Debates Sobre La Lectura en El Jardín de Infantes y en La Escuela Primaria (1880-1975)
Debates Sobre La Lectura en El Jardín de Infantes y en La Escuela Primaria (1880-1975)
Debates Sobre La Lectura en El Jardín de Infantes y en La Escuela Primaria (1880-1975)
argentina (1880-1975)
Roberta Paula Spregelburd- Rosana Ponce - Ana Paula Saab- Susana Vital
Resumen
La lectura implica prácticas sociales y culturales complejas que adoptan características específicas
cuando son desarrolladas dentro de las instituciones escolares, constituyendo parte de la
denominada “cultura escolar”.
A través del desarrollo de cada uno de ellos podemos visualizar los matices que diferencian la
constitución de la cultura escolar del nivel primario de la cultura escolar del nivel inicial, razón por la
cual planteamos que el ingreso de la lectura a la institución escolar no constituyó un proceso lineal,
homogéneo ni único sino que cada uno de los niveles construyó una historia y una dinámica propia,
y, además, generó una compleja interrelación entre sí.
Abstrac
Reading implies complex social and cultural practices that adopt specific characteristics when they
are developed within educational institutions, constituting the so-called “school culture”.
The schooling of these practices entailed a multitude of debates throughout history. In this article we
will refer to four of them who characterized the Argentinian kindergarten and primary school since the
origin of the educational system until the mid-1970s: the debates regarding the purpose of school
reading, texts, the role of literature in school, the age of introduction to reading and its teaching
methods.
Through the development of each of them we can visualize the nuances that differentiate the
constitution of the school culture on the initial level from those of primary level, which is why we
propose that the appearance of reading on the educational institution did not constitute a linear,
1
homogeneous or unique process; Instead, each level built a history and dynamic of its own, and also
generated a complex correlation with each other.
Introducción
Nuestra perspectiva histórica pretende reconstruir dichos debates a fin de dar cuenta de cómo se
llegó a constituir el presente de la enseñanza de la lectura, recorrido que no puede ser visto como
una simple evolución lineal ni de progreso ni de retroceso (como aparece planteado alternativamente
en algunas afirmaciones que circulan a diario). Más bien tenemos que pensar en un camino sinuoso
y complejo, cuya comprensión debería aportarnos elementos para pensar posibles mejoras en aras
de universalizar el acceso a la cultura escrita.
Desde la Historia Social de la Educación proponemos analizar dichos debates en el marco de sus
articulaciones con el contexto social, económico, político y cultural en el que se desarrollan, en la
medida en que no se trata de una simple confrontación de ideas aisladas. Cada uno de los debates
que identificamos y comenzamos a analizar se inscribe en procesos de mayor alcance que les dan
sentido.
Ello se debe –en parte- a que la escuela no es el único espacio implicado en la enseñanza de la
lectura aunque sí una institución privilegiada en las sociedades modernas. La lectura es una práctica
social que atraviesa gran parte de la vida cultural, política y económica que hace al funcionamiento
mismo de las sociedades escrituradas. Durante el amplio período que consideramos en este trabajo
la cultura escrita –en momentos de auge de la imprenta- fue expandiéndose y abarcando cada vez
mayores aspectos de la vida social y también de la vida cotidiana de los sujetos particulares.
Desde la modernidad temprana (por razones complejas que nos excede explicar en este momento,
relacionadas con la disolución del orden feudal, el ascenso de la burguesía, los conflictos religiosos
que dieron lugar a la Reforma Protestante y a la Contrarreforma, la aparición de la tecnología de la
imprenta, entre otras) comenzó a plantearse la necesidad de universalizar el conocimiento de la
lectura, proyecto que ha tenido avances pero que no se ha cumplido en su totalidad hasta el presente.
Los estados liberales del siglo XIX fueron más allá y establecieron legalmente su obligatoriedad. El
actual desarrollo de una “cultura digital” no implica dar por agotada la práctica de la lectura; muy por
el contrario, ésta se ve reforzada a la vez que diversificada a medida que se realiza sobre nuevos
soportes.
2
Afirmar que la lectura es una práctica social implica revertir los enfoques predominantes hasta hace
aproximadamente tres décadas que reducían sus análisis a los aspectos técnicos. Frente a esa
mirada, actualmente numerosas disciplinas como la paleografía, la historia, la antropología, la
lingüística, entre otras, contribuyen a poner de relieve los usos sociales de lo escrito y la apropiación
que hacen los distintos sectores sociales de este saber.
Cuando miramos la enseñanza escolar de la lectura, no podemos dejar de lado dicho contexto: la
lectura encuentra en la escuela un tratamiento específico y particular que redunda en concepciones
y prácticas propias. Desde la invención de la escritura como tecnología, la enseñanza de la lectura
se desarrolló en instituciones de distinto tipo y aún en ámbitos no institucionalizados, según los
distintos momentos históricos y espacios geográficos. El origen de la escritura requirió de
instituciones específicas (Cucuzza, 2011), que, sin embargo, difícilmente podrían asociarse a las
formas que actualmente asume la escuela. Recién durante los siglos XVI y XVII comenzaron a
configurarse instituciones más cercanas a la escolaridad moderna, aunque generalmente ligadas al
campo religioso. Pero fue en el siglo XIX, con la constitución de los sistemas educativos nacionales,
que se estableció que la institución por excelencia para su enseñanza era la escuela primaria, y que
ésta desarrollaría teorías, métodos, textos, prácticas y objetos diseñados específicamente para ello.
Así, la escolarización de la lectura –desde la perspectiva que adoptamos- comporta dos aspectos.
En primer lugar, significa la especialización de la institución escolar como el espacio privilegiado para
la alfabetización, frente a otros espacios en los que circula o se desarrolla la cultura escrita1 (como
venimos mencionando). El segundo aspecto al que nos referimos es la generación de discursos y
prácticas propias y específicas de esta institución, lo que se ha dado en llamar “la cultura escolar”2.
En síntesis, y atendiendo a los dos aspectos señalados, nos interesará entonces analizar cómo la
lectura (y la escritura) como prácticas sociales que conforman la “cultura escrita” propia de una
determinada sociedad se modifican y adquieren características particulares dentro de la institución
escolar.
1
Recogiendo debates internos dentro del programa HISTELEA, Cristina Linares (2015) sintetiza el concepto de
cultura escrita de la siguiente manera:
“Entendemos por «cultura escrita» a las prácticas sociales relacionadas con los procesos de lectura, escritura
o ambos y representaciones, en variedad de contextos (…) y la manera particular en que esa cultura escrita
se relaciona con contextos históricos determinados (político-económico-sociales). Por ser una práctica social,
involucra relaciones de poder entre sujetos, grupos, instituciones, en cuanto a las maneras de transmisión y
apropiación de esa cultura, lo que incluye a las formas orales presentes en esas prácticas. Relaciones de poder
que a su vez están enmarcadas en principios epistemológicos e ideológicos construidos socialmente (Street,
2006). También involucra a los soportes de lo escrito, en cuanto a su producción, circulación y mecanismos de
legitimación de los discursos.”
2
El concepto de “cultura escolar” cobró relevancia en la historia de la educación a mediados de los años ´90
para dar cuenta de “(…) un conjunto de teorías, ideas, principios, normas, pautas rituales, inercias, hábitos y
prácticas (formas de hacer y pensar, mentalidades y comportamientos) sedimentadas a lo largo del tiempo en
forma de tradiciones, regularidades y reglas de juego no puestas en entredicho, y compartidas por sus actores,
en el seno de las instituciones educativas.” (Viñao Frago, 2002: 73-74). Utilizamos este concepto aunque con
algunas prevenciones que consisten en señalar el riesgo de exacerbar la autonomía de la cultura escolar
olvidando sus relaciones con el contexto histórico (Viñao Frago, 2002) y de caer en miradas eurocéntricas
(Cucuzza, 2011).
3
Sin embargo, proponemos no simplificar el análisis bajo la idea de que existe (o existió) una única
forma de escolarización de la lectura. Por el contrario, el propio proceso de conformación del sistema
educativo implicó diferencias importantes en cuanto a la cultura escolar de cada uno de los niveles
que lo componen. Un supuesto que comenzaremos aquí a desarrollar propone que la escolarización
de la lectura en el Jardín de Infantes es diferente a la que se configuró en la escuela primaria. Así,
uno de los planteos iniciales que orientan nuestra investigación consiste en el supuesto según el cual
el ingreso de la lectura a la institución escolar no constituyó un proceso homogéneo ni único, razón
por la cual intentaremos analizar diversas maneras de escolarización de la misma. Consideramos
que la alfabetización en el nivel inicial ha suscitado debates y prácticas diferentes a los que se habían
generado previamente en la escuela primaria. Ello se debe a que cada uno de estos niveles del
sistema educativo ha construido una cultura propia que dependió de las tareas que le fueron
asignadas, las corrientes pedagógicas que impactaron en uno y otro, las distintas coyunturas
históricas que se plantearon durante el proceso, la acción de los sujetos, entre otros factores.
Como venimos planteando, entonces, nuestro interés consiste en relevar y analizar los debates en
torno a la enseñanza de la lectura en los niveles inicial y primario a fin de profundizar el estudio de
sus diferentes formas de escolarización.
En las últimas décadas del siglo XIX se produjo una inflexión en cuanto a los debates sobre la lectura,
razón por la cual tomamos ese momento como punto de partida para nuestro análisis. Algunos de
los debates previos encontraron una cierta resolución que fijaba posiciones con impacto duradero en
el siglo siguiente. Es por ello que conviene remitir brevemente a las discusiones anteriores y la forma
en que han quedado saldadas.
La ilustración propuso extender el conocimiento de las primeras letras como forma de promover el
ingreso en el mundo de “la razón”, y por ende, de la prosperidad, la felicidad y el bienestar de los
súbditos, y también promovió un desarrollo de la cultura letrada que abarcó las prácticas literarias y
periodísticas.
4
establecer formalmente la soberanía de los individuos como sujetos racionales y autónomos
representados en el Estado. La formación de los ciudadanos tenía como un requisito fundamental
universalizar la lectura, no sólo por su utilidad instrumental (aunque también puede estar presente
ese fundamento) sino como garantía de orden, moralización y legitimidad del ejercicio del poder
estatal. Así, la propuesta de que todos accedieran al conocimiento de la lectura y la escritura pasó a
constituir una necesidad política fundamental.
Un segundo debate, asociado con lo anterior aunque con su especificidad, es el del acceso de las
mujeres a la cultura escrita. El establecimiento durante la segunda mitad del siglo XIX de la
obligatoriedad de la enseñanza también para las mujeres sentó una posición duradera aunque el
establecimiento legal de la enseñanza mixta y la coeducación de los sexos continuó siendo conflictivo
por largo tiempo. Las mujeres debían ser alfabetizadas porque de lo contrario el progreso se
detendría en las puertas de los hogares, como planteaba Sarmiento, lo que incluía como condición
su acceso a la lectura y la escritura.
5
los padres de dar educación a sus hijos” 3, que daba por supuesta la necesidad de dictaminar la
obligatoriedad.
Estas definiciones constituyen el punto de partida a partir de las cuales se organizaría el sistema
educativo desde 1880 en adelante. Algunas de ellas aparecieron plasmadas en la legislación o en
las prescripciones curriculares, o simplemente, naturalizadas desde un consenso que olvidaba su
constitución histórica precedente.
A partir de la organización formal del sistema educativo nacional se abrieron nuevos y numerosos
debates. Entre las tantas cuestiones que han generado confrontación o diferencia de posiciones
podemos nombrar – a modo de somera enumeración- las siguientes: ¿Para qué enseñar a leer y
escribir? ¿La lectura escolar se vincula con la educación o con la instrucción? ¿Cómo deben ser
considerados los analfabetos? ¿Cuáles son los fundamentos pedagógicos y didácticos de la
enseñanza de la lectura? ¿Qué papel juega la memoria en el aprendizaje de la lectura? ¿Y la
comprensión? ¿Quiénes pueden aprender? ¿Cuál es el mejor método para enseñar a leer? ¿Qué
formación deben recibir los maestros que enseñarán a leer? ¿A qué edad debe comenzar la
enseñanza de la lectura? ¿Cuánto tiempo se debe dedicar a su enseñanza? ¿Qué se puede leer en
la escuela? ¿Deben existir textos específicamente escolares? Si es así, ¿con qué características?
¿Pueden leerse en la escuela textos con contenidos políticos? ¿Y con contenidos religiosos? ¿Cómo
deben ser leídos los textos? ¿La lectura escolar debe ser oral o silenciosa? ¿Debe ser individual o
colectiva? ¿Cuál es el papel de la literatura en el aprendizaje escolar de la lectura? ¿La dislexia es
una enfermedad? ¿Por qué se produce el fracaso en el aprendizaje de la lectura? ¿Si un niño no se
3
Es el título de la disertación escrita por José Posse (rector del Colegio Nacional de Tucumán), quien no pudo
asistir, motivo por el cual fue leída en el Congreso por Honorio Leguizamón (Cucuzza, 1986:47).
6
alfabetizó en primer grado debe repetir? ¿Para qué, cómo y cuándo se evalúa la lectura? ¿El
aprendizaje de la lectura se puede medir? ¿Quiénes deben examinar?
Entre esta multiplicidad de interrogantes, nos referiremos en adelante sólo a cuatro cuestiones que
reflejan el grado de avance (parcial) de nuestra investigación: el debate por las finalidades de la
lectura escolar, el debate por los textos y el papel de la literatura en la escuela, el debate por la edad
de iniciación en la lectura y el debate por los métodos de enseñanza. A través del desarrollo de cada
uno de ellos podemos visualizar los matices que diferencian la constitución de la cultura escolar del
nivel primario de la cultura escolar del nivel inicial.
Desde la conformación del sistema educativo argentino, quedó establecido que la “instrucción”
implicaba una cuestión de orden público con responsabilidad estatal, mientras que la “educación” se
instalaría en otros espacios más vinculados con lo doméstico o familiar. Esta tensión entre cada
concepto persistió durante décadas, incluso fue renombrada de otra manera como educación vs
enseñanza. Mientras que la escuela primaria se haría cargo de la “instrucción” –basada en la lectura,
la escritura y el cálculo como saberes elementales que permiten el posterior aprendizaje de otras
disciplinas- el Jardín de Infantes no tuvo mandato de enseñanza, por tanto la educación promovida
desde allí quedó desligada del propósito de enseñar a leer, los contenidos no fueron considerados
como parte de su tarea educativa (al menos durante el periodo que estamos estudiando). En
consecuencia, el ingreso de la lectura en cada uno de estos niveles educativos fue pensado
históricamente con finalidades muy diferentes, lo que dio lugar a un tratamiento distinto según se
tratara del jardín de infantes o de la escuela primaria.
En el caso particular de Argentina, en el año 1884 la ley 1420 estableció la educación primaria
obligatoria, gratuita y gradual 4. La obligatoriedad aparecía como uno de los requisitos para la
formación del Estado Liberal y establecía la incorporación a la escuela pública de todos los niños y
4
La ley 1420 tenía vigencia en la Capital Federal y en los territorios nacionales, pero cada una de las
provincias dictó su propia ley que incluía estas prescripciones.
7
niñas. Es decir que nació con el mandato de establecer la igualdad de los sujetos, forjar un orden
nacional y así proponer una cultura común para homogeneizar las diferencias que se daban en un
amplio y extenso territorio nacional. Este desafío de corte sarmientino -de aspiración civilizatoria- se
sostenía sólo con una escuela pública, gratuita y gradual. Con la sanción de la ley se abrió una etapa
marcada por los intensos esfuerzos por parte del sistema para llevar a la práctica lo que hasta
entonces sólo estaba contenido en el papel. Así, debieron organizarse campañas para que los padres
enviaran a sus hijos a la escuela (Bertoni, 2001) y contrarrestarse la continuidad de prácticas
pedagógicas que poco tenían que ver con la concepción del aula graduada (ello implicaba un nuevo
diseño para los edificios educativos, formación de maestros, programas anuales, promoción de grado
o repitencia, etc.).
Entre las finalidades de la lectura en la escuela primaria cobra especial relevancia la formación de
una identidad nacional definida por una unidad cultural y lingüística que abarcara a todos los
habitantes del país y que integrara al inmigrante, en momentos en que el país vivía una explosión
demográfica causada por la inmigración. Así, se pensó que la lectura instructiva sobre la Geografía
Nacional, la Historia Nacional y la Literatura Nacional, irían forjando la “nacionalidad Argentina y el
amor a la patria”, lo que llegó a constituir uno de los propósitos fundamentales de la escuela primara
desde fines del siglo XIX, reavivados hacia 1910 con el Centenario.
Hacia los años ´20 y ´30, las bases de la cultura occidental se vieron amenazadas por el cismo
político, económico y social producido por la Primera Guerra Mundial, el triunfo de la Revolución
Rusa y la crisis de 1929. Se debilitaban los modelos sociales provenientes de repúblicas liberales
limitadas, de carácter pacifista y legalista para la resolución de sus conflictos y basadas en un
capitalismo de libre concurrencia. Imperaba una transformación en el registro pedagógico en relación
a otros registros sociales. Para el caso argentino, el impacto de estos cambios se tradujo en la
constitución desde los años ´30 de un Estado intervencionista, un significativo nivel de crecimiento
industrial, la expansión del mercado interno, el debilitamiento de la hegemonía británica sobre el
mercado nacional y las migraciones internas.
Tal como señala Pineau (2012), se renovaron las acciones contra el analfabetismo bajo un estricto
control pedagógico-político con el fin de prevenir su peligrosidad para el orden social. La enseñanza
de la lectura se desplazaba de las ambiciones de condición civilizatoria de la ciudadanía liberal de
las repúblicas restringidas hacia un carácter moralizante de las masas menos apoyado en la
instrucción y más en la “formación del espíritu”.
8
Este concepto fue retomado durante el peronismo, en el que se buscó una “unidad de concepción”,
en la que la lectura tendría un papel importante en la trasmisión de la “doctrina”, aunque no exclusivo
ya que compartió este espacio con un diverso conjunto de soportes iconográficos y también orales
para la transmisión simbólica.
El proceso de “modernización cultural” que comienza en la Argentina hacia fines de los años ´50 y
comienzos de los ´60 refleja las tendencias mundiales de la posguerra y la estratégica expansión del
Estado benefactor. En América Latina, la aspiración desarrollista de modernización social se
proponía la transformación de la estructura económica y sociopolítica precedente, se trataba de
contrarrestar la influencia de la Revolución Cubana y –para el caso argentino- de exterminar la
impronta de corte peronista configurada en la época anterior. Es un período caracterizado por un
crecimiento demográfico significativo y alta concentración de sectores medios urbanos. En esta
época se prioriza el conocimiento científico como recurso fundamental del desarrollo económico y
social.
Como señalamos al comienzo de este apartado, el jardín de infantes había quedado exento del
mandato alfabetizador. Si bien se promovía que algunos de los materiales utilizados (como los
montessorianos desde la década del ´20) tenían una utilidad en la iniciación en la lectura, la escritura
y el cálculo, ésta no era su preocupación fundamental. A partir de la década del 60, pese a que el
Jardín de Infantes seguía siendo optativo, se denota un notable crecimiento matricular impulsando
el despliegue de la gestión privada por la falta de cobertura del Estado.
Por otro lado, los cambios e innovaciones pedagógicas de esta década, marcan un giro de 180º
respecto al trabajo pedagógico y didáctico en el interior de las salas de jardín. La pedagogía infantil
más tradicional representada por Froebel y Montessori predominante en las décadas anteriores, fue
puesta en cuestión por un grupo de maestras como Hebe San Martín de Duprat, Cristina Fritzsche,
9
Soledad Ardiles de Stein, que se animaron a cambiar la sala, desde el mobiliario hasta la dinámica
de trabajo en ellas, instalando los rincones y rompiendo el esquema de actividad siempre dirigida por
el maestro, propiciando el juego-trabajo de diversos grupos de niños en simultáneo. El juego-trabajo
se convirtió en el momento central de la actividad del niño en el jardín de infantes, se interrumpió la
uniformidad, el formato escolar de todos haciendo lo mismo al mismo tiempo. Esta innovación fue,
sin duda, disruptiva, porque alteró el orden de la sala, colocando los niños y al docente en nuevos
lugares. Las autoras sostenían que el aprendizaje de la lectura y la escritura debía darse utilizando
el formato del juego-trabajo, apelando a que los niños logren apropiarse de los conocimientos por
descubrimiento tanto en el nivel inicial como en la escuela primaria.
Estos cambios alejaron más al Jardín de Infantes de la escuela primaria, las diferencias en el formato
escolar se acentuaron con estas innovaciones. En estos momentos se tornó recurrente pensar el
paso a la escolaridad primaria desde un concepto de “pasaje” devenido luego en “articulación”,
concepto recurrente en la medida en que el jardín pasaba a ser considerado como “preescolar” (esta
es la denominación que adoptará en los documentos oficiales). Así, el nivel inicial comenzaba a
asumir funciones propedéuticas con respecto a la escuela primaria que anteriormente no tenía y –en
consecuencia- a reformular su vinculación pedagógica y política con la enseñanza de la lectura y la
escritura. Puede percibirse que, en las luchas y disputas para alcanzar su legitimidad, el Jardín de
Infantes fue adoptando y articulando concepciones o formas propias de entender la alfabetización.
Tanto la escuela primaria como el jardín de infantes incorporaron prácticas de lectura desde sus
orígenes, aunque con finalidades y modalidades diferentes (como planteamos en el apartado
anterior). También su relación con los textos se diferenció según la conformación y las
preocupaciones propias de cada uno de estos niveles educativos y según su desarrollo histórico
particular que permite visualizar momentos distintos en cada uno.
Esto se convirtió en una preocupación de primer orden en vistas a que el nivel debía abarcar a todos
los niños –futuros ciudadanos-, y también tendría llegada a través de ellos a sus familias, es decir,
un conjunto amplio de adultos. Como demostró Cristina Linares, los libros de lectura poseen una
cantidad importante de mensajes dirigidos a los padres, comprobación a partir de la cual propuso
que el público de estos libros estaba compuesto por un “sujeto lector ampliado” (Linares, 2012), al
que se debía “civilizar”. No bastaba con formar lectores, sino que era necesario formar “buenos
lectores” que consumieran lecturas morales e instructivas.
10
En el momento de constitución del sistema educativo argentino la definición de políticas centradas
en este aspecto fue una preocupación de gran importancia. Las formas de aprobación o rechazo de
los mismos, el lugar que ocuparían las editoriales y la restricción o la libertad de elección por parte
de los maestros fueron algunas de las cuestiones que debieron resolverse en aquel momento. Las
opciones adoptadas dieron lugar a la generación de mecanismos durante las dos últimas décadas
del siglo XIX cuyas líneas principales permanecieron vigentes -aunque con variantes- durante casi
un siglo.
Estos mecanismos se plasmaron en reglamentos que establecían las pautas normativas para la
circulación de textos dentro del sistema. El primero de ellos a nivel nacional se sancionó en 18875 y
fijaba las condiciones a partir de las cuales se realizaría la selección de los textos adoptando el
sistema de concursos prescripto por la ley 1420. Para ello se conformarían comisiones examinadoras
por cada una de las disciplinas que dictaminarían sobre los méritos de las obras presentadas a
concurso y recomendarían o no su aprobación por un lapso determinado de tiempo. Con
posterioridad se sancionaron nuevos reglamentos en 1941, 1951, y 1957 que prescribían –en líneas
generales, aunque con algunas variantes entre ellos- una mayor homogeneización de los libros, tanto
en sus contenidos (al pautar, por ejemplo, la inclusión de símbolos patrios y contenidos
nacionalizantes) como en su presentación didáctica y su materialidad. Un nuevo reglamento en 19656
flexibilizó las condiciones para la autorización de los textos habilitando una mayor originalidad y
creatividad, aunque no suprimió la necesidad de que el CNE dictara su autorización.
Las discusiones entre los miembros de las primeras comisiones examinadoras reflejan la dificultad
hacia fines del siglo XIX para establecer las condiciones que debían tener los libros cuando aún no
estaba claramente definido el género. De hecho, algunas obras eran rechazadas por no constituir
textos escolares. Entre la conformación del sistema y la década de 1920 aproximadamente los libros
de lectura adoptaron una cantidad de características comunes que permite reconocerlos, entonces
sí, como un género específico:
-contenido fundamentalmente moralizante, nacionalizante (rasgo que se acrecienta durante los años
´30) y con ausencia del conflicto social;
5
Nos referimos al Reglamento dictado por el CNE, con aplicación en la Capital Federal y los territorios
nacionales, que fuera levemente modificado en 1900. Cada una de las otras jurisdicciones dictaba su propia
reglamentación.
6
Para un análisis de cada uno de los reglamentos citados puede verse Linares-Spregelburd, 2017.
11
-definición de los destinatarios como un sujeto lector ampliado constituido no sólo por los niños sino
también por sus familias;
-elaboración en base a los principios emanados de la pedagogía (en sus orígenes con fuerte
influencia del positivismo y del higienismo, aunque con cierta presencia del espiritualismo desde los
años ´30);
-control del Estado (aunque la producción quedó en nuestro país a cargo de empresas editoriales
privadas).
Tempranamente se estableció que en los primeros grados de la escuela primaria el libro de lectura
sería el soporte principal –y a veces, excluyente- para enseñar a leer. Esta prescripción es
fundamental y definitoria, ya que durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX pocos niños
pasaban en realidad de tercero o cuarto grado.
Fuertes debates se produjeron durante el primer peronismo, inicialmente ante el intento de establecer
como texto único de distribución gratuita al libro “Florecer; luego ante la introducción de contenidos
peronizantes en los libros de lectura para la escuela primaria, y finalmente, ante la sanción por ley
de la lectura obligatoria de “La razón de mi vida” desde cuarto grado. Sin embargo, ninguna de estas
medidas modificaba sustancialmente las prácticas de lectura escolares ni las características de
género (excepto en cuanto a la pretensión de neutralidad).7
Hacia los años ´60 y principios de los ´70 algunos libros de lectura introdujeron modificaciones
importantes tendientes a modernizar su contenido, sus imágenes y también sus métodos
pedagógicos. Proponían alternativamente un tipo de texto más adaptado a la mentalidad infantil, más
imaginativo, menos estructurado. Algunos autores de literatura incursionaron en el género, como
Ernesto Camilli o María Elena Walsh. Otros apelaron a la actividad del niño, en el propio libro o en
cuadernillos anexos que permitían pintar, dibujar, escribir y recortar. Sin embargo, estos intentos por
renovar y modernizar el género –que no afectó al conjunto de los textos en circulación- se vieron
interrumpidos por las políticas de control ejercidas durante la última dictadura militar y no tuvieron
continuidad con la reapertura democrática dado que la dinámica de renovación de los libros de lectura
siguió un curso distinto que nos excede analizar en este momento.
La lectura literaria estaba presente en muchos casos a través de su inclusión en las propias páginas
de aquellos textos, que incorporaban con frecuencia poesías o cuentos breves. Sin exclusión de que
algunas prácticas escolares se realizaran sobre obras literarias, el soporte principal, como venimos
señalando, fue, durante el período que estamos considerando, el libro de lectura.
7
Para un análisis de cada uno de estos debates véase Colotta -Cucuzza- Somoza Rodríguez (2012).
12
Muy distinta es la vinculación del Jardín de Infantes con la cultura letrada, que utiliza
fundamentalmente a la literatura como puente para propiciar algún modo de acercamiento a ella por
parte de los niños. La práctica de la lectura de cuentos y poesías ocupó un sitio importante en la
rutina cotidiana del Jardín de Infantes desde sus orígenes; era la maestra quien encarnaba el rol de
mediadora entre los niños y los textos literarios, aunque estas actividades que hoy podríamos
entender como prácticas del lenguaje y constitutivas del dominio de la alfabetización, no eran
consideradas como tales por entonces.
¿Cuáles fueron las consecuencias de los procesos de escolarización de la literatura en los jardines
de infantes? Una de las tendencias históricamente más consecuentes de la relación entre literatura
y escuela es lo que podemos llamar versión “escolarizada” de la literatura infantil. Se definiría como
un tipo de textualidad que pretende amortiguar el potencial lúdico y libidinal de los textos. La literatura
infantil escolarizada se ha puesto tradicionalmente al servicio de una educación de la sensibilidad
particularmente caracterizada por el énfasis en la moderación de las costumbres y con frecuencia
resuelta en una versión utilitaria enfocada en la enseñanza de normas y hábitos de cortesía. Típicos
ejemplos de esta tradición son la “adaptación” de los cuentos clásicos, la simplificación de sus
argumentos, la supresión, transformación u omisión de escenas consideradas inapropiadas para la
infancia. Pero paralelamente también se suprime con frecuencia lo que Roland Barthes ha llamado
el “placer del texto” (Barthes:1998). Es decir, la matriz del relato infantil escolarizado es en esencia
un texto vigilado, pero “sin estilización ni procedimiento literario alguno” (Fernández, 2009). Como si
de la clásica sentencia de Horacio “prodesse et delectare” se hubiera suprimido para siempre el
segundo término. Con operaciones de omisión, elusión y adición, la literatura para niños pretendería
evadir lo traumático e introducir cierta escala moral según las convenciones de la época.
Ya en la educación de su Emilio, Rousseau alertaba sobre lo pernicioso de cierta literatura y con una
referencia particular a los cuentos de hadas. Muchos consideraron la ficción feérica, los cuentos de
hadas y brujas, los ogros, o el habla del mundo animal o el de los objetos, como un engaño a los
niños. La psicología positivista, como se sabe, insistirá también, con sus propias razones, en la
desconfianza hacia la fantasía. Ciertos géneros literarios que privilegian el absurdo y lo fantástico
podrían generar un nocivo exceso de imaginación en los niños y alentar incluso la criminalidad.
Para este fenómeno de control y disciplinamiento, de infancia tutelada, Graciela Montes empleó la
imagen de “el corral de la infancia.” Se constituye una ingeniería pedagógica basada en la producción
y reproducción de un segmento etario inventado: la infancia. Un segmento con características y
necesidades específicas que además requería protección. La literatura infantil entonces, en su
versión escolarizada, participó de este celoso tutelaje especializado en el que el ser niño se
planificaba, se monitoreaba, se moldeaba hasta los puntos más extremos del corral. El soporte
histórico y político del corral fue el surgimiento de los estados-nación, cuando la infancia pasó a ser
un asunto de Estado por el que toda la sociedad debía dar cuenta. La literatura para niños está allí
13
para domesticarlos, inculcarles valores con criterios directos y claros que les permitan diferenciar el
bien del mal.
Se trata de un período fecundo en la discusión que no puede entenderse del todo sin tomar en cuenta
las transformaciones vertiginosas que se estaban dando, no sólo en el plano de la política en general,
sino también en la propia literatura latinoamericana. Como lo atestiguara más tarde el fenómeno que
se conoce como “la nueva novela” o el “boom de la narrativa latinoamericana”, era evidente que lo
que podríamos llamar el canon literario latinoamericano se estaba modificando y reconfigurando
profundamente. En estos años se renovaron también las estructuras narrativas de la literatura infantil:
se incorporaron elementos fantásticos, elementos conflictivos y ambigüedades morales, se
tematizaron conflictos en la trama social y se renovaron las ilustraciones. La literatura infantil se abría
cada vez más resueltamente a la imaginación desbocada, al cuestionamiento social y cultural y al
placer del texto. Podemos señalar que la creación del CEAL (Centro editor de América latina) en
1966 y sus “Cuentos de Polidoro” (1967) y “Cuentos de Chiribitil” (1976), junto al primer evento de
la LIJ (1969), inauguraron un período de revisión, ruptura y transformación del canon literario epocal.
14
hacer a la nueva literatura moralmente incómoda, chocante o políticamente interpelante. Hacia el
final de la década, sin embargo, es posible llegar a vislumbrar o detectar un verdadero proceso de
transformación en la sensibilidad literaria de la revista, mostrando la eclosión de una nueva literatura
infantil e introduciendo autores que en esos años están promoviendo una ruptura canónica en el
género. Fiel a su vocación pragmática, La Obra, aunque acusa inevitablemente el impacto de lo
nuevo, se constituye, sin embargo, en una instancia de moderación y administración de las
novedades, no en su impulsor.
Cuando en el siglo XIX los sistemas educativos nacionales asumieron entre sus funciones
fundamentales la de la alfabetización masiva prescribieron una homogeneización en la organización
del tiempo dedicado al aprendizaje de la lectura, en ruptura con las prácticas anteriores. Diversos
autores que vienen estudiando la conformación de las disciplinas escolares han puesto de relieve
que uno de los aspectos importantes a tener en cuenta consiste en la forma en que se organiza el
tiempo y el espacio dentro de esta institución. Desde esta perspectiva es que plantearemos que un
elemento central en la conformación de la lectura como disciplina escolar en la escuela primaria es
su sujeción a la estructura del aula graduada, en la que se intenta igualar la edad de iniciación en
estos saberes y establecer un ritmo homogéneo de aprendizaje que será acreditado mediante la
aprobación y la promoción al grado siguiente.
Hasta ese momento existía una gran diversidad de situaciones en relación con la edad y ritmo de
aprendizaje de la lectura; sin embargo, su escolarización y su consecuente transformación en una
disciplina escolar exigió sujetarla a las prescripciones y prácticas propias de la cultura escolar
naciente (al menos en lo que respecta al nivel primario). La pregunta acerca de a qué edad debe
comenzar el aprendizaje de la lectura fue formulada tempranamente, probablemente desde los
inicios mismos de las culturas escrituradas alfabéticas 8. Sin embargo, y más allá de algunas
coincidencias que pudieran percibirse superficialmente entre planteos antiguos y modernos, los
argumentos y las razones por las cuales se recomendaba la edad de iniciación a la lectura alrededor
de los 6 años, son considerablemente distintas a las actuales dado que las variaciones de contexto
asignan significados diferentes a los usos sociales de la lectura, a las prácticas ejercitadas y a la
delimitación de quiénes acceden a este saber9. En la práctica –contradiciendo a veces los discursos
pedagógicos- quienes aprendían a leer antes del siglo XIX lo hacían a edades muy distintas, como
demostró Philippe Ariés (1987) en su clásica obra “El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen”.
8
Encontramos preocupaciones de este orden en los escritos de Quintiliano durante el siglo I de la era
cristiana.
9
Un desarrollo de este planteo puede verse en Spregelburd (2014).
15
Con la organización de los Estados liberales del siglo XIX se estableció legalmente la edad de inicio
de la escuela primaria, y con ello, la edad de iniciación a la lectura. El registro de los nacimientos fue
asumido también por las burocracias estatales y permitió documentar la edad, de manera tal que la
legislación escolar apeló a este tipo de certificación como requisito de admisión.
En búsqueda de dicha uniformidad, en nuestro país la edad de ingreso a la escuela primaria fue
fijada en 6 años de edad, aunque la discusión no se dio en las cámaras sino en el Congreso
Pedagógico de 1882, donde el proyecto presentado establecía un período de obligatoriedad escolar
que abarcaba de los 9 a los 13 años. A pesar de que esta propuesta fue aceptada por votación luego
de algunas intervenciones en contrario, las actas finales dejaron asentada la recomendación de 6 a
14 años (sin mediar explicación sobre el cambio), lo que fue retomado y legislado por el parlamento
en 1884, estableciendo una prescripción legal que se mantuvo en vigencia hasta la Ley Federal de
1993.
La pedagogía de la época también aportó elementos a favor de esa norma. Algunas de las
conclusiones a las que arribaron los maestros normalistas, establecían que la edad más adecuada
para el ingreso de los niños al sistema educativo era a los 6 ó 7 años. Este criterio, sin duda, alude
a una noción sobre el Jardín de Infantes que lo supone incompetente como institución educadora,
pero además da indicios de una idea de “ineducabilidad” de la primera infancia. Deducimos que esto
deja traslucir una concepción que concibe a la primera infancia como salvaje e indómita. En
consecuencia, se presupone que hay que domesticar al salvaje, dentro del ámbito doméstico, hasta
que esté preparado para recibir la instrucción e incorporarse al orden de la cultura.
En las décadas del 70 y del 80 del siglo XX, se produjeron interesantes debates respecto a las formas
de denominar al conjunto de instituciones educativas, que en la etapa fundante, fueron conocidas
como Jardines de Infancia o de Infantes. Las nuevas denominaciones dieron lugar a redefiniciones
más o menos discutidas; así, se pasó de la denominación de Educación Preescolar a nombrarlo
como Nivel Inicial o Educación Inicial (a finales de la década del 80´). Claro está que tales cambios
en los significantes no son ingenuos ni caprichosos sino que tributan a mutaciones de sentidos y
significados, que permiten vislumbrar las luchas del nivel inicial por la legitimidad pedagógica y la
inclusión en el sistema educativo. El nombre Educación Pre-escolar comenzó a usarse en textos
editoriales y en algunos documentos oficiales hacia fines de la década del 40’, pero en ese entonces
era una forma de nombrar entre otras. Para la década del 70, la denominación Educación Preescolar,
se halla generalizada y es usada de modo oficial. La referencia a lo Preescolar, pone sobre el tapete,
algo que aparece dicho desde lo que no es o no llega a ser aún. Refiere a algo que antecede, que
no es escolar y que podría verse como un espacio de tránsito para llegar a lo escolar. Lo preescolar,
sugiere también pensar “lo escolar” como un formato más acabado y a lo “pre” como algo incompleto,
sin terminar de delinearse. Sin embargo, este cambio tuvo consecuencias sobre el tema que nos
ocupa, en tanto comenzó a plantearse una función propedéutica con respecto a la escuela primara
que antes no tenía, lo que llevaba a introducir la discusión por la enseñanza. Como veremos en el
16
apartado siguiente, el “pre-escolar” ya no fue totalmente ajeno a la iniciación lectora sino que
comenzaron a proponerse actividades preparatorias.
Ambos niveles educativos fueron atravesados desde los años ´60 y principios de los ´70 por los
desarrollos de la psicología (particularmente la psicometría), que vino a complejizar la cuestión con
la introducción del concepto de “madurez”, que obligaba a diferenciar la edad cronológica de los
niños de su edad mental. Así, a la vez que se proponía adelantar la iniciación al aprendizaje de la
lectura desde el pre-escolar, en la escuela primaria se proponía esperar la maduración del niño que
podía necesitar más de un año para aprender a leer. Las sucesivas modificaciones normativas sobre
la cantidad de tiempo que la escuela debe otorgar al niño para ser alfabetizado –expresadas en
distintas propuestas como la conversión del primer grado inferior y primer grado superior en primero
y segundo grados respectivamente, las discusiones sobre la promoción automática entre primero y
segundo grado introducida y suprimida en diferentes momentos, la idea de un “bloque alfabetizador”
de dos años de duración- requieren aún de una indagación en sí mismas, un rastreo exhaustivo en
las fuentes primarias y una cabal evaluación de los argumentos esgrimidos en cada caso.
La competencia entre distintos métodos pedagógicos para enseñara a leer y escribir tuvo su origen
en el momento de sanción de la obligatoriedad escolar primaria, cuando se hacía imperioso encontrar
procedimientos factibles de aplicar con grandes grupos de alumnos simultáneamente, y ya no en
forma individual como lo hacían antiguamente los maestros de primeras letras. La manera de encarar
la enseñanza de la lectura y la escritura se vio atravesada entonces por una controversia acerca de
la eficacia de los métodos donde se enfrentan perspectivas diferentes en cuanto a los fundamentos
psicológicos, didácticos y socio-culturales de la enseñanza. Así, a los métodos de marcha sintética
se opusieron los métodos de marcha analítica. Esta disputa se viene reavivando en diferentes
momentos históricos con sus características particulares sin lograrse una resolución definitiva en la
escuela primaria.
La forma de enseñanza más antigua (que databa, según Berta Braslavsky, desde la aparición del
alfabeto griego) comenzaba por la enseñanza de las letras, luego las sílabas y posteriormente las
palabras, apelando a la memorización y asociación de elementos. Sin embargo, los procedimientos
empleados por los maestros llevaban dos ó tres años para enseñar a leer, y aún más para enseñar
a escribir ya que esta enseñanza comenzaba recién entonces.
A lo largo del siglo XIX se propusieron métodos fónicos que proponían memorizar los sonidos de las
letras y no sus nombres, pero no cambiaban demasiado la cuestión en tanto el procedimiento
consistía también en la asociación de cada uno de esos elementos simples. Tanto el método
alfabético como el método fónico siguen procedimientos de “marcha sintética”.
17
Sin embargo, con la escolarización masiva y obligatoria, se inició la búsqueda de procedimientos
más rápidos, eficientes y atractivos para los niños. Desde que la escuela pública y obligatoria asumió
la tarea de promover la alfabetización masiva comenzó el problema de resolver cómo se debía
proceder para asegurar el aprendizaje por parte de niños pequeños de todos los sectores sociales.
Hasta que no se planteó esta necesidad política la reflexión didáctica había sido relativamente
escasa.
Sobre el fin de siglo XIX, lo “métodos de palabras” venían a aportar en este sentido, dado que
proponían empezar por unidades que tuvieran sentido propio y no signos sueltos. Junto con la
incorporación de imágenes, muchos libros de lectura comenzaron a introducir este método que fue
defendido por pedagogos de renombre en la época como Berra, Ferreira y Pizzurno (entre otros).
Consistía en partir de una palabra, que se utilizaba para descomponer en letras y sílabas (siguiendo
una “marcha analítica”); éstas a su vez podrían combinarse con otras para formar nuevas palabras
con significación (como lo plantea el método de “palabra generadora”). Existen numerosas
diferencias, sin embargo, a la hora de establecer qué palabra debe enseñarse primero y en qué orden
las que le siguen, dando lugar a innumerables propuestas distintas.
La introducción del método global alrededor de la década del ´30 se sumó a la discusión. En este
caso se proponía enseñar a leer a partir de frases que los niños memorizaban y copiaban sin pasar
previamente por la enseñanza de sílabas o palabras sueltas. Sus planteos se enmarcaban en un
debate pedagógico más amplio que se remonta a las discusiones originadas a partir del movimiento
de la Escuela Nueva tanto en Europa como en Estados Unidos, y posteriormente, en los desarrollos
de la psicología de la Gestalt.
Este intenso debate se extendió hasta avanzados los años ´60. Numerosas variantes de los distintos
métodos eran publicitados frecuentemente en obras de didáctica y pedagogía, artículos, prólogos de
libros de lectura, cursos y conferencias. A la vez, la cuestión estaba presente como problema para
las instituciones escolares y para los maestros de primer grado que debían encarar cotidianamente
la enseñanza con sus alumnos. Lejos de haberse resuelto la cuestión, a lo largo de ocho décadas la
discusión se había incrementado con la formulación de nuevas teorías pedagógicas y psicológicas,
y también con las propuestas surgidas de los ensayos realizados por algunos maestros en sus aulas.
Sin embargo, la persistencia del fracaso escolar –particularmente evidente en los primeros grados-
alertaba sobre la necesidad de buscar nuevas respuestas ya que ninguno de los métodos había
logrado erradicar la alta repitencia escolar ni el analfabetismo. El reclamo de propuestas con
basamento científico (y no sólo experiencial) llevaba a ahondar en los aportes de la psicología del
aprendizaje y la fisiología. El planteo suponía que no se podría avanzar en la discusión metodológica
hasta que no se investigara científicamente cómo se produce en aprendizaje en los niños; mientras
tanto, la discusión didáctica sobre su enseñanza quedaría en suspenso.
18
En paralelo comenzó a visualizarse en el pre-escolar un auxilio para lograr aprendizajes más exitosos
en la medida en que comenzó a pensarse que los niños que asistieran a él ingresarían a la escuela
primaria con una mejor preparación.
Desde la década del ´60 los documentos oficiales para el Preescolar y para el Primario, aluden
frecuentemente a la necesidad de propiciar un período de aprestamiento antes de la enseñanza de
directa de la escritura. Desde el mismo Consejo Nacional de Educación, se establecieron
lineamientos y orientaciones para los maestros de preescolar y de los primeros grados de la escuela
primaria. El énfasis tanto en el Nivel Preescolar como en el 1º grado de la escuela primaria, estaría
puesto en lograr que los maestros le dedicaran un tiempo considerable a ejercicios preparatorios que
desarrollaban la motricidad y la memoria. Si bien, por un lado puede vislumbrarse cierta continuidad,
respecto, al desentendimiento del Jardín de Infantes en relación a la enseñanza de la lengua escrita,
(marca de origen/fundante) por otro lado, vale considerar que comienzan a observarse en Diseños
Curriculares y documentos oficiales de orden técnico-pedagógico, ciertos ejercicios de pre-
aprendizaje a modo de adiestramiento o aprestamiento. Si bien se consideraba que el niño antes de
los 6 ó 7 años, era inmaduro para aprender a leer y escribir, se pensaba que la preparación y la
ejercitación sistemática, auxiliaría en el tiempo futuro al niño en el manejo de su motricidad fina. Con
tales ejercicios se trataba de preparar la mano del niño (entre las técnicas más utilizadas pueden
enumerarse: la copia, el contorneado, el picado, el bolilleo, etc.) y de familiarizarlo con el uso del
cuaderno. En concomitancia, con estas actividades, se da un auge en la industria editorial de la
edición y publicación de libros o cuadernillos de aprestamiento.
Reflexiones finales
Planteamos que la lectura y la escritura son prácticas sociales y culturales complejas, que abren
puertas, construyen horizontes, modos de interpretar y ver el mundo. También son prácticas políticas
porque incluyen, porque igualan horizontes, que pueden contrarrestar las desigualdades en los usos
y accesos a la cultura escrita. Sin duda, no hay abordaje posible de estos temas que puedan excluir
la “lectura” política, porque los accesos al mundo letrado, son puertas o ventanas de inclusión social.
De allí la importancia de estudiar cómo las instituciones educativas contribuyen para ello.
19
El objeto de este trabajo fue presentar una primera enumeración de debates acerca de la lectura
escolar en la escuela primaria y en el jardín de infantes durante el extenso período que va desde los
orígenes del sistema educativo hasta mediados de los años ´70 del siglo XX.
Hemos priorizado la presentación de cuatro debates que atraviesan de manera diferenciada a ambos
niveles, cuya vinculación también es dinámica y cambiante. La identificación y análisis de otros
debates, así como la jerarquización y la interpretación del peso que tuvo cada uno en cada momento
histórico requiere de mayores avances en la investigación y es lo que nos proponemos realizar a
partir del desarrollo de nuestro proyecto en curso.
Bibliografía
CUCUZZA, R. (1986), De Congreso a Congreso. Crónica del 1er Congreso Pedagógico, Bs. As.,
Besana.
CUCUZZA, R. (2011), “El proyecto HISTELEA: nuevas aperturas teóricas y desafíos metodológicos”,
en Magis Revista Internacional de Investigación en Educación, 4 (7), 45-66, Colombia, Pontificia
Universidad Javeriana.
LINARES, M. C. (2015), “Accesos y exclusiones a la cultura escrita desde mediados del siglo XVIII
hasta mediados del siglo XIX en el espacio territorial bonaerense proyecto de investigación”, proyecto
de investigación, Dto de Educación, Universidad Nacional de Luján.
MONTES, G. (2001), El corral de la infancia. Nueva edición, revisada y aumentada. México, Fondo
de Cultura Económica.
PINEAU, P. (2012), “¿Para qué enseñar a leer? Cultura política y prácticas escolares de lectura en
el período de Entreguerras”, en Cucuzza, R.- Spregelburd, Historia de la Lectura en Argentina. Del
catecismo colonial a las neetbooks estatales, Bs. As., Editoras del Calderón.
PONCE, R.- SAAB, A. P. (2016), “La obra y la literatura infantil en el periodo 1960-1970: Discursos y
propuestas pedagógicas”, ponencia presentada en las I Jornadas sobre Prensa y Educación,
Universidad Nacional de La Plata, mimeo.
SPREGELBURD, R. P. (2014), “¿Aprender a leer a los seis años? Una reconstrucción histórica de
la edad de iniciación en la lectura”. Ponencia, I Encuentro Internacional de Educación, Universidad
Nacional del Centro, Tandil.
VIÑAO FRAGO, A. (2002), Sistemas educativos, culturas escolares y reformas, Madrid, Morata.
21