El Libro Secreto de Hitler
El Libro Secreto de Hitler
El Libro Secreto de Hitler
HITLER
La continuación de Mi lucha que Hitler no publicó
Alejandro Kaiser
CONTENIDO
PRÓLOGO
I. EL DOCUMENTO
II. LA FECHA DEL DOCUMENTO
III. ¿POR QUÉ NO SE PUBLICÓ EL MANUSCRITO?
IV. ASPECTOS TÉCNICOS DEL DOCUMENTO
PREFACIO
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
ANEXO
PRÓLOGO
El hecho de que Adolf Hitler escribiera un "Segundo libro", que trata
esencialmente de cuestiones de política exterior alemana como
complemento de Mi lucha, no resulta del todo sorprendente para quienes se
dedican a la investigación de fuentes sobre la historia del socialismo
nacional. El Instituto de Historia Contemporánea de Alemania recibió por
primera vez información sobre el libro en mayo de 1951 a través del
escritor Erich Lauer. Durante su estancia en Estados Unidos, en junio de
1951, Hermann Mau realizó una serie de investigaciones que, sin embargo,
resultaron infructuosas. Siguieron otros esfuerzos, pero tampoco tuvieron
resultados positivos. El Dr. Mau lo menciona en el informe sobre las
existencias de los archivos y bibliotecas alemanas transferidas a los Estados
Unidos, presentado a la División histórica del Departamento de Estado de
los Estados Unidos el 12 de junio de 1951, como un "manuscrito
presuntamente existente de 1935", y el historiador inglés Trevor-Roper, en
una conferencia pronunciada en Múnich en noviembre de 1959 todavía
hace referencia a él como un libro ya inexistente, que él data de 1924.
Sin embargo, entretanto el Instituto había recibido información más
detallada de Josef Berg, que ocupaba un puesto importante en la editorial
Eher. En una carta fechada el 12 de septiembre de 1958, dio una serie de
detalles, algunos de los cuales han resultado ser errores de memoria, pero
otros han sido confirmados, como la incautación del documento impreso, el
hecho de que Hitler lo mantuviera en secreto y la afirmación, que en
cualquier caso es muy probable que sea correcta, de que Hitler dictó el
manuscrito directamente a la máquina de escribir del director de la editorial,
Max Amann.
Cuando estuve en Washington para realizar estudios de archivo en el
otoño de 1958, seguí estas pistas. Por ello, me dirigí al Dr. Gerhard L.
Weinberg, profesor asociado de historia en la Universidad de Michigan, que
había sido mi alumno en Chicago. Publicó una obra muy valiosa, Alemania
y la Unión Soviética 1939-1941 (Leyden 1954), y una serie de estudios —
especialmente sobre la política exterior socialista nacional — y elaboró una
Guía de documentos alemanes capturados en el marco del Proyecto de
Documentación de Guerra dirigido por Fritz T. Epstein, War Documentation
Project, Study No. 1, de 1952, complementado por el Supplement to the
Guide to Captured German Documents (Washington 1959).
En sus estudios y, sobre todo, como director de la filmación de los
archivos alemanes en el Centro de Registros de Alexandria (Virginia),
realizada por encargo de la Asociación Histórica Estadounidense, pudo
hacerse con un conocimiento inusualmente detallado de los archivos
alemanes llevados a Estados Unidos y de otras fuentes sobre la historia de
la época socialista nacional.
Es de agredecer el valioso apoyo que se ha prestado a la investigación
internacional no solo a través de este amplio proyecto de filmación [Nota:
Hasta el momento, existen 16 catálogos de la documentación grabada en
microfilm y disponible en este formato en los Archivos Nacionales de
Washington], sino también a través del trabajo precedente de clasificación,
e incluso mediante la obtención de materiales que habrían estado expuestos
a considerables peligros en Alemania en los primeros años de la posguerra.
Por más que la confiscación de las fuentes sobre nuestra historia más
reciente no se haya emprendido con la intención de un "rescate",
ciertamente ha tenido tal efecto.
Fue una gran suerte que el Dr. Weinberg ya estuviera en busca del
manuscrito desconocido, que se creía perdido. Consiguió encontrarlo y
acceder a él. La identidad del manuscrito se estableció inicialmente a partir
del protocolo de incautación. Además de esta prueba externa sobre su
origen, el Dr. Weinberg investigó con el mayor cuidado todos los indicios
de carácter directo o indirecto que eran esenciales para el examen de la
autenticidad, la historia de su origen y la datación. En todos estos aspectos
llegó a resultados completamente concluyentes y filológicamente sólidos.
Por lo tanto, en lo que respecta a la demostración de la autoría, el Instituto
de Historia Contemporánea de Alemania no tuvo reservas para incluirlo en
su serie de "Fuentes y presentaciones sobre la historia contemporánea".
I. EL DOCUMENTO
Entre los documentos alemanes puestos a disposición del público en la
sección "Segunda Guerra Mundial" de los Archivos Nacionales de Estados
Unidos (National Archives, World War II Records Division) se encuentra un
manuscrito mecanografiado de 324 páginas sobre la política exterior
alemana con la signatura EAP 105/40. Este documento es un libro inédito
de Adolf Hitler, que se puede demostrar que se escribió en el verano de
1928. Todo indica que se trata de un primer borrador dictado a máquina. El
hecho de que haya frecuentes faltas de ortografía (errores de escucha), que
no se observaron al tratarse de un borrador, indica que se trata de un dictado
mecanografiado. Con una sola excepción, todas las correcciones fueron
mecanografiadas, aparentemente en el momento del dictado. También los
cambios de redacción realizados por el propio Hitler durante el dictado se
registraron inmediatamente de esta manera. Los errores o la primera
formulación se tacharon entonces simplemente con un guión con la
máquina de escribir.
Según el relato de Josef Berg, Hitler dictó el manuscrito a Max Amann
en la máquina [Nota: Esto es especialmente evidente en muchos sitios en
los que se ha dejado un espacio antes de un punto o una coma. El
mecanógrafo ya se había preparado para la siguiente palabra y solo
entonces se dio cuenta de que era necesario un punto o una coma. A través
del informe de Albert Zoller, Hitler privat: Erlebnisbericht seiner
Geheimsekretärin (Hitler en privado: un relato de las experiencias de su
secretaria), que muy probablemente se remonta a la secretaria de Hitler, la
señorita Schröder (Düsseldorf: editorial Droste, 1949, P. 14), se sabe que
Hitler solía dictar directamente a la máquina. Esto mismo lo relata Karl
Wilhelm Krause en Zehn Jahre Kammerdiener bei Hitler (Diez años como
valet de Hitler) (Hamburgo: editorial Hermann Laatzen, 1949), P. 42.],
Josef Berg ya era empleado de Amann en la editorial central del NSDAP,
sucesora de Franz Eher, desde principios de los años veinte. En enero de
1935, Berg se hizo cargo del departamento de edición de libros de la
editorial Eher y, con él, del manuscrito, que posteriormente se guardó en el
refugio antiaéreo. Sin embargo, además del ejemplar de la editorial,
también existía una copia del texto que supuestamente estaba en
Obersalzberg. No se sabe nada sobre el paradero de este ejemplar, pero el
hecho de que el ejemplar de la editorial en el que se basa la presente
publicación solo incluya las primeras ediciones mecanografiadas de las
páginas 1 a 239, mientras que las páginas 240 a 324 son copias al carbón,
demuestra que existieron anteriormente [Nota: Las páginas del documento
dan inicialmente la impresión de estar hectografiadas mecánicamente; sin
embargo, este no es el caso, como se pone de manifiesto rápidamente al
deslizar el dedo por el reverso del papel. A partir de la página 240 se utilizó
un papel más fino; como los puntos y las comas son, sin embargo, más
claros que en las páginas anteriores a la 240, cabe suponer que se trata de
copias al carbón]. Parece que se cometió un error en la compilación de los
ejemplares, pero tiene la ventaja de demostrar la existencia anterior de dos o
más ejemplares. El ejemplar de la editorial Eher permaneció inédito hasta el
final de la guerra. En mayo de 1945 fue confiscado por un oficial
estadounidense. Este último tomó el documento de Berg, quien le indicó
que era una obra escrita "hace más de 15 años" por Hitler. Poco después, se
produjo un microfilm para una autoridad inglesa. El original fue llevado a
los Estados Unidos con otros archivo, pero no fue hasta el verano de 1958
cuando se le identificó, a partir de la información recogida en años
anteriores por el editor sobre un supuesto manuscrito inédito de Hitler.
Ahora que ya se ha liberado para la investigación científica privada a través
de los canales prescritos, se puede presentar al público.
II. LA FECHA DEL DOCUMENTO
La cuestión de la datación del manuscrito aquí publicado puede responderse
perfectamente según el contenido en general y según algunos detalles
precisos del texto. La observación sobre la ocupación de la orilla izquierda
del Rin por Francia (p. 148) y la ausencia de referencia al Plan Young (p.
174) apuntan a los años 1927 a 1929. No obstante, el documento también
contiene detalles que nos permiten fijar con mayor precisión la fecha de
origen. En el prefacio, Hitler habla de que han transcurrido dos años desde
la publicación en 1926 de su folleto sobre la cuestión del Tirol del Sur como
edición especial del segundo volumen de Mi lucha. En la página 201 Hitler
hace referencia a la destrucción de la Torre Bismarck en Bromberg a
principios de mayo de 1928 como un acontecimiento que tuvo lugar "en
estos meses". Estos y otros pasajes se citan aquí para demostrar que es
posible una datación exacta del dictado. También se puede demostrar que
las circunstancias en las que se escribió el libro en el verano de 1928 son,
en general, coherentes con su contenido.
III. ¿POR QUÉ NO SE PUBLICÓ EL
MANUSCRITO?
La existencia del documento plantea naturalmente la cuestión de por qué no
fue publicado por la editorial Eher. Del propio texto se desprende que lo
que se pretendía era un libro, no un escrito privado. También está claro que
no se llevó a cabo ninguna revisión o corrección después del dictado, como
había sucedido con los dos volúmenes de Mi lucha. Así pues, el manuscrito
se dejó de lado en la primera versión y no se preparó para su impresión ni
inmediata ni posteriormente. No hay pruebas seguras de por qué el libro
nunca se publicó. Sin embargo, se pueden citar algunas posibles razones.
Es muy posible que Amann, en la situación del verano de 1928,
desaconsejara su publicación, al menos por el momento, ya que un nuevo
libro de Hitler habría competido inmediatamente con Mi lucha.
Otra razón para la no publicación puede haber sido que habría sido
inevitable realizar revisiones importantes al manuscrito al cabo de poco
tiempo. A partir del verano de 1929, el NSDAP se lanzó a la lucha contra el
Plan Young. Stresemann, quien figura en el manuscrito como oponente
político, murió en octubre de 1929. Después, los acontecimientos se
precipitaron en la última crisis política y económica de la República de
Weimar. En estas circunstancias, Hitler difícilmente habría encontrado
tiempo para la necesaria revisión del manuscrito.
IV. ASPECTOS TÉCNICOS DEL DOCUMENTO
El texto se publica en su totalidad y en el orden de las secciones del
original. Se han corregido los desajustes de las letras y otros errores
tipográficos evidentes, incluyendo los ortográficos y de puntuación. Se ha
reproducido fielmente la longitud o la brevedad, a veces arbitraria, de los
párrafos. Las abreviaturas que pueden haberse derivado de la velocidad de
dictado, como “burg.” para “burgués”, se han cambiado por la palabra
completa. Las palabras faltantes o los errores que distorsionan el significado
se han añadido o corregido donde era necesario.
La división en secciones está extraída del original. Las primeras páginas
también están marcadas como "Prefacio" en el documento. Después, las
secciones solo se dividen por guiones continuos. La numeración de las
secciones la ha puesto el editor. No se ha realizado ningún otro cambio de
estilo o formato. El documento publicado como apéndice al final estaba
incluido con el manuscrito original.
Solo se añadieron notas para explicar el trasfondo histórico de algunas
observaciones y para una mejor comprensión de algunos razonamientos.
PREFACIO
En agosto de 1925, al escribir el segundo volumen de Mi lucha, expuse las
ideas básicas de una política exterior alemana socialista nacional en el breve
tiempo concendido por las circunstancias. En el marco de aquella obra, me
ocupé especialmente de la cuestión del Tirol del Sur, lo que dio origen a
ataques tan furibundos como infundados contra el movimiento. En 1926 me
vi obligado a publicar esa parte del segundo volumen en una edición
especial.
No es que yo creyera que, al hacer esto, iba a convertir a los adversarios,
que veían en el clamor y en el griterío sobre el Tirol del Sur, primariamente,
un pretexto bien acogido para la lucha contra el odiado movimiento
socialista nacional.
A esta gente no se le puede enseñar nada, porque la cuestión de la
verdad o del error, de lo justo o lo injusto, no tiene para ellos ninguna
importancia en absoluto. Tan pronto como un tema parece adecuado para su
explotación, en parte por propósitos políticos de partido, en parte también
por sus intereses marcadamente personales, la verdad o la justicia del
asunto que se discute pierde todo interés.
Esto se pone mucho más de manifiesto si pueden infligir así algún daño
a la causa del despertar general de nuestro pueblo. Pues los hombres
responsables de la destrucción de Alemania desde la época del
derrumbamiento son sus actuales gobernantes, y su actitud de aquel tiempo
no ha cambiado en ningún aspecto desde entonces hasta la fecha. De la
misma manera que en aquella época sacrificaron a sangre fría a Alemania
en aras de doctrinarias opiniones de partido o por egoístas ventajas
personales, hoy vomitan su odio contra cualquiera que contradice sus
intereses, aunque este oponente tenga mil razones para desear un
resurgimiento alemán. Es más: En cuanto creen que un nombre determinado
representa el renacimiento de nuestro pueblo, se posicionan en contra de
todo lo que pueda emanar de dicho nombre. Las propuestas más útiles,
incluso las sugerencias más evidentemente correctas, son entonces
boicoteadas, simplemente porque su portavoz, como tal nombre, parece
estar vinculado a ideas generales que ellos opinan que deben combatir por
exigencias de sus partidos políticos y de sus puntos de vista personales.
Pero intentar convertir a gente así es inútil.
De aquí que, en 1926, cuando se imprimió mi folleto sobre el Tirol del
Sur, naturalmente, no abrigué nunca la idea de que pudiera causar ninguna
impresión sobre aquellos que, a consecuencia de su actitud general
filosófica y política, me consideraban ya como su adversario más
vehemente.
En aquella época, mantenía yo la esperanza de que, por lo menos alguno
de ellos, que en principio no eran oponentes malévolos de nuestra política
exterior socialista nacional, examinarían primero nuestra opinión en este
asunto y la juzgarían después. Sin duda, esto es lo que llegó a suceder en
muchos casos. Hoy día, puedo declarar con satisfacción que un gran
número de personas, incluso entre aquellas que intervienen en la vida
pública política, han revisado su antigua actitud con respecto a la política
exterior alemana. Aunque creyeran que no podían estar conformes con
nuestro punto de vista en lo relativo a detalles, han reconocido las
intenciones honorables que nos guiaban.
Por supuesto, en el transcurso de los dos últimos años se me ha hecho
cada vez más evidente [Nota: prueba de que 1928 es el año de origen del
documento] que mi escrito de aquel tiempo estaba en verdad estructurado
teniendo, como premisas, concepciones generales socialistas nacionales.
También se me hizo evidente que muchos no nos siguen, menos por mala
voluntad que por causa de una cierta incapacidad. En aquella época, dentro
de los estrechos límites fijados, no era posible dar una prueba
verdaderamente fundamental de la solidez de nuestra concepción socialista
nacional de la política exterior, cosa que hoy me siento obligado a subsanar.
Pues no solo los ataques del enemigo se han intensificado en los últimos
años, sino que, mediante estos ataques, el gran campo de los indiferentes ha
sido también movilizado hasta cierto punto. La agitación que se ha llevado
a cabo de una manera sistemática contra Italia en los últimos cinco años
amenaza lentamente dar como frutos la muerte posible y la destrucción de
las postreras esperanzas de una resurrección alemana.
Por consiguiente, como a menudo ha sucedido en otros asuntos, el
movimiento socialista nacional, por lo que se refiere a su posición en
política exterior, está completamente solo y aislado dentro de la comunidad
del pueblo alemán y de su vida política. Los ataques de los enemigos
mundiales de nuestro pueblo y nuestra patria se ven incrementados dentro
del país por la proverbial estupidez y la ineptitud de los partidos nacionales
burgueses, por la indolencia de las grandes masas y por la cobardía, como
aliado especialmente poderoso: la cobardía que podemos observar hoy entre
aquellos que por su misma naturaleza son incapaces de oponer ninguna
resistencia a la plaga marxista, y que, por esta razón, se consideran
particularmente afortunados cuando pueden exponer sus voces a la atención
de la opinión pública en un tema que es menos peligroso que la lucha contra
el marxismo y que, sin embargo, parece y suena como algo similar a eso.
Porque, cuando elevan sus clamores hoy sobre el Tirol del Sur, semejan
estar sirviendo los intereses de la lucha nacional. Justamente como, a la
inversa, hacen todo lo que pueden para abstenerse de tomar parte en una
verdadera lucha contra los peores enemigos internos de la nación alemana.
Estos campeones patrióticos, nacionales y también en parte étnicos,
encuentran, sin embargo, considerablemente más fácil lanzar su grito de
guerra contra Italia en Viena o Múnich, bajo el apoyo benévolo y en unión
de los marxistas, que traicionaron a su pueblo y a su país, que tener que
reñir una guerra seria contra estos mismos elementos.
De la misma forma que hoy en día muchas cosas se han convertido en
apariencia, toda esta pretendida actitud nacional de semejantes personas ha
sido por mucho tiempo solamente un despliegue externo que podemos estar
seguros de que a ellos les complace, y a través del cual una gran parte de
nuestro pueblo no consigue ver nada.
Contra esta poderosa coalición, que, desde los más variados puntos de
vista, está tratando de convertir la cuestión del Tirol del Sur en el eje de una
política exterior alemana, el movimiento socialista nacional lucha
propugnando inflexiblemente una alianza con Italia en contra de la vigente
tendencia francófila. De aquí que el movimiento, en contraste con la
totalidad de la opinión pública en Alemania, recalque decididamente que el
Tirol del Sur ni puede ni debe ser un obstáculo para esta política por la que
aboga.
Esta opinión es la causa de nuestro actual aislamiento en la esfera de la
política exterior y la de los ataques que se dirigen contra nosotros. Más
adelante, de ello podemos estar seguros, terminará por ser la causa
definitiva de la resurrección de la nación alemana.
Escribo este libro con objeto de exponer con detalle y de hacer
comprensible esta concepción firmemente abrazada. Cuanto menos
importancia concedo al hecho de ser comprendido por los enemigos del
pueblo alemán, tanto más siento el deber de esforzarme por presentar y
hacer comprensibles las ideas fundamentales socialistas nacionales sobre
una auténtica política exterior alemana, a los elementos de nuestro pueblo
que abrigan ideas nacionales y que solamente están mal informados o mal
guiados. Yo sé que, después de un sincero examen del concepto que se
expone aquí, muchos de ellos abandonarán sus posiciones previas y
encontrarán su camino en las filas del movimiento socialista nacional,
liberador de la nación alemana.
Ellos vigorizarán así esa fuerza que un día hará el definitivo ajuste de
cuentas con aquellos a los que no se puede enseñar porque sus
pensamientos y sus acciones están regidos no por la felicidad de su pueblo,
sino por los intereses de sus partidos o de sus propias personas.
CAPÍTULO I
La política es la historia en construcción. La historia misma es la
presentación del curso de la lucha de un pueblo por la vida.
Deliberadamente, uso aquí la frase "lucha por la vida", porque, en verdad,
esa lucha por el pan de cada día, tanto en la paz como en la guerra, es una
eterna batalla contra miles y miles de adversidades, justamente como la
vida misma es una eterna lucha contra la muerte. Porque el ser humano sabe
tan poco como cualquier otra criatura del mundo sobre el porqué vive. Se
sabe tan solo que la vida está llena del anhelo de conservarla.
La criatura más primitiva solo conoce el instinto de conservación de su
propio yo; en criaturas situadas en un nivel más alto de la escala, ese
instinto se amplía hasta la esposa y los hijos, y, en los que están todavía a
más altura, se extiende a la especie entera. Si bien, aparentemente, el
hombre renuncia a menudo a su propio instinto de autoconservación por
amor a la especie, es lo cierto que le sirve hasta el más alto grado. Pues no
es raro que la conservación de la vida de todo un pueblo, y con ella la del
individuo, estribe solo en esa renuncia hecha por el individuo. De aquí el
repentino valor de una madre en defensa de sus niños y el heroísmo de un
hombre en defensa de su pueblo.
La grandeza del instinto de conservación corresponde a los dos instintos
vitales más poderosos: el hambre y el amor. Así como la satisfacción del
hambre eterna asegura la autoconservación, la satisfacción del amor
garantiza la continuidad. En verdad, estos dos instintos son los rectores de
la vida. Y aunque los exangües estetas puedan promover mil protestas
contra semejante afirmación, el hecho de que ellos existan es ya una
refutación de esa protesta. Nada que esté hecho de carne y de sangre puede
sustraerse a las leyes que determinaron su llegada a la existencia.
En cuanto la mente humana se cree superior a esas leyes, destroza la
verdadera sustancia que es la portadora de la mente.
Pero lo que se aplica al ser humano individual también se aplica a los
pueblos. Un pueblo no es más que una multitud de seres individuales más o
menos iguales. Su fuerza reside en el valor de los seres individuales que lo
forman y en el carácter y la amplitud de la semejanza de estos valores. Las
mismas leyes que rigen la vida de los individuos y a las que están sujetos,
son, por tanto, válidas también para el pueblo. Los instintos de
autoconservación y de continuidad son los grandes aguijones de toda
acción, mientras dicho cuerpo siga gozando de salud. Por consiguiente, las
consecuencias de estas leyes generales de la vida también serán similares
entre los pueblos como lo son entre los individuos.
Si para toda criatura de esta Tierra el instinto de conservación a través de
sus dos objetivos de autoconservación y continuidad representa la fuerza
más elemental, pero la posibilidad de satisfacerlas es limitada, entonces la
consecuencia lógica es la lucha en todas sus formas por la posibilidad de
mantener esta vida, es decir, por satisfacer el instinto de conservación.
Incontables son las especies de todos los organismos de la Tierra:
ilimitado es, en todo momento, en los individuos su instinto de
autoconservación, así como su anhelo de perpetuación, pero el espacio en
que el proceso total de la vida se desarrolla está limitado. La lucha por la
vida y la continuidad de la vida, lucha empeñada por miles y miles y miles
de millones de organismos, tiene lugar en la superficie de una esfera
exactamente medida. La compulsión a tomar parte en la lucha por la vida
radica en la limitación del espacio vital; pero en la lucha a muerte por este
espacio vital radica también la base de la evolución.
En los tiempos anteriores al ser humano, la historia del mundo fue
primariamente un despliegue de acontecimientos geológicos; la lucha de
unas fuerzas naturales con otras, la creación de una superficie habitable en
este planeta, la separación entre el agua y la tierra, la formación de las
montañas, las llanuras y los mares. Esa es la historia mundial de aquella
época. Más tarde, el interés del hombre se centra, con la aparición de la vida
orgánica, en el devenir y la desaparición de sus miles de manifestaciones. Y
mucho después, el hombre mismo finalmente hace su aparición, y así
comienza a entender bajo el término historia del mundo principalmente solo
la historia de su propio devenir, es decir, la representación de su propia
evolución. Esta evolución se caracteriza por una eterna lucha de los
humanos contra las bestias y contra otros humanos. De la impenetrable
confusión de los organismos individuales emergieron finalmente
formaciones, clanes, tribus, pueblos, estados. La descripción de sus
orígenes y de su consunción constituye la representación de una eterna
lucha por la vida.
Pero, si la política es la historia en construcción, y la historia misma es
la representación de la lucha de los individuos y de los pueblos por la
autoconservación y la continuidad, entonces la política es verdaderamente
la ejecución de la lucha de un pueblo por su vida. Pero la política no es solo
la lucha de un pueblo por su existencia; para nosotros, los seres humanos, es
más bien el arte de llevar a cabo esa lucha.
Puesto que la historia, como representación de la lucha por la vida de los
pueblos que ha habido hasta ahora, es, al mismo tiempo, la representación
petrificada de las políticas que han prevalecido en un momento dado, la
historia es también la maestra más adecuada para nuestra propia actividad
política.
Si la más alta tarea de la política es la conservación y la continuidad de
la vida de un pueblo, entonces esta vida es la eterna sustancia con la que se
lucha y por la que y sobre la que se toman las decisiones. Su tarea es, pues,
la de conservar una sustancia de carne y hueso. Su éxito es la posibilidad de
esta conservación. Su fracaso es la aniquilación, es decir, la pérdida de esta
sustancia. Consiguientemente, la política es siempre la rectora de la lucha
por la vida, la que la dirige, la que la organiza, y su eficacia decidirá, no
importa cómo la llame formalmente el hombre, la vida o la muerte de un
pueblo.
Es necesario no perder esto de vista, porque con esto los dos conceptos
de política de paz o política de guerra se hunden inmediatamente en la
inanidad. Como quiera que la política pone siempre en juego la vida misma,
el resultado del fracaso o del éxito afectará invariablemente a la vida, sin
tener en cuenta para nada los medios con que la política trata de desarrollar
la lucha por la conservación de la vida de un pueblo. Una política de paz
que fracasa, conduce tan derechamente a la destrucción de un pueblo, esto
es, a la extinción de su sustancia de carne y de sangre, como una política de
guerra que se extravía. Tanto en un caso como en otro, el despojo de los
requisitos previos de la vida es la causa de la extinción de un pueblo. Pues
los pueblos no se han extinguido en los campos de batalla; antes bien, las
batallas perdidas las han privado de los medios necesarios para la
conservación de la vida, o, mejor expresado, han dado origen a tal privación
o no han podido impedirla.
En realidad, las pérdidas que surgen directamente de una guerra no están
en modo alguno en proporción con las pérdidas que se derivan de la vida
mala y poco saludable de un pueblo. El hambre silenciosa y los malos
vicios matan en diez años mucha más gente que la que la guerra podría
matar en mil. Pero la guerra más cruel es precisamente aquella que parece
ser la más pacífica a los ojos de la humanidad actual, esto es, la pacífica
guerra económica. En sus últimas consecuencias, esta misma guerra
conduce a tal cantidad de víctimas que, en comparación con ellas, incluso
las de la Guerra Mundial se reducen a nada.
Porque esta guerra económica afecta no solamente a los vivos, sino que
alcanza con su zarpazo a todos aquellos que están a punto de nacer.
Mientras que la guerra mata una fracción del presente en el peor de los
casos, la guerra económica asesina al futuro. Un solo año de control de
nacimientos en Europa mata a más personas que todas las que cayeron en
los campos de batalla desde los tiempos de la Revolución Francesa hasta
nuestros días, en todas las guerras de Europa, incluyendo la Gran Guerra.
Pero esta es la consecuencia de una política económica pacífica que ha
superpoblado Europa sin permitir a una serie de naciones la posibilidad de
que sigan desarrollándose de manera saludable.
En general, debe declararse también lo siguiente:
Tan pronto como un pueblo olvida que la tarea de la política es
conservar la vida de ese pueblo por todos los medios y de acuerdo con todas
las posibilidades, y, en lugar de eso, pretende someter la política a un modo
definido de acción, destruye el significado esencial del arte de conducir a un
pueblo en su fatídica lucha por la libertad y el pan.
Una política fundamentalmente bélica podrá mantener a un pueblo
alejado de numerosos vicios y enfermedades, pero por sí sola, en el
transcurso de muchos siglos, no podrá evitar un cambio en su valor interno.
La guerra, si se convierte en un fenómeno permanente, tiene un peligro
interno, que se hace tanto más evidente cuanto más desiguales son los
valores raciales básicos de los que se compone un cuerpo nacional. Esto ya
ocurría en la antigüedad en todos los estados de los que tenemos constancia
y se aplica hoy especialmente a todos los estados europeos.
La naturaleza de la guerra tiene la consecuencia forzosa de que, a través
de múltiples procesos individuales, conduce a una selección racial dentro de
un pueblo, es decir, a una destrucción preferente de sus mejores elementos.
La apelación al valor y a la bravura encuentra su respuesta en incontables
reacciones individuales, en las que los mejores y más valiosos elementos
raciales se adelantan voluntariamente una y otra vez para tareas especiales o
son cultivados de una manera sistemática mediante los métodos
organizadores de formaciones especiales.
El caudillaje militar de todos los tiempos ha estado siempre dominado
por la idea de formar legiones especiales, tropas escogidas de hombres
seleccionados para regimientos de la guardia y batallones de asalto. Los
guardias palaciegos de Persia, las tropas selectas de Alejandro, las legiones
romanas de los pretorianos, los grupos sueltos de los lansquenetes, los
regimientos de la Guardia de Napoleón y de Federico el Grande, los
batallones de asalto, las tripulaciones de submarinos y el cuerpo de
aviadores de la Guerra Mundial, debieron su origen a la misma idea y
necesidad de entresacar de una gran multitud de hombres a aquellos que
poseían las máximas aptitudes para el cumplimiento de tareas de especial
responsabilidad, hombres que debían agruparse en formaciones especiales.
Pues la guardia no era en sus orígenes una formación de entrenamiento,
sino una unidad de combate. La gloria adscrita al hecho de ser miembro de
una comunidad semejante conducía a la creación de un especial esprit de
corps que posteriormente, sin embargo, podía anquilosarse y acabar en
definitiva en menos formalismos. De aquí que no sea raro que tales
formaciones tengan que soportar los mayores sacrificios de sangre. En
resumen, que los más aptos son elegidos de una gran multitud de hombres y
llevados a la guerra en masas concentradas.
De esta forma, el porcentaje de los mejores que mueren en un pueblo se
ve incrementado desproporcionalmente, mientras que, a la inversa, el
porcentaje de los peores elementos puede preservarse hasta el más alto
grado. Por encima de los hombres extremadamente idealistas que están
dispuestos a sacrificar sus propias vidas por la comunidad del pueblo, se
halla el número de los rematados y viles egoístas que consideran la
conservación de su propia vida como la tarea más alta de este vivir humano.
El héroe muere, el criminal sigue viviendo. Esto se pone de manifiesto en
una época heroica y especialmente ante una juventud idealista. Y esto
conviene, porque es la prueba del valor existente en un pueblo.
El verdadero estadista debe considerar tal hecho con preocupación y
tenerlo en cuenta. Pues lo que fácilmente puede tolerarse en una guerra, en
cien guerras lleva al lento desangrarse de los elementos mejores y más
valiosos de un pueblo. Es posible que se hayan ganado victorias de esta
manera, pero al final no quedará un pueblo digno de estas victorias, y la
desdicha de la posteridad, algo que parece incomprensible para algunos, es
no pocas veces el resultado de los éxitos del pasado.
Por lo tanto, los prudentes conductores políticos de un pueblo, nunca
verán en la guerra el objetivo de la vida de un pueblo, sino únicamente un
medio para la conservación de esa vida. Ese conductor debe educar al
material humano que le ha sido confiado, elevándolo hasta la más alta
virilidad, pero debe gobernarlo de la manera más concienzuda. Los
gobernantes no deben temer arriesgar las más altas cantidades de sangre, si
es necesario, por la existencia de un pueblo, pero deben tener siempre
presente que la paz tendrá que reponer algún día esa sangre. Las guerras
que se libran por propósitos que, por el conjunto de su naturaleza, no
garantizan una compensación de la sangre que ha sido derramada, son
sacrilegios cometidos contra el cuerpo del pueblo, pecados contra el futuro
de un pueblo.
Pero las guerras eternas pueden convertirse en un terrible peligro en un
pueblo que posea elementos tan desiguales en su composición racial, que
solo una parte de ellos pueda considerarse como conservador del estado y,
por tanto, especialmente creador en el aspecto cultural. La cultura de los
pueblos europeos descansa sobre los cimientos que la infusión de sangre
nórdica ha creado en el curso de los siglos. Una vez que los últimos restos
de esta sangre nórdica estén eliminados, la faz de la cultura europea
cambiará, pero menguando el valor de los estados de acuerdo con el valor
decreciente de los pueblos.
Por otra parte, una política que sea fundamentalmente pacífica hará
posible al principio la conservación de sus mejores portadores de sangre,
pero, en conjunto, acostumbrará al pueblo a una debilidad que, un día, tiene
que conducir al fracaso, una vez que la base de existencia de semejante
pueblo se vea amenazada. Entonces, en lugar de pelear por el pan de cada
día, la nación preferirá racionar este pan y, lo que es todavía más probable,
preferirá limitar el número de gente, ya mediante la emigración pacífica, ya
por el control de nacimientos, con objeto de liberarse de una espantosa
miseria. Así, la política fundamentalmente pacífica se convierte en un azote
para un pueblo. Porque lo que por una parte realizaba la guerra permanente,
hacía por otro la emigración. Con ellas, un pueblo va siendo despojado de
lo mejor de su sangre en centenares de miles de pérdidas de vidas.
Es triste saber que toda nuestra sabiduría político-nacional, si bien no
reconoce ninguna ventaja en absoluto en la emigración, deplora, a lo sumo,
la disminución del número de habitantes o, en el mejor de los casos, habla
del abono cultural que de esta manera se proporciona a otros estados. Pero
lo que no se percibe es lo peor. Como la emigración no se produce por
regiones, ni se lleva a cabo según grupos de edad, sino que está sometida a
la libre regla del hado, se lleva siempre de un pueblo a la gente más
animosa e intrépida, a los más resueltos y mejor preparados para la
resistencia. El joven campesino que emigró de su pueblo a los Estados
Unidos hace ciento cincuenta años era tan resuelto y aventurero como el
trabajador que se marcha hoy a la Argentina. El cobarde y el débil prefieren
morir en casa a realizar el esfuerzo de ánimo necesario para ganarse el pan
en un país extranjero y desconocido.
Independientemente de que sea la desgracia, la miseria, la presión
política o la intolerancia religiosa lo que pese sobre el pueblo, siempre serán
los más sanos y los más capaces de resistencia los que podrán presentar
mayor oposición. El más débil siempre será el primero en someterse. Su
conservación es, por lo general, tan poco ventajosa para el vencedor como
lo es para la madre patria.
Por eso no es raro que la ley de la acción pase de la madre patria a las
colonias; en estas se ha producido una concentración de personas del más
alto valor de una manera completamente natural. Pero lo que es una
ganancia positiva para el país nuevo es, en consecuencia, una pérdida para
el país de origen.
Cuando un pueblo pierde sus mejores fuerzas, las más vigorosas y
naturales, a causa de la emigración en el curso de los siglos, difícilmente
podrá volver a reunir la energía interna necesaria para oponer la debida
resistencia al hado en momentos críticos. Pronto tendrá que echar mano del
control de nacimientos. Ni siquiera aquí llega a ser decisiva la pérdida en
cantidad, pero el hecho terrible es que, con el control de nacimientos, los
más altos valores potenciales de un pueblo quedan destruidos en su origen
mismo. Pues la grandeza y el futuro de un pueblo están determinados por la
suma de sus aptitudes para los más altos logros en todos los campos. Pero
estos son valores de personalidad que no aparecen vinculados a la
primogenitura.
Si borrásemos de nuestra vida cultural alemana, de nuestra ciencia, y, en
realidad, de toda nuestra existencia como tal, cuanto fue creado por
hombres que no fueron primogénitos, Alemania apenas sería un estado
balcánico. El pueblo alemán no tendría ya derecho a pretender que se lo
considerase como un pueblo cultural.
Además, debe tenerse en cuenta que, incluso en el caso de que los
hombres que fueron primogénitos hubieran realizado grandes cosas por su
pueblo, habría que comprobar si, por lo menos uno de sus antepasados, no
había sido un segundogénito. Porque, cuando en toda la serie ancestral
aparece rota la cadena de los primogénitos, aunque solo sea una vez, el
hombre que rompe la cadena pertenece a los que no habrían existido si
nuestros antepasados hubiesen rendido pleitesía a este principio del control
de nacimientos. Pero en la vida de las naciones no hay vicios del pasado
que sean virtudes en el presente.
La política fundamentalmente pacífica, con el subsiguiente
desangramiento mortal de una nación por la corriente emigratoria y el
control de nacimientos, es todavía mucho más catastrófica cuando afecta a
un pueblo que está formado por elementos raciales desiguales. Pues, en este
caso, así como los mejores elementos raciales son sustraídos del pueblo por
la emigración, en el país nativo, mediante el control de nacimientos, los
que, como consecuencia de su valor racial, se han elevado hasta los niveles
más altos de la sociedad y de la vida, son los primeros afectados. Entonces,
gradualmente, el relleno de sus filas lo harán las amplias masas, mezcladas
e inferiores, y, al final, siglos después, se llegará a un descenso del valor
total del pueblo en su conjunto. Una nación así habrá cesado, hace ya
mucho tiempo, de poseer un verdadero vigor vital.
De esta forma, una política que sea fundamentalmente pacífica, será tan
perjudicial y devastadora en sus efectos como una política que tenga la
guerra como única arma.
La política debe luchar por y para la vida de un pueblo; es más, debe
elegir siempre las armas de su lucha de modo que esa vida sea servida en el
sentido más elevado de la palabra. Pues no se hace política con objeto de
capacitar a los hombres para morir, aunque a veces se les convoque para
ello, con objeto de que un pueblo pueda vivir. El objetivo es la conservación
de la vida y no una muerte heroica, ni tampoco una cobarde resignación.
CAPÍTULO II
La lucha de un pueblo por la vida está ante todo y esencialmente
determinada por el siguiente hecho:
Sin tener en cuenta el alto nivel que pueda alcanzar la importancia
cultural de un pueblo, la lucha por el pan de cada día está situada en la
vanguardia de todas las necesidades vitales. Claro que un liderazgo popular
ingenioso puede desplegar altos objetivos ante los ojos de un pueblo, para
que este deje de preocuparse de las cosas materiales y se ocupe en servir
ideales espirituales más altos. En general, el interés meramente material se
elevará proporcionalmente con la desaparición de las preocupaciones
espirituales. Cuanto más primitiva sea la vida espiritual del hombre, más
irracional, más semejante a una bestia se hace este, y al fin llega a
considerar la aprehensión de alimentos como el único objetivo de la vida.
De aquí que un pueblo pueda soportar perfectamente cierta limitación de
metas materiales mientras se le dé compensación en forma de ideales
activos.
Pero si se quiere que estos ideales no terminen por ser la ruina de un
pueblo, no deben existir nunca unilateralmente a expensas de la nutrición
material, en forma que la salud de la nación parezca quedar amenazada por
ellos. Pues un pueblo hambriento se derrumbará a consecuencia de su
desnutrición física o forzosamente llevará a cabo un cambio en su situación.
Pero, más tarde o más temprano, el colapso físico trae como consecuencia
el colapso espiritual. Entonces todos los ideales llegan también a perecer.
Por consiguiente, los ideales son buenos y saludables mientras
contribuyen a reforzar las fuerzas internas y generales de un pueblo, de
modo que, en último análisis, puedan ser de nuevo provechosas al
empeñarse en la lucha por la vida. Los ideales que no sirven a este
propósito son malos, aunque puedan parecer mil veces más bellos
exteriormente; son malos porque apartan a un pueblo más y más de la
realidad de la vida.
Pero el pan que un pueblo necesita para vivir está condicionado por el
espacio vital que tiene a su disposición. Un pueblo sano tratará, por lo
menos, de buscar la satisfacción de sus necesidades en su propio suelo.
Cualquier otra situación es patológica y peligrosa, aunque haga posible la
alimentación de un pueblo durante siglos. El comercio mundial, la
economía mundial, el movimiento turístico, etc., etc., son medios
transitorios para asegurar la alimentación de un pueblo. Dependen de
factores que, en parte, están más allá de todo cálculo y que, por otro lado, se
encuentran más allá de los poderes de un pueblo. En todos los tiempos, el
cimiento más seguro para la existencia de un pueblo ha sido su propio
suelo.
Pero ahora debemos considerar lo siguiente:
La población de un país es un factor variable. En los pueblos sanos,
siempre estará en aumento. En realidad, solo un aumento así hace posible
garantizar el futuro de un pueblo de acuerdo con los cálculos humanos. Pero
el resultado es que la demanda de artículos crece también constantemente.
En la mayoría de los casos, el llamado aumento doméstico en la producción
solo puede satisfacer las crecientes demandas del sustrato humano, pero de
ninguna manera las de la población incrementada. Esto se aplica
especialmente a las naciones europeas.
En pocos siglos, y sobre todo en tiempos muy recientes, los pueblos
europeos han incrementado sus necesidades en una extensión tal, que el
aumento en la productividad del suelo europeo, aumento que es posible de
año en año en condiciones favorables, apenas si puede mantener el ritmo
con el crecimiento de las necesidades generales de la vida. El aumento de la
población solo puede equilibrarse por un aumento, esto es, por una
ampliación, del espacio vital. Ahora bien, el número de habitantes de un
pueblo es variable, pero el suelo no se modifica. Esto significa que el
crecimiento de un pueblo es un proceso, tan evidente por sí mismo por ser
tan natural, que no se considera extraordinario.
Por otra parte, un aumento en territorio está condicionado por la
distribución general de las posesiones en el mundo; un acto de revolución
especial, un proceso extraordinario, de forma que la facilidad con que una
población aumenta está en duro contraste con la extraordinaria dificultad de
los cambios territoriales.
Pero el hecho de que la relación entre el número de habitantes y el
territorio esté bien o mal regulada es de una importancia enorme para la
existencia de un pueblo. En realidad, podemos decir con justicia que toda la
lucha de un pueblo por la vida consiste en defender el territorio que necesita
como requisito previo y general para la alimentación de la población
creciente.
Puesto que la población crece incesantemente y el suelo permanece
estacionario, gradualmente han de surgir, de manera forzosa, tensiones que
al principio encuentran su expresión en la escasez y que, durante cierto
tiempo, pueden equilibrarse mediante una industria mayor, métodos de
producción más ingeniosos o una austeridad especial. Pero llega un día en
que estas tensiones no pueden seguir siendo eliminadas con tales medios.
Entonces la tarea de los dirigentes de la lucha por la vida de un pueblo
consiste en eliminar las condiciones intolerables de una manera
fundamental, esto es, restaurando una relación tolerable entre la población y
el territorio.
En la vida de las naciones hay varios modos de corregir la desproporción
entre población y territorio. El procedimiento más natural es hacer que el
suelo se adapte, de cuando en cuando, a la población incrementada. Esto
requiere la determinación de combatir y el derramamiento de sangre. Pero
este derramamiento de sangre es el único que puede estar justificado para
un pueblo. Puesto que ese derramamiento permite ganar el espacio
necesario para el posterior crecimiento de un pueblo, automáticamente
ofrece múltiples compensaciones a los recursos humanos empleados en el
campo de batalla. De esta forma, el pan de la libertad germina de las
durezas de la guerra. La espada fue la que desbrozó el camino para el arado.
Y si queremos hablar de derechos humanos en general, es este el único
caso en que la guerra sirve al derecho más alto de todos: le da a un pueblo
la tierra que necesitaba para cultivarla, industriosa y honestamente, para sí
mismo, de forma que sus hijos puedan algún día estar provistos del pan
cotidiano.
Porque esta tierra no se le asignó a nadie, ni se le regaló a nadie. Está
concedida por la providencia al pueblo que posee en su corazón el valor
suficiente para conquistarla, la fuerza para conservarla y la laboriosidad
para labrarla.
De aquí que ningún pueblo sano y fuerte vea nada de pecaminoso en la
adquisición territorial, sino algo completamente de acuerdo con la
naturaleza. Al moderno pacifista que niega este derecho sagrado, habría que
reprocharle en primer lugar el hecho de que, por lo menos él mismo, se está
nutriendo a base de las injusticias de tiempos anteriores. Por otra parte, no
hay ningún lugar en esta tierra que haya sido fijado como residencia de un
pueblo para siempre, ya que las reglas de la naturaleza han forzado al
género humano, durante decenas de miles de años, a emigrar
constantemente.
Finalmente, la actual distribución de las posesiones en la tierra no es
obra de un poder más alto, sino del hombre mismo. Pero yo nunca puedo
considerar una solución llevada a cabo por el hombre como un valor eterno
que la providencia haya tomado ahora bajo su protección y lo haya
santificado y convertido en una ley para el futuro. Por consiguiente, lo
mismo que la superficie de la Tierra parece estar sujeta a perpetuas
transformaciones geológicas, haciendo que la vida orgánica perezca en un
ininterrumpido cambio de formas con objeto de descubrir otras nuevas, los
límites de los lugares de residencia humana están expuestos a una serie de
cambios interminables.
Pero muchos pueblos, en determinadas épocas, pueden tener interés en
presentar la distribución existente de los territorios del mundo como
obligatoria para siempre, por la sencilla razón de que se ajusta a sus
intereses. Del mismo modo otros pueblos pueden ver en ello solamente algo
que está hecho en general por el hombre; una situación que, por el
momento, les resulta desfavorable y que, en consecuencia, deben cambiar
con todos los medios que suministra el poder humano.
Todo aquel que pretendiera desterrar para siempre esta lucha de la
Tierra, conseguiría tal vez abolir la lucha entre los hombres, pero eliminaría
al mismo tiempo la más elevada fuerza impulsora que existe para su
desarrollo; exactamente como si en la vida ciudadana quisiera perpetuar la
riqueza de ciertas personas, la grandeza de ciertas empresas comerciales, y
con este propósito eliminara el juego de las libres fuerzas, la competencia.
El resultado sería catastrófico para un pueblo.
La distribución actual del espacio terrestre, hecha unilateralmente,
resulta tan favorable para determinados pueblos, que es forzoso y
comprensible que estos tengan interés en no permitir ningún cambio en ella.
Pero la superabundancia de territorio de que disfrutan estos pueblos
contrasta con la pobreza de los demás, que a pesar de sus máximos
esfuerzos no hallan la posibilidad de obtener su pan cotidiano y mantenerse
vivos. ¿Qué derechos superiores podrían oponerse contra ellos si reclaman
una extensión de tierra que salvaguarde su sostenimiento?
No. El derecho primario de este mundo es el derecho a la vida, en tanto
que uno posea la fuerza necesaria para ello. Por consiguiente, sobre la base
de este derecho, un pueblo vigoroso siempre encontrará formas de adaptar
su territorio al número de sus pobladores.
Una vez que un pueblo, como resultado, bien de su debilidad, bien de un
mando defectuoso, no consigue eliminar la desproporción entre el número
creciente de sus habitantes y la cantidad fija de territorio, mediante la
incrementación de la productividad de su suelo, tendrá que buscar
necesariamente otras soluciones: adaptará el número de sus pobladores al
terreno.
La naturaleza se ocupa en realizar la primera adaptación del número de
habitantes al suelo insuficientemente nutritivo. La escasez y la miseria son
sus instrumentos. Un pueblo puede verse así tan diezmado, que,
prácticamente, quede paralizado cualquier aumento de población. Las
consecuencias de esta adaptación natural de la población al suelo no son
siempre las mismas. Aparece en primer lugar una lucha de gran violencia
por la existencia, lucha a la que tan solo los individuos más fuertes y con
mayor capacidad para la resistencia pueden sobrevivir. Un alto porcentaje
de mortalidad infantil, por un lado, y una alta proporción de gente vieja por
otro, son los signos principales de una época que muestra poco interés por
la vida individual.
Puesto que en tales condiciones todos los débiles son barridos por la
miseria y la enfermedad y solo quedan vivos los más sanos, se produce una
especie de selección natural. De esta forma, el número de habitantes puede
quedar sujeto fácilmente a limitación, pero el valor interno puede
permanecer y, en realidad, incluso experimentar una elevación importante.
Pero un proceso así no es posible que dure demasiado tiempo, ya que
entonces la miseria puede originar una situación completamente contraria.
En las naciones compuestas de elementos raciales que no son todos del
mismo valor, la desnutrición permanente puede llevar en definitiva a una
triste rendición a la miseria, que gradualmente reduce la energía. Y en lugar
de una lucha que proporciona una selección natural, se produce una gradual
degeneración.
Así ocurre sin duda cuando el hombre, con objeto de controlar la miseria
crónica, no concede ya ningún valor al aumento de su número y acude al
control de nacimientos. Porque, a partir de entonces, se adentra por un
camino opuesto al que señala la naturaleza.
Así como la naturaleza, de la multitud de seres que nacen, salva a unos
pocos, a los que están mejores dotados en salud y resistencia para librar la
lucha por la vida, el hombre limita el número de nacimientos y luego trata
de mantener vivos a aquellos que han nacido, sin tener en cuenta para nada
su verdadero valor o su mérito intrínseco. De aquí que su humanitarismo
sea solo la sirvienta de su debilidad, al mismo tiempo que el destructor más
cruel de su propia existencia.
Si el hombre quiere limitar el número de personas nacidas de él, sin
producir las terribles consecuencias que nacen del control de nacimientos,
debe dar rienda suelta al número de nacimientos y luego reducir el número
de los que permanezcan vivos. Hubo una época en que los espartanos eran
capaces de una medida tan acertada, pero no ocurre así en nuestra época
actual, mendazmente sentimental, llena de tonterías de tipo burgués-
patriótico. El gobierno de seis mil espartanos sobre trescientos cincuenta
mil ilotas solo era concebible como consecuencia del alto valor racial de los
espartanos. Pero esto era el resultado de una conservación sistemática de la
raza; y por eso Esparta debe ser considerada como el primer estado popular.
La denuncia pública de niños enfermos, débiles o deformes y, en definitiva,
su destrucción, era más decente y, en verdad, mil veces más humana que la
perversa locura de nuestros días que defiende a toda costa al individuo más
patológico, y, en cambio, arrebata la vida a centenares de niños sanos,
practicando el control de nacimientos o los abortos, de modo que mantiene
una raza de degenerados llenos de taras y enfermedades.
De aquí que pueda decirse en general que la limitación del número de
habitantes por la miseria y los expedientes humanos, puede muy bien dar
como resultado una adaptación aproximada al insuficiente espacio vital.
Pero el valor del material humano que sobreviene va bajando de una
manera constante y llega al límite de la decadencia.
El segundo intento de adaptar el terreno al número de habitantes consiste
en la emigración, que, cuando no se realiza tribalmente, conduce, de la
misma manera, a una devaluación del material humano restante.
El control humano de nacimientos aniquila al portador de los valores
máximos, la emigración destruye el valor del término medio.
Hay todavía otros dos procedimientos para que un pueblo trate de
compensar el desequilibrio entre población y territorio. El primero es lo que
se denomina incremento de la productividad doméstica de la tierra, cosa
que no tiene nada que ver con la llamada colonización interna; el segundo
consiste en el aumento de la producción de mercanías y la conversión de la
economía doméstica en una economía de exportación.
La idea de aumentar el rendimiento del suelo dentro de unas fronteras
fijadas es una idea antigua. La historia del cultivo humano de la tierra es
una historia de progreso permanente, de permanente mejora y, por tanto, de
rendimientos incrementados. Mientras que la primera parte de ese proceso
radica en el aspecto de los métodos de cultivo, así como en la construcción
de asentamientos, la segunda parte estriba en el aumento artificial del valor
del terreno mediante la introducción de materias nutritivas de las que el
suelo carece o casi carece. Esta línea de conducta lleva desde la azada de
los tiempos antiguos al moderno arado mecánico, del estiércol de los
establos a los fertilizantes artificiales de nuestros días.
Sin duda, la productividad del suelo se ha incrementado así
enormemente. Pero también es cierto que en todo hay un límite,
especialmente si consideramos que el nivel de vida de un hombre culto es
un nivel general, que no está determinado por la cantidad de artículas de
una nación susceptibles de ser entregados al individuo; más bien está sujeto
al juicio de los países circundantes y, a la inversa, establecido por las
condiciones que reinan en ellos. Los actuales sueños europeos sobre el nivel
de vida los extrae el hombre tanto de las potencialidades de Europa como
de las condiciones que actualmente prevalecen en los Estados Unidos. Las
relaciones internacionales entre los pueblos son hoy tan fáciles y tan
estrechas, gracias a la moderna tecnología y a las comunicaciones, que el
europeo, generalmente sin darse cuenta de ello, aplica las condiciones
estadounidenses como un modelo para su propia vida.
Pero, al proceder así, se olvida de que la relación entre el número de
habitantes y la superficie del terreno en el continente americano es
infinitamente más favorable que las condiciones análogas de los pueblos
europeos respecto a sus espacios vitales. Aun prescindiendo en absoluto de
cómo Italia, o Alemania, llevan a cabo la colonización interna de su suelo,
aun prescindiendo de cómo aumentan la productividad de su suelo mediante
actividades científicas y metódicas, queda en pie el hecho de la
desproporción entre el número de sus habitantes y la superficie, si se
compara con la relación existente entre los habitantes de la Unión
Americana y el suelo de la Unión. Y si para Italia o Alemania fuera posible
un incremento superior de la población, esto mismo ocurriría en la Unión
Americana multiplicado. Y cuando, a la postre, no fuese ya factible ningún
aumento en estos dos países europeos, la Unión Americana podría continuar
creciendo durante siglos hasta llegar a la proporción que nosotros sufrimos
hoy.
La esperanza en los efectos que podrían lograrse, especialmente
mediante la colonización interna, descansa en una falacia. La opinión de
que podemos llevar a cabo un considerable incremento en la productividad
del suelo es falsa. Sin ocuparnos, por ejemplo, en cómo está distribuida la
tierra en Alemania (en propiedades campesinas grandes o pequeñas, en
parcelas para agricultores humildes), el hecho es que, por término medio,
existen ciento treinta y seis personas por kilómetro cuadrado. Esta
proporción va en contra de la salud pública. Es imposible alimentar a
nuestro pueblo sobre esta base y con esta premisa.
Realmente, solo serviría para crear confusión airear ante las masas la
consigna de la colonización interna, ya que daría lugar a que se
concentrasen en ello las esperanzas del pueblo, que creería haber
encontrado un medio de combatir su miseria actual. Y eso no sería verdad
en absoluto. Pues la miseria no es el resultado de una forma defectuosa de
la distribución de la tierra, sino la consecuencia de la insuficiente cantidad
de espacio total que hay hoy a disposición de nuestro pueblo.
Aumentando la productividad del suelo, puede lograrse cierto alivio para
la vida de un pueblo; pero, a la larga, esto no lo libraría del deber de adaptar
el espacio vital del pueblo, espacio que se ha hecho insuficiente, a la
población incrementada. Mediante la colonización interna, en las
circunstancias más favorables, solo puede conseguirse un mejoramiento en
el sentido de reforma social y justicia. Esto carece en absoluto de
importancia respecto al mantenimiento total de un pueblo. A menudo, será
incluso nocivo para la posición de un país en política exterior, porque
despierta esperanzas que pueden apartar al pueblo del pensamiento realista.
El ciudadano ordinario y respetable cree entonces que puede encontrar su
pan cotidiano en el país mediante la diligencia y un duro trabajo, y no se da
cuenta de que la fuerza de un pueblo debe concentrarse con objeto de ganar
nuevo espacio vital.
La economía, que especialmente hoy está considerada por muchos como
la salvadora de la escasez y de la inquietud, del hambre y de la miseria,
puede, con ciertas condiciones previas, dar a un pueblo posibilidades de
existencia que están más allá de la relación de ese pueblo con su propio
suelo. Pero esto está ligado a un número de requisitos previos de los cuales
debo hacer breve mención.
El sentido de tal sistema económico descansa en el hecho de que un
pueblo produce, de ciertas mercancías vitales, más de lo que necesita para
su propio uso. Vende esta superproducción fuera de su propia comunidad
nacional y, con las ganancias así obtenidas, adquiere los alimentos y las
materias primas de que carece. Así este tipo de economía implica no solo
una cuestión de producción, sino, por lo menos en un grado de igual
importancia, una cuestión de venta.
Se habla mucho, especialmente en la época actual, de incrementar la
producción, pero se olvida completamente que tal incremento solo tiene
valor cuando hay un comprador a mano. Dentro del círculo de la vida
económica de un pueblo, todo incremento en la producción será provechoso
en el grado en que incrementa el número de mercancías que de esta forma
se hacen accesibles al individuo. Teóricamente, todo incremento en la
producción industrial de un pueblo debe ocasionar una rebaja en el precio
de las mercancías, a la vez que producir un aumento en el consumo de las
mismas y, consiguientemente, colocar al ciudadano individual en una
posición que le permita poseer más artículos vitales. Pero en la práctica esto
no cambia en modo alguno el hecho del sostenimiento anormal de un
pueblo como resultado del suelo insuficiente.
Porque, desde luego, nosotros podemos aumentar muchas veces la
producción de ciertos artículos industriales, pero no la producción de
artículos alimenticios. Cuando una nación sufre de esa necesidad, el arreglo
solo puede encontrarse si una parte de su sobreproducción industrial puede
exportarse con objeto de compensar, trayéndolos del exterior, la falta de
artículos alimenticios. Pero un aumento en la producción que tenga este
objetivo, solo logra el éxito apetecido cuando encuentra un comprador, y
precisamente un comprador que esté fuera del país.
De esta forma, se nos plantea la cuestión de la potencialidad de ventas,
esto es, del mercado, punto de altísima importancia. El mercado actual del
mundo no es ilimitado. El número de naciones industrialmente activas ha
crecido constantemente. Casi todos los pueblos europeos sufren de una
relación inadecuada e insatisfactoria entre el suelo y la población. De aquí
que dependan de la exportación mundial. En años recientes, la Unión
Americana se ha dedicado a exportar, y también lo ha hecho el Japón en
Oriente.
De esta manera, empieza automáticamente una lucha por los mercados
limitados, lucha que se hace tanto más áspera cuanto más numerosas van
siendo las naciones industriales y, a la inversa, más se restringen los
mercados. Porque mientras aumenta el número de pueblos que luchan por
conseguir mercados mundiales, el mercado en sí disminuye lentamente, en
parte como consecuencia de un proceso de autoindustrialización por sus
propios medios, en parte por un sistema de empresas filiales que se crean en
número creciente en tales países a impulsos de exclusivos intereses
capitalistas.
Pues no debemos perder de vista lo siguiente: el pueblo alemán, por
ejemplo, tiene un interés vital en construir barcos para China en astilleros
alemanes, porque, de este modo, cierto número de hombres de nuestra
nacionalidad tienen la posibilidad de alimentarse, posibilidad que no
habrían tenido a base de nuestro propio suelo, que ya no es suficiente. Pero
el pueblo alemán no tiene el menor interés, digámoslo así, en que un grupo
financiero alemán o incluso una fábrica alemana abra un astillero, de las
llamadas filiales, en Shanghái que construya barcos para China con
trabajadores chinos y acero extranjero, aunque la corporación obtenga un
beneficio neto en forma de interés o dividendo. Por el contrario, el resultado
de ello será solamente que un grupo financiero alemán gana tantos y
cuantos millones, pero a consecuencia de los pedidos que pierde nuestro
país un múltiplo de esa cantidad es retirado de la economía alemana.
Cuanto más determine la presente economía meros intereses capitalistas,
tanto más las opiniones generales del mundo financiero y de la Bolsa
lograrán ejercer aquí una influencia decisiva, tanto más se irá extendiendo
este sistema de establecimientos filiales, y así, artificialmente, se llevará a
cabo la industrialización de antiguos mercados y, especialmente, se
acortarán las posibilidades de exportación de los pueblos matrices europeos.
Hoy todavía hay muchos que pueden permitirse el lujo de sonreírse ante
este desarrollo futuro, pero si continúa generalizándose, dentro de treinta
años los europeos gemirán bajo sus consecuencias.
Cuanto más aumenten las dificultades en encontrar mercados, más
duramente se empeñará la lucha para conseguir los pocos que queden.
Aunque las armas principales de esta lucha consistan en los precios y en la
calidad de los artículos con que los pueblos, en su competencia, tratan de
desalojarse de los mercados unos a otros, al final, el arma decisiva es
también aquí la espada.
La llamada conquista económica pacífica del mundo solo podría
realizarse si la Tierra se compusiera de pueblos puramente agrarios y no
hubiese más que una nación industrial y comercial. Pero como hoy todas las
grandes naciones son industriales, la llamada conquista económica pacífica
del mundo no es sino la lucha con medios que seguirán siendo pacíficos
mientras las naciones fuertes crean que pueden triunfar con ellos, o, para
decirlo más claramente, mientras les sea posible matar a las otras con
medios económicos pacíficos. Pues este es el resultado verdadero de la
victoria de una nación sobre otra por medios económicos pacíficos. Con
ello, una nación adquiere posibilidades de supervivencia, de las que se ve
despojada otra nación. Incluso aquí, lo que está en juego es siempre la
sustancia de carne y sangre que nosotros llamamos pueblo.
Si un pueblo realmente vigoroso cree que no puede conquistar a otro por
medios económicos pacíficos, o si un pueblo económicamente débil no
quiere dejarse matar por un pueblo económicamente fuerte que poco a poco
le va arrebatando las posibilidades de mantenimiento, uno y otro echarán
mano de la espada. Los vapores de la fraseología económica serán rasgados
y la guerra, que es la continuación de la política por otros medios, ocupará
su puesto.
El peligro para un pueblo de actividad económica, en un sentido
exclusivo, estriba en el hecho de que sucumbe demasiado fácilmente a la
creencia de que, en definitiva, puede moldear su destino mediante la
economía. Así, esta última, de un lugar puramente secundario, se traslada a
un primer puesto, y, al final, es incluso considerada como formadora del
estado y despoja al pueblo de aquellas mismas virtudes y características
que, en último análisis, hacen posible para los pueblos y los estados la
conservación de la vida sobre esta Tierra.
Un peligro especialmente grave de la llamada política económica
pacífica es el de que hace posible un aumento en la población que termina
por no estar en relación con la capacidad productiva de su propio suelo para
mantener la vida.
Esta abundancia de población en un espacio vital insuficiente conduce
también, no pocas veces, a la concentración de gente en centros de trabajo
que no tienen el menor parecido con centros culturales, sino que más bien
semejan abscesos en el cuerpo del pueblo, abscesos en los que parecen
unirse todas las maldades, todas las enfermedades y todos los vicios. Sobre
todo, son criaderos de mezcla de sangre, de bastardización, de rebajamiento
racial, lo que culmina en esos purulentos centros de infección en que medra
la cresa de los pueblos, el judío internacional, que finalmente se ocupa de
aumentar la descomposición.
Precisamente así es como queda abierto el camino para la decadencia en
que la fuerza intrínseca de un pueblo desaparece rápidamente; todos los
valores racionales, morales y éticos son presa de la destrucción, los ideales
quedan carcomidos y, al final, el requisito previo que un pueblo necesita
urgentemente, con objeto de afrontar las últimas consecuencias de la lucha
por los mercados del mundo, es eliminado.
Debilitados por un pacifismo vicioso, los pueblos ya no están dispuestos
a pelear, con derramamiento de sangre, por mercados para sus mercancías.
De aquí que, tan pronto como una nación fuerte enarbola la potencia
verdadera del poder político en vez de los medios económicos pacíficos, las
otras naciones se derrumban. Y entonces es cuando les toca pagar las
propias faltas.
Tales naciones están superpobladas y ahora, como consecuencia de la
pérdida de todos los requerimientos verdaderamente básicos, no tienen ya la
menor posibilidad de conseguir alimentar adecuadamente a su excesiva
masa de población. No tienen fuerza para romper los grilletes del enemigo y
carecen del valor interno necesario para soportar su destino con dignidad.
Creyeron que podrían vivir gracias a su pacífica actividad económica, y
renunciaron al uso de la violencia.
El destino les enseñará que, al fin y a la postre, un pueblo está
preservado únicamente cuando la población y el espacio vital se mantienen
en una proporción natural, bien definida y saludable. Es más, esta relación
debe revisarse de cuando en cuando y restablecerse a favor de la población
en el mismo grado en que varíe desfavorablemente respecto al suelo.
Pero para proceder así todo pueblo necesita armas. La adquisición de
suelo está ligada siempre con el empleo de la fuerza.
Si la tarea de la política es la ejecución de la lucha de un pueblo por la
vida, y si la lucha por la vida de un pueblo consiste, en última instancia, en
salvaguardar la cantidad necesaria de espacio para nutrir a una población
específica, y si todo este proceso es una cuestión de empleo de fuerza por
un pueblo, resultan de aquí las siguientes conclusiones definitivas:
La política es el arte de llevar a cabo la lucha de un pueblo por su
existencia terrenal.
La política exterior es el arte de defender para el propio pueblo el
necesario espacio vital en un momento dado, en cantidad y calidad.
La política doméstica es el arte de preservar el necesario empleo de
fuerza para este fin en forma de valor racial y número de población.
CAPÍTULO III
Al llegar a este punto, quiero hablar de ese concepto burgués que considera
la potencia principalmente como el surtido de armas de una nación y, en
menor grado quizá, el ejército como organización armada. Si el concepto de
los que así opinan fuera correcto, esto es, si el poder de una nación
consistiera realmente en su posesión de armas y en su ejército, entonces una
nación que hubiera perdido, por las razones que fuesen, su ejército y sus
armas, debería estar aniquilada para siempre. Pero ni siquiera esos mismos
políticos burgueses llegan a creer tal cosa. Por su misma duda sobre este
punto, admiten que las armas y la organización del ejército son cosas que
pueden reemplazarse y que, por consiguiente, no tienen un carácter
primordial; que hay algo que está por encima de ellas y que, al menos, es
también la fuente de donde ellos extraen su poder. Y así es.
Las armas y las formas del ejército son perecederas y reemplazables. Por
grande que pueda ser su importancia por el momento, es limitada cuando se
piensa en largos períodos de tiempo. Lo supremamente decisivo en la vida
de un pueblo es la voluntad de autoconservación y las fuerzas vivientes que
están a disposición de ese pueblo para este propósito. Las armas pueden
oxidarse, las formaciones pueden quedar anticuadas; en cambio, la voluntad
puede siempre renovar una cosa y otra y agrupar a un pueblo en la
formación requerida por la necesidad del momento.
El hecho de que nosotros, los alemanes, hayamos tenido que entregar
nuestras armas es de muy poca importancia, si miro solo el lado material
del asunto. Y, sin embargo, esa es la única cosa que ven nuestros políticos
burgueses. Lo más deprimente en la entrega de nuestras armas radica en las
circunstancias concomitantes en que ello se produjo, en la actitud que lo
hizo posible, así como en la forma miserable en que sabemos que se llevó a
cabo. Todo ello queda rebasado por la destrucción de la organización de
nuestro ejército. Pero incluso en esto la desgracia mayor no consiste en la
eliminación de la organización portadora de las armas que poseemos, sino
más bien en la abolición de una institución para inculcar la virilidad en
nuestro pueblo, una institución como no poseía ningún otro estado en el
mundo y que, en realidad, ningún otro pueblo necesitaba más que nosotros,
los alemanes.
La contribución de nuestro viejo ejército al disciplinamiento general de
nuestro pueblo para los más altos logros en todos los campos es
inconmensurable. Nuestro pueblo, que por su fragmentación racial carece
de la cualidad que caracteriza, por ejemplo, a los ingleses, de agruparse
resueltamente en época de peligro, ha recibido al menos una parte de esto,
que en otras naciones es un dote natural e instintivo, por medio de su
instrucción en el ejército.
La gente que charla felizmente sobre el socialismo no se da cuenta en
absoluto de que la mejor organización socialista de todas ha sido el ejército
alemán. Esta es también la razón de ese odio feroz de los judíos, inclinados
típicamente hacia el capitalismo, contra una organización en la que el
dinero no es idéntico a la posición, a la dignidad, por no mencionar al
honor, sino más bien al logro; una organización en la que el honor de
pertenecer a gente de cierta perfección se aprecia mucho más que la
posesión de propiedades y riquezas.
Es esta una concepción que a los judíos les parece tan extraña como
peligrosa y que, si se llegase a convertir en patrimonio general de un
pueblo, significaría una defensa inmunizadora contra cualquier peligro
judío. Si, por ejemplo, un grado de oficial en el ejército pudiera comprarse,
esto sería comprensible para los judíos. No pueden entender una
organización —en realidad, les parece misteriosa— que rodea de honor a un
hombre que o no posee propiedad en absoluto o cuya renta es solo un
fragmento de la de otro hombre que, precisamente en esta organización, no
es ni honrado ni estimado.
Pero en eso estriba la fuerza de esta incomparable y vieja institución
que, sin embargo, en los últimos treinta años de paz, mostraba ya también,
por desgracia, signos de lenta corrupción. Tan pronto como se puso de
moda para oficiales aislados, especialmente de noble linaje, casarse nada
menos que con judías de grandes almacenes, apareció un peligro para el
viejo ejército que, si hubiera continuado por este camino, podría haber
constituido algún día un gran mal. De todas formas, en los tiempos del
emperador Guillermo I no se mostraba comprensión alguna hacia tales
acontecimientos.
Pero, con todas las salvedades, el ejército alemán, a principios de siglo
era la más magnífica organización del mundo y su efecto sobre nuestro
pueblo fue más que beneficioso. Fue el semillero de la disciplina alemana,
de la eficacia alemana, del sentimiento de la rectitud, del valor franco, de la
agresividad intrépida, de la persistencia tenaz y de la honorabilidad
granítica. La concepción del honor de toda una profesión se convirtió, lenta
pero imperceptiblemente, en el patrimonio general de todo un pueblo.
Que esta organización fuera destruida por el tratado de paz de Versalles
fue lo peor que pudo pasarle a nuestro pueblo, ya que así nuestros enemigos
internos hallaron por fin el paso libre para llevar a cabo sus más pérfidas
intenciones. Pero nuestra incompetente burguesía, por falta de todo ingenio
y capacidad de improvisación, no pudo ni siquiera encontrar el más
primitivo sustituto.
Por eso es cierto que nuestro pueblo alemán ha perdido la posesión de
las armas y sus portadores. Pero incontables veces ha sido este el caso en la
historia de los pueblos, sin que estos últimos hayan perecido por eso. Por el
contrario: nada es más fácil de reemplazar que una pérdida de armas, y toda
formación orgánica puede ser creada de nuevo o renovada. Lo que es
irremplazable es la sangre corrompida de un pueblo, el destruido valor
interior.
Porque, en oposición con la actual concepción burguesa de que el
Tratado de Versalles ha despojado de armas a nuestro pueblo, puedo
replicar solamente que la verdadera carencia de armas estriba en nuestro
envenenamiento pacifista-democrático, así como en el internacionalismo
que destruye y envenena las más altas fuentes de potencia de nuestro
pueblo. Pues la fuente de toda la potencia de un pueblo no radica en su
posesión de armas ni en la organización de su ejército, sino en el valor
interno representado por su significado racial, esto es, el valor racial de un
pueblo con la existencia de los más altos valores de la personalidad
individual, así como con su actitud sana hacia la idea de autoconservación.
Al presentarnos ante el público como socialistas nacionales con este
concepto de lo que es la fuerza auténtica de un pueblo, sabemos que hoy la
opinión pública está contra nosotros. Pero este es realmente el significado
más profundo de nuestra nueva doctrina, lo que, en cuanto a concepción del
mundo, nos separa de los demás.
Partiendo de la base de que un pueblo no es igual a otro, el valor de un
pueblo tampoco es igual al valor de otro pueblo. Pero, si el valor de un
pueblo no es igual al de otro, entonces cada pueblo, aparte del valor
numérico que se deriva de su población, tiene además un valor específico
que le es peculiar y que no puede ser totalmente como el de otro pueblo.
Las expresiones de este valor específico y especial de un pueblo pueden ser
de la índole más variada y encontrarse en los campos más diversos; pero,
reunidas todas ellas, dan como resultado una norma para la valoración
general de un pueblo. La expresión última de esta valoración general es la
imagen histórica y cultural de un pueblo, que refleja la suma de todas las
irradiaciones del valor de su sangre o de los valores raciales que se
congregan en ese pueblo.
Pero este valor de un pueblo no es en modo alguno un valor meramente
estético-cultural, sino un valor general de vida. Pues forma la vida de un
pueblo en conjunto, la moldea y la perfila, y, por tanto, proporciona también
todas aquellas fuerzas de que debe disponer un pueblo con objeto de
superar las resistencias de la vida. Pues toda hazaña cultural, concebida en
términos humanos, es en verdad una derrota para el barbarismo hasta
entonces existente; toda creación cultural es una ayuda para la ascensión del
hombre hasta situarse por encima de sus antiguas limitaciones opresivas y
es, por tanto, un reforzamiento de la posición de ese pueblo. Así, en los
llamados valores culturales de un pueblo radica también una potencia para
la afirmación de la vida. Y, consiguientemente, cuanto mayores son los
poderes internos de un pueblo en esta dirección, mayores son también las
incontables posibilidades para la afirmación de la vida en todos los campos
de la lucha por la existencia. Así, pues, cuanto más alto es el valor racial de
un pueblo, tanto mayor es su valor general de vida, valor con el que puede
combatir a favor de su vida, en la lucha y en la disputa con otros pueblos.
Pero la importancia del valor de la sangre de un pueblo solo llega a
hacerse totalmente eficaz cuando este valor es reconocido por un pueblo y
es debidamente evaluado y apreciado. Los pueblos que no comprenden este
valor o que no tienen ya un sentimiento de comprensión hacia el mismo por
carencia de un instinto natural, empiezan, por eso mismo, a perderlo
inmediatamente. La mezcla de sangre y el declive racial son entonces las
consecuencias que, ni que decir tiene, no es raro que se inicien con una
llamada predilección hacia las cosas extranjeras, lo que en realidad es una
subestimación de los propios valores culturales comparados con los de
pueblos ajenos.
Una vez que un pueblo deja de apreciar la expresión cultural de su
propia vida espiritual condicionada por su sangre, o incluso empieza a
sentirse avergonzado de ella y dirige su atención a expresiones extrañas de
vida, renuncia a la fuerza que yace en la armonía de su sangre y de la vida
cultural de que ha brotado. Se convierte en un desarraigado, inseguro en sus
juicios sobre la concepción del mundo y sobre sus expresiones, pierde la
percepción y el sentimiento de sus propios propósitos, y se hunde en una
confusión de ideas y concepciones internacionales y en el batiburrillo
cultural que nace de este estado. Entonces, el judío puede realizar su
entrada en cualquier forma, y este maestro del envenenamiento
internacional y de la corrupción de la raza no descansará hasta que haya
desarraigado concienzudamente y corrompido, por tanto, a semejante
pueblo. El final es entonces la pérdida de un determinado y unitario valor
de raza, y el resultado definitivo, la decadencia.
De aquí que todo valor racial existente en un pueblo sea también
ineficaz, si no está ya verdaderamente en peligro, a menos que tal pueblo se
acuerde conscientemente de su propio valor racial y le dedique grandes
cuidados, construyendo y basando primariamente en ello todas sus
esperanzas.
Por esta razón, la despreocupación internacional ha de considerarse
como un mortal enemigo de estos valores. En lugar de eso, la profesión de
fe en el valor del propio pueblo debe penetrar y determinar toda la vida y la
acción de un pueblo.
Por más que se busque el factor verdaderamente eterno de la grandeza e
importancia de un pueblo en su valor interno, no conseguirá este valor una
total efectividad si las energías y capacidades de un pueblo, dormidas al
principio, no encuentran al hombre que las hace despertar.
Porque lo mismo que el género humano, que está formado de diferentes
valores raciales, no posee un valor medio uniforme, tampoco el valor de la
personalidad dentro de un pueblo es el mismo entre todos sus miembros.
Toda acción de un pueblo, sea en el campo que fuere, es el resultado de la
actividad creadora de una personalidad. Ningún desastre puede remediarse
solamente por los deseos de los afectados por él, mientras ese deseo general
no encuentre su solución en un hombre elegido de entre el pueblo para esta
tarea.
Las mayorías nunca han llevado a cabo logros creadores. Nunca le han
dado inventos a la humanidad. La persona individual ha sido siempre el
artífice del progreso humano. En realidad, un pueblo de determinado valor
racial interno, en la medida en que este valor se haga generalmente visible
en sus logros culturales o de otra clase, hubo de poseer al principio los
valores de la personalidad, pues sin el nacimiento y la acción creadora de
estos, la imagen cultural de ese pueblo nunca habría llegado a existir y, por
tanto, la posibilidad de toda conclusión en cuanto al valor interno de
semejante pueblo faltaría.
Cuando menciono el valor racial interno de un pueblo, lo calculo por la
suma de logros que están ante mis ojos y, por tanto, al mismo tiempo
confirmo la existencia de los valores específicos de personalidad que
actuaron como representantes del valor racial de un pueblo y crearon su
imagen cultural. Por mucho que parezcan estar ligados entre sí el valor
racial y el valor de la personalidad, toda vez que un pueblo sin valor racial
no puede producir con ese material personalidades creadoras importantes
(lo mismo que, a la inversa, parece imposible inferir la existencia de valores
raciales de la falta de personalides creadoras y de sus logros), un pueblo
puede, por la naturaleza de la construcción formal de su organismo, de la
comunidad popular o del estado, promover la expresión de sus valores de
personalidad, o al menos facilitarla, aunque también impedirla.
Una vez que un pueblo adopta a la mayoría como gobernantes de su
vida, esto es, una vez que introduce la democracia actual en la concepción
de Occidente, no solo daña la importancia del concepto de la personalidad,
sino que bloquea la eficacia del valor de la personalidad. Mediante una
construcción formal de su vida, ese pueblo impide el nacimiento y el trabajo
de personas creadoras.
Pues esta es la doble maldición del sistema democrático-parlamentario
que prevalece hoy: no solo él mismo es incapaz de llevar a cabo logros
realmente creadores, sino que, además, impide el nacimiento y, por tanto, el
trabajo de aquellos hombres que, de modo un tanto amenazador, se yerguen
sobre el nivel del término medio. En todos los tiempos, el hombre cuya
grandeza está por encima del nivel medio de la estupidez general, de la
ineptitud, de la cobardía, y también de la arrogancia, ha parecido siempre
amenazador en extremo a los ojos de la mayoría.
Añádase a esto que, en virtud de la democracia, las personas inferiores
tienen, casi como si fuera una ley, que convertirse en dirigentes, de forma
que este sistema, aplicado de modo lógico a cualquier institución, devalúa
la masa total de dirigentes, si es que puede llamárselos así. Esto tiene su
explicación en la irresponsabilidad inherente a la democracia. Las mayorías
son fenómenos demasiado intangibles como para cargar con la
responsabilidad en manera alguna. Los dirigentes por ellas encumbrados
son en verdad meros ejecutores de la voluntad de las mayorías. De aquí que
su tarea sea menos la de producir planes o ideas creadoras a fin de llevarlas
a cabo con el apoyo de un aparato administrativo utilizable, que la de reunir
las mayorías requeridas por el momento para la ejecución de proyectos
determinados. De esta forma, no son tanto las mayorías las que se guían por
los propósitos como los propósitos los que se guían por las mayorías. Sin
embargo, sea cual sea el resultado de dicha acción, no hay nadie a quien se
pueda llamar concretamente responsable. Esto es tanto más cierto, cuanto
que cada decisión que se llega a adoptar efectivamente es el resultado de
numerosos compromisos, cada uno de los cuales se exhibe en el carácter y
en el contenido de la decisión. ¿A quién, por tanto, se le va a hacer
responsable de ella?
Una vez eliminada la responsabilidad personal, falta el motivo de mayor
empuje para el nacimiento de un liderazgo vigoroso. Si comparamos la
organización del ejército, que está muy vinculada a la autoridad y la
responsabilidad del individuo, con nuestras democráticas instituciones
civiles, especialmente en relación con los resultados del entrenamiento para
el liderazgo en un sitio y en otro, y se quedarán ustedes horrorizados. En un
caso, se tiene una organización de hombres tan animosos y alegres al
afrontar la responsabilidad como competentes en sus tareas, y en el otro,
una partida de ineptos demasiado cobardes para asumir cualquier clase de
responsabilidad.
Durante cuatro años y medio, la organización del ejército alemán
mantuvo a raya a la mayor coalición de enemigos de todos los tiempos. El
mando civil, democráticamente descompuesto, se derrumbó literalmente en
el interior al primer embate de unos centenares de harapientos y desertores.
La lamentable carencia de mentes rectoras auténticamente grandes en el
pueblo alemán encuentra su explicación más simple en la tremenda
descomposición que vemos ante nosotros en el sistema democrático
parlamentario que lentamente va corroyendo toda nuestra vida pública.
Los pueblos han de decidir entre tener mayorías o tener cerebros. Las
dos cosas nunca son compatibles. Hasta ahora son los cerebros las que han
creado siempre la grandeza en esta Tierra, y lo creado por ellos ha sido
destruido una y otra vez en su mayor parte por las mayorías.
Por consiguiente, sobre la base de su valor de raza en general, un pueblo
puede, desde luego, mantener una esperanza justificada de poder traer al
mundo mentes auténticas. Pero, para eso, tiene que buscar, para la
construcción de su cuerpo nacional, formas que no restrinjan
artificialmente, sistemáticamente, la actividad de tales cerebros, que no
erijan una muralla de estupidez contra ellos; en una palabra, que no les
impidan ser eficaces.
De lo contrario, una de las fuentes más poderosas de la fuerza de un
pueblo queda segada.
El tercer factor de la fuerza de un pueblo es su natural y sano instinto de
autoconservación. De él resultan numerosas virtudes heroicas que por sí
mismas capacitan a un pueblo para la lucha por la existencia. Ningún
liderazgo estatal podrá tener grandes éxitos si el pueblo cuyos intereses
debe representar es demasiado cobarde y miserable para luchar por esos
intereses.
Ni que decir tiene que ningún liderazgo estatal debe esperar que sea
heroico un pueblo que no se educa para el heroísmo. Lo mismo que el
internacionalismo daña y, por tanto, debilita el valor existente de la raza, y
así como la democracia destruye el valor de la personalidad, el pacifismo
paraliza la fuerza natural de la autoconservación de los pueblos.
Estos tres factores —el valor del pueblo, los valores existentes de la
personalidad, y el sano instinto de autoconservación— son las fuentes de
esa fuerza de la que una política interior prudente e intrépida puede extraer
una vez y otra las armas que son necesarias para la autoafirmación de un
pueblo. Entonces las formaciones del ejército y las cuestiones técnicas
relativas a las armas encuentran siempre las soluciones adecuadas para
mantener a un pueblo en la dura lucha por la libertad y el pan de cada día.
Si la dirección política interna de un pueblo pierde de vista este punto de
partida o cree que debe armarse para la lucha en términos exclusivamente
de técnica de armamento, puede que consiga tantos éxitos momentáneos
como se le antoje, pero el futuro no es propiedad de semejante pueblo. De
aquí que la preparación limitada para una guerra no sea nunca tarea de
legisladores y estadistas eminentes, sino labor de la ilimitada y concienzuda
instrucción interna de un pueblo, de forma que su futuro pueda asegurarse
casi como por una ley, de acuerdo con toda la razón humana. Porque
incluso las guerras van perdiendo el carácter aislado de sorpresas más o
menos grandes y se van integrando, en lugar de eso, en un evidente sistema
natural, del desarrollo permanente y fundamental y bien cimentado de un
pueblo.
Que los actuales dirigentes de estado presten poca atención a este punto
de vista se debe, en parte, a la naturaleza de la democracia a la que deben su
misma existencia, y en parte al hecho de que el estado se ha convertido en
un mecanismo puramente formal que se les aparece como un objetivo en sí
mismo, el cual no debe coincidir lo más mínimo con los intereses de un
pueblo específico. Pueblo y estado se han convertido en dos conceptos
diferentes. Será tarea del movimiento socialista nacional realizar un cambio
fundamental para Alemania en este sentido.
CAPÍTULO IV
Si la tarea de la política interior —aparte claro de resolver las llamadas
cuestiones del día— debe ser el acercamiento y el fortalecimiento de un
pueblo cuidando y promoviendo sistemáticamente sus valores internos,
entonces la misión de la política exterior es actuar en colaboración con esta
política, con objeto de crear y asegurar en el extranjero los requisitos
previos vitales. Por lo tanto, una política exterior saludable debe proponerse
siempre, y tenerla a la vista como última meta: la consecución de la base
inamovible del mantenimiento de un pueblo.
La política doméstica tiene que asegurar la fuerza interior de un pueblo
de modo que este pueda imponerse en la esfera de la política exterior. La
política exterior debe asegurar la vida de un pueblo para su desarrollo
político interno. De aquí que la política doméstica y la política exterior no
solo estén estrechamente ligadas, sino que hayan de complementarse.
El hecho de que en las grandes coyunturas de la historia humana, tanto
la política interior como la exterior hayan rendido homenaje a otros
principios no es en modo alguno una prueba de solidez, sino que más bien
demuestra el error de semejante acción. Innumerables pueblos y estados han
perecido, como un ejemplo admonitorio para nosotros, porque no siguieron
los principios elementales anteriormente mencionados.
Es un hecho sobradamente conocido lo poco que el hombre piensa
durante toda su vida en la posibilidad de la muerte. Y lo poco que atempera
los detalles de su vida a las experiencias que innumerables hombres han
tenido antes que él y que, desde luego, le son conocidas por medio de la
historia.
Hay siempre seres excepcionales que tienen esto presente en todos los
momentos y que, en virtud de su personalidad, tratan de imponer a sus
conciudadanos las leyes vitales que se hallan en la base de las experiencias
de épocas pasadas. De aquí que sea digno de mención cómo innumerables
medidas higiénicas que forzosamente redundan en ventaja del pueblo, pero
que no son gratas para el individuo, tienen que imponerse formalmente a la
masa principal del país mediante la actuación autocrática e individual de
ciertas personas, medidas que desaparecen al instante cuando la autoridad
de las grandes personalidades se ve reemplazada por el engaño masivo de la
democracia.
El hombre corriente tiene gran temor a la muerte y piensa en ella muy
poco. El hombre importante se preocupa de la muerte con gravedad, pero
no la teme lo más mínimo. El primero vive ciegamente al día, peca con la
mayor despreocupación y se derrumba de pronto ante aquella que a todos
vence. El segundo observa la proximidad de la muerte con toda atención y
la mira a los ojos con calma y compostura.
Tal es exactamente el caso en la vida de las naciones. Es frecuente y
doloroso ver lo poco que los hombres aprenden de la historia, la
indiferencia imbécil con que miran sus enseñanzas, lo despreocupadamente
que pecan, sin considerar que fueron precisamente sus pecados la causa de
que tantos países hayan perecido, quedando borrados de la faz de la Tierra.
Y lo mismo puede decirse de lo poco que se preocupan por el hecho de
que, incluso en el corto período de los tiempos históricos, surgieran
naciones que llegaron a ser gigantescas y que, dos mil años más tarde,
desaparecieron sin dejar rastro; de que aquellas potencias mundiales que en
otros tiempos rigieron esferas culturales de las que solo las sagas nos dan
alguna información, aquellas poblaciones gigantes, están en ruinas y sus
montones de escombros apenas hayan sobrevivido para, por lo menos,
mostrar a la humanidad el actual sitio donde estuvieron enclavadas.
Las preocupaciones, dificultades y sufrimientos de los millones y
millones de hombres que, como sustancia viva, fueron en una época los
protagonistas y víctimas de aquellos sucesos, casi están fuera del alcance de
toda imaginación. ¡Hombres desconocidos, desconocidos soldados de la
historia! ¡Qué indiferencia muestra el presente! ¡Qué infundado es su eterno
optimismo y qué ruinosa su voluntaria ignorancia, su incapacidad para ver y
su falta de voluntad para aprender! Si de las masas dependiera, la travesura
del niño que juega con el fuego con que no está familiarizado se repetiría
ininterrumpidamente y en una escala muchísimo mayor.
De aquí que la tarea de los hombres que se sienten llamados a ser
educadores de un pueblo consista en aprender por su cuenta la historia y
aplicar su conocimiento de forma práctica, sin tener en cuenta las opiniones,
la comprensión, la ignorancia ni, incluso, la repulsa de las masas. La
grandeza y el valor de un hombre son mayores cuando, en oposición a
opiniones que prevalecen en general pero que son ruinosas, conducen a los
suyos a una victoria general gracias a su superior inteligencia. Su victoria
será tanto mayor cuanto más firme haya sido la resistencia que ha tenido
que vencer y más desesperanzadora haya sido la lucha en sus comienzos.
El movimiento socialista nacional no tendría ningún derecho a
considerarse como un fenómeno verdaderamente grande en la vida del
pueblo alemán si no pudiese reunir el coraje necesario para aprender las
experiencias del pasado e imponer sus leyes de vida al pueblo alemán, por
encima de toda resistencia.
Por enorme que pueda ser su reforma interna en este aspecto, nunca
debe olvidar que a la larga no habrá resurrección alguna para nuestro pueblo
si su actividad en el campo de la política exterior no consigue asegurar las
condiciones generales previas para la alimentación de nuestro pueblo. De
aquí que el socialismo nacional se haya convertido en el luchador por la
libertad y el pan en el más alto sentido de la palabra.
Libertad y pan es la más simple y, sin embargo, la más importante
consigna de política exterior que pueda existir para un pueblo: la libertad de
poder ordenar y regular la vida de un pueblo según sus propios intereses, y
el pan que ese pueblo necesita para su existencia.
Si hoy, por tanto, me presento como un crítico de la rectoría de nuestro
pueblo en el campo de la política exterior tanto en el pasado como en el
presente, sé que los errores que veo han sido vistos también por otros. Lo
que me distingue de estos últimos es quizás únicamente el hecho de que, en
la mayoría de los casos, su actuación solo ha implicado percepciones
críticas que no tenían ninguna consecuencia práctica, mientras que, sobre la
base de mi análisis de los errores y faltas de la política alemana, tanto la
antigua como la actual y la interior como la exterior, me esfuerzo en deducir
propuestas para un cambio y una mejora, y para forjar la herramienta con
que tal cambio y tal mejora puedan realizarse algún día.
Por ejemplo, la política exterior del período guillermino fue considerada
en muchos casos por no poca gente como catastrófica y fue calificada en
consecuencia. Llegaron numerosos avisos, especialmente de los círculos de
la Liga Pangermana de aquel tiempo, avisos que estaban justificados en el
más alto sentido de la palabra. Me doy perfecta cuenta de la situación
trágica en que se encontraban todos aquellos hombres que elevaban sus
voces de advertencia y que veían cómo y por qué perece un pueblo, y, sin
embargo, no podían remediar nada.
En los últimos decenios de la infortunada política exterior del período de
la preguerra en Alemania, el Parlamento, esto es, la democracia, no era lo
bastante poderosa para elegir los jefes que se encargasen de la dirección
política del imperio. Esta facultad era todavía un derecho imperial cuya
existencia formal nadie se atrevía a atacar aún. Pero la influencia de la
democracia había adquirido tal fuerza, que ya parecía estar prescrita cierta
dirección para las decisiones imperiales.
Esto tuvo desastrosas consecuencias, pues un hombre de ideas
nacionales que alzara su voz advirtiendo y aconsejando, no podía, por una
parte, contar con que lo invistieran de un puesto de responsabilidad contra
la acentuada tendencia de la democracia, mientras que, a la inversa, sobre la
base de ideas patrióticas generales, no podía luchar contra Su Majestad el
Emperador con el arma final de la oposición. La idea de una marcha sobre
Roma en la Alemania de la preguerra habría sido absurda.
De este modo, la oposición nacional se encontraba en la peor de las
situaciones. La democracia no había triunfado todavía, pero sostenía ya una
lucha furiosa contra las concepciones monárquicas de gobierno. El estado
monárquico, por su parte, respondía a la lucha de la democracia, no con el
propósito de destruir a esta última, sino más bien con inacabables
concesiones.
Cualquiera que en aquel tiempo adoptase una posición contra una de las
dos instituciones, corría el peligro de ser atacado por ambas. Todo el que se
opusiera a una decisión imperial por motivos nacionales se veía proscrito
por los círculos patrióticos, al par que maltratado por los partidarios de la
democracia. El que adoptaba una posición contra la democracia, era
combatido por esta y dejado en la estacada por los patriotas.
En realidad, corría el riesgo de ser traicionado ignominiosamente por los
círculos oficiales alemanes con la malvada esperanza de que, mediante este
sacrificio, podría ganarse la aprobación de Jehová y detener temporalmente
los gañidos de los perros de caza de la prensa judía.
En las condiciones de aquel tiempo, no había la menor perspectiva de
poderse abrir camino hacia una posición responsable en la jefatura del
gobierno alemán contra la voluntad de los demócratas o contra la voluntad
de Su Majestad el Emperador; y, por lo tanto, ninguna perspectiva de poder
cambiar el curso de la política exterior. Por otra parte, esto conducía al
hecho de que la política exterior alemana solo podía combatirse
exclusivamente sobre el papel, lo que, en consecuencia, producía un tipo de
crítica que inevitablemente iba adoptando los rasgos característicos del
periodismo a medida que pasaba el tiempo.
El resultado de esto era que, poco a poco, cada vez se ponía menos valor
en las propuestas positivas, en vista de la carencia de toda posibilidad de
realización de esas propuestas, mientras que, por otra parte, las
consideraciones puramente críticas sobre política exterior ocasionaban
objeciones innumerables con las que se esperaba que así se podría derribar
el mal régimen responsable de la situación. Claro que esto no se logró con
las críticas de aquel tiempo. No fue el régimen de aquella época lo que se
derrocó, sino el Imperio alemán y, en consecuencia, el pueblo alemán.
Lo que se estuvo prediciendo durante decenios sucedió entonces. No
podemos pensar en aquellos hombres sin sentir una profunda compasión,
aquellos hombres condenados por el destino a prever durante veinte años un
derrumbamiento y que ahora, al no haber sido escuchados y no estar, por
tanto, en situación de poder prestar ninguna ayuda, tenían que vivir para ver
la catástrofe más tremenda de su pueblo.
Cargados de años, corroídos por las preocupaciones y la amargura, pero
dominados todavía por la idea de que, después del hundimiento del
gobierno imperial, tenían que prestar ayuda, trataron de nuevo de hacer
sentir su influencia en pro de la resurrección de nuestro pueblo. Empeño
fútil por muchas razones.
Cuando la revolución hizo añicos al cetro imperial y elevó al trono a la
democracia, los críticos de aquel tiempo estaban tan lejos de poseer un arma
con que derrocar al régimen democrático como antiguamente lo habían
estado de poder influir en el gobierno imperial. En sus decenios de
actividad, se habían limitado a un tratamiento tan puramente literario de
estos problemas, que no solo les faltaban los verdaderos medios de poder
expresar sus opiniones a un estado que solo responde al grito de la calle,
sino que habían perdido también la capacidad para tratar de organizar una
manifestación de fuerza que habría de ser algo más que una oleada de
protestas escritas si se quería que tuviese una efectividad verdadera.
Todos ellos habían visto el germen y la causa de la decadencia del
Imperio alemán en los viejos partidos. Con un sentimiento de pureza
interior, tuvieron que desdeñar la sugerencia de que también ellos
necesitaban intervenir en el juego de los partidos políticos. Sin embargo,
solo podrían haber llevado a la práctica sus ideas si gran número de
personas les hubiese elegido como representantes. Aunque lo que ellos
anhelaban era aplastar a los partidos políticos, primero tenían que formar un
verdadero partido que estimase que su misión era aplastar a los demás
partidos.
Aquello no llegó a suceder por las siguientes razones: cuanto más
forzada se veía la oposición política de aquellos hombres a expresarse de
una manera puramente periodística, más adoptaba un criticismo que,
aunque exponía todas las debilidades del sistema de aquel tiempo y arrojaba
luz sobre los defectos de las medidas individuales en política exterior,
fallaba en la exposición de propuestas positivas, porque aquellos hombres
carecían de toda posibilidad de ocupar puestos de responsabilidad personal,
especialmente por la razón de que en la vida política, como es lógico, no
hay ninguna acción que no tenga tanto sus lados oscuros como lados
brillantes.
En la política exterior, no hay ninguna combinación que podamos
considerar en todo momento como completamente satisfactoria. Pues, tal
como las circunstancias se presentaban entonces al crítico, este, obligado a
considerar que su tarea principal era la eliminación de un régimen
reconocido como absolutamente incompetente, no tenía ninguna ocasión,
fuera de las consideraciones críticas útiles de las acciones de este régimen,
para presentar propuestas positivas que, como consecuencia de las
objeciones inevitables, podrían haber quedado sujetas a una dilucidación
crítica. Al crítico nunca le gusta debilitar el impacto de su criticismo
presentando proposiciones que, a su vez, puedan ser sometidas a crítica.
Pero, gradualmente, el pensamiento puramente crítico de aquellos que
representaban entonces la oposición nacional se convirtió hasta tal punto
para ellos en una segunda naturaleza, que incluso actualmente consideran la
política, tanto la interior como la exterior, críticamente, y solo críticamente
las tratan. La mayoría de ellos han seguido siendo críticos, y hoy no pueden
abrirse camino hacia una decisión clara, inequívoca y positiva, ni en política
interior ni en política exterior, en parte a causa de su inseguridad e
irresolución, en parte por temor a suministrar al enemigo municiones para
la crítica contra ellos mismos. Les gustaría llevar a cabo mejoras de la
índole más diversa, pero no pueden decidirse a dar un solo paso porque ni
siquiera ese único paso es completamente satisfactorio y, además, tiene
puntos dudosos; en una palabra: ese paso presenta su lado oscuro, y ellos lo
perciben y lo temen.
Ahora bien, conducir a una nación para que se recobre de una
enfermedad grave y penosa no quiere decir encontrar una receta que esté
completamente libre de veneno; no es raro que para combatir un veneno
haya que emplear otro. Con objeto de eliminar condiciones reconocidas
como letales, debemos tener el valor necesario para adoptar y llevar a cabo
decisiones que contienen peligros en sí mismas.
Como crítico, tengo derecho a examinar todas las posibilidades de una
política exterior e ir dándolas de lado una a una según los aspectos débiles
que presentan. Pero como jefe político que quiere hacer historia, tengo que
decidirme por seguir un camino, aunque una simple reflexión me diga con
toda claridad que ello implica ciertos riesgos y que tampoco conducirá a un
final absolutamente satisfactorio. No puedo renunciar a la posibilidad de
éxito por el hecho de que este no sea seguro en un ciento por ciento. No
debo abstenerme de iniciar un paso, aunque sepa que no lo voy a terminar
de dar porque el lugar en el que me halle momentáneamente suponga mi
muerte segura e inmediata. Tampoco, pues, puedo renunciar a una acción
política por el hecho de que, además de beneficiar a mi pueblo, beneficie a
otro país. En realidad, nunca podré renunciar a ello, ni aun cuando el
beneficio pueda ser para el otro pueblo mayor que para el mío, si, en el caso
de no realizar acción alguna, la desgracia de mi pueblo va a continuar con
absoluta certidumbre.
En verdad, ahora tropiezo con la más terca resistencia, por la manera
puramente crítica de ver las cosas que tienen muchos. Reconocen esto,
aquello y lo de más allá como bueno y correcto, pero no se pueden unir a
nosotros porque aquí y allá ven cosas dudosas. Saben que Alemania y
nuestro pueblo perecerán, pero no pueden colaborar en la acción de rescate
porque también en esto observan tal o cual cosa que, por lo menos, es una
imperfección. En resumen, ven la decadencia y no pueden reunir la
necesaria fuerza de determinación para combatirla, porque, en la
resistencia, en este acto en sí, empiezan a husmear también tal o cual
objeción posible.
Esta deplorable mentalidad debe su existencia a un mal todavía más
profundo. Hoy día hay no pocos hombres, especialmente entre los que se
llaman educados, que, cuando por fin se deciden a formar parte de una
determinada acción o incluso promoverla, primero sopesan cuidadosamente
el porcentaje de probabilidades de éxito, con objeto de limitar la extensión
de su prestación activa a la base de ese porcentaje. Esto significa, por
ejemplo, que si cualquier decisión sobre política exterior o política interior
no es completamente satisfactoria y, por tanto, no parece seguro su éxito,
uno no debe abrazarla sin reservas y dedicarle todas las fuerzas de que
dispone.
Estas almas infelices no comprenden en modo alguno el hecho de que,
por el contrario, una decisión que yo estimo que es necesaria, pero cuyo
éxito no parece estar completamente asegurado, o cuyo éxito solo ofrecerá
una satisfacción parcial, debe defenderse con una energía tan incrementada,
que la insuficiencia de probabilidades de éxito sea suplida por la energía
que se pone en su ejecución. De aquí que solo haya que examinar el punto
de si una situación dada exige una decisión concreta o no. Si se determina y
reconoce como incuestionablemente necesaria tal decisión, su ejecución
debe llevarse a cabo con la más brutal implacabilidad y el más elevado
empleo de fuerza, aunque el resultado definitivo sea insatisfactorio en gran
medida, o necesite mejoras, o tenga tan solo un pequeño porcentaje de
probabilidades de éxito.
Si un hombre tiene un cáncer y está irrevocablemente condenado a
morir, sería insensato negarse a que se le hiciera una operación, solo porque
el porcentaje de posibilidades de éxito fuese reducido, o porque el paciente,
aunque se salvara, no pudiese quedar con una salud perfecta. Y aún sería
más insensato que el cirujano practicase la operación con energía limitada o
parcial en vista de esas probabilidades limitadas. Pues bien, esta insensatez
es la que tales hombres cometen ininterrumpidamente en asuntos de
política interior y exterior. Por el hecho de que el éxito de una operación
política no está del todo asegurado o de que su resultado no pueda ser
completamente satisfactorio, no solo renuncian a su ejecución, sino que
esperan que si, a pesar de todo, han de realizarla, por lo menos la ejecutarán
únicamente con una fuerza restringida, sin una dedicación completa, y
siempre con la silenciosa esperanza de que quizá podrán mantener abierta
una puerta trasera por la cual efectuar la retirada. Es el caso del soldado que
se ve atacado por un tanque en campo abierto y que, en vista de la
inseguridad del éxito de su resistencia, solo la lleva a cabo con la mitad de
sus fuerzas. Su puerta trasera es la fuga, y la muerte cierta su fin.
No; el pueblo alemán está atacado hoy por una jauría de enemigos de
dentro y de fuera ávidos de botín. La continuación de este estado de cosas
significa nuestra muerte. Debemos aprovechar cualquier posibilidad de
poner fin a esta situación, aunque los resultados puedan tener
probablemente mil puntos débiles o susceptibles de objeción. El que ha
caído en manos del diablo tiene poco que elegir respecto a la índole de sus
aliados. Y cada una de dichas posibilidades hay que aprovecharla luchando
con la máxima energía.
El triunfo era incierto en la batalla de Leuthen, pero era necesario
librarla. Federico el Grande no la ganó porque fuese hacia el enemigo solo
con la mitad de sus energías, sino porque compensó la inseguridad de la
victoria con la abundancia de su genio, la intrepidez y la resolución de sus
órdenes y el heroísmo con el que lucharon sus regimientos.
En verdad, me temo que nunca seré comprendido por mis críticos
burgueses, por lo menos mientras el éxito no les pruebe la solidez de
nuestra acción. En este punto, el hombre del pueblo tiene un instinto más
seguro. Sustituye con la seguridad de su sentimiento y la fe de su corazón la
sofistería de nuestros intelectuales.
Voy a tratar de política exterior en esta obra, pero no lo haré como
crítico, sino como un líder del movimiento socialista nacional y sabiendo
que algún día este movimiento hará historia. Si, no obstante, me veo
obligado a considerar el pasado y el presente de una manera crítica, lo hago
solamente con el propósito de fijar el único camino positivo y facilitar su
comprensión. El movimiento socialista nacional no solo critica la política
interior, sino que posee su propio programa filosóficamente fundamentado;
del mismo modo, en el campo de la política exterior, no tiene que limitarse
a reconocer lo que otros han hecho equivocadamente, sino que ha de
deducir su propia acción basándose en este conocimiento.
Yo sé muy bien que ni siquiera nuestro triunfo más rotundo creará una
felicidad ciento por ciento, porque, dada la imperfección humana y las
circunstancias generales condicionadas por ella, la perfección definitiva
solo se halla en la teoría programática. Sé también que ningún triunfo puede
lograrse sin sacrificios, lo mismo que ninguna batalla puede reñirse sin
pérdidas propias. Pero la seguridad de la imperfección de una victoria no
hará nunca que me abstenga de preferir tal triunfo incompleto al
hundimiento total si no hago nada. Pondré, pues, todos mis nervios en
tensión para tratar de compensar con una mayor resolución todo lo que haya
de carencia en las probabilidades y en la magnitud del éxito, y comunicaré
este espíritu al movimiento que dirijo.
Estamos luchando contra un frente enemigo que debemos romper y
romperemos. Calculamos nuestros propios sacrificios, sopesamos la posible
extensión del éxito y nos lanzaremos al ataque sin pensar en si tendrá que
detenerse a diez o a mil kilómetros más allá de las líneas actuales. Porque,
dondequiera que acabe nuestro triunfo, siempre será solo el punto de partida
de una nueva lucha.
CAPÍTULO V
Soy un nacionalista alemán. Esto quiere decir que me declaro a favor de mi
pueblo. Todos mis pensamientos y acciones le pertenecen. Soy un
socialista. No veo ante mí ninguna clase ni ningún estamento social, sino
solo esa comunidad de gentes que están ligadas por la sangre, unidas por
una misma lengua y sujetas al mismo hado general. Amo a este pueblo y
odio solo a su mayoría por el momento, porque estimo que esa mayoría es
tan poco representativa de la grandeza de mi pueblo como lo es de su
felicidad.
El movimiento socialista nacional que hoy dirijo considera como meta la
liberación de nuestro pueblo en el interior y en el exterior. Aspira a darle a
nuestro pueblo en el interior las formas de vida que parecen adecuadas a su
naturaleza y que podrían beneficiar a la expresión de esa naturaleza. Aspira,
por tanto, a preservar la esencia de este pueblo y a seguir cultivándolo
mediante el fomento sistemático de sus mejores integrantes y de sus
mejores virtudes. Aboga por la libertad exterior de este pueblo, porque solo
con la libertad puede esta vida encontrar esa forma que es conveniente a su
pueblo. Lucha por el pan diario de este pueblo, porque defiende el derecho
de este pueblo a la vida. Lucha por el espacio necesario, porque representa
el derecho de este pueblo a la vida.
El concepto de “política interior” es para el movimiento socialista
nacional el fomento, el reforzamiento y la consolidación de la existencia de
nuestro pueblo mediante la introducción de formas y leyes de vida que
corresponden a su esencia y mediante las cuales sus poderes fundamentales
pueden llegar a su completa efectividad.
Por política exterior entiende la salvaguardia de este desarrollo mediante
la preservación de la libertad y la creación de los más necesarios requisitos
previos para la vida.
Así, en cuestiones de política exterior, el movimiento socialista nacional
se distingue de los anteriores partidos burgueses, por ejemplo, en lo
siguiente: la política exterior del mundo nacional burgués ha sido siempre
en realidad solo una política de fronteras; en cambio, la política del
movimiento socialista nacional será siempre una política territorial. En sus
planes más audaces, por ejemplo, la burguesía alemana aspirará a la
unificación de la nación alemana, pero en realidad acabará con una
regulación chapucera de las fronteras.
El movimiento socialista nacional, por el contrario, hará siempre que su
política exterior esté determinada por la necesidad de asegurar el espacio
necesario para la vida de nuestro pueblo. No sabe nada de germanización,
como es el caso de la burguesía nacional, sino que únicamente entiende de
la extensión de su propio pueblo. No verá nunca en los subyugados, o
germanizados, como suelen llamarles, sean checos o polacos, un refuerzo
para la nación y muchísimo menos un refuerzo del pueblo, sino que verá
siempre el debilitamiento racial de nuestro pueblo.
Pues su concepción nacional no está determinada por antiguas ideas
patrióticas de gobierno, sino por las ideas de pueblo y raza. De esta forma,
el punto de partida de su pensamiento es totalmente diferente del punto de
partida del mundo burgués. De aquí que mucho de lo que a la burguesía
nacional le parece triunfo político, en el pasado o en el presente, sea para
nosotros o un fracaso o la causa de una desgracia posterior. Y que mucho de
lo que nosotros consideramos evidente de por sí, parezca incomprensible o
incluso monstruoso a la burguesía alemana.
Sin embargo, una parte de la juventud alemana, especialmente la que
procede de círculos burgueses, será capaz de entenderme. Ni yo ni el
movimiento socialista nacional nos hacemos ilusiones de encontrar ningún
apoyo en los círculos de la burguesía política nacional que bullen
actualmente, pero sabemos desde luego que, al menos una parte de la
juventud, hallará su camino para llegar a nuestras filas.
CAPÍTULO VI
La cuestión de la política exterior de una nación viene determinada por
factores que son en parte internos y en parte determinados por el entorno.
Los factores internos son, por lo general, las razones que hacen necesaria
una determinada política exterior, así como la cantidad de fuerza disponible
para aplicarla. Los pueblos que se encuentran en un territorio donde es
imposible vivir siempre se esforzarán por ampliar su territorio, es decir, su
espacio vital, al menos mientras están bajo una jefatura sana.
Este proceso, originado en el fondo solo por la preocupación del propio
mantenimiento, se mostró tan beneficioso en su solución satisfactoria, que
gradualmente alcanzó la fama de ser el éxito en sí mismo. Esto significa
que el ensanchamiento del espacio, fundado al principio en la pura
practicidad, se convirtió en el curso del desarrollo de la humanidad en una
hazaña heroica, que también se llevó a cabo aun cuando faltaran las
condiciones originales previas o los motivos inductores.
Más adelante, el intento de adaptar el espacio vital a la población
incrementada fue sustituido por inmotivadas guerras de conquista que, por
su misma falta de justificación, contenían ya el germen de subsiguientes
reacciones. El pacifismo es la respuesta a eso. El pacifismo ha existido en el
mundo desde que hubo guerras cuyo sentido no radicaba en la conquista de
un territorio para alimentar a un pueblo. Desde entonces el pacifismo ha
sido el compañero eterno de las guerras. Volverá a desaparecer tan pronto
como la guerra deje de ser un instrumento de individuos o pueblos ávidos
de botín o poder, y vuelva a convertirse en el arma definitiva con que un
pueblo lucha por su pan de cada día.
Incluso en el futuro, el ensanchamiento del espacio vital de un pueblo
para la ganancia del pan requerirá aventurar toda la fuerza del pueblo. Si la
tarea de la política interior es preparar esta concentración de la fuerza del
pueblo, la tarea de la política exterior es utilizar esa fuerza de forma que el
más alto éxito posible esté asegurado. Por supuesto, esto está condicionado
no solamente por la fuerza del pueblo, listo para entrar en acción en un
momento dado, sino también por el poder de las adversidades. La
desproporción de fuerzas entre pueblos que luchan unos con otros por
obtener más tierra, conduce repetidamente al intento, bien de emerger como
conquistadores ellos mismos, bien de oponer resistencia al conquistador
prepotente, por el camino de las alianzas.
Este es el comienzo de la política de alianzas.
Después de la guerra victoriosa de 1870-71, el pueblo alemán logró una
posición de alta estima en Europa. Gracias a los éxitos de la política de
estado de Bismarck y de los logros militares prusianos-alemanes, gran
número de estados alemanes que hasta entonces habían estado débilmente
enlazados y que a veces se habían enfrentado en la historia como enemigos,
fueron reunidos en un único imperio. Una provincia del viejo Imperio
alemán, perdida ciento setenta años antes, permanentemente anexionada
desde aquel tiempo por Francia después de una breve guerra depredatoria,
volvió a la madre patria. Con ello, la mayor parte de la nación alemana en
su aspecto numérico y, al menos en Europa, quedó amalgamada en una
estructura estatal unitaria. El hecho de que, en definitiva, esta estructura
estatal incluía … millones de polacos y … de alsacianos y loreneses que se
habían hecho franceses, era causa de preocupación [Nota: Hitler no tenía en
mente los números necesarios durante el dictado; ni en este ni en otros
lugares similares del documento se insertaron dichos números en una fecha
posterior. Más de tres millones de polacos vivían en Alemania antes de la
Primera Guerra Mundial]. Esto no corresponde ni con la idea de un estado
nacional, ni con la idea de un estado popular. El estado nacional de
concepción burguesa debía por lo menos asegurar la unidad del lenguaje
estatal, llegando hasta la última escuela y el último letrero de las calles. Y
debía imbuir, además, la idea alemana en la educación y en la vida de
aquellas gentes y hacerlas portadoras de esta idea.
Ha habido débiles intentos de esto; quizá nunca se deseó en serio. Lo
cierto es que en la práctica se ha logrado lo contrario.
El estado popular no debe de ningún modo anexionarse a los polacos
con la intención de hacer de ellos alemanes algún día. Por el contrario, debe
tener la determinación necesaria para encapsular a esos elementos raciales
ajenos, a fin de que la sangre de su propio pueblo no vuelva a corromperse,
o expulsarlos sin contemplaciones y entregar el territorio vacante a su
propio pueblo.
Que el estado burgués-nacional no era capaz de semejante acción es
obvio. Ni a nadie se le ha ocurrido nunca, ni nadie habría hecho jamás
semejante cosa. Pero, aunque hubiese existido la voluntad de hacerlo,
habría faltado la fuerza suficiente para llevarlo a cabo, menos por las
repercusiones que ello habría tenido en el resto del mundo que por la
completa falta de comprensión que un acto así habría hallado en las filas de
la llamada burguesía nacional. El mundo burgués se jactó de que había
podido derribar al mundo feudal, pero continuó sus errores por mediación
de profesores, abogados y periodistas. Nunca poseyó una idea propia, pero
sí mucho dinero y una inconmensurable presunción.
Pero solo con eso no se puede cambiar el mundo, ni construir uno
nuevo. De aquí que el período de gobierno burgués en la historia del mundo
será tan breve como repugnante y despreciable.
Así, justamente desde su fundación, el imperio asimiló también en la
nueva estructura estatal toxinas cuyo efecto deletéreo fue más difícil de
evitar porque, para empeorar las cosas, la igualdad burguesa dio al judío la
oportunidad de utilizarlas como la más segura de las tropas de choque.
Además de esto, el imperio solo abarcaba una parte de la nación
alemana, aunque fuera la más extensa. Habría parecido lo más natural que,
aunque el nuevo estado no poseyera ninguna gran aspiración en política
exterior de carácter racial, por lo menos ese llamado estado burgués-
nacional hubiera tenido siempre presente la futura unificación y
consolidación de la nación alemana como meta mínima en política exterior.
Esto fue algo que el estado italiano burgués-nacional no olvidó nunca.
De esta forma, el pueblo alemán había conseguido un estado nacional
que, en realidad, no abarcaba completamente a la nación.
Así, las nuevas fronteras del imperio, consideradas desde un punto de
vista político-nacional, eran incompletas. Corrían derechamente por áreas
de lenguaje alemán e incluso atravesaban partes que, a lo menos
antiguamente, habían pertencido a la Unión Alemana, aunque no fuera de
una manera formal.
Pero estas nuevas fronteras eran todavía más insatisfactorias desde un
punto de vista militar. Carecían de protección en todas partes, y,
especialmente en el oeste, había además zonas abiertas que eran de
importancia decisiva para la economía alemana y que se extendían mucho
más allá de las áreas fronterizas. Estas fronteras eran tanto más inadecuadas
en un sentido político-militar, cuanto que, alrededor de Alemania, se
agrupaban varios grandes estados cuyas aspiraciones en política exterior
eran tan agresivas como poderosos sus medios militares.
Rusia en el este, Francia en el oeste. Dos estados militares, uno de los
cuales lanzaba miradas codiciosas a Prusia Oriental y Prusia Occidental,
mientras que el otro proseguía incansablemente el objetivo secular de su
política exterior en pro del establecimiento de una frontera en el Rin.
A ellos se sumaba Inglaterra, la más poderosa potencia marítima del
mundo. Cuanto más amplias e indefensas eran las fronteras terrestres
alemanas en el este y en el oeste, más restringida era, por contraste, la
posible base de operaciones en una guerra naval. Nada facilitó más la lucha
contra la guerra submarina alemana como la restricción espacialmente
condicionada de sus áreas portuarias. Era más fácil cerrar y patrullar una
masa de agua en forma de tríangulo que una costa de seiscientos u
ochocientos kilómetros de longitud.
Consideradas en conjunto, las nuevas fronteras del imperio eran en
absoluto insatisfactorias desde un punto de vista militar. En ninguna parte
había un solo obstáculo natural o una defensa natural. Y por si esto fuera
poco, por todas partes había estados potentes y altamente desarrollados que
acariciaban ocultamente ideas hostiles. La premonición de Bismarck de que
el nuevo imperio fundado por él tendría que ser protegido nuevamente con
la espada, estaba ampliamente justificada. Bismarck expresó lo que había
de cumplirse cuarenta y cinco años más tarde.
Por poco satisfactorias que pudiesen ser las nuevas fronteras imperiales
en un sentido nacional y político-militar, eran todavía mucho más
insatisfactorias desde el punto de vista de la posibilidad del sostenimiento
del pueblo alemán.
En verdad, Alemania siempre fue un área superpoblada. Esto se explica,
por una parte, por la posición encorsetada de la nación alemana en la
Europa Central; por otra, por la importancia cultural y auténtica de este
pueblo y por su fertilidad puramente humana. Desde su entrada en la
historia del mundo, el pueblo alemán siempre se ha visto necesitado de
espacio. En realidad, su primer nacimiento político se vio forzado ante todo
por esa necesidad. Desde el comienzo de la migración de los pueblos, el
nuestro nunca ha podido satisfacer esta necesidad de espacio sino mediante
la conquista por la espada, o el recurso de reducir la población. Esta
reducción la efectuaba a veces el hambre, a veces la emigración, y a veces
interminables e infortunadas guerras. En tiempos recientes, se ha efectuado
mediante el control voluntario de nacimientos.
Las guerras de los años 64, 66 y 70-71 tenían su sentido en la
unificación político-nacional de una parte del pueblo alemán, lo que pondría
fin definitivamente a la fragmentación político-estatal alemana. La bandera
negra, blanca y roja del nuevo imperio no tenía el menor significado
ideológico, sino más bien un significado germano-nacional, en el sentido de
que superaba a la antigua fragmentación estatal-política. Así, la bandera
negra, blanca y roja se convirtió en un símbolo del estado federal alemán
que había superado la fragmentación. El hecho de que, a pesar de su
juventud, gozara de una veneración prácticamente idólatra, se explicaba por
la forma misma de su bautismo, pues, en verdad, el nacimiento del imperio
superaba infinitamente a otros sucesos similares. Tres guerras victoriosas, la
última de las cuales se convirtió en un verdadero milagro del arte de
gobierno alemán, de caudillaje militar de Alemania y de heroísmo alemán,
son las acciones que dieron la vida del nuevo imperio. Y cuando finalmente
se anunció su existencia al mundo circundante en la proclama imperial, por
medio de su heraldo mayor imperial, el trueno y el retumbar de las baterías
que rodeaban París halló su eco en el sonido y en la fanfarria de las
trompetas.
Nunca se había proclamado un impero de tal manera.
Pero la bandera negra, blanca y roja apareció ante el pueblo alemán
como símbolo de este único acontecimiento exactamente como la bandera
negra, roja y amarilla es y seguirá siendo un símbolo de la revolución de
noviembre.
A pesar de que los estados individuales alemanes fueron fundiéndose
unos con otros, en proporción creciente, bajo aquella bandera, y aunque el
nuevo imperio aseguró el prestigio político-estatal de estos estados y su
reconocimiento en el extranjero, la fundación del imperio no cambió lo más
mínimo en lo concerniente a la principal necesidad: la falta de territorio
para nuestro pueblo. Las grandes acciones político-militares de Alemania
no habían podido dar al pueblo alemán una frontera dentro de la cual
pudiese asegurar su mantenimiento. Por el contrario, proporcionalmente a la
estimación que la nacionalidad alemana se atrajo mediante el nuevo
imperio, crecieron para los alemanes las dificultades de volver la espalda a
tal estado como emigrantes, mientras que, a la inversa, un orgullo nacional
y una alegría de vivir hoy casi incomprensible enseñaban que las familias
numerosas eran más bien una bendición que una carga.
Después de 1870-1871 hubo un rápido y visible incremento en la
población alemana. En parte, su sostenimiento estaba cubierto por la mayor
diligencia y la gran eficacia científica con que los alemanes cultivaban sus
campos dentro de las firmes fronteras de su pueblo. Pero gran parte, si no la
mayor, del aumento en la productivdad del suelo alemán era absorbida por
un aumento, por lo menos de igual magnitud, en las necesidades generales
de la vida que los ciudadanos del nuevo estado empezaron a reclamar. “La
nación de comedores de coles y consumidores de papas”, como los
franceses la llamaban burlonamente, empezó ahora a ajustar, poco a poco,
su nivel de vida al de otros pueblos del mundo. De esta forma, solo una
parte del rendimiento de la incrementada agricultura alemana era utilizable
para el aumento neto de población.
A decir verdad, el nuevo imperio nunca supo cómo resolver este
problema. Incluso en este nuevo imperio se realizó al principio un intento
para mantener la proporción entre habitantes y tierra dentro de unos límities
tolerables, apelando a la emigración permanente. La prueba más
abrumadora de la solidez de nuestra afirmación, sobre la importancia capital
de la proporción entre habitantes y tierra, nos la ofrece el hecho de que,
como consecuencia de esta desproporción, especialmente en Alemania
durante los decenios del 70, 80 y 90, la miseria condujo a una epidemia de
emigración que a principios del 90 todavía alcanzaba una cifra de cerca de
un millón y cuarto de personas por año.
Por lo tanto, el problema del mantenimiento del pueblo alemán no quedó
resuelto para la masa humana existente en él ni siquiera con la fundación
del nuevo imperio. Sin embargo, si no se resolvía, no podría llevarse a cabo
un posterior incremento de la nación alemana. Había, pues, que hallar la
solución a toda costa, sin preocuparse de los resultados que pudiera dar. De
aquí que lo más importante de la política exterior alemana desde 1870-1871
fuese la cuestión de cómo resolver el problema del mantenimiento.
CAPÍTULO VII
Entre las innumerables frases atribuidas a Bismarck no hay ninguna que el
mundo político burgués haya citado con más complacencia que aquella de
que la política es el arte de lo posible. Cuanto más estrechas eran las mentes
políticas que tenían que administrar el legado del gran hombre, mayor era la
fuerza de atracción que ejercía semejante frase. Porque con tal proposición
podían, desde luego, decorar e incluso justificar los más desastrosos errores
políticos; les bastaba apelar al gran hombre y tratar de demostrar que, por
el momento, era imposible proceder de modo distinto, que la política era el
arte de lo posible y que, consiguientemente, ellos estaban actuando con
espíritu bismarckiano y en un sentido bismarckiano. Con ello, incluso un tal
señor Stresseman pudo recibir una especie de guirnalda olímpica para
ceñirse la cabeza, que, ya que no es bismarckiana, es por lo menos calva.
Bismarck tenía en mente un objetivo político claramente definido y
delimitado. Es una imprudencia decir de él que realizó el trabajo de su vida
solo por una acumulación de oportunidades políticas y no por una maestría
en el aprovechamiento de específicas situaciones momentáneas, que
dominaba con los ojos fijos en un objetivo político visualizado. Este
objetivo político de Bismarck era resolver la cuestión alemana a sangre y
fuego. Eliminación del dualismo Habsburgo-Hohenzollern; formación de un
nuevo Imperio alemán bajo la dirección prusiana-honenzoliana; la mayor
seguridad externa posible de este imperio; organización de su
administración interna sobre el modelo prusiano.
En la persecución de este objetivo, Bismarck utilizó toda oportunidad y
aprovechó el arte diplomático siempre que prometía éxito; arrojaba en la
balanza la espada si solo mediante la fuerza podía conseguir una decisión.
Fue un maestro de la política para el que la esfera operacional se extendía
desde los suelos entarimados de los salones a la tierra empapada en sangre
de los campos de batalla.
Así era aquel genio de la política de las posibilidades.
Sus sucesores no tuvieron ni objetivo político ni idea política alguna. En
contraste con él, permanecían en un continuo embobamiento, y luego, con
fanfarrona insolencia, citaban a ese hombre al que en parte ellos mismos, en
parte sus predecesores espirituales, ocasionaron las más graves
preocupaciones y presentaron las más dolorosas batallas; lo citaban para
exhibir sus propias políticas, insensatas y desprovistas de objetivo, como un
desastroso balbuceo del arte de lo posible.
Cuando, con sus tres guerras, Bismarck puso en pie al nuevo imperio —
debido en todo, sin embargo, a su brillante actividad política—, aquello fue,
sin duda, el máximo logro que se podía alcanzar en aquel tiempo. Pero
aquel era solamente el requisito previo indispensable para cualquier futura
representación política de los intereses vitales de nuestro pueblo. Pues sin la
creación del nuevo imperio, el pueblo alemán no habría descubierto nunca
la estructura de potencia sin la cual tampoco podría haberse llevado a cabo
en el futuro la lucha fatídica.
Estaba igualmente claro que, al principio, el nuevo imperio tenía que
unirse en el campo de batalla mientras que en el interior los estados
componentes habrían de empezar por acostumbrarse los unos a los otros.
Varios años de ajuste tendrían que pasar para que aquella consolidación de
estados alemanes desembocara en una unión que pudiera resultar un
auténtico estado federal. Entonces fue cuando el Canciller de Hierro se
quitó las botas de coracero para, con infinita inteligencia, paciencia,
comprensión y prudente y maravilloso tacto, reemplazar la presión de la
hegemonía prusiana por el poder de la confianza. El logro de que una
coalición de estados formados en el campo de batalla, se convirtiera en un
imperio entrelazado en un amor conmovedor, pertenece a las grandes
hazañas llevadas a cabo por el arte de la política.
Que Bismarck se limitase en un principio a eso fue tan acertado como
afortunado para la nación alemana. Aquellos años de pacífica construcción
interna del nuevo imperio eran necesarios si no se quería sucumbir a una
manía de conquistas, cuyos resultados habrían sido tanto más inciertos
cuanto que el poder ejecutivo dentro del imperio carecía aún de
homogeneidad que debió considerarse como un requisito previo para la
fusión de los territorios.
Bismarck alcanzó la meta de su vida: resolvió la cuestión alemana,
eliminó el dualismo Habsburgo-Hohenzollern, elevó a Prusia hasta la
hegemonía alemana, unió, por consiguiente, a la nación, consolidó el nuevo
imperio dentro de los límites de lo posible en aquel tiempo, y organizó la
defensa militar de forma tal, que todo el proceso de establecer de nuevo el
Imperio alemán internamente, labor que exige un esfuerzo de decenios, no
pudiera ser perturbado significativamente por nadie.
Pero si bien Bismarck podía, como envejecido canciller del Imperio
alemán, volver la vista atrás para observar la obra acabada de toda una vida,
ello no significaba que esta obra fuera el fin de la vida de la nación
alemana. Mediante la fundación por Bismarck del nuevo imperio, la nación
alemana, después de siglos de decadencia gubernamental, había encontrado
de nuevo una forma orgánica que no solo unía al pueblo alemán, sino que,
además, dotaba a este pueblo unido de una expresión de vigor tan real como
ideal. Si la carne y la sangre de este pueblo eran la sustancia cuya
conservación en este mundo había que procurar, el instrumento de poder
con que la nación podría estar capacitada nuevamente en lo sucesivo para
aspirar a su derecho a la vida en el marco del mundo, había llegado a existir
con el nuevo imperio.
La tarea del período posbismarckiano fue decidir qué otros pasos había
que dar para preservar la sustancia del pueblo alemán.
De aquí que el posterior y minucioso trabajo político dependiera de
aquella decisión que, por su carácter fundamental, suponía el
establecimiento de una nueva meta. Así, lo mismo que Bismarck,
individualmente, había resuelto señalar una meta para su acción política, lo
que le movía a actuar en las sucesivas situaciones según todas las
posibilidades, con objeto de llegar a esa meta, el período postbismarckiano
tenía que fijarse también una meta definida, tan necesaria como fuese
posible, cuya consecución promoviera los intereses del pueblo alemán y
para el logro de la cual se pudieran utilizar todas las posibilidades,
empezando por el arte de la diplomacia y llegando hasta el arte de la guerra.
Pero el establecimiento de esa meta no se llevó a cabo.
No es necesario, y en realidad apenas es posible, especificar todas las
causas de ese descuido. La razón principal estriba, ante todo, en la falta de
una personalidad política realmente brillante y destacada. Pero otras
razones que en parte se hallan en la naturaleza misma de la fundación del
nuevo imperio, gravitan casi en la misma proporción en la balanza.
Alemania se había convertido en un estado democrático, y aunque los
dirigentes del imperio quedaban sujetos a las decisiones imperiales, estas
mismas decisiones difícilmente podían eludir el impacto de aquella opinión
general que encontraba su particular expresión en la institución
parlamentaria, pero cuyos forjadores eran los partidos políticos así como la
prensa, que, a su vez, recibían sus últimas instrucciones de unos cuantos
intrigantes poco reconocibles. Con ello, los intereses de la nación
retrocedían más y más a un segundo término en relación con los intereses
de grupos especiales específicos. Esto se debía, sobre todo, a que los
intereses reales de la nación estaban muy poco claros entre el público más
amplio, mientras que, por el contrario, los intereses de ciertos partidos
políticos o del mundo periodístico eran mucho más concretos, ya que
Alemania era ahora realmente un estado nacional.
Pero el concepto de una actitud nacional era en definitva solo una actitud
puramente gubernamental-patriótico-dinástica. No tenía casi ninguna
relación con intenciones populares. De aquí que prevaleciera una vaguedad
general en cuanto al porvenir y al rumbo de una futura política exterior.
Considerada desde un punto de vista nacional, la inmediata tarea del estado,
después de la terminación de su estructura estatal interna, debió ser la
reanudación y el logro definitivo de la unidad nacional. Ningún objetivo de
política exterior podía ser más obvio para el estado nacional estrictamente
formal de entonces que el de la anexión de aquellas áreas alemanas de
Europa que, en parte por su antigua historia, eran una parte evidente no solo
de la nación alemana, sino de un Imperio alemán. Sin embargo, una meta
tan evidente no había sido establecida porque, aparte de otras resistencias,
el llamado concepto nacional era demasiado vago, había sido muy poco
pensado y elaborado para poder dar origen a un paso efectivo. No haber
perdido nunca de vista como meta próxima la incorporación del elemento
alemán de la vieja frontera oriental del imperio y haberla realizado por
todos los medios habría sido ir contra ideas patriótico-legitimistas, así como
contra sentimientos de simpatía pobremente definidos.
Ni que decir tiene que la “venerable” Casa de Habsburgo habría perdido
de esa manera su trono. Todo el patriotismo de veladores de cervería se
habría sentido gravemente mortificado; sin embargo, ese era el único
propósito razonable que el nuevo imperio podía haberse fijado para sí
mismo, es decir, desde el punto de vista del llamado estado nacional. No
solo porque los alemanes, viviendo en el área del imperio, habrían
aumentado considerablemente en número, lo que naturalmente habría
tenido su traducción militar, sino porque en aquel tiempo podríamos haber
rescatado aquello cuya pérdida deploramos hoy. Si Alemania se hubiese
decidido entonces a la partición del imposible estado habsburgués, si se
hubiese propuesto aquella partición como su propio objetivo político por
razones político-nacionales, todo el desarrollo de Europa podría haber
seguido otro camino. Alemania no se habría granjeado la enemiga de gran
número de estados que no tenían nada contra ella, y en el sur, las fronteras
del imperio no pasarían por el Brennero. Por lo menos, la parte
predominantemente alemana del sur del Tirol estaría hoy en Alemania.
Que esto no se hiciera se explica no solo por la falta de un concepto
nacional de que se adolecía en aquellos tiempos, sino por los intereses de
ciertos grupos. Los círculos centristas deseaban a toda costa una política
encaminada a conservar el llamado estado “católico” de los Habsburgo, al
que se referían mendazmente con la denominación de “hermanos de clan”,
aun sabiendo muy bien que en la monarquía de los Habsburgo tales
hermanos de clan eran lenta pero inexorablemente arrinconados y
despojados de su pertenencia al clan.
Pero, para el partido del centro, los puntos de vista alemanes no eran
ninguna norma de conducta, ni siquiera en la misma Alemania. Aquellos
señores eran más partidarios de cualquier polaco, de cualquier traidor
alsaciano y de cualquier francófilo que de los alemanes que no querían
incorporarse a una organización criminal semejante. Con el pretexto de
representar los intereses católicos, este partido, incluso en tiempos de paz,
contribuyó para perjudicar y arruinar de todas las maneras posibles al
mayor baluarte de una concepción verdaderamente cristiana del mundo:
Alemania. Y este partido, extremadamente mendaz, ni siquiera se abstenía
de ir del brazo, en la más estrecha amistad, con los negadores declarados de
Dios, ateístas y blasfemos de todas las religiones, mientras creyesen que
podían dañar así al estado nacional alemán y, por tanto, al pueblo alemán.
De este modo, en el establecimiento de la insensata política exterior
alemana, el centro, el piadoso centro cristiano-católico, tenía a su lado,
como aliados favoritos, a los marxistas judíos enemigos de Dios.
Y, justamente igual que el centro hizo todo lo posible para protegerse
contra cualquier política antihabsburguesa, los social-demócratas, que
entonces representaban la concepción marxista del mundo, hacían
exactamente lo mismo, aunque por otras razones. Huelga decir que, en
último término, la intención de ambos partidos era la misma: dañar a
Alemania todo lo posible. Cuanto más débil es el estado, con más amplitud
ejercen la dominación estos partidos y, por tanto, mayor es la ventaja para
sus dirigentes.
Si el viejo imperio quería llevar a cabo la unificación del elemento
alemán en Europa basándose en consideraciones político-nacionales, la
disolución del conglomerado de estados de los Habsburgo necesariamente
ligada a dicha unificación, implicaba una nueva agrupación de las potencias
europeas. Evidentemente, tal disolución del estado habsburgués era
inconcebible sin establecer relación con otros estados que pudieran
perseguir intereses similares. Por eso una coalición europea para el logro de
semejante objetivo, empleando todas las posibilidades existentes para
alcanzarlo, habría nacido automáticamente y determinado el destino de
Europa al menos durante los siguientes decenios.
Ni que decir tiene que lo primero que había que hacer de una manera
efectiva era liquidar la Triple Alianza. Digo de una manera efectiva, porque
en la práctica la liquidación se había realizado ya mucho tiempo antes.
La alianza con Austria tuvo un verdadero sentido para Alemania
mientras podía esperar de ella un poder adicional en la hora del peligro;
pero se convirtió en algo sin sentido desde el momento en que ese poder
adicional era inferior a la carga militar que imponía a Alemania esa alianza.
Bien mirado, esta circunstancia existió desde el primer día de la Triple
Alianza, pues, por ejemplo, Rusia podía convertirse en enemiga de
Alemania a consecuencia de esta alianza o basándose en esta alianza.
Bismarck había hecho esta observación detenidamente, por lo que se vio
inducido a concluir el tratado llamado de reaseguro con Rusia. En resumen,
el sentido del Tratado de reaseguro era que si Alemania se veía arrastrada a
un conflicto con Rusia a causa de la alianza, abandonaría a Austría. Así,
Bismarck ya había percibido la importancia problemática de la Triple
Alianza en la época de su gobierno, y, de acuerdo con su arte de lo posible,
había tomado las precauciones necesarias para hacer frente a todas las
eventualidades.
En su época este Tratado de reaseguro contribuyó al destierro del mayor
estadista alemán de nuestra era.
A decir verdad, la situación temida por Bismarck había surgido ya en los
comienzos de los años 1890, después de la ocupación de Bosnia por
Austria-Hungría y a consecuencia del impetuoso movimiento paneslavo que
surgió con tal motivo. La alianza con Austria había originado la enemistad
con Rusia.
Pero esta enemistad con Rusia fue la causa de que los marxistas, aunque
no estuviesen de acuerdo con la política exterior alemana, recurrieran a
todos los medios para hacer imposible cualquier otra política.
De esta forma, las relaciones de Austria con Italia siguieron siendo las
mismas. Antiguamente, Italia había entrado en la Triple Alianza como
precaución contra Francia, pero no por amor a Austria. También en este
caso observó Bismarck correctamente la “cordialidad interna” de las
relaciones italo-austríacas cuando afirmó que solo había dos posibilidades
entre Austria e Italia: o una alianza o la guerra. En Italia —aparte de unos
cuantos francófilos fanáticos— solo existía una verdadera simpatía hacia
Alemania. Y esto era también comprensible.
Lo que demuestra la insondable y completa falta de entrenamiento
político y la ignorancia política del pueblo alemán, especialmente de su
llamada intelectualidad burguesa-nacional, es el hecho de que creyesen que
podían llevar la Triple Alianza, basada en leyes políticas, a la esfera del
afecto amistoso. No era este el caso ni siquiera entre Alemania y Austria,
pues incluso aquí la Triple Alianza, o más correctamente, la alianza con
Alemania, estaba anclada humanamente solo en los corazones de una parte
relativamente pequeña de los alemanes residentes en Austria. Los
Habsburgo nunca habrían dado el menor paso hacia la Triple Alianza si
hubiese existido cualquier otra posibilidad de conservar su estado
cadavérico.
Cuando, en los días de julio de 1870, el pueblo alemán se inflamó de
indignación por las provocaciones sin precedentes de Francia y se apresuró
a acudir a los viejos campos de batalla en defensa del Rin alemán, en Viena
se creyó que había llegado la hora de vengar el descalabro de Sadowa.
Hubo conferencias y más conferencias en rápida sucesión, un consejo de la
Corona alternaba con otro, los correos volaban aquí y allá, y se había
lanzado la primera llamada a los reservistas, cuando, de pronto, empezaron
a llegar los primeros comunicados de los teatros bélicos. Y cuando a
Weissenburgo siguió Woerth, y a Woerth Gravelotte, Metz, Mars la Tour, y,
finalmente, Sedán, los Habsburgo, bajo la presión del clamor recién
desatado de la nueva opinión alemana, empezaron a descubrir su propio
corazón alemán.
Si en aquel tiempo Alemania hubiese perdido solamente las primeras
batallas, los Habsburgo, y con ellos Austria, habrían hecho lo mismo que
más adelante provocó sus vivos reproches a Italia; aquello que, además, no
solo tenían la intención de hacer por segunda vez en la Guerra Mundial,
sino que llevaron a cabo como la más baja traición al estado que había
desenvainado por ellos su espada. Por culpa y por cuenta de este estado,
Alemania había asumido sobre sí las peores y más sangrientas dificultades,
y fue traicionada por él, no solo en un millar de casos individuales, sino,
finalmente, por los representantes del estado mismo, cosas y verdades sobre
las que nuestros patriotias burgueses nacionales prefieren guardar silencio,
con objeto de poder vociferar contra Italia.
Cuando, más tarde, la Casa de Habsburgo entró arrastrándose en la
Triple Alianza, lo hizo solo porque, de lo contrario, habría sido barrida
mucho tiempo antes al lugar donde se encuentra hoy. Cada vez que examino
los pecados de esta Casa en la historia del pueblo alemán, más lamentable
me parece que en tal ocasión los molinos de Dios fueran impulsados por
fuerzas que estaban fuera del pueblo alemán.
Pero los Habsburgo tenían toda clase de razones para desear la alianza,
especialmente con Alemania, porque esta alianza, en realidad, equivalía a
dar por vencido el alemanismo en Austria. La política desnacionalizadora
de los Habsburgo en Austria, su proceso de eslavización y chequización de
los elementos alemanes no habría sido nunca posible si el mismo Imperio
alemán no hubiese extendido sobre ella su escudo moral. Porque ¿qué
derecho tenía el alemán austriaco a protestar por motivos nacionales contra
una política estatal que estaba amparada por el epítome del pensamiento
nacional alemán encarnado para el alemán austriaco en el Imperio alemán?
Y, a la inversa, ¿cómo iba a poder ahora Alemania ejercer la más mínima
presión para impedir la lenta desalemanización de Austria si, después de
todo, los mismos Habsburgo eran los aliados del Imperio alemán? Hay que
conocer la debilidad de los dirigentes políticos del Imperio alemán para
convencerse de que cualquier otra cosa habría sido posible antes que
intentar ejercer sobre su alianza una influencia tan enérgica que pudiera
afectar a sus asuntos internos. Los astutos Habsburgo sabían esto muy bien,
del mismo modo que, en general, la diplomacia austríaca era muy superior a
la alemana en habilidad y artificio. Y, a la inversa, estos mismos alemanes,
como si estuviesen afectados de ceguera, no parecían tener la más remota
idea de los acontecimientos y condiciones reinantes dentro de las fronteras
de su aliada. Solo la guerra abrió los ojos a mucha gente.
Así, esta misma amistad, basada en una alianza de los Habsburgo con
Alemania, era especialmente fatídica porque con ella quedaba garantizado
el definitivo socavamiento del requisito previo para esta alianza. Pues ahora
que los Habsburgo estaban en una situación para borrar el germanismo en
Austria, a su capricho y sin tener que preocuparse de ninguna interferencia
alemana, el valor de esta alianza para Alemania misma se iba haciendo cada
vez más problemática. ¿Qué significado podía tener para Alemania una
alianza que la Casa gobernante no tomaba en serio, ya que los Habsburgo
nunca habían pensado en considerar los intereses alemanes como un punto
que hubiera que respetar en la alianza? Así, los pocos amigos verdaderos de
esta alianza iban cayendo forzosamente poco a poco, víctimas de la
desgermanización. Pues en el resto de Austria la alianza se consideraba en
el mejor de los casos con indiferencia, ya que la mayoría la odiaba
profundamente.
En el período de los veinte años que precedieron a la guerra, la prensa
metropolitana de Viena se orientaba ya mucho más por líneas profrancesas
que por líneas progermanas; pero la prensa de las provincias eslávicas se
mostraba deliberadamente hostil a Alemania. En la misma proporción en
que el eslavismo era fomentado culturalmente hasta el máximo por los
Habsburgo y llegaba a adquirir puntos focales de su propia cultura nacional
en sus capitales respectivas, surgían centros de una voluntad política
peculiar de ellos.
Es un castigo histórico para la Casa de los Habsburgo no haber visto que
un día este odio nacional que primeramente fue movilizado contra los
alemanes, terminaría por devorar al estado austríaco mismo.
Pero la insensatez de la alianza con Austria se evidenció especialmente
para Alemania en el momento en que, gracias a la influencia de los
marxistas germano-austríacos, traidores del pueblo, el llamado sufragio
universal terminó por romper la hegemonía del germanismo en el estado
austríaco. Pues, efectivamente, era cierto que los alemanes solo formaban la
tercera parte de la población de Cisleitania, esto es, de la mitad austríaca del
estado austrohúngaro. Una vez que el sufragio universal se convirtió en el
cimiento de la representación parlamentaria austríaca, la situación de los
alemanes alcanzó el grado de la desesperación, y más aún si se tiene en
cuenta que los partidos clericales eran tan poco partidarios de una
representación deliberada de los puntos de vista nacionales como los
marxistas, quienes, deliberadamente, traicionaban estos puntos de vista. Los
mismos socialdemócratas que hoy hablan hipócritamente de germanismo en
el Tirol del Sur, traicionaron y vendieron al germanismo en la vieja Austria,
con la mayor desvergüenza, en todas las oportunidades que se les
ofrecieron. Siempre estuvieron al lado de los enemigos de nuestro pueblo.
La más impertinente arrogancia checa ha encontrado siempre sus
representantes en la llamada democracia social austríaca. Todo acto
opresivo dirigido contra Alemania hallaba la aprobación de estos
demócratas. Y todo ejemplo de deteriorización germana encontraba como
colaboradores a los socialdemócratas alemanes. En tales circunstancias,
¿qué podía esperar Alemania de un estado cuya rectoría política, en tanto
que se expresaba específicamente en el Parlamento, era en sus 4/5 partes
consciente y deliberadamente antialemana?
Las ventajas de la alianza con Austria eran exclusivamente para la parte
austríaca, mientras que Alemania tenía que soportar todas las desventajas,
que no eran pocas.
La naturaleza del estado austríaco implicaba que toda una serie de
estados circundantes tuviese a la vista la disolución de Austria como la meta
de sus respectivas políticas nacionales. Pues lo que la Alemania
posbismarckiana no fue nunca capaz de llevar a cabo, lo realizaron incluso
los más pequeños estados balcánicos; esto es, establecer una meta bien
definida en política exterior y tratar de alcanzarla aprovechando todas las
posibilidades que se les presentasen. Estos estados nacionales, en cierto
modo recién nacidos, colocados en las fronteras de Austria, veían su mayor
tarea política futura en la “liberación” de los camaradas raciales que
étnicamente les pertenecían, pero que vivían bajo el cetro de Austria y de
los Habsburgo. Era evidente que esta liberación solo podría realizarse por
medio de la acción militar. De la misma manera, era evidente que aquello
tenía que conducir a la disolución de Austria.
La capacidad de resistencia de los austríacos constituía un obstáculo de
escasa importancia, ya que los austríacos dependían ante todo de aquellos
que iban a ser liberados. Si se desencadenaba una guerra entre la coalición
de Rusia, Rumania y Serbia, contra Austria, los elementos eslavos del sur y
del norte hundirían desde el principio el marco de la resistencia austríaca,
de modo que, en el mejor de los casos, alemanes y magiares serían los que
habían de soportar la lucha principalmente. Ahora bien, la experiencia
muestra que la eliminación de fuerzas combatientes por motivos raciales
conduce a la desintegración y, por lo tanto, se produciría una parálisis
completa del frente austríaco. Por sí sola, Austria solo habría podido ofrecer
una débil resistencia a semejante guerra ofensiva general. Esto se sabía en
Rusia lo mismo que en Serbia, y era archisabido en Rumania. Así, lo que
realmente sustentaba a Austria era tan solo su potente aliado, sobre el que
podía apoyarse. Pero ¿qué más natural que en aquella época se formase en
los cerebros de los estadistas dirigentes antiaustríacos, así como en la
opinión pública, la idea de que el camino para llegar a Viena tenía que pasar
por Berlín?
Cuantos más estados anhelaban heredar a Austria y no podían lograrlo
como consecuencia de su asociación militar, tantos más eran los estados que
Alemania se granjeaba forzosamente como enemigos.
A principios de siglo, el peso de los enemigos de Alemania por causa de
Austria era ya varias veces mayor que la ayuda armada que Austria hubiera
podido prestar a Alemania.
Con ello, el significado esencial de la política de alianza se había
convertido exactamente en todo lo contrario.
El asunto se complicaba todavía más a causa del tercer miembro de la
alianza: Italia. Como ya hemos dicho, las relaciones de Italia con Austria no
obedecieron nunca a la cordialidad ni a la razón, sino tan solo al resultado y
la consecuencia de una necesidad abrumadora. El pueblo italiano y la
intelectualidad italiana siempre expresaron sus simpatías por Alemania. A
principios de siglo existían numerosos motivos para una alianza de Italia
con Alemania. La opinión de que Italia sería un aliado infiel es tan estúpida
y absurda, que los políticos de poltrona solo pueden servírsela a nuestra
impolítica burguesía llamada nacional. La contraprueba más convincente la
proporciona la historia de nuestro propio pueblo, ya que hubo una época en
que Italia estuvo aliada con Alemania contra Austria de un modo natural.
Claro que la Alemania de aquel tiempo era la Prusia conducida por el genio
de Bismarck y no por la incapacidad política de los posteriores chapuceros
del maltratado imperio.
Cierto que la Italia de aquella época sufrió derrotas en batallas por tierra
y por mar, pero cumplió honorablemente las obligaciones de su alianza,
como no lo hizo Austria en la Guerra Mundial, a la que empujó a Alemania.
Pues en aquel tiempo, cuando a Italia se le ofreció una paz separada que le
habría dado todo lo que solo más adelante pudo conseguir, la rechazó,
orgullosa e indignada, a pesar de las derrotas militares que había sufrido,
mientras que los dirigentes del gobierno austríaco no solamente anhelaban
tal paz separada, sino que estaban dispuestos a abandonar totalmente a
Alemania. Si esto no llegó a suceder, la causa no estriba en la fuerza de
carácter del estado austríaco, sino más bien en la naturaleza de las
demandas que le hizo el enemigo y que, en la práctica, significaban su
desintegración.
El hecho de que Italia sufriera derrotas militares en 1866 no puede
considerarse realmente como un signo de infidelidad a la alianza, pues es
evidente que habría preferido cosechar victorias y no derrotas. Pero la Italia
de aquel tiempo no podía compararse con la Alemania de entonces, y ni
siquiera con la de más adelante, porque era una Italia que carecía de aquel
poder superior de cristalización militar que Alemania tenía en Prusia. Una
Unión Alemana sin la base del poder militar prusiano habría sucumbido
idénticamente ante el ataque de un poder militar tan añejo, y no
desmembrado aún nacionalmente, como el que poseía Austria. Y ese fue el
caso con Italia.
Pero lo más importante es que la Italia de aquel tiempo hizo posible la
decisión en Bohemia a favor del que luego sería el Imperio alemán, al
retener a una parte considerable e importante del ejército austríaco. Pues
quienquiera que tenga presente la situación crítica el día de la batalla de
Königgrätz, no puede afirmar que habría sido indiferente para el destino de
Alemania que Austria hubiese estado en el campo de batalla con un ejército
adicional de 140 000 hombres, cosa que habría ocurrido si Italia no hubiera
inmovilizado estos efectivos.
Claro es que la Italia de aquella época no firmó esta alianza para hacer
posible la unidad nacional del pueblo alemán, sino más bien para lograr la
de los italianos. Realmente, se necesita toda la ingenuidad política
proverbial de los miembros de la liga patriótica para ver en esto una causa
de reproche o de difamación. La idea de pactar una alianza que desde el
principio posee solo perspectivas de éxito o ganancias es una estupidez
infantil. Pues los italianos tendrían exactamente el mismo derecho a hacerle
igual reproche a la Prusia de aquel tiempo y a Bismarck, acusándoles de
haber concertado la alianza no por amor a Italia, sino al servicio de sus
propios intereses. Desgraciadamente, me siento tentado a decir que es
humillante que esta estupidez se cometa solo al norte de los Alpes y no
también al sur de ellos.
Tal necedad resulta comprensible solo si pensamos en la Triple Alianza
o, mejor todavía, en la alianza entre Alemania y Austria, que realmente es
un caso raro en el que un estado, Austria, lo obtiene todo de una alianza, y
el otro, Alemania, nada en absoluto. Una alianza en la que una de las partes
arriesga sus intereses, y la otra su “brillante armadura”. Una abriga un frío
propósito, la otra una lealtad de nibelungo. En verdad, esto ha sucedido
solamente una vez en la historia en tal extensión y de esta manera, y
Alemania ha recibido el más terrible pago por esta especie de gestión
política estatal y por esta política de alianzas.
Así, pues, si la alianza con Italia era, en lo que se refiere a las relaciones
de Austria con Italia, del más dudoso valor desde el principio, esto no
sucedía tanto porque Italia, digámoslo así, fuera un compañero
fundamentalmente erróneo, sino porque, para Italia, esta misma alianza con
Austria no prometía un solo valor recíproco.
Italia era un estado nacional. Su futuro tenía necesariamente que
descansar en las playas del Mediterráneo. Así, todo estado vecino era, en
mayor o menor medida, un obstáculo para el desarrollo de este estado
nacional. Si además tenemos en cuenta que Austria misma tenía dentro de
sus fronteras más de 800 000 italianos y que, por otra parte, aquellos
mismos Habsburgo que por un lado entregaban a los alemanes a la
eslavización y por el otro azuzaban a los eslavos y a los alemanes contra los
ialianos, tenían el mayor interés en ir desnacionalizando lentamente a los
800 000 italianos residentes en Austria, entonces apenas cabía duda de la
tarea futura de la política exterior italiana. Tenía que ser una política
antiaustríaca tanto como podía ser proalemana. Y esta política hallaba,
además, el apoyo más vivo, un cálido entusiasmo, entre el pueblo italiano.
Porque las injusticias que los Habsburgo —y Austria era era el arma política
de que se habían servido para ello— habían cometido contra Italia en el
curso de los siglos, miradas desde un punto de vista italiano, clamaban al
cielo. Durante siglos, Austria había sido el obstáculo para la unificación de
Italia; una y otra vez los Habsburgo habían apoyado a las corruptas
dinastías italianas; incluso ocurrió que a principios de siglo casi ningún
congreso del movimiento social clerical y cristiano concluía si no era con la
exigencia de que Roma fuese devuelta al Padre Santo. Ningún espíritu se
soliviantó por el hecho de que esto se considerase como una tarea de la
política austríaca, pero, por otra parte, tenían la impertinencia de esperar
que en Italia se mostrase un entusiasmo delirante por la alianza con Austria.
Así, la política austriaca hacia Italia en el curso de los siglos no ha usado
siempre, ni mucho menos, guantes de cabritilla.
Lo que Francia ha sido durante siglos para Alemania, Austria lo ha sido
para Italia. Las tierras bajas del norte de Italia fueron siempre el campo de
operaciones donde el estado austríaco mostraba su política de amistad hacia
Italia. Regimientos croatas y panduros eran los portadores de cultura y los
representantes de la civilización austríaca, y es una lástima que parte de
todo esto haya afectado al nombre alemán. Si hoy oímos con frecuencia
palabras despectivas e insultantes para la cultura alemana en labios
italianos, el pueblo alemán tiene que agradecérselo a aquel estado que se
disfrazaba de alemán, pero que exponía el carácter de su ser más íntimo a
los italianos por medio de una ruda soldadesca que, en su propio estado
austríaco, era considerado por los que se beneficiaban de sus servicios
como un verdadero azote de Dios. La fama batalladora del ejército austríaco
estaba en parte construida sobre victorias que necesariamente despertaban
un odio mortal y perpetuo de los italianos.
Fue una desgracia para Alemania no haber visto nunca esto con claridad
y haberlo disimulado si no de manera directa, al menos indirecta. Pues así
perdió Alemania al estado que, tal como estaban las cosas, podría haberse
convertido en nuestro más leal aliado, del mismo modo que tiempo atrás
había sido un aliado sumamente provechoso para Prusia.
De esta forma, la opinión pública más extendida en Austria con ocasión
de la guerra de Trípoli fue especialmente decisiva para las estrechas
relaciones entre Italia y Austria. Que Viena mirase con gesto ceñudo el
intento italiano de poner pie en Albania era todavía comprensible en vista
de las circunstancias. Austria pensaba que sus propios intereses estaban allí
amenazados. Pero la incitación general y decididamente artificiosa contra
Italia cuando esta última decidió conquistar Trípoli fue incomprensible. El
paso italiano era, sin embargo, absolutamente lógico. Nadie podía censurar
al gobierno italiano que intentase llevar la bandera italiana a territorios que,
por su situación, debían considerarse como zonas coloniales de Italia. No
solo porque los jóvenes colonos italianos seguían las huellas de los antiguos
romanos, sino por otra razón la acción italiana debió haber sido bien
acogida en Alemania y en Austria.
Cuanto más se comprometiese Italia en el norte de África, más se
desarrollaría forzosamente algún día la oposición natural entre Italia y
Francia. Una dirección estatal alemana de clase superior habría tratado al
menos por todos los medios de crear dificultades a la amenazadora
expansión de la hegemonía francesa en el norte de África y, en general, a la
explotación francesa del continente negro, aunque solo fuese considerando
el posible reforzamiento militar de Francia en los campos de batalla
europeos. Pues el gobierno francés, y especialmente sus jefes militares, no
dejaban que cupiese ninguna duda de que para ellos las colonias africanas
tenían importancia no solo como simples enclaves de civilización francesa.
Llevaban ya mucho tiempo viendo en ellas un depósito de soldados para el
próximo choque armado europeo. Era asimismo evidente que ese choque
solo podía producirse con Alemania. ¿Qué más natural, entonces, desde el
punto de vista alemán, que favorecer toda interferencia de cualquier otro
país, especialmente si este otro país era su propio aliado?
Por otra parte, la nación francesa era estéril y no tenía necesidad alguna
de ampliar su espacio vital mientras que el pueblo italiano, exactamente
igual que el alemán, tenía que hallar una solución a su falta de espacio. Que
no se diga que esto habría implicado un robo cometido contra Turquía.
Porque entonces todas las colonias serían territorios robados. Pero sin ellas
el europeo no puede vivir. A nosotros no nos interesaba lo más mínimo
producir una tirantez con Italia a causa de un sentimiento de simpatía hacia
Turquía que era completamente irreal.
Si alguna vez hubo una acción política exterior en la que Austria y
Alemania pudiesen haber respaldado totalmente a Italia, aquella lo fue.
Resultó sencillamente escandaloso cómo la prensa austríaca de aquel
tiempo y toda la opinión pública se comportaron ante una acción italiana
cuya última meta no era más que la anexión de Bosnia-Herzegovina por la
misma Austria. Súbitamente flameó por aquel tiempo un odio que mostraba
la verdadera disposición íntima de las relaciones austríaco-italianas con
toda claridad, ya que no había en absoluto motivos para tal actitud. Yo
estaba en Viena en aquel entonces y me disgustaba profundamente la
estupidez y desvergüenza con que se apuñalaba por la espalda al aliado. En
tales circunstancias, exigir de esta misma aliada una lealtad que, en
realidad, habría sido el suicidio de Italia, es por lo menos tan
incomprensible como ingenuo.
Además, hay lo siguiente: la situación natural geográfico-militar de
Italia forzará siempre a este estado a realizar una política que no lo ponga
en conflicto con una potencia naval superior, potencia a la que la flota
italiana, y las flotas aliadas con ella, no podrían resistir si nos atenemos a
las previsiones humanas. Mientras Inglaterra posea la indiscutida
supremacía de los mares y mientras que esta hegemonía pueda ser reforzada
por una flota mediterránea francesa, sin que Italia y sus aliadas puedan
presentar una resistencia prometedora, Italia no puede nunca asumir una
actitud antiinglesa.
No debemos exigir de los dirigentes de un estado que, por una simpatía
estúpida hacia otro estado cuyo amor recíproco se había mostrado con toda
claridad con ocasión de la guerra de Trípoli, terminen por entregar a su
propio pueblo a una destrucción cierta. Cualquiera que someta las
condiciones costeras del estado italiano al más superficial examen, tiene
que llegar inmediatamente al convencimiento de que la lucha con Inglaterra
por parte de Italia en las actuales circunstancias, no solo sería desesperada,
sino absurda.
Así, Italia se hallaba exactamente en la misma situación en que se había
encontrado Alemania cuando a Bismarck el riesgo de una guerra con Rusia
—riesgo provocado por Austria— le pareció tan alarmante que se
comprometió, mediante el famoso Tratado de reaseguro, a no tener en
cuenta la alianza existente. Para Italia la alianza con Austria no era menos
insostenible desde el momento en que, como resultado de esa alianza, tenía
que ser enemiga de Inglaterra.
El que se empeñe en no ver o comprender esto, es incapaz de pensar
políticamente y, por tanto, en el mejor de los casos, solo será capaz de hacer
política en Alemania. Pero el pueblo alemán ve el resultado de la política de
esta clase de gente y es el que tiene que sufrir las consecuencias.
Todos estos aspectos tenían que rebajar hasta el mínimo el valor de la
alianza con Austria. Pues era seguro que Alemania, a causa de su alianza
con Austria, había de granjearse la enemistad no solo de Rusia, sino
también de Rumania, Serbia e Italia. Porque, como ya se ha dicho, no hay
ninguna alianza que pueda construirse sobre la base de simpatías ideales, o
lealtad ideal, o gratitud ideal. Las alianzas serán tanto más fuertes cuanto
más ventajas privadas esperan extraer de ellas las partes contratantes. Es
ilusorio desear formar una alianza sobre cualquier otra base.
Yo nunca esperaría que Italia concertase una alianza con Alemania por
simpatía a Alemania, por amor a Alemania, con la intención de procurar una
ventaja a Alemania. Lo mismo que no se me ocurriría jamás establecer un
compromiso con otro estado, por simpatía a él o por el deseo de servirlo. Si
hoy abogo por una alianza entre Italia y Alemania, lo hago solamente
porque creo que ambos estados pueden obtener ventajas de ello. Ambos
estados prosperarían en consecuencia.
Las ventajas de la Triple Alianza existían exclusivamente para Austria.
Ciertamente, a consecuencia de los factores determinantes en la política de
los estados interesados, solo Austria podía beneficiarse de esta alianza. Por
su índole, la Triple Alianza no tenía ninguna tendencia agresiva. Era una
alianza defensiva cuyo máximo objeto, según sus previsiones, se suponía
que estribaba solamente en defender la conservación del statu quo.
Alemania e Italia, ante la imposibilidad de alimentar a sus poblaciones,
estaban obligadas a proseguir una política agresiva. Solamente Austria tenía
que considerarse feliz conservando al menos el cadáver de un estado cuya
existencia era ya imposible. Puesto que el poder defensivo de Austria nunca
habría bastado para esto, mediante la Triple Alianza, las fuerzas ofensivas
de Alemania e Italia quedaban comprometidas a mantener al estado
austríaco. Alemania cumplió este compromiso y pereció; Italia se
desprendió de él y se salvó. Únicamente un hombre para el que la política
no sea el deber de conservar la vida de un pueblo por todos los medios y de
acuerdo con todas las posibilidades, se atreverá a censurar el acto de Italia.
Incluso si la vieja Alemania, como estado nacional formal, se hubiese
propuesto como meta solo la posterior unificación de la nación alemana, la
Triple Alianza debería haberse abandonado instantáneamente y las
relaciones con Austria modificado en consecuencia. Así, Alemania no se
habría atraído cierto número de enemistades que de ninguna manera podían
quedar compensadas por el empleo de la fuerza austríaca.
Así, ni siquiera la Alemania de la preguerra debió haber permitido que
su política exterior fuese determinada por puntos de vista nacionales tan
solo de una manera puramente formal, si tales puntos de vista no conducían
a las necesarias metas en pro del pueblo.
Ya en el período de la preguerra, el problema futuro del pueblo alemán
era la cuestión de su sostenimiento. El pueblo alemán ya no podía obtener
su pan cotidiano de la superficie que poseía.
Toda asuidad y eficiencia, así como todos los métodos científicos de
cultivo del suelo, podían, a lo sumo, aliviar algo la miseria, pero no
impedirla. Ni siquiera en los años de cosechas excepcionalmente buenas se
lograba cubrir enteramente la demanda de alimentos. Si las cosechas eran
medianas o malas, había que recurrir a la importación en grado
considerable. Incluso el suministro de materias primas para muchas
industrias tropezaba con serias dificultades y había que conseguirlo
exclusivamente en el extranjero.
Esta escasez se podía superar de varias maneras. La emigración y el
control de nacimientos fueron categóricamente rechazados incluso por la
opinión del estado nacional de aquel tiempo. El conocimiento de las
consecuencias biológicas no influyó tanto en ello como el temor a la
disminución numérica. Así, para la Alemania de aquel tiempo, solo existían
dos posibilidades de asegurar la conservación del país en el futuro sin tener
que limitar la población: se hacía un esfuerzo para resolver la necesidad de
espacio, esto es, para adquirir más suelo, o el imperio se convertía en una
gran empresa de exportación. Esto significaba que la producción de ciertas
mercancías debía incrementarse hasta más allá de las necesidades
domésticas, con objeto de poder cambiar esas mercancías por artículos
alimenticios y materias primas mediante la exportación.
El conocimiento de la necesidad de una ampliación de la superficie vital
alemana existía ya en aquel tiempo, aunque solo fuera parcialmente. Se
creía que la mejor manera de actuar en este sentido era llevar a Alemania a
las filas de los grandes pueblos colonialistas. Pero, en realidad, había ya un
defecto de lógica interna en la forma de ejecutar esta idea. Pues el sentido
de una política territorial sólida consiste en el hecho de que el espacio vital
de un pueblo se agranda cuando se asignan nuevas áreas de asentamiento al
exceso de población, la cual, si no quiere adoptar el carácter de una
emigración, debe continuar en estrecha relación política y gubernamental
con la madre patria, cosa que ya no podía aplicarse a las colonias que
quedaban todavía disponibles a finales del siglo XIX. Tanto su distancia
como —y esto sobre todo— las condiciones climatológicas de tales
regiones impedían el asentamiento tal como los ingleses habían podido
llevarlo a cabo en sus colonias americanas o de Australia, y los holandeses
en Sudáfrica. Por otra parte, había que contar con el carácter de la estructura
interna de la política colonial alemana. Por todo esto, el problema del
asentamiento retrocedía a un segundo plano, cediendo su lugar a intereses
comerciales que solo eran idénticos a los intereses generales del pueblo
alemán en la menor medida. De aquí que, desde el principio, el valor de las
colonias alemanas radicara principalmente en la posibilidad de obtener
ciertos mercados que, como suministradores de productos coloniales y, en
parte, también de materias primas, independizarían a la economía alemana
de los países extranjeros.
Esto seguramente habría tenido éxito, hasta cierto punto, en el futuro,
pero no habría resuelto en lo más mínimo el problema de la superpoblación
de Alemania, a menos que se hubiera decidido garantizar
fundamentalmente, a través de un incremento de la economía de
exportación, el sostenimiento del pueblo alemán. Naturalmente, en este
caso las colonias alemanas, mediante una entrega más favorable de materias
primas, habrían podido dar algún día a las industrias una mayor capacidad
para competir en los mercados internacionales. Así, la política colonial
alemana no era realmente, en su sentido más profundo, una política
territorial, sino que se había convertido en un instrumento de la política
económica alemana. Efectivamente, incluso el alivio numérico de la
superpoblación alemana mediante el asentamiento en las colonias fue
francamente insignificante.
Si, además, se quería llegar a una política auténticamente territorial, es
evidente que la política colonial que se practicó antes de la guerra fue tanto
más insensata cuanto que no podía producir un alivio de la superpoblación
alemana. Pero, a la inversa, algún día, como indicaban las previsiones
humanas de toda índole, la ejecución de aquella política colonial económica
necesitaría el mismo sacrificio de sangre que, en el peor de los casos, habría
exigido una política territorial realmente útil. Porque, mientras esta clase de
política colonial alemana solo podía producir, en la situación más favorable,
una vigorización de la economía alemana, algún día daría lugar a un
conflicto con Inglaterra.
Pues ninguna política económica mundial alemana podría evitar una
lucha decisiva con Inglaterra. La industria de exportación, el comercio
mundial, las colonias y la marina mercante tendrían que ser protegidas con
la espada contra aquella potencia que, con el mismo propósito de
autoconservación que Alemania, se había visto forzada hacía ya tiempo a
lanzarse por este camino. Por consiguiente, esta lucha económica pacífica
para la conquista de un lugar al sol, solo podría desarrollarse mientras
Inglaterra contase con producir el hundimiento de la competencia alemana
por medios puramente económicos, ya que en este caso nos quedaríamos en
la sombra para siempre. Pero si Alemania lograba hacer retroceder a
Inglaterra por el camino pacífico de la economía, era evidente que el
fantasma de aquella conquista económica pacífica del mundo sería
reemplazado por la resistencia de las bayonetas.
Sin duda, era una idea política permitir que el pueblo alemán aumentase
en número mediante el incremento de la producción industrial y la venta en
el mercado mundial internacional. Esta idea no era popular, pero
correspondía a las ideas predominantes en el mundo burgués-nacional de
aquella época.
Este camino se podía seguir, aunque planteaba a la política exterior
alemana un deber rigurosamente definido, claramente delineado: al final de
una política alemana de comercio mundial solo podía ser la guerra con
Inglaterra. Pero entonces, la tarea de la política alemana era armarse,
mediante alianzas de largo alcance, para un conflicto con un estado que,
dada su experiencia de más de cien años, no dejaría de realizar una
movilización general de estados aliados.
Si Alemania quería defender su política industrial y económica contra
Inglaterra, primero tenía que tratar de cubrir sus espaldas con Rusia.
Entonces Rusia era el único estado al que se podía considerar como aliado
valioso, porque era también el único que no tenía necesidad alguna de
oponerse realmente a Alemania, al menos por el momento. Era evidente que
el precio de esta alianza rusa, tal como estaban las cosas, solo podía
consistir en renunciar a la alianza con Austria. Pues entonces la alianza dual
con Austria era una auténtica locura. Solo cuando la espalda de Alemania
estuviese bien resguardada por Rusia, podría aquella dedicarse a una
política marítima que deliberadamente tuviese a la vista el día del ajuste de
cuentas; solo entonces podría Alemania acumular los enormes medios
necesarios para la formación de una flota que no estaba al día en todos los
detalles, sino que tenía un retraso de cinco años especialmente en velocidad
y desplazamiento.
Pero la maraña de la alianza austríaca era tan grande, que ya no se podía
encontrar ninguna solución, y Rusia, que había empezado a orientarse de
nuevo, después de la guerra ruso-japonesa, tuvo que ser rechazada
definitivamente. Con esto, toda la política económica y colonial alemana
tomaba un camino más que peligroso. El hecho fue que Alemania estuvo
eludiendo año tras año el definitivo arreglo de cuentas con Inglaterra, lo que
explica que su actitud estuviera determinada por el principio de no provocar
al adversario. Esto condicionó todas las decisiones alemanas que habrían
sido necesarias para la defensa de la política económica y colonial, hasta
que el 4 de agosto de 1914 la declaración de guerra de los ingleses puso fin
a ese desgraciado período de ceguera alemana.
Si la Alemania de aquel tiempo hubiese estado gobernada menos por
opiniones burguesas-nacionales que por puntos de vista populares, solo se
habría tomado en consideración el otro camino para resolver la miseria
alemana, esto es, el de una política territorial en gran escala en la misma
Europa.
La política colonial alemana, que necesariamente había de llevarnos a un
conflicto con Inglaterra, conflicto en el que había que contar con que
Francia estaría en el bando enemigo, era especialmente irrazonable para
Alemania, ya que nuestra base europea era más débil que la de ningún otro
pueblo colonial de importancia política mundial. Pues, en definitiva, estaba
claro que el destino de las colonias se decidía en Europa. En consecuencia,
toda la política exterior debió dirigirse principalmente a la consolidación y a
la defensa de la posición militar de Alemania en Europa.
Poca ayuda decisiva podíamos esperar de nuestras colonias. A la inversa,
cualquier ensanchamiento de nuestra base territorial europea habría
producido automáticamente un fortalecimiento de nuestra posición. No es
lo mismo que un pueblo tenga un espacio cerrado de asentamiento de 560
000 kilómetros cuadrados, que, por ejemplo, un millón. Dejando
completamente aparte la dificultad de abastecimiento en caso de guerra, el
cual debe permanecer lo más independientemente posible de los efectos de
la acción enemiga, la protección militar reside ya en el tamaño del
territorio, y, en ese aspecto, las operaciones que nos obligasen a empeñar
guerras en nuestro propio suelo serían considerablemente más fáciles de
soportar.
Así, pues, cierto aspecto de la defensa contra los ataques improvisados
estriba en la extensión del suelo del estado. Pero, sobre todo, solo mediante
una política territorial en Europa pueden los recursos humanos transferidos
a nuevos terrenos ser conservados para el propio pueblo, incluyendo la
utilización militar de los mismos. La adición de 500 000 kilómetros
cuadrados en Europa puede proporcionar nuevos hogares para millones de
campesinos alemanes y hacer que millones de soldados queden disponibles
para la potencia del pueblo alemán en el momento decisivo.
El único suelo de Europa que podía considerarse apto para semejante
política territorial era, por lo tanto, el de Rusia. Las regiones fronterizas del
oeste ruso, escasamente pobladas y que ya en otros tiempos habían tenido
colonos alemanes como portadores de cultura, pudieron ser igualmente
tomadas en consideración para la nueva política territorial de la nación
alemana. Por eso el objetivo de la política exterior alemana debió ser
incondicionalmente el de dejar su espalda libre de preocupaciones para
enfrentarse con Inglaterra, y aislar a Rusia todo lo posible. Entonces, con
una lógica intrépida, habríamos tenido que renunciar a nuestra política
económica y de comercio mundial, y, si era necesario, renunciar
completamente a la flota, con objeto de concentrar toda la fuerza del país en
el ejército de tierra, como ya se había hecho en otra ocasión. Nunca como
en aquel momento habría sido preciso abandonar la alianza con Austria,
porque nada podía ser un obstáculo mayor en el camino del aislamiento de
Rusia que un estado cuya defensa estaba garantizada por Alemania y cuya
división era deseada por muchas potencias europeas, las cuales solo podrían
llevar a cabo esa división si se aliaban con Rusia. Como estos estados
sabían que Alemania constituía la más poderosa defensa de la conservación
de Austria, se veían forzados a manifestarse impetuosamente contra el
aislamiento de Rusia, ya que el imperio zarista se les aparecía más que
nunca como el único factor de fuerzas capaz de la destrucción final de
Austria.
Era obvio que estos estados no podían desear que se fortaleciera
Alemania, única defensora de Austria, a costa de Rusia, el mayor enemigo
del estado habsurgués.
Pues, en este caso, también Francia se habría colocado del lado de los
enemigos de Alemania, ya que estaba siempre al acecho de la posibilidad de
formar una coalición antialemana, a menos que nosotros nos hubiéramos
decidido a liquidar la alianza con Austria a fines del pasado siglo,
entregando el estado austríaco a su destino, con lo que se habrían salvado
para el imperio las regiones alemanas.
Sucedió algo diferente. Alemania quiso la paz mundial. Por lo tanto,
evitó una política territorial que, como tal, solo podría haberse disputado de
manera agresiva y, en definitiva, se inclinó por una limitada política
económica y comercial. Creímos poder conquistar el mundo con pacíficos
medios económicos, y no nos apoyamos ni en una potencia ni en otra, sino
que nos aferramos tanto más encarnizadamente al moribundo estado
habsburgués cuando más resultaba de ello un aislamiento político general.
Amplios círculos del interior de Alemania aplaudían esta conducta, en parte
por incompetencia política, en parte por ideas patriótico-legitimistas mal
entendidas y en parte también con la esperanza, viva aún, de que el odiado
imperio Hohenzollern pudiera ser conducido algún día al colapso por tales
procedimientos.
Cuando la Guerra Mundial hizo su estallido sangriento el 2 de agosto de
1914, la política de alianza de la preguerra había sufrido ya en verdad su
completa derrota. Por ayudar a Austria, Alemania se había visto arrastrada a
una guerra que iba a librarse tan solo en torno a su propia existencia. Sus
enemigos eran los adversarios de su comercio mundial y de su grandeza en
términos generales, así como los que estaban al acecho de la caída de
Austria. Sus amigos, la imposible estructura estatal austrohúngara, por un
lado, y la constantemente débil y achacosa Turquía, por el otro. Pero Italia
dio el paso que forzosamente habría dado Alemania en el caso de que su
destino hubiese tenido por guía el genio de un Bismarck y no superficiales
filósofos y jactanciosos patriotas vitoreadores. El hecho de que, más
adelante, Italia emprendiese, por fin, una ofensiva contra su antigua aliada,
no hacía sino confirmar una vez más la profética intuición de Bismarck,
cuando afirmó que entre Italia y Austria solo podían existir dos situaciones:
la alianza o la guerra.
CAPÍTULO VIII
El 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio en el bosque de
Compiègne. Para esto, el destino había elegido a un hombre que era uno de
los mayores culpables del colapso de nuestro pueblo. Matthias Erzberger,
diputado del centro y, según diversas afirmaciones, hijo bastardo de una
sirvienta y de un patrono judío, fue el negociador alemán que dejó su
nombre ligado a un documento que, comparado con los cuatro años y medio
de heroísmo de nuestro pueblo, resulta incomprensible a menos que se le
achaque la intención deliberada de llevar a cabo la destrucción de
Alemania.
Matthias Erzberger había sido un anexionista burgués de poca monta, es
decir, uno de aquellos hombres que, especialmente al comienzo de la
guerra, habían tratado de justificar a su manera la carencia de un objetivo
oficial de la contienda. Pues, aunque en agosto de 1914, todo el pueblo
alemán comprendió instintivamente que aquella lucha implicaba su ser o no
ser, una vez que se extinguieron las llamas de los primeros momentos de
entusiasmo, el pueblo no vio con claridad ni la amenaza de no ser, ni la
necesidad de seguir siendo.
La enormidad de la idea de una derrota con sus consecuencias se fue
borrando lentamente mediante una propaganda que tenía rienda suelta en
Alemania y que tergiversaba o negaba los fines reales de la Entente con una
argumentación tan hábil como mendaz. En el segundo, y especialmente en
el tercer año de la guerra, había logrado también, en cierta medida, apartar
el miedo a la derrota del pueblo alemán, pues, gracias a esta propaganda, el
pueblo dejó de creer en la voluntad aniquiladora del enemigo.
Esto era aún más terrible si se tiene en cuenta que no se permitía que se
hiciera nada que pudiese informar al pueblo de lo que había que lograr
como mínimo para su futura autoconservación y como recompensa para sus
sacrificios sin precedentes. De aquí que la discusión sobre un posible
objetivo de la guerra se desarrollase solamente en círculos más o menos
irresponsables y adquiriese la expresión del modo de pensar, así como de
las ideas políticas generales, de los respectivos representantes de esos
círculos. Mientras los astutos marxistas, que tenían un conocimiento exacto
del efecto paralizador de la falta de un objetivo concreto de la guerra, se
prohibían a sí mismos tener alguno en absoluto, y por eso hablaban
solamente del restablecimiento de la paz sin anexiones ni reparaciones,
algunos políticos burgueses trataron al menos de responder a la atrocidad
del derramamiento de sangre y al sacrilegio del ataque con contrademandas
definidas.
Todas estas propuestas burguesas eran puramente rectificaciones
fronterizas y no tenían nada que ver en absoluto con ideas de política
territorial. En el mejor de los casos, seguían pensando todavía en satisfacer
las esperanzas de príncipes alemanes que estaban sin empleo por aquella
época y aguardaban la formación de estados tapones. Así, incluso la
fundación del estado polaco parecía una decisión prudente en términos
político-nacionales al mundo burgués, salvo pocas excepciones. Había
individuos que exponían en las candilejas opiniones económicas de acuerdo
con las cuales debía formarse la frontera. Unos, por ejemplo, hablaban de la
necesidad de quedarse con la cuencia minera de Longwy y Briey, mientras
otros presentaban puntos de vista estratégicos: la necesidad de poseer las
fortalezas belgas del río Mosa, etc.
Debió ser evidente que esto no era objetivo para un país empeñado en
una guerra contra veintiséis estados, una guerra en la que aquel tenía que
sufrir uno de los derramamientos de sangre más colosales de la historia,
mientras que todo el pueblo estaba literalmente a merced de la inanición. La
imposibilidad de justificar la necesidad de sostener la guerra contribuyó a
producir su desgraciado final.
Y cuando el colapso se produjo en la patria, el conocimiento de los fines
de la guerra existía todavía menos, ya que sus antiguos y débiles
representantes se habían ido apartando mientras tanto de sus antiguas
demandas. Y esto era totalmente comprensible. Porque sostener aquella
guerra de extensión sin precedentes para que la frontera pasase por Lieja y
no por Herbesthal, o para que en vez de un comisario o gobernador zarista
pudiese instalarse como potentado algún principillo alemán en tal o cual
provincia rusa, habría sido verdaderamente irresponsable y sacrílego.
La naturaleza de los objetivos de guerra alemanes explica que primero
fueran objeto de toda clase de discusiones y más adelante totalmente
denegados. Verdaderamente, por nimiedades semejantes, no debería
permitirse que un pueblo permanezca ni una hora más en una guerra cuyos
campos de batalla se habían convertido lentamente en un infierno.
El único objetivo de guerra que podría haber justificado aquel
monstruoso derramamiento de sangre habría sido la conquista de algunos
cientos de miles de kilómetros cuadrados, para entregarlos en propiedade a
los combatientes de primera línea o ponerlos a disposición de una
colonización general alemana. Con ello, la guerra habría perdido
rápidamente el carácter de empresa imperial y se habría convertido en la
causa del pueblo alemán. Porque, después de todo, los granaderos alemanes
no habían derramado su sangre para que los polacos pudieran adquirir un
Estado, ni para que un príncipe alemán pudiera sentarse en un trono
cubierto de felpa.
Así, en 1918, estábamos al final de un despilfarro, completamente sin
sentido y sin objeto, de la más preciosa sangre alemana.
Una vez más, nuestro pueblo había empeñado sin medida su heroísmo,
su sacrificio valeroso, su desafío a la muerte y su alegría en la
responsabilidad, y, sin embargo, se veía en el trance de dejar los campos de
batalla debilitado y derrotado. Victorioso en mil batallas y escaramuzas, se
vio, no obstante, al fin, derrotado por los mismos a los que había vencido.
Esto quedaría como escrito en las paredes para la política exterior y la
política interior alemana de la época de la preguerra y de los cuatro años y
medio de sangrienta lucha.
Después del colapso surgió la inquieta pregunta de si nuestro pueblo
alemán había aprendido algo de esta catástrofe, de si los que
deliberadamente lo habían traicionado hasta entonces seguirían rigiendo su
destino, de si los que tan lamentablemente habían fracasado iban a seguir
dominando el futuro con sus frases vacías, o si, por fin, nuestro pueblo iba a
ser educado en una nueva manera de pensar en política interior y en política
exterior, y a cambiar su actuación consiguientemente.
Pues si un milagro no ocurre para nuestro pueblo, su camino será la
ruina definitiva.
¿Cuál es la presente situación de Alemania, cuáles son las perspectivas
de su futuro y qué clase de futuro será este?
El colapso que el pueblo alemán sufrió en 1918 estriba, como una vez
más quiero dejar sentado aquí, no en el derrumbamiento de su organización
militar, ni en la pérdida de sus armas, sino más bien en la decadencia
interna que se reveló en aquel tiempo y que hoy se hace crecientemente
visible. Esta decadencia interna se refiere tanto al empeoramiento de su
valor racial como a la pérdida de todas esas virtudes que condicionan la
grandeza de un pueblo, garantizan su existencia y promueven su futuro.
El valor de la sangre, la idea de la personalidad y el instinto de
autoconservación amenazaban lentamente con perderse para el pueblo
alemán. En su lugar triunfa el internacionalismo y destruye los valores de
nuestro pueblo, la democracia se extiende ahogando la idea de la
personalidad y, al final, un estiércol pacifista envenena la mentalidad,
favoreciendo la insolente autoconservación. Vemos los efectos de este vicio
de la humanidad aparecer en el conjunto de la vida de nuestro pueblo. No
solo se pone de manifiesto en el campo de las cuestiones políticas, no, sino
también en el de la economía y, no menos importante, en el de nuestra vida
cultural, de forma tal que si no se produce un alto de una vez, nuestro
pueblo quedará excluido del número de naciones que tienen un futuro
prometedor.
La gran tarea de política interior del porvenir consiste en la eliminación
de estos síntomas generales de decadencia de nuestro pueblo. Esta es la
misión del movimiento socialista nacional. De este trabajo debe surgir un
nuevo cuerpo del pueblo que supere incluso el peor mal del presente: la
división de clases, de la que la burguesía y el marxismo son igualmente
culpables.
El propósito de esta obra de reforma de política interna debe ser,
finalmente, la recuperación de la fuerza de nuestro pueblo para la ejecución
de su lucha por la vida y, por tanto, de la fuerza para representar sus
intereses vitales en el extranjero.
A nuestra política exterior se le presenta también con ello una tarea que
tiene que cumplir. Pues en la misma medida que la política interior debe
suministrar el instrumento de fuerza constituido por el pueblo a la política
exterior, la política exterior debe, mediante los actos que realice y medidas
que adopte, promover y apoyar la formación de tal instrumento.
Si la tarea de la política exterior del viejo estado burgués-nacional
hubiese sido primariamente la unificación en Europa de los elementos
pertenecientes a la nación alemana con objeto de desarrollar luego una
elevada política territorial popular, la tarea de la política exterior del
período de la posguerra debió ser, al principio, promover la forja del
instrumento interno de poder.
Pues las aspiraciones de la política exterior del período de la preguerra
tenían a su disposición un estado que quizá no era popular, pero que poseía
una maravillosa organización militar. Incluso aunque la Alemania de aquel
período hubiese dejado desde hacía tiempo de conceder importancia a lo
militar —la importancia que le había concedido, por ejemplo, la vieja
Prusia— y se viera rebasada, por tanto, por otros Estados, especialmente en
la extensión de la organización del ejército, la calidad interna del viejo
ejército habría sido incomparablemente superior al de otras instituciones
similares. En aquel tiempo, este instrumento insuperable del arte de la
guerra estaba a disposición de la jefatura de un estado que desplegase una
intrépida política externa. Gracias a este instrumento, así como a la alta
estima de que gozaba en general, la libertad de nuestro pueblo no era solo
un resultado de nuestra fuerza probada con hechos, sino más bien del
crédito general que poseíamos en virtud de este notable instrumento militar,
así como, en parte, del resto que infundía el aparato estatal, ejemplarmente
limpio.
El pueblo alemán no posee ya este instrumento importantísimo para la
defensa de los intereses de una nación, o al menos, lo posee en extensión
completamente insuficiente y muy alejado del cimiento que condicionaba
su antigua fuerza.
El pueblo alemán ha recibido un ejército mercenario. En Alemania estos
soldados mercenarios corren el peligro de descender al nivel de policías
armados con armas técnicas especiales. La comparación del ejército
mercenario alemán con el inglés resulta desfavorable para los alemanes. El
ejército mercenario inglés fue siempre el portador de las ideas de defensa y
agresión militar de Inglaterra, así como también de su tradición militar. En
sus tropas mercenarias y en el sistema de milicia que es peculiar en ella,
Inglaterra poseía la organización militar que bastaba a su posición insular y
que, en verdad, parecía adecuada para luchar hasta el fin por los intereses
vitales de la nación. La idea de manifestar el poder de resistencia inglés en
semejante forma no obedecía en modo alguno a la cobardía, al afán de
ahorrar el derramamiento de sangre del pueblo inglés. Todo lo contrario.
Inglaterra luchó con mercenarios mientras estos le bastaron para la defensa
de los intereses de la nación. Llamó voluntarios cuando la lucha requirió
una contribución mayor, e introdujo el servicio militar obligatorio cuando
las necesidades del país así lo exigieron. Pues, sin importar el aspecto que
tuviera la organización momentánea del poder inglés de resistencia, siempre
estaba encaminado a una lucha sin miramientos por Inglaterra. La
organización formal del ejército en Inglaterra fue siempre solamente un
instrumento para la defensa de los intereses ingleses, defensa practicada con
voluntad tal, que no vacilaba, si era necesario, en pedir la sangre de toda la
nación. Dondequiera que los intereses de Inglaterra estuviesen
decisivamente en juego, ella sabía cómo preservar una hegemonía que,
considerada de una manera puramente técnica, llega tan lejos que solicita
una relación de doble potencia [Nota: Two Power Standard, norma de la
política naval inglesa por la que su flota debía ser más grande que la suma
de la flota de las dos potencias marítimas más fuertes].
Si comparamos el cuidado infinitamente responsable que ello demuestra
con la frivolidad con que Alemania, y la Alemania nacional burguesa
además, descuidó la cuestión de sus armamentos en el período de la
preguerra, todavía hoy hemos de sentirnos atenazados por una profunda
tristeza. Lo mismo que Inglaterra sabía que su futuro, su existencia,
dependía de la fuerza de su flota, así la Alemania burguesa nacional debió
saber que la existencia y el futuro del Imperio alemán dependían de la
fuerza de nuestro poder en tierra.
Alemania debería haber opuesto en Europa la norma de doble potencia
en tierra a la norma inglesa de doble potencia en los martes. Y lo mismo que
Inglaterra, con una resolución férrea, veía una razón para ir a la guerra en
cualquier violación de esta norma, Alemania debió haber impedido
cualquier intento de Francia y Rusia de superar a su ejército, recurriendo a
la acción militar, incluso aunque esta tuviera que precipitarse, para lo cual
más de una oportunidad favorable se había presentado.
Incluso en esta cuestión, aquella burguesía interpretó una de las frases de
Bismarck de la manera más insensata. La afirmación de Bismarck de que no
tenía la intención de librar ninguna guerra preventiva fue gozosamente
acogida por todos los políticos de poltrona, faltos de energía e
irresponsables, como disculpa para las consecuencias desastrosas de la
política de conformismo que ellos practicaban.
Olvidaron por completo que las tres guerras que Bismarck condujo
fueron, por lo menos según los conceptos de aquellos filósofos pacifistas
enemigos de la guerra preventiva, guerras que podían haberse evitado.
Considerése, por ejemplo, la cantidad de insultos que Napoleón III tendría
que haber acumulado en 1870 contra la república alemana de hoy para
decidirla a solicitar de M. Benedetti que moderase algo su tono. Ni
Napoleón ni todo el pueblo francés podrían incitar a la república alemana
de hoy a un Sedán. ¿O es que se cree que si Bismarck no hubiese deseado
una decisión, la guerra de 1866 no se podría haber evitado?
Ahora bien, se podrá objetar que estas guerras tenían objetivos bien
definidos, y no guerras fundadas únicamente en el temor a un ataque
enemigo. Pero, en realidad, esto es solo jugar con las palabras. Bismarck
estaba convencido de que la lucha con Austria era inevitable. Por eso se
preparó para ella y la llevó a cabo cuando convino a Prusia. La reforma del
ejército francés por el mariscal Niel evidenció la intención de dar a la
política francesa y al chauvinismo francés un arma poderosa para un ataque
contra Alemania. Sin duda, le habría sido posible a Bismarck derivar el
conflicto a cualquier forma de solución pacífica en 1870. Pero para él era
más conveniente luchar a ultranza en una época en que la organización del
ejército francés no había llegado aún a lograr toda su eficiencia.
Por otra parte, todas estas interpretaciones de frases bismarckianas
adolecen de un defecto: confunden al Bismarck diplomático con un
parlamentario republicano. El juicio que el mismo Bismarck tenía de tales
frases se ve claramente en su réplica, antes del comienzo de la guerra
prusiano-austríaca, a un interrogador deseoso de saber si Bismarck tenía
realmente el propósito de atacar a Austria. Bismarck replicó, impasible:
—No, no tengo la menor intención de atacar a Austria, pero tampoco
tendría la intención de decírselo a ellos en caso de que quisiera atacarla.
Además, la guerra más dura de Prusia fue una guerra preventiva.
Cuando Federico el Grande recibió los últimos informes de las intenciones
de sus viejos enemigos por medio de un pedante, no esperó, fundándose en
la repulsa dogmática de una guerra preventiva, a que fueran los otros
quienes atacaran, sino que inmediatamente se lanzó al ataque.
Para Alemania, cualquier violación de la norma de la doble potencia
tendría que haber justificado una guerra preventiva. Porque ¿de qué habría
sido más fácil responder ante la historia: de una guerra preventiva en 1904,
en la que Francia podría haber sufrido una derrota cuando Rusia parecía
estar enzarzada en el Asia oriental, o de la Guerra Mundial, que surgió de
tal descuido, exigió muchísima más sangre y sumió a nuestro pueblo en le
abismo de la derrota?
Inglaterra nunca tuvo tales escrúpulos. Su norma de la doble potencia en
los mares pareció ser el requisito previo para la conservación de la
independencia inglesa. Mientras tuvo fuerza para imponer esta norma, no
permitió que se introdujera cambio alguno en la situación. Cuando renunció
a la norma de la doble potencia, después de la Guerra Mundial, lo hizo solo
bajo la presión de las circunstancias, que eran más fuertes que ninguna otra
intención británica en contrario. Con la Unión Americana, ha surgido una
nueva potencia, de tales dimensiones, que amenaza trastornar toda la
potencialidad antigua y las categorías de los estados.
Comoquiera que sea, hasta ahora la flota inglesa ha sido siempre la
prueba más sorprendente —sin tener en cuenta la forma que tuviera la
organización del ejército de tierra— y clara de la voluntad de
autoconservación de Inglaterra. Esta era la razón de que el ejército
mercenario inglés nunca adquiriese las malas características de otras tropas
mercenarias. Era un cuerpo militar combatiente de maravillosa instrucción
individual, con excelentes armas y que consideraba el servicio como un
deporte.
Así, lo que dotaba a este pequeño cuerpo de soldados de una
importancia especial era el contacto directo con las manifestaciones visibles
de vida del imperio mundial británico. Como este ejército mercenario había
combatido por la grandeza de Inglaterra en casi todas las partes del mundo,
había llegado a conocer en igual medida la grandeza de la nación inglesa.
Los hombres que, ora en África del Sur, ora en Egipto y a veces en la India,
representaban los intereses de Inglaterra como poseedores del prestigio
militar de esta nación, recibían una indeleble impresión de la inmensa
grandeza del imperio británico.
Las tropas mercenarias alemanas de hoy carecen por completo de una
oportunidad semejante. En realidad, cuanto más nos sentimos inducidos a
hacer concesiones a este espíritu mercenario en las reducidas filas de su
ejército, bajo la presión de mayorías parlamentarias pacifistas, que en
realidad representan a traidores a su pueblo y a su país, más va dejando de
ser un instrumento de guerra: se convierte en un cuerpo de policía para el
mantenimiento de la paz y el orden, lo que quiere decir, en realidad, para el
mantenimiento de la subyugación pacífica.
No se puede instruir un ejército para que tenga un alto valor interno si la
preparación para la guerra no es el objetivo de su existencia. No hay
ejércitos para el mantenimiento de la paz; todos son para acciones de guerra
llevadas hasta un fin victorioso. En una palabra, cuanto más se pretenda
desgonzar a la Reichswehr de las tradiciones del viejo ejército, tanto más se
convertirá en una cosa sin tradición. Pues, para las tropas, el valor de la
tradición no consiste en sofocar con éxito unas cuantas revueltas
huelguísticas, o en impedir el saqueo de tiendas de comestibles, sino en la
gloria conquistada con batallas victoriosas.
Pero la Reichswehr alemana se aparta de la tradición de esta gloria en la
medida en que, de año en año, deja de ser una representante de la idea
nacional. Cuanto más ahoga el espíritu conscientemente nacional y, por lo
tanto, nacionalista, en sus propias filas, y destituye a sus representantes, con
objeto de dar sus puestos a demócratas y a personas ordinarias y
ambiciosas, tanto más se distancia del pueblo.
Que los astutos señores no se imaginen que pueden establecer contacto
con el pueblo mediante concesiones a su parte pacifista-democrática.
Cualquier organización militar es profundamente odiada por esa parte del
pueblo alemán, en tanto que sea una organización realmente militar y no
una agencia de protección encargada de defender intereses de la Bolsa
internacional pacifista.
La única parte con que un ejército puede tener una relación interna en un
sentido militarmente valioso es ese núcleo nacionalmente consciente de
nuestro pueblo que no solo piensa de una manera militar por tradición, sino
que, por amor nacional, es también la única parte dispuesta a llevar el
uniforme gris en defensa del honor y de la libertad. Pero es necesario que
un cuerpo militar mantenga relaciones íntimas con aquellos que, en la hora
de la necesidad, podrán incrementarlo, y no con aquellos que lo traicionan
en toda ocasión. De aquí que los actuales dirigentes de nuestra llamada
Reichswehr puedan actuar tan demócraticamente como les plazca; no por
ello alcanzarán nunca una vinculación más estrecha con el pueblo alemán.
Porque el pueblo alemán propicio a tal vinculación no está en el campo
democrático. Como el antiguo jefe de la Reichswehr alemana, el general
von Seeckt, no solo no opuso la menor resistencia a la expulsión de
oficiales veteranos, de claros pensamientos nacionalistas, sino que más bien
abogó por tal expulsión, otros, por fin, crearon con mucho gusto el
instrumento que lo hizo caer.
Pero desde el retiro del general von Seeckt [Nota: el 8 de octubre de
1926], la influencia democrático-pacifista ha trabajado incansablemente con
objeto de hacer de la Reichswehr lo que los actuales dirigentes del estado
acarician en sus mentes como el más bello ideal: una guardia parlamentaria
republicano-democrática.
Es evidente que la política exterior no puede conducirse con semejante
instrumento.
De aquí que actualmente la primera tarea de la política interna alemana
deba ser darle al pueblo alemán una organización militar adecuada a su
fuerza nacional. Puesto que las formaciones de la actual Reichswehr no
bastan en modo alguno para esta misión y se mueven a impulsos de la
política exterior, es tarea de la política exterior alemana aprovechar todas
las posibilidades que permitan la reorganización de un ejército nacional
alemán. Porque este debe ser objetivo inamovible de todo liderazgo político
en Alemania, de forma que un día el ejército mercenario pueda sustituirse
de nuevo por un verdadero ejército popular alemán.
Pues si las cualidades puramente técnico-militares de la Reichswehr son
superiores en la actualidad, sus cualidades generales habrán de perder en su
desarrollo futuro. Lo primero hay que agradecérselo, sin duda, al general
von Seeckt y a toda la oficialidad de la Reichswehr. En este aspecto, la
Reichswehr alemana podría ser realmente el marco militar para el futuro
ejército popular alemán. Lo mismo que, en general, la tarea de la
Reichswehr debería ser, mediante la labor explicativa de los fines de la
lucha nacional, instruir al conjunto de oficiales y sargentos para el posterior
ejército popular.
Ningún alemán que verdaderamente tenga pensamientos nacionales
puede discutir que este objetivo se debe tener siempre a la vista. Todavía es
más irrefutable que su ejecución solo es posible si los dirigentes de la
política exterior de la nación aseguran los requisitos previos necesarios.
Por lo tanto, la primera tarea de la política exterior alemana es
primordialmente la creación de condiciones que hagan posible la
resurrección del ejército alemán. Pues solamente entonces podrán encontrar
las necesidades vitales de nuestro pueblo su representación práctica.
Fundamentalmente, sin embargo, debe observarse, además, que las
acciones políticas que hayan de garantizar la resurrección del ejército
alemán deben descansar en el marco de un desarrollo futuro necesario para
Alemania.
De aquí, que no haya necesidad de recalcar que un cambio de la presente
organización del ejército, por no hablar de la actual situación política
interna, así como también por razones de política exterior, no puede
materializarse mientras intereses puramente alemanes y opiniones alemanas
sean los únicos que aboguen por tal cambio.
En la naturaleza de la Guerra Mundial y en la intención de los
principales enemigos de Alemania estaba llevar a cabo la liquidación de
esta, la mayor acción bélica de la Tierra, de tal modo que el mayor número
de estados posible se viese interesado en la perpetuación del arreglo. Esto se
logró por un sistema de distribución de territorios en el que muchos estados,
incluso con deseos y miras muy divergentes, fueron mantenidos juntos en
un sólido antagonismo contra Alemania por temor a sufrir pérdidas en
manos de una Alemania que consiguiera ser un país fuerte una vez más.
Pues si, diez años después de la Guerra Mundial, es todavía posible,
contra toda experiencia de la historia del mundo, mantener una especie de
coalición de los estados triunfantes, el motivo estriba solamente en el
hecho, verdaderamente glorioso para Alemania, del recuerdo de aquella
lucha en la que nuestra patria mantuvo a raya a veintiséis estados coligados.
Esto durará mientras el miedo a sufrir pérdidas frente a un resucitado y
poderoso Imperio alemán supere a las dificultades entre esos estados. Y es,
además, obvio que durará mientras no exista en ninguna parte la voluntad
de permitir al pueblo alemán un rearme que pueda considerarse como
amenaza por los “estados victoriosos”. Si tenemos en cuenta: primero, que
una auténtica defensa de los intereses vitales alemanes en el futuro no
puede lograrse mediante una inadecuada Reichswehr alemana, sino solo
mediante un ejército popular alemán; segundo, que la formación de un
ejército popular alemán es imposible mientras no se afloje la actual política
exterior mundial de estrangulamiento de Alemania, y tercero, que un
cambio en los obstáculos que pone esa política exterior a la organización de
un ejército nacional parece posible tan solo si una nueva organización no se
considera como una amenaza; si se tiene en cuenta todo esto, el siguiente
hecho se evidencia respecto a una posible política exterior alemana en la
época presente:
En ninguna circunstancia debe ver la Alemania de hoy su política
exterior en términos de una política formal de fronteras. En cuanto exponga
el principio de la restauración de las fronteras del año 1914 como la meta de
su política exterior, Alemania se verá cercada por una cerrada falange de sus
antiguos enemigos. Por otra parte, está excluida de toda posibilidad de crear
otro ejército que sirva mejor nuestros intereses y que no sea aquel cuya
forma definida quedó determinada en el tratado de paz. De aquí que el
lema, en política exterior, de la restauración de las fronteras se haya
convertido en una mera frase, ya que la falta de la fuerza necesaria para ello
impedirá siempre su realización.
Es característico que sea precisamente la llamada burguesía alemana,
encabezada una vez más por las ligas patrióticas, la que se haya aferrado a
este objetivo de política exterior tan extremadamente estúpido. Saben que
Alemania es impotente; saben que, además de nuestra decadencia interna,
se necesitarían medios militares para la restauración de nuestras fronteras;
saben que no poseemos esos medios, como consecuencia del tratado de paz,
y saben, en fin, que no podemos adquirirlos, a causa del sólido frente que
forman nuestros enemigos. Sin embargo, proclaman una consigna de
política exterior que precisamente por su carácter esencial aleja para
siempre la posibilidad de lograr los medios que serían necesarios para llevar
la consigna a la práctica.
Esto es lo que se llama arte de gobierno burgués. En los frutos que
tenemos a la vista se exhibe el inconfundible espíritu que lo domina.
La Prusia de otros tiempos necesitó solo siete años, de 1806 a 1813, para
su resurrección. En un plazo igual el arte de gobierno burgués, en unión con
el marxismo, ha llevado a Alemania a Locarno. Esto es un gran éxito a los
ojos del actual Bismarck burgués, el señor Stresemann, porque muestra lo
que a este político le ha sido posible conseguir. Y la política es el arte de lo
posible. Si Bismarck hubiese imaginado alguna vez que el destino lo
condenaría a apoyar con esa frase las cualidades de estadista del señor
Stresemann, seguramente habría omitido la expresión, o en una breve nota
habría negado al señor Stresemann el derecho a referirse a ella.
Así, la consigna de la restauración de las fronteras alemanas, como
objetivo para el futuro, es doblemente estúpida y peligrosa, porque, en
realidad, no contiene ninguna aspiración útil por la que valga la pena luchar.
Las fronteras alemanas del año 1914 presentaban algo incompleto,
exactamente igual que las fronteras de todos los pueblos fueron incompletas
en todos los tiempos. La distribución territorial del mundo en un momento
dado es el resultado momentáneo de una lucha y un desarrollo que de
ninguna manera han llegado a su fin, sino que claramente continúan
avanzando. Es estúpido tomar la frontera de cualquier año en la historia de
una nación y fijarla, sin más ni más, como una aspiración política. Podemos
escoger para este fin la frontera del año 1648 o la de 1312, etc., lo mismo
que la de 1914. Y más si tenemos en cuenta que la frontera del año 1914 no
era satisfactoria en un sentido nacional, militar ni geopolítico. Era solo una
situación momentánea en la lucha de nuestro pueblo por la vida. Aunque la
Guerra Mundial no se hubiese producido, esa lucha no habría terminado en
1914.
Si el pueblo alemán hubiese conseguido el restablecimiento de las
fronteras del año 1914, no por eso habrían sido menos vanos los sacrificios
de la Guerra Mundial. Pero, por otra parte, no habría la menor ganancia
para el futuro de nuestro pueblo en semejante restauración. Esta política
fronteriza puramente formal de nuestra burguesía nacional es tan
insatisfactoria en su posible resultado definitivo, como inadmisible por lo
peligrosa. En realidad, ni siquiera necesita ampararse en la cita del arte de
lo posible, porque es, sobre todo, una frase teórica que parece apropiada
para destruir toda posibilidad práctica.
En verdad, semejante aspiración en la política exterior tampoco puede
resistir un auténtico examen crítico. De aquí que se hagan intentos para
fundamentarla menos en razones lógicas que en razones de “honor
nacional”.
El honor nacional exige que restauremos las fronteras del año 1914. Este
es el tenor de las discusiones en las veladas cerveceras que los
representantes del honor nacional celebran por todas partes.
Ante todo, el honor nacional nada tiene que ver con la obligación de
conducir una política exterior estúpida e irrealizable. Pues el resultado de
una mala política exterior puede ser la pérdida de la libertad de un pueblo,
cuya consecuencia es la esclavitud, lo que ciertamente no puede
considerarse como un elemento del honor nacional. Desde luego, bajo la
opresión puede conservarse cierto grado de dignidad nacional y de honor,
pero eso no se manifiesta vociferando ni haciendo frases de exaltación
nacional, sino que, por el contrario, la expresión se encuentra en el decoro
con que un pueblo soporta su destino.
Que no se hable en la actual Alemania de honor nacional, que nadie
trate de ganar prestigio defendiendo el honor nacional con ladridos
retóricos. No; esto no puede hacerse por la sencilla razón de que ese honor
no existe. Y no ha dejado de existir, en modo alguno, porque perdiéramos la
guerra, o porque los franceses ocuparan Alsacia-Lorena, o los polacos
robaran la Alta Silesia, o los italianos tomasen el Tirol del sur.
No, el honor nacional no existe ya porque el pueblo alemán, en la hora
más difícil de su lucha por la vida, expuso una absoluta falta de carácter, un
servilismo desvergonzado y una adulación tan canina y rastrera, que solo
puede calificarse de impúdica. No existe tal honor porque nosotros mismos
nos sometimos miserablemente sin estar obligados a ello; porque los
dirigentes de este pueblo, obrando contra la eterna verdad histórica y
nuestro propio conocimiento, asumieron la culpa de la guerra y gravaron a
nuestro pueblo con esa carga; porque no hubo ninguna opresión del
enemigo que no encontrase entre nuestro pueblo miles de criaturas como
ayudantes voluntarios; porque no faltaron los que desvergonzadamente
envilecieron la época de las grandes hazañas de nuestro pueblo, escupieron
a la bandera más gloriosa de todos los tiempos, la cubrieron de suciedad,
arrancaron las escarapelas de los soldados que volvían a casa y ante los que
había temblado el mundo, arrojaron a la bandera puñados de excremento,
arrancaron cintas y bandas de honor y degradaron de mil maneras incluso el
recuerdo del período más grandioso de Alemania.
Ningún enemigo ha envilecido tanto al ejército alemán como los
representantes del crimen de noviembre. Ningún enemigo ha discutido y
calumniado tanto la grandeza de los comandantes del ejército alemán como
los canallescos representantes de la nueva idea de gobierno. Y ¿qué fue más
deshonroso para nuestro pueblo: la ocupación de regiones alemanas por el
enemigo o la cobardía con que nuestra burguesía entregó al Imperio alemán
a una organización de proxenetas, rateros, desertores, traficantes del
mercado negro y periodistas de alquiler? Que no hablen estos señores del
honor alemán mientras están encorvados bajo el gobierno del deshonor. No
tienen ningún derecho a querer conducir la política exterior en nombre del
honor nacional cuando la política interior está caracterizada por la más
antinacionalista desvergüenza que haya afligido nunca a un gran pueblo.
Quienquiera que desee actuar hoy en nombre del honor alemán debe
declarar antes una guerra sin cuartel contra los infernales mancilladores del
honor alemán, que no son los enemigos de antaño, sino los representantes
del crimen de noviembre, esa colección de marxistas, pacifistas
democráticos, traidores a su patria y destructores del país, que empujaron a
nuestro pueblo a su actual estado de impotencia.
Despotricar contra los antiguos enemigos en nombre del honor nacional
y reconocer a los desvergonzados aliados de tales enemigos como los
gobernantes del país, es algo que cuadra con la dignidad de la llamada
burguesía nacional de estos tiempos.
Confieso francamente que podría reconciliarme con cualquiera de los
antiguos enemigos, pero que mi odio a los que traicionaron a nuestro propio
pueblo dentro de nuestras filas es y sigue siendo irreconciliable.
Lo que el enemigo nos hizo es doloroso y profundamente humillante
para nosotros, pero la injusticia cometida por los hombres del crimen de
noviembre es la acción más baja, el crimen más deshonroso de todos los
tiempos. Al esforzarme en producir una situación en la que semejantes
criaturas sean algún día llamadas a rendir cuentas contribuyo a reparar el
honor alemán.
Pero tengo que rechazar la idea de que cualquier móvil que no sea el de
la responsabilidad de asegurar la libertad y el futuro de nuestro pueblo
pueda ser una norma para el establecimiento de la política exterior.
Toda la insensatez de la política fronteriza de los burgueses patriótico-
nacionales se muestra con el examen de la siguiente consideración:
Si la confesión de considerar el alemán como lengua madre se toma
como base, la nación alemana comprende ...
[De esta cifra, ... millones están en la madre patria]. [Nota 1: Como en
muchas otras partes del documento, la cifra debía añadirse más tarde. En
1928, era algo más de 63 millones. Nota 2: Estas son las últimas palabras de
la página 124 del original: más de la mitad de la hoja está en blanco.
Probablemente, Hitler continuó el dictado tras una breve interrupción y
luego sustituyó las palabras entre corchetes en esta hoja por las primeras de
la página 125 del original].
CAPÍTULO IX
Por consiguiente, de todos los alemanes que hay en el mundo, solo ...
millones están dentro del actual territorio del Imperio, que representan el …
por ciento del total de nuestro pueblo. De los alemanes no unidos con la
madre patria, como consecuencia de las circunstancias, hay que considerar
a los siguientes como camaradas nacionales condenados a una gradual
pérdida, [Nota: En este punto se dejaron diez líneas en blanco en el
original]
o sea, que aproximadamente un número total de … millones de alemanes se
encuentran en una situación que, según todas las probabilidades humanas,
causará un día su desgermanización. Pero en ningún caso podrán tomar
parte en lo sucesivo en la lucha por el destino de la madre patria de un
modo decisivo, y tampoco podrán participar en el desarrollo cultural de su
pueblo. Nada de lo que el elemento alemán realice individualmente en
Norteamérica redundará en beneficio del pueblo alemán, sino que se
incluirá en la edificación cultural de la Unión Americana. De aquí que, bien
mirado, los alemanes sean solamente los fertilizadores culturales de otros
pueblos. En términos generales, no pocas veces ha de adscribirse la
grandeza de estas naciones al alto porcentaje de contribuciones y logros
alemanes. Puesto que tenemos a la vista el volumen de esta pérdida
constante de gente, nos es fácil advertir la escasa importancia de la política
de fronteras promovida por el mundo burgués.
Incluso en el caso de que la política exterior alemana restaurase las
fronteras del año 1914, el porcentaje de alemanes que vivirían dentro del
territorio del imperio, esto es, pertenecientes a nuestra nación, subiría a solo
del … al … por ciento. Así, la posibilidad de aumentar este porcentaje
considerablemente apenas merece tratarse.
No obstante, si el elemento alemán en el extranjero quiere permanecer
fiel a la nación, esto al principio puede ser solamente una cuestión de
lealtad cultural y de lenguaje, pero cuanto más se eleva a un sentimiento
conscientemente manifestado de pertenencia, más honra a la madre patria,
eleva el honor de la nación alemana y realza el nombre alemán por la
dignidad de sus representantes.
Así, cuanto más transmita Alemania como imperio un signo de la
grandeza del pueblo alemán al mundo, más el elemento alemán, en
definitiva perdido para el estado, recibirá —al menos— un estímulo para
enorgullecerse de pertenecer espiritualmente a este pueblo. Por el contrario,
cuanto más pobremente atienda la madre patria a sus propios intereses y,
por consiguiente, transmita una mala impresión al extranjero, más
débilmente se sentirá el orgullo de pertenecer a semejante pueblo.
Como el pueblo alemán no está formado por judíos, el elemento alemán,
especialmente en los países anglosajones, a pesar de todo y
desgraciadamente, se irá anglicizando cada vez más, y es de presumir que
terminará por perderse para nuestro pueblo, tanto espiritual como
ideológicamente, de la misma manera que ya se ha perdido su rendimiento
laboral práctico para nuestro pueblo.
En lo concerniente al destino de aquellos alemanes que fueron
arrancados de la nación alemana por los acontecimientos de la Guerra
Mundial y el tratado de paz, no hay duda de que su suerte y su futuro
dependen de la recuperación del poder político de la madre patria.
Los territorios perdidos no se recuperan mediante acciones de protesta,
sino por una espada victoriosa. Por eso, quienquiera que hoy día desee la
liberación de cualquier territorio en nombre del honor nacional, debe estar
dispuesto a empeñarse, con hierro y sangre, en la liberación; de lo contrario,
mejor será que tales charlatanes tengan la boca cerrada. En este caso, desde
luego, se impone el deber de considerar también cuidadosamente si
poseemos la fuerza necesaria para desarrollar semejante lucha; en segundo,
si la sangre que se arriesgue puede conducir al éxito apetecido, y, en tercero,
si el triunfo que se consiga compensará la sangre que se haya de derramar.
Protesto solemnemente contra la pretensión de que existe un deber de
honor nacional que puede obligarnos a llevar a dos millones de hombres a
morir en el campo de batalla con objeto de que, con el resultado más
favorable, podamos añadir un total de un cuarto de millón de hombres,
mujeres y niños a nuestros censos [Nota: Hitler se refiere aquí al Tirol del
Sur]. No es el honor nacional lo que se pone de manifiesto aquí, sino más
bien una falta de principios o una locura. Y no es ningún honor nacional
para un pueblo estar gobernado por locos.
Ciertamente, un gran pueblo debería proteger incluso a su último
ciudadano con la acción colectiva. Pero es un error imputar este deber al
sentimiento y al honor, más que, principalmente, a una penetración sagaz y
a la experiencia humana. Cuando una nación tolera una injusticia que se
perpetra contra alguno de sus ciudadanos, esa tolerancia, lenta pero
crecientemente, va debilitando su propia posición, puesto que solo sirve
para el fortalecimiento interno de un enemigo de ideas agresivas, lo mismo
que va corroyendo la confianza en la fuerza del propio estado.
Todos sabemos sobradamente cuáles son las consecuencias históricas de
una constante indulgencia en las cosas pequeñas; con mucho más motivo se
sabe que hay que contar con las consecuencias forzosas en las cosas
grandes. De aquí que la jefatura de un estado solícito prefiera con mucho
atender a los intereses de sus ciudadanos en las cosas pequeñas, ya que, con
ello, el riesgo de su propia gestión se reduce tanto como aumenta el riesgo
del adversario.
Si hoy día se comete en cualquier estado una injusticia contra un
ciudadano inglés, e Inglaterra decide defender a su ciudadano, el peligro de
verse envuelta en una guerra a causa de este único inglés, no es mayor para
Inglaterra que para el estado que perpetra la injusticia. De aquí que la
acción firme de un gobierno respetado como tal, en defensa de una sola
persona, no sea en modo alguno un riesgo insoportable, puesto que el otro
estado también tendrá muy poco interés en iniciar una guerra solo por una
insignificante injustica que pueda habérsele infligido a una única persona.
Sobre la base de este conocimiento y la aplicación milenaria de este
principio que induce a un estado poderoso a tomar bajo su protección a
cualquier ciudadano y defenderlo con todas sus fuerzas, se ha establecido
una concepción general del honor.
Por otra parte, a causa de la naturaleza de la hegemonía europea, en el
curso del tiempo se ha adquirido cierta práctica para demostrar esta
concepción del honor con ejemplos más o menos burdos, ya para elevar el
prestigio de estados europeos, ya para dar a la cuestión cierta estabilidad.
Tan pronto como se alegaba, o se fingía, una injusticia cometida contra un
francés o un inglés en ciertos países, débiles y menos poderosos
militarmente que el ofendido, se emprendía la defensa de ese súbdito con la
fuerza armada. Para ello, un par de barcos de guerra realizaban una
demostración militar que, en el peor de los casos, eran prácticas de tiro con
proyectiles reales, o se desembarcaban fuerzas expedicionarias de un
género o de otro para dar una lección a la potencia que merecía el castigo.
No pocas veces todo esto era producto del deseo de tener una excusa para la
intervención.
Probablemente, nunca se les ocurriría a los ingleses ni siquiera cruzar
una nota con Norteamérica a causa de un incidente trivial por el que
tomarían, en cambio, sangrienta venganza contra Liberia.
Así, cuanto más se emprende en un estado fuerte la defensa de un
ciudadano por motivos de puro trámite y apelando a todos los medios
menos puede el Imperio alemán, completamente indefenso e impotente,
esperar poder dar un paso en política exterior basándose en motivos del
llamado honor nacional, paso que forzosamente tendría que conducir,
después de todo, a la destrucción de sus últimas perspectivas para el futuro.
Pues si el pueblo alemán justifica su presente política de fronteras,
patrocinada por los llamados círculos nacionales, con la necesidad de
defender el honor alemán, el resultado no será la redención del honor
alemán, sino la perpetuación del deshonor alemán. Dicho de otro modo, no
es ninguna deshonra haber perdido territorios, pero sí que lo es realizar una
política que, necesariamente, tiene que conducir a la completa esclavización
del propio pueblo. Y obran así, solo con objeto de poder entregarse a
charlas jactanciosas para eludir la acción.
Porque en todo esto no hay sino hueca palabrería. Si realmente se desea
establecer una política que tenga como meta el honor nacional, se debe, por
lo menos, confiar esta política a personas dignas de estimación según todas
las nociones comunes sobre el honor. Pero mientras la política interna
alemana y la política exterior estén conducidas por fuerzas que, con cínicas
sonrisas, proclaman en el Parlamento que para ellas no existe ninguna patria
llamada Alemania, la primera tarea de estos héroes nacionales burgueses,
traficantes de frases patrióticas, debería ser, sencillamente, asegurar el más
simple reconocimiento de la idea de honor nacional en Alemania, mediante
su política interior. ¿Por qué no lo hacen? ¿Por qué, por el contrario, se
alían con traidores declarados del país, a expensas del llamado honor
nacional? Porque de otra manera sería necesaria una lucha difícil cuyo
resultado ven con poca confianza y que, en verdad, podría llevar a la
destrucción de la propia existencia de estos burgueses. Ni que decir tiene
que su vida es para ellos más sagrada que la defensa del honor nacional
dentro del país. Sin embargo, arriesgan alegremente la existencia futura de
la nación por un par de frases.
La política nacional de fronteras resulta más que insensta si miramos
más allá de las aflicciones y tareas del presente y vemos la necesidad de ir
formando una vida para nuestro pueblo en el futuro.
De aquí que la política de fronteras de los círculos de nuestra patria
burgués-patriótica, que exige los mayores sacrificios de sangre y contiene,
sin embargo, las más pequeñas perspectivas para el futuro de nuestro
pueblo, sea especialmente insensata.
La nación alemana está hoy en una posición peor que en los años de la
paz [Nota: Hitler se refiere a los años anteriores a 1914] para nutrirse a sí
misma con el producto de su propio territorio. Ninguno de los intentos —
intensificación del rendimiento de la tierra, cultivos de los últimos terrenos
abandonados— encaminados a obtener un aumento en la producción
alemana de comestibles ha permitido a nuestro pueblo alimentarse de su
propio suelo. En verdad, la masa popular que vive ahora en Alemania no
puede ya nutrirse con el rendimiento de nuestra tierra.
Por otra parte, los posteriores incrementos de esta producción no se
aplicarían al crecimiento de nuestra población, sino que se emplearían
íntegramente en satisfacer el aumento de las necesidades generales de vida
de los individuos. Se ha creado aquí un modelo de nivel de vida que
primordialmente está determinado por un conocimiento de las condiciones
de vida reinantes en la Unión Americana.
Lo mismo que las necesidades vitales de los pueblos suben como
resultado del lento despertar de la conciencia y de la influencia de la vida en
las grandes ciudades, las necesidades vitales de naciones enteras aumentan
bajo la influencia de la vida de naciones más ricas y mejor situadas. No
pocas veces el nivel de vida de un pueblo que treinta años atrás habría
parecido máximo, se considera inadecuado simplemente por la razón de que
en el curso de esos treinta años se ha tenido conocimiento del nivel de vida
de otro pueblo. Del mismo modo la generalidad de los hombres, incluso los
de las esferas más bajas, mira como naturales comodidades que hace
ochenta años habrían parecido lujos inauditos incluso para las clases
superiores.
Cuanto más se acorta el espacio por obra de la tecnología moderna y
especialmente de los medios de comunicación, las naciones se unen más
estrechamente, sus mutuas relaciones se hacen más intensas y las
condiciones de vida de cada una de ellas van dejando sus huellas en las
demás, de modo que tratan de nivelarse unas con otras. Es una opinión
errónea la de que a un pueblo de determinada capacidad cultural, y, además,
de verdadera importancia cultural, se le puede mantener mucho tiempo
sujeto a un nivel de vida, aunque sea válido en general, mediante una
apelación a hechos perceptibles o incluso a ideales.
Especialmente las grandes masas no muestran ninguna comprensión
acerca de este punto. Perciben la carencia y gruñen contra los que, en su
opinión, son responsables de ella —lo que es peligroso, al menos en los
estados democráticos, puesto que así se alimenta el depósito para todos los
intentos de subversión revolucionaria—, o bien tratan de llevar a cabo una
rectificación como la conciben y brota de su discernimiento y con arreglo a
las medidas tomadas por las propias masas. Entonces empieza la lucha
contra el niño. Estas personas quieren vivir como los demás, y no pueden.
Es natural que se responsabilice de la escasez el tener familias numerosas,
para finalmente no solo dejar de sentir el gozo por tener niños, sino que se
intenta limitarlos como un mal molesto.
Por eso es erróneo creer que el pueblo alemán podrá conseguir un
aumento en su población mediante un aumento en su producción agrícola
interna. En el más favorable de los casos, el resultado final de tal aumento
es solo la satisfacción de las incrementadas exigencias de vida. Pero como
el incremento de estas exigencias de vida depende del nivel de vida de otras
naciones que se hallan en una relación mucho más favorable de la
población con la tierra, estas otras naciones estarán también en el futuro
mucho más adelantadas en su equipamiento vital. Consiguientemente, este
estímulo no cesará nunca y, o bien un día surgirá una brecha entre el nivel
de vida de aquellos pueblos y el de los pobremente dotados de tierra, o los
últimos se verán obligados, o creerán verse obligados a reducir su número
aún más.
Las perspectivas del pueblo alemán son desoladoras. Ni el presente
espacio vital ni el que se podría conseguir con la restauración de las
fronteras de 1914 nos permitiría llevar una vida análoga a la del pueblo
estadounidense. Para lograr esto, o bien el territorio de nuestro pueblo habrá
de ensancharse considerablemente, o bien la economía alemana tendrá que
lanzarse de nuevo por caminos que conoce desde el período de preguerra.
El poder es necesario en ambos casos, ante todo para restaurar la fuerza
interna de nuestro pueblo, y luego para montar militarmenta esta fuerza.
La Alemania nacional de nuestros días, que ve el coronamiento de su
tarea nacional en su limitada política de fronteras, no puede engañarse a sí
misma opinando que el problema de la alimentación de la nación se
resolverá, ni remotamente, de ese modo. Pues incluso el más rotundo éxito
de esta política de restauración de las fronteras de 1914 solo traería consigo
una renovación de la situación económica de aquel año. En otras palabras,
la cuestión de la alimentación que entonces, como ahora, estaba
completamente sin resolver, nos empujará imperiosamente por los caminos
de la economía mundial, es decir, de la exportación mundial.
A decir verdad, la burguesía alemana, y las llamadas ligas nacionales
con ella, piensan solamente en términos económico-políticos. Producción,
exportación e importación son las palabras mágicas con que hacen juegos
de manos y de las que esperan la salvación del país en el futuro. Se espera
elevar la capacidad de exportación mediante un incremento en la
producción, y así poder surtirse debidamente de los artículos que hay que
importar. Pero se olvida por completo que para Alemania este problema,
como ya se ha dicho y repetido, no es en absoluto un problema de aumento
de producción, sino más bien una cuestión de posibilidades de venta; y que
las dificultades de exportación no se subsanarían en modo alguno mediante
una reducción de los costes de la producción alemana como nuestros genios
burgueses suponen.
Porque, además de que esto solo es posible parcialmente a consecuencia
de nuestro limitado mercado interior, si para que las mercancías de
exportación alemanas puedan competir con otras se rebajan los costes de
producción —por ejemplo, mediante el desmantelamiento de nuestra
legislación social e impuestos y cargas que llegan aparejados— eso solo
conseguiría llevarnos al punto en que llegamos el 4 de agosto de 1914. Es
muy propio de la increíble ingenuidad del grupo burgués-nacional creer que
Inglaterra podría tolerar una competencia alemana que fuera peligrosa para
ella. Sin embargo, estas personas saben muy bien, y no cesan de repetirlo,
que Alemania no quería la guerra en 1914, que se vio arrastrada a ella y que
Inglaterra, por pura envidia, reunió a los antiguos enemigos de nuestro país
y los lanzó contra nosotros.
Hoy, sin embargo, estos incorregibles soñadores económicos se
imaginan que Inglaterra, después de haber arriesgado toda la existencia de
su imperio mundial en una monstruosa guerra de cuatro años y medio, en la
que, además, salió victoriosa, va ahora a adoptar ante la competencia
alemana una actitud diferente a la que adoptó entonces. ¡Como si para
Inglaterra fuera todo esto una competición deportiva! No. Antes de la
guerra, Inglaterra había tratado durante decenios de romper la amenazadora
competencia económica alemana, el creciente comercio marítimo alemán,
etc., con contramedidas económicas. Solo cuando no pudo menos de
comprender que tales contramedidas no tendrían éxito, y cuando, por el
contrario, Alemania, al construir su marina de guerra, evidenció que estaba
decidida a desarrollar su guerra económica hasta lograr la conquista
pacífica del mundo, recurrió Inglaterra a la violencia. Y ahora, después de la
victoria inglesa, los pacifistas creen que pueden repetir el juego, a pesar de
que, para colmo de desdichas, Alemania no está hoy en absoluto en
situación de arrojar ningún factor de poderío en la balanza, precisamente
debido a su equivocada política interior y exterior.
El intento de restaurar el sostenimiento de nuestro pueblo y poder
mantenerlo con el incremento de nuestra producción y la reducción del
coste de los artículos, fracasará en definitiva, ya que no podemos afrontar la
consecuencia final de esta lucha porque carecemos de potencia militar. Así,
el final sería un colapso de la alimentación del pueblo alemán y de todas las
esperanzas aparejadas a este.
Y eso dejando enteramente a un lado el hecho de que la Unión
Americana está emergiendo en todos los campos como el más duro
competidor de las naciones europeas, y, como todos los países exportadores,
lucha por la conquista de los mercados mundiales. La extensión y la riqueza
de su mercado doméstico le permite alcanzar cifras de producción y por
tanto instalaciones de producción que reducen el coste de manufactura hasta
el extremo de que, a pesar de los crecidos salarios, no parece posible vender
a precios más bajos que ella.
En este aspecto, el desarrollo de la industria automovilística puede
considerarse un ejemplo aleccionador, no solo porque nosotros los
alemanes, por ejemplo, a pesar de nuestros salarios irrisorios, no estamos en
situación, ni siquiera parcialmente, de exportar con éxito frente a la
competencia estadounidense, sino también porque tenemos que contemplar
cómo los coches estadounidenses van invadiendo de un modo alarmante
incluso nuestro propio país. Esto es solo posible porque en los Estados
Unidos la extensión de su mercado doméstico, su gran poder de compra y
su riqueza en materias primas garantizan a la industria automovilística
estadounidense tales cifras de ventas en el interior, que por sí solas permiten
métodos de fabricación que en Europa serían imposibles a causa de la falta
de este potencial de ventas domésticas. Todo ello explica la enorme
capacidad de exportación de la industria estadounidense del automóvil.
Así surge una cuestión de importancia inconmensurable para el futuro:
la motorización general del mundo. Pues la sustitución de la potencia
animal y humana por motores está solo en los comienzos de un desarrollo
cuyo final no puede preverse en absoluto hoy día. De todas formas, para la
Unión Americana, la moderna industria automovilística está en conjunto a
la vanguardia de todas las demás industrias.
Sin embargo, en muchos otros ámbitos, aquel continente aparecerá cada
vez más como factor económico de forma agresiva y, por tanto, contribuirá
a endurecer la lucha por los mercados de venta. De un examen de todos los
factores económicos, especialmente el de la limitación de nuestras materias
primas y la consiguiente y peligrosa dependencia de otros países, el
porvenir de Alemania tiene forzosamente que aparecer sombrío y triste en
extremo.
Pero aunque llegase a superar todas sus dificultades económicas,
Alemania seguiría en la misma situación en que se encontraba el 4 de
agosto de 1914. La decisión definitiva en la lucha por el mercado mundial
radica en el poder y no en la economía.
Pero ha sido una maldición para nosotros que, incluso en tiempos de
paz, gran parte de la burguesía nacional estuviera, precisamente, imbuida
por la idea de que se puede renunciar al uso de la fuerza mediante una
política económica. Hoy día también hay que buscar a los representantes
principales de esa idea en los círculos más o menos pacifistas que, como
adversarios y enemigos de todas las virtudes heroicas y populares, se
alegrarían de ver en la economía una fuerza conservadora de un estado, e
incluso una fuerza formadora de un estado.
Pero cuanto más acepte un pueblo la creencia de que puede mantener su
vida solo mediante una pacífica actividad económica, más llamada al
colapso estará su economía. Pues, en definitiva, la economía, como asunto
puramente secundario en la vida de los pueblos, está ligada a la existencia
primaria de un estado fuerte. La espada ha de posicionarse frente al arado, y
el ejército frente a la economía.
Si se cree que Alemania puede renunciar a esto, la alimentación de
nuestro pueblo naufragará.
Tan pronto como un pueblo impregna su vida del pensamiento de que
puede hallar su subsistencia diaria exclusivamente mediante la actividad
económica pacífica, piensa muy poco en recurrir a una solución violenta en
el caso de que ese intento fracase. Por el contrario, pondrá mucho más
empeño en tomar el camino más fácil para superar el fracaso de la
economía sin tener que arriesgar su sangre. A decir verdad, Alemania se
encuentra ya en esta situación. La emigración y el control de nacimientos
son las medicinas que para la salvación de nuestro país nos recomiendan los
representantes de la política económica pacifista y los de la concepción
marxista del estado.
La consecuencia de seguir tales consejos será fatídica para Alemania
como no lo sería para ningún otro país. Alemania está integrada racialmente
por tantos elementos desiguales, que una emigración continua forzosamente
habrá de apartar de nuestro pueblo a las personas que tienen mayor
capacidad de resistencia, más intrepidez y más resolución. Estas, como los
vikingos en otros tiempos, serán hoy las portadoras de la sangre nórdica en
sus venas.
Esta lenta disminución del elemento nórdico da lugar a una pérdida del
valor general de nuestra raza y, por lo tanto, a una debilitación de nuestras
fuerzas productivas técnicas, culturales y también cívico-políticas. Las
consecuencias de semejante debilitación serán especialmente graves para el
futuro, porque ha aparecido como actor dinámico en la historia del mundo
un nuevo estado que, como es propio de las colonias europeas, ha recibido
durante siglos las mejores fuerzas nórdicas de Europa por el camino de la
emigración, y esas fuerzas, ayudadas por la comunidad de su sangre de
origen, han construido una comunidad nueva y lozana del más alto valor
racial.
No es ninguna casualidad que la Unión Americana sea el estado en que
actualmente se llevan a cabo muchos más inventos que en ningún otro país,
y algunos de ellos de una increíble audacia. Los estadounidenses, pueblo
joven, racialmente selecto, rivalizan con una vieja Europa que no ha cesado
de perder su mejor sangre en guerras y emigraciones. Del mismo modo que
no se puede equiparar el trabajo de un millar de levantinos degenerados de
Europa —de Creta, por ejemplo—, con el de un millar de alemanes o
ingleses, más valiosos racialmente, no se puede comparar el rendimiento de
un millar de europeos racialmente dudosos con la capacidad de un millar de
estadounidenses de alto valor racial.
Solo una política racial y popular consciente podría salvar a las naciones
europeas de perder la ley de la acción frente a los Estados Unidos por efecto
del valor inferior de los pueblos europeos respecto al pueblo
estadounidense. Pero si, en vez de adoptar tal política, el pueblo alemán
bastardea sistemáticamente el material humano con elementos judíos que
rebajan su valor racial y permite, además, que sus mejores portadores de
sangre le sean arrebatados por continuas emigraciones de cientos y cientos
de miles de individuos, lentamente descenderá al nivel de una raza inferior
y después al de un pueblo incompetente y sin valor alguno.
El peligro es especialmente considerable desde que, a causa de nuestra
completa indiferencia, la Unión Americana misma, inspirada por las
enseñanzas de sus propios etnólogos, ha establecido normas especiales para
la inmigración. Al condicionar la entrada en el suelo estadounidense a
determinados requisitos raciales, así como a una cierta salud física del
individuo, en realidad, el desangramiento de Europa de su mejor gente se
está regulando de manera legal. Esto es algo que nuestro mundo nacional
burgués y sus políticos economistas, o no ven o no quieren ver, porque les
resulta desagradable y porque es mucho más cómodo pasar por encima de
todo esto como sobre ascuas con unas cuantas frases nacionales de tipo
general.
A este descenso del valor general de nuestro pueblo, impuesto por la
emigración forzosa como resultado de nuestra política económica, viene a
sumarse el control de nacimientos como una segunda desventaja. Ya he
descrito las consecuencias de la lucha contra los hijos. Tales consecuencias
consisten en una reducción del número de individuos que se traen al mundo,
de modo que no se puede efectuar una selección posterior. Por el contrario,
las personas se esfuerzan en que todos los que nacen conserven la vida, sea
cual fuere su valor. Pero como la capacidad, la energía y otros elementos
similares no son cualidades necesariamente adscritas al primogénito, sino
que se manifiestan en el curso de la lucha por la vida, la posibilidad de una
selección de acuerdo con tales elementos es imposible. Así se empobrecen
los pueblos en talentos y energías.
Por otra parte, esto resulta especialmente perjudicial en los países en que
la desemejanza de elementos raciales básicos existe incluso dentro de las
familias. Porque, de acuerdo con la teoría mendeliana de la herencia, en
cada familia se produce una separación de los hijos que puede en parte
atribuirse al elemento racial de la madre y en parte al del padre. Y si estos
valores raciales son de importancia diferente para un pueblo, también el
valor de los niños de una familia será distinto por motivos raciales. Puesto
que el primogénito no tiene, en modo alguno, por qué crecer de acuerdo con
las partes racialmente valiosas de ambos padres, a la nación le interesa que,
por lo menos, la lucha por la vida escoja entre el total de hijos a los más
valiosos y los conserve para el país y que así se beneficiará del rendimiento
de esos individuos racialmente valiosos.
Pero si el hombre mismo impide la procreación de un número mayor de
hijos y se limita al primogénito o, a lo sumo, al segundogénito, se empeñará
en preservar especialmente estos elementos racialmente inferiores de la
nación, aunque no posean las características más valiosas. De esta manera,
pone obstáculos artificialmente al proceso de selección de la naturaleza, lo
impide, y con ello ayuda a empobrecer a una nación en personalidades
poderosas; destruye el valor máximo de un pueblo.
El pueblo alemán, que, como tal, no tiene el valor medio, por ejemplo,
del inglés, depende de un modo especial de los valores de la personalidad.
Los extremos extraordinarios que podemos observar por doquier en nuestro
pueblo, son solo las consecuencias de nuestra división sanguínea en
elementos raciales individuales superiores e inferiores. En general, el inglés
tiene un término medio mejor. Quizá nunca llegue a las nocivas bajezas de
nuestro pueblo, pero tampoco llegará nunca a sus brillantes alturas. Por
tanto, su vida se moverá a lo largo de una línea más intermedia y estará
llena de una constancia mayor.
En contraste, la vida alemana es en todo infinitamente inestable y
agitada y adquiere su importancia solamente con sus logros
extraordinariamente elevados, logros con los que nos hacemos perdonar los
aspectos criticables de nuestra nación. Pero una vez que los autores de estos
logros hayan sido eliminados por procedimientos artificiales, tales
consecuciones cesarán. Entonces, nuestro pueblo irá hacia una debilitación
permanente de sus valores de personalidad y, por tanto, hacia una reducción
de todas su importancia cultural y espiritual.
Si esta situación continuara durante varios cientos de años, el pueblo
alemán se vería, por lo menos, tan debilitado en su importancia general, que
ya no podría aspirar en modo alguno a que se le considerase como un
pueblo de relevancia mundial. Desde luego, no estaría ya en situación de
poder seguir el ritmo de las hazañas del pueblo estadounidense,
conserablemente más sano y más joven. Entonces, por gran número de
causas, nosotros mismos experimentaríamos lo que observamos en el
desarrollo histórico de no pocos pueblos culturales de la antigüedad.
Por sus vicios y su insensatez, el portador de la sangre nórdica, el
elemento más valioso racialmente de los portadores de cultura y fundadores
de estados, fue desapareciendo lentamente y dejó a sus espaldas un
batiburrillo humano de tan escasa importancia interna, que la ley de la
acción les fue arrebatada y pasó a otros pueblos más sanos y jóvenes.
Todo el sudeste de Europa y especialmente las culturas todavía más
antiguas del Asia Menor y de Persia, así como las de las tierras bajas de
Mesopotamia, suministran ejemplos clásicos del curso de este proceso.
Así, lo mismo que aquí la historia fue formada lentamente por los
pueblos occidentales, racialmente más valiosos, existe el peligro de que, al
ser Europa racialmente inferior, dé lugar de modo paulatino a que el pueblo
del continente norteamericano dé un nuevo rumbo al destino del mundo.
Que este peligro amenaza a toda Europa, ya lo han advertido algunas
personas de nuestro tiempo, pero muy pocas de ellas quieren comprender lo
que significa para Alemania. Nuestro pueblo, si vive con la misma
despreocupación política en el porvenir que en el pasado, tendrá que
renunciar definitivamente a sus pretensiones de ser un país de importancia
mundial. En el aspecto racial, se irá atrofiando de un modo creciente hasta
que, al fin, se hunda en la degeneración y se convierta en bestiales glotones
que carecerán incluso del recuerdo de su pasada grandeza. Como estado en
el orden mundial futuro de los estados, será, en el mejor de los casos, lo que
Suiza y Holanda han sido en Europa hasta ahora.
Ese será el fin de la vida de un pueblo que ha protagonizado la historia
del mundo durante 2000 años.
Este destino no se puede modificar con estúpidas frases del
nacionalismo burgués cuya insensatez e inutilidad están ya demostradas por
el éxito que han tenido hasta ahora. Solo un nuevo movimiento de reforma,
que instaure un conocimiento consciente contra la despreocupación racial y
extraiga todas las conclusiones debidas de este conocimiento, puede todavía
apartar a nuestro pueblo del abismo.
Será tarea del movimiento socialista nacional llevar a ejecución,
mediante una política aplicada a la práctica, el conocimiento y los
descubrimientos científicos de una teoría de la raza, bien ya existente, bien
en curso de desarrollo, así como elaborar una historia del mundo clarificada
por esta teoría.
Como el destino económico de Alemania frente a Estados Unidos es
también el destino de otras naciones de Europa, se ha producido un nuevo
movimiento de crédulos seguidores, especialmente entre nuestro pueblo,
que quieren oponer una unión europea a la Unión Americana, con el objeto
de impedir la amenazadora hegemonía mundial del continente
norteamericano.
Para esta gente, el movimiento paneuropeo parece, al menos a primera
vista, estar rodeado de grandes atractivos. En realidad, si pudiéramos juzgar
la historia del mundo según puntos de vista económicos, ello podría ser
incluso pertinente. Para la mecánica de la historia y, por lo tanto, para la
mecánica política, dos son siempre más que uno. Pero son los valores, no
los números, los que deciden la vida de los pueblos. Que la Unión
Americana haya alcanzado la altura amenazadora a que se encuentra, no se
basa en el hecho de que … millones de personas formen un estado en aquel
territorio, sino en el hecho de que … kilómetros cuadrados del suelo más
fértil y más rico esté habitado por … millones de personas del más alto
valor racial. Que estas personas formen un estado a pesar de las grandes
dimensiones de su área vital, tiene una importancia máxima para las otras
partes del mundo, ya que con ello existe una organización abarcadora
gracias a la cual el valor individual racialmente condicionado de esas
personas puede encontrar un compacto despliegue de fuerzas colectivas
para librar la lucha por la vida.
Si esto no fuera correcto, si la importancia de la Unión Americana
consistiera solo en el número de habitantes, o en la extensión del territorio,
o en la relación que guarda este territorio con la población, Rusia sería
igualmente peligrosa para Europa. La Rusia de hoy alberga … millones de
habitantes en … millones de kilómetros cuadrados. Estos habitantes están
también comprendidos en una estructura estatal cuyo valor, considerado
tradicionalmente, debería ser incluso más alto que el de la Unión
Americana. Sin embargo, a nadie se le ocurrirá temer una hegemonía rusa
sobre el mundo por esta razón. No se concede al número de rusos un valor
esencial suficiente para que pueda convertirse en un peligro para la libertad
del mundo. Al menos nunca en el sentido de un dominio económico y
político-militar de otras partes del mundo, sino, todo lo más, en el sentido
de una inundación de bacilos de una enfermedad que por el momento tiene
su foco en Rusia.
Pero si la importancia de la amenazadora posición estadounidense de
hegemonía parece estar condicionada principalmente por el espacio vital de
que disfruta ese pueblo y la relación favorable entre población y suelo que
de ello resulta, esta hegemonía no será eliminada por una unificación
formal puramente numérica de las naciones europeas, mientras el valor
positivo de las mismas no sea más alto que el de la Unión Americana. De
otro modo, la Rusia actual aparecería forzosamente como un peligro mayor
que el de la Unión Americana, y aún lo parecería más China, que está
habitada por más de 400 millones de personas.
Así, en primer lugar y esencialmente, el movimiento paneuropeo
descansa sobre el error fundamental de que los valores humanos pueden
reemplazarse por el número de hombres. Se trata de una concepción
puramente mecánica de la historia, que evita explorar todas las fuerzas
formativas de la vida y, en cambio, ve en las mayorías numéricas tanto las
fuentes creativas de la cultura humana como los factores que forman la
historia. Esta concepción se aviene con la insensatez de nuestra democracia
occidental, así como con el cobarde pacifismo de nuestros altos círculos
económicos. Es obvio que se trata del ideal de todos los bastardos de valor
inferior y mestizos. Es lógico que el judío acoja con especial complacencia
semejante concepción, lógicamente perseguida, ya que conduce a la
confusión y al caos racial, a una bastardeamiento y negrificación de la
humanidad creadora de cultura y, con ello, en fin, a un descenso tal de su
valor racial, que el hebreo, que se ha mantenido al margen de ello, puede
alzarse lentamente para la dominación del mundo. Por lo menos, él se
imagina que en definitiva será capaz de ascender hasta convertirse en el
cerebro de esta humanidad que se ha hecho que pierda su valor.
Aparte este error básico del movimiento paneuropeo, incluso la idea de
una unificación de estados europeos forzada por una visión general que
emerge de una amenaza de miseria, es una puerilidad fantástica e
históricamente imposible. Con ello no quiero decir que tal unificación, bajo
un protectorado judío y un impulso judío, no fuera posible desde el
principio, sino solamente que los resultados no corresponderían a las
esperanzas con que se montara todo el escenario de semejante payasada.
Que nadie crea que esta coalición europea podría movilizar ninguna fuerza
capaz de manifestarse externamente.
Una vieja experiencia nos dice que las unificaciones de pueblos solo
pueden realizarse si se trata de pueblos racialmente equivalentes en valor y
emparentados, y si, además, su unificación se efectúa mediante un lento
proceso de lucha por la hegemonía. De esta manera, Roma subyugó
antiguamente a los estados latinos uno tras otro, hasta que, finalmente, su
fuerza le bastó para convertirse en el punto de cristalización de un imperio
mundial. Pero esta es igualmente la historia del nacimiento del imperio
mundial inglés. Así, además, puso fin Prusia al desmembramiento de
Alemania y solo de esta manera podría seguir un día una Europa capaz de
atender a los intereses de su población mediante un gobierno unánime.
Pero esto solo sería el resultado de una lucha de siglos, puesto que
habría que superar una cantidad infinita de viejas costumbres y tradiciones,
y tendría que materializarse una asimilación de pueblos que son en extremo
divergentes desde un punto de vista racial. La dificultad de dar un lenguaje
estatal unitario a semejante estructura solo podría resolverse igualmente en
un proceso de siglos.
Sin embargo, todo no sería la realización del curso presente de ideas
paneuropeas, sino más bien el triunfo en la lucha por la vida de la nación
más fuerte de Europa. Y lo que quedaría se parecería tan poco a una Pan-
Europa como, por ejemplo, se pareció la unificación de los estados ladinos
[Nota: Estados del Tirol, el Friul y la Engadina que hablaban el ladino],
constituida antiguamente, a una Pan-Ladinia. El poder que en aquella época
luchó en tal proceso de unificación, librando batallas que duraron siglos, dio
su nombre definitivo a toda la estructura. El poder que creara una Pan-
Europa empleando estos medios naturales la despojaría al mismo tiempo
del nombre de Pan-Europa.
Pero ni siquiera en tal caso llegaría a materializarse el éxito apetecido.
Pues, una vez que cualquier gran potencia europea de hoy —
naturalmente, ello solo podría aplicarse a una potencia valiosa desde el
punto de vista de su población, esto es, que fuera racialmente importante—
llevase a Europa a la unidad siguiendo estas líneas, la consecución final de
esta unidad significaría el hundimiento racial de sus fundadores, y, por
tanto, quitaría incluso el último valor a toda la estructura. Por tanto, nunca
será posible crear una organización que pueda hacer frente a la Unión
Americana.
En el futuro, solo el estado que mejor haya sabido elevar el valor de su
pueblo y crear la forma estatal más conveniente para este, tanto con su vida
interna como con su política exterior, será capaz de enfrentarse con
Norteamérica. Pero, admitiendo tal solución como posible, cierto número
de estados podrían participar en esta empresa, lo que podría llevar y llevaría
a un reforzamiento incrementado, aunque no fuera por otra cosa que por la
competencia mutua.
Una tarea más del movimiento socialista nacional es la de fortalecer y
preparar hasta el máximo a su propia patria para esta tarea.
Pero el intento de llevar a cabo la idea paneuropea mediante una
unificación puramente formal de pueblos europeos, sin tener que haberse
visto forzados a luchas de siglos por un poder rector europeo, conduciría a
una estructura cuyas fuerzas y energías totales estarían absorbidas por las
rivalidades y disputas internas, de la misma manera que antiguamente
estaba absorbida la fuerza de los clanes germanos en la unión alemana.
Solamente cuando la cuestión interna alemana fue resuelta al fin por la
superioridad de Prusia, pudo actuar la fuerza unida de la nación más allá de
sus fronteras.
Pero es una frivolidad creer que la contienda entre Europa y Estados
Unidos será siempre tan solo de una naturaleza económica y pacífica si los
motivos económicos llegan a desembocar en factores vitales determinantes.
En general, radica en la naturaleza del nacimiento del estado
norteamericano el hecho de que al principio pudiera mostrar poco interés
por cuestiones de política exterior. No solo como resultado de la falta de
una larga tradición gubernamental, sino más bien simplemente como
consecuencia del hecho de que dentro del continente americano mismo,
áreas extraordinariamente extensas estaban a disposición del deseo natural
del ser humano de expandirse.
De aquí que la política de la Unión Americana, desde el momento de
desgajarse de los estados madres europeos hasta los tiempos más recientes,
haya sido primordialmente una política doméstica. En realidad, las luchas
en pro de la libertad no eran en el fondo más que el deseo de despojarse de
los compromisos de una política exterior y favorecer una vida considerada
exclusivamente en términos de política doméstica. A medida que el pueblo
estadounidense iba cumpliendo paulatinamente las tareas de colonización
interna, el aguijón natural y activista que es peculiar a los pueblos jóvenes
se iba volviendo hacia el exterior.
Pero, a las sorpresas que el mundo podría tal vez experimentar todavía,
no se le puede oponer seriamente el batiburrillo de un estado paneuropeo
pacifista-democrático. Esta Pan-Europa, en opinión del vulgar bastardo
Coudenhove, desempeñaría un día frente a la Unión Americana o a una
China que hubiera despertado nacionalmente, el mismo papel que en otros
tiempos desempeñó el viejo estado austríaco frente a Alemania o Rusia.
No hay necesidad de refutar la opinión de que por el hecho de que en la
Unión Americana se haya realizado una fusión de pueblos de
nacionalidades diferentes, esto haya de ser posible también en Europa. Es
cierto que la Unión Americana ha reunido gente de distintas nacionalidades
en una nación joven. Pero un escrutinio meticuloso revela que una
abrumadora mayoría de estos grupos étnicos diferentes pertenece
racialmente a elementos iguales o, al menos, emparentados en su origen.
Pues, desde que el proceso de emigración en Europa fue una selección de
los más capacitados, capacitación que en todos los pueblos europeos radica
primordialmente en la mixtura nórdica, la Unión Americana, en realidad, ha
atraído a los desperdigados elementos nórdicos de pueblos muy diferentes.
Si, además, tenemos en cuenta que ello afectaba a gente que no era
portadora de ninguna clase de teoría de gobierno y, en consecuencia, no
estaba lastrada con ninguna especie de tradición, y si consideramos por otra
parte las dimensiones del impacto del nuevo mundo al que todos los seres
humanos están más o menos sometidos, se comprende por qué una nación
nueva, formada por pueblos de todos los países europeos, puede alzarse en
menos de doscientos años.
Debe tenerse en cuenta, sin embargo, que ya en el último siglo este
proceso de fusión se hizo más difícil a medida que, bajo la presión de la
necesidad, iban a Norteamérica europeos que, como miembros de estados
nacionales de Europa, no solo se sentían unidos con ellos entrañablemente
para el futuro, sino que en particular apreciaban más su tradición nacional
que la ciudadanía en su nueva patria.
Además, ni siquiera la Unión Americana ha sido capaz de fundir a gente
de sangre extraña marcada con su propio sentimiento nacional o su instinto
de raza. El poder de asimilación de la Unión Americana ha fracasado frente
al elemento chino tanto como frente al elemento japonés. Ella se ha dado
cuenta de esto, y por eso, preferiría excluir de la inmigración a tales cuerpos
extraños. Pero con ello la misma política de inmigración estadounidense
confirma que la fusión original presuponía pueblos de ciertos fundamentos
de raza equiparables y que inmediatamente se malograba si se llevaba a
cabo con gente fundamentalmente distinta.
Que la misma Unión Americana tiene la sensación de ser un estado
nórdico-germano y de ninguna manera una amalgama internacional de
gente, se deduce, por otra parte, de la forma en que concede cuotas de
inmigración a las naciones europeas. Primero a los escandinavos (suecos y
noruegos), luego a los daneses, a continuación a los ingleses y finalmente a
los alemanes, son los países a que se otorgan los mayores contingentes. A
los rumanos y a los eslavos la concesión es muy corta; a los japoneses y a
los chinos preferirían excluirlos en absoluto.
Consiguientemente, es una utopía oponer una coalición europea o una
Pan-Europa, consistente en mongoles, eslavos, germanos, latinos, etc., en la
que dominarían todos menos los germanos, factor capaz de presentar
resistencia a ese estado preponderantemente nórdico. Se trata de una utopía
muy peligrosa, si consideramos que, una vez más, innumerables alemanes
ven un futuro de color de rosa para el que no tienen que hacer grandes
sacrificios. Que esta utopía proceda de Austria [Nota: El conde
Coudenhove-Kalergi vivía en Viena] no deja de resultar un poco cómico.
Porque evidentemente ese estado y su destino es el ejemplo más vivo de la
fuerza enorme de las estructuras artificialmente trabadas, pero antinaturales
en su esencia. El desarraigado espíritu de la vieja ciudad imperial de Viena,
esa ciudad híbrida de Oriente y de Occidente, es buena prueba de ello.
CAPÍTULO X
En resumen, puede, pues, reiterarse que nuestra política nacional-burguesa,
cuyo objetivo en política exterior es la restauración de las fronteras del año
1914, es insenstata e incluso verdaderamente catastrófica. Por fuerza nos ha
de originar conflictos con todos los estados que tomaron parte en la Guerra
Mundial. Así se garantiza la continuidad de la coalición de vencedores que
lentamente nos está estrangulando, así se proporciona a Francia una opinión
oficial favorable en otras partes del mundo en cuanto a su eterno proceder
contra Alemania. Aunque ello tuviera éxito, no significaría nada en absoluto
para el futuro de Alemania en sus resultados, y, no obstante, nos obligaría a
luchar a sangre y fuego. Además, y especialmente, impide por completo
toda estabilidad de la política exterior alemana.
Lo característico de nuestra política de la preguerra era que
necesariamente daba a un observador exterior la imagen de decisiones a
menudo tan vacilantes como incomprensibles. Si pasamos por alto la Triple
Alianza, cuyo mantenimiento no podía ser un objetivo de política exterior,
sino solamente un medio para tal objetivo, no podemos descubrir ninguna
idea estable en los dirigentes de nuestro pueblo en el período de la
preguerra. Naturalmente, esto es comprensible.
Desde el momento en que el objetivo de la política exterior dejó de ser la
lucha por los intereses del pueblo alemán y se encaminó a la conservación
de la paz mundial, perdimos pie. Desde luego, yo puedo delimitar los
intereses de un pueblo, fijarlos, y, sin preocuparme de cuáles pueden ser las
posibilidades de defenderlos, conservar, sin embargo, ininterrumpidamente
a la vista, el gran objetivo. Gradualmente, el resto de la humanidad
adquirirá también un conocimiento general de las ideas especiales,
definidas y principales en la política exterior de un pueblo. Esto ofrece
luego la posibilidad de regular relaciones mutuas de una manera
permanente, ya en el sentido de una resistencia premeditada contra la
operación conocida de tal potencia, ya un conocimiento razonable de esa
operación, o también en el sentido de un entendimiento, puesto que los
propios intereses pueden quizás alcanzarse de forma común.
Esta estabilidad en política exterior puede establecerse con toda una
serie de estados europeos. Durante largos períodos de su existencia, Rusia
exhibió claros objetivos de política exterior que dominaron toda su
actividad. En el curso de los siglos, Francia ha presentado siempre los
mismos objetivos de política exterior, sin tener en cuenta a quienes de
momento tenían el poder político en París. Podemos hablar de Inglaterra no
solo como de un estado que posee una diplomacia tradicional, sino, sobre
todo, como de un estado poseedor de una idea de política exterior
convertida en tradición.
Con Alemania, una idea de esta índole solo puede discernirse
periódicamente en el estado prusiano. Vemos a Prusia cumplir su misión
alemana en el corto período de la rectoría estatal de Bismarck, pero a
continuación todo objetivo de política exterior a largo plazo llegaba a su
término. El nuevo Imperio alemán, especialmente después del retiro de
Bismarck, no tenía ya semejante objetivo, debido a que la consigna de
conservar la paz, esto es, de mantener una situación dada, no posee ninguna
clase de contenido o carácter estables. Lo mismo que toda consigna pasiva,
está condenada a ser juguete de una voluntad agresiva.
Solamente el que quiere actuar puede determinar también su acción
conforme a su voluntad. De aquí que la Triple Entente, deseosa de actuar,
tuviera todas las ventajas de la autodeterminación de la acción, mientras
que la Triple Alianza, por su tendencia contemplativa a conservar la paz
mundial, estuviera en desventaja en el mismo grado. De esta forma, el
momento y la iniciación de la guerra las determinaron naciones que poseían
un objetivo definido en política exterior, mientras que, a la inversa, las
potencias de la Triple Alianza fueron sorprendidas en un momento en que
todo les era desfavorable.
Si en Alemania también hubiésemos tenido siquiera la más pequeña
intención belicosa, habría sido posible, con cierto número de medidas que
podrían haberse ejecutado muy fácilmente, haber dado otra faz al comienzo
de la guerra. Pero Alemania no tenía a la vista ningún objetivo definido en
política exterior, nunca pensó en ningún género de pasos agresivos para la
realización de tal objetivo, y, consiguientemente, los acontecimientos la
sorprendieron.
De Austria-Hungría no podíamos esperar otro objetivo de política
exterior que el de sortear los peligros de la política europea, con la
esperanza de que la carcomida estructura estatal no tropezara con nada, para
que se pudiera ocultar ante el mundo que no era sino el monstruoso cadáver
de un estado.
La burguesía nacional alemana, que es la única que discuto aquí —
puesto que el marxismo internacional no conoce otro objetivo que la
destrucción de Alemania—, ni siquiera hoy ha aprendido nada del pasado;
ni siquiera hoy siente la necesidad de enarbolar para la nación un objetivo
de política exterior que pueda considerarse como satisfactorio y dar, por
tanto, a nuestros empeños en política exterior cierta estabilidad para un
plazo más o menos largo. Porque solamente si tal meta posible de la política
exterior es a largo plazo, podremos discutir con detalles las posibilidades
susceptibles de lograr el triunfo. Solamente entonces entra la política en la
etapa del arte de lo posible.
Pero mientras tanto, como en toda esta vida política no impera ninguna
idea rectora, las acciones individuales no tienen la oportunidad de utilizar
todas las posibilidades para el logro de un éxito determinado. En lugar de
eso, no son más que estaciones individuales a lo largo del camino de un
embrollo, sin meta y sin plan, que hace que vayamos tirando del día de hoy
al de mañana. Sobre todo, se ha perdido esa firme persistencia que requiere
siempre la ejecución de grandes aspiraciones. Uno tratará de conseguir hoy
tal cosa, otro querrá mañana lograr otra, y al día siguiente perseguirá un
tercero tal o cual posibilidad de política exterior y, de pronto, se inclinará
ante una intención completamente opuesta, si es que esta visible confusión,
como tal, no se adapta realmente al deseo de ese poder que rige hoy a
Alemania y que en verdad no desea nunca la resurrección de nuestro
pueblo.
Solamente a la judería internacional puede interesar realmente una
política exterior alemana que, por sus continuas y súbitas transiciones,
aparentemente irracionales, carece de todo plan claro y que, como única
justificación, afirma en el mejor de los casos: “En realidad nosotros no
sabemos lo que debemos hacer, pero hacemos algo porque no se puede estar
sin hacer nada”. No raras veces oímos decir que estos hombres están tan
poco convencidos del sentido interno de su proceder en política exterior,
que su máximo recurso es preguntar si hay alguien a quien se le ocurra algo
mejor. Sobre estos cimientos descansa el arte de estado de Gustav
Stresemann.
Sin embargo, precisamente hoy más que nunca, necesita el pueblo
alemán fijarse una meta en política exterior que satisfaga sus verdaderas
necesidades internas y, a la inversa, garantice una estabilidad incondicional
a la actividad de su política exterior para el próximo período de tiempo
humanamente previsible.
Pues solamente si nuestro pueblo fija firmemente sus intereses y lucha
con persistencia por ellos, puede esperar inducir a este o a aquel estado
cuyos intereses no sean opuestos a los nuestros, especificados al fin, y que,
en realidad, pueden ser incluso confluyentes, a establecer una relación más
estrecha con Alemania. Pues la idea de querer resolver la miseria de nuestro
pueblo mediante la Sociedad de Naciones es exactamente tan injustificada
como lo fue pretender que la cuestión alemana fuera resuelta por el
Parlamento Federal de Fráncfort.
Las naciones satisfechas dominan en la Sociedad de Naciones. Esta es,
en realidad, el instrumento de aquellas. No tienen, ni por pienso, el menor
interés en permitir un cambio en la distribución territorial del mundo, a
menos que ello convenga a sus intereses. Y mientras hablan de los derechos
de las naciones pequeñas, en realidad lo único que tienen a la vista son los
intereses de las naciones grandes.
Si Alemania quiere conseguir de nuevo una verdadera independencia de
modo que bajo su bendición pueda dar al pueblo alemán su pan de cada día,
debe tomar las medidas pertinentes fuera de la Sociedad de Naciones de
Ginebra. Pero como carece de la fuerza suficiente, será necesario que
encuentre aliados que juzguen que al unir fuerzas con Alemania también
pueden servir a sus propios intereses. Pero una situación así nunca se
producirá si el verdadero objetivo de la política exterior de Alemania no
aparece con toda claridad a los ojos de esos pueblos. Y Alemania nunca
adquirirá por sí sola la fuerza y el poder interno que le permitan actuar con
la persistencia indispensable, para barrer los obstáculos de la historia
mundial. Porque no se acaba nunca de aprender a tener paciencia en los
detalles y también a reunciar a ellos si es necesario, con objeto de poder
alcanzar, al fin, plenamente el objetivo vitalmente necesario.
Pues incluso entre los aliados las relaciones no estarán nunca
completamente libres de roces. Pueden surgir una y otra vez dificultades en
las relaciones recíprocas y asumir formas amenazadoras si la fuerza para
superar esas pequeñeces desagradables y esos obstáculos no radica en las
dimensiones mismas del supremo objeto de la política exterior. En esto, el
liderazgo estatal francés de los decenios de la preguerra puede servir de
modelo. Ligeramente pasaba por alto asuntos pequeños e incluso
permanecía silenciosa ante los acontecimientos más amargos con tal de no
perder la posibilidad de organizar una guerra de desquite contra Alemania.
Actitud que contrastaba con nuestros patriotas, que de continuo vitoreaban
y vociferaban, lo que equivalía a ladrar a la luna.
El establecimiento de un claro objetivo de política exterior es
importante, además, porque de no tenerlo, los representantes de otros
intereses del mismo pueblo dispondrán siempre de un motivo para
confundir a la opinión pública y forjar, y en parte incluso provocar,
pequeños incidentes que se puedan convertir en causa de un cambio radical
de la opinión sobre política exterior. Así, con las pequeñas disputas que
resultan de las circunstancias mismas o que son elaboradas artificialmente,
Francia tratará una y otra vez de producir malestar y desconfianza entre
pueblos que, por la naturaleza conjunta de sus auténticos intereses vitales,
tienen que depender unas de otras y que forzosamente han de adoptar de
consuno una posición contra Francia. Pero estos intentos de discordia solo
tendrán éxito contra aquellos que carezcan de un objetivo político
inconmovible, pues esta carencia da lugar a que las acciones políticas estén
desprovistas de estabilidad por falta de persistencia en la preparación de
medidas útiles para el cumplimiento del objetivo político.
El pueblo alemán, que no posee ni tradición ni objetivo de política
exterior, se mostrará siempre inclinado a rendir homenaje a ideales
utópicos, descuidando así sus intereses realmente vitales. Porque ¿de qué no
se ha entusiasmado nuestro pueblo en los últimos cien años? Unas veces
han sido los griegos, a quienes hemos procurado salvar de los turcos; otras
veces han sido los turcos, a quienes hemos apoyado contra los rusos y los
italianos; después, nuestro pueblo halló un placer en entusiasmarse por los
luchadores polacos de la libertad, y luego los sentimientos se han
desbordado a favor de los bóeres, etc. etc. Pero ¿qué le costaron a nuestro
pueblo todas estas efusiones sentimentales, tan incompetentes políticamente
como gárrulas?
Así, las relaciones con Austria, como se recalcaba con orgullo especial,
no eran relaciones de entendimiento práctico, sino una verdadera alianza
íntima del corazón. Si solo la razón, y no el corazón, hubiese hablado en
aquel tiempo, y si solo hubiera decidido el entendimiento, Alemania estaría
hoy a salvo.
Pero ya que somos un tipo de pueblo que permite que sus actos políticos
se ajusten muy poco a una visión racial, auténticamente razonable —causa
por la cual no podemos volver la mirada a ninguna gran tradición política
—, debemos, al menos para el futuro, dar a nuestro pueblo un objetivo
inconmovible en política exterior, objetivo que parezca adecuado para hacer
comprensibles a las grandes masas los detalles de las medidas políticas de
la dirección estatal. Solamente así será posible que millones de personas
respalden con una fe premonitoria a un liderazgo estatal que lleva a cabo
decisiones que quizás sean dolorosas. Esto es un requisito previo para
lograr un entendimiento mutuo entre el pueblo y la dirección del estado, y
también un requisito previo para anclar una cierta tradición en la propia
dirección del estado.
Ello evitará que cada gobierno alemán tenga su propia meta en política
exterior. Se podrá discutir sobre los medios, se podrá luchar a causa de
ellos, pero la meta en sí debe establecerse invarible y para siempre.
Entonces la política puede convertirse en el gran arte de lo posible, y quedar
reservado al talento excepcional de los jefes de gobierno percibir, en los
diversos casos, las posibilidades de llevar al pueblo y al imperio más cerca
de su objetivo en política exterior.
Este establecimiento de una meta en política exterior es algo que no
existe en absoluto en la Alemania actual. Ello hace comprensible la forma
descarriada, vacilante e insegura de atender los intereses de nuestro pueblo,
así como la confusión total de nuestra opinión pública. De aquí también las
increíbles cabriolas de nuestra política exterior, que acaban siempre,
desgraciadamente, sin que el pueblo pueda, al menos, saber quiénes son los
responsables para llamarlos a rendir cuentas. En verdad, uno no sabe qué
hacer.
Naturalmente, hay no pocas personas que creen a pies juntillas que no
deberíamos hacer nada. Reducen su opinión a la tónica de que Alemania
debe proceder hoy con agudeza y reserva, no comprometerse en ninguna
parte y no perder de vista el desarrollo de los acontecimientos, pero sin
participar en ellos, con objeto de poder desempeñar un día el papel del
tercero en discordia que recoge las ganancias mientras otros dos contienden.
Sí, nuestros actuales estadistas burgueses son así de astutos y sabios. Es
un juicio político que no se ve turbado por ningún conocimiento de la
historia. Hay no pocos proverbios que se han convertido en una verdadera
maldición para nuestro pueblo. Por ejemplo: “El más sabio, cede”, “El
vestido hace al hombre”, “Uno puede atravesar todo el país con el sombrero
en la mano”, “Cuando dos pelean, el tercero se alegra”.
En la vida de los pueblos cuando menos, este último proverbio se aplica
solo en un sentido condicional. Si dos luchan desesperadamente dentro de
una nación, un tercero que esté fuera de ella puede ganar. Pero cuando los
pueblos luchan unos contra otros, el triunfo final es para alguno de los
estados que deliberadamente intervienen en disputas, ya que la posibilidad
de aumentar su fuerza reside únicamente en una contienda. No hay en el
mundo ningún acontecimiento histórico que no pueda juzgarse desde dos
puntos de vista. Por una parte, los neutrales se oponen siempre a los
intervencionistas que están en el lado contrario. Y, en general, los neutrales
serán siempre los que saldrán perdiendo, mientras que los intervencionistas
podrán reclamar para sí las ganancias, si el bando con que se han
comprometido no es el que pierde.
En la vida de los pueblos, esto significa lo siguiente: cuando en esta
Tierra dos grandes potencias luchan entre sí, los estados circundantes
pequeños o grandes pueden, o tomar parte en la lucha, o mantenerse al
margen de ella. En el primer caso, no está excluida la posibilidad de una
ganancia, siempre que la participación se haga con el bando que consigue la
victoria. Pero, sin importar quien gane, a los neutrales no les quedará otro
destino que el de la enemistad del estado que ha resultado vencedor.
Hasta ahora, ninguno de los grandes estados de la Tierra ha progresado
adoptando la neutralidad como principio de acción política. Únicamente la
lucha permite tal progreso. Si existen en la Tierra tales estados
destacadamente poderosos, lo único que pueden hacer los estados pequeños
es, o renunciar totalmente a su futuro, o combatir con la coalición más
favorable y bajo su protección, con lo que aumentarán su propia fuerza.
Porque el papel del tercero que permanece a la expectativa con la sonrisa
en los labios, presupone que este tercero tiene ya poder. Pero el que siempre
permanece neutral, nunca logrará poder alguno. Pues hasta qué punto el
poder de un pueblo estriba en su valor interno se evidencia sobre todo en la
forma en que organiza las fuerzas combatientes en el campo de batalla, ya
que estas fuerzas son creadas por voluntad de aquel valor interno. Pero estas
fuerzas no se desarrollarán si no se ponen a prueba de cuando en cuando.
Solo bajo el martillo de forja de la historia mundial pueden convertirse
los valores eternos de un pueblo en el acero y el hierro con que se hace la
historia. Pero el que rehúye las batallas, nunca conseguirá la fuerza que
exige el combate. Y el que nunca libra batallas, nunca será el heredero de
aquellos que luchan entre sí en un conflicto militar. Pues los pasados
sucesores de la historia mundial no fueron pueblos con cobardes conceptos
de neutralidad, sino pueblos jóvenes y bien armados. Ni en la antigüedad, ni
en la Edad Media, ni los tiempos modernos conocen un solo ejemplo de
gran estado que haya llegado a serlo sino a costa de una lucha permanente.
Hasta ahora, los herederos históricos han sido siempre estados fuertes.
Claro que en la vida de los pueblos también un tercero puede ser el
sucesor cuando dos luchan. Pero es porque desde el principio mismo este
tercero es ya la potencia que deliberadamente deja contender a las otras dos
potencias con objeto de derrotarlas para siempre, sin un gran sacrificio por
su parte. En este caso, la neutralidad pierde por completo el carácter de
abstención pasiva y asume, por el contrario, el carácter de una consciente
operación política.
Evidentemente, ninguna jefatura estatal sagaz iniciará una lucha sin
sopesar la extensión de sus posibles riesgos y compararla con la grandeza
del adversario. Pero si ha percibido la imposibilidad de capacitarse para
luchar contra cierta potencia, con más razón se verá obligada a luchar al
lado de esa potencia. Pues entonces, la fuerza de la potencia débil puede
crecer en esa lucha común y, si es necesario, luchar algún día por sus
propios intereses vitales contra la gran potencia.
No se diga que entonces ninguna potencia entraría en alianza con un
estado que algún día pudiera convertirse en un peligro. Las alianzas no
constituyen objetivos políticos, sino solamente medios para conseguir esos
objetivos. Debemos utilizarlas aunque sepamos sobradamente que el
desarrollo posterior puede conducir a una situación opuesta. No hay
ninguna alianza que dure eternamente. Felices las naciones que, a
consecuencia de la absoluta divergencia de sus intereses, pueden establecer
una alianza por tiempo definido sin que forzosamente se produzca un
conflicto entre ellas cuando cese la alianza. Pero un estado débil que desee
lograr poder y grandeza, debe tratar de tomar parte activa en los
acontecimientos políticos generales de la historia del mundo.
Cuando Prusia inició su guerra silesiana, este hecho fue relativamente
secundario comparado con la violenta disputa entre Inglaterra y Francia que
en aquellos tiempos estaba ya en todo su apogeo. Quizá se le pudiera
reprochar a Federico el Grande que le sacara las castañas del fuego a
Inglaterra. Pero ¿habría surgido nunca la Prusia con que Bismarck pudo
crear un nuevo Imperio alemán si hubiese ocupado el trono en aquella
época un príncipe Hohenzollern que, con el conocimiento de los futuros
acontecimientos de la historia mundial, acontecimientos de importancia
superior, hubiera mantenido a su Prusia en un estado de piadosa
neutralidad?
Las tres guerras silesianas le produjeron a Prusia más que Silesia. En
aquellos campos de batalla crecieron los regimientos que en el porvenir
habían de llevar las banderas alemanas desde Weissenburgo y Woerth hasta
Sedán para, finalmente, saludar al nuevo emperador del Imperio alemán en
la Sala de los Espejos del Palacio de Versalles. Cierto que por aquel tiempo
Prusia era un pequeño estado, sin ninguna importancia, ni en población ni
en superficie. Pero al saltar al campo de las grandes acciones de la historia
mundial, ese pequeño estado adquirió la legitimación para el
establecimiento del posterior Imperio alemán.
Una vez, incluso los neutralistas triunfaron en el estado prusiano. Esto
sucedió en el período de Napoleón I. En aquel tiempo se creyó al principio
que Prusia podría permanecer neutral, y por esta causa fue castigada más
adelante con una terrible derrota. Ambas concepciones se enfrentaban
duramente incluso en el año 1812: una a favor de la neutralidad, y la otra,
encabezada por el barón von Stein, a favor de la intervención. El hecho de
que los neutralistas ganaran en 1812 les costó a Prusia y a Alemania sangre
y sufrimientos inmensos. El hecho de que al fin, en 1813, irrumpieran los
intervencionistas, salvó a Prusia.
La Guerra Mundial dio la respuesta más clara a la opinión de que se
puede conseguir el éxito político conservando con todo cuidado la
neutralidad como tercera potencia. ¿Qué han conseguido prácticamente los
neutrales de la Guerra Mundial? ¿Fueron ellos el tercero que ríe y se
beneficia? ¿Supone alguien que en un acontecimiento similar Alemania
desempeñaría otro papel?
Y no se crea que la razón de esto estriba solamente en la magnitud de la
Guerra Mundial. No, en lo futuro, todas las guerras, siempre que
intervengan en ellas grandes naciones, serán guerras de gigantescas
dimensiones. Como un estado neutral en cualquier otro conflicto europeo,
Alemania no poseería más importancia que Holanda o Suiza o Dinamarca
en la Guerra Mundial. ¿Cree alguien realmente que después del
acontecimiento podríamos sacar de la nada la fuerza necesaria para
desempeñar, contra el que quedase victorioso, el papel que no nos atrevimos
a representar unidos a uno de los dos combatientes?
De todas formas, la Guerra Mundial ha demostrado explícitamente una
cosa: quienquiera que se comporte como neutral en grandes conflictos
históricos mundiales, podrá tal vez al principio hacer algún negocio, pero en
cuestiones de política influyente quedará definitivamente excluido de una
codeterminación del destino del mundo.
Así, si la Unión Americana hubiese conservado su neutralidad en la
Guerra Mundial, hoy día sería considerada como una potencia de segunda
categoría, hubiese triunfado Inglaterra o hubiese vencido Alemania. Al
entrar en la guerra, se alzó hasta la fuerza naval de Inglaterra, y en términos
político-internacionales se dio a conocer como una potencia de decisiva
importancia. Desde su entrada en la Guerra Mundial, la Unión Americana
es apreciada de una manera completamente distinta.
Es muy propio de la capacidad de olvido del género humano ignorar, al
cabo de poco tiempo, el juicio general que ha tenido sobre determinadas
situaciones. Lo mismo que hoy apreciamos una absoluta desatención acerca
de la antigua grandeza de Alemania en los discursos de muchos estadistas
extranjeros, nos resulta a nosotros difícil darnos cuenta de hasta qué punto
ha aumentado en nuestro juicio el valor de la Unión Americana desde su
entrada en la Guerra Mundial.
Una de las más convincentes demostraciones del arte de la política la
constituye la entrada de Italia en la guerra contra sus antiguos aliados. Si
Italia no hubiese dado este paso, compartiría ahora el papel de España, no
importa cómo hubieran caído los dados. El hecho de que diese el tan
criticado paso de tomar participación activa en la Guerra Mundial produjo
un alza en su posición y un robustecimiento de ella, que ha hallado su
expresión suprema en el fascismo. Sin la entrada de Italia en la guerra, el
fascismo habría sido un fenómeno completamente inimaginable.
Los alemanes pueden ponderar esto con o sin amargura. Es importante
aprender de la historia, especialmente si sus enseñanzas nos hablan de
forma tan contundente.
Por eso la creencia de que con una neutralidad reservada y prudente ante
los conflictos que se desarrollan en Europa y en otras partes del mundo se
pueden ahora algún día cosechar los beneficios que se derivan de tales
disputas es estúpida y falsa.
La libertad no se conserva ni con la mendicidad ni con el engaño, ni
tampoco con el trabajo y la asiduidad, sino exclusivamente con la lucha,
con la lucha llevada a cabo por uno mismo. Por eso es muy posible que la
voluntad tenga más peso que la acción. No raras veces, en el marco de una
sabia política de alianzas, han conseguido las naciones triunfos que no
estaban en relación con los éxitos de sus armas.
Pero es que el destino no mide siempre a un pueblo que intrépidamente
arriesga su vida, según las dimensiones de sus actos, sino más bien con
arreglo a las dimensiones de su voluntad. La historia de la unificación
italiana en el siglo XIX es un ejemplo digno de mención. Pero la Guerra
Mundial muestra también que muchos estados pueden conseguir
extraordinarios éxitos políticos menos por sus hazañas militares que por la
temeraria intrepidez con que se agruparon con un bando y la tenacidad con
que resistieron al lado de este.
Si Alemania quiere poner fin al período de esclavización al que todos la
tienen sometida, debe tratar activamente, cualesquiera que sean las
circunstancias, de entrar en una combinación de potencias con objeto de
participar en la formación futura de la vida europea en términos de política
de poder.
La objeción de que tal participación contiene un riesgo grave es correcta.
Pero ¿acaso se puede lograr la libertad sin correr ningún riesgo? ¿Acaso ha
habido alguna acción en la historia del mundo que no haya estado ligada
con un riesgo? ¿No fue arriesgada, por ejemplo, la decisión de Federico el
Grande de participar en la primera guerra silesiana? ¿Estuvo libre de
peligros la unificación de Alemania llevada a cabo por Bismarck? ¡No y mil
veces no! Desde su nacimiento hasta su muerte, todo es incierto en la vida
del hombre. Solo la muerte parece cierta. Pero por esta misma razón, el
compromiso supremo no es lo peor, toda vez que algún día, de una manera
u otra, se ha de cumplir.
Naturalmente, es una cuestión de sagacidad política elegir el riesgo de
tal manera, que rinda la mayor ganancia posible. Pero no arriesgar nada en
absoluto, como el que teme apostar por el caballo perdedor significa
renunciar al futuro de un pueblo. La objeción de que tal conducta puede
tener el carácter de un juego de azar se refuta fácilmente con una simple
referencia a experiencias históricas. Juego de azar es aquel en que, desde el
principio, las posibilidades de ganar están sujetas al capricho de la suerte.
Esto nunca será así en la política. Porque, cuanto más se esfuma la decisión
última en la oscuridad del futuro, más se funda la convicción de la
posibilidad o imposibilidad de un triunfo en factores humanamente
perceptibles. La tarea de la jefatura política de un pueblo es sopesar estos
factores, y el resultado de este examen debe conducir a una decisión. Así,
esta decisión está en consonancia con la propia visión sostenida por la fe en
el éxito que según esta visión se juzgue posible.
De aquí que yo no pueda calificar una acción políticamente decisiva de
juego de azar tan solo porque su resultado no sea seguro en un ciento por
ciento, como no califico de juego de azar una operación emprendida por un
cirujano y cuyo resultado tampoco ha de ser forzosamente un éxito
completo. Desde tiempo inmemorial, ha sido característico de la naturaleza
de los grandes hombres llevar a cabo con la mayor energía acciones cuyo
éxito era dudoso e indefinido, si la necesidad de realizarlas se les planteaba
y si, después de un maduro examen de todas las circunstancias, solamente
tal acción podía tenerse en cuenta, con exclusión de cualquier otra.
La responsabilidad que se siente al tomar decisiones extraordinarias
respecto a las luchas de pueblos será, por supuesto, tanto menos inquietante
cuanto más los actores, conocedores de su pueblo, puedan tener la
seguridad de que ni siquiera un fracaso podrá destruir la fuerza vital de la
nación. Porque un pueblo de médula sana no puede ser nunca
definitivamente eliminado por derrotas en el campo de batalla.
Así, mientras un pueblo posea el don de la salud y el requisito previo de
una importancia racial suficiente, su valor para lanzarse a empresas difíciles
puede ser mayor, puesto que ni siquiera el fracaso de ellas significaría, ni
remotamente, el hundimiento. Clausewitz tiene razón cuando afirma en sus
principios que con un pueblo sano una derrota puede facilitar el paso una y
otra vez a una posterior resurrección, y que, a la inversa, solo la sumisión
cobarde, esto es, una entrega al hado sin luchar, puede conducir a la
definitiva destrucción.
Pero la neutralidad, que actualmente se recomienda a nuestro pueblo
como la única actitud posible, no es en realidad sino una entrega abúlica a
un destino determinado por potencias extranjeras. Y solo en eso radican el
síntoma y la posibilidad de nuestra decadencia. Si, por el contrario, nuestro
pueblo hubiese realizado tentativas frustradas por conseguir la libertad, en
la manifestación misma de esta actitud existiría un factor que podría ser
beneficioso para la fuerza de Alemania.
Porque no se diga que es la sagacidad política la que nos lleva a
abstenernos de tales pasos: es una miserable cobardía y una falta de
principios que en este caso, como sucede tan a menudo en la historia, se
pretende confundir con la inteligencia. Evidentemente, un pueblo bajo el
yugo de potencias extranjeras puede verse forzado por las circunstancias a
soportar años de opresión exterior. Pero cuanto menos pueda hacer un
pueblo contra fuerzas extremas abrumadoras, con tanta más energía actuará
en su vida interna para conseguir la libertad, y no dejará de probar ninguno
de los medios que puedan modificar un día las circunstancias del momento,
arriesgando con tal fin todas sus fuerzas.
Entonces se soportará el yugo de un conquistador extranjero pero con
los puños apretados y rechinando los dientes, aguardando la hora que
ofrezca la primera oportunidad para sacudirse la tiranía. Algo así puede
suceder bajo la presión de las circunstancias.
Pero lo que hoy se presenta como sagacidad política es, en realidad, un
espíritu de sumisión voluntaria, de renuncia sin principios a toda
resistencia; la desvergonzada persecución de aquellos que se atreven a
pensar en semejante resistencia y cuya actuación podría servir para la
resurrección de su pueblo. Tal es el espíritu de autodesarme interno, de la
destrucción de todos los factores morales que un día podrían servir para la
resurrección de este pueblo y de este estado. Este espíritu no puede en
modo alguno alardear de sagacidad política, pues no es realmente más que
un deshonor que destruye al estado.
No cabe duda de que este espíritu odia todo intento de participación
activa de nuestro pueblo en el futuro desenvolvimiento europeo, porque el
mero intento de semejante participación implica la lucha contra él.
Pero si la jefatura de un estado parece estar afectada por este espíritu
corruptor, es tarea de la oposición que percibe, representa y patrocina las
fuerzas realmente vitales de un pueblo, inscribir en sus banderas la lucha en
pro de una resurrección nacional y, con ella, del honor nacional. Y esas
fuerzas deben dejarse intimidar por la afirmación de que la política exterior
es tarea de la jefatura estatal responsable, pues no ha habido en mucho
tiempo tal jefatura responsable.
Por el contrario, la oposición debe aferrarse a la idea de que, además de
las leyes formales de los gobiernos momentáneos, existen obligaciones
eternas que compelen a todo miembro de una nación a hacer lo que se
percibe como necesario para la existencia de la comunidad popular, aunque
ello esté mil veces en contradicción con las intenciones de gobiernos malos
e incompetentes.
De aquí precisamente que en la Alemania de hoy el más alto deber haya
de recaer sobre la llamada oposición nacional, en vista de la incapacidad de
la jefatura de nuestro país para establecer un claro objetivo de política
exterior y preparar y educar a nuestro pueblo para la ejecución de estos
planes. Ante todo, hay que entablar la más ruda guerra contra la esperanza,
ampliamente extendida hoy, de que nuestro destino puede modificarse en
cierto modo mediante una activa cooperación de la Sociedad de Naciones.
En general, la oposición debe procurar que nuestro pueblo se vaya dando
cuenta gradualmente de que no debemos esperar una mejora de la situación
alemana por obra de instituciones cuyos representantes son las partes
interesadas en nuestra desgracia actual. Además, debe inculcar la
convicción de que, mientras no se recupere la libertad alemana, todas las
aspiraciones sociales son promesas utópicas desprovistas de valor real.
También debe hacer comprender a nuestro pueblo que para el logro de esta
libertad, solo puede tenerse en cuenta la puesta en juego de la propia fuerza
popular, y que, por consiguiente, toda nuestra política, tanto la interior
como la exterior, deben ser tales, que, en virtud de ellas, aumente la fuerza
interna de nuestro pueblo para que comprenda que esta puesta en juego de
nuestra fuerza debe realizarse en pro de un objetivo realmente valioso, y
que para tal propósito, no podemos avanzar solos al encuentro de nuestro
destino, sino que necesitamos aliados.
CAPÍTULO XI
La extensión del posible despliegue militar así como la relación de este
instrumento de poder con los de los estados circundantes es de importancia
decisiva para la formación futura de la política exterior alemana, aparte del
poder interior de nuestro pueblo, la fuerza del mismo y el valor de su
carácter.
No necesito seguir refiriéndome en esta obra a las debilidades morales
internas del pueblo de nuestros días. Nuestras debilidades generales, que se
fundan en parte en un asunto de sangre y en parte en la naturaleza de
nuestra presente organización gubernamental, o que deben atribuirse a los
efectos de nuestra pobre jefatura, son quizá menos conocidas del público
alemán que, desgraciadamente, del resto del mundo, que las conoce
perfectamente. La mayoría de las medidas de nuestros opresores nacen del
conocimiento de esta debilidad. Pero, aun reconociendo todas estas
circunstancias, no debe olvidarse nunca que el mismo pueblo de hoy
realizaba hace apenas diez años hazañas inigualables en la historia [Nota:
Importante para el año de origen del documento].
El pueblo alemán, que en estos momentos causa una impresión tan
deprimente, ha probado más de una vez su valía extraordinaria en la historia
del mundo. La misma Guerra Mundial es la evidencia más gloriosa del
heroísmo y el espíritu de sacrificio de nuestro pueblo, de su disciplina capaz
de desafiar la muerte y de su brillante capacidad en mil aspectos de su
organización. Su caudillaje puramente militar ha logrado también triunfos
inmortales. Solo la jefatura política fracasó. Fue la precursora de la jefatura
de hoy, que es mucho peor.
Hoy, las cualidades internas de nuestro pueblo pueden parecer
sumamente insatisfactorias, pero de súbito ofrecerán otra imagen tan pronto
como otras manos tomen las riendas de los acontecimientos con objeto de
sacar a nuestro pueblo de su actual decadencia.
En nuestra historia vemos cuán maravillosa es la capacidad de nuestro
pueblo para la transformación. Comparemos la Prusia de 1806 con la Prusia
de 1813. ¡Qué diferencia! En 1806, la situación se caracterizaba por la más
abyecta y general capitulación, por una inaudita ruindad en la actitud cívica,
en 1813 la característica era el odio más ardiente contra la dominación
extranjera, un sentido de sacrificio patriótico y la más heroica voluntad de
luchar por la libertad. ¿Qué era lo que había cambiado? ¿El pueblo? No, el
pueblo, en su esencia interna, había sido siempre el mismo: solo su
dirección había pasado a otras manos. Un nuevo espíritu siguió a la
debilidad de la administración gubernamental prusiana y a la envejecida
jefatura del período posterior a Federico el Grande. El barón von Stein y
Gneisenau, Scharnhorst, Clausewitz y Blücher fueron los representantes de
la nueva Prusia. Y el mundo, a los pocos meses, había ya olvidado que siete
años antes esta Prusia había sufrido la experiencia de Jena.
¿Y qué pasó antes de la fundación del imperio? Apenas se necesitó un
decenio para que el nuevo imperio, que a los ojos de muchos pareció ser la
encarnación más poderosa de la potencia y el esplendor alemán, surgiera de
la decadencia alemana, de la desunión alemana y del deshonor político
general. Una sola cabeza, descollando sobre todas, había restaurado la
libertad del desarrollo del genio alemán en una batalla contra la
mediocridad de la mayoría. Suprimamos a Bismarck en nuestra historia, y
solo una lamentable mediocridad llenaría el período que en muchos siglos
ha sido el más glorioso para nuestro pueblo.
Lo mismo que el pueblo alemán pudo en pocos años perder su grandeza
sin precedentes por obra de la mediocridad de su jefatura, que lo condujo al
caos actual, puede ser elevado de nuevo por un puño de hierro. Su valor
interno hará entonces su aparición de una manera tan visible ante el mundo
entero, que simplemente la efectividad de su existencia obligará a
concederle una mirada de aprobación.
Pero precisamente porque al principio este valor está dormido, es
especialmente necesario dotar de claridad al valor intrínseco de Alemania
que existe en todo momento.
Ya he tratado de esbozar un breve cuadro del momentáneo instrumento
alemán de poder militar: la Reichswehr. Ahora voy a esbozar la situación
militar general de Alemania en relación con el mundo circundante.
Alemania está rodeada en el momento presente por tres factores de poder o
grupos de poder. Inglaterra, Rusia y Francia son en la actualidad,
militarmente, los vecinos más amenazadores de Alemania. Al mismo
tiempo, la potencia francesa aparece reforzada por un sistema de alianzas
europeas que llegan desde París a Belgrado pasando por Varsovia y Praga.
Alemania yace encajonada entre estos estados con fronteras
completamente abiertas. Lo más amenazador es que la frontera occidental
del imperio corre a lo largo de la más extensa región industrial de Alemania.
Esta frontera occidental, a consecuencia de su longitud y de la falta de
auténticas barreras naturales, ofrece solo unas cuantas posibilidades para la
defensa de un estado cuyos medios militares están extremadamente
limitados. Ni siquiera el Rin puede considerarse como una línea totalmente
efectiva de resistencia militar, no solo porque ello requiere unos
preparativos técnicos que Alemania no puede llevar a cabo porque los
tratados de paz le han arrebatado los medios indispensables, sino porque el
río mismo ofrece menos obstáculos al paso de un ejército con equipo
moderno que los menguados elementos de defensa que nuestro país podría
dispersar sobre un frente demasiado largo. Por otra parte, este río corre por
la mayor extensión industrial alemana y, por consiguiente, una lucha en sus
orillas significaría ya desde el principio la destrucción de las zonas
industriales y de las fábricas más importantes para la defensa nacional.
Pero si se produjera un conflicto franco-germano, y tuviera que
considerarse a Checoslovaquia como un oponente más de Alemania, una
segunda gran región industrial, Sajonia, que podría ser útil para el
sostenimiento de la guerra, quedaría expuesta a los mayores peligros.
También aquí la frontera carece de defensas naturales; baja hasta Baviera,
tan abiertamente, que la perspectiva de una resistencia eficaz apenas puede
tomarse en consideración. Si Polonia tomara también parte en la guerra
contra Alemania, toda nuestra frontera oriental, solo provista de unas
cuantas fortificaciones insuficientes, quedaría indefensa contra el ataque.
Mientras que por un lado las fronteras alemanas son militarmente
indefendibles y están rodeadas en grandes y abiertas extensiones por
enemigos, nuestra costa del mar del Norte es especialmente reducida. El
poder naval para su defensa es risible y completamente inútil. La flota a la
que aspiramos hoy como ampliación de los llamados barcos de guerra que
poseemos, es en el mejor de los casos un vistoso material de blanco para la
práctica del fuego enemigo. Los dos barcos recién construidos, cruceros
ligeros de tipo moderno, no tienen ningún valor decisivo y, en realidad,
ninguna clase de valor. La flota que se nos permite poseer es insuficiente
incluso para el mar Báltico. Bien mirado, el único valor de nuestra flota es
el de una escuela de artillería flotante.
Así, en caso de conflicto con cualquier potencia naval, no solamente el
comercio alemán quedaría interrumpido en el acto, sino que habríamos de
afrontar también el peligro de los desembarcos.
La total desventaja de nuestra situación militar se desprende igualmente
de estos hechos:
Berlín, la capital del imperio, está tan solo a 175 kilómetros de la
frontera polaca, y escasamente a 190 de la frontera checa más próxima,
justamente la distancia entre Wismar y la laguna Stettin en línea recta. Esto
significa que con aviones modernos se puede llegar a Berlín en menos de
una hora desde esas fronteras. Si trazamos una línea que se extienda a 60
kilómetros al este del Rin, dentro de ella quedará casi toda la región
industrial alemana occidental. Desde Fráncfort hasta Dortmund apenas si
hay una localidad industrial alemana de importancia que no se encuentre
dentro de esta zona.
Mientras Francia ocupe una parte de la orilla izquierda del Rin, tiene la
posibilidad de alcanzar con sus aviones el corazón de nuestra región
industrial alemana occidental en 30 minutos escasos. Múnich está tan lejos
de las fronteras checas como Berlín de las fronteras polacas y checas. La
aviación militar checa necesitaría aproximadamente 60 minutos para llegar
a Múnich, 40 minutos para alcanzar Núremberg, 30 minutos para llegar a
Regensburgo. Augsburgo está solo a 200 kilómetros de la frontera checa;
por consiguiente, podría ser alcanzado en una hora escasa con los aparatos
actuales. Pero en línea recta, Augsburgo está casi tan distante de la frontera
checa como de la frontera francesa. Desde Augsburgo hasta Estrasburgo, la
línea de vuelo es de 230 kilómetros, pero solo hay 210 hasta la más próxima
frontera francesa. Por lo tanto, también Augsburgo se halla dentro de una
zona que puede alcanzar la aviación enemiga en una hora.
En realidad, si examinamos la frontera alemana desde este punto de
vista, resulta que en una hora de vuelo pueden alcanzarse los siguientes
puntos: toda la región industrial del oeste de Alemania, incluyendo
Osnabrück, Bielefeld, Kassel, Wurzburgo, Stuttgart, Ulm, Augsburgo; y del
este, Múnich, Augsburgo, Wurzburgo, Magdeburgo, Berlín, Stettin. En otras
palabras, que dada la actual disposición de las fronteras alemanas, solo hay
en el país una extensión de unos cuantos kilómetros cuadrados que no
podría recibir la visita de la aviación hostil en la primera hora.
De aquí que Francia deba considerarse como nuestro enemigo más
peligroso; ella es la única que, gracias a sus alianzas, puede amenazar con la
aviación casi la totalidad de Alemania, a la hora siguiente de estallar un
conflicto.
En el momento actual, las contramedidas que Alemania podría tomar
contra el arma aérea enemiga son absolutamente nulas.
Esta sola observación basta para mostrarnos la situación sin esperanzas
en que desembocaría inmediatamente una resistencia exclusivamente
alemana contra Francia. Quienquiera que en campaña haya estado sometido
con frecuencia a los efectos de un ataque aéreo enemigo sabrá apreciar en
su justa medida los efectos morales de tales agresiones.
Tampoco Hamburgo ni Bremen, ni ninguna de nuestras ciudades
costeras, se librarían de este destino, puesto que las grandes flotas tienen la
posibilidad de traer aeródromos flotantes hasta muy cerca de la costa por
medio de portaaviones.
Pero el mal de Alemania no es solo no tener ninguna arma técnicamente
efectiva en cantidad suficiente para oponerse a los ataques aéreos, sino que
también en otros aspectos, el equipo técnico de nuestra pequeña Reichswehr
es desesperanzadoramente inferior al de nuestros enemigos. La falta de
artillería pesada se podría suplir más fácilmente que la carencia de una
posibilidad realmente prometedora de defensa contra los carros de combate.
Si Alemania se viera hoy lanzada a una guerra contra Francia y sus aliados,
sin estar por lo menos en situación de improvisar los preparativos más
necesarios para su defensa, la cuestión quedaría decidida en pocos días a
causa de la superioridad técnica de nuestros adversarios. Las medidas que
se requieren para la defensa contra semejante ataque no se podrían tomar
durante la lucha.
Igualmente falsa es la opinión de que podríamos oponer una resistencia
temporal por medios improvisados, ya que estas improvisaciones requieren
también cierto lapso del que no se dispone cuando estalla una guerra. Pues
los acontecimientos se sucederían con tal rapidez, que no tendríamos
tiempo para organizar las oportunas contramedidas.
De aquí que por cualquier lado que consideremos las posibilidades de la
política exterior, Alemania debe tener presente que nunca podremos actuar
contra las fuerzas movilizadas en Europa confiando solamente en nuestros
medios militares. Así, cualquier combinación que ponga a Alemania en
conflicto con Francia, Inglaterra, Polonia y Checoslovaquia, etc., sin darle
tiempo para realizar una preparación concienzuda, será inútil.
Comprender esto es de fundamental importancia porque hay todavía
entre nosotros personas bien intencionadas y de opiniones nacionales que
creen sinceramente que debemos asociarnos con Rusia.
Incluso considerada solo desde un punto de vista puramente militar, esta
idea es indeseable y catastrófica para Alemania.
Lo mismo que antes del año 1914, hoy podemos dar por sentado, y
podremos darlo siempre, que en cualquier conflicto que afecte a Alemania,
Francia será nuestro adversario sin tener en cuenta para nada los motivos.
Cualesquiera que sean las combinaciones europeas que puedan llevarse a
cabo en el futuro, Francia tomará siempre parte en ellas en una actitud
hostil a Alemania. Esto es algo implícito en la intención tradicional y
arraigada de la política exterior francesa.
Es un error creer que el resultado de la guerra ha suavizado algo esta
inquina. Por el contrario, la Guerra Mundial no proporcionó a Francia el
logro completo del objetivo bélico que perseguía. Pues este objetivo no era
exclusivamente, ni mucho menos, la recuperación de Alsacia y Lorena, las
cuales representan únicamente un pequeño paso en dirección a la meta de
su política exterior. Que la posesión de Alsacia y Lorena no abolió de
ningún modo las tendencias de la política francesa, dirigidas agresivamente
contra Alemania, está probado por el hecho de que cuando Francia poseía
Alsacia y Lorena la tendencia de la política exterior francesa dirigida contra
Alemania existía ya.
El año 1870 mostró más claramente que el 1914 lo que Francia pretendía
en definitiva. En 1870 no se sentía necesidad alguna de velar el carácter
agresivo de la política exterior francesa; en 1914, quizás aleccionados por
sus experiencias, quizás influidos por Inglaterra, los franceses consideraron
más correcto profesar ideas generales de humanidad por una parte y limitar
su objetivo a Alsacia y Lorena por la otra. Pero estas consideraciones
técnicas no significaban ni mucho menos una desviación de las antiguas
metas de la política francesa, sino solo un propósito de disfrazarlas.
Después, como antes, la idea rectora de la política exterior francesa era la
conquista de las fronteras del Rin, tras lo cual, la mutilación de Alemania en
estados individuales, ligados unos a otros del modo más endeble posible, se
consideraba como la mejor defensa de esa frontera. Que salvaguardia de
Francia en Europa lograda de esta manera fuera la base de la realización de
objetivos políticos de índole mundial no altera el hecho de que para
Alemania estas intenciones francesas político-continentales eran una
cuestión de vida o muerte.
También es evidente que Francia no ha tomado nunca parte en una
coalición en la que se promovieran de alguna manera los intereses
alemanes. En los trescientos años que precedieron al de 1870, Alemania
había sido atacada por Francia veintinueve veces. Esto explica que
Bismarck, la víspera de la batalla de Sedán, rechazara duramente las
demandas del general francés Wimpffen, que trataba de conseguir una
mitigación de las condiciones de rendición. Bismarck, en respuesta a la
declaración de que Francia no olvidaría una concesión alemana, sino que la
recordaría y lo agradecería siempre, se levantó inmediatamente y enfrentó
al negociador francés con los duros y escuetos hechos de la historia.
Bismarck recalcó que Francia había atacado a Alemania tan a menudo en
los últimos trescientos años, sin importarle la forma existente de gobierno,
que estaba convencido de que en el futuro, sin tener en cuenta para nada los
términos de la capitulación, volvería a atacar inmediatamente a Alemania en
cuanto se sintiera lo bastante fuerte para ello, ya por sus propios medios, ya
por la ayuda de sus aliados.
Bismarck apreció así más correctamente la mentalidad francesa que los
actuales dirigentes políticos de Alemania. Y pudo proceder de este modo
porque además de tener a la vista un objetivo político, conocía, en su
esencia, los objetivos políticos de los demás. Para Bismarck estaba
claramente establecida la intención de la política exterior francesa. Pero
para nuestros dirigentes de hoy es incomprensible, porque ellos mismos
carecen de toda idea política clara.
Si, por otra parte, Francia, al entrar en la Guerra Mundial, hubiese tenido
exclusiva y concretamente la intención de recuperar Alsacia y Lorena, la
dirección bélica francesa no habría sido, ni con mucho, la que fue: no habría
mostrado aquella energía que causó admiración general en muchas
situaciones de la contienda.
Sin embargo, era natural que en aquella coalición bélica, la mayor de
todos los tiempos, no fuera posible satisfacer los deseos de todos los
aliados, y menos si se tiene en cuenta que entre ellos se habían
exteriorizado divergencias importantes. La intención francesa de borrar a
Alemania del mapa de Europa seguía siendo opuesta al deseo inglés de
impedir una incondicional hegemonía francesa, del mismo modo que se
oponía a la hegemonía alemana.
Fue importante para la limitación de las intenciones bélicas francesas
que el colapso alemán se produjese de forma que, en un principio, no
permitiese a la opinión pública tomar plena conciencia de toda la magnitud
de la catástrofe. Los franceses habían llegado a conocer al granadero
alemán de tal manera, que vacilaban al pensar en la posibilidad de que
Francia se viera forzada a alcanzar ella sola su última meta política. Pero
más adelante, cuando los franceses podrían haberse mostrado más resueltos
para semejante acción al evidenciarse la derrota interna de Alemania, la
psicosis de guerra en el resto del mundo había surgido ya a tal grado, que
una acción unilateral por parte de Francia para un objetivo final de
semejante magnitud no podría haberse llevado a cabo sin la oposición de
sus antiguos aliados.
Con ello no queremos decir que Francia haya renunciado a su propósito.
Por el contrario, tratará tan persistentemente como antes de lograr en el
porvenir lo que se ha impedido en el presente. Francia tratará, pues, en el
futuro, tan pronto como se sienta capaz de ello por su propio poder o el de
sus aliados, de disolver Alemania y ocupar la orilla del Rin con objeto de
poder dedicar sus fuerzas a cualquier otro empeño sin ninguna amenaza a
sus espaldas.
Que Francia no se sienta perturbada lo más mínimo en su intención por
los cambios del gobierno alemán, es perfectamente comprensible, ya que el
pueblo francés, sin importarle para nada su constitución del momento, se
aferra siempre con la misma energía a sus ideas sobre política exterior. Un
pueblo que va invariablemente en pos de una meta definida de política
exterior, sin prestar atención alguna a si lo gobierna una república o una
monarquía, una democracia burguesa o un terror jacobino, no comprenderá
en modo alguno que otro pueblo tal vez solo por un cambio de su forma de
gobierno pueda también llevar a cabo un cambio de sus propósitos en
política exterior. Por lo tanto, nada modificará la actitud de Francia hacia
Alemania, sea esta nación un imperio o una república, o incluso esté en
manos del terror socialista.
Como es natural, Francia no mira con indiferencia los acontecimientos
alemanes, pero, al mismo tiempo, su actitud está determinada tan solo por la
probabilidad de un éxito mayor, esto es, de hallar facilidades para la
actividad de su política exterior por una determinada forma de gobierno
alemán. Francia deseará para nosotros la constitución que le permita esperar
menos resistencia para la destrucción de Alemania. Por lo tanto, si la
república alemana, como signo especial de su valía, trata de ganarse la
amistad francesa, con ello demuestra hasta qué extremo llega su
incapacidad, ya que si se acoge bien a París tal intento amistoso es porque
Francia lo considera como una muestra de la pobreza de valores de
Alemania. De ningún modo quiero decir con esto que Francia vaya a mirar
a la república alemana de un modo distinto a como la miró en el pasado en
los períodos en que nuestra debilidad gubernamental era análoga a la de
ahora. Junto al Sena siempre gusta más la debilidad alemana que la fuerza
alemana porque aquella parece garantizar a la actividad de la política
exterior francesa un éxito más fácil.
Esta tendencia francesa no cambiará en modo alguno por el hecho de
que el pueblo francés no adolezca de falta de territorio. Pues en Francia,
desde hace siglos, la política ha obedecido muchísimo menos a necesidades
puramente económicas que a impulsos sentimentales. Francia es un ejemplo
clásico del hecho de que el sentido de una política sana de ganancia
territorial puede cambiarse fácilmente en lo contrario una vez que los
principios populares dejan de ser los determinantes y ocupan su lugar los
llamados principios gubernamental-nacionales.
El chauvinismo nacional francés se ha apartado de los puntos de vista
populares en tal medida, que, por satisfacer una mera apariencia de poder,
negrifica su propia sangre solo para mantener numéricamente el carácter de
una “gran nación”. De aquí que Francia tenga que ser una eterna
perturbadora de la paz mundial, a menos que se le administre algún día una
lección decisiva, que afecte sus cimientos. Por otra parte, nadie ha
caracterizado mejor la naturaleza de la vanidad francesa que Schopenhauer
cuando dijo: “África tiene sus monos, Europa tiene sus franceses”.
La política exterior francesa ha recibido siempre su impulso interno de
esta mezcla de vanidad y megalomanía. ¿Cómo es posible que algún
alemán espere que, cuando Francia se aparta cada vez más de un claro
pensamiento racional, como consecuencia de su general negrificación,
pueda cambiar algún día de actitud e intenciones hacia Alemania?
No; sin tener en cuenta cómo transcurra el próximo desenvolvimiento en
Europa, Francia, utilizando las momentáneas debilidades alemanas y todas
las posibilidades diplomáticas y militares que tiene a su disposición, tratará
siempre de perjudicarnos y dividir de tal manera a nuestro pueblo, que
pueda llevarlo a una completa desintegración.
De aquí que para Alemania una coalición que no signifique atar a
Francia sea inconcebible.
La creencia en un acuerdo germano-ruso es fantasiosa mientras gobierne
en Rusia un régimen que esté dominado por un solo objetivo: llevar el
veneno bolchevique a Alemania. Es natural, por tanto, que los elementos
comunistas se agiten en pro de una alianza germano-rusa: saben que con
ello podrían conducir a Alemania al bolchevismo. Pero es incomprensible
que alemanes nacionales crean que es posible concertar un acuerdo con un
estado cuyo mayor interés es la destrucción de la misma Alemania nacional.
Indudablemente, si una alianza así llegara a realizarse algún día, su
resultado sería el dominio completo de la judería en Alemania lo mismo que
domina en Rusia. Igualmente incomprensible es la opinión de que se podría
librar una guerra contra el mundo capitalista occidental europeo yendo al
lado de Rusia.
Pues, en primer lugar, la Rusia de hoy es cualquier cosa menos un estado
anticapitalista. Desde luego, es un país que ha destruido su propia economía
nacional, pero solo con objeto de dar al capital financiero internacional la
posibilidad de un control absoluto. Si esto no fuese así, ¿cómo se explicaría
que el mundo capitalista de Alemania estuviese a favor de semejante
alianza?
Obsérvese que son los órganos de la prensa judía, es decir, los más
descarados defensores de los intereses de la Bolsa, quienes patrocinan en
nuestro país la causa de una alianza germano-rusa. ¿Puede alguien creer que
el Berliner Tageblatt o el Frankfurter Zeitung y todas las revistas ilustradas
de esa gente hablarían más o menos abiertamente a favor de la Rusia
bolchevique si esta fuera un estado anticapitalista? En asuntos políticos es
siempre una maldición que el deseo se convierta en padre del pensamiento.
Ni que decir tiene que en el bolchevismo ruso puede acaecer un cambio
interno de tal envergadura, que el elemento judío sea expulsado por un
elemento ruso más o menos nacional. En este caso no habría que excluir la
posibilidad de que la actual Rusia bolchevique, en realidad capitalista judía,
derivase hacia tendencias nacionales anticapitalistas. En semejante
situación, que numerosos detalles parecen anunciar, sería concebible, desde
luego, que el capitalismo europeo occidental tomase seriamente posiciones
contra Rusia. Pero entonces una alianza de Alemania con esta Rusia sería
también una completa locura. Pues la idea de que semejante alianza pudiera
mantenerse en secreto están tan injustificada como la creencia de que
podríamos armarnos y hacer toda clase de preparativos bélicos
calladamente.
Entonces habría solo dos verdaderas posibilidades: O bien esta alianza
sería considerada como un peligro por el mundo occidental europeo, que
entonces actuaría contra Rusia, o no se la consideraría un peligro. En el
primer caso, no comprendo cómo puede creerse en serio que tendríamos
tiempo para armarnos de tal modo, que pudiéramos, por lo menos, impedir
el colapso en las primeras veinticuatro horas. ¿O es que se cree que Francia
aguardará hasta que hayamos construido nuestra defensa aérea y nuestra
defensa contra carros de combate? ¿No es menos cándido suponer que estos
preparativos pueden hacerse secretamente en un país en el que la traición no
se considera ya nada vergonzoso, sino más bien una hazaña valerosa digna
de emulación?
No; si Alemania desea realmente concertar una alianza con Rusia contra
la Europa occidental, se convertirá de nuevo el día de mañana en un campo
de batalla histórico. Además de esto, se requiere una fantasía fuera de lo
común para imaginarse que Rusia podría acudir de alguna manera —que yo
no alcanzo a comprender— en ayuda de Alemania. El único éxito de
semejante acción sería que Rusia podría librarse todavía durante cierto
tiempo de una catástrofe, ya que esta se abatiría primero sobre Alemania.
La incitación popular para semejante lucha contra Alemania sería
sumamente fácil, especialmente en los estados occidentales.
Imaginémonos a Alemania aliada con una Rusia verdaderamente
anticapitalista. La prensa prensa judía mundial democrática movilizaría
todos los instintos de las demás naciones contra Alemania. Especialmente
en Francia, se establecería inmediatamente una completa armonía entre el
chauvinismo y la prensa judía de la Bolsa. Porque no se debe confundir
semejante proceso con la lucha de los generales rusos blancos contra el
bolchevismo de aquella época. En los años 19 y 20, la Rusia nacional
blanca luchaba contra la revolución bolsista judía, que en verdad era una
revolución roja internacional-capitalista, en el más alto sentido. Pero hoy el
bolchevismo anticapitalista, convertido en nacional, entablaría una lucha
contra la judería mundial. Quienquiera que comprenda la importancia de la
propaganda de la prensa y sus infinitas posibilidades para incitar a las
naciones y embarcar al pueblo, puede imaginarse hasta qué orgías de odio y
de pasión contra Alemania podrían ser azuzadas las naciones occidentales
europeas. Pues entonces Alemania no estaría según la prensa judía aliada
con una Rusia de ideas grandes, notables, éticas e intrépidas, sino con los
despojadores de la cultura de la humanidad.
Sobre todo, no podría presentarse mejor oportunidad al gobierno francés
para dominar sus propias dificultades internas, que emprender en semejante
caso una lucha absolutamente libre de riesgo contra Alemania. El
chauvinismo francés podría sentirse profundamente satisfecho, puesto que
entonces, bajo la protección de una nueva coalición mundial, podría llegar
mucho más cerca del coronamiento de su objetivo bélico. Porque, fuera cual
fuere la naturaleza de la alianza entre Alemania y Rusia, militarmente,
Alemania tendría que sufrir los golpes más terribles. Dejando
completamente aparte el hecho de que Rusia no limita con Alemania y, por
consiguiente, tendría primero que invadir el estado polaco —dando por
supuesta la dominación de Polonia por Rusia, cosa sumamente improbable
—, en las mejores circunstancias, la ayuda efectiva rusa llegaría al territorio
alemán cuando Alemania ya no existiera. Pues la idea de un desembarco de
divisiones rusas en cualquier parte de Alemania hay que excluirla por
completo mientras que Inglaterra y Francia tengan el dominio total del mar
Báltico. Por otra parte, el desembarco de tropas rusas en Alemania
fracasaría a causa de incontables deficiencias técnicas.
Por eso, si algún día una alianza germano-rusa tuviese que soportar la
prueba de la realidad —y no existe ninguna alianza sin miras a la guerra—,
Alemania se vería expuesta a los ataques concentrados de toda la Europa
occidental sin la posibilidad de disponer eficazmente su defensa.
Pero ahora queda la cuestión de qué sentido tendría en general una
alianza germano-rusa. ¿Solo el preservar a Rusia de la destrucción a costa
del sacrificio de Alemania? Sin tener en cuenta el posible resultado final de
esta alianza, lo cierto es que Alemania no podría llegar a establecer una
meta decisiva en política exterior. Pues nada habría cambiado en la cuestión
más vital, en las necesidades vitales de nuestro pueblo. Por el contrario,
Alemania se vería apartada de la única política territorial sensata, para
llenar su futuro con disputas sobre insignificantes regulaciones fronterizas.
Pues la cuestión de espacio para nuestro pueblo no puede resolverse ni en el
oeste ni en el sur de Europa.
La esperanza en una alianza germano-rusa, que obsesiona incluso a las
mentes de muchos políticos nacionales alemanes, es más discutible todavía
por otra razón.
En general, parece evidente en los círculos nacionales que no podemos
aliarnos con una Rusia judío-bolchevique, puesto que el resultado sería con
toda probabilidad la bolchevización de Alemania. Indudablemente, no es
esto lo que queremos. Pero nos basamos en la esperanza de que algún día el
carácter judío —y con ello el rasgo más fundamentalmente internacional
capitalista del bolchevismo en Rusia— desaparezca y ceda su puesto a un
comunismo nacional, anticapitalista, de alcance mundial. Entonces, esa
Rusia, penetrada una vez más por tendencias nacionales, podría muy bien
ser tomada en consideración por Alemania.
Esto es un error grandísimo. Descansa en una extraordinaria ignorancia
de la psicología del alma del pueblo eslavo. Tal ignorancia no asombrará a
nadie que reflexione sobre el escaso conocimiento que incluso la Alemania
políticamente instruida tenía de las condiciones espirituales de sus aliados
en otros tiempos. De otro modo, nunca habríamos caído tan bajo. Por lo
tanto, si hoy los políticos nacionales que se muestran partidarios de la
amistad con Rusia tratan de fundar su política haciendo referencia a
actitudes análogas de Bismarck, es porque pasan por alto toda una multitud
de factores importanes que en aquel tiempo, pero no hoy, abogaban en pro
de la amistad con Rusia.
La Rusia que Bismarck conoció no era un típico estado eslavo, por lo
menos en lo referente a la jefatura política de la nación. El eslavismo
carece, por lo general, de capacidad de formación de estados.
Especialmente en Rusia, la construcción del estado siempre ha sido
realizada por elementos extranjeros. Desde la época de Pedro el Grande,
sobre todo, gran número de alemanes (¡bálticos!) formaron el esqueleto y el
cerebro del estado ruso. En el curso de los siglos, miles y miles de estos
alemanes han sido rusificados, pero solo en el mismo sentido en que nuestra
propia burguesía, nuestra burguesía nacional, querría alemanizar o
germanizar a los polacos y a los checos. Así como en este caso el flamante
“alemán” sería únicamente un polaco o un checo que hablaría alemán, los
rusos artificiales siguen siendo alemanes o, mejor dicho, germanos, de
acuerdo con su sangre y, por lo tanto, con sus capacidades. Rusia debe su
existencia estatal, así como los pocos valores culturales existentes, a este
estrato superior germánico. Nunca habría surgido una gran Rusia, ni habría
podido conservarse, sin este estrato superior e intelectual en realidad
alemán.
Mientras Rusia fue un estado con una forma autocrática de gobierno,
este estrato superior, que en verdad no tenía nada de ruso, influyó también
decisivamente en la vida política del gigantesco imperio. Bismarck conoció
todavía a esta Rusia, al menos en parte. Con esta Rusia sostuvo sus tratos
políticos el maestro del arte de la política de estado alemana. Pero aun en
vida de Bismarck, la estabilidad y el grado de confianza que merecían la
política rusa, tanto en su aspecto doméstico como en el exterior, se habían
vuelto precariamente inestables y en parte imprevisibles. Ello se debía a la
supresión gradual del estrato superior germano.
Este proceso de la transformación de la intelectualidad rusa se debió en
parte a un desangramiento del pueblo ruso como consecuencia de
innumerables guerras, que, como ya se ha dicho en este libro, diezman las
fuerzas más valiosas en el aspecto racial. Efectivamente, la oficialidad era
en su mayor parte de ascendencia no eslava, y, desde luego, no de sangre
rusa. Frente a esto, existía el insignificante aumento poblacional del estrato
superior de la intelectualidad rusa y, finalmente, la artificial instrucción en
las escuelas partidarias de un auténtico rusismo de sangre. El ligero valor
preservador del estado de la nueva intelectualidad rusa se fundaba en la
sangre y se revelaba tal vez especialmente en el nihilismo de las
universidades rusas. Pero, fundamentalmente, este nihilismo no era más que
la oposición del verdadero rusismo, oposición determinada por la sangre, al
estrato superior, racialmente extranjero.
La idea paneslava se fue oponiendo a la idea rusa del estado a medida
que el estrato superior y germánico, formador del estado en Rusia, fue
siendo reemplazado por una clase burguesa rusa racialmente pura, que
desde el momento de nacer fue popular, eslava y antialemana. La
disposición antialemana del rusismo recién nacido, especialmente en los
estratos de la llamada intelectualidad, no era, sin embargo, solamente una
acción refleja contra la antigua clase superior extranjera autocrática de
Rusia, acción que podría estar fundada en las nuevas ideas políticas de cuño
liberal, sino en el sentido más interno la protesta del carácter eslavo contra
el alemán.
Las almas de estos dos pueblos tienen muy pocas cosas en común, por lo
que primero debe establecerse si estos escasos puntos comunes hallan su
causa en los elementos de raza individuales confusamente amalgamados, de
los que tanto el pueblo ruso como el alemán parecen estar formados.
Así, lo que es común a nosotros y a los rusos está escasamente
relacionado con el carácter alemán y con el ruso, ya que ha de atribuirse tan
solo a la mezcla de sangres que trajo tantos elementos orientales eslavos a
Alemania como alemanes nórdicos llevó a Rusia. Pero si, para probar las
dotes espirituales de ambos colocamos a un puro alemán nórdico, por
ejemplo de Westfalia, frente a un puro ruso eslavo, veremos que un
profundo abismo se abre entre estos representantes de los dos pueblos.
En realidad, el pueblo ruso-eslavo siempre ha comprendido esto, y por
eso siempre ha sentido una antipatía instintiva hacia el alemán. La rigurosa
minuciosidad, la fría lógica y la sobriedad del pensamiento alemán es algo
que para el verdadero ruso resulta interiormente antipático y en parte
incluso incomprensible. Nuestro sentido del orden no solo no halla en él
ningún eco recíproco, sino que le produce verdadera aversión. Lo que para
nosotros es algo evidente por sí mismo, constituye para el ruso un motivo
de pesar, ya que representa una restricción de su vida natural, de estructura
diferente a la nuestra: tanto en espíritu como en instinto.
De aquí que la Rusia eslava se sienta cada vez más atraída por Francia, a
medida que el elemento nórdico-franco va desapareciendo del pueblo
francés. La vida francesa fácil, superficial, más o menos afeminada, podía
fascinar más al eslavo porque internamente está más cerca de él que las
severidades de nuestra lucha alemana por la existencia. De aquí que no sea
ninguna casualidad que la Rusia paneslava se vuelque con entusiasmo sobre
Francia, exactamente como la intelectualidad rusa de sangre eslava hallaba
en París la Meca de sus propias necesidades de civilización.
El proceso del encumbramiento de la burguesía nacional rusa causó al
mismo tiempo una enajenación esencial de esta nueva Rusia respecto a
Alemania, que ya no podía seguir haciendo una labor constructiva sobre un
estrato superior ruso racialmente emparentado.
A decir verdad, ya que en los últimos años del siglo, la orientación
antialemana de los representantes de la idea popular paneslava era tan fuerte
y su influencia sobre la política rusa se había extendido de tal modo, que
incluso la actitud más que honesta de Alemania respecto a Rusia con
ocasión de la guerra ruso-japonesa, no pudo evitar el posterior
distanciamiento de los dos estados. Después vino la Guerra Mundial, en
buena parte producida también por la agitación paneslavista. La Rusia
verdaderamente gubernamental, que había estado representada por el estrato
superior de otros tiempos, ya apenas pudo oponer ninguna objeción.
La Guerra Mundial produjo un posterior desangramiento de los
elementos alemanes nórdicos de Rusia, y los últimos restos fueron
finalmente extirpados por la revolución y el bolchevismo. No es que el
instinto de la raza eslava llevara deliberadamente a cabo la lucha por la
exterminación del antiguo estrato superior no ruso. No, ese instinto había
adquirido mientras tanto nuevos dirigentes en la judería.
La judería, presionando hacia los estratos superiores y, por lo tanto,
hacia la dirección suprema, había exterminado la antigua clase superior
extranjera con la ayuda del instinto racial eslavo. Así, es un proceso
totalmente comprensible que la judería haya tomado la dirección de todas
las zonas de la vida rusa mediante la revolución bolchevique, ya que de por
sí el eslavismo carece totalmente de habilidad organizadora y, en
consecuencia, de capacidad para formar un estado y conservarlo. Quítese
del eslavismo todos los elementos que no sean puramente eslavos, e
inmediatamente sucumbirá a la desintegración como tal estado.
Sin embargo, en principio, toda formación de estados puede tener su
causa más íntima en la reunión de pueblos de orden superior e inferior, por
lo que los portadores del valor sanguíneo superior —por razones de
autoconservación— desarrollan un cierto espíritu comunitario que les
permite la posibilidad de organizar y gobernar a los inferiores.
Solo la realización de tareas comunes induce a la adopción de formas
organizadoras. Pero la diferencia entre los elementos formadores y no
formadores de estados consiste precisamente en que formar una
organización para conservar la subsistencia de tales elementos frente a otros
tipos de organización solo es posible para los primeros, mientras que los
incompetentes para la formación de un estado son incapaces de hallar por sí
mismas esas formas organizadores que garantizarían su existencia frente a
otras.
Así, la Rusia actual o, mejor dicho, el eslavismo actual de nacionalidad
rusa, ha recibido como dueño al judío, que primero eliminó el antiguo
estrato superior y ahora tiene que demostrar su propia capacidad para la
formación de un estado. Dadas sus características, la judería, que, después
de todo, solo es destructiva, operará también aquí únicamente como
“fermento histórico de descomposición”. La judería ha convocado en su
ayuda a espíritus de los que ya no puede desprenderse, y la lucha de la idea
paneslava, internamente antiestatal, contra la idea estatal judío-bolchevique
acabará con la destrucción de la judería. Lo que quedará entonces será una
Rusia tan insignificante en poder gubernamental como enraizada
profundamente en actitud antialemana. Como este estado no poseerá ya
ningún estrato superior conservador del estado fijo en ninguna parte, se
convertirá en una fuente de eterna inquietud y de eterna inseguridad. Una
inmensa extensión de terreno quedará entregada así a la suerte más diversa,
y en lugar de una estabilización de las relaciones entre los estados de la
Tierra, se producirá un período de cambios y de inquietud.
Así, en la primera fase de este desarrollo, las más distintas naciones del
mundo tratarán de entrar en relaciones con tan enorme complejo de estados,
con objeto de llevar a cabo un reforzamiento de sus propias posiciones e
intenciones. Pero semejante intento estará siempre ligado al esfuerzo por
ejercer al mismo tiempo la propia influencia intelectual y organizadora
sobre Rusia.
Alemania no puede esperar de ningún modo que se la tenga en
consideración durante este desarrollo. Toda la mentalidad de la Rusia actual
y de la Rusia futura se opone a esto. Una alianza de Alemania con Rusia
con vistas al porvenir no tiene ningún sentido para Alemania ni desde el
punto de vista de la mera conveniencia, ni desde el de la comunidad
humana. Por el contrario, es una buena suerte para el futuro que tal
desarrollo se haya producido de esta manera, porque así se ha roto un
encantamiento que nos habría impedido buscar la meta de la política
exterior alemana donde sola y exclusivamente puede hallarse: en los
territorios del este.
CAPÍTULO XII
En vista de la situación militar sin esperanzas de Alemania, hay que tener
en cuenta lo siguiente para la formación de una futura política exterior
alemana:
1.) Alemania no puede llevar a cabo por sí misma un cambio en su situación
actual, mientras este cambio tenga que lograrse por medio de la fuerza
militar.
2.) Alemania no puede esperar que se produzca un cambio en su situación
por medidas adoptadas por la Sociedad de Naciones, mientras los
representantes que determinan esta institución sean al mismo tiempo las
partes interesadas en que Alemania quede destruida.
3.) Alemania no puede esperar cambiar su situación actual mediante una
combinación de potencias que la ponga en conflicto con el sistema francés
de alianzas que rodea a Alemania, sin adquirir primero la posibilidad de
eliminar su absoluta impotencia militar de modo que, en el caso de que los
compromisos de la alianza alemana entren en acción, pueda avanzar
inmediatamente con la perspectiva de un éxito militar.
4.) Alemania no puede esperar encontrar semejante combinación de
potencias mientras su objetivo definitivo en política exterior no esté
establecido claramente y, que este no vaya en contra de los intereses de
aquellos estados que puedan tenerse en cuenta para una alianza con
Alemania, sino que tales estados lo juzguen incluso conveniente.
5.) Alemania no puede esperar encontrar a estos estados fuera de la
Sociedad de Naciones. Su única esperanza debe cifrarse en conseguir que
cierto número de países se separen de la coalición de naciones victoriosas y
construir con ellos un nuevo grupo de partes interesadas con objetivos
nuevos y que no puedan lograrse mediante la Sociedad de Naciones a causa
de la naturaleza de esta agrupación.
6.) Alemania solo puede esperar tener éxito de esta manera si renuncia a su
política vacilante y se decide finalmente a ir en una sola dirección, al
mismo tiempo que asume y soporta todas las consecuencias.
7.) Alemania no debe esperar influir en la historia universal mediante
alianzas con pueblos cuyo valor militar parece suficientemente
caracterizado por sus antiguas derrotas, o cuya importancia racial es
inferior. Pues la lucha para la recuperación de la libertad alemana elevará de
nuevo la historia de Alemania al nivel de la historia mundial.
8.) Alemania no debería olvidar un solo momento que, independientemente
de cómo y por qué caminos piense cambiar su destino, Francia será siempre
su enemiga y figurará desde el principio en cualquier combinación de
potencias que se dirija contra Alemania.
CAPÍTULO XIII
No podemos examinar las posibilidades de la política exterior de Alemania
sin saber primero claramente lo que queremos los alemanes, esto es, cómo
los alemanes pensamos moldear nuestro futuro. Además, debemos también
tratar de determinar claramente las metas en política exterior de aquellas
potencias de Europa que, como miembros de la coalición de vencedores,
han adquirido importancia mundial.
Ya he tratado en este libro de las diversas posibilidades de la política
exterior de Alemania. Sin embargo, quiero presentar una vez más
brevemente las finalidades posibles en política exterior, de forma que
puedan ofrecer una base para el examen crítico de la relación de estos
objetivos con los de otros estados europeos.
1.) Alemania puede renunciar totalmente a establecer una finalidad en
política exterior. Dicho en otras palabras, puede decidirse por todo y no
necesita en modo alguno comprometerse a nada.
En el futuro debe continuar la política de los últimos treinta años, pero en
otras condiciones. Si ahora el mundo estuviera formado por estados con una
similar ausencia de objetivos políticos, Alemania podría al menos soportar
esta situación, aunque difícilmente se pudiera justificar. Pero este no es en
absoluto el caso.
En la vida ordinaria, un hombre con un propósito fijo y que trate de
conseguir a toda costa, es siempre superior a otros que viven sin plan
alguno; en la vida de los pueblos sucede exactamente lo mismo. Pero, sobre
todo, no es cierto que un estado sin objetivo político esté en posición de
evitar los peligros que semejante objetivo podría acarrearle. Porque,
precisamente por parecer que se halla exento de una función activa, a
consecuencia de su falta de objetivo político, por su misma pasividad,
puede convertirse fácilmente en víctima de los objetivos políticos de otros
estados.
La acción de un estado no está determinada solamente por su propia
voluntad, sino también por la voluntad de los otros. La única diferencia es
que, en el primer caso, es el mismo estado quien puede fijar su línea de
acción, mientras que, en el segundo, esa línea de acción se la imponen. No
querer una guerra porque se tienen sentimientos pacíficos, no es lo mismo
que evitar la guerra. Y evitar una guerra a toda costa no significa ni
muchísimo menos, salvar la vida.
La situación de Alemania en Europa es hoy tal, que está muy lejos de poder
permitirse esperar conseguir una situación de paz contemplativa con su
propia carencia de objetivo político. No puede existir posibilidad semejante
para un pueblo situado en el corazón de Europa. O la misma Alemania trata
de tomar parte activa en la formación de vida, o será un objeto pasivo de la
actividad formadora de vida de otros pueblos.
Toda la sagacidad que se ha atribuido hasta ahora al intento de apartar a los
pueblos de peligros históricos mediante declaraciones de un desinterés
general, ha resultado ser un error tan cobarde como estúpido. Quien en la
historia no quiera ser martillo, será yunque. Esta ha sido la alternativa del
pueblo alemán en todo el proceso de su desarrollo. Cuando quiso hacer
historia y por consiguiente lo arriesgó todo con alegre intrepidez fue todavía
martillo. Cuando creyó que podía renunciar a las obligaciones de la lucha
por la existencia pasó a ser —y sigue siéndolo— el yunque sobre el que
otros libraron su lucha por la vida o Alemania misma sirvió de alimento a
los extranjeros.
De aquí que Alemania, si quiere vivir, tendrá que emprender la defensa de
su vida, teniendo en cuenta que incluso en este caso, la mejor parada es una
acometida. Sin duda alguna, Alemania no puede esperar en absoluto hacer
nada para formar su propia vida si no realiza un fuerte esfuerzo a fin de
establecer un claro objetivo de política exterior, objetivo que parezca
adecuado para poner nuestra lucha por la existencia en una relación
inteligente con los intereses de otras naciones.
Pero si no hacemos esto, la falta de amplios objetivos causará la falta de
planes detallados, y esta falta de planes nos convertirá gradualmente en una
segunda Polonia en Europa. En la misma proporción en que dejemos que
nuestras fuerzas se vayan haciendo más débiles, por obra de nuestro
derrotismo político general, y consintamos que la única actividad de nuestra
vida se consuma en una mera política doméstica, nos hundiremos. Así
llegará Alemania a ser un pelele de los acontecimientos históricos
motivados por la lucha por la existencia y sus propios intereses empeñada
por otros pueblos.
Además, los países que no son capaces de adoptar decisiones claras sobre
su propio futuro y, por consiguiente, prefieren no participar en absoluto en
el juego del desarrollo mundial, serán considerados por todas las demás
naciones como objetos de despojo y del odio general. Realmente, puede
incluso suceder que, al contrario de lo que se pretende, la falta de planes en
acciones políticas individuales, falta fundada en la carencia general de un
objetivo de política exterior, sea considerada como un juego astuto e
impenetrable, y se responda a ello en consecuencia. Así se labró nuestra
desgracia en el período de la preguerra. Cuanto más impenetrables, por lo
incomprensibles, eran las decisiones políticas de los gobiernos alemanes de
aquel tiempo, más sospechosas parecían. Y tanto más, en consecuencia, se
estimaban como peligrosas las ideas que se creían ver tras las medidas más
estúpidas.
Así, si hoy Alemania no hace un esfuerzo para llegar a una clara meta
política, esto equivaldrá a renunciar a todas las posibilidades de una
revisión de nuestro actual destino, lo que inevitablemente acarrea peligros
futuros.
2.) Alemania desea seguir alimentando al pueblo alemán por medios
económico-pacíficos, como ha hecho hasta ahora.
Consiguientemente, también en el porvenir participará de la manera más
decisiva en la industria, exportación y comercio mundiales. Así, pues,
necesitará de nuevo una gran flota mercante, estaciones de carboneo y bases
en otras partes del mundo, y, finalmente, no solo mercados internacionales
de venta, sino también sus propias fuentes de materias primas, si es posible
en forma de colonias. En el porvenir, semejante desenvolvimiento tendrá
que protegerse en especial con potencia marítima.
Toda esta aspiración política para el futuro es una utopía, a menos que se
considere a Inglaterra derrotada de antemano. Tales propósitos establecen
de nuevo todas las causas que en 1914 desembocaron en la Guerra Mundial.
Cualquier intento por parte de Alemania de renovar su pasado a lo largo de
este camino tendrá que acabar por atraerse la mortal enemistad de
Inglaterra, y se puede contar con que Francia se asociará a ella desde el
principio.
Desde un punto de vista popular, el establecimiento de este objetivo de
política exterior es lamentable; desde el punto de vista de una política de
poder es sencillamente una locura.
3.) Alemania establece la restauración de las fronteras del año 1914 como
objetivo de su política exterior.
Este objetivo es insuficiente desde un punto de vista nacional,
insatisfactoria desde un punto de vista militar, imposible desde un punto de
vista popular, que mira al futuro, e insensata si se tienen en cuenta sus
consecuencias. Con tal objetivo, Alemania tendría en el porvenir toda la
coalición de los antiguos vencedores alineada contra ella en un frente
compacto. En vista de nuestra actual posición militar, que, si continúa la
situación presente, empeorará de año en año, la forma en que vamos a
restaurar las viejas fronteras es el secreto impenetrable de nuestros políticos
nacionales-burgueses y patrióticos.
4.) Alemania se decide a embarcarse en una clara política territorial de
largas miras. En consecuencia, abandona todos los intentos de industria
mundial y de comercio mundial y, en lugar de eso, concentra todas sus
fuerzas en asignar a nuestro pueblo suficiente espacio vital para los
próximos cien años, lo que supone señalarle también un rumbo de vida.
Puesto que este espacio solo puede estar en el este, la obligación de ser una
potencial naval retrocede asimismo a un segundo término. Alemania trata
nuevamente de defender sus intereses mediante la formación de un poder
decisivo en tierra.
Este objetivo se adapta tanto a las más altas exigencias nacionales como a
las necesidades populares. Requiere igualmente grandes medio militares
para su ejecución, pero no pone forzosamente a Alemania en conflicto con
todas las grandes potencias europeas. Con toda seguridad, Francia seguiría
siendo, no obstante, enemiga de Alemania, pero la naturaleza de semejante
objetivo político no contendría motivo alguno para que Inglaterra, y
especialmente Italia, mantuvieran la enemistad de la Guerra Mundial.
CAPÍTULO XIV
Es conveniente pasar revista a los grandes objetivos de política exterior de
las potencias europeas para mejor comprensión de las posibilidades
anteriormente aducidas. En parte, estos objetivos son reconocibles en la
actividad y eficacia previas de estos estados, en parte están expuestos
programáticamente y, en parte, descansan en necesidades vitales tan
claramente identificables, que incluso si los estados se lanzan
momentáneamente por otros caminos, al chocar con una realidad más dura
tomarán de nuevo el camino de esos fines.
Que Inglaterra tiene una finalidad clara en política exterior queda
probado por el hecho de la existencia y consiguiente engrandecimiento de
este imperio gigante. Que nadie se imagine que un imperio mundial puede
forjarse sin la resuelta voluntad de hacerlo. Indudablemente, no todo
miembro aislado de semejante pueblo va al trabajo diariamente con la idea
de consolidar un gran objetivo de política exterior, pero de una forma
completamente natural, todo un pueblo puede sentirse ligado a semejante
objetivo, de modo que incluso los actos inconscientes de los individuos se
proyecten hacia la meta fijada y la beneficien eficazmente. En realidad, el
objetivo político general se va estampando lentamente en el carácter mismo
de tales pueblos; por eso el orgullo del inglés actual no es diferente del
orgullo de los antiguos romanos.
La opinión de que los imperios mundiales deben su encumbramiento al
azar o que, al menos, los sucesos que permitieron su establecimiento fueron
procesos históricos accidentales que siempre resultaron ser afortunados para
un pueblo, es falsa. La antigua Roma debió su grandeza, exactamente como
la debe la Inglaterra actual, a la solidez de la afirmación de Moltke de que, a
la larga, la suerte se alía con la capacidad. La capacidad de un pueblo no
descansa de ninguna manera solamente en el valor racial, sino también en la
habilidad y fortaleza con que estos valores se aplican. Un imperio mundial
de la extensión de la antigua Roma, o de la actual Gran Bretaña, es siempre
el resultado de un matrimonio entre el más alto valor racial y el más claro
objetivo político. Tan pronto como empieza a faltar uno de estos dos
factores, se produce primero la debilitación y después, quizás, incluso la
decadencia.
El objetivo de la Inglaterra actual está condicionado por el valor del
pueblo del anglosajón y por la posición insular que ocupa. Una de las
características del valor del pueblo anglosajón es su esfuerzo por lograr
espacio territorial. No quiere decir esto que los ingleses no hayan intentado
de cuando en cuando apoderarse también de tierra europea para satisfacer
sus ansias expansionistas. Pero todas las empresas de esta índole fracasaron
por el hecho de que Inglaterra tropezaba con estados que en aquel tiempo
tenían una capacidad racial no inferior a la suya. Más adelante, la expansión
inglesa en las llamadas colonias condujo a un extraordinario incremento de
la vida marítima inglesa.
Es interesante ver cómo Inglaterra, que al principio exportaba hombres,
se dedicó al final a la exportación de mercancías, con lo que debilitó su
propia agricultura. Aunque ahora gran parte del pueblo inglés, la mitad
aproximadamente, es inferior al valor máximo alemán, la tradición de siglos
de este pueblo ha llegado a ser algo tan consubstancial con su carne y su
sangre, que posee considerables ventajas políticas sobre nuestro pueblo.
Hoy nuestro globo tiene un imperio mundial inglés, y la verdad es que, en
los tiempos que corren, no hay ningún pueblo más capacitado para ello, por
sus características generales cívico-políticas y por su sagacidad política
media.
La idea fundamental que dominó la política colonial inglesa fue por una
parte la de encontrar un mercado territorial para el material humano inglés y
mantener a este último en relación gubernamental con la madre patria; y por
otra, asegurar los mercados y las fuentes de materias primas de la economía
inglesa.
Es comprensible que el inglés esté convencido de que los alemanes no
saben colonizar, lo mismo que es comprensible que el alemán crea otro
tanto del inglés. Ambos pueblos adoptan diferentes puntos de vista al juzgar
sus capacidades colonizadoras. El punto de vista inglés es infinitamente
más práctico y sobrio, y el punto de vista alemán, más romántico.
Cuando Alemania luchó por sus primeras colonias, era ya un estado
militar en Europa y, por consiguiente, una potencia de primera categoría.
Había conquistado el título de potencia mundial con éxitos imperecederos
en todos los campos de la cultura humana, así como en el de la capacidad
militar. Es digno de mención que especialmente en el siglo XIX se
apoderara de los pueblos un impulso general hacia la conquista de colonias,
a pesar de que la idea rectora original se había adulterado ya
completamente. Por ejemplo, Alemania basaba su derecho a colonias en su
capacidad y en su deseo de propagar la cultura alemana. Esto era una
tontería, pues la cultura, que es la expresión general de vida de un pueblo
determinado, no puede transmitirse a otro pueblo de condiciones psíquicas
totalmente distintas. En el mejor de los casos, esto puede conducir a una de
esas civilizaciones internacionales que tienen la misma relación con la
cultura que la música de jazz con una sinfonía de Beethoven.
Pero, esto aparte, nunca se le habría ocurrido a un inglés, en la época en
que fueron fundadas las colonias de Inglaterra, basar sus acciones en otra
cosa que en las ventajas reales y específicas que podía conseguir con ellas.
Si más adelante Inglaterra abogó por la libertad de los mares o de las
naciones oprimidas, no lo hizo con el propósito de justificar su actividad
colonial, sino con el de suprimir competencias peligrosas. El éxito de la
actividad colonial inglesa se debía en buena parte a las razones más
naturales. Porque cuando menos pensaba el inglés en imponer la cultura
inglesa o la educación inglesa a los salvajes, más simpático tenía que
parecer semejante gobierno a unos seres selváticos que no tenían el más
mínimo anhelo de cultura. Además, hay que tener presente el látigo, que se
podía usar sin contemplaciones, ya que no se corría el peligro de desviarse
de una inexistente misión cultural.
Inglaterra necesitaba fuentes de materias primas y mercados para sus
mercancías, y se aseguraba estos mercados mediante una política de poder.
Este es el sentido de la política colonial inglesa. Si más tarde, Inglaterra
pronunció con énfasis la palabra “cultura”, lo hizo tan solo desde un punto
de vista propagandístico: únicamente pretendía revestir de cierta moralidad
sus acciones excesivamente interesadas.
En realidad, las condiciones de vida de los salvajes eran un asunto que
no importaba lo más mínimo a los ingleses mientras no afectara a las
condiciones de vida de los propios ingleses. Que más adelante se vinculasen
otras ideas de prestigio político a colonias de la extensión de la India, es
comprensible. Pero nadie puede discutir que, por ejemplo, los intereses
indios nunca determinaron las condiciones de vida de los ingleses, sino que,
por el contrario, los intereses de los ingleses determinaron las condiciones
de vida de la India. Tampoco puede discutirse que ni siquiera en la India
establecen los ingleses instituciones culturales de ninguna clase para que los
nativos puedan compartir la cultura inglesa, sino más bien para que, en el
mejor de los casos, los ingleses puedan extraer más beneficios de sus
colonias. ¿O es que alguien cree que Inglaterra llevó ferrocarriles a la India
solo para que los indios tuvieran transportes europeos y no para poder
explotar mejor la colonia y ejercer su dominio más fácilmente?
Si actualmente en Egipto, Inglaterra sigue de nuevo los pasos de los
faraones y almacena el agua del Nilo por medio de presas gigantescas,
desde luego no procede así con objeto de conseguir que sea más fácil la
vida terreneal de los pobres fellahs, sino únicamente para lograr
independizar el algodón inglés del monopolio estadounidense. Pero estos
son unos puntos de vista en los que Alemania nunca se atrevió a pensar
abiertamente en relación con su política colonial. Los ingleses educaron a
los nativos con arreglo a los intereses de Inglaterra, mientras que los
alemanes serían sus maestros. Para el inglés corriente, el hecho de que los
nativos se sintieran mejor con nosotros que con ellos, no hablará en favor
de nuestra política de colonización, sino por el contrario, en favor de la
inglesa.
Esta política de conquista gradual del mundo, en la que el poder
económico y la fuerza política fueron siempre de la mano, condicionó la
posición de Inglaterra respecto a otros estados. Cuanto más se extendía
Inglaterra en su política colonial, más necesitaba el dominio de los mares, y
cuanto más lograba el dominio de los mares, más incitada se sentía a
acrecentar su poderío colonial. Pero entonces, también más celosamente
empezó a vigilar para que nadie compitiera con ella en el dominio de los
mares ni en las posesiones coloniales.
Está muy extendido, especialmente en Alemania, el error de creer que
Inglaterra lucharía sin vacilar contra cualquier hegemonía europea. Sin
duda alguna, esto no es cierto. En realidad, a Inglaterra le importan muy
poco las condiciones europeas mientras no surja de ellas la amenaza de
algún competidor mundial, ya que ella estimó siempre que tal amenaza
radicaba en una potencia en desarrollo que pudiera un día interceptar su
dominio sobre los mares y las colonias.
No ha habido ningún conflicto de Inglaterra con Europa en el que
aquella no haya tenido que proteger su comercio y sus intereses de ultramar.
Las luchas contra España, Holanda y más tarde Francia no tuvieron su
fundamento en la potencia militar amenazadora de tales estados, sino solo
en cómo estaba fundada esa potencia y en sus efectos.
Si España no hubiese sido una potencia ultramarina y, por lo tanto, un
poder que competía con Inglaterra, esta última, con toda seguridad, apenas
se habría fijado en España. Lo mismo puede decirse de Holanda. E incluso
la lucha gigantesca que mantuvo posteriormente Inglaterra contra Francia
no se dirigió nunca contra la Francia continental de Napoleón, sino más
bien contra una Francia napoleónica que consideraba su propia política
continental tan solo como un trampolín y una base para fines más amplios
que nada tenían de continentales.
Francia, dada su posición geográfica, será siempre la potencia más
amenazadora para Inglaterra. Fue quizás el único estado en el que incluso
un limitado desarrollo continental podía contener peligros para el porvenir
de Inglaterra. Sin embargo, Inglaterra decidió entrar en la Guerra Mundial
al lado de Francia, hecho sumamente instructivo para nosotros. Instructivo
porque demuestra que en Inglaterra, a pesar de la firme adhesión a las
grandes ideas fundamentales de la política exterior, se tienen en cuenta las
posibilidades del momento y no se renuncia a ellas simplemente porque
pueda surgir de una de esas posibilidades una amenaza para Inglaterra en un
futuro próximo o lejano.
Los políticos alemanes de “Dios castigue a Inglaterra” opinan
invariablemente que las relaciones con Inglaterra en el porvenir deben
fracasar en la convicción de que Inglaterra nunca pensará seriamente
promover los intereses de Alemania mediante una alianza con esta para
luego ver alzarse a Alemania ante ella como un poder peligroso y
amenazador. Indudablemente, Inglaterra no concertará una alianza para
fomentar los intereses de Alemania, sino tan solo para fomentar los
intereses británicos. Pero hasta ahora Inglaterra ha suministrado numerosos
ejemplos de que puede emparejar la defensa de sus propios intereses con la
defensa de los intereses de otros pueblos, y que recurre a las alianzas,
aunque, de acuerdo con la predicción humana, estas alianzas estén
destinadas a trocarse posteriormente en enemistad. Pues, más tarde o más
temprano, son los divorcios los que sostienen a los matrimonios políticos
desde el momento en que, realmente, estos no están al servicio de la defensa
de los intereses de ambas partes, sino que se proponen solamente promover
o salvaguardar con medios comunes los intereses de dos estados que son
diferentes pero que por el momento no están en oposición.
Las relaciones de Inglaterra con Prusia demuestran que los ingleses no
oponen ninguna resistencia fundamental a que exista una gran potencia
europea de importancia militar superior mientras los objetivos en política
exterior de esta potencia sean manifiestamente de un puro carácter
continental. ¿O es que alguien puede discutir que en tiempos de Federico el
Grande la potencia militar prusiana era sin ninguna clase de dudas la más
fuerte con mucho en toda Europa?
Que nadie crea que Inglaterra no luchó contra la Prusia de aquel tiempo
solamente por la razón de que, a pesar de su hegemonía militar, había de
incluirse entre los estados de menor extensión de Europa. De ninguna
manera fue así. Porque cuando Inglaterra había librado sus guerras contra
los holandeses, el territorio holandés en Europa era todavía
considerablemente más pequeño que el de la Prusia de finales del período
frederiano. Y no se podía hablar de una hegemonía amenazadora o de una
posición de fuerza dominante por parte de Holanda. Si Inglaterra, no
obstante, presionó a Holanda duramente a lo largo de decenios de lucha, la
razón estribó tanto en los impedimentos que Holanda ponía a Inglaterra en
el dominio del mar y del comercio, como en la actividad colonial que
desplegaban los holandeses.
Así, pues, no nos engañemos: si el estado prusiano no se hubiese
dedicado tan exclusivamente a fines puramente continentales, habría tenido
en todo momento a Inglaterra como su más duro enemigo, sin que
importaran para nada los medios puramente militares de Prusia ni el peligro
de una hegemonía europea por parte de Prusia. Nuestros políticos
patrióticos nacionales, poco inclinados a pensar, han reprochado más de una
vez con amargura a los sucesores del Gran Elector que descuidara las
posesiones ultramarinas nacidas por obra del mismo Gran Elector; que en
realidad las abandonase y perdiera con ello todo interés en el
mantenimiento y posterior construcción de una flota brandenburguesa-
prusiana. Fue una suerte para Prusia, y más tarde para Alemania, que las
cosas sucedieran así.
Nada dice tanto a favor de la sobresaliente cualidad de estadista de
Federico Guillermo I, como el hecho de que con los escasos medios,
infinitamente limitados, del pequeño estado prusiano, se concentrara
exclusivamente en el desarrollo del ejército de tierra. No solo por la razón
de que con ello ese pequeño estado pudo mantener una posición superior en
un arma, sino también porque así se salvó de la enemistad de Inglaterra.
Una Prusia que hubiera seguido los pasos de Holanda, no habría podido
librar las tres guerras silesianas, con Inglaterra como enemiga a sus
espaldas. Eso sin contar con que cualquier logro de una posición
verdaderamente naval por el pequeño estado prusiano habría tenido que
fracasar a la larga a consecuencia de la base territorial, excesivamente
limitada, de la madre patria y de su desfavorable situación estratégica.
Incluso en aquel tiempo, habría sido un juego de niños para los ingleses
desembarazarse de un competidor peligroso en Europa mediante una vasta
coalición bélica. En general, el hecho de que el pequeño Brandemburgo
pudiera llegar a convertirse en lo que luego sería Prusia y esta en un nuevo
Imperio alemán, se debió tan solo al sagaz conocimiento de sus relaciones
de verdaderas potencias, así como a las posibilidades de la Prusia de aquel
tiempo que motivaron que los Hohenzollern se limitaran casi
exclusivamente, hasta la época de Bismarck, a reforzar el poder terrestre.
Fue la única política clara y consecuente.
Si la Prusia alemana, y más tarde Alemania, querían labrarse un
porvenir, solo podían haberlo logrado con una supremacía en tierra que
correspondiese a la supremacía inglesa en los mares. La desgracia de
Alemania fue que nos apartáramos lentamente de esta comprensión y
edificáramos nuestro poder terrestre insuficientemente, dedicándonos a una
política naval cuyo resultado no podía ser satisfactorio. Ni siquiera la
Alemania del período posbismarckiano podía permitirse el lujo de crear y
mantener un armamento superior en tierra y mar simultáneamente.
Ha sido uno de los más importante principios de todos los tiempos que
los pueblos reconozcan qué armas son más indispensables para la
conservación de su existencia y que las fomenten luego hasta el límite
dedicando a ello todos sus medios. Inglaterra reconoció y siguió este
principio. Para Inglaterra, el dominio de los mares era realmente la
sustancia de su existencia. Ni siquiera los más brillantes períodos militares
en el continente, las guerras más gloriosas, las más incomparables
decisiones militares pudieron mover a los ingleses a ver en el poderío
terrestre de Inglaterra algo que no estuviera subordinado al dominio de los
mares, en cuyo mantenimiento concentraron toda la fuerza de la nación.
En Alemania nos dejamos arrastrar por las grandes oleadas coloniales
del siglo XIX, reforzadas quizá por los románticos recuerdos de la vieja
Hansa e impulsadas por la política económica de paz, hasta arrinconar el
fomento exclusivo del ejército de tierra y emprender la construcción de una
flota. Esta política adquirió su expresión final en la proposición, tan absurda
como calamitosa, de “Nuestro futuro está en el agua”. No, es exactamente
todo lo contrario: nuestro futuro está en Europa, en tierra. Esto es tan exacto
como que las causas de nuestra decadencia serán siempre de un carácter
puramente continental, ya que consisten en nuestra desgraciada posición
territorial y militar-geográfica.
Mientras Prusia se limitó a perseguir objetivos puramente europeos en
sus aspiraciones de política exterior, no tuvo que temer ningún peligro serio
por parte de Inglaterra. La objeción de que, sin embargo, en la Inglaterra de
los años 1870-71 prevalecía ya un estado de ánimo pro francés, no tiene
importancia en ningún caso. Pues en aquel tiempo también prevalecía en la
misma proporción una actitud pro alemana en Inglaterra; en realidad, la
acción de Francia fue estigmatizada como un sacrilegio desde los púlpitos
de las iglesias inglesas. Pero lo más decisivo fue la actitud oficial.
Es obvio que Francia contará siempre con verdaderas simpatías en un
estado de la importancia de Inglaterra, y más si tenemos en cuenta que la
influencia de la prensa de un país se ejerce en más de un caso a impulsos de
capital extranjero. Francia ha mostrado siempre una especial habilidad para
movilizar en su favor las simpatías; siempre ha sabido utilizar a París como
su arma auxiliar más notable. Pero esto no ha sucedido solamente en
Inglaterra, sino incluso en Alemania. En plena guerra del 70-71 figuraba en
la sociedad berlinesa, es decir, en la corte de Berlín, una numerosa camarilla
que no ocultaba sus simpatías por los franceses. Y no hay duda de que
supieron aplazar por mucho tiempo el bombardeo de París. Es
humanamente comprensible que los círculos ingleses contemplasen los
triunfos militares con dudosa alegría: sin embargo, no pudieron inclinar la
actitud oficial del gobierno británico hacia una intervención. La opinión de
que esto ha de atribuirse solo al hecho de que la retaguardia estaba cubierta
por Rusia, cosa que Bismarck se había asegurado, no modifica la cuestión.
Pues esta cobertura de la retaguardia iba dirigida principalmente contra
Austria. Si Inglaterra hubiese abandonado su actitud neutral en aquel
tiempo, ni siquiera la cobertura de la retaguardia por Rusia habría podido
impedir una conflagración de inmensas proporciones. Pues en este caso
Austria se habría visto comprometida y, por una y otra razón, los triunfos
del año 1871 no es fácil que se hubieran producido. A decir verdad,
Bismarck temía en secreto a una interferencia por otros estados no solo en
la guerra, sino incluso en las negociaciones de paz. Pues lo que sucedió
varios años después a Rusia —la intervención de otras potencias— podría
haber ocurrido igualmente a Alemania por obra de Inglaterra [Nota: Se
refiere a la revisión del Tratado de San Stefano en el Congreso de Berlín de
1878].
El curso de la actitud antialemana de los ingleses puede seguirse con
exactitud. Corre paralelo a nuestro desarrollo en los mares, se trueca en
franca antipatía a causa de nuestra actividad colonial y, finalmente, llega al
verdadero odio con motivo de nuestra polítiva naval. No se puede pasar por
alto el hecho de que en Inglaterra una jefatura estatal realmente solícita
percibía un peligro amenazador para el porvenir en el desarrollo de un
pueblo tan eficiente como los alemanes. Nunca deberíamos utilizar nuestros
pecados de omisión como medida para juzgar las acciones de otros. La
frivolidad con que la Alemania posbismarckiana permitió que su posición
en términos de política de poder fuese amenazada en Europa por Francia y
por Rusia sin tomar ninguna contramedida importante, no es razón para que
imputemos un descuido similar a otras potencias, ni lanzar contra ella
acusaciones hijas de la indignación porque sepan atender mejor las
necesidades vitales de sus pueblos.
Si la Alemania de la preguerra se hubiese decidido por una continuación
de la antigua política continental prusiana en vez de seguir su política
mundial pacífica y económica de tan fatídicas repercusiones, ante todo,
habría podido elevar su poder terrestre a a la brillante altura que tuvo
antiguamente el estado prusiano y, en segundo lugar, no habría tenido por
qué temer una enemistad incondicional de Inglaterra.
Porque no cabe duda de que si Alemania hubiese utilizado todos los
enormes medios que malgastó en la flota, para reforzar su ejército de tierra,
habría podido combatir por sus intereses de una manera muy distinta, al
menos en los decisivos campos de batalla europeos. Y la nación no habría
tenido que presenciar el espectáculo de un ejército terrestre armado peor
que inadecuadamente, ir desangrándose hasta la muerte frente a una
abrumadora coalición mundial, mientras que la armada, por lo menos sus
principales unidades de combate, se oxidaba en los puertos y terminaba su
existencia con una entrega ignominiosa hasta el colmo. No hay excusa para
los dirigentes, pero tengamos el valor de reconocer que todo esto se explica
por la naturaleza misma del arma naval. Pues al mismo tiempo, al ejército
de tierra se le sacaba de una batalla y se le arrojaba a otra, sin atender para
nada a las bajas ni a otras penurias.
El ejército de tierra era la verdadera arma alemana, desarrollada en un
siglo memorable, mientras que nuestra flota era solo un juguete romántico,
una ostentación que había sido construida por su propio gusto y que por su
propio deseo no podía utilizarse. Todo el beneficio que nos trajo está en
desproporción con la terrible enemistad que levantó contra nosotros.
Si Alemania hubiese emprendido ese camino, a principios de siglo
todavía podríamos haber alcanzado un entendimiento con Inglaterra que por
aquella época estaba madura para ello. Ni que decir tiene que semejante
entendimiento únicamente habría durado si hubiese ido acompañado de un
cambio fundamental en el objetivo de nuestra política exterior. Incluso a
principios de siglo, Alemania podría haber decidido asumir nuevamente la
antigua política continental prusiana. Así, unida a Inglaterra, habría podido
dirigir el posterior desarrollo de la historia mundial. La objeción de nuestros
eternos vacilantes y escépticos de que nada de esto habría sido seguro, solo
se basa en opiniones personales. La historia inglesa refuta estas opiniones
en todos los casos. ¿Con qué derecho pueden semejantes escépticos suponer
que Alemania no podría haber desempeñado el mismo papel que el Japón?
La estúpida opinión de que Alemania procediendo así le habría sacado a
Inglaterra las castañas del fuego, como se dice vulgarmente, podría
aplicarse también a Federico el Grande, que, al fin y al cabo, ayudó sobre
los campos de batalla europeos a facilitar los conflictos de Inglaterra con
Francia fuera de Europa.
La otra objeción, la de que Inglaterra habría ido algún día contra
Alemania a pesar de todo, ni siquiera merece citarse. Porque, incluso en tal
caso, la posición de Alemania en Europa después de una victoria sobre
Rusia habría sido mejor que la que tenía en los comienzos de la Guerra
Mundial. Por el contrario, si la guerra ruso-japonesa se hubiese librado en
Europa entre Alemania y Rusia, el poder moral de Alemania habría
aumentado de tal modo que en los treinta años siguientes cualquier otra
potencia europea lo habría pensado mucho antes de quebrantar la paz y
dejarse llevar a una coalición contra Alemania. Todas esas objeciones nacen
de la mentalidad de la Alemania de la preguerra, que lo sabía todo, pero
nunca hizo nada.
Lo cierto es que por aquel tiempo Inglaterra realizó un intento de
aproximación con Alemania. Además, hay que tener en cuenta el hecho
complementario de que Alemania no pudo decidirse a emerger de la
mentalidad de esta eterna duda y vacilación para llegar a una actitud clara.
Lo que Alemania rehusó en aquel tiempo fue atendido solícitamente por el
Japón, que con ello adquirió la fama de potencia mundial a un precio
relativamente módico.
Ya que en Alemania nadie quiso proceder así en ninguna circunstancia,
debimos unirnos al otro bando. Entonces podíamos haber aprovechado el
año 1904 o 1905 para un conflicto con Francia teniendo la retaguardia
cubierta por Rusia. Pero estos vacilantes y amigos de la dilación tampoco
querían tal cosa. Por cautela y vacilación, no eran nunca capaces de decir lo
que querían realmente en un momento dado.
De aquí se deriva tan solo la superioridad de la política inglesa, pues este
país no está gobernado por sabihondos incapaces de lanzarse a la acción,
sino por hombres que piensan de un modo natural y para quienes la política
no deja de ser un arte de lo posible, pero que también saben coger por los
pelos todas las posibilidades y utilizarlas enérgicamente.
Cuando Alemania rehuyó un entendimiento fundamental con Inglaterra,
que, como ya hemos dicho, solo habría tenido duración si en Berlín se
hubiese llegado a un claro objetivo de política continental territorial,
Inglaterra empezó a organizar la resistencia del mundo contra el país que
amenazaba los intereses británicos relacionados con su dominio en los
mares.
La Guerra Mundial no se desarrolló como se había creído al principio, a
causa de la eficacia militar de nuestro pueblo, que ni siquiera en Inglaterra
se presumía que fuera como resultó ser. Desde luego, Alemania fue
derrotada al fin, pero solo después de que la Unión Americana hubiese
hecho su aparición en el campo de batalla y de que Alemania hubiese
perdido el apoyo de su retaguardia como consecuencia del colapso de la
nación. Sin embargo, el verdadero propósito inglés no se había logrado. En
verdad, la amenaza alemana de la supremacía inglesa en los mares quedó
eliminada, pero la amenaza estadounidense, con una base
considerablemente más fuerte, ocupó su lugar.
En el futuro, el mayor peligro para Inglaterra no estará ya en Europa en
modo alguno, sino en Norteamérica. En la Europa de hoy, Francia es el
estado más peligroso para Inglaterra. Su hegemonía militar tiene una
significación especialmente amenazadora para la Gran Bretaña a
consecuencia de la posición geográfica de Francia respecto a Inglaterra. No
se trata solo de que un gran número de centros ingleses vitalmente
importantes está expuesto casi sin defensa a los ataques aéreos franceses,
sino también de que, mediante el fuego de la artillería, determinadas
ciudades inglesas pueden ser alcanzadas desde la costa francesa. Realmente,
si la tecnología moderna consigue dar un considerable incremento a la
potencia de fuego de la artillería pesada, un bombardeo de Londres desde
las costas francesas no está más allá de los límites de lo posible. Pero es
todavía mucho más importante el hecho de que una guerra submarina de
Francia contra Inglaterra poseería una base muy diferente a la que tuvo la
acción submarina alemana durante la contienda mundial. La amplia
situación de Francia sobre dos mares haría muy difícil llevar a cabo
medidas de aniquilamiento que tuvieron éxito fácilmente en el limitado
triángulo de agua.
Quienquiera que en la Europa actual trate de hallar enemigos naturales
contra Inglaterra, tropezará siempre con Francia y Rusia. Francia es una
potencia con objetivos políticos continentales que, sin embargo, solamente
son en verdad una tapadera para intenciones de gran amplitud y de un
carácter político internacional. Rusia es un temible enemigo para la India y
posee yacimientos de petróleo que hoy día tienen la misma importancia que
tuvieron en los siglos pasados las minas de hierro y carbón.
Si Inglaterra permanece fiel a sus grandes objetivos políticos mundiales,
sus oponentes potenciales en Europa serán Francia y Rusia y, en el porvenir,
en las otras partes del mundo, especialmente la Unión Americana.
En contraste, no existe ningún motivo para que sea eterna la enemistad
de Inglaterra con Alemania. De lo contrario la política exterior inglesa
estaría determinada por motivos que radican más allá de toda lógica real y
que, por lo tanto, solo en la cabeza de un catedrático alemán podrían tener
una influencia decisiva para la determinación de las relaciones políticas
entre los pueblos. No, en el porvenir Inglaterra adoptará sus posiciones de
acuerdo con puntos de vista de pura conveniencia, tan sobriamente como
viene haciéndolo desde hace trescientos años. Y así como en estos
trescientos años ciertos aliados de Inglaterra pudieron convertirse en sus
enemigos, y sus enemigos nuevamente en aliados, este será también el caso
en el futuro mientras así lo reclamen necesidades generales y particulares.
Pero si Alemania llega a una orientación política fundamentalmente
nueva que deje de oponerse a los intereses comerciales y marítimos de
Inglaterra y se encauce por caminos continentales, dejaría de existir un
motivo lógico para la enemistad de Inglaterra, que sería, si continuase, la
hostilidad por la hostilidad. Pues incluso el equilibrio de poderes europeos
le interesa a Inglaterra tan solo mientras ese mismo equilibrio pone
obstáculos al desarrollo de una potencia marítima y comercial de alcance
mundial que pueda constituir una amenaza para Inglaterra. No hay
dirección alguna de política exterior menos determinada por doctrinas
irreales que la dirección de la política exterior inglesa. Un imperio mundial
no llega a formarse por medio de una política sentimental o puramente
teórica.
De aquí que la sobria percepción de los intereses británicos haya de ser
también en el futuro la determinante de la política exterior inglesa. Por lo
tanto, todo aquel que hiera esos intereses será el futuro enemigo de
Inglaterra. En cambio, Inglaterra ni siquiera rozará la existencia de quien no
roce esos intereses. Y todo el que pueda serle útil será invitado por ella, de
vez en cuando, sin tener en cuenta si ha sido un enemigo en el pasado o si
puede serlo en el porvenir.
Solo un político alemán burgués-nacional puede atreverse a rehusar una
alianza útil por la razón de que más adelante pueda acabar en enemistad.
Imputar semejante idea a un inglés es un insulto al instinto político de este
pueblo.
Naturalmente, si Alemania no establece ninguna meta política, si
rebullimos sin plan alguno, sin ningún pensamiento que nos guíe, un día y
otro, como hemos hecho hasta ahora, o si nuestro objetivo consiste en la
restauración de las fronteras y condiciones territoriales del año 1914 y, por
lo tanto, desemboca en una política de comercio mundial, de colonización y
de potencia naval, podemos dar por segura la futura enemistad de Inglaterra
hacia nosotros. Entonces, Alemania se asfixiará económicamente bajo sus
cargas de Dawes, decaerá políticamente bajo sus tratados de Locarno, y se
debilitará cada vez más en el aspecto racial, para terminar su vida como una
segunda Holanda o una segunda Suiza en Europa.
Esto, ciertamente, pueden lograrlo nuestros políticos de poltrona
patrióticos y burgués-nacionales. Para ello les bastará continuar por su
actual camino de frases jactanciosas, vociferando protestas, haciendo la
guerra a toda Europa y luego arrastrándose cobardemente hacia el primer
agujero antes que realizar acto alguno. A esto se le denomina política
nacional-burgués-patriótica para la resurrección de Alemania. Así, nuestra
burguesía lo mismo que, en el curso de sesenta años escasos, ha degradado
y comprometido el concepto nacional, en su decadencia destruye el
hermoso concepto de la patria reduciéndolo también a una mera fraseología
de sus ligas.
Huelga decir que todavía hay que tener en cuenta otro factor importante
respecto a la actitud de Inglaterra hacia Alemania: la decisiva influencia
mundial de que la judería goza también en la Gran Bretaña. Así como el
elemento anglosajón puede superar su psicosis de guerra respecto a
Alemania, la judería mundial, en cambio, no descuidará nada por mantener
vivas las viejas enemistades a fin de impedir que se logre la pacificación de
Europa, ya que en estas circunstancias no podrían poner en acción sus
tendencias destructivas bolcheviques, lo que requiere la confusión de una
inquietud general.
No podemos hablar de política mundial sin tener en cuenta este poder
terrible. Por tanto, me ocuparé de este problema de una manera especial en
otra parte de este libro.
CAPÍTULO XV
No cabe duda de que si Inglaterra no tiene razón alguna para mantener
eternamente su enemistad de los tiempos de la guerra hacia Alemania, por
cuestión de principios, en Italia estaría todavía menos justificada esta
actitud. Italia es el segundo estado de Europa que no tiene motivos
fundamentales para ser hostil a Alemania. En realidad, sus objetivos de
política exterior no necesitan cruzarse lo más mínimo con los de Alemania.
Con ningún otro estado tenemos tal vez más intereses en común que con
Italia, y a la inversa.
Al mismo tiempo que Alemania trataba de lograr una nueva unificación
nacional, el mismo proceso se desarrollaba en Italia. Los italianos carecían
de un poder central de crecimiento paulatino y tan definitivo y descollante
en su importancia como el que Alemania poseía en Prusia; pero ello no fue
obstáculo para que Francia y Austria, que se oponían a la unificación
alemana como verdaderos enemigos, obraran del mismo modo con el
movimiento de unificación italiana.
La causa principal, por supuesto, radicaba en el estado habsburgués, que
debía tener y tenía un interés vital en la continuidad de un
desmembramiento interno de Italia. Un estado de las dimensiones de
Austria-Hungría es inconcebible sin un acceso directo al mar, y el único
territorio que podía tomarse en consideración para esto —al menos respecto
a sus ciudades— estaba habitado por italianos. Por lo tanto, tenía que
desaprobar y oponerse a la formación de un estado italiano unido, ya que
podía perder aquellos territorios si se fundaba un estado nacional italiano.
Esto condicionaba también forzosamente la actitud de la política exterior.
De aquí que, cuando la unificación italiana fue tomando forma lentamente,
Cavour, el brillante y gran estadista que fue su autor, utilizara todas las
posibilidades susceptibles de servir a este objetivo particular.
Italia debe la posibilidad de su unificación a una política de alianza
elegida con extraordinaria inteligencia. Su objetivo era primordialmente
producir la parálisis del principal enemigo de la unificación, Austria-
Hungría, para, finalmente, inducir a este estado a abandonar las provincias
del norte de Italia. Con todo, incluso cuando hubo terminado la unificación
provisional de Italia, había más de 800 000 italianos en Austria-Hungría. El
objetivo nacional de la unificación posterior del pueblo de nacionalidad
italiana se vio al principio forzado a soportar un aplazamiento cuando
empezaron a surgir los peligros de una tirantez italo-francesa. Italia decidió
ingresar en la Triple Alianza, principalmente con objeto de ganar tiempo
para su consolidación interna.
La Guerra Mundial terminó por llevar a Italia al campo de la Entente por
las razones que ya he expuesto. Con ello, la unidad italiana dio un
importante paso hacia delante. Pero ni siquiera hoy está completamente
unificada. Sin embargo, para el estado italiano, el gran acontecimiento fue
la eliminación del odiado imperio de los Habsburgo. Cierto que su lugar fue
ocupado por una estructura eslava meridional que presentaba para Italia un
peligro casi tan grande desde determinados puntos de vista nacionales de
índole general.
Pues así como la concepción de la burguesía nacional y la política
puramente de fronteras, a la larga apenas podía satisfacer las necesidades
vitales de nuestro pueblo, poco podía satisfacer al pueblo italiano la política
puramente burguesa-nacional de unificación.
Lo mismo que el pueblo alemán, el pueblo italiano vive en una pequeña
extensión de terreno escasamente fértil en parte. Durante siglos —muchos
siglos— esta superpoblación ha obligado a Italia a una emigración continua.
Como gran parte de estos emigrantes, trabajadores temporales, regresan a
Italia con objeto de vivir en su patria de sus ahorros, esto agrava
considerablemente la situación, es decir, que el problema de la población no
solo no se resuelve, sino que se agudiza. Alemania, a causa de su
exportación de mercancías, cayó en un estado de dependencia de la
capacidad, potencialidad y beneplácito de las potencias y países receptores
de tales mercancías; exactamente lo mismo le ocurría a Italia con su
exportación de gente. En ambos casos, un cierre del mercado habría de
producir consecuencias catastróficas al país exportador.
Por otra parte, el intento de Italia de resolver el problema de su
alimentación mediante un aumento de su actividad industrial no puede
conducir a ningún éxito definitivo, porque la carencia de materias primas
naturales en la patria italiana la despoja en gran medida y desde el primer
momento de la capacidad que se requiere para competir.
En Italia, las concepciones de la política burguesa-nacional van siendo
rebasadas y reemplazadas por un sentimiento popular de responsabilidad;
del mismo modo se verá obligada esta nación a desviarse de sus antiguas
concepciones políticas y a entregarse a una política territorial en gran
escala.
La cuenca costera del mar Mediterráneo constituye y ha sido siempre el
espacio natural de expansión italiana. Cuanto más se aleje la Italia actual de
su antigua política de unificación nacional y vuelva a una política
imperialista, más se internará por los caminos de la antigua Roma, no por
orgullo de potencia, sino por profundas necesidades internas. Si Alemania
busca hoy suelo en el este de Europa, ello no es signo de un hambre
insaciable de poder, sino solo la consecuencia de su necesidad de suelo. Y si
actualmente Italia trata de ensanchar su influencia en las costas de la cuenca
mediterránea y, en definitiva, aspira a establecer colonias, esto obedece
también a una simple necesidad, a una natural defensa de intereses.
Si la política alemana de la preguerra no hubiese padecido de ceguera
total, sin duda habría apoyado y fomentado este desarrollo por todos los
medios. No solo porque así habría reforzado —cosa natural— a su aliada,
sino porque quizá podría haber ofrecido la única posibilidad de apartar los
intereses italianos del mar Adriático y, de este modo, disminuir los motivos
de fricción con Austria-Hungría. Tal política, además, habría endurecido la
enemistad entre Italia y Francia, la más lógica que ha existido jamás y
cuyas repercusiones habrían podido reforzar la Triple Alianza en un sentido
favorable.
La desgracia de Alemania fue que, por aquel tiempo, no solamente
fracasó de una manera rotunda la jefatura del imperio en este aspecto, sino
—esto sobre todo— que la opinión pública, conducida por dementes
patriotas alemanes-nacionales y soñadores de política exterior, adoptó una
posición contra Italia, especialmente porque Austria descubrió algo
inamistoso en las operaciones italianas en Trípoli. Entonces tuvo ocasión
nuestra burguesía nacional de demostrar su sabiduría política ocultando
toda estupidez y toda bajeza de la diplomacia de Viena, incluso asumiendo
ella misma tales actos estúpidos y bajos con objeto de mostrar la armonía
interna y la solidaridad de esta cordial alianza a los ojos del mundo.
Ahora Austria-Hungría ha desaparecido del mapa; pero Alemania tiene
aún menos motivos que antes para lamentar un desenvolvimiento de Italia
que algún día tendrá que realizarse forzosamente a expensas de Francia.
Pues, cuanto más descubra la Italia actual sus altas tareas en pro del pueblo
y más, por consiguiente, se dedique a una política territorial de tipo romano,
tanto más tendrá que oponerse a Francia, que es su principal competidora en
el Mediterráneo.
Francia nunca tolerará que Italia se convierta en la potencia rectora del
Mediterráneo. Tratará de impedirlo, ya por su propia fuerza, ya por medio
de alianzas. Francia pondrá obstáculos en el camino del desarrollo de Italia
dondequiera que le sea posible, y al fin, no vacilará en recurrir a la
violencia. Ni siquiera el parentesco de estas dos naciones latinas cambiará
en nada semejante situación, porque este parentesco no es más estrecho que
el de Inglaterra con Alemania.
[Nota: En este punto comienza la página 240 del original. Las páginas
240-324 son copias al carbón]
Por encima de todo esto está el hecho de que Francia, a medida que
declina en su poder popular, procede a la apertura de su depósito de gente
negra. Por lo tanto, un peligro de proporciones inimaginables amenaza a
Europa. La idea de que negros franceses que pueden envenenar la sangre
blanca se sitúen en el Rin como centinelas culturales contra Alemania es tan
escandalosa, que se habría considerado totalmente imposible hace solo unas
décadas. Seguramente será la misma Francia la que sufra el mayor daño por
esta afrentosa contaminación pestilente de su sangre, pero esto solo ocurrirá
si las demás naciones europeas siguen siendo conscientes del valor de su
raza blanca.
Visto en términos puramente militares, Francia puede muy bien
aumentar sus formaciones europeas y, como la Guerra Mundial ha
evidenciado, manejarlas de un modo eficaz. Finalmente, este ejército negro
que nada tiene de francés, constituye cierta defensa contra demostraciones
comunistas, ya que la absoluta subordinación en todas las situaciones será
más fácil de conservar en un ejército que no esté vinculado por la sangre
con el pueblo francés. Estos hechos encierran un grave peligro
especialmente para Italia.
Si el pueblo italiano quiere modelar su porvenir de acuerdo con sus
propios intereses, tendrá en definitiva como enemigos ejércitos negros
movilizados por Francia. Por eso no puede interesarle a Italia lo más
mínimo hallarse en un estado de enemistad con Alemania: esto es algo que
ni siquiera en el mejor de los casos podría ser una contribución provechosa
a la formación de vida italiana en el futuro. Por el contrario, si hay alguna
nación que puede enterrar, al fin, la enemistad bélica, esta nación es Italia.
Italia no puede tener ningún interés en que continúe la opresión de
Alemania si ambos estados quieren atender en el porvenir sus tareas más
naturales.
Bismarck había percibido ya esta afortunada circunstancia. Más de una
vez confirmó el completo paralelismo entre los intereses alemanes e
italianos. Incluso afirmó que la Italia del porvenir debería buscar su
desarrollo en las costas del mar Mediterráneo. Y también se refirió a la
armonía de los intereses alemanes e italianos, recalcando que solamente a
Francia podía ocurrírsele perturbar la formación de la vida italiana, y que
Alemania estaba obligada a concederle una buena acogida desde su punto
de vista. En realidad, Bismarck no veía en el porvenir causa alguna para una
tirantez y mucho menos para una enemistad entre Italia y Alemania. Si
hubiese sido Bismarck, y no Bethmann-Hollweg el guía del destino de
Alemania antes de la Guerra Mundial, esta terrible enemistad, en la que se
cayó solo por culpa de Austria, no habría existido.
Por otra parte, para Italia, lo mismo que para Inglaterra, es un hecho
positivo que una expansión continental de Alemania en el norte de Europa
no constituye ninguna amenaza y, por tanto, no puede dar motivo a una
tirantez entre Italia y Alemania. En cambio, para Italia, los intereses más
naturales son contrarios a cualquier incremento posterior de la hegemonía
francesa en Europa.
De aquí que la posibilidad de que Italia concierte una alianza con
Alemania sea muy digna de tenerse en cuenta.
La enemistad de Italia con Francia se ha hecho evidente desde que el
fascismo ofreció al pueblo italiano una nueva idea del estado y, con ella, un
nuevo propósito de vida. Por eso Francia, mediante todo un sistema de
alianzas, está tratando, no solo de reforzarse ella misma para un posible
conflicto con Italia, sino que procura también poner trabas y separar a los
posibles amigos de Italia. El objetivo francés está claro; pretende construir
un sistema de estados que llegue desde París a Belgrado pasando por
Varsovia, Praga y Viena. El intento de atraer a Austria a este sistema no es
de ningún modo tan ilusorio como podría parecer a primera vista.
Teniendo en cuenta el carácter dominante de la influencia que Viena, con
sus dos millones de habitantes, ejerce sobre el resto de Austria, que solo
cuenta con seis millones, la política de este país estará determinada siempre
principalmente por Viena. El hecho de que una alianza con París sea mucho
más probable que una alianza con Italia se explica por el carácter
cosmopolita de Viena, que se ha agudizado en el último decenio. Además,
hay que contar con la propaganda ejercida en la opinión pública por la
prensa vienesa. Esta actividad amenaza ser especialmente efectiva desde
que dicha prensa, con ayuda del clamor levantado sobre el Tirol del Sur, ha
conseguido también excitar a la provincia burguesa-nacional, carente en
absoluto de instinto, contra Italia. De esta forma, se avecina un peligro de
dimensiones inconmensurables. Pues los alemanes pueden ser arrastrados,
más que ningún otro pueblo, a las más increíbles decisiones, en realidad
verdaderamente suicidas, por una campaña agitadora de prensa sostenida
firmemente durante muchos años.
Pero si Francia tiene éxito y eslabona a Austria en la cadena de su
“amistad”, Italia se verá algún día forzada a sostener una guerra en dos
frentes o tendrá que renunciar una vez más a una defensa auténtica de los
intereses del pueblo italiano. En ambos casos existe para Alemania el
peligro de que un posible aliado alemán se vea finalmente excluido por un
período de tiempo imprevisible, con lo que Francia adquirirá un creciente
dominio del destino de Europa.
Que nadie se haga ilusiones sobre lo que significaría esto para Alemania.
Nuestros políticos burgueses-nacionales propugnadores de la política de
fronteras y nuestros eternos descontentos de las ligas patrióticas tendrán
multitud de nuevas ocasiones de eliminar, en nombre del honor nacional, las
huellas de los malos tratos que tendrían que sufrir por parte de Francia
gracias a la clarividente política por ellos preconizada.
Como el movimiento socialista nacional se preocupa de la política
exterior, he tratado de educarlo de modo que se convierta en el portador de
un claro objetivo de tal política mediante la consideración de todos los
argumentos que entran en juego. El reproche de que esto es la tarea
primordial del gobierno no tiene fundamento en un estado cuyos
gobernantes proceden de partidos que ni tienen el menor conocimiento de
Alemania, ni desean un porvenir feliz para ella.
Puesto que los que fueron responsables de la perpetración del crimen de
noviembre han sido considerados aptos para gobernar, ya no son los
intereses de la nación alemana los que están representados, sino los
intereses de los partidos que actúan sin ningún acierto. En general, no
podemos esperar confiadamente la solución de las necesidades vitales de
Alemania, de unos hombres para los que la patria y la nación no son sino
medios para un fin y que, si es necesario, los sacrifican
desvergonzadamente por sus propios intereses.
En realidad, el instinto de autoconservación de estos hombres y de estos
partidos, instinto que tan a menudo se evidencia, habla por sí mismo contra
cualquier resurrección de la nación alemana, puesto que la lucha por la
libertad y el honor alemán movilizaría irremisiblemente fuerzas que
provocarían la caída y destrucción de los que mancillaron el honor alemán.
No puede producirse nada parecido a una lucha por la libertad sin que la
acompañe una resurrección nacional general. Pero una resurrección de la
conciencia y del honor nacionales es inconcebible sin llevar primero ante la
justicia a los responsables de la degradación anterior. El mero instinto de
autoconservación forzará a esos elementos degenerados y a sus partidos a
entorpecer todos los pasos que pudieran conducir a una resurrección
auténtica de nuestro pueblo. Y la aparente insania de muchos actos de estos
Eróstratos de nuestro pueblo se convierte, una vez que se calibran
adecuadamente los motivos internos, en una acción planeada y hábil,
aunque infame y despreciable.
En una época como la presente, en que la vida pública adquiere su forma
por la acción de partidos de esta índole y está representada tan solo por
hombres de carácter mediocre, es deber de un movimiento de reforma
nacional seguir su propio camino incluso en política exterior, camino que,
según todo el poder de predicción del hombre y de la razón humana, tiene
que conducir al triunfo y a la felicidad de la patria. De aquí que el reproche
de que abogamos por una política que no corresponde a la política exterior
oficial, reproche procedente del lado marxista-democrático-centrista, pueda
rechazarse con el desprecio que se merece. Pero si son los círculos
burgueses nacionales y los llamados patrióticos los que lanzan tal
acusación, ello obedece tan solo al estado mental de los miembros de unas
corporaciones que solo se dedican a protestar y que no pueden comprender
que otro movimiento posea la voluntad indestructible de convertirse al fin
en una potencia y que, en previsión de este hecho, emprenda la educación
necesaria para el desempeño de este poder.
Desde el año 1920, he tratado por todos los medios y con la mayor
persistencia de familiarizar el movimiento socialista nacional con la idea de
una alianza entre Alemania, Italia e Inglaterra. Esto fue muy difícil,
especialmente en los primeros años después de la guerra, ya que el punto de
vista de “Dios castigue a Inglaterra” seguía ocupando el primer plano y
privando a nuestro pueblo, que era prisionero de semejante concepción, de
tener ideas claras y sobrias en la esfera de la política exterior.
Al principio, la situación del movimiento fue extraordinariamente difícil
incluso respecto a Italia, especialmente desde que una reorganización sin
precedentes del pueblo italiano realizada bajo el caudillaje del brillante
estadista Benito Mussolini, suscitó la protesta de todos los estados dirigidos
por la francmasonería. Pues los fabricantes de la opinión oficial alemana,
que hasta el año 1922 no se habían preocupado lo más mínimo de los
sufrimientos de las regiones de nuestro pueblo desgajadas de Alemania por
los crímenes de ellos mismos, empezaron ahora, de pronto, a honrar con su
atención al Tirol del Sur.
Con todos los medios de un periodismo astuto y de una dialéctica
mendaz, el problema del Tirol del Sur fue aireado y convertido en una
cuestión de extraordinaria importancia, de modo que, al fin, Italia cayó, por
parte de Alemania y de Austria, en un ostracismo que no se impuso a
ningún otro de lo estados vencedores. Si el movimiento socialista nacional
quería defender honradamente su misión de política exterior, llevado por la
convicción de su absoluta necesidad, entonces no podía retroceder en la
lucha contra este sistema de mentiras y confusión. Al no poder contar con
ningún aliado, hubo de guiarse por la idea de que se debe renunciar a una
popularidad barata antes que actuar contra una verdad que se percibe, una
necesidad que está ante nuestros ojos y contra la voz de la propia
conciencia. Aunque esto significara ser derrotado, seguiría siendo más
honroso que participar en un crimen que había quedado al descubierto.
Cuando en el año 1920 aludí a la posibilidad de una posterior asociación
con Italia, todos los requisitos previos para ello, al menos en principio,
parecían faltar efectivamente. Italia estaba en el círculo de los estados
victoriosos y compartía las ventajas efectivas, o meramente supuestas, de
semejante situación. En los años 1919 y 1920, parecía no existir ni la menor
perspectiva de que la estructura interna de la Entente se aflojara en un
tiempo previsible. La poderosa coalición mundial concedía todavía gran
valor a demostrar que se bastaba para garantizar la victoria y, por lo tanto,
también la paz. Las dificultades que ya se habían exteriorizado con motivo
de la redacción de los tratados de paz apenas llegaban a conocimiento de la
mayor parte de la opinión pública, pues los dirigentes de una campaña
hábilmente montada sabían cómo mantener la apariencia de una completa
unidad. Esta acción común se fundaba, tanto en la opinión pública creada
por una propaganda de guerra generalmente homogénea, como en el temor,
basado en la inseguridad, que el gigante alemán inspiraba todavía. El
mundo exterior iba vislumbrando con gran lentitud las dimensiones de la
decadencia interior de Alemania.
Otra razón contribuía a la solidaridad aparentemente casi indisoluble de
los estados vencedores: la esperanza de ciertos estados de que, manteniendo
la unión, no se les pasaría por alto cuando llegase el momento de repartirse
los despojos. Por último, existía el temor de que si en aquel tiempo se
hubiera retirado algún estado, el destino de Alemania no habría seguido otro
curso y que entonces quizá Francia sería la única beneficiaria de nuestro
colapso. Pues en París, naturalmente, no se pensó nunca en realizar un
cambio en la actitud que la guerra había puesto en movimiento contra
Alemania. “Para mí, la paz es la continuación de la guerra”. Con esta
declaración, el viejo Clemenceau de blancos cabellos expresaba las
verdaderas intenciones del pueblo francés.
La absoluta falta de persistencia de los propósitos alemanes contrastaba
con la solidez, por lo menos aparente, de la coalición vencedora, cuyo
objetivo permanente, inspirado por Francia, era la aniquilación completa de
Alemania incluso después de la derrota. Al lado de la despreciable villanía
de aquellos que en su propio país, contra toda verdad y contra su propia
conciencia, achacaban la culpa de la guerra a Alemania y deducían de ahí
insolentemente una justificación de los despojos realizados por el enemigo,
había una masa nacional, en parte intimidada, en parte indecisa, que creía
que ahora, después del colapso, podrían arreglarse las cosas por medio de la
más penosa reconstrucción del pasado del país.
Perdimos la guerra a consecuencia de la falta de pasión nacional contra
nuestros enemigos. En los círculos nacionales cundía la opinión de que
debíamos despojarnos de esta nociva actitud y anclar en la paz el odio
contra los antiguos enemigos. Al mismo tiempo, era digno de mención el
hecho de que desde el principio este odio se concentrara en primer lugar
contra Inglaterra, luego contra Italia y menos contra Francia. Contra
Inglaterra porque, gracias a la soporífera política de Bethmann Hollweg,
nadie había creído en una guerra con este país hasta el último momento. Por
eso se consideró su entrada en la guerra como un crimen imperdonable
contra la buena fe. En el caso de Italia, el odio era todavía más
comprensible, en vista de la insensatez política de nuestro pueblo, tan
sumido en la niebla de la Triple Alianza por obra de los círculos oficiales,
que incluso la no intervención de Italia en beneficio de Austria-Hungría y
Alemanía le pareció una ruptura de la lealtad. Y luego consideró como una
perfidia sin límites la incorporación del pueblo italiano a nuestros
enemigos. Este odio acumulado estalló en la fulminación típicamente
burguesa nacional y en el grito bélico “¡Dios castigue a Inglaterra!”. Como
Dios prefiere el bando de los más fuertes y resueltos, y también el de los
más sagaces, se negó claramente a infligir este castigo.
Sin embargo, al menos durante la guerra, avivar nuestra pasión nacional
por todos los medios no solo estaba permitido, sino que se alentaba
evidentemente. En esto solo había el inconveniente de que nos cegábamos
para los hechos auténticos, sin que, por otra parte, la pasión llegara a ondear
demasiado alta entre nosotros. En política no hay puntos de vista que surjan
de un impulso de mal humor; por lo tanto, incluso durante la guerra fue un
error no extraer otras consecuencias, especialmente de la entrada de Italia
en la coalición mundial, que las de una cólera llameante. Por el contrario,
debimos ante todo haber asumido la obligación de seguir examinando las
posibilidades de la situación con objeto de adoptar las decisiones que
merecieran ser tenidas en cuenta para salvar a la amenazada nación
alemana.
Pues, con la entrada de Italia en las fuerzas de la Entente, era inevitable
una extraordinaria agravación de la situación bélica, no solo como resultado
del aumento que adquiría la Entente en cuestión de armas, sino, y mucho
más, debido al refuerzo moral que necesariamente iba aparejado al hecho de
colocarse esa potencia en el bando de una coalición mundial en la que
destacaba Francia. En el aspecto del deber, los dirigentes políticos de la
nación en aquel tiempo tendrían que haber decidido, costase lo que costase,
poner fin a la guerra de tres frentes, e incluso de dos. Alemania no era
responsable de preservar el corrupto y chapucero estado austriaco. Ni el
soldado alemán luchaba por la política de poder familiar de la hereditaria
casa de los Habsburgo. Esto, en el mejor de los casos, podía ser el propósito
de los no combatientes vociferadores de hurras; nunca el de los hombres
que estaban derramando su sangre en el frente.
Los sufrimientos y penalidades de los fusileros alemanes eran ya
inconmensurables en el año 1915. Estos sufrimientos podían pedirse por el
porvenir y la conservación de nuestro pueblo alemán, pero no por la
salvación de la megalomanía de poder de los Habsburgo. Era escandaloso
permitir que millones de soldados alemanes se desangraran en una guerra
sin esperanzas solo para que una dinastía pudiera conservar un estado cuyos
más privados intereses dinásticos habían sido habían sido antialemanes
durante siglos. Esta locura será completamente comprensible para nosotros
en su conjunto tan solo si no perdemos de vista que la mejor sangre
alemana había de derramarse para que, en el caso más favorable, los
Habsburgo pudieran tener de nuevo la oportunidad de desnacionalizar al
pueblo alemán en tiempo de paz. No solo teníamos que llevar a cabo el más
horrible derramamiento de sangre en dos frentes por aquella locura que
clamaba al cielo: teníamos, además, el deber de rellenar una vez y otra con
carne y sangre alemanas los huecos que la traición y la corrupción abrían en
el frente de nuestro aliado.
Y hacíamos este sacrificio para favorecer a una dinastía que, por su
parte, estaba dispuesta a dejar a su martirizado aliado en la estacada en la
primera oportunidad que se le ofreciese. Y realmente esto fue lo que hizo
más tarde. Ni que decir tiene que nuestros patriotas burgueses nacionales
hablan tan poco de la traición como silencian las continuas traiciones de las
tropas austríacas de sangre eslava, aliadas con nosotros, pero que se
pasaban al bando enemigo por regimientos enteros y brigadas, con objeto
de incorporarse, en sus propias legiones, a la lucha contra aquellos que su
propio país, por intereses de estado, había arrastrado a una lucha espantosa.
Además, Austria-Hungría nunca habría participado voluntariamente en
una guerra que pudiera haber comprometido a Alemania. Que aquí o allá
hubiese algunos alemanes que creyesen que iban a obtener protección de la
Triple Alianza sobre una base de reciprocidad, solo puede atribuirse a la
general ignorancia sin límites que prevalecía en Alemania sobre las
condiciones austríacas. Alemania habría recibido su mayor desengaño si la
Guerra Mundial hubiese estallado por culpa de ella. El estado austríaco, con
su mayoría eslava y la casa Habsburgo en su gobierno, fundamentalmente
antialemán y hostil al Imperio alemán, no habría empuñado nunca las armas
para defender y asistir a Alemania contra todo el resto del mundo, como
Alemania hizo estúpidamente. A decir verdad, respecto a Austria-Hungría,
Alemania solo tenía un deber que cumplir: salvar el elemento alemán de
este estado por todos los medios y eliminar a la dinastía más degenerada y
cargada de culpas que haya tenido que soportar el pueblo alemán.
Alemania tenía el deber de aprovechar la oportunidad de la entrada de
Italia en la Guerra Mundial p ara emprender una revisión a fondo de su
actitud respecto a Austria-Hungría. No es un acto político, y muchísimo
menos una expresión de sagacidad y competencia en los dirigentes
políticos, no encontrar en tal caso otra respuesta que la sombría indignación
y la rabia impotente. Estas reacciones suelen ser perjudiciales incluso en la
vida privada; en la vida política son algo peor que un crimen: una estupidez.
Aunque este intento de cambiar la anterior actitud alemana no hubiese
tenido ningún éxito, por lo menos habría absuelto a la jefatura política de la
nación de la culpa de no haberlo intentado. Desde luego, después de la
entrada de Italia en la Guerra Mundial, Alemania debería haber tratado de
poner fin a la guerra en dos frentes. Para ello debió haber procurado
conseguir una paz separada con Rusia, no solamente sobre la base de una
renuncia a utilizar cualesquiera de los triunfos ya logrados en el este por las
armas alemanas, sino incluso, si era necesario, mediante el sacrificio de
Austria-Hungría. Solo la completa disociación de la política alemana de la
labor de salvar al estado austríaco y su concentración exclusiva en la tarea
de ayudar al pueblo alemán podrían haber proporcionado aún una
posibilidad de victoria, de acuerdo con las apreciaciones humanas.
Por otra parte, con la demolición de Austria-Hungría, la incorporación
de nueve millones de austríacos alemanes al imperio habría sido ante la
historia y para el futuro de nuestro pueblo un triunfo más útil que la
ganancia, dudosa en sus consecuencias, de unas cuantas minas francesas de
hierro y carbón. Pero hay que recalcar una y otra vez que la tarea —incluso
la de una política exterior alemana solo burguesa-nacional— no debería
haber sido la conservación del estado habsburgués, sino exclusivamente la
salvación de la nación alemana, incluyendo a los nueve millones de
alemanes existentes en Austria. Y absolutamente nada más.
Como es sabido, la reacción de los dirigentes del Imperio alemán ante la
situación creada por la entrada de Italia en la Guerra Mundial fue
completamente distinta. Trataron más que nunca de salvar al estado
austríaco con sus hermanos eslavos desertores de la alianza, poniendo a
contribución la sangre alemana en una medida todavía mayor y reclamando
en la patria la venganza del cielo contra el infiel aliado de otros tiempos.
Con objeto de perder toda posibilidad de acabar con la guerra en dos
frentes, dejaron que la artera y astuta diplomacia vienesa los indujese a
fundar el estado polaco. Así, los Habsburgo acabaron hábilmente con toda
esperanza de llegar a un entendimiento con Rusia, entendimiento que,
naturalmente, podría haberse obtenido a costa de Austra-Hungría. De esta
manera, el soldado alemán de Pomerania, Westfalia, Turingia, Baviera y
Prusia Oriental, de Brandenburgo, Sajonia y el Rin, tuvo el alto honor de
sacrificar cientos de miles de vidas en las más terribles y sangrientas
batallas de la historia mundial, no por la salvación de la nación alemana,
sino por la formación de un estado polaco en el que, en caso de un resultado
favorable de la Guerra Mundial, los Habsburgo habrían puesto un
representante, por lo que luego habría sido un eterno enemigo de Alemania.
Esta es la política de estado burgués-nacional. Pero si esta reacción al
paso italiano fue ya un verdadero absurdo durante la guerra, la continuidad
de esta reacción emotiva después de la guerra fue una soberana estupidez.
Ni que decir tiene que Italia estuvo en la coalición de estados
vencedores, incluso después de la guerra, y, por lo tanto, al lado de Francia.
Pero esto era natural, porque Italia, indudablemente, no había entrado en la
guerra por sentimientos pro-franceses. La fuerza determinante que empujó
al pueblo italiano a los campos de batalla fue exclusivamente el odio contra
Austria y la posibilidad de beneficiarse en sus propios intereses italianos.
Esta fue la razón del accionar italiano y no un sentimiento emotivo hacia
Francia creado por la fantasía. Como alemán, uno puede sentirse
profundamente apenado por el hecho de que Italia diera pasos decisivos
cuando el colapso de su odiado enemigo de siglos se había consumado, pero
nadie debía permitir que eso prive a su mente de razonar con lucidez. El
destino había cambiado. En otros tiempos, Austria tuvo bajo su férula más
de 800 000 italianos, y ahora 200 000 austriacos se hallan bajo el gobierno
de Italia. Lo que nos duele es que estos 200 000 sean de nacionalidad
alemana.
Tampoco los objetivos futuros de una política italiana concebida
nacional o popularmente se han cumplido con la eliminación del eterno
conflicto austríaco-italiano. Por el contrario, el enorme aumento de la
conciencia de ser y de poder del pueblo italiano por efecto de la guerra y
especialmente del fascismo, acrecentará la fuerza que le permitirá perseguir
grandes objetivos.
Así, los conflictos naturales de intereses entre Italia y Francia irán
apareciendo en forma creciente. Nosotros debíamos haber contado con esto,
pues lo pudimos prever en el año 1920. Los primeros signos de desarmonía
interna entre los dos estados eran ya perceptibles en aquellas fechas.
Mientras la instintiva tendencia de los eslavos del sur a una mayor
reducción del elemento alemán austriaco podía contar con la incondicional
simpatía de Francia, la actitud italiana, ya en la época de la liberación de
Carintia de los eslavos, estaba cuando menos muy bien dispuesta hacia el
elemento alemán. Este profundo cambio respecto a Alemania se demostró
también, y más claramente, en la actitud de las comisiones italianas en
nuestro país con ocasión de las luchas en la Alta Silesia.
Sea como fuere, en aquel tiempo se podía ya discernir el comienzo de
una tirantez mutua, aunque débil al principio, entre las dos naciones latinas.
De acuerdo con la lógica y la razón humanas y según todas las experiencias
de la historia hasta el presente, esta tirantez se irá profundizando cada vez
más y acabará un día en lucha abierta. Lo quiera o no, Italia tendrá que
luchar por la existencia de su estado y por su futuro contra Francia, igual
que la misma Alemania. No es necesario para esto que Francia esté siempre
en la primera línea de operaciones, sino que tirará de los hilos de aquellos a
quienes sagazmente ha colocado en una situación de dependencia financiera
y militar respecto a ella, o con los que parece estar vinculada por intereses
paralelos. El conflicto italo-francés puede empezar en los Balcanes, del
mismo modo que puede terminar en las tierras bajas de Lombardía.
Ante esta lógica probabilidad de una enemistad posterior de Italia con
Francia, ya en el año 1920 debió considerar Alemania a aquel país como un
posible aliado futuro. La probabilidad aumentó hasta la certidumbre
cuando, con la victoria del fascismo, el débil gobierno italiano, que
últimamente había estado sometido a influencias internacionales, quedó
eliminado y ocupó su lugar un régimen que ha prendido como consigna en
sus banderas la defensa exclusiva de los intereses italianos. Un gobierno
italiano débil, de factura democrático-burguesa, al descuidar las verdaderas
tareas futuras de Italia, podría tal vez haber mantenido una relación
artificial con Francia. Pero no así un régimen italiano consciente y
responsable en un sentido nacional. La lucha de la Tercera Roma por el
futuro del pueblo italiano se condensa en la declaración histórica publicada
el día en que el haz de lictores se convirtió en símbolo del estado italiano.
Así, una de las dos citadas naciones latinas tendrá que abandonar su puesto
en el mar Mediterráneo, mientras que la otra adquirirá la supremacía al
precio de esta lucha.
Como alemán nacionalmente consciente y con pensamiento racional,
tengo la firme esperanza y el vivo deseo de que este estado sea Italia y no
Francia.
Por eso mi actitud hacia Italia obedecerá motivos de posibilidades
futuras y no a estériles reminiscencias de la guerra.
El punto de vista “Se aceptan declaraciones de guerra”, inscripción que
figuraba en los transportes de tropas, era un buen signo de la victoriosa
confianza del viejo ejército sin par. Pero como proclamación política es una
locura y una estupidez. Hoy día, es todavía mucho más insensato adoptar la
posición de que para Alemania ningún aliado puede merecer consideración
si estuvo en el bando del enemigo durante la Guerra Mundial y compartió a
nuestras expensas los despojos de la guerra. Si los marxistas, los
demócratas y los centristas hacen de semejante pensamiento un leitmotiv de
su actividad política, ello se debe sin duda alguna a que esta coalición
degenerada hasta el máximo no desea nunca la resurrección de la nación
alemana. Pero que los círculos patrióticos y nacionales-burgueses admitan
semejantes ideas, es el colmo. Porque cítese una sola potencia susceptible
de ser una aliada en Europa y que no se haya enriquecido territorialmente a
nuestras expensas o a expensas de nuestros aliados de aquel tiempo.
Según este punto de vista, Francia está excluida desde el principio
porque robó Alsacia-Lorena y quiere robar Renania; Bélgica, porque posee
Eupen y Malmedy; Inglaterra, porque, aunque no posee nuestras colonias,
por lo menos las administra en gran parte; hasta un niño sabe lo que esto
significa en la vida de los pueblos. Dinamarca está excluida porque se
posesionó de Schleswig del norte; Polonia, porque está en posesión de
Prusia Occidental, Alta Silesia y regiones de Prusia Oriental;
Checoslovaquia, porque oprime a cerca de cuatro millones de alemanes;
Rumania, porque igualmente se ha adueñado de más de un millón de
alemanes; Yugoslavia, porque tiene cerca de 600 000, e Italia porque
considera de su propiedad el Tirol del Sur.
Así, pues, para nuestros círculos nacionales-burgueses y patrióticos, las
posibilidades de alianza son totalmente nulas. Verdad es que ellos no las
necesitan en absoluto. Pues con el diluvio de sus protestas y el clamor de
sus hurras quieren debilitar en parte la resistencia de los demás países del
mundo, y en parte derribarla. Y luego, sin ningún aliado, sin ninguna clase
de armas, apoyados solo por el griterío de su palabrería, recuperarían los
territorios robados, dejarían que Inglaterra fuese castigada por Dios, y
darían una lección a Italia, entregándola al desprecio del mundo, a no ser
que antes les hubiesen colgado de los faroles sus propios aliados
momentáneos en política exterior: los bolcheviques y judíos marxistas.
Es asombroso que nuestros círculos nacionales de origen burgués y
patriótico no se den cuenta en absoluto de que la prueba más decisiva de la
falacia de su actitud en política exterior estriba en la aprobación de los
marxistas, demócratas y centristas, y, especialmente, en la de la judería.
Pero el que conoce a fondo a nuestra burguesía alemana sabe perfectamente
por qué esto es así.
Todos son infinitamente felices por haber hallado al menos una cuestión
en que la cacareada unidad del pueblo alemán parece haberse realizado. No
importa que se trate de una estupidez. A pesar de esto, es infinitamente
confortador para un burgués animoso y un político patriota poder hablar en
tonos de lucha nacional sin recibir un puñetazo en la mandíbula propinado
por el comunista más próximo. Se les perdona solo porque su concepción
política es tan estéril en términos nacionales como valiosa en términos
judío-marxistas. Y esto, o no lo ven nuestros políticos o lo esconden en los
recovecos más profundos de su ser. El grado de corrupción en que se ha
llegado con tanta falsedad y tanta cobardía es algo inaudito.
Cuando en el año 1920 me propuse orientar la dirección de la política
exterior con un movimiento hacia Italia, choqué al principio con la
completa incomprensión por parte de los círculos nacionales y de los
llamados círculos patrióticos. A estos hombres les resultaba sencillamente
incomprensible que, en contra del deber habitual de protestas continuas, se
formulase una idea política que —tomada prácticamente— significaba la
liquidación íntegra de una de las enemistades de la Guerra Mundial.
En general, para los círculos nacionales estaba más allá de su
comprensión que yo no volcara el peso principal de la actividad nacional en
protestas trompeteadas a los cielos en frente de las Feldherrenhale de
Múnich, o en algún otro sitio, y ahora contra París, luego contra Londres, y
también contra Roma, sino que abogara por la eliminación, ante todo dentro
de Alemania, de los reponsables del colapso. Con ocasión del dictado de
París, se efectuó en Múnich una inflamada manifestación de protesta, la
cual, por supuesto, debió de preocupar muy poco al señor Clemenceau. Esto
me indujo a elaborar con todo vigor la actitud socialista nacional, en
oposición a semejante manía de protestas. Francia solo había hecho lo que
todo alemán podía y debía haber sabido. Si yo fuera francés, habría
apoyado a Clemenceau y ello me habría parecido lo más natural del mundo.
Ladrar permanentemente a un adversario abrumadoramente superior y
mantenerse a distancia es tan poco digno como idiota. Por el contrario, la
oposición nacional de los círculos patrióticos debería haber aguzado sus
dientes contra los que estaban en Berlín y eran responsables de la terrible
catástrofe de nuestro derrumbamiento. Naturalmente, era más cómodo
gritar contra París maldiciones que no podían llevarse a la práctica, dadas
las condiciones reinantes, que alzarse contra Berlín con actos.
Esto es aplicable también, y especialmente, a los representantes de la
política gubernamental bávara, quienes, desde luego, exhiben
suficientemente la naturaleza de su brillantez en la futilidad de los éxitos
que han cosechado hasta ahora.
Pues los mismos hombres que continuamente afirmaban el deseo de
preservar la soberanía de Baviera y que, al mismo tiempo, tenían a la vista
la conservación del derecho a conducir la política exterior, debieron ante
todo haberse obligado a elaborar una política exterior de tal índole, que, con
ella, Baviera hubiese obtenido necesariamente en Alemania la jefatura de
una oposición realmente nacional y concebida en sus aspectos más
grandiosos. En vista de la completa inconsistencia de la política del Imperio
alemán o de la deliberada intención de ignorar todas las avenidas auténticas
del triunfo, el estado bávaro debió haber asumido el papel de portavoz de
una política exterior que, de acuerdo con la predicción humana, podría
haber puesto fin algún día a la espantosa desolación de Alemania.
Pero incluso en estos círculos se recibía la concepción de política
exterior de una asociación con Italia sustentada por mí, con una completa y
estúpida despreocupación. En vez de alzarse intrépidamente hasta el papel
de portavoces y guardianes de los más altos intereses alemanes para el
porvenir, preferían guiñar un ojo a París de vez en cuando, mientras
levantaban el otro al cielo, y aseverar su lealtad al Imperio alemán por un
lado, mientras por el otro, sin embargo, afirmaban su determinación de
salvar a Baviera dejando que las hogueras del bolchevismo ardiesen en el
norte. En verdad, el estado bávaro había confiado la representación de sus
derechos soberanos a caracteres intelectuales de una grandeza
especialísima.
En vista de semejante concepción general, nadie debería sorprenderse de
que mis ideas sobre política exterior encontrasen, desde el mismo primer
día, si no una repulsa directa, por lo menos una falta total de comprensión.
Hablando francamente, yo no esperaba otra cosa en aquel tiempo. Aún tenía
en cuenta la psicosis general de guerra y me esforzaba tan solo por inculcar
en mi movimiento una sobria filosofía de política exterior.
En aquella época, todavía no tuve que sufrir ninguna clase de ataques
declarados con cargo a mi política italiana. La razón de esto estriba
probablemente, por una parte, en el hecho de que, por el momento, aquello
se consideraba completamente desprovisto de todo peligro y, por otra, en
que la misma Italia tenía igualmente un gobierno sometido a influencias
internacionales. En el fondo tal vez se esperaba incluso que Italia pudiera
sucumbir a la peste bolchevista, con lo que habría sido bien acogida como
aliada, al menos por nuestros círculos izquierdistas.
Además, por aquel tiempo, en la izquierda no era fácil adoptar una
posición contra la eliminación de la enemistad bélica, ya que en este campo
estaban haciendo en cierto modo esfuerzos constantes para extirpar el
odioso, humillante y —para Alemania— injustificado sentimiento de odio
nacido de la guerra. No habría sido fácil proyectar contra mí una crítica
elaborada en tales círculos sobre una concepción de política exterior que,
como requisito previo para su cumplimiento, tendría que producir, como
mínimo, la supresión del odio bélico entre Alemania e Italia.
Pero debo recalcar una vez más que quizá la razón principal de que yo
encontrara tan poca resistencia positiva estribaba en la inocuidad que le
atribuían mis enemigos, en la imposibilidad de llevar mis ideas a la práctica
y, por lo tanto, en el carácter inofensivo de mi acción.
Esta situación cambió súbitamente cuando Mussolini inició la Marcha
sobre Roma. Como obedeciendo a una palabra mágica, en el acto prendió el
fuego venenoso de la calumnia contra Italia en toda la prensa judía. Y solo
después del año 1922 fue la cuestión del Tirol del Sur aireada y convertida,
en un punto decisivo de las relaciones alemano-italianas, lo quisieran o no
los tiroleses meridionales. No transcurrió mucho tiempo sin que incluso los
marxistas se convirtieran en representantes de una oposición nacional.
Y ahora podemos contemplar el espectáculo inigualable de judíos y
alemanes de pura cepa, social-demócratas y miembros de las ligas
patrióticas, comunistas y burgueses nacionales, cogidos del brazo,
marchando espiritualmente a través del Brennero, con objeto de llevar a
cabo la reconquista de este territorio en poderosas batallas, pero, desde
luego, sin derramamiento de sangre.
A este intrépido frente nacional se añadió un encanto de un carácter
completamente especial: el de que incluso aquellos urbajuwarischen
representantes de los derechos soberanos bávaros, cuyos antepasados
espirituales habían entregado cien años antes al buen Andreas Hofer a los
franceses y permitido que lo fusilaran, se interesaban también
ardorosamente en la lucha por la independencia del país de Andreas Hofer.
Puesto que la influencia de la cuadrilla de la prensa judía y de los
badulaques que corren tras ellos, ha conseguido hinchar el problema del
Tirol del Sur hasta darle dimensiones de una cuestión vital para la nación
alemana, me creo obligado a adoptar ante la cuestión una actitud explicada
detalladamente.
Como ya se ha dicho y repetido, el viejo estado austríaco tenía dentro de
sus fronteras más de 850 000 italianos. Hay que decir, de paso, que los
datos sobre nacionalidades, tal como exhibía el centro austríaco, no eran
exactos del todo. El cálculo no se hacía de acuerdo con la nacionalidad del
individuo, sino según la lengua que este hablaba. Evidentemente, esto no
podía ofrecer un cuadro completamente claro, pero es muy propio de la
debilidad de la burguesía nacional engañarse alegremente sobre la
verdadera situación. Para ellos, no enterarse de un asunto o, al menos, no
hablar de él francamente, equivale a que tal asunto no exista.
Calculados por semejante procedimiento, los italianos, o dicho más
exactamente, los que hablaban italiano, vivían en su mayor parte en el Tirol.
Según las cifras del censo del año 1910, el Tirol tenía … habitantes, de los
cuales el … por ciento era de habla italiana, y al resto se les consideraba
alemanes y también, en parte, ladinos. Por consiguiente, en el archiducado
del Tirol había unos … italianos. Puesto que todo este número se ha
asignado al territorio ocupado hoy por gente italiana, la proporción de
alemanes a italianos en toda la parte del territorio del Tirol ocupado por
Italia es, por lo tanto, de … alemanes contra … italianos.
Es necesario insistir sobre esto porque no poca gente en Alemania,
gracias a la mendacidad de nuestra prensa, no tiene la menor idea de que en
el espacio que se conoce con el nombre de Tirol del Sur, dos tercios de los
habitantes que viven allí son, en realidad, italianos y un tercio alemán. Por
lo tanto, quienquiera que abogue seriamente por la reconquista del Tirol del
Sur, llevaría a cabo un cambio en la situación para conseguir únicamente
que en vez de haber 200 000 alemanes bajo gobierno italiano, hubiera 400
000 italianos bajo gobierno alemán [Nota: Hitler aporta aquí las cifras que
dejó pendientes en el párrafo anterior. Dado que en los párrafos siguientes
también se proporciona material estadístico, cabe suponer que Hitler tomó
las cifras necesarias de un libro de referencia durante una interrupción del
dictado].
El elemento alemán en el Tirol del Sur está concentrado principalmente
en la parte norte, mientras que el elemento italiano habita la parte sur. Por
eso, el que desee hallar una solución justa en un sentido nacional tendrá que
empezar por excluir enteramente de la discusión general el concepto de
Tirol del Sur. No se puede guerrear contra los italianos alegando razones
morales porque Italia haya ocupado una región en la que 200 000 alemanes
conviven con 400 000 italianos. Si nosotros tratásemos de recuperar ese
territorio para reparar una injusticia, cometeríamos una injusticia todavía
mayor contra Italia.
Así, la invocación para una reconquista del Tirol del Sur tendrá los
mismos defectos morales que nosotros achacamos al gobierno italiano en el
Tirol del Sur. De aquí que esta invocación pierda también su justificación
moral. Hay que mencionar todavía otros puntos de vista cuando se habla de
una recuperación de todo el Tirol del Sur. Basándonos en sentimientos
moralmente justificados, podemos, a lo sumo, abogar por la recuperación de
la parte efectivamente habitada por una abrumadora mayoría de alemanes.
Esta limitada zona tiene … kilómetros cuadrados. Pero incluso en ella hay
unos 190 000 alemanes, 64 000 italianos y ladinos y 24 000 otras almas de
otras nacionalidades, y en el territorio íntegramente alemán, apenas 160 000
alemanes.
En la época actual, apenas si hay una frontera que no separe a alemanes
de la madre patria, como ocurre con la del Tirol del Sur. Solo en Europa hay
no menos de … millones de alemanes, en conjunto, separados del imperio.
De estos, … millones viven bajo gobiernos enteramente extranjeros y solo
… millones en la Austria alemana y en Suiza en condiciones que, al menos
por el momento, no constituyen ninguna amenaza a su nacionalidad
alemana. Al mismo tiempo hay toda una serie de casos que afectan a
agregados de un carácter numérico completamente distinto si se los
compara con el del Tirol del Sur.
Por duro que sea este hecho para nuestro pueblo, los culpables de tal
situación son precisamente los mismos que hoy gritan y claman al cielo por
el Tirol del Sur. No podemos hacer que el destino de todo el imperio se
desprenda de los intereses de los territorios perdidos, y menos, de los
deseos de uno solo de ellos, ni siquiera embarcándonos en una política
burguesa puramente de fronteras.
Pues una cosa hay que rechazar ante todo con la máxima dureza: no
existe ningún pueblo sagrado alemán en el Tirol del Sur, como los
elementos de las ligas patrióticas cacarean alocadamente, sino que todos los
que pertenecen al pueblo alemán deben ser igualmente sagrados. No hay
por qué apreciar más a un tirolés del sur que a un silesiano, a un prusiano
oriental o a un prusiano occidental esclavizado por el gobierno polaco.
Tampoco hay por qué considerar a un alemán de Checoslovaquia más
digno que un alemán del territorio del Sarre o de Alsacia-Lorena. El
derecho a graduar el elemento alemán de los territorios amputados con
arreglo a valores especiales, en el mejor de los casos podría derivarse de un
examen analítico de sus específicos valores raciales fundamentales,
dominantes y decisivos. Pero esta es precisamente la medida que los grupos
de protesta contra Italia aplican menos. Para los tiroleses residentes en los
territorios ahora separados, no se puede aducir ningún factor de mayor
mérito que, por ejemplo, para un prusiano oriental u occidental.
La política exterior del pueblo alemán no puede estar determinada por
los intereses de las regiones desgajadas del imperio. Además, estos intereses
no resultarían favorecidos con ello, ya que la ayuda práctica presupone, en
realidad, la recuperación del poder de la madre patria. De aquí que el único
punto de vista que merezca consideración respecto a la actitud de la política
exterior sea el de la restauración más rápida posible de la independencia,
unida bajo un gobierno, de la parte desgajada de la nación.
Es decir, que incluso si la política exterior alemana no reconociera otro
objetivo que la salvación del “sagrado pueblo del Tirol del Sur”, esto es, de
los 190 000 alemanes que en verdad pueden tomarse en consideración, el
primer requisito previo para ello sería el logro de la independencia política
de Alemania, así como el de los medios de poder militar. Porque, después
de todo, ya está bastante claro que la actitud de protesta austríaca no
arrebatará a los italianos el Tirol del Sur. Pero no es menos evidente que
incluso si la política exterior alemana no conociera otro objetivo que la
liberación del Tirol del Sur, sus acciones deberían estar especialmente
determinadas por los puntos de vista y los factores que garantizan la
recuperación de los medios de poder militar y político.
Así, pues, no deberíamos colocar al Tirol del Sur en el punto focal de las
consideraciones de política exterior, sino, por el contrario, entregarnos en
cuerpo y alma a aquellas ideas que de una manera efectiva nos permitan
romper a la coalición mundial dirigida contra Alemania. Pues, al fin y a la
postre, ni siquiera con el apoyo de Alemania será restituido el Tirol del Sur
al elemento alemán por el zumbido de un molino de oraciones tibetano
hecho de palabras de indignación y de protesta, sino mediante el empleo de
la espada.
Por eso, si Alemania tuviese este propósito, debería, ante todo, buscar
con empeño un aliado que se prestara a proporcionarle ayuda a Alemania
para conseguir fuerza. Alguien dirá tal vez que se podría pensar en Francia
para esto. Pero, como socialista nacional, me opongo a ello con todas mis
fuerzas.
Es posible que Francia se declarase dispuesta a consentir que Alemania
se aliara con ella contra Italia. E incluso podría ocurrir que, reconociendo
nuestro sacrificio de sangre y como endeble vendaje para nuestras heridas,
nos concedieran el Tirol del Sur. Pero ¿qué significaría una victoria de esta
índole para Alemania? ¿Podría vivir nuestra nación porque poseyera 200
000 tiroleses del sur? ¿Puede alguien creer que Francia, después de haber
derrotado a su competidora latina en el mediterráneo con ayuda militar
alemana, no se volvería una vez más contra Alemania, que no continuaría
en su antiguo empeño de liquidar a nuestro país?
No, si Alemania ha de elegir entre Francia e Italia, de acuerdo con todas
las razones humanas, solo Italia merece que se la tenga en cuenta en nuestro
país. Pues una victoria con Francia sobre Italia nos traería el Tirol del Sur y
una Francia más fuerte que utilizaría su aumento de fuerza contra nosotros.
Una victoria sobre Francia con la ayuda de Italia, nos traería, por lo menos,
Alsacia-Lorena, y, sobre todo, la libertad para llevar a cabo una genuina
política territorial a gran escala [Nota: Hitler se refiere aquí evidentemente a
que una victoria sobre Francia, combatida junto a Italia, liberaría a
Alemania para un posterior ataque en el este].
A la larga, solo gracias a esta política podrá vivir Alemania en el futuro y
no merced al Tirol del Sur. No hay razón para que Alemania solo se
preocupe de uno entre todos los territorios amputados, y realmente del
menos importante para nosotros en un sentido vital, arriesgando en ello los
intereses totales de una nación de 70 000 000 de personas. Esto equivaldría
a renunciar al futuro de la nación solamente para que unos miserables y
fantásticos patriotas vociferadores de hurras puedan obtener un
momentáneo beneficio. Y todo por una simple alucinación, pues, en
realidad, el Tirol del Sur tendría tan poca ayuda entonces como la tiene
ahora.
El movimiento socialista nacional debe educar al pueblo alemán de
modo que no se amilane ante el peligro de dar su sangre por la formación de
su vida. Y también debemos educarle para que no vuelva a derramar su
sangre por causas imaginarias.
Dejemos que nuestros patriotias, especialistas de la protesta, y los
elementos de las ligas patrióticas digan por una vez cómo se proponen
realizar la reconquista del Tirol del Sur sin recurrir a la violencia militar.
Intimémoslos a que, por una vez, tengan la sinceridad de confesar si creen
seriamente que Italia, aplacada por el simple efecto de su verborrea y sus
airadas protestas, se decidirá algún día a devolver Tirol del Sur, y si no
están convencidos de que un estado con un mínimo de conciencia nacional,
solo bajo la presión de una decisión militar entregará un territorio por el que
ha estado luchando durante cuatro largos años. Que no cotorreen en todo
momento sobre si nosotros, o yo, hemos renunciado al Tirol del Sur.
Estos infames embusteros saben muy bien que, por lo menos en lo que
concierne a mi propia persona, estuve luchando en el frente cuando se
decidía el destino del Tirol del Sur, cosa que no pocos de los eternos
protestantes mitinescos se olvidaron de hacer. Y también saben que en la
misma época, las fuerzas con que nuestros elementos de las ligas patrióticas
y nuestra burguesía nacional hacen ahora causa común en política exterior y
en la agitación contra Italia, sabotearon la victoria por todos los medios; y
que el marxismo internacional, la democracia y el centro, ni siquiera en
tiempos de paz renunciaron a nada que pudiera debilitar y paralizar al poder
militar de nuestro pueblo; y que finalmente organizaron una revolución en
plena guerra que condujo inevitablemente al colapso de la patria alemana y,
con el de ella, al del ejército alemán.
El Tirol del Sur se perdió también para el pueblo alemán a causa de la
actividad de estas gentes y de la maldita debilidad e impotencia de nuestros
actuales burgueses afectados de la manía de protestar. Es una despreciable
falsedad de los llamados patriotas nacionales hablar de la renuncia al Tirol
del Sur. No, queridos señores; no sean tan cobardes que afirmen que hoy
solo puede existir la cuestión de la conquista del Tirol del Sur. Pues la
renuncia, caballeros de las ligas nacionales, fue obra de los dignos aliados
que tienen ustedes hoy, los marxistas que en un tiempo fueron traidores a su
país con todas las fórmulas legales de gobierno.
Los únicos que tuvieron el valor de adoptar una posición franca contra
ese crimen en aquel tiempo no fueron ustedes, estimados señores de las
ligas nacionales y diplomáticos burgueses, sino el pequeño movimiento
socialista nacional y, en primer lugar, yo mismo. En los años 1919 y 1920,
cuando ustedes estaban tan quietos y tan encogidos en el fondo de sus
madrigueras, que nadie en Alemania tenía la menor idea de que existían, yo
me declaré contrario a la vergüenza de firmar los tratados de paz, y no en
secreto, entre cuatro paredes, sino pregonándolo públicamente. Pero en
aquel tiempo eran ustedes todavía tan cobardes, que nunca se atrevieron a
venir una sola vez a uno de nuestros mitines, por temor a ser apaleados por
sus actuales aliados en política exterior: los vagabundos marxistas.
Los hombres que firmaron el tratado de paz de St. Germain eran tan
poco socialistas nacionales como los firmantes del tratado de paz de
Versalles. Los firmantes fueron los miembros de los partidos que coronaron
con aquella firma la traición infligida durante decenios a su país.
Quienquiera que hoy desee cambiar el destino del Tirol del Sur no debe
renunciar a nada de lo que ya ha merecido la renuncia, con todas las
formalidades, de los actuales especialistas en protestas. Lo único que debe
hacer es reconquistarlo.
No necesito decir que yo me opongo a ello fanáticamente. Proclamo la
más extremada resistencia a ese empeño, y lucharé con todas mis fuerzas
contra los hombres que tratan de empujar a nuestro pueblo a esta aventura,
tan sangrienta como insensata. Yo no aprendí lo que era la guerra en una
mesa de restaurante reservada para clientes habituales. Ni fue en esa guerra
de los que daban órdenes o tenían algún mando. Fui un simple soldado que
estuvo recibiendo órdenes durante cuatro años y medio y que cumplió su
deber honorable y fielmente. Pero con ello tuve la fortuna de aprender cómo
es realmente la guerra y no la vi como a uno le gustaría que fuese. Como
simple soldado, que conoce solo los aspectos sombríos de la guerra, fui
partidario de ella hasta el último minuto, porque estaba convencido de que
nuestro pueblo solo podía hallar la salvación en la victoria. Pero como
ahora hay una paz establecida por otros, lucho enconadamente contra una
guerra que no beneficiaría al pueblo alemán, sino tan solo a aquellos que
anteriormente han explotado sacrílegamente el sacrificio de sangre de
nuestro pueblo en beneficio de sus torpes intereses.
Tengo la convicción de que algún día no me faltará valor para correr la
responsabilidad de poner en juego la sangre del pueblo alemán. Pero me
opongo a que un solo alemán sea arrastrado a los campos de batalla por
locos y criminales que quieren nutrir sus planes con la sangre de nuestros
hombres. Cualquiera que reflexione en el horror sin precedentes, en la
calamidad espantosa que supone una guerra moderna, o que considere las
ilimitadas proporciones de la entereza nerviosa que exige al pueblo, se
horrorizará ante la idea de que se pueda pedir semejante sacrificio por un
éxito que, en el caso más favorable, nunca estaría en consonancia con la
enormidad del esfuerzo. Y sé también que si el pueblo del Tirol del Sur, por
lo menos el que piense exclusivamente en términos alemanes, fuera reunido
y ante estos espectadores aparecieran los cientos y cientos de miles de
muertos que nuestra nación tendría que entregar en una lucha por causa de
ellos, 300 000 manos se alzarían hacia el cielo protestando, y la política
exterior de los socialistas nacionales quedaría justificada.
Lo más terrible de todo esto es que juegan con tan espantosa posibilidad
sin el más mínimo deseo de ayudar a los tiroleses del sur. Pues la lucha por
el Tirol del Sur la están librando los mismos que entregaron a Alemania a la
ruina, e incluso el Tirol del Sur es para ellos solamente un medio para un
fin, medio que usan con la más fría falta de escrúpulos para poder
satisfacer sus infames instintos antialemanes en toda la extensión de la
palabra. Es el odio contra la Italia actual, nacionalmente consciente; más
aún, el odio a la nueva idea política de ese país, y todavía más el odio
contra el descollante estadista italiano, lo que los induce a agitar a la
opinión pública alemana valiéndose del Tirol del Sur.
Porque, en realidad, cuánta es la indiferencia de esos hombres hacia el
pueblo alemán. Mientras se lamentan del destino del Tirol del Sur con
lágrimas de cocodrilo, empujan a toda Alemania hacia un destino que es
peor que el de los territorios escindidos.
Mientras protestan contra Italia en nombre de la cultura nacional,
mancillan la cultura de la nación alemana, destrozan toda nuestra
sensibilidad cultural, envenenan el instinto de nuestro pueblo e incluso
aniquilan los logros de las épocas anteriores. ¿Acaso una época que ha
hecho descender nuestro teatro, nuestra literatura, nuestras artes plásticas al
nivel de los cerdos, tiene derecho a dar un paso contra la Italia actual o a
proteger de su influencia a la cultura alemana en nombre de la cultura? Los
señores del partido populista bávaro, los nacionalistas alemanes e incluso
los marxistas adulteradores de la cultura, se preocupan de preservar la
cultura alemana del Tirol del Sur, mientras consienten, sin inmutarse, que la
cultura de la patria reciba afrenta de las obras más torpes y mezquinas y
entregan la escena alemana a la denigración racial de un Jonny spielt auf
[Nota: Jonny spielt auf es una ópera del compositor Ernst Krenek. Se
representó en 1927-1928 bajo repetidos ataques de los socialistas nacionales
y otros grupos populares. El protagonista es un donjuán negro que seduce
mujeres blancas y la música contiene elementos de jazz].
Hipócritamente, lamentan la opresión de la vida cultural alemana en el
Tirol del Sur, cuando ellos mismos persiguen con la mayor crueldad en el
interior del país a quienes desean proteger la cultura alemana contra una
deliberada destrucción. El partido populista bávaro incita al poder estatal
contra los que protestan del infame agravio que se infiere a la cultura de
nuestro pueblo. ¿Qué hacen los solícitos protectores de la cultura alemana
del Tirol del Sur para la defensa de la cultura alemana en Alemania misma?
Han permitido que el teatro se hunda hasta el plano del burdel, que se
convierta en un lugar de premeditada afrenta de la raza, y han destruido
todos los cimientos de nuestra vida popular con películas que ponen en
ridículo la honestidad y la moral. Patrocinan el amartelamiento cubista y
dadaísta de nuestras artes plásticas, protegen a los fabricantes de este bajo
engaño o de esta locura, permiten que la literatura alemana se hunda en el
cieno y entregan toda la vida intelectual de nuestro pueblo a la judería
internacional. Y esa misma despreciable jauría tiene la desfachatez de
alzarse en pro de la cultura alemana en el Tirol del Sur, siendo así que el
único propósito que abrigan es azuzar a dos pueblos cultos el uno contra el
otro para poder reducirlos más fácilmente al nivel de su propia miseria
cultural.
Pero esto es lo que sucede en todo. Se quejan de la persecución que
sufren los alemanes en el Tirol del Sur, y en Alemania persiguen cruelmente
a todo el que opina que ser nacionalista no es entregar sin defensa su pueblo
a la sifilización introducida por negros y judíos. Los mismos que reclaman
libertad de conciencia para los alemanes del Tirol del Sur impiden
ruinmente esa libertad en Alemania.
La libertad de expresión de ideas de tipo nacional nunca se había visto
tan entorpecida en Alemania como bajo el gobierno de esta mísera y
embustera mezcla de partidos que presume de romper una lanza por los
derechos de la conciencia y de las libertades nacionales en el Tirol del Sur,
como si esta región fuera todo el mundo. Ponen el grito en el cielo por
cualquier injusticia infligida a un alemán en el Tirol del Sur, pero guardan
silencio sobre los crímenes que los vagabundos marxistas cometen de
continuo en Alemania contra elementos nacionales. Y su silencio es
compartido por toda la fina burguesía nacional, incluyendo a los
vociferantes patrioteros.
En un solo año —mejor dicho, solo en los cincos meses que han
transcurrido de este año—, nueve hombres de las filas del movimiento
socialista nacional han sido asesinados en circunstancias que tienen algo de
bestial, y más de seiscientos han resultado heridos. La mendaz ralea de
nuestros políticos guarda silencio sobre esto, pero ¡cómo rugirían si solo
uno de estos actos fuera cometido por el fascismo contra los elementos
alemanes en el Tirol del Sur! ¡Cómo invitarían a levantarse al mundo entero
si solo un alemán en el Tirol del Sur fuese asesinado por los fascistas en
condiciones similares a las que emplea la criminal canalla marxista en
Alemania sin que esto suscite la indignación de la magnífica falange creada
para la salvación del pueblo alemán! ¡Y cómo estos mismos que protestan
solemnemente contra la persecución gubernamental del elemento alemán en
el Tirol del Sur, persiguen a los alemanes que los molestan en la misma
Alemania! Tanto a los héroes submarinistas como a los salvadores de la
Alta Silesia —los hombres que primero arriesgaron su sangre por Alemania
—, ¡cómo los condujeron encadenados ante los tribunales, y cómo
finalmente los condenaron a la cárcel, todo porque habían expuesto sus
vidas centenares y centenares de veces por un ferviente amor a la patria,
mientras esa despreciable gentuza que solo sabe protestar a gritos estaba tan
escondida en sus agujeros, que no se la podía encontrar! Que sumen las
sentencias que se han dictado en Alemania por actos que en un estado
donde no falte la conciencia nacional serían recompensados con las más
altas decoraciones. Si hoy Italia lleva a la cárcel a un alemán en el Tirol del
Sur, toda la jauría de periódicos alemanes nacionales y marxistas considera
el hecho como un crímen feroz. Pero esos mismos no hablan para nada de
que en Alemania se puede ir a la cárcel por unos cuantos meses solo por una
denuncia, que los registros domiciliarios, la violación de la
correspondencia, la intervención de los teléfonos, esto es, la pura privación
anticonstitucional de las libertades personales garantizadas por los derechos
civiles de este estado, están a la orden del día.
Y que no digan nuestros llamados partidos nacionales que esto es solo
posible en la Prusia marxista. En primer lugar, fraternizan y van del brazo
con estos mismos marxistas en cuestión de política exterior, y en segundo,
toman la misma parte en la opresión de un verdadero nacionalismo
consciente. En la “Baviera nacional” colocaron al moribundo Dietrich
Eckart bajo la llamada custodia protectora, a pesar del certificado médico
que acreditaba su enfermedad mortal, sin que hubiera ni rastro de infracción
alguna por su parte, salvo, a lo sumo, sus incorruptibles opiniones
nacionalistas. Y fue mantenido bajo tal custodia durante tanto tiempo que,
finalmente, se derrumbó y murió dos días después de su liberación.
Además, era el mejor poeta de Baviera. Naturalmente, era un alemán
nacionalista y no había escrito ningún engendro como Jonny spielt auf, y,
en consecuencia, no existía para los “defensores” de la cultura nacional.
Estos patriotas nacionales lo asesinaron primero, silenciosamente; después
mataron su obra con el mismo silencio. Y es que era un alemán y además un
buen bávaro y no un judío internacional mancillador de Alemania. De serlo,
habría sido sagrado para la liga de patriotas, pero como no lo era, se
procedió con él de acuerdo con la opinión nacional-burguesa que tienen
tales patriotas y con arreglo a la insolente frase que se pronuncia en la
administración de policía de Múnich: “¡Gruñe, cerdo nacional!”. Pero estos
son los mismos elementos conscientes alemanes que movilizan la
indignación del mundo cuando alguien en Italia, en un simple acto de
estupidez, encierra a un alemán en la cárcel.
Cuando unos cuantos alemanes fueron expulsados del Tirol del Sur, esa
gente invitó de nuevo al pueblo alemán a que mostrara una indignación
llameante. Pero se olvidaron de decir que se estaba procediendo aún peor
contra los alemanes en la misma Alemania. Bajo un gobierno burgués-
nacional, la “Baviera nacional” ha expulsado a docenas y docenas de
alemanes, solo porque políticamente no se adaptaban al corrompido estrato
burgués gobernante a causa de su nacionalismo sin claudicaciones. De
pronto, se dejaba de ver la hermandad de clan con la Austria germana, y
solo se veía al extranjero.
Pero la campaña no se limitó, ni mucho menos, a la expulsión de los
llamados alemanes extranjeros. Los mismos hipócritas burgueses-
nacionales que lanzan encendidas protestas contra Italia porque un alemán
es expulsado del Tirol del Sur y enviado a otra provincia, han expulsado de
Baviera a docenas y docenas de alemanes con ciudadanía alemana, que
lucharon por Alemania en el ejército alemán durante cuatro años y medio y
que fueron gravemente heridos y ganaron las más altas condecoraciones.
Así es como piensan esos hipócritas burgueses-nacionales que ahora
braman indignados contra Italia, mientras ellos mismos se han cargado de
vergüenza en su propio pueblo.
Se lamentan de la desnacionalización en Italia, y, al mismo tiempo,
desnacionalizan al pueblo alemán en su propia patria. Luchan contra
cualquiera que se oponga a la adulteración de la sangre de nuestro pueblo y
persiguen a todo alemán que combata contra la desalemanización,
negrificación y judaización de nuestro pueblo en las grandes ciudades,
procesos que ellos mismos instigan y patrocinan. La persecución de estos
oponentes es tan desvergonzada como implacable. Y, utilizando la alegación
mendaz de que estos oponentes constituyen un peligro para los
establecimientos religiosos, procuran enviarlos a la cárcel.
Cuando un italiano perdiendo el dominio de sus nervios produjo ciertos
desperfectos en el monumento erigido en Merano a la emperatriz Isabel,
alzaron un clamor salvaje y no se tranquilizaron ni aun después de que un
tribunal italiano castigó al culpable con dos meses de prisión. Que los
monumentos y reliquias de la pasada grandeza de nuestro pueblo sean
ininterrumpidamente mancillados en la misma Alemania, no les importa en
absoluto. Que Francia haya destruido casi por completo todos los
monumentos que recuerdan a Alemania en Alsacia-Lorena, es un asunto que
los deja indiferentes. Tampoco les irrita que los polacos arruinen
sistemáticamente todo lo que les recuerde el nombre de Alemania. Ni
siquiera les ha molestado el hecho de que este mismo mes, en Bromberg, la
torre de Bismarck haya sido oficialmente demolida por el gobierno polaco.
Todo esto deja fríos a los campeones del honor nacional de nuestro pueblo.
Pero ¡ay si ocurre algo parecido en el Tirol del Sur! Porque esta región se
ha convertido de pronto una tierra santa para ellos. El país propio, la patria,
puede irse al infierno.
Ciertamente, los italianos han cometido más de una torpeza en el Tirol
del Sur. El propósito de desnacionalizar sistemáticamente al elemento
alemán es tan impolítico como discutible en sus posibles resultados. Pero
quienes en parte tienen la culpa de estos hechos, y no saben nada del honor
nacional de su pueblo, no tienen derecho alguno a protestar. Este derecho
pertenece exclusivamente a quienes hasta ahora han luchado por los
verdaderos intereses alemanes y por el honor alemán. Y esto lo ha hecho
exclusivamente el movimiento socialista nacional.
La gran farsa de la agitación contra Italia se evidencia si se comparan los
actos de los italianos con las campañas de los franceses, los polacos, los
belgas, los checos, los rumanos y los eslavos del sur contra el elemento
alemán. Que Francia haya expulsado a un total de más de un cuarto de
millón de alemanes de Alsacia-Lorena, cifra que supera a la de toda la
población del Tirol del Sur, no importa lo más mínimo a nuestros
gobernantes. Y que los franceses estén hoy día tratando de extirpar todo
rastro de nacionalidad alemana en Alsacia y Lorena no les impide
fraternizar con Francia, aunque París responda con continuos golpes en la
mandíbula. Que los belgas persigan al elemento alemán con ciego
fanatismo; que los polacos hayan realizado una verdadera carnicería con
más de 17 000 alemanes en circunstancias a veces bestiales, no les causa
indignación alguna; que los polacos, en fin, expulsaran decenas de miles de
alemanes de sus hogares, dejándoles poco menos que sin camisa que
ponerse, y los arrojaran al otro lado de la frontera, son cosas que no pueden
dar lugar a que nuestros burgueses y nuestros patrióticos y fanfarrones
amigos de la protesta tengan un arranque de pasión.
Quien quiera conocer la verdadera actitud de esta jauría solo habrá de
recordar cómo recibieron a los refugiados. Sus corazones sangraron tan
poco entonces como ahora, cuando esas decenas de miles de infelices
expulsados vuelven a hallarse en el suelo de su patria querida, muchos de
ellos en verdaderos campos de concentración, y se les transporta de un sitio
a otro como si fueran gitanos. Todavía puedo recordar la época en que los
primeros refugiados del Ruhr llegaron a Alemania y fueron conducidos de
comisaría en comisaría como si fuesen criminales auténticos.
No, no sangraron entonces los corazones de estos representantes y
defensores del elemento nacional en el Tirol del Sur. Pero si un solo alemán
en el Tirol del Sur es expulsado por los italianos o sufre alguna otra
injusticia, tiemblan con virtuoso resentimiento e indignación por lo que
llaman crimen inaudito contra la cultura y consideran como la barbarie
mayor que se ha vitso en el mundo. Entonces exclaman: “¡Nunca y en
ningún otro lugar se ha visto el elemento alemán tan oprimido y con
métodos tan terribles y tiránicos como en este país!”. Esto es verdad, pero
con una excepción: la de la tiranía de ustedes sobre la misma Alemania.
El Tirol del Sur. Mejor dicho, el elemento alemán del Tirol del Sur, debe
conservarse para el pueblo alemán, pero en Alemania misma, por obra de la
insana política y el deshonor antinacional, de la corrupción general y la
obsequiosidad a los señores financieros internacionales, están asesinando a
un número de personas que dobla el de la población alemana del Tirol del
Sur. Guardan silencio sobre los 17 000 a 22 000 seres empujados al suicidio
en los recientes años como resultado de su política catastrófica, cifra que,
niños incluidos, sumaría, solo en diez años, más que el total de la población
alemana del Tirol del Sur. Fomentan la emigración, y la burguesía nacional
del señor Stresemann cita el aumento de los contingentes de emigrantes
como un éxito extraordinario de su política exterior. Sin embargo, esto
significa que cada cuatro años Alemania pierde más gente que la población
de nacionalidad alemana que habita en el Tirol del Sur. Y entre abortos y
control de nacimientos asesinan al año casi el doble del número total de
individuos de nacionalidad alemana que residen en el Tirol del Sur. Y esta
jauría se arroga el derecho moral de hablar de los intereses del elemento
alemán en el extranjero.
Además, nuestro elemento oficial se queja de la desnacionalización de la
lengua alemana en el Tirol del Sur, mientras desde la misma Alemania
desalemaniza los nombres alemanes en Checoslovaquia, Alsacia-Lorena,
etc., por todos los procedimientos gubernamentales. Es más, se publican
guías oficiales de viajes en las que incluso los nombres alemanes de
ciudades de Alemania se checoslovenizan en obsequio a los checos. Esto les
parece muy bien. Solo cuando los italianos cambiaron el nombre sagrado de
Brenner por el de Brennero, vieron en ello una ocasión para pedir la más
ardorosa resistencia.
Es un espectáculo digno de verse el de estos patriotas burgueses
inflamados de indignación cuando uno sabe muy bien que todo es una farsa.
Simular una pasión nacional le sienta tan bien a nuestra desapasionada y
corrompida burguesía como a una vieja ramera la mímica del amor. Todo es
ficción en ellos, cosa que queda plenamente demostrada si semejante
excitación tiene su cuna en Austria. El elemento legitimista negro-oro al
que antes le tenía completamente sin cuidado el elemento alemano del
Tirol, se alza ahora con sagrada indignación nacional.
Algo de este tipo electrifica a todas las pequeñas asociaciones burguesas,
especialmente si se enteran de que los judíos están también cooperando.
Esto significa que ellos protestan porque saben que esta vez,
excepcionalmente, se les permite proclamar a voz en grito sus sentimientos
nacionales sin ser vapuleados por la prensa judía, sino todo lo contrario. A
un virtuoso burgués nacional le resulta agradable invocar una lucha
nacional y, al mismo tiempo, ser alabado por Itzig Veitel Abrahamson. Es
algo que le encanta. Las gacetas judías vociferan con ellos; así, por primera
vez, el verdadero frente de la unidad burguesa nacional alemana se
establece desde Krotoschin hasta Innsbruck, pasando por Viena, y nuestro
pueblo alemán, tan estúpido políticamente, se deja atrapar por este
despliegue exactamente como la diplomacia alemana y nuestro pueblo
alemán se dejaron engañar y extraviar por los Habsburgo.
Antes ya había consentido Alemania que su política exterior estuviese
determinada exclusivamente por intereses austríacos. El castigo fue terrible.
Desgraciado el joven nacionalismo alemán si deja que su política futura sea
fijada por los charlatanes histriónicos de los pútridos elementos burgueses o
por los enemigos marxistas de Alemania. Y desgraciado si, al mismo
tiempo, con una completa falta de comprensión de las verdaderas fuerzas
propulsoras del estado austríaco en Viena, vuelve a recibir de allí sus
directrices. Será tarea del movimiento socialista nacional poner fin a este
histriónico griterío y elegir la sobria razón como rectora de la futura política
exterior alemana.
Claro es que también Italia tiene su parte de culpa en esta complicación.
Yo consideraría estúpido y políticamente infantil reprender al estado
italiano por el hecho de que avanzara sus fronteras más allá del Brennero,
aprovechando la ocasión del colapso del estado austríaco. Los motivos que
lo impulsaron a ello en aquel tiempo no tenían más base que los motivos
que una vez indujeron a los políticos anexionistas burgueses, incluyendo al
Sr. Stresemann y al Sr. Erzberger, a adelantar las fronteras alemanas hacia
las fortalezas belgas del Mosa.
En todos los tiempos, un gobierno responsable que piensa y actúa hará
un esfuerzo para encontrar fronteras seguras y estratégicamente naturales.
Sin duda alguna, Italia no se anexionó el Tirol del Sur con objeto de
adueñarse de un par de cientos de miles de alemanes, y también es
indudable que los italianos habrían preferido que solo viviesen italianos en
aquel territorio. Pues, a decir verdad, no fueron nunca consideraciones
estratégicas, sino humanas, las que principalmente les indujeron a rebasar el
Brennero con sus fronteras. Pero ningún estado habría actuado de manera
distinta en una situación similar.
De aquí que no tenga objeto criticar esta disposición de las fronteras,
puesto que, en definitiva, todo estado tiene que fijar sus fronteras naturales
de acuerdo con sus propios intereses y no de acuerdo con los de otros. Para
el grado en que la posesión del Brennero pueda servir intereses militares y
propósitos estratégicos, carece de importancia el detalle de que 200 000
alemanes vivan dentro de esta frontera estratégicamente establecida y
asegurada, siendo así que la población del país es de 42 000 000 de almas y
no existe ningún adversario militarmente efectivo en esta frontera.
Habría sido más prudente evitar la reacción de estos 200 000 alemanes
que tratar de imponerles por la fuerza un punto de vista, proceder cuyo
resultado, según la experiencia, carece generalmente de valor. Un pueblo no
se puede extirpar en veinte o treinta años, por mucho que se desee y
cualesquiera que sean los métodos que se pongan en juego. Por parte
italiana se podría contestar con cierta apariencia de razón que no era esta la
intención que se tenía en un principio y que se produjo necesariamente por
sí misma a consecuencia de la actitud provocativa y la continua
interferencia en los asuntos domésticos italianos por parte de fuerzas
externas austríacas y alemanas, así como por las repercusiones que ello tuvo
en los tiroleses del sur.
Esto es verdad, pues, ciertamente, los italianos acogieron en un principio
al elemento alemán del Tirol del Sur con gran honradez y lealtad. Pero, tan
pronto como el fascismo surgió en Italia, empezó la agitación contra este
estado en Alemania y en Austria por razones de principios y condujo a una
creciente irritabilidad mutua que en el Tirol del Sur había de producir por
fin las consecuencias que hoy tenemos a la vista. En este aspecto fue en
extremo desafortunada la influencia de la liga de Andreas Hofer, que, en
vez de recomendar enérgicamente una actitud sagaz a los alemanes del Tirol
del Sur y hacerles ver claro que su misión consistía en construir un puente
entre Alemania e Italia, despertó en los tiroleses del sur esperanzas que iban
más allá de toda posibilidad de realización, pero que, sin embargo, era
inevitable que produjeran incitaciones y, por consiguiente, medidas duras.
El hecho de que las condiciones se extremaran se debió principalmente a
la actuación de dicha liga. Quien como yo haya tenido incontables
oportunidades de conocer personalmente a miembros importantes de esta
asociación, se asombrará de que un grupo de tan escasa fuerza pueda hacer
tanto daño y tan irresponsablemente. Porque cuando veo con los ojos de mi
imaginación las figuras conductoras y pienso sobre todo en una de ellas que
tenía su despacho en las oficinas de la policía de Múnich, me irrito al pensar
que hombres que nunca arriesgarían la piel ocasionaron una complicación
que tenía que acabar en un sangriento conflicto.
Es también cierto que no puede existir en absoluto un entendimiento
sobre el Tirol del Sur entre los verdaderos manipuladores de esta agitación
contra Italia, ya que a estos elementos el Tirol del Sur les tiene tan sin
cuidado como la nación alemana en general. En realidad, es solo una
cuestión de utilización de medios aprovechables para sembrar la confusión
y agitar la opinión pública, especialmente en Alemania, contra Italia.
Porque esto es lo que importa a esos caballeros.
De aquí, que exista cierta justificación en la objeción italiana de que, sin
que importe el tratamiento que reciben los alemanes en el Tirol del Sur, esa
gente hallará siempre algo aprovechable para su agitación, porque eso es
precisamente lo que desean. Pero por la misma razón de que hoy en
Alemania, exactamente lo mismo que en Italia, ciertos elementos tienen
interés en poner trabas por todos los medios a un entendimiento entre
ambas naciones, sería un deber y una medida de prudencia quitarles esos
medios, aunque no se evitara el peligro de que continuaran en sus intentos.
Lo contrario solo tendría sentido si no hubiera absolutamente nadie en
Alemania que tuviese el valor de hablar en pro de semejante entendimiento
y en contra de tal agitación. Pero no es este el caso. Por el contrario, cuanto
más trate la Italia actual de evitar por sí misma incidentes impolíticos, más
fácil será para los amigos de Italia en Alemania denunciar a los incitadores
del odio, desenmascarar la santurronería de sus razonamientos y poner fin a
su actividad envenenadora del pueblo. Pero si en Italia creen realmente que
no pueden llegar a un compromiso de alguna manera, en vista del clamor y
las demandas de organizaciones extranjeras, sin que esto pareciese más bien
una capitulación y posiblemente aumentase la arrogancia de tales
elementos, podrían hallarse soluciones. En realidad, tal actitud de
complacencia solo podría concederse fundamentalmente a aquellos que no
solo no están comprometidos en esta agitación, sino que, por el contrario,
son los amigos de un acuerdo entre Italia y Alemania y llevan la lucha más
reñida contra los emponzoñadores de la opinión pública en Alemania.
El objetivo en política exterior del movimiento socialista nacional no
tiene nada que ver con la política económica o burguesa de fronteras.
Nuestro objetivo popular de espacio asignará al pueblo alemán, también en
el futuro, un desenvolvimiento que nunca lo pondrá en conflicto con Italia.
Tampoco sacrificaremos jamás la sangre de nuestro pueblo para llevar a
cabo pequeñas rectificaciones fronterizas, sino solo para ganar espacio para
una futura expansión y alimentación de nuestro pueblo. Este propósito nos
impulsa hacia el este.
Las costas orientales del mar Báltico son para Alemania lo que es el
Mediterráneo para Italia. El enemigo mortal de Alemania para toda
posibilidad de desarrollo futuro, e incluso para el simple mantenimiento de
la unidad de nuestro imperio, es Francia, exactamente como lo es para
Italia. El movimiento socialista nacional no caerá nunca en un griterío
superficial y vacuo de vítores. No estará nombrando a cada momento las
armas. Sus dirigentes, casi sin excepción, han aprendido cómo es la guerra
en realidad. Por lo tanto, este movimiento nunca derramará sangre por otros
objetivos que aquellos que sean útiles para el desarrollo general de nuestro
pueblo.
De aquí que se niegue a provocar una guerra con Italia en aras de una
rectificación de fronteras que resulta risible comparada con la
fragmentación alemana en Europa. Por el contrario, quiere poner fin para
siempre a las infortunadas marchas germanas hacia el sur y desea que la
llamada de nuestros intereses tome una dirección que permita a nuestro
pueblo remediar su falta de espacio. Libraremos, pues, a Alemania de su
presente esclavitud y servidumbre. Lucharemos sobre todo por su
restauración y, por lo tanto, en interés del honor alemán.
Si la Italia actual cree que un cambio en algunas de sus medidas en el
Tirol del Sur se consideraría como una capitulación ante la interferencia
extranjera, sin que, a fin de cuentas, ello condujese al deseado acuerdo, que
realice tales modificaciones exclusivamente en aras de los que en Alemania
propugnan un entendimiento con los italianos —con lo cual justificaría su
actitud— y que no solo se oponen a mezclarse con los agitadores contra
Italia, sino que, en verdad, han librado la más dura lucha contra estos
elementos durante años y reconocen como cosa natural los derechos
soberanos que tiene el estado italiano de existir.
Lo mismo que para Alemania no es indiferente ganar a Italia como
amiga, tampoco puede serlo para Italia. Del mismo modo que el fascismo
ha dado al pueblo italiano un nuevo valor, el valor del pueblo alemán no
debe estimarse para el futuro sobre la base de su actual expresión de vida,
sino de acuerdo con las fuerzas que tan a menudo ha mostrado en épocas
anteriores y que tal vez podrá mostrar de nuevo mañana.
Por lo tanto, así como la amistad de Italia es digna de un sacrificio por
parte de Alemania, la amistad alemana es digna de que Italia haga otro
tanto. Sería una gran fortuna para ambos pueblos que las fuerzas que en uno
y otro son representantes de este conocimiento pudieran llegar a entenderse.
Del mismo modo que la agitación contra Italia en Alemania es
reponsable de la desgraciada enemistad entre ambos países, Italia será
culpable si, después de advertir el hecho de que en la misma Alemania se
lucha contra esa agitación, no hace todo lo posible para quitarles de las
manos todas sus armas a los agitadores.
Si la sagacidad del régimen fascista consigue un día que 65 000 000 de
alemanes se conviertan en amigos de Italia, esto será más provechoso para
ella que si se empeña en educar a 200 000 alemanes para que se conviertan
en malos italianos.
La misma falta de solidez tuvo la actitud de Italia cuando se opuso a la
unión de Austria con Alemania. El hecho mismo de que Francia patrocinara
con empeño esta oposición debió haber conducido a Roma a adoptar una
actitud contraria. Pues Francia no dio este paso con objeto de beneficiar a
Italia, sino con la esperanza de poderla perjudicar. Hay dos razones
principales que indujeron a Francia a poner el veto a la unión: primera,
impedir el aumento de fuerza que ello suponía para Alemania; la segunda,
fue el convencimiento de que algún día podría lograr que el estado austríaco
ingresara en la alianza franco-europea. Roma no debió dejar de ver que la
influencia francesa en Viena era considerablemente más decisiva que la
alemana, por no hablar de la italiana. La tentativa francesa de trasladar la
Sociedad de Naciones a Viena obedece solamente al deseo de reforzar el
carácter cosmopolita de esta ciudad y ponerla en contacto con un país cuyo
carácter y cultura halla una respuesta más intensa en la atmósfera vienesa
actual que en la del Imperio alemán.
Por muy en serio que en las provincias austríacas se mantengan las
tendencias hacia una unión, poco eco encuentran en Viena. Por el contrario,
si en Viena manipulan con la idea de una unión es siempre tan solo para
salvarse de alguna dificultad financiera, puesto que Francia está siempre
más dispuesta a acudir al estado prestamista. Pero gradualmente esta idea
de una unión se irá marchitando a medida que se produzca una
consolidación interna de la federación austríaca, y Viena recupere su
posición todopoderosa. Además, el desenvolvimiento político de Viena
asume un carácter crecientemente antiitaliano y especialmente antifascista,
mientras que el marxismo austríaco nunca ha disimulado sus vivas
simpatías por Francia.
Así, el hecho de que en aquella época se lograra impedir la unión, en
parte con la ayuda italiana, conducirá algún día a la inserción del eslabón
que faltaba en el sistema francés de alianzas, entre Praga y Yugoslavia.
Pero que Italia pusiera impedimentos a la unión austríaca con Alemania
fue un error incluso por motivos psicológicos. Cuanto más pequeño
permaneciera el fragmentado estado austríaco, más limitados, naturalmente,
serían sus objetivos de política exterior. No puede esperarse un objetivo de
política exterior concebido en gran escala, de una estructura estatal que
tiene apenas …. Kilómetros cuadrados de territorio y apenas … millones de
habitantes.
Si la Austria alemana hubiese quedado anexionada a Alemania en 1919-
1920, la tendencia de su pensamiento político habría sido determinada
gradualmente por los grandes objetivos políticos de Alemania, objetivos
posibles para una nación de casi 70 000 000 de habitantes. Impedir esto en
aquella época impidió que la política exterior pudiera concebir grandes
propósitos y la limitó a pequeñas ideas de reconstrucción de la vieja
Austria.
Solo así fue posible que la cuestión del Tirol del Sur creciese hasta
adquirir una importancia tan extraordinaria. Pues el estado austríaco, pese a
sus reducidas dimensiones, era lo bastante grande para representar una idea
de política exterior que estaba en consonancia con su pequeñez, lo mismo
que, a la inversa, podría envenenar lentamente el pensamiento político de
toda Alemania. Cuanto más se reducían las ideas políticas del estado
austríaco a consecuencia de su limitación territorial, más se transformaban
en problemas que, sin duda, podían tener importancia para este estado, pero
que no podían considerarse como decisivos para la formación de una
política exterior alemana digna de la nación alemana.
Italia debió apoyar una unión de Austria con Alemania, aunque solo
fuera por contrariar el sistema francés de alianzas en Europa. Debió hacerlo
también para presentar otras tareas a la política alemana de fronteras, otros
pensamientos que habrían germinado a consecuencia de la incorporación de
Austria a un gran Imperio alemán.
Por otra parte, las razones que indujeron tiempo atrás a Italia a adoptar
una actitud contra la unión, no están del todo claras. Ni la Austria actual, ni
la Alemania actual pueden considerarse como adversarios militares por
Italia en el momento presente. Pero si Francia lograra formar una alianza
general en Europa contra Italia, alianza en que participasen Austria y
Alemania, la situación militar no cambiaría lo más mínimo si Austria fuera
independiente o estuviera con Alemania. Además, no se puede hablar de
una independencia real y efectiva en un país de tan escaso territorio.
Austria siempre penderá de las cuerdas de una gran potencia de una
clase u otra. Suiza no puede en modo alguno demostrar lo contrario, puesto
que, como estado, posee sus propias posibilidades de existencia, aunque
estas se basen en el movimiento turístico. Para Austria esto es imposible a
causa de la desproporción entre el número de habitantes de la capital y el
del total del país. Pero sin tener en cuenta para nada la actitud que Austria
pudiera asumir hacia Italia, el hecho mismo de su existencia constituye un
alivio para la posición militar estratégica de Checoslovaquia, lo que algún
día, de una manera u otra, puede ponerse de manifiesto frente a Hungría,
que es aliado natural de Italia.
Los italianos, por razones militares y políticas deberían considerar el
veto a la unión como algo sin importancia, si no es que incluso como algo
que los perjudica.
No puedo concluir este capítulo sin fijar detalladamente quiénes son los
verdaderos culpables de que exista la cuestión del Tirol del Sur.
Para nosotros, los socialistas nacionales, políticamente ha llegado la
hora de la decisión. Por lo menos yo —que me opongo con la máxima
energía a que millones de alemanes sean arrastrados a un campo de batalla
donde se los haga desangrarse hasta la muerte por los intereses de Francia
sin conseguir una ganancia que engrandezca a Alemania y que, en cierto
modo, está en consonancia con el sacrificio de sangre—, me niego también
a reconocer el punto de vista de que la cuestión del honor nacional es
decisiva aquí. Pues si he de basarme en ese punto de vista, antes tendría que
marchar contra Francia, que con su conducta ha herido el honor alemán de
modo muy distinto a como lo ha herido Italia.
Ya he hablado ampliamente en la introducción de este libro sobre la
posibilidad de formular una política exterior sobre la base del honor
nacional [Nota: Si realmente hubo una "introducción", no se ha conservado.
Dado que todas las páginas del presente documento están numeradas
consecutivamente, podría tratarse del "Prefacio". Por otra parte, hay que
señalar que el prefacio no menciona el tema que aquí se trata; las
explicaciones pertinentes se encuentran más bien en las páginas 121-130
del original]. Por lo tanto, no hay necesidad de insistir en la posición que
hay que adoptar sobre esto. Si ahora se realiza en nuestros grupos de
protesta el intento de presentar esta actitud como una traición o una
renuncia al Tirol del Sur, esto solo puede ser correcto si, de no existir
nuestra actitud, o no se hubiera perdido el Tirol del Sur o esta zona
estuviera a punto de volver al otro Tirol en un futuro previsible.
Por eso me veo obligado a establecer una vez más en esta exposición de
una manera precisa quiénes fueron los que traicionaron al Tirol del Sur y
por las medidas de quiénes llegó a perderse para Alemania.
1. El Tirol del Sur fue traicionado y perdido por la actividad de aquellos
partidos que en un largo trabajo por la paz privaron al pueblo alemán del
armamento que necesitaba para afirmarse en Europa y, al hacer esto,
arrebataron a Alemania el poder necesario para la victoria y, con ello, para
la conservación del Tirol del Sur en la hora crítica.
2. Aquellos partidos que en su largo trabajo pro paz socavaron los cimientos
morales y éticos de nuestro pueblo y, sobre todo, destruyeron la fe en el
derecho a la autodefensa.
3. Así, el Tirol del Sur fue traicionado por aquellos partidos que, como los
llamados partidos nacionales y conservadores del estado, contemplaron esta
actividad con indiferencia o, al menos, sin oponer una verdadera resistencia.
Aunque indirectamente, también ellos son causantes de la debilitación del
armamento de nuestro pueblo.
4. Tirol del Sur fue traicionado y vendido por la actividad de los partidos
políticos que redujeron al pueblo alemán al papel de servidor de los sueños
de gran poder de los Habsburgo, y que, en vez de encabezar la política
exterior alemana con el objetivo de una unificación nacional de nuestro
pueblo, consideraron que la conservación del estado austríaco era misión
nuestra; de esos partidos que en tiempos de paz se limitaron a contemplar
durante decenios cómo los Habsburgo llevaban a cabo sistemáticamente su
obra de desalemanización, lo que equivalía a ayudarles. Esos partidos son,
pues, corresponsables de que se haya descuidado la solución del problema
austríaco por Alemania o, al menos, por la decisiva cooperación de
Alemania. En tal caso, el Tirol del Sur se podría haber conservado para el
pueblo alemán.
5. El Tirol del Sur se perdió a consecuencia de la falta general de propósito
y de plan de la política exterior alemana, que, en el año 1914, se extendió
también a la falta de fijación de objetivos de guerra razonables o impidió
esto último.
6. El Tirol del Sur fue traicionado por todos aquellos que durante el curso
de la guerra no cooperaron hasta el máximo en el deber de reforzar la
resistencia y el poder agresivo alemán; así por los partidos que paralizaron
deliberadamente nuestro poder de resistencia, y por aquellos que toleraron
esta parálisis.
7. El Tirol del Sur se perdió a consecuencia de la incapacidad, incluso
durante la guerra, de dar una nueva orientación a la política exterior
alemana y salvar al elemento alemán del estado austríaco, renunciando al
mantenimiento de los Habsburgo como gran potencia estatal.
8. El Tirol del Sur fue perdido y traicionado por la actividad de los que,
durante la guerra, al despertar la vergonzosa esperanza de una paz sin
victoria, quebrantaron la capacidad de resistencia moral del pueblo alemán
y, en vez de manifestar la voluntad de seguir la guerra, adoptaron una
actitud de paz que fue catastrófica para Alemania.
9. El Tirol del Sur se perdió a causa de la traición de aquellos partidos y
aquellos hombres que incluso durante la guerra mintieron al pueblo alemán,
hablándole de la inexistencia de objetivos imperialistas de la Entente,
engaño que lo desvió de la necesidad incondicional de resistencia, y
finalmente lo indujeron a creer más en la Entente que en aquellos que
dentro de la patria alzaban sus voces admonitorias.
10. El Tirol del Sur se perdió, además, por el derrumbamiento del frente,
esperado en el interior del país, y por la infección del pensamiento alemán
debida a las declaraciones fraudulentas de Woodrow Wilson.
11. El Tirol del Sur fue traicionado y perdido por la actividad de los
partidos y de los hombres que, empezando por hacer objeciones de
conciencia al servicio militar y llegando hasta la organización de huelgas en
el aprovisionamiento de las tropas, despojaron al ejército del sentimiento de
la incontestable necesidad de luchar y vencer.
12. El Tirol del Sur fue traicionado y perdido por la organización y la
ejecución del crimen de noviembre, así como por la despreciable y cobarde
tolerancia de esta ignominia por las llamadas fuerzas nacionales
conservadoras del estado.
13. El Tirol del Sur fue perdido y traicionado por los actos desvergonzados
de los hombres y de los partidos que, después del colapso, mancharon el
honor de Alemania, destrozaron la estima de que nuestro pueblo gozaba en
el mundo y, con ello, alentaron a nuestros adversarios a desmesurar sus
demandas. Se perdió, además, por la despreciable cobardía de los partidos
nacionales-burgueses y de las ligas patrióticas que deshonrosamente
capitularon en todas partes llevados del terror, la bajeza y la villanía.
14. Finalmente, el Tirol del Sur fue perdido y traicionado por la firma de los
tratados de paz, lo que implicaba el reconocimiento legal de la pérdida de
este territorio.
Todos los partidos alemanes son culpables. Algunos han destruido a
Alemania intencionadamente y con conocimiento de causa, y otros, con su
proverbial incapacidad y su cobardía que claman al cielo, no solo no
hicieron nada por detener a los destructores del porvenir de Alemania, sino
que, por el contrario, actuaron como juguetes en las manos de estos
enemigos de nuestro pueblo, por la incapacidad de su dirección en la
política interior y exterior. Nunca se había llevado a la ruina ningún pueblo
como se ha llevado al alemán por semejante maridaje de bajeza, villanía,
cobardía y estupidez.
En estos días se nos ha proporcionado una vislumbre de las actividades y
eficiencia de aquella vieja Alemania en el campo de la política exterior,
gracias a la publicación de las Memorias de Guerra de Mr. Flynn, jefe del
Servicio de Información en Norteamérica [Nota: El artículo citado apareció
el 26 de junio de 1928, lo que demuestra con certeza que el libro se dictó
entre finales de junio y principios de julio de 1928. Se trata de un artículo
de William J. Flynn, "Tapped Wires", que se publicó en el semanario
Liberty el 2 de junio de 1928 (pp. 19-22). El artículo informa sobre las
conversaciones telefónicas de la embajada alemana en Washington que
fueron interceptadas por el servicio secreto estadounidense].
Dejo hablar a un órgano burgués-democrático para la mejor
comprensión del asunto [Nota: El texto del artículo no aparece en el
original, pero debía insertarse posteriormente; el resto de la página se dejó
en blanco. Este texto fue insertado aquí por el editor respetando el sentido
del manuscrito]: