos y el
resto de las armas. Lentamente el grupo reemprendió la marcha dejando tras
de sí cuatro cadáveres desnudos.
Takashi reflexionó que con aquel cebo apenas habían comprado unos
minutos de ventaja cuando llegaran los Muertos, pero, a veces, unos
minutos, unos segundos, un parpadeo, era lo único que se necesitaba para
marcar la diferencia entre la vida y la muerte.
Capítulo 12: Julia
Aquella noche, tras una cena sobria, basada en frutos secos (habían
encontrado y expoliado unos almendros que crecían en bancales junto a la
carretera), se discutió acerca de qué harían en caso de que los Muertos los
alcanzaran. Se expusieron algunas ideas que, aunque buenas, solo servirían
a medias en el mejor de los casos.
Surgió la cuestión de si usar formaciones para defenderse. La primera
sugerencia fue crear un círculo armado y aunque pareció una buena idea si
eran atacados desde varias posiciones, supondría abarcar demasiado espacio
y la superioridad numérica de los Muertos sería capaz de abrir una brecha
con facilidad. Dado que el ataque probablemente surgiría desde un solo
sentido de la carretera se concluyó que lo más lógico era formar líneas de
tiradores al más puro estilo de los mosqueteros del siglo dieciocho.
Alguien propuso que lo mejor era desviarlos. Algún sacrificado
voluntario podría atraer la atención de los Muertos y alejarlos del grupo,
aunque esta propuesta fracasó ante la ausencia de candidatos.
Un hombre dijo que en su mochila guardaba un par de botellas de
alcohol y, aunque le habría gustado reservarlas para un uso más personal,
podría convertirlas en unos cócteles molotov. La idea gustó bastante ya que
podrían bloquear la carretera con fuego y ganar algo de tiempo.
Las ideas surgieron, se discutieron, y finalmente la mayoría se aceptaron
como válidas. Ninguna persona tenía claro cómo se pondrían en marcha o
quién se encargaría de organizar la defensa, pero muchos se fueron a dormir
con la sensación de que se había hecho todo lo humanamente posible.
Durante la charla Nadia apenas participó. Escuchaba hablar a la gente y,
aunque la atmósfera resultaba formal, incluso agradable, se percató de que
faltaba algo o, más bien, alguien que cohesionara al grupo. Algunas voces
intentaron elevarse sobre las demás, imponer su criterio, pero ninguna lo
logró realmente. Quién sonaba demasiado dominante, demasiado altivo, o
demasiado juicioso, era rápidamente ignorado. Nadia recordaba a Julia y a
Takashi, quienes, a pesar de tener personalidades muy distintas, no
necesitaban esforzarse para que se tuviera en cuenta su opinión. Y ninguno
de los dos los acompañaba. Le vino a la cabeza la imagen de un pollo
descabezado corriendo en círculos por la carretera y se imaginó que si los
Muertos los atacaban probablemente ese sería el aspecto que presentarían.
De repente le pareció que marcharse hacia el convento, sin aquellas dos
personas que de alguna forma lograban mantener hilvanado al grupo, había
sido la peor de las decisiones. La cuestión, inquietante por sus posibles
consecuencias, la absorbió durante las primeras horas de la noche y, cuando
se despertó, antes del alba, estaba agotada.
Últimamente apenas lograba conciliar el sueño. Y aunque no era capaz
de recordar las pesadillas con exactitud siempre estaba de fondo un
escenario en que huía de aquella monstruosidad, oscura e informe. Maldijo
su suerte porque ya era bastante molesto preocuparse de los monstruos que
la perseguían despierta, para tener que preocuparse de los que la perseguían
en sueños.
Se fue en busca de algo para desayunar y quinientos metros más
adelante se desvió por un camino de tierra que daba con un rudimentario
almacén de ventanas enrejadas. La puerta de chapa metálica parecía
bastante sólida, aunque Nadia pensó que la cerradura no resistiría unas
cuantas patadas. A punto estuvo de cejar en su empeño tras el tercer intento.
Ya se había alejado varios pasos, dispuesta a regresar cuando sacudió la
cabeza. Se giró y cargó una última vez.
El pie impactó directo junto a la cerradura y el pestillo saltó. La puerta
salió proyectada con tanta violencia que a punto estuvo de volver a cerrarse
de no ser porque Nadia se adelantó con las manos para bloquearla. Rebotó
una vez más y por fin se detuvo a mitad de camino.
En aquel almacén no encontró comida. Junto a una de las paredes había
un par de estanterías con la mayoría de las baldas desocupadas. Cajas con
clavos oxidados, un martillo, tuercas, piezas de metal tiradas por el suelo, la
rueda pinchada de una bicicleta, pilas de periódicos al fondo junto a una
antiquísima estufa negra de leña. Apoyada en la pared más próxima a la
puerta descansaba una objeto más voluminoso y alargado, cubierto por una
tela empolvada.
El tejido estaba estropeado y gris y Nadia lo apartó con cuidado. De
debajo, surgió una motocicleta de un naranja apagado, con manchas de
barro incrustadas en las ruedas y el chasis.
Jamás había conducido una moto y se dejó llevar por la fantasía de
hacerlo. Agarró al manillar y lo hizo girar un poco sin saber exactamente lo
que debía hacer. Quiso llevar la ensoñación un poco más lejos y buscó la
llave. Rebuscó por las estanterías, dentro de las cajas de clavos, incluso en
el interior de la estufa. Cuando estaba a punto de darse por vencida, entornó
un poco la puerta y, allí, justo detrás colgaba un tablero con ganchos. Un
juego de dos llaves unidas por un aro sencillo pendía de uno de los ganchos.
Encendió la moto, fascinada por el ruido, la vibración y el olor de la
gasolina que surgía del motor. Pensó en lo maravillosos que sería recorrer
aquella condenada carretera a todo gas, sintiendo el viento y el mundo que
se desplegaba a su espalda, imparable. Entonces la apagó, quitó el caballete,
y regresó por el mismo camino por el que había llegado. Aunque ella no
supiera utilizarla estaba segura de que Ernesto sí sabría.
A su regreso la mayoría de la gente ya se había despertado y se
preparaba para reiniciar la marcha. Al acercarse, Ernesto se hallaba
hablando con una señora, muy alterado. La mujer se percató de la presencia
de Nadia y señaló en su dirección.
—¿Dónde te habías metido? Me tenías preocupado —dijo este, que
corrió a su encuentro—. ¿Y dónde has encontrado esa moto?
Nadia ignoró sus preguntas.
—Quiero que me lleves a dar una vuelta —declaró, dedicándole una
sonrisa deslumbrante.
Ernesto la contempló un tanto incrédulo.
—¿Pero funciona?
Ella asintió, efusiva.
—Bueno, ayer estuve pensando en que necesitábamos conocer si los
Muertos todavía estaban tras nosotros —dijo Ernesto—. Podríamos utilizar
la moto para desviarnos por aquella carretera. Después tocaría caminar un
poco y escalar hasta aquel risco. Desde esa altura tendremos una
panorámica excelente sobre nuestra situación.
La sonrisa de Nadia se fue apagando conforme escuchó aquel plan tan
lógico, útil, y poco interesante. Ella deseaba sentir el viento y la libertad;
por encima de todo, un poco de libertad. ¿Es que acaso estaba pidiendo
demasiado? Aun así, el itinerario descrito por Ernesto era mejor que seguir
a pie por aquella carretera que zigzagueaba y ascendía sin descanso.
Le explicaron a Andrea lo que pensaban hacer y se pusieron en
movimiento.
Nadia se abrazó a Ernesto y al principio le pareció que iba a ser
divertido. Pronto cambió de parecer. La carretera tomada no tardó en
cambiar del asfalto a la tierra, cada vez más irregular y complicada. El
motor de la motocicleta rugía con esfuerzo cuando las ruedas luchaban por
superar las zonas más pedregosas. A Nadia le dolía cada vez más el trasero.
La suspensión era defectuosa y dura y con cada salto se estrellaba contra el
asiento.
Cuando por fin alcanzaron la base del risco Nadia estaba más que
contenta de abandonar aquel trasto infernal. Aparcaron la moto y subieron
el resto del camino a pie.
—¿Qué crees que habrá pasado con la hija de Julia? —preguntó
Ernesto.
—A estas alturas ya se habrá convertido y Takashi la habrá matado —
dijo con indiferencia mientras se masajeaba las nalgas.
—¿No crees que tal vez se haya recuperado?
Ella negó con la cabeza.
—Tenía muy mal aspecto.
—Ya —dijo Ernesto y rodearon un conjunto de piedras—. ¿Nadia?
—¿Sí?
—¿Qué sentiste cuando acabaste con aquellos cuatro?
Ella lo miró durante un segundo y siguió caminando.
—No sentí nada —mintió. Lo cierto es que había disfrutado con la
última de las muertes.
—No debería ser así. No debería ser tan fácil.
—Tal vez sí que debería serlo —lo contradijo ella.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que antes estábamos limitados. Es un milagro que
hayamos sobrevivido. Los Muertos, ellos nos han recordado como es el
mundo en realidad. O luchas y matas, o mueres. Así es para los animales
cada día. Y ahora también lo es para nosotros. O tal vez siempre ha sido así,
pero lo camuflábamos mejor.
—Parece que le estés dando las gracias a esos cabrones…
—No. Pero han puesto las cosas en su sitio. ¿Y sabes cómo se lo vamos
a agradecer? Vamos a cargarnos hasta el último de ellos. ¿Juntos?
Ernesto asintió, aunque algo en su gesto la dejó inquieta. Una pequeña
demora, tan minúscula pero tan evidente, que adquiría proporciones
colosales para ella. Le golpeó en el hombro con un puñetazo más fuerte de
lo que había planeado. Él se quejó del golpe, pero no añadió nada más.
Treparon por la pared del risco hasta llegar a la estrecha cumbre, donde
se sentaron. La vista se extendía, inigualable, en todas direcciones,
mostrando la costa, el radiante mar y las montañas, colinas, crestas, bosques
y carreteras, con pueblos y ciudades en miniatura salpicando el paisaje.
—¿Sabes? De haber estado aquí hace unos meses creo que me habría
tomado un selfie. Pero ahora, solo pienso en lo maravilloso que es el aire —
declaró Nadia tras ponerse en pie y tomar una larga inhalación con los ojos
cerrados.
—Ten cuidado. Te podrías caer —contestó él, serio.
Como si fuera una declaración profética, una ráfaga de viento la sacudió
y Nadia perdió el equilibrio. Se arrodilló tan rápido como pudo, pero estaba
balanceándose hacia delante y la caída, en toda su espeluznante distancia
hasta alcanzar las rocas, se desplomó contra sus ojos.
Ernesto la sujetó del antebrazo con ambas manos cuando Nadia ya tenía
medio cuerpo fuera. Tiró con todo su cuerpo hacia detrás en un desesperado
esfuerzo por bajar su propio eje de gravedad. Nadia cayó sobre él, las
piernas todavía sobresaliendo, y arrastró las rodillas, apretándolas contra la
piedra, hasta terminar de subir.
Cuando cayó al lado de Ernesto el corazón le martilleaba con frenesí y
ella se puso a reír histérica hasta que terminó por lanzar un grito histriónico.
—Qué poco ha faltado —dijo al terminar y se limpió las lágrimas que le
caían.
—Estás loca. ¿Lo sabes?
—Todos estamos un poco locos —y suspiró.
Se quedaron un minuto sin hacer otra cosa que mirar al horizonte.
Entonces Nadia recordó el motivo por el que habían subido y comenzó a
otear, distraída, en la distancia. Se sentía tan viva, plena, la sangre
bombeando con fuerza su cuerpo, que habría podido derrotar gigantes en
caso de que se hubieran cruzado en su camino.
Fijó la atención en la autopista. El primer y absurdo pensamiento que le
vino a la cabeza es que un descomunal rebaño de ovejas estaba
atravesándola. Solo cuando utilizó los prismáticos pudo comprobar que era
precisamente lo contrario. Eran los lobos humanos. Una jauría de miles de
Muertos, quizás decenas de miles, que caminaba rápidamente hacia el sur,
hacia Valencia. Y, desde aquel caudal, un ramal más delgado, pero
perfectamente visible desde allí arriba, ascendía por la carretera como un
río viviente, invertido, que trepara desde el llano hasta la montaña.
La misma carretera que ellos estaban recorriendo. Y Nadia advirtió que
se acercaban peligrosamente al tramo donde habían dejado a Takashi, a
Julia y a sus hijos.
—Ernesto, mira allí —dijo Nadia en un hilo de voz y le pasó los
binoculares.
—No es posible. No puede haber tantos, eso es… es imposible. Takashi
y Julia, no podrán hacerles frente. Y nosotros tampoco —respondió Ernesto
a quien le templaba el pulso.
—Hay que avisarles, tienen que marcharse de allí de inmediato.
Ernesto estuvo de acuerdo. Trató de ponerse en contacto usando la
radio, pero el persistente ruido blanco interfería la comunicación.
—Ahora no, ¡maldita sea! —clamó Ernesto y la guardó—. La moto. Es
cuesta abajo y podemos llegar hasta ellos en cuestión de minutos.
—¡En cuestión de minutos ya habrán llegado los Muertos! —protestó
Nadia—. Tenemos que marcharnos.
—En ese caso iré yo solo —declaró Ernesto justo antes de iniciar un
precipitado descenso por la pared que habían utilizado para subir.
Nadia se rio, aunque no tenía ningunas ganas de hacerlo.
—Y yo iré contigo. Juntos, ¿recuerdas? —declaró, tras lo cual pensó,
infausta, que si iban a morir al menos no morirían solos.
Capítulo 14: Ernesto
Aquella moto no había sido ensamblada para correr, sino para volar.
Ernesto la llevó al límite de su propia habilidad y el vehículo parecía pedir a
gritos que se olvidara de las precauciones. Bramaba como una bestia
enajenada. Descendía por la carretera cerrando las curvas entre aullidos.
Tronando al acelerar en cada recta. Protestando con gemidos cuando las
pastillas de frenos amenazaban con cortarle las alas.
Ernesto sentía a Nadia abrazándose a él con una fuerza desmedida. En
un par de ocasiones ella le gritó que aminorara y él lo había intentado. Sin
embargo, la motocicleta tenía su propia personalidad. Respondía con
ímpetu cuando la invitaba a probar sus límites, pero se mostraba reticente,
incluso perezosa, a la hora de detenerse.
La carretera se abrió, se retorció en una pronunciada parábola que
asomaba a un desfiladero, y giró de nuevo, inclinándose con suavidad hasta
la siguiente curva.
Tras de sí habían dejado a más de doscientas personas, entre hombres,
mujeres y niños. Informaron a Andrea de la horda de Muertos que avanzaba
en la lejanía y de los cientos de esa horda que se dirigían directamente hacia
ellos. Andrea quiso acompañarlos, pero tan solo con Ernesto y Nadia ya
cubrían por completo el asiento de la motocicleta. Ella debía quedarse y
alejar al grupo de la amenaza que se aproximaba.
Ernesto solo esperaba conseguir llegar a tiempo. No se había parado a
pensar en cómo escaparían después. Estaba tan concentrado en evitar
despeñarse en alguna de las curvas que apenas lograba reunir dos
pensamientos juntos.
Llegaron a un tramo largo y tranquilo y Ernesto logró decelerar un
poco. Le molestaban los brazos debido a la tensión con la que se aferraba a
la moto y relajó un poco los músculos. Entonces se dio cuenta de que había
sido un estúpido. De no ser por su precipitación tal vez hubiera contado con
una baza para salvarlos a todos. Gracias a la motocicleta podría haberlos
recogido de uno en uno y transportarlos hasta Andrea y el grupo. Los que se
quedaran abajo solo tendrían que haber aguantado al trote hasta que les
tocara su turno. El problema no desaparecería porque los Muertos seguirían
su avance inexorable hacia ellos, pero estarían todos juntos para hacerles
frente.
Pero yendo los dos, él y Nadia, aquel plan quedaba descartado. Estaban
demasiado cerca y era demasiado tarde para ningún otro plan que no fuera
advertir a sus amigos.
Aunque desconocía con exactitud cuántos kilómetros habían recorrido
estaba convencido de que llegarían hasta ellos de un momento a otro.
Nadia le gritó, pero el ruido ensordecedor de la motocicleta le impidió
escucharla. Puso toda su atención en el siguiente giro, ya que a punto
estuvieron de chocar con algunos de los pivotes de cemento rectangulares
que limitaban la carretera. Cuando consiguió enderezar la moto giró el
rostro hacia Nadia.
—¿Qué dices? —gritó él.
—…urva…
—¿Qué?
—…ena…na…urva…ada —gritó de nuevo Nadia, pero las palabras se
perdieron.
Ernesto intuyó que ya se acercaban al siguiente giro, volvió la vista al
frente, y comenzó a decelerar. Al instante entendió qué era lo que Nadia
quería decirle. El siguiente tramo de carretera describía una curvatura tan
breve y hermética que para poder recorrerla sin peligro era necesario frenar
casi por completo. Ella debía de haberlo recordado y eso era de lo que
intentaba advertirle.
Frenó al tiempo que se esforzaba en girar suavemente el manillar y
tiraba el peso de su cuerpo hacia la izquierda, hacia el suelo. Supo que, de
no hacerlo así, saldrían volando, tal y como la moto parecía desear, por
encima de los guardavías hasta despeñarse ladera abajo.
Le gritó a Nadia que saltara y por la colocación de su cuerpo, estaba
prácticamente seguro de que ella ya pensaba hacerlo justo antes de que la
moto se derrumbara.
Él también se tiró y el mundo rotó como una peonza demente que
quisiera sacudírselo de encima. Sintió que su cuerpo era golpeado,
vapuleado, por un suelo que estaba arriba, abajo, y en todas partes. Cuando
se detuvo lo único que vio ante él fue la incoherente imagen de árboles que
surgían de la pared gris en la que se apoyaba. Parpadeó. Los árboles seguían
allí, desafiando toda lógica. Al respirar notó que le dolía el pecho y la
pierna. Trató de apoyarse en el suelo, pero bajo sus pies solo quedaba el
aire. Los miró y la comprensión se abrió paso poco a poco. Estaba tumbado,
solo era eso, aunque no terminaba de entender por qué.
Nadia avanzaba rauda hasta él, cojeando, balanceándose en su irregular
caminar.
—¡Ernesto! ¡Ernesto! —le gritó y se tiró a su lado—. Joder, te sangra la
cabeza.
—¿De verdad? Bueno, al menos tengo la suerte de conservarla. Me
duele mucho la pierna y el pecho, creo que me he roto una costilla, o dos,
no sé —le dijo entre muecas.
—¿Podrás levantarte?
—Ayúdame y lo averiguaremos enseguida.
Gimió al incorporarse y gimió al caminar, o más bien renquear.
—Me parece que no me he roto la pierna por poco, pero duele, joder si
duele. Es como si me hubieran clavado varios hierros ardiendo —dijo
Ernesto—. ¿Y tú cómo estás?
—Algo magullada. Mejor que tú, eso seguro. Vamos —y le pasó la
mano por encima del hombro.
—¿Y la moto? —preguntó Ernesto.
—Olvídate de ella. Ha salido disparada por el barranco.
Siguieron yendo cuesta abajo, trotando y sufriendo, sin detenerse.
—La próxima vez… que te diga que frenes… hazlo —dijo Nadia.
—¿No querías que te llevara en moto? Así te lo pensarás la próxima
vez…
—¿Te parece que es momento de bromear?
—Me parece que nuestros momentos de bromear se han acabado. O lo
hago ahora o ya no lo haré jamás.
Nadia tragó saliva, lo agarró fuerte, y siguieron caminando durante
varios minutos hasta que al doblar una ladera surgió la casona.
Afuera se veía, lejana, la silueta de Takashi practicando con la espada.
Nadia comenzó a llamarlo a voces y durante unos segundos Takashi los
contempló confundido. Sin duda no esperaba verlos de vuelta. Julia y
Khalid surgieron de la casa.
Takashi se quedó con el chico y Julia corrió para socorrerles.
—¿Qué ha pasado? ¿Han atacado al grupo? ¿Y los niños? —preguntó
Julia, en avalancha, justo antes de llegar hasta ellos.
Cogió a Ernesto por el otro lado y entre las dos lo llevaron
prácticamente en volandas.
—El grupo está bien, de momento, quienes tenemos problemas somos
nosotros. Cientos de los Muertos están a punto de llegar por la carretera.
Cuando le preguntaron por su hija ella negó con la cabeza y ellos
entendieron o creyeron entender que había sucedido.
En cuanto se unieron a Khalid y a Takashi les explicaron lo que habían
visto desde lo alto del risco y como habían descendido por la carretera hasta
tener el accidente.
—Si huimos nos alcanzarán, acabarán con nosotros, y después irán a
por los demás supervivientes. Tenemos que entrar en la casa y tapiar puertas
y ventanas. Resistir todo lo que podamos —dijo Julia, intentando parecer
segura de lo que acababa de proponer, aunque la última frase descendió en
la entonación, como si hubiera calculado las posibilidades de conseguir
llevar a término el plan y hubiera descubierto que les sería más fácil ganar
la lotería.
—Ayer por la tarde tuve mucho tiempo para pensar —dijo Takashi con
calma.
—Takashi, no tenemos tiempo para esto. ¿De qué demonios estás
hablando? —preguntó Julia con impaciencia.
—Pensaba que aquellas escaleras de allí son muy estrechas.
En ese momento estaba mirando la estructura esquelética e inacabada
del edificio que había frente a la casona, al otro lado de la carretera. El
edificio se elevaba con sus tres plantas desnudas de paredes. Después, miró
a cada uno de ellos y en todos los rostros se veía reflejada una confusión
rayana a la desesperación. En todos excepto en el del muchacho. Sus ojos
contenían un brillo oscuro e inteligente.
— Solo cabe una persona a la vez por esas escaleras —dijo Khalid con
frialdad.
—Chico listo —le confirmó Takashi, y para enfatizar de lo que estaba
hablando colocó sus palmas de las manos a escasa distancia una de la otra
—. Es un paso estrecho. Como en Termópilas.
Julia miró el edificio y comprendió: —No, eso es una locura.
Tendríamos ventaja, pero estaríamos atrapados.
—Sí, pero en la casa también estaríamos atrapados —contestó Takashi
con una amplia sonrisa a quién no pareció importarle ese detalle—. Resistir
es una locura, pero allí, es una locura que puede funcionar.
—Creo que en la batalla de las Termópilas murieron todos —dijo
Ernesto, agorero, cuya única referencia para esa afirmación se apoyaba en
la película 300.
Por la carretera comenzaron a surgir, dispersos en una carrera constante,
un puñado de Muertos. Tras ellos, a cierta distancia, unas decenas. Y
después, aglomerados en tropel, varios cientos.
—¡Rápido! Coged cualquier cosa que podáis usar como arma…
Capítulo 15: Sombra
Antes de nada, déjame darte las gracias por acompañarme en esta nueva
aventura. Escribir Los nuevos vivos, esta segunda parte de Crónicas del
Homo mortem, ha sido todo un desafío.
Por una parte, están las exigencias personales. Al ser la continuación de
otra novela deseaba que, como mínimo, la obra estuviera a la misma altura
que su predecesora. El problema radicaba en que ya no podía contar con la
baza de presentar un escenario desde cero, ni unos personajes desconocidos.
Esto ha hecho que tenga que redoblar esfuerzos por hilvanar una serie de
acontecimientos que, al mismo tiempo, fueran ágiles, conservaran el tono,
respondieran a ciertas cuestiones, hicieran avanzar el conjunto de la trama,
y preparan el terreno para la tercera y última parte de la serie. Creo haber
cumplido con todos esos objetivos.
La otra razón de que supusiera un desafío fue que la historia se me fue
de las manos; en el mejor de los sentidos. Quiero decir que la historia cobró
vida propia conforme la escribía, independientemente de lo que yo tuviera
planeando. Los personajes hacían cosas y se metían en líos que al final me
obligaron a adaptarme a esas circunstancias. Circunstancias que por otro
lado han conducido a la muerte prematura de algunos de ellos. Ojalá
hubiera podido ser de otra forma, pero cambiar ciertas escenas habría
atentado contra la propia historia. En cualquier caso, he disfrutado, sufrido,
reído y me he conmovido en muchas de las escenas, y espero que tú
también puedas disfrutar con ellas.
Llegado a este punto me gustaría hacer un inciso para recordarte que
como autor independiente dependo mucho de la valoración de los lectores.
Gracias a las reseñas la obra adquiere mayor visibilidad, difusión. Me
ayudarías mucho a seguir creciendo como escritor si compartieras una
valoración (aunque sea breve) en la página de Amazon de Los nuevos vivos
donde adquiriste el libro.
Por último, quiero agradecer a mi esposa su infinita paciencia y apoyo
durante la escritura de esta novela. Le tengo que construir un monumento o
algo. También quiero darle las gracias a Carlos NCT por esa portada tan
terrorífica y evocadora, que encaja en la historia como un guante. Y, por
supuesto, quiero agradecer el apoyo de los lectores. Gracias a las redes
sociales he podido conocer a mucha gente maravillosa que ha estado ahí,
leyendo, animándome, compartiendo sus opiniones, riéndonos con
tonterías, y, en definitiva, disfrutando con la literatura, las series, los
zombis, el terror, la fantasía y todas estas cosas que le dan sabor a la vida.
Gracias a todos por estar ahí.
Dónde encontrarme