Yo Soy Más Que Mis Pensamientos 2

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Yo soy más que mis pensamientos…

¿Nunca has sentido que pensabas demasiado, que deseabas parar de


pensar pero era imposible?

Tal vez los pensamientos vuelan rápido de un lado a otro sin permanecer en un
lugar de estabilidad, o puede que me quede enganchado en ese pensamiento
relacionado con el pasado o con el futuro sin poder salir de ahí, percibiendo el
malestar, el sufrimiento, deseando detener el pensamiento para engancharme de
nuevo cinco segundos después. Veo el daño que me hace, pero me siento incapaz
de encontrar el interruptor de apagado. No sé salir de ahí.

Parece que no nos podemos defender de los pensamientos. Son veloces,


imprevisibles, cautivadores o fortuitos. A veces ansiosos o dolorosos, a veces
impactantes, a veces sutiles y otros malvados. No tenemos ningún control sobre
ellos. Ay, lo que me hace sufrir esta sensación. No somos más que los
pensamientos que tenemos y así lo expresamos: “Es que soy muy reflexivo”, “Soy
mi peor enemigo porque no puedo parar de pensar”. Sin embargo, los
pensamientos no nos definen. Lo que nos define aparece justo cuando se callan los
pensamientos.

La mente sensitiva, la sintiente, la intuitiva sólo aparece cuando los pensamientos


bajan la voz y esto es fantástico porque nos da la oportunidad de encontrar
herramientas que nos facilite modular la intensidad de nuestros pensamientos.

Buda decía que “la mente es el origen de todos nuestros sufrimientos”, por lo
tanto, corresponde a persona hacer que sus pensamientos contribuyan a su propio
crecimiento y no a su destrucción. Somos del tamaño de nuestros pensamientos, y
es ahí en la mente donde se engendran las grandes hazañas o los grandes
fracasos.

Cuando nos observamos enganchados a nuestros pensamientos, sintiendo la


angustia, la ansiedad y sin poder salir, debemos poner en marcha a esa mente
sensitiva y corporal a través de la escucha de nuestro cuerpo, aceptando sin
juzgar.

Hay que aprender a dejar fluir el pensamiento sin engancharse, como una nube
que se va arrastrada por el aire. Aprender a mirar el pensamiento, aceptarlo,
colocarlo en la nube y dejarlo ir. Lo veo marcharse.

Observar que los pensamientos se producen en la mente, y ésta hace parte del
cuerpo mi cuerpo. ¿Hay molestias? ¿Dolor? ¿Tensión? ¿Calor o sensación de vacío?
Perfecto, esto es lo que hay y simplemente lo respiro sin juzgar. Solo acepto que
eso está ahí.
Me abandono al simple hecho de que me siento vivo y acepto que lo que me
ocurre no es ni bueno ni malo, simplemente es lo que me ocurre en este momento.
Somos seres circunstanciales, no estamos destinados para nada, nuestro destino
es el resultado de los pensamientos que cosechamos en nuestra mente.

Sobre lo que nos hace humanos….. parafraseando al


filósofo Miguel del Valle
A lo largo de mis días siempre me he preguntado ¿qué es lo que nos hace
humanos? Múltiples respuestas surgen: tener razón, tener sentimiento, tener
pensamientos, etc. Pienso que lo que nos hace humanos es la capacidad que
tenemos para comunicarnos, pero sobre todo la capacidad de escuchar. El filósofo
Miguel Del Valle afirma que Escuchar, es el verbo que nos hace humanos.

Aristóteles decía que los humanos somos el único animal que habla. Este rasgo
distintivo no serviría para nada si no fuéramos simultáneamente el animal que
escucha. Erróneamente solemos decir que a las personas nos encanta hablar, pero
más bien lo que ocurre es que nos encanta que nos escuchen.

Somos propensos a quejarnos de las personas que hablan en exceso, pero por más
que he investigado no conozco ni una sola crítica destinada a quienes escuchan
mucho. Jamás he oído a nadie lamentarse de que «esa persona me escucha tanto
que me marea», «cuando coge carrerilla no para de escuchar», «escucha por los
codos», «al escuchar no tiene ninguna mesura», «escucha tanto que no sé cómo
decirle que deje escuchar a los demás».

Cuando una persona habla mucho la intitulamos como locuaz o verborreica, pero
aún no hemos inventado un adjetivo para calificar a quien escucha en cantidades
mayúsculas. Quizá esta carestía de vocabulario denota que este hecho es tan
inusual que ni tan siquiera hemos necesitado nominarlo. Nos contentamos con
afirmar que es un buen oyente, lo que tampoco es exacto, porque no se dedica a
la disposición biológica de oír, sino a la decisión volitiva de escuchar.

En El triunfo de la inteligencia sobre la fuerza escribí que «prefiero escuchar a


hablar, porque lo que voy a decir ya me lo sé de memoria. Sin embargo, ignoro lo
que me van a decir». El Dalai Lama sentencia del mismo modo: «cuando hablas,
solo repites lo que ya sabes, pero cuando escuchas, quizás aprendas algo
totalmente nuevo».

Es cierto que la escucha permite aprendizajes novedosos, nos pone en contacto


con la heterogeneidad, con la gigantesca polifonía humana, pero a pesar de
saberlo hablar continúa brindándonos mucha más delectación que escuchar. De
hecho, el mayor castigo que se podía infligir a alguien en las tribus arcaicas era la
expulsión de la propia tribu. Si un miembro era desgajado de la pertenencia al
grupo se le condenaba al más lacerante de los castigos.
No es que esta persona sancionada no pudiera hablar con nadie, sino más bien se
trataba de que no tuviera a nadie que le escuchara. Cualquiera puede hablar a
solas, pero a solas es imposible que te escuche alguien. Es la ausencia de un
oyente la característica definitoria de la soledad, y su mayor punición.

El ser humano escindido de la tribu es un ser sepultado en vida, porque a partir de


ese instante sufrirá la sanción de no encontrar unos tímpanos en los que sus
palabras cobren sentido y tejan vínculo humano. Si nadie te escucha, entonces el
que se fosiliza en nadie eres tú.

Las tecnologías de la comunicación han eclosionado de una manera fulgurante


debido a este deseo consustancial al animal humano. Son tecnologías que facilitan
que la palabra emitida o escrita y la palabra escuchada o leída puedan encontrarse
en una intersección por muy abisal que sea la distancia física que segregue a sus
agentes.

A mí me gusta fijarme críticamente en lo poquísimo que hablan en las películas,


parquedad que se acentúa si la comparamos con la extensión kilométrica de los
parlamentos que pronunciamos en la cotidianidad. Los humanos hablamos tanto
que sería imposible reproducirlo con un mínimo de exactitud en una película cuya
duración se estandariza en torno a las dos horas.

Nos encanta hablar, pero insisto en que esa acción deviene insuficiente si no hay
alguien que nos escuche. Frente al «pienso, luego existo» de Descartes, propongo
«me escuchas, luego existo». Y no existo de un modo cualquiera, existo como ser
humano, es decir, con una vida compartida con otras vidas, que son las que me
dan vida y permiten la ordenación de mi mundo afectivo.

Gracias al material léxico y semántico que compartimos en esta doble acción


conversada de hablar y escuchar hemos ido constituyendo el espacio compartido
de nuestra humanidad. La mismidad en quien nos constituimos es el resultado
incesante de las interacciones que entablamos con otras mismidades que
denominamos otredades para distinguirlas de la nuestra.

Al escucharnos nos prestan atención, y cuando nos atienden comprobamos que


somos valiosas, que alguien nos concede un préstamo (eso es prestar atención)
porque nos considera una persona importante para su mundo.

Ser escuchado es el refugio en el que la interioridad que estamos siendo


encuentra calor hogareño y sentido existencial. Que nos escuchen nos descosifica
y nos hace personas. El dicho popular nos recuerda proverbialmente que las cosas
hay que hablarlas. Sí, así es, pero sobre todo las cosas hay que escucharlas. Y a
quien sobre todo hay que escuchar es a las personas.

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