Cuentos
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Cuentos
Había una vez un conejo que se llamaba Serapio. Él vivía en lo más alto
de una montaña con sus nietas Serafina y Séfora. Serapio era un conejo
bueno y muy respetuoso con todos los animales de la montaña y por
ello lo apreciaban mucho. Pero sus nietas eran diferentes: no sabían lo
que era el respeto a los demás. Serapio siempre pedía disculpas por lo
que ellas hacían. Cada vez que ellas salían a pasear, Serafina se
burlaba: “Pero mira que fea está esa oveja. Y mira la nariz del toro”. “Sí,
mira que feos son”, respondía Séfora delante de los otros animalitos. Y
así se la pasaban molestando a los demás, todos los días.
EL MISTERIO DE BRAULIO
Darío iba caminando por el parque, como todos los días. Acaban de
terminar las clases y volvía a casa del colegio. Todos los días el paseo
era exactamente igual. La misma gente, las mismas cosas. Incluso
parecía que las palomas del parque que se paseaban por allí eran
siempre las mismas.
Pero eso día ocurrió algo diferente. Junto a uno de los bancos del parque
Darío encontró una billetera. Darío miró a su alrededor, pero no había
nadie cerca. Tampoco había visto a nadie levantarse del banco.
Darío decidió recoger la cartera y mirar dentro, a ver si había algún dato
del propietario. Pero no había nada. Solo unos cuantos billetes y una
pegatina en la que decía: Propiedad del señor Braulio.
Darío no sabía quién era el señor Braulio. En todo caso, cogió la cartera
y se la llevó. Ya pensaría qué hacer con ella.
Al día siguiente, en el mismo banco, Darío volvió a ver algo. Esta vez era
un portafolios. En él solo había un sobre con billetes y una pegatina que
decía: Propiedad del señor Braulio. Darío se llevó el portafolios. Tendría
que pensar algo.
Así fueron pasando los días y Darío seguían encontrando cosas en el
mismo banco. Y siempre había dentro algo de dinero y la misma
pegatina.
Darío quería encontrar al señor Braulio, pero ¿cómo? Sin más datos que
un nombre era complicado. Entonces cayó en la cuenta de que Braulio
no era precisamente un nombre muy corriente. Así que empezó a
preguntar a la gente si conocían a alguien con ese nombre. Tardó unos
días en dar con una persona que conocía a alguien con ese nombre. No
tenía una dirección, pero sí pudo darle alguna pista de dónde
encontrarlo.
Tras seguir la pista y otras que fue obteniendo, Darío dio el señor
Braulio. El muchacho esperaba encontrarse con un señor bastante
mayor. En cambio el señor que le abrió la puerta no parecía tener más
de cuarenta años.
-¿Es usted el señor Braulio? -preguntó Darío.
-Sí, soy yo -dijo el señor-. Y tú, ¿quién eres? ¿Quieres pasar?
-No, señor, no entro en la casa de la gente que no conozco. De hecho, si
fuera tan amable, preferiría que habláramos en otra parte.
-Muy bien, vamos a la cafetería que hay allí enfrente.
Ya en la cafetería, el niño le dijo:
- Me llamó Darío. He encontrado unas cosas que tal vez le pertenezcan.
Darío le dio cuenta de todo lo que tenía. El señor Braulio confirmó que
había perdido todo eso, pero Darío le pidió algunos datos, detalles de los
objetos que había recogido, datos que no le había dado para confirmar
que todo aquello era suyo. Cuando confirmó que todo era verdad se lo
devolvió.
-¡Vaya! -exclamó el señor Braulio-. Si está todo, incluso el dinero. ¿Por
qué no te lo has quedado?
-Porque no era mío -dijo Darío.
-Pues muchas gracias, chaval -dijo el señor Braulio-. Verás, he repartido
cosas de estas por toda la ciudad. Llevo meses haciéndolo. Y la única
persona que me ha devuelto las cosas has sido tú.
El señor Braulio le contó a Darío que era periodista, que había puesto
cámaras y que había grabado lo que hacía la gente que encontraba sus
cosas, como parte de un reportaje que estaba preparando.
-Quería demostrar que todavía hay gente honesta -le dijo finalmente.
-Pero ha perdido usted mucho dinero en el intento -dijo Darío.
-En realidad no -dijo el señor Braulio-. Todo el dinero era falso. Todos los
que se han quedado con él se van a llevar un buen chasco. En cambio,
tú sí que te mereces una recompensa.
-No es necesario, señor Braulio -dijo Darío.
-Al menos déjame que te invite a merendar.
-Eso me parece perfecto. Gracias, señor Braulio.
EL OREJÒN
EL CORDERO ENVIDIOSO
Esta pequeña y sencilla historia cuenta lo que sucedió a un cordero que
por envidia traspasó los límites del respeto y ofendió a sus compañeros.
¿Quieres conocerla?
El corderito en cuestión vivía como un marqués, o mejor dicho como un
rey, por la sencilla razón de que era el animal más mimado de la granja.
Ni los cerdos, ni los caballos, ni las gallinas, ni el resto de ovejas y
carneros mayores que él, disfrutaban de tantos privilegios. Esto se debía
a que era tan blanquito, tan suave y tan lindo, que las tres hijas de los
granjeros lo trataban como a un animal de compañía al que malcriaban
y concedían todos los caprichos.
Cada mañana, en cuanto salía el sol, las hermanas acudían al establo
para peinarlo con un cepillo especial untado en aceite de almendras que
mantenía sedosa y brillante su rizada lana. Tras ese reconfortante
tratamiento de belleza lo acomodaban sobre un mullido cojín de seda y
acariciaban su cabecita hasta que se quedaba profundamente dormido.
Si al despertar tenía sed le ofrecían agua del manantial perfumada con
unas gotitas de limón, y si sentía frío se daban prisa por taparlo con una
amorosa manta de colores tejida por ellas mismas. En cuanto a su
comida no era ni de lejos la misma que recibían sus colegas, cebados a
base de pienso corriente y moliente. El afortunado cordero tenía su
propio plato de porcelana y se alimentaba de las sobras de la familia,
por lo que su dieta diaria consistía en exquisitos guisos de carne y
postres a base de cremas de chocolate que endulzaban aún más su
empalagosa vida.
Curiosamente, a pesar de tener más derechos que ninguno, este cordero
favorecido y sobrealimentado era un animal extremadamente egoísta:
en cuanto veía que los granjeros rellenaban de pienso el comedero
común, echaba a correr pisoteando a los demás para llegar el primero y
engullir la máxima cantidad posible. Obviamente, el resto del rebaño se
quedaba estupefacto pensando que no había ser más canalla que él en
todo el planeta.
Un día la oveja jefa, la que más mandaba, le dijo en tono muy enfadado:
– ¡Pero qué cara más dura tienes! No entiendo cómo eres capaz de
quitarle la comida a tus amigos. ¡Tú, que vives entre algodones y lo
tienes todo!… ¡Eres un sinvergüenza!
– Bueno, bueno, te estás pasando un poco… ¡Eso que dices no es justo!
– ¡¿Qué no es justo?!…Llevas una vida de lujo y te atiborras a diario de
manjares exquisitos, dignos de un emperador. ¿Es que no tienes
suficiente con todo lo que te dan? ¡Haz el favor de dejar el pienso para
nosotros!
El cordero puso cara de circunstancias y, con la insolencia de quien lo
tiene todo, respondió demostrando muy poca sensibilidad.
– La verdad es que como hasta reventar y este pienso está malísimo
comparado con las delicias que me dan, pero lo siento… ¡no soporto que
los demás disfruten de algo que yo no poseo!
La oveja se quedó de piedra pómez.
– ¿Me estás diciendo que te comes nuestra humilde comida por envidia?
El cordero se encogió de hombros y puso cara de indiferencia.
– Si quieres llamarlo envidia, me parece bien.
Ahora sí, la oveja entró en cólera.
– ¡Muy bien, pues tú te lo has buscado!
Sin decir nada más pegó un silbido que resonó en toda la granja.
Segundos después, treinta y tres ovejas y nueve carneros acudieron a su
llamada. Entre todos rodearon al desconsiderado cordero.
– ¡Escuchadme atentamente! Como ya sabéis, este cordero repeinado e
inflado a pasteles se come todos los días parte de nuestro pienso, pero
lo peor de todo es que no lo hace por hambre, no… ¡lo hace por envidia!
¿No es abominable?
El malestar empezó a palparse entre la audiencia y la oveja continuó con
su alegato.
– En un rebaño no se permiten ni la codicia ni el abuso de poder, así que,
en mi opinión, ya no hay sitio para él en esta granja. ¡Que levante la
pata quien esté de acuerdo con que se largue de aquí para siempre!
No hizo falta hacer recuento: todos sin excepción alzaron sus pezuñas.
Ante un resultado tan aplastante, la jefa del clan determinó su
expulsión.
– Amigo, esto te lo has ganado tú solito por tu mal comportamiento.
¡Coge tus pertenencias y vete!
Eran todos contra uno, así que el cordero no se atrevió a rechistar. Se
llevó su cojín de seda oriental como único recuerdo de la opulenta vida
que dejaba atrás y atravesó la campiña a toda velocidad. Hay que decir
que una vez más la fortuna le acompañó, pues antes del anochecer llegó
a un enorme rancho que a partir de ese día se convirtió en su nuevo
hogar. Eso sí, en ese lugar no encontró niñas que le cepillaran el pelo, le
dieran agua con limón o le regalaran las sobras del asado. Allí fue,
simplemente, uno más en el establo.
Moraleja: Sentimos envidia cuando nos da rabia que alguien tenga
suerte o disfrute de cosas que nosotros no tenemos. Si lo piensas te
darás cuenta de que la envidia es un sentimiento negativo que nos
produce tristeza e insatisfacción. Alegrarse por todo lo bueno que
sucede a la gente que nos rodea no solo hace que nos sintamos felices,
sino que pone en valor nuestra generosidad y nobleza de corazón.
SENDY
Román vivía con su familia en una casa muy cerca de la playa. Cada fin
de semana se acercaba con sus primos y su tío, que era un gran experto
de este deporte, a bucear. Le encantaba ir descubriendo los tesoros del
fondo del mar.
En su habitación guardaba todo lo que iba encontrando. En la estantería,
tenía una estrella de mar disecada, una caracola y una botella con
conchas brillantes de almejas y demás moluscos.
EL BURRUTO ALBINO
Gaspar era un burrito muy simpático y divertido. No le temía a
nada ni a nadie. Tenía un carácter jovial, alegre, era especial, diferente a
los demás burritos.
Por ser diferente todos los animales lo miraban con
desconfianza, y hasta con temor. ¿Por qué era diferente? Cuando nació
era totalmente de color blanco; sus cejas, sus ojos, sus uñas, el pelaje, el
hocico, todo era blanco. Hasta su mamá se sorprendió al verlo.
El respeto de los niños a la diversidad
Gaspar tenía dos hermanos que eran de color marrón, como todos lo
burritos. Su familia a pesar de todo, lo aceptó tal cual era. Gaspar era un
burrito albino. A medida que fue creciendo, él se daba cuenta que no era
como los demás burros que conocía. Entonces le preguntaba a su mamá
por qué había nacido de ese color. Su mamá le explicaba que el color no
hace mejor ni peor a los seres, por ello no debía sentirse preocupado.
- Todos somos diferentes, tenemos distintos colores, tamaños,
formas, pero no olvides, Gaspar, que lo más importante es lo que
guardamos dentro de nuestro corazón, le dijo su mamá.
Con estas palabras, Gaspar se sintió más tranquilo y feliz. Demostraba a
cada instante lo bondadoso que era. Amaba trotar alegremente entre
flores, riendo y cantando. Las margaritas al verlo pasar decían:
- ¡Parece una nube que se cayó del cielo, o mejor un copo de nieve
cayendo sobre el pastizal, o una bola de algodón gigante!
Las rosas, por su lado opinaban:
- ¡es la luna nueva que cayó a la tierra y no sabe volver!
Cuando Gaspar salía de paseo por los montes, las mariposas salían a su
encuentro, revoloteando a su alrededor, cual ronda de niños en el jardín;
los gorriones, lo seguían entonando su glorioso canto. Gaspar se sentía
libre y no le importaba que algunos animales se burlaran de él. De
repente llegó a un arroyo y mientras bebía agua, los sapos lo
observaban con detenimiento y curiosidad y se preguntaban:
- ¿Y este de dónde salió?, ¿Será contagioso, un burro color blanco?, ¿o
será una oveja disfrazada de burro?
Siguió su paseo, y en el camino se encontró con un zorro que le
dijo:
- Burro, que pálido eres, deberías tomar sol para mejorar tu aspecto.
- Yo tomo luna, por eso soy blanco, me lo dijo un cisne que nadaba en la
laguna, respondió el burrito inocentemente.
- ¡Qué tonto eres! Jajaja, eso de tomar luna, es muy chistoso, jajaja, se
burlaba el astuto zorro.
Gaspar no entendía dónde estaba el chiste, porque él se creyó eso de
tomar luna. Siguió su camino, pensando en lo que le había dicho el
zorro. Entonces decidió recostarse sobre la fresca hierba bajo el intenso
sol de verano. Transcurrieron unas horas en las cuales, Gaspar, se había
quedado dormido.
Después de un rato se despertó, tan agobiado y muerto de calor que
corrió a refrescarse en la laguna. Cuando salió del agua, observó su
imagen reflejada en ella y una triste realidad, su pelaje seguía blanco
como siempre. El cisne lo había engañado. Los cisnes que lo miraban
se reían de él.
- Que tonto eres, ¿crees que poniéndose al sol su pelaje cambiará de
color?, se burlaban.
Gaspar siguió su camino, y de repente encontró frente a sus ojos, un
paisaje muy bello que lo dejó atónito. Se encontró en su lugar, su
mundo. Todo era blanco, como él. Se metió más y más, y empezó a reír
y reír. Estaba rodeado de jazmines, por acá, por allá, más acá, más allá,
todo blanco y con un aroma embriagador.
- Gaspar, ¿Qué vienes a hacer por aquí?, le preguntaron los jazmines.
- Aparecí de casualidad, no conocía este sitio, le contestó Gaspar.
- Cuando te vimos de lejos supimos que eras vos. Oímos hablar de vos,
los gorriones y las mariposas nos contaron tu historia. No debes sentirte
triste por tu aspecto, míranos a nosotros, deberíamos sentirnos igual, y
sin embargo tenemos algo que nos identifica, que no se ve, pero se
siente, es el hermoso perfume que emanamos, que es único y hace que
todos los días nos visiten cientos de mariposas y pájaros, tan bellos
como nunca vimos.
Comparten todo el día con nosotros y no les importa si somos blancos o
de otro color. Tú también tienes algo que es más importante que tu
color, que se percibe. Es tu frescura, tu bondad y alegría. Cualidades que
hacen que tengas muchos amigos verdaderos. Debes aceptarte tal cual
eres, para que te acepten los demás, le animaron los jazmines.
Gaspar, recordó las palabras de su mamá. Desde ese día se aceptó
como era, y cosechó muchos más amigos que no lo miraban por su
aspecto, sino por lo que guardaba en su gran corazón.
LA TIERRA ESTÁ MUY TRISTE
Responder:
- ¿Qué cambio importante hubo en la vida de Marita?
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