Carta de Jamaica
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Carta de Jamaica
CARTA DE JAMAICA
CARTA DE JAMAICA
Simón Bolívar…
Me apresuro a contestar la carta del 29 del mes pasado que Vd. me hizo el honor
de dirigirme, y que yo recibí con la mayor satisfacción.
Sensible, como debo, al interés que Vd. ha querido tomar por la suerte de mi
patria, afligiéndome con ella por los tormentos que padece, desde su
descubrimiento hasta estos últimos periodos, por parte de sus destructores los
españoles, no siento menos el comprometimiento en que me ponen las solícitas
demandas que Vd. me hace sobre los objetos más importantes de la política
americana. Así, me encuentro en un conflicto, entre el deseo de corresponder a la
confianza con que Vd. me favorece y el impedimento de satisfacerla, tanto por la
falta de documentos y libros, cuanto por los limitados conocimientos que poseo de
un país tan inmenso, variado y desconocido como el Nuevo Mundo.
"Tres siglos ha dice Vd. que empezaron las barbaridades que los
españoles cometieron en el grande hemisferio de Colón." Barbaridades que la
presente edad ha rechazado como fabulosas, porque parecen superiores a la
perversidad humana; y jamás serían creídas por los críticos modernos, si
constantes y repetidos documentos no testificasen estas infaustas verdades. El
filantrópico obispo de Chiapas, el apóstol de la América, Las Casas, ha dejado a la
posteridad una breve relación de ellas, extractadas de las sumarias que siguieron
en Sevilla a los conquistadores, con el testimonio de cuantas personas
respetables había entonces en el Nuevo Mundo, y con los procesos mismos que
los tiranos se hicieron entre sí, como consta por los más sublimes historiadores de
aquel tiempo. Todos los imparciales han hecho justicia al celo, verdad y virtudes
de aquel amigo de la humanidad, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su
gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario.
¡Con cuanta emoción de gratitud leo el pasaje de la carta de Vd. en que me dice
"que espera que los sucesos que siguieron entonces a las armas españolas
acompañen ahora a las de sus contrarios, los muy oprimidos americanos
meridionales"! Yo tomo esta esperanza por una predicción, si la justicia decide las
contiendas de los hombres. El suceso coronará nuestros esfuerzos porque el
destino de la América se ha fijado irrevocablemente; el lazo que la unía a la
España está cortado; la opinión era toda su fuerza; por ella se estrechaban
mutuamente las partes de aquella inmensa monarquía; lo que antes las enlazaba,
ya las divide; más grande es el odio que nos ha inspirado la Península, que el mar
que nos separa de ella; menos difícil es unir los dos continentes que reconciliar los
espíritus de ambos países. El hábito a la obediencia; un comercio de intereses, de
luces, de religión; una reciproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la
gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza nos
venía de España. De aquí nacía un principio de adhesión que parecia eterno, no
obstante que la conducta de nuestros dominadores relajaba esta simpatía, o, por
mejor decir, este apego forzado por el imperio de la dominación. Al presente
sucede lo contrario: la muerte, el deshonor, cuanto es nocivo, nos amenaza y
tememos; todo lo sufrimos de esa desnaturalizada madrastra. El velo se ha
rasgado, ya hemos visto la luz y se nos quiere volver a las tinieblas, se han roto
las cadenas; ya hemos sido libres y nuestros enemigos pretenden de nuevo
esclavizarnos. Por lo tanto, la América combate con despecho, y rara vez la
desesperación no ha arrastrado tras sí la victoria.
El reino de Chile, poblado de 800 000 almas, está lidiando contra sus enemigos
que pretenden dominarlo; pero en vano, porque los que antes pusieron un término
a sus conquistas, los indómitos y libres araucanos, son sus vecinos y
compatriotas; y su ejemplo sublime es suficiente para probarles que el pueblo que
ama su independencia por fin la logra.
La Nueva Granada que es, por decirlo así, el corazón de la América, obedece a un
gobierno general, exceptuando el reino de Quito, que con la mayor dificultad
contienen sus enemigos por ser fuertemente adicto a la causa de su patria, y las
provincias de Panamá y Santa Marta que sufren, no sin dolor, la tiranía de sus
señores. Dos millones y medio de habitantes están esparcidos en aquel territorio,
que actualmente defienden contra el ejército español bajo el general Morillo, que
es verosímil sucumba delante de la inexpugnable plaza de Cartagena. Mas si la
tomare será a costa de grandes pérdidas, y desde luego carecerá de fuerzas
bastantes para subyugar a los morigerados y bravos moradores del interior.
Las islas de Puerto Rico y Cuba que, entre ambas, pueden formar una población
de 700 a 800.000 almas, son las que más tranquilamente poseen los españoles,
porque están fuera del contacto de los independientes. Mas ¿no son americanos
estos insulares? ¿No son vejados? ¿No desean su bienestar?
Este cuadro representa una escala militar de 2.000 leguas de longitud y 900 de
latitud en su mayor extensión, en que 16 millones de americanos defienden sus
derechos o están oprimidos por la nación española, que aunque fue, en algún
tiempo, el más vasto imperio del mundo, sus restos son ahora impotentes para
dominar el nuevo hemisferio y hasta para mantenerse en el antiguo. ¿Y la Europa
civilizada, comerciante y amante de la libertad, permite que una vieja serpiente,
por sólo satisfacer su saña envenenada, devore la más bella parte de nuestro
globo? ¡Qué! ¿Está la Europa sorda al clamor de su propio interés? ¿No tiene ya
ojos para ver la justicia? ¿Tanto se ha endurecido, para ser de este modo
insensible? Estas cuestiones, cuanto más lo medito, más me confunden; llego a
pensar que se aspira a que desaparezca la América; pero es imposible, porque
toda la Europa no es España. ¡Qué demencia la de nuestra enemiga, pretender
reconquistar la América, sin marina, sin tesoro y casi sin soldados!, pues los que
tiene, apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta
obediencia y defenderse de sus vecinos. Por otra parte, ¿podrá esta nación hacer
el comercio exclusivo de la mitad del mundo, sin manufacturas, sin producciones
territoriales, sin artes, sin ciencias, sin política? Lograda que fuese esta loca
empresa; y suponiendo más aún, lograda la pacificación, los hijos de los actuales
americanos, unidos con los de los europeos reconquistadores, ¿no volverían a
formar dentro de veinte años los mismos patrióticos designios que ahora se están
combatiendo?
"La felonía con que Bonaparte dice Vd. prendió a Carlos IV y a Fernando VII,
reyes de esta nación, que tres siglos ha aprisionó con traición a dos monarcas de
la América meridional, es un acto muy manifiesto de la retribución divina, y al
mismo tiempo una prueba de que Dios sostiene la justa causa de los americanos y
les concederá su independencia. "
Parece que Vd. quiere aludir al monarca de México Montezuma, preso por Cortés
y muerto, según Herrera, por el mismo, aunque Solís dice que por el pueblo; y a
Atahualpa, Inca del Perú, destruido por Francisco Pizarro y Diego de Almagro.
Existe tal diferencia entre la suerte de los reyes españoles y de los reyes
americanos, que no admite comparación; los primeros son tratados con dignidad,
conservados, y al fin recobran su libertad y trono; mientras que los últimos sufren
tormentos inauditos y los vilipendios más vergonzosos. Si a Guatimozín, sucesor
de Montezuma, se le trata como emperador y le ponen la corona, fue por irrisión y
no por respeto; para que experimentase este escarnio antes que las torturas.
Iguales a la suerte de este monarca fueron las del rey de Michoacán, Catzontzín;
el Zipa de Bogotá y cuantos toquis, imas, zipas, ulmenes, caciques y demás
dignidades indianas sucumbieron al poder español. El suceso de Fernando VII es
más semejante al que tuvo lugar en Chile en 1535, con el ulmen de Copiapó,
entonces reinante en aquella comarca. El español Almagro pretextó, como
Bonaparte, tomar partido por la causa del legítimo soberano y, en consecuencia,
llama al usurpador, como Fernando lo era en España; aparenta restituir al legítimo
a sus estados, y termina por encadenar y echar a las llamas al infeliz ulmen, sin
querer ni aun oír su defensa. Este es el ejemplo de Fernando VII con su
usurpador. Los reyes europeos sólo padecen destierro; el ulmen de Chile termina
su vida de un modo atroz.
He dicho la población que se calcula por datos más o menos exactos, que mil
circunstancias hacen fallidos sin que sea fácil remediar esta inexactitud, porque
los más de los moradores tienen habitaciones campestres, y muchas veces
errantes, siendo labradores, pastores, nómadas, perdidos en medio de los
espesos e inmensos bosques, llanuras solitarias y aisladas entre lagos y ríos
caudalosos. ¿Quién será capaz de formar una estadística completa de semejantes
monarcas? Además los tributos que pagan los indígenas; las penalidades de los
esclavos; las primicias, diezmos y derechos que pesan sobre los labradores y
otros accidentes alejan de sus hogares a los pobres americanos. Esto es sin hacer
mención de la guerra de exterminio que ya ha segado cerca de un octavo de la
población y ha ahuyentado una gran parte; pues entonces las dificultades son
insuperables y el empadronamiento vendrá a reducirse a la mitad del verdadero
censo.
Todavía es más difícil presentir la suerte futura del Nuevo Mundo, establecer
principios sobre su política y casi profetizar la naturaleza del gobierno que llegará
a adoptar. Toda idea relativa al porvenir de este país me parece aventurada. ¿Se
pudo prever cuando el género humano se hallaba en su infancia, rodeado de tanta
incertidumbre, ignorancia y error, cuál sería el régimen que abrazaría para su
conservación? ¿Quién se habría atrevido a decir: tal nación será república o
monarquía, ésta será pequeña, aquélla grande? En mi concepto, ésta es la
imagen de nuestra situación. Nosotros somos un pequeño género humano;
poseemos un mundo aparte, cercado por dilatados mares, nuevo en casi todas la
artes y ciencias, aunque en cierto modo viejo en los usos de la sociedad civil. Yo
considero el estado actual de la América, como cuando desplomado el Imperio
Romano cada desmembración formó un sistema político, conforme a sus intereses
y situación o siguiendo la ambición particular de algunos jefes, familias o
corporaciones; con esta notable diferencia, que aquellos miembros dispersos
volvían a restablecer sus antiguas naciones con las alteraciones que exigían las
cosas o los sucesos; mas nosotros, que apenas conservamos vestigios de lo que
en otro tiempo fue, y que por otra parte no somos indios ni europeos, sino una
especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores
españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros
derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que
mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso
más extraordinario y complicado; no obstante que es una especie de adivinación
indicar cuál será el resultado de la línea de política que la América siga, me atrevo
a aventurar algunas conjeturas, que, desde luego, caracterizo de arbitrarias,
dictadas por un deseo racional y no por un raciocinio probable.
¡Cuán diferente era entre nosotros! Se nos vejaba con una conducta que además
de privarnos de los derechos que nos correspondían, nos dejaba en una especie
de infancia permanente con respecto a las transacciones públicas. Si hubiésemos
siquiera manejado nuestros asuntos domésticos en nuestra administración interior,
conoceríamos el curso de los negocios públicos y su mecanismo, y gozaríamos
también de la consideración personal que impone a los ojos del pueblo cierto
respeto maquinal que es tan necesario conservar en las revoluciones. He aquí por
qué he dicho que estábamos privados hasta de la tiranía activa, pues que no nos
era permitido ejercer sus funciones.
Los americanos, en el sistema español que está en vigor, y quizá con mayor
fuerza que nunca, no ocupan otro lugar en la sociedad que el de siervos propios
para el trabajo, y cuando más el de simples consumidores; y aún esta parte
coartada con restricciones chocantes: tales son las prohibiciones del cultivo de
frutos de Europa, el estanco de las producciones que el Rey monopoliza, el
impedimento de las fábricas que la misma Península no posee, los privilegios
exclusivos del comercio hasta de los objetos de primera necesidad, las trabas
entre provincias y provincias americanas, para que no se traten, entiendan, ni
negocien; en fin, ¿quiere Vd. saber cuál es nuestro destino?, los campos para
cultivar el añil, la grana, el café, la caña, el cacao y el algodón, las llanuras
solitarias para criar ganados, los desiertos para cazar las bestias feroces, las
entrañas de la tierra para excavar el oro que no puede saciar a esa nación
avarienta.
Tan negativo era nuestro estado que no encuentro semejante en ninguna otra
asociación civilizada, por más que recorro la serie de edades y la política de todas
las naciones. Pretender que un país tan felizmente constituido, extenso, rico y
populoso, sea meramente pasivo, ¿no es un ultraje y una violación de los
derechos de la humanidad?
De cuanto he referido será fácil colegir que la América no estaba preparada para
desprenderse de la metrópoli, como súbitamente sucedió, por el efecto de las
ilegítimas cesiones de Bayona y por la inicua guerra que la Regencia nos declaró,
sin derecho alguno para ello, no sólo por la falta de justicia, sino también de
legitimidad. Sobre la naturaleza de los gobiernos españoles, sus decretos
conminatorios y hostiles, y el curso entero de su desesperada conducta hay
escritos, del mayor mérito, en el periódico "El Español" cuyo autor es el señor
Blanco; y estando allí esta parte de nuestra historia muy bien tratada, me limito a
indicarlo.
Los americanos han subido de repente y sin los conocimientos previos, y, lo que
es más sensible, sin la práctica de los negocios públicos, a representar en la
escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados,
administradores del erario, diplomáticos, generales y cuantas autoridades
supremas y subalternas forman la jerarquía de un estado organizado con
regularidad.
Cuando las águilas francesas sólo respetaron los muros de la ciudad de Cádiz, y
con su vuelo arrollaron los frágiles gobiernos de la Península, entonces quedamos
en la orfandad. Ya antes habíamos sido entregados a la merced de un usurpador
extranjero; después, lisonjeados con la justicia que se nos debía y con esperanzas
halagüeñas siempre burladas; por último, inciertos sobre nuestro destino futuro, y
amenazados por la anarquía, a causa de la falta de un gobierno legítimo, justo y
liberal, nos precipitamos en el caos de la revolución. En el primer momento sólo se
cuidó de proveer a la seguridad interior, contra los enemigos que encerraba
nuestro seno. Luego se extendió a la seguridad exterior; se establecieron
autoridades que sustituimos a las que acabábamos de deponer, encargadas de
dirigir el curso de nuestra revolución y de aprovechar la coyuntura feliz en que nos
fuese posible fundar un gobierno constitucional, digno del presente siglo y
adecuado a nuestra situación.
Todos los nuevos gobiernos marcaron sus primeros pasos con el establecimiento
de juntas populares. Estas formaron en seguida reglamentos para la convocación
de congresos que produjeron alteraciones importantes. Venezuela erigió un
gobierno democrático y federal, declarando previamente los derechos del hombre,
manteniendo el equilibrio de los poderes y estatuyendo leyes generales en favor
de la libertad civil, de imprenta y otras; finalmente se constituyó un gobierno
independiente. La Nueva Granada siguió con uniformidad los establecimientos
políticos y cuantas reformas hizo Venezuela, poniendo por base fundamental de
su constitución el sistema federal más exagerado que jamás existió; recientemente
se ha mejorado con respecto al poder ejecutivo general, que ha obtenido cuantas
atribuciones le corresponden. Según entiendo, Buenos Aires y Chile han seguido
esta misma línea de operaciones; pero como nos hallamos a tanta distancia, los
documentos son tan raros y las noticias tan inexactas, no me animaré ni aun a
bosquejar el cuadro de sus transacciones.
Los acontecimientos de la Tierra Firme nos han probado que las instituciones
perfectamente representativas no son adecuadas a nuestro carácter, costumbres y
luces actuales. En Caracas el espíritu del partido tomó su origen en las
sociedades, asambleas y elecciones populares; y estos partidos nos tornaron a la
esclavitud. Y así como Venezuela ha sido la república americana que más se ha
adelantado en sus instituciones políticas, también ha sido el más claro ejemplo de
la ineficacia de la forma democrática y federal para nuestros nacientes estados.
En Nueva Granada las excesivas facultades de los gobiernos provinciales y la falta
de centralización en el general, han conducido aquel precioso país al estado a que
se ve reducido en el día. Por esta razón, sus débiles enemigos se han conservado
contra todas las probabilidades. En tanto que nuestros compatriotas no adquieran
los talentos y virtudes políticas que distinguen a nuestros hermanos del Norte, los
sistemas enteramente populares, lejos de sernos favorables, temo mucho que
vengan a ser nuestra ruina. Desgraciadamente estas cualidades parecen estar
muy distantes de nosotros en el grado que se requiere; y por el contrario, estamos
dominados de los vicios que se contraen bajo la dirección de una nación como la
española, que sólo ha sobresalido en fiereza, ambición, venganza y codicia.
"Es más difícil dice Montesquieu sacar un pueblo de la servidumbre, que subyugar
uno libre." Esta verdad está comprobada por los anales de todos los tiempos, que
nos muestran las más de las naciones libres sometidas al yugo y muy pocas de
las esclavas recobrar su libertad. A pesar de este convencimiento, los
meridionales de este continente han manifestado el conato de conseguir
instituciones liberales y aun perfectas, sin duda, por efecto del instinto que tienen
todos los hombres de aspirar a su mejor felicidad posible; la que se alcanza,
infaliblemente, en las sociedades civiles, cuando ellas están fundadas sobre las
bases de la justicia, de la libertad y de la igualdad. Pero, ¿seremos nosotros
capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república?
¿Se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la
esfera de la libertad sin que, como a Icaro, se le deshagan las alas y recaiga en el
abismo? Tal prodigio es inconcebible, nunca visto. Por consiguiente no hay un
raciocinio verosímil que nos halague con esta esperanza.
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del
mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Aunque
aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el
Nuevo Mundo sea por el momento regido por una gran república; como es
imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal en
América, porque este proyecto, sin ser útil, es también imposible. Los abusos que
actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa.
Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales
que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. La metrópoli, por
ejemplo, sería México, que es la única que puede serlo por su poder intrínseco, sin
el cual no hay metrópoli. Supongamos que fuese el istmo de Panamá, punto
céntrico para todos los extremos de este vasto continente, ¿no continuarían éstos
en la languidez y aun en el desorden actual? Para que un solo gobierno dé vida,
anime, ponga en acción todos los resortes de la prosperidad pública, corrija, ilustre
y perfeccione al Nuevo Mundo, sería necesario que tuviese las facultades de un
Dios, y cuando menos las luces y virtudes de todos los hombres.
Los estados del istmo de Panamá hasta Guatemala formarán quizá una
asociación. Esta magnifica posición entre los dos grandes mares podrá ser con el
tiempo el emporio del universo; sus canales acortarán las distancias del mundo;
estrecharán los lazos comerciales de Europa, América y Asia; traerán a tan feliz
región los tributos de las cuatro partes del globo. ¡Acaso sólo allí podrá fijarse
algún día la capital de la tierra como pretendió Constantino que fuese Bizancio la
del antiguo hemisferio!
Poco sabemos de las opiniones que prevalecen en Buenos Aires, Chile y el Perú;
juzgando por lo que se transluce y por las apariencias, en Buenos Aires habrá un
gobierno central, en que los militares se lleven la primacía por consecuencia de
sus divisiones internas y guerras externas. Esta constitución degenerará
necesariamente en una oligarquía, o una monocracia con más o menos
restricciones, y cuya denominación nadie puede adivinar. Sería doloroso que tal
cosa sucediese, porque aquellos habitantes son acreedores a la más espléndida
gloria.
El Perú, por el contrario, encierra dos elementos enemigos de todo régimen justo y
liberal: oro y esclavos. El primero lo corrompe todo; el segundo está corrompido
por sí mismo. El alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se
enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas.
Aunque estas reglas serían aplicables a toda la América, creo que con más justicia
las merece Lima, por los conceptos que he expuesto y por la cooperación que ha
prestado a sus señores contra sus propios hermanos, los ilustres hijos de Quito,
Chile y Buenos Aires. Es constante que el que aspira a obtener la libertad a lo
menos lo intenta. Supongo que en Lima no tolerarán los ricos la democracia; ni los
esclavos y pardos libertos la aristocracia: los primeros preferirán la tiranía de uno
solo, por no padecer las persecuciones tumultuarias y por establecer un orden
siquiera pacífico. Mucho hará si consigue recobrar su independencia.
Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación
con un solo vinculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un
origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente,
tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de
formarse; mas no es posible, porque climas remotos, situaciones diversas,
intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello
sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los
griegos! Ojalá que algún ida tengamos la fortuna de instalar allí un augusto
congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y
discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las
otras partes del mundo. Esta especie de corporación podrá tener lugar en alguna
época dichosa de nuestra regeneración; otra esperanza es infundada, semejante a
la del abate St. Pierre, que concibió el laudable delirio de reunir un congreso
europeo para decidir de la suerte y de los intereses de aquellas naciones.
Pienso como Vd. que causas individuales pueden producir resultados generales;
sobre todo en las revoluciones. Pero no es el héroe, gran profeta, o Dios del
Anahuac, Quetzalcóatl el que es capaz de operar los prodigiosos beneficios que
Vd. propone. Este personaje es apenas conocido del pueblo mexicano, y no
ventajosamente, porque tal es la suerte de los vencidos aunque sean dioses. Sólo
los historiadores y literatos se han ocupado cuidadosamente en investigar su
origen, verdadera o falsa misión, sus profecías y el término de su carrera. Se
disputa si fue un apóstol de Cristo o bien pagano. Unos suponen que su nombre
quiere decir Santo Tomás; otros que Culebra Emplumajada; y otros dicen que es
el famoso profeta de Yucatán, Chilam-Balam. En una palabra, los más de los
autores mexicanos, polémicos e historiadores profanos, han tratado, con más o
menos extensión, la cuestión sobre el verdadero carácter de Quetzalcóatl. El
hecho es, según dice Acosta, que él estableció una religión cuyos ritos, dogmas y
misterios tenían una admirable afinidad con la de Jesús, y que quizás es la más
semejante a ella. No obstante esto, muchos escritores católicos han procurado
alejar la idea de que este profeta fuese verdadero, sin querer reconocer en él a un
Santo Tomás, como lo afirman otros célebres autores. La opinión general es que
Quetzalcóatl es un legislador divino entre los pueblos paganos del Anahuac, del
cual era lugarteniente el gran Montezuma, derivando de él su autoridad. De aquí
se infiere que nuestros mexicanos no seguirían al gentil Quetzalcóatl, aunque
apareciese bajo las formas más idénticas y favorables, pues que profesan una
religión la más intolerante y exclusiva de las otras.
Bolívar