Sermón Espiritu Santo y Sus Frutos

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EL ESPÍRITU SANTO Y EL FRUTO DEL


ESPÍRITU

e un tema muy conocido y sencillo, pero en el que vale la pena
reflexionar una y otra vez. Porque apela a una de nuestras mayores
necesidades, que afecta no solo nuestro carácter y nuestra
personalidad, sino también nuestras relaciones óptimas con los
demás. Que nos hace personas realmente valiosas, agradables y
útiles en el ámbito del hogar, así como en la iglesia y en la sociedad.
Cuando la Biblia utiliza la palabra “fruto”, apela a una imagen que
puede despertar en nosotros sensaciones visuales, olfativas y
gustativas agradables, apetecibles. Nos hace evocar la imagen de
una hermosa y deliciosa fruta pendiente fresca de un árbol, de la que
deseamos disfrutar. Cuando tomamos conciencia de la belleza y el
placer moral que significaría para nosotros estar llenos de este fruto
multifacético, también se despierta una apetencia por poseerlo,
degustarlo, participar de él.
Es interesante la relación y el contraste que podemos establecer
entre aquello que ocasionó la caída en el pecado de nuestros
primeros padres, Adán y Eva, y el fruto del Espíritu.
Encontramos, por un lado, una errónea “codicia” por poseer y
participar del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, que
produjo la caída de Adán y Eva, y transformó su naturaleza espiritual
y moral para mal; y por el otro encontramos un fruto que –a
diferencia del primer caso– haríamos muy bien en codiciar, desear y
luchar en oración para poder degustar y participar plenamente de él.
Es que realmente las características o propiedades morales y
espirituales variadas de este fruto del Espíritu son tan bellas que, en
la persona espiritual, despiertan una sana apetencia. ¿Quién de
nosotros no desea de corazón estar lleno de amor, gozo, paz,
paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre y templanza (Gál.
5:22, 23)? ¿Quién de nosotros no siente que si su vida, su carácter, su
conducta, se caracterizan por estas bellísimas virtudes morales sus
seres queridos, con quienes trata todos los días, son más felices; que
lo mismo sucede con el resto de sus familiares, con sus vecinos, sus
compañeros de trabajo o de estudios; en fin, con todos aquellos con
quienes se relaciona? Así, nuestra vida tiene más sentido, sabemos
que por la gracia de Dios somos una bendición para los que nos
rodean, e incluso nuestro testimonio cristiano y nuestra labor
misionera adquieren más fuerza, más influencia, mayor autoridad
moral.
Por eso, qué importante es saber que todo esto puede ser producido
en nosotros por el Espíritu Santo, si le permitimos hacer su morada en
nuestro corazón, y afectar con su presencia y su poder cada rincón de
nuestra mente, de nuestros deseos, sentimientos, imaginación,
voluntad.
Jesús nos dice que, para esto, necesitamos cultivar una comunión tan
estrecha, una unión tan vital con él como la que sostiene una rama de
una vid con el tronco principal, de tal forma que así como en una
planta la savia –ese elemento vital– lleva vida a todas partes,
haciendo que se produzcan los frutos deseables, del mismo modo
nuestra unión indisoluble con Jesús permita que la savia del Espíritu
Santo llene de vida todo nuestro ser y produzca el fruto hermoso del
carácter cristiano, de la semejanza con Jesús (Juan 15:1-5).
Meditemos un poco, entonces, en la belleza de los distintos aspectos
de este fruto del Espíritu, para poder despertar una vez más en
nosotros el deseo de poseerlos, y que esto nos lleve a una mayor
búsqueda de la Persona y la obra del Espíritu en nuestra vida:
AMOR: Este es, sin duda, el mayor don que podamos pedir al Espíritu
Santo. Porque, si estamos llenos del amor de Dios, nuestra relación
con Dios será genuina, y no movida ni por el interés ni por la coerción
ejercida por el miedo a la condenación o al desamparo de Dios. Y, en
cuanto a nuestro prójimo, nuestra relación con él también será
genuina, porque no estará signada por el egoísmo natural y corriente
que nos lleva a –reconozcámoslo o no– usarlo para acrecentar nuestra
propia felicidad. Cuántas relaciones humanas están motivadas, en
realidad, por el interés de “sacar” algo del prójimo: que supla
nuestras necesidades emocionales (sobre todo en lo que tiene que
ver con la relación de pareja), o que nos ayude con nuestros
problemas terrenales, o incluso por intereses económicos, o hasta
para aumentar nuestra buena fama. Por el contrario, el amor
verdadero, por definición, no está concentrado en cuán feliz nos
puede hacer nuestro prójimo sino en cuán feliz yo lo puedo hacer a él;
cuánto puedo contribuir a su bienestar, seguridad, prosperidad y,
sobre todo, salvación. Además, el amor genuino, de origen celestial
(ágape), el que produce el Espíritu Santo, no depende de cuánta
afinidad tenga con el prójimo, de cuán bien me caiga o incluso de
cuánto responda a mi amor o si me trata bien o no. No se trata de un
sentimiento sino de un principio de acción que me lleva a desear
siempre el bien de mi prójimo independientemente de que lo merezca
o no, y a trabajar por ese bien. Así lo hizo Jesús cuando estuvo aquí
en la Tierra, y así nos enseñó a hacer, siguiendo su ejemplo.
Evidentemente, tener y ejercer un amor tal –por su esencia,
abnegado– va más allá de las posibilidades humanas. Es producto de
un milagro divino, obra del Espíritu de Dios en nosotros (Rom. 5:8).
GOZO: Mantener un buen espíritu, un buen talante, una buena
actitud a pesar de los embates de la vida, sus dolores, sus
preocupaciones, que nos acompañan a cada paso en este mundo
caído, es fruto no meramente de una buena predisposición
psicológica (gente optimista de por sí) sino de ese gozo interno,
discreto pero seguro, producido por la morada del Espíritu Santo en
nosotros. Quizá no siempre se manifieste mediante una alegría
exultante, ruidosa, pero ciertamente hay una convicción interna de
que con Dios siempre podemos apostar a la esperanza, sabiendo que
por encima de nuestras preocupaciones hay Alguien que se está
ocupando de nuestra vida, cuidándonos y proveyendo a nuestras
necesidades, porque nos ama. Que, finalmente, Dios tiene una
solución para todos nuestros problemas actuales y, sobre todo, está
preparando ese mundo feliz libre de preocupaciones y sufrimiento. La
esperanza del retorno de Jesús a la Tierra y la conciencia del Hogar
celestial que nos está esperando, bajo la acción del Espíritu Santo,
iluminan nuestra senda y nos brindan una perspectiva de futuro
luminosa, que nos proporciona esa sana alegría de confiar en Dios.
PAZ: Como bien sabemos, esta paz en el sentido bíblico no tiene que
ver con la ausencia de problemas exteriores (económicos, laborales,
familiares, de salud, etc.) sino con una conciencia interna de que,
pase lo que pase, nuestra vida está en buenas manos, que nada se
escapa a los planes, la soberanía y el poder de Dios. Que no estamos
solos para librar nuestras batallas de la vida.
Es una paz, también, derivada de la seguridad que nos brinda, en
nuestra relación con Dios, la gracia de Dios y el sacrificio expiatorio
de Cristo, por los cuales tenemos amplia y generosa aceptación por
parte de Dios, amplio perdón, amplio respaldo en esta vida terrenal y,
finalmente, la certeza de la salvación eterna. Es la paz de estar libres
de culpa y condenación (Rom. 5:1).
Esa convicción interna es producto de la obra del Espíritu en nosotros,
quien “da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios”
(Rom. 8:16).
PACIENCIA: Cuánto necesitamos esta virtud en este mundo caído, en
el que siempre hay motivos de irritación, impaciencia, demoras,
planes postergados, gente difícil de tratar. Necesitamos tener
paciencia con nuestro prójimo, e incluso con nosotros mismos,
sabiendo que ni ellos ni nosotros somos ángeles; que hay mucho por
mejorar, pulir, corregir, abandonar.
E incluso necesitamos tener paciencia con Dios, porque no siempre
maneja las cosas de esta vida como nos parece que debería
manejarlas, y en los tiempos que a nosotros nos parece que debería
hacerlo, y debemos aprender a esperar en él, en sus tiempos y en sus
providencias. Esta es, quizá, la lección más dura de la fe: aprender a
esperar en él.
Y todo esto requiere paciencia, la capacidad de soportar situaciones o
personas desagradables con ánimo pacífico, entero, sosegado;
aprender a tener tolerancia a la frustración, en vez de ponernos
caprichosos e incluso con “berrinches espirituales” cuando las cosas
no suceden como quisiéramos.
Pero, el sentido bíblico de la paciencia tiene también una connotación
más activa: no es solo saber “aguantar” pasivamente los problemas
de la vida, sino también la capacidad de “perseverar” en la vida,
especialmente en la vida cristiana, a pesar de los posibles
contratiempos y motivos de desánimo. Es un santo “tesón”, si se
quiere una santa “resiliencia” que nos brinda el Espíritu Santo cuando
lo dejamos actuar en nuestro corazón, en vez de desesperarnos por
las situaciones o las personas desagradables.
BENIGNIDAD Y BONDAD: Cuesta un poco diferenciar entre estos
dos rasgos del fruto del Espíritu. Según el Diccionario de la Lengua de
la Real Academia Española, alguien benigno es “afable, benévolo,
piadoso […] templado, suave, apacible”. Y la bondad es una “natural
inclinación a hacer el bien”, una “blandura y apacibilidad de genio”.
Son dos rasgos altamente emparentados con el amor, y un fruto de
este. La benignidad y la bondad nos llevan a siempre pensar en el
bienestar y la felicidad del prójimo (e incluso de los animales). A
nunca tratar de causar ningún daño, ni material, ni físico, ni
psicológico ni emocional. Por el contrario, nos llevan a tener
actitudes, gestos, miradas, palabras y acciones concretas que tiendan
a suplir las necesidades de los seres que nos rodean, a tratar de
contribuir a su bienestar y su felicidad permanentemente, como una
tendencia que brota de nuestro corazón, por obra del Espíritu en
nosotros.
Cuán diferente sería nuestro mundo, y cuán diferente podría ser
nuestro entorno, si todos los seres humanos participáramos de estas
dos bellísimas virtudes. Casi viviríamos en un paraíso ya, en la Tierra.
Pero, sin pensar en realizar grandes acciones por la humanidad, ahora
mismo podemos contribuir a que nuestro hogar, nuestro vecindario,
nuestro lugar de trabajo, se transformen en un pequeño paraíso, si
por la gracia de Dios vivimos ejerciendo estas virtudes y contagiando
a otros para que también participen de ellas, estimulándolos con
nuestro ejemplo.
FE: Si bien es cierto, el amor es la virtud máxima a la que podemos
aspirar, la que le da sentido a todo, a la vida y específicamente a la
vida cristiana, la fe es la herramienta más poderosa e indispensable
para que aquella se desarrolle en nosotros al igual que el resto de las
virtudes. La fe es una virtud moral a la vez que una virtud
instrumental, en el sentido de que nos hace confiar en Dios, y nos
permite aferrarnos de él y de todas las bendiciones que vienen en su
estela: su existencia, su bondad, su poder, su sabiduría y,
especialmente, su amor particular por cada uno de nosotros. Nos
lleva a tener seguridad espiritual, aplomo espiritual, convicción. Nos
da la confianza absoluta (o creciente, dependiendo del estado
espiritual de cada uno en su relación con Dios) en la soberanía de
Dios sobre nuestra vida, en su plan para nosotros, en su intervención
todopoderosa y bondadosa para conducir nuestra vida hacia un
destino final absolutamente venturoso, feliz. Es la gran fuerza
espiritual, que nos hace poderosos por dentro, capaces de enfrentar
cualquier gigante, cualquier desafío que nos presente esta existencia
terrenal. Nos da la bendita seguridad de la aceptación de Dios, su
perdón, su favor, su apoyo y su salvación.
Y esta virtud es un don de Dios que nos es dado gracias a la obra del
Espíritu Santo en nosotros. Seguramente, junto con el amor y la
esperanza (las otras dos “virtudes teologales”, como se las ha
llamado), es el don que más debemos pedir a Dios, al Espíritu Santo.
MANSEDUMBRE: Junto con la paciencia, es aquella virtud que nos
ayuda a poder soportar con buen ánimo las contrariedades de esta
vida terrenal, y sobre todo a aquella gente difícil de tratar o las
distintas desavenencias que solemos tener con los que nos rodean,
porque todos somos pecadores y “ofendemos muchas veces” (Sant.
3:2). Es la virtud que suaviza las relaciones, que apacigua los ánimos,
que evita las discordias y las guerras (aunque sean caseras), que
echa un manto de buena voluntad en nuestra relación con el prójimo,
que no siempre es fácil. Es una predisposición a la paz, la
pacificación, el entendimiento, la buena voluntad; al trato suave,
bondadoso con el prójimo, en vez del espíritu combativo, agresivo,
iracundo.
No tiene nada que ver con pasividad, cobardía, ser pusilánimes o
dejarse llevar de las narices por los que nos rodean, y menos por los
manipuladores o los prepotentes. Se requiere un valor y una fortaleza
mucho mayores para soportar el maltrato sin reaccionar
agresivamente, pudiendo hacerlo, que para dar rienda suelta a
nuestra ira y “engancharnos” en un círculo de agresividad e incluso
violencia, retroalimentando así la ya mala disposición de la gente
tóxica y combativa.
El consejo bíblico es que “la blanda respuesta quita la ira” (Prov.
15:1). Pero notemos aquí que el consejo no es callarse, tragarse las
cosas, reprimirse (aunque a veces hay ocasiones en que no queda
mejor opción, como le sucedió a Jesús en su juicio ante Anás, Caifás,
Herodes y Pilato), sino poder dialogar de aquello que nos hace mal,
que nos hiere del trato del prójimo con nosotros, pero de una manera
sosegada, “blanda”, con espíritu manso, aunque pueda y deba ser
firme para aclarar los temas.
Solo el Espíritu Santo nos puede hacer participar de esta virtud,
porque la reacción humana natural es defender con dientes y uñas
nuestro herido “yo”, nuestro amor propio herido e incluso nuestro
orgullo. Solo él nos puede hacer participar de esta virtud “contra
natura”.
TEMPLANZA: Mientras seamos pecadores, y tengamos esta
naturaleza que tiende al egoísmo y al mal, esta naturaleza tan adicta
a cosas que nos dañan, nos empequeñecen y hasta nos pervierten
como seres humanos, necesitaremos la virtud de la templanza,
dominio propio, o autocontrol.
Si bien es cierto, el Espíritu Santo va produciendo esta transformación
de nuestra naturaleza en este proceso paulatino, de toda la vida, que
llamamos santificación, la realidad es que, de este lado de la
eternidad, convivirán en nosotros dos naturalezas: la pecaminosa
natural, con la cual nacimos y que cultivamos a lo largo de la vida con
nuestras malas elecciones; y la naturaleza divina, que siempre tiende
a llevarnos al camino del bien y la bondad. Por eso, Martín Lutero
definía la naturaleza espiritual del cristiano como simul iustus et
peccator: el cristiano es simultáneamente justo y pecador.
Por tal motivo, siempre será necesario refrenar los impulsos de la
vieja naturaleza que todavía pervive en nosotros, dominar nuestro
mal, autodisciplinar nuestro egoísmo y nuestras adicciones humanas.
Es necesario el dominio propio en relación con nuestros deseos,
nuestra imaginación, nuestras palabras, nuestras miradas, nuestros
actos; nuestro comer, nuestro beber, nuestro sueño; nuestras
recreaciones, nuestras relaciones, etc., etc.
Esta virtud del autocontrol nos da “columna vertebral”, cierta
“reciedumbre cristiana”, estructura y firmeza a nuestra vida. Aquel
que se deja llevar de aquí para allá por sus impulsos, imaginación,
deseos egoístas, adicciones (no solo a drogas, alcohol, pornografía,
sino a todo aquello que ejerce un dominio sobre su vida y sus
sentimientos) es como una veleta, que no tiene las riendas de su vida
(ni se las deja tener a Dios), sino que es esclavo de las circunstancias,
las emociones, la presión social, las personas. No es soberano de su
vida. Y lleva una vida desorganizada y desequilibrada. Por el
contrario, el dominio propio contribuye a la edificación del carácter y
a su fortaleza.
CONCLUSIÓN
¿No es realmente apetecible el fruto del Espíritu? ¿No son deseables
estas virtudes en nuestro carácter? ¿No es nuestra vida y la de los
que nos rodean (especialmente de nuestros seres más amados) más
feliz cuando vivimos de esta manera inspirada y dirigida por el
Espíritu Santo?

Pidámosle hoy a Dios que derrame su Espíritu en nosotros, que nos


posea y dirija completamente, y haga de nosotros esa bella obra de
arte moral que solo él puede hacer cuando nos mantenemos unidos a
Jesús como el pámpano está indisolublemente unido a la vid y deja
que la savia viva circule por sus venas espirituales

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