La Agonia y El Extasis - Irving Stone
La Agonia y El Extasis - Irving Stone
La Agonia y El Extasis - Irving Stone
Presentación
La agonía y el éxtasis narra la vida de un niño de trece años que entra como
aprendiz en el taller de Ghirlandaio y se convertirá en uno de los mayores artistas
de todos los tiempos: Miguel Ángel Buonarroti (nacido el 6 de marzo de 1475 y
muerto el 18 de febrero de 1564), creador del David, pintor de la Capilla Sixtina,
arquitecto de la Basílica de San Pedro. El genio destacará en el esplendor y la
pasión de la turbulenta Italia del Renacimiento, entre los insidiosos y magníficos
Medici, príncipes envenenadores y papas guerreros.
Irving Stone es autor de numerosas biografías noveladas entre las que se cuentan
las de figuras como Miguel Ángel, Freud, Schliemann, Darwin o Pissarro. Sus obras,
de las cuales ha vendido más de treinta millones de ejemplares, han sido traducidas
a más de sesenta idiomas. La clave de la maestría del autor en la recreación
histórica del pasado reside en su poder de fascinación respaldado por el rigor y la
concienzuda documentación.
PRIMERA PARTE
A mi mujer, Jean Stone.
LIBRO PRIMERO
El estudio
I
Estaba sentado ante un espejo dibujando su propio rostro: las enjutas mejillas, los
altos pómulos, la amplia y achatada frente, y las orejas, colocadas demasiado atrás
en la cabeza, mientras los oscuros cabellos caían hacia adelante, sobre los ojos
color ámbar de pesados párpados.
«No estoy bien diseñado», pensó el niño de trece años, seriamente concentrado.
Movió ligeramente su delgado pero fuerte cuerpo para no despertar a sus cuatro
hermanos, que dormían, y luego ladeó la cabeza para escuchar el esperado silbido
de su amigo Granacci desde la Via de H'Anguillara. Con rápidos trazos de
carboncillo comenzó a dibujar de nuevo sus rasgos, ampliando el óvalo de los ojos,
redondeando la frente. Luego llenó algo más las mejillas, dio más carnosidad a los
labios y más fuerza al mentón.
Hasta él llegaron las notas del canto de un pájaro a través de la ventana que había
abierto para recibir la frescura de la mañana. Ocultó su papel de dibujo bajo el
almohadón de la cama y bajó silenciosamente la escalera circular de piedra para
salir a la calle.
Su amigo Francesco Granacci era un muchacho de diecinueve años una cabeza más
alto que él. Tenía los cabellos del color del heno y los ojos azules. Desde hacía un
año, estaba proporcionando a Miguel Ángel materiales de dibujo y grabados que
sacaba subrepticiamente del estudio de Ghirlandaio, con los que estaba montando
una especie de santuario en la casa de sus padres, al otro lado de la Via dei
Bentaccordi. A pesar de ser hijo de padres acaudalados, Granacci ingresó de
aprendiz a los diez años en el estudio de Filippino Lippi. A los trece, había posado
para la figura central del joven resucitado en el San Pedro resucita al sobrino del
II
El estudio era una espaciosa habitación de alto techo que olía fuertemente a
pintura. En el centro se veía una tosca mesa: dos tablones sobre caballetes.
Alrededor de ella media docena de aprendices estaba inclinada sobre sus dibujos.
En uno de los rincones, un hombre mezclaba colores en un mortero. En las paredes
se veían cartones pintados de frescos ya terminados: La última cena, para la iglesia
de Todos los Santos, y La llamada de los primeros apóstoles, para la Capilla Sixtina
de Roma.
En otro rincón, al fondo, sobre un estrado ligeramente elevado, estaba sentado un
hombre de unos cuarenta años. La superficie de su mesa era el único lugar
ordenado de todo el estudio, con sus filas de plumas, pinceles, cuadernos de dibujo,
tijeras y otros materiales colgados de ganchos. Y tras él, en la pared, estantes
llenos de volúmenes y manuscritos iluminados.
Granacci se detuvo ante el estrado del pintor.
— Señor Ghirlandaio —dijo—, éste es Miguel Ángel, de quien le he hablado.
Miguel Ángel sintió que le escrutaban dos ojos, de los que se decía que eran
capaces de ver más con una sola mirada que cualquier otro artista de Italia. Pero
también el niño empleó sus ojos, dibujando para la carpeta de su mente al artista
sentado ante él, vestido con un jubón azul y un manto rojo. Cubría su cabeza un
gorro de terciopelo también rojo. El rostro, sensible, tenía unos labios gruesos,
prominentes pómulos, ojos hundidos en profundas cuencas y espesos cabellos
negros que le llegaban a los hombros. Los largos y delgados dedos de la mano
derecha rodeaban su garganta.
— ¿Quién es tu padre? —preguntó Ghirlandaio.
Ludovico di Leonardo Buonarroti—Simoni.
— He oído ese nombre. ¿Cuántos años tienes?
— Trece.
— Mis aprendices comienzan a los diez. ¿Dónde has estado estos tres últimos años?
— He perdido el tiempo en la escuela de Francesco da Urbino, quien quería
enseñarme latín y griego.
Ghirlandaio hizo un gesto que indicaba que la respuesta le había agradado.
— ¿Sabes dibujar?
III
Al pasar frente a la casa del poeta Dante Alighieri y la pétrea iglesia de la Abadía,
Miguel Ángel experimentó la sensación de recorrer una galería de arte, pues los
toscanos tratan la piedra con la ternura que todo amante reserva para su amada.
Desde la época de sus antepasados etruscos, la gente de Fiésole, Settignano y
Florencia había extraído piedra de las canteras de sus montañas para convertirla en
hogares, palacios, iglesias, fuertes y muros. La piedra era uno de los frutos más
ricos de la tierra toscana. Desde la niñez conocían su olor y su sazón, tanto de su
corteza exterior como de su «carne» interior: cómo la transformaban los rayos del
sol, la lluvia, la luz de la luna llena o el soplo del helado viento invernal. Durante
mil quinientos años, sus antepasados habían trabajado la nativa pietra sereno para
construir una ciudad de majestuosa belleza.
Llegaron al taller de carpintería que ocupaba la planta baja de la casa que la familia
Buonarroti alquilaba en la Via deH'Anguillara.
— A rivederci, como le dijo el zorro al peletero —dijo Granacci.
— Me llevaré una paliza, es cierto, pero, contrariamente al zorro, saldré con vida.
Dobló la esquina de la Via dei Bentaccordi y subió la escalera de la parte posterior
de su casa, por la cual se llegaba a la cocina.
Su madrastra le estaba cocinando una torta.
— Buenos días, madre —dijo el niño.
— ¡Ah, Miguel Ángel! Hoy tengo algo muy especial para ti: una ensalada que canta
en la boca.
Lucrezia di Antonio di Sandro Ubaldini da Gagliano tenía un nombre muchísimo más
largo que la lista de su dote. De lo contrario, ¿por qué una muchacha joven habría
de casarse con un viudo de cuarenta y tres años, de cabellos ya grises y padre de
cinco hijos? Porque su matrimonio le significó convertirse en cocinera de nueve
Buonarroti.
Cada mañana se levantaba a las cuatro para llegar al mercado al mismo tiempo que
los contadini, con sus carros llenos de vegetales frescos, frutas, huevos, queso,
carnes y aves. Si no ayudaba a los campesinos a descargar sus mercancías, por lo
menos les aliviaba de la carga eligiendo los productos cuando éstos estaban todavía
en el aire, antes de que tuvieran tiempo de llegar a los puestos. Para ella eran
siempre las judías verdes más tiernas, los guisantes, los higos, los melocotones...
Miguel Ángel y sus cuatro hermanos la llamaban Il Migliori, porque todos los
ingredientes que empleaba para cocinar tenían que ser los mejores. Al amanecer
estaba ya de regreso en casa, con sus cestas llenas. Le importaban muy poco sus
ropas y prestaba muy escasa atención a su cara, cubierta de pelusilla en las patillas
y el bigote. Pero Miguel Ángel la miró con cariño, al ver sus enrojecidas mejillas y la
excitación que se reflejaba en todas sus facciones mientras observaba cómo se iba
cocinando su torta.
Sabía que su madrastra era un ser dócil en todos los aspectos de su vida
matrimonial, menos en el de la cocina, donde se convertía en una verdadera leona.
La gente rica de Florencia se proveía de alimentos exóticos de todas las partes del
mundo, pero esos manjares costaban mucho dinero. Miguel Ángel, que compartía
con sus cuatro hermanos el dormitorio contiguo al de sus padres, escuchaba a
menudo sus debates nocturnos mientras su madrastra se vestía para la compra.
— Ludo vico, deja de estar controlando siempre los gastos. Tú prefieres guardar
dinero en la bolsa a llenar el estómago.
— Ningún Buonarroti ha dejado de comer un solo día las veces estipuladas desde
hace trescientos años. ¿No te traigo ternera fresca de Settignano todas las
semanas?
— ¿Y por qué hemos de comer ternera todos los días, cuando el mercado está
abarrotado de lechones y pollos?
Ludovico se inclinaba sobre sus libros de cuentas, seguro de que no le sería posible
tragar ni un bocado de la torta de pollo, almendras, grasa, azúcar, especias y el
costoso arroz con la que la joven esposa lo estaba arruinando. Pero lentamente los
temores se esfumaban, juntamente con su irritación, y al llegar las once estaba ya
hambriento como un lobo.
Ludovico devoraba prodigiosamente y luego retiraba la silla de la mesa, se
golpeaba con ambas manos el vientre y pronunciaba la frase sin la cual se
considera frustrado el día en Toscana: « ¡Ho mangiato bene!».
Al oír aquel tributo a su arte de cocinera, Lucrezia retiraba los restos de la comida,
que aprovechaba para la cena, ponía a su sirvienta a lavar la vajilla, se iba y
dormía hasta el atardecer, completas ya sus labores del día, agotado su gozo de
artista culinario.
Ludovico, no, pues tras el almuerzo repetía, pero a la inversa, el proceso de la
seducción matinal. Mientras pasaban las horas y avanzaba la digestión de los
alimentos, a la vez que se iba esfumando el recuerdo de los deliciosos aromas y
gustos, la cuestión de cuánto le había costado aquella comida comenzaba a roer
sus entrañas, y nuevamente se sentía irritado. Miguel Ángel atravesó la vacía sala
familiar, junto a cuyas paredes se veían las sillas, con sus asientos y respaldos de
cuero, todas ellas hechas por el fundador de la familia. La habitación contigua, que
daba también a la Via dei Bentaccordi y a las cuadras, era el despacho de su padre,
para el que Ludovico había hecho fabricar en la carpintería de abajo un escritorio
triangular, que encajara en el ángulo de cuarenta y cinco grados producido por la
conjunción de las dos calles. Allí se sentaba, inclinado sobre sus grisáceos libros de
cuentas de pergamino. Hasta donde recordaba Miguel Ángel, la única actividad de
su padre había sido concentrarse en estudiar la manera de evitar el gasto de dinero
y administrar los modestos restos de la fortuna Buonarroti, que se remontaba a
mediados del siglo XIII, y ahora reducida a una granja de cuatro hectáreas en
Settignano y una casa con un título de propiedad discutido ante la justicia y
próxima a la que la familia arrendaba.
Ludo vico oyó llegar a su hijo y levantó la cabeza. La naturaleza había sido
generosa con él en un solo don: su cabellera. Tenía además un largo bigote que se
perdía en su barba. Los cabellos estaban salpicados de canas. Su frente aparecía
surcada por cuatro profundas líneas rectas, ganadas en los numerosos años
pasados sobre los libros de cuentas. Sus pequeños ojos castaños eran melancólicos.
Miguel Ángel sabía que su padre era un hombre cauteloso, que cerraba siempre la
puerta con tres vueltas de llave.
— Buenos días, messer padre —saludó el niño. Ludovico suspiró:
— ¡He nacido demasiado tarde! Hace cien años las viñas de la familia Buonarroti
estaban atadas con longanizas.
Miguel Ángel observó a su padre, que volvía a hundirse en aquellos libros. Ludovico
sabía exactamente cuánto había poseído cada generación de su familia entre
tierras, casas, comercios y oro.
verdes olivos y ascendía la colina opuesta, por entre las viñas, hasta llegar al patio
de la casa. Allí se ponía a trabajar, silencioso, en la pietra serena procedente de la
cantera vecina, para preparar piedras destinadas a edificar casas o palacios.
Trabajaba para aliviar su infelicidad con los precisos golpes que Topolino, el
cantero, le había enseñado desde que era niño.
Los recuerdos del niño abandonaron Settignano y volvieron a la casa de piedra de
la Vía del 1'Anguillara. De pronto, habló:
— Padre, acabo de estar en el taller del pintor Ghirlandaio, quien ha aceptado
recibirme como aprendiz.
Ludovico se apoyó en sus dos manos para enderezarse. Aquel inexplicable deseo de
su hijo de convenirse en artesano podía ser el empujón final que derribase a los
tambaleantes Buonarroti, lanzándolos a un abismo social.
— Miguel Ángel —dijo severo—, te pido disculpas por haberme visto obligado a
inscribirte como aprendiz en el Gremio de Laneros, forzándote a ser comerciante en
lugar de caballero. Pero te he enviado a una escuela cara, he gastado un dinero que
me hacía mucha falta para que te educases y pudieras progresar en el gremio hasta
que fueras dueño de tus propios molinos y comercios. Así comenzaron la mayor
parte de los grandes florentinos, incluso los Medici. ¿Crees que ahora voy a
permitirte que pierdas el tiempo trabajando de pintor? ¡Eso cubriría de deshonra a
la familia! Desde hace trescientos años, ningún Buonarroti ha descendido tanto
como para realizar trabajos manuales.
— Eso es cierto —respondió Miguel Ángel—, hemos sido usureros.
Prestar dinero es una honorable profesión, una de las más respetables en Florencia
—repuso Ludovico.
— ¿Has observado alguna vez, padre, a tío Francesco cuando pliega su mesa fuera
del Orsanmichele no bien empieza a llover? ¡Jamás he visto a nadie trabajar más
rápidamente con sus manos!
Al oír que lo nombraban, el tío Francesco entró corriendo en la habitación. Era un
hombre más corpulento que Ludovico: el socio trabajador de la familia Buonarroti.
Dos años antes se había separado de Ludovico y llegó a tener una fortuna, que
luego perdió, y se vio obligado a regresar a la casa de su hermano. Ahora, cuando
llovía, sacaba a toda prisa la carpeta de terciopelo que cubría su mesita plegable,
agarraba la bolsa de monedas y corría por las encharcadas calles hacia la sastrería
de su amigo Amatare, quien le permitía instalarse allí, bajo techo.
Francesco dijo con voz ronca:
— Miguel Ángel, tú no serías capaz de ver a un cuervo dentro de una olla de leche.
¿Qué perverso placer puede producirte perjudicar y deshonrar a los Buonarroti?
El niño se enfureció ante aquella acusación:
— ¡Estoy tan orgulloso de mi apellido como cualquiera! Pero ¿por qué no puedo
aprender a realizar una obra de la que se sentiría orgullosa toda Florencia, como lo
está de las de Ghiberti, de las esculturas de Donatello y de los frescos de
Ghirlandaio? ¡Florencia es una excelente ciudad para un artista!
Ludovico puso una mano sobre el hombro del niño, mientras lo llamaba
Michelagnolo, su nombre predilecto, y le dijo:
— Michelagnolo, lo que dices de los artistas es cierto. Yo me he irritado tanto ante
tu estupidez que no he atinado más que a pegarte. Pero ahora tienes trece años, y
yo he pagado para que se te enseñase gramática y lógica, así que debo practicar la
lógica contigo. Ghiberti y Donatello comenzaron como artesanos y terminaron como
artesanos. Lo mismo ocurrirá con Ghirlandaio. Sus obras jamás los elevaron
socialmente ni un ápice, y Donatello era tan pobre al final de su vida que Cosimo de
Medici tuvo que darle la limosna de una pensión.
— Eso —dijo Miguel Ángel— fue porque Donatello guardaba todo su dinero en un
cesto de mimbre colgado del techo para que sus ayudantes y amigos pudieran
tomar lo que necesitasen. Ghirlandaio gana una fortuna. — El arte es como lavar la
cabeza de un asno con lejía —observó Francesco—, se pierde el esfuerzo y la lejía.
Todo el mundo cree que las piedras se van a volver lingotes de oro en sus manos.
¿De qué sirve soñar así?
Miguel Ángel se volvió hacia su padre y dijo:
— Si me quitas el arte, no me quedará nada.
— Yo había profetizado que mi Miguel Ángel iba a restaurar las riquezas de la
familia —exclamó Ludovico—, pero ahora comprendo que no debí soñar así. Por
eso, voy a enseñarte a ser menos vulgar.
Comenzó a propinar al niño una buena paliza. Francesco se unió a su hermano y le
sacudió unas cuantas bofetadas al pequeño. Miguel Ángel bajó la cabeza, como lo
hacen las pobres bestias cuando se desencadena una tormenta. De nada le valdría
huir, pues entonces la discusión tendría que reanudarse más tarde. A su mente
acudieron las palabras que su abuela repetía tan a menudo: «Paciencia... Nadie
nace sin que con él nazcan sus penurias».
De reojo, vio a su tía Cassandra que aparecía en el hueco de la puerta. Era una
mujer corpulenta, de grandes huesos, que parecía engordar con sólo respirar. Tenía
muslos, nalgas y pechos enormes, y su voz estaba a tono con su volumen y peso.
Era una mujer desgraciada, y no consideraba su deber dispensar felicidad a los
demás. El trueno de su vozarrón, al pedir que se le explicase lo que sucedía, hirió
los tímpanos del niño más dolorosamente que las bofetadas que le estaba
asestando el marido de Cassandra. Pero de pronto cesaron las palabras y los
golpes, y Miguel Ángel adivinó que su abuela había entrado en la habitación.
Ludovico se preocupaba siempre de no disgustar a su madre, por lo cual se dejó
caer en una silla.
— ¡Basta de discusión! —exclamó—. ¡Siempre te he enseñado que no debes
pretender ser dueño de todo el mundo! Es suficiente con que hagas dinero y honres
el apellido de tus padres. ¡Que no te vuelva a oír que deseas ser aprendiz de
artista!
Monna Alessandra se acercó a su hijo y le dijo:
— ¿Qué diferencia hay entre que Miguel Ángel ingrese en el Gremio de Laneros
para trabajar en la lana, o en el de boticarios para mezclar pinturas? De todas
maneras, tú no tienes suficiente dinero para establecer a tus cinco hijos. Estos
tendrán que buscarse la vida por su cuenta. Por lo tanto, deja que Leonardo
regrese al monasterio como desea, y Miguel Ángel a ese taller de pintor. Puesto que
no podemos ayudarlos, por lo menos no les sirvamos de estorbo.
— Voy a ser aprendiz de Ghirlandaio, padre. Tiene que firmar los papeles. ¡Yo
ayudaré a la familia!
Ludo vico miró a su hijo, incrédulo, y dijo:
— Miguel Ángel, estás diciendo cosas que me hacen hervir la sangre de ira. ¡No
tenemos ni un escudo para pagar tu aprendizaje en el taller de Ghirlandaio!
Aquél era el momento que el niño esperaba. Inmediatamente respondió, con voz
tranquila:
IV
La bottega de Domenico Ghirlandaio era la más activa y próspera de toda Italia.
Además de los veinticinco frescos y lunetas para el coro Tornabuoni de Santa María
Novella, que debían terminarse en un plazo de dos años, había firmado también
contratos para pintar una Adoración de los Reyes Magos para el hospital de los
Inocentes y diseñar un mosaico para uno de los portales de la catedral. Ghirlandaio,
que jamás solicitaba un trabajo, no podía negarse a realizar ninguno. El primer día
que Miguel Ángel trabajó en el estudio, el maestro le dijo:
— Si una campesina te trae un cesto para que se lo decores, hazlo lo mejor que
puedas, pues dentro de su modestia es tan importante como un fresco en la pared
de un palacio.
Miguel Ángel encontró aquel ambiente enérgico, pero afable. Sebastiano Mainardi,
de veintiocho años, larga cabellera negra, cortada a imitación de la de Ghirlandaio,
pálido y de angosto rostro, huesuda nariz y protuberantes dientes, estaba a cargo
de los aprendices. Era cuñado de Ghirlandaio.
— Ghirlandaio se casó con su hermana para tener a Sebastiano a su lado en el
taller —dijo Jacopo a Miguel Ángel—. Por lo tanto, debes estar siempre alerta ante
él.
Como la mayoría de las diabluras de Jacopo, aquella contenía no poca verdad. Los
Ghirlandaio eran una familia de artistas, adiestrados en el taller de su padre, un
experto orfebre que había creado una guirnalda de moda con la que las mujeres
florentinas adornaban sus cabellos. Los dos hermanos irás jóvenes de Domenico,
David y Benedetto, eran pintores también. Benedetto, miniaturista, sólo deseaba
pintar los diminutos detalles de las joyas y flores usadas por las damas; David, el
más joven, había firmado contrato para la iglesia de Santa María Novella,
juntamente con su hermano mayor.
Ghirlandaio consideró realmente cuñado a Mainardi cuando el joven aprendiz lo
ayudó a pintar sus magistrales frescos en la iglesia de San Gimignano, una
población vecina, de setenta y seis torres. Mainardi se parecía asombrosamente al
pintor: de carácter afable, inteligente, bien adiestrado en el estudio de Verrocchio,
amaba, sobre todas las cosas, la pintura, y estaba de acuerdo con su cuñado en
que lo más inportante eran la belleza y el encanto de un fresco. Las obras pictóricas
tenían que relatar un mensaje, ya fuese de la Biblia, de la historia sagrada o de la
mitología griega, pero no era función del pintor buscar el significado de ese
mensaje o juzgar su validez.
— El propósito de la pintura —explicó Mainardi al flamante aprendiz— es ser
decorativa, dar vida pictórica a las historias que ilustra, hacer feliz a la gente, sí,
aunque sea con los tristes cuadros del martirio de los santos. Recuerda siempre
esto, Miguel Ángel, y te convertirás en un pintor de éxito.
Miguel Ángel advirtió bien pronto que Jacopo, un muchacho de dieciséis años, con
cara de mono, era el cabecilla del taller. Poseía el don de aparentar que se hallaba
siempre muy ocupado, cuando en realidad no trabajaba en absoluto. Recibió al
nuevo niño de trece años en el estudio, advirtiéndole con tono grave:
— No hacer otra cosa que trabajar es indigno de un buen cristiano. Aquí, en
Florencia, tenemos un promedio de nueve días de fiesta al mes. Agrega a eso los
domingos y comprobarás que sólo tenemos que trabajar casi un día de cada dos.
Las dos semanas que mediaron entre su ingreso y el día de la firma de su contrato
pasaron volando, casi mágicamente. Y amaneció el primer día de cobro. Miguel
Ángel pensó en cuán poco había hecho para ganar los dos florines de oro que
constituían su primer anticipo. Hasta entonces se le había empleado más que nada
como mensajero, encargado de ir a buscar pintura a casa del químico, cernir arena
para darle una contextura más fina y lavarla en un barril con abundante agua.
Al despertarse el primer día, cuando todavía era de noche, se vistió rápidamente y
salió. En el Bargello pasó bajo el oscilante cuerpo de un hombre colgado por el
cuello del gancho de una cornisa.
Tenía que ser el hombre aquél que, al no morir cuando se lo ahorcó dos semanas
antes, farfulló palabras tan soeces y vengativas que los ocho magistrados
decidieron ahorcarlo de nuevo.
Ghirlandaio se sorprendió al encontrar al niño ante su puerta a tan temprana hora,
y su «buon giorno» fue breve. Llevaba varios días trabajando en un boceto de San
Juan en el bautizo del neófito y se hallaba perturbado porque no le era posible
aclarar su concepto de Jesús. Pero mayor fue su preocupación al ser interrumpido
por su hermano David con un fajo de cuentas que era necesario pagar. Domenico
hizo a un lado bruscamente aquellos papeles y continuó su dibujo, evidentemente
irritado.
— ¿Cuándo serás capaz de administrar esta bottega, David, y dejarme tranquilo
para dibujar?
Miguel Ángel observaba la escena con aprensión: ¿se olvidarían los dos hermanos
del día que era? Granacci vio la expresión de su amigo, se acercó a David y le habló
al oído. David metió una mano en la bolsa de cuero que llevaba al cinto, cruzó la
habitación y entregó a Miguel Ángel dos florines y una libreta de contrato. El niño
firmó rápidamente al lado del primer asiento de pago y luego puso la fecha: 16 de
abril, 1488.
Sintió un enorme gozo al imaginar el momento en que entregaría el dinero a su
padre. Dos florines no eran ciertamente la fortuna de los Medici, pero él esperaba
que aliviarían algo la melancólica atmósfera de su casa. Y de pronto, entre
murmullos, sintió la voz de Jacopo:
Bueno, está convenido: dibujaremos de memoria la figura de ese nomo que está en
el muro de la calleja, detrás de la bottega. El que lo reproduzca más fielmente gana
y paga la comida. ¿Estáis listos?
Miguel Ángel sintió un sordo dolor en la boca del estómago, se le revolvía. La suya
había sido una infancia solitaria, sin un amigo íntimo hasta que Granacci reconoció
VI
En el estudio de Ghirlandaio no se seguía un método ortodoxo de enseñanza. Su
filosofía básica estaba expresada en una placa colgada de la pared: «La guía irás
perfecta es la naturaleza. Continúa sin tregua dibujando algo todos los días».
Miguel Ángel tenía que aprender de las tareas que realizaban los demás. No se le
ocultaba secreto alguno. Ghirlandaio creaba el diseño general, la composición de
cada panel y la armoniosa relación entre un panel y los demás. Ejecutaba la mayor
parte de los retratos importantes, pero los centenares restantes eran distribuidos
entre los demás. Algunas veces varios hombres trabajaban en la misma figura.
Cuando la iglesia ofrecía un excelente ángulo de visibilidad, Ghirlandaio ejecutaba
personalmente todo el panel. De lo contrario, Mainardi, Benedetto, Granacci y
Bugiardini pintaban apreciables partes. En las lunetas laterales, situadas donde era
difícil verlas, el maestro permitía que Cieco y Baldinelli, el otro aprendiz de trece
años, ejercitasen su mano.
Miguel Ángel iba de mesa en mesa, empeñado en pequeñas tareas sueltas. Nadie
tenía tiempo para dejar su trabajo y enseñarle. Un día se detuvo a observar a
Ghirlandaio, que completaba un retrato de Giovanna Tomabuoni.
— El óleo es para mujeres —dijo el maestro, sarcástico—. Pero esta figura irá bien
en el fresco. Nunca intentes inventar seres humanos, Miguel Ángel: pinta en tus
paneles solamente a quienes ya has dibujado al natural.
David y Benedetto compartían con Mainardi una larga mesa en el rincón más lejano
del estudio. Benedetto no dibujaba jamás libremente. A Miguel Ángel le parecía que
prestaba más atención a los cuadrados matemáticos del papel que tenía ante sí que
al carácter individual de la persona que retrataba. Intentó seguir aquel plan
geométrico, pero la restricción era como un ataúd con cuerpos muertos.
Mainardi, por el contrario, tenía una mano firme y precisa, con una confianza que
daba vida a su trabajo. Había pintado importantes partes de las lunetas y todos los
paneles y estaba trabajando un esquema de color para la Adoración de los Reyes
Magos. Enseñó a Miguel Ángel cómo debía hacer para conseguir el color de la carne
en la pintura al temple: aplicando de dos capas en las partes desnudas.
— Esta primera capa de color, en especial cuando se trata de personas jóvenes, de
tez fresca, debe atemperarse con yema de huevo de una gallina de ciudad. Las
yemas de las gallinas de campo sólo sirven para atemperar los colores de la carne
de personas ancianas o de tez oscura.
De Jacopo no recibía instrucción técnica, sino noticias de la ciudad. Jacopo podía
pasar ante la virtud miles de veces sin tropezar con ella. Pero su nariz olfateaba
todo lo malo de la naturaleza humana tan instintivamente como un pájaro olfatea el
estiércol. Era el recolector de chismes de la ciudad y su pregonero; realizaba
diariamente el recorrido de las tabernas, las barberías y las casas non santas, y
frecuentaba los grupos de ancianos sentados en bancos de piedra ante los palazzi,
que eran los mejores proveedores de chismes. Todas las mañanas se dirigía al
taller por un camino que daba un gran rodeo, lo que le permitía libar en todas
aquellas fuentes, y cuando llegaba ya tenía una copiosa provisión de las noticias de
la noche anterior: qué maridos habían sido engañados, a qué artistas se les había
encomendado trabajo, quiénes iban a ser puestos en los cepos en el muro de la
Signoria...
Ghirlandaio poseía una copia manuscrita del ensayo de Cennini sobre la pintura.
Aunque Jacopo no sabía leer, se sentaba en la mesa de los aprendices y fingía
deletrear los pasajes que había aprendido de memoria: «Como artista, tu modo de
vivir debe ser regulado siempre como si estuvieras estudiando teología, filosofía o
cualquier otra ciencia; es decir, comer y beber moderadamente dos veces al día;
conservando tu mano cuidadosamente, ahorrándole toda la fatiga posible. Hay una
causa que puede dar a tu mano falta de firmeza y hacerla temblar como una hoja
sacudida por el viento: frecuentar demasiado la compañía de las mujeres».
Después de leer esto, Jacopo se volvió hacia el asombrado Miguel Ángel, que sabía
menos de mujeres que de la astronomía de Ptolomeo.
— Y ahora, Miguel Ángel —dijo—, ya sabes por qué no pinto más. No quiero que los
VII
Al llegar junio, el calor del verano se precipitó sobre Florencia. Las puertas traseras
del taller fueron abiertas y las mesas trasladadas al patio, bajo los verdes y
frondosos árboles.
Para la fiesta de San Giovanni, la bottega se cerró herméticamente. Miguel Ángel se
levantó temprano y, con sus hermanos, caminó hasta el Arno, el río que atravesaba
la ciudad, para nadar y jugar en las barrosas aguas, antes de reunirse con sus
compañeros de taller detrás del Duomo.
La plaza estaba cubierta por toldos de seda azul bordados con lirios dorados, como
representando el cielo. Cada gremio había armado su propia nube, en cuya cima
estaba su santo patrón sobre una estructura de madera cubierta por una espesa
capa de lana y rodeada de luces, y querubines y estrellas. En planos inferiores
había niños vestidos de ángeles.
A la cabeza de la procesión iba la cruz de Santa María del Fiore, y tras ella, grupos
de cantantes y esquiladores, zapateros, bandas de niños vestidos de blanco,
gigantes sobre zancos y cubiertos con fantásticas caretas. A continuación iban
veintidós torres montadas sobre carros con actores que formaban cuadros vivos de
la Biblia. La Torre de San Miguel representaba la Batalla de los Ángeles, en la que
Lucifer era arrojado del cielo; la Torre de Adán presentaba a Dios en la creación de
Adán y Eva, junto a quienes aparecía la serpiente; la Torre de Moisés hacía
aparecer con las Tablas de la Ley.
A Miguel Ángel aquel desfile de cuadros vivos le pareció interminable. Nunca le
habían gustado aquellas escenas bíblicas, y quería irse. Granacci insistió en que se
quedasen hasta el final. Cuando comenzaba la misa mayor en el Duomo, un
boloñés fue sorprendido mientras robaba a uno de los fieles. La multitud en la
iglesia y la plaza se convirtió en una furiosa turba que aullaba: « ¡A la horca!
¡Ahorquémoslo!». Y en efecto, el ladrón fue colgado inmediatamente de una
ventana de la sede del capitán de la guardia.
Más tarde, un viento huracanado y una tormenta de granizo sacudieron la ciudad y
destruyeron las pintorescas tiendas; la pista de carreras para el palio quedó
convertida en una ciénaga.
— ¡Esta tormenta se ha desatado por culpa de ese maldito boloñés, que se dedicó a
robar en el Duomo un día santo! —exclamó Cieco.
— No, no; ¡es todo lo contrario! — protestó Bugiardini—. Dios ha enviado la
tormenta como castigo porque hemos ahorcado a un hombre en un día santo.
Se volvieron hacia Miguel Ángel, que estaba absorto en el estudio de las esculturas
de oro puro, originales de Ghiberti, de la maravillosa segunda serie de puertas.
— ¿Qué opino? —preguntó Miguel Ángel—. ¡Creo que éstas son las puertas del
Paraíso!
En el taller de Ghirlandaio el Nacimiento de San Juan estaba ya terminado para ser
transferido al muro de Santa María Novella. Aunque llegó temprano a la bottega,
Miguel Ángel vio que era el último. Se sorprendió ante la excitación que reinaba allí.
imitadores hasta que —y allí, en la parte izquierda de la iglesia, Miguel Ángel vio la
vigorosa y esplendorosa magnificencia de su Trinidad—Masaccio, surgido sólo Dios
sabía de dónde, comenzó a pintar, y con él resucitó, magnífico, el arte pictórico de
Florencia. A través de la nave, a la izquierda, vio un crucifijo de Brunelleschi; la
capilla de la familia Strozzi, con frescos y esculturas de los hermanos Orcagna; el
frente del altar mayor, con sus bronces de Ghiberti; y luego, como epitome de toda
aquella magnificencia, la capilla Rucellai, construida por la familia de su madre a
mediados del siglo XIII, cuando había entrado en posesión de su fortuna por
mediación de uno de sus miembros, que había descubierto, en Oriente, el secreto
para producir un hermoso tinte rojo.
Miguel Ángel jamás se había atrevido a subir los pocos escalones de la capilla
Rucellai, a pesar de que contenía los tesoros del arte supremo de Santa María
Novella. Una lealtad familiar se lo había impedido. Ahora que se había
independizado en cierto modo de la familia e iba a trabajar allí, pensó si no habría
ganado ya el derecho a entrar. Dejó el rollo que llevaba y subió los peldaños
lentamente. Una vez dentro de la capilla, con su Madonna, de Cimabue, y la Virgen
con el Niño, de Niño Pisano, cayó de rodillas, pues ésta era la capilla donde la
madre de su madre había orado durante toda su juventud y donde su madre había
elevado sus oraciones en los días de fiesta.
Sintió que las lágrimas hacían arder sus ojos y luego se desbordaban. Le habían
enseñado varias oraciones, pero las repetía sin pensar. Y ahora subieron a sus
labios inconscientemente. ¿Rezaba a las hermosas madonnas, o a su madre?
¿Existía en verdad una diferencia? ¿Acaso su madre no estaba sobre él, como una
verdadera madonna, allá arriba, en el cielo?
Se levantó y avanzó hasta la Virgen de Pisano. Pasó sus largos y huesudos dedos
sobre la maravilla del aquel ropaje de mármol. Luego se volvió y salió de la capilla.
Se detuvo unos segundos al llegar a la escalera, mientras pensaba en el contraste
entre sus dos familias. Los Rucellai habían construido esta capilla alrededor de
1225, al mismo tiempo que los Buonarroti adquirían su fortuna. Los Rucellai habían
apreciado a los más prominentes artistas, casi los creadores de sus respectivas
artes: Cimabue, en la pintura, más o menos al final del siglo XIII, y Niño Pisato en
1365. Aun ahora, en 1488, competían amistosamente con los Medici por las
pintada formaría una costra debido a las corrientes de aire que soplaban en la
iglesia, y esas porciones del panel quedarían inservibles. Si no hubiese calculado
exactamente todo lo que podía pintar ese día, la pasta seca restante tendría que
ser descascarada a la mañana siguiente y dejaría una marca perfectamente visible.
En aquella clase de trabajo no eran posibles los retoques.
Miguel Ángel se quedó en el andamiaje con un balde de agua, rociando la zona
hacia la que se dirigía el pincel de Ghirlandaio para mantenerla húmeda.
Comprendió por primera vez la verdad que encerraba el dicho de que ningún
cobarde llegaría a ser jamás un buen pintor de frescos. Observó a su maestro, que
pintaba audazmente a la muchacha con la cesta de fruta en la cabeza. A su lado
estaba Mainardi, que pintaba las dos tías de la familia Tornabuoni que llegaban para
visitar a Isabel.
Benedetto estaba en la parte más alta del andamio. Pintaba el complicado techo,
cruzado por numerosas vigas. A Granacci le había correspondido pintar a la criada
que se veía en el centro del segundo plano con una bandeja que acercaba a Isabel.
David trabajaba en la figura de Isabel, reclinada contra la cabecera de la cama
ricamente tallada en madera.
Bugiardini, a quien habían asignado la puerta y las ventanas, llamó a su lado a
Miguel Ángel para que rociase su parte del panel con agua y luego dio un paso
hacia atrás para contemplar, con admiración, la diminuta ventana que acababa de
pintar sobre la cabeza de Isabel.
La culminación del panel llegó cuando Ghirlandaio, con la ayuda de Mainardi, pintó
a la exquisita y joven Giovanna Tornabuoni ricamente ataviada con suntuosas
sedas florentinas y refulgentes joyas. Miraba directamente a Ghirlandaio, sin el
menor interés hacia Isabel, sentada en su lecho, ni hacia Juan, que mamaba del
pecho de otra belleza.
El panel exigió cinco días de trabajo concentrado. Sólo a Miguel Ángel no se le
permitió aplicar pintura. El pequeño estaba desesperado. Le parecía que aunque
sólo llevaba en el taller tres meses, estaba tan calificado para trabajar en aquella
pared como los demás aprendices. Pero, al mismo tiempo, una voz interior insistía
en decirle que toda aquella febril actividad nada tenía que ver con él. Hasta cuando
se sentía más infortunado al verse excluido, deseaba fervientemente correr a un
mundo suyo.
Hacia el fin de la semana la capa de pasta comenzó a secarse. La cal quemada
recuperó el ácido carbónico del aire, fijando los colores. Miguel Ángel vio entonces
que estaba equivocado al pensar que los pigmentos se hundían en la pasta mojada.
Por el contrario, permanecían en la superficie cubiertos por una capa cristalina de
carbonato de cal. Todo el panel tenía ahora un lustre metálico que protegía los
colores contra el calor, el frío y la humedad. Pero lo más asombroso era que cada
uno de los segmentos iba secándose lentamente y adquiría los colores exactos que
Ghirlandaio había creado en su taller.
Sin embargo, cuando fue solo a Santa María Novella el domingo siguiente a oír
misa, se sintió defraudado: los dibujos habían perdido frescura y vigor. Las ocho
mujeres seguían como naturalezas muertas en mosaico, como si estuviesen
formadas de pedazos duros de piedra coloreada. Y aquello no era el nacimiento de
Juan en la modesta familia de Isabel y Zacarías, sino una reunión social en la
residencia de un magnate comercial de Italia, totalmente falto de espíritu o
contenido religioso.
Ante el brillante panel, el muchacho comprendió que Ghirlandaio amaba a
Florencia. La ciudad era su religión. Dedicaba toda su vida a pintar su gente, sus
palacios, sus habitaciones, exquisitamente decoradas, su arquitectura y sus calles,
sus fiestas religiosas y políticas. ¡Y qué vista tenía! Nada se le escapaba. Puesto
que nadie le encargaría que pintara Florencia, había convertido dicha ciudad en
Jerusalén; el desierto de Palestina era Toscana, y todas las personas bíblicas,
modernos florentinos. Porque Florencia era más pagana que cristiana todos estaban
muy satisfechos con aquellos retratos sofisticados del pintor.
Miguel Ángel salió de la iglesia deprimido. Las formas eran soberbias, pero ¿dónde
estaba la sustancia? También él quería aprender a fijar exactamente en sus dibujos
cuanto veía. Pero siempre consideraría más inportante lo que sentía que lo que
veía.
VIII
Se dirigió al Duomo, en cuyas frescas escaleras de mármol se reunían los jóvenes
para charlar, reír y contemplar la fiesta. Cada día era una fiesta en Florencia. Los
sábados, esta ciudad, la más rica de Italia, que había suplantado a Venecia en su
comercio con Oriente, salía a las calles a demostrar que sus treinta y tres palacios
bancarios proporcionaban riqueza a todos. Las jóvenes florentinas eran rubias,
esbeltas y llevaban adornos de vivos colores en sus cabellos. Los hombres de edad
vestían oscuros mantos, pero los jóvenes de las familias más destacadas usaban
sus calzoni con las perneras de distintos colores y diseñados de acuerdo con el
blasón de la familia. Y sus séquitos vestían aproximadamente igual.
Jacopo estaba sentado encima de un antiguo sarcófago romano, uno de los varios
que se hallaban colocados junto a la fachada de ladrillos de la catedral. Desde allí,
hacía constantes comentarios sobre las muchachas que desfilaban ante él.
Miguel Ángel se colocó a su lado y pasó una mano acariciante por el sarcófago. Sus
dedos percibían el bajorrelieve del cortejo fúnebre de guerreros y caballos.
— ¡Observa cómo estas figuras de mármol están todavía vivas y respiran! —dijo.
Su voz tenía tanta emoción que sus compañeros se volvieron para mirarlo. Su
ansiedad lo había dominado—. Dios —añadió—fue el primer escultor y esculpió la
primera figura: un hombre. Y cuando quiso dar a la humanidad sus leyes, ¿qué
material empleó? ¡La piedra! Los diez mandamientos grabados en una tabla de
piedra, para Moisés. ¿Cuáles fueron las primeras herramientas que los hombres
fabricaron? Las de piedra. Observad. Todos nosotros, los pintores, estamos
descansando en la escalinata del Duomo. ¿Cuántos escultores hay en este grupo?
Sus camaradas quedaron asombrados ante aquel entusiasta arranque. Jamás lo
habían oído hablar con tal énfasis. Sus ojos brillaban como carbones encendidos. Y
les dijo por qué, a su juicio, no había más escultores: la tuerza gastada en tallar
con el martillo y el cincel agotaba por igual la mente y el cuerpo.
Granacci contestó a su pequeño amigo:
— Si la extrema fatiga constituye el criterio del arte, entonces los canteros que
extraen el mármol de la montaña con sus cuñas y palancas deben ser considerados
más nobles que los escultores, y de la misma manera, los herreros son superiores a
los orfebres, y los albañiles, más importantes que los arquitectos.
Miguel Ángel se sonrojó. Había cometido un desliz, e inmediatamente estudió los
rostros de Jacopo, Tedesco y los dos muchachos de trece años.
— Pero tienes que convenir conmigo —dijo— en que la obra de arte se ennoblece
no era capaz de esculpir las palabras que expresasen las formas de piedra que
sentía en su interior.
La pintura —dijo— es perecedera. Un incendio en una capilla, un frío excesivo, y la
pintura empieza a esfumarse, a resquebrajarse ¡Pero la piedra es eterna! Nada
puede destruirla. Cuando los florentinos demolieron el Coliseo, ¿qué hicieron con los
bloques de piedra? Los incorporaron a otros muros. ¡Y pensad en las piezas de
escultura griega que se están desenterrando y que tienen dos o tres mil años de
antigüedad! ¡Mostrad una pintura que sea tan antigua! Observad este sarcófago
romano de mármol. Está tan sólido y brillante como el día en que fue esculpido...
— ¡Y tan frío! —exclamó Tedesco.
Mainardi alzó un brazo para pedir atención:
Miguel Ángel —comenzó cariñosamente—. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que la
razón por la que ya no quedan escultores es el elevado costo del material? Un
escultor necesita un hombre rico o una organización que lo provea de mármol y
bronce. El Gremio de Laneros de Florencia financió a Ghiberti durante cuarenta
años para que produjese las puertas del Baptisterio. Cosimo de Medici proporcionó
a Donatello todos los recursos que necesitaba. ¿Quién te proporcionaría la piedra y
te mantendría mientras tú practicaras en ella? La pintura es barata y los encargos
son abundantes. En cuanto al peligro del trabajo del escultor y de cometer el error
fatal. ¿Qué me dices del pintor que se dedica a hacer frescos? Si el escultor tiene
que ver la forma inherente en la piedra, ¿acaso el pintor de frescos no tiene que
prever el resultado final de sus colores en la pasta fresca y mojada, y saber
exactamente cómo saldrán cuando la pasta se haya secado?
Miguel Ángel tuvo que convenir que eso era cierto.
— Además —continuó Mainardi—, todo cuanto puede intentarse en materia de
escultura ha sido creado ya por los Pisano, Ghiberti, Orcagna, Donatello...
Tomemos, por ejemplo, a Desiderio da Settignano, o a Mino da Fiésole: tallaron
bellas copias de Donatello. Y Bertoldo, que fue ayudante de Donatello y aprendió
con él los secretos que su maestro había aprendido de Ghiberti, ¿qué ha creado
sino unas cuantas miniaturas reducidas de los grandes conceptos de su maestro?
Ahora está enfermo, casi moribundo, terminada su obra.
No, no, el escultor puede hacer muy poco más que copiar, puesto que el campo de
la escultura es reducido.
Miguel Ángel se calló. ¡Si tuviera mayores conocimientos! ¡Ah, entonces podría
convencer a sus compañeros de la magnificencia de modelar figuras en el espacio!
Granacci pasó una mano por los hombros del niño y dijo:
— ¿Has olvidado, Michelagnolo, lo que dijo Praxíteles: «La pintura y la escultura
tienen los mismos padres... son artes hermanas»?
Pero Miguel Ángel se negó a aceptar aquellos argumentos. Sin decir nada, bajó los
escalones de mármol y se alejó del Duomo, rumbo a su casa.
IX
Aquella noche no le fue posible dormir. Se revolvía insomne en el lecho. La
habitación era un horno, pues su padre decía que el aire que penetraba por una
ventana era peor que una puñalada. Buonarroto, que compartía su cama, dormía
plácidamente, como lo hacía todo en la vida. Aunque dos años menor que Miguel
Ángel, era el administrador de los cinco hermanos.
En la cama más próxima a la puerta dormía el bien y el mal de la progenie
Buonarroti: Leonardo, un año y medio mayor que Miguel Ángel y que se pasaba la
vida ansiando llegar a ser santo. Junto a él estaba Giovansimone, cuatro años
menor, perezoso, descortés con sus padres, que una vez había incendiado la cocina
de Lucrezia porque ésta lo había reprendido. Sigismondo, el más pequeño, dormía
todavía en la cuna, a los pies de la cama de Miguel Ángel. Este sospechaba que el
pequeño jamás sería más que un tonto, ya que carecía de la capacidad de
aprender.
Silenciosamente, saltó de la cama, se vistió y salió de casa. Recorrió la Via
dell'Anguillara hasta la Piaza della Santa Croce, donde se alzaba la iglesia
franciscana, tosca y sombría en su inconclusa estructura de ladrillo. Al pasar ante la
galería lateral abierta, sus ojos buscaron la silueta del sarcófago de Niño Pisano,
sostenido por sus cuatro figuras alegóricas. Torció a la izquierda y entró en la Via
del Fosso, pasó ante la prisión y la casa perteneciente al sobrino de Santa Catalina
de Siena. Al final de la calle estaba la tienda del químico más famoso de la ciudad.
De allí se dirigió a la Via Pietrapiana, que le llevó, por la Piaza di Sant’ Ambrogio, a
la iglesia donde estaban sepultados los escultores Verrocchio y Mino da Fiésole.
Después de dejar tras él la plaza, siguió El Borgo la Croce hasta llegar a un camino
rural llamado Via Pontassieve, y al final de éste se encontró el río Afinco, afluente
del Arno. Después de cruzar la Via Piagentina llegó a Varlungo, un pequeño grupo
de viviendas, y allí giró de nuevo a la izquierda y comenzó a ascender la ladera,
hacia Settignano.
Llevaba una hora de camino. Amaneció un día caluroso y claro. Se detuvo en una
ladera para contemplar las colinas de Toscana, que emergían de su sueño de
tinieblas. No le importaban mucho las bellezas de la naturaleza que tanto
emocionaban a los pintores. No. Amaba el valle del Amo por ser un paisaje
esculpido. Y Dios había sido su supremo escultor.
Pensó que el toscano era un escultor nato. Una vez que se hacía cargo del paisaje,
construía terrazas de piedra en él y dentro de ellas plantaba sus viñas, sus olivares,
en perfecta armonía con las colinas. Y cada familia heredaba una forma escultórica:
circular, oblonga, que servía de característica a la granja.
Ascendió a la cima de las colinas. Allí la piedra constituía el factor dominante: con
ella, el campesino toscano construía sus casas, rodeaba sus campos, formaba
terrazas en escalones en sus laderas y protegía la tierra contra la erosión. La
naturaleza había sido pródiga con la piedra; cada colina era una cantera todavía
virgen. Si los toscanos arañaban la superficie con sus uñas encontraban enseguida
materiales de construcción suficientes para levantar una gran ciudad.
Dejó el camino donde éste doblaba hacia la cantera de Maiano. Durante cuatro años
después de la muerte de su madre había gozado de completa libertad para vagar
por aquella campiña, aunque su edad era más apropiada para estar encerrado en
una escuela En Settignano no había maestro, y su padre estaba demasiado
encerrado en sí mismo para preocuparse... Y Miguel Ángel, mientras recordaba,
atravesó una tierra de la que conocía cada piedra y cada árbol como la palma de su
mano.
Llegó a la aldea de Settignano: una docena de casas agrupadas en torno a una
pequeña iglesia de grisácea piedra. Aquél era el corazón de la tierra de los
canteros, y de allí habían salido los más grandes del mundo: las generaciones que
habían construido Florencia. Estaba a sólo tres kilómetros de la ciudad, en el primer
promontorio sobre el suelo del valle. Se decía de Settignano que las colinas que
XI
Después de haberse tomado aquel día libre sin permiso, Miguel Ángel llegó
temprano al estudio. Ghirlandaio había pasado toda la noche dibujando a la luz de
unas velas. Sin afeitar, su barba azulada y las hundidas mejillas le daban el aspecto
de un anacoreta.
Miguel Ángel se dirigió a un lado del estrado sobre el que se hallaba la mesa de
trabajo del maestro, esperó a que éste levantara los ojos hacia él, y luego
preguntó:
— ¿Ocurre algo?
Ghirlandaio se puso en pie, alzó las manos lentamente hasta el pecho y luego
movió los dedos, como si tratase de ahuyentar sus preocupaciones. El muchacho
subió al estrado y contempló las docenas de bosquejos incompletos del Cristo a
quien Juan iba a bautizar. Las figuras eran sumamente delicadas.
— Me intimida el tema —gruñó Ghirlandaio como para sí—. He tenido miedo de
utilizar a un florentino que pueda ser reconocido...
Tomó una pluma y la movió rápidamente sobre una hoja de papel. Lo que emergió
de aquellos trazos fue una figura imprecisa, empequeñecida por el audaz Juan que
el pintor había completado ya y que esperaba, con el cuenco en las manos.
Ghirlandaio arrojó la pluma sobre la mesa con un gesto de disgusto y murmuró que
se iba a dormir. Miguel Ángel salió al fresco y comenzó a dibujar a la clara luz de la
estival mañana florentina.
Durante una semana dibujó experimentalmente. Por fin tomó una hoja de papel y
trazó una figura de poderosos hombros, pecho musculoso, amplias caderas,
estómago ligeramente convexo y robustas piernas asentadas con firmeza sobre
grandes y sólidos pies: un hombre capaz de partir un bloque de pietra serena con
un golpe de martillo.
Ghirlandaio se sobresaltó cuando Miguel Ángel le enseñó su Cristo.
— ¿Has utilizado un modelo? — preguntó.
— El cantero de Settignano que colaboró en mi crianza.
— Florencia jamás aceptará un Cristo de la clase trabajadora, Miguel Ángel. Está
acostumbrada a verlo siempre representado como a un gentil.
Miguel Ángel reprimió una ligera sonrisa.
— Cuando me aceptaste como aprendiz, me dijiste: «La verdadera pintura eterna
es mosaica», y me enviaste a San Miniato, para que viera el Cristo que Baldovinetti
restauró. Ese Cristo, del siglo X, no es un comerciante de lanas de Prato.
— Es una cuestión de tosquedad, de crudeza, no de potencia —replicó Ghirlandaio—
Los jóvenes lo confunden fácilmente.
Miguel Ángel explicó que prefería el campesino de Donatello al Cristo etéreo de
Brunelleschi, tan delicado que parecía haber sido creado únicamente para la
Crucifixión. Con la figura de Donatello, la crucifixión había llegado como una
aterradora sorpresa, igual que para María y los demás que se veían al pie de la
cruz. Y sugirió que quizá la espiritualidad de Cristo no dependía de su delicadeza
corporal, sino más bien de la indestructibilidad de su mensaje.
Ghirlandaio reanudó su trabajo, lo cual era indicación de que el aprendiz debía
retirarse. Miguel Ángel salió al patio y se sentó al sol, con el mentón hundido en el
pecho.
Unos días después el taller era una colmena excitada. Ghirlandaio había acabado su
Cristo. Cuando se permitió a Miguel Ángel que contemplase la figura terminada, se
quedó inmóvil de asombro: ¡era su Cristo! Las piernas aparecían dobladas en una
posición angular; el pecho, los hombros y los brazos eran los de un hombre
acostumbrado a cargar objetos pesados, a construir casas; el estómago,
ligeramente convexo, había absorbido sólidas cantidades de alimentos. En general,
la figura, por su poder y realismo, superaba en mucho a cuantas Ghirlandaio había
pintado hasta entonces, todas ellas a modo de naturalezas muertas.
Si Miguel Ángel esperaba que Ghirlandaio reconociese su colaboración, experimentó
un desengaño. El maestro había olvidado, aparentemente, la discusión y el dibujo
de su aprendiz.
A la semana siguiente el taller entero se trasladó a Santa María Novella para dar
comienzo a la Muerte de la Virgen en la luneta que culminaba el lado izquierdo del
coro. Granacci estaba satisfecho porque Ghirlandaio le había confiado la ejecución
de un número de apóstoles, y se encaramó en el andamio cantando alegremente.
Mainardi lo siguió para pintar la figura arrodillada a la izquierda de la reclinada
María, mientras David, en el extremo derecho, ejecutaba su tema favorito: un
camino toscano que serpenteaba por una ladera montañosa hasta una blanca villa.
Santa María Novella estaba vacía. Solamente algunas ancianas oraban ante las
madonnas. El tabique de lona había sido bajado para permitir que el aire fresco
penetrase en el coro. Miguel Ángel se hallaba indeciso bajo el andamiaje. Poco
después comenzó a caminar por la larga nave central hacia la brillante luz solar. Se
volvió para lanzar una última mirada al andamiaje, que se alzaba piso sobre piso
frente a las ventanas de vidrios coloreados, a los brillantes colores de varios
paneles ya terminados y a los ayudantes de Ghirlandaio, que aparecían como
diminutas figuras.
puesta del sol tienen que seguir líquidos, porque la mezcla absorberá menos. La
mejor hora para pintar es alrededor del mediodía. Pero antes que puedas aplicar los
colores tendrás que aprender a molerlos. Como sabrás, sólo hay siete colores
naturales. Vamos a empezar por el negro.
Los colores se adquirían en la botica y venían en pedazos como nueces. Se utilizaba
como base un trozo de pórfido y una mano de almirez también de pórfido para
molerlos. Aunque el mínimo de tiempo que se necesitaba para esa operación era
media hora, ninguna pintura de las empleadas para los paneles pintados por
Ghirlandaio se molía en menos de un par de horas.
El maestro había entrado en el estudio.
— ¡Un momento! —exclamó—. Miguel Ángel, si deseas un verdadero negro mineral,
usa esta tiza negra; si quieres un negro poco firme será necesario que mezcles un
poco de verde mineral, más o menos esta cantidad, en un cuchillo. —Ya
entusiasmado con el tema, se desprendió de su capa—. Para el color de la carne
humana tienes que mezclar dos partes del más fino almagre con una parte de cal
blanca bien remojada. Déjame que te enseñe las proporciones.
Cuando el fresco de Granacci estuvo listo, Miguel Ángel subió al andamio para
actuar como ayudante. Ghirlandaio no le había dado permiso todavía para manejar
el pincel, pero trabajó durante una semana aplicando el revoque y mezclando los
colores.
Había llegado ya el otoño cuando completó sus propios dibujos para la Muerte de la
Virgen y estaba en condiciones de crear su primer fresco. El aire otoñal era
cortante. Los contadini estaban talando los árboles y se llevaban las ramas para
emplearlas como leña para el invierno.
Los dos amigos subieron al andamio cargados de baldes de mezcla con agua,
pinceles, cucharas para mezclar los colores, papeles con los dibujos del panel y f
bosquejos coloreados. Miguel Ángel cubrió una pequeña zona de revoque. Luego
colocó sobre ella el dibujo del santo de blanca barba y larga cabellera. Empleó la
varita de marfil, la bolsa de carbonilla, el ocre rojo para los agujeros y el tosco
plumero. Luego mezcló los colores para l'erdacelo, que aplicó con un pincel blando,
hasta obtener una base delgada. Tomó el pincel fino y con térra verde diseñó las
características principales del rostro: la enérgica nariz romana, los ojos
rincón inferior de la luneta, bajo una montaña en forma de cono, coronada por un
castillo. El resto de la luneta estaba cuajado de figuras: más de veinte, que
rodeaban el féretro de la Virgen. Sus rostros apócrifos aparecían en distintos
ángulos, pero en todos se percibía la honda angustia. Hasta resultaba un poco difícil
descubrir a María.
Cuando Miguel Ángel bajó del andamio la última vez, Jacopo pasó el sombrero
negro de David y todos contribuyeron con algunos scudi para comprar vino. Jacopo
brindó el primero:
— Por nuestro nuevo camarada... que pronto será aprendiz de Rosselli.
Miguel Ángel recibió aquellas palabras con disgusto.
— ¿Por qué dices eso?
— Porque te ha robado la luneta.
A Miguel Ángel nunca le había gustado el vino, pero aquella copa de Chianti se le
antojó particularmente amarga.
— ¡Cállate Jacopo! ¡No me crees dificultades!
A última hora de aquella tarde, Ghirlandaio le llamó aparte.
— Dicen que soy envidioso —le confió—. Es cierto. Pero no de esas figuras tuyas
que carecen de madurez y son toscas. Mi hijo Rodolfo, que tiene seis años, copia
mejor el método de la bottega que tú. Pero no quiero que haya un malentendido.
Estoy envidioso de lo que habrá de ser, con el tiempo, tu maestría en el dibujo.
Ahora bien, ¿qué voy a hacer contigo? ¿Dejarte que vayas con Roselli? ¡De ninguna
manera! Queda todavía mucho trabajo que hacer en estos paneles. Prepara el
dibujo para las figuras restantes de los personajes que van a la derecha.
Miguel Ángel volvió al taller aquella noche, cogió sus copias de los dibujos de
Ghirlandaio de la mesa y en su lugar puso los originales. A la mañana siguiente,
Ghirlandaio murmuró cuando Miguel Ángel pasaba junto a él:
— Gracias por devolverme mis dibujos. Espero que te hayan sido útiles.
XII
El valle del Arno se caracterizaba porque en él el invierno era peor que en cualquier
otra parte de Italia. El frío tenía una cualidad insinuante que cubría la piedra y la
lana y mordía la carne. Después de los fríos llegaron las lluvias, y las calles
para el Duomo, los dibujos de santos de Fra Angélico para San Marcos, los
bosquejos de Masaccio para la iglesia del Carmen; todo un tesoro que dejó
boquiabierto al niño.
Granacci volvió a tomarlo de la mano y lo llevó por la senda hasta la puerta.
Salieron por ella a la Via Larga. Miguel Ángel se sentó en un banco de la Piaza San
Marco, y se vio rodeado inmediatamente por docenas de palomas. Cuando por fin
alzó la cabeza para mirar a Granacci, sus ojos tenían una mirada febril.
— ¿Quiénes son esos aprendices? —le preguntó—. ¿Cómo han hecho para ser
admitidos?
— Lorenzo de Medici los ha elegido.
— ¡Y a mí me quedan todavía dos años más en el taller de Ghirlandaio! —exclamó
Miguel Ángel, quejumbroso—. ¡Madona mía! ¡He destruido mi vida!
Pazienza —lo consoló Granacci—. Todavía no eres un viejo, ni mucho menos.
Cuando hayas completado tu aprendizaje...
— ¿Paciencia? —estalló Miguel Ángel—. Granacci, ¡tengo que ingresar en ese jardín
de escultura! ¡Ahora mismo! ¡No quiero ser pintor, sino escultor! ¡Pero ahora, sin
perder un solo día! ¿Qué tengo que hacer para que me admitan?
— Tienes que ser invitado.
— ¿Y qué debo hacer para que se me invite?
— No sé.
— ¿Quién lo sabe? ¡Alguien tiene que haber que lo sepa!
— ¡No seas tan impaciente, Miguel Ángel! ¡Me vas a tirar al suelo si sigues
empujándome!
Miguel Ángel se tranquilizó un poco. Sus ojos se llenaron de lágrimas de
frustración.
— ¡Ay, Granacci! —exclamó—.
¿Has deseado alguna vez algo tan intensamente que no te era posible resistir más?
— No... Confieso que no.
— ¡Qué suerte tienes!
LIBRO SEGUNDO
El jardín de escultura
I
Se sentía atraído hacia el jardín de la Piaza San Marco como si las antiguas
estatuas de piedra tuvieran imanes que lo empujasen allí. Algunas veces ni siquiera
sabía que sus pies lo llevaban al lugar. No hablaba con nadie, ni se aventuraba por
la senda que atravesaba el césped hasta el casino, donde Bertoldo y los aprendices
trabajaban.
Se quedaba inmóvil, mirando, con una tremenda ansia en los ojos.
Revolviéndose nervioso en la cama hasta altas horas de la noche, mientras sus
hermanos dormían a su alrededor, pensaba: «Tiene que haber algún medio. La
hermana de Lorenzo de Medici, Lannina, está casada con Bernardo Rucellai. Si
fuese a ver a Bernardo y le dijese que soy hijo de Francesca y le pidiese que
hablase en mi favor a Il Magnifico...» Pero un Buonarroti no podía ir a ver a un
Rucellai con el sombrero en la mano, como un mendigo.
Ghirlandaio se mostraba paciente.
— Tenemos que terminar el panel del Bautismo en unas semanas y bajar nuestro
andamio al panel inferior de Zacarías escribiendo el nombre de su hijo. Escasea el
tiempo. ¿Qué te parece si empiezas a dibujar en lugar de andar correteando por las
calles?
— ¿Puedo traerle un modelo del Neófito? Vi uno en el Mercado Viejo, mientras
descargaba un carro.
— Bien, puedes traerlo.
El niño dibujó su tosco y joven contadino recién llegado de la campiña, con sus
calzas como única vestimenta, arrodillado sobre una pierna para sacarse los
zuecos, torpe la figura, apelotonados y sin gracia los músculos. Pero el rostro
estaba transfundido de luz mientras contemplaba a Juan. Detrás de aquella figura
dibujó dos ayudantes de Juan, ancianos de barbas blancas, hermosos de cara y
poderosos de cuerpo.
Granacci se movía intranquilo cerca de él, mientras las figuras iban emergiendo en
— Si, pero me voy para ingresar como alumno en la escuela de escultura de Medici.
Ludovico se vio aprisionado entre la alegría y la confusión.
— ¿La escuela de Medici? ¿Qué escuela?
— Yo también voy, messer Buonarroti —intervino Granacci—, ingresamos como
aprendices de Bertoldo, bajo la protección de Il Magnifico.
¡Picapedreros! —exclamó Ludovico, angustiado, alzando los brazos sobre su cabeza.
— Escultores, padre. Bertoldo es el último maestro que queda.
— ¡Uno nunca sabe cuándo va a terminar la mala suerte! —clamó el padre—. Si tu
madre no hubiese sido arrojada por aquel maldito caballo, no habrías sido enviado
a que te criaran los Topolino y nada sabrías de trabajar la piedra.
Granacci acudió en ayuda de su amigo:
— Messer Buonarroti —dijo—. Su hijo tiene una gran capacidad para la escultura.
— ¿Y qué es un escultor? —gritó Ludovico—. ¡Todavía más bajo que un pintor! ¡Ni
siquiera pertenece a uno de los Doce Gremios! Será un obrero, como un leñador o
un recolector de aceitunas...
— Pero con una gran diferencia —persistió Granacci cortésmente—. Las olivas se
prensan para extraerles su aceite, y la madera se quema para cocinar la sopa.
Aceitunas y madera son consumidas. En cambio las artes tienen una calidad
mágica: cuantas más mentes las digieren, más tiempo sobreviven.
— ¡Poesía! — chilló Ludovico—. Yo hablo con sentido común, para salvar la vida de
mi familia, y tú me recitas poesía...
Monna Alessandra, la abuela, había entrado en la habitación.
— Dile a tu padre lo que ofrece Lorenzo Il Magnifico. Es el hombre más rico de
Italia, y todo el mundo sabe que es generoso. ¿Cuánto durará ese aprendizaje?
¿Qué salario te abonará?
— No sé. No lo he preguntado — dijo Miguel Ángel.
— ¡No lo has preguntado! —exclamó Ludo vico, sarcástico—. ¿Crees acaso que
poseemos la fortuna de los Granacci y que podemos mantenerte para que sigas con
tus locuras?
Francesco Granacci se sonrojó y dijo con marcada sequedad:
— Yo lo he preguntado. No media ninguna promesa. No habrá salario, sino
enseñanza gratuita.
II
El jardín de escultura de Medici no se parecía a la bottega de Ghirlandaio. No tenía
que ganarse la vida. Domenico Ghirlandaio estaba siempre azorado, no sólo por
ganar el dinero que necesitaba para alimentar a su numerosa familia, sino porque
firmaba muchos contratos con fecha fija de entrega.
Nada podía ser más ajeno a la opresión que la atmósfera en la que penetró Miguel
Ángel aquel cálido día de abril en que comenzó su aprendizaje a las órdenes de
Bertoldo, bajo el mecenazgo de Lorenzo de Medici.
La primera persona que le saludó allí fue Pietro Torrigiani, un apuesto joven, de
recia complexión, rubio, de hermosos ojos verdes. No bien estuvo al lado del recién
llegado, dijo:
— Así que tú eres el «fantasma del jardín». Has estado rondando estos alrededores
mucho tiempo...
— No creí que nadie advirtiera mi presencia.
— ¡Como para no advertirla, si nos devorabas con los ojos!
Bertoldo amaba solamente dos cosas, además de la escultura: la risa y el arte
culinario. Su humor tenía en sí más especias que su pollo alla cacciatora. Había
escrito un libro de cocina y su único motivo de queja al trasladarse al palacio de los
Medici era que no tenía oportunidad de cocinar sus recetas.
Aquel hombre frágil, de cabellera blanca como la nieve, de mejillas enrojecidas y
ojos de un hermoso azul pálido, era el heredero de todos los conocimientos
comunicables de la edad de oro de la escultura toscana.
Cogió del brazo a sus dos nuevos aprendices, y les explicó de inmediato:
— Es cierto que no toda la habilidad es comunicable. Donatello me proclamó su
heredero, pero jamás pudo convertirme en su igual. Me inculcó toda su experiencia
y artesanía de la misma manera que uno vierte el bronce derretido en un molde.
Pero, por mucho que lo intentó, no pudo poner su dedo en mi puño ni su pasión en
mi corazón. Todos somos tal como Dios nos ha creado. Yo les enseñaré todo lo que
Ghiberti enseñó a Donatello y Donatello me enseñó a mí. Que ustedes lo absorban
depende de su capacidad. El maestro es como el cocinero. Denle un pollo flaco o un
trozo de ternera dura y ni siquiera su más deliciosa salsa podrá volverlos tiernos.
Miguel Ángel rió de buena gana. Bertoldo, satisfecho de su propio humor, los llevó
hacia el casino, mientras decía:
— Y ahora, a trabajar. Si tienen talento, pronto se revelará.
El anciano maestro asignó a Miguel Ángel una mesa de dibujo en el pórtico, entre
Torrigiani, un jovencito de diecisiete años, y Andrea Sansovino, de veintinueve.
Este último había sido aprendiz de Antonio Pollaiuolo, y algunos de sus trabajos
podían verse ya en Santo Spirito.
Bertoldo dijo:
— El dibujo es un medio diferente para el escultor. Un hombre y un bloque de
piedra tienen tres dimensiones, lo cual les da, inmediatamente, algo más en común
que entre un hombre y una pared o un panel de madera que debe ser pintados.
Miguel Ángel comprobó que los aprendices del jardín de escultura eran semejantes
a los del taller de Ghirlandaio. Sansovino venía a ser la réplica de Mainardi: artista
profesional ya, llevaba años ganándose la vida con la escultura. Tenía el mismo
carácter de Mainardi y brindaba generosamente su tiempo y paciencia a los
principiantes. En el extremo opuesto de la escala estaba Soggi, un muchacho de
catorce años parecido a Cieco, que a juicio de Miguel Ángel carecía por completo de
talento.
Y estaba también el inevitable Jacopo, que aquí se llamaba Baccio da Montelupo, un
joven de veinte años tan despreocupado como Jacopo. Era un toscano amoral, que
se nutría de los escándalos de cada día para relatarlos a la mañana siguiente a sus
camaradas. En la primera mañana de trabajo de Miguel Ángel en el jardín, Baccio
llegó tarde e irrumpió con la noticia más sensacional del día. Era el chiste recién
cocinado que circulaba ya por las calles de Florencia: una dama florentina,
lujosamente vestida de sedas y cubierta de joyas, preguntó a un campesino que
salía de la iglesia Santo Spirito:
— ¿Ha terminado ya la misa de los villani?
Y el campesino le respondió:
— Si, señora, y está a punto de comenzar la de las puttane, así que apréstese a
entrar.
Bertoldo aplaudió, encantado.
La réplica de Granacci era Rustici, un muchacho de quince años hijo de un
acaudalado noble toscano, que iba allí por placer y por el honor de crear arte.
Lorenzo de Medid había querido que Rustici viviera en su palacio, pero el muchacho
prefería vivir solo en unas habitaciones que había alquilado en la Via de Martelli.
Miguel Ángel llevaba solamente una semana en el jardín, cuando Rustici le invitó a
comer.
— Igual que a Bertoldo —dijo—, me encanta la cocina casera. Haré un ganso al
horno.
Miguel Ángel encontró la casa de Rustici llena de animales: tres perros, un águila
encadenada a una percha, una cotorra enseñada por los contadini de una de las
posesiones de su padre y que chillaba a cada rato: ¡Va all ‘inferno! Además, había
un puercoespín que se movía incesantemente y a veces pinchaba a Miguel Ángel en
las piernas.
Después de comer, los dos muchachos se trasladaron a una sala de cuyas paredes
pendían cuadros familiares. En aquel ambiente aristocrático, el rústico se tornaba
joven culto.
— Tienes una mano admirable para el dibujo, Miguel Ángel —dijo Rustici—.
Probablemente eso te servirá de base para convertirte en escultor. Pero permíteme
que te haga una advertencia: no vayas a vivir en el suntuoso lujo del palacio.
— ¡No hay peligro de que eso ocurra! —exclamó Miguel Ángel.
— Escucha, amigo mío, es muy fácil acostumbrarse al lujo, a lo agradable y a lo
cómodo. Una vez que te hayas convertido en adicto a esas cosas, te resultará muy
fácil llegar a ser un parásito adulador y renunciar a las propias ideas para agradar
al mecenas. El paso siguiente es cambiar el propio trabajo para gustar a quienes
tienen en sus manos el poder, y eso equivale a la muerte para un escultor.
El aprendiz con quien Miguel Ángel intimó más fue Torrigiani, quien le parecía más
un soldado que un escultor. Pertenecía a una antigua familia de comerciantes
vinateros, ennoblecidos mucho tiempo atrás, y era el más audaz de los aprendices
ante Bertoldo. Solía mostrarse pendenciero en ocasiones. Brindó a Miguel Ángel una
rápida y cálida amistad. Por su parte, Miguel Ángel nunca había conocido a un
muchacho tan apuesto y hermoso como aquél. Y aquella hermosura física, que
alcanzaba casi la perfección, le producía una sensación de inferioridad al
compararla con su fealdad y escasa estatura.
Llevaba una semana en el jardín de escultura, cuando Lorenzo de Medici entró en él
con una jovencita.
Miguel Ángel vio entonces de cerca, por primera vez, al hombre que, sin cargo ni
titulo, gobernaba Florencia y la había convertido en una poderosa república, rica no
solamente en el comercio sino en pintura, literatura y escultura. Lorenzo de Medici,
que contaba entonces cuarenta años, tenía un rostro que parecía haber sido fruto
de la oscura piedra extraña de una montaña. Era un rostro irregular, muy lejos de
que él la miraba.
Por un instante Miguel Ángel pensó que ella iba a dirigirle la palabra, porque
humedeció sus pálidos labios con la punta de la lengua. Luego, desvió la mirada y
se reunió con su padre, que rodeó su cintura con un brazo. Después, ambos
pasaron frente a la fuente, se dirigieron a la portada y salieron a la plaza.
Miguel Ángel se volvió a Torrigiani:
— ¿Quién es esa jovencita? —preguntó.
— Contessina. Hija de Lorenzo. La última que queda en el palacio —le respondió
Torrigiani.
III
Ludovico nunca dio su consentimiento al ingreso de Miguel Ángel en el jardín de
escultura. Aunque toda la familia sabía que el muchacho ya no estaba en el taller
de Ghirlandaio, todos evitaban aceptar aquella degradación negándose a
reconocerla. Lo veían muy pocas veces, pues salía al amanecer, cuando todos
dormían, menos su madrastra, que ya se había ido al mercado, y volvía a las doce
en punto, cuando Lucrezia servía el asado o el guiso de ave. Después, trabajaba en
el jardín hasta la noche, y emprendía el regreso a casa, demorándolo todo lo
posible para que la familia estuviese acostada. Sólo permanecía despierto su
hermano Buonarroto, que le contaba las incidencias del día, o su abuela, que lo
esperaba a veces en la cocina para darle algo de comer.
Granacci no creía necesario levantarse tan temprano todas las mañanas o regresar
tan tarde todas las noches. Sólo al mediodía estaban juntos los dos amigos.
Granacci parecía cada día más deprimido.
— Es esa arcilla fría y pegajosa —se lamentaba—. ¡La odio! Estoy tratando de
modelar lo peor posible para que Bertoldo no me considere con condiciones para
trabajar la piedra. He probado la pietra dura una docena de veces y cada golpe de
martillo parece atravesarme el cuerpo en lugar de atravesar la piedra.
— ¡Pero Granacci, carissimo, el mármol tiene resonancia! —argumentó Miguel
Ángel—. Es receptivo. La pietra dura es como el pan duro. Espera que te toque
trabajar el mármol y verás que es como hundir los dedos en una masa fresca de
pan.
resonaba, al cantar, por todo el jardín y era oída con evidente agrado por los
scalpellini que estaban construyendo una biblioteca en el rincón más lejano del
jardín, que albergaría los manuscritos y libros de Lorenzo de Medici.
Cuando los aprendices paseaban por la mañana para estudiar cómo caía el sol
temprano sobre los Giotti de Santa Croce, Torrigiani enlazaba su brazo al de Miguel
Ángel y conversaba cariñosamente con él, manteniéndolo cautivo y encantado.
— ¡Oh, Miguel Ángel, tienes que ser soldado! —decía—. ¡Esa es vida: librar
mortales combates, matar al enemigo con la espada o la lanza, conquistar nuevas
tierras y cautivar a todas las mujeres! ¿Artista? ¡Bah! ¡Ese es un trabajo digno
solamente de los eunucos del sultán! ¡Tú y yo tenemos que recorrer el mundo
juntos, amico mío, para buscar conflictos, peligros y tesoros!
Miguel Ángel sentía un profundo afecto, casi amor, hacia Torrigiani. Y se
consideraba dichoso porque, a pesar de su insignificancia, había conquistado la
admiración de un joven tan apuesto y agradable. Aquello era como un vino fuerte
para quien jamás bebía.
IV
Ahora tenía que aprender a olvidar mucho de lo que se le había enseñado en el
taller de Ghirlandaio, debido a la diferencia que existía entre el dibujo para la
pintura al fresco y la escultura.
— Esto es un dibujo por el dibujo mismo —le advirtió Bertoldo, precisamente con
las mismas palabras que había empleado Ghirlandaio para aconsejarle lo
contrario—. Dibujo para lograr maestría en la vista y en la mano.
El maestro machacaba sobre las diferencias, tratando de inculcárselas. El escultor
persigue las figuras tridimensionales, no sólo la altura y el ancho, sino la
profundidad. El pintor dibujaba para ocupar espacio, y el escultor para desplazarlo.
El pintor dibujaba la vida dentro de un marco, mientras el escultor la dibuja para
sorprender el movimiento, para descubrir las tensiones y torsiones latentes dentro
de la figura humana.
— El pintor —decía— dibuja para revelar lo particular, pero el escultor lo hace para
desenterrar lo universal. ¿Comprendes? Pero lo más importante es que el pintor
dibuja para exteriorizar, para arrancar una forma de sí misma y fijarla en el papel;
el escultor dibuja para interiorizar, para arrancar una forma del mundo y
solidificaría dentro de sí mismo.
Miguel Ángel había intuido ya algo, pero buena parte de aquello lo reconocía como
la dura sabiduría de la experiencia.
— Soy una persona aburrida —se disculpaba Bertoldo—. Todo cuanto han creído
durante dos siglos los escultores de Toscana ha sido inculcado en mi cerebro.
Tienes que perdonar si se me escapa obiter dicta. Escúchame, Miguel Ángel. Tú
dibujas bien, pero también es inportante saber por qué uno tiene que dibujar bien.
El dibujo es una vela que puede ser encendida para que el escultor no tenga que
andar a tientas en la oscuridad, un plan para comprender la estructura que uno
está contemplando. Tratar de comprender a otro ser humano, luchar en busca de
sus profundidades, es la más peligrosa de las empresas humanas. Y todo eso es
acometido por el artista sin otra arma que su pluma o su carboncillo de dibujo. Ese
romántico de Torrigiani habla de irse a guerrear. ¡Juego de niños! No hay emoción
de peligro mortal que supere a la de un hombre solo que intenta crear algo que
antes no existía. El dibujo es la forma suprema de borrar tu ignorancia sobre un
tema y establecer la sabiduría en su lugar, como hizo Dante cuando escribió los
versos del Purgatorio. Sí, sí, el dibujo es como la lectura, igual que leer a Homero
para enterarse de lo que les pasó a Príamo y Helena de Troya. O leer a Suetonio,
para enterarse de las cosas de los Césares.
Miguel Ángel bajó la cabeza y dijo:
— Soy un ignorante. No leo latín ni griego. Urbino trató, durante tres años, de
enseñarme esas cosas, pero fui terco y no quise aprender. Sólo quería dibujar.
¡Estúpido! No me has comprendido. No me extraña que Urbino no pudiera
enseñarte. Dibujar es aprender. Es una disciplina, una vara de medir para averiguar
si hay honestidad en ti. Revelará todo cuanto eres, mientras tú imaginas que estás
revelando a otro. Dibujar es la línea escrita del poeta, fijada para ver si hay una
historia digna de ser relatada, una verdad digna de ser revelada. Recuerda eso,
figlio mío: dibujar es ser como Dios cuando le dio aliento a nuestro padre Adán; es
la respiración exterior del artista y la interior del modelo la que crea una tercera
vida en el papel.
Sí, el dibujo era el aliento de la vida, eso ya lo sabía, aunque para él no era un fin,
sino un medio.
Comenzó a quedarse por las noches, sin que nadie lo supiera. Recogía pedazos de
piedra que yacían por el suelo y herramientas. Aquellas piedras eran distintas:
blanco—amarillentas, de las canteras de Roma; pietra forte, de Lombrellino;
breccia, de Impruneta; mármol verde oscuro, de Prato; mármol con motas de un
rojo amarillento, de Siena; mármol rosa, de Gavorrano; cipollino, mármol
transparente; y bardiglio, azul y blanco. Pero su mayor gozo se producía cuando
alguien dejaba algún fragmento de mármol blanco puro de Carrara. Años antes, se
quedaba absorto junto a las canteras de mármol, ansioso de poner sus manos
armadas de herramientas sobre aquella preciosa piedra. Nunca le había sido
posible: el mármol blanco era raro y costoso. Sólo se traía de Carrara y Seravezza
el suficiente para ejecutar los pedidos.
Ahora comenzó a experimentar subrepticiamente con el punzón, los cinceles
dentado y chato, trabajando contexturas superficiales del mármol como lo había
hecho con la pietra serena en el patio de los Topolino. Aquella era la hora más
hermosa de la jornada para él, solo en el jardín, con la única compañía de las
estatuas. Cuando llegaba la oscuridad de la noche, siempre recordaba limpiar los
trozos de piedra que había cincelado arrojándolos en un montón en un extremo del
jardín para que nadie supiese de aquel secreto trabajo suyo.
Era inevitable que fuese sorprendido, y lo fue, pero por la última persona que él
hubiera esperado. Contessina de Medici iba ahora al jardín casi todos los días, si no
con Lorenzo, con Poliziano, Fiemo o Pico della Mirándola. Hablaba con Granacci,
Sansovino y Rustici, a quienes por lo visto conocía de antes. Pero ninguno de ellos
le presentó a Miguel Ángel, y por lo tanto ella no le dirigía la palabra.
Se dio cuenta inmediatamente, sin ver la rápida figura o el rostro todo ojos, cuando
ella entró en el jardín. Le pareció de pronto que todo movimiento a su alrededor,
incluso el del sol y el aire, habían intensificado su ritmo. Fue Contessina quien
liberó a Granacci de la esclavitud de la piedra. El muchacho le había confiado sus
sentimientos, ella habló con su padre, y un día Lorenzo llegó al jardín y dijo:
— Granacci, me gustaría tener un gran panel de pintura. ¿Se comprometería a
pintarlo?
— ¡Me encantaría, Magnifico! —exclamó Granacci.
V
Con los primeros calores intensos se produjo la primera baja: Soggi. Su entusiasmo
declinaba a ojos vistas. No había ganado ningún premio ni conseguido encargos, y
aunque Bertoldo le pagaba algunas monedas, sus ingresos solamente superaban a
los de Miguel Ángel, que no existían. Por tal motivo, Soggi creyó en la posibilidad
de que Miguel Ángel se uniese a él.
En un atardecer tórrido de fines de agosto, esperó a que todos se fueran y después
de dejar sus herramientas se acercó al más nuevo de los aprendices.
— Miguel Ángel —dijo—. ¿Qué te parece si tú y yo nos fuéramos de aquí? Todo esto
es tan... tan poco práctico. Salvémonos cuando todavía es tiempo.
— ¿Salvarnos, Soggi? ¿De qué?
— ¡No seas ciego! ¡Jamás podremos conseguir un encargo! ¡Ni dinero! ¿Quién
necesita realmente la escultura para seguir viviendo?
—Yo.
Las expresiones de disgusto, renuncia y hasta miedo que se manifestaban en el
rostro de Soggi eran más elocuentes que cuanto el infortunado muchacho había
podido dar a sus modelos de arcilla o cera.
— ¿Y dónde vas a encontrar trabajo? Si muriera Lorenzo... —dijo.
— ¡Es un hombre joven todavía! Sólo tiene cuarenta años.
— Si llegara a morir nos quedaríamos sin mecenas y este jardín desaparecería. ¿Es
que vamos a tener que vagar por toda Italia como mendigos, sombrero en mano?
¿Necesita un escultor, señor? ¿Le agradaría tener una bella Madonna, o una Piedad?
Yo puedo esculpiría si me da casa y comida...
Metió todos sus efectos en una bolsa.
— ¡Ma che! —añadió—. Yo quiero dedicarme a un trabajo en el cual la gente venga
a mí, no yo a la gente. Y quiero comer todos los días, pasta o carne de cerdo,
vino... Y comprarme calzoni cuando los necesite. La gente no puede vivir sin esas
cosas. Tiene que comprarlas a diario. Y yo se las venderé todos los días. Viviré de
eso. La escultura es el último de los lujos. Figura al pie de la lista. Y yo quiero
comerciar con algo que figure en primer lugar. ¿Qué me contestas, Miguel Ángel?
No te han pagado ni un escudo. ¡Fíjate que raída tienes la ropa! ¿Es que quieres
vivir como un paria toda tu vida? Vente conmigo ahora mismo, y encontraremos
trabajo juntos...
Miguel Ángel sonrió, un poco divertido. Luego respondió:
— La escultura figura en el primer lugar de mi lista, Soggi. Es más, no tengo lista.
Digo «escultura» y esa palabra abarca toda mi vida.
— Mi padre conoce un carnicero del Ponte Vecchio que está buscando un ayudante.
El cincel, al fin y al cabo, es muy parecido al cuchillo.
A la mañana siguiente, Bertoldo se enteró de la desaparición de Soggi y se encogió
de hombros.
— Son las bajas de la escultura —dijo—. Todos nacemos con algún talento, pero en
la mayoría de los casos la llama se apaga rápidamente.
Se pasó una mano, resignada, por la larga y blanca cabellera.
VI
Conforme avanzaban los días del otoño se intensificaban las amistades de Miguel
Ángel. En los días de fiestas cívicas o religiosas, cuando el jardín permanecía
cerrado a cal y canto, Rustici le invitaba a comer y luego lo llevaba a la campiña en
busca de caballos, y pagaba a los campesinos, cocheros y lacayos por el privilegio
de dibujarlos con sus caballerías o en sus campos.
Miguel Ángel sólo se sentía triste en su hogar. Ludovico había conseguido averiguar
cuánto recibía cada uno de los aprendices del jardín en dinero correspondiente a
premios y comisiones. Sabía que Sansovino, Torrigiani y Granacci estaban ganando
apreciables sumas.
— Pero tú no —clamaba—. ¡Ni un solo escudo!
— Todavía no.
— ¡Es que ya han pasado ocho meses! ¿Por qué es eso? ¿Por qué los otros sí y tu
no?
— No sé.
— Sólo puede concebirse una razón: que no puedes competir con los otros. ¡Ajiaco!
Te voy a dar un plazo de otros cuatro meses, para completar el año. Entonces, si
Lorenzo cree todavía que eres una fruta seca, te dedicarás a trabajar en otro oficio.
Pero la paciencia de Ludovico duró solamente cuatro semanas. Un día, arrinconó a
su hijo en el dormitorio y le preguntó:
— ¿Elogia Bertoldo tus trabajos?
— No —respondió Miguel Ángel.
— ¿Te ha dicho que tienes talento?
—No.
— ¿Elogia a los demás?
— Algunas veces.
— ¿Crees que tienes siquiera alguna pequeña probabilidad de llegar a triunfar?
— Podría ser. Dibujo mejor que los otros.
— ¡Dibujar! ¿Qué significa eso? Si te están enseñando escultura, ¿por qué no
esculpes?
Bertoldo, por su parte, no fue tan suave. Al ver un dibujo de Miguel Ángel en el cual
había imitado otro de Torrigiani, el maestro lo rompió en pedazos y dijo irritado:
— Camina con un cojo durante un año y al final tú también cojearás, Miguel Ángel.
Lleva tu mesa otra vez al lugar que tenías antes.
VII
Bertoldo sabía que Miguel Ángel había llegado ya al límite de su paciencia. Pasó un
brazo por los hombros del muchacho y le dijo:
— Bueno, ahora... ¡A esculpir!
Miguel Ángel hundió la cabeza en sus manos. Alivio, júbilo y tristeza se mezclaban
en su corazón, haciéndolo latir violentamente. Sus manos temblaban sin control.
— Veamos, ¿qué es la escultura? —prosiguió Bertoldo, con tono didáctico—. Es el
arte que, al eliminar todo lo que es superfluo del material que se maneja, lo reduce
a la forma diseñada en la mente del artista...
— Con el martillo y el cincel —exclamó Miguel Ángel, recuperada ya su calma.
O mediante sucesivas adiciones —persistió Bertoldo—, como cuando se modela en
barro o cera, que es el método de agregar.
— ¡Para mí no! — dijo Miguel Ángel con energía—. Yo quiero trabajar directamente
en el mármol, como lo hacían los griegos, esculpiendo sin modelo de barro o cera.
Bertoldo sonrió un poco sarcásticamente:
— Esa es una noble ambición, pero primero tienes que aprender a modelar en
arcilla y cera. Hasta que no hayas dominado perfectamente el método de agregar,
no podrás atreverte a acometer el método de eliminar. Tus modelos de cera
deberán tener aproximadamente unos treinta centímetros de altura. Ya he
ordenado a Granacci que compre una cantidad de cera para ti. Para ablandarla,
empleamos un poco de esta grasa animal. Si por el contrario necesitas más
consistencia en la cera, le agregas un poco de trementina. ¿Va bene?
Mientras se derretía el bloque de cera, Bertoldo le enseñó a preparar el armazón
con varitas de madera o alambres de hierro. Una vez preparado, Miguel Ángel
comenzó a aplicarle la cera para ver hasta qué punto podía acercarse a la creación
de una figura de tres dimensiones a partir de un dibujo de dos.
Para eso había discutido las virtudes de la escultura con respecto a la pintura en la
escalinata del Duomo. La verdadera tarea del escultor era la profundidad, esa
dimensión que el pintor solamente podía sugerir por medio de la ilusión de la
perspectiva. El suyo era el duro mundo de la realidad; nadie podía caminar
alrededor de su dibujo, pero cualquiera podía hacerlo alrededor de su escultura,
para juzgarla desde todos los ángulos.
— Así, tiene que ser perfecta, no solamente en su frente, sino al mirarla por los
costados o la parte posterior —agregó Bertoldo—. Esto significa que cada parte
tiene que ser esculpida no una vez, sino trescientas sesenta, porque en cada
cambio de grado se torna una parte distinta.
Miguel Ángel estaba fascinado. La voz de Bertoldo le atravesaba como una llama:
— Capisco, maestro —respondió.
Tomó la cera y sintió su calor en las palmas de las manos. Para unas manos
hambrientas de mármol, la bola de cera no podía ser agradable. Pero las palabras
del maestro le dieron el impulso necesario para ver si le era posible modelar una
cabeza, un torso, una figura completa que en cierta medida reflejase el dibujo. No
era fácil.
Una vez que hubo amasado la cera sobre el armazón esquelético, obedeció las
órdenes de Bertoldo y la trabajó con herramientas de hierro y hueso. Después de
lograr la más tosca aproximación, la refinó con sus fuertes dedos. El resultado tenía
una cierta verosimilitud.
— Si, pero carece por completo de gracia —criticó Bertoldo—, y no tiene el menor
parecido facial.
— No estoy haciendo un retrato —gruñó Miguel Ángel, que absorbía las
instrucciones como una esponja seca arrojada a un barril de agua, pero se
encrespaba ante las críticas.
— Ya lo harás.
— ¡Al diablo con los retratos! ¡Jamás me gustarán!
— Jamás está mucho más lejos a tu edad que a la mía. Cuando tengas hambre y el
duque de Milán, pongo por mecenas, te pida que hagas su retrato en un medallón
de bronce...
— ¡Nunca tendré tanta hambre! —dijo el muchacho, enérgico.
Pero Bertoldo se mantuvo firme. Le habló de expresión, gracilidad, equilibrio. De la
Llegó febrero, con nieblas que bajaban de las montañas y lluvias que envolvían la
ciudad hasta que todas las calles parecían ríos. Había pocas horas de luz grisácea
para trabajar. Todos estaban confinados en las habitaciones del casino. Cada
aprendiz se sentaba en un alto taburete, sobre un brasero encendido.
Cada cierto tiempo, Bertoldo tenía que quedarse acostado varios días. La arcilla
mojada parecía más pegajosa y fría que nunca. Miguel Ángel trabajaba
frecuentemente a la luz de una lámpara de aceite, casi siempre sólo en el casino,
triste, pero más satisfecho de estar allí que en cualquier otro lugar.
Faltaban ya menos de dos meses para abril, y por lo tanto, para la decisión de
Ludovico de retirarlo del jardín de escultura si no alcanzaba suficiente capacidad
para percibir un salario. Bertoldo, cuando se presentaba envuelto en gruesas ropas,
parecía un fantasma. Pero Miguel Ángel sabía que tenía que hablar. Mostró al
maestro las figuras de arcilla que había modelado y pidió su autorización para
reproducirlas en mármol.
— No, figlio mío—respondió el maestro con voz ronca—, todavía no estás
preparado.
— ¿Los otros lo están y yo no?
— Tienes mucho que aprender.
— Lo reconozco.
¡Pazienza! —le aconsejó Granacci—. Dios da a la espalda la forma apropiada para la
carga que debe soportar.
VIII
Bertoldo le hacía trabajar cada día irás duramente, y no cesaba de criticar su labor.
Por mucho que lo intentaba, Miguel Ángel no conseguía una sola palabra de elogio.
Y otro motivo de disgusto era que todavía no le habían invitado al palacio. Bertoldo
le decía a menudo:
— ¡No, no! Este modelo está acariciado en demasía. Cuando veas las esculturas del
palacio comprenderás que el mármol quiere expresar únicamente los sentimientos
más intensos y profundos.
Cuando Lorenzo invitó a Bugiardini al palacio, Miguel Ángel se enfureció. ¿Contra
quién: Bertoldo, Lorenzo o contra sí mismo? No lo sabía. Aquella exclusión
implicaba un rechazo. Y se sintió como el burro que lleva una carga de oro y tiene
que comer paja seca.
Y por fin, en un frío pero luminoso día de finales de marzo, Bertoldo se detuvo ante
un modelo de arcilla que Miguel Ángel acababa de terminar, basado en los estudios
de semidioses antiguos, medio humanos, medio animales.
— En el palacio hay un fauno recién descubierto —dijo—. Lo desempaquetamos
anoche. Griego pagano, sin duda. Ficino y Landino creen que es del siglo quinto
antes de Cristo. Tienes que verlo.
Miguel Ángel contuvo el aliento.
— Ahora mismo me parece lo mejor. Ven conmigo —añadió Bertoldo.
En el lado del palacio de Medici que daba a la Via de Gori, se había utilizado como
base el segundo muro que limitaba la ciudad. El arquitecto Michelozzo lo había
completado treinta años antes para Cósimo. Era lo suficientemente espacioso para
albergar a una numerosa familia de tres generaciones, el gobierno de una
república, la administración de un comercio que abarcaba todo el mundo conocido y
un centro para artistas estudiosos: una combinación de hogar, despachos, tienda,
universidad, bottega, galería de pintura, teatro y biblioteca; todo ello austero,
dotado de la majestuosa sencillez que siempre había caracterizado el buen gusto de
los Medici.
La obra de mampostería entusiasmó a Miguel Ángel al detenerse en la Via Larga
para poder admirarla unos instantes. Aunque había visto aquel palacio centenares
de veces, siempre le parecía fresco y nuevo. ¡Qué soberbios artistas eran aquellos
scalpellini! Alrededor del palacio, en ambas calles, se extendía un banco de piedra
donde, sentados, los florentinos podían charlar y tomar el sol.
— Nunca me había dado cuenta —dijo Miguel Ángel— de que la arquitectura es un
arte casi tan grande como la escultura.
Bertoldo sonrió, indulgente.
— Giuliano da Sangallo, el mejor arquitecto de Toscana, te diría que la arquitectura
es escultura —respondió—. Es decir, el dibujo de formas para ocupar espacio. Si el
arquitecto no es escultor, lo único que consigue son habitaciones encerradas entre
paredes.
La esquina de la Via Larga y la Via de Gori era una galería abierta que la familia
Medici utilizaba para sus fiestas, a las que los florentinos consideraban
entretenimientos y deseaban presenciar. Tenía unos magníficos arcos de unos
nueve metros, labrados en pietra forte. Era allí donde los ciudadanos, comerciantes
y políticos conferenciaban con Lorenzo, mientras los artistas y estudiantes
consultaban sus proyectos. Para todos había siempre un vaso de vino dulce de
Greco, «el vino perfecto para los caballeros».
Entraron por la maciza portada y llegaron al patio cuadrado con sus tres arcos
completos a cada lado, sostenidos por doce columnas de decorados capiteles.
Bertoldo señaló orgullosamente una serie de ocho figuras esculpidas, entre las
cimas de los arcos y los marcos de las ventanas.
— Son mías —dijo—. Las copié de gemas antiguas. Verás los originales en las
colecciones de Lorenzo, en el studiolo. ¡Son tan buenas que la gente las confunde
con las de Donatello!
Miguel Ángel frunció el ceño. ¿Cómo podía conformarse Bertoldo con ir tan detrás
de su maestro? En aquel momento vio dos de las grandes esculturas de la ciudad:
los David de Donatello y Verrocchio. ¡Y corrió a ellas para tocarlas reverentemente,
mientras lanzaba un enorme suspiro!
Bertoldo se detuvo junto a él, pasando también sus manos sobre las magnificas
superficies de bronce.
— Yo ayudé a fundir esta pieza para Cósimo —dijo—. La esculpieron para colocarla
precisamente aquí, donde está ahora, a fin de que fuera posible admirarla por todos
lados. ¡Qué emoción sentíamos todos! Durante siglos únicamente habíamos tenido
el relieve. Esta iba a ser la primera escultura vaciada en bronce de una figura
suelta, en los últimos mil años. Antes de Donatello la escultura se utilizaba como
ornamento de la arquitectura, en nichos, puertas, sitiales de coros y púlpitos.
Miguel Ángel contemplaba absorto el David de Donatello, tan joven y dulce, con
largos rizos en los cabellos, los delgados brazos que sostenían una gigantesca
espada, la pierna izquierda curvada tan graciosamente para poner el pie, calzado
con una sandalia abierta, sobre la cabeza decapitada de Goliat. Era un doble
milagro, pensó Miguel Ángel, que el bronce hubiera sido fundido tan
admirablemente con esa suavidad satinada, y en ello correspondía parte del mérito
a Bertoldo, y que una figura tan delicada, casi tan frágil como la de Contessina,
IX
Aquella noche se revolvió constantemente en su lecho, insomne. Estaba a punto de
Miguel Ángel bajó de la colina, caminó a lo largo del río hasta el Ponte Vecchio y
continuó por la Piazza de San Marco y el jardín, dirigiéndose al bloque de mármol
que estaba en el césped, más allá del lugar donde iba a levantarse la biblioteca.
Tomó la piedra en sus brazos y, encorvado bajo su peso, avanzó por la senda hasta
el fondo del jardín. Allí enderezó un tronco de árbol que había sido aserrado y
colocó el bloque, bien firme, encima.
Sabía que no tenía derecho a tocar aquel mármol y que, al menos por implicación,
se acababa de revelar contra la autoridad del jardín, violando la férrea disciplina
que imponía Bertoldo. Bueno, de todos modos estaba casi a punto de irse, si su
padre cumplía la amenaza. Y si Bertoldo le despedía, siempre sería mejor que lo
hiciese frente a un bloque de mármol que él convertiría en estatua.
Sus manos acariciaron la piedra, buscando sus más íntimos contornos. Durante
todo el año no había tocado un bloque de blanco mármol estatuario.
Para él, aquel lechoso mármol blanco era una sustancia viva que respiraba, sentía,
juzgaba. No podía permitir que aquella piedra se sintiera defraudada ante él. No era
temor, sino reverencia. ¡Era amor!
No tenía miedo. Su mayor necesidad era que su amor fuese reciproco. El mármol
era el héroe de su vida, y su destino. Y le pareció que hasta ese momento, con las
manos sobre el mármol, jamás había vivido. Porque eso era lo que él había
deseado toda su vida: ser un escultor de mármol blanco.
Cogió las herramientas de Torrigiani y se puso a trabajar. Sin dibujo, modelo de
arcilla o cera, sin marcas de carboncillo siquiera en la tosca superficie del mármol.
La única guía, además del impulso y del instinto, era la clara imagen del Fauno del
palacio: picaresco, saturado de placer y enteramente encantador, X El Fauno estaba
terminado. Durante tres noches Miguel Ángel había trabajado detrás del casino;
durante tres días lo había ocultado debajo de un enorme retal de lana. Lo llevó a su
mesa de trabajo. Ahora estaba dispuesto a que lo viera Bertoldo: su propio Fauno,
con los gruesos labios sensuales, los blancos dientes y la picaresca lengua que
apenas asomaba la punta. Estaba puliendo la parte superior de la cabeza con pietra
ardita y agua para eliminar todas las marcas de las herramientas, cuando llegaron
los aprendices y Lorenzo apareció por la senda del jardín. Se detuvo junto a Miguel
Ángel.
— ¿Quién es su padre?
Ludovico di Leonardo Buonarroti— Simoni.
— He oído ese nombre.
Abrió su escritorio y sacó un cartapacio de pergamino, de cuyo interior extrajo
docenas de dibujos que extendió sobre la mesa. Miguel Ángel no podía creer lo que
veía.
— Pero... ¡esos dibujos son míos, messere! —exclamó.
— En efecto.
— Bertoldo me dijo que los había destruido.
Lorenzo se inclinó sobre la mesa, hacia el muchacho.
— Hemos puesto numerosos obstáculos en su camino, Miguel Ángel. Bertoldo lo ha
perseguido despiadadamente con sus críticas duras y muy pocos elogios o
promesas de premios. Queríamos estar seguros de que poseía nervio, fortaleza,
resistencia. Sabíamos que tenía verdadero talento, pero no conocíamos su carácter.
Si nos hubiera abandonado por falta de elogios o premios en dinero...
Se acercó a Miguel Ángel, después de rodear la mesa, y agregó:
— Miguel Ángel, en usted hay una verdadera pasta de escultor. Bertoldo y yo
estamos convencidos de que podría llegar a ser el heredero de Orcagna, Ghiberti y
Donatello. Me agradaría que viniera a vivir a palacio, como miembro de mi familia.
Desde este momento, no tiene que preocuparse más que de la escultura.
— Lo que más me gusta es trabajar el mármol.
Lorenzo rió de buena gana:
— ¿Así que ni una palabra de gracias, ni la más ligera expresión de placer ante la
perspectiva de venir a vivir al palacio de un Medici? ¡Sólo su amor hacia el mármol!
— ¿No es por eso por lo que me ha invitado?
— Senz 'altro. ¿Quiere traer aquí a su padre? Debo hablarle.
Mañana. ¿Cómo debo llamarlo, messere?
— Como quiera.
— No Magnifico.
— ¿Por qué no?
— Porque un cumplido pierde toda su fuerza si uno lo escucha día y noche.
— ¿Con qué nombre piensa en mí?
— Lorenzo.
— Lo dice con cariño.
— Porque lo siento.
— En el futuro, no me pregunte qué debe hacer. Ya me he acostumbrado a esperar
lo inesperado de usted.
Granacci se ofreció otra vez a interceder por él ante Ludovico, y éste no parecía
comprender lo que el amigo de su hijo decía.
— Granacci —preguntó—, ¿está empeñado en llevar a mi hijo por mal camino?
— El palacio de Lorenzo de Medici no es exactamente el mal camino, messer
Buonarroti. Se comenta que es el palacio más hermoso de toda Europa.
— ¿Y qué tiene que hacer un picapedrero en un hermoso palacio? Será para
trabajar como lacayo.
— Miguel Ángel no es un picapedrero. Es un escultor —replicó Granacci seriamente.
No importa. ¿En qué condiciones va al palacio?
— No ha comprendido, messere, no recibirá salario alguno.
¡Cómo! ¿Trabajará sin salario? ¿Otro año perdido?
— Il Magnifico ha pedido a su hijo que vaya a vivir al palacio. Será un miembro más
de la familia Medici. Comerá con los grandes del mundo... Aprenderá en la
Academia Platón, integrada por los eruditos y sabios más conocidos de Italia. ¡Y
tendrá a su disposición todo el mármol que necesite para esculpir!
— ¡Mármol! —gimió Ludovico, como si la palabra Hiera un anatema.
— ¡No puede negarse a ver y hablar a Il Magnifico!
— ¡Iré —murmuró Buonarroti—, sí, iré! ¿Qué otra cosa puedo hacer? Pero no me
gusta.
Ya en el palacio, de pie ante Lorenzo de Medici en el studiolo, con Miguel Ángel a su
lado, éste observó que su padre se mostraba humilde, casi patético. Y le inspiró
lástima.
Buonarroti—Simoni, desearíamos que Miguel Ángel viviera con nosotros aquí para
estudiar escultura. Se le proveerán todas las necesidades. ¿Me concede al
muchacho? —dijo Lorenzo.
— Magnifico messere, no me es posible negarme a lo que me pide —respondió
Ludovico, inclinándose profundamente—. No solamente Miguel Ángel, sino todos
LIBRO TERCERO
El Palacio
I
Un paje lo escoltó por la gran escalinata y a lo largo del corredor hasta una
dependencia situada frente al patio central. El paje llamó a una puerta. Bertoldo la
abrió.
— Bienvenido a mi casa, Miguel Ángel —dijo—. Il Magnifico cree que me queda ya
tan poco tiempo que desea que te enseñe hasta en sueños.
Miguel Ángel se encontró en un interior en forma de «L», dividido en habitaciones
separadas. Había dos camas de madera cubiertas con mantas blancas y colchas
rojas. Cada una de ellas tenía un cofre al pie. Bertoldo tenía su cama en la parte
interior de la «L». Cubriendo la pared de su cabecera se veía un tapiz pintado que
representaba el Palazzo della Signoria. Contra el ángulo interno de la «L» se alzaba
un gran armario lleno de libros propiedad de Bertoldo y algunos candelabros de
bronce que él había diseñado para Donatello. En los diversos estantes se veían
también los modelos de arcilla y cera de la mayor parte de sus esculturas.
La cama de Miguel Ángel estaba colocada en la parte de la L donde se hallaba la
puerta, y desde ella podía ver las esculturas del armario, peno no la cama de
Bertoldo. En la pared frente a la cama había una tableta de madera pintada que
representaba el Baptisterio.
— Esta disposición nos brindará el aislamiento que necesitamos —dijo Bertoldo—.
Pon tus cosas en el cofre al pie de la cama. Si tienes algo de valor, lo encerraré en
este cofre antiguo.
Miguel Ángel lanzó una mirada a su pequeño lío de ropas y medias zurcidas.
— Lo único que tengo de valor son mis manos, y me gusta tenerlas siempre junto a
mí.
— Te llevarán mucho más lejos que tus pies.
Se retiraron temprano y Bertoldo encendió las velas de los candelabros de bronce,
que alumbraron las dos habitaciones. No podían verse el uno al otro, pese a que
sus camas estaban separadas sólo unos centímetros entre ellas, por lo que podían
hablar en voz baja.
Sus esculturas parecen hermosísimas a la luz de las velas —dijo Miguel Ángel.
Bertoldo guardó silencio unos segundos. Luego respondió:
— Poliziano dice: «Bertoldo no es un escultor de miniaturas, sino un escultor
miniatura».
Miguel Ángel contuvo una exclamación. Bertoldo oyó el pequeño ruido que hizo en
su boca el aliento contenido, y dijo suavemente:
— Existe un cierto elemento de verdad en esa cruel crítica: ¿No te parece un poco
patético que desde tu almohada puedas abarcar, con una sola mirada, toda mi vida
de trabajo?
— ¡Pero la escultura no se mide por las libras que pesa, Bertoldo!
— Por cualquier sistema que se la mida, la mía es una contribución modesta. El
talento es barato; la dedicación es cara. A ti te costará la vida.
— ¿Y para qué otra cosa es la vida?
Bertoldo suspiró:
— ¡Ay! Yo creía que era para muchas cosas: la caza del halcón, probar recetas de
cocina, perseguir a las muchachas hermosas. Ya conoces el adagio florentino: «La
vida es para gozarla». El escultor tiene que crear una masa de trabajo. Tiene que
producir durante cincuenta o sesenta años, como lo hicieron Ghiberti y Donatello.
El anciano estaba cansado y se durmió enseguida. Miguel Ángel permaneció
despierto, cruzadas las manos bajo su cabeza. No le era posible discernir la
diferencia entre «la vida es para gozarla» y «la vida es trabajo». Allí estaba él,
instalado ya en el palacio Medici, absorto y entusiasmado en la contemplación de
ilimitadas obras de arte para estudiarlas, y con un rincón del jardín de escultura
lleno de hermoso mármol para esculpir. Y se quedó dormido con una sonrisa de
satisfacción.
Despertó con las primeras luces del día, se vistió en silencio y salió a los salones del
palacio. Permaneció una hora en la capilla, extasiado ante los frescos de Benozzo
Gozzoli Los fres hombres sabios del Oriente; abrió varias puertas y se halló, absorto
y temeroso, ante La Ascensión de Donatello; el San Pablo de Masaccio; La batalla
de San Romano, de Uccello... hasta que su corazón le pareció tan liviano, tan
etéreo, que creyó estar soñando.
A las once regresó a su habitación y descubrió que el sastre de palacio había dejado
Soderini, feo, cortés y delicado, a quien Forenzo estaba preparando para el cargo
de Primer Magistrado de Florencia; un emisario del Dux de Venecia; profesores de
la Universidad de Bolonia; prósperos comerciantes de la ciudad y sus esposas;
hombres de negocios llegados de Atenas, Pekín, Alejandría, Fondres y otras
importantes ciudades. Todos ellos acudían a presentar sus saludos al dueño de la
casa.
Contessina lo mantenía informado sobre la identidad de todos ellos, conforme
llegaban. Aquél era Demetrius Chalcondyles, presidente de la Academia Pública de
Griego, fondada pon Lorenzo, y coeditor de la primera edición impresa de Homero;
Vespasiano da Bisticci, famoso bibliógrafo y coleccionista de manuscritos raros, que
abastecía a las bibliotecas del extinto Papa Nicolás V; Alessandro Sforza, el conde
Worcester y los Medici; los eruditos ingleses Thomas Linacre y Wílliam Grocyn, que
estudiaban con Poliziano y Chalcondyles en la Academia Platón de Lorenzo; Johann
Reuchlin, el humanista alemán y discípulo de Pico della Mirándola; el monje Fra
Mariano, para quien Lorenzo había construido un monasterio diseñado por Giuliano
da Sangallo; un emisario que acababa de llegar con la noticia del fallecimiento de
Matías de Hungría, admirador del «filósofo—príncipe Lorenzo de Medici».
Piero de Medici, el mayor de los hijos de Lorenzo, y su elegante esposa, Alfonsina
Orsini, llegaron tarde y tuvieron que ocupar lugares en el extremo más alejado de
una de las mesas laterales. Miguel Ángel advirtió que ambos se mostraban
disgustados.
— Piero y Alfonsina no aprueban todo este republicanismo —murmuró Contessina,
inclinándose hacia Miguel Ángel—. Ellos opinan que deberían realizarse recepciones
como en las cortes reales y permitir solamente a los Medid que se sentasen a la
mesa, mientras los plebeyos comerían en el piso inferior.
Giovanni, el segundón de Lorenzo, y su primo Giulio, entraron poco después.
Giovanni tenía la tonsura recién afeitada y parpadeaba inconscientemente con el
ojo afectado por una nube. Giulio, hijo ilegitimo del extinto hermano de Lorenzo,
era moreno, atractivo y taciturno.
La última en entrar fue Nannina de Medici, del brazo de un hombre apuesto y
agraciado, suntuosamente vestido.
Mi tía Nannina —susurró Contessina— y su esposo, Bernardo Rucellai. Es un buen
poeta, según dice mi padre. También escribe para el teatro. Algunas veces, la
Academia se reúne en su jardín.
Miguel Ángel estudió atentamente a aquel primo de su madre. Pero no dijo nada a
Contessina de aquel parentesco.
Dos criados que estaban junto a los montacargas comenzaron a tirar de las cuerdas
para subir los alimentos. Mientras los servidores iban de un comensal a otro con
pesadas bandejas de plata con pescado, Miguel Ángel observó asombrado que un
hombre joven tomaba un pescado, lo aproximaba a una de sus orejas, luego a su
boca, como si hablase con él, y al cabo de un rato estallaba en terribles sollozos.
Todos lo miraban. Miguel Ángel se volvió, perplejo, hacia Contessina.
— Es Jacquo, el bufón de palacio —dijo ella—. Ríase... debe mostrarse como un
auténtico florentino.
— ¿Por qué lloras, Jacquo? —preguntó Lorenzo.
— Mi padre murió ahogado hace algunos años. Le he preguntado a este pequeño
pescado si lo ha visto por alguna parte. Y me ha contestado que es demasiado
joven. Me sugirió que le pregunte a esos pescados más grandes, que a lo mejor
saben algo.
Lorenzo, evidentemente divertido, dijo:
— Den a Jacquo algunos de los pescados grandes para que pueda interrogarlos.
Miguel Ángel, que no conocía esa clase de diversión, se había sorprendido al ver a
un bufón en el palacio de Lorenzo, pero ahora sintió que su primera repugnancia se
desvanecía. Contessina lo estaba observando.
— ¿No le gusta reír? —preguntó.
— Carezco de práctica. En mi casa nadie ríe.
— Es lo que mi profesor francés llama un homme sérieux. Pero mi padre también es
un hombre serio. Lo que pasa es que cree que la risa puede ser útil. Comprenderá
cuando esté más tiempo con nosotros.
Los servidores retiraron las bandejas de pescado y sirvieron un fritto misto. Miguel
Ángel estaba tan fascinado observando a Lorenzo, que hablaba con casi todos sus
invitados pon turno, que no podía ni comer. Se limitó a probar un poco de cada
plato.
— ¿Trabaja Il Magnifico durante toda la comida? —preguntó.
— Sí; para él es un placer reunir a toda esta gente, oír las conversaciones y el
ruido. Pero al mismo tiempo, tiene un centenar de propósitos en mente. Y cuando
termina la comida, generalmente los ha cumplido todos.
II Candiere, un improvisador acompañado de una lira, comenzó a improvisar trovas
sobre las noticias y chismes de la semana, salpicando sus versos con comentarios
satíricos, también rimados.
Después de los postres, los comensales pasearon por el amplio vestíbulo.
Contessina se cogió del brazo de Miguel Ángel.
— ¿Sabe lo que significa ser amigo de alguien? —preguntó.
— Granacci ha tratado de enseñármelo.
— Todo el mundo es amigo de los Medici —replicó ella—, todos..., y ninguno.
II
A la mañana siguiente, él y Bertoldo se pasearon gozando del fresco aire de
principios de primavera. Sobre ellos, en las colinas de Fiésole, cada ciprés, villa y
monasterio se destacaba del fondo verde de los olivares y viñas. Se dirigieron al
extremo más alejado del jardín, donde se hallaba la colección de bloques de
mármol.
Bertoldo se volvió a su discípulo, con una expresión tímida en sus ojos color azul
pálido.
— Reconozco que no soy un gran escultor de mármol —dijo—, pero contigo tal vez
llegue a convertirme en un gran maestro. La figura que deseas esculpir tiene que
seguir con la veta del bloque. Sabrás si vas a favor de ella por la forma en que los
trozos saltan cuando lo golpeas. Para saber cómo corren las vetas, vierte agua
sobre el bloque. Las diminutas marcas negras, hasta en el mejor de los mármoles,
son manchas de hierro.
Algunas veces es posible eliminarlas con el cincel. Si tropiezas con una veta de
hierro, te darás cuenta enseguida, porque es mucho más dura que el mármol.
— Me hace rechinar los dientes de sólo pensar en eso.
— Cada vez que golpeas el mármol con un cincel, magullas cristales. Un cristal
magullado es un cristal muerto. Y los cristales muertos arruinan una escultura.
Tienes que aprender a esculpir grandes bloques sin magullar los cristales.
— ¿Cuándo?
— Más adelante.
Bertoldo le habló luego de las burbujas de aire, los pedazos de mármol que se caen
o se tornan huecos con el tiempo. No es posible verlos desde fuera del bloque, y
uno tiene que aprenden a saber cuándo están en el interior.
— El mármol es como el hombre; tienes que saber todo lo que hay en él antes de
empezar. Si hay burbujas de aire ocultas en ti estoy perdiendo el tiempo.
Se dirigió al pequeño cobertizo en busca de herramientas.
— Aquí tienes un punzón. Es una herramienta para eliminar. Y esto es un buril. Esto
es un cincel. Los dos son para dar forma.
Le demostró que incluso cuando estaba arrancando pedazos de mármol para
desprenderse de lo que no necesitaba, tenía que trabajar con golpes rítmicos, con
el fin de lograr líneas circulares alrededor del bloque. No debía completar nunca una
parte, sino trabajar en todas ellas, para equilibrar las relaciones entre unas y otras.
¿Comprendía?
— Comprenderé en cuanto me deje en libertad entre estos mármoles —dijo Miguel
Ángel—. Yo aprendo por las manos, no por los oídos.
El taller de escultura al aire libre era una combinación de fragua, carpintería y
herrería. Había a mano una provisión de tablones, cuñas, caballetes de madera,
sierras, martillos y cinceles. El piso era de cemento, para mayor firmeza. Al lado de
la fragua se veían varillas de hierro sueco recién llegadas que Granacci había
adquirido el día anterior para que Miguel Ángel pudiera forjar una serie completa de
nueve cinceles.
Bertoldo le ordenó que encendiese la fragua. La madera de castaño era la que
producía el mejor carbón de leña, que daba un calor lento, intenso y uniforme.
— Ya sé templar las herramientas para trabajar la pietra serena —dijo Miguel
Ángel—. Me lo enseñaron los Topolino.
Cuando la fragua ardía, cogió el fuelle para darle una buena corriente de aire.
— ¡Basta! — exclamó Bertoldo—.
Golpea estos hierros unos contra otros, y comprueba si su sonido es como el de
una campana.
Las varillas eran de excelente hierro, menos una, que fue descartada de inmediato.
III
Aquella noche se bañó en una gran tina de agua caliente que había sido dispuesta
para él en una pequeña habitación, al extremo del vestíbulo. Se vistió y acompañó
a Bertoldo al studiolo de Lorenzo, para la cena. Estaba nervioso. ¿Que podría decir?
La Academia Platón, según se decía, era el corazón intelectual de Europa, y tenía
como propósito convertir a Florencia en una segunda Atenas.
En la chimenea ardía un alegre fuego y el ambiente era de agradable camaradería.
Siete sillas estaban animadas a una larga mesa. Los estantes de libros, relieves
griegos, estuches de camafeos y amuletos daban a la habitación un aire de
intimidad y comodidad. El grupo le recibió despreocupadamente y luego reanudó
sus discusiones sobre el valor comparativo de la medicina y la astrología como
ciencias, lo cual dio a Miguel Ángel la oportunidad de estudiar las caras y
personalidades de los cuatro sabios de quienes se decía eran los más eminentes
cerebros de Italia.
Marsilio Ficino, de cincuenta y siete años, había fundado la Academia Platón para
Cosimo, el abuelo de Lorenzo. Era un hombre diminuto, y a pesar de padecer de
hipocondría había traducido todas las obras de Platón y de él podía decirse que era
un diccionario viviente de las filosofías antiguas. Educado por su padre para
médico, estaba igualmente versado en las ciencias naturales. Había ayudado a
introducir la impresión de libros en Florencia. Sus propios escritos atraían a los
estudiosos de toda Europa, que llegaban para escuchan sus conferencias. En su
hermosa villa de Careggi, que Michelozzo había diseñado para él por encargo de
Cósimo, tenía una lámpara perennemente encendida frente a la estatua de Platón,
a quien intentaba hacer canonizar como el «más querido de los discípulos de
Cristo», acto de herejía y de historia invertida por el que Roma estuvo a punto de
excomulgarle.
Miguel Ángel fijó su atención después en Cristoforo Landino, de unos sesenta y seis
años, tutor del padre de Lorenzo, Piero el Gotoso, y del mismo Lorenzo. Era un
brillante escritor y conferenciante que educaba a la mente florentina para liberarla
del dogma y aplicar los descubrimientos de la ciencia y la naturaleza. Se le
consideraba como la máxima autoridad en la obra de Dante, y había publicado su
comentario en la primera versión de La Divina Comedia que se editó en Florencia.
La obra de toda su vida tenía como centro el idioma italiano, el volgare, al que, sin
colaboraciones, estaba convirtiendo de una jerga despreciada en una lengua
respetada, mediante traducciones a la misma de las obras de Plinio, Horacio y
Virgilio. En Lorenzo había encontrado al héroe de la República de Platón. «El
gobernante ideal de una ciudad es el estudioso.» Sentado en el brazo de su silla de
cuero estaba Ángelo Poliziano, de treinta y seis años, de quien los detractores de la
familia Medici decían que ésta lo tenía siempre cerca de sí porque, por contraste,
hacía que Lorenzo pareciese atractivo. No obstante, se le reconocía como el más
sobresaliente de los sabios allí reunidos. A la edad de diez años había publicado ya
trabajos suyos en latín; a los doce se le invitó a ingresar en la Compagnia di
dottrina de Florencia para ser educado por Ficino, Landino y los sabios griegos
llevados a Florencia por los Medici. Había traducido los primeros libros de La Ilíada,
de Homero, a los dieciséis años, y Lorenzo lo llevó al palacio como tutor de sus
hijos. Era uno de los hombres más feos de la ciudad. Poseía un estilo lúcido y
límpido, como el de cualquier poeta desde la época de Petrarca. Su Stanze per la
Giostra de Giuliano, extenso poema, se había convertido en modelo para toda la
poesía italiana.
Los ojos de Miguel Ángel se fijaron luego en el más joven y atractivo del grupo, Pico
della Mirándola, de unos veintisiete años, que escribía y hablaba veintidós idiomas.
Los otros miembros del grupo le hacían bromas diciendo: «La única razón por la
que Pico no habla el vigésimo tercer idioma es porque no puede encontrarlo».
Conocido por el sobrenombre de «El Gran Señor de Italia», estaba dotado de un
carácter dulce y sincero. Su concepto intelectual era la unidad de la sabiduría; su
ambición, conciliar todas las religiones y filosofías desde los albores de la
civilización. Como Ficino, aspiraba a concentrar en su mente la totalidad del saber
humano. A tal fin, leía a los filósofos en sus propios idiomas y creía que todas las
lenguas eran divisiones nacionales de un lenguaje universal. El más divinamente
dotado de todos los italianos no tenía, sin embargo, enemigos, de la misma manera
que el feo Poliziano no podía conquistar amigos.
Se abrió la puerta y entró Lorenzo, cojeando ligeramente como consecuencia de un
ataque de su recurrente gota. Saludó con un movimiento de cabeza a los demás y
se volvió hacia Miguel Ángel:
— Este —dijo— es el sancta sanctorum: la mayor parte de cuanto aprende Florencia
sale de aquí. Cuando estemos reunidos y no tenga nada que hacer, venga a
conversar con nosotros.
Separó un biombo deliciosamente ornamentado y golpeó con los nudillos en la
puerta del montacargas, por lo que Miguel Ángel dedujo que el studiolo se hallaba
directamente debajo del comedor. Oyó el ruido de la plataforma que se movía
dentro del hueco y unos instantes después los académicos tenían ya ante sí platos
con queso, frutas, pan, miel, nueces y otros comestibles. No se veían servidores.
Para beber no había más que leche. Y aunque la conversación versaba sobre temas
ligeros, Miguel Ángel comprendió que el grupo se reunía para trabajar.
Poco después, la mesa quedó vacía. Los platos y restos de la comida
desaparecieron por el montacargas. De inmediato, la conversación se tornó seria.
Sentado en una banqueta baja, al lado de Bertoldo, Miguel Ángel escuchó la
discusión contra la Iglesia, a la que los sabios allí reunidos ya no consideraban
símbolo de su religión. En particular, la ciudad de Florencia era el centro de aquel
desafecto, porque Lorenzo y la mayoría de sus conciudadanos estaban de acuerdo
en que el Papa Sixto de Roma había estado detrás de la conspiración de Pazzi, que
dio como resultado la muerte de Giuliano y el atentado casi fatal contra Lorenzo. El
Papa había excomulgado a Florencia y prohibido al clero que cumpliese sus deberes
religiosos en dicha ciudad—estado. Por su parte, Florencia había excomulgado al
Papa, declarando que las pretensiones papales en cuanto al poder se basaban en
falsificaciones del siglo octavo, como por ejemplo la donación de Constantino. El
Papa, en su afán de destruir a Lorenzo, había enviado tropas a Toscana y aquellos
soldados incendiaron y saquearon numerosas localidades, llegando hasta
Poggibonsi, cerca de la ciudad.
Con el advenimiento de Inocencio VIII, en 1484, se había restablecido la paz entre
Florencia y Roma; pero conforme Miguel Ángel oía las pruebas expuestas por los
hombres que rodeaban la mesa fue enterándose de que la mayoría del clero de
Toscana se había vuelto cada día más inmoral en cuanto a su conducta personal y
sus prácticas eclesiásticas. La única notable excepción la constituía la Orden de los
Agustinos del Santo Spirito, dirigida por el prior Bichiellini.
Pico della Mirándola puso los codos sobre la mesa y descansó la barbilla en sus
manos entrelazadas.
— Creo que he dado con una respuesta a nuestro dilema frente a la Iglesia —dijo—
en la forma de un monje dominicano de Ferrara. Lo he oído predicar allí y puedo
asegurar que hace temblar hasta los muros de la catedral.
Landino, cuya blanca cabellera caía sobre sus hombros y espalda, se inclinó sobre
la mesa, de tal modo que Miguel Ángel pudo ver la red de arrugas que rodeaban
sus ojos.
Ese monje... ¿es todo volumen? —preguntó.
— Al contrario, Landino —respondió Pico—. Se trata de un brillante estudioso de la
Biblia y de San Agustín. Y sus ideas sobre la corrupción del clero son todavía más
enérgicas que las mías.
Ángelo Poliziano se humedeció los labios y dijo:
— No es sólo la corrupción, sino la ignorancia, lo que me espanta.
Ficino exclamó ansioso:
— ¡Hace mucho tiempo que no tenemos a un estudioso en un púlpito florentino!
Únicamente tenemos a fray Mariano y al prior Bichiellini.
— Girolamo Savonarola se ha concentrado durante años en el estudio —dijo Pico—.
Conoce a Platón y Aristóteles tan profundamente como la doctrina cristiana.
— ¿Cuáles son sus ambiciones? —preguntó Lorenzo.
— Purificar la Iglesia.
Si ese monje estuviera dispuesto a trabajar con nosotros... —dijo Lorenzo.
— Su Excelencia puede solicitar su transferencia a los Padres Lombardos.
— Lo haré.
Agotado aquel tema, el más anciano, Landino, y el más joven, Pico, volvieron su
atención a Miguel Ángel. Landino le preguntó si había leído lo que escribió Plinio
sobre la famosa estatua griega de Laoconte.
— No he leído nada de Plinio —respondió el muchacho.
— Entonces, yo se lo leeré.
Tomó un libro del estante, hojeó rápidamente sus páginas y leyó la historia de la
estatua que figuraba en el palacio del emperador Tito.
Poliziano continuó con una descripción de la Venus de Cnidos, que representaba a
la diosa de pie ante París cuando éste le adjudicó el premio a la belleza. Pico
recordó entonces la estatua de mármol pentélico de la tumba de Jenofonte.
— Miguel Ángel querrá leer a Pausanias en el original —dijo Pico. Y volviéndose
hacia Miguel Ángel le dijo—: Le traeré mi manuscrito.
— No sé leer griego —dijo Miguel Ángel, un poco avergonzado.
— Yo se lo enseñaré.
— No tengo facilidad para los idiomas.
No importa —intervino Poliziano—, dentro de un año estará escribiendo sonetos en
latín y griego.
Miguel Ángel murmuró para sí:
«Permítame que lo dude». Pero no sería cortés matar el entusiasmo de sus nuevos
amigos, que de inmediato se pusieron a discutir entre sí sobre los libros con que
debía educarse al muchacho.
Se sintió aliviado cuando el grupo concentró su atención en otro tema ajeno a él. La
idea más importante que percibió en aquella rápida y sabia conversación fue que la
religión y el saber podían coexistir, enriqueciéndose mutuamente. Grecia y Roma,
antes de surgir el cristianismo, habían producido obras gloriosas tanto en las artes,
como en las humanidades, ciencias y filosofía. Luego, por espacio de un millar de
años, toda aquella belleza y sabiduría había sido destruida, declarada anatema,
sepultada en las tinieblas. Ahora, ese pequeño grupo de hombres, encabezado y
ayudado por Lorenzo de Medici, estaba tratando de crear un nuevo intelecto bajo la
bandera de una palabra que Miguel Ángel no había escuchado hasta entonces:
humanismo.
¿Qué significaba?
Cuando Bertoldo hizo una señal para indicar que se retiraba, y lo hizo
discretamente, Miguel Ángel se quedó. Y conforme cada uno de los platonistas
ponía palabras a sus pensamientos, él iba recogiendo lentamente el sentido de lo
que querían significar:
IV
El Domingo de Ramos fue un día tibio de primavera. En su tocador, Miguel Ángel
encontró tres florines de oro que, según dijo Bertoldo, le serían dejados allí todas
las semanas por el secretario de Lorenzo, Ser Piero da Bibbiena. No pudo resistir la
tentación de darse importancia ante su familia. Tendió en la cama sus flamantes
prendas de vestir y se las fue poniendo. Se sonrió ante el espejo, al imaginar la
expresión de Granacci cuando lo encontrase en la Piazza San Marco para ir juntos a
casa.
Torrigiani se acercó pon la senda del jardín, muy peripuesto también. Se detuvo
bruscamente frente a Miguel Ángel.
— Quiero hablarte a solas.
Lo cogió de un brazo, pero él se resistió.
— ¿Porqué a solas? No tenemos ningún secreto.
Hemos compartido confidencias hasta que te fuiste a vivir al palacio y te has
convertido en un señor tan inportante.
No era posible dejar de advertir la emoción que motivaba aquellas palabras de su
amigo.
— ¡Pero tú vives en tu propio palacio, Torrigiani! —dijo para aplacarlo.
— En efecto. Y no tengo necesidad de traicionar miserablemente a los amigos para
congraciarme con los Medici. ¡Tú no sabes ni una palabra de felicidad o de
camaradería!
— ¡Jamás he sido más feliz en mi vida! —dijo Miguel Ángel con entusiasmo.
Si, trazando líneas de carboncillo con tus asquerosas manos.
— Pero líneas que significan algo.
— ¿Quieres decir que las mías no significan nada?
— ¿Porqué llevas siempre la discusión a ti? ¡Tú no enes el centro del universo!
— ¡Lo era para ti hasta que te invitaron al palacio!
Savonarola tiene toda la intención de destruir a los Medici? Yo parto de esta casa
como Savonarola partió de la casa de su familia en Ferrara: con sólo una camisa en
el cuerpo. Para siempre. Oraré por ti sobre el suelo de piedra de mi celda hasta que
no quede piel en mis rodillas y mane de ellas la sangre. Es posible que en esa
sangre puedas redimirte.
Miguel Ángel comprendió, al ver los ojos alucinados de su hermano, que era inútil
toda respuesta. Movió la cabeza en un gesto de desesperación y pensó: «Papá tiene
razón. ¿Cómo ha podido engendrar dos fanáticos en una sola generación esta
familia sana, sensata, de cambistas de dinero, esta familia Buonarroti que durante
doscientos años no ha tenido en su seno más que conformistas?».
Luego murmuró a Leonardo:
— No estaremos demasiado separados. Sólo unos metros, a través de la Piazza San
Marco. Si te asomas a una ventana de tu monasterio, podrás oír mis martillazos
sobre el mármol jardín de escultura.
V
La semana siguiente cuando volvió a encontrar los tres florines de oro en el
tocador, Miguel Ángel decidió no llevarlos a su casa. Fue a buscar a Contessina y la
encontró en la biblioteca.
— Tengo que comprar un regalo — dijo.
— ¿Para una dama?
— Para una mujer.
— ¿Una joya?
— No. Es la madre de mis amigos los canteros de Settignano.
— ¿Qué le parece un mantel bordado?
— Ya tienen un mantel.
— ¿Tiene muchos vestidos?
— El que usó para su boda.
— Entonces, ¿un vestido negro para ir a misa?
— ¡Excelente!
— ¿Cómo es la mujer? Me refiero a sus medidas El pareció confundido.
— Dibújemela.
VI
Cada uno de los cuatro platonistas tenía su propia silla en la campiña de los
alrededores de Florencia. Concurrían varias veces por semana para conversar y
Creerá que es un pésimo poeta hasta que llegue el día que necesite expresar algo.
Entonces, tendrá en sus manos las herramientas de la poesía: el metro y la rima,
así como tiene el martillo y el cincel en su banco de trabajo.
En las fiestas religiosas, cuando Lorenzo hacía cerrar el jardín, Miguel Ángel salía a
caballo y se iba a la quinta de Landino, en la colina de Casentino, que le había sido
concedida por la República Florentina por sus comentarios sobre el Dante; a la villa
de Ficino, en Careggi, un castillo con murallas almenadas y galerías cubiertas; al
Roble, de Pico, o a Villa Diana, de Poliziano, ambas en las laderas de Fiésole. En
Villa Diana se acomodaban en un pabellón del jardín, como aquél donde los
personajes del Decamerón, de Boccaccio, relataban sus historias, y escuchaban a
Poliziano leer su último poema.
Una idea comenzaba a tomar forma en el cerebro de Miguel Ángel: también él
tendría algún día una casa como Villa Diana, con un taller de escultura y un
estipendio anual recibido de Lorenzo, que le permitiría comprar mármoles de
Carrara para esculpir grandes estatuas. ¿Existía alguna razón para que no se le
tratase así? No tenía prisa, pero cuando Lorenzo le diese aquella casa le agradaría
que estuviera ubicada en Settignano, entre los canteros.
Pasaron los días y las semanas.
Miguel Ángel dibujaba con modelos vivos y luego repetía las figuras en la arcilla,
experimentando con trozos de piedra para esculpir una rodilla, un movimiento de la
cadera, un giro de la cabeza sobre el cuello, a la vez que aprendía cómo evitar una
falla cada vez que se rompía la punta de su punzón. Además, estudiaba
atentamente las esculturas griegas de Lorenzo para aprender sus técnicas.
Lorenzo intensificaba también su educación. Un domingo por la mañana, pidió a
Miguel Ángel que acompañase a la familia Medici a la iglesia de San Gallo, donde
escucharían a Fra Mariano, a cuyo claustro iba Lorenzo cada vez que deseaba
sostener una seria discusión sobre teología.
— Fra Mariano es mi ideal —le dijo Il Magnifico—. Tiene una gentil austeridad, un
elegante ascetismo y la religión liberal de todo erudito con sentido común.
Fra Mariano predicó con su voz melosa, de armoniosas cadencias y ajustadas
palabras. Elogió a la cristiandad por su parecido al platonismo, insertó citas de los
griegos, declamó líneas de los poetas latinos con pulida elocuencia, y todo eso
cautivó a Miguel Ángel. Jamás había escuchado a un sacerdote como aquél. Cuando
Fra Mariano moduló su voz, el muchacho lo escuchó extasiado, y cuando el orador
desarrolló su argumento, lo convenció totalmente.
— Ahora comprendo mejor lo que representa la religión moderna a que se refiere la
Academia.
Uno de los pajes de Piero llamó a la puerta de sus habitaciones y entró.
— Su Excelencia Piero de Medici ordena a Miguel Ángel Buonarroti que se presente
en la antesala de Su Excelencia una hora antes de la puesta del sol —anunció.
Miguel Ángel pensó: « ¡Qué diferente es a su padre. El siempre me pregunta si
puedo hacer el favor de ir a verlo!». Y le respondió al paje cortésmente:
— Informe a su señor que estaré allí a la hora que desea.
Las habitaciones de Piero, en el primer piso del palacio, estaban sobre la galería
abierta en la esquina de la Via de Gori y la Via Larga. Miguel Ángel no había estado
nunca en aquella ala del palacio, ni siquiera para contemplar las obras de arte que
había oído comentar. Ello se debía a la frialdad con que Piero le trataba. Sus pies
avanzaron lentamente por el corredor, pues en las paredes había un admirable
cuadro pintado por Fra Angélico y un delicado relieve en mármol, original de
Desiderio da Settignano.
El paje lo esperaba ante la puerta de la antesala de Piero. Hizo entrar a Miguel
Ángel. Madonna Alfonsina, la esposa de Piero, vestida de damasco gris bordado de
gemas, se hallaba sentada e inmóvil en una silla de alto respaldo y asiento púrpura
que parecía un trono. Piero fingió que no había oído entrar al muchacho. Estaba de
pie sobre una alfombra persa multicolor, de espaldas a la puerta. Estudiaba un
tabernáculo de hueso con paneles de cristal, dentro del cual se veían pintadas
algunas escenas de la vida de Cristo.
Alfonsina miró a Miguel Ángel imperiosamente, sin la menor señal de reconocerlo.
Desde el primer día había puesto sumo cuidado en no ocultar el desprecio que
sentía hacia los florentinos. Para los toscanos, que siempre habían odiado a Roma y
todo lo romano desde hacía siglos, aquella actitud resultaba irritante.
Piero giró sobre sí mismo y sin saludo alguno anunció:
— Le ordenamos. Miguel Ángel Buonarroti, que esculpa en mármol un retrato de
Madonna Alfonsina.
VII
Había llegado el momento de intentar un tema. ¿Qué era un tema? ¿Y qué temas
le interesaban?
— Tiene que ser griego decretaron los cuatro platonistas—. Debe ser extraído de las
leyendas: Hércules y Anteo, la Batalla de las amazonas, la Guerra de Troya.
Cualquiera de esos temas estaría a tono con el friso del Partenón de Atenas.
— Si, pero yo sé poco o nada de esas cosas —respondió Miguel Ángel.
Landino respondió con grave expresión:
— Eso, mi querido Miguel Ángel, es lo que hemos intentado estos últimos meses:
enseñarle, en nuestro carácter de tutores ex officio suyos todo lo referente al
mundo griego y su cultura.
Pico della Mirándola rió:
— Lo que creo que nuestros amigos tratan de decir es que les agradaría guiarlo
para llevarlo hacia atrás, a la era del paganismo.
Le relataron historias de los doce trabajos de Hércules, de Niobe sufriendo ante sus
hijos moribundos, de la ateniense Minerva, el Gladiador agonizante... Lorenzo
moderó la discusión.
— ¡No le hagan propuestas a nuestro joven amigo! —dijo—. Tiene que llegar a un
tema espontáneamente, sin ayuda.
Miguel Ángel se recostó contra el asiento de su silla y se puso a escuchar sus
propias voces interiores. Sabía una cosa con seguridad: su primer tema no podía
proceder de Atenas, El Cairo, Roma o Florencia. Tenía que surgir de él, de algo que
él sabía y sentía y conprendía. De otra manera sería un tema perdido. Una obra de
arte no era como un trabajo de erudición; era personal, subjetiva. Tenía que nacer
dentro de él.
Y entonces, en medio del murmullo de las voces de los otros, se vio de pie en la
escalinata de la capilla Rucellai el día que había ido por primera vez con los
componentes del taller de Ghirlandaio a Santa María Novella. Vio ante él,
nítidamente, la capilla, las Madonnas de Cimabue y Niño Pisano, y nuevamente
sintió latir en su corazón el amor a su madre, su sensación de soledad cuando ella
murió, su hambre de afecto.
Pintan mi piel oscura como si fuera clara, recta mi respingona nariz, y mi oscura
cabellera tan hermosa como la de Pico della Mirándola. En cambio, usted parece
haber adivinado que yo no necesito esa adulación.
— Granacci siempre me ha dicho que yo soy brusco.
— Está armado en hierro —declaró Lorenzo—. Siga siempre así.
A continuación, contó a Miguel Ángel la leyenda de Simonetta Vespucci, la modelo
de Botticelli para la Madonna del Magníficat, «la belleza más pura que haya
conocido Europa», según él.
— No es cierto que Simonetta fuese la amante de mi hermano Giuliano. Este la
amaba, sí, como todos los florentinos, pero platónicamente. Le escribió largos
poemas sentimentales... pero tuvo a mi sobrino Giulio con su verdadera amante,
Antonia Gonini. Fue Sandro Botticelli quien amó realmente a Simonetta, aunque
dudo que le dirigiese la palabra una sola vez. Ella es la mujer que aparece en todos
sus cuadros. Primavera, Venus, Paios. Ningún hombre ha pintado jamás una belleza
femenina tan exquisita.
Miguel Ángel escuchaba en silencio. También él, cuando pensaba en su madre. La
veía como una hermosísima joven; sin embargo, era una belleza distinta, que
parecía proceder de su propio interior. No era una mujer deseable para todos los
hombres, como la de Botticelli, sino una que amaría tiernamente a su hijo y sería
amada por éste. Volvió la cabeza hacia Lorenzo, y dijo, lleno de confianza:
— Me siento íntimamente cerca de la Madonna. Es la imagen que guardo fielmente
de mi madre. Puesto que todavía tengo que buscar mi técnica, ¿no sería mejor
saber lo que quiero e intento decir?
— Si, podría ser mejor —dijo Lorenzo gravemente.
— Tal vez lo que yo siento respecto a mi madre es lo que ella sentía por mí.
Recorrió innumerables veces los salones del palacio, acompañado por Contessina o
Giuliano, y copió las obras de los maestros. Luego comenzó a sentir impaciencia
ante las ideas de aquellos hombres, y se fue a las partes más pobres de la ciudad,
donde las mujeres trabajaban sentadas ante las puertas de sus viviendas, tejiendo
asientos de esterilla para las sillas o fundas para las damajuanas, con sus criaturas
en la falda o mamando en sus pechos. Se fue a la campiña a observar a las
contadinas de los alrededores de Settignano, que lo habían conocido desde niño y
importante asignada a ser humano alguno desde los días de Moisés, hubiera sido
impuesta a María sin su conocimiento o consentimiento? Con toda seguridad Dios
tenía que haber amado a María sobre todas las mujeres de la tierra, para elegirla y
confiarle tan divina tarea. Entonces, ¿no era lógico suponer que tuvo que darle a
conocer su plan, relatándole todos los pasos del camino desde Belén hasta el
Calvario? Porque ésa era la única manera de brindarle la oportunidad de rechazar la
misión.
Y si María contaba con la libertad de elegir, ¿cuándo era más probable que hubiese
ejercido ese derecho? ¿En la Anunciación? ¿Cuando ya había nacido su hijo? ¿En
cualquier momento de su crianza, mientras Jesús era una criatura? Porque, una vez
aceptase, ¿no significaba ello que debería cargar su propia cruz desde ese instante
hasta el día de la crucifixión de su hijo? Conociendo el futuro, ¿cómo era posible
que sometiese a su hijo a semejante agonía? ¿No era posible que hubiera dicho:
«¡No! ¡Mi hijo no! ¡No permitiré que eso suceda!»? Pero al mismo tiempo, ¿cómo
podía ella rebelarse contra la voluntad de Dios, cuando El le había pedido que le
ayudase? ¿Hubo jamás mujer mortal a quien se le impusiera tan espantoso dilema?
Miguel Ángel decidió que esculpiría a María en el momento de la decisión, mientras
amamantaba a su hijo, cuando, al saberlo todo ya tenía que determinar el futuro
para ella, para su hijo y para el mundo.
Ahora que ya comprendía lo que deseaba, le fue posible dibujar con un propósito
determinado. María dominaría el mármol. Ella sería el centro de la composición, de
talla heroica, una mujer a quien se le habría dado no solamente la libertad de llegar
a su propia decisión, sino la fuerza interior y la inteligencia para hacerlo. El niño
sería secundario, presente, vitalmente vivo, pero no un elemento que distrajera la
atención.
Pondría al niño en el regazo de su madre, la cabeza hundida en el pecho materno y
completamente de espaldas a quien contemplara la escultura. Eso daría a la
criatura su lugar natural, sorprendido en la actividad más urgente del día; y en la
misma línea simbólica, ése podría ser el momento en que María sentiría con más
intensidad que era imprescindible llegar a una decisión.
Que él supiera, nadie había pintado o esculpido a Jesús de espaldas. De cualquier
manera, su drama no comenzaría hasta treinta años después, y ésta era la época
vio un bloque que le atrajo de inmediato. Era de tamaño modesto, pero sus
cristales eran de un blanco brillante. Derramó agua sobre él, en busca de grietas y
golpeó los extremos con un martillo para escuchar el sonido que emitía la piedra.
Registró la masa para comprobar si tenía burbujas, fallas, manchas.
— Este es el bloque que quiero, Granacci —exclamó jubiloso—. Aquí podré esculpir
la Madonna y Niño. Pero antes tendré que verlo a la primera luz del sol. Entonces
sabré con seguridad si es perfecto.
— Si te crees que voy a estar aquí sentado contemplando tu mármol hasta el
amanecer... —respondió Granacci.
— No tendrás que hacerlo. Encárgate de negociar el precio.
— ¿Sabes una cosa, amico? No creo una palabra de eso de que los primeros rayos
del sol descubren las entrañas del mármol. ¿Qué diablos puedes ver al amanecer
que no veas mejor ahora, por ejemplo, que hay una luz más intensa? Estoy seguro
de que se trata de una especie de adoración pagana: ritos referentes a la fertilidad
que hay que realizar al amanecer para asegurar que los dioses de las montañas se
muestren propicios.
Miguel Ángel durmió abrigado con una manta bajo una de las arcadas de la casa de
Topolino, pero antes del amanecer ya se había levantado y estaba junto al bloque
de mármol cuando los primeros rayos del sol brillaron desde las cimas de las
colinas. El bloque parecía traslúcido. Los ojos del muchacho podían atravesarlo en
todos los sentidos a través de las capas de cristales que se superponían dentro de
su unidad estructural. No había en él una sola falla perceptible.
Pagó al dueño, cargó el bloque en el carro que había pedido prestado a los Topolino
y siguió a los dos bueyes blancos, como lo había hecho desde que tenía seis años.
Dos de los canteros le ayudaron a llevar el bloque al cobertizo de trabajo. Luego
trasladó su mesa de dibujo y utensilios del casino al cobertizo. Bertoldo se acercó,
intrigado.
— ¿Ya estás listo para empezar a esculpir?
— No, me falta mucho todavía.
— Entonces, ¿por qué te has trasladado aquí?
— Porque quiero trabajar con tranquilidad, sin que nadie me moleste.
— ¿Tranquilidad? Aquí tendrás el incesante ruido de los martillos de los scalpellini
Miguel Ángel calló. ¿Había algo de verdad en aquella acusación? Había admirado la
belleza física de Torrigiani, sus cuentos, canciones..., pero ya no quería hablar y
escuchar anécdotas, no cuando tenía ante sí el bloque de mármol, que constituía un
verdadero desafío a su capacidad.
— ¡Pronto te has echado a perder! — dijo Torrigiani—. Pero quiero decirte una
cosa: todos los que se sienten superiores a quienes les rodean al final terminan
derrotados.
Unos minutos después llegó Granacci, que traía cara de disgusto. Inspeccionó el
yunque, la tosca mesa de madera sobre caballetes, las banquetas de trabajo y la
mesa de dibujo que se alzaba sobre una plataforma.
— ¿Qué ocurre, Granacci? —preguntó Miguel Ángel.
— Es Torrigiani. Volvió al casino furioso y dijo algunas cosas desagradables sobre ti.
— Yo las he oído antes que nadie.
— Mira, Miguel Ángel. Hace un año te advertí que no debías intimar demasiado con
Torrigiani. Ahora tengo que advertirte que no eres justo. No rompas tu amistad con
él... Conozco tu creciente preocupación por la escultura, pero Torrigiani no ve nada
tan mágico en el mármol y, con toda justicia, cree que todo esto es el resultado de
tu vida en el palacio. Si rompemos con nuestros amigos porque nos cansamos de
ellos, ¿cuántos de esos amigos seguirán siéndolo?
Miguel Ángel acarició con un dedo la superficie del bloque y respondió:
— Trataré de hacer las paces con él.
VIII
¡Cómo brillaba el bloque con los primeros saetazos del sol cuando lo colocó
verticalmente sobre la banqueta de madera y se quedó contemplando el lustre
producido por la luz, que penetraba en él y se reflejaba en las superficies de las irás
profundas capas de cristales! Llevaba ya varios meses de vida junto a ese bloque y
lo había estudiado bajo los efectos de todas las distintas luces del día, desde todos
los ángulos y bajo todas las condiciones atmosféricas. Había llegado lentamente a
comprender su carácter, no profundizando en él con el cincel, sino a fuerza de
percepción, hasta que le pareció que conocía cada capa, cada cristal de la masa, y
cómo podría persuadir al mármol para que rindiese las formas que él necesitaba.
Bertoldo le había dicho que las formas tenían que ser liberadas primeramente,
antes de que fuese posible exaltarlas. Pero el mármol contenía miles de formas,
porque, de no ser así, todos los escultores esculpirían idénticamente.
Cogió el martillo y el escoplo y comenzó a cortar con golpes vivos. El escoplo
avanzaba siempre en la misma dirección, según comprobó al emplear el punzón: un
dedo que hurgaba delicadamente en el mármol y extraía sustancia. El cincel
dentado era como una mano que refinaba las texturas que dejaba el punzón; y el
cincel plano parecía un puño, que hacía saltar las muescas del cincel dentado.
Había estado en lo cierto respecto del bloque. Obedecía a todas las sensibilidades
que él confiaba impartirle al trabajar hacia abajo, en dirección a las figuras,
atravesando las sucesivas capas.
Estaba en pleno trabajo en su cobertizo cuando recibió la visita de Giovanni. Era la
primera vez que el casi cardenal de quince años iba a verlo desde el año anterior,
cuando iba acompañando a Contessina. A pesar de que la naturaleza le había
negado todo atractivo, Miguel Ángel encontró que su expresión era inteligente,
vivaz. Florencia decía que aquel segundo hijo de Lorenzo de Medici, un muchacho
que amaba la vida y era alegre y despreocupado, tenía habilidad, pero que jamás la
emplearía, porque la obsesión de su vida era evitar todo disgusto. Le acompañaba
su primo Giulio, de su misma edad, a quien la naturaleza parecía haberse
empeñado en dotar de todas las bellezas que a Giovanni le había negado. Era alto,
delgado, de fino rostro, nariz recta y grandes ojos; un adolescente hermoso, grácil,
eficiente, que amaba las tribulaciones y disgustos como si fueran su elemento
natural, pero que era duro y frío como un cadáver. Reconocido como un Medici por
Lorenzo, pero despreciado por Piero y Alfonsina debido a la ilegitimidad de su
origen, Giulio sólo podría labrarse un lugar para sí por medio de algunos de sus
primos. Se había decidido por el gordo y bondadoso Giovanni, siguiendo una
estrategia astutamente: la de hacer todo lo que debía hacer su primo, cargar con
sus disgustos y adoptar las decisiones que Giovanni deseaba. Cuando Giovanni
fuese designado cardenal y se trasladase a Roma, Giulio lo acompañaría.
— ¡Cuánto le agradezco esta visita, Giovanni! —exclamó Miguel Ángel.
En realidad —contestó Giovanni con voz grave— no es una visita. He venido a
invitarle a mi gran cacería. Se trata del día más emocionante del año para todo el
palacio.
Miguel Ángel había oído hablar de aquella cacería y sabía que los cazadores de
Lorenzo, así como los servidores, habían sido enviados ya a las montañas, en las
que abundaban las liebres, puerco espines, ciervos y jabalís. Sabía asimismo que
toda la zona había sido cercada con grandes lonas y era vigilada por los contadini
de la vecindad para impedir que los ciervos saltasen aquella valla de lona o que los
jabalís abriesen boquetes en ella. Jamás había visto tan poseído de entusiasmo al
flemático Giovanni.
— Perdóneme, pero, como usted ve, estoy trabajando este mármol y no puedo
dejarlo.
Giovanni pareció entristecerse.
— Pero usted no es un obrero —protestó—. Puede trabajar cuando quiere. Es libre.
— Eso es discutible, Giovanni —dijo Miguel Ángel.
— ¿Quién se lo impediría?
— Yo mismo.
— Muy extraño. ¡Jamás lo hubiera pensado! ¿Así que lo único que desea es
trabajar? ¿No tiene tiempo ni para una pequeña diversión?
— Cada uno tiene su propia definición de lo que es una diversión. Para mí, el
mármol tiene más emoción que la caza.
Giulio dijo en voz baja a su primo:
— Dios nos proteja de los fanáticos.
— ¿Y por qué me considera un fanático? —dijo Miguel Ángel. Aquellas eran las
primeras palabras que dirigía a Giulio.
— Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giulio.
— Porque sólo le interesa una cosa —respondió Giovanni.
Giulio volvió a hablarle en voz baja, y Giovanni le contestó:
— Tienes mucha razón. —Y los dos jóvenes se alejaron sin pronunciar una sola
palabra más.
Miguel Ángel volvió a su trabajo. El incidente se borró inmediatamente de su
memoria. Pero no por mucho tiempo. Al llegar el fresco atardecer, Contessina entró
discretamente en el jardín. Se acercó a Miguel Ángel y le dijo en voz baja:
— Mi hermano Giovanni dice que usted lo asusta.
— ¿Asustarlo? —exclamó él, sorprendido—. ¿Por qué? ¡No creo haberle hecho nada!
— Dice que ha observado en usted una especie de... ferocidad.
— Le ruego que le diga a su hermano que me perdone. Soy demasiado joven para
estar acostumbrado a los placeres de la vida.
Contessina le miró, escrutadora. Luego respondió:
— Esta cacería es el supremo esfuerzo anual de Giovanni. Por espacio de esas
pocas horas, es el jefe de la familia Medici, y hasta mi padre obedece sus órdenes.
Si rechaza la invitación que le ha hecho, es como si lo rechazara a él, como si se
creyese superior a él. Es un muchacho bondadoso, que jamás piensa en causar el
menor daño a nadie. ¿Por qué le causa ese dolor?
— No deseo herirlo, Contessina. Lo que sucede es que no quiero interrumpir mi
trabajo. Deseo esculpir todo el día y todos los días, hasta que termine.
— Ya se ha hecho un enemigo: ¡Piero! —exclamó ella—. ¿Acaso tiene que
enemistarse también con Giovanni?
No supo qué contestar, pero de pronto dejó las herramientas, humedeció un trapo
blanco en agua y cubrió con él el bloque. Llegaría el día en que no permitiría que
nadie obstaculizara su trabajo.
— Iré a la cacería, Contessina. ¡Sí, iré!
Había aprendido a coger el martillo y el cincel simultáneamente, con la punta floja
para que la fuerza del martillo pudiese moverlo sin restricciones, curvado el pulgar
sobre la herramienta, que era sostenida por los otros cuatro dedos.
Automáticamente, cerraba los ojos en el momento del impacto, para protegerse
contra los trocitos de mármol. Puesto que trabajaba en bajorrelieve, no podía cortar
mucho y tenía que frenar la fuerza física que latía en su interior. Su punzón
penetraba en el mármol en un ángulo casi perpendicular, pero al acercarse a las
formas cuyas proyecciones eran altas, el rostro de la Madonna y la espalda de
Jesús, tuvo que cambiar de posición.
¡Había tantas cosas que tener en cuenta al mismo tiempo! Sus golpes tenían que
impactar en la masa principal, golpear el mármol hacia el bloque del que procedía
con el fin de que pudiera resistir el golpe. Había dibujado sus figuras y escaleras en
posición vertical para reducir la posibilidad de quebrar el bloque, pero descubrió
que el mármol no cedía a la fuerza exterior sin acentuar su propia esencia: la
cualidad pétrea. No se había dado cuenta de hasta qué punto era necesario batallar
con el mármol. Y ahora, a cada golpe que aplicaba, mayor era su respeto hacia el
material.
Hacer resaltar las figuras vivas requirió largas horas y días aún más largos. Era un
lento pelar una capa tras otra. Y tampoco podía acelerarse el nacimiento de la
sustancia. Después de cada serie de golpes, daba unos pasos hacia atrás para
observar su progreso.
Al lado izquierdo de su diseño descendía la escalera de pesadas piedras. María
estaba sentada de perfil en un banco, a la derecha. La ancha balaustrada de piedra
daba la impresión de terminar en su regazo, inmediatamente debajo de la rodilla de
la criatura. Pensó que si la fuerte mano izquierda de María, que sostenía
firmemente las piernas del niño, se abría más, en un plano horizontal, podía
sostener con firmeza no sólo a su hijo sino también la parte inferior de la
balaustrada, que podría convertirse en una viga vertical. Entonces María estaría
sosteniendo en su regazo el peso de Jesús y, si decidía servir a Dios como Él se lo
había pedido, el de la cruz en la que sería crucificado su hijo.
No impondría aquel simbolismo al espectador, pero allí estaría para que lo viesen
todos cuantos lo sintiesen.
Ya tenía cuadrante, pero ¿dónde estaba la barra transversal? Estudió sus dibujos
para dar con la manera de completar la ilusión. Miró al muchacho, Juan, que jugaba
en la escalera. Si colocaba el gordo brazo a través de la balaustrada, en ángulo
recto...
Dibujó un nuevo bosquejo y luego comenzó a cavar más profundamente en la
cristalina carne del mármol. Lentamente, al penetrar en el bloque, el cuerpo y el
brazo derecho del niño formaban la viva y latente barra transversal. Como debía
ser, puesto que Juan debía bautizar a su primo Jesús y convertirse en parte
integrante de la pasión.
Con el tallado de las imágenes de otros dos niños pequeños que jugaban sobre la
escalera, quedó terminada su Madonna y Niño. Y comenzó, bajo la rigurosa
vigilancia de Bertoldo, la tarea sobre la que carecía absolutamente de preparación:
el pulido. Puesto que había trabajado el bloque junto a la pared de su cobertizo,
que daba al sur, ahora le pidió a Bugiardini que le ayudase a colocar la placa de
treinta y tres por cuarenta y siete centímetros contra la pared occidental, con el fin
de pulirla a la luz indirecta del norte.
Primeramente empleó un escalpelo para suavizar las superficies toscas y luego lavó
todo el polvillo de mármol. Encontró agujeros, que, según le explicó Bertoldo,
habían sido hechos en los comienzos de su trabajo, al penetrar su cincel
demasiado, con lo cual aplastó algunos cristales bajo la superficie.
— Debes emplear una piedra pómez fina, con agua —le instruyó Bertoldo—. Pero
con mano muy liviana.
Terminada aquella tarea, volvió a lavar el bloque con agua. Ahora, su trabajo tenía
una cualidad táctil. Después, empleó otra vez la piedra pómez para refinar la
superficie y sacar a la luz nuevos brillantes cristales. Cuando vio que necesitaba
mejor luz para observar los sutiles cambios que se producían en la superficie, retiró
los tablones que había colocado en las paredes norte y este. A la nueva e intensa
luz, los valores cambiaron y se vio obligado a lavar nuevamente el tallado,
enjuagarlo con una esponja, dejarlo secar y volver a empezar con la piedra pómez.
Los detalles principales emergieron lentamente: la luz solar en el rostro de la
Madonna, en los rizos, en la mejilla izquierda y en el hombro del niño; en el ropaje
que cubría la pierna de la Madonna, en la espalda de Juan, subido a la balaustrada,
en el interior de ésta, para acentuar la importancia de la estructura. El resto estaba
en sombras. Ahora, pensó, era posible ver y sentir la crisis, el intenso pensar
emocional en el rostro de María, mientras sentía los tirones de su hijito en el pecho
y el peso de la cruz en su propia mano.
Lorenzo hizo llamar a los cuatro platonistas. Cuando Miguel Ángel entró en la
habitación de Bertoldo, ambos vieron que el bloque había sido montado sobre un
altar, cuya superficie aparecía cubierta de terciopelo negro.
Los platonistas estaban muy contentos.
— Al fin has esculpido una figura griega —exclamó Poliziano con entusiasmo.
Pico dijo con una intensidad inusitada en él:
— Cuando contemplo su talla, estoy fuera de la cristiandad. Su figura heroica tiene
la impenetrable divinidad del antiguo arte griego.
— Estoy de acuerdo —dijo Landino—, su obra tiene la tranquilidad, la belleza y el
aspecto sobrehumano que sólo podrían describirse como áticos...
principio.
— Es esta bolsa de dinero. No tiene por qué comprar ese trabajo mío. Era suyo
desde que lo empecé. He vivido en este palacio mientras lo esculpía. Usted me ha
dado todo lo...
— No he pretendido comprarlo, Miguel Ángel. Le pertenece. Esa bolsa es
simplemente una especie de premio por haberlo terminado, como la que di a
Giovanni cuando terminó sus estudios eclesiásticos en Pisa. He pensado que tal vez
le agradaría viajar para ver otras obras de arte. A Bolonia, Ferrara, Padua,
Venecia... Y por el sur, a Siena y Roma. Le daré cartas de presentación.
A pesar de lo avanzado de la hora, Miguel Ángel corrió a su casa. Todos dormían,
pero no tardaron en reunirse en la sala, y Miguel Ángel echó las monedas sobre la
mesa de trabajo de su padre con un gesto dramático.
— Pero... ¿qué... qué es esto? —preguntó Ludovico, asombrado.
Un premio, por haber terminado mi Madonna y Niño.
— Es mucho —dijo el tío—. ¿Cuánto?
— No me he detenido a contarlo —replicó Miguel Ángel.
— Treinta, cuarenta, cincuenta... —contaba el padre—. Suficiente para que una
familia viva cómodamente medio año.
Puesto que ya estaba dándose importancia, Miguel Ángel decidió continuar en el
mismo tono:
— ¿Y por qué seis meses de trabajo mío no han de bastar para mantener seis
meses a una familia? ¡Es justicia!
Ludovico no podía ocultar su júbilo.
— Hace muchísimo tiempo que no tengo en mis manos cincuenta florines de oro —
dijo emocionado—.
Miguel Ángel, tienes que empezar otro trabajo inmediatamente, mañana por la
mañana, puesto que los pagan tan bien.
Miguel Ángel lo miraba risueño. ¡Ni una palabra de agradecimiento! Unicamente un
júbilo manifiesto al coger las monedas y dejar que se deslizasen entre sus dedos.
— Vamos a buscar otra granja —dijo Ludovico—. La tierra es la única inversión
segura. Después, con la renta adicional...
— No estoy muy seguro de que pueda hacer eso, padre; Il Magnifico dice que me
ha dado esos florines para viajar: a Venecia, Nápoles, Roma, para ver todas las
obras escultóricas...
— ¿Viajar para ver esculturas? — exclamó Ludovico, aterrado, mientras veía
desaparecer sus soñadas hectáreas—. ¿De qué te servirá ver esas esculturas? Las
ves, y tu dinero ha desaparecido. En cambio una nueva granja...
Buonarroto preguntó:
— ¿Viajarás realmente, Miguel Ángel?
— No —respondió a su hermano, riendo—. Sólo deseo trabajar. —Se volvió hacia
Ludo vico y agregó—: Este dinero es suyo, padre.
IX
Varias veces a la semana, Bertoldo insistía en que fueran a las iglesias para
continuar el dibujo, las copias de las obras maestras. Fueron a capilla Brancacci, en
la iglesia del Carmine. Torrigiani colocó su banqueta tan cerca de Miguel Ángel que
su hombro hacía presión contra el brazo de su amigo. Miguel Ángel retiró su
banqueta ligeramente y Torrigiani se ofendió de inmediato.
— No puedo dibujar si no tengo libre el brazo —explicó Miguel Ángel.
— ¡No seas tan quisquilloso! Lo único que pretendía era que nos divirtiéramos
mientras trabajamos. Anoche oí una nueva balada obscena...
— Quiero concentrarme en lo que hago.
— Y yo estoy aburrido. Ya hemos dibujado estos frescos cincuenta veces. ¿Qué más
pueden enseñarnos?
— A dibujar como lo hacía Masaccio.
— Yo quiero dibujar como Torrigiani. Para mí es bastante.
Sin levantar la cabeza, Miguel Ángel respondió impaciente:
— Pero no para mí.
— ¡No seas estúpido! Yo gané tres premios de dibujo el año pasado. ¿Cuántos has
ganado tú?
— Ninguno. Y por eso será mejor que me permitas que aprenda.
— Me sorprende que el discípulo favorito tenga que someterse todavía a estos
ejercicios de escolar.
— Copiar a Masaccio no es un ejercicio de escolar, como no sea para una mente de
escolar.
— ¿Así que ahora me quieres decir que tu mente es mejor que la mía? ¡Yo creía que
sólo era tu mano de dibujante!
Si supieras dibujar comprenderías que no hay diferencia entre ambas cosas.
— Y si tú supieras hacer cualquier otra cosa aparte de dibujar, te darías cuenta de
lo poco que vives. Pero es como dicen: «Hombre pequeño, vida pequeña; hombre
grande, vida grande».
— Hombre grande, pura bolsa de aire.
Torrigiani se enfureció:
— ¿Es un insulto eso?
Saltó de su banqueta, puso una maciza mano sobre el hombro de Miguel Ángel y le
obligó a levantarse. El muchacho no pudo esquivar el golpe. El puño de Torrigiani
se estrelló contra el puente de su nariz. Sintió el sabor de la sangre en la boca y el
pequeño ruido del hueso nasal al quebrarse. Y luego, como a distancia, la voz de
Bertoldo que lanzaba un grito de angustia.
— ¿Qué has hecho, Torrigiani?
Y mientras veía unas estrellas que se movían alocadamente, Miguel Ángel oyó la
voz de Torrigiani que respondía:
— El hueso se ha roto como un bizcocho bajo mis nudillos.
Miguel Ángel cayó de rodillas, y un segundo después sintió el duro cemento del
suelo en la mejilla. Luego, perdió el conocimiento.
Despertó en su lecho del palacio. Sus ojos y su nariz estaban tapados por unos
trapos mojados. Su cabeza era un torbellino de dolor. Al moverse, alguien le retiró
los trapos. Trató de abrir los ojos, pero sólo consiguió entreabrirlos un poco.
Inclinado sobre él, vio a Pier Leoni, el médico de Lorenzo. Estaban también Il
Magnifico y Bertoldo. Alguien golpeó en la puerta. Miguel Ángel oyó que una
persona entraba y decía:
— Torrigiani ha huido de la ciudad, Excelencia. Por la Porta Romana.
— Envíen tras él a los más veloces jinetes. ¡Haré que lo encierren en un calabozo!
Miguel Ángel cerró nuevamente los ojos. El médico lo acomodó en las almohadas, le
limpió la sangre de la boca y comenzó a explorar su rostro suavemente con los
dedos.
— El puente de la nariz está destrozado —dijo—. Es probable que las astillas del
hueso necesiten un año para salir. El conducto está completamente cerrado. Más
adelante, con un poco de suerte, podrá respirar de nuevo por ese conducto.
Deslizó un brazo bajo el hombro del paciente, lo enderezó un poco y le acercó a los
labios un vaso.
— Beba —dijo—. Esto le hará dormir; cuando despierte, el dolor será mucho menor.
Resultaba una verdadera tortura abrir los labios, pero bebió el té de hierbas
caliente. La voz del médico se fue alejando.
Cuando despertó, se hallaba solo en la habitación. El dolor se había concentrado
ahora en los ojos y la nariz. De la ventana le llegaba claridad.
Hizo a un lado las mantas, se bajó de la cama, trastabilló y se apoyó en el tocador
para sostenerse. Luego, armándose de valor, se miró al espejo. Una vez más tuvo
que agarrarse con fuerza para no desmayarse, porque apenas podía reconocerse.
Ambos ojos estaban muy hinchados.
No podría saber todas las consecuencias del golpe de Torrigiani hasta que hubiese
desaparecido la hinchazón. Pasarían semanas, quizá meses, antes de que le fuera
posible ver de qué modo su amigo de otra época había conseguido, a la inversa, la
modificación de sus facciones deseada hacía tanto tiempo.
Temblando por la fiebre, se arrastró a gatas hasta la cama y se tapó por completo
con las mantas, como si quisiera borrar de su vista el mundo y la realidad. Se
sentía vencido. Su orgullo le había llevado al estado de derrota en que se hallaba
ahora.
Oyó que alguien abría la puerta. Se quedó inmóvil, pues no deseaba ver a nadie.
Una mano lo destapó y entreabrió los ojos. Inclinada sobre él se hallaba
Contessina.
— ¡Miguel Ángel mío! —murmuró la joven.
— ¡Contessina!
— ¡Siento terriblemente lo que le ha ocurrido!
— ¡Más lo siento yo!
— Torrigiani ha conseguido escapar, pero mi padre jura que lo capturará.
Movió dolorosamente la cabeza en la almohada.
— De nada serviría. Me culpo a mí mismo. Yo provoqué su ira, fui más allá de lo
— Torrigiani —le dijo para consolarlo— intentó aplastar el talento de usted con su
puño, para rebajarlo a su nivel.
Pero Miguel Ángel movió la cabeza negativamente:
-Granacci me lo había advertido —dijo.
— Sin embargo, es cierto: las personas que tienen envidia del talento de otros
quieren destruirlo. Y ahora tiene que volver al trabajo. Lo echamos de menos en el
jardín.
Miguel Ángel se contempló en el espejo que había en el tocador. El puente de la
nariz estaba hundido, y así quedaría para siempre. En su centro había un bulto y la
nariz estaba torcida, por lo cual había desaparecido toda la simetría que hubiera
tenido antes. Hizo un gesto de horror.
Se sentía dominado por una enorme desesperación. Ahora ya sería, para siempre,
el escultor feo que intentaba crear imágenes hermosas.
X
Desapareció la hinchazón y, con ella, la decoloración de la piel. Pero todavía no
podía presentarse ante el mundo con aquella forma cambiada, mutilada. Como no
podía hacer frente a Florencia a la luz del día, decidió salir de noche y caminar por
las calles para desahogar sus energías encadenadas. ¡Qué distinta le parecía la
ciudad, encendidas en los palacios las lámparas de aceite, y qué tamaño
descomunal tenían los edificios a la luz de las estrellas!
Un día, llegó Poliziano a su habitación y dijo:
— ¿Puedo sentarme, Miguel Ángel? Acabo de poner fin a mi traducción de las
Metamorfosis de Ovidio al italiano. Mientras traducía el cuento de Néstor sobre los
centauros, se me ocurrió que usted podría esculpir una hermosa pieza de la batalla
entre los centauros y los tesalienses.
Miguel Ángel, sentado en el lecho, contempló fijamente a su interlocutor y comparó
la fealdad de ambos. Poliziano estaba inclinado hacia adelante en su silla. Sus ojos
vidriosos y su cabellera negra se le antojaron al muchacho tan húmedos como sus
labios, repulsivamente carnales. No obstante, a pesar de su horrible fealdad, el
rostro del sabio estaba iluminado por una luz interior al hablar de Ovidio y su
poética narración de los cuentos griegos.
Miguel Ángel dirigió la mirada hacia el estante donde estaba el modelo utilizado por
Bertoldo para su Batalla de los romanos y bárbaros. Poliziano miró también.
— No, no —dijo—. Esa batalla de Bertoldo es una copia del sarcófago existente en
Pisa. En realidad, una reproducción. La de usted sería original.
Bertoldo reaccionó furiosamente:
— ¡Eso es mentira! ¡Te llevaré a Pisa para que lo compruebes! ¡Mañana mismo!
Verás que en el centro del sarcófago no hay una sola figura parecida. Tuve que
recrearlas todas, e introduje temas completamente nuevos, como, por ejemplo, el
guerrero a caballo...
Poliziano entregó su manuscrito a Miguel Ángel.
— Léalo a su comodidad —dijo—. Pensé que podría esculpir las escenas conforme
yo las fuese traduciendo. ¡No podría encontrar un tema de más fuerza!
Bertoldo ordenó aquella noche que les preparasen caballos para el día siguiente. Al
amanecer, él y Miguel Ángel cabalgaban por la orilla del Arno hacia el mar, hasta
que la cúpula y el campanario inclinado de Pisa se recortaron contra el fondo del
cielo azul. El maestro llevó al muchacho directamente al camposanto, un espacio
rectangular rodeado por un muro cuya construcción había comenzado en 1278. Sus
galerías estaban llenas de tumbas: unas seiscientas, entre las cuales se veían
numerosos sarcófagos antiguos. Bertoldo se dirigió al de la batalla romana y,
ansioso de merecer una buena opinión de su discípulo, le explicó detalladamente
las diferencias entre aquel sarcófago y su pieza referente a la batalla. Cuanto más
iba señalando las diferencias, más veía Miguel Ángel las similitudes entre las dos
esculturas. Y murmuró para tranquilizarlo:
— Usted me ha dicho que hasta en el arte tenemos que contar con un padre y una
madre. Nicola Pisano, al iniciar la escultura moderna en este lugar pudo hacerlo
porque vio estos sarcófagos romanos que habían permanecido ocultos por espacio
de mil años.
Aplacado. Bertoldo llevó a su discípulo a una hostería tras una tienda de
comestibles. Ambos comieron atún y judías verdes, y mientras el anciano dormía
una siesta de un par de horas, Miguel Ángel regresó al Duomo y de allí se fue al
Baptisterio, gran parte del cual había sido diseñado por Nicola y Giovanni Pisano.
Allí estaba la obra maestra de Nicola: un púlpito de mármol con cinco altorrelieves.
un resumen del papel del centauro en la mitología, mientras Miguel Ángel dibujaba
rápidamente la figura que, a su juicio, debía representar al personaje: todo caballo,
menos los hombros, cuello y cabeza, que emergían del pecho del animal: el torso y
la cabeza de un hombre.
Comenzó a buscar en sí mismo un diseño general en el que pudiese incluir unas
veinte figuras. ¿Cuántas escenas de acción separadas podía reproducir? ¿Cuál sería
el foco central, desde el cual la mirada se movería de una manera ordenada,
perceptiva, tal como lo deseaba él, el escultor?
En el sarcófago de Pisa y en la obra de Bertoldo sobre la batalla, los guerreros y las
mujeres estaban vestidos. Puesto que iba a retroceder a la leyenda griega,
consideró que tenía derecho a esculpir desnudos, sin las trabas de los yelmos,
mantos y demás objetos que, a su juicio, desordenaban y embarullaban el bronce
de Bertoldo. Con la esperanza de lograr simplicidad y control, eliminó los ropajes,
como lo había hecho con los caballos y la multiplicidad de centauros y armas.
Pero aquella decisión no le llevó a ningún resultado satisfactorio. Ni siquiera
Granacci pudo ayudarle.
— Nunca ha sido posible conseguir modelos dispuestos a posar desnudos —dijo.
— ¿No podría alquilar algún pequeño taller en alguna parte para trabajar solo? —
preguntó.
Granacci negó, irritado:
— Eres el protegido de Lorenzo, y todo cuanto hagas en ese sentido sería un
menosprecio para él.
— Entonces, sólo hay una solución: trabajaré en la caverna Maiano.
Se dirigió a Settignano con el fresco del anochecer. Los Topolino lo saludaron
cordiales. Les agradaba que pasara allí la noche. Y si observaron los daños
causados a su rostro por Torrigiani, él no se dio cuenta.
Se lavó en el arroyo al amanecer y luego se fue por los caminos de carretas a las
canteras, donde los picapedreros y canteros comenzaban a trabajar una hora
después de la salida del sol. En la cantera, la pietra serena cortada la tarde anterior
tenía un color azul turquesa, mientras los bloques más viejos estaban adquiriendo
un tinte marrón. Habían sido completadas diez columnas y arrancada de la cantera
una enorme piedra, la que estaba rodeada de montones de trozos pequeños y
XI
Utilizó cera de abejas, que venía en grandes panes. Desmenuzó uno de ellos y lo
echó en un recipiente colocado en la chimenea. Una vez que se hubo enfriado,
comenzó a amasarla con los dedos, cortándola luego en tiras. Por la mañana,
derramó un poco de trementina sobre sus dedos y amasó la cera de nuevo para
darle mayor blandura. Puesto que su escultura iba a ser un altorrelieve, la mitad
exterior de las figuras emergía directamente del fondo del mármol.
Bugiardini, que ya odiaba el tallado de la piedra con una ferocidad tan intensa como
la de Granacci, empezó a pasar sus días en el cobertizo, donde gradualmente fue
haciéndose cargo de ciertas tareas manuales que lo convertían en ayudante de
Miguel Ángel. Este hizo que su amigo cortase un tronco de árbol del tamaño del
bloque de mármol que tenía la intención de usar y lo atravesase con alambres para
darle mayor armadura. Luego, comenzó a modelar figuras de cera basándose en
sus dibujos experimentales, adosándolas al armazón, mientras equilibraba los
brazos entrelazados, los torsos, piernas, cabezas y piedras tal como tendrían que
aparecer en la escultura de mármol.
Encontró el bloque que deseaba en el patio del palacio. Bugiardini le ayudó a
trasladarlo al cobertizo y lo colocaron sobre rollos de madera para proteger sus
esquinas. Cuando comenzó a aplicar el martillo y el cincel, trabajó con todo su
cuerpo, apoyándose firmemente en sus pies, bien separados uno del otro, y
lanzando todo su peso sobre el brazo que empuñaba el martillo. La fuerza
empleada para eliminar tenía que ser igual al mármol eliminado.
En su formación, el bloque, de un metro veinte, tenía vetas parecidas a las de la
madera. Buscó la dirección este y colocó el bloque en la misma posición que había
tenido en la ladera de la montaña. Tendría que cortar de norte a sur, pues de lo
contrario aquel mármol se pelaría en capas fragmentadas.
Aspiró profundamente, y alzó martillo y cincel para el asalto inicial. El polvillo del
mármol comenzó a cubrirle las manos y la cara y a penetrar en sus ropas. Era
agradable tocarse el rostro y sentirlo lleno de aquel polvillo. Le resultaba igual que
tocar el mármol que estaba trabajando.
Los sábados por la noche, el palacio se vaciaba. Piero y Alfonsina iban de visita a
los palacios de las familias más nobles de Florencia;
Giovanni y Giulio hacían también vida social; Lorenzo buscaba el placer en su grupo
de aristocráticos jóvenes y, según los rumores que circulaban, intervenía en orgías
carnales. Miguel Ángel no supo jamás si aquellos rumores tenían verdadero
La aspereza desapareció del ceño de Lorenzo, que avanzó para mirar los dibujos.
— Giulio me ha informado de las charlas de ustedes —dijo—. Esa amistad me
parece excelente y no podrá perjudicar a ninguno de los dos. Es muy inportante
que los artistas tengan amigos. Y los Medici también.
Unas noches después, con luna llena y el aire cargado de aromas silvestres, se
sentaron juntos ante una ventana de la biblioteca que daba a la Via Larga y las
colinas circundantes.
— Florencia está envuelta en la magia de la luz lunar —suspiró Contessina—.
Desearía subir a una gran altura y desde allí contemplar la ciudad.
— Yo conozco un lugar —exclamó él— al otro lado del río. Es como si uno pudiera
extender los brazos y abrazar a la ciudad.
¿Podríamos ir? Quiero decir... ahora. Nos deslizaremos por la puerta trasera del
jardín, separadamente. Voy a ponerme un manto con capucha.
Recorrieron el camino que Miguel Ángel seguía siempre. En ángulo agudo hacia el
Ponte alie Grazie, cruzaron el Arno y ascendieron hasta el antiguo fuerte. Sentados
en el parapeto de piedra, era como si tuviesen sus pies colgados sobre la ciudad.
Miguel Ángel le mostró la villa de Lorenzo en Fiésole, el muro de ocho torres que
rodeaba la ciudad al pie de las colinas de Fiésole, la brillante masa blanca del
Baptisterio, el Duomo y el inclinado Campanile; la alta torre de la Signoria; la
apretada ciudad oval, encerrada entre sus muros y el río; y al lado del Arno en que
ellos se hallaban, el palacio Pitti, iluminado por la luna, construido con piedra de su
propia cantera.
Sus dedos fueron acercándose lentamente sobre la tosca superficie de la piedra, se
tocaron y por fin se entrelazaron.
La repercusión fue inmediata. Lorenzo, que había estado en Vignone varios días
tomando baños, lo hizo llamar. Cuando Miguel Ángel entró, Il Magnifico estaba
sentado ante su escritorio. De pie, a su lado, se hallaba su secretario, Piero da
Bibbiena. Miguel Ángel no necesitó que se le dijese el motivo de aquel llamamiento.
— Estaba segura, Excelencia. No me separé de ella un solo instante —dijo.
— Eso tengo entendido. ¿Creyó realmente que no serían vistos? Giulio la vio salir
por la puerta posterior del jardín.
Miguel Ángel, profundamente apenado, dijo:
— Ha sido una indiscreción. ¡Era tan hermoso allá arriba! Florencia era como una
cantera de mármol, con sus iglesias y torres cortadas de una sola capa de piedra.
— No estoy poniendo en tela de juicio su conducta, Miguel Ángel. Pero ser Piero
duda de su sensatez. Sabe usted que Florencia es una ciudad de lenguas malignas.
— ¡Pero no osarán hablar mal de una criatura como ella!
— Contessina ya no puede ser considerada como una «criatura» —dijo Lorenzo—.
Está creciendo rápidamente. Hasta ahora no me había dado cuenta... Eso es todo,
Miguel Ángel. Puede volver a su trabajo, pues sé que estará impaciente por hacerlo.
— ¿No hay algo que yo pueda hacer para corregir ese error?
— Ya lo hice yo. —Lorenzo se levantó y puso ambos brazos sobre los hombros del
muchacho, que temblaban—. No quiero que se sienta triste por esto —dijo—. Lo
hizo inocentemente. Cámbiese para la cena. Hoy viene alguien que deseo que
conozca.
Lo último que deseaba Miguel Ángel en el estado en que se encontraba era cenar
con sesenta invitados, pero no era posible desobedecer. Se lavó y vistió sus ropas
de gala. Luego se dirigió al comedor, donde uno de los servidores lo guió hasta un
lugar que Lorenzo le había reservado, al lado de Gianfrancesco Aldrovandi,
perteneciente a una de las más encumbradas familias de Boloña. Lorenzo lo había
designado Podestá de Florencia para el año 1488.
Su Excelencia tuvo la amabilidad de mostrarme sus dibujos y el mármol Madonna y
Niño. Sus trabajos me han servido de admirable estimulo —dijo Aldrovandi.
— Muchas gracias —respondió Miguel Ángel.
— No intento hacerle un elogio vacuo. He dicho eso porque soy un entusiasta de la
cultura y me he criado entre las magníficas obras de Jacopo della Quercia.
Miguel Ángel preguntó tímidamente quién era.
— ¡Ah! Ese es el motivo por el que he pedido a Il Magnifico que me brindase la
oportunidad de hablar con usted. Jacopo della Quercia no es conocido en Florencia,
a pesar de que es uno de los escultores más grandes que ha producido Italia. Era
un dramático del mármol, como Donatello fue el poeta. Tengo la esperanza de que
venga a Boloña y me permita mostrarle su obra. Estoy seguro de que habrá de
ejercer una gran influencia sobre usted.
Miguel Ángel quería responder que esas profundas influencias eran precisamente lo
XII
Recibió un mensaje de su padre. La familia estaba preocupada por Leonardo, de
quien se había dicho que estaba enfermo en el monasterio de San Marco. «¿Podrías
hacer uso de la influencia de los Medici para ir a verlo?», preguntaba Ludovico.
Miguel Ángel fue a su casa, y allí le repitió la pregunta.
— No se permite a ningún extraño en las dependencias de los monjes —contestó.
— San Marco es iglesia y monasterio de los Medici —le dijo su abuela—. Fue
construida por Cósimo, y Lorenzo sufraga los gastos de su mantenimiento.
Después de unos cuantos días, se dio cuenta de que sus peticiones no eran
escuchadas. Luego se enteró de que Savonarola predicaría en San Marco el
domingo siguiente.
— Todos los monjes tendrán que estar allí —le dijo Bertoldo—. Así podrás ver a tu
hermano, y hasta posiblemente hablar unas palabras con él.
Su plan de colocarse al lado de la puerta lateral, cerca del claustro, a fin de que
Leonardo tuviera que pasar junto a él, fue desbaratado por la presencia del
apretado grupo de monjes cubiertos con sus hábitos negros que oraban y cantaban
en el coro desde antes del amanecer. Sus capuchas estaban tan caladas que era
imposible ver sus rostros. Por lo tanto, Miguel Ángel no pudo ver si Leonardo estaba
en el grupo.
Cuando un apagado murmullo anunció la entrada de Savonarola, Miguel Ángel se
deslizó en un banco, cerca del púlpito.
¡Arrepentíos!
El monje bajó lentamente la escalera del púlpito y salió por la puerta que daba al
claustro. Miguel Ángel quedó profundamente emocionado, un poco exaltado y no
poco confundido. Una vez que hubo salido de nuevo al sol de la plaza, se quedó un
rato encandilado por la intensa luz, sin saber qué decir. Finalmente avisó a su padre
de que no le había sido posible ver a su hermano Leonardo.
Había desaparecido su perturbación emocional cuando recibió una nota de Leonardo
en la que le pedía que fuera a San Marco a la hora del rosario.
Su hermano le pareció tan cadavérico como Savonarola.
La familia ha estado preocupada por ti —dijo Miguel Ángel.
La cabeza de Leonardo se hundió aún más en la capucha.
— Mi familia —dijo— es la familia de Dios.
— No seas tan santurrón —exclamó Miguel Ángel.
Cuando Leonardo respondió, su hermano percibió en su voz un dejo de afecto:
— Te he llamado porque sé que no eres malo. El palacio no ha conseguido
corromperte todavía. Aun en medio de esa atmósfera de Sodoma y Gomorra, no
has sido pervertido, pues has vivido como un anacoreta.
— ¿Y cómo sabes tú todas esas cosas? —preguntó Miguel Ángel, risueño.
— Sabemos cuanto ocurre en Florencia —respondió Leonardo. Dio un paso y
extendió sus huesudas manos—: Fra Savonarola ha tenido una visión. Los Medici, el
palacio, todas las obscenas e impías obras de arte que hay dentro de sus muros
serán destruidas. No podrán salvarse, pero tú sí, porque tu alma no se ha perdido
todavía. Arrepiéntete y aléjate de todo eso, mientras todavía es tiempo de hacerlo.
— Savonarola —dijo Miguel Ángel— atacó al clero. He oído su sermón. Pero no
atacó a Lorenzo de Medici.
Pronunciará diecinueve sermones, a partir del día de Todos los Santos hasta la
Epifanía. Cuando terminen, Florencia y los Medici estarán en llamas.
Miguel Ángel calló, asustado.
— ¿No quieres salvarte, hermano mío? —preguntó Leonardo.
Tenemos ideas distintas. Todos no podemos ser iguales —replicó Miguel Ángel.
— Podemos. El mundo tiene que ser un monasterio como éste, en el que todas las
almas estén a salvo.
— Si mi alma ha de salvarse, ello sólo podrá ocurrir por medio de la escultura. Ésa
es mi fe y mi disciplina. Has dicho que yo vivo como un anacoreta; es mi trabajo el
que me hace vivir así. Entonces, ¿cómo es posible que ese trabajo sea malo?
Leonardo miró a su hermano con ojos que centelleaban. Luego se fue por una
puerta que daba a una escalera.
A Miguel Ángel le pareció que debía asistir al sermón de Todos los Santos, como
tributo a Lorenzo. La iglesia estaba abarrotada. Savonarola comenzó su perorata
con tono tranquilo, expositivo. Explicó los misterios de la misa y la divinidad de la
palabra de Dios. Los fieles que no habían asistido al sermón anterior parecían
desilusionados. Pero el monje sólo estaba entrando en materia, y poco después su
poderosa voz fustigaba a la concurrencia con sus elocuentes palabras, que eran
como latigazos.
Atacó al clero: «Se oye decir: “¡Bendita sea la casa en la que hay un cura gordo!”,
pero pronto llegará el día en que se dirá más bien: "¡Maldita sea esa casa!"».
»Sentiréis el filo de la espada en vuestras carnes. La aflicción os atacará. Esta
ciudad ya no será llamada Florencia, sino una cueva de ladrones, de corrupción y
de sangre. Había jurado no profetizar, pero una voz en la noche me dijo: "¡Loco!
¿No has comprendido, acaso, que es la voluntad de Dios que continúes?". A eso se
debe que no pueda dejar de profetizar. Y os digo que habrán de llegar días
infaustos para todos vosotros.» Un sordo rumor recorrió la iglesia. Muchas de las
mujeres lloraban.
Miguel Ángel se levantó y se fue por una de las naves laterales. La irritada voz del
predicador lo siguió, hasta después de haber traspasado la puerta. Cruzó la Piazza
San Marco, entró en el jardín y se fue a su cobertizo. Temblaba y tenía escalofríos.
Y resolvió no volver a la iglesia.
XIII
Contessina lo encontró en la biblioteca. Dibujaba. Ella había estado ausente varias
semanas y su rostro estaba palidísimo. Miguel Ángel se levantó de un salto.
— ¡Contessina! —exclamó—. ¿Ha estado enferma? Siéntese aquí.
— Tengo algo que decirle... Se han firmado los contratos.
— ¿Qué contratos?
— Los de mi matrimonio..., con Piero Ridolfi. No he querido que se enterara por los
chismes de palacio.
— Y ese matrimonio... ¿cuándo se celebrará? —preguntó él, angustiado.
— Dentro de algún tiempo. Todavía soy demasiado joven. Les he pedido que me
concedan el plazo de un año.
— ¡Ahora todo ha cambiado!
— Para nosotros no. Seguimos siendo amigos. Después de un silencio, Miguel Ángel
preguntó:
— ¿No la hará desgraciada Piero Ridolfi? ¿La quiere?
Contessina lo miró, pero sin levantar la cabeza.
— No hablemos de esas cosas. Yo haré lo que tengo que hacer. Pero mis
sentimientos son míos, y de nadie más.
Se levantó y dio un paso, acercándose a él. Miguel Ángel bajó la cabeza. Cuando
por fin la alzó otra vez para mirarla, vio que Contessina tenía los ojos cuajados de
lágrimas. Extendió una mano, y ella puso la suya sobre la de él. Los dedos de
ambas manos se entrelazaron fuertemente. Y un segundo después Contessina se
retiró, dejando tras de sí un delicado aroma.
En el transcurso de su segundo sermón contra el vicio en Florencia, Savonarola
atacó de pronto a los Medici y culpó a Lorenzo de todos los males que padecía la
ciudad, para pronosticar la caída de la familia gobernante y, como culminación, la
del Papa en el Vaticano.
La Academia Platón se reunió apresuradamente en el studiolo.
Miguel Ángel informó sobre los dos primeros sermones y luego sobre la advertencia
que le había hecho su hermano Leonardo. Aunque Lorenzo había librado
monumentales batallas contra el Vaticano, en aquellos momentos deseaba
conservar la paz existente con el Papa Inocencio VII, debido a Giovanni, que sólo
debía esperar unos meses para ser ungido cardenal y salir hacia Roma para
representar a los Medici. El Papa podía muy bien imaginar que, puesto que Lorenzo
había llamado a Savonarola a Florencia y el monje estaba predicando en una iglesia
de los Medici, atacaba al papado con el conocimiento y la anuencia de Il Magnifico.
— Menos mal que me está atacando también a mí —dijo Lorenzo.
¡Tendremos que hacerle callar! —gruñó Poliziano.
— Lo único que necesitamos es poner fin a sus profecías —replicó Lorenzo—. No
XIV
Miguel Ángel llegó al Duomo al mismo tiempo que su padre y el resto de la familia
para oír al nuevo profeta. Se quedó junto a la puerta y contempló los mármoles de
Donatello y Lúea della Robbia, que parecían gritarle: « ¡La gente es buena!»,
mientras Savonarola tronaba: « ¡La humanidad es perversa!».
¿Quién tenía razón, Donatello y Della Robbia o Savonarola?
Aunque la ciudad estaba sacudida por una convulsión religiosa, Miguel Ángel seguía
trabajando tranquilo. Contrariamente a Savonarola, no podía convencerse de que
Dios hablaba por la boca del monje, pero experimentaba la sensación de que si Dios
veía, aprobada el trabajo que él realizaba.
Sintió cierta admiración hacia Savonarola. ¿Acaso no era un idealista? Y en cuanto a
su fanatismo, ¿no había dicho Rustici: «Eres como Savonarola, ayunas porque no
tienes el valor suficiente para dejar el trabajo a las horas de comer»?
Miguel Ángel había recibido la acusación con cierto disgusto, pero ¿acaso no sentía
que debía consagrarse a la tarea de revolucionar la escultura marmórea como
Fidias había adorado la egipcia, tornándola humanamente griega? ¿No habría
estado dispuesto a ayunar y orar hasta no tener fuerzas ni para arrastrarse por el
jardín al cobertizo, si ello fuera necesario? Creía en Dios. Si Dios podía crear la
tierra y el hombre, ¿no podría crear también un profeta... o un escultor?
La Signoria invitó a Savonarola a pronunciar un sermón en el gran salón del Palazzo
della Signoria. Lorenzo, los cuatro platonistas y la importante jerarquía Medici de
toda la ciudad anunciaron su intención de concurrir. Miguel Ángel ocupó un lugar
entre Contessina y Giovanni, frente al estrado en el que Savonarola se hallaba de
pie ante un atril. El gobierno de la ciudad, en pleno, ocupaba los bancos que había
tras él.
Cuando Savonarola se refirió por primera vez a Lorenzo de Medici como un tirano,
Miguel Ángel vio que los labios del Magnifico se entreabrían ligeramente en una
sonrisa. Miguel Ángel apenas había oído aquellas palabras, pues estaba
contemplando el gran salón y pensaba qué maravillosos frescos podían pintarse en
sus paredes.
Pero la sonrisa de Lorenzo se esfumó al proseguir el monje su despiadado ataque:
— Todo lo malo y lo bueno de la ciudad dependen de su jefe, y, por lo tanto, la
responsabilidad del mismo es enorme —dijo—. Si avanza por la buena senda, toda
la ciudad será santificada. Los tiranos son incorregibles, porque son orgullosos.
Dejan todos los asuntos en manos de malos ministros. No escuchan a los pobres ni
condenan a los ricos. Corrompen a los electores y agravan las pesadas cargas del
pueblo.
Miguel Ángel empezó a escuchar más atentamente, porque Savonarola acusó a
Lorenzo de haber confiscado el Fondo Total Florentino, integrado por el dinero que
pagaban al tesoro de la ciudad las familias más pobres como garantía de que, a su
debido tiempo, contarían con la dote sin la cual ninguna joven toscana podía aspirar
a casarse; de haber utilizado aquel dinero para adquirir manuscritos sacrílegos y
obras de arte obscenas, así como para organizar bacanales con las que entregaba
al pueblo de Florencia a las garras del demonio.
La oscura tez de Lorenzo adquirió un tono verdoso.
XV
Cuando Miguel Ángel llegó al studiolo encontró allí a Fra Mariano. El predicador
humanista de San Gallo había perdido una buena parte de su congregación, que se
pasó a Savonarola.
— No intentaremos refutar las acusaciones personales de Savonarola —decía
Lorenzo—. Los hechos de asuntos como el Fondo Total son claros y todos los
florentinos los conocen. Pero profetizar la destrucción de Florencia está causando
una creciente histeria en la ciudad. Fra Mariano, he estado pensando que usted es
la solución de este asunto. ¿Me permite que le sugiera que predique un sermón
sobre el tema: «No es para ti saber el momento y razón que el Todopoderoso ha
fijado por su propia autoridad»?
El rostro de Fra Mariano se iluminó.
— Podría pasar revista a la historia de las profecías —dijo—. Las formas en que
Dios habla a su pueblo; y demostrar que lo único que le falta a Savonarola es el
caldero de los brujos...
— No, no —repuso Lorenzo—, su sermón tiene que ser sereno e irrefutable, tanto
en los hechos como en la lógica, de tal modo que nuestro pueblo vea la diferencia
entre las revelaciones y las brujerías.
La discusión versó sobre qué materiales bíblicos y literarios debería emplear Fra
Mariano. Miguel Ángel salió de la habitación disimuladamente.
Siguió un mes de intranquilidad y sostenido trabajo. Miguel Ángel se aisló de todo
contacto con el mundo. Comía y dormía poco, y atacaba infatigablemente las
figuras de su composición escultórica.
Fra Mariano subió al pulpito y comenzó el sermón Con su voz culta y sabia recitó
Bertoldo dejó de ir unos cuantos días al fondo del jardín. Miguel Ángel tuvo otro
visitante: su hermano Leonardo, cada vez más cadavérico.
— Bienvenido a mi taller, Leonardo —le dijo Miguel Ángel.
— He venido por tu escultura. Queremos que se la ofrezcas a Dios.
— ¿Y cómo debo hacer eso?
— Destruyéndola. Esa será la primera pira de Savonarola para purificar Florencia.
Aquella era la segunda invitación que se le hacía en el sentido de destruir su obra.
— ¿Es que debo considerar obsceno este trabajo? —preguntó.
— ¡Es sacrílego! Llévalo a San Marco y arrójalo tú mismo a las llamas.
La voz de Leonardo tenía un intenso fervor emocional que puso nervioso a Miguel
Ángel. Lo cogió de un codo y lo acompañó hasta la puerta del fondo del cobertizo,
hasta dejarlo en la calle.
Había planeado algunas semanas de pulido para hacer destacar las características
más salientes de sus figuras. Pero en lugar de eso, pidió a Granacci que lo ayudase
a trasladar el bloque al palacio aquella misma noche.
Ayudado por su amigo y Bugiardini, llevó el bloque al studiolo de Lorenzo. Este no
veía el mármol desde hacía un mes, o sea, desde el sermón de Fra Mariano. Entró
en la habitación pálido, ojeroso, caminando penosamente con ayuda de un bastón,
y fue cogido completamente de sorpresa. « ¡Ah!», exclamó, y se dejó caer en una
silla. Allí estuvo un largo rato en silencio, fija la mirada en la escultura,
estudiándola parte por parte, figura por figura, mientras sus mejillas se iban
tiñendo de color. Parecía que la vitalidad volvía a sus miembros. Miguel Ángel
seguía de pie a su lado. Finalmente, Il Magnifico se volvió hacia él y lo miró con
brillantes ojos.
— Ha hecho bien en no pulirlo. Las marcas del cincel contribuyen a destacar la
anatomía.
Entonces, ¿aprueba este trabajo, Excelencia?
— ¡No he visto jamás un mármol semejante!
— Ya hemos recibido una oferta por la pieza. De Savonarola, por mediación de mi
hermano Leonardo, para ofrecerla a Dios en la hoguera que preparan.
— ¿Y qué ha respondido?
— Que no tenía derecho a darla, pues pertenece a Lorenzo de Medici.
estaba terminada.
— Miguel Ángel —dijo Lorenzo—, ésta es la última gran obra de arte que tengo que
completar para mi familia: una fachada de mármol con unas veinte figuras,
esculpida cada una en su correspondiente nicho.
¡Veinte esculturas! Las mismas que la fachada del Duomo... No es excesivo para
usted. Una estatua de tamaño natural por cada figura sugerida en su «Batalla».
Tenemos que crear algo que sirva de regocijo a toda Italia.
Miguel Ángel se preguntó si aquella sensación de vacío que sentía en el diafragma
era júbilo o congoja. Y exclamó impetuosamente:
— ¡Lo haré, Lorenzo, se lo prometo! Pero necesitaré tiempo. Tengo tanto que
aprender aún... Todavía no he probado la mano con una estatua completa.
Cuando llegó a sus habitaciones, encontró a Bertoldo envuelto en una manta,
sentado ante un brasero de carbón. Su rostro estaba tremendamente pálido y sus
ojos aparecían enrojecidos. Miguel Ángel corrió a su lado.
— ¿Se siente mal, Bertoldo? —preguntó, ansioso.
— Sí. ¡Y además, soy un viejo estúpido, ciego, ridículo, que ya nada tiene que hacer
en este mundo!
— ¿A qué se debe esa insólita apreciación? —exclamó Miguel Ángel riendo, para
animar al anciano.
— A que he estado contemplando tu «Batalla» en la habitación de Lorenzo y he
recordado lo que te dije sobre ella. Estaba equivocado, terriblemente equivocado.
Yo la veía fundida en bronce, y ahora comprendo que el mármol habría sido
arruinado. ¡Tienes que perdonarme!
— Déjeme que lo acueste —rogó el muchacho.
Acomodó al anciano bajo el edredón de plumas, bajó a la cocina del sótano y
ordenó que calentasen una jarra de vino en las pavesas de la chimenea. Luego llevó
la jarra a la habitación, vertió una cantidad de vino en un vaso y lo acercó a los
labios del maestro.
— Si esa «Batalla» mía es buena, se debe a que usted me enseñó lo que debía
hacer para que fuese buena. Si no pude hacerla en bronce fue porque usted me
advirtió de las diferencias entre el sólido mármol y el fluido metal. Debe de estar
satisfecho. Mañana comenzaremos una nueva obra, y podrá enseñarme más.
XVI
Ahora, la desorganización en el jardín de escultura era completa. Cesó todo trabajo.
Granacci abandonó la pintura que estaba realizando y dedicó la totalidad de su
tiempo a proporcionar modelos, buscar bloques de mármol y realizar algunos
encargos: un sarcófago, una Madonna...
Una tarde Miguel Ángel abordó a su amigo.
— No hay nada que hacer, Granacci, esta escuela ha terminado —dijo.
— No digas eso. Sólo nos hace falta un nuevo maestro. Lorenzo dijo anoche que yo
podría ir a Siena a buscar uno...
Sansovino y Rustici entraron en el taller.
— Miguel Ángel tiene razón —dijo el primero—. Yo voy a aceptar la invitación del
rey de Portugal y me iré a trabajar allí.
— Creo que ya hemos aprendido todo lo posible como discípulos —le apoyó Rustici.
— Yo no he nacido para tallar piedra —agregó Bugiardini—. Mi carácter es
demasiado blando y se adapta mejor a mezclar aceite y pigmentos. Pediré a
Ghirlandaio que me acepte de nuevo en su taller.
— ¡No me digas que tú también te vas! —exclamó Granacci, dirigiéndose a Miguel
Ángel.
— ¿Yo? ¿Y dónde podría ir?
El grupo se separó. Miguel Ángel se dirigió a su casa con Granacci para informan a
su familia de la muerte de Bertoldo. Lucrezia se mostró excitadísima al ver el libro
de cocina y leyó varias recetas en voz alta. Ludovico no mostró el menor interés.
— Miguel Ángel —preguntó—, ¿has terminado tu nueva escultura?
— Más o menos.
— ¿La ha visto Il Magnifico? ¿Le gustó?
—Sí.
— ¿Nada más? ¿No se mostró entusiasmado?
— Sí, padre...
— Entonces, ¿dónde están los cincuenta florines de oro?
— Es que...
— ¡Vamos, vamos! Il Magnifico te dio cincuenta florines cuando terminaste tu
Inocencio VIII, anciano ya, pudiese fallecer antes de cumplir su promesa y el Papa
sucesor se negase a aceptar al muchacho de dieciséis años en la jerarquía
gobernante de la Iglesia. Lorenzo sabía también que aquella investidura sería una
victoria estratégica ante el pueblo de Florencia.
Miguel Ángel estaba intranquilo por los preparativos de Lorenzo para su partida a
Careggi, pues Il Magnifico había empezado ya a entregar muchas actividades y
asuntos de gobierno a las inexpertas manos de Piero. Si Piero iba a estar al frente
de todo en Florencia, ¿qué sería la vida para él?
Nada se había hablado sobre el dinero por haber completado la «Batalla», por lo
que Miguel Ángel no podía ir a su casa. Tampoco se depositaban ya en su tocador
aquellos tres florines semanales de antes. No necesitaba el dinero, pero la
repentina suspensión le preocupaba. ¿Quién la había ordenado, Lorenzo o Piero da
Bibbiena? ¿O sería orden de Piero de Medici? Y algún tiempo después.
En su incertidumbre, Miguel Ángel acudió a Contessina. Buscó su compañía y
pasaba largas horas hablando con ella. A menudo tomaba el manuscrito de La
Divina Comedia y le leía en voz alta los pasajes que más le gustaban.
Los platonistas le habían aconsejado siempre que escribiese sonetos, pues eran la
más alta expresión del pensamiento literario del hombre. Mientras él se expresaba
plenamente por medio del dibujo, el modelado y el tallado del mármol, no tenía
necesidad de otra voz suplementaria. Pero ahora, en su confusión y soledad,
comenzó a escribir sus primeras líneas poéticas, vacilantes..., y dirigidas a
Contessina, naturalmente.
Una fuerza sublime me transporta hacia el cielo.
Ninguna otra cosa sobre la tierra podría regalarme tamaño deleite.
Un alma ruda ve, pero yo, ¡oh, exquisitez máxima!, veo mi espíritu...
Rompió aquellos versos, pues los sabía pedantes, y volvió al desierto jardín para
vagar por sus senderos y visitar el casino. Ansiaba trabajar, pero se sentía tan
vacío que no sabía qué obra realizar. Sentado ante su dibujo en el cobertizo, se
apoderó de él una enorme tristeza y la sensación de que estaba solo en el mundo.
Pero por fin Lorenzo lo mandó a buscar.
— ¿Quiere venir a Fiésole con nosotros? —le preguntó—. Pasaremos la noche en la
villa. Por la mañana, Giovanni va a ser investido en la Abadía de Fiésole. Creo que
XVII
Hacía dos semanas que Lorenzo se hallaba ausente del palacio. Miguel Ángel estaba
sentado, solo, en su dormitorio, cuando oyó voces en el corredor. Un rayo había
caído en el faro del tejado del Duomo, y en el palacio de los Medici. Toda la
población se echó a la calle para contemplar los destrozos. Al día siguiente,
Savonarola aprovechó aquella oportunidad para predicar un sermón en el que
presagió calamidades tales como la destrucción por invasión, un terremoto, grandes
incendios e inundaciones. Y Miguel Ángel se hallaba escuchándolo entre la
compacta multitud.
Aquella noche le llegó un rumor al palacio. Le fue llevado por el paje del secretario
de Lorenzo: en lugar de mejorar, Lorenzo empeoraba. Se había enviado a buscar
un nuevo médico, Lazzaro de Pavía, que administró al paciente una mezcla de
diamantes y perlas pulverizados. Pero aquella medicina, hasta entonces infalible, no
dio resultado.
Miguel Ángel paseó por los corredores toda la noche, terriblemente apenado. Piero
se había ido ya a Careggi, llevándose consigo a Contessina y a Giuliano. Al
amanecer, incapaz de resistir más tiempo, corrió a las cuadras, ensilló un caballo y
partió al galope hacia la hermosa villa de Lorenzo.
Dio un rodeo por los límites más lejanos de la finca, se deslizó por el hueco de un
muro y entró en uno de los patios posteriores. De la cocina le llegó un prolongado y
triste lamento. Ascendió silenciosamente por la ancha escalera y al llegar arriba
dobló a la izquierda, quedándose un instante indeciso ante el dormitorio de
Lorenzo. Luego empuñó el pesado picaporte labrado.
En un extremo de la habitación, vio a Lorenzo en su alto lecho, acomodado con
numerosas almohadas tras la espalda. El doctor Pier Leoni le estaba practicando
una sangría en el antebrazo. Al pie del lecho estaba sentado Poliziano, por cuyas
mejillas se deslizaban abundantes lágrimas. Pico leía al paciente algo de un libro
lecho, se despidió de todos, pidiéndoles perdón por cualquier cosa en que los
hubiera ofendido.
Miguel Ángel libraba una terrible lucha consigo mismo. Quería apartar la pesada
cortina y correr al lado de Lorenzo para decirle: «Yo también lo he amado. ¡Adiós!».
Pero no había sido llamado allí. Era un intruso. Por lo tanto, hundió el rostro en el
terciopelo. En ese mismo instante Lorenzo se desplomaba sobre las almohadas.
El doctor Leoni se inclinó sobre el lecho, cerró los ojos del muerto y lo cubrió con la
sábana.
Miguel Ángel se deslizó sin ser visto, bajó corriendo las escaleras y salió al huerto.
Se preguntaba cómo era posible que a los demás les fuese tan fácil llorar. Sus
lágrimas le hacían arder los ojos mientras avanzaba inciertamente, pero no
brotaban.
¡Lorenzo había muerto! ¿Cómo era posible que aquel gran espíritu, cerebro y
talento tan llenos de vida y fuerza sólo unos meses antes se hubieran apagado para
siempre? ¿Por qué razón había llamado a Savonarola, su juramentado destructor,
para brindarle la satisfacción final de ver que sus amenazas y predicciones se
cumplían? Ahora toda Florencia diría que Savonarola había vencido a Lorenzo y que
tenía que ser voluntad de Dios que ello hubiese ocurrido tan rápida y fácilmente.
Se sentó en el extremo más lejano del jardín. Su mundo se había derrumbado. Con
Lorenzo, acababa de perder a su mejor amigo, el que había ocupado el lugar de la
devoción y cariño que deberían haberle correspondido a Ludovico Buonarroti.
Al cabo de unos minutos se puso en pie. Tenía la boca seca. Volvió lentamente al
palacio. En el camino, llegó junto a un pozo, dejó caer el cubo y miró hacia adentro
para ver cómo se llenaba. Allí abajo, tendido boca arriba, había un hombre.
Paralizado de terror, Miguel Ángel reconoció aquel rostro. Era el doctor Leoni. Se
había suicidado.
Ahogó el grito que pugnaba por salir de su garganta y se alejó a todo correr hasta
que cayó extenuado. Y entonces acudieron para aliviarlo las lágrimas, que llenaron
sus ojos.
LIBRO CUARTO
La huida
I
Compartió su antigua cama con Buonarroto. Debajo de ella puso sus dos
bajorrelieves de mármol, envueltos en un gran retal de lana. Lorenzo había dicho
que aquellas esculturas eran suyas. Con toda seguridad, se dijo con una
melancólica sonrisa, Picro no las querría. Después de dos años de vida en aquellas
cómodas habitaciones y la libertad de movimientos del palacio, no le resultaba fácil
vivir en esta pequeña habitación de ahora, con sus tres hermanos.
— ¿Por qué no puedes volver a trabajar para Piero de Medici? —le preguntó su
padre.
— No lo querría él.
— No puedes permitirte el lujo de ser orgulloso.
— El orgullo —respondió Miguel Ángel, humilde— es lo único que me queda por el
momento, padre.
Los últimos tres meses constituían el periodo más largo que él recordara sin
dibujar. La inactividad le estaba volviendo duro. Ludovico se mostraba sumamente
disgustado, tanto más porque Giovansimone, que ya tenía trece años, estaba en
dificultades con la Signoria debido a varios actos de vandalismo. Cuando llegó el
calor de julio, y Miguel Ángel seguía sin ánimo para trabajar, Ludovico perdió la
paciencia.
— ¡Nunca creí que llegaría el día en que tuviera que acusarte de perezoso y vago!
—dijo—. ¡No puedo permitir que sigas deambulando por la casa sin hacer nada! Le
he pedido a tu tío Francesco que te haga ingresar en el Gremio de Cambistas de
Dinero. Has tenido dos años de profunda educación con esos profesores del
palacio...
Miguel Ángel sonrió tristemente al pensar en los cuatro platonistas sentados
alrededor de la mesa del studiolo analizando las fuentes hebraicas del cristianismo.
— Sí, aprendí algo, pero nada que pueda servirme para encontrar un trabajo
lucrativo.
Salió de la casa y avanzó por la orilla del Amo, aguas arriba, hasta llegar a un lugar
sombreado por numerosos sauces, donde se desnudó y sumergió su acalorado
cuerpo en las barrosas aguas. Después del baño, ya refrescada su cabeza, se
preguntó: « ¿Cuáles son mis alternativas?». Podía ir a vivir con los Topolino. Había
recorrido las colinas varias veces y más de una llegó hasta el patio donde
trabajaban padre e hijos para ayudarles a cortar la piedra. Aquello había sido un
alivio para él, pero no era una solución. ¿Trataría de conseguir algún encargo de
escultura, yendo de un palacio a otro, de iglesia en iglesia, de aldea en aldea, como
un afilador de cuchillos ambulante?
Contrariamente a los cuatro platonistas, no le habían regalado una villa ni los
recursos necesarios para continuar su trabajo. Lorenzo, debido a sus numerosas
preocupaciones, no se había acordado de él en los últimos momentos...
Se puso la camisa sobre el cuerpo todavía mojado y emprendió el regreso. Cuando
llegó a su casa encontró a Granacci, que lo esperaba. Acababa de regresar de la
bottega de Ghirlandaio con Bugiardini.
— Salve, Granacci. ¿Qué tal andan las cosas en el taller de Ghirlandaio? —le
preguntó.
— Salve, Miguel Ángel. Muy bien. Ghirlandaio quiere verte.
El taller de pintura tenía los mismos colores que él recordaba. Bugiardini lo abrazó
alborozado. Tedesco le dio fuertes palmadas en la espalda. Cieco y Baldinelli se
levantaron de sus banquetas para saludarlo. Mainardi lo besó afectuoso en ambas
mejillas. David y Benedetto le estrecharon la mano. Domenico Ghirlandaio estaba
sentado en la mesa de trabajo y observaba la escena con una cálida sonrisa. Miguel
Ángel miró a su primer maestro y pensó en las muchas cosas que le habían
ocurrido en los cuatro años transcurridos desde el día en que había sido admitido
en aquel taller.
— ¿Por qué no terminas aquí tu aprendizaje, Miguel Ángel? preguntó el pintor—. Te
doblaré el estipendio del contrato, y si necesitas más después, hablaremos como
buenos amigos.
Miguel Ángel permaneció en silencio.
— Ahora tenemos mucho trabajo, como puedes ver. Y no vuelvas a decirme que los
frescos no son tu vocación. Si no puedes pintar paredes mojadas, me serás
cuerpo, bajo el negro hábito de lana y el cinturón de cuero, estaba tan cargado de
vitalidad como en su juventud, cuando se había distinguido como el mejor jugador
de fútbol de la plaza de Santa Croce. Por ello, acogía con enorme satisfacción el
duro y prolongado trabajo que suponía gobernar aquel monasterio—aldea, que se
sostenía a sí mismo y en el que tenía bajo sus órdenes a cuatrocientos silenciosos
monjes.
Saludó cariñosamente a Miguel Ángel, con sus brillantes ojos azules, enormes tras
los lentes de aumento.
— ¡Miguel Ángel Buonarroti! ¡Qué placer! ¡No te he visto desde el sepelio de
Lorenzo!
— No he visto a nadie, padre.
— Te recuerdo cuando dibujabas en Santo Spirito, antes de ingresar en el jardín de
escultura de Medici. Dejabas de asistir a la escuela de Urbino para copiar aquellos
frescos de Fiorentini. ¿Sabías que Urbino se me quejó muchas veces?
Miguel Ángel sintió que invadía su cuerpo una cálida sensación.
— ¡Es un honor para mí que me haya recordado, padre! —dijo.
De pronto acudieron a su mente aquellos volúmenes y manuscritos bellamente
encuadernados del studiolo y la biblioteca de Lorenzo a los que ya no tenía acceso.
— ¿Podría ir a leer a su biblioteca, padre? —preguntó.
— Naturalmente. La nuestra es una biblioteca pública. Si me perdonas el pecado de
jactancia, te diré que también es la más antigua de Florencia. Boccaccio nos dejó
en su testamento sus manuscritos y volúmenes. Lo mismo hizo Petrarca. Ven a
verme a mi despacho.
— Gracias, padre. Llevaré mis materiales de dibujo.
Temprano, a la mañana siguiente, cruzó el Ponte Santa Trinita hasta la iglesia del
Santo Spirito. Allí, durante unas horas, copió un fresco de Filippo Lippi y un
sarcófago de Bernardo Rosellino. Era el primer trabajo que realizaba desde la
muerte de Lorenzo y le hizo revivir su vitalidad.
Luego atravesó diagonalmente la plaza y entró en el monasterio. Allí tenía su
despacho el prior. Su puerta estaba abierta a todos, pero el resto del monasterio
mantenía una rígida reclusión. No se permitía a nadie la entrada en él.
El prior contempló sus dibujos y exclamó:
— ¡Bien, bien! ¿Sabes, Miguel Ángel, que dentro del monasterio tenemos obras
mucho mejores y más antiguas? Frescos de los Gaddi, en el Claustro de los
Maestros. Nuestras paredes contienen hermosos frescos originales de Simone
Martini...
— Si, pero no permitís la entrada a nadie...
— Eso podemos arreglarlo. Prepararé un programa para ti, en horas en que no haya
nadie en los claustros o en la casa del Cabildo. Hace mucho que pienso que esas
obras de arte deberían ser útiles a otros artistas. Pero lo que tú deseabas es la
biblioteca. Ven conmigo.
El prior lo guió hasta las habitaciones ocupadas por la biblioteca, en la cual había
colecciones completas de las obras de Platón, Aristóteles, los poetas y dramaturgos
griegos, los historiadores romanos. Y le explicó con tono académico:
— Somos una escuela. En Santo Spirito no tenemos censores ni libros prohibidos.
Insistimos en que nuestros estudiantes gocen de entera libertad de pensar,
indagar, dudar. No tememos que el catolicismo sufra como resultado de nuestra
liberalidad. Nuestra religión se refuerza conforme van madurando las mentes de
nuestros estudiantes. Bueno, querrás ver los manuscritos de Boccaccio. ¡Son
fascinantes! La mayoría de la gente cree que Boccaccio fue enemigo de la Iglesia.
Por el contrario, amaba a la Iglesia. Pero odiaba sus abusos, igual que San Agustín.
Nosotros creemos que el cerebro humano es una de las creaciones más estupendas
de Dios. Creemos también que el arte es religioso, porque es una de las mayores
aspiraciones del hombre. No existe eso que ha dado en llamarse arte pagano. Sólo
existe arte bueno y arte malo. —Hizo una pausa para lanzar una mirada con
evidente orgullo por toda la biblioteca, y añadió—: Cuando termines de leer vuelve
a mi despacho. Mi secretario te trazará un mapa de los edificios y un programa de
las horas en que podrás trabajar en cada uno de los claustros.
En las semanas que siguieron era como si Miguel Ángel estuviera solo en el
universo: solamente él y sus materiales de dibujo, las tumbas que copiaba o los
frescos de Cimabue, bajo las arcadas. Cuando no copiaba, pasaba el tiempo en la
biblioteca, entregado a la lectura:
Ovidio, Homero, Horacio, Virgilio...
Con la muerte de Lorenzo, todo había cambiado. Il Magnifico se reunía
II
— Buonarroto, ¿cuánto dinero mío tienes guardado? —preguntó Miguel Ángel
aquella noche.
Su hermano consultó el libro de cuentas e informó a Miguel Ángel de la cantidad de
florines que le quedaban de sus ahorros del palacio.
— Muy bien. Es suficiente para comprar un bloque de mármol y dejar algo para el
alquiler.
Entonces, ¿tienes algún proyecto?
— No, lo único que tengo es necesidad. Tienes que apoyarme en una mentira que
voy a decirle a nuestro padre. Le diré que me han encargado un pequeño trabajo y
que me pagan el valor del mármol, más unos cuantos escudos al mes mientras
trabajo. Le daremos ese dinero a nuestro padre, de lo que queda.
Buonarroto movió la cabeza tristemente y Miguel Ángel agregó:
— Diré que quien me ha encargado ese trabajo se reserva el derecho de rechazarlo.
De esa manera, me protejo por si no pudiera venderlo.
Y Ludovico tuvo que conformarse con eso.
Miguel Ángel dedicó entonces su atención al otro problema. ¿Qué deseaba esculpir?
Sentía que había llegado ya el momento de producir su primera estatua completa y
dejar los relieves. Pero ¿qué figura esculpiría?
El profundo anhelo de su corazón era hacer algo sobre Lorenzo, un tema que
expresase la totalidad del talento, valor, profundidad de conocimientos y
comprensión humana de aquel hombre que había acometido la colosal empresa de
conducir al mundo a una revolución intelectual y artística.
Sus pensamientos insistían en recordar el hecho de que Lorenzo le había hablado
muchas veces de Hércules y sugerido que la leyenda griega no significaba que los
doce trabajos del mitológico héroe debieran ser tomados al pie de la letra, sino que
posiblemente eran tan sólo símbolos de todas las diversas y casi imposibles tareas
ante las cuales se encontraba cada nueva generación de la humanidad.
¿No era Lorenzo la encamación de Hércules? ¿No había acometido los doce trabajos
contra la ignorancia, los prejuicios, la mezquindad, la intolerancia? No podía
dudarse que había realizado una tarea hercúlea al fundar universidades, academias,
colecciones de arte y de manuscritos, imprentas, al apoyar a artistas, poetas,
sabios, filósofos y hombres de ciencia para interpretar de nuevo el mundo en
términos modernos y vigorosos, y ampliar el acceso del hombre a todos los frutos
del intelecto y del espíritu. Lorenzo había dicho: «Hércules era medio hombre y
medio dios, y es el eterno símbolo de que todos los hombres son también medio
hombres y medio dioses. Si utilizamos aquello que es medio dios en nosotros,
podemos realizar aquellos doce trabajos todos los días de nuestra vida».
Tenía que hallar la manera de representar a Hércules de tal modo que fuese al
mismo tiempo Lorenzo, no sólo el gigante físico de la leyenda griega, sino el poeta,
estadista, comerciante, mecenas y revolucionario. No podía concebir una estatua de
Hércules, o Lorenzo, que no fuese de tamaño natural. En realidad, debía ser una
vez y media el tamaño de un hombre, ya que tanto uno como el otro eran
semidioses que necesitaban un mármol heroico que les diese vida. Pero ¿dónde
hallar semejante bloque? ¿Y cómo pagarlo? Sus ahorros no alcanzaban ni a la
décima parte de su costo.
Recordó el taller del Duomo, detrás de la inmensa catedral. Al pasar por sus
portadas había visto varios bloques de mármol desparramados por el suelo. En
consecuencia, se dirigió al taller y recorrió todo el patio examinando
cuidadosamente todos los bloques. El capataz se acercó a él para preguntarle si
podía serle útil en algo.
— Fui aprendiz en el jardín de escultura de Medici —dijo Miguel Ángel—, pero ahora
tengo que trabajar por mi cuenta. Necesito un bloque grande pero no tengo mucho
dinero.
Pensé que la ciudad podría estar dispuesta a vender algo que no necesite.
El capataz, cantero de profesión, lo miró fijamente y luego respondió:
— Llámeme Beppe. ¿Qué bloque le interesa?
Miguel Ángel aspiró profundamente y respondió:
— En primer lugar, Beppe, esta columna grande. Esa que ya ha sido algo trabajada.
— Esa tiene el nombre de Bloque Duccio. Es de Carrara y tiene algo más de cinco
metros de altura. La Junta de Trabajo del Duomo la adquirió para que Duccio
esculpiera un Hércules. Pero llegó aquí estropeada, Duccio esculpió durante una
semana, pero no pudo encontrar en el mármol figura alguna, ni grande ni
pequeña...
Miguel Ángel caminó alrededor del bloque, explorando con las manos su superficie.
— ¿Cree que la Junta estaría dispuesta a vender el bloque, Beppe? —preguntó.
— No lo creo posible, porque hablan de utilizarlo algún día.
¿Y éste más pequeño? También ha sido trabajado, aunque no tanto.
Beppe examinó el bloque, de cerca de tres metros de altura, que Miguel Ángel
indicaba.
— Podría preguntar. Vuelva mañana.
— ¿Me haría el favor de tratar de conseguirlo barato?
El capataz abrió la desdentada boca en una amplia sonrisa.
Giuliano y yo venimos aquí casi todos los días. Pensamos que usted trabajaría, y
¿dónde mejor que aquí?
— No, Contessina. No he trabajado, pero hoy he comprado un bloque de mármol.
— Entonces, podemos venir a visitarlo —exclamó Giuliano vivamente.
— No tengo permiso.
— ¿Y si yo lo consigo?
— Es una columna de unos tres metros de altura. Piedra muy vieja. Está trabajada,
pero por dentro se halla en buen estado. Voy a esculpir un Hércules. Era la figura
mitológica favorita de su padre.
Extendió una mano buscando la de ella. Los delicados dedos estaban
sorprendentemente fríos para aquel cálido día de verano.
Esperó pacientemente uno, dos, tres, cuatro días, regresando a su casa a la puesta
del sol. Pero Contessina no apareció por el jardín. Y el quinto día, mientras él se
hallaba sentado en los escalones del casino, la vio entrar por la portada principal. El
corazón le saltó en el pecho. Venía acompañada por su nodriza. Y Miguel Ángel
corrió a su encuentro.
No bien estuvo ante ella, vio que tenía los ojos como si hubiera llorado.
— ¿Piero me ha negado el permiso? —preguntó Miguel Ángel.
— No ha contestado. Se lo he pedido numerosas veces, pero no me contesta. Es su
manera de proceder, porque así no se puede decir nunca que se ha negado.
— Temía que ocurriera así, Contessina. Por eso me aparté del palacio, y no he
vuelto ni siquiera para verla.
Ella dio un paso hacia él. Se quedaron inmóviles, muy cerca sus labios. La nodriza
se volvió de espaldas.
— Piero dice que la familia Ridolfi se disgustará si nos ven juntos otra vez.
Esperó, pero, como Miguel Ángel no respondía, agregó:
— Por lo menos hasta después de mi boda.
Ninguno de los dos intentó acercarse más y sus labios no se unieron. No obstante,
Miguel Ángel experimentó la sensación de ser amorosamente abrazado.
Contessina se alejó con lentitud por la senda central del jardín y, unos segundos
después, desapareció con su nodriza por las puertas que daban a la plaza.
III
Beppe acudió en su auxilio.
— Le dije a la Junta que necesitaría un hombre para trabajar un turno corto y que
usted se había ofrecido sin salario. Ya sabe que un buen toscano no rechaza nada
gratis. Puede establecer su taller junto a la pared del fondo.
Los florentinos habían bautizado aquel patio con el nombre de Opera di Santa María
del Fiore del Duomo. Ocupaba toda una manzana, detrás de la media luna que
formaba la fila de casas, estudios y despachos tras la catedral. Donatello, Della
Robbia y Orcagna habían esculpido sus mármoles allí y fundido sus piezas de
bronce en los hornos de la Opera.
La pared de madera del patio, de forma semicircular, tenía un alero bajo el cual los
obreros encontraban protección contra el sol en verano y la lluvia en invierno. Allí
instaló Miguel Ángel una forja, llevó unas bolsas de madera de castaño y unas
varillas de hierro de Suecia y se forjó un juego de nueve cinceles y dos martillos.
Luego construyó una mesa de trabajo con pedazos de madera que encontró en el
patio.
Ahora que tenía el taller, podía establecer en él su residencia de trabajo desde el
amanecer hasta la puesta del sol. Una vez más podía trabajar con los oídos llenos
del sonido que emitían los martillos de los scalpellini.
Se formuló preguntas, puesto que su resultado final dependería de los círculos cada
vez más amplios de preguntas formuladas y respondidas. ¿Qué edad tenía Hércules
en el momento de surgir del mármol? ¿Quedaban ya tras de sí los doce trabajos a
que se viera sometido, o no los había realizado todos todavía? ¿Usaba ya el símbolo
de la victoria: la piel del león de Nemea, o estaba desnudo? ¿Tendría una sensación
de grandeza como consecuencia de todo cuanto había podido realizar en su
carácter de semidiós, o una sensación de fatalismo, porque, en su carácter de
semihumano, moriría envenenado por la sangre del centauro de Neso?
Al pasar los meses, se enteró de que la mayoría de las acusaciones contra Lorenzo,
en el sentido de que había corrompido la moral y la libertad de los florentinos,
carecían de fundamento, y que quien tanto lo había protegido y aconsejado fue,
probablemente, el más grande de los seres humanos desde Pericles, quien propició
la edad de oro en Grecia, unos dos mil años antes. ¿Cómo expresar que las
realizaciones de Lorenzo eran tan grandes como las logradas por Hércules?
En primer lugar, Lorenzo había sido un hombre y, como tal, tendría que ser creado
nuevamente. Era necesario concebir al hombre más fuerte que hubiese pisado la
tierra, abrumador en todos sus aspectos. ¿Dónde? ¿Le sería posible hallar un
modelo semejante allí en Toscana, tierra de hombres pequeños, delgados, que no
tenían nada de heroico?
Rastreó toda la ciudad de Florencia: a los fuertes toneleros, los tintoreros que
teñían la lana, los herreros y los rústicos picapedreros;
recorrió los lugares donde se reunían los cargadores y los atletas, que libraban sus
luchas en el parque. Pasó semanas enteras recorriendo la campiña para observar a
los campesinos, a los leñadores y a los canteros. Y luego volvió al taller del Duomo,
donde dibujó tenazmente todas las facciones, miembros, torsos, espaldas en
tensión, músculos en pleno ejercicio, muslos, manos y pies, hasta que reunió una
carpeta con centenares de fragmentos. Preparó dos armazones, compró la cera de
abeja que necesitaría y se puso a modelar. Pero no estaba ni remotamente
satisfecho.
« ¿Cómo puedo establecer una figura, ni siquiera el más rudimentario bosquejo» se
preguntó «si no sé lo que estoy haciendo? ¿Cómo puedo lograr otra cosa que una
estructura superficial, a flor de piel, curvas exteriores, bosquejos de huesos y
algunos músculos en juego? Todo eso es un conjunto de efectos y nada más. ¿Qué
sé yo de las causas que los producen? ¿Qué sé de la estructura vital de un hombre,
la que está bajo la superficie y que mis ojos no pueden ver? ¿Cómo puedo saber
qué es lo que crea, desde dentro, las formas que yo veo desde fuera?» Estas
preguntas se las había formulado ya, algún tiempo atrás, a su maestro Bertoldo. Y
ahora ya conocía la respuesta, la única respuesta, que estaba sepultada dentro de
sí mismo desde hacía mucho. No había escapatoria posible. Jamás podría llegar a
ser ni siquiera parte del escultor que pretendía ser, si no se preparaba debidamente
por medio de la disección, si no estudiaba todos los componentes del cuerpo
humano y la función exacta que cada uno de ellos cumplía y cómo alcanzaban sus
fines, las interrelaciones que existían entre todas las partes: huesos, sangre,
cerebro, músculos, tendones, piel, órganos, intestinos. Las estatuas completas,
capaces de ser observadas desde todos los ángulos, tenían que ser eso, completas.
tumbas familiares; los de las familias de la clase media se veían sometidos siempre
a los ritos religiosos. ¿Qué muertos de Florencia estaban vigilados? ¿Qué cadáveres
no tenían a nadie que los reclamase?
Únicamente los de los muy pobres, los que morían sin familia, los mendigos que
llenaban los caminos de toda Italia. Estos eran llevados a hospitales cuando
estaban enfermos. ¿A qué hospitales? A los que pertenecían a las iglesias, donde
las camas eran gratuitas. Y la iglesia que poseía el hospital de caridad más grande
era la que tenía también las más espaciosas salas hospitalarias para huéspedes.
¡Santo Spirito!
Santo Spirito, donde conocía no solamente al prior, sino todos los corredores, la
biblioteca, los jardines, el hospital y los claustros.
¿Podría pedirle al prior Bichiellini aquellos cadáveres que nadie reclamase?
Si el prior era descubierto, le ocurriría algo peor que la muerte: sería expulsado de
la orden y excomulgado. No obstante, se trataba de un hombre valiente, que no
temía a poder o fuerza alguna de la tierra siempre que no se ofendiese a Dios.
Aquellos Agustinos, cuando creían obrar bien, no sabían lo que era el miedo.
Además, ¿qué podía alcanzarse en la vida sin riesgo? ¿Acaso un italiano de Génova
no había navegado aquel mismo año, con tres pequeñas carabelas, sobre el
Atlántico, de donde se le había dicho que caería al vacío, para buscar una nueva
ruta a la India?
Si el prior estaba dispuesto a aceptar el riesgo, ¿podría él, Miguel Ángel, ser tan
egoísta como para pedírselo? ¿Justificaría el fin semejante riesgo?
Pasó unos días poseído de una enorme agitación y unas noches insomne antes de
llegar a una decisión. Iría a ver al prior Bichiellini con una petición honesta y franca,
revelándole con entera sinceridad lo que quería y necesitaba. No le insultaría
adoptando una actitud solapada.
Pero antes de decidirse a hablar con el prior, tenía que conocer con precisión en
qué forma llevaría a cabo su plan. Vagó por Santo Spirito, recorrió todos los
claustros, los huertos, las calles y pequeñas callejas que rodeaban todo aquel
barrio, comprobando qué entradas había, qué puntos de observación podían ser
utilizados, qué accesos a la capilla del cementerio y, dentro del monasterio
propiamente dicho, la ubicación de la morgue, donde colocaban los cadáveres por la
IV
Estaba sentado en un banco, trente a un fresco. Santo Spirito estaba en silencio,
después de la misa del amanecer.
El prior Bichiellini salió de la sacristía, vio a Miguel Ángel y se acercó a él. Estuvo un
instante estudiando las vacilantes líneas del dibujo que trazaba el muchacho. Luego
preguntó:
— ¿Dónde has estado estas últimas semanas, Miguel Ángel?
— Yo... pues...
— ¿Qué tal va esa escultura?
No se observaba el menor cambio en su actitud hacia él. El mismo interés, idéntico
afecto...
— Está... en el taller...
— Pensé en ti cuando recibimos un nuevo manuscrito iluminado. Hay algunos
dibujos de figuras del siglo IV que posiblemente te interesarán. ¿Deseas verlo?
Miguel Ángel lo siguió a través de la sacristía, el claustro y un corredor, hasta llegar
a su despacho.
Encima de la mesa había un hermoso pergamino manuscrito, ilustrado en azul y
oro. El prior abrió un cajón de la mesa y sacó una larga llave, que colocó sobre el
manuscrito para mantenerlo abierto. Hablaron unos instantes y luego el prior dijo:
— Ahora, los dos tenemos trabajo que hacer. Vuelve a verme pronto, no te olvides.
Miguel Ángel volvió a la iglesia, poseído de una cálida sensación sumamente grata.
¡No había perdido la amistad del prior!
¡Había sido perdonado y el incidente ya estaba olvidado! Si bien era cierto que no
había adelantado un solo paso en su búsqueda de los medios para aprender
anatomía, por lo menos no había causado un daño irreparable.
Pero no tenía intención de abandonar aquella búsqueda. Sentado en el duro banco,
incapaz de trabajar, se preguntó si robar una tumba, si profanar, no sería la
solución más práctica, ya que no comprometía a nadie más que a él, si era
descubierto. Pero ¿cómo iba a desenterrar un cadáver, rellenar de nuevo la fosa
para que no se advirtiese que había sido violada, llevar el cuerpo a una casa
cercana, y devolverlo al cementerio cuando hubiese completado sus exploraciones?
Todo aquello se le antojó físicamente imposible.
Fue a la biblioteca de Santo Spirito para intentar descubrir entre los libros alguna
nueva indicación sobre cómo habían concebido a Hércules los antiguos.
El prior volvió a ofrecerle su ayuda, y le encontró un pesado volumen que se
hallaba en uno de los estantes más altos; recorrió sus páginas y por fin exclamó:
— ¡Ah! Sí, aquí está... Hay algún material.
Y volvió a poner la larga llave de bronce sobre las páginas para mantener abierto el
volumen.
Su único peligro serio era el jefe de la enfermería, pero puesto que dicho monje
tenía también a su cargo la administración de las propiedades de la Orden y
trabajaba desde el amanecer hasta la puesta del sol, no era muy probable que se
aventurase fuera de su celda para realizar inspecciones a tan avanzada hora de la
noche. Una vez servida, a las cinco, la cena de los pacientes, éstos se retiraban a
dormir y las puertas de sus celdas quedaban cerradas.
Ante la de la morgue se quedó rígido un instante. Luego insertó la llave e hizo un
lento movimiento hacia la derecha y enseguida a la izquierda. Sintió que la pestaña
de la cerradura corría. Un instante después había abierto la puerta, se deslizó
silenciosamente en la habitación y cerró con llave. En aquel momento, no sabía si le
sería posible armarse del valor suficiente para realizar la tarea que tenía ante él.
La morgue era una estancia pequeña, de unos dos metros cuarenta por tres. Las
paredes de piedra estaban pulcramente encaladas. En el centro de la habitación,
sobre angostos tablones montados en caballetes de madera y envuelto de pies a
cabeza en una sábana, había un cadáver.
Miguel Ángel se quedó recostado contra la puerta. Respiraba hondamente, y la vela
se movía en sus temblorosas manos como las ramas de un árbol en un temporal.
Era la primera vez en su vida que se encontraba solo con un muerto en una
habitación cerrada, y a punto de cometer un acto sacrílego. Sentía un miedo tan
enorme como jamás había experimentado en su vida.
«¿Quién era la persona que se encontraba allí, tapada completamente por la
sábana? ¿Qué encontraría cuando le sacase aquel blanco sudario?» Pero reaccionó,
mientras se preguntaba: « ¿Qué tontería es ésta? ¿Qué puede significar para el
muerto todo cuanto le haga? Su cuerpo no va al reino de los cielos, sino su alma. Y
yo no tengo la intención de disecar el alma de este pobre hombre».
Algo más tranquilo con aquellos pensamientos, dejó la bolsa en el suelo y buscó un
lugar donde colocar la vela. Aquello era de suma importancia para él, no sólo como
luz para ver lo que hacía, sino como reloj. Porque tenía que estar fuera de la
morgue antes de las tres de la madrugada, cuando los monjes que trabajaban en
los grandes hornos de panadería del monasterio, en la esquina de la Vía Sant
Agostino con la Piazza Santo Spirito, se levantaban para elaborar el pan del día,
destinado a los residentes del monasterio, los pobres y los parientes de cuantos allí
Repitió la operación. Esta vez puso más fuerza en su mano y encontró que la
sustancia bajo la piel era blanda. La piel se abrió unos cinco centímetros. Se
preguntó: « ¿Dónde estará la sangre?», porque ésta no corría. Sintió que se
acrecentaba aquella impresión de frío y muerte. Y vio la grasa, blanda, de un color
amarillo intenso. Sabía lo que era aquello, pues había visto despiezar animales en
los mercados... Hizo un tajo más profundo para llegar a los músculos, que eran de
un color distinto a la piel y la grasa, así como más difíciles de cortar. Y estudió las
columnas de las fibras, coloreadas de un rojo oscuro. Cortó nuevamente y tropezó
con el intestino.
El hedor se intensificaba. Sintió náuseas. Al primer tajo había echado mano de
todas sus fuerzas para continuar; ahora todas las sensaciones le llegaron juntas: el
frío, el miedo, el hedor, la reacción ante la muerte. Le repelía el carácter
resbaladizo del tejido, la fluidez de la grasa entre sus manos, como de aceite. Sintió
un enorme deseo de meterlas en agua caliente para lavarlas.
« ¿Qué haré ahora?», se preguntó.
Tembló al escuchar su propia voz, que las paredes de piedra devolvieron
tenuemente.
No corría peligro de que lo oyeran, pues a su espalda tenía el sólido muro tras el
que estaba el jardín; a un lado, la capilla reservada para los responsos fúnebres; y
al otro, el muro de la enfermería, de piedra, a través del cual no podía penetrar
sonido alguno.
La cavidad que acababa de abrir con el cuchillo estaba oscura. Sujetó la bolsa de
lona bajo un pie del cadáver y colocó la vela a la altura del cuerpo.
Todos sus sentidos parecieron despertar de pronto. Los intestinos, que ahora
comenzaba a manipular, eran blandos, resbaladizos, movibles. Sintió una aguda
punzada en los suyos, como si fueran ellos los apretados en sus manos. Tomó
aquella masa, dividiéndola en partes y separándolas para poder mirar mejor. Vio
una especie de culebra color gris pálido, transparente, larga, que se enroscaba en
numerosas vueltas. Tenía un aspecto superficial de madreperla y brillaba porque
estaba ligeramente húmeda, llena de algo que se movió y vació al tocarlo.
Su sensación inicial de repugnancia se trocó en excitación. Cogió el cuchillo y
comenzó a cortar hacia arriba, desde el extremo inferior de la caja torácica. El
cuchillo no era lo bastante fuerte. Probó con la tijera, pero carecía de ángulo a lo
largo de las costillas y tuvo que atacarlas una a una. Los huesos eran duros. Era
como cortar alambre.
De pronto, la luz de la vela comenzó a vacilar. ¡Tres horas ya! No podía creerlo. No
obstante, no se atrevió a dejar de hacer caso al aviso. Puso la bolsa de lona y la
vela en el suelo y recogió el sudario del rincón donde lo había colocado. El proceso
de envolver el cadáver fue muchísimo más difícil, porque ya no podía ponerlo de
lado, puesto que todas sus vísceras se habrían desparramado por el suelo.
El sudor lo cegaba y el corazón le latía de tal manera que temió despertar a todo el
monasterio. Empleó los últimos restos de fuerza que le quedaban para levantar el
cadáver de la mesa con un brazo, mientras colocaba la sábana debajo de él y
alrededor las veces necesarias. Apenas le quedó un momento para asegurarse de
que el cuerpo estaba tendido sobre los tablones, tal como lo había encontrado, y
mirar al suelo por si había alguna gota de cera. Una vez hecho eso, la vela se
apagó.
Volvió a su casa siguiendo una ruta distinta. Se detuvo una docena de veces, pues
sentía unas náuseas tremendas y tuvo que apoyarse contra las paredes de los
edificios. El hedor del cadáver persistía en su nariz cada vez que respiraba. Cuando
llegó a su dormitorio, no se atrevió a hervir agua en los restos del fuego de la
chimenea, pues le pareció que el ruido despertaría a la familia. Sin embargo, le era
imposible quedarse con aquella sensación que le había producido la grasa en las
manos. Buscó un pedazo de jabón de cocina y se lavó concienzudamente con él.
Su cuerpo estaba helado al meterse en la cama. Se arrimó a su hermano, pero ni
siquiera el calor que despedía el cuerpo de Buonarroto consiguió calentarle. Tuvo
que levantarse varias veces para vomitar en un balde.
Al día siguiente tuvo fiebre. Lucrezia le hizo un caldo de gallina, pero lo vomitaba
en cuanto lo tomaba. La familia fue a su dormitorio para enterarse de lo que le
pasaba. No podía desprenderse de aquel olor a muerto. Después de tranquilizar a
Lucrezia diciéndole que no había sido su cena la causa de su descomposición, ella
volvió a la cocina para hervirle unas hierbas. Monna Alessandra lo examinó en
busca de manchas. Y al caer la tarde, pudo retener unos sorbos del té de hierbas.
A eso de las once de la noche se levantó, se vistió y se fue hacia Santo Spirito;
una sensación de triunfo. ¡Tenía un corazón humano en las manos! Ahora sabía ya
algo sobre el órgano más vital del cuerpo, cómo era, cómo lo sentía entre sus
dedos. Lo abrió con el cuchillo y se quedó asombrado al comprobar que no tenía
nada dentro. Lo devolvió a su cavidad y colocó de nuevo en su lugar la estructura
de las costillas. Pero ahora ya sabía exactamente dónde latía el corazón.
No tenía la menor idea de cómo debía empezar a trabajar en aquella culebra de los
intestinos. Cogió una parte y tiró. Durante un rato cedió fácilmente, alrededor de
un metro. Luego empezó a sentir una mayor resistencia. La parte superior era más
voluminosa: una especie de bolsa estaba adosada a ella. Dedujo que se trataba del
estómago. Y tuvo que emplear el cuchillo para separarla.
Liberó alrededor de unos siete metros de intestino y tocó sus distintas partes,
notando la diferencia de tamaño y contenido. Algunas contenían fluido; otras eran
sólidas. Descubrió que se trataba de un canal continuo, sin abertura alguna desde
el principio al fin. Para indagar sobre su aspecto interior, lo cortó con el cuchillo en
varios puntos. El intestino inferior contenía residuos, cuyo hedor era terrible.
Esa noche había llevado una vela de cuatro horas, pero ya empezaba a vacilar.
Introdujo las vísceras en la cavidad abdominal y con gran dificultad consiguió
envolver nuevamente el cadáver en el sudario.
Corrió a la fuente de la Piazza Santo Spirito y se lavó concienzudamente las manos,
pero no podía desprenderse de aquella sensación de suciedad en los dedos. Metió la
cabeza en el agua helada, como para lavar la sensación de culpa. Se quedó un
instante quieto, chorreándole el agua por los cabellos y la cara. Después se alejó
corriendo hasta llegar a su casa. Se estremecía como poseído de fiebre.
Se sentía emocionalmente extenuado.
Despertó y vio que su padre estaba inclinado sobre él. En su rostro se advertía una
expresión de disgusto.
— Levántate, Miguel Ángel —ordenó—. Es ya mediodía y Lucrezia está sirviendo el
almuerzo. ¿Qué tontería es ésta de dormir hasta la hora de comer? ¿Adónde fuiste
anoche?
Miguel Ángel lo miraba, sin responder. Al cabo de un rato dijo:
— Perdón, padre. No me siento bien.
Fue a la mesa. Le pareció que iba a sentirse bien. Pero cuando Lucrezia llegó con
Miguel Ángel murmuró una excusa, con los ojos bajos. Luego pasó al lado de su
padre y se refugió en la seguridad de su dormitorio.
No le fue posible dormir.
« ¿No llegaré a acostumbrarme nunca a esto?», se preguntó, desolado.
A la noche siguiente volvió a la morgue, pero no había cadáver.
Experimentó una sensación de inminente peligro al observar que la parte del suelo
donde había puesto el intestino la noche anterior había sido lavada y brillaba más
que las piedras a su alrededor. Una gota de cera de la vela había quedado al pie de
la mesa. Sin embargo, pensó que aunque hubiera sido advertida su sacrílega
actividad, él se hallaba protegido por el voto de silencio del monasterio.
La noche siguiente encontró el cadáver de un muchacho de unos quince años que
no mostraba señales externas de enfermedad. La piel pálida resultaba casi
completamente blanca, blanda al tacto. Los ojos eran azules cuando levantó los
párpados. Hasta en la muerte resultaba un niño atractivo.
Observó que todavía no tenía vello en el pecho y sintió hacia él una compasión más
profunda que la que le habían inspirado los otros dos cadáveres.
Esta vez realizó sus incisiones con pericia y puso una mano sobre el hueso del
tórax. Cedió fácilmente y lo separó. Hacia el cuello del cadáver sus dedos
tropezaron con un apéndice en forma de tubo, de unos dos centímetros y medio de
diámetro, que daba la impresión de una serie de duros anillos. Entre ellos encontró
un blando tubo membranoso que bajaba desde el cuello. No pudo descubrir dónde
terminaba aquel tubo y comenzaba el pulmón, pero cuando tiró de él, el cuello y la
boca del cadáver se movieron. Sacó las manos rápidamente y se retiró de la mesa
mientras un fuerte escalofrío recorría su cuerpo.
Un momento después cortó el tubo a ciegas, porque no podía verlo, y luego alzó los
pulmones, primero uno y luego el otro. Pesaban muy poco. Trató de cortar uno con
el cuchillo; lo colocó en la mesa, y sobre aquella superficie dura descubrió que era
lo mismo que tratar de cortar una esponja seca. En uno de los pulmones encontró
una mucosidad de color blanco amarillento que lo mantenía húmedo. En el otro
había una mucosidad rosada. Quiso introducir su mano por la boca del cadáver, con
el fin de explorar en la garganta y el cuello, pero al sentir en los dedos la dureza de
los dientes y la ligera humedad de la lengua, sintió una profunda repulsión.
V
No podía arriesgarse a que su padre sintiese nuevamente aquel hedor a muerte,
por lo que recorrió las calles hasta que encontró una taberna en el barrio obrero
que estaba abierta ya. Bebió un vaso de Chianti. Y en un momento en que el
tabernero estaba de espaldas, vertió el resto del vaso por la camisa.
Ludovico se indignó al oler aquel fuerte vino en las ropas de su hijo.
— Ahora —dijo— ya no te basta con andar de vagabundo por las calles toda la
noche, metido sabe Dios en qué fechorías, sino que vuelves a casa apestando a
vino como un borracho. ¡Confieso que no te entiendo! ¿Qué es lo que te empuja al
mal camino?
La única protección que Miguel Ángel podía proporcionarle a su familia era
mantenerla ignorante de todo. Pero conforme pasaban los días y él seguía llegando
vacilante a su casa todas las madrugadas, la familia se levantó en armas. Cada uno
de los miembros estaba indignado por una razón especial. Lucrezia, porque Miguel
Ángel no comía. Su tío Francesco, porque temía que su sobrino se endeudara. Su
tía Cassandra, por razones de moral.
Únicamente Buonarroto no estaba contra él.
— Sé que cuando sales no vas a divertirte —le dijo.
— ¿Y cómo puedes tú saber eso? —preguntó Miguel Ángel, extrañado.
— Es muy sencillo. No me has pedido ni un escudo desde que compraste esas
velas, y sabes muy bien que sin dinero no es posible tener vino ni mujeres... por lo
menos aquí, en Florencia.
A la mañana siguiente, Miguel Ángel fue al Duomo, entró en su taller y se sentó en
la banqueta ante su mesa de dibujo.
Beppe se acercó a saludarlo, con expresión inquisitiva.
— Mi joven amigo —dijo—. Parece un cadáver. ¿Qué ha estado haciendo?
entonces cuando entendió por primera vez cómo aquellos músculos podían hacer
mover la cara para reír, sonreír, llorar o expresar otros sentimientos.
Debajo de aquella membrana había un tejido más grueso que se extendía desde el
extremo de la mandíbula hasta la base del cráneo. Metió un dedo bajo aquel tejido
y empujó un poco, comprobando de inmediato que la mandíbula se movía.
Trabajó con el dedo hacia arriba y hacia abajo para simular el movimiento de la
masticación y después buscó el músculo que hacía mover el párpado del ojo. Tenía
que mirar el interior de la cavidad del ojo para descubrir lo que le confería
movimiento. Y mientras intentaba introducir un dedo hizo demasiada presión. ¡El
globo del ojo se rompió y una mucosidad blanca bañó sus dedos! ¡La cavidad quedó
vacía!
Se volvió de espaldas bruscamente, aterrado. Luego se dirigió a una de las paredes
de la habitación y arrimó la frente a la encalada superficie para refrescarse,
mientras luchaba desesperadamente contra las náuseas que le acometían.
Una vez que se hubo tranquilizado un poco fue de nuevo junto al cadáver, cortó el
tejido alrededor del otro ojo y descubrió por dónde estaba sujeto al fondo de la
cavidad. Luego introdujo su dedo detrás del globo del ojo, lo movió lentamente
hacia un lado y por fin lo arrancó. Le dio algunas vueltas en la mano, tratando de
ver cómo se movía. Acercó la vela a la cavidad y examinó cuidadosamente su
interior. En el fondo pudo percibir un agujero a través del cual unos filamentos, al
parecer de tejido, blandos, de color grisáceo, subían y se introducían en el cráneo.
Hasta que no le fuera posible levantar o separar la tapa del cráneo y dejar al
descubierto el cerebro, no podría enterarse de lo que hace que los ojos vean.
Su vela no tenía más que un diminuto anillo de cera. Cortó la carne que rodeaba el
puente de la nariz y entonces vio claramente lo que le había ocurrido a la suya al
recibir el fuerte puñetazo de Torrigiani.
La vela vaciló unos instantes y, por fin, se apagó.
Se dirigió al taller del Duomo. Le resultó fácil arrojar la bolsa de lona por encima de
la portada y luego pasar sobre la misma. A la luz de la luna, los bloques de mármol
brillaban con una blanca luminosidad. El aire fresco contribuyó a normalizar su
estómago. Se dirigió a su banqueta de trabajo, la apartó a un lado, y se acostó
debajo de la mesa tapado con un gran pedazo de pesada lona. Poco después
dormía.
Despertó horas más tarde. El sol brillaba alto ya. En la vecina plaza los contadini
estaban montando ya sus puestos. Se dirigió a la fuente para lavarse, compró una
loncha de parmigiano y dos panini de corteza gruesa, e inmediatamente volvió al
taller.
Trató de cortar el mármol alrededor de los bordes del bloque del Hércules, pues
creyó que el contacto de sus manos con las herramientas le produciría gozo.
Pero no tardó en dejarlas. Se sentó en la banqueta y comenzó a dibujar un brazo,
músculos, coyunturas, una mandíbula, un corazón, una cabeza...
Cuando llegó Beppe y se acercó para darle un buon giorno afectuoso, Miguel Ángel
extendió una mano sobre la hoja de papel en la que dibujaba. Beppe se detuvo
bruscamente, al ver una cuenca vacía y unas vísceras al descubierto. Movió la
cabeza, muy serio, se volvió y se fue.
Al mediodía, Miguel Ángel fue a su casa a comer para que su padre no se asustase
por su prolongada ausencia.
Necesitó varios días para armarse del suficiente valor y volver a la morgue. Había
decidido romper la parte superior del cráneo de un cadáver. Una vez allí, empezó a
trabajar rápidamente con el martillo y el cincel, cortando hacia atrás desde el
puente de la nariz. Era una tarea que le ponía los nervios en tensión, porque cada
vez que aplicaba un golpe la cabeza se movía. Además, no sabía cuánta fuerza era
necesaria para quebrar el hueso. No le era posible abrir el cráneo. Cubrió la cabeza
del cadáver, y pasó el resto de la noche estudiando su columna vertebral.
Con el cadáver siguiente, no cometió el error de cortar hacia atrás el cráneo, sino
que lo hizo alrededor de la cabeza, desde detrás de la oreja izquierda, a lo largo de
la línea donde terminaba el martillo, para penetrar el espesor del hueso. Desde
entonces, con espacio suficiente ya para mantener el cincel bajo el hueso, pudo
efectuar el corte alrededor del cráneo. De pronto, salió una especie de crema
blanduzca y poco después la tapa del cráneo estaba en sus manos.
Era como una madera seca. Sufrió tal conmoción que estuvo a punto de dejarla
caer al suelo.
Paseó la mirada a lo largo del cadáver y quedó aterrado, pues al sacar la tapa del
cráneo la cara había quedado completamente deformada.
cerebro sobre la mesa. Se sorprendió al ver que no tenía estructura propia y que se
iba desparramando lentamente por la mesa.
Los agujeros del cráneo los encontró llenos de aquella sustancia filamentosa que
había tenido que cortar para separar el cerebro. Siguió con la vista aquellos
filamentos hasta el cuello y llegó a la conclusión de que eran la única conexión que
existía entre el cerebro y el cuerpo.
Los agujeros frontales estaban entre el cerebro y los ojos, y los otros dos
correspondían a las orejas.
Presionó en el agujero de algo más de tres centímetros que había en la parte
posterior de la base del cráneo, que conectaba con las vértebras: aquella era la
conexión entre el cerebro y la espalda.
Estaba extenuado, pues había trabajado cinco horas, y se alegró al ver que la vela
se apagaba.
Se sentó en el borde de la fuente de la Piazza Santo Spirito y se echó agua por la
cabeza y la cara.
« ¿Hago esto porque estoy obsesionado?», se preguntó. « ¿Tengo derecho a
cometer este sacrilegio sólo porque me digo que es en bien de mis conocimientos
de escultura? ¿Qué precio deberé pagar por esos conocimientos?».
Llegó la primavera y el aire se tomó tibio. Beppe le informó de una escultura que
debía ser realizada para la nueva bóveda de Santo Spirito: capiteles tallados, un
número de piedras labradas para decorar dicha bóveda y las puertas. No se le
ocurrió pedir al prior Bichiellini que interviniese. Se dirigió al capataz a cargo de la
construcción de la obra y solicitó el trabajo. El capataz no quería que lo ejecutase
un estudiante. Miguel Ángel le ofreció llevarle su Madonna y Niño y los Centauros
para probarle que era capaz de realizar el trabajo. El capataz accedió, aunque no de
muy buen grado, a ver aquellas piezas. Bugiardini pidió prestado uno de los carros
de Ghirlandaio, lo llevó al hogar de los Buonarroti y lo ayudó a envolver y
transportar los mármoles. Los colocaron cuidadosamente sobre una gruesa capa de
paja y los llevaron, atravesando el Ponte Santa Trinita, a Santo Spirito.
El capataz no pareció muy impresionado. Las piezas no se adaptaban a lo que él
deseaba.
Además —dijo—, ya he contratado a los dos hombres que harán el trabajo.
— ¿Por qué no? ¿Es que te crees demasiado bueno para salir conmigo?
— Cada cual con sus ideas y sus costumbres, Giovansimone.
VI
Una muerte inesperada puso fin a sus actividades de disección.
Mientras trabajaba en excelente estado de salud, Doménico Ghirlandaio contrajo
una enfermedad y falleció dos días después.
Miguel Ángel fue a la bottega para ocupar su lugar con Granacci, Bugiardini, Cieco,
Baldinelli, Tedesco y Jacopo en uno de los lados del féretro, mientras el hijo, los
hermanos y el cuñado del extinto se colocaron en el opuesto. Muchos amigos
acudieron a expresar sus condolencias y dar su último adiós al gran pintor.
Todos juntos formaron el cortejo fúnebre, siguiendo la ruta por la que Miguel Ángel
había conducido el carro de la bottega el primer día que, como aprendiz, fue con los
demás a pintar los frescos de Santa María Novella.
Aquella tarde fue a visitar al prior Bichiellini y dejó la llave de bronce sobre las
páginas del libro que el monje leía.
— Quisiera esculpir algo para su iglesia.
El prior demostró alegría, pero no sorpresa.
— Hace mucho tiempo que siento la necesidad de un crucifijo para el altar central.
Y siempre he creído que sería mejor de madera.
— ¿Madera? No sé si podré.
Tuvo el buen sentido de no decir «la madera no es mi vocación». Si el prior
deseaba un crucifijo de ese material, entonces tendría que tallarlo en madera,
aunque jamás había intentado trabajarla. No había ningún material de los
empleados en la escultura que Bertoldo no le hubiera hecho manejar: cera, arcilla y
las diversas piedras. Pero nunca madera, probablemente porque Donatello no la
había tocado en los últimos treinta y cinco años de su vida, después de completar la
Crucifixión para Brunelleschi.
Acompañó al prior, que le condujo a través de la sacristía. Fra Bichiellini se detuvo
y le mostró un arco tras el altar mayor.
— ¿Te parece que ahí podrá caber una figura de tamaño natural?
— Tendré que dibujar los arcos y el altar en escala para estar seguro. Pero creo que
los escultores mostraban a Cristo de frente, a pleno rostro, dispuestas todas las
partes del cuerpo simétricamente a ambos costados de una línea de estructura
central.
Pasó mucho tiempo frente a la Crucifixión de Donatello, en la iglesia de la Santa
Croce, maravillado ante la magnificencia de su concepción. Fuera cual fuere la
emoción que Donatello hubiera intentado transmitir, había conseguido combinar la
fuerza con una lírica realización, el poder de perdonar y de dominar, la capacidad
de ser destruido así como resucitado. No obstante, Miguel Ángel no sentía en su
interior ninguna de las cosas que Donatello había sentido. Nunca había
comprendido claramente por qué Dios no había podido realizar por sí mismo todas
las cosas que encomendó a su hijo hacer en la tierra. ¿Por qué necesitaba Dios un
hijo? El Cristo exquisitamente equilibrado de Donatello le decía: «Es así como Dios
ha querido que sea, exactamente en la misma forma que fue planeado. No es difícil
aceptar el destino cuando el mismo ha sido ordenado de antemano. Yo he
anticipado este dolor».
Aquello no resultaba aceptable para el temperamento de Miguel Ángel.
¿Qué tenía que ver ese fin violento con el mensaje de amor de Dios? ¿Por qué
permitió El que se produjese tal violencia, cuando sin duda engendraría odio,
temor, represalia y continuación de la violencia? Si El era omnipotente, ¿por qué no
había ideado un modo más pacífico de llevar su mensaje al mundo? Su impotencia
para impedir aquella barbarie constituía un pensamiento aterrador para Miguel
Ángel... y tal vez también para el mismo Cristo.
Mientras estaba al sol, en la escalinata de Santa Croce, observando a los
muchachos que jugaban al fútbol en la dura tierra de la plaza, y luego, mientras
caminaba lentamente ante los palacios de la Via de Bardi, tocando afectuosamente
las piedras labradas de los edificios, pensó: « ¿Qué pasó por la mente de Cristo
entre la hora del anochecer, cuando el soldado romano atravesó con el primer clavo
su carne, y la hora en que expiró? Porque esos pensamientos determinaban no
solamente cómo aceptó su destino, sino también la posición de su cuerpo en la
cruz. El Cristo de Donatello aceptaba la crucifixión con serenidad, sin pensar en
nada. El Cristo de Brunelleschi era tan etéreo que expiró al ser atravesada su carne
por el primer clavo, y no tuvo tiempo de pensar».
con él.
— ¿En qué sentido ha sido bueno?
— Pues..., me permitió que copiase las obras de arte que hay en el monasterio.
— La iglesia está abierta a todo el mundo.
— Me refiero al monasterio, su despacho y la biblioteca.
— Es una biblioteca pública. ¿Estás loco? ¡Trabajar gratis, tú que no tienes un
miserable escudo! ¡Y para un monasterio tan rico como éste!
Una copiosa nevada, que duró dos días y sus noches, dejó a Florencia convertida en
una ciudad blanca.
El domingo amaneció claro, frío, brillante. Miguel Ángel estaba solo en su taller del
Duomo, encogido sobre un brasero, intentando fijar en el papel el primero de sus
bosquejos de Hércules.
Un paje de Piero de Medici se acercó a él.
— Su Excelencia Piero de Medici le pide que vaya al palacio.
Se fue a la barbería del mercado. Allí se hizo cortar el pelo y afeitar el principio de
bigote y barba que empezaba a insinuarse en su rostro. Luego volvió a su casa, se
lavó, se vistió y salió, por primera vez en el último año y medio, rumbo al palacio.
Las estatuas del patio estaban cubiertas de gruesas capas de nieve. Encontró a los
hijos y nietos de Lorenzo reunidos en el studiolo ante un gran fuego que ardía en la
chimenea.
Era el cumpleaños de Giuliano. El cardenal Giovanni, que se había establecido en un
pequeño pero exquisito palacio en el barrio de San Antonio al ser elegido Papa en
Roma un Borgia hostil, parecía más gordo que nunca y estaba sentado en el sillón
favorito de Lorenzo. Junto a él se hallaba su primo Giulio. Maddalena, casada con el
hijo del ex Papa Inocencio VIII, Franceschetto Cibo, estaba allí también con sus dos
hijos. Vio asimismo a Lucrezia, casada con Jacopo Salviati, de una familia de
banqueros de Florencia, que era propietario del hogar de Beatriz, la amada de
Dante. La tía Nannina y su esposo, Bernardo Rucellai, estaban junto a Piero de
Medici y su esposa Alfonsina. Todos vestían sus más suntuosos ropajes y lucían sus
mejores joyas.
Miguel Ángel vio también a Contessina, elegantemente vestida. Observó con
sorpresa que estaba más alta y que sus brazos y hombros se habían llenado un
había pasado ya por el parque del palacio para contemplar el grotesco y gigantesco
hombre de nieve, Piero, sentado ante la mesa del despacho de su padre, dijo a
Miguel Ángel:
— ¿Por qué no vuelve al palacio? Nos agradaría muchísimo poder reunir otra vez el
círculo que mi padre había formado.
— ¿Podría preguntarle en qué condiciones se realizaría mi regreso? —inquirió el
muchacho.
Tendría los mismos privilegios que cuando vivía mi padre.
Miguel Ángel meditó. Tenía quince años cuando fue a vivir por primera vez al
palacio. Ahora ya tenía casi dieciocho. Difícilmente podría considerarse la suya una
edad apropiada para recibir un dinero que le era dejado en el tocador todas las
semanas. Sin embargo, era una oportunidad de abandonar la sombría casa de los
Buonarroti, la pesada dominación de Ludovico y ganar, al mismo tiempo, dinero a
cambio de alguna obra de arte que esculpiera para los Medici.
VII
Un paje llevó sus efectos a su antigua habitación, en cuyos estantes se hallaban
todavía las esculturas de Bertoldo. Un sastre de palacio llegó con la cinta de medir
y telas. Y al domingo siguiente el secretario de Piero, Ser Bernardo da Bibbiena,
depositó tres florines de oro en su tocador.
Todo era lo mismo, y, sin embargo, todo era distinto. Los sabios de Italia y Europa
ya no acudían al palacio. La Academia Platón prefería realizar sus reuniones en el
palacio de los Rucellai, cuyos jardines habían sido puestos a su disposición. En la
cena de los domingos sólo se sentaban a la mesa aquellas nobles familias de
Florencia que tenían hijos calaveras, amantes de los placeres. Las grandes familias
de las ciudades—estado de Italia estaban ausentes. Ya no iban a cumplir el grato
deber de renovar tratados. Tampoco iban los comerciantes que tanto habían
prosperado con Lorenzo de Medici, ni los gonfalonieri ni los buonuomini de los
distritos de Florencia. Todos ellos habían sido reemplazados ahora por los alegres
amigos de Piero.
Los Topolino llegaron a la ciudad el domingo, en su carro de bueyes, después de la
misa para cargar en el tosco vehículo el bloque de Hércules de Miguel Ángel. El
abuelo guiaba los bueyes, mientras el padre y los tres hijos, acompañados por
Miguel Ángel, caminaban tras el carro por las silenciosas calles, que habían sido
lavadas y aparecían limpias como el oro. Entraron en el jardín del palacio por la
puerta posterior, descargaron la enorme piedra y la arrimaron al antiguo cobertizo
de Miguel Ángel, junto al muro.
Cómodamente instalado, el muchacho volvió a sus dibujos y trazó una sanguina del
joven Hércules abriendo con sus manos las mandíbulas del león de Nemea;
Hércules, ya hombre, en dura lucha con el gigante Anteo, a quien dio muerte;
Hércules, ya viejo, luchando contra la hidra de Lerna, que tenía cien cabezas. Pero
todos aquellos dibujos le parecieron demasiado pictóricos. Finalmente, rechazó la
figura de los Hércules antiguos existentes en Florencia y diseñó una figura
compacta, más aproximada al concepto griego, en la cual todo el explosivo poder
de Hércules estaba contenido, en una fuerza unificadora, entre el torso y los
miembros.
¿Qué concesión debía hacer a lo convencional? Primera, el enorme garrote, que
diseñó como un tronco de árbol sobre el cual se apoyaba Hércules. La inevitable
piel de león, que siempre había formado un marco a la figura, la ató a uno de los
hombros para que cayese de manera sugestiva sobre el pecho, sin ocultar nada del
heroico torso. Extendió ligeramente uno de los brazos, para rodear las redondas
manzanas de las Hespérides. El garrote, la larga piel del león y las manzanas
habían sido utilizados por anteriores escultores para representar la fortaleza. Su
Hércules, desnudo ante el mundo, llevaría dentro de su propia estructura todo lo
que la humanidad necesitaba de fortaleza y resolución.
No le arredró el hecho de que el suyo sería el Hércules más gigantesco que se
hubiera esculpido en Florencia. Al marcar las proporciones de la gran figura, que
tenía dos metros dieciocho centímetros de altura, con una base de cuarenta y cinco
centímetros y unos doce centímetros de mármol de sobra encima de la cabeza,
desde donde iría esculpiendo hacia abajo, recordó que Hércules había sido el héroe
nacional de Grecia, de igual modo que Lorenzo de Medici lo había sido de Florencia.
¿Por qué, entonces, esculpirlo para ser fundido en pequeños y delicados bronces?
Tanto Hércules como Lorenzo habían fracasado, pero ¡cuánto habían realizado
antes de fracasar! ¡Y cómo merecían ser esculpidos en un tamaño mayor que el
natural!
Hizo un tosco modelo de arcilla y forjó sus herramientas para la tarea inicial.
Martilló fuertemente los cinceles para aumentar su longitud y les dio un filo más
grueso para que pudieran soportar los pesados golpes del martillo. Una vez más, al
manejar aquel metal, experimentó dentro de sí una sensación de dureza y
durabilidad. Se sentó cruzado de piernas en el suelo frente al mármol, porque mirar
el enorme bloque le producía una sensación de poder. Eliminó los bordes con un
punzón y un martillo pesado, y pensó, con satisfacción, que mediante aquel sencillo
acto estaba ayudando a aumentar la estatura del bloque. No deseaba conquistar
aquella piedra inmensa, sino persuadirla para que expresase sus ideas creadoras.
Se trataba de mármol de Seravezza, de los Alpes Apuanos. Después de haber
penetrado su «piel» exterior, curtida por los elementos, el bloque se comportó
como si fuera de azúcar bajo la acción de su cincel de «dientes de perro». Sus
pequeños trozos saltaban, y el polvillo le cubría las manos. Empleó una varilla recta
para calcular aproximadamente la profundidad que debía cortar para llegar al
cuello, hizo un calcagnolo y atacó el mármol con verdadera furia, y de pronto, el
mármol de Seravezza se tomó duro como el hierro y Miguel Ángel tuvo que luchar
con todas sus fuerzas para lograr sus formas.
Sin hacer caso de las instrucciones de Bertoldo, no intentó trabajar la superficie del
bloque, tratándolo como un todo. Atacó primeramente la cabeza, hombros, brazos
y caderas. Calculó a ojo los puntos sobresalientes, mientras iba profundizando con
el cincel en la masa de mármol. Y estuvo a punto de arruinar el bloque. Había
profundizado demasiado para liberar el cuello y la cabeza, y ahora sus fuertes
golpes de cincel sobre el hombro que emergía produjeron intensas vibraciones que
subían por el cuello hasta la cabeza. El mármol temblaba, y por un instante pareció
que se quebraría en aquel punto angosto. Su Hércules perdería la cabeza y él
tendría que empezar de nuevo, pero esta vez en una escala más reducida. Sin
embargo, el peligro pasó, al cesar el temblor.
Se sentó un rato para enjugarse el copioso sudor.
Forjó nuevas herramientas de filo agudo, asegurándose de que todas las puntas
fueran simétricas. Ahora, cada golpe de martillo era transferido directamente al
extremo de la herramienta que tallaba, como si fueran sus dedos, más que los
cinceles, los que cortaban los cristales del mármol. Cada cinco o diez segundos
daba un paso atrás y caminaba alrededor del bloque; por muy profundamente que
cortara, una especie de niebla de textura oscurecía el contorno del hueso de la
rodilla y la caja de las costillas. Empleó un cepillo para desprender todo el polvillo
del bloque.
Cometió una segunda serie de errores. No midió exactamente los planos entrantes
y aplicó algunos golpes fuertes que estropearon la armonía frontal. Pero había
dejado mármol de sobra en la parte posterior, y así pudo llevar toda la figura
dentro del bloque, a más profundidad de la que había proyectado originalmente.
Su progreso se aceleró al penetrar en el mármol. Arrancaba tan enérgicamente las
capas que le parecía que se hallaba en medio de una tormenta de nieve y respiraba
los copos; tal era la cantidad de diminutos trozos y polvillo que saltaban del bloque.
Ahora tenía que cerrar los ojos en el instante en que el martillo hacía impacto en el
cincel.
La anatomía del mármol comenzó a adaptarse a la anatomía de su modelo de
arcilla: el poderoso pecho, los antebrazos, magníficamente redondeados; los
muslos, como la carne blanca debajo de la corteza de los árboles; la cabeza, que
irradiaba un enorme poder dentro de su limitada área. Martillo y cincel en mano,
retrocedió unos pasos ante la espasmódica figura masculina que tenía ante él,
todavía sin rostro, de pie sobre una tosca base que mostraba el material del que
había surgido. Y pensó que desde el primer momento, aquel mármol se le había
brindado suave y dócil a su amor. Ante el mármol, él era el hombre dominador.
Suya era la elección y suya la conquista. Sin embargo, al unirse al objeto de su
amor, había sido todo ternura. El bloque resultó ser virginal pero no frío. Su propio
fuego interior se había comunicado a la piedra. Las estatuas salían del mármol,
pero no hasta que la herramienta hubiera penetrado y fecundado su forma
femenina. Del amor surgía toda vida.
Terminó la superficie con una buena pasada de piedra pómez, pero no la pulió,
pues temía que al hacerlo disminuyera su virilidad. Dejó la cabellera y la barba en
estado tosco, sugiriendo unos suaves rizos y trabajó con el cincel en ángulo para
poder profundizar con el último diente del mismo a fin de acentuar el efecto.
Momia Alessandra se acostó una noche muy fatigada y no despertó más. A
Ludovico le dolió mucho aquel golpe. Como la mayoría de los toscanos, quería
entrañablemente a su madre y mostraba hacia ella una ternura que no compartía
con ningún otro miembro de la familia. Para Miguel Ángel aquella pérdida fue
dolorosa. Desde la muerte de su madre, trece años antes, Monna Alessandra había
sido la única mujer hacia quien podía volverse en busca de amor y comprensión.
Ahora, sin su abuela, el hogar de los Buonarroti le parecía más sombrío que nunca.
Por contraste, el palacio estaba convulsionado con motivo de la boda de
Contessina, que debía realizarse a finales del mes de mayo. Puesto que Contessina
era la única hija de Lorenzo que quedaba soltera, Piero había dejado a un lado
todas las leyes referentes a lo suntuario y había destinado cincuenta mil florines
para que la boda fuese celebrada por toda la población de Florencia como ningún
otro acto de esa especie lo había sido en los últimos cincuenta años. Contessina
seguía ocupadísima y corría de costurera en costurera eligiendo modelos para sus
vestidos, encargando paños bordados y visitando todos los comercios de la ciudad
para elegir su ropa interior, brocados, joyas, platería, vajilla y muebles, todo lo
cual, siguiendo la costumbre tradicional, formaba parte de la dote de la novia entre
las familias aristocráticas.
Una noche se encontraron por casualidad en el studiolo. Aquello era tan parecido a
los viejos tiempos, con los libros y las obras de arte de Lorenzo a su alrededor, que
olvidaron por un momento las inminentes ceremonias y se tomaron afectuosamente
del brazo.
— Apenas lo veo ya, Miguel Ángel —dijo ella—. No quiero que se sienta triste
debido a mi boda.
— ¿Seré invitado?
— La boda se celebra aquí. ¿Cómo podría faltar a ella?
— Si, pero la invitación tiene que llegarme por conducto de Piero.
— ¡No sea terco! —replicó ella. Sus ojos brillaban con aquella irritación que Miguel
Ángel recordaba tan bien, cuando algo se oponía a sus deseos—. Celebrará el
acontecimiento durante tres días, igual que yo.
— Igual, no —replicó él, y los dos se sonrojaron.
Piero contrató a Granacci para que se hiciera cargo de las decoraciones de la fiesta
nupcial, el baile, el banquete y las representaciones teatrales. El palacio estaba
lleno de cantos, bailes y bullicio. Sin embargo Miguel Ángel se sentía solo. Y se pasó
la mayor parte del tiempo en el jardín.
Piero se mostraba cortés pero distante, como si tener al escultor favorito de su
padre en el palacio fuera lo único que había buscado. Y aquella sensación de Miguel
Ángel de ser allí únicamente un objeto de exposición se fortaleció cuando oyó que
Piero se jactaba de que tenía dos personas extraordinarias en el palacio: Miguel
Ángel, que sabía modelar fantásticos hombres de nieve, y un lacayo español que
corría a tal velocidad que Piero, montado en su mejor caballo, al galope, no podía
superarlo.
— Excelencia —dijo Miguel Ángel dirigiéndose a él—. ¿Podríamos hablar seriamente
respecto a mi trabajo de escultor? Quiero ganarme lo que le cuesto aquí.
Piero se mostró incrédulo y respondió:
— Hace un par de años se ofendió porque lo traté como a un menestral. Ahora se
ofende porque no lo trato así. ¿Cómo hay que hacer para que los artistas estén
felices'?
— Es que yo necesito un objetivo como el que su padre me había trazado.
— ¿Y qué objetivo era ése?
— Trabajar una fachada para la iglesia de San Lorenzo, con nichos para veinte
estatuas de mármol de tamaño natural.
— Nunca me habló de eso.
— Fue antes de que él partiera para Careggi por última vez.
— ¡Bah! Fue uno de esos sueños fugaces de todos los moribundos. Nunca se
muestran prácticos en esos instantes, ¿verdad? Y bueno, trabaje en lo que le
agrade por el momento, Buonarroti. Algún día pensaré en alguna obra que usted
pueda realizar.
Miguel Ángel vio cómo iban llegando los regalos de boda de toda Italia, Europa y el
Cercano Oriente. Eran de los amigos de Lorenzo, de sus socios comerciales, y
estaban representados por raras joyas, marfiles labrados, perfumes, costosas telas
de Asia, vasos y vasijas de vino de Oriente, muchos tallados. Y él también quería
hacerle un regalo a Contessina, pero ¿qué?
¿El Hércules? ¿Por qué no? Había comprado el mármol con su propio dinero. Era
escultor y debía regalarle una escultura para su boda. ¡El Hércules para el jardín del
palacio Ridolfi! No le diría nada, pero les pediría a los Topolino que lo ayudasen a
llevarlo allí.
Ahora, por primera vez desde que había comenzado a esculpir el rostro del
Hércules, decidió que sería un retrato de Il Magnifico: no de aquella nariz suya
respingona, de su piel oscura y ásperos cabellos, sino del hombre interior, de la
mente de Lorenzo de Medici. Su expresión reflejaría un intenso orgullo, unido a una
gran humildad. Tendría, no sólo el poder, sino el deseo de comunicar. Y a tono con
la devastadora potencia del cuerpo tendría una ternura que, sin embargo, reflejaría
al luchador, dispuesto siempre a batallar en defensa de la humanidad, a remodelar
el mundo traidor de los hombres.
Terminados sus dibujos, comenzó a esculpir poseído de una enorme excitación.
Trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer, sin preocuparse de comer a
mediodía. Y todas las noches caía en la cama como un muerto.
Granacci lo elogió cuando la tarea quedó terminada, y luego le dijo serenamente:
— Amico mío, no puedes regalar el Hércules a Contessina. Me parece que no estaría
bien.
— ¿Por qué?
Porque es... demasiado grande.
¿El Hércules demasiado grande?
— No, el regalo. Quizá los Ridolfi no lo consideren apropiado.
— ¿Que yo le haga un regalo a Contessina?
— Un regalo tan importante.
— ¿Te refieres al tamaño o al valor?
— A las dos cosas. No eres un Medici, ni perteneces a una casa gobernante de
Toscana. Tal vez sería considerado de mal gusto.
— ¡Pero si no tiene valor alguno! ¡No podría venderlo!
— Tiene valor y lo puedes vender.
— ¿A quién?
— A los Strozzi. Para el patio de su nuevo palacio. Los traje aquí el domingo
pasado. Me autorizaron a ofrecerte cien florines grandes de oro. Tendrá un lugar de
honor en el patio. ¡Y será tu primera venta!
Lágrimas de frustración arrasaron los ojos de Miguel Ángel, pero ahora se
plataforma de madera y tenía que dar muerte a un gato a dentelladas, sin usar las
manos para nada.
Se le había reservado un asiento en el salón comedor. Lo más selecto de los
productos de Toscana había sido llevado al palacio para el banquete: ochocientos
barriles de vino, mil kilos de harina, miles de kilos de carnes, mazapán, frutas y
legumbres. Miguel Ángel observó el acto ceremonial de colocar una criatura en los
brazos de Contessina y un florín de oro en su zapato, para que nunca le faltasen la
fertilidad y la riqueza. Luego, terminado el banquete nupcial, cuando los invitados
pasaron al salón de baile, que Granacci había convertido en una réplica del antiguo
Bagdad, Miguel Ángel salió del palacio y caminó de plaza en plaza, donde Piero
había hecho colocar larguísimas mesas cargadas de alimentos y vino para que toda
Florencia participase. Pero la gente parecía silenciosa y triste.
No volvió al palacio, donde las fiestas continuarían por espacio de dos días más,
antes de que Contessina fuese escoltada al palacio de los Ridolfi. En la oscuridad de
la noche, caminó lentamente hacia Settignano, extendió una manta bajo una de las
arcadas de la casa de los Topolino y, cruzadas las manos detrás de la cabeza,
contempló la salida del sol sobre las colinas y el techo de la casa de los Buonarroti,
al otro lado del barranco, iluminado por los primeros rayos solares.
VIII
La boda de Contessina marcó un punto crucial: para él y para Florencia. Había
presenciado el resentimiento del pueblo en la primera noche de fiestas y oído
rumores contra Piero. Poca necesidad había de los discursos fogosos pronunciados
contra él por Savonarola, que con mayor poder que nunca estaba nuevamente en la
ciudad y exigía que Piero fuese procesado por la Signoria, por violación de las leyes
suntuarias de la ciudad.
Intrigado ante la intensidad de aquella reacción, Miguel Ángel fue a visitar al prior
Bichiellini.
— ¿Fueron menos suntuosas las bodas de otras hijas de los Medici? —le preguntó.
— No mucho. Pero cuando se trataba de Lorenzo, el pueblo de Florencia tenía la
sensación de que compartía los festejos. En cambio ahora, con Piero, la sensación
es únicamente de que da. Por eso el vino nupcial les ha resultado agrio.
La terminación de las fiestas nupciales de Contessina fue la señal para que los
primos Medici comenzasen su campaña política contra Piero. Pocos días después, la
ciudad era un hervidero de escandalosos rumores: en una reunión realizada la
noche anterior Piero y su primo Lorenzo habían sostenido una reyerta por una
mujer. Piero dio un puñetazo a Lorenzo en un oído: era la primera vez que un
Medici golpeaba a otro. Ambos habían sacado sus dagas y habría habido una
muerte si varios amigos no hubiesen intervenido para separarlos. Cuando Miguel
Ángel llegó al comedor para el almuerzo, vio que faltaban algunos de los antiguos
amigos de la familia. Las risas de Piero y sus compañeros de francachela le sonaron
un poco histéricas.
Granacci llegó al jardín al anochecer para decirle que alguien había visto su
Hércules en el patio de los Strozzi y lo esperaba allí para hablarle sobre un encargo.
Miguel Ángel ocultó su sorpresa cuando vio que los nuevos clientes eran los primos
Medici, Lorenzo y Giovanni. Los había visto numerosas veces en el palacio, cuando
vivía Lorenzo, pues ambos lo amaban como a un padre. El Magnifico les había dado
cargos diplomáticos, enviándolos hasta Versalles, once años atrás, para felicitar en
su nombre a Carlos VIII cuando subió al trono de Francia. Piero los había
considerado siempre como miembros de una rama menor de la familia.
Los dos primos Medici estaban de pie, a ambos lados del Hércules. Lorenzo, doce
años mayor que Miguel Ángel, tenía unas facciones regulares y llenas de expresión,
aunque su piel estaba marcada por rastros de viruela. Era un hombre
poderosamente constituido, destacándose su fuerte cuello, hombros y tórax. Vivía
como un gran señor en el palacio familiar de la Piazza San Marco y poseía villas en
la ladera de la colina de Fiésole y en Castello. Por aquellos días, Botticelli vivía del
encargo que él le había hecho: las ilustraciones para La Divina Comedia, de Dante.
Era un poeta y dramaturgo notable. Giovanni, el hermano menor, de veintisiete
años, era llamado «El Hermoso» por los florentinos.
Lo saludaron con mucha cordialidad y le alabaron su Hércules, e inmediatamente
después abordaron el tema que había motivado la entrevista. Lorenzo tomó la
palabra.
— Miguel Ángel, hemos visto las dos piezas de mármol que esculpió para nuestro
tío Lorenzo y nos hemos dicho a menudo, mi hermano y yo, que un día le
punto de vista? ¿Por qué tengo que tropezar con dificultades en todo cuanto hago,
cuando mi padre siempre encontró liso y llano su camino?
Miguel Ángel formuló la pregunta al prior Bichiellini, cuyos ojos, al oírla, brillaron de
ira.
— Sus cuatro antepasados Medici —respondió— consideraron siempre el acto de
gobernar como el arte de gobernar. Amaron primeramente a Florencia y en
segundo término a sí mismos. Piero...
Miguel Ángel se sorprendió ante la denuncia que se adivinaba en el tono seco del
prior. — ¡Nunca le había oído hablar tan amargamente, padre!
— Piero —prosiguió el monje— no quiere escuchar consejos. Un hombre débil al
timón y un poderoso y hambriento sacerdote que trabaja para reemplazarlo... Hijo
mío, estamos viviendo días muy tristes en Florencia.
— He oído algunos de los sermones de Savonarola sobre las inminentes
inundaciones. La mitad de la población cree que el Día del Juicio está a pocos pasos
de nosotros. ¿Qué propósito persigue al aterrorizar de esa manera a Florencia? El
prior se puso las gafas y respondió:
— Quiere ser Papa. Pero su ambición no termina ahí: tiene planes para conquistar
el Cercano Oriente y luego todo Oriente.
Miguel Ángel preguntó, un poco sarcástico:
— ¿Y usted no tiene ansias de convertir a los infieles?
Bichiellini calló un momento y luego replicó:
— ¿Quieres decir si me gustaría que todo el mundo fuese católico? Sí, pero
únicamente si todo el mundo desease convertirse a nuestra fe. Y ciertamente no
por mediación de un tirano que destruiría la mente de toda la humanidad para
salvar su alma. Ningún cristiano sincero podría desear eso.
Al regresar al palacio, encontró un mensaje urgente de su padre. Fue a su casa y
Ludovico lo llevó al dormitorio, levantó un montón de ropa del cajón superior de la
cómoda de Giovansimone y sacó un puñado de joyas, hebillas de plata y oro y
medallones.
— ¿Qué significa esto, Miguel Ángel? —preguntó con muestras de evidente miedo—.
¿Acaso Giovansimone se ha dedicado a robar en casas ajenas durante la noche?
— No es nada ilegal, padre. Giovansimone es capitán del Ejército de Jóvenes de
Savonarola. Sus componentes despojan a las mujeres en las calles, pero sólo a las
que violan las órdenes del monje, en el sentido de no usar joyas en público. Llaman
a las puertas de las casas en grupos de veinte o treinta, si se enteran de que la
familia que vive allí ha violado las leyes suntuarias, y dejan la casa vacía. Si
encuentran oposición, apedrean a los ocupantes furiosamente.
— Pero... ¿se le permite a Giovansimone que se guarde estas joyas? Tienen que
valer cientos de florines.
— Su deber es llevarlas todas a San Marco. La mayor parte de los jóvenes de ese
ejército lo hacen. Pero Giovansimone ha convertido su antigua pandilla de vagos en
lo que Savonarola llama sus «ángeles de camisas blancas». Y el Consejo es
impotente para impedirles todas esas fechorías.
Leonardo eligió aquel momento para llamar a Miguel Ángel a San Marco y mostrarle
la escuela de pintores, escultores e iluminadores que fray Savonarola había
establecido en las celdas, separadas del jardín del claustro.
— Como ves, Miguel Ángel —dijo—, Savonarola no está en contra de las artes, sino
solamente de las que son obscenas. Esta es tu oportunidad de unirte a nosotros y
convertirte en el escultor de la Orden. Jamás carecerás de mármol ni de encargos.
— ¿Y qué tendré que esculpir?
— ¿Qué te importa lo que esculpas, siempre que no te falte el trabajo que tanto
amas?
— ¿Quién me dirá lo que tengo que esculpir?
— Fray Savonarola.
— ¿Y si no quiero hacer lo que él desea?
— Como monje, no discutirás sus decisiones o deseos. No podrás tener deseos
personales...
Regresó a su taller en el abandonado casino. Allí, por lo menos, tenía entera
libertad de dibujar de memoria reproducciones anatómicas de las cosas que había
aprendido durante sus meses de disección. Quemó los papeles de dibujo, que
estaban abarrotados de bosquejos, pero aquella precaución era casi innecesaria, ya
que nadie iba ahora al jardín, como no fuera Giuliano, que contaba ya quince años
y se presentaba periódicamente con los libros bajo el brazo, para estudiar en el
agradable silencio del taller. Ocupaba la antigua mesa de Torrigiani en el porche del
casino.
Luego, al anochecer, ambos se dirigían al palacio.
IX
Al llegar el otoño, Florencia se vio envuelta en una disputa internacional que podía
conducir a la destrucción de la ciudad—estado. Todo sucedía, según pudo enterarse
Miguel Ángel, porque Carlos VIH, rey de Francia, había organizado el primer ejército
permanente que se conocía desde las legiones de Julio César; estaba integrado por
unos veinte mil hombres bien adiestrados y armados, y ahora llevaba aquel ejército
a través de los Alpes, a territorio de Italia, para reclamar el reino de Nápoles, que
consideraba suyo por herencia.
Durante la vida de Lorenzo de Medici, Carlos VIII, que era su amigo, no habría
amenazado jamás con una invasión a través de Toscana. De haberlo hecho, los
aliados de Lorenzo: las ciudades—estado de Milán, Venecia, Génova, Padua, Ferrara
y otras habrían estrechado filas con Florencia para rechazarlo. Pero Piero había
perdido ya todos esos aliados. El duque de Milán había enviado emisarios a Carlos
VIII, invitándolo a entrar en Italia. Los primos Medici, que asistieron a la coronación
del monarca francés en Versalles, aseguraron a Carlos que Florencia esperaba su
entrada triunfal.
Debido a la alianza de los Orsini, la familia de su madre y de su esposa, con
Nápoles, Piero negó a Carlos el paso libre por su territorio. No obstante, en los
meses que mediaron entre la primavera y el otoño, no hizo nada para organizar un
ejército ni reunir armas para contener al rey francés, si, en efecto, los invadía. Los
ciudadanos de Florencia, que habrían luchado por Lorenzo, estaban dispuestos a
recibir con los brazos abiertos a los franceses, porque los ayudarían a expulsar a
Piero. Y Savonarola invitó también a Carlos VIII a que entrase en Florencia.
A mediados de septiembre, Carlos VIII había cruzado ya los Alpes con sus fuerzas y
el duque de Milán lo recibió cordialmente. La ciudad de Rapallo fue saqueada.
Aquella noticia cayó en Florencia como un rayo. Se suspendieron todas las
actividades normales del comercio, a pesar de le cual, cuando el rey francés envió
nuevamente emisarios para pedir que se le permitiese el paso libre, Piero les dejó
marchar sin darles una respuesta definitiva. El rey francés juró irrumpir en Toscana
Miguel Ángel, eso es nigromancia. Desde los tiempos más remotos de la humanidad
ha existido. El mismo Dios prometió a Noé y a sus hijos, en el Génesis, que jamás
se produciría un segundo Diluvio: « ¡Jamás la creación será destruida otra vez por
las aguas de una inundación ¡Nunca volverá una inundación a devastar al mundo!».
Y ahora, dime: ¿Con qué derecho enmienda la Biblia fray Savonarola? Algún día,
Florencia descubrirá que ha sido víctima de un feo engaño, y entonces...
La suavidad y serenidad de la voz del prior contribuyó a esfumar el temor que las
palabras de Savonarola habían producido en Miguel Ángel.
— Cuando llegue ese momento —respondió— podré abrir las puertas de Santo
Spirito a Savonarola, para salvarlo de las turbas.
El prior sonrió levemente, con cierta ironía.
¿Puedes imaginar a Savonarola haciendo voto de silencio? ¡Antes se dejaría
carbonizar en una pira!
La red se iba cerrando cada día más.
Venecia se declaró neutral y Roma se negó a proporcionar tropas a Piero.
Carlos VIII atacó las fortalezas de la frontera de Toscana y algunas de ellas cayeron
en su poder, pero los canteros del mármol de Pietrasanta opusieron una dura
resistencia, a pesar de la cual sólo podrían pasar unos pocos días antes de que los
franceses penetrasen en la ciudad de Florencia.
El populacho estaba poseído de histerias alternadas: miedo y alivio. Todos los
habitantes estaban en las calles, llamados a la Piazza della Signoria por el alocado
tañido de la gran campana de la torre. ¿Estaría a punto de ser saqueada la ciudad?
¿Sería derrocada la república?
¿Sería capturada por un monarca extranjero invasor toda la riqueza, las artes, el
comercio, la seguridad y la prosperidad, después de que Florencia había vivido en
paz con el mundo durante tanto tiempo que ya no tenía ejército, armas ni voluntad
para luchar? ¿Era aquello el principio de un nuevo Diluvio?
Una mañana, Miguel Ángel se levantó y descubrió que el palacio había sido
abandonado. Piero, Orsini y sus séquitos habían salido apresuradamente para
negociar con Carlos VIII. Alfonsina había partido con sus hijos y Giuliano para
refugiarse en la villa de la colina. Aparte de algunos viejos servidores, Miguel Ángel
parecía estar solo. El magnífico palacio resultaba aterrador en su vacío silencio. El
X
Por la tarde del segundo día, habían cruzado los Apeninos y dejaron atrás el paso
Futa, para llegar a Bolonia, cercada por sus muros de ladrillo color naranja y sus
casi doscientas torres, varias de las cuales estaban pronunciadamente inclinadas,
más todavía que la de Pisa. Penetraron en la ciudad por el lado del río y llegaron a
un mercado de legumbres, donde un grupo de mujeres viejas vestidas de negro
barrían el suelo con grandes escobas. Preguntaron a una de las viejas una dirección
y se dirigieron a la Piazza Comunale.
Las calles, estrechas y tortuosas, carecían de aire. Cada familia boloñesa había
construido una torre como protección contra sus vecinos, costumbre también
florentina que Cosimo había abolido. Las calles más anchas y las plazas estaban
bordeadas de recovas de ladrillo color naranja para proteger a la población contra
la nieve, la lluvia y el intenso calor del verano, por lo cual los boloñeses podían
atravesar su ciudad en todas las direcciones sin verse expuestos a estos elementos.
Llegaron a la plaza principal, con la majestuosa iglesia de San Petronio en uno de
sus extremos y el Palacio Comunal, que ocupaba totalmente uno de los lados.
Desmontaron y se vieron rodeados enseguida por miembros del servicio de
vigilancia.
— ¿Son forasteros en Bolonia?
— Florentinos —respondió Miguel Ángel.
— Los pulgares, por favor.
— ¿Pulgares? ¿Para qué quieren nuestros pulgares?
— Para ver la marca del lacre.
— No la tenemos.
Entonces tendrán que acompañarnos. Están arrestados.
Fueron llevados a la oficina de la Aduana, donde el oficial de guardia les explicó que
todo forastero que llegaba a Bolonia tenía que registrar su nombre y someterse a
que le pusieran la marca de lacre en los pulgares, en cuanto traspasaba cualquiera
de las dieciséis puertas de la ciudad.
— ¿Y cómo podíamos saber eso? —replicó Miguel Ángel—. Nunca hemos estado en
Bolonia.
— La ignorancia de las leyes no excusa a nadie. Les impongo una multa de
cincuenta libras boloñesas.
Antes de que los tres amigos pudieran salir de su asombro, un hombre avanzó
hasta la mesa donde estaba el oficial:
— ¿Me permite que hable con los jóvenes unos instantes? —preguntó.
proporcionado, con tres pisos de ladrillo. Había una puerta con arco de punta
enmarcada por un friso de terracota con el escudo de armas de la familia. Las
ventanas estaban divididas por columnas de mármol.
Bugiardini y Jacopo dispusieron el cuidado de los caballos, mientras Aldrovandi
llevaba a Miguel Ángel a ver su biblioteca, de la que estaba enormemente orgulloso.
— Lorenzo de Medici me ayudó a coleccionar estos volúmenes —le dijo.
Tenía un ejemplar de Stanze per la Giostra, de Poliziano. Miguel Ángel cogió el
manuscrito, encuadernado en cuero.
— ¿Sabía, messer Aldrovandi, que Poliziano falleció hace algunas semanas?
— Sí, y me produjo una gran tristeza, porque mentes como la suya no existen ya. Y
Pico también. ¡Qué árido será el mundo sin ellos!
— ¿Pico? —exclamó Miguel Ángel con pena—. ¡No lo sabía! Pero Pico era joven...
— Treinta y un años. La muerte de Lorenzo ha significado el final de una era. Ya
nada podrá ser lo mismo.
Miguel Ángel empezó a leer el poema. Aldrovandi dijo respetuosamente:
— Lee muy bien, mi joven amigo. Su dicción es perfecta, clara.
He tenido muy buenos maestros.
— ¿Le gusta leer en voz alta?
Tengo volúmenes de los más grandes poetas: Dante, Petrarca, Plinio, Ovidio...
— Hasta ahora no sabía que me gustaba.
— Dígame, Miguel Ángel: ¿Qué lo trae a Bolonia? Aldrovandi estaba enterado ya de
la suerte de Piero, pues el grupo de los Medici había pasado por Bolonia el día
anterior. Miguel Ángel le explicó que iban de camino a Venecia.
— ¿Y cómo es que no tienen entre los tres esas cincuenta libras boloñesas, si viajan
a una ciudad tan lejana?
— Bugiardini y Jacopo no tienen ni un escudo. Yo pago sus gastos. En Venecia
esperamos encontrar trabajo.
— Entonces ¿por qué no se quedan en Bolonia? Aquí tenemos las obras de Della
Quercia, que les servirán de estudio. Y hasta quizá podríamos conseguirles algún
trabajo.
Los ojos de Miguel Ángel brillaron, esperanzados.
— Después de la cena hablaré con mis dos compañeros —respondió.
Aquel pequeño incidente con la policía de Bolonia había bastado para que todo el
afán de aventuras de Jacopo y Bugiardini se esfumara por completo. Además,
tampoco estaban interesados en las obras de escultura de Della Quercia. Por lo
tanto, decidieron que preferirían regresar a Florencia. Miguel Ángel les dio dinero
para el viaje y les pidió que llevasen de vuelta su caballo a las cuadras de los
Medici, juntamente con los que montarían ellos. Luego informó al señor Aldrovandi
que se quedaría en Bolonia y trataría de buscar alojamiento.
¡Ni pensarlo! —exclamó Aldrovandi—. Ningún protegido y amigo de Lorenzo de
Medici puede vivir en una posada de Bolonia. Un florentino educado por los cuatro
platonistas constituye un regalo muy poco común para nosotros. Será mi huésped.
Despertó bajo los primeros rayos del anaranjado sol boloñés, que penetraba por la
ventana, iluminando los tapices y el techo artesonado. En un cofre pintado que
había a los pies de la cama encontró una toalla de hilo. Se lavó en una jofaina de
plata, mientras sus pies desnudos pisaban una suave y tibia alfombra persa. Había
sido invitado a una casa alegre. Oyó voces y risas que sonaban en aquella ala del
palacio, en la que residían los cinco hijos de Aldrovandi. La esposa, una mujer
joven y hermosa con quien se había casado en segundas nupcias, había contribuido
también con su cuota de hijos. Era una mujer agradable, que quería por igual a los
cinco descendientes y recibió a Miguel Ángel con suma cordialidad, como si fuera un
hijo más. Su anfitrión, Gianfrancesco, había estudiado en la universidad local, de la
que regresó con el título de notario. Además, era un capacitado banquero retirado,
que ahora gozaba de su vida, dedicándola por entero a las artes. Entusiasta de la
poesía, era al mismo tiempo un hábil versificador. Había hecho una gran carrera en
la vida política de la ciudad—estado: senador, gonfalonieri de justicia, miembro del
cuerpo de los Dieciséis Reformistas del Estado Libre, que gobernaba a Bolonia e
íntimo de la familia gobernante, los Bentivoglio.
— La única pena de mi vida es que no sé escribir en griego y en latín —le dijo a
Miguel Ángel, mientras estaban sentados los dos en el extremo de la enorme mesa
de nogal, con capacidad para cuarenta comensales y en cuyo centro se veía,
incrustado en nácar, el escudo de armas de la familia—. Naturalmente, leo en
ambos idiomas, pero en mi juventud pasé demasiado tiempo cambiando dinero, en
lugar de aprender a rimar palabras griegas y latinas.
Era un ávido coleccionista. Llevó a Miguel Ángel por todo el palacio para enseñarle
dípticos pintados, tallas de madera labrada, vasijas de oro y plata, monedas,
cabezas y bustos de terracota, bronces y pequeñas piezas de mármol esculpido.
— Pero, como verá, no hay nada importante del arte local —dijo
melancólicamente—. Es un misterio para mí... ¿Por qué Florencia y no Bolonia?
Somos una ciudad tan rica como la suya y nuestra población es igualmente
vigorosa y valiente. Tenemos una hermosa historia en el campo de la música, la
ciencia y la filosofía, pero nunca hemos podido crear grandes pintores o escultores.
¿Por qué?
Con todo respeto le preguntaría: ¿Por qué se la llama Bolonia la Gorda?
— Porque amamos la buena mesa, y en eso hemos sido famosos desde la época de
Petrarca: Bolonia es una ciudad carnívora.
— ¿Podría ser la respuesta?
— ¿Quiere decir que cuando las necesidades están satisfechas no se necesitan las
artes? Sin embargo, Florencia es rica, vive bien...
— Si, los Medici, los Strozzi y una pocas familias más. Los toscanos son frugales por
naturaleza. No nos produce placer gastar. No recuerdo que la familia Buonarroti
haya dado o recibido jamás un regalo. Nos gusta ganar dinero, pero no gastarlo.
— Y nosotros los boloñeses creemos que el dinero se ha acuñado para gastarlo.
Todo nuestro genio se ha concentrado en refinar nuestros placeres. ¿Sabía que
hemos creado un amore bolognese, que nuestras mujeres no visten las modas
italianas, sino únicamente las francesas, y que nuestros chorizos y salamis son tan
especiales que guardamos la receta como si fuera un secreto de Estado?
En el almuerzo del mediodía se sentaron a la mesa cuarenta personas. Los
hermanos y sobrinos de Aldrovandi, profesores de la Universidad de Bolonia,
familias gobernantes de Ferrara y Ravena que pasaban por la ciudad, príncipes de
la Iglesia, miembros de los Dieciséis que gobernaban la ciudad. Aldrovandi era un
anfitrión encantador, pero, contrariamente a Lorenzo de Medici, no hacía esfuerzo
alguno para mantener unidos a sus invitados, para negociar operaciones
comerciales o cumplir otros propósitos que el de gozar los soberbios pescados,
salamis, carnes, vinos y fomentar la camaradería. Después del reposo, Aldrovandi
invitó a Miguel Ángel a recorrer la ciudad.
Caminaron bajo las arcadas de las recovas, donde las tiendas exponían los más
delicados alimentos de toda Italia: exquisitos quesos, el más blanco de los panes,
los vinos más raros. En Borgo Galliera, las carnicerías tenían a la vista una cantidad
de carne mayor de la que Miguel Ángel había visto durante un año en Florencia.
Luego fueron al Mercado de Pescado, donde el riquísimo producto de los valles
cenagosos que rodeaban Ferrara, esturión, congrios, múgiles y otras variedades,
llenaban innumerables cestos. Los centenares de puestos de productos de caza
vendían lo cazado el día anterior: gamo, liebre, faisán. Y en todas las calles de la
ciudad, los famosos salamis.
— Hay una cosa que echo de menos, messer Aldrovandi —dijo Miguel Ángel—. No
he visto esculturas en piedra.
— Porque no tenemos canteras. Pero siempre hemos traído los mejores tallistas de
mármol que quisieron venir: Nicola Pisano y Andrea da Fiésole, de cerca de
Florencia; Della Quercia, de Siena;
Dell'Arca, de Bari... Nuestra escultura propia se realiza en terracota.
En cuanto llegaron a Santa María della Vita, donde Aldrovandi le mostró la
Lamentación de Dell'Arca, Miguel Ángel se sintió poseído por una honda excitación.
Aquel gran grupo de terracota era melodramático y profundamente inquietante,
pues Dell'Arca había captado sus figuras en una agonía y lamentación
admirablemente expresadas.
Instantes después, llegaron junto a un hombre joven que estaba labrando bustos
de terracota para ser colocados sobre los capiteles del Palacio Amonni, en la vía
Santo Stefano. Aldrovandi lo llamó Vincenzo.
— Este —presentó— es nuestro amigo Buonarroti, el mejor escultor de Florencia.
— ¡Ah, entonces, es apropiado que nos conozcamos! —respondió Vincenzo—. Yo
soy el mejor escultor joven de Bolonia. Soy el sucesor de Dell'Arca, y tengo el
encargo de terminar la gran tumba de Pisano en San Domenico.
— ¿Le han hecho el encargo? —preguntó Aldrovandi vivamente.
— Todavía no, Excelencia, pero tiene que ser mío. Al fin y al cabo, soy boloñés. ¡Y
soy escultor!
Siguieron su camino y Aldrovandi dijo: — ¡Sucesor de Dell'Arca! ¡Es el sucesor de
su abuelo y su padre, que fueron los mejores fabricantes de ladrillos de Bolonia!
XI
Encontró otro motivo de excitación en Bolonia; un motivo con el que no había ni
soñado.
Recorrió todos los rincones de la ciudad con Aldrovandi, los palacios de sus
hermanos, para las comidas familiares, y los de sus amigos, para cenas íntimas.
corpiño de Clarissa, cubierto por la tenue tela de su vestido y una red de oro
delicadamente tejida que realizaba el perturbador milagro de dar la impresión de
mostrar sus pechos, mientras, al mismo tiempo, los ocultaba. Cuanto más miraba
él, menos veía en realidad, puesto que se hallaba frente a una obra maestra del
arte de la costura, diseñada para excitar e intrigar, pero sin revelar más que una
sospecha de blancas palomas en su nido.
— ¿Es artista, Buonarroti? —preguntó Clarissa.
— Soy escultor.
¿Podría esculpirme en mármol?
— ¡Ya está esculpida! ¡Y sin una sola falla! —exclamó él con entusiasmo.
Rieron los dos, inclinados uno hacia el otro. Marco la había enseñado bien y hablaba
con excelente dicción. Miguel Ángel advirtió enseguida que poseía una rápida e
intuitiva percepción.
— ¿La veré nuevamente? —preguntó.
— Si el señor Aldrovandi lo trae.
— ¿Y si no es así?
Sus rojos labios se entreabrieron en una sonrisa:
— ¿Es que desea que pose para usted?
— No... sí... No sé. Ni siquiera sé lo que digo, ni lo que pienso.
Fue su amigo Aldrovandi quien advirtió aquella ansia en sus ojos. Le dio un
amistoso golpe en los hombros y exclamó:
Miguel Ángel, tiene demasiado sentido común para mezclarse en nuestra charla de
política local. Ahora es el momento de la música. ¿Sabía que Bolonia es uno de los
más grandes centros musicales de Europa?
En el camino de regreso, mientras cabalgaban uno junto al otro por las calles,
Aldrovandi preguntó:
— ¿Se ha quedado prendado de Clarissa?
Miguel Ángel comprendió que tenía que ser honesto con su amigo y respondió:
— Hace estremecer toda mi carne. Quiero decir la carne dentro de la que está a la
vista.
— Nuestras bellezas boloñesas son capaces de eso y de mucho más. Pero para que
se apague un poco ese fuego, le haré una pregunta: ¿Sabe lo cara que es Clarissa?
conformaba con apoyar la cara entre los pechos de Clarissa, ahora vibraba en un
profundo afán de poseerla toda. Escuchaba una y otra vez sus palabras en la
oscuridad de su habitación, mientras todo su cuerpo temblaba de deseo, en un
intolerable suplicio.
«¿Por qué no habríamos de desearnos?» Se levantó, fue a la biblioteca de
Aldrovandi y empezó a escribir frases, líneas, sin orden ni concierto, conforme
acudían a su mente.
Fue durante las fiestas de Navidad, cuando los niños pobres de la ciudad cantaban
villancicos por las calles para que las buenas gentes les hicieran regalos, y la señora
Aldrovandi presidía la reunión anual de los servidores de palacio para el juego de
«la busca del tesoro», cuando Miguel Ángel quedó rescatado de aquel torbellino en
el que estaba preso.
Cuando los servidores encontraron sus regalos en la gran bolsa y brindaron por sus
señores para retirarse inmediatamente, la familia Aldrovandi, unas treinta personas
en total, «extrajeron» también sus obsequios. Aldrovandi se volvió a Miguel Ángel y
le dijo:
— Bueno, ahora le toca a usted probar fortuna.
Introdujo una mano en la bolsa de arpillera. No quedaba en ella paquete alguno.
Las amplias sonrisas de todos mostraban a las claras que estaban en el secreto de
aquella broma. Pero de pronto sus dedos tocaron algo: era una réplica en terracota
de la tumba de San Domenico, original de Dell’Arca. La sacó. Y en los tres lugares
vacíos, donde faltaban el ángel, San Petronio y San Próculo, vio tres caricaturas de
él mismo, incluida su nariz fracturada.
— Se... ¿Me han dado el encargo?
Aldrovandi sonrió feliz:
— Sí, amigo mío. El Consejo se lo ha otorgado la semana pasada.
Cuando se habían retirado ya los invitados, Aldrovandi y Miguel Ángel pasaron a la
biblioteca. El primero explicó que enviaría a buscar el mármol a Carrara cuando
estuvieran listos los dibujos y se determinaran las dimensiones de los bloques
necesarios. Miguel Ángel estaba seguro de que su amigo no sólo le había
conseguido aquel trabajo, que le reportaría treinta ducados de oro, sino que
pagaría también el mármol y el transporte a través de los Apeninos en un carro de
me lo darán a mí.
— Pero Vincenzo, Dell'Arca murió hace diez meses. Si a pesar de todo ese tiempo
no le han dado el trabajo a usted...
¡Me lo ha robado, aprovechando la influencia que tiene Aldrovandi! Como escultor,
aquí es usted completamente desconocido.
Miguel Ángel simpatizó con aquel fornido joven que tenía frente a él y comprendió
perfectamente que se sintiese frustrado.
Hablaré con messer Aldrovandi —dijo.
— ¡Le aconsejo que lo haga! ¡De lo contrario, yo me ocuparé de que se arrepienta
de haber venido a Bolonia!
Cuando Miguel Ángel comunicó a Aldrovandi la visita de Vincenzo y sus exigencias,
su protector le dijo:
— Es cierto que Vincenzo es boloñés y que ha estudiado las obras de Dell' Arca.
Sabe lo que le gusta a la gente de esta ciudad. Pero hay un inconveniente: no sabe
esculpir en mármol.
— ¿Le parece bien que le ofrezca un empleo como ayudante mío?
— ¿Lo necesita?
No, pero quiero ser diplomático.
— Mejor que sea escultor. Olvídese de él.
— ¡No se olvidará de mí en toda su vida! —barbotó Vincenzo al día siguiente,
cuando Miguel Ángel le informó que no podía hacer nada por él.
Al escuchar aquellas palabras, Miguel Ángel miró directamente al joven. Tenía unas
enormes y huesudas manos, de doble tamaño que las suyas. Su edad era
aproximadamente la misma: unos diecinueve años, pero le llevaba toda la cabeza
de estatura. Recordó vívidamente a Torrigiani y de nuevo vio el puño de su ex—
amigo que le golpeaba salvajemente en la cara. Sintió otra vez el desagradable
gusto a sangre en la boca y oyó el pequeño ruido del hueso de la nariz al
quebrarse.
— ¿Qué le pasa, Buonarroti? —preguntó Vincenzo, burlón—. ¡No tiene muy buena
cara! ¿Teme acaso que le amargue la vida?
— ¡Ya lo ha hecho!
Pero más amarga sería si tuviera que renunciar a la oportunidad de esculpir tres
XII
Una vez a la semana, algunos socios comerciales de Aldrovandi realizaban un viaje
a Florencia por el paso Futa. Llevaban noticias de Miguel Ángel a los Buonarroti y le
traían las de su familia.
Una semana después de haber abandonado él Florencia, Carlos VIII había entrado
en la ciudad como conquistador y sin encontrar la menor resistencia. Fue recibido
con las calles engalanadas con tapices, guirnaldas, toldos y lámparas de aceite
encendidas. El Ponte Vecchio había sido alegremente adornado. La Signoria lo
recibió y lo acompañó a elevar sus oraciones en el Duomo. Se le cedió, para su
alojamiento, el palacio de los Medici, pero cuando llegó el momento de firmar el
tratado de paz, el monarca francés se mostró altivo, amenazó con llamar
nuevamente a Piero y exigió por su firma un precio digno del rescate de un imperio.
Estallaron las luchas en las calles de Florencia. Los soldados franceses y los civiles
florentinos se atacaron mutuamente, y los segundos cerraron su ciudad, dispuestos
a expulsar de ella a los invasores franceses. Carlos, ante aquella actitud, se mostró
más razonable y por fin accedió a recibir ciento veinte mil florines y el derecho de
mantener dos fortalezas en Florencia hasta que terminase su guerra con Nápoles a
cambio de evacuar la ciudad.
Sin embargo, lamentablemente, las ruedas de la ciudad—estado se habían
detenido. Gobernada durante tanto tiempo por los Medici, aquella estructura oficial
no funcionaba sin un órgano directivo. Ahora la ciudad estaba dividida en facciones.
Un grupo quería instituir la forma veneciana de gobierno; otro deseaba crear un
Consejo del Pueblo, encargado de aprobar las leyes y elegir a los magistrados, y
otro Consejo, más reducido, de hombres experimentados, para establecer la política
interna e internacional. Guidantonio Vespucci, portavoz de los nobles acaudalados,
calificó aquellas medidas de peligrosamente democráticas y luchó por mantener el
poder en unas pocas manos.
A mediados de diciembre llegaron noticias a Bolonia de que Savonarola había
intervenido en aquella crisis con una serie de sermones en los que aprobaba la
estructura democrática propuesta. Algunos visitantes del palacio Aldrovandi
Florencia nos odiara más. A rivederci, Miguel Ángel. Le escribiré a Contessina para
decirle que lo he visto.
Estaba indeciso todavía en lo referente a los ángeles. Recordaba el primero que
había dibujado para el fresco de Ghirlandaio, cuyo modelo había sido el hijo del
carpintero que ocupaba la planta baja de la casa arrendada por la familia
Buonarroti. ¿Qué eran los ángeles? ¿Eran masculinos o femeninos? El prior
Bichiellini los había calificado una vez como «seres espirituales a las órdenes de
Dios»...
Su turbación, después de dibujar centenares de ángeles, era todavía mayor tras
aquellos meses de disección en la morgue de Santo Spirito. Ahora ya conocía los
tejidos y la función de la anatomía humana y no podía negarse a utilizar aquellos
conocimientos. Pero, ¿tenían intestinos los ángeles? Además, tenía que esculpir el
suyo completamente vestido para que no desentonase con el del extremo opuesto
del Arca. Ahora se encontraba en el principio, donde Ghirlandaio le había dicho que
tendría que permanecer toda su vida: capaz de esculpir un rostro, manos, pies,
cuellos; pero en lo que concernía al resto del cuerpo, los conocimientos tan
duramente logrados estarían ocultos bajo mantos y túnicas.
Para su «ser espiritual» eligió a un niño contadino llegado a la ciudad desde su casa
de campo para oír misa. Tenía un rostro ancho y carnoso, pero sus facciones eran
las tradicionalmente griegas. Sus brazos y piernas estaban muy bien desarrollados.
Y en su dibujo, el joven y poderoso ángel sostenía en alto un candelabro que un
gigante no podría levantar. En lugar de compensar aquello con delicadas y diáfanas
alas, como sabía que debía hacer, frotó sal en la herida de su propia confusión al
diseñar las dos alas de un águila a punto de emprender vuelo. Las talló en madera
para ajustarlas a su modelo de arcilla, tan pesadas que habrían arrojado de
espaldas al delicado ángel de Dell'Arca.
Invitó a Aldrovandi a visitar el taller, y su protector no se mostró asombrado ante el
vigor de su modelo.
— Los boloñeses no somos seres espirituales —dijo—. ¡Esculpa un ángel bien
fornido!
Y así lo hizo. Colocó sobre su base el más grueso de los tres bloques de mármol de
Carrara conseguidos por Aldrovandi. Con el martillo y el cincel en mano se sintió
completo nuevamente. El polvillo y los trozos de piedra que saltaban bajo sus
golpes cubrían sus cabellos y ropas. Cuando trabajaba la piedra se sentía un
hombre superior.
Por las noches, después de leer en voz alta a su protector e ilustrar una página de
Dante, ensayaba algunos bosquejos para el San Petronio, santo patrón de Bolonia,
convertido al cristianismo, perteneciente a una noble familia romana y constructor
de la iglesia que llevaba su nombre. Empleó como modelos a los invitados de más
edad del palacio de Aldrovandi: miembros de los Dieciséis, profesores de la
universidad, jueces y demás nobles. Dibujaba en su mente aquellos rostros y
cuerpos, mientras estaba sentado cenando con ellos. Después se retiraba a su
habitación para trasladar al papel las líneas, formas e interrelación de facciones y
expresiones.
Muy poco de original podía hacer para la figura de San Petronio. Los monjes de San
Domenico y los funcionarios del gobierno boloñés habían decidido ya lo que
querían: San Petronio no podría tener menos de sesenta años, debía estar
completamente cubierto de suntuosos ropajes y sobre su cabeza llevaría una
corona de arzobispo. Debía sostener en sus manos una maqueta de la ciudad de
Bolonia, con torres y palacios hacinados dentro de los muros protectores.
En el taller contiguo al suyo se instaló un nuevo vecino. Era Vincenzo, cuyo padre
había conseguido un contrato para fabricar ladrillos y tejas destinados a una obra
de reparación que se había de realizar en la catedral. Un grupo de obreros se reunió
en el patio, ocupando distintos puestos, y poco después el lugar resonaba con la
actividad de la descarga de materiales. Y Vincenzo proporcionó un divertido
entretenimiento a todos, dirigiéndose durante todo el día a Miguel Ángel con frases
insultantes.
— Ayer —decía— fabriqué un centenar de ladrillos ¿Qué ha hecho usted? ¿Trazos de
carboncillo sobre un papel?
Animado por las risotadas de los demás, continuaba:
— ¿Y con eso cree que es escultor? ¿Por qué no vuelve a su ciudad y deja las cosas
de Bolonia para los boloñeses?
— Así lo haré en cuanto termine mis tres esculturas.
— Nada es capaz de destruir mis ladrillos. Piense qué pasaría si le ocurre un
XIII
La familia lo recibió con sincera alegría. Ludovico estaba encantado con los
veinticinco ducados que Miguel Ángel le había llevado. Buonarroto parecía haber
crecido enormemente. Sigismondo, pasada ya la niñez, estaba trabajando de
aprendiz en el gremio de vinateros. Y Giovansimone había dejado la casa por
completo y estaba regiamente instalado en una casa en la orilla opuesta del Arno.
Era uno de los jefes del ejército juvenil de Savonarola.
Granacci trabajaba muy seriamente, desde el amanecer hasta la noche, en el taller
de Ghirlandaio, donde intentaba mantener a flote la bottega. Cuando Miguel Ángel
fue a verlo allí, vio los papeles que se estaban retirando de los nuevos frescos de la
capilla de San Zanobi.
— Ahora trabajamos el doble que antes —suspiró Mainardi—, pero ninguno de
nosotros posee el genio de Domenico, a excepción de su hijo Ridolfo, que sólo tiene
doce años, y pasarán diez antes de que pueda ocupar el lugar de su padre.
Cuando regresaban a casa, Granacci le comunicó las novedades.
— La familia Popolano quiere que les esculpas algo.
— ¿Popolano? ¡No conozco a nadie con ese apellido!
— Te equivocas —respondió Granacci, ligeramente mordaz—. Son los primos
Lorenzo y Giovanni Medici. Han cambiado su apellido para ponerlo a tono con el
Partido del Pueblo, y ahora ayudan a gobernar Florencia. Me pidieron que te llevara
a verlos cuando volvieses.
Los dos hermanos Popolano lo recibieron en una sala llena de preciosas obras de
arte procedentes del palacio de Lorenzo. Miguel Ángel vio, estupefacto, un
Botticelli, un Gozzoli, un Donatello y muchas otras piezas.
— No las hemos robado —dijo Giovanni, risueño—. La ciudad las puso en subasta
pública, y nosotros las compramos.
Dicho eso, ordenó a un paje que sirviese vino dulce y pastas. Mientras esperaban,
Lorenzo le dijo que seguían interesados en tener un San Juan joven. Si accedía a ir
a vivir al palacio, para mayor conveniencia suya, sería bien recibido.
Aquella noche todas las campanas de la ciudad sonaban con tanta tuerza que le
recordaron el adagio toscano: «Las campanas suenan para convocar a la gente,
pero ellas jamás van a misa». Cruzó las angostas y retorcidas calles de la ciudad
hasta llegar al palacio Ridolfi. Se había hecho afeitar y cortar el cabello. Vestía sus
mejores ropas.
Los Ridolfi habían sido miembros del Partido Bigi, que fue exculpado por el Consejo
del Pecado de ser partidarios de los Medici, y ahora eran ostensiblemente miembros
de los frateschi, o republicanos. Contessina lo recibió en la sala, siempre atendida
por su vieja nodriza. Estaba embarazada.
— ¡Miguel Ángel! —exclamó al verlo.
— ¡Contessina! ¿Come va?
— Me dijo un día que tendría muchos hijos...
Contempló las pálidas mejillas, los ojos febriles, la respingona nariz de su padre. Y
recordó a Clarissa, la sintió junto a Contessina, en aquella habitación.
— He venido a decirle que sus primos me han ofrecido un trabajo de escultura. No
pude unirme al ejército de Piero, pero no quiero que pese sobre mi conciencia
ninguna otra deslealtad.
— Sí, me he enterado del interés que tienen —dijo ella—. Miguel Ángel, ya ha
probado su lealtad cuando ellos le hicieron el ofrecimiento la primera vez. No hay
necesidad de que continúe esas demostraciones. Si desea aceptar ese encargo,
hágalo.
— Lo haré, Contessina.
— En cuanto a Piero... por el momento mi hermana y yo vivimos bajo la protección
de las familias de nuestros esposos. Si Piero ataca algún día con un ejército
poderoso, y la ciudad se ve realmente en peligro, sólo Dios sabe lo que será de
nosotros.
El cambio más notable que encontró Miguel Ángel era el sufrido por la ciudad
propiamente dicha. Al recorrer las calles, tan familiares, sintió algo así como un aire
de hostilidad y recelo. Los florentinos, que habían vivido en paz entre sí, se
encontraban ahora divididos en tres partidos antagónicos que se insultaban a voz
en grito unos a otros. Aprendió a reconocerlos por sus símbolos. Los arrabbiari eran
los hombres de fortuna y experiencia, que ahora odiaban por igual a Piero y a
Savonarola. Llamaban llorones y beatos a los partidarios del monje.
Luego venían los Blancos, ofrateschi, entre los cuales estaban los Popolanos, que
sentían igual odio que los arrabbiari hacia Savonarola, pero tenían que apoyarle
porque estaban del lado de un gobierno popular. Y por fin, estaba el grupo de Piero
de Medici, los Grises, que intrigaban en favor del regreso de su jefe.
Cuando se encontró con Granacci en la Piazza della Signoria, Miguel Ángel vio, con
espanto, que la Judith de bronce de Donatello, y su David, que habían sido robados
del patio de los Medici, se hallaban ahora en el patio la Signoria.
— ¿Qué hace aquí la Judith? —preguntó.
— Ahora es la diosa reinante en Florencia —contestó Granacci.
— ¿Robada, con el David, por la ciudad?
— Robada es una palabra muy dura. Si te parece, diremos «confiscada».
— ¿Qué dice esa placa?
— Que los ciudadanos han colocado esa estatua aquí «como advertencia a quienes
alberguen el pensamiento de tiranizar a Florencia». Judith, con esa espada en la
mano, somos nosotros, los valientes ciudadanos de Florencia. Holofernes, a punto
de ser decapitado, representa al partido al cual uno no pertenece.
— ¿Así que entonces caerán muchas cabezas en la plaza? ¿Es que estamos en
guerra contra nosotros mismos?
Granacci no contestó. Pero cuando Miguel Ángel formuló la misma pregunta al prior
Bichiellini, éste le respondió:
— Temo que así sea.
Miguel Ángel estaba sentado en el despacho del prior, rodeado por los estantes de
manuscritos encuadernados en cuero. La mesa aparecía llena de hojas de papel de
un ensayo que el monje estaba escribiendo.
— Ahora —dijo el prior— tenemos un gobierno más democrático, en el que pueden
intervenir más personas. Pero ese gobierno está paralizado, a no ser que
Savonarola apruebe sus decisiones y actos.
A excepción del grupo del taller de Ghirlandaio, la pintura y demás artes habían
desaparecido de Florencia juntamente con los artistas. Rosselli estaba enfermo, y
su taller no trabajaba. Dos miembros de la familia de Della Robbia, que habían
heredado los procedimientos escultóricos de Lúea, eran ahora sacerdotes. Botticelli
pintaba únicamente motivos que su mente podía crear, basándose en los sermones
de Savonarola. Lorenzo di Credi estaba reducido a restaurar obras de Fra Angélico,
y Uccello acababa de internarse en un monasterio.
— He pensado en ti, Miguel Ángel —dijo el prior—, cuando el monje anunció que
pronunciaría un sermón para los artistas. He tomado algunas notas de él, y puedo
asegurarte que son exactas. Fíjate: «¿En qué consiste la belleza? ¿En el dolor? ¿En
la forma? ¡No! Dios es la belleza misma. Los artistas jóvenes andan por ahí diciendo
de este hombre o aquella mujer: "He aquí una Magdalena; he aquí una Virgen; he
aquí un San Juan", y luego vosotros pintáis su rostro en la iglesia, lo que constituye
una gran profanación de las cosas divinas. Vosotros, los artistas, causáis mucho
mal, porque llenáis las iglesias de cosas vanas»...
— Sí, sí, todo eso lo he oído de mi hermano. Pero si Savonarola triunfa...
— Triunfa Miguel Ángel.
— Entonces tal vez hubiera hecho mejor en no volver. ¿Qué lugar hay aquí para
mí?
— ¿Y dónde irías, hijo mío?
Miguel Ángel calló. En efecto, ¿adónde? El día de Año Nuevo de 1496, un nutrido
grupo de hombres se reunió ante el monasterio de la Piazza San Marco con
antorchas encendidas. Gritaban: « ¡Destruyamos esta casa! ¡Incendiemos San
Marco! ¡Quememos vivo a ese asqueroso fraile!».
Los monjes de San Marco salieron y formaron una línea hombro con hombro a lo
largo del frente de la iglesia y el monasterio, dándose el brazo, en sólida falange.
La muchedumbre siguió lanzando imprecaciones contra Savonarola, pero los
monjes se mantuvieron firmes y al cabo de un rato largo los manifestantes
comenzaron a desbandarse por la plaza.
Reclinado contra la fría pared de piedra, Miguel Ángel sintió que un escalofrío
recorría todo su cuerpo. A su mente acudió la Judith de Donatello, en pie, con la
gran espada levantada, dispuesta a cortar la cabeza... ¿de quién? ¿La de
Savonarola? ¿La del prior Bichiellini? ¿La de Piero? ¿La de Florencia? ¿No sería la
suya propia?
XIV
Fue a ver a Beppe, al Duomo, y se enteró de que había un pequeño bloque de
mármol en un patio vecino que le sería posible comprar a un precio razonable. El
resto del dinero que le había sido adelantado para esculpir el San Juan se lo
entregó a su padre.
No podía acostumbrarse a la idea de residir en el palacio Popolano, pero instaló su
taller en el jardín. Los primos lo trataban como a un amigo y le invitaban
frecuentemente al interior del palacio, a pesar de sus vestimentas de trabajo, para
que viese las nuevas obras de arte adquiridas por los dos hermanos. En su casa
había ahora solamente dos de sus hermanos, que compartían el dormitorio con él,
pero puesto que Buonarroto se ofreció para dormir en la misma cama de
Sigismondo, Miguel Ángel pudo prolongar el lujo al que ya estaba tan
acostumbrado: una cama para él solo. Hacía mucho frío y nunca comía ni bebía
nada hasta mediodía, por lo que llegaba siempre a casa con un tremendo apetito, lo
cual hacía feliz a Lucrezia. Hasta Ludo vico parecía satisfecho con él.
El jardín de los Popolano estaba cercado por un alto muro protector, con un porche
triangular cubierto, bajo el que trabajaba Miguel Ángel para protegerse contra el
frío. Sin embargo, no se sentía feliz y carecía de impulso creador. Se preguntaba a
cada momento: «¿Por qué?».
El motivo de su escultura le resultaba simpático: el joven San Juan partiendo a
predicar en el desierto. Florencia contaba ya con numerosas imágenes de San Juan.
Estaba la de San Juan Bautista de Andrea Pisano en la puerta del Baptisterio, la
estatua de bronce de Ghiberti en Orsanmichel, la de mármol de Donatello en el
Campanile, el fresco de Ghirlandaio en Santa María Novella, el Bautismo de Cristo
de Verrocchio, pintado para San Salvi con la ayuda de Leonardo da Vinci.
Mientras leía la Biblia, Miguel Ángel dedujo que Juan tendría unos quince años
cuando partió al desierto para predicar a los samaritanos. La mayor parte de las
representaciones existentes lo mostraban como un muchacho de corta edad, de
cuerpo delgado, reducida estatura y rostro de niño. Pero eso no tenía por qué ser
así. ¿Por qué no podía el joven San Juan ser un joven robusto, sano, animoso, bien
equipado para los rigores a los que estaba a punto de exponerse?
La mente de Miguel Ángel era inquisitiva. Necesitaba saber las razones a que
obedecían todas las cosas: los motivos filosóficos. Y leyó la historia de Juan en San
Mateo:
«En aquellos días, Juan el Bautista apareció predicando en el desierto de Judea:
“¡Arrepentíos!", clamaba, "El reino del cielo se acerca”. Y era sobre San Juan sobre
quien habló el profeta Isaías cuando dijo: "Hay una voz que clama en el desierto.
Preparad el camino de Dios, allanad su senda".» Pero el muchacho de quince años
que partía por primera vez a predicar no era el mismo hombre que posteriormente
bautizó a Jesús. ¿Cómo era entonces Juan? ¿Era su discurso imperativo, o
simplemente el cumplimiento de la profecía contenida en el Viejo Testamento?...
porque los primeros cristianos creían que, cuanto más fuertemente basaran su
religión en el Vejo Testamento, más probabilidades tendrían de sobrevivir...
Si no era un ideólogo adiestrado. Miguel Ángel era un gran dibujante. Pasó
semanas enteras dibujando, en todas partes de la ciudad, a cuanto joven
encontraba y le era posible detener unos instantes. Aunque no tenía la intención de
crear un San Juan macizo, tampoco estaba dispuesto a presentarlo frágil, delicado y
elegante, como todos los que adornaban las iglesias de Florencia. Por lo tanto,
diseñó y después esculpió en el bloque la flexibilidad de los miembros de un
muchacho de quince años cubierto solamente con un taparrabos. Se negó a esculpir
un halo para la figura o a poner en sus manos la tradicional cruz alta, como lo había
hecho Donatello, pues no creía que el joven Juan hubiera llevado una cruz tantos
años antes de que la misma apareciese en la vida de Cristo. Al final, resultó el
retrato vital, potente, de un joven; pero cuando terminó de pulir la estatua, no
podía decir exactamente lo que había querido expresar con ella.
Los primos Medici no necesitaban un significado. Se mostraron enteramente
satisfechos e hicieron colocar la estatua en un nicho del muro posterior del jardín,
donde podía ser vista desde las ventanas de la parte de atrás del palacio. Le
pagaron el resto de los florines y le dijeron que podía continuar utilizando su jardín
como taller.
Pero ni una palabra sobre un nuevo trabajo.
— No los culpo —dijo Miguel Ángel a Granacci, con aire melancólico—. Ese San Juan
no es realmente nada especial.
Una honda desesperación se apoderó de él.
— He aprendido a esculpir figuras libres, visibles desde todos los ángulos, pero
¿cuándo llegaré a hacer una que sea extraordinaria? Siento que ahora, a punto de
cumplir veintiún años, sé menos que cuando tenía diecisiete. ¿Cómo puede ser
posible?
— No lo es —dijo Granacci.
— Bertoldo me dijo: «Tienes que crear una masa de trabajo». En los últimos cuatro
años he esculpido seis piezas: el Hércules, la Crucifixión en madera, el Ángel, el
San Petronio y el San Próculo, en Bolonia, y ahora este San Juan. Pero de todas,
sólo el San Próculo tiene algo de original.
El día de su cumpleaños llegó desconsolado a su taller del jardín de los Popolano.
Allí encontró un bloque de mármol blanco sobre su banco de trabajo. A través de la
piedra, en letras dibujadas con carboncillo, caligrafía de Granacci, se leía: «Prueba
otra vez».
Lo hizo de inmediato, sin dibujar ni hacer modelos de cera o arcilla. Esculpió un
niño que había tenido en la mente mientras trabajaba en el San Juan. Era una
criatura robusta, pagana, esculpida de acuerdo con la tradición romana. En
momento alguno imaginó que estaba trabajando una pieza seria. En realidad,
consideraba que aquello era un simple ejercicio, algo que le divertía esculpir, un
antídoto a las confusiones y tensiones que le había producido el San Juan. Y por
ello, la figura fluyó libremente, y del bloque emergió un delicioso niño de seis años,
dormido, con el brazo derecho bajo la cabeza y las piernas cómodamente
separadas.
Tardó sólo unas pocas semanas en esculpir la estatuita y pulirla. No había
perseguido ni la perfección ni la esperanza de vender el trabajo. Era algo así como
una diversión destinada a animarlo. Y ahora que estaba terminada, tuvo la
intención de devolverle el mármol a Granacci con una nota que dijese: «Sólo un
poco estropeado, te devuelvo el bloque».
Cuando Lorenzo Popolano vio la estatua terminada, se entusiasmó:
— Si pudiera tratarla para que pareciese haber estado sepultada en la tierra, yo la
enviaría a Roma y pasaría por un Cupido antiguo —dijo—.
Así la vendería por un precio mucho mayor. Tengo allí un representante muy
astuto, Baldassare del Milanese, que se ocuparía de la venta.
Miguel Ángel había visto bastantes estatuas griegas y romanas como para saber
cómo quedaría su estatuita. Trabajó cuidadosamente, tan divertido con la idea del
inminente fraude como lo había estado mientras esculpía la pieza.
A Lorenzo le gustó el resultado.
toda una serie de artículos necesarios para el juego: una lluvia de naipes, dados,
tableros de damas y ajedrez, con todas sus piezas. A continuación amontonaron
libros manuscritos encuadernados en cuero, centenares de dibujos y cuadros al
óleo, violas, laúdes y órganos. Tras eso, echaron a la pira antifaces, trajes de
fiesta, marfiles tallados y obras de arte procedentes de Oriente. Miguel Ángel
reconoció a Botticelli, que se acercó corriendo a la pira y arrojó a ella dibujos sobre
Simonetta. Lo siguió Fra Bartolomeo, quien contribuyó a agrandar la pirámide con
todos sus escritos.
En el balcón de la torre se hallaban los miembros de la Signoria, contemplando el
fantástico espectáculo. El Ejército de Jóvenes había ido de casa en casa, exigiendo
que se entregasen «todas las obras de arte contrarias a la fe». Cuando no se les
entregaba lo que consideraban una suficiente contribución, penetraban en las
residencias y las saqueaban. La Signoria no había hecho nada para proteger a la
ciudad contra aquellos «ángeles de túnicas blancas».
Savonarola alzó los brazos reclamando silencio. El cordón de monjes lo imitó,
levantando un verdadero bosque de brazos al cielo.
De pronto apareció otro monje con una antorcha encendida, que entregó a
Savonarola. Este la levantó mientras lanzaba una mirada por toda la plaza. Luego
se acercó a la pira y fue aplicando la antorcha aquí y allá hasta que todo el andamio
y su contenido fueron una inmensa masa de llamas.
Los componentes del juvenil ejército avanzaron para dar vueltas alrededor de la
pira, mientras cantaban: « ¡Viva Cristo! ¡Viva la Virgen!». Y la compacta multitud
repitió aquellos gritos hasta enronquecen Miguel Ángel sintió que se le llenaban los
ojos de lágrimas. Se pasó el dorso de una mano y luego el de la otra para
enjugarlas, como hacía cuando era niño. Pero continuaban empañando sus ojos.
Las llamas eran cada vez más altas. Deseaba alejarse de allí, irse todo lo lejos
posible del Duomo...
XV
En junio, llegó hasta él un paje con un mensaje de Giovanni Popolano en el que
pedía a Miguel Ángel que fuese al palacio para ser presentado a un noble romano
que se interesaba mucho por la escultura. Leo Baglioni, como se llamaba el
huésped de los Popolano, era un hombre de unos treinta años, rubio, muy educado.
Acompañó a Miguel Ángel a su taller.
— Mis anfitriones me dicen que es usted un excelente escultor. ¿Podría ver alguno
de sus trabajos? —dijo.
— Aquí no tengo ninguno. Sólo el San Juan, que está en el jardín.
— ¿Y dibujos? Me interesan muy particularmente los dibujos.
— ¡Entonces, debo decirle que es usted un caso raro entre los expertos, señor! Me
agradaría mucho que viera mi colección.
Leo Baglioni observó atentamente los centenares de dibujos.
¿Sería tan amable de dibujarme algo? Por ejemplo, una mano de niño.
Miguel Ángel dibujó rápidamente unos niños en distintas posiciones. Al cabo de un
rato, Baglioni dijo:
— Sí, sí, no hay duda posible. Es usted.
— ¿Qué soy yo?
— Sí, quien esculpió el Cupido.
— ¡Ah!
— Perdóneme, pero he sido enviado a Florencia por mi señor, el cardenal Riario di
San Giorgio, para ver si me era posible encontrar al autor de ese Cupido.
— Si, fui yo. Baldassare del Milanese me envió treinta florines por la pieza.
— ¿Treinta? —exclamó Baglioni—. ¡Pero si el cardenal pagó doscientos!
— ¡Doscientos! —gritó Miguel Ángel—. ¡Ese hombre es un... ladrón!
— Eso es precisamente lo que dijo el cardenal —declaró Baglioni, con un picaresco
brillo en los ojos—. Sospecho que se trata de un fraude. ¿Por qué no viene a Roma
conmigo?
Así podrá arreglar esa diferencia con Baldassare. Creo que el cardenal le daría
hospitalidad encantado. Me dijo que el hombre capaz de esculpir una falsificación
tan excelente tiene que ser capaz de esculpir obras auténticas todavía mejores.
No hubo la menor vacilación en Miguel Ángel para adoptar una decisión:
— Voy a mi casa a buscar algunas ropas, y estaré listo para emprender viaje
cuando usted diga.
LIBRO QUINTO
La ciudad
I
Miguel Ángel estaba en un promontorio situado al norte de la ciudad. Roma se
extendía a sus pies, en su lecho entre colinas, destruida, como si hubiera sido
saqueada por los vándalos. Leo Baglioni le señaló las siluetas del Muro Leonino, la
fortaleza de Sant’Angelo.
Montaron nuevamente en sus caballos y descendieron a la Porta del Popolo.
Pasaron frente a la tumba de la madre de Nerón y entraron en la pequeña plaza. En
ella reinaba un hedor insoportable producido por los montones de basura. Sobre
ellos, a la izquierda, se alzaba la colina Pincio, cubierta de viñas. Las calles que
recorrieron eran angostas sendas pésimamente empedradas. El ruido que hacían
los carros al pasar sobre aquellas desiguales piedras era ensordecedor, al punto de
que Miguel Ángel no podía oír lo que le decía Baglioni al identificar la tumba del
emperador romano Augusto, que ahora era campo de pastoreo para vacas. El
Campo Marzio era una llanura, cerca del Tíber, habitada por los artesanos más
pobres, cuyos cuchitriles estaban amontonados entre antiguos palacios
semiderruídos.
Más de la mitad de los edificios ante los que pasaban eran sólo montones de ruinas.
Numerosas cabras vagaban entre las piedras caídas. Baglioni le explicó que en el
mes de diciembre el Tíber había inundado la ciudad y la población tuvo que huir a
las colinas, donde permaneció tres días. A su regreso, hallaron una ciudad
encharcada y maloliente, que de inmediato fue atacada por una epidemia. En la isla
del río se sepultaban diariamente ciento cincuenta cadáveres.
Miguel Ángel sintió que una enorme angustia le oprimía el estómago. La Ciudad
Madre del Cristianismo era un montón de escombros. Por todas partes se veían
cuerpos de animales muertos. Piquetes de obreros trabajaban en las piedras
derribadas para utilizarlas en la construcción de otros edificios.
Acercó su caballo a una pieza estatuaria antigua que sobresalía entre los
desperdicios que la rodeaban, pasó frente a filas de casas abandonadas. Junto a un
templete griego vio unos cerdos encerrados en un improvisado corral entre las
columnas. En una bóveda subterránea de rotas columnas, que emergía a medias de
un antiguo foro, sintió un horrendo hedor que salía de un depósito de desperdicios
acumulados allí durante cientos de años y generaciones de hombres que defecaban
allí diariamente.
Su compañero de viaje lo llevó a través de una serie de oscuras y tortuosas calles
por donde apenas podían avanzar juntos los dos caballos. Pasaron frente al teatro
de Pompeyo, entre cuyos restos vivían centenares de familias y, por fin, llegaron al
Campo dei Fiori, donde percibió las primeras señales de Vida reconocible: un
mercado de quesos, vegetales, flores, pescado y carne, lleno de filas de pintorescos
puestos, donde las amas de casa y cocineros de Roma adquirían sus provisiones
cotidianas. Por primera vez desde que habían descendido a la ciudad, pudo mirar a
su acompañante y sonreírle levemente.
¿Asustado? —preguntó Baglioni—. ¿O asqueado?
— Ambas cosas. Varias veces he estado a punto de emprender el regreso a
Florencia.
Roma está realmente lamentable. ¡Ya verá la cantidad de peregrinos que llegan
aquí procedentes de toda Europa! Se les roba, golpea y estafa en las iglesias; y en
los hostales, los insectos los devoran. El Papa Sixto IV hizo un verdadero esfuerzo
por ensanchar las calles y reparar algunos de los edificios, pero bajo los Borgia la
ciudad ha caído en un estado todavía peor. Bueno, aquí está mi casa.
En una esquina que daba al mercado, Miguel Ángel vio una casa de tres pisos bien
diseñada. En el interior, las habitaciones eran pequeñas y sobriamente amuebladas
con mesas y sillas de nogal, pero los suelos estaban cubiertos de ricas alfombras, y
de las paredes colgaban soberbios tapices, espejos dorados y ornamentos de cuero
rojo.
La bolsa de lona de Miguel Ángel fue llevada al tercer piso, donde se le dio una
habitación de la esquina, cuya ventana daba al mercado y a un inmenso palacio
que, según le dijo su anfitrión, estaba a punto de ser terminado para el cardenal
Riario, el que había adquirido su bambino.
Aquella tarde, a última hora, ambos fueron a la vieja villa del cardenal, atravesando
la Piazza Navona, donde antiguamente se levantaba el largo estadio de Domiciano.
Luego pasaron por la Piazza Fiammetta, nombre de la amante de César Borgia, hijo
del Papa, por el palacio Riario, frente a la Via Sixtina, hasta llegar a la mejor
hostería de la ciudad: la Hostaria Dell'Orso. Baglioni le facilitó todos los
antecedentes de Raffaelle Riario de San Giorgio. Sobrino—nieto del Papa Sixto TV,
que había sido ungido cardenal cuando tenía dieciocho años y estudiaba en la
Universidad de Pisa. El joven cardenal había ido a visitar el palacio de los Medici en
Florencia y oró en el altar del Duomo cuando Giuliano de Medici fue asesinado y
Lorenzo herido.
El cardenal recibió a Miguel Ángel entre pilas de cajones y baúles a medio llenar
que se estaban preparando para la mudanza. Leyó la carta de presentación que
Lorenzo Popolano había dado a Miguel Ángel y dio la bienvenida al joven.
— Su Bambino es una excelente escultura, Buonarroti —dijo—, aunque no fuera
antigua. Tengo la impresión de que podrá esculpir para nosotros algo realmente
hermoso.
— Muchas gracias, Excelencia.
— Me gustaría que esta tarde fuese a ver nuestras mejores estatuas de mármol.
Puede empezar por el arco de Domiciano, en el Coso, y luego la Columna de
Trajano. Después puede ver la colección de bronces del Capítol ¡no, comenzada por
mi tío—abuelo Sixto IV...!
Cuando terminó, el cardenal había detallado unas veinte piezas de escultura en una
decena de distintos lugares de la ciudad. Leo Baglioni lo llevó primeramente a ver el
dios fluvial Marforio, una estatua de tamaño monstruoso que se hallaba en la calle,
entre el Foro Romano y el Foro de Augusto, y que se suponía había estado en el
Templo de Marte. De allí fueron a ver la Columna de Trajano, donde Miguel Ángel
no pudo evitar una exclamación ante la talla del León devorando al caballo.
Ascendieron la tortuosa senda de la colina del Quirinal, donde se quedó aturdido
ante el tamaño y la fuerza bruta del mármol, de más de cinco metros, que
representaba Los domadores de caballos y los Dioses del Nilo y del Tíber, que Leo
creía procedentes de los Baños de Constantino. Cerca de ellos había un desnudo de
una diosa que Miguel Ángel consideró de asombrosa belleza.
— Probablemente se trata de una Venus —dijo Leo.
Continuaron la marcha hasta el jardín del cardenal Rovere, en San Pietro de Víncoli.
Leo le explicó que aquel sobrino de Sixto IV era el fundador de la primera biblioteca
pública y museo de bronces de Roma. Había acumulado la más hermosa colección
de mármoles antiguos de Italia y había sido el inspirador del Papa en el proyecto de
pintar al fresco las paredes de la Capilla Sixtina.
Miguel Ángel se quedó absorto cuando penetraron por la pequeña puerta de hierro
al jardín del cardenal Rovere, pues había allí un Apolo, del cual sólo quedaba el
torso. Era la pieza más asombrosa de proyección humana que él había visto en su
vida. Como le ocurriera en el palacio de los Medici, el día de su primera visita con
Bertoldo, avanzó medio aturdido entre un verdadero bosque de esculturas, desde
una Venus a un Mercurio, completamente cautiva su mente, mientras oía, como a
través de una gran distancia, la voz de Leo, que le indicaba cuáles eran las piezas
que habían sido robadas a Grecia y cuáles las adquiridas por el emperador Adriano
y enviadas en naves a Roma. Si Florencia era el centro más rico del mundo en lo
referente a la creación de arte, era seguro que esta miserable, sucia y derrumbada
ciudad contenía en sí la más grandiosa colección de arte antiguo. Y aquí estaba la
prueba de lo que él había tratado de decirles a sus compañeros de la bottega de
Ghirlandaio, en la escalinata del Duomo: aquí había estatuas de mármol tan vivas y
hermosas como el mismo día en que habían sido esculpidas, dos mil años antes.
— Ahora —dijo Leo— iremos a ver el Marco Aurelio de bronce que estaba ante San
Juan de Letrán. Entonces tal vez...
— ¡No, por favor! ¡Basta! Estoy temblando en todo mi interior. ¡Tengo que
encerrarme en mi habitación para poder digerir todo cuanto he visto!
Aquella noche no le fue posible cenar. A la mañana siguiente, domingo, Leo lo llevó
a misa en la pequeña iglesia de San Lorenzo, al lado del palacio del cardenal Riario.
Miguel Ángel se sintió empequeñecido al verse rodeado por un centenar de
columnas de granito, de las cuales no había dos iguales. Todas habían sido talladas
por expertos trabajadores de la piedra y cada una tenía su capitel esculpido de
distinta forma.
El cardenal deseaba que Miguel Ángel fuese al nuevo palacio. El vasto edificio de
piedra, dos veces mayor que el de los Medici, estaba ya terminado con excepción
del patio central. Miguel Ángel subió por una amplia escalinata, atravesó la sala de
audiencias, en la que había riquísimos tapices y cortinas, así como espejos
II
A la mañana siguiente fue a ver a Baldassare, el comerciante de obras de arte que
había sido obligado a devolver los doscientos ducados que el cardenal Riario había
pagado por el Bambino. Baldassare estaba en el fondo de su patio lleno de
esculturas, a escasa distancia del Foro de Julio César. Miguel Ángel avanzó
lentamente, pues vio allí bastantes esculturas montadas sobre mesas de madera.
— Soy Miguel Ángel Buonarroti, escultor de Florencia —dijo al ver al dueño—.
Quiero que me devuelva mi Bambino. Le devolveré los treinta florines que me
mandó. Me ha defraudado. No tenía derecho más que a su comisión. Vendió el
mármol en doscientos ducados y se quedó con ciento setenta.
— Al contrario, usted es el defraudador. Y su amigo Popolano también. Me envió
una antigüedad falsa. Pude haber perdido a mi cliente, el cardenal.
Miguel Ángel se alejó furioso del patio y se quedó mirando la columna de Trajano.
De pronto se echó a reír.
— Baldassare tiene razón —exclamó—. Yo he sido el defraudador, porque falsifiqué
la antigüedad del Bambino.
Oyó que alguien emitía una exclamación a sus espaldas:
— ¡Miguel Ángel Buonarroti! ¿Es que siempre habla solo?
Se volvió y reconoció a un muchacho de su edad que había trabajado algún tiempo
para su tío Francesco en un periodo de prosperidad.
— ¡Balducci! —exclamó—. ¿Qué haces en Roma?
— Trabajo en el banco de Jacopo Galli. Soy el contable. El más ignorante de los
florentinos es más listo que el más inteligente de los romanos. Por eso estoy
progresando tan rápidamente. ¿Qué te parece si vienes a comer conmigo? Te
llevaré a un restaurante toscano del barrio florentino.
— Hay tiempo hasta mediodía.
de aquella colonia, cerca del puente de Sant’Angelo, estaban los palacios Pazzi y
Altoviti.
En contraste con el caos y la inmundicia de Roma, los prósperos florentinos barrían
y lavaban sus calles todos los días al amanecer, reemplazaban los guijarros para
mantener lisas las calzadas y tenían todas sus casas en excelente estado. Vendían
o alquilaban solamente a florentinos. En la residencia Rucellai, Miguel Ángel fue
presentado a las principales familias de la comunidad: los Tornabuoni, Strozzi,
Pazzi, Altoviti, Bracci, Olivieri, Ranfredini y Cavalcanti, para quienes llevaba una
carta de presentación.
Algunos de aquellos hombres le preguntaron:
— ¿Quién es su padre?
Y cuando él contestaba: «Ludovico Buonarroti—Simoni» asentían con un
movimiento de cabeza y decían:
— Conocemos ese nombre. —Lo cual implicaba que lo aceptaban en su medio.
Los Rucellai habían convertido su residencia romana en puramente florentina.
Miguel Ángel no le dijo al apuesto y afable Paolo Rucellai que también él pertenecía
a la familia. Los Rucellai habían puesto fin a la relación familiar con los Buonarroti.
Y su orgullo le impediría siempre ser el primero en darse a conocer.
Colocó su bloque de mármol sobre tablones, de tal manera que le fuera posible
moverse alrededor del mismo. Su desilusión por el hecho de que el cardenal no le
había dado inmediatamente un tema específico para su escultura dio paso a la
conclusión de que sería mejor si él mismo decidía lo que deseaba esculpir. De esa
manera, no tendría que preguntar humildemente: « ¿Qué desearía Su Excelencia
que esculpiera en este mármol?».
— Debe tener sumo cuidado —le aconsejó Leo— de no tocar el bloque hasta que el
cardenal Riario le dé permiso para hacerlo. Es un hombre inflexible en lo que
respecta a sus propiedades.
— Pero si corto las aristas y lo exploro un poco, no causaría el menor daño al
bloque...
Se sentía humillado de que le hicieran tal advertencia, como si fuera un obrero al
que se le exigía que no dañase lo que era propiedad de su patrón. Sin embargo,
tuvo que prometer que no tocaría el bloque hasta obtener el permiso necesario.
pueblo, pues creían que su popularidad dependía en gran parte de la belleza de los
baños públicos.
Leo era muy conocido en los baños de la Piazza Scossacavalli, que pertenecían al
cardenal Riario. Después de tomar un baño caliente y nadar en la pileta fría, se
sentaron en un banco. Había numerosos grupos de hombres sentados y de pie, que
discutían, reían, contaban anécdotas. Miguel Ángel dibujó febrilmente una escena
tras otra, entusiasmado ante los soberbios planos que se le ofrecían, así como ante
la belleza de aquellos cuerpos desnudos, en infinidad de actitudes distintas.
¡Nunca he visto nada parecido! —dijo—. En Florencia, los baños públicos son
únicamente para los pobres.
— Haré correr la noticia de que se halla en Roma por invitación del cardenal.
Entonces podrá dibujar aquí cuanto quiera —dijo Leo.
En las semanas que siguieron, Baglioni llevó a Miguel Ángel a los baños de los
hostales, monasterios, antiguos palacios, de la Via dei Pastini y de Sant’Angelo, en
la Pesceria. En todas partes lo presentaba de modo que pudiera volver solo más
adelante. Y el joven escultor encontraba en cada juego de luz, color de ambiente,
reflejos de agua y sol en los cuerpos, nuevas verdades y modos de expresarlas con
sencillas y audaces líneas.
Pero nunca pudo acostumbrarse por completo a dibujar cuando también él estaba
desnudo.
Una tarde, Leo le preguntó:
— ¿No le agradaría dibujar algunas mujeres? Hay baños en los que entran hombres
y mujeres. Son administrados por prostitutas, pero su clientela es perfectamente
respetable.
— No —respondió Miguel Ángel—. No me interesa el cuerpo femenino.
Con eso, elimina sumariamente la mitad de los cuerpos del mundo.
— Sí. Pero yo sólo encuentro belleza y fuerza estructural en el cuerpo masculino.
III
Roma, como ciudad, le desagradaba, pero la verdad era que no se trataba de una
ciudad, sino de muchas. Alemanes, franceses, portugueses, corsos, griegos,
sicilianos, árabes, levantinos y judíos se congregaban en sus respectivos barrios, y
como los florentinos, no recibían con buenos ojos a los extraños. Puesto que no
existía un gobierno, leyes, ni policía o juzgados que los protegiesen, cada barrio se
gobernaba a sí mismo lo mejor que podía. El cementerio más conveniente para los
crímenes era el río Tíber, donde todas las mañanas se encontraban cadáveres
flotando en las perezosas aguas. Tampoco existía una distribución equitativa de la
riqueza, la justicia, la sabiduría y las artes.
Los residentes no sentían el menor orgullo de su ciudad, ni deseo de mejorarla ni
de brindarle los cuidados más elementales. Muchos le decían a Miguel Ángel:
«Roma no es una ciudad; es una iglesia. No tenemos el poder suficiente para
controlarla ni modificarla». Y cada vez que preguntaba: «Entonces, ¿por qué se
queda la gente aquí?», alguien le respondía: «Porque existen probabilidades de
ganar dinero». Y Roma contaba con la peor reputación de toda Europa.
Los contrastes con la homogénea Florencia, compacta dentro de sus muros,
inmaculadamente limpia, república con gobierno propio, inspirada por las artes y la
arquitectura, en rápido crecimiento, sin pobreza, orgullosa de su tradición,
respetada y amada por toda Europa debido a su cultura y justicia, le resultaban
duros y dolorosos. Pero más personalmente doloroso era para Miguel Ángel ver el
trabajo atroz de la piedra en los edificios ante los que pasaba día a día. En Florencia
jamás había podido resistir la tentación de dejar resbalar amorosamente sus manos
por la pietra serena hermosamente tallada de los edificios. En Roma se estremecía
cada vez que su ojo experto veía los toscos golpes del cincel en las piedras, las
superficies desiguales y defectuosas. ¡Florencia no habría empedrado ni las calles
con aquellas piedras de los edificios romanos!
Cuando regresó al palacio, encontró una invitación de Paolo Rucellai a una
recepción en honor de Piero de Medici, que se encontraba en Roma para organizar
un ejército, y del cardenal Giovanni de Medici, que ocupaba una pequeña casa
cerca de la Via Florida. Miguel Ángel se emocionó ante el hecho de haber sido
invitado; al abandonar su modestísima habitación para ver nuevamente a los dos
hermanos Medici, hasta se sintió feliz.
El sábado, a las once de la mañana, cuando terminaba de afeitarse y peinarse, oyó
un sonido de trompetas y corrió a ver el espectáculo. Sintió una gran excitación al
ver, por fin, al Papa Borgia, a quien los Medici habían temido y Savonarola elegido
como blanco especial de sus ataques. Precedido por un grupo de cardenales con sus
vestimentas rojas, y seguido por príncipes purpurados, el Papa Alejandro VI, cuyo
nombre de pila en España era Rodrigo Borgia, vestido totalmente de blanco,
encabezaba un cortejo que atravesaba el Campo dei Fiori, camino del convento
franciscano del Trastevere.
Alejandro VI, que tenía entonces sesenta y cuatro años, parecía un hombre de
enorme virilidad, de poderosa osamenta bien cubierta de carnes. Su nariz era
ancha, sus mejillas, carnosas y la tez, oscura. Aunque en Roma se lo calificaba de
actor teatral, poseía numerosos atributos, además de la «brillante insolencia» que
lo había hecho famoso. En su carácter de cardenal, había conquistado la fama de
tener un número mucho mayor de mujeres y una fortuna más cuantiosa que
cualquiera de los prelados que lo habían precedido. En 1460 había sido reprendido
por el papa Pío II por «comportamiento poco digno en un cardenal», eufemismo
con el que se trataba de disimular sus seis hijos conocidos, todos ellos de diversas
madres. Los tres predilectos eran Juan, un joven exhibicionista y prodigioso
despilfarrador de las fortunas amasadas por su padre a costa del clero romano y los
aristócratas; César, hermoso, sensual, sádico y guerrero, acusado de haber llenado
el Tíber de cadáveres; y la hermosa Lucrezia, con quien toda Roma decía que
mantenía secretas relaciones amorosas, al margen de su creciente lista de
matrimonios oficiales.
Los altos muros que rodeaban el Vaticano estaban protegidos por tres mil
guardianes armados, pero Roma había desarrollado un sistema de comunicaciones
que propagaba las noticias de cuanto allí ocurría a las siete colinas.
Una vez que hubo pasado aquel suntuoso cortejo, Miguel Ángel se dirigió al Ponte
por la Via Florida. Como llegó temprano, Paolo Rucellai lo recibió en su despacho,
una habitación con zócalo de madera oscura y estantes en los que se veían
manuscritos encuadernados, bajorrelieves de mármol, óleos sobre madera, un
escritorio de talla florentina y sillas con asiento de cuero.
— Los florentinos constituimos una colonia cerrada en Roma —le dijo Paolo—. Como
sabe, ya tenemos nuestro gobierno propio, nuestro tesoro y leyes, así como los
medios para imponerlas. De lo contrario, no nos sería posible existir en este caos.
Si necesita ayuda, acuda a nosotros. Jamás pida nada a un romano. La idea que
éstos tienen sobre el juego limpio es aquélla en la cual se vean protegidos por
todas partes.
En el salón conoció al resto de la colonia florentina. Hizo una reverencia a Piero,
quien después de la discusión en Bolonia se mostró frío y ceremonioso con él. El
cardenal Giovanni, a quien el Papa odiaba y estaba alejado de toda actividad de la
Iglesia, pareció sinceramente contento de verlo, pero Giulio se mostró todavía más
frío que Piero. Miguel Ángel se enteró de que Contessina tenía un hijo llamado Luigi
y estaba nuevamente encinta. A su ansiosa pregunta de si Giuliano estaba también
en Roma, Giovanni respondió:
— Giuliano está en la corte de Elisabetta Gonzaga y Guidobaldo Montefeltro, en
Urbino. Allí completará su educación. La corte de Urbino, en plena sierra de los
Apeninos, era una de las más cultas de Italia.
Treinta florentinos se sentaron a cenar aquella noche en la mesa. El menú estaba
integrado por cannelloni rellenos de tierna carne picada y setas, ternera en leche,
judías verdes, vinos de Broglio y variada repostería. Todos los comensales
charlaban animadamente. Jamás se referían a su adversario llamándolo «el Papa» o
«Alejandro VI», sino únicamente «el Borgia», pues trataban de conservar su
reverencia al Papado, a la vez que expresar su total desprecio hacia el aventurero
español que, por medio de una serie de calamitosos incidentes, se había apoderado
del Vaticano.
A su vez, los florentinos distaban mucho de gozar del aprecio del Papa. Los sabía
enemigos suyos, pero necesitaba sus bancos, su comercio mundial, los elevados
impuestos sobre importaciones que pagaban por cuanto traían a Roma y su
estabilidad. Contrariamente a los barones romanos, no libraban una guerra contra
él, limitándose a orar fervorosamente al cielo pidiendo su muerte. Por tal motivo,
apoyaban a Savonarola en su lucha contra Alejandro VI, y les resultaba molesta la
misión de Piero.
Mientras bebían su copita de licor después de la cena, los invitados se mostraron
nostálgicos, y hablaban de Florencia como si estuviesen a sólo unos minutos de
viaje de la Piazza della Signoria. Aquél era el momento que Miguel Ángel había
esperado.
— ¿Qué probabilidades hay de obtener algún encargo en Roma? —preguntó—. Los
dispares. Eso, para mí, es lo interesante, porque me parece que viajo por todo el
mundo.
— ¿Y cómo sabes, Balducci, que la primera que se cruza en tu camino no será la
más interesante del día?
— Mi inocente amigo, lo que cuenta realmente es la caza. Por eso prolongo la
búsqueda, algunas veces hasta avanzadas horas de la noche. Lo exterior es
distinto: tamaño, formas, maneras; pero el acto es siempre el mismo, o casi el
mismo: rutina. Es la caza lo que cuenta...
Miguel Ángel no sentía una imperiosa de esculpir, pues estaba enfrascado dibujando
esculturas en perspectiva. Pero pasaban las semanas y no le llegaba una sola
palabra del cardenal Riario. Acudió a los secretarios del prelado varias veces, pero
fue recibido con evasivas. Entendía que el cardenal estaba ocupado, pues se decía
que después del Papa era el hombre más rico de Europa y que dirigía un imperio
bancario y comercial comparable al antiguo de Lorenzo de Medici. Jamás lo vio
oficiar un servicio religioso, pero Leo le informó de que el cardenal lo hacía
diariamente en la capilla de su palacio a primera hora de la mañana.
Finalmente, Leo le consiguió una audiencia. Miguel Ángel concurrió con una carpeta
llena de dibujos. El cardenal Riario pareció alegrarse al verlo, aunque se mostró
ligeramente sorprendido de que todavía estuviese en Roma. Estaba en su
despacho, rodeado de papeles y libros, contables y escribientes, con los cuales
Miguel Ángel había comido varias veces a la semana, pero sin hacerse amigo de
ellos.
Trabajaban en altas mesas y no levantaron las cabezas para mirarle. Cuando Miguel
Ángel preguntó al cardenal si había decidido ya lo que le gustaría que esculpiese
con el bloque de mármol que había adquirido, Riario respondió:
— Lo pensaremos. Todo a su debido tiempo. Mientras tanto, Roma es una ciudad
maravillosa para un joven; hay muy pocos placeres en el mundo que no hayan sido
desarrollados por nosotros aquí. Y ahora, perdóneme, pero...
Miguel Ángel bajó lentamente la amplia escalinata hasta el patio, todavía
inconcluso, con la barbilla hundida en el pecho. Al parecer, se hallaba en la misma
posición que con Piero de Medici: si uno estaba bajo el techo de esos señores
estaban satisfechos y consideraban que nada más tenían que hacer.
Balducci que enviase una orden de pago por dicha suma al corresponsal del Banco
de Florencia a nombre de su padre. Luego regresó a su taller y se sentó, decidido a
concebir un tema que obligara al cardenal Riario a ordenarle la ejecución del
trabajo. Y como ignoraba si el prelado prefería un tema religioso o uno mitológico,
decidió preparar uno de cada clase.
Necesitó un mes para terminar, en cera, un Apolo de cuerpo entero, inspirado en el
magnífico torso que había visto en el jardín del cardenal Rovere, y una Piedad, que
era una proyección de su anterior Madonna y Niño.
Escribió una nota al cardenal, informándole de que tenía listos dos modelos para
que Su Eminencia eligiese. No obtuvo respuesta. Volvió a escribir, esta vez pidiendo
una audiencia. No recibió contestación.
Leo fue a verlo al día siguiente y le prometió que hablaría al cardenal.
Pasaron los días y las semanas; mientras Miguel Ángel miraba y remiraba el bloque
de mármol, ansioso de comenzar a trabajarlo hasta sentir dolor físico.
— ¿Qué razones da? —le gritó a Leo—. Sólo necesito verlo un minuto, para que
elija uno de los dos proyectos.
— Los cardenales no dan razones —replicó Leo—. Tenga paciencia.
— Los días mejores de mi vida se van —gimió Miguel Ángel—, y todo lo que tengo
para esculpir es un bloque de «Paciencia».
No le fue posible conseguir una audiencia con el cardenal. Leo le explicó que el
prelado estaba muy preocupado por una flota de naves que hacía bastante tiempo
debían haber llegado de Oriente y que «no se sentía con ánimos para hablar de
arte». Lo único que podía hacer, según Leo, era rezar pidiendo a Dios que llevase a
buen puerto cuanto antes las naves del cardenal.
A fuerza de hambre de esculpir, fue a ver a Andrea Bregno. El escultor era oriundo
de Como, en el norte de Italia. Tenía setenta y cinco años, pero poseía todavía una
asombrosa vitalidad. Antes de ir a su estudio, Miguel Ángel se había detenido para
observar los altares y sarcófagos de Bregno en Santa María del Popolo y Santa
María Sopra Minerva. Sus bajorrelieves decorativos eran realmente muy buenos.
Podía realizar cualquier cosa que concebía, con su martillo y cincel, pero jamás
esculpía nada que no hubiese visto ya esculpido. Cuando necesitaba nuevos temas
se ponía a buscar nuevas tumbas romanas y copiaba sus diseños.
El escultor lo recibió cordialmente cuando Miguel Ángel le informó que era oriundo
de Settignano.
— La primera tumba que esculpí para Riario la hice con Mino da Fiésole. Era un
exquisito escultor y esculpía deliciosos querubines. Puesto que es usted oriundo de
su mismo pueblo, supongo que será tan bueno como él, ¿no?
— Tal vez.
Siempre puedo emplear ayudantes. Mire, acabo de terminar este trabajo para
Santa María della Quercia, en Viterbo. Ahora estamos trabajando en el monumento
Savelli, para Santa María de Aracoeli. La escultura no es un arte inventivo sino de
reproducción. Si yo intentase idear diseños, este taller sería un verdadero caos.
Aquí esculpimos lo que otros han esculpido antes que nosotros.
— Lo hace muy bien —dijo Miguel Ángel, mientras observaba los numerosos
trabajos en ejecución que se veían por todas partes del taller.
— ¡Soberbiamente! En medio siglo nadie me ha devuelto un trabajo. Desde los
primeros días de mi carrera aprendí a aceptar la siguiente convención: «Lo que es
tiene que continuar siendo». Esta sabiduría mía, Buonarroti, me ha hecho ganar
una fortuna. Si quiere triunfar en Roma tiene que dar a la gente exactamente lo
que la gente ha tenido toda su vida.
— ¿Y qué le ocurriría a un escultor que dijese: «Lo que es tiene que ser cambiado»?
— ¿Cambiado? ¿Nada más que por el cambio?
— No; porque ese escultor considerase que cada nueva pieza esculpida tiene que
abrirse paso entre las convenciones existentes, lograr algo fresco y diferente...
Bregno movió las mandíbulas como si estuviese chupando algo y al cabo de unos
segundos dijo:
— Lo que habla por su boca es su juventud, muchacho. Unos cuantos meses bajo
mi tutela le harán olvidar esas nociones tan tontas. Quizá yo estuviese dispuesto a
tomarlo como aprendiz por un término de dos años.
Cinco ducados el primer año y diez el segundo...
— Messer Bregno, he trabajado de aprendiz durante tres años con Bertoldo, en el
jardín de escultura de Lorenzo de Medici, en Florencia.
— ¿Bertoldo, el que trabajó con Donatello?
— El mismo.
— ¡Qué lástima! Donatello ha arruinado la escultura para todos los florentinos. Sin
embargo... Tenemos una gran cantidad de ángeles que deben ser esculpidos para
las tumbas...
Las lluvias y fuertes vientos del mes de noviembre trajeron consigo para Miguel
Ángel la llegada de su hermano Buonarroto. La lluvia había obligado a Miguel Ángel
a encerrarse en su dormitorio, cuando se le presentó su hermano, empapado pero
con una amplia sonrisa de felicidad que iluminaba sus pequeñas y oscuras
facciones.
Abrazó cariñosamente a Miguel Ángel y le dijo:
— Terminé mi aprendizaje y ya no podía resistir más en Florencia no estando tú. He
venido a buscar trabajo aquí en el Gremio de Laneros.
Bueno, ahora cámbiate inmediatamente esa ropa empapada. Aquí tienes ropa mía.
Cuando pare la lluvia te llevaré a la Hostería del Oso.
— ¿Entonces no puedo quedarme aquí, contigo? —preguntó Buonarroto con
tristeza.
— Aquí no soy más que un huésped. La hostería es cómoda. Cuéntame enseguida
lo de la deuda de nuestro padre.
— Ese asunto ha quedado zanjado por el momento, gracias a los trece florines que
le enviaste. Pero el comerciante, Consiglio, sostiene que nuestro padre le debe
mucho más dinero. Parece que le pidió unas telas, pero nadie, ni siquiera Lucrezia
sabe lo que hizo con ellas.
Buonarroto le contó los acontecimientos de los últimos cinco meses: el tío
Francesco estaba enfermo; Lucrezia también, al parecer de un aborto; como no
había más entradas que el arrendamiento de la granja de Settignano, Ludovico no
podía hacer frente a los gastos de la casa. Giovansimone se había negado a
contribuir al sostenimiento de la casa, a pesar de los reiterados megos del padre.
Al cabo de una semana era evidente que no había trabajo para Buonarroto en
Roma. Los florentinos no tenían Gremio de Laneros en la ciudad y los romanos no
empleaban a un florentino.
— Creo que tendrás que volver a casa —dijo Miguel Ángel con pena—. Si sus cuatro
hijos mayores están fuera de casa y no contribuyen con nada a su mantenimiento,
¿cómo va a arreglárselas nuestro padre?
Buonarroto partió bajo un verdadero diluvio. Piero de Medici llegó de vuelta a Roma
igualmente empapado por la lluvia. Los últimos restos de su ejército andaban ya
desparramados, carecía de fondos y había sido abandonado hasta por Orsini.
Alfonsina estaba con sus hijos en una de las posesiones de su familia.
Piero escandalizaba a toda Roma con sus grandes pérdidas en el juego y sus
violentas disputas en público con su hermano Giovanni.
Pasaba las mañanas en el palacio San Severino, y las tardes, hasta la puesta del
sol, con la cortesana favorita del momento. Por la noche salía a las calles de Roma
para intervenir en cuanto de malo ofrecía la ciudad. Pero igualmente criticable, a
juicio de la colonia florentina, era su actitud de arrogante tirano. Anunció que
gobernaría Florencia solo, sin la ayuda de Consejo alguno. «Prefiero», agregó,
«administrar mal por mi cuenta que hacerlo bien con la ayuda de otros».
Miguel Ángel se sorprendió al recibir una invitación escrita por el mismo Piero para
la cena de Nochebuena en casa del cardenal Giovanni. Fue un verdadero y suntuoso
banquete. La casa de Giovanni era hermosa, porque estaba llena de objetos que
había llevado de Florencia en su primer viaje: cuadros, bronces, tapices, platería...
todo ello empeñado a un interés del veinte por ciento para pagar las deudas de
Piero.
Se aterró al ver los estragos que la vida disoluta había causado en el rostro del hijo
mayor de Lorenzo. Su párpado izquierdo estaba casi cerrado. En su cabeza se veían
calvas parciales. El antes hermoso rostro aparecía embotado y surcado de rojas
venas.
¡Buonarroti! —exclamó al verlo—. En Bolonia consideré que había sido desleal a los
Medici. Pero me he enterado por mi hermana Contessina de que salvó numerosas
gemas de gran valor y obras de arte del palacio ocultándolas en el montacargas. —
Su voz era altisonante, como para ser oída por cuantos se hallaban en la
habitación—. A cambio de su lealtad, Buonarroti, quiero encargarle que esculpa un
mármol para mí.
— Eso me haría muy feliz, Excelencia —respondió Miguel Ángel serenamente.
— Quiero que sea una gran estatua. Le haré avisar dentro de poco tiempo. Y
entonces le daré mis órdenes.
Las estaré esperando, entonces.
Botticelli y Rosselli que pintasen murales para la capilla de su tío, el Papa Sixto IV
Fue él quien persuadió a Sixto de que debía iniciar la primera biblioteca pública en
Roma y reunir los bronces necesarios para crear el Museo Capitolino. Cuando el
cardenal Rovere vuelva a Roma, se lo presentaré.
— ¿Cuándo volverá? —preguntó Miguel Ángel, animado con una nueva esperanza.
— Ahora está en París. Está disgustado con el Borgia y permanece alejado de Roma
desde hace varios años. Pero todo parece indicar que él será el próximo Papa.
Mañana vendré a buscarlo y le enseñaré la Roma que más me agrada, la Roma
grandiosa, en la cual construían los más grandes arquitectos del mundo. La Roma
que yo volveré a crear piedra sobre piedra, una vez que el cardenal Rovere sea
ungido Papa. Mañana por la noche, olvidará que ha deseado esculpir y se entregará
por entero a la arquitectura.
Aquella fue una distracción sumamente necesaria para Miguel Ángel.
Sangallo quería que empezasen por el Panteón, porque era a la cima de aquella
magnífica estructura adonde Brunelleschi había subido para aprender un secreto
arquitectónico olvidado durante mil quinientos años: que aquello no era una cúpula,
sino dos, una construida dentro de la otra.
El arquitecto entregó a Miguel Ángel un rollo de papel de arquitectura y exclamó:
— Bueno, ahora vamos a crear nuevamente el Panteón, tal como lo vieron los
romanos de la época de Augusto.
Primeramente dibujaron dentro, estableciendo otra vez el interior de mármol, con la
abertura al cielo en el centro de la cúpula. Luego pasaron al exterior y dibujaron las
dieciséis columnas de granito rojo y gris que sostenían el pórtico, las gigantescas
puertas de bronce, la cúpula, cubierta de chapas de bronce, la vasta estructura
circular de ladrillo, tal como la habían descrito los historiadores.
Luego con los rollos de papel bajo el brazo, se dirigieron a la Via delle Bottheghe
Oscure y subieron a la colina capitalina. Allí, de cara sobre el gran foro romano, se
hallaban en pleno corazón de la primera capital romana. Ahora era un montón de
escombros y basuras, una sucesión de montículos de tierra en los que pastaban
cabras y retozaban cerdos. No obstante, en aquellas dos cimas habían estado el
templo de Júpiter y el de Juno Moneta, del siglo sexto antes de Cristo.
Bajaron por la ladera de la colina al foro romano y pasaron allí el resto del tiempo
dibujando los edificios tal como eran en los días de su mayor grandeza: los templos
de Saturno y Vespasiano; el Senado de Julio César, construido de severo ladrillo
naranja; el gran templo de Cástor, con sus admirables columnas y sus ricos
capiteles corintios; el Arco de Tito; el Coliseo... Las manos de Miguel Ángel volaban
sobre el papel como jamás lo habían hecho, mientras trataba de mantener el ritmo
impuesto por Sangallo, que producía una verdadera catarata de dibujos y
explicaciones verbales.
Cayó la noche. Miguel Ángel se sentía extenuado, y Sangallo estaba triunfante.
— Ahora —dijo—, ha descubierto el glorioso pasado de Roma. Trabaje todos los
días. Suba al Palatinado y reconstruya los baños de Severo y el palacio de Flaviano.
Vaya al circo Máximo, la basílica de Constantino, la casa dorada de Nerón al fondo
de la colina Esquilmo. Los romanos fueron los arquitectos más grandes que haya
conocido el mundo.
IV
En su interior se intensificaba la creencia de que jamás conseguiría la aprobación
del cardenal Riario para esculpir el bloque de mármol. Desesperado, buscó a Piero
en el palacio Orsini. Estaba en medio de una ruidosa disputa con los servidores
sobre la comida que le habían servido. Alfonsina estaba sentada frente a él, en la
enorme mesa de roble tallado.
— Excelencia —le dijo—, ahora tengo tiempo para esculpir una hermosa estatua, si
me da la orden de empezar. Tengo un diseño para un Cupido, que tal vez le
agrade.
— ¿Un Cupido? Bueno, ¿por qué no?
— Sólo necesito su aprobación.
Piero había empezado a gritar otra vez. Miguel Ángel comprendió que lo despedían,
pero al mismo tiempo se le había dicho que podía empezar a trabajar. Se dirigió, a
lo largo de la orilla del río, a los patios de las marmolerías próximas a los muelles
del Tíber; vio allí un pequeño bloque que le gustó, pagó cinco florines por él de su
casi exhausta bolsa y caminó tras la carretilla que empujaba un muchacho, rumbo
a su casa.
Necesitó dos días para comprobar que el mármol era malo. Había obrado
No pudo dormir en toda la noche. Pero las desgracias maduran siempre juntas,
como los tomates. Leonardo se presentó nuevamente, roto el hábito, y
ensangrentado el rostro. De sus entrecortadas palabras, Miguel Ángel pudo llegar a
la conclusión de que los monjes de Viterbo se habían vuelto contra él, expulsándole
del monasterio, no sin antes haberlo apaleado por defender al excomulgado
Savonarola.
— Quiero volver a San Marco —dijo roncamente, mientras se enjuagaba los
ensangrentados labios—. Dame dinero para el viaje.
Miguel Ángel sacó la última moneda de oro que le quedaba.
— Yo también me siento vencido —dijo—. Mi único deseo es volver a casa. Pero
quédate conmigo aquí unos días hasta que te sientas mejor.
— No, gracias, Miguel Ángel —dijo Leonardo—. Y te agradezco el dinero.
El segundo golpe fue la noticia del fallecimiento de su madrastra, Lucrezia, que le
envió su padre en unas cuantas frases deshilvanadas. E migliore, pensó con afecto
y pena. Ella había comprado siempre lo mejor para su casa y había dado lo mejor
de sí a los nueve Buonarroti, aceptando la misión de alimentarlos. ¿La había amado
su padre? Era difícil determinarlo. ¿Los había amado ella? Sí, eso era seguro. No
tenía la culpa si su único talento era el culinario.
Unos días después, un mensajero le trajo una nota de la Hostería del Oso
anunciando que Buonarroto estaba de regreso. Corrió a verlo.
— ¿Cómo está nuestro padre? —preguntó—. ¿Cómo ha tomado el fallecimiento de
Lucrezia?
— Muy mal. Se encierra en su dormitorio y no quiere ver a nadie. Además, está a
punto de ser arrestado por esa maldita deuda. Il Consiglio puede probar que
nuestro padre se llevó las telas, y puesto que sólo nos quedan algunos florines,
podría ir a la cárcel.
— ¡La cárcel! ¡Dios mío! ¡Tiene que vender la granja de Settignano!
— ¡No puede! Como sabes, la tiene arrendada por un largo plazo.
Además dice que prefiere ir a la cárcel que privarnos de lo único que nos queda
como herencia.
— ¿Nuestra última herencia una casa? —exclamó Miguel Ángel, furioso—. ¡Nuestra
última herencia es el apellido Buonarroti! ¡Tenemos que protegerlo contra todo!
— Pero ¿qué podemos hacer? Yo sólo gano unos cuantos escudos al mes.
— También yo carezco de ingresos. ¡Pero los tendré! ¡Haré que el cardenal Riario
comprenda la justicia de mi posición!
El cardenal escuchó, mientras jugaba tranquilamente con la larga cadena de oro
que rodeaba su cuello.
— No espero que me dé su tiempo gratis —dijo.
— Muchas gracias, Excelencia, ya sabía yo que se mostraría generoso —dijo Miguel
Ángel, emocionado.
— Y así será. Renuncio a todo derecho de propiedad al bloque de mármol y a los
treinta y siete ducados que me costaron. El mármol es suyo, a cambio de esa
paciente espera.
No le quedaba más que un recurso: los banqueros florentinos Recela y Caleavanti.
Se endeudaría. Inmediatamente escribió a su padre diciéndole: «Le enviaré todo lo
que me pida aunque tenga que venderme como esclavo». Y luego fue a ver a Paolo
Recela para exponerle su tragedia.
— ¿Un préstamo del banco? No, no, resultaría demasiado costoso para usted, a un
interés del veinte por ciento —dijo Paolo—. Pero puedo prestarle dinero mío, sin
interés. ¿Se las arregla con veinticinco florines?
— ¡Le juro que se los devolveré!
— Exijo que se olvide de esta deuda hasta que tenga su bolsa llena de oro.
Corrió por el laberinto de desempedradas calles, entregó a Buonarroto la nota de
crédito y agregó a ella una nota para II Consiglio, en la cual asumía para sí la
responsabilidad de la deuda de su padre, garantizándole que la pagaría en el plazo
de un año.
— Eso es lo que quería nuestro padre, claro —dijo Buonarroto, pensativo—. Ni él ni
tío Francesco ganarán un escudo más. Tú y yo somos ahora los Buonarroti. No
podemos esperar la menor ayuda de Leonardo o de Giovansimone. Y el pequeño
Sigismondo... el Gremio de Vinateros lo ha despedido. En cuanto nuestro padre vea
estos papeles, tendrás el mantenimiento de toda la familia sobre tus hombros.
La buena suerte viene también en rachas. Miguel Ángel terminó de pulir su Cupido:
el resultado fue un hermoso niño que acababa de despertar y tendía los brazos para
que su madre lo tomase en los suyos.
Balducci se mostró encantado ante aquella deliciosa figura que parecía palpitar de
vida, y preguntó a Miguel Ángel si podían llevarla a la residencia de Galli, para
mostrársela a su patrón.
V
La casa de Jacopo Galli había sido construida por uno de sus antepasados, y Galli
estaba agradecido a aquel predecesor porque, al mismo tiempo, había iniciado una
colección de esculturas antiguas que sólo cedía en importancia a la del cardenal
Rovere.
Después de bajar por una ancha escalinata, Miguel Ángel se encontró en un atrio,
cercado en tres de sus costados por la casa, y en el cuarto, por otra escalinata que
daba al lugar la impresión de ser un jardín hundido, o, como pensó Miguel Ángel al
mirar a su alrededor, un bosque hundido, lleno de estatuas, frisos de mármol y
animales de piedra.
Jacopo Galli, que había sido educado en la Universidad de Roma y desde entonces
había leído horas enteras todos los días, dejó un ejemplar de Aristófanes que
estaba repasando y empezó a levantarse del sofá en el que se hallaba tendido.
Parecía que no iba a terminar nunca aquel movimiento. Era un verdadero gigante
de algo más de dos metros: el hombre más alto que Miguel Ángel había visto. Ante
él, se sentía un pigmeo.
— ¡Ah! ¡Viene a mí con un mármol en sus brazos! ¡Ese es el espectáculo que más
me agrada en mi jardín! —dijo cordialmente.
Miguel Ángel colocó el Cupido encima de la mesa que estaba al lado del sofá y se
volvió para mirar directamente a los azules ojos del dueño de la casa.
— Temo haber traído a mi Cupido a un lugar que no le corresponde —contestó
Miguel Ángel.
— Creo que no —murmuró Galli—. Balducci, lleve a su amigo Buonarroti a la casa
para que le den unas tajadas de sandía fría.
Cuando los dos regresaron al jardín unos minutos después, vieron que Galli había
sacado un torso del pedestal donde estaba, junto a la pared baja que servía de
balaustrada a la escalinata, y colocado en su lugar el Cupido. Ahora estaba echado
nuevamente sobre el sofá. Sus ojos brillaban:
— Experimento la sensación de que su Cupido ha estado ahí desde el día que nací y
que es un descendiente directo de cualquiera de esas esculturas. ¿Me lo vendería?
¿Qué precio podemos ponerle?
— Eso lo dejo a su criterio — respondió Miguel Ángel humildemente.
— En primer lugar, me agradaría que me cuente cuál es su situación.
Miguel Ángel relató la historia del año de inútil espera en el palacio del cardenal
Riario.
— Así que terminó allí sin que se le pagase un solo escudo y dueño de un gran
bloque de mármol, ¿eh? Bueno, ¿qué le parece si decidimos que el Cupido vale
cincuenta ducados? Porque sé que necesita dinero, permitiré que mi avaricia le
rebaje ese precio a veinticinco ducados. Pero como detesto todo lo que sea astucia
en mis negociaciones sobre objetos de arte, tomaré los veinticinco ducados que
acabo de rebajarle y los agregaré al precio original. ¿Aprueba mi trato?
— ¡Señor Galli! —exclamó Miguel Ángel con los ojos empañados de emoción—.
Durante un año he estado pensando cosas muy malas de todos los romanos. Ahora,
ante usted, pido perdón a toda la ciudad.
Galli se inclinó cortésmente, pero sin levantarse.
— Y ahora —dijo—, hábleme de ese bloque de mármol que tiene. ¿Qué le parece
que podría esculpir en él?
Miguel Ángel le explicó lo referente a sus dibujos para un Apolo, una Piedad y un
Baco. Galli se mostró intrigado.
— No he oído decir jamás que se haya desenterrado por aquí estatua alguna de un
Baco, aunque hay alguna traída de Grecia. Son figuras de hombres viejos, con
barbas..., bastante insulsos.
— No, no, mi Baco sería joven, como corresponde a un dios de la alegría y la
fertilidad.
— Tráigame los dibujos mañana a las nueve de la noche.
Galli entró en la casa y volvió con una bolsa, de la cual extrajo setenta y cinco
ducados, que entregó a Miguel Ángel. Éste se fue inmediatamente a la banca Recela
para devolver los veinticinco florines que había pedido.
A la noche siguiente se presentó de nuevo en el jardín de Galli, a la hora que
Jacopo le había indicado. Galli salió de la casa y le dio la bienvenida. Poco después,
la señora Galli, una mujer alta y elegante, no muy joven ya pero todavía bella y de
aspecto patricio, se unió a ellos para la cena. Una fresca brisa movía las hojas de
las palmeras. Cuando terminó la cena Galli preguntó:
— ¿Estaría dispuesto a traer su bloque aquí y esculpir ese Baco para mí? Le podría
destinar una habitación para vivir, y estoy dispuesto a pagarle trescientos ducados
por la estatua terminada.
Miguel Ángel bajó la cabeza para que la luz de los candelabros no traicionase su
enorme emoción. Acababa de ser salvado de un ignominioso regreso a Florencia y
de una no menos ignominiosa derrota.
No obstante, a la mañana siguiente, cuando caminaba al lado del carro de los
Guffatti que transportaba su bloque desde el palacio Riario al de Galli, con su
pequeño lío de ropa a la espalda, se sintió como un mendigo. ¿Es que tendría que
pasar años trasladándose de un dormitorio prestado a otro? Sabía que no se
conformaría con eso. Y se prometió que un día no muy lejano, sería dueño de sí
mismo y viviría entre sus propias paredes.
VI
Se le mostró su habitación: un agradable dormitorio iluminado por el sol. Una
puerta, en el extremo de la habitación, daba a un huerto de higueras. Al borde del
huerto se alzaba un pequeño cobertizo para almacenar objetos y provisiones. Su
piso era de tierra apisonada. Le quitó el techo de tablas, dejando que las higueras
le dieran sombra. La construcción daba a una calleja por la que sus amigos podían
venir a visitarlo y que servía a la vez para entrar los materiales necesarios. Fuera,
arrimó un barril para llenarlo con agua del pozo. Le servía para lavarse por las
noches, antes de vestirse para cenar con los Galli en el jardín.
Jacopo Galli no salía del banco a mediodía, por lo cual no se servía almuerzo más
que los domingos y fiestas religiosas. Un servidor le llevó un ligero refrigerio en una
bandeja, que él comió sin levantarse de su tabla de dibujo. Se alegró de no tener
que cambiarse de ropa a mediodía ni verse obligado a suspender el trabajo para
hacer vida social.
Recibió una carta de su padre, acusando recibo de los veinticinco florines. El
comerciante había aceptado la seguridad de pago que le ofrecía Miguel Ángel, pero
queda la mitad de los cincuenta florines que Ludovico le debía aún. ¿No le sería
posible, por favor, enviarle otros veinticinco florines por el correo del sábado'?
Miguel Ángel suspiró, se vistió y llevó veinticinco florines al banco de Galli, en la
Piazza de San Celso, al lado del banco de la familia Chigi. Balducci no estaba, por lo
que se dirigió el escritorio de Jacopo Galli. Este alzó la cabeza y no dio señal alguna
de reconocerlo. Su rostro tenía una expresión severa, fría. Preguntó secamente qué
deseaba.
Una transferencia de veinticinco florines para Florencia.
Depositó las monedas en el escritorio. Galli habló a un empleado que se hallaba
cerca de él. La transacción fue realizada rápidamente. Y Galli volvió a enfrascarse
en los papeles que tenía ante sí.
Miguel Ángel estaba asombrado. « ¿Qué habré hecho para ofenderle?», se
preguntó.
Era ya de noche cuando decidió volver a la residencia. Desde su habitación, vio
luces en el jardín. Y abrió la puerta decididamente.
— ¡Ah, ya está aquí! —exclamó Galli—. Venga a tomar una copita de este excelente
Madeira...
Galli estaba recostado en su sofá. Preguntó si Miguel Ángel había instalado ya su
taller y si necesitaba alguna otra cosa. Aquel cambio de actitud tuvo entonces una
fácil explicación. Jacopo Galli, al parecer, no podía o no quería establecer un puente
entre las dos mitades de su vida. En su banco se mantenía siempre rígido, hasta un
poco brusco. Cuando llegaba a su casa, cambiaba totalmente y era alegre,
indulgente, cariñoso. Allí no pasaba jamás por sus labios ni una palabra de
negocios. Sólo hablaba de arte, literatura, historia, filosofía.
Por primera vez desde su llegada a Roma, Miguel Ángel empezó a conocer romanos
interesantes: Pedro Sabinus, profesor de Oratoria en la universidad, a quien no le
interesaba mucho la colección de esculturas de Galli, pero poseía lo que Jacopo
calificaba de «un increíble número de inscripciones cristianas antiguas»; el
coleccionista Giovanni Capocci, el primer romano que intentó excavar
metódicamente las catacumbas: Pomponius Laetus, uno de los antiguos profesores
de Jacopo, que vivía dedicado exclusivamente al saber y vestía casi como un
pordiosero.
realidad actual era Roma: el Papa, el Vaticano, los cardenales, obispos y la ciudad
sumergida en una tremenda ola de corrupción y decadencia. Sentía una total
repulsión hacia esa Roma. Pero ¿podía acaso esculpir basándose en el odio? ¿Podía
utilizar su puro mármol blanco, al que amaba, para representar en él la maldad y el
hedor de la muerte que estaban destruyendo lo que otrora fuera la capital del
mundo? ¿No existía el peligro de que su mármol se tomase también odioso?
Dormía inquieto. Iba a menudo a la biblioteca de Galli, encendía una lámpara y
tomaba los materiales de escritura, como lo había hecho en el palacio Aldrovandi
después de conocer a Clarissa. Entonces había sido el amor lo que lo inspiraba y lo
llevaba a escribir líneas y más líneas de poesía «para desahogarse». Ahora era el
odio, emoción tan ardiente como el amor, lo que lo impulsaba a escribir y escribir.
Aquí se hacen yelmos y espadas con los cálices, y la sangre de Cristo se vende por
litros; su cruz y espinas son lanzas y escudos, y poco falta ya para que la paciencia
se agote.
Y así cientos y cientos de líneas, con las que daba expresión a lo que le inspiraba la
Roma de entonces.
Buscó afanosamente antiguas tallas en las colecciones de Roma. El único Baco que
pudo encontrar tenía alrededor de quince años y estaba completamente sobrio. Por
la manera en que sus manos apretaban un racimo de uvas negligente, parecía
aburrido por el hecho de haber concebido aquella fruta, la más extraña de todas.
No. Su estatua tenía que ser jubilosa. Era necesario que él capturase el sentido de
la fertilidad de Dionisio, el dios de la naturaleza, la potencia de la embriagadora
bebida que permitía al hombre reír y cantar y olvidarse por un momento de las
tristezas de su miseria terrenal. Y además, al mismo tiempo, quizá pudiese reflejar
la decadencia que acompaña siempre a ese olvido y que él veía ahora tan
claramente a su alrededor. El Baco seria la figura central de su tema, un ser
humano antes que un semidiós, y además habría un niño, de unos siete años, de
dulce rostro, mordisqueando un racimo de uvas. Su composición tendría también la
muerte en sí: el tigre, que amaba el vino y era amado por Baco, representado por
la piel y la cabeza más muertas que fuera posible concebir.
Se dirigió a los baños en busca de modelos, con la esperanza de que tal vez podría
conseguir un Baco cuyas partes fueran compendio de muchos modelos distintos,
como lo había hecho con el Hércules, que en realidad era el conjunto de muchos
toscanos. Pero cuando, después de una cuantas semanas, fusionó las partes
copiadas, el retrato no le resultaba convincente. Y se fue a ver a Leo Baglioni.
— Necesito un modelo vivo —le dijo—, joven, de menos de treinta años y
perteneciente a una familia aristocrática.
— ¿Debe tener un cuerpo hermoso?
— Que lo haya sido, pero que ya no lo sea. Un cuerpo corrompido por los placeres.
— ¿Por qué placeres?
— Todos: el vino, la lascivia, la gula...
Leo meditó un instante, como si pasase revista en su memoria a las facciones y
cuerpos de los jóvenes romanos que conocía. Luego respondió:
— Es posible que tenga al hombre que necesita. El conde Ghinazzo. Pero es rico, de
noble familia. ¿Qué podemos ofrecerle como incentivo?
— ¡Adulación, lisonja! Que va a ser inmortalizado como el gran dios Baco de los
griegos, o el Dionisio de los romanos, como lo prefiera.
— Eso podría dar resultado. No tiene nada que hacer y puede dedicarle algunas
horas de sus días..., o lo que queda de ellos después de despertarse de sus
bacanales de la noche anterior.
El conde se mostró encantado con su nuevo papel. Cuando se hubo quitado las
ropas y adoptó la postura que Miguel Ángel necesitaba, dijo:
— ¿Sabe una cosa? Es una coincidencia que se me haya elegido para esto. Siempre
me he considerado una especie de dios.
Miguel Ángel emitió una pequeña exclamación de alegría. Si hubiera buscado por
toda Italia no podría haber encontrado un modelo más apropiado. La cabeza era un
poco pequeña para el cuerpo; el vientre, blanco y carnoso, y las nalgas, demasiado
grandes para el torso. La parte superior de los brazos, un poco fláccida, y las
piernas, tan derechas y firmemente moldeadas como las de un luchador griego. Era
una figura como despojada de su sexo y los ojos estaban un poco desencajados a
causa de las excesivas libaciones; la boca se entreabría como en un ligero asombro.
Sin embargo, el brazo que sostenía en alto la copa de vino se flexionaba con
musculoso poder.
¡Es perfecto! —exclamó impulsivamente Miguel Ángel—. ¡El mismo Baco redivivo!
— Encantado de que lo crea así —dijo el conde Ghinazzo sin volver la cabeza—.
Cuando Leo me propuso que le sirviese de modelo, le contesté que no me
molestase con esas tonterías. Pero ahora veo que esto puede resultar muy
interesante.
— ¿A qué hora puedo esperarlo mañana? ¡Y no vacile en traer el vino cuando
venga!
— ¡Espléndido! Puedo quedarme toda la tarde. ¡Sin vino los días son tristes!
Dibujó al hombre en cien posturas distintas. Y ya avanzada la tarde, cuando
Ghinazzo había bebido una gran cantidad de vino, Miguel Ángel le colocó racimos de
uvas en la cabellera, de tal modo que daba la impresión de que las uvas surgían del
pelo, lo cual divirtió extraordinariamente al noble romano. Hasta que una tarde
bebió demasiado vino y comenzó a vacilar, para poco después caerse de la tarima
de madera. Se golpeó fuertemente el mentón en el suelo y perdió el sentido. Miguel
Ángel lo hizo reaccionar arrojándole un balde de agua sobre la cabeza. El conde se
estremeció, se vistió rápidamente y desapareció del huerto..., y de la vida de
Miguel Ángel.
Jacopo Galli le encontró un vivaracho niño de siete años, de cabellos dorados y
grandes ojos tiernos: una deliciosa criatura de la que Miguel Ángel se hizo muy
amigo mientras lo dibujaba. El único problema era conseguir que el niño
mantuviese la difícil postura de sostener el brazo en posición de contrapposto
contra el pecho, para que pudiese estrujar las uvas en la boca. Después, se dirigió
a la campiña y pasó un día entero dibujando las patas, pezuñas y rizado pelo de las
cabras que triscaban en las laderas de las colinas.
Fue así como su pluma diseñó finalmente la escultura que iba a ejecutar: en el
centro, el joven débil, confundido, arrogante y a punto de ser destruido, que alzaba
la copa de vino; detrás de él, el idílico niño de ojos claros, mordiendo las uvas,
símbolo de la alegría: y entre ellos, la piel de tigre. El Baco, vacío dentro de sí, fofo,
trastabillante, viejo ya; el Sátiro, eternamente joven y alegre, símbolo de la niñez y
la picara inocencia del hombre.
El domingo por la mañana invitó a Galli a su taller, para mostrarle los dibujos. Galli
le hizo numerosas preguntas y Miguel Ángel le explicó que haría algunos modelos
de cera o arcilla y probaría a esculpir en algunos trozos de piedra, para ver cómo
VII
Llamó a uno de los Guffatti para que lo ayudase a colocar el bloque en posición
vertical. Ahora el mármol le revelaba su personalidad: su tamaño, proporciones,
peso. Se sentó ante el bloque y lo estudió concentradamente, permitiéndole que le
hablara, que estableciese sus propias exigencias. Y sintió cierto temor, como si se
encontrase ante una persona desconocida. Esculpir es eliminar mármol, pero
también es hurgar, excavar, sudar, sentir y vivir hasta que la obra ha sido
completada. La mitad del peso original de aquel bloque quedaría en la estatua
realizada; el resto estaría por el suelo, convertido en diminutos trozos y polvillo. Lo
único que lamentaba era que algunas veces tendría que comer y dormir, dolorosas
pausas en que se vería obligado a suspender el trabajo.
Las semanas y meses de continua tarea pasaron en una corriente incesante. El
invierno fue benigno y no se vio precisado a colocar nuevamente el techo del
cobertizo. Los pensamientos, sensaciones y percepciones acudían a menudo como
relámpagos fulminantes, mientras el Baco y el Sátiro comenzaban a surgir del
bloque, pero expresar aquellas ideas en el mármol requería días y semanas de
intenso trabajo. El bloque inconcluso le obsesionaba a todas horas, por el día y por
la noche. Sería peligroso esculpir libremente en el espacio la vasija y la rodilla en
flexión; tendría que mantener un tabique de mármol entre la vasija y el antebrazo,
entre la rodilla y el codo, entre la base y la rodilla, para sostener aquellas partes
mientras él iba adentrándose cada vez más en el bloque.
Su verdadera batalla comenzaba en el momento en que un músculo quedaba
definido o un elemento estructural empezaba a surgir. El mármol se mostraba
— ¿Sabe, Miguel Ángel, que ese encargo del cardenal de San Dionigi podría ser el
más importante desde que se encomendó a Pollaiuolo la tumba para Sixto IV? —
preguntó.
Miguel Ángel sintió que el corazón comenzaba a latirle violentamente. Luego
preguntó, como con miedo:
— ¿Qué probabilidades hay'?
Galli las enumeró con los dedos:
— Primera: tengo que convencer al cardenal de que usted es el mejor escultor de
Roma. Segunda: tiene que concebir un motivo que le inspire. Tercera: es necesario
conseguir un contrato firmado, por si acaso.
— ¿Tendría que ser un tema espiritual?
— No porque Groslaye sea un miembro de la Iglesia, sino porque es un hombre
profundamente espiritual. Ha vivido en Roma tres años en tal estado de gracia que
literalmente no se ha dado cuenta de lo que le rodea e ignora que Roma está
podrida hasta los huesos.
— ¿Inocencia o ceguera?
— ¿Podríamos llamarlo fe? Si un hombre tiene el corazón tan puro como el cardenal
de San Dionigi, camina por el mundo con la mano de Dios sobre su hombro, y no
ve más que lo Eterno.
— ¿Y cree que yo podría esculpir un mármol que tuviese la mano de Dios sobre él?
Galli lo miró un instante muy seriamente y luego contestó:
— Ese es un problema con el que tiene que vérselas usted personalmente.
VIII
Esculpir su Baco todo el día y, al mismo tiempo, concebir un motivo religioso,
parecía una empresa imposible. Sin embargo, no tardó en llegar a la decisión de
que su tema tendría que ser una Piedad. Había deseado esculpir una Piedad desde
el mismo día en que terminó su Madonna y Niño, pues así como esa pieza había
sido el comienzo, la Piedad era el fin, la conclusión preordenada de todo cuanto
María había decidido en aquella hora trascendental que Dios le había asignado;
ahora, treinta y tres años después, con su hijo nuevamente sobre su regazo, ya
completa la jornada de su destino.
Galli, intrigado por aquellos pensamientos de Miguel Ángel, lo llevó al palacio del
cardenal, donde esperaron que el prelado completase las cinco horas diarias de
oraciones y oficios religiosos de todos los benedictinos. Luego, los tres se sentaron
en la galería abierta frente a la Via Recta, con una Anunciación en un cuadro que
pendía de la pared tras ellos. El cardenal tenía el color ceniciento fruto de su
prolongada vigilia. Los ojos de Miguel Ángel no pudieron percibir bajo sus hábitos
más que una sospecha de líneas físicas. Pero en cuanto oyó a Galli que le explicaba
el tema de la Piedad, sus ojos relampaguearon.
— ¿Y en cuanto al mármol, Miguel Ángel? ¿Podría encontrar un bloque tan perfecto
como el que dice aquí en Roma?
— No lo creo. Eminencia. Un bloque, si, pero uno oblongo, más ancho que alto, la
verdad, no he visto ninguno.
— Entonces tenemos que recurrir a Carrara. Escribiré a los hermanos del
monasterio de Lucca pidiéndoles que me ayuden. Si no pueden hallar lo que
necesitamos, entonces tendrá que ir personalmente a las canteras hasta
encontrarlo.
Miguel Ángel saltó literalmente de su silla.
— ¿Sabía, Eminencia, que cuanto más alto se busca el mármol en la montaña, más
puramente blanco es? No contiene manchas de tierra y, como no encuentra
presión, no se forman en su interior burbujas de aire ni agujeros. Si pudiéramos
extraer un bloque del pico mismo del monte Sacro, ése sería el mármol supremo.
En camino hacia la casa, Galli le dijo:
Tiene que salir inmediatamente para Carrara. Yo le adelantaré los gastos del viaje.
— No puedo.
— ¿Por qué?
— Debo terminar el Baco.
— El Baco puede esperar. El cardenal, no. Un día, pronto, Dios pondrá su mano
sobre su hombro un poco más pesadamente que de costumbre, y Groslaye se irá al
cielo. Y, como comprenderá, desde el cielo no podrá encargarle la Piedad.
— Eso es cierto. Pero ahora no puedo suspender el trabajo —insistió Miguel Ángel
tercamente.
Lo libero de nuestro compromiso. Cuando haya terminado la Piedad volverá a
trabajar en el Baco.
— Para mí no existe la palabra «volver» en ese sentido. La escultura va avanzando
en mi mente. Y tengo que terminarla ahora, para que sea perfecta.
Eliminó la corta columna de mármol que había dejado entre la base y el tobillo del
Baco, y el pie derecho casi suspendido en el aire, apoyándose sólo en los dedos.
Luego alzó el punzón, para liberar el espacio entre el codo y la copa de vino, para lo
cual realizó una serie de agujeros cerca del brazo, eliminando después
delicadamente el mármol que quedaba entre ellos.
Finalmente, cortó el tabique del rincón de la derecha, debajo de la copa, para dejar
al aire la mano levantada con aquella. Toda la figura, en redondo, estaba
soberbiamente equilibrada. Caminó a su alrededor, con una expresión de
satisfacción.
El acento estaba en la cabeza, que se proyectaba hacia adelante, el duro torso
hacia afuera y el estómago, que parecía tirar todo el cuerno hacia abajo. En la parte
posterior, las dos pesadas nalgas servían como peso compensador. El equilibrio era
mantenido por las hermosas piernas, aún de manera no muy segura, porque el
cuerpo daba la impresión de tambalearse. El pie izquierdo estaba sólidamente
plantado, pero el derecho se apoyaba únicamente en las puntas de los dedos, lo
que intensificaba la sensación de vértigo.
— ¡Usted es como un ingeniero! —exclamó Galli cuando lo vio.
— Por eso le dije a Bertoldo que tenía que ser escultor.
En los días de los emperadores, habría estado diseñando coliseos, baños y
estanques. En lugar de todo eso, ha creado un alma.
Miguel Ángel sintió una enorme alegría ante aquel elogio.
— Si no hay alma —dijo—, no hay escultura.
— Muchas de mis antiguas piezas fueron encontradas rotas por varias partes, a
pesar de lo cual, cuando las reparamos, persistió su espíritu.
— Eso es por el escultor, que estaba todavía vivo en el mármol.
El domingo siguiente fue a cenar con los Recela, ansioso de tener noticias de
Florencia. Savonarola estaba en el corazón de la mayor parte de los
acontecimientos. La colonia florentina había visto con agrado la campaña del monje
contra el Papa, así como su advertencia de que las excomuniones injustas no eran
válidas, y el haber rezado tres misas prohibidas en San Marco durante la Navidad.
Savonarola había escrito a reyes, estadistas y prelados de toda Europa, pidiendo
con urgencia que se convocase un Consejo para castigar al Borgia e instituir las
amplias reformas que librasen a la Iglesia de la simonía, no sólo en lo referente al
Papa, sino a los cardenales. El 11 de febrero de 1498, volvió a predicar en el
Duomo contra el Papa, y dos semanas después salió de la catedral con la Hostia en
sus manos, ante millares de florentinos que abarrotaban la plaza, para pedir,
clamar a Dios que lo fulminase inmediatamente si merecía la excomunión. Como
Dios no lo hizo, Savonarola celebró su vindicación ordenando una nueva Pira de
Vanidades. Y Florencia fue saqueada una vez más por el Ejército de los Jóvenes.
Cuando Miguel Ángel les describió la Pira de Vanidades que había presenciado, sus
amigos no se angustiaron.
— Cualquier precio es barato cuando hay hambre —exclamó Cavalcanti—. Es
necesario que destruyamos al Borgia, cueste lo que cueste.
— ¿Qué pensarán de este precio dentro de algunos años, cuando el Papa y Botticelli
hayan muerto ya? Habrá otro Papa, pero jamás podrá haber otro Botticelli. Todas
las obras que él mismo arrojó a esa pira han desaparecido para siempre. Se me
antoja que están aprobando la ilegalidad en Florencia para liberarse de su falta de
legalidad en Roma.
Si no podía tocarlos con sus razonamientos, el Papa los tocó donde les dolía:
prometió confiscar todas las propiedades y comercios de los florentinos y
expulsarlos de la ciudad sin un escudo, a no ser que la Signoria de Florencia
enviase a Savonarola a Roma para ser sometido a juicio. Por lo que pudo colegir
Miguel Ángel, la colonia capituló por completo: Savonarola tenía que ser silenciado,
cumplir su excomunión y pedir la absolución al Papa. Pidieron a la Signoria que
obrase en su nombre y enviase a Savonarola, perfectamente custodiado, a la
ciudad eterna. Lo único que pedía el Papa era que Savonarola fuese a Roma para
recibir la absolución.
La colonia se reunió en la residencia del patriarca Cavalcanti. Cuando Miguel Ángel
llegó, se vio rodeado de un tumulto que descendía por la escalinata, procedente del
salón de recepciones. El lugarteniente de Savonarola, fray Domenico, se había
sometido a la ordalía del fuego.
Ese acontecimiento había sido originado bien por fray Domenico en persona o bien
por el enemigo de los dominicanos en la lucha por el poder, la orden de los
franciscanos, encabezada por fray Francesco di Puglia. En un fogoso sermón en
defensa de su jefe, fray Domenico había declarado que se arrojaría a la pira para
probar que todo cuanto enseñaba Savonarola era inspirado por Dios. Y desafió a los
franciscanos a que uno de ellos lo acompañase. Al día siguiente, fray Francesco di
Puglia aceptó el desafío, pero insistió en que fuese el mismo Savonarola quien se
arrojase a la pira con él, alegando que únicamente si Savonarola salía indemne de
la prueba podría considerarlo Florencia un verdadero profeta. Reunidos a la hora de
la cena en el palacio Pitti, varios jóvenes del partido de los arrabbiati aseguraron a
fray Francesco y a los franciscanos que Savonarola jamás aceptaría y que, al
negarse, demostraría a toda la población de Florencia que no tenía verdadera fe en
que Dios lo sacase con vida de la terrible prueba.
En ese momento, los electores de Florencia se volvieron políticamente contra
Savonarola. Derrotaron a la Signoria, adicta al monje, y eligieron un nuevo Consejo
que estaba contra él. La ciudad—estado se hallaba amenazada por una reedición de
la guerra civil entre güelfos y gibelinos.
El 7 de abril se erigió una plataforma en la Piazza della Signoria. Los maderos
estaban cubiertos de alquitrán. Una vasta multitud se congregó para presenciar el
terrible espectáculo. Los franciscanos se negaron a entrar en la plaza hasta que fray
Domenico accediese a llevar la Hostia a la hoguera. Después de varias horas de
espera, una furiosa tormenta de agua empapó la plataforma, obligando a la
concurrencia a desbandarse. Aquello puso fin al espectáculo.
A la noche siguiente, los arrabbiati asaltaron el monasterio de San Marco y dieron
muerte a un buen número de partidarios de Savonarola. La Signoria obró entonces:
arrestó al monje, a fray Domenico y a fray Silvestro, el segundo lugarteniente, y los
encarceló en la torre del campanario del Palazzo della Signoria. El Papa envió un
emisario a Florencia para exigir que le entregasen a Savonarola. La Signoria se
negó, pero designó una Comisión de Diecisiete para interrogar al preso y arrancarle
la confesión de que sus palabras no habían sido inspiradas por Dios.
Savonarola se negó. La Comisión lo sometió a tortura. El monje, en pleno delirio,
accedió a escribir la confesión que se le exigía, y entonces fue sacado de su celda,
IX
Hizo desaparecer todo cuanto se refería al Baco y se dedicó a la obra que debía
ejecutar. Pero el Baco se había tornado una figura de controversia. Mucha gente iba
a ver la escultura. Galli llevaba a los visitantes al taller o enviaba a un servidor para
preguntar a Miguel Ángel si podía ir un momento al jardín. De pronto, se vio
hacia el norte, con luz sostenida, y la otra al este, que le proporcionaría la viva luz
solar que necesitaba algunas veces. Contigua, había otra habitación pequeña con
una chimenea.
Pagó unos cuantos escudos por el alquiler de dos meses, desenrolló la tela aceitada
y montada en marcos de madera que cubría las ventanas y estudió aquel
humildísimo ambiente: el suelo de madera, gastada en algunas partes, rota en
otras, el cemento que se desprendía de entre las piedras de las paredes, el techo
de cal, que caía en grandes trozos y dejaba al descubierto evidentes señales de
ruina y humedad. Metió la llave en el bolsillo y volvió a casa de los Galli.
Encontró a Buonarroto, que lo esperaba. Estaba jubiloso. Había llegado a Roma con
una caravana de muías, por lo cual el viaje no le costó nada. Volvería de la misma
manera.
Miguel Ángel miró a su hermano con cariño. Hacía un año que no lo veía.
— ¡No podías haber llegado en un momento mejor! —exclamó—. ¡Necesito ayuda
para arreglar mi nueva residencia!
— ¿Así que ya tienes casa? ¡Bien, entonces me alojaré contigo!
— Antes de decidirte, espera a ver mi palacio —respondió Miguel Ángel sonriente—.
Ven conmigo al Trastevere. Necesito una provisión de argamasa, cal y lejía. Pero
antes que nada voy a enseñarte el Baco que he esculpido.
Buonarroto se quedó un largo rato contemplando la estatua. Luego preguntó:
— ¿Le ha gustado a la gente?
— A la mayoría, sí.
— Me alegro. ¡Me alegro mucho, Miguel Ángel!
Eso fue todo. Miguel Ángel pensó: «No tiene la menor noción de lo que es la
escultura. Su único interés es que a la gente le agraden mis obras para que yo
pueda sentirme feliz y obtenga otros trabajos... ninguno de los cuales él
comprenderá jamás. Es un verdadero Buonarroti, ciego a lo que las artes significan.
¡Pero me ama entrañablemente!».
Cuando Buonarroto entró en la habitación alquilada por su hermano no pudo
reprimir una exclamación de asombro:
— ¡No me digas que piensas vivir en esta... pocilga! —dijo—. ¡Se está cayendo a
pedazos!
su mezcla de mirto y áloe y los otros se habían retirado a sus casas para llorar a
Jesús crucificado. Quienes vieran su Piedad ya terminada, reemplazarían a los
testigos bíblicos. No habría halos ni ángeles. María y Jesús serían dos seres
humanos a quienes Dios había elegido.
Se sentía identificado con María por haber pasado tanto tiempo concentrado al
comienzo de su viaje. Ahora, ella estaba intensamente viva, angustiada; su hijo
estaba muerto. Aunque más adelante sería resucitado, en aquel momento estaba
muerto, sin lugar a dudas, y en la expresión de su rostro se reflejaba claramente
todo cuanto había sufrido en la cruz. Por lo tanto, en su escultura no sería posible
que Miguel Ángel proyectase nada de lo que Jesús sentía hacia su madre, sino sólo
lo que María sentía hacia su hijo. El cuerpo inerte de Jesús sería pasivo y sus ojos
estarían cerrados. María tendría que ser el único medio de comunicación humana. Y
esto le pareció bien.
Fue un alivio que su mente pasase a los problemas técnicos.
Puesto que su Cristo iba a ser esculpido a tamaño natural, ¿cómo iba María a
recostarlo y tenerlo en su regazo sin que pareciese desmañado? Su María iba a ser
una mujer esbelta de miembros y delicada de proporciones, a pesar de lo cual tenía
que sostener a este hombre, ya completamente desarrollado, con seguridad y de
manera convincente, como si fuera un niño.
Empezó por dibujar unos cuantos bosquejos para dar soltura a sus pensamientos y
a fin de que las imágenes apareciesen en el papel.
Visualmente se aproximaban a lo que él sentía dentro de sí. Al mismo tiempo,
comenzó a recorrer las calles, observando atentamente a cuantas personas se
cruzaban con él, almacenando en su mente nuevas impresiones de cómo eran y
cómo se movían. En particular miraba a las dulces monjitas, recordando sus
expresiones, hasta que llegaba a su casa y las reproducía en el papel.
Al descubrir que los ropajes podían diseñarse de acuerdo con propósitos
estructurales, comenzó un estudio de la conformación de los pliegues. Improvisaba
conforme iba avanzando y completaba una figura de arcilla de tamaño natural.
Después, compró bastantes metros de tela, de la más barata que encontró, la
metió en un balde y la cubrió de arcilla, que Argiento le llevó de las orillas del Tíber,
hasta darle la consistencia de un barro espeso. Ni un solo pliegue podía ser
accidental; cada vuelta de la tela tenía que servir, orgánicamente, para cubrir las
esbeltas piernas de la Madonna y sus pies, de manera que brindasen un apoyo
sustancial al cuerpo de Cristo, a la vez que intensificasen su inquietud interior.
Cuando la tela se secó y endureció, vio qué ajustes era necesario hacer.
Visitó el barrio judío para dibujar rostros hebraicos con el propósito de alcanzar una
comprensión visual de cómo podía haber sido el rostro de Cristo. El barrio judío
estaba en el Trastevere, cerca del Tíber y próximo a la iglesia de San Francisco da
Ripa. La colonia había sido reducida hasta que la Inquisición española, en 1492,
hizo que numerosos judíos se trasladaran a Roma. Allí eran bastante bien tratados,
como un recordatorio de la herencia cristiana del Viejo Testamento; muchos de sus
miembros figuraban prominentemente en el Vaticano, como médicos, músicos y
banqueros.
Los hombres no se oponían a que Miguel Ángel los dibujase mientras ellos seguían
con su trabajo, pero no le fue posible conseguir que ninguno fuera a su estudio
para posar. Se le dijo que preguntase por el rabino Melzi en la sinagoga un sábado
por la tarde. Miguel Ángel fue a verlo. Era un dulce viejecito de larga barba blanca y
luminosos ojos grises, vestido con gabardina negra y un gorro que cubría la parte
superior de su cabeza. Estaba leyendo el Talmud con un grupo de hombres de su
congregación. Cuando Miguel Ángel le explicó el motivo de su visita, el rabino
respondió gravemente:
La Biblia nos prohíbe inclinamos o esculpir ante imágenes.
— Pero, rabino Melzi, ¿se opone a que otros creen obras de arte?
— De ninguna manera. Cada religión tiene sus principios.
— Yo estoy a punto de esculpir una Piedad de mármol blanco de Carrara. Quiero
que mi Jesús sea un auténtico judío. No me será posible conseguirlo si usted no me
ayuda.
El rabino meditó unos instantes y luego dijo:
— No quisiera que mi gente se viera en dificultades con la Iglesia.
— Este trabajo que voy a ejecutar es para el cardenal de San Dionigi. Estoy seguro
de que lo aprobará.
— ¿Qué clase de modelos prefiere?
— Trabajadores. Más o menos de la edad que tenía Cristo al morir. No quisiera
hombres fornidos, sino más bien delgados pero nervudos. Dotados de inteligencia.
Y sensibilidad.
— Déjeme su dirección. Le enviaré los mejores que pueda hallar en el barrio.
Miguel Ángel se dirigió apresuradamente a la residencia de Sangallo con sus dibujos
y le pidió que diseñase una base que simulara la Madonna sentada. Sangallo
estudió los dibujos e improvisó un armazón. Miguel Ángel compró madera y con la
ayuda de Argiento construyó aquel armazón, que cubrió con unas mantas.
Su primer modelo llegó al atardecer. Vaciló un instante cuando a Miguel Ángel le
pidió que se desnudase, por lo cual le dio una toalla para que se la pusiera como
taparrabos. Luego lo tendió sobre la tosca armazón, explicándole que debía dar la
impresión de haber muerto poco antes y hallarse recostado en el regazo de su
madre. El modelo creyó que Miguel Ángel estaba loco, pero al terminar la sesión,
cuando le enseñó los dibujos que había hecho con gran rapidez, en los cuales la
madre aparecía abocetada solamente, sosteniendo a su hijo, comprendió lo que
Miguel Ángel buscaba y prometió hablar con sus amigos... Y trabajó dos horas
diarias con cada uno de los modelos que le envió el rabino.
María le presentaba un problema completamente distinto. No podía concebirla como
una mujer de algo más de cincuenta años, envejecida, arrugada y quebrantada de
cuerpo y rostro por el trabajo y el dolor. Su imagen de la Virgen había sido siempre
la de una mujer joven, como era el recuerdo que tenía de su madre.
Jacopo Galli lo presentó en varios hogares romanos. En ellos dibujó muchachas
jóvenes que todavía no habían cumplido los veinte años, algunas a punto de
contraer matrimonio y otras ya casadas desde hacía dos o tres años. Puesto que el
hospital de Santo Spirito sólo admitía hombres, carecía de experiencia en el estudio
de la anatomía femenina; pero había dibujado a las mujeres de Toscana en sus
campos y hogares. Por ello, pudo discernir las líneas de los cuerpos de las romanas
bajo sus ropajes.
Pasó unas semanas concentrado en el trabajo de unir sus figuras: una María que
sería joven y sensitiva pero lo suficientemente fuerte para sostener a su hijo en su
regazo; y un Jesús que, aunque delgado, era fuerte hasta en la muerte... aspecto
que recordaba muy bien merced a su experiencia en la morgue de Santo Spirito.
X
El convenio con Argiento se desarrollaba bien, salvo que algunas veces Miguel
Ángel no podía discernir quién era el maestro y quién el aprendiz. Argiento había
sido educado con tanto rigor por los jesuitas, que Miguel Ángel no podía cambiar
sus costumbres: levantarse antes del amanecer para barrer y fregar el suelo,
estuviera sucio o no;
hervir el agua para lavar la ropa todos los días y fregar cacharros y platos con
arena del río después de cada comida.
— Argiento, eres demasiado limpio. El estudio puedes lavarlo una vez a la semana.
Es suficiente.
— No —respondió Argiento—. Todos los días, antes del amanecer. Así me lo han
enseñado.
El niño se estaba relacionando con las familias de contadini que llegaban
diariamente a Roma con productos de la campiña. Los domingos caminaba
kilómetros y más kilómetros para visitarías y, en particular, para ver sus caballos.
Lo que más echaba de menos de su granja en el valle del Po eran los animales.
Fue necesario un accidente para que Miguel Ángel se diese cuenta del cariño que le
profesaba el muchacho. Estaba inclinado sobre un yunque en el patio templando
sus cinceles, cuando saltó una esquirla de acero y se le introdujo en una pupila.
Entró tambaleante en la casa. El ojo le ardía como si tuviese en él un carbón
encendido. Argiento lo hizo acostarse sobre la cama, llevó una palangana de agua
caliente, empapó en ella un trapo blanco y limpio y se dedicó a extraer la esquirla.
Pero no salía. Argiento no se separó de su lado. Constantemente tenía preparada
agua caliente y compresas que aplicó durante toda la noche.
Al segundo día, Miguel Ángel empezó a preocuparse, y en la noche de ese día
estaba francamente asustado: no podía ver absolutamente nada con el ojo
afectado. Al amanecer, Argiento se dirigió a casa de Jacopo y éste llegó junto a
Miguel Ángel poco después, con su médico, el maestro Lippi, que llevaba una jaula
de palomas vivas. Pidió a Argiento que sacase una de las palomas, le cortase una
gruesa vena que encontraría debajo de una de sus alas y dejase que la sangre
penetrase en el ojo lesionado.
El cirujano volvió al anochecer, cortó la vena de una segunda paloma y lavó de
nuevo el ojo con la sangre. Durante todo el día siguiente, Miguel Ángel sintió que la
esquirla se movía y, al caer la tarde, fue posible sacarla. Argiento no había dormido
durante setenta horas.
— Estás cansado —le dijo Miguel Ángel—. ¿Por qué no te vas unos días?
A Argiento se le iluminaron los inflexibles rasgos:
— Me voy a ver los caballos.
Al principio la gente que entraba y salía de la Hostería del Oso, frente a su casa, era
una molestia para Miguel Ángel por el ruido de sus caballos y carros sobre la calle
empedrada, los gritos y la babel de una docena de dialectos. Pero ahora ya le
producían placer aquellos interesantes personajes que procedían de toda Europa y
vestían toda clase de ropajes, algunos exóticos. Le servían como una especie de
interminable fuente de modelos que él podía dibujar observándolos por la ventana
abierta.
El ruido de la calle, los adioses y bienvenidas le hacían compañía sin violar su
aislamiento. Al vivir aislado como lo hacía, el sentir la existencia de otras personas
en el mundo le resultaba agradable.
En sus dibujos a pluma para la Piedad, había tachado los espacios negativos,
aquellas partes del bloque de mármol que debía eliminar. Al mismo tiempo, en el
dibujo incluía indicaciones sobre la clase de herramientas que debía utilizar para
esculpir. Una vez con el martillo y el cincel en las manos, le resultaba desagradable
aquella tarea, pues estaba impaciente porque llegara al momento en que los
primeros rasgos de la imagen sepultada en el bloque apareciesen en la superficie
para convertir el bloque en una fuente de vida que se comunicara con él. Después,
desde el espacio exterior del bloque, penetró de lleno en la composición. Una vez
que hubiese completado la escultura, la vida vibraría hacia afuera, desde las
figuras. Pero en aquella etapa inicial la acción era contraria: el punto de entrada en
el mármol tenía que ser una fuerza que aspirara espacio, atrayendo hacia dentro su
mirada y atención. Se había decidido en favor de un bloque tan grande porque
quería esculpir con abundancia de mármol. No quería tener que comprimir parte
alguna de sus formas, como lo había tenido que hacer con el Sátiro del Baco.
Penetró en el bloque por el costado derecho de la cabeza de la Virgen, y trabajó
hacia la izquierda, con la luz del norte a su espalda. Hizo que Argiento lo ayudase a
mover el bloque sobre su base y así pudo conseguir que las sombras cayesen
exactamente en los lugares donde tenía que esculpir cavidades, un juego de luz y
sombra que le indicaba dónde tenía que eliminar mármol, porque el que extraía del
bloque también era escultura que creaba sus propios efectos.
Y ahora tenía que profundizar audazmente en la piedra para encontrar las
principales características de las figuras. El peso del material sobre la cabeza de
María, quien la inclinaba hacia abajo para mirar la mano de Cristo cruzada sobre el
corazón, forzaba la atención hacia el cuerpo tendido en su regazo. La ligera banda
que se extendía entre los pechos de la Virgen era como una apretada cinta que
constriñese y aplastase un palpitante corazón. Las líneas del manto se dirigían
hacia la mano de María, con la cual sostenía a su hijo con firmeza, tomándolo de
una axila; y de allí a los rasgos humanos del cuerpo de Cristo, a su rostro,
serenamente cerrados los ojos en profundo sueño, recta pero plena su nariz, firme
el mentón, llena de angustia la boca.
Como la Virgen estaba mirando a su hijo, todos los que contemplasen la estatua
tendrían que mirar el rostro maternal para ver en él la tristeza, la compasión hacia
todos los hijos de la humanidad, preguntándose con tierna desesperación: «¿Qué
podría haber hecho yo por El?». Y desde lo más profundo de su amor: « ¿A qué fin
ha servido todo esto si el hombre no puede ser salvado?».
Todos cuantos le viesen sentirían cuán insoportablemente pesado era el cuerpo de
su hijo muerto que yacía sobre su regazo, pero cuánto más pesada era la carga que
atribulaba su corazón.
No era común combinar dos figuras de tamaño natural en la misma escultura y
resultaba revolucionario colocar a un hombre formado en el regazo de una mujer.
Desde ese punto de partida, dejó atrás todos los conceptos convencionales de la
Piedad. Eliminó las lúgubres angustias de la muerte, presentes en todas las
esculturas anteriores del mismo tema, y cubrió sus dos figuras con una suave
tranquilidad. La belleza humana podía revelar lo sagrado tan claramente como el
dolor. Y al mismo tiempo podía exaltarlo.
Era necesario que persuadiese al mármol a decir todo eso y mucho más. Si el
resultado era trágico, entonces era doble su obligación de bañar sus figuras en
belleza, una belleza que su propio amor y dedicación podían igualar con este
impecable bloque de mármol blanco. Cometería errores, pero serian cometidos con
manos llenas de amor.
El invierno cayó sobre Roma como el estallido de un trueno: frío, húmedo, crudo.
Como había previsto Buonarroto, aparecieron goteras en la habitación. Miguel Ángel
y Argiento trasladaron el banco de trabajo y la cama a los lugares secos y entraron
la fragua del patio a la habitación.
Miguel Ángel compró un brasero de hierro, que colocó debajo de su banco, y con
ello consiguió calentarse. Pero en cuanto se levantaba para ir a otra parte de la
habitación, se le helaba hasta la sangre. Tuvo que mandar a su ayudante a comprar
otros dos braseros y cestas de carbón, lo que constituía un gasto que apenas podía
permitirse. Cuando sus dedos se endurecían de frío intentaba esculpir poniéndose
unos guantes de lana.
Un domingo, Argiento regresó acalorado y extraño. A eso de medianoche tenía
mucha fiebre.
Miguel Ángel lo tomó en brazos y lo trasladó del catre a su propia cama. A la
mañana, el muchacho deliraba y sudaba a mares. Miguel Ángel lo secó con una
toalla y varias veces tuvo que impedirle a la fuerza que se levantase.
Al amanecer, llamó a un transeúnte y le pidió que fuera a buscar a un médico. Este
apareció en la puerta, se detuvo y exclamó:
— ¡Es la epidemia! ¡Quemen todo cuanto haya tocado el enfermo desde que llegó
de la calle! —y se fue a todo correr.
Miguel Ángel envió un mensaje a Galli, quien mandó al maestro Lippi. Este miró al
muchacho y dijo, burlón:
— ¡Tonterías! ¡Esto no es la epidemia ni cosa parecida! ¿Ha estado este muchacho
por los alrededores del Vaticano últimamente?
— Sí, el domingo.
— Y probablemente habrá bebido agua estancada de la que hay en la zanja, al pie
del muro. Vaya a los monjes franceses del Monte Esquilmo. Hacen unas píldoras
glutinosas muy eficaces...
Rogó a un vecino que se quedase junto al enfermo. Necesitó casi una hora, bajo la
lluvia torrencial, para cruzar la ciudad y subir hasta el monasterio. Las píldoras
aliviaron el fuerte dolor de cabeza de Argiento, y Miguel Ángel creyó que el mal iba
cediendo. Argiento pasó dos días más tranquilo, pero al tercero volvió el delirio.
Al finalizar la semana, Miguel Ángel estaba extenuado. Había llevado el catre del
muchacho a su habitación y dormía algunos instantes aprovechando que Argiento
se adormecía también, pero peor que la falta de sueño era el problema del
alimento, pues no quería dejar solo al joven.
Balducci llamó a la puerta, vio al enfermo y dijo:
— ¡No puedes tenerlo aquí! Pareces un auténtico esqueleto. ¡Llévalo al hospital del
Santo Spirito!
— ¿Para dejarlo morir allí?
— ¿Y por qué ha de morir antes en el hospital?
— Porque los enfermos no reciben allí los cuidados necesarios.
— ¿Y qué clase de cuidados tiene aquí, doctor Buonarroti?
— Por lo menos, yo lo mantengo limpio, lo cuido... El también me cuidó cuando me
lastimé el ojo. ¿Cómo puedo abandonarlo en manos ajenas? ¡Eso no sería cristiano!
— Si insistes en suicidarte, vendré todas las mañanas a traerte alimentos antes de
ir al Banco.
Miguel Ángel lo miró, agradecido:
— Balducci —dijo—. Tú eres un falso cínico... Aquí tienes dinero, cómprame unas
toallas y un par de sábanas.
Se volvió y vio que Argiento lo miraba.
— ¡Voy a morir! —dijo el muchacho.
— ¡De ninguna manera! ¡No hay nada capaz de matar a un campesino, si no es una
montaña que se le caiga encima!
La enfermedad persistió todavía durante tres semanas más. Lo que más le dolía a
Miguel Ángel era la pérdida de aquel mes de trabajo, y empezó a preocuparle el
temor de no poder terminar la escultura en el plazo establecido.
El invierno fue piadosamente corto en Roma. Para marzo la campiña estaba
inundada ya por la brillante luz solar. Y con el tiempo más tibio llegó el cardenal de
San Dionigi para ver cómo avanzaba la obra de la Piedad. Cada vez que Miguel
Ángel veía al prelado, le parecía que había en él más ropa que cuerpo. Preguntó al
joven si había recibido puntualmente los pagos, y Miguel Ángel contestó
afirmativamente. Los dos se detuvieron ante el macizo bloque blanco que estaba en
XI
Esculpió furiosamente, desde el amanecer hasta la noche. Cuando terminaba la
tarca del día, se arrojaba en la cama, sin cenar, completamente vestido, como un
muerto. Se despertaba alrededor de medianoche, algo recuperado, hirviente su
cerebro de ideas, ansioso de poner sus manos otra vez en el mármol. Se levantaba,
mordía un pedazo de pan y se ponía a trabajar nuevamente.
Una noche, a hora muy avanzada, sintió un golpe en la puerta. La abrió y se
encontró frente a Leo Baglioni, rodeado por un grupo de amigos que llevaban
linternas y antorchas.
— Vi la luz y vine a ver qué estaba haciendo a esta hora tan intempestiva. ¡Está
trabajando!
Argiento desapareció al día siguiente y volvió con cuatro pesados paquetes, que
echó sobre la cama.
— El señor Baglioni me mandó llamar —dijo—. Esto es un regalo.
Miguel Ángel abrió uno de los paquetes. Contenía unas grandes velas amarillas.
¡No necesito ayuda de Baglioni! —exclamó—. ¡Devuélvelas!
— Me he destrozado los brazos trayéndolas desde Campo dei Fiori. No las
devolveré. Si quiere las pondré en la puerta de la calle y las quemaré todas juntas.
Las velas se quedaron allí.
Miguel Ángel empezó a dividir la noche en dos partes: la primera para dormir y la
muchacho dinero más que para lo absolutamente imprescindible. Las ropas de los
dos empezaron a romperse. Y fue necesaria una carta de Ludovico para hacerlo
reaccionar: «Buonarroto me dice que vives miserablemente. Eso es malo, hijo mío,
ya que es un vicio que desagrada a Dios y que te perjudicará tanto material como
espiritualmente... Vive con moderación, pero no con miseria, y procura siempre
alejarte de toda incomodidad...».
Fue a ver a Jacopo Rucellai y le pidió otra vez los veinticinco florines que le había
devuelto dos años antes. Llevó a Argiento a la Trattoria Toscana y ambos comieron
bistecca alía florentina. De camino hacia casa compró algunas ropas para él y para
Argiento.
A la mañana siguiente, Sangallo llegó al estudio, presa de notable agitación.
— Su iglesia favorita —anunció—, San Lorenzo de Dámaso, está siendo destruida.
Ya le están sacando las cien columnas talladas.
Miguel Ángel no parecía comprender a su amigo, quien agregó:
— Es obra de Bramante, el nuevo arquitecto de Urbino. Se ha hecho amigo del
cardenal Riario... y lo ha convencido de la conveniencia de retirar las columnas de
la iglesia y utilizarlas para completar el patio de su palacio. ¿Cree que le será
posible impedir que Bramante cometa semejante sacrilegio?
— ¿Yo? ¿Cómo? No tengo la menor influencia ante el cardenal. Hace casi dos años
que no lo veo...
— Leo Baglioni. El cardenal le hace caso.
— Iré inmediatamente a verlo.
Tuvo que esperar varias horas a Baglioni. Leo lo escuchó y luego dijo
tranquilamente:
— Venga conmigo. Iremos a ver a Bramante. Es su primer trabajo en Roma, y
como es ambicioso, dudo que se pueda conseguir que renuncie a él.
En el corto trayecto hasta el palacio, Leo le describió a Bramante como «un hombre
muy cortés y amable, de trato delicioso, siempre alegre y optimista, y un magnifico
narrador de cuentos y chistes».
— Jamás lo he visto perder la paciencia —agregó—. Se está conquistando muchos
amigos en Roma... ¡Pero no puedo decir lo mismo de usted!
Se aproximaron al palacio y Leo dijo:
XII
Ahora tenía que impregnar el mármol de un espíritu manifiesto. Todo tenía que
lograr vida si había de crear potencia y monumentalidad al incorporar al mármol la
fuerza del hombre. Esculpió hacia arriba del bloque, empleando su conocimiento de
las formas que ya había liberado de él en la parte inferior, y una intuición, tan
antigua y profunda como el largo entierro del mármol, para alcanzar la expresión
de María, que emergía no tan sólo de su emoción sino del sentimiento de la
escultura toda. Estaba con su cabeza más baja que la de la Virgen, las manos
frente a sus ojos, las herramientas inclinadas hacia arriba. El bloque lo veía cara a
cara, el escultor y la imagen, ambos envueltos por la tierna y reprimida tristeza. No
esculpiría una agonía. Los agujeros de los clavos en las manos y los pies de Cristo
eran apenas diminutos puntos. No se veía señal alguna de violencia. Jesús dormía
plácidamente en los brazos de su madre. Sobre las dos figuras se advertía una
luminosidad. Su Cristo despertaba la más profunda simpatía, no aversión, en
aquellos que estaban fuera de la escultura y eran los responsables.
Su fe religiosa quedó proyectada en la sublimidad de las figuras; la armonía entre
ellas era su modo de retratar la armonía del Universo creado por Dios.
No intentó hacer divino a Jesús, porque no hubiera sabido hacerlo.
Pero lo creó exquisitamente humano. La cabeza de la Virgen surgía ahora del
mármol, delicada, de facciones florentinas: el rostro de una doncella de silenciosa
compostura. En la expresión de aquel rostro trazó la distinción entre lo divino y lo
sublime: sublime para él. Y reflexionó: «El significado de las figuras está en sus
cualidades humanas; la belleza del rostro y del cuerpo refleja la grandeza de su
espíritu». Y comprobó que las figuras reflejaban fielmente los días de amor que les
había dedicado.
Balducci le llevó la noticia de que Sansovino, su compañero de aprendizaje en el
jardín de escultura de Lorenzo Medici, había regresado a Florencia después de
trabajar unos años en Portugal, y se le había encargado que esculpiese para el
Baptisterio un grupo de mármol de San Juan bautizando a Cristo. Se le consideraba
como el lógico candidato a ganar el concurso del bloque Duccio.
— Sansovino es un buen escultor —dijo Miguel Ángel lealmente.
— Torrigiani intervendrá también en el concurso y dice a cuantos quieren oírle que
ganará el bloque Duccio porque fue enemigo de Medici y que, puesto que tú
apoyaste a Piero, no se te permitirá competir. Paolo Rucellai dice que tienes que
regresar a Florencia a tiempo para hacer las paces con la Signoria.
A mediados de enero comenzó a nevar y por espacio de dos días no cesó de caer la
nieve, acompañada por un fuerte viento del norte. El intenso frío se prolongó
durante varias semanas. El patio de Miguel Ángel estaba cubierto por una espesa
capa blanca. Dentro, las habitaciones eran como témpanos. No había manera de
impedir que el viento penetrase por las ventanas, protegidas únicamente por telas
de hilo en lugar de vidrios. Los tres braseros no conseguían aminorar el frío, y
Miguel Ángel tenía que trabajar con el gorro y los guantes puestos, además de una
manta sobre sus espaldas. La nieve y el hielo volvieron en febrero. La ciudad
parecía muerta, los mercados se hallaban abandonados y los comercios cerrados,
ya que resultaba imposible caminar sobre el hielo por las calles.
Miguel Ángel hizo que Argiento se trasladase a su cama para unir el calor de los dos
cuerpos. Las paredes rezumaban humedad. Las goteras habían disminuido bajo la
compacta nieve, pero duraban más. Escaseaba el carbón de leña y su precio subió a
tal punto que Miguel Ángel sólo podía comprar una cantidad mínima. Argiento se
pasaba horas enteras escarbando en la nieve de los baldíos vecinos en busca de
madera para echar a la chimenea.
Miguel Ángel se resfrió y no podía trabajar. Perdió la cuenta de los días que llevaba
inactivo. Afortunadamente para él, sólo quedaba el pulido de la escultura. Ya no
tenía fuerzas para el pesado trabajo manual de esculpir.
Para su Piedad esperaba lograr el máximo pulido que fuera posible alcanzar en el
mármol. El primer día tibio fue al Trastevere y compró varios pedazos grandes de
piedra pómez, los partió a golpes de martillo, buscó las superficies más lisas para
pulir los planos más anchos del manto de la Virgen, el pecho y las piernas de Cristo.
La tarea era lenta y requería infinita paciencia. Duró largos días y semanas, hasta
que por fin el blanco mármol pareció iluminar la mísera habitación como si fuese
una ventana de vidrios coloreados. El artista había creado, en verdad, una obra de
admirable belleza.
Sangallo fue el primero que vio la escultura terminada. No comentó el aspecto
religioso de la misma, pero felicitó efusivamente a Miguel Ángel por la arquitectura
de la composición triangular, el equilibrio de las líneas y las masas.
Jacopo Galli llegó al taller y estudió atentamente la Piedad. Al cabo de un rato, dijo
afectuosamente:
— He cumplido el contrato con el cardenal de San Dionigi. Esta es la obra más
hermosa que existe hoy en Roma.
— Estoy nervioso respecto de la inauguración —respondió Miguel Ángel—. Nuestro
contrato no dice que tengamos el derecho de colocar la Piedad en San Pedro. Y
ahora que ha muerto el cardenal...
— No haremos preguntas —dijo Galli—. La colocaremos sin que nadie se entere.
Una vez que esté en el nicho que le corresponde, nadie se tomará la molestia de
sacarla de allí. Será mejor que pida a sus amigos de la marmolería que lo ayuden,
mañana, después del almuerzo, cuando toda la ciudad esté entregada a la siesta.
Miguel Ángel no se atrevió a confiar el traslado del mármol a medios mecánicos,
por muy bien que fuera envuelta la escultura. Pidió a Guffatti que fuese a su taller,
le mostró la Piedad y discutió el problema con él. Guffatti estuvo un rato callado
contemplando la escultura, y por fin dijo:
— Traeré a mi familia.
Resultó que la familia estaba compuesta, no sólo por tres fornidos hijos, sino por
una variedad de sobrinos. No permitieron a Miguel Ángel que tocase la escultura. La
misma fue envuelta primeramente en media docena de mantas viejas y luego, al
son de interminables advertencias, gritos y discusiones, fue alzada y llevada por no
menos de ocho hombres al viejo carro, sobre cuyo piso se había extendido una
gruesa capa de paja.
Una vez allí, la ataron a ambos lados del vehículo con gran cuidado, y comenzó el
viaje, cauteloso, a lo largo de la empedrada Via Posterula, a través del Ponte de
Sant’Angelo, y luego por la flamante Via Alessandrina, de lisa calzada, que el Papa
había hecho reconstruir para celebrar el Año del Centenario. Por primera vez desde
su llegada a Roma, Miguel Ángel tuvo un motivo para bendecir al Borgia.
Los Guffatti detuvieron el carro al pie de la escalera, de treinta y cinco peldaños.
Unicamente el hecho de que transportaran una carga que consideraban sagrada les
impidió emitir una buena serie de maldiciones y juramentos mientras subían la
pesada pieza de mármol por las primeras tres secciones, de siete peldaños cada
una. Allí descansaron. Al cabo de un rato tomaron de nuevo la carga y la subieron
hasta la puerta del templo.
Allí, mientras los Guffatti se detenían de nuevo para descansar, Miguel Ángel tuvo
ocasión de observar que la basílica estaba algo más inclinada que cuando él había
comenzado el trabajo. Además, parecía tan arruinada que se le antojó que sería
imposible repararla. Sintió un cierto dolor ante la idea de colocar su Piedad en una
basílica que no podría permanecer en pie mucho tiempo. Le parecía seguro que el
primer fuerte viento que bajase de los Montes Albanos la destruiría. Tuvo la visión
de sí mismo arrastrándose sobre los escombros para encontrar los fragmentos de
su despedazada escultura, y sólo se tranquilizó al recordar los dibujos
arquitectónicos de Sangallo, que mostraban cómo era posible reforzar la enorme
estructura.
Los Guffatti alzaron nuevamente su carga. Miguel Ángel los condujo al interior de la
basílica, con sus cinco naves y centenares de columnas reunidas de todas partes de
Roma. Luego los llevó a la capilla de los reyes de Francia. Allí fue bajada la
escultura cuidadosamente, ante el nicho vacío. Miguel Ángel la despojó de las
mantas que la envolvían y por fin, entre todos, la admirable obra fue alzada
reverentemente al lugar que debía ocupar. El mismo Miguel Ángel la enderezó, para
dejarla en la posición que deseaba. Luego los Guffatti compraron unas velas a una
anciana vestida de negro y las encendieron ante el nicho.
Guffatti se negó a recibir un solo escudo por aquellas horas de durísimo trabajo.
— Recibiremos nuestro pago en el cielo —dijo.
Aquel era el mejor tributo que podía habérsele hecho a Miguel Ángel. Y fue también
el único.
Jacopo Galli fue a la capilla acompañado por Balducci.
Los Guffatti y Argiento se arrodillaron ante la Piedad, se persignaron y murmuraron
una oración. Miguel Ángel alzó los ojos a su escultura, triste y agotado. Al llegar a
la puerta, se volvió para echar una última mirada. Vio que la Virgen estaba
demasiado triste y sola: el ser humano más solitario que Dios había puesto sobre el
mundo. Regresó a San Pedro un día tras otro. Muy pocos fieles se tomaban la
molestia de ir a la capilla de los reyes de Francia.
Puesto que Galli había aconsejado discreción, eran escasas las personas de Roma
que estaban enteradas de que la escultura había sido colocada en su nicho. Miguel
Ángel no podía, por lo tanto, recibir impresiones. Paolo Rucellai, Sangallo y
Cavalcanti fueron a San Pedro. El resto de la colonia florentina, apesadumbrada por
la ejecución de Savonarola, se negaba a penetrar en el Vaticano.
Después de casi dos años de dura y amorosa labor, Miguel Ángel se hallaba sentado
en su triste habitación, que ahora se le antojaba vacía, desolada. Nadie iba allí a
hablarle sobre la escultura que acababa de terminar.
Una tarde, fue de nuevo a San Pedro y vio a una familia con varios hijos ya
crecidos. Adivinó que eran de Lombardía por sus ropas y el dialecto que hablaban.
Estaban frente a su Piedad, y él se acercó disimuladamente para escuchar lo que
decían.
— Os digo que reconozco este trabajo —exclamó la madre—. Es de ese hombre de
Osteno que hace todas las lápidas para las tumbas.
Su marido movió las manos como si quisiera ahuyentar aquella idea.
— ¡No! —dijo—. Es de uno de nuestros paisanos, Cristoforo Solari, al que llaman
«El Jorobado». Es de Milán y ha hecho muchas estatuas como ésta.
Aquella misma noche Miguel Ángel atravesó las silenciosas calles con su bolsa de
lona verde. Penetró en San Pedro, sacó una vela de la bolsa, la encendió y empuñó
el martillo y un pequeño cincel. Alzó las herramientas, se inclinó a través de la
figura del Cristo para que la vela iluminase lo mejor posible el pecho de la Virgen. Y
en la banda que se extendía apretada entre los dos pechos, esculpió la siguiente
inscripción:
MIGUEL ÁNGEL BUONARROTI, FLORENTINO, LA HIZO
SEGUNDA PARTE
LIBRO SEXTO
El Gigante
I
El cálido sol florentino de junio le bañó el rostro al asomarse a la ventana. Al
regresar de Roma sin encargo alguno ni fondos, se vio obligado a enviar a su
sirviente y aprendiz a la granja de sus padres de Ferrara, mientras él se alojaba en
la casa de los Buonarroti. No obstante, ocupaba la mejor de las habitaciones del
cómodo edificio en el que residía ahora la familia, pues Ludovico había in— vertido
con suerte una parte de los envíos de dinero que Miguel Ángel le hiciera desde
Roma. Había adquirido una pequeña casa en San Pietro Maggiore, y con el alquiler
de la misma desgravó el título de la propiedad de los Buonarroti en Santa Croce,
que había estado en disputa. Luego elevó la posición social de la familia al alquilar
aquel piso situado en la calle más elegante, la de San Próculo, a pocos metros de
distancia del palacio de los Pazzi.
La muerte de Lucrezia había envejecido a Ludo vico. Tenía el rostro más delgado y
las mejillas hundidas. Su cabellera, descuidada, le caía hasta los hombros. Como ya
pronosticara Jacopo Galli, no había resultado nada del negocio que Miguel Ángel
esperaba instalar para Buonarroto y Giovansimone. Buonarroto se había colocado
por fin en un almacén de lanas cerca de la Porta Rossa; Giovansimone era un joven
apático, que aceptaba trabajos esporádicos para luego desaparecer durante
semanas enteras. Sigismondo, que apenas sabía leer y escribir, ganaba unos
cuantos escudos como soldado a sueldo de Florencia, en su guerra contra Pisa,
Leonardo había desaparecido sin que nadie supiese en qué monasterio estaba.
Miguel Ángel y Granacci se habían abrazado alegremente, felices de verse juntos
otra vez. Durante los últimos años, Granacci había recibido la primera mitad de su
fortuna y, según le había informado Jacopo riendo, el de la bottega Ghirlandaio,
tenía una amante en una villa de las colinas de Bellosguardo, sobre la Porta
su hijita.
Miguel Ángel estaba enterado ya de que Contessina había sido desterrada de
Florencia y vivía con su esposo e hijo en una casa de campo en la ladera norte de
Fiésole. Su hogar y sus posesiones estaban confiscados desde que su suegro,
Niccolo Ridolfi, fuera ahorcado por intervenir en una conspiración para derrocar la
república y llevar nuevamente a Piero como rey de Florencia. Su cariño hacia
Contessina no había cambiado, a pesar de los años transcurridos sin verla. Nunca
se había sentido visita grata en el palacio de los Ridolfi, por lo que siempre se
mantuvo alejado de él. ¿Cómo podía ir a verla ahora, después de su regreso de
Roma, sabiendo que ella vivía en la mayor pobreza y en desgracia? ¿No se
interpretaría su visita como inspirada por la lástima?
La ciudad misma había experimentado numerosos cambios, que se percibían sin
esfuerzo. Al caminar a través de la Piazza della Signoria, la gente bajaba la cabeza
con vergüenza al pasar por el lugar donde Savonarola había sido quemado en la
pira. Al mismo tiempo, el pueblo trataba de acallar su conciencia con un verdadero
torbellino de actividad, esforzándose por reemplazar cuanto Savonarola había
destruido. Se gastaban enormes sumas de dinero en las casas de los plateros y
orfebres, lapidarios, sastres, modistas, bordadoras, diseñadores de terracotas y
mosaicos de madera, fabricantes de instrumentos musicales, iluminadores de
manuscritos... Piero Soderini, a quien Lorenzo de Medici había preparado como al
más inteligente de los políticos jóvenes, estaba ahora a la cabeza de la República
Florentina como gonfalonieri o alcalde—gobernador de la ciudad—estado de
Florencia, y había logrado un cierto grado de armonía entre las facciones florentinas
por vez primera desde la mortal batalla entre Lorenzo y Savonarola.
Los artistas florentinos huidos de la ciudad intuyeron el resurgimiento de la
actividad y regresaron de Milán, Venecia, Portugal, París: Piero Di Cosimo, Filippino
Lippi, Andrea Sansovino, Benedetto da Rovezzano, Leonardo da Vínci, Benedetto
Buglioni. Aquellos cuyas obras habían sido suspendidas por la influencia y el poder
de Savonarola producían ahora nuevamente: Botticelli, Lorenzo di Credi, Baccio da
Montelupo... Entre todos habían creado la Compañía del Crisol, a la que, aunque
restringida a doce miembros, cada uno de ellos podía llevar cuatro invitados a la
cena mensual que se realizaba en el enorme taller de escultura de Rustici. Granacci
II
Su padre lo esperaba sentado en una silla de asiento de cuero, en la sala del
primer piso. En sus rodillas había un sobre que acababa de llegar en el correo de
Roma. Miguel Ángel lo abrió. La carta constaba de varias hojas de apretada
caligrafía y era de Jacopo Galli, quien le informaba de que estaba a punto de
conseguir la firma del cardenal Piccolomini al pie de un contrato. «Sin embargo,
debo advertirle», agregaba, «que no es en modo alguno el trabajo que usted desea
o merece».
Miguel Ángel se desanimó al enterarse de que tendría que esculpir no menos de
quince figuras pequeñas, todas ellas totalmente vestidas, para ser colocadas en los
angostos nichos de un altar original de Andrea Bregno. Los dibujos preliminares
tendrían que ser aprobados por el cardenal, y las esculturas finales, ejecutadas de
nuevo si Piccolomini no se mostraba satisfecho con ellas. Le pagarían quinientos
ducados, y Miguel Ángel no podría aceptar otro contrato por espacio de tres años,
al final de los cuales tendría que estar terminada y aprobada la última de las
esculturas.
— ¿Quinientos ducados por tres años de trabajo? En Roma has ganado más, pero
esa suma, unida a nuestras rentas, nos permitiría llevar una vida digna —dijo Ludo
vico.
— No, padre. Tengo que pagar el mármol y si el cardenal no las aprueba, debo
modificar las figuras o esculpir otras nuevas.
— ¿Y desde cuándo no eres capaz de satisfacer a un cardenal? Si Galli, que es un
astuto banquero, está dispuesto a garantizar que tú esculpes las mejores estatuas
de Italia, ¿por qué tenemos que ser tan tontos que nos preocupemos por eso?
¿Cuánto te pagarán como adelanto?
— Nada.
— ¿Y cómo se imaginan que vas a comprar todo lo que necesitas? Galli tiene que
incluir una cláusula en el contrato por la que recibirás cien ducados antes de iniciar
el trabajo. Así estaremos seguros.
Miguel Ángel se dejó caer contra el respaldo de la silla, desanimado. ¡Tres años de
figuras vestidas! ¡Y ni una sola de mi propia elección!
De pronto, saltó de la silla como movido por un resorte, atravesó corriendo el piso y
salió dando un portazo. Tomó el atajo por el Bargello y la Piazza San Firenze, pasó
por una angosta calleja y salió a la luminosa claridad de la Piazza della Signoria.
no sabe todavía cuánto más tendrá que pagar a César Borgia. Los gremios tendrán
que proporcionar ese dinero a la Signoria. Por lo tanto, comprenderá por qué el
Gremio de Laneros no está con ánimos para abordar el concurso de escultura.
Un silencio emocional llenó el espacio entre los dos.
— ¿No le parece que sería mejor que se mostrara más dispuesto a ejecutar ese
encargo de Piccolomini? —preguntó Soderini.
— Es que el cardenal desea elegir él mismo los quince motivos. No podré esculpir
hasta que él haya aprobado los dibujos. ¿Y sabe lo que me paga? ¡Treinta y tres
ducados y un tercio por cada figura, o sea lo justo para pagar un alquiler y comprar
provisiones! Ese altar fue hecho por Bregno. Todas las figuras tienen que estar
completamente vestidas y serán colocadas en nichos oscuros, donde sólo podrá
vérselas como figuras muertas, rígidas. ¿Cómo puedo perder tres años de mi vida
para llenar con nuevas decoraciones el altar ya excesivamente ornamentado por
Bregno?
Aquel angustioso lamento parecía pesar en la atmósfera del salón.
— Haz hoy lo que tienes que hacer hoy —dijo Soderini—. Mañana estará libre para
hacer lo que tenga que hacer mañana. Hemos comprado a César Borgia. Para
usted, como artista, es lo mismo que para nosotros como ciudad—estado. Sólo una
ley impedía la supervivencia.
En Santo Spirito, el prior Bichiellini, sentado ante su mesa, llena de manuscritos y
libros, hizo todo a un lado y sus ojos brillaron tras las gafas, mientras exclamaba:
— Sí, supervivencia, ¿pero de qué tipo? ¿Sobrevivir, estar vivo como lo está un
animal? ¡Vergüenza! El Miguel Ángel que conocí hace seis años jamás podría pensar
que es mejor un trabajo mediocre que ningún trabajo. Eso es oportunismo, digno
únicamente de un talento mediocre.
— Estoy de acuerdo con usted, Padre.
Entonces, no aceptes ese encargo. ¡Haz lo mejor que tienes en ti o no hagas nada!
— A la larga, tiene razón, pero a corto plazo creo que Soderini y mi padre tienen
razón.
— ¡No hay a la larga ni a la corta! —exclamó el prior indignado—. Sólo hay un
número de años determinado por Dios, en los cuales uno debe trabajar y cumplir su
destino. ¡No desperdicies esos años!
III
Volvió a su tabla de dibujo, a sus bocetos de la Madonna para los hermanos
Mouscron, a sus intentos de captar imágenes de santos para el contrato del
cardenal. Pero no le era posible pensar en nada que no fuese el bloque Duccio y el
gigante David.
A la mañana siguiente se detuvo ante el cuadro de Castagno y contempló al joven
David, de piernas y brazos delgados, pies y manos pequeños, rostro agraciado y
masa de cabellos al viento. Era una figura que daba la impresión de ser medio
hombre y medio mujer. Después fue al David Vencedor, de Antonio Pollaiuolo, un
hombre más maduro que el de Castagno, con los pies sólidamente plantados en
tierra, pero de dedos delicados como los de una dama. Su torso estaba bien
desarrollado y la postura del cuerpo indicaba determinación, pero vestía los lujosos
ropajes de un noble florentino. Y Miguel Ángel pensó: «Este es el pastor más
ricamente vestido del mundo».
Corrió al Palazzo della Signoria, subió la escalinata y se dirigió a la Sala dei Gigli.
Frente a la puerta estaba el David de bronce de Verrocchio, un melancólico
adolescente. Dentro de la sala se hallaba el primer David de Donatello, esculpido en
mármol. Se estremeció de emoción al ver la sensibilidad y pulido de la carne. Las
manos eran fuertes, y la única pierna visible bajo el largo y suntuoso manto era
más fornida que en los de Castagno y Pollaiuolo. Pero los ojos tenían una expresión
vacua, la carne debajo del mentón aparecía fláccida, la boca acusaba debilidad y la
inexpresiva cara estaba rematada por una corona de hojas.
Descendió la escalera de piedra hasta el patio y se detuvo ante el David de bronce
de Donatello, con el que había vivido dos años en el jardín de escultura de Medici y
del que la ciudad se había apropiado después del saqueo del palacio. Era una
escultura que Miguel Ángel admiraba apasionadamente. Las piernas y los pies
también acusaban poder. Sin embargo, ahora que observaba la estatua con espíritu
crítico, vio que, como las demás esculturas florentinas de David, ésta tenía
hermosas facciones y un rostro casi femenino bajo el ornamentado sombrero, del
que sobresalían largos rizos que llegaban hasta los hombros de la figura.
Aunque tenía los órganos genitales de un muchacho, sus pechos abultaban casi
tanto como los de una adolescente.
Regresó a su casa, mientras se entrecruzaban en su mente ideas fragmentadas.
Aquellos David, en especial los dos de Donatello, eran casi niños. No podían haber
estrangulado leones y osos, ni haber dado muerte al Goliat cuya cabeza descansaba
entre sus pies. ¿Por qué los mayores artistas de Florencia se habían empeñado en
representar a David ya como un adolescente, ya como un joven «dandy»,
elegantísimamente vestido y acicalado? ¿Era porque ninguno de ellos había leído
más allá de la descripción que lo pintaba como «sonrosado de mejillas, rubio,
agraciado, de carácter agradable»?
¿No se habían fijado en la parte que decía: «Si me amenazaban, los tomaba del
pescuezo y los estrangulaba, ya fuese un león o un oso...»?
¡David era todo un hombre! Había realizado aquellas hazañas antes que el Señor lo
eligiese. Lo que hizo, lo hizo solo, con su gran corazón y sus poderosas manos.
Semejante hombre no vacilaría en hacer frente a Goliat, tan gigantesco que era
capaz de llevar una cota de malla que pesaba casi quinientos kilos. ¿Qué era Goliat
para un joven que se había batido con leones y osos en singular combate y les
había dado muerte con sus manos?
Pasaron las semanas. Se enteró de que Rustici había decidido que el proyecto era
demasiado grande para él. Sansovino necesitaba un nuevo bloque de mármol para
poder sacar algo del bloque Duccio. Los demás escultores de la ciudad —una media
docena—, entre ellos Baccio, Buglioni y Benedetto de Rovezzano, se retiraron
después de ver el bloque y dijeron que puesto que él mismo había sido trabajado
profundamente por el medio y hacia abajo, forzosamente tendría que partirse en
dos por la parte más angosta.
Un emisario le llevó un paquete de Roma que contenía el contrato con el cardenal
Piccolomini:
«... El Muy Reverendo cardenal de Siena encarga a Miguel Ángel, hijo de Ludovico
Buonarroti—Simoni, escultor de Florencia, que esculpa quince estatuas de mármol
de Carrara, el cual debe ser nuevo, limpio, blanco y sin vetas, tan perfecto como
sea necesario para esculpir estatuas de primera calidad, cada una de las cuales
deberá tener una altura de dos braccia y deberán estar terminadas en un plazo de
tres años, por la suma de quinientos ducados grandes de oro...» Jacopo Galli le
consiguió un adelanto de cien ducados, garantizando la devolución del dinero al
cardenal si Miguel Ángel fallecía antes de terminar las últimas tres estatuas. El
cardenal aprobó los hermosos dibujos de Miguel Ángel, pero en el contrato había
una línea que significaba el colmo de la indignidad: «Puesto que ya ha sido
esculpida una figura de San Francesco, por Pietro Torrigiani, que dejó inconclusa la
cabeza y los ropajes, Miguel Ángel completará dicha estatua gratuitamente y como
homenaje a Siena, a fin de que pueda ser colocada junto a las por él esculpidas, de
tal manera que quienes la vean digan que es obra de la mano de Miguel Ángel».
— No sabía que Torrigiani hubiese empezado a trabajar en ese contrato —dijo
Miguel Ángel a Granacci—. ¡Piensa en la ignominia que significa que yo tenga que
completar su basura!
— Esas son palabras duras, Miguel Ángel —respondió Granacci—. Digamos más
bien que Torrigiani no fue capaz de terminar ni siquiera una figura adecuadamente
y que el cardenal ha tenido que recurrir a ti para que la mejores.
Galli le aconsejaba en su carta que firmase el contrato y empezase a trabajar
inmediatamente: «En la primavera próxima, cuando vengan de Brujas los
hermanos Mouscron, le conseguiré el contrato para esa Madonna y Niño. Y para el
futuro tendrá cosas mejores».
Reunió un montón de nuevos dibujos para el David y fue a ver otra vez a Piero
Soderini para decirle que si podía conseguir que el Gremio actuase de una vez.
Estaba seguro de que el encargo sería para él.
— Si, podría imponer una acción —convino Soderini—. Pero en ese caso el Gremio y
la Junta obrarían contra su voluntad y eso produciría en ellos cierto resentimiento.
No, lo que hay que conseguir es que ellos quieran que se esculpa la estatua y que
lo elijan a usted para el trabajo. ¿Se da cuenta de la diferencia?
— Si —respondió Miguel Ángel tristemente—. Eso es lo sensato, pero yo no puedo
esperar más.
Junto a la Via del Proconsolo, a pocos pasos de la Abadía, existía una arcada que
parecía dar al patio de un palacio. Miguel Ángel había pasado por allí innumerables
veces, camino de su casa al jardín de escultura, y sabía que era la entrada de una
plaza de artesanos, un mundo privado rodeado por las partes posteriores de unos
cuantos palacios, torres truncadas y casas de dos pisos.
Había allí una veintena de puestos de curtidores, caldereros, tejedores de mimbre,
tintoreros de lana, herreros y demás que preparaban sus productos para los
mercados y las tiendas de las calles del Corso y Pellicceria. Encontró allí un local
que se alquilaba. Antes había sido ocupado por un zapatero y estaba situado en el
lado sur de la ovalada plaza, por lo cual le daba el sol la mayor parte del día. Pagó
tres meses adelantados de alquiler, envió una carta a Argiento diciéndole que podía
volver a trabajar con él y compró un catre para que el muchacho pudiera dormir en
el taller.
Durante los calores de junio, los artesanos trabajaban en bancos colocados frente a
sus pequeños locales, y la calle se poblaba de los ruidos propios de sus respectivas
ocupaciones, lo que creaba una especie de ambiente amable, de compañía, en el
meses.
Miguel Ángel contempló sobriamente las dos estatuas.
— Estas dos primeras figuras no son malas, porque contienen toda la ansiedad de
mármol que me consumía —dijo—. Pero una vez que estén colocadas en esos
nichos, morirán rápidamente. Las próximas dos son el Papa Pío II y Gregorio el
Grande, con todos sus atributos papales y sus largos y tiesos mantos...
— ¿Por qué no vas a Siena? —le interrumpió Granacci—. Así podrías deshacerte de
esa figura de Torrigiani. Te sentirías mejor.
Y Miguel Ángel partió aquel mismo día.
IV
Toscana es un estado privilegiado. La campiña está tan amorosamente diseñada
que el ojo pasa por las montañas y valles sin tropezar con una sola piedra. Bajo
Miguel Ángel, los campos estaban madurando, llenos de cebada y avena, judías y
remolacha. A ambos lados del camino las viñas cuajadas de racimos se alzaban
entre olivos de ramas horizontales.
Sintió un deleite físico mientras su caballo avanzaba siguiendo el contorno de una
sierra, ascendiendo más y más hacia el límpido cielo italiano. El aire que respiraba
era tan puro que experimentó la sensación de que todo su ser se ennoblecía, que la
bajeza y la mezquindad se desvanecían en él; sensación que lo inundaba
únicamente cuando estaba esculpiendo el mármol blanco. Toscana desataba los
nudos de los intestinos del hombre y eliminaba las maldades del mundo. Dios y el
hombre se habían unido para crear esa suprema obra de arte.
Pictóricamente, pensó Miguel Ángel, esta región podía ser el Edén. Adán y Eva ya
no estaban allí, pero para su ojo de escultor, mientras escrutaba las onduladas
colinas con aquel lírico y verde río serpenteando por el valle a sus pies, salpicadas
de casitas de piedra y tejados de rojas tejas, Toscana era el paraíso mismo.
A la caída del sol llegó a las colinas sobre Poggibonsi. Los Apeninos aparecían allí
cubiertos de bosques vírgenes, ríos y lagos que brillaban como plata bajo los rayos
oblicuos del sol. Bajó por la larga pendiente hasta Poggibonsi, centro vitivinícola, y
dejó sus alforjas en el suelo de tierra pero escrupulosamente barrido de una
hostería. Luego subió la colina que se alzaba detrás de la población para explorar el
Midió los nichos, revisó en su mente la altura de las bases sobre las que serían
colocadas sus estatuas y fue en busca del sacristán.
— ¡Ah! —exclamó éste al verlo—. Miguel Ángel Buonarroti... Le estábamos
esperando. El San Francesco llegó a Roma hace unas semanas. Lo he puesto en
una habitación fresca, donde está también la fragua. El cardenal Piccolomini me
hado órdenes de que lo cuide y atienda bien. Ya tengo preparada una habitación
para usted en nuestra casa, al otro lado de la plaza. Mi esposa cocina la mejor
pappardelle alla lepre de toda Siena. Se chupará los dedos...
— ¿Me hace el favor de llevarme a donde está el San Francesco? —pidió Miguel
Ángel—. Tengo que ver cuánto trabajo falta para acabar esa estatua.
— Muy bien. Recuerde que aquí usted es el huésped del cardenal Piccolomini, y que
él es nuestro hombre más ilustre...
Miguel Ángel sufrió una verdadera conmoción al ver la escultura de Torrigiani. Era
una figura como de palo, sin vida, con una gran abundancia de túnicas colgantes y
mantos bajo los que no era posible discernir parte alguna de un cuerpo humano
vivo. Las manos carecían de venas, piel o hueso; el rostro tenía una expresión
rígida, estilizada...
Juró dar al infortunado San Francesco, a quien ni siquiera los pájaros reconocerían,
todo el amor y capacidad artística de que era capaz. Tendría que diseñar de nuevo
toda la figura, modificar el concepto, para que el santo emergiese tal como él lo
imaginaba: el más dulce de los santos. Pero primeramente dormiría aquella noche y
pensaría en él. Luego llevaría allí sus materiales de dibujo y se sentaría en aquella
fresca habitación con luz difusa para hurgar en su mente hasta que el San
Francesco emergiese con su amor a los pobres, los abandonados, los enfermos.
V
Al día siguiente hizo sus dibujos. Al anochecer ya estaba en plena tarca de afilar sus
cinceles, equilibrarlos para su mano y acostumbrarse al peso del martillo. No bien
amaneció al día siguiente, comenzó a esculpir, y del bloque, ahora más delgado,
emergió un cuerpo agotado por los viajes bajo su delgada túnica; los esqueléticos
hombros, casi piel y hueso; las manos emocionantemente expresivas, delgadas las
piernas, cansados los pies, que habían pisado los caminos para venerar a cuanto
vivía en la naturaleza.
Se sintió identificado con aquel San Francesco y con el mutilado bloque del que
emergía. Cuando llegó a la cabeza y al rostro, esculpió sus propios cabellos caídos
sobre la frente, su nariz aplastada tal cual la había visto ante el espejo de Medici
aquella mañana después del golpe recibido de Torrigiani, torcida en forma de «S»,
un pequeño bulto sobre uno de los ojos y el pómulo hinchado: un San Francesco
entristecido por lo que veía al mirar el mundo de Dios; pero sobre aquellas tristes
facciones se percibía el perdón, una gran dulzura y aceptación.
Le invadió una gran tristeza al cabalgar de regreso por las colinas de Chianti.
Encontró a Argiento moviéndose excitadísimo, a la espera de que Miguel Ángel lo
mirase.
— ¿Qué te ocurre, Argiento, que estás tan nervioso? —preguntó.
— El gonfaloniere Soderini quiere verlo enseguida. Ha enviado a uno de sus pajes
cada hora para preguntar si había vuelto usted.
La Piazza della Signoria estaba iluminada por una luz color naranja que procedía de
las ollas de aceite encendidas que pendían de todas las ventanas y de la cima de la
Torre. Soderini se apartó de los miembros del Consejo con quienes hablaba, y salió
al encuentro de Miguel Ángel junto al pie de la Judith de Donatello. Tenía una
expresión de contento.
— ¿Por qué tanta luz? ¿Qué se celebra? —preguntó Miguel Ángel.
— A usted.
— ¿A mí?
— Si, en parte —dijo Soderini, mientras sus ojos brillaban maliciosos—. El Consejo
ha convenido esta tarde una nueva constitución. Esa es la explicación oficial. La
extraoficial es que los directores del Gremio de Laneros y la Junta de Obras de la
Catedral le han otorgado el encargo del «Gigante».
Miguel Ángel se quedó helado. Era increíble. ¡La columna Duccio era suya!
La voz de Soderini prosiguió, alegre.
— Cuando nos dimos cuenta de que nuestro mejor escultor florentino estaba ligado
por contrato a un cardenal de Siena, nos preguntamos: « ¿Supone Siena que
Florencia no sabe apreciar a sus propios artistas? ¿O que no tenemos el dinero
suficiente para emplearlos?». Al fin y al cabo, hemos estado años enteros en guerra
con Siena...
— Sí, pero ¿y el contrato con Piccolomini?
— Por deber patriótico, tiene que postergar el cumplimiento de ese contrato y
hacerse cargo del bloque Duccio en septiembre.
Miguel Ángel sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
Se fue a Settignano. La familia Topolino estaba en el patio gozando de la fresca
brisa del atardecer.
— ¡Óiganme todos! ¡Acabo de enterarme de que se me ha otorgado el bloque
Duccio para esculpir el «Gigante»! —gritó.
— ¡Ah! —bromeó el padre—. Entonces creo que ya podríamos confiarte algunos
marcos de ventanas.
Pernoctó con ellos. Al amanecer se levantó para unirse a los hombres que
trabajaban en la pietra serena. Trabajó unas cuantas horas mientras el sol se
levantaba sobre el valle y luego se dirigió a la casa. La madre le dio una jarra de
agua fría.
— Madre mía, ¿qué sabe de Contessina? —preguntó.
— Está delicada... Pero todavía hay algo peor. La Signoria ha prohibido a todos que
la ayuden, a ella y a su esposo. El odio a Piero envenena todavía...
Se despidió de la familia. Esta sabía, por medio de algún misterioso sistema de
comunicación, que la primera visita de Miguel Ángel después de enterarse de su
buena suerte había sido para ellos. Y eso les revelaba que el cariño del hombre a
quien habían conocido desde niño no había variado.
La distancia hasta Fiésole era corta. Fiésole constituía el ancla septentrional de la
liga de ciudades etruscas que comenzaba en Veis, en las afueras de Roma, y que
las legiones de César habían doblegado con enorme dificultad. César creía haber
arrasado Fiésole, pero cuando Miguel Ángel comenzó a bajar por la ladera norte vio
la villa de Poliziano a distancia, pasó por los muros etruscos, todavía en pie e
intactos, y ante casas nuevas reconstruidas con las piedras originales de la ciudad.
La casa de Contessina se hallaba en el fondo de una empinada senda, a mitad de
camino de la ladera que iba hasta el río Mugnone. Otrora había sido la casa de los
campesinos del castillo que se erguía en la cima de la colina. Ató su caballo al
tronco de un olivo, atravesó un huerto y miró hacia abajo. La familia Ridolfi se
VI
Granacci organizó una reunión a raíz del acontecimiento, para lo cual aprovechó
una sesión de la Compañía del Crisol. A festejar la buena suerte de Miguel Ángel se
presentaron once miembros de la compañía. Botticelli, cojeando penosamente, y
Rosselli, del taller rival de Ghirlandaio, tan enfermo que tuvo que ser llevado en una
litera; Rustici, que lo recibió cordialmente; Sansovino, que le dio fuertes palmadas
en la espalda; David Ghirlandaio, Bugiardini, Albertinelli, Filippino Lippi, el Cronaca,
Baccio D’Agnolo, Leonardo da Vínci, todos lo felicitaron. El duodécimo miembro,
Giuliano da Sangallo, estaba ausente.
Granacci había estado llevando provisiones toda la tarde al estudio de Rustici:
ristras de salchichas, carne fría, lechones, damajuanas de vino Chianti. Cuando
Granacci dio la noticia a Soggi, éste contribuyó con una enorme bandeja de patitas
de cerdo en escabeche.
Se necesitaban todos aquellos alimentos y vino, ya que Granacci había invitado a
casi toda la población: el personal completo del taller de Ghirlandaio, incluso su
inteligente hijo Ridolfo, que ya tenía dieciocho años; todos los aprendices del jardín
de escultura de Lorenzo de Medici; una docena de los escultores y pintores más
conocidos, entre ellos, Donato Benti, Benedetto da Rovezzano, Piero di Cosimo,
Lorenzo di Credi, Franciabigio, el joven Andrea del Sarto, Andrea della Robbia; los
principales dibujantes florentinos, orfebres, relojeros, lapidarios, fundidores de
bronce, el mosaiquista Monte di Giovanni di Liriato, el iluminador Attavanti,
ebanistas, el arquitecto Francesco Filarete, heraldo jefe de Florencia.
Conocedor de las costumbres de la República, Granacci había enviado invitaciones
también al gonfalonieri Soderini, a los miembros de la Signoria, a la Junta de las
Obras de la Catedral, al Gremio de Laneros y a la familia Strozzi, a la que Miguel
Ángel había vendido su Hércules. La mayoría fueron, contentos de participar de la
fiesta.
La enorme concurrencia desbordó el estudio de Rustici y salió a la plaza, donde
Granacci hizo trabajar a una troupe de acróbatas y luchadores, músicos y
trovadores para entretener a los invitados. Todos estrechaban las manos de Miguel
Ángel, le daban palmadas e insistían en brindar con él, tanto amigos como simples
conocidos, y hasta desconocidos.
Soderini se acercó a Miguel Ángel, le estrechó la mano y dijo:
VII
El patio de trabajo del Duomo ocupaba todo el ancho de la manzana, desde la Via
dei Servi, por el norte, hasta la Via del Orologgio, por el sur, limitado por un muro
de ladrillo de unos dos metros cuarenta de alto. La mitad anterior, donde había
estado el bloque Duccio, alojaba a los obreros que atendían el mantenimiento de la
catedral; la mitad posterior se utilizaba para almacenar leña, ladrillos y guijarros
para empedrar las calles.
Miguel Ángel deseaba estar cerca de los trabajadores, a fin de poder oír el ruido de
sus herramientas y sus voces, pero al mismo tiempo podía estar aislado de ellos si
así lo deseaba.
En el centro del patio posterior se alzaba un roble, y detrás de él, en la pared que
se extendía hasta un pasaje sin nombre, una puerta de hierro, cerrada y oxidada.
Aquella puerta estaba exactamente a dos manzanas de su casa. Si así lo quería
podía trabajar en horas de la noche o en los días de fiesta, cuando el patio
estuviese cerrado.
Beppe —preguntó—, ¿está permitido usar esta puerta?
— Nadie lo ha prohibido. La cerré con llave yo mismo hace años porque empezaron
a faltarme materiales y herramientas.
— ¿Podría utilizarla yo?
— ¿Y por qué no usa la entrada principal?
— Es que si fuera posible construir mi taller al lado de esta puerta, yo podría entrar
y salir sin molestar a nadie.
Beppe meditó la idea hasta estar seguro de que Miguel Ángel lo quería para no
cruzarse con él y sus obreros. Luego dijo:
— Muy bien. Lo haré. Dibújame los planos.
Miguel Ángel necesitaba unos diez metros a lo largo de la pared del fondo, con el
suelo empedrado para que resistiese el peso de la fragua y del yunque, así como
para mantener seca la leña. La pared de ladrillos tendría que levantarse otros tres
metros, aproximadamente, para que nadie pudiera ver el bloque o espiarlo
mientras trabajaba sobre el andamio. A cada lado, a una distancia de unos seis o
siete metros, quería paredes bajas de madera, pero aquel recinto de trabajo estaría
abierto por encima y por delante los nueve meses secos del año. El «Gigante»
quedaría así bañado por la luz del sol.
Decidió mantener el taller de la plaza. Sería un lugar para refugiarse en los
momentos en que quisiera alejarse del mármol. Argiento dormiría allí y trabajaría
con él en el nuevo taller durante el día.
El bloque Duccio estaba tan seriamente trabajado a lo largo del centro longitudinal
que todo intento de moverlo tal como estaba podría resultar fatal. Compró varios
pedazos de papel de los tamaños mayores que encontró, los pegó sobre la cara del
bloque horizontal y cortó una silueta, con sumo cuidado de medir exactamente la
profundidad del corte. Luego llevó las dos hojas de papel al taller de la plaza e hizo
que Argiento las fijase en la pared. Movió la mesa de trabajo, con el fin de que
quedase de cara a la silueta de papel y comenzó a unir otras hojas para dibujar en
ellas un boceto del David, con indicaciones de las partes del bloque que debían ser
eliminadas y las partes que deberían usarse. De vuelta en el patio, eliminó mármol
de los extremos superior e inferior del bloque, equilibrando el peso de modo que el
bloque no tuviera peligro de quebrarse.
Examinó los dibujos que habían satisfecho a las Juntas, y llegó a la conclusión de
que ya no le servían. Había superado aquellas etapas elementales de su
pensamiento. Lo único que sabía con seguridad era que éste iba a ser el David que
él había redescubierto y que aprovecharía la ocasión para crear toda la poesía y la
belleza, el misterio y el inherente drama del cuerpo humano, el arquetipo y esencia
de las formas correlativas.
Los griegos habían esculpido cuerpos de tan perfectas proporciones en su mármol
blanco, y de tanta fuerza, que jamás podrían ser superados, pero aquellas figuras
no tenían mente ni espíritu. Su David sería la encamación de todo aquello por lo
que había luchado Lorenzo de Medici, de aquello que la Academia Platón
consideraba como legítima herencia del hombre; no una pequeña criatura
pecadora, que vivía únicamente para lograr la salvación en la otra vida, sino una
gloriosa creación, llena de belleza, tuerza, valor, sabiduría, fe en sus semejantes,
con un cerebro, una voluntad y un poder interior para dar forma a un mundo lleno
del fruto del intelecto creador del hombre. Su David sería Apolo, pero
considerablemente superado;
Hércules, pero en una medida considerablemente mayor; Adán, pero muchísimo
más perfecto: el hombre más plenamente realizado que el mundo hubiera visto
hasta entonces.
Durante las primeras semanas del otoño logró tan sólo respuestas fragmentarias.
Cuanto más frustrado se sentía, más complicados hacia sus dibujos. Y el mármol
permanecía silencioso e inerte.
Un día preguntó a Beppe:
— ¿Podría comprarme un bloque más o menos de una tercera parte del tamaño de
éste? Quiero hacer un modelo de mármol, en lugar de arcilla.
— No sé. Me ordenaron que le proporcionase obreros, material. Pero un bloque
como el que quiere cuesta dinero.
Pero cumplió, como siempre. Miguel Ángel tuvo un bloque bastante bueno, en el
parte del significado de David, que podía representar la audacia del hombre en
todas las fases de la vida: pensador, estudioso, poeta, artista, científico, estadista,
explorador; un gigante de la mente, del intelecto, del espíritu y del cuerpo. Sin el
detalle recordatorio de la cabeza de Goliat, podía permanecer como el símbolo del
valor del hombre y su victoria sobre sus más importantes enemigos.
David tenía que aparecer solo, como lo había estado en el valle del Terebinto.
Aquella decisión lo dejó exaltado... y extenuado. Se metió entre las finas sábanas y
cayó en un profundo sueño.
Estaba sentado en su taller frente al bloque y dibujaba la cabeza, el rostro y los
ojos de David mientras se preguntaba:
« ¿Qué siente David en este momento de conquista? ¿Gloria? ¿Satisfacción? ¿Se
sentiría el hombre más fuerte del mundo? ¿Le inspiraría cierto desprecio Goliat y
contemplaría con arrogancia la huida de los filisteos para volverse luego y aceptar
las aclamaciones de los israelitas? ¿Qué podría encontrar en el David triunfante
digno de ser esculpido? La tradición lo había representado siempre después del
hecho. No obstante, David, después de la hazaña, era ciertamente un anticlímax,
puesto que su gran momento había pasado ya.
» ¿Cuál era entonces el David inportante? ¿Cuándo se convirtió en un gigante?
¿Después de dar muerte a Goliat? ¿O en el momento en que decidió intentarlo?
¿Cuando lanzaba con brillante y mortífera puntería la piedra de su honda? ¿O antes
de entrar en batalla, cuando decidió que los israelitas tenían que ser liberados de su
vasallaje a los filisteos? ¿No era la decisión más importante que el acto en sí?» Para
él, en consecuencia, era la decisión de David la que lo convertía en un gigante, no
el hecho de matar a Goliat. Había cometido el error de fijar y concebir a David en el
momento equivocado.
¿Cómo había podido ser tan estúpido, tan ciego? David, representado después de la
muerte de Goliat, no podía ser más que el David bíblico, un individuo especial. Pero
él no se conformaba con retratar un hombre; él buscaba el hombre universal. A
todos los hombres que desde el principio de los tiempos habían afrontado la
decisión de pelear por la libertad.
Era ése el David que él había estado buscando, aprehendido en la exultante cima
de su resolución, reflejando todavía las emociones de temor, vacilación,
suficientemente fuerte para soportar un bloque de mármol de mil kilos, con el fin de
que yo pueda iluminarlo con el sol como más me convenga, un andamio de cerca
de cinco metros para poder cambiar de altura a mi antojo y trabajar alrededor del
bloque.
Sangallo rió.
— Será mi mejor cliente —dijo—. A ver, deme pluma y papel. Lo que necesita es
una serie de cuatro torres con estantes abiertos para colocar tablones en la
dirección que le convenga, así, ¿ve? En cuanto a su mesa giratoria, ésa es una
tarea de ingeniería...
VIII
El tiempo estaba tormentoso. Beppe y sus hombres colocaron un techo de madera
desde la pared del fondo, en un ángulo bien pronunciado, para dejar espacio para el
bloque. Luego lo cubrieron de tejas para que el agua de la lluvia no se filtrase.
El bloque parecía llamarlo para que se entregase a él totalmente. Las herramientas
se abrían paso en su carne con terrible penetración en busca de codos, muslos,
pecho y rodillas. Los blancos cristales, que habían estado dormidos por espacio de
medio siglo, cedían amorosamente a cada golpe del martillo y del cincel.
Aquélla era su tarea más ambiciosa. Nunca hasta entonces había tenido semejante
amplitud de figura, semejante sencillez de diseño; nunca hasta entonces se había
sentido poseído de una precisión, fuerza, penetración y profundidad de pasión tan
absolutas. Le era imposible pensar en nada más y ni siquiera podía detenerse para
comer o cambiarse de ropa. Alimentaba su hambre de mármol veinte horas diarias.
Cuando su mano derecha se cansaba de empuñar el martillo, lo cambiaba a la
izquierda y lo movía con idéntica precisión y sensibilidad exploradora. Por la noche
esculpía a la luz de las velas, con absoluta tranquilidad, pues Argiento se retiraba al
otro taller al ponerse el sol.
Había hecho frente al desafío de la parte de mármol trabajada por otro escultor,
que había inclinado la figura un ángulo de veinte grados dentro del bloque,
diseñándola diagonalmente, al bies, y ahora él era como un ingeniero que intentaba
incrustar en su diseño una fuerte estructura vertical, comenzando por el pie
derecho y continuando hacia arriba por la pierna, el torso y el cuello del gigante,
para terminar en la cabeza. Con aquella columna de sólido mármol, su David podría
erguirse y jamás se produciría un derrumbamiento interior.
La clave de la belleza y del equilibrio de la composición era la mano derecha de
David empuñando la piedra. Aquélla era la forma de la que emergía el resto de la
anatomía y el sentimiento de David. Aquella mano, con sus venas marcadas, creaba
una anchura y una masa que compensaba la delgadez que se veía obligado a darle
a la cadera izquierda. El brazo y el codo del lado derecho integrarían la forma más
delicada de la composición.
Conforme el trabajo iba absorbiéndolo no le fue posible a Granacci convencerlo de
que fuese a cenar a la villa. Asistía muy pocas veces a las reuniones en el taller de
Rustici, y cuando iba era únicamente porque la noche era demasiado fría para
trabajar. Leonardo era el único que protestaba, pues no podía tolerar que Miguel
Ángel fuese a las reuniones con aquellas ropas sucias y los cabellos llenos de
polvillo de mármol. Por la expresión de Leonardo y los olisqueos de aquella nariz
aristocrática, Miguel Ángel se dio cuenta de que el gran pintor creía que era él
quien olía mal, pero no le preocupó mucho. Era mucho más fácil dejar de asistir a
las reuniones de la Compañía del Crisol que perder tiempo en acicalarse para las
mismas.
El día de Navidad acompañó a su familia a la misa mayor en Santa Croce. El día de
Año Nuevo pasó inadvertido para él. Ni siquiera fue al taller de Rustici para recibir
el año 1502 con los demás miembros de la compañía. Trabajó furiosamente los días
del oscuro mes de enero, para lo cual se veía obligado a mover la mesa giratoria a
cada momento para conseguir la mejor luz. El cuello de la estatua era tan tremendo
que podía trabajar en él sin temor de que la cabeza se desprendiese del resto.
Soderini visitó el taller para ver cómo progresaba la estatua. Sabía que Miguel
Ángel no tendría paz en su casa hasta que no se estableciese el precio que se le
habría de pagar por la estatua terminada. Hacia la mitad de febrero, cuando Miguel
Ángel llevaba ya cinco meses trabajando, Soderini le preguntó:
— ¿Le parece que ha adelantado lo bastante como para que el Gremio y la Junta
vengan a ver la estatua?
Puedo citarlos aquí y arreglar la firma del contrato definitivo...
Miguel Ángel alzó la mirada hacia la estatua. Su estudio de anatomía había ejercido
IX
Había diseñado al David como un hombre independiente, erguido y libre de todo
espacio a su alrededor. La estatua no debería ser colocada jamás en un nicho,
arrimada a una pared o utilizada para decorar una fachada o suavizar la aguda
esquina de un edificio. El David tenía que estar completamente rodeado de espacio
libre. El mundo era un campo de batalla, y el hombre estaba perennemente en él
bajo presión, precario en el lugar que ocupaba. David era un guerrero, un luchador,
no un brutal e insensato saqueador, capaz de alcanzar la libertad.
Y ahora la figura se tomó agresiva, comenzó a empujar para salir de la masa que la
producía, luchando por definirse. Su propio paso marcaba el impulso del material de
tal modo tal que Sangallo y Sansovino, que fueron a visitarlo un domingo por la
tarde, quedaron asombrados ante la pasión que se reflejaba en la estatua.
— ¡Jamás he visto nada igual! — exclamó Sangallo—. Ha arrancado más pedazos
de mármol a este bloque en el último cuarto de hora que tres de esos canteros
amigos suyos en cuatro horas.
— ¡No es la cantidad lo que me aterra! —agregó Sansovino—. ¡Es su impetuosidad!
He estado observando atentamente y he visto fragmentos que saltaban a dos
metros de altura. ¡Ha habido momentos en que creí que toda la estatua iba a volar
en pedazos!
¡Miguel Ángel! —exclamó Sangallo—. ¡Ha estado afeitando tan profundamente que
si se hubiera pasado un pelo del límite podría haber arruinado toda la estatua!
Miguel Ángel dejó de trabajar y se volvió hacia sus amigos.
— Una vez que el mármol ha salido de la cantera deja de ser una montaña para
convertirse en un río. Puede correr y cambiar su curso. Eso es lo que yo estoy
haciendo ahora, ayudo a este río de mármol a cambiar de lecho.
Tampoco le asustó la advertencia de Sansovino, pues estaba ya perfectamente
identificado con el centro de gravedad del bloque; y cuando eliminaba mármol lo
hacía con el conocimiento preciso de cuánto podía eliminar.
La única espina que tenía clavada aún en sus carnes era aquella despectiva
declaración de Leonardo da Vínci sobre el arte de la escultura. A él se le antojaba
una amenaza muy seria. La influencia de Leonardo en Florencia era cada día mayor.
Si llegaba a convencer a un número suficiente de personas de que la escultura en
mármol era un arte de segunda categoría, una vez que su David estuviese
terminado era probable que fuese recibido con indiferencia. Y sintió una creciente
necesidad de contraatacar.
Al domingo siguiente, cuando la Compañía del Crisol estaba reunida en el taller de
Rustici y Leonardo insistió en menospreciar la escultura, Miguel Ángel respondió:
— Es cierto que la escultura no tiene nada en común con la pintura. Existe en su
propio ámbito. Pero el hombre primitivo talló la piedra durante miles de años antes
de comenzar a pintar en las paredes. La escultura es el arte original, el primero.
— Y por ese mismo argumento se condena —contestó Leonardo con su voz de
registro agudo—. Satisfizo únicamente hasta que el grandioso arte de la pintura se
hubo desarrollado. Y ahora se está extinguiendo.
Furioso, Miguel Ángel atacó a su vez, en forma personal.
— Eso no es cierto, Leonardo —barbotó—. ¿Negará usted que su estatua ecuestre
de Milán es tan colosal que jamás podrá ser fundida y, por lo tanto, nunca podrá
existir como escultura en bronce? ¿Negará que su enorme modelo en arcilla se está
desintegrando tan rápidamente que ya es el hazmerreír de todo Milán? ¡No me
extraña que hable así de la escultura, porque no es capaz de llevar a feliz término
una pieza!
Se produjo un incómodo silencio en todo el salón.
Unos días después, Florencia se enteró de que, a pesar de los pagos que se le
habían hecho a César Borgia, éste avanzaba hacia Urbino e incitaba a la rebelión a
la población de Arezzo contra el régimen de Florencia. Leonardo da Vinci se unió al
ejército de César Borgia como ingeniero, para trabajar con Torrigiani y Piero de
Medici. Y Miguel Ángel se enfureció.
— ¡Es un traidor! —dijo a Rustici, que estaba al cuidado de las propiedades de
Leonardo mientras durase la ausencia de éste—. César Borgia le ofrece un gran
salario, y él ayudará a conquistar Florencia. Después de que la ciudad le dio
hospitalidad y encargos de importantes obras de pintura...
— En realidad, no se trata de una cosa tan grave —respondió Rustici para
aplacarlo—. Leonardo está un poco confundido. Parece que no puede terminar su
cuadro de la Monna Lisa del Giocondo. Le interesan más sus nuevas máquinas de
guerra que el arte. Vio en el ofrecimiento de César Borgia la oportunidad de poner a
prueba muchos de sus inventos. No entiende de política...
— Diles eso a los florentinos —respondió Miguel Ángel ácidamente—cuando sus
máquinas de guerra derriben las murallas de la ciudad.
— Se justifica plenamente que te sientas así, Miguel Ángel, pero trata de recordar
que Leonardo es un poco amoral. No le interesan ni el bien ni el mal aplicados a las
personas, sino únicamente en lo que se refiere a la ciencia y a los conocimientos
falsos y verdaderos.
— Supongo que debería alegrarme de quedar libre de él. Ya huyó otra vez y estuvo
ausente dieciocho años. Espero que esta vez tarde en volver lo mismo.
Rustici hizo un gesto de impotencia y replicó:
— Tú y él sois como los Apeninos: estáis muy por encima del resto de nosotros, y a
pesar de ello os odiáis. ¡Eso no tiene sentido!
El ciclo de las estaciones llevó a Florencia un tiempo maravillosamente cálido. Los
chaparrones ocasionales no tuvieron otro efecto en el David que lavar el polvillo de
mármol que cubría la estatua. Miguel Ángel trabajaba desnudo hasta la cintura,
dejando que el sol golpease directamente en su cuerpo trasmitiéndole su fuerza.
Subía y bajaba por la escala de madera del andamio con la agilidad de un gato,
mientras esculpía el grueso cuello, la heroica cabeza y la masa de cabellos desde la
parte más alta del andamio. La espina dorsal la cincelaba con sumo cuidado, como
queriendo indicar que era la fuente de todo movimiento. No podía haber parte
alguna del David que no fuese palpable y perfecta. Nunca había conprendido por
qué los órganos genitales habían sido representados siempre como despojados de
belleza. Si Dios había hecho al hombre como decía la Biblia que hizo a Adán,
¿habría hecho la parte destinada a la procreación como algo nefando, indigno de
ser visto? Tal vez el hombre pervirtió los usos de esa parte, como consiguió
pervertir tantas otras cosas en la tierra; pero ¿qué tenía eso que ver con su
estatua? Lo que había sido despreciado, él lo convertiría en sublime.
En junio, Piero Soderini fue elegido gonfaloniere por otro periodo de dos meses. La
gente empezaba a preguntarse por qué, si era el mejor hombre de Toscana para el
cargo, no se le permitía gobernar más tiempo.
Cuando Miguel Ángel se enteró de que Contessina iba a ser madre otra vez, se
dirigió al despacho de Soderini para abogar por la causa de la hija de Lorenzo de
Medici.
— ¿Por qué no puede regresar a su casa para el nacimiento del hijo que espera? —
le preguntó—. Ella no ha cometido delito alguno contra la República. Era hija de Il
Magnifico antes de ser esposa de Ridolfi. Se está poniendo en peligro su vida por
medio de ese aislamiento en una casa de campesinos que carece de todas las
comodidades...
— Las campesinas han tenido hijos durante siglos en esas casas.
— Pero Contessina no es una campesina. Además, es delicada. No ha sido criada
como ellas. ¿No podrías interceder en su favor ante el Consejo de los Setenta?
— Es imposible —respondió Soderini con voz inexpresiva—. Lo mejor que puede
hacerse en su favor es no mencionar el nombre de Ridolfi.
A mediados del periodo de dos meses de gobierno de Soderini, mientras Arezzo y
Pisa estaban nuevamente en rebelión, Piero de Medici fue recibido en Arezzo y se le
prometió ayuda. César Borgia no se atrevía a atacar por miedo a represalias de los
franceses, y las puertas de la ciudad permanecían cerradas a cal y canto durante el
día. Miguel Ángel recibió una nota, en la que se le invitaba a cenar con el
gonfaloniere en el Palazzo della Signoria.
Soderini se hallaba sentado ante una mesa baja, con su blanca cabellera mojada
todavía por el baño. Cambiaron algunas palabras sobre el estado en que avanzaba
el trabajo del David y luego Soderini le dijo que el Consejo de los Sesenta estaba a
punto de modificar la constitución. El próximo gonfaloniere tendría el cargo para
toda su vida. A continuación se inclinó sobre la mesa y dijo confidencialmente:
— Miguel Ángel, habrá oído hablar de Pierre de Rohan, mariscal de Gié. Estuvo aquí
en 1494, como uno de los más íntimos consejeros del rey Carlos VIII durante la
invasión, ¿verdad? Probablemente recordará también que en el patio del palacio de
los Medid, el David de bronce de Donatello tenía el lugar de honor...
— Sí, el día que fue saqueado el palacio, la turba me empujó contra la estatua con
tal fuerza que me hizo un chichón en la cabeza.
Entonces lo conoce perfectamente. Pues bien, nuestro embajador ante la corte de
Francia ha escrito que el mariscal se enamoró del David durante su estancia en el
palacio Medici y desearía tener una estatua igual. Durante años hemos estado
comprando con dinero la protección de Francia. ¿No sería gratificante que, por una
vez, podamos pagarla con una obra de arte?
Miguel Ángel miró al hombre que había llegado a ser tan amigo suyo. Sería
imposible negarle nada. Pero preguntó:
— ¿Pretenden que yo copie ese trabajo de Donatello?
— Digamos mejor que podría introducir algunas pequeñas variaciones, pero no
tantas como para desilusionar el recuerdo del mariscal.
— Nunca he tenido ocasión de hacer algo por Florencia. Esto que acaba de decirme
me satisface. ¡Si no hubiera sido tan idiota de negarme a aprender de Bertoldo!
En Florencia tenemos excelentes fundidores: Bonaccorso Ghiberti, el fundidor de
cañones, y Ludovico Lotti, el fundidor de campanas.
La sensación de patriotismo se esfumó cuando se encontró nuevamente ante el
David de Donatello, en el patio de la Signoria.
¡Él se había alejado tanto de aquella concepción en la figura que estaba
esculpiendo!
¿Y si no podía avenirse a copiar esa pieza y, al mismo tiempo, no podía modificarla
radicalmente...?
Con un cajón para sentarse y unas hojas de papel de dibujo volvió al patio a la
mañana siguiente. Su David era unos años más viejo que el de Donatello, más
masculino y musculoso, dibujado con las tensiones interiores que pueden ser
trasplantadas al mármol, muy pocas de las cuales estaban presentes en el pulido
bronce que tenía ante sí. Preparó un armazón en el banco de trabajo del taller y
empleó sus horas de descanso en convertir sus dibujos en una tosca estructura de
con el Gremio y la Junta incluye una casa para usted hecha por nosotros y un
estudio diseñado por usted.
— ¡Una casa y un estudio!
— Ya me parecía que le gustaría. Podría esculpir un apóstol cada año. Conforme los
fuera entregando, iría apropiándose de una parte proporcional de la casa y del
estudio. Mañana es la reunión mensual de las dos Juntas. Me han pedido que le
diga que vaya.
Cuando comenzó a subir las colinas rumbo a Settignano, no pudo concentrar sus
pensamientos en ninguno de los aspectos de la proposición de Soderini. Al llegar a
la granja fue el orgullo el que se impuso: tenía solamente veintiocho años e iba a
tener ya casa propia y un taller de escultura apropiado para esculpir en él heroicas
figuras de mármol. Llegó a la casa de los Topolino y se puso a trabajar
furiosamente en un bloque de pietra serena entre los cinco hombres.
— Será mejor que nos cuente —dijo el padre—, antes de que estalle.
— ¡Soy un hombre acaudalado!
¡Voy a tener una casa propia!
Les contó lo del encargo de los doce apóstoles. El padre sacó una botella de vino
añejo, de las reservadas para bodas y nacimientos de nietos. Todos bebieron un
vaso para celebrar la buena noticia.
¿Por qué no se sentía feliz él también? ¿Era acaso porque no deseaba esculpir los
Doce Apóstoles? ¿Vacilaba tal vez en realizar una obra que comprometería los doce
años siguientes de su vida? No sabía si podría resistir aquella esclavitud, después
de la deliciosa libertad con la que había esculpido el David. Incluso Donatello había
esculpido solamente uno o dos apóstoles en mármol. ¿Cómo podría él crear algo
distinto, que tuviera frescura, para cada una de las doce figuras?
Fue en busca de su amigo Giuliano da Sangallo, a quien encontró ante su mesa de
trabajo.
— Sangallo —le dijo—, este proyecto no lo he concebido yo. ¿Le parece que un
escultor debe aceptar un encargo que le llevará doce años cumplir, a menos que
esté apasionadamente ansioso por hacerlo?
— Son muchos años —dijo Sangallo—, pero ¿podría rechazar el ofrecimiento del
gonfaloniere y las Juntas? Le ofrecen el encargo más importante desde que Ghiberti
el fundidor de cañones. Los dos artesanos llegaron directamente desde sus fraguas
con las ropas cubiertas de suciedad. El gonfaloniere les había pedido que ayudasen
a Miguel Ángel a fundir la estatua de bronce.
Cuando los fundidores le llevaron al taller la estatua ya fundida, Miguel Ángel miró
un poco aturdido la tosca figura de rojizo bronce, llena de protuberancias,
manchada. Necesitaría punzones, limas y otras herramientas para darle un aspecto
humano, y después pulirla a fin de que resultase presentable. Pero entonces,
¿fallaría a tal punto la memoria del mariscal qué no le fuese posible reconocer que
este David no se parecía al de Donatello? ¡Lo dudaba!
X
El primer fruto de su contrato para los Doce Apóstoles fue la visita de un vecino a
quien él había conocido en la Piazza Santa Croce. Se llamaba Agnolo Doni y era de
su misma edad. Su padre había establecido un negocio de lanas, y cuando prosperó
con él, adquirió un palacio semiabandonado cerca del de Albertini, en el barrio de
Santa Croce. Agnolo Doni había heredado el palacio y el negocio, ganó una gran
fortuna y remodeló el primero. Había ascendido tanto en la esfera social y comercial
de Florencia, que ahora estaba comprometido con Maddalena Strozzi.
— Iré directamente al grano, Buonarroti —dijo—. Quiero que me haga una Sagrada
Familia. Será mi regalo de boda a Maddalena Strozzi.
Miguel Ángel se entusiasmó. Maddalena se había criado junto a su Hércules.
— Los Strozzi un tienen excelente gusto artístico —murmuró—. Una Sagrada
Familia en mármol blanco...
— ¡No, no! —gritó Doni—. ¡Soy yo quien tiene un gusto excelente! Fue a mí a quien
se me ocurrió encargarle su ejecución, no a Maddalena. Además, ¿de dónde saca
eso de mármol blanco? ¡Costaría una fortuna! Yo lo que quiero es una pintura, que
será utilizada para cubrir la superficie de una mesa redonda.
Miguel Ángel empuñó el martillo y el cincel.
— ¿Y por qué viene a mí para una pintura? Hace quince años que no cojo un pincel.
— Por lealtad. Somos del mismo barrio. ¿Recuerda cuando jugábamos al fútbol en
la Piazza Santa Croce?
Miguel Ángel sonrió irónico. Doni presionó.
— ¿Qué me dice? Quiero una Sagrada Familia... Treinta florines... Diez por cada
figura. Me parece una suma generosa, ¿no? ¿Cerramos el trato?
— Doni, puede elegir entre media docena de los mejores pintores de Italia:
Granacci, Filippino Lippi... el hijo de Ghirlandaio, Ridolfo... Es un buen pintor y le
cobrará barato.
— ¡Yo quiero que sea usted y no otro! ¡Ya tengo el permiso del gonfaloniere
Soderini! — Bien —replicó Miguel Ángel—. Le pintaré esa Sagrada Familia y le
costará cien florines de oro.
¿Cien? —protestó Doni—. ¿Cómo es posible que pretenda explotar a un amigo de la
infancia?
Después de un buen rato de discusión, acordaron setenta florines. Desde la puerta,
Doni dijo, no sin cierta bondad:
— Era el peor jugador de calcio del barrio. Me sorprende que sea tan buen escultor.
¡Lo que no se puede dudar es que es el artista del momento!
— ¿Porque estoy de moda me quiere a mí?
— ¿Qué mejor razón que ésa? ¿Cuándo podré ver los bocetos?
— Los bocetos son cosa mía. El producto terminado es cosa suya.
— Sin embargo, permitió que el cardenal Piccolomini viera los dibujos.
— Hágase nombrar cardenal. Cuando Doni se fue, Miguel Ángel se dio cuenta de
que había sido un idiota al dejarse convencer.
¿Qué sabía él de pintura? ¿Y qué le importaba? Podría dibujar una Sagrada Familia,
porque hacerlo sería una diversión para él, pero ¿pintarla? El hijo de Ghirlandaio lo
haría mucho mejor que él.
A los pocos días dibujó a María como una mujer joven, sana, de fuertes piernas y
brazos; un Jesús gordezuelo, de sonrosadas mejillas y cabello rizado. Luego dibujó
un abuelo barbudo y unió las tres figuras en un afectuoso grupo, sobre la hierba.
No tuvo la menor dificultad con los tonos de la carne, pero las túnicas y mantos de
María y José, así como la mantilla de Jesús, parecían eludirle.
Granacci fue a verle y rió al ver la confusión de Miguel Ángel.
— ¿Quieres que te ponga los colores? ¡Estás haciendo un merengue! — ¿Por qué no
te honró Doni con este trabajo desde el primer momento? —respondió—. Tú
también eres del barrio de Santa Croce. ¡Y también jugaste al calcio con él!
Al final, ejecutó una serie de tonos simples. Pintó la túnica y el manto de la madre
en rosa pálido y azul; la mantilla del niño, en naranja oscuro; y el ropaje de José,
en azul pálido. En primer plano aparecía un puñado de flores que crecían entre la
hierba. El fondo tenía solamente la cara de Juan, que miraba picarescamente hacia
arriba. Para divertirse, pintó un mar a un lado de la familia y montañas en el lado
opuesto. Delante del mar y de las montañas puso cinco adolescentes desnudos,
sentados contra una pared, como celestes criaturas bronceadas iluminadas por el
sol.
El rostro de Doni adquirió el color de su roja túnica cuando llegó, llamado por
Miguel Ángel, para ver el cuadro terminado.
— ¡Muéstreme una sola cosa que sea sagrada en este cuadro de campesinos! —
gritó—. ¡Enséñeme un solo sentimiento religioso! ¡Se está burlando de mí!
— ¿Cree que estoy tan loco como para desperdiciar mi trabajo en una burla? Esta
es una buena gente, tierna en su amor al niño.
— ¡Yo le pedí una Sagrada Familia en un palacio! Lo sagrado no tiene nada que ver
con el ambiente. ¡Es una cualidad espiritual interior! ¡No puedo regalar esta
merienda campestre a mi delicada prometida! ¡Perdería prestigio ante la familia
Strozzi!
— ¿Me permite recordarle que no se reservó usted el derecho de rechazar mi obra?
Doni se enfureció, y gritó horrorizado:
¿Qué hacen esos cinco muchachos ahí desnudos?
— Acaban de bañarse en el mar y se están secando al sol —respondió Miguel Ángel
con toda calma.
— ¡A quién se le ocurre poner unos muchachos desnudos en un cuadro cristiano!
— Piense en ellos como figuras de un friso. Esto le proporciona, a la vez, una
pintura cristiana y una escultura griega, sin que le cueste más. Recuerde que su
ofrecimiento original fue de diez florines por figura.
— ¡Llevaré el cuadro a Leonardo da Vinci! —gruñó Doni—. ¡Haré que borre de él
esas cinco figuras obscenas!
Hasta ese momento, Miguel Ángel se había estado divirtiendo. Ahora exclamó:
— ¡Lo demandaré por estropear una obra de arte! ¡Recuerde a Savonarola! ¡Lo
llevaré ante el Consejo!
Doni emitió un nuevo gruñido y partió como una tromba. Al día siguiente, llegó al
taller un servidor suyo con una bolsa que contenía treinta y cinco florines, la mitad
del precio convenido, y un recibo para que Miguel Ángel lo firmase. Miguel Ángel
envió a Argiento con la bolsa y una notita en un papel que decía: «La Sagrada
Familia le costará ahora ciento cuarenta florines».
Florencia gozó con aquella lucha de intereses, y hasta se concertaron apuestas
sobre quién vencería. Miguel Ángel comprobó que los apostadores daban ventaja a
favor de Doni, pues se sabía que nadie lo había ganado en una puja comercial. No
obstante, faltaba ya muy poco tiempo para la boda, y Doni se había jactado ante
todos de que su regalo de boda a su prometida sería una obra del artista oficial de
la ciudad.
Un día se presentó en el taller con una bolsa que contenía setenta florines.
— Aquí tiene su dinero. Deme el cuadro.
— Doni, eso no sería justo —respondió Miguel Ángel—. Este cuadro no le gusta. Lo
libero del compromiso.
¡Es usted un estafador! Convino en pintar el cuadro por setenta...
— Convenio que usted mismo ha dejado abierto a una reconsideración al ofrecerme
treinta y cinco florines. Mi precio, ahora, es ciento cuarenta.
Doni se fue de nuevo, más furioso que nunca.
Miguel Ángel decidió que ya se había divertido bastante, y estaba a punto de enviar
el cuadro a Doni, cuando un pequeño contadino descalzo le llevó una notita que
decía:
«Me he enterado de que Maddalena quiere su cuadro. Ha dicho que ningún regalo
de boda le agradaría más. C.».
Reconoció de inmediato la letra de Contessina. Sabía que ella y Maddalena Strozzi
habían sido amigas desde niñas, y se alegró al comprobar que la segunda seguía
tratándose con ella. Tomó papel y pluma y escribió una nota a Doni:
«Comprendo perfectamente que mi cuadro le resulte caro. Como viejo y querido
amigo suyo, lo absuelvo de su compromiso, y por mi parte regalaré el cuadro de la
Sagrada Familia a otro amigo mío».
Doni llegó corriendo no bien Argiento volvió de entregar la nota, y arrojó una bolsa
sobre la mesa de trabajo de Miguel Ángel.
XI
Hubo considerable regocijo en agosto, cuando el Papa Borgia, Alejandro VI, dejó de
existir. Cuando el cardenal Piccolomini, de Siena, fue ungido Papa, Miguel Ángel
sintió cierta aprensión. No había trabajado más en las estatuas de Piccolomini, ni
siquiera en los dibujos. Una sola palabra del nuevo Papa y el gonfaloniere Soderini
se vería obligado a retirarle el trabajo del David hasta que terminase las once
figuras que faltaban y las mismas fuesen entregadas. Se negó a permitir la entrada
a nadie en el taller durante un mes y trabajó furiosamente, antes de que cayese
sobre su cabeza el hacha del Vaticano. La mayor parte del cuerpo del David estaba
ya realizada; sólo le faltaba la cabeza y la cara. Por primera vez comprendió el peso
del contrato de los Doce Apóstoles, que también estaría pendiente sobre su cabeza
durante años. Y sintió la tentación de arrojarse a las aguas del Arno para terminar
de una vez.
El cardenal Piccolomini falleció repentinamente en Roma, un mes después de
ascender al trono papal. El cardenal Rovere le sucedió, con el nombre de Julio II. En
casa de los Sangallo hubo una ruidosa celebración. Giuliano dijo a quien quiso oírle
que se llevaba consigo a Roma a Miguel Ángel para crear grandes estatuas de
mármol.
Leonardo da Vinci regresó de su aventura en el ejército de César Borgia, y se le
otorgaron las llaves del Gran Salón de la Signoria como anticipo del encargo de
crear un fresco para la pared de detrás de la plataforma en la que el gonfaloniere
Soderini y la Signoria tenían sus sitiales. El precio de aquella obra sería diez mil
florines.
Miguel Ángel se puso lívido. Aquél era el mayor y más importante encargo de
pintura otorgado por Florencia desde hacía varias décadas. Se pagarían diez mil
florines a Leonardo por un fresco cuya ejecución le llevaría dos años. ¡A él, por el
«Gigante» David, se le daban cuatrocientos florines! ¡Por la misma cantidad de
trabajo! ¡Y el precio mayor lo cobraría un hombre que había ayudado a César
Borgia a conquistar Florencia!
Dominado completamente por una ira ciega, corrió a la oficina de Soderini. El
gonfaloniere lo escuchó pacientemente, antes de contestarle con toda tranquilidad:
— Leonardo da Vinci es un gran pintor. He visto su cuadro La última cena en Milán.
¡Es tremendo! ¡Nadie en toda Italia podría igualarlo! Francamente, envidio ese
fresco de Milán, y como es lógico, estoy ansioso de que pinte otro para Florencia. Si
es tan bueno como aquél, nos enriquecerá artísticamente.
Miguel Ángel había sido retado y despedido, todo en el mismo instante.
Comenzaron entonces los últimos meses de trabajo, tan agradables para él, ahora
que los dos años de dura labor estaban por finalizar. Encaró el rostro del David y lo
esculpió tiernamente, con todo el amor y simpatía de que era capaz; el fuerte y
noble rostro del joven que, un momento después, saltaría a la virilidad, pero que,
en ese instante, estaba todavía triste e indeciso ante lo que tenía que hacer; su
ceño, profundamente fruncido, interrogantes los ojos, expectantes los labios. La
expresión de aquella cara tenía que comunicar que el mal era vulnerable, aunque
llevase una armadura que pesaba quinientos kilos. Siempre habría en ella un punto
que no estuviese debidamente defendido; y si el bien en el hombre estaba dormido,
encontraría aquel punto expuesto e idearía el modo de penetrar en él. La emoción
tenía que expresar la idea de que su conflicto con Goliat era una parábola del bien y
el mal.
La cabeza tenía que dar una sensación de luminosidad que emergiera no solamente
de dentro sino del aura que la rodeaba.
Terminada ya la labor de eliminar el mármol de soporte de los salientes, comenzó
el pulido. No quería darle un lustre tan intenso como el de la Piedad. Lo que
deseaba era la expresión externa de sangre, músculos y cerebro, venas, huesos y
tejidos, real, convincente, en hermosa proporción: David en la cálida y palpitante
carne humana, con una mente y un espíritu y un alma que se manifestasen
exteriormente, un David tembloroso de emoción, marcados los músculos del cuello
«Gigante» en uno de esos dos lugares, pero personalmente doy mi voto en favor
del de Judith.
Aquello convenía admirablemente a Miguel Ángel, quien a continuación oyó otra
voz, la de Monciatto, el ebanista:
— Digo que el «Gigante» se ha esculpido para ser colocado en las columnas del
Duomo. No sé por qué no ha de colocarse allí, y me parece que quedaría muy bien,
pues resultaría un apropiado ornamento para la iglesia de Santa María dei Fiore.
Miguel Ángel vio que Rosselli se levantaba penosamente.
— Creo —dijo— que messer Francesco Filarete y messer Francesco Monciatto han
hablado con mucha sensatez. No obstante, primero pensé que el «Gigante» debería
ser colocado en la escalinata del Duomo, a la derecha; a mi juicio, ése sería el
mejor lugar.
Siguieron rápidamente otras opiniones. Gallieno, el bordador, opinó que la estatua
debía colocarse donde estaba el Marzocco, en la plaza, con lo que David Ghirlandaio
estuvo de acuerdo; varios otros, entre ellos Leonardo da Vínci, se pronunciaron en
favor de la galería, porque en ella el mármol estaría protegido. Otro sugirió el gran
salón, donde Leonardo da Vínci iba a pintar su fresco.
Filippino Lippi dijo:
— Creo que todos han expresado opiniones sensatas, pero estoy seguro de que el
escultor habrá de proponer el mejor lugar, porque con toda seguridad ha pensado
más largamente y con más autoridad el lugar que cree que debe ocupar el
«Gigante».
Miguel Ángel cerró la puerta silenciosamente y bajó hasta el patio. El gonfaloniere
Soderini podría guiar ahora al «Gigante» David al lugar que él deseaba: frente al
Palazzo della Signoria, donde estaba la Judith de Donatello.
El rudo Pollaiuolo, Il Cronaca, en su carácter de arquitecto supervisor del Duomo,
tenía a su cargo la tarea de trasladar la escultura, pero pareció agradecer el
ofrecimiento de Antonio da Sangallo, así como de Giuliano, en el sentido de diseñar
un transportador. Baccio D’Agnolo, el arquitecto, ofreció sus servicios, igual que
Chimente del Tasso y Bernardo della Cecea, los dos jóvenes carpinteros
arquitectos, pues les interesaba el problema de trasladar la mayor escultura en
mármol que había cruzado las calles de Florencia.
Se dio la vuelta y quedó frente a la multitud que lo miraba. Se hizo un gran silencio
en la plaza. Sin embargo, Miguel Ángel jamás había sentido una comunicación tan
total. Era como si se leyesen mutuamente sus pensamientos, como si fuesen un
solo cuerpo y una sola alma: cada uno de aquellos florentinos que ahora estaban a
sus pies, en la plaza, eran parte de sí mismo, y él era parte de todos ellos.
XII
Le llegó una carta de Jacopo Galli en la que éste incluía un contrato firmado por los
hermanos Mouscron, quienes convenían en pagar a Miguel Ángel cuatrocientos
guildens de oro. La carta decía: «Queda en libertad de esculpir cualquier Madonna y
Niño que conciba. Y ahora, después de lo dulce, viene lo amargo. Los herederos de
Piccolomini insisten en que esculpa el resto de sus estatuas.
He conseguido que extiendan el plazo del contrato otros dos años. Es cuanto puedo
hacer».
¡Una prórroga de dos años! Inmediatamente, Miguel Ángel mandó aquellas estatuas
a lo más recóndito de su mente.
Una repercusión instantánea de su David fue la visita a la casa de la familia
Buonarroti de Bartolomeo Pitti, de la rama secundaria de los acaudalados Pitti que
vivían en un palacio de piedra en la orilla opuesta del Amo. Bartolomeo era un
hombre tímido, cuya modesta vivienda en la Piazza Santo Spirito albergaba una
tienda de tejidos en la planta baja.
— Estoy iniciando una colección de obras de arte —dijo—. Hasta ahora tengo tres
pequeñas pinturas sobre madera, deliciosas, pero no importantes. Mi esposa y yo
daríamos cualquier cosa por contribuir a la creación de una obra de arte.
Aquella sencilla manera de expresarse del hombre agradó a Miguel Ángel.
— ¿En qué forma desearía hacer eso, messere? —preguntó.
— Nos hemos preguntado si no habría algún pequeño bloque de mármol que
estuviese dispuesto a esculpir para nosotros... y Miguel Ángel descolgó la primera
pieza que había esculpido, el relieve de la Madonna y Niño ejecutado bajo la
dirección de Bertoldo.
— Desde hace mucho tiempo —dijo— he comprendido hasta qué punto fallé en este
bajorrelieve, que es mi primera obra, y por qué fallé. Me gustaría retomarlo de
nuevo pero con figuras completas. Creo que podría reproducirlo sobre la base de
este bajorrelieve. ¿Le agradaría que lo intentase para usted?
Pitti exclamó, entusiasmado:
— ¡No puedo expresarle cuánto nos agradaría eso!
Miguel Ángel acompañó a su visitante hasta la calle. Al despedirse, le dijo:
— Algo bueno saldrá para usted. ¡Lo siento hasta en la médula de los huesos!
La Signoria aprobó una resolución por la cual se encargaba a II Cronaca que
construyese la casa y el taller para Miguel Ángel.
Pollaiuolo había perdido los dibujos y no los podía encontrar.
— ¿Qué le parece si preparo la estructura y el espacio para las habitaciones? —
preguntó a Miguel Ángel—. Supongo que usted querrá diseñar los bloques de
piedra.
— Si —dijo Miguel Ángel—. Me gustaría que la cocina estuviese en el piso superior,
entre la sala y mi dormitorio. Una chimenea empotrada en la pared. Una galería
con columnas fuera de mi dormitorio, que dé al patio de atrás. Suelos de ladrillos,
buenas ventanas y una letrina en el segundo piso. Una puerta principal con cornisa
de piedra. Todas las paredes interiores revocadas. Yo mismo las pintaré.
— No comprendo para qué me necesita —gruñó II Cronaca—. Vamos al terreno y
fijaremos el lugar para el taller, de manera que cuente con la mejor luz y sol.
Miguel Ángel le preguntó si sería posible encargar a los Topolino todo el trabajo de
piedra de la casa.
— Siempre que garantice la calidad de su trabajo.
— Nos entregarán los bloques más perfectamente tallados que hayan salido de las
canteras de Settignano.
El terreno estaba ubicado en la esquina del Borgo Pinti con la Via della Colonna,
catorce metros sobre el Borgo, contiguo al monasterio Cestello, y una longitud
considerablemente mayor por la Via della Colonna. Este lado terminaba en el taller
de un herrero y carpintero. Compraron a éste unos tacos de madera, midieron el
terreno y colocaron los tacos en los límites de la finca.
Il Cronaca volvió un par de semanas después con los planos de la casa y del taller
contiguo. Era cuadrada por fuera, pero diseñada con apreciable comodidad por
dentro. En el dormitorio del segundo piso había una galería abierta donde Miguel
por eso se mostraba poco dispuesta a dejarlo ir, a soltar aquella pequeña y
gordezuela mano que buscaba protección entre las suyas. Y por eso lo amparaba
con un costado de su manto.
La criatura, sensible al estado de ánimo de su madre, tenía un dejo melancólico en
los ojos. Era un niño fuerte, tenía valor y habría de salir del seguro refugio de los
brazos maternos, pero por el momento tomaba una de las manos de la madre entre
las suyas, mientras con la otra se agarraba firmemente a su cuerpo. ¿No era de su
propia madre de quien se estaba acordando ahora, triste, porque tenía que dejarlo
a él solo en el mundo?
Granacci, al ver aquellas figuras, comento:
— Van a ser los dos seres más vivos de la capilla en donde sean colocados.
El prior Bichiellini, que no había formulado comentario alguno sobre el David, fue a
casa de Miguel Ángel, para oficiar en la tradicional ceremonia de la bendición. Se
arrodilló y murmuró una oración a la Virgen. Luego se puso en pie y echó un brazo
sobre los hombros de Miguel Ángel.
— Esta Madonna y Niño —dijo—no podrían haber sido efectuadas con tan tierna
pureza, si tú no tuvieras sentimientos tiernos y no fueras puro de corazón. Bendito
seas y bendito sea también tu taller.
Celebró la terminación de su Madonna y Niño para Brujas colocando sobre la mesa
giratoria un bloque cuadrado de mármol y dando los primeros golpes a la pieza que
iba a esculpir para los Pitti. El modelo de cera tomó forma rápidamente, pues aquél
fue un periodo idílico para Miguel Ángel: trabajaba en su propio taller. Esa era la
primera escultura circular que intentaba. Inclinando el mármol hasta darle la forma
de un platillo, pudo lograr planos de profundidad en los cuales la Virgen, sentada en
un sólido bloque como la más importante de las figuras, emergía de cuerpo entero;
el niño, aunque inclinado sobre un libro en el regazo de la madre, retrocedía a
segundo plano. Juan, espiando por encima del hombro de María, estaba hundido en
lo más hondo del platillo.
Unicamente el rostro de María iba a ser pulido hasta darle los tonos cálidos de la
carne de la Piedad. Le parecía que esta Virgen era la más fuerte de las que había
realizado: una figura madura, el niño corporizaba la dulzura y el encanto de una
criatura feliz. Y todas las figuras parecían moverse libremente dentro de su círculo.
XIII
Pero aquel periodo de gracia duró muy poco.
Sangallo, desde que fue llamado a Roma por Julio II, había estado enviando cada
dos o tres semanas noticias alentadoras para Miguel Ángel. Había hablado al Papa
sobre el David. Le aconsejó que fuera a ver la Piedad, que estaba en San Pedro.
Convenció al Pontífice de que no había un escultor igual a él en toda Europa. El
Papa estaba ya decidido a encargar algunas esculturas de mármol y pronto
especificaría lo que deseaba que se esculpiese para él. Entonces, llamaría a Miguel
Ángel a Roma...
Miguel Ángel comentó algunas de aquellas cartas en las reuniones de la Compañía
del Crisol, por lo cual, cuando Julio II llamó a Roma al escultor Sansovino para que
le esculpiese dos tumbas: una para el cardenal Recanati y la otra para el cardenal
Sforza, en Santa María del Popolo, el golpe fue terrible para él. La Compañía
despidió a Sansovino con una ruidosa fiesta, a la cual asistió Miguel Ángel, a quien
alegraba aquella buena suerte de su amigo, a la vez que ocultaba su propia
humillación. Su prestigio acababa de sufrir un severísimo golpe. Muchos en
Florencia se preguntaban: «Si es cierto que Miguel Ángel es el primer escultor de
Florencia, ¿por qué el Papa no lo mandó llamar a él, en lugar de a Sansovino?».
Durante los primeros meses de 1504, Leonardo da Vinci se dedicó a una serie de
inventos mecánicos:
bombas de succión, turbinas, conductos para desviar el cauce del Arno lejos de
Pisa, un observatorio con un cristal de aumento para estudiar la luna, y otros más.
Tras una reprimenda de la Signoria por el abandono en que tenía el fresco
encargado, se puso a trabajar seriamente en él durante el mes de mayo.
Numerosos artistas acudieron al taller del pintor en Santa María Novella, para
estudiar, admirar, copiar y modificar sus estilos de acuerdo con el suyo. Circuló la
noticia de que Leonardo estaba pintando algo tan asombroso como magnífico.
Al correr los meses, la ciudad se llenó de admiración hacia Leonardo y la obra que
pintaba. Todo el mundo se hacía eco de aquella maravilla. El David de Miguel Ángel
era ya una cosa con la que todos se habían familiarizado y las satisfacciones que
había producido estaban ya un poco olvidadas. Miguel Ángel empezó a sentir que lo
estaban reemplazando. Había tenido su día, pero ya era ayer. Leonardo da Vine i
era la figura del momento, y Florencia lo proclamaba como «el primer artista de
Toscana».
Aquello fue una amarga medicina para él. Debido a que conocía la iglesia de Santa
María Novella por los meses que en ella pasara con Ghirlandaio cuando era
aprendiz, consiguió ver el panel de Leonardo sin que nadie se diese cuenta de su
presencia. ¡La Batalla de Anghiari era realmente tremenda! Leonardo, que amaba
los caballos con igual intensidad que Rustici, había creado una obra maestra del
caballo en la guerra, montado por hombres cubiertos de antiguas armaduras
romanas que intentaban destruirse brutalmente unos a otros, hombres y caballos
sorprendidos por igual en un violentísimo conflicto.
Miguel Ángel tuvo que admitir que Leonardo era un gran pintor, quizás el más
grande que el mundo había visto hasta entonces. Pero eso, lejos de serenarlo, lo
encolerizó todavía más. Al ponerse el sol, mientras pasaba por Santa Trinita, en los
bancos frente a la casa de Banca Spina, vio a un grupo de hombres sentados que
discutían un pasaje de Dante.
El que se hallaba en el centro del grupo alzó la cabeza. Era Leonardo.
— ¡Ah! Aquí está Miguel Ángel, él nos interpretará esos versos de Dante.
Miguel Ángel, sucio y mal vestido, tenía tal aspecto de obrero que regresase a su
casa después de una dura jornada, que algunos de los jóvenes admiradores de
Leonardo rompieron a reír.
— Explíqueselos usted mismo —exclamó Miguel Ángel, pensando que Leonardo era
el culpable de aquellas risas—. Usted, que hizo un modelo de un caballo para ser
fundido en bronce y para vergüenza suya tuvo que dejarlo inconcluso.
Leonardo enrojeció intensamente.
Su talento escultórico es un don de Dios. ¿Por qué arrojarlo por la ventana para
reemplazarlo por un arte que no le gusta?
— Porque lo vi a usted sumamente entusiasmado y emocionado cuando Leonardo le
pintó esa mitad de las paredes del salón. Dijo que todo el mundo vendría a ver esa
obra. ¿Por qué, entonces, no ha de venir dos veces ese número de personas para
ver dos paneles: uno de Leonardo y otro mío?
Soderini se dejó caer de nuevo en su sillón, moviendo la cabeza negativamente.
— ¡No, no! —respondió—. La Signoria jamás lo aprobaría. Ya tiene un contrato con
el Gremio de Laneros y la Junta de Trabajos del Duomo para esculpir los Doce
Apóstoles.
— Los esculpiré, pero la otra mitad de la pared tiene que ser mía. Yo no necesito
dos años, como necesitó Leonardo. La pintaré en uno, en diez meses, en ocho...
— No, caro. Está equivocado. No permitiré que se coloque en una situación difícil,
que puede resultar desastrosa.
— ¿Por qué no me cree capaz de hacerlo? Tiene razón en no creer, puesto que
estoy aquí con sólo palabras en las manos. La próxima vez vendré con dibujos, y
entonces podrá ver lo que soy capaz de hacer.
— Por favor, Miguel Ángel —dijo Soderini con gesto fatigado—. Prefiero que vuelva
con un apóstol de mármol. Por eso le hemos construido la casa y el taller: para que
esculpa apóstoles. —Miró al techo y agregó cómicamente desesperado—: ¿Por qué
no me conformé con dos meses de gonfaloniere? ¿Por qué acepté este cargo para
toda la vida?
Sencillamente —respondió Miguel Ángel— porque es un gonfaloniere sabio que va a
conseguir que la ciudad destine otros diez mil florines para el fresco de la pared
opuesta a la de Leonardo.
Para emocionar lo bastante a la Signoria para que invirtiese una segunda suma
igual y deleitar a las Juntas del Gremio y el Duomo lo suficiente para que lo dejasen
en libertad por un año de su compromiso de escultura, tendría que pintar una
escena de gloria y orgullo para los florentinos. Pero ¿qué escena?
Fue a la biblioteca de Santo Spirito y pidió una historia de Florencia. El empleado le
dio La Cronaca, de Filippo Villani. Leyó todo lo referente a las guerras entre güelfos
y gibelinos, así como las libradas contra Pisa y contra otras ciudades—estado.
que se había pagado a Leonardo da Vinci. Era el encargo más inportante que había
recibido Miguel Ángel en su vida, aunque le disgustó pensar que la Signoria
consideraba que su trabajo valía tanto menos que el de Leonardo. ¡Ya cambiarían
de opinión cuando viesen el fresco terminado!
XIV
Se le proporcionó una estrecha y larga habitación en el Hospital de los Tintoreros, a
sólo dos manzanas de distancia de su primer hogar, en Santa Croce. Su habitación
daba al Arno, por lo que tenía sol todo el día. La pared del fondo era mayor que la
que él tenía que pintar en el Salón del Gran Consejo. Podría montar su boceto hoja
por hoja en aquella pared, para ver la obra entera antes de pintarla en su lugar
definitivo. Ordenó a Argiento que tuviese siempre cerrada con llave la puerta de la
calle.
Trabajó con verdadero frenesí, decidido a demostrar a la ciudad que era un maestro
rápido y seguro. Dibujó la escena general en un pedazo de papel a escala y luego la
dividió en cuadrados, los suficientes para llenar la pared de seis metros sesenta de
alto por dieciocho metros de largo.
Dibujó un joven guerrero, de espaldas, con coraza y escudo. Tenía una espada bajo
los pies. Luego abocetó un grupo de jóvenes desnudos, que recogían sus armas sin
preocuparse de sus ropas; avezados guerreros de poderosas piernas y brazos,
listos para lanzarse a mano limpia contra el enemigo que estaba a punto de llegar.
Tres soldados jóvenes escalaban la orilla del río. En el centro había un grupo que
rodeaba a Donati. En todas sus figuras se observaba la consternación y los febriles
preparativos para la inminente batalla. Un soldado introducía su fuerte brazo por la
manga de la camisa. Otro soldado, ya maduro, que tenía adornada la cabeza con
una corona de hiedra, pugnaba por meter una de sus piernas en la correspondiente
de su malla.
Trabajado cuidadosamente, el cuadro, que Miguel Ángel tituló Las bañistas, habría
requerido un año de sostenida tarea. Ejecutado en la cúspide del talento y la
potencia física de un joven, resultaba concebible que pudiera hacerlo en seis
meses. El día de Año Nuevo de 1505, es decir, tres meses después de comenzarlo,
impulsado por una fuerza que le resultaba imposible contener, el boceto de Miguel
Ángel estaba completamente terminado. Salvatore, el encuadernador, había pasado
los dos días anteriores pegando las hojas unas a otras, y ahora Argiento, Granacci,
Antonio da Sangallo y Miguel Ángel estiraron el boceto completo y lo fijaron a un
marco ligero contra la pared del fondo de la habitación. Esta quedó llena, con unos
cincuenta o sesenta hombres desesperadamente angustiados frente a una
amenaza. En aquel dibujo había miedo, terror, desaliento y, al mismo tiempo, las
emociones varoniles que trataban de imponerse a la sorpresa y la sensación de
desastre inminente ante una rápida y decidida acción.
Granacci contempló la imponente fuerza de aquel grupo de hombres sorprendidos
entre la vida y la muerte, cuando cada uno reaccionaba de acuerdo con su carácter
y resolución individual. Y se asombró ante la autoridad del admirable dibujo.
— ¡Qué extraño es —dijo— que un motivo pobre pueda crear semejante riqueza de
arte! —Y como Miguel Ángel no respondía, agregó—: Tienes que abrir esta puerta y
permitir que todos vean lo que has realizado.
— Si, se han oído muchas protestas por causa de esta puerta cerrada —dijo
Antonio—. Hasta los miembros de la Compañía del Crisol me han preguntado por
qué no permite que todos vean lo que hace. Ahora que podrán ver el milagro que
ha realizado en sólo tres meses, comprenderán el porqué.
— Me gustaría esperar otros tres meses —gruñó Miguel Ángel—, o sea, hasta tener
el fresco completo en la pared del salón. Pero si los dos dicen que debo hacerlo, lo
haré.
Rustici llegó, y por ser íntimo amigo de Leonardo, lo que dijese tendría indudable
peso. Sopesó sus palabras cuidadosamente:
— Leonardo pintó su fresco para los caballos y tú lo has pintado para los hombres.
Nada se ha hecho tan soberbio en materia de batallas como esta obra de Leonardo.
Y respecto a seres humanos, jamás se ha pintado nada tan espeluznante como esta
obra tuya. ¡La Signoria va a tener dos paredes maravillosas!
Ridolfo Ghirlandaio, de veintidós años, que estudiaba en el taller de Rosselli,
preguntó si se le permitía copiar. Andrea del Sarto, un florentino de diecinueve
años que se había trasladado del taller de un orfebre a la bottega de pintura de
Piero di Cosimo, llegó también con sus materiales de dibujo. Antonio da Sangallo
para crear un fondo que diera la sensación del desierto de Jerusalén. Los trozos
blancos volaban alrededor de su cabeza, mientras trabajaba con una gradina para
alcanzar el efecto de plato. Los cuerpos de María y Juan formaban el borde circular,
mientras Jesús se atravesaba entre ellos y los ligaba. Ninguna de las figuras estaba
fijada al fondo, sino que daba la impresión de moverse con cada nuevo cambio de
luz.
Se abrió la puerta y entró Rafael, que se detuvo silencioso a su lado. Era paisano de
Perugino y Miguel se preguntó a qué habría ido.
— He venido a pedirle que perdone a mi amigo y maestro —dijo Rafael—. Ha
sufrido una gran conmoción, y ahora está enfermo...
— Pero ¿por qué me atacó? — preguntó Miguel Ángel.
— Tal vez porque desde hace ya bastantes años Perugino se ha estado...
repitiendo, imitándose a sí mismo. Lo que no he comprendido nunca es por qué
cree que tiene que hacer eso, cuando es uno de los más famosos pintores de Italia.
Cuando vio Las bañistas, sintió exactamente lo mismo que yo: que la de usted es
una clase de pintura diferente, que tendría que empezar de nuevo. Para mí, eso fue
algo así como un desafío, que me abrió los ojos a un arte mucho más emocionante
de lo que yo creía cuando lo inicié. Pero yo tengo, es de suponer, mucha vida par
delante, y Perugino tiene ya cincuenta y cinco años: jamás podrá comenzar de
nuevo. Este trabajo suyo hace que la pintura de él parezca anticuada.
— Le agradezco que haya venido, Rafael.
— Entonces, sea generoso. Tenga la bondad de no hacerle caso. Ya ha ido a la
Signoria a protestar y ha convocado una reunión especial de la Compañía del Crisol
para esta noche, dejándole a usted fuera...
— ¡Pero si está organizando una campaña contra mí tengo que defenderme!
— ¿Necesita defensa aquí, en Florencia, donde todos los pintores jóvenes lo
consideramos nuestro guía? Déjele que hable; dentro de unos días se cansará y
todo quedará en nada...
— Muy bien, Rafael, me callaré.
Pero le resultaba cada día más difícil cumplir aquella promesa. Perugino había
iniciado lo que equivalía a una cruzada. Su furia y energía aumentaban en lugar de
disminuir. Había presentado protestas no sólo ante la Signoria, sino ante las Juntas
obra. Miguel Ángel, usted, por su parte, hizo mal en menospreciar en público el
talento de Perugino, aunque obró en defensa de sus intereses. Pero a la Signoria le
preocupa menos todo eso que el daño que los dos han causado a Florencia. Somos
famosos en todo el mundo como la capital de las artes. Mientras yo desempeñe el
cargo de gonfaloniere, continuaremos mereciendo esa reputación. Por lo tanto, la
Signoria ordena que ambos presenten sus excusas, que desistan de atacarse uno al
otro y que ambos vuelvan a su trabajo, del cual Florencia obtiene su fama. La
demanda por calumnia presentada contra Miguel Ángel Buonarroti queda
desechada.
Miguel Ángel se dirigió a su casa solo; sentía una enorme repugnancia. Había sido
reivindicado, pero se sentía completamente vacío.
XV
Fue entonces cuando le llegó el llamamiento que esperaba. El Papa Julio II quería
que fuera a Roma inmediatamente, y le enviaba cien florines para los gastos del
viaje.
Era un mal momento para abandonar Florencia, porque tenía suma importancia que
transfiriese el boceto de Las bañistas a la pared del Salón de la Signoria mientras la
pintura estaba fresca y palpitante en su mente y antes de que apareciesen otras
amenazas exteriores contra el proyecto. Y después tenía que esculpir el San Mateo,
pues llevaba ya un tiempo considerable viviendo en su casa y tenía que empezar a
pagarla.
No obstante, deseaba desesperadamente ir y enterarse de cuáles eran las ideas
concebidas por Julio II para él, y recibir alguno de aquellos descomunales encargos
que sólo los Papas podían otorgar.
Informó a Soderini del asunto, y éste estudió atentamente el rostro de Miguel Ángel
antes de hablar.
— Uno no puede rechazar un ofrecimiento del Papa. Si Julio II dice «Venid», tiene
que ir. Su amistad es de suma importancia para Florencia.
— Sí, pero... mi casa... mis dos contratos...
— Dejaremos ambos en suspenso hasta que sepa lo que desea el Santo Padre. Pero
recuerde que esos contratos tendrán que ser cumplidos.
florentina. Balducci abrazó a Miguel Ángel con un grito de júbilo y concertó una
cena en la Trattoria Toscana. El palacio estaba refulgente, con sus centenares de
velas en altos candelabros. Servidores uniformados circulaban entre los invitados
con alimentos y vinos. Los Sangallo estaban rodeados de admiradores; aquél era el
éxito que tantos años había esperado Giuliano. Hasta Bramante estaba presente.
No había envejecido nada en los cinco años pasados. Parecía haber olvidado su
discusión en el patio del palacio del cardenal Riario. Si estaba decepcionado por el
golpe de suerte que acababa de convertir a Sangallo en el arquitecto de Roma, no
lo demostraba.
Al partir el último invitado, Sangallo explicó:
— Esto no ha sido una fiesta, sino la visita de nuestros amigos. Sucede todas las
noches. Los tiempos han cambiado, ¿eh?
Aunque Julio II no podía ni siquiera oír que se mencionase el apellido Borgia, se vio
obligado a ocupar las habitaciones de Alejandro VI porque las suyas no estaban
preparadas todavía. Cuando Sangallo llevó a Miguel Ángel por el gran vestíbulo de
la residencia de Borgia, éste tuvo tiempo para contemplar los techos dorados, los
tapices, las cortinas de seda y las alfombras orientales, los murales de Pinturicchio,
integrados por jardines y paisajes, y el trono, rodeado de banquetas y almohadones
de terciopelo.
Sentado en un alto trono con respaldo púrpura estaba Julio II y, a su alrededor, el
secretario privado, Sigismondo de Conti, dos maestros de ceremonias, París de
Grassis y Johannes Burchard, varios cardenales y obispos y otros caballeros que
parecían ser embajadores. Todos ellos esperaban turno para unas palabras en
privado con el Papa.
Miguel Ángel vio ante él al primer Pontífice que llevaba barba. Era un hombre
delgado, como consecuencia de su vida austera, otrora agraciado, pero ahora con el
rostro surcado por profundas arrugas. En su barba se veían algunos hilos de plata.
Lo que más impresionó a Miguel Ángel fue la enorme energía, lo que Sangallo había
descrito como «fiera impetuosidad».
Julio II alzó la cabeza, los vio detenidos junto a la puerta y los llamó con un
ademán.
Sangallo se arrodilló y besó el anillo papal; luego presentó a Miguel Ángel, que hizo
lo mismo.
— He visto su Piedad en San Pedro —dijo el Papa—. Allí es donde deseo que se
levante mi tumba.
¿Podría Su Santidad especificarme en qué lugar de San Pedro? —preguntó Miguel
Ángel.
— ¡En el centro! —respondió Julio II fríamente.
Miguel Ángel se dio cuenta de que había hecho una pregunta inconveniente. El Papa
era, al parecer, un hombre brusco, y eso le agradó.
— Estudiaré la basílica —dijo—. ¿Desearíais, Santo Padre, exponerme cuáles son
vuestros deseos para esa tumba?
Eso es cosa vuestra: proporcionarme lo que yo deseo.
— Y así lo haré, pero debo construir sobre la base de los deseos de Su Santidad.
La respuesta agradó a Julio II, que comenzó a hablar con su bien timbrada voz,
exponiendo sus planes, ideas, datos históricos. Miguel Ángel lo escuchó
atentamente. Y de pronto, el Pontífice lo aterró.
— Deseo que diseñe un Iriso de bronce que abarque los cuatro lados de la tumba —
dijo—. El bronce es el mejor medio para relatar historias. Por medio de él puede
relatar los episodios más importantes de mi vida.
XVI
Cuando se hubo ido el último de los aprendices, Miguel Ángel se sentó en una silla
ante la mesa de dibujo, en la sala de música de Sangallo, convertida en taller. La
casa estaba tranquila. Sangallo extendió unas hojas de papel del tamaño de las que
ambos usaban siete años antes para dibujar los monumentos romanos.
— Dígame si estoy equivocado — dijo Miguel Ángel—. El Papa desea que la tumba
sugiera que él ha glorificado y solidificado la Iglesia...
— Si, y que ha devuelto a Roma el arte, la poesía y el estudio. Aquí tiene mis
cuadernos de bocetos sobre las tumbas antiguas y clásicas. Esta es una de las
primeras, construida para Mausolo, rey de Caria, en el año 360 antes de Cristo. Y
aquí están mis dibujos de los sepulcros de Augusto y Adriano, según los describen
los historiadores.
Miguel Ángel atentamente los dibujos.
— Se hará todo como decís, Santo Padre. Y ahora que está convenido todo, ¿podría
pediros que redactemos el contrato?
— Ahora que todo está convenido —respondió secamente Julio II—, me agradaría
que vos y Sangallo visitaseis San Pedro para decidir el lugar apropiado para el
mausoleo.
Ni una palabra sobre el contrato. Besó el anillo papal y se retiró hacia la puerta. El
Papa lo llamó.
— ¡Un momento!... Deseo que Bramante os acompañe, para daros el beneficio de
sus consejos.
Sencillamente, no había sitio en la basílica, y mucho menos un lugar apropiado para
tan imponente tumba de mármol. Era evidente que las esculturas tendrían que ser
hacinadas entre las columnas, sin espacio a su alrededor para moverse ni respirar.
Las pequeñas ventanas tampoco brindaban buena luz. El mausoleo resultaría un
estorbo para todo movimiento en la basílica.
Salió y avanzó por un lateral hacia la parte posterior, donde recordaba una
estructura semiterminada, fuera del ábside occidental. Sangallo y Bramante se le
unieron ante el muro de ladrillo de unos dos metros de altura.
— ¿Qué es esto, Sangallo? —preguntó Miguel Ángel.
— Aquí había un antiguo Templum Probi. El Papa Nicolás V lo hizo derribar y
comenzó la construcción de una tribuna sobre la que se colocaría una plataforma
para el trono del obispo. Falleció cuando la construcción había alcanzado esta
altura, y así quedó desde entonces.
Miguel Ángel escaló el muro, saltó al lado opuesto y midió a pasos el ancho y el
largo.
— ¡Esta podría ser la solución! —exclamó—. Aquí la tumba tendría espacio libre por
todas partes. Podríamos construir el techo a la altura que necesitamos, abrir
ventanas para obtener buena luz y abrir la pared de la basílica para una arcada
cuadrada...
— En efecto, contiene todos los requisitos —apuntó Bramante.
— No —dijo Sangallo—. Nunca sería más que una cosa improvisada. El techo
resultaría demasiado alto para el ancho, y las paredes se inclinarían hacia adentro,
como ocurre en la Capilla Sixtina.
LIBRO SÉPTIMO
El Papa
I
Miguel Ángel regresó a Roma desde Carrara con tiempo para asistir a la recepción
de Julio II del Año Nuevo de 1506, y para descargar las embarcaciones conforme
fueran llegando a la Ripa Grande. Pero se encontró con que la guerra entre él y el
Pontífice había comenzado. Bramante había convencido al Papa de abandonar la
idea de Sangallo para la construcción de una capilla separada que alojara su tumba.
En su lugar, iba a levantarse una nueva iglesia a San Pedro en la colina donde se
habría construido dicha capilla. El diseño para el nuevo templo sería elegido por
medio de un concurso. Miguel Ángel no oyó hablar de provisión alguna para su
tumba.
Había gastado los mil ducados del Papa en los bloques de mármol y su transporte,
pero Julio II se negó a entregarle más dinero hasta no ver esculpida una de las
estatuas. Cuando el Papa le proporcionó una casa detrás de la Piazza San Pietro,
uno de los secretarios papales le informó de que tendría que pagar varios ducados
al mes en concepto de alquiler.
Un día gris de enero fue a los muelles acompañado por Piero Rosselli, un muralista
de Livorio que era famoso como el mejor preparador de paredes para la pintura al
fresco.
— ¡Yo he luchado contra esta corriente numerosas veces! —dijo Rosselli—. En mi
juventud fui marinero. ¿Ve? El Tíber ha crecido mucho y ahora pasarán muchos días
antes de que una embarcación pueda llegar aquí.
De vuelta en la casa de Sangallo, Miguel Ángel se calentó las manos ante la
chimenea de la biblioteca, mientras su amigo le mostraba sus diseños, ya
terminados, para la nueva iglesia de San Pedro. Sangallo creía haber superado las
objeciones del Sacro Colegio y del público, ante la amenaza de reemplazar
totalmente la iglesia original.
Entonces ¿no cree que Bramante tenga probabilidades de ganar el concurso?
— Tiene talento —respondió Sangallo—, y su Tempierto de San Pietro de Montorio
Los Guffatti llegaron con el carro para llevar los mármoles al pórtico posterior de la
casa. Miguel Ángel les pagó con dinero prestado por Balducci, y luego compró una
gran lona para tapar los bloques, y algunos muebles de segunda mano. El último
día de enero escribió una carta a su padre, adjuntándole una nota para que la
enviase a la granja del hermano de Argiento, en Ferrara.
A la espera de la llegada de Argiento, Sangallo le recomendó un carpintero de cierta
edad, llamado Cosimo, que necesitaba albergue. Las comidas que cocinaba tenían
gusto a resma y virutas, pero el buen hombre ayudó metódicamente a Miguel Ángel
a construir un modelo en madera de los primeros dos planos de la tumba. Dos
veces a la semana, el joven Rosselli iba a los mercados de pescado del Pórtico de
Octavia para comprar almejas, camarones, calamares y pescado y preparar el
tradicional cacciucco de Livorio.
Para adquirir una fragua, hierro sueco y madera de castaño, le fue necesario visitar
el banco de Balducci y pedirle otros cien ducados.
— No tengo inconveniente en hacerte este segundo préstamo —dijo Balducci—,
pero sí me preocupa mucho ver que te estás hundiendo cada vez más en un hoyo.
¿Cuándo crees que conseguirás que este encargo de la tumba te rinda algún
beneficio?
— En cuanto tenga alguna escultura para enseñarle al Papa. Primero, tengo que
decorar algunos de los bloques de la base y hacer modelos para Argiento; también
necesito un tallista de piedra, que pienso traer del taller del Duomo. Entonces podré
empezar a esculpir el Moisés.
— ¡Pero eso te llevará meses!
¿De qué piensas vivir hasta entonces? Tienes que ser sensato, Miguel Ángel. Ve a
ver al Papa: cuando tratas con un hombre que paga mal, debes sacarle cuanto
puedas.
Volvió a su casa. Argiento no respondió a su carta. El tallista del Duomo no podía ir.
Y Sangallo opinó que no era un momento propicio para pedirle dinero al Pontífice.
— El Santo Padre —dijo— está ocupado ahora juzgando los planos para San Pedro.
El ganador del concurso será anunciado el uno de marzo. Ese mismo día, le llevaré
a ver al Papa.
Pero el uno de marzo, cuando Miguel Ángel llegó a casa de Sangallo la encontró
desierta. Ni siquiera los dibujantes habían ido a trabajar. Sangallo, su esposa e hijo
se hallaban sentados juntos en un dormitorio del piso superior. Daba la impresión
de que hubiese muerto alguien de la familia.
— Pero ¿cómo puede haber ocurrido eso? —preguntó Miguel Ángel—. Es el
arquitecto oficial del Papa, y uno de sus más viejos y fieles amigos.
— Hasta ahora no he oído más que rumores —dijo Sangallo—. Los romanos
allegados al Papa odian a los florentinos, pero son amigos de Urbino y, por lo tanto,
de Bramante. Otros dicen que Bramante hace reír al Papa, sale de caza con él, lo
entretiene...
— Iré a ver a Leo Baglioni, que me dirá la verdad.
Baglioni lo miró con sincero asombro.
— ¿La verdad? —exclamó—. ¿No la conoce? Venga conmigo.
Bramante había comprado un antiguo palacio en el Borgo, lo derribó y reconstruyó
otro de sencilla elegancia. La casa estaba abarrotada de importantes personajes de
Roma. Y Bramante presidía la reunión, centro de todos los ojos y la general
admiración. Su rostro resplandecía.
Leo Baglioni llevó a Miguel Ángel al piso superior, a un espacioso taller. Prendidos
en las paredes y desparramados por las mesas de trabajo, se hallaban los dibujos
de Bramante para la nueva iglesia de San Pedro. Miguel Ángel se quedó mudo de
asombro: era un edificio que empequeñecería a la catedral de Florencia, pero de
diseño elegante, lírico y noble en su concepción. Comparada con ésta, la concepción
de Sangallo, de estilo bizantino, una cúpula sobre un cuadrado, parecía pesada y
excesivamente maciza.
Ahora Miguel Ángel sabía la verdad, que no tenía nada que ver con el odio de los
romanos a los florentinos ni con que Bramante fuese quien entretenía al Papa. La
iglesia de San Pedro planeada por Bramante era mucho más hermosa y moderna
en todos los sentidos.
Miguel Ángel bajó a saltos la escalera y salió al Borgo. Si él hubiese sido Julio II,
también se habría visto obligado a elegir el plano de Bramante.
Aquella noche, acostado pero insomne, se dio cuenta claramente de que el ganador
del concurso, desde el momento en que el Papa lo había enviado con él para buscar
un lugar apropiado para la tumba, había trazado sus planes para que la nueva
II
A mediados de marzo, Miguel Ángel hizo que la familia Guffatti fuese a colocar en
posición vertical tres enormes bloques. Pronto estaría listo para eliminar el mármol
negativo y empezar a buscar en los bloques su «Moisés» y sus «Cautivos». El uno
de abril se anunció que el Papa y Bramante colocarían la primera piedra de la nueva
catedral el día dieciocho del mismo mes. Cuando los obreros comenzaron a excavar
el amplio hoyo al que debía descender el Pontífice para bendecir la primera piedra,
Miguel Ángel vio que la antigua y sagrada basílica no iba a ser incluida en la nueva
estructura, sino demolida para hacer lugar a la nueva iglesia.
Amaba aquellas antiguas columnas y tallas. Pensaba que era un sacrilegio destruir
el templo más antiguo del cristianismo en Roma. Habló de ello a cuantos quisieron
oírle, hasta que Leo Baglioni le advirtió que algunos aláteres del Papa decían que, a
no ser que él dejase de atacar a su amigo, su tumba podría ser construida antes
que la del Papa.
Recibió una carta del dueño de las embarcaciones anunciándole que a principios de
mayo llegaría a Ripa Grande un nuevo cargamento de mármoles. Tendría que pagar
el flete en el muelle, antes de que se le entregasen los bloques. No le alcanzaba el
dinero y fue inmediatamente al palacio papal. El Pontífice estaba en su pequeño
salón del trono, rodeado de cortesanos.
Junto a él se hallaba su joyero favorito, a quien decía en ese momento:
— ¡No pienso gastar ni un ducado más en piedras grandes o pequeñas!
Miguel Ángel esperó hasta que le pareció que el Papa estaba más tranquilo. Se
acercó a él:
— Santo Padre, está ya en viaje el segundo cargamento de mármol para vuestro
mausoleo. Hay que pagar los fletes antes de que entreguen los bloques. Yo no
III
Su padre no se alegró al verlo. Había imaginado a Miguel Ángel triunfador en Roma,
ganando grandes sumas por sus obras.
La noticia del incidente de Poggibonsi sólo tardó unas horas en llegar a Florencia
por el paso de las montañas. Cuando Miguel Ángel y Granacci llegaron al taller de
Rustici para cenar con los miembros de la Compañía del Crisol, el primero se
encontró convertido en un héroe.
— ¡Qué tremendo cumplido le ha hecho el Papa! —exclamó Botticelli, que había
pintado frescos en la Capilla Sixtina para el Papa Sixto y tío de Julio II! —. ¡Eso de
enviar un piquete de su guardia tras de usted! ¿Cuándo le ha ocurrido semejante
cosa a un artista?
— ¡Jamás! —gruñó II Cronaca—. Un artista es igual a otro; si desaparece, hay una
docena para ocupar su lugar.
— Sin embargo, he aquí que el Papa reconoce que un artista es un individuo —dijo
Rustici, excitadísimo—, y como tal, dotado de talentos y dones especiales que no se
encuentran en la misma combinación exacta en cualquier otro hombre del mundo.
— ¿Qué otra cosa podía hacer yo —exclamó Miguel Ángel, mientras Granacci ponía
en sus manos un vaso de vino—, puesto que se me había prohibido la entrada en el
Vaticano?
A la mañana siguiente Miguel Ángel comprendió que el gobierno florentino no
estaba de acuerdo con la Compañía del Crisol respecto de los benéficos efectos de
su rebelión. El rostro del gonfaloniere Soderini tenía una expresión grave cuando lo
recibió en su oficina.
— Estoy preocupado por lo que ha hecho —dijo—. En Roma, como escultor del
Papa, podría ser considerablemente útil a Florencia. Al desafiarle, se convierte en
una fuente de peligro en potencia para nosotros. Es el primer florentino que desafía
al Papa desde los días de Savonarola. Temo que su suerte sea parecida a la de él.
— Pero, gonfaloniere, yo lo único que quiero es establecerme en Florencia.
Comenzaré a esculpir el San Mateo mañana, para que se me devuelva mi casa.
— No, Miguel Ángel; Florencia no puede renovar ahora su contrato. Su Santidad lo
consideraría una afrenta personal. Nadie podrá darle trabajo, ni Doni, ni Pitti, ni
Taddei, sin granjearse la enemistad del Pontífice. Por lo menos hasta que no haya
terminado la tumba del Papa, o éste lo libere de su compromiso.
— ¿Le produciría trastornos si yo completase los contratos existentes?
— Termine el David. Nuestro embajador en París nos escribe constantemente que el
rey está irritado porque no se le envía la estatua.
— ¿Y Los bañistas? ¿Puedo pintar el fresco?
elegidos para su alto cargo... Yo tengo que hacer lo que considero que está bien.
— ¿No temes que Dios te castigue?
— Creo que Dios ama la independencia más que la esclavitud.
— Debes de tener razón —dijo Leonardo, mientras bajaba la cabeza de nuevo—,
pues de lo contrario El no te ayudaría a esculpir mármoles tan divinos.
Leonardo se puso de pie y empezó a subir la colina hacia la casa de los Buonarroti.
Miguel Ángel ascendió por la margen opuesta del arroyo. Al llegar a las dos cimas,
ambos se volvieron y se saludaron. No habrían de volver a verse.
IV
A finales de agosto, Julio II partió de Roma a la cabeza de un ejército de quinientos
caballeros y nobles. Se le unió su sobrino, el duque de Urbino, en Orvieto, y entre
ambos llevaron a efecto la conquista de Perugia, sin derramamiento de sangre. El
cardenal Giovanni de Medici fue dejado al mando de la ciudad. El marqués de
Gonzaga, de Mantua, se unió al Papa con un ejército disciplinado, cruzó los
Apeninos para dejar de lado Rímini, que estaba en poder de la hostil Venecia,
sobornó al cardenal de Rouen para que no enviase ocho mil soldados franceses en
defensa de Bolonia ofreciendo capelos cardenalicios a sus tres sobrinos, y
excomulgó públicamente a Giovanni Bentivoglio, el gobernante de Bolonia. Los
boloñeses expulsaron a dicho funcionario. Y Julio II entró en la ciudad.
Sin embargo, nada había distraído la atención de Julio II lo suficiente como para
hacerle olvidar a su rebelde escultor. En el Palazzo della Signoria, Soderini, rodeado
de los otros miembros de la autoridad, gritó a Miguel Ángel en cuanto entró.
— Ha intentado librar una lucha contra el Papa a la cual no se habría atrevido ni el
rey de Francia. No deseamos ir a la guerra con el Pontífice por culpa suya. El Santo
Padre desea que haga unos trabajos en Bolonia. ¡Decídase de una vez, y vaya!
Miguel Ángel sabía que estaba vencido. Lo sabía desde hacía varias semanas, pues
mientras el Papa avanzaba por Umbría, reconquistándola para el Estado Papal, y
luego por Emilia, la gente en las calles de Florencia comenzó a volver la cabeza
cuando se cruzaba con él. Florencia necesitaba tan desesperadamente la amistad
del Pontífice que había enviado mercenarios contratados, entre ellos el hermano de
Miguel Ángel, Sigismondo, para ayudarle en sus conquistas. Nadie quería que el
ahora reforzado ejército de Julio II cruzase los Apeninos para atacar. La Signoria, el
pueblo y, en una palabra, todos, estaban decididos a que Miguel Ángel fuese
enviado de vuelta al Papa, fueran cuales fueran las consecuencias para él. Soderini
no lo abandonó. Le entregó una carta para su hermano, el cardenal de Volterra,
que estaba con el Papa.
Había llegado ya noviembre. Las calles de Bolonia estaban abarrotadas de
cortesanos, soldados, extranjeros de pintorescos ropajes que habían acudido a la
corte del Pontífice. En la Piazza Maggiore un monje fue colgado en una jaula de
alambre de uno de los balcones del Palazzo del podestá, por haber sido sorprendido
al salir de una casa de la Calle de los Burdeles.
Miguel Ángel encontró un mensajero para llevar su carta de protección al cardenal
de Volterra. Luego se dirigió a una iglesia en la que se estaba rezando una misa y
fue reconocido por uno de los servidores del Papa.
— Messer Buonarroti— dijo el servidor—, Su Santidad ha estado esperándole muy
impaciente.
El Papa estaba cenando en un palacio, rodeado por su corte de veinticuatro
cardenales, los generales de su ejército, nobles, caballeros y príncipes. Tal vez
sumaban un centenar las personas que comían en el gran salón, adornado con
estandartes y banderas. Miguel Ángel fue acompañado a lo largo del salón por un
obispo, enviado por el cardenal de Volterra, que se encontraba enfermo. El Papa
levantó la cabeza, vio a Miguel Ángel y se quedó en silencio, al igual que los demás
comensales. Miguel Ángel se acercó al sillón que ocupaba Julio II, a la cabeza de la
inmensa mesa. Los dos hombres se miraron severamente. Sus ojos despedían
llamas. Miguel Ángel se inclinó, negándose a arrodillarse. El Papa fue el primero en
hablar.
— ¡Habéis tardado mucho! Nos hemos visto obligados a venir para encontraros.
Miguel Ángel respondió tercamente.
— Santo Padre, no merecí el tratamiento que me disteis en Roma.
El silencio se hizo todavía mayor. El obispo que lo había acompañado, en un intento
de intervenir en favor de Miguel Ángel, dio un paso adelante:
Santidad, debéis ser indulgente con esta casta de artistas. No entienden nada fuera
de su arte, y a menudo carecen de educación.
V
Clarissa estaba de pie, en la puerta abierta a la terraza que daba a la Piazza di San
Martino, recortada su silueta contra el fulgor anaranjado de las lámparas de aceite
que ardían detrás de ella, enmarcado su rostro en la capucha de piel de su túnica
de lana. Se quedaron mirándose uno al otro en silencio. Miguel Ángel recordó la
primera vez que la había visto, cuando ella tenía diecinueve años y era delgada, de
dorada cabellera, ondulante en sus movimientos, que revelaban una delicada
sensualidad. Ahora tenía treinta y un años y se hallaba en la cima de su madurez
física, algo más llena de carnes y tal vez un poco menos centelleante, pero
hermosísima. De nuevo su cuerpo despertó en él aquel inmenso deseo.
— Recuerdo —dijo ella— que la última cosa que le dije fue que «Bolonia está en el
camino a todas partes». Entre.
Lo llevó a una pequeña salita, en donde ardían dos braseros y luego se volvió hacia
él. Miguel Ángel deslizó sus brazos dentro de la túnica. Su cuerpo estaba tibio. La
atrajo hacia sí y besó su boca. Ella murmuró:
— Los artistas nada saben del amor.
La túnica se desprendió y cayó de sus hombros. Clarissa levantó los brazos, soltó
algunas horquillas, y las largas trenzas de oro cayeron hasta su cintura. No había
voluptuosidad en sus movimientos, sino más bien la cualidad que él recordaba tan
bien: dulzura, como si el amor fuera su medio natural.
Más tarde, acostados, uno en brazos del otro, ella le preguntó:
— ¿Ha encontrado el amor?
Luego, satisfecho, retiró la silla de la mesa y se volvió hacia la chimenea para que
las llamas calentasen su rostro y sus manos. Clarissa se sentó a sus pies. El
contacto de su carne, a través de la fina tela, lo quemó más que el calor de los
leños.
— Ninguna otra mujer me ha hecho desearla como usted. ¿Cómo puede explicarse
eso? —dijo.
— El amor no se explica —dijo ella. Se volvió y, arrodillada, lo envolvió con sus
brazos—. Se goza —agregó.
— ¡Qué maravilla! —murmuró él. De pronto rompió a reír—. Estoy seguro de que el
Papa no ha querido hacerme un favor, pero me lo ha hecho... por esta vez.
En la última tarde de la semana, lleno de deliciosa laxitud, incapaz de mover parte
alguna de su cuerpo sin un decidido esfuerzo, olvidado de todas las preocupaciones
del mundo, tomó papel de dibujo, un pedazo de carboncillo y se rió al comprobar
que apenas podía moverlo sobre el papel.
Esforzó su mente para ver a Julio II sentado en el gran trono, con sus blancas
vestimentas. Sus dedos comenzaron a moverse rápidamente. Por espacio de varias
horas dibujó al Papa en una docena de posturas distintas, hasta captar una que le
agradó. La figura aparecía con la pierna izquierda extendida y la mano derecha
doblada hacia atrás, descansando en una base que se alzaba desde el suelo. Uno de
los brazos se tendía hacia adelante, quizás en posición de bendecir. Los ropajes
cubrirían los pies, por lo cual tendría que fundir casi cuatro metros de sólidas telas
de bronce.
A la hora fijada se presentó ante el Pontífice, con sus dibujos. Julio II los contempló
y dio muestras de entusiasmo.
— Como veis, Buonarroti, yo tenía razón. Podéis hacer estatuas de bronce.
— Con vuestro perdón, Santo Padre, esto no es bronce, sino dibujo. Pero haré la
estatua lo mejor que me sea posible, para poder volver a mis mármoles. Y ahora, si
tenéis la bondad de ordenar a vuestro tesorero que me dé algún dinero, compraré
lo necesario para ponerme a trabajar.
El Papa se volvió a messer Carlino, el tesorero papal, y dijo:
— Entregaréis a Buonarroti todo lo que necesite.
Carlino le dio cien ducados que extrajo de un cofre. Miguel Ángel envió un mensaje
VI
Empezó a trabajar impulsado por un furioso deseo de terminar casi antes de
empezar. Lapo y Lotti sabían lo que podía fundirse y le aconsejaron sobre la
estructura técnica del armazón para el modelo de cera y la composición del modelo
ampliado de arcilla. Trabajaron juntos en la fría habitación, que el fuego de
Argiento calentaba sólo en un radio de poco irás de un metro. Cuando llegase el
buen tiempo volvería al patio cerrado de San Petronio. Necesitaría ese espacio
abierto cuando Lapo y Lotti empezasen a construir el gigantesco horno para tundir
la figura de bronce de cuatro metros.
Aldrovandi le envió modelos e hizo correr la voz de que los que más se pareciesen
al Papa Julio II recibirían un salario especial. Dibujó desde el amanecer hasta la
noche. Argiento hacía la limpieza de la casa y cocinaba.
Lotti construyó un pequeño horno de ladrillo para probar cómo se fundían los
metales locales. Y Lapo hacia las compras de provisiones y pagaba a los modelos.
Aunque no consideraba que modelar en arcilla fuese escultura auténtica, pues era
el arte de agregar, estaba aprendiendo también que su carácter no le permitía
realizar un trabajo mediocre. Aunque detestaba el bronce, sabía que tendría que
hacer la estatua del Papa tan buena como se lo permitiesen su talento y habilidad,
aunque para ello tuviese que emplear el doble de tiempo. Era una víctima de su
propia integridad, que le imponía la obligación de hacer siempre lo mejor, incluso
en aquellos casos en que hubiese preferido no hacer nada.
Su único gozo era Clarissa. A pesar de que a menudo trabajaba hasta ya entrada la
noche, siempre se las arreglaba para ir a pasar dos noches por semana con ella.
Llegase a la hora que llegase, siempre encontraba algo que comer junto a la
chimenea, listo para ser calentado.
— No come casi nada —dijo ella un día, al ver que empezaban a notársele los
huesos de las costillas—.
¿Es que Argiento no cocina bien?
— Más que eso es que el tesorero del Papa me ha negado dinero tres de las veces
que se lo he pedido. Dice que mis listas de compra contienen precios que no son
reales; sin embargo, Lapo detalla todo lo que compra.
— ¿No podría venir aquí todas las noches a cenar? Así, por lo menos comería bien
una vez al día.
La abrazó, y besó sus labios húmedos. Ella devolvió el beso. Y agregó:
— Bueno, ahora basta de hablar de cosas serias. En mi casa, quiero que se sienta
completamente feliz.
— Usted cumple sus promesas mucho mejor que el Papa. Espero que él, cuando se
vea reproducido en una estatua de bronce de cuatro metros, quedará tan satisfecho
que me amará también. Sólo de esa manera podré volver a esculpir mis bloques de
mármol.
— ¿Tan exquisitos son?
— No tanto como usted...
El correo llegaba irregularmente por el paso Futa. Miguel Ángel esperaba siempre
con interés noticias de su familia, pero casi lo único que recibía eran solicitudes de
dinero. Ludovico había encontrado una granja en Pozzolático, una propiedad de
buena renta, pero había que pagar una cantidad inmediatamente para tener opción
a ella. Si Miguel Ángel pudiera enviarle quinientos florines..., o aunque sólo fueran
trescientos... De Buonarroto y Giovansimone, que trabajaban juntos en el negocio
de lanas de la familia Strozzi, apenas le llegaba una carta sin una línea que dijese:
«Nos has prometido comprarnos un negocio. Estamos cansados de trabajar para
extraños. Queremos ganar mucho dinero...».
Y Miguel Ángel contestaba: «En cuanto vaya a Florencia los estableceré o haré que
ingresen como socios en alguna empresa ya establecida. Trataré de conseguir
dinero para ese adelanto de la granja. Creo que estaré listo para tundir la estatua
más o menos a mediados de Cuaresma. Rogad a Dios que todo salga bien, pues si
es así creo que me irá bien con el Papa...».
Pasó muchas horas siguiendo al Papa por todas partes para dibujarlo en infinidad
de posturas. Y luego regresaba al taller para modelar en cera o arcilla cada una de
aquellas posturas.
— ¿Cuándo veré algo hecho, Buonarroti? —le preguntó el Papa un día de Navidad,
después de oficiar misa en la catedral—. No sé cuánto tiempo más tendré la corte
aquí. Necesito volver a Roma. Informadme cuando estéis listo, e iré a vuestro
taller.
Alentado por aquella promesa, Miguel Ángel, con la ayuda de Lapo y Lotti, trabajó
día y noche en la construcción del armazón de madera, al que añadió después la
arcilla, poco a poco, a espátula, para crear el modelo sobre el que habría de ser
fundido el bronce. Capturado por el calor de su propia creación, proseguía la tarea
veinte horas diarias, después de lo cual se arrojaba sobre la cama como un muerto,
entre Argiento y Lotti. En la tercera semana de enero, visitó al Papa.
— Si Vuestra Santidad lo desea, podréis venir a mi taller. El modelo está listo para
vuestra aprobación.
VII
Perdió no solamente a Lapo, sino a Clarissa.
El Papa anunció que regresaría a Roma para Cuaresma. Tal decisión dejaba a
Miguel Ángel sólo unas semanas para preparar el modelo de cera y obtener la
aprobación del Pontífice. Sin ayudantes experimentados, sin que le fuera posible
conseguir un fundidor de bronce en Emilia, eso significaba que tendría que trabajar
los días que faltaban sin pensar ni un momento en comer, dormir ni descansar. En
las escasas ocasiones en que podía dejar el trabajo no le quedaba tiempo para
sentarse con Clarissa, charlar amigablemente y contarle lo que estaba haciendo.
Iba tan sólo cuando ya no le era posible contener su pasión, cuando el deseo de
tenerla entre sus brazos lo llevaba ciegamente por las calles para llegar a su casa,
tomarla como con prisa y volver al taller. Clarissa estaba triste y cada vez daba
menos de sí misma en aquellos fugaces contactos, hasta que llegó a no dar nada y
el acto no se parecía en absoluto a la plena dulzura de su amor interior.
Una noche, al retirarse, Miguel Ángel dijo:
— Clarissa, siento mucho esta situación.
Ella levantó los brazos y los dejó caer nuevamente, desesperanzada.
— Los artistas viven en todas partes... y en ninguna —dijo—. Usted está dentro de
esa estatua de bronce. Bentivoglio ha enviado un coche desde Milán a buscarme...
Unos días después, el Papa visitó el taller por última vez, aprobó el modelo
definitivo, bendijo a Miguel Ángel y dio orden al banquero boloñés Antonmaria da
Lignano de que le continuase pagando los importes de sus gastos.
Necesitaba desesperadamente un fundidor de bronce y escribió de nuevo al heraldo
de la Signoria, pidiéndole que le enviase al maestro Bernardino, el mejor de
Toscana. El heraldo contestó que Bernardino estaba conforme en ir, pero que no
podría hacerlo antes de unas semanas.
Un calor fuera de estación se precipitó sobre la ciudad a principios de marzo,
agostando las cosechas de primavera. Bolonia la Gorda se convirtió en Bolonia la
Flaca. Siguió una plaga, que se propagó a más de cuarenta familias en unos pocos
días. Las personas que caían en las calles eran abandonadas allí, pues nadie se
atrevía a tocarlas. Miguel Ángel y Argiento trasladaron el taller de la cochera al
patio abierto de San Petronio, donde por lo menos corría alguna brisa.
El maestro Bernardino llegó en otra racha de fuerte calor, en mayo. Aprobó el
modelo de cera que había preparado Miguel Ángel y construyó un tremendo horno
de ladrillo en el centro del patio. Siguieron algunas semanas de experimentos.
Miguel Ángel estaba impaciente por fundir la estatua y volver a casa.
— No podemos apresurarnos —aconsejó Bernardino—. Un paso en falso, sin previos
ensayos, y a lo mejor todo nuestro trabajo se arruina.
¡No podían apresurarse! Pero hacia ya más de dos años que había entrado al
servicio del Papa. Había perdido su casa, sus años, sin poder ahorrar ni un escudo.
Leyó nuevamente la carta que recibió de su padre aquella mañana, pidiéndole
fugazmente por los resplandores de los cohetes. No sentía nada. Ni siquiera alivio.
Estaba seco, vacío, demasiado extenuado por la larga espera y pérdida de tiempo
para preguntarse siquiera si, por fin, había conquistado su libertad.
Le quedaban exactamente cuatro florines y medio. Al amanecer, llamó a la puerta
de Aldrovandi para despedirse de él. Su amigo le prestó un caballo, como lo había
hecho ocho años antes.
VIII
En los pocos días transcurridos desde su regreso a Florencia, se enteró de cómo
Soderini tenía excelentes motivos para estar satisfecho de sí mismo: por mediación
de su embajador ambulante, Niccolo Machiavello, Florencia había concertado una
serie de tratados de amistad que permitirían a la ciudad—estado vivir en paz y
prosperar.
— Todas las informaciones que recibimos de Bolonia y del Vaticano nos dicen que el
Papa está encantado... —dijo a Miguel Ángel.
— Gonfaloniere, los cinco años que pasé esculpiendo el David, la Madonna para
Brujas y los medallones fueron los más felices de mi vida. Sólo ansío una cosa:
volver a esculpir mármol.
— La Signoria sabe expresar su gratitud. Se me ha autorizado a ofrecerle un
encargo hermoso: un gigantesco Hércules, que haga juego con su David. Con una
de esas figuras a cada lado de la portada principal del Palazzo della Signoria, la
nuestra será la entrada al edificio de gobierno más noble del mundo.
Miguel Ángel no pudo responder, porque se le había hecho un nudo en la garganta.
¡Un gigantesco Hércules! Aquello representaba todo cuanto tenía de más potente y
hermoso la cultura clásica de Grecia. Se le brindaba la oportunidad de establecer el
eslabón que uniría a Pericles y Lorenzo de Medici, a la vez que avanzar en sus
primitivos experimentos con una estatua de Hércules. Temblaba de emoción.
— ¿Podría conseguir que se me devolviese mi casa y mi taller para esculpir esa
estatua? —preguntó.
— Ahora está alquilada, pero el contrato expira pronto. Le cobraré ocho florines
mensuales de alquiler. Cuando comience a esculpir los apóstoles, la casa será suya
otra vez.
— En ella viviré y esculpiré el resto de mi vida. ¡Que Dios oiga estas palabras mías!
Soderini le preguntó, ansioso:
— ¿Y qué hay de los mármoles de la tumba del Pontífice, en Roma?
— Ya he escrito a Sangallo, quien le ha informado al Papa de que sólo volveré a
Roma para modificar el contrato y traerme a Florencia los bloques. Los trabajaré
todos a la vez: Moisés, Hércules, San Mateo, los Cautivos...
— Ha llegado el momento de que consiga liberarlo de la tutela paterna, Miguel
Ángel —dijo Soderini—. Quiero que él lo acompañe a un notario para firmar su
emancipación legal. Hasta ahora, el dinero que ha ganado ha sido legalmente de su
padre. Después de la emancipación, será suyo y podrá manejarlo. Lo que dé
entonces a su padre será un regalo, no una obligación.
Miguel Ángel conocía todos los defectos de Ludovico, pero lo amaba y compartía
con él el orgullo del apellido familiar, el deseo de reconquistar su antiguo lugar en
la sociedad de Toscana. Movió la cabeza lentamente, en un gesto negativo.
No servirá de nada, gonfaloniere. De todas maneras, tendría que darle el dinero,
aunque fuese mío.
— Obtendré una audiencia con el notario —insistió Soderini—. Ahora, respecto del
mármol para el Hércules, le escribiré a Cuccarello, el dueño de la cantera,
informándole de que debe entregarle el bloque mayor y más puro que sea posible
conseguir en todas las canteras.
Cuando regresaron del notario, Ludovico dijo con lágrimas:
Miguel Ángel, ¿nos abandonarás ahora? Prometiste a Buonarroto y Giovansimone
que les instalarías una casa de comercio. Necesitamos comprar más granjas para
aumentar nuestros ingresos...
— Haré siempre cuanto pueda por la familia, padre. ¿Qué otra cosa tengo? Mi
trabajo y mi familia.
Reanudó sus amistades en la Compañía del Crisol. Rosselli había muerto, Botticelli
estaba demasiado enfermo para asistir a las reuniones, por lo cual se habían
elegido nuevos miembros jóvenes, entre ellos Ridolfo Ghirlandaio, Sebastiano da
Sangallo, Franciabigio, Jacopo Sansovino y Andrea del Sano, un brillante pintor.
Granacci había terminado dos trabajos que le ocuparon varios años: Madonna Con
San Juan niño y San Juan evangelista en Patmos.
IX
Sus ojos se desorbitaron al ver los bloques de mármol tirados en la plaza,
descoloridos por la lluvia y la tierra.
— El Santo Padre lo espera —dijo Sangallo, tomándolo de un brazo.
Una vez en el gran salón del trono, avanzó hacia el Pontífice, y al pasar saludó con
ligeras inclinaciones de cabeza a los cardenales. El Papa lo vio y dijo:
— ¡Ah! Buonarroti, habéis vuelto a nosotros. ¿Estáis satisfecho con la estatua de
Bolonia?
— Nos traerá honor —dijo Miguel Ángel.
— Cuando yo os brindé esa espléndida oportunidad, exclamasteis: «¡Esa no es mi
profesión!». Ahora ya veis cómo la habéis convertido en vuestra profesión, al crear
una hermosa estatua de bronce.
— Sois generoso, Santo Padre...
— Y tengo la intención de seguir siéndolo. Voy a honraros por encima de todos los
maestros de pintura de Italia. He decidido que sois el mejor artista para completar
la obra empezada por vuestros coterráneos Botticelli, Ghirlandaio y Rosselli, a quien
yo mismo contraté para pintar el friso de la Capilla Sixtina. Os confío ahora el
encargo de completar la capilla de mi tío Sixto, pintando su techo.
Miguel Ángel se quedó aturdido. Había pedido a Sangallo que aclarase ante el Papa
que sólo regresaría a Roma para esculpir las esculturas de la tumba.
— ¡Pero yo soy escultor! — exclamó con pasión.
¡Me ha costado menos conquistar Perugia y Bolonia que someteros a vos! —clamó
el Santo Padre moviendo la cabeza con desesperación.
— Yo no soy un Estado Papal, Santo Padre. ¿Por qué perdéis vuestro precioso
tiempo en tratar de dominarme?
¿Dónde habéis recibido vuestra educación religiosa, que osáis poner en duda el
juicio de vuestro Pontífice? —dijo Julio II mirándolo iracundo.
— Como dijo en Bolonia el obispo, Santidad, no soy más que un pobre artista
ignorante, sin educación.
— Entonces, podréis esculpir vuestra obra maestra en un calabozo de Sant'Ángelo.
— Eso os aportaría muy pocos honores, Santo Padre —dijo Miguel Ángel apretando
los dientes—. El mármol es mi profesión. Permitidme que esculpa. Muchos serían
los que vendrían a ver mis estatuas y bendecirían a Vuestra Santidad por haberlas
hecho posibles.
— Oídme, Miguel Ángel —dijo el Pontífice con un gesto de impaciencia mal
reprimida—. Mis informantes de Florencia describen vuestro panel para la Signoria
como «la escuela del mundo»...
— ¡Fue un accidente, nada más que un accidente! —exclamó Miguel Ángel,
desesperado—. ¡Estoy seguro de que jamás podría repetirse! ¡Fue sólo una
diversión para mí!
— Bene. Entonces, divertíos ahora para la Sixtina. ¿O debo creer que estáis
dispuesto a pintar para un salón florentino y no para la capilla papal?
— Santidad —exclamó entonces uno de los cortesanos armados—. Decid una sola
palabra y colgaremos a este presuntuoso florentino de la torre di Nona.
El Papa miró furiosamente a Miguel Ángel, que estaba de pie ante él, desafiante.
Los ojos se encontraron y los dos sostuvieron la mirada, inmóviles. Luego, una
levísima sonrisa apuntó en los severos labios del Pontífice.
— Este presuntuoso florentino, como lo llamáis —dijo Julio II—, fue descrito hace
diez años por Jacopo Galli como el más grande de los escultores de Italia. Y lo es.
Si yo hubiera deseado arrojarle como alimento a los buitres, ya lo habría hecho
hace mucho. —Se volvió hacia Miguel Ángel—. Buonarroti —agregó con el tono de
un exasperado, pero amante, padre—, pintaréis los doce apóstoles en el techo de la
Sixtina y decoraréis la bóveda con los diseños tradicionales. Por ese trabajo os
pagaremos tres mil ducados grandes de oro. Además, pagaremos, con agrado, los
gastos y salarios de los cinco ayudantes que vos mismo elegiréis. Cuando hayáis
terminado, tenéis desde ahora mismo la promesa de vuestro Pontífice de que
volveréis a esculpir mármoles. Y ahora, hijo mío, retiraos.
Miguel Ángel se arrodilló y besó el anillo papal. Luego dijo:
— Será como lo deseáis, Santo Padre.
Más tarde, llegó a la entrada principal de la Capilla Sixtina. Sangallo iba con él,
triste y cabizbajo.
— ¡Todo esto es culpa mía! — exclamó—. Persuadí al Papa de que se hiciese
construir una tumba monumental y de que lo llamara para esculpirla. ¡Y lo único
que ha sacado de todo esto es dolor!
— ¡Intentó ayudarme!
Sangallo no pudo reprimir el llanto y Miguel Ángel le puso un brazo sobre los
hombros, mientras decía:
— ¡Pazienza, caro! De alguna manera saldremos de esta situación. Y ahora,
explíqueme este edificio. ¿Por qué fue construido así?
Sangallo le explicó que cuando fue terminado, originalmente, el edificio se parecía
más a una fortaleza que a una capilla. Como el Papa Sixto había tenido la intención
de usarlo como defensa del Vaticano en caso de guerra, la parte superior se coronó
con un bastión abierto desde el que los soldados podrían disparar cañones y dejar
caer grandes piedras sobre los atacantes. Cuando el vecino Sant’Angelo fue
reforzado como fortaleza, adonde podía llegarse por un pasadizo de altos muros
desde el palacio papal, Julio II ordenó a Sangallo que extendiese el techo de la
Capilla Sixtina para que cubriese el almenado parapeto. Las dependencias
destinadas a los soldados, sobre la bóveda que Miguel Ángel tenía que pintar,
estaban ahora abandonadas. Una intensa luz solar se filtraba por las tres altas
ventanas e iluminaba los magníficos frescos de Botticelli y Rosselli. Las paredes
laterales, de cuarenta metros de longitud, estaban divididas en tres zonas en su
extensión hacia la bóveda, que se veía veinte metros y cuarenta centímetros más
arriba. La parte inferior estaba cubierta de tapices. El friso de frescos llenaba las
partes intermedias. Sobre los frescos había una cornisa modelada horizontalmente
que sobresalía unos sesenta centímetros de la pared. En la parte superior estaban
las espaciadas ventanas; y a ambos lados de cada una, los retratos de los papas.
Miguel Ángel echó la cabeza hacia atrás, para mirar el área que debía decorar.
Varias pechinas emergían del tercer plano de la pared y ascendían a la bóveda
curvada. Estaban apoyadas en pilares cuyos extremos se hundían en el tercer piso.
Aquellas pechinas, cinco en cada pared y una en cada extremo, constituían las
zonas en las que tenía que pintar los doce apóstoles. Sobre cada ventana había un
luneta semicircular.
De inmediato comprendió, con horror, el motivo del encargo que se le había hecho.
No era pintar magnánimamente el techo para complementar los primitivos frescos,
sino más bien ocultar, disimular los soportes estructurales que significaban una
brusca transición entre la tercera parte superior de la pared y la bóveda barrilada.
Los apóstoles no debían ser creados por ellos mismos, sino para que la mirada de la
gente fuese atrapada por ellos y, de esa manera, desviada de aquellas horribles
divisiones arquitectónicas. Como artista, él se había convertido, no sólo en un
simple decorador, sino en eliminador de las torpezas de otros hombres.
X
Volvió a casa de Sangallo y pasó el resto del día escribiendo cartas: a Argiento,
pidiéndole que partiese cuanto antes para Roma; a Granacci, rogándole que se
uniese a él para hacerse cargo de organizarle una bottega; a los Topolino,
preguntándoles si conocían algún buen cantero dispuesto a ayudarlo con los
bloques de mármol. A la mañana siguiente llegó un paje del Papa informándole de
que la casa en la que habían estado depositados dos años sus primeros bloques de
mármol estaba todavía a su disposición. Algunos de los bloques más chicos habían
sido robados.
No pudo encontrar a Cosimo, el carpintero. Esa tarde, él y Rosselli examinaron la
casa, que estaba desocupada desde que él la dejara tan bruscamente dos años
atrás.
En mayo firmó su contrato para la Capilla Sixtina y le fueron entregados quinientos
ducados grandes de oro. Tomó un muchacho romano para que cuidara la casa, pero
lo despidió al comprobar que lo robaba. Otro muchacho que tomó hizo lo mismo.
Granacci llegó al terminar la semana.
— ¡Jamás me he alegrado tanto de ver a una persona! —exclamó Miguel Ángel—.
Tienes que ayudarme a escribir una lista de ayudantes.
¡No tan deprisa! —rió Granacci—. Esta es mi primera visita a Roma y quiero ver lo
que es digno de verse.
— Mañana te llevaré al Coliseo, los Baños de Caracalla, el Capítol, no...
— Todo a su debido tiempo. Esta noche quiero visitar los lugares alegres, las
tabernas de las que tanto he oído hablar.
— Me gustaría reunir a los pintores con quienes trabajamos en la bottega de
Ghirlandaio: Bugiardini, Tedesco, Cieco, Baldinelli, Jacopo...
— Bugiardini vendrá. Tedesco también, aunque creo que no sabe mucho más de
pintura ahora que cuando estaba en la bottega. Jacopo va a cualquier parte,
siempre que no le cueste nada. Pero Cieco y Baldinelli... no sé si siguen dedicados a
la pintura.
¿A quiénes podemos conseguir?
— A Sebastiano da Sangallo. Se considera discípulo tuyo. Todos los días va a copiar
algún detalle de Los bañistas. Tendré que pensar en un quinto. No es fácil
conseguir cinco pintores que estén libres simultáneamente.
— Voy a darte una lista de colores que hay que comprar. Estos colores romanos no
sirven para nada.
Voy sospechando —dijo Granacci— que en Roma no hay una sola cosa que te
guste.
— Me pasa lo mismo que a todos los demás florentinos.
— Pues yo seré la excepción. He oído hablar de las sofisticadas y hermosas
cortesanas y de las suntuosas villas que tienen. Ya que tengo que quedarme aquí
para ayudarte a preparar la bóveda, voy a buscarme una amante excitante.
Una carta le trajo la noticia de que su tío Francesco había muerto. La tía Cassandra,
después de vivir con la familia durante cuarenta años, se había trasladado a la casa
de su familia, y acababa de iniciar juicio contra los Buonarroti para obligarlos a
devolver su dote y pagar las deudas de Francesco. Le causó tristeza la muerte del
cardenales. Luego venía el altar y el trono para el Papa. En la pared del fondo
estaba el fresco de La Asunción, original de Perugino. Las paredes eran gruesas y
muy fuertes.
Podrían resistir cualquier presión por fuerte que fuese. Si él construía el andamio
con tablones sólidamente calzados contra los muros, cuanto más grande fuese el
peso colocado sobre el andamio, mayor sería la presión y más segura quedaría su
estructura. El problema era cómo afirmar los extremos de los tablones, puesto que
no podía abrir nichos en las paredes. De pronto recordó la cornisa que sobresalía.
No sería suficientemente fuerte como para resistir el peso del andamio y de los
hombres, pero podría brindar el calce necesario para los tablones.
— Tal vez resulte —dijo Piero Rosselli, que a menudo tenía que construir sus
propios andamios. Dirigió a Mottino en la tarea de sujetar los tablones y construir el
puente. Ambos lo probaron y luego hicieron subir uno a uno a todos los carpinteros.
Cuanto mayor era el peso en la armazón transversal, más fuerte resultaba el
andamio.
Argiento escribió diciendo que no podía abandonar la granja de su hermano hasta
después de las cosechas. Granacci tampoco había podido reunir el personal de
ayudantes por carta.
— Tendré que ir a Florencia y ayudarles a terminar los trabajos que están
realizando —dijo—. Quizá tarde un par de meses, pero te prometo que volveré con
todos los que deseas.
— Mientras tanto, yo haré los dibujos. Cuando vuelvas, empezaremos a pintar —
contestó Miguel Ángel.
Llegó el verano. Era imposible respirar. La mitad de la ciudad enfermó. Rosselli, su
único compañero durante aquellos días agobiantes, huyó a las montañas. Miguel
Ángel subía al andamio al amanecer y pasaba los sofocantes días dibujando
modelos a escala de las doce pechinas en las que serían pintados los apóstoles. A
media mañana la bóveda era un verdadero horno y él se ahogaba de calor. Dormía
como si estuviese bajo los efectos de un narcótico y luego, al llegar la noche,
trabajaba en el jardín, ideando diseños para los casi seis mil pies cuadrados de cielo
y estrellas que había que revocar y embellecer de nuevo.
Los días y semanas de intenso calor pasaron. Llegó Michi, el cantero de Settignano
que su padre le había encontrado en Florencia y que deseaba visitar Roma. Tenía
unos cincuenta años y sabía cocinar algunos de los platos comunes en su pueblo.
Antes de su llegada, Miguel Ángel pasó muchos días a pan y un poco de vino.
En septiembre llegó Granacci, quien traía a remolque toda una bottega de
ayudantes. Miguel Ángel vio, risueño, cómo habían madurado aquellos ex
aprendices: Jacopo seguía delgado, fuerte, con sus ojos negros, que hacían juego
con el resto de sus cabellos; Tedesco, que lucía una revuelta barba, más
intensamente rojiza que su pelo y estaba más gordo; Bugiardini, siempre con su
cara de luna llena y sus grandes ojos, mostraba una incipiente calvicie que parecía
una tonsura; Sebastiano da Sangallo, nuevo en el grupo, se había tornado muy
serio desde que Miguel Ángel lo había visto, lo que le valió el sobrenombre de
Aristóteles; Donnino, el único a quien Miguel Ángel no conocía, había sido llevado
por Granacci porque «es un gran dibujante, el mejor del lote». Tenía cuarenta y dos
años. Aquella noche la nueva bottega realizó una reunión. Granacci hizo llevar unas
botellas de vino blanco Frascati y una docena de fuentes de comida de la Trattoria
Toscana.
Miguel Ángel compró una segunda cama en el Trastevere. El, Bugiardini y Sangallo
durmieron en la habitación contigua al taller, mientras Jacopo, Tedesco y Donnino
lo hicieron en la que daba al vestíbulo. Bugiardini y Sangallo salieron a comprar
caballetes y tablones, con los que fabricaron una mesa de trabajo en la que podían
trabajar los seis juntos.
La bottega comenzó a trabajar en serio. Miguel Ángel extendió en la mesa sus
dibujos de todo el techo a escala. Las grandes pechinas de cada extremo de la
capilla las reservó para las figuras de San Pedro y San Pablo; en las cinco más
pequeñas, a un lado, irían las de Mateo, Juan y Andrés. En la pared opuesta se
pintarían las de Jaime el Grande, Judas Tadeo, Felipe, Simón y Tomás.
En la primera semana de octubre, la casa era ya un caos, porque nadie pensaba ni
siquiera en hacer una cama, lavar un plato o barrer el suelo. Argiento llegó de
Ferrara y se mostró entusiasmado al enterarse de que tendría seis compañeros en
la casa. Inmediatamente se puso a fregar suelos, cocinar y limpiar todas las
habitaciones.
Miguel Ángel asignó una división en la bóveda a cada uno de sus seis ayudantes. El
XI
El grupo trabajó bien como equipo. Michi mezclaba el revoque en el andamio,
después de subir las bolsas por la escalera. Rosselli extendía hábilmente el revoque
en la superficie a pintar. Y hasta Jacopo trabajaba intensamente para copiar los
colores en los bocetos, preparados ya por Bugiardini.
Cuando la pintura había tenido tiempo de secarse, Miguel Ángel volvía solo a la
capilla para estudiar el resultado de la labor del día. Terminada ya una séptima
parte de la bóveda, podía ver lo que sería todo el techo cuando hubiesen pintado el
resto. Se alcanzaría el objetivo que perseguía el Papa. Nadie encontraría los
obstáculos de las lunetas vacíos. Los apóstoles en sus tronos y el enorme espacio
cubierto de diseños de brillantes colores ocultarían todos los defectos y distraerían
la atención de quienes mirasen.
Pero ¿y la calidad del trabajo? Miguel Ángel no podía producir más que lo mejor de
que era capaz: crear mucho más allá de su capacidad y habilidad, porque no podía
conformarse con nada que no fuese fresco, nuevo, diferente.
Jamás había cedido un ápice en cuanto a la calidad. Su integridad de hombre y
artista era la roca sobre la cual estaba construida toda su vida. Ahora no podía
negar que la calidad de aquel trabajo era mediocre. Y así se lo dijo a Giuliano da
Sangallo.
— Nadie lo culpará —respondió el arquitecto—. El Papa le ha dado este trabajo, y
usted hizo lo que él le ordenó. ¿Quién podría hacer otra cosa?
— Yo. Si termino este techo tal como va, me despreciaré a mí mismo.
— ¿Por qué se empeña en tomar las cosas tan en serio?
— Si hay una cosa que sé perfectamente es que, cuando tengo un martillo y un
cincel en las manos, necesito toda la seguridad de que no puedo hacer nada mal.
Necesito mi propia dignidad. Una vez que descubriese que podría contentarme con
un trabajo inferior, habría terminado como artista.
Tuvo ocupada a toda la bottega haciendo los dibujos para la parte siguiente del
techo. No dijo nada a nadie del dilema en que estaba. Sin embargo, una crisis era
inminente. Sólo faltaban diez días para aplicar el siguiente panel con el tamaño
montaña más distante que alcanzaba a ver. Y al subir el astro por el cielo, la
campagna cobró vida con unos pálidos rosas y oscuros marrones. Allá, en la
distancia, estaba Roma, a la que alcanzaba a ver claramente. Más allá y hacia el
sur, se extendía el mar Tirreno, Verde bajo el azul del cielo invernal. Todo el paisaje
estaba inundado de luz; bosques, sierras que iban descendiendo a sus pies, colinas,
poblaciones, fértiles llanuras, somnolientas granjas, aldeas de piedra, caminos de
montaña que llevaban a Roma, y el mar, un barco en el agua...
Pensó reverente: «¡Qué artista maravilloso fue Dios cuando creó el universo!
Escultor, arquitecto, pintor, que concibió originalmente el espacio y lo llenó con
todas estas maravillas...».
Y de pronto, se iluminó su cerebro y supo, tan claramente como podía haber sabido
algo en su vida, que nada podría bastarle para su bóveda más que el mismo
Génesis, una nueva creación del Universo. ¿Qué obra de arte más noble podría
haber que la creación por Dios del sol y la luna? La tierra y el agua, la creación del
hombre y después de la mujer. El crearía el mundo en aquel techo de la Capilla
Sixtina, como si se estuviese creando por primera vez. ¡Aquél sí que era un tema
que conquistaría la bóveda!
XII
Pidió al chambelán Accursio si podía hablar a solas con el Papa unos instantes. El
chambelán concertó la entrevista para la última hora de la tarde. El Papa estaba
sentado en el pequeño salón del trono, acompañado por un solo secretario. Miguel
Ángel se arrodilló ante él:
— Santo Padre —dijo—. He venido a hablaros sobre la bóveda de la Capilla Sixtina.
— ¿Sí, hijo mío?
— No hice más que terminar de pintar una parte, cuando me di cuenta de que la
obra no saldría bien.
— ¿Por qué?
— Porque la colocación de los apóstoles surtirá un efecto desfavorable. Ocupan un
área demasiado pequeña del total del techo, y se pierden.
— Pero hay otras decoraciones.
— Las he comenzado, como ordenasteis. Y con ellas los apóstoles aparecen más
empequeñecidos.
— ¿Es vuestro sincero juicio que, al final, el techo producirá un efecto pobre?
— He meditado mucho sobre esto, Santo Padre, y ésa es mi honesta opinión. No
importa que el techo esté bien pintado; no nos aportará muchos honores.
Cuando habláis tranquilamente, como ahora, Buonarroti, adivino la verdad en vos.
Y, al mismo tiempo, sé que no habéis venido a verme para abandonar el trabajo.
— No, Santo Padre. He ideado una composición que cubrirá de gloria todo ese
techo.
— Tengo confianza en vos, así que no os preguntaré qué representa ese nuevo
diseño vuestro. Pero iré a menudo a la Capilla para observar vuestro progreso. ¿Os
vais a empeñar en un trabajo tres veces mayor?
— Sí, Santo Padre; tres, o cinco veces mayor.
El Pontífice se levantó y paseó unos instantes por el pequeño salón.
Luego se detuvo ante Miguel Ángel.
— Pintad el techo como queráis.
No podemos pagaros cinco veces el precio original de tres mil ducados, pero lo
doblaremos a seis mil.
La tarea que tenía ahora ante sí era más delicada y difícil. Tenía que decirle a
Granacci que la bottega quedaba disuelta y que los ayudantes tendrían que
volverse a Florencia.
— Retendré a Michi para que me prepare los colores y a Rosselli para preparar la
pared. El resto tendré que hacerlo yo solo.
Granacci se mostró asombrado:
— Nunca creí —dijo— que pudieras manejar una bottega como lo hacía Ghirlandaio,
pero quisiste probar y te ayudé... Pero trabajar solo encima de ese andamio para
crear de nuevo la historia del Génesis te llevará por lo menos cuarenta años.
— No, más o menos cuatro. Pero... mira, Granacci, yo soy un cobarde. No puedo
decírselo a los otros. ¿Me harías el favor de decírselo tú?
Volvió a la Capilla Sixtina y miró la bóveda con ojos más penetrantes. La estructura
arquitectónica no se acomodaba a su nueva visión. Necesitaba una nueva bóveda,
un techo completamente distinto que diera la impresión de haber sido construido
únicamente con el propósito de exponer allí sus frescos. Pero decidió no volver al
completo la capilla. Esa fuerte cornisa arquitectónica serviría como marco interior
aglutinador para encerrar sus nueve historias centrales. A cada lado de los tronos
se vería un niño de mármol y sobre ellos, encerrando los paneles en los rincones, la
gloriosa juventud masculina del mundo: veinte figuras desnudas, de cara a los
paneles menores.
Argiento llegó hasta él, con los ojos llenos de lágrimas.
— ¿Qué te sucede? —preguntó Miguel Ángel.
— Ha muerto mi hermano.
— Lo siento, Argiento —dijo Miguel Ángel, poniéndole un brazo sobre el hombro.
— Tengo que volver a casa. La granja familiar es mía ahora. Tengo que trabajarla.
Mi hermano ha dejado hijos pequeños. Seré un contadino. Me casaré con la viuda
de mi hermano para criar a los niños.
— Pero no te gusta vivir allí, en la granja.
— Usted estará ahí arriba, en ese andamio, mucho tiempo, y a mí no me gusta la
pintura.
— ¿Cuándo partirás?
— Hoy, después de comer.
— Te echaré de menos, Argiento.
Le pagó lo que le debía: treinta y siete ducados de oro. Aquello lo dejó casi sin
fondos. No había recibido dinero alguno del Papa desde mayo, nueve meses antes.
No podía ni siquiera pensar en pedir más fondos al Pontífice hasta que hubiese
terminado una parte importante del techo. Pero al mismo tiempo, ¿cómo iba a
pintar ni siquiera un panel completo hasta que hubiese diseñado toda la bóveda?
Eso significaba meses de dibujo antes de poder empezar a pintar su primer fresco.
Y ahora, cuando iba a estar más apremiado de trabajo, no tendría quien le cocinase
o le limpiase la casa.
Tomó su sopa de verduras en la silenciosa vivienda, recordando los meses en que
había estado tan ruidosa y alegre. Ahora no habría en ella ruidos ni voces, pero allá
arriba, en el andamio, él se sentiría más solo todavía.
XIII
Comenzó por el Diluvio, un gran panel situado a la entrada de la capilla. Para marzo
ya tenía el dibujo listo para ser transferido al techo. El invierno no había aflojado
todavía. La capilla estaba fría como el hielo. Un centenar de braseros no podrían
calentar ni las partes más bajas.
Rosselli, que partió para Orvieto, contratado para un trabajo provechoso, había
adiestrado a Michi en la mezcla del revoque y el método de aplicarlo. Miguel Ángel
no estaba satisfecho con el color oscuro producido por la pozzolana, y le agregó
más cal y mármol molido. Luego, él y Michi se encaramaron a las tres plataformas
construidas por Rosselli para poder revocar y pintar la parte superior de la bóveda.
Michi extendió una capa de intonato y luego colocó el dibujo, que Miguel Ángel usó,
fijándolo por medio de carboncillo y ocre rojizo para unir las líneas.
Michi descendió y se puso a trabajar en la mezcla de colores.
Miguel Ángel estaba ahora en lo alto de la plataforma, a unos veinte metros de
altura sobre el suelo. Tenía trece años cuando subió por primera vez al andamio en
Santa María Novella. Ahora tenía treinta y cuatro y, como entonces, sufría vértigo.
Se volvió y tomó uno de los pinceles, cuyos pelos apretó entre los dedos, mientras
recordaba que tenía que mantener líquidos los colores a esa hora temprana de la
mañana.
Pintaba con la cabeza y los hombros pronunciadamente echados para atrás,
mientras sus ojos miraban hacia arriba. La pintura goteaba sobre su cara. Se le
cansaban enseguida la espalda y los brazos debido a la tensión de tan forzada
postura. Durante la primera semana permitió a Michi que extendiese sólo pequeñas
zonas de intonato cada día, pues procedía con suma cautela, experimentalmente.
Sabía que, a ese paso, el cálculo de cuarenta años hecho por Granacci estaría más
cerca de la verdad que los cuatro calculados por él. Sin embargo, aprendía
conforme iba avanzando en el trabajo. Su panel de vida y muerte en violenta acción
tenía poco o nada en común con los de Ghirlandaio, que a él le parecían carentes
de vida. Se conformaba con ir tanteando lentamente, hasta que sintiera que
dominaba aquel medio.
Al finalizar la primera semana, se levantó un fuerte y helado viento norte. Miguel
Ángel se dirigió a la Capilla, se encaramó al andamio y al llegar a la plataforma
superior vio con espanto que todo el panel estaba arruinado. El revoque y la pintura
no secaban. Por el contrario, goteaban incesantemente por los bordes y aquella
XIV
Quería que el Papa viese la Sibila de Delfos y el profeta Joel en sus tronos, como
buenos ejemplos de las figuras que rodearían a los paneles centrales.
Julio II se encaramó por la escala del andamio y contempló atentamente los
cincuenta y cinco hombres, mujeres y niños, de algunos de los cuales se veían
solamente las cabezas y hombros, pero en su mayoría presentados totalmente.
Comentó la magnífica belleza de la Sibila de Delfos y le hizo algunas preguntas
sobre lo que iba a pintar en las otras áreas. Por fin dijo:
— ¿El resto del techo será tan bueno como este panel?
— Debe resultar mejor, Santo Padre, pues sigo aprendiendo en lo referente a la
perspectiva apropiada a esta altura.
— Estoy satisfecho de vos, hijo mío. Ordenaré que el tesorero os entregue otros
quinientos ducados.
Ahora ya podía enviar dinero a su casa, comprar alimentos y los materiales que
necesitaba para seguir trabajando. Transcurrirían así unos meses tranquilos,
durante los cuales podría pintar El Paraíso, Dios crea a Eva y luego el corazón
mismo del techo: Dios crea a Adán.
Pero los meses siguientes no tuvieron nada de tranquilos. Advertido por su amigo el
chambelán Accursio de que su Piedad era sacada de San Pedro para que el ejército
de dos mil quinientos obreros de Bramante pudiera remodelar la pared sur de la
Basílica y hacer sitio para el primero de los entrepaños de pared, subió a saltos la
larga escalera y conprobó que la Piedad había sido llevada ya a otra pequeña
capilla... por suerte sin daño para la escultura. Después, incrédulo, con una
sensación de angustia en la boca del estómago, vio cómo caían en pedazos las
antiguas columnas de mármol y granito, y como los obreros sacaban los
escombros. Monumentos construidos en la pared sur se vinieron abajo al
derrumbarse la misma. ¡Y habría costado tan poco llevarlos a otro lugar sin que
sufrieran daño alguno!
Que él supiera, nadie tenía llave de la Capilla Sixtina más que el chambelán
Accursio y él. Miguel Ángel había insistido en ello, para que nadie pudiera espiar su
trabajo o irrumpir en su aislamiento. Mientras pintaba un día el profeta Zacarías en
su enorme trono tuvo la sensación de que alguien visitaba la Capilla durante la
noche. No poseía prueba tangible alguna, pero adivinaba que las cosas no estaban
exactamente igual a como él las había dejado. Alguien subía por la escala durante
su ausencia.
Michi se ocultó aquella noche y le informó que los visitantes eran Bramante y,
según creía, Rafael. Bramante tenía una llave, por lo visto. Iban allí después de
medianoche. Miguel Ángel se enfureció. Antes de que su bóveda estuviera completa
y abierta al público, Rafael pintaría sus obras copiando su técnica. Así sería Rafael
protección.
Bendijo a Miguel Ángel y salió de la habitación. Miguel Ángel miró a Giulio, quien
dio un paso hacia él y le habló cálidamente:
— El cardenal considera que necesita usted de su bondad.
— ¿En qué forma?
— Bramante le desacredita a usted allá donde va. Si se convierte en un íntimo de
esta casa, el cardenal, sin decir una palabra a Bramante, silenciará a sus
detractores.
Miguel Ángel estudió un instante el hermoso rostro de Giulio y, por primera vez,
sintió simpatía hacia él, de la misma manera que Giulio le estaba ofreciendo,
también por primera vez, su amistad.
Ascendió la tortuosa senda hasta la cima del cenáculo y desde allí contempló los
tejados y terrazas de Roma. El Tíber atravesaba la ciudad como una continua «S».
Se preguntó si podría unirse al séquito del cardenal Giovanni y pintar al mismo
tiempo la Capilla Sixtina. Estaba agradecido a Giovanni por su deseo de ayudarlo, y
él necesitaba ciertamente ayuda. Pero aun cuando no estuviese trabajando día y
noche, ¿cómo podía convertirse en un dependiente del cardenal? Los años eran tan
cortos, las frustraciones tan numerosas, que a no ser que trabajase al máximo de
su capacidad jamás lograría reunir un volumen de obra inportante. ¿Cómo podía
pintar varias horas por la mañana, ir a los baños, dirigirse a la residencia de
Giovanni, conversar cortésmente con varias docenas de invitados y consumir una
deliciosa cena que se prolongaría varias horas?
El cardenal Giovanni lo escuchó atentamente cuando le expresó su gratitud y le dio
las razones por las cuales no podía aceptar su ofrecimiento.
— ¿Por qué le es imposible, cuando Rafael lo hace con tanta facilidad? —preguntó
Giovanni—.
También él produce una gran cantidad de trabajo de alta utilidad, a pesar de lo cual
cena todas las noches en un palacio distinto, sale con sus amigos, va a los
teatros... ¿Por qué él sí y usted no?
Sinceramente, ignoro la respuesta, Eminencia. Yo trabajo desde el amanecer hasta
la noche, y después a la luz de una vela o una lámpara. Para mí, el arte es un
tormento, doloroso cuando sale mal, delicioso cuando todo va bien, pero siempre
XV
Volvió a su andamio, decidido a que nada lo distrajera en adelante, ni las
dificultades en Roma, ni las de Florencia. Sus bocetos para la bóveda estaban casi
terminados y en ellos figuraban trescientos hombres, mujeres y niños, todos ellos
imbuidos de la potencia de la vida, como los vivos que caminaban por la tierra. La
fuerza para crearlos tenía que proceder de su interior.
Necesitaría días, semanas, meses, de diabólica energía para dar a cada personaje
individual una anatomía, mente, espíritu y alma auténticas, una irradiación de
fuerza tan monumental que muy pocos hombres de la tierra pudieran igualarse a
ellos. Cada uno tenía que ser arrancado de su matriz artística a la fuerza, una
fuerza articulada y frenética. Era imprescindible que reuniese dentro de sí todo su
poder. Mientras estaba creando el Dios Padre, él era el Dios Madre, fuente de una
noble estime, compuesta de medio—hombres y medio—dioses, cada uno de ellos
inseminado por su propia fertilidad creadora.
Hasta Dios se había cansado después de su torrente de actividad. El séptimo día
llegó al fin de su Creación, y descansó. ¿Por qué, entonces, él, Miguel Ángel
Buonarroti, un hombre pequeño, que sólo medía un metro sesenta y pesaba
cuarenta y siete kilos, tenía que trabajar durante meses, años, sin alimentarse
debidamente, sin descansar, sin agotarse?
Durante treinta días pintó desde el amanecer hasta bien entrada la noche para
terminar El Sacrificio de Noé, las cuatro titánicas figuras masculinas desnudas que
lo rodeaban, la Sibila de Eritrea, en su trono, y el profeta Isaías, mientras que por
las noches regresaba a su casa para ampliar el dibujo del Paraíso. Durante treinta
días durmió vestido, sin quitarse ni siquiera las botas. Se alimentaba de sí mismo.
Cuando se sintió mareado de pintar largas horas con la cabeza y los hombros
inclinados violentamente hacia atrás, hizo que Rosselli le construyese una
plataforma todavía más alta; la cuarta sobre el andamio. Desde entonces, pintaba
sentado, sus ojos a sólo unos centímetros del techo, hasta que los huesos de sus
XVI
En junio de 1510, unas semanas después de mostrar al Papa el Diluvio, completó la
primera mitad de la bóveda. En un pequeño panel central, Dios, con un manto color
rosa, acababa de crear a Eva de la costilla del durmiente Adán. En los rincones,
enmarcando el drama, se veían cuatro hijos desnudos, que nacerían de aquella
unión. Sus rostros eran hermosos y fuertes sus cuerpos. Directamente debajo, a
cada lado, estaban la Sibila de Cumea y el profeta Ezequiel en sus tronos, bajo las
cornisas. La mitad de la bóveda era ahora una explosión de colores.
No había dicho a nadie que había terminado ya la mitad de la bóveda, pero el Papa
lo supo inmediatamente, y envió un aviso a Miguel Ángel de que iría a la Capilla a
media tarde. Miguel Ángel lo ayudó a subir la escala y le mostró las historias de
David y Goliat, Judith y Holofernes, las cuatro de los antepasados de Cristo, que
completaban cinco de las pechinas.
Julio le ordenó desmontar el andamio para que el mundo pudiese ver la
grandiosidad de la obra que se estaba realizando.
Cuando hubo terminado, alguien llamó a la puerta. Se quedó rígido y sus ojos se
dirigieron a la puerta del fondo. ¡Era demasiado tarde para huir!
Abrió. Esperaba ver soldados.
Pero era el chambelán Accursio.
— ¿Permite usted que entre, Messer Buonarroti? —preguntó.
— ¿Ha venido a arrestarme?
— Mi buen amigo —dijo Accursio cariñosamente—, no tiene que tomar tan en serio
estas pequeñas cosas. ¿Cree acaso que el Pontífice se tomaría la molestia de
golpear a una persona si no la quisiera entrañablemente?
— ¿Pretende sugerir que ese golpe ha sido una demostración de cariño de Su
Santidad?
— El Papa lo ama como a un hijo maravillosamente dotado, aunque rebelde. —Sacó
una bolsa de su cinto y la dejó sobre el banco de trabajo—. El Pontífice me ha
pedido que le traiga estos quinientos ducados...
— ¿Un remedio de oro para cicatrizar mi herida?
—... y me ha rogado que le haga llegar sus excusas.
— ¿Excusas del Santo Padre? ¿A mí?
— Sí. En cuanto regresó al palacio. No quería que esto hubiera ocurrido por nada
del mundo. Me dijo que todo fue porque tanto usted como él tienen una gran
terribilidad.
— ¿Quién sabe que el Papa lo ha enviado a pedirme perdón?
— ¿Tiene importancia eso?
— Puesto que Roma se enterará de que el Pontífice me ha golpeado, sólo podré
seguir viviendo aquí si la gente sabe también que me ha pedido disculpas.
— ¿Quién es capaz de ocultar nada en esta ciudad? —replicó Accursio,
encogiéndose de hombros Julio II eligió la semana de la fiesta de la Asunción para
dejar inaugurada la primera mitad de la bóveda. Miguel Ángel pasó las semanas
hasta esa fecha en su casa, entregado al dibujo. Estaba haciendo los bocetos de los
profetas Daniel y Jeremías, y de las sibilas de Libia y Persia. En ningún momento se
acercó a la Sixtina ni al palacio papal. Julio II no le hizo llegar palabra alguna. Era
una tregua preñada de intranquilidad.
No llevaba cuenta del tiempo que pasaba. El Papa no le ordenó que fuera a la
Capilla para la ceremonia. La primera noticia que tuvo de ella fue cuando Michi
respondió a un golpe en la puerta e introdujo a Rafael en el taller. Miguel Ángel
estaba encorvado sobre la mesa, dibujando.
Levantó la cabeza y vio que Rafael había envejecido considerablemente. Vestía
suntuosos ropajes, ornados de costosas gemas. Las comisiones y encargos que
llovían a su bottega incluían todo, desde el diseño de una daga a la construcción de
grandes palacios. Sus ayudantes completaban todo cuanto Rafael no tenía tiempo
de terminar. Tenía sólo veintisiete años, pero representaba diez más.
— Messer Buonarroti —dijo—. Su Capilla me asombra. He venido a pedirle que me
perdone mi mala educación. Jamás debí hablarle como lo hice aquella vez en la
plaza.
Miguel Ángel recordó aquella visita que hiciera a Leonardo da Vinci con idéntico fin
que el de Rafael.
— Los artistas deben perdonarse unos a otros sus pecados —respondió.
Nadie más fue a felicitarlo, ni nadie lo detuvo en la calle o se acercó a él para
encargarle alguna obra. Estaba tan solo como si estuviese muerto. La pintura del
techo de la Capilla Sixtina estaba fuera del ámbito de la vida de Roma; era un duelo
personal entre Miguel Ángel, Dios y Julio II.
Y, de pronto, el Papa se vio envuelto en una guerra.
Dos días después de la ceremonia de inauguración, el Pontífice partió de Roma a la
cabeza de su ejército para expulsar a los franceses del norte de Italia y garantizar
la seguridad del Estado Pontificio. Miguel Ángel lo vio partir, seguido por las tropas
españolas facilitadas por el rey de España, a quien había dado el dominio de
Nápoles, los mercenarios italianos a las órdenes de su sobrino, el duque de Urbino,
y las columnas romanas, que mandaba Marcantonio Colonna. Su primer objetivo
era sitiar Ferrara, aliada de los franceses. Para ayudarle en su conquista, debía
recibir quince mil soldados suizos, apoyados por las considerables fuerzas de
Venecia. En camino hacia el norte, había ciudades—estado que debían ser
reducidas: Módena, Mirándola, sede de la familia Pico, y otras...
Miguel Ángel estaba muy preocupado. Los franceses eran la única protección de
Florencia. Si Julio II conseguía expulsar a dichas tropas de Italia, Florencia sería
vulnerable. Les tocaría el turno al gonfaloniere Soderini y a la Signoria de sentir el
XVII
No pudo empezar a pintar otra vez hasta el día de Año Nuevo de 1511. Durante los
meses intermedios habían aumentado sus agravios y su frustración. Ante la
imposibilidad de resistir más tiempo la inactividad, siguió al Papa a Bolonia, donde
encontró a los Bentivoglio, que reconquistaban el poder, y a Julio II, demasiado
preocupado como para verlo. Siguió viaje a Florencia para visitar a Buonarroto,
resuelto a retirar parte de sus antiguos ahorros depositados en poder de
Spedalingo, administrador del hospital de Santa Maria Nuova, para reconstruir su
andamio y volver al trabajo, aun sin el permiso o el dinero del Papa. Buonarroto se
había recuperado ya, pero estaba demasiado débil para trabajar. Su padre había
recibido el primer nombramiento político acordado por Florencia a un Buonarroti en
Miguel Ángel consideró que tenía el deber de ir a visitar a su Papa, única obligación
capaz de arrancarlo de su andamio.
— Santo Padre —dijo—, he venido a presentaros mis respetos.
¿Vuestro techo progresa satisfactoriamente? —preguntó Julio II. Instintivamente
comprendió que Miguel Ángel no estaba ante él en busca de venganza, y su voz fue
por ello cariñosa, íntima.
Santo Padre, creo que quedaréis satisfecho.
— Iré a la Sixtina con vos. Ahora mismo.
Apenas pudo escalar el andamio. Miguel Ángel tuvo que ayudarlo en los últimos
peldaños de la empinada escala. Ya arriba, respiraba aguadamente. Y entonces vio
a Dios sobre él, a punto de impartir a Adán la vida humana. Una sonrisa entreabrió
sus resecos labios:
— ¿Creéis realmente que Dios es tan benigno? —preguntó.
— Sí, Santo Padre.
— Lo espero ardientemente, puesto que pronto me hallaré ante él para que me
juzgue. —Se volvió hacia Miguel Ángel y añadió—: Estoy muy satisfecho de vos,
hijo mío.
Miguel Ángel cruzó la plaza hasta el lugar en donde las paredes de la nueva iglesia
de San Pedro comenzaban a levantarse ya. Al acercarse, se sorprendió al descubrir
que Bramante no estaba construyendo de acuerdo con la forma tradicional para las
catedrales, con sólida piedra y argamasa, sino que levantaba formas huecas de
hormigón y las hacía rellenar con escombros de la antigua basílica.
Pero aquello no fue sino su primera sorpresa, el comienzo de su asombro. Al
recorrer la obra y observar a los obreros que preparaban el hormigón, vio que no
seguían el sólido precepto de ingeniería: mezclar una porción de cemento con tres o
cuatro de arena, sino que empleaban de diez a doce porciones de arena por cada
una de cemento. Estaba seguro de que aquella mezcla resultaría fatal, aun en las
mejores circunstancias; sostener la vasta estructura de San Pedro con escombros
entre los entrepaños de pared tenía que ser catastrófico.
Se dirigió a toda prisa al palacio de Bramante y fue introducido por un lacayo
uniformado a un elegante vestíbulo con el suelo recubierto de ricas alfombras
persas que hacían juego con los suntuosos muebles. Bramante estaba trabajando
en su biblioteca.
— Bramante —dijo Miguel Ángel—, quiero hacerle el cumplido de creer que no sabe
lo que está ocurriendo en San Pedro. No obstante, cuando se derrumben las
paredes del templo, no importará que haya sido usted estúpido o negligente. ¡Y
esas paredes se derrumbarán!
Bramante se indignó, y respondió con voz dura:
— ¿Y quién es usted, un simple decorador de techos, para enseñarle a construir al
más grande de los arquitectos de Europa?
— Soy el mismo que le enseñó a usted a construir un andamio. Alguien le está
estafando.
— ¿Da vero? ¿Y cómo?
— Echando en la mezcla mucho menos cemento del mínimo requerido.
— ¡Ah, es ingeniero también!
— Bramante, le aconsejo que vigile a su capataz. Alguien se está aprovechando de
usted...
— ¿A quién más ha hablado usted de esto? —preguntó Bramante, rojo de ira.
— A nadie más. He corrido a prevenirlo...
— Buonarroti, si corre al Papa con ese chisme, le juro que lo estrangularé con mis
propias manos ¡No es más que un incompetente entremetido!... ¡Un florentino!
Escupió la última palabra como si fuera un terrible insulto. Miguel Ángel se mantuvo
sereno.
— Seguiré observando a sus mezcladores de cemento dos días más, y al cabo de
ese tiempo, si sigue empleando esa mezcla insuficiente, lo denunciaré al Papa.
— ¡Nadie lo escuchará! ¡No merece el menor respeto en Roma! ¡Y ahora, salga de
aquí!
Bramante no hizo nada por cambiar sus materiales, y Miguel Ángel se presentó en
el palacio papal. Julio II lo escuchó unos instantes y luego lo interrumpió con
impaciencia aunque no sin bondad:
Hijo mío, no deben preocuparos los asuntos de otras personas. Bramante me ha
notificado ya del ataque del que fue víctima y del cual sois culpable. Ignoro la causa
de vuestra enemistad, pero os digo que no es digna de vos.
¡Santo Padre, temo sinceramente por la seguridad de esa estructura! La nueva
iglesia de San Pedro fue idea de Sangallo, quien pensó en construir una capilla
separada para vuestra tumba. Me siento responsable en parte...
— Buonarroti, ¿sois arquitecto?
— Hasta donde lo es un buen escultor.
— Pero no sois tan buen arquitecto, ni tan experimentado como Bramante,
¿verdad?
— No, Santo Padre.
— ¿Se inmiscuye él en la forma en que estáis pintando la Capilla Sixtina?
— No, Santo Padre.
— Entonces, ¿por qué no podéis conformaros con pintar vuestro techo y dejar que
Bramante construya su iglesia?
— Si Vuestra Santidad designara una comisión para investigar... He venido aquí
impulsado únicamente por mi lealtad.
— Ya lo sé, hijo mío. Pero para construir San Pedro se van a necesitar muchos
años. Si venís corriendo aquí cada vez que veáis algo que no os agrade...
Miguel Ángel se arrodilló bruscamente, besó el anillo del Papa y salió. Se sentía
dolorosamente aturdido. Bramante era un arquitecto demasiado bueno para poner
en peligro su más importante creación. Tenía que haber una explicación. Leo
Baglioni estaría enterado de todo. Y fue a verlo.
— No es muy difícil de explicar —dijo Leo en tono despreocupado—. Bramante lleva
una vida muy por encima de sus ingresos, y gasta cientos de miles de ducados.
Tiene que buscar más dinero..., de cualquier lado. Por el momento, los entrepaños
de San Pedro están pagando sus deudas.
XVIII
En agosto, mientras Miguel Ángel comenzaba su panel de La Creación de Eva, Julio
II fue de caza a Ostia y regresó enfermo de malaria. Se anunció que su estado era
agónico. Las habitaciones de su residencia privada fueron saqueadas; los nobles
romanos se organizaron «para expulsar al bárbaro de Roma»; en toda Italia, la
jerarquía eclesiástica corrió a Roma para elegir nuevo Papa. La ciudad era un
hervidero de rumores. ¿Le tocaría, por fin, el turno al cardenal Riario, con lo cual
Leo Baglioni se convertiría en el agente confidencial del Papa? Mientras tanto, los
las tardes y ocuparse de los quehaceres de la casa. Miguel Ángel le permitía pintar
algunas decoraciones sencillas, mientras Michi se encargaba, a su vez, de llenar
algunas de las superficies lisas de los tronos y cornisas. El joven Silvio Falconi, que
había pedido ser considerado como un aprendiz y que poseía verdadero talento
para el dibujo, obtuvo autorización para pintar algunas decoraciones de las
pechinas. Pero el resto, toda la extensión de la bóveda, la pintó él personalmente:
la gigantesca labor de una vida, condensada en tres años apocalípticos.
Fuera de Roma, la situación estaba nuevamente perturbada. Julio II, nuevamente
poderoso, se volvió contra el gonfaloniere Soderini y dictó un veto contra la
República de Florencia por los siguientes delitos: no estar de su parte, brindar
refugio a las tropas francesas y no aplastar al Consejo, en Pisa. Designó al cardenal
Giovanni de Medici delegado papal en Bolonia, con vistas a poner a Toscana bajo la
soberanía del Vaticano.
Miguel Ángel fue invitado al palacio Medici. El cardenal Giovanni, el primo Giulio y
Giuliano estaban reunidos en uno de los salones.
— ¿Se ha enterado de que el Papa me ha designado delegado en Bolonia, con
autoridad para organizar un ejército? —preguntó el cardenal.
— ¿Como el de Piero? —respondió Miguel Ángel.
— Confío en que no —replicó Giovanni—. Todo se hará pacíficamente. Lo único que
deseamos es ser florentinos otra vez, tener nuestro palacio, nuestros bancos y
nuestras propiedades.
¡Soderini tiene que ser expulsado! —intervino Giulio.
— ¿Es eso parte de su plan, Eminencia? —inquirió Miguel Ángel.
— Sí. El Papa está indignado con Florencia y decidido a conquistarla. Si Soderini
desaparece, unos pocos intransigentes de la Signoria...
— ¿Y quién gobernará en lugar de Soderini?
— Giuliano.
Miguel Ángel lanzó una mirada a Giuliano y vio que éste se sonrojaba. Aquella
elección parecía un golpe genial, puesto que Giuliano, que contaba entonces treinta
y dos años y según se decía padecía una lesión pulmonar, aunque a Miguel Ángel le
pareció bien robusto, era un hombre parecidísimo a su padre, Il Magnifico, tanto
mental como espiritual y temperamentalmente. Había dedicado numerosos años a
XIX
Durante los grises meses invernales de 1512, mientras pintaba los lunetas sobre las
altas ventanas, los ojos de Miguel Ángel se vieron tan seriamente afectados que no
le era posible leer una línea a no ser que alzase la cabeza hacia arriba y sostuviese
el papel bien alto sobre ella. Aunque Julio II se había quedado en Roma, sus
guerras habían comenzado ya. Sus ejércitos estaban al mando del español
Cardona, de Nápoles. El cardenal Giovanni partió para Bolonia, pero los boloñeses,
apoyados por los franceses, rechazaron dos veces a las tropas papales. El cardenal
no pudo entrar jamás en Bolonia. Luego, los franceses persiguieron al ejército papal
hasta Ravena, donde se libró la batalla decisiva durante la Semana Santa. Se
informó de que unos diez o doce mil hombres de las tropas de Julio II habían
quedado muertos en el campo de batalla. El cardenal Giovanni y su primo Giulio
fueron hechos prisioneros. Toda la Romana cayó en manos de los franceses y Roma
estaba en pleno pánico. El Papa se refugió en la fortaleza de Sant’Angelo.
Miguel Ángel seguía pintando su bóveda.
Pero la suerte cambió nuevamente: el comandante francés fue muerto. Los
franceses lucharon entre sí. Los suizos penetraron en Lombardía para luchar contra
los franceses. El cardenal Giovanni consiguió escapar y regresó a Roma. El Papa
volvió al Vaticano y, durante el verano, consiguió reconquistar Bolonia. El general
español Cardona, aliado de los Medid, saqueó Prato, a pocos kilómetros de
Florencia. El gonfaloniere Soderini se vio obligado a renunciar y huir con su familia.
Giuliano entró en Florencia como ciudadano particular. Tras él llegó el cardenal
Giovanni de Medici con el ejército de Cardona, y volvió a su antiguo palacio del
barrio de Sant' Antonio, cerca de la puerta de Faenza. La Signoria renunció. Se
designó un Consejo de los Cuarenta y Cinco, que aprobó una nueva constitución
inspirada por Giovanni. La República había terminado.
Durante todos esos meses, el Papa no dejó de insistir en que Miguel Ángel
terminase de pintar la bóveda cuanto antes. Y un día subió por el andamio sin
previo aviso.
¿Cuándo terminará, Buonarroti? Ya hace cuatro años que comenzó. Deseo que
termine dentro de algunos días.
— Se hará, Santo Padre, cuando se haga.
LIBRO OCTAVO
Los Medici
I
El Papa Julio 11 sobrevivió sólo unos meses a la terminación del techo de la Capilla
Sixtina. Giovanni de Medici era el nuevo Papa, primer florentino que alcanzaba tan
encumbrada distinción eclesiástica.
Miguel Ángel estaba en la Piazza San Pietro entre los nobles florentinos, que
estaban decididos a que aquélla fuera la más suntuosa ceremonia y fiesta que se
hubiera visto en Roma.
Delante de él se veían doscientos lanceros montados, los capitanes de las trece
Legiones de Roma, con sus banderas desplegadas, los cinco portaestandartes de la
Iglesia, que llevaban los pendones y estandartes papales. Doce caballos
completamente blancos de las cuadras del Papa iban flanqueados por un centenar
de jóvenes nobles tocados con seda roja y armiño. Detrás de ellos seguían unos
cien barones romanos, acompañados por sus escoltas armadas, los guardias suizos
con sus uniformes blancos, amarillos y verdes. El nuevo Papa, León X, montado en
un precioso caballo árabe, avanzaba protegido contra el cálido sol de abril por un
dosel de seda bordada. A su lado iba su primo Giulio.
Al mirar al flamante Pontífice, que sudaba copiosamente por el peso tanto de sus
propias carnes como de su triple tiara y de su pesadísimo manto cuajado de Joyas,
Miguel Ángel pensó cuán inescrutables eran los designios de Dios. Cuando falleció
Julio II, el cardenal Giovanni de Medici estaba en Florencia, tan enfermo de úlcera
que tuvo que ser llevado a Roma en una litera para votar al nuevo Papa. El Colegio
de Cardenales, encerrado herméticamente en la Capilla Sixtina, pasó casi una
semana luchando entre las fuerzas del cardenal Riario y los partidarios de los
cardenales Fiesco y Serra. El único miembro de aquel cuerpo que no tenía un solo
enemigo era Giovanni de Medici. Al séptimo día, el Colegio se decidió, por
unanimidad, en favor del suave, modesto y amigable Giovanni, con lo cual se daba
cumplimiento al plan visionario de Il Magnifico cuando hizo que Giovanni fuese
consagrado cardenal en la Abadía Fiesolana a la edad de dieciséis años.
y usted está dentro. Ahora recibirá grandes encargos y podrá realizar maravillosas
obras.
— Me quedan años de intenso trabajo esculpiendo las figuras para la tumba de Julio
II.
Era tarde cuando regresó a su nueva casa. Poco antes de su muerte, Julio II le
había pagado dos mil ducados para saldar la cuenta de la Capilla Sixtina y
comenzar a esculpir los mármoles de la tumba. Desterrados de Florencia el
gonfaloniere Soderini y los miembros de la Signoria, se había esfumado el encargo
de esculpir el Hércules para el frente del palacio de la Signoria.
Cuando aquella propiedad, compuesto por un edificio principal construido con
ladrillo refractario amarillo, con una galería techada y un grupo de cobertizos de
madera al fondo, salió a la venta a precio razonable, Miguel Ángel la adquirió y llevó
a ella sus mármoles.
La plaza estaba silenciosa: no había en ella ni tiendas ni puestos. Sólo quedaban
algunas pequeñas casas de madera a la sombra de la iglesia de Santa Maria di
Loreto, que carecía de cúpula. Durante el día, pasaba gente en dirección al palacio
Colonna o a la Piazza del Quirinale, por un lado, o al palacio Anibaldi y San Pietro
de Vincoli por el opuesto.
Durante la noche todo aquello estaba tan en silencio como si se viviera en plena
campiña.
Las dependencias de su vivienda consistían en un dormitorio bastante espacioso
con ventana a la calle; tras él, el salón—comedor y, detrás de éste, con puerta a un
pabellón y al jardín, una pequeña cocina construida con el mismo ladrillo. En la
segunda mitad de la casa había eliminado la pared que separaba sus dos
habitaciones para tener un taller tan grande como el que había construido en
Florencia. Compró una nueva cama de hierro para él, mantas de lana, un nuevo
colchón relleno de lana y envió dinero a Buonarroto para que le comprase en
Florencia sábanas, manteles, toallas, servilletas, camisas, pañuelos, blusones, todo
lo cual guardó en un armario colocado al lado de la cama. Adquirió un caballo para
viajar por las empedradas calles de la ciudad, y comía en una mesa bien puesta.
Silvio Falconi estaba resultando un buen aprendiz y servidor.
En las casas de madera y en la torre de piedra del fondo del jardín estaban los
que él supiera con entera precisión el lugar exacto por el que tenía que penetrar en
el mármol, si no sabía qué Moisés tenía la intención de proyectar? El significado de
su Moisés, tanto como la técnica escultórica, habrían de determinar el valor de la
escultura. ¿Quería presentar al apasionado e irritado Moisés que regresaba del
Monte Sinaí al ver que su pueblo adoraba al becerro de oro? ¿O al triste y
amargado Moisés, temeroso de haber llegado demasiado tarde con la ley?
Comprendió que debía negarse a aprisionar a Moisés en el tiempo.
El buscaba al Moisés universal, que conocía el modo de obrar de Dios y de los
hombres: aquel Moisés que había sido llamado a la cima del Monte Sinaí, donde
ocultó su rostro porque no se atrevía a contemplar abiertamente a Dios, y recibió
de Él las Tablas cinceladas de los Diez Mandamientos. Lo que había impulsado a
Moisés fue la resolución de que su pueblo no podía destruirse a sí mismo, que debía
recibir y obedecer los mandamientos que Dios esculpiera en las Tablas, y
sobrevivir.
La puerta se abrió sin ninguna ceremonia y Miguel Ángel vio a Balducci, que lo
estaba asesorando respecto a la revisión del contrato de la tumba. El Papa
empleaba sus buenos oficios para persuadir al duque de Urbino y los demás
herederos de Royere de que hiciesen más equitativo y llevadero el contrato para
Miguel Ángel, o sea, que le dieran más tiempo y dinero.
— ¿Han accedido a las nuevas condiciones? —preguntó el recién llegado.
— Han subido el precio a dieciséis mil quinientos ducados, y siete años para
terminar la obra, o más, si los necesito.
— Déjame ver los planos para la nueva tumba.
Miguel Ángel buscó un montón de papeles en una carpeta. Balducci le preguntó:
¿Cuántas estatuas son, en total?
— Cuarenta y una.
— ¿Sus tamaños?
— Desde el natural a dos veces más.
— ¿Cuántas piensas esculpir personalmente?
— Tal vez unas veinticinco. Menos los ángeles...
¡Estás loco! —exclamó Balducci, que había palidecido—. ¡Todo lo que has reducido
es el marco estructural, que de todos modos no ibas a esculpir tú! Hiciste muy mal
en no escuchar a Jacopo Galli hace ocho años, pero entonces eras más joven.
¿Cómo puedes disculpar ahora el hecho de que has concertado un nuevo contrato
comprometiéndote, por segunda vez, a ejecutar lo imposible?
— Los albaceas de Julio II no aceptan menos. Y ahora me dan la suma y el tiempo
que Galli quería conseguirme... o casi.
— Miguel Ángel —dijo Balducci cariñosamente—. No puedo ocupar el lugar de Galli
como hombre de cultura, pero él siempre respetó mi talento lo suficiente como para
darme la administración de su banco. Lo que has hecho es un negocio estúpido.
Esas veinticinco grandes figuras consumirán por los menos veinticinco años de tu
vida. Aunque llegaras a vivir tanto tiempo, ¿quieres estar atado a este mausoleo el
resto de tus días? ¡Vas a ser más esclavo que esos Cautivos que estás esculpiendo!
— Ahora tengo una buena bottega. Una vez que se haya firmado el nuevo contrato,
traeré más canteros de Settignano. Tengo ya esculpidas en la mente tantas de esas
figuras, que no darles vida sería una lástima, una verdadera crueldad.
II
El techo de la Capilla Sixtina había producido un efecto igual al de la inauguración
del David en Florencia. Ahora Miguel Ángel había reconquistado el titulo que se le
había otorgado por Los bañistas, y era nuevamente aclamado como el «Maestro del
Mundo». Unicamente el grupo que rodeaba y seguía a Rafael continuaba
discutiendo la bóveda, a la que calificaba de anatomía, más que arte, así como
camal y exagerada. Pero ahora ese grupo se veía atado en cierto modo, pues
Bramante ya no era el emperador del arte en Roma. En las paredes y columnas de
la nueva San Pedro habían aparecido grietas de tales dimensiones que la obra
estaba suspendida y se realizaban profundos estudios para determinar si los
cimientos podrían ser salvados. El Papa León X se mostró demasiado bondadoso y
no destituyó al arquitecto de su título oficial, pero el trabajo en el Belvedere, sobre
el Vaticano, estaba suspendido igualmente.
Un día, al atardecer, Miguel Ángel respondió a una llamada, impaciente, porque
significaba obligarle a suspender el trabajo. Y se encontró mirando a los sonrientes
y bondadosos ojos de un joven.
— Maestro Buonarroti —dijo el desconocido—. Soy Sebastiano Luciani, de Venecia.
He venido a confesar...
— No soy un sacerdote —dijo Miguel Ángel rápidamente.
—... a confesarle que he sido un imbécil y un idiota. Este golpe que acabo de dar a
su puerta y estas palabras que ahora pronuncio son lo primero que mi mano y mi
boca han hecho desde mi llegada a Roma. ¡He traído mi laúd para poder
acompañarme mientras le relato mi patética historia!
Divertido ante la contagiosa alegría del joven veneciano, Miguel Ángel se hizo a un
lado mientras lo invitaba a entrar con un gesto. Sebastiano se acomodó en la
banqueta más alta de la habitación y pulsó las cuerdas del laúd.
— Cantando o recitando, todos los males pasan —dijo.
Miguel Ángel se dejó caer en la silla de asiento forrado y Sebastiano comenzó a
cantar una improvisación en la que relataba que el banquero Chigilo había traído a
Roma para pintar su villa, que él se había unido al grupo que consideraba a Rafael
como su ídolo, y que no vaciló en proclamarlo genial maestro, a la vez que
consideraba a Buonarroti un buen dibujante, si, pero un mediocre pintor,
monótono, sin gracia en las escenas y de anatomía exagerada...
— Esas acusaciones las he oído muchas veces —interrumpió Miguel Ángel—, y me
hartan.
— Lo cual me parece muy lógico —replicó Sebastiano—. Pero Roma no volverá a
escuchar de mis labios semejantes tonterías. Desde hoy, me dedicaré a loar, con
toda mi voz, al maestro Buonarroti.
— ¿Y a qué se debe este cambio tan radical?
— Al ecléctico Rafael. ¡Me ha sorbido los huesos! ¡Ha asimilado todo cuanto aprendí
de Bellini y Giorgione, hasta el extremo de que hoy es mejor pintor veneciano que
yo!
— Rafael sólo aprovecha lo que es bueno. Y lo hace muy bien. ¿Por qué lo
abandona ahora?
— Ahora que se ha convertido en un mágico colorista veneciano, consigue más
trabajos que nunca. Mientras yo... no consigo ni uno. Rafael me ha engullido
totalmente, a excepción de los ojos, que han estado extasiados en los últimos días
contemplando su Capilla Sixtina. —Su voz llenaba la habitación, y Miguel Ángel lo
estudió, preguntándose cuál sería el motivo verdadero de aquella visita.
Desde aquel día, Sebastiano fue a visitarlo a menudo para conversar y cantarle. Era
locuaz, alegre y se negaba tenazmente a tomar las cosas en serio, ni siquiera el
hecho de ser el padre de un hijo natural que acababa de nacer. Miguel Ángel
trabajaba mientras escuchaba su divertida charla.
— Mi querido compadre —preguntaba—. ¿No se confunde trabajando así, en tres
bloques de mármol a la vez? ¿Cómo recuerda lo que quiere hacer con cada uno de
ellos, cuando va de uno a otro constantemente?
— Quisiera tener los veinticinco bloques delante de mí —respondió Miguel Ángel
sonriente—, en un gran círculo. Entonces iría de uno a otro con tal rapidez que en
cinco años habría completado todas las figuras. ¿Tiene idea de cuán
concienzudamente puede uno esculpir bloques de mármol cuando piensa en ellos
constantemente por espacio de ocho años? ¡Las ideas son mucho más afiladas que
los cinceles!
— Yo podría ser un gran pintor — dijo Sebastiano, serio por una vez—. Domino la
técnica. Ponga una tela ante mí y la copiaré con tal exactitud que ni usted mismo
sabría cuál es el original y cuál la copia. Pero la idea es lo que me elude. ¿Cómo
hay que hacer para concebir la idea original?
Aquello era casi un lamento angustioso y una de las pocas veces que Miguel Ángel
había visto a Sebastiano serio.
— Tal vez las ideas no son una función natural de la mente —respondió—, como la
respiración lo es de los pulmones. Tal vez sea Dios quien las pone en nuestro
cerebro. Si yo conociese el origen de las ideas de los hombres, habría resuelto uno
de los más profundos misterios. Sebastiano, voy a hacer varios dibujos para usted.
Sus conocimientos y habilidad para los colores son tan excelentes como los de
Rafael. Las figuras que pinta son líricas. Puesto que él ha copiado su paleta
veneciana, ¿por qué no puede aceptar usted mis dibujos? Vamos a ver si
conseguimos que suplante a Rafael.
Le agradaba dibujar por las noches, después de todo un día de esculpir, y meditar
sobre nuevas variaciones de algunos temas religiosos. Presentó a Sebastiano al
Papa León X, mostró a éste escenas de la vida de Cristo hermosamente
transformadas por Sebastiano, y el Pontífice, que sentía una gran simpatía hacia
todos los animadores musicales, lo acogió cordialmente en el Vaticano.
comienza ya a decir: «Rafael tiene encanto, pero Miguel Ángel tiene profundidad».
Contessina apretó los puños ante la ironía que destilaba la voz de él.
— ¡No es divertido! —respondió—. Ahora yo soy la Condesa de Roma.
Puedo protegerle... oficialmente..., con dignidad. Puedo obligar a sus detractores a
arrodillarse. Esa es la manera...
Miguel Ángel extendió las manos y tomó en ellas los dos pequeños y apretados
puños.
No, Contessina —dijo cariñosamente—. Esa no es la manera. Confíe en mí. Ahora
soy feliz y trabajo bien.
En lugar de la irritación, sobrevino inmediatamente la radiante sonrisa que él
recordaba desde su niñez. Sin pensarlo, puso sus manos sobre los hombros
cubiertos de seda y la acercó a él buscando aquel perfume que siempre lo había
atraído. Contessina empezó a temblar. Sus ojos se agrandaron enormemente. El
tiempo se esfumó y aquel saloncito se convirtió en el studiolo del palacio de los
Medici en Florencia. Ya no eran la Gran Condesa y el gran artista, ida ya la mitad de
sus vidas. Por un instante, se sintieron en el umbral de la vida.
III
Unos guardias suizos llegaron a su casa a primera hora de la mañana con lo que
equivalía a una bota del Papa León X, invitándole a comer aquel día en el palacio
del Vaticano. Le resultaba una tragedia separarse de sus queridos mármoles, pero
había aprendido que no podía desoír las llamadas de un Pontífice.
Empezó a comprender por qué los romanos se quejaban de que «Roma se ha
convertido en una colonia florentina», pues el Vaticano estaba lleno de triunfantes
toscanos. Moviéndose de un lado a otro entre más de cien invitados reunidos en los
dos salones del trono, reconoció a Pietro Bembo, el secretario de Estado del
Vaticano y poeta humanista; Ariosto, el gran poeta que estaba escribiendo entonces
su Orlando Furioso; el neolatinista Sannazaro; Guicciardini, el historiador; Vida,
autor de la Cristiada; Giovanni Rucellai, que escribía su tragedia en verso
Rosmunda; Fracastoro, médico;
Tommaso lnghirami, diplomático, clasicista e improvisador de versos latinos;
Rafael, que ahora pintaba Stanca d’Eliodoro en el palacio papal y ocupaba un lugar
nuevo cuarto de baño del Pontífice. Rafael se mostraba siempre cortés, interesado,
aunque lo obligasen a perder horas de su trabajo y de su sueño.
Aquello no era para él, que jamás había sido un hombre de trato encantador. ¡Y
jamás llegaría a serlo!
Podía cerrar sus puertas a Roma, pero el mundo de Italia era ahora el mundo de los
Medici, y él estaba demasiado íntimamente ligado a la familia para que le fuera
posible escapar.
La desgracia cayó sobre Giuliano, el único de los hijos de Il Magnifico a quien él
amaba realmente. Cartas de su familia y de Granacci le informaron cuán
magníficamente Giuliano estaba gobernando Florencia. Pero todas las cualidades
que poseía no resultaban gratas al Papa León X, ni a su primo Giulio. León llamó a
su hermano a Roma en septiembre. Miguel Ángel se estaba vistiendo para asistir a
la ceremonia en la que se designaría a Giuliano Barón de Roma.
La ceremonia se realizó en el antiguo Capitolio. Miguel Ángel ocupó un lugar con la
familia Medici: Contessina y Ridolfi, con sus tres hijos, Maddalena Cibo, con sus
cinco hijos, Lucrezia Salviati, con su numerosa prole... León había hecho levantar
un escenario en la plaza y sobre él fueron instalados centenares de asientos. Miguel
Ángel escuchó los discursos de bienvenida de los senadores romanos en honor del
nuevo Barón y poemas épicos en latín; vio a una mujer envuelta en una tela de
oro, que representaba a Roma, llevada ante el trono de Giuliano para agradecerle
que hubiera condescendido a ser nombrado comandante de la ciudad. Después de
una comedia de Plauto, el Papa proclamó algunos privilegios que acordaba a la
ciudad de Roma, tales como una reducción del impuesto sobre la sal, lo que fue
aclamado estruendosamente. Y por fin dio comienzo un banquete de seis horas, con
una profusión de platos que no se habían visto en Roma desde los días de Calígula
y Nerón.
Al finalizar aquella verdadera orgía, Miguel Ángel bajó por el Capitalino,
atravesando la multitud, que había sido alimentada con los restos de la saturnalia
de arriba. Cuando llegó a su casa, cerró con llave ambas puertas. Ni él, ni Giuliano,
ni Roma habían sido engañados con aquella fastuosa fiesta, sólo ideada para
ocultar el hecho de que el estudioso, prudente y sensato Giuliano, que amaba a la
República de Florencia, había sido reemplazado por Lorenzo, de veintiún años, hijo
sus sentimientos.
— ¿Cree que mis figuras son así? —inquirió Miguel Ángel con un nudo en la
garganta.
— Por el contrario: las suyas son casi perfectas. Pero ¿qué le ocurrirá al pintor que
intente superarlo, ir más lejos que usted? Si su utilización de la anatomía hace que
el techo de la Sixtina sea tan bueno, entonces él tendrá que utilizar todavía más
anatomía para mejorar lo de usted.
— Yo no puedo hacerme responsable de exageraciones ulteriores.
— Y no lo es, salvo que ha llevado la pintura anatómica hasta su límite máximo. A
los demás no les queda margen alguno para perfeccionar. Por lo tanto,
distorsionarán. Y los observadores dirán: «Es culpa de Miguel Ángel... Sin él,
podríamos haber refinado y mejorado la pintura anatómica a través de centenares
de años». ¡Por desgracia, usted ha empezado y terminado todo en un solo techo!
Comenzaron a llegar otros invitados y poco después se oía en los salones un
animado rumor de conversaciones. Miguel Ángel se quedó solo junto a una ventana
que daba a la Capilla Sixtina, sin saber si estaba perplejo o dolorido. Leonardo
asombraba a los invitados con sus nuevos inventos: animales llenos de aire que
volaban por encima de las cabezas de todos; un lagarto vivo al que había adosado
alas llenas de mercurio y cuya cabeza estaba decorada con ojos artificiales, cuernos
y una barba.
Miguel Ángel murmuró para sí: «¡Questo il colmo!», y salió, dirigiéndose
apresuradamente a su casa.
IV
Bramante murió en la primavera. El Papa ordenó un sepelio suntuoso y luego
mandó llamar a Giuliano da Sangallo, el arquitecto favorito de su padre. Sangallo
llegó. Su antiguo palacio de la Via Alessandrina le fue devuelto. Miguel Ángel estaba
allí, sólo unos minutos después, para abrazar a su viejo amigo.
— ¡Nos encontramos de nuevo! —exclamó Sangallo, con un jubiloso brillo en los
ojos—. He sobrevivido a mi destitución y usted a los años en su Capilla Sixtina. —
Hizo una pausa y frunció el ceño—. Pero me he encontrado con una extraña
comunicación del Papa León X. Me pregunta si tengo inconveniente en tomar como
triunfante.
Su familia mantenía desbordante la copa de su amargura. Extenuado por las
eternas peticiones de dinero de Buonarroto para abrir su tienda propia, Miguel
Ángel tomó mil ducados de los fondos provistos por su nuevo contrato con los
Royere y los llevó a Balducci para que los enviara a Florencia. Buonarroto y
Giovansimone abrieron su tienda, y de inmediato tropezaron con dificultades.
Necesitaban más capital. ¿No podría Miguel Ángel enviarles otros mil ducados?
Pronto empezaría a percibir parte de los beneficios de la tienda... Mientras tanto,
Buonarroto había conocido a una joven con quien estaba dispuesto a casarse, pues
el padre de la muchacha prometía una buena dote. ¿Creía Miguel Ángel que debía
casarse?
Envió a Buonarroto otros doscientos ducados, que su hermano jamás acusó haber
recibido. Una triste noticia fue la de la muerte de la señora Topolino. Dejó de lado
el trabajo y fue la iglesia de San Lorenzo a orar por ella. Envió dinero a Buonarroto,
ordenándole que fuese a la iglesia de Settignano e hiciese rezar una misa por el
descanso del alma de la buena amiga.
Pasaron los meses. Sus aprendices le traían al taller las noticias y chismes locales.
Leonardo da Vinci se había visto en muy serias dificultades y pasaba una gran parte
de su tiempo en experimentos con nuevos aceites y barnices para presentar las
pinturas, por lo cual no le quedaba tiempo para encargos del Papa. Y éste dijo un
día, burlón, en la corte: «Leonardo jamás hará nada, pues comienza a pensar en el
fin de una cosa antes que en el principio».
Los cortesanos propagaron el chiste y Leonardo, al enterarse de que se había
convertido en blanco de burlas, abandonó el encargo que le había hecho León X. El
Papa se enteró de que el pintor estaba realizando trabajos de disección en el
hospital de Santo Spirito y amenazó con expulsarle de Roma. Leonardo huyó del
Belvedere, dispuesto a continuar sus estudios en las lagunas Pontinas, pero
contrajo la malaria. Cuando sanó, descubrió que su herrero había destruido sus
experimentos de mecánica. Y cuando su protector, Giuliano, partió a la cabeza de
las tropas papales para expulsar a los invasores franceses de Lombardía, ya no le
fue posible permanecer más tiempo en Roma.
También Sangallo paladeó la amargura de la tragedia, pues enfermó tan
la justicia.
Ya habéis dedicado demasiado tiempo a los Rovere —exclamó Giulio bruscamente—
. El duque de Urbino firmó un tratado por el que se compromete a ayudar a los
franceses contra nosotros. A él se debe, en parte, la pérdida de Milán.
— Lo siento. No sabía...
— Pues ahora lo sabéis —agregó el cardenal Giulio—. Un artista Medici debe servir
a los Medici. Entraréis a nuestro servicio exclusivo inmediatamente... —De pronto,
cambió de tono y dijo, más afectuoso—: Miguel Ángel, somos vuestros amigos. Os
protegeremos contra los Rovere y os aseguraremos un nuevo contrato que os
procure más tiempo y dinero. Cuando hayáis completado la fachada de San
Lorenzo, podréis volver a vuestro mausoleo del Papa Julio II...
— Santo Padre —exclamó Miguel Ángel dirigiéndose al Pontífice—. He vivido con
esa tumba los últimos diez años. Tengo hasta el último centímetro de sus
veinticinco figuras esculpido en la mente. Estamos listos para construir la pared
frontal, fundir los bronces y montar mis tres estatuas grandes... —Su voz había ido
adquiriendo volumen y ahora hablaba casi a gritos—. ¡No debéis detenerme!
¡Es un momento crítico para mí! Tengo conmigo obreros especializados. Si tengo
que despedirlos y dejar esos mármoles abandonados... ¡Santo Padre, por el amor
que sentí siempre hacia vuestro noble padre, os imploro que no me causéis este
terrible daño!
Puso una rodilla en tierra e inclinó la cabeza ante el Pontífice.
— Dadme tiempo para terminar este trabajo tal y como lo tengo planeado —
agregó—. Entonces podré trasladarme a Florencia y hacer vuestra fachada con toda
tranquilidad. ¡Crearé una gran fachada para San Lorenzo, pero no puedo hacerlo si
me siento atormentado...!
La única respuesta que recibió fue un silencio durante el cual León X y Giulio, a
fuerza de toda una vida de comunicación entre sí, expresaban por medio de una
simple mirada lo que opinaban sobre aquel artista difícil que estaba inclinado ante
ellos.
— Miguel Ángel —dijo por fin el Papa—. Tomáis todo tan... tan...
desesperadamente...
— ¿Es que no deseáis crear la fachada de San Lorenzo para los Medici? —inquirió
Giulio, ceñudo.
— ¡No, no es eso, Eminencia! Pero se trata de una obra enorme...
— ¡Tenéis razón! —exclamó León X—. Debéis partir inmediatamente para Carrara,
elegir personalmente los bloques de mármol y controlar el corte. Haré que Jacopo
Salviati, de Florencia, os envíe inmediatamente mil florines para pagarlos.
Miguel Ángel besó el anillo papal y partió. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
V
Aquella noche, solitario, entristecido, se encontró sin darse cuenta en el barrio
donde Balducci buscaba las prostitutas. Vio una joven delgada, de rubia cabellera,
que se acercaba a él. Por un sorprendente instante le pareció ver a Clarissa, pero
aquella visión se esfumó de inmediato, pues las facciones de la joven eran toscas y
sus movimientos no tenían la gracilidad de los de Clarissa. Sin embargo, aquel
fugaz recuerdo fue suficiente para reavivar su nostalgia.
— Buona sera... ¿Vuoi venire con me? —preguntó ella.
— No sé.
— Sembra triste.
— Lo estoy. ¿Podría curar mi tristeza?
— Es mi oficio.
— Iré, entonces.
— No te arrepentirás.
Pero se arrepintió, antes de las cuarenta y ocho horas. Balducci escuchó la
descripción de sus síntomas y exclamó:
— Te ha contagiado el mal francés. ¿Por qué no me dijiste que querías una
muchacha?
— No sabía que la quería...
— ¡Idiota! ¡Hay una epidemia de eso en Roma! Llamaré a mi médico.
— No. Lo contraje solo y solo lo curaré.
Carrara estaba dormido dentro de sus muros en forma de herradura. Miguel Ángel
no había deseado salir de Roma, pero el hecho de encontrarse ahora en la fuente
del material que tanto amaba mitigó su dolor.
Avanzó por la angosta calle hasta la porta del Bozzo y recordó la orgullosa casta de
habitantes que decían: «Carrara es la única población del mundo que puede darse
el lujo de empedrar sus calles con mármol». Vio las marmolerías, con sus delicados
marcos de ventanas y columnas en mármol, pues todo cuanto Florencia realizaba
tan maravillosamente con la pietra serena los maestros canteros de Carrara lo
hacían con el mármol que era extraído de las montañas sobre la ciudad.
Carrara era una población de una sola cosecha: mármol. Todos los días los
carrarinos alzaban los ojos a las queridas vetas blancas que se veían en los montes,
parches que parecían nieve incluso en los cegadores días de verano. Y daban
gracias a Dios por aquella inagotable fuente de sustento. La vida era comunal:
cuando prosperaba uno, prosperaban todos; cuando uno sufría hambre, la sufrían
todos.
Recorrió la orilla del río Carrione. El aire de septiembre era agradablemente fresco,
ideal para subir a las montañas. Allá abajo, podía ver la torre—fortaleza de la Rocca
Malaspina y la aguja de la catedral, que parecía montar guardia sobre las apiñadas
casas, arrimadas a los muros. La población no se había extendido ni un metro en
siglos. Pronto comenzaron a aparecer ante él las aldeas de la montaña: Codena,
Miseglia, Bedizzano... cada una de ellas vertiendo su población masculina,
alimentando arroyos de canteros en la corriente humana que fluía ascendente. Eran
hombres más parecidos a él que sus propios hermanos: pequeños, nerviosos,
fuertes, incansables, taciturnos, con ese poder primitivo del hombre que trabaja la
terca piedra.
Aquella corriente de centenares de canteros, padres e hijos, se dividió en pequeñas
filas que avanzaban por los tres principales desfiladeros de mármol, cada uno de los
cuales tenía sus canteras preferidas: la Ravaccione, el Canale di Fantiscriti, abierta
por los antiguos romanos, y el Canale di Colonnata. Y al separarse, cada uno
murmuraba:
— Ve con cuidado...
— Que Dios lo permita...
Miguel Ángel continuó con un grupo hasta la cantera Polvaccio, donde había hallado
sus mejores mármoles para la tumba de Julio II, once años atrás. La cantera, que
estaba en el extremo del Poggio Silvestro, producía buen mármol para estatuas,
pero las circundantes del Battaglino, Grotta Colombara y Ronco contenían
mármoles ordinarios, con vetas diagonales. Cuando el sol tocó la cima del Monte
Sacro, el grupo llegó al poggio, de casi mil seiscientos metros de altura, donde los
hombres dejaron caer sus sacos y se pusieron a trabajar inmediatamente. Los
tecchiaioli descendieron por sus sogas desde los altos precipicios, limpiando las
cornisas de toda piedra suelta y eliminando con sus subbie y mazzuoli todo cuanto
pudiera constituir un peligro para quienes trabajaban abajo. Esa labor la realizaban
colgados de las sogas, a enorme altura, en el aire.
El dueño de la cantera, llamado El Barril por su enorme torso redondo, saludó
cordialmente a Miguel Ángel. Aunque era analfabeto, igual que sus obreros, su
contacto con los compradores de otros países le había enseñado a hablar algunas
palabras seguidas, sin tropiezos.
— ¡Ah, Buonarroti! —exclamó—. ¡Hoy tenemos su gran bloque!
Lo cogió del brazo y lo condujo al área donde se habían introducido cuñas de
madera empapadas de agua en una incisión en forma de "V" y que, en su natural
hinchazón, acababan de forzar una abertura en el sólido acantilado de mármol, que
los canteros atacaban ahora con grandes mazas de hierro y palancas, hundiendo las
cuñas más y más, para desalojar al mármol de su lecho. El capataz gritó de pronto:
«¡Ahí va!». Los obreros saltaron, huyendo hasta el borde del poggio. El bloque de la
cima se desprendió, con el sonido de un árbol que se desplomase a tierra, y llegó
abajo con un tremendo impacto, quedando inmóvil en el área de trabajo, después
de haberse quebrado siguiendo el corte de sus vetas.
Cuando Miguel Ángel estudió el bloque, se llevó una desilusión. Las pesadas lluvias,
al filtrarse por la escasa capa de tierra que había cubierto al mármol por espacio de
incontables siglos, habían llevado consigo suficientes sustancias químicas para
producir vetas en el puro blanco de la piedra. El Barril había hecho cortar aquel
bloque expresamente, con la esperanza de que Miguel Ángel lo considerase
satisfactorio.
— Hermoso pedazo de carne, ¿eh? —exclamo.
— Tiene vetas manchadas.
— El corte es casi perfecto.
— Si, pero yo lo quiero perfecto, no casi.
El Barril perdió la paciencia.
— Nos cuesta mucho dinero —dijo—. Hace un mes que estamos sacando mármol
para usted y hasta ahora no hemos visto ni un ducado.
— Le pagaré mucho dinero, pero por mármoles para estatuas.
— Dios es quien hizo el mármol. Quéjese a él.
— No lo haré hasta que no esté convencido de que no hay bloques más blancos
debajo de éstos.
— ¿Pretende que haga cortar todo el pico de la montaña?
— Tendré miles de ducados para gastar en material destinado a la fachada de San
Lorenzo. Usted recibirá su parte.
El Barril se volvió, ceñudo, murmurando algo que Miguel Ángel no alcanzó a oír.
Tomó su saco y partió para Ravaccione por una vieja senda de cabras. Llegó a la
cantera a las diez. En el plano del cerro, dos cuadrillas trabajaban con una inmensa
sierra a través de un bloque de mármol, mientras los bardi, aprendices que
acompañaban su trabajo con cantos rítmicos, mantenían una constante corriente de
arena y agua bajo los dientes de las herramientas. A un grito del capataz, que
parecía un canto, comenzaron a bajar los hombres de los planos superiores para la
comida. Miguel Ángel se unió a un grupo para comer sobre un tablón colocado entre
dos bloques de piedra. La comida eran gruesas rebanadas de pan mojado con
aceite de oliva, vinagre y sal, que se hundían en el balde común lleno de agua.
Aquella era la mejor manera de tratar a los carrarini. Durante su estancia allí, en
1505, para comprar los bloques destinados a la tumba de Julio II, se le había
recibido con bastante desconfianza. Pero conforme fueron pasando los días, los
carrarini llegaron a considerarlo no solamente escultor, sino cantero. Ahora, al
volver a la zona, se le aceptó ya como un carrarino; se le invitaba a las tabernas los
sábados por la noche, punto de reunión de los hombres que bebían el vino
Cinqueterre y jugaban al basion.
Miguel Ángel se sentía orgulloso de ser aceptado en una mesa donde las sillas
parecían pasar de padres a hijos como herencia. Cierta vez, al ver un edificio vacío
en una altura sobre la población, en el lugar donde una media docena de
marmolerías se extendían a lo largo del Carrione, pensó para sí: «¿Por qué volver a
Roma o Florencia para esculpir estatuas, cuando aquí, en Carrara, parece más
natural que extraño que un hombre desee dedicar su vida entera a la escultura? Allí
VI
Rocca Malaspina estaba a poca distancia, cuesta arriba, y era una especie de
mansión—fortaleza que, a modo de anda montañosa, servía a la defensa de
Carrara. Construida en el siglo XII, tenía torres almenadas, un foso y gruesos
muros de piedra capaces de resistir cualquier asedio. Porque ésa era una de las
razones por las que los carrarini odiaban a los extraños: constantemente habían
sido atacados e invadidos durante los últimos quinientos años. Sólo últimamente
había podido la familia del marqués mantener la paz. Lo que originalmente había
sido una tosca fortaleza era ahora en un elegante palacio de mármol, con frescos y
mobiliario procedentes de todas partes de Europa.
El marqués lo estaba esperando en lo alto de la majestuosa escalinata. Miguel
Ángel no pudo contener la admiración al ver los suelos de mármol y las columnas.
El dueño de Rocca Malaspina era alto, elegante, de aspecto severo.
— Le agradezco que haya venido, maestro Buonarroti —dijo con su voz patriarcal—.
Pensé que quizás le agradaría ver la habitación donde Dante Alighieri durmió
cuando fue huésped de nuestra familia. Escribió en ella algunas líneas de La Divina
Comedia, sobre nuestro país. Esta es su cama.
Más tarde, en la biblioteca, el marqués entró en materia. Primeramente mostró a
Miguel Ángel una carta de Monna Argentina Soderini, que era una Malaspina:
El maestro Miguel Ángel, escultor a quien mi esposo quiere entrañablemente, ha ido
a Carrara para conseguir cierta calidad de mármoles. Deseamos vivamente que le
preste toda su ayuda.
El marqués miró a Miguel Ángel y dijo:
— Recuerda qué murmuró El Barril en la cantera ¿verdad?
— Recuerdo que dijo algo. Me pareció que era «puro ruido».
— En carrarino eso significa «rezongón». Los dueños de las canteras dicen que
usted ni siquiera sabe lo que quiere.
— En parte tienen razón — reconoció Miguel Ángel, un poco avergonzado—. Es que
busco mármoles para la fachada de San Lorenzo. Tengo la sospecha de que el Papa
León X y el cardenal Giulio han concebido esta idea nada más que para impedirme
que haga el trabajo de la tumba de Julio II, para los Rovere. Me han prometido mil
ducados para comprar mármoles, pero hasta ahora no he recibido nada. Por otra
parte, yo también pequé de remiso: les prometí enseñarles modelos a escala, pero
desde que salí de Roma no he dibujado una sola línea. Una mente perturbada,
marqués, no ayuda a dibujar.
— ¿Me permite que le sugiera algo? Firme dos o tres contratos pequeños para la
entrega futura de bloques de mármol. Así los dueños de las canteras se quedarán
tranquilos. Esta gente cuenta con muy pocas reservas y sólo les separan del
hambre unas cuantas semanas de judías y harina. Si alguien amenaza ese margen
tan reducido, lo consideran su enemigo.
— Haré lo que me sugiere —dijo Miguel Ángel.
En las semanas siguientes firmó dos contratos, y la tensión desapareció
inmediatamente, no bien prometió a El Barril y a Pelliccia adquirir una apreciable
cantidad de mármol en cuanto llegase el Papa.
Había disipado la tensión en lo referente a los carrarini, pero no pudo hacer mucho
en ese sentido respecto de sí mismo. Aunque los herederos de Julio II habían
accedido a las demandas del Papa y escribieron un tercer contrato que reducía aún
más el tamaño de la tumba y extendía el plazo de entrega de siete a nueve años,
Miguel Ángel sabía que estaban furiosos. La tumba inconclusa era un cáncer que les
roía el estómago.
Las noticias de Florencia no eran tampoco muy jubilosas. El placer que había
sentido la ciudad al ver ungido Papa por primera vez a uno de sus ciudadanos, se
veía agriado por el hecho de que la elección le había costado su libertad a Florencia.
Giuliano había muerto. La República terminó, el Consejo fue disuelto, y la
Constitución, anulada.
Los florentinos no veían con agrado que los gobernase Lorenzo, el hijo de Piero,
que contaba sólo veinticuatro años y cuyos actos, hasta los más insignificantes,
eran dictados e impuestos por su madre romana y el cardenal Giulio. La tienda de
Buonarroto, lejos de dar beneficios, producía pérdidas. No era culpa de Buonarroto;
los tiempos no eran buenos para una nueva aventura comercial. En consecuencia,
el hermano de Miguel Ángel necesitaba más dinero del que su eterno proveedor
podía proporcionarle.
Buonarroto había llevado a su esposa, Bartolommea, a vivir en la casa de su padre
y no cesaba de expresar la esperanza de que Miguel Ángel simpatizase con ella. Era
una buena mujer. Había cuidado a Ludovico durante una reciente enfermedad y
administraba la casa muy satisfactoriamente. Miguel Ángel llegó a la conclusión de
que no era muy agraciada de rostro ni cuerpo, pero había aportado una dote
bastante abultada y poseía un carácter dulce y tranquilo.
«Me gustará, Buonarroto», escribió Miguel Ángel. «Recemos a Dios para que te dé
algunos hijos. Tu buena Bartolommea es nuestra única esperanza de perpetuar el
apellido Buonarroti.» Las lluvias invernales convirtieron en desbordados ríos las
sendas de las montañas. Luego cayeron copiosas nevadas. Todo el trabajo cesó en
la zona del mármol. Los canteros, en sus frías casas de piedra de las laderas, se
resignaron a esperar, mientras trataban de mantenerse lo más abrigados posible y
reducían sus raciones de judías y de pasta. Miguel Ángel compró una carretada de
leña y colocó su mesa de trabajo frente a la chimenea. A su alrededor tenía cartas
de Baccio D’Agnolo, que iba a ayudarle a construir un modelo de madera de la
fachada de Sebastiano, informándole de que una docena de escultores, entre ellos
Rafael, estaban tratando de arrebatarle el encargo de la fachada; y de Domenico
Buoninsegni, de Roma, un hombre honesto y capaz que dedicaba su tiempo a
negociar el contrato de la fachada y le imploraba que fuese a Roma, porque el Papa
clamaba por los diseños.
Llegó a Roma mientras la ciudad se preparaba para celebrar la Navidad.
Primeramente fue a su casa y se sintió aliviado al comprobar que todo estaba tal
como lo había dejado. Su Moisés parecía estar más próximo a la terminación que lo
que él recordaba. «¡Si pudiera tener un mes libre para dedicarlo exclusivamente a
la estatua!» Fue recibido cordialmente en el Vaticano. Al arrodillarse para besar el
anillo del Pontífice, observó que la papada de León X caía nuevamente sobre el
cuello de su manto de armiño y que las mejillas carnosas ocultaban casi por
completo la pequeña y enfermiza boca.
— Me produce un gran placer veros nuevamente, hijo mío —dijo el Papa, mientras
conducía a Miguel Ángel a la biblioteca.
Extendió las hojas de sus dibujos en una mesa. Había un boceto de la obra de
VII
Regresó a Carrara. Cuando, por fin, le fueron enviados los mil ducados del Papa,
dejó de preocuparse por las canteras de Pietrasanta y empezó a comprar mármoles
a toda prisa: de Jacopo y Antonio, tres bloques que estaban expuestos en el
Mercado de Cerdos, y otros siete de Mancino. Entró en sociedad con Ragione para
financiar la extracción de un centenar de carros de mármol.
Rechazó el modelo de madera que le había hecho Baccio D’Agnolo por considerarlo
«infantil». Hizo uno él mismo... que no resultó mucho mejor. Pagó a La Grassa, un
cantero de pietra serena de Settignano, para que le hiciese un modelo de arcilla... y
lo destruyó no bien estuvo listo. Cuando Salviati le comunicó desde Florencia, y
Buoninsegni desde Roma, que el Papa y el cardenal se estaban impacientando
porque todavía no había comenzando, firmó un contrato con Francesco y
Bartolomeo, de Torano, por otros cincuenta carros de mármol, a pesar de que no
había dibujado nada más que los tamaños y formas de los bloques que deseaba
que le preparasen los modeladores.
El marqués de Carrara lo invitó a cenar un domingo en la Rocca. Después de la
cena lo interrogó sobre el plan del Papa respecto de la explotación de las canteras
de Pietrasanta, sobre la que se habían filtrado algunas noticias desde Roma.
— Puede estar seguro, signore —respondió Miguel Ángel—, de que no se hará
trabajo alguno en esas montañas.
Y un día recibió una enérgica carta de Buoninsegni:
El cardenal y el Papa consideran que está descuidando el mármol de Pietrasanta.
Creen que lo hace deliberadamente... ¡El Papa quiere mármoles de Pietrasanta!
Hizo preparar un caballo para el amanecer del día siguiente, a fin de tomar el
camino de la costa, pero sin revelar a nadie adonde se dirigía. Se detuvo un
momento en el mercado de Pietrasanta para comprar una naranja. Sobre él se
elevaba imponente el Monte Altissimo, así llamado por la gente de Pietrasanta y
Seravezza porque su impresionante bastión de roca viva, que perforaba el cielo
hasta una altura de mil seiscientos metros, empequeñecía e intimidaba a cuantos
vivían a su vista.
Los carrarini afirmaban desdeñosamente que el Monte Altissimo no era el pico más
alto, ya que lo superaban el Monte Sacro, Pizzo d'Uccello y Pisanino, en la zona de
Carrara. Los de Pietrasanta respondían que los carrarinos podían vivir en sus
montes, atravesarlos y extraer de ellos el mármol, pero que Monte Altissimo era
inexpugnable. Los etruscos, verdaderos genios en el arte de trabajar la piedra, y el
ejército romano no habían podido conquistar jamás sus implacables gargantas y
precipicios.
Había un angosto camino de carros entre Pietrasanta y la aldea montañosa de
Seravezza. Se utilizaba para el transporte de productos agrícolas. Miguel Ángel
emprendió la ascensión por aquella senda. Allí todo era piedra. Las casas estaban
apretadas alrededor de una pequeña plaza empedrada. Encontró una habitación
para pasar la noche y un guía, que era el fornido hijo de un remendón.
Partieron de Seravezza cuando todavía era de noche. La primera hora de camino
por las colinas circundantes no fue difícil, pues Anto, el guía, conocía el terreno
palmo a palmo. Pero cuando terminó la senda, tuvieron que abrirse paso por
espesuras de matorrales con dos cuchillos que Anto había sacado del taller de su
padre. Ascendieron casi en línea recta, por verdaderos bosques de piedra que
significaban un duro trabajo. A menudo resbalaban y se veían obligados a agarrarse
desesperadamente de algún matorral para no precipitarse barranca abajo.
Descendieron a profundas gargantas, en las que hacía un pegajoso y húmedo frío, y
escalaron a gatas por la sierra siguiente, que subía hacia el Monte Altissimo, cuya
hosca silueta se alzaba al fondo.
A mitad de la mañana se encontraron en la cima de un promontorio cubierto de
matorrales. Entre Miguel Ángel y el Monte Altissimo quedaba solamente una colina
de escarpada cúspide y, tras ella, un precipicio en el fondo del cual tendrían que
cruzar un río.
Anto sacó dos grandes panes de su bolsa de cuero, cuya miga había sido sacada
para rellenar la corteza con pescado en salsa de tomate. Comieron y luego
descendieron al valle.
Miguel Ángel se sentó en una roca y miró hacia arriba, a los ceñudos Alpes.
— Con la ayuda de Dios y de todo el ejército francés, tal vez se podría construir un
camino hasta este punto, pero ¿cómo podría nadie prolongarlo por esa pared de
roca viva completamente perpendicular?
— No es posible —dijo Anto—. ¿Para qué intentarlo?
VIII
Regresó a Florencia en primavera, a tiempo para celebrar el nacimiento de la hija
de Buonarroto, Francesca, a quien puso de sobrenombre Cecca. Fue a comprar un
terreno en la Via Mozza, cerca de Santa Caterina, decidido a construir en él un
estudio de suficiente tamaño para albergar los grandes bloques destinados a la
fachada y la tumba de Julio II. Tuvo que tratar con los canónigos del Duomo, que le
cobraron trescientos florines grandes de oro por el terreno, sesenta más de lo que
valía.
Trabajó durante varias semanas para terminar el diseño sobre el que habría de
construir su modelo de madera. Conforme iba expandiendo su concepto, al cual
agregó cinco bajorrelieves en marcos cuadrados y dos en marcos circulares, amplió
también sus costos, por lo cual sería imposible crear una fachada por menos de
treinta y cinco mil ducados. El Papa le contestó por mediación de Buoninsegni,
quien le escribió:
Le agradó su plan, pero ha aumentado usted el precio en diez mil ducados. ¿Se
trata de ampliaciones en la fachada, o de un cálculo erróneo en sus planes
originales?
Miguel Ángel contestó.
Va a ser la maravilla arquitectónica y escultórica de Italia.
A lo cual Buoninsegni replicó:
El dinero escasea, pero no debe preocuparse; su contrato será firmado. Comience
inmediatamente los cimientos. Su Santidad está un poco disgustado porque todavía
no los ha colocado.
Jacopo Sansovino, informado por el Vaticano de que el nuevo modelo de la obra no
incluía friso alguno, fue a ver a Miguel Ángel, a quien atacó duramente. Miguel
Ángel trató de aplacarlo y al final dijo:
— No nos separemos como enemigos. Le prometo que lo ayudaré a conseguir un
trabajo. Entonces comprenderá que una obra de arte no puede ser un simposio:
tiene que poseer la unidad orgánica de la mente y las manos de un solo hombre.
Ludovico eligió aquel momento para reprochar a Miguel Ángel porque no le permitía
utilizar los fondos depositados en la administración de Santa María Nuova.
— Padre —respondió Miguel Ángel—, si no cesa con sus eternas exigencias de
dinero y lamentaciones y reproches, la casa no será suficientemente grande para
ambos.
Al anochecer, Ludovico había desaparecido. A la noche siguiente, Buonarroto volvió
con la noticia de que el padre andaba diciendo a todos que había sido arrojado de
su propia casa.
¿Dónde está? —preguntó Miguel Ángel.
— En la casa de los campesinos de detrás de nuestra granja de Settignano.
cementerio de San Lorenzo por el prior Bichiellini, en quien le pareció ver que
perdía al más querido y fiel amigo de su vida.
Sólo una hora después de su regreso a Carrara, comenzó a congregarse una
multitud en la Piazza del Duomo. Las ventanas del comedor del boticario llegaban
hasta el suelo y no tenían balcón. Miguel Ángel se colocó tras las cortinas para
escuchar el rumor que crecía por momentos, mientras los mineros iban llenando la
plaza. Alguien lo descubrió tras las cortinas. La multitud comenzó inmediatamente a
lanzarle insultos.
Miguel Ángel miró al boticario, cuyo rostro estaba sumamente serio. Luchaba entre
la lealtad a su gente y a su huésped.
— Tendré que hablarles —dijo Miguel Ángel.
Abrió la ventana y se asomó al vacío.
— ¡Figlio di cane! —gritó uno de los canteros.
Se alzaba un verdadero bosque de puños amenazadores. Miguel Ángel levantó los
brazos para pedir silencio.
— No es culpa mía... Tienen que creerme —gritó.
¡Bastardo! ¡Nos ha traicionado!
— ¿No he comprado mármoles en sus canteras? Tengo nuevos contratos para
darles... ¡Confíen en mí! ¡Soy un carrarino!
— Lo que eres es un servidor del Papa.
— Esto me costará mucho más que a ustedes...
Se hizo un silencio. Un hombre que estaba en primera fila gritó, con la voz llena de
angustia.
¡Pero no sufrirá como nosotros, en su estómago!
Aquel grito obró como una señal. Cien brazos se alzaron y una lluvia de piedras
llenó el aire. Los vidrios de las dos ventanas saltaron, rotos en mil pedazos.
Una piedra hizo blanco en su frente. Quedó aturdido, más por el impacto que por el
dolor. La sangre empezó a deslizarse por su rostro. La sintió bajar por una de sus
mejillas.
No hizo el menor movimiento para enjugarla. La multitud advirtió lo que había
sucedido y un rumor recorrió la plaza:
— ¡Basta! Está sangrando.
Pocos minutos después la plaza estaba desierta, pero el suelo, bajo las dos
ventanas, se hallaba cubierto de piedras.
IX
Alquiló una casita del lado que daba al mar, en la plaza de Pietrasanta, con vistas a
la extensa ciénaga que tendría que atravesar para construir un puerto. El cardenal
Giulio le había informado de que también tendría que extraer mármoles de
Pietrasanta para la iglesia de San Pedro y para las reparaciones que necesitaba el
Duomo de Florencia. El Gremio de Laneros enviaba un perito para la construcción
de dicho camino.
Era el mes de marzo. Tenía alrededor de seis meses de buen tiempo antes de que
la nieve y el hielo le cerrasen completamente las montañas. Si podía conseguir que
empezasen a salir bloques de mármol de las canteras hacia la playa para el mes de
octubre, su tarea estaría cumplida... ¡Si pudiera empezarla! Haría embarcar los
primeros bloques a Florencia, donde pasaría el invierno esculpiéndolos. Cuando
llegase otra vez el buen tiempo, un capataz y una dotación de hombres podría
regresar a la cantera para seguir extrayendo el mármol.
Comenzó a tramitar la obtención de todo cuanto necesitaba: sogas, una fragua,
barras de hierro, picos, palas, hachas, serruchos...
¡Todo le fue negado! Las casas de comercio parecían haber vendido todas las
existencias de cualquier artículo que él pedía. Desesperado, volvió a la casa del
boticario por la puerta trasera del jardín y buscó a Pelliccia.
— Usted se ha pasado toda la vida contratando y adiestrando capataces —le dijo—.
Mándeme uno. Necesito ayuda. Todo el mundo se niega a prestármela. Ni siquiera
puedo conseguir los materiales y herramientas...
— Lo sé —dijo Pelliccia—. Soy su amigo, y los amigos no pueden abandonarse unos
a otros.
— Entonces, ¿me ayudará?
— No puedo. Nadie querría trabajar con usted. Este es el más grave peligro que
nuestra comunidad ha tenido que afrontar desde que el ejército francés nos
invadió. En cuanto a mí, si lo ayudase, me arruinaría. Le pido perdón.
— El error ha sido mío. No he debido venir.
Volvió a recorrer las calles empedradas de mármol, hasta que llegó a la Rocca
Malaspina. El marqués era no solamente el dueño de una gran parte de Carrara,
sino el único gobierno del marquesado. Su palabra era ley. El marqués lo recibió
cordialmente, grave pero sin asomo de hostilidad.
— El Papa carece de poder aquí —explicó—. No puede obligar a los hombres a que
extraigan mármol de la montaña. ¡Ni aunque excomulgara a toda la provincia!
— Entonces, por implicación, tampoco puede ordenar que extraigan bloques para
mí...
El marqués sonrió, y dijo:
— Un gobernante sabio jamás imparte órdenes que sabe no han de ser cumplidas.
— Marqués —dijo Miguel Ángel—, he invertido mil ducados en mármoles que
todavía no han sido arrancados de la montaña. ¿Tampoco me pueden ser
entregados?
— ¿Especifican los contratos que esos bloques deben ser llevados a la costa?
— Sí, marqués.
Entonces puede estar tranquilo, porque serán entregados. Nosotros cumplimos
siempre nuestros contratos.
Los bloques y columnas fueron bajados de las montañas en carros especiales para
cargar mármol. Pero cuando todos habían sido depositados en la playa, los
marineros carrarini se negaron a transportarlos a Florencia. «No figura en el
contrato», declararon.
— Ya lo sé —arguyó Miguel Ángel—. Estoy dispuesto a pagar bien. Quiero que sean
llevados a Pisa y luego por el Arno, mientras tiene agua.
— No tenemos espacio.
— Pero veo muchas barcas que están ancladas y vacías.
— Sí, pero mañana tendrán carga. No hay espacio.
Miguel Ángel maldijo su suerte, montó a caballo y realizó el duro y largo viaje por
Spezia y Rapallo hasta Génova. En el puerto encontró numerosos dueños de barcas
ansiosos de trabajar. Se calcularon las embarcaciones que se necesitarían para
transportar los mármoles. Miguel Ángel pagó por adelantado y concertó una cita en
Avenza para dirigir la carga.
Dos días después, cuando estuvieron a la vista las barcas genovesas, un bote de
trabajo.
— Eso es una suerte para ustedes —dijo Miguel Ángel—. ¿Les parece que podré
tener más suerte en las cercanías? ¿En Prato, por ejemplo?
Los hombres se miraron en silencio.
— Pruebe... A lo mejor...
Visitó otras canteras, una de pietra serena en Cava di Fossato Coverciano, y la de
pietra forte, en Lombrellino. Los hombres tenían abundante trabajo y no había
razón para abandonar sus hogares y familias. Entre ellos existía una seria aprensión
respecto de las montañas de Pietrasanta.
Desesperado, regresó a pie a Settignano y fue a la casa de los Topolino. Los hijos
estaban ahora a cargo del patio de trabajo, mientras siete nietos, de siete años
para arriba, aprendían ya el oficio. Bamo, el mayor de los hijos, negociaba los
contratos; Enrico, el mediano, adiestrado por el abuelo para las tareas más
delicadas, era el artista del trío; Gilberto, el más vigoroso, trabajaba con la rapidez
de tres canteros. Ésta era la última probabilidad que se le presentaba a Miguel
Ángel. Si la familia Topolino no podía ayudarlo, nadie podría hacerlo. Expuso su
situación claramente, sin omitir detalle de los peligros y penurias.
— ¿Podría venir conmigo uno de ustedes? —preguntó—. Necesito a alguien en
quien pueda confiar ciegamente.
Los hermanos meditaron un buen rato. Luego, todos miraron a Miguel Ángel.
— No podemos permitir que se vaya solo —dijo Bruno, por fin—. Uno de nosotros
tiene que acompañarlo.
— ¿Quién?
— Bruno no puede. Hay contratos que negociar —dijo Enrico.
— Enrico tampoco —interpuso Gilberto—. El es el encargado de los trabajos más
finos.
Los dos mayores miraron a Gilberto y dijeron a la vez:
—Tú.
— Si, yo —asintió Gilberto—. Yo soy el menos hábil, pero el más fuerte. ¿Le
serviré?
— ¡Claro que me servirá! ¡Y le quedo muy agradecido!
En los días que siguieron, Miguel Ángel consiguió reunir un grupo de hombres:
Michele, que ya había trabajado con él en Roma; los tres hermanos Fancelli;
Domenico, un hombre diminuto pero buen escultor; Zara, a quien Miguel Ángel
conocía desde hacía muchos años; y Sandra, el más joven de todos. La Grassa, de
Settignano, accedió a ir, y con él un grupo de canteros a quien tentó el ofrecimiento
de doble salario. Cuando los reunió para darles instrucciones para la partida a la
mañana siguiente, sintió que se le encogía el corazón: doce canteros, pero ni uno
con experiencia en extraer bloques de mármol de las montañas. ¿Cómo podría
atacar una mole virgen con semejante cuadrilla?
Mientras se dirigía a su casa, vio a un grupo de obreros que estaban colocando
piedras en la Via Sant’ Egidio. Entre ellos le asombró ver a Donato Benti, un
escultor de mármol que había trabajado en Francia con éxito.
— ¡Benti!... ¿Qué diablos hace aquí?
Benti tenía sólo treinta años y un rostro arrugado.
— Esculpo pequeñas esculturas para que la gente pise sobre ellas —respondió—.
Aunque lo poco que como me sienta mal, no tengo más remedio que comer de vez
en cuando.
Puedo pagarle más en Pietrasanta de lo que gana aquí. Lo necesito. ¿Quiere venir?
— ¡Me necesita! —repitió Benti mientras sus ojos se abrían enormemente
incrédulos—. Esas dos palabras podrían ser las más hermosas del mundo. ¡Iré con
usted!
— Bien. Lo espero en mi casa de la Via Ghibellina al amanecer. Somos catorce y
viajaremos en un carro.
— Vieri irá con usted a Pietrasanta como administrador. El se encargará de todo lo
referente a provisión de alimentos, materiales, transportes y contabilidad. El
Gremio de Laneros le pagará el sueldo.
— Es una suerte, porque estaba preocupado con respecto a la contabilidad.
Salviati sonrió, mientras ponía un brazo en el hombro de Vieri.
— Se llevará un verdadero artista en ese trabajo —dijo.
Fue una partida feliz, a pesar de todo, pues su cuñada Bartolommea dio a luz un
varoncito muy sano, a quien se bautizó con el nombre de Simone. Por fin el apellido
Buonarroti—Simoni tenía la seguridad de continuar por lo menos una generación
más.
trabajo.
Aunque todavía no le había sido posible extraer un solo bloque de mármol
utilizable, había contemplado de cerca la gloriosa «carne» del Monte Altissimo.
Sabía que, finalmente, extraería aquellos mármoles ideales para sus esculturas. Y
cuando lo hiciese, tenía que contar con un camino adecuado.
¿No había aprendido, a través de los años, que un escultor tenía que ser también
arquitecto? Si él era capaz de esculpir el Baco, la Piedad, el David y el Moisés, si
podía diseñar un mausoleo para el Papa Julio II y una fachada para la iglesia de
San Lorenzo, ¿por qué habría de resultarle más difícil un pequeño camino de unos
ocho kilómetros?
X
Utilizó las sendas campesinas hasta Scravezza. De allí torció hacia el norte de dicha
población para esquivar el río Vezza y la garganta, y luego trazó el recorrido del
camino directamente hacia el Monte Altissimo, a pesar de que enormes rocas se
levantaban en su ruta. Cruzó el río Sena por un vado conveniente y siguió el
contorno de la orilla para subir por la empinada garganta. En dos lugares decidió
abrir túneles a través de la roca, en vez de llevar el camino hasta la cima de un
monte y bajar luego en serpentina hasta el valle. Para el punto terminal del camino
eligió un lugar situado en la base de dos precipicios, por los cuales proyectaba bajar
los bloques de mármol desde Vincarella y Polla.
Compró un tronco de nogal e hizo que un fabricante de carros de Massa
construyese con él un carro de dos ruedas recubiertas de hierro para transportar
los bloques cortados hasta la ciénaga entre Pietrasanta y el mar.
Designó a Donato Benti superintendente de la construcción del camino desde
Pietrasanta hasta la base del canal de Monte Altissimo.
A Michele le encargó el trabajo de rellenar la ciénaga.
Gilberto Topolino siguió en su puesto de capataz en Vincarella, la cantera situada a
unos mil quinientos metros de altura, en el único lugar donde era posible trabajar,
después de excavar un poggio.
A finales de junio, Vieri fue a verlo. Su rostro tenía una expresión grave.
— Tendremos que suspender la construcción del camino —dijo.