Cuaderno 9 - SC4 Misterio Eucaristico

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Cuadernos_Concilio.indb 50 13/02/2023 9:38:52


CONSTITUCIÓN
SACROSANCTUM CONCILIUM
SOBRE LA SAGRADA LITURGIA

Cuaderno 9

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Cuaderno 9
EL MISTERIO EUCARÍSTICO
(SC 47-58)

Fulvia Maria Sieni

INTRODUCCIÓN

Los ritos son necesarios. —«¿Qué es un rito?», dijo el


prin­cipito. —«Es también algo también demasiado olvi­
dado», dijo el zorro. «Es lo que hace que un día sea
dife­rente de los otros días: una hora, de las otras horas»
(A. de Saint-Exupéry, El Principito, Madrid 161980, 84).

El zorro tiene razón: los ritos, lejos de ser costumbres aco-


modaticias que roban personalidad a los individuos homologán-
dolos a la masa, con su medición temporal, sucesiva y rítmi-
ca, hacen que el tiempo se haga habitable del mismo modo que
lo hacen la casa y los objetos con el espacio (cf. Byung-Chul
Han, La scomparsa dei riti, Milán 2021); nos enseñan una per-
tenencia vital y nos arrancan del letal aislamiento.
El término de «rito» indica un conjunto de normas que des-
criben la modalidad en la que se ha de desenvolver una ceremo-
nia, una costumbre o un culto religioso. En un sentido analógico,
podemos decir que el rito marca el ritmo, da el tempo y la respi­
ración a la sucesión de acontecimientos singularmente simbó-
licos que caracterizan una celebración colectiva, compartida y
participada. Este cuaderno que tienes en las manos quiere ha-
blarte de un rito, es más, de un conjunto de ritos que vivimos en
el «misterio eucarístico» o la misa, si queremos usar un término
más sencillo y quizá más conocido para ti.
Según las intenciones de los editores de esta colección, se
pretende releer los grandes textos de las constituciones del Con-
cilio Vaticano II para involucrar de manera especial a las jóve-

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266 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

nes generaciones. Quien escribe es una monja agustina de vida


contemplativa que vive en la comunidad del monasterio de los
Cuatro Santos Coronados de Roma.
Imagino que tu interés por la lectura esté calando poco a
poco: una monja de clausura que habla de la misa, ¿qué puede te-
ner que ver con tu experiencia de joven que —suponemos, si
tienes en tus manos este texto— se está interrogando sobre su
propia vida de fe y quizá también sobre su propia vocación?
Las páginas que leerás no quieren enseñarte una teoría sobre
el misterio eucarístico, no serán una introducción a modo de cur-
so de teología litúrgica, sino que quieren conducirte en un reco-
rrido que pretende ofrecer algunas provocaciones que esperemos
que sean capaces de mostrarte que la misa —o la celebración
eucarística— toca las cuerdas más íntimas del corazón y nutre la
vida en profundidad.
Es verdad que a veces la participación en la eucaristía puede
ser una experiencia aburrida, el lenguaje que se habla no es
de fácil comprensión, el tiempo transcurre lentamente y las pa-
labras parecen resonar como distantes de las cuestiones y los
problemas concretos de nuestra existencia. Y, sin embargo, exca-
vando en el texto, ofreciendo simplemente un poco de confianza
a lo que acontece, es posible sentir y experimentar la fuerza y la
eficacia de la vida de Jesús mediante la eucaristía.
Te propongo una ruta a través de ocho epígrafes que quie-
ren llevarte de algún modo a los principales momentos del desa-
rrollo de la celebración; pueden ser leídos también a partir de lo
que te parezca más interesante o curioso. Son breves reflexiones
para darte tiempo a profundizar, dejándote quizá acompañar por
un sacerdote, una consagrada o una persona de fe que te pueda
ayudar. Repasando los títulos y quizá hojeando las páginas, al-
gunos argumentos te parecerán que no tienen nada que ver con
la eucaristía; el reto que quiero asumir contigo es el de mostrar
que el misterio eucarístico no se refiere a otro plano distinto del
de la vida. Ir a misa, se imagina demasiado a menudo como un
paréntesis de vida «espiritual» en medio de la vida cotidiana. Sin
embargo, desde el momento en que el Verbo se hizo carne y nos
lo dio a conocer, sabemos que la vida del Espíritu fluye conti-
nuamente y sin interrupciones en la vida de mujeres y hombres.

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 267

Nosotros vamos siempre con prisa, por lo que corremos el


riesgo de permanecer en la superficie de las cosas; necesitamos
un tiempo para pararnos, hacer juntos una pausa, acercarnos
también a la lentitud de la vida, la fecundidad y el crecimiento.
Necesitamos regalarnos el tiempo de las relaciones importantes,
la amistad, el amor, el perdón. Confío al Señor el precioso tiem-
po que vas a ofrecer a estas sencillas páginas segura de que él sa-
brá servirse de ellas junto contigo para regalarte lo que necesitas.

I. LENGUAJE

He perdido las palabras / Las tenía aquí hace un momen-


to / Tenía que decir cosas / Cosas que sabes / Que te de-
bía / Que te debería / He perdido las palabras / Puede ser
que lo que haya perdido sean solo mis mentiras / Se han
escondido bien / Pero quizá / Sencillamente / No eran
mías (L. Ligabue, Canción «Ho perso le parole» [1998]).

«Es como asistir a la proyección de una película en lengua


extranjera incomprensible y sin subtítulos, y para colmo, sin
sofá, sino en incómodos bancos de madera […] y en la sala solo
hay adultos que no muestran ningún tipo de interés»: estas son
las consideraciones de una chica que quiso compartir con mucha
franqueza tras haber participado —por decirlo de algún modo—
bajo coacción a la misa de la primera comunión de un primo más
pequeño.
Los jóvenes participantes a la reunión presinodal de mar-
zo de 2018 escribieron en el documento final: «Se puede asistir,
participar e irse de la misa sin experimentar ningún sentido de
comunidad o familia como cuerpo de Cristo» (Sínodo de los
Obispos, Reunión presinodal [19/24-3-2018] 7) y en la exhorta-
ción apostólica postsinodal Christus vivit el papa Francisco ob-
serva: «En diversos contextos los jóvenes católicos piden pro-
puestas de oración y momentos sacramentales que incluyan su
vida cotidiana en una liturgia fresca, auténtica y alegre» (n. 224).
Pero la cuestión no atañe únicamente a los jóvenes: hace ya al-
gunos años causó gran revuelo y algo de hilaridad un cartel pegado
por un párroco en la iglesia de San Erasmo, en una de las peque-

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268 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

ñas islas de la laguna de Venecia: «La misa ha sido cancelada por


ausencia de fieles». El Istituto Nazionale di Statistica indica que,
en Italia, entre los jóvenes de 20 a 24 años, solo un 13,3 % declara
ir a misa al menos una vez a la semana, frente al 33,3 % que decla-
ra que no va nunca; estas in­formaciones son de antes de la epide­
mia del covid-19. Podemos imaginar perfectamente que la tenden-
cia producida también en las estadísticas siguientes muestre un
aumento en la no asistencia.
Quien escribe no está interesada en los números y estadísticas
porque considera que toda la aventura de la Iglesia empezó con
doce personas no cualificadas, casi todas demasiado jóvenes, que
actuaron en virtud de la llamada de amistad por parte del Señor Je-
sucristo. Además, los datos aparecen como una fotografía desen-
focada y han de redefinirse, integrarse, interpretarse y entenderse
dentro de un ambiente multidimensional en el cual solo dos de las
coordenadas conciernen las dimensiones del tiempo y el espacio y
muchas otras son las variables que hay que considerar. Si se leen
de manera no circunstancial, los datos ofrecen solo algunas indica-
ciones, quizá no banales, pero tampoco exhaustivas.
Mientras la curva estadística progresa, muchos de los térmi-
nos utilizados por la liturgia y que forman parte de la tradición
—como misterio, misa, Salvador, sacrificio, eucaristía, cruz,
Iglesia, memorial, resurrección, sacramento, signo, vínculo, con-
vite, gracia, gloria… (cf. SC 47)— no son ya claros; en la me-
jor de las hipótesis, se perciben como insignificantes y ausentes
del vocabulario común y sobre todo juvenil; en la peor, se vuel-
ven ambiguos, alejándose radicalmente del significado original
y primitivo. Y a veces se absolutizan y se instrumentalizan. En
cualquier caso, no se trata solo de palabras y la cuestión no ata-
ñe únicamente a las nuevas generaciones: lo que parece que se
ha hecho incomprensible es el conjunto del lenguaje litúrgico,
esencialmente simbólico, cuya sintaxis está compuesta por una
gramática compleja vinculada con el lugar en el que se celebra,
el vestuario de quien participa, los gestos que se realizan y los
paramentos, objetos y perfumes que querrían contextualizar y
enriquecer nuestras celebraciones: «El hombre moderno es anal-
fabeto, ya no sabe leer los símbolos, apenas conoce de su exis-
tencia» (Francisco, Desiderio desideravi [29-6-2022] 44).

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 269

1. Incomprensiones

Si vais un domingo a misa —escribe el padre dominico Ti-


mothy Radcliffe, actual maestro de la Orden de los Predica-
dores, en una publicación reciente— veréis cosas extrañas,
distantes de las costumbres de la sociedad laica. Encontraréis
personas que desfilan con trajes extraños, quizá alguno tam-
bién con un gracioso gorro en punta. Los pantalones serán la
excepción también para los hombres. Os llamarán la atención
determinados gestos de los presentes: inclinaciones, genu-
flexiones, e incluso postraciones. Las insólitas coreografías de
la liturgia fascinan a algunos que entran en éxtasis cuando un
cardenal no se resiste a la tentación de ponerse una gran capa
(T. Radcliffe, Accendere l’immaginaziones. Essere vivi in
Dio, Verona 2021, 406).

Estas consideraciones de apariencia un poco cáustica y no


carente de ironía son, para ser sinceros, la introducción de un
profundo capítulo bien articulado que escribe el autor sobre la
liturgia y sus significados. En este momento, nos ayudan a vol-
ver a encender —como es la intención de esta colección— la
curiosidad y el interés sobre todo lo que el Concilio Ecuméni-
co Vaticano II gustaba definir en su constitución Sacrosanctum
Concilium (1963) como «cumbre y fuente de la vida cristiana»
(SC 10): la celebración del misterio eucarístico.
Es interesante indagar, procediendo por asociación de ideas,
en el conocimiento actual de los significados de palabras que
nosotros en la Iglesia damos por descontado. Puede resultar un
óptimo ejercicio de realidad preguntar hoy a jóvenes y menos
jóvenes, creyentes o no, lo que entienden por «misterio eucarís-
tico», qué imágenes y qué emociones se encienden en su mente
y aceptar como sinceras las respuestas más variadas.
En este juego, quizá el nombre más asociado a la palabra
de «misterio» podría ser Harry Potter, y la emoción más di-
fundida pintada con la gama de tonalidades que varían entre la
curiosidad y el temor. Las respuestas podrían atravesar mitos
y leyendas, volver a evocar escenarios de fantasía y aventuras
como en el ciclo de las leyendas medievales de la búsqueda del
santo Grial.

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270 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

2. Celebración

Para poder hablar todavía de la misa en los términos de «mis-


terio eucarístico» o «celebración eucarística» que, de por sí, es la
forma más bella de oración que vive la Iglesia, será útil y necesa-
rio rehabilitar sus lenguajes para que se comprendan y sean prac-
ticados por todos. En efecto, una lengua que ya no se entiende es
una lengua agonizante: si deja de ser practicada, muere, mientras
vivos están todavía los que escuchan, hablan, desean entender
y siguen siendo para nosotros los destinatarios del lenguaje de
la celebración. Se trata, por tanto, de volver a dar significado
a las palabras o, mejor, de recordar su significado y restaurarlo:
ri-cor-dare, «dar-de nuevo-al corazón» el sentido de lo que se
vive, conscientes de que los significados evolucionan y crecen
junto a quien los comprende y los transmite.
Así, «celebrar» —según cualquier diccionario— significa «ala­
bar», «exaltar», «glorificar» algo o a alguien, «festejar» con cere-
monias y siempre se ha referido a actos que tienen un carácter de
solemnidad. Eucaristía también es una palabra que tiene su origen
en el griego y significa: «reconocimiento, acción de gracias».
Celebrar la eucaristía es celebrar una acción de gracias, una
ocasión alegre para dar gracias de modo solemne. Es lo que hizo
Jesús en su última cena con los discípulos: «En la noche en que
iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gra-
cias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vo-
sotros. Haced esto en memoria mía”. Lo mismo hizo con el cáliz,
después de cenar, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi
sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía”»
(1 Cor 11,23-25).

3. Misterio

«Misterio» es la palabra más compleja. En el lenguaje común,


su significado reenvía a lo que está parcialmente cerrado a la com-
prensión o las normales posibilidades intuitivas y cognoscitivas
del intelecto humano y provoca una reacción de incertidumbre no
necesariamente ansiosa y a veces carente de fascinación.

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 271

En el lenguaje de la fe —que nace del lenguaje común— se


entiende por «misterio» una verdad que, si bien no puede ser to-
talmente explicada ni entendida, es al mismo tiempo una reali-
dad en la que se puede entrar, puede ser explorada y en la que se
puede participar: el misterio puede ser habitado.
Me vienen a la mente los dibujos que me regalaban mis so-
brinos cuando eran pequeños: misteriosos desastres coloreados,
palabras escritas al revés, títulos improbables… Pero esos dibu-
jos dejaban transparentar todo de ellos: su forma de mirar la rea-
lidad, su pasión, sus emociones y su amor por mí. Los recibía y
conservaba como tesoros, los alababa y aplaudía como una ma-
ravillosa expresión de profundísimo cariño, esas pequeñas obras
de arte no serán nunca expuestas en un museo de arte (¡todos lo
merecerían!); pero contienen no solo el misterio inexplicable de
la vida de quienes los pintaron, sino también la misma relación
que se manifiesta en el ser dados; en esos folios de papel no se
expresa solo el don y el donante, sino también la preciosidad de
quien lo recibe y es este entramado el que los hace importantes.
Por lo tanto, el «misterio» eucarístico —la eucaristía como
cuerpo y sangre del Señor y la celebración de la misa— se nos
presenta como una puerta que nos permite en la fe entrar en los
gestos de Jesús, en su oración, sus sentimientos; nos permite
habitar la vida de Dios, la comunión de la Trinidad; nos per-
mite participar «misteriosamente» a su don acogiéndolo sim-
plemente de sus manos, sin poder poner las nuestras que lo redu-
cirían a algo menor de lo que es: el mismo Jesús.

II. BUENOS Y MALOS

He probado a vivir contigo / Y he descubierto que es


perfecto / Si te miro a los ojos / Sin fingir nada / Sin cam-
biar na­da / Así estoy ahora aquí / Pero tú sabes que no es
un regreso / Porque siempre somos nosotros / El primer
día cada vez (M. Mengoni, Canción «Onde» [2017]).

Durante la recreación de la tarde, sobre todo en invierno, te-


nemos la costumbre de jugar en la comunidad. Y se sabe que el

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juego revela buena parte de nuestro modo de ser y participar en la


vida. Una tarde, jugando al famoso «nombre, apellido, cosa, ciu-
dad…», una joven, que había entrado hacía poco en el monasterio,
estaba sentada al lado de una hermana un poco más mayor. A cada
ronda, la postulante apuntaba con cuidado en el margen de la hoja
los puntos acumulados mientras, quizá por pereza, la monja más
mayor no lo hacía. El hecho debió de molestar a la joven porque
le preguntó: «¿Pero no cuentas los puntos?». Y ella, con una sen-
cillez impactante, le respondió: «¡Ya lo he ganado todo!». Eviden-
temente, la monja mayor no se refería al pasatiempo en cuestión,
sino a la vida. Este apunte es para nosotros interesante.

1. Competición

Desde el principio de su narración, la Escritura pone de ma-


nifiesto una característica que parece que hunde sus raíces en las
cuerdas del ánimo humano: desde que Adán y Eva se ponen a
litigar con Dios, desde que Caín y Abel manifiestan en escena la
primera lucha entre hermanos, también nosotros nos movemos
por competición y rivalidad, convencidos que nada se nos dará
gratuitamente. Es cierto que a menudo pensamos que todo se tie-
ne que merecer y conquistar en detrimento de los demás.
No es difícil crecer bajo la estela de la competición en el
peor sentido del término si nos ponemos bajo una mirada de jui-
cio, si nos vemos observados continuamente. El cuerpo, el estilo
de vida, las relaciones, la manera de vestir… todo en nosotros es
sometido a un juicio implacable —a menudo sumario e injusto—
del cual resulta difícil sustraerse.
De este modo, nos agotamos creyendo que la vida puede dar-
nos también regalos, cosas que no nos merecemos y de los cua-
les podemos disfrutar, que no hemos conseguido como premio
por un concurso, que no hemos pagado nosotros —quizá lo ha
hecho alguien que nos ha precedido— pero que pueblan y enri-
quecen nuestra existencia.
Estar forzados a competir siempre tiene un precio muy alto
que paga sobre todo quien no sabe que es amado, quien no se
siente amado por nadie. Induce a creer que la propia vida solo

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 273

vale en relación con la aprobación de los demás y que la propia


identidad se funda únicamente sobre el juicio de los demás.
El querer conquistar estima y aprecio demostrándose a sí mis-
mo y a los demás que, por ejemplo, se es valiente y desenvuelto
en condiciones de grave peligro, encuentra en la actualidad una
amplísima difusión en especial entre los niños y los adolescentes y
se alimenta por el gran altavoz de las redes sociales. Los llamados
challenge, los retos en línea, llenan las redes y pretenden prometer
y producir una popularidad y visibilidad que no son comparables
con la vida real. De este modo, jóvenes y jovencísimos se filman o
se dejan grabar mientras se someten a pruebas extremas de impro-
bable éxito. Resistir a una improvisada ducha de agua helada —el
Ice Bucket Challenge iniciado en 2014— puede parecer inclu-
so divertido; pero la desgraciadamente famosa Blue Whale —un
reto de cincuenta días de pruebas dolorosas con autolesiones que
han llevado a algunos hasta el suicidio— es solo una de las trági-
cas evidencias de esa antigua vorágine que sigue deglutiendo la
vida: la necesidad de demostrar la propia existencia, la propia va-
lía, el ser mejor que los demás, el gustar para merecer ser amado.

2. Don

En cambio, en el Cantar de los Cantares resuena con suavi-


dad y, al mismo tiempo, con gran asertividad, la expresión colo-
cada en los labios del cantor sagrado: «Quien quisiera comprar
el amor con todas las riquezas de su casa, sería sumamente des-
preciable» (Cant 8,7). Esto es así porque el amor no se compra,
no se puede adquirir, no se mercadea, por definición es gratui-
to, es don, prescinde de méritos, riquezas, pobreza, conquistas y
pérdidas de lo que eres y de lo maravilloso que eres. El amor no
se merece: se recibe y se da con sencillez, desinteresadamente.
Para el Evangelio, a diferencia de todo lo que solemos pensar,
el mundo no está dividido en buenos y malos, en capaces e inca-
paces, en valientes y pusilánimes, sino que está habitado por hi-
jos de Dios, por hermanos y hermanas, invitados todos a participar
de la alegría del Señor (cf. Mt 25,23): «El mundo —ha enseñado
recientemente el papa Francisco— todavía no lo sabe, pero todos

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están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19,9). Na-


die se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, me-
jor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer
esa Pascua con ellos» (cf. Francisco, Desiderio desideravi, 4-5).
Así, entrar en una iglesia para participar en la celebración de
la eucaristía es para todos: la entrada es libre, no está reservada a
los «sin pecado», a los puros, a quienes son dignos o creen serlo
engañándose a sí mismos. La celebración de la misa es abierta:
hay allí una comunidad que se reúne y escucha junta la Palabra
de Dios, que reza e intercede preocupándose por todas las nece-
sidades de la Iglesia para presentarlas al Señor.
Hay espacio en la celebración para la reconciliación entre
hermanos, hay un tiempo para pedir perdón y un tiempo para
perdonarse recíprocamente, para rezar juntos en el padrenuestro,
la oración que el Señor nos ha enseñado; y somos invitados a la
comunión: a compartir el único cuerpo de Cristo. Todos nosotros
«nacemos de un acto de amor, vivimos para amar y ser amados»
(venerable Chiara Corbella) y la Iglesia celebra en la eucaristía
el amor de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es para todos y
para cada uno. Cada palabra, cada oración, cada intención expre-
sada durante la liturgia eucarística son signo y eco de este amor
y quieren preparar nuestra mirada a la contemplación de ese acto
de amor que nos ha hecho nacer y nos hace renacer cada día: la
pasión, muerte y resurrección de Jesús por nosotros. La celebra-
ción eucarística es «sencillamente» eso, «sencilla», que no signi-
fica banal, sino esencial.

III. HAMBRE
¿Qué quiere decir exactamente vivir, morir, / crecer y
cambiar? / Siempre tengo hambre / Me lo dices casi
siempre / Pienso demasiado, no puedo evitarlo / ¿Qué
es concretamente la vida, la muerte, / el tiempo y la fe-
licidad? / Siempre tengo hambre / Hambre es el miedo
al futuro / Hambre es cuando ya no estás seguro, / Ham-
bre es la voluntad de sentirme vivo / Hambre es la sor-
presa de que todo va mejor / Siempre tengo hambre /
Yo siempre tengo hambre / Sí, siempre tengo hambre
(Street Clerks, Canción «Ho fame» [2019]).

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 275

Ya han transcurrido varios años desde que un millón de jó-


venes participantes de la Jornada Mundial de la Juventud en el
año jubilar de 2000 escucharon de la trémula pero potente voz
de Juan Pablo II unas palabras de extraordinaria luz y belleza:

En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la feli-


cidad; es él quien os espera cuando no os satisface nada de lo
que encontráis; es él la belleza que tanto os atrae; es él quien
os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite deja-
ros llevar del conformismo; es él quien os empuja a dejar las
máscaras que falsean la vida; es él quien os lee en el corazón
las decisiones más auténticas que otros querrían sofocar. Es Je-
sús el que suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida
algo grande, la voluntad de seguir un ideal, el rechazo a dejaros
atrapar por la mediocridad, la valentía de comprometeros con
humildad y perseverancia para mejoraros a vosotros mismos y a
la sociedad, haciéndola más humana y fraterna (Juan Pablo II,
Vigilia de oración con ocasión de la XV Jornada Mundial de la
Juventud [19-8-2000]).

Estas palabras tan importantes, confirmadas por la convic-


ción y la firmeza de un hombre ya debilitado por la edad y con
una salud frágil, tienen el gusto de la autenticidad y siguen reve-
lándonos todavía lo que nos habita de verdad y profundamente:
el deseo de felicidad, de plenitud.

1. Deseos

La propia vida pide fecundidad, abre al futuro, impulsa a in-


vertir cada día energías y recursos para llevar belleza y bondad.
También dan testimonio de ello las filas de personas, más o menos
adultas que se forman de madrugada a la entrada de tiendas que
prometen la venta del último modelo de zapatos o de móvil de
última generación: nuestros deseos son capaces de movernos,
de reali­zar cosas impensables, nuestra hambre nos atrae hacia lo
que ansiamos y por lo que estamos dispuestos a gastar energías,
tiempo y dinero para saciarnos. O al menos así lo creemos.
Porque a menudo, ese hambre que imaginamos saciar con-
tinúa; ese objeto que estamos convencidos de que es capaz de

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276 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

satisfacernos no tiene ese poder y resulta efímero casi de in-


mediato, poco nutritivo, si acaso capaz de ampliar todavía más
nuestra frustración. No nos cuesta reconocerlo como un ídolo,
pero aprendemos que, como todos los ídolos, promete lo que no
mantiene. ¿Cómo es posible? Siempre nos ha sorprendido la pre-
gunta planteada por el profeta Isaías: «¿Por qué gastar dinero en
lo que no alimenta y el salario en lo que no da hartura?» (Is 55,2).
No es tan sencillo entrar en contacto con los deseos autén-
ticos del corazón; sobre todo, es difícil saber lo que queremos,
lo que queremos de verdad, y actuar en consecuencia, mover-
nos en la mejor dirección para conseguirlo. También podrá pa-
recer extraño, pero lo que sacia nuestra vida —nos enseña san
Juan Pablo II— «¡es Jesús!». «La felicidad que buscáis —insiste
Benedicto XVI a los jóvenes reunidos en Colonia para la Jornada
Mundial de la Juventud—, la felicidad que tenéis derecho de sa-
borear, tiene un nombre, un rostro: el de Jesús de Nazaret, ocul-
to en la eucaristía. Solo él da plenitud de vida a la humanidad»
(Benedicto XVI, Discurso en la fiesta de acogida en el embar-
cadero del Poller Rheinwiesen (Colonia) [18-8-2005]).
El verdadero animador de nuestros pensamientos de bien
—fecundos y portadores de vida— es el Señor, él es la fuente, el
camino y la meta de nuestros deseos (cf. Jn 14,5). Es a él a quien
buscamos, aunque a veces sea inconscientemente, en cada ínti-
mo movimiento del corazón: también en el pecado, de manera
paradójica, buscamos la felicidad, si bien en el lugar equivocado
como un tiro de flecha que no da en el blanco. Lo enseña muy
bien san Agustín con la búsqueda de la verdad en su vida: «Al
buscarte, Dios mío, busco la vida feliz. Haz que te busque para
que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma
vive de ti» (Agustín, Confesiones X, 20, 29). El Catecismo de
la Iglesia Católica también nos regala esta hermosa enseñanza:
«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque
el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa
de atraer al hombre hacia sí, y solo en Dios encontrará el hombre
la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (n. 27).
Pero nosotros, ¿podemos creerlo? Y si fuese verdad, ¿qué
camino habría que recorrer? ¿Dónde ir para saciar ese deseo tan
radical que está en nosotros? Abrahán, Moisés, David… María,

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 277

José… Pedro, Pablo, Agustín, Francisco, Teresa de Calcuta, Juan


Pablo II, Chiara Corbella, Carlo Acutis… ¿dónde encontraron a
ese Dios que cambió sus vidas y que, junto con ellos, pudo trans-
formar no solo su vida, sino también la historia? ¿Dónde si no en
esa misma vida y en esa misma realidad, en su cotidianidad más
banal, en la cual si dejaron molestar por Alguien que después re-
conocieron y llamaron por su nombre: «Señor mío y Dios mío»
(Jn 20,28)?

2. Banquete

Para nosotros, cada celebración eucarística es una ocasión


para reanudar esta relación con el Señor, que se desarrolla to-
talmente en la realidad, manifestando el verdadero sentido de
la encarnación: Dios ha elegido esta carne, ha vivido en la his-
toria, vive y actúa en la historia, y hoy viene a hablar conmigo.
Cada vez que participamos en la santa misa se nos ayuda a dar
un nombre a nuestra hambre para verla por fin reconocida y es-
cuchada: tenemos hambre de palabras buenas, de sentido y signi­
ficado, de vida eterna. Estamos hambrientos, deseosos de rela-
ciones auténticas y vitales, de alguien que se preocupe de verdad
por nosotros, de alguien que esté pendiente de nosotros.

Esto hace Jesús, que viene a nuestro encuentro con dulzura, en la


asombrosa fragilidad de una hostia. Esto hace Jesús, que es pan
partido para romper las corazas de nuestro egoísmo. Esto hace
Jesús, que se da a sí mismo para indicarnos que solo abriéndo-
nos nos liberamos de los bloqueos interiores, de la parálisis del
corazón. El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos
invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas
inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior. La
eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende
el deseo de servir (Francisco, Homilía de la solemnidad del
Corpus Christi [14-6-2020]).

La santa misa se asemeja a un banquete al que hemos sido


invitados, llamada por ese motivo «convite»: una «mesa» a la
que podemos acercarnos precisamente porque estamos necesi-

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278 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

tados de buena comida. Está preparada la mesa de la Palabra


para saciar nuestra necesidad de ser guiados y acompañados en
el camino de la vida; está lista la mesa del cuerpo del Señor para
saciar el deseo más íntimo de entrar en comunión con él, de for-
mar en él un solo cuerpo con todos los que comen del único pan
partido (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1329). Pero aten-
ción con no olvidar que «antes de nuestra respuesta a su invi­
tación —mucho antes— está su deseo de nosotros: puede que ni
siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a
misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que él tie-
ne de nosotros» (Francisco, Desiderio desideravi, 6). El Señor
está ahí esperando, ¡en cada celebración se manifiesta el encuen-
tro de dos deseos!

IV. SEMILLA

Este relato comienza contigo / Contigo sentada entre


mis palabras / Hay un puesto que tengo escondido para
ti / Un puesto que está aquí desde siempre / Ya estaba
antes de mí y aún está / Se abre ahora para nosotros
eternamente (Francesco Gabbani, Canción «Eterna-
mente ora» [2016]).

Cuando era niña, recuerdo particularmente un momento


concreto de la misa, poco después del inicio, cuando se nos ha-
cía sentarnos y alguno se iba a leer. Sentada, podía relajarme
y dejarme llevar por mis pensamientos durante un tiempo más o
menos largo, dependiendo de la duración de las lecturas que
a menudo no me apasionaban ni tampoco entendía a causa de
todos esos nombres desconocidos y esas frases difíciles… Ade-
más, me habían enseñado que en ese momento había de callarse
—¡había que hacerlo durante todo el tiempo de la misa!— y hoy
pienso que, con toda probabilidad, si ya se hubieran inventado
los smartphones en los tiempos de mi infancia, habría estado mi-
rándolo con frecuencia en esos momentos que me resultaban tan
aburridos.
Pero todo cambiaba cuando el sacerdote se levantaba para
leer el Evangelio junto con la asamblea que lo escuchaba. Eso

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 279

me gustaba, sus relatos eran interesantes, fascinantes, a veces


extraños y provocadores, pero me parecían llenos de autoridad
y sencillos al mismo tiempo, lo que hacían que merecieran toda
mi confianza.
La historia de Jesús me fascinaba, me llamaba la atención.
Imaginaba con facilidad las situaciones narradas, las escenas
descritas por Jesús en las parábolas que inventaba, los personajes
implicados y los lugares, los paisajes de esos lugares tan lejanos
y, sin embargo, tan cercanos. Me gustaba muchísimo la lectura
del Evangelio del Domingo de Ramos. Era largo, proclama­do
por varios lectores con mucha solemnidad y entendía que ese
domingo era distinto a los demás; sentía que el Evangelio me
llegaba como un relato vivo, lleno de emociones, dramas, golpes
de efecto. Pero todavía no era capaz de ir hasta el fondo ni de ex-
cavar a través de la Escritura para escuchar la Palabra.
Una tarde, un compañero de la escuela, sabiendo que iba a
la parroquia, me dijo irónicamente: «¿Vas a la iglesia, y crees de
verdad que todos hemos nacido de Adán y Eva?». Esa pregunta,
todavía la recuerdo perfectamente, me puso en crisis.
¿Por qué se lee la Biblia durante la misa? ¿Relatan las Escri-
turas hechos históricos? Porque, después de haber escuchado las
lecturas, respondemos: «Damos gracias a Dios». Si no creemos
en sus relatos, ¿sospechamos que lo leído es falso? Sí, mi com-
pañero tenía razón y su razón es verdadera: leer y escuchar la Pa-
labra de Dios debe impactar con nuestra existencia concreta. Si
Dios habla a través de ella, debe necesariamente tener algo que
decir no solo y no tanto sobre la humanidad en general, sino so-
bre mí, sobre mi vida, sobre la presente historia —no solo sobre
la pasada— y sobre el futuro. Y, sobre todo, debe decir la verdad,
lo que vale para la vida.
Nuestra forma de pensamiento occidental nos hace creer a
menudo que una historia sea verdadera solo si es relatada en el
lenguaje de la crónica, que una realidad sea verdadera solo si es
mesurable y repetible. Lo demás, pensamos, debe ser catalogado
entre las fábulas y los cuentos de fantasía que sostenemos que no
tienen nada que ver con la realidad de las cosas. Esta convicción
corre el riesgo de impedir prestar credibilidad al narrador bíblico
y de entrar en contacto con la sabiduría del relato.

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280 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

El texto que la Iglesia nos entrega es una obra compleja que


se formó en poco menos de un milenio y está compuesto por se-
tenta y tres libros —cuarenta y seis del Antiguo Testamento y
veintisiete del Nuevo— que constan de más de 31 000 versícu-
los, más de 700 000 palabras y que, aun así, se puede considerar
como un único libro.

1. Tejido

Leyendo y escuchando las Escrituras, descubrimos muchos


hilos que tejen una trama a través de milenios, en culturas di-
ferentes, en tiempos históricos y lugares geográficos distintos,
pero que a través de los textos cuentan la historia de Dios con
los hombres. «Texto» viene de «tejer, tejido, trenzado»: a través
de estos textos podemos descubrir el trenzado entre la vida de
Dios y la vida de los hombres. Por lo tanto, la Biblia puede ser
reconocida también como la historia de una relación de un pue-
blo con su Dios, una historia narrada de mil modos distintos, ya
sea mediante la crónica o también por medio de poesías, cantos,
lamentos, parábolas y semejanzas.
Durante la celebración eucarística escuchamos por tanto re-
latos, experiencias, hechos, historias de vidas que se han entrete-
jido con Dios. Por este motivo, la Escritura ha de leerse junto con
nuestra vida, tiene que hablar a nuestra vida porque viene de una
vida a la que ha hablado Dios. La Biblia no explica una teoría
sobre Dios, no es un discurso edificador, no viene de arriba, sino
de abajo, de la tierra, de la carne y la sangre, del sudor, el can-
sancio, la lucha, las contradicciones de la historia, las heridas,
las alegrías y las metas alcanzadas, la pasión de generar, la vida.
Sencillamente, de quien ha encontrado a Dios.
Lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica cuando nos
recuerda que «la fe cristiana no es una “religión del Libro”. El
cristianismo es la religión de la “Palabra” de Dios, “no de un ver-
bo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo”. […] En la
Sagrada Escritura, Dios habla al hombre a la manera de los hom-
bres. En la composición de los libros sagrados, Dios se valió de
hombres elegidos, que usaban de todas sus facultades y talentos;

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 281

de este modo, obrando Dios en ellos y por ellos, como verdade-


ros autores, pusieron por escrito todo y solo lo que Dios quería»
(cf. nn. 106-109).

2. Tierra

No es nada extraño: Dios ha hecho así siempre. Cogió pol-


vo, creó al hombre y en ese barro sopló su espíritu dándole la
vida. Y de la misma manera, el Espíritu descendió en el corazón
de los autores de las Escrituras para que escribieran lo que fuera
útil para nuestra salvación. Solo podía ser así; ¡Dios nunca anu-
la nuestra carne, ni prescinde de nuestra humanidad! La Pala-
bra de Dios viene de abajo porque el sueño de Dios atañe desde
siempre a la tierra, la historia, cada persona y porque él mismo
decidió hacerse hombre en la plenitud de los tiempos. Por eso,
cuando leemos la Escritura, podemos sentirla vibrar en noso-
tros y por eso es tan importante proclamarla y escucharla en la
celebración de la misa: Dios contó de sí mismo a Moisés, a los
profetas, a los evangelistas… podemos aprender su lenguaje,
podemos conocerlo, podemos entretenernos con él como con un
amigo (cf. DV 2) con el cual alegrarse, reñir, llorar, reír, sufrir,
soñar, luchar, amar.
Cuando Jesús habla de la Palabra de Dios, la describe como
una semilla: «Escuchad: Salió el sembrador a sembrar; El sem-
brador siembra la Palabra» (Mc 4,3.14), como una semilla echa-
da en la tierra de nuestra vida que para dar fruto debe ahondar en
lo íntimo de nuestro corazón, en lo profundo de nuestra persona.
Antiguamente, la semilla era echada en la tierra y solo des-
pués la revolvía el arado tirado por bueyes y, en su trabajo, eran
los mismos animales los que pisoteaban y enterraban con sus pa-
tas la semilla. La obra de Dios también es así: siembra en la tie-
rra de nuestra vida y la trabaja con los hechos de la historia para
hacer profundizar la semilla, para permitirle pudrirse, transfor-
marse, generar otra vida. Evidentemente, cada buen labrador se
preocupa de su siembra y creemos que, si dejamos hacer a Dios
su trabajo de sembrador, será él mismo, con su espíritu el que se

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282 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

preocupe de que esta semilla traiga fruto junto con nuestra pa-
ciencia, cuidado y muchas veces cansancio.
Pero el secreto es fiarse de la semilla, dar crédito a la Pala-
bra de Dios, escucharla, acogerla en el campo de su propia vida,
también cuando no se comprenda hasta el fondo, dejarla actuar y
descender en profundidad para que allí pueda madurar.

V. TRAICIÓN

Y tal vez nos perdimos en la traducción / Tal vez pedí


demasiado / Pero tal vez esto fue una obra maestra /
Hasta que lo rompiste todo / Corriendo asustado, yo es-
taba allí / Lo recuerdo demasiado bien / Y me llamas de
nuevo (Taylor Swift, Canción «All too well» [2012]).

«Sobre todas las demás, mal creada plebe / que ocupas el


sitio del que es duro hablar, / mejor hubieran sido aquí cabras u
ovejas» (Dante Alighieri, Infierno, XXXII). En su viaje, acom-
pañado por Virgilio, Dante encuentra y reconoce —en el último
círculo del Infierno, en el punto más bajo y terrible— a quienes
han sido «el fraude, que se puede hacer a quien de uno se fía»:
los traidores. Su pena es quedarse entrampados en un lago de
hielo en cuyo centro está Lucifer inmerso hasta la cintura que
devora con sus tres cabezas a tres excelentes traidores: Bruto,
Casio y Judas Iscariote. Para la conocida ley del talión, el hielo
que les condena es el mismo hielo —opuesto al fuego del amor
de la caridad— que reinó en su corazón en el acto de traición.
«Traicionar» encuentra su raíz en el verbo latino de tradere,
compuesto por tra- como «fuera» y dare, con el significado de
«entregar» —más precisamente «entregar al enemigo»— y en su
sentido extenso de «faltar a la fidelidad». En términos análogos,
traicionar tiene que ver con la delación, la renuncia, la abjura-
ción, pero también el adulterio, la mentira y a menudo la envidia,
el engaño y el fraude.
En las relaciones amorosas, las amistades y en cualquier
afecto, la traición marca un punto de no retorno; hace de división
entre un «antes» y un «después», entre lo que era y ya no es o
que, de todos modos, será difícil restaurar.

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 283

Mientras se esconde, a veces incluso solo en los pensamien-


tos del corazón, la traición se alimenta de mentiras y de hipo-
cresía, pero cuando sale a la luz, enciende el dolor y hace vibrar
los registros más oscuros de la rabia, la frustración, la amargura,
la desilusión y el desprecio; provoca distancia y pone en movi-
miento una crisis, literalmente un «proceso de juicio» que la ma-
yoría de las veces resulta implacable ante los traidores.

1. Transformación

Hay un momento en la misa en el que «todo cambia» y el pan


ya no es pan, se convierte en cuerpo del Señor Jesucristo, el vino
se convierte en su sangre; es el momento de la oración de consa-
gración dentro de la oración eucarística. Pues bien, ese momento
inicia con estas palabras: «En la noche en que iba a ser entrega-
do…» (Misal Romano, Plegaria eucarística III; cf. 1 Cor 11,23).
No la noche anterior, ni una tarde cualquiera, ni siquiera de día o
en un momento cualquiera, sino precisamente en esa noche terri-
ble y oscura, cuando el amigo traicionaba al amigo (cf. Jn 13,21-
30) hasta entregarlo a las manos de los enemigos para aniquilarlo,
matarlo, callarlo para siempre. En esa hora de desgracia y amar-
gura, el Señor, el traicionado, el entregado, ¿qué hace? Ama, se
da, inventa un modo para permanecer siempre: ¡la eucaristía!
En el monasterio donde vivo hay un cuadro muy grande, un
óleo sobre tela —a decir verdad, no me veo capaz de definir-
lo como obra maestra— colgado junto una puerta desde la que
las monjas tenemos la costumbre de pasar para entrar en nues-
tras celdas después de la oración de completas; puedo decir que
es la última imagen que veo antes de ir a dormir. En los primeros
años en los que viví en el monasterio y durante mucho tiempo,
me molestó no solo por su crudeza, sino también porque no en-
tendía su significado. Se trata de una representación tremenda-
mente dra­mática en la que Jesús está pintado acostado sobre un
lagar, como una enorme prensa. Más lejos hay dos ángeles con
la intención de accionar el mecanismo para pisar el cuerpo de
Jesús. La sangre que manaba de ahí es recogida más abajo en
un gran cáliz. Los colores son oscuros a propósito y comunican

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284 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

gran melancolía, los rostros son tristes, llenos de lágrimas. Con


algunos años de retraso he descubierto que se trata del llamado
Torculus Christi o «Lagar místico», una de las imágenes más ví-
vidas que ha desarrollado el arte figurativo devocional a partir de
la Baja Edad Media y, sobre todo, en el siglo xiv y xvii. El im-
pacto de esta imagen no es menos fuerte que el de la crucifixión
y, a pesar de no tener de por sí ninguna referencia en la narra-
ción evangélica, tiene a mi parecer todavía hoy un fuerte alcan-
ce simbólico y mistagógico para acceder al misterio de Cristo y
también al misterio de nuestra vida. El relato que esta imagen
entreabre a quien la observa o, mejor, a quien no huye de esta
imagen y se deja mirar, plantea una seria pregunta: ¿qué sucede
cuando somos pisados, prensados por lo que vivimos? Cuando
somos aplastados por la «cruz» o las «cruces» de la vida, ¿qué se
saca de nosotros: buen vino que da vida o veneno que la quita?

2. Jesús

Solo Jesús es el fruto que, prensado en el lagar, exprimido


por la traición de los amigos, pisado por la voluntad benéfica
de vencer al verdadero enemigo —el mal—, produce dulzura y
amor. De este fruto exclama san Agustín: «El primer racimo pi-
sado en el lagar es Cristo. Al ser exprimido en la pasión aquel ra-
cimo, de él manó el zumo, del que se dijo: ¡Qué excelente el cá-
liz embriagador!» (cf. Agustín, In Ps. 55).
Por lo tanto, Jesús, en la noche en que fue traicionado, da lo
mejor de sí mismo, da todo de sí mismo, su cuerpo y ofrece su
vida por sí mismo, nadie se la quita (cf. Jn 10,17-18). El traidor
parece que casi no tiene la culpa: Jesús se deja traicionar, entre-
gar (Jn 18,8). Cada domingo, cada vez que se celebra la euca-
ristía, la liturgia nos lleva a esa noche, nos lleva donde, quizá
no querríamos ir, en esa oscuridad que se ha revelado verdade-
ra tiniebla de la que se ha vuelto a encender la luz verdadera. Y
nosotros asistimos silenciosos y llenos de agradecimiento a la
transformación que Jesús mismo ha obrado y sigue obrando, al
admirable cambio de un pecado en un don, de un dolor en una
oportunidad, de un acto de odio y enemistad en un acto de amor.

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 285

VI. TATUAJES

Es eterna la carretera que lleva a ti en estos discursos


nuestros / El abrazo de un hijo al padre por todos sus es-
fuerzos / Es eterna la vida si consigues entenderla / No
te pido amarla, sino conseguir sentirla / Es eterno un
muchacho que sueña con los ojos llorosos / Tu voz
por la mañana que anula las pesadillas y los años pa­
sados / Es eterno todo lo que tú consigues darle un sen­
tido / En el fondo, la eternidad para mí eres tú (Fabrizio
Moro, Canción «L’eternità» [2018]).

«If you fall, get up stronger» (Si caes, levántate más fuerte):
es el primer tatuaje que mi sobrina, superada la mayoría de edad,
quiso imprimir en su piel para siempre. A este siguieron otros re-
lacionados con acontecimientos importantes de su vida, que qui-
so fijar en la memoria y en su cuerpo también como indelebles.
La palabra «tatuaje» proviene del polinesio tattaw, que sig-
nifica «incidir», «decorar». Es un fenómeno intergeneracional
con diversos significados culturales colectivos y también muy
personales. El tatuarse en la piel las «cosas» importantes de la
vida es una práctica que dura desde hace milenios y que atraviesa
todas las culturas del planeta en tiempos diversos. Los tatuajes
más antiguos del mundo se han encontrado en el cuerpo de dos
momias egipcias, una de una mujer y otra de un hombre, que vi-
vieron hace más de 5 000 años.
El estudio sobre el tema es amplio e interesante y, aunque
parezca extraño, algo de esta reflexión puede ayudarnos a en-
tender el misterio de la eucaristía. Todavía recuerdo esos chicles
que el charcutero nos regalaba cuando éramos pequeños: estaban
envueltos en un papel muy fino que, cuando se mojaba y se po-
nía sobre la piel, transfería una imagen coloreada que, a nuestro
pesar, se borraba poco después, era solo temporal. Nos parecía
imitar a los piratas de los cuentos o de los pocos adultos transgre-
sores que entonces se podían encontrar con dibujos en los brazos
o en la espalda; traicionaba nuestra necesidad infantil de hacer-
nos remarcar; era divertido, pero no duraba.
Ahora el tatuaje se ha hecho serio, simbólico, casi necesario
por decirlo de algún modo, según la moda imperante, algo de sí

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286 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

mismo. Si bien también las técnicas para deshacer tatuajes que se


hacen indeseables con el tiempo están mejorando cada vez más,
el carácter permanente del dibujo o del eslogan impreso en la
piel es lo que más fascina del tatuaje.

1. Para siempre

Ese «para siempre» que algunos retóricos de nuestro tiempo


declaran muerto —esa estabilidad que parece que se ha puesto al
margen de nuestro sentir compartido— se revela ser en realidad
una necesidad esperada, profunda e identitaria de cada perso-
na. En el fondo, todos deseamos un «para siempre», algo o, me-
jor, a alguien que sea permanente, definitivo, incancelable, que
nos acompañe toda la vida, a alguien a quien dar definitivamente
nuestra vida.
Si nace una amistad, imaginamos que será para siempre; si
es un amor, lo queremos para siempre e intentamos decirlo de to-
dos los modos posibles, incluso hasta hacernos tatuar en el cuer-
po el nombre o las iniciales del amado, de la amada, como para
decir los inseparables que son los elementos, la entrega de al me-
nos un trozo de nosotros mismos —algún centímetro cuadrado
de piel— a quien se ama más.
Igualmente significativo en términos de duradero y estable,
al menos en el deseo, es el candado que las parejas de adoles-
centes y de otras menos jóvenes, cierran en las barandillas de
las orillas de los ríos de todas las ciudades, echando la llave al
agua para decir: «¡Nada nos separará!». Es un gesto romántico y
seguramente sincero. Quizá luego no corresponderá a la verdad
que la vida irá revelando a los dos enamorados, pero muestra de
verdad los rasgos del deseo más auténtico de ese «permanecer»
que es sinónimo de amar. Y Jesús permanece. Ha elegido perma-
necer porque ama. Para siempre, «todos los días, hasta el final de
los tiempos» (Mt 28,20).
Nuestro tiempo sufre gravemente de una insana inestabili-
dad. Ha sido definido como «sísmico», un tiempo donde todo
se derrumba a causa de los movimientos que lo sacuden y que
impiden —en especial a los jóvenes, pero no solo a ellos—

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 287

que exista algo o alguien de quien fiarse, alguien que esté y


acompañe fielmente en el camino de la vida.
Incluso pensando solo en acontecimientos recientes (la pan-
demia, las guerras, la crisis climática y energética, la inestabili-
dad económica global, las repetidas situaciones críticas de los
sistemas democráticos), nos damos cuenta de manera plástica
del hecho de que el equilibrio dinámico —causado por el pa-
sar del tiempo y la progresiva evolución cultural de la humani-
dad— al que nos habíamos acostumbrado, al menos en Occiden-
te, se ha interrumpido provocando desconcierto y desconfianza.
Las patologías como los trastornos de ansiedad y de conducta
alimentaria o la depresión llenan las consultas médicas con hom-
bres y mujeres de todas las edades. Las redes sociales se han
inundado de la presencia de personas, más o menos competen-
tes que ofrecen a cualquiera consejos de todo tipo, desde trucos
de cocina hasta consejos de moda, desde prácticas de relajación
hasta de esoterismo. Según el Osservatorio Antiplagio, cerca de
trece millones de italianos consultan más de 150 000 magos y,
en Italia, se estima que el negocio de curanderos, brujos y hechi-
ceros, a los que el papa Francisco define como «delincuentes y
contrabandistas de la verdad» (Francisco, Homilía en la misa
en Santa Marta [18‑4‑2016]), gira en torno a los 4 500 millones
de euros.

2. Permanecer

Pero los datos solo son un síntoma, un indicio de algo que se


está manifestando y que revela un hastío más profundo: todos es-
tamos a la búsqueda de alguien en quien poder confiar, digno de
ser creído, alguien que sea digno de atención y al que realmente
valga la pena prestar atención. El Evangelio nos hace conocer la
fiabilidad y la credibilidad del rostro de Dios en su Hijo Jesús,
capaz de amar primero y de permanecer en el amor sin abando-
nar, traicionar ni perder a ninguno de los suyos, ¡nosotros!
Dios había prometido a Abrahán, Jacob, Moisés, los profe-
tas… a su pueblo: «¡Estaré contigo!» (cf. Ex 3,12) y, mantenien-
do su Palabra al enviar a su Hijo, hace decir a su ángel: «Le pon-

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288 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

drán por nombre Enmanuel, que significa “Dios-con-nosotros”»


(Mt 1,23). Y, como si no bastara con la encarnación, sino que se
tuviera que llegar a su culmen, el Señor «quiso llegar a nuestra
intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino
desde adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos
encontrarlo a él» (Francisco, Laudato si’, 236), realmente pre-
sente en la eucaristía. Esta presencia estable, madura y fiable se
nos es dada en el «misterio eucarístico», teniendo presente todo
lo dicho sobre la imposibilidad de capturar con nuestra inteligen-
cia racional todo lo que expresa este misterio de presencia.
Pero no nos desanimemos:
Cuántos teólogos lo saben todo sobre dicho misterio, pero no
conocen la presencia real. Porque, en sentido bíblico, uno «co-
noce» algo solo si lo experimenta. Conoce verdaderamente el
fuego solo quien, al menos una vez, ha sido alcanzado por una
llama y ha tenido que echarse atrás rápidamente para no que-
marse. San Gregorio de Nisa nos dejó una expresión estupenda
para indicar este nivel más alto de fe; habla de «un sentimiento
de presencia» que se tiene cuando alguien es atrapado por la
presencia de Dios y tiene una cierta percepción (no solo una
idea) de que él está presente. No se trata de una percepción natu-
ral; es fruto de una gracia que opera como una ruptura de nivel,
un salto de calidad. Hay una analogía muy importante con lo
que ocurría cuando, después de la resurrección, Jesús se deja-
ba reconocer por alguien. Era algo imprevisto que, de repente,
cambiaba por completo el estado de una persona. Pocos días
después de la resurrección, los apóstoles están pescando en el
lago y aparece un hombre en la orilla. Se entabla un diálogo a
distancia: «¿Tenéis algo de comer?», responden: «¡No!». Pero,
de pronto, salta una chispa en el corazón de Juan y lanza un
grito: «¡Es el Señor!», y entonces todo cambia y corren hacia la
orilla. Lo mismo sucede, aunque de modo más sereno, con los
discípulos de Emaús; Jesús caminaba con ellos, «pero sus ojos
eran incapaces de reconocerlo»; finalmente, en el gesto de partir
el pan «se les abrieron los ojos y lo reconocieron». Algo pareci-
do tiene lugar el día en que un cristiano, después de haber reci­
bido tantas y tantas veces a Jesús en la eucaristía, finalmente,
por un don de la gracia, lo «reconoce». De la fe y del «senti-
miento» de la presencia real, debe florecer espontáneamente la
reverencia y, más aún, la ternura hacia Jesús sacramentado. Es

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 289

este un sentimiento tan delicado y personal que solo con hablar


de él se corre el riesgo de estropearlo (Raniero Cantalamessa,
Quarta predica di Quaresima, 2022).

Precisamente por esto el sacerdote, después de haber invoca-


do al Espíritu Santo y haber pronunciado las palabras de la con-
sagración, exclama: «¡Este es el misterio de la fe!».
Celebrar la eucaristía es recordar, dar gracias, apreciar este
misterio de amor que nos es dado; celebrarlo cada domingo o
quizá a diario, es alcanzar de ello nuevas energías para poder
aprender también nosotros a amar así cada día de nuestra vida.

VII. PAN

Tú, tú llevas la vida / hacia una respuesta / Solo lle-


vándola hacia / sí misma e incluso / Tú, tú llevas un
hermoso cuadro / a ser una obra maestra / Y la roca del
campo / a convertirse en oro / Solo porque, / simplemen­
te porque la llevas tú (Ultimo, Canción «7+3» [2021]).

«Sucedió en aquellos días que salió un decreto del empera-


dor Augusto, ordenando que se empadronase todo el Imperio.
Este primer empadronamiento se hizo siendo Cirino gobernador
de Siria. Y todos iban a empadronarse, cada cual a su ciudad.
También José, por ser de la casa y familia de David, subió des-
de la ciudad de Nazaret, en Galilea, a la ciudad de David, que se
llama Belén, en Judea, para empadronarse con su esposa María,
que estaba encinta. Y sucedió que, mientras estaban allí, le lle-
gó a ella el tiempo del parto y dio a luz a su hijo primogénito, lo
envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había
sitio para ellos en la posada» (Lc 2,1-7).
Todo empezó en Belén: María pone al niño Jesús en un pese-
bre, en el puesto donde los animales encuentran su comida y se
acercan para comer. Belén, en judío beit-lehem, es literalmente
«casa del pan».
Acaba de nacer y este pequeño ya sabe de pan, es Navidad y
ya entrevemos la Pascua. Quizá sin ser plenamente consciente,
María realiza un gesto profético y el relato de Lucas abre nuestra

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290 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

mirada sobre la eucaristía. Desde el inicio, desde allí, desde esa


cuna improvisada, todo adquiere sentido; el pan vivo descendió
del cielo a la casa del pan y se hizo visible a los ojos de la ma-
dre, de José, de los pastores y los magos. Luego, ese pan bue-
no empezó a partirse por los caminos de Galilea y Judea como
Palabra perfumada que nutre a lo largo del camino, palabra de
verdad —como también hemos visto— sobre la que edificar su
propia existencia. Y en esa sala del piso de arriba en Jerusalén
(Lc 22,12), el pan revelaba luego toda su bondad, partiéndose a
sí mismo una vez más y ofreciendo su cuerpo en un gesto supre-
mo de don. El pan se convierte en amor, amor del que el hombre
tiene absoluta necesidad para comprenderse a sí mismo y lugar
donde encuentra el sentido de su vida. Es este el misterio que ce-
lebra la Iglesia en la eucaristía, un misterio frágil al menos como
un trozo de pan: ¡es la amorosa fragilidad de la eucaristía!

1. Fragilidad

Frágil —del latín fragilis, derivado de frangere, es decir,


«romper»— es la característica de un objeto o de una persona
que opone escasa resistencia al golpe, al mal físico o moral; es
quien es débil o poco estable. Se rompe o se puede romper con
facilidad también lo que está mal construido o un pensamiento
poco convincente, falaz e inconsistente. Pero la experiencia nos
enseña también que lo que corre el riesgo de romperse con faci-
lidad es lo que necesita ser manejado con más cuidado, y quien
debe ser protegido grácilmente y cuidado con mayor atención.

La imagen evangélica que contemplamos [en la eucaristía] —en-


seña en una homilía el cardenal Jorge Mario Bergoglio— es la
del Señor que se hace pedacitos de pan y se entrega. En el pan
partido, frágil, se esconde el secreto de la vida. De la vida de cada
persona, de cada familia y de la patria entera. ¡Qué curioso! La
fragmentación es el peligro que advertimos como el más grande
para nuestra vida social y también para nuestra vida interior. En
cambio, en Jesús, este fragmentarse bajo forma de pan tierno es
su gesto más vital, más unificador: ¡para darse entero tiene que
partirse! En la eucaristía, la fragilidad es fortaleza. Fortaleza del

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 291

amor que se hace débil para poder ser recibido. Fortaleza del amor
que se parte para alimentar y dar vida. Fortaleza del amor que se
fragmenta para compartirse solidariamente. ¡Jesús partiendo el
pan con sus manos! ¡Jesús dándose en la eucaristía! En esta fra-
gilidad amorosa del Señor hay una buena noticia, un mensaje de
esperanza para nosotros. En la cena, con el lavamiento de los pies
y con la eucaristía, quedó claro el mensaje de alianza: Jesús no
quiere ser otra cosa que pan de vida para los hombres. Al Señor
que se hace pedazos para darse entero a cada uno le pedimos que
nos reconstituya como personas, como Iglesia y como sociedad.
Contra la fragmentación que proviene del egoísmo, le pedimos
la gracia de la fragilidad amorosa que proviene de la entrega.
Contra la fragmentación que nos vuelve miedosos y agresivos, le
pedimos la gracia de ser como el pan que se parte para que alcan-
ce. Y no solo para que alcance sino por la alegría de compartirlo
y de intercambiarlo. Contra la fragmentación de estar cada uno
aislado y sumido en sus propios intereses, le pedimos la gracia
de estar enteros, cada uno en su puesto, luchando por lo de todos,
por el bien común. Contra la fragmentación que brota del escepti-
cismo y de la desconfianza, le pedimos al Señor la gracia de la fe
y de la esperanza, que nos lleva a gastarnos y desgastarnos con-
fiando en él y en nuestros hermanos (J. M. Bergoglio, Homilía
en la solemnidad del Corpus Christi [19-6-2003]).

2. Comunión

La celebración de la eucaristía hace crecer en la comunión.


Es lo que ha hecho el Señor Jesucristo, su misión es la de reu-
nir a un pueblo disperso a hacer de todos un solo corazón y una
sola alma (cf. Hch 2,42). Quizá no lo hayamos aprendido aún,
pero nos sentamos y nos reunimos en torno al altar porque apren­
demos a estar cerca los unos de los otros no solo con el cuerpo,
sino también con el corazón. Hermanos y hermanas en los cuales
corre la misma sangre que nos ha redimido, la sangre de Cristo
porque nos ha hecho partícipes de su único cuerpo que es la Igle-
sia. Somos miembros los unos de los otros porque desde el prin-
cipio la Escritura nos anuncia que «no es bueno que el hombre
esté solo» (Gen 2,18) y que «la vida de uno está ligada a la vida
del otro» (Gen 44,30).

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292 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

Para que comprendáis el sentido de esta frase os voy a poner una


imagen sacada de los Padres: suponed un círculo trazado sobre la
tierra, es decir, una línea redonda dibujada con un compás, y un
centro. Precisamente se llama centro el punto más interior del cír-
culo. Poned atención con vuestro espíritu a lo que os voy a decir.
Imaginaos que el círculo es el mundo, el centro Dios, y los radios
los diferentes caminos o maneras de vivir que tienen los hombres.
Cuando los santos, deseando acercarse a Dios, caminan hacia el
centro del círculo, cuanto más penetran en el interior, más se acer-
can los unos a los otros y al mismo tiempo a Dios. Cuanto más se
acercan a Dios, tanto más se acercan los unos de los otros; y cuan-
to más se acercan los unos de los otros, más se acercan a Dios. Y
ya comprendéis que lo mismo ocurre en sentido inverso: cuanto
más se aleja uno de Dios para retirarse hacia lo exterior, es evi-
dente que cuando uno se aleja de Dios, más se aleja de los demás,
y cuanto más se aleja uno de los demás, más se aleja también de
Dios. Así es la naturaleza del amor. En la medida en que estamos
lejos y que no amamos a Dios, en esa misma medida nos alejamos
cada uno del prójimo. Pero si amamos a Dios, nos acercamos a
Dios a través del amor hacia él, estamos en comunión de caridad
con el prójimo; y estamos unidos al prójimo porque lo estamos de
Dios (Doroteo de Gaza, Instrucciones, 78).

VIII. FISIÓN NUCLEAR

Cuando haces tu mejor esfuerzo, / pero no tienes éxi-


to / Cuando obtienes lo que quieres, / pero no lo que ne-
cesitas / Cuando te sientes tan cansado, / pero no puedes
dormir / Atascado en reversa / Y las lágrimas corren por
tu rostro / Cuando pierdes algo que no puedes reem-
plazar / Cuando amas a alguien, pero se desperdicia /
¿Podría ser peor? /Las luces te guiarán a casa / Y en-
cenderán tus huesos / E intentaré repararte (Coldplay,
Canción «Fix You» [2005]).

En los primerísimos años de difusión del cristianismo, du-


rante el reinado del emperador Trajano (98-117), el obispo Igna-
cio de Antioquía de Siria (35-107) es arrestado por ser cristiano y
conducido prisionero a Roma para sufrir la condena ad bestias
y acabar despedazado en el circo. Eusebio de Cesarea, obispo y

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 293

escritor en tiempos de Constantino (siglo iv), en su Historia ecle-


siástica reproduce los textos de siete cartas escritas por Ignacio
durante su prisión en el viaje que le llevará al martirio. Entre es-
tas se encuentra la apasionada carta dirigida a la comunidad cris-
tiana de Éfeso —ciudad costera de la actual Turquía— nos en-
trega también a nosotros una de las expresiones más elocuentes y
cargadas de significado con respecto al único pan partido que es
la eucaristía. Ignacio la describe así: «Medicina de inmortalidad,
antídoto para no morir, y alimento para vivir en Jesucristo por
siempre» (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 20, 2).
Los conocedores de los principios de la dinámica farmaco-
lógica podrían decir mucho mejor lo que ocurre en el organismo
cuando se toma un medicamento que nos es útil. Nosotros, de
modo extremadamente simplificado, recordamos de las leccio-
nes de química que en nuestras células se activan unos recepto-
res, unas proteínas, que capturan el principio activo del medica-
mento y lo introducen en el organismo para que pueda desarrollar
su acción benéfica. Si la eucaristía —según la feliz intuición de
Ignacio— es similar a un medicamento, el principio activo es Je-
sús y su vida que se une a nuestro receptor más profundo, a ese
deseo de vida escondido en el fondo de nuestra perso­na que el
mismo Espíritu ha encendido en nosotros y lo potencia, hacién-
dolo crecer y dándole energía.
De los Padres de ayer a los de hoy, la reflexión y la cateque-
sis sobre la eucaristía se han hecho más luminosas gracias a las
imágenes que pueden ayudarnos a quienes escuchamos a entrar
cada vez más en el misterio eucarístico que celebramos.

1. Energía

Son muy sugerentes las palabras que Benedicto XVI dirigió


durante la santa misa a los jóvenes del mundo entero reunidos en
Colonia en 2005 para la XX Jornada Mundial de la Juventud, el
21 de agosto. Comenta sobre la eucaristía:

¿Cómo Jesús puede repartir su cuerpo y su sangre? Hacien-


do del pan su cuerpo y del vino su sangre, anticipa su muer-

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294 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

te, la acepta en lo más íntimo y la transforma en una acción


de amor. Lo que desde el exterior es violencia brutal ―la cru-
cifixión―, desde el interior se transforma en un acto de un
amor que se entrega totalmente. Esta es la transformación sus-
tancial que se realizó en el cenáculo y que estaba destinada a
suscitar un proceso de transformaciones cuyo último fin es la
transformación del mundo hasta que Dios sea todo en todos
(cf. 1 Cor 15,28). Desde siempre todos los hombres esperan en
su corazón, de algún modo, un cambio, una transformación del
mundo. Este es, ahora, el acto central de transformación capaz
de renovar verdaderamente el mundo: la violencia se transfor-
ma en amor y, por tanto, la muerte en vida. Dado que este acto
convierte la muerte en amor, la muerte como tal está ya, desde
su interior, superada; en ella está ya presente la resurrección. La
muerte ha sido, por así decir, profundamente herida, tanto que,
de ahora en adelante, no puede ser la última palabra. Esta es, por
usar una imagen muy conocida para nosotros, la fisión nuclear
llevada en lo más íntimo del ser; la victoria del amor sobre el
odio, la victoria del amor sobre la muerte. Solamente esta ínti-
ma explosión del bien que vence al mal puede suscitar después
la cadena de transformaciones que poco a poco cambiarán el
mundo. Todos los demás cambios son superficiales y no salvan.
Por esto hablamos de redención: lo que desde lo más íntimo
era necesario ha sucedido, y nosotros podemos entrar en este
dinamismo. Jesús puede distribuir su cuerpo, porque se entrega
realmente a sí mismo. Esta primera transformación fundamental
de la violencia en amor, de la muerte en vida lleva consigo las
demás transformaciones. Pan y vino se convierten en su cuerpo
y su sangre. Llegados a este punto la transformación no puede
detenerse, antes bien, es aquí donde debe comenzar plenamen-
te. El cuerpo y la sangre de Cristo se nos dan para que también
nosotros mismos seamos transformados (Benedicto XVI, Viaje
apostólico a Colonia con motivo de la XX Jornada Mundial de
la Juventud. Explanada de Marienfeld [21-8-2005]).

2. Misión

El ejemplo sorprendió y quedó marcado en la memoria de


quienes escucharon esa espléndida homilía imaginando la con-
secución de impactos entre los átomos y el consiguiente desarro-

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9. El misterio eucarístico (SC 47-58) 295

llo de energía. Qué deseo tan verdadero no solo para un joven,


sino también para cada persona, el poder recibir y liberar energía
buena y qué entusiasmo al descubrir la real posibilidad de acti-
var el núcleo más profundo del ánimo, la conciencia espiritual,
la morada del Espíritu y el sagrario del alma (GS 16) en el que se
da el diálogo con Dios, lugar de las elecciones y las decisiones,
motor íntimo de la vida y el amor.
El pan que comemos, la Palabra que escuchamos, se parecen
a esa partícula lanzada a gran velocidad capaz de romper nues-
tras corazas que nos reprimen en nuestra vida para empujarnos a
darla, a vivir de esa caridad que es la vida de Dios y que se con-
vierte a su vez en desencadenante para la vida de los demás y de
todo el mundo (cf. Jn 6,51).

CONCLUSIÓN

Hemos atravesado muchas habitaciones, hemos abierto mu-


chas ventanas, hemos intentado esbozar un entramado entre los
relatos de la Palabra y la liturgia y los de la vida. Esperamos que
haya crecido un poco la confianza de quien ha intuido que la
mina tiene aún su veta madre de oro y que es muy rica. Pero se
trata —como para los buscadores de oro— de excavar con pa-
ciencia, dedicando tiempo y gozando de las pepitas pequeñas o
grandes que, antes escondidas, salen a la luz. ¡No todos los días,
no siempre! Quien participa en la misa a diario tampoco consi-
gue reconocer cada día su riqueza, ni encuentra cada vez una luz
luminosa; las relaciones importantes nacen con un entusiasmo
creciente, con el descubrimiento de una promesa de amistad y
amor, pero crecen en el aspecto festivo del estar juntos en el cual
el amor sedimenta, solidifica y construye fundamentos sólidos.

De domingo a domingo —enseña el papa Francisco— la Pala-


bra del Resucitado ilumina nuestra existencia queriendo realizar
en nosotros aquello para lo que ha sido enviada (cf. Is 55,10-11).
De domingo a domingo, la comunión en el cuerpo y la sangre de
Cristo quiere hacer también de nuestra vida un sacrificio agra-
dable al Padre, en la comunión fraterna que se transforma en
compartir, acoger, servir. De domingo a domingo, la fuerza del

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296 Constitución «Sacrosanctum Concilium»

pan partido nos sostiene en el anuncio del Evangelio en el que se


manifiesta la autenticidad de nuestra celebración» (Francisco,
Desiderio desideravi, 65).

Así que, ¡ánimo, probad para creer! Como el apóstol Tomás,


prueba a atravesar tus dudas y tus desconfianzas y ¡siéntate a
la mesa de la eucaristía! Quizá, a través de los links te hemos
sugerido (las citas de la Escritura, las enseñanzas de los papas,
los textos de las canciones que han abierto cada capítulo) puede
surgir también en ti el deseo de leer y profundizar. Sí, porque la
fe es también esto, es necesario alimentarse de la Palabra leí-
da en la Iglesia. Te sugiero por eso la lectura de dos textos que se
enri­quecen el uno del otro. El primero es la exhortación apostó­
lica Sacramentum caritatis del papa Benedicto XVI y el otro es
la carta encíclica Laudato si’ del papa Francisco. Sin embargo,
quiero concluir con una dedicatoria musical cuyo texto me re-
cuerda el saludo de Jesús a sus discípulos y su promesa de estar
siempre con nosotros, hasta el fin del mundo:

Cuando se te acaban las palabras / estoy aquí/ estoy aquí. Tal


vez tu solo necesitas dos / estoy aquí /estoy aquí. Cuando apren-
des a sobrevivir / y aceptas lo imposible /nadie lo cree, yo sí. No
lo sé, yo / qué destino es el tuyo / pero si quieres / si me quieres,
estoy aquí. Nadie te escucha, pero yo sí. Cuando ya no sabes a
dónde ir / estoy aquí / estoy aquí. Te escapas o levantas barre-
ras / estoy aquí / estoy aquí. Cuando ser invisible / es peor que
no vivir / nadie te ve / yo sí. No lo sé, yo / qué destino es el tuyo /
pero, si quieres / si me quieres, estoy aquí. Nadie te ve / pero
yo sí. Quien se ama lo sabe / necesitas encanto y realidad / a
veces basta con lo que hay / la vida delante de sí mismo. No lo
sé, yo / qué destino es el tuyo / pero, si quieres / si me quieres,
estoy aquí. Nadie te ve / yo sí. Nadie lo cree, pero yo sí (Laura
Pausini, Canción «Io sì» [2020]).

La eucaristía es el sacramento de la caridad, «es el don


que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infini-
to de Dios por cada hombre» (Benedicto XVI, Sacramentum
caritatis, 1) también para ti. Nunca estarás sola, nunca estarás
solo: en la eucaristía, ¡el Señor está siempre contigo!

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