Diosas, Musas y Mujeres María Fernanda Palacios y Otroas

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f

La lucha, obstinación de la
n1ujer por 1.ograr un lugar
que realmente le correspon­
da y nene sus expectativas
dentro de la sociedad, no
es tan reciente como mu­
chos hnaginan; no obstan­
te1 ha sido este segundo
lustro del siglo xx, a punto
de culminar, el asombrado
testigo de una riquísima y
rnuy polémica discusión
acerca dei sexo femenino y
de su papel en el mundo ..
Oiscu;:..ión que tanto en el ámbito de las ideas
Monte
como en el de la vida práctica ha producido
Avila un· cambio radical en la so_ciedad contempo-_
Editores ráne�.
latinoamericana El presente vo�un1en constituye un nuevo a­
porte a este debate-} en constante actualidad.
Una serze de estudiosos e inte!ectuales vene­
zok1nos, a partir de muy diversos e inclusive
contrapuestos puntos de vista, nos ofrecen
aqui un an1pHo panorama del probf.erna: des­
de las figuras de Eva y María en !a literatura
cristiana medieval, de Vladimir Acosta; pa­
sando por las aproximaciones psicoanalíticas
de Gioconda Espina y Fernando Risquez, o los
estudios estrictamente literarios de María
Fernanda Palacios y Julio fi!iranda; hasta
tem?Js c�e la má� vigente actualidad, como el
de lé! violencia que sufre la mujer en nuestros
dfa:1s, objeto dei trabajo de EHsa Jiménez
A.rrr��s.
Con ei propósito. de agrupar obras
que contengan un perdurable valor , ..

¡· testimonial, esta colección ofrece


un arnpiio espectro temático que
va desde crónicas y reportajes,
hasta colecciones de artículos
sobre una n1ateria determinada;
y desde biografías o entrevistas,
hasta el mundo íntimo de diarios
o correspondencias.

Documentos

Diosas, musas
y mujeres
.
V. Acosta, A. T. Torres,· t

• r •

G. Espina, F. Rísquez, i ..

F. Vethencour t, J. Nuño,
M. Muñoz, J. Boersner,
E. Troconis de Veracoechea,
J. Clarac de Briceño,
G. Mérola, L. M. Londoño,
E. Jiménez Arma·s, L. Antillano,
M. F. Palacios, J. López Sanz,
J. Miranda, M. E. Maggi,
L. Rodríguez, S. Chocrón.

Diosas, musas
.
y mujeres


Monte Avila Editores
Latinoamericana
o..dley ..- licswv. \
"W... llsll!lf . 'í•'

• 9urf, MA Ot·119-3·M6
1 ª edición, 1 993

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D 53
1993

D.R. © MON TE AVILA LATINOAMERICANA, C. A.


Apartado Postal 707 1 2 , Zona 1 070, Caracas, Venezuela
ISBN: 980-0 1 -0662-6
Diseño de colección y portada: Marisela Balbi Ochoa
Fotocomposición/paginación: La Galera de Artes Gráficas
Impreso en Venezuela
Printed in Venezuela
NOTA EDITORIAL

ecir que la más transcendente revolución de este siglo ha sido la de


D la mujer, no constituye ya, cuando nos separan apenas muy pocos
años del próximo milenio, novedad alguna: pruebas muy suficientes. Sin
embargo, la discusión, los problemas y malentendidos que esta gran
transformación ha suscitado en la sociedad contemporánea se encuen­
tran muy lejos de encontrar su punto final. El tema sigue manteniéndose
sobre el tapete, no sólo de las ideas, sino de nuestra propia cotidianidad.
Muy especiales matices adquiere el asunto en Latinoamerica, particular­
mente en nuestro país, donde un cuerpo teórico sólido no parece haber
acompañado la evidente relevancia lograda por la mujer venezolana
durante las últimas décadas en todas las áreas del conocimiento y del
trabajo.
A tentos a esta inobjetable realidad, entre mayo y junio de 1 991 , Mon­
te Avila Editores Latinoamericana y la Dirección de Literatura del Con­
sejo Nacional de la Cultura (CONAC) , bajo el título de La mujer en la·
cultura, convocaron a un Coloquio en donde un destacado grupo de estu­
diosos e intelectuales demostraron, a través de las diecinueve ponencias
recogidas en el presente libro, lo polémico y enriquecedor que puede ser
este debate en constante actualidad.

M.A.E.L.

7
I
EVA Y MARIA. LA MUJER EN LA SIMBOLOGIA
Y EN LA LITERATURA CRISTIANA MEDIEVAL
Vladimir Acosta

ABORDAR en el espacio de unas pocas cuartillas un tema tan rico como el


que trataremos : la imagen y el simbolismo femenino en la literatura me­
dieval cristiana, no deja de tener ciertos peligros. Particularmente el de
suscitar esperanzas acerca de la aparición de temas y aspectos fundamen­
tales que se supone deberían ser tratados, pero que no lo son, muchas
veces por darlos como sabidos. Por eso quizá convenga, antes de entrar
propiamente en materia, definir el área de estudio.
Lo que debe quedar claro es que no intentamos abarcarlo todo en unas
pocas páginas, repitiendo tan sólo algunas generalidades ampliamente
conocidas y desperdiciando la oportunidad de detenemos con precisión
en algunos aspectos. Es por esto que omitiremos hablar aquí de aquello
que, aun constituyendo el posible sustrato de algunos fenómenos que es­
tudiaremos, resulta demasiado evidente, y por ello muy poco relevante:
el papel económico y social de la mujer en la Edad Media, su sujeción
económica, política y sobre todo religiosa, su activa participación, no
obstante, en muchas �uchas y procesos, y la existencia de mujeres nota­
bles : reinas, guerreras, rebeldes, amantes, escritoras.
Sin menospreciar en lo más mínimo su importancia, eludiremos pues,
salvo excepciones, toda esta dimensión socioeconómica que enmarca a
la mujer cristiana medieval, y trataremos de movemos en cambio en el
plano cultural o ideológico: de la literatura, de la imagen, de los valores
y mitos religiosos. S in que ello implique, por supuesto, que podamos
cubrir todo este campo.

IDEA GENERAL ACERCA DE LA EDAD MEDIA


Y SU VISION DE LA MUJER

Nos parece necesario partir de un hecho que se mantiene incontrover­


tible: en su conjunto, la Edad Media europea es un período histórico pro­
fundamente marcado por el anti-feminismo, afirmación esta que no su-

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pone en absoluto ignorar todo el interesante proceso de revaluación del
medioevo cristiano que viene haciéndose desde hace muchas décadas en
la historiografía europea, poniendo de relieve el lento pero permanente
desarrollo cultural de esos siglos, y quebrantando uno tras otro los esla­
bones de una larga cadena de mitos acerca del atraso, el oscurantismo y el
estancamiento medieval que datan del Renacimiento y del llamado S iglo
de las Luces. Este anti-feminismo tan arraigado en la cultura medieval,
no obstante lo cambiante de ésta a lo largo de diez siglos que abarca
usualmente la Edad Media, está relacionado sobre todo con el cristianis­
mo y la tradición judía que le sirvió de temprano fundamento. Pero, como
veremos luego, tal afirmación inicial debe ser matizada en parte y situada
en su contexto, sin olvidar de resto que el panorama es un tanto diferente
en el caso de las culturas paganas que sobreviven, aunque en parte cristia­
nizadas, a lo largo de la primera mitad del medioevo.
Pero en el seno del propio mundo cristiano conviene distinguir entre la
vida cotidiana y la literatura, aún cuando los patrones de ésta reflejen de
algún modo valores que operaban también, aunque con diversos matices,
en el interior de la vida cotidiana. En esta última, de todos modos, la
percepción de la mujer y la relación entre sexos parece no haber sido muy
distinta de otras épocas, aun habiendo -igual que en aquéllas- claras
manifestaciones de anti-feminismo, e indiscutibles rasgos de sujeción de
la mujer, y hasta de subestimación permanente de su rol . Fundamental,
en cambio, es el anti-feminismo que domina en el mundo cultural, que
entonces equivale casi siempre a clerical, o que está casi siempre al ser­
vicio de la Iglesia. Y que es expresión, pero sobre todo instrumento
reforzador hasta límites irreales, por lo exage1:"ados, del anti-feminismo
cotidiano. Ese anti-feminismo domina por doquier en la literatura, ya sea
de forma abierta, ya de 1nanera menos franca. Pero no en toda, pues con­
viene también distinguir entre la literatura religiosa y la propiamente lai­
ca; entre la literatura aristocrática y la que puede llamarse burguesa o
burguesa-popular. Tanto en los temas como en el lenguaj e. Además, la
literatura religiosa es la primera, históricamente hablando; la burguesa­
popular, por el contrario, es la última, la más reciente, vale decir, la más
moderna.
Por eso, y tratándose de un período tan amplio, conviene también
distinguir épocas. En la Alta Edad Media, caracterizado por un marcado
retroceso cultural, por la existencia de una sociedad más agraria, más

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renuente al cambio, más aristocrática y militarizada, y menos abierta
tanto en lo geográfico como en lo social y lo mental, el dominio ideoló­
gico de la Iglesia y su control del pensanliento, el saber y la cultura son
mucho más absolutos y mucho menos disputados desde dentro del pro­
pio cristianismo. La poca literatura entonces existente es casi toda reli­
giosa; y en ella es mayor el anti-feminismo, que a vec� s no es sino franca
y morbosa misoginia. A ello debe añadirse el predominio de la actividad
guerrera, tarea exclusivamente masculina, y reforzadora de la poca esti­
ma en que se tuvo entonces a la mujer1• No debe olvidarse, empero, que
el poder de la Iglesia no es aún pleno, pues esos mismos siglos son los de
la imposición y el arraigo progresivo del cristianismo en toda Europa, lo
que supone la existencia y perdurabilidad de cultos y tradiciones paga­
nas . El proceso de imposición del cristianismo fue el del quebranta­
miento, a través de duras luchas y de grandes resistencias que cubren
varios siglos, de arraigadas tradiciones bárbaras y paganas que daban
cabida a relaciones ínter-sexuales y a visiones de la mujer bastante más
positivas y equilibradas que las que tendían a dominar con la imposición
final del cristianismo.
En el período de florecimiento de la cultura medieval, en cambio,
desde los siglos XII y XIII en adelante, época en que la sociedad se urba­
niza y se enriquece, en que el saber se renueva, en que aparecen nuevos
. grupos sociales y costumbres, en que Europa se laiciza un tanto y co­
mienza a abrirse culturalmente a raíz de las Cruzadas y de los perma­
nentes contactos con el desarrollado mundo musulmán, el relativo refi­
namiento de las clases dominantes, la relativa liberalización de las cos­
tumbres y la relativa adaptación de la Iglesia a realidades más comple­
jas parecen incidir no sólo sobre una atenuación de la visión misógina
de la Iglesia, dulcificada en parte por el culto mariano, sino también
sobre la aparición de formas literarias y culturales en las que la visión
acerca de la mujer, sin perder algunos inevitables rasgos de sub-estima­
ción y de anti-feminismo, adquiere perfiles asociados a una revaloriza­
ción de ésta y de su papel en muchos planos. No obstante, los historia-

1 La literatura que la expresa, de las viejas canciones de gesta, centrada en describir el he­
roísmo masculino en la batalla, apenas tiene espacio para la mujer, como se comprende con
faci1idad.

13
dores suelen coincidir en que estos cambios en las perspectivas de apre­
ciación de la mujer, que alcanzan su plenitud en la literatura cortesana
y en los comienzos de la literatura propiamente burguesa, no parecen
haber impedido la afirmación en esos mismos siglos de un .mayor do­
minio masculino en todos los órdenes de la sociedad, desde el poder
político y personal hasta el derecho de herencia y de administración de
bienes.

LA MUJER EN LA CULTURA CRISTIANA MEDIEVAL:


EVA Y MARIA, O LA OBSESION DEL SEXO Y DEL PECADO

Para el cristianismo, sobre todo antiguo y medieval, la mujer es siem­


pre vista a través de una doble imagen, de un doble símbolo, de una doble
personificación: Eva, la pecadora; María, la virgen. Con claro predomi­
nio de la primera, aunque la segunda va conquistando espacio en el curso
de los siglos.
Para los Padres de la Iglesia, y para los teólogos cristianos medieva­
les, la mujer es ante todo Eva, la tentadora, la maldición del hombre, la
responsable de la pérdida del Paraíso y la inocencia, la fuente del Pecado
Original, la culpable de que el destino humano sea el trabajo, el dolor y
la muerte. La mujer es la puerta del Diablo o del Infierno, el principal
obstáculo en el camino de la salvación del hombre a causa de su
sensualidad, su lujuria y su belleza.
La vieja historia bíblica acerca del Paraíso Terrenal relatada al co­
mienzo del Génesis fue convertida tempranamente en dogma cristiano
por los primeros Padres de la Iglesia. De ella se infería que el destino
original de la primera pareja humana habría debido ser la inmortalidad y
la inocencia, pero que por culpa de la insidiosa actitud de la Serpiente,
figura del Demonio tentador, y de la indispensable complicidad de Eva,
Adán había pecado, comiendo del fruto prohibido que su mujer artera­
mente le ofreció, lo que le costó a ambos ser expulsados por �ios del
Paraíso. El fruto prohibido, fruto del Arbol de la Ciencia, les hizo adqui­
rir el conocimiento, pero a cambio de perder la inmortalidad. Condena­
dos al sufrimiento, al trabajo y a la muerte debido a la desobediencia de
Eva a su Creador, los humanos se reprodujeron desde entonces en medio
del pecado.

14
La Iglesia, continuando así una tradición ya presente en el judaísmo
tardío, dio un claro sentido sexual a la historia del Paraíso; y la adquisi­
ción del conocimiento quedó de algún modo identificada con la inicia­
ción sexual. El sexo fue visto así como el punto de partida de todos los
males humanos , y la mujer, identificada con Eva, como la causa del
pecado, de la miseria del hombre, del dolor y de la muerte. Desde San
Agustín incluso se instituyó el monstruoso concepto del Pecado Origi­
nal, pues el pecado de Adán y Eva, provocado por la desobediencia y la
lujuria de ésta, se transmitió desde entonces a todos los humanos por
intermedio del coito y de la concepción. El útero femenino fue, desde
la expulsión del Paraíso, el receptáculo del pecado; y los hombres y las
mujeres nacieron desde entonces marcados por ese Pecado Original,
por el estigma de la culpa de Eva, inseparable del amor camal y la
atracción sexual2.
El tema es de una riqueza excepcional desde diversos puntos de vista,
incluyendo por supuesto el que más nos interesa, el de los mitos y lectu­
ras simbólicas , tanto j udías como cristianas. Pero no podemos ocuparnos
de ello en esta corta ponencia que debe abarcar otros aspectos. Baste con
decir que la temprana literatura cristiana expresa un odio y un desprecio
profundo contra la mujer simbolizada en Eva, y contra todo lo que ella
representa como instrumento del Demonio y del pecado: belleza, sen­
sualidad, amor carnal, atracción física, ataduras materiales y espiritua­
les , fecundidad, fatnilia incluso en ciertos casos.
No intentamos hacer ningún recuento de textos referentes a lo que
decimos, pues algunos de ellos son bastantes conocidos y citados. Sería
suficiente recordar que la sola idea de la Creación de la muj er según la
versión ya vista, es decir, a partir de una costilla de Adán, mediaba su
condición de creada a imagen de Dios y la colocaba como dependiente de

2Es cierto que San Agustín, consciente de que los humanos necesitan reproducirse y sabe­
dor de que Dios mismo en el Génesis dijo a Adán y a Eva: «Creced y multiplicaos», trata de
separar las cosas diciendo que el coito no es pecado per se (siempre que se realice santifica­
do por el matrimonio), aun cuando el pecado original se transmita inevitablemente a través
de él. Pero este tipo de sutilezas no podían servir de mucho; y el rechazo a la sexualidad,
aunque siempre matizado por la Iglesia para evitar excesos peligrosos, se convirtió desde
temprano en uno de los componentes básicos del cristianismo, aderezado por supuesto con
una inevitable condenación de la mujer, causante del pecado, del dolor y de la muerte.

15
su marido; y que aceptar el hecho de que el Diablo hubiese preferido
tentarla a ella y no directamente a Adán, equivalía a proclamar su condi­
ción de inferioridad, su debilidad, su inconstancia, y a reducir el pecado
de Adán a una suerte de generosa y caballeresca solidaridad masculina
para con su débil compañera.
En cuanto a los Apóstoles y Padres de la Iglesia, sería suficiente con
recordar que San Pablo, tras exaltar la castidad y aceptar el matrimonio
como un mal menor frente a la alternativa de la lujuria incontrolada,
exige la absoluta sumisión de la mujer a su marido, y el uso por ella del
velo en la iglesia como símbolo de sometimiento y como medio de cu­
brir sus encantos pecaminosos; que Tertuliano, misógino empedernido y
destacado Padre de la Iglesia, denomina a la mujer «la puerta del infier­
no» , frase que algunos leyeron luego como una clara referencia a su
vagina; que San Juan Crisóstomo, otro misógino Padre de la Iglesia, de­
finió a la mujer como enemiga de la amistad, mal necesario y peligro
doméstico, llamando por ello a los casados a avergonzarse de su estado
civil; que San Agustín, el más importante de todos , impuso la idea del
Pecado Original, del que se la hizo responsable; y que San Clemente de
Alej andría decía sin inmutarse que toda mujer debía sentirse avergonza­
da de pertenecer a semej ante sexo.
En la literatura hagiográfica de los primeros siglos cristianos esta aso­
ciación pecaminosa y condenable de la mujer con el sexo, el pecado y el
Demonio se expresó claramente en los relatos de las tentaciones vividas
por los anacoretas que buscaban a Dios en la soledad de los desiertos
egipcios o palestinos, y que frecuentemente, antes de encontrarlo, debie­
ron pasar por terribles pesadillas cargadas de erotismo, en las que her­
mosas e insinuantes mujeres desnudas se convertían de pronto en imáge­
nes pestilentes y monstruosas de Satán.
No cabe duda de que estas asociaciones de la 1nujer, simbolizada en
Eva, con el pecado y el Demonio, llenaron buena parte de la literatura
religiosa medieval y explican en alto grado su anti-feminismo y su pro­
funda misoginia. Un buen ejemplo de las serias dificultades para impo­
ner estas imágenes y este rechazo de la mujer incluso en medios clerica­
les, podría ser el insólito texto compuesto a 1nediados del siglo x en Fran­
cia, en el que Odón, reformador religioso y santo abad de Cluny, llama a
no ver en la mujer su piel y su belleza exterior, instrumentos irresistibles
de la tentación y del pecado, sino lo que hay dentro de ella: sus órganos,

16
viscosos, sucios, llenos de sangre y de mucosidad, única forma de poder
tenerle asco, ya que no es otra cosa sino un bello saco de inmundicias , y
de evitar ser arrastrados por ella a la lujuria y al pecado3.
El tema del Paraíso, del Pecado Original, de la Caída, es permanente
en la literatura y en el arte medieval desde las representaciones teatrales
hasta la miniatura, pasando por la escultura religiosa. Es una suerte de
recordatorio permanente de la culpa de la mujer, de su condición de res­
ponsable de la muerte, de su carácter de amenaza constante para el hom­
bre por su inconstancia, su mundanidad, su lujuria y su facilidad de aso­
ciarse a Satanás .
Eva, protagonista con la Serpiente de esa historia primigenia que es la
pérdida del Paraíso y de la inocencia, punto de partida de la vida y de la
condición humana, llena así con su bella desnudez pecaminosa diez lar­
gos siglos del pensamiento y del arte medieval, que se prolongan hasta el
Renacimiento, aunque en este último caso dentro de un contexto en el
que progresivamente la valorización estética y la recuperación pagana
del culto al cuerpo humano desnudo han ido desplazando en parte al
mensaje religioso4.

3 odón de Cluny: Collationum libri tres. II, 9, en Migne: Patrología latina (t) 1 53 . col. 5 56.
Sería interesante buscar qué conexión pueda existir entre este texto y la descripción de la
primera Eva en el comentario rabínico al relato de la Creación en el Génesis en el que se
asegura que Dios creó para Adán no una, sino tres mujeres. La primera, Lilith, hecha como
él de barro, aunque impuro, se consideró su igual y rechazó que en el acto amoroso fuese
Adán y no ella quien se colocase encima. Adán no pudo soportarla y Lilith se fue a vivir
con los demonios, a los que pronto se la asimiló. Dios le hizo luego una primera Eva, qu�
Adán tampoco soportó; y finalmente una segunda, sacándola, mientras dormía, de una de
sus costillas, que fue la que aceptó complacido como compañera. Pero la razón del rechazo
por Adán de la primera Eva es que Dios la hizo en su presencia, combinando para ello
órganos, trozos de carne, mucosidad y sangre, a los que luego envolvió en una hermosa
piel. El sensible Adán no pudo olvidar nunca de qué cosas estaba hecha, y esto le produjo
un asco invencible que impidió que la aceptara.
4 Quizá los frescos de Miguel Angel en la Capilla Sixtina, que se cuentan entre las más
famosas representaciones de la historia del Paraíso, se sitúen a medio camino entre ambos
extremos. El culto casi pagano a la desnudez es evidente, pero el contenido religioso sigue
siendo importante, aunque no siempre sea ortodoxo. Buen ejemplo de ello es el fresco que
representa la Tentación, en el que Adán se mantiene de pie, y en el que Eva, que está echada
frente a Adán y cuya cara parecería haber estado poco antes en contacto con la entrepierna
de su marido, vuelve el rostro y estira la mano para tomar la manzana que le tiende la
serpiente enroscada en el tronco del Arbol de la Ciencia. La posición de Eva ha sugerido

17
Pero esta imagen dominante de la mujer-Eva va siendo lentamente
competida por la mujer-María. El culto de la Virgen dentro del cristia­
nismo occiqental es el producto de una larga historia y pasó por muchas
dificultades que no podemos examinar en este corto espacio. Lo que
interesa dejar claro es que al menos a partir de los siglos XI y XII, siglos
en los que la sociedad medieval europea empieza a virar hacia el desa­
rrollo urbano, hacia la expansión económica, y hacia una mayor apertura
cultural, se va abriendo también camino una cierta reconsideración del
rol de la mujer, que tiene su expresión en el arte y en la literatura, inclu­
yendo la literatura clerical. El siglo XII, siglo del llamado primer Rena­
cimiento europeo, es también el de la imposición del culto mariano, de­
bido en gran parte a la labor de San Bernardo. Así termina de moldearse
un proceso que dentro del cristianismo occidental había venido dando
cada vez más peso a la imagen de la Virgen, madre de Cristo, defensora
de los pecadores e intercesora clemente y tolerante que contribuye a
dulcificar la hasta entonces demasiado rigurosa justicia divina.
Este culto a la Virgen, que implica sin duda una importante revaloriza­
ción de la mujer, y que a la imagen dominante hasta entonces de Eva la
pecadora, causante del mal y de la muerte, contrapone la de la sagrada y
generosa madre de Dios, 'se expresa pronto en la literatura e imaginería
religiosa y también en el culto popular. De las representaciones dominan­
tes en el arte románico, marcado por la influencia bizantina, y caracteri­
zadas por la omnipresencia del Cristo Pantócrator o Cristo en Majestad,
severo y riguroso juez que se muestra en toda su terrorífica majestad y
que no deja espacio alguno para la mujer y la clemencia, se pasa al predo­
minio de las representaciones que asocian a un Cristo más humanizado y

desde hace tiempo a los estudiosos que ésta estaba poco antes de la Tentación practicando
el coito oral con Adán, lo que según algunas sectas heréticas cristianas, como los llamados
ademitas, amantes de la desnudez, representaba el juego erótico inocente a que se dedica­
ban nuestros primeros padres para matar el tiempo en el Paraíso antes de que la degustación
del fruto prohibido del Arbol de la Ciencia les revelara que había otras formas igualmente
placenteras de disfrutar sus cuerpos.
Esa suerte de inocente «amor del Paraíso» que es la copulación oral fue sin embargo
abiertamente condenada por la Iglesia, que daba muestra de ese rechazo a través de la
popular descripción de la víbora hecha por fisiólogos y bestiarios medievales. En ellos se
describe a la víbora, reptil inmundo, imagen demoníaca, copulando oralmente, y a la hem­
bra recibiendo el miembro del macho en su boca para luego castrarlo de un mordisco -ma­
tándolo de este modo-- en el momento de la voluptuosidad suprema.

18
menos autoritario con su Madre, verdadera abogada de los pecadores, y
hasta con las representaciones ulteriores de la Vrrgen con el Niño cargado
en sus brazos, en las que la distante majestad desaparece y en su lugar se
impone la ternura, humana y accesible.
Esta creciente presencia de la imagen de María, y del culto nlariano,
que coloca a la mujer al lado del Todopoderoso y que pone de relieve su
condición de Madre del propio Dios, tiene incidencias directas no sólo
sobre el arte de trovadores y troveros y sobre su sublimación del amor
mundano y de su culto a la mujer, sino también sobre la literatura corte­
sana de corte caballeresco y sobre una serie de obras clericales aunque de
corte más popular, consagradas a exaltar su amor y su piedad, su decidida
defensa de todo pecador capaz de confiar en ella y de rendirle culto.
Algunos de esos Milagros y Cantigas de la Virgen, obras de Berceo,
de Gautier de Coincy, de Alfonso el Sabio, son de una gran belleza y
sensibilidad. La Virgen es capaz de pasar varios días al pie de un patíbu­
lo, sosteniendo, sin que nadie pueda verla, el cuerpo de un delincuente
que le ha sido siempre fiel en medio de su vida irregular, para así salvarle
la vida y lograr que se decida a tomar el buen camino. La Virgen protege
sobre todo a las mujeres pecadoras: en una ocasión reemplaza en el con­
vento a una monja que le rinde culto pero que se ha escapado con un
hombre; y haciéndose pasar por la prófuga, realiza durante años todas
las duras tareas serviles que le son asignadas, hasta que al fin la otra,
desengañada y arrepentida, regresa y descubre que gracias a María sus
camaradas no han notado su ausencia. En otra ocasión protege del escán­
dalo a una abadesa que ha pecado y está a punto de parir, para que el
obispo, alertado por las escandalizadas monjas, no pueda condenar!�. En
otra, en fin, la Vrrgen salva de los demonios, que querían arrastrarla al
Infierno, y hace que sea llevada sólo al Purgatorio, el alma de una mujer
pecadora y depravada, sólo porque ésta se abstenía de pecar los sábados
y porque ese día lo dedicaba a honrarla y a encenderle cirios5.

5La Virgen puede ser sin embargo intransigente con sus fieles; y uno de estos milagros,
narrado por Berceo, relata cómo María, sintiéndose engañada porque uno de sus fieles, que
era clérigo, decide abandonar la carrera religiosa y casarse (esto es, reemplazar el casto
amor que le rendía a ella por el amor camal que se le destina a una verdadera esposa), le
reclama su infidelidad con tal indignación que el pobre hombre abandona a la desposada en
el momento de la boda y desaparece para siempre, seguramente escondido por la Virgen en
un lugar secreto.

19
Alguno de los poemas consagrados a cantar los milagros de María
figuran sin duda entre las obras más bellas y humanas que nos haya deja­
do la literatura medieval; y giran en tomo a una franca exaltación de la
mujer vista a través de un nuevo prisma: el de la nueva Eva, la verdadera
Madre de todos los Vivientes, madre también de Dios y modelo inal­
canzable para todas las mujeres.
Porque lo que no debe olvidarse es que toda esta revalorización de lo
femenino y de la mujer --que es también María y ya no sólo Eva- se
sigue fundando como antes en el rechazo del sexo y del amor camal. El
culto de María- es el culto de la virginidad, que sólo gracias a un milagro
único en la historia pudo ser al mismo tiempo maternidad: la de Cristo,
Hijo de Dios6. María es la sexualidad sublimada, la negación del sexo y
de la carne. María es la madre virgen o la virgen madre, la imposibilidad
hecha mujer, el asexuado e imposible ideal de mujer del cristianismo.
María es síntesis imaginaria e inalcanzable, pues las mujeres reales del
mundo cristiano medieval que no eran ni podían ser María, es decir, a un
tiempo vírgenes y madres, debían siempre escoger entre ser madres, esto
es, ser mujeres dependientes del hombre y controlando de todos modos
su sexualidad de acuerdo con los patrones impuestos por la Iglesia (que
sólo consideraba lícita la actividad sexual matrimonial dirigida a la pro­
creación); o ser vírgenes, esto e�, ser santas, acercarse al ideal cristiano
de pureza y ascetismo, al precio de sacrificar o reprimir su condición
femenina, su cuerpo, su sexualidad.

UNA PERSPECTIVA EXTREMA Y OTRA MODERADA PARA LA MUJER


DENTRO DEL IDEAL CRISTIANO: MAGDALENA, MARIA EGIPCIACA, Y
EL AMA DE CASA

Las alternativas reales siguen siendo pues para el cristianismo las ex­
tremas: la mujer santa, la asexuada; o la mujer camal, la pecadora o pros-

6Esto condujo de Paso a dar nacimiento al dogma de la Inmaculada Concepción, pues era
,
evidente que María, llamada a ser la virginal Madre de Dios, no podía haber nacido man­
chada ella también por el Pecado Original. Así, el coito de sus padres, el que la engendró, se
convirtió en el único coito limpio de la historia, el único que no transmitió al fruto concebi­
do por su intermedio el pecado de Adán y Eva.

20
tituta. Y su modelo, el de la santidad, pureza o castidad de la mujer. Cons­
ciente, como todas las religiones, de que este modelo no es alcanzable
sino para una selecta minoría, la imagen real de la mujer que propugna el
cristiani smo oscila entonces entre dos modelos: el de la mujer con·iente,
por lo demás muy poco interesante como motivo literario, que sin ser
santa ni prostituta encuentra un término medio entre ambos extremos,
esto es, que practica el sexo dentro del matrimonio y se somete espiritual­
mente a los dictados y recriminaciones de la Iglesia; y el de la mujer,
llena en cambio de contenidos dramáticos , que asciende desde el pecado
camal y la prostitución hasta alcanzar la santidad y el ascetismo, que
alej ándose de la ignominia a que la ha llevado su condición de hij a de
Eva, se acerca, arrepentida, a la de hija de la virginal María.
El cristianismo fue rico desde sus comienzos, y más particularmente
en la Edad Media, en esos modelos de mujeres pecadoras que abandonan
la carne y la mundanidad, escogiendo la senda de la pureza y ascendien­
do a las cimas de la gloria espiritual. La imagen más conocida, aunque
bastante moderada en realidad si se la compara con otras mujeres que
siguieron igual rumbo, es la de la Magdalena, abandonando el camino
del pecado para seguir los pasos de Jesús. Pero más representativas que
ella son María Egipcíaca, Thaís la Pecadora y tantas otras prostitutas
arrepentidas que eligieron la anacoresis y la mortificación corporal a tra­
vés de la cual llegaron a ser santas mujeres admiradas por la Iglesia.
María Egipcíaca es probablemente el mej or ejemplo de este tipo de
mujeres: insaciable prostituta durante su juventud, se embarca con unos
peregrinos en un viaje a Palestina, pagando el pasaj e con su cuerpo.
Llegados a Jerusalén, los peregrinos, que han usado carnalmente del
j oven y bello cuerpo de María, entran al templo sin problemas, pero ella,
la pecadora, es rechazada en cambio por una mano invisible, la mano de
la Virgen, que le impide cruzar el umbral de la iglesia y mancillar el
sagrado recinto. Arrepentida, es perdonada por María, le rinde culto en
el templo, y luego se retira para siempre al desierto, donde vive aislada
y en absoluta comunión con Dios durante cuarenta y siete años, desnuda,
mugrienta y ennegrecida por el sol , hasta que el santo monj e Zósimo la
descubre por casualidad, y se convierte en testigo de su santidad y de su
muerte.
Magdalenas y Marías Egipcíacas abundaron en el medioevo, llenan­
do muchas páginas de la historia religiosa y literaria medieval. Y no hay

21
duda de que sus imágenes y sus historias personales se asociaron a una
cierta tolerancia ante el pecado y hasta a una cierta reivindicación de la
mujer, capaz de ascender desde la más condenable depravación carnal
hasta la santidad y la pureza. Pero el problema de fondo no dejó de ser el
mismo: toda la exaltación cristiana de la mujer se realiza fuera del sexo
(hasta el !Vfalleus Maleficarum lo hace), esto es, presentándola como
capaz del ascetismo, de abstinencia y de pureza; o en el mejor de los
casos, para el común de las mujeres, como fieles esposas sujetas a la
voluntad de sus maridos y consagradas a procrear, aspecto este último
que por lo demás no es exclusivo ni del medioevo ni del cristianismo.

LA MUJER EN LAS CULTURAS PAGANAS MEDIEVALES: HADAS


Y PARA/SOS CELTICOS. MORGANA Y MELUSINA

No es ésta, en cambio, la idea dominante en las culturas paganas me­


dievales. En estas culturas, célticas y germánicas, dominantes por siglos
en Europa y sobrevivientes al triunfo del cristianismo, que sólo las some­
tió después de un largo y sincrético proceso, hubo otra valoración de lo
femenino. Carentes de idea de Pecado Original o de culpabilidad cósmi­
ca de la mujer, en ellas las mujeres disfrutaron de mejores condiciones y
de una mayor respetabilidad social, nacida de su participación en el tra­
bajo y en la guerra al lado de los hombres. El anti-feminismo no estaba,
por supuesto, ausente y el adulterio era severamente castigado; pero la
mujer, asociada a diosas importantes, a heroínas guerreras, a un Otro
Mundo placentero y a ritos de fertilidad y de abundancia cargados de
'

sensualidad, parece haber gozado en esas culturas de prerrogativas im-


portantes de las que, no obstante la cristianización y la recolección de las
viejas tradiciones y mitos por la vía de clérigos cristianos, hay importan­
tes huellas en la religión, en la literatura y en la poesía.
Dejando de lado el mundo cultural germánico-escandinavo, por su
condición un tanto austera y algo menos imaginativa, esta dimensión re­
sulta sobre todo clara en la visión del Más Allá y en los relatos asociados
a la presencia de las hadas, aspectos ambos claves de la literatura británi­
ca, particularmente irlandesa y anglo-normanda medieval.
Aunque se trata de un Paraíso esencialmente masculino --es decir,
que en él la mujer es imaginada como objeto de placer para el hombre, el

22
cual es siempre el héroe y el audaz viajero--, el Más Allá de la tradición
céltica carece de dimensiones ascéticas y hace gala de un gran amor por
la vida, por la belleza, por la sensualidad, lo que contribuye a que en él
siempre domine la presencia de la mujer y la sana y alegre exaltación de
su belleza. Estos paraísos de mujeres bellas e inmortales, situados en
islas remotas del océano, obsesionaron a los irlandeses, que lo buscaron
sin cesar afrontando para ello cualquier riesgo, tal como lo describen los
immrama, entre ellos los que relatan el viaje de Bran y el de Maelduin. El
viaje tiene empero un costo: el cruce de la frontera que lleva al Otro
Mundo, en el que el tiempo no tiene igual transcurso; por ello a veces
resulta dramático el regreso.
Aún más interesante es lo relativo a las hadas, esas mujeres maravillo­
sas que obsesionan al hombre de los siglos medievales, que -proceden­
tes del mundo pagano-- tienen notable cabida en el cristianismo, y que
figuran en lugar destacado en la literatura medieval, desde los lais anglo­
nonnandos hasta las grandes obras de la literatura cortesana centradas
alrededor del mundo artúrico. El hada es una de las más bellas imágenes
de la mujer medievaF. En ella se cruzaron la tradición clásica romana
conocida por los clérigos cristianos acerca de las Parcas que fijan el des­
tino (nuestras conocidas «hadas madrinas»), con la aún más interesante y
antigua tradición, viva entre los bretones e irlandeses, rescatada por la
literatura clerical anglo-normanda del siglo XII y luego desarrollada por
la literatura artúrica, relativa a bellas mujeres asociadas al Más Allá, y
capaces de venir a este mundo a proporcionar a algunos hombres escogi­
dos por ellas amor, felicidad y riqueza a cambio de ser fieles a un tabú, a
un juramento de silencio que, como sucede en los cuentos y en la vida
real, es casi siempre violado con penosas consecuencias.
En realidad, la literatura anglo-normanda y cortesana de tipo artúrico
conoció dos grandes tipos de hadas: las que se caracterizaban por elegir a
un mortal como compañero para llevarlo a un placentero y eterno Más
Allá; y las que se caracterizaban en cambio por venir de ese Más Allá

7 Vale la pena destacar que las hadas no siempre son mujeres. Los lais bretones nunca
hablan de hadas sino de «damas». Pero al lado de éstas hay muchas veces «caballeros»,
esto es, hombres ultramundanos que cumplen respecto de las mujeres las mismas funcio­
nes que las hadas desempeñan ante los hombres. Estos personajes se llaman usualmente
chevaliersfaés, esto es, caballeros encantados, vienen del Más Allá, enamoran bellas muje­
res, conciben hijos en ellas, y a veces las arrastran como compañeras hasta el Otro Mundo.

23
decididas a escoger en este mundo un mortal con quien permanecer toda
la vida a cambio de que respetase el tabú que le había sido impuesto por
ella como condición para quedarse a su lado. El prototipo de la primera es
Morgana, quien lleva al rey Arturo a la isla de Avalón, y quien luego rapta
a otros héroes literarios como Lancelot (el Lan-zarote de las viejas tra­
ducciones españolas), famoso caballero de la Mesa redonda, y como
Ogier el Dinamarqués, valiente par de Carlo-magno. El prototipo de la
segunda es Melusina, la más famosa de las hadas medievales, quien fra­
casa dramáticamente en su intento de permanecer como mujer en este
mundo a precio de sacrificar su inmortalidad desprovista de alma huma­
na.
El cristianismo vio con temor este acceso de las hadas populares, aso­
ciadas a culíos y creencias paganas, al campo de la literatura aristocrática
y cortesana, acceso que se opera desde el siglo XII y que alcanza su apo­
geo con la literatura artúrica. El culto a la belleza femenina y al franco
amor sexual y a los atractivos de un Más Allá rebosante de placeres que
acompañaba este despliegue literario de los encantos de las hadas, confi­
nadas hasta entonces a la tradición oral y campesina, condujo a los cléri­
gos medievales a hacer de las hadas mujeres demoníacas, instrumentos
del Demonio, capaces de engañar a los humanos y de poner en peligro la
salvación del alma. Se aseguró que estas falsas y peligrosas mujeres aun­
que eran inmortales, carecían de alma humana, por lo que debían venir a
este mundo a humanizarse en él: a dejar de ser inmortales a cambio de
adquirir un alma.
Como viejas imágenes de fertilidad, de felicidad masculina y de ri­
queza, estas hadas fueron aceptadas en la literatura, inclusive religiosa,
bajo la forma de mujeres fieles, de gran capacidad reproductora y
aportadoras de riqueza y felicidad a sus maridos. Pero se hizo de ellas
seres demoníacos en cuya descripción encontró espacio la misoginia de
los clérigos: se dijo que eran mitad mujeres, mitad monstruos; y que no
obstante su excepcional belleza, debían adquirir colas reptílicas durante
un día de la semana, en general el sábado, y que el tabú impuesto a sus
maridos de no verlas ese día se debía a tal motivo. La conocida historia de
Melusina recoge todos estos mitos. Las únicas hadas tolerables, las que
pasaron a nuestros cuentos infantiles, fueron las otras, las de raigambre
clásica, inocuas, asexuadas, y limitadas tan sólo a atribuir dones a los
recién nacidos de noble cuna.

24
LA MUJER DEMONIACA, LA HERETICA Y LA BR UJA

Esta demonización cristiana de las hadas mujeres se hizo más clara


en la lectura interesada que impuso el cristianismo acerca de los llama­
dos «falsos Paraísos». Esos mundos placenteros y sensuales habitados
por hadas que atraen a los hombres, fueron presentados a inenudo, inclu­
so en la literat\lra propiamente laica, cortesana o de aventuras, como
imágenes sugestivas y engañosas del Infierno. Ejemplos de esto son las
descripciones del paraíso de la Sibila, en Guerino el Mezquino y en La
Salade, de Antoine de La Sale, y la aún más moderna, prácticamente
renacentista, del Monte de Venus asociado a la conocida leyenda de
Tannhauser.
En las descripciones del paraíso de la Sibila se ubica este engañoso
mundo del pecado en el interior de la montaña, en el centro de Italia. Al
pseudo-Paraíso se desciende con gran peligro. Es el reino de una Sibila
de sin igual belleza, y está lleno de bellas mujeres, aunque hay también
algunos hombres encantados. Son hadas tentadoras y casi irresistibles
que incitan al pecado; y quienes han descendido a él tienen tres oportuni­
dades de regresar. Una vez desperdiciada la última, la que se presenta al
cumplir un año en el lugar, el visitante debe quedarse allí hasta el día del
Juicio y esperar una condena eterna. Seguramente antes habrá ya descu­
bierto que esas irresistibles mujeres, igual que Melusina, son seres
serpentinos, y que periódicamente adquieren horribles formas reptílicas
que evidencian su origen y sus roles demoníacos.
La tardía leyenda de Tannhauser tiene referencias aún más paganas,
pues la protagonista, suerte de sibila que habita en un paradisíaco mundo
subterráneo ubicado en el interior de una montaña, es la propia Venus,
sensual y tentadora como en la mitología clásica. Tannhauser, que ha sido
amante de la diosa, logra encontrar fuerza en el amor de la Virgen para
escapar del sitio. Pero habiendo acudido ante el Papa en busca de perdón,
el pontífice se niega a otorgárselo hasta que no florezca una rama seca
que planta retadoramente frente al pecador. Este, viendo que ya no tiene
salvación, regresa resignado al Monte de Venus, donde debe quedarse
para siempre con la diosa, compartiendo con ella su engañoso e infernal
paraíso, mientras poco después, cuando ya es demasiado tarde para hacer
nada, el Papa ve que la rama seca que ha plantado comienza a florecer de
nuevo.

25
Al lado de la mujer demonizada, la sociedad y el cristianismo medie­
val conocieron también a la herética y a la bruja. No es de extrañar que
viviendo un mundo tan lleno de dificultades y generalmente tan hostil
con ella, la mujer medieval, sobre todo la perteneciente a las capas popu­
lares, tuviese destacada participación en los movimientos heréticos y
compartiera con ellos su búsqueda de un mundo mejor y más justo, como
el que preconizaban las ideologías apocalípticas y milenaristas de tantas
disidencias religiosas conducidas por la intransigencia de la Iglesia al
campo de la rebelión y la herejía. Quizá el mejor símbolo de esta inquie­
tud sean las beguinas, suerte de monjas laicas predominantes en los últi­
mos siglos medievales en los países centrales y nórdicos de Europa, siem­
pre cumpliendo tareas beneficiosas para la sociedad, atendiendo enfer­
mos, procesando hierbas y elaborando remedios, siempre amenazadas
por la sospecha de ser consideradas brujas y por el peligro de que su
conducta, autónoma y cercana a la herejía, pudiera conducirlas, como
ocurrió más de una vez, hasta las piras de la Inquisición.
Aún más interesante es la bruja, la imagen de la bruja en la cultura
medieval. Para la cultura religiosa oficial, la ·bruja medieval comienza
como imagen de reminiscencia pagana o de simple superstición campe­
sina, y termina como símbolo de pecado y de culto demoníaco. Llama la
atención que la Iglesia de la Alta Edad Media, tan dominante y autorita­
ria, haya sido bastante tolerante con lo que podría llamarse la. brujería de
esos siglos. La represión fue grande y la lucha por erradicarla permanen­
te, pero la brujería fue considerada como"superstición vulgar y las brujas
casi siempre despreciadas como locas fantasiosas, sin que hubiese -sal­
vo excepciones- condenas capitales. Es en cambio la Iglesia del apogeo
de la Edad Media y de los siglos ulteriores la que enfrenta con vigor a las
brujas y la que propugna la pena capital contra la mayoría de ellas. La
razón puede estar en la lucha contra la siempre presente herejía y sus
implicaciones sociales; y en que la brujería, presunta o real, dejaba cada
vez más de ser un mediocre problema rural, para convertirse en preocu­
pante asunto urbano, a menudo asociado, con o sin razón, a la herejía en
constante aumento, al descontento social frecuente, y a los problemas del
poder, no sólo de la Iglesia sino del propio Estado.
Lo que nos interesa destacar de todo esto es que la brujería es básica­
mente un problema femenino. Los hombres, salvo unos cuantos pobres
diablos, nunca son brujos. Son magos, lo que los relaciona siempre con la

26
ciencia y el poder. Las brujas son casi siempre mujeres; y a menudo,
viejas y pobres, cosa que las ayuda poco a la hora de defenderse. Y estas
mujeres son asociadas por los inquisidores y magistrados estatales de
fines de la Edad Media a una conspiración demoníaca contra el poder,
suerte de chivo expiatorio de todas las desgracias naturales, sociales y
personales. La mujer vuelve a ser de nuevo, en esos siglos postreros del
medioevo, la imagen del pecado, la degradación suprema de la pecadora
Eva, el instrumento directo al servicio del Demonio. En relación con
ellas, María y la piedad quedan atrás, y se impone la justicia implacable
y rigurosa, el sadismo del torturador, la perversión sexual del inquisidor
o magistrado, y la complacencia pasiva del público que la siente como
chivo expiatorio y que contempla con morboso placer su ejecución en la
hoguera.
Modelo supremo de este renacer de la misoginia cristiana es ese mons­
truoso libro titulado Malleus Maleficarum, esto es, Martillo de brujas,
obra de dos inquisidores dominicos alemanes, Kramer y Sprenger, redac­
tada con apoyo papal a fines del siglo XV, y que sirvió de fundamento
teórico a todas las aberraciones anti-femeninas de inquisidores y magis­
trados de los siglos siguientes. Aparte de considerar como herejía el po­
ner en duda la existencia y el poder de las brujas, de describir la forma en
que las brujas copulan con demonios, matan a niños en el útero de sus
madres, provocan en los hombres la impotencia, preparan filtros mágicos
para usos pecaminosos, destruyen las cosechas y causan mal de ojo a sus
enemigos, el Malleus Maleficarum establece los argumentos teológicos
que explican fuera de toda duda la propensión de las mujeres a la bruje­
ría.
No pudiendo detenemos en ello, nos bastará con decir que los autores
del libro, uno de ellos profesor universitario, determinan que la inferiori­
dad de la mujer está presente en su propio nombre, pues fémina, su nom­
bre latino, no es otra cosa que fe-minas, esto es, menor fe, lo que la con­
dena a ser herética y amiga del demonio; y que su condición perversa
deriva incluso de haber sido hecha a partir de una costilla de Adán, pues
es sabido que las costillas son torcidas sobre sí mismas.
De todos modos, y en beneficio del medioevo, conviene decir para
concluir con el asunto que la caza de brujas y la monstruosa histeria co­
lectiva que la acompaña, aunque se inician con cierta indecisión a fines
de la Edad Media con los primeros procesos masivos de brujas y con la

27
publicación del Malleus Maleficarum, no son en realidad un fenómeno
medieval, sino que pertenecen por derecho propio al Renacimiento y al
siglo XVII, constituyendo así la cara tenebrosa y antifeminista del Mundo
Moderno y del Racionalismo, tan alabados por los historiadores desde
otras perspectivas.

ENTRONIZACION DE LA MUJER :
LA MUJER EN LA LITERATURA CORTESANA

Frente a estas dimensiones negativas debe considerarse otro impor­


tante plano de lo femenino en la Edad Media: la visión de la mujer en la
literatura cortesana. El tema es también muy rico y apenas podemos dar
una rápida idea de él. Los siglos XII y XIII ven nacer y desarrollarse un
amplio movimiento, nacido en el sur de Francia y pronto diseminado por
el norte de Europa, centrado en tomo a la exaltación de la mujer y del
amor y acompañado por un refinamiento de las costumbres, de la apari­
ción de lo que hoy llamamos cortesía o buenos modales. En esa cultura
refinada de trovadores y cortes de amor, de damas bellas, nobles y exqui­
sitas que son celebradas en poemas y en torneos por trovadores y por
caballeros, la mujer ocupa un sitial de honor. Frente a la subestimación de
su rol en los primeros siglos medievales, centrados en la guerra y carac­
terizados por la existencia de una sociedad atrasada, tosca y primitiva, el
amor cortés representa un modelo de culto a la belleza y al encanto feme­
nino, y conduce al hombre a asumir posiciones de clara sujeción frente a
la mujer por la que quiere ser amado.
Pero este amor cortés es esencialmente eso : un amor cortesano, arnor
de minorías, amor aristocrático sólo posible para una élite de nobles que
dispone de gran riqueza material y mucho tiempo libre. Este amor tiene
además algunos otros rasgos importantes. Cantado por trovadores a ve­
ces de humilde origen o practicados por caballeros de la baja nobleza, va
dirigido siempre a damas de alto rango, lo que supone por una parte la
necesidad de conquistar la aprobación de éstas mediante el refinamiento
de las costumbres y sobre todo mediante la sumisión del hombre a la
voluntad femenina, a veces caprichosa pero siempre acatada sin protesta;
y, por otra parte, supone también el que siendo las más de las veces estas
damas casadas o inaccesibles, el amor hacia ellas , amor fuera del matri-

28
monio pues se acepta que dentro de éste no puede darse casi nunca el
verdadero amor, termina siendo un amor intelectual o sublimado, del que
la relación sexual va siendo excluida definitivamente.
Aunque cristiano, este amor sublimado tiene algunos elementos de
catarismo; y deriva, sobre todo en los últimos trovadores y troveros, ha­
cia la mariología, hacia el culto de la Virgen, la más perfecta de las da­
mas, y hacia el abandono de toda connotación sexual o material. Una vez
más puede apreciarse cómo esta intelectualización de un amor que es por
naturaleza adulterino, conduce a que de una apreciación original de la
mujer como Eva, como objeto camal y hasta pecaminoso, se termine de
nuevo en manos de María, abandonando la sensualidad y prefiriendo la
comunicación espiritual . Catarismo y cristianismo parecieran haberse
dado la mano en este caso.
No todo es sin embargo espiritual en el amor cortés; y al menos la
novela caballeresca, tan idealizadora de la mujer, a la que reduce a menu­
do a dama inalcanzable o a doncella a la que debe salvarse de un peligro,
planteó en algunos casos con la mayor crudeza y con una indiscutible
calidad literaria el drama del amor adulterino en el que algunas heroínas
mostraron toda su independencia y su grandeza como mujeres enfrenta­
das a un mundo masculino y patemalista. Ginebra, la mujer del rey
Arturo, envuelta en una trágica relación con Lancelot, se acerca a ese
modelo. Más representativa es sin embargo !solda, esposa del rey Marc y
amante de Tristán, protagonista con éste de una de las más dramáticas y
bellas historias amorosas de toda la literatura. Suerte de Magdalenas in­
vertidas, que empiezan siendo honestas y terminan envueltas en el sexo
adulterino y el pecado, ambas mujeres , en especial !solda, escapan en
medio de su tragedia al dilema cristiano de la mediocridad fe menina
acosada entre los estereotipos de Eva y de María.

LA MUJER EN LA LITERATURA B URGUESA Y POPULAR

El tema del adulterio nos lleva a la literatura burguesa y popular, que


fl orece desde los siglos del apogeo de la Edad Media y acompaña el cre­
cimiento urbano de esos siglos y la mayor apertura intelectual. En esta
literatura, por lo general desprovista de preocupaciones teológicas, mu­
cho más realista, y centrada en lo material y cotidiano, a veces franca-

29
mente grosera, la imagen de la mujer asume nuevas formas. El anti-femi­
nismo no está ausente; es más, en algunos casos y en obras populares, es
acentuado y franco; pero no es nunca un anti-feminismo fundamental, de
'

corte teológico, como en la literatura religiosa. Es en esos casos un anti-


feminismo más bien empírico, satírico, burlesco, de corte tradicional.
Así ocurre incluso en textos que se hallan cabalgando entre la literatu­
ra cortesana y la burguesa, como el famoso Roman de la Rose. Obra de
dos autores sucesivos, Guillaume de Lorris y Jean de Meun, el Roman de
la Rose comienza como un poema simbólico, erótico-caballeresco, y en
realidad resulta ser, gracias a su continuador, un gran viaje a través del
pensamiento medieval visto desde una perspectiva intelectual burguesa,
en parte moderna y a veces radical, en el que tras la búsqueda de la rosa
que es el símbolo del amor, el recorrido del protagonista lo lleva por
medio de muchas aventuras y discursos al conocimiento de un mundo y
una sociedad en los que el amor y la justicia se ven dificultados por todo
tipo de trabas y de obstáculos. Aunque es de gran riqueza y variedad y
aunque se lo ha intentado a veces leer desde perspectivas innovadoras, lo
cierto es que el discurso de Jean de Meun acerca de la mujer, realista,
crudo y a veces ingenioso, está cargado de un profundo anti-feminismo,
apenas comparable en magnitud a la crítica que hace en la misma obra de
las órdenes religiosas y de su profunda hipocresía. Lo mismo ocurre en la
literatura popular que está representada por los fabliaux y en obras de
corte más riguroso como son esas colecciones de ejemplos, casi siempre
de origen otjental, que tan ampliamente circularon en la Edad Media y en
el Renacimiento, como el Sendebar o los Ejemplos del Conde Lucanor.
El Sendebar, cuyo otro título es el de Libro de los engaños de las mu­
jeres, es literatura francamente anti-feminista; y trata de mostrar, a través
de una serie de ejemplos tomados de la vida, por qué no debe creerse
nunca en las mujeres. La obra opone a un rey oriental y a su hijo, al que
una de las esposas de aquél acusa de haber intentado violarla cuando en
realidad el joven lo que ha hecho es rechazar sus avances. El rey condena
a su hijo a muerte, pero unos sabios tratan de salvarle la vida poniéndole
al rey ejemplos anti-feministas mientras la esposa se defiende sola con
ejemplos contrarios. Al final se impone la argumentación de los sabios,
se intuye la verdad, y la engañadora es castigada o quemada viva. La
astucia y la capacidad de engaño que muestran las mujeres descritas en
este pequeño libro hace de él una referencia obligada en cualquier anto­
logía del anti-feminismo. Una pequeña muestra bastará: «Dice un sabio

30
que aunque se tornase la tierra papel , la mar tinta y los peces plumas, no
se podrían escribir todas las maldades de las mujeres»8 .
Los fabliaux, compuestos casi siempre en forma anónima entre los
siglos XI y XIV, son cortos relatos dispersos de diversa índole y cubren una
muy vasta gama de argumentos. Pero entre ellos tienen mucha importan­
cia los que se ocupan de la vida cotidiana centrándose en las relaciones
matrimoniales y adulterinas de aldeanos y burgueses y dando en ellas
destacado papel a monjes y clérigos así como a estudiantes . En todos
estos casos la mujer es personaje clave. A veces se insiste en su terquedad
e intransigencia y se la presenta como causa de desgracias para el hom­
bre, como en «Los cuatro deseos de San Martín». Pero sobre todo es su
astucia y su inteligencia lo que resalta, inteligencia y astucia que se em­
plean casi siempre para engañar a un marido al que no aman con un aman­
te joven, por lo general clérigo, monje o estudiante. Ejemplos interesan­
tes son, entre otros, «El caballero que confesó a su mujer» y «La dama que
hizo creer a su marido que soñaba» . Reflejos de la vida cotidiana, los
fabliau.x, aún pretendiendo criticar a las mujeres, muestran de éstas una
imagen a menudo rebosante de inteligencia, de vida y de energía, centra­
da -aunque no siempre- en lo sexual; y constituyen con frecuencia una
crítica abierta a la mediocridad del hombre y a la pobreza de la v ida
matrimonial burguesa o aldeana, sólo soportable gracias a estas peligro­
sas infidelidades .
De ellos comienza a desprenderse una imagen simpática de la mujer
pecadora o engañadora y una crítica solapada al matrimonio. Es esta do­
ble perspectiva la que alcanza su plena madurez en la literatura más mo­
derna y más burguesa propia de algunas obras de fines del medioevo
como el Decamerón o los Cuentos de Cantorbery, obras en las que
Bocaccio o Chaucer hacen profunda crítica social, revelando las miserias
del matrimonio, la hipocresía de los monjes y la cotidianidad del adulte­
rio para cuya materialización las mujeres ponen en práctica todo tipo de
ardides y de astucias. Ambos textos son demasiado conocidos como para
que valga la pena detenerse en ellos y en algunas de sus hi storias más
.
1ngen1osas y picarescas.
. .

8sendehar, edición a cargo de J . Fradejas Lebrero. Editora Nacional. Madrid, 1 98 1 , p. 1 82.

31
Lo importante es que ambas obras, sobre todo el Decamerón, reivindi­
can de algún modo a la mujer, aunque sólo sea por revelar la existencia de
mujeres reales a menudo sensuales, y no siempre bellas pero casi siempre
inteligente s, que escapan o intentan escapar sin mucho dramatismo a la
dicotomía cristiana usual Eva-María, aun siendo monjas, prostitutas o
simples amas de casa; y por mostrar de paso una cotidianidad medieval
que en medio de su inevitable rutina resulta enormemente dinámica y
variada, casi renacentista, moderna en muchos aspectos, capaz de reve­
lamos, en fin, que esa vida de todos los días podía estar bastante lejos de
la excesiva religiosidad; y no ser demasiado distinta, en lo que respecta a
la conducta y a las relaciones mutuas de hombres y mujeres, a la propia
de otras épocas.
De cualquier modo, y pese a todas estas aperturas de corte moderno,
más importantes en la Italia pre-renacentista que en el resto de Europa, el
anti-feminismo conserva por doquier amplio terreno; y algunas obras li­
terarias del propio siglo XV, tan moderno por muchas razones, siguen
siendo modelos de literatura anti-femenina.
Quizá el ejemplo más representativo de esta corriente sea El Cor­
bacho, compuesto a mediados de esa centuria, y obra del español Alfonso
Martínez de Toledo, mejor conocido como el Arcipreste de Talavera. El
Corbacho, suerte de corta y didáctica enciclopedia consagrada a conde­
nar los peligros del amor mundano y a llamar a su reemplazo por el amor
de Dios, dedica, como era inevitable, una de sus partes a denunciar «los
vicios, tachas y malas condiciones de las malas e viciosas mujeres». Aun­
que --como es usual en esa literatura burguesa y popular del medioevo
tardío-- la obra no tiene pretensiones teológicas y no funda en ellas la
maldad de las mujeres, la descripción que se hace de éstas está cargada de
tintes negativos que dejan corto al Sendebar: en efecto, según El
Corbacho, la mujer es perversa, codiciosa, detractora, murmurante, hi­
pócrita, desobediente, engreída, perjura, inconstante y depravada; y
como si esto fuera poco, está además provista de algunos otros atributos
como la envidia contra la que la supera en belleza y la capacidad de cu­
brirse de todo tipo de afeites para ocultar sus defectos e imperfecciones y
seducir a los hombres por lujuria y por codicia.
Después de esta auténtica catarata de anti-feminismo y misoginia,
valdría la pena concluir con una nota un tanto menos negativa este pano­
rama de la mujer y su simbología dentro de la literatura del medioevo

32
cristiano; y para ello mencionaremos la obra de una contemporánea del
Arcipreste de Talavera. Se trata de Christine de Pizan, escritora francesa
del siglo xv, hija de padres italianos, ligada a la corte real de Francia y
autora de diversos textos en los que se denuncia el anti-feminismo domi­
nante en la cultura medieval y en los que se intenta reivindicar a la mu­
jer, rechazando no sólo su condición de eterna pecadora y de sexo de
segundo orden, sino también su exaltación interesada y masculina como
esposa y madre o como hermoso objeto de placer del hombre. Christine
de Pizan polemizó contra el anti-feminismo del Roman de la Rose y
escribió además una obra titulada La Cité des Dames, en la que trata de
recontar la historia humana desde la perspectiva de la mujer y su
protagonismo. Su obra casi militante ha hecho de ella una precursora del
moderno feminismo, pues Christine de Pizan fue quizá la primera mujer
que escribió libros en defensa de una auténtica revalorización de la mu­
jer y sus derechos. Aun cuando su obra no fue muy tomada en cuenta, un
examen de las distintas visiones de la mujer en la literatura medieval
resultaría incompleto sin por lo menos mencionarla.

33
BIBLIOGRAFIA

No PODEMOS dar más que unas breves referencias. No conocen1os nin­


guna obra que trate en su conjunto todos los temas que hemos examina­
do. No intentaremos citar los libros que se ocupan de la mujer en la
Edad Media desde una perspectiva socio-económica o general ni los
textos globales que hacen alguna referencia a ello. Indicaremos sólo
algunos libros accesibles -y en lo posible recientes- relativos a te­
mas tratados; y sobre todo algunas obras literarias medievales , útiles
para apreciar directamente las diversas visiones del medioevo acerca
de la mujer.
Alfonso x el Sabio: Cantigas de Santa María , versión de J. Figue¡a
Valverde, Editorial Castalia, Madrid, 1 985.
Arcipreste de Hita: Libro del Buen Amor, Austral, Espasa-Calpe, Madrid.
1 979 .
Arcipreste de Talavera: El Corbacho, o Reprobación del amor mundano,
Edime, Caracas-Madrid, 1 970.
Antaine de La Sale: El Paraíso de la Reina Sibila, Siruela, Madrid, 1 985.
Ashe, Geoffrey: The Virgin, Routledge & Kegan Paul, Londres, 1 976.
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35
MUJER Y SEXUALIDAD.
LA INSERCION DE LA MUJER EN EL ORDEN SEXUAL
Ana Teresa Torres

LAS RELACIONES que se pueden establecer entre el tema de la mujer y la


sexualidad son tan amplias que necesariamente aquí deben ser circuns­
critas a un ligero esbozo. Comenzaré por una breve precisión de los tér­
minos . La idea de la mujer como un «eterno femenino» , una esencia enig­
mática, igual a sí misma a lo largo del tiempo, es en sí una proposición
ideológica que concibe a la mujer como si no fuera sujeto de cultura, por
lo tanto afectado por las variaciones que se configuran de acuerdo con las
estructuras económicas, sociales, religiosas, políticas, que se van suce­
diendo en la historia. Estructuras que, por otra parte, producen divisiones
en la sociedad. De modo que al hablar de la mujer es importante tener en
cuenta, por una parte, que no es igual a sí misma a lo largo del tiempo, ni
son iguales todas las mujeres entre sí, al analizar un determinado mo­
mento histórico. S in embargo, en aras de sintetizar algunos elementos
fundamentales se impone aislarlos, aún cuando en ello se pierdan algu­
nos matices .
El término sexualidad es también de vastas proporciones y está sujeto
igualmente a las variaciones de la cultura. Para decirlo de una vez, lo que
entendemos hoy, a fines del siglo XX , por sexualidad, es algo muy dife­
rente a lo que se concebía en el mundo antiguo, y sin ir tan lej os, a lo que
se concebía en el siglo pasado. La sexualidad no es tampoco un concepto
eterno porque es un hecho de la cultura y la cultura va proponiendo, no
sólo diferentes respuestas, sino creando conceptos sexuales. Con esto
quiere decirse que la sexualidad se relaciona con la biología pero desde
luego la sobrepasa ampliamente.
La idea de que la sexualidad se ejerce obedeciendo a un «mandato de
la naturaleza» puede quizás aplicarse a los animales pero poco tiene que
ver con los sujetos humanos. El estudio del dispositivo orgánico que
permite la respuesta sexual humana puede dar cuenta, bastante parcial ,
del sexo concebido como acto fisiológico, o inclusive del placer corpo­
ral , pero nada dice de la multiplicidad de fenómenos que constituyen la
sex ual idad, tales como el deseo, el amor, la elección del objeto amado,

37
el goce y el sufrimiento, la prohibición y el conflicto. Todo eso es cultu­
ra, entendiendo por tal, la posibilidad humana por excelencia que reside
en simboliz� la realidad y dotarla de sentido. El cuerpo como tal no es
más que un pedazo de carne y hueso; es la cultura, la red simbólica, lo
que inscribe ese cuerpo en un sentido que lo puede hacer deseable,
torturable, prohibido o lícito, abierto al placer o al sufrimiento. Por otra
parte, ser hombre o mujer no es solamente un hecho biológico , es un
hecho de lenguaje, un cierto modo de insertarse en la cultura. Por eso,
más que hablar de la mujer en relación con la sexualidad, parece más
exacto definir el tema como inserción de la inujer dentro del orden
sexual. Porque la cultura, la historia si se quiere, apresa el hecho de que
los sujetos son seres sexuales y los ordena, organiza la división de los
sexos, rige las relaciones entre ambos, adscribe funciones, y va condi­
cionando y produciendo fenómenos ligados a la economía. A la econo­
mía del dinero y a la economía libidinal.
Dice Shire Hite1 , en sus interesantes estudios sobre la relación de las
mujeres con la sexualidad, que existen dos tradiciones históricas bien
diferenciadas que corresponden a la cultura del hombre y a la de la mu­
jer. Se refiere a la historia occidental del orden sexual, cuyo recorrido
sería de gran interés trazar pero excede el marco de esta ponencia. Sin
embargo intentaré esbozar algunos de los momentos culminantes que
permiten ilustrar cuál ha sido la tradición histórica de la mujer en rela­
ción con el orden sexual. Para adelantar la idea central que anima estas
reflexiones, diré que la historia de la mujer es la historia de las diso­
ciaciones, y no parecería que hoy, a fines del siglo xx, estas disocia­
ciones hayan cesado , quizás porque la huella de la sexualidad sea siem­
pre mantener dividido al sujeto.
Históricamente la mujer, dentro del orden sexual que no puede estar
fuera del orden social, ha sido un cuerpo dividido, un cuerpo ajeno, un
cuerpo dominado y legislado . Los códigos ideológicos acerca de la
sexualidad han sido escritos pensando en la mujer, en cómo dominar el
cuerpo de la mujer, en qué hacer con ese objeto que se abre al deseo del
hombre. Es una proposición discutible, pero en todo caso, si no la inven-

y
1 Shire, Hite: Mujeres y amor. Nuevo informe Hite, Plaza Janés, Barcelona, 1 988, pp.
1 82- 1 97 .

38
tó la legisló y al hacerlo tuvo que ordenar y dividir, resultando el legisla­
dor también dividido. De eso se quejaba Sor Juana Inés de la Cruz cuan­
do escribía: «queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis».
A la hora de las definiciones, la mujer, en el orden sexual, aparece
bajo cinco títulos básicos: la madre, la prostituta, la señora, la dama y la
amante. Comencemos por el código religioso judío-cristiano, cuya im­
portancia en la configuración ideológica occidental no es necesario ex­
plicar, y que aun cuando con el tiempo perdió su aspecto sagrado, se
mantuvo bajo un ropaje laico. Eva ha llegado a nosotros con el título de
la primera mujer sobre la tierra. Este mito contiene la primera borradura
del texto sobre la mujer. La primera mujer creada por Dios para vivir con
Adán no fue Eva sino Lilit, pero Adán y Lilit nunca encontraron la paz.
Lil it había sido creada directamente, pero no de polvo puro sino de in­
mundicia. Su origen pudo ser demoníaco o representante de las mujeres
cananeas , que al contrario de las israelitas, practicaban la promiscuidad
prenupcial. El conflicto entre Lilit y Adán consistió en que Lilit se rebeló
contra Adán porque no le gustaba la posición que éste le hacía adoptar en
el coito . Fue expulsada y se convirtió en una demonia que amenazaba a
los niños recién nacidos. Entonces Dios creó a la primera Eva, que no es
la que nosotros conocemos . Esta primera Eva era de gran belleza, y ha­
bía sido también creada directamente por Dios, pero cuando Adán la
contempló sintió por ella gran repugnancia y pidió que le hicieran otra.
Dios, reconociendo su fracaso (y quizás pensando que a la tercera va la
vencida), creó por fin a la Eva que conocemos, pero no directamente,
sino de la costilla de Adán, de modo que hubo paz conyugal en el Paraí­
so, hasta que Eva indujo a Adán a pecar contra Dios y el Señor la maldi­
jo: «Parirás con dolor y buscarás con ardor a tu marido, quien te domina­
rá». Adán fue condenado a trabajar la tierra, y se estableció así, entre
otras cosas , la división de funciones en la economía social .
Del análisis del mito hebreo de la creación2, podemos extraer algunas
conclusiones: solamente se vulgarizó la tercera versión, es decir, Lilit, la
primera, fue una mujer que dijo algo acerca del placer, sobre cómo que­
ría realizar el coito y quedó borrada del texto . La segunda, si bien her-

2Acerca de las compañeras de Adán y la Creación según Génesis, ver Los mitos hebreos, de
Robert Graves y Raphael Patai, Alianza Editores, Madrid, 1 986, pp. 59-63 y 68-7 4.

39
mosa, no le gustó a Adán, es él pues quien elige; y la tercera, que fue
aprobada, se construyó a partir de él. En cualquiera de sus tres ediciones,
la primera mujer fue creada por Dios a petición de la parte interesada. Se
marca así 'que el hombre elige, la mujer es según su gusto, la mujer no
tiene palabra ni con respecto al deseo ni el placer. Entra en el orden
sexual como objeto y no como sujeto. La mujer que pretende ingresar en
el orden del placer es inmunda y rebelde. Como todos sabemos no termi­
naron allí las cosas y luego de la transgresión de Adán y Eva, cuya natu­
raleza no queda clara, Eva quedó maldita como origen del pecado, como
representante del demonio, como el peligro de la seducción que llev a al
hombre hacia el mal . Hay algo sucio en la mujer, algo impuro, que inclu­
so toca a algunos procesos fisiológicos relacionados con la sexualidad,
como la menstruación y el embarazo , períodos en los cuales el hombre
no debe tocarla, y este concepto se arrastra en la nueva doctrina de la
Iglesia cristiana que e§ el código ideológico fundamental de la sociedad
que se gesta en la Alta Edad Media. Para decirlo con las p alabras de ese
gran misógino que fue San Pablo: « Pienso que sería bueno para el hom­
bre no conocer mujer» . Pero esto hubiera sido llevar las cosas un poco
demasiado lej os. Hay una polémica entre los Padres de la Iglesia acerca
de la conveniencia o no de prohibir el sexo, que se resolvió en permitirlo
porque detrás de todas las discusiones teológicas se ocultaba una verdad
de perogrullo: si la Iglesia prohibía la relación sexual, acababa con la
raza humana. De modo que se inventó la noción de débito conyugal, una
deuda contractual que los esposos tenían entre sí y que hacía lícito su
trato sexual, bien entendido que dirigido a la reproducción. Los concep­
tos eróticos de placer, deseo, amor, provenientes de la tradición pagana
quedaron excluidos del código; la sexualidad oficial fue el débito conyu­
gal. «Nada hay más infame -=-dice San Jerónimo-- que tratar a una es­
posa como a una amante» . Así pues, San Jerónimo conocía la diferencia.
Como una cosa son los códigos y otra la v ida, los Padres de la Iglesia no
pudieron acabar con la noción de placer. Es evidente que «amante» no
tenía el sentido que le damos hoy al término: la mujer que se dispone al
placer quedó encasillada dentro de· la maldita, la repudiada, en otros tér­
minos, la prostituta, insulto que más comunmente designa las desobe­
diencias de la mujer al orden sexual antes que al intercambio comercial
del cuerpo.
Esta idea del matrimonio basada en el débito conyugal no termina en

40
la Edad Media. Varios siglos después Montaigne en sus Ensayos dice:
«que ellas aprendan la impudicia de otras manos . . . la del matrimonio es
una vinculación religios� y piadosa, por eso el placer que proporciona
debe ser un placer contenido, grave y mezclado de cierta severidad»3 .
Varias ideas de esta frase merecen ser subrayadas : el sexo debe ser un
placer severo, lo que luce bastante contradictorio, y el hombre es e)
maestro del placer. Hay, pues , algo sobre el placer que el hombre conoce
y la mujer aprende y que, por lo visto, no es bueno que los maridos
ensenen.
Pero volvamos atrás, al siglo XII en el cual aparecen tres fenómenos
de enorme importancia en la sociedad feudal y que constituyen los pila­
res de la estructura social del matrimonio . Por una parte, la Iglesia
instaura el culto mariano. María, la madre de Jesús, quien hasta ese mo­
mento no había tenido ninguna relevancia en la liturgia católica, pasa a
ser uno de los ejes centrales de la misma, no sólo desde el punto de vista
teológico, sino de lo que llamaríamos hoy la comunicación de masas . El
arte tiene la consigna de exaltar su figura y en esta transición entre el
románico y el gótico, la figura de la madre del Salvador se despliega en
la escultura y la pintura, ocupando un lugar central en las artes plásticas
durante varios siglos. Por otra parte, el carácter de diosa que se le conce­
de venía a llenar una necesidad de sincretizar el culto pagano, todavía
muy enraizado en las masas , acostumbradas a adorar divinidades feme­
ninas , que habían desaparecido bajo el cristianismo. Ahora bien, María
crea un problema teológico de suma gravedad.
Si estamos discutiendo la impudicia del sexo -parecen decir los Pa­
dres de la Iglesia- cómo insertar en esto a una mujer que ha tenido
relaciones sexuales . Se vuelve entonces a la borradura. Los textos evan­
gélicos donde se registra que María había tenido otros hijos, además de
Jesús, desaparecen, y se inventa el mito de la Virgen-Madre que requiere
también de un cierto anál isis porque es otro de los pilares, junto a Eva,
que sustenta el código ideológico oficial .
María, se ha dicho muchas veces , es la reivindicación de Eva. Las

3
De Jean-Lo u i s Flandri n : « La v i d a sex ual m atrimonial en l a sociedad antigua» y de P h i l ip­
pe A ri é s : «El amor en el matri mon i o » , ambos en Sexualidades occidentales, de A riés , Bc­
j i n , Foucault y otros, Ed i c . Paidós Ibérica, Barcelona, 1 987.

41
mujeres habían quedado bajo esta condición maldita que era necesario
reivindicar, porque el pensamiento católico incluía una importante parti­
cipación de la mujer en la religión, a diferencia del pensamiento hebraico
'

y árabe. La Virgen-Madre es una creación extraordinaria que resume las


dos condiciones por las que debe transitar la sexualidad femenina. Por
una parte, exaltar el desconocimiento sexual, representado en la virgini­
dad, por otra la maternidad que es un bien preciado. A nuestros ojos con­
temporáneos la importancia de la reproducción puede a veces pasar inad­
vertida, pero la subpoblación fue una de las amenazas más importantes
que tuvo la humanidad durante siglos. Hasta mediados del siglo actual, la
hembra humana, cuyo valor reproductivo tenía un corto alcance, dadas
las condiciones sanitarias, fue un objeto muy preciado. La exaltación de
la maternidad no era solamente un problema de ideología, era un tema de
sobrevivencia, y María vino a ser el símbolo de esa necesidad. Proponer
a la Virgen-Madre como modelo de la mujer, en contraposición a Eva,
tenía muchos beneficios resumidos en la fórmula: maternidad es bendita,
Dios la quiere y es la contraprestación que la mujer debe dar a cambio de
su débito conyugal. No es necesario insistir demasiado en que esta idea
de la mujer como madre, esta veneración de la maternidad como una
condición gloriosa, como un destino inexorable de la mujer, como su
identidad fundamental, como expresión de su plenitud, llega a nuestros
días. Si la palabra «madre» se convirtió en sinónimo de mujer, terminó
por desplazar y sustituir el concepto.
El segundo fenómeno a considerar es la consolidación del matrimonio
monogámico4• La Europa feudal toma del derecho romano el matrimo­
nio monogámico, ron1piendo con la tradición poligámica oriental, y la
Iglesia le concede el carácter de indisolubilidad después de complicadas
reflexiones teológicas. Es necesario que así sea para que la acumulación
de la riqueza, a través del patrimonio terrateniente quede dentro del lina­
je. De este modo se consolida un código que Georges Duby5 resume así:
la mujer está subordinada al padre, al marido y al hijo. Su función es tener
hijos dentro .de la política de alianzas matrimoniales para acrecentar el

4Al respecto son de gran interés las investigaciones del medievalista Georges Duby, en
particular su libro El caballero, la mujer y el cura, de Ediciones Taurus, Madrid, 1 982.
5G. Duby dictó una conferencia al respecto en Caracas, publicada con el título «La condi­
ción de la mujer en el sistema feudal», en Analítica Nº8• 8 y 9, Fundanalítica, Caracas,
1 986.

42
patrimonio. El matrimonio le concede rango social, un cierto poder y un
cierto acceso a la propiedad. Aparece la señora, la domina, cuya función
fundamental es asegurar la línea de la herencia. La señora y la madre,
pero ¿la madre de quién? El adulterio es un peligro que amenaza la con­
tinuidad y verdad de ese linaje. No es bueno pues que la mujer aprenda
algo acerca del placer o del deseo que la lleve a pensar que la sexualidad
es algo más que el débito conyugal. La mujer honesta es como María,
quien tiene un hijo siri saber nada de sexo, su maternidad es sagrada, su
sexualidad es siempre el pecado y un peligro.
El tercer fenómeno que es necesario mencionar es un código que sur­
ge paralelamente a la doctrina oficial. Es el código de las leyes de amor,
de la cortesía, que aparece a través de los poetas trovadores. Frente al
matrimonio que une los cuerpos en el débito, hay otra relación posible
que es el amor. Pero no el amor sensual, sino el amor nunca colmado, ni
satisfecho, que idealiza a la mujer, de quien el hombre es el sirviente, y a
quien ella siempre dirá: no. Es el amor cortés, una renovación del plató­
nico (que era entre hombres) y que inventa y opone a la figura de la seño­
ra, la de la dama.
La mujer idealizada, amada, pero también fuera del deseo y del pla­
cer, que tiene algo de la Virgen María, pero a la vez representa un nuevo
concepto: el amor humano, el enamoramiento que abre otra puerta de
entrada a la mujer en el orden sexual , si bien disociados el cuerpo y el
alma.
Tenemos pues un código que podría resumirse así: la mujer puede
tener relaciones sexuales, si es que es para reproducirse, y esto no requie­
re ni de su amor ni de su deseo, es un débito, pero si quiere amar puede
hacerlo, fuera del matrimonio, a su caballero, siempre y cuando se nie­
gue al placer.
Pero este amor idealizado es para ari stócratas, no para las plebeyas
que ni entienden la importancia de mantener la propiedad -puesto que
no la tienen- ni las refinadas leyes del código provenzal . ¿Dónde queda
el lugar del placer, dónde el hombre podrá ejercitar las impudicias de las
que habla Montaigne y que no deben conocer ni la señora ni la dama? En
ese lugar oculto, sucio, que constituye la pecadora, la adúltera, la repu­
diada, la prostituta, la mujer baja, y socialmente baj a, débil ante el poder
del hombre-señor, cuyo honor no está acreditado y que aparecerá más
tarde en los dramas del S iglo de Oro español , donde los plebeyos recia-

43
man ante los señores el derecho al honor de sus mujeres. (El Ius prima
noctis, que los castellanos traducen sin mucha sutileza como «derecho de
pernada» y ,que en Venezuela alguien expresó en la frase «los caballos de
mi hierro y los peones de mi bragueta» indica a las claras que el orden
sexual queda incluido dentro del orden económico social.)
Cuando lenta, perQ inexorablemente, el sistema feudal desaparece y
se crea una clase social distinta, estos nuevos actores sociales, los bur­
gueses, los ciudadanos, que admiran de lejos a los aristócratas y despre­
cian a los servidores, asientan una nueva concepción de las relaciones
entre el hombre y la mujer, porque requieren de un nuevo orden sexual.
Su asiento económico no puede basarse únicamente en la política de
alianzas matrimoniales, propia de los terratenientes, sus mujeres no están
\

sólo para servir de damas de torneos . Hay un realismo, una funcionalidad


que invade la vida cotidiana. El matrimonio burgués debe repartir tareas,
la mujer no es sólo un vientre reproductor sino una parte de la unidad
económica familiar. Hay un hogar que dirigir, una educación que vigilar,
un comercio que compartir. La pintura de los esposos Amolfini represen­
ta esta pareja unida, tomada de la mano, ambos en primer plano, consti­
tuyendo no sólo una célula reproductora sino económica.
En la pareja monogámica como base de la sociedad, los esposos son
socios, agentes de reproducción, tienen entre sí una actividad económica
y social que emprender y desarrollar. Entre ellos debe haber no sólo un
débito conyugal , sino solidaridad, afecto, comprensión. Comienza el dra­
ma entre el amor burgués y el amor-pasión, entre el matrimonio de la
razón y el matrimonio de amor. La visión metafísica de la vida desapare­
ce, la sociedad quiere ser feliz aquí y ahora, disfrutar de los placeres del
mundo y la gente empieza a preguntarse, tímidamente, si no será posible,
ya que los esposos deben estar juntos, que se elijan mutuamente. Romeo
y Julieta escenifican ese amor-pasión al que se oponen otras convenien­
cias.
En Julieta, la amante, la apasionada, la mujer capaz de convertirse en
sujeto del drama, está claramente definida. Julieta no es dama del amor
cortés , quiere una realización concreta y sensual de su amor; si bien es
castigada con la muerte, porque los códigos morales serán los mismos y
siempre se castigarán estos excesos, se abre un nuevo concepto sexual:
el amor pasional en la mujer es posible, inclusive si se idealiza, e impone
una nueva condición: si la mujer quiere desear sexualmente tiene que

44
amar. Eso que hacen los hombres , desear sin amar, no le está permitido.
Sólo la gran pasión justifica en la mujer que salga del amor cortés, que la
dama se convierta en amante. Es Emma Bovary, varios siglos después,
quien da la verdad de Julieta. Madame Bovary, una mujer cualquiera,
quiere reivindicar que esto de las grandes pasiones debería ser para todo
el mundo, que ella, la esposa de un practicante de medicina de provin­
cias, tiene también su derecho a vivir la pasión, de la cual, supone ella,
disfrutan las aristócratas . Pero para vivir una gran pasión hace falta algo
más que proponérselo y Emma da la verdad de Julieta al demostrar que
eso de convertirse en una heroína para opacar la in satisfacción de una
elección equivocada, arroj a malos dividendos . Ese «universal-singular»
que es Emma Bovary expresa como ningún otro el ideal y la trampa que
se oculta en el concepto de pasión . Finalmente, lo más s imple es lo que
no pudo decir: que no le gustaba el hombre que su padre le había elegido
como marido.
Esta separación entre la mujer y la palabra alcanza uno de sus mo­
mentos culminantes en la sociedad victoriana cuya proposición moral
es : las mujeres desean, pero es necesario hacer como si no ocun·iera.
Más que una prohibición sobre la sexualidad lo que pesa es un silencio.
Nada raro tiene que Freud lo que encuentra en la curación de las histéri­
cas es precisamente la represión de las ideas eróticas , la ausencia del
pensamiento y la palabra sustituidas por el síntoma.
Cuando Freud en 1 9 1 O, en un artículo titulado «Contribuciones a la
psicología del amor»6 se plantea cuál es la disociación amorosa de los
hombres, dice que el hombre elige una mujer pura, una mujer que repre­
senta a la madre, pero que ésa no es la mujer de sus deseos, con la cual
quiere realizar «las impudicias» de las que nos hablaba Montaigne, y
que esa mujer de placer es una mujer despreciable, es la prostituta, o la
mujer que por su conducta merece ese calificativo. En cambio, dice
Freud, la mujer encuentra su deseo allí donde esté su prohibición. Las
mujeres se despiertan sexualmente a través de la prohibición.
Cabe preguntarse si la prohibición de conocimiento al que estuvo so­
metida la mujer -y lo sigue estando en buena medida, en muchas socie­
dades y en muchos sectores de la sociedad- no tiene alguna relación

6sigmund Freud: « Contribuciones a la psicología del amor», en Obras completas, vo l . 1 1 ,


p. 963 y S S .

45
con la prohibición de conocer su propia sexualidad. Si de alguna mane­
ra, conocer el mundo no tiene también una mediación sexual, sino existe
una vinculación entre saber y sexualidad, que se remonta a la transgre­
sión de Eva en querer conocer algo que sólo Dios estaba destinado a
saber, y que lo prohibido en la mujer es la posesión de su deseo, ya que
ese saber la orienta en el camino de la búsqueda y no en el sentido de la
ofrenda.
Ciertamente muchas cosas han transcurrido desde entonces, entre
ellas la misma presencia del psicoanálisis, el papel relevante que toma el
psicoanálisis, justificadamente acusado de pansexualista, pero que a la
vez y por eso mismo, reinsertó el placer en la cultura, lo devolvió al
lenguaje del cual había sido exilado, y muy particularmente en el siglo
XIX. Pero otras cosas sucedieron además de la presencia del psicoanáli­
sis. Hay un sacudimiento ideológico que se produce a consecuencia de la
Segunda Guerra Mundial que de alguna manera divide el siglo, hay la
necesidad imperiosa de insertar a la mujer en el mercado de trabajo, hay
un avance en la medicina que permite perfeccionar los métodos anti­
conceptivos y separar la sexualidad de la reproducción, hay la presencia
de los movimientos feministas que introducen una reflexión sobre el
papel de la mujer en la sociedad, hay una revolución sexual que se pro­
duce dentro del contexto del pensamiento libertario de los años sesenta.
Hay cambios definitivos, no cabe duda, en cuanto al orden sexual, y la
mujer inicia el camino de recobrar su propia sexualidad, lo cual induda­
blemente pasa por un reacomodo no sólo de ella misma sino del hombre.
Reacomodo que no se realiza ni simultáneamente en todas las socieda­
des, ni en todos los sectores de una misma sociedad, y sobre todo,
reacomodo que no está exento de contradicciones y conflictos.
En este mon1ento nos encontramos -repito una idea de Shire Hite, a
quien cité anteriormente- en un momento histórico privilegiado, en que
se está produciendo el encuentro de dos tradiciones con la posibilidad de
crear algo diferente. Esto diferente sería quizás una verdadera cultura
heterosexual, es decir, un_ espacio en el cual la marcada división de los
sexos en dos culturas, dos socializaciones diferentes, pudiera permitir un
encuentro que articulara sus diferencias. Ciertamente los cambios que se
han producido en la cultura han situado a la mujer en un status diferente,
sin embargo, no pareciera que esté exento de conflictos.

46
Toda la escena --dice Hite- coloca a la mujer en una situación imposi­
ble. Una mujer que conoce a un hombre o empieza unas relaciones tiene
la sensación de que si no se acuesta con él relativamente pronto acaso no
vuelva a llamarla, pero si lo hace es posible que no la tome en serio ni la
respete y tal vez tampoco vuelva a llamarla7 .

Hay una queja en muchas de las mujeres que aparecen en este estudio, en
la cual responden a una paradoj a. Si nosotras -parecen decir- hacemos
lo mismo que los hombres han hecho por siglos, buscar el deseo sexual
fuera de l a prohibición, ¿por qué el resultado no es tan feliz?
La sexualidad parece siempre asentarse sobre un malestar en la cul­
tura, aunque ese malestar cambie de nombre y de posición. En lo que
podría llamarse la histeria post-moderna, las mujeres no hallan tampoco
cómodamente su lugar. De ser un objeto sexual, cuerpo deseado y des­
preciado, de no haber podido durante siglos hablar sobre su sexualidad,
las mujeres han encontrado en esta vuelta de siglo, dentro de la verti­
ginosidad y banalidad que inunda a esta cultura, donde todo pasa y nada
queda, que la máxima conquista de la mujer en lo que a su sexualidad se
refiere, como es poder decirse a ella misma sujeto de su deseo, corre el
riesgo de desvanecerse. No se trata, por supuesto, de volver atrás, sino
de afirmar que la sexualidad sigue en conflicto, y que con respecto al
estatus de los sexos y sus relaciones con la historia no ha terminado .

7 shire Hite: Op. cit.

47
PSICOANALISIS Y SUB ORDINACION FEMENINA
Gioconda Espina

DECÍA Juliet Mitchell, en 1 966, que sólo podría pensarse seriamente en la


liberación de las mujeres cuando se pensara en una estrategia para la
transformación radical de las tres estructuras de la función social a noso­
tras asignadas , es decir: el ejercicio de una sexualidad exclusivamente
monogámica y heterosexual, de lo cual depende la reproducción de la
especie con seguridades para los padres; la socialización primaria de los
hijos y, por extensión de las dos primeras, realización del trabajo domés­
tico o, al menos, responsabilidad de que se haga cotidianamente. Si esa
estrategia no logra atacar simultáneamente las tres estructuras , se fraca­
sará, como fracasaron Engels, Bebel y Lenin al suponer que la liberación
de la mujer avendría con la desaparición de la propiedad privada en el
socialismo, y como fracasaron Fourier y Reich, al creer que la liberación
de la mujer ocurriría con la sola liberación sexual, asunto que el capitalis­
mo ha asimilado y convertido en otro negocio, al tiempo que se mantie­
nen intactas las estructuras sobre las cuales descansa el sistema patriarcal .
En 1 97 4, Mitchell reconocía que el feminismo había fracasado en el
diseño de tal estrategia y volvía a la pregunta que Beauvoir se hacía en
1 949: ¿en cuál lugar de la mujer está anclado el modelo de subordinación
al sexo masculino? ¿Habrá, después de todo, esperanzas de superar su
función social , ese «destino» aparentemente determinado por el exclusi­
vo hecho de nacer mujer? Beauvoir planteó el problema refutando la teo­
ría sobre la sexualidad femenina escrita por Freud en 1 905 y retocada
más tarde en 1 93 1 . Mitchell hará como Beauvoir, sólo que ayudándose
con su práctica psicoanalítica y colocando su teoría sobre el origen de la
subordinación femenina en el marco de la teoría freudiana del incons­
ciente, una teoría más útil para el diseño de la estrategia que proponía en
el 66. Contemporáneamente a Mitchell, las también psicoanalistas fe­
ministas Luce Irigaray, Chri stiane Oliv ier, Susie Orbach y Luise Eichen­
baum , revisaban el proceso de dupl icación de la subordinación a través
de nuestra primera socializadora y, al mismo tiempo, primer objeto de
amor, la madre, al tiempo que precisaban propuestas para superar prácti-

49
camente aquella primera rnala relación con nuestra madre y, así, estar
más sanas para afrontar una estrategia colectiva contra la discriminación
por razones de sexo.
Veremos ·en detalle la colaboración de estas feministas psicoanalistas,
para la comprensión de la subordinación femenina y, en última instancia,
en el diseño de una estrategia que intente superarla. Pero antes recorde­
mos el punto del cual parten.

LA SEXUALIDAD FEMENINA SEGUN FREUD Y SUS CONTEMPORANEAS

En 1 93 1 Sigmund Freud retomó su teoría de 1 905 y se hizo la siguien­


te pregunta: ¿cómo encuentra la niña el camino de la madre al padre,
acompañando ese camino con la renuncia a la zona genital dominante (el
clítoris) en favor de lo que será su nueva zona genital (la vagina)? La
pregunta complementaria fue: ¿cómo podía encontrar ese camino siendo
su madre su primer objeto amoroso, igual que lo era para el niño? En su
nuevo ensayo Freud explicaba que había observado entre sus pacientes
mujeres, que toda relación intensa con el padre había sido precedida por
una relación intensa con la madre: sólo cambiaban de objeto amoroso.
Observaba que algunas no lograban salir de la etapa preedípica, de fuerte
vínculo de fusión con la madre, y que debía concluir al cuarto o quinto
año de edad. Puesto que era en la etapa preedípica que se originaban las
neurosis, consideraba necesario entonces «retractar la universalidad del
postulado según el cual el complejo de Edipo sería el núcleo de la neuro­
sis» 1 .
Acepta Freud ·que la importancia de la etapa preedípica en la niña fue
una sorpresa tardía, que podría explicarse porque sus pacientes mujeres
se refugiaran, escapando de esa etapa, en la conexión con el padre. En
cambio, agrega, precisamente por ser mujer Helen Deutsch pudo captar
estos hechos más claramente, pues representaba un sustituto materno
adecuado para la transferencia. Freud expresaba su esperanza de que

1 Sigmund Freud: «Sobre la sexualidad femenina». Tres ensayos sobre teoría sexual, p.
1 22 .

50
otras mujeres psicoan'1l istas lograran describir mejor el proceso de cam­
bio de objeto amoroso paralelo al traslado de una zona genital a otra.
Con todo, en 1 93 1 Freud sostenía lo fundamental de su teoría de 1 905 .
Sobre todo las siguientes premisas : a. hay una vinculación entre la etapa
preedípica de la niña y la etiología de la histeria; b. en la etapa preedípica
se encuentra el ge.rmen de la ulterior paranoia de la mujer [ . ] el temor de
. .

ser muerta (¿devorada?) por la madre2. Aunque no se detiene a analizar


los factores externos que pueden estar incidiendo en el camino de la niña
al padre, acepta que quizás esa angustia de la mujer, por ser muerta o
devorada por su madre, se corresponda con la hostilidad desarrollada por
la represión de su madre en los primeros años, un asunto sobre el que
insistirán algunas de las psicólogas feministas a las que nos referiremos
posteriormente.
Al ubicar las premisas anteriores en un concepto más amplio, Freud
afirma que la condición bisexual característica de la especie humana «es
mucho más patente en la mujer que en el hombre»3, pero no porque ella
pase de un objeto amoroso de su mismo sexo a uno del otro sexo antes de
cumplir cinco años, sino porque tiene dos órganos sexuales : «la vagina,
órgano femenino propiamente dicho, y el clítoris, órgano análogo al pene
masculino»4, aunque advierte que la vagina no sunlinistra sensación al­
guna antes de la pubertad. El niño no sustituye a la madre por el padre,
sigue, porque teme a la castración por parte del padre, un temor que trans­
forma en complejo de Edipo y conduce a la creación del super-yo. Es de
esta etapa del complej o de Edipo que persistirá en el hombre «cierta
medida de menosprecio por la mujer, a la que considera castrada»s . La
niña, en cambio, acepta su castración y su inferioridad, «pero se rebela
[ . . . ] contra este desagradable estado de cosas»6 y toma uno de los siguien­
tes caminos : 1 . insatisfecha con su clítoris, renuncia a la actividad fálica
y a la sexualidad en general , así como a sus inclinaciones masculinas a
otros niveles ; 2. se aferra a la esperanza de tener alguna vez un pene y ser
como un hombre; c. toma el camino más complej o que «conduce [ . . ] a la.

2Idem.
3Jdem.
4Idem .
5 Jbid., p. 1 24.
6Jdem.

51
actitud femenina normal, en la que toma al padre como obj eto y alcanza
así la forma femenina del complejo de Edipo»7, el cual no es destruido
sino creado, por lo que no desaparece nunca, al contrario de lo que sucede
con el varón.' Es de ahí que ratifica, como en 1 905, que:
«Posiblemente no estemos errados al declarar que esta diferencia de la
interrelación entre los complej os de Edipo y de castración es la que plas­
ma el carácter de la mujer como ente social»s .
Así pues Freud confirma la teoría de que la carencia de un falo y la
constitución del complej o de Edipo en la aceptación resignada de su infe­
rioridad, es lo que determinará la función social de una mujer «normal»,
que buscará un sustituto del padre (que el tabú del incesto le veda) para
reeditar con él la mala relación con su madre (más intensa por ser la
primera relación amorosa) y al mismo tiempo, obtener el ansiado hij o­
pene.
¿Por qué hay una ruptura de la niña con la madre y no una ratificación
del vínculo, como hace el niño? El supone que por celos de la niña con el
hermano o los hermanos o el padre; por el hecho de que su madre no
puede llegar a un verdadero fin amoroso con ella y por el complej o de
castración (la niña culpa a su madre de haberla hecho mal, a medias , sin
pene). Pero intuye otros factores, de todos los cuales el más fuerte pudie­
ra ser la reacción contra la represión de su madre a su actividad clitoriana
temprana; este resentimiento, dice, suele activarse en la pubertad, cuan­
do de nuevo la madre se convierte en guardiana de su castidad.
Ya en 1 922 Karen Homey había hecho algunas observaciones sobre
génesis del complej o de castración, durante el VII Congreso Psicoana­
lítico Internacional, basándose --como estableció Freud- en su propia
experiencia con pacientes en las cuales estaba muy marcado el complej o
de castración.
Aunque se asegura que el complej o de castración se funda en la envi­
dia del pene, decía Homey, no se toman en cuenta otros factores, como es
la escopofilia activa y pasiva: el deseo de saber cómo se es por dentro,
conocer todo lo que se tiene, y que a lo hombres les es dado desde que
nacen, mientras que a las niñas les está prohibido aventurarse más allá de
lo que está a la vista, lo cual es bien poco para su gran curiosidad. De esta

7Ibid., p. 1 25 .
8/dem.

52
diferencia, cree ella, deben haber surgido diferentes normas : de recato y
pudor para ellas y de permisividad para ellos, a veces arti ficialmente
compensadas por las vestimentas , más reveladoras del cuerpo de ellas y
más cubridoras del cuerpo de ellos. Y también de ahí podría derivarse la
mayor objetividad de los hombres y mayor subjetividad de las mujeres:
él ve, conoce, verifica; ella no ve, no sabe, supone. Homey se opone a la
tesis de Abraham de que el sentido de inferioridad de la mujer es prima­
rio. Lo que sucede, dice, es que la niña está sometida a restricciones para
gratificar instintos de la mayor importancia en el período pregenital y el
hecho de que después puedan llegar a ser madres no las recompensa ja­
más de lo experimentado en aquella etapa de su vida.
Unas niñas se hacen madres y tendrán a sus hijos/penes. Otras se que­
dan fij adas en el del padre, de ahí la fantasía de violación de algunas
pacientes, en la cual sustituyen a la madre y poseen el pene a través de la
violación. Otras logran su�tituir al padre con otros hombres que luego les
resultan igualmente infieles . El camino del desengaño del padre, esa se­
gunda separación forzada del objeto amoroso, origina un mayor o menor
complejo de castración que, en todos los casos incluye una tendencia más
o menos marcada hacia la homosexualidad , pero que no siempre conclu­
ye en homosexualidad. En resumen, «es la femineidad herida lo que da
origen al complejo de castración y [ . . . ] este complej o es lo que lesiona
(no primariamente, sin embargo) al desarrollo femenino»9 .
Y ello explica la actitud vengativa con los hombres de algunas muje­
res con un complejo de castración muy marcado, «los intentos de expli­
car esta actitud como resultado de la envidia del pene y del desengaño
por no recibirlo del padre, no explican satisfactoriamente la gran masa de
hechos que un análisis de los estratos más profundos de la mente saca a la
luz» I O.
En 1 925, Helen Deutsch revisa ese camino de la madre al padre por la
niña que interesó a Freud en el 3 1 y plantea, por primera vez, el dolor de
la separación temprana de la niña del pecho de su madre:

9 Karen Homey: «Sobre la génesis del complejo de castración de la mujer», en Psicología


femenina, p. 54.
l OJdem
.

53
el destete dej a en el inconsciente rastros de una herida narcicista [ . . ] el
.

seno materno es considerado como una parte del propio cuerpo del sujeto
[ . ] la gratificación oral derivada de l a succión culmina con el descubri­
. .

miento de la madre y permite encontrar en ella el primer objeto! 1 •

La libido de la niña se distribuye entre el amor que surge en el seno


materno y el amor al padre «protector», incluso, agrega Deutsch� «el aná­
lisis de los pacientes nos muestra que en el curso de cierta fase de desarro­
llo, el inconsciente confunde el pene paterno con el seno materno como
objeto de succión» 12. En la segunda etapa, sádico anal, el pene ya no es
objeto de succión sino de poder. En la tercera y última etapa, la vaginal,
que es cuando debe ocurrir el traslado del clítoris a la vagina, es que la
mujer se enfrenta a la tarea más ardua en el desarrollo de su libido, coin­
cidiendo con Freud.
Aunque Deutsch tiene el mérito de haber señalado el impacto de la
primera separación amorosa de la niña, acepta todas las interpretaciones
de Freud en relación con las posibilidades de los órganos sexuales, sin
atender a los propios y a los de sus pacientes mujeres. No se explica de
otra forma que afirme que el clítoris «es un sustituto muy insuficiente del
pene»13 y que «aún durante la actividad más intensa [ . . . ] no pueda con­
centrar la misma cantidad de libido que el pene» 14 siendo el clítoris, como
sabemos las mujeres, el órgano sexual permanentemente activo desde el
mismo nacimiento, capaz de suministrar placer en cualquier situación,
con muchos menos límites que la vagina y, por cierto, que el pene .
Deutsch afirma, incluso, que esa tarea compleja pero necesaria para la
mujer «normal», «de canalizar la libido hacia la vagina [ . . . ] inmimbe a la
actividad del pene» 15, «bajando» la libido de la boca que succioH.a el seno
materno a la vagina que succiona el pene, hasta lograr lo que e�la consi­
dera que es la plena actividad sexual posible: la que logra el embarazo y
el parto. Así es como la mujer se hace hija y, a la vez, madre del pene-

l l Helen Deutsch: «La psicología de la mujer en relación con las funciones de reproduc­
ción», en Lacan, Riviere, Jones y Deutsch: La sexualidad femenina, p. 46.
1 2Idem.
1 3 /bid. , p. 48.
1 4/dem.
1 5Ibidem p. 49.
,

54
hijo,dice, y «al instaurar esta función maternal de la vagina y abandonar
la pretensión del clítoris de representar al pene, alcanza la meta del desa­
rrollo femenino, que es llegar a ser una mujer» l6.
No puede decirse que Marie Langer, considerada como la madre del
psicoanálisis latinoamericano, haya sido contemporánea de Freud, aun­
que lo haya oído en alguna conferencia y haya leído algunos de sus últi­
mos artículos al salir en la Viena de ambos. Si la incluimos al final de esta
primera parte de la exposición es por su opinión acerca de lo que Freud
introdujo a la concepción del mundo. Primero que nada, dice, le debemos
la teoría del inconsciente, pues antes que él

algunos filósofos, algunos poetas, habían vislumbrado la existencia del


inconsciente . Pero fue Freud quien lo de scubrió y estudió sistemá­
ticamente y demostró (que) era la base de todos nuestros actos , pensa­
mientos y afectos, el suelo que nos nutre, el refugio que nos envuelve
siempre de nuevo I7.

La segunda gran deuda, es su enfoque dualista: «para él todo proble­


ma era dinámico, basado en la lucha de dos fuerzas» 1 8 , Eros y Tanatos, la
vida y la muerte. El tercer legado es la concepción que planteó entre la
sociología y la psicología: para «curar» al enfermo hay que comprender­
lo y conocer las causas de sus síntomas, así es como llegamos hasta su
infancia. La historia de cada quien es la historia del ser humano, es de
esta idea que surgió Totem y tabú, así que

no creo que sea casual que Freud dedicara los años siguientes a diferen­
ciar y elaborar los conceptos del yo, ello y super yo y de adjudicar a éste
último la responsabilidad de nuestras tendencias conservadoras [ . . . ] Es­
tudió las funciones del yo, sus posibilidades y limitaciones en su trabajo
de establecer contacto con el mundo externo, de asimilarlo e influir sobre
él [ . . . ] de su papel coordinador [ . . . ] Freud trata a la humanidad como a un

l 6Jbid. , p. 53.
1 7 Marie Langer: «Freud y la sociología», julio-sept. 1 956. Publicado en Revista de Psicoa­
nálisis, Tomo XIII, Nº 3 , Asociación Psicoanalítica Argentina. Incluido en Juan C. Volno­
vich y Silvia Werthein (Recopiladores) : Marie Langer: Mujer, psicoanálisis, marxismo, p.
28.
l 8 Jbid. , p. 33.

55
solo enfermo, cuya historia hay que conocer bien y perseguir hasta la
primera infancia -la casi prehistoria en este caso-- para comprender su
sintomatología actual 1 9 .

Muchos disidentes como Alfred Adler y· Karen Homey, ampliaron ese


enfoque sociológico de Freud que ella misma siguió y si lo pudieron ha­
cer, agrega, es precisamente por ser inicialmente psicoanalistas y no psi­
cólogos clásicos, esto es, por haber trabajado un enfoque psicológico que
intrínsecamente contiene lo social. Este es un argumento que las psicoa­
nalistas freudianas feministas reiteran, al revisar críticamente a Freud
desde sus propias teorías . Por último, Langer considera prueba de la
aplicabilidad del análisis en el terreno social , la psicoterapia de giupo de
corte psicoanalítico, basada en los conceptos de Freud y, en especial, de
los desarrollados en La psicología de las masas y el análisis del yo.
En cuanto a la teoría sobre la sexual idad feme nin a de Freud, dice
Langer en un artículo de 1 97 3 , que no es casual que hayan sido mujeres,
pero especialmente Karen Homey y Melanie Klein, quienes la hayan dis­
cutido y descubierto el carácter eminentemente defensivo de la envidia
del pene. Coincide con Homey al decir que es biológicamente absurdo
pensar que la mitad de la humanidad está disconforme con su sexo. En
verdad, la mitad de la humanidad está disconforme no por la ausencia del
pene sino por la ausencia de iguales privilegios que los hombres . En una
época, dice, todos los marxistas y todas las feministas criticaron al psi­
coanálisis como rechazo a esa teoría, sin que revisaran, por ejemplo, a
Klein. Fue una moda ser antifreudiano , luego vino la vuelta a Freud o a
Lacan. Ella misma se coloca entre los psicoanalistas de vuelta a Freud,
pero críticamente y reconociendo los aportes de Homey y Klein en la
revisión de la teoría freudiana sobre la sexualidad femenina.

LAS PSICOANALISTAS FEMINISTAS

Luce Irigaray habla de una separación anterior a la del padre en la


etapa edípica, anterior incluso a la del seno materno con la cual el bebé
hace un solo cuerpo (Deutsch). Habla del asesinato de la madre, previo

l 9 !bid.

56
al del padre, de la horda primitiva a la que se refiere Freud en Totem y
tabú, que se reedita en cada parto y supera en cada coito. Freud olvidó el
crimen más arcaico, dice, el de la mujer madre, «necesario para el esta­
blecimiento de un determinado orden»2º. La historia es sumamente ac­
tual:

Sigue teniendo lugar, al igual que surgen de aquí y de allá, las Ateneas de
tumo engendradas por el solo cerebro del Padre-Rey. Totalmente a suel­
do suyo [ . . . ] entierran a las mujeres en lucha bajo su santuario, para que
no perturben el orden de los hogares, el orden de la ciudad, el orden,
punto [ . . . ] duchas en la seducción para hacer el amor, de hecho, no les
interesa2 1 .

Freud habla del despedazamiento del padre pero no del despedaza­


miento de la madre entre padre e hijos: en la matriz la criatura se mantie­
ne entera y su madre también, «en una relación ciertamente disimétrica,
previamente a todo corte y recorte de sus cuerpos en pedazos»22. Luego,
al consumarse la separación a la criatura se le da el apellido del padre, y
así, la lengua paterna sustituye al cuerpo . La oralidad, sigue lrigaray, esa
boca abierta de la criatura, ¿qué significa, qué pide? «Ese todo que reci­
bía en el vientre de su madre: la vida, la casa, la que habita y la de su
cuerpo, el alimento, el aire, el calor, el movimiento, etc.»23 .
La lengua que sustituye al cuerpo se devuelve a la madre para que la
reproduzca y nombre a la matriz como «boca devoradora, como cloaca o
vertedero anal o uretral, como imperio fálico, como reproductora en el
mejor de los casos. La matriz con la cual se confunde, en un imaginario
siempre mudo, todo el sexo de la mujer»24 .
Irigaray se pregunta si la angustia de castración del varón no será una
rememoración inconsciente del sacrificio que consagra la erección fálica
como único valor sexual, puesto que el simple apellido del padre no ga­
rantiza la erección y no es el asesinato del padre lo que sostiene y amena-

20Luce Irigaray: «El cuerpo a cuerpo con la madre», en Cuadernos inacabados, NQ 5, p. 8.


2 1 Ibid., p. 9.
22Ibid. , p. l O.
23/bid. , p. 1 2.
24 /dem .

57
za la erección, «como nos hace creer el psicoanálisis en una suerte de fe
en la tradición y la religión patriarcales»25 . A menos que el deseo de
matar al padre no sea ocupar su lugar sino para « abolir al que ha roto
artificialmen te el vínculo con la madre para hacerse con el poder»26.
En el intercambio sexual el pene ocuparía el lugar que tuvo el cordón
umbilical, el hombre repetiría con cada mujer

la escena de la concepción, de la gestación y del nacimiento. Nada de


privilegio para uno u otro sexo, un doble re-traer al mundo por y en el
reconocimiento de goce de uno y otra [ . . . ] Mientras que él se alej a y sale
de ella, abandonando su vientre, ella es vivida como la que pone fin a la
erección dando a luz su goce27.

Las propuestas a las psicoanalistas presentes en el coloquio a las cua­


les se ha estado dirigiendo Irigaray son: ayudar a las mujeres a dar vida
a esa madre sacrificada en el origen de nuestra cultura. Devolverle el
derecho negado al placer, al goce, a la pasión, a las palabras, el grito y la
cólera. Reencontrar la relación perdida con el cuerpo de la madre, que es
el nuestro y el de nuestras hij as. También es importante conservar la
genealogía de las mujeres de nuestras familias, no dejamos exilar en la
familia del padre-marido, como suele suceder. Y, desde luego, rescatar
las posibilidades restringidas del autoerotis1no, de nuestro narcicismo y
hasta de nuestra homosexualidad, más activa en nosotras que en los hom­
bres, precisamente porque nuestro primer cuerpo a cuerpo fue con una
mujer. El orgasmo del hombre, único, puntual, doloroso, con coletazos
depresivos, es distinto al de la mujer: puede comenzar antes, durante y
hasta después del coito. «Para ellas, el estado ' orgásmico ' a veces dura
varias horas, varios días»28, fue autopromovido desde niñas y luego fre­
nado por el modelo fálico del placer. Las mujeres podemos gozar conti­
nuamente con o sin hombre, pero el modelo dice que cuando no hay
hombre hay «carencia», con lo cual los hombres que nombran, que cali­
fican, hacen transferencia de su problema, porque la verdad es que no les
ha sidó dado fácil el goce a ellos. ¿Por qué atribuirnos el deseo de apode-

25/bid., p. 1 3 .
26/dem.
21Idem.
2 8/bid., p. 40.

58
ramos del falo si el goce que nos procura es tan breve en comparación
con el que podemos promovemos, incluso con la ayuda del hombre?
Christiane Olivier coincide con Marie Langer y Luce Irigaray al ubi­
car el fracaso de la teoría psicoanalítica en explicar lo que es la mujer en
el método de Freud, método egocéntrico: « se tomó a sí mismo como
objeto de investigación y comparó el esquema obtenido con el de los
grandes mitos de la humanidad, Edipo, Moisés, Miguel Angel»29, puros
hombres. Cuando el mismo método lo aplica una mujer la teoría y los
conceptos psicoanalíticos pueden ser otros. El error de Freud estuvo en
ver simetría en la sexualidad del varón y de la hembra. ¿Por qué suponer
que las niñas creen que todos los aparatos genitales son iguales a los de
los varones y el de ellas está «fallo»? ¿Por qué no suponer que creen que
todos los aparatos genitales deben ser como el suyo? Si de encontrar «fa­
llas» se trata, una mujer puede pensar que es al hombre al que falta una
matriz y que tiene los senos atrofiados. ¿Por qué si a cada sexo le falta
algo que tiene el otro la envidia tiene que ser específicamente femenina?
En verdad, dice Olivier, uno puede pensar que cuando Freud habla de
nuestra envidia del pene estaría hablando , en realidad, «de ' su ' envidia
del seno, de la feminidad, de la maternidad, de todo lo que tenemos las
mujeres, con lo que los hombres sueñan desde siempre, y cuyos portavo­
ces han sido siempre los poetas»3o. Curiosamente, el tema de los senos de
la mujer ha sido uno de los más elaborados por artistas y poetas . En cam­
bio, no hay una literatura o arte que magnifique al pene, excepto realiza­
dos por hombres (Picasso, Chagall, Dalí, D.H. Lawrence, Henry Miller,
etc) . Todos los bebés pierden los senos de la madre, pero sólo las hembras
los recuperan para, eventualmente, donarlos a cambio de la donación del
pene. Pero los senos siguen siendo de ella, no de él . En cuanto al pene,
ella no siente su falta porque su madre tampoco lo tuvo y es con ella que
se identifica, a quien se repite.
Para Freud las sensaciones clitoridianas externas son «secundarias,
accesorias o neuróticas»3 1 , argumento que los hombres no han cesado de
emplear para imponer la búsqueda de su propio placer. Lo que quiso

2 9 christiane Olivier: Los hijos de Yocasta, la huella de la madre, p. 1 6.


30/bid. , pp. 34-35 .
3 1 Ibid. , p . 39.

59
hacer, dice Olivier, fue una clitoridectomía mental , de manera que la
mujer «renunciara a una parte de su anatomía considerada por el hombre
masculina»32. Explicó la sexualidad de la niña como quería que nos la
explicáram� s todas: debe renunciarse al clítoris para hacerse mujer y en
ese trueque del clítoris por la vagina, «encontramos las condiciones que
predisponen a la mujer a la neurosis y en particular a la histeria»33 . ¡ Y
claro, no e s para menos ! Renunciar a s u propio deseo y s e aliena al del
otro, de ahí la simulación frecuente que lo pone a él en guardia, en rela­
ción con las fuentes de su placer, porque sospecha del clítoris que ni
siquiera Freud pudo ignorar, descubriendo lo que después ratificarían
Masters, Johnson y Hite, que es un desencadenador de orgasmos, lo cual
contradice su afirmación de que sólo se hace mujer la niña que prescinde
de la excitación del clítoris. Al final, Freud aceptó no haber adelantado
mucho en la comprensión de las mujeres : expresaba su esperanza de que
las psicoanalistas llegaran más lejos que él y registraba su impresión de
que la etapa preedípica era sumamente importante para la niña. Olivier
lo cree así, pero por razones diversas a las intuidas por Freud. Con Bella
Grumberger considera que la niña no cambia de objeto amoroso en el
camino de la madre al padre porque la madre nunca lo fue, pues «un
objeto sexual sólo puede ser del sexo opuesto»34. Como el Edipo es
estructurador de la persona, entonces la niña no puede estructurarse «y
sólo podrá hacerlo de otra manera y sin recurrir a la fijación en el sexo
opuesto»35, el cual no suele estar en la casa. El hombre nuevo del que
hablan las feministas, dice Olivier, «el que no rehusará cuidar a su hijo,
engendrará sin duda un ' nuevo niño ' , pero más que nada una ' nueva
niña ' que encontrará desde su nacimiento un ' objeto sexual ' adecuado y
no será perseguida por los demonios de la insatisfacción, hasta sólo po­
der ser aplacada por la fuerza del perfeccionismo»36.
El caso del niño es otro: su madre lo tiene y se ve completada. El sueño
del andrógino se cumple y ella lo exhibe con orgullo y luego, por supues­
to, no querrá renunciar a él, «el único varón que ella ha tenido realmente
consigo; pues su padre le faltó y su marido se encuentra casi siempre

3 2/dem.
33/bid. , p. 4 1 .
3 4Ibid. p. 74.
,
35/bid. p. 75.
,
36/bid. p. 76.
,

60
ausente»37. El varón debe salir del Edipo en contra de su madre y, de esa
manera, entra en la guerra edipiana de los sexos que comienza con su
madre y, probablemente, no termine. Esto explica el pánico de los hom­
bres «ante cualquier simbiosis con otra mujer. No volverse a encon trar

confundido en el mismo lazo [ . . . ] Tal es el principal motor de la misoginia
del hombre»3 8 , y explica el deseo de mantenerla alejada, recluyéndola en
las esferas previstas para ella: la maternidad, l a crianza de los hijos, el
hogar.
Cada hombre y cada mujer busca en el amor volver a ser uno como lo
fue con la madre en la etapa del espejo: «pérdida de la conciencia en sí y
descubrimiento del 'uno ' distribuido en dos cuerpos sin límites»39, la
fusión que habíamos perdido y deseamos reencontrar. Entonces ocurre
el momento de la repetición: ése que parecía la madre reencontrada no
lo es finalmente y esto será la fuente de infelicidad para ella. El teme ser
atrapado de nuevo y ella teme no ser lo bastante amada-deseada y éstas
«serán las dos constantes que se harán presentes en todo amor»4º y que
pueden convertirse en masoquismo, a menos que reconociendo cada uno
las fantasías del otro, tengan la posibilidad de jugar sin engañarse, que es
la propuesta que Olivier hace a los psicoanalistas .
Precisamente a partir de la interpretación de la insatisfacción de las
mujeres por el permanente fracaso en reestablecer el vínculo de fusión
perdido con su madre, otras dos psicoanalistas, Susie Orbach y Luise
Eichenbaum, fundaron dos centros de terapia en Londres y New York,
con el objetivo de ayudar a las mujeres a comprender, analizar y superar
esa insatisfacción que se expresa en la competencia, la envidia y los celos
entre amigas y camaradas que afrontan una misma causa.
Toda su vida, dicen las autoras , la niña/mujer luchará por rescatar el
amor exclusivo que su madre no pudo mantener después de los primeros
años, pero no sólo en los hombres. En cada amiga íntima, la niña/mujer
intenta reestablecer aquel vínculo de fusión perdido. Cuando una mujer
intenta diferenciarse de las otras, construir su identidad y, así, romper el
vínculo con la ami ga o el grupo de amigas, surge en la otra u otras el

37Jbid., p. 78.
3 8/bid. p. 79.
,
39/bid. p. 1 62.
,
4ºIbid. , p. 1 64.

61
sentimiento de envidia, que no es más que la revelación de un conflicto
profundo acerca de los propios deseos que la (s) envidiosa (as) quisiera
(n) cumplir co1no lo ha hecho la otra. Mientras haya envidia, hay deseo
de rebelarse al «modelo de mujer» transmitido por la madre. En cuanto a
"

la competencia, que suele acompañar a la envidia, no son más que los


deseos de ser reconocida desde el exterior, por las otras que las ignoran, y
no deseos de cerrar el paso a las demás.
Ahora bien, ¿cuándo fue que ocurrió la distribución de roles en la
crianza que ha creado tanta infelicidad a la humanidad? ¿Será superable
el modelo? Juliette Mitchell y Gayle Rubin están seguras de que sí es
posible.
Mitchell precisa cuál es la colaboración de Freud en la comprensión
del origen de la subordinación que, coincide con Rubin, Lévi-Strauss
pondrá en un contexto social. En el mito de la creación que describe en
Totem y tabú Freud no hizo más que colocar en el comienzo de la civili­
zación lo que, en su opinión, ocurre al comienzo de toda relación de per­
sona con la fi?.adre, con el padre y entre hombres y mujeres, y que, pensa­
ba él, es una relación que se ha mantenido invariable desde el comienzo
mismo de la civilización, de esta civilización que --como decíamos an­
tes- la consideró siempre patriarcal, coincidiendo en ese punto con
Engels.
Cada varón (al igual que los varones del mito descrito en Totem y tabú)
adquiere del padre, a quien ha deseado matar y sustituir en todo, pero
principalmente como receptor del amor de su madre, un super yq (nor­
mas culturales) al disolverse su complejo de Edipo. Así, asume (al igual
que los varones del mito descrito por Freud) todos los derechos (el con­
trol social, entre otros) y todos los deberes (la prohibición del incesto,
entre otros) que tiene el padre. En principio, abunda Mitchell, las niñas
también quieren ocupar el lugar del padre, pero en el inconsciente común
está pautado que sólo el varón podrá hacerlo. La niña «sólo puede desa­
rrollar su yo ideal narcicista. Debe confirmar su identificación preedípica
[ . . . ] y adquiere el arte del amor y la conciliación. Como no es heredera de
la cultura, su tarea consiste en que la humanidad se reproduzca dentro de
la circularidad de la familia supuestamente natural»4t .
Familia tan «natural» como «natural» es la mujer, concluye Nlitchell,

4 1 Juliet Mitchell: Psicoanálisis y feminismo, p. 4 1 0.

62
pero que así es considerada dentro de la ley del padre. Las funciones
dentro del espacio reproductivo (sexualidad heterosexual y monogámica,
maternidad, crianza de los hijos y trabajo doméstico) están previstas para
ella en esa ley, así que aunque la expresión de la femineidad varía según
las diferencias de clase, de épocas y otras circunstancias, la situación de
las mujeres es sien1pre subordinada en relación con los hombres.
¿Por qué esto es así? ¿Por qué lo que otros autores llaman culturas,
cosmovisiones, etc . , esencialmente reproducen esta ley patriarcal marca­
da en el inconsciente desde la fundación misma de la civilización que
conocemos? La respuesta más completa la dio Claude Lévi-Strauss al
publicar, después de la Segunda Guerra Mundial, los resultados de sus
investigaciones realizadas a partir de 1 939. El origen de la subordinación
de las mujeres se encuentra en la necesidad de fundar una sociedad, para
lo cual fue necesario que los hombres de los primeros núcleos endo­
gámicos intercambiaran a las mujeres. En seguida surgen dos preguntas
al menos: ¿por qué fueron los hombres los donantes y no los donados por
las mujeres de sus núcleos?, ¿cuál es el valor de las mujeres donadas? La
primera pregunta ha quedado respondida en la interpretación de Freud
por Mitchell : en los hombres de los primeros grupos ocurrió como ocurre
hoy en cada varón. Al liquidar su complejo de Edipo adquiere del padre
(no necesariamente presente, el padre simbólico siempre está) las nor­
mas culturales que implican deberes y derechos sociales, incluyendo el
control sobre mujeres y menores. Por lo demás, y como explicó Engels,
mientras las mujeres estaban obligadas a menor movilidad por la obliga­
ción que les imponían embarazos (que no sabían evitar ni distanciar) y
crianza, los hombres conquistaban progresivamente el espacio exterior,
hasta descubrir el poder de la acumulación, por lo que terminó agre­
gándose un nuevo pretexto para el sometimiento de las mujeres a los
jefes de grupos: necesidad de garantías acerca de la paternidad de quie-·
nes un día heredarían la riqueza acumulada.
Rubin hace un aporte a la respuesta de la segunda pregunta con su
lectura de Lévi-Strauss, Mauss y Sahlins. Fue el segundo quien explicó
en su Essay on the gift la significación de uno de los rasgos más notables
de las sociedades primitivas : «recibir y devolver regalos domina las rela­
ciones sociales»42 . Así expresan solidaridad, amor y reciprocidad, aun-
42Gayle Rubín: «El tráfico de mujeres: notas sobre la ' economía del sexo'», en Nueva
antropología, p. 1 08.

63
que también pueden expresar competencia y rivalidad. El regalo, agrega­
ría Sahlins en 1 972, es «la forma primitiva de lograr la paz que en la
sociedad civil se obtiene por medio del Estado»43 .
Lo que Lévi-Strauss añadiría a la teoría es que «el matrimonio es una
forma básic a del intercambio de regalos»44• El tabú del incesto fue una
medida tomada para garantizar el intex.ambio de mujeres entre los hom­
bres de distintas familias y grupos, así que si bien las mujeres son los
regalos «los asociados en el intercambio son los hombres»45. Aún hoy
-dice Rubin después de citar e interpretar a Lévi-Strauss- persiste la
costumbre de que el padre entregue a la novia. De todas formas, concluye
la autora en ese punto, la antropología no explica los mecanismos por los
cuales «se graban en los niños las convenciones de sexo y género»46, que
es lo que hicieron Freud y otros psicoanalistas y a lo que ya nos hemos
referido.
Queda aún por responder parte de la segunda pregunta que nos hacía­
mos; esto es, cuál es el valor de la mujer que la hizo susceptible de ser
íntercambiada como expresión de buena voluntad entre los hombres de
los primeros grupos endogámicos. Simone de Beauvoir leyó la obra de
Lévi-Strauss cuando ya El segundo sexo estaba por salir de la imprenta,
así que no fue ahí que la comentó sino en un artículo, recientemente tra­
ducido y publicado en parte por Debate Feminista, de México. Las muje­
res siempre han estado asociadas a la alimentación, no sólo a la de sus
hijos y a los de otras por su propia leche, sino por su participación en la
siembra, cosecha, preparación cotidiana de las comidas, de manera que
representaban lo más valioso para la sobrevivencia del grupo al que per­
tenecían, así que «Si se congelan las mujeres en el seno de la familia es
para que su distribución se haga bajo el control del grupo y en régimen
privado»47, lo cual tiene un sentido práctico, dice Beauvoir. La prohibi­
ción del incesto supone una organización y un acuerdo de reciprocidad:
se renuncia a nuestras mujeres para que los otros renuncien a las suyas a
favor nuestro;

4 3/bid. , p. 1 09 .
44Idem.
45/bid. , p. 1 1 0.
46/bid. , p. 1 1 8.
47 Simone de Beauvoir: «Las estructuras elementales del parentesco de Lévi-Strauss», en
Debate Feminista, p. 296.

64
la partienda que uno se niega, se da; el hecho sexual en lugar de cerrarse
sobre sí mismo, abre un amplio sistema de comunicación [ . . . ] los hom­
bres, en todas partes, procuraron establecer un régimen matrimonial tal
que la mujer formara parte de los dones por los que se expresa la relación
de cada uno con los otros y se afirma la existencia social en calidad de
tal48 .

Las razones del fracaso del feminismo en la lucha contra el patriar­


cado hay que buscarlas, dice Mitchell, en su incomprensión ante el hecho
de que es el padre simbólico y no los hombres (sus representantes y bene­
ficiarios) «la expresión decisiva de la sociedad patriarcal»49 .
Ahora que la civilización está totalmente construida, ¿por qué hemos
de seguir cumpliendo las demandas iniciales de la exogamia, como la
prohibición del incesto y otras más? ¿Por qué debe seguir siendo la fami­
lia nuclear, eventualmente extensible o reducible, la célula básica de la
organización social? ¿Por qué ha de continuarse en el molde impuesto al
fundarse la civilización cuando, como dice Betty Friedan, resulta cada
vez más costoso y llena de tanta infelicidad no sólo a las mujeres, incons­
cientemente comprometidas con las funciones que las mantienen atadas
al espacio reproductivo, sino también a los hombres inconscientemente
comprometidos a ser los principales generadores del ingreso familiar
cuando, en cambio y cada vez más (sobre todo en los sectores medios
universitarios), conscientemente se interesan en la crianza de sus hijos o
en colaborar con los oficios del hogar?
Para Mitchell, sólo una reordenación social facilitaría la revolución
de los roles previstos en la ley marcada en el inconsciente desde la época
en que se tomó la decisión de fundar la civilización. Ella no adelanta
proposición alguna al respecto, como hacen Firestone y Friedman, pero
sí es enfática al afirmar que el inconsciente no está programado de una
vez y para siempre y que si una necesidad lo marcó como lo vivimos,
nuevas necesidades pueden hacerlo de forma diversa. Con ella coincide
una vez más Rubin, quien retomando la descripción de los procesos de
construcción de la femineidad y de la masculinidad explicados por Freud,
dice que su lectura crítica de Freud y Lévi-Strauss le sugiere que «el

48/dem.
491 . Mitchell. Op. cit., p. 4 1 3 .

65
movimiento feminista debe tratar de resolver es la crisis edípica de la
cultura, reorganizando el campo del sexo y el género, de modo que la
experiencia edípica de cada individuo sea menos destructiva» s o. Para
ello, sigue, habrá que lograr que el cuidado de los niños se delegue a
'

adultos de ambos sexos, «así la selección de objeto primaria sería bi-


sexual. Si la heterosexualidad no fuera obligatoria, no sería necesario
suprimir ese primer amor ni se sobrevaloraría el pene. [ . . ] En suma, el
.

feminismo debe intentar una revolución en el parentesco» s 1 .


U na propuesta similar a la que hacía Elena Gianini de Belotti a fines
de la década del 60 y que complementa a la que hizo Friedman después,
en La segunda fase, que es de la que partimos para pensar en la utopía de
una.

50a. Rubin. Op. cit., p . 1 30.


5 1 /bid. , p. 1 3 1 .

66
B IBLIOGRAFIA

De Beauvoir, Simone: «Las estructuras elementales del parentesco en


Lévi-Strauss», en Debate Feminista, año 1 , vol . 1 , marzo de 1 990.
Deutsch, Hélene: «La psicología de la mujer en relación con las funcio­
nes de reproducción» , en Jacques, Lacan y otros: La sexualidad fe­
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1 989.
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1 972. (Col. El Libro de Bolsillo, Nº 386.)
Homey, Karen: Psicología femenina, México, Alianza, 1 989. (Col. El
Libro de Bolsillo, Nº 648).
Irigaray, Luce: «El cuerpo a cuerpo con la madre», conferencia presenta­
da en el V Coloquio Quebequés sobre la salud mental «Las mujeres
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inacabados, Nº 5 , Lasal, Barcelona, Ediciones de Les Dones, 1 985,
pp. 5-5 1 .
Mitchell, Juliett: La liberación de la mujer: La larga lucha. Barcelona,
Anagrama, 1 975. (Serie Documentos, Nº 1 00).
_____ Psicoanálisis y feminisnzo. Freud, Reich, Laing y las mu­
jeres. Barcelona, Anagrama, 1 976. (Col. Argumentos, Nº 38.)
Olivier, Christiane: Los hzjos de Yocasta, la huella de la madre, México,
FCE, 1 987, p. 1 6.
Orbach, Susie y Luise Eichenbaum. Agridulce. El amor, la envidia y la
competencia en la amistad entre mujeres. México, Grijalbo, 1 989.
(Col. Autoayuda y superación).
Rubin, Gayle: «El tráfico de mujeres: notas sobre ' economía política del
sexo ' » , en Nueva antropología, vol. VIII, Nº 30, nov. 1 986, México.
Volnovich, Juan C. y Silvia Werthein (recopiladores) . Marie Langer.
Mujer, psicoanálisis y marxismo. Buenos Aires, Contrapunto, 1 989.

67
FEMINIDAD Y FANTASIA
Fernando Rísquez

LA FEMINIDAD es la expresión de la vida que aparece ante el investigador


como una base de formas regulares o poco diferenciadas, las cuales se
repiten en forma estable y siguiendo un ritmo tricíclico de Preparación,
Aparición y Ocultamiento. (Generación, Crecimiento y Desaparición; o
Creación, Evolución e Involución; o Nacimiento, Desarrollo y Muerte; o
Composición, Reproducción y Descomposición.)
La imagen más cercana a l a estabilidad es el círculo, dentro del cual ,
todo lo que acaece parece tener una conexión centrípeta que se relaciona
con una seguridad conservadora. Esto nos conecta ya con la imagen más
antigua del «Mito del Eterno Retomo» 1 • El Uroboro es la culebra que se
muerde la cola, es el símbolo del tiempo infinito que gira sobre sí mismo
y, de sí mismo, se alimenta continuamente.
La continencia femenina nos hace pensar en la retención y aumento de
substancia, más que en la mera posesión o tenencia de algo; nos hace
necesariamente desear más y, por tanto, acumular cosas; por último, nos
conduce a sentir placidez y calma durante todo el proceso tricícliGo fe­
menino. La feminidad vista en el espacio, guarda relación con la esfera,
cuya unidad no se pierde sino cuando se altera o se rompe su simetría.
Lo femenino, en sí mismo, mantiene un ritmo cuya permanencia es
evidente en cada momento, puesto que sus tres formas se suceden inexo­
rable y paulatinamente, como si salieran de algo, crecieran de ello y
volvieran al lugar de su aparición, para gestar de nuevo su renacer per­
manente. La vida, comprendida en esta imagen, sería un crecimiento
continuo sobre sí misma.
En 1nitología, se reconoce a la Gran Madre como el arquetipo princi­
pal de la feminidad primitiva. Psicológicamente, representa el misterio
de la fecundidad, que reproduce formas idénticas y que para aumentar su
número, las destruye. La multiplicación de la especie implica la muerte

1 Mircea,
Eliade: The Myth of the Eternal Return, Bollingen Series, XL VI, New York, Prin­
ceton University Press, 1 954.

69
de cualquier tipo de individualidad. Lo único, tiene que ser el todo. He
aquí el aspecto arquetipal de la madre devoradora, que ingiere su propio
producto para aumentar su productividad.
Lo anterior y lo posterior están indefectiblemente unidos y, por tanto,
el tiempo no tiene importancia. La placidez es una faceta de lo misterio­
so. La lentitud del proceso lo hace indiferente a cualquier discrimina­
ción. Una etapa precede a la otra pero a la vez, necesariamente, la sucede
en un inacabable circuito de integración y desintegración.
La masculinidad implica un cambio revolucionario de dirección que
tiene por esencia, la diferenciación y la individualidad. La masculinidad
se nos presenta complementaria a la feminidad y, psicológicamente,
como saliendo de ella. Al plantearnos el logos contra el mythos, opone­
mos el pensamiento abstracto masculino al sentimiento concreto femeni­
no. Según las palabras de Jaspers «la calma de las polarizaciones se trans­
formó en la inquietud de las oposiciones y antinomias»2. Siguiendo a
Neumann, podemos decir:

Es en ese sentido que usamos los términos «masculino-femenino» , no


como características personales ligadas a lo sexual, sino como expresio­
nes simbólicas.
Cuando decimos que lo masculino y lo femenino dominantes se impo­
nen ellos mismos en ciertas etapas, en ciertas culturas o en ciertos tipos
de personas, establecemos un concepto psicológico que no se debe redu­
cir a términos biológicos o sociológicos. El simbolismo de lo «masculi­
no» y de lo «femenino» es arquetípico y por lo tanto, transpersonal; en
diferentes culturas se proyecta erróneamente en personalidades como si
éstas cargaran sus cualidades. En realidad, cada individuo es psicológica­
mente híbrido. Ni siquiera el simbolismo sexual puede ser derivado de la
persona, porque es anterior a la persona. Y, a la inversa, una de las com­
plicaciones de la psicología del individuo, en todas las culturas, ocurre
cuando se viola la integridad de la personalidad identificándola con el
lado masculino o el lado femenino del principio simbólico de los opues­
tos3 .

2Karl, Jaspers: The Origin and Goal ofHistory. Cita de Amaury de Riencourt en La mujer
y el poder en la historia, Caracas, Monte Avila Editores, 1 977.
3 Erich, Neumann: The Origin and History of Consciousness, Bollingen Series, XLII, New
York, Pantheon Books, 1 964.

70
La l ínea corta el círculo y aparece lo de arriba y lo de abajo, lo claro y
lo obscuro, lo que se presenta y lo que se oculta. El ritmo tricíclico de la
feminidad se convierte entonces en una cuaternidad que implica oriente
con la aparición, zenit con el desarrollo, occidente con la dep e ndencia y
nadir con la muerte.
A la placidez indiferente de un acontecer indiferenciado, se sucede la
tensión de la individualidad que categoriza y trata de empuj ar fogosa­
mente hacia arriba. Aparece la voluntad creadora que disocia y, al desdo­
blar, reflexiona.
La especulación diferencia porque el espejo crea la conciencia indivi­
dual que sobrenada en el inconsciente eterno y colectivo. La consciencia
es lineal y, por tanto, genera tiempo cronológico de antes, en y después,
sin vuelta al principio4.
Para que exista la individualidad, es necesaria la masculinidad, pero
su aparición depende de la feminidad primigenia y eterna.
Decíamos al principio que la feminidad aparece ante el observador,
porque no hay planteamiento sin oposición entre lo masculino y lo feme­
nino. Al hablar de feminidad, hacemos uso de la masculinidad porque de
lo contrario, volvemos al silencio.
La inmanencia de lo femenino consiste en estar permanenten1ente; lo
estable es seguro porque gira sobre sí mismo. La trascendencia es mascu­
lina porque disocia lo circular y porque penetra lo esférico. Es por defini­
ción inestable e insegura porque es centrífuga.
La feminidad circula rítmicamente. La masculinidad se mueve dico­
tóm icamente. Lo que aparece y desaparece pertenece a la feminidad,
pero esa diferenciación depende únicamente de categorías masculinas. .
El observador es siempre masculino porque establece una diferencia
individual entre sujeto y objeto. Lo observado es siempre femenino por­
que su aparente pasividad no necesita diferenciarse de nada.
De todo lo anterior se deduce que hablar de fen1inidad es tratar de
conectar un ritmo tricíclico continuo con una penetración. Esto implica
una dicotomía necesaria entre acción e inactividad y entre el antes y el
después.

4A . The Evolution of Cientific Thouf!,ht from Newton to Einstein.


D ' A bro : New Y ork, D o ­
ver P u b l ication s Inc. , 1 950.

71
Lo femenino produce porque repite. Lo masculino reduce porque dife­
rencia. Dentro de lo femenino queda establecido un circuito que incluye
un polo prq ductor, un polo producido y un elemento que los interre­
laciona, convirtiendo el uno en el otro continuamente. Ritmo en tres
tiempos. Dentro de lo masculino queda establecido un movimiento do­
ble de entrada y salida. Arritmia en dos tiempos .
La fantasía es un concepto netamente psicológico que nos conecta
con fantasmas y con aparecidos. Su realidad semántica es aparición,
es decir, algo que se impone a nuestra atención con cierto grado de
sorpresa. Fantasía, entonces, desde el punto de vista psicológico, es una
aparición que se in1pone. En principio, el verbo fantasear tiene una
connotación pasiva de dej arse l levar por la imaginación. Las fantasías y
las imágenes están unidas en lo visual . El hombre visionario reconoce
una forma en la naturaleza que se sale de lo común. La nueva imagen se
escapa, necesariamente de la posesión individual y exige la transmisión
a otro. Como dice Riencourt acertadamente: « Nadie puede poseer real­
mente un objeto simbólico, ya que la función primaria del simbolismo
no es la de acumular y retener sino la de comunicación mediante el
intercambio» 5 .
La fantasía conduce indefectiblemente a la simbolización porque es
una epifanía de lo trascendente. Su fuente es siempre interior pero su
producto es percibido como una muy especial experiencia que se relacio­
na con nuestro sensorio. Toda nuestra fantasía se enlaza con algunos de
nuestros sentidos y el simbolismo cambia de dirección, según el sentido
que aporte el contenido de la imagen.
Lo acústico nos conecta históricamente con la revelación religiosa.
El profeta hebreo oye la revelación divina y el devenir de la tradición
judeo-cristiana hace del fonema divino la piedra angular de nuestra reli­
gión. En l as palabras de Juan (I, 1 -24) : «En el principio era el Verbo y el
Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios». El Verbo es una fantasía
acústica. La sorpresa de esa fantasía puesta en el sensorio es la voz que
el profeta escucha antes de emitir esa simbología a los demás. La apari­
ción acústica es una fantasía que se impone y la palabra se comprende
como comando divino. Zoroastro levanta su voz detrás del judaísmo,

5 Amaury de Riencourt : La mujer y el poder en la historia, Caracas, M onte A v i l a Editores,


1 977.

72
como Jahvé truena antes del Cristo, pero el Mesías se hace carne y el
Verbo es una revelación del Amor. La fantasía cristiana, es la palabra
como redención, por eso su contexto es inal ienablemente poético.
En la poesía, tanto antigua como moderna, la palabra connota más de
lo que dice y trasciende la mera significación de lo real para convertirse
en símbolo inexhaustible de la trascendencia. Todas las religiones juntan
al poema sagrado, que es espiritual y por tanto masculino, con la rnúsica
sentimental y femenina. Los cánticos reli giosos son la expresión final de
las fantasías que se escuchan en el interior de lo sagrado.
La aparición v isual es otro camino de fantasía religiosa que se aparta
de lo femenino y da entrada a la luminosidad penetrante de lo masc ulino.
El punto crucial de todas las rel igiones, sobre todo de la religión judeo­
cristiana, es la visión de la luz en la sombra. Aq uí también refulge el
monoteísmo del evangelista c uando nos expl ica: «En El estaba toda la
vida y la v ida era la luz de los hombres. Y esta l uz resplandece en medio
de las tin ieblas y las tinieblas no la han recibido». (J uan : I , 1 - 1 4 ) . El
tnilagro griego es la aparición de Zeus conectado con la lu1ninosidad del
rayo celestial, con la luz m ilagrosa del cielo. Luz masculina en tinieblas
femeninas.
La imagen visual necesita ser domesticada por la conciencia para no
perturbar el equil ibrio indiv idual . Los psicoterapeutas sabemos que la
irrupción de las imágenes teITibles pueden ro1nper el equilibrio del yo y
que esa alteración puede ocasionar cambios v itales que van desde la ilu­
minación y la transformación de la personalidad, hasta la disoc iación
psicótica, a veces sin retorno. La fantasía visual que irrumpe desde la
profunda obscuridad del inconsciente, no tiene que ser necesariamente
fea para producir el trastorno del orden consciente. Lo que lleva más
poder es su ajenidad, su extrañeza vivencial .
A pa1tir de las imágenes olfativas, la conex ión psicológica pasa gra­
dualmente de lo ético a lo estético. La fantasía relaciona los olores espe­
ciales como provenientes de «aITiba», que transforman el ambiente inte­
rior en aromas que van de celestiales a gratificantes y como e1nanacio­
nes de «abajo», que van de infernales a tentadoras o puniti vas . El idio1na
está lleno de intentos para reducir las imágenes olfativas a algo co1n ­
prensible, pero su uso s iempre se relac iona con el rechazo o con la co1n­
pañ ía.
La nat uraleza de lo femenino se conecta más fácilmente con los olores

73
y con sus fantasías de atracción o de peligro, que es la esencia de lo feme­
nino. Lo masculino exhala un olor penetrante que lo descubre. Lo femeni­
no emite diferentes olores que envuelven siempre una posesión silenciosa.
Las fantasías conectadas con el gusto son de índole más primitiva y
aparecen con frecuencia relacionadas con la maternidad. La Gran Madre
te ofrece gustosos manjares o terribles venenos de acuerdo con tu com­
portamiento. Las imágenes gustativas nos reintegran a las vivencias cul­
turales más fundamentales. Los gustos dependen de la díada matemo­
infantil.
Por último, la fantasía puede revelarse por medio de imágenes táctiles
y estereognósticas que son rápidamente absorbidas por la creación artís­
tica. La escultura comienza con la adoración fetichista y termina con la
sumisión al objeto. Históricamente, el movimiento es la adición masculi­
na más valiente a la legendaria inmovilidad de la madera, la piedra o el
metal. La lucha por el perfil y por la línea es una heroica oposición a la
indefinida y poderosa realidad de lo femenino.
Las fantasías del tacto nos hablan también de rechazo o de acepta­
ción. La primera imagen amorosa se forma por la conjunción extraordi­
naria de la vista con el tacto. El más desarrollado de to d os los sentidos
con el menos desarrollado. La madre ofrece su amor a la criatura recién
nacida viéndola y tocándola. Y esa misma forma de amor la continúa la
feminidad de cada mujer durante toda la vida. Cuando una mujer dice
amar a un hombre, lo nzira con embeleso y lo toca con cuidado.
Es evidente que en el planteamiento que hemos hecho hasta ahora del
tema «feminidad y fantasía», se perfila un n1arco de referencia esencial­
mente psicológico, por cuanto existe la posibilidad de estudiarlo desde
el punto de vista biológico o social. Pero aun dentro del marco psicoló­
gico, nos adentramos en él desde el máximo grado de diferenciación
biológica y social que reconocemos : el marco del ser humano. Aquí co­
mienza la reducción fenomenológica a que nos obliga la lógica de la
comunicación cuyo instrumento de clara concientización es, por defini­
ción, la técnica masculina.
Esta no es una consideración superflua ni barroca sino una toma de
conciencia de la dificultad ínsita en el tema: lo femenino no habla porque
comprende: lo masculino habla porque representa una confrontación en­
tre lo eternamente inconsciente y la novedad de la reflexión. Quien hable

74
de feminidad, se coloca definitivamente dentro de la masculinidad, de lo
contrario se mantiene en el silencio de la autocontinencia.
Así pues se hace necesario recordar que el ser humano está represen­
tado por la conjunción intermitente de los hombres con las mujeres. Si­
guiendo a Jung6, sabemos que el hombre es, en su conciencia, masculino,
y en una de sus manifestaciones inconscientes, femenino. Lo contrario
ocurre en la mujer: su fenomenología consciente es femenina y parte de
su manifestación inconsciente es masculina.
En el camino de la individuación, hay una necesidad de integración
que Jung llamó mysterium conjunctionis, el misterio de la conjunción de
los seres. El hombre encuentra su ánima, que es un aspecto del arquetipo
femenino, y la mujer encuentra su ánimus que es, a su vez, un arquetipo
masculino. Para explicarme mejor, tomaré del mysterium conjunctionis
un acontecimiento diario. La mujer hace que el hombre se enamore de
ella: pone su ánimus primero en la imagen de él y dice: «Este hombre me
gusta porque se parece a mí» (a mi inconsciente animado) . El hombre,
animal torpe pero obediente, es invitado a poner su ánima en la imagen
de la mujer y dice: «Estoy enamorado de ti, estoy en-amor de ti» ; lo que
hace es proyectar su propia ánima en la figura de la mujer.
La conexión indiscutible e inconsciente del ánimus de la mujer tiene
que ver primero, con el ánimus ancestral, con la masculinidad ancestral,
pero, esencialmente, tiene que ver con su formación personal : la primera
imagen varonil que una niña conoce es la del padre inteiferente. Por lo
tanto, las mujeres están destinadas a amar en cada hombre, el recuerdo
del padre.
Se plantea entonces una interrogante metodológica fundamental :
¿Cómo puedo yo, en tanto en cuanto a hombre, hablar de las fantasías
femeninas? La respuesta ocurre por dos caminos :
a) Hablo de lo que contacto con mi ánima y
b) Hablo de lo que las mujeres me dicen.
La primera respuesta exhibe la tamización masculina de mis descubri­
mientos anímicos; me previene contra la distorsión que mi concienci a
masculina hace de m i ánima femenina. La larga experiencia del psicoa-

6carl-Gustav, Jung en: «The


Development of Personality». Collected Works, vol . 1 7. Bo­
llingen Series XX. New York, Pantheon Books, 1 954.

75
nálisis de Freud y sus discípulos, sumada a la extensa investigación de
J ung y sus seguidores, nos muestra la posibilidad de profundizar en este
sentido. Tanto Freud como Jung nos han enseñado tres vías regias para
efectuar estos escurridizos experimentos : los sueños, que necesariamen­
te acompañan al ritmo circadiano de la vigilia y el reposo; la inspiración
de los fenómenps paranormales y la presencia de los fenómenos desequi­
librantes de lo psíquico; y el torrente continuo de la fantasía cotidiana
que acompaña y a veces dificulta la actividad de hombres y mujeres.
La historia de todo el movimiento psicodinámico iniciado por Freud y
continuado por Jung y por Adler, nos ha hecho posible sacar a la luz un
caudal inmenso de datos sobre l a feminidad. Aquí abordaremos el tema
del tercer camino regio de la exploración de lo inconsciente: las fanta-
s1as .
/

Siguiendo la primera respuesta, trataré de comprender las fantasías


femeninas haciendo uso de mis contactos anímicos. Siguiendo la segun­
da respuesta, trataré de resumir, al menos, las manifestaciones que dan
las mujeres en las diferentes etapas de mi ánima, de poner en evidencia lo
más repetido de las experiencias de las mujeres en sus etapas de infancia,
pubertad, adolescencia, madurez, involución, senectud y muerte, sabien­
do de antemano que eso no es femenino sino que responde a una necesi­
dad reductiva y lógica, porque las mujeres no tienen sino dos edades:
antes de parir y después de parir. Este es un marco referencial psicológi­
co y los autores, que en otras épocas han tratado este tema, han recu�do
a lo biológico, a lo antropológico y a lo social, como medida de conten­
ción y guía para realizar esta difícil tarea.
Resumiendo : Creo que el espacio femenino es esférico y centrado 7.
1

· Creo que el tiempo femenino no existe. Creo que la persona femenina es


colectiva y uniforme.
Sin embargo, valiéndome de la masculinidad, puedo describir en la
feminidad algunas cosas que distingo. Con la combinación de las catego­
rías n1asculinas de espacio, tiempo y persona, más las categorías mascu­
linas de conciencia e inconsciente dinámico, puedo definir que en el in­
consciente de cada mujer giran continuamente una o varias manifesta­
ciones de tres arquetipos, según se conste/icen.

7 carl-Gustav, Jung: «Mysterium Conjunctionis». Collected Works, vol. 1 4. Bollingen Se­


ries XX. New York, Pantheon Books, 1 963.

76
1 . El arquetipo Deméter que se conecta psicológicamente a la fecun­
didad y a la maternidad realizada.
2. El arquetipo de Kore que se conecta con el retoñar y la maternidad
potencial.
3. El arquetipo de Hécate que nos lleva, en un polo, a la transforma­
ción mágica de la atracción y el encantamiento y, en el otro, a la repulsión
y a la brujería.
Desde el punto de vista biológico, el ritmo tricíclico de la feminidad
se proyecta también en endocrina. Deméter es progesterona, Kore es
estrógeno y Hécate está conectada con los factores de liberación hipota­
lámica. Toda mujer vive en función de Hécate, porque vive en función de
la luna. Quiere decir que, desde el punto de vista endocrino, toda mujer
juega, mágicamente, entre ser Kore y tener o no tener v arón, y ser
Deméter y tener o no tener hija, pero todo el tiempo, va jugando con su
Hada y con su Bruja.
En el arquetipo de Deméter podemos diferenciar un polo positivo que
se relaciona con la Magna Mater o, reducido a términos humanos, la
madre productora y creadora, y un polo negativo: la madre devoradora y
destructiva. Nuestra respuesta a esta polarización será también doble:
por una parte, el complejo materno positivo y por otra, el complejo ma­
terno negativo.
La fantasía que rodea a este arquetipo en sus dos manifestaciones,
llena a la historia humana de imágenes de todas clases. En la antropolo­
gía y en la arqueología, sería la imagen de la Reina Madre o de la Venus
esteatopígica de Willendorf. En sociología sería la «matriarca», y en lo
cotidiano sería «mamá».
En el arquetipo de Kore, podemos distinguir entre la virgen cuya
doncellez es una maravilla de equilibrio y la cortesana cuya manifesta­
ción instintiva es netamente sexual. La fantasía que rodea a este arque­
tipo se manifiesta en antropología y en arqueología como doncella
recatada o como la prostituta equilibrante. En sociología sería la mujer
en relación con el hombre, y en lo cotidiano sería la doncella sin el
matrimonio.
El arquetipo de Hécate lleva necesariamente una conexión con lo
masculino. Se presenta como el hada bienhechora o como la bruja mal­
hechora.
Decíamos que estos tres arquetipos giran constante e indisoluble-

77
mente en el inconsciente de toda mujer, y sus diferentes constelaciones
van a explicamos el predominio de ciertas fantasías en los diversos mo­
mentos vitales de la hembra humana.
Siguiendo en nuestra descripción, aprovechando las fantasías mito­
lógicas, podemos complementar este núcleo fundamental con otras dio­
sas que, desde el punto de vista de la psicología profunda, representan
imágenes arquetipales igualmente importantes.
Venus es un complejo arquetipal que nos habla de una conexión a la
madre primitiva y de una reducción hacia la masculinidad, mediante el
encantamiento imantado de la sexualidad. Venus se nos aparece con dos
implicaciones distintas: una Venus conectada con la feminidad y por lo
tanto, autorreferente e inmóvil. Está interesada en el poder de la femini­
dad por sí misma que se manifiesta en cualquier imagen de belleza: Venus
es la bella. La otra Venus está conectada con la masculinidad y por tanto
en relación a la virilidad y en intercambio sexual: Venus es atractiva. A
Venus no le interesa la procreación, no es una buena madre. Es una buena
..,

hembra en relación con los hombres.


En lo cotidiano, Venus puede tener una connotación de belleza que
representa el poder de la mujer sobre el hombre por su imantada figura o
puede ligarse con el ideal estético de las mujeres sin referencia al hom­
bre. Ejemplo de esto último es la frase popular de la moda femenina:
«una mujer sabe que está bien arreglada cuando la alaban otras mujeres».
Artemisa o Diana es otro arquetipo que implica una fantasía de don­
cella virginal que se niega a relacionarse con la masculinidad. La diosa
de los bosques y de la caza no tolera una relación de igualdad con la
masculinidad; o es la dominadora de las bestias y exhibe su superioridad
con respecto al otro sexo, o es la matadora de los hombres que se atreven
a acercársele y señala su desdén por la inferioridad de lo masculino. La
conexión de Artemisa con su hermano Apolo es una indicación psicoló­
gica que nos lleva a la fantasía del rechazo, a la sexualidad como acto y
a la aceptación del amor fraternal sexuado y protector, como índice de
disimulada competencia.
Hera o Juno es el arquetipo del contrato matrimonial por el cual y en for­
ma explícita se manifiesta la igualdad forzada de la mujer con el esposo
aceptado. La fantasía psicológica que la acompaña está expresada, para los
hispanoamericanos, en la frase ya famosa de los españoles del Descubri­
miento de América: «tanto monta, monta tanto, Isabel como Femando» .

78
Pallas Atenea o Minerva es un arquetipo que nos impulsa francamen­
te hacia la presencia de lo masculino. Es la diosa más paradójica que
existe porque siendo mujer, nace directamente de la frente consciente
del padre, una mujer naciendo de la masculinidad y siendo virgen, funge
de madre protectora en los avatares de l a vida de sus héroes . La
escogencia de Minerva es una manifestación masculina en una diosa que
exhibe una sabiduría y un orgullo varonil solamente comparable con su
belleza femenina. La ambivalencia de este arquetipo nos conecta con l as
fantasías realizadas en el siglo XX por mujeres que han triunfado en l a
ciencia y que han vencido en la política.
Por último, en el fondo de la eterna danza centrada en Deméter, Kore
y Hécate, se encuentra l a Hestía griega y su complementaria romana,
Vesta. Diosa tan alusiva como persistente, tan silenciosa como necesa­
ria, que nos l leva a la fantasía del fuego central del hogar humano. Ar­
quetipo paradójico que mantiene la esencia de l a familia y al mismo
tiempo, se niega explícita y definitivamente, a formar pareja con la mas­
culinidad. Fantasía femenina que nos recuerda en forma tajante que la
vida es su pertenencia y su esencia y que l a masculinidad es un desarro­
llo reacciona! cuya imagen primordial se oculta para siempre en el fondo
del espejo. Lo individual masculino, diferenciado y penetrante, es un
reflejo de lo cósmico femenino misterioso y abarcante.
Como dice Freud:

En las palabras de Lipp ( 1 897 1 46f.), el inconsciente debe ser considera­


do como la base general de la vida psíquica. El inconsciente es la esfera
grande que contiene en sí la esfera más pequeña de la consciencia. Todo
lo consciente tiene un estadio preliminar inconsciente; mientras que lo
que es inconsciente puede permanecer en ese estado y sin embargo exige
ser reconocido con todo el valor del proceso psíquico.
El inconsciente es la verdadera realidad psicológica: en su naturaleza
más íntima es tan desconocido para nosotros como la realidad del mundo
exterior, y se presenta tan incompleto con los datos que llegan a la con­
ciencia como lo hace el mundo externo mediante las comunicaciones de
los órganos sensoriales8.

8 sigmund, Freud: The Standard Edition of the Complete Psychological Works, vol. V. Lon­
don, The Hogarth Press, 1 975.

79
Aquí el psiquiatra comprende también el pensamiento de Freud cuan­
do habla del drama vital en términos de la lucha de Eros y Tánatos. Eros
es el instinto que crea, procrea y conserva, y por lo tanto, nos habla de
uniformidad específica. Tánatos es el instinto que conduce a la indivi­
dualidad y a la separación de la muerte.
Hestía es el silencioso arquetipo de lo vital que mantiene, ante la
asombrosa observación masculina, el ritmo implacable de nacimiento,
desarrollo y muerte.
Las fantasías de la feminidad giran permanentemente como una ma­
ravillosa órbita lunar, y los hombres, valerosamente, cuadramos el ritmo
triádico que vemos: cuarto creciente, luna llena y cuarto menguante, con
la 1nisteriosa presencia invisible de la luna nueva. La cuadratura en el
círculo del «Eterno Retomo» , es el «Mandala simbólico del Sí Mismo»,
esencia de la psicología.
Las fantasías que acompañan al nacimiento de una mujer se pueden
dividir masculinamente en primarias o primigenias y en antiguas o
preconscientes. Las primarias pertenecen al in illo tempore que Mircea
Eliade adjudica correctamente al tiempo mítico de los misterios sagrados
de la cosmogonía9. Sus imágenes son genéticas y necesariamente, cir­
cundan el arquetipo primordial de la Gran Madre. Están incluidas en to­
dos los mitos de creación que nos llegan en la tradición hablada y en los
documentos tanto gráficos como escritos que constituyen la base de to­
das las religiones.
Marie-Louise Von Franz nos alerta sobre su presencia en el mundo
moderno cuando nos recuerda la aparición de sus eternos motivos y te­
máticas en el análisis de los sueños de nuestros pacientes actuales. Hace
énfasis especial en el material psicológico que nos presentan los esquizo­
frénicos. Asimismo, estamos de acuerdo con ella en considerar al conjun­
to de los mitos de creación «cuentos de los procesos pre-conscientes en el
origen de la conciencia humana» I O. Sin embargo, vamos a limitarnos el
estudio de los aspectos más sanos de la psicología femenina.
La génesis de la Gran Madre está hundida en el misterio del tiempo
primigenio y, por eso, el nacimiento de una niña establece un retomo de

9Mircea, Eliade: lniciaciones místicas, Madrid, Taurus Ediciones, 1 97 5 .


l OMarie-Louise, Von Franz: Patterns of Creativity Mirrored in Creation Myths, Zurich,
Spring Publications, 1 972.

80
la psique a su fuente más sagrada. La niña está en el origen de la memoria
humana y su presentación es l a manifestación temporal de l a díada
Deméter-Kore, substancia de la vida y urdimbre eterna de la especie.
Lo que mueve esa realidad es Hécate. Por eso la cuna de la recién
nacida es el imán que atrae por igual al hada madrina como una imagen
de deseable encantamiento, y a la bruja hechicera que vuela alrededor de
terribles realidades. El juego de Deméter y de Kore es de unión y de
separación. El aporte de Hécate es un señalamiento de augurios buenos y
malos .
La aparición de lo feme nin o nos remite al mundo sublunar. Las imá­
genes están tamizadas por la luz plateada de Latona, porque Hécate es la
testigo que señala desde arriba las más profundas raíces en el seno de la
poderosa Gea. En l os cuentos de hadas son imprescindibles las brujas
porque los polos fantasmales de Hécate están integrados en la esencia de
lo femenino.
La madre ve en la hija su propia continuación y, sin embargo, para
mirarla, tiene que necesariamente separarse de ella. Mientras más anti-
,

gua es la fantasía menos se distingue la madre de la hija. La suave luz de


Hécate plantea los perfiles diferenciales para luego volver a difuminar el
conjunto con el velo del misterio.
En la tradición judeo-cristiana, las fantasías primarias de la feminidad
van siendo absorbidas por la creciente masculinidad de la conciencia. Sin
embargo, los misterios de Eleusis del mundo griego, que son esencial­
mente primarios, van a pasar cada noche de madres a hijas en los cuentos
de hadas 1 1 • La mayoría de ellos se basan en el eterno drama de Deméter
y Kore, aliñadas debidamente por las fuerzas benefactoras de las hadas y
las artimañas malignas de las brujas. Hécate entra en el juego como ele­
mento de ligazón o como factor de distanciamiento.
Desde el punto de vista clínico, el obstetra y el pediatra saben que las
mujeres se acercan a la niña para hacerla parte de ellas mismas; el psi­
quiatra sabe que toda recién nacida es una figura primordial de identifi­
cación femenina. Su identidad apai:ece para recordarle a cada mujer que
la mira, tanto sus amores como sus dolores.

1 1 Marie-Louise, Von Franz: The Feminine in Fairytales, Zurich, Spring Publications,


1 972.

81
En la sala de maternidad comienza el aleteo de Hécate con las expre­
siones de las mujeres. Cuando una mujer ve a la niña quiere de inmediato
tocarla y en cualquier instancia gime o emite sonidos arrullantes y habla
cantando. Luego articula palabras que expresan siempre admiración y
deseo.
Las fiases que más se oyen ante la cuna de la niña nueva son: « ¡ Qué
linda es ! » y «¿Quién pudiera comérsela?» o sus equivalentes. El resto de
la comunicación se divide entre el interrogatorio a la madre sobre el parto
y las profecías. Al hablar de parto se acepta el lazo indisoluble de toda
madre con su hija, pero en el fondo se afianza la unión primaria y pode­
rosa de todas las mujeres. Al hablar de los parecidos de la niña o de su
belleza se manifiestan las fantasías protectoras del hada madrina que
dice: « ¡Qué bella! » o se disimulan las maldiciones de la bruja resentida
que dice: « ¡Ay, pero se parece al padre . . . ! ». Hécate cerca de la recién
nacida. Una es bendición sin disimulo y la otra es una maldición con
disimulo. Porque toda niña recién nacida tiene la propiedad de unir en un
solo tiempo lo que fue, lo que es y lo que será.
Esta es la fantasía primaria de la feminidad que, mediante una miríada
de imágenes de todas clases, nos conecta psicológicamente con los as­
pectos positivos y negativos de la Gran Madre.
El segundo grupo de fantasías que acompañan al nacimiento de la
mujer, las denomino antiguas y están bien centradas en mitología alrede­
dor del nacimiento de Venus Afrodita. Al hacer esta división nos inclina­
mos a la observación de la mujer en cuanto a su esencia femenina por sí
misma.
Venus nace de la espuma del mar, agitada por los órganos del padre
mutilado. Lo que predomina aquí es su conexión con lo profundo de la
madre, pero lo que cuenta es su aparición en la superficie de las olas. Su
epifanía se impone sobre la razón de su existencia. Venus es lo esplen­
dente en la mujer. Venus es lo que la niña puede ser si florecen sus atributos.
Toda niña atrae sobre su cuna donativos y virtudes que refuercen y
enaltezcan su feminidad. Esta clase de fantasías hablan dentro del am­
biente del poder y señalan siempre hacia el futuro. Toda niña recién naci­
da invita al adorno y a la promesa. La feminidad se engalana para el
futuro beneplácito. Es el comienzo de la relación con las otras mujeres a
través del acicalamiento y, secundariamente, la posesión del elemento
masculino como un ornato más de su conjunto.

82
Así como en el mito las Horas la arreglan y le ciñen sus vestidos, así
los visitantes hablan de vestirla y aportan joyas a su cuna. La apariencia
es una fantasía de incalculable valor que señala en cada niña la ilnportan­
cia que su belleza va a tener en el mundo.
En la lactancia comienza el ánimus de la niña a formarse. El ánimus
está embrionario pero empieza a diferenciar entre lo que el seno tiene de
bueno y lo que tiene de malo. La lactancia es intermitente. Se ha dejado
ya el «paraíso perdido» del útero donde todo estaba dado y la niña, recli­
nada, hacía lo que debe hacer todo elemento femenino : soñar eternamen­
te con su eterna belleza e interrumpirse de cuando en cuando con una
comunicación más o menos masculinizada. Pero eso se perdió con el
nacimiento. Ahora la conexión con el seno materno es intermitente. «Te
doy de mamar y no te doy de mamar»; «te lleno y te dejo con hambre»;
pero, « ¿de qué te lleno? De mi adentro. Mi substancia va a ser parte de tu
adentro que es tu substancia» . Se revela otra vez la forma arquetipal:
Deméter es la gran mujer y Kore es la pequeña mujer. Pero las dos son la
misma substancia.
Ante ese milagro, los hombres, con nuestra masculinidad, sentimos
una envidia paupérrima. Las mujeres ni siquiera sonríen con eso, no ha­
blan de ese asunto, porque es lo más fernenino que existe.
Durante los primeros años se establece toda la relación llamada
edípica. La interpretación femenina del «Con1plejo de Edipo» en la mu­
jer, es la tensión que se establece en la niña que tiene un pecho bueno que
le da de mamar y un pecho malo que no le da de mamar. Se establece
entre Deméter y Kore el motor más extraordinario que tiene la femini­
dad: la envidia. Las mujeres siempre están envidiándose, a veces para
rechazarse y a veces para emularse. Sea como sea, Deméter y Kore jamás
dejan que los hombres interfiramos con ellas más allá de un poquito más
acá del sexo.
La solución de este complejo es que Deméter se pone de acuerdo
con Kore en que el pobre torpe del padre tiene que ser admitido por­
que después de todo «ya para eso lo usamos, ahora podemos seguir
queriéndolo». La mujer se sigue identificando con su mamá y a todos
los hombres los trata como tratan las mujeres a los hombres: con mu­
cho cariño.
Entramos en la etapa que Freud llamó «Etapa de Latencia». Latencia
de la sexualidad primitiva del niño . Es lo que llamamos etapa escolar o

83
segunda infancia, entre los cinco años y la primera menstruación de la
pubertad.
Ahora se consteliza el arquetipo de Artemisa o Diana. Los griegos nos
dicen que esa edad, sobre todo la de los nueve años es la edad de las
«arktoi». Dentro de la constelización de la niña aparece Artemisa que
tenía forma de osa. Ahora «Arktoi» significa «hija de la osa». El poeta
Calímaco, en el himno a Artemisa, nos narra que Artemisa le pide a su
madre Leto y a su padre Zeus, que le concedan sesenta hijas de Océanos
para que sean sus compañeras de juego. Todas niñas, vestidas color aza­
frán, color que se continuó usando hasta nuestros días como el color de la
caza. Estas participaban de los ritos sacrificales de animales, incluyendo
hombres, y los sacrificaban en honor de la diosa Artemisa. Las «Arktoi»
no usaban arco ni flecha pero tenían derecho a llevar una antorcha encen­
dida.
Una «arktoi» es una osezna y su característica es el movimiento grácil
y terrible de la niña. Nosotros imperfectamente la llamamos «marima­
cha», la edad de montarse en los árboles, de andar con muchachos en
cacerías.
Los varones juegan a piratas, soldados o exploradores. Las niñas jue­
gan «muñecas». La doble connotación Deméter en la «arktoi», es la niña
que juega «muñecas» . No juega «muñecos». Las niñas nunca tienen un
hijo, siempre tienen una muñeca preferida. Kore se prepara para hacer
Deméter.
La niña también tiene varones en sus juegos, pero todas las niñas sa­
ben que los varones son unos idiotas. Por eso la niña tiene que estar con la
niña. ¿Y dónde está Hécate? En los cuentos de hadas. Durante el día está
Deméter como «mi mamá>>, «mi tía», «mi abuela», señalando «cuida­
do», «haz esto . . . ». Pero en la noche, la misn1a madre, la abuela, la tía,
cuentan cuentos de Hécate, que siempre tienen brujas: los dos polos de
Hécate.
Otra fantasía diurna de las «arktoi» es la piñata de los latinoamerica­
nos, que es una fiesta femenina de «arktoi», porque la piñata es un objeto
simbólico al cual hay que cazar y matar a palos para extraerle su conte­
nido. Después viene la celebración como en los tiempos griegos; alrede­
dor de la torta se ponen las antorchas de las «arktoi», las velitas del cum­
pleaños. Esa es una fantasía femenina a la cual, gracias a Dios, asistimos
los varones. Y a los varones gracias a Dios, no nos dejan destruir la fiesta,

84
porque lo que queremos es cogemos la piñata. Los varones siempre, lo
que queremos es cogemos algo, directamente. Muchas veces tenemos
éxito y después lo pagamos todavía más caro . . .
Lo sagrado de las «arktoi» son la danza y el canto. Las niñas se reúnen
alrededor de l a torta y se hace el gran rito de Artemisa: «no hay varones,
cantemos a la feminidad» y luego apagan las velas. Nunca he visto niñas
que lo hagan antes, pero cualquiera de nosotros que no le haya metido el
dedo a la torta o que no haya soplado una vela antes de tiempo, no es
digno de entrar en el reino de los cielos . . .
La etapa de las «arktoi» se termina con l a pubertad y con el primer
misterio real de la feminidad: el misterio de la sangre, la menarquía. La
niña está pasando de Kore a Deméter. Va a adquirir de la parte Hécate de
todas las mujeres, los sortilegios, los encantamientos y los castigos que
las mujeres tienen preparados para los varones.
La pubertad empieza a diferenciar lo que es la iniciación fe1nenina de
la iniciación masculina. Toda oferencia es un rito , un l l amado a l a
cosmogonía, a una interpretación sagrada del origen del hombre. Eso en
·
los varones se llama iniciación. Nos enseñan a usar el arco, la flecha o la
espada; o nos reúnen a todos y nos hablan de «los peligros de la sexuali­
dad». Pero esos ritos son sacros , en los cuales un varón no tiene directa
conex1on.
. /

Pero en las mujeres, los ritos iniciáticos son de la naturaleza. Es natu­


ral porque la mujer ve lo que está sucediendo. La mujer ve su feminidad
aparecer en el misterio de la sangre. La interpretación que se da a la
fantasía de la menstruación es siempre masculina. A los hombres les da
terror la sangre de las mujeres, afuera de las mujeres.
Cada veintiocho días , Hécate ha jugado con los estrógenos y las
progesteronas y ha dejado caer la posibilidad de una Kore en un óvulo
que va lentamente conducto abajo, llorando desesperadamente porque
no llegó realmente a la vida de Deméter-Kore.
Hay tres misterios sagrados en la feminidad, que tienen que ver con la
sangre. El primero es la aparición de la sangre , el segundo es la suspen­
sión de la sangre y el tercero es la conversión de la sangre .
La menstruación para la niña significa llenamiento de una etapa, sig­
nifica poder, madurez, preparación para la gestación. Los ritos iniciáti­
cos de la menstruación no son, como han dicho los antropólogos varones,
sitios donde las mujeres se limpian de lo sucio del menstruo. Son sitios

85
donde las mujeres viej as acompañan a pequeños grupos de mujeres jóve­
nes para enseñarles los trucos de lafeminidad redentora, bienhechora y
poderosa: los trucos de la sexualidad. Deméter-Kore, Deméter-Kore.
Las fantasías que rodean a la menstruación son todas masculinas; las
femeninas casi no existen para nosotros los varones. Para los hombres la
sangre está conectada con la muerte, pero para las hembras está conec­
tada con transformación. Todas las muchachas que tienen su mens­
truación cambian inmediatamente de Artemisa y se convierten en una
Venus sexualizada.
El segundo misterio de la sangre en la feminidad es la suspensión de
la sangre. El misterio del embarazo. Es falso que el embarazo esté acom­
pañado de fantasías de masculinidad metida o sacada. Desde muy anti­
guo, la feminidad conoce que puede parir sin varón, o se comerá a un
poco de varón para parir mejor. De allí viene la fantasía primaria que
vemos en la adolescencia del embarazo oral. Todas las niñas creen que el
beso es peligroso. ¿Por qué? Porque permite que la boca se abra, que
reciba la semilla del varón y quede la niña embarazada. Es una fantasía
femenina por excelencia.
La segunda fantasía del embarazo es un juego pendular entre lo que va
a pasarle a Deméter y lo que va a pasarle a Kore. Tiene que ver con el
miedo a los obstáculos del embarazo. Con razón, los hombres lo hemos
llamado embarazo, que quiere decir «en barras» , es decir, con dificultad.
Esa es una percepción masculina de una parte de la fantasía femenina en
esta situación: « ¿Podré llevar a cabo este misterio de transformar mi san­
gre en esa maravilla que se llama Kore?».
La tercera fantasía de las embarazadas tiene que ver con el parto :
«¿Será o no será bella?» « ¿Está completa?» « ¿Qué sexo tiene?». Allí
termina la fantasía del embarazo . en el momento del nacimiento. Inme­
diatamente empieza la díada Deméter-Kore y la presencia de Hécate.
El tercer gran misterio de la feminidad es la conversión o lactancia. El
misterio fundamental para la masculinidad es entender que la feminidad
transforma mágicamente su sangre en líquido celestial que se llama leche
para alimentar a Kore. La hembra de repente convierte sus dos senos en
un dechado de milagros y en vez de salir dos chorros de sangre humana,
salen dos chorros de leche divina.
Durante muchos siglos, los varones envidiosos de ese misterio y de
ese milagro hemos perturbado la lactancia. La invención de la leche arti-

86
ficial no puede ser de un hombre con los senos hinchados del milagro
sino de un hombre consumido por una envidia inconsciente de no poder
transformar su sangre en leche para sus hijos .
Una vez terminados los tres misterios d e l a sangre comprendemos que
la mujer tiene dos edades: la edad antes de que se complete esta tríada del
misterio femenino y la edad después de cumplida. Por esto, las mujeres
son antes y después de la sangre, pero no de la sangre transformada sino
de la feminidad que es preparación, aparición y ocultamiento; genera­
ción, crecimiento y desaparición, que es composición, reproducción y
descomposición. En una palabra, es tan natural el nacimiento como el
desarrollo, como la muerte.
Lo femenino en persona es colectivo y es regulado. Lo femenino en el
tiempo no existe y en el espacio es lo que queda adentro, lo que está
adentro, lo que se reproduce y crece infinitamente adentro.
Llegamos a un punto donde se repite, en el ciclo de lo femenino, la
ausencia del rito lunar. Los psiquiatras y los psicólogos han escrito miles
de páginas describiendo los espantosos sufrimientos de las muj eres
menopáusicas . Pero no es cierto. Las fantasías de la menopausia son
anímicas , son fantasías de recordatorios placenteros. Una mujer meno­
páusica normal expresa la fantasía psicológica de la feminidad. «Soy
mujer, hice aparecer sangre afuera, metí sangre adentro y después hice
aparecer afuera leche. Todo contribuyó para que yo hiciera más seres
como yo, creativos y perennes que se llaman madres-hijas-hadas-bru­
jas . . . » , que constituyen la urdimbre donde nadamos y luchamos por
conscienciar un poco, por razonar un poco, los hijos de Eva que lo que
representamos es el logos, la reflexión.
Lo masculino es reflexión porque la masculinidad es intento heroico
de ver la imagen en el espejo. Por eso el héroe masculino es aquel que
penetra en la madre y sale de ella vivo. Es aquel que reduce el complejo
materno positivo que lo lleva a la inmovilidad del «nirvana» y ataca con
movimiento lógico, veloz y razonable, saliendo de nuevo de la cueva
penumbrosa de la feminidad vivo, sin que la madre devoradora lo llame
y le ofrezca un buen plato de veneno dulzaino y atractivo para volvérselo
a comer.
Por último, ¿cómo acontece l a idea de la muerte, una idea masculina,
en las mujeres? Decíamos que la menopausia es un recordatorio. La 1nu­
jer está plena porque ahora es la casa, es la hija y es la encantadora; es

87
la feminidad plena . Ahora tiene que integrarse, tiene que indivi­
dualizarse. Por eso, falsa y exageradamente, decimos que las mujeres se
masculinizan un poco.
Después que una mujer ha parido, que ha tenido y ha sabido tener,
quiere ser, quiere reflexionar y, por eso, se acerca un poco a la conjunción
misteriosa de los dos arquetipos femenino y masculino dentro de ella
misma y se convierte en una de estas mujeres poderosísimas que conocen
qué es lo masculino porque saben qué es lo femenino. Las mujeres saben
y los hombres conocen. Una mujer menopáusica es una mujer que supo
toda la vida y ahora conoce.
La muerte no existe en la feminidad. Las mujeres sanas no mueren.
Simplemente se retiran, mirando, con unos ojos encantadores, a las hijas
que dejaron, que están haciendo hijas como las que ellas hicieron, o me­
jores que las que hicieron. Entonces , dulcemente, reclinan la cabeza y se
vuelven a meter en la tierra.
Gea Mater. Magna Mater. Se convierten otra vez en Kore y, dulce­
mente, entregan sus despojos para que Deméter-Gea, para que la Madre
Tierra, las abrigue de nuevo con la seguridad del «Eterno Retomo», que
es la imagen preferida de la feminidad.

88
FILOSOFIA Y FEMINEIDAD
Fabiola Vethencourt

ME HAN invitado a este evento para hablar sobre el tema «La mujer y la
filosofía». Confieso que intentar el enlace propuesto por el título de esta
invitación ha sido una tarea incómoda y nada fácil, pues ya cada uno de
los términos por separado, antes de ser puesto en conexión con el otro,
esconde dentro de sí un racimo de dificultades. Cómo hablar de «la mu­
jer» sin rozar esa zona conflictiva del feminismo, cómo hacerlo quedando
a salvo de desembocar en una u otra posición inevitable, liberándose de
ese juego que termina remitiendo desprevenidamente a un enfren­
tamiento teórico que uno individualmente no ha elegido nunca. Cómo
hablar de «la filosofía» cuando uno se ha pasado la vida huyéndole a la
pregunta obligatoria: «¿Qué es la filosofía?» , « ¿Para qué sirve?», que
acompaña al ritual de toda presentación social después que se ha dicho el
nombre, el apellido y la ocupación. Cómo referirse con nitidez a un oficio
que es de suyo tan ambiguo, tan internamente indefinible, tan heterogéneo
en las formas de asumirlo, cómo echarlo a la suerte cuando todavía uno
está buscando el modo personal de hacerse una convivencia con él.
Así, y por si fuera poco, la invitación es para reflexionar de golpe y de
una sola vez sobre estos dos términos en conjunto: «la mujer y la filoso­
fía». Y, precisamente sucede que en el campo donde ellos pudieran
solaparse, los antecedentes no son favorables. Los juicios de los filóso­
fos y las opiniones en general acerca de la aptitud de las mujeres para la
filosofía y para los retos de la inteligencia son de marcado escepticismo,
además de que suelen ir expresados en un tono displicente y malhumora­
do. Clásicas son las palabras de Rousseau, aquellas en que dice que las
mujeres no aman ningún arte, pues les están negados la inteligencia y el
genio, y de seguidas , dejando sentir su molestia, pasa a referir la prueba
de esta privación en la actitud desinteresada y de descarada «cháchara»
que guardan las damas entre ellas en un concierto, una ópera o una co­
media. «Si es cierto que los griegos no admitían a las mujeres en los
espectáculos, tuvieron mucha razón; a lo menos, en su teatro se podría
oír alguna cosa».

89
No menos paradigmática es la idea de Schopenhauer, decididamente
hostil y adversa a l a posibilidad de que las mujeres se dediquen a l a filo­
sofía: «Sólo el aspecto de la mujer revela que no está destinada ni a los
grandes trabajos de l a inteligencia, ni a los grandes trabajos materiales.
Paga su deuda a la vida, no con la acción sino con el sufrimiento, los
dolores del parto, los inquietos cuidados de la infancia; tiene que obede­
cer al hombre . . . »
En un tono menos reactivo que el del filósofo de la ilustración france­
sa y más ecuánime que el expresado por el filósofo del pesimismo, se
impone también como referencia obligatoria la opinión de Hegel, en un
pasaje de la Filosofía del Derecho:

B ien pueden las mujeres ser cultas, pero ellas no están hechas para las
ciencias superiores, la filosofía ni para ciertas producciones del arte que
exigen algo universal . B ien pueden las mujeres tener ingenio, gusto, ele­
ganc ia, pero no poseen lo ideal . . .Si las mujeres se encuentran al frente del
gobierno, entonces está en peligro el Estado, pues ellas no actúan según
las exigencias de la universalidad, sino según inclinación y opinión con­
tingentes.

Después de repasar estas opiniones salta con evidencia el enredo que


caracteriza al tema sobre el cual se me ha pedido que reflexione. L a com­
binación «la mujer y l a filosofía» empuj a decididamente hacia una zona
polémica, mucho más cuando los criterios que l a han delimitado desde
siglos atrás son decididamente misóginos dentro de l a tradición de los
maestros filósofos: primero, que las mujeres debieran quedarse en casa
porque hasta en el teatro o l a ópera molestan; segundo, que el asunto que
les trae a l a vida es l a maternidad y el cuidado de los hijos; y tercero, que
no se les puede dejar que realicen tareas de l as «ciencias superiores» ,
como la filosofía o l a política, pues s e inclinan siempre según sus senti­
mientos y pueden causar desastres.
La primera solución que me vino a la mente fue abandonar el tema.
No tenía un interés vital para mí destejer los hilos de l as argumentaciones
hechas al corte de las citadas en Rousseau, Schopenhauer o Hegel . Pero,
en verdad y a fin de cuentas, la dificultad principal que se me presentó
para abordar la relación entre «la mujer y l a filosofía» fue la oscuridad
que se impuso sobre cualquier forma o camino para ensayarla. ¿Cómo
hacerlo? Intentarlo a través del comentario de l a obra de algunas mujeres

90
filósofos me lucía un tanto simplificante; por otra parte, intentar un aná­
lisis del discurso misógino en el terreno de la filosofía (como lo han he­
cho varios ensayos feministas) , me parecía tomar el tema en una direc­
ción que dejaba afuera lo más importante.
Así, cualquier camino se me diluía en el intento. Pero, el imperativo
de abandonar el te1na se deshizo una vez que reparé en el hecho de que
soy mujer, que me gusta asistir a la ópera, al teatro y a los conciertos (para
fastidio de Rousseau si fuera mi contemporáneo), que elegí la filosofía
más que como profesión como una forma de lo que, en las palabras pesi­
mistas de Schopenhauer, sería «pagar» mi deuda a la vida, atendiendo a
una vocación natural tan fuerte como la que acompaña a la llamada de la
maternidad en l a condición femenina, y por último, y pese a sembrar
dudas e inquietud a quienes ven las cosas como Hegel , me interesa la
filosofía en el punto donde sus conceptos se cruzan con los asuntos del
Estado y la política.
Después de deshojar la margarita, esta triple convicción me obligó a
buscar una alternativa, quedando en mi mano la idea de ensayar una co­
nexión ya no entre «la filosofía y la mujer», sino entre lo que hay de
esencial en cada uno de estos términos. Conjugar del primer elemento la
actitud vital que se despliega sobre la base de los ejes de l a inteligencia y
el discernimiento, tomando del segundo elemento la disposición resul­
tante de la feminidad, como sentido de orientación basado en el roce
sensorial y en la fuerza de los sentimientos.
Por ello este ensayo abandona la proposición del título original «la
mujer y la filosofía», y elige el tema «la fil osofía y la feminidad»
como ámbito de reflexión. La alternativa se concentra ahora en el in­
tento de describir una actitud cognoscitiva que necesita acercar la me­
jilla para saber cómo respiran las cosas del mundo. Descifrar una for­
ma de conocer que apenas concibe qué fuerzas animan a los seres que
le rodean, qué leyes los separan, cuáles principios los reúnen, una vez
que ha capturado el aliento que exhalan cuando se disponen en uno u
otro orden.
La conjugación entre la filosofía y la feminidad ofrece como resultado
una semblanza reflexiva, que mide el pul so de las cosas a través de un
movim iento pendular que va incesantemente del reino de las ideas o las
«formas puras» de un lado, a la rapsodia de imágenes y texturas que brin­
da la sensibil idad o reino de los sentidos , por el otro. Para decirlo en una

91
última manera, la apuesta es exponer un tipo de m irada sobre el mundo
que, obsesionada por hundir su mano en la textura de la forma que orga­
niza al univ erso, sólo accede a la conceptualidad preci samente mientras
.
permanece abrazada al registro sensorial .
Pero, antes de emprender el intento combinatorio del talante filosó­
fico con la condición de la feminidad, quisiera revisar la observación
muy reiterada en nuestros días que sostiene que no existen nombres de
mujeres en la historia de la filosofía, así como no los hay ni en la músi­
ca, ni en la pintura, ni en las matemáticas. Esta objeción en pocas pala­
bras afirma que a las mujeres nos está negado el «genio» para el razo­
namiento abstracto y lógico, que no tenemos alcance para el pensa­
miento universal. En lo que compete a la filosofía, a este argumento
hay que responder con una observación histórica: la filosofía occiden­
tal ha sido a través de los siglos una actividad l igada al recinto acadé­
m ico, una labor que se despliega en el seno de la dinámica universita­
ria. Es apenas a fines del siglo XIX cuando se les permite a las mujeres
ingresar como estudiantes a las universidades, y sólo en el siglo XX se
les permite acceder al magisterio. Así, es natural que en el siglo XVIII,
por ejemplo, la relación de las mujeres con la filosofía se genere tan
sólo en un ámbito externo y periférico al de la activ idad académico­
universitaria, figurando como animadoras de cortes y salones de discu­
sión filosófica en París y en Berlín. Una de ellas fue Hanreitte Herz, l a
muj er de Marcus Herz (célebre por s u i ntercambio epistolar con
Enmanuel Kant). Más adelante, entrando en el siglo XIX, algunos nom­
bres femeninos figuran como interlocutores epi stolares o como di­
fusoras de pensamientos: Madame de · stael, quien difundió la filosofía
alemana kantiana y poskantiana en Francia, introduc iendo en el ámbito
intelectual francés las ideas de Fichte, Schelling y del romanticismo
alemán, a través de su libro Sobre Alemania; Lady Wellby, famosa por
sus cartas con Peirce; Franklin-Ladd, la asistente de Peirce hasta 1 8 80
en el Departamento de Lógica en la Universidad John Hopkins de
Baltimore; Harriet Taylor, la esposa de John Stuart Mill.
Las participación activa de las mujeres en la vida académica y uni­
versitaria sólo ocun·e a partir de las primeras décadas del siglo XX des­
pués que se sucedieron los cambios sociales que acompañaron al desa­
rrollo político moderno. Algunos nombres femeninos figuran, dignos de
mencionar (corriendo el riesgo de incurrir en omisiones imperdonables) :

92
Hanna Arenelt, con una aproximación teórica original a la condición hu­
mana; Agnes Heller, de las más célebres discípulas de Georg Luckás,
figura con su teoría de los sentimientos morales, en la universidad aus­
traliana de La Trobe; Mary Hesse, notable referencia en epistemología
en la Universidad de Cambridge, lo mismo que Nancy Cartwright en
Stanford; Ruth B arcan-Marcus , la representante principal de la lógica
modal en la Universidad de Yale; Elizabeth Anscomb en Oxford, impor­
tante discípula de Wittgenstein; Marta Nussbaum, elogiadísima recien­
temente por sus trabajos en ética: La fragilidad del bien y Saber del
corazón; Phillippa Foot, con su libro Ethic, obligatoria lectura para todo
estudioso contemporáneo de temas éticos; Ursula Wolff en Alemania. Y
para no dejar afuera referencias del ámbito hispanoparlante, menciona­
mos a Esperanz a Guisán, Victoria Camps , Adela Cortina y María
Zambrano, con sus incontables producciones teóricas también en el
campo de la ética.
De esta manera, en el mundo filosófico académico conternporáneo, la
presencia femenina es cada vez mayor y va cobrando progresivamente
un perfil más definido. Sin embargo, demostrar que las mujeres sí pue­
den ser filósofas no es el objetivo de esta reflexión. Explicar por qué no
figuran nombres de mujeres en la historia de la filosofía al lado de
Platón, Aristóteles, S anto Tomás, Descartes, Locke, Hume, Spinoza,
Kant, Hegel, Husserl, Heidegger, supone realizar un estudio histórico y
sociológico que rebasa los límites de este ensayo.
Además, enfrentar las estadísticas de la producción masculina a las de
la producción femenina sitúa las cosas en un enfrentamiento sesgado ya
por condiciones de desigualdad, en virtud de las causas históricas que
privaron el acceso de la mujer a los distintos espacios sociales. Por otra
parte, el análisis no debe concentrarse en el enfrentamiento entre hom­
bres y mujeres pues, parafraseando a Jean Fran�ois Lyotard, «la frontera
que separa a los sexos no separa a dos partes de la misma entidad social».
A efectos de lo que pesa en una cultura, a lo largo de lo que se encuentra
sedimentado en ella, la distinción física hombre-mujer es un dato de do­
cumentación relevante para asuntos de la vida civil , pero es una diferen­
ciación que difícilmente puede ser trasladada a la imagen de dos bandos
que se oponen frente a frente. La tensión es más metafísica si se quiere,
más sutil, menos evidente.
Por ello, la dicotomía entre lo femenino y lo masculino es quizás un

93
acceso más promisoric para ensayar una mirada sobre la filosofía. Enten­
didos como arquetipos, lo femenino y lo mascul ino son formas combina­
torias de elementos simbólicos que actúan como tendencias en l a psico­
logía de los individuos y que producen claves sintácticas capaces de ca­
racterizar a naciones enteras y a épocas de la historia.
En efecto, la hrstoria de occidente - y también la de la filosofía como
veremos más adelante-, ha estado marcada desde sus inicios por el pre­
dominio de lo masculino sobre lo femenino en la configuración de la
cultura. La genealogía etimológica que realiza Nietzsche en tomo al con­
cepto griego areté es quizás una de las manifestaciones más elocuentes
de l a sobrevaloración de lo masculino. Areté significa «excelencia»,
«bondad», aquello que hace que una cosa sea lo que es o, aún más, aque­
llo que completa la buena disposición de una cosa, lo que la perfecciona
para ser lo que es. Así, para los griegos, la areté de un león está constitui­
da por el conjunto de propiedades que tiene que tener para ser tal.
Ahora bien, ¿qué caracteriza la areté o la «excelencia» de lo huma­
no? La respuesta reside en la forma en que transitó esa voz griega a la
lengua l atina. Areté se tradujo como virtus, y en esta metamorfosis es
relevante la partícula vir que impregna con su contenido específico el
sentido más general de la «excelencia» : vir alude a virilidad, varonía.
Así, ya en el origen greco-latino de la cultura occidental lo excelente o
virtuoso se interpretó como lo viril .
A su v ez virtus, entendido como virtud, está relacionado con bonum:
la bondad de algo. Nietzsche encuentra una común descendencia entre
bonus y bellum, siendo que este último vocablo alude a lo bélico, a l a
guerra y a la voluntad de dominio. Por ello Nietzsche se permite concluir
esta genealogía con la siguiente afirmación: «Creo estar autorizado a in­
terpretar el latín bonus en el sentido del ' guerrero ' ».
El centro de gravedad de la cultura occidental , a lo largo de su
despliegue, ha reposado en el ímpetu de lo masculino entendido como
fuerza, enfrentamiento, guerra, voluntad de poder, dominación. La Gre­
cia clásica descubre o inventa la Razón como estrategia de su espíritu
de conquista. La Razón se dirige al mundo animada por la voluntad de
poder, condición que prepara el surgimiento de las ciencias como patri­
monio de Occidente.
Concretamente, las ciencias nacen como consecuencia de que el hom­
bre descubre que tiene que adelantar su voluntad a la naturaleza para

94
obligarla a responder a sus preguntas. La razón tiene que imponer sus
planes, sus principios, sus leyes a la naturaleza y no dejar que ésta sea
quien la domine a su antonjo. Según Kant, la razón -si quiere saber algo
acerca de los fenómenos del mundo-- tiene que condúcirse «no a la ma­
nera de un escolar que deja al 1naestro decir cuanto le place, antes bien
-tiene que comportarse--como verdadero juez que obliga a los testigos
a responder a las preguntas que les dirige». Así, el uso de la razón se
ejerce unívocamente como enfrentamiento y dominio.
La manera de nombrar y codificar las cosas en el ámbito epistémico es
elocuente de un circuito de sentido que se teje basado en la fuerza viril
entendida como ímpetu del guerrero: se habla de «dominios» de conoci­
miento, «disciplinas» teóricas, «provinci as» del saber, donde «dominio»
alude a dominación, «disciplina» al arte de la guerra, y «provincia»
(vincere) a territorio vencido.
La filosofía que es la ' ciencia del saber en sí mismo' , ' madre de todas
las ciencias ' , también se ha posado en el principio sintáctico de la v irili­
dad y el dominio. La búsqueda del sistema por parte de los filósofos,
como forma de organización de los conceptos es elocuente de ello. El
sistema surge del arte de clasificar l as partes de una diversidad, estable­
ciendo un orden entre ellas, a partir de una idea como patrón único. De
nuevo, se trata del arte de la guerra y de la conquista trasladado al hori­
zonte del conocimiento. Una vez que se vence en la batalla, v iene el
establecimiento y la organización del reino. La filosofía aspira a ser el
reino de los principios, de los fundamentos y de las leyes universales, una
vez que la razón le ha ganado la batalla a la naturaleza y logra mantener
su dominio sobre ella.
Sin embargo, a lo largo del actual siglo, la filosofía ha ido perdiendo el
trono de la universalidad. En las últimas décadas ha comenzado a hablar­
se del «fin de l a filosofía», de l a «muerte del hombre», del «fin de la
historia», de «postmodemidad», para señalar el agotamiento y la deca­
dencia del uso de la razón como s istema de principios que todo lo abarca.
En efecto, la experiencia humana ha comenzado a dudar de una forma
de conocimiento que impone a la realidad una relación de dominio, ha­
ciéndole sufrir --como diría M argueritte Yourcenar- las mismas trans­
formaciones que el fuego y el mortero hacen sufrir a los cuerpos, para
brindarnos cristales o cenizas en los que nada subsiste de los cuerpos que
conocimos.

95
Una vez que en nuestros tiempos comienza a crecer una tendencia de
incredulidad frente a la expectativa de que el hombre puede alcanzar el .
dominio absoluto del mundo, quizá se abre para la filosofía occidental la 1
oportunidad histórica de entrar en equilibrio con el principio de lo feme- ·

nino, durante mucho tiempo eclipsado por el ímpetu del guerrero.


Carl. G. Jung denomina ánima al arquetipo femenino, y se lo repre- ·

senta como Eros, es decir como el ámbito de los sentimientos, el afecto, ,


los instintos, la sensualidad. Los elementos que personifican el ánima 1
son la tierra, el hábitat, la naturaleza, la oscuridad, el misterio, la incerti-
·

dumbre.
Pensar a la filosofía a la luz del ánima introduce el ejercicio de la 1
razón en un á�bito más modesto, suavizando sus prentensiones absolu- ·

tas de dominio universal. Los sentidos y los sentimientos como fuente de :


relación con las cosas del mundo, por una parte brindan datos efímeros, ,
fortuitos, contingentes, aleatorios; y por otra ofrecen al conocimiento i
sencillamente aspectos fragmentarios de la realidad.
El diálogo del arquetipo masculino con el arquetipo femenino en el l
quehacer de la filosofía, desplaza a la razón de la universalidad al frag- ­
mento, de la eternidad a lo fortuito y a la provisionalidad. Con este des- ·
plazamiento la filosofía tiene que conjugar la física del dominio con la1
metafísica de la incertidumbre y el misterio. En otras palabras, la razón1
tiene que prever que si todos los días el sol nace por el Este y se pone pon
el Oeste, nada nos asegura contra la posibilidad de que alguna mañana eU
sol nos espere en otro punto cardinal.
Las leyes y principios con los cuales interpretamos el comportamien­
to de la naturaleza y de los hombres no traducen una regularidad inque-­
brantable a través de la cual se manifiesta el dominio de la razón. Lass
leyes y principios deben verse también como puntos de contacto, puentess
de acercamiento que arroja la razón en medio de la incertidumbre parm
acercarse a las cosas y a la naturaleza humana. La razón, habitada por su.1
ánima tiene que aprender a conjugar la configuración que se ha hecho del 1
mundo y de los hombres con la incertidumbre y el misterio inagotabl d
que siempre los hace aparecer de otra manera.
De la universalidad al fragmento, de la permanencia a la provisiona­
lidad, de la verdad a la incertidumbre, la filosofía ahora en diálogo corn:
el arquetipo femenino cedería en su ambición de ser un sistema de los
principios que configuran y dan orden a las cosas del mundo. Buscarím

96
no tanto el dominio como el hábitat, no tanto la conquista como la con­
vivencia con la alteridad: el cosmos y los distintos paisajes hun1anos.

97
FEM IN ISMO Y FEMINISTAS
Juan Nuño

AL FE M INISMO, en tanto teoría, le ha sucedido lo que al sionismo: llega­


ron tarde a la eclosión ideológica. B ien es verdad que a principios de este
siglo las sufragistas, sobre todo en Inglaterra, dieron una batall a que p ue­
de tomarse como la prehistoria del feminismo. Pero las ardorosas lucha­
doras, émulas de Victoria Kent, no planteaban sus reivindicaciones en
tanto mujeres, sino en tanto votantes: se conformaban con que las deja­
sen disfrutar de los magros y dudosos beneficios del sufragio universal .
Hace falta ingenuidad. Las feministas de verdad, las de los años cincuen­
ta y aun sesenta, a lo Betty Friedan, fueron otra cosa. Querían algo más
que el derecho al voto : querían la revancha.
En el fondo, despojado de sus adornos teóricos, la idea que anima al
feminismo es casi freudiana: la lucha de los sexos. En lugar de la envidia
del pene, su rechazo y aun su ablación, de ser posible, pasando a posicio­
nes abiertamente castradoras. Las feministas puras y duras se rebelaron
contra siglos de opresión y, como suele suceder en tales casos, llegaron a
imaginar otra opresión de signo contrario. H istóricainente, antropológi­
camente, nada nuevo. El principio de la civilización asumió formas
matriarcales; toda la rica m itología griega puede interpretarse en térmi­
nos de oposición entre los cultos solares U upiterinos, machistas) y los
cultos lunares (renovadores, cíclicos, femeninos) . Si la línea general evo­
lutiva fue la de reemplazo del matriarcado por el patriarcado, la proposi­
ción fem inista de este siglo s ignificaba, culturalmente, la v uelta atrás, el
repl iegue del reloj histórico, l a recuperación de los poderes matriarcales.
De ahí, buena parte de su gran fracaso teórico y práctico: el matriarcado
tiene sentido en los pueblos nó1n adas y primordialmente cazadores. En la
complej idad de sociedades industriales y pos-industriales volver al ma­
triarcado sería el equivalente de pedirle a la humanidad que regrese vo­
luntariamente a l as cavernas. Que conste que no sólo las feministas lo
intentaron: ahí están aq uel los tempranos ecologi stas, pacíficos y blan­
dos, organizados en comunas, que abandonaban en masa las ciudades y
se dedicaban a crear falansterios o Walden donde podían. Formas retró-

99
gradas que sólo testimonian la crisis que atraviesan las sociedades con­
temporáneas.
Pero la mayor confusión ideológica del feminismo no fue su vuelta al
matriarcado, sino sus posturas originales decididamente anticientíficas.
Simone de Beauvoir, especie de profeta y fundadora del feminismo con­
temporáneo, fue l a culpable de semejante despiste. Aquello de que no se
nace mujer, sino que se hace la mujer a sí misma, era una agresión direc­
ta contra los datos de l a biología. Comprensible si se hubiera formulado
doscientos años antes, es decir, con anterioridad a Darwin, pero que ha­
cia 1 950 alguien pretenda ignorar o al menos poner de l ado los hechos
de l a biología y desarrolle el más desenfrenado i dealismo vol untarista a
la hora de definir y caracterizar a la mujer, sirve para medir los alcances
del desvarío conceptual . Los datos biológicos son tozudos y constantes:
hay dos sexos y cada uno tiene funciones reproductivas diferentes. Ello
significa que l as aspiraciones igualitarias tienen un l ímite por la base; lo
más curioso es cuando , a partir de los ochenta, l a tecnología reproductiva
de los seres vivos permite l iberar a la mujer de parte al menos de l as
obligaciones o relaciones sexuales en el proceso de reproducción
(fecundación artificial , préstamo de vientres, etc.), el feminismo o ha
estado apagado o no ha sabido aprovechar tales ventaj as materiales para
sacar consecuencias teóricas favorables a su posición. De seguir así, no
estará lejano el día en que la reproducción total en l aboratorio de seres
humanos sea posible, en cuyo caso, se habrá liberado biológicamente l a
mujer de l a carga reproductiva, pudiendo plantear s u oposición a l v arón
'
en términos más agresivamente igualitarios. Siempre subsistirá l a dife­
rencia no sólo sexual , sino genética. La mujer duplica sus cromosomas
X, mientras que el macho cambia uno por el cromosoma Y, con todas las
consecuencias endocrinológicas y morfológicas que de ahí se siguen. De
modo que aquella formul ación existencialista (beauvariana) queda en el
aire en el museo de l as rarezas, como una muestra más de la capacidad
de deliquio filosófic o.
Sólo que el campo de operaciones del feminismo no fue nunca ni l a
filosofía ni la biología, sino l a política. Quizá éste fue s u error táctico
mayor: haber planteado el enfrentamiento en términos de consecución
del poder.
Lo grave del caso es que el feminismo arranca de una reclamación
legíti m a y verdadera: la explotación no sólo social, sino total (psicológi-

100
ca, emocional , cultural ) de la mujer por el hombre. Se dijo entonces que
la mujer e�·a la «última colonia del hombre» . Pero emplear determinados
términos entraña peligros, porque quienes hablaron de «colonia» creye­
ron que debería darse la batalla en condiciones anticolonialistas, a lo
Fanon, a lo Tercer Mundo. Esa es otra batalla, pero no exclusiva del femi­
nismo. Para que el feminismo hubiera podido afianzarse ideológicamen­
te, debería haber tenido la suficiente visión como para despolitizar sus
reclamaciones; en la medida que hizo todo lo contrario, fue fácil arrinco­
narlo, por unos y por otras. Se le dijo, sin más, que la liberación de la
mujer, de ser política, tenía que estar subordinada a la liberación total de
la sociedad. Ese fue el fin: cuán largo me lo fiáis . Ahora, a fines de los
ochenta, principio de los noventa, se ha visto a dónde han ido a parar
todos los proyectos liberadores de sociedades subyugadas. Por eso el
impasse en que se encuentra el feminismo : ya no tiene asidero político y
nunca levantó una plataforma teórica propia, con fuerza suficiente como
para mantenerse en la brega.
Pero, ¿de qué brega, de qué batalla se trata, en definitiva? Si sólo es
social y cultural, sabido es que la condición de la mujer no es la única
explotada: es otra «minoría» más, que tiene la extraña cualidad de no ser
propiamente una minoría, a menos que las feministas sólo consideren
dignas de salvación a las militantes concientizadas, pero no a los millo­
nes de mujeres alienadas, más o menos resignadas a su suerte de
subyugación ante el macho. Y si no se plantea en el orden sociocultural,
¿en cuál se va a plantear? ¿En la más profunda de las actitudes y dispo­
siciones del hombre hacia la mujer? ¿O en el epidérmico del encuentro
de los sexos? Aquí se toca el fondo del problema del feminismo : si todas
sus reivindicaciones sólo tienen un alcance histórico-material, el femi­
nismo es apenas una ideología más del siglo XIX , nacida tarde, que aspi­
raba a lo que aspiraron todas las ideologías del siglo XIX : a una renova­
ción de la sociedad y una aceleración de la historia a fin de, como dijera
aquel profeta, transformar el mundo, no sólo interpretarlo. Pero entonces
el feminismo cae en el desván de los fracasos ideológicos de este fin de
siglo: uno más.
Ahora, si acaso el feminismo aspira a establecer diferencias metafísi­
cas radicales respecto del otro sexo, el dominante, entonces es cierto que
escapa a la decadencia ideológica, pero carece de una fundamentación
teórica amplia, elaborada, conv incente. Hasta ahora, sólo ha podido esta-

1 01
blecer que, siendo diferentes, no deberían ser tratadas como tales, sino
como iguales, lo que además de no hacer específicas a las mujeres ( «dife­
rentes» lo somos todos respecto de otros que así nos vean) no les confiere
una plataforma muy segura, ya que siempre será I? osible exigirles que se
pronuncien o por l a diferencia o por la igualación.
Lo de la igualación ya se sabe que es caer en lo práctico-ideológico
(reformas del código y minucias semejantes); lo importante sería la con­
sagración de la diferencia. Y su orgullosa defensa y proclamación. Y en
efecto, eso es lo que, un tanto estrafalariamente, se han dedicado a hacer
las feministas.
Así como los negros pasaron de la etapa sumisa y entreguista (Cabaña
del Tío Tom , negrito alegre que sólo sabe tocar el banjo) a la fase orgullo­
sa y exhibicionista de su negritud: pelo afro acusado, modas africanas,
lenguajes propios, hermandades y aun adopción de religiones más próxi­
mas culturalmente; también las feministas, creyendo que podían hacer
algo similar, comenzaron a distinguirse. Pero, ¿cómo? Y sobre todo, ¿de
quién? No se van a distinguir de los machos, ya que hasta ese extremo de
confusión no ha llegado jamás la humanidad. Y entonces tomaron el ca­
mino paradójico y absurdo de distinguirse de las mujeres mismas, justo
de quienes decían representar y defender. Absurdo: si se distinguen de
ellas mismas, debilitan la razón de su reclamación. Paradójico: sólo hay
una forma de distinguirse de las mujeres: pareciéndose a los hombres.
Con lo que las feministas más enragées, por huir de esa dominación mas­
culina que aborrecen, terminan por parecerse física y espiritualmente a
los machos. Y surgieron esos tipos híbridos y raros de mujeres mascu­
linoides, viragos, marimachos, que lamentablemente más parecen repre­
sentar al movimiento feminista, al menos a los ojos del macho clásico y
petulante. Otro fracaso, otro impasse, y es de lamentar, ya que en princi­
pio, el punto de arranque es correcto: la mujer tiene razones para protes­
tar.
La única lección a retener de los últimos y decepcionantes tiempos es
que esas razones, en lugar de desvanecerse, se han afirmado: el mundo
sigue aferrado a concepciones cerradas, exclusivistas y machistas, y la
mujer apenas si logra arrancar triunfos parciales como quien arranca
mendrugos de l a mesa de los ricos . Pero el feminismo tendría que
replantearse con más inteligencia. O quizá no: con más sentimiento, si es
que se parte del punto de vista según el cual la inteligencia es atributo del

1 02
varón. Es fácil indignarse y negarlo, pero entonces, ¿por qué ha fracasa­
do el feminismo en forma tan lamentable?

1 03
¿SOLO LLORAN LAS MUJERES?
Mercedes Muñoz y Juliana Boersner

El hombre caza y lucha. La mujer intriga


y sueña; es la madre de la fantasía, de los
dioses . Posee la segunda visión, las alas
que le permiten volar . . . Los dioses son
como los hombres: nacen y mueren sobre
el pecho de una mujer . . .
Jules M ichelet

LA OCASIÓN es propicia para compartir una serie de reflexiones que tie­


nen que ver con la posible existencia de una naturaleza femenina o mas­
culina más allá de las múltiples construcciones simbólicas de orden so­
cial, político, religioso , científico y económico que los seres humanos
hemos elaborado en nuestra relación con el entorno y con nosotros mis­
mos.
Elizabeth Badinter señala: «El dualismo sexualizado es el paradigma
de todos los dualismos, el paradigma de la historia del mundo» 1 , y parte
de esta afirmación para desarrollar su libro de ensayo El Uno es el Otro,
un viaje a través de la historia de los géneros, que analiza la trascendencia
de eventos que estamos viviendo como hombres y como mujeres y que
tocan puntos vitales de nuestra existencia. Ella misma dice : «el cambio
de modelo no sólo pone en tela de juicio nuestros comportamientos y
valores, sino que afecta nuestro ser más íntimo: nuestra identidad, nues­
tra naturaleza de hombre y mujer», y agrega,

por esta razón la inquietud reviste formas de verdadera angustia existen­


cial que obliga a replantearse la gran cuestión metafísica: ¿quién soy yo?,
¿cuál es mi identidad, mi especificidad como hombre o como mujer? ,
¿cómo distinguimos el uno de la otra? , ¿cómo vivir el uno con la otra?2.

Partimos hoy de una pregunta aparentemente muy sencilla y que


emerge del axioma lógico más elemental : si los hombres no lloran es

l B adi nter E l izabet h : El Uno es el Otro, B ogotá, Ed it . Planet a , 1 987, p . 20.


p. 1 O.
2Ibid.,

1 05
porque sólo las mujeres lloran. Será entonces que ¿sólo lloran las muje­
res?
Volvemos la mirada hacia nuestra infancia hace 30, 20, 1 5 años y pen­
samos, ¿era entonces posible esa pregunta?, ¿era acaso posible dudar. . . ?
Entender o asumir la naturaleza femenina o masculina como un fenó­
meno cultural, es un hecho reciente en la historia. Por siglos, ¡ siglos ! , ha
habido un orden, una estructura fundamentada en un discurso y una ac­
ción económica, política, religiosa, científica, donde no cabía la duda, la
naturaleza femenina y masculina, sus atributos y derechos eran valida­
dos por la naturaleza misma y Dios.
Así, cada uno de los individuos (que no por casualidad han sido funda­
mentalmente hombres) que pretenden explicar desde la ciencia o la reli­
gión la naturaleza, lo hacen desde la aspiración, desde la convicción, de
que están hablando «objetivamente» de ella. Comenta Mena «así el perí­
metro de esa naturaleza innegable ha sido diferentemente delineado por
Homero, Platón, Aristóteles, San Agustín, Mahoma, Buda, Marx, Freud,
Lorenza, Skinner. . . »3.
Ahora bien, ¿de dónde surge esa necesidad de búsqueda y afirmación
de verdades absolutas? La palabra búsqueda nos conduce al concepto de
carencia; buscamos lo que nos hace falta, lo que no tenemos . Comparti­
mos la respuesta que Mena da a esta inquietud cuando dice «buscamos
esos referentes porque no los tenemos, debemos crear nuestros propios
referentes de comportamiento»4.
La acción de crear implica, necesariamente, el juego de los posibles,
lo cual le confiere un carácter de aleatoriedad. Aceptar el carácter de
probabilidad de los referentes, de los modelos, hos deja despojados de lo
que denominamos normalidad y toca una fibra de nuestro ser y estar en el
mundo que cuestiona la naturaleza misma de la existencia. De allí que
frente a tan enorme carencia aparezca la gran tentación: «responder a una
ausencia con una estabilidad incuestionable»5 .
Frente al vértigo que genera moverse en el carácter provisional de los
referentes, de los modelos, de las estructuras, incluso de los procesos,

3José Lorite Mena: «La mujer: una probabilidad en el orden masculino», en Texto y Con­
texto 7, Bogotá, Colombia, Universidad de Los Andes, enero-abril, 1 986, p. 38.
4Ibid. , p. 38.
5/bid. , p. 37.

1 06
sucede lo que es denominado por Mena como «violencia totalizante del
sujeto» y que él describe como el proceso a través del cual el ser humano
es sometido «al engranaje del poder de realidad de representaciones que
han pretendido ser satisfactorias, absolutas e inmodificables»6.
Este fenómeno ha sido históricamente patrimonio de los hombres.
Para ejercer el poder y perdurar en él son necesarias ciertas condiciones
ideológicas particulares, y lo que se ha denominado patriarcado se funda­
menta en una comprensión de lo humano que abarca el ámbito de lo pú­
blico y de lo privado, justificándolo como «verdad satisfactoria, absoluta
e inmodificable», y tiene por objetivo la implantación del poder mascu­
lino. Más adelante veremos que este poder no implica solamente el poder
de los hombres: Pedro, Juan, Eduardo, mi papá, mi tío , mi amigo, mi
compañero, sino que es un fenómeno cultural que necesariamente nos
trasciende en nuestra condición de individuos.
Decíamos anteriormente que la naturaleza femenina y masculina y las
características que se le adjudican a cada una, eran, hasta hace poco,
incuestionables . . . S in embargo, tenemos la percepción de estar viviendo
tiempos de transición. Pareciera que el antiguo modelo se agota. En este
sentido Whitmont señala: «En el punto bajo de un proceso cultural que
nos ha conducido al callejón sin salida del materialismo científico, de la
destructividad tecnológica, el nihilismo religioso y el empobrecimiento
cultural, ha ocurrido un fenómeno de lo más sorprendente . . . », y continúa,
« . . . La Diosa vuelve. Negada y reprimida durante miles de años de domi­
nación masculina, aparece en un momento de extrema necesidad . . . », y
concluye, « . . . La época del patriarcado está tocando a su fin. ¿Qué nueva
pauta cultural asegurará a la humanidad la continuidad de la vida en la
.
tierra?. . . . » 7 .
Whitmont es un analista jungniano de larga trayectoria y nos aporta en
su libro, El retorno de la diosa, una propuesta que nos ha servido para
analizar, comprender y contextualizar algunos fenómenos que están su­
cediendo en el mundo de la ciencia y la religión, que sentimos, quizás
intuitivamente, que tienen que ver con la irrupción de lo femenino dentro
de la ideología patriarcal, dentro de lo que comprendemos que ha tenido

6Edward C., Whitmont: El retorno de la diosa , Barcelona, Edit. Argos Vergara, 1 982, p.
1 l.
7 Ibid.

107
que ver con una forma masculina de aproximarse al conocimiento, a la
naturaleza y a la vida misma . . .
Consideremos que hechos como el incipiente reconocimiento acadé­
mico e intelectual al desarrollo de disciplinas como la etnología y la an­
tropología; la validación de las metodologías cualitativas como técnicas
de investigación y evaluación dentro de las ciencias sociales y la educa­
ción; el auge de la medicina alternativa; el acercamiento a la filosofía y
las religiones orientales, son síntomas de disolución de un antiguo orden
logocentrista y ginolátrico, hacia un nuevo orden, una nueva forma de
conc1enc1a . . .
Intentaremos explicar en forma breve lo que Whitmont nos aporta
sobre la evolución de la conciencia y su vinculación con lo femenino y lo
masculino. Para ello será necesario exponer algunos conceptos básicos.
Para explicar lo que son los arquetipos él mismo dice:

Las imágenes que produce la psique pueden ser sumamente personales


pero la obra que se representa en nu.e stro escenario interno suele abordar
también el drama humano general. . . Artistas y sabios han comprendido
esto siempre. Nuest�os problemas personales (nacimiento, muerte, rela­
ción, conflicto y búsqueda de un sentido) son problemas humanos8.

La vivencia de esos sucesos es simbolizada en una serie de imágenes


atemporales denominadas arquetipos y sobre las cuales el autor conside­
ra que «proporcionan pautas de conducta, de sentimiento y de experien­
cia perceptiva que trascienden la historia personal»9. Estas imágenes se
suscitan en sueños colectivos , perpetuamente recurrentes que constitu­
yen lo que llamamos mitos, los que según él «desde el punto de vista
racional son tan irreales como los sueños y, sin embargo, igual de miste­
riosamente eficaces si se analizan detenidamente como indicadores y
rectores del desarrollo psíquico» I O .
Partiendo de esta perspectiva se desarrolla una propuesta de la evolu­
ción de la psique, descrita en tres fases superpuestas e incluyentes: fase
mágica, fase mitológica y fase mental .

8Jbid. , p. 5 1 .
9Jbid. , p. 5 1 .
I OJbid., p. 3 1 .

1 08
La fase mágica comprende un nivel de conciencia preverbal, unitario
y simbiótico , el cual refleja la complementaridad y androginia de la natu­
raleza misma. Ella emerge de lo femenino como expresión de lo conti­
nuo, lo fusiona!, de la integración mente-cuerpo, interior-exterior.
Lafase mitológica constituye una transición de lo mágico a lo mental.
Al principio de la fase mitológica lo apolíneo y lo dionisíaco eran una
dualidad, forman ambos parte de un gran ciclo ininterrumpido. Apolo y
Dionisia eran dos polos de lo mismo . En la medida que este proceso de
evolución continúa, estos dos ámbitos, lo apolíneo y lo dionisíaco se con­
vierten en opuestos y excluyentes. La fase mitológica en la evolución de
la conciencia es la que demarca la aparición de lo que se denomina mun­
do objetivo, distinguiéndolo del YO como ámbito de lo personal . Signifi­
ca igualmente la aparición de la dualidad, es decir, la escisión de: ser
humano-naturaleza, masculino-femenino.
La fase mental, denominada ta1nbién patriarcal del Ego está clara­
mente recogida en el dualismo metodológico de Descartes sintetizado en
su frase: «Pienso, luego existo» . Esta etapa se caracteriza por la conside­
ración de lo racional como el árbitro supremo, el menosprecio de la dei­
dad femenina, la degradación del deseo y el placer y la desvalorización
de lo emocional e intuitivo.
En este sentido, E. Badinter nos ilustra: «El Génesis se inicia con estas
célebres palabras : ' En el principio Dios creó el cielo y la tierra. Pero la
tierra estaba baldía y vacía, las tinieblas cubrían el abi smo y el espíritu de
Dios planeaba sobre las aguas ' », ella misma analizaba: «no sólo no hay
ningún rastro de Diosas , sino que el Dios de los judíos crea la tierra baldía
y vacía privada de sus características fecundadoras» , y continúa señalan­
do: «En primer lugar existió el ' espíritu ' que crea con poder de la palabra.
Dijo: ' que se haga la luz ' y la luz se hizo . . . la sensualidad de la Madre
Tierra se vuelve inútil en este nuevo proceso de creación» 1 1 .
La palabra, la razón, la objetividad, lo «científico», lo observable, lo
medible , lo cuanti ficable cobra una supremacía aplastante sobre lo
intuitivo, lo subjetivo, lo emocional y lo mágico.
La fase mental se expresa en una cultura patriarcal. Las construccio­
nes simbólicas de orden social, político, religioso , científico y económi-

1 1 E. Badi ntcr: Op. cit., pp. 83-84.

1 09
co dentro de las cuales el ser humano entiende su relación con el entorno
y consigo mismo son arquetipalmente masculinas . Más allá del proceso
de subordinación de la 1nujer se ha impuesto una «patriarcalización del
conocimiento» fundamentada en lo intelectual, lo explícito, lo analítico,
lo lineal, lo casual, lo sucesivo, lo focal , lo argumental .
Pero tomemos de nuevo las palabras de Whitmont:

La Diosa vuelve entre gigantescos cambios y cataclismos. Se ponen en


tela de juicio los papeles tradicionales de hembra y varón en la sociedad.
Lo femenino exige un nuevo reconocimiento 12.

O las de B adinter:

. . . La evolución actual de la relación entre los sexos nos parece tan consi­
derable que estamos tentados a ver en ellos una verdadera mutación .
Mutación cultural que n o se contenta con conmocionar las relaciones de
poder entre h�mbres y mujeres, sino que además obliga a plantearse de
nuevo l a ' naturaleza' de cada uno . . . 1 3 .

O las d e José Lorite Mena:

Quizás haya sido necesario que muera un poco el hombre para que la
mujer haya comenzado a delimitar las posibilidades de una nueva territo­
rialidad humana. No como objeto de un conocimiento esporádico y exte­
rior (Médico, económico, moral, erótico . . . ) sino como sujeto que cons­
truye el saber y obrar de su propia realidad . . . 14•

Así, notamos que la fase mental , la patriarcalización del Ego, cede


paso en un proceso lento y casi itnperceptible a un nuevo estado de con­
ciencia. Percibimos síntomas de una necesidad que nos rebasa en nuestra
condición de hombres y mujeres, necesidad de completar las construc­
ciones simbólicas desde lo arquetipalmente femenino; la necesidad de
complementar la forma de conocimiento mental, racional , mascul ina,
con lo femenino: lo intuitivo, lo guestáltico (¿ ?), lo tácito, lo sincrónico,

1 2E. Whitmont: Op. cit., p. 1 1 .


1 3E. Badinter: Op . cit., p . 1 3 .
1 4José Lorite Mena: Ob. cit., p . 40.

110
lo no lineal, lo sensual, lo experiencia!, para conformar una aproxima­
ción que explique la relación especie humana con el entorno y consigo
misma desde una perspectiva más integradora, donde lo femenino y lo
masculino confluyan para conformar una totalidad más armónica y más
justa en relación con la humanidad la tierra y el cosmos . . .
Sentimos el impacto de esta transición como mujeres. Esta movili­
zación de modelos significa altos costos; la certeza de que la naturaleza
femenina o masculina es una creación y, por lo tanto, entra en el campo
de lo probable, de lo aleatorio. El reto de crear nuevos modelos de lo
femenino y lo masculino, que podría implicar, incluso, probar la flexibi­
lidad vertiginosa de los no modelos, deja en el aire la pregunta: ¿cómo
será un mundo donde también los hombres lloren?
Nos encontramos, sin lugar a dudas, ante un fenómeno con repercu­
siones aún incalculables. La mitad femenina de la humanidad se ha trans­
formado irrevocablemente, y, sin embargo, como bien señala Badinter
casi al final de su libro:

. . . puede sorprender el silencio de los hombres desde el inicio de esta


extraordinaria mutación hace veinte años. No existen libros ni películas
ni reflexiones en profundidad sobre su nueva condición. Están m udos .
como paral � zactos por una evolución que n o dominan. A l lado de los que
pretenden negar el cambio y de un puñado de individuos que militan por
una verdadera igualdad entre los padres, no verificamos ninguna toma de
conciencia masculina a nivel colectivo respecto a la nueva relación entre
los sexos . La niegan, la sufren , o hacen una regresión silenciosa i s .

Pero al lado de ese silencio es obvia la presencia de manifestaciones


de respuesta o de reacción por parte de los hombres, que si bien aún no se
han constituido, como en el caso de las mujeres, en un discurso político,
público, concreto, permea claramente toda nuestra existenc ia. Basta
echar un vistazo a nuestro alrededor, recordar conversaciones con nues­
tras parejas, con nuestros amigos, nuestras amigas, o con nuestras parejas
amigas, para ver representada en la cotidianidad esta «crisis» de la que
hemos estado hablando hoy.
Desde ese no conoc imiento de nosotros mismos al que se refiere

1 5E. Badinter: Op. cit ., pp. 250-25 1 .

111
Badinter, desde esa ausencia de referentes que suscita en nosotros senti­
mientos contradictorios y ambivalentes , por momentos angustiantes,
creamos un nuevo modelo de relaciones entre los géneros, de identidad
femenina y masculina. En todo caso, una cosa es cierta: no podemos sus­
traemos de esta carrera vertiginosa ya que, de una manera u otra, todos
somos partícipes del cambio, sujetos y objetos de un proceso que, a falta
de otra acepción, ha dado en llamarse de transición genérica, y cuyas
características podrían resumirse según Penélope Rodríguez Sehk en el
cambio reciente de los roles, conductas y representaciones tradicional­
mente ligadas a la feminidad; en la lenta, pero progresiva, adaptación e
incorporación de los hombres a este proceso de cambio, y, finalmente,
por «la coexistencia de expectativas incompatibles , contradictorias y
ambiguas acerca del rol genérico, lo cual genera conflictos en la expe­
riencia de la propia identidad tanto de las mujeres como de los hom­
bres» 1 6.
Es decir, que los cambios ocurridos en nuestra realidad histórica con
respecto a la identidad de los géneros aún no se ha concretizado en mode­
los claros de comportamiento entre hombres y mujeres, lo cual , obvia­
mente, desemboca en una situación conflictiva y confusa.
Estos movimientos sísmicos de las estructuras relacionales tienen va­
rios puntos de origen o epicentros. Iniciado por las mujeres, sensibiliza
hoy también a los hombres. Harto hemos escuchado y leído acerca de los
cambios femeninos ocurridos en las últimas décadas ; sin embargo ,
ineludiblemente debemos recordarlos hoy, ya que son ellos los que nos
permitirán visualizar el panorama de una forma más nítida. Tenemos,
entonces, que desde hace aproximadamente cincuenta años y particular­
mente desde hace veinticinco, cobra vigencia el discurso de la liberación
femenina, concretizándose en la esfera pública en la lucha y logro de
reivindicaciones del ámbito de lo legal, lo social, lo cultural, lo heredita­
rio, lo familiar, lo religioso, lo económico y político pero, sobre todo, en
la organización de grupos de mujeres que buscan, a partir de la consigna
«Lo privado es político», dar luces acerca de la nueva condición de la
mujer, construyendo así, de su silenciada privacidad un discurso teórico
concreto que apunta hacia el estudio minucioso del proceso histórico de

1 6Penélope Rodríguez Sehk: Aproximaciones al fenómeno de la transición genérica en


América Latina, Mimeo, S.F., p. 4.

1 12
la dominación patriarcal y hacia la reivindicación del universo femenino,
particularmente en aquellos aspectos relacionados con la incorporación
de la mujer al trabaj o productivo y a la desmitificación del trabaj o
reproductivo como no-trabajo.
Según Rodríguez Sehk, algunas de las exigencias del Movimiento de
Liberación Femenina para la mujer son, entre otras : el logro de la auto­
nomía, el rechazo a la abnegación, la importancia del autoconocimiento
de las propias capacidades y posibilidades, la concientización de su rol
político, económico y cultural, el cuestionanliento de su rol tradicional
de madre y esposa, el derecho al autoconocimiento del propio cuerpo y la
reivindicación del placer.
La lista, como bien sabemos, podría ser interminable, pero lo más
importante de todo esto sería preguntarse acerca de la manera como han
afectado estos cambios, no sólo a la identidad femenina, sino también' a
la masculina.
Sin dejar de reconocer, por supuesto, el alcance socialmente limitado
de este cambio de concepciones, la misma autora reflexiona acerca de lo
que desde la perspectiva femenina se le está planteando revisar al hom­
bre, y dice: «lo que se exige de él hoy es el reconocimiento de la opresión
implícita a la que ha estado sometido dentro de la ideología machista,
que él mismo potencia» I7. Esta ideología machista de la que mucho se
habla, pero de la que poco se ha estudiado, se pone claramente de mani­
fiesto en cinco aspectos fundamentales, a saber:
a) en el aprendizaje, por parte del hombre, de la negación de los senti­
mientos , ya que ellos son considerados como una parte «Üébil» (femeni­
na) de la personalidad y lo que socialmente se le ha exigido es que sea
fuerte, que controle sus sentimientos, «que no llore»;
b) en la incapacidad (también aprendida) de vivir la paternidad de una
manera más emotiva y afectiva, en tanto su rol como padre ha estado
limitado, fundamentalmente, al de proveedor económico;
c) en el ejercicio de la sexualidad como prueba de poder más que
como terreno de placer. Esto es lo que Bruckner y Finkielkraut denomi­
naron el realismo orgiástico 1 8 : sexualidad genitalizada, cuántica, anóni-

l 7/bid., p. 1 0.
1 8 Pascal, Bruckner y Alan Finkielkraut: El nuevo desorden amoroso. Barcelona, Editorial
Anagrama, 1 989, p. 1 8 .

1 13
ma, supuestamente urgente e irreprimible, utilizada como arma de poder
y dominación más que como vehículo de placer, amor y comunicación;
d) en la sobreprotección materna que le impide, la mayoría de las ve­
ces, asumir autónomamente su vida, con lo cual se encuentra inhabilitado
para asumir el trabajo reproductivo hogareño, terreno milenariamente
femenino; y ·

e) en «el chantaje emocional y afectivo que a veces ejerce sobre él la


mujer (esposa o madre), como un mecanismo de ella para contrarrestar el
poder y el autoritarismo del hombre»19.
Todo esto se sintetiza, a nuestro juicio, en una situación de profunda
injusticia tanto para los hombres como para las mujeres, ya que refrenda
la noción culturalmente aprendida de los géneros como opuestos y no
como complementarios. La sexualidad de la mujer ha estado tradicional­
mente ligada a la afectividad, al amor, al matrimonio y a la procreación,
mientras que la del hombre aparece como genitalidad irrefrenable,
dominadora de lo emocional y exaltadora de un EROS anónimo, irracio­
nal, falocrático. Así, la erótica de los géneros pareciera conducimos en la
actualidad por una rut� de múltiples desencuentros , particularmente cla­
ros hoy cuando la nueva territorialidad de la mujer pone en entredicho los
tradicionales esquemas de socialización y de relación entre los géneros.
Las nuevas modalidades de relacionarnos en pareja, inclusive dentro
del matrimonio; la fuerte presencia de las mujeres en esferas hasta hace
pocos años «exclusivas» de los hombres, la maternidad y la paternidad
vividas de una manera mucho más integrada y afectiva , la incorporación
paulatina de los hombres al trabajo reproductivo, es decir, no sólo a la
crianza de los hijos, sino también al cuidado y mantenimiento del hogar,
son sólo algunos de los ámbitos donde podemos percibir cambios de una
manera tangible. Pero estamos hablando hoy de la necesidad de una trans­
formación más profunda; de la creación de nuevos parámetros que nos
permitan definirnos con claridad como hombres y como mujeres, y ello
sólo será posible al emerger ese hombre nuevo del que habla Anais Nin:
un hombre que no tenga necesidad de defenderse, que acepte la esfera
intuitiva, sensible y emocional que hay en él, que esté «dispuesto a cam­
biar la rigidez por la flexibilidad, el hermetisn10 por la franqueza, los

1 9Penélope Rodríguez Sehk: Op. cit. , p. 1 1 .

1 14
papeles incómodos por la comodidad de no tener que representar ningún
papel»2º. Lo que ha tenido que ser un proceso de afirmación y de lucha
por parte de las mujeres debería manifestarse para los hombres en una
flexibil_ización de los parámetros tradicionales de poder que cada día pier­
den más vigencia. El discurso de la dominación patriarcal y falocrática se
debilita y se disuelve para dar paso a la Diosa que vuelve. Ella, guardiana
de nuestra interioridad, regresa, no para derrotar y destruir, sino para pro­
clamar una nueva moral , un nuevo orden enraizado en nuestra concienci a
individual, que permita la armonía y la comunión entre los géneros.
Quisiéramos terminar nuestras palabras de hoy de la misma manera
como lo hiciera Anais Nin en un artículo de 1 97 4 :
«Comencemos e l nuevo régimen de honradez y confianza y elimina­
ción de los falsos papeles en nuestras relaciones personales, y todo esto
finalmente influirá en la historia del mundo además de influir en la evo­
lución de las mujeres»2 1 .

20 Anais Nin: «En pro del hombre sensible», en Ser mujer, Madrid, Editorial Debate. Co­
lección Tribuna Feminista, 1 979, p. 58.
2 1 Ibid. , p. 60.

1 15
II
LA MUJER EN LA CONQUISTA Y LA COLONIA
Ermila Troconis de Veracoechea

ANTE LA conmemoración de los quinientos años del Descubrimiento de


América, surgen inquietudes acerca de nuestros orígenes, de nuestras raí­
ces .
E s por ello que nos hemos interesado en l a investigación de un tema
que, inexplicablemente, ha sido marginado: el de la participación de la
mujer en nuestra historia. El impacto sufrido por la población femenina
en el encuentro de culturas que se produjo cinco siglos atrás, va a consti­
tuir el factor primordial de creación de un nuevo modo de vida en un
continente nuevo para los europeos pero viejo para los habitantes de estas
latitudes .
Nuestros orígenes son muy antiguos y no sólo surgimos como pueblo
al primer contacto de América con Europa: ya existíamos como tal en
nuestros aborígenes, con su cultura y tradición que, aunque diferentes a
la española, no por eso fueron menos significativas. Sobre todo las altas
culturas de México y el Perú tuvieron una relevante significación tanto
desde el punto de vista arquitectónico, como en su organización política,
social y económica.
Lo que sucede en ese encuentro es, indudablemente, un «descubri­
miento» desde la visión eurocéntrica, pero para el aborigen, poblador
antiguo de estas tierras, es un cambio sustancial y definitivo en su larga
trayectoria como pueblo americano.
Este encuentro de culturas entre el indio americano, el blanco español
y, posteriormente, el negro africano, es la amalgama que da vida y carac­
terización al mestizaje en América, en el cual, es obvio que el elemento
femenino tendrá un papel de gran trascendencia en el acontecer históri­
co.
A partir de ese momento comienza un proceso acelerado en el cual se
va formando la sociedad colonial , para dar paso a nuevas estructuras que
son la simbiosis de diversas culturas, adaptadas a la real idad del mundo
amen cano.
Gran parte del mestizaje de los primeros tiempos fue el resultado de

1 19
un acto de violación, de la fuerza brutal del blanco hacia la aborigen.
Pero no hay que olvidar que ciertos caciques manifestaban su amistad a
los conquist�dores ofreciéndoles sus mujeres : hijas, hermanas y esposas
eran entregadas con orgullo al hombre blanco, sintiéndose ofendidos los
oferentes si ellas eran rechazadas. Además, también el sentimiento amo­
roso se impuso en muchos casos : algunas indias se enamoraron de los
hombres blancos y procrearon hijos mestizos. Aunque menos frecuente,
también se dio el caso contrario, en que mujeres blancas se unían a los
indios y formaban con ellos una familia.
En los primeros tiempos llegaron a estas tierras hombres solos, pero a
mediados del siglo XVI ya eran muchas las blancas españolas en suelo
americano: esta circunstancia hizo variar en parte la composición étnica
que se venía formando hasta entonces.
Los hábitos, las costumbres y sentimientos de la mujer indígena cam­
biaban a medida que avanzaba la nueva penetración cultural. Se hizo
«ladina» ante la presencia europea y tuvo gran habilidad para aprender el
idioma castellano . Algunas de ellas colaboraron a manera de «intérpre­
tes» en las expediciones y contactos entre indios y españoles.

La vida nómada se ha hecho sedentaria y ahora surgen pueblos y aldeas,


con una mayor organización y actividad. S u l enguaj e se ha hecho
inexpresivo ante el avance del idioma castellano, que hay que aprender
para poder comunicarse con los recién llegados 1 .

Las mujeres indígenas eran valientes y aguerridas. En nuestras comar­


cas orientales hubo muchas cacicas de significación que gobernaban sus
comunidades aun cuando tuvieran marido. Entre las cacicas de los llanos
orientales figuraron Orocomay y Anapuya, al igual que una cacica
cumanagota llamada Gailacía.
Desde muy temprano se prohibió el pase de mujeres solas a América,
y con el tiempo las Leyes de Indias establecieron que los hombres que
solicitaban permiso para traer a sus esposas a las Indias debían compro­
bar que estaban realmente casados. También se legisló que los funciona­
rios como virreyes, oidores, gobernadores, etc . , si estaban casados, de­
bían pasar a estas tierras con sus respectivas mujeres.

1 Ennila de Veracoechea: Indias, esclavas, mantuanas y primeras damas, p. 2 1 .

120
S in embargo, muchas veces los hombres transgredían las normas y se
venían sin sus esposas. Estas reclamaban a las autoridades tal situación
de abandono, y más de una vez se impuso como castigo al transgresor
regresar a vivir con su mujer o traérsela, para así cumplir con sus deberes
matrimoniales .
Durante l a época colonial las jóvenes blancas vivían e n una sociedad
en la que la costumbre establecía que sus dos únicas posibilidades eran el
matrimonio o el convento.
Vale la pena destacar estos conceptos referidos a la mujer española,
que también pueden aplicarse a las criollas americanas:

A lo largo de los siglos , las doncellas casaderas y las mujeres casadas


habían venido siendo machaconamente adoctrinadas para que recortasen
sus gustos, dejándolos reducidos a la mínima expresión. Las primeras
para no perder la ocasión de marido, ya que solamente viviendo en el
encierro se lograba adquirir la buena reputación indispensable para poder
llegar a casarse; las segundas porque se daba por supuesto y sin que nadie
se atreviera a discutirlo que, una vez casadas, ya no tenían nada que de­
sear y sus gustos se convertían automáticamente en los de su marido2.

Era usual que las jóvenes se casaran antes de cumplir los quince años
y en esta prematura unión no contaba para nada la opinión de la novia:
era un asunto entre hombres, que resolvían los varones de las familias;
padres y hermanos, por ambas partes, concretaban todo lo relativo al
matrimonio y ella, la novia, debía obedecer. Era imprescindible para toda
futura esposa llevar la dote al matrimonio, la cual consistía en bienes
muebles e inmuebles, joyas y esclavos, todo lo cual era negociado por los
padres de la contrayente. En el caso de que no se casara sino que ingresa­
ra a un convento, por propia voluntad o por la fuerza, la joven igualmente
debía disponer de su dote. Ningún convento la aceptaba como novicia
sino cumplía con los requisitos de dicha dote, la cual pasaba a engrosar
los bienes de la institución religiosa. Las que pagaban menos de la canti­
dad estipulada, sólo alcanzaban a ejercer cargos de baja jerarquía dentro
del convento. Había dos tipos de monjas : de velo negro y de velo blanco.

2 Carmen Martín Gaite: Usos amorosos del dieciocho en España, p. 22.

121
Las primeras eran las que entregaban la dote completa, y las segundas,
las que solamente daban parte de ella.
La joven adolescente se separaba con tristeza de sus muñecas para

prepararse en su nuevo papel de esposa y madre. A veces , sólo a veces, l a


decisión paterna coincidía con e l sentimiento de amor entre los contra­
yentes y entonces el matrimonio era armónico y hasta feliz. Pero si la
boda obedecía únicamente a aspectos económicos y sociales, lo cual era
asumido por los parientes como una forrna responsable de velar por el
patrimonio familiar, entonces el nuevo hogar se instalaba sobre bases
falsas y grandes problemas podían cernirse sobre la pareja.
Esta herencia española, desde todo punto de vista sumamente negati­
va para la estabilidad matrimonial, era lo común en esa sociedad. Como
bien nos dice una autora española:

Parece que de hecho, entre la aristocracia y la burguesía eran siempre los


padres quienes arreglaban las bodas de sus hijas , y el noviazgo se reducía
a una ceremonia formal que duraba pocos meses, a lo largo de los cuales
los novios apenas si c1uzaban la palabra en alguna visita de cortesía y
.
bajo el control de los padres. El hecho de que, a través de este fugaz
contacto, pudiese surgir una inclinación de afecto entre los futuros cón­
yuges se tenía por algo accidental y sin relevancia alguna a efectos de que
eso garantizase más los resultados de la unión, sobre cuyo ajuste prima­
ban consideraciones de tipo económico3 .

Más adelante aclara que:

. . .los matrimonios por amor eran totalmente insólitos y de hecho no exis­


tían: se hacían siempre atendiendo a las consideraciones de la igualdad de
clases y fortunas4.

De esos matrimonios por conveniencia surgían terribles dramas fami­


liares, donde los hijos adulterinos eran el epílogo de dolor y de vergüen­
za, que concluía en un niño expósito abandonado en el portal de una
iglesia o de un orfanato. .

3 /bíd. , p. 96.
4Ibíd., p. 97 .

1 22
La ideología imperante en esos tiempos estaba basada en la dependen­
cia de la mujer, primero del padre, luego del marido y por último, del hijo
mayor.
Era tal la sujeción de la mujer al marido, no sólo en España sino en
muchísimos pueblos de la antigüedad, que según nos dice Antonio León
Pinelo, en el siglo XVII, los velos en las mujeres significaban «autoridad,
honestidad y sujeción» y continúa:

. . . tres calidades tan loables y necesarias en las mujeres, cuanto se conoce


necesario y loable, que se muestren en público, autorizadas a todos, ho­
nestas a sí y sujetas a sus maridos y mayores 5 •

El sign i ficado del velo era que la mujer se sintiera «perpetuamente»


sujeta al hombre. En un principio el cabello largo tenía ese significado
de dependencia y sujeción, pero luego se utilizó también el velo, que
tapaba la cabeza y el rostro, como muestra de humildad y dependencia.
Es ése el significado del velo de la novia al unirse un hombre y una
mujer, con el vínculo del matrimonio, es como si se unieran dos cuerpos
con una sola cabeza, que es la del marido. Por eso debe taparse la de la
mujer, que desde ese momento tiene que someterse a lo que piense y
disponga el hombre. Así lo dejó expresado fray Luis de León: «Y como
es de los hombres el hablar, y el salir a luz, así de ellas [las mujeres] el
encerrarse y cubrirse»6. En el caso de las monjas, a quienes se les corta
el cabello, el significado es que no pertenecen a ningún hombre, sino a
Dios, por lo cual basta con el símbolo del velo tapando su cabeza.
Podría decirse que sólo en la viudez lograba la mujer alcanzar cierta
independencia, siempre y cuando no existiera la figura del hijo mayor.
Sin embargo, a pesar de la disminución de sus derechos civiles , la
mujer en nuestro medio esquivó ciertas leyes y disposiciones y logró ser
encomendera, dueña de hatos, traficante de esclavos y socia de incipien­
tes fábricas de tejas y ladrillos entre otras cosas . En esta forma paiticipó
activamente en la creación de riqueza y en la formación de un sistema
económico local.

5 Antoni de León Pinelo: Velos antiguos y modernos en los rostros de las mujeres: sus
conveniencias y daños, p. 95.
6/bid. , p . 207.

1 23
En esos tiempos era casi imposible concebir a una mujer trabajando
fuera del hogar o ganando un salario (aparte de algunas esclav as que
ejercían oficios fuera de la casa, alquiladas por sus amos), pero en cam-
,

bio sí las hubo que trabaj aron en sus propias haciendas o dirigieron sus
propias encomiendas, aumentando los bienes dej ados por el marido.
Pero no todo era trabajo y sacrificio: también las fiestas y paseos for­
maban parte de su vida. Las blancas, negras, indias y pardas disfrutaban
de sus ratos de ocio, pero en forma separada. Los paseos a las haciendas
cercanas a Caracas, como Blandín y La Floresta, formaban parte de la
diversión dominical de las mantuanas.

Allí se hacían amenas reuniones donde no faltaban los pianistas, cantan-


- tes y declamadores, sobre todo dentro del grupo de l as damas más jóve­
nes. También se acostumbraba hacer tertulias (aparte hombres y mujeres)
donde los primeros se dedicaban a comentar las pocas noticias que llega­
ban del extranjero y los acontecimientos políticos nacionales, mientras
ellas hablaban de los hijgs, de los maridos y de la última moda en trajes y
aderezos? .

Otras hacían en sus casas representaciones teatrales y lo que llamaban


«cuadros vivos», donde aparecía una escena con las «artistas» en absolu­
ta inmovilidad.
En Caracas existía el Corral de Comedias y a mediados del siglo XVIII
se escenificaron muchas piezas en todo el territorio de las provincias. En
esas ocasiones las mujeres de la sociedad lucían sus más ricas galas para
asistir al teatro a ver las mismas obras que se veían en Madrid, en Lima o
en Méxicos.
Obras de Calderón de l a B arca, de Lope de Vega, de Agustín de
Moreto, de Juan Pérez de Montalbán, de Antonio Solís, etc., fueron re­
presentadas en los distintos teatros de Caracas, San Sebastián, Nirgüa,
B arquisimeto, Coro, San Felipe, Carora, El Tocuyo y otros.
La vida femenina se veía animada también en las ceremonias religio­
sas como misas de aguinaldos y procesiones de la Semana Mayor, a la

7Ermila de Veracoechea: «Usos y costumbres en la época de Bolívar», p. 495 .


8Francisco de Solano: «Nivel cultural, teatro y diversiones colectivas e n las ciudades d e la
Venezuela Colonial».

1 24
vez que algunas mujeres colaboraban en la realización de pesebres, mu­
chos de los cuales eran verdaderas obras de arte, de gran originalidad y
belleza.
Fastuosos bailes se hacían en las mansiones de la gente rica. Los po­
bres se asomaban por las ventanas para ver a los invitados que bailaban la
polka y la mazurca.
Los actos religiosos llenaban gran parte de su vida y la advocación a
una nueva santa o la veneración a un santo milagroso eran motivo de
alborozo para las mujeres de la época, ya que les permitía salir de sus
encierros y lucir sus galas.
Desde 1 63 1 la Virgen de las Mercedes era abogada de las arboledas y
desde 1 69 1 lo fue también de los terremotos, pues la gente acudía a ella
cada vez que las fuerzas de la naturaleza se ensañaban contra la ciudad de
Caracas. El obispo Diez Madroñero consideró que era necesario que la
ciudad tuviera una patrona con nombre indígena y así creó la devoción a
Nuestra Señora Mariana de Caracas, lo cual fue recibido con gran bene­
plácito9.
Mucho trabajo tenía el Santo Tribunal de la Inquisición en relación
con la población femenina de todos los estratos sociales, debido a las
prácticas de brujería y hechicería, lo cual era una actividad muy genera­
lizada entre ellas . Aunque las mujeres denominadas de «clases bajas»
eran las principales actoras de estos hechos, también dentro de la aristo­
cracia colonial se encontraban damas blancas que hacían la suerte del
broquel o que se leían la suerte en una totuma con agua. Todas estas cosas
estaban prohibidas y la Inquisición se ocupaba de evitar que sucedieran y
de castigar a las culpables cuando cometían un hecho punible. En las
cárceles eclesiásticas se purgaban los delitos de las mujeres blancas
transgresoras, y el de las indias y negras en los sitios de reclusión destina­
dos al efecto, ya que cada grupo tenía sus propias cárceles, de acuerdo
con su condición social.
Los bordados, tejidos y demás labores manuales completaban las li­
mitadas actividades de las mantuanas que, salvo contadas excepciones,
permanecían en la más completa ignorancia, ya que no era bien visto que
ninguna mujer se interesara públicamente por temas tan profundos como

9 Arístides Rojas: Leyendas históricas de Venezuela, t. U, p. 69.

1 25
la política o tan peligrosos como la nueva ideología independentista que
comenzaba a sacudir los cimientos del mundo americano.
A pesar de esto, ya en muchas de esas cabezas de mujeres blancas
pertenecientes a las altas clases sociales empezaban a bullir inquietudes
revolucionarias . No estaban de acuerdo con la tradición en cuanto a que
sus oídos estaban hechos sólo para oír frases amorosas de sus maridos o
amantes: otros susurros les resultaban más interesantes y palabras como
libertad e independencia comenzaban a tener sentido para ellas.
Las mujeres de las llamadas «clases bajas» (indias, negras y pardas)
tenían entre sus diversiones las «fiestas de toros», las cuales se iniciaron
en Nirgüa (en el actual estado Yaracuy) en 1 567. Otros actos en los cuales
se veía su presencia era en los bailes públicos y los torneos de cañas y
danzas. Algunas comedias representadas en plazas también eran de su
agrado y se les permitía su asistencia. Generahnente las corridas o fiestas
de toros se celebraban en la Plaza Mayor, la cual era adornada con flores
y cintas; hombres y mujeres del pueblo se encargaban de levantar los
tablados. En las ventanas y balcones vecinos se situaban las damas de
alcurnia, para observar las fiestas sin entremezclarse con el populacho.
Estas festividades casi siempre terminaban en desórdenes, lo cual an1e­
ritaba la presencia de tropas. Otra diversión del pueblo era el can1aval,
que resultaba una fiesta llena de colorido y belleza, pero que con el tiem­
po se fue convirtiendo en causa de desmanes y pendencias, por lo cual el
obispo Diez Madroñero procedió a su prohibición y en vez de celebracio­
nes carnavalescas obligó al pueblo a acatar que esos días debían ser de
recogimiento y oración.
La moda americana era el reflejo de la europea, pero aquí llegaba con
cierto retardo. Así, el traje femenino evolucionó muy lentamente en la
primera mitad del siglo XVIII. A partir de entonces el jubón o cotilla fue
sustituido por la casaca y se empezaron a utilizar apretadores y petos. La
saya tenía muchos pliegues que llegaban hasta el suelo. También se usaba
un delantal o tapapié atado a la cintura. Se utilizaban plumas y joyas en el
cabello natural, pues las damas criollas no se ponían pelucas. A finales
del XVIII los trajes femeninos se hicieron más ricos y ostentosos, por la
bonanza económica de la provincia y de los maridos de las mantuanas,
que eran llamados «grandes cacaos» debido al origen de sus fortunas,
basadas en el cultivo y venta del cacao, que día a día se popularizaba más
en Europa.

126
Un adorno indispensable era el abanico. En España y, obviamente, en
América, la forma de abrir y cerrar el abanico, de susurrar tras de él, de
dejarlo caer para que algún galán lo recogiera, era parte de un ceremo­
nial que dio origen a lo que se llamó «el lenguaje del abanico». A la
sombra de este sin par adminículo se deslizaban confidencias, se disimu­
laba el rubor de las mejillas ante una sugerencia escabrosa y, sobre todo,
se acercaba disimuladamente el rostro de la mujer al de algún preten­
diente. Como bien lo dijera una autora muy calificada, el abanico ejercía
una « . . . función de elemento aislante entre los enamorados y el mundo
exterior. . . » .
S e dice que l a reina Isabel de Farnesio (esposa d e Felipe v), dejó una
colección de mil seiscientos veintiséis abanicos. El abanico era, pues,
una pieza indispensable de las mujeres, y en su variedad y belleza podía
verse la distinción de la dama que lo usaba. De allí que la mujer ameri­
cana también lo utilizó como símbolo de elegancia, belleza y buena po­
sición económica. A pesar de ello, otra función del abanico, según el
historiador Carlos Duarte, por lo menos en las casas caraqueñas, era la
de espantar las moscas que pululaban en las viviendas de la época, por
tener muy cerca las caballerizas.
A veces a los hombres se les hacía difícil soportar los gastos extraor­
dinarios que representaba la nueva 1noda que se imponía en Europa y se
reflejaba en estas provincias y de la cual no quería estar ausente la espo­
sa. Además, la elegancia del ajuar suyo y de su mujer y el boato en las
fiestas y recepciones que hacía en su casa le daban una relevancia social
que era importante para sus aspiraciones, tanto sociales como políticas.
La estabilidad de su economía lo hacía acreedor a distinciones y preben­
das y la representación de esta situación la asumía la esposa, como factor
de «adorno» en los salones aristocráticos.
El recato y el pudor eran las cualidades básicas de una buena esposa.
Existía en la mujer caraqueña una cierta coquetería innata, que fue ob­
servada por los diversos viajeros que visitaron la ciudad. Sin embargo, el
deseo de agradar al futuro esposo con frecuencia decaía después del ma­
trimonio. A pesar de casarse muy joven, un cierto aire de matrona la
envolvía a partir del nacimiento de su primer hijo. De allí que a los vein­
ticinco o treinta años ya era considerada una mujer «de edad», cuya úni­
ca preocupación debía ser cumplir con los deberes hogareños y tolerar,
con prudencia, las pequeñas o grandes aventuras del marido. Lo que

127
interesaba a todos era mantener el hogar, a como diera lugar, sin que
importasen para nada sus sentinlientos y frustraciones. El papel de la
mujer era «aguantar» malos tratos e infidelidades, sin derecho a protes­
tar y menos ·a reclamar, pues para eso era mujer. . .
E n algunas ocasiones esta circunstancia s e veía ag�avada con la infi­
delidad de la mujer, que cansada de la situación de incomprensión y
desprecio, optaba por aceptar los requerimientos de algún pariente o
amigo, que llenaba así sus l�gas horas de soledad y de hastío. A esta
figura se le dio en España el nombre de «cortejo» y consistía en una
persona que, a veces hasta con el consentimiento del marido, acompaña­
ba a su esposa a fiestas, paseos, etc . , es decir, la «cortejaba» .
Muchos de estos dramas íntimos se desarrollaban en las casas solarie­
gas, cuyos cuentos de fantasmas y aparecidos a veces coincidían con los
encuentros furtivos de los amantes o cortejos, que en noches de luna
atravesaban como celajes los jardines de la casona, tratando de pasar
desapercibidos ante los ojos vigilantes de los sirvientes esclavos, que a
veces eran cómplices de la situación.
El resultado de esta circunstancia con frecuencia se materializaba en
el nacimiento de un niño bastardo, que era entregado en el convento o a
una amiga de la familia, para su crianza. Sin embargo, en ciertos casos
se prefería evitar el escándalo y ese hijo permanecía, al igual que los
hermanos, viviendo bajo el mismo techo, aunque la mirada recriminato­
ria del jefe de familia a veces tratara de recordarle su oscuro origen, del
cual el niño era víctima inocente. Estos secretos familiares jamás eran
divulgados y acompañaban a la tumba a los involucrados en el hecho.
La vida colonial no fue tan apacible como la vemos a distancia: los
· dramas sociales a veces convulsionaban el ambiente; ataques piratas tur­
baban la quietud citadina; epidemias, terremotos y temblores de tierra
sembraban la desgracia entre los habitantes. Sin embargo, la vida se des­
envolvía con mayor lentitud; el tiempo histórico se veía presionado por
la falta de comunicaciones, y el ritmo de desarrollo de la sociedad era
mucho menos rápido. Todas estas circunstancias van cambiando acelera­
damente en años posteriores, y la vida toma un nuevo ritmo que hace
variar esas estructuras sociales que por trescientos años dirigieron nues­
tras villas, pueblos y ciudades coloniales.

1 28
BIBLIOGRAFIA

Duarte, Carlos: Historia del traje durante la época colonial venezolana.


Fundación Pampero, Caracas, 1 984.
León Pinelo, Antonio de (Relator del Consejo Real de las Indias): Velos
antiguos y modernos en los rostros de las mujeres: sus convenien­
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Siglo Veintiuno de España, Editores S .A., 1 972.
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las ciudades de la Venezuela colonial», en Boletín Academia Nacio­
nal de la Historia, Nº 233 , Caracas, 1 976.
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Historia, 1 990.
«Usos y costumbres en la época de Bolívar», en Visión diversa de Bolí­
var, Caracas, PEQUIVEN, 1 9 8 3 .

129
MUJER Y MAGIA
Jacqueline Clarac de Briceño

S E ME HA pedido hablar de un tema en el cual se encuentran unidos dos


términos, magia y muerte, lo que me ha producido -siendo mujer­
cierta angustia . . . Por eso, comenzaré a fin de exorcizarlo, por penetrar en
el sentido de ambos términos, o por lo menos en el sentido que se les ha
dado hasta ahora.
Por ejemplo, me pregunto si no estaríamos mitologizando todavía la
existencia de ambos sexos, como siempre lo habría hecho la humanidad,
según Devereux, mostrando así que todavía rehusamos aceptar el hecho
de su existencia en tanto que indestructible, y que seguimos creyendo
que el mismo hecho se debe «explicar», lo que significa casi justificarlo
metafísicamente . . .
Corro e l riesgo entonces de que m i comprensión (y la de ustedes) se
vea obstaculizada por el reconocimiento de que, habiendo dos sexos
-lo que sería casi como decir dos especies; sobre todo, como observa
también Devereux, si tomamos en cuenta que el diformismo sexual es
mucho más acentuado en nuestra especie que en la mayoría de las otras,
de modo que la feminidad de la mujer es mucho más evidente que la de
las hembras de las otras especies mamíferas- habría que explicar este
fenómeno y relacionarlo con la magia 1 •
Habría un comportamiento sexual innato en l a humanidad: por ejem­
plo, la tendencia que tendría la mujer a «soñar (más o menos simbóli­
camente) de coito durante la mitad de su ciclo menstrual y de bebés
durante la otra mitad, ya que ªsu ciclo está sincronizado con los cambios
manifiestos del equilibrio hormonal que suceden en el curso del ciclo
menstrual», dirían Benedek y Rubistein 2 lo que critica Devereux ya

1 Al respecto dice textualmente Devereux: «El hombre no es manifiestamente más viril que
el semental, mientras que la mujer es manifiestamente más femenina que la yegua, aunque
paradójicamente, la envidia del penis en la mujer-sea más fuerte que la del seno en el hom­
bre». Devereux, G.: De l' A ngoisse a la Méthode, p. 250.
2 Benedek y Rubinstein, 1 942, citados por Devereux, Op. cit ., p. 25 1 .

131
,...

que, como observa este autor: «No se puede ser humano sin ser simul-
táneamente sexuado»3.
La degradación del modelo-de-sí femenino, ilustrado por el complejo
'
femenino de la castración, correspondería a la degradación del modelo­
de-sí de las minorías (Devereux dice «raciales») oprimidas4.
Freud nos excluyó (a las mujeres) de la responsabilidad de los oríge­
nes de la magia ritual (Totem y Tabú), en el sentido de que nos dio sólo un
papel pasivo en lo que, entonces, sucedió, (según él). Pero, ya que esta­
mos empezando a hablar de magia, procuremos aclarar a qué nos referi­
mos bajo este nombre . . .
Para S ir James Frazer y los evolucionistas en general, se trataba de
una etapa de la evolución humana, superior a la religión en este sentido
que, en ésta, el hombre permanece pasivo frente a sus dioses y espíritus
mientras que, en la magia, está activo frente a los obstáculos que l a Natu­
raleza erige, procurando poner ésta a su servicio. De modo que es una
especie de pre-ciencia, pero con una metodología equivocada.
También Lévy-Bruhl l a vio así: el pensamiento mágico correspondía,
para él, a la razón prelógica, es decir, irracional aunque haciendo esfuer­
zos para salir de la irracionalidad. Los mismos funcionalistas, aunque
vieron la magia como muy funcional en ciertos grupos humanos , la con­
cibieron también como una etapa del desarrollo sociocultural, que se
vuelve patológica cuando aparece la ciencia, de modo que l a percibieron
a través de una relación polarizada: Magia versus Ciencias :

Pensamiento Mágico <---- > Pensamiento Progresista6

Irracional, subjetivo, aunque Racional, objetivo, científi­


funcional en ciertos contex­ co, funcional, «normal» .
tos y anormal (patológico)
en otros.

3 Jbid. , p. 255.
4Ibid., p. 25 1 .
5 Ver B. Malinowski: a) «Le mythe dans l a Psychologie primitive», b) «La chasse aux es­
prits dans les Mers du Sud», en Trois essais sur la vie socia/e des pirmitfs.
6El pensamiento «progresista» significa evidentemoote para el funcionalista un pensamien­
to que se «desarrolla» en el sentido de ser más científico y no se guía ya por la irracionali­
dad. Ver por ej. a Gino Germani : Política y sociedad en una época de transición, Paidós,
1 95 5 .

132
Todos esos primeros autores estaban demasiado influenciados todavía
por su maestro, Frazer, el primero en haber procurado acercarse a la ma­
gia en forma sistemática («científica») para comprenderla; había llegado
a la conclusión de que «la magia es un sistema espurio de leyes naturales
así como una guía errónea de conducta; es una ciencia falsa y un arte
abortado». Quería «desenredar los hilos que en reducido número forman
la embrollada madeja, aislar los principios abstractos de sus aplicaciones
concretas», en suma: «discernir la ciencia espuria tras el arte bastardo»?.
El análisis lo llevó entonces a considerar que los dos grandes princi­
pios mágicos no son otra cosa que «dos distintas y equivocadas aplicacio­
nes de la asociación de ideas por semejanza, y la magia contaminante (o
contagiosa) fundada en la asociación de ideas por contigüidad (o contac­
to) . La primera «cae en el error de suponer que las cosas que se parecen
son la misma cosa», la segunda «comete la equivocación de presumir que
las cosas que estuvieron una vez en contacto siguen estándola». Une a
ambos tipos bajo el nombre sintético de «magia simpatética» ya que se
rige por la «ley de simpatía» 8 .
Esos primeros estudiosos del hombre habían establecido artificial­
mente una dicotomía entre «hombre occidental» y «el Otro», y veían a
ese otro fuera de ellos y detrás de ellos; lo veían sólo con los ojos y los
oídos, los cuales son pobres testigos para el hombre, como decía Herá­
clito, «SÍ éste no tiene un alma que pueda entender su lenguaje . . . ».
De modo que, mientras tanto no logró el investigador el insight9 esa
conciencia-de-sí (self-awareness) como sujeto-objeto de la investiga­
ción, siguió dividiendo la humanidad en un antes y un después , un pre y
un post, un de este lado y un del otro lado, un Yo y El Otro, es decir: una
humanidad racional versus una humanidad irracional . . .
El primero en haber buscado otro camino para acercarse a este pro­
blema y a esta comprensión, hacia dentro y desde dentro, hacia fuera y
desde fuera, fue nuestro querido maestro-para-pensar Claude Lévy­
Strauss. Descubrió que «la situación mágica es un fenómeno de consen­
so colectivo» I O luego que «en toda perspectiva no científica (la que se

7James Frazer: La rama dorada , p. 34.


8Jbid, p. 35
9Para el lnsight en las ciencias del comportamiento humano ver Devereux: De !' Angaisse a
la Méthode.
1 0Claude Lévi-Strauss: Anthropologie Structurale, p. 1 85 .

133
consigue en toda sociedad, incluyendo la occidental) pensamiento pato­
lógico y pensamiento normal no se oponen sino que se complementan».
Es decir que «el pensamiento nonnal sufre siempre un déficit de signifi­
cado, mienttas que el pensamiento llamado patológico (por lo menos en
algunas de sus 1nanifestaciones como en el caso del trance shamánico,
por eje1nplo) dispone de una plétora de significante» 1 1 .
En otra partel 2 este autor muestra cómo el pensamiento tnágico no es
un comienzo, un esbozo de ciencia, sino un sistema bien articulado, inde­
pendiente del sistema científico. De hecho se trata de dos sistemas lógi­
cos de representaciones, que funcionan paralelamente y no en oposición,
con categorías distintas, coherentes dentro de cada sistema, aunque cada
uno pueda parecer incoherente en la visión del otro. Lévy-Strauss acerca
así el pensamiento mágico al bricolage, puesto que, como éste, se expre­
sa con ayuda de «Un repertorio cuya composición es heteróclita al mismo
tiempo que limitada» B . En él, el arreglo de los elementos no obedece a
las mismas leyes que en la ciencia; esta última, lo mismo que el juego,
«producen eventos a partir de una estructura», mientras que la magia, los
ritos y los mitos, lo mismo que el bricolage, « descomponen y vuelven a
componer conjuntos de eventos en los planos psíquico, sociohistórico o
técnico, y se sirven de ellos como si fuesen piezas indestructibles, con la
finalidad de llegar a construir indefinidamente arreglos estructurales que
son alternativamente fines y medios» l4.
Es decir que no debemos pensar el pensamiento mágico como tenien­
do un déficit de teoría sino, por lo contrario, teniendo demasiadas teorías
sin control porque no cree necesario el control ya que en él es de ley que
todas las asociaciones de ideas, de seres y de cosas son posibles, según el
contexto del momento.
No podría referirme a la magia y a la mujer en Venezuela, siendo
antropóloga, sin referirme para empezar a las raíces de nuestra cultura.
Quisiera mencionar esa representación de la «madre temible» al mis-

1 1 /bid. , pp. 1 99-200.


1 2 Claude Lévi-Strauss: La Pensée Sauvage. (El título fue mal traducido en la versión espa­
ñola: El pensamiento «salvaje» se hubiera debido traducir pensamiento «silvestre» para
conservar la idea del autor. «Salvaje», puede ser mal interpretado en español, como en
efecto lo ha sido a menudo.)
1 3/bid. , p. 26.
1 4/bid., p. 47 .

134
mo tiempo que mágica, que he encontrado en el curso de mis investiga­
ciones; es decir, la mujer como :
-Diosa de la fertilidad (buena pero terrible).
- Inspiradora de las representaciones simbólicas tanto prehispánicas
como actuales.
-Víctima y/o instigadora de desórdenes étnicos.
-Sacerdotisa de María Lionza.
-María Lionza misma, y su significado en la Venezuela de hoy.
La importancia mágica y mítica de la mujer prehispánica llega hasta
nosotros a través de una cantidad de objetos simbólicos (llamados ar­
queológicos por los arqueólogos) y de representaciones actuales, presen­
tes en nuestra población rural y urbana.
Nuestros indígenas la concibieron en esa época llamada prehispánica
(por los historiadores) tal como fue concebida universalmente, es decir,
como el símbolo de la fertilidad por excelencia, y la base de todo un
sistema representativo de la humanidad y del cosmos. Como sucede en la
mayoría de los grupos autóctonos americanos, su poder simbólico estaba
estrechamente relacionado con el de animales, míticos o no. Quiero ha­
blar, por ejemplo, de animales tales como:
-La Gran Serpiente Mítica (Anaconda del Orinoco, con su vientre
lleno de peces, la Gran Culebra de las lagunas sagradas de Mérida y Co­
lombia, la Sirena de los grupos afrovenezolanos del Lago de Maracaibo ),
la cual, lo mismo que las gárgolas de las catedrales góticas, los dragones
chino, japonés y celta, la Echidna de la mitología clásica (a la vez ser­
piente, ave, mujer), la mujer-serpiente de los escitas, la Melusina bretona,
la Esfinge, la Tarasca provenzal, etc . . . representa el agua que puede ser
«epifanía de la desgracia de los tiempos», la «expresión misma del mie­
do» como diría B achelard, ese arquetipo universal que sería a la vez
teriomorfo y acuático, que constituye el espejo originario ya que «mirar­
se en el agua es ofelizarse y participar en la vida de las sombras» I 5; es el
espejo-agua-sangre menstrual-luna-serpiente que van unidos en el «Ré­
gimen Nocturno (Femenino) de la Imagen», de Durand 1 6.

l5G. Durand: Les Structures A nthropologiques de l' Imaginaire, p. 1 09.


l 6/bid., así como J. Clarac de Briceño: «Algunas estructuras antropológicas de lo imagina­
rio en ciertas construcciones simbólicas venezolanas» en: La enfermedad como lenguaje
en Venezuela, parte V, cap. 3 .

135
En Mérida de Venezuela como en Colombia, la serpiente es una de las
principales manifestaciones de la Diosa Tierra-Espíritu del Agua, cuyo
,
vientre es la tierra y el útero la laguna en la cual se han de sacrificar los
'

niños humanos por el bien de la comunidad.


-La rana y el sapo, cuya estrecha relación con el agua los transforma
en símbolos «naturales» de la fertilidad y, por consiguiente, de la femini­
dad. Estos animales, lo mismo que la serpiente, están grabados en la
mayoría de los petroglifos de nuestro país y otros paises de Sudamérica;
conocemos también la gran cantidad de ranas esculpidas en piedra que
son típicas de la arqueología del Occidente de Venezuela como de toda
la Cordillera Andina hasta Perú 1 7 .
-El rabipelado (faro, fara, zarigüeya u opossum) 18, ese marsupial
americano cuya asociación con la femini dad y la fertilidad es evidente
por el espectáculo increíl;>le de sus hembras cargando a sus hijos . . .
-El zorro, todavía fuertemente relacionado hoy con el sexo femeni­
no en ciertas comunidades campesinas merideñas y que, junto con el
faro, el venado y la rana, fueron probablemente en la época prehispánica,
en los Andes venezolanos, símbolos totémicos de matrilinajes19.
Nuestros petroglifos están llenos también de figuras de mujer parien­
do y de pubis femeninos estilizados (triángulos y «corazones»), lo cual
se repite además en ese objeto, tan representativo de la arqueología del
occidente de Venezuela y otras regiones colombianas y centroamerica­
nas, conocido por los arqueólogos como «pectorales en alas de murcié­
lago» o «águilas», o «placas líticas aladas», objetos que sólo llevaban
aparentemente los varones en el pecho (sobre todo los sacerdotes o
shamanes ), y que son también una representación estilizada del pubis y
piernas abiertas de la mujer en posición de parto.
Este objeto representa también al shamán ( «moján») volando como
águila al mundo de los espíritus para traer de regreso a las almas de sus

1 7 Los·sapos y ranas más esculpidos en piedra fueron de los géneros B ufo, Hyla y Atelopus.
l 8 «Faro» es un término merideño, «fara» es colombiano, «zarigüeya» argentino, «opo­
ssum» norteamericano. Su nombre c ientífico es Didelphis marsupialis y Didelphis albi­
ventris para América del Sur, ya que existen ambas especies en nuestro continente.
1 9Mientras que los patrilinajes hab1ían sido representados totémicamente en Mérida, pro­
bablemente, por el oso, el mono, el «surucuco» (lechuza), animales que se consiguen tam­
bién en petroglifos merideños y placas aladas líticas.

136
pacientes. En relación con este último personaje, debemos recordar los
estudios recientes acerca de los shamanes sudamericanos, en los cuales
se muestra a éstos como siendo andróginos, por lo menos simbólicamen­
te, ya que este personaje sagrado-humano ha de adquirir características
femeninas cuando es varón, para ser completo, por lo que un Devereux
lo vio erróneamente como un ser anormal, egodístono, un «transvesti»,
un «psicótico en estado de remisión temporal» 20.
La fertilidad mágica de la mujer ha sido concebida, en Venezuela
como en muchas otras partes del planeta, en oposición a otro fenómeno
que le es también típico y que siempre ha sido revestido por los hombres
(varones) de poderes mágicos: la menstruación.
La fertil idad se relaciona no sólo con la tierra sino también con el
agua y la luna; es la profundidad húmeda, que engendra bienestar pero
también miedo, a causa de esa inversión de los valores de los símbolos,
tan frecuente en la humanidad, tal vez debido a esas «estructuras
esquizo-morfas» de las cuales nos habla Durand y que tipifican lo imagi-
nano. humano . .. 2 1 .
La menstruación es solamente temible , al contrario de la fertilidad; es
concebida en contraposición al agua positiva del útero que concibió; es
decir, ella es sequedad. La mujer que menstrua «seca» las plantas, «seca
lo que toca», «seca al hombre»; y la mujer que jamás ha concebido, la
«mujer-sin-hijos»22 es en lo imaginario merideño una mujer seca, por­
que se secó a sí misma. Ella es el equivalente de la mujer perseguida por
el zángano, ese vestigio merideño del shamán, ya que éste seca también
a las mujeres a quienes persigue y posee; las persigue porque es varón,
pero las seca, probablemente, porque también es andrógino puesto que
participa también de la naturaleza de la mujer-sin-hijos . . .
La mujer que, en efecto, es soltera y no tiene hijos todavía tiene su
vagina y su útero vacíos. Si no los ocupa el penis del varón y, luego ,
niños (fetos), los ocupa entonces el zángano, esa síntesis del penis y del
feto ya que no sólo persigue a la joven para poseerla sino que, luego, una

20 ver G. Devereux: Essais d' Ethnopsychiatrie Générale, p. 1 5 .


2 l ver Durand, Op. cit.
22J . CJ arac de Briceño: «La concepción del hombre y de la mujer» en: Dioses en exilio,
parte 1 , cap. 6 .

137
vez que ha logrado penetrar en ella, anida en su vientre hasta que la seca
totalmente, provocando su muerte23.
De modo que la maternidad es lo que, en nuestros campos venezola-
"

nos, le da (mágicamente) su liberación a l a mujer (liberación del zánga-


no así como de su propia madre, como expliqué en otra obra) dándole
un status biomágicosocial. El niño sustituye en efecto la sangre mens­
trual y vive en un ambiente húmedo que permite el desarrollo del alma
concebida como energía vital de la sangre positiva, viva, al contrario de
la sangre menstrual que es la sangre muerta. Así, al desarrollarse el niño
dentro del agua positiva y mágica de la placenta, demuestra con su exis­
tencia el poder mágico de su 1nadre para concebirlo, conservarlo en su
vientre y darle a luz; razón por la cual, en nuestra Mérida rural, la mujer
que concibe tiene siempre mayor prestigio con cada nuevo hijo vivo24:
La mujer-con hijos es la Diosa Madre Universal , es la Jamashia o Arca
de Mérida, l a Icaque de Trujillo, la Diosa del Agua y de la Fertilidad,
cuyo vientre es la tierra y la placenta, l a laguna-Luna.
Al contrario, la mujer que no pare, o que no logra criar a sus hijos, o
que los mata, es l a mujer-monstruo. Estoy persuadida de que el Edipo en
Venezuela debería ser analizado en relación con el miedo hacia la madre
que mata. Ella es la Llorona, l a mujer que realiza el camino inverso, que
retrocede a ser infértil porque se secó al matar a su hijo (su útero ha
perdido la capacidad de tener agua positiva, es un útero seco). A través
de ella el venezolano teme a la mujer no fértil, la mujer seca, que seca, la
mala madre, que destruye física o psíquicamente a su hijo (a), lo que es
el tema de todas nuestras telenovelas : estas presentan en efecto la angus­
tia de los hijos a causa de la madre secadora, la madre castradora, la
madre que, voluntaria o involuntariamente (en este último caso, por el
intermedio de otra persona, que suele ser su propia madre) pierde, o
hiere una y otra vez, o mata a sus hijos, al inverso de la ladrona-de-niños
de la Mérida rural, esa mujer seca porque no tiene hijos y asume el papel
de la Diosa de la Fertilidad al mismo tiempo que el de la madre humana,

2 3 Belkis Rojas: «El zángano, una noción de persecución entre los campesinos de la Cordi­
llera de Mérida».
24J. Clarac de Briceño: En cuanto al niño que muere, es re-utilizado inmediatamente a
través de una nueva inversión de símbolo, esta vez en relación con la muerte que se vuelve
positiva gracias al ritual del «angelito», el cual trae suerte a la familia y a la comunidad.

1 38
robando ésta sus hijos (fetos) para llevárselos a su propio vientre, roban­
do así un status biopsicomágicosocial que ella no tiene naturalmente25 .
Nuestra Llorona ha de acercarse a Agave, aquella mujer de la cual nos
habla Eurípides en Las Bacantes, que preparó un banquete para comer a
su hijo a quien «confundió» con un joven toro, o a Medea, quien mató a
sus hijos para vengarse de su esposo infiel . La Llorona persigue de noche
a los maridos infieles a quienes consigue en la oscuridad de las calles . . .

Mujer embaraza- S angre U tero Hijo en el Alma Status


da viva húmedo vientre desarroll a- biopsico-
(plenitud) da socio-
mágico

Mujer-sin-hijos Sangre Utero seco Vacío en el No alma Sin status


menstrual vientre (puede (o poca
(muerta) ser ocupado alma)
por el
Zángano)

(Representación de l a mujer en la Mérida Rural)

Mientras que l a 1nujer embarazada lleva el hijo dentro de su vientre, l a


mujer que lo mata (La Llorona) lo l leva fuera (sobre sus espaldas), lo que
constituye su castigo perpetuo, porque el hijo ha crecido, ya es un hom­
bre y pesa mucho.
La posesión por el Zángano (o «duende»), en la zona rural, ha pasado
a ser, en el culto de María Lionza, la posesión por un espíritu indio (lo que
indicaría el origen indígena de esta creencia, la asimilación del zángano
y shamán, como dije arriba).
Esto nos lleva a hablar ahora de esos desórdenes étnicos26 que l ogré
descubrir en Mérida y para los cuales procuré reconstruir una estructura
antropológica. Implican por una parte la noción de persecución (en el
sentido antropológico y no psiquiátrico, es decir: una noción de orden
cultural y no patológico, o cuya patología recibe un código cultural con-

25/bid. ; así como La enfermedad como lenguaje en Venezuela, parte V, cap. 3 .


26 Uti1izo aquí la terminología etnopsiquiátrica de G. Devereux, quien reconoce cuatro ti­
pos de desórdenes: El «shamánico», el «étnico», el «desorden tipo» y el «idiosincrásico».
G. Devereux : Essais d' Ethnopsychiatrie Génerale, cap. 1 .

139
trolable por el grupo; por otra parte, la de oposición entre dos tipos de
seres: un ser mítico, o semi-mítico, y un ser humano (siempre una mujer,
menos en el último caso, el <<espantado» donde la víctima puede ser un
....

varon) :
,,

Un ser humano Un ser mítico

( 1 ) Mujer embarazada La Gran Serp iente Mítica, repre­


sentación de la Diosa del Agua.

(2) Mujer embarazada Arcoiris hembra, representación de


] a misma diosa, la cual es también
un Espíritu del Aire.

(3) Mujer embarazada La ladrona-de-niños (bruja sin hi­


jos, que sustituye a la Diosa)

(4) Mujer El Oso (mitificado; antiguo totem


de la población andina autóctona
prehispánica) 2 7

(5) Adolescente (mujer) E/ Zángano (o Duende) (figura mí­


tica y negativa del antiguo shamán
así como de Arcoiris macho ) 28

( 6) Espantado (a) Un Espanto (aparición terrorífica y


contaminante de un muerto o de al­
gún ser indefinido e inmundo)

Al respecto debemos hacer tres observaciones:


l . Cuando se trata de una mujer embarazada, es atacada por un ser
femenino como ella, rivalidad que se debe en los dos primeros casos al
hecho de que la diosa indígena exigía antaño el sacrificio periódico de

2 7 Belkis Rojas: «La concepción del indígena entre los campesinos de la Cordillera de Mé­
rida».
2 8Belkis Rojas: «El zángano, una noción de persecución ... ».

140
un niño. Al no realizarse ya este sacrificio (fue prohibido por los españo­
les y posteriormente por las autoridades criollas) ella reclama lo que le
es debido y procura conseguirlo por la fuerza.
2. No he encontrado hasta ahora desórdenes étnicos en relación con el
hombre (varón), menos en el caso del espantado, que es común a ambos
sexos. Esto nos muestra la importancia de la mujer en el inconsciente
étnico o, al revés, la importancia del inconsciente étnico en las m ujeres.
3 . El hecho de que la mujer sea tan buscada por los seres míticos, sea
para poseerla (Oso, Zángano, Arcoiris macho), sea para quitarle a los
hijos engendrados por ella (Serpiente mítica, Diosa del Agua y Espíritu
del Aire, Arco iris hembra, Ladrona-de-niños) nos indica el puesto (má­
gico) que ocupa ella como madre: madre-víctima y madre-perseguidora,
en la representación rural venezolana, la cual se conserva sin duda en la
Venezuela urbana actual donde deberá ser estudiada, aunque ya pode­
mos observar que ha pasado al culto de María Lionza como a nuestras
telenovelas.
El culto está dominado por una mujer, Diosa del Amor, del Dinero, de
la Salud, pero también de la Venganza. Ella actúa a través de sus inter­
mediarios, espíritus varones y hembras , dioses y diosas, loas, santos y
santas , que la representan y cumplen para ella funciones positivas o ne­
gativas, a través de las distintas Cortes, esta categoría clasificatoria de
los epíritus y dioses, de los héroes -verdaderos o imaginados- de los
familiares muertos, de los santos, los cuales se ubican dentro de catego­
rías raciales, sociales, profesionales , religiosas, geopolíticas (Cortes de
Blancos, de Indios, de Negros, de Negros africanos, de Libertadores, de
Doctores, de Profesores, de Estudiantes, de Comerciantes, etc . . . de San­
tos --o Corte Celestial-, Corte Venezolana, Española, Italiana, Colon1-
biana, Canaria, Norteamericana, Japonesa, Arabe, etc.).
Dicho culto (cuya función es esencialmente terapéutica, en el sentido
más amplio de esta palabra) procura, gracias a su dinámica interna, equi­
librar las contradicciones que existen entre, por una parte, el deseo de
supervivencia y la nostalgia de la tradición rural, los cuales se presentan
como una forma de resistencia cultural y, por otra parte, el deseo de
participar intensamente en este mundo llamado moderno, representado
por la ciencia, la tecnología, el urbanismo, el consumo desenfrenado, es
decir, el deseo y atracción del cambio . Este tipo de actitudes y compor­
tamientos fue concebido como «esquizofrenia cultural» por ciertos auto-

141
res contemporáneos, y su causa sería la imposibilidad de co1nunicación
entre los diferentes grupos en presencia29.
En toda sociedad, y especialmente en los estados modernos, hay cir-
,

cuitos de confusión y en una sociedad como la nuestra, venezolana, de


tantas y recientes raíces culturales, con tantos cambios generados, sin
clara conciencia de lo que éstos significan o debieran significar, la com­
plejidad es aún mayor y hace que aumente el sentimiento de inseguridad
a medida que pasa el tiempo. Caen los antiguos mecanismos culturales
de defensa, se disocian, fragmentan, desintegran frente a nuevas situa­
ciones psicosocioculturales no previstas en el código anterior, o los códi­
gos anteriores; el Yo se desorienta, no sabe cómo actuar en condiciones
que escapan en gran parte a su entendiiniento. Esto lo atribuyen ciertos
investigadores, tales como Laplantine, a «la evaluación de la dimensión
simbólica de nuestra existencia»3o.
Pienso que se trata más bien de un cambio en la dimensión simbólica,
que crea confusiones semánticas. Nuestra sociedad no presenta espera
mesiánica en el sentido de Laplantine, pues esto sucede en sociedades
que tienen un paso en el cual creen y que proyectan hacia un futuro mejor,
pero los historiadores han escamoteado el pasado del venezolano, el cual
es presentado como una historia de españoles e indios abstractos (espa­
ñoles malucos y crueles, pero civilizadores, indios gentiles pero salvajes,
supersticiosos e ignorantes, además de feos, lo mismo que los negros). La
población no se identifica entonces con esa historia y se ha ido re-cons­
truyendo una historia poco a poco, tanto a nivel del presente, por ejemplo
a través del culto de María Lionza, el cual podemos considerar como un
fenómeno que tipifica el conjunto de problemas que presenta en la actua­
lidad América Latina y que se exacerban en Venezuela.
«El objeto del mito es proporcionar un modelo lógico para resolver las
contradicciones» hace observar Lévi-Strauss3 1 .
En Dioses en exilio ( 1 98 1 ) procuré mostrar cómo los mitos, en la

29Por ejemplo, Rolando Collado: «El paradigma en la dialéctica de las medicinas america­
nas». Este mismo tema ha sido tratado en Venezuela, pero en modo muy pesimista, por
Francisco Herrera Luque, quien se hizo una fama con sus novelas Boves el Urogallo, Los
amos del valle, La casa del pez que escupe el agua, y otras.
30p. Laplantine: «La culture, la maladie et le sacré» en: La Culture du Psy, cap. l .
3 lc. Lévi-Strauss: Anthropologie Structurale, cap. XI.

1 42
situación prehispánica, trataron de resolver las contradicciones esencia­
les de orden sobre todo cósmico y ecológico. Más tarde, asimilaron las
contradicciones que surgieron con la imposición a los indígenas de la
cultura española. Hoy, en la zona urbana, surgen nuevos mitos que tratan
.
de asimilar esta nueva experiencia que constituyen el urbanismo intensi­
vo y la penetración intensiva de la cultura occidental, así como las con­
tradicciones que engendran este encuentro entre el modelo urbano occi­
dental (en su versión venezolana) y el modelo rural venezolano (el cual
ya había tenido que integrar anteriormente la experiencia española con
las distintas experiencias indígenas y africanas).
Es así como vemos surgir mediadores: por ejemplo , entre el médico
rural tradicional (yerbatero o shamán), tipificado en el culto de María
Lionza por personajes como los del Negro Felipe o de Juan de los Cruza­
dos (este último es una de las re-interpretaciones de los antiguos espíritus
indígenas de los Cuatro Vientos), y el médico científico del hospital (el
Doctor) surgen los médicos científicos mitificados de la Corte de María
Lionza: los Espíritus doctorados de la Corte de los Médicos, en la cual
toman siempre mayor importancia cada día las mujeres: la Doctora
Sanoja, la Doctora Belkis, por ejemplo, esas frías, eficientes, cortantes y
estilizadas mujeres-espíritus, que reciben a los pacientes en bata blanca y
los operan rápidamente, sin gastar palabras en conversaciones inútiles.
El culto de María Lionza es espectacularmente efectivo en este senti­
do que homogeneiza a la población, pero exacerbando en la ciudad su
individualismo al reforzar, más que en la zona rural, su desconfianza ha­
cia el Otro. En efecto, si tomamos por ejemplo el caso de la enfermedad
(la cual está en la base de todo sistema mágico y religioso) podemos
observar que la etiología en zona rural distingue muchas causas para las
enfermedades (pude distinguir dieciocho de ellas en la región meri­
deña)3 2 , de las cuales solamente dos han sido retenidas en la situación
urbana: «Espíritus malos» y «envidia» , a los cuales se atribuyen incluso
las «enfermedades de los doctores», cuyas causas verdaderas o profundas
son desconocidas de todos, lo cual se debe naturalmente, a una relación
médico-paciente nula en los hospitales, y a la imposibilidad para la po­
blación en estas condiciones de entender la etiología occidental, la cual
es una no-explicación en la representación popular.

32J . Clarac de Briceño: La enfermedad como lenguaje en Venezuela, parte V, caps. 1 y 2.

1 43
Por eso nuestros médicos populares urbanos , que son sobre todo,
como sabemos, mujeres, son verdaderos especialis �as de la envidia, y
sus centros religiosos-terapéuticos son clínicas (organizadas a veces se­
gún el modelo de la clínica o del consultorio médico occidental) espe­
cializadas en enfermedades causadas por la envidia, ese terrible mal
sociomágico aparentemente universal en su concepción, que hoy ocupa
un puesto preponderante en nuestra imaginación popular. La envidia es
una maldad que engendra cierto tipo de poder en el que la siente, poder
que es misterioso e ilimitado, y tiene la característica de actuar también
desde lejos. El principal contra-poder en este caso es un diagnóstico pre­
coz, a fin de combatirlo con medios sociomágicos. Es el poder del Otro
Poderoso de los psicólogos, y el miedo que engendra alimenta la cliente­
la numerosa de nuestros centros mágico-religiosos-terapéuticos así como
de nuestros lugares sagrados no oficiales (mágicos), cuya importancia
crece cada día más pues ahí se hace el esfuerzo (inconsciente) de inte­
grar todas las representaciones de la desgracia, de la medicina y de la
religión cuyas influencias están ya en Venezuela o que llegan a nuestro
país. Tales influencias consiguen en efecto en el culto marialioncero una
matriz como lugar ideal de sus articulaciones y transformaciones, crean­
do contradicciones con el sistema de representaciones oficial (de la me­
dicina, de las leyes, de las distintas iglesias cristianas), contradicciones
que no son percibidas a nivel de los pacientes� quienes contestan a las
diferentes ofertas médicas y religiosas con una distribución de roles ads­
critos por ellos a cada una de ellas33.
María Lionza permite teatralizar la existencia; con ella se busca l a
«otra solución» d e Laplantine34, l a solución mágico-religiosa: s e acude a
la sacerdotisa y al hechicero, a todos aquellos que tengan recetas mágicas
contra todos los males. Esta solución, que es la del trance o posesión es la
«buena solución» (siempre en términos de Laplantine) pues permite es­
capar de una historia que se percibe como aburrida y vivir en el presente,
con el cual se unen pasado y futuro en una sola dimensión, que es donde
uno vive, percibe los problemas , las dificultades, la desesperación, la
angustia, y en la cual uno recibe de dioses , héroes, espíritus y sacerdotisas

33/bid., parte I, cap. 5 .


3 4Laplantine: Op. cit., p . 26.

144
soluciones inmediatas (por lo menos , a nivel de la representación) a to­
dos los males que se padecen.
En un trabajo anterior35 mostré que no sólo las enfermedades, sino
también la representación que tienen los campesinos merideños de ella y
del cuerpo humano, reproducen la estructura social al reafirmar la supe­
rioridad biológica y social del hombre en tanto que varón adulto, repro­
duciendo así los poderes simbólicos de médicos rameros, yerbateros,
moj anes (shamanes) y amos de la novena. Ese poder simbólico del varón
es un hecho en la práctica mágico-religiosa de la comunidad rural, don­
de es reforzada por la existencia de ciertos cargos, como es el de los
socios de las cofradías religiosas católicas (San Rafael, San Benito, La
Candelaria, etc.) y sostenida por la ideología del grupo; entra sin embar­
go en contradicción, en la práctica diaria, con el poder real de las muje­
res-con-hijos, las cuales dominan de hecho su parentela, su familia, nú­
cleo importante de las comunidades y son, como hemos visto, el objeto
de numerosas representaciones de gran poder simbólico. Para obtener
dicho poder, sin embargo, las mujeres tienen que demostrar a todos que
son capaces de ejercerlo, de soportarlo, demostración que empieza con
el primer embarazo y luego con la maternidad repetida y bien lograda
(hijos vivos) . En la ideología del grupo el varón no necesita demostrar
nada biosocialmente, ya que adquiere su poder sexualmente, mientras
que la mujer lo adquiere m ágicamente gracias a su capacidad de
menstruación (poder negativo) y de maternidad (poder positivo, pero
que se puede volver negativo como hemos visto).
En la ciudad la mujer ha adquirido además otro poder simbólico-so­
cial al conquistar el cargo de medium y el de sacerdotisa de María Lionza
o de centros mágico-terapéuticos afines . Conocemos todos el gran núme­
ro de mujeres que dirigen tales centros y son personajes fundamentales
en ellos; se puede observar, .además, que el vocabulario utilizado en los
mismos para referirse a los varones que cumplen la misma función de
medium no incluye ningún término correspondiente al de sacerdotisa; se
les llama hermanos, sin diferenciarlos así de las mujeres (a quienes se
llama también hermanas), de los pacientes y los espíritus, que son todos
hermanos . Este tipo de culto funciona como una gran sociedad secreta de
hombres, dioses, espíritus, santos y muertos . . .

35 ctarac: Dioses en exilio, parte 1, cap. 6, así como pp. 228-229 .

1 45
La falta de un término equivalente para los varones al de sacerdotisa
podría deberse al hecho que el de sacerdote está demasiado asociado en
la mente popular a la función del oficiante de la religión católica, la cual
excluye también a la mujer (como lo hace la ideología rural merideña) de
todo cargo altamente simbólico, mientras que ha podido ser utilizado sin
dificultad semántica este término por la mujer que en el centro mágico-

religioso-terapéutico ha sido iniciada y ha recibido de la propia Reina la


orden de su ascenso de medium a sacerdotisa, lo que sin lugar a dudas
significa una revancha por parte de la mujer, revancha muy fácil para ella
en un culto dominado por una mujer, María Lionza, y en la cual todos los
espíritus masculinos, aún los más fuertes y tremendos, respetan y obede­
cen a ésta, y en la cual varios de ellos, cuyo origen está en los «loas»
africanos (Changó, Oshún, Obatalá, por ejemplo) se transforman en mu­
jeres a través de sus manifestaciones católicas: Santa B árbara, Virgen de
la Caridad del Cobre, Virgen de las Mercedes . . .
Ahora bien, l a diosa principal, l a Reina María Lionza, lo mismo que
las otras mujeres-espíritus de sus Cortes, ya no necesita de la maternidad
para ser poderosa: al urbanizarse y occidentalizarse las mujeres, pierde
importancia para ellas la maternidad y adquieren importancia el amor, el
dinero, el poder, y los cargos que antes les fueron rehusados. Así veremos
en el Panteón marialioncero mujeres cuya virtud principal ya no es en
efecto la maternidad (la cual nunca se menciona) sino:
- La belleza, la dulzura y la capacidad de amar (María Lionza).
- La coquetería (la India Rosa).
- La fría eficiencia profesional (las doctoras Sanoja y Belkis).
- La capacidad para mandar (María Lionza, Santa B árbara).
- La gula (generalmente &tribuida a los varones en la Venezuela tra-
dicional) (Santa Bárbara).
- La voluntad (vista como mal carácter) (Santa B árbara, Dra.
Bellds).
- La capacidad para aconsejar, curar los males y contrarrestar la en­
vidia (todas).
En María Lionza (culto) se reduce la separación entre lo sagrado y lo
profano, trayendo a los dioses o espíritus a la altura de los hombres, ha­
ciéndolos regresar a la dimensión humana. Esta es bonita y agradable, a
pesar de las desgracias que la definen. Por eso los dioses quieren bajar.
Incluso vienen sin haber sido invitados: algunos han de ser rechazados

146
porque molestan con su presencia. Las sesiones marialionceras se orga­
nizan entonces como un juego entre espíritus y hombres, en el cual hay
reglas (por ejemplo, el código del trance, el orden de las sesiones, el
comportainiento debido por parte de fieles y pacientes : respeto obligato­
rio, posiciones correctas, pago por el servicio recibido de los espíritus, las
ofrendas, los .chistes, etc.). Así es el ritual terapéutico marialioncero más
interesante para el paciente (y inucho más teatral) que el ritual médico
científico de los hospitales, el cual es aburrido (lo mismo que la historia) :
largas colas , silencio obligatorio, ninguna o poca participación en la se­
sión en la cual sólo tiene derecho el paciente a contestar preguntas .
El culto permite así que el paciente no sólo acuda a recibir un diagnós­
tico y un tratamiento, sino también a distraerse con sus dioses y hacerse
nuevos amigos. Es un juego divino que disimula el juego del hombre con
el mundo, restableciendo la relación de ambos mediante la vía de una
mediación, lo que se logra por el mecanismo de los símbolos .
El nuevo paradigma que ha venido esbozándose con mayor fuerza en
la población urbana, en los centros marialionceros y afines, paradigma
cuya responsabilidad y efectividad incumben especialmente a la mujer,
medium y sacerdotisa, es el triángulo de la felicidad, que todos buscan.
El nombre sintético de este triángulo cuyas puntas son «Amor», «Di­
nero» y «Poder», es Suerte; y por ser mágica la suerte, mágicos han de
ser, en la lógica del sistema, los medios para obtenerla y poder combatir
todos los imponderables de una situación sociocultural y económica in­
comprensible para la mayoría.
Dicho triángulo es sinónimo de Salud ya que la salud en este tipo de
sistema representativo significa estar bien (física, psíquica, sentimental,
económ ica, política, históricamente). Viceversa, estar mal es no tener
suerte, lo que significa, no dominar el triángulo: ser infeliz en el amor,
estar sin plata («limpio»), no tener poder, lo que se inanifiesta a través de
síntomas físicos y/o mentales, pues el ser se vuelve en estas condiciones
muy débil y presa fácil para todos los envidiosos y espíritus malos.
Así se ha venido construyendo un nuevo mecanismo cultural de de­
fensa, el cual se estructura en el antiguo sistema de representaciones sim­
bólicas, pero incorporando elementos que permiten sobrevivir lo mejor
posible y obtener el mejor puesto posible en este tren hacia el futuro. En
este contexto la mujer se vuelve como «pez en el agua» (la comparación
no es casual).

147
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Universidad de los Andes, 1 989.

1 49
ECOFEMINISMO:
¿PARADIGMA POLITICO Y CULTURAL DE LOS NOVENTA?
Giovanna Mérola

LAS MUJERES damos la vida, debido fundamentalmente a nuestra función


biológica de reproducir a la especie, por tanto, cuidamos de ella en todos
los aspectos de la misma. Ahora bien, como la base de la vida es
ecológica, tenemos que entender que la Ecología, esa ciencia que estudia
las relaciones de los seres vivos y el medio físico que los rodea, también
es mucho más que una protección técnica del ambiente.
En los últimos años, tanto a nivel internacional como nacional, los
problemas de orden ambiental, que son consecuencia de un orden econó­
mico mundial que ha transgredido los parámetros de la armonía y el equi­
librio hombre-naturaleza, están poniendo en peligro el futuro de las co­
munidades humanas. Es por esta razón que se han provocado una serie de
respuestas del componente social, que buscan dar soluciones a los mis­
mos. Tenemos así, que a partir de los años setenta, dos importantes movi­
mientos sociales se han hecho sentir, especialmente en el mundo occi­
dental , marcando profundamente las postrünerías de este siglo: el
ecologismo y el feminismo.

MOVIMIENTO ECOLOGICO / PARTIDOS VERDES

Con la publicación del estudio «Los límites del crecimiento», del fa­
moso Club de Roma, en los primeros años de los setenta, ya se estaba
llamando la atención a los gobiernos sobre las nefastas consecuenci as
del desarrollo económico desaforado y del deterioro ambiental percibi­
do a través de la contaminación de los suelos, aire y agua, destrucción de
bosques, ciudades asfixiantes, entre otras cosas, que se estaban experi­
mentando en los países industrializados y que amenazaban el futuro de
la población humana. Fue así como la mirada se volvió hacia la ecología,
esa rama de las ciencias naturales que ya desde finales del siglo xrx se
asomaba como la ciencia que se ocupaba del estudio de las interre­
laciones entre los organismos vivos (especialmente vegetales y anima-

151
les) y su entorno o ambiente, y que ha ido evolucionando en el tiempo
hasta ampliar su objeto de estudio, de manera que ya los procesos
ecológicos dejaron de ser formulados solamente a nivel de poblaciones
animales o vegetales y comenzaron a expresarse en términos de relacio­
nes entre las culturas y su ambiente. Igualmente se consideró que las
adaptaciones culturales ecológicas a los fenómenos ambientales consti­
tuyen ya de por sí, procesos creativos. En este sentido, podríamos intuir
que frente a los desmanes del modelo de desarrollo económico de los
países industrializados, el hombre sería capaz de buscar opciones alter­
nativas para optimizar rendimientos y minimizar el impacto negativo
sobre el ambiente con sus acciones de explotación y producción, contan­
do con nuevas tecnologías y sobre todo con más conciencia sobre la
repercusión de sus acciones.
Por otra parte, en el año 1 972, en Estocolmo, se realizó la primera
Conferencia Mundial sobre los Problemas Ambientales, lo que trajo
como consecuencia una serie de medidas, convenios internacionales y
acuerdos que procuraban, a diferentes niveles, la concientización de los
responsables de la situación del deterioro ambiental para de esta manera
tratar de vislumbrar cambios en los modelos tecnológicos, mejorando así
la calidad de vida de los habitantes de este planeta sin detrimento del
ambiente.
En aquel entonces también se daba el caso de algunos países del Ter­
cer Mundo, especialmente Brasil, que proponían alcanzar el nivel de los
países industrializados aún a costa de la contaminación y destrucción de
sus recursos naturales. Inclusive, a principio de los ochenta, todavía cier­
tos voceros en nuestros países opinaban que el problema ambiental era
un problema de otros y que los nuestros se centraban más bien en las
necesidades primarias de la población, sin atinar a comprender la estre­
cha relación entre los problemas ambientales y la satisfacción de las ne­
cesidades básicas de la población. Ahora, en los noventa, por fin se enten­
dió y aceptó que los problemas ambientales están afectando especial­
mente a los países del Tercer Mundo. En estos años, en Estados Unidos,
Japón y la Comunidad Económica Europea, a raíz de las protestas de sus
grupos ecológicos y de la incorporación de las premisas ecológicas en
numerosos partidos políticos tradicionales, o inclusive, de la formación
de partidos ecológicos o partidos verdes con programa propio que han
llegado a escalar escaños en los parlamentos, se ha propiciado una impor-

152
tante presión a niveles de decisión, logrando, por ejemplo, empezar a
desplazar la pesada industria contaminante de esos países a las nac iones
del Tercer Mundo (Siderúrgicas, industrias de papel, entre otras) . Ade­
más de estar ya legalizándose la exportación de desechos tóxicos, alta­
mente contaminantes, lo que ha generado un tráfico de desechos desde
las naciones industrializadas a las nuestras, como parte del «chantaje»
económico, producto de la deuda externa de nuestros países. Observa­
mos entonces cómo estos problemas nos afectan a todos como población
que habita en un mismo planeta, estrechamente interrelacionada en un
único ecosistema mundial . Si a todo esto añadimos los problemas de
sobrepoblación, emigración rural a las ciudades, división internacional
del trabajo, proceso de las máquinas que mantienen las transnacionales,
hambre, desnutrición, enfermedades y epidemias , ello nos lleva a soste­
ner que estamos viviendo situaciones absurdas e intolerables que amena­
zan seriamente el futuro político, social y económico de �ste continente.

MOVIMIENTO FEMINISTA

En lo que respecta al Movimiento feminista, éste irrumpe igualmente


en los años setenta en el mundo occi dental. Es a partir de la revuelta de
Mayo del 68 en Francia, cuando las mujeres que participaban en la rnis­
ma hicieron énfasi s en su propia condición como seres humanos con pro­
blemas específicos de género; posteriormente las mujeres constituyen
numerosos grupos de autoconciencia no solamente en países como Fran­
cia, Italia, Inglaterra, Alemania, sino también en Estados Unidos. Se pro­
duce así una gran profusión de actividades, materiales impresos y mani­
festaciones públicas que caracterizaron esencialmente la virulenci a emo­
cional y de rebeldía de los primeros años del movimiento, en esta otra
etapa después del movimiento sufragista de finales del s iglo pasado. Todo
ello generó un gran impacto en la opinión pública local, nacional e inter­
nacional a través de los medios de comunicación, ya que este nuevo mo­
vimiento social propugnaba por primera vez que «lo personal es pol í­
tico», así como el problema de la doble jornada de la mujer trabajadora,
el «trabajo invisible», o problemas tabúes como el aborto y la violenci a
doméstica. Tambi én s e clamaba por una nueva definición de categorías
sociales en las que la división sexual del trabajo fuera objeto de atención,

153
y muchas de estas premisas son las que han caracterizado a la sociedad de
estas décadas. Ahora bien, el Movimiento feminista no solamente se
circunscribió a demandas y reivindicaciones de justicia social , sino que
también peimeó casi todas las instituciones, como la Iglesia, los partidos
políticos, y especialmente los centros de educación superior. Los mis­
mos, al incorporar el análisis del género en prácticamente todas las disci­
plinas humanístjcas, corno la psicología, sociología, antropología, edu­
cación, etc. , se vieron sacudidos por nuevos enfoques sobre la sociedad y
la cultura en general, lo que ha permitido apreciar un salto cualitativo en
·

el nivel de la conciencia humana.

ECOFEMINISMO

Ahora bien, podemos observar que la aparición del movimiento


ecologista y el feminista fueron casi simultáneos en los años setenta, tap
es así que ambos movimientos con sus novedosos postulados logran inte­
resar a las instancias de poder y permiten que algunos gobiernos ton1en
en cuenta las nuevas exigencias, creándose ministerios del ambiente y
ministerios específicos para abordar la problemática de la mujer. En otros
casos, las exigencias del movimiento ecológico, que hemos señalado
ante1iormente, hacen que algunos partidos políticos aboguen por los pro­
blemas de índole ambiental, y que en los últimos años se creen partidos
específicamente ecológicos, conocidos como Partidos verdes, en Alema­
nia, Australia, Canadá y próximamente en Estados Unidos. Algunos de
estos partidos, en especial el alemán, ya han conseguido participar en el
Parlamento con programas completos de acción específica sobre los pro­
blemas ambientales, que en el fondo son consecuencia de las acciones
humanas más pertinentes, como son la explotación de recursos y la pro­
ducción de bienes y consumo. De esta manera, los verdes se anotan en
una lucha más interesante y profunda, convirtiéndose en responsables,
nada más y nada menos que de la sobrevivencia de la humanidad.
Ahora bien, en estos años, algunos temas objeto de preocupación y
reflexión por parte del Movimiento feminista también han sido incorpo­
rados a los programas de los Partidos verdes, donde generalmente con­
fluyen o convergen los movimientos pacifistas y antiarmamentistas en el
mundo. Esta confluencia de ideales y metas ha dado pie a una plataforma

154
bastante sólida que ofrece esperanzas de cambios económicos, políticos
y socioculturales a una población ya harta de rumbos errados en la con­
ducción de los países, cuyos modelos políticos no han logrado resolver
los problemas básicos y crónicos de la gran mayoría, como son la alimen­
tación, vivienda y salud en general, en especial en -los países del Tercer
Mundo.
De tal manera que aspectos como el desaime, paz y seguridad, reduc­
ción de la jornada o semana laboral , desarrollo económico sostenible,
economía verde, eco-agricultura, cultura del reciclaje, nuevas técnicas
reproductivas , control de la natalidad, aborto, leyes discriminatorias, vio­
lencia, entre otros temas, vendrían siendo parte de lo que llamaríamos el
pensamiento ecofeminista, al entender como lo más sustancial de éste lo
siguiente:
1 ) Aceptación de la existencia de valores y formas de conducta feme­
ninas en tomo a la naturaleza que han sido desvalorizadas por el sistema
patriarcal.
2) A través de milenios, la dominación de la naturaleza por el hombre
ha estado relacionada con la dominación de la mujer por parte del mismo
y las razones son similares . Ahora se trata de equilibrar las fuerzas de
destrucción y construcción en busca de la armonía.
3) Las mujeres están 1nás cerca de la naturaleza que los hon1bres, de
allí que son ellas la vanguardia al haber conservado tradicionalmente una
relación con la naturaleza más creativa, de respeto y veneración, espe­
cialmente por su apreciación íntima de dar vida, como lo hace a través de
la maternidad. De allí que el ecofeminismo se haya convertido en la vi­
sión n1ás política y más innovadora que se pueda tener del mundo con­
temporáneo.

LA S/TUACION EN NUESTRAS LATITUDES

Es indudable que entre las modalidades de la organización social de


estos años en nuestros países se encuentra la participación masiva de las
mujeres, ya sea a través de nuevas organizaciones o dentro de las estruc­
turas ya establecidas, pero esta vez con nuevas exigencias frente a la
sociedad.
En primer lugar, el sistema económico actual ha determinado roles

155
sexuales y una división sexual del trabajo que comienza a generar agudos
problemas de subsistencia, principalmente a las mujeres madres-trabaja­
doras que tienen que hacer frente como jefes de hogar a una crítica situa­
ción económica, al cumplir dobles y triples jornadas de trabajo que van
en detrimento de su salud y por ende de la familia.
Por otra parte, tenemos que señalar que esa calidad de la vida es para
las mujeres una de sus principales preocupaciones, debido precisamente
a lo que anunciamos en un principio: somos iniciadoras y protectoras de
la vida. Esta poderosa razón hace que las mujeres estén más sensibiliza­
das frente a todo lo que pueda amenazar o perjudicar esa calidad de la
vida, tanto a nivel individual como familiar. Todo lo que tiene que ver
con el estado de salud y su relación con el ambiente es preocupación
esencial del sexo femenino, el más afectado tanto racional como emocio­
nalmente cuando se presentan peligros y amenazas que perturban la con­
dición de bienestar, ya que entendemos que la salud no es estrictamente
un problema médico, sino también ambiental, cultural, biológico, social
y económico, es decir, que implica el bienestar físico, emocional y men­
tal del individuo. De allí que el tipo de trabajo, la alimentación, educa­
ción y la vivienda, especialmente, son aspectos básicos que se relacionan
con la salud.
Una sociedad que cree o fomente peligros y amenazas a la salud, pro­
voca, un efecto de miedo o angustia que se incrementa con la sensación de
impotencia individual y/o grupal frente a lo que sería «una sociedad de
riesgos» ecológicos. Actualmente nos encontramos viviendo una etapa
de «democratización del miedo», en el sentido de que vivimos constante­
mente pendientes de accidentes de todo tipo, contaminación de recursos
como agua, suelo y aire, inseguridad personal, amenaza de desempleo,
escasez , mala calidad y altos precios de los alimentos, déficit de vivien­
da y pésimos servicios hospitalários, entre otros tantos problemas.
Para aliviar ese miedo, tanto hombres como mujeres se dirigen a los
llamados subsistemas más importantes del Estado, tales como: aparato
jurídico, político, económico y científico. La respuesta de estos sub-sis­
temas genera a su vez leyes o reformas de las mismas, decretos presiden­
ciales, programas de acción, coaliciones o acciones partidistas, congela­
ción de precios, freno a la inflación y soluciones tecnológicas cuando
sean necesanas.
En tal sentido, la reacción de estos subsistemas frente a la sociedad y

156
en especial frente a las mujeres preocupadas por la supervivencia de los
hijos y de la familia en general, no será nunca adecuada si no logran
traducir, formular y llevar a cabo las soluciones propuestas por ellos mis­
mos o por los grupos organizados que lo exigen.
En lo que respecta a las mujeres y las exigencias hechas hasta ahora a
los subsistemas en Venezuela, encontramos que en lo jurídico se logró
aprobar la Reforma al Código Civil en 1 982, lo que representó un gran
avance en las relaciones familiares al adecuarse la legislación a una rea­
lidad que la desbordaba. En la actualidad se insiste en el cumplimiento de
la nueva Ley del Trabajo, recientemente aprobada por el Ejecutivo, que
contempla algunas mejoras en las condiciones de vida de las madres tra­
baj adoras. Asimismo, se sigue luchando por la reforma del Código
Penal, en especial por los aspectos de violación, violencia doméstica y
aborto.
En cuanto al ámbito político, notamos una participación de la mujer
cada vez mayor, no solamente dentro de las estructuras partidistas, que es
lo que comúnmente se asocia con política, sino también en el moderno
Movimiento Vecinal de nuestras ciudades, a través de las asociaciones de
vecinos, juntas pro-mejoras de los barrios, etc., así como en organizacio­
nes de acción popular (tenemos el ejemplo de CESAP y los Círculos
Femeninos Populares), logrando de esta manera frenar abusos y atrope­
llos que inciden en la calidad de la vida.
La creación de un Ministerio de la Familia y un Ministerio de la Mu­
jer, obedece igualmente a ese auge de las exigencias de las mujeres por­
que sean tomadas en cuenta sus necesidades, las que una vez satisfechas
redundarán indudablemente en el mejoramiento de la vida familiar y de
la población en general . La posibilidad de la creación del Consejo Nacio­
nal de la Mujer forma también parte de estas iniciativas.
Por otro lado, las mujeres hemos propuesto soluciones para humani­
zar la ciudad de Caracas y hemos ofrecido alternativas de programas de
salud u otros proyectos, pero ni en las instituciones académicas donde se
han generado estas proposiciones, ni en los organismos públicos, son to­
madas en cuenta; es solamente a través del plagio de nuestras proposicio­
nes que se desarrollan nuestras ideas, es decir, cuando son presentadas
por personas ajenas al calificativo de feministas.
En lo referente a la economía, la inflación y los problemas generados
por la crítica situación que atraviesa el país han provocado un notable

157
aumento en el precio de los alimentos. Por tanto, las mujeres como prin­
cipales responsables del presupuesto familiar tienen que hacer frente a
esto y al frecuente «desabastecimiento», buscando mil soluciones a tra­
vés del ing enio y la creatividad: trabajos artesanales, alimentos caseros
para vender, el trabajo informal en sus innumerables variantes, inventar
recetas, recorrer mercados en busca de mejores precios, arrastrar las com­
pras, etc.
En cuanto a la prestación de servicios hospitalarios, generalmente son
las mujeres las que deben cubrir la falta de éstos, desde acompañar a los
familiares enfermos, hasta ocuparse de la limpieza, de conseguir los
medicamentos, e inclusive las sábanas. En lo que respecta a sus propias
necesidades de salud, los programas de planificación familiar no llegan
todavía a cubrir l a demanda de toda la población, los métodos anti­
conceptivos siguen siendo falibles o costosos, las mujeres siguen murién­
dose por la práctica del aborto clandestino, dar a luz en l as maternidades
públicas resulta deprimente, y en las clínicas privadas constituye casi un
atraco el costo de una cesárea o de un parto normal.
Las mujeres siempre han estado pendientes de la salud de todos. Cuan­
do a finales del año 1 986 se anunció la importación de leche en polvo
proveniente de países contaminados con la nube radioactiva de Cher­
nobyl, fuimos las mujeres las primeras en denunciar el caso y exigir a las
autoridades competentes garantías sobre el producto. No se nos escuchó
y los políticos y funcionarios prefirieron que l a población infantil consu­
miera leche de dudosa calidad, antes que perder los «turbios» negocios
que se hicieron en esa oportunidad.
Frente a esta situación, cuando las respuestas de los subsistemas que
hemos citado ya no son suficientemente satisfactorias para solucionar los
problemas gestados por esta crisis que llamamos CRISIS TERRORISTA, ese
miedo del que hablamos antes va en aumento y da paso a patrones de
comportamiento social y político que ya se han previsto y que han sido
anunciados por eminentes estudiosos de este tipo de fenómenos en el
país, y de los cuales tuvimos una muestra el 27 de febrero de 1 989.
De esta manera, las posibles (mega) tendencias para el año 2000, to­
mando en cuenta el aumento del miedo frente a las amenazas ecológicas
o lo que hemos llamado CRISIS TERRORISTA y la relativa impotencia de
hombres y mujeres para hacerle frente, podrían ser:
1 ) Reforzamiento de una «sociedad de riesgos», caracterizada por el

1 58
miedo al futuro.
2) Aparición de una nueva «moralidad» cuya máxima ley es vencer la
angustia: todo lo que crea miedo es malo y todo lo que elimina el miedo
es bueno.
3) Incremento de la dinámica y la auto-ayuda de los ciudadanos como
último refugio . El Movimiento Vecinal seguirá siendo una alternativa de
acción válida, una respuesta clave frente al fracaso de la política tradi­
cional .
4) Mayor publicidad y castigo para quienes atropellen los recursos
naturales y todo lo que amenace la calidad de la vida. Al respecto está
por aprobarse la Ley Penal del Ambiente en Venezuela.
5) La opinión pública se expresará con mayor necesidad a través de la
llamada «prensa alternativa» .
6) Los consumidores acabarán por organizarse adecuadamente, inde­
pendientemente de la estructura gubernamental , para exigir calidad en
los productos adquiridos; productos que, si se trata de alimentos deberán
ser sanos, sin aditivos, colorantes, ni contaminados con DDT, radioacti­
vidad, etc. , y si se trata de otros artículos, estos deberán tener un sello de
calidad y garantía de uso.
7) Se destinarán más espacios a la formulación de pequeños huertos
en zonas urbanas, en viviendas uni y multifanliliares, en barrios y urbani­
zaciones.
8) Se incrementarán las actividades de grupos culturales alternativos
locales.
9) Mayor rol y peso de la opinión o la opción pública, ya sea tradicio­
nal o alternativa, en la formulación y ejecución de las políticas ambienta­
les del Estado.
1 O) La política ecológica será parte de la macro política gubernamen­
tal y social, donde todos los factores tecnológicos, ecológicos y económi­
co-sociales, estarán coordinados y sincronizados, de manera que se con­
sigan condiciones verdaderamente respetuosas de la vida del ser humano
y de la naturaleza.
1 1 ) Quizás como caso extremo se llegue al triunfo de la racionalidad
ecológica y se instale, en favor de la protección de la naturaleza, una
Dictadura de la Ecología, a costa de los «derechos y privilegios» del
hombre, que han prevalecido hasta ahora.
1 2) Mayor conciencia del rol de la mujer en la sociedad como respon-

159
sable de la vida y como la gran humanizadora frente a la destrucción de
los recursos naturales, tanto a nivel local como mundial. De allí que con­
sideremos que el Ecofeminisimo es el nuevo humanismo que impul­
sará la ge stión igualitaria de un nuevo mundo por «renacer».
Indudablemente que el ECOFEMINISMO es un nuevo humanismo con
nuevas opciones de existencja para la sociedad humana, de allí que lo
consideremos como el paradigma político-cultural más innovador y tan­
gible en esta última década del siglo, en especial para los países del Ter­
cer Mundo.

160
MUJER Y SALUD EN EL CONTEXTO SOCIOPOLITICO
Luz María Londoño

FRANCA ONGARO BASAGLIA, destacada socióloga y literata i taliana, re­


ferencia conocida por miles de mujeres que hemos estado empeñadas en
desentrañar de nuestra propia historia las claves para entender lo que
hemos sido y trazar los caminos de lo que queremos ser, dice:

Antes de proceder a analizar puntos claves de esta problemática [de la


salud de la mujer] es necesario sentar una premisa: referimos inicialmen- '"
te al denominador común que ha determinado lo que es la mujer en nues­
tra cultura. Eso no significa que no existen diferencias de clase, márgenes
de libertad o de privilegio, niveles de opresión o de conciencia, diversos
derechos y responsabilidades en relación con esas diferencias . . . Pero un
denominador común instala a las mujeres en el primer nivel de opresión,
que consiste en haber nacido mujer dentro de una cultura en la que este
hecho es per se un menosprecio 1 .

Inicio así este trabajo ya que difícilmente encontraría una mejor sínte­
sis del planteamiento central desde el cual asomamos a la compleja pro­
blemática de la salud de la mujer.
Este planteamiento lo formulábamos aún trémulamente cuando re­
cién nos iniciábamos, junto con otras compañeras, en la búsqueda de la
utopía: el logro de espacios diferentes desde los cuales trabajar para
construir una vida más amable, más digna y más humana para hombres
y mujeres. Tal planteamiento tiene hoy el carácter de convicción profun­
da y de lineamiento central de nuestro trabajo y de nuestra vida. Consiste
el mismo en asumir plenamente que en nuestra cultura se enferma y se
muere de ser mujer. Pero no de ser biológicamente del sexo femenino,
sino de ser mujer dentro de una sociedad donde el serlo comporta una
cuota específica de subordinación, irrespeto y violencia, esto es, de en­
fermedad y de muerte.

1 Franca Ongaro Basaglia: «La mujer y la locura», en Antipsiquiatría y política. México,


Editorial Extemporáneos, S.A., 1 980, p. 1 6 1 .

1 61
Nuestra reflexión acerca de la salud, entendida como derecho humano
fundamental y como proceso dinámico, orientado al bienestar integral
del ser humano -bienestar físico, intelectual, social y psíquico- re­
quiere sentar, como premisa de nuestro análisis, la imposibilidad de se­
parar lo que es la salud de las condiciones generales de la sociedad y de
las condiciones individuales de las mujeres, condiciones determinadas
en buena medida por el rol que la mujer desempeña dentro de la misma2 .
Pero los roles no se han establecido al azar, no son asignaciones gra­
tuitas, ni mucho menos, como se ha pretendido a lo largo de los siglos de
cultura patriarcal y machista, una consecuencia directa y «natural» del
ser mujer. Los roles son construcciones sociales profundamente arraiga­
das que reflejan una determinada ideología que tiene como finalidad pre­
servar un determinado orden, dentro del cual persistan unas determina­
das relaciones de poder, sobre las cuales se ha construido toda la estruc­
tura social.
Cada sociedad construye una imagen determinada de lo que es ser
hombre y de lo que es ser mujer. Cada una de estas construcciones encie­
rra valores, expectativas, normas y conductas establecidas para uno y
otro género, las cuales reciben una validación social y constituyen un
componente fundamental de los procesos de socialización.
El argumento central de nuestra aproximación al problema de la salud
de la mujer se condensa en la afirmación de que existe una distribución
diferencial de la salud para hombres y mujeres, diferencialidad en la cual ,
además del determinante «clase social» y más allá de lo meramente bio­
lógico, hay un determinante de género -esto es, lo que socialmente im­
plica ser hombre o ser mujer- el cual es indispensable tomar en cuenta
para comprender cómo viven, cómo enferman y cómo mueren las muje­
res3.

2Magdala Velásquez Toro: «Mujer, salud y derechos humanos», en La salud de la mujer, I


Encuentro de Mujeres en Salud, Medellín, Tramas Litografía, 1 989, p. 57.
3 Argelia Londoño Veliz: «El momento social de las mujeres por su salud en América Lati­
na: Una propuesta alternativa», en La salud de la mujer, I Encuentro de Mujeres en Salud,
Medellín, Tramas Litografía, 1 989, p. 1 03 .

1 62
Dice el demógrafo Alvaro Viera Pinto:

El hombre no muere de la muerte, muere de la vida [ . . ] es la vida lo que


.

mata y no la muerte; ésta sólo concreta [ . . . ] la lenta acción de las condi­


ciones en que ha transcurrido una existencia humana4•

Retomando sus palabras podríamos decir: la mujer no muere de la


muerte, muere de la vida� de la vida que ha vivido dentro de una sociedad
que, si bien no ofrece posibilidades de bienestar y de salud para la mayo­
ría de sus miembros, continúa haciendo del ser mujer un estigma cuando
de salud se trata, dadas las condiciones de subordinación económica y
sociocultural que pesan sobre ella.
No es nuestro propósito, en esta oportunidad, extendemos en cifras y
datos acerca de los diferentes indicadores que contribuirán a trazar un
perfil de la salud de la mujer. Preferimos priorizar, con carácter de urgen­
cia, la comprensión de los denominadores comunes a su problemática de
salud. Nuestra reflexión acerca de nosotras mismas y el trabajo que rea­
lizamos --construir nuestras propuestas alternativas de la salud para las
mujeres- nos ha permitido entender que hablar de su salud mental, de su
salud sexual y reproductiva, de su salud ocupacional , en fin, de su salud
en general, es hablar necesariamente de la enajenación de las mujeres
con respecto a su propio cuerpo, asiento fundamental de la especificidad
de su opresión.
¿Cómo se ha construido históricamente esta enajenación? Al respec­
to, Franca Ongaro Basaglia se expresa así:

Todo lo que se refiere a la mujer está dentro de la naturaleza y de sus


leyes. La mujer tiene la menstruación, queda en cinta, pare, amamanta,
tiene la menopausia. Todas las fases de su historia pasan por las modifi­
caciones y alteraciones de un cuerpo que la ancla sólidamente a la natura­
leza. Esta es la causa de que nuestra cultura haya decidido que todo aque­
llo que es J a mujer, lo es por naturaleza [ . . . ] Si la mujer es naturaleza, su
historia es la historia de un cuerpo, pero de un cuerpo del cual ella no es
dueña porque sólo existe como objeto para otros o en función de otros y

4Alvaro Viera Pinto: El pensamiento critico en demografía. Santiago de Chile, CELA DE.
1 973, p. 275 .

1 63
en tomo al cual se centra una vida que es la historia de una expropiación.
El ser considerada cuerpo para otros, ya sea para entregarse al hombre o
para procrear, es algo que ha impedido a la mujer ser considerada como
sujeto ,histórico-social, ya que su subjetividad ha sido reducida y aprisio­
nada dentro de una sexualidad esencialmente para otros con la función
específica de la reproducción5·

Vista a través de la literatura, la filosofía, la religión y la ciencia como


un ser extraño y oscuro, características estas que según se afirmaba, te­
nían que ver con lo insondable de su cuerpo y sus procesos, la mujer ha
vivido por siglos como una extraña a sí misma y a su corporeidad, confor­
mándose con lo que otros han pontificado sobre ella.
Una expresión de este hecho es la medicalización de su cuerpo. A
partir del siglo XVIII, y como un paso más en la aniquilación del poder que
les confería a las mujeres el ser depositarias del arte de sanar, se inicia un
proceso de grandes cambios al interior del saber médico.
Este fenómeno, conocido como medicalización, surge impulsado por
la necesidad de los médicos de entonces de consolidar su prestigio social
y construir una privilegiada posición de poder que garantizara a un grupo
selecto de elegidos tener el control de los conocimientos en salud, hasta
entonces en manos de las mujeres y fundamentalmente de las comadro­
nas, y justificara además los ingresos devengados por los representantes
de la naciente profesión médica. Amparadas en la pretendida «cienti­
ficidad» de su formación frente a lo empírico del saber popular, surge una
nueva élite cuyas apreciaciones, juicios e intervenciones, pasan a conver­
tirse en elemento validador o descalificador, por excelencia, del compor­
tamiento humano y, muy específicamente, de la v ida femenina. Hacen
así su entrada los «expertos» en el universo de las mujeres , encontrando
en la población femenina --educada en la pasividad y el sometimiento-­
un campo abonado para ejercitar su poder y constituirse en instrumentos
eficaces de control social.
La irrupción de los «expertos» --encamados en la figura de los cien­
tíficos varones de la época- en lo que era un dominio femenino --cui­
dado del hogar, la salud de la familia, el embarazo y el parto, etc. ,- es
considerada por diversos estudiosos como «el hecho social más destaca-

5 Franca Ongaro Basaglia: Op. cit., pp. 1 67- 1 68.

1 64
do del último siglo y medio » . La medicalización, sustentada en la
patologización de la vida femenina y, por lo tanto, justificadora de la
intervención médica en todos los aspectos de la misma, con su concomi­
tante pérdida de autonomía y dependencia, marcaba así un hito de pío­
fundas repercusiones en la vida de las muj eres :

Las teorías que rigieron el ejercicio de la medicina a finales del siglo XIX
y principios del XX consistían en que el estado normal de la mujer era
estar enferma . . . La medicina había «descubierto» que las funciones fe­
meninas eran intrínsecamente patológicas. La menstruación fue a la vez
la prueba y la explicación: una gran amenaza que duraba toda la vida, y
también lo era su ausencia. Los médicos destacaban el carácter patológi­
co del propio nacimiento, argumentación que además era esencial en su
campaña contra las comadronas. La época del parto hipermedicado e
hipertratado estaba a punto de empezar. Después a la mujer sólo le queda­
ba esperar la menopausia, vista por la literatura médica como una enfer­
medad terminal, «la muerte de la mujer en la mujer». La profesión médi­
ca se autoasignó el deber de definir «la constitución natural, tanto física
como mental» de la mujer con gran decisión -y, podríamos añadir, ima­
ginación. Los doctores se las arreglaron para definir la auténtica naturale­
za de la muj er, los orígenes de su fragilidad y los límites biológicos de su
función social. Con la eliminación de las comadronas todas las mujeres
cayeron bajo l a hegemonía biológica de la profesión médica. Los únicos
papeles que les dejó el sistema médico fueron los de empleadas, clientas
o material (de estudio)6.

Una vez más, ahora a través de la institución médica, como lo habían


hecho y lo seguirían haciendo las demás instituciones representantes del
poder establecido -la Iglesia, la familia, el Estado y sus leyes-, se de­
finía a la mujer sobre la base de su supuesta naturaleza, artificial y co­
múnmente ideologizada, para mantenerla en la posición y dentro de los
límites asignados en el ordenamiento social establecido.
Desde nuestro cuerpo, y como una extensión de las peculiaridades
atribuidas «naturalmente» al mismo, se diseccionaron con meticulosidad

6 Bárbara Ehrenreich y Deidre English: Por su propio bien: 150 años de consejos de exper­
tos a las mujeres, Madrid, Altea, Taurus, Alfaguara, S.A. 1 990, pp. 1 29 a 1 39.

1 65
nuestras capacidades mentales y nuestras características psíquicas. En su
libro La inferioridad mental de la mujer, de gran difusión en la época, un
reconocido científico suizo nos ilustra generosamente acerca de nuestras
características y posibilidades intelectuales. Valga pues, reseñar, algunas
de sus afirmaciones:

Desde el punto de vista corporal, haciendo abstracción de las caracterís­


ticas del sexo, la mujer está entre el niño y el hombre, y lo mismo sucede,
en muchos aspectos, en lo mental... Una de las diferencias esenciales (en
cuanto a las facultades psíquicas) se encuentra ciertamente en el hecho de
que el instinto desempeña un papel más importante en la mujer que en el
hombre [ . . . ] Muchas de las características femeniles dependen de esta
semejanza con la bestia: ante todo, la carencia de opinión propia [ . . . ] S on
rígidas, conservadoras y odian la novedad [ . . . ] Su moral es, sobre todo,
una moral sentimental; la moral conceptual les es inaccesible y la re­
flexión no hace más que empeorarla [ . . . ] No consiguen dominar los afec­
tos y están incapacitadas para el dominio de sí mismas [ . . . ] El disimulo, o
sea la mentira, es el arma nátural e imprescindible de la mujer, a la que
ésta no puede renunciar [ . . . ] Como los animales que obran de la misma
manera desde tiempos inmemoriales, el ser humano se hallaría estancado
en su estado natural si no existieran más que mujeres. Todo progreso
parte del hombre. Por eso para ellos la mujer es una pesada carga. . .7

Pero lejos de sublevarnos contra esta naturaleza, que tan mal nos ha
dotado, las mujeres hemos de entender con ayuda de los médicos --con­
vertidos en paladines de esta noble causa- que todo ello obedece a de­
signios supremos encaminados a hacer posible el cumplimiento cabal de
nuestra función como madres, destino inexorable y única responsabili­
dad de reconocimiento.
De esta forma:

La diferencia mental de la mujer no sólo existe, sino que además es muy


necesaria; no solamente es un hecho fisiológico, es también una exigen­
cia psicológica. S i queremos una mujer que pueda cumplir bien sus debe­
res maternales, es indispensable que no posea un cerebro masculino. Al-

7Paul Julius Moebius: La inferioridad mental de la mujer. B arcelona, Editorial Bruguera,


S.A., 1 982, pp. 3 a 29.

1 66
guíen ha dicho que no es preciso nada en la mujer, excepto que sea sana y
tonta. Semejante paradoja, aunque grosera, encierra una verdad. Una ex­
cesiva actividad mental hace de la mujer una criatura no sólo rara, sino
también enferma [ . . . ] La mujer debe comprender que es así por voluntad
de la naturaleza y abstenerse de rivalizar con el hombre. Las exaltadas
locas modernas paren mal y son pésimas madres. Yo creo que el punto
más importante para los médicos es que ellos se formen un claro concep­
to del cerebro o del estado mental de la mujer y que comprendan bien el
significado y el valor de su deficiencia mental y que hagan todo lo posible
para combatir, en interés del género humano, las aspiraciones contra
natura de las feministas8•

Así pues, la medicalización de nuestro cuerpo pasa a convertirse en


instrumento por excelencia para normatizarnos la vida. En esferas tan
importantes como la salud mental, la sexualidad y la reproducción y asi­
milando lo normal con lo moral, se definen desde lo médico criterios de
salud-enfermedad, de adecuación e inadecuación, de conveniencia e in­
conveniencia, todo ello a partir de una supuesta base biológica, y se
desconoce generalmente el contexto social donde esta vida transcurre y
se establecen con nosotras, a través de nuestros cuerpos, relaciones ca­
racterizadas por su versatilidad y autoritarismo.
A la irrupción del médico en el mundo femenino siguieron, a lo largo
del siglo XIX y hasta el presente, una pléyade de «expertos» surgidos
desde los más diferentes ámbitos. Psicólogos, sexólogos y educadores
vinieron a establecer sus dogmas acerca de las características esenciales
de nuestro psiquismo, acerca de nuestra sexualidad y de las relaciones
con nuestros compañeros y nuestros hijos. Contar con su bendición se
hizo requisito para garantizar que hacíamos lo correcto.
Sin embargo -y he aquí una cuestión esencial que sigue determinan-
"

do la problemática de la salud mental de las mujeres- las alternativas


que se nos presentaban eran una vez más antagónicas, contradictorias y,
ubicadas siempre en uno u otro polo, esencialmente descalificadoras : si
nos mostrábamos insatisfechas con nuestro papel de esposas y madres,
éramos personalidades neuróticas que rechazábamos nuestra feminidad;
pero si, al contrario, sólo deseábamos dedicarnos a nuestra familia, se nos

8/dem. (El subrayado es nuestro).

1 67
rotulaba como «personalidades infantiles». En ambos casos generába­
mos enfermedades en las personas que nos rodeaban: las ambiciosas se­
guramente podríamos «castrar» a los hombres y las satisfechas dentro del
espacio hogareño, podríamos «transmitir» sentimientos de culpabilidad
y generar actitudes de dependencia y minusvalía en nuestros hijos varo­
nes9.
Así pues, las posibilidades de ser mujer que se nos ofrecían desde el
mundo de los «expertos» no podían ser más desalentadoras : o se era
mujer-útero (cálidas, afectivas, sensitivas pero mentalmente inferiores),
o se era mujer-cerebro (frías, calculadoras, mecánicas y egoístas) ; se era
ninfómana o anorgásmica, sobreprotectora o abandónica, santa o prosti­
tuta. En fin, siempre rotas, aprisionadas y cargadas de culpa ante opcio­
nes excluyentes e irreconciliables.

EL AQUI Y EL AHORA

Reducidas al mundo de lo privado, determinadas férreamente por la


naturaleza en cuanto a nuestras capacidades y funciones, sólo reciente­
mente, gracias a la claridad que nos ha aportado la reflexión en colectivo
con otras mujeres, hemos empezado a cuestionar la supuesta «naturaleza
femenina», a entender que tal naturaleza no era natural como se decía y
a acercarnos desde una perspectiva diferente a nuestro cuerpo, nuestra
salud y nuestra vida.
No por casualidad la lucha de los movimientos de mujeres ha estado
unida siempre a la recuperación de nuestro cuerpo. Ese grito «mi cuerpo
es mío», consigna privilegiada de los grupos feministas de vanguardia,
ante la cual muchas mujeres reaccionaban con extrañeza y muchos hom­
bres con profunda incomodidad, sigue siendo uno de los ejes del trabajo
en salud con las mujeres. Tenen1os ahora la convicción de que cualquier
acción liberadora en este campo tiene que pasar necesariamente por po­
ner en nuestras propias manos el conocimiento y el control sobre nuestro
cuerpo y los procesos que en él tienen lugar.

9 Bárbara Ehrenreich y Deidre English: Brujas, comadronas y enfermeras. Historia de las


sanadoras. Barcelona, Ediciones de les Dones, 1 98 1 , p. 79.

1 68
No existe retomo posible. Nunca más seremos aquello que éramos . El
desconocimiento no se recupera. Y lo que nosotras adquirimos, por enci­
ma de l as leyes y de las conquistas del espacio, fue conocimiento, con­
cienci a 1 º .

Y conocimiento y conciencia sigue siendo el objetivo fundamental


del trabajo por nuestra salud.
Desde esta perspectiva, el compromiso por n1ejorar la salud de las
mujeres, implica necesariamente y como punto de partida hacer de cada
acción en salud una acción concientizadora, que nos permita cuestionar
nuestra situación en la sociedad, comprender que tal situación, habiendo
sido social y no biológicamente determinada, es una realidad cambiante
que nosotras, principales protagonistas, tenemos el derecho y el deber de
transformar, al exigir de la organización social garantías que respalden
tal transformación.
Se trata de aproximamos en forma diferente a nuestros cuerpos; de
lograr que la información y el conocimiento que adquiramos acerca de
éstos y de sus procesos nos permitan tomar decisiones acerca de nuestra
salud y de nuestra vida, desde nuestros propios intereses y escogencias;
de poner la tecnología y el conocimiento médico realmente a nuestro
servicio, como aliadas para mejorar nuestras condiciones de salud y no
como instrumento de control y expresión de relaciones de poder que
perpetúen condiciones de sometimiento y subordinación femenina.
Tendremos que contribuir a crear las condiciones para que la procrea­
ción, reconocida como opción personal libremente asumida y como fun­
ción social de hombres y mujeres, sea realmente amparada y protegida.
Sólo así lograremos quebrar la vieja disyuntiva entre ser madres o desa­
rrollarnos y crecer como personas en esferas diferentes de la actividad
humana; sólo así podremos ser madres, si ésa es nuestra elección, e ins­
cribir además nuestro proyecto personal en la construcción de un espa­
cio diferente «donde hombres y mujeres tengamos derecho a la vida, al
trabajo, a la organización» .
Si por siglos la imagen construida de nosotras se convirtió en atadura
que nos reducía, es hora de transformar esa imagen y esas ataduras.
Gestamos a nosotras mismas, desentrañando nuestra verdadera identi-

lO Marina Colasanti: Mulher Daqui Pra Frente. Río de Janeiro, Editorial Nórdica, 1 98 1 .

1 69
dad; atarnos con el devenir y gestar un mundo distinto para unos y otras,
donde las posibilidades y privilegios de algunos no se construyan a costa
de la imposibilidad de los demás, para existir de una manera digna. Eso y
no otra cosa significa la salud.

1 70
VIOLENCIA CON1RA LA MUJER
E/isa Jiménez Armas

UNA NOCHE cualquiera estoy frente al televisor sin ningún móvil espe­
cial, quizás porque a veces creemos relaj arnos mirando imágenes. De
pronto me interesa la pregunta que están formulando a un grupo de pea­
tones en una de esas encuestas que frecuentemente realiza la TV en la
calle, pretendiendo así hacer más democrática la comunicación. La pre­
gunta en cuestión me impacta, lo suficiente para interesarme en el desa-
rrollo del tema: ¿Cree usted que la provocación incita la violación? . . .
Queda sobreentendido para los encuestados quién provoca a quién, . . .
siento que ya ustedes han deducido que las respuestas tanto de los hom­
bres como de las mujeres fueron positivas.
En ese momento sentí que en cada uno de los espacios donde tenemos
la oportunidad de expresamos el tema de la violencia contra la mujer
debe ser discutido, sentí que tenemos el deber de contribuir a develar la
ideología que encubre la violencia contra la mujer, y los mecanismos
propios de la cultura que la naturaliza.
De hecho, la violación es una forma extrema de agresión, un acto que
atenta contra la integridad, un acto de sometimiento, de imposición del
poder, cuyas principales víctimas son las mujeres . Sin embargo, tal como
lo refleja la pregunta de la encuesta televisada, se pretende que las muje­
res la provocan, que son las culpables de que ocurra.
Cabe resaltar que también en la cotidianidad de la vida social y fami­
liar, la violencia sexual en general se descontextualiza y es objeto de
explicaciones individualizantes. Explicaciones como «ella se lo buscó»,
o «a ella le gusta y por eso lo provoca» , son frecuentes en los casos del
maltrato en parejas tan común en nuestro país, la cual no es exclusividad
como se cree de los sectores de menor nivel socioeconómico y educati­
vo. Incluso en casos de niñas v íctimas de abuso sexual, más de un defen­
sor del abusador argumenta la coquetería e insinuación por parte de las
niñas que pueden tener 5 ó 6 años.
La violación ha sido expl icada a partir de patologías individuales
como una conducta propia de alienados sexuales y sádicos, obviando el

1 71
contexto p sico-social en que se produce y la situación específica de
sometimiento social e indefensión de sus víctimas principales, mujeres y
n1nos.
· -

La violación constituye una de las experiencias más dolorosas y


traumatizantes que una persona puede enfrentar, de hecho produce una
crisis difícil de superar. Uno de los síntomas más graves que sufren las
víctimas es la pérdida del control sobre sus vidas, pues debido a la agre­
sión a que han sido sometidas, se llenan de dudas en relación a su propia
capacidad de defenderse. La mujer violada se siente a un paso de la
muerte y con temor a que destruyan partes de su cuerpo . .. experimenta
un daño irreparable que se traduce en la idea de que las cosas no volve­
rán a ser las mismas, ya que ella no volverá a ser la de antes. La auto­
estima resulta severamente dañada, la capacidad de respuesta al mundo
externo se disminuye, la ansiedad y la depresión se apoderan de las víc­
timas.
Las secuelas físicas van desde heridas y traumatismos generales, has­
ta contagio de enfermedades venéreas y como una de las consecuencias
más funestas, aproximadamente en un 20% de los casos se producen
embarazos, con dolorosos resultados y más violencia para la madre y el
hijo que pudiera nacer.
Sin embargo, las creencias e interpretaciones generalizadas sobre esta
expresión de la violencia que contribuyen a la impunidad de este delito
aún persisten, como ha quedado al descubierto en el caso del programa
televisivo al que aludí. En el ordenamiento jurídico, al igual que en buen
número de países, nuestro código penal tipifica la violación como delito
contra la moral y el buen orden de la familia. La mujer pasa a ser de esta
manera el objeto que resguarda la moral familiar, su integridad es asunto
de la moral y el orden familiar, de hecho se le niega la condición de
persona.
Igualmente, la familia y la ciencia circunscriben a la mujer a la con­
dición de objeto. La familia, cuando propicia el silencio de la víctima
porque el hecho les avergüenza. La ciencia médica, cuando es cómplice
silencioso de la reducción de la mujer a un cuerpo-objeto, que sólo inte­
resa para detectar en él los indicios que le darán a la justicia la facultad
de dictaminar si hubo o no consentimiento. Durante muchos años, la
institución médica ha permanecido callada, a sabiendas de que las evi­
dencias de traumatismos y desgarraduras en la zona genital o· vaginal o

1 72
la presencia de semen del violador, no pueden ser la plena prueba de la
violación.
Cuando hace siete años decidimos crear un espacio donde fuera posi­
ble que por primera vez las víctimas de violación recibieran apoyo inte­
gral, nos propusimos desmontar los mitos que ocultan la relación entre
esta forma de violencia y la violencia general contra la mujer que está
presente en el orden social establecido. Comprendimos que era esencial
conocer de dónde nace la violencia contra la mujer y situar el surgimiento
de la misma en un contexto concreto para comprender su justificación, y
la ideología que encubre su origen.
La historia de la v iolencia contra l a m ujer e s la historia de su
sometimiento, es la historia de la conversión de la relación natural y
necesaria de los géneros en relación de poder. Necesitamos aproximar­
nos a esta historia para comprender que la relación de subordinación
impuesta para el patriarcado es la génesis de la violencia contra la mujer,
porque sólo mediante la violencia es posible mantener un sistema de
relaciones humanas que se sustenta en el sometimiento de la mitad de la
humanidad.
Las mujeres en el mundo entero, desde la reflexión sobre nuestras
propias vidas, en busca de nuestra identidad, hemos coincidido en los
intentos de desatar la trama que legitima nuestra subordinación, porque
fue y es necesaria una lógica y una racionalidad que justifiquen la contra­
dicción que yace en la subordinación de uno de los géneros.
En efecto, la cultura patriarcal ha construido una naturaleza femenina
y un mundo para la mujer, mundo que gira alrededor de la función natural
con la que se le identifica y que da una justificación a su existencia social.
En ese mundo ella sólo existe para otros, su función es darse a otros y aun
su cuerpo no le pertenece, su cuerpo pasa a ser cuerpo social , sobre el
cual ella no tiene control, su cuerpo es el instrumento que sirve para rea­
lizar la función que específicamente le corresponde en la reproducción :
la maternidad.
La cultura patriarcal nos ha impuesto el silencio sobre nosotras, sobre
lo que somos y sobre lo que queremos ser. Nuestra identidad ha sido de­
terminada desde fuera, así hemos sido satanizadas o santificadas alterna­
tivamente, a través de la historia. El género mujer ha sido definido desde
una ciencia, una filosofía, una historia en cuyo desarrollo hemos estado
ausentes durante mucho tiempo.

1 73
Desde la antigüedad el sistema patriarcal ha naturalizado lo masculi­
no como lo decidido, lo fuerte, lo dominante, en contraposición a la debí-
,

lidad y sumisión de lo femenino. Esta cultura ha logrado disponer una


jerarquía entre los géneros, donde la mujer ocupa una posición inferior y
es confinada al mundo doméstico, el cual es propiedad de quien tiene el
poder, el hombre.
El autoritarismo, la omnipotencia y la rigidez, propios del patriarcado,
generan un conjunto de acciones violentas que no son reconocidas como
tales, entre ellas las ejercidas contra la mujer, que varían desde las más
brutales, como el maltrato físico, hasta las más refinadas y sutiles, pro­
pias de la publicidad.
La violencia ocurre en todos los ámbitos de la vida social. En el fami­
liar ocurre la violencia doméstica que se manifiesta en reclusión en el
hogar, agresión física, maltrato psicológico y asedio sexual que puede
llegar hasta la violación.
En el ámbito del trabajo, escenario de la violencia laboral, se concreta
en asedio sexual, generalmente por parte de superiores, y en no pocos
casos afecta la estabilidad en el trabajo y las posibilidades de ascenso. En
la discriminación salarial, que consiste en el pago de salarios menores a
los de los hombres, aun desempeñando el mismo trabajo.
En el ámbito de las comunicaciones, la violencia se manifiesta en la
pornografía y en la publicidad que convierten a la mujer en objeto para la
comercialización y las ventas.
En el ámbito institucional se produce la violencia política, expresada
en la represión y la tortura y en la violencia carcelaria que tiene caracte­
res específicos al tratarse de la mujer, como es la privación de vida
sexual.
Dentro del ámbito institucional se produce también la violencia en la
atención en salud, en la medicalización de los procesos naturales propios
de su fisiología, en el uso indiscriminado de prácticas médico quirúrgi­
cas, en el parto, convertido en un acto médico y con frecuencia desenca­
denado y acelerado artificialmente por conveniencia de los médicos, para
un mejor rendimiento y distribución de su tiempo. En la esterilización
inconsulta o manipulada que en algunos países del Tercer Mundo como
Brasil es un fenómeno masivo. Esta violencia tiene su expresión cotidia­
na en el negocio del aborto clandestino, en los países donde el aborto es
penalizado, recurso al que se ven obligadas a acudir las mujeres cuando

1 74
toman la decisión de interrumpir un embarazo, pagando sumas exorbi­
tantes sin garantía alguna para su salud y su vida. Finalmente, esta vio­
lencia tiene su expresión cotidiana en la relación médico-paciente, en la
cual también es objetivizada y muchas veces culpabilizada, sobre todo
cuando se trata de la salud de los hijos de la cual se le responsabiliza.
Otra forma de violencia que se manifiesta en la prostitución, la viola­
ción, en el tráfico de mujeres, así como en las mutilaciones sexuales, es la
violencia sexual.
La discriminación y la violencia que vive diariamente la mujer, tienen
consecuencias de toda índole, afectan su autoestima, le crean inseguri­
dad y conflictos de identidad.
Las contradicciones conscientes e inconscientes que viven en el per­
manente juego de subordinación-ruptura, la convierten en reproductora
de las mismas pautas autoritarias y jerárquicas que la someten.
En esta oportunidad mi intención al tratar el tema ha sido como lo dije
al comienzo, contribuir a la reflexión colectiva en tomo a este problema
que sufrimos cotidianamente en una de sus expresiones más extremas: la
violación. Creemos que una de nuestras funciones más importantes es
propiciar la discusión pública y dar a conocer las acciones que se están
realizando en nuestros países para enfrentar la violencia.
Mediante varios mecanismos institucionales se están llevando a cabo
tales acciones, tanto en organismos gubernamentales como en los no
gubernamentales. Entre estos mecanismos están los grupos· de Apoyo o
grupos de Autoayuda, las Casas de Refugio o Albergues, de reciente
creación en los países latinoamericanos, ya que en Europa y Estados
Unidos existen desde hace algunos años. También se han creado las
oficinas legales y consultorías jurídicas, la mayoría adscritas a organis­
mos no gubernamentales. Eñ Venezuela contamos con Clínicas Jurídi­
cas, la Oficina Parlamentaria y la Federación de Mujeres Abogadas.
Otros mecanismos han sido las Comisarías de Mujeres, que en América
Latina se iniciaron en 1 985 con la creación en Brasil de delegaciones
adscritas a las Secretarías de los Estados; actualmente hay unas 80 Co-
.
misanas en ese pa1s.
,; ,;

A partir de 1 987 se han creado comisarías y delegaciones en Buenos


Aires, Montevideo, Lima y San José de Costa Rica. Existen en México y
Chile agencias especializadas en delitos sexuales provenientes de insti­
tuciones de justicia.

1 75
Las oficinas gubernamentales de la mujer han constituido durante esta
década importantes organis1nos impulsados por los acuerdos internacio­
nales, entre. los que destacan los Acuerdos de la Reunión de Nairobi
( 1 985) y de la Convención sobre la elimináción de todas las formas de
discriminación de la Mujer de Naciones Unidas ( 1 979).
En Venezuela, el Ministerio de la Familia, a través de la Dirección
General Sectorial de Promoción de la Mujer y de la Dirección de Asis­
tencia Jurídica, inició el programa de Defensa de la Familia contra los
maltratos, basado en una acción preventiva.
En la Casa de la Mujer del Distrito Federal se lleva a cabo un progra­
ma de atención a víctimas y se e-stá realizando una de las más completas
y profundas investigaciones sobre el maltrato doméstico, con el auspicio
de la Universidad Central.
Se han logrado algunas medidas legales que se refieren más que todo
a la violencia doméstica. En Puerto Rico, Costa Rica, Chile, Argentina,
Nicaragua, Trinidad y Tobago, se han aprobado ordenamientos jurídicos
que permiten actuar contra la violencia invisible en el seno familiar.
Venezuela no cuenta con medidas legislativas para impedir y elimi­
nar el maltrato contra la mujer, porque nuestra legislación no lo tipifica
como delito, por lo que se han propuesto dos artículos en el Código Pe­
nal : uno que penaliza el maltrato a la pareja y otro que lo tipifica en
cuanto causa sufrimientos, vejámenes, daños o atropellos físicos, psico­
lógicos o morales, tendientes a degradar la dignidad de la persona huma­
na.
Estas acciones han sido motorizadas por los grupos de mujeres que
durante años de trabajo, en muchos casos voluntario, han hecho visible
la violencia contra la mujer. Se han logrado metodologías propias que
permiten capacitar a otras mujeres y hacer un trabajo cada vez más efec­
tivo, asimismo se han logrado concretar programas que han recibido
apoyo de instituciones internacionales de cooperación para el desarro­
llo.
Uno de los logros específicos y de mayor importancia de estas accio­
nes ha sido demostrar que los problemas de las mujeres, como el caso de
la violencia específica que nos afecta, no son asuntos privados.

1 76
m
EL PERSONAJE FEMENINO
EN LA NARRATIVA LATINOAMERICANA ACTUAL
Laura Antillano

AL TITULAR el texto a continuación: El personaje femenino en la na­


rrativa actual latinoamericana, nos colocamos en el peligro inminen­
te de incurrir en elementales puerilidades generalizadoras, de manera
que, escapándonos por la tangente, hemos decidido seguir el consejo
de Umberto Eco en sus apuntes para escribir una tesis de grado, inten­
tando reducir el objeto de estudio en la búsqueda de la concreción y el
recato científico. Pero no hay que asustarse, no pretendemos aquí sino
organizar algunas reflexiones de carácter abierto acerca de lo que sig­
nifica nuestra percepción de los personajes femeninos en la escritura
de ficción latinoamericana del presente siglo, tratando, a grandes sal­
tos históricos y a lo mejor conceptuales también, de definir la diferen­
cia entre la literatura escrita por los hombres y las mujeres, si es que
tal existe.
Para ello quisiéramos tomar como punto de partida algunas ideas ex­
presadas por Helena Araújo en un ensayo publicado en la revista Eco de
Colombia, titulado: «¿Crítica literaria feminista?», en el cual la escritora
se refiere a los personajes femeninos presentes en la narrativa latinoame­
ricana considerada clásica, puntualizando dos conceptos interesantes :

Obras como Facundo y Martín Fierro, luego Don Segundo Sombra, La


Vorágine y Doña Bárbara crean un escenario personal de pampas, selvas
y refriegas, donde las hembras tienen un papel determinado con respecto
a la fantasmática sexual [ . . . ] y es por desgracia esa imagen de ellas, servil,
apocada, rebajada, la que predomina en la literatura femenina de las pri­
meras épocas cuando no se incurre en excesos narcici stas y bovaristas o
en estereotipos misóginos.

Para Helena Araújo las mujeres que aparecen en estas novelas se ven
entre los dos polos que señala el esquema judeo-cristiano: la santa y la
pecadora, la virgen y la puta, la madre abnegada y la víbora lujuriosa, no
hay matices, no hay complejidad.
Pero por otra parte, la ensayista plantea su preocupación acerca de

1 79
dos escritoras que se identifican con esas imágenes, o que buscan el es­
pejo en la escritura de otros, perdiendo la noción de su verdadera percep­
ción de las realidades descritas.
La Araújo· insiste, por otra parte, en una diferencia histórica definida
en el cambio de esa percepción o en el coraje de esa búsqueda.

Para la latinoamericana asumirse en función de la corporeidad va a ser


siempre una trasgresión: la liberación de los instintos vitales ha de pasar
por la afirmación del mal, única posible manifestación del deseo. Un
deseo que no debía existir en un cuerpo que no debía existir sino como
emblema de pureza o fecundidad.

Teresa de la Parra, María Luisa Bombal intentan, realizan, la escritu­


ra de dos novelas: Ifigenia y La amortajada, en las cuales la validez del
documento literario rebasa la media y demuestra radicalmente el talento
de sus autoras, «sin embargo, la narradora de La amortajada no se atreve
a hablar sino después de haber fallecido, y la de Ifigenia renuncia para
siempre a ser libre».
Otro documento analítico que nos ha parecido preciso al respecto, es
el resultado de la investigación de la escritora mexicana Aralia López,
en su libro: De la intimidad a la acción. La narrativa de escritoras lati­
noamericanas y su desarrollo en el que señala dos perspectivas en senti­
dos invertidos en lo que se refiere a la búsqueda en la escritura de hom­
bres y mujeres.
Aralia, luego de incursionar en el contexto general de la literatura
latinoamericana de este siglo y partiendo de aseveraciones analíticas de
David Viñas y Agustín Cueva, señala que esta literatura va «del exterior,
del accionar y del estar al ser». La doctora Aralia López apunta entonces
que la narrativa escrita por mujeres, por el contrario: «pone su interés
fundamental por el ser, más que por el accionar, o por el estar».
Esto parece indicar un mayor interés por la interiorización, y, como la
misma escritora señala: «La preocupación por el entorno social se relega
a un segundo plano y en algunos casos prácticamente no existe».
Este último planteamiento coincide con lo expresado en Venezuela
por Juan Carlos Santaella en mayo de 1 98 3 , en un artículo titulado:
«Cuestión de pudor será»:

La democracia venezolana ha marcado verdaderos récords políticos, tra-

1 80
<lucidos en un caótico desordenado desarrollismo, así como también em­
pujó al abismo toda posible transparencia afectiva entre ambos sexos .
Las escritoras venezolanas han evadido generalmente esta especie d e trá­
gica situación, en medio de apremiantes y actuales problemas. Su res­
puesta ha estado de parte de una infancia nostálgica, pues fue ése el único
lugar que le permitió, como morada casi definitiva, el misógeno hombre.

Esta literatura «intimista» es interpretada como un escape a la reali­


dad, y los personajes femeninos que describe o se parecen a los modelos
de la literatura o se convierten en nebulosos seres atormentados y plañi­
deros, imposibilitados de asumir actos de rebelión que cambien sus vi­
das.
Esta es una verdad a medias.
Hanni Ossott, una de nuestras poetisas, reflexiona sobre el tema:

La voz femenina carece de esquemas formales. Sugiere en cada nueva


instancia. Su medida es el «olfato». Velada, febril, cálida, carece de velo­
cidad fij a [ . . . ] Enredadera, enlaza y ata, cose, hace junturas [ . . . ] Grave,
dichosa, haciéndose la loca y la frágil, ondula entre resquicios, resque­
brajaduras, disenciones . Es una memoria secreta, memoria de tocador,
baciliilla y cama [ . . . ] la voz femenina es oscura y roja, nunca luz sol solar,
nunca sistemática, un desorden propicio la configura en- medio de lo regu­
lar de sus estaciones y sus cambios, un enrarecimiento, una indefinición.
Quien la acoge se desconcierta y se enerva.

Y en este afán de centramos en el tema estamos ahora en la literatura


latinoamericana escrita por mujeres, en la primera mitad del siglo XX, y
en la cual, según los autores citados, hay consenso en señalar que las
escritoras al diseñar sus personajes femeninos o lo hacen siguiendo los
modelos pre-establecidos o a través de un lenguaje evasivo se sublima la
represión, o, en otros términos: la intimidad, el gran deseo de saber quién
se es, les lleva a establecer distancia con el entorno social.
Tanto Aralia López como Helena, señalan sin embargo que algo ha
ocurrido en relación con esta manera de asumir la literatura y, de hecho,
ello trae cambios en las figuras femeninas que vemos aparecer y desapa­
recer en la narrativa.
Queremos hacer una anotación que se sale de «la línea del discurso»,
siempre hemos oído decir que el personaje más audaz, femenino, de la

1 81
narrativa de este país, aparece en una novela de Andrés Mariño Palacios
titulada: Batalla hacia la aurora que por falta de reedición se ha conver­
tido en un incunable.

Pero, María Eugenia Alonso piensa, y con sentido del humor. Tiene
una mirada crítica sobre el mundo, es emotiva, sensible pero fuerte. Mas
se enamora de Gabriel Olmedo y se queda sin dote, sueña con Europa,
evade, añora, se deja cortejar por César Leal, tiene conciencia de su
destino desgraciado, no lucha contra él, personifica lo que será una ten­
dencia en la narrativa latinoamericana de la época en la obra de las más
brillantes escritoras. Heroínas lúcidas que sucumben al sacrificio. El
cambio entre las escritoras y su manera de concebir personajes que las
reflejan en aquello que es su identidad sexual se produce en paralelo a
las transfom1aciones sociales, políticas y económicas que están dando
un vuelco a los esquemas de las relaciones entre hombres y mujeres a
finales del siglo.
Citando a Helena Araájo nuevamente recordemos que

tanto el escritor como la escritora han de soportar presiones de una socie­


dad tecnocrática orientada al consumismo. Y ejercerse en un lenguaje no
implica un intercambio comunicativo neutro, sino un proceso de clases y
jerarquías.

Nos debatimos entre una lengua materna y una lengua social . Enton­
ces debemos reconocer, siguiendo la línea de Aralia López, que los escri­
tores de hoy muestran mayor preocupación por el ser, su afim1ación, que
por el estar o el accionar. Y las escritoras salen de la insistencia en la
búsqueda de la propia identidad para contar circunstancias y situaciones,
para expresar el estar y el accionar.
Para dar un ejemplo me sitlfo ert una novela mexicana de reciente
aparición: Como agua para chocolate, de Laura Esquive!, candidateada
al Premio Rómulo Gallegos de 1 99 1 . El particular tratamiento de la his­
toria es una de las cualidades más interesantes de esta novela. La autora
nomina los capítulos con recetas de cocina y se permite damos ingre­
dientes e instrucciones en la medida en que desarrollamos una historia
de amor, dolor, muerte, guerra, odios y ternuras, en la que cualquier cosa
puede suceder. Un tratamiento en tercera persona se ocupa de describir­
nos a una protagonista con todas las características de la novela román­
tica, pero el sentido del humor, y las audacias de las actitudes del perso-

1 82
naje y de quienes le rodean le da un nuevo carácter. Por otra parte su
autora, ha tenido experiencias en el guión cinematográfico, y ello, indu­
dablemente, le brinda a la novela una riqueza en la que los elementos·
imaginarios y los de la íntima cotidianidad fe menina simbióticamente se
sumergen en la necesidad de contamos un mundo exterior ahora com­
plejizado y profundo.
Lo mismo podríamos decir de una novela muy anterior: El hostigante
verano de los dioses, de Fanny Buitriago, de los tiempos del Nadaísmo
colombiano. ¿Y qué decir de la hermosísima novela de la nicaragüense
Gioconda Belli, La mujer habitada?, en la cual se nos describe a una
joven arquitecta que inicia su carrera en un país no identificado pero con
todas las características de Latinoamérica, y si bien percibimos su mundo
delicado de detalles, esos que llaman «femeninos», nos vamos introdu­
ciendo en la peripecia a través de la cual la joven Lavinia, de origen
social holgado, se pone en contacto con un movimiento de liberación que
la sensibiliza frente a circunstancias que antes ignoraba. Y finalmente la
tenemos como protagonista de una acción de guerrilla en la que sustituye
a su amante ya fallecido. Esta novela es el resultado de una combinación
de detalles íntimos y el avance de una historia que mantiene en tensión al
lector.
Este resultado, insistimos, la presencia de personajes como Tita en
Como agua para chocolate, o Lavinia en La mujer habitada, no es un
producto del azar, sino el resultado de un proceso histórico y social.
Los antecedentes son los eslabones de la cadena que nos hicieron lle­
gar a esta aproximación a la realidad que hoy abordamos.
Trina Larralde publica Guataro en 1 936. La protagonista, María
Antonieta Lader� , es una joven viajada, inteligente, desenvuelta, que re­
gresa a la hacienda de su abuela con el propósito de recordar su infancia
y para pasar unas vacaciones . Mujer leída, con reflexiones «psicoana­
líticas», observadora insaciable, atractiva. Progresivamente ve conver­
tirse sus vacaciones en un asunto en el que se debate su destino. El mundo
se divide entre sus propias reflexiones de mujer pensante, entre el ser y el
devenir, y el enamoramiento de Diego Tovar, un hacendado conservador,
que se le acerca desarrollando un cortejo pausado y sigiloso ( ¡ cuídeme
Dios del agua mansa! ). De desenvuelta, inteligente, independiente, Ma­
ría Antonia pasa a insegura, tímida, temerosa. Finalmente se entrega a los
brazos de Diego.

1 83
Todos sus instintos de mujer habíanse despertado en la proximidad del
hombre deseado, y la corriente vital que corría cálida por sus venas,
semiembotaba su cerebro. El porvenir no existía para ella y sólo deseaba
sus besos. Su amor le bastaba en ese instante y era incapaz de desear nada.
(Guataro, p. 305 .)

Y en un diálogo anterior, María Antonia declat-a a su tío: « [ . . . ] me


quedo y me casaré con Diego Tovar. Estoy cansada de vivir una existen­
cia sin motivo --continuó calmosa- quiero viv ir algo intensamente».
María Antonia, la cosmopolita, es seducida por la vida bucólica y por
la seguridad representada en ese hombre sencillo, aunque profundamen­
te conservador.
S in embargo, no podemos ignorar la complejidad del personaje feme­
nino descrito, una mujer con profundos intereses intelectuales, aunque e1
final de la novela sea tan convencional. Esta novela de poca divulgación,
dado que ha tenido sólo dos ediciones de 1 936 a hoy, es digna de ser
tomada en cuenta igual que Tres palabras y una mujer, publicada por
Lucila Palacios en 1 943 y acerca de la cual señala Carmen Mannarino:
«Con audacia para el momento, apoya el conflicto narrativo de la incer­
tidumbre vital sobre el trípode hija-madre-esposa»; y la misma crítica
nos recuerda otro testimonio:

Un año antes de Guataro, Ada Pérez Guevara en Tierra alada insiste en la


autonomía de la mujer, fundamentada en la independencia económica,
sin profundizar en aspectos internos diferentes a los vulnerables al senti­
miento amoroso». (Estudio preliminar a la segunda edición de Guataro,
Biblioteca de Autores y Temas Mirandinos, Caracas, 1 98 1 .)

Trina Larralde muere tempranamente y nos deja su única novela, la


obra de Ada Pérez Guevara no es reeditada. Mejor suerte ha tenido
Lucila Palacios, seguramente también por influencia de sus incursiones
en el periodismo.
Veamos ahora la obra de una cuentista y poetisa de la misma genera­
ción de Larralde, se trata de Mercedes Bermúdez Belloso. To1nemos un
cuento suyo incluido en el volumen titulado El candelabro y otros cuen­
tos. Sorprende la sencillez de un estilo despojado de toda retórica. El
cuento en cuestión se llama «Mujer ante el espejo», y se desarrolla en la
atmósfera íntima de un tocador en una estación (Pensylvania), la descrip-

1 84
ción de detalles sumerge al lector en las circunstancias del encuentro
azaroso entre dos mujeres, una de menor edad que la otra, una recién
llegada a la ciudad tratando de definir el espacio, y la otra aparentemente
repitiendo un juego para «mantenerse a flote». El juego es, justamente, el
juego de la espera, esperar a un hombre que llegará en un tren, un sueño
que cumpliría su destino pero que en realidad conforma su manera de
evadir la realidad; el hombre no vendrá, no existe, quizás existió, pero
ella lo espera en la misma estación. La otra mujer, la más joven, es em­
pleada en el tocador de damas de ese lugar, tiene expectativas sobre lo
que será su historia futura en la ciudad, cuando logra captar la situación
de la otra, huye, es decir, abandona esa atmósfera, la posibilidad de verse
en ese espejo que es la 1nujer que espera, toma un taxi y «Se aleja sola
hacia el laberinto de inmensa, monstruosa ciudad». La metáfora de la
historia va hacia nuestra 1nisa hipotética: la existencia de cambios de
actitudes reflejados en personajes femeninos que aparecen en esta narra­
tiva, en el cuento de Mercedes aparecen además la confrontación de dos
actitudes.
Antonieta Madrid forma parte de la generación que intervino en la
refriega de los años sesenta, cuentos y novelas de variados temas confor­
man su obra en los que el trasfondo contextual de aquella época sirve
con frecuencia de telón de fondo.
En su cuento «Psicodelia», Antonieta, atrevidamente, utiliza un len­
guaje desconocido en la temática o en el comportamiento de los persona­
jes que venimos describiendo; la audacia descansa, sin embargo, en el
uso de referentes directos relativos generalmente a marcas y a productos,
nombres de autores, diseñadores de un contexto contemporáneo muy
localizable, y al enfrentarse a la narración de una escena, tal como el acto
sexual, asume la voz masculina o la de la tercera persona.
En ese volumen inicial, Reliquias de trapo, encontramos un relato
titulado «Sueños», en el cual la voz narrativa describe la imagen de la
abuela. Planteando la dicotomía del no querer ser, es decir, el rechazo a la
posibilidad de convertirse en espejo de otra presencia femenina anterior.
A la abuela se le teme porque representa un pasado ancestral, ella es lo
que no se quiere ser.
Antonieta en sus últimos libros incursiona en nuevos lenguajes, incor­
pora el código de la fotografía para sumergimos en los avatares de una
familia en cuyo seno se s ucede un asesinato, limpia el lenguaje de

1 85
adjetivación, y comprueba una vez más que ninguna mirada es objetiva,
con su novela Ojo de pez.
Iliana Gómez Berbesí forma parte de la generación nacida en los años
cincuenta, c�atro volúmenes de cuentos publicados y una novela inédita
forman su obra hoy. Siguiendo el hilo histórico quisiéramos revisar los
personajes femeninos que aparecen en algunos de sus relatos. Iliana re­
sulta muy urbana y muy contemporánea en cuanto a tratamientos y asun­
tos que le interesan. «Un día libre» y «El amor es una cosa esplendorosa»,
son cuentos en los que, por un lado se nos describe a una mujer que espera
a su amante, quien está casado; hay en el tono un entrecruzamiento de
líneas de pensa1niento en cuya descripción fluctúan las atmósferas
referenciales que anotábamos en «Psicodelia», de Antonieta. El ritmo del ,
mundo exterior, la intromisión de lo social y lo político-nacional en el
mundo de la intimidad, y efectivamente la descripción de un personaje
femenino distinto en su cobertura externa pero con ansiedades parecidas
a las de sus predecesoras, pero con un asombroso sentido del humor. En
«Un día libre», habla de dos mujeres, una sola y otra con hijos. Anotamos
el párrafo final:

De todos modos, la vida es simple, yo no sé por qué tú te enrollas tanto. Si


al menos te pusieras a lavar los pantalones, tenderlos, y saber decir con
elegancia estoy cansada. Que tener que estar esperando a que llegue el
hombre de tu vida y amanecer siempre lo mismo. No, lo que yo quiero f
cuando sea viej a es tener un día libre para ir a vi sitar el cementerio. No �.
por mamá, a ésa la debí matar de puro disgusto. Sin o porque, mira, te :
puedes parar donde tú quieras y escoger la lápida que ninguno te va h�cer 1
desprecios, ni tampoco eso de ¿mire, qué hace usted aquí, sin permiso? y
¿por qué mejor no se pone a trabaj ar?, etcétera. No me vas a negar que lo
mejor de los días libres es pararse encima de los muertos.

Este humor sarcástico se afina en su último volumen titulado Extraños r


viandantes, en cuentos como: « ¿Dónde está Casino Royale?», «No todo
se derrumbó dentro de mí», o «Si hubiera tenido un Moulinex madame r
Bovary se habría sal vado».
Y finalmente el objeto de nuestra incursión está bien delimitado: he­
mos terminado comentando los personajes femeninos de las escritoras .
venezolanas de las últimas décadas. t
Josefina Jordán es otra escritora que ha vivido un proceso de cambios

1 86
L..
perceptibles con respecto a las imágenes femeninas de un libro a otro. En
su primer volumen de cuentos Sol de la calle, el sol expresa el punto de
vista de una niña y es por tanto el obligatorio recuento nostálgico de la
infancia. Los cuentos de Romance de la nzía gente, reúnen otras circuns­
tancias aunque con marcadas huellas del libro anterior (como en «Y tal
vez llegue un príncipe» y «La llegada de Jorge Negrete»), pero en Panfle­
to del querer, Josefina se aventura en la invención de personajes femeni­
nos adultos con contradicciones, y sin perder el nexo con los detalles de
la intimidad. Femando Rodríguez es muy acertado al señalamos con res­
pecto a este l ibro:

Estos relatos refieren una temprana madurez, marcada por una hora terri­
ble y lum inosa de la historia, eso que se ha dado en llamar los años de la
lucha armada en Venezuela, esa señalada hipérbole que fusionó, en pocos
años, la más mesiánica de las esperanzas, la prueba de fuego vital y un
prolongado y amargo caso de la utopía. [ . . . ] Este libro se inscribe de un
modo peculiar en esa tarea necesaria. Es raro, precioso. Lej ano de la
obsesión testimonial y de la crónica épica, así como del deseo de juzgar
políticamente, se dirige a una zona poco explorada, los entramados psico­
lógicos y existenciales que subyacen detrás del estruendo y el furor.

Efectivamente, lo más interesante de estos relatos es cómo Josefina


cuenta, va al accionar y al estar sin olvidar el ser. Cómo vivimos desde la
intimidad de los sentimientos y las emociones cada situación. El perso­
naje femenino del relato que da título a todo el volumen tiene vida, la
imaginamos 1nenuda, móvil, sentimental, fuerte, racional . Ella trabaja en
la clandestinidad, va y viene, tiene los sentimientos normales, deseo del
marido a quien casi no ve, miedo de situaciones inesperadas, tensión y
frialdad frente a los que sitúa como sus enemigos, en la cárcel o intentan­
do manejar un camión demasiado grande para su estatura, el personaje
nos conmueve. La escritora utiliza diversos recursos literarios en el rela­
to , incorpora el texto de «papelitos», los mensajes, como claves de frag­
mentos, usa primera y tercera persona, el diálogo, la trama psicológica,
los saltos de tiempo. Tenemos frente a nosotros un personaje complejo,
veraz, creíble, una mujer de hoy, del ahora latinoamericano.
En la Jordán vimos en sus primeros libros esa «infancia nostálgica»
de la que hablaba Juan Carlos Santaella en su artículo, pero vemos tam­
bién hoy la traducción de un orden social , la inserción en un contexto

1 87
latinoamericano, nacional, vivencial, adulto, complejo, negarlo sería no
querer leer.

1 88
BIBLIOGRAFIA

Araújo, Helena: «¿Crítica literaria feminista?». Revista Eco, Nº 270, B o­


gotá, abril de 1 984, pp. 598-606.
López González, Aralia: De la intimidad a la acción. La narrativa de
escritoras latinoamericanas y su desarrollo. México, Cuadernos
Universitarios , Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa,
1 985 .
Santaella, Juan Carlos: « Cuestión de pudor será» . Papel Literario, diario
El Nacional, mayo de 1 983.
Gómez, Iliana: Confidencias del cartabón, Caracas, Ediciones FUNDAR­
TE, 1 98 1 .
_____ Secuencias de un hilo perdido, Cumaná, imprenta de la
Universidad de Oriente, 1 982.
-----
Extraños viandantes, C aracas, Edici ones FUNDARTE,
1 990.
Esquive!, Laura: Como agua para chocolate, México, Editorial Planeta,
1 990.
Jordán, Josefina: Panfleto del querer, Caracas, Fondo Editorial Orlando
Araujo, Federación de Asociaciones de Escritores de Venezuela,
1 990.
Madrid, Antonieta: Reliquias de trapo, Caracas, Monte Avila Editores,
1 972.
____ Ojo de pez, Caracas, Editorial Planeta, 1 990.
Larralde, Trina: Guataro, Los Teques, B iblioteca de Autores Mirandinos,
1 982.

1 89
LOS COMPLEJOS VIRGINALES
EN EL MITO DE TERESA DE LA PARRA
María Fernanda P alacias

EL MITO de Ifigenia es algo más que una alusión o un trasunto temático


en la primera novela de Teresa de la Parra. Esas imágenes están presen­
tes a todo lo l argo de su vida y de su obra, ellas orientan su vocación,
modelan su sensibilidad, configuran su escritura y aún impulsan las fan­
tasías y leyendas a que ella y sus libros han dado pie.
Siento que la imagen de Ifigenia puede llegar a contener y expresar
aspectos especialmente oscuros y dominantes en nuestra historia psíqui­
ca. Me refiero específicamente a los complejos virginales o a las com­
plejidades de lo v irginal en nuestra cultura. De allí mi interés por la
presencia de este mito en Teresa de la Parra.
En un borrador inédito de sus conferencias, Teresa de la Parra habla
del «papel desapacible» que juega el autor cuando «después de haber
escrito» se interpone entre sus lectores y l as «formas amigas» que estos
crean al l eer. Con su humor característico, agrega, «es el papel del intru­
so, de la clásica suegra que llega a interrumpir un manso acuerdo». Tere­
sa sabía, pues, que quienes la leían, también l a imaginaban: sabía que
sus lectores irían construyendo inevitablemente una figura distinta a la
de su propia persona, y que como decía María Eugenia Alonso, la gloria
la iría desfigurando hasta convertirla en un ser de fábula. Quisiera acer­
carme a esa ficción elaborada por sus lectores. Esa imagen, por inexacta
que sea, es sin embargo más rica que cualquier biografía porque allí van
a dar las fantasías, los prejuicios y las obsesiones que ella ha estimulado
en nosotros a través del tiempo. ¿Y no es así como un autor vive en el
corazón de sus lectores?, como mitos. Allí hallaremos verdades de otro
tipo, que nadie ha fabricado, que ningún causalismo explica, porque es­
taban allí, sumergidas en nosotros, desde siempre, a la espera de la fic­
ción que pudiera mostrarlas.
Sobre Teresa de la Parra existe un amplio repertorio de opiniones,
testimonios , juicios críticos, elogios, estudios, teorías e interpretaciones.
No quiero rebatir o confirmar nada. No me interesa la verdad de lo que
supuestamente dicen, sino la subjetividad que expresan; quisiera verlos

1 91
como valoraciones afectivas, cargadas emocionalmente. Me interesa, en
fin, el sentir con que se escribieron: los prejuicios, la exageración, la
reverencia, la fascinación o la animosidad que demuestran o disimulan.
Porque es allí donde se teje el mito. De modo que ningún trabajo, por
equivocado que sea, es del todo deleznable. Además, el error conduce al
alma, a la emoción del que escribe. Y la crítica, muy a su pesar, segrega
tanta o más sustancia mitológica que los escritores (especialmente aque­
lla que se empeña en desmitificarlos).
Cuando en el prólogo de la primera edición de Ifigenia el crítico
Francis de Miomandre dice « . . . esa bonita cabeza tan bien hecha por den­
tro como por fuera . . . », ya estaba, sin darse cuenta quizá, alimentando ese
mito con que Teresa de la Parra entra simultáneamente en la historia de la
literatura y en la de nuestras fantasías colectivas. Desde entonces ella ha
sido la «maravillosa niña, maravilla pura» (Gabriela Mistral), la «criolla
florida» (Arturo Uslar Pietri) o la «criolla bellísima» (Arroyo Alvarez),
«la mujer de fábula» (Juan Liscano) y la «mujer imperial» (Díaz Sán­
chez), «la dulce, la bella, la inquietante mujer» (Nieto Caballero), aun la
«opulenta y perfumada magnolia» (Gloria Stolk) y hasta el áspero
Pocaterra se suaviza para decir que Ifigenia es «el guante» que esa «linda
y diestra mano de mujer les arroja».
En la comedia Los empeños de la casa, Sor Juana Inés de la Cruz pone
en boca de doña Leonor un retrato que muy bien podría ajustarse al mito
de Teresa de la Parra:

Era de mi patria toda


el objeto venerado
de aquellas adoraciones
que forma el común aplauso;
y como lo que decía,
fuese bueno o fuese malo
ni el rostro lo deslucía
ni lo desairaba el garbo,
llegó la superstición
popular a empeño tanto,
que ya adoraban deidad
el ídolo que formaron.

1 92
Esos dos atributos : la belleza y el ingenio, podrían resumirse en una
sola palabra: la gracia (incluyamos también las resonancias mitológicas
del vocablo) y quién no reconocería que Teresa de la Parra, ella, su obra,
su estilo, llenas están de gracia.
Esta figura de la bella, ingeniosa, graciosa y llena de gracia, no es
extraña a nuestra tradición, al contrario , ell a puebla la imaginería
renacentista y barroca, y en la literatura española la mujer independiente,
bella y discreta tiene raíces hondas y prestigiosas. La encontramos en
Cervantes, en Lope y en Calderón, y en América podemos decir que Sor
Juana la personifica. La imaginación de las comedias del Siglo de Oro
está acaparada por esas flores del barroco: doncellas decididas, apasiona­
das y en cierto modo l iberadas, aunque para ello tengan que estar
enclaustradas o embozadas, que sin ocultar su feminidad, ni renunciar a
sus talentos, ponen en marcha la verdadera acción dramática. No la ac­
ción externa de los lances de capa y espada sino la del ingenio, que como
ell as, es monstruosamente delicado y complejo, como una flor del barro­
co. El mito de Teresa de la Parra proporciona quizá la versión criolla de
estas esquivas y equívocas doncellas.
En ese mito, elaborado por sus lectores, sus amigos y aun por ella
misma han quedado prendidos pedazos de nuestra historia, esa que actúa
como el huésped desconocido de María Eugenia Alonso, sin que se ente­
re la conciencia.
Como todo mito, el de Teresa tiene varias versiones y, según quien lo
recoja, adquiere tonalidades negativas o positivas. Para algunos, ella es
la pionera de cierto feminismo, mientras para otros no pasa de ser una
rebelde avergonzante; muchos creen que ella encama la memoria de
nuestro pasado colonial y es la depositaria de nuestros valores más fir­
mes; pero para ciertos radicales, ella es la representante de una sociedad
decadente y una mentalidad reaccionaria. Es decir, hemos sustituido la
complej idad del mito por juicios que colorean unilateralmente su reali­
dad. Y esto ya nos indica la presencia de un fuerte componente virginal ,
por 1o excluyente, en nuestro vivir.
Los críticos de Teresa le reprochan sobre todo sus «contradicciones» :
que hablara de l a sumisión de l a mujer sin dejar de ponderar su abnega­
ción y aun su sacrificio; que escribiera tan bien y no se sintiera escritora;
que no tomara en serio ni las críticas ni los elogios y aceptara el éxito con
la vanidad con que una mujer bonita agradece un piropo.

1 93
Todos los atributos que la singularizan, para bien o para mal, giran en
tomo a la gracia: belleza e ingenio, elegancia y sencillez, feminidad sin
. feminismo, naturalidad y refinamiento, ternura y frialdad, frivolidad y
misterio, mundanidad y soledad. Estas imágenes, como en los mitos'¡ tie­
nen la cualidad de ser dobles. Pero nuestra conciencia yoica sólo acepta
la dualidad en términos lógicos y vemos contradicción donde la vida en­
cama diversidades irreductibles.
Así, el mito de Teresa se ha venido tejiendo en dos tiempos y dos
registros: el primero es elevado, nos habla de �una Teresa ejemplar, con
visos hagiográficos y la sitúa en un pedestal de exagerada gloria o abso­
luta bondad. De acuerdo con esta ficción, es la mujer sufrida y abnegada,
la mártir que «teniéndolo» todo renuncia heroicamente al destino que
tiene reservado toda mujer y se aparta del camino trillado y sacrifica una
existencia seguramente feliz (el amor, el hogar, la maternidad) para pre­
servar la libertad. La tuberculosis, la vida de sanatorio y la muerte prema­
tura coronan este mito de la mujer sacrificada. Esta versión coincide con
ideales románticos que la propia Teresa sostuvo y que orientaron en bue­
na medida su vida y sirvieron de asunto a su obra. Es la versión que en­
contramos repetida en la larga galería de mujeres que aparecen en sus
escritos.
Este fue el tono de sus comentaristas y lectores hasta los años sesenta.
A partir de entonces otro registro, menos amable, toma el relevo y, sin
llegar a ser abiertamente detractor, porque se cubre con el prestigio y el ·

aire de superioridad que proporcionan las teorías, se propone la tarea sin


duda más actual, de derribar el ídolo que los otros formaron y sustituir
aquella imagen de víctima admirable por la de una mujer resignada, cul­
pable de frivolidades y de escapismos. Para decirlo en lenguaje arque­
típico, Teresa pasa de santa a pecadora, de diosa a bruja.
Los que santifican a Teresa e�tán quizá como ella presos en el polo
ideal del complejo virginal. Pero sus detractores expresan su rechazo no
menos radical a todo cuanto perturba o atenta contra esa imagen unilate­
ral de pureza. S i en los primeros predominaba la identificación con Tere­
sa, para los segundos ella se ha convertido en la pantalla que recibe todas
las proyecciones negativas de ese mismo ideal.
Para resumir: en las versiones que glorifican a Teresa, el sentimiento
se orienta hacia la idealización, mientras que en sus detractores éste se
reprime o se disfraza con teorías o razones supuestamente objetivas. Los

1 94
viejos críticos esgrimían juicios de orden moral, y los modernos se encar­
gan de rechazar como inconsistencia lógica (como contradicción) aque­
llos rasgos de la figura de Teresa que atentan contra la virginidad de sus
psiques.
Y esto es lo que pasa con los mitos modernos : ya no sabemos cómo
relacionamos con una imagen en toda su ambigüedad, no toleramos sus
paradojas ni sus penumbras, y en lugar de reflexionada, la interpretamos
unilateralmente: o bien me identifico, idealizándola, o bien proyecto en
ella mi sombra y la cargo de culpa.
Y es así como Teresa ha oscilado en la fantasía de sus admiradores y
detractores : fascina e irrita, atrae identificaciones y provoca resenti­
mientos, porque todo cuanto ella estimula, independientemente del ma­
tiz afectivo con que se lo exprese, son puntos álgidos en nuestra psique y
en nuestra historia. Las palabras con que se alude a Teresa de la Parra
están cargadas no sólo de j uicios sino de emociones: belleza, inteligen­
cia, soltería, independencia, abnegación, afrancesamiento, riqueza, ha­
cienda, herencia, fama, enfermedad, familia, sacrificio. Debajo de pala­
bras como ésas yace la sombra de nuestra Ven ézuela heroica. Allí está
encerrada una carga ancestral de fantasías y temores hacia ciertos aspec­
tos de lo femenino. Por lo general nuestra literatura tiende a repetir lo
que han hecho los lectores de Teresa, polarizar la imagen en dos extre­
mos. Teresa de la Parra nos da la oportunidad de recuperarla como mis­
terio, en toda su ambigüedad: allí donde aparecen mujeres abnegadas y
virtuosas se afila, simultáneamente, el cuchillo de la sacrificadora: el
abrazo de Abuelita es dulce y desgarrador, su calor maternal mutila; re­
cordemos a María Eugenia cuando dice: « . . . volví a sentir más intensa­
mente todavía el calor maternal que era en mi vida l a vida de Abuelita,
cuyas manos piadosas iban a mutilarme cruelmente al podar celosas, con
ternura y cuidado, l as alas impacientes de mi independencia».
Esas alas cortadas, ese cuidado cruel, esa ternura despiadada, esa
poda celosa, está en la historia de Teresa, pero también en la nuestra: son
imágenes de la otra historia de Venezuela. Esas imágenes remiten a una
realidad más honda que retrata la manera cómo han venido ocurriendo
l as cosas dentro de nosotros. Teresa le puso palabras al diálogo perma­
nente entre esas dos figuras, y esos dos tiempos : la abuela y la mucha­
cha, lo anacrónico y lo moderno, lo caprichoso y lo enclaustrado, dos
rostros, dos caras, dos tiempos de una misma naturaleza. Las suaves pa-

1 95
labras de Abuelita son las tijeras de una poda cruel; Mercedes Galindo,
la mujer de mundo habla como una romántica quinceañera y Mamá
Blanca pasa por la vida como las flores y muere tan boquiabierta como
cuando era Blancanieves.
Ahora bien, la leyenda de Teresa podría decirnos mucho si logramos
desentendernos de las explicaciones causaiistas. Tomemos, por ejemplo,
uno de sus misterios: la soltería que es una de las muchas formas como
se muestra en ella la señorita mítica. Esta manera de ver las cosas no nos
dirá por qué Teresa no se casó, ni por qué escribió, pero sí podría decir­
nos mucho acerca de cómo lo hizo. Podría ser que en esa soltería esté el
patrón invisible que la mueve interiormente y la lleva a escribir, dándole
consistencia a su mundo: allí está la imagen de la enclaustrada inme­
morial propiciando el encierro dichoso de la escritura, o bien el de la
arisca y altiva independencia de la mujer. Sor Juana o Manuelita: dos
polos en una misma imagen. En una reconocemos la criolla piadosa y
encendida, algo anacrónico, detrás de su cancela; en la otra, la traviesa e
indomable muchacha de los años veinte, petulante y salvaje a la vez.
¿No está allí perfilada la imagen de aquel monstruo delicado que men­
cionara Uslar Pietri, la señorita y flor del barroco?
En su estudio sobre el arquetipo de la Kore (la doncella), Jung subra­
ya la importancia y la dificultad que tiene esta imagen en el alma huma­
na: The maiden is often described as not altogether human in the usual
sense; she is either of unknown or peculiar origin, or she looks strange
or undegoes strange experiences, from which on is forced to infer the
1naiden 's extraordinary myth like nature. («A la doncella se la describe
como no enteramente humana en el sentido usual: puede ser que su ori­
gen sea desconocido y peculiar; que luzca extraña, o bien que sobrelleve
extrañas experiencias, de allí que nos veamos forzados a inferir la natu­
raleza extraordinariamente mítica de la doncella».)
La frase que emplea Jung: «no del todo humana» fue la que me hizo
recordar la de Arturo U slar Pietri sobre Teresa de la Parra: «era una seño­
rita: ese ser monstruosamente delicado y complejo. Esa flor del barro­
co». Pienso que para explorar a fondo en el mito de Teresa tendríamos
que sumergirnos en ese monstruo, en la monstruosidad de la señorita.
Como si allí estuviera oculta nuestra «flor del barroco».
No quiero ver la palabra barroco como una categoría estética, sino
como una alusión al aparecer de ese algo torcido de la doncella, esa rare-

1 96
za o extrañeza, extraordinariamente mítica como dice Jung de la «seño­
rita». Entiendo aquí por barroco la referencia a una imaginación que nos
conecta emocionalmente con una delicadeza y una complejidad mons­
truosas. Y celebro doblemente que Uslar haya juntado lo delicado y lo
monstruoso en la señorita permitiéndome intuir lo monstruoso de su de­
licadeza.
Sé que estoy abusando del sentido que dio Uslar a sus palabras. Pero
ellas están ahí, y repican de manera imprevisible para su autor. Además
el término «monstruoso» contiene resonancias míticas, no lo uso como
algo malo sino como algo extraño, portentoso, ajeno a la unilateralidad
de la conciencia. Y la imagen mítica, se sabe, gracias a su dualidad, es
siempre algo monstruosa, «no enteramente humana», de allí que sea una
vía apropiada para situarnos en una perspectiva más amplia donde poda­
mos pasar de lo idealizado de las identificaciones y lo ciego de las pro­
yecciones a esos niveles paradójicos de los que participa lo monstruoso.
Y así, viendo lo monstruoso de la imagen, quizá logramos salirnos mo­
mentáneamente de la unilateralidad de nuestro complejo virginal.
Monstruosidad y delicadeza resumen entonces dos caras de cierta
virginalidad ésa que arquetipalmente nos conduce a Artemisa: ¿No es
Ifigenia -hija y víctima de esa diosa- la señorita por excelencia, en
esa doble condición, la delicada víctima de Aulis y la monstruosa sacri­
ficadora de Táuride?
Para muchos artistas la experiencia de la vocación se expresa en imá­
genes a veces duras y dolorosas de zozobra, luchas agónicas y descensos
infernales. Pero sabemos que Teresa no baja a esas profundidades del
alma. Sus escritos revelan fehacientemente su rechazo a la oscuridad, a
la suciedad o a la impureza de ciertos trabajos y afirman su reiterada
necesidad de frescura y tranquilidad.
Una dicha, un frescor, como un baño de río o una siesta entre los
helechos son las imágenes que podemos asociar con esa felicidad de la
escritura que tanto añoró ella durante los años del sanatorio. La voca­
ción, la posibilidad de escribir, como algo que irrumpe, sin esfuerzo,
como un manantial. Una entrega espontánea y fácil, no tanto a la natura­
leza, como a su propia naturaleza. Un cuerpo que se sumerge en ese
impulso que corre como el río entre las piedras, tropezando, maltra­
tándose, pero sin salirse nunca de cauce. También aparece la imagen de
la siesta en los patios de las casas criollas, la somnolencia o la torpeza

1 97
del cuerpo que se mece en un ensueño penumbroso de cocotero, en esa
hora en que el cuerpo se descuida y las fantasías se avivan. En la primera
de las imágenes Teresa es l a doncella «coral » , la ninfa que el fauno quie­
re perpetuar; en la otra, Teresa es la criolla enclaustrada «una voz detrás
de una celosía». Son dos tempds, dos imágenes femeninas que están en
el centro de su vivir e impulsan por igual su imaginación. En la primera
reconocemos a la Teresa moderna, la chica de los años veinte, la Teresa
de su generación. Esa ninfa artemisa! puebla la imaginación de la mo­
dernidad; desde aquellas primeras ninfas mallarmeanas hasta las muje­
res feéricas de los surrealistas. La iconografía de Teresa está llena de
ellas. La otra es la imagen barroca, la estampa memoriosa de las mujeres
de otro tiempo que pueblan su historia familiar; es la Teresa colonial y es
tan artemisa! como la primera; pero ésta se mueve con lentitud, conoce
los secretos de l a espera, l leva los hilos de l a casa, guarda las llaves, abre
y cierra las ventanas y quizá es diestra en el arte de amolar los cuchillos.
Porque no se trata de contradicciones; son los extremos de una misma
figura en sus dos espacios míticos: Aulis y Táuride, dos momentos de lo
femenino en el alma heroica de una Venezuela romántica.
Estas figuras configuran un conflicto en el alma de Teresa y su voca­
ción surge de allí. Cuando la ninfa domina la escena sentimos una Teresa
traviesa y petulante, parecida a María Eugenia, a Violeta, a Manuelita.
Cuando ella domina el signo es siempre arisco, inatrapable y altanero, la
sentimos a gusto cuando se vuelve picapleitos y respondona, cuando el
ingenio la salva de dejarse atrapar por las argumentaciones y la hace
inmune a las críticas y los elogios. Cuando la otra parte aparece, Teresa
es mamá Panchita, aquella que caminaba con la gravedad de un colibrí,
cerrando las puertas al presente y abriendo generosamente las ventanas
al ensueño. Cuando ésta impone sus lentitudes, comienza el reino de l a
memoria y Teresa rompe a narrar; desde e l fas ti dio y la flojera, desde l a
indolencia de esa ninfa presa, entona s u solo la flor del barroco.
Ese patrón arquetípico, así como orientar el vivir, establece también
los límites del opus y aun configura su estilo. Teresa no es de esos escri­
tores que pueden atrapar exteriormente un tema y escribir sobre una va­
riedad de asuntos. Por el contrario, su materia es siempre una. sola, mate­
ria prima, que sólo puede surgir de sí misma. No piensa que para escapar
de la sumisión sea necesario traicionar cierta pasividad, propia de la fe­
minidad; al contrario, insinúa que cuanto la mujer realiza debería hacer-

1 98
lo en conexión con su naturaleza más íntima. Esto la llevó a entabl ar un
cierto antagonismo silencioso con su yo razonador, puesto que allí se
localizaba lo que había de más extraño a su naturaleza: las opiniones, l as
argumentaciones, los juicios. Teresa sabía que de allí, del intelecto, era
de donde podía llegarle una locura en forma de cordura, la razón de su
sinrazón. María Eugenia Alonso fue una manera de conjurarlo: qué me­
jor retrato de ese yo invasor que la petulancia de María Eugenia, con su
cabeza llena de cucarachas, con sus simpáticos e infantiles discursos.
Ella nos seduce como la imagen viva de esa puella iniciándose en el
mundo extraño y ajeno del espíritu.
J ung señaló que la vía de la mujer, como la de la naturaleza, es la de
trabajar indirectamente sin nombrar su meta. No porque su acción carez­
ca de un sentido preciso, sino porque se trata de un obrar donde quien
formula y fija las metas no es el yo consciente. Teresa intuye que así
trabaja lo femenino: por incubaciones; intuye que toda realización está
dentro de sí misma, y toda su obra parece ser un progresivo ahondar en
ese hallazgo. Sin embargo, quizá lo que Teresa no podía percibir es que
ese obrar sin mencionar la meta, no es exclusivo de la mujer. Y cuántas
veces las mujeres también falsean o menosprecian eso que dentro de
ellas es destino, empeñándose en conductas voluntariosas.
Cuatro años después de escribir Ifigerlza, Teresa la relee y deplora no
haber «torcido el cuello» a unas cuantas «aves chillonas de la elocuen­
cia». Más adelante, en una carta a García Prada de 1 932, insistirá en esto
y reconoce que en Ifigenia hay mucho « l irismo innecesario» y una
«musicalidad forzada» que ahora le desagrada «por falsa y por literaria» .
Todo esto es propio de un escritor que ha sabido poner en pasado su obra.
Pero es aún más significativo que, diez años después, Teresa se reconoz­
ca en eso que ahora rechaza porque en esa misma carta ella agrega: «Pero
es allí (en el lirismo innecesario, en lo falso y l iterario) donde está el
verdadero reflejo de mí misma, es decir de mi yo de entonces, en ese
exceso de romanticismo en que caemos tan a menudo en el trópico . . . La
verdadera autobiografía está en eso, no en la narración como cree casi
todo el mundo . . . ». Así que lo autobiográfico estaba en el estilo, y de eso
Teresa no pudo enterarse sino diez años después.
Pero diez años después de escribirlo, el lirismo de su protagonista le
sigue desagradando; sólo que ya no piensa que se trata de un mero defec­
to que «se le escapó», como decía en 1 926, sino como ese trasfondo

1 99
autobiográfico que su estilo hizo visible en esos golpes de timón que la
mano que escribe impuso a lo que trazaba yo. Tal como ella misma lo
dice, María Eugenia Alonso no se conoce, y sabemos que en eso descan­
sa la ironía de Teresa; pero diez años más tarde es María Eugenia quien
le descubre que ella, Teresa, no se conocía:

Para hacer hablar en tono sincero y desenfadado a María Eugenia Alonso


la hice la antítesis de mí misma, le puse los defectos y cualidades que no
tenía, a fin, creía yo, de evitar que nadie pudiera confundirme con ella.
Pero no calculé que el disfraz sólo serviría para los que me conocían muy
de cerca y que para los demás la autobiografía (confirmada además por
circunstancias exteriores de mi propia vida) iba a ser evidente.

Así, lo que la trama establece como oposición y equívoco, su retórica


lo muestra como ambivalencia. Lo que a Teresa le desagrada de su estilo,
lo que ella cree que le «sobra», no era cosa que ella hubiera podido resol­
ver, como si se tratara de un problema estético, porque resulta que no
«sobraba». Al contrario, forma parte de ese complejo en el que ella está
presa y que es, además, la materia prima de su obra. Un complejo que
luego la vida se encargará de literalizar, como ella misma dice, en esas
circunstancias exteriores.
Un escritor puede quitar o agregar palabras atendiendo a inclinacio­
nes estéticas; pero no puede «corregir» la imagen que está en él, ni evitar
la autonomía con que esa imagen se le impone como estilo. Preso en
medio de las polaridades de la imagen de Ifigenia, ella no pudo dejar de
colocarse en un extremo: la lírica del sacrificio terminó por imponerse
por encima del tratamiento paródico con que comienza la novela.
De Ifigenia se hicieron dos ediciones en vida de Teresa. Para la se­
gunda, ella introdujo algunas correcciones. Aun así el estilo no varió de
manera significativa y los «defectos» de la primera edición no desapare­
cieron. Como dij imos antes, no eran del tipo que podían eliminarse con
sólo pulir o recortar. De manera que aquel «lirismo innecesario» no so­
bra. El es parte de lo que se cuenta en Ifigenia� porque Ifigenia (la del
mito) cuenta, sobre tod.o , lo que Teresa no sabía que estaba contando.
De algún modo ella después se dio cuenta y en la carta a García Prada
lo insinúa:

El público adora las confesiones . Si al principio me di cuenta de esto y me

200
sentí muy genée y empecé a tomarle antipatía a lfigenia. ahora el engaño
me hace gracia. Me parece todo ingenuidad y andanzas de primera juven­
tud, y creo que hasta yo misma he acabado por identificar un poco mi
personalidad de entonces con María Eugenia Alonso. Cuánto me habría
indignado saber esto mientras escribía.

Maria Eugenia no retrata la vida de su autora; sin einbargo, su estilo


delata esa «ingenuidad de primera juventud». A través de ella habla y
actúa la ingenua juventud de la Ifigenia de Aulis. Y si vista estéticamen­
te, esta novela es irónica, porque ironiza la ingenua juventud de su
protagonista; ahora, viéndola desde una perspectiva más psíquica, nos
revela cuánta ingenuidad juvenil hay en toda ironía novelesca. El autor
parodió a su protagonista, pero ésta a su vez se venga, parodiando al
autor.
De modo que si queremos enfocar la imagen mítica en lfigenia debe­
mos hacerlo a través del estilo. En los excesos retóricos de María Eugenia
descubrimos la presencfa invisible de la virgen de Aulis. Teresa de la
Parra soñaba, al final de su vida, con un estilo aparentemente muy distin­
to, un estilo «natural» (dice ella), en el que «uno no se dé cuenta de que
hay estilo ni literatura, ni nada» . En lfigenia, María Eugenia despliega su
inclinación a lo literario, el alto concepto en que tiene y practica un estilo
que sí es estilo. Ella está consciente de que escribe pero no de cómo lo
hace, y la oscilación entre lo natural y lo impostado de su escritura es
parte del conflicto de Ifigenia. El estilo de María Eugenia no es ni rebus­
cado ni artificioso pero sí hay en él muchísima literatura. Seguramente
porque el alma de una heroína como la lfigenia mítica, también está llena
de elocuencia y l iteratura.
Lezama Lima decía que al escribir había que «hacer visible y secreta
la ejecución para mostrar la plenitud del acabado». En Ifigenia la ejecu­
ción, el estilo, parece estar en un primer plano, como lo están las punta­
das en un encaje, no como una mera costura, ni un adorno, sino configu­
rando la tela, regalándose en esa «plenitud del acabado».
Al final de Ifigenia, el vestido de novia sobre la silla simboliza el
cuerpo sacrificado de María Eugenia. Es un cuerpo de encaje blanco,
frágil e inmaculado; en la blonda del chantilly está la encarnación de su
estilo: la metáfora palpable de una escritura que crece y se expande y se
repite como el dibujo de un encaje apretado, bien tramado, sobre el vacío
de las horas de fastidio, saturando los baches con una puntada fina, aérea

201
y reiterativa, que acumula y ensancha sus motivos, pero sin salirse nunca
del mismo patrón : puntadas exaltadas que figuran toda clase de escapa­
das en arabesco, pero cerrándose sobre sí mismas con la humildad de los
grandes orgullosos. Ese encaje resume el mundo de toda Ifigenia: inma­
culado y virginal, vertiginoso y agobiado como la trama finísima de sen­
timientos con que un alma se adorna y cubre su vacío. La plenitud del
acabado está en las palabras, en su incontinencia verbal, en sus galas
retóricas, en su afición al lenguaje figurado y a la hipérbole, y es allí
donde podemos leer el mito de esta Ifigenia criolla.
Intuyo que Teresa escribió lfigenia en medio de ese fastidio en que la
sumía su existencia de joven casadera; desde esa espera tediosa que ocul­
taba una violencia secreta, tal como la que nos transmite la imagen
mítica de una Ifigenia en Táuride; el tedio vivido como una crisis laten­
.
te, co1no un vjvir agónico, una crisis incubada y prolongada, casi infini­
ta, a la espera de un movimiento interior: el reconocimiento del herma­
no. Un vivir esperando completarse y cumplirse dentro de su propia na­
turaleza, sin salir de sí misma (puesto que del hermano se trata) . Así
también, en la escritura de Teresa ocurren cambios, pero esos cambios
son modu-laciones dentro de un mismo registro. Quizá porque en una
naturaleza virginal , dentro de los confines arquetipales que proporciona
Artemisa; es decir, dentro del modelo virginal de esa figura, los cambios
sólo ocurren así, y ya no sé si podríamos llamarlos can1bios. No son
saltos -raptos- a otros tipos de conciencia. Todo proviene de dentro:
el otro es el hermano, nunca el extraño o el intruso. Y así, su obra queda
circunscrita dentro de esos límites . Teresa podrá can1biar de tema, de
ideas, de opiniones , de género, de técnica, aun de estilo, pero la fuente
que la nutre es siempre la misma su prima materia, y la sustancia de su
opus estará siempre enmarcada por esa figura tutelar. La Colonia, con su
impronta de rebeldías ilustradas , es la imagen básica que reúne las dos
caras de Teresa: allí está esa vida sencilla, idílica pero arisca y montuna,
el semillero de nuestros héroes y el invernadero de nuestras Santas Mu­
jeres. Las memorias de Mamá Blanca nos pasa esa estampa esencial en
la imagen de Piedra Azul, una hacienda, semejante a Venezuela, aislada
en un mundo virginal, donde el mal no tiene cabida y la revolución siem­
pre está pasando por fuera, a mediodía; es el mundo inocente y travieso
de papá, mamaíta y las niñitas, donde Vicente Cochocho, el j ardinero,
para lo que tiene verdadero «genio» es para alzarse y cada tanto se mar-

202
cha de allí, sin dejar de decirle al patrón: «Vengo a advertirlo, don Juan
Manuel; mañana al mediodía pasa la revolución por el cerro. Ya me die­
ron palabra de que no bajarían a perjudicarle la hacienda, pero por sí, o
por no, mejor será que mande a esconder el ganado».

203
HEROE Y ANIMA EN DONA BARBARA
Jaime López-Sanz

HABLAR de ánima es hablar del alma, de una interioridad rica y consis­


tente que provee de significados flexibles y variados a nuestro vivir
cotidiano . « Anima» supone que entre el ego consciente y nuestras
complej idades colectivas hay una relación viva, en1ocionalmente viva
y bien contenida. En lenguaje de psicología profunda, decir «ánima
desarrollada» quiere decir, sentirse el ego conectado a una fuente in­
agotable de naturaleza femenina, a la que debe el ego su ser, sus trans­
formaciones, sus cambios, sus apetencias, y también sus patologías: sus
vacíos, sus enredos, sus obstinaciones y tormentos . Pues, gracias al
ánima -una figura femenina interior con la que entablo relación y por
la que me sé acompañado- tanto mis apetencias vitales como mis pa­
tológicos enredos y mis oscuridades me significan, dan sentido a mi
vivir. Sin ánima estoy despersonaliiado, una condición clínica en la
que todas las funciones del ego pueden operar a las mil maravillas,
pero en la que mi sentimiento de ser una persona y el sentido de la
realidad del mundo se experimentan como perdidos.
Ella es, en un plano simbólico, la Dama del Caballero, la Virgen que
ampara al Santo y la Prostituta Sagrada que espolea al libertino. Lo que
en la vida diurna y empírica significa que ella es la Dama que eleva al
patán , la Verdulera que humilla al presumido, la Virgen que redime al
libertino y la Prostituta que ampara al virginal .
Ahora bien. Hablar del ánima y del héroe, hablar del arquetipo del
héroe en contigüidad al del ánima, equivale a arriesgarse a un disparate,
pues si algo no entra en la configuración arquetípica del héroe es el áni­
ma; puede entrar la mujer, sí, pero no el ánima en tanto factor psíquico
autónomo dador del sentido de intimidad profunda. El héroe carece de
intimidad profunda. No ex iste, como arquetipo, para eso. Emerson lo
definió una vez como una personalidad soldada sobre sí misma, un ser

205
sin fisuras interiores. De una sola pieza, decimos en buen castellano. El
héroe es, arquetipalmente hablando, un estado de conciencia luminosa y
compacta, cuya función, en la historia de la cultura, es encarnar las vir­
tudes -y sólo las virtudes- de una comunidad, de un pueblo, de una
sociedad. No es despersonalizado, pero sí una persona colectiva, un va­
lor público, jamás un individuo. Si un ánima desarrollada nos lleva a lo
que Jung llamó individualización, realización plena de nuestras poten­
cialidades individuales e íntimas, relación estable y fértil con el incons­
ciente colectivo de la cultura en que nos movemos, el arquetipo del hé­
roe opera en una dirección del todo opuesta, pidiéndonos borramos en
tanto individuos, abolir nuestra dimensión de intimidad para sentirnos
personas sólo en tanto dependemos del honor que ganamos a los ojos de
los demás. El héroe debe mantener a toda costa ese brillo exterior, y «a
toda costa» implica también su posible dimensión femenina, tanto inte­
rior como exterior.
El héroe es el Caballero cuya mujer no es una Dama, porque ésta
podría resultarle una verdulera. Es el Santo sin Virgen, pues ella podría
prostituirlo. Y es el libertino sin sacralidad, ya que su prostituta podría
traicionarlo. Todo héroe anhela fidelidad y por ello misoginia, y con ello
no estoy diciendo que la fidelidad o la misoginia sean siempre heroicas.
Tiene un fuerte componente virginal, y tampoco estoy implicando que
todo celibato sea heroico. Agreguemos perennidad, brillo perenne, por
lo que el héroe aspira a una sola muerte, una que ya tiene o le está previs­
ta, una muerte única, literal y definitiva con la que pasa, de cuerpo ente­
ro e impoluto, a la memoria de su comunidad, de sus amigos, de todo
aquello que no interiorizó y a los que ayudó y salvó mediante su ejem­
plo. El héroe ama sacrificarse por los demás, por los que no son tan
luminosos como él. A este arquetipo le debemos, por una parte, nuestro
origen como nación o comunidad o familia, pero él alimenta también
una dimensión puramente exterior de la vida, basada en principios de
conducta fijados de una vez y para siempre, principios que nos exigen,
de verse seriamente amenazados, el autosacrificio literal, mortal, honro­
so. Toda muerte heroica puede verse como un suicidio «útil» o auto­
afirmativo. Según James Hillman, es el arquetipo del héroe el que res­
palda al ego, es decir, a la fuente de nuestras identificaciones emociona­
les más resistentes.
Dos esferas de lo arquetipal del todo incongruente, pues: el ánima y el

206
héroe. El héroe en nosotros sufre cuando el ánima formula sus exigen­
cias� el ánima sufre cuando el héroe impone las suyas . Y sin embargo,
del disparate de aproximarlos nació un tipo de experiencia histórica y
psicológica característica de la cultura moderna, es decir, de todas las
modernidades que nos sea dable concebir, en cualquier época o socie­
dad. Tan característica de lo moderno, que esa experiencia es uno de los
datos infalibles para otear qué es lo moderno y dónde está apareciendo,
afuera, en una comunidad dada, o adentro, en nuestras individualidades.
Me refiero a lo novelesco, a la aparición de una conciencia novelesca, y
por lo tanto, a la posibilidad, por obra del ánima, de convertir a nuestro
lado o ego heroico, en un personaje de ficción. Ese género espurio, inde­
finible o inencasillable que es la novela, resulta bastardo, moderno, por­
que brota de la aproximación de dos tipos incompatibles de energía
arquetipal : ánima y héroe. Si en el héroe hay algo paranoide, en el ánima
hay algo torturante.
Fíjense que no digo femenino y masculino, porque ni lo femenino
empírico -la mujer- por fuerza equivale al ánima, ni l a figura heroica
cubre todo el espectro de posibilidades de lo masculino -el hombre.
Además, por tratarse de arquetipos, ambos están lo mismo en el hom­
bre que en la mujer. El ánima, feminidad arquetípica, es un problema
tanto para el hombre como para la mujer. Que al fin y al cabo son, so­
mos, humanos corrientes y molientes: pasajeros y apaleados, pero tam­
bién ligeros y picantes. ¿No nos lleva toda nueva novela a ver la vida
como res media, vis media, cosa de gente sin atributos? Y a eso lo hemos
llamado siempre realismo, aunque apenas si advertimos que es gracia de
El.
La tensión entre estos dos arquetipos incongruentes genera la energía
específica, la poiesis, de la novela. El estado de conciencia novelesca
oscila por eso entre lo trágico y lo cómico, y tiende a alcanzar un punto
de equilibrio en la ironía, rozando casi siempre la sátira o lo grotesco.
Grotesca es toda mixtura forzada, un cuerpo fantástico: como lo serían
héroe y ánima juntos. Si digo Caballero con Dama que podría resultar
una porqueriza, estoy diciendo, por ejemplo, don Quijote. Dostoiewsky
o Madame Bovary podrían decirse virginalidad que se sospecha prosti­
tuible y ansía cumplir su santidad. Libertinaje profano e inocuo el del Sr.
Bloom, que así atenúa la obsesión de sus cuernos. En estos disparates se
ve maltrecho el héroe y se escucha la queja del ánima: déjate caer, déjate

207
llevar. . . , pierde en mí tu honor, nutre con ello el mío y te mostraré una
conciencia segunda capaz de incluir el Nadie, la Nada, la Noche y el
espacio interior del mundo.
Queda entendido que el brotar de la conciencia novelesca no es algo
sencillo, ni fatal, ni necesario, mucho menos voluntario. Tiene algo de
azaroso que caracteriza a lo moderno, y si nos empeñamos en saber qué
la favorece o propicia, sólo podemos decir con Cervantes, «la naturale­
za»; es decir, la caída en un estado interior de naturaleza -una prisión­
por obra del fracaso de nuestros ideales heroicos, personales o colectivos.
Es una regla psicológica que el ánima --que, repito, no es cualquier tipo
de figura femenina interior- aparezca cuando el ego heroico se ve afec­
tado por una seria limitación o una catástrofe. El ánima es pues naturale­
za animada, personificada, antropomórfica: la víctima arquetípica del
héroe, ese agente de limpieza, ese matador de dragones y de todo lo que
él llama irrealidades, «fantasías». ¿Arquetipos? Bah, juegos de artistas
(el héroe no juega: se sentiría culpable). El problema es que para los
artistas de siempre -psicoterapeutas de siempre- lo irreal es el ego
sólido, lo real las emociones y las imágenes; y no sólo las hermosas.
Celebremos a Pan.

JI

Tengo la impresión de que entre nosotros, en Venezuela, por regla


general se ha intentado novelar desde el héroe; en el personaje o en el
autor, lo mismo da: desde una actitud heroica. Poca conciencia de que
una cosa es novela de formación y otra, novela a secas. Como que se nos
confunden búsqueda de afirmación de un ego y mundo con interioridad.
En períodos iniciales de nuestra historia novelesca se lo hacía para expo­
ner y divulgar una tesis de salvación del país; poco a poco, más tarde,
porque sí, a fuerza de voluntad, como si fuera necesario o fatal, o por
mimetismo, o por cualquier otra razón alimentada por la energía heroica.
Como si ser novelista fuera un galardón más para el héroe. No ha sido
entre nosotros habitual esperar a que el tiempo haga en el héroe su traba­
jo, que tampoco es el de acumular experiencias, desde luego, sino, al
contrario, el de desencantarnos de todas ellas, que es donde el ánima y la
conciencia de mis ficciones empiezan su labor amorosa. Esto no quiere

2 08
decir que yo no crea que haya habido en Venezuela excepciones, quizá
menos autores que algunas obras, y menos obras que fragmentos, pasa­
jes. Repito: no veo nada de fatal ni de necesario en tener buenas novelas
o muchos novelistas, y ya el verbo «tener» nos dice que es el ego heroico
----0 algo tras éste- el que quiere imponemos, también, los catálogos de

hazañas literarias. Por otra parte, ese novelar para reseñar lo que pienso,
o porque sí, puede ser aprovechado por el ánima, que también allí es
capaz de insinuarse, de ensayar mostrarse, de dejarse escuchar. El resul­
tado puede ser entonces una novela enormemente discutible en tanto for­
ma artística, pero muy rica como síntoma, como cuadro problemático,
como revelación de qué fuerzas arquetípicas y qué complejos mitoló­
gicos se constelizan en el venezolano cuando la conciencia novelesca
incipiente entra en conflicto con la conciencia heroica dominante. En
otras palabras, como documentos de enorme importancia psicológica,
que nos permiten asomamos a las configuraciones arquetipales, con sus
promesas y sus bloqueos, en el inconsciente colectivo del venezolano.
Hubo un período en la historia de Venezuela en que se habló mucho
del «alma de la raza» o del «alma nacional», el período en que comenzó
lo que conocemos como hegemonía política andina, grosso modo los pri­
meros treinta años de este siglo. En realidad, ni la hegemonía andina ha
cesado ni el tópico de lo nacional se ha agotado, sólo que ahora, desde
que somos la Gran Venezuela, la formulación ha cambiado significativa­
mente: demasiada gente pensante está preocupada por la «identidad na­
cional», e «identidad» no es jamás lo mismo que «alma». Pareciera que a
comienzos de siglo o bien teníamos una identidad pero no sabíamos de
nuestra alma, o bien lo importante no era la identidad sino el alma; y que
ahora, a fines del mismo siglo, ni siquiera damos por conocida nuestra
identidad. Identidad, me parece apunta a ego colectivo; «alma» , en cam­
bio, sugiere una preocupación más flexible y profunda, más conectada
con nuestro cuerpo emocional , sobre todo cuando se le formulaba como
«alma de la raza».
¿Qué fue lo que provocó la irrupción del tópico del alma venezolana
al comenzar el siglo? Sin duda el agotamiento económico y psiquíco de
los múltiples paisitos encarnados en los muchos caudilJos que hicieron
de Venezuela, después de Guzmán Blanco, un territorio de escaramuzas
bélicas perennes, acto final de un siglo, el XIX, de destrucción del trabajo
del campo y del comercio, y de exacciones desaforadas al tesoro públi-

209
co. Cipriano Castro, como es sabido, intentó repetir la Campaña Admi­
rable y llegó a Valencia herido y agotado; allí concurrieron sin embargo,
Andueza y los hombres del poder en Caracas, a entregarle un gobierno
que ni Castro hubiera podido obtener por las armas, ni los caraqueños
podían ya detentar. El país estaba anarquizado, sus energías físicas y
psíquicas agotadas por esa larga guerra civil que fue el siglo XIX. Pón­
ganse una junto a la otra, tal como brotaron históricamente, la pregunta
por el «alma de la raza» y la imagen de los británicos conquistando Puer­
to Cabello mediante reparto de pan a sus hambrientos defensores, y se
tendrá el cuadro más vivo y real de cómo entró Venezuela al siglo XX . Se
tendrá también la prima materia de un psiquismo nuevo, depresivo, del
que tal vez naciera una incipiente conciencia novelesca.
Sólo un hombre tan cerril como Gómez fue capaz de ver en aquello
un botín digno de traicionar al compadre. Y entonces entró en escena lo
que se llamó el reventón ( 1 922), lo que desde aquellos años hasta hoy le
ha dado a Venezuela la apariencia -y sólo la apariencia externa- de
ser un país : el petróleo. Pregunto, me pregunto: de no haber aparecido la
renta petrolera, un hecho literalmente de fábula, es decir anti-psíquico,
¿se habría mantenido viva, afinándose en tomo a la memoria de una
grandeza heroica definitivamente perdida, la pregunta por el alma de la
raza y por nuestro cuerpo emocional profundo? Sospecho que la paz
gomecista primero y la bonanza petrolera después, desviaron o diluye­
ron el reto psicológico y emocional que el problema del alma suscitó
hace ya setenta u ochenta años. Escribimos hoy mejores novelas, sin
duda, del mismo modo que, cuantitativamente hablando, nos vestimos
hoy mejor los venezolanos; novelas más construidas, más al día, pues
estamos más informados, somos más los letrados. Y sin embargo, el
sacudón de febrero del 89 me devuelve al reventón del 22 y a preguntar­
me si no concluiremos el siglo en peores condiciones cualitativas, psí­
quicas, dado que ahora ni siquiera atinamos a formular la pregunta por el
alma. ¿Encubre acaso el tema de la mujer la pregunta que, al menos para
mí sería más pertinente?
Nuestros abuelos --o a lo sumo nuestros bisabuelos- pues de ellos se
trata, formularon la pregunta que nos tiene aquí esta noche, en este lugar
que era y ya no es la casa de uno de ellos. Aquellos hombres cuyo olor y
cuyos gestos aún recordamos y son a veces los nuestros, tienen que haber
sufrido una gran ansiedad, un desasosiego auténtico, cuando, muerto

210
azarosamente el último caudillo llanero o gobernando ya un rústico de
una sevicia sin precedentes entre los mandatarios del país, sintieron bro­
tar en su interior lo que otro de ellos, José Rafael Pocaterra, llamó deca­
dencia, y también pesimismo vital. Un momento o un período propicio
para el ánima suele ser un momento terrible para el ego. Pues la cuestión
del ánima, del alma, aun si para muchos de aquellos hombres fue pronto
una moda intelectual, un tópico, no pudo haber surgido a comienzos del
siglo XX venezolano, sino de un piso movedizo o del resquebrajamiento
de unas máscaras, que antes de serlo fueron los rostros de sus propios
abuelos. Con esa confusión emocional, con esa ambivalencia entre el
ánima que pide entrar y el héroe al que me apego afectivamente, urgidos
y carentes de una tradición artística a la cual acogerse y en la que pudie­
ran reflexionar sus incongruencias personales, algunos de ellos intenta­
ron abordar la pregunta en el terreno pertinente: hablar del alma desde el
alma, es decir, de lo imaginario mediante lo imaginario. Pero todos, en
esas novelas incipientes, se vieron arrollados por el héroe armado de so­
luciones a problemas que el ánima apenas empezaba a configurar. Quizás
por efecto del empaque excesivo de la pregunta (el alma de la raza o
nacional, en lugar del ahna en mD, solamente sospecharon que la confi­
guración misma del problema del alma -la novela, en este caso-- ha­
bría tomado innecesarias e impertinentes las respuestas del héroe. Que lo
importante era volverse cuerpo en el seno del problema (sentimientos,
emociones , lenguaje con oído, formas plásticas, versiones de la memo­
ria), no escapar del problema mediante soluciones intelectuales.

-¡ Mírame bien, S antos Luzardo ! ¡ Este espectro de hombre que fue, esta
piltrafa humana, esta carroña que te habla, fue tu ideal ! Yo era eso que has
dicho hace poco y ahora soy esto que ves. ¿No te da mie d o, S antos
Luzardo?
-¿Miedo, por qué?
-¡No! No te pregunto para que contestes, sino para que me oigas estotro:
este Lorenzo B arquero de que has hablado, no fue sino una mentira; la
verdad es ésta que ves ahora. Tú también eres un a mentira que se desva­
necerá pronto. Esta tierra no perdona. Tú también has oído ya la llamada
de la devoradora de hombres .

Este pequeño diálogo forma parte de uno más amplio, uno de los frag ­
mentos más consistentes de nuestra literatura novelesca. El héroe, el ideal

211
del joven, le habla a éste como espectro y carroña, y le hace la pregunta
más pertinente en toda iniciación a los secretos del alma. Pues si no reco­
noces en ti el miedo (El Miedo se llama el hato de Doña Bárbara, Altamira
el de Santos Luzardo ), la figura femenina a la que intentas abordar se te
volverá ya no figura humana, la mujer resentida que Doña Bárbara es,
sino un elemento destructivo: la tierra devoradora. El miedo sería el pre­
cio a pagar para no caer en regresiones de lo herbico a lo titánico. Es una
emoción primordial, la primera noticia de que somos un cuerpo; el arque­
tipo que lo respalda es Pan, una figura mixta o compuesta, grotesca, de la
que nos viene la noción de cuerpo físico y también el pánico: un dios, no
un héroe ni un titán ni un elemento natural. Por eso nace con el miedo lo
religioso en la psique: la posibilidad de religar con la interioridad y con
mi cuerpo: el asiento de mis verdades profundas. Y la pregunta por el
nüedo no puede tener otra respuesta que sentirlo despertar en mí. Por el
miedo enmudece el logos luminoso y en1pieza el logos del alma, el
mitologos. Pero Santos Luzardo, por el que el narrador toma pronto par­
tido, está, como Rómulo Gallegos mismo, lleno de palabras que son res­
puestas a preguntas que todavía no ha aprendido a escuchar bien. A
Luzardo, como a todos los personajes 1nasculinos centrales de Gallegos,
le da por educar a base palabras, principios y normas, como quien extirpa
monstruos tapiando silencios.
Y sin embargo, en este pasaje de Doña Bárbara tenemos un personaje
y un estilo; es decir, una representación arquetipal: Lorenzo Barquero
encarna otro modelo educativo, uno que se dirige a las emociones me­
diante las emociones, una paideia auténtica; lo que ofrece a Santos no es
un programa civilizador sino una reflexión: una imagen especular. San­
tos ha ido a verlo después de muchos años, le ha confesado cuánto lo
admiró siempre desde niño y cómo, ya de joven, esa admiración cuajó
en una frase pública de Barquero: «hay que matar al centauro que lleva­
mos dentro». Y ahora Barquero, borracho y aislado en un paraje estéril
sobre el que pesa una antigua maldición indígena, lo deja hablar y lo
obliga luego a quedarse, a fin de que Santos lo escuche a su vez. Después
de introducir la figura del miedo, prosiguió refiriéndose a la tierra:

-¡ Mírala ! Espejismos por donde quiera. ¿Qué culpa tengo de que te


hayas hecho ilusiones de que un Luzardo -un Luzardo, porque también
lo soy, aunque ine duela- podría ser un ideal de hombre? Pero no esta-

212
mos solos, Santos. Es el consuelo que nos queda. Y o he conocido muchos
hombres -tú también, seguramente- que a los veinte y pico de años
prometen nlucho. Déjalos que doblen los treinta: se acaban, se desvane­
cen. Eran espej ismos del trópico. Pero óyeme esto: yo no me equivoqué
nunca respecto a mí mismo. Sabía que todo aquello que los demás admi­
ran en mí era mentira.

Continúa Barquero contando que ya en la Universidad se dio cuenta


de que

mi inteligencia, lo que todos llamaban mi gran talento, no funcionaba


sino mientras estuviera hablando; en cuanto me callaba se desvanecía el
espej ismo y no entendía nada de nada. Sentí la mentira de mi inteligencia
y de mi sinceridad.

Así comienzan a aparecer, tras el espejismo de la palabrería he�oica,


las figuras de un muchacho y de un bribón, de un muchacho que no pudo
integrarse al mundo adulto, que no pudo hacer el grado de hombre, sino
que lo simuló. Y por saberlo, aborreció Universidad, vida urbana y
-atención- novia. Barquero llama a todo esto que vio en sí mismo
desde temprano «mixtificación de mí mismo» , apuntando de nuevo a una
figura grotesca, a otro mixtum compositum. Y entonces, en efecto, reanu­
da su discurso cerrando un círculo, retomando, como un gran imaginero,
la frase en la que cuajó lo que Santos tomara por ideal civilizador:

-¡ Matar al centauro ! ¡ Je ! ¡ Je ! ¡ No seas idiota, S antos Luzardo ! ¿Crees


que eso del centauro es pura retórica? Yo te aseguro que existe. Lo he
oído relinchar. Todas las noches pasa por aquí; all4, en Caracas, también.
Y más lejos, todavía. Dondequiera que esté uno de nosotros, los que lle­
vamos en las venas sangre de Luzardos, oye relinchar al centauro. ¡ Ya tú
también lo has oído y por eso estás aquí! ¿Quién ha dicho que es posible
matar al centauro? ¿ Yo? Escúpeme la cara, Santos Luzardo. El centauro
es una entelequia. Cien años lleva galopando por esta tierra y pasarán
otros cien.

El centauro es en efecto una entelequia, un arquetipo, una realidad


psíquica capaz de regir no sólo una vida, sino doscientos años de historia
de un país. Como arquetipo, apunta a tránsitos entre el animal y el hom­
bre, a reversibilidades entre naturaleza instintiva y naturaleza reflexiva,

213
y por ello, a conflictos adolescentes, en especial a una compleja relación
entre el hombre joven y el hombre adulto, entre el padre y el hijo, entre el
cuerpo vivo y el cuerpo traspuesto a imagen. El centauro es una imagen
no naturalista, un ser imaginal, y por lo tanto, un vehículo excelente ha­
cia la imaginación, el hacer alma, y el crecer sin mengua de lo emocio­
nal. Pero también, como imagen de tránsito, alude a dolores, a dificulta­
des enormes: crecer sin guía espiritual, crecer sin violentar -matar- a
la naturaleza misma. Las palabras de Barquero sobre el centauro, sugie­
ren además que la guerra de independencia aún no ha terminado, que fue
y sigue siendo hecha por adolescentes cuya necesidad no es en realidad la
independencia heroica sino crecer como individuos. Y, dado que Barque­
ro no separa al centauro de su propia destrucción causada por la tierra
devoradora encamada en Doña Bárbara, parece decimos también que
mientras no veamos al centauro en nosotros en sus propios términos
mitológicos, mientras sigamos confundiendo al centauro interior con el
héroe independentista y al varón en crisis adolescente con el hombre bri­
llante, la tierra, uno de los componentes de esta imagen mixta; acabará
siempre imponiéndose, en su aspecto destructivo.
Hasta allí el intento de iniciación de Santos Luzardo por este Quirón
que es Lorenzo Barquero. El siguiente paso del maestro es apuntar hacia
el ánima y dej ar solo al discípulo, confiando en que éste haya escuchado
bien: en que, tras el miedo, la emocionalidad del héroe haya cedido su
lugar a la del centauro.

-Marisela -llamó-. Ven para que conozcas a tu primo. Pero como


dentro del rancho nadie respondía, agregó:
-Esa no sale d� ahí ni que la arrastren por los cabellos. Es más arisca que
un báquiro. . . Un báquiro.

Todos sabemos, por el modo como se desarrolla y culmina esta nove­


la, que ni Santos Luzardo ni Gallegos escucharon, posesos como están
por la contaminación del arquetipo del centauro con el arquetipo del hé­
roe. En psicología arquetipal, una contaminación semejante puede pro­
vocar una erupción muy irracional que solemos llamar posesión, en este
caso posesión por la sublimidad heroica. Parece ser esto lo que le ocurre
a Gallegos cuando, abruptamente, borra en Luzardo su novelesca ambi­
güedad inicial para hacerlo instrumento de su propia versión del comple­
jo independentista: civilización contra barbarie; se pierde así el mixtum

2 14
planteado por Barquero, se pierde la imagen compuesta del centauro, y el
trasfondo grotesco de toda auténtica novela que nos queda en la grotes­
quería de una novela programática. Por eso lo mitológico, lo que lleva al
alma, a duras penas puede abrirse paso entre el enjambre de alegorías;
Santos es santo y Luzardo es luz.
Santos decidirá, después de dudarlo mucho, que se ha enamorado de
Marisela, porque, explica Gallegos, vio en ella al alma de la raza. Aparte
de que nadie se enamora pensándolo, y menos por un motiv o de monta
semejante, ningún centauro se enamora, que sepamos ; rapta, eso sí. Pero
Santos quiere educarle el lenguaje a Marisela, se niega a bailar joropo
con ella y concibe más tarde enviarla a Caracas, ¡ a un colegio de monjas ! ,
para que complete su formación. Todo esto es de una absoluta incoheren­
cia novelesca, sobre todo porque de la tosca imagen llanera y centáurica
del báquiro, se despliega rápidamente en Marisela una espléndida mu­
chacha, llanera también, pulcra, servicial , enamorada y pícara, que hu­
biera ido más lejos de habérselo permitido el pedagógico Gallegos. Vero­
similitud novelesca aparte, admitamos que la celeridad en los cambios de
Marisela, es, pese a todo, la del ánima en tanto Psique: un ser efímero y
mortal , cuyo tempo no admite posposiciones porque todo en Psique es
intensidad, eternidad en el instante. No por nada Jung dice sólo áninza ,
alma, un recipiente y no un contenido; y no por nada los griegos decían
psique, mariposa, no esta o aquella diosa, sino, aquí sí, una imagen del
todo natural , una imagen de la brevedad intensa de l a vida y de la vida no
como progreso, sino como metamorfosis : un milagro natural.
El verdadero personaje de esta novela es desde luego Doña Bárbara,
madre de Marisela. Alegorías aparte, y apartando también el empeño por
malignizada, Gallegos nos dio con ella su mito de lo femenino venezola­
no, sin advertir que estaba ante lo femenino magnificado por necesidad
de contrapesar a lo masculino solar. Frente a un adolescente que no se
reconoce como tal, una Gran Madre omnipotente y maligna. Después de
todo, cien años de guerras y de muertos, cien años repitiendo aquel «Si la
naturaleza se opone . . . » , son cien años asolando la tierra y violando a la
madre. Al comienzo de la novela Gallegos habla de «regresión moral », y
al final , poco antes de renunciar Doña Bárbara a Santos y de retirarse a la
selva profunda o hundirse en las aguas , reintroduce la famosa frase: «las
cosas vuelven al lugar de donde salieron» , meditación de la misma Doña
Bárbara. Pero la novela es tan pobre ya hacia el final, está tan entrada en

2 15
el sopor no sólo de las soluciones , sino de las soluciones previsibles,
como si en efecto se tratase de resol ver el acertijo de una esfinge, que se
atenúa demasiado la eficacia de una visión circular de la Madre Natura­
leza. Doña �árbara es el personaje más fascinante porque no es un perso­
naje literario sino una diosa; y es una diosa, sobre todo, porque el héroe
rechaza su anhelo de humanidad, la obliga a volverse aún más salvaje, si
cabe. Gallegos creyó haber encontrado en este personaje el obstáculo
para que el alma de la raza se desarrollara y creyó que Santos Luzardo era
la solución. Pero la Gran Madre sólo ha sido excluida, repotenciada por
tanto, como la esfinge a la que Edipo creyó haber derrotado. Sólo que el
Edipo clásico es una tragedia, y esta novela un nuevo canto al optimismo
heroico. El problema que nos legó Gallegos consiste en que, pese a las
soluciones de la tercera parte de la novela, no sabemos si el vehículo de
Santos Luzardo hacía su ánima es Marisela o es en realidad Doña Bárba­
ra. No se accede a la Kore sin afectar a la Madre, puesto que nladre e hija
son dos polos de un mismo arquetipo. Separarlas por vía heroica sólo
puede significar tomar boba a la hija y volver regresiva a la madre. San­
tos no rapta a la hija, y en la madre alborota a la mujer sólo para desairar­
la. Como no oyó a B arquero, no hay en él conexión alguna con su propio
lado sombra, única posibilidad de que el raptor aparezca. Ya dije que a
Marisela se acerca por racionalizaciones bondadosas y educativas, y asi­
mismo cree que es sólo curiosidad lo que le lleva hacia Doña Bárbara. El
rapto es un evento mitológico que sólo puede ser agenciado, como en el
Don Juan español, por «un hombre que no tiene nombre», es decir, una
conexión radical con el deshonor, con el Señor del Inframundo. Pero
quien no puede avenirse con las emociones y los instintos del centauro,
menos aún podría tomar consciente su naturaleza portadora de muerte, el
lado daimónico de lo masculino. En este complejo entran tanto el raptor
como la raptada; para él el rapto es un cumplimiento de su virilidad
arquetípica; para ella, una entrada en el misterio del destino. Para ambos,
el reconocimiento de fuerzas que los rebasan y que por tanto los humani­
zan: un tremendum que nos da sentido de nuestros límites.
Pues es de límites de lo que se trata con Doña B árbara. Podría descri­
birse bien el tema de esta novela presentándola como el problema de
limitar lo ilimitado, de poner linderos en una vasta superficie salvaje.
Esta habría sido la variante galleguiana a la pregunta por el alma: limitar
bien la pregunta misma, que también sería reducirla a proporciones me-

216
nos infladas. La Gran Madre o la Tellus Mater es el recipiente más arcai­
co de lo femenino, y por eso el más vasto e indiferenciado; tan indiferen­
ciado que ni siquiera los límites entre los sexos están allí claros. «Mari­
macho», dice Gallegos de Doña B árbara. Los hijos de la madre telúrica,
dice Eliade, no son hij os de padre alguno, sino «del lugar» , o a lo sumo,
de espíritus o dáimones de los antepasados. Vista desde la mitología grie­
ga, Gea es el correspondiente femenino de las divinidades uránicas,
Urano primero y después Cronos, dos titanes, por tanto titanesa ella mis­
ma; Gallegos se ha visto pues llevado a un nivel desmesurado, y ahora
sabemos por qué habla de «regresión moral» (piénsese en Gómez, gran
padrote, convirtiendo lo que eran campos de labranza en potreros). Nin­
guna divinidad, sostiene Eliade, aspira a ser todo lo divino ella sola tanto
como lo desea la Tellus Mater; de allí que, relación titánica al fin, la de
Doña B árbara con la tierra y con el varón sea de poder y de acumulación
desmedida.
¿Qué puede contra eso un hombre que se cree héroe y en realidad es
sólo un adolescente?
Algo podría, en realidad, si tan sólo dejara ver las cosas en términos de
oposiciones irreversibles (ese contra). Si viera, como quiere Barquero,
su propio cuerpo salvaje, su naturaleza grotesca, pues simultáneamente,
está en la naturaleza de lo femenino, aun de lo femenino como Gran
Madre, el anhelo secreto del límite, cuyo otro nombre es rapto. El destino
de Gea es abrirse a la dualidad Deméter-Kore, la madre y la doncella. Y
eso es destino, fatalidad, porque ella sólo puede anhelarlo en secreto,
pero toca a una divinidad masculina, que desde luego no puede ser un
titán, pero tampoco un héroe, dar cumplimiento a ese anhelo.
Así pues, lo que los atrae hacia el otro, lo que, pese a toda la lumino­
sidad de Luzardo y toda la oscuridad de Doña Bárbara, quiere acercar­
los, es una fuerza primordial, de orden arquetípico, que lo haría a él
crecer desde la fantasía heroica adolescente hasta el varón cumplido y a
ella decrecer desde la diosa a l a mujer, reconociéndose limitada. Sola­
mente ante Doña Bárbara, no ante Marisela, surgen en Santos imágenes
de oscuridad. A ella, por su parte, Santos le hace recordar al único hom­
bre que amó, antes de ser violada a los quince años. Envuelta en esos
recuerdos, Doña Bárbara empieza a ceder en la discusión con SanLu;::,
sobre los límites de sus haciendas: «quien tiene la culpa de eso es usted»,
le dice a Luzardo, aludiendo al largo descuido en que éste ha tenido sus

217
tierras. Y luego, insistiendo como Barquero en que Luzardo escuche:
«Hágame el favor de oínne esto: si yo me hubiera encontrado en mi
camino con hombres como usted, otra sería mi historia». A partir de esta
frase, en an:ibos empieza a movilizarse un proceso interior; para él toda­
vía es curiosidad de «sondear el abismo de aquella alma recia y brava»;
y para ella, en un movimiento vertiginoso, ya no se trata de amor sino de
«su verdad interior», a la que en este momento de intensidad «se encara­
ba fieramente». Y allí mismo dice el narrador: «Y Santos Luzardo expe­
rimentó la emoción de haber oído a un alma en una frase». Doña Bárbara
entonces le devuelve las tierras en litigio, y es Santos quien, de súbito
arrogante y con una torpeza inesperada en vista de la emoción que acaba
de darnos , le pide más : que devuelva a Marisela las tierras de la
Barquereña. A la mención de la hij�, Doña Bárbara reacciona sarcástica;
Santos se siente moralmente ofendido y suspende la conversación con
estas palabras: « . . . yo me he equivocado al venirle a pedir a usted lo que
usted no puede dar: sentimientos maternales. Hágase el cargo de que no
hemos hablado una palabra, ni de esto ni de nada».
Todo este pasaje, muy ágil, comienza por una evocación a1norosa por
parte de Doña Bárbara que culmina . en una declaración audaz y ense­
guida se transforma en «verdad interior», un nivel más profundo que lo
erótico, un nivel en que lo erótico, tan ausente de ella durante tanto tiem­
po y hace apenas un instante tan vivo de nuevo, desaparece del primer
plano de su psique, habiendo movido a Santos a experimentar por fin
emoción y alma en unas pocas palabras. Pero el proceso de ahon­
damiento o el cultivo de ese ahondamiento, se interrumpe cuando San­
tos, considerándose sin duda vencedor es no sólo desmesurado en sus
deseos, sino que altera bruscamente el contexto al invocar el sentimiento
maternal.
Se desprende de este fragmento que «alma» es algo interior a lo eró­
tico pero bien diferenciado de lo erótico, algo que conecta lo erótico
inmediato con una memoria amorosa y redime del trauma de la viola­
ción, y algo en lo que la mujer-Gea, la mujer-tierra, confronta por fin su
verdad interior, su feminidad real, un espacio autocontenido como un
golfo más acá del tiempo, en el que puede ella estarse a solas consigo y
deponer toda su posesividad. Es entonces Luzardo quien quiere devol­
verla a su rol de madre y esto la descompone.
Dice James Hillman que el héroe, lo mismo que el puer, depende del

218
complejo materno, sólo que por rechazo. En todo caso, el fragmento de
Gallegos revela que el personaje masculino luminoso entra en ansiedad
ante la percepción de lo abismal femenino y el alma, e, incapaz de sos­
tenerse en esa ansiedad, recurre al rol materno de la mujer para reesta­
blecer su poderío.

219
LA REBELION DE LAS MUSAS
Julio E. Miranda

CAVAFYS no pudo prever que, extinguidos los bárbaros, llegarían «las


bárbaras» a las fronteras . De la palabra, en este caso, y no es poco: un
último reducto en que, en Venezuela, lo masculino era sustantivo (noso­
tros escribíamos literatura, a secas) y lo de ellas adjetivo (producían lite­
ratura femenina). Existían --escribían- desde hacía tiempo, pero que­
daban adscritas -por nosotros- a los márgenes del discurso literario :
una especie de ghetto ( cómo n o evocar casitas blancas, dulces ojos/
labios rojos y. . . delantales), por más adornado que resultara. En los ma­
nuales, en los panoramas, a las autoras se las llamaba familiarmente por
"
su nombre de pila (Enriqueta, Ida, Luz, Antonia. . . ) , englobadas a veces
en el apelativo «las muchachas» , y se hablaba de ellas, en general, como
en apéndices , en unas cuantas páginas de fin de capítulo, luego de haber
examinado detalladamente La Literatura: deliciosas excepciones, rami­
llete complementario. En ocasiones, para colmo, tenían la particular des­
gracia de ser familia de otros poetas; y así, el mayor -y con mucho-­
escritor de una parentela quedaba más o menos reducido -reducida- a
ser la hermana del uno, la tía del otro . . .
En los 70, o «las muchachas» se enseriaban -y aumentaba, además,
peligrosamente su número-- o nosotros nos ablandábamos: «las bárba­
ras» empezaron a acampar ruidosamente, desde las murallas veíamos el
resplandor de las hogueras, escuchábamos el característico, ominoso e
inarticulado bar-bar al que debían su calificativo. Nuestras más tiernas
maniobras -la crítica es asexuada, como todo-- no dieron resultado. Y
en los 80 y comienzos de los 90, ¡ oh tiempos oscuros ! , ahora que son,
como los demonios aquellos, legión, no se trata ya de que hayan escrito
algunos de los mejores poemarios de lírica venezolana de los últimos
diez, quince o veinte años, sino de que están, sencillamente, caracteri­
zándola: de Miyó Vestrini a Alicia Torres, de Márgara Russotto a Claudia
Noguera, de Elena Vera a Jacqueline Goldberg, de Hanni Ossott a
Patricia Guzmán, de Laura Cracco a Maritza Jiménez, de Edda Armas a
María Clara S alas, de Yolanda Pantin a Mharía Vázquez, de María

22 1
Auxiliadora Alvarez a Blanca Strepponi, de María Luisa Lázzaro a
Yolanda Blanco -y otros tantos nombres-, pasan las redes de signifi­
cación de la época, en lo que a poesía se refiere.
Sigo creyendo, con Robert Graves, que

un verdadero poema es necesariamente una invocación de la Diosa B lan­


ca, o Musa, la Madre de Toda Vida, el antiguo poder del terror y la
lujuria, la araña o la abej a reina cuyo abrazo significa la muerte,

y que no es nada fácil representar o soportar ese divino papel amorodioso,


absoluto e intercambiable, vitamortal, subordinado y principal que Gra­
ves otorga o propone a la mujer-musa:

La Diosa Blanca es antidoméstica, es la ' otra mujer' perpetua, y es cier­


tamente difícil que una mujer sensible desempeñe su papel durante más
de unos pocos años, porque la tentación de suicidarse incurriendo en la
·
simple domesticidad acecha en el corazón de toda ménade o musa

Y:

Un poeta de la Musa se enamora absolutamente, y su amor sincero es


para él la encamación de la Musa. [ . . . ] Pero el real poeta de la Musa,
perpetuamente obseso por ella, distingue entre la Diosa, con10 se mani­
fiesta en el poder supremo, la gloria, la sabiduría y el amor de la mujer,
y la mujer individual de la Diosa que puede hacer su instrumento durante
un mes, un año, siete años y aún más. La Diosa espera y tal vez él volverá
a conocerla por medio de su experiencia con otra mujer.

Sigo creyéndolo, sigo viviéndolo, sigo cantándola.


Pero si ellas, hartas al parecer del exclusivo rol de musas nuestras, se
han puesto a cantarse a sí mismas y, no menos -aunque algo menos,
sí- a cantarnos a nosotros; si nos han de cierta inanera, «musificado»,
¡ qué hacer! ¿Y qué dejar de hacer, que es lo peor? --cito, obviamente, a
Vallejo.
Porque, aunque no han teorizado todavía nuestra nueva condición, o
nuestra antigua condición ahora reconocida, de musos (y supongo que
deberíamos también ser antidomésticos y terribles , arquetípicos y
desechables cuando nos abandone el dios que nos habita), sí han avanza­
do algunos elen1entos del retrato.

222
En primer lugar, una equiparac ión que se convierte, a veces, en
enfrentamiento . Con un solo verso, agregado a la letra de una canción,
Yolanda Pantin ha <�puesto sobre sus pies», en un poema sin título, el
asunto de la pasión, quitándonos de las manos la parte que les correspon­
de: «El amor es un algo sin nombre/ que obsesiona al hombre por una
mujer/ y viceversa».
La equiparación (ellas también aman) alcanza la superación (ellas
aman más) . Llevábamos decenios, siglos, quejándonos de su desamor,
lamentándonos y maldiciéndolas y llamándolas, en la alta madrugada,
encendidos de alcohol y despecho, ¡ oh devoradoras, oh angeldemo­
níacas, oh diosas blancas, y mulatas, negras, indias, todas las divinas
mezclas ! Y ahora, es uno de los temas de la poesía escrita por ellas ,
resulta que somos nosotros los que amamos poco o mal, los acobarda­
dos, los tibios, los erráticos, los calculadores. Nos lo dicen Elena Vera en
Amantes ( 1 984), Yolanda Pantin, en Correo del corazón ( 1 985), Mharía
Vázquez en As de Corazones ( 1 988), Alicia Torres en Fatal ( 1 989), entre
otras . Nos lo dicen, no con acento triunfal -pues la derrota es mutua­
sino con tristeza. Pero también con orgullo.
«¿Soy la poeta o soy la musa?» se pregunta, en Aposentos ( 1 985) de
Yolanda Blanco, la muchacha con senos, pubis y poemas; la que postula
al varón «cómplice», «el mí--distinto/ mí mismo»; la que propone: «Si
exaltando mi existencia/ cuento la tuya/ y la canto/ -lúcida mujer
mujeril-/ mi cuerpo será el texto/ para celebrar tu cuerpo/ melancólico
varón varonil». Pregunta respondida en el acto mismo de la escritura,
tematizada una y otra vez.
Bueno, hablan de nosotros, y debemos alegramos porque necesita­
mos esa mirada, su mirada, para vemos reconocidamente. Pero hablan
sobre todo de sí mismas . Y no callan, prácticamente, nada. Los muestra­
rios más globales probablemente sean el ya mencionado Correo del co­
razón y Viola d' amare ( 1 986) , de Márgara Russotto: mujer que lee/escri­
be poemas , bebe café, ve telenovelas , está desnuda en las mañanas con­
sigo misma, suspira y se recoge el cabello, llora en el cine, se lava, espe­
ra el correo, se viste, acaricia/es acariciada, va al dentista, charla en el
supermercado, ama/odia, se masturba, espera/desespera al ¿marido o al
amante? , admira fieramente a su madre, da clases, toma a su hijo de la
mano, ordena -ape-nas- el caos de las vacaciones , compra legum­
bres, golpea a la puerta de un hombre, está al lado de otro, «vacía/pero

223
libre», camina: «Se sabe de una mujer que está sola/ porque camina
como una mujer que está sola/ se sabe que no espera a nadie/ porque
camina como una mujer que no espera a nadie»; esto es, se tnueve
irregularme nte y de vez en cuando se mira los zapatos y no inspira pie­
dad ni miedo aunque sí temor al contagio , pero vive su soledad plena,
orgullosa, hasta salvajemente, tal como lo desarrolla Yolanda Pantin en
su « Vitral de mujer sola» (Correo del corazón).
Este poema, ¿no responde de alguna manera -por la vía negativa,
digamos- a la pregunta, también en verso, formulada por Val era Mora
en su «Oficio puro», sobre «cómo camina una mujer que recién ha hecho
el amor?». La efectiva intertextualidad de ambos discursos, el masculino
y el femenino �ontraste meramente funcional, en aras de esta lectura:
valga la aclaración-, daría pie a un ensayo atractivo y acaso sorprenden­
te. Máxime cuando encontramos, en la lírica más reciente, una verdadera
impregnación de «lo masculino» por «lo femenino». No es sólo, desde
luego, que poetas como Rafael Arráiz Lucca o Igor B an·eto incorporen un
anecdotario de lavadoras, neveras , cocinas, granos desparramados y me­
sas puestas, o que el primero tematice repetidamente a su propia hija o el
segundo asuma o invente, al final de Soy el muchacho más hermoso de
esta ciudad ( 1 987), «Un poema de mi esposa Fabiola Vethencourt». No
es sólo, tampoco, el que Rafael Castillo Zapata de Arbol que crece torci­
do ( 1 984) cante la oscura gesta de las mujeres «empinadas» que sostie­
nen la casa. Y ni siquiera, exclusivamente, que el Harry Almela de Can­
tigas ( 1 990) dé voz a la amada cantándole al amado, con un erotismo tan
lunar y materialmente corporizado como el característico de la poesía
escrita por mujeres. Es decir, obviamente, se trata de todo esto, pero
enmarcado o acarreado por cierto cambio de sensibilidad que me limito a
sugerir, no sabiendo precisarlo mejor. Acaso, simplemente, el discurso
masculino esté liberándose de rigideces supuestamente viriles, esté per­
mitiéndose sacar a flote un ánima antes reprimida. Puede que esté tam­
bién respondiendo, objetivamente, al «desafío» representado por el dis­
curso femenino, sin cuyo previo aporte sospecho que tal inflexión de la
sensibilidad no hubiera sido posible.
Sin embargo, más se trata, en la poesía escrita por mujeres, de una
intratextualidad, seguramente no buscada pero inevitable, en que ellas
-sus textos- dialogan entre sí. Propondría leer en tal sentido dos libros
espléndidos, estremecedores y de alguna manera complementarios :

224
Cuerpo ( 1 985), de María Auxiliadora Alvarez, y Hago la muerte ( 1 987),
de Maritza Jiménez, díptico dolorosísimo, en que el primero destaca
todo el desgarramiento del acto de dar vida, y el segundo entona una
nana desesperada en el acto de dar muerte al hijo ya imposible. Nuestras
poetas son madres terribles, y aquí entraría también la voz de Miyó
Vestrini, precursora de «las nuevas» con Las historias de Giovanna
( 1 97 1 ), que en su último poemario, Pocas virtudes ( 1 986), traza el pro­
grama de educación de su hijo, que cito fragmentariamente :

No enseñaré a mi hijo a trabajar la tierra/ ni a oler la espiga/ ni a cantar


himnos ./ Sabrá que no hay arroyos cristalinos/ ni agua clara que beber./
Su mundo será de aguaceros infernales/ y planicies oscuras./ [ . . . ]/ Lo
llevaré a Hiroshima. A Seveso. A Dachau . / Su piel caerá pedazo a peda­
zo frente al horror/ y escuchará con pena el pájaro que canta,/ la risa de
los soldados/ los escuadrones de la muerte/ los paredones en primavera./
Tendrá la memoria que no tuvimos/ y creerá en la violencia/ de los que
no creen en nada.

Discurso suficiente y casi autónomo, el femenino ha ido diversi­


ficando sus niveles, modalidades y temas, con el «canto a sí mismas»
como eje. Así, y por sólo nombrar algunos libros recientes, registra
Mharía Vázquez el crecimiento de su Guerrero llevado adentro ( 1 987),
que trata del amor, del cuerpo, de la escritura, pero también de la ciudad
y la guerra; sugiere, trémula, una sensualidad calcinada la Patricia
Guzmán de De mí, lo oscuro ( 1 987); evoca y sobre todo revive Jacque­
line Goldberg la historia de su abuela, emigrante rusa, en Luba ( 1 988),
declarándose heredera de viejas heridas siempre abiertas; expande Laura
Cracco su letanía hipnótica en Mustia memoria ( 1 985) y principalmente
en Diario de una momia ( 1 989), verdadero repaso de la historia univer­
sal como desolación, como desierto infinito, como mudo coro de muer­
tos; detalla María Clara Salas los elementos de una sobria, serena y ob­
jetiva desesperanza ante la indiferencia del mundo, en Linos ( 1 989); re­
crea Alicia Torres una galería de mujeres (Penélope, Salomé, Circe,
Judith, Magdalena, pero también Camila O ' Gorman y Frida Kahlo)
signadas por el exceso, la tragedia, el gesto definitivo, en Fatal ( 1 989);
asume Yolanda Pantin la sicología y los textos de un poeta frustrado en
Poemas del escritor ( 1 989), con lo que el discurso femenino se apropia,
en primera persona, de la voz masculina . Pero si aún en este último libro

225
pudiera discutirse lo cabal de la «impostación» viril, cuya ironía roza a
veces la caricatura, el Diario de John Roberton ( 1 990) ha permitido a
Blanca Strepponi recrear desde la escritura «masculina», expandida y
ficcionaliz�da, la experiencia devastadora del personaje.
Hasta ahora, a la poesía escrita por mujeres había que agradecerle un
rasgo importantísimo, prácticamente exclusivo suyo: la materialidad.
Porque al hablar de sí mismas , lo han hecho comenzando por el soporte
de su cuerpo. A veces con cierto exceso (la proliferación anatómica de
Aposentos, por ejemplo) pero llevadas, acaso, por la necesidad de
visibilizarse, de encarnarse, de dar -precisamente- cuerpo a su poe­
sía, desde lo inicial/iniciático de la menstruación hasta el orgullo del
cuerpo-casa capaz de albergar hijos, pasando por el esplendor detallado
de la hembra de muslos y musgo que se ofrece, desafiante.
Esta materialidad, no hay que olvidarlo, v iene de lejos : la encontra­
óamos en Enriqueta Arvelo, recatada o inmersa en el paisaje -pero es
un paisaje hecho carne, tanto como una carne hecha paisaje; en Maóa
Calcaño, precursora de la sexualidad explicitada, de la tematización de
maternidad, aborto, menstruación; en l a Ida Gramcko que desfonda los
cuentos, los mitos infantiles, haciendo brillar su turbia densidad; en al­
gún «soneto frívolo» de Luz Machado, cantando su cuerpo frente al es­
pejo del tien1po, que lo vulnera; en las Pálmene s Yarza de un poema
como «Protesta» , con una carga provocativa tan similar a la de autoras
de los 80: «Y tú, ¿qué sabes/ de mi castidad o mi lujuria/ si soy mansa
corriente, si soy recua salvaje?/ de mi gajo y su ceniza, de su mezcla/
mesiánica, satánica?/ de mi sangre caliente en odres de obsidiana?»; la
encontraríamos, finalmente, en muchas , acaso en todas las protagonistas
mayores de esta escritura, a lo largo de decenios .
Actualmente, hemos llegado a un punto en que el discurso, sin perder
nada de su rica materialidad, sigue siendo «femenino» por cierta sensibi­
lidad indiscutible, aunque difícil de caracterizar, pero sobre todo, por el
hecho de que lo producen mujeres, desde su particular -y espero que
nunca del todo intercambiable- manera de estar en el mundo. Mujeres
que hablan ya «de cualquier cosa», sin «especializaciones» temáticas,
sin «repertorios» excluyentes. Mujeres, en suma, capaces de asumir
eventualmente un hablante masculino, así como hemos visto la opera­
ción contraria en algunos escritores. No creo, no deseo que con esto se
alcance una supuestamente ideal literatura «sin sexo», más acá o más

226
allá de una sexualidad determinada, sino una literatura que pueda tener,
al contrario, todos los sexos que su autor logre inventar.
Del «Üyeme con los ojos» de la Sor Juana Inés condenada al silencio
por el poder eclesial-varonil («y ya que a ti no llega mi voz ruda,/ óyeme
sordo, pues me quejo muda») hemos pasado a este poderoso coro múlti­
ple. Pers iste, sin embargo, una queja que tiene que ver ya no con la
mudez sino con los oídos sordos, y no sólo necesariamente masculinos.
Para decirlo con palabras de la Márgara Russotto de Brasa ( 1 979) :

escribo como una mujer crece/ cerca de una ventana/ como un hombre de
lejos/ se lava los brazos/ y por las fisuras de una puerta/ se injerta un
naranjal/ como si la historia fuese la sombra/ de una liebre golpeada/ y su
pulso/ una tempestad que nadie escuchara.

22 7
FIGURAS FEMENINAS Y FEMINISMO
EN LA LITERATURA INFANTIL
Maria Elena Maggi

l!JUJER Y LITERATURA INFANTIL

TAL VEZ lo primero que puede llamar la atención a quien se interese por
el tema general de la mujer y la literatura infantil, es la gran cantidad de
material que durante las dos últimas décadas se ha escrito sobre él. Por
supuesto, en su mayor parte, encontramos artículos publicados en revis­
tas especializadas en áreas estrechamente relacionadas entre sí, como la
literatura infantil, la educación y la lectura, en los llamados países desa­
rrollados 1 ; y en una proporción mucho menor, los escritos en castellano
en publicaciones españolas como El libro español, CLIJ, Cuadernos de
Literatura Infantil y Juvenil y Cuadernos de Pedagogía, y latinoameri­
canas como Parapara de Venezuela o Piedra Libre de Argentina; tam­
bién es posible consultar ponencias presentadas en seminarios y congre­
sos, o trabajos de investigación auspiciados por organismos como la
IRA, Asociación Internacional de Lectura, o la IBBY, Organización Inter­
nacional del Libro Infantil y Juvenil.
La mayoría de estos materiales se refiere al estudio de la imagen de la
mujer en los libros para niños, tanto en los libros de textos como en los
de ficción, en los que, tal y como señalan muchos de los autores (tam­
bién en su mayoría mujeres), se suele manejar una visión estereotipada
de los sexos, al presentar a la mujer como un ser pasivo y débil y al
hombre como un ser activo y fuerte, desempeñando los roles atribuidos
tradicionalmente a unos y otros. Algunos de estos trabajos analizan las
diversas representaciones de la mujer solamente a nivel de las imágenes
o ilustraciones; señalan la poca presencia o importancia de los persona­
jes femeninos en esta literatura; reseñan libros premiados o muy exitosos

1 Puede consultarse la Bibliografía sobre estereotipos sexuales en la literatura infantil del


Banco del Li bro . En ella se registran entre las revistas más importantes The Reading Tea­
cher, Quarterly, Children ' s Literature in Education, The Lion and Unicorn (estadouni­
denses), Signa/ (inglesa), Cahiers de Litterature Generale e t Comparée y Trousse Livres
(francesas), Lurelu y Argus (canadienses) y Schedario (italiana).

229
en los que se mantienen los estereotipos; comentan la influencia «nega­
tiva» de los cuentos de hadas; estudian la obra de mujeres escritoras
(pues en general es en este campo de la literatura donde hay un mayor
número de 'creadoras) , o hablan acerca de los nuevos enfoques del pro­
blema en detenninados libros o colecciones .
Otros se refieren en cambio, al efecto de las obras en los lectores, a
las tensiones e influencias que produce la lectura de este tipo de libros
tanto en niñas como en niños, demostrable a través del análisis de en­
cuestas realizadas a los niños o de trabajos escritos por ellos; y algunos
incluso proponen la aplicación de guías de evaluación especialmente
elaboradas para ayudar a los maestros a detectar los estereotipos sexua­
les en los libros, y así poder rechazarlos o combatirlos; formularios rea­
lizados, en muchos casos, por comités especialmente conformados para
ello, como el llamado «Comité de Sexismo y Lectura» de la propia IRA.
Creo que todo esto puede dar una idea de varios aspectos del problema:
por un lado el gran desarrollo que ha llegado a tener en muchos países l a
literatura infantil y su estudio; por otro, l a vastedad y complejidad del tema
que nos ocupa, lo que me obligará a restringirme a uno de los puntos que
más ple seduce, como es el de las figuras femeninas y la imagen de la mujer
que se trasmite a través de ellas ; y por último, la influencia que, durante los
últimos años, han llegado a ejercer los diferentes grupos de presión como
las organizaciones feministas, pues es justamente a raíz de los movimien­
tos de los setenta y de la declaración del Año Internacional de la Mujer en
1 97 5 , que se inicia una visión cuestionadora de la literatura infantil en
cuanto a estos temas, se llevan a cabo gran cantidad de estudios e investi­
gaciones y se proponen nuevos modelos alternativos.
Como es sabido la literatura infantil nace de la tradición oral y de los
libros didácticos, por tanto tiene fuertes nexos con el folklore y la peda­
gogía y, actualmente, nos ofrece un amplio corpus que incluye obras que
inicialn1ente no fueron escritas para niños, pero que por razones cultura­
les, pedagógicas e incluso comerciales, han pasado a formar parte de
esta literatura, como también obras escritas específicamente para un
público infantil. Ahora bien, ¿cuáles son las figuras femeninas que a lo
largo del tiempo nos ha ofrecido esta literatura?, en principio vainos a
intentar hacer un breve recuento de los tipos de personajes femeninos,
desde sus orígenes hasta aproximadamente la mitad de este siglo, para
luego hablar de las figuras contemporáneas .

230
PRINCESAS, HADAS Y BR UJAS DE LA TRADICION ORAL

Tal y como magistralmente expone Bettina Hürlimann en su conoci­


do libro Tres siglos de literatura infantil europea2 , los cuentos de hadas
no estuvieron inicialmente dirigidos a los niños, son composiciones de
la tradición oral cuyo origen remotísimo está en el oriente medio y en
obras como Las mil y una noches; tradición narrativa que se funde con la
europea y da lugar a obras como Piacevoli molti de Giovani Francesco
Straparola y Lo cunto de li cuonti de Giambattista B asile ( 1 63 5 ,
Nápoles), donde ya aparecen versiones de «La Cenicienta» o «La bella
durmiente del bosque», historias predecesoras de los Cuentos de antaño
de Charles Perrault ( 1 697) y, en general, de los cuentos de hadas que,
tras una larga historia de recopilaciones --entre las más famosas los
Cuentos para niños y del hogar de los hermanos Jacob y Wilhem Grimm
( 1 8 1 2)-, y a veces lamentables adaptaciones, versiones y resúmenes,
han sido conocidos por los niños en todas partes del mundo.
Justamente las figuras femeninas de estos cuentos son de tres tipos :
las jóvenes princesas o doncellas, las hadas, y las brujas . Las princesas o
doncellas, protagonistas principales, suelen poseer virtudes como la bon­
dad, la belleza, la generosidad, la pureza o inocencia; víctimas de alguna
injusticia o persecución, son finalmente recompensadas por sus virtudes
y por las desdichas sufridas. Basta recordar a las más conocidas como
Blanca Nieves, la Cenicienta, la Bella Durmiente o Rapunzel.
Las hadas y las brujas tienen poderes o facultades extraordinaiias y
son las representaciones del bien y del mal. Las hadas cuyq origen está
en las Ninfas griegas, las Parcas de la tradición clásica romana y en figu­
ras de las culturas paganas célticas y germánicas, asociadas a los ritos de
la fertilidad y al más allá, tienen facultades extraordinarias, dispensan
sabidurías y riquezas, y aun cuando su figura llegó a tener una gran fuer­
za en la literatura popular, pasó a la literatura infantil dulcificada, limi­
tada la mayoría de las veces a transmitir dones a los recién nacidos3.
Las brujas se han relacionado, a su vez, con divinidades fúnebres, de
la mitología griega como las Moiras, las Erinias y Hécate; con las Nomas

2 Bettina Hürlimann. Tres siglos de literatura infantil europea, pp. 37-5 5 .


3 ver Vladimir Acosta. «Eva y María en la simbología y en la literatura cristiana medie­
val», en este mismo volumen.

23 1
escandinavas o la Laima Mate báltica, y con figuras de la literatura clá­
sica como Circe y Medea que privan al hombre de su libertad o autono­
mía. Las brujas, como las hadas, aparecen y desaparecen, pero pueden
hechizar y raptar niños. Su figura, asociada a la de la madrastra, parece
reflejar también parte del componente de misoginia de la tradición judeo
cristiana.

Así, estas tres figuras en sus múltiple� facetas se complementan y


relacionan en estas historias, caracterizadas por una definida estructura
narrativa y por la presencia de lo maravilloso y de unos motivos recu­
rrentes.
Igualmente la literatura latinoamericana de tipo tradicional, en la que
se funde la tradición europea con la indígena y la africana y que ha pasa­
do a formar parte de la literatura infantil de nuestros pueblos, nos ofrece
estas figuras criollizadas. Así, entre nosotros hay una �specie de Ceni­
cienta criolla que es conocida como «María Tolete», y que en Paraguay
se llama «María Tanimbu» (en guaraní) o «María Ceniza». La bruja o la
mujer como representación demoníaca está de alguna manera en perso­
najes como la «Sayona» y la «Llorona» , existentes en varios países de
América Latina, y en personajes similares como, la «Patetarro», la
«Madremonte» y la «Marimonda» de Colombia, o la « Voladora» de
Ecuador, mujer que vuela a partir de las doce de la noche para hacer sus
maleficios. También hay en México y otros países de Centroamérica,
figuras como la mulata de Córdoba, que es una especie de maga sin visos
de maldad o bondad. Y, tal vez, en menor proporción, encontramos en
mitos y leyendas de tradición indígena, diosas asociadas a la fertilidad y
la maternidad.

LAMUJER CRISTIANA O ED UCAR A LAS NIÑAS Y JOVENES A TRAVES


DE LOS LIBROS DIDACTICOS.

La literatura didáctica, como vocabularios, libros de lectura, «books


of courtesy» o libros de urbanidad han configurado la primera literatura
infantil en muchos países. Estas obras generalmente contenían un aparte
dedicado a la educación de las niñas, pero también existían libros desti­
nados nada más al público femenino, en los que se erigía el ideal de la
niña o mujer cristiana, se exaltaban las virtudes de la mujer y se conde-

232
naban sus defectos. Denise Escarpit4 apunta como un hecho significati­
vo que una de las primeras obras traducidas del francés por el inglés
Caxton (siglo xv), haya sido Le livre du Chevalier de La Tour Landry
( 1 372) destinado a los padres y a sus hijas.
También en Francia, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, una
autora muy conocida como Madame Genlis, lanza una ofensiva contra
los cuentos de hadas y �l eterno tema del amor y publica Les veillées du
Chateau, petit cours de mo, wle a l' usage des enfants ( 1 784 ) , y Les veillés
de la chaumiére ( 1 8 1 3) , serie de aburridas historias que tuvo numerosas
ediciones; así durante el siglo XIX se va a imponer toda una corriente
pedagógica y moralizante del cuento, reflejada también en las llamadas
«novelas para jovencitas» que, en su mayoría, constituían imitaciones
de las obras del historiador italiano Cesare Cantu, y eran casi siempre de
contenido mojigato y final feliz. Igualmente, todavía en 1 929 , se escri­
bían los libros de consejos para enseñar a vivir como Conseils a ma filie
de Nicolas Bouill.
Entre los libros didácticos, de corte eminentemente europeo, que se
publicaron en Venezuela, podemos citar Lecciones de buena crianza,
moral y mundo de Feliciano Montenegro Colón ( 1 84 1 )5 , en el que el
autor dice que: «las mugeres estan mas llenas de defectos o los propi­
cian» (sic), relaciona a la mujer con la envidia, la curiosidad y la cari­
dad, y se manifiesta en contra de la costumbre de las mujeres de leer
«libritos de amoríos» , pues ello sólo era producto de la ociosidad. Igual­
mente, otro autor venezolano, Egidio Montesinos en Consejos de un
padre a sus hijos ( 1 888), en un capítulo dedicado a su hija, expone una
serie de máximas que reflejan la moral de la época, donde dice entre
otras cosas:

más quisiera verte muerta que infamada ( . . . ) La mujer debe conservar el


pudor, aún en los instantes mismos destinados á perderlo ( . . . ) La conduc­
ta de la muj er es como un cristal, en el que la más ligera mancha no
puede pasar sin ser percibida6.

4Denise Escarpit. La literatura infantil y juvenil en Europa. Panorama históriéo, p. 1 7.


5 Feliciano Montenegro Colón. Lecciones de buena crianza, moral y mundo, pp. 34-85 .
6 «La mujer. Para el álbum de Emira teniendo a la vista su retrato», en Consejos de un
padre a sus hijos, pp. 72-76.

233
Mucho de esta visión o concepción de la mujer, impregnada de la más
férrea moral cristiana, ha pervivido en gran parte de la literatura para
niños que se ha escrito en el país, incluso hasta nuestros días; y esa figura
bastante convencional y estereotipada de la mujer pura, casta y resigna­
da, se ha visto reflejada sobre todo en la poesía, en la que se ha ensalzado
hasta la saciedad, muchas veces de la manera más cursi y retórica, a
figuras femeninas como «la madre» y «la maestra», únicos roles que
hasta hace poco parecían designársele.

JOVENES Y NIÑAS PROTAGONISTAS DE LA FICCION

Primeras aventureras

En el libro ya citado de Bettina Hürlimann en el capítulo relativo a


Robinson Crusoe de Daniel Defoe ( 1 7 1 9) y las «robinsonadas», toda una
..¡.

serie de obras narrativas que se derivaron de esa fantasía del hon1bre


solo enfrentado a la naturaleza, ella registra las primeras obras de aven­
turas protagonizadas por jóvenes y que sólo conocemos por referencia:
Emma, el Robinsonfemenino (Stuttgart, 1 837), y dos obras protagoniza­
das por jóvenes indias: Ohzjesa del doctor Charles A. Eastman (Alema­
nia, 1 9 1 2) , y Muchacha flecha, una de las muchas novelas publicadas
por Fritz Steuben, a partir de 1 930.
Posteriormente la famosa novelista inglesa Enyd Blyton, escribió en­
tre los años 40 y 50, una serie de historias de pandillas y aventuras, como
los Cinco famosos y los Siete secretos, en la que los niños actuaban de
manera muy independiente, y creó el personaje de una niña llamada
Georgina, a la que le dicen «George». Ella se enfrenta a su padre, se
burla de las otras niñas, desea que la confundan con un varón y, además,
posee su propia isla. Era una niña distinta a los demás, un personaje que
había que dotar de cierta «masculinidad» para que su conducta fuera
aceptada.

Niñas y jóvenes de la vida real

Durante el siglo XIX y como consecuencia del rechazo a los cuentos


de hadas y a la literatura del nonsense, se impone una literatura de carác-

234
ter realista. En Francia la Condesa de Segur escribe Les malheurs de
Sophie ( 1 856), la historia de una niña malcriada que miente y porfía de
la manera más natural, y en 1 857 con Les petitesfilles modéles, introdu­
ce de manera definitiva a los niños en la novela juvenil, como héroes
desobedientes que realizan acciones cotidianas. Escribe una gran canti­
dad de novelas en este estilo y con ello despierta un interés por el niño y
su psicología, uno de los temas definitivos de la literatura infantil.
Antecediendo a Dickens con su serie de novelas protagonizadas por
niños víctimas de una realidad social, Hans Christian Andersen escribe
«La fosfore rita» o «La vendedora de cerillas» . Y al mismo tiempo surge
un libro que, por tener como protagonista a una joven institutriz, se con­
virtió en una lectura para jovencitas y en un clásico de la juventud, fue
Jane Eyre de Charlotte Bronte ( 1 847).
En Suiza aparece Heidi de Johanna Spiry ( 1 880), que se hizo famosa
por narrar las experiencias de la hija de un médico rural, en el n1arco del
paisaje de los alpes suizos. Y en Norteamérica la novela Mujercitas de
Louisa M. Alcott ( 1 868), alcanza un verdadero éxito al presentar la vida
de cuatro jovencitas desde un punto de vista novedoso; tal y como señala
Rocío Vélez de Piedrahita7 , esta obra significó un cambio en la repre­
sentación de la familia, pues hasta ese momento se seguía manteniendo
el modelo clásico: «con un padre jefe representante de Dios, dueño de la
vida de hijos y esposa» y en esta novela se mostraba por primera vez a
una familia sin padre, pues sólo aparece en la escena final ; por otra parte
«lo», la protagonista, es «poco femenina» y constante1nente, debido a su
sexo, tiene que afrontar obstáculos para realizar lo que quiere.
Así siguieron surgiendo obras de este mismo estilo como Rebeca de
la granja de Kate Douglas Wiggin ( 1 903) y Pollyana de Eleanor Porter
( 1 9 1 2), en las que la naturalidad y los espontáneos sentimientos de las
niñas modifican, en alguna medida, las actitudes de los adultos. Muchas
de las cuales alcanzaron gran popularidad al ser llevadas posteriormente
al cine o a la televisión, como ocurrió con Mujercitas.
En España durante los años 30 surge una serie como Celia escrita por
Elena Fortún, en la que la protagonista es una niña de familia burguesa
española, algo pícara y contestataria que, debido a la muerte de su ma-

7Rocío Vélez de Piedrahita. Guía de literatura infantil, pp. 1 64- 1 65 .

235
dre, debe asumir la dirección de su casa y el cuidado de sus hermanas
pequeñas.
Yo ubicaría tal vez dentro de esta misma línea, de una niña protago­
nista en su medio cotidiano, aunque salvando las distancias que son
muchas, una obra que se ha convertido en un clásico entre nosotros,
como es Ana Isabel una niña decente de Antonia Palacios. Publicada por
primera vez en 1 949, narra la vida de una niña sensible e imaginativa,
pero con cierto complejo de fealdad y pobreza, en la Caracas de princi­
pios de siglo, y tiene la gran virtud de transmitir los sentimientos y en­
sueños de Ana Isabel desde que es una niña hasta que llega a la adoles­
cencia y, con ello, a la conciencia de su cuerpo y su condición de mujer.

Niñas voluntariosas y verdaderas damas en mundos fantásticos

Tal vez la más encantadora y sorprendente de las protagonistas infan­


tiles es la conocida Alicia de Las aventuras de A licia en el país de las
maravillas de Lewis Carroll. Esta obra escrita en 1 862, para una niña
que a la vez es la protagonista de la historia, y publicada en forma defi­
nitiva en 1 867, nos presenta a una niña valiente y voluntariosa, que al
perseguir a un extraño conejo blanco cae por su madriguera y hace un
viaje insólito bajo tierra, a un mundo en el que prevalecen el sinsentido
y lo maravilloso.
Haciendo la salvedad de la complejidad de una obra que se presta a
múltiples lecturas e interpretaciones, del humor adulto que a veces se
maneja en ella y de la densidad de su lenguaje, aspectos que la hacen una
lectura más bien para adultos o adolescentes avezados que para niños, es
justamente en la figura protagónica de esa niña que se hace grande y
pequeña y se enfrenta al autoritarismo de los adultos y a un mundo sin
lógica, que reside gran parte de la fascinación y el encanto de �a obra.
Hürlimann al describir al personaje dice:

. . . sigue siendo, por una parte, la niña inteligente, bien educada y valerosa
que es en la superficie de la tierra y , por otra, se habitúa tanto a su nueva
vida que se olvida de su estatura real, y despreocupadamente, sigue el
impulso de todas sus curiosidadess.

8Bettina Hürlimann. Op. cit. , p. 1 69.

236
Así, esta niña llamada Alicia, que abandona el mundo real para entrar
en un mundo en el que los animales hablan, las cosas y personas apare­
cen, desaparecen o cambian de tamaño, el lenguaje es una suerte de có­
digo secreto, y se viven las situaciones más absurdas, se convierte en una
verdadera heroína que superará todos los obstáculos.
Y tal vez de este mismo talante es otra conocida protagonista como
Pippa Mediaslargas de Astrid Lindgren. Como refiere la misma Hürli­
mann, la autora tuvo muchas dificultades para encontrar un editor, pues
esta obra, entre real y fantástica, que finalmente fue publicada en 1 944,
presentaba como protagonista a una niña tal vez excesivamente excén­
trica, independiente e irreverente para la época; pelirroja, con un vestido
muy corto hecho por ella misma, unos inmensos zapatos y dos medias
distintas :

Aquella niña de nueve años tenía más fuerza que nadie en la ciudad.
Podía detener a los policías y a su propio caballo con un solo brazo. Y
puesto que no tenía padres, el cómico personaje podía hacer en absoluto
todo lo que quisiera. Una villa propia y una caj a llena de monedas de oro
la respaldaban suficientemente ( . . . ) en lugar de ir a l a escuela, Pippa
prefería navegar en un barco hasta los mares del sur o pasear por l a
ciudad con s u mono, el Señor Nilsson, en busca d e tesoros . . 9
.

Ella encuentra tan extraordinaria la infancia que se pone de acuerdo


con sus amigos para no crecer nunca. Así, en estas dos últimas obras,
parece darse ya de una manera contundente el enfrentamiento del mun­
do del niño y el del adulto, y estas dos niñas son quienes, desde el reduc­
to de la imaginación, encaman esa lucha.
Tal vez una figura como la de Mary Poppins, dama protagonista de
una historia en cuatro tomos, publicada por la autora Pearl L. Travers en
1 935, tenga cierta relación con éstas por presentamos un mundo en el
que se funden la realidad y la fantasía. Ella es una institutriz encargada
del cuidado de cinco niños, pero aunque es algo rígida o severa, tiene
ciertos poderes mágicos, puede volar con la ayuda de su sombrilla y
hace vivir a los pequeños una serie de experiencias maravillosas. Así,

9 Jbid. , p. 1 86.

23 7
aunque la historia se enmarca en un mundo real, tiene elementos fantás­
ticos y el personaje puede considerarse una especie de «hada moderna».
Y es que los libros citados aquí ya poseen el carácter de obras «mo­
dernas», en el sentido en que lo define Escarpit al hablar del resurgi­
miento de la literatura infantil en Europa a mediados del siglo XIX:

De hecho el cuento moderno cuyo carácter maravilloso no se basaba ya


en la presencia de hadas, objetos mágicos, encuentros milagrosos o per­
s_onajes estereotipados, sino en la fantasía, el absurdo, el humor, el sueño
y aún lo fantástico; en la creación de mundos imaginarios, de no man' s
lands entre el mundo del cuento de hadas y el mundo real, había naci­
do10.

LOS MODELOS ALTERNATIVOS Y LOS EXCESOS DEL FEMINISMO

Como sabemos durante este siglo, sobre todo a raíz de la Segunda


Guerra Mundial, se dieron cambios significativos en cuanto a la situa­
ción y el papel de la mujer, en una sociedad caracterizada por un nuevo
orden económico y un desarrollo tecnológico creciente: el acceso de la
mujer a instancias de formación y a puestos de trabajo que hasta ese
momento se destinaban al hombre, la contracepción o control de la nata­
lidad, el surgimiento de una nueva moral, etc.; todo lo que se verá refle­
jado también en la literatura infantil pues, como dijimos en la introduc­
ción, a partir de la década del sesenta resurge con gran fuerza el movi­
miento feminista, que ya no se contentaba solamente con plantear el
derecho reivindicativo del voto, sino que traía a colación asuntos mucho
más complejos y profundos, entre ellos el cuestionamiento a la perpetua­
ción de los roles sexuales tradicionales, a través de los libros para niños
y la literatura infantil y, fundamentalmente, a través de los libros de imá­
genes y los cuentos de hadas. Surge entonces la inquietud, sobre todo en
autoras, ilustradoras y editoras, de producir un material que le ofreciera
otros modelos de figuras femeninas y masculinas a los niños lectores y
que constituyera una alternativa distinta.

lOf:scarpit. Op. cit. , p. 99.

238
Entre las colecciones más exitosas y conocidas está la llamada «A
favor de las niñas» dirigida por Elena Belloti, autora del libro del mismo
nombre, de incuestionable valor en la interpretación y análisis de la sub­
ordinación de la mujer en la sociedad occidental, y que. se convirtió en
una verdadera bandera de los grupos feministas. Ahora bien, los libros
que componen esta colección, escritos por Adela Turín, editados origi­
nalmente en Italia, entre los años 76 al 80, y publicados posteriormente
en español por la editorial Lumen, comprenden por lo menos tres series.
Una de ellas está formada por especies de fábulas protagonizadas por
animales , cuyas anécdotas reflejan el conflicto de los roles sexuales y de
la relación de pareja; así, en Arturo y Clementina, una tortuga que es
colmada de objetos por su compañero para compensar su reclusión case­
ra decide abandonarlo; en Rosa Caranielo, una elefanta se niega a cum­
plir con los requisitos que la convertirán en una hermosa adulta, unién­
dose a los elefantes machos , otras elefantas la imitan y al final se confun­
den unos y otros; en Una feliz catástrofe, mamá ratona salva a la familia
durante una inundación, dejando al papá ratón en el peor de los ridícu­
los; en Historias de los bonobonos con gafas, el estudio y el descanso
están reservados a los machos , por lo que las monas se van con sus hijos
a otro lugar donde se dedican al arte.
La segunda serie de títulos constituyen cuentos de hadas modernos ,
retoman su estructura y algunos de sus motivos y personajes, pero a éstos
se les adjudican otros roles; por ejemplo en La chaqueta remendada, la
muchacha que se casa con el príncipe es una carpintera; en El ovillo
mágico, la menor de tres hermanas hilanderas huye del príncipe que la
mantiene aislada en un castillo y colmada de riquezas, y en el Jardinero
astrólogo, la doncella desdeña al príncipe que desea casarse con ella. La
tercera serie de libros toca otros temas, como el de la ciencia-ficción en
Planeta Mary año 35, en el que el gran cerebro es una mujer, y el de la
Navidad en Papá Noel S.A .
Estos libros constituyeron en su momento un verdadero impacto edi­
torial, tanto por sus temas como por su atractivo, ya que eran libros muy
cuidados, de tapa dura e ilustraciones excelentes, en su mayoría realiza­
das por Nela Bosnia. Pero aun cuando en algunos de ellos se logró un
verdadero equilibrio entre texto, ilustración y mensaje subyacente, como
en La chaqueta remendada y El jardinero astrólogo (para mí los más
logrados), en la mayoría de los casos los textos eran de una escritura un

239
tanto plana o retórica, presentaban fallas en su estructura narrativa y, en
general, adolecían de lo que podríamos calificar como más objetable: el
haber caído también en la creación de estereotipos pero a la inversa, y en
la rigidez e_s quemática. Así, aunque las anécdotas de unos y otros eran
distintas, de casi todos se podía extraer una única moraleja: el logro de la
liberación de la mujer a costa de la sujeción del varón o de su total exclu­
sión del mundo femenino 1 1 . En este sentido el más terrible de todos es el
de Papá Noel S.A . , en el que se pretende, por un lado, cuestionar el
carácter consumista de la celebración navideña y, por el otro, denunciar
la opresión masculina; entonces se presenta a San Nicolás como Nicolás
Noelini, un hombre flojo, sinvergüenza, jugador y aprovechador, que
llega a un pueblo y se casa con una muchacha hacendosa, dócil y hermo­
sa, quien junto a otras mujeres es la que construye los juguetes, mientras
el marido se dedica a comercializarlos y beberse el dinero. De esta ma­
nera se llega a crear un lamentable panfleto, en el que se plantea el pro­
blema de manera pob��' esquemática y maniquea: los hombres son ma­
los, las mujeres somos buenas, y tenemos que ser enemigos; transmitién­
dose intencionalmente, y por tanto con mayor fuerza, prejuicios y este­
reotipos.
En Francia, también por esa misma época, surgió la colección «La
sonrisa que muerde», escrita por Christian Bruel y Arme Bozellec y en la
que se abordaba el problema a través de niños protagonistas. En Clara,
la niña que tenía sombra de chico, una niña inquieta es constantemente
reprendida por sus padres y acusada de «muchachote», por su comporta­
miento poco femenino; su malestar se manifiesta entonces, al ver refle­
jada en su sombra la figura de un muchacho. Esto la llega a atormentar
de tal manera que se va a un parque a esconderse bajo tierra; allí encuen­
tra a su vez a un niño al que los mayores reprenden «porque llora como
una niña», pasan la noche juntos y conversan sobre «lo que dicen los
mayores que deben ser los niños y las niñas», desde ese momento Clara
es Clara y está convencida de que «Uno tiene derecho a ser como es, uno
tiene derecho a ser lo que quiere ser».
En Un panqueque para el indio Jerónimo el protagonista es un niño

1 1 Esto fue señalado entre nosotros y en su momento, por Leoncio Barrios y Regina Zegers
en su artículo «A favor de las niñas ¿qué?». Parapara Nº 2, pp. 1 3-25 .

240
de unos seis años que vive con sus padres y hermanos, la madre que
trabaja en una fábrica se queda varios días allí por causa de una huelga,
así que él debe almorzar cada día en casa de una de las vecinas ; una de
ellas tiene una cocina altamente tecnificada y aséptica, la otra funciona
de manera totalmente artesanal , primaria, y en el proceso de elaboración
de la comida participa toda la familia. Esta anécdota permite plantear
una serie de aspectos de las relaciones en el núcleo familiar: la depen­
dencia que se establece entre sus miembros a través de la comida, el
poder que las mujeres ejercen, y la consideración de que la cocina (tanto
en el sentido de trabajo-actividad, como en el de recinto-espacio) cons­
tituye una barrera entre los sexos. Finalmente el niño aprende a cocinar,
la huelga termina, pero aunque su madre tiene más tiempo libre, no lo
comparte con él, sino que se dedica a aprender yoga y violoncelo.
Aun cuando veo en esta colección cierto valor y encanto, pues sus
ilustraciones son excelentes, y tal vez es menos esquemática que la ante­
rior, no deja de parecerme que refleja mucho de la neurosis adulta sobre
estos temas (incluso en el primero se alude al famoso y discutido «com­
plejo de castración» o «envidia del pene», pues la niña piensa que es «un
muchacho incompleto») y que, por tanto, no llegan a ser libros atractivos
y significativos para los niños. Constituyen más bien una especie de lite­
ratura de «tesis», para ser «utilizada» en las escuelas o en las bibliotecas
el día que toque hablar del tema del sexismo y que, probablemente, sirve
para remover en algo los esquemas, prejuicios y sentimientos de culpa
de los adultos .
Lo que s í es cierto es que en. el área de la literatura infantil se comen­
zó a poner de moda el tema de la identidad y los roles sexuales, y que en
los países con una gran producción editorial ya se ha explotado bastante,
puesto que también hay razones comerciales para ello. Así, por oponerse
a la inevitable dedicación de las niñas al ballet o a la equitación y a una
visión excesivamente idealizada de la familia, ahora es casi un imperati­
vo la presencia de niñas que juegan fútbol, de muchachos que tejen, o de
madres profesionales y divorciadas; a estos excesos se refería irónica­
mente la escritora sueca Astrid Lindgren, cuando al dirigirse a los intere­
sados en escribir para niños decía:

Toma una mamá divorciada (a poder ser fontanera de profesión, aunque


también sirve una licenciada en física nuclear; lo importante es que no

24 1
cosa y que no sea «cariñosa»), mezcla esa mamá con dos potes de agua
sucia y un poco de contaminación atmosférica, añade dos partes de ham­
bre universal y otras dos de tiranía paterna o terrorismo de profesores,
remuévelo todo bien con v arias cucharadas soperas de disminución
sexual y, por fin, añade abundante cohabitación y toxicomanía. Verás
"

cómo consigues un estofado la mar de sabroso y picante . . 1 2


.

LOS VARIADOS MATICES DE LA ACTUAL LITERATURA INFANTIL

De alguna manera hoy en día, coexisten una literatura infantil y juve­


nil de muy mala calidad, en la que por supuesto se transmiten prejuicios
y estereotipos, pero cuyo mayor defecto es el mal gusto, la escasa cali­
dad literaria y un didactismo y moralismo ya superados, junto a toda una
literatura infantil desarrollada e interesante que es a la que nos referire­
mos aquí.
Apartándonos de estos excesos que se dieron a partir de los años se­
tenta, la literatura infantil actual presenta muchos matices y una gran
riqueza en cuanto a la representación de la figura femenina; en general,
se retoman los modelos citados en la primera parte de este trabajo: prin­
cesas, hadas, brujas y niñas y jóvenes en su vida cotidiana, o viviendo
aventuras en mundos reales o fantásticos, pero trabajadas con una nueva
óptica o desde nuevas perspectivas; y con respecto al «feminismo» lle­
vado a los libros para niños, podemos decir que en general las propuestas
son más sutiles e inteligentes y, por tanto, más acertadas.
En relación a figuras tradicionales como las princesas, hadas y brujas,
se siguen editando los famosos cuentos de hadas, pero ahora en una ma­
yor proporción en versiones completas que respetan los textos originales
de grandes recopiladores como los Hermanos Grimm o Ludwing Bechs­
tein, o de escritores como Perrault y Andersen, lo cual es muy importan­
te, pero también hay toda una corriente de autores que trabaja en función
de las inversiones de los cuentos de hadas, en la línea del humor. Entre
una gran cantidad de ejemplos, podríamos citar uno de los más logrados
como Cuentos en versos para niños perversos de Roal Dahl, allí el autor
recrea seis conocidos cuentos, modifica los episodios y roles de los per-

1 2Astrid Lindgren. El mundo perdido, p. 76.

242
sonajes con la finalidad de causar hilaridad y de ironizar acerca de las
versiones moralistas que se han hecho de ellos, y a su vez realiza una
actuali zación de los mismos al insertar elementos de la vida moderna.
Así, la Cenicienta es una joven caprichosa y superficial que baila rock y
música disco con el príncipe, Blancanieves hace auto-stop en la carrete­
ra, Rizos de oro es una delincuente juvenil y Caperucita, llamada tam­
bién «la chica del corsé», se hace un abrigo con la piel del lobo y un
maletín de mano con la piel de uno de los cochinitos. Igualmente podría­
mos citar un libro como Lo malo de mamá de B abette Colín, en el que la
mamá del niño protagonista es realmente una señora muy extraña y dife­
rente a las demás, lleva a su hijo al colegio en una escoba voladora y
tiene extraordinarios poderes que la hacen muy atractiva para los demás
niños.
Estos libros que constituyen una parodia a los tradicionales cuentos
de hadas, a través de un humor muy contemporáneo y que son de muy
agradable lectura para los niños de hoy, nos presentan doncellas rebeldes
o brujas encantadoras; sin embargo, tal vez hay en ellos una cierta
banaliza-ción de los temas y personajes, que sin duda no llegan a alcan­
zar en estas historias la fuerza y la belleza, y por tanto la perdurabilidad,
de los mejores cuentos de hadas.
En este sentido uno de los libros más hermosos que he leído en los últi­
mos tiempos y que, sin duda, tiene un origen medieval y mucho que ver
con el tema, es la versión de Susan Hasting de un cuento de la tradición
oral : Sir Gawain y la abominable dama, en la que el rey Arturo para poder
salvar su vida debe contestar al enigma de «¿Cuál es el mayor deseo de las
mujeres?»; por más que consulta no da con la respuesta, que sólo le es
revelada por una bruja del bosque de aspecto horroroso, quien le exige a
cambio casarse con uno de sus caballeros. Sir Gawain se sacrifica por leal­
tad al Rey, pero después de realizadas las bodas, descubre que la mujer
abominable es en realidad una hermosa doncella víctima de un hechizo, y
que para romperlo debe responder, a su vez, correctamente a otra pregun­
ta: si él desea que sea bella de noche y horrible de día o lo contrario; lo
intenta en dos oportunidades, pero finalmente reconoce su incapacidad
para hacerlo y deja la decisión a su mujer, a lo que ésta dice:

. . . es la respuesta acertada a mi pregunta. Me habéis concedido lo que


desean todas las mujeres : salirse con la suya. Y ahora el hechizo está

243
roto. No volveréis a ver aquella bruja repugnante nunca más. Soy real­
mente yo misma. Y seré tuya para siempre.

Todo esto lo encuentro sumainente alegórico a la relación de sujeción


....

de la mujer al hombre en el matrimonio y en la constitución de la pareja;


así, este cuento de hadas publicado actualmente en una edición profusa­
mente ilustrada, concluye sabiamente, tal y como aspiraría cualquier fe-
,

minista del momento; sólo la libertad y el derecho de la mujer a elaborar


su propia imagen, permitirá la plenitud de la relación amorosa.
Pero en realidad aunque los cuentos de hadas sobrevivan y se revita­
licen, una de las corrientes que se ha impuesto con más fuerza en la narra­
tiva, es el «realismo». Son usuales entonces las historias protagonizadas
por niñas y jóvenes, que abordan temas de la vida cotidiana, las relaciones
humanas, la identidad sexual o el llamado «crecimiento personal», que
incluso presentan situaciones que hasta hace poco eran considerados
tabúes, como las primeras relaciones sexuales, la homosexualidad, el
aborto, las drogas o el suicidio. Y aunque muchas veces se ha caído en el
sensacionalismo y el exceso (recientemente hemos visto en el catálogo de
Women' Press, un libro llamado Las mamás de Asha, que intenta explicar
a niños a partir de los cuatro años( ! ) lo que es el lesbianismo), también se
han escrito gran cantidad de obras hermosas y convincentes, que respon­
den a los intereses e inquietudes de niños y jóvenes.
Christine N ostlinger, conocida escritora austríaca, ganadora del pre­
mio Hans Christian Andersen de literatura infantil, cuenta entre sus libros
con títulos como Un marido para mamá, en el que una niña debe enfren­
tar la separación de sus padres; su madre, ella y su hermana, se mudan a
casa de la abuela, pero la niña no termina de acostumbrarse y decide que
lo mejor es encontrar un pretendíente para su madre divorciada; así, des­
de la mirada de la niña, descubrimos sus contradictorios sentimientos
ante esta delicada situación, en una obra escrita con humor y desenfado.
En este sentido me gustaría mencionar un libro, en este caso , protagoni­
zado por un niño, que trata de manera muy refrescante y hermosa el pro­
blema de los estereotipos y los roles sexuales, es Oliver Button no es un
nena del ilustrador norteamericano Tomie de Paola, en el que un niño
tiene conflictos con sus padres y compañeros de escuela porque le gusta
pintar y bailar, finalmente gana un concurso de baile en el colegio, y sus
padres y amigos lo aceptan como lo que es: un gran bailarín.

244
Como dijimos hay novelas en las que se aborda el problema de las
relaciones conflictivas de las adolescentes, como Chocolate amargo de
Mirjan Pressler, en el que una joven cree que nadie la quiere por su
gordura, o Sheila la magnifica de Judy Blume, una joven insegura y
temerosa que durante unas vacaciones vive experiencias que la ayudan a
madurar. También hay novelas de corte histórico o testimonial como En
la batalla de Inglaterra de Judith Kerr, la vida de una adolescente ale­
mana-judía, refugiada en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial,
que inevitablemente nos remite a obras como El diario de Ana Frank, e
incluso sobre el mismo tema hay un hermoso y conmovedor libro ilus­
trado por Roberto Inoccenti : Rosa Blanca, en el que una niña alemana
ayuda a los niños judíos de un campo de concentración y finalmente
muere.
Las novelas de aventuras protagonizadas por niñas y jóvenes han to­
mado mayor fuerza. Ya son muy conocidas las de Scott O ' Dell: La isla
de los delfines azules, y su continuación Zía, protagonizadas respectiva­
rnente por Karana, una joven que logra sobrevivir en una isla, y por su
sobrina. En la misma línea están Julie y los lobos, una niña esquimal que
vive en la tundra gracias a los lobos, o El graznido de cuervo, protagoni­
zado por la pequeña Mondy; ambos relatos de Jean Craighead George,
plantean de manera significativa una vuelta a la naturaleza. Un caso muy
especial es Atalanta en la Grecia de los dioses de Gianni Rodari ; justa­
mente por haber nacido mujer, esta figura asociada con Diana Cazadora
es abandonada en el bosque a merced de las fieras, una osa la cría y
luego regresa al mundo de los héroes y dioses de la mitología griega; una
manera muy original de Rodari de reivindicar la figura femenina, a tra­
vés de este personaje que erige como un símbolo de la injusticia.
En la línea de antiguas protagoni stas como Alicia o Pippa Medias­
largas , podríamos mencionar a Momo, protagonista de la novela de
Michel Ende que ha sido llevada al cine. Una niña muy singular, tam­
bién algo excéntrica, valiente y decidida, debe enfrentarse a los «ho1n­
bres grises» quienes quieren robarle el tiempo a ella y a sus amigos;
Momo representa la necesidad de espiritualidad, magia y fantasía en el
conmo-cionado mundo de hoy. Me parecen también un maravilloso lo­
gro las obras de Angela Sommer-Bodenburg, quien ha creado la serie
divertida y hermosa del pequeño vampiro (El pequeño vampiro, . . . se
cambia de casa, . . . en peligro, . . .y los visitantes, . .y el gran amor) que ha
.

245
alcanzado éxito mundial. En ella un niño llamado Anton, a quien le gus­
tan las historias emocionantes y de terror, hace amistad con Rudiger, un
pequeño vampiro, y conoce a toda su familia que vive bajo una lápida en
el cementerio y, justamente, una de las figuras más encantadoras de la
serie es la de la hermana del pequeño vampiro a quien llaman «Anna, la
desdentada», porque todavía toma leche y no le han salido los dientes de
vampiro. Casi al final del primer libro la autora nos presenta una situa­
ción muy graciosa: los padres de Anton acaban de conocer a los dos
pequeños vampiros, creyendo que son niños disfrazados, entonces se da
un particular diálogo entre el padre de Anton y Anna:

-¿Y siempre vais juntos de carnaval , tu hermano y tú?


-Sí. Lo hacemos casi todo juntos.
-¿Y no os peleáis nunca?
--Sí -<lijo Anna-; en algunas cosas tiene unas opiniones bastante an-
ticuadas.
-Ah, ¿sí? ¿Y en qué cosas"!
-Ah, en todas las que se refieren a chicas. Afirma que los chicos son
más valientes que las chicas.
-¿Y no lo son? -preguntó el padre.
-¿Cómo dice? -siseó Anna-. ¿Acaso u sted también es uno de ésos?
Su rostro se había puesto rojo de indignación.
-Bueno -se defendió el padre-, debes admitir que la mayoría de las
chicas prefieren llevar bonitos vestidos a trepar los árboles y ensuciarse.
-Qué -exclamó Anna-. ¡ Eso no es verdad! ¿Por qué llevan las chicas
bonita ropa? ¡ Porque sus madres se la han puesto ! ¿Y por qué no trepan
los árboles? ¡ Porque les prohíben mancharse la ropa !
-Cierto-- asintió la madre.
-Pero los juguetes . . . -<lijo el padre-. ¡ Los chicos juegan con coches
y las chicas con muñecas !
- ¡ Me parece que mi ataúd no cierra bien ! 1 3 -exclamó desarmada
Anna-. Usted no tiene ni idea.
-¿Qué dices tú Anton?
-Encuentro estúpidas a las chicas que siempre se ríen y se dejan caer
enseguida al suelo cuando juegan a la pelota.
-Y yo encuentro estúpidos a los chicos que dicen siempre que las chicas
no pueden jugar al fútbol -declaró Anna.

1 3 Expresión que usan los vampiros cuando están muy molestos.

246
-¿Tu hernian o es uno de ésos? -preguntó la madre.
Anna asintió.

La autora arma este diálogo de una manera muy sutil, como quien no
quiere la cosa, pues hasta ahora el relato, más bien de un carácter fantás­
tico y humorístico, no ha enfocad o para nada esta temática centrándose
en las aventuras de Anton con los vampiros y las estratagemas para no
ser descubierto por sus padres . Después de estas palabras, la conversa­
ción y la anécdota se van por otros derroteíos, pero en este diálogo, sin
duda, está resumida de una ingeniosa manera la tesis del condiciona­
miento social de la mujer, en boca de una niña que se expresa con gran
libertad, tal y como lo hacen muchas de las precoces y contestatarias
niñas de hoy. Una niña que no deja de peinarse cuidadosamente y poner­
se el perfume «Muftí elegante» (que huele a moho, polvo de polilla y
aire de ataúd) para conquistar a Anton, porque está enamorada de él, y
que además le encantan las historias de amor de vampiros con finales
felices .
En América Latina, específicamente en Brasil, país en donde la lite­
ratura infantil ha alcanzado un gran desarrollo, es necesario mencionar a
escritoras como Ligia Bojunga Nunes , con obras como La cuerda floja,
también una historia entre .fantástica y real que trata de la adaptación de
una niña huérfana a su nueva vida, ayudada por una mujer barbuda y un
tragafuegos; y a Marina Colassanti, tal vez la más interesante en este
aspecto, pues bajo la forma de un típico cuento de hadas, puede crear
historias hermosas, y a la vez empecinadamente feministas, como «La
moza tejedora», incluida en su l ibro Doce reyes y la moza en el laberinto
del viento.
Tal vez, por el escaso desarrollo que ha tenido entre nosotros la litera­
tura infantil, es muy reciente y tímid� una búsqueda en este sentido de
crear personajes o figuras femeninas atractivas y distintas. Creemos que
el impulso de Ediciones Ekaré ha sido significativo con libros como
Margarita de Rubén Darío, sencillamente por la manera de editar este
poema, con unas ilustraciones que representan a una niña valiente que
sale a «realizar sus sueños», tal y como dice la dedicatoria, y también
con otros aportes a nivel de la ilustración, aun cuando el punto específi­
co de la representación de la mujer a través de la imagen no sea e] tema
de nuestro artículo. En este sentido el trabajo de ilustración de Monika

24 7
Doppert ha sido fundamental para romper con algunos estereotipos en el
país, basta ver la autenticidad y fuerza de las mujeres y niñas del barrio
San José de Petare representadas en La calle es libre, o las hermosas y
peculiares mujeres guajiras del libro Ni era vaca, ni era caballo para
convencerse de ello. También han publicado varios libros protagoniza­
dos por niñas --en su mayoría traducciones- pero fundamentalmente
nos interesa referimos al publicado recientemente del autor puertorri­
queño Femando Picó: La peineta colorada. Es una hem1osa historia que
se desarrolla en Río Piedras, Puerto Rico, durante la época de la esclavi­
tud y en el que los personajes principales son tres mujeres: una niña
llamada Vitita, la «Siña» o señora Rosa, y una esclava huida de una plan­
tación, a la que las dos primeras protegen; con su complicidad, la niña y
la anciana burlan una ley injusta, desafían el poder y autoridad represen­
tados en el moreno Pedro Calderón, y logran la libertad de la cimarrona;
así esta historia, sin ser pretendidamente «feminista», asigna a las muje­
res el papel protagónico y activo, y lo que es más importante, refleja un
proceso histórico particular de nuestros países y de la situación de nues­
tras mujeres.
Probablemente también sea significativo, que algunas de las autoras
que están incursionando en estos momentos en la literatura infantil,
como son Laura Antillano con ¿Cenan los tigres la noche de Navidad? y
Mireya Tabuas con Gato encerrado, presenten niños protagonistas que
se desenvuelven en cuadros familiares diferentes, niños que viven con
madres solas o divorciadas, aspecto que curiosamente es muy criticado,
en un país en el que casi 22% de las familias tiene estas características.

UN BALANCE Y FINAL CON B UENA LITERATURA

Tal y como hemos visto, durante los años 70, las feministas cayeron
en la ortodoxia y se alinearon con pedagogos y moralistas de finales del
siglo XVIII y del XIX, para condenar los cuentos de hadas, pero si aquellos
los condenaban por inmorales y anticristianos, o porque causaban un
daño psicológico irreparable en el niño, al mostrarles un mundo irreal en
el que aparecían elementos de crueldad y terror, éstas alegaron, en líneas
generales, que este tipo de cuento transmitía una idea de la n1ujer como
un ser pasivo, incapaz de resolver conflictos por sí mismo, cuyas cuali-

248
dades fundamentales eran la belleza y la habilidad para la vida domésti­
ca, y cuyas únicas aspiraciones eran el matrimonio y la riqueza.
Pero lo primero que nos tendríamos que preguntar es a cuáles cuentos ..
de hadas condenaban los grupos feministas; si se trataba de los famosos
resúmenes o versiones que alteraban la estructura, las situaciones y el
sentido de estos cuentos , y que sólo dejaban esa imagen de la mujer, lo
podríamos justificar, pero tratándose del gran acervo universal de los
cuentos de hadas, lo alegado parecía provenir más bien de una interpre­
tación muy elemental y pobre de estas historias , pues el verdadero
corpus de estos cuentos es realmente rico y abundante, y su valor litera­
rio, psicológico y simbólico irrefutable. Por un lado habría que conside­
rar su carácter de obra literaria y su valor desde el punto de vista del arte
narrativo, tal y como dice Nicolás Tucker: «la reducción final de una
historia a un patrón narrativo que ha demostrado ser popular con genera­
ciones de oyentes» 1 4, y que comprende la implicación de largos períodos
de tiempo, explicaciones casuales más que causales , la enumeración de
sucesos, la utilización de trozos regulares de repetición, la anticipación
del héroe, la presencia de un mundo atractivo por exótico y de hechos
fantásticos y por tanto fascinantes, y de otros recursos como las tramas,
motivos y detalles, que lo hacen tan característicos. Por otro lado, los
estudios del psicoanálisis, desde Freud y Jung hasta Bruno B ettelheim y
Melanie Klein (aún considerando las diferencias entre ellos y las excén­
tricas teorías que han manejado muchos psicoanalistas), han demostrado
el carácter compensatorio de la literatura y la existencia de fantasías \

semej antes en todos los seres humanos, quienes encontramos en estas


historias cargadas de simbolismo y de figuras arquetípicas milenarias,
más que un mero entretenimiento, una compensación a nuestros miedos
y temores, ansiedades y deseos, por lo que Bruno Bettelheim los califi­
caba de «una inapreciable fuente de placer estético y sustento emocional
y moral» I 5 . Por últirno, a estos estudios se sumaron los de la psicología

14En toda esta discusión acerca de los cuentos de h adas y del feminismo sigo muy de
cerca todo lo expuesto por Nicolás Tucker en su libro El niño y el libro, sobre todo en los
apartes 111 y VII, dedicados a este tipo de cuentos y los problemas de la censura.
5
l citado por Tucker, p. 1 74, pero puede revisarse su extraordinario y ya clásico libro
Psicoanálisis de los cuentos de hadas.

24 9
evolutiva (Jean Piaget y otros), para demostrar igualmente que la magia
presente en estas historias, el animismo y la existencia de un orden mo­
ral, tienen que ver con la forma como los niños entienden los aconteci­
mientos del mundo externo, por lo que los aceptan de manera más natu­
ral que un adulto, e incluso las necesitan tanto o más que él.
Pero además de todo esto, así como García Márquez dice que cuando
leía la Metamoifosis de Kafka, nunca dudó de que Gregorio Samsa fuera
un gran insecto y que lo único que lo inquietaba era saber qué tipo de
insecto era 1 6, en realidad nunca he percibido a las protagonistas de los
cuentos de hadas como seres pasivos y dóciles , salvo en el único caso en
que esto se cumple literalmente como es el de la Bella Durmiente. Mi
visión es más bien cercana a la de Bettina Hürlimann que dice encontrar
en ellas «valor y un saludable sentido común» 1 7, y de verdad creo que
las protagonistas de estos cuentos no son tan pasivas como suele creerse,
basta con detenerse en cuentos como « Hansel y Gretel», donde la niña es
realmente la heroína que da muerte a la malvada bruj a o en «Rapunzel»
quien la desafía; «La maceta de albahaca», en la que una pícara mucha­
cha logra engañar al rey tres veces y finalmente llevárselo a su casa; «El
príncice cangrejo», recopilado por Italo Calvino, en el que sólo una her­
mosa muchacha dispuesta a morir por su amor puede salvar al príncipe
del encantamiento; «La dama y el león», o «Los siete cuervos>> en los
que las doncellas, a costa de tenacidad y heroísmo, son las que logran
ro1nper el encanto, y tal vez muchos otros en los que las protagonistas
encaman la acción e incluso transgreden el orden, se enfrentan al rey, al
poder, al orden masculino, y lo desafían. Como ellas, las otras figuras
femeninas de estos cuentos: las brujas y madrastras malvadas, o las figu­
ras bienhechoras o protectoras co1no las hadas (todavía menos pasivas),
existen en todas las culturas y forman parte del imaginario común de la
humanidad.
Así, aunque fue en gran parte gracias a la acción de las feministas
que, a partir de los setenta, en muchos países, se dio un viraje importante
en la representación de la mujer a nivel de la imagen, y una n1ayor aper­
tura a nuevos planteamientos en la literatura para niños, también es de

1 6Gabriel García Márquez en «La poesía al alcance de todos», en A ntología de lecturas


amenas, pp. 1 5- 1 7.
1 7 H ur
· · 1·1mann. Op. clf. , p. 46 .
.

250
señalar que 1nuchos grupos feministas cayeron en la ortodoxia y el error
de crear nlecanismos de censura (con guías y con1ités de evaluación), sin
tomar en consideración que, en primer lugar, las conductas sexistas no
sólo se transmiten a través de los libros, o que el comportamiento no es
una respuesta mecánica e inmediata a la lectura, y en segundo lugar, que
la censura de ciertas lecturas y la imposición de otras, subestina muchas
veces la capacidad de los lectores de discernir y escoger modelos de
conducta; pero tal y como dice Tucker, tal vez su inayor equívoco fue
confundir el arte literario con «lecciones de civismo» pues :

. . . s i se publica un libro que sin imaginación pone en evidencia, por ejem­


plo, clichés que tienen que ver con los estereotipos sexuales extremos,
en tonces --juzgado con criterios críticos muy normales- probablemen­
te será, de todos modos, una obra sosa y mal escrita.
Sin embargo, cuando un escritor produce un libro de mérito artístico
o literario para los niños, pero que también casualmente puede transmitir
una imagen de la sociedad que puede desagradar a algunos miembros de
un grupo de presi ón, con seguridad se debe conceder al autor su derecho
de pintar a la sociedad de su manera particularI8.

Por eso es que la literatura para niños que vemos como más válida
(independientemente de que la figura femenina sea protagónica o no,
sea «pasiva» o «activa») , es aquella donde el énfasis está en lo estético,
en la creación de la belleza, con todos los alcances y significados que
esto implica; libros en los que predomine la imaginación y el humor, de
cuya lectura siempre, cualquier lector, niña o niño, saldrá fortalecido
para «realizar sus sueños» , o lo que es lo mismo, para enfrentar la vida y
los retos que ella le presenta, entre ellos las relaciones afectivas y los
roles sociales.
Debido a su caracterización y fuerza, muchas de estas figuras femeni­
nas, de esta s niñas y mujeres que hemos citado aquí, han ejercido un
hechizo poderoso y definitivo sobre miles de lectores modificando, en
cierta medida, su percepción de la mujer y de lo femenino. Y sin duda,
por todo aquello del proceso de «identificación» que se da entre el lector
y el personaje literario a través de la lectura, estas figuras han contribui-

1 8Tucker. Op. cit. , p. 1 74.

251
do a formar la sensibilidad de millones de niñas y mujeres lectoras, e
influido en la construcción del mito personal de cada una de ellas. Y si
para muchas de nosotras, fueron «Rapunzel», «Alicia», «Jo» la de Mu­
jercitas o «Ana Isabel», figuras significativas y estimulantes; para los
niños y niñas de hoy, seguramente lo serán «la dama abominable», la
pequeña «Vitita» o esa niña vampiro «Anna, la desdentada». Protagonis­
tas de obras que, sin ser pretendidamente feministas sino excelente lite­
ratura, crean un espacio riquísimo y nuevo de asociación de dos expe­
riencias: la experiencia de la imaginación y la experiencia femenina,
llevadas al terreno de la literatura que se hace actualmente para niños y
Jovenes.
. /

252
BIBLIOGRAFIA

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Vélez de Piedrahita, Rocío: Guía de literatura infantil. Colombia, Gru­
po Editorial Norma, 1 99 1 .

254
LA MUJER EN LA MUSICA POPULAR DEL CARIBE :
Auge, decadencia y revitalización de un proceso histórico
Lyl Rodríguez

HABRÍA que partir del título del trabajo, La mujer en la música popular
del Caribe: A uge, decadencia y revitalización de un proceso histórico,
para explicar algunos detalles .
En primer lugar hay que aclarar que se trata, en este caso, de la mujer
en tanto que sujeto, y no objeto de la canción; es decir, de su participa­
ción activa como intérprete dentro de la cancionística caribeña.
La mujer en tanto que musa inspiradora amerita un trabajo aparte. De
igual forma la mujer como compositora originaría otras reflexiones. Es
uno de mis fervientes deseos poder completar próximamente esta trilo­
gía. Por los momentos he optado por analizar la trayectoria de la mujer
intérprete porque contiene elementos objetivos y comprobables que a la
postre permiten un balance «visualizable» de la participación femenina
en el movimiento musical popular del Caribe.
Hago hincapié en el término «Caribe» para escapar, por esta vez, al
entorno general que implica el término «Latino» y/o «Latinoamerica­
no>>. Ellos nos harían más compleja esta exposición al entrar en juego
factores distintos, tanto en lo geográfico, como en lo étnico y en lo his­
tórico, al que nos ocupa. Esto no quiere decir, en ningún momento, que
hagamos abstracción de esos elementos a la hora de nuestqls reflexio­
nes y estudios, pero se trata de intentar ser específicos en cuanto a la
delimitación de un tema tan amplio y complejo como la humanidad
misma.
Por último, quisiera llamar la atención acerca del caso cubano luego
de 1 959, a los fines de este trabajo, toda vez que es totalmente distinto al
del resto de los países del área. Las razones son sencillas . . . y obvias .

A UGE

Epoca de machismos, esa en que la mujer debía quedar en casa por­


que su «macho» marchaba a la guerra a defender lo indefendible. La

255
patria americana seguía siendo un sueño, pero tras los sueños marchaban
millares de resignaciones, que no de voluntades.
Ellas, las mujeres, quedaban para llorar la ausencia y para mantener,
en medio de cualquier dificultad, la imagen sacrosanta del hogar. Co­
menzó así una historia de desvelos que tuvo un ápice de luz cuando ellas,
las mujeres, descubrieron que podían expresarse a través de otros (el
miedo era el «punto y raya» que alguna vez nombró Nazoa) o, más sen­
cillo, que otros sabían que ellas querían expresarse y trabajaron en ello .
Es la época dorada de Agustín Lara, de Rafael Hemández, de Pedro
Flores. Es la época dorada en que muchas abandonaron las convenciones
y los discursos silenciosos para, mediante el cabaret y la radio, dejar
sentada su señal de inconformidad.
La mujer entraba así, por la única puerta abierta que tenía, al mundo
de la canción popular, y esa canción, sin mensaje social aparente, horadó
más las bases del sistema que las mismas armas que portaban sus mari­
dos.
Era sencillo el planteamiento, ahora que lo miramos a distancia. Con
clases bien marcadas, bien establecidas, con castas inclusive, donde el
hombre era el dios y el hogar el altar, la mujer era la feligresía del asun­
to, y nada podía decirse o hacerse que echara a perder ese estereotipo.
La mujer, la mujer del pudiente era una dama, una señora de salones
y regalos, y de canastas en juego para buscar algún dinero de beneficen­
cia. Las otras, las más, las que padecían la falta del pan para los hijos o
carecían del lecho compartido con el hombre amado, ésas no eran da­
mas : eran cualquier cosa.
No contaba la historia en ese entonces (y ubiquemos el cuadro en la
década de los cuarenta) que esas «cualquier cosa» escondían talento y
amargura, y que por alguna parte drenaría la herida social infligida a sus
condiciones. Y en esa unión que nunca ha desaparecido a pesar de los pe­
sares y de las intenciones, mujeres y hombres, con el arte de la música
como arma, emplearon sus fuerzas en desmantelar el tinglado de falsía que
rondaba a sus pueblos. Lo hicieron con lo que tenían a la mano: una can­
ción que no encerraba expresamente la idea del derrumbe de lo podrido,
pero que tácitamente hablaba del bodrio del que había que deshacerse.
Eran las cabareteras de entonces las guardianas de la conciencia. ¡ Qué
ironía ! Cantaban al amante, al hombre que marchaba fuera del hogar,
cantaban a ese hogar deshecho y también a la doble personalidad del

256
gobernante. Hacían escándalos con sus vidas y ocupaban las páginas de I

farándula y chismes porque no podían ocupar las de sucesos y guerras.


Ellas, esas cantantes de cabaret y media luz, esgrimieron su único rifle
posible, y bien sabe la historia que no fue en vano.
Los encopetados se sintieron agredidos� ya anteriormente en otros
lares lo habían sentido cuando el tango irrumpió con fuerza de huracán
en los encumbrados salones. Ahora, en el Caribe lo sentían esos hombres
que, guardando la imagen de respetables, acudían al cabaret a drenar las
penas que el dinero no tapa.
Se sintieron agredidas las familias honorables que sabían (y cómo lo
sabían) que detrás de cada canto de mujer estaba la verdad de la mentira,
y protestaron. Claro que protestaron. Con una de las protestas posibles
para las clases dominantes: comprar todo para silenciarlo.
No pudieron. El arma de la canción del cabaret ya había traspasado
los umbrales del alcohol y había llegado a la conciencia de muchos que
supieron captar el mensaje.
Algunos puristas (esos que se ubican exactamente al otro lado de las
concepciones justas en un momento hist ,rico determinado) pegaron el
grito en el cielo. Que si mujeres de mal'1· ,rida. Que si mensajes que no
hablaban de balas y fusiles. Necios. Cada momento entraña su mensaje
cifrado y cada segmento de la historia tiene su clave para el futuro.
El machismo sirvió como arma para las clases dominantes, y las can­
ciones del cabaret, las canciones de las rockolas sirvieron a los desposeí­
dos para cantar, por lo menos, penas que encerraban en su fondo el aire
de opresión en que vivían.
Allí está, como el más nítido de los ejemplos el mensaje de Toña La
Negra, la que se murió de ternura y no tuvo más de cincuenta personas
en su entierro, cuando se debía suponer en pleno 1 983 que muchos recor­
darían la historia reciente y reconocerían sus méritos, los méritos de una
vida dedicada a la canción y la denuncia sutil.
Ella, María Antonieta del Carmen Peregrino, ayudante de Juan Arvizu
cuando éste creó la primera emisora popular mexicana, y cómplice de
Agustín Lara cuando el «Flaco de Oro» espiaba a los ostentosos (usual­
mente reaccionarios) para pasar 11:1 ego los secretos a Pancho Villa, ella,
Toña, la que se murió de ternura, es el ejemplo más diáfano de esa etapa
que hay que mirar con ojos claros y corazón abierto, tan abierto como la
conciencia que podamos tener en tiempos de batalla.

257
Pero no era sólo Toña, la negra de Veracruz, la que enarbolaba la
bandera.
El auge de la mujer, en tanto que sujeto dentro de la música popular,
se había extendido a todo el continente. No podemos afirmar que a todas
animara el mismo sentimiento, pero sí debemos decir que todas forma­
ron parte del mismo proceso general. Nunca hubo en el Caribe tantas
mujeres cantando como en las décadas de los cuarenta y cincuenta.
Nunca el mundo del cabaret fue tan feliz (recuérdese a Garrid, que
aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcaj adas)
como entonces, Virginia López, Sonia López, Elvira Ríos, Elena Burke,
Carmen Delia Delpini, María Luisa Landín, Oiga Guillot, Estelita del
Llano . . . ellas, junto a otras tal vez de menos éxito, conformaron una
pléyade privilegiadamente dolorosa.
Cuba también hervía en la onda del desespero. Pero en ese entonces
el Caribe era todavía uno, unido por heridas, sangrando por el mismo
costado, y recibiendo en pago y gratificación como Jesús, hiel para curar
la sed de su justicia.
Pero todo pasa. La dialéctica se impone. Sin ella el mundo no sería
mundo. De aquel auge sangrante se pasó a una decadencia más sangran­
te aún. La tempestad no había terminado.

DECADENCIA

Entre guarachas y boleros, la mujer inscribió su nombre en la música


popular de los años cincuenta. La canción ranchera todavía les estaba
vedada en términos generales y, en el caso venezolano, las voces feme­
ninas entot1aban canciones típicas del llano, usurpando de hecho, en la
interpretación, valores que estaban reservados a los hombres de «pelo en
pecho», que arreaban el ganado y prendían los montes de la patria.
Pero llegó la década de los sesenta. Tan asombrosa y trascendente,
con esa carga de elementos y hechos que hacen de ella la época cumbre
de la humanidad moderna, sin escapar el Caribe, por supuesto, a ese
momento.
Quedó marcado el Caribe con la Revolución de Cuba y sólo delinearé
esa marca a los efectos de la música, pues otros siguen escribiendo el
resto, el inmenso resto de ese proceso.

258
La música popular caribeña y la participación de la mujer en ella
tiene que ver en los años sesenta con la influencia de la Revolución cu­
bana. Se hizo realidad un añejo canto de juegos infantiles: «Los de ade­
lante corren mucho/ los de atrás se quedarán . . . » .
Efectivamente, muchos corrieron tanto adelante que se fueron lejos
del proceso natural de evolución musical; los que se quedaron atrás pre­
tendieron entonces v ivir de su pasado sin enlazarlo con lo que pasaba.
Sin entenderlo.
Irrumpe la salsa, la guaracha, el guaguancó, el mismísimo bolero,
quedaron enhebrados en un naciente género parido por las circunstan­
cias del Caribe . Género que, a despecho de muchos, incluso de esos
puristas que nunca desaparecen, tiene demasiadas connotaciones en la
historia caribeña.
Ciertamente, al inicio, la candente y cadente esencia tropical de los
sesenta tuvo un poco de todos. De los que habían buscado en el Norte la
quimera y la esperanza antes de 1 959 y de los que buscaron, también en
el Norte (vaya paradoja) refugio a sus ambiciones. Con lo que no conta­
ban estos últimos, los lacrosos del ritmo, es que la historia por estar des­
tinada a ser escrita por las masas (aunque todavía no suceda así en mu­
chas partes) es precisamente historia, y que esas masas, ese contingente
de negros, de hambrientos, de bandidos a la fuerza, de músicos sin ins­
trumentos ni esperanzas, de habitantes de casas con techo de estrellas a
falta de cemento, esas masas le iban a quitar a los engreídos y a los
nostálgicos del lucro las riendas del trópico hechas canción. La salsa se
transformó entonces, de utensilio al servicio de la reacción en instru­
mento al servicio de los oprimidos.
Déjenme decir que hay que haber vivido en este Caribe de los sesenta
y setenta y haberse embarrado en la miseria, y haberse trasnochado con
el hambre para entender el trombón irreverente de la orquesta de Eddi
Palmieri o el canto altivamente esperanzado de Ismael Rivera, porque
hay que saber buscar en esa salsa cargada de epítetos a los genuinos
representantes de las ansias populares trasladadas al pentagrama.
¿Y la mujer? La mujer, esa mujer que masivamente se había servido
del bolero y de la rumba para cantar verdades y cobijar tristezas, esa
mujer dio paso a una minoría que supo entender el mensaje de los tiem­
pos. Si nunca hubo tantas mujeres cantando en el Caribe como en los
cuarenta y cincuenta, nunca hubo tan pocas voces femeninas en nuestra

259
música popular como en los sesenta y setenta. La razón vuelve a ser
sencilla, ahora que también la miramos a distancia. El machismo se cu­
brió con otras ropas. La alienación fue su capa. La maquinaria de los
imperios se <?ebó en las mujeres, intentando convertirlas en objetos, en
maniquíes que hicieran y dijeran lo que el imperio (en masculino) esbo­
zaba.
En términos tropicales (no hablamos de Cuba) las voces femeninas
quedaron reducidas a Yolandita Rivera, incomparable intérprete de sal­
sa, y timbalera por añadidura, surgida en Puerto Rico; a Arabella, de
Colombia, residenciada en Venezuela, y a Canelita Medina, sonera ve­
nezolana que se sigue codeando con el calor de la rumba, Celia Cruz,
adaptándose a las formas, como siempre, pasó de la guaracha matancera
a la salsa matancerizante.
El ropaje de alienación con que se vistió a la mujer fue sutil. Imagen
dulce, entregada, fina, la del «hombro a hombro» con el hombre en el
avance técnico, la de las causas liberales.
Este tipo de mujer mal podía arrimarse al canto irreverente de los
barrios. Más bien debía salir de allí para hacer vivir en concubinato su
dulzura visual (vestidos y fantasía) con su dulzura musical (baladas y
pop). Nunca fue tan oscura la participación de la mujer en la canción
tropical como en ese entonces. Mientras más avanzaba en la ciencia y la
investigación, y hasta en las conquistas de los Derechos Civiles, menos
participaba en las expresiones populares de la música del área donde
nació. El Caribe, (exceptuando Cuba) fue quedando huérfano de voces
fe meninas como no fuera para cantar la balada copiada del esquema
italiano o del español, o para interpretar las canciones románticas (her­
manas de las baladas europeas) que surgían desde el sur del continente.
Las boleristas parecían apagarse, las guaracheras parecían extinguirse, y
entonces sucedió lo insólito: si Mahoma no va a la montaña, la montaña
va a Mahoma. Sólo que esta vez el remedio fue peor que la enfermedad.
La industria discográfica trabajó y bastante para obtener en esta etapa
la «femenización de la salsa» y lo logró. El género musical irreverente
de los sesenta se fue transformando en una dulce mezcla sin pretensio­
nes, apta para el mercado femenino que ya estaba condicionado. La sal­
sa se alienó como la mujer. Muchos músicos quitaron a la fuerza de sus
mensajes la fuerza de sus arreglos para que la dulce, avanzada y
sofisticada mujer generada en el Caribe de los sesenta pudiera adquirir

260
los discos bailables, y bien sabemos que la mujer es el mayor comprador
de discos en América Latina.
En suma, a mayores libertades, a mayores conquistas fen1eninas, me­
nor fue la participación de la mujer en la música popular del Caribe. La
decadencia p arecía estar escrita. El ocaso había llegado. Pero la
dialéctica siempre es he1mana de la historia. La mujer cobró nuevos
bríos y volvió a la batalla por reconquistar el puesto musical que había
dej ado, deslumbrada por los faroles del imperio. La historia comenzó a
renovarse.

REVITALIZACION DE UN PROCESO HISTORICO

La música es una de las expresiones más fuertes del acontecer cultu­


ral, social y político de los pueblos. Ella reflej a cada una de las circuns­
tancias de las masas que cantan y componen; las comunidades encuen­
tran en sus músicos a muchos de sus representantes, a muchas de sus
voces esperanzadas.
La mujer ha estado siempre presente en los procesos históricos del
Caribe. Su presencia es imprescindible y su participación se ha hecho
notable en la misma medida en que ha ganado terreno, no a los hombres,
sino a las ideas propugnadas por las clases dominantes, donde el elemen­
to masculino ha tenido mayor relieve.
El problema de la discriminación de la mujer, aplicado también a la
música, evidentemente no es un problema de sexo, sino un problema
social ; y en la medida en que las sociedades vislumbran sus propios ca­
minos, sus propios senderos de independencia, en esa misma medida
hombres y mujeres podrán acceder a una m ás justa actuación en pro de
sus futuros.
El presente de la mujer en la música popular del Caribe mueve al
optimismo. Luego del oscurantismo que significó su silencio, muchas
veces cómplice, o en todo caso, alienado de la década de los sesenta, y
aun de los setenta, las voces femeninas vuelven a repuntar en el trópico
caribeño. Inclusive géneros que parecían reservados sólo a hombres,
como el caso del merengue, cuentan ahora con mujeres interpretándo­
los. No viene al caso valorar la calidad o no de esas interpretaciones,
sino el hecho ya significativo de la participación femenina. Voces que

261
estuvieron dedicadas a la canción mensaje (canción que muchas veces
llegó a confundir panfleto con conciencia) se han prestado a la rítmica
del Caribe para adoptar cantos de esperanzas de esos que entienden más
los caribeños porque tienen sus propias vibraciones.
Ahí están, Soledad Bravo y Lilia Vera, Lucecita Benítez, Belkys Con­
cepción, Maridalia Hemández, Canelita Medina, «La Negra Grande» de
Colombia, Xiomara Fortuna, Mariana y Trina Medina, entre otras. Todas
ellas van restando terreno a los cantos lacrimosos (que no románticos)
que nada tienen que ver con nuestra idiosincrasia.
Somos un territorio de esperanza. Somos territorio de lo insólito y
cómo será este territorio que hasta lo insólito se vuelve previsible en las
aguas doradas de los sueños caribeños .
La mujer vuelve a cantar con su ritmo, y la explicación es sencilla
ahora que la miramos de frente. La mujer en el Caribe vuelve a cantar
porque esta zona del mundo, donde habita, también está cantando a tiem­
pos nuevos, a nuevas posibilidades, a amplias expectativas.
El sabor de la rumba nunca ha estado reñido con la dignidad y, como
bien lo ha expresado Aníbal N azoa, «la mejor pista para seguir la historia
de los pueblos es la pista de baile».
Mirando el espectro que se abre ante las voces femeninas, se hace
más comprensible aún la sentencia de los antiguos sabios orientales: «El
tiempo no es un enemigo a vencer, sino un aliado con el que hay que
contar» .
La música popular, esa expresión tan mal tratada y maltratada por
muchos, seguirá contando con la mujer en la misma medida en que la
mujer siga entendiendo el mensaje cifrado de los tiempos y cuente con
ellos en función de un mejor destino para todos .

262
MUJER DE TELENOVELA
Sonia Chocrón

TELENOVELA Y PUBLICO (0 VICEVERSA)

A DIFERENCIA del cine, la televisión y con ella, el género de la tele­


novela, se ha fijado la atención en sus consecuencias para la sociedad.
Son muchos quienes ven a la telenovela como un género popular de
nuestra televisión que atiende a cierta necesidad de catarsis, de extrover­
sión, de diversión y afirmación de valores ampliamente aceptados -a
pesar de no ser considerados los más deseables.
En otras palabras, la telenovela ha sido analizada como un modo de
satisfacer necesidades frustradas y como un medio de confirmar actitu­
des y conductas de las sociedades en las que la telenovela se manifiesta.
Desde este punto de vista, sería un género, un modelo de cultura po­
pular, relativamente fijo y condicionante, que define un mundo social y
moral así como un entorno físico e histórico.
Si bien el proceso de la telenovela contempla algo de esta premisa, su
desarrollo no ha sido exactamente así. La telenovela ha crecido como un
modelo cultural concreto a través del cual el público se ha educado, pero
también ha influido en las características especiales del género.
Los comunicadores han producido variantes nuevas que el público
acepta o rechaza. Variantes que a su vez los realizadores conservan o
descartan. Y así, el género ha evolucionado sin olvidar, claro está, que
esta evolución no puede desligarse de motivaciones abiertamente co­
merciales.
Entonces, si ha hecho la pregunta: ¿cómo incide la telenovela en la
sociedad?, por qué no cuestionar también ¿cuáles son las consecuencias
de la sociedad en la telenovela?
Obviamente, esta otra cara de la moneda interviene cuando tomamos
en cuenta que existe un público, una masa anónima que durante muchí­
simas horas participa y condiciona ese universo/género, sus juicios de
valor, sus emociones y hasta su génesis misma.
Para analizar la telenovela no basta enfocar la obra y sus característi-

263
cas (como suele hacerse con las obras «terminadas»: un libro, una pintu­
ra, una escultura . . . ). Para poder entender este fenómeno es preciso exa­
minar la relación del producto con su usuario.
'

Los medios pre-electrónicos crearon la glorificación de la obra y una


estética basada en ella, su fetichismo o el del autor como entidades máxi­
mas y supremas.
La relación con el mercado diferencia las categorías de la estética de
la comunicación social, de las categorías estéticas de las artes tradicio­
nales. Estas pueden tener en la obra o en la autoría, la genialidad y el
momento máximo creativo. Las categorías estéticas de los géneros in­
dustriales ya están determinadas por la relación con el consumidor: el
«lector» es tan importante como el autor. Existe el fetichismo hacia lo
opuesto: al receptor, sea el lector, tele-espectador u oyente. Entre la obra
creadora y el receptor están las disposiciones y reglas del mercado. Es un
pacto. Un contrato. Una representación. Un mandato. No es, como en las
artes tradicionales, una donación del artista al público. Es una relación
en la que el polo receptor influye en la autoría pues la condiciona 1 •

Es de ese proceso interactuante, en el cual el autor y el público com­


parten el hecho creativo, de donde puede inferirse el cambio, la evolu­
ción del mensaje, de la industria cultural, la ideología, las historias y
hasta la moralidad de las telenovelas, en paralelo con su usuario, su pú­
blico.
Y allí, a ambos lados de la creación, está la mujer. La mujer usuaria
de la telenovela, la mujer comunicadora que hace la telenovela.
De la misma forma en que ya la mujer no sustenta el monopolio de los
usuarios de telenovelas, el hombre no abarca el monopolio de su realiza­
ción. Como en la mayoría de las actividades asociadas al campo de la
cultura, también en la telenovela la mujer toma --cada vez nlás- una
posición activa dentro del género. Desde hace muchos años, mujeres que
habían venido de la literatura, la dramaturgia y hasta la actuación, ya
participaban del texto telenovelesco. Hoy, la mujer también lo hace en
todas las actividades que intervienen en la realización de la telenovela,
desde la pre-producción hasta la salida al aire.

1 Artur Da Tavola. «La telenovela», en Panorama Brasileño, Nº 1 , Caracas, 1 987.

264
Este es un hecho al alcance de todos : la mujer está participando. Pero
para continuar con el fenómeno creativo compartido e indisoluble
(telenovela y público y viceversa), resulta imprescindible adentrarse en
el mundo, no de la mujer que hace la telenovela, sino en el mundo de la
mujer de la telenovela, causa y efecto, original y copia de la mujer de la
vida.
Y es que dentro de aquella vasta gama de interlocutores en modifica­
ción constante que mencionábamos anteriormente; dentro de ese juego
creativo de público determinando a comunicadores y comunicadores
determinando al público, es donde el personaje femenino, la mujer de la
telenovela, ha evolucionado. Es precisamente a ese punto al que nos
orientamos .

TELENOVELAS Y PERSONAJES

En forma inmediata, tele-novela quiere decir novela transmitida por te­


levisión . La expresión hace referencia a: l . Un medio transmisor, la
televisión; 2 . Un tipo_ de discurso, la novela, con características estructu­
rales bastante sedimentadas históricamente ( . . . ) . En nuestro caso, la pa­
labra novela remite a un sector del universo de la literatura, a un tipo de
relato de ficción2.

A lo que habría que agregar: cuyo tema, origen o simplemente excusa es


el amor, la trama amorosa.
Esta es la telenovela como la conocemos hoy. (En sus inicios --en los
años cincuenta y hasta comienzos de los 6� las telenovelas recurrían
en gran medida a las adaptaciones de obras literarias así como a otros
discursos diferentes del amoroso, ron1ántico o melodramático; como por
ejemplo el misterio o el género policial.)
La suma de tema, trama y personajes configura la receta dramática
que desde Aristóteles hasta hoy ha permanecido vigente . Y en la
telenovela --como en cualquier relato de ficción- los personajes cons­
truyen la historia, tejen la trama y revelan el tema.

2oscar Moraña. «Para una aproximación semiológica a la telenovela», en Video Forum,


Nº 1 , Caracas, 1 982.

265
Todo relato define sus personajes en base a calificaciones y acciones.
Dicha caracterización generalmente relaciona a los personajes en un j ue­
go basándose en oposiciones sobre un mismo eje (ricos/pobres, buenos/
malos, adultos/niños ( . ). Pareciera que cuanto más esquemática es la
. .

caracterización de los personajes y mayor la oposición de sus atributos,


más fácil es su comprensión3.

En los personajes de la telenovela se retratan las dos caras de la mo­


neda humana: cualidades y defectos; lo positivo y lo negativo. Ellos
odian, roban, mienten o destruyen; pero también aman, protegen, respe­
tan, compadecen.
Los personajes de una telenovela son indómitos. Tienen una inmensa
determinación para poder afrontar y superar los obstáculos y dificulta­
des que supone la lucha por alcanzar las metas que se han propuesto. Es
en la búsqueda de esas metas donde los personajes se encuentran y colin­
dan. Allí se dividen y enfrentan protagonistas y antagonistas. Protago­
nistas y antagonistas que en la novela suelen ser mujeres.
Y esas fuerzas, en aras del drama, deben colindar. Nada detiene más
la progresión de los eventos dramáticos que unos personajes, unos prota­
gonistas que convivan armónicamente. ¿Cómo imaginar un Rey Lear
cuyas hijas son buenas amigas, aman profundamente a su padre y desean
que el Rey done su fortuna a los pobres? Tolstoy también lo apuntó en las
primeras líneas de Anna Karenina: todas las familias felices se parecen;
toda familia infeliz, es infeliz a su manera.
Puede decirse entonces que el trabajo dramático de una telenovela
comienza cuando protagonista y antagonista, en defensa o en ataque por
el logro de una meta que se revelará más tarde, se encuentran en un
vértice a punto de fomentar algún tipo de revolución, a punto de com­
prometerse en su primera batalla.

PROTAGONISTA VS. ANTAGONISTA

U na protagonista es la heroína de la historia. Es el foco central del


relato. Es el personaje cuya motivación conduce la trama. Una protago-

3 oscar Moraña, lbidem.

266
nista está en pantalla la mayor parte del tiempo y es, para el público, el
primer elemento de identificación. Una protagonista es, en definitiva, el ·

vehículo a través del cual la audiencia experimenta emociones.


Una antagonista, mejor conocida por el mote de «villana» es, por su
parte, el personaje que confronta a la protagonista y crea situaciones en
las que el único resultado posible es el éxito o el fracaso, la dominación
o la sumisión; y en casos extremos, hasta la vida o la muerte.
Concretamente, el enfrentamiento entre protagonista y antagonista
resulta en una situación final definida por los extremos de la relación:
ganadora/perdedora.

PUNTO DE PARTIDA

Después de revisar brevemente cómo se gestan protagonistas y �ta­


gonistas dentro de un relato de ficción como la telenovela, regresemos al
punto de partida: la relación creadora comunicador-público para generar
las protagonistas y villanas propias de nuestra telenovela.
En otras palabras: ¿Quién ha determinado las características de nues­
tra heroína? ¿Nuestra sociedad? ¿Los comunicadores? ¿Ambos? Y quién
ha dibujado a nuestras villanas, ¿ambos también?
Dentro de la historia de la telenovela venezolana han existido dife­
rentes tipos de protagonistas y villanas, variables según la época. Algu­
nas estereotipadas, otras recurrentes, otras tantas -las menos- origina­
les y muy pocas, multicolores.
En cuanto a los tres tipos generales de protagonistas, vale decir que a
pesar de las diferencias entre cada grupo --diferencias que veremos más
adelante- es necesario apuntar un rasgo más obviamente común entre
ellas. Un rasgo recu�ente, específicamente dentro de la historia personal
de la protagonista de telenovelas venezolanas.
Lo que Otto Rank definiría en un trabajo realizado, bajo la influencia
de Freud, como «El Mito del Nacimiento del Héroe» . (¿Podría hacerse
esta lectura sustituyendo héroe por heroína?)
Veamos.

Trátase allí del hecho de que casi todos los pueblos civilizados importan­
tes . . . ensalzaron precozmente, en creaciones poéticas y leyendas, a sus

267
héroes, reyes y póncipes legendarios, a los fundadores de sus religiones,
de sus dinastías, imperios y ciudades; en suma, a sus héroes nacionales.
Especialmente las historias de nacimiento y juventud de estos personajes
fueron adornadas con rasgos fantásticos cuya similitud -y aún a veces
su concordancia textual- en pueblos distintos, algunos distanciados y
completamente independientes entre sí, se conoce desde hace tiempo y
ha llamado la atención de muchos investigadores.

Si de acuerdo con el método de Rank, y aplicando una técnica al


modo de Galton, se reconstruye una «leyenda tipo» que destaque los
rasgos esenciales de todas estas versiones, se obtendrá el siguiente es­
quema:

El héroe es hijo de ilustrísimos padres, casi siempre hijo de reyes. Su


concepción es precedida por dificultades como la abstinencia, la esterili­
dad prolongada o las relaciones secretas de los padres debidas a prohi­
biciones u otros obstáculos exteriores. Durante el embarazo, o aún antes,
ocurre un anuncio (sueño, oráculo) que advierte contra su nacimiento,
amenazando por lo general la seguridad del padre. En consecuencia, el
niño recién nacido es condenado casi siempre por el padre o por el perso­
naje que lo representa, a ser muerto o abandonado, de ordinario se lo
abandona a las aguas en una caja. Luego es salvado por animales o por
gente humilde (pastores) y amamantado por un animal hembra o por una
mujer de baja alcurnia. Ya hombre, vuelve a encontrar a sus nobles
padres por caminos muy azarosos; se venga de su padre y además, es
reconocido alcanzando grandeza y gloria.

Este esquema citado por Freud en su ensayo «Moisés y la religión


monoteísta», a propósito del surgimiento del héroe, es clave para enten­
der el origen de nuestras heroínas; una mitología por demás atractiva y
probada por la mayoóa de las religiones y sus «espectadores» en el mun­
do. Sin duda, poco varía --en el ámbito de la trama telenovelesca- el
cambio de género en el término héroe (heroína) en la evolución histórica
y el uso del mito en las protagonistas que hemos conocido a través de la
pequeña pantalla.
Insertas en ese amplio espectro del mito, en nuestra telenovela se des­
cubren tres tipos de muj eres heroínas y su contrapartida, tres diferentes
tipologías de villana.
Las tres formas de protagonista pueden ubicarse en el tiempo insertas

268
a lo largo de nuestra producción dramática. Ellas retratan un cambio
absoluto en la manera de concebir a la mujer, en la forma de admirarla e
identificamos con ella. Esas protagonistas revelan la evolución, no de
las emociones, las ideas o la moralidad de los creadores en exclusiva;
sino la evolución de las emociones, la moralidad y las ideas del público.
Ellas son el espejo en el cual nuestra sociedad se ha mirado y se mira,
diariamente.

LA PROTAGONISTA CLASICA

Era usual verla en las telenovelas de la década de los sesenta y seten­


ta; en aquellos primeros años de la telenovela como la conocerr1os hoy.
Pero continuamos encontrándola, eventualmente, en nuestras pantallas
ahora en los noventa, al mediodía y en la noche.
El público femenino de aquellos años se identificaba -experimenta­
ba emociones- a través de la protagonista clásica, gracias a un rasgo ca­
racterístico que le era exclusivo: la simpatía. Simpatía entendida desde la
estricta etimol ogía de la palabra griega : Syn Pathein, sentir con, sufrir
con.
Eran tiempos en que el público sentía y sufría -simpatizaba- con la
protagonista hasta identificarse con ella; a tal punto que simpatía e iden­
tificación eran sinónimos , o al menos, llegaban a confundirse.
Desde los primeros capítulos, el públ ico compadecía a la protagonis­
ta clásica porque ella era víctima de un infortunio inmerecido como la
pobreza, el defecto físico, la orfandad, el maltrato . . .
Eran los tierripos en los cuales, a pesar del auge de la revolución
sexual y el movimiento feminista, la mujer venezolana aún no recibía ni
siquiera los coletazos de los cambios en el mundo y muy por el contra­
rio, permanecía confinada al hogar (salvo aquella minoría privilegiada
que asistía a universidades, y, más s ingularmente, aquellas que partici­
paban de la lucha armada en tiempos de estreno y ensayo democrático) .
«Esmeralda» , telenovela original de Delia Fiallo, transmitida en el
año 1 969, echaba mano a más de una de las desventajas enumeradas
anteriormente para hacer que el público se identificara con la protago­
nista.
«Esmeralda», ciega de nacimiento, abandonada por su madre al nacer

269
por su impedimento físico y su sexo, y además levantada en la pobreza,
era una protagonista inevitablemente simpática para el público. Muy por
el contrario la antagonista. Oponente muy bien definida y con la misma
meta -aunque por motivaciones diferentes- que la protagonista.
Y es que las motivaciones de la protagonista clásica se resumen a ser
amada y ser feliz; las de la villana clásica, a ser amada por la oscura
ambición de poder, dinero, rango social.
En resumen, tenemos a una protagonista clásica con la que el público
se identifica gracias a una simpatía que le viene dada por su infortunio.
Una protagonista cuya motivación fundamental es ser amada para ser
feliz, a la que amamos en la misma medida en que detestamos a sus
antagonistas. En definitiva, una protagonista que no se concibe sin villa­
na.
Esta protagonista coincide con aquella mujer venezolana de los años
sesenta que -a excepción de aquellas que participaban activamente en
la guerrilla criolla- aún no habían salido en masa a la calle a desempe-
...

ñar otras labores que no fueran las domésticas. El discurso de la protago-


nista clásica venía a complementar un tipo de vida común a las mujeres
de todas las clases sociales de la época que todavía no recibían ---e xcep­
to por la moda- la ya no tan popular consigna de la liberación femeni­
na.

LA PROTAGONISTA EMANCIPADA

A diferencia de lo que ocurre con la protagonista clásica, el público


se identifica con esta protagonista, no por su simpatía, sino por su capa­
cidad.
En efecto, la emancipada no despierta simpatía en el público aunque
tenga rasgos para hacerlo. Despierta admiración. Y es que tiene un oficio
que desempeña muy bien.
Esta mujer dignifica su labor, que bien puede ser la de ama de casa
(como «Natalia de 8 a 9»), como también la de modelo exitosa («Cris­
tal») y hasta subversiva ( «Estefanía» ). Son mujeres que lo que hacen
intentan hacerlo bien; con un gran sentido de la responsabilidad, de mo­
ralidad y hasta cierto idealismo.
Es el caso también de «Rafaela», telenovela original de Delia Fiallo,

2 70
transmitida en los años 1 977-78 . O de «Mabel Valdez», original de C.
González Vega y Ligia Lezama, transmitida en 1 989. Rafaela, una bri­
llante médico (a pesar de provenir de una familia humilde con muchos
hermanos a quienes mantener. Rasgo de protagonista clásica) ; Mabel
Valdez, una periodista activa, responsable.
Las metas de las protagonistas emancipadas, si bien no se desligan
del amor y la felicidad, como corresponde al género de la telenovela, sí
destacan un nuevo matiz: tener éxito en sus profesiones u oficios. Así,
Rafaela lucha por el derecho que le dan sus méritos como médico a tra­
bajar en el hospital de su padre; Mabel defiende su derecho a hacer ca­
rrera honesta en el campo del periodismo.
Y es que esta nueva meta que nos presentan las protagonistas emanci­
padas responde también a una nueva motivación; ellas desean ser respe­
tadas.
La protagonista emancipada no carga a su villana a cuestas, como
sucede con la clásica. Las antagonistas existen, están. Y pueden o no
hacer de las suyas . Pero ahora el rol de las villanas se va haciendo
circunstancial. Se desdibuja para dejar al hombre -al galán- ser el
antagonista. El y sus propios conflictos afloran como obstáculo a las
metas de la protagonista (recordemos, por ejemplo, aquel profesor de
inquietudes existenciales, recuperando su mocedad con el amor de una
alumna: era el marido de Natalia, la de 8 a 9).
Son los años de la mujer venezolana colmando las universidades, los
años de la mujer venezolana afrontando crisis matrimoniales y divor­
cios.
Comienza a retratarse a la mujer y su evolución en todos los campos.
Las tramas de las telenovelas dan una vuelta de timón para asumir temas
poco tradicionales dentro del género. El mito de la heroína quedará atrás
en este paréntesis para reinventar a una mujer actuante y algunas histo­
rias que la dignifican.
En suma, la protagonista emancipada da un salto gigante: de estar
condenada por el destino antes de comenzar la historia, como le ocurría
a la protagonista clásica; a tener la posibilidad de construir -con sus
propias habilidades- un destino mejor.

2 71
LA PROTAGONISTA VILLANA

Esta es la más reciente; la que seduce y ejerce su identificación con el


público a través del poder. Del contacto con SU propio poder. Es Cons­
titución Méndez en «Señora» y Emperatriz Jurado en «Emperatriz», am­
bas originales de José Ignacio Cabruj as.
El poder ejerce una extraña fascinación en el público quien se identi­
fica con la protagonista v illana a un nivel casi fantástico . Es un poder
ejercido sobre varios frentes: sobre otras personas (el poder de la domi­
nación sobre otros), como el de Emperatriz Jurado sobre su empleado
Cándido, entre otros; el poder de decidir los destinos de los otros, lo que
le posibilita hacer lo que «debe hacerse» a pesar de los riesgos, los pro­
nósticos y hasta las implicaciones morales, como el poder de Emperatriz
Jurado para, en aras de su venganza (o sus metas), vejar, arruinar, some­
ter, encarcelar y hasta escoger quién vive y quién debe morir. Y el poder
que le otorga a la protagonista villana la facultad de expresar sus senti­
mientos -furia, amor, deseo, odio, rencor- sin importar la opinión de
los otros, mucho menos la aceptación social. Es el poder de expresar sin
miedo, como el poder de Emperatriz Jurado para burlarse de sus subal­
ternos, para exhibir su rabia o para desear con una mirada intensa al
hombre que ama.
Independientemente de su meta -siempre con el amor en la mira
conjungado con intereses reservados antes sólo a las villanas como la
codicia, la lujuria, la ira o cualquier otro pecado capital- la motivación
de la protagonista v illana es ser acatada.
Y la antagonista, como contrapartida de la protagonista villana, está
diluida. O es una antagonista cuya villanía ha sido plagiada por esta tan
poderosa protagonista.
Nada más cercano a nuestra historia reciente, plena de féminas
facultas para intrincarse en la v ida política, económica, social -sin ex­
cluirse- queriendo imitar, en forma mínima y burda el ejemplo de las
potentes argentinas en el poder. Son las mujeres que hoy, en nuestro país,
ocupan los titulares de la prensa envueltas en corrupción y crímenes di­
versos, tejiendo los hilos de poder que conducen el Estado.

2 72
CAPITULO FINAL

No hay duda de que la mujer de la telenovela ha evolucionado. Y ha


evolucionado de la misma forma que la mujer de la vida real. O al me­
nos, pareja a la vida real.
Hoy, en esta Venezuela de la década de los noventa, los detractores de
la telenovela venezolana no pueden depositar responsabilidades sobre
los creadores de telenovelas exclusivamente.
Hoy, la responsabilidad de las telenovelas que hacemos, la comparten
comunicadores y público ¿O es mentira que Venezuela es otra?

2 73
NOTICIAS DE LOS AUTORES

VLADIMIR ACOSTA
Historiador, Licenciado en Filosofía, Doctor en Ciencias Sociales, labo­
ra como profesor titular de la Universidad Central de Venezuela (UCV).
Es autor de diversos libros e investigaciones sobre teoría, historia econó­
mica, y temas medievales en general, entre los que destaca Viajeros y
maravillas: lo maravilloso en la literatura de viajes medieval, publicado
por Monte Avila.

ANA TERESA TORRES


Psicóloga graduada en la UCV. Después de una intensa actividad en el
campo de Psicoanálisis, aparece en ·el panorama literario al ganar el pres­
tigioso Concurso Anual de Cuentos de El Nacional en 1 980. Monte Avila
ha publicado sus novelas, El exilio del tiempo (Premio Nlunicipal de
Narrativa y Premio CONAC, ambos de 1 99 1 ) y Doña Inés contra el olvido
(Premio I Bienal de Literatura Mariano Picón Salas , Mención Novela) .

GIOCONDA ESPINA
Licenciada en Letras, Maestra en Estudios del Medio Oriente y Doctora
en Estudios del Desarrollo . Militante de diversas organizaciones fe1ni­
nistas, publicó recientemente su investigación La función de las mujeres
en las utopías. También se ha desempeñado durante varios años como
columnista de importantes periódicos del país.

FERNANDO RISQUEZ
Doctor en Ciencias Médicas por la UCV, y en psiquiatría por la Univer­
sidad de Mac Gill, Montreal, Canadá ha ejercido la docencia en todos
los niveles académicos. Entre sus numerosos libros publicados pueden
mencionarse: Psicología profunda y transformismo , Concéptos de
psicodinamia y Aproximación a la feminidad.

2 75
FABIOLA VETHENCOURT
Licenciada en Filosofía en la UCV, labora como docente en esa misma
Universidad. Actualmente realiza estudios de Doctorado en Ciencias
Políticas. Es asidua colaboradora de periódicos y revistas nacionales .

JUAN NU Ñ O
Español por nacirniento, vive en Venezuela desde 1 947 . Es Licenciado y
Doctor en Filosofía por la UCV. Se desempeñó como docente de esa casa
de estudios entre los años 1 952 y 1 980, y ha sido profesor visitante de las
universidades Autónoma de México, Complutense de Madrid, San Mar­
cos de Lima y Autónoma de Barcelona. Entre muchos otros títulos, des­
tacan en su obra los libros : Sentido de la filosofía contemporánea;
Sartre; El marxismo y la cuestión judía; La filosofía de Borges; La vene­
ración de las astucias y La escuela de la sospecha.

JULIANA BOERSNER
Psicóloga social egresada de la UCV, desde 1 987 es miembro docente de
la Asociación Venezolana para una Educación Sexual Alternativa (AVE­
SA) . Ha publicado el libro Miedo social y desarrollo individual.

ERMILA TROCONIS DE VERACOECHEA


Egresada de la Escuela de Historia de la UCV y Doctora en Ciencias
(Historia) de la misma universidad, se desempeña actualmente como
profesora titular de la UCV. Individuo de número de la Academia Nacio­
nal de la Historia, cuenta en la actualidad con trece libros publicados.

JACQUELINE CLARAC DE BRICEÑ O


Doctora en Antropología y profesora titular de la Universidad de Los
Andes (ULA), tiene también a su cargo la Dirección del Museo Arqueo­
lógico de esa misma casa de estudios. Asidua colaboradora de diversas
publicaciones del país, cuenta con varios libros publicados.

GIOVANNA MEROLA .
B ióloga egresada de la UCV, actualmente es profesora de la facultad de
Arquitectura y Urbanismo de la misma universidad. Participante activa
desde hace muchos años de diversas organizaciones feministas, es auto­
ra de varias obras, entre ellas, En defensa del aborto en Venezuela, Plan-

2 76
tas medicinales para la mujer y Aporte al estudio de la arquitectura
paisajista en Caracas.

LUZ MARIA LONDOÑ O


Psicóloga graduada en la Universidad Católica de Colombia, en Bogotá
trabajó durante varios años en el Centro Pro Mujer. Actualmente es coor­
dinadora del Programa de S alud Sexual y Reproductiva de la Asociación
Venezolana para una Educación Sexual Alternativa (AVESA) .

ELISA TIMENEZ
Psicóloga egresada de la UCV y profesora universitaria en la misma casa
de estudios, ha sido coordinadora de los Centros de Orientación Familiar
(COF) de la Maternidad Concepción Palacios, así como de la Asociación
Venezolana para una Educación Sexual Alternativa (AVESA). Es autora
de diversos estudios y ensayos relacionados con la sexualidad y la edu­
cación sexual.

LAURA ANTILLANO
Profesora de la Universidad de Carabobo, Laura Antillano es una de las
narradoras más representativas de la generación de los setenta. Entre sus
libros publicados podemos mencionar: La bella época; La muerte del
monstruo comepiedra; Perfume de gardenia; La luna no es pan-de-hor­
no y Solitaria solidaria.

MARIA FERNANDA PALACIOS


Egresada de la Escuela de Letras de la UCV, donde se desempeña como
docente desde hace varios años, esta poeta y ensayista ha publicado Por
alto por bajo (poesía) y Sabor y saber de la lengua (ensayo), además de
ser asidua colaboradora de importantes publicaciones nacionales y ex­
tranjeras .

JAIME LOPEZ SANZ


Licenciado en Letras por la UCV, donde actualmente ejerce como profe­
sor, López S anz cursó estudios de postgrado en el Instituto Jung de
Zurich. Ha publicado el libro de poemas Cabeza de músico ciego flotas
al norte.

2 77
JULIO MIRANDA
Poeta, narrador y ensayista nacido en Cuba, su obra literaria cuenta con
más de cuarenta títulos publicados. Entre estos trabajos destacan: Ma-
. '

quillando el cadáver de la revolución; El poeta invisible; Anotaciones


de otoño; Rock urbano (poesía); Casa de Cuba (narrativa) ; Proceso a la
narrativa venezolana y Las aventuras imaginarias (ensayo).

MARIA ELENA MAGGI


Licenciada en Letras por la UCV, se desempeña actualmente como Coor­
dinadora de la Colección Infantil «Primera Dimensión» de Monte Avila
Editores. Autora de La poesía de Ramón Palomares y la imaginación
poética (Premio «Femando Paz Castillo» 1 98 1 ) y de Nuestros cuentos
de navidad (Antología de cuentos navideños venezolanos), ha publicado
asiduamente en diversas revistas y periódicos del país.

LYL RODRIGUEZ
Periodista graduada en la Universidad del Zulia, colaboradora asidua de
importantes diarios y revistas nacionales e internacionales, ha sido pro­
ductora y locutora de varios programas radiales, tanto en Venezuela
como en Cuba, dedicados a la música caribeña.

SONIA CHOCRON
Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Católica Andrés
Bello (UCAB ), guionista de cine y televisión, ingresó por concurso al
taller de guionistas dictado en 1 988 por Gabriel García Márquez en San
Antonio de los Baños (Cuba). Autora del poemario Toledana, actual­
mente colaboradora como columnista en la revista Criticarte.

MERCEDES MUÑ OZ
Licenciada en Educación de la Universidad Simón Rodríguez (USR).
Tesista de la Maestría en Psicología Social del Desarrollo Hu1n ano
(UCV). Curso de especialización de la Universidad de las Naciones
Unidas en Metodología de la investigación en Ciencias Sociales. Actual­
mente se desempeña como Coordinadora del programa de educación
sexual comunitaria de la Asociación Venezolana para üna Educación
Sexual Alternativa (AVESA).

2 78
INDICE

NOTA EDITORIAL . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 7

EVA Y MARIA. LA MUJER EN LA SIMBOLOGIA


Y EN LA LITERATURA CRISTIANA MEDIEVAL
Vladimir Acosta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

MUJER Y SEXUALIDAD
Ana Teresa Torres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 37

PSICOANALISIS Y SUBORDINACION FEMENINA


Gioconda Espina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 49

FEMINIDAD Y FANTASIA
Fernando Rísquez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69

FILOSOFIA Y FEMINEIDAD
Fabiola Vethencourt . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

FEMINISMO Y FEMINISTAS
Juan Nuño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

¿SOLO LLORAN LAS MUJERES?


Mercedes Muñoz y Juliana Boersner . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 05

11

LA MUJER EN LA CONQUISTA Y LA COLONIA


Ermila Troconis de Veracoechea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 19

MUJER Y MAGIA
Jacqueline Clarac de B riceño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 131
ECOFEMINISMO:
¿PARADIGMA POLITICO Y CULTURAL DE LOS NOVENTA?
Giovanna Mérola 151
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

.·,

MUJER Y SALUD EN EL CONTEXTO SOCIO POLITICO


Luz María Londoño . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
.

VIOLENCIA CONTRA LA MUJER


Elisa Jiménez Armas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 171

EL PERSONAJE FEMENINO
EN LA NARRATIVA LATINOAMERICANA ACTUAL
Laura Antillano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1 79
.

LOS COMPLEJOS VIRGINALES


EN EL MITO DE TERESA DE LA PARRRA
María Fernanda Palacios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 191

HEROE Y ANIMA EN DOÑA BARBARA


Jaime López-Sanz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 205

LA REBELION DE LAS 'MUSAS


Julio E. Miranda . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 22 1

FIGURAS FEMENINAS Y FEMINISMO


EN LA LITERATURA INFANTIL
Maria Elena Maggi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229

LA MUJER EN LA MUSICA POPULAR DEL CARIBE


Lyl Rodríguez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255

MUJER DE TELENOVELA
Sonia Chocrón . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263

NOTICIAS DE LOS AUTORES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 275


Esta edición de DIOSAS, MUSAS y MUJERES se
termin ó de imprinúr el día 1 2 de noviembre de
1 99 3 en l os talleres de Litografia Melvin, si­
tuados en la Calle 3 b, Edificio Escachia, La
Urbina, Caracas , Venezuela. Impreso en papel
B ax ter
Fu1u.larnenta!
Simón Bolívar

Como a nuestro parecer


Héctor M ujica

El tema de la revolución
luis Beltrán Guerrero

La labor de Sisifo
José Antonio l\'layobre

Acechos
de la imaginación
Rodolfo lzagui rre

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