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Estigma de Horror - Burton Hare

Y era allí donde estaba el horror que le había paralizado al entrar, porque encima del camastro reposaba el cadáver de un hombre en plena descomposición. El hedor era nauseabundo; un hedor extraño y repugnante que le produjo náuseas. No pudo evitar un vivo sobresalto. Forzando su voluntad, se obligó a mirarlo otra vez.

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Estigma de Horror - Burton Hare

Y era allí donde estaba el horror que le había paralizado al entrar, porque encima del camastro reposaba el cadáver de un hombre en plena descomposición. El hedor era nauseabundo; un hedor extraño y repugnante que le produjo náuseas. No pudo evitar un vivo sobresalto. Forzando su voluntad, se obligó a mirarlo otra vez.

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Y era allí donde estaba el horror que le había paralizado al entrar,

porque encima del camastro reposaba el cadáver de un hombre en


plena descomposición. El hedor era nauseabundo; un hedor extraño
y repugnante que le produjo náuseas.
No pudo evitar un vivo sobresalto. Forzando su voluntad, se obligó a
mirarlo otra vez.
La cabeza estaba inmóvil, por supuesto. Suspiró, aliviado. Pero
entonces, y sin lugar a dudas, captó el apenas perceptible vaivén del
pecho.
¡El cadáver empezaba a respirar!
Ya no tenía dudas. El escuálido torso del cadáver se movía. Muy
débilmente, pero respiraba, como si volviera a la vida después de
haber permanecido muerto una eternidad.
Evans se mordió el labio con fuerza porque sentía tremendos deseos
de gritar. Luego, recordó que en una funda axilar llevaba su revólver
de reglamento y hundió la mano bajo la solapa.
Fue todo lo que hizo; algo terriblemente duro le golpeó en la nuca y
todo pareció estallar a su alrededor.
Cayó hacia delante, de bruces. Pero mientras caía, mientras se
hundía en los abismos de la inconsciencia, aún percibió
borrosamente el lento movimiento de la cabeza del cadáver, que
giraba hacia él, mirándole con un solo ojo inmensamente abierto… y
con el otro vacío, negra cavidad que parecía hundirse hasta las
profundidades del cráneo…
Burton Hare

Estigma de horror
Bolsilibros: Selección Terror - 52

ePub r1.0
Titivillus 22.02.15
Título original: Estigma de horror
Burton Hare, 1974
Diseño de cubierta: Alberto Pujolar

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2
1

Conducía bordeando la costa en medio de la niebla, tan espesa


que los faros especiales apenas podían disipar el trecho necesario
de visibilidad para manejar con cierta seguridad.
A causa de esto, su velocidad no era muy rápida y eso le permitió
reaccionar con serenidad cuando la figura surgió de la cuneta y
quedó inundada por los faros.
Era un hombre cubierto por un abrigo deshilachado, casi
convertido en jirones sucios, y con la cabeza cubierta por una gorra o
algo semejante.
Matt hundió el freno maldiciendo al mismo tiempo. La inesperada
aparición atravesó la carretera como si la presencia del coche que se
le venía encima apenas le importara y desapareció al otro lado, entre
la niebla.
Pero antes de hundirse en la espesura ladeó la cabeza como si
quisiera mirar con cierto desprecio al vehículo.
Y entonces Matt vio vagamente su rostro.
Y sintió un extraño frío en los nervios, porque tuvo la fugaz visión
de que aquél no era un rostro humano.
Claro que podía haber sido fruto de su nerviosismo, el mismo
nerviosismo que le había impulsado a salir en una condenada noche
tan mala.
Continuó adelante, pensando en lo que creyó haber visto. Se dijo
una y otra vez que era absurdo que sintiera aquel estremecimiento
por algo tan fugaz como la brevísima visión del desconocido.
Estaba repitiéndose eso una vez más cuando otra figura saltó
literalmente de la oscuridad y se plantó en mitad de la carretera.
Matt gritó, lleno de alarma y furia. Por dos veces iba a tener que
sortear a un loco suicida.
La figura estaba ahora plantada en mitad del húmedo asfalto. No
trataba de pasar al otro lado de la carretera, sino que permanecía
allí agitando los brazos.
Los frenos aullaron y el coche se bandeó de un lado a otro. La
figura saltó en el último instante apartándose de la trayectoria que
casi le aplastó y Matt, lleno de ira, detuvo el auto casi treinta metros
más allá.
Puso marcha atrás, pero la figura ya volaba hacia él como si la
persiguieran todos los diablos del infierno.
Por un instante, Matt Brady pensó que quizá fuera parecida a la
primera que apareciera, con aquel rostro de pesadilla…
Luego, cuando abrió la portezuela y ella saltó al interior, sus
temores se desvanecieron.
Era una muchacha, y aunque su cara estaba contraída por el
terror, era muy bonita, y tenía unos ojos intensamente azules.
—Bueno, ¿está usted loca? —exclamó—. Estuve a punto de
aplastarla…
—Temí que no se detuviera en una noche como ésta…
—¿Por eso sólo arriesgó la vida?
Ella sacudió la cabeza. Se arrebujaba en un abrigo delgado que
mantenía apretado contra el pecho, cerrado hasta el cuello.
Temblaba con inquietante violencia.
—¡Vámonos, por favor! —suplicó—. No se quede aquí.
Él reanudó la marcha y masculló:
—Debería propinarle una tanda de azotes… Me ha dado un susto
de muerte.
—¿Qué sabe usted de sustos? —musitó la muchacha.
—¿Qué quiere decir?
—He visto a la muerte esta noche —soltó de pronto, como
librándose de un gran peso.
—¿Qué dice?
—He visto a la muerte. Y he escapado de ella… Por eso huía de
ese modo… ¡Oh, Dios!
Repentinamente sus nervios le fallaron. Estalló en sollozos y se
cubrió la cara con las manos, todo el hermoso cuerpo sacudido por
violentos espasmos de terror.
—Cálmese —dijo Matt, impresionado—. Aquí está a salvo.
El abrigo, falto de sujeción, se abrió en parte. Matt Brady se
quedó boquiabierto al ver los hermosos senos de la muchacha, y los
jirones de sus ropas interiores. También, fugazmente, creyó distinguir
oscuros arañazos en la blanca piel del busto.
Por primera vez empezó a preocuparse realmente.
—Tranquilícese —murmuró, devolviendo la atención a la negra
carretera.
Ella continuó sollozando, sin poder contener los violentos
estremecimientos que la sacudían. Sin embargo, él notó como poco
a poco cedía la violencia del llanto y del terror, hasta que al fin
separó las manos del rostro y susurró:
—Creo que voy a volverme loca…, no sé lo que ha sido real y lo
que me parece una pesadilla… Era monstruoso…, y sus manos
como garras…, sólo los huesos…
Matt Brady salió de una cerrada curva y remontó el altozano que
se alzaba sobre el mar. Un viento frío y violento se levantó de
repente llevándose la niebla a empujones.
—¿De qué condenada cosa está hablando? —gruñó.
—Del… del monstruo… o el muerto, o lo que fuera aquella cosa.
Él sacudió la cabeza. La niebla, como pedazos de un inmenso
sudario, estaba siendo barrida por el viento, que ahora aullaba con
violencia.
Allá abajo apareció la oscura inmensidad del mar, y en lo alto las
estrellas empezaron a brillar de pronto, como luces que se hubieran
encendido repentinamente.
—Va a desencadenarse una tormenta de viento —dijo entre
dientes, notando cómo todo el coche se estremecía a cada embate
de las ráfagas huracanadas—. ¿Cómo se llama usted, muchacha?
—Alice.
—Un bonito nombre. Yo me dirijo a Fairhaven. ¿Le va bien?
—Sí…
—¿Fue esa cosa que usted dice quién le produjo esos arañazos?
Ella se sobresaltó al darse cuenta que llevaba el busto casi al
descubierto. Se arrebujó en el abrigo y musitó:
—Sí.
—¿Qué hacía usted en un paraje tan inhóspito como aquél? Que
yo sepa, no hay ningún pueblo en las cercanías.
—Había huido de… Pero ¿por qué me hace tantas preguntas,
quién es usted?
—Matt Brady. Soy médico, si eso ha de tranquilizarla. ¿De dónde
huía usted cuando ese tipo la ha sorprendido?
—¿Tipo? Usted no comprende… Temo que nadie querrá
creerme… Le digo que no era humano.
—Vamos, vamos, los fantasmas no existen, Alice. Ya es usted
mayorcita para creer en aparecidos y todas esas cosas.
Ella se estremeció.
—Nadie me creerá…
—Si sigue diciendo tonterías, desde luego que no. Debe existir
una explicación lógica para lo que ha sucedido. No hay nada en este
mundo que no tenga explicación perfectamente lógica.
Esta vez, la muchacha no replicó. Tenía la mirada fija en el
parabrisas, como si la negrura del asfalto que se deslizaba
rápidamente ante el coche le fascinara.
El viento había arreciado. Era tan violento que Matt necesitaba
dedicar toda su atención y pericia a conducir para evitar que el coche
saliera despedido de la carretera.
El mar, agitado allá abajo, espumeaba contra el roquedal. Al
fondo, destacando en medio de la negrura del agua, chispeaban las
lejanas luces de las islas Elizabeth, a mitad de camino de Martha’s
Vineyard.
—Afortunadamente falta poco para llegar —masculló, inquieto—.
De lo contrario, habríamos de buscar refugio en alguna parte. Va a
ser una de las peores tormentas del año, seguro.
—¿Cómo lo sabe?
—¿No advierte cómo se bambolea el coche, y con qué intensidad
brillan las estrellas? Será casi un huracán, ya lo verá… y no tardará
mucho en llegar a su apogeo…
—¡Allí está la ciudad!
Era cierto. Al salir de una curva aparecieron las luces de
Fairhaven, adonde llegaron poco después.
Él ladeó la cabeza y preguntó:
—¿Adónde quiere que la lleve?
Ella miró por la ventanilla. Las calles estaban desiertas, barridas
por el vendaval.
—A la policía… Quiero denunciar lo que me ha sucedido.
—Me parece muy bien. Si hay un demente sexual suelto por
estos contornos, debe ser detenido cuanto antes.
Ella sacudió otra vez la cabeza, impaciente.
—Continúa usted creyendo que he sufrido alucinaciones, ¿no es
cierto?
—Creo que ha sido asaltada. Lleva usted las ropas interiores
hechas trizas, y arañazos que han sangrado en su piel. Eso sí lo
creo.
—Usted…, usted es médico.
—Sí.
La muchacha pareció a punto de añadir algo más, pero al fin
apretó los labios y no lo hizo.
Matt insistió:
—¿Qué iba a decir? Vamos, confíe en mí. Un médico jamás
revela una confidencia de un paciente.
—No es una confidencia.
—Sea lo que sea, dígalo. Tal vez después se sentirá usted mejor.
Dobló una esquina. Al fondo de la calle, destacando en la
oscuridad, brillaba el globo blanco del edificio policíaco.
—Era una pregunta absurda —murmuró la muchacha al fin, con
voz vacilante—. Es mejor que lo olvide.
—De todos modos me gustaría oír esa pregunta.
—Se reiría usted de mí.
—Es demasiado hermosa para que nadie se ría de usted.
Alice echó la cabeza hacia atrás, apoyándose en el respaldo del
asiento y cerró los ojos.
—Doctor…
—Adelante.
—¿Cree usted que un cadáver pueda salir de su tumba?
Él dio un respingo.
Sin embargo, no se rió como fuera su intención primera.
Súbitamente recordó la fugaz aparición del desconocido en medio de
la carretera y por alguna extraña razón sintió un frío glacial en el
cuerpo.
—¿No me responde?
—Mire, se han dado casos de sepultar a una persona sin que
estuviera realmente muerta…
—No me refería a eso.
—Entonces, le diré que no.
—No obstante, yo he visto…
—Siga.
—¿Para qué? Lo contaré a la policía, se reirán de mí y no habré
avanzado un paso. Es mejor dejarlo.
—¿Era un hombre con el rostro huesudo quién la ha atacado?
Ella abrió los ojos y ladeó un poco la cabeza para poder verle.
—¿Huesudo? —soltó un amargo quejido y añadió—: Parte de su
rostro era puro hueso… Hueso, ¿comprende? La piel había
desaparecido… Estaba en descomposición…, era…, era…
monstruoso.
—¿Llevaba un abrigo hecho jirones y una gorra?
Esta vez la muchacha se enderezó de golpe.
—¡Usted lo ha visto! —estalló—. ¡Lo ha visto también!
—Bien, ha sido un instante tan sólo, cuando ha cruzado la
carretera delante de mi coche, poco antes de encontrarla a usted.
Apenas he podido distinguir nada concreto de él…
—¡Le digo que era un cuerpo en descomposición!
—Eso es imposible… Bueno, ya hemos llegado.
Detuvo el coche junto a la acera. El viento, en las calles, rugía
con redoblado estruendo.
Ella alargó la mano y le sujetó por el brazo.
—Espere un minuto…
—¿Sí?
—Usted…, usted declarará eso a la policía, ¿verdad?
—No tengo inconveniente, aunque no veo de qué le servirá.
—Por lo menos, su testimonio demostrará que no estoy loca. Se
verán obligados a tomarlo en consideración porque usted es
médico…
—Pero no podré declarar que he visto un cadáver en
descomposición andando por la carretera. ¿Se da cuenta?
—Dígales sólo lo que realmente haya visto. Eso será suficiente,
doctor.
—Mucho me temo que no.
Abrió la portezuela y ambos se apearon.
Una ráfaga de viento les hizo trastabillar. Matt rodeó a la
muchacha con su brazo, ayudándola a cruzar la acera hacia la puerta
iluminada, que atravesaron apresuradamente.
Aquel interior cálido, lleno de luz y de hombres sólidos y macizos
fue como un remanso, un refugio seguro en el que guarecerse de
temores y pesadillas.
2

El comisario Peters era un individuo alto y recio como una roca.


Paciente, tenaz, había escalado puestos en su carrera de policía a
base de esfuerzos y lógica mental.
Quizá por eso escuchó el relato de la muchacha con aquella
expresión de disgusto en la cara.
Después gruñó:
—Muertos que andan, cadáveres en descomposición… ¿Cree
que soy idiota, señorita?
—Ya sabía que no me creería usted.
—Nadie en su sano juicio puede creerla. ¿No es cierto, doctor?
Matt se encogió de hombros.
—Naturalmente, los muertos no suelen abandonar sus sepulturas,
que yo sepa. No obstante, esta mujer ha sido asaltada, y el tipo que
yo he visto fugazmente en la carretera, reconozco que podía inducir
a una muchacha asustada a creer que era de otro mundo.
—¿Cómo era? —bufó el comisario, impaciente.
—Tenga usted en cuenta que sólo he visto una figura borrosa. Se
envolvía en un abrigo hecho trizas y llevaba una gorra oscura. Su
rostro…, bueno, ahí es donde no estoy muy seguro de lo que he
visto.
—Un médico debe saber a qué atenerse en estas cosas, digo yo.
—Comisario, había niebla y las luces del coche apenas me
permitían ver más allá de mis narices. Bien, la cara del hombre me
ha parecido huesuda…, descarnada casi. Pero le repito que no la he
podido atisbar ni siquiera un segundo.
—¿Diría usted que esa cara era puro hueso, como afirma esta
muchacha?
Matt dirigió la mirada a la abatida Alice. Sonrió.
—Era huesuda —repitió—. Reconozco que en el instante de
verle, ese hombre me ha producido un escalofrío. Había algo en él
que inducía a pensar en esos cuentos de horror que se publican en
las revistas especializadas. No obstante…
—No obstante, estamos ante un caso de maníaco sexual —le
interrumpió el comisario—. Y pensándolo bien, no sé qué es peor, si
un loco de este tipo o un fantasma. En cuanto se corra la voz tendré
todo el condado alborotado y a la gente echándose encima. ¿En qué
lugar exactamente sucedió esto, señorita?
Alice, desalentada, musitó:
—Antes de la cuesta del acantilado sobre Buzzards Bay… En la
arboleda.
El comisario enarcó las cejas. Sus ojos adquirieron una expresión
más dura al preguntar:
—¿Tiene inconveniente en decirme qué infiernos estaba usted
haciendo allí en una condenada noche como ésta?
La muchacha se estremeció. Su mirada desamparada se fijó un
instante en Matt Brady como si esperara de él alguna ayuda.
—Ésa es otra historia —murmuró.
—¿De veras? Y supongo que será tan increíble como la otra.
La voz sarcástica del comisario hizo que la muchacha se
enderezase, indignada.
—No sé si lo creerá usted —dijo—, pero si conoce a Paul Gauge
forzosamente le dará crédito.
Peters lanzó un sordo gruñido.
—Gauge, ¿eh?
—Sí.
Matt terció:
—¿Quién es ese individuo, comisario?
—El heredero de una familia degenerada, ni más ni menos. Pero,
desde luego, no se parece en nada a un cadáver andante. Es
perfectamente sólido, que yo sepa.
Alice sacudió la cabeza.
—No lo entiende. Acudí a su casa. Ofrecían un empleo de
secretaria. Me llevó el chófer de los Gauge. Luego, las cosas se
complicaron. Yo no sabía que un aristócrata pudiera comportarse
como un sucio rufián, de modo que hui de aquella horrible casa
cuando él se negó a mandar al chófer que me devolviera a la
ciudad…
—Ya veo… Paul Gauge la atacó, ¿no es eso?
—Sí…
—Y los desperfectos de su ropa y todo lo demás…
Ella le atajó con un gesto violento.
—¡No, no! Él sólo me desgarró el vestido… Todo lo demás ha
sido obra de ese…, ese monstruo que me sorprendió en la
arboleda…
Peters la miró como si descara abofetearla.
—Está bien, un monstruo y todo lo que usted quiera. ¿Cómo
piensa formular la denuncia, acusando a Gauge o a un cadáver
viviente?
Alice se estremeció.
—No lo sé… ¡Oh, Dios! ¿Es que nadie va a creerme?
—Yo no, por supuesto —aseveró el comisario—. Hágame un
favor, ¿quiere? Denuncie a Gauge, aunque no servirá de nada. O a
un individuo desconocido… Le buscaremos y quizá tengamos
suerte…
—¿Por qué dice que no servirá de nada denunciar a Gauge?
—Porque esa familia es intocable. Ya sabe, doctor; influencias,
dinero, poder… Una vieja historia familiar que arranca de los
primeros colonizadores. Sus antepasados fundaron el estado.
Massachusetts es, en parte, obra de los primeros Gauge que se
establecieron aquí. Pertenecen a la más rancia aristocracia de
Boston, pero por alguna razón tanto la vieja como el heredero
prefieren vivir en esa monstruosidad de casa que se alza sobre la
colina, no lejos del acantilado.
—Entiendo.
—Así que, señorita, ¿sigue pensando en presentar una denuncia?
—Desde luego que sí.
El comisario suspiró.
—Está bien, como guste. Necesitamos hacer constar qué heridas
ha recibido usted… Afortunadamente, tenemos aquí un médico. ¿Le
importaría reconocer a la señorita, doctor, y dictar después un
informe técnico?
—Lo haré con gusto, naturalmente.
—Pasen a ese despacho de ahí al lado. Está vacío y nadie les
molestará. Y si encuentra usted pistas de un cadáver que haya
decidido salir a dar una vuelta, dígamelo, doctor.
Soltó un juramento y cerró la puerta del despacho contiguo.
Matt encendió un cigarrillo y le ofreció a la muchacha.
—Tome, le tranquilizará.
Encendió otro para él. La muchacha murmuró:
—Ya sabía que no me creerían…
—Debe reconocer que es fantástico lo que pretende que crean.
Bueno, cuando quiera.
Tras un ligero titubeo, Alice se quitó el abrigo.
Fuera del abrigo estaba prácticamente desnuda, porque lo que
quedaba de sus prendas íntimas eran puros harapos.
—¿Y su vestido? —preguntó Matt.
—Se quedó en casa de los Gauge, naturalmente.
—Ya veo…
—Sólo tuve tiempo de atrapar el abrigo cuando escapé… Todo lo
demás me lo hizo el…, ese…
—Olvídelo. Veamos esos arañazos… Han sagrado demasiado.
La examinó durante unos instantes, constatando cuán profundas
eran aquellas heridas, causadas sin ninguna duda por afiladas uñas.
—Hay que desinfectarlas y curarlas —murmuró—. Supongo que
habrá un botiquín en alguna parte… Mire, acabe de quitarse esos
trapos, mientras yo voy a buscarlo y la curaré antes de que se le
infecten.
Ella asintió, las mejillas arreboladas y los ojos asustados brillando
azorados.
Matt le sonrió amistosamente y salió.
El comisario estaba sentado detrás de su mesa, hablando con
uno de sus hombres.
—¿Ya terminó, doctor?
—Todavía no. Tiene heridas muy profundas y hay que hacer una
primera cura. ¿Tienen ustedes un botiquín a mano?
—Por supuesto. Tráelo, Jolby.
El detective salió. Matt iba a decir algo más, cuando del
despacho contiguo surgió un alarido espeluznante, agudo y terrible,
como ninguno de los dos había oído en su vida.
El comisario brincó fuera del sillón y ambos se precipitaron hacia
la puerta.
Alice estaba acurrucada en un ángulo de la estancia, el rostro
desencajado y una mirada extraviada en sus ojos inmensamente
abiertos, temblando espasmódicamente.
—¿Qué diablos le sucede? —bufó el comisario.
Ella señaló al suelo, incapaz de hablar.
Matt se inclinó, perplejo. Sólo veía los restos de un sujetador
lleno de encajes, desgarrado de mala manera.
—¿Y bien? —Se impacientó el comisario.
—En… el tirante…
De un zarpazo, el policía tomó el sujetador. Su boca se abrió
como si fuera a decir algo ocurrente y, de pronto, se quedó rígido.
—¡Cuernos! —barbotó—. Mire, doctor.
Matt miró.
Y también sintió un escalofrío.
Hincada en una desgarradura, aparecía una larga uña, sucia y
carcomida.
—¡No la toque!
El comisario detuvo el ademán y gruñó:
—¿Por qué no? Tenemos una uña de ese bastardo y…
—Fíjese en ella.
—Ya la veo. Es una uña, simplemente.
—¿Ha visto usted que a alguien le arranquen una uña y no haya
en ella ni una gota de sangre?
El comisario arrugó el ceño, más perplejo cada vez.
—Pues es cierto… No hay sangre. Pero si hay algo aquí… Tierra,
si no me equivoco. ¿Tierra?
Instintivamente soltó el sujetador y gruñó:
—Acabaré creyendo en aparecidos… ¿Qué demonios significa
esto, doctor?
—No me lo pregunte a mí… todavía.
Sacó un pañuelo y con él recogió la uña, procurando que no se
desprendiera de ella ninguna partícula de tierra. Luego, se acercó a
la luz y la examinó con suma atención.
—Bueno, doctor… ¿Qué quiere decir?
Matt se volvió. Su rostro estaba ahora crispado, intensamente
pálido.
—A simple vista, comisario, yo diría que esta uña ha sido
arrancada de un cadáver.
—¿Se ha vuelto loco también?
Alice dio un grito y se desplomó, inerte.
El comisario la levantó en brazos. Era asombrosamente hermosa,
y a pesar del horror de aquel instante, la miró con más atención de la
correcta.
Tras depositarla en el sillón que había detrás de la mesa, la
cubrió con el abrigo y se volvió:
—¿Entendí bien lo que dijo, doctor?
—Es sólo una impresión. La raíz de esta uña está muerta,
comisario, cosa que explicaría por qué no sangró al ser arrancada.
Claro que solamente el laboratorio podrá concretar, pero…
—Éste es un asunto de locos, ¡maldita sea!
Tomó el pañuelo y la uña y por un instante estuvo mirándola como
fascinado.
—Creo que voy a tener pesadillas durante una temporada. La
mandaré al laboratorio inmediatamente. Espero que ellos nos aclaren
semejante despropósito.
Unos golpes en la puerta le hicieron dar un respingo.
—¡Entre!
El agente Jolby penetró en el despacho trayendo el botiquín de
urgencia. Se quedó muy asombrado al ver a la muchacha
desvanecida.
—Jolby, toma esto y envía a alguien al laboratorio de medicina
legal. Quiero un examen completo de esta uña.
Con cierta repugnancia, el agente tomó el pañuelo y asintió,
abandonando el despacho.
—Ocúpese de ella, doctor. Tengo la impresión de que voy a tener
más complicaciones de las que pudiera desear con todo este lío.
Salió también apresuradamente y en el pequeño despacho reinó
un pesado silencio. Un silencio que el aullido del viento al otro lado de
la ventana turbaba de modo incesante, como si fuera una larga
queja, un lamento agudo y estremecedor, que quisiera penetrar en el
misterio que se había desencadenado en una noche realmente de
infierno.
Matt tomó el botiquín y rodeó la mesa.
Fugazmente, una sombra atravesó ante la ventana. Una sombra
más oscura que la noche.
Con un juramento, el médico se precipitó hacia los cristales, pero
el exterior estaba demasiado oscuro para ver nada.
Sin embargo, no le cabía duda de que había visto una sombra
humana alejarse de la ventana.
¿Humana?
Matt ya estaba dispuesto a dudar incluso de sus propios
sentidos.
Abrió los batientes y una racha de viento huracanado le empujó
hacia atrás. Inclinándose, trató de penetrar la negra oscuridad, pero
era imposible ver nada más allá de la mancha de luz que se
derramaba del ventanal abierto.
Volvió a cerrar en el instante en que Alice recobraba el
conocimiento, de modo que dedicó todo su interés a la muchacha y
no mencionó en absoluto la fugaz aparición que viera espiándoles a
través de los cristales.
Eso quizá fue un error por su parte.
3

El agente Wood salió a la calle, encorvado para resistir los


embates del viento. Ahora ya no brillaban las estrellas, porque
densos nubarrones, empujados por el vendaval, se apelotonaban
haciendo más impenetrable si cabe la oscuridad.
Wood era un muchacho joven, recién ingresado en la policía.
Había cursado una solicitud para realizar un cursillo de
adiestramiento en la academia de Quantico, sede del FBI.
Si le aceptaban, estaba seguro de que su carrera daría un gran
paso adelante. Quería distinguirse, ascender, trabajar en alguna gran
ciudad donde pudiera poner de manifiesto sus dotes innatas de
policía hábil.
En Fairhaven no tendría jamás oportunidad de destacarse. En un
lugar pequeño que sólo se animaba un poco en verano, pocas
posibilidades tendría de crearse un nombre y una fama.
En las grandes ciudades existen también grandes medios de
investigación. Por ejemplo, los laboratorios, bien equipados, con
especialistas. No como en este lugarejo, donde el laboratorio policial
era simplemente la farmacia.
Su mente llena de fantasía imaginaba ya a los peritos y químicos
del FBI poniéndose a trabajar en aquella repugnante uña y sacando
de ella toda una completa historia.
En cambio, el farmacéutico, aunque poseyera el título de químico,
estaba seguro que se limitaría a salir del paso y asunto concluido.
Torció una esquina, maldiciendo al viento y la oscuridad.
Le pareció que tras de él resonaban unos pasos extraños,
pesados y torpes. Se detuvo, intrigado, y aguzó el oído.
Sólo captó el aullido del viento precipitándose entre los edificios.
Disgustado prosiguió su camino. La farmacia no estaba muy lejos.
Bueno se iba a poner el farmacéutico cuando le sacara de la cama…
De nuevo, los pasos extraños resonaron en medio del ulular del
viento. Wood se volvió, más intrigado cada vez. No pudo distinguir
nada.
Su oído escuchó entre el estruendo del viento, al que ahora se
mezclaba el alarido del mar embravecido percutiendo contra la costa
rocosa.
No obstante, casi estaba seguro de haber oído pasos a sus
espaldas, muy cerca. Siguió quieto, tenso, y por un instante sintió
incluso un oscuro temor a algo desconocido.
Después, diciéndose que un futuro alumno de Quantico estaba
haciendo el ridículo, prosiguió su camino apresuradamente.
Vio la farmacia al otro lado de una plazoleta. Los jardines batidos
por el viento emitían sordos crujidos y alguno de los arbustos se
había quebrado.
Respiró con alivio cuando vio la luz en una ventana del piso sobre
la farmacia. No tendría que soportar las quejas del farmacéutico,
después de todo.
Se internó por la plazoleta, entre los macizos setos que la
tormenta sacudía.
Entonces, como si brotara de la tierra, aquella sombra saltó
sobre él con extraña agilidad.
Wood sintió una dura garra sujetarle por el cuello. Una fuerza
descomunal le dobló hacia atrás y antes de que pudiera reaccionar
recordando que llevaba un revólver en la funda, algo que brillaba en
la noche como una chispa de plata silbó en el aire antes de golpear
contra su pecho.
Emitió un sordo quejido. El cuchillo volvió a subir y a descender
como un rayo. Wood gorgoteó en medio de la orgía de sangre y
cuando aquel duro brazo le soltó, cayó de rodillas, mientras la hoja
de mortal acero le buscaba otra vez, y otra, con una saña
implacable, cual si el ser que la manejaba no se diera por satisfecho
más que cuando la sangre se hubiera convertido en un mar
burbujeante que el viento huracanado esparcía alrededor.
El agente Wood jamás asistiría a los cursillos de Quantico.

***

—Habrá de ingresar en el hospital —dictaminó el doctor Brady—.


No tanto por las heridas como por el shock nervioso que ha sufrido
esta noche.
Alice le miró. En sus grandes ojos seguía aleteando el miedo que
dominaba cada una de las fibras de su ser.
Por su parte, el comisario gruñó:
—Llévela al hospital, doctor. Nosotros iremos a dar un vistazo a la
arboleda porque si se pone a llover como anuncia el huracán, toda
posible pista se borrará.
—Me gustaría acompañarles, comisario. Podría indicarle dónde vi
aparecer al desconocido del rostro huesudo…
—Muy bien, lleve a la señorita y espéreme en el mismo hospital.
Les recogeremos allí.
—Gracias.
Ayudó a Alice a caminar hasta la salida. Todo el hermoso cuerpo
de la joven temblaba, envuelta en el abrigo.
—¿Más tranquila?
—No, doctor. Creo que ya nunca más podré olvidar esta
pesadilla.
—La olvidará, qué duda cabe. Es usted joven, bonita y llena de
vida. Olvidará —repitió, ayudándola a subir al coche.
Manejó con precaución, porque el viento tan pronto empujaba el
auto en una dirección como en otra.
—¿Va a dejarme usted en el hospital, doctor Brady?
—Naturalmente. La cuidarán bien, y yo la veré por la mañana. He
de operar a primera hora, ¿sabe?
—¿Es usted cirujano?
—Así es. Y trabajo en el hospital todos los días del año.
—No comprendo por qué, pero su compañía me infunde
confianza.
Él rió con buen humor.
—Ésta es la cualidad primordial de todo médico: infundir
confianza en los pacientes.
—Dígame una cosa…
—Adelante…
—Usted, doctor, ¿me cree?
—Bien, creo que ha sido asaltada por algún perturbado. De eso
no puede caber la más mínima duda. Pero si se refiere a haber sido
atacada por un ser de ultratumba, no. Soy médico, y me consta que
cuando una persona muere, ya jamás vuelve a la vida.
—Pero esa uña…, usted mismo dijo…
—Dije lo que me pareció evidente en aquel momento. Pero
pueden haber millares de razones por las cuales apareciera en su
sujetador destrozado. Incluso, alguien puede haberla utilizado para
sembrar el desconcierto.
Ella sacudió la cabeza de un lado a otro.
—No pudo clavarla allí intencionadamente… Luchamos
desesperadamente, doctor, ¿comprende? No sé cómo pude vencer
el terror y pelear hasta librarme de sus garras sin desmayarme, pero
le juro que aquel…, aquella cosa no pudo poner esa uña en mis
ropas. La perdió en la lucha, eso es todo.
Quizá sí.
—¡Debe creerme! Hasta que me crean y enfoquen este asunto
desde el ángulo acertado, no conseguirán acabar con la pesadilla.
¿No comprende que mañana puede ser atacada otra mujer, y quizá
ella no tenga tanta suerte como yo?
Matt permaneció callado unos instantes.
—Hablaremos mañana —decidió al fin—, cuando haya visto el
lugar de los hechos. Quizá queden huellas y podamos seguirlas antes
que la lluvia las borre.
Apenas volvieron a hablar antes de llegar al edificio hospitalario.
Los trámites fueron sencillos gracias al médico, de manera que la
muchacha quedó instalada en una habitación y en manos de los
especialistas.
Matt regresó al vestíbulo y pocos minutos después el coche del
comisario se detenía ante la entrada.
4

A la luz de potentes linternas eléctricas, no les fue difícil localizar


el lugar donde se había desarrollado la lucha de Alice con su
atacante.
Las hierbas estaban aplastadas, algunos arbustos rotos y
aparecían pedazos de las ropas interiores de la muchacha en las
ramas de los matorrales.
—No cabe duda de que ha sido una buena pelea —comentó el
comisario.
Matt, inclinado sobre el suelo, ayudado por la luz de una linterna,
masculló:
—Bueno, comisario; de cualquier modo, la tierra que había en la
uña no es de este paraje. Hay una gruesa capa de hierba, además
de que la tierra aquí es vegetal, negra y húmeda. Aquélla era tierra
seca.
—Ya he pensado en eso, doctor. Es algo que no comprendo. A
menos de creer que ese fulano había salido de una tumba realmente.
Dejó escapar una risita, pero en el silencio su risa sonó hueca y
seca.
El bosque era espeso y entre el follaje las ráfagas violentas del
viento aullaban como almas condenadas al fuego eterno.
—No comprendo cómo esa chica ha venido a parar a un lugar
como éste —comentó el comisario—. El camino que lleva a la
residencia de los Gauge está a un cuarto de milla de aquí.
—Se extravió, seguro. Sobre todo si advirtió que era perseguida
por el tipo que luego la atacó.
—Creo que haré una visita a los Gauge, de todos modos. Esa
familia siempre me ha intrigado, y nunca hasta ahora tuve un pretexto
para entrar en su horrible caserón.
—Pues ahora tiene uno inmejorable. La muchacha firmó la
denuncia contra Paul Gauge, así que habrán de cederle la entrada
les guste o no.
La voz del detective Jolby les interrumpió.
—¡Aquí hay algo, comisario! —gritó.
Se reunieron con él. El foco de su linterna alumbraba un matorral
espinoso. Entre sus espinos ondeaba un pedazo de gruesa tela
negra que el viento pretendía arrancar.
—Tela de abrigo —dijo Jolby.
—Ciertamente, y el hombre que yo vi llevaba un abrigo
desgarrado, hecho jirones.
—Acerca esa luz, Jolby.
El comisario arrancó el pedazo de tela y lo examinó
concienzudamente.
Cuando levantó la cara, estaba más pálido que antes.
—Tierra, doctor. Está sucio de tierra seca… como la de aquella
uña. Ese abrigo ha sido arrastrado por algún lugar seco de tierra
blanda. Un lugar como…
—Como una sepultura, ¿es eso lo que no se atreve a decir?
—¡Cuernos! ¿Cómo voy a decir semejante despropósito?
Jolby dijo:
—¿Alguien puede explicarme qué jeroglífico es éste? Un
sepulcro, la tierra seca y blanda… Maldito si entiendo nada.
—Lo sabrás cuando regresemos al despacho. Por el momento,
sigue buscando. Usted, doctor, lléveme al lugar donde vio la
aparición.
—No está muy lejos de aquí…
El comisario rastreó los alrededores de la carretera, allí donde el
hombre del abrigo desapareciera, pero sin obtener ningún resultado.
—Bueno, era confiar demasiado en la suerte —masculló, cuando
fueron a reunirse con el agente Jolby—. Ya nos sonrió lo suficiente al
poner en nuestras manos ese pedazo de tela.
—¡Calle!
—¿Por qué, hombre?
—¡Silencio, comisario!
Intrigado, se detuvo y escuchó también.
El viento amainaba, pero aún chillaba entre la arboleda. Pesadas
gotas de lluvia comenzaron a caer de pronto, repicando en el follaje.
—¿Y bien, doctor?
—Me pareció oír pasos detrás nuestro.
—¿Está seguro?
—Desde luego que no. El follaje amortigua el rumor, y el viento no
ayuda tampoco, pero juraría que alguien quebró una rama y al
moverse apresuradamente hizo ruido…
—Vamos a verlo…
Volvieron atrás, barriendo las sombras con sus linternas.
Encontraron una rama tronchada y la hierba con muestras de haber
sido removida, pero resultaba imposible saber si lo habían hecho
ellos mismos o no.
—Volvamos con Jolby —masculló el comisario—. Si continuamos
aquí acabaremos por creer en aparecidos, vampiros y fantasmas.
Vaya noche la que me están dando…
Regresaron al lugar en que tuviera efecto la lucha de la muchacha
con su agresor, pero no había ni rastro de Jolby ni de su linterna.
—¡Eh, Jolby! —gritó el comisario—. ¡Jolby!
—No puede andar muy lejos…
—¿Dónde diablos se habrá metido? ¡Jolby!
No obtuvo respuesta. Los dos hombres se miraron, perplejos.
Peters gruñó:
—Ni siquiera se distingue el brillo de su linterna.
—No lo comprendo…
—Yo tampoco. ¡Jolby! —rugió—. ¡Condenación! ¿No me oyes?
¡Jolby!
—Es inútil. Debe haberse alejado más de lo que pensó y el viento
se lleva su voz en otra dirección, comisario.
—No me gusta esto, doctor…
—¿Está poniéndose nervioso también?
—Quizá, pero este paraje me produce escalofríos. ¡Jolby!
Escucharon impacientes. La lluvia se hizo más espesa, repicando
en el bosque como sobre el parche de un tambor.
—Nos vamos a calar hasta los huesos —rezongó Peters—. Y ese
idiota sin aparecer.
—Quizá encontró un rastro y está siguiéndolo…
—Si es así, su obligación era llamarme y esperar. Vamos a
buscarle, doctor. Me va a oír cuando le encuentre.
Sólo que no le oyó, ni mucho menos. Lo encontraron tendido
entre los árboles, no muy lejos del lugar de la lucha. Tenía la cara
hundida entre la hojarasca y la sangre brotaba de una enorme herida
que casi le partía la cabeza por la mitad.
El comisario lanzó una retahíla de juramentos, mientras Matt se
arrodillaba para reconocer a Jolby.
—No está muerto aún —gruñó—, pero no creo que dure mucho…
—¿Por qué, condenación, por qué? —masculló Peters, lleno de
ira.
—Ayúdeme a llevarlo al coche, comisario, pero tenga cuidado de
no moverle la cabeza.
Lo trasladaron al auto de la policía. Matt le tendió en el asiento
posterior y él se acurrucó junto al inerte Jolby.
—Conduzca usted, comisario, y aprisa.
—Falta el trozo del abrigo. Se lo quedó Jolby cuando…
—¡Al diablo con el abrigo! Este hombre está muriéndose…
La lluvia inundaba la carretera, pero a pesar de la lluvia y el
viento, Peters condujo de un modo suicida, sin dejar de mascullar en
todo el camino hasta el hospital.
Lo que el comisario no podía imaginar era que sus
preocupaciones de esa noche no habían hecho más que empezar.
5

El reloj señalaba las dos y media de la madrugada cuando el


comisario entró en su despacho. Se juró una vez más que si
conseguía echar el guante al individuo que había golpeado a Jolby, le
haría tragar todos los dientes.
Sólo que eso no le llevaba a ninguna parte. Pensó en acostarse,
pero el endiablado asunto le inquietaba de tal modo que al fin
descolgó el teléfono y llamó a la farmacia.
Hubo de esperar lo que se le antojó una eternidad. Luego, al fin, y
cuando ya empezaba a impacientarse, la voz gruñona y soñolienta
del farmacéutico vibró a través del auricular.
—¿Qué diablos ocurre?
—¿Berg?
—Sí, sí, hable. ¿Qué pasa?
—Aquí el comisario Peters.
—¡Maldita sea! ¿Sabe usted la hora que es? Ha roto usted mi
mejor sueño.
—¿Estaba durmiendo?
—¡Ésta sí que es una buena pregunta! ¿Qué esperaba que
estuviera haciendo?
—Encargué que le dijeran que el examen de esa uña era muy
urgente, Berg.
Hubo un breve silencio. Luego…
—Quizá esté aún medio dormido. ¿De qué uña me está
hablando?
—¡No me salga ahora con que no le han traído una uña para su
examen!
—Nadie me ha traído nada. Maldito si sé de qué me está
hablando, Peters.
—Voy a aclarar eso ahora mismo. Volveré a llamarle.
—Sí, claro…
Colgó y saliendo de su despacho irrumpió en la sala donde los
policías de servicio dormitaban.
—¿Quién ha ido a la farmacia esta noche? —gritó.
—Wood, comisario. Jolby le entregó algo para que lo
analizaran…, pero no ha regresado. Pensé que tenía instrucciones
adicionales.
—Wood… ¿Y no ha vuelto?
—Ya le digo…
—¡Pues tampoco llegó a la farmacia! De modo que salgan y no
regresen hasta saber qué diablos le ha sucedido.
Lo que le había sucedido al agente Wood, el muchacho que
cursara una solicitud para ingresar en Quantico, acabó de
desencadenar la tormenta en toda la modesta organización policíaca.
Además de colocar al comisario en una posición endiabladamente
incómoda y delicada, naturalmente.

***

Después de la tormenta, un sol pálido se alzó sobre la bahía


donde las aguas seguían aún turbulentas.
En el bosque, arrancó millares de chispas de luz a las gotas de
agua que temblaban en el follaje.
Y en la colina, bañó de luz los oscuros muros de la residencia de
los Gauge.
Era ésta un caserón que databa de los primeros tiempos de la
colonización. Después, y a capricho de cada uno de los sucesivos
herederos, había sufrido innumerables reformas, todas ellas con la
común característica del mal gusto, hasta el punto de que entre
todas ellas habían acabado por conferirle el aspecto lóbrego, casi
siniestro, que tenía en la actualidad.
Peters había contemplado el edificio muchas veces, a distancia,
preguntándose cómo sería en su interior. Era fama que los Gauge,
que en Boston acostumbraban a dar brillantes fiestas mundanas,
cuando se recluían en su residencia de la colina se aislaban por
completo, no admitiendo extraños ni invitando jamás a nadie.
Ahora tendrían que cambiar de costumbres, pensó el comisario,
mientras conducía el coche por la serpenteante carretera que
desembocaba en el parque de la residencia. Había una denuncia en
regla y eso le daba poderosas atribuciones.
Hubo de esperar una barbaridad de tiempo ante la verja, antes de
que apareciera el chófer para cederle la entrada. Era un individuo
ceñudo, taciturno, que apenas pronunció un bronco saludo al abrir la
verja de hierro.
Peters atravesó el parque hasta detener el coche ante el pie de la
imponente escalinata de entrada a la casa.
Un hombre viejo, encorvado, le esperaba arriba, en la puerta. El
comisario pensó que sería una especie de mayordomo y se apeó del
coche, mirando a su alrededor.
El parque mostraba evidentes huellas de descuido, aunque bien
es verdad que para mantener en condiciones una extensión de tierra
semejante se necesitaría un regimiento de jardineros.
Subió la escalinata un tanto preocupado por el recibimiento que
pudieran dispensarle los Gauge. Cuando se fijó en el hombre que le
esperaba se detuvo en seco sintiendo frío en los huesos.
El hombre contaba tantos años que seguramente él mismo habría
perdido la cuenta. Vestía unas ropas anticuadas, con un chaleco a
rayas negras y amarillas tan descoloridas que tenían un aspecto
terroso. Encorvado por los años, tenía un rostro en el que destacaba
una pupila negra y brillante. El otro ojo era sólo un globo blanco
veteado de rojo, vítreo y siniestro. Las cejas eran espesas como
cepillos, y sus cabellos, crespos y grises, tenían aspecto de rígidas
cerdas. Al comisario le recordó una gárgola que viera una vez en la
catedral de San Patricio.
Miró con su único ojo al visitante y masculló:
—Están esperándole.
Peters tragó saliva y avanzó, pasando al lado del sirviente y
esforzándose por disimular la impresión que el viejo le había
causado.
—En el salón, sígame —dijo el inquietante personaje.
Su voz era bronca, rasposa y titubeante, como si hubiera bebido
demasiado. Peters le siguió mirando a su alrededor con inmensa
curiosidad. Pocos eran los habitantes de Fairhaven que habían
traspasado aquella puerta.
El vestíbulo era inmenso, con los muros cubiertos de viejos
tapices y grandes pinturas. Los muebles databan por lo menos de
doscientos años atrás y la carcoma había dejado ya visibles
muestras de su paso.
El encorvado mayordomo abrió una pesada puerta y dijo:
—Entre, le recibirán en seguida.
El comisario se encontró en una biblioteca espaciosa. En la gran
chimenea ardía un alegre fuego de troncos de pino que esparcían su
olor por toda la estancia. Sobre las paredes se apiñaban las
estanterías repletas de gruesos volúmenes, casi tan viejos como la
casa.
No había nadie allí de modo que Peters tuvo tiempo sobrado de
curiosear a su alrededor, fijándose en el gran cuadro que colgaba
sobre la chimenea.
Era un retrato representando a un hombre corpulento, vestido a la
usanza de los primeros colonos que pelearon en el territorio para
convertirlo en un lugar habitable para el hombre blanco. Su rostro
grueso y pesado tenía una expresión inquietante, cruel y en él
destacaban unos ojos oscuros, hundidos, que parecían mirar al
comisario con desprecio, como preguntándose la mejor manera de
abrirlo en canal.
Se estremeció ante el cuadro, pero no podía apartar la mirada de
él.
Entonces, tras él una voz seca dijo:
—Se llamaba Abel Gauge. Fue el fundador de la dinastía.
Peters giró en redondo, sobresaltado.
Había una mujer en el umbral. Una mujer que rondaría quizá los
ochenta años, pero que se mantenía erguida con su cuerpo seco y
fibroso como un sarmiento.
—¿Señora Gauge? —balbuceó—. No la oí llegar, discúlpeme.
—Me halaga que nuestro antepasado le subyugara hasta ese
extremo. Siéntese.
Era una orden, no una invitación.
Ella se internó en la biblioteca. Se movía procurando poner
majestad en todos sus ademanes, consciente de su importancia.
—Le he dicho que tome asiento —repitió, acomodándose ella en
una butaca.
Peters lo hizo, tratando de encontrar una fórmula que le
permitiera abordar el asunto que le había llevado hasta allí.
La mujer, tras un carraspeo, dijo:
—He accedido a recibirle sólo por el cargo que ostenta,
comisario. Ahora, exponga el motivo de su insistencia en molestarnos
y sea breve.
—Hubiese preferido hablar con su hijo Paul, señora Gauge.
—Hable conmigo.
—Muy bien. ¿Vio usted a la muchacha que estuvo ayer aquí?
—No la vi.
—Pero usted sabía que iba a venir.
—Por supuesto. Respondió al anuncio solicitando una secretaria.
Pero fue mi hijo quien la recibió.
Peters vio llegada su oportunidad.
—Hizo algo más que recibirla, señora Gauge.
—¿De veras?
—Ella ha presentado una denuncia contra Paul Gauge. Una
denuncia en regla por agresión con propósitos que no es necesario
que le mencione en este momento.
—La desvergonzada… ¿Se ha atrevido a denunciar a mi hijo?
—En toda regla, ciertamente…
La mujer dejó escapar un bufido de ira.
—Haré que se arrepienta de su cinismo, comisario. Mi hijo me
contó todo lo que había sucedido entre ellos dos… Fue
completamente sincero conmigo, como siempre. Esa mujer le
provocó…, intentó por todos los medios atraérselo, consciente de
nuestra fortuna e importancia social. Tuvo incluso la desvergüenza de
despojarse del vestido…
—Espere un momento, señora.
—¡Casi se desnudó delante de mi hijo! Y me parece muy poco
digno de un representante de la ley dar crédito a una mujerzuela
cualquiera, comisario.
Peters se levantó, rojo de ira. No obstante, aún logró contenerse.
—¿Es eso lo que piensan alegar cuando se celebre el juicio?
—No habrá vista preliminar ni de ninguna otra clase. Por lo visto,
usted ignora el significado del apellido Gauge.
—Señora, he sido un iluso hasta ahora. A pesar de mis años,
reconozco que tenía una idea romántica y equivocada de los grandes
nombres de nuestra historia.
—¿Qué pretende decir con eso?
—Estaba convencido de que la gente que lleva un nombre
glorioso, tiene el valor de afrontar sus propios errores cara a cara.
Lamento haberme equivocado.
—Salga de aquí, comisario. Creo que le he concedido demasiado
tiempo. Buenos días.
Peters se dirigió a la puerta. No obstante, antes de abrirla, se
volvió y dijo, deseando inquietar por lo menos a aquella arpía:
—Por si le interesa saberlo, esa muchacha tenía el cuerpo lleno
de heridas suficientes con los que afianzar su denuncia. Por si eso
fuera poco, un médico la reconoció, certificando el indudable origen
de los arañazos.
—Puede esperarse eso y mucho más de esas mujerzuelas sin
escrúpulos.
Dio media vuelta y Peters se quedó mascando la réplica.
Salió y en el vestíbulo estuvo a punto de tropezar con el siniestro
hombrecillo vestido de mayordomo.
—Por aquí, señor…
—Recuerdo el camino.
No le valió. El mayordomo le escoltó hasta verle descender la
escalinata de entrada.
Sentado en el coche, Peters dirigió una última mirada a la lúgubre
mansión. No pudo evitar una mueca de disgusto. Luego, cuando
conectó el encendido y el motor comenzó a girar, descubrió el
subrepticio movimiento detrás de un ventanal del primer piso. No
pudo ver quién estaba allí, espiándole, aunque imaginó que sería sin
duda el propio Paul Gauge.
Durante el viaje de regreso no cesó de pensar en aquella
desgraciada mujer de ojos como cuentas de vidrio, implacable,
encastillada en su orgullo y su poder.
Condujo despacio, fijándose en los recovecos del camino, hasta
llegar a la carretera de la costa. Alice Grant debió abandonar ese
mismo camino en algún lugar cercano, asustada por la persecución
de que era objeto.
Naturalmente, nada de lo que vio le sirvió para desentrañar
aquella faceta del misterio que le quitaba el sueño y el sosiego.
Un misterio que había costado la vida al joven policía Wood, y
que mantenía entre la vida y la muerte al detective Jolby.
Comenzó a pensar que muy bien podía existir una relación entre
ese misterio y el intento de asalto sexual de que Alice fuera víctima
en la siniestra residencia que acababa de abandonar. Si fuera así…
Si realmente fuera así, se juró no cesar hasta aplicar todo el peso
de la ley a los Gauge, sin que su poder y sus influencias pudieran
desviarlo en absoluto de su determinación.
Sólo que no se hacía excesivas ilusiones al respecto. Después de
todo, el comisario era un hombre sensato y consecuente…
6

Encontró al doctor Brady en el momento en que éste abandonaba


la habitación de Jolby.
—¿Cómo está el muchacho, doctor? —indagó.
—Reacciona bien, comisario, pero no es conveniente que reciba
visitas todavía.
—Quiero preguntarle un par de cosas, doctor. Estamos
atascados, ¿comprende?
—No sacará nada concreto. Él me ha revelado que le golpearon
por detrás. Un golpe tremendo, como ya pudimos comprobar
nosotros mismos. Perdió el conocimiento y eso es todo. Tenía el
pedazo de abrigo en su poder cuando le golpearon.
—Lo cual demuestra que la agresión se debió solamente que el
atacante quería recuperar ese pedazo de abrigo.
—Ni más ni menos. Y el que asesinó al otro policía quiso
recuperar la uña…
—Pero ¿por qué, condenación?
—Bueno, imagino que tanto una cosa como la otra nos habrían
revelado la condición del asaltante…
—La uña de un muerto… Acabaré creyendo en fantasmas.
—Y el trozo de tela podía ser parte de una mortaja, comisario.
—No bromee, doctor.
—Lo gracioso de este asunto, es que no bromeo en absoluto.
Voy a ver cómo sigue la muchacha. ¿Quiere acompañarme?
—Seguro. Deseo hablar con ella también. He tenido una corta
charla con la vieja bruja.
—¿Con quién?
—La vieja Gauge. Un esperpento, doctor. Y tan acogedora y
amable como un gato montés.
Alice ofrecía un delicioso aspecto, recostada en su blanco lecho
del hospital. Cuando entraron sonrió y todo su rostro pareció llenarse
de una luz nueva.
—Ya veo que se encuentra perfectamente —comentó Peters,
estrechándole la mano.
—Me tratan demasiado bien, comisario. Especialmente el doctor
Brady.
El policía se echó a reír.
—Si yo fuera soltero, le doy mi palabra de honor de que no
habría otro paciente más que usted.
—¿Ha venido sólo a galantear a mi paciente, comisario?
—Ojalá no tuviera otra preocupación más que ésa… No, quiero
hablar con ella de su encuentro con Paul Gauge.
—¿Qué desea saber?
—Esta mañana he tenido una entrevista con la madre de Gauge.
¿La vio usted cuando estuvo en aquella maldita casa?
—No, sólo a él.
—No estaba muy seguro de que la vieja me hubiera dicho la
verdad cuando afirmó que no la había visto a usted.
—De eso no estoy segura.
—¿Qué quiere decir?
—Él… Paul Gauge, me recibió en una sala interior, llena de
pesados cortinajes y tapices. Estuvimos solos todo el tiempo, pero
hubo momentos en que tuve la inquietante sensación de que alguien
me observaba desde alguna parte oculta. Quizá detrás de los
cortinajes, no sé; fue una sensación muy desagradable, comisario.
—¿Quiere decir que la vieja pudo estar observándola?
—No me sorprendería. Había mil lugares en aquella estancia
desde los que observar sin ser visto.
—Bien, de cualquier modo, quiero decirle que van a hacerle las
cosas muy difíciles.
—¿En qué sentido?
—La vieja arpía no ha titubeado en decirme cómo van a basar su
defensa… si llegan a necesitar hacerlo. Usted fue allí y provocó
sexualmente a su hijito. Utilizó todos los trucos para hacerle perder la
brújula, llegando al extremo inconcebible de despojarse del vestido…
Alice se enderezó en la cama, pálida de ira.
—¿Eso le han dicho a usted? —balbuceó.
—Exactamente.
—¡Miserable! Fue él quien me atacó cuando yo no correspondí a
sus insinuaciones. Y si esa maldita mujer estaba escondida allí,
espiándonos, lo sabe tan bien como yo.
—Desde luego que sí, pero aunque sea humillante reconocerlo,
mucho me temo que ante un jurado la palabra de los Gauge pese
más que la de usted.
Matt gruñó:
—¿Le ha hablado usted a esa mujer de lo que sucedió después
en el bosque?
—No. Eso le hubiera revelado el modo de achacar a otro las
posibles huellas del asalto de su hijo.
Alice suspiró.
—Siguen ustedes sin dar crédito a mi aventura entre los árboles
—dijo, desalentada.
—¿Le ha contado el doctor lo que les sucedió a mis hombres, en
relación con esa aventura?
—No me ha dicho nada. ¿Qué pasó?
Matt se anticipó al comisario.
—Lo sabrá usted cuando la dé de alta. Hasta entonces, limítese
a descansar y seguir las instrucciones de los médicos que la
atienden.
Peters se despidió de ella y una vez en el pasillo, comentó:
—Viéndola tan hermosa uno se explica que haya quien pierda la
chaveta por ella y cometa una salvajada. ¡Qué chica, doctor!
—Recuerde que es usted un hombre casado.
—No tiene por qué recordarme cosas desagradables —gruñó
Peters entre dientes—. ¿Cuándo podré ver a Jolby?
—Pruebe a última hora de la tarde… Oiga, comisario, ¿qué
piensa hacer respecto al asaltante del bosque?
—No puedo hacer nada en absoluto. Buscarlo en la arboleda
sería una estupidez, porque a estas horas debe encontrarse a mil
millas de distancia, porque sin ninguna duda ya sabe que le
buscamos y que la muchacha presentó una denuncia.
—Tal vez no se haya marchado tan lejos —dijo Matt entre
dientes.
—¿Por qué no?
—Porque no sabemos cómo reacciona su mente, si realmente es
un perturbado. Estuve pensando mucho en él anoche, comisario.
—No más que yo, seguro.
—Tal vez no, pero llegué a la conclusión de que ese individuo,
perturbado o no, debe vivir en algún lugar cercano al bosque. De otro
modo no tendría explicación alguna el que estuviera allí anoche, con
la niebla y todo lo demás.
—Pudo tratarse de un vagabundo que estuviera sólo de paso.
—¿Y que luego se quedó por estas cercanías, espiándonos a
todos para recuperar la uña y el trozo de tela?
—Reconozco que no tengo ninguna explicación para eso… Como
tampoco comprendo por qué el tipo consideró tan importante la uña
que llegó al crimen por recuperarla. Y fue un crimen inútil y sádico
como pocos. El pobre Wood estaba materialmente cosido a
cuchilladas cuando le encontramos.
—Lo sé, he visto el cuerpo en el depósito. Prácticamente
destrozado. De modo, comisario —dijo Matt, volviendo al temo que le
intrigaba—, ¿no enviará a su gente para seguir rastreando el
bosque?
—No quiero que pierdan el tiempo. Además, cuando se refiere
usted a mi gente, debe saber que en estos momentos la plantilla
policíaca se compone exactamente de un detective de primera
llamado Evans y dos guardias de uniforme que ya tienen bastante
trabajo en la población.
—Entiendo.
Peters le observó, inquieto.
—¿En qué está pensando, doctor?
—En nada concreto. O quizá sí… ¿Puede decirme si hay algún
cementerio en las cercanías del bosque?
El comisario acusó un escalofrío a lo largo del cuerpo.
—No empecemos otra vez con los aparecidos, doctor…
—Lo hay, ¿sí o no?
—Por supuesto que no. A menos…
—Continúe.
—A alguna distancia del caserón de los Gauge existen las minas
de una capilla, y junto a ésta un pequeño cementerio privado, donde
en el pasado enterraban a los miembros de esa familia.
—¿Quiere esto decir que en la actualidad ya no hay entierros
allí?
—Que yo recuerde, no ha sido enterrado nadie desde que murió
el viejo Simon Gauge. Sus dos hijos ya fueron enterrados en Boston,
según tengo entendido.
—¿Murieron dos hijos?
—Hermanos de Paul Gauge. Uno sucumbió en un accidente, y el
otro, creo que era el mayor, murió de no recuerdo qué enfermedad.
—Y ya no los enterraron aquí, según usted.
El comisario sacudió la cabeza de un lado a otro.
Matt encendió un cigarrillo tras ofrecerle al policía.
Peters gruñó:
—¿Intenta relacionar usted el cementerio de la familia Gauge con
lo sucedido a la chica?
—No, comisario. Sólo trato de formarme una composición de
lugar, eso es todo.
Peters se quedó mirándole con una expresión intrigada y llena de
dudas.
—Usted tiene una idea entre ceja y ceja, doctor, no lo niegue.
—Bueno, sólo me preguntaba si la tierra de ese cementerio sería
la misma que había en la uña y en el trozo de abrigo.
—¡Por todos los diablos! —bufó el comisario—. No me salga
ahora con que cree de veras que ambas cosas salieron de un
sepulcro.
—¿Por qué no? Alguien pudo haberlas quitado de allí. No olvide
usted que la uña estaba realmente muerta. La raíz no tenía vida, y
aparecía sucia y carcomida.
—Tiene usted ideas condenadamente macabras, doctor. No me
cabe en la cabeza que alguien tenga el suficiente estómago como
para arrancarle una uña a un cadáver y…
—Quizá no se la arrancó. Si yo estuviera en su lugar, comisario,
enviaría a alguien a ese cementerio para que realizase un escrutinio
a fondo en él. Quizá encuentre huellas de una tumba recién removida,
o muestras de tierra semejante a la que vimos. En realidad, cualquier
muestra de tierra que encuentren allí puede ser un indicio, pero
jamás una prueba puesto que no tenemos otra con la que compararla
en un análisis científico.
Peters se quedó mirándole, perplejo y lleno de dudas.
—Muy bien —gruñó al fin—; acepto su sugerencia. Mandaré a
Evans. Es un hombrón que no le teme ni al mismísimo conde Drácula
que apareciera de repente en su cama. Pero que Dios nos asista si
la vieja arpía descubre lo que estamos haciendo con sus
antepasados.
—Hágame saber el resultado, si obtiene alguno.
Matt Brady esbozó un gesto de despedida y se fue a atender su
propio trabajo.
Refunfuñando entre dientes, Peters abandonó el hospital
sintiéndose preso en una tela de araña en el centro de la cual,
esperando su presa, se hallaba una bruja muy parecida a una vieja
dama que detestaba cordialmente desde que la conociera pocas
horas antes…
7

Evans era un policía nato. Además, tenía una mente despejada y


lógica y tal como dijera el comisario no le temía a nada en este
mundo.
Plantado ante la cerca del pequeño cementerio, paseó la mirada
alrededor preguntándose una vez más qué demonios esperaba el
comisario que pudiera encontrar allí.
Las hierbas crecían a su antojo entre las tumbas, que el tiempo
había oscurecido. Matorrales salvajes profanaban lo que en otro
tiempo fueran diminutos jardines aislados, en el centro de cada uno
de los cuales apenas se distinguían ahora las losas de piedra o
mármol.
Recordando las instrucciones recibidas, se aseguró de que no
había nadie en las cercanías que pudiera descubrirle. Luego, sin
vacilar, saltó la cerca y se internó por el blando suelo del cementerio.
La lluvia de la noche pasada formaba charcos aquí y allá. Evans
los sorteó, y acercándose a la primera sepultura comprobó que la
pesada lápida que la cubría estaba firmemente sujeta. Ni siquiera
utilizando todas sus fuerzas logró moverla ni media pulgada.
Fastidiado por una tarea tan absurda, fue repitiendo la misma
operación hasta llegar al fondo del cementerio. Allí, adosada al muro
de piedra, había una pequeña cripta cerrada por una verja de hierro
enmohecido.
Evans se detuvo y encendió un cigarrillo. Un enorme lagarto se
deslizó casi entre sus pies. Le disparó un puntapié, pero falló y el
animal desapareció en el interior de la cripta, colándose entre los
viejos barrotes de la reja.
Evans se preguntó qué más podía hacer. La tierra de que le
habían hablado habría de quedar para otra visita, cuando se hubiera
secado el suelo ahora encharcado. En cuanto a las sepulturas, no
había ni una que hubiera sido removida desde tiempos remotos.
Acabó de saborear el cigarrillo y aplastó la colilla bajo su pie. Fue
entonces que descubrió las huellas frente a la verja de hierro.
Inclinándose, las examinó con atención. Era indudable que alguien
había andado por allí no hacía mucho tiempo. Las hierbas estaban
aplastadas y la reciente lluvia las había pegado al blando suelo.
Se irguió, intrigado, mirando la cerrada entrada del pequeño
panteón. Una idea cruzó por su mente como un chispazo, y
agarrando los barrotes tiró con fuerza.
Casi se cayó de espaldas cuando la reja cedió con un chirrido,
abriéndose de par en par.
Ahora sí titubeó. Ante él se abría una oscura escalera que
parecía hundirse en la tierra. Los peldaños eran de piedra llena de
moho verdoso y húmedo. Evans se preguntó hasta dónde debía
llegar en su investigación, porque profanar una sepultura no entraba
en sus cálculos.
Al fin, su espíritu profesional pudo más que la razón y avanzó,
encendiendo una pequeña linterna eléctrica de bolsillo.
La escalera se prolongaba hasta una estancia cuadrada, húmeda
y repelente en cuyas paredes había sendos sepulcros. Cuatro en
total, y en cada uno de ellos aparecía un antiguo ataúd, carcomido y
cubierto de polvo. Valiéndose de la luz de la linterna, Evans leyó las
inscripciones de cada sepultura.
Desde luego, todas contenían los restos de viejos antepasados
de la familia Gauge. Archivó en su memoria que el más reciente de
los ataúdes y su forzado inquilino databan del año mil ochocientos
uno.
Luego comprobó que la tierra de la cripta era también húmeda y
maloliente. Nada de tierra seca y parda, como había mencionado el
comisario.
De modo que ya podía largarse. Suspiró al erguirse y por última
vez, como despedida, paseó el rayo de luz de la linterna alrededor
de las paredes de piedra, con sus cavidades en las que reposaban el
sueño eterno los gloriosos antepasados de una familia detestable,
según su particular opinión.
Entonces, en un ángulo, creyó descubrir una profunda grieta.
Cuando la examinó de más cerca se dio cuenta de que no era una
grieta, sino uno de los lados de lo que parecía ser una gran piedra.
Por su imaginación pasaron retazos de historias macabras,
escenas de películas terroríficas y fragmentos de cuentos de horror
leídos alguna vez. Porque aquello tenía todas las apariencias de una
entrada secreta a algún lóbrego pasadizo.
Por primera vez, Evans sintió un leve escalofrío, aunque casi al
instante se avergonzó de sentir temor a los muertos. Como para
afianzar su propia confianza en sí mismo, empujó con todas sus
fuerzas aquella porción de muro… y la piedra se desplazó
suavemente hacia adentro, dejando al descubierto la negra cavidad
de una entrada.
Evans vaciló, dirigiendo el rayo de luz al fondo de aquella negrura.
No pudo distinguir otra cosa que un pasadizo estrecho, labrado en la
roca, y que se perdía más allá de donde alcanzaba la claridad de su
linterna.
Después de todo, iba a presentarle un completo informe al
comisario, un informe con detalles de historia macabra, pero que le
demostraría que él era el mejor de todos sus ayudantes.
Así que agachándose se coló por la abertura y guiándose con la
luz enfocada al suelo avanzó encorvado, porque su elevada estatura
le impedía erguirse sin romperse la crisma contra la mal labrada roca
del techo abovedado.
Tanto las paredes como el suelo aparecían recubiertos por un
musgo verdoso, oscuro y pestilente. Avanzaba cautelosamente,
evitando resbalar o golpear contra cualquiera de los muchos
salientes de las rocas. Y así llegó al final del pasadizo y se encontró
ante un muro de piedra cerrándole el paso.
Lo recorrió con la luz, pulgada a pulgada. No tardó en descubrir
las junturas del recuadro y sonrió para sí. Resultaría chocante que el
comisario hubiera acertado en sus sospechas de que en el pequeño
cementerio había algo misterioso digno de ser investigado.
El corpulento policía empujó la pared que tenía enfrente, pero
esta vez la roca no se movió.
Empezó a sudar por el esfuerzo, pero no cejó. Volvió a reconocer
la hendidura, tanteando con fuerza aquí y allá, presionando en busca
de un mecanismo oculto.
De pronto cayó en la cuenta de que aquella galería subterránea
debía haber sido labrada en la época en que se construyó el
cementerio, centenares de años atrás, y entonces no existían
mecanismos automáticos.
De modo que redobló sus esfuerzos, y repentinamente la porción
de muro cedió y él se quedó plantado en la abertura, jadeando y
recobrando el aliento.
Estaba ante otro corto pasadizo, sólo que ahora la luz le reveló
que al fondo, en lugar de un muro de piedra, había una sólida puerta
de madera.
Recorrió la distancia rápidamente. Aquella puerta debía atesorar
también centenares de años a juzgar por su aspecto. Una enorme
cerradura no era más que una sólida masa de herrumbre, de modo
que era totalmente inservible.
Evans empujó la puerta suavemente y ésta cedió unas pulgadas.
Al otro lado, por la rendija, descubrió la mortecina luz del crepúsculo
colándose por algún hueco.
Acabó de abrir la puerta apagando la linterna y se quedó en el
umbral, estremecido por la horrible visión que apareció ante su
mirada.
La estancia era semejante en dimensiones a la cripta exterior. Su
aspecto era también sólido, pétreo. Un pequeño tragaluz junto al
techo dejaba pasar la última luz del día que agonizaba.
Había una vieja mesa, una silla y un estante.
Además de un estrecho camastro adosado a un rincón.
Y era allí donde estaba el horror que le había paralizado al entrar,
porque encima del camastro reposaba el cadáver de un hombre en
plena descomposición. El hedor era nauseabundo; un hedor extraño
y repugnante que le produjo náuseas.
Estupefacto, Evans se movió al fin, acercándose al camastro.
Alguien habría de explicar por qué no era enterrado aquel cuerpo de
cuyo rostro apenas quedaba la mitad.
Era una visión de pesadilla y Evans apartó la mirada con
repugnancia infinita. Mas fue en el instante en que apartaba los ojos
de aquel horror que le pareció percibir el leve movimiento de la
cabeza.
No pudo evitar un vivo sobresalto. Forzando su voluntad, se obligó
a mirarlo otra vez.
La cabeza estaba inmóvil, por supuesto. Suspiró, aliviado. Pero
entonces, y sin lugar a dudas, captó el apenas perceptible vaivén del
pecho.
¡El cadáver empezaba a respirar!
Incapaz de contenerse, Evans dio un paso atrás, sintiendo un
temor nauseabundo paralizarle el corazón ante algo que su mente
lógica se negaba a admitir.
Ya no tenía dudas. El escuálido torso del cadáver se movía. Muy
débilmente, pero respiraba, como si volviera a la vida después de
haber permanecido muerto una eternidad.
Evans se mordió el labio con fuerza porque sentía tremendos
deseos de gritar. Luego, recordó que en una funda axilar llevaba su
revólver de reglamento y hundió la mano bajo la solapa.
Fue todo lo que hizo; algo terriblemente duro le golpeó en la nuca
y todo pareció estallar a su alrededor.
Cayó hacia delante, de bruces. Pero mientras caía, mientras se
hundía en los abismos de la inconsciencia, aún percibió
borrosamente el lento movimiento de la cabeza del cadáver, que
giraba hacia él, mirándole con un solo ojo inmensamente abierto… y
con el otro vacío, negra cavidad que parecía hundirse hasta las
profundidades del cráneo…
Tras esto, Evans golpeó el suelo con la cara y ya no supo nada
más, cosa que, después de todo, fue una auténtica suerte para él.
8

Peters esperó hasta que hubo cerrado la noche.


Entonces su inquietud fue superior a sus fuerzas y levantándose
llamó a uno de los dos guardias que estaban de servicio allá fuera.
—¿Nada todavía? —preguntó.
—No, señor.
—No es posible que haya permanecido tanto tiempo allí… Todo lo
que tenía que hacer podía terminarlo en un par de horas.
—Evans tiene experiencia, comisario. Tal vez haya encontrado
dificultades.
—Ya debería estar aquí.
Regresó a su despacho, donde estuvo paseándose de un lado a
otro como una fiera enjaulada.
A las nueve y media se decidió.
Abrió un cajón de la mesa y tomó una automática de feo aspecto.
Comprobó el cargador, puso el seguro y la sujetó en el cinto.
—Preparen mi coche —ordenó—. Uno de ustedes me
acompañará. Ocúpense de que haya linternas en el auto.
Descolgó el teléfono y llamó al hospital, esperando hasta que el
doctor Brady estuvo al aparato.
—¿Cómo está Jolby, doctor?
—Mejor de lo que cabía esperar. Pero si se refiere usted a la
posible ayuda de su detective, olvídelo. Sólo sabe que le golpearon
por detrás; por ahora, eso es todo.
—Bien, lo importante es que viva. Pero ahora tengo otro
problema… Evans, el compañero de Jolby ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Eso es. Hice caso a su consejo, doctor, y le mandé investigar
discretamente en el cementerio de los Gauge. Bueno, no ha
regresado.
—¡Espere un momento, comisario!
—Voy a buscarlo, eso es todo.
—Iré con usted y…
—Esta vez no. Ya estoy harto de su ayuda, doctor. Ocúpese de
sus pacientes y déjenos a nosotros realizar nuestro propio trabajo.
Matt intentó insistir, pero el comisario colgó el teléfono dejándole
con la palabra en la boca.
Disgustado, depositó el auricular en el soporte. Estuvo unos
momentos quieto, fumando preocupado. Después se dirigió a su
despacho, donde se cambió de ropa y encaminándose a la salida se
dispuso a desobedecer las disposiciones del comisario.
Por el pasillo se cruzó con un hombre corpulento, de rostro pálido
y sombrío. Estuvo a punto de detenerle para indagar qué estaba
haciendo allí a semejantes horas de la noche, pero la impaciencia por
alcanzar a Peters a tiempo le hizo desistir de su idea.
No obstante, en el vestíbulo se detuvo ante la recepcionista y le
espetó:
—¿Ha dejado pasar usted un visitante a estas horas, Maureen?
—Lo siento, doctor, pero ha insistido tanto… y ha venido de tan
lejos para ver a su hermana que no he podido negarme.
—Eso vulnera todos los reglamentos. Ocúpese de que salga
inmediatamente, antes que la cosa trascienda.
—Lo haré, doctor. Pero pensé que la señorita Alice agradecería
esta visita y…
—¿Alice?
La enfermera asintió.
Matt soltó un juramento y echó a correr escaleras arriba.
Cuando desembocó en el pasillo donde estaba la habitación de la
muchacha descubrió un bulto blanco tendido en el suelo y apenas si
pudo contener un quejido de alarma.
Era una enfermera y sin ninguna duda había recibido un terrible
golpe. Estaba inconsciente y de su sien se deslizaba un hilillo de
sangre.
Matt saltó hacia la habitación de Alice. El lecho estaba revuelto y
vacío.
Una angustia mortal le atenazó durante unos segundos. Luego,
corrió al pasillo y disparó la señal de alarma, poniendo en conmoción
a todo el personal de servicio.
Volvió junto a la enfermera caída y comprobó que todavía
alentaba. Tras esto, echó a correr hacia las escaleras de servicio.
Saltó los peldaños como empujado por un huracán hasta llegar a
la planta baja, cruzándose ya con los internos y enfermeras que
zumbaban en todas direcciones. Les gritó que ayudaran a la
enfermera herida, empujó los batientes de la salida y se encontró en
el patio de coches del hospital.
Había un par de ambulancias aparcadas y los autos del personal.
Más allá de las ambulancias descubrió el raudo movimiento del
hombre que huía con el bulto blanco de la muchacha.
—¡Deténgase…! —aulló, lanzándose en su persecución.
El fugitivo desapareció detrás de los coches. Ciego de ira, pero
atenazado por la angustia, el doctor Brady redobló su carrera.
Casi tropezó con el cuerpo de Alice al doblar la fila de autos
estacionados. Se detuvo en seco, trastabillando, y con un suspiro de
alivio se inclinó sobre la muchacha.
Demasiado tarde, comprendió que aquello era una trampa y trató
de levantarse, al tiempo que giraba frenéticamente.
Vio la oscura masa del hombre, y algo negro que descendía
sobre él como un relámpago.
El golpe le alcanzó de refilón, aturdiéndole. Rodó a un lado con
millares de lucecillas chispeando dentro del cráneo.
El agresor avanzó sin prisas hacia él. Matt se agazapó como una
fiera al acecho, rechinando los dientes.
El otro jadeaba cuando de nuevo se dispuso a descargar su
mortífero golpe. Pero entonces Brady brincó encorvado y su cabeza
se hundió como un ariete en el desguarnecido estómago del criminal.
Sonó un sordo golpe y el gigante cayó sentado, gruñendo como
un animal furioso. Matt giró como una peonza y disparó un puntapié
con todas sus fuerzas.
Alcanzó su objetivo, el mentón de su enemigo. Hubo un crujido y
un rugido de dolor, todo a un tiempo, mientras el hombre rodaba
fuera de su alcance, aturdido, sacudiendo la cabeza.
Brady estaba fuera de sí y por primera vez en su vida sólo
deseaba destruir, matar en lugar de salvar vidas. Se precipitó contra
su adversario cuando éste se incorporaba y demasiado tarde
comprendió que eso era un error tratándose de un individuo tan
poderoso.
Recibió un impacto demoledor en la quijada que le levantó del
suelo. Cayó sentado, con la cabeza zumbándole, incapaz de
reaccionar con la premura necesaria…
No obstante, la desesperación le dio fuerzas suficientes y medio
inconsciente logró ponerse en pie.
Pero ya no encontró a nadie con quien luchar. Su atacante había
desaparecido.
Con una mortal angustia en el corazón, se precipitó hacia donde
dejara a Alice, temiendo que el criminal hubiera vuelto a apoderarse
de ella.
La muchacha continuaba tendida en el suelo, respirando
espasmódicamente. Esta vez, la levantó en brazos, captando el
hedor del anestésico con que la habían dejado inconsciente.
Con ella en brazos regresó al hospital, donde todo andaba
revuelto al cundir la alarma. Le informaron de que la enfermera sufría
una grave conmoción y que estaba siendo atendida por los médicos
de servicio.
Cuarenta minutos más tarde consiguió que Alice recobrara el
conocimiento, aunque bajo un estado de aturdimiento y excitación
inquietante.
—Tranquilícese… ya no tiene nada que temer —murmuró junto a
ella.
—¿Doctor…?
—Sí, estoy aquí, Alice.
—¿Qué sucedió?
—Si no lo recuerda no habremos adelantado mucho. Alguien le
aplicó cloroformo. Un intento de rapto que logré evitar cuando ya
estaba fuera del hospital.
Ella parpadeó, asustada.
—Se apagó la luz…, creí que era una avería. Entonces, alguien
entró y… Sí, ahora recuerdo que me ahogaba… Tenía algo sobre la
cara… y el hedor del cloroformo…
—¿No vio al asaltante?
—No, se había apagado la luz. ¿Qué le ha pasado en la cara,
doctor?
Él sonrió.
—En las películas suelen decir que han tropezado con una puerta.
Yo tropecé con un puño, y le aseguro que era más duro que una
puerta.
—¡Ha peleado por mí, doctor!
—No vaya a tomarme por un caballero andante ahora. Luché con
el fulano que intentaba llevársela, eso es todo.
—Dios santo, pudieron haberle matado.
—Lo mismo digo respecto a usted. ¿No se le ha ocurrido pensar
por qué querían llevársela?
—Bueno, no…
—Conoce usted algún secreto que quieren borrar definitivamente.
Para ello no dudarán en recurrir al asesinato otra vez.
—Pero ¿quiénes?
—No puedo saberlo. Tal vez ese Paul Gauge, o quizá se trate de
algo relacionado con el asaltante del bosque, ese supuesto monstruo
de quien usted escapó.
—Doctor… ¿no va a creerme nunca?
—La creo, aunque estoy seguro que existe una explicación
racional a la presencia de ese individuo en la arboleda. Y ahora,
descanse. Ya no tiene nada que temer.
La miró al fondo de los ojos. Sintió una gran ternura por ella, por
su desamparo, por todo lo que la rodeaba. O tal vez se tratase de
otro sentimiento.
Matt Brady no había estado nunca enamorado. Sus aventuras
eróticas se habían limitado a fugaces romances en los que no
intervino jamás el sentimiento.
Ahora, la cosa era distinta y no sabía si alegrarse o lamentarlo
porque enamorarse significaba perder su amada libertad.
Ella sonrió en medio de su miedo y su aturdimiento.
—Tiene usted una expresión rara, doctor…
—Estaba pensando…
—¿En qué, si no es un secreto?
—Es secreto todavía. Pero le concierne a usted. Hablaremos
cuando se encuentre más fuerte.
—Estoy muy bien ahora, doctor Brady, de veras.
—¿Lo bastante fuerte para decidir si quiere casarse conmigo o
no?
—¡Doctor…!
—No vaya a sufrir un síncope de todos modos.
—Puedo decidirlo sin ningún riesgo.
—¿Entonces?
—Bésame primero. ¿O no sabes cómo hay que hacer estas
cosas?
Un tanto inquieto, el doctor hizo algunas prácticas y después le
demostró que sí, que realmente sabía cómo se hacían esas cosas.
9

La vieja señora Gauge clavó sus ojos duros como el diamante en


su hijo, plantado ante ella, y barbotó:
—Puedes sentirte satisfecho una vez más, hijo. Nunca he
comprendido que si deseas divertirte tengas que complicar las cosas
de este modo. Podrías marcharte a la ciudad, digo yo.
—No pensé que fuera una chica tan tonta, mamá. Todo lo que
hice fue tratar de besarla.
—¿Y para besarla tuviste que desgarrarle el vestido? Por lo
menos no me tomes por estúpida. Y haz lo que te he dicho.
Paul Gauge sacudió la cabeza, disgustado. Era un individuo
delgado, amanerado, en cuyo rostro inexpresivo habían dejado
profunda huella los vicios acumulados a lo largo de generaciones.
Su madre insistió:
—Quiero que vayas a ver a esa mujerzuela esté donde esté, y le
presentes tus disculpas. Pórtate como un caballero arrepentido y
borra de ella la mala impresión que le causaste. Si insiste en seguir
adelante con su denuncia, en estos momentos puede crearnos
problemas.
—Mamá, tú puedes hacer que esa denuncia sea anulada. Puedes
conseguirlo con una simple llamada telefónica a Boston. ¿Por qué
razón he de humillarme entonces?
—Tú sabes bien por qué. No quiero que nadie fije su atención en
nosotros en estos momentos.
Paul esbozó un gesto despectivo. Acabó encogiéndose de
hombros y masculló:
—Lo arreglaré, mamá, descuida. No habrá encuesta ni nada
semejante.
—Eso espero, hijo. Y para la próxima vez, busca tus diversiones
en la ciudad. Hallarás todas las mujeres que quieras sólo con un
gesto y no nos traerán problemas.
Él asintió y abandonó la habitación de su madre, íntimamente
satisfecho de salir tan bien librado en una ocasión tan delicada.
Conocía bien a su madre y sabía que de proponérselo podía ser tan
corrosiva como un ácido.
Cuando hubo cerrado la puerta a sus espaldas contuvo a duras
penas las ganas de reírse de la vieja. Había momentos en que
parecía que estuviera viviendo aún en sus viejos tiempos de
esplendor, cuando lo mejor de la sociedad de Boston giraba en su
órbita, cuando su nombre sonaba incluso en la Casa Blanca con
temor y respeto.
Pero los tiempos habían cambiado y también era preciso cambiar
el modo de hacer las cosas.
Aunque ella no quisiera entenderlo.

***

Desalentado, el comisario levantó la cabeza al ver entrar en su


despacho al apuesto doctor Brady.
—¿Le encontraron? —preguntó el médico.
—No, pero estuvo en el cementerio. Había huellas de sus pasos
por todas partes, y una colilla de cigarro de la marca que él fuma
habitualmente. No obstante ha sido imposible localizarlo.
—Un hombre no puede esfumarse en el aire, comisario.
—Por supuesto que no, pero seguir buscando a la luz de las
linternas era inútil… y arriesgado. Podían descubrir el brillo de las
luces desde gran distancia y ponernos en un compromiso. No pueden
gastarse bromas con los Gauge.
—Yo también tengo noticias para usted…
—¿Se refiere a alguna pelea? Tiene la cara en muy malas
condiciones, doctor.
—No me dice nada que yo no sepa. Intentaron raptar a la
muchacha.
Peters dio un respingo.
—¿Alice Grant?
—Pude evitarlo en el último momento, cuando el asaltante se la
llevaba hacia algún coche. Peleamos, pero el condenado escapó.
—¿Pudo usted verle por lo menos?
—Fugazmente.
—Pero podría reconocerle, supongo.
—Creo que sí. Era un individuo alto y muy fuerte. Su cara era
desagradable… creo. No le vi más que un instante cuando nos
cruzamos en el pasillo del hospital. Durante la pelea estaba
demasiado oscuro para verle con detalle. Además, yo tenía otras
cosas que hacer en aquellos momentos.
—Claro, zurrarse con él. Le confieso que me siento desbordado
por todo esto, doctor. Creo que pediré ayuda a Boston.
—Y mientras le llega la ayuda, ¿qué hará? Uno de sus hombres
ha desaparecido, recuérdelo.
—Volveré a ese maldito cementerio durante el día… Encontramos
la colilla delante de la reja de una cripta subterránea, pero estaba
cerrada.
—¿Piensa que pudo penetrar en la cripta?
—No sé qué pensar, doctor. Por una parte, violar una sepultura
es un delito grave, sobre todo tratándose de esa familia. Tienen
prestigio incluso en el Gobierno, no le digo más. Pero por otro lado
uno de mis hombres ha desaparecido allí y si es preciso pediré un
mandamiento judicial para actuar.
—Ojalá no tenga que lamentar esta pérdida de tiempo.
—No puedo hacer otra cosa, compréndalo, doctor.
Matt se encogió de hombros y abandonó la oficina del comisario,
más inquieto que nunca por el cariz que estaban tomando los
acontecimientos.
Apenas si pegó un ojo durante el resto de la noche y tan pronto
amaneció se reintegró a su trabajo deseando librarse de los oscuros
presagios que le asaltaban, como negros nubarrones de tormenta.
Sin embargo, no pudo alejar el temor y la inquietud y durante el
día realizó frecuentes visitas a la habitación de la muchacha, sólo
para asegurarse de que por lo menos ella estaba sin novedad.

***

Peters regresó a su oficina mediada la tarde, después de haber


fracasado en su intento de obtener un mandamiento judicial para
registrar el cementerio. Era indudable que el nombre de los Gauge
provocaba un sano temor incluso en el juez del condado.
Así que desentendiéndose de los legalismos, fue en busca del
doctor Brady al hospital.
Había una enfermera muy atareada detrás de recepción, que
apenas si levantó la cabeza de su trabajo para responder:
—Lo siento, comisario. El doctor Brady ha salido para atender
una urgencia.
—Decididamente, hoy no es mi día —rezongó, desconcertado.
Luego preguntó—: ¿Cómo está el agente Jolby?
—Puede verle si lo desea. Ya está autorizado a recibir visitas.
—Subiré a hablar con él. Quizá entretanto regrese el doctor.
Jolby tenía la cabeza vendada. Parecía llevar un turbante blanco.
Sus ojos estaban rodeados de profundos círculos oscuros y había
adelgazado considerablemente.
—Hola, comisario. ¿Cómo están las cosas allá fuera?
—No muy bien. ¿Cuándo piensas salir de esta cama? No
andamos sobrados de personal en estos días.
—Los médicos se han propuesto recetarme unas vacaciones.
Parece usted muy preocupado, jefe.
—Lo estoy. Y tú no puedes ayudarme, así que limítate a
recuperarte cuanto antes. Si por lo menos hubieses podido ver al tipo
que te atacó…
—No vi nada. El maldito supo acercarse sin un rumor. ¿Cómo iba
yo a sospechar que estaban vigilándonos tan cerca, sólo para
recuperar un maldito pedazo de tela que olía a infiernos?
—No te mataron de milagro. ¿Qué es eso de que la tela del
abrigo olía?
—Creí que lo había advertido usted.
—Apenas la tuve en las manos unos segundos.
—Bueno, pero apestaba. Un hedor extraño, húmedo, si entiende
lo que quiero decir.
—Ni una palabra. ¿A qué llamas tú olor extraño?
—No es fácil de explicar, comisario. He pensado mucho en ello
desde que desperté aquí… Era el hedor que uno imagina que debe
desprenderse de una fosa…
Peters se estremeció.
—Otra vez con lo mismo —masculló—. ¿No se te ocurre nada
más?
—No, lo lamento.
—Entonces me voy —dudó entre revelarle la desaparición de su
compañero o no. Finalmente decidió callar. No conseguiría más que
intranquilizar al buen policía—. Nos veremos pronto. Date prisa en
salir de aquí, Jolby. Estamos en apuros, ya lo sabes.
Salió, furioso consigo mismo. Preguntó por el doctor Brady, pero
éste seguía sin regresar.
—Lo haré yo solo —masculló entre dientes, dirigiéndose a su
coche.
Lo puso en marcha y condujo hacia la salida de la población.
El crepúsculo se cernía sobre la carretera cuando la abandonó,
internándose por el estrecho desvío que iba a morir en el pequeño
cementerio de los Gauge.
Quizá no fuera sólo el camino el que fuera a morir allí…
10

Ya había oscurecido cuando Matt Brady regresó al hospital,


cansado por un interminable día de incesante labor.
—¿Algo para mí? —preguntó a la encargada del servicio.
—Nada, doctor. Esta tarde estuvo aquí el comisario preguntando
por usted. Estaba muy impaciente por verle.
—¿De veras?
Descolgó el teléfono y llamó a la oficina de Peters. La voz de uno
de sus agentes dijo:
—El comisario no ha regresado todavía, doctor. Si lo desea
puedo tomar nota de cualquier recado.
—No, gracias. Deseaba hablar con él, ¿podría decirme adónde
ha ido?
—Lo lamento, pero no lo sé.
Colgó, intrigado. Fue a su despacho y trató de relajarse durante
unos minutos. Después, reanimado, subió a la habitación de Alice.
Como la vez anterior, la cama estaba revuelta y vacía.
Se quedó helado, en el umbral, paralizado de espanto.
—¡Alice! —exclamó con voz ahogada.
Pulsó el timbre y no tardó en aparecer una enfermera de servicio.
—¡Oh, es usted, doctor! ¿Qué desea?
—¿Cuándo ha salido la señorita Grant de la habitación?
—¿Salido?
—Lo han conseguido esta vez…
La enfermera entró en el cuarto, excitada. Volvió a salir tan pálida
como su uniforme y musitó:
—No he visto nada sospechoso, doctor, debe creerme. Estuve en
esta habitación hace apenas media hora y la señorita Grant estaba
perfectamente. ¿Cree usted que la han raptado por segunda vez?
—¿Cabe otra explicación?
—Quizá ha salido por su cuenta…
Se precipitó otra vez al interior, abriendo el armario empotrado
para comprobar si estaba allí el abrigo de la muchacha, única prenda
que fuera guardada cuando ingresó, ya que el resto eran puros
harapos.
El abrigo colgaba de la percha como una acusación.
—¡Dios santo!
—No salió por su pie —dijo el médico, dominando la mortal
angustia que le atenazaba—. Pregunte a todo el personal si alguien
vio cualquier cosa sospechosa. Dese prisa.
Entre los dos tardaron poco más de media hora en averiguar que
nadie había sido testigo de la salida de Alice.
La desesperación le invadió. Recordó las descripciones que la
muchacha hiciera del monstruo que la atacara en el bosque. Tan
nítidamente como si las tuviera delante, por su imaginación pasaron
unas imágenes horribles, con Alice debatiéndose entre las zarpas de
un ser horrendo que superaba incluso todas las descripciones.
Llamó una vez más al comisario antes de abandonar el hospital,
pero la respuesta siguió siendo la misma: Aún no había regresado.
De modo que habría de hacerlo solo…

***

Aprovechando las últimas luces del día, el comisario Peters había


logrado abrir la mohosa cerradura del pequeño panteón.
Entonces, con la verja abierta contempló el oscuro interior. No
ignoraba que si era descubierto, esta incursión le costaría por lo
menos el cargo.
Si no tenía suerte incluso podrían encerrarle en la cárcel del
estado, cosa que no dejaría de tener su lado cómico después de
todo.
Finalmente, y valiéndose de su linterna, se adentró en las
profundas sombras de la cripta.
Sobrecogido, miró alrededor, a los cuatro ataúdes colocados en
las cavidades correspondientes.
Una a una examinó las leyendas grabadas en sendas placas
doradas, una al pie de cada ataúd.
Se respiraba una atmósfera caliente en ese sótano. Caliente y
húmeda, pestilente. Olor a moho, a materias en putrefacción quizá.
Aunque, pensándolo bien, era lo lógico. No podía esperar que allí
debajo oliera a rosas precisamente.
Paseó la luz alrededor. Los ataúdes estaban cubiertos de polvo, y
las placas doradas casi ilegibles.
De pronto detuvo la luz sobre uno de los féretros. La placa era
vieja y las letras grabadas apenas podían leerse. Pero encima del
ataúd no había ni rastro de polvo. Estaba limpio.
Se quedó unos instantes mirando la oscura madera antes de
decidirse. Entonces probó la tapa, viendo que podía moverla, de
manera que abandonando la linterna sobre el suelo para poder
valerse de ambas manos destapó el antiquísimo féretro.
Volvió a tomar la linterna y dirigió la luz al interior del féretro…
Desde luego, estaba ocupado.
Ocupado por el agente Evans, que yacía sobre los restos de
huesos del primitivo cadáver que fuera enterrado en el ataúd.
Peters sintió que sus piernas flaqueaban y que un terror
supersticioso comenzaba a hacer presa en sus nervios.
Todo el interior del ataúd era un mar de sangre, lo mismo que el
cuerpo del pobre detective. Tenía una espantosa cuchillada que le
había cercenado el cuello de oreja a oreja. Los ojos desorbitados
parecían mirar el más allá con incontenible espanto.
Durante unos minutos, el comisario fue incapaz de pensar con
sentido común. Después, esforzándose, recordó que era policía y
que su deber era actuar.
Si habían asesinado al detective en otro lugar, forzosamente
habían de existir huellas de sangre en el suelo, formando un rastro
que cualquier policía podría seguir hasta su origen.
Examinó el suelo pulgada a pulgada con la linterna.
No pudo descubrir ni una sola gota de sangre, lo cual daba a
entender que Evans había sido degollado estando ya en el ataúd.
Era una maniobra que producía horror con sólo imaginarla.
Fugazmente, el comisario recordó el breve historial del pobre
Evans en la policía. Su valor y perspicacia que no le habían valido a
la hora de morir…
Estaba tan absorto que apenas oyó el seco chasquido que
resonó lúgubre en aquel silencio espeso.
Se volvió sobresaltado, pero los rincones estaban demasiado
oscuros para ver nada. Tomó la linterna y moviéndose en
semicírculo, buscó la causa del rumor.
Cuando la descubrió, creyó que se había vuelto loco, porque
aquello era la más horrenda aparición que una mente calenturienta
pudiera haber imaginado.
Y, al propio tiempo, rubricaba sin ninguna duda las afirmaciones
de la muchacha, porque aquello no era otra cosa que un cadáver en
pleno proceso de descomposición.
La única pupila del monstruo le observaba con maligna fijeza,
mientras la vacía órbita del otro ojo era una negra caverna que
provocaba vértigo, y náuseas, y espanto…
—¿Quién…? —barbotó.
La aparición adelantó dos pasos. El comisario los retrocedió a su
vez, sin poder apartar la mirada de la espantosa visión.
Instintivamente, cuando su mente volvió a trabajar con cierto
método, bajó la mirada a las manos de aquel cuerpo que olía a
tumba.
En el dedo anular de la mano izquierda le faltaba la uña,
arrancada de raíz.
De modo que pertenecía a un muerto, después de todo. Y que
aquel muerto estaba allí, acosándole.
Los labios descamados se movieron, dejando escapar un sonido
gutural y siniestro. Se movió otro paso que el comisario retrocedió.
El espantoso rostro parecía fascinarle, con el siniestro brillo de la
única pupila.
Fue retrocediendo, luchando por serenarse, diciéndose que aún
conservaba la pistola en su poder y que podía usarla contra la
horrenda criatura.
Ésta se detuvo al fin junto al ataúd donde yacía el desgraciado
Evans y ladeando el descarnado rostro miró al interior.
Un extraño gorgoteo brotó a borbotones de aquella garganta que
parecía estremecerse a la vista del espectáculo sangriento.
Peters llegó al otro lado de la cripta y su espalda tropezó con el
sólido muro. Entonces ordenó:
—¡Quédese donde está! —rugió.
Buscó la culata de la pistola bajo la chaqueta. La aparición volvió
a detenerse, como si no tuviera prisa alguna por llegar hasta él.
El comisario extrajo su arma. Apoyó el dedo sobre el seguro y lo
descorrió.
—¡Dispararé si se mueve! —amenazó, deseando oír su propia
voz.
Se preguntó cómo podía matarse un cadáver medio
descompuesto. En otras circunstancias la situación hubiera sido
incluso cómica, pero no cuando le parecía estar sufriendo la peor
pesadilla de toda su vida.
Levantó la pistola. El dedo índice se afianzó sobre el gatillo… y
entonces, sin saber cómo, recibió tal golpe detrás de la oreja que
tuvo la virtud de borrarle todos los temores, todo el asombro, toda la
repugnancia que experimentaba sólo un segundo antes.
Cuando pegó contra el suelo estaba inconsciente por completo,
igual que muerto.
El hombre que le había golpeado emergió de las sombras del
muro como si se hubiera filtrado a través de la inexpugnable pared
de roca.
Se inclinó sobre él, oscura masa de músculos, y tras un breve
reconocimiento masculló con voz sorda:
—Está vivo, como el otro.
Le replicó un sordo gorgoteo de excitación. El hombre corpulento
asintió.
—Creo que sé lo que quieres… y me parece muy bien. Me
ahorras mucho trabajo, de veras.
Comenzó a luchar con la tapa de otro ataúd. La madera
carcomida no resistió sus esfuerzos y la tapa saltó a un lado con un
golpe sordo.
—Lo colocaré dentro. Es eso lo que quieres, ¿no es cierto?
No obtuvo respuesta, ni la esperaba tampoco.
Sin aparente esfuerzo, levantó el cuerpo del comisario y lo dejó
caer dentro de uno de los féretros. Bajo su peso, los huesos que
todavía quedaban emitieron un crujido y una nube de polvo se elevó
cuando los restos del esqueleto se pulverizaron.
El hombre corpulento arrancó un cuchillo de su cinto y lo tendió a
la horrenda criatura, cuya garra se ciñó en torno a la empuñadura.
Luego, emitiendo cortos gruñidos, se inclinó sobre el ataúd.
Justo en aquel instante, el grito de una mujer vibró en el aire
como un clarín.
Fue un alarido espeluznante, agudo, que pareció penetrar en las
paredes de piedra, crecer en ondas concéntricas y morir finalmente
ahogado en un sollozo.
El cadáver viviente pareció cobrar nueva vida al oír aquella voz.
Giró sobre sus pies, buscando al hombretón con su única pupila
llameante y de nuevo emitió una sucesión de gruñidos ininteligibles.
El otro dijo:
—¡Termina lo que ibas a hacer y después podrás descansar!
Con el cuchillo señaló el interior de la galería por donde había
llegado el grito.
—No has oído nada… Sólo has soñado. ¡Termina ya!
Sin hacerle caso, dejando escapar un incesante gruñido, aquel
ser de pesadilla atravesó la abertura de la roca bamboleándose
sobre sus piernas.
El gigante no pudo contener una sarta de maldiciones y se
apresuró detrás del monstruo, deteniéndose unos pasos más
adelante y cerrándole el paso.
—Ahí fuera tienes algo por terminar.
A trompicones, el espantoso manojo de descomposición avanzó
contra el hombrón. Éste se hizo a un lado precipitadamente,
maldiciendo en todos los tonos. A pesar de estar habituado a la
nauseabunda presencia, cada vez que estaba cerca de él notaba
cómo se le revolvía el estómago y por nada de este mundo hubiera
dejado que aquellas garras informes le rozaran siquiera.
Después, mascullando entre dientes, le siguió preguntándose
cómo acabaría todo aquello, porque él mejor que nadie sabía cuán
difícil era manejar esas situaciones sin más ayuda que las palabras.
—¡Espera! —gruñó—. ¡Paul se pondrá furioso si…!
Era como si le hablara a la pared.
Así llegaron a la estancia pestilente donde Evans había sido
abatido. Unos segundos largos, escuchando el silencio. Después, la
aparición se dirigió a una puerta, siempre seguida de cerca por el
corpulento asesino que deseaba con todas sus fuerzas que Paul
Gauge estuviera allí para controlar la situación.
11

No puede decirse que Paul Gauge estuviera muy lejos.


Sus ojos de rana, saltones; su cuerpo tenso por la excitación y el
deseo y la mente turbia de malos presagios miraban fijamente a la
indefensa muchacha igual que una serpiente miraría a su hipnotizada
víctima.
Alice envuelta en el camisón reglamentario del hospital, los
tobillos y las manos firmemente sujetos con cuerdas, se debatía
sobre un desvencijado diván abandonado en aquel horrible sótano
desde tiempos inmemoriales. Como una gacela asustada, rehuía la
casi fosforescente mirada del heredero de los Gauge sintiendo que le
producía la repugnante sensación de un contacto físico.
Por eso había gritado cuando él trató de levantarla.
—¿Qué crees que conseguirás escandalizando, mujerzuela? Sólo
enfurecerme más. Ya se enfadó mamá, y dijo que arreglase esta
situación para evitar problemas…, que la arreglase a mi modo…
—¡Está usted loco! —chilló la muchacha.
El rostro de Gauge se transformó en una máscara de ira.
—¡Cállate! —La abofeteó inesperadamente y rugió—: ¡No vuelvas
a repetir eso, maldita víbora!
—¡Loco, loco, loco!
Paul Gauge se arrojó sobre ella, golpeándola salvajemente. La
muchacha rodó fuera del diván y cayó al suelo casi desvanecida
mientras él continuaba barbotando siniestras amenazas.
—Te burlaste de mí una vez —dijo de pronto, calmado
súbitamente—. Dejaste arriba tu vestido, como una burla. Ahora…
De un zarpazo le desgarró parte del camisón. La muchacha se
sintió morir.
Él alargaba de nuevo las manos hacia ella cuando detrás suyo
resonó con estrépito una puerta al ser abierta con inusitada violencia.
Paul Gauge se volvió en redondo.
También la muchacha giró la cabeza, esperanzada.
Sólo que su esperanza se convirtió en el más absoluto horror al
ver la criatura infernal que había aparecido en el umbral.
Hubo momentos en que Alice, durante su estancia en el hospital,
había llegado a dudar de lo que viera realmente en el bosque. Su
subconsciente vaciló y se dijo que quizá los demás tenían razón y
que lo que ella creía haber visto no era otra cosa que el fruto de su
terror.
Mas ahora, ese horror aparecía ante sus ojos, más espantoso
que nunca, con su cara carcomida, su único ojo llameante, sus
manos que eran puro hueso, semejantes a garras.
Creyó que iba a volverse loca y todo comenzó a girar a su
alrededor, mientras Paul Gauge se enderezaba frente a la
repugnante aparición, cerrándole el paso.
—¡Vuelve a tu escondrijo! —bramó fuera de sí—. ¡Vete!
Alice notaba el corazón golpearle en la garganta. Apenas podía
respirar a causa de la terrible angustia que la atenazaba.
Oyó el sordo gorgoteo del cadáver viviente y vio cómo blandía un
largo cuchillo. Paul Gauge dio un salto atrás.
—¡Maldito! —rugió—. ¡Bentley!
—Estoy aquí, señor Gauge…
—¿De dónde ha sacado ese cuchillo?
—Él deseaba hacer un pequeño trabajo, pero el grito de ella le ha
hecho olvidarse de todo lo demás. No he podido detenerle.
—¡Debiste encerrarle en la cripta! —Miró a su alrededor,
mientras el monstruo avanzaba poco a poco—. ¡Quítale ese cuchillo!
Bentley entró en la estancia, agazapado como un gato.
El cuchillo parecía muy firme en la mano del repugnante
aparecido, que se detuvo a dos pasos de Alice, bamboleando la
cabeza de un lado a otro para atisbar a aquellos dos hombres que
de repente se habían convertido en sus enemigos.
La angustia mortal, las náuseas, el horror, todo se agolpó dentro
de la muchacha ante la proximidad de aquella cosa espeluznante. El
hedor que se desprendía de sus harapos llenaba todo el sótano, la
ahogaba como si la rodearan miasmas irrespirables.
Paul Gauge gritó:
—¡Deja ese cuchillo, George, déjalo de una vez!
Parecía increíble que aquella cosa tuviera un nombre, pensó
Alice, intentando arrastrarse más allá de los pies nauseabundos que
tenía tan cerca.
Sólo que George no abandonó el arma. La blandió amenazador,
manteniendo a raya a sus dos adversarios.
Bentley gruñó:
—Te abandonaremos aquí abajo si no sueltas el cuchillo… Nadie
volverá a atenderte, George…
Paul Gauge se detuvo de espaldas a la pared. Su mirada de loco
lanzaba destellos de ira.
—¡Maldito seas! ¿No me has quitado ya bastante? Tú, maldito mil
veces, que también quieres arrebatármela a ella.
Alice creía estar inmersa en una horrenda pesadilla. Aquello no
podía ser real…, despertaría en cualquier momento y Matt estaría a
su lado, atendiéndola, besándola…
Los pies se arrastraron otro poco hacia ella. El hedor a muerte
avanzó con ellos.
Se sintió morir.
Paul seguía desgañitándose, insultando a aquel George que
parecía no escucharle siquiera.
—¡Me quitaste el cariño de mamá, condenado! ¿Recuerdas?
Para ella había que sacrificarlo todo, incluso mi propia vida,
enterrado en este horrible caserón… Y ahora ella… también la
deseas… y sabes que es mía, lo sabes… ¡Lo sabes, maldito!
Sólo le replicó un gruñido animal.
Bentley masculló:
—Hay muchas mujeres, señor Gauge… Encontrará todas las que
desee con su dinero y su apellido…
—¡Quiero a ésta…, porque se burló de mí!
—La trajimos aquí para cerrarle la boca, ¿no es cierto?
—¿Y qué con eso? Sigue siendo mía.
—Deje que George utilice el cuchillo y asunto terminado.
Paul sacudió la cabeza. Parecía preso de histeria.
Miró a Bentley con ojos enrojecidos. Después, su mirada saltó
hacia el monstruo.
Finalmente, sus pupilas demenciales recorrieron el cuerpo de la
muchacha tendida en el sucio y masculló:
—Está bien, pero quiero verlo, Bentley.
El hombretón se estremeció.
—Iré a cerrar la cripta entre tanto, señor Gauge.
Retrocedió apresuradamente, mientras a sus espaldas resonaba
la risa burlona de Paul Gauge y los alaridos enloquecidos de la
muchacha que acababa de ser sentenciada a una muerte atroz.
12

Bentley desembocó en la cripta y corrió a ver si el comisario


continuaba en el ataúd.
En efecto, allí estaba, todavía inconsciente.
Suspiró, aliviado.
Acabaría con él de otro modo más limpio y menos espectacular.
Alargó las manos hacia la garganta del inconsciente policía.
En el mismo instante, un brazo de hierro se ciñó en torno a su
propio cuello. Una rodilla se hundió en su espalda y una fuerza atroz
empezó a doblarle hacia atrás hasta que los huesos crujieron
amenazadoramente.
Bentley trató de debatirse, de librarse de la cruel presa, pero
cuanto más se movía, más se dislocaban sus vértebras.
Una voz gruñó junto a su oído:
—¡Alice! ¿Dónde está? ¡Habla o te parto por la mitad!
Al mismo tiempo, los brazos presionaron aún más. Bentley se
sintió morir entre dolores de infierno.
Barbotó unas palabras incomprensibles de modo que Matt aflojó
su presa para que pudiera recobrar el aliento… Sólo que Bentley era
un luchador nato y ni por un momento pensó en hablar.
Se revolvió como un gato salvaje, intentando librarse de la
mortífera llave que podía matarle. Casi lo consiguió.
Matt Brady, convertido en un ser muy distinto al doctor que todo
el mundo conocía, se limitó a redoblar la presión de sus brazos. El
corpachón se dobló de nuevo más y más…
La rodilla se mantuvo firme como una roca.
—¿Dónde está, bastardo, dónde? ¡Habla de una vez!
Bentley esperó con la boca cerrada, sintiéndose morir, pero no
creyendo ni por un momento que el médico estuviera dispuesto a
matarle realmente… Era la ventaja de pelear con gentes delicadas,
con estudios, educación y carrera…
Esperó aún, a pesar del salvaje tormento que lo enloquecía.
Hasta que le fue imposible esperar más y barbotó:
—¡Ya basta…!
—¿Dónde está la muchacha?
Esperó que se aflojase la mortal presión, pero esta vez esperó en
vano.
—Muerta… —jadeó—. Acaban de… de… matarla…
Con un rugido, el doctor Brady dio un salvaje tirón hacia atrás.
Las vértebras crujieron con un chasquido seco, semejante a una
caña que se rompe. El cuerpo de Bentley se desmadejó de golpe,
mientras todo el dolor del mundo parecía inundarle el cerebro como
una oleada de fuego…
Matt le soltó, tambaleándose, presa de una angustia como no
sintiera jamás.
Zarandeó al comisario, pero éste sólo emitió un leve quejido.
Echó a correr por el pasadizo sin preocuparse del ruido que
hicieran sus pies. Oyó voces confusas, y de pronto un lacerante
aullido.
—¡Alice! —gimió al reconocer su voz.
Redobló su carrera. Irrumpió en la estancia donde estaba el
camastro y el hedor, la atravesó como un meteoro, y de repente se
encontró mirando la más espantosa visión que jamás soñara.
El monstruo se había revuelto al oírle llegar. El cuchillo en su
mano parecía tan firme como una espada en la mano de un guerrero.
Era increíble. Aquella repugnante criatura viva y amenazadora…
De modo que Alice había dicho la verdad después de todo.
¡Alice!
La descubrió en el suelo, hecha un ovillo, el camisón hospitalario
hecho trizas, sosteniéndose solamente porque estaba sujeto a las
muñecas y los tobillos con la misma cuerda que la inmovilizaba.
—¡Matt! —sollozó la muchacha.
Él avanzó encorvado hacia delante, cautelosamente mientras Paul
Gauge se deslizaba a lo largo de la pared.
—Ahora comprendo —masculló el doctor Brady—. Debí
comprenderlo cuando vi aquella uña, pero no se me ocurrió
entonces…
Inesperadamente, el cuchillo saltó en su busca, obligándole a dar
un salto atrás.
Un continuo gruñido gutural brotaba de las fauces resecas del
monstruo. Matt dijo:
—Has perdido la lengua también, ¿eh?
Trazó un círculo en torno a George, tanteándole, esperando que
cometiera un error para desarmarle. Pasó tan cerca de la muchacha
tendida en el suelo, que en sus pies notó el roce de los jirones del
camisón.
De pronto, Paul Gauge brincó como una rana cayéndole sobre las
espaldas. Los dos rodaron por el suelo enzarzados en mortal abrazo.
Alice chilló con irresistible angustia.
Paul rugió:
—¡Ahora, George, ahora!
George no se movió. Miraba con siniestro ojo inyectado en
sangre aquel debatirse de brazos y piernas, de cuerpos jadeantes.
Luego se volvió hacia la muchacha. Estuvo mirándola mucho
tiempo, mientras tras él la lucha continuaba más feroz a cada
instante.
Muy despacio, George fue encorvándose, doblándose de forma
rígida, hasta caer de rodillas, junto a Alice. Ésta ya no tenía fuerzas
para luchar más. Cerró los ojos y llamó desesperadamente a la
muerte.
Oyó el golpe sordo junto a su cuerpo de soberbia belleza. George
había soltado el cuchillo. Ya no ansiaba matar…
Paul Gauge gritó cuando Matt le conectó un zurdazo escalofriante
bajo el mentón, lanzándole contra la pared, donde pareció rebotar
con fuerza inaudita.
A trompicones atravesó casi toda la estancia, hasta detenerse
apoyado en una silla.
Ciego de ira, Brady cargó contra él igual que un toro enfurecido.
De nuevo cometió un error. Paul enarboló la silla, volteándola
sobre su cabeza antes de descargar un golpe demoledor que derribó
a Matt entre una lluvia de astillas.
La silla se desmenuzó, pero ni siquiera ese estrépito consiguió
distraer la atención del monstruo, fija en la muchacha sobre la cual
alargaba sus garras ansiosas.
A trompicones, Paul Gauge acortó la distancia que le separaba
del aturdido doctor Brady. Iba a rematarle de una vez por todas.
Entonces descubrió el cuchillo, abandonado muy cerca, y se
desvió para apoderarse de él.
Sus dedos se cerraron en torno a la empuñadura. Cuando se
irguió, el arma estaba en su poder, presta a terminar de una vez con
el entrometido intruso…
13

El comisario recobró el conocimiento y en el primer instante


experimentó una insoportable sensación de vértigo.
Después, el dolor en la cabeza le recordó que no era vértigo,
precisamente, lo que le mantenía tumbado en ese lugar oscuro y
pestilente.
¿Qué lugar?
Se enderezó, tanteando a su alrededor.
El descubrimiento de que estaba metido en un ataúd le hizo dar
un salto que salió disparado de su yacija, para rodar dolorosamente
por un suelo de dura piedra que acabó de aturdirle.
Se levantó, rezongando.
Recordó, de pronto. Estaba en la cripta, examinando los ataúdes,
cuando había descubierto el cadáver degollado del pobre Evans.
Bueno, hasta aquí todo encajaba, pero ¿y después?
Arrugó el ceño, porque no conseguía recordar nada más, ni
siquiera cómo había ido a parar él mismo dentro de otro sarcófago.
Sólo que cuando recordó, la cosa fue peor, pero en su mente
revivió la visión de aquel monstruo nauseabundo, de aquella cosa
casi sin cara, como un cadáver en descomposición…
—La chica tenía razón —farfulló, luchando por librarse del
aturdimiento.
Tanteó alrededor, pero le fue imposible localizar la linterna.
Entonces, lejano, pero rebotando en las profundidades de la
tierra, vibró un grito que tuvo la facultad de hacerle recordar que el
monstruo estaba todavía en libertad, y que alguien más que no era
aquella cosa andaba suelto también, repartiendo porrazos a traición
como el que le dolía como un infierno.
De modo que ahogando un juramento, echó a correr por el oscuro
pasadizo rogando al cielo que le diera fuerzas suficientes para librar
al mundo de aquella dañina aparición.
El grito se repitió, ahora más cercano. Era un grito de mujer, sin
ninguna duda…
Impetuosamente, Peters irrumpió en la primera estancia. El
alboroto resonaba más allá de una puerta abierta.
Miró a su alrededor, arrugando la nariz al percibir aquel hedor
inconfundible. Comprendió que aquél debía ser el refugio de aquella
cosa que viera en la cripta.
Entonces recordó otra cosa. Le habían derribado de un golpe,
pero…
Tanteó su costado y sus dedos se aferraron en torno a la culata
de la pistola sujeta al cinturón. Después, atravesó aquella puerta con
la 38 por delante.
Lo primero que captó fue el monstruo, que tiraba de las muñecas
atadas de Alice. Sintió revolvérsele el estómago, pero dio gracias al
cielo porque la muchacha estaba desvanecida.
Más allá, acorralado en un rincón, descubrió al doctor Brady, con
el pecho lleno de sangre, tratando de esquivar las feroces
acometidas del cuchillo manejado por Paul Gauge…
—¡Suelte el cuchillo, Gauge…! —rugió.
El aristócrata se revolvió como una fiera. Quizá ni siquiera vio la
pistola. Sólo al hombre.
Y contra él cargó, llevando el cuchillo horizontal, como si
manejara una espada.
El comisario había soportado mucho en las últimas horas. Lo
único que le faltaba era que un loco intentara ensartarle con un
cuchillo.
De modo que apretó el gatillo, retumbó el trueno del disparo y
Paul Gauge se detuvo en seco, alto y rígido, como si aún en aquellos
instantes supremos quisiera recomponer su figura de aristócrata…
Peters repitió el disparo. Esta vez, Gauge trastabilló hacia atrás,
se enredaron sus pies y, girando como una peonza, se desplomó de
bruces.
La pistola giró en busca del monstruo, sólo que allí no necesitó
utilizarla. Matt Brady le descargó un seco trallazo y aquella cosa
nauseabunda pareció desparramarse por toda la estancia.
Peters respiró con evidente alivio.
—¿Está viva, doctor?
—Sí… Sólo está desvanecida.
—La pobrecilla, éste parece ser su estado natural de un tiempo a
esta parte. ¿Puede explicarme ahora de dónde ha salido este…, esa
cosa, doctor?
—¿De veras no lo comprende usted?
Antes de que pudiera replicar, una voz altanera exclamó:
—¿Qué están haciendo todos ustedes aquí?
Su voz se extinguió, sin embargo, al descubrir a Paul Gauge
inerte en un rincón, todavía con el cuchillo en la mano.
Luego, la vieja dama vio a George despatarrado y se quedó sin
voz.
—Si hubiera sido sincera conmigo —masculló el comisario
rencorosamente—, todo esto se habría podido evitar. Porque usted
lo sabía, ¿no es cierto, maldita vieja?
—¿Cómo se atreve? Haré que el presidente…
—Deje en paz al presidente y empiece a pensar cómo explicará
todo lo que ha sucedido aquí, señora. Su hijo, un asesino si no me
equivoco, y utilizando los servicios de un rufián que se escudaba bajo
la tapadera de chófer… ¿Querrá hacernos creer que no sabía nada
de esto? Y luego, esa… cosa repugnante.
La vieja se adelantó, altanera. No dedicó más que un vistazo a
Paul Gauge. Todo su interés parecía centrarse en el horrible
monstruo que yacía inerte más allá de la inconsciente muchacha.
—Mi pobre George… —musitó con dulzura—. Mi hijito…
Peters casi cayó de espaldas.
—¡Su hijo! —exclamó, estupefacto—. ¿Es posible…?
—Ahí tiene usted la clave de todo esto, comisario —gruñó Matt,
levantando en vilo a la joven—. ¿Cómo iban a explicar los orgullosos
aristócratas de Boston, los poderosos Gauge, que su hijo mayor era
un leproso?
Instintivamente, el comisario se echó hacia atrás ante la horrenda
palabra.
—¡Dios bendito! —jadeó—. ¡Un leproso…!
—¿Se lo imagina? El orgullo de estirpe y todas esas estupideces.
No podían dejar que se supiera, Gauge era un apellido ilustre,
dominante en las esferas más altas de la sociedad. Un apellido
corrompido, pero lleno de dinero y de poder, heredero de locos y
degenerados…
—¡Pero en pleno siglo veinte y en este país…!
—Hubieran podido tratarlo eficazmente en un principio. Esta
enfermedad ya no es el azote bíblico que hacía temblar al mundo. Se
cura perfectamente si es tratada a tiempo. Sólo que hay que
declararla, ¿se da cuenta? Esta condenada vieja y su otro hijo…
prefirieron dejarlo pudrir aquí miserablemente antes que afrontar la
curación públicamente.
—Están locos…
—Cierto. Toda degeneración termina por perturbar la mente de
los descendientes. Cualquier aberración es posible, entonces,
comisario.
—Bien, ahora van a ver de qué les sirve su influencia, su dinero y
su maldito poder…
—No se ensañe con ellos, Peters. Esa mujer es una desgraciada.
Y él no creo que sobreviva más allá de unos días. Su estado es
crítico…, está tan acabado como la uña que perdió. La uña de la
raíz muerta.
—Habrá que llamar una ambulancia…
—Eso es cosa suya, comisario.
Matt echó a andar con la muchacha en brazos, hasta encontrar la
escalera que conducía a la siniestra residencia donde se había
fraguado el oscuro drama que acababa de terminar allá abajo.
Caminó en busca de la puerta principal. El contrahecho
mayordomo surgió inesperadamente y él casi dio un salto atrás.
—¿Busca usted la salida, señor?
Perplejo, asintió. Era inconcebible que después de todo el
cataclismo que había estallado, aquel hombrecillo fuera capaz de
mostrar semejante desapasionamiento.
Se encontró fuera, bajo la noche, en el parque, y comenzó a
andar con su dulce carga en brazos, hasta que la muchacha se
recobró de pronto y sus ojos desorbitados encontraron el rostro
querido, muy cerca…
—¡Matt!
—Estoy aquí, pequeña.
—Ha sido una pesadilla…
—Sin duda.
—Estaba segura que cuando despertase, tú estarías junto a mí…
Pero ¿por qué tengo las manos atadas?
—Las manos y los pies.
—Pero ¿por qué?
—Así estoy seguro de que no podrás escapar de mí…
¿Recuerdas lo que te propuse?
—Sí, querido…
—Entonces, todo está bien.
Inclinó la cabeza y le besó con todo el amor de que era capaz.
Era capaz, de tanto amor, realmente, que perdió la noción del
tiempo, de modo que cuando llegó la ambulancia casi les arrolló,
porque continuaban en mitad de la avenida, besándose.

FIN

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