Libro Halloween

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S T E X T O S D

M I E
terror y
escalofríos

@muyprofe
ESTE CUADERNO
PERTENECE A:
“El terror de mis relatos
proviene de la densa
oscuridad de mi corazón.”
- Edgar Allan Poe.
ÍNDICE
1. Drácula, Bram Stoker.
2. Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley.
3. La Maldición de Hill House, Shirley Jackson.
4. Los ojos verdes, Bécquer.
5. El corazón delator, Edgar Allan Poe.
6. La casa B... en Candem-Hill, Catherine Crowe.
7. Área 81, Stephen King.
8. La chica de la curva, leyenda urbana.
9. La catedral, César Mallorquí.
10. La pata de palo, José de Espronceda.
11. La resucitada, Emilia Pardo Bazán.
12. El deseo, Roald Dahl.
INSTRUCCIONES
Este librito que tienes entre las manos puede utilizarse
como más te guste: siguiendo el orden lógico de las
páginas, saltándote tantas como quieras, empezando por
el final, leyéndolo tú solo, haciéndolo por parejas,
juntándote con toda la clase… Lo único que es obligatorio
es disfrutar de la lectura de todos los fragmentos que se
recogen en él y, si te gusta, correr a por el libro completo.
¡Intentad no temblar de miedo, valientes!

@MUYPROFE
Drácula Bram Stoker

La boca estaba más roja que nunca; sobre sus labios había gotas de sangre fresca que caían en
hilillos desde las esquinas de su boca y corrían sobre su barbilla y su cuello. Hasta sus ojos,
profundos y centellantes, parecían estar hundidos en medio de la carne hinchada, pues los
párpados y las bolsas debajo de ellos estaban abotagados.

Parecía como si la horrorosa criatura simplemente estuviese saciada con


sangre. Yacía como una horripilante sanguijuela, exhausta por el hartazgo.
Temblé al inclinarme para tocarlo, y cada sentido en mí se rebeló al
contacto; pero tenía que hurgar en sus bolsillos, o estaba perdido. La
noche siguiente podía ver mi propio cuerpo servir de banquete de una
manera similar para aquellas horrorosas tres. Caí sobre el cuerpo, pero no
pude encontrar señales de la llave. Entonces me detuve y miré al conde.
Había una sonrisa burlona en su rostro hinchado que pareció volverme
loco. Aquel era el ser al que yo estaba ayudando a trasladarse a Londres,
donde, quizá, en los siglos venideros podría saciar su sed de sangre entre
sus prolíficos millones, y crear un nuevo y siempre más amplio círculo de
semidemonios para que se cebaran entre los indefensos. El mero hecho
de pensar aquello me volvía loco. Sentí un terrible deseo de salvar al
mundo de semejante monstruo.
Frankenstein MaryShelley

Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos. Con una ansiedad rayana en la
agonía, coloqué a mí alrededor los instrumentos que me iban a permitir infundir un hálito de vida a la cosa
inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas sombríamente, y
la vela casi se había consumido, cuando, a la mortecina luz de la llama, vi cómo la criatura abría sus ojos
amarillentos y apagados. Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo.

¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito
trabajo había creado? Sus miembros estaban bien proporcionados y había seleccionado sus rasgos por
hermosos. ¡Hermosos! ¡Santo cielo! Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y
arterias; tenía el pelo negro, largo y lustroso, los dientes blanquísimos; pero todo ello no hacía más que
resaltar el horrible contraste con sus ojos acuosos, que parecían casi del mismo color que las pálidas
órbitas en las que se hundían, el rostro arrugado, y los finos y negruzcos labios.

Las alteraciones de la vida no son ni mucho menos tantas como las de los sentimientos
humanos. Durante casi dos años había trabajado infatigablemente con el único propósito de
infundir vida en un cuerpo inerte. Para ello me había privado de descanso y de salud. Lo
había deseado con un fervor que sobrepasaba con mucho la moderación; pero ahora que lo
había conseguido, la hermosura del sueño se desvanecía y la repugnancia y el horror me
embargaban. Incapaz de soportar la visión del ser que había creado, salí precipitadamente
de la estancia.
La catedral César Mallorquí

En el interior de la cripta reinaban las tinieblas, la humedad y el miedo. El hombre que


yacía en la oscuridad, sentado en el suelo con los brazos rodeando las encogidas piernas,
era un anciano de pelo canoso y piel curtida por la vida al aire libre. Hasta hacía muy poco
había sido alguien importante, un maestro de su oficio, pero ahora sólo era un fugitivo. En
realidad, un condenado a muerte. Fue precisamente el temor a la muerte lo que le había
movido a ocultarse en la cripta secreta. ¿Cuánto tiempo llevaba escondido allí? No lo
sabía; los minutos discurren muy lentamente en la oscuridad, pero debían de haber
pasado tres o cuatro horas desde que fue testigo de la matanza.

Se estremeció. La imagen de sus compañeros atrozmente asesinados parecía habérsele


grabado a fuego en las pupilas, y cada vez que la evocaba, cada vez que pensaba que él
podría haber estado allí, compartiendo la terrible suerte de sus amigos, un intenso pánico
le embargaba. Se había salvado de milagro, por llegar tarde a la reunión; un simple
retraso, ésa era la diferencia entre la vida y la muerte. Cuando llegó, la matanza ya había
comenzado y los gritos de las víctimas torturaban la quietud de la noche. Luego, ellos le
descubrieron, y el anciano tuvo que huir para salvar la vida. Pero, ¿dónde ocultarse? Lo
cierto es que sólo dispuso de dos opciones: o arrojarse al mar por los acantilados, o —
como finalmente hizo— buscar refugio en el templo. Y por eso estaba allí, preguntándose
cuánto tardarían sus perseguidores en encontrar la cripta secreta, acurrucado entre las
tinieblas con el corazón encogido de miedo.
LOS OJOS VERDES Gustavo Adolfo Bécquer

Fernando decidió volver al bosque esa misma tarde. Llegó hasta la fuente de los Álamos y por fin se
encontró con ella y Fernando no pudo más que acercarse más a ella, movido por un extraño hilo
invisible que se apoderó de sus sentidos. Aquellos ojos, aquellos ojos le llamaban, le pedía a gritos
acercarse más y más, hasta casi rozarlos con sus pupilas.
– Dime, mujer, ¿quién eres? ¿De dónde procedes? – dijo entonces Fernando, rompiendo el sepulcral
silencio.
Ella solo suspiró, y él continuó hablando:
– ¿Eres acaso quien todos dicen que eres? No me importa si eres un…
– ¿Demonio?- terminó diciendo ella- ¿Y qué pasará si lo soy? ¿Qué harías? ¿Me querrías igual,
Fernando?
– Sí, te querría igual. No me importa lo que seas. Déjame amarte igualmente.
– Pues ven, ven aquí, conmigo- y mientras decía esto, la mujer hacía gestos con la
mano para que Fernando se acercara más al borde de la piedra- ¿Ves el fondo de
este lago? Esas algas que ondean son mi lecho, mi morada. Yo procedo de allí y
prometo darte felicidad plena si me acompañas. Solo tienes que venir conmigo y
serás feliz para siempre. Y Fernando, que no podía dejar de mirar esos ojos
verdes, seguía avanzando, lentamente, hasta que ella rodeó su cuello con unos
brazos delgados, le besó con unos labios gélidos, y le arrastró hacia el fondo del
lago. El agua comenzó a crear ondas plateadas y después del golpe seco que alteró
hasta la cascada que caía de la fuente, todo regresó a la calma.
ÁREA 81 Stephen King

Estacionó detrás de la ranchera, encendió las luces de emergencia y se dispuso a apearse. Advirtió
entonces que, aparentemente, la ranchera no llevaba matrícula en la parte de atrás…, aunque era tal
la cantidad de barro que resultaba difícil saberlo con certeza. Doug cogió el teléfono móvil de la
consola central del Prius y se aseguró de que lo llevaba encendido. Ser un buen samaritano estaba
bien, pero no extremar la cautela al acercarse a un coche de aspecto indeterminado y sin matrícula
era una estupidez total. Se encaminó hacia la ranchera con el móvil en la mano izquierda, sujeto no
muy firmemente [...]

—¿Hay alguien ahí? —Se cambió el teléfono móvil de mano y sujetó la puerta del conductor con la
izquierda para abrirla del todo y mirar en el asiento de atrás—. ¿Hay alguien heri…?

Tardó un momento en registrar un hedor insoportable, y de pronto estalló en su mano izquierda un


dolor tan intenso que pareció recorrer todo su cuerpo, dejando un rastro de fuego e inundando de
sufrimiento todos los espacios huecos. Doug no gritó, no pudo. Se le cerró la garganta a causa de la
repentina conmoción. Bajó la vista y vio que el tirador de la puerta parecía haberle atravesado la
palma de la mano.

Apenas le quedaban dedos. Solo veía los muñones, justo por debajo del primer nudillo, allí donde
nacía el dorso de la mano. El resto lo había engullido de algún modo la puerta. Ante la mirada de
Doug, el dedo medio se partió. La alianza nupcial se desprendió y cayó al asfalto con un tintineo.
LA MALDICIÓN DE HILL HOUSE Shirley Jackson

Esta casa, que de algún modo parecía haberse levantado a sí misma, dando forma a su poderosa
configuración bajo las manos de sus constructores, ajustándose a su edificación de líneas y ángulos,
alzaba su gran cabeza hacia el cielo sin concesión a la humanidad. Era una casa carente de bondad,
que no había sido pensada para ser habitada, un lugar inapropiado para la gente o para el amor o para
la esperanza. Un exorcismo es incapaz de alterar el semblante de una casa; Hill House seguiría
siendo igual hasta que fuera destruida […]

Eleanor salió de la curva para enfilar el último tramo de carretera y se


encontró cara a cara por primera vez con Hill House. Reaccionando sin
pensar, pisó el freno para detener el coche y se quedó sentada en el
interior, mirando fijamente. Era una casa vil. Con las palabras fluyendo
libremente en su mente, experimentó un escalofrío y pensó, Hill House es
vil, es una casa enferma; márchate de aquí de inmediato.
EL CORAZÓN DELATOR
Adaptación de Estefanía Esteban
Edgar Allan Poe

– ¿El anciano que vive aquí?- contesté ante la pregunta de la policía- No lo sé. Se marchó ayer y no he
vuelto a verle.

La policía comenzó entonces a registrar su habitación, y yo decidí sentarme en una silla, que coloqué
hábilmente justo encima de las tablas que escondían el cadáver. Entonces, ellos se sentaron frente a
mí y empezaron a hablar, a reír, a entablar una conversación eterna. Yo estaba alegre, y al principio
seguí su conversación sin problema. Todo iba bien, hasta que de pronto… de pronto comenzó a oírse,
cada vez más y más. Más fuerte, más nítido. ¡Agg!! ¡Esos malditos sentidos! ¿Por qué tendré que oírlo
todo? Era imposible que ellos no lo oyeran. Sonaba muy fuerte. Retumbaba en los oídos, como una
máquina de tortura:

– ¡Toc, toc, toc!

El corazón del viejo seguía funcionando, seguía latiendo, seguía sonando. Y mis oídos
estaban a punto de estallar. Los policías seguían hablando… ¿Cómo era posible?
Disimulaban, eso es, disimulaban para ponerme aún más nervioso. Y lo consiguieron,
lograron enfadarme, hasta el punto de saltar, desesperado, de levantarme y gritar:

– ¡Sí! ¡Lo hice! ¡Maté al viejo! Ese corazón que escuchan es el de su cadáver, y está aquí
justo, debajo de mi silla.
LA CASA B... EN CANDEM HILL
Adaptación de Estefanía Esteban
Catherine Crowe
[...] Los esposos B... sacaron los muebles de la habitación y la cerraron. El
fantasma no truncó la paz de ninguna de las otras habitaciones. Pero,
aproximadamente dos años más tarde, el matrimonio B... habló del extraño
suceso a uno de sus primos, un marino de Kingston, que había venido a
visitarles. El marinero era un hombre robusto y de un sólido sentido
común; por cortesía no quiso poner en duda las afirmaciones de sus
primos, pero decidió pasar la noche en la habitación embrujada. Con este
fin, la amueblaron con una pequeña cama de campo, una mesita de luz y
una silla, y colocaron una lámpara encendida en la consola de la chimenea.
El marinero tardó muy poco en dormirse pues no creía en historias de
fantasmas. Había cerrado su habitación con llave e incluso había asegurado
la puerta con un sólido cerrojo provisional.

Entre la una y las dos de la madrugada, fue despertado por una fuerte
sacudida en su cama y vio al viejecito del casquete de piel de gato que le
observaba encolerizado. Cuando el marino se disponía a levantarse, el
fantasma retrocedió, resoplando como un gato furioso y desapareció.
Luego se oyeron muchos golpes de gran violencia contra o dentro de los
muros y un enorme trozo de yeso se desprendió del techo [...]
LA CHICA DE LA CURVA Leyenda urbana

La noche era tranquila y cálida, aunque en el ambiente podía apreciarse algo de niebla. Los altavoces
del coche hacían sonar una vieja canción que ya casi no recordaba, aunque cuando llegó el estribillo
comencé a atinar alguna palabra suelta y pensé que, al fin y al cabo, mi memoria tampoco era tan
mala. La canción terminó y en ese preciso momento la vi. Estaba en el borde de la calzada con un
vestido blanco, algo sucio, con el pelo pegado en un lateral de la cara por el sudor. Parecía que estaba
agotada y su dedo miraba hacia el cielo en una señal de autostop.

-Buenas noches. ¿Necesitas ayuda? ¿Quieres que te acerque a algún sitio?

La joven no medió palabra. Abrió la puerta de atrás y se subió rápidamente,


como si estuviese asustada y desesperada. Yo intenté animarla y hacer que
se relajase hablándole de frivolidades. No recuerdo ni qué temas de
conversación estúpidos utilicé para ello. Lo que sí recuerdo es su voz cuando
tan solo quedaban cinco kilómetros para llegar al pueblo:

-Cuidado con esa curva. Ahí fue donde me maté.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo. Mirela carretera y vi un ramo de flores


secas apoyado en el borde de la calzada, en la curva que aquella joven me
indicaba. Miré por el espejo del retrovisor para pedirle explicaciones sobre lo
que acababa de decir, pero ella ya no estaba allí.
LA PATA DE PALO José de Espronceda

Érase que en Londres vivían, no ha medio siglo, un comerciante y un artífice de piernas de palo,
famosos ambos: el primero, por sus riquezas, y el segundo, por su rara habilidad en su oficio. Y basta
decir que ésta era tal, que aun los de piernas más ágiles y ligeras envidiaban las que solía hacer de
madera, hasta el punto de haberse hecho de moda las piernas de palo. Acertó en este tiempo nuestro
comerciante a romperse una de las suyas, con tal perfección, que los cirujanos no hallaron otro
remedio más que cortársela, y aunque el dolor de la operación le tuvo a pique de expirar, luego que
se encontró sin pierna, no dejó de alegrarse pensando en el artífice, que con una pata de palo le
habría de librar para siempre de semejantes percances. Mandó llamar a Mr Wood al momento (que
éste era el nombre del estupendo maestro pernero).

–Mr. Wood – le dijo - felizmente necesito de su habilidad de usted [...]


–De aquí a tres días –respondió el pernero- tendrá usted la pierna en casa, y prometo a usted que
quedará complacido.

[...]

No tardó mucho tiempo en calzársela. Pero aquí entra la parte más lastimosa. No bien se la colocó y
se puso en pie, cuando sin que fuerzas humanas fuesen bastantes a detenerla echó a andar la pierna
por sí sola con tal seguridad y rapidez tan prodigiosa, que, a su despecho, hubo de seguirla el obeso
cuerpo del comerciante. En vano fueron las voces que éste daba llamando a sus criados para que le
detuvieran. Desgraciadamente, la puerta estaba abierta, y cuando ellos llegaron, ya estaba el pobre
hombre en la calle.
LA RESUCITADA Emilia Pardo Bazán

Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a
describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría
cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el
túmulo.

Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce la impedían ver y hablar. Oía, eso
sí, y percibía —como se percibe entre sueños— lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los
gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la
iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro,
allí los cirios..., y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo
oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar [...]

Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos la huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial
de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos,
se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los
muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? [...]

Por su parte, el esposo —guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla—, no había vuelto a
rodearle el fuerte brazo a la cintura... [...]. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y
dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes
atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de
demencia.

—De donde tú has vuelto no se vuelve...


EL DESEO Roald Dahl
Cogió la costra, se la puso en el muslo, le dio un golpecito que la hizo salir volando y aterrizar en el borde de la
alfombra, aquella enorme alfombra roja, negra y amarilla que ocupaba todo el vestíbulo desde las escaleras en
las que él estaba sentado hasta la lejana puerta. Era una alfombra gigantesca, más grande que la pista de tenis.
Sí, mucho más grande. La contempló muy serio, posando los ojos en ella con cierto placer. Hasta entonces no se
había dado cuenta, pero de repente le pareció que los colores cobraban un brillo misterioso y saltaban
deslumbrantes hacia él.
Pero yo sé cómo funciona esto, se dijo. Las partes rojas de la alfombra son trozos de carbón encendido. Lo que
tengo que hacer es cruzarla hasta la puerta sin pisarlos. Si piso el rojo, me quemaré. Me quemaré entero. Y las
partes negras..., sí, las partes negras son serpientes, serpientes venenosas, sobre todo víboras y cobras, gordas
como troncos de árbol, y si piso alguna me morderá y me moriré antes de la hora del té. Y si la atravieso sin que
me pase nada, sin quemarme y sin que me muerdan, mañana, que es mi cumpleaños, me regalarán un perrito.
[...]
Avanzó un paso más, colocando cuidadosamente el pie en el único trocito amarillo que tenía a su alcance, y en
esta ocasión, la punta del pie quedó a un centímetro del negro.
-¡No te estoy pisando! ¡No me muerdas! ¡Sabes que no te estoy pisando!
Otra serpiente se deslizó sin ruido junto a la primera y levantó la cabeza; ya eran dos cabezas, dos pares de ojos
que miraban el pie.
[...]
El niño se tambaleó y agitó frenéticamente los brazos para mantener el equilibrio, pero sólo sirvió para
empeorar las cosas. Se caía. Primero fue hacia la derecha, despacio al principio; después, cada vez más deprisa,
hasta que en el último momento estiró instintivamente la mano para protegerse en la caída, y a continuación
vio que su mano desnuda se hundía en una masa negra enorme y reluciente. Al tocarla soltó un penetrante
grito de terror.
Allá lejos, detrás de la casa, la madre buscaba a su hijo a la luz del día.
@muyprofe

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