Comprame Un Caballo 1217486

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CÓMPRAME UN CABALLO

MANUEL ALONSO ALCALDE, el autor de esta historia,


tiene quince libros publicados, tanto para adultos —poesía,
narrativa y teatro— como para niños. Cuenta, además, con
más de medio centenar de premios, entre ellos, “Alforjas
para la poesía”, “Sésamo”, de novela corta; ocho “Huchas
de Plata” y dos de “Oro”, de cuento, y “Lope de Vega”,
“Ciudad de Barcelona” y “Ciudad de Montevideo” (Uru­
guay), de teatro. Ha sido traducido a diversos idiomas, el
ruso y el rumano entre ellos.

JULIA DÍAZ nació en 1948, en Argentina. Estudió dibujo


y escenografía en la Escuela Superior de Bellas Artes de La
Plata (Buenos Aires). Desde 1972 es ilustradora infantil de
editoriales argentinas. A partir de 1982 vive y trabaja en
Madrid, colaborando con diversas editoriales. Ama la na­
turaleza y navegar a vela.
Ilustrador: Julia Díaz

CÓMPRAME
UN CABALLO

EDICIONES PAULINAS
Director de la colección: José González Torices
Coordinación editorial: Juan Antonio Carrera

© Ediciones Paulinas 1989 (Protasio Gómez, 11-15. 28027 Madrid)


© Manuel Alonso Alcalde 1989
Foto cubierta posterior: Luis Andrés Raposo
Diseño: Juanmiguel S. Quirós
Páginas de Equicultura: Equipo E. P.
Fotocomposición: Marasán, S. A. San Enrique, 4. 28020 Madrid
Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28960 Humanes (Madrid)
ISBN: 84-285-1289-2
Depósito legal: M. 17.905-1989
Impreso en España. Printed in Spain

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni el


registro en un sistema informático, ni la transmisión bajo cualquier
forma o a través de cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico,
por fotocopia, por grabación o por otros métodos, sin el permiso
previo y por escrito de los titulares del copyright.
1. Hola, joven lector..............
2. Una disposición tan poco co­
rriente ................................
3. Vamos, Rodrigo ................
Mis notas.................................
Páginas de Equicultura...........
1. Hola, joven lector

YE... SÍ, SÍ, me refiero a ti, el


O chico que acaba de abrir este li­
bro y parece dispuesto a leerlo. Di,
tío, ¿te parece que antes de seguir ade­
lante nos hagamos amigos tú y yo?
Pues, si es así, de acuerdo y adelante.
Verás: yo soy más o menos de tu
edad, tengo doce años, me llamo Ro­
drigo y vivo en estas páginas, o sea,
donde el autor del libro me ha metido.
¿Cómo te llamas tú? Deja, deja, no
importa, ya que, a partir de ahora, al
dirigirme a ti te llamaré Dani. ¿Que
por qué? Pues, sencillamente, porque
me gusta, porque es el nombre que me
habría encantado que me pusieran...
Resumiendo, Dani y Rodrigo, amigos
íntimos desde ahora, ¿vale?
ESCUCHA lo que me pasó hace unos
días. Resulta y ello es que me eché
la siesta como de costumbre, sólo que
no sucedió lo de siempre, o sea, nada,
puesto que tuve un sueño la mar de
emocionante. Soñé que venía no sé de
dónde, de muy lejos, a lomos de un
caballo grande y hermoso, y de repen­
te... Palabra, Dani, se trataba de un
corcel estupendo, con la estampa de
un pura sangre y el temperamento de
uno de aquellos arrogantes bridones
que se hicieron tan famosos como sus
dueños, por ejemplo, “Bucéfalo”, “Ba­
bieca” o “Rocinante” y otros de igual
o parecida categoría.
El caso es que yo venía disparado
por un estrecho camino abierto a tra­
vés de lo que parecía un bosque la mar
de frondoso..., ya sabes, troncos por
aquí, raíces por allá y maleza por to­
das partes. Y de pronto, fíjate qué
cosa, aparece en medio de la pista un
árbol enorme, provisto de ramas tan
recias como los músculos de esos atle­
tas que llaman “culturistas”. Yo pensé:
“¡Me voy a pegar la chufa!”, e instin-
tivamente me agarré todavía más fuer­
te a las crines del animal, puesto que
yo iba montado a pelo, es decir, sin
ninguna clase de arreos, silla, bridas,
estribos ni nada parecido, parapetan­
do mi cabeza tras el cuello de la cabal­
gadura.
—¡Ay, que me la pego! —grité
cuando vi el tronco a menos ya de un
metro de mis narices.
Y aquí viene lo bueno, Dani: que
mientras yo me imaginaba ya a mí
mismo metido en la cama de un hospi­
tal, con el coco vendado, varias costi­
llas rotas y un brazo, o los dos, en
cabestrillo, va el bicho, pega un brinco
de los de medalla de oro en una olim­
piada y se pasa la copa del árbol por
debajo de los cascos, o lo que es lo
mismo, salta por encima de aquélla, y
eso que parecía tan alta como una casa
de tres pisos, llegando al otro lado
como si tal cosa, y, por si fuera poco,
sin que al encogerse para saltar o al
posarse de nuevo en el suelo hubiese
yo notado ni la más leve sacudida.
En fin, que todo se desarrolló con
suavidad, rapidez y eficacia, como si
en lugar de un caballo se tratase de
una nave espacial. Y es una lástima
que no lo fuera, pues mientras íbamos
por el aire se me ocurrió de repente la
idea de bautizar a mi nueva cabalga­
dura con el bonito título de “Equus
Uno”, y me hubiera gustado pintarlo,
bajo una banderita, en la superficie me­
tálica de una nave de ésas. ¿Que a cuen­
to de qué lo de “Equus Uno”? Muy
sencillo, porque si los caballos perte­
necen a la familia zoológica de los équi­
dos, la demostración que el mío aca­
baba de realizar al conseguir una plus­
marca deportiva en salto de altura lo
convertía en campeón indiscutible en­
tre los individuos de su especie, es de­
cir, en el “número uno”.
1 Bueno, y aún no te he contado lo
que pasó después. Anda, pregunta,
Dani.
—Cuenta, cuenta, Rodrigo, ¿qué
pasó? Vamos, ¡larga!
—Pega el oído, compa./ “Equus
Uno” planta sus cuatro herraduras en
tierra, se queda parado, vuelve hacia
atrás la cabeza, me mira, y en lugar de
lanzar un relincho, lo propio en un
caballo, va y me suelta con voz y pala­
bras de persona:
—¿Te has asustado, Rodri?
¡Hasta sabía el tío mi nombre, figú­
rate!
—No —contesté—. Todo ha ocu­
rrido tan de prisa que ni tiempo he
tenido de acoquinarme.
—Mejor que haya sido así —co­
mentó. Para añadir a renglón segui­
do—: Creo que te habrás dado cuenta
de que soy un cuadrúpedo bastante
especial.
Yo, a modo de respuesta, lancé un
silbido de admiración, pues ¿qué po­
día decirle para expresarle el entu­
siasmo que me había causado su con­
ducta?
—¿Tanto te ha asombrado mi salto?
Pues eso no es nada, puedo llegar mu­
cho más arriba y más lejos, y correr a
más de cien por hora, mientras los ca­
ballos más veloces no pasan de noven­
ta, con que ya ves lo especialísimo que
soy. Aunque nada tiene de raro que la
naturaleza me haya dotado de seme­
jantes facultades cuando desciendo
por línea directa nada menos que de
“Hipógrifo”, un antiguo corcel alado
que se hizo célebre por llevar hasta la
luna a un caballero medieval llamado
Astolfo.
—¿Y qué tenía que hacer ese caba­
llero en la luna? —quise saber yo.
—Recuperar el seso y la cordura per­
didos por cierto amigo suyo y que, vue­
la que te vuela, habían llegado hasta el
blanco satélite. De ahí viene esa ex­
presión referida a alguna persona tan
embobada y abstraída que ni se ente­
ra de lo que sucede a su alrededor en
determinado momento. Así se dice:
“Mira, ése está en la luna”.
A lo mejor aquella explicación iba
por mí, que tenía la cabeza comple­
tamente ida a cuenta de tantas emo­
ciones.
—Lo malo es, querido Rodri, que
hemos de despedirnos —añadió el ca­
ballo con apenado acento.
—Pero ¿por qué? —pregunté, con­
trariado.
—Muy sencillo, porque estás a pun­
to de despertarte.
—Ah, ¿pero esto es un sueño?
Me parecía imposible que lo fuese,
de veras, con la impresión que me ha­
bía causado “Equus Uno” y lo real que
lo veía yo todo. ¡Un sueño, Dani! ¿Te
imaginas lo que sentí por dentro al
recibir tan triste noticia? Como que
pensé que me desinflaba. Y no era
para menos, ¿verdad? ¡Creer que tie­
nes un caballo superclase completa­
mente tuyo y, de pronto, zas, desper­
tarse y si te he visto no me acuerdo!
Un verdadero rollo. Pero ¿qué otra
cosa podía yo hacer sino resignarme?
—Adiós —dijo “Equus Uno” mien­
tras volvía la cabeza y me miraba otra
vez con sus grandes y consternados
ojos—. Quizá nos volvamos a ver al­
gún día, quién sabe.
Y reemprendiendo el galope, y di-
ciéndome adiós con la cola, se perdió
en un par de segundos entre la espesu­
ra, mientras yo abría los párpados de
par en par y regresaba paulatinamente
a la realidad, que ahora ya no era un
bosque, sino mi dormitorio.

¿QUERRÁS CREER, amigo Dani,


que nada más poner los pies en el sue­
lo lo primero que oí fue un relincho?
Pues sí, un lejano y ahogado relincho,
que, como es lógico, yo imaginé lan­
zado por el propio “Equus Uno” en
una última muestra de despedida. Una
tontería, ¿verdad?, pensar que todavía
se pudiera captar su voz cuando el ani­
mal formaba parte de un sueño fini­
quitado un momento antes.
Y, sin embargo, el relincho se escu­
chaba perfectamente, bastante apaga­
do, eso sí, como si el noble bruto ya
no estuviera al aire libre, sino tras una
puerta, la de un corral, un establo o
algo parecido.
Pero, quiá, ¡si el rumor venía del
armario donde guardo yo mis libros y
mis cosas en mi habitación! Qué cosa
tan rara, ¿no, Dani? ¡Mi propio arma­
rio convertido en el refugio de un ca­
ballo que ni existía ni había existido
nunca, puesto que se trataba de una
ilusión elaborada por mi sesera duran­
te mi media hora de siesta!
—Te hago una apuesta, Dani: ¿a
que por mucho que caviles no adivinas
de dónde procedía el relincho?
—¡No! —percibo, por transmisión
de pensamiento, que respondes—.
¡Continúa, me tienes en ascuas, Ro­
drigo!
—Vale.

EN SUMA, que, guiado por mi ante­


na de detective, una antena interior
que llevamos casi todos los chicos y
supongo que tú también, me dirijo pa­
sito a paso hasta el famoso armario...,
y al decir pasito a paso quiero signifi­
car muy despacio y alerta, pues el mis­
terioso relincho seguía suena que te
suena y, encima, más fuerte y más cla­
ro a medida que me acercaba al sitio
de donde salía, lo cual, quieras que
no, produce impacto.
Palabra de honor que no me' consi­
dero un cobardica, Dani, aunque no
me vaya fardar tampoco de valiente.
Lo cierto es que, al verme delante de
la puerta con la mano en el tirador,
noté una especie de nudo bastante gor­
do en la garganta. Pues, ya ves, a pesar
de todo, que en eso consiste el valor,
en aguantar el miedo, abrí, pensando
que, al hacerlo, Dios sabe lo que me
podría encontrar. Si se trataba del
propio “Equus Uno” que había deci­
dido materializarse, estupendo; pero
¿y si era un caballo fantasma, que se
me había colado en mi cuarto, o, to­
davía peor, un monstruo-caballístico
que, al verse frente a mí, me largaba
una coz o un mordisco, o empezaba a
piafar, esto es, a alzar las manos y de­
jarlas caer, y me tiraba al suelo y me
pateaba?
—En resumen, ¿y qué había dentro?
Ahí, ahí está la cosa, que así, al
pronto, no se veía nada de particular,
fuera de mis libros, mi chándal, mi
cartera del colé, mis juguetes..., en una
palabra, lo de siempre. No obstante,
el recóndito equino seguía relinchan­
do, sino que, ahora, justo bajo mis pro­
pias narices.
¡A ver si una sorpresa así no era
como para dejarle a uno pirado! El
autor del relincho no estaba en el ar­
mario, al menos a la vista, ¿dónde po­
rras se hallaba entonces? Y la cuestión
era que aquel grito, que continuaba
sonando, y ahora con mayor nitidez,
parecía brotar de algún objeto situado
en la parte inferior de la estantería,
allí donde guardo yo mis juguetes para
que mami no me arme la bronca. Es
decir, que lo único que podía yo hacer
desde ese momento era ponerme a in­
vestigar trasto por trasto, que fue lo
que hice, empezando por los patines,
pues se encontraban más en primer pla­
no y más visibles que el resto.
Lo que son las cosas: la tira de tiem­
po venga a hurgar por un lado y por
otro, ¿y dónde creerás que fui a dar
con la solución del enigma? ¡En la caja
del ajedrez! Estaba en el fondo de la
estantería, detrás de otras cosas, pues
aunque el ajedrez me gusta un rato
largo, no suelo encontrar gente con la
que jugar. Yo me decía: “Pero si pare­
ce que suena ahí adentro”, sino que la
idea me resultaba tan absurda que tar­
dé algunos minutos en decidirme a
abrir la tapa a ver qué pasaba. Y lo
que sucedía era, sencillamente, que...
Pero aguarda, tío, que esto hay que
contarlo despacio.

LA HISTORIA es la siguiente: Según


parece, el rey negro de mi pequeño
ajedrez se había convertido, quién
sabe por qué, en una especie de tirano.
Sí, así como suena, un tirano; y tenía
en un puño a las restantes piezas del
juego. Mejor dicho, no a todas, ya que
un alfil blanco se opuso desde el pri­
mer momento a su dictadura y preten­
día alzar un ejército contra ella. Pero
¿cómo, si daba la casualidad de que el
negro monarca aparecía encima de to­
das las figuras, pues el azar había de­
cidido por su propia cuenta colocarlo
allí, es decir, justo debajo de la tapa?
Supongo que semejante posición,
que situaba al rey negro sobre las otras
piezas, facilitándole la tarea de sojuz­
garlas, era debida a la persona —pro­
bablemente yo, aunque no lo recuer­
do— que dejaba caer las figuras den­
tro de la caja a medida que eran
eliminadas o, si lo prefieres, comidas a
lo largo de la partida. Y como, según
mis deducciones, el fiero y negrísimo
rey salió, en aquella ocasión, vence­
dor, fue sin duda el último en ser de­
positado en la cajita, al haber sido el
último también en abandonar el table­
ro. Pesquis que tiene uno, ¿a que sí?
Por lo que a mí respecta, y como
todo lo que yo deseaba era descubrir
el origen de aquella insistente relin­
chada, fui, saqué el tablero, el cual
puse sobre la alfombra, y volqué en él
el contenido de la caja. ¡Huy, entonces
la que se armó! Con decirte que ape­
nas si podía dar crédito a mis ojos,
está dicho todo. ¿Tú sabes lo que su­
pone presenciar una escena como la
que se desarrolló, en menos que lo
cuento, en aquella especie de ring lleno
de cuadrados blancos y negros? ¡La
monda! ¡Cada figura colocándose por
su cuenta en la correspondiente casi­
lla! Y cuando las piezas estaban dis­
puestas, las negras a un lado, las blan­
cas al otro, sale de la formación de
estas últimas uno de los alfiles, toma
al caballo que estaba a su lado de las
riendas, cruzan ambos el tablero, se
encaran con el monarca de enfrente y
oigo que le grita el alfil, aunque sus
palabras no llegaron a mis oídos, sino
sólo a mi pensamiento:
—¡Bellaco! ¡Felón! ¡Fementido!
Ya habrás notado que aquellos in­
sultos eran muy antigüillos, de la edad
media por lo menos, justamente la épo­
ca en que vivió el caballero llamado
Astolfo. ¿Recuerdas?, aquel que viajó
a la luna montado en “Hipógrifo”.
Claro que tampoco tiene nada de
particular que empleara el alfil seme­
jante lenguaje si se considera que el
ajedrez es más antiguo aún. Y al fin y
al cabo, los alfiles le caen a uno mejor
si se los representa como caballeros
andantes de los de antaño que como
policías municipales de los de ahora,
¿no crees? El caso es que el alfil, cuan­
do menos aquel a que me vengo refi­
riendo, llevaba una brillante armadu­
ra; un escudo con un león pintado, al
brazo, y un hermoso penacho de plu­
mas sobre la cimera, o dicho de otro
modo, sobre el casco.
Y en cuanto al caballo, ¡no te digo,
cubiertos los lomos de gualdrapas,
una especie de mantas llenas de colo­
rines, y frente y cara con una testera,
traducido al vocabulario de hoy, an­
cha pieza de acero protectora de su
cabeza.
—¡Cobarde! ¡Bellaco! ¡Traidor!
—repitió el alfil en voz todavía más
alta, seguida, ¡pásmate, Dani!, del re­
lincho del caballo.
¿O sea, que era éste, uno de los ca­
ballos blancos de mi ajedrez, el equino
que relinchaba? ¡Acabáramos! Ahora
todo estaba aclarado y el misterio de­
jaba de ser tal. Bueno, pues, no obs­
tante, en vez de preguntar al guerrero
para satisfacer la lógica curiosidad que
me embargaba, preferí esperar a ver
qué sucedía.
Y lo que pasó fue que el caballero
andante pegó un brinco, montó a lo­
mos del corcel y empezó a dar vueltas
ante el ejército enemigo, saltando dos
casillas seguidas y otra de través,
como hacen los caballos del ajedrez, y
así durante un largo espacio de tiem­
po. Yo me preguntaba, y a lo mejor tú
lo estás haciendo también en este ins­
tante: “¿Qué se propondrá poniéndose
a caracolear de ese modo?” Y es que
entonces no me daba cuenta de que
aquellos saltos tan locos, tan valientes,
no eran otra cosa que un desafío, un
reto. Vamos, como si le dijera al rey:
—Anda, ¡sal a pelear si te atreves,
que te voy a meter una soba que no
veas!
Pero como el monarca negro per­
manecía impasible, como si la cosa no
fuera con él, el alfil picó espuelas a su
cabalgadura; salvó de un limpio salto
la fila de los soldaditos de a pie llama­
dos peones, quienes ni se movieron si­
quiera del miedo que tenían; se encaró
con el interpelado y, tras tacharle por
segunda vez de cobarde, se acercó aún
más a él y lo derribó de un manota­
zo..., y supongo, Dani, que tú no ig­
noras que, en el ajedrez, la caída del
rey significa aceptar su derrota y la de
su equipo. La batalla, pues, había con­
cluido, y además, sin derramarse una
sola gota de sangre; el alfil había visto
cumplida su venganza, mejor todavía,
su justicia, y el caballo demostrado,
aparte de su nervio y su fuerza, el gran
amor que le unía a su dueño, porque
los caballos suelen ser leales, cariñosos
y buenos.
¿Y a cuento de qué, te preguntarás
tú, el petardeo de relinchos que se
traía el bicho?
—¡Naturalmente que lo pregunto!
¿A cuento de qué, Rodrigo, vamos a
ver?
—Pues la explicación no puede ser
más simple, querido compa: relincha­
ba para llamarme la atención y que
hiciera lo que hice, esto es, poner en
libertad a las figuras a fin de que pu­
dieran hacerse justicia ellas mismas,
como así ha sido, humillando al tirano
y derrotándolo delante de sus tropas.
—Conformes, conformes. Pero, aña­
do yo, ¿te conocía a ti de algo ese
caballo, quiero decir personalmente,
para relacionarse, así por las buenas,
contigo y reclamar tu ayuda a base de
relinchos?
—Has dado en el clavo, Dani; ni yo
mismo comprendo cómo ha podido
ocurrir una cosa así. Y todavía lo del
relincho tiene un pase, ¿pero qué me
dices del otro aspecto del problema,
esto es, la aptitud que descubro de
pronto en mí para hablar por telepatía
con los individuos de esa especie? Sos­
pecho que ha sido “Equus Uno”, en el
fondo, la verdadera causa de semejan­
te superfacultad. ¿De acuerdo, Dani?
—De acuerdo, Rodrigo.
—Entonces, ¿vale?
—¡Vale!
2. Una disposición
tan poco corriente

UANDO SE POSEE una dispo­


C sición tan poco corriente como
la mía, es decir, capacidad para comu­
nicarse con los caballos y, por si fuera
poco, sin necesidad de pronunciar una
palabra, le pasan a uno cosas curiosí­
simas. Así, por ejemplo, la que me
aconteció a mí al desplazarme al cuar­
to de estar procedente del dormitorio
en el que, como sabes, acababa yo de
vivir las estrambóticas historias del re­
lincho y el ajedrez.
Pero, por insólitas que lo fuesen, no
veas las que me esperaban en la otra
habitación. Como que, en cuanto a ex­
cepcionales y extrañas, superaban con
mucho a las anteriores. ¿Cómo, cómo,
qué dices, que eso no es posible? Pues,
por si acaso, Dani, tú sigue leyendo y
verás lo que es bueno.

¿DÓNDE esta papi? —pregunté a Mi-


chi, mi único hermano. Pero él, ni
caso—. ¡Es que yo necesito ver a papi!
—insistí—. ¡Debo comunicarle algo, y
es muy urgente!
Y Michi, sin mirarme. Claro que a
un crío de cinco años, que es la edad
que tiene, no se le va a pedir que aban­
done de buenas a primeras el juego en
el que aparecía enfrascado, consistente
en trotar alrededor del cuarto sobre
una cabeza de caballo con riendas en­
cajadas en un palo rematado por una
ruedecilla.
Ya, ya, Dani, completamente de
acuerdo contigo: ni tú ni yo osaríamos
correr a horcajadas sobre un simple
palo, pues, en el fondo, eso viene a
ser: una caricatura de corcel, un es­
queleto de équido dotado de un único
hueso, un caballo sin cuerpo, un fan­
tasma..., aparte de que el juguete an­
daba ya pasado de moda cuando mi
papi era pequeño. Pero, qué quieres,
Michi sólo cuenta cinco años y a esa
edad no le vas a pedir a un crío discer­
nimiento y sentido común, como a nos­
otros, los mayores.
La cuestión es que, yo, al colegir
que por mucho que intentase llamar la
atención de mi hermanito no lo con­
seguiría, cambié en seguida de onda
para dirigirme a mi abuela, la cual
aparecía sentada ante la camilla, como
de costumbre, venga a barajar los nai­
pes y poner una carta debajo de otra.
Lo que llaman hacer solitarios, ¿com­
prendes?
—Buela, ¿sabes dónde está papá?
Pero que si quieres: de abstraída
que se hallaba en aquellos momentos
la vieja, no sólo no me oyó tampoco,
sino que ni llegó a advertir siquiera mi
presencia. El solitario le tenía comido
el coco.
—¡Pues sí que...! —empecé yo a
gruñir. Y con razón, ¿no es cierto?
Porque, vamos, que nadie me hicie­
ra caso tiene un pase, pero que me
corriese prisa localizar a mi paterno
sin conseguirlo, era para cabrearse de
veras.
Sí, sí, Dani, me urgía verlo, ¿y sabes
por qué? Pues, sencillamente, porque
estaba pero que decidido a presentar­
me a él, juntar los talones como hacen
los soldados en el cine y, con los bra­
zos bien rígidos y la barbilla levanta­
da, soltarle esta frase, que me había
repetido ya un montón de veces a mí
mismo para no patinar ni en un fo­
nema:
—¡Cómprame un caballo!
Así, así, por lo claro, pues desde lo
de “Equus Uno” me parece ya imposi­
ble vivir sin tener a mi lado algún ani­
mal de su misma especie. Ese día, los
caballos se convirtieron, así, de impro­
viso, en algo imprescindible para Ro­
drigo. Un cambio verdaderamente in­
creíble, sobre todo si se considera que
hasta un minuto antes de la famo­
sa siesta, ni se me hubiera pasado por
la imaginación un pensamiento seme­
jante.
Porque hay que reconocer que, en
la actualidad, los caballos les resultan
absolutamente indiferentes a la mayo­
ría de las personas, ¿verdad? No for­
man parte de la existencia como anta­
ño, y ya apenas si se les ve por las
calles, pues hoy lo único, o casi, que
uno se encuentra a todas horas y por
todas partes son neumáticos, carroce­
rías, motores, coches, motocicletas,
autobuses, camiones, etc. ¿Cierto o
no, Dani?
—Cierto, cierto. Pero no te pongas
paliza con tanto bla-bla, y sigue con
tu cuento.

TIENES razón. Yo, al ver que Michi


y mi abuela me daban la callada por
respuesta, es decir, que seguían meti­
dos cada uno en su rollo, me encaminé
hacia la puerta del pasillo con inten­
ción de dar una vuelta por la casa a
ver si localizaba por fin a mi padre.
Pero no había andado ni tres pasos
cuando entra en mis oídos —a través
de las ondas, supongo— una voz que
me dice:
—Aguarda un momento, Rodrigo.
Yo conozco como no veas tú el ha­
bla de mi abuela. Hasta podría identi­
ficarla con los ojos cerrados entre una
nube de personas, mil, dos mil, las que
fueran, a cuenta de las historias que
me larga en cuanto se presenta la oca­
sión. Me sé su vida de memoria con
todos sus detalles, y lo mismo podría
describirte el vestido que llevaba el día
de su primera comunión que el traje
de baño con faldita que estrenó para
ir por primera vez a la playa. Figúrate,
entonces, lo seguro que estaría yo de
que no era la vieja quien le frenaba. Ni
mi hermano tampoco, ya que no ha­
bla, berrea.
—Pero, ¿quién es, quién llama?
—pregunté, mientras lanzaba una mi­
rada a mi alrededor y comprobaba
que la abuela seguía depositando nai­
pes sobre el tapete y Michi pisoteando
el parqué del suelo con sus botitas,
como las llama mami, aunque para
mí, a quien tienen sordo sus pataleos,
sean simplemente botazas.
Nadie respondió.
—Debo estar pirado —bisbiseé—.
Quizá sea el sueño tan apasionan­
te que he soñado lo que me tiene
groggy.
Y ya me disponía nuevamente a sa­
lir de la estancia, cuando la voz emite
para mí nada menos que una canción:

“Un caballo, caballito,


trota y trota calladito,
¡mírame,
que aunque estoy muy delgadito
todavía se me ve!”

ESO ES lo que decía, por más que yo


siguiese sin saber dónde podía estar el
cantautor. Y que chillaba con ganas el
tipo. Sin embargo, ya ves, no digo mi
abuela, que anda medio sorda la po­
bre, sino ni el mismo Michi, quien ase­
gura poder identificar el paso de un
fantasma si se cuela alguno en casa
alguna vez, parecía sentirlo. Yo estaba
hecho un lío. Porque además la voz
dejó de cantar y se puso a enrollarse
tan de prisa y tan a lo loco como esos
locutores de radio, y no había ninguno
en la habitación, que parece que dicen
mucho y no dicen nada:
—Evidente de toda evidencia la in­
sistencia de mi presencia en la audien­
cia de su excelencia...
—No te comprendo —repliqué yo a
lo tanto; y el otro, a su vez:
—La comprensión es una cuestión
donde la razón tiene la ocasión de ha­
cer confesión de su confusión... Y los
llamados “aires del caballo”, o lo que
es lo mismo, las diferentes maneras de
moverse...
Si no estaba loco, lo parecía, pues
hablaba y hablaba ininterrumpidamen­
te, cambiando sin venir a cuento de
tema, como estaba haciendo ahora.
—Repito, repito, caballito delgadi-
to, repito: los “aires del caballo”, esto
es, los distintos modos que tienen los
equinos de moverse, son: el paso, la
andadura, el trote corto, el trote largo,
el galope y la carrera, y yo en estos
momentos me cambio, porque me da
la gana, ya que por algo soy una ala­
zana la mar de bonita y ufana, del aire
del trote al de andadura, consistente
en avanzar ambos remos del mismo
lado a un tiempo, apoyando el cuerpo
en los otros dos, así, así y así.
Entonces, precisamente entonces
me di cuenta dónde estaba el locutor
aquel y quién era.
—¿Y quién era?
—Pues, aunque parezca mentira, ¡el
caballito de juguete de mi hermano
Michi!
Lo comprendí por una razón, la de
que, al tratar de reproducir el aire de
andadura al que había venido refirién­
dose y que, efectivamente, consiste en
que el animal camine sobre las dos pa­
tas del mismo lado, cargando el cuer­
po en las otras dos, cayó al suelo. Muy
lógico por otra parte, ¿no crees?, habi­
da cuenta de que esa abreviatura de
caballo no tiene cuerpo.
No obstante, convertido como estoy
en algo así como un aparato receptor
de emisiones caballunas, había cap­
tado, cómo no, la procedente del ju­
guete. Lo que pasa es que una cabeza
provista de ojos, crines y boca como
aquélla, pero completamente vacía
por dentro, ¿qué otra cosa podía decir
que tonterías? Aunque lo de los “aires
del caballo” no dejase por ello de res­
ponder a la realidad, pues, en efecto,
son los que el juguete decía: paso, an­
dadura, trote, galope y carrera.
—¿Y cómo lo sabía él, si tenía la
cabeza hueca como tú dices?
—Cualquiera sabe. Puede que lo es­
cuchase en la tienda, antes de que mi
madre lo comprara, a algún parro­
quiano o a otro juguete de esos tan
listos que se fabrican actualmente.
Bien, pues alcé del suelo la cabeza
del jaco y, con la mayor amabilidad
del mundo, por cuanto los équidos,
aun siendo de juguete, me merecían ya
todos los respetos, le pedí que me ha­
blara un poco de sí mismo.
—Me haría usted un gran favor, se­
ñor caballo —dije—, porque todo lo
que se refiere a ustedes me interesa
ahora horrores.
Yo, en el fondo, pensaba que de un
coco vacío sólo saldrían bobadas, si es
que salía algo; pero me equivoqué,
vaya que sí, pues contra toda lógica,
por entre aquellos labios torcidos y
tiesos brotó otra canción relacionada
con aquello que acababa yo de pedirle,
que me contase su vida:

“Pues, verá: la vida mía


consiste en que el niño aprenda
con la mayor alegría
a ver que la fantasía
es una cosa estupenda,
pues, con tirar de la rienda
a mi cabeza vacía,
se puede ir de correría
sin salir de la vivienda
y emprender con gallardía
una aventura tremenda
y distinta cada día”.

EN RESUMEN, que aquella cabeza,


de estúpida, nada. Si había allí algún
estúpido, ése era yo. ¿Por qué? Senci­
llamente, por no haber llegado a intuir
por mi cuenta que los juguetes no va­
len más porque sean más complica­
dos o más caros, sino por la imagina­
ción que sean capaces de despertar: en
una palabra, lo que la canción del casi
caballo trataba de hacerme compren­
der, y que Michi, bastante más chico
que yo, había adivinado hacía tiempo,
puesto que llevaba horas galopando
kilómetros y kilómetros de pradera,
como un vaquero del Oeste, sin salir
de un cuarto de estar.
Estas ideas y otras parecidas me
rondaban por la cabeza cuando veo a
la abuela que pega un salto, levanta
las manos y las cejas con gesto de te­
rror, suelta unos grititos y dice:
—¿Qué pasa aquí, qué es esto? ¡Ay,
Dios mío!
Yo me acerco a la vieja.
—Buela, ¿te sientes mal? —le pre­
gunto.
—Qué va, lo que pasa es que o me
he vuelto yo loca o se han vuelto locas
las cartas, ¡mira!
Sí, a primera vista ésa era la impre­
sión que producía, la de haberse cha­
lado por completo. Resulta difícil de
explicar lo que ocurría en la camilla
aquella tarde. Si te digo que el tapete
parecía ahora la pantalla de un orde­
nador semejante al utilizado por los
de 7.° de EGB, que hemos empezado
este curso con la informática, en el
colé, supongo que no ando excesiva­
mente descaminado. Es cierto que allí
no se veía eso de in put y print, pero
las imágenes subían, bajaban, iban,
venían, se combinaban y borraban con
velocidad y ritmo similares a los de la
pantalla de verdad.
Medita un poco, Dani: si con el em­
pleo de dos únicos signos, el 0 y el 1,
resulta prácticamente infinita la canti­
dad de datos que puede programar un
ordenador, ¿qué sería cuando los sig­
nos se habían multiplicado y eran
nada menos que cuatro, los caballos
de oros, copas, espadas y bastos de la
baraja de la abuela? Porque ése es el
tema, que sin contar con la vieja para
nada, impulsados por las extrañas ra­
diaciones que emite desde aquel día
mi cerebro en cuanto hay un equino
presente, aunque sea de cartulina, los
cuatro naipes se habían plantado enci­
ma de la mesa y evolucionaban sobre
el tapete a toda mecha, mientras el res­
to de las cartas permanecía al margen,
amontonado e inactivo.

¡LA DE COSAS que llegué a apren­


der yo aquella tarde —y eso que se me
olvidaron otras tantas, quizá porque
todas no cabían en la memoria— refe­
rentes a los équidos! Y además, en un
santiamén, pues los cuatro caballos
funcionaban de miedo. Me enteré, por
ejemplo, de los numerosos nombres de­
dicados por nuestro idioma a esta ma­
teria. Y así me dijeron, aunque eso ya
lo sabía yo de antemano, que la hem­
bra del caballo se denomina yegua y
las crías potro y potranca; que los de­
dicados a la reproducción llevan el
nombre de sementales, mientras que
los equinos de mala calidad se cono­
cen por los de jaco, matalón, rocín y
jamelgo, y los grandes y hermosos los
de corcel, bridón, trotón y palafrén.
Supe también que la base del cuello,
donde termina la crin, es la cruz, en
tanto que donde empieza la cola, la
grupa; que las rodillas de las patas tra­
seras, unas rodillas vueltas del revés si
se las mira con ojos humanos, se lla­
man corvejones, y las ventanas de la
nariz, ollares.
Me explicaron asimismo que el pe­
laje del caballo, o lo que es lo mismo,
la capa, se halla relacionado con los
caracteres y temperamento de la raza:
el pelo de color rojo pertenece al caba­
llo llamado alazán; el blanco, al blan­
co; el castaño, al castaño, y el negro,
al negro; la capa color zarzamora per­
tenece al caballo morcillo, y la blanca
y negra entremezclada, al tordo; es
bayo el que tiene el pelo amarillo y
negro con la cola y la crin también
negras, y pío el que presenta grandes
manchas blancas sobre un pelaje de
otro color.
Y me contaron además que los ca­
ballos viven unos treinta años y que,
en general, son tímidos y bondadosos,
aunque los hay de temperamento más
o menos vivo, más o menos fogoso y
excitable. Y que la mayoría de los ca­
ballos de mal carácter lo tienen así a
cuenta de los malos tratos recibidos.
Pero ¡qué te voy a contar, amigo
Dani, si la información que me solta­
ron aquellos naipes fue de esas que los
mayores califican de “exhaustiva” y
los chicos de “paliza”! Calculo que el
rollo no se prolongó más allá de un
par de minutos, y ya ves la sabiduría
que me encajaron, ¡cantidad!; así que
si no llega a presentarse inopinadamen­
te mi paterno, atraído por los gritos
de la abuela, salgo de allí convertido
en especialista en equitación.
—¿Qué fueron esos gritos? —inda­
gó papi, inquieto.
Pero yo le hice un gesto a la abuelita
y ella disimuló.
—Nada, nada —dijo, mientras se
apresuraba a recoger las cartas y yo le
dedicaba un nuevo gesto fácil de inter­
pretar, pues significaba “luego, cuan­
do papá no esté delante, te contaré”.

HABÍA LLEGADO la ocasión por la


que tanto había yo suspirado, es decir,
el momento de plantear a mi padre mi
justísima petición. Sólo que como yo
llevaba pensando el asunto desde que
salté de la cama, hacía ya un buen
rato, no necesité preparar un discurso,
sino acercarme a mi progenitor, plan­
tarme frente a él, poner los brazos rí­
gidos a lo largo del cuerpo, alzar la
barbilla, mirarle cara a cara y soltarle
la frase que llevé en la punta de la
lengua durante un cuarto de hora más
o menos:
—¡Papi, cómprame un caballo!
Él me miró con ojos de despiste.
—¿Cómo dices? —preguntó.
Vaya, hombre, también era mala
pata, con lo redondo que me había
salido aquello, verme obligado a repe­
tirlo. La segunda vez, ya se sabe, las
cosas ya no son lo mismo.
—Que me compres un caballo —di­
je, aunque ahora con menos convic­
ción.
Por el gesto que puso comprendí
que mi paterno pensó, quizá, que se
trataba de una guasa.
—¿Cómo, cómo? —volvió él a pre­
guntar; y yo a insistir, aún más corta­
do que antes.
—Pues nada, que querría que me
comprases un caballo.
Mi paterno se echó a reír.
—¿Para qué? Ya tienes ése, ¿no?
—indicó, mientras apuntaba con el
dedo al juguete de Michi.
Yo me sentí ofendido. Y no era para
menos, ¿no, Dani? ¡Que mi progenitor
nos midiera por el mismo rasero a un
chico de mi edad y a un crío de cinco
años! No había derecho, ¿verdad? ¡Es­
tar ya en 7.° de EGB y que mi padre
me creyese aún capaz de ponerme esa
especie de escoba entre las piernas, y
no le entrara en la cabeza que al decir
“caballo” yo no me refería a un jugue­
te, sino a un animal de carne y hueso!
La ofensa me había llegado tan a lo
vivo, que me armé de valor y se lo
espeté:
—Quiero un caballo de verdad.
—¡Vaya, hombre! —repuso mi pro­
genitor ahuecando la voz—. ¿Conque
de verdad, eh? Veamos, ¿y a qué viene
eso ahora, qué pasa?
No era cosa de empezar a explicarle
los motivos por los que me había yo
convertido en una especie de hincha
caballístico. Aparte de que mi padre
no me comprendería y lo echaría a bro­
ma, como acostumbra a hacer cuando
yo le hablo en serio.
—Me gustan los caballos, eso es lo
que pasa.
—¡Oh! —repuso él con voz solem­
ne, tomándome el pelo—. ¡Vivan los
jinetes machotes!
Nada, que no había forma de que
tomase en serio el asunto.
—Que es de veras, papi —porfié, ya
casi con lágrimas en los ojos.
Eso pareció conmoverle.
—Entiendo, entiendo. Te gustaría
montar a caballo, ¿no es eso?
—-¡Sí! —respondí enérgicamente.
—Subir a un bicho de ésos y dar
vueltas y más vueltas en él, ¿eh?
—¡Sí!
—Bueno, pues si me prometes que
no vas a caerte...
¡Huy, huy, huy! Por la forma tan
persuasiva con que papi me había sol­
tado aquella advertencia y la sonrisa
que apareció en sus labios, sentí que la
esperanza renacía de nuevo en mí.
—¡Pues claro que no me caeré, ya
soy mayor! —repliqué al instante.
—Entonces, ¡de acuerdo! —me ten­
dió la mano—. ¡Choca esos cinco, ca­
ballista!
Y yo estreché su mano con la emo­
ción que te puedes imaginar fácilmen­
te, mientras el corazón se me ponía a
cien por hora, sonaban campanas en
mi interior y una voz gritaba “¡Viva,
viva!” dentro de mis oídos.
—¿Hablas en serio, papá?
—¡Hombre, claro! Acabamos de ce­
rrar un contrato, ¿no?
Le notaba tan bien dispuesto, que
hasta me atreví a preguntarle:
—Y cuándo, ¿mañana?
—¡Ni hablar, señor jockey! Va a ser
esta misma tarde.
Ni sé cómo no me desmayé al escu­
char aquello.
—¿Palabra de la buena?
—Tu padre sólo tiene una pala­
bra..., y por descontado que es buena.
Anda, lávate un poco, vístete, ponte
guapo y baja al portal a esperarme,
pues yo voy por el coche. ¿Confor­
mes?
—¡Superconformes, papi!

ME MOSQUEÓ un poco, debo reco­


nocerlo, el hecho de que, en vez de
enfilar la carretera de la Hípica, el
automóvil conducido por mi paterno
cogiera la que iba al Parque de Atrac­
ciones. Yo había estado allí algunas
veces y me conocía las señales indica­
doras digamos que requetebién. Sin
embargo, puesto que mi progenitor
me había dado su palabra, no me pa­
recía justo dudar.
El mosqueo llegó al máximo cuan­
do vi que estacionaba el coche en uno
de los aparcamientos del Parque, po­
nía su manaza sobre mi nuca y me
encaminaba hacía allí.
—Pero ¿dónde vamos? —me atreví
a inquirir.
—Pues ahí dentro.
—Pero ¿no dijiste que esta misma
tarde podría yo montar a caballo por
fin?
—Y montarás, claro que montarás.
Ahora sí que estaba yo verdadera­
mente escamado, pese a la palabra de
honor de mi paterno, lo que se dice
superescamado. Sobre todo cuando vi
que pasábamos sin detenernos ante las
casetas de atracciones, caminando de
prisa, mientras sus dedos, cogidos
como un pulpo a mi cogote, iban indi­
cándome la dirección que debía to­
mar. El vago temor que había empe­
zado a acometerme poco antes, de que
mi papi me llevaba a donde casi sabía
yo que me llevaba, crecía paulatina­
mente, y el berrinche también, hasta
el punto de que podía yo contemplar
mi propia cara, como si la tuviese aso­
mada a un espejo, con el ceño cada
vez más fruncido y las cejas cada vez
más juntas. Lo que se llama cara de
cabreo.
Hice intención de retardar el paso,
pero mi padre lo impidió:
—Estamos llegando, no te apures
—dijo.
Y tanto que llegábamos, Dani, pero
no a donde yo llegué a imaginar por
un momento, sino al otro lugar que
yo me sospechaba. La musiquilla que
anunciaba su presencia, ya próxima,
no dejaba lugar a dudas al respecto.
Por fin, mi padre se detuvo.
—Ahí los tienes —dijo—. Elige el
que quieras.
Se refería a los caballitos del “tiovi­
vo” —aunque supongo que no digo
nada que tú no hayas adivinado ya—,
y pugnaba por contener la carcajada
que le bailaba ya en las comisuras de
los labios; salvo que al advertir lo en­
furruñado que yo me mostraba, no
sólo se contuvo, sino que se consideró
obligado a justificarse.
—Oye, oye —dijo—, no se te habrá
ocurrido pensar que he dejado de
cumplir mi palabra, ¿verdad?
Qué casualidad, mira, ¡eso era, jus­
tamente, lo que gruñía yo en aquel
preciso momento para mis adentros,
aunque no para mis afueras, como hu­
biese sido lo propio! Pero me sentía
acobardado, y en lugar de esa respues­
ta concreta, di otra —cuya traducción
decía poco más o menos lo mismo—
consistente en clavar los ojos en un
punto concreto del vacío, levantar un
hombro, sólo uno, y pensar:
“¡Por supuesto que no la has cum­
plido, viejo!”
3. Vamos, Rodrigo

AMOS, RODRIGO —ur­


V gió mi padre—, ¡a ver si te
decides de una vez! No pensará
permanezcamos así hasta la noche.
Qué, ¿montas o no montas?
La plataforma del “tiovivo” se había
detenido ya tres veces desde que llega­
mos, sin que yo hiciera intención de
subir a ella, pasividad que yo mostra­
ba tan a las claras como me era posi­
ble y con la malísima intención que
puedes figurarte. Yo, entre otras co­
sas, pretendía hacer comprender a mi
padre algo muy importante, el que no
soy yo tan crío como él se imagina y,
por lo mismo, no me dejo colar un gol
así como así. ¡Mira que suponer que
me iba a engatusar con aquel truco de
llevarme a los “caballitos”, en lugar de
hacerlo a la Hípica, para montar un
caballo de imitación en vez de uno
auténtico...! ¡Ni mi hermano Michi se
tragaría una trola tan gorda!
Mi paterno se impacientaba, lo cual
equivalía a confesar que era yo quien
estaba ganando la partida.
—Empiezo a cansarme, ¿entiendes,
hijo? —me hizo saber. Pero aunque
el tono de su voz parecía normal y
corriente, su forma de golpear el sue­
lo repetidamente con uno de sus pies
le delataba—. ¿Quieres responder, sí
o no?
Yo continuaba mohíno y silencioso
como antes.
—Veamos, ¿subes ahí o no subes?
Porque, caso de que continúes en esa
actitud tan negativa, cogemos el coche
ahora mismito y nos volvemos a casa.
—Dejó pasar un rato en silencio, para
añadir después con un acento concilia­
dor—: Ya, ya me doy cuenta de que te
has picado conmigo. Te gasté una bro­
ma, lo reconozco; pero, caray, ¡tam­
poco es como para que lo tomes así!
Al ver que sus palabras no me im­
presionaban y yo seguía igual de mo­
rago, añadió:
—¡Me da en la nariz que tú y yo
vamos a acabar como el rosario de la
aurora esta tarde! Vamos, ¡abre esa
boca, di algo!
Sólo que yo, aun a sabiendas de que
mi padre, conozco de memoria sus re­
acciones, terminaría cabreado, seguí
mudo. Y era lógico, ¿no? Yo quería
dejar bien sentado, ¿comprendes?, lo
grave que yo consideraba el hecho de
que mi progenitor me creyese capaz
de trabucar los fantasmones ecuestres
de un “tiovivo” con los caballos de
verdad.
No me sorprendió en absoluto, por
tanto, notar cierta crispación en su voz
cuando volvió a dirigirme la palabra
tras un prolongado silencio:
—Por última vez, ¿montas en ese
cacharro o no?
Y yo ya estaba a punto de mover
negativamente la cabeza —sin despe­
gar los labios, por supuesto— cuando
una inesperada circunstancia vino a
cambiar radicalmente mis planes.
El mecanismo se había detenido una
vez más y estaba haciendo tiempo a
fin de que el público que viajaba en
los caballitos u ocupaba unos asien­
tos especiales instalados también en
la plataforma, fuese reemplazado por
una nueva oleada de gente, mientras
el encargado de la recaudación cobra­
ba los tickets correspondientes al pró­
ximo recorrido. Pues bien, fue durante
esa pausa cuando creí percibir, no, no,
nada de eso, oír claramente una voz
que me suelta:
—¿Te va la marcha, tío?
—¿A mí? —respondo.
—Jo, macho, ¡al fósil no va a ser!
Lo de “fósil” debía ir por mi padre.
—Depende de lo que llames tú “mar­
cha”, pero, si es lo que me imagino, yo
ya estaba pensando en...
—¿En coger un “pelas a pachas”?
—No capto, traduce.
—¿Un taxi a medias...?
—¿Con quién?
—Con el fósil.
—¿Para qué un taxi, si tenemos el
coche ahí al lado?
La actuación de mi progenitor debía
haber influido un rato largo sobre mi
equilibrio mental, ya que yo me en­
contraba allí venga a pelotearme fra­
ses con otra persona, y ni siquiera se
me había ocurrido preguntarle quién
era, que es lo menos que se debe saber
cuando se habla con alguien. Así que
al caer en la cuenta de la anomalía que
ello representaba, me apresuré a co­
rregirme, preguntando:
—Oye, y a todo esto, ¿quién eres tú?
—Un overo.
—¿Overo?... ¿Y qué significa “ove­
ro”? ¡Ah, ya! —me dije, recordando,
de pronto, la lección informática de
los naipes—. ¡Un caballo con el pelo
color canela!
— Yes. ¡Y bien rechulo, te lo juro
por Snoopy y que se queme el Vips!
Anda, claro, pero ¿cómo no había
caído desde el principio en que se tra­
taba de un equino, si únicamente con
los animales de esa especie podía yo
comunicarme por telepatía, esto es,
por medio de ondas y radiaciones,
pero, como quien dice, de sesera a se­
sera?
—¿Y dónde estás, overo? Hay tan­
tos compás tuyos ahí, y varios de color
canela precisamente, que no podría lo­
calizarte aunque lo intentase.
—¡Pega la pupila, colega, que me
tienes justo delante de las narpias!
En efecto, en frente de mí había un
trotón de ese color, con las cuatro pa­
tas en el vacío, la crin al viento, des­
peinada la cola y la boca abierta y con
todos los dientes al aire. Vamos, como
si la barra metálica que lo sostenía y
columpiaba durante sus interminables
carreras le hubiese sorprendido, como
en una instantánea, en el momento
exacto de saltar un obstáculo en el hi­
pódromo.
—¡Chuta p’acá, colega —me animó
el overo—, que esto ya se menea!
Pues, en efecto, la musiquilla que
acompañaba el galope de los “caballi­
tos” volvía a sonar en aquel instante y
la plataforma a moverse. Entonces,
como impulsado por un resorte y sin
pensármelo dos veces, fui, salté al es­
calón que circundaba la gigantesca
atracción y desde él al overo, en el
que, con ayuda de la barra embutida
en su cuerpo a la que me agarré fuer­
temente, caí a horcajadas en la silla de
montar de mentira que llevaba sobre
sus lomos, descargando sobre ella y de
golpe todo mi peso. Mientras, oí a mi
padre —quien, como es lógico, no te­
nía ni idea de los motivos que me ha­
bían arrastrado hasta allí— diciéndo-
me a voces y empalmando frases a
cada vuelta:
—¡Así me gusta, hijo! ¡Es bueno
aprender a ceder como tú has hecho!
¡Oye, puedes hacer los viajes que quie­
ras!... ¡Yo aguardaré aquí el tiempo
que haga falta!... Ah, ¡y no te preocu­
pes por el importe de los tickets. Aca­
bo de hacerle señas al cobrador para
indicarle que le pagaré todo al final!...
¡Buen viajeeee!...

LOS GRITOS de mi padre no me im­


pidieron, sin embargo, oír también al
overo dirigiéndose a mí..., aunque
ahora en voz de chica como de catorce
o quince años, que protestaba:
—¡Bruta, más que bruta! —decía—.
¡A ver si la próxima vez pone usted
más cuidado, pues si no me ha roto
tres o cuatro costillas será un verdado
milagro! ¡Cuando se está tan gorda
como usted, lo menos que uno tiene
derecho a esperar es que pierda veinte
o treinta kilazos antes de montar en
los “caballitos”!
Sus palabras me dejaron perplejo.
Y no sólo por el hecho de que el overo
me confundiese con una señora fon­
dona, sino por el cambio de voz tan
repentino, pues si hasta hacía un par
de segundos pronunciaba las palabras
de forma casi ininteligible y como en­
tre dientes, como suelen hablar los gua­
jas, ahora se le había aflautado la voz
de tal modo que me recordaba a mi
prima Lucí, quien tiene trece años,
pero se explicotea como si ya hubiese
cumplido los veinte.
—¡Alto, alto! —decidí hacer cons­
tar para que las cosas quedasen acla­
radas desde el principio—. ¡Yo no soy
ninguna señora gorda, ¿te enteras?,
sino un chico! ¡Y la última vez que
pasé por una báscula sólo pesaba
treinta y dos kilitos!
El overo se disculpó..., mejor dicho,
la chica; bueno, el overo-chica... ¡Vaya
lío! ¿no, Dani? Bueno, el caso es que
se disculpó y que, al hacerlo, pare­
cía sinceramente apenado, yo diría
que casi, casi a punto de ponerse a
llorar.
—Perdona, Rodrigo, es que... Verás
lo que pasa: yo llevo aquí la tira de
años sin parar de dar vueltas desde la
mañana hasta la noche. Y eso, además
de que traumatiza, acaba por hacerle
perder a uno la noción de la realidad.
No tienes idea de lo que representa
verse obligado a cambiar a cada mo­
mento de jinete, y que lo mismo que
suben a mis lomos un chiquillo o una
niña, lo hagan gentes de todas clases,
gamberros, soldados, hombres madu­
ros y señoras con papada de esas que
hablan muy alto y se ríen continua­
mente y por nada... ¿Te haces cargo
de lo que significa semejante traba­
jo, eh?
—Sí, debe de ser durillo, sí.
—¿Durillo? ¡Espantoso y agotador,
aparte de aburrido! Mira, ¿ves esos
dos agujeros que hay encima de mi
cabeza?
—¿Aquí, en tu nuca? Claro que los
veo.
—Bueno, pues ahí era donde iban
encajadas mis orejas (supongo que
preciosas, de plástico, color canela por
fuera y rosa por dentro) antes de per­
derlas.
—¿Cómo, se te cayeron?
—¡Me las arrancaron! ¡Un maca­
rra! ¡Y simplemente por hacer una
gracia! Es verdad que las orejas no me
servían para oír, pero al menos, al ta­
par esos dos boquetes, impedían que
se colara dentro de mi cabeza el ruido
de fuera. En cambio, ahora lo oigo
absolutamente todo y es como para
volverse loco. Total, que las palabras,
chillidos, risotadas y voces de las per­
sonas que se montan sobre mis lomos
van metiéndose en mi interior y allí se
quedan, superpuestas y amontonadas
como si se tratara de discos.
—Ah, claro, y de repente empieza a
sonar éste y momentos después el
otro... Como ha pasado conmigo: pri­
mero capté la voz de un macarra y
ahora escucho la de una chica y tan
claro que me parece andar de parloteo
con mi prima Lucí. Con una diferen­
cia, desde luego.
—¿Cuál? —indagó el overo.
—Pues que mi prima es muy alegre,
mientras que tú...
—¡Qué más quisiera yo que pare-
cerme en eso a tu prima! Pero ocu­
rre que mi existencia ¡es tan triste y
amarga!
Lo acaricié pasándole una mano
por el cuello con la sana intención de
animarlo.
—Tú, tranquilo, muchacho —dije.
—¿Sabes cuál sería mi única ilusión
en la vida? ¡Soltarme de una vez para
siempre de esta barra a la que vivo
encadenado y poder correr por ahí li­
bremente!
—¿Y adonde, adonde irías? —pre­
gunté.
—No sé, a recorrer el mundo; a me­
terme trota que te trota en la primer
pradera que encontrase, para oír el
ruido de mis herraduras al tropezar
con una piedra y sentir en mis patas la
caricia de la hierba.
Ponía tanta sinceridad y emoción
en sus palabras el pobre overo, que a
mí se me llenaban los ojos de lágrimas
y se me encogía el corazón. Quería de­
cirle algo.
—Anímate, chico —fue lo único
que se me ocurrió.
—¿Animarme? Pero ¿quién puede
hacerlo cuando se da cuenta de que se
ha convertido en el hazmerreír de la
gente, eh?
—Hombre, no será para tanto.
—¿Qué no? Anda, te invito a que
observes detenidamente mi cuerpo y
me digas lo que te parece mi aspecto.
La verdad, hasta aquel momento ni
siquiera me había fijado en eso, pero
en cuanto eché una mirada al estado
en que se encontraba el overo, advertí
en seguida lo penoso y lamentable que
resultaba. Parecía un trasto viejo, aja­
do, resobado y marchito. No sólo le
faltaban las orejas, sino un labio, el
inferior. Tenía arañazos y desconcha-
duras por todas partes y un llamativo
letrero, escrito con spray y tinta roja
—“Kay enrolla con Vanessssa”— de
una parte a otra de la grupa. Una
pena.
—No, parece que la gente no te ha
tratado demasiado bien —hube de re­
conocer.
—No sólo lo parece, sino que ha
sido así. Me han estrujado, molido a
golpes, maltratado. ¡Incluso, fíjate qué
cosa, llevo un chicle pegado en la parte
de abajo de la tripa! ¿Y sabes por qué
han sido así las cosas conmigo? Pues
porque a la gente le resulto absoluta­
mente indiferente, pues me consideran
un objeto de diversión del que no hay
por qué preocuparse. —Volví a acari­
ciarle en el cuello—. Gracias por esa
caricia —dijo, muy conmovido.
—Y por mi amistad. No se te olvide
que soy tu amigo.
—¡Cómo iba a olvidarlo, con lo ma­
ravilloso que es tener cuando menos
uno!
“Huy, huy, huy —me dije a mí mis­
mo—, si no me echo a llorar me va a
faltar poco”.
—A ver, Rodrigo, si adivinas: ¿cuál
crees tú que es el momento del día que
me va..., rectifico, el único en que lo
paso medio bien?
—No sé, no caigo.
—Pues la hora en que el Parque
de Atracciones va quedando en silen­
cio; cuando los últimos niños (únicos
seres humanos que me tratan con
mimo) se han ido ya con sus narici-
tas manchadas de dulce de algodón
rosa... Es un momento de un encanto
especial, casi mágico. Las atracciones
dejan de sonar, aunque la música no
se extinga de golpe, sino con un soni­
do cada vez más lento y desafinado,
que termina por desaparecer a medida
que la luz de las guirnaldas, por su
parte, se va apagando poco a poco...
Se interrumpió para suspirar, pren­
dido sin duda por el magnetismo de la
evocación.
—Y es ahí, en ese rato —prosiguió
tras unos segundos—, cuando llego a
sentir algo parecido a la libertad. ¿Por
qué motivo? Pues porque esos mo­
mentos anuncian que también va a lle­
gar el silencio para nosotros poco des­
pués, cuando nos cubran con la lona
como todas las noches y nos dejen ais­
lados, a mí y a mis compañeros de
equipo, dispuestos a soñar durante
unas horas con carreras a galope ten­
dido, sólo que no en círculo como és­
tas, sino rectilíneas, siempre hacia ade­
lante, camino de un horizonte que nun­
ca lograremos alcanzar...
Un sollozo interrumpió sus pala­
bras.
—¡Pobre, pobre overito! —musité
yo, conmovido, al tiempo que abraza­
ba su cabeza y mis lágrimas rociaban
su cuello.

—¡MAMÁ, MAMÁ! ¡Mira ese niño,


está llorando! —chilló el jinete del ca-
bailo que subía y bajaba al lado del
mío, un chico de la edad de Michi más
o menos.
—¿A verlo, a verlo? —corearon
otros por allí cerca, quienes, achucha­
dos por la curiosidad, se acercaron en
grupo hacia el overo y allí se queda­
ron, formados en corro y fisgando.
Me sentí tan avergonzado, palabra,
que deseé ser el “hombre invisible”.
Pero, como no lo era, dije adiós en
voz baja al overo y, aprovechando la
circunstancia de que la plataforma
empezaba a disminuir su velocidad en
aquellos momentos, bajé de ella en
marcha y corrí a localizar a mi padre.
Éste, al ver mi rostro anegado en
llanto, se sobresaltó:
—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Te has
mareado, te duele algo? ¡Di!
Yo no respondí, y aunque ya no era
por cabezonería como antes, sino de­
bido a los sollozos que me lo impe­
dían, mi paterno lo entendió de otro
modo.
—Ah, ¿con qué insistimos en el
tema? ¡Pues nos ha salido caballista
vocacional el muchacho, vaya que sí!
—exclamó, sin poder ocultar la satis­
facción que sentía, una vez comproba­
do que mis lágrimas no eran producto
de ningún contratiempo—. ¡Confor­
mes, tú ganas! Montarás a caballo, te
lo prometo, ¡y esta vez va en serio! Y
ahora, a casita. Tienes que cenar y
acostarte en seguida, pues mañana
será el “día D”.

ESTA VEZ mi papi cumplió su pro­


mesa, ya lo creo que sí. A primera
hora del día siguiente llama por telé­
fono al dire de mi colé y oigo que le
dice:
—Hoy mi hijo Rodrigo no acudirá
a clase... Tengo una obligación con él,
algo personal... Gracias y buenos días.
Y cuelga para volver a marcar. Una
llamada la mar de misteriosa.
—Soy el señor que habló ayer no­
che con usted, ¿me recuerda?... ¿Me
dijo kilómetro...? ... Sí, sí, gracias.
¡Hasta luego!
En esta ocasión, el coche en que íba­
mos los dos tampoco enfiló la carrete­
ra de la Hípica, sino otra que yo no
conocía o al menos no recordaba.
—¿Dónde vamos, papi? —le pre­
guntaba yo continuamente, y él res­
pondía siempre lo mismo:
—¡Secreto!
Corrimos unos kilómetros de auto­
pista, nos desviamos por una carretera
secundaria, luego por otra más secun­
daria todavía, hasta que entramos en
un camino vecinal. Después de unas
leguas —pues para esa clase de vere­
das, llenas de roderas y polvo, suena
mejor “leguas”— apareció a lo lejos
una casa de campo, rodeada de cober­
tizos y de árboles.
—Venga, echa algunos “¡vivas!”
—pidió mi padre—. ¡Acabas de llegar
a tu suspiradísima meta, una gran­
ja escuela, donde vas a montar de
verdad!
Anda, ¿con que era ahí adonde me
traía? Pero ¡si en el colé había rumores
de que, tras las vacaciones de Semana
Santa, ya de cara a la primavera
—pues ahora, en el invierno, con el
frío, poco había que hacer en las gran­
jas—, nos llevarían a pasar el día ente­
ro en alguna de ellas! Hay que ver lo
que son las casualidades, ¿verdad? Y
seguro que, en cambio, mi padre sólo
me dejaría disfrutarla unas horas.
Mi progenitor aparcó, echó el freno
y me invitó a que saliéramos ambos
afuera. Nos encontrábamos ante una
valla enrejada provista de una puerta
metálica pintada de verde.
—¿Hay alguien aquí? —gritó papi,
y un par de segundos después apareció
un hombre bastante atezado, con una
gorrilla en la cabeza y una pelliza so­
bre los hombros.
—Supongo que es usted el señor
que llamó anoche pidiéndome una lec­
ción de equitación para su hijo, ¿me
equivoco? —Asintió mi progenitor,
mientras el hombre me señalaba a
mí—: ¿Es éste el chavea?
Mi viejo dijo que sí de nuevo.
—Hale, pasen ustedes.
—¿Le da lo mismo que pase sólo el
niño? Yo prefiero esperar sentado có­
modamente en el coche, leyendo el pe­
riódico.
—Lo que usted diga. Vamos, cha­
vea. El caballo lo tengo ensillado des­
de hace hora y media lo menos.
El señor aquel me condujo por entre
gallineros, barracones y huertas recién
labradas a la cerrada puerta de una
cuadra. Allí se detuvo.
—Aquí está el... —empezó a decir,
sino que mi impaciencia atajó:
—¿El caballo?
—Pues claro, chavea, ¿a qué vienes
a la granja, si no?
Empujó la puerta, y cuando ésta se
abrió miré, lleno de curiosidad, al in­
terior de aquel establo; sólo que como
veníamos de la luz del exterior, única­
mente el olor a paja húmeda parecía
indicarnos que se trataba en efecto de
una cuadra, pues verse, lo que se dice
verse, no se veía ni pun allí dentro.
Pero, en cambio, eso sí, pude oír con
perfecta claridad, además de un relin­
cho de saludo, una voz que me llama­
ba por mi nombre:
—Buenos días, Rodrigo.
—El corazón se me disparó. Me
costaba creerlo, pero lo cierto era que
aquella voz me recordaba, ¿a quién di­
rías tú?
—¿A “Equus Uno” tal vez?
—¡Premio para el caballero!
Avancé unos pasos hacia el interior
de la cuadra. Mis pupilas se habían
ido poco a poco acomodando a la pe­
numbra y lo vi. ¡Naturalmente que era
“Equus Uno”, el corcel de mi sueño! Y
él también me había reconocido de in­
mediato, y trataba de demostrármelo,
ya que colocó su cabeza en mi hom­
bro, frotando su quijada contra mi
mejilla, en lo que era para él una cari­
cia.
El hombre de la pelliza, que seguía
en la puerta, dijo:
—Venga, chavea, deja al animal en
paz, que eso es cosa mía.
Pero yo ya había dado media vuelta
y marchaba ahora hacia la puerta, aun­
que, eso sí, seguido voluntariamente
por “Equus Uno”.
—¿No te he dicho que lo dejes tran­
quilo? —insistió el granjero.
—¡Eso a usted no le importa! —res­
pondió el propio equino con voz enér­
gica—. Rodrigo se viene conmigo. ¡Y
punto!
No te digo nada del gesto que puso
el señor aquel. Se quedó de una pieza,
con los ojos como dos platos. ¡Como
que no daba crédito a sus platos, digo
a sus ojos, de lo que acababa de ver y
escuchar! ¡Un caballo que hablaba!
—¡Dios mío! —le oí murmurar.
—Voy a montarte, caballo mío
—dije, mientras pegaba un brinco con
intención de subirme a sus lomos, sólo
que “Equus Uno” resultaba demasia­
do alto en relación con mi persona y
no lo logré.
Fue el hombre de la pelliza, todavía
en estado de enajenación, quien me
ayudó a subir, no sin procurar ente­
rarse, mientras lo hacía, de mis verda­
deras intenciones.
—Pero ¿puede saberse adonde vas?
—¡Ya usted qué le importa! —re­
plicó “Equus Uno” por mí. Luego, di­
rigida ya a mi persona, soltó esta ad­
vertencia—: ¡Atento! Pies en los estri­
bos, rodillas prietas, bridas en mano y
el tronco derecho.
Hice lo que el corcel me indicaba, y
comprobé que, aunque se había pues­
to a caracolear y piafar, yo permane­
cía en la silla tan firme y tan seguro
como si no hubiera hecho otra cosa en
mi vida.
Lo cual, como es lógico, llamó la
atención del señor de la pelliza, que
gruñó al tiempo que se rascaba la ca­
beza, como sin lograr entender lo que
sucedía:
—Pero ¡si habíamos quedado en
que era la primera vez que montaba
este chavea a caballo!
A “Equus Uno” se le notaba nervio­
so e impaciente como un pura sangre.
—Qué, Rodrigo, ¿adelante?
—¡Adelante, “Equus Uno”!
Y visto y no visto, salimos zum­
bando a galope tendido, dejando atrás
las protestas del hombre de la pelli­
za y los alarmados toques de claxon
que papi me dedicaba desde el coche,
como si intentara detenernos. Sal­
vo que íbamos a cien por hora y el
mundo se abría ante nosotros y se
volvía cada vez más ancho y más her­
moso...
¿POR QUÉ ESCRIBÍ
ESTE LIBRO?

L RELATO que acabas de leer,


amiguito mío, lo escribí yo ins­
pirado por mi afición a los caballos.
La ¡dea del cuento se me ocurrió
hace muchos años, una tarde en que
iba yo galopando por el campo y, de
pronto, vi delante de mí una anchísi­
ma zanja y, aunque mi montura la
salvó limpiamente de un salto, yo
me llevé un susto padre, un susto
tan gordo, tan gordo que sólo un ca­
ballo como “Equus Uno” podía qui­
tármelo. Y me lo quitó.

El AUTOR
AMAD A LOS CABALLOS
ODRIGO, el simpático protagonista de
esté bonito libro, tiene toda la razón
cuando afirma: “Los juguetes no valen más
por lo caros o complicados que resulten,
sino por la imaginación que sean capaces
de despertar”. ¡Y vaya si fueron emocionan­
tes las aventuras que la suya le proporcio­
nó! A mí mismo, a medida que leía esta his­
toria, me entraban unos tremendos deseos
de trabar amistad como Rodrigo con los ca­
ballos y compartir con ellos la emoción de
la naturaleza y la aventura. Porque, vamos
a ver, ¿alguien puede sentirse identifica­
do con su motocicleta o su coche aunque
vaya, autopista adelante, hasta el otro ex­
tremo del mundo? Pues a lomos de un ca­
ballo, ¡ya lo creo que sí! Y nada de ruidos
metálicos, olor a gasolina, motores y cha­
pas, sino piel cálida y suave, vida palpitante
y mirada agradecida y cariñosa. En fin, una
gozada como la que nos brinda en su relato
el autor de este libro.
Luis López Anglada
Premio Nacional de Literatura
DEL DICHO AL HECHO

¡A caballo y gruñes!
Se dice contra aquellos que en lugar de
estar agradecidos por el bien que les han
hecho muestran descontento.

A mata caballo
Ir atropellando a todo lo que se pone por
delante, ir muy de prisa.

Ser como el caballo de Troya


Hay personas que aparentan una cosa y
luego son todo lo contrario, igual que el
caballo de Troya, hecho de madera, en
cuyo vientre se escondieron los guerreros
griegos para penetrar en Troya durante el
sitio de esta ciudad.

Ser el caballo de batalla


Es lo mismo que decir que algo es lo más
principal, lo de más utilidad para solucionar
un asunto.
EGASO es el caballo alado nacido de la san­
gre de Medusa, decapitada por Perseo. Su
nombre está relacionado con pe-gué (fuente) y
unido al nacimiento de varios manantiales. Un
día Pegaso estaba bebiendo en una fuente, llegó
Belerofonte y consiguió montar en el caballo.
Desde este día, Belerofonte, ayudado por Pega­
so, venció en todas las batallas. El héroe quiso
llegar hasta el Olimpo, montando al mágico ca­
ballo, pero Zeus mandó un tábano que picó a
Pegaso, el cual arrojó al suelo al jinete, muriendo
en la caída. Pegaso continuó su vuelo hasta el
cielo, y Zeus lo convirtió en constelación.
SALTO DEL CABALLO

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PROVERBIO CHINO

Buscar el caballo según el dibujo

ACE MUCHOS años vivió un hombre ver­


daderamente experto en caballos. Resumió
todos sus conocimientos en un libro lleno de
ilustraciones.
Su hijo mayor leyó el libro, y se consideró des­
de entonces un experto en la materia. Un buen
día cogió el libro y salió al campo con la inten­
ción de buscar el “caballo alado” que había di­
bujado en él, pero lo único que encontró que se
pareciese al dibujo fue una gran rana.
Una vez en casa dijo a su padre:
—He visto un caballo alado, pero no tiene las
mismas patas que el del dibujo.

Con esta expresión se burla uno dé las personas que no


son capaces de razonar por sí mismas.
INGÉNIATELAS

El caballo y la herencia

N PADRE tenía dos hijos. Cuando se


iba a morir les dijo: “Aquel que se lle­
gue con su caballo al árbol que hay en la
pradera en último lugar, le daré mi fortuna”.

Los dos hermanos cogieron los caballos


y fueron despacio hacia el árbol. En medio
del camino encontraron a un amigo que les
habló al oído. Inmediatamente los dos mon­
taron en sus caballos y galoparon lo más de
prisa posible por llegar cada uno el primero.
¿Qué les diría el amigo para que quisieran
llegar en primer lugar?

sopBiqiueo so||BqBO so| UBqBAan


anb ap Biuano opsp usiqBq as ou Á sopiBj^sip sofiq
soun Bjuai joyas uanq |a anb ojsia Bisg ¡Bisandsay
ADIVINA, ADIVINANZA

IEN alto me gustaría


y encima me subiría
y bien grande lo quisiera
mientras a tierra no fuera.

A BOCA es de carne,
la carne es de hierro;
también echa espuma
sin ponerla al fuego.

OR EL que traigo preso


me dan cien pesos;
por el quitalpón
me dan un doblón;
por el sacaimete
me dan diecisiete,
y por el dalequedale
me dan viente reales.

S08JJB sns Á oneqeo 13 :bj90JQ} B| y


SBpuq sb| uoo o||BqBO 13 :Bpun6ss Á ejswud B| y
A caballo viejo, poco verde.

Caballo bonito, corto y gordito.

Caballo castaño oscuro, para el due­


ño es muy seguro.
Caballo que bien anda, cualquiera lo
manda.

Caballo que no sale del establo siem­


pre relincha.

Caballo que se levanta de manos,


quiere reventar a algún cristiano.
Hay que tener mucho cuidado.

Caballo que vuela no quiere espuela.


No necesita estímulo para correr.

Carrera que no da el caballo, en el


cuerpo se le queda.

Quien compra caballo, compra cui­


dado.
Tiene que preocuparse de él.

Quien tiene caballo y alforjas, callan­


do hace sus cosas.
y PUNTO

L CABALLO es un animal mamífero de


grandes extremidades y con un solo
dedo en cada pata, lo cual le permite correr
a gran velocidad.

Vive de veinticinco a treinta años.

El hombre domesticó a este équido des­


de muy antiguo y lo incorporó a la agricul­
tura como animal de trabajo. La transfor­
mación agraria disminuyó el interés por
este animal. Actualmente se utilizan los ca­
ballos —los pura sangre— para las carreras
y para practicar la equitación (hípica).

Son muy apreciados los pura sangre in­


gleses, árabes y los caballos de silla france­
ses.

Al hipopótamo se le denomina “caballo


de río”.

En la historia fueron famosos los caba­


llos: “Babieca”, del Cid; “Rocinante”, de
Don Quijote; el caballo de Troya, construi­
do de madera y que sirvió a los griegos para
conquistar esta ciudad; “Incitatus”, del em­
perador romano Calígula, y “Bucéfalo”, de
Alejandro Magno.
CON MÚSICA

Caballito de cartón
Música y letra: Ana Alonso Jalón

Estribillo

En el ca- rru- sel ca- ba- lli-to de car- ton,

en el ca-rru- sel u- na pie- za de re- loj


Estrofa

que so-loes- tá. Pe- ro si su- bgun ni- ño ma- go de

laa- le- grí- a su co- ra- zón dor- mi- do des-per- ta-

Do Sol 7 Do i

J>rrTrT^EF27IggÍS
rá. Pe- ro si su- bgun ni- ño via- jan a laa,-ven- tu-ra

| J> J> | LT— 1—«P* —*—DffiTil


1 11----------
—1
hé-roes de las pra- de- ras en li- ber- tad.
En el carrusel
caballito de cartón,
en el carrusel
una pieza de reloj
qué solo está.
Pero si sube un niño,
mago de la alegría,
su corazón dormido
despertará.
Cuando se monta un niño,
jefe de los comanches
o “sheriff” valeroso,
galopará.
Pero si sube un niño
viajan a la aventura,
héroes de las praderas
en libertad.
El estribillo debe cantarse en tono delicado y algo
melancólico; las estrofas, sin embargo, con tono alegre
y vivaz.

Las diez canciones originales de los diez prime­


ros libros de la Colección ZOO DE PAPEL están
grabadas en el casete Zoo musical 1, editado por
Ediciones Paulinas.
r
Colección
Los objetivos de esta colección infantil y juvenil son
la defensa de la naturaleza, el amor a los animales y
el respeto a lo que nos rodea. Cada libro consta de 96
páginas. Las últimas páginas contienen actividades
lúdico-culturales en las que el joven lector disfruta y
se divierte con pasatiempos, humor, mensajes ecoló­
gicos, canciones apropiadas...

Primeros títulos de la colección:


1. Un elefante en mi sopa
Fernando Lalana
2. Se me escapó mi perro Canuto
Avelino Hernández
3. Me regalaron un lobo
Miguel Martín Fdez. de Velasco
4. Déjame tener un gato
José González Torices
5. Cómprame un caballo
Manuel Alonso
6. Tenía un gallo en la garganta
Juan Cervera
7. Una liebre en mi pupitre
Germán Diez Barrio
8. Una piraña en mi bañera
Ramón García Domínguez
9. Una serpiente pitón bajo mi cama
Benigno Román González
10. El oso Fructuoso
Juan Muñoz
Este libro empieza con un niño, Rodrigo, que soñó con
un caballo..., o a lo mejor fue un caballo aventurero el
que se coló en su cabeza mientras dormía. Pero en reali­
dad esto es lo de menos; lo verdaderamente importante
es que, desde entonces, los caballos no tienen secretos
para Rodrigo, quien los entiende a las mil maravillas,
aunque ya se encuentre despierto. ¿No te pica la curiosi­
dad? Pues, hala, monta en el caballo de esta historia
escrita para ti por Manuel Alonso Alcalde, y ¡a galopar
con la imaginación y la fantasía!

A partir de 9 años.

Ediciones Paulinas

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