Cuentos Costumbristas 1º Tomo
Cuentos Costumbristas 1º Tomo
Cuentos Costumbristas 1º Tomo
Recopilador
Leyendas, cuentos y
relatos costumbristas del
Beni, publicados en los
periódicos de antaño
(Primer Tomo)
(Primer Tomo)
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4
UNA ACLARACION NECESARIA
6
LA HIJA DEL CACIQUE
Por Miguel D. Saucedo
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LA LEYENDA DEL REMANSO
Por Miguel D. Saucedo (Leugim)
Para Oscar Frerking Salas, en Sucre
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MOTIVOS DE LA TIERRA: DEL BENI
HISTÓRICO
Por Miguel D. Saucedo
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MOTIVOS DE LA TIERRA: COMO SE
VENGAN LOS BRUJOS
Miguel Domingo Saucedo
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Los padres de Dolores quisieron remediar estas cosas,
pero todo fue en vano. Una mañana ella no amaneció en la
casa: Al lado de Guaregia, atravesando la pampa y el curichi
y, como dos gamos ariscos habían huido lejos sin dejar ni el
rastro.
El ofendido novio que hasta ese momento abrigaba en
su alma un poquito de esperanza sumido en su dolor, juró
vengar la afrenta de una manera terrible.
Y para ello todas las noches, al tercer canto del gallo,
pintando floripondio se dirigía al barbecho a hacer las
confidencias con su “tigre” (según los indios, espíritu
hechicero).
Al mes cabal del rapto de Dolores, Manuel no amaneció
en el poblado, y algunos indios manifestaron que la noche
anterior lo habían visto salir de su casa, con un pato negro
entre los brazos, y corriendo como un loco perderse en la
inmensidad del bajío.
oooo
Mientras tanto Guaregia viviendo con su mujercita en la
choza que se había construido separada de sus demás
parientes, se creía el hombre más feliz que pisaba la tierra.
Pero esa felicidad fue efímera como son todas las
dichas en la tierra, porque ¡cosa extraña! Al día siguiente de
haber matado una víbora en el camino del yucal, Guaregia
amaneció enfermo de un mal desconocido.
Dando gritos de dolor y arrojando espumarajos de
sangre se amasaba la frente y el pecho, diciendo que dentro
de su cabeza sentía un animal que le mordía los sesos, y en el
corazón una mano cruel que le pinchaba con espina.
En vano sus parientes lo curaron con tanto empeño; en
vano la afligida Dolores hizo promesas al choquigua para que
lo sanara; en vano corrió como una loca al rancherío vecino a
implorar la piedad de un curandero chiquitano. Todo cuanto
hicieron fue inútil porque a los tres días Guaregia era muerto
de un mal desconocido.
El adivino que había llegado en momentos en que el
enfermo agonizaba, y después de sobarle el abdomen y la
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cabeza con su manezota bruta untada de saliva con tabaco
que él mismo mascaba dijo, enseñando una espina extraída
del pecho del paciente:
- No hay caso. El mal ej sin remedio. Bien embrujau
está. Y ese dolor de su frente no es otra cosa que la víbora
que hace cuatro días mató él mismo en el camino del yucal, y
que ahora por mano del mismo brujo, está metida en su
cabeza, chupándole la sangre y comiéndole los sesos.
oooo
Al día siguiente, cuando los pacientes fueron a la
sepultura del muerto a colocarle las flores más hermosas que
habían cogido del campo, encontraron sobre el montón de
tierra un pato negro, muerto horriblemente demacrado, con
una víbora también muerta a lo largo de la lengua.
Es por eso que, los indios de mi tierra, cuando saben
que una muchachuela es corteja de algún hechicero, por más
bonita que sea, huyen de ella porque saben que la venganza
del brujo es terrible.
MOTIVOS DE LA TIERRA: EL
MUERTO
Por Miguel D. Saucedo (Leugim)
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Y los bueyes se quedaron para siempre flojos y jarones,
y el carretón aquel se hizo rechinador.
Por eso ahora, los indios tienen miedo de llevar en
carretón un muerto, porque se les viene a la memoria la
historia de esos dos hombres cuyos bueyes se inutilizaron
para siempre porque se tornaron jarones y ariscos, y el
carretón se hizo todo sonador.
¿TU TAMBIÉN……?
Por Miguel D. Saucedo
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encargo señora, es a mi madre anciana, que quedó llorando,
sola, en un rincón del hogar que dejo.
La mujer entonces, visiblemente entristecida, arrancó de
su seno un Detente, primorosamente artístico, y con mano
temblorosa le prende en el pecho del soldado, suplicándole: -
- Llévate esto hijo mío, como un único recuerdo, como
un consuelo y una protección de Dios.
Y como los argonautas de otros tiempos que salían de
Atenas a la conquista del Vellocino de Oro, se alejaron del
puerto en canoas, repletas de soldados. La muchedumbre
entristecida se quedó en su puesto tremolándonos sus
pañuelos como última muestra de cariño y nosotros
respondimos con un ¡Viva Bolivia!, cuyo eco, se mezcló en
el aire con las notas de los bronces quejumbrosos.
Río Ichilo, 1934
EL BARCINO
Por Miguel D. Saucedo
Primeros impulsos.-
Los indios no perdían ocasión para vengarse del
carayana, cualquiera que haya sido la condición de éste. Así
se deja ver con el hecho perpetrado en la persona del ex
Prefecto del Beni, General Quevedo, quien en viaje a
Cochabamba, llevaba como tripulantes indios trinitarios, y
fue abandonado una noche en las playas del Chapare,
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seguramente con el fin de que muriese, ya devorado por el
tigre o asesinado por los salvajes.
Otro acto es aquel que se cometió con los
cochabambinos Valderrama y Zelada, que igualmente en
viaje a ésa, el primero se cree fue asesinado en una pascana,
logrando escaparse el otro, gracias a la oportuna noticia que
le dio un criado suyo que comprendía el dialecto, con quien
fugó a través de la selva virgen.
Andrés Guayocho.-
Los abusos en todo orden, inaguantable de parte de
los blancos hacia la persona de los indios, dieron origen al
descontento general y, por consiguiente, buscaron la manera
de libertarse de ellos. El exterminio era la única forma
salvadora, y para ello concertaron un plan insurreccional.
Sólo faltaba el jefe que la encabezara. Este no se
dejó esperar: Andrés Guayocho, un indio bien fornido, de
mirada penetrante y de acciones enérgicas, surgió entre ellos,
ofreciéndoles todo el concurso de su alma joven y su
inteligencia vasta, para libertarlos de la opresión carayana. Se
impuso por encima de todos y fue el nervio y cabeza del
movimiento.
Gracias a su raro don de ventrílocuo, se atribuyó
cualidades sobrenaturales y, en sus constantes prédicas, hacía
creer a sus parciales que él era un taita, un dios que había
venido a la tierra enviado por Jesucristo para libertar a sus
hermanos del calamitoso estado en que se encontraban. Y
hasta los indios más incrédulos y salvajes quedaban
convencidos de su santa misión.
Se cuenta que en los pueblos de San Francisco y San
Lorenzo, lugares que contínuamente visitaba, reunía en el
templo al vecindario y luego, cerrando las puertas y ventanas,
apagaba las luces del altar y mediante oraciones especiales
que él se inventaba, pedía al Señor le oiga sus ruegos. Y en
medio del sobrecogimiento general, una voz temblorosa
como algo sobrenatural, como que viniese del altar mismo de
la Iglesia, se esparcía por todo el recinto. Esta voz era, según
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Guayocho, la voz del Señor que se encontraba y le
aconsejaba la suerte de todos sus parientes.
Nada había que dudar. Andrés Guayocho era un
semidiós y había que hacer todo lo que él mandase. La
“guerra santa” debía estallar en la misma ciudad, esa guerra
que terminaría con los blancos, esos hombres malos que
habían venido a sus tierras a quitarle sus mujeres, sus hijos y
sus casas.
Se descubre el complot.-
Todo estaba preparado. La “guerra santa” como la
llamaban ellos, debía estallar en la mañana del día jueves,
dedicado a la festividad de la Ascensión (19 de mayo de
1887).
Felizmente la víspera de la fecha señalada, el
complot indigenal fue descubierto. Algunos viejos vecinos,
testigos oculares de aquel drama, nos cuentan la manera de
cómo llegó a develarse el movimiento: Un carayana que en
altas horas de la noche del 18 cruzaba la plaza, observó algo
extraño y anormal; grupos de indios armados en las esquinas,
otros, que iban y venían. Al día siguiente esta novedad fue
comunicada al prefecto don Daniel Suárez, quien, con los
rumores recibidos días antes acerca de esto mismo, ordenó de
inmediato a la “Columna del Orden” la prisión de todos los
indios que concurriesen a la misa de ese día.
A este tiempo también, una indígena que servía en
la casa de una señora bien, mañaneó a decirle que le hiciera el
favor de no ir a la iglesia, porque algo malo iba a haber.
Sorprendida la señora ante tan extraña súplica, le pidió
insistentemente, le revelase el motivo, lo que no tardó en
manifestarlo. Todo eso fue suficiente para comprobar la
realidad de las cosas.
El plan concertado por Guayocho era el siguiente:
cuando toda la gente blanca se encontrase en la misa, los
indios sitiarían la iglesia y luego pasarían a degüello a todos
los que se encontrasen adentro, exceptuándose a tres damas
conocidas, no sabemos con que fin. Los demás indios que se
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encontraban en los alrededores prenderían fuego a la ciudad
por sus cuatro costados, sin permitir que ningún blanco se
escape, pues el deseo de ellos era reducir Trinidad a un
montón de cenizas. Pero sucedió todo lo contrario.
Comenzaba la solemne misa cuando la “Columna
del Orden”, reforzada por numerosos jóvenes, invadió el
templo y tomó a cuanto indio encontró y todos en conjunto
fueron arreados a la Policía, donde se los azotó cruelmente
para hacerlos declarar. Indios e indias recibieron de 200 a 300
azotes, y hasta se dejaron matar antes que confesar la verdad.
Esta azotaina duró varios días, días de desolación y llanto,
durante los cuales sólo se oyó el agudo silbar de los
chicotillos que los verdugos descargaban sobre las espaldas
sangrantes de los pobres indios.
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DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
SILBACO
Por Miguel D. Saucedo
(Versión 1)
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los caminos, esperando que algún día la inconsecuente amada
salga a cumplir su entrevista.
Por eso ahora, cuando alguien le contesta –según
creencias populares- el “silbaco” se aproxima más y más,
porque cree que es ella que, apiadada de su larga espera,
viene a pedirle perdón.
- II -
Vino no se sabe de dónde, pero debido a su
amabilidad y cultura, bien pronto se conquistó amistades en
casi toda la comarca. Tunante como pocos, era el único que
en las noches más oscuras se veía recorrer las lóbregas calles
del pueblito. Sus amigos le habían dicho que no sea tan
tunante, que de repente le iba a salir alguna cosa mala; pero
él, incrédulo como todo extranjero, se reía de las necias
supersticiones de sus buenos amigos. Pero una noche, que
para siempre quedó grabada en el alma popular, fue lo triste.
Tres silbos finos y pausados salieron de los escombros de una
vieja tapera, y él que ya sabía el cuento de que era malo
remedar al “silbaco”, quiso experimentarlo y así lo hizo.
Al día siguiente, cuando las vecinas abrieron sus
puertas, lo primero que encuentran, tendido en el corredor y
en medio de un charco de sangre, es el cuerpo exánime del
carayana aquel. La novedad y los comentarios fueron
grandes, y entre ellos hubo uno que lo había oído decir en sus
estertores: el sil… ba… co… me… per…si…gue….
Por eso ahora, los nativos de tierra adentro cuando
oyen cantar al silbaco, se estremecen y tienen miedo
remedarle, porque dicen que es el alma de aquel carayana
que, castigado a vagar errante, busca a otro incrédulo y
curioso para llevárselo a que le acompañe en su eterno
padecer.
Marzo de 1934.
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DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
SILBACO
Por Miguel D. Saucedo
(Versión 2)
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Tres silbos agudos y prolongados repetidos de rato
en rato pero en forma insistente, denotan la presencia del
silbaco.
Y esos silbos –según la conseja popular- son
anuncios infalibles del mal tiempo o que alguna desgracia se
avecina en la persona de quien lo escucha o en sus allegados.
***
Entre los pobladores de las comarcas de tierra
adentro, se conserva bien arraigada una vieja tradición,
relacionada con este nocturno silbador.
El protagonista fue un extranjero –mejor dicho un
gringo- de esos que llegan a los pueblos, sin saberse cuándo
ni de dónde vienen. Era blanco, buen mozo, tenía ojos azules
y su inclinación favorita era el trago y las mujeres. Su cultura
y educación superaba en comparación con la que tenían los
parroquianos del lugar. Por otro lado era el hombre más
tunante de todo el pueblo. Aún en las noches más lóbregas, la
silueta de aquel carayana incrédulo era la única que se
campeaba por las calles desiertas y dormidas.
Ya le habían dicho que se cuide, porque allí era
fama de que a los tunantes les salía la trampa, pero él, como
todos los que nacen más allá de los mares, no creía en
triquiñuelas ni brujerías y se reía de las necias supersticiones
de sus amigos.
Pero como todo juego tiene su límite, llegó una
noche, trágica e inolvidable, cuya historia se encarnó en la
memoria de aquellas gentes sencillas y medrosas.
Cuando el gringo se recogía a su casa de una de sus
incontables borracheras, oyó silbidos en la esquina más
próxima, silbidos que él tuvo la osadía de responder. Esta era
pues la oportunidad de comprobar esos cuentos de cambas.
Y cuenta la tradición que esa noche se escucharon
silbidos que se repetían casi simultáneamente desde distintos
puntos, hasta que un momento de esos los vecinos oyeron y
reconocieron la voz de extranjero aquel, gritando como
queriendo escapar de alguien que lo perseguía.
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Y como aquella era noche de surazo y llovizna, los
vecinos no pudieron salir de sus casas para auxiliarlo.
***
Al día siguiente, cuando los más madrugadores
fueron a buscarlo para preguntarle qué cosa le había sucedido
la noche anterior, no encontraron a nadie en la habitación. El
pobre hombre en su desesperación había corrido hacia los
extramuros del poblado y había llegado hasta el bajío donde
lo hallaron semimuerto, tendido a la orilla de una aguada.
Cuando volvió en sí, no reconoció a nadie. Tenía los
ojos sobresalidos de las órbitas y enrojecidos como
inyectados en sangre.
Y aquel gringo quedó loco por toda su vida.
DE NUESTRAS LEYENDAS: EL
GUAJOJO
Por Miguel D. Saucedo
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-I-
Sus lágrimas vertidas sobre los troncos de los
árboles frondosos formaron las fuentes cristalinas que hoy
existen en las entrañas de nuestra selva. Andó errante y
andrajoso como el judío de la leyenda bíblica, por las pampas
y los montes sin fin. Sus cabellos y barbas negras como la
noche, crecidos y lacios se habían convertido en grises como
una mañana neblinosa. Y el frío inhumano de las noches
eternas, le había quemado los pulmones y helado hasta los
huesos, por eso su voz se había hecho ronca, como una voz
de ultratumba.
Cansado de vagar de allí y de acá, escuálido y
hambriento, había implorado al destino que le de la muerte
para descansar de su martirio.
Y un día, el Genio de las Selvas compadecido de sus
sufrimientos lo convierte en el triste GUAJOJÓ, aquel ave
extraña, arisca y de plumaje gris, que con su canto doliente
como el de un alma en pena, estremece la selva y la llanura..
- II -
Desde entonces, en las selvas tropicales de nuestras
tierras queridas, oculto entre el follaje enmarañado de la
fronda o en la encrucijada de los caminos polvorientos, aquel
hombre que se perdió por un desengaño de amor, convertido
en el triste Guajojó de hoy, lanza al viento su canto doliente y
quejumbroso que cual las notas de un miserere funerario,
estremece el alma de los seres humanos que lo escuchan.
TRINIDAD EN 1938
Miguel D. Saucedo
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HUERTO LÍRICO: CANTO AL RIO
ITONAMA
Por Miguel Domingo Saucedo
Río Itonama,
eres hijo del tiempo y de la luna,
hermano de otros ríos y lagunas
que en el viento verde de la selva
duermen su longevidad
hecha de siglos.
Eres sangre, clorofila y savia
de la tierra fecunda
que me vio nacer.
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Te siento corriendo por mis venas
te siento en mis recuerdos
y también en mis sueños
y en mis penas.
Es el guajojó de la leyenda
que los taitas veneran
y a quien llaman brujo, malagüero,
jichi de tremedales,
anunciador de lluvias, compañero
de búhos, duendes y jaguares.
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HUERTO LÍRICO: FUE UNA NOCHE
DE JUNIO
Por Miguel Domingo Saucedo
Y en un amanecer cualquiera
y sin poder explicarnos hasta ahora
las causas de ese olvido,
el invierno penetró en nosotros
y los dos dejamos de querernos.
Era un día en que había mucha niebla
y en mi corazón mucho silencio.
Sucre, mayo 1966
EL JICHI
(Mito acuático del ámbito oriental boliviano)
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En la América India, cuyos habitantes son tan
primitivos como de los otros continentes, no es extraño que
también se hable de la existencia de ciertos mitos acuáticos,
monstruos desconocidos que cuidan y mantienen la
estabilidad de las aguas, y que según la zona geográfica
donde habitan, reciben nombres y formas distintas.
En el ámbito oriental boliviano y muy especialmente
en las regiones que corresponden al departamento del Beni,
existe un ente místico, Señor de ríos, lagos, ciénegas y demás
aguadas que bañan esas tierras, y que según la creencia
popular, mantiene con su cuerpo la estabilidad de las aguas.
A este ser mitológico se le da el típico nombre de JICHI, y se
lo personifica unas veces y en algunos lugares en la forma de
un gigantesco caimán, otras en la de una monstruosa
serpiente “sicurí”. Y a veces también en la de peces raros y
extraños. Y no han faltado personas que dicen haber visto en
ciertas lagunas ubicadas en las selvas, horribles bichos en
forma de pulpos, que al sentir el más leve ruido, se ocultan
sumergiéndose en lo más profundo de las aguas.
Este jichi que toma la forma de cualquiera de los
animales indicados, vive por lo general sumergido en las
profundidades de los grandes lagos y lagunas, así como
también en los ríos, curichis, paúros o vertientes, y sólo
aparece a flor de agua cuando hay que anunciar cambios
atmosféricos, como lluvias, surazos y otras tormentas.
Entonces se lo puede ver y hasta se lo oye, porque en estas
oportunidades lanza rugidos, que los lugareños aceptan como
preludio infalible del mal tiempo.
El vulgo dice –con bastante experiencia– que estos
animales extraordinarios, sobre todo las serpientes sicurí,
mantienen en sus cuerpos ciertas propiedades eléctricas que
las hace presa fácil del rayo, por eso mismo, casi nunca salen
a tierra, y la vez que lo hacen ya sea para tomar el sol o
trasladarse a otro lugar, son fulminadas las más de las veces
por descargas eléctricas atmosféricas.
En las pampas mojeñas y en las proximidades de las
grandes lagunas y esteros, se suele encontrar casi siempre
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osamentas de estas fieras y que al decir los campesinos
fueron muertas por el rayo.
En los distintos viajes realizados a través de los
caudalosos ríos de mi tierra, siempre me di modo y maña
para interrogar a los lugareños y demás vecinos de las
comarcas a donde llegaba, acerca de sus observaciones sobre
el medio ambiente en que vivían, sobre los mitos y creencias
de la vida campesina, recibiendo de ello la mar de
narraciones, unas sencillas y breves, otras en cambio
deslumbrantes de colorido y fantasía.
Con el fin de demostrar la fe y seguridad que tiene el
campesino beniano acerca de estas cosas, vamos a referir en
este trabajo algunas de esas informaciones o reales que
recogimos en distintas circunstancias y lugares.
- Veamos primero, lo que dice el malogrado
escritor oriental don Juan B. Coimbra en su libro
“SIRINGA”, refiriéndose a un viaje por el gran río Mamoré,
a principios del presente siglo. “El ribereño con esa su
hospitalidad atenta y receptiva, con esa su siempre despierta
fantasía, ha concebido un numen macho para el espíritu de su
río. Ya no se trata de una ninfa inspiradora de bardos, como
en el mito occidental; tampoco es dulce y benigna como las
hadas de los estanques y manantiales: es un espíritu torvo y
brutal que, –como aquellas terribles deidades de los pueblos
nómadas– más que corderos y niños inocentes, exige en su
honor el sacrificio de vidas jóvenes, músculos nuevos y
almas llenas de esperanza”. (1)
Prosiguiendo tenemos lo que nos contó don Luís Lens
Suárez, vecino de Riberalta, que siendo niño sus familiares lo
llevaron a pasar unas vacaciones en una estancia ganadera,
allá en las cabeceras del río Geneshuaya (Provincia Vaca
Diez) cerca del cual existe una vertiente o “paúro” que en la
época del estiaje beneficiaba mucho a los vecinos del lugar,
porque nunca se secaba. Lens con la curiosidad de su edad
observó una tarde que en el fondo de la gruta, aparecía de vez
en cuando a la superficie y se volvía sumergir, un bicho raro
con forma de pez, pero que cubría su cuerpo con una especie
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de cerdas que le daban un aspecto horrible. Comunicó este
hecho a sus familiares, quienes le advirtieron que tenga
cuidado con ese bicho que no lo molestara, porque era el
Jichi del paúro, pero nuestro curioso amigo ahora más
obsesionado que nunca ante tal advertencia casi todos los días
y en forma furtiva, se iba a espiarlo hasta que una tarde y en
un momento de irreflexión de un escopetazo dio con el
animalejo.
Y quien lo creyera nos explica don Lucio, a los pocos
días de esta travesura, la poza estaba completamente seca.
En San Ignacio de Mojos existe una gran laguna
llamada “Isirere”. Los naturales de aquel pueblo cuentan que
el Jichi de allá es una enorme sicurí, que suele aparecer de
vez en cuando a pescadores incrédulos y atrevidos que
permanecen en sus orillas hasta horas de la noche y que antes
de comenzar la faena “no le piden permiso ni se encomiendan
a él”.
Los viejos taitas cuentan que la serpiente es
descomunal; sus ojos son grandes y rojos, y sobre su cabeza
chata parecida a la de un perro, se ven manchas negras en
forma de cruz. Algunas veces se escuchan rugidos sordos
salidos del fondo de la laguna, y que los lugareños interpretan
como la voz del Jichi anunciando tormenta.
En las provincias Itenez y Mamoré se encuentran
numerosas lagunas situadas unas en plena selva y otras en
campo raso. Cada una según su creencia popular, tiene su
Jichi que cuida y mantiene sus aguas. Para no alargar el
presente trabajo, sólo nos referimos al caso de “Labahique”
laguna situada en la jurisdicción del pueblo de Magdalena y
cuya leyenda afirma que, antiguamente en el sitio mismo
donde se halla dicha porción de agua, existía un poblado,
pero que en castigo a sus desmanes y lascivia, una noche se
inundó pereciendo todos los habitantes.
Es por eso que, aún en la actualidad, pescadores que
pernoctan en sus orillas, cuentan que cuando más profundo es
el silencio nocturnal, suele escucharse mugido de ganado y
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sobre todo lúgubre balido de un toro que emergiendo del
medio de la laguna, se pierde hacia la opuesta y lejana orilla.
En la jurisdicción del pueblo de San Joaquín, está el
lago “El Océano” y la laguna “Moroña” en cuyas aguas,
según los moradores circunvecinos han visto flotar enormes
monstruos de color obscuro, y cuyas escamas brillan al
reflejo del sol pero que, por la enorme distancia en que se los
ve, no pueden apreciar ni establecer qué clase de animales
pueden ser:
En uno de los golfos o ensenadas del gran lago
“Rogaguado”, en la provincia Yacuma, don Lizandro
Guzmán cuenta haber visto una mañana, un bulto negro, algo
así como un gran tronco de un metro de alto que emergía de
la superficie del agua y que poco a poco fuese apegando hasta
la orilla hasta detenerse en determinada distancia donde ellos
se encontraban, para luego sumergirse dejando a los
espectadores la más grande curiosidad por saber qué clase de
fiera era aquella.
Volviendo al gran río Mamoré, nos encontramos con
el mito de la Gran Fiera o Cobra Grande, para los brasileños
de la margen opuesta, ente fabuloso que habita no sólo el
lecho del indicado río sino también el de sus principales
afluentes y madrejones.
Vecinos de numerosos establecimientos y barracas de
las riberas del citado río, como don Efraín Suárez, Miguel
Paz, Víctor Párraga, Raimundo Leite, Carreño y otros,
afirman que han visto en las noches y a lo lejos el fulgor
rojizo de los potentes ojos de esta fiera enigmática, como la
llaman los lugareños, fulgores semejantes a dos linternas
horadando la oscuridad.
Asimismo expresan haber percibido un ruido
suigéneris al que produce un motor en la lejanía y se la siente
pasar por medio río, dejando tras sí, enormes oleadas debido
a la fuerza con que nada repechando la corriente.
En este sentido, cuando divisan a lo lejos dichas luces
rojizas, inmediatamente bajan al puerto y aseguran las
ataduras de sus embarcaciones, porque al poco rato se
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producirá imprescindiblemente la maresía, sin que para ello
sople viento alguno.
De todo lo dicho anteriormente, llegamos a la
conclusión de que no hay río, lago, curichi y demás aguadas
del ámbito oriental boliviano, que no tenga su Jichi
legendario, caimán, sicurí u otro animal raro desconocido,
que mientras vive en ellas, mantiene la estabilidad de las
aguas y que según la zona geográfica y mentalidad de las
gentes que la habitan, reciben nombres y formas distintas.
El Jichi, es pues el Dios, la madre o el Genio Tutelar
de las aguas.
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Y es allí entre ese maravilloso mundo vegetal donde
nace y se desarrolla la planta de la hilea elástica, caucho o
goma, conocida por los pobladores de esta comarca con el
típico nombre de Siringa, de donde deriva la palabra
siringuero, que es el trabajador que extrae el látex de dicho
árbol.
Se le ha llamado también, con mucho acierto “árbol
del oro negro”, porque cuando se hablaba de goma y
siringales en aquellos primeros cincuenta años en que
empezó su explotación, era sinónimo de “hacerse rico de la
noche a la mañana”. En ese sentido, siringa fue una palabra
mágica, especie de sortilegio que significaba fortuna,
derroche y poderío, para unos, mientas que para otros, que
infelizmente eran los más, la misma palabra sonaba a
impunidad, engaño, abuso y muerte…
Caravanas enteras de trabajadores que salieron de los
distintos pueblos de Santa Cruz y Mojos, rumbo a las
entonces inexploradas regiones del oro negro, compartieron
sus destinos muriendo, unos ahogados en las cachuelas del
Mamoré y el Madera; otros en las entrañas de la selva,
victimas de la traición de los salvajes, del asalto del tigre o de
la ponzoña de las víboras, apasancas y otras alimañas; y los
que lograron escapar de estas calamidades cayeron en los
centros o barracas gomaleras victimas de las fiebres
endémicas, la espundia, el beriberi y otras enfermedades
propias de aquellas insalubres regiones.
Es por eso que la conseja popular de todo el ámbito
gumífero, ha creado un ente, propio de la selva: El Siringuero
de la otra vida, del que se cuentan varias versiones y que
personas serias que inspiran confianza y credibilidad
aseguran haber oído gritar en distintas circunstancias y
lugares pero que nunca pudieron ver.
En un viaje que realicé por el río Iténez, conocí
ocasionalmente a don Virgilio Subirana, un hombre ya
anciano, pero que conservaba todo el brío y lucidez mental de
sus años mozos. En su juventud había trabajado como
remero, luego como picador de estradas y finalmente como
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freguez y capataz de varias empresas gomeras, razón por la
que lo consideraban un profundo conocedor de los secretos
del río y de la selva.
Una noche viajando a bordo de un batelón, entre
charla y charla, don Virgilio me contó la historia del
siringuero de la otra vida o siringuero fantasma, que él
personalmente lo había oído, allá en uno de los siringales del
río San Martín y comenzó así:
Cierto día, al finalizar la tarde, escuché en mi estrada
unos gritos lejanos que se repetían a largos intervalos y que
venían de lo más espeso de la selva. Pensando que se trataba
de algún cazador que se encontraba perdido, le contesté
varias veces, y como ya era hora de suspender el trabajo, salí
a la senda con el ánimo de encontrarme con él y llevarlo a la
choza para descansar. Pero grande fue mi sorpresa cuando lo
escuché gritar adelante, es decir sobre la misma senda que
conducía a la barraca. En ese momento sentí una sensación de
miedo. Me pareció que mis cabellos se pararon y mi piel se
puso de gallina, hecho que nunca había experimentado en mi
vida. Y sin esperar otra cosa me encaminé a mi rancho,
cargado de mis latas.
Allí conté a mis compañeros lo que me acababa de
suceder y uno de ellos don Cecilio Guaribana, apodado “el
zapira”, me explicó que aquel grito es nada menos que el
siringuero de la otra vida, el siringuero fantasma que se
escucha gritar y golpear los árboles, pero que nadie lo ha
podido ver. Esos gritos prosiguió “el zapira”; se escuchan
siempre aquí en el monte, en horas del atardecer o en las
noches, especialmente cuando va a venir mal tiempo.
Y efectivamente –continuó don Virgilio– horas más
tarde se desató una formidable lluvia que duró, con breves
intervalos, hasta la tarde del día siguiente, inundando gran
parte de los lugares donde realizábamos nuestros trabajos de
paz.
Desde entonces yo creo en la existencia del siringuero
de la otra vida, terminó afirmando Subirana, porque yo
mismo lo he oído muy cerca de mí y su grito extraño y
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desgarrador me causó un gran impacto, cuya vivencia no he
podido olvidar…
Y aquí se hace patente, -finaliza nuestro interlocutor-
aquella vieja creencia popular que, cuando alguien muere en
la selva hay que enterrar el cadáver de inmediato, porque de
lo contrario el alma del insepulto desanda por todos los
caminos que transitó en vida, asustando a los que tienen la
mala pata de encontrarse con ella…
Así es la selva, amigo lector, subyugante y
enigmática.
A veces se presenta al hombre que penetra sus
entrañas en forma acogedora y dadivosa, para otros en
cambio es cruel, bárbara y sádica.
RECUERDOS DE MAGDALENA: LA
VIUDITA
Por Miguel D. Saucedo
53
tiempo una familia de apellido Moroña, razón por la cual se
ha nominado a todo el lugar: Laguna de Moroña.
Como todas la aguadas, ya sean lagos, ciénegas,
curichis y madrejones que existen en las selvas y pampas del
Beni, esta laguna, dicen, está habitada por un jichi enigmático
que de vez en cuando se deja ver bogando sobre la superficie
del agua.
Hace muchos años, en mi adolescencia, conocí aquel
lugar, y declaro con toda sinceridad que me extasié
contemplando por primera vez aquella inmensa masa de agua
que, como un mar azul se extendía a mi vista. Allá lejos,
como una ligera cinta verde oscura, se divisa la opuesta orilla
cubierta de selva.
Aquella vez oí al viejo don José Moroña, propietario
del puesto, contarle a mi padre una interesante narración,
cuya síntesis conservé en mi memoria, y que es más o menos
la siguiente:
- Aquí vive –dijo apuntando a la laguna– un monstruo
que hasta hoy no hemos podido saber qué clase de animal es,
pero la verdad es que algunas veces, cuando va a venir un
mal tiempo, aparece allá al medio un bulto negro, desde las
primeras horas de la mañana. Y conforme avanza el tiempo el
bulto va tomando mayor cuerpo, hasta que a eso del medio
día se asemeja a un batelón volcado, permaneciendo inmóvil
horas y horas, para después perderse sin que nos demos
cuenta. Por la distancia en que se lo ve, no se le puede
apreciar forma alguna. Estas apariciones coinciden, por lo
general con la llegada de un surazo o de un torrencial
aguacero, que infaliblemente sucede esa noche o al día
siguiente.
Algunas veces también, ya sea durante la noche o el
día, suele escucharse un rugido estremecedor salido del fondo
de las aguas y cuyo eco se pierde como un trueno lejano en el
confín de la pampa. Aquel rugido es también anuncio de un
próximo temporal, y los pobladores circunvecinos afirman
como una cosa muy corriente: “Es el jichi que está contento
porque va a llover y va a tener más agua”.
54
Esta fue, poco más o menos la versión que esa vez oí
a don José Moroña, auténtico conocedor de todos los
recovecos de esa laguna, en cuyas orillas había fijado su
residencia desde hacía muchos años.
Después de un lapso de varios años, el destino me
llevó nuevamente hacia esas tierras abiertas y fecundas. Y
otra vez tuve el placer de recorrer los mismos caminos de
ayer y llegar de paso a la laguna Moroña.
Desgraciadamente, esta vez, ya no encontré al viejo
don José, quién había rendido tributos a la vida. Sólo estaban
dos muchachos guapos, hijos suyos, quienes aparte de sus
faenas agrícolas y de siringa, se dedicaban también a la
cacería de caimanes, actividad bastante aventurada y
peligrosa, pero muy lucrativa.
Con este motivo, en sus frecuentes y nocturnas
incursiones en pos de los huraños saurios, se habían metido
en todas las ensenadas y bocas de los numerosos arroyos y
curichis que nacen de ella.
Charlando con uno de ellos, le pregunté si como
vecino y viviente de aquel lugar, podría contarme algo
extraño que haya visto en las aguas de la laguna. Como
respuesta me relató casi lo mismo de lo que ya tenemos
referido. Para él, el monstruo que de vez en cuando se deja
ver bogando sobre la superficie, no es otra cosa que el propio
jichi, y supone sea una enorme sicurí, de esas que nunca salen
a tierra porque las persigue el rayo, sino que pasan la vida
sumergidas en lo más profundo de los lagos, curichones y
pantanos, manteniendo con sus cuerpos escamosos la
estabilidad de las aguas. Por eso mismo se las llama también
“madre de las aguas”.
- Pero no solamente eso he visto, –continuó diciendo
nuestro interlocutor– me encontré un día con un bicho
horrible, que jamás pensé ver en mi vida. Yo creo que es el
mismo jichi pero en otra forma.
- Una tarde en que perseguía a un ciervo herido,
llegué hasta la misma orilla de la laguna, frente a esas lejanas
islas y muy cerca de la boca de un arroyo. El lugar era feo,
55
cubierto de un junquillar espeso y alto, y mucho yomomo.
Allí oculto y con el agua hasta más arriba de las rodillas,
buscaba afanosamente al ciervo, que según la huella de
sangre, se había dirigido en esa dirección. En un momento de
esos escuché unos ruidos extraños algo así como que un
animal estuviera cañueleando (comiendo cañuelas); afiné el
oído y preparé mi arma, pero, ¡qué sorpresa! se presentó a mi
vista: un gigantesco “turo” como de metro y medio de alto
con el horrible molusco de su contenido que bogaba
tranquilamente en medio de la espesura del cañuelar. La cara
del bicho era terriblemente fea, horrorosa, del final de su
hocico le salían como bigotes dos tentáculos que los movía
simultáneamente y que parecían dos enormes cuernos
retorcidos y largos.
- Después de reponerme un rato del tremendo susto
que me causó aquella inesperada aparición, pensé hacerle un
disparo con mi arma, pero hasta entonces el bicho se había
alejado bastante y se fue sumergiendo poco a poco, dejando
sobre la superficie del agua donde se perdió, manchas de
espuma que luego se esparcieron al producirse casi de
inmediato una gran marejada, cuyo flujo y reflejo llegaban
con fuerza hasta el sitio mismo donde me encontraba.
- Bastante preocupado regresé a la casa y conté a mi
hermano y a mi mujer lo que había visto en la laguna.
Esto fue lo que me contó, don José Moroña hijo,
aquella última vez que estuvimos por esos parajes
verdaderamente paradisíacos.
56
criollos, las autoridades españolas se veían en el duro trance
de buscar la forma de adquirir y acumular fondos.
Con este fin vino desde Cochabamba, invistiendo del
cargo de Gobernador interno de la Provincia, el doctor
Manuel de la Vía.
A los pocos días de su llegada a la capital San Pedro,
el nuevo Gobernador expidió sendas circulares a todos los
Administradores de los pueblos, instruyéndoles dispongan
“manu militari” de una parte proporcional de los bienes de
las iglesias, asegurarlos en macizos cajones y remitirlos bien
custodiados a la capital de Provincia, donde se tomaría razón
de ellos y luego reexpedirlos a Santa Cruz, donde se
encontaba la Gobernación General.
Y así sucedió en efecto. Los templos de Magdalena,
Concepción de Baures, San Joaquín, Exaltación, San Ignacio,
Loreto, Trinidad y otros, fueron despojados de sus sagrados
bienes en medio del descontento y sordo rumor de sus
feligreses. Los caciques de todos esos pueblos,
cariacontecidos y con harto dolor en sus corazones,
ordenaron a sus congéneres el encajonamiento de misales,
cirios, incensarios, candelabros, cálices, etc., etc. y luego,
cumpliendo la omnímoda orden de los Administradores, ellos
mismos fueron los conductores hasta la capital San Pedro.
Como cacique general, se encontraba por aquel
tiempo el indígena Juan Maraza, de la antigua tribu de los
canichanas, y cuyo continente – según la tradición – era
extraordinariamente arrogante y de musculatura hercúlea. Era
como hemos dicho antes, el jefe de todos los caciques de la
provincia. Cuando hablaba entre los suyos, todos callaban
para escucharle, y sus palabras eran órdenes que se cumplían
al pie de la letra. Y Maraza había dicho que mientras él sea el
cacique, no permitiría que los carayanas se roben la plata
labrada de sus iglesias.
Y como cosa de Dios y del destino, todas las
embarcaciones que conducían los preciados cargamentos
llegaron casi juntas al puerto de San Pedro, sobre la ribera
derecha del gran río Mamoré.
57
A la noticia de este arribo, el señor Gobernador hizo
notificar al Cabildo Indigenal para que el día siguiente muy
temprano, le acompañase al puerto para recibir solamente
dichos tesoros y conducirlos a San Pedro, al son de repiques
de campanas, bailes de macheteros y otras danzas indígenas.
Cuando la comitiva se hizo presente en el puerto
oficial, ya se encontraba allí el cacique Maraza, revestido de
las insignias de su autoridad, como eran las medallas y el
bastón que años atrás le había entregado solemnemente el
Gobernador Urquijo.
Y en el momento en que los demás caciques,
subalternos suyos se disponían a hacer entrega de los macizos
cajones que habían conducido desde sus respectivos pueblos,
el enérgico e irascible Maraza, con voz imperiosa que
dominó a sus oyentes, incluso al mismo doctor de la Vía,
dijo, dirigiéndose a este último:
- Señor Gobernador, mientras yo sea cacique general,
la plata labrada de nuestras iglesias, no se la ha de robar
nadie, porque ella es plata de Dios…
Y dirigiéndose luego a los otros caciques, que
asustados se pararon a escucharle, les ordenó:
- Ustedes son unos cobardes, parecen criaturas.
¡Ahora mismo regresen a sus pueblos con esos cajones y
devuelvan a las iglesias toda la plata que hayan recogido, y
que el Señor nos perdone! ¡Sólo cuando yo muera que se
disponga de ella!
Terminada esta arenga, todos los caciques
visiblemente emocionados, respondieron unánimemente y
con altanería: ¡Tiuri, tiuri taita! Expresión mojeña que quiere
decir: ¡Muy bien, muy bien señor!
El Gobernador y todos sus adeptos quedáronse
absortos e intimados ante esta inesperada reacción de parte de
los indios.
Los caciques, antes de que sucediera otra cosa,
reembarcaron los preciados cargamentos y “botaron punta” a
las pesadas embarcaciones conductoras, mientras el bravo
Mamoré, a eso del medio día, empezaba a mover sus turbias
58
y tenebrosas olas, las que agitadas por el viento, iban a
estrellarse contra el rojo barranco del histórico puerto, que
poco tiempo después, fuera teatro de fieros y sangrientos
episodios.
Y aquella noche, según refiere la tradición, reinó en
San Pedro, la capital de Moxos, un silencio sepulcral, aparte
de la zozobra e inquietud entre las autoridades españolas, por
los inesperados acontecimientos del día.
oooo
Vocabulario
Tiuri : Voz mojeña que significa “muy bien”
Taita : En el mismo dialecto, significa
“señor”
Camijeta : Vestimenta indígena usada por los
hombres, especie de camisón sin mangas.
Botar punta : Alzar anclas, largar espía en la
navegación fluvial
Carayana : Gente blanca, mejor dicho gente no
indígena.
EL BAJÍO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a publicarse
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)
59
Sus límites eran naturales y estaban claramente
determinados en la siguiente forma: Por el Sur el arroyo
“Colorado” que lo separaba de otra extensión más grande
llamada pampa de “El Corte”; por el Norte estaban los
linderos del pueblo donde mi padre tenía un potrero y un
pequeño corral al cual íbamos en las mañanas a ordeñar
algunas vacas para nuestro sustento, asimismo estaban las
casa-quintas de los señores Rodolfo Castedo, Aurelio Angulo
y José Nilaca; por el Este, el río Itonama; y por el Oeste, una
ceja de monte con una extensión aproximada de dos
kilómetros, donde estaban las viviendas y chacarismos de los
taitas Reyes Yaune, Quintín Piérola, Rudesindo Guaregia y
finalmente en la terminación de la ceja se asentaba la estancia
de don Francisco Guatía.
La mejor época para ir a pasear al bajío, era la
estación del verano, tiempo de sequía y de ordeña. Para
entonces nos juntábamos en las tardes algunos chicos de la
vecindad, para recoger a los terneritos que largábamos en las
mañanas para que pasten y traerlos nuevamente a los
corrales, asegurando así la ordeña matinal del día siguiente.
En esta época el bajío era como un potrero grande donde
pastaban diseminados en toda su extensión las vacas lecheras
y los caballos caseros de los vecinos del pueblo. Era también
el tiempo en que los lequeleques revoloteando y gritando
como locos poblaban la campiña dándole al paisaje una
imagen única e inolvidable.
Allí también nos reuníamos algunas tardes para
bañarnos horas y horas en la laguneta de “Cachobiriri”, en
cuyas aguas turbias jugábamos a “la mancha” pisoteando los
cuerpos de los bucheres y anguillas semienterrados en su
barroso lecho.
En los días domingo, escapándonos de nuestras casas
íbamos en grupos a buscar nidos de pájaros trepándonos a los
árboles orilleros del río o en los de la arboleda que quedaba al
frente, incursiones en las que algunas veces nos topábamos
con pasancas, culebras, tapas de petos y otras alimañas que
60
nos proporcionaban grandes sustos y a veces sufríamos la
ponzoña de sus picaduras.
En la época de las lluvias el bajío cambiaba de cara.
Las aguas inundaban todas las tierras bajas de la región. Para
entonces los muchachos de la barriada nos largábamos allí,
unos a bañarnos y otros a aprender a nadar. Los mayorcitos
nos alejábamos un poco más adentro hasta los tararaquisales
aledaños y sitios más hondos, en busca de gallaretas, a
recoger flores de tarope donde solíamos encontrar cierta clase
de culebra acuática o algún lagarto de mal genio que nos
ponían de vuelta y media.
Por este tiempo del año aparecían posados en la copa
de los árboles más altos, parejas de tapacareses o algún
solitario carau, que con sus cantos característicos matizaban
el tranquilo ambiente del bajío.
Cabe explicar aquí, que como lógica consecuencia de
estas travesuras metidos en esas aguas estancadas y
contaminadas con la descomposición de la hojarasca y frutos
caído de los árboles y los cuerpos descompuestos de animales
ahogados, en cierta oportunidad nos cundimos de sarna las
orejas, sobacos, codos y entre dedos de las manos, cuya
fuerte picazón, especialmente en las noches, era capaz de
volvernos locos.
Esta rasquiña molesta y pegajosa, nos dejó una gran
experiencia, mejor dicho un escarmiento, pues nunca más que
recuerde volvimos a bañarnos en esta clase de aguas
anegadizas y estancadas.
Cuantas cosas más podríamos contar de aquel paraje
inolvidable, cuya vivencia sigue pegada junto a todo cuanto
nos brindó la tierra natal en aquellos lindos años de la vida, y
que hoy evocamos con cariño y al mismo tiempo con
nostalgia.
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EL VIEJO CAMPANARIO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro próximo a aparecer
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)
64
LA CALLE AYACUCHO
Por Miguel D. Saucedo (Del libro póstumo a editarse
“Magdalena en el recuerdo y la historia”)
65
En esta calle estaba la casa de mis padres, la vieja
casona solariega donde transcurrieron los primeros quince
años de mi vida.
¡Cuantas cosas simples y memorables pasaron en ese
barrio inolvidable en aquellos hermosos años de
adolescencia...!
Rostros y voces de gentes que ya no existen, pero que
sin embargo siguen pegados a mis ojos y esparcidos en mi
sangre...
Vivos están en mis recuerdos los nombres de aquellos
buenos vecinos que vivieron y compartieron con mis padres
la comprensión y responsabilidad de una pacífica
convivencia, y entre los cuales podemos citar como a jefes de
familia, a doña Liberata Chávez, doña Trinidad Flores, doña
Dolores Arza, una familia Guarimo, a don Luis Pino, don
Ascencio Mopi, don José Antonio Arza, la familia de los
Bolome y los Urquieta, a don Ignacio Flores, Félix Guasde,
Rudesindo Guaregia, Roberto Durán, Casiano Mareca y
tantos otros vecinos y amigos cuyos nombres escapan a mi
memoria.
Lugares tan familiares y tan íntimos que fueron
escenarios de mis primeros sueños y desengaños.
Noches inolvidables matizadas con lumbres de luna
llena e impregnadas con el suave perfume de los lirios,
azahares y ¨hediondillas¨ que existían en las huertillas y
canchones de la vecindad; noches en cuyas primeras horas
nos reuníamos los muchachos del barrio para jugar a la tuja, a
los toros o al metapaso hasta el extremo de rasgar las viejas
chirapas que cubrían nuestros cuerpos sereboses de sudor por
efecto de los tironeos y empujones propios de aquellos
chiveríos.
Sombras fantasmales que según contaban las abuelitas,
aparecían después de media noche en determinadas esquinas
y recovecos, asustando a los borrachos y a los jovencitos
tunantes...
Todo eso y mucho más era entonces, aquella calle Ayacucho
de mi infancia, que a la fecha, no obstante los años
66
transcurridos, continúa siendo la morada espiritual de mis
más gratos recuerdos y el remanso azul de mis lejanas
mocedades...
67
Era en aquella dichosa edad de la niñez cuando
empecé a escuchar las primeras versiones acerca de la mula
maldita. Se decía entonces que ella fue vista por don julano o
que don mengano la oyó relinchar muy cerca a él en tal o cual
barrio del pueblo. Posteriormente, cuando ya fui mayorcito,
me contaron que dos viejos amigos de mi padre sabían
mucho de este fantasma porque en distintas circunstancias se
habían encontrado con él. Uno de ellos era don Nicolás
Ramos, personaje muy interesante por sus ideas y sus
inventivas. Nos dijo que cierta noche cuando andaba por el
barrio de Chatera, escuchó el relincho estremecedor de una
mula por el lado del río, y cuando llegaba a la esquina donde
estaba la casa de don Sinforiano Salazar, oyó el galopar de la
misma que se aproximaba lanzando otro relincho que lo
conmovió profundamente, entonces él subió a la vereda y
apostándose detrás de un horcón del corredor vio pasar en
cuestión de segundos una mula negra brotando chispas por
los ojos, que caminaba dando saltos y bufando
lastimeramente, y hasta le pareció que llevaba las riendas de
rastra. En un abrir y cerrar de ojos la sombra fatídica de la
mula se perdió en la oscuridad de esa noche inolvidable.
Desde entonces, nos dice don Nico, se abstenía de salir en las
noches de su casa, porque su espíritu le avisaba que el diablo
lo perseguía.
El otro amigo era don Felizardo Hurtado, que en su
dichosa juventud fue un tunantón de esos. Nos explica que
una noche de tantas... se encontró con la mula de la otra vida
en el canchón de la casa de doña Tomasa Durán, donde había
un frondoso mango. Afirma que esa vez al pasar muy cera del
citado árbol observó que bajo su sombra se movía un bulto
grande, entonces él curioso y corajudo como creía serlo hasta
entonces, se aproximó y refregándose los ojos para mirar
mejor, comprobó que aquel no era otra cosa que el cuerpo de
una mula negra que se revolcaba en el suelo y que al sentirlo
aproximarse levantó la cabeza y ambos quedaron mirándose
frente a frente. Nuestro interlocutor quedó pasmado y hasta
cree que dio un grito de espanto. Después de retroceder unos
68
metros, se echó a correr desesperadamente, saltando unas
tranqueras salió a la calle, torció a la esquina y las emprendió
rumbo a la plaza que estaba sólo a tres cuadras de distancia;
en el trayecto sentía que la mula lo perseguía muy cerca
lanzando quejidos de dolor o de cansancio y hasta parecía
que lanzaba chispas rojas por los ojos.
En tan angustiosos instantes se acordó que llevaba un
cortaplumas con hoja de fino acero y dándose modo de
sacarlo, lo abrió e hizo con él varias cruces al aire, notando
luego que poco a poco el animal se fue quedando atrás. Don
Felizardo no por eso dejó de seguir las de ¨Villadiego¨ y llegó
a la primera esquina de la plaza y tomando la calle donde
quedaba su casa pudo llegar a ella más muerto que vivo... El
animal fantasma siguió la recta final, -y según supone- fue a
perderse en los altos deshabitados que por entonces existían y
donde era fama vivió un cura que tenía su amante...
LANGOSTAS EN MAGDALENA
Por Miguel D. Saucedo
71
Las consecuencias sobrevinieron de inmediato. Desde
ese mismo día hasta muchos meses después hubo crisis de
alimentos. Las cosechas de granos y frutales se perdieron, y
por otro lado la leche y carne de vacunos apenas se podía
conseguir, debido a que el ganado se enflaqueció, porque los
campos quedaron pelados por bastante tiempo.
ORDEN Y TRABAJO
Por Miguel D. Saucedo
74
“Allá por el año 1871, -nos cuenta don Marcelino-,
desempeñaba el cargo de Corregidor de Magdalena, un
distinguido caballero cruceño, don Jesús Ignacio Flores,
casado con la señora Carmen Barbery, hermana del párroco
de esta población, don Efraín Barbery, que había
reemplazado al cura don Miguel Fermín Castro Negrete,
promovido al curato del cantón San Ramón”.
A la sazón era ya por algunos años cacique del
pueblo, don Pedro Rosas Yaune, ciudadano mestizo, hijo del
último español que se sometió al régimen de la independencia
en estas latitudes.
El Corregidor apoyado por la autoridad moral de su
cuñado, el cura Barbery y con el respaldo positivo que le
ofrecía el cacique Rosas, había establecido mucho orden,
mucha disciplina y mucho trabajo en la capital de la
provincia.
Todas las industrias principales como la de tejidos,
ganadería y agricultura prosperaban y se desenvolvían en un
ambiente de trabajo tesonero y honrado.
Las defraudaciones, robos, abigeato y otros delitos,
eran castigados sin contemplaciones de ninguna naturaleza,
una vez comprobados los hechos.
Más de sesenta telares manejados por robustos brazos
de varones indígenas hacían oír la trepidación de las
máquinas de madera en las labores de tejidos diarios,
instalados en los salones de la Casa de Gobierno y en las de
los predios parroquiales, constatándose muchas veces que
habían obreros que se tejían quince varas al día, como un tal
Gregorio Gualeva.
La enorme prensa de madera destinada a dar el último
pulimento a los tejidos: piezas de cien varas, cortes de tres
varas, hamacas, manteles, cobertores, ponchos, bufandas,
servilletas, alforjas, etc., funcionaba desde las dos de la
mañana hasta las diez, en esa faena. Este trabajo era diario.
Unas veces eran tejidos que pertenecían al Estado,
otras a comerciantes cruceños, cochabambinos o de
comerciantes menores de la localidad.
75
Los mayordomos de las estancias de la hacienda
pública, al finalizar el año rendían cuenta pormenorizada de
los multiplicos y marcación, pues en algunos puestos nacían
más de cien caballares.
La agricultura sobrepasaba en rendimiento de
superproducción que alcanzaba para llevar arroz, maíz, café,
azúcar, chocolate, algodón y otros productos a la capital del
departamento, y aún para llevar a Santa Cruz y otros centros
del interior del país.
Cada manzana de la población, -continúa el señor
Clementelli-, estaba habitada en su mayoría por familias
indígenas especializadas en alguna industria u oficio. Las
mujeres generalmente eran hilanderas y tejedoras.
En la habitación de cada jefe de familia indígena, en
la fachada, arriba de la puerta principal, había una guirnalda
grande pintada con tinta roja u otros colores, y al medio o
centro estaba inscrito el número que correspondía a la casa, el
nombre del jefe de familia que la habitaba y la profesión y
oficio que ejercía.
Todas las manzanas de la población tenían un desagüe
general por un zaguán o cuarto. Un gran canal que salía a la
calle, habitación que no estaba ocupada y sólo servía para ese
fin.
A las cuatro de la madrugada en punto de todos los
días, el Cabildo Indigenal compuesto por dos jueces por
manzana y dos intendentes 1° y 2°, se presentaban en la casa
del Cacique a saludarlo con el consabido “Buenos días taita
Cacique” y darle cuenta al mismo tiempo de todas las
órdenes recibidas y ejecutadas del día anterior y de los
sucesos acaecidos durante la noche, casi siempre llevando
algunos delincuentes. Después de las informaciones
generales, el Cacique ordenaba “mosne”, que en el dialecto
itonama significaba agarrar. Era el momento en que algunos
hombres de la comitiva agarraban a los que habían cometido
alguna falta o delito, los atirantaban boca abajo sobre el suelo
y los castigaban con la cantidad de azotes dispuestas por la
autoridad Indigenal, ejecución que la hacían a son de música,
76
para perturbar los gritos de dolor de los damnificados. Era
costumbre que parte de la población indígena presenciara
dichas sanciones.
Las familias cruceñas vivientes en la población, no
pasaban en ese entonces de unas sesenta y ocupaban la planta
alta de las casas nacionales y edificio jesuítico, que con el
templo de la Magdalena formaban un cuadrilátero
conformando la plaza .
En las primeras horas de la mañana, todos los días no
feriados, se lo veía al señor Corregidor Flores montado en su
hermoso caballo recorriendo las calles de la población, sin
compañía de nadie, y allí donde divisaba un par de hombres
parados en alguna esquina, se dirigía hacia ellos y les
preguntaba de qué se trataba y sin más dilatoria los
despachaba a trabajar o buscar alguna ocupación en sus
casas.
A las seis de la mañana al Cacique don Pedro Rosas
Yaune, montado en su manso matusi se lo veía salir de su
casa y siguiendo la calle larga, hoy nominada Ballivián, se
dirigía al “chorro” a tomar su baño habitual.
El florecimiento de las industrias manuales,
agricultura y ganadería, no obstaculizó primero la llevada de
personal joven al porteo de carga al lejano puerto brasilero de
San Antonio sobre el río Madera, y después, a los trabajos de
pica de goma en los siringales del Noroeste, pues la mayoría
de los hombres, halagados por el tintineo de las libras
esterlinas que corrían de mano en mano entre empresarios y
mozos trabajadores, abandonaron sus trabajos de chararismo,
estancias ganaderas y otras actividades manuales.
Respecto a la industria de los tejidos, un decreto
gubernamental prohibió el trabajo forzoso, y el pueblo
indígena entregado a la molicie sólo hilaba y tejía para cubrir
sus más premiosas necesidades.
La amarga realidad, concluye nuestro colaborador, es
que a la fecha todo lo bueno y positivo que tenía Magdalena
en aquellos tiempos, como su hermoso templo, su
cementerio, las casas de gobierno que eran de dos pisos y
77
techo de tejas, y últimamente su cárcel pública, se han
destruido y desaparecido. La única obra antigua que aún
queda, es su hermoso campanario, aún cuando muy
descuidado en su conservación.
Esta obra fue levantada por brazos del pueblo en
1858 bajo la dirección del arquitecto nacional don Manuel
Fernández de Córdova, sucrense, casado con doña María
Jesús Guzmán, dama cruceña y avecindados en Magdalena .
La construcción de este campanario duró tres meses
justos; empezó el 1° de agosto de 1858 y se terminó el 31 de
octubre del mismo año.
Baures y san Ramón, cantones de la provincia han
visto también derribarse sus templos, sus casas de gobierno y
parroquiales y sus campanarios, y en los demás cantones ha
ocurrido lo mismo, por falta de recursos y brazos trabajadores
para repararlos.
¿Se volverán a levantar esos edificios...?
78
Más allá del puerto, posado sobre la copa del árbol
más frondoso de la orilla, un carau lanzaba al viento su llanto
lastimero.
En aquel tiempo, -salvaje podemos decir- no faltaban
en los puertos fluviales algún caimán portero o una sicurí
avezada, ocultos entre los ramajes sumergidos de los árboles
orilleros, atisbando y siempre listos para atrapar en el
momento preciso, al primer animal que se introduzca en el
agua, sin precaución alguna.
Pero el peligro mayor y siempre permanente hasta
hoy, es el de las pirañas o palometas, verdaderas fieras
acuáticas que merodeando hambrientas en grandes
cardúmenes a orillas de los ríos y arroyos, atacan con tanta
ferocidad y saña a cuanto animal o persona encuentran en el
agua. El olor de la sangre las enfurece, a tal punto que,
cuando atacan se arremolinan en grandes cantidades
alrededor de la víctima, dándole dentelladas y coletazos, que
en pocos minutos acaban con su cuerpo, dejándole sólo los
huesos completamente descarnados. No importa el tamaño de
la víctima para proceder a su destrucción.
Al caer la tarde todo el cargamento había sido
trasladado a la orilla opuesta y cuando realizaban el último
viaje cruzando a nado los carretones vacíos arrastrados por
las respectivas yuntas de bueyes, sucedió lo trágico y
doloroso.
Más o menos al llegar a medio río y cuando Barcino, -
que así se llamaba el perrito- nadaba tranquilo al lado de uno
de los carretones, fue atacado por las pirañas, que lo
acometieron con tal furor y voracidad que en menos de diez
minutos acabaron con su indefenso cuerpo, el mismo que
desapareció de la superficie del río dejando tras sí, una
mancha de sangre que poco a poco fue agrandándose para
luego borrarse por completo, sin dejar más testimonio que el
recuerdo.
Tras la desaparición de tan fiel amigo, y ante la
imposibilidad material de no haber podido auxiliarlo
oportunamente, don Pedro Mapatoto y sus dos hijos sintieron
79
un nudo en la garganta y lloraron en silencio, porque el
espectáculo que acababan de presenciar fue trágico,
inesperado y conmovedor.
Mientras tanto el río Itonama, impertérrito y
silencioso, y con su cauce hinchado de banda a banda, sigue
corriendo siempre al norte.
Su tersa superficie, a esa hora del atardecer, era como
un sudario que cubría una tragedia más, de las miles que han
sucedido en su lecho, desde que él es río…
SIGNIFICADO HISTORICO DE LA
PALABRA “BENI”
Por Miguel Domingo Saucedo
¡Beni!... ¡Beni!
Desde los oscuros tiempos de la prehistoria
americana, esta palabra mágica discurría sobre el lomo
líquido de un río ignoto, allá en el lejano confín del extenso
territorio de los mojos.
La palabra sonaba a viento, a ráfaga violenta y
huracanada que hacía agitar las aguas de aquel cauce
turbulento que horadaba la selva e inundaba los parajes
aledaños a su curso.
Sólo la conocían los bárbaros montaraces de arco y
flecha que poblaban sus riberas. En las noches la repetía el
tigre rey de la selva moxitana, y la traidora sicurí oculta en
las profundidades de las lagunas y yomomales inaccesibles
que conformaban su cuenca.
La palabra era familiar a los bajíos y al monte. En la
quietud de los remansos fornidos, la palabra resonaba como
un run run brotado del fondo de la corriente... ¡Beni!...
¡Beni!... ¡Beni!...
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Transcurrió mucho tiempo. Muchas lunas y muchas
lluvias devinieron, hasta que aquella palabra que sonaba a
viento huracanado salió a lo raso y se incorporó al léxico de
las gentes que poblaban las diversas poblaciones misioneras
que los Padres de la Compañía de Jesús había fundado en
distintas latitudes del extenso territorio mojeño en los siglos
XVII y XVIII de nuestra era.
Pero aún así el vocablo seguía ignorado en el siglo
XIX. Lo desconocían gran parte de los pobladores de las
tierras altas.
Hasta que en un día se encontró con don José
Ballivián, por entonces Presidente de Bolivia, estadista y gran
visionario que se adelantó a su época, quien valorando su
procedencia autóctona y su significado histórico, de un
plumazo la incorporó a la historia y a la nomenclatura
geográfica de la patria boliviana, bautizando con su nombre a
un nuevo distrito político-administrativo que se llamó
DEPARTAMENTO DEL BENI, hecho que se realizó el 18
de noviembre de 1842.
Desde entonces la palabra se bolivianizó en la voz de
los locutores de radio, se la encuentra en las páginas de los
diarios y revistas del mundo, está en los labios de los niños y
estudiantes, y también en la garganta de los artistas y cantores
que recorren los caminos de la patria, armonizándolos con
canciones y música boliviana.
Y nosotros, mientras más lejos y ausentes nos
encontremos de la patria chica, la palabra BENI, la sentimos
vibrar en nuestra sangre y en el palpitar de nuestros
corazones.
81
APUNTES HISTÓRICOS DE TRINIDAD
Por Miguel D. Saucedo
Otros apuntes.-
Fuera de las fechas anteriormente anotadas, existen
otras, dignas de recordarlas porque ellas marcan
acontecimientos que se han de tomar en cuenta cuando una
mano curiosa y patriota escriba la historia de Trinidad.
Ellas son por ejemplo el 15 de abril de 1882 en que,
según don Medardo Chávez, se publicó en esta capital el
85
primer periódico “El Eco del Oriente” fundado por un señor
Tomás Villavicencio.
Cinco años más tarde el 6 de abril de 1888, se instalaba
en acto solemne el Colegio Nacional, único establecimiento
secundario que existe en todo el Beni.
En el año 1894, el Beni adquirió recién su autonomía
judicial con el establecimiento de un Juzgado Superior en
Trinidad el que más tarde debido, a las exigencias del
ambiente se transformó en Corte Superior compuesta de tres
vocales (2 de enero de 1917).
El 1º de enero de 1872, se creó el Concejo Municipal
con un personal de 9 miembros, de acuerdo con la ley del 21
de octubre del año anterior.
La inspección General del Beni, con asiento en su
capital, se erigió en 1900, y el 8 de junio del 1920, hacía su
entrada triunfal en Trinidad el primer Vicario Apostólico del
Beni, Fray Ramón Calvo.
Por último, entre las fechas más significativas tenemos
la del 30 de octubre de 1926 en que rompiendo el misterio del
hasta entonces virgen cielo mojeño, surcaba nuestros aires la
majestuosa silueta de un Junkers, “El Beni”, estableciéndose
de esta manera el servicio aéreo Cochabamba–Santa Cruz–
Trinidad, que con tanta ventaja facilita en la actualidad el
intercambio comercial y postal de este alejado girón de la
patria con todos los demás pueblos del interior y exterior de
la República.
Trinidad, 16 de mayo de 1932
EL FAROL MISTERIOSO
Por Miguel D. Saucedo
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MOTIVOS DE LA TIERRA:
DESANDANDO
Por Gil Coimbra Ojopi
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muerto angustiados, dolorosos, desdichados, bajo el tumbo de
las aguas en las pampas inundadas.
EL CAMBA MANDUCA
Por Gil Coimbra Ojopi - Río de Janeiro 1979
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Todo el mundo hizo coro poniendo el dedo duro
frente a la boca:
- Shhh…
El borrachito se detuvo y trató equilibrarse. Después
se unió al coro “Shhh”. Pero el “shhh” del borrachito mojó a
dos mujeres que estaban próximas a él. Hubo protestas.
“Sáquenlo afuera, sáquelo afuera” pero él reclamó diciendo:
¿Desde cuándo uno precisa invitación para buscar a
Samuca? ¡Tengo el mismo derecho de ustedes!
Un sujeto al otro lado ponderó irónico: ¡Déjenlo!,
¡déjenlo! No ven que está en la misma situación que
nosotros: Nosotros perdimos a Manduca, él perdió a
Samuca”. Otro más allá aceptó las razones y el borrachito
insistió:
- ¿Alguien vio a Sumuca?
- Una señora se le acercó con una taza de café
“Nosotros perdimos a Manduca”. El tipo se esforzó por
quedar derecho…
- ¡Ah, perdieron a Manduca! ¡Perdieron a Manduca!
Entonces están en la misma que yo. ¿Dónde está Samuca?
Nadie es tan mi amigo como él. ¡En los momentos más duros
de mi vida, sólo puedo contar con Samuca! ¡En noches de
tormenta y soledad, sólo Samuca está conmigo!¡Sólo cuento
con él, sí señor¡ En días de amargura….
Iba a continuar su letanía pero en eso, allá en el fondo
una mujer empezó a gemir su dolor de viuda. Al mismo
tiempo que aparecía en la puerta un perrito barcino moviendo
la cola.
- ¡Samuca!¡Samuca!
Samí Quendé lo expulsó del recinto a pescozones.
Y después, mostrando las tres ventanas de su cara
curtida, indagó acercándose a nuestra rueda:
- ¿Por dónde iba yo? ¡Ah sí! - Y siguió contando.
No era tigre, sino tigra. Y la bruta era enorme.
Manduca se detuvo apuntando, pero en el instante de disparar
la fiera ya había saltado sobre él. Y si bien la bala le bandeó
el pescuezo, con las manazas alcanzó al cazador casi
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seccionándole la cabeza. Le arrancó de atrás para delante el
cuero cabelludo yendo a caer junto a la carabina de Manduca.
Mismo herida, se dispuso a un segundo salto.
El cazador con todo el pelo sobre el sangrante rostro,
brillante del occipital desnudo, parecía un demonio
espumando fuego por la boca… Sus ojos por entre el pelo
espeso, eran dos puñales brillantes de pavor… Algunos tiros
dados simultáneamente por los compañeros, acabaron con la
fiera. Y cuando fueron a socorrerlo, Manduca ya agonizaba.
A su lado, yacía también el animalazo. Casi tan grande como
un buey.
- Y vaya usted a ver -concluyó Quendé- el cuero
muestra una gran cicatriz en el anca derecha.
Era soberbia la piel estirada a todo lo largo del patio.
Sobre campo de oro, aparecían como caminos las guirnaldas
de flores negras. Sus ojos también amarillos. Miraban
vidriados, fijos, estáticos, la cabeza pequeña el hocico blanco.
Había caído la tarde y el viento rampante, rasgaba las
nubes en girones amarillos, bermejos y negros… Era atigrado
el cielo sobre el cortejo mortuorio de Feliciano Manduca.
LA CORNUCOPIA EN EL ESCUDO
BENIANO
Por Gerardo Coimbra Ojopi
MOTIVOS DE LA TIERRA:
RAFAELITO
Por Juan B. Coimbra
EL PADRE MAMORÉ
Por Juan B. Coimbra
PAISAJES, COSTUMBRES Y
LEYENDAS DE LA TIERRA CAMBA:
FIN DEL IMPERIO CANICHANA
Por Mercedes Duran P.
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Un día el rey salió a practicar su deporte favorito: la
caza, en las riberas del río Mamoré, más como era joven y
valiente no llevó guardia alguna.
Después de haber pasado aventuras que sólo su coraje
podía vencerlas, como: enfrentarse a las fieras salvajes del
trabado bosque llegó a una gran playa del río donde
asombrado vio por primera vez a una hermosa mujer blanca
quien vivía allí en compañía de una anciana indígena de su
tribu.
Intrigado y sin que lo vieran se ocultó en las cercanías
de la mansión para poder observar la vida de sus extrañas
habitantes.
Pasaba horas atisbando sus movimientos, pero los días
corrían y nada podía averiguar acerca del origen de la joven
blanca. Cansado ya, quiso enterarse del misterio y se decidió
a hablarle. La joven al verlo se asustó y creyendo que iba a
matarla se puso en guardia, más el joven Rey la tranquilizó
diciendo:
- No temas hermosa joven, pues vengo en son de paz
a preguntaros si por ventura ¿sois una diosa?
La joven como entendía el dialecto del rey contestó:
- No soy ninguna diosa, vivo aquí con esta buena
mujer desde que mis padres fueron asesinados por los tuyos,
he aprendido tu dialecto y tus costumbres. Y tú apuesto joven
¿quién eres?
El rey no queriendo que la joven se enterase de su
identidad le limitó a sonreír y a preguntarle:
- ¿Por qué tu piel es blanca como las nubes, tus ojos
azules como este hermoso día y tus cabellos rubios como el
oro de mis tesoros?
Sonriendo la joven le contestó: Porque vengo de
lejanos lugares donde la gente es como yo, pero esto no
quiere decir que seamos dioses.
Pasaron los días durante los cuales se hicieron grandes
amigos, y el rey al regresar a su corte quería llevarse consigo
a la joven, pues se dio cuenta que se había enamorado de ella;
pero ésta al enterarse de que él era Rey, por un objeto que
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llevaba en su capa símbolo de su poder y que por ordenanza
suya había matado a sus padres (que eran exploradores),
quiso matarlo mientras dormía. Al ver frustrados sus deseos,
pues despertó al intentarlo, descubrió que ella también lo
amaba, horrorizada se lanzó al río y cuenta la leyenda que se
quedó convertida en un hermoso pez de gran tamaño llamado
hoy vulgarmente bufeo.
Después de este incidente el Rey regresó triste a su
corte siendo vanas varias fiestas que prepararon en su honor,
nada podía hacerle sonreír.
Pocos meses después sus mensajeros le anunciaban
que un gran ejército de hombres blancos y barbudos bien
armados se acercaba. Inmediatamente los indios se aprestaron
para la guerra pero dada la mala dirección del jefe indio los
blancos ganaron la batalla.
El Rey al verse derrotado, mandó a enterrar sus
inmensos tesoros y quemar su fabuloso palacio antes que los
blancos invadieran la ciudad.
El salió velozmente hacia el río Mamoré. Al llegar allí
se clavó un puñal en el corazón lanzándose luego al río para
reunirse con su amada. Las aguas se tiñeron. La tradición
indígena nos cuenta que desde entonces el río perdió su
transparencia y la paz habitual de sus cristalinas aguas para
dar lugar al oleaje embravecido de las negruscas saladas
aguas actuales del hermoso y legendario río que sirve de
tumba para el último Emperador de la tribu Canichana.
113
caballo, forja la civilización y el porvenir del Beni en las
estancias rústicas donde se crian millares de vacas lecheras,
Bolivia, la Bolivia altoperuana, no sabe hasta ahora lo
que es, lo que significa por el trabajo y su cultura el Oriente
del país, es decir, Santa Cruz y el Beni. Un caballero de
Cochabamba, culto y distinguido, con quien discurríamos en
Santa Cruz sobre los problemas que agitan la vida social y
económica de la república, me hablaba del enorme
incremento que casa día toman en las ciudades del Altiplano
las doctrinas de izquierda, aún ente estudiantes e intelectuales
de prominente figuración social.
- ¿Cómo es posible, -le dije- que pueda existir
realmente en Bolivia el problema social, cuando todavía
queda la inmensa región despoblada de Santa Cruz y el Beni,
con miles de leguas cuadradas de tierras baldías y feraces,
absolutamente aptas para la colonización y trabajo de los
desocupados bolivianos?
- ¡Ah! –me contestó con vehemencia y amargura-
usted no puede figurarse el profundo desconocimiento que
existe en el Altiplano sobre lo que es y puede ser el Oriente
de Bolivia como zona de colonización. Hay un prejuicio
arraigado de que estas son regiones dantescas que sólo sirven
poco menos que para destierro de políticos. Me refiero, es
claro al criterio del pueblo, de la masa en general. Y estoy
seguro de que si el gobierno, para conjurar radicalmente la
crisis que se avecina, dictara una disposición estableciendo
zonas de colonización para trabajadores bolivianos
desocupados, se produciría un movimiento terrible de
protesta porque tomarían tal medida como verdadero
asesinato.
Falta de propaganda, pensé yo; falta de conocimiento
efectivo de lo que vale el suelo nacional para la agricultura y
la ganadería, las dos grandes industrias del porvenir, Exceso
de propaganda extranjera para atraer inmigrantes, cuando lo
que estamos necesitando es conocernos nosotros mismos;
necesitamos “inmigrantes” nacionales. Falta también de
acceso fácil para que intelectuales y gentes de prestigio y de
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dinero se den una vueltecita por aquí y dejen de mirarnos
como una región manida, llena de leyendas.
Es viajando, entrando en contacto con las costumbres
y modalidades de un pueblo que se adquiere su conocimiento.
Las gentes de cultura no nos visitqan; hablan de nosotros por
referencias. Las excepciones justifican la regla.
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