Cuentos Costumbristas 1º Tomo

Descargar como doc, pdf o txt
Descargar como doc, pdf o txt
Está en la página 1de 118

Rodolfo Pinto Parada

Recopilador

Leyendas, cuentos y
relatos costumbristas del
Beni, publicados en los
periódicos de antaño

(Primer Tomo)

Trinidad, diciembre del 2010


2
Leyendas, cuentos y
relatos costumbristas del
Beni, publicados en los
periódicos de antaño

(Primer Tomo)

3
4
UNA ACLARACION NECESARIA

Realmente, la literatura de principios del siglo


XX, tuvo impulsores muy inspirados que dejaron
una serie de relatos, cuentos y leyendas que no
pueden quedar en el olvido.
Si bien es cierto que esas obras están
publicadas en los periódicos de antaño, pero lo
difícil es encontrar esos periódicos porque el tiempo,
la humedad o la falta de entusiasmo de las
instituciones culturales se encargaron de facilitar su
destrucción.
Tuve la suerte o mejor dicho la acuciosidad de
acoger en mi hemeroteca y hacerlos empastar, una
buena colección de esos periódicos que ahora son
una reliquia para el que sabe apreciar este material
pero lo más interesante es que no hay un solo
periódico de esa época que no tenga su página
literaria.
Cuando uno lee esos periódicos, realmente se
transporta en la máquina del tiempo y consigue
evocar esas épocas pasadas, que tal vez fueron
mejores que las actuales porque se vivía más
sanamente, sin intrigas ni tanta maldad. Es cierto
que nuestros pueblos estaban más aislados del
mundo y de la civilización pero, como decían
nuestras abuelas, no tenían que preocuparse por el
consumismo y la necesidad de comprar tanta cosa
que nos complica la existencia.
Las calles estaban cubiertas de hierba porque
no había automóviles, ni camiones para circular a
grandes velocidades pero con el carretón y los
5
caballos, se llegaba lentamente hasta las estancias
que eran los centros de producción.
La imaginación de los escritores de esa época
nos permite mediante su literatura evocar esa época
lejana.
Algunos cuentos y relatos han sido reeditados
en periódicos actuales, como La Palabra del Beni o
El Deber pero fueron copiados de otros periódicos
de antaño.
Esperamos que esta selección de 3 tomos,
agrade a los lectores de hoy.

Rodolfo Pinto Parada


Recopilador

6
LA HIJA DEL CACIQUE
Por Miguel D. Saucedo

Mucho tiempo hacía que Guadalupe, la hija del cacique


del pueblo sufría intensamente ¡Cuán distinta estaba! Ayer
una hermosa muchachuela llena de esplendor y lozanía, un
lirio altanero, y hoy, pálida y flaca, liviana “si me quieres” de
nuestros campos inmensos.
Una noche sus padres llamaron a Pedro, el curandero y
brujo más terrible de la comarca, y éste, después de fumar su
floripondio y de apretarle las muñecas, diagnosticó: “No
sanará nunca”. Guali, el hijo del Maestro de Capilla, era el
culpable de aquella enfermedad. Y los padres de la indiecita
maldijeron eternamente al hijo del Maestro, que sabedor de
todo, enyugó sus bueyes, y se marchó a su chaco, allá lejos,
en la selva umbría, donde nadie podría saber que lloraba su
dolor.
Una tarde nebulosa y triste, después de una lluvia
incesante, una mariposa enorme y negra como las alas de un
cuervo, entró volando a la choza y se asentó sobre el cerco.
La noche de ese día fue oscura y tormentosa. El viento
aullaba entre las hojas de los viejos y sombríos motacuses del
corral y el chilchi persistente lo empapaba todo. El ronco
balido de un toro se extendió doliente por todo el ámbito…
Como aquel mujido parecía venir del frondoso bibosi que
cobijaba las tranqueras, Guali, levantándose con su chicote
carretero que cuando azota parece silbar, se encaminó a
espantarlo acompañado de sus perros.
¡Cuán no sería su espanto! Al acercarse al bibosi sólo
pudo ver una sombra de mujer, un bulto blanco que
desapareció. Y la voz del toro resonó más lejana, y los perros
bajando la cola, lanzaron al viento aullidos enormes.
Confundido el indio, volvióse medroso y metido ya en su
mosquitero, se santiguó.
- Cuando una vava negra (mariposa) entra a la casa, o el
toro bala muy cerca, algo malo va a suceder en la familia,
dice la creencia de ellos.
7
En efecto, a los tres días en el chaco se supo que la
pálida y flaca Guadalupe, como un “si me quieres” de
nuestros campos inmensos, entre el llanto de sus padres y
hermanas había muerto pronunciando un nombre.
***
Aquella noche en presencia de los ancianos más
venerables del poblado, hicieron el “piritivo”, en casa de
mama Marquesa, que es la ceremonia oculta en que el alma
de la extinta debe bañarse, comer y cambiarse la ropa con que
fue sepultada para tornar fresca y limpiecita a gozar del cielo.
Y qué dolor de los parientes. El choquigua, con su voz
cavernosa y trémula, declaró que Guadalupe había muerto sin
su alma y que no podía traerla, porque el dueño de la Iglesia
[espíritu del primer jesuita] se la había arrebatado y la tenía
oculta desde aquella noche en que Guali, burlando la
vigilancia de su taita se la sacó del baile y la escondió en un
hueco de la torre. Si querían rescatar esa alma en pena, era
otro el cuento: harta plata y harta aloja para pagar a los
espíritus que ayuden al choquigua a liberarla.
Al día siguiente las vecinas y comadres comentaron:
- Por eso la pobre, desde ese baile comenzó a
enflaquecer y ponerse como una papita…
- Por eso de nada le venía un cansancio, la pobre, tan
buena que era…

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de


febrero de 1932 – Nº 9

EL TESORO DE PUEBLO VIEJO


Miguel D. Saucedo.

El pueblo de Loreto como todos los del antiguo y


legendario Moxos, tiene un ambiente impregnado de
tradiciones y leyendas, consejas que han venido sucediéndose
de padres a hijos a través de varias generaciones, coloreadas
con todos los matices de la fantasía. Una de las tantas y quizá
la más importante es aquella que cuenta del “Tesoro de
8
pueblo viejo”. A unas cuantas leguas al S. O. del actual
pueblo se extiende un enorme lagunón llamado “Acere” a
cuyas orillas, según la tradición, estuvo edificado el primitivo
Loreto.
No se sabe cuales fueron las causales que motivaron el
traslado a la altura de Sachacure y luego después al lugar
donde hoy se encuentra, pero cualquiera que haya sido, lo
cierto es que actualmente allí en el Acere a la sombra eterna
de una floresta rumorosa duermen las históricas ruinas de
pueblo viejo y junto con ellas en las entrañas de la tierra un
colosal tesoro de plata labrada, sepultado por los jesuitas
cuando supieron su próxima expulsión. Y dizque hasta una
campana, la más grande que había, enterrada no se sabe
donde, gime sus dolores ignorados desde el abismo de su
tumba eterna. Un enorme cristo de bronce con el dedo índice
de la mano derecha apuntando hacia el Norte, cual eterno
vigía perdido en la espesura de la selva, cuida de aquel tesoro
milenario.
En las noches preñadas de duelo, los silbacos (pájaros
nocturnos de las noches tormentosas) cual centinelas
nocturnas, desde las altas copas de los árboles del patio
lanzan sus lamentos y los taitas y las mamas sentados
alrededor de una fogata, cuentan a sus hijos la historia de un
cacique que reveló el secreto del tesoro oculto.
El corregidor del pueblo, un carayana muy malo, le
había prometido cien azotes, si no le manifestaba en qué
lugar estaba enterrada la plata de la Iglesia de pueblo viejo,
entonces él, aterrorizado por semejante sentencia dijo que
serviría de guía. Y en una madrugada espléndida y serena
partió la expedición.
Pocas horas habían caminado cuando un viento de Sur
comenzó a soplar con furia inusitada y pronto nubarrones
cargados de electricidad cubrieron con precipitación toda esa
parte del cielo que cobija la laguna. Un trueno sordo y lejano
comenzó a retumbar en el espacio, anunciando con esto una
de esas y terribles tempestades. El monte donde duermen las
ruinas ya se divisaba cerca, pero se mostraba como un
9
gigante amenazador, más encrespado que nunca, más tétrico,
más imponente, maldiciendo quizá la osadía de aquellos
atrevidos “buscadores de oro” que intentaban hollar su suelo.
Más allá, una víbora negra cruzó el camino rozándole los pies
al viejo cacique. Todo esto infundió en el ánimo del
supersticioso indio un espanto terrible, y negándose a seguir
adelante y santiguándose tres veces cayó repentinamente
muerto en medio del miedo de sus compañeros, quienes
regresaron al poblado con el cadáver al hombro.
Cuentan también que un día, dos gringos extraviados
llegaron sin pensarlo a aquel lugar encantado, y
encontrándose con la imagen del Cristo de bronce, le cortaron
el dedo índice para saber si era de oro. Inmediatamente del
fondo de las tranquilas aguas se oyó un bramido de fiera cuyo
eco fue a perderse en las profundas concavidades de los
barrancos, la laguna agitó sus olas, y una ronca y bravía
tempestad hizo crujir la selva. Los extranjeros huyeron sin
saber por dónde ni para qué lado, pero la cuestión fue que el
uno se perdió para siempre, y el otro, después de muchos
sacrificios, llegó al pueblo, pero una noche amaneció muerto.
Desde entonces entre la gente india de aquel lugar
existe la creencia que si revelan aquella tradición se hacen
desgraciados; porque hasta hoy en la memoria de las
abadesas y taitas de cabeza blanca perdura la historia de
aquellos dos extranjeros, y especialmente la de aquel cacique
que tuvo la debilidad de contar al carayana el secreto del
tesoro de pueblo viejo.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de


marzo de 1932 – Nº 11

10
LA LEYENDA DEL REMANSO
Por Miguel D. Saucedo (Leugim)
Para Oscar Frerking Salas, en Sucre

Sobre las azules y encrespadas olas corría su canoa,


Avanzaba sola,
Remando y cantando sentada en la proa.
Como nunca esbelta, estaba aquel día,
(dicen los viejitos de cabeza blanca)
sus senos turgentes y su cara hermosa
parecía una rosa
de esas que revientan
al nacer el día.
El viejo Itonama, esquivo y huraño
que corre escondido bajo el bosque umbrío,
musitaba cuentos que el viento dejaba,
y al oír el remo de la niña sola,
huían de la orilla los silfos extraños
hacia los breñales que pueblan el río.
Y dizque esa tarde fue triste y doliente:
la indiecita linda, gentil y valiente
que ha poco cantaba cual ave canora.
una ola salvaje la arrastró al remanso,
y allí la corriente sañuda y terrible
la guardó en su seno……..
Por eso en las noches preñadas de duelo
surge de las aguas y se extiende en toda
la pampa silente,
una voz doliente
que llora ternuras….

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 16 de


marzo de 1932 – Nº 12.

11
MOTIVOS DE LA TIERRA: DEL BENI
HISTÓRICO
Por Miguel D. Saucedo

Todos la admiraban, porque era divinamente hermosa.


Hasta el Sr. Gobernador de la Provincia, un militarote de
alcurnia noble por cuyas venas corría sangre española, se
había enamorado locamente de ella.
Muchas veces cuenta la tradición, a la luz mortecina de
los atardeceres tibios, el general Velasco encontró a María, le
declaró su amor y le prometió hacerla feliz, pero la indiecita
de bucles de azabache, no sabemos si por temor a su padre, o,
porque ella así lo quiso, rehuyó a ese cariño prefiriendo
aceptar el de Tiriquena, hijo de uno de los jueces del Cabildo.
Por eso Velasco se torno sombrío y obstinado, gobernó
despóticamente, desterró sin causal justificable a su inocente
rival, e intimó por la fuerza a María a vivir con él, acto que
indignó grandemente al pueblo, el que no tardó en
insurreccionarse lavando con sangre la afrenta hecha en la
persona de uno de sus más predilectos hijos, como lo era
María.
Maraza, su padre, el Cacique rebelde e indisciplinado, el
ídolo del pueblo, el caudillo autóctono que ya en ocasiones
pasadas habíase revelado contra Urquijo, Sotomayor y otros
gobernadores, no pudiendo tolerar semejante hecho, hoy,
como siempre protestó en nombre de la iglesia y de su pueblo
los abusos y sacrilegios de la autoridad real.
II
- ¡Deja ese bastón! ¡Deja!
- ¡Dios me ha dado cómo hacer respetar a su templo y
su pueblo! Y el estampido ronco de un arma de fuego, resonó
lúgubremente en el amplio recinto de la gobernación.
Maraza, el jefe de toda la comarca, la encarnación de la
rebelde raza canichana era muerto, y ahí estaba nadando en
su propia sangre, el gobernador de Mojos era su asesino.
La noticia del crimen se difundió con extraordinaria
rapidez hasta más allá de los confines del pueblo. Mujeres y
12
niños, corriendo como gamos ariscos se repartieron llevando
la infausta nueva a sus maridos, padres y hermanos que se
encontraban trabajando en la campiña y en el monte.
San Pedro se tornó sombrío como presintiendo algo
funesto, más funesto aún de lo que había sucedido.
Un silencio sepulcral reinó en aquel momento, silencio
que sólo era interrumpido de vez en cuando por la voz de
alerta de los centinelas hispanos.
La tarde iba muriendo, cuando toques de rebato,
redoblar de tambores y sonar de pífanos anunció la
insurrección. Los indios armados de hachas, flechas,
machetes y macanas, dando gritos de furor y de venganza,
invadieron el pueblo y llegaron a la gran plaza, la que muy
luego convirtióse en un campo de batalla. La casa pretorial
fue sitiada e incendiada. Y cual Sodoma y Gomorra de que
nos cuenta la Biblia, ardió desde los cimientos iluminando
con sus llamas la pampa solitaria que circunda el poblado.
Velasco obligado por el fuego, atinó ir a refugiarse a la
casa del cura, pero fue alcanzado por la multitud, que ebria de
sangre lo descuartizó, arrastrando sus miembros por las
calles. Con todo esto, el pueblo había vengado el sacrilegio
que se cometía con el dinero de su templo y la violencia que
se hacía con sus hijas, de parte de los carayanas quienes
según lo decían los Tarauquis (espíritu) estaban reservadas
para ser esposas de sus mismos parientes.
Y mientras el pueblo se consumía en llamas y por sus
calles festejaban el triunfo, allá en el puerto del río Mamoré,
donde muchas veces lloró María recordando a Tiriquena, al
entre clarear de la luna y rumor de las olas, desembarcaban
más indios, quienes sabedores de la tragedia venían ebrios de
venganza y sedientos de sangre.
Esto sucedía el 25 de abril de 1822.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 18 de


abril de 1932 – Nº 14

13
MOTIVOS DE LA TIERRA: COMO SE
VENGAN LOS BRUJOS
Miguel Domingo Saucedo

Tranquilamente, en un caserón viejo y oscuro, situado


en el canto del poblado, vivía un matrimonio indígena del
cual había nacido una hija divinamente hermosa como una
mañana primaveral. Se llamaba Dolores, y sus padres que le
querían felicidad, habían concedido su mano a Manuel, un
joven indio, pescador y diligente y que según los taitas era
divino.
Manuel, se hallaba feliz y con visible anhelo esperaba el
día todavía lejano, que los padres de la novia habían señalado
para celebrar la boda.
Desgraciadamente, en uno de los días de la fiesta del
pueblo, las cosas cambiaron. Ante los ojos de la hermosa
indiecita apareció un mocito de apostura gallarda como los
juncos del curichi y de ojos negros y profundos como noche
sin luna. Con su colcha abastonada de rojo y hedionda a
guacanqui jocheaba al toro más bravo haciéndole prodigiosos
lances.
Las móperas de tipoyes multicolores, que lo
contemplaban desde el cerco del corral, se enamoraron de él;
y todas le insinuaron al cacique no deje de invitarlo a la
ceremonia de esa noche.
Y en la agonía de esa misma tarde, la luz mortecina del
sol que se ocultaba, al son de pífanos y zancutis y bailando el
clásico “uchulo”, la muchedumbre alcoholizada formando
enorme rueda se dirigió al cacicato donde darían rienda suelta
a su alegría. Allí fue donde Guaregia (nuestro indio) conoció
a Dolores, y allí fue también donde se manifestaron el amor
simultáneo que había nacido de ambos desde ese primer
momento que se conocieron.
----
Pasó algún tiempo, tiempo que para Manuel fue noche
negra, de celos y remordimiento.

14
Los padres de Dolores quisieron remediar estas cosas,
pero todo fue en vano. Una mañana ella no amaneció en la
casa: Al lado de Guaregia, atravesando la pampa y el curichi
y, como dos gamos ariscos habían huido lejos sin dejar ni el
rastro.
El ofendido novio que hasta ese momento abrigaba en
su alma un poquito de esperanza sumido en su dolor, juró
vengar la afrenta de una manera terrible.
Y para ello todas las noches, al tercer canto del gallo,
pintando floripondio se dirigía al barbecho a hacer las
confidencias con su “tigre” (según los indios, espíritu
hechicero).
Al mes cabal del rapto de Dolores, Manuel no amaneció
en el poblado, y algunos indios manifestaron que la noche
anterior lo habían visto salir de su casa, con un pato negro
entre los brazos, y corriendo como un loco perderse en la
inmensidad del bajío.
oooo
Mientras tanto Guaregia viviendo con su mujercita en la
choza que se había construido separada de sus demás
parientes, se creía el hombre más feliz que pisaba la tierra.
Pero esa felicidad fue efímera como son todas las
dichas en la tierra, porque ¡cosa extraña! Al día siguiente de
haber matado una víbora en el camino del yucal, Guaregia
amaneció enfermo de un mal desconocido.
Dando gritos de dolor y arrojando espumarajos de
sangre se amasaba la frente y el pecho, diciendo que dentro
de su cabeza sentía un animal que le mordía los sesos, y en el
corazón una mano cruel que le pinchaba con espina.
En vano sus parientes lo curaron con tanto empeño; en
vano la afligida Dolores hizo promesas al choquigua para que
lo sanara; en vano corrió como una loca al rancherío vecino a
implorar la piedad de un curandero chiquitano. Todo cuanto
hicieron fue inútil porque a los tres días Guaregia era muerto
de un mal desconocido.
El adivino que había llegado en momentos en que el
enfermo agonizaba, y después de sobarle el abdomen y la
15
cabeza con su manezota bruta untada de saliva con tabaco
que él mismo mascaba dijo, enseñando una espina extraída
del pecho del paciente:
- No hay caso. El mal ej sin remedio. Bien embrujau
está. Y ese dolor de su frente no es otra cosa que la víbora
que hace cuatro días mató él mismo en el camino del yucal, y
que ahora por mano del mismo brujo, está metida en su
cabeza, chupándole la sangre y comiéndole los sesos.
oooo
Al día siguiente, cuando los pacientes fueron a la
sepultura del muerto a colocarle las flores más hermosas que
habían cogido del campo, encontraron sobre el montón de
tierra un pato negro, muerto horriblemente demacrado, con
una víbora también muerta a lo largo de la lengua.
Es por eso que, los indios de mi tierra, cuando saben
que una muchachuela es corteja de algún hechicero, por más
bonita que sea, huyen de ella porque saben que la venganza
del brujo es terrible.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de


abril de 1932 – Nº 13

MOTIVOS DE LA TIERRA: EL
MUERTO
Por Miguel D. Saucedo (Leugim)

La tarde iba muriendo bajo la inclemencia de una


llovizna intermitente. Dos hombres con sus ropas empapadas
y sus enormes sombreros de sahó, cabizbajos y mudos,
caminaban lentamente por el ancho camino que conduce al
pueblo. Un carretón tirado por una yunta de bueyes,
marchaba delante de ellos, conduciendo un muerto.
Simeón, el dueño del chaquito junto al “paúro”, era el
difunto.
Días antes de su muerte, “Choquigua” se le había
presentado en sueños y le dijo que el “jichi del paúro” estaba
indignado porque Simeón no tuvo la gentileza, al alzar su
16
primera cosecha, de preparar alojas para convidarle, así como
lo hacían los viejos chacareros del lugar. Y por eso las aguas
del paúro se tornaban turbias y hediondas cada vez que
Simeón se acercaba a beber, porque era un incapaz, un
miserable.
oooo
Era una noche negra como el fondo de las tumbas frías.
El viento con inaudita fiera desgreñaba los macollos hirsutos
de los pajonales inmensos, y la lluvia incesante azotaba los
árboles y cementeras del chaqueado.
De pronto, como brotado de las entrañas de la tierra,
oyóse el bramido feroz de una “sicurí”, que repercutió en
toda la pampa. Aullidos de perros y cocorear de gallinas
espantadas.
El indio, previendo cualquier evento, armado de una
escopeta y su machete, salió a ver lo que pasaba; pero al
cruzar una zanja junto a un tronco hueco, una “víbora fina le
mordió el moroco” de la pierna. La picadura fue mortal.
La alarma de todos los vecinos del rancho fue grande;
hicieron todo lo posible por sanarlo pero fue en vano.
Tutumadas de alcornoque molido le dieron a tomar,
cataplasmas de yuca le aplicaron a la herida, pero todo fue en
vano; inútil.
A la noche siguiente, a las mismas horas del suceso
Simeón, en medio de agudos dolores, lanzaba su postrer
suspiro, vertiendo sangre por los ojos, la nariz y los ojos. La
sentencia de choquigua se cumplía.
oooo
La tarde iba muriendo bajo la inclemencia de una
llovizna interminable; los dos hombres con sus ropas
empapadas, caminaban paso a paso tras el pesado y
rechinante carretón que conducía al muerto.
- ¡Jia! … ¡husa!... gritaba uno de ellos, mientras el otro
hacía silbar el chicotillo sobre el lomo de los bueyes, quienes
resollaban fuerte y cansados como si condujeran una gran
carga hacían ademán de aligerar el paso pero no avanzaban.

17
Y los bueyes se quedaron para siempre flojos y jarones,
y el carretón aquel se hizo rechinador.
Por eso ahora, los indios tienen miedo de llevar en
carretón un muerto, porque se les viene a la memoria la
historia de esos dos hombres cuyos bueyes se inutilizaron
para siempre porque se tornaron jarones y ariscos, y el
carretón se hizo todo sonador.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 17 de


septiembre de 1932 – Nº 20

¿TU TAMBIÉN……?
Por Miguel D. Saucedo

La muchedumbre que había ido a despedirnos,


compacta y agitada, hervía en el puerto. Una banda de
músicos tocando kaluyos y boleros, quebraba sus notas en el
viento.
El pueblo entero se había estacionado allí para despedir
a sus hijos que partían…
Madres y esposas, hermanos e hijos, parientes, novias y
demás allegados, con los corazones oprimidos, las gargantas
anudadas y los rostros amoratados por el dolor y el llanto
despedíanse de sus familiares con abrazos y besos brotados
del alma.
Y cuando todos embarcábamos en las inquietas
barquichuelas, cuando todos los corazones habían volcado
todas sus angustias, ternuras y caricias; cuando las lágrimas
habían humedecido nuestras blusas, una mujer anciana al
encontrarse con un soldadito de contextura raquítica, le
interrogó sollozando:
- ¿Tú también marchas, hijo mío?...
Y el valiente mozo mordiéndose los labios para no
llorar, le responde un tanto altivo:
- Sí, me voy…… La Patria ha llamado a todos sus hijos
y es necesario oírla, -y luego continuó- lo único que os

18
encargo señora, es a mi madre anciana, que quedó llorando,
sola, en un rincón del hogar que dejo.
La mujer entonces, visiblemente entristecida, arrancó de
su seno un Detente, primorosamente artístico, y con mano
temblorosa le prende en el pecho del soldado, suplicándole: -
- Llévate esto hijo mío, como un único recuerdo, como
un consuelo y una protección de Dios.
Y como los argonautas de otros tiempos que salían de
Atenas a la conquista del Vellocino de Oro, se alejaron del
puerto en canoas, repletas de soldados. La muchedumbre
entristecida se quedó en su puesto tremolándonos sus
pañuelos como última muestra de cariño y nosotros
respondimos con un ¡Viva Bolivia!, cuyo eco, se mezcló en
el aire con las notas de los bronces quejumbrosos.
Río Ichilo, 1934

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 6 de


abril de 1934 – Nº 39

EL BARCINO
Por Miguel D. Saucedo

Barcino, dieron en llamarle desde chico por el color


de su pelaje. Fue parido en la estancia ganadera de su amo
don Anselmo, y era bravo y tigrero como ninguno de los
otros. Cuando lo traía al pueblo, desvelaba a casi todo el
vecindario, porque se pasaba las noches en blanco ladrando a
los tunantes que querían penetrar al canchón tras las cunumis.
Los niños de don Anselmo lo querían mucho porque sabía
jugar con ellos sin morderlos ni arañarlos. También tenía otra
particularidad –según la supersticiosa servidumbre– sabía
ahuyentar a la trampa (el diablo) ladrando de un modo
extraño y poniendo sus pelos ásperos.
En sus tragedias amorosas, disputándose el cariño
de alguna hembra, Barcino era un tigre. ¡Pobre del perro que
se le haya puesto al frente! Pero ahora, Barcino era ya otro.
Viejo como estaba se había hecho cocinero, motivo por el
19
cual su lustrosa pelambre se convirtió en especie de lana, rala
y hedionda. Estaba viejo, corcovado y sarnoso.
Una noche en la estancia. Barcino, como si algo
hubiese estado mirando, con el pelo erizado como un puerco
espín, empezó a reñir y reñir, sentado junto al fogón.
“¡Cuje!” ¡Cuje! Le animaron los mozos, y Barcino
como siempre, se fue corriendo hacia las tranqueras del
corral, ladró de un modo extraño y regresando con la cola
metida entre las piernas, se puso a aullar lúgubremente.
- ¡Fuera ca…, cosa mala! –Dijo el mayordomo– y
todos corrieron a sus toldetas y después de santiguarse se
taparon cabeza y todo.
Cuando amaneció, todos comentaron la novedad y
no faltó alguien que diga: “es güeno decirle al patrón que
haga matar a ese perro malagüero porque si sigue así alguno
de nosotros va a morir”.
Don Anselmo sonrió irónicamente demostrando
desprecio e indiferencia a las sugerencias de sus sirvientes.
Pasó un tiempo relativamente corto, durante el cual
el malagüero Barcino no dejaba sus fatídicos aullidos. Y un
día de ésos, el patrón amaneció enfermo de un mal
desconocido. Lo trasladan inmediatamente al pueblo y allí, ni
el curandero más acertado ni los prolijos cuidados de su
afligida familia pudieron salvarlo.
– Se murió el patrón – dijo el “propio” que fue esa
misma noche a comunicar la noticia a los peones de la
estancia. Y la noticia funesta se clavó como un balazo en el
corazón de todos.
- ¿Ya ven, compañeros lo que les dije? -Murmuró
Santiago, el mozo más viejo que había. Esto yo lo tengo
experimentado y requete sabido, por eso se lo dije al pobre
finao y él no me creyó. Igualito puéj, sucedió con mi agüelo.
Un perro, que también era su adulao, lo anunció
varias noches; yo entonces era chico y no sabía nada de estos
abusos. Y desde esa vez, cuando oigo aullar a los perros, me
da miedo, y si no puedo espantarlos con mi chicote silbador
para que también huya la trampa, me pongo a rezar.
20
Y a Barcino, al fiel Barcino, corcovado y rengo, y
con la pelambre caída por la ceniza de los fogones, una
mañana lo encontraron muerto, junto a las tranqueras del
corral. La muerte lo había sorprendido en su puesto,
cuidando, como siempre, las lecheras de su difunto amo.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 12 de


mayo de 1934 – Nº 40

PASAJES DE LA HISTORIA DEL BENI:


LA GUAYOCHERÍA.- CAUSAS DEL
MOVIMIENTO
Por Miguel D Saucedo

La opresión y el abuso por demás con que los


patrones trataban a sus mozos y sirvientas, la explotación
desmedida de los comerciantes astutos, así como también el
reenganche que hacían los gomaleros, llevándose a los indios
quieran o no quieran, en calidad de remeros, a regiones
mortíferas, de donde raras veces regresaban, pueden
considerarse como las causas principales para que la gente
india de la capital del Beni, pensase en una insurrección
general en todo el departamento.
El odio y el desprecio hacia el blanco, fue haciéndo
carne en el huraño y aislado corazón del mojeño, y creció a
tal punto que sólo buscaba el momento oportuno para
levantar resueltamente la bandera roja de la rebelión, con la
torcida idea de acabar con Trinidad.

Primeros impulsos.-
Los indios no perdían ocasión para vengarse del
carayana, cualquiera que haya sido la condición de éste. Así
se deja ver con el hecho perpetrado en la persona del ex
Prefecto del Beni, General Quevedo, quien en viaje a
Cochabamba, llevaba como tripulantes indios trinitarios, y
fue abandonado una noche en las playas del Chapare,
21
seguramente con el fin de que muriese, ya devorado por el
tigre o asesinado por los salvajes.
Otro acto es aquel que se cometió con los
cochabambinos Valderrama y Zelada, que igualmente en
viaje a ésa, el primero se cree fue asesinado en una pascana,
logrando escaparse el otro, gracias a la oportuna noticia que
le dio un criado suyo que comprendía el dialecto, con quien
fugó a través de la selva virgen.

Andrés Guayocho.-
Los abusos en todo orden, inaguantable de parte de
los blancos hacia la persona de los indios, dieron origen al
descontento general y, por consiguiente, buscaron la manera
de libertarse de ellos. El exterminio era la única forma
salvadora, y para ello concertaron un plan insurreccional.
Sólo faltaba el jefe que la encabezara. Este no se
dejó esperar: Andrés Guayocho, un indio bien fornido, de
mirada penetrante y de acciones enérgicas, surgió entre ellos,
ofreciéndoles todo el concurso de su alma joven y su
inteligencia vasta, para libertarlos de la opresión carayana. Se
impuso por encima de todos y fue el nervio y cabeza del
movimiento.
Gracias a su raro don de ventrílocuo, se atribuyó
cualidades sobrenaturales y, en sus constantes prédicas, hacía
creer a sus parciales que él era un taita, un dios que había
venido a la tierra enviado por Jesucristo para libertar a sus
hermanos del calamitoso estado en que se encontraban. Y
hasta los indios más incrédulos y salvajes quedaban
convencidos de su santa misión.
Se cuenta que en los pueblos de San Francisco y San
Lorenzo, lugares que contínuamente visitaba, reunía en el
templo al vecindario y luego, cerrando las puertas y ventanas,
apagaba las luces del altar y mediante oraciones especiales
que él se inventaba, pedía al Señor le oiga sus ruegos. Y en
medio del sobrecogimiento general, una voz temblorosa
como algo sobrenatural, como que viniese del altar mismo de
la Iglesia, se esparcía por todo el recinto. Esta voz era, según
22
Guayocho, la voz del Señor que se encontraba y le
aconsejaba la suerte de todos sus parientes.
Nada había que dudar. Andrés Guayocho era un
semidiós y había que hacer todo lo que él mandase. La
“guerra santa” debía estallar en la misma ciudad, esa guerra
que terminaría con los blancos, esos hombres malos que
habían venido a sus tierras a quitarle sus mujeres, sus hijos y
sus casas.

Se descubre el complot.-
Todo estaba preparado. La “guerra santa” como la
llamaban ellos, debía estallar en la mañana del día jueves,
dedicado a la festividad de la Ascensión (19 de mayo de
1887).
Felizmente la víspera de la fecha señalada, el
complot indigenal fue descubierto. Algunos viejos vecinos,
testigos oculares de aquel drama, nos cuentan la manera de
cómo llegó a develarse el movimiento: Un carayana que en
altas horas de la noche del 18 cruzaba la plaza, observó algo
extraño y anormal; grupos de indios armados en las esquinas,
otros, que iban y venían. Al día siguiente esta novedad fue
comunicada al prefecto don Daniel Suárez, quien, con los
rumores recibidos días antes acerca de esto mismo, ordenó de
inmediato a la “Columna del Orden” la prisión de todos los
indios que concurriesen a la misa de ese día.
A este tiempo también, una indígena que servía en
la casa de una señora bien, mañaneó a decirle que le hiciera el
favor de no ir a la iglesia, porque algo malo iba a haber.
Sorprendida la señora ante tan extraña súplica, le pidió
insistentemente, le revelase el motivo, lo que no tardó en
manifestarlo. Todo eso fue suficiente para comprobar la
realidad de las cosas.
El plan concertado por Guayocho era el siguiente:
cuando toda la gente blanca se encontrase en la misa, los
indios sitiarían la iglesia y luego pasarían a degüello a todos
los que se encontrasen adentro, exceptuándose a tres damas
conocidas, no sabemos con que fin. Los demás indios que se
23
encontraban en los alrededores prenderían fuego a la ciudad
por sus cuatro costados, sin permitir que ningún blanco se
escape, pues el deseo de ellos era reducir Trinidad a un
montón de cenizas. Pero sucedió todo lo contrario.
Comenzaba la solemne misa cuando la “Columna
del Orden”, reforzada por numerosos jóvenes, invadió el
templo y tomó a cuanto indio encontró y todos en conjunto
fueron arreados a la Policía, donde se los azotó cruelmente
para hacerlos declarar. Indios e indias recibieron de 200 a 300
azotes, y hasta se dejaron matar antes que confesar la verdad.
Esta azotaina duró varios días, días de desolación y llanto,
durante los cuales sólo se oyó el agudo silbar de los
chicotillos que los verdugos descargaban sobre las espaldas
sangrantes de los pobres indios.

La venganza de los indios.-


Guayocho, que el día de la Ascensión se encontraba
en los alrededores del pueblo, pudo fugar seguido de un gran
número de indios hacia las regiones que bañan las aguas del
Sécure y el Tijamuchí, desde donde les pregonaba y les
inculcaba nuevamente la necesidad que tenían de vengar los
tormentos y la muerte de sus hermanos de Trinidad. Durante
este tiempo los vecinos de la capital temblaban de miedo,
pues se pensaba que los indios de un momento a otro caerían
por completo.
Se organizó tropas para la defensa. Así vemos que
en una mañana negra, como anunciadora del funesto fin que
iba a tener la expedición, veintidós voluntarios pletóricos de
juventud y patriotismo, partieron a batir a los insurrectos.
Desgraciadamente sí, entre San Francisco y San Lorenzo, a
orillas de un gran curiche, fueron asaltados sorpresivamente
por los indios, dándoles una muerte cruel, propia de ese
espíritu salvaje sumido en la barbarie y la ignorancia.

La muerte del caudillo.-


Sólo uno de los expedicionarios pudo salvar en el
sangriento desastre de San Francisco, el mismo que
24
venciendo mil dificultades llegó a Trinidad y contó la triste
historia de sus afortunados compañeros. La consternación fue
grande como grande también fue la inquietud y el terror que
se apoderó en todo el vecindario. Por las noches se
destacaban patrullas que vigilaban la ciudad. La autoridad
pidió auxilio a los pueblos de San Ignacio, San Pedro, Loreto
y San Javier; reuniéndose al pie de trescientos hombres que
fueron puestos a orden de un señor Saavedra, quien
encabezando dicho contingente partió rumbo a San Lorenzo.
La victoria fue para los blancos, los indios fueron
batidos y dispersados; y sus principales caudillos hechos
prisioneros, entre ellos Guayocho, quienes fueron conducidos
al pueblo de Rosario, donde después de un brevísimo sumario
fueron muertos a guasca.
Así, de esta manera cruel y hasta salvaje, se castigó
al pobre indio, hijo y dueño de las pampas de esta tierra, que
cansado de las exacciones de los carayanas, reclamaba con
justo derecho el privilegio de su libertad primitiva y salvaje.
Los demás indígenas, fugitivos y dispersos y en son
de protesta, emigraron lejos, detrás de curichones inmensos
donde la planta del blanco no los vuelva a molestar, y allí han
fundado sus comarcas y han levantado sus templos.
Santos Noco Guaji, un indio semi-letrado pero
inteligente, ha sido su jefe hasta hace poco, en que la muerte
cortó el hilo de su vida a la edad de más de 80 años (1926).
Desde aquel año de 1887, sombrío para ellos, la
capital beniana dejó de ser pueblo indígena para convertirse
en la Trinidad de hoy civilizada y blanca.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 11 de


junio de 1934 – Nº 41

25
DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
SILBACO
Por Miguel D. Saucedo
(Versión 1)

Nadie sabe realmente lo que es. Unos dicen que es


un pájaro negro que se confunde con las sombras de la noche
misteriosa. Otros, que es un animalito igualmente oscuro.
Pero la mayor parte de la fantasía popular manifiesta que es
un “espíritu maligno” que viene a probar la curiosidad de
algún incrédulo para llevárselo a la mansión de los calvos.
Pero sea lo que sea, lo cierto es que se le oye silbar
en las noches en que va a venir mal tiempo, en la tapera de
las casas viejas, en la copa de los árboles frondosos o en la
encrucijada de los caminos. Su canto son tres silbos finos y
lentos que los repite de rato en rato, si posible durante toda la
noche.
Sobre este extraño y nocturno silbador, la conseja
popular se ha forjado un sinnúmero de leyendas, propias de
nuestras tierras tradicionalistas. He aquí dos de ellas:
-I-
La cita estaba hecha. Bajo las frondas de un viejo
tamarindo de la huerta, él se apostaría a esperarla. Tres silbos
prolongados y lentos, sería la consigna.
Y pasaron las horas desveladas y largas, y la
inconsecuente amada no salió jamás, Silverio, con los ojos
colorados y tiesos de tanto horadar la oscuridad de la noche,
impacientado y bravo, en un rapto de irreflexible cólera,
protestó contra Dios y toda su corte celestial, y como una
seña de estúpida incredulidad, invocó la presencia de Satanás.
Y “como el diablo no duerme”, ya nomás se presentó y sin
discutir ni consultar nada, desapareció para siempre.
Desde entonces el alma del incrédulo Silverio,
impacientada y errante para siempre, sigue silbando su
infortunio, ora en los cercos o árboles frondosos de los
canchones, ora en las taperas ruinosas o en la encrucijada de

26
los caminos, esperando que algún día la inconsecuente amada
salga a cumplir su entrevista.
Por eso ahora, cuando alguien le contesta –según
creencias populares- el “silbaco” se aproxima más y más,
porque cree que es ella que, apiadada de su larga espera,
viene a pedirle perdón.
- II -
Vino no se sabe de dónde, pero debido a su
amabilidad y cultura, bien pronto se conquistó amistades en
casi toda la comarca. Tunante como pocos, era el único que
en las noches más oscuras se veía recorrer las lóbregas calles
del pueblito. Sus amigos le habían dicho que no sea tan
tunante, que de repente le iba a salir alguna cosa mala; pero
él, incrédulo como todo extranjero, se reía de las necias
supersticiones de sus buenos amigos. Pero una noche, que
para siempre quedó grabada en el alma popular, fue lo triste.
Tres silbos finos y pausados salieron de los escombros de una
vieja tapera, y él que ya sabía el cuento de que era malo
remedar al “silbaco”, quiso experimentarlo y así lo hizo.
Al día siguiente, cuando las vecinas abrieron sus
puertas, lo primero que encuentran, tendido en el corredor y
en medio de un charco de sangre, es el cuerpo exánime del
carayana aquel. La novedad y los comentarios fueron
grandes, y entre ellos hubo uno que lo había oído decir en sus
estertores: el sil… ba… co… me… per…si…gue….
Por eso ahora, los nativos de tierra adentro cuando
oyen cantar al silbaco, se estremecen y tienen miedo
remedarle, porque dicen que es el alma de aquel carayana
que, castigado a vagar errante, busca a otro incrédulo y
curioso para llevárselo a que le acompañe en su eterno
padecer.
Marzo de 1934.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 11 de


junio de 1934 – Nº 41

27
DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
SILBACO
Por Miguel D. Saucedo
(Versión 2)

En el ámbito oriental boliviano existe un ente


misterioso, invisible y noctívago conocido vulgarmente con
el nombre de Silbaco. El vulgo lo ha denominado así porque
denota su presencia mediante silbidos agudos y persistentes
lanzados desde cualquier lugar desierto.
Decimos que es un ente misterioso porque nadie lo
ha visto ni sabe lo que realmente puede ser. Mientras unos
afirman que es un pájaro negro, cuyo color lo mimetiza con
la oscuridad de la noche, otros en cambio creen que es el
alma de algún condenado que sentenciado por el Ser
Supremo a vagar durante las noches hasta la consumación de
los siglos, anda de aquí para allá, buscando a alguien que lo
salve de este eterno deambular.
Y es por eso que, cuando alguien contesta sus
silbidos, se le escucha aproximarse más y más, como
buscando realmente su propia salvación.
Para la mayoría de las gentes, el silbaco no es otra
cosa que el mismo maligno, que queriendo probar la
curiosidad de algún incrédulo, le silba para ver si le responde,
y si así sucede el maligno se le acerca más y más, hasta el
extremo que en un momento dado, se produce tal silbatina en
los oídos de quien tuvo la osadía de hacerlo, que concluye
por enloquecerlo o causarle la muerte, si es que antes, el
protagonista no se ha puesto a buen recaudo.
Cuántas veces en las noches caliginosas y silentes
del verano, lo hemos escuchado silbar en las taperas, en los
cercos y árboles de las huertas o en las encrucijadas de los
caminos desiertos. Y recordando los cuentos fantasmagóricos
que nos contaba la abuelita, nos hacíamos la señal de la cruz
y corríamos en busca de amparo al lado de nuestros mayores.

28
Tres silbos agudos y prolongados repetidos de rato
en rato pero en forma insistente, denotan la presencia del
silbaco.
Y esos silbos –según la conseja popular- son
anuncios infalibles del mal tiempo o que alguna desgracia se
avecina en la persona de quien lo escucha o en sus allegados.
***
Entre los pobladores de las comarcas de tierra
adentro, se conserva bien arraigada una vieja tradición,
relacionada con este nocturno silbador.
El protagonista fue un extranjero –mejor dicho un
gringo- de esos que llegan a los pueblos, sin saberse cuándo
ni de dónde vienen. Era blanco, buen mozo, tenía ojos azules
y su inclinación favorita era el trago y las mujeres. Su cultura
y educación superaba en comparación con la que tenían los
parroquianos del lugar. Por otro lado era el hombre más
tunante de todo el pueblo. Aún en las noches más lóbregas, la
silueta de aquel carayana incrédulo era la única que se
campeaba por las calles desiertas y dormidas.
Ya le habían dicho que se cuide, porque allí era
fama de que a los tunantes les salía la trampa, pero él, como
todos los que nacen más allá de los mares, no creía en
triquiñuelas ni brujerías y se reía de las necias supersticiones
de sus amigos.
Pero como todo juego tiene su límite, llegó una
noche, trágica e inolvidable, cuya historia se encarnó en la
memoria de aquellas gentes sencillas y medrosas.
Cuando el gringo se recogía a su casa de una de sus
incontables borracheras, oyó silbidos en la esquina más
próxima, silbidos que él tuvo la osadía de responder. Esta era
pues la oportunidad de comprobar esos cuentos de cambas.
Y cuenta la tradición que esa noche se escucharon
silbidos que se repetían casi simultáneamente desde distintos
puntos, hasta que un momento de esos los vecinos oyeron y
reconocieron la voz de extranjero aquel, gritando como
queriendo escapar de alguien que lo perseguía.

29
Y como aquella era noche de surazo y llovizna, los
vecinos no pudieron salir de sus casas para auxiliarlo.
***
Al día siguiente, cuando los más madrugadores
fueron a buscarlo para preguntarle qué cosa le había sucedido
la noche anterior, no encontraron a nadie en la habitación. El
pobre hombre en su desesperación había corrido hacia los
extramuros del poblado y había llegado hasta el bajío donde
lo hallaron semimuerto, tendido a la orilla de una aguada.
Cuando volvió en sí, no reconoció a nadie. Tenía los
ojos sobresalidos de las órbitas y enrojecidos como
inyectados en sangre.
Y aquel gringo quedó loco por toda su vida.

Publicado en el periódico: LA PALABRA DEL BENI,


Trinidad 23 de enero de 1994

DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
GUAJOJO
Por Miguel D. Saucedo

Nunca ella le demostró una sonrisa en sus labios,


mucho menos darle una prueba de amor. Siempre tuvo para
con él crueles desprecios y sátiras hirientes. Por eso,
desengañado de la vida, con el alma hecha una madeja por las
decepciones sufridas, decidióse un día a abandonar para
siempre la comarca, aquella mísera comarca donde se había
criado y donde hoy veía reunidas todas las injusticias y
crueldades de este mundo ingrato.
Decidió irse lejos, a lo más intrincado de la selva,
donde nadie sepa que lloraría sus desventuras.
Y una mañana gris, triste y sin sol, llevándose en su
alma la enorme espina de un desengaño de amor, cerró su
choza humilde y sin despedirse ni avisar a nadie el destino
que llevaría, se internó en la selva enmarañada, misteriosa y
virgen.

30
-I-
Sus lágrimas vertidas sobre los troncos de los
árboles frondosos formaron las fuentes cristalinas que hoy
existen en las entrañas de nuestra selva. Andó errante y
andrajoso como el judío de la leyenda bíblica, por las pampas
y los montes sin fin. Sus cabellos y barbas negras como la
noche, crecidos y lacios se habían convertido en grises como
una mañana neblinosa. Y el frío inhumano de las noches
eternas, le había quemado los pulmones y helado hasta los
huesos, por eso su voz se había hecho ronca, como una voz
de ultratumba.
Cansado de vagar de allí y de acá, escuálido y
hambriento, había implorado al destino que le de la muerte
para descansar de su martirio.
Y un día, el Genio de las Selvas compadecido de sus
sufrimientos lo convierte en el triste GUAJOJÓ, aquel ave
extraña, arisca y de plumaje gris, que con su canto doliente
como el de un alma en pena, estremece la selva y la llanura..
- II -
Desde entonces, en las selvas tropicales de nuestras
tierras queridas, oculto entre el follaje enmarañado de la
fronda o en la encrucijada de los caminos polvorientos, aquel
hombre que se perdió por un desengaño de amor, convertido
en el triste Guajojó de hoy, lanza al viento su canto doliente y
quejumbroso que cual las notas de un miserere funerario,
estremece el alma de los seres humanos que lo escuchan.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 11 de


junio de 1934 – Nº 41

CUANDO EL TORO PASA BALANDO


Por Miguel D. Saucedo

- Buenos días señora, ¿como se ha amanecido la


enferma?
- Está un poco mejorcita, muchas gracias. A ver si
ahora viene para que nos acompañe siquiera un rato.
31
Y esa noche, la buena vecina se trasladó a la casa
para acompañar a los parientes y atender a la enferma, la que,
según ellos, estaba un poco mejorcita.
****
Avanzadas horas de la noche. Las sombras
nocturnales, negras como la oscuridad impenetrable de un
antro, cubrían las calles y casas del poblado. Todos charlaban
en voz baja alrededor de la camita de la enferma, la pobre
enferma que debido a sus dolencias enormemente graves, se
había puesto pálida como una “si me quiere” de nuestros
campos.
De repente, rompiendo el silencio de la noche, llega
hasta ellos clavándose como un puñal en los corazones de los
acompañantes, la voz lúgubre de un toro que parecía llorar
sus penas. La tristeza y el dolor se pintaron en todos los
rostros, y la esperanza de que la enferma sanaría quedó
defraudada.
- No hay caso. La pobre muchacha se nos muere y si
posible esta noche, dijo una vieja.
- Es un hecho – contestó otra – ese toro que está
cantando, es de la otra vida y está anunciando la muerte.
****
Y cuando al día siguiente, las sombras de esa noche
triste huían espantadas por la luz del sol, la vida ingrata huía
también de ese cuerpecito escuálido y enfermo. Y delante de
un viejo Santocristo y dos velas ardiendo, los ojos negros de
la pobre muchacha se cerraron para siempre, en medio de
llanterío de todos sus parientes y vecinas.
****
Y desde entonces quedó probada en el pueblo, una
vez más, esta creencia popular:
Cuando el toro pasa balando en altas horas de la
noche por las goteras de una casa, es segurito que alguien va
a morir.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 14 de


julio de 1934 – Nº 42.
32
LA LAGUNETA DE CACHOCBIRIRI
Por Miguel D. Saucedo (Leugim)

Cuentan los nativos de mi tierra que la aguada de


Cachocbiriri es una laguneta encantada, y que la dueña de ahí
fue una mujer que por mala y por celosa con su marido, una
noche el Choquigua (espíritu mayor), la convirtió en una
enorme víbora negra que hoy es el “jichi” de esa aguada.
Es cosa muy vulgar oír de los taitas y mamas, contar
la historia de aquel “carayana” tunante, corajudo y valiente,
que aún en las noches más tempestuosas acostumbraba
venirse del pueblo y pasando por bajo el viejo “paquió” del
camino, y por junto a la laguneta, iba a verse con la hija del
Maestro de Capilla, una muchachuela arrogante, morena y
fina, como una mosqueta guinda, y que vivía en una casita,
allá lejos, a la vera del bajío, y que era el “ay de mí” de todos
los mocitos del lugar.
Llegó el día en que se recordaba con gran solemnidad
el aniversario natal del Maestro de Capilla, y como todo el
pueblo lo estimaba mucho, porque cuando no había cura, él
hacía las veces de tal, rezando y cantando en la iglesia y los
velorios, por eso todos se fueron a abrazarlo, llevándole cada
uno como es costumbre, para su gallina, huevos, flores y
demás obsequios.
Y ese día tuvo lugar la formidable juerga con que
siempre el dueño del santo acostumbraba a obsequiar a sus
visitas.
Y dizque esa noche memorable sucedió algo extraño.
Algo extraño e inesperado que siempre se quedó grabado en
la memoria de las abadesas y taitas de mi pueblo.
Al carayana aquel que acostumbraba verse todas las
noches con la hija del Maestro y que ese día había triunfado
en sus caprichos, lo encontraron tendido, frío y semimuerto a
la orilla de la aguada. Lo recogieron y lo condujeron al
pueblo, y al día siguiente, cuando sus vecinos le preguntaron
lo que había sucedido, contó que esa noche al venirse de allí,
encontró junto a las tranqueras donde se celebraba la fiesta,
33
una mujer de vestido negro, que tomándole la delantera le
obligó a seguirla camino al pueblo. Al llegar a la laguneta “se
hizo chinga”, es decir desapareció súbitamente, dejándolo
atónito y perplejo y, como consecuencia de ello, cayó
exánime.
Y desde ese día el joven quedó enfermo y una palidez
de tumba lo acompañó hasta su muerte.
Poco tiempo después los adivinos dan luces para
descifrar el enigma. Contaron muy sorprendidos y tristes, que
la mujer aquella era Mama Cachocbiriri que enamorada del
carayana, porque era apuesto y corajudo se fue a esperarlo a
las tranqueras, y como esa noche había visto su triunfo con la
hija del Maestro, mala y celosa como era, pensó asegurarlo
definitivamente. Y esa noche, al tercer canto del gallo, le
arrancó su alma y junto con ella, convertido en víbora se
sumergió para siempre entre las aguas.
Y dizque ahora –según los nativos de los lares- en las
noches blancas manchadas de luna, dos siluetas fantasmales
surgen de la aguada y al bullicio estridente de los leque-
leques que pueblan el bajío, avanzan silenciosas y se pierden
a la sombra que proyecta el viejo paquió del camino.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 18 de


noviembre de 1938 – Nº 141

TRINIDAD EN 1938
Miguel D. Saucedo

He aquí tres aspectos arquitectónicos que en la


actualidad presenta la capital beniana. Casi nada difiere de la
que fue, ha muchos años. Efectivamente el ornato y
embellecimiento de la población, ha sido uno de los
descuidos capitales en que hasta hoy se ha incurrido.
Aparte de los edificios del Banco Central, H. Concejo
Municipal, Casa Suárez Hnos, Palacio Prefectural y la
Catedral, los demás guardan todavía el aspecto tradicional y
rústico de las construcciones jesuíticas.
34
Todo el medio progreso que alcanzó esta capital viene
desde el 1920 al 30, década en la que se construyó y entregó
al servicio público, la oficina radiográfica, la plaza Ballivián,
el Cementerio, la Avenida Marbán, el Hospital Guadalupe,
aparte de los edificios antes nombrados.
No obstante de encontrarse Trinidad situada en la
región de los llanos, y dada la fecundidad del suelo, esta
ciudad podría haber sido el tipo ideal de una ciudad moderna
y bien arborizada, empero dos factores han contribuido para
que el adelanto ornatal se quede estancado: las inundaciones
que destruyen anualmente gran parte de la población, y por
otra, la desidia de nuestros hombres dirigentes, cuya apatía e
indiferentismo por el progreso colectivo ha sido la rémora
que ha entorpecido el resurgimiento de estos pueblos.
En el curso de pocos años a esta parte, todas las
demás capitales de departamentos, han hecho rápidos
progresos en lo concerniente a este aspecto, siendo la
recordación de cada efemérides, como decir un 25 de mayo,
un 16 de julio, un 14 de septiembre, etc., motivos para
entregar al servicio público la terminación de un camino, de
un nuevo edificio fiscal, de un stadium o la creación de
alguna escuela u otra institución que signifique progreso,
acción y dinamismo, evidenciado en hechos prácticos los
desvelos, la consagración y entereza a que se han dedicado
las autoridades y agrupaciones que se afanan e inquietan por
el mejoramiento del campanario donde viven. En cambio,
para el Beni, un 18 de noviembre significa un año más de su
atraso, decadencia y miseria.
254 años de existencia lleva hasta el presente la
ciudad de Trinidad, de los cuales 96 le corresponden como
capital de nuestro Departamento. Y es vergonzoso y triste
afirmar que en este lapso de tiempo no se haya realizado una
obra que realmente haya revolucionado su anticuado aspecto
e idiosincrasia.
Los jesuitas, aquellos hombres clarividentes,
verdaderos pioneros del trabajo, hicieron más que nosotros,
convirtiendo estos lares en tierras feraces, emporios de
35
verdadera riqueza agropecuaria, no obstante el rutinarismo
que en esa época imperaba. Hoy, en pleno siglo XX, puede
decirse que el Beni ha regresionado. ¿Dónde están los
majestuosos templos cuyos altares chapeados de oro y plata,
ostentaban un esplendoroso lujo? ¿Dónde están las fábricas
de hilados y tejidos manufacturados por manos indígenas, y
las maestranzas donde se fundían las enormes campanas de
bronce que hoy ostentan casi todas la parroquias del Beni?,
¿Dónde están los interminables terraplenes que en época del
jesuitismo servían como vías de comunicaciones estables?
Todo aquello ha desaparecido, debido a la miopía y
negligencia de los hombres que vinieron después.
Con estos ligeros recuerdos del pasado, y ante la
amarga realidad del presente, llamamos a la reflexión a todos
los hijos y vecinos de esta tierra, invocando sus más nobles y
puros sentimientos, exhortandoles más patriotismo y más
entereza en el trabajo. Y al conjuro de esta fecha clásica,
hagamos profesión de fe de laborar por el progreso de nuestra
capital, despojándonos de todas nuestras rencillas e intrigas
que ocasionan la disociación de la familia y por ende el
perjuicio colectivo.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 18 de


noviembre de 1938

HUERTO LÍRICO: EVOCACIÓN DEL


YOREBABASTÉ
Por Miguel D. Saucedo

La fuerza del sentimiento lugareño se siente mejor a la


distancia. José Ingenieros

Antigua canción de mis mayores


que en un amanecer parió la aurora
y que el viento y los pájaros llevaron
por todos los caminos
llenándolos de amores y armonías.
36
Taquirari que escuché en la infancia
cantar a mis abuelos en las fiestas,
y desde entonces se encarnó en mi alma
como un hechizo de la misma tierra.
El alma de la raza está en tus notas
hecho canto, tradición y danza;
hay también suspiros de laguna
y añoranzas de selvas y bajíos.
Yorebabasté de mis recuerdos
oloroso a siyeye y a guacanqui,
expresión de mi pueblo hecho armonía,
caricias de luna en los remansos.
Tardes de julio, llenas de embeleso,
rueda de bailarines por las calles,
cuerpos que se entre-abrazan con vehemencia,
caderas femeninas que se mueven.
Corazones hambrientos de deseo,
trepidar de emociones en los senos,
bullicio de tamboras en los barrios
y jocheo de toros en la plaza.
Taquirari sensual, voluptuoso
lleno de entrañables resonancias,
en tus notas está el amor desnudo
ardiendo como el sol a medio día.
Todo eso, y aun más es para mí
el viejo taquirari terruñero
que hoy, a la distancia,
lo llevo muy adentro
como un fuego, quemándome la sangre.

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 1º de


marzo de 1967 – Nº 25

37
HUERTO LÍRICO: CANTO AL RIO
ITONAMA
Por Miguel Domingo Saucedo

Salud, viejo Itonama,


cantor de soledad y de silencio.
Vos eres un amigo
Porque en tus aguas claras y serenas
sentí nacer la vida
y aprendí el misterio
de las lunas llenas.

Fuiste también desde la infancia


el confidente de mis primeras penas.
Hay entre ambos un vacío
hecho de lejanías y de ausencias,
pero aún así, amigo río,
siento en mi sangre tu presencia
bañando mis entrañas
y remozando mis viejas esperanzas.

Río Itonama,
eres hijo del tiempo y de la luna,
hermano de otros ríos y lagunas
que en el viento verde de la selva
duermen su longevidad
hecha de siglos.
Eres sangre, clorofila y savia
de la tierra fecunda
que me vio nacer.

En mis noches de insomnio,


amigo río,
te veo pasar tranquilamente
musitando música salvaje
robada a los bajíos.

38
Te siento corriendo por mis venas
te siento en mis recuerdos
y también en mis sueños
y en mis penas.

Salud, viejo Itonama,


río de mis azules mocedades.
(Sucre, julio 1966)

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 1º de


marzo de 1967 – Nº 25

HUERTO LÍRICO: EL GUAJOJÓ


Por Miguel Domingo Saucedo

El guajojó agorero anuncia lluvia


y el sirapuqui vendavales.
Gregorio Reynolds

En las noches del Beni


cuando los paisajes se entumecen
de lunas y luceros
y cuando los caminos y senderos
se enredan de silencio,
el guajojó agorero
irrumpe su cántico de muerte
estremeciendo de pena los bajíos.

Las viejas tradiciones de mi tierra


que hasta hoy perviven en las mentes
de los crédulos cambas,
cuentan que el guajojó fue un hombre
que se tragó la selva.

Un hombre que se tragó la selva


en un atardecer tempestuoso
y cuya trágica historia
39
desparramó el surazo
por las encrucijadas y recodos
de todos los caminos.

Desde entonces la jungla moxitana


multípara y agreste
tiene un alma que llora
y ronda sus entrañas.
Alma convertida en ave
noctívaga y huraña
y con ojos de fuego
para horadar la noche.

Es el guajojó de la leyenda
que los taitas veneran
y a quien llaman brujo, malagüero,
jichi de tremedales,
anunciador de lluvias, compañero
de búhos, duendes y jaguares.

Su canto estremece los bajíos


y hasta el duro corazón de los tajibos.

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 1º de


marzo de 1967 – Nº 25

HUERTO LÍRICO: SU NOMBRE ES


UN RECUERDO…
Por Miguel Domingo Saucedo

Anoche oí su voz en el silencio


que me hablaba no sé desde qué sitio
pero llegaba hasta mí por la ventana
con cierto rumor de lejanía.

Era como un mensaje hecho de viento


amasado con carne de claveles,
40
era su misma voz que me decía
que el próximo otoño volvería.

La calle de mi barrio esa hora


era como un río de pasaba
sin orillas ni olas
llevándose el canto de la aurora.

Ella puede volver, ésta es su tierra,


pero lo nuestro lo destruyó el silencio
que ella misma se impuso,
silencio que entristeció mi vida
y coaguló mi amor en el olvido.

Ella puede volver, pero lo nuestro


es sólo ya un recuerdo que se apaga
que pronto será un sueño
y después, nada.

Pero al oír su voz en el silencio


la noche sacudió mi corazón
y recordé las cosas que pasaron:
el aliento de su pecho junto al mío,
su mirada clavada en mis pupilas
y el calor de su cuerpo estremecido
quemándome la sangre.

Su nombre también es un recuerdo


que pronto se hará humo en el verano.
Sucre, mayo 1966

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 1º de


marzo de 1967 – Nº 25

41
HUERTO LÍRICO: FUE UNA NOCHE
DE JUNIO
Por Miguel Domingo Saucedo

Fue una noche de junio


y era invierno,
aquella vez traicioné
mi silencio prometido
Y hablé fuerte con sonido de trueno
que mi voz se entreveró con sangre
y se volvió amor al día siguiente.

Y sentí que renacieron rosas


en los rojos canales de cuerpo,
y el otoño se volvió primavera
y en mi ventana despertó la aurora

Fue una noche de junio


y era invierno,
ella vino hasta mí con voz de alba
y con su corazón hecho de trinos
traía mucha fuerza en las pupilas
cansada de mirar los horizontes.

Y como estaba solo


flotando en el silencio de mis noches
me traicioné yo mismo
y le conté mi vida,
y las palabras que resonaban dentro
de nuestras emociones de ese instante
tenían el sonido de un trueno
y un rumor de brisa amanecida.

Y su vida y la mía las juntamos,


y el sol maduró nuestros trigales,
el silencio cantó su primavera
y en mi alma floreció la sangre.
42
Pero un día de esos
llegó hasta nosotros una sombra
negra y fría que se llama ausencia;
y dejé de quemarme en sus miradas
y de entibiar mis manos en las suyas.

Y voló el tiempo con sus rachas


de vientos y lloviznas.

Y en un amanecer cualquiera
y sin poder explicarnos hasta ahora
las causas de ese olvido,
el invierno penetró en nosotros
y los dos dejamos de querernos.
Era un día en que había mucha niebla
y en mi corazón mucho silencio.
Sucre, mayo 1966

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 1º de


marzo de 1967 – Nº 25

EL JICHI
(Mito acuático del ámbito oriental boliviano)

Del libro inédito “El Beni desconocido”, de Miguel


Domingo Saucedo

Desde los lejanos tiempos de la Prehistoria, la mente


humana creó siempre monstruos imaginarios, mitos y dioses
fabulosos, sobre todo deidades y otros seres acuáticos como
los tritones, dragones, sirenas, náyades, ondinas y algunos
otros de que nos hablan las mitologías de los viejos pueblos
del Mundo Antiguo y que los navegantes de la Edad Media
creyeron ver en los mares por los que hasta entonces
navegaban.

43
En la América India, cuyos habitantes son tan
primitivos como de los otros continentes, no es extraño que
también se hable de la existencia de ciertos mitos acuáticos,
monstruos desconocidos que cuidan y mantienen la
estabilidad de las aguas, y que según la zona geográfica
donde habitan, reciben nombres y formas distintas.
En el ámbito oriental boliviano y muy especialmente
en las regiones que corresponden al departamento del Beni,
existe un ente místico, Señor de ríos, lagos, ciénegas y demás
aguadas que bañan esas tierras, y que según la creencia
popular, mantiene con su cuerpo la estabilidad de las aguas.
A este ser mitológico se le da el típico nombre de JICHI, y se
lo personifica unas veces y en algunos lugares en la forma de
un gigantesco caimán, otras en la de una monstruosa
serpiente “sicurí”. Y a veces también en la de peces raros y
extraños. Y no han faltado personas que dicen haber visto en
ciertas lagunas ubicadas en las selvas, horribles bichos en
forma de pulpos, que al sentir el más leve ruido, se ocultan
sumergiéndose en lo más profundo de las aguas.
Este jichi que toma la forma de cualquiera de los
animales indicados, vive por lo general sumergido en las
profundidades de los grandes lagos y lagunas, así como
también en los ríos, curichis, paúros o vertientes, y sólo
aparece a flor de agua cuando hay que anunciar cambios
atmosféricos, como lluvias, surazos y otras tormentas.
Entonces se lo puede ver y hasta se lo oye, porque en estas
oportunidades lanza rugidos, que los lugareños aceptan como
preludio infalible del mal tiempo.
El vulgo dice –con bastante experiencia– que estos
animales extraordinarios, sobre todo las serpientes sicurí,
mantienen en sus cuerpos ciertas propiedades eléctricas que
las hace presa fácil del rayo, por eso mismo, casi nunca salen
a tierra, y la vez que lo hacen ya sea para tomar el sol o
trasladarse a otro lugar, son fulminadas las más de las veces
por descargas eléctricas atmosféricas.
En las pampas mojeñas y en las proximidades de las
grandes lagunas y esteros, se suele encontrar casi siempre
44
osamentas de estas fieras y que al decir los campesinos
fueron muertas por el rayo.
En los distintos viajes realizados a través de los
caudalosos ríos de mi tierra, siempre me di modo y maña
para interrogar a los lugareños y demás vecinos de las
comarcas a donde llegaba, acerca de sus observaciones sobre
el medio ambiente en que vivían, sobre los mitos y creencias
de la vida campesina, recibiendo de ello la mar de
narraciones, unas sencillas y breves, otras en cambio
deslumbrantes de colorido y fantasía.
Con el fin de demostrar la fe y seguridad que tiene el
campesino beniano acerca de estas cosas, vamos a referir en
este trabajo algunas de esas informaciones o reales que
recogimos en distintas circunstancias y lugares.
- Veamos primero, lo que dice el malogrado
escritor oriental don Juan B. Coimbra en su libro
“SIRINGA”, refiriéndose a un viaje por el gran río Mamoré,
a principios del presente siglo. “El ribereño con esa su
hospitalidad atenta y receptiva, con esa su siempre despierta
fantasía, ha concebido un numen macho para el espíritu de su
río. Ya no se trata de una ninfa inspiradora de bardos, como
en el mito occidental; tampoco es dulce y benigna como las
hadas de los estanques y manantiales: es un espíritu torvo y
brutal que, –como aquellas terribles deidades de los pueblos
nómadas– más que corderos y niños inocentes, exige en su
honor el sacrificio de vidas jóvenes, músculos nuevos y
almas llenas de esperanza”. (1)
Prosiguiendo tenemos lo que nos contó don Luís Lens
Suárez, vecino de Riberalta, que siendo niño sus familiares lo
llevaron a pasar unas vacaciones en una estancia ganadera,
allá en las cabeceras del río Geneshuaya (Provincia Vaca
Diez) cerca del cual existe una vertiente o “paúro” que en la
época del estiaje beneficiaba mucho a los vecinos del lugar,
porque nunca se secaba. Lens con la curiosidad de su edad
observó una tarde que en el fondo de la gruta, aparecía de vez
en cuando a la superficie y se volvía sumergir, un bicho raro
con forma de pez, pero que cubría su cuerpo con una especie
45
de cerdas que le daban un aspecto horrible. Comunicó este
hecho a sus familiares, quienes le advirtieron que tenga
cuidado con ese bicho que no lo molestara, porque era el
Jichi del paúro, pero nuestro curioso amigo ahora más
obsesionado que nunca ante tal advertencia casi todos los días
y en forma furtiva, se iba a espiarlo hasta que una tarde y en
un momento de irreflexión de un escopetazo dio con el
animalejo.
Y quien lo creyera nos explica don Lucio, a los pocos
días de esta travesura, la poza estaba completamente seca.
En San Ignacio de Mojos existe una gran laguna
llamada “Isirere”. Los naturales de aquel pueblo cuentan que
el Jichi de allá es una enorme sicurí, que suele aparecer de
vez en cuando a pescadores incrédulos y atrevidos que
permanecen en sus orillas hasta horas de la noche y que antes
de comenzar la faena “no le piden permiso ni se encomiendan
a él”.
Los viejos taitas cuentan que la serpiente es
descomunal; sus ojos son grandes y rojos, y sobre su cabeza
chata parecida a la de un perro, se ven manchas negras en
forma de cruz. Algunas veces se escuchan rugidos sordos
salidos del fondo de la laguna, y que los lugareños interpretan
como la voz del Jichi anunciando tormenta.
En las provincias Itenez y Mamoré se encuentran
numerosas lagunas situadas unas en plena selva y otras en
campo raso. Cada una según su creencia popular, tiene su
Jichi que cuida y mantiene sus aguas. Para no alargar el
presente trabajo, sólo nos referimos al caso de “Labahique”
laguna situada en la jurisdicción del pueblo de Magdalena y
cuya leyenda afirma que, antiguamente en el sitio mismo
donde se halla dicha porción de agua, existía un poblado,
pero que en castigo a sus desmanes y lascivia, una noche se
inundó pereciendo todos los habitantes.
Es por eso que, aún en la actualidad, pescadores que
pernoctan en sus orillas, cuentan que cuando más profundo es
el silencio nocturnal, suele escucharse mugido de ganado y

46
sobre todo lúgubre balido de un toro que emergiendo del
medio de la laguna, se pierde hacia la opuesta y lejana orilla.
En la jurisdicción del pueblo de San Joaquín, está el
lago “El Océano” y la laguna “Moroña” en cuyas aguas,
según los moradores circunvecinos han visto flotar enormes
monstruos de color obscuro, y cuyas escamas brillan al
reflejo del sol pero que, por la enorme distancia en que se los
ve, no pueden apreciar ni establecer qué clase de animales
pueden ser:
En uno de los golfos o ensenadas del gran lago
“Rogaguado”, en la provincia Yacuma, don Lizandro
Guzmán cuenta haber visto una mañana, un bulto negro, algo
así como un gran tronco de un metro de alto que emergía de
la superficie del agua y que poco a poco fuese apegando hasta
la orilla hasta detenerse en determinada distancia donde ellos
se encontraban, para luego sumergirse dejando a los
espectadores la más grande curiosidad por saber qué clase de
fiera era aquella.
Volviendo al gran río Mamoré, nos encontramos con
el mito de la Gran Fiera o Cobra Grande, para los brasileños
de la margen opuesta, ente fabuloso que habita no sólo el
lecho del indicado río sino también el de sus principales
afluentes y madrejones.
Vecinos de numerosos establecimientos y barracas de
las riberas del citado río, como don Efraín Suárez, Miguel
Paz, Víctor Párraga, Raimundo Leite, Carreño y otros,
afirman que han visto en las noches y a lo lejos el fulgor
rojizo de los potentes ojos de esta fiera enigmática, como la
llaman los lugareños, fulgores semejantes a dos linternas
horadando la oscuridad.
Asimismo expresan haber percibido un ruido
suigéneris al que produce un motor en la lejanía y se la siente
pasar por medio río, dejando tras sí, enormes oleadas debido
a la fuerza con que nada repechando la corriente.
En este sentido, cuando divisan a lo lejos dichas luces
rojizas, inmediatamente bajan al puerto y aseguran las
ataduras de sus embarcaciones, porque al poco rato se
47
producirá imprescindiblemente la maresía, sin que para ello
sople viento alguno.
De todo lo dicho anteriormente, llegamos a la
conclusión de que no hay río, lago, curichi y demás aguadas
del ámbito oriental boliviano, que no tenga su Jichi
legendario, caimán, sicurí u otro animal raro desconocido,
que mientras vive en ellas, mantiene la estabilidad de las
aguas y que según la zona geográfica y mentalidad de las
gentes que la habitan, reciben nombres y formas distintas.
El Jichi, es pues el Dios, la madre o el Genio Tutelar
de las aguas.

Publicado en el periódico: LA RAZON, Trinidad 24 de


noviembre de 1972.

RELATOS DE TIERRA ADENTRO: EL


SIRINGUERO DE LA OTRA VIDA
Por Miguel D. Saucedo

Cuando se viaja por las distintas latitudes del Beni, ya


sea a través de la selva, siguiendo el curso de los caudalosos
ríos o atravesando las ardientes y dilatadas pampas, no es
extraño oír de labios de los lugareños, a cuyas casas se llega
para descansar, relatos de tigres, toros, sicurises y hasta de
apariciones sobrenaturales, que la fantasía campesina matiza
de mil colores.
Creemos no exagerar, cuando decimos que más allá
de esas gigantescas murallas que se alzan como verdes
catedrales a la vera de los ríos, se esconde la vida en su más
elemental forma de salvajismo. Allí no hay campo para nada,
todo está cubierto de árboles a través de cuyas frondas apenas
se puede distinguir la luz del sol. Allí en esas entrañas verdes,
vive todo un mundo poblado de animales, aves y alimañas de
toda índole muchas de las cuales, refiriéndonos a estas
últimas, “ya existían desde los lejanos tiempos bíblicos”,
como muy bien dice un escritor contemporáneo.

48
Y es allí entre ese maravilloso mundo vegetal donde
nace y se desarrolla la planta de la hilea elástica, caucho o
goma, conocida por los pobladores de esta comarca con el
típico nombre de Siringa, de donde deriva la palabra
siringuero, que es el trabajador que extrae el látex de dicho
árbol.
Se le ha llamado también, con mucho acierto “árbol
del oro negro”, porque cuando se hablaba de goma y
siringales en aquellos primeros cincuenta años en que
empezó su explotación, era sinónimo de “hacerse rico de la
noche a la mañana”. En ese sentido, siringa fue una palabra
mágica, especie de sortilegio que significaba fortuna,
derroche y poderío, para unos, mientas que para otros, que
infelizmente eran los más, la misma palabra sonaba a
impunidad, engaño, abuso y muerte…
Caravanas enteras de trabajadores que salieron de los
distintos pueblos de Santa Cruz y Mojos, rumbo a las
entonces inexploradas regiones del oro negro, compartieron
sus destinos muriendo, unos ahogados en las cachuelas del
Mamoré y el Madera; otros en las entrañas de la selva,
victimas de la traición de los salvajes, del asalto del tigre o de
la ponzoña de las víboras, apasancas y otras alimañas; y los
que lograron escapar de estas calamidades cayeron en los
centros o barracas gomaleras victimas de las fiebres
endémicas, la espundia, el beriberi y otras enfermedades
propias de aquellas insalubres regiones.
Es por eso que la conseja popular de todo el ámbito
gumífero, ha creado un ente, propio de la selva: El Siringuero
de la otra vida, del que se cuentan varias versiones y que
personas serias que inspiran confianza y credibilidad
aseguran haber oído gritar en distintas circunstancias y
lugares pero que nunca pudieron ver.
En un viaje que realicé por el río Iténez, conocí
ocasionalmente a don Virgilio Subirana, un hombre ya
anciano, pero que conservaba todo el brío y lucidez mental de
sus años mozos. En su juventud había trabajado como
remero, luego como picador de estradas y finalmente como
49
freguez y capataz de varias empresas gomeras, razón por la
que lo consideraban un profundo conocedor de los secretos
del río y de la selva.
Una noche viajando a bordo de un batelón, entre
charla y charla, don Virgilio me contó la historia del
siringuero de la otra vida o siringuero fantasma, que él
personalmente lo había oído, allá en uno de los siringales del
río San Martín y comenzó así:
Cierto día, al finalizar la tarde, escuché en mi estrada
unos gritos lejanos que se repetían a largos intervalos y que
venían de lo más espeso de la selva. Pensando que se trataba
de algún cazador que se encontraba perdido, le contesté
varias veces, y como ya era hora de suspender el trabajo, salí
a la senda con el ánimo de encontrarme con él y llevarlo a la
choza para descansar. Pero grande fue mi sorpresa cuando lo
escuché gritar adelante, es decir sobre la misma senda que
conducía a la barraca. En ese momento sentí una sensación de
miedo. Me pareció que mis cabellos se pararon y mi piel se
puso de gallina, hecho que nunca había experimentado en mi
vida. Y sin esperar otra cosa me encaminé a mi rancho,
cargado de mis latas.
Allí conté a mis compañeros lo que me acababa de
suceder y uno de ellos don Cecilio Guaribana, apodado “el
zapira”, me explicó que aquel grito es nada menos que el
siringuero de la otra vida, el siringuero fantasma que se
escucha gritar y golpear los árboles, pero que nadie lo ha
podido ver. Esos gritos prosiguió “el zapira”; se escuchan
siempre aquí en el monte, en horas del atardecer o en las
noches, especialmente cuando va a venir mal tiempo.
Y efectivamente –continuó don Virgilio– horas más
tarde se desató una formidable lluvia que duró, con breves
intervalos, hasta la tarde del día siguiente, inundando gran
parte de los lugares donde realizábamos nuestros trabajos de
paz.
Desde entonces yo creo en la existencia del siringuero
de la otra vida, terminó afirmando Subirana, porque yo
mismo lo he oído muy cerca de mí y su grito extraño y
50
desgarrador me causó un gran impacto, cuya vivencia no he
podido olvidar…
Y aquí se hace patente, -finaliza nuestro interlocutor-
aquella vieja creencia popular que, cuando alguien muere en
la selva hay que enterrar el cadáver de inmediato, porque de
lo contrario el alma del insepulto desanda por todos los
caminos que transitó en vida, asustando a los que tienen la
mala pata de encontrarse con ella…
Así es la selva, amigo lector, subyugante y
enigmática.
A veces se presenta al hombre que penetra sus
entrañas en forma acogedora y dadivosa, para otros en
cambio es cruel, bárbara y sádica.

Publicado en el periódico EL DEBER, Santa Cruz, 1995

RECUERDOS DE MAGDALENA: LA
VIUDITA
Por Miguel D. Saucedo

Encontrarse con “la viudita” en aquellas lejanas


noches, era cosa seria. Cosa seria para los borrachos
consuetudinarios y tunantes cazadores de furtivas aventuras,
porque sólo a ellos se les aparecía, en lugares deshabitados,
para provocarlos con sus coqueteos e instintos sexuales. Se
aparecía vestida de ropaje blanco y otras veces de riguroso
luto con un mantón negro en la cabeza que le cubría el rostro.
Eran los años cuando en Magdalena aún no se conocía
el maravilloso invento de la luz eléctrica.
Recuerdo como si fuera ayer, los comentarios
fantasmagóricos de la viejita doña Natalia Charter cuando
muy temprano solía ir a la casa a contarle a mi madre, muy
emocionada, las novedades sobre tal o cual “bulto” que la
noche anterior había aparecido en algún lugar del pueblo. El
tema más mentado era el de la viudita debido a sus repentinas
apariciones, pero lo que más intrigaba a la buena señora, era
el porqué este fantasma se aparecía sólo a los hombres, y
51
nunca a las mujeres. Preguntas que quedaban sin respuestas
de parte de mi madre porque a su entender, era inexplicable.
Según la conseja popular, se decía que muchos fueron
los hombres que cayeron en sus redes y sufrieron la
humillación y el arrepentimiento consiguientes para cambiar
de vida y seguir una conducta nueva y honesta, dejando a un
lado la que llevaban anteriormente.
Se comentaba asimismo, como cosa cierta, que la
viudita se llevaba a los hombres a lugares alejados del
pueblo, donde posiblemente se realizaría el acto que el galán
pretendía consumar con ella, pero ya en el momento de
cumplirse tal acuerdo la fatal mujer se dejaba abrazar y por
ende mostraba su horrible rostro, que no era otra cosa que
una calavera humana, con sus ojos huecos, sin nariz y con
una boca donde se veía una dentadura pelada que se abría y
cerraba sin escucharse palabra alguna, y luego de estas
manifestaciones, la perversa se “hacía chinga”, es decir,
desaparecía por completo dejando a su infeliz compañero
tendido y semimuerto ya sea en un barrial de ésos, algún
barbecho lleno de espinas o en el mismo cementerio, lugares
hasta donde había llegado sin que el pobre galán se diera
cuenta.
Allí lo encontraban al día siguiente, los vecinos que
muy temprano se encaminaban a sus quehaceres cotidianos.
Es fama que la viudita se le apareció cierta noche a
don León Arza que tenía su casa en la calle que va al
panteón. Fue en la esquina donde tenía su casa N. Mareca.
Don León que estaba un poco “chispeadito” y deseoso, se le
acercó y le habló bonito y juntos caminaron sin saber a
donde. Pero cuando ya habían andado cierto trecho, don León
se dio cuenta del grave peligro en que se encontraba y
reaccionando un poco de su borrachera, se santiguó tres veces
y retrocediendo se desprendió de su compañera y se echó a
correr rumbo a su domicilio que felizmente estaba cerca. De
un empellón abrió la puerta y entró todo tembloroso y con la
voz entrecortada que no pudo explicar nada hasta el día
siguiente.
52
Don Nicolás Ramos, a quien me gustaba escarbarle
sus recuerdos, me contó que una noche vio a la viudita, como
esperándolo, apostada en una esquina del barrio de Chatera,
precisamente por donde él tenía que pasar. Pero éste,
vivaracho y ducho como era esquivó el encuentro,
retrocediendo una cuadra y escapándose por la otra calle.
Por entonces corría la versión que también a don
Camilo Rivarola se le apareció la viudita. Era una mujer de
silueta escultural, vestida de blanco, parada en la puerta de la
casa de don Cecilio Cabau, allá en una calle de los
alrededores del pueblo. Pero don Camilo, que ya tenía
conocimiento de estas apariciones, se cuidó muy bien de caer
en las redes de la mujer fantasma, y sin pensarlo dos veces, se
alejó de aquel sitio a toda carrera, rumbo a la plaza, donde
por suerte encontró a unos muchachos que daban serenata a
sus cortejas, a quienes les contó la historia. Era una noche
pesada, preludio de mal tiempo.

Publicado en el periódico EL DEBER, Santa Cruz, 1995

RELATOS DE TIERRA ADENTRO: EL


MONSTRUO DE LA LAGUNA
MOROÑA
Por Miguel D. Saucedo

¿Existen monstruos acuáticos “desconocidos”?


Personalmente estoy seguro de que sí. existen, cuando menos,
una especie desconocida, porque yo vi a uno de sus
ejemplares en Loch Ness, en Escocia, y lo filmé con mi
cámara.
El viajero que recorre el trayecto existente entre las
poblaciones de San Joaquin y Puerto Siles, en la provincia
Mamoré, imprescindiblemente tiene que hacer pascana en un
hermoso lugar a orillas de una gran laguna, donde, se dice, es
la mitad del camino. En este paraje vive desde hace mucho

53
tiempo una familia de apellido Moroña, razón por la cual se
ha nominado a todo el lugar: Laguna de Moroña.
Como todas la aguadas, ya sean lagos, ciénegas,
curichis y madrejones que existen en las selvas y pampas del
Beni, esta laguna, dicen, está habitada por un jichi enigmático
que de vez en cuando se deja ver bogando sobre la superficie
del agua.
Hace muchos años, en mi adolescencia, conocí aquel
lugar, y declaro con toda sinceridad que me extasié
contemplando por primera vez aquella inmensa masa de agua
que, como un mar azul se extendía a mi vista. Allá lejos,
como una ligera cinta verde oscura, se divisa la opuesta orilla
cubierta de selva.
Aquella vez oí al viejo don José Moroña, propietario
del puesto, contarle a mi padre una interesante narración,
cuya síntesis conservé en mi memoria, y que es más o menos
la siguiente:
- Aquí vive –dijo apuntando a la laguna– un monstruo
que hasta hoy no hemos podido saber qué clase de animal es,
pero la verdad es que algunas veces, cuando va a venir un
mal tiempo, aparece allá al medio un bulto negro, desde las
primeras horas de la mañana. Y conforme avanza el tiempo el
bulto va tomando mayor cuerpo, hasta que a eso del medio
día se asemeja a un batelón volcado, permaneciendo inmóvil
horas y horas, para después perderse sin que nos demos
cuenta. Por la distancia en que se lo ve, no se le puede
apreciar forma alguna. Estas apariciones coinciden, por lo
general con la llegada de un surazo o de un torrencial
aguacero, que infaliblemente sucede esa noche o al día
siguiente.
Algunas veces también, ya sea durante la noche o el
día, suele escucharse un rugido estremecedor salido del fondo
de las aguas y cuyo eco se pierde como un trueno lejano en el
confín de la pampa. Aquel rugido es también anuncio de un
próximo temporal, y los pobladores circunvecinos afirman
como una cosa muy corriente: “Es el jichi que está contento
porque va a llover y va a tener más agua”.
54
Esta fue, poco más o menos la versión que esa vez oí
a don José Moroña, auténtico conocedor de todos los
recovecos de esa laguna, en cuyas orillas había fijado su
residencia desde hacía muchos años.
Después de un lapso de varios años, el destino me
llevó nuevamente hacia esas tierras abiertas y fecundas. Y
otra vez tuve el placer de recorrer los mismos caminos de
ayer y llegar de paso a la laguna Moroña.
Desgraciadamente, esta vez, ya no encontré al viejo
don José, quién había rendido tributos a la vida. Sólo estaban
dos muchachos guapos, hijos suyos, quienes aparte de sus
faenas agrícolas y de siringa, se dedicaban también a la
cacería de caimanes, actividad bastante aventurada y
peligrosa, pero muy lucrativa.
Con este motivo, en sus frecuentes y nocturnas
incursiones en pos de los huraños saurios, se habían metido
en todas las ensenadas y bocas de los numerosos arroyos y
curichis que nacen de ella.
Charlando con uno de ellos, le pregunté si como
vecino y viviente de aquel lugar, podría contarme algo
extraño que haya visto en las aguas de la laguna. Como
respuesta me relató casi lo mismo de lo que ya tenemos
referido. Para él, el monstruo que de vez en cuando se deja
ver bogando sobre la superficie, no es otra cosa que el propio
jichi, y supone sea una enorme sicurí, de esas que nunca salen
a tierra porque las persigue el rayo, sino que pasan la vida
sumergidas en lo más profundo de los lagos, curichones y
pantanos, manteniendo con sus cuerpos escamosos la
estabilidad de las aguas. Por eso mismo se las llama también
“madre de las aguas”.
- Pero no solamente eso he visto, –continuó diciendo
nuestro interlocutor– me encontré un día con un bicho
horrible, que jamás pensé ver en mi vida. Yo creo que es el
mismo jichi pero en otra forma.
- Una tarde en que perseguía a un ciervo herido,
llegué hasta la misma orilla de la laguna, frente a esas lejanas
islas y muy cerca de la boca de un arroyo. El lugar era feo,
55
cubierto de un junquillar espeso y alto, y mucho yomomo.
Allí oculto y con el agua hasta más arriba de las rodillas,
buscaba afanosamente al ciervo, que según la huella de
sangre, se había dirigido en esa dirección. En un momento de
esos escuché unos ruidos extraños algo así como que un
animal estuviera cañueleando (comiendo cañuelas); afiné el
oído y preparé mi arma, pero, ¡qué sorpresa! se presentó a mi
vista: un gigantesco “turo” como de metro y medio de alto
con el horrible molusco de su contenido que bogaba
tranquilamente en medio de la espesura del cañuelar. La cara
del bicho era terriblemente fea, horrorosa, del final de su
hocico le salían como bigotes dos tentáculos que los movía
simultáneamente y que parecían dos enormes cuernos
retorcidos y largos.
- Después de reponerme un rato del tremendo susto
que me causó aquella inesperada aparición, pensé hacerle un
disparo con mi arma, pero hasta entonces el bicho se había
alejado bastante y se fue sumergiendo poco a poco, dejando
sobre la superficie del agua donde se perdió, manchas de
espuma que luego se esparcieron al producirse casi de
inmediato una gran marejada, cuyo flujo y reflejo llegaban
con fuerza hasta el sitio mismo donde me encontraba.
- Bastante preocupado regresé a la casa y conté a mi
hermano y a mi mujer lo que había visto en la laguna.
Esto fue lo que me contó, don José Moroña hijo,
aquella última vez que estuvimos por esos parajes
verdaderamente paradisíacos.

Publicado en el periódico EL DEBER, Santa Cruz, 1995

RELATOS DE TIERRA ADENTRO:


TIURI, TIURI TAITA
Por Miguel D. Saucedo

En vista de las urgentes y premiosas necesidades que


demandaba el sostenimiento de la guerra entre peninsulares y

56
criollos, las autoridades españolas se veían en el duro trance
de buscar la forma de adquirir y acumular fondos.
Con este fin vino desde Cochabamba, invistiendo del
cargo de Gobernador interno de la Provincia, el doctor
Manuel de la Vía.
A los pocos días de su llegada a la capital San Pedro,
el nuevo Gobernador expidió sendas circulares a todos los
Administradores de los pueblos, instruyéndoles dispongan
“manu militari” de una parte proporcional de los bienes de
las iglesias, asegurarlos en macizos cajones y remitirlos bien
custodiados a la capital de Provincia, donde se tomaría razón
de ellos y luego reexpedirlos a Santa Cruz, donde se
encontaba la Gobernación General.
Y así sucedió en efecto. Los templos de Magdalena,
Concepción de Baures, San Joaquín, Exaltación, San Ignacio,
Loreto, Trinidad y otros, fueron despojados de sus sagrados
bienes en medio del descontento y sordo rumor de sus
feligreses. Los caciques de todos esos pueblos,
cariacontecidos y con harto dolor en sus corazones,
ordenaron a sus congéneres el encajonamiento de misales,
cirios, incensarios, candelabros, cálices, etc., etc. y luego,
cumpliendo la omnímoda orden de los Administradores, ellos
mismos fueron los conductores hasta la capital San Pedro.
Como cacique general, se encontraba por aquel
tiempo el indígena Juan Maraza, de la antigua tribu de los
canichanas, y cuyo continente – según la tradición – era
extraordinariamente arrogante y de musculatura hercúlea. Era
como hemos dicho antes, el jefe de todos los caciques de la
provincia. Cuando hablaba entre los suyos, todos callaban
para escucharle, y sus palabras eran órdenes que se cumplían
al pie de la letra. Y Maraza había dicho que mientras él sea el
cacique, no permitiría que los carayanas se roben la plata
labrada de sus iglesias.
Y como cosa de Dios y del destino, todas las
embarcaciones que conducían los preciados cargamentos
llegaron casi juntas al puerto de San Pedro, sobre la ribera
derecha del gran río Mamoré.
57
A la noticia de este arribo, el señor Gobernador hizo
notificar al Cabildo Indigenal para que el día siguiente muy
temprano, le acompañase al puerto para recibir solamente
dichos tesoros y conducirlos a San Pedro, al son de repiques
de campanas, bailes de macheteros y otras danzas indígenas.
Cuando la comitiva se hizo presente en el puerto
oficial, ya se encontraba allí el cacique Maraza, revestido de
las insignias de su autoridad, como eran las medallas y el
bastón que años atrás le había entregado solemnemente el
Gobernador Urquijo.
Y en el momento en que los demás caciques,
subalternos suyos se disponían a hacer entrega de los macizos
cajones que habían conducido desde sus respectivos pueblos,
el enérgico e irascible Maraza, con voz imperiosa que
dominó a sus oyentes, incluso al mismo doctor de la Vía,
dijo, dirigiéndose a este último:
- Señor Gobernador, mientras yo sea cacique general,
la plata labrada de nuestras iglesias, no se la ha de robar
nadie, porque ella es plata de Dios…
Y dirigiéndose luego a los otros caciques, que
asustados se pararon a escucharle, les ordenó:
- Ustedes son unos cobardes, parecen criaturas.
¡Ahora mismo regresen a sus pueblos con esos cajones y
devuelvan a las iglesias toda la plata que hayan recogido, y
que el Señor nos perdone! ¡Sólo cuando yo muera que se
disponga de ella!
Terminada esta arenga, todos los caciques
visiblemente emocionados, respondieron unánimemente y
con altanería: ¡Tiuri, tiuri taita! Expresión mojeña que quiere
decir: ¡Muy bien, muy bien señor!
El Gobernador y todos sus adeptos quedáronse
absortos e intimados ante esta inesperada reacción de parte de
los indios.
Los caciques, antes de que sucediera otra cosa,
reembarcaron los preciados cargamentos y “botaron punta” a
las pesadas embarcaciones conductoras, mientras el bravo
Mamoré, a eso del medio día, empezaba a mover sus turbias
58
y tenebrosas olas, las que agitadas por el viento, iban a
estrellarse contra el rojo barranco del histórico puerto, que
poco tiempo después, fuera teatro de fieros y sangrientos
episodios.
Y aquella noche, según refiere la tradición, reinó en
San Pedro, la capital de Moxos, un silencio sepulcral, aparte
de la zozobra e inquietud entre las autoridades españolas, por
los inesperados acontecimientos del día.
oooo
Vocabulario
Tiuri : Voz mojeña que significa “muy bien”
Taita : En el mismo dialecto, significa
“señor”
Camijeta : Vestimenta indígena usada por los
hombres, especie de camisón sin mangas.
Botar punta : Alzar anclas, largar espía en la
navegación fluvial
Carayana : Gente blanca, mejor dicho gente no
indígena.

Publicado en el periódico EL DEBER, Santa Cruz, 1995

EL BAJÍO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a publicarse
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)

Al encontrarnos lejos de la tierra natal y con un fardo


de años en la espalda, los recuerdos afectivos de la querencia
reviven y se agrandan en nuestra memoria, haciéndonos ver
imaginariamente los paisajes por donde transcurrió nuestra
infancia y los rostros cariñosos de las gentes con quienes
convivimos y compartimos las primeras experiencias de la
vida.
Recordamos particularmente una hermosa campiña
ubicada en el sector sud de la población y a la que los vecinos
llamaban “el bajío”.

59
Sus límites eran naturales y estaban claramente
determinados en la siguiente forma: Por el Sur el arroyo
“Colorado” que lo separaba de otra extensión más grande
llamada pampa de “El Corte”; por el Norte estaban los
linderos del pueblo donde mi padre tenía un potrero y un
pequeño corral al cual íbamos en las mañanas a ordeñar
algunas vacas para nuestro sustento, asimismo estaban las
casa-quintas de los señores Rodolfo Castedo, Aurelio Angulo
y José Nilaca; por el Este, el río Itonama; y por el Oeste, una
ceja de monte con una extensión aproximada de dos
kilómetros, donde estaban las viviendas y chacarismos de los
taitas Reyes Yaune, Quintín Piérola, Rudesindo Guaregia y
finalmente en la terminación de la ceja se asentaba la estancia
de don Francisco Guatía.
La mejor época para ir a pasear al bajío, era la
estación del verano, tiempo de sequía y de ordeña. Para
entonces nos juntábamos en las tardes algunos chicos de la
vecindad, para recoger a los terneritos que largábamos en las
mañanas para que pasten y traerlos nuevamente a los
corrales, asegurando así la ordeña matinal del día siguiente.
En esta época el bajío era como un potrero grande donde
pastaban diseminados en toda su extensión las vacas lecheras
y los caballos caseros de los vecinos del pueblo. Era también
el tiempo en que los lequeleques revoloteando y gritando
como locos poblaban la campiña dándole al paisaje una
imagen única e inolvidable.
Allí también nos reuníamos algunas tardes para
bañarnos horas y horas en la laguneta de “Cachobiriri”, en
cuyas aguas turbias jugábamos a “la mancha” pisoteando los
cuerpos de los bucheres y anguillas semienterrados en su
barroso lecho.
En los días domingo, escapándonos de nuestras casas
íbamos en grupos a buscar nidos de pájaros trepándonos a los
árboles orilleros del río o en los de la arboleda que quedaba al
frente, incursiones en las que algunas veces nos topábamos
con pasancas, culebras, tapas de petos y otras alimañas que

60
nos proporcionaban grandes sustos y a veces sufríamos la
ponzoña de sus picaduras.
En la época de las lluvias el bajío cambiaba de cara.
Las aguas inundaban todas las tierras bajas de la región. Para
entonces los muchachos de la barriada nos largábamos allí,
unos a bañarnos y otros a aprender a nadar. Los mayorcitos
nos alejábamos un poco más adentro hasta los tararaquisales
aledaños y sitios más hondos, en busca de gallaretas, a
recoger flores de tarope donde solíamos encontrar cierta clase
de culebra acuática o algún lagarto de mal genio que nos
ponían de vuelta y media.
Por este tiempo del año aparecían posados en la copa
de los árboles más altos, parejas de tapacareses o algún
solitario carau, que con sus cantos característicos matizaban
el tranquilo ambiente del bajío.
Cabe explicar aquí, que como lógica consecuencia de
estas travesuras metidos en esas aguas estancadas y
contaminadas con la descomposición de la hojarasca y frutos
caído de los árboles y los cuerpos descompuestos de animales
ahogados, en cierta oportunidad nos cundimos de sarna las
orejas, sobacos, codos y entre dedos de las manos, cuya
fuerte picazón, especialmente en las noches, era capaz de
volvernos locos.
Esta rasquiña molesta y pegajosa, nos dejó una gran
experiencia, mejor dicho un escarmiento, pues nunca más que
recuerde volvimos a bañarnos en esta clase de aguas
anegadizas y estancadas.
Cuantas cosas más podríamos contar de aquel paraje
inolvidable, cuya vivencia sigue pegada junto a todo cuanto
nos brindó la tierra natal en aquellos lindos años de la vida, y
que hoy evocamos con cariño y al mismo tiempo con
nostalgia.

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 1º de mayo de 1994.

61
EL VIEJO CAMPANARIO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a aparecer
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)

Como un índice en el tiempo se levantaba enhiesta a


la vista del vecindario, la vetusta y maciza mole del viejo
campanario de mi pueblo, ubicado en la esquina Sud-este de
la plaza.
Cuando el viajero se aproximaba a Magdalena, desde
cualquier lado que sea, lo primero que se divisaba a la
distancia, era la silueta única de aquel edificio “de estilo
vitruviano”, como dice Ciro Bayo, indicando la dirección y
proximidad del pueblo.
Según referencias proporcionadas por el conocido
patricio itonama don Marcelino Durán Clementelli, “esta
obra fue levantada por brazos del pueblo en el año 1858” bajo
la dirección del arquitecto nacional don Manuel Fernández de
Córdova, sucrense, casado con doña María Jesús Guzmán,
dama cruceña y avecindado en Magdalena. La construcción
duró tres meses justos, empezó el 1° de agosto de 1858 y
terminó el 31 de octubre del mismo año”.
Fue construida a pocos metros del atrio de la antigua
iglesia jesuítica que fue demolida en 1910 con el propósito de
reconstruirla posteriormente, anhelo que no se pudo cumplir
por mucho tiempo.
Tenía una altura de 25 metros, y se componía de tres
cuerpos en forma de cubos de diferentes dimensiones, con
gruesas paredes de adobe principalmente las del primero (2
mts. de espesor), donde sólo existía una puerta de entrada, y
desde donde empezaban los tramos de la escalera de ascenso.
El segundo cuerpo tenía cuatro ventanas a cada lado en forma
de puertas, cuyos dinteles eran arqueados y donde pendían las
campanas del pueblo, dos grandes y muy sonorosas, fundidas
en la misión de San Pedro en la época de los PP. Jesuitas, y
otras dos medianas obsequiadas por los hermanos Maciel,
vecinos y propietarios de una gran casa comercial en
Magdalena, a fines del pasado siglo.
62
Cada campana pendía de un travesaño de madera y
asegurada fuertemente de varios rollos del incorruptible
bajuco guembé. Finalmente estaba la techumbre de tejas en
cuya cúspide se destacaba una cruz de madera.
La campana mayor tenía un sonido estentóreo cuyo
eco se escuchaba a varios kilómetros a la redonda,
especialmente a la hora de la oración.
En los años de mi adolescencia, cuando por pura
curiosidad solíamos subir a la torre, nos encontrábamos con
los tramos de la escalera completamente deteriorados. Los
escalones del primer cuerpo que eran de adobe estaban tan
gastados que era casi imposible asentar el pie en ellos; y los
peldaños del segundo que eran de madera se encontraban
desvencijados y algunos destrozados constituyendo un
peligro para subir.
El piso donde se encontraban las campanas ya no
tenía la capa de barro seco de antaño sino el maderaje que los
sostenía, incluso muy deteriorado y flojo. A esta altura se
divisaba en dirección Este, la azulina cumbre del cerro de
Orobayaya, distante a nueve leguas de Magdalena.
Con el correr del tiempo la vieja torre se convirtió en
el refugio de asquerosos murciélagos, -y según la conseja
popular-, en el hábitat de bultos y espantajos, que, como el
cura sin cabeza, el sucha fantasma, el perro encadenado y
otros, salían de allí pasada la media noche, asustando a los
parroquianos que tenían la mala suerte de encontrarse con
algunos de ellos, dando lugar a la mar de comentarios a cual
más espeluznantes, que nos ponían los pelos de punta .
Los campanarios fueron en todas las edades, testigos
silenciosos del tiempo hecho historia, porque en verdad de
verdades ellos vieron pasar en torno suyo todos los
acontecimientos que se sucedieron en la vida y evolución de
los pueblos. Y nuestra vieja torre fue también testigo de
muchos sucesos, buenos y malos, que conmovieron a la
vecindad magdalense, y que fueron anunciados a través de las
lenguas de bronce de sus campanas. En las grandes
festividades religiosas ellas matizaban las fiestas con el alegre
63
son de los repiques, y en los instantes de las tragedias y
desgracias, las campanas acompañaban a mitigar las penas y
angustias del pueblo con tañidos lúgubres y tristes, y en otros
casos muy particulares, ellas doblaban con voces de lamento,
anunciando la muerte de algún vecino.
La vida, -tanto en lo humano como en las cosas-, tiene
imprescindiblemente su final, y a nuestro antiguo campanario
le llegó su turno.
Las inclemencias del tiempo a través de más de una
centuria de existencia, -sin que nunca durante este lapso se
hubiera hecho alguna reparación- carcomieron totalmente su
estructura, a tal extremo que su estabilidad se convirtió en el
peligro de un derrumbe inminente, que afectaría directamente
al edificio de la nueva iglesia parroquial construida en su
proximidad, sino también a la vida y bienes de algunos
vecinos de las inmediaciones.
Con este motivo, pasadas las festividades de la
patrona del pueblo Santa María Magdalena del año 1963, se
organizó urgentemente un comité de emergencia que fue
presidido por el párroco Fray José Manuel Barrios, para
estudiar y tratar de resolver el grave “problema de la torre
vieja”, el mismo que después de una amplia deliberación, y
en vista de no encontrar fondos para una restauración,
determinó como único camino la demolición del edificio... Y
el 28 de julio del citado año, se consumó el hecho.
Así fue derribada la presencia física de un tradicional
patrimonio del pueblo itonama.

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 15 de mayo de
1994.

64
LA CALLE AYACUCHO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro póstumo a editarse
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)

Esta calle, una de las principales del pueblo, está


trazada de norte a sur, paralela por el lado derecho con la
plaza “22 de julio”.
En aquella época -la de mi infancia-, la citada calle
estaba conformada por sólo dos cuadras y media de
extensión. Empezaba por el norte desde la casa quinta de don
Belisario Paz y la huerta de un señor Subirana; detrás de estas
propiedades existían unas excavaciones antiguas y profundas
cubiertas de matorrales y grandes árboles que impedían su
prolongación. Por el extremo sud la calle lindaba con el bajío,
hermosa campiña que se extendía unos dos kilómetros más
allá. Las últimas casitas existentes en este lado eran la de
doña Florinda Soria y la del taita Baltazar Guaricoma sitas en
las proximidades de otros pozos igualmente antiguos,
cubiertos de taraquisales, picapicas y otras plantas acuáticas.
Por ahí también estaban las viviendas de los Querema, los
Mere y los Belaca, separadas una de otra sin ninguna
alineación estética.
Las calles transversales que la dividían en cuadras
eran la 18 de Noviembre, la Junín y finalmente la calle que
parte del puerto Centinela y termina en el cementerio, que era
por entonces la más larga.
Todas las casas que formaban la calle eran de un solo
piso con amplios corredores sostenidos por gruesos horcones
de madera incorruptible, la mayoría de ellas tenía techo de
paja a excepción de la de los Mopi y de la familia Arza-
Zampieri que eran de teja.
La calle era espaciosa de vereda a vereda razón por la
que algunas veces se realizaban en ella las famosas corridas
de toros o el juego de la sortija en las fiestas del 22 de julio o
el 18 de noviembre, respectivamente .

65
En esta calle estaba la casa de mis padres, la vieja
casona solariega donde transcurrieron los primeros quince
años de mi vida.
¡Cuantas cosas simples y memorables pasaron en ese
barrio inolvidable en aquellos hermosos años de
adolescencia...!
Rostros y voces de gentes que ya no existen, pero que
sin embargo siguen pegados a mis ojos y esparcidos en mi
sangre...
Vivos están en mis recuerdos los nombres de aquellos
buenos vecinos que vivieron y compartieron con mis padres
la comprensión y responsabilidad de una pacífica
convivencia, y entre los cuales podemos citar como a jefes de
familia, a doña Liberata Chávez, doña Trinidad Flores, doña
Dolores Arza, una familia Guarimo, a don Luis Pino, don
Ascencio Mopi, don José Antonio Arza, la familia de los
Bolome y los Urquieta, a don Ignacio Flores, Félix Guasde,
Rudesindo Guaregia, Roberto Durán, Casiano Mareca y
tantos otros vecinos y amigos cuyos nombres escapan a mi
memoria.
Lugares tan familiares y tan íntimos que fueron
escenarios de mis primeros sueños y desengaños.
Noches inolvidables matizadas con lumbres de luna
llena e impregnadas con el suave perfume de los lirios,
azahares y ¨hediondillas¨ que existían en las huertillas y
canchones de la vecindad; noches en cuyas primeras horas
nos reuníamos los muchachos del barrio para jugar a la tuja, a
los toros o al metapaso hasta el extremo de rasgar las viejas
chirapas que cubrían nuestros cuerpos sereboses de sudor por
efecto de los tironeos y empujones propios de aquellos
chiveríos.
Sombras fantasmales que según contaban las abuelitas,
aparecían después de media noche en determinadas esquinas
y recovecos, asustando a los borrachos y a los jovencitos
tunantes...
Todo eso y mucho más era entonces, aquella calle Ayacucho
de mi infancia, que a la fecha, no obstante los años
66
transcurridos, continúa siendo la morada espiritual de mis
más gratos recuerdos y el remanso azul de mis lejanas
mocedades...

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 10 de julio de 1994.

LA MULA DE LA OTRA VIDA


Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a editarse
“Magdalena en el recuerdo y la historia”

La historia de la mula ánima o mula de la otra vida


como se la nombra en Magdalena, fue traída a la América
India por los conquistadores españoles y cuyo argumento
fantasmagórico, causó fuerte impacto en la mentalidad de las
gentes de aquellos lejanos tiempos.
Este fantasma era nada menos que el cuerpo de una
mujer que cometió el pecado de haber mantenido amores
prohibidos con el cura de su parroquia, y que el señor la
castigó transformándola en mula y condenada a recorrer en
determinadas noches las calles del pueblo donde consumó sus
pecados, arrastrando la pesada cadena de su desgracia hasta
el fin de sus días.
Y como estos casos, -muy humanos por cierto- han
sucedido siempre en todas partes y en todos los tiempos, no
era nada extraño que la mula maldecida haya aparecido
también en la Magdalena de antaño.
-La mula de la otra vida no es un fantasma maligno ni
peligroso, puesto que ella no es hechura del diablo, sino
castigo de Dios- comentada cierta vez un viejo parroquiano
de mi pueblo.
-Se dice también que es un alma femenina condenada
a la forma fatal, por haber cometido un sacrilegio, pero que
puede ser liberada- afirmaba otro vecino quien además se
jactaba de haberse encontrado cierta noche con ella y que no
le pasó nada malo.

67
Era en aquella dichosa edad de la niñez cuando
empecé a escuchar las primeras versiones acerca de la mula
maldita. Se decía entonces que ella fue vista por don julano o
que don mengano la oyó relinchar muy cerca a él en tal o cual
barrio del pueblo. Posteriormente, cuando ya fui mayorcito,
me contaron que dos viejos amigos de mi padre sabían
mucho de este fantasma porque en distintas circunstancias se
habían encontrado con él. Uno de ellos era don Nicolás
Ramos, personaje muy interesante por sus ideas y sus
inventivas. Nos dijo que cierta noche cuando andaba por el
barrio de Chatera, escuchó el relincho estremecedor de una
mula por el lado del río, y cuando llegaba a la esquina donde
estaba la casa de don Sinforiano Salazar, oyó el galopar de la
misma que se aproximaba lanzando otro relincho que lo
conmovió profundamente, entonces él subió a la vereda y
apostándose detrás de un horcón del corredor vio pasar en
cuestión de segundos una mula negra brotando chispas por
los ojos, que caminaba dando saltos y bufando
lastimeramente, y hasta le pareció que llevaba las riendas de
rastra. En un abrir y cerrar de ojos la sombra fatídica de la
mula se perdió en la oscuridad de esa noche inolvidable.
Desde entonces, nos dice don Nico, se abstenía de salir en las
noches de su casa, porque su espíritu le avisaba que el diablo
lo perseguía.
El otro amigo era don Felizardo Hurtado, que en su
dichosa juventud fue un tunantón de esos. Nos explica que
una noche de tantas... se encontró con la mula de la otra vida
en el canchón de la casa de doña Tomasa Durán, donde había
un frondoso mango. Afirma que esa vez al pasar muy cera del
citado árbol observó que bajo su sombra se movía un bulto
grande, entonces él curioso y corajudo como creía serlo hasta
entonces, se aproximó y refregándose los ojos para mirar
mejor, comprobó que aquel no era otra cosa que el cuerpo de
una mula negra que se revolcaba en el suelo y que al sentirlo
aproximarse levantó la cabeza y ambos quedaron mirándose
frente a frente. Nuestro interlocutor quedó pasmado y hasta
cree que dio un grito de espanto. Después de retroceder unos
68
metros, se echó a correr desesperadamente, saltando unas
tranqueras salió a la calle, torció a la esquina y las emprendió
rumbo a la plaza que estaba sólo a tres cuadras de distancia;
en el trayecto sentía que la mula lo perseguía muy cerca
lanzando quejidos de dolor o de cansancio y hasta parecía
que lanzaba chispas rojas por los ojos.
En tan angustiosos instantes se acordó que llevaba un
cortaplumas con hoja de fino acero y dándose modo de
sacarlo, lo abrió e hizo con él varias cruces al aire, notando
luego que poco a poco el animal se fue quedando atrás. Don
Felizardo no por eso dejó de seguir las de ¨Villadiego¨ y llegó
a la primera esquina de la plaza y tomando la calle donde
quedaba su casa pudo llegar a ella más muerto que vivo... El
animal fantasma siguió la recta final, -y según supone- fue a
perderse en los altos deshabitados que por entonces existían y
donde era fama vivió un cura que tenía su amante...

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 2 de julio de 1995.

LANGOSTAS EN MAGDALENA
Por Miguel D. Saucedo

¡Langostas...! ¡Langostas...! fue el grito de alarma


que se escuchó en diferentes partes del mundo, aquella
mañana inolvidable.
Era el día de la festividad de Nuestra Señora del Pilar,
lo recuerdo muy bien, porque esa mañana que era domingo
fuimos a misa con mi madre, y allí escuché al señor cura
invocar repetidas veces el nombre de esta santa de la iglesia.
El año no he podido precisarlo con exactitud, debido a que
entonces era muy pequeño y no tenía mucho uso de razón,
pero estoy seguro que eso pasó en los primeros años de la
década del 920.
Era aproximadamente las 10 de la mañana, cuando el
límpido cielo de Magdalena se fue cubriendo de una densa y
69
enorme mancha que se aproximaba por el lado del naciente.
Luego después, en cuestión de minutos vimos que en forma
hasta entonces nunca vista descendían millares y millares de
langostas, cubriendo cuanto existía en el ámbito poblacional
en sus alrededores, incluso en nuestros propios cuerpos. El
ambiente se impregnó fuertemente de un olor quiabó,
característico de estos bichos.
Aquello era un panorama extraño, único, nunca visto
en los anales del pueblo, pues hasta entonces que se diga,
jamás había sucedido una invasión de langostas o
saltamontes, como se las llama también.
Inútil fue que las campanas de la vieja torre
parroquial se echen al vuelo, que se enciendan grandes
fogatas que despedían espesa humareda y que se produzca en
todo el pueblo en espantoso ruido con el golpear de latas
vacías y cuanto utensilio metálico se encontraba, acción en la
que nosotros los mozalbetes de entonces, tomamos parte
activa colaborando a nuestros mayores, pero más que todo
hacíamos por chacotear y jugar libremente por las distintas
calles de la población. Aquello era un ruido infernal,
discordante, que dominaba el ambiente, pues alguien que en
alguna otra oportunidad y en otro lugar había experimentado
una invasión similar, aconsejó a los despavoridos vecinos
hacer grandes ruidos que produzcan un estremecimiento
sonoro del aire, para alejar estos bichos e impedirles
descender. Pero nada de esto sirvió. Todo fue inútil.
Al promediar la tarde todo estaba cubierto de
langostas, inclusive nuestros propios cuerpos.
-¡Esto es una calamidad...! ¡Esto parece una maldición...!,
exclamaban aquí y allá nuestros mayores que ya se daban
cuenta de las funestas consecuencias que sobrevendrían.
Recuerdo que ese día no hubo almuerzo, porque todos
estábamos en las calles y porque además todo estaba
infectado de estos asquerosos insectos. Las norias, los pozos,
las cocinas y las vasijas donde se depositaba el agua y los
comestibles estaban inficionados de estas indeseables
sabandijas. Y por la noche cuando volvimos a nuestras casas,
70
encontramos tantas langostas como había afuera. Se habían
introducido por las aberturas de las puertas y ventanas,
andaban por el suelo, volaban, caían y trepaban por las
paredes, y estaban en las camas y en todos los rincones de
las habitaciones. Era una cosa desesperante, asquerosa por el
repugnante olor que despedían.
Al día siguiente muy temprano, salimos a las calles a
curiosear el estado en que encontraba el pueblo después de
los graves sucesos de ayer, y grande fue nuestra sorpresa al
constatar que gran parte de estos insectos habían emigrado
durante la noche ¡Pero qué desastre habían dejado....!
Toda la existencia vegetal que hasta ayer nos rodeaba,
estaba completamente destruida. Los naranjos y totaises que
adornaban la plaza, los platanales, naranjales y limoneros,
chirimoyos y demás árboles frutales de los canchones y
plantaciones de flores de los jardines caseros, estaban
completamente pelados, sin ese encanto de sus verdes hojas y
de sus flores que constituyen la vida y belleza de los árboles
y plantas ornamentales.
Y mientras avanzaba la mañana, la gente se dedicó a
cavar zanjas y encender fogatas en las calles y barrios
periféricos para enterrar e incinerar a los millares de huevos
que como blancos terrones habían dejado diseminados sobre
el suelo, mientras nosotros los muchachos armados de largas
varas destruíamos inmisericordes a los miles de saltamontes
que todavía quedaban en el suelo. Hasta los perros que
también se habían movilizado, bastante molestos nos
ayudaban en aquella destrucción, triturándoles con los dientes
para luego arrojarlos al suelo.
Así pasaron esos dos días inolvidables cuando el
pueblo de Magdalena soportó la invasión de esa manga de
langostas, que llegó y pasó como una horda de salvajes,
destruyendo los campos y sementeras de la región.
Este suceso, según contaron nuestros mayores, fue
único en los anales del pueblo, pues jamás hasta entonces ni
nunca más se volvió a repetir.

71
Las consecuencias sobrevinieron de inmediato. Desde
ese mismo día hasta muchos meses después hubo crisis de
alimentos. Las cosechas de granos y frutales se perdieron, y
por otro lado la leche y carne de vacunos apenas se podía
conseguir, debido a que el ganado se enflaqueció, porque los
campos quedaron pelados por bastante tiempo.

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 20 de marzo de
1994.

LOS BULTOS DE LA TORRE


VIEJA
Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a publicarse
“Magdalena en la historia y el recuerdo”)

Como hemos afirmado en otras partes de esta obra, el


antiguo campanario que fue demolido en 1963, se había
convertido con el correr del tiempo en el hábitat de extraños y
diversos fantasmas que los parroquianos llamaban bultos, que
aparecían en las noches apostados en determinados lugares
aledaños o deambulando por algunas calles.
De aquella lejana época se conservaban hace algunos
años numerosas historias de aparecidos. Conocimos a mucha
gente que contaba con tanta seriedad y realismo -que
convencían a sus oyentes-, de haber sido testigos o
protagonistas de tal o cual suceso, o que lo escucharon de
boca de sus finados progenitores, como por ejemplo el
siguiente hecho tan comentado y frecuentemente repetido.
Hubo un tiempo en que pasada la media noche, el
vecindario escuchaba sobrecogido el lúgubre tañido de la
campaña mayor colocada en el tercer piso de la vieja torre.
Lo extrañable del caso era que el oficioso campanero no
podía ser de este mundo, puesto que la puerta de entrada se
aseguraba siempre con un candado. Pero una noche, el viejo
sacristán de la parroquia, intrigado por los comentarios fue a
72
comprobar una vez más la seguridad de la puerta habiéndola
encontrado tal como la dejó el día anterior. Al volver a su
casa se le ocurrió echar un último vistazo a la torre,
observando esta vez desde la distancia, un bulto parado en el
sitio mismo donde pendía la campana cuestionada, y
acercándose un poco más comprobó que el bulto aquel tenía
la traza de un cura sin cabeza y con los brazos extendidos en
cruz. Miguel Belaca, que así se llamaba el sacristán, sufrió en
ese momento un fuerte choque anímico quedando casi
desmayado; como pudo llegó a su casa sin lograr articular
palabras. Y cuentan que, como consecuencia del grave
arrebato que sufrió, el viejo Belaca quedó muy enfermo,
habiendo muerto pocos días después.
Otra historia que andaba muy en boca de la gente, era
la del sucha fantasma. Este pajarraco extramundano solía
aparecer en ciertas noches detrás de la torre, en la misma
esquina donde estaba ubicada la antigua cárcel pública y que
dio mucho que hacer a los trasnochadores a quienes perseguía
sañudamente asustándolos con el ruido de sus alas que las
batía a ras del suelo produciendo un sonido extraño y dando
graznidos disonantes que hacía aumentar el pánico de los
perseguidos.
Por aquellos años nuestras abuelas recodaban aún el
hecho que le ocurrió a don Asencio Mopi allá en sus años
juveniles, cuando una noche lluviosa y rasgada por
relámpagos violentos se encontró en el sitio ya citado con el
sucha fantasma, que agitando sus alas y dando brincos
empezó a perseguirlo primero a determinada distancia, y
luego arrastrándose como volando a ras del suelo le dio
alcance obligándolo a emprender un correteo por distintos
sitios de la plaza.
En su desesperación Mopi pudo distinguir que en las
casas de los hermanos Maciel había gente despierta y allí se
dirigió corriendo, de un empellón abrió la puerta y entró
cayendo luego en media sala completamente desfallecido. En
la citada casa se encontraban varios caballeros que le
prestaron los primeros auxilios cortándole la hemorragia
73
nasal que sufría. Y dizqué uno de los Maciel tuvo que salir a
la calle y disparar dos tiros al aire para ahuyentar a la trampa.
Se hablaba asimismo que de la torre salía el perro
encadenado, la viudita y otros.
Tanto vuelo alcanzaron estos comentarios
fantasmagóricos que llegaron a oídos del historiador Rogers
Becerra Casanovas quien en uno de sus libros y refiriéndose
al derrumbamiento de la vieja torre, dice: “Durante la
administración comunal del Sr. Abraham Alí Caballero
porque de ahí salían los bultos. (1)
(1) “Retablos Coloniales del Beni”. La Paz 1985

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 17 de abril de 1994.

ORDEN Y TRABAJO
Por Miguel D. Saucedo

Con el propósito de ofrecer al lector un panorama


general en el plano del trabajo, orden y disciplina en el que se
desenvolvían las clases sociales en Magdalena, allá por la
segunda mitad del pasado siglo, vamos a glosar en forma
sucinta unos apuntes que el esclarecido patricio itonama don
Marcelino Durán Clementelli nos proporcionó en una pasada
oportunidad, cuando le solicitamos una colaboración para el
periódico “La Patria” de Trinidad, en cuya dirección nos
encontrábamos.
Por la reconocida solvencia moral y cultural del
citado señor Clementelli, estamos seguros que los datos que
nos ofrece en esta crónica reflejan en todo su colorido, el
estado político y social en el que se movía la población
itonama en aquellos lejanos tiempos.
Consideramos de mucha importancia estos apuntes,
porque nos permiten apreciar y comparar dos estados del
prevenir histórico de Magdalena, y parafraseando aquel viejo
adagio, podemos decir: “Cualquier tiempo pasado fue mejor”.

74
“Allá por el año 1871, -nos cuenta don Marcelino-,
desempeñaba el cargo de Corregidor de Magdalena, un
distinguido caballero cruceño, don Jesús Ignacio Flores,
casado con la señora Carmen Barbery, hermana del párroco
de esta población, don Efraín Barbery, que había
reemplazado al cura don Miguel Fermín Castro Negrete,
promovido al curato del cantón San Ramón”.
A la sazón era ya por algunos años cacique del
pueblo, don Pedro Rosas Yaune, ciudadano mestizo, hijo del
último español que se sometió al régimen de la independencia
en estas latitudes.
El Corregidor apoyado por la autoridad moral de su
cuñado, el cura Barbery y con el respaldo positivo que le
ofrecía el cacique Rosas, había establecido mucho orden,
mucha disciplina y mucho trabajo en la capital de la
provincia.
Todas las industrias principales como la de tejidos,
ganadería y agricultura prosperaban y se desenvolvían en un
ambiente de trabajo tesonero y honrado.
Las defraudaciones, robos, abigeato y otros delitos,
eran castigados sin contemplaciones de ninguna naturaleza,
una vez comprobados los hechos.
Más de sesenta telares manejados por robustos brazos
de varones indígenas hacían oír la trepidación de las
máquinas de madera en las labores de tejidos diarios,
instalados en los salones de la Casa de Gobierno y en las de
los predios parroquiales, constatándose muchas veces que
habían obreros que se tejían quince varas al día, como un tal
Gregorio Gualeva.
La enorme prensa de madera destinada a dar el último
pulimento a los tejidos: piezas de cien varas, cortes de tres
varas, hamacas, manteles, cobertores, ponchos, bufandas,
servilletas, alforjas, etc., funcionaba desde las dos de la
mañana hasta las diez, en esa faena. Este trabajo era diario.
Unas veces eran tejidos que pertenecían al Estado,
otras a comerciantes cruceños, cochabambinos o de
comerciantes menores de la localidad.
75
Los mayordomos de las estancias de la hacienda
pública, al finalizar el año rendían cuenta pormenorizada de
los multiplicos y marcación, pues en algunos puestos nacían
más de cien caballares.
La agricultura sobrepasaba en rendimiento de
superproducción que alcanzaba para llevar arroz, maíz, café,
azúcar, chocolate, algodón y otros productos a la capital del
departamento, y aún para llevar a Santa Cruz y otros centros
del interior del país.
Cada manzana de la población, -continúa el señor
Clementelli-, estaba habitada en su mayoría por familias
indígenas especializadas en alguna industria u oficio. Las
mujeres generalmente eran hilanderas y tejedoras.
En la habitación de cada jefe de familia indígena, en
la fachada, arriba de la puerta principal, había una guirnalda
grande pintada con tinta roja u otros colores, y al medio o
centro estaba inscrito el número que correspondía a la casa, el
nombre del jefe de familia que la habitaba y la profesión y
oficio que ejercía.
Todas las manzanas de la población tenían un desagüe
general por un zaguán o cuarto. Un gran canal que salía a la
calle, habitación que no estaba ocupada y sólo servía para ese
fin.
A las cuatro de la madrugada en punto de todos los
días, el Cabildo Indigenal compuesto por dos jueces por
manzana y dos intendentes 1° y 2°, se presentaban en la casa
del Cacique a saludarlo con el consabido “Buenos días taita
Cacique” y darle cuenta al mismo tiempo de todas las
órdenes recibidas y ejecutadas del día anterior y de los
sucesos acaecidos durante la noche, casi siempre llevando
algunos delincuentes. Después de las informaciones
generales, el Cacique ordenaba “mosne”, que en el dialecto
itonama significaba agarrar. Era el momento en que algunos
hombres de la comitiva agarraban a los que habían cometido
alguna falta o delito, los atirantaban boca abajo sobre el suelo
y los castigaban con la cantidad de azotes dispuestas por la
autoridad Indigenal, ejecución que la hacían a son de música,
76
para perturbar los gritos de dolor de los damnificados. Era
costumbre que parte de la población indígena presenciara
dichas sanciones.
Las familias cruceñas vivientes en la población, no
pasaban en ese entonces de unas sesenta y ocupaban la planta
alta de las casas nacionales y edificio jesuítico, que con el
templo de la Magdalena formaban un cuadrilátero
conformando la plaza .
En las primeras horas de la mañana, todos los días no
feriados, se lo veía al señor Corregidor Flores montado en su
hermoso caballo recorriendo las calles de la población, sin
compañía de nadie, y allí donde divisaba un par de hombres
parados en alguna esquina, se dirigía hacia ellos y les
preguntaba de qué se trataba y sin más dilatoria los
despachaba a trabajar o buscar alguna ocupación en sus
casas.
A las seis de la mañana al Cacique don Pedro Rosas
Yaune, montado en su manso matusi se lo veía salir de su
casa y siguiendo la calle larga, hoy nominada Ballivián, se
dirigía al “chorro” a tomar su baño habitual.
El florecimiento de las industrias manuales,
agricultura y ganadería, no obstaculizó primero la llevada de
personal joven al porteo de carga al lejano puerto brasilero de
San Antonio sobre el río Madera, y después, a los trabajos de
pica de goma en los siringales del Noroeste, pues la mayoría
de los hombres, halagados por el tintineo de las libras
esterlinas que corrían de mano en mano entre empresarios y
mozos trabajadores, abandonaron sus trabajos de chararismo,
estancias ganaderas y otras actividades manuales.
Respecto a la industria de los tejidos, un decreto
gubernamental prohibió el trabajo forzoso, y el pueblo
indígena entregado a la molicie sólo hilaba y tejía para cubrir
sus más premiosas necesidades.
La amarga realidad, concluye nuestro colaborador, es
que a la fecha todo lo bueno y positivo que tenía Magdalena
en aquellos tiempos, como su hermoso templo, su
cementerio, las casas de gobierno que eran de dos pisos y
77
techo de tejas, y últimamente su cárcel pública, se han
destruido y desaparecido. La única obra antigua que aún
queda, es su hermoso campanario, aún cuando muy
descuidado en su conservación.
Esta obra fue levantada por brazos del pueblo en
1858 bajo la dirección del arquitecto nacional don Manuel
Fernández de Córdova, sucrense, casado con doña María
Jesús Guzmán, dama cruceña y avecindados en Magdalena .
La construcción de este campanario duró tres meses
justos; empezó el 1° de agosto de 1858 y se terminó el 31 de
octubre del mismo año.
Baures y san Ramón, cantones de la provincia han
visto también derribarse sus templos, sus casas de gobierno y
parroquiales y sus campanarios, y en los demás cantones ha
ocurrido lo mismo, por falta de recursos y brazos trabajadores
para repararlos.
¿Se volverán a levantar esos edificios...?

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 6 de marzo de 1994.

RECUERDOS DEL RIO ITONAMA:


LAS PIRAÑAS
Por Miguel Domingo Saucedo

Al promediar la tarde de aquel día, don Pedro


Mapatoto llegó al puerto. Venía desde el lejano lugar de La
Cayoba, donde tenía sus trabajos de chacarismo y siringa.
Traía sus carretones cargados de productos agropecuarios
para su venta en el pueblo. Lo acompañaban sus hijos, dos
mocetones guapos y fornidos, y un perrito que era todo un
fiel amigo y compañero en sus incursiones por el monte.
Mientras realizaban el traslado de la carga a la banda
opuesta del río, avanzó la tarde calurosa y lenta, dando lugar
a que la noche se aproxime con sus sombras negras y
agoreras.

78
Más allá del puerto, posado sobre la copa del árbol
más frondoso de la orilla, un carau lanzaba al viento su llanto
lastimero.
En aquel tiempo, -salvaje podemos decir- no faltaban
en los puertos fluviales algún caimán portero o una sicurí
avezada, ocultos entre los ramajes sumergidos de los árboles
orilleros, atisbando y siempre listos para atrapar en el
momento preciso, al primer animal que se introduzca en el
agua, sin precaución alguna.
Pero el peligro mayor y siempre permanente hasta
hoy, es el de las pirañas o palometas, verdaderas fieras
acuáticas que merodeando hambrientas en grandes
cardúmenes a orillas de los ríos y arroyos, atacan con tanta
ferocidad y saña a cuanto animal o persona encuentran en el
agua. El olor de la sangre las enfurece, a tal punto que,
cuando atacan se arremolinan en grandes cantidades
alrededor de la víctima, dándole dentelladas y coletazos, que
en pocos minutos acaban con su cuerpo, dejándole sólo los
huesos completamente descarnados. No importa el tamaño de
la víctima para proceder a su destrucción.
Al caer la tarde todo el cargamento había sido
trasladado a la orilla opuesta y cuando realizaban el último
viaje cruzando a nado los carretones vacíos arrastrados por
las respectivas yuntas de bueyes, sucedió lo trágico y
doloroso.
Más o menos al llegar a medio río y cuando Barcino, -
que así se llamaba el perrito- nadaba tranquilo al lado de uno
de los carretones, fue atacado por las pirañas, que lo
acometieron con tal furor y voracidad que en menos de diez
minutos acabaron con su indefenso cuerpo, el mismo que
desapareció de la superficie del río dejando tras sí, una
mancha de sangre que poco a poco fue agrandándose para
luego borrarse por completo, sin dejar más testimonio que el
recuerdo.
Tras la desaparición de tan fiel amigo, y ante la
imposibilidad material de no haber podido auxiliarlo
oportunamente, don Pedro Mapatoto y sus dos hijos sintieron
79
un nudo en la garganta y lloraron en silencio, porque el
espectáculo que acababan de presenciar fue trágico,
inesperado y conmovedor.
Mientras tanto el río Itonama, impertérrito y
silencioso, y con su cauce hinchado de banda a banda, sigue
corriendo siempre al norte.
Su tersa superficie, a esa hora del atardecer, era como
un sudario que cubría una tragedia más, de las miles que han
sucedido en su lecho, desde que él es río…

Publicado en el diario EL DEBER, Santa Cruz, 16


de diciembre de 1990.

SIGNIFICADO HISTORICO DE LA
PALABRA “BENI”
Por Miguel Domingo Saucedo

¡Beni!... ¡Beni!
Desde los oscuros tiempos de la prehistoria
americana, esta palabra mágica discurría sobre el lomo
líquido de un río ignoto, allá en el lejano confín del extenso
territorio de los mojos.
La palabra sonaba a viento, a ráfaga violenta y
huracanada que hacía agitar las aguas de aquel cauce
turbulento que horadaba la selva e inundaba los parajes
aledaños a su curso.
Sólo la conocían los bárbaros montaraces de arco y
flecha que poblaban sus riberas. En las noches la repetía el
tigre rey de la selva moxitana, y la traidora sicurí oculta en
las profundidades de las lagunas y yomomales inaccesibles
que conformaban su cuenca.
La palabra era familiar a los bajíos y al monte. En la
quietud de los remansos fornidos, la palabra resonaba como
un run run brotado del fondo de la corriente... ¡Beni!...
¡Beni!... ¡Beni!...
80
Transcurrió mucho tiempo. Muchas lunas y muchas
lluvias devinieron, hasta que aquella palabra que sonaba a
viento huracanado salió a lo raso y se incorporó al léxico de
las gentes que poblaban las diversas poblaciones misioneras
que los Padres de la Compañía de Jesús había fundado en
distintas latitudes del extenso territorio mojeño en los siglos
XVII y XVIII de nuestra era.
Pero aún así el vocablo seguía ignorado en el siglo
XIX. Lo desconocían gran parte de los pobladores de las
tierras altas.
Hasta que en un día se encontró con don José
Ballivián, por entonces Presidente de Bolivia, estadista y gran
visionario que se adelantó a su época, quien valorando su
procedencia autóctona y su significado histórico, de un
plumazo la incorporó a la historia y a la nomenclatura
geográfica de la patria boliviana, bautizando con su nombre a
un nuevo distrito político-administrativo que se llamó
DEPARTAMENTO DEL BENI, hecho que se realizó el 18
de noviembre de 1842.
Desde entonces la palabra se bolivianizó en la voz de
los locutores de radio, se la encuentra en las páginas de los
diarios y revistas del mundo, está en los labios de los niños y
estudiantes, y también en la garganta de los artistas y cantores
que recorren los caminos de la patria, armonizándolos con
canciones y música boliviana.
Y nosotros, mientras más lejos y ausentes nos
encontremos de la patria chica, la palabra BENI, la sentimos
vibrar en nuestra sangre y en el palpitar de nuestros
corazones.

Publicado en el suplemento HORIZONTE del periódico:


LA PALABRA DEL BENI, Trinidad, 6 de febrero de
1994.

81
APUNTES HISTÓRICOS DE TRINIDAD
Por Miguel D. Saucedo

HISTORIAR, investigar y desempolvar viejos archivos


para presentar un bosquejo histórico más o menos apreciable,
es tarea ardua y decisión de mucho tiempo. Nosotros en
nuestras pequeñas investigaciones hemos encontrado algunos
datos referentes a la fundación de Trinidad, y
acontecimientos de relativa trascendencia dentro de su
desenvolvimiento, datos que, creyendo diesen alguna luz para
la historia de este pueblo, nos atrevemos a escribir.

Versiones acerca de su fundación.-


Tristán de Tejadas y Juan de Salinas, capitanes
españoles, con esa sed infinita e inquebrantable de explorar
terrenos desconocidos y vírgenes, habían emprendido la
exploración de las lejanas y selvosas nacientes del Marañón a
mediado del siglo XVI. A su regreso fundaron a orillas del
Mamoré sobre un caserío de indios y en un lugar que no se ha
determinado con exactitud, una pequeña población de
blancos la que más tarde debía llamarse Trinidad (1556).
Seis años más tarde, dichos exploradores acompañados
de don Pedro Zúñiga y Velasco, hermano del Conde de Nivea
y numerosas familias procedentes de Lima y Cuzco,
regresaron a la naciente villa y no sabemos por qué causas la
trasladaron a un paraje donde existían una ruinas que, según
la tradición, eran ls del antiguo palacio del Gran Señor de
Mojos, donde actualmente se encuentra. La traslación
solemne tuvo lugar el 3 de junio de 1562, día domingo de la
Santísima Trinidad.
Otros cronistas sin embargo afirman que Trinidad se
fundó en 1587, o sea aquel año en que el jesuita Martín de
Jáuregui, fundó en el ya establecido caserío una misión,
convirtiéndose desde entonces Trinidad en un centro
industrioso y fabril; sus rudos habitantes se tornaron en
eximios tejedores, curtidores, agricultores, herreros, en una
palabra se adiestraron en cien artes y oficios; por tanto, en sus
82
primeros albores tuvo un desarrollo grande presentando la
florescencia de una gran ciudad que perdida en la semi
obscuridad de la selva tropical, ofrecía la promesa efectiva
para el porvenir. Hubo época en que su población ascendió a
48.000 habitantes, como por ejemplo en 1846, pero poco
después paulatinamente fue decayendo hasta el punto de que
el censo de 1900 arrojó un total de 4.000 almas, enorme
diferencia debida quizás al flagelo de las fiebres, éxodo y las
víctimas de naufragios en las cachuelas del Mamoré y el
Madera, cuando la explotación de la goma. Actualmente su
población se calcula en 6 mil habitantes, a pesar que las
inundaciones anualmente azotan a la ciudad, obligando a los
moradores a emigrar a otras regiones.

Algunos movimientos subversivos.-


Documentos que acreditan la realidad de los
acontecimientos no existen y no existirán nunca.
Escasamente aparecen por ahí algunos datos, lacónicos y
contradictorios los más, tomados quizás de algunos testigos
oculares de la época. Y unos de las conversaciones
familiares, que han venido conservándose de generación en
generación, y otros, los de los últimos tiempos, de algunos
viejos vecinos que todavía viven.
No trataremos de hacer reseña histórica, porque, como
hemos dicho antes, carecemos de fuente de consultas en que
munirnos de los conocimientos necesarios. Nuestro propósito
es solamente presentar en cuadro de lo mejor averiguado y de
lo más digno de crédito que haya sucedido en Trinidad.
Así, entre los numerosos hechos que se han sucedido
tenemos el del 9 de noviembre de 1810, en que la población
autóctona de Trinidad, protestó contra Maraza, cacique
canichana, que al comando de 40 indios, viajaban
acompañando al gobernador Urquiza, que iba a Loreto a
reprimir un movimiento indigenal que estalló el 28 de
octubre. El gobernador, al medio de los curas de San Pedro,
San Javier y Trinidad se dirigió a los trinitarios, intimándoles
en nombre del rey, obediencia y sumisión, a lo que ellos
83
contestaron: ¡Mientes, el Rey ya se murió! La bulla duró
hasta el 12 en que Maraza regresó de San Pedro, con gente a
favorecerle. Durante estos días Urquiza permaneció oculto en
el templo.
Catorce años más tarde una nueva revolución, vino a
perturbar el orden público de la capital de Mojos. El
gobernador Tomás Aguilera que había fijado su residencia en
Trinidad a raíz del incendio de San Pedro, fue destituido por
una insurrección que la encabezaron los capitanes Mendoza,
Peña y Castro, jefes del Escuadrón de Aragonés que
custodiaban la ciudad.
Hecho prisionero en el templo donde se había refugiado
fue remitido preso a Cochabamba, quedando Trinidad, en
poder de los insurrectos.
Erigida ya la provincia de Mojos en departamento
estalló en su capital Trinidad, el 4 de noviembre de 1848 una
revolución política contra el prefecto Dr. Ibáñez, encabezada
por el intendente Atanasio Valdivia y el corregidor Mariano
Antezana; colaborados por los oficiales Ortiz y Velasco.
Reunieron al pueblo en comicio popular y suscribieron un
acta proclamando al general Belzu para presidente de la
República.
Pocos años después, el 26 de diciembre de 1878 una
segunda revolución vino a perturbar el orden público del
vecindario trinitario. El prefecto de entonces, Dr. Roca
encontrándose en una manifestación social que se efectuaba
esa noche en la casa de un vecino notable fue perseguido a
balazos. El Dr. Guagama uno de los principales cabecillas del
movimiento se hizo cargo esa misma noche de la prefectura y
al día siguiente mediante un bando, manifestó que la
revolución no se había hecho a favor de ningún caudillo
político, sino para restablecer el imperio de la ley y mejorar
la administración de justicia especialmente.
“El día de Ascensión, 19 de mayo de 1887” se
descubre en Trinidad una horrorosa conspiración indigenal
para degollar a todos los blancos de la capital, preparada
desde mucho tiempo atrás por el cacique Andrés Guayocho.
84
Todos los indios aprehendidos por la policía ese mismo día,
fueron flagelados, y con tormento de la flagelación los
obligaron a declarar cuando querían los verdugos. De esta
azotaina que duró varios días murieron 9 hombres y una
mujer, la cual tuvo la entereza de decir a sus verdugos que la
maten, pero que jamás declararía ni vendería a su marido ni a
sus demás parientes.
El prefecto que ordenó este castigo ejemplarizador fue
don Daniel Suárez.
Después de este grave suceso que tuvo funestas
consecuencias para ambas partes pero que terminó en el
triunfo de los blancos, tenemos en 1883 la célebre
“revolución de Marañón”, contra el Prefecto Dr. Santos
Justiniano, la que todavía numerosos testigos la comentan de
mil maneras.
No se habían restablecido todavía los ánimos turbados
en el movimiento anterior, cuando don Julio Salinas jefe de la
“Columna del Orden” encabezó un pequeño motín que dio
por resultado la fuga del prefecto Dr. Eulogio Arce, ocupando
accidentalmente la prefectura el señor Jesús Becerra.
Siendo presidente de la república el Dr. Aniceto Arce y
con motivo de que a uno de sus primeros prefectos que envió
al Beni, los vecinos de ésta hicieron fugar una noche, envió
en 1890 un prefecto de origen argentino, sanguinario y cruel,
que muñido de todas las facultades para hacer respetar su
autoridad, sembró el terror en todo el Beni durante tres largos
años. Tres revoluciones contra él, fueron develadas, y sus
desgraciados cabecillas severamente castigados.

Otros apuntes.-
Fuera de las fechas anteriormente anotadas, existen
otras, dignas de recordarlas porque ellas marcan
acontecimientos que se han de tomar en cuenta cuando una
mano curiosa y patriota escriba la historia de Trinidad.
Ellas son por ejemplo el 15 de abril de 1882 en que,
según don Medardo Chávez, se publicó en esta capital el

85
primer periódico “El Eco del Oriente” fundado por un señor
Tomás Villavicencio.
Cinco años más tarde el 6 de abril de 1888, se instalaba
en acto solemne el Colegio Nacional, único establecimiento
secundario que existe en todo el Beni.
En el año 1894, el Beni adquirió recién su autonomía
judicial con el establecimiento de un Juzgado Superior en
Trinidad el que más tarde debido, a las exigencias del
ambiente se transformó en Corte Superior compuesta de tres
vocales (2 de enero de 1917).
El 1º de enero de 1872, se creó el Concejo Municipal
con un personal de 9 miembros, de acuerdo con la ley del 21
de octubre del año anterior.
La inspección General del Beni, con asiento en su
capital, se erigió en 1900, y el 8 de junio del 1920, hacía su
entrada triunfal en Trinidad el primer Vicario Apostólico del
Beni, Fray Ramón Calvo.
Por último, entre las fechas más significativas tenemos
la del 30 de octubre de 1926 en que rompiendo el misterio del
hasta entonces virgen cielo mojeño, surcaba nuestros aires la
majestuosa silueta de un Junkers, “El Beni”, estableciéndose
de esta manera el servicio aéreo Cochabamba–Santa Cruz–
Trinidad, que con tanta ventaja facilita en la actualidad el
intercambio comercial y postal de este alejado girón de la
patria con todos los demás pueblos del interior y exterior de
la República.
Trinidad, 16 de mayo de 1932

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 6 de


enero de 1934 – Nº 37
Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de
marzo de 1934 – Nº 38
Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 6 de
abril de 1934 – Nº 39.

Nota del Recopilador.- La versión sobre la


fundación de Trinidad el año 1556, por Tristán de Tejada y
86
Juan de Salinas es completamente erronea. Lo mismo sobre
el traslado de la ciudad, 4 años más tarde.
Según datos del padre Antonio de Orellana, párroco
de la ciudad desde su fundación, la ciudad de la Santísima
Trinidad fue fundada por el padre Cipriano Barace, a orillas
del río Mamoré el año 1686, con la advocación de la
Trinidad. Su traslado al sitio actual la efectuó el padre Pedro
de la Rocha el año 1769, dos años después de la expulsión de
los jesuitas.

EL FAROL MISTERIOSO
Por Miguel D. Saucedo

En aquellos felices años de mi infancia, se hablaba


mucho de una luz misteriosa que aparecía durante las
calurosas noches del verano, colgada como un farol en el
aire, moviéndose lentamente y sin producir ningún ruido. La
gente la llamaba, -según su nivel imaginativo y cultural- farol
de la otra vida, luz mala o fuego fátuo.
Al día siguiente de su aparición surgían comentarios
a cual más dispares y conmovedores que de sólo escucharlos
causaban pánico. Se decía que aquel farol misterioso se
deslizaba algunas veces por ciertos corredores, algunas calles
o barrios periféricos de la población a una altura determinada,
como si una mano invisible lo condujera. Su pacífica
aparición no dejaba de asustar a los viandantes nocturnos
quienes al verlo aparecer de repente y antes de enfrentarse a
él, se escapaban a sus casas haciéndose cruces en la frente;
pero no faltaban otros más corajudos que se paraban a
contemplarlo hasta que se perdía o se apagaba en la distancia
o en la oscuridad de la noche.
Entre los comentaristas más discutidos que
recuerdo, estaba don Nicolás Ramos, quien afirmaba a pie
juntillas, que ese fuego tenía espíritu propio y que por lo
mismo era muy temido; que no había que señalarlo con el
dedo porque entonces ese dedo se emponzoñaba y se quedaba
enfermo por mucho tiempo. Para el señor cura don Angel
87
María Blanco, esas luces que salen a vagar por las noches
eran fuegos fátuos producidos por la fosforescencia de huesos
enterrados por mucho tiempo. Para los parroquianos más
apegados a la tradición, esas llamitas errantes indicaban el
lugar donde está enterrado un gran tesoro, de esos que
dejaron los jesuitas consistente en joyas de oro y plata
labrada; y finalmente estaban los más recalcitrantes que
aseguraban, -porque así lo dijeron sus antepasados- que esa
llamita o luz misteriosa que se movía en el aire, era un alma
en pena, que salió a discurrir por este mundo brotando desde
el sitio donde está sepultado el cuerpo de su dueño, o donde
dejó enterrada la riqueza que poseía en vida, y que espera que
alguien lo salve haciéndole rezar varias misas, para irse a
descansar a la viña del Señor.
En realidad, nadie sabía exactamente lo que era y lo
que significaba ese signo luminoso. Para el grueso público,
sin profundizar mayormente sus ideas, era un objeto volador
que tenía la semejanza de un farol normal de esos que se usan
en las casas con su velita ardiendo al centro, y para otros era
una llamita de fuego venida del otro mundo, que volaba
suelta por los aires sin que viento alguno la pudiese apagar, y
que anunciaba mal tiempo o la proximidad de algún percance
en la persona que lo veía.
El farol misterioso o farol de la otra vida, como lo
nombra el vulgo, será una de las versiones fantasmagóricas, -
la única quizás- que no desaparecerá de la memoria
supersticiosa de nuestros pueblos mestizos, porque su
existencia no es sobrenatural sino verídica, pues la ciencia ha
dicho su última palabra al afirmar:
“FUEGO FATUO.- Llama ligera que suele
producirse por la inflamación espontánea de ciertos gases
desprendidos de las substancias orgánicas en putrefacción,
principalmente en los cementerios y lugares pantanosos, que
parece andar al ser impulsada por la brisa” (1).
(1) Diccionario Enciclopédico Sopena “Neofons” – Barcelona 1977

Publicado en El Deber, Santa Cruz 12 de marzo de 1995.


88
MOTIVOS DE LA TIERRA:
LAS ELECCIONES
Por Gil Coimbra Ojopi

Con aturdidora desesperación, una banda de músicos


en la esquina, acomete energica y violentamente una marcha
circense; resalta el chillar del bombardino y el estrépito
desesperante de caja y bombo:
Los pilletes corren alegres.
Es un club político, inicial.
La plaza siempre desierta se puebla inusitadamente.
Las señoras asoman y se arraciman en sus puertas en el
paroxismo de la curiosidad.
Hay aplausos fragorosos; salvajes silbatinas, insultos
coreados: Un instante después, la esquina es un pequeño
mundo, turbulento.
La manifestación se moviliza. Vandálicamente invade
plazas y calles. En cada trecho, previo feroz golpe de bombo,
calla la música, y el jefe, mozote de carrillos bravíos, audaz,
servil, fanfarrón, díscolo desde colegial, pone los ojos en
blanco, alza los puños y grita con voz de trueno “¡Viva
nuestro partido!”.
Y ya en altas horas de la noche, la manifestación
degenera en loco desenfreno.
Es domingo, claro día. Desde temprano se ven
ostentar chambergos nuevos, aunque el gabán verdinegro sea
el mismo del pasado año.
Del campo han arribado capataz y peones, de acera a
acera se cruzan saludos aparatosos. En los corredores
sombreados, hay corrillos de compadres y amigos. Se habla
con ánimo, y al pasar los candidatos, todos gastan
genuflexiones gomosas. Bajo cada cinto, por precaución hay
una negra pistola; o un cuchillo; o un garrote; algo, es pues el
día tradicional de consagrarse guapo.
Son las once. La elección, con pequeños incidentes,
sigue en grande incertidumbre. Si se presume que han de
ganar los contrarios, se trae para evitar defecciones, más
89
provisión de chicha mareante, o empapadas caldosas, o el
clásico asado con cuero, que muchas pecheras blancas e
indómitas salpica. Son las cuatro. Se acerca el final de la
elección. A los dirigentes, no es posible seguirlos, están en
todas partes. Los grupos se animan. Ya menudean amenazas.
Allí estalla un garrotazo. Acá un ronco grito. Carreras. Vivas.
Mueras. Hay gente que persigue y que es perseguida, y en la
agitación feroz de hombres alcoholizados y hostiles, se cierne
una sorda incertidumbre. ….
Y los días después ¡Oh, las fugas! ¡Oh, las
persecuciones! Nuevas autoridades que se imponen, y
hombres humillados, malheridos y maltrechos. Caras
rebosantes de júbilo. Súplicas y lloriqueos de comadres.
Grandes juergas; vuelques precipitados; juramentos de vieja
adhesión; protestas de amistad; y banda, y chicha y bulla y
muchos amigos, muchos amigos…
Barrilla general de empleados. Y esa efervescencia
politiquera, esas bullas, esas alharacas de beodos, cretinos y
saltimbanquis que ambulan con el nombre de “partido”.
Así el pueblo, en caótica amalgama, vive los días
heroicos de sus elecciones. Este es un cuadro de carne
palpitante. Esta es nuestra vida actual, y aunque
dolorosamente, será aún por muchos años adelante. He aquí
la vida de esas gentes, que hallando fácilmente el modus
vivendi en lo que llaman “política” hacen de ella una
profesión: entonces, profesión de advenedizos y desorbitados,
de rateros de ganapanes de mentecatos y zaparrastrosos; de
hombres que tiene hueco el estómago y aún más huecos los
cascos.
Política, Política. Eres el refugio de esa multitud
amorfa y anónima; ancora de salvación en lo difícil de la vida
honrada. En tí pululan los espíritus más mezquinos, rémora
de pueblos, vergüenza de la humanidad…

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de


enero de 1932 – Nº 7

90
MOTIVOS DE LA TIERRA:
DESANDANDO
Por Gil Coimbra Ojopi

Al sábado siguiente, cuando como siempre, Nicolás le


asomó a Petronita, en lugar de la halagadora acogida, la pilló
hecha una noche, llorando muy bajito su próxima desgracia
de la que todos en su casa tenían ya seguridad, sollozaba bien
hondo. Se limpió con el justán los mocos y haciendo
pucheritos con la boca, le contó que “ya tenían hecho el cajón
pa’ mama Petrona, porque había comensau a dejandar la otra
semana. A mamá le pasó la mano por la cara, a mí me ha
jamaqueau bien juerte y me apagó el mechero.” Y siguió con
sus sollozos entrecortados como con hipo.
Nico reflexionó y muy grave, trató de consolarla así:
- Jahá. Pero dejate ‘e meneoj, jau Pituca, Mama
Petrona ejtá tuavía dura pa’ morir.
Desde que quedó guacha, hacía ñaupas, empezaron sus
caiqueos cuando todavía era pelagata y gambetera, guatoca y
relamida como una gatita.
Nicolás era un muchacho recio y paletudo, criado en
el corral desde pequeño por don Manuel José, un ricachón y
copetudo que tenía cinco estancias y tres moliendas y la casa
más grande del pueblo. Era racional por eso era el de
confianza en la casa, y doña Ángela, la madre de Pituca, que
al comienzo no lo tragaba, llegó a aceptarlo nomás, lo mismo
que el finao su padre que era un celoso.
A Pituca le fue entrando el camote, por este mozo que
sabía regalarle pañuelos de color y que usaba el cuchillo más
filo; que por los demás, entre los que estaban los hijos de don
Manuel José, el patrón, un par de guasos que la querían y
ofrecían plata, pero le hablaban muy colorado…
La gente aseguraba en el barrio que Nico ya la había
conchabau, pues no faltaba domingo en que a la siesta
dejaran de verse más allá del tranquero, bajo el tamarindo de
atrás del gallinero de la huerta, mientras doña Ángela estaba
más ocupada que nunca atendiendo los huesos enfermos de
91
mama Petrona, una vieja desabrida, eterna e incurablemente
dolorida del reumatismo, que se descarnaba larga, debajo del
mosquitero…
Todos los sábados el novio paletudo traía dos o tres
carretones mandados por don Manuel José, bien soqueteaus
de queso, melao y aguardiente o frutas para la pulpería del
pueblo, y pasado un día, enyubaba el domingo a la oración
para el regreso. Este sábado también había venido.
Arreó y arrancó su carretón vacío que matraqueando
fue a perderse por los primeros matorrales del camino.
Adentro, solamente iba Nicolás, pitando y pitando su cigarro
o silbando taquiraris, mientras removía sus recuerdos
nostálgicos de las tardes idas. De rato en rato le aplicaba un
buen trago de matabicho, tapeque indispensable de todo
carretero previsor.
Cuando llegó a la pascana del Tajibo que emboca al
primer bajío, ya estaba medio sonao: de la botella le
quedaban solamente cuatro dedos, recién ahí se acordó de la
carta y la encomienda del pulpero don Gregorio. ¡Se había
olvidado! Echó los punteros atrás y empezó otra vez camino
al pueblo, diciéndose pegar un madrugón que aprovechando
la fresca, salvaría las cuatro leguas y llegaría a la molienda
donde el patrón no se daría cuenta del atraso.
Así pensando, al cabo de una hora el carretón veía
perfilarse en la noche lunar la casona chata de taita Manuel
José, que sobresalía del naranjal negro del canchón, como
una clueca sobre su nido.
Eran las once. Matraqueando, fue a parar el carretón
vacío más allá de los tranqueros, y resolviendo quedarse
nomás y albear, desenyubó las tres yuntas. El perro
desconfiado le latió furioso, pero salió la casera con su velita
y le dijo:
- ¿Volvijte Nico?
- Elay Puej, me había olvidau de la carta pa’ taita.
En el corredor atirantó su hamaca y trajo el paquete
olvidado cerca de su sitio.
- Parece que ejtáj curau, dijo con malicia la vieja.
92
- Voy un ratingo pa’ juera, explicó solamente Nico, y
se largó callejón adentro. En verdad iba mamao, y en su
imaginación volaban confusas ideas. Pituca, linda y
complaciente. Esa noche apretada de oscuridad, la hamaca
donde duerme. Estos perros burros y bulliciosos. Doña
Ángela velando, y llegó a la tapera: trepó el cerco espinudo
empujó con tiento la puerta, roncaban, sus ojos no veían, se
sintió como perrito, con las piernas blandengues como de
yuca. Yuca, manándole susto hasta de los garrones, se apeó
las ojotas y sonaron sus huesos con insistencia. Extendió las
manos como ciego y se perdió en las sombras con gran
remanso.
Y así fue que al sábado siguiente, cuando como
siempre Nicolás, se asomó a Petronita, en lugar de sus mimos
de gatita gambetera, la pilló hecha una noche, sollozando por
la inevitable muerte de su abuela, mama Petrona, que se
descarnaba larga bajo su toldeta, y que hacía una semana
estaba desandando. A ella misma le meneó los guatos de su
hamaca. Ella misma oyó sus talones en el cuarto y sintió
cuando le volcó la mecha. A doña Ángela le pasó los dedos
por la barriga y todos oyeron el barullo afuera. No había
duda, mama Petrona iba a morir; mama Petrona estaba
desandando.
Y la muchachuela se limpió los mocos con el justán,
oyendo a Nicolás que con gran remanso le decía:
- Ay Pituca, dejate ‘e meneoj, Mama Petrona tuavía
ejtá dura.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 1º de


Marzo de 1932 – Nº 11.

LA TRAGEDIA DEL ARROYO


Por Gil Coimbra Ojopi

Decía lacónicamente el parte oficial de la Policía:


Viniendo de San Bartolo, ha naufragado un indio con su
familia; perdió su carga y sus tres hijitos, pudiendo sólo
93
salvar el cadáver de su mujer con la que ha llegado
anocheciendo ayer a la ciudad.
Los mismos habitantes de esta ciudad inundada, no se
dan cabal cuenta de la monstruosidad del siniestro. Mojos, es
un campo pleno de polvo hoy, y mañana un campo pleno de
agua. Allí donde ayer el galopar de los caballos retozando en
el bajío alzaba impetuosas espirales densas y rojas de tierra,
hoy nivela imponente masa informe de agua apretada, que
corona verde limo quieto y pastoso.
En la pampa, las palmeras como en acto de contrición
han agachado sus cabezas lacias, y las casuchas, de la locura
de levantarse en tanto desnivel arrepentidas, ensayan
equilibrios abriendo de sus techos las alas pajizas y
carcomidas. Cómo gime la arboleda agazapada, mientras la
corriente endiosada, como descuidadamente, viaja con
requiebros nerviosos, juguetones y andantes.
La canoa por el indio y sus hijos manejada, vaga por
los remansos y recoge en silencio los efectos sumergidos
dentro de la tapera en desamparo. Las gallinas no han
abandonado el mustio guayabito donde siempre han dormido.
Más acá los tiestos, el tacú y varias vigas gruesas de la
chapapa. Unas vacas, en la punta de esa loma se guarecen y
quedan mirando azoradas y flemáticas, mientras las otras
nadan sigilosas, indecisas, cansadas y desorientadas. Las
hormigas han subido por los tallos de tararaqui, aunque
muchas como el Jesús bíblico, saben caminar sobre la aguas.
El yucal se ha maleado y los plátanos están barridos.
¡Mañana, de este antiguo y alegre ranchito ribereño,
del retiro umbrío de esta familia indígena, sólo han de quedar
cuatro estacones en desparramo, algunas vigas ladeadas en
desamparo, y el horno derretido y lamido por el agua, por la
corriente, por el siniestro!...
Y el indio sigue singueando con los pertrechos que ha
rescatado y que ordena con cuidado su mujer. Por el camino
que antes trotara alegremente a pie, va ahora impulsando con
su caña larga su canoa, parado en la popa y dominando el
paisaje.
94
De pronto estalla la tormenta de las nubes. Agua de
arriba y agua de abajo, nubes y río. “Sinfonía en gris mayor”.
Ya ingresa al arroyo de vientre moreno, que se arrastra
rebosante, retorciendo su líquido profundo. Ahora rema
frenéticamente, salvajemente, dominando la corriente, y en el
recodo bullente que hace un viraje forzado, rueda ese enorme
fardo humano, desesperado, impotente, fatal ¡Ha sucedido la
tragedia!
Anochece. Va internándose del indio la canoa
lentamente en la ciudad. La ciudad está inundada e impasible.
El agua lo ha cubierto todo, todo. Y al pasar tan cerca al
cementerio, le raja las mejillas crudo lloro, destilándose por
dentro como plomo que le cauteriza el corazón. Llora
amargamente por sí y por los otros. ¿Dónde ha de enterrar su
muerto amado, si todo es sólo agua? Ya sus hijos se quedaron
tragados por el vientre moreno, por ese recodo bullente del
impiadoso torrente en el remanso profundo, o tal vez el
vientre rojo del saurio monstruoso, de ojo torvo, entre el limo
quieto señor de las aguas, que les dio posada.
Del cementerio aúllan con sus bocas abiertas, dos
hileras de nichos repletos que han elevado a sus muertos y
muertos para no mojarles las espaldas. Y él, pobre indio,
¿Dónde ha de enterrar su muerto amado, él, pobre indio
oscuro que no puede usar de esos nichos, privilegio de
blancos acomodados? ¡Pobre indio desvalido y miserable,
ignorado e ignorante! ¿Dónde?... Gruesas lágrimas resbalan
por el pergamino viejo de su tez tostada y ruda.
Y sigue remando con su fardo funerario que insinúa
un hilo acuoso por la boca entreabierta. Sigue remando ante
la ciudad impasible. Afuera, el bramido horrendo de sus
tormentos, recrudece.
Así, es hasta humano creer en la leyenda. Esos
lamentables graznidos hondos que amedrentan en la
lobreguez de las noches intensas de tragedia, son desahogos
lastimeros de almas atormentadas de indios doloridos, de esos
hombres torvos, huraños, irredentos y sufridos, que han

95
muerto angustiados, dolorosos, desdichados, bajo el tumbo de
las aguas en las pampas inundadas.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 16 de


marzo de 1932 – Nº 12

EL CAMBA MANDUCA
Por Gil Coimbra Ojopi - Río de Janeiro 1979

Hace algunos años, de visita a los pueblos del río


Itonama, llegué al chaqueado de un camba singular: Feliciano
Manduca, famoso cazador de tigres y vendedor de pieles en
la región de la Chimbica.
De lejos avistamos el monte alto de la isla, como un
brochazo verde cerúleo entre la tierra y el cielo. Era una
primavera recién nacida. Hacia el poniente el viento tibio de
la mañana arrebañaba las nubes como un riñón de margaritas
blancas. Bordeamos la laguna de Marituba que se nos ofrecía
como servida en bandeja de plata. Y fueron apareciendo las
chozas de motacú de Gualuzua, Manuel Mareca, y Maria
Timbó, y la taperita de punillas amplias junto a los maizales
tiernos, de don Onofre Heredia.
La Chimbica es una isla grande, de mucha goma, un
poco de ganado y uno que otro tigre. Eran escazas las
plantaciones importantes pero mucha la extracción. Los
lugareños picaban su siringal y cazaban animales salvajes
para hacer tasajos y vender el cuero.
Percibiendo inusitado movimiento en uno de los
ranchos, nos apeamos luego amarrando los caballos bajo un
tamarindo. Y fuimos acercándonos mansamente. Un cunumi
se nos acercó diciendo:
- Es el velorio de Manduca, el pobre. Lo cogió la
pintada.
Nadie reía en el velorio. Los parientes de Manduca
estaban reuniendo los utensilios de su uso personal, sus
machetes, sus anzuelos, sus armas, pues querían sepultarlo
siguiendo la costumbre ancestral: para que su alma descanse
96
y no tenga que agitarse recorriendo los caminos que marcaron
sus pasos en vida.
En el corredor de la casa, los campesinos conversaban
con voz contenida y aire de misterio. El tema de la charla, no
pasaba de los acaeceres domésticos, la peste del vómito
negro, la fiebre hemorrágica. Careciendo de medios de
información, no podían hablar de viajes interplanetarios, de
transplantes de corazón o simplemente de nuevos
fertilizantes. Nunca en la Chimbica se vio televisión y las
gentes no imaginaban lo que podría ser un avión supersónico.
En el Beni, el mundo del campesino, hoy por hoy, comienza
y acaba ahí mismo.
Una moza joven (virgen anunciada) salió del cuarto
para ofrecer una copita de aguardiente. De ahí por delante en
cualquier momento podría estallar una carcajada.
En la rueda del canchón, las pocas gentes se abrían en
confidencias, convenían pequeños negocios, trueque de
querosene por goma, de sal o fósforos por chivé o cueros.
Economía de sobrevivencia.
En aquella época, la piel de tigre como la de caimán,
tenía un alto precio. Daba lo suficiente para comprar un saco
de azúcar o algunos machetes. También valían los cueros de
londra y de puercos del monte. Se habían instalado en
Magdalena y San Joaquín, numerosos rescatadores
procedentes de la Argentina y el Uruguay.
La relación tigre-siringuero, se había invertido.
Antiguamente sólo quien tenía un Winchester 44 y mucha
disposición para el peligro, enfrentaba la extracción de
siringa en lo que representa de zambullida para la aventura. Y
cuando las fechorías de los tigres eran muy osadas, algunos
siringueros abandonaban sus gomales.
En la época a que me refiero, eran los tigres los que
tocaban en retirada, pues los siringueros largaban todo por
seguir los rastros de un felino, y fueron numerosos los casos
de la lucha corporal en que se enfrentaban la garra contra el
puñal. Flor de asunto para el realismo mágico de la cambada,
sobre todo en un velorio.
97
Samí Quendé, en su castellano inimitable, fecundo en
esta clase de historias y fumando grueso, conversó sobre
Manduca. El finado era su compadre.
- Sólo como cazador, –dijo- Manduca no me gustaba
porque un camba jamás abate un animal que esté
amamantando una cría. Cuando en nuestro anzuelo nos viene
un pescadito, lo devolvemos al agua y Guavirá, dios de los
pescados nos ofrece otro mayor. Manduca, no: mataba lo
mismo un tapití (liebre) que un Caí Guasú (mono grande). Le
gustaba disparar por matar, sin detenerse en calcular lo que
podría hacerse con el animal derribado.
Samí Quendé bebió el aguardiente y prosiguió con
volubilidad.
- Yo conocí a un compadre allá en río Iténez. En su
siringal de Cumarú, cada domingo dejaba sus negocios en el
barracón y se metía en el monte, con uno o más compañeros,
a ejercitar su puntería.
Quendé escupió y encendió otro cigarro. Advertimos
que le faltaba un diente delantero, pero que mismo así era
agradable su sonrisa. Al desplegar la dentadura mostraba
sobre el óvalo de la cara, tres ventanas: dos bien separadas de
la nariz y abajo, el buraco del diente.
- Una vez más, hace unos cuatro años, el compadre
Manduca combinó con Ceferino Arévalo una cacería. Y
Ceferino me comprometió diciendo: “Samí, vamos a cazar un
par de pavas y regresamos, temprano nomás”.
Los siringueros -contó Quendé- casi de salida
encontraron una anta muerta y poco más allá, percibieron los
rastros del tigre. Estaban sobre la pista advirtiendo por las
pisadas que el animal debía ser de grande porte. Manduca
pidió que le dejaran dar el primer balazo y fue él quien,
adelantándose un poco y junto a un tacuaral, vio un pintado
mayor que los que se habían visto por esas bandas.
Manduca levantó el rifle hizo puntería y disparó. El
animal herido dio un salto como tocado por un rayo. Pero no
se abatió, enderezando más bien para donde estaban los
cazadores estáticos. De relance, vieron sus ojos amarillos
98
fusilando odio. “Me convencí -dijo Quendé- que el tigre tiene
poder magnético en relación a sus víctimas: durante unos
segundos nos quedamos quietos, como dos sapos bajo la
mirada de una serpiente”.
Después, todo pasó como en una pesadilla. El animal
se fue en dirección de Manduca y soltó un tremendo bramido
que fue como un terremoto con epicentro en su ombligo. El
camba, por primera vez sintió aquel frío, resbalándole hasta
la punta del espinazo, en cuanto Ceferino Arévalo se encogía
en la sombra… esa sombra que cubre el corazón del hombre
cuando es dominado por el miedo.
A pesar de estar armados, ninguno atinó a disparar,
Manduca fue retrocediendo, retrocediendo, hasta que tropezó
en un tronco y cayó de espaldas. Y todo parecía ya perdido
cuando la fiera, inesperadamente dio media vuelta y se
embreñó en el monte. Advirtieron en ese instante que llevaba
una grande herida en el anca derecha que lo hacía cojear
llevando la pierna casi de rastra.
Recuperados del espanto, Ceferino y Samí Quendé
resolvieron regresar. Manduca insistía en seguir tras el rastro
del pintau. Pero cuando amenazaron dejarlo solo, hubo de
volver muy contrariado.
Tiempo después Manduca vendió su puesto de
Cumarú, mudándose del río Iténez a la Chimbica, en el río
Itonama. Nunca olvidó sus manías de cazador, sólo que en
esta región casi no había tigres.
Un mes antes de la muerte de Manduca llegaron
vecinos con la gran novedad. Andaba por ahí matando
terneros una grande fiera, era preciso acabar con ella.
Manduca se presentó como voluntario y luego se metió al
monte acompañado de los siringueros. Buscó por aquí, buscó
por allí, y más de una vez el hombre dio con el tigre y…
Samí Quendé detuvo su relato porque en ese
momento y con sorpresa de todos entró en la sala un
borrachito que hablando alto preguntaba: ¿Dónde está
Samuca? ¡Samuca! ¿Dónde está?

99
Todo el mundo hizo coro poniendo el dedo duro
frente a la boca:
- Shhh…
El borrachito se detuvo y trató equilibrarse. Después
se unió al coro “Shhh”. Pero el “shhh” del borrachito mojó a
dos mujeres que estaban próximas a él. Hubo protestas.
“Sáquenlo afuera, sáquelo afuera” pero él reclamó diciendo:
¿Desde cuándo uno precisa invitación para buscar a
Samuca? ¡Tengo el mismo derecho de ustedes!
Un sujeto al otro lado ponderó irónico: ¡Déjenlo!,
¡déjenlo! No ven que está en la misma situación que
nosotros: Nosotros perdimos a Manduca, él perdió a
Samuca”. Otro más allá aceptó las razones y el borrachito
insistió:
- ¿Alguien vio a Sumuca?
- Una señora se le acercó con una taza de café
“Nosotros perdimos a Manduca”. El tipo se esforzó por
quedar derecho…
- ¡Ah, perdieron a Manduca! ¡Perdieron a Manduca!
Entonces están en la misma que yo. ¿Dónde está Samuca?
Nadie es tan mi amigo como él. ¡En los momentos más duros
de mi vida, sólo puedo contar con Samuca! ¡En noches de
tormenta y soledad, sólo Samuca está conmigo!¡Sólo cuento
con él, sí señor¡ En días de amargura….
Iba a continuar su letanía pero en eso, allá en el fondo
una mujer empezó a gemir su dolor de viuda. Al mismo
tiempo que aparecía en la puerta un perrito barcino moviendo
la cola.
- ¡Samuca!¡Samuca!
Samí Quendé lo expulsó del recinto a pescozones.
Y después, mostrando las tres ventanas de su cara
curtida, indagó acercándose a nuestra rueda:
- ¿Por dónde iba yo? ¡Ah sí! - Y siguió contando.
No era tigre, sino tigra. Y la bruta era enorme.
Manduca se detuvo apuntando, pero en el instante de disparar
la fiera ya había saltado sobre él. Y si bien la bala le bandeó
el pescuezo, con las manazas alcanzó al cazador casi
100
seccionándole la cabeza. Le arrancó de atrás para delante el
cuero cabelludo yendo a caer junto a la carabina de Manduca.
Mismo herida, se dispuso a un segundo salto.
El cazador con todo el pelo sobre el sangrante rostro,
brillante del occipital desnudo, parecía un demonio
espumando fuego por la boca… Sus ojos por entre el pelo
espeso, eran dos puñales brillantes de pavor… Algunos tiros
dados simultáneamente por los compañeros, acabaron con la
fiera. Y cuando fueron a socorrerlo, Manduca ya agonizaba.
A su lado, yacía también el animalazo. Casi tan grande como
un buey.
- Y vaya usted a ver -concluyó Quendé- el cuero
muestra una gran cicatriz en el anca derecha.
Era soberbia la piel estirada a todo lo largo del patio.
Sobre campo de oro, aparecían como caminos las guirnaldas
de flores negras. Sus ojos también amarillos. Miraban
vidriados, fijos, estáticos, la cabeza pequeña el hocico blanco.
Había caído la tarde y el viento rampante, rasgaba las
nubes en girones amarillos, bermejos y negros… Era atigrado
el cielo sobre el cortejo mortuorio de Feliciano Manduca.

Publicado en el periódico: LA RAZON, Trinidad 2 de


diciembre de 1972.

LA CORNUCOPIA EN EL ESCUDO
BENIANO
Por Gerardo Coimbra Ojopi

La heráldica representativa de este Departamento, la


cornucopia, ocupa el cuartel superior de su escudo, pero no
en la forma clásica rebosante de vegetales, sino de libras
esterlinas. La mitología griega, la más intensa y bella del
mundo, a pesar de sus personajes apocalípticos, indica que el
divino Zeus, hijo de Cronos y de Area, quien iba a ser
devorado por su padre, para salvarlo, su madre lo llevó a la
isla de Creta. Allí una cabra (Amaltea) le daba su leche. Pero
un día la cabra rompió uno de sus cuernos contra un árbol, y
101
una Ninfa lo llenaba de flores y de frutos y lo presentaba a los
labios de Zeus. Desde entonces aquel cuerno de cabra o
cornucopia, es “el símbolo de la abundancia”.
Veamos ahora cómo el oro de Londres corrió a manos
llenas desde mediados del siglo XIX hasta los albores del
XX. Con mucha sagacidad y experiencia, los ingleses y en
general los comerciantes del Cercano y Lejano Oriente, con
ese oro recolectaron toda la goma que quisieron, y lo
volvieron de regreso a sus países a cambio de todo género de
mercaderías de ultramar, especialmente baratijas y licores.
Por eso no quedó de ese período con espejismo de
abundancia, sino el ánimo proclive a la disipación y la acción
letal de las enfermedades. No hubo ahorro, ni inversión en
bienes de capital o en ganado, para prevenir la época de las
“vacas flacas”, salvo el espíritu porvenirista de un Nicolás
Suárez Callaú, la romántica escalada colonizadora y de
civilización de un Antonio Vaca Díez, o la adquisición de
bienes de confort y buen vivir de un Carmelo López o de un
Néstor Suárez.
Este dato histórico prueba claramente que nadie se
preocupó, sino muy posteriormente, por inculcar en el pueblo
aquellos principios de la economía doméstica, peor aún de la
ciencia que trata de la producción, la repartición y el
consumo, o sea la economía política. No obstante, Juan B.
Coimbra, en medio de su gloriosa bohemia, enseñó con el
ejemplo, que el Beni, era tierra para ganaderos y agricultores;
habiendo incursionado él mismo en esta noble actividad, en
su hacienda “San Rafael” donde escribió “Siringa”.
Pero el Beni no es sólo eso. Aquello es apenas un
pequeño episodio de su poderío financiero traducido en la
tenencia de grandes cantidades de oro sellado con la efigie de
la reina Victoria, que se remitían al gobierno central desde la
aduana de Villa Bella y que sirvieron no sólo para las orgías
de algunos presidentes como Melgarejo, sino para financiar
algunos ferrocarriles en el Altiplano.
Cuando el poeta dijo: “Guarda el Beni tu hermoso
futuro” expresó una verdad que ya está llegando a ser un
102
regio presente, porque “las tierras de Enín”, están apenas
intuidas. El autor de “¡Salve, oh Patria!”, José Aguirre Achá,
vio más allá de simple superficie, aquello que no ve el
común, sino los hombres que penetran profundamente en los
secretos de la naturaleza para extraerle la mayor suma de
bienes en beneficio de la humanidad.
Ahora bien. Su agricultura, no ha evolucionado,
porque no tiene caminos para la distribución rápida y barata
de una producción en grande. Y ya que tocamos el tema, es
preciso incursionar en lo que sería la industrialización de
algunos frutos tomados al azar.
Pero antes diremos que esas praderas y terrenos
cubiertos de bosques son propios para el arroz (entre muchos
cereales y frutas) porque son inundadizas, como ocurre en
Tailandia, China y Japón, en donde se hace el trasplante de
los almácigos, incluso con el agua arriba de los tobillos. Sin
embargo, en el distrito de referencia, nunca se siembra arroz
en terrenos que cubren las aguas; sino en tierra firme, cargada
de humus vegetal, donde los árboles son derribados
incendiados una vez secos su follajes. Son también aptos para
la caña de azúcar y el algodón, como lo probaron los Jesuitas,
quienes abastecieron a la Audiencia de Charcas con los
productos de esa gramínea y de aquella fibra; de esta última
exportaron a Europa el Excedente.
Hay un árbol que es común en el suelo beniano y en
toda la llanura boliviana: el guayabo, (Pisdium gujaba), cuyo
fruto es muy delicado y contiene abundante vitamina C, por
lo que era suministrado a los soldados aliados durante la
Segunda Guerra Mundial. En San Paulo, Brasil, hay muchas
fábricas de jaleas y mermeladas con esta materia prima.
En apretada síntesis diremos que del maní sometido a
distintas temperaturas y presiones, se obtiene leche, tinta,
tinturas, betún para zapatos, creosota, ungüento, crema de
afeitarse y mantequilla de maní.
Esta era, de recorrido en coche por la Luna y de las
computadoras, es también era de los sintéticos: del cacahuate
o maní, numerosas fábricas de los Estados Unidos y de otros
103
países, producen mayonesas, queso, salsa de chile, champú,
desodorante, grasas para ejes, linóleo, pasta para pulir
metales, barnices, adhesivos, plásticos. De la cáscara se
obtiene abono, madera aislante y compuestos para
comestibles. Y lo que es más maravilloso todavía, aglutinado
con algún adhesivo y pulido se logra un material ligero a
prueba de intemperie, tan duro como el mármol y con su
mismo aspecto.
Dicho lo anterior, es lógico que ocupe el sexto lugar
entre los productos agrícolas de la Unión y que los mil
millones de kilogramos que se cosechan anualmente, rindan
trescientos millones de dólares para el agricultor y doscientos
millones para la industria.
En el Beni y Pando, así como en toda la superficie
llana y tropical de nuestro país, se puede producir maní en
grandes cantidades.
Pero, hay un fruto humilde, como toda raíz: la yuca,
de la que se extrae una gama de producción que puede ser
motivo de admiración, como veremos en pocas palabras
como sigue:
Entre los productos y subproductos que se pueden
obtener de la industrialización integral de la yuca, se cuentan
los siguientes: gaplex de yuca deshidratada, landang o arroz
de yuca, harina de yuca, almidón de uso universal, almidón
fibroso para la industria papelera, doctrina o cola inglesa,
tapioca para alimentos varios, couac para otros alimentos,
gazzaripe o salsa picante antillana para conservación de
carnes, alcohol absoluto para la elaboración de esencias o
perfumes de calidad, cerveza de yuca, pienso de alto
contenido proteínico para ganado, alimentos para aves, etc.
En el análisis de la hoja de yuca (que es un pienso que
no se utiliza en Bolivia) mucho más rico en proteínas que la
alfalfa, (27% contra 15.70%), se comprobó que tiene
vitamina A, vitamina B1 (Be uno); riboflavina, hiacina, ácido
escórbico o vitamina C, hierro, fósforo, etc. Los indios
sudamericanos y los del Caribe, la comían como nosotros
comemos la lechuga.
104
Con sobrada razón el sabio norteamericano, de color,
George Washington Carver, presentó en la exposición del
Colegio de Agricultura de Iowa un cuadro titulado “Yuca
gloriosa” que alcanzó mención honorífica y fue escogido de
entre otros artistas profesionales, para figurar el año siguiente
en la Exposición Mundial de Chicago en 1896.
El conjunto anterior de posibilidades de la
agroindustria, es apenas la A del abecedario de lo que puede
rendir la tierra beniana, sin contar las variedades que se
pueden obtener en el orden genético, puesto que esa extensa
mesa verde, con lampos gualda y rojo de sus tajibos en flor,
es como una matriz donde se esconden las mejores energías
del país, que pueden darle una robusta economía y un soplo
vital de gran nación.

Publicado en el periódico: LA RAZON, Trinidad 3 de


enero de 1973.

MOTIVOS DE LA TIERRA:
RAFAELITO
Por Juan B. Coimbra

Es uno de los muchos recuerdos que viven


profundamente grabados en mi alma: Un niño artista y
hermoso, de ojos azules con cabellos de oro, ensortijados y
olorosos como viruta de cedro resecado.
Robusto, fuerte y voluntarioso, vivía siempre
inclinado sobre su libro de dibujos, que a falta de mesa y luz
suficientes, lo colocaba sobre sus rodillas, sentado en el
poyito de adobes que había en la vereda de su casita
suburbana.
Un verdadero artista. El se agenciaba como podía su
caja de colores y fabricaba pincelitos de cerda y plumas, para
dar expansión a su genio que se manifestaba rebosante de
riqueza y esplendor.
En su libro, había copiado todo lo más interesante de
la ciudad, lo que llama la atención de los niños prodigios:
105
casas, templos, ríos, estancias, cuadros carnavalescos,
carreras de caballos, curas y muchos otros tipos
característicos de una perfección admirable. ¡Pienso lo que
hubiera dado ese genio cultivado cariñosamente!
Por desgracia del niño artista, su madre, única que
podría interesarse por su cultura, era sumamente pobre y
enferma de una dolencia que la retenía en cama. Una
hermana joven y hermosa como él, no obstante de tener
relaciones ilícitas con un profesor de la escuela del lugar, sólo
pensaba conforme al egoísmo que caracteriza a esos infelices
seres desgraciados.
Había en el barrio una buena escuela municipal y
Rafaelito pudo vencer en ella la instrucción elemental con
bastante aprovechamiento y ahí se quedó, con todos esos
tesoros ignorados que la naturaleza había puesto en su
inteligencia luminosa, destinada a empañarse, y tal vez
enfriarse por completo, a causa de la inexorable ley de la
suerte.
***
Diez años más tarde…
Viajando al campo en vacaciones, encontré por el
camino a un robusto mozo que gritando a los bueyes, guiaba
un grueso carretón recargado de plátanos y yuca para
venderse en la ciudad… ¡Era Rafaelito! Lo conocí… Me
saludó alegremente. No pude contener la profunda emoción
de tristeza que sentí a estrechar su mano encallecida por el
cultivo de la tierra y fijarme en su rostro tostado por el sol,
donde siempre, con la misma hermosura se destacaban sus
ojos color de cielo, pero donde su lindo cabello enroscado,
como viruta de madera resecada, había subido de color, y lo
mismo que su barba descuidada, semejaba un vivero de
alambres de cobre retorcido…
¿Habrán sufrido – pensé – la misma transformación
las bellas inclinaciones de mi infeliz amigo? A los pocos días
tuve la respuesta. Me encontraba en el pueblo en que habitaba
ya Rafaelito. Tras desuncir los bueyes del yugo y soltarlos a
descansar, fue a buscarme siempre alegre, discreto y noble.
106
En su cuarto, lo que primero llamó mi atención,
fueron los diversos paisajes hechos en papel de oficio y
clavados en la pared: corrales con vacas lecheras y gallinas;
moliendas en actividad; quebradas con altos peñascos blancos
y rojos que semejan castillos misteriosos, y tantas otras cosas
de la rica y variada naturaleza de este bello país.
¡Y al frente de la tabla que era su mesa de estudio,
Rafaelito en traje de carretero, pantalón de macana
remendado, ancha faja de cuero en la cintura, sombrero de
motacú y el típico chicote en la mano, estaba de pie al lado de
su carretón que parecía caminar al lerdo paso de los bueyes;
irónico y hasta soberbio, como desafiando al mundo!
Era ese el mejor cuadro. Y este recuerdo que tanta
impresión me hace, vuelve a confirmar mis ideas de que no
es artista el que entiende las imposiciones teóricas, y sufre
angustiosos afanes para ejecutar su pensamiento, sino el que
siente en su alma la fecundidad del genio que se derrama sin
esfuerzo.

Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 17 de


enero de 1932 – Nº 8

EL PADRE MAMORÉ
Por Juan B. Coimbra

En la margen izquierda del coloso, siempre turbio y


encrespado y arrastrando siempre raigones y bagazos, entre
palmeras y naranjos y plagada de mosquitos, estaba la garita
oficial. Pero cada casa tenía también su puerto. El que tocaba
a la nuestra es decir, a la de Guarimo, estaba resguardado por
un cupesí.
Bajo la quieta pesadumbre de la siesta caldeada, en
vez de dormir rodeados de moscas en el galpón como los
compañeros, nos divertíamos con Nicolás vagando por los
barrancos. Gustábamos del agua humilde, que se sosiega y
clarifica, en las que hacían su playa los cunumis y abrevaban
bueyes y caballos. Paraísos de la pirapitinga y del tambaquí.
107
Los chiquillos en estas ensenadas, jugaban con los caimanes
sacándolos de su cubil. Los toreaban usando como “capa” sus
grandes sombreros de paja. Como los saurios sólo atacan
nadando a la par de su presa y cuando quedan lado a lado con
su cuerpo, los muchachos se deslizan como anguilas,
zambullendo en el tiempo preciso y dejando a flote sólo el
sombrero. Sobre él caía el coletazo y la dentellada. Ágilmente
salían los chiquillos por otro lado, con sus cabecitas redondas
y brillantes como cabezas de lobo.
Hacia la tarde, mirábamos el cielo para admirar la
densidad vital de aquella atmósfera, que tan pronto se
electrizaba trayéndonos el pánico, como se elevaba en el éter
llevándonos al éxtasis.
Nico siempre perseguía el dialogo. Y los ribereños de
verbo fabulador, por más que iban apurados, tenían siempre
un tiempecito para lucir su ciencia y posesión de todos los
misterios del río. Del Padre Río, Calle Mayor del Beni, del
soberbio Mamoré, que en el tórrido paisaje, empapando selva
y agua establece por igual sus derechos sobre el haz de la
tierra.
Esta arteria no nace de la Cordillera Real, a los cuatro
mil metros, como el río Madre de Dios, ni viene dando
tumbos, haciendo curvas para llegar cansado y remansado a
la oquedad de la selva; baja de los estribos sureños y desde su
origen pasa recta y solemnemente hacia su destino.
Fue persiguiendo su cauce que llegaron los primeros
conquistadores del “El Dorado”; a su vera -dicen- hallaron
todavía erguido el ruinoso palacio del Gran Moxo. Toma
cuerpo el Mamoré en el centro de la planicie beniana,
auxiliado por muchos tributarios; y cuando la sequía le niega
caudal, para seguir adelante arrastra greda y -colorado,
encolerizado- socava la pampa tremante. Brama con las
lluvias y se distiende, deflagrado, anegándolo todo. Así
trasciende implacable su genio potente y maligno.
Como el Tiber y el Eurotas para romanos y
espartanos, el Mamoré para los benianos es la imagen de su
sino turbulento y trágico. Siempre los ríos han encauzado la
108
historia fisonomizando a los pueblos. Manso y somnolente el
Sena, sin el drama de las llanuras o de las sequías, tranquilo
como el Madre de Dios y el Iténez, ha formado el alma de
una raza de artistas.
Con tales sugerencias, la mitología camba no es una
invención extraordinaria. El ribereño con esa su sensibilidad
atenta y receptiva, con esa su siempre despierta fantasía, ha
concebido un numen macho para el espíritu de su río. Ya no
se trata de una ninfa inspiradora de bardos, como en el mito
occidental; tampoco es dulce y benigna como las hadas de los
estanques y manantiales; es un espíritu torvo y brutal que
–como aquellas terribles deidades de los pueblos nómadas-
más que corderos y niños inocentes, exige en su honor el
sacrificio de vidas jóvenes, músculos nuevos y almas llenas
de esperanza.
La proximidad de este numen tremendo, mejor se la
siente en las cachuelas. Tal vez al recordarse la leyenda por la
cual él, para castigar la perversión de los hombres que se
peleaban entre hermanos, envió tal desborde de aguas y
diluvio, que todo se anegó y se ahogaron todos, excepto uno.
Tupá, el elegido, que salvó en la copa de la más alta palmera
del palmeral de la pampa.
Aunque el Tupá de que hablan los indios es el Dios
universal de la jungla, los ribereños dicen que tiene su
morada en el río, a la vera del cual reina e impera. Se
desdobla en almas errantes de poderes malignos, fulminantes,
contra los que intentan hollar sus designios. Una de estas
almas se denomina Añá. En la leyenda indígena, siempre
sucumbieron los hombres tirados a valientes que, resistiendo
sin disparar ante los aparecidos fantásticos, los hacían
desaparecer gritándoles. Estos hombres, a la larga, o se
extraviaban o naufragaban o caían en las garras del tigre.
Eran diferentes las formas en que hacía su aparición
Añá, o genio del mal. Las más frecuentes se producían en el
centro de los bosques solitarios hacia los que eran atraídos los
hombres. En medio del murmullo de la floresta se dice que se
oían de improviso como golpes de hacha o el desgajarse de
109
algún árbol corpulento. Al levantar la cabeza el siringuero,
veía al demonio encarnado en un pájaro, en un ciervo
cornudo o en un mono que parecía hacerle señas desde el
hueco de algún tronco. No debía desanimarse el sujeto ni
tampoco exaltarse con gritos y amenazas, sino reducirse a
preguntarle lo que quería. Como la aparición de Aná se
producía cuando necesitaba castigar las faltas humanas, no
pocos espíritus timoratos escapaban del bosque,
despavoridos…. Llegaban al rancho y como tocados, se
enfrascaban en un obstinado silencio o hablaban consigo
mismos recorriendo mentalmente el pasado en un prolijo
examen de conciencia.
Para el mojeño, toda acción extraordinaria era debida
a los designios de Tupá; aquel que se enfangaba, el otro que
se perdía en la maraña de la selva, la mujer que tropezaba, en
fin, todos los que morían. Hoy esta deidad, un tanto confusa
por el avance de los blancos, esta reducida a sus
características fundamentales: su faz benigna y maligna; su
poder de Dios y de Diablo.

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 30 de


septiembre de 1967 – Nº 40

PAISAJES, COSTUMBRES Y
LEYENDAS DE LA TIERRA CAMBA:
FIN DEL IMPERIO CANICHANA
Por Mercedes Duran P.

Hace muchos años, cuando los primeros blancos


llegaban a Bolivia al Oriente en lo que hoy es el
Departamento Beni existía la tribu de los indios
“Canichanas”, belicosa por excelencia cuyo reino era un
vasto y rico imperio. El rey con toda su corte residía en San
Pedro (pueblo cerca del caudaloso río Mamoré). Esta tribu
además tenía un gran adelanto cultural superior a los demás.

110
Un día el rey salió a practicar su deporte favorito: la
caza, en las riberas del río Mamoré, más como era joven y
valiente no llevó guardia alguna.
Después de haber pasado aventuras que sólo su coraje
podía vencerlas, como: enfrentarse a las fieras salvajes del
trabado bosque llegó a una gran playa del río donde
asombrado vio por primera vez a una hermosa mujer blanca
quien vivía allí en compañía de una anciana indígena de su
tribu.
Intrigado y sin que lo vieran se ocultó en las cercanías
de la mansión para poder observar la vida de sus extrañas
habitantes.
Pasaba horas atisbando sus movimientos, pero los días
corrían y nada podía averiguar acerca del origen de la joven
blanca. Cansado ya, quiso enterarse del misterio y se decidió
a hablarle. La joven al verlo se asustó y creyendo que iba a
matarla se puso en guardia, más el joven Rey la tranquilizó
diciendo:
- No temas hermosa joven, pues vengo en son de paz
a preguntaros si por ventura ¿sois una diosa?
La joven como entendía el dialecto del rey contestó:
- No soy ninguna diosa, vivo aquí con esta buena
mujer desde que mis padres fueron asesinados por los tuyos,
he aprendido tu dialecto y tus costumbres. Y tú apuesto joven
¿quién eres?
El rey no queriendo que la joven se enterase de su
identidad le limitó a sonreír y a preguntarle:
- ¿Por qué tu piel es blanca como las nubes, tus ojos
azules como este hermoso día y tus cabellos rubios como el
oro de mis tesoros?
Sonriendo la joven le contestó: Porque vengo de
lejanos lugares donde la gente es como yo, pero esto no
quiere decir que seamos dioses.
Pasaron los días durante los cuales se hicieron grandes
amigos, y el rey al regresar a su corte quería llevarse consigo
a la joven, pues se dio cuenta que se había enamorado de ella;
pero ésta al enterarse de que él era Rey, por un objeto que
111
llevaba en su capa símbolo de su poder y que por ordenanza
suya había matado a sus padres (que eran exploradores),
quiso matarlo mientras dormía. Al ver frustrados sus deseos,
pues despertó al intentarlo, descubrió que ella también lo
amaba, horrorizada se lanzó al río y cuenta la leyenda que se
quedó convertida en un hermoso pez de gran tamaño llamado
hoy vulgarmente bufeo.
Después de este incidente el Rey regresó triste a su
corte siendo vanas varias fiestas que prepararon en su honor,
nada podía hacerle sonreír.
Pocos meses después sus mensajeros le anunciaban
que un gran ejército de hombres blancos y barbudos bien
armados se acercaba. Inmediatamente los indios se aprestaron
para la guerra pero dada la mala dirección del jefe indio los
blancos ganaron la batalla.
El Rey al verse derrotado, mandó a enterrar sus
inmensos tesoros y quemar su fabuloso palacio antes que los
blancos invadieran la ciudad.
El salió velozmente hacia el río Mamoré. Al llegar allí
se clavó un puñal en el corazón lanzándose luego al río para
reunirse con su amada. Las aguas se tiñeron. La tradición
indígena nos cuenta que desde entonces el río perdió su
transparencia y la paz habitual de sus cristalinas aguas para
dar lugar al oleaje embravecido de las negruscas saladas
aguas actuales del hermoso y legendario río que sirve de
tumba para el último Emperador de la tribu Canichana.

Publicado en el periódico: CULTURA, Trinidad 12 de


octubre de 1965 – Nº 5

EN LOS DOMINIOS DE MOJOS


Por Gonzalo Cuéllar Jimenez

Atardeceres de la pampa, dulces atardeceres teñidos


de carmín en la apoteosis de un sol abrasador ¡Cómo
embriaga de añoranzas el espíritu del caminante, arropado en
la calma perfumada que satura la tierra!
112
Peregrino del ideal por estas pampas de Mojos, he
hecho comunión con la leyenda de sus siglos y he evocado la
visión de sus edades. Porque en el alma del viajero que
penetra en los llanos de Mojos, hay la impresión de que se
conquista un nuevo mundo, paradógicamente ignoto después
de varios siglos de que se viene hablando de él. La pampa.
No saben en Bolivia lo que significa espiritualmente esta
pampa, pampa bravía que se dilata en el horizonte con
perspectivas de lejanía inconmensurable. Ya Rubén Darío, el
excelso Rubén, le cantó sus misterios en la gran revista
literaria que fundó en París, “Mundial Magazine”, el año
1912. Con su lenguaje lírico expresa el colorido y el contraste
de las diversas regiones bolivianas. Y soñador contumaz,
sitúa su espíritu en un viaje imaginario por nuestro país. Y
bautiza su ansia infinita con el nombre de “Nostalgia”. La
tristeza amarga de la árida meseta, desierto de piedra en que
se asientan como oasis las casuchas miserables del pobre
indio, que se encorva en la tierra en un bregar titánico por
conseguir el pan ¡Cómo despierta el ansia del buen sol, del
árbol amigo que se levanta allá, al Oriente, con majestuosidad
alucinante! La nostalgia del bosque. Y viajeros de ensueño,
bajamos al llano; buscamos la visión de la selva con susurros
de brisas y perfumes de eterna primavera. Caminamos ya por
la umbría jocunda del bosque. Son días, semanas, tiempo
largo de espantoso aburrimiento que pasamos bajo la sombra
gigantesca de los reyes de la selva. No columbramos el
horizonte y los rayos del sol atraviesan las copudas ramas de
vez en vez para poner su acuarela de luz sobre las hojas del
sendero. Y sentimos la nostalgia de la pampa, de la pampa
llena de horizonte infinito, mar infinito de verdor, en que la
mirada se esparce henchida de esperanzas hasta más allá de la
línea borrosa, imprecisa de la selva. En la pampa de Mojos de
la que habla el poeta, con su plenitud augusta, con sus
arboledas de palmeras magníficas que son emblema y
símbolo de la gallardía de una raza naciente, la raza del
gaucho beniano, el vaquero típico que, centauro en su

113
caballo, forja la civilización y el porvenir del Beni en las
estancias rústicas donde se crian millares de vacas lecheras,
Bolivia, la Bolivia altoperuana, no sabe hasta ahora lo
que es, lo que significa por el trabajo y su cultura el Oriente
del país, es decir, Santa Cruz y el Beni. Un caballero de
Cochabamba, culto y distinguido, con quien discurríamos en
Santa Cruz sobre los problemas que agitan la vida social y
económica de la república, me hablaba del enorme
incremento que casa día toman en las ciudades del Altiplano
las doctrinas de izquierda, aún ente estudiantes e intelectuales
de prominente figuración social.
- ¿Cómo es posible, -le dije- que pueda existir
realmente en Bolivia el problema social, cuando todavía
queda la inmensa región despoblada de Santa Cruz y el Beni,
con miles de leguas cuadradas de tierras baldías y feraces,
absolutamente aptas para la colonización y trabajo de los
desocupados bolivianos?
- ¡Ah! –me contestó con vehemencia y amargura-
usted no puede figurarse el profundo desconocimiento que
existe en el Altiplano sobre lo que es y puede ser el Oriente
de Bolivia como zona de colonización. Hay un prejuicio
arraigado de que estas son regiones dantescas que sólo sirven
poco menos que para destierro de políticos. Me refiero, es
claro al criterio del pueblo, de la masa en general. Y estoy
seguro de que si el gobierno, para conjurar radicalmente la
crisis que se avecina, dictara una disposición estableciendo
zonas de colonización para trabajadores bolivianos
desocupados, se produciría un movimiento terrible de
protesta porque tomarían tal medida como verdadero
asesinato.
Falta de propaganda, pensé yo; falta de conocimiento
efectivo de lo que vale el suelo nacional para la agricultura y
la ganadería, las dos grandes industrias del porvenir, Exceso
de propaganda extranjera para atraer inmigrantes, cuando lo
que estamos necesitando es conocernos nosotros mismos;
necesitamos “inmigrantes” nacionales. Falta también de
acceso fácil para que intelectuales y gentes de prestigio y de
114
dinero se den una vueltecita por aquí y dejen de mirarnos
como una región manida, llena de leyendas.
Es viajando, entrando en contacto con las costumbres
y modalidades de un pueblo que se adquiere su conocimiento.
Las gentes de cultura no nos visitqan; hablan de nosotros por
referencias. Las excepciones justifican la regla.

Publicado en la revista “Moxos” Nº 6 de febrero de 1933.

MOTIVOS DE LA TIERRA: JOSÉ


SANTOS NOCO GUAJI
Por Bernardo Noe

He ahí el nombre de todo un caudillo rebelde y


altanero de la raza autóctona que puebla las comarcas
diseminadas por las regiones del Sécure, Mamoré y
Tijamuchí. Su nombre debería pasar a la historia como han
pasado los Tiornaceo y los Grigotá, los Apaza y los Catari.
Vistió siempre la blanca CAMIJETA franjeada de rojo y
jamás largó el BASTÓN de chonta con EMPUÑADURA
DE PLATA, porque decía ser la encarnación de la raza y el
único llamado a levantar el yugo de la opresión
“CARAYANA”.
De vasta y profunda inteligencia, impuso su
voluntad por encima de todos los suyos; todos le respetaron y
obedecieron ciegamente y hasta los caciques más grandes se
inclinaron ante él, en gesto de servidumbre. Las vírgenes
MÓPERAS en los días de grandes festividades bailaban ante
él, y los clásicos MACHETEROS de rostros adultos,
doblaron su testa, ornada de vistosos plumajes, ante su
presencia omnímoda.
Las viejas ABADESAS del poblado cuentan que
Santos Noco Guaji nació en Trinidad, en una noche
tormentosa y negra, noche de relámpagos y truenos… ¡Y por
eso su vida fue rebelde y brava como los huracanes que
arrasan las vallas que interceptan el Sendero; y su palabra era
temida, como se teme al rayo devastador!
115
Siendo aún muy joven, tomó parte activa en el
complot indigenal que con el nombre de “guerra santa”, iba a
estallar en ésta el 19 de mayo de 1887, día de la Ascensión,
encabezado por Andrés Guayocho, que, felizmente, fue
develado y sus caudillos cruelmente ajusticiados.
Desde entonces huyó de Trinidad, y, como un gamo
arisco anduvo errante por las selvas y pampas, años y años
hasta que los indios que igualmente andaban fugitivos por las
riberas del Sécure, lo nombraron Cacique. Desde entonces la
figura del caudillo autóctono, se levantó soberbia y altanera,
escanciando todo su saber por encaminar a sus parciales por
el camino del bien y del trabajo.
Así vemos que en 1892 reedificó San Lorenzo,
donde fijó su residencia, abandonado a raíz de la incursiones
hechas por los blancos en la búsqueda de los cabecillas de la
insurrección del 87. Se establecieron nuevos núcleos de
población como el Rosario y San Francisco, allí lejos, oculto
entre la selva, en la banda de curichones inmensos, donde la
planta del carayana malo, a quien llegaron a odiar, no pudiese
llegar.
Posteriormente, el Supremo Gobierno, le nombró
Corregidor Vitalicio, Ecónomo de los bienes de la Iglesia y
Delegado de Instrucción, y a veces, cuando él lo creía
necesario, reunía al vecindario en la Iglesia y haciendo las
veces de sacerdote les dirigía en el dialecto mismo de la raza,
largas y fogosas pláticas……
Mantuvo correspondencia particular y oficial con el
Prefecto del Beni y hasta con el mismo Presidente de la
República, a quienes trataba de TU y VOS. Murió en San
Lorenzo, su pueblo predilecto en 1926, a la edad de más de
80 años, sin perder sus bríos ni su entereza, y cumpliendo
fielmente su juramento de no pisar más la capital de Trinidad,
que había costado la vida a sus venerables antecesores. José
Santos Noco, el caudillo autóctono es el Manco Inca en la
Historia de Mojos.
Publicado en el periódico: LA PATRIA, Trinidad 9 de
febrero de 1933 – Nº 25
116
INDICE

Una aclaración necesaria 5


La hija del cacique - por Miguel D. Saucedo 7
El tesoro de pueblo viejo - Miguel D. Saucedo 8
La leyenda del remanso - por Miguel D. Saucedo 11
Motivos de la tierra: Del Beni histórico –
por Miguel Domingo Saucedo 12
Motivos de la tierra: Cómo se vengan los brujos –
por Miguel D. Saucedo 14
Motivos de la tierra: El muerto - por Miguel
Domingo Saucedo (Leugim) 16
¿Tu también …? - por Miguel D. Saucedo 18
El barcino - por Miguel Domingo Saucedo 19
Pasajes de la historia del Beni: La guayochería –
Causas del movimiento – por Miguel D. Saucedo 21
De nuestras leyendas: El silbaco (versión 1) –
por Miguel Domingo Saucedo 26
De nuestras leyendas: El silbaco (versión 2) –
por Miguel Domingo Saucedo 28
De nuestras leyendas: El guajojó – por Miguel
Domingo Saucedo 30
Cuando el toro pasa balando – por Miguel D. Saucedo 31
La laguneta de Cochocbiriri – por Miguel D. Saucedo 33
Trinidad en 1938 – Miguel Domingo Saucedo 34
Huerto lírico: Evocación del yorebabasté –
por Miguel Domingo Saucedo 36
Huerto lírico: Canto al río Itonama – por Miguel
Domingo Saucedo 38
Huerto lírico: El guajojó - por Miguel
Domingo Saucedo 39
Huerto lírico: Su nombre es un recuerdo
- por Miguel D. Saucedo 40
Huerto lírico: Fue una noche de junio –
por Miguel D. Saucedo 42
El jichi – Mito acuático del ámbito oriental
boliviano - Miguel Domingo Saucedo 43
117
Relatos de tierra adentro: El siringuero de la otra
vida - por Miguel Domingo Saucedo 48
Recuerdos de Magdalena: La viudita - por Miguel
Domingo Saucedo 51
Relatos de tierra adentro: El monstruo de la laguna
Moroña - por Miguel Domingo Saucedo 53
Relatos de tierra adentro: Tiuri, tiuri Tata – por
Miguel Domingo Saucedo 56
El bajío - por Miguel Domingo Saucedo 59
El viejo campanario - por Miguel D. Saucedo 62
La calle Ayacucho - por Miguel D. Saucedo 65
La mula de la otra vida - por Miguel D. Saucedo 67
Langostas en Magdalena – por Miguel D. Saucedo 69
Los bultos de la torre vieja - por Miguel D. Saucedo 72
Orden y Trabajo - por Miguel Domingo Saucedo 74
Recuerdos del río Itonama: las pirañas - por
Miguel Domingo Saucedo 78
Significado de la palabra: Beni – por Miguel D. Saucedo 80
Apuntes históricos de Trinidad – por Miguel D. Saucedo 82
El farol misterioso – por Miguel Domingo Saucedo 87
Motivos de la tierra: Las elecciones - por Gil
Coimbra Ojopi 90
Motivos de la tierra: Desandando - por Gil
Coimbra Ojopi 92
La tragedia del arroyo - por Gil Coimbra Ojopi 94
El camba Manduca - por Gil Coimbra Ojopi 97
La cornucopia en el escudo beniano - por Gerardo
Coimbra Ojopi 102
Motivos de la tierra: Rafaelito - por Juan B. Coimbra 106
El padre Mamoré - por Juan B. Coimbra 108
Paisajes, costumbres y leyendas de la tierra camba:
Fin del imperio canichana – por Mercedes Durán P. 111
En los dominios de Mojos – Gonzalo Cuéllar Jiménez 113
Motivos de la tierra: José Santos Noco Guaji – por
Bernardo Noe 116

118

También podría gustarte