La Espada de Las Brujas - A. K. Mulford
La Espada de Las Brujas - A. K. Mulford
La Espada de Las Brujas - A. K. Mulford
ISBN: 978-84-19699-59-6
L
a canción de muerte resonaba en sus oídos. Asestaba tajos y
espadazos. El cobrizo olor a sangre flotaba en el aire mientras un
poder ardiente le recorría las venas como oro líquido. Los gritos y los
sollozos se apagaron y Rua solo oyó la llamada de la Hoja Inmortal, que le
suplicaba que derramase más sangre. El miedo y el júbilo se fundieron en
uno. La dicha y la desgracia chocaron en su cabeza. No podía soportarlo.
Unos brazos fornidos la rodearon y la estrecharon contra un pecho férreo.
El calor de su aliento le rozó la oreja cuando le susurró:
—Dioses, Ruadora, detente.
El Matabrujas.
De todos los ruegos, el suyo era el que debería haber ignorado. Pero aquel
timbre grave se dirigía a sus entrañas. Aflojó el agarre de la espada.
Conforme se despejaba el ambiente enrarecido, observó la montaña de
cadáveres y de cuerpos que no tardarían en serlo. La ira de Baba Morganna
seguía agitando los cimientos; los muros se derrumbaban por todas partes.
El Matabrujas la abrazó con más fuerza y resolló contra su pelo, pero, al
contemplar la masacre, se le antojaba un contacto lejano. Entre la carnicería
lo vislumbró de nuevo, el motivo de que empuñase la antigua espada:
Raffiel. Los ojos de su hermano contemplaban sin vida el cielo mientras el
suelo temblaba.
A lo largo de los años, sus interacciones habían sido incómodas y
forzadas, pero la oportunidad de fortalecer su relación se había frustrado del
modo más cruel. Era culpa suya. Todo era culpa suya. Debería haber
empuñado el arma antes. Debería haberlo salvado y haberse permitido el
lujo de ser mejor hermana…, pero vaciló. Las brujas rojas estarían muy
decepcionadas.
No era una bruja guerrera, sino una princesa fae asustada de lo que sería
capaz de hacer con la hoja mortal en sus manos. Miró los rubíes color
sangre incrustados en la empuñadura de la espada, cuyo poder
chisporroteaba como electricidad estática. El temor de haber tomado la
decisión equivocada congeló sus llamas.
Ahogó un grito y se zafó del agarre del Matabrujas. Un frío helado la
penetró ante la ausencia de su calor. El hijo del rey del Norte permaneció
quieto detrás de ella, supervisando la matanza. La había llamado Ruadora
pese a ir camuflada… ¿Cómo había averiguado que era la princesa de la
Alta Montaña?
La magia de su glamur le imploraba que volviese a adoptar su forma
feérica a la vez que el eco de la batalla reverberaba en su interior. Solo un
par de norteños temblorosos seguía con vida. El verdadero horror no era el
mar de sangre, sino la absoluta angustia que demudaba el rostro de los
supervivientes. ¿Cuántos de esos cadáveres habrían sido víctimas de su
espada? La bilis le subió a la garganta. Esa no era la guerrera a la que
habían instruido las brujas rojas. No había mirado a los ojos de sus
enemigos mientras los hacía trizas.
Baba Morganna detuvo su vorágine vengativa mientras contemplaba la
tarima. El ensordecedor retumbo de las rocas dio paso a los lamentos
entusiastas de los supervivientes. Dentro de su campo visual, Rua localizó a
su hermana tumbada en el suelo de mármol blanco, inerte y exangüe.
Rostros agónicos y aterrados se cernieron sobre ella, pero todos tenían los
ojos clavados en una sola persona. La bruja, con su larga trenza cobriza,
sonrió a Remy y, con calma, alzó su daga.
Rua apretó los ojos. Sabía lo que ocurriría. El midon brik era el obsequio
más poderoso que podía ofrecer una bruja: cambiar su sino por el de otra
persona. Con el estómago revuelto y las manos temblorosas, Rua observó el
corro, pero no logró ver el rostro de Remy. Había mucha gente reunida
alrededor de su hermana, gente dispuesta a intercambiar su vida por la de
ella. Y luego estaba Rua, una bestia solitaria con una espada. La batalla
había finalizado y, aun así, el corazón se le iba a salir por la boca y se le
agolparon las lágrimas. No permitiría que la delatasen. Dio media vuelta y
agarró la vaina de la Hoja Inmortal, que estaba en la mesa de detrás. Las
coronas de la Alta Montaña cayeron al suelo tras su gesto apresurado, pero
nadie se percató, pues todos estaban pendientes del midon brik.
Tan solo un par de ojos verde esmeralda siguieron la huida de Rua.
Agachó la cabeza mientras corría, pues no deseaba mirar a Baba Morganna
al pasar por su lado. La suma sacerdotisa y las demás la habían educado
para que fuera una guerrera, para que plantase cara y luchase, para que no
se amedrentase ante nada, y no había hecho más que fallarles. Su corazón
era demasiado blando para ser una bruja roja y demasiado duro para ser una
fae de la realeza. Aceleró el paso. Empujó cuerpos y apartó escombros para
escapar de la sala. No permitiría que vieran sus lágrimas traicioneras ni
cómo le entraban arcadas.
Sabía que no volverse a ver si su hermana moría o vivía la convertía en la
más oscura de las almas.
R
ua contempló Drunehan. Ya había dejado de ser la capital. Apenas
distinguía las siluetas que transitaban por el espeso manto de nieve.
Tras los muros de palacio, la devastación era patente. Ventanas destrozadas
y ennegrecidas daban a unos jardines nevados cubiertos de cascotes. Rua se
alegraba de que fueran a abandonar aquel lugar. Estaba segura de que la
mayoría de los ciudadanos que vagaban por esas calles la querían muerta.
Bri cerró el gigantesco cofre negro con estrépito, lo que sacó a Rua del
bucle.
El ruido la estremeció y, furiosa por haberse sobresaltado, apretó los
dientes. Habían estado a punto de decapitarla hacía un par de días, pero se
negaba a revelar los efectos de su cara a cara con la muerte. En el Norte no
podía permitirse mostrar esa clase de flaqueza.
Bri se sentó en el cuero negro que revestía el cofre. Había quienes
llamaban a ella y a su hermano «los mellizos Águila», lo cual era
comprensible. Con su pelo corto y rojizo, su nariz aguileña y sus ojos
dorados, parecía salida de otro mundo. Rua supuso que ahora sería la
melliza Águila, pues su hermano Talhan había partido al Este para mantener
el orden.
—¿En serio necesito todo eso? —Observó el cofre atestado de ropa y
lujos, cortesía de los trabajillos secretos de Bri—. Creo que prefiero
llevarme solo un morral.
Bri observó con recelo la bolsa de viaje ajada que Rua le había solicitado
a un criado de palacio. El estado del morral —a un día lluvioso de
desintegrarse— le indicó lo que el personal pensaba de ella.
—Aunque nos dirijamos a un campamento en los lagos glaciales —Bri
miró a Rua con sus ojos dorados—, no es un campamento de brujas. Estarás
en compañía del rey de la corte Norte.
—¿Y? —Rua puso los ojos en blanco. No le importaba lo más mínimo
cómo la viese vestida Renwick. En su opinión, el Matabrujas era la maldad
personificada, o al menos casi. A fin de cuentas, había ayudado al hermano
de Rua a derrocar al anterior rey del Norte. Sin embargo, aún no acertaba a
comprender por qué. ¿Tanto ansiaba ver a su padre muerto que estaba
dispuesto a aliarse con los enemigos de su corte? ¿Tanta sed de poder tenía?
—Y —le espetó Bri, que cruzó las piernas y apoyó un codo en la rodilla
— representas a la corte de la Alta Montaña, una corte para muchos débil y
en ciernes. Debes exhibir fuerza en todos los aspectos. Y vestir con harapos
viejos de bruja no enviará un mensaje de poder a vuestros adversarios.
—¿Tanto debe transmitir la ropa? —Rua miró ceñuda el baúl gigante.
—No hay vestidos ni tiaras. —Bri se rio con aspereza—. Contiene ropa
de abrigo, trajes de cuero y armas.
—De acuerdo —transigió Rua, cuyos ojos vagaron hacia la Hoja
Inmortal, encima de su cama—. Me vendría bien atarme unas cuantas dagas
más al cinturón.
—¿Cuánto has practicado el manejo de la espada? —inquirió Bri,
siguiendo la mirada de la princesa.
—Mucho. —Rua se irguió y agregó—: El aquelarre insistió en ello.
Bri sonrió con satisfacción:
—Me están empezando a caer bien las brujas.
—Sí. —Rua ladeó la mandíbula—. He recibido los mejores cuidados.
—Tremendo halago —se complació Bri.
Era el mejor elogio que se le ocurrió. Las brujas rojas nunca la habían
tratado con familiaridad. La princesa era ajena a ellas; simbolizaba lo que
habían perdido. La alimentaron, la cobijaron y la entrenaron, pero eso era
todo. Ni una sola vez vio a las brujas llorar o quejarse. Sus sentimientos
feéricos eran demasiado delicados para ellas. Y, después de todo lo que
habían pasado, le parecía inapropiado cargarlas con nimiedades tales como
sus chiquilladas. Aun así, les agradecía que la hubieran mantenido a salvo
todos esos años mientras trataban de recomponer su aquelarre en los
bosques salvajes detrás del templo de Yexshire.
Rua agarró la Hoja Inmortal. Conforme la desenvainaba poco a poco,
algo en su interior se estabilizó, como si hubiera aplicado un bálsamo a una
comezón de mil demonios que no sabía que tenía. Sostuvo la hoja en el aire
y examinó los rayones bajo el filo.
—¿Qué pone? —preguntó Bri, que observaba las palabras en mhénbico
de la funda.
—«Cada golpe, una bendición o una maldición» —contestó Rua.
Bri rio por lo bajo.
—En ese caso, me he pasado años concediendo bendiciones.
—A mí solo me interesan las maldiciones —masculló Rua, blandiendo la
hoja. Su increíble peso le calentó los músculos de los brazos.
—¿Cómo invocas la magia? —inquirió Bri, quien miraba la espada con
suspicacia, como si un mal gesto fuese a abatirla.
—La hoja sabe hacerlo, del mismo modo que mi mano sabe empuñarla.
No lo pienso con detenimiento, simplemente lo deseo. —Rua alzó más la
espada y apuntó al techo con ella. Entonces, con una sonrisa torcida, agregó
—: No te hará nada.
—No lo sé —dijo Bri—. Se te da muy bien abatir a gente.
Rua miró de inmediato al Águila. ¿De qué la acusaba la guerrera fae?
¿Había visto lo que ocurrió en el gran salón? ¿Sabía que la poseyó un
frenesí por asestar espadazos? ¿Sabía que se sintió tan libre en ese momento
que le daba igual quién sería la próxima víctima de la hoja? Una vergüenza
ardiente y pegajosa se extendió por su piel como una mancha en su alma.
Una vocecita le susurró en su interior que no era digna de la espada
ancestral.
—Solo a quien se lo merece —escupió Rua.
—Ese es un juego peligroso —dijo Bri, y se puso en pie—. Uno al que
llevo jugando muchos años. Es como todo, algo que se ejercita.
—¿El qué? —preguntó Rua.
Los ojos dorados de Bri se oscurecieron hasta volverse ámbar cuando
dijo:
—Decidir quién vive y quién muere.
Rua resistió el impulso de torcer el gesto. Bajó la Hoja Inmortal y tocó
con la punta el suelo de piedra.
—¿Y cómo se practica si no es matando? —preguntó Rua, más para sí
misma que a Bri.
En ese momento, entendió la trascendencia de la responsabilidad que
había asumido. Mataría, seguramente, durante el resto de su vida. Era la
dueña de una hoja mortal. Cuando la necesidad surgió, la espada la eligió a
ella y ella eligió la espada. Y, aun así, no la agarró lo bastante deprisa. De
haberla empuñado un segundo antes, Raffiel seguiría vivo. Su titubeo le
costó la vida. Sabía por qué titubeó. El instinto le dijo que blandir esa
espada cambiaría su vida para siempre y que la profunda oscuridad que
anidaba en ella saldría a la luz. Ahora que empuñaba la hoja mortal temía
en qué se convertiría.
—Practica conmigo —le sugirió Bri, lo que la sacó de sus sombríos
pensamientos—. Yo también tengo que pulir mis habilidades, y no quiero
entrenar con los necios del Norte.
Rua esbozó una sonrisita y asintió por toda respuesta.
—Voy a hablar con Remy —espetó Bri, dirigiéndose a la puerta. Rua
tenía dificultades para crear las llamas mágicas que permitían comunicarse
con otros fae. Tampoco es que tuviera a quién llamar—. Tengo que contarle
a vuestra hermana que nos vamos al Norte. ¿Quieres que le diga algo de tu
parte?
Rua negó con la cabeza, pero, cuando Bri asió el pomo, añadió:
—No le cuentes lo del consejero.
Bri la miró enarcando una de sus pobladas cejas.
—Por favor —insistió Rua con los dientes apretados. Se sentía patética.
No quería que su hermana se preocupara por la hoja o que pensara mal de
ella tan pronto. Aún no tenía claro cómo debía dirigirse a su hermana
mayor. Bueno, mayor… En una semana, Rua cumpliría diecinueve años.
Durante un mes tenían la misma edad. Tras el solsticio de invierno, Remy
cumpliría veinte años.
—Remy no es esa clase de persona —repuso Bri como si le hubiera leído
la mente—. No te juzgaría así.
—No tengo ni idea de qué clase de persona es. —Rua se mordió el labio
inferior con el colmillo.
—Pues intenta averiguarlo —la desafió Bri, desarmándola con suma
facilidad.
—Puedes retirarte —dijo Rua como si el Águila necesitase su permiso. Se
volvió hacia la ventana y contempló el mar de nieve plateada. Aunque la
lumbre estuviese encendida, un frío helado la caló hasta los huesos.
Bri, en absoluto turbada porque Rua la echase, resopló con alegría.
—Cuando la conocí, Remy tenía miedo de sí misma —contó Bri, un dato
que hizo que Rua mirase a su espalda. Costaba creer que la despiadada
luchadora que había visto en el gran salón hubiera tenido miedo de sí
misma alguna vez—. Fue ganando confianza y fuerza sobre la marcha, poco
a poco, lentamente. La valentía que presenciaste se la granjeó a pulso.
Rua se tragó el nudo que se le había formado en la garganta. Quizá ella
también hallaría una senda hacia el valor. Una parte de ella deseaba que
Baba Morganna se hubiera quedado para indicarle cómo proceder. Era
mucho más sencillo obedecer que pensar por sí misma.
—Tiene pinta de ser buena persona —dijo Rua a regañadientes.
—Lo es —le confirmó Bri—. Como tú.
Le enfureció la idea de que la guerrera fae llegara a preocuparse por ella.
Solo sería cuestión de tiempo que Bri se retractase.
—Ni siquiera me conoces —gruñó Rua—. Podría ser un monstruo.
Bri le sonrió y ladeó la cabeza.
—En ese caso, qué bien que me guste trabar amistad con monstruos.
Sabía que el Águila no se rendiría. Por más irascible y antipática que
fuese Rua, la guerrera fae parecía decidida a no abandonarla.
Se alegraba de que Remy fuera la siguiente en la línea de sucesión de la
Alta Montaña. El peso de la Hoja Inmortal era considerable, pero el de la
corona sería mucho mayor. Rua no volvería a ver a su hermana hasta el
solsticio de invierno, lo que le daría tiempo para aprender a manejar su
nuevo poder. Se pasaría las semanas siguientes poniendo paz en el Norte y
haciendo méritos para ser princesa de la corte de la Alta Montaña.
—¿Estarás bien? —le preguntó Bri. Rua notó una ligera opresión en el
pecho. Por más que se empeñase en apartarla, el Águila volvía a hacerle
frente. Puede que Bri fuera la única persona que soportase su mal genio.
Eran las dos igual de estrictas y bordes. Tal vez pudiera hacerse amiga de
Bri…, si no metía la pata.
—Lo tengo todo controlado —le aseguró Rua. Era consciente de que Bri
sabía tan bien como ella que mentía. No tenía claro si controlaba la espada
o la espada la controlaba a ella. Volvió a leer la frase escrita en mhénbico
con letras doradas y suspiró. El golpe de la hoja no la inquietaba. Era la
hoja en sí lo que sería una bendición o una maldición.
R
ua decidió que prefería los trineos a los carruajes. Se movían con
mucha más suavidad y no rebotaban ni traqueteaban sobre el terreno
escabroso. Tras limpiar el cristal empañado, miró por la ventanilla. Casi
todo lo que veía era blanco. De vez en cuando, unos árboles de hoja perenne
descollaban entre la maleza seca que se extendía a lo lejos. Conforme
sorteaban laderas escarpadas, observó que su caravana formaba una fila
para cruzar los pasos angostos. Al menos treinta trineos cargados de
suministros aguardaban en fila junto a los criados y los guardias que los
llevarían a los lagos glaciales de Murreneir.
Rua se preguntó si sería cierto que el hielo era tan grueso que la caravana
en su totalidad acamparía sobre él. Los bosques de las Altas Montañas se
cubrían de nieve en invierno, pero no de ese modo. En absoluto. En algunos
rincones, los senderos se abrían paso a través de imponentes paredes de
hielo. La nieve de las Altas Montañas no solía llegarle por encima de la
rodilla y, aun así, Rua y las brujas se quedaban en casa y se aovillaban ante
sus hogares durante el largo invierno.
El campamento de las brujas rojas era rudimentario. Sus cabañas estaban
ocultas en el valle del monte Eulotrogus, a medio día a caballo al oeste del
templo de Yexshire. Lo montaron allí para que los saqueadores y los
soldados norteños que rondaban la zona no vieran ni sus señales de humo.
Nadie deseaba escalar el monte Eulotrogus o vislumbrar su cumbre
erosionada.
Cuando era niña, Rua había oído infinidad de veces la historia de cómo
Baba Morganna había derribado la montaña sobre el ejército norteño. Había
salvado a las brujas rojas. La ubicación de su campamento les recordaba lo
que habían perdido. Ver cada mañana la cima destruida indujo a Rua a
callar y dar gracias de seguir viva. Cada vez que contemplaba el horizonte,
notaba que las brujas la miraban con resentimiento, como si hubiera sido su
familia la que hubiera masacrado a su aquelarre.
La brusquedad con la que se detuvo el trineo hizo que Rua se asiera
rápidamente al borde de su asiento. ¿Ya habían llegado? Oyó un grito. En
un santiamén, Bri estaba de pie y con la daga que había guardado bajo la
almohada en ristre. Abrió la portezuela y se asomó al exterior. Rua atisbó el
espanto que destellaron sus ojos dorados antes de desaparecer.
Bri se agachó para volver a entrar en el trineo y miró a Rua.
—Si te pido que esperes aquí, ¿me harás caso?
—No —contestó la princesa, que ya se disponía a desenfundar la espada
que portaba atada a la cadera.
—Me lo imaginaba —dijo Bri refunfuñando—. Pues prepárate para lo
que vas a ver.
Rua se mordió el carrillo. Significara lo que significara aquello, no era
bueno. Acarició con los dedos la empuñadura de rubíes de la Hoja Inmortal.
El arma estaba lista y a la espera, deseosa de que la desenvainase.
Bajó del trineo y saltó al profundo manto de nieve. La parte de abajo del
compartimento estaba al mismo nivel que la senda de polvo blanco.
Un grupo de soldados se había reunido en la linde del bosque. A medida
que se acercaba, Rua vio lo que había asustado a Bri: cinco cuerpos
desnudos clavados en los árboles.
Cadáveres vejados, con las cuencas vacías y quemaduras rojas y
arrugadas. En la nieve, ante ellos y escrita en sangre, se leía la palabra
«TRAIDOR».
La capa gris oscuro de delante de la tropa dio media vuelta a la vez que
Rua ahogaba un grito. Renwick la miró fijamente y apretó la mandíbula.
Rua pensó que le ordenaría que regresase al trineo, pero no fue así.
—¿Quién es esta gente? —susurró.
—Pertenecían al convoy de criados que se dirigía al Norte a montar el
campamento. —Renwick miró a Thador y dijo—: Ve a por Aneryn.
Thador asintió con brusquedad y se dirigió a los trineos.
—Esto es obra de vuestro tío —aseveró una voz desde las profundidades
de su capa. Rua la identificó como la del consejero de mayor edad,
Berecraft.
—Eso parece —repuso Renwick, que miraba la nieve ensangrentada.
La sangre se había vuelto marrón. Era un relativo consuelo que al menos
no fuera fresca. Los cuerpos de los árboles estaban azules y completamente
congelados.
—¿Creéis que volverá a atacar? —preguntó Bri con la mano cerca de su
daga.
—Solo es cuestión de tiempo —contestó Berecraft—. Puede que esté
loco, pero no es ningún necio. No atacará esta caravana. Nos protegen
demasiados soldados.
—A no ser que haya reunido su propio ejército —dijo Renwick, que
observaba al macho.
—Que es por lo que nos dirigimos al Norte —insistió Berecraft—.
Tenemos que apartarlo de las zonas norteñas y alejarlo del fuerte de las
brujas azules. No podemos permitir que consiga más apoyo.
Thador regresó con una persona ataviada con una capa añil. Solo era algo
más baja que Rua, pero al lado de Thador parecía diminuta. Se bajó la
capucha. Llevaba el pelo negro recogido detrás de unas orejas redondeadas
del color de la obsidiana. Los miró con sus ojos caídos. Parecía joven,
adolescente; seguramente era más joven que Rua.
—¿Quién es el culpable de esto, Aneryn? —le preguntó Renwick a la
muchacha, cuyos ojos oscuros refulgieron con un espeluznante matiz zafiro.
De las yemas de sus dedos emergieron unas llamas de un azul intenso.
Parpadeó y el brillo se esfumó.
—Ya lo sabéis —respondió Aneryn.
Rua abrió los ojos como platos. Aneryn no se asemejaba a las brujas
azules que había visto en el gran salón la noche del fin de Hennen
Vostemur. La anciana bruja azul estaba llena de quemaduras y cicatrices, no
tenía pelo y le habían cosido los ojos. La chica que se hallaba ante Rua
estaba perfectamente.
—¿De verdad las ha liberado? —susurró Renwick con aflicción.
—Las Olvidadas campan a sus anchas, su majestad, pero no son libres —
contestó Aneryn—. Ha usado el Cristal de las Brujas.
—Mierda —maldijo Thador junto a la bruja—. ¿Cómo ha aprendido a
usarlo Balorn?
—¿Quiénes son las Olvidadas? —inquirió Rua, lo que hizo que todas las
miradas recayeran sobre ella.
—Lo hablaremos en Brufdoran. Hay dos horas de camino —dijo
Renwick.
—No deberíamos seguir aquí —convino la guerrera a su costado mientras
escudriñaba los árboles—. No vaya a ser que se haya quedado alguien a
vigilarnos.
—Tú irás con Bri —le ordenó Rua a Thador con una mirada fulminante.
Entonces se dirigió a Renwick—: Lo hablaremos ahora.
—Como deseéis, alteza —repuso Renwick con una sonrisilla mientras
señalaba su trineo.
Bri abrió la boca para intervenir, pero Rua la miró con una severidad que
hizo recular al Águila.
—Procurad no matarlo —dijo en su lugar.
Dos horas a solas con Renwick Vostemur serían a todas luces
desagradables, pero necesitaba respuestas y se negaba a esperar que le
cayeran del cielo.
L
as velas de los alféizares escarchados titilaron mientras atravesaban las
tranquilas calles de Brufdoran. El bello pueblo se componía de
cabañas de madera de cuyos techos inclinados goteaban témpanos de hielo
y en cuyas puertas rojas tintineaban unas campanas plateadas. En el centro
del pueblo se erigía un pino gigante decorado con cintas de plata reluciente
y cordeles de cuentas rojas como rubíes. Contrastaba radicalmente con las
ruinas de Drunehan y los horrores que habían presenciado durante el
trayecto.
El aliento de Rua empañó la ventanilla al estirar el cuello para ver el
altísimo árbol y sus pesadas ramas, adornadas con aire festivo. Renwick,
frente a ella, observó el pueblo en silencio. ¿Así vivían los fae norteños?
¿Ocultos bajo un manto de nieve fresca, con las chimeneas humeando y el
olor a humo de leña flotando en el aire gélido? El singular regocijo que los
rodeaba se veía eclipsado por el magnífico castillo que los aguardaba en los
confines del pueblo.
Las estrellas iluminaban el ocaso mientras los trineos se adentraban en los
terrenos del castillo de Brufdoran. Cuanto más se aproximaba el solsticio de
invierno, antes reinaba la oscuridad. Al otro lado de la ventanilla escarchada
destacaba un muro de piedra alto y negro y, a lo lejos, se alzaba un castillo
cuyo edificio de piedra principal estaba flanqueado por dos imponentes
torreones.
Nada más llegar, Rua se apartó de Renwick lo más rápido que pudo y
tanto ella como Bri corrieron tras el criado humano que las conducía a sus
aposentos. Se quedó un rato ensimismada mirando la lumbre hasta que Bri
la llamó para cenar. Se echó un poco de agua en la cara y salió sin más.
El señor de Brufdoran se sentaba en el extremo más alejado de la mesa,
enfrente de Renwick. Rua se situaba justo entre los dos machos silenciosos.
Lord Omerin era un hombre viejo y robusto con una barba poblada y un
cabello rubio cada vez más cano. No dejaba de mirar el plato de pescado
ahumado y verduras en escabeche que tenía delante.
Bri y Thador se hallaban junto al hogar, pues debían custodiar la puerta
más alejada por si un ejército decidía irrumpir en el comedor en cualquier
momento. Rua echó un vistazo a Bri y se preguntó cuándo le servirían la
cena. Deseó invitar a su escolta a sentarse a la mesa, pero se contuvo. El
Águila era demasiado importante para estar pegada a la pared como una
criada. Rua comió deprisa con la esperanza de acelerar la cena.
Lanzó un vistazo hacia lord Omerin, que permanecía con la cabeza gacha,
y hacia Renwick, al que le enarcó una ceja para suplicarle que rompiese el
hielo.
—¿Va todo bien? —preguntó Renwick al fin.
Se había cambiado su túnica de montar por una chaqueta de terciopelo
verde y mangas acampanadas que insinuaba esperanza y hacía juego con
sus ojos verdes y con el aro plateado que adornaba su cabello rubio ceniza
brillando a la luz de las velas. Rua se ruborizó. Deseó haberse tomado el
tiempo para cambiarse sus ropas de viaje.
Renwick dejó el tenedor en su plato:
—Estáis muy callado, lord Omerin.
—Disculpadme, majestad. —Al fin el lord se enfrentó a los ojos fríos del
monarca—. No estaba seguro de si resultaría apropiado daros el pésame…
Lord Omerin daba la impresión de ser un hombre hosco y temible. Se
sentaba tieso como un palo e, incluso con la cabeza encorvada, se movía
como un soldado. No obstante, comía deprisa y con miedo.
—Es complicado. —Renwick frunció los labios. Sus palabras aliviaron a
lord Omerin, que suspiró tras contener el aliento largo tiempo—. Me
entristece que fuera necesario, pero había que pararle los pies a mi padre.
Lord Omerin relajó los hombros.
—Estoy de acuerdo, majestad —dijo en voz baja, como si temiera que
Hennen Vostemur fuera a resucitar y castigarlo por su deslealtad.
—Mi padre era un hombre cruel, lord Omerin. No os culpo por temer que
yo sea igual que él. —Renwick no movió ni un músculo mientras hablaba.
Su deliberada quietud le indicó a Rua que a él también le asustaba qué clase
de rey sería.
—A veces, era… difícil acoger a vuestro padre tras estos muros —repuso
lord Omerin con timidez—. Pero es vuestro tío Balorn el que me infunde
verdadero pavor.
—¿Conocéis a Balorn? —Renwick agarró los cubiertos con fuerza.
—Pues claro, me crie con ellos. Los tres éramos jóvenes cortesanos
cuando vuestros abuelos reinaban. El antiguo rey se llevaba al príncipe
Balorn a todas partes —contestó lord Omerin—. Incluso de niño, todo el
mundo temía a Balorn. Era imposible adivinar cuál sería su próximo
movimiento. Todas las veces que pisó este castillo acabaron en sepelio.
Rua ahogó un grito.
—Criados y guardias en su mayoría, alteza —aclaró Omerin, como si
debiera consolarla de que no asesinase a ningún fae importante—. Pero sin
duda está enfermo.
Rua arrugó más el ceño y dijo:
—Enfermo de lo mismo que los hombres que han crecido creyendo que el
mundo es suyo.
Renwick apretó la mandíbula con la misma fuerza que los puños. Miró a
Rua y después a Omerin.
—¿Y mi padre no hizo nada para detener a Balorn?
—No, majestad. —Lord Omerin volvió a mirar su plato—. Los
Vostemur… bueno, vuestro padre y vuestro tío al menos —se apresuró a
rectificar—, tenían una sed de sangre sin par. Ambos eran irascibles, pero,
mientras que Hennen se desfogaba asestando puñetazos, Balorn solucionaba
sus problemas a punta de espada. Allá donde fueran dejaban a su paso un
reguero de sangre.
—He oído historias de esa época, pero no las recuerdo —repuso
Renwick.
—Cuando Hennen envió a Balorn al Norte, vos erais joven, majestad. —
Omerin le dio un buen trago a su copa de vino como para deshacerse de los
perturbadores recuerdos.
Renwick, a la izquierda de Rua, estaba completamente inmóvil. Era
evidente que algo de lo que había dicho Omerin lo había inquietado.
—Imagino que sabéis dónde envió mi padre a Balorn —dijo Renwick
entre dientes.
—Al fuerte de las brujas azules pasados los lagos glaciales del Norte —
confirmó Omerin con un asentimiento—. Se rumorea que vuestro padre le
encomendó la tarea de romper el lazo de sangre con la Hoja Inmortal. —
Omerin miró de soslayo a Rua, que, sin que él lo viese, asió la empuñadura
de la espada por debajo de la mesa—. Hennen envió a muchos juguetes para
entretener a su hermano.
¡Juguetes! Rua se estremeció. Sabía que se refería a brujas, y
seguramente también a humanos: muñecos para que los torturase.
—Los reyes de Okrith nunca han sido soberanos benévolos. Exceptuando
a vuestro padre, por supuesto —agregó Omerin a toda prisa mirando a Rua
—. Es una bendición que los reinos estén cambiando. Una nueva reina
Dammacus, un nuevo rey Vostemur… ¿Y qué hay de la corte Este?
—Se ha formado un consejo para mantener el orden. —Renwick se
limpió la comisura de la boca con la servilleta y volvió a depositarla en su
regazo—. Este mismo año, aspirantes de todo Okrith competirán por el
trono.
A su espalda, Bri y Thador se movieron. Era obvio que deseaban unirse a
la competición. Rua apretó los labios; apostaría todo su dinero por Bri.
—¿Y qué opina Augustus Norwood de ese plan? —inquirió Omerin
mirando a los guerreros fae, sumamente atentos de repente.
—Las brujas azules lo vigilan. —Renwick hizo un gesto con la mano,
como desestimando la idea de que el príncipe fuese una amenaza—. Él y su
ejército menguante sobreviven a duras penas en los bosques que crecen en
las faldas de la Cima Podredumbre.
—Si los pumas no acaban con ellos, la peste lo hará. —Omerin se rio
dando palmadas, lo que agitó el centro de mesa. Pétalos de violetas secas
cayeron sobre el mueble.
—Es mucho más preocupante el tema de B…
Una corriente helada se coló en la estancia y se llevó el calor de las
llamas momentáneamente. La puerta tras lord Omerin se abrió de golpe. Un
niño de no más de cinco años entró en tromba seguido de una fae con cara
de agobio.
—¡Fredrik! —gruñó esta, agarrando al muchacho del brazo. Tarde, sin
embargo, pues ya los habían visto.
Lord Omerin palideció.
—¿Quiénes son? —preguntó Renwick mientras la hembra volvía a
arrimar al niño a sus piernas. El pequeño, con los ojos como platos, miraba
a Rua y Renwick.
—Majestad, os presento a mi hija, lady Mallen. —Lord Omerin señaló a
la hermosa hembra rubia, que al momento se inclinó con elegancia—. Y a
mi nieto, lord Fredrik. —La mujer empujó a su hijo por los hombros para
que hiciese una reverencia.
—Mucho gusto —dijo Renwick con frialdad. Se volvió hacia lord
Omerin y agregó—: Creía que vivíais solo en este castillo. Me sorprende
que vuestra familia no cene con nosotros. ¿Algún otro familiar que me
hayáis estado ocultando?
Lord Omerin agarró su copa por el tallo.
—Mis más sinceras disculpas, majestad. Es que… es que no sabía si… —
dijo trabándose.
—No sabíais si sería tan malvado como mi padre y mi tío —conjeturó
Renwick—. Temíais que le hiciese daño a vuestra familia.
—Perdonadme, majestad. —Lord Omerin miró a su nieto con ojos
implorantes. Resultaba extrañísimo ver a un hombre tan adusto temblar de
arriba abajo. Esas eran las consecuencias de una violencia impredecible.
Rua conocía de primera mano la sensación de prepararse para blandir una
espada en cualquier momento. Los Vostemur de más edad habían asesinado
a su antojo; la sangre que habían derramado manchaba hasta el último
rincón de la corte Norte. ¿Cómo iba a imaginar Omerin que el hijo de
Hennen no sería igual?
—Estáis perdonado —dijo Renwick, a lo que Omerin respondió
respirando hondo para serenarse. ¿De verdad había creído que el rey lo
mataría solo por eso?—. Pero de ahora en adelante no quiero más secretos.
Solo os pido que me juzguéis por mis actos y no por los de mi padre.
—Así lo haré, majestad. —Omerin volvió a adoptar la postura de firmes
—. Ya sois mejor líder que vuestro padre en toda su vida.
—¿En serio sois una princesa? —preguntó una voz chillona y estridente
desde el rincón.
Rua vio que el niño la estaba mirando. Lady Mallen volvió a inclinarse
rápidamente y obligó a su hijo a hacer otra reverencia. Le dio golpecitos en
la cabeza a Fredrik para ordenarle en silencio que no curiosease, pero Rua
le sonrió. Qué emocionante debía de ser para él que unos extranjeros de la
realeza hubieran ido a su casa.
—Sí.
—¿Y no tenéis corona? —chilló.
—¿Crees que debería procurarme una? —preguntó Rua sonriendo más
abiertamente.
El pequeño casi daba botes de la emoción cuando exclamó:
—¡Sí, sí!
—Deja que su majestad y su alteza acaben de cenar, Fredrik —lo
reprendió Mallen, quien, con amabilidad, lo condujo a la puerta—. Además,
es hora de acostarse.
—Pero… pero… —gimoteó Fredrik, que hacía pucheros y la miraba con
su cara redondita.
—¿Qué os parece si desayunamos juntos mañana, lord Fredrik? —le
propuso Rua—. Creo que agradecería vuestra compañía. La conversación
de esta noche ha sido aburridísima.
Omerin se carcajeó y Fredrik sonrió radiante a su madre.
—¿Podemos, mamá? —le rogó.
Lady Mallen rio y lo despeinó.
—Bueno, está bien.
Fredrik se fue por el pasillo dando saltos de alegría y Mallen cerró la
puerta tras ella.
—No sabéis el lío en el que os habéis metido, alteza. —Omerin se rio por
lo bajo—. Pero os lo agradezco inmensamente. Va a estar meses
presumiendo de que ha desayunado con una princesa.
En un instante, lord Omerin pasó de mostrarse nervioso e indeciso a
afectuoso. Le dio otro trago al vino mientras los criados les llevaban el
siguiente plato: patatas asadas y venado adobado.
Esa muestra de afecto hizo que Rua se revolviese. Omerin se alegraba
tanto por su nieto… Era una sensación ajena a ella. Las brujas rojas la
cuidaron lo mejor que supieron, pero no fueron cariñosas. El asedio de
Yexshire les borró la sonrisa. Rua no había crecido en el seno de una familia
como aquella. Había coincidido con su hermano mayor, Raffiel, y con su
destinado, Bern, unas pocas veces a lo largo de los años. Siempre fueron
amables con ella, pero su presencia la violentaba y la tensaba. No sabía
cómo dirigirse a ellos y, en cada despedida, se preguntaba si debía
abrazarlos. ¿Eso hacían las familias? Ahora que Raffiel, asesinado en la
batalla contra el anterior rey, se había ido, Rua no podría salir de dudas.
Se estremeció al recordar la única vez que había visto a su hermana, en
las ruinas del palacio norteño mientras las azotaba la ventisca. Al menos a
ella sí que le había permitido abrazarla. Remy le habló con los ojos llorosos
mientras ella se limitaba a mirarla ceñuda. Dioses, era un monstruo. Sabía
que el encuentro había decepcionado a Remy, pero Rua no sabía qué más
podía ofrecerle a una hermana que era una desconocida para ella.
La princesa volvió a fijarse en el nuevo rey del Norte, quien no apartaba
la vista de la puerta por la que se habían marchado lady Mallen y lord
Fredrik.
—¿Por qué estáis tan molesto? —lo chinchó Rua, lo que lo sacó del
trance—. Parece que hayáis visto un fantasma.
No se imaginaba a Renwick con niños. Se lo veía tan incómodo como a
ella con su propia familia. Pero había muchas brujitas en los campamentos
en los que se había criado. Las brujas rojas más jóvenes eran las más
dispuestas a hablar con Rua, así que se ofrecía a cuidarlas y se pasaba casi
todo el tiempo vigilándolas mientras sus padres trabajaban.
Sus palabras hicieron que Renwick volviese a centrarse en su plato. Clavó
el tenedor en una patata asada, partió un trozo minúsculo y se lo llevó a la
boca. Rua resopló. Qué fino era. Ella ensartó el tenedor en la patata de su
plato y se la metió entera en la boca. Sonrió con suficiencia a Renwick, que
puso los ojos en blanco.
Omerin rio entre dientes tras presenciar el mudo diálogo.
—Menuda pareja más curiosa estáis hechos.
Rua lo miró de soslayo y, con la boca llena de patata, replicó:
—No somos pareja.
El señor de Brufdoran se encogió de hombros por toda respuesta y, con
las mejillas sonrosadas, volvió a mirar a Renwick.
—Venid a mi castillo cuando gustéis. Sois más que bienvenida, princesa
de la corte de la Alta Montaña.
Unas manos la empujaron al suelo; sus rodillas impactaron contra la piedra.
La sala estaba en silencio. Todos los observaban con el alma en vilo
mientras le quitaban la capucha roja. No saben quién soy. Voy a morir
siendo bruja. Miró a los ojos marrones con motas verdes, que tanto se
asemejaban a los suyos; su rostro era la versión femenina de Raffiel.
Antes de poder observar detenidamente a su hermana mayor, un chorro de
sangre le dio en la cara. La gente prorrumpió en gritos. Vio el horror en el
gesto de Remy cuando una cabeza rodó por el suelo. Alana, se llamaba.
Nunca le había caído bien Rua. Creía que su presencia era un mal augurio,
pero ver que aún movía la boca mientras su cabeza rodaba hizo que la bilis
le quemara la garganta.
La espada volvió a hender el aire: otro golpe mortal. Esta vez contra la
bruja de su lado: Draigh, el marido de Alana. La hoja se atascó en el cuello
de Draigh y la sangre manó a borbotones del corte, empapando las rodillas
de Rua.
Los ojos de la corte Norte la miraban expectantes, ansiosos de verla
morir. ¿Cuánta gente habría celebrado el asesinato de sus padres?
Tuvo un espasmo. Era la siguiente. Cada soplo de aire, cada movimiento
que veía por el rabillo del ojo, la hacía chillar. Así acabaría su patética vida.
La oscuridad se tragó sus resuellos cuando despertó de sopetón. Su mano
había encontrado la Hoja Inmortal incluso en sueños. Sin soltar la
empuñadura, alargó la otra mano hacia el farol y lo giró para que la vela de
dentro iluminase el dormitorio.
Escudriñó las sombras, pero no había nadie. Agradeció su vista feérica.
De haber adoptado su forma humana, la mitad de la habitación seguiría a
oscuras. No solía camuflarse en los bosques de la Alta Montaña, pues todas
las brujas rojas sabían quién era. El glamur le resultaba extraño y molesto,
como llevar un jersey de lana que picase. No podía creer que Remy lo
hubiese llevado trece años.
El dormitorio, majestuoso y ajeno, se le antojaba extraño y espeluznante
en la quietud que siguió a su pesadilla. Estaba decorado con mucho gusto,
lo que contrastaba radicalmente con los horrores que yacían tras sus
párpados.
Miró ceñuda las tenues flores pintadas con acuarela sobre la repisa de la
chimenea y respiró por la nariz para calmarse. Estaba en Brufdoran, en el
centro de la corte Norte. No era tranquilizador.
Llamaron con suavidad a la puerta que conectaba su habitación con la de
su escolta. Bri no esperó a que contestara y entró.
—¿Estás bien?
—Sí —dijo Rua entre dientes mientras aferraba más fuerte la espada.
Incluso a oscuras, vio que los ojos dorados de Bri miraban la hoja—. ¿Te he
despertado?
—Ya estaba despierta. Estabas jadeando —repuso Bri sumida en la
penumbra. El Águila se acercó al arcón que había a los pies de su cama.
Aún llevaba puesta la ropa de combate y no se había desatado las armas del
cinturón y los muslos. Se sentó en el baúl de cuero negro y miró a la
princesa.
—Al menos no gritaba. —Rua rechinó los dientes.
—Puedes soltarla, ¿eh? —dijo Bri señalando la hoja—. Ahora que es
tuya, ninguna arma puede herirte, la empuñes o no.
—Todas las profecías sobre la Hoja Inmortal son diferentes y ambiguas.
—Rua miró ceñuda la espada, pues le pareció que vibraba—. En los
volúmenes de las brujas rojas pone que ninguna hoja puede matar al
portador de la Hoja Inmortal… Pero ¿eso qué significa? ¿Cuentan las
flechas? ¿Y las rocas? Existen muchas formas de matarme sin necesidad de
blandir una espada.
Bri la observó bien y dijo:
—Has estado pensando en ello.
—Tengo que saber qué puede hacer.
Qué puedo hacer.
—¿Quieres que te dispare una flecha? —Bri sonrió al ver la expresión
severa de Rua—. Los trajes de cuero que te compré te protegerán de los
arqueros más remotos. Tendrían que estar cerca para atravesar el pellejo y,
para hacer eso, primero tendrían que vencerme a mí.
Rua miró sus ojos dorados. La guerrera fae decía la verdad. Se hizo el
silencio —solo se oían las ramas golpeteando las ventanas—, pero no
parecía que a Bri la perturbase la quietud.
—He soñado con la noche en el palacio norteño —confesó Rua,
sonrojada.
—Me lo imaginaba. —Bri se miró las manos y, con indiferencia, se
toqueteó la uña del pulgar.
—¿Por qué Baba Morganna no hizo nada? Se arrodilló ahí y se puso a
rezarle a la puta luna en mhénbico. —Rua volvió a mirar su espada, se fijó
en su hoja y, de nuevo, en la funda apoyada en la cama—. Era la bruja que
derrumbó una montaña, y no movió un dedo.
—Derruyó el palacio norteño —replicó Bri, que mantenía su pose
relajada como si hablaran del tiempo.
—Entonces, ¿por qué esperó? ¿Por qué no demolió el palacio nada más
nos apresaron? ¿Por qué permitió que muriese tanta gente? —Exhausta,
Rua se apartó el pelo que se le había pegado a la frente por el sudor.
—Es una rara avis la suma sacerdotisa. Poseía el don de la clarividencia
de las brujas azules —comentó Bri—. No es normal que una bruja posea los
poderes de otro aquelarre. A lo mejor alguno de sus antepasados era una
bruja azul…
—¿Y?
—Pues que a lo mejor vio los diferentes desenlaces de la batalla y eligió
el camino menos sangriento —reflexionó Bri mientras Rua la fulminaba
con la mirada—. ¿Le habría valido la pena salvar a las dos brujas si, a
cambio, los tres hermanos Dammacus caían en combate? ¿Habría merecido
la pena salvarlas si, a cambio, el linaje de la Alta Montaña se extinguía esa
misma noche?
—Esa pregunta no tiene respuesta.
—Pues vas a tener que dársela si vas a ser la propietaria de esa espada —
repuso la guerrera fae mientras miraba el pomo rubí, que refulgía a la luz de
la vela. Rua era consciente de que tenía razón. Con cada tajo que asestaba
se convertía en la diosa de la muerte y decidía qué vida segar—. No estuve
presente cuando asesinaron a las dos brujas. Estaba esperando en el pasillo
del servicio a que sacaran a Hale de las mazmorras y lo llevaran al gran
salón. No pensé que Vostemur fuera a asesinar a alguien antes… Habría…
—Bri apretó los puños en el regazo y volvió a mirar a Rua—. Lo siento.
—¿Cómo ibas a saberlo? —preguntó Rua, aunque su voz destilaba
rencor. No era el tono que quería usar. Siempre se equivocaba al elegir las
palabras. ¿Cuántas personas habían reaccionado con sorpresa o rabia a sus
preguntas sinceras a lo largo de su vida? Poco importaba que hablase los
tres idiomas de Okrith, pues no sabía expresarse en ninguno. Desterró ese
molesto pensamiento y volvió a mirar al Águila, que aguardaba a que
hablase como si no hubiese habido una pausa larguísima—. Raffiel reunió
un ejército en cuanto capturaron a Remy.
—En cuanto te capturaron a ti —recalcó Bri—. Bern dijo que sabía que
habían tendido una trampa a las brujas antes de saber siquiera dónde estaba
Remy. Idearon el ataque para rescatarte. Que atraparan a Remy fue lo que
aceleró el plan que ya habían trazado.
Rua frunció el ceño. Su hermano iba a rescatarla a ella. Raffiel había
intentado traspasar la dura coraza de Rua y ser el hermano mayor que tan
urgentemente necesitaba, pero que nunca le dejó ser. Atacó el palacio
norteño sin estar preparado. Rua lo había obligado a actuar y eso había
acabado con su vida.
Recordó el momento en que Renwick la colocó detrás de él y desenvainó
su espada. Empuñó su arma contra sus propios soldados para protegerla.
¿Por qué? ¿Porque estaba aliado con Raffiel? La había aprisionado contra la
estrecha mesa de los talismanes. Las coronas de sus padres, también en esa
mesa, eran una exhibición de poder. Lo supo en cuanto se acercó lo bastante
como para ver el escudo de la Alta Montaña: dos montañas con una corona
encima. Las montañas representaban la unión de las brujas rojas y los fae de
la Alta Montaña. Gobernaban la corte juntos. Gracias a su liderazgo
conjunto, se convirtieron en la corte más poderosa de todo Okrith. Otros
reinos feéricos ansiaban un poder absoluto, hasta los que eran bondadosos
con sus aquelarres. Nunca las trataban como a iguales. La cruda realidad era
que Hennen Vostemur las explotaba. Quería que las brujas fueran esclavas,
no iguales, y, cuando masacró a la corte de la Alta Montaña, sus ideales
tolerantes y nobles murieron con sus habitantes. Eso hizo Vostemur. Rua
ignoraba si lograrían que el mundo volviese a ser el de antes. Sabía que
Raffiel así lo había deseado. Lo que no sabía era si Remy lo conseguiría.
—Debería haber agarrado la Hoja Inmortal en cuanto subí corriendo a la
tarima. —Rua se frotó las manos al notar una corriente helada. Bri se
percató del gesto y se acercó al hogar apagado. Se agachó y añadió más
leños a las piedras ennegrecidas—. La tenía justo al lado. Me llamaba. La
sangre de mi pueblo corre por su acero y, aun así, ignoré su llamada.
Bri encendió la fajina con un pedernal y avivó la llama.
—No te culpo por no querer empuñar la espada.
—¡¿Que no me culpas?! —bramó Rua—. Si Raffiel estuviera aquí,
seguro que me culparía. De haber agarrado la espada un segundo antes,
estaría vivo. Solo cuando lo vi muerto en el suelo supe que debía tomarla.
Lo hice para salvarme a mí, no a él.
Bri agregó otro leño a las crecientes llamas.
—Casi te decapitan, ¿y te flagelas por no haber pensado con rapidez?
—Debería haber…
—Puedes estar así toda la vida —dijo Bri mientras se apartaba del fuego
—. No cambia nada. Aprendes y sigues adelante. Es el único modo de que
el miedo acabe disipándose.
Rua reparó en que Bri no la perdonaba. Su escolta no le había dicho que
no pasaba nada. Podría haber agarrado la espada antes y no lo hizo.
—¿Alguna vez has tenido tanto miedo que te has meado encima? —A
Rua le dolía la mandíbula de lo fuerte que la apretaba. Estaba segura de que
todo el mundo lo olió aquel día. Se orinó cuando el soldado norteño extrajo
la hoja del cuello de Draigh. Renwick debió de notarlo cuando la colocó
detrás de él. No era una guerrera valiente. En absoluto.
—¡Bah! —bufó Bri—. A la mitad de los guerreros más temibles que
conozco les ha pasado…, y más de una vez. A veces de miedo, otras por no
disponer de orinal en plena guerra…, pero las lides están llenas de todo: de
sangre, de bilis, de mierda… La orina es la menor de nuestras
preocupaciones. Para mí huele como cuando salgo de noche de taberna en
taberna.
Rua arrugó el ceño. Creía que la guerrera fae estaba exagerando para
animarla, pero aquello no era propio de Bri. El Águila hablaba con el
corazón en la mano aun cuando costase asumir sus palabras.
El calor de las llamas se llevó el aire frío y aplacó la tormenta que
anidaba en su interior. El aterrador escalofrío que le produjeron sus
pesadillas desapareció al fin.
—¿Crees que podrás dormir?
Rua asintió mirando a los ojos a su escolta, a la guerrera que se había
ofrecido a protegerla.
—Gracias.
Bri se encogió de hombros.—Solo es un fuego.
Pero era mucho más que un fuego. Bri la había consolado con su
brusquedad característica cuando vagaba sin rumbo por la oscuridad de su
mente.
—¿Y tú qué? ¿Vas a descansar? —preguntó Rua.
—Ya dormiré mañana durante el viaje. —Bri le sonrió con picardía y
añadió—: Que ahora hay un soldado vigilando el pasillo solo y agradecerá
tener algo de compañía.
E
l vaho del aliento de Rua cubría sus pestañas de una capa de escarcha.
Se habían pasado el día viajando: ella mirando por la ventanilla
empañada y Bri durmiendo frente a la princesa. Tras detenerse en la entrada
del campamento invernal, se apeó del trineo para estirar sus agarrotadas
piernas y observar el lago de hielo. Con los ojos entornados a causa del
viento, miró abajo. En un cráter de cerros boscosos se extendía una masa
lisa de hielo. Ella se quedó en la cresta contemplando el enorme lago
congelado del mismo color que el cielo, en cuya superficie abundaban las
telarañas de hielo resquebrajado. Unas puertas de hierro rodeaban la cuenca
con sus altísimos barrotes entrecruzados. Las cimas estaban salpicadas de
atalayas de piedra; le costaba ver la más lejana incluso con su vista feérica.
Jamás había visto algo tan inmenso. A diferencia de los lagos y estanques
de las Altas Montañas, aquello era un mar en sí mismo.
A orillas del lago había un campamento en desarrollo. Sin él como
referencia, Rua no habría entendido la magnitud del lago. Un manto de
gravilla y hojas secas yacía bajo el asentamiento, que formaba un amplio
círculo encima del lago. Cientos de tiendas de diferentes formas y tamaños
ocupaban el campamento. Parecía pequeño en comparación con la
interminable extensión de hielo. Los criados ya lo habían animado
encendiendo hogueras; la luz del fuego atrajo la atención de Rua. ¿De
verdad era buena idea encender fogatas en un lago helado?
—Este hielo soportaría el peso de una legión entera. No tenéis de qué
preocuparos. —Un vaho plateado emergió de los labios de Renwick cuando
se plantó a su lado.
Rua lo miró y vio que sus ojos esmeralda estaban clavados en ella.
—En mi vida he visto nada igual —dijo mientras se volvía hacia el
milagro que se hallaba ante ellos.
—En esta zona hay muchos lagos helados, pero Lyrei Basin es el más
grande. —Renwick observó las cumbres que se atisbaban mucho más lejos.
No había ni una llanura a la vista: montes y valles ondulosos se extendían
sin cesar en la lejanía—. La corte Sur lleva siglos adquiriendo hielo de estos
lagos. Los habitantes de Murreneir se sacan un buen pellizco enviándolo
por todo el reino. Pero, con su cresta repleta de fortines, Lyrei Basin es un
baluarte. Las brujas azules y mis soldados lo defienden. Lyrei es un lugar
seguro.
Rua puso los ojos en blanco y dijo:
—Para vos, puede.
—No permitiré que mi gente os haga daño —repuso Renwick mientras
veía cómo guardaban los trineos en los establos enclavados en la ladera.
—No creo que os pidan permiso antes —le espetó Rua.
—No son tan crueles como yo —murmuró el rey, más para sí que para
ella.
—¿Qué hay allí? —preguntó Rua señalando las laderas nevadas de una
montaña pasada la cuenca. Habían talado los árboles y la cumbre era plana,
como si la hubiesen rebanado.
—Allí erigiremos el nuevo palacio —dijo Renwick—. Es una colina fácil
de defender y será complicado que un ejército atraviese el terreno que
circunda los lagos.
—¿Creéis que vendrá un ejército? —preguntó Rua con aire reflexivo.
—Espero que no. —Renwick la miró ceñudo—. Pero también espero que
el castillo resista el paso del tiempo, no como el de Drunehan. ¿Quién sabe
qué hará falta dentro de cien años?
Rua observó la cima allanada. Imaginó lo hermoso que sería contemplar
los lagos y los sempiternos bosques en cada estación.
—No ha pasado ni una semana desde esa noche. —Sabía que no le hacía
falta especificar. La batalla de Drunehan, la noche en la que derruyeron el
palacio y cientos de personas murieron, muchas por su culpa—. ¿Habéis
allanado la ladera en tan poco tiempo?
—No, ese sitio lleva ya un tiempo esperando. —Renwick aguzó la vista,
como si viese más allá del paisaje y rebuscase en sus recuerdos—. Iba a ser
el palacio de primavera.
Rua dudaba si intervenir. No sabía por qué la voz de Renwick le parecía
tan lejana, pero al fin volvió a hablar:
—Idea de mi madre.
Rua contuvo el aliento mientras las ráfagas de nieve la envolvían. Nunca
se había interesado por la madre de Renwick. Mientras se frotaba las yemas
de los dedos para combatir el frío, observó la cima vacía. Se preguntó
cuánto haría que falleció. Rua también tuvo una madre, pero no guardaba ni
un solo recuerdo de ella. Veía un rostro borroso en su cabeza, pero ignoraba
si era un recuerdo o una imagen que se había creado a partir de las historias
que le habían contado sobre la reina Dammacus a lo largo de los años. No
confiaba en la veracidad de sus recuerdos. Tenía cinco años cuando su
madre murió asesinada por el padre del hombre plantado a su lado.
—¿Cuándo murió? —inquirió Rua. No sabía que hubiese habido una
reina Vostemur; ni siquiera aparecía en los libros.
—Yo tenía quince años —susurró Renwick, que volvió a guardarse las
manos en los bolsillos y enderezó los brazos para protegerse del gélido
viento.
Así que él sí que recordaba a su madre, no como Rua. No sabía por qué la
enfurecía tanto que su hermana recordase a su familia y ella no. ¿Cuántos
de sus conocidos conservaban a sus padres? La mayoría de las brujas rojas
habían perdido a ambos. A las más afortunadas les quedaba un progenitor.
El frío acero se le clavaba en las manos desnudas. Sin embargo, por alguna
extraña razón, notar la empuñadura de su espada en la palma la tranquilizó.
La hoja prometía una venganza eterna. ¿Cuándo dejaría de pedir cabezas?
Daba la impresión de que todos sus enemigos oían el mismo reclamo. Se
matarían los unos a los otros hasta que todos quedaran huérfanos.
Renwick fijó la mirada en un punto negro que había a lo lejos.
—¿Qué es eso? —Rua se esforzó para ver qué era esa mancha negra que
se atisbaba a lo lejos, en el horizonte.
—El fuerte de las brujas azules —contestó Renwick—. Murreneir es su
tierra natal. Sus antepasados construyeron la fortaleza, un bastión en pleno
Norte. Aunque no creo que ninguna bruja quiera seguir viviendo allí; no
después de que mi tío se apoderase de él hace tanto.
La crudeza de su afirmación estremeció a Rua: allí era donde torturaban a
las brujas azules para que tuvieran visiones.
—¿Vamos a ir?
—Hoy no —murmuró Renwick—. Ha sido un viaje largo. Montaremos el
campamento y mañana veremos qué queda del fuerte. Mis batidores
afirman que está abandonado, lo que significa que Balorn anda suelto.
—¿Y las brujas que vivían allí?
Renwick volvió a mirarla con sus ojos esmeralda.
—O Balorn las ha hechizado y se han marchado con él o…
—Han muerto. —Rua hizo una mueca—. No sé qué destino es mejor.
Renwick se frotó la sien mientras las ráfagas de nieve soplaban con
fuerza.
—¿Otra vez os duele la cabeza?
El rey bajó la mano al costado:
—Las brujas azules de estos lares lo han pasado peor que el resto. Hay un
motivo por el que la maldición de Balorn las afectó a ellas y no a las demás.
Sus mentes ya estaban hechas polvo. No aguantan el Cristal de las Brujas.
—Volvió a mirarla—. No sé cómo dirigirme a las brujas azules que
sobrevivieron al reinado de mi padre. Dudo de que me escuchen.
—Es comprensible.
—A lo mejor vos podéis haceros oír. —Resopló y agregó—: Sois casi una
bruja.
Rua arrugó el ceño.
—El antiguo aquelarre de las brujas rojas obsequió a mis antepasados con
magia y esta corre por sus venas. Quizá, hace mucho, hubiese una bruja
entre mis ancestros, pero soy tan bruja como vos.
Con la mandíbula crispada, Renwick dijo:
—Baba Airu ya ha solicitado hablar con vos.
Rua había visto a la suma sacerdotisa de las brujas azules durante la
batalla de Drunehan. Recordaba la sonrisita que esbozó en mitad del fragor
de la batalla mientras ella permanecía inmóvil. Se estremeció. ¡Esa sonrisa!
—¿Podemos irnos? —les gritó Thador desde la portezuela del trineo—.
Hace más frío que en la raja de una bruja.
Rua le enseñó los dientes al gigantesco fae.
—¿Qué? —Thador se encogió de hombros y le restó importancia a su
comentario con un gesto de la mano—. Habéis dicho que no sois bruja.
Rua percibió el zumbido de su magia roja, un alegre runrún que vibraba
bajo las yemas de sus dedos y que le salía de los ojos. Apuntó con su mano
libre a la portezuela y la cerró de un portazo que mandó al escolta de vuelta
al interior del trineo.
Renwick se rio por lo bajo.
—Cuidado —le advirtió—, que como sigáis machacándolo acabará
enamorándose de vos.
Cuando se hubo pasado el efecto de la magia, Rua se cruzó de brazos y
dijo:
—Quizá creáis que mediaré entre vos y las brujas azules, pero no seré
vuestra mensajera. Les seré sincera, si es que deseáis que hable con ellas.
—Es lo único que pido. —Renwick ladeó la cabeza y la observó
detenidamente—. Si me conocierais más, quizá no les contaríais cosas tan
atroces.
Rua bufó:
—Lo dudo. —Exhaló con pesadez y volvió a mirar el emplazamiento del
palacio de primavera.
—Gracias por ayudar a mi pueblo —dijo Renwick mientras se le
desviaban los ojos a la Hoja Inmortal.
Muchos tipos de poder estaban al alcance de la mano de Rua. Podía
diezmar un batallón solo con blandir su espada. Pero serían los fae los que
pagarían por los horrores del mundo, no las brujas. Incluso las inclinadas a
la violencia habían sido corrompidas por manos feéricas.
—No he venido por vuestro pueblo. Quiero restaurar la paz para que la
corte de la Alta Montaña no vuelva a representar una amenaza para el Norte
nunca más. Balorn va a pagar por lo que le ha hecho al aquelarre de las
brujas azules, no por lo que les hace a las brujas con las que se escuda —
insistió Rua—. Os ayudaré a romper la maldición y me iré a casa. —La
palabra casa sonaba hueca en sus oídos—. No mataré a ninguna bruja —
añadió mirando fijamente a Renwick—, a no ser que me amenace a mí o a
alguien a quien ame.
—Bueno, princesa —dijo Renwick con acritud, aunque se insinuase una
sonrisilla en sus labios—, pues ya podéis ir dándoos prisa en amarme.
Siguió a Aneryn y Bri por el laberinto de tiendas, más perdida con cada
paso, hasta que llegaron a una tienda gigantesca y rectangular. Estaba hecha
de lona teñida de gris y era la más grande que había visto en su vida.
Contigua a ella había toda una hilera de tiendas para dormir.
Se oyó un chillido en lo alto que estremeció a Rua, la cual se tapó la cara
mientras un halcón descendía del cielo. Thador dobló la esquina con el ave
posada en su hombro.
—Ya os acostumbraréis. —El soldado se rio mientras Rua bajaba las
manos con rapidez—. Ehiris no os hará daño.
Rua entró en la tienda mirando con recelo al pájaro, que erizaba las
plumas y la miraba con sus ojillos brillantes y dorados. Sentía que estaba
bajo el escrutinio de Bri.
Se estaba un poco más calentito que en el exterior, pues el espacio era
demasiado inmenso para calentarse por completo. Rua observó boquiabierta
las filas de largas mesas de madera, la amplia gama de sillas y los largos
bancos que se amontonaban a su alrededor. La estancia era un lugar a
caballo entre una taberna y un comedor fastuoso.
—¿Qué sitio es este? —murmuró.
—La cantina —respondió Thador, que miraba el alto techo de la tienda—.
Comemos aquí. Esta está reservada para los fae que venimos de Drunehan,
pero hay seis más en el campamento.
A Rua se le desencajó la mandíbula. De pronto fue consciente de la
magnitud del campamento. Habría cientos, tal vez miles, como ellos
acampando en el lago helado. Miró con suspicacia la mesa que había en
mitad del pasillo. Allí se sentaban Renwick, Berecraft y dos soldados más.
Había papeles amarillos diseminados por la mesa aunque estuvieran
comiendo. Tensa, observó la singular escena que tenía lugar ante sus ojos:
un rey dirigiendo una reunión en un comedor compartido. Seguro que
comía en su tienda.
—Va, a comer —dijo Thador, guiándolas por la fila de mesas.
El resto de la sala estaba en silencio; las velas de la mayoría de las mesas
no habían sido encendidas. No era hora de comer, pero Rua estaba
hambrienta.
Renwick levantó la vista, las miró con la frialdad de costumbre y asintió
bruscamente. El sencillo aro que portaba en la cabeza le apartaba el pelo de
la frente. Había vuelto a cambiarse: ahora llevaba una túnica bermellón y
una chaqueta de satén a juego con ribetes de piel color crema. Impecable y
sin un solo copo ni una sola arruga, se erguía con rigidez junto a su anciano
consejero. Sus facciones y mandíbula angulosas realzaban su piel tersa. Rua
lo observó y se preguntó si se habría afeitado para asistir a la reunión.
Thador se sentó frente a Berecraft, mientras que Rua rodeó la mesa con
Aneryn. Pasó las piernas por el banco para sentarse ante Renwick y Bri se
sentó como pudo en el otro extremo. No era así como se imaginaba una
reunión dirigida por un rey.
Cinco personas con mandiles verde bosque a juego salieron a toda prisa
de detrás de una cortina que había en el lateral de la tienda y sirvieron
platos de comida y cántaros de agua a los recién llegados.
El embriagador aroma a pimienta y romero flotaba en el aire mientras
Rua veía a los criados regresar a lo que ella suponía que eran las cocinas. Al
reparar en sus delantales verdes, se preguntó si serían brujas verdes.
Agarró el tenedor que ya estaba en su plato. ¡Qué informalidad! Parecía
que estuvieran en los campamentos de brujas, comiendo a su antojo, sin
horarios. Rua prefería aquello a la organizada cena de Brufdoran con sus
múltiples platos y su cubertería infinita. Dio gracias a los dioses por las
breves enciclopedias que había leído de niña y que le permitían saber qué
cubierto utilizar. Todo lo que sabía de los fae lo había aprendido leyendo.
Mordió un trozo de pescado escamoso y ronroneó de placer cuando el
intenso sabor a sal se fundió con su lengua. Renwick la miró sin dejar de
hablar con el soldado que tenía delante.
—De Lyrei Basin. Recién capturado —comentó Aneryn con una sonrisita
asomando a sus labios mientras se metía una cucharada de judías en
escabeche en la boca.
—¿Pescáis en este lago? —Rua abrió los ojos como platos y observó el
techo abovedado—. ¿Creéis que es prudente hacer agujeros en el hielo?
La bruja azul se echó a reír y negó con la cabeza.
—Se pesca en la otra punta. Allí el hielo es mucho más fino y es más
sencillo perforarlo. Está a medio día andando. Estamos seguros.
El estómago de Rua seguía en tensión. Sentía que en cualquier momento
el hielo se resquebrajaría y se los tragaría a todos. Si caían al agua en ese
instante, no alcanzarían la superficie. La alta tienda que los envolvía
bloquearía sus vías de escape. Agarró con fuerza los cubiertos. Era la
misma sensación que la embargó aquel día en Drunehan mientras esperaba
a que la espada la golpeara. Con cada segundo que pasaba estaba más
expectante. El pánico amenazaba con devorarla conforme se imaginaba con
mayor claridad cómo se ahogaba.
Bri, delante de ella, se llenó la copa rauda y veloz y le pasó el cántaro.
—Ten —dijo como si oyera su corazón desbocado.
Tras llevarse la copa a los labios, el sabor afrutado chocó con el ardor que
le bajaba por la garganta. Dio otro lingotazo. En las montañas, las brujas
preparaban aguardiente. Era espantoso y útil a partes iguales, pero el vino…
Podría acostumbrarse al exquisito vino feérico.
—Primero necesitamos el libro de hechizos —dijo Berecraft,
interrumpiendo el escándalo con su voz áspera. Todas las miradas recayeron
sobre él—. Ir a por Balorn es una muerte segura. Deberíamos centrarnos en
romper la maldición.
El grupo, impaciente por conocer la respuesta de Renwick, se volvió
hacia él, pero fue Thador quien habló:
—Tarde o temprano tendremos que ir a por él —replicó el gigante con la
boca llena de patata—. Tiene el Cristal de las Brujas.
—Puede que aún siga en el fuerte de las brujas azules —sugirió uno de
los escoltas.
Era un macho rubio al que se le marcaban los músculos bajo el uniforme
añil. El blasón de la corte Norte estaba pintado en la tela de su túnica. Su
informal vestimenta combinaba con la del guardia de su lado. Debía de ser
lo que llevaban bajo la armadura; incluso bajo su traje de acero portaban el
escudo del Norte.
Thador se rio del soldado y espetó:
—¿Crees que abandonaría el cristal, Lachie?
—En vez de enzarzarnos en una batalla, deberíamos intentar robárselo —
propuso el otro soldado, de pelo castaño grisáceo—. Está rodeado de brujas
azules. Estamos en desventaja.
—¿Por qué? —interrumpió Rua.
—Las brujas azules no podemos ver el futuro de las demás brujas azules
—dijo Aneryn, que movía las judías de su plato con los dientes del tenedor
—. Aunque Balorn sea fae, la presencia de tantas brujas azules enturbia su
futuro.
Rua frunció los labios y consideró los hechos. Se preguntó si sucedería lo
mismo que con los talismanes de la Alta Montaña. La magia de las brujas
rojas no podía hacer levitar ni la Hoja Inmortal ni el amuleto de Aelusien.
Sabía que Remy estuvo a punto de morir tras conseguir el amuleto.
—¿Y cómo robamos a un individuo en movimiento? —preguntó el
soldado rubio.
Aneryn se revolvió en su asiento y se echó hacia delante para mirar al
escolta.
—Las últimas visiones que he tenido sobre Balorn me indicaban que se
dirigía al Oeste.
—En el noroeste hay muy pocos pueblos y mucha tundra helada. —
Berecraft miró los papeles que había esparcidos por la mesa y, con un dedo,
repasó la corte Norte—. Perseguirlo y apresarlo nos dejará sin recursos y
agotará a nuestras tropas.
—No lo atraparemos hasta que no tengamos el libro de hechizos —dijo
Renwick al fin mientras observaba el mapa con su vista de lince.
—¿Y dónde está el libro? —preguntó Rua.
—No lo sabemos. —Berecraft frunció más el ceño al mirar al rey—.
Estaba en Drunehan. No me extrañaría que Balorn hubiese enviado a alguna
de sus mascotas a encontrar el hechizo primero. De todas formas, las brujas
azules libres se llevaron el libro de hechizos cuando se fueron.
—Dado que ahora son libres para hacer lo que deseen, sí, se llevaron las
sagradas escrituras consigo. —Renwick miró a su consejero como si
hubieran tenido la misma discusión cientos de veces—. Hasta ahora no
importaba que tuvieran en su poder sus antiguos garabatos. ¿Cómo íbamos
a saber que Balorn planeaba lanzar una maldición?
—¿Se lo llevaron? —preguntó Bri mientras se rellenaba la copa.
—Una cohorte de brujas libres puso rumbo al este —dijo Aneryn. Los
ojos se le empañaban cuando hablaba de las brujas azules. No era el destello
que acompañaba a su don; era otra emoción la que la invadía—. Se
refugiarán en algún sitio para pasar el invierno mientras reconstituyen su
aquelarre.
A Rua no le pasó por alto que la joven bruja azul dijo su y no nuestro.
—Pero ¿la líder de su aquelarre no es Baba Airu? —preguntó Bri.
—Las brujas están divididas —explicó Thador, quien ladeó el cuello para
darle la carne cruda de su plato a Ehiris. Rua miró embobada la carne. Los
criados sabían que debían añadírsela al plato de Thador para que alimentase
a su halcón—. Muchas no quieren seguir a otro rey Vostemur.
—Lógico —apostilló Bri, lo que le granjeó las risitas de los soldados.
—Algunas se han quedado y otras se han ido. —Renwick se encogió de
hombros como si su carácter no hubiera influido en su decisión de
marcharse—. Debemos encontrarlas y convencerlas de que nos entreguen
su libro sagrado.
—No necesitamos todo el libro —apuntó Berecraft—. Solo las palabras
para revertir la maldición. Seguro que querrán ayudarnos.
—Yo no creo que estén dispuestas —dijo Aneryn entre dientes—. No
después de las suraash.
Suraash significaba “las Olvidadas” en mhénbico. Resultaba muy extraño
oír esa palabra de labios de Aneryn. El término en mhénbico era más
apropiado que su traducción al ífico. Las Olvidadas no era del todo exacto.
El matiz era más de abandono que de olvido; implicaba que no valía la pena
salvarlas.
—Pero las suraash también forman parte de su familia —replicó Rua,
que miró a la bruja azul.
Thador se hizo eco de los pensamientos de la princesa:
—Seguramente piensen que es imposible salvarlas.
Aneryn miró su plato y apuntó:
—Y tendrían razón.
—¿Y dónde encontraremos a las brujas? —inquirió Bri para que
volviesen a centrarse en su misión.
—No lo sabemos —contestaron Thador y Berecraft al mismo tiempo.
—Baba Airu sí —agregó Aneryn. Se le marcaba más aún el acento
cuando hablaba de su Baba. No pronunciaba el mhénbico correctamente;
hablaba como una fae—. Pero no nos lo ha dicho.
Bri se rascó la cara y preguntó:
—¿Y eso?
—Teme por la seguridad de su aquelarre —dijo Renwick. Con sus ojos
verdes clavados en Aneryn, añadió—: Nos es leal a los dos.
—Seguiré comunicándome con ella —explicó Aneryn, suspirando con
frustración mientras hundía el tenedor en el pescado.
El rey del Norte miró a Rua cuando le dijo:
—Quizá podáis convencerla de que nos revele su paradero.
Rua se enderezó y se puso a la defensiva.
—No veo por qué la suma sacerdotisa iba a confiar en mí.
—Sois la unión de los dos mundos: el brujesco y el feérico —apuntó
Renwick con aire meditabundo y la copa pegada a los labios más tiempo del
necesario.
—Siento una profunda aversión por ambos —repuso Rua, que se forzó a
dejar de gruñir y añadió—: Pero me lo pensaré.
Había ido como muestra de poder, pero romper la maldición sería el
mejor modo de proteger al nuevo aliado de la corte de la Alta Montaña. Si
Balorn derrotaba a Renwick, todo Okrith estaría en apuros. No podía
desentenderse de la maldición; necesitaban que Renwick subiese al trono.
Apretó la mandíbula y se obligó a respirar despacio. Ahora era su deber
salvaguardar el porvenir de su patria…, significara lo que significase
aquello.
—Bueno, ¿y ahora qué? —Bri se rellenó la copa por tercera vez.
—Mañana hay que ir al fuerte de las brujas azules —dijo el soldado de
pelo castaño tras inclinarse mucho hacia delante para mirar al Águila.
—Hay que comprobar si hay alguna señal que nos diga en qué consiste la
maldición —agregó Thador—. En qué libro aparece, qué poderes tiene…
Necesitamos las palabras exactas y la piedra de las brujas para revertirla. A
lo mejor encontramos pistas que nos revelen a dónde fueron las brujas
azules.
Berecraft miró por encima a Aneryn y clavó sus ojos arrugados en Rua,
aunque ella sabía que se dirigía al rey cuando dijo:
—Propongo que solo vayan los soldados.
—Puedo ir —insistió Aneryn.
—No —la cortó Renwick, mirando a la bruja azul con los ojos entornados
—. Tú te quedas. —Rua frunció el ceño a la vez que el rey la miraba con
sus ojos esmeralda—. Os lo advierto, princesa. Ese lugar es un pozo de
oscuridad.
Rua se reclinó al tiempo que dejaba los cubiertos y se cruzó de brazos.
—No me da miedo la oscuridad.
—Estupendo. —Renwick asintió, se retiró de la mesa y se puso en pie
para que acabasen de cenar sin él—. Partiremos al amanecer.
Capítulo Seis
E
l viaje en trineo hacia el fuerte de las brujas azules no fue tan apacible
como los dos días de travesía hasta Murreneir. Se habían dividido en
dos trineos e iban apiñados. En la parte de atrás del compartimento del
equipaje había más escoltas. Los batidores le habían asegurado a Renwick
que el fuerte estaba abandonado, pero, aun así, llevaban guardias de sobra
por si acaso.
Tras dar un frenazo, Rua bajó del trineo y pisó la nieve. Observó la
fortaleza negra que se alzaba imponente ante ella. No era ni mucho menos
un edificio, sino más bien cinco conectados por elaboradas arcadas de
piedra. Los chapiteles rematados en punta estaban llenos de grabados
intrincados y símbolos mhénbicos. Aún se respiraba el aroma a almizcle
propio de la magia antigua. La princesa leyó con los ojos entornados las
palabras en mhénbico que había escritas en la arcada más elevada: Xeco
d’Hunasht. El templo de Hunasht.
Se preguntó por qué los fae lo llamaban «fuerte de las brujas azules».
Templo de Hunasht era mil veces más apropiado. Supuso que a los fae de la
corte Norte les traían sin cuidado los nombres de las brujas o sus
costumbres. No aprendían las palabras en mhénbico ni leían sus símbolos.
Estaban por debajo de su nivel.
—No os dejéis engañar —avisó Thador mientras contemplaba la fortaleza
construida en el interior del risco que se alzaba ante ellos—. Esto solo es la
punta del iceberg. Hay muchos pisos bajo tierra.
—Maravilloso —dijo Bri, al otro lado de Rua. Su escolta se volvió hacia
Renwick, que se apeaba de su trineo—. ¿Y cuál es el plan exactamente?
—Quiero ver si hay algo que nos revele la estrategia que está siguiendo
Balorn. Un libro de hechizos o el conjuro garabateado. Alguna señal que
nos indique cómo revertir su maldición —contestó Renwick, que se sumó a
los demás y también miró arriba—. Aparte, deseo demostraros lo que de
verdad han estado haciendo mi tío y mi padre todos estos años. Os lo
advierto: no os gustará lo que veréis ahí dentro.
—No voy a dar media vuelta —gruñó Rua con los dientes apretados. Las
pesadillas en las que aparecían el palacio norteño y los cadáveres clavados
en los árboles ya le habían destrozado el alma. Nada la perturbaba. Ahora
recibía el horror con los brazos abiertos y dejaba que la hiciese pedazos,
pedazos que nunca podría volver a juntar. El terror que veía a su alrededor
supuso la liberación definitiva de los sentimientos reprimidos que había
albergado durante años en sus entrañas. Al fin el mundo de su alrededor
reflejaba el mundo de su interior.
—Pues andando —dijo Renwick, hundiendo el pie por primera vez en la
nieve. Le llegaba por la espinilla.
Tres guardias iniciaron la marcha por el escabroso camino que conducía
al fuerte. Rua trató de pisar donde ellos habían pisado, pero algunas de sus
zancadas eran demasiado largas, por lo que tuvo que dejar sus propias
huellas. Allí la nieve no era un fino polvito, como la que teñía de blanco
Lyrei Basin. Una capa de hielo cubría el manto de nieve; no era lo bastante
gruesa como para soportar su peso, pero sí lo suficiente para resistir sus
pisadas y romperse al cabo de un instante. El trayecto era agotador: pisar,
esperar, caer; pisar, esperar, caer.
Para cuando llegaron a las puertas del templo de Hunasht, la túnica de
Rua estaba empapada de sudor. Al menos su capa forrada en piel la
protegería del frío viento.
Bri se paró junto a la princesa y dijo:
—Espero que solo hagamos este recorrido una vez.
La guerrera fae no jadeaba como Rua, pero el viento le había cortado las
mejillas y su corto pelo castaño estaba de punta por la parte de atrás. Rua
casi sonrió al ver su cara de enfado, pero el ambiente que se respiraba en las
puertas de hierro negras la detuvo. Le daban ganas de hablar en susurros.
Olía a muerte.
Renwick se volvió hacia ella:
—Última oportunidad.
—Dejad de tratarme como a una florecilla —masculló Rua, empujándolo
al pasar por el hueco que había entre las puertas de hierro. Bri, a su espalda,
rio por la nariz. Sus botas crujían al pisar el hielo resquebrajado.
Caminaban en silencio y con tiento hacia la enorme abertura del templo
de Hunasht. La nieve se colaba por la entrada con tanta fuerza que llegaba
hasta la mitad del vestíbulo negro y helado.
Un soldado se plantó detrás de Renwick y le ofreció una antorcha
encendida.
—Majestad.
Tras encender una vela, otro soldado se acercó a Rua y se inclinó a la vez
que se la tendía.
—Alteza.
Rua miró ceñuda la antorcha gigantesca que sostenía Renwick y la velita
que portaba ella.
Cruzaron el vestíbulo esquivando montículos de nieve hasta que al fin
pisaron el suelo de piedra negra y helada que se hallaba debajo. La luz
entraba a raudales por las ventanas en forma de arco que había talladas en
los muros de roca. La cavernosa estancia estaba completamente vacía. Nada
hacía adivinar cuál habría sido su aspecto en otro tiempo.
Abandonaron el vestíbulo para enfilar un pasillo estrecho. Rua agradeció
la presencia de la vela, pues la oscuridad pronto se tragó la luz del
vestíbulo. Su vista feérica le permitía orientarse a oscuras, pero, incluso con
la vela, la mitad del corredor estaba en penumbra. Se quedó cerca del
resplandor que emitía la antorcha de Renwick. La oscuridad se apartaba de
los muros como si fuera un ser vivo. La negrura era más profunda de lo
habitual, como si cada sombra fuera un abismo dispuesto a engullirlos.
Bajaron deprisa una escalera de piedra en espiral. Rua sintió el impulso
de mirar atrás para comprobar si la seguía Bri, pero se contuvo. Thador,
junto con otros tres soldados norteños, iba detrás de la guerrera. Al llegar al
descansillo del segundo piso, a Rua se le erizaron los vellos de los brazos.
El ambiente estaba cargado de algo, como si la princesa aún pudiese
percibir el miedo grabado en la piedra.
Renwick empujó la puerta, que chirrió al abrirse, y entró en la habitación.
Alzó bien la antorcha. Dentro había dos largas mesas de madera, pero
ninguna silla. Rua reflexionó al respecto. ¿Qué harían en una sala con dos
mesas y ninguna silla?
Siguieron por el pasillo hasta llegar a la siguiente habitación. En esta
también había dos mesas. Pero esta vez a su alrededor había recios
cinturones de cuero. En el rincón ennegrecido había un hogar sin encender
y, a su lado, un brazal lleno de atizadores de hierro. A Rua se le revolvió el
estómago. Allí era donde ataban a las brujas a las mesas.
Avanzaron hasta la última habitación del pasillo. Lo que albergaba le
aceleró el corazón. Aquello parecía una carnicería. Cadenas y ganchos
metálicos colgaban del techo encima de otras dos mesas. Y en el rincón más
alejado… un potro. Junto a él, una mesa con instrumentos de metal
oxidados.
—Dioses —murmuró Bri detrás de ella. El Águila habló muy bajito,
como si las espeluznantes paredes pudiesen oírla.
—No hay nada aquí que nos indique qué trama Balorn. Su despacho, en
el último piso, estaba vacío, pero en las catacumbas hay documentos —dijo
Renwick en voz baja pero firme.
Bri inspeccionó la estancia y declaró:
—Estupendo.
—Buscad papeles, mapas, notas… —dijo Renwick—. Cualquier cosa que
nos revele a dónde ha ido.
—No nos quedemos aquí parados —añadió Thador, detrás de Bri. Por lo
visto, el guerrero gigante estaba más asustado que los demás.
Bajaron un piso más por otra escalera de piedra. A Rua le temblaban los
dedos. Se hallaban a una gran profundidad. Sentía que las paredes se
cernían sobre ella.
El pasillo de la tercera planta estaba lleno de puertecitas. Renwick abrió
la primera a su izquierda. Dentro había un catre teñido de gris y un orinal,
nada más. Abrió la siguiente puerta y lo mismo. Todo el pasillo se
componía de dormitorios con catres desnudos y orinales. Rua arrugó la
nariz, pero los desechos que quedaban en los orinales estaban
completamente congelados. No había ni hogares ni braseros. Se preguntó
cómo es que las brujas no habían muerto congeladas.
Bajó otra escalera, cada vez más turbada. Cuando puso un pie en el
rellano, la energía cambió. Una ominosa peste a moho lo atufaba todo.
Renwick abrió la puerta de su izquierda. La habitación estaba vacía, salvo
por los numerosos grilletes que había atornillados a la pared. ¿Allí era
donde encadenaban a las suraash?
Procedió a abrir la siguiente puerta.
Rua ahogó un grito. Una bruja seguía colgada de los grilletes. Su cuerpo
inerte y azul solo estaba cubierto por un vestido negro. Rua no estaba
segura de si había muerto por congelación o por otro motivo. Había rayajos
en la pared; parecían arañazos.
—¿Cuántas veces habrá tenido que arañar la piedra para dejar una señal?
—susurró Rua.
—Miles, seguramente —murmuró Bri.
A Renwick le salía vaho de la boca cuando le dijo al grandullón de su
escolta:
—Nos la llevamos.
Thador se estremeció:
—Tendremos que encontrar la llave. ¿Vale la pena?
—Sí —contestaron Rua y Renwick a la vez.
El rey del Norte miró a Rua de soslayo y añadió:
—Merece un entierro digno.
—Está bien —repuso Thador—. Sigamos mirando.
Abrieron tres puertas más. Rua dio gracias a los dioses de que todas las
estancias estuvieran vacías excepto por los grilletes atornillados a las
paredes. Se preguntó cuántas brujas habrían albergado aquellas
habitaciones. Daba la impresión de que había decenas en cada una.
Llegaron a la puerta del final del pasillo. Renwick la abrió. La sala estaba
enclavada en la montaña con torpeza. Aún asomaban rocas por el techo
bajo. La habitación se estrechaba y el tejado se inclinaba y se sumía en las
tinieblas. Detrás del umbral había un elegante escritorio de caoba que
contrastaba radicalmente con el aspecto cavernoso de la estancia. Una silla
tapizada en terciopelo azul lo acompañaba.
—¿Qué demo…? —susurró Bri, observando el escritorio con recelo.
De todo lo que habían visto, aquel despacho improvisado era lo más
extraño. A mano izquierda había una montaña de papeles bien ordenada y, a
la derecha, un juego de llaves metálico y grande.
—¿Por qué no cerró las puertas con llave? —masculló Bri, que
escudriñaba los sombríos rincones. Lo que vio la paralizó—. Joder.
Rua siguió su mirada. Al principio creía que estaba viendo la colada, ropa
amontonada en una esquina, pero no.
Había cuerpos debajo de la ropa.
Rua se acercó de puntillas a los cadáveres de las brujas azules. Yacían
como muñecas tiradas. Estaban llenas de quemaduras y feas cicatrices. A
todas les habían grabado en la frente la misma palabra en mhénbico:
suraash. Rua tembló cuando observó de cerca el rostro más próximo a ella.
Habían rapado su cabello castaño casi al cero. Pese a su cara marcada por
las cicatrices, sus pestañas marrones seguían siendo largas y bonitas.
—Tenemos que llevárnoslas a todas —susurró Rua volviéndose hacia
Renwick, el cual revolvía unos papeles con una mano mientras con la otra
sujetaba la antorcha.
El rey la miró con ternura:
—De acuerdo.
Rua agradeció que estuviese conforme. De lo contrario, habría tenido que
arrastrar ella sola los cadáveres de las brujas escaleras arriba. No podía
dejarlas ahí. Hacía tanto frío que sus cuerpos no se descomponían. Sus
almas se congelarían con ellas.
Se volvió para echar otro vistazo a la bruja de pelo marrón.
Sus ojos estaban abiertos.
Un chillido pugnaba por salir de la garganta de Rua cuando vio sus ojos
azules y brillantes.
—Hola, princesa. —La bruja sonrió, recorriendo con la mirada a Rua.
—¡Corred! —gritó Rua, a quien se le cayó la vela.
Al mismo tiempo, la montaña de cuerpos cobró vida; decenas de brujas
revivieron. Sus aullidos y gruñidos eran más fieros que los de cualquier
animal que hubiera oído Rua.
Echaron a correr por el pasillo con una horda de suraash pisándoles los
talones. Bri puso a Rua delante de ella, Thador se quedó en la retaguardia y
Renwick se abrió paso.
Con un lamento estridente, una bruja azul se plantó ante Renwick de un
salto. Todos se detuvieron. La bruja que estaba encadenada a la pared lo
derribó. Perdió la antorcha, que seguía ardiendo contra la puerta de madera
de la lejana habitación. La bruja lo agarró del rostro con sus manos
brillantes y gritó mientras él forcejeaba para desenvainar su espada.
—Matabrujas —siseó la suraash en mhénbico. Su voz parecía el agudo
alarido de un lobo herido. Rua se preguntó si aquella bruja maldita
conocería a Renwick, si él mismo la habría torturado. ¿Merecía que se
vengara con él? No comprendía cómo se había ganado el apodo de
«Matabrujas». Por algún motivo, a pesar de sus modos despiadados, no se
lo imaginaba asesinando brujas por diversión, como sugerían los rumores.
—Rua —gruñó Bri, lo que la sacó de su estupor.
Mientras Bri sacaba dos dagas de su cinturón, Rua se maldijo por no
haber pensado antes en la Hoja Inmortal de lo ensimismada que estaba.
Desenfundó la espada de su cadera.
El frío metal de la empuñadura se calentó al instante en su mano, como
dándole las gracias, mientras Rua se imbuía de un brillo blanco de poder.
Sentía que tiraban de su pecho y la elevaban. En su cabeza, le susurró a la
hoja lo que quería hacer y esta obedeció al hendir el aire. Le rajó la garganta
a la bruja. La sangre manchó el rostro de Renwick, que se quitó de encima a
la bruja maldita.
La puerta de su izquierda estaba ardiendo. La antorcha de Renwick, en el
suelo, avivaba las llamas. Rua tosió mientras el humo se propagaba por el
pasillo.
—¡Me vendría bien esa espada! —bramó Thador.
Bri y Thador se enfrentaban a las brujas azules que los perseguían. A dos
soldados norteños les costaba devolverles el golpe a las brujas azules. Un
tercero yacía muerto en el suelo. Una bruja se cernió sobre él con las
refulgentes manos y la boca manchadas de sangre. Rua miró aterrorizada al
guardia al que habían rebanado el cuello y de nuevo a la bruja. Estaba
mascando algo. A la princesa le subió la bilis a la garganta. La bruja le
había abierto la garganta con los dientes, como si la sed de sangre mágica
de la maldición de Balorn dirigiese a la bestia.
La Hoja Inmortal cantó a Rua y le imploró que volviese a usarla. Asestó
un tajo con fuerza y la cabeza de la bruja salió volando por los aires. La
blandió sin cesar, y, con cada golpe, el fuego crecía más y más, hasta que
todas las brujas azules yacían muertas en el suelo. Recordó el terror que la
atenazó cuando creyó que los guardias de Hennen Vostemur la decapitarían.
Esas brujas no tenían miedo, ya que el hechizo las dominaba y anulaba su
juicio.
Miró sus ojos velados, cómo se apagaba su brillo azul. Rua se había
jurado que no mataría a ninguna bruja maldita y ahí estaban, muertas por su
acero. Era consciente de que eso la convertía en la peor clase de monstruo.
—Vámonos —dijo Thador, jadeante. Su voz se le antojaba muy lejana,
pues el zumbido candente de la hoja seguía corriendo por sus venas.
—Rua. —Al oír la voz de Bri, dejó al fin de mirar los cadáveres que
yacían a sus pies y se centró en los ojos dorados de la guerrera—. Hay que
salir de aquí.
Rua exhaló un suspiro que llevaba un rato conteniendo y se volvió para
seguir a Renwick escaleras arriba. El fuego rugía a su espalda mientras
salían disparados. El humo los perseguía por el pasillo oscuro. Rua rezó
para que el fuego calcinara los cadáveres de las brujas. Sería el único
sepelio que recibirían.
—Voy yo primero —se ofreció Thador, encabezando la marcha a tientas.
Rua no veía nada delante con tanta oscuridad y tanto humo. Le costaba
distinguir siluetas.
Notó que una mano le tocaba el brazo. Iba a apartarla cuando Renwick
dijo:
—Soy yo.
Llevó la mano de la princesa a su hombro. Rua la dejó ahí y con la otra
asió la Hoja Inmortal más fuerte mientras avanzaban en fila y a oscuras.
Subieron las escaleras a toda prisa y sin pensar y, agradecidos, salieron al
iluminado vestíbulo.
Rua notó en las yemas de sus dedos que a Renwick se le tensaba el
hombro.
—Mierda.
Observó alrededor de Renwick los cuerpos que yacían en el suelo de
piedra. Los guardias norteños que los habían acompañado en su convoy
estaban muertos; su sangre teñía de rojo la nieve. La lejana puerta al pasillo
estaba cerrada.
—¡Cuidado!
Una flecha atravesó la ventana abierta.
Se agacharon y corrieron a la entrada más apartada. Una salva de flechas
entró por las ventanas. Una acertó en un soldado, que cayó fulminado
mientras otra flecha se le clavaba en la espalda. Los portones que había a lo
lejos se abrieron y por ellos entró un ejército de brujas. Llevaban vestidos
negros y vaporosos nada apropiados para combatir el frío, esbozaban una
sonrisa torcida y tenían los ojos muy abiertos: las suraash.
Rua notó una opresión en el pecho.
—¡Rua! —gritó Renwick a la vez que la princesa miraba hacia donde
había recibido el golpe.
Una flecha le salía del esternón. Rua se la sacó. Le había atravesado la
capa y el traje de cuero, pero, cuando introdujo un dedo en el agujero, su
piel estaba intacta.
—Pues va a ser que la magia de la Hoja Inmortal también cubre las
flechas. —Bri la miró con los ojos como platos e, incrédula, negó con la
cabeza—. Pero yo no tengo una espada mágica, así que larguémonos de
aquí.
Las suraash irrumpieron en el vestíbulo y gritaban a la vez que corrían.
Rua notó cómo crecían las llamas en sus entrañas cuando volvió a blandir la
Hoja Inmortal. Golpeaba lo más deprisa que le permitían los brazos y
curvaba la pesada espada en el aire. Bruja tras bruja caían desplomadas.
Pero había demasiadas. Los demás se enfrentaban a al menos tres brujas por
cabeza. De soslayo, reparó en el impresionante manejo de la espada que
demostraban sin dejar de blandir la suya. Thador luchaba como un oso
letárgico, golpeando con fuerza con su espada larga y apartando a brujas
con su brazo robusto. Bri se movía como el águila que era, rauda y rapaz,
sin reprimirse. Y Renwick… Una extraña punzada de emoción la asaltó al
verlo moverse. Su pelo rubio ceniza estaba despeinado, su atuendo
normalmente inmaculado andaba desmadejado y su rostro estaba salpicado
de sangre. Se movía con precisión; cada gesto era exacto y mortal. Rua se
quedó embobada viendo su danza bélica.
Una mano la agarró del cogote y la arrojó al suelo.
Rua impactó con violencia y vio manchas mientras una suraash se
abalanzaba sobre ella. La Hoja Inmortal repicó contra el suelo mientras
unas uñas afiladas se le clavaban. Se cubrió el rostro con una mano mientras
con la otra se esforzaba por empuñar su espada. La bruja maldita cambió
garras por puñetazos y la colmó de golpes en la sien, la mejilla y la boca.
Alguien gritó su nombre, pero le taladró tanto los tímpanos que no
distinguió quién. Notó que le había partido el labio cuando con las puntas
de los dedos al fin rozó la hoja. La levantó y la bruja que tenía encima frenó
en seco; de sus entrañas empezó a manar sangre al clavarle la hoja mágica.
Rua se quitó a la bruja de encima con el antebrazo.
Le dolía la cabeza. Se puso en pie a trompicones y manchó la fría piedra
de sangre. Daba la impresión de que el dolor despertaba algo en la hoja.
Empezó a moverla con más rapidez; su mente abarcaba a varias brujas de
golpe. De un tajo cayeron tres brujas. Cada sombra, cada movimiento que
veía por el rabillo del ojo, eran barridos antes de que se acercaran. Otro
espadazo y cayeron dos brujas más. Pensó en los arqueros de fuera aunque
ni los viera. Le bastaba con visualizarlos. Entonces volvió a blandir la
espada y supo que todos estaban muertos.
«Más, más», suplicaba la espada.
Los ojos de Rua se llenaron de una luz cegadora. La dicha la embargó
mientras su espada hendía el aire. La embriagadora sensación inundó su
cuerpo de oro líquido. Siguió adelante, siguió golpeando con una sonrisa
asomando a sus labios.
Una mano le rodeó el torso y estrechó su espalda contra un pecho férreo.
—Dioses, Rua, detente.
La voz de Renwick parecía distante mientras respiraba contra su pelo. La
Hoja Inmortal seguía moviéndose, exigiendo más, prometiendo más éxtasis
con cada golpe.
Rua notó que acercaba los labios a su oreja.
—Domínala —le susurró un aliento cálido. El cosquilleo que le produjo
ese aliento interrumpió la racha de energía de la hoja.
Rua resolló y bajó la espada. Su vista volvió a aguzarse conforme el
poder blanco y vibrante remitía y la dejaba con la sombría oscuridad de su
alma. Miró a su alrededor. Bri y Thador seguían de pie entre una masacre.
Los dos escoltas la miraban exhaustos mientras el pecho les subía y bajaba
del esfuerzo. El último guardia norteño que se había adentrado con ellos en
las entrañas del templo de Hunasht yacía muerto en el suelo. Un corte
limpio le rebanaba el cuello. Esa herida no se la habían infligido las brujas,
sino la Hoja Inmortal.
Había matado a uno de los suyos.
Thador se sujetaba el hombro mientras la sangre le goteaba entre los
dedos y la miraba como si fuera un fantasma. A juzgar por su mirada, era
indudable que lo había herido ella. De no haber sido por Renwick,
seguramente los habría asesinado a todos.
Dioses, Rua, detente. Le dio vueltas a esa frase pronunciada con miedo.
Renwick había creído que también los mataría a ellos.
Rua tragó saliva y se zafó del agarre del rey mientras volvía a enfundar la
espada. Salió del templo y se internó en la nieve sin mirar a nadie.
Capítulo Siete
R
ua cruzó las recias cortinas de terciopelo de la tienda del fuego
feérico. Incluso en Lyrei Basin, mantenían vivo un fuego feérico para
que cualquier fae pudiese contactar con ellos. Cuando regresaron del templo
de Hunasht, Rua se fue a adecentar su tienda, pero Bri insistió en llamar a
Remy de inmediato.
En un tupido círculo de gravilla había un brasero gigante cuyo recipiente
de metal rebosaba de leños que chisporroteaban. Las llamas verdes de un
fuego enorme se elevaban hacia el agujero que había en el techo de la
tienda. Hacía tanto calor en la habitación que resultaba asfixiante. Bri se
había quitado su gruesa capa y la había tendido en uno de los bancos
pegados a las paredes de detrás.
—¿Cuántas eran? —Reconoció la voz aunque hubiese hablado
brevísimamente con su dueña. Era Remy.
—Dos docenas, según mis cálculos —contestó Bri. El Águila miró a Rua
con suspicacia desde su posición frente al fuego gigantesco.
Rua se llevó un dedo a los labios y negó con la cabeza para que no la
delatase. No quería que su hermana mayor supiera que estaba escuchando.
El calor de la lumbre hacía que el sudor le perlase la frente. Se desabrochó
el cuello de la capa y dejó la pesada prenda con rebordes de piel en el
estrecho banco de madera.
—¿Y cuántos guardias ha llevado Renwick? —preguntó una voz
masculina que resonó entre las llamas. Hale, el futuro rey de la corte de la
Alta Montaña y el destinado de su hermana.
Rua puso los ojos en blanco. Él también estaba, cómo no… El amor
destinado era un misterio para la princesa. Los vínculos de algunas personas
brillaban con tanto fulgor que existían más allá del tiempo y el espacio. Era
una magia que se manifestaba en los oráculos de las brujas azules. Algunas
historias afirmaban que las brujas azules vaticinaban un amor destinado
antes de que los amantes hubieran nacido siquiera, aunque la mayoría se
pronosticaban durante la vida de la pareja. Era una magia inusual con la que
Remy había sido bendecida. El amor que se profesaba una pareja destinada
no era un amor cualquiera. La magia de la que estaba imbuido su vínculo
era la más poderosa de todas. Era una magia antigua e ineludible.
Rua agradecía no estar destinada. Si le hubiesen vaticinado a alguien que
estaba destinado a la princesa, Remy ya estaría al tanto. Algún codicioso de
mierda habría querido aprovecharse de ser emparejado con la princesa de la
corte de la Alta Montaña. No habría por qué esperar. Así pues, o Rua no
estaba destinada o su pareja había fallecido, como tantas otras. Le daba
igual mientras la dejasen en paz.
—… las brujas azules pueden evitar a los batidores. —Hale seguía
hablando, se percató Rua, pero no había estado pendiente. Estaba
demasiado enfrascada en la tontería del amor destinado. Las Parcas no eran
más que otra tríada de dioses inventados a los que rezaban los fae. Las
brujas solo creían en la diosa de la luna. Llamaban al amor destinado
«bendiciones lunares». Ambos términos eran ridículos.
—Renwick debería haber sido más prudente. Está infravalorando la
gravedad de los disidentes norteños —comentó Remy.
—Se consideran tradicionalistas —dijo Bri a las llamas. Lo único que
confería un halo mágico al fuego era el fantasmagórico brillo verde de su
base. Era diferente al de la magia de las brujas verdes, que refulgía en tonos
verde bosque. Este era más amarillento y con un brillo blanco en las puntas.
—¿Habéis hecho prisioneras? ¿Obtenido respuestas? —inquirió Hale. Bri
le había jurado lealtad a Hale cuando se unió a sus filas y, como Hale y
Remy estaban destinados, Bri también le era leal a la hermana de Rua. La
guerrera fae era fiel a ellos, no a Rua. A la hora de la verdad, Bri acataría
las órdenes de la reina de la Alta Montaña.
—No nos ha dado tiempo —contestó la guerrera—. Las brujas estaban
malditas, de eso no hay duda, y los guardias… cayeron demasiado deprisa.
—Deduzco que la Hoja Inmortal tuvo algo que ver —dijo Hale. No
mencionó a Rua, que era quien manejaba la espada, como si la culpa fuera
de la hoja y no suya.
Bri miró a Rua con sus ojos dorados y, tras fijarse en su frente amoratada
y su labio partido, dijo:
—Los rumores son ciertos. Ninguna hoja puede penetrar la piel del
portador de la Hoja Inmortal… Los puñetazos son otro cantar.
Rua relajó los hombros. Agradeció que Bri no le contase a su hermana los
estragos que había causado con el talismán de la Alta Montaña. Hale tenía
razón. La hoja sentía la necesidad de matar, por lo que Rua debía controlar
mejor su poder.
Tras un tenso silencio, Remy dijo:
—Enviaré también a Carys.
—No hace falta que envíes a nadie —replicó Bri mientras se frotaba la
nuca.
—Voy a hacerlo —insistió Remy.
—Alguien debe quedarse en el Este —le recordó Hale mientras Rua se
cruzaba de brazos con fuerza.
La corte Este era un desastre en sí misma. Augustus Norwood, el hijo
menor del rey caído Gedwin Norwood, había huido a los bosques que
crecían en las faldas de la Cima Podredumbre. No había hecho amago de
reclamar Wynreach, la capital, pero tiempo al tiempo. Mientras tanto, Remy
y Hale habían designado un consejo para mantener el orden hasta que se
eligiese a un nuevo monarca. Carys y Talhan formaban parte del consejo
junto con otros cuantos a los que consideraban dignos. Al incluir a brujas y
humanos, ya habían levantado ampollas en la corte Este.
Rua se acordó de la noche en el palacio norteño, cuando el rey Norwood
confesó que no era el verdadero padre de Hale. Siempre recordaría la cara
que puso el príncipe: una expresión visceral que aunaba alivio y rabia. El
rey Norwood solo había reconocido a Hale porque una profecía había
predicho que estaba destinado a Remy. Ese era el problema de los
destinados: que su vínculo mágico no era una bendición, sino un arma.
—Vale, pues solo a Talhan —transigió Remy.
Rua se maldijo. Había vuelto a distraerse. Al parecer Bri volvería a ser la
melliza Águila, puesto que su hermano mellizo abandonaría la corte Este
para unirse a ellos por orden de Remy.
—¿Está bien Rua? —murmuró Remy a las llamas verdes.
—Ah —dijo Bri, que miró a Rua y después al fuego—. Sí, sí, está bien.
—Está ahí, ¿no? —preguntó Remy. Rua fulminó a Bri. Qué mal mentía
—. ¿Estás bien, Rua?
—Sí, solo me he hecho un par de rasguños —voceó Rua, sin tener muy
claro por qué gritaba a las llamas—. Lo tenemos todo controlado. No hace
falta que mandes a Talhan.
—Lo hago más por él —aseveró Remy—. Se aburre como una ostra en
las reuniones del consejo. Es un guerrero, no un consejero.
Bri rio por la nariz:
—No me lo imagino sentado a una mesa llena de pergaminos.
—Talhan es un buen espadachín. Os ayudará en los combates hasta que
deis con el modo de revertir la maldición de Balorn —insistió Remy.
Rua solo había hablado dos veces con su hermana y, en ambas ocasiones,
Remy había hecho lo mismo: asegurarle a Rua su valía y que lo que quería
Remy no era porque Rua fuera débil. Todo era una patraña. Remy estaba
como loca por estrechar lazos con Rua y no quería frustrar su posible
amistad ninguneándola. Pero, aun así, sentía que todo era falso y forzado.
—Está bien —cedió Rua, al fin, entre dientes.
—Si las nieves no son muy copiosas, debería llegar en una semana —dijo
Remy.
—¿Ya nieva en Yexshire? —quiso saber Bri. Rua puso los ojos en blanco.
Acababa de atacarlos un ejército de brujas sanguinarias y Bri preguntaba
por el tiempo.
—¡Sí! —Remy estaba tan contenta que a Rua se le tensaron los hombros.
Reaccionaba igual que las brujas rojas con las que se había criado, siempre
exagerando su júbilo—. Esta mañana ha nevado y está todo precioso. La
nieve ya me llega por los tobillos.
—Mucho mejor que aquí, donde va a parar —repuso Bri, pero se le
formaron arruguitas en los ojos al mirar las llamas. El Águila se alegraba
por Remy y a Rua no le hacía gracia.
—Me voy a acostar —anunció Rua. Iba a dejarlo ahí y marcharse con
paso airado, pero sabía que eso le partiría el corazón a su hermana, así que,
de mala gana, agregó—: Suerte con la reconstrucción.
—Gracias —dijo Remy con cariño—. Estamos avanzando muy deprisa.
Para cuando vengáis en el solsticio de invierno ya estará acabada.
—¿Habéis construido un castillo en tres semanas? —inquirió Rua alzando
mucho las cejas.
—Hemos estado trabajando día y noche. Las demás cortes también han
enviado refuerzos. Estamos despejando los senderos que llevan de Yexshire
a las otras cortes. La vía sur ya es transitable. Neelo ha convencido a su
madre de que envíe ropa y comida, Hale ha mandado leñadores y albañiles
y la reina de la corte Oeste ha enviado caballos y carros.
—Dioses —musitó Rua. Las demás cortes se habían apresurado a
socorrer a la corte de la Alta Montaña. Rua se preguntó si se debía a los
talismanes. Remy y Rua eran unas adversarias temibles. ¿Estarían
colaborando solo porque las hermanas eran una amenaza en potencia? ¿O
estaban tan aliviados de haber escapado de las garras de Hennen Vostemur
que estaban dispuestos a ayudar? Supuso que la tercera opción era que los
movía la amabilidad, pero lo dudaba. Se preguntó si Renwick habría
contribuido.
—Estamos levantando la ciudad a la vez que erigimos el castillo —
prosiguió Remy—. Las brujas rojas han empleado su magia para acelerar el
proceso y, ahora que poseo el amuleto de Aelusien, puedo mover los objetos
más pesados sin esfuerzo.
Aunque no veía a su hermana, Remy estaba segura de que sonreía.
Reconstruir el hogar conquistado de su familia con la reliquia mágica de sus
antepasados hacía que se sintiera realizada.
El amuleto de Aelusien era otro talismán de la Alta Montaña, un obsequio
de las antiguas brujas rojas. Otorgaba los poderes de la magia roja a
cualquier fae y, aunque Remy y Rua ya poseían magia de bruja roja, el
amuleto condensaba sus poderes. Era el hermano de la Hoja Inmortal que
pendía del cinturón de Rua. La tríada de talismanes se completaba con el
anillo de Shil-de, ahora en el dedo de Hale, lo que lo salvó de una muerte
segura aquella noche en el palacio norteño. Rua había creído que la corte de
la Alta Montaña era la única con antiguas reliquias brujescas, una idea
ingenua considerando que ahora buscaban el Cristal de las Brujas.
—Que no te engañe —dijo Hale—. Apenas ha pegado ojo desde que
volvimos. Está empeñada en tenerlo todo listo para la boda.
—Seguro que la boda será una delicia tanto si levantáis murallas como si
no —respondió Bri.
Rua había olvidado que los festejos que acompañarían al solsticio de
invierno no serían solo para dar la bienvenida a un nuevo amanecer tras el
día más corto del año. También se celebraría la boda de su hermana.
—Ya, ya, lo sé. —Remy chasqueó la lengua y añadió—: Y, cuando
vengas, volveremos a celebrar tu cumple, Rua.
Rua palideció. Su cumpleaños era en cinco días. ¿Cómo es que lo sabía?
¿Se lo habría dicho algún escriba de otra corte tras consultar sus registros?
Los documentos de Yexshire habían desaparecido, pero los nacimientos de
los miembros de la realeza constaban en todas las cortes. Rua sabía que el
cumpleaños de Remy era unas semanas antes que el suyo. Las brujas rojas
con las que se había criado se lo habían dicho. Rua ignoraba si habría otra
forma de celebrar los cumpleaños que no fuera apagando una vela y
pidiendo un deseo, que era lo único que hacían en los campamentos de
brujas.
—Os dejo para que descanséis —dijo Remy—. Volveré a llamar en unos
días, pero si pasa algo antes…
—Te aviso —completó Bri.
—Perfecto —dijo Remy—. Adiós, Rua. Adiós, Bri.
—Adiós —agregó Hale con un poquito de prisa, lo que hizo que Rua se
preguntase qué travesura estarían tramando esos dos. Se puso colorada.
Supo la respuesta por la risita de su hermana.
Cuando el brillo verde que desprendían las llamas hubo remitido, Bri se
volvió hacia ella:
—¿Cuándo es tu cumpleaños?
—En cinco días.
—¿Y por qué no nos lo has dicho? —quiso saber Bri mientras agarraba la
capa que había dejado en el banco de detrás y se ponía la pesada prenda
encima.
—¿Cuándo? —masculló Rua—. ¿Cuando nos atacaba una panda de
brujas chifladas o mientras mirábamos los cadáveres desnudos clavados en
los árboles? ¿Tendría que haber aprovechado para decir: «Ah, por cierto, mi
cumple es dentro de poco»? —se mofó Rua con voz cursi.
Bri gruñó:
—Te estás convirtiendo en una de mis personas favoritas, Ru.
E
l agradable cosquilleo fruto del cansancio y una buena noche la
recorrió de arriba abajo mientras seguía a Aneryn por el laberinto de
tiendas al día siguiente. Rua se lo había pasado bien jugando a las cartas;
había disfrutado al ver la cara de sorpresa de Renwick cuando le ganaba en
casi todas las rondas. La llenaba de un orgullo especial borrarle su sonrisilla
chulesca. Bri la animó cada vez más alto hasta que se hubo acabado el vino.
La guerrera chinchaba a Thador y al rey del Norte como si aquello fuera un
combate y no una timba. A Rua también le había gustado eso: tener a
alguien de su lado.
Cuando llegaron a la zona de las brujas, las tiendas pasaron de ser
grandes y con forma de caja a más pequeñas y redondeadas. Le recordaron
a los refugios que construían las brujas rojas en el bosque de la corte de la
Alta Montaña. Las brujas preferían los objetos circulares, redondos como la
luna y la diosa a la que veneraban, redondos como el útero de una mujer en
estado y el ciclo de la vida: nacer, vivir, morir y renacer. Las brujas, al igual
que los fae, creían en la vida después de la muerte, pero también que
algunas partes se reencarnaban en algo nuevo.
Dos jóvenes brujas la miraron con desconfianza. Aquí no reían ni corrían
como los escandalosos niños de otras partes del campamento.
Aun así, el campamento era menos desolador de lo que esperaba Rua.
Entre las tiendas se erigían altares con velas, de las entradas colgaban
manojos congelados de hierbas secas y unas cintas atadas a las cuerdas que
unían los postes ondeaban al viento. Allí había calidez. El aroma también le
resultaba familiar: una mezcla de especias, aceites vegetales y chaewood,
un arbusto de olor acre que se usaba para purificar.
A Rua le sorprendió la cantidad de brujas que gozaban de buena salud. Sí,
muchas tenían cicatrices y quemaduras —seguro que por pasar una buena
temporada en el fuerte de las brujas azules—, pero muchas otras estaban
ilesas.
Como si le hubiera leído la mente, Aneryn se plantó ante ella.
—Solo las brujas dotadas iban al templo de Hunasht. Era el modo de
potenciar su don. Aunque con entrenamiento habrían obtenido los mismos
resultados. —La voz de la bruja rezumaba la amargura de alguien de más
edad.
Rua se percató de que veía a muchos brujos que llevaban leña o cestas de
comida. Las brujas solían poseer una magia más poderosa. Si lo que le
había contado Aneryn era cierto, entonces la mayoría de las brujas que
acababan en el fuerte de las brujas azules eran hembras.
—¿Cuántas han salido ilesas? —preguntó Rua.
—A todas nos han hecho daño —replicó Aneryn, girándose para mirarla.
Sus ojos eran de color bermejo y tan grandes en comparación con su cabeza
que casi parecían de ninfa—. Los Vostemur han hecho daño a todas las
familias. Han destrozado familias. Se han perdido tantas vidas… Algunas
cicatrices no se ven a simple vista, alteza.
—No me llames así, por favor —dijo Rua. Conocía la sensación de
primera mano: algunas cicatrices eran invisibles. Notaba cómo tiraban de su
alma, pero no lograba identificar qué las había causado. Le costaba entender
por qué se sentía tan endeble y tan mal cuando las verdaderas perjudicadas
eran las personas que tenía delante. La carcomía la culpa. En comparación
con ellas, Rua no tenía problemas.
—Será mejor que os acostumbréis, alteza —repitió Aneryn torciendo los
labios—. Es quien sois ahora. Quien habéis sido siempre.
—Cierto. —Rua ladeó la mandíbula.
—Sé lo que se siente —dijo Aneryn mientras contemplaba la ladera que
se alzaba por encima del lago helado. Su mirada se posaba en el borde de la
cuenca que descendía hacia el cráter en el que se encontraban.
—¿Cómo?
—Me enviaron a servir a su majestad cuando no era más que una niña —
dijo Aneryn—. A las brujas azules no les hacía gracia que fuera tan amable
conmigo, pero los fae de su alrededor me trataban como a una bruja de baja
estofa. No encajaba con las brujas ni con los fae. —Volvió a mirar a Rua y
agregó—: Sé lo que es no encajar en ningún sitio.
A Rua se le fue la mano a la empuñadura de la Hoja Inmortal. Aneryn se
percató del gesto y tensó los labios. Rua bajó la mano.
—¿Qué edad tienes? —le preguntó la princesa.
Aneryn se volvió y, sin dejar de recorrer el laberinto de tiendas, contestó:
—Diecisiete. —Rua alzó mucho las cejas. Solo le sacaba un año…
Bueno, en un par de días, dos. Ahora lo oía alto y claro: Aneryn tenía
acento ífico. Hablaba como una fae, con un deje cantarín y suave. En
cambio, Rua hablaba con el tono áspero y severo de las brujas. Menudo par
estaban hechas: una princesa fae que hablaba como una bruja y una bruja
azul que hablaba como los fae.
Rua estaba totalmente desorientada mientras doblaban de nuevo a la
izquierda. Ni un solo camino iba en línea recta. Algunos senderos eran
calzadas más amplias atestadas de gente y otros eran angostas veredas de
grava por las que Rua veía el hielo bajo sus pies. Tras cruzar otra senda
sinuosa, llegaron a una tienda circular hecha de retales recios de telas grises
y marrones.
—Ya hemos llegado. La tienda de Baba Airu —anunció Aneryn,
abarcando con un gesto las solapas superpuestas que conformaban la
entrada—. No os quedéis mirándola —le advirtió la bruja.
—Si no ve. —Rua miró ceñuda la tienda.
—Con los ojos —repuso Aneryn con aire reflexivo.
Rua se estremeció. ¿Qué desgracias vería la suma sacerdotisa de las
brujas azules en su futuro?
El aroma a salvia y cera de vela fue lo primero que notó Rua cuando entró
en la tienda detrás de Aneryn. Era más espaciosa de lo que parecía por
fuera. En la pared del fondo había una cama enorme y una cómoda tapadas
en parte por una cortina. Cerca de la pared curva había una mesa de madera
llena de velas y cuencos plateados repletos de hierbas secas y polvos. El
tenue fuego del hogar proyectaba sombras en la tienda e irradiaba calor.
Enfrente de la lumbre había una alfombra ornamentada de color carmesí y
cerúleo sobre la cual descansaban dos sillas talladas en madera y una
mesita. En la mecedora de secuoya, de cara al fuego, se sentaba Baba Airu.
La suma sacerdotisa llevaba un vestido sencillo de color añil. Su cuello
alto y los puños de sus mangas largas estaban ribeteados en piel. Una
capucha rebordeada con piel cubría su cabeza sin pelo. Llevaba una bolsita
negra colgada del cuello. Rua entornó los ojos para verla bien. Era la bolsa
de los tótems de las brujas.
Antaño las brujas portaban las bolsas de los tótems al cuello. Tras el
asedio de Yexshire, las brujas empezaron a guardárselas en los bolsillos
secretos de la ropa. Pero Baba Airu la llevaba al cuello, como habrían hecho
sus predecesoras. Rua no recordaba que la llevase la noche de la batalla de
Drunehan. Quizá aquella fuera la manera de la suma sacerdotisa de indicar
que se avecinaban nuevos tiempos para las brujas.
—Hola, alteza —dijo Baba Airu con el timbre grave de un laúd de
madera—. Gracias, Aneryn. Puedes irte.
Aneryn se detuvo junto a la princesa. Rua estuvo tentada de pedirle a la
joven bruja que se quedase, pero no lo hizo. Aneryn le sonrió compasiva y
se fue.
Rua se sentía como cuando, de niña, le ordenaban que fuese a la tienda de
Baba Morganna. Se preguntó en qué lío se habría metido esa vez.
—Sentaos, por favor. —Baba Airu abarcó con un gesto la silla que tenía
al lado—. Os ofrecería comida, pero no tengo aquí. Como en el comedor de
las brujas con mi aquelarre.
—No es inconveniente, gracias —murmuró Rua, que se sentó junto a la
bruja y se preparó para un discurso profético o un sermón.
Con la capucha su aspecto no era tan aterrador. La piel se le tensaba en
distintas direcciones por las quemaduras y sus labios seguían teñidos de
azul, pero fueron sus ojos lo que más perturbó a Rua la primera vez que la
vio. Al mirar ahora a la suma sacerdotisa, Rua se fijó en que, aunque ya no
tenía los ojos cosidos, estos permanecían cerrados.
—Pedí que me quitaran los puntos —dijo Baba Airu como si notase que
Rua miraba las manchitas que indicaban que ahí había habido puntos.
—¿Podréis volver a ver? —preguntó la princesa, acercándose al asiento
de la bruja con indecisión.
—Los puntos no fueron cosa mía, pero cerré los ojos para siempre cuando
acepté el manto de suma sacerdotisa —contestó Baba Airu con parsimonia
y cariño—. Es costumbre de la suma sacerdotisa sacrificarse en favor del
don de la clarividencia. Es lo único que quiero ver ahora. Los puntos…
fueron obra de Hennen. Creía que lo engañaría —añadió la suma
sacerdotisa con un deje de fastidio, como si insinuar que abriría los ojos a
escondidas fuera la peor ofensa del mundo—. Los Vostemur creían que
entendían nuestros poderes y nuestras costumbres, pero no era así. Creían
que fortalecerían nuestros poderes si nos sometían a ellos… Toda una
generación de brujas se ha perdido por culpa de su crueldad y han acabado
muertas o algo peor.
Algo peor. Rua recordó a las suraash que yacían muertas en el templo de
Hunasht, las mismas que había matado ella. Ignoraba cuánto de sus miradas
vacías y turbadas se debía a la maldición de Balorn y cuánto a ser torturadas
hasta la saciedad antes de maldecirlas siquiera. Las marcas de su frente eran
lo más triste de todo: suraash, ni dignas de ser recordadas ni merecedoras
de ser salvadas. Y Rua no las había rescatado: las había aniquilado.
—Era el mejor final al que podían aspirar, alteza —murmuró Baba Airu.
Rua miró a la suma sacerdotisa al instante. ¿Había visto lo que pensaba?—.
Asesinaréis a muchas más antes de que acabe la guerra.
—Entonces, ¿habrá guerra?
—Balorn desea ser rey, y no solo de la corte Norte, sino de todo Okrith.
Presionó a Hennen para que se apoderase del reino y, una vez que fue suyo,
pensaba arrebatárselo, pero… las Parcas tejieron otro hilo la noche en que
empuñasteis esa espada. —Baba Airu señaló la Hoja Inmortal sin titubear.
Rua sabía que el destino cambiaba. El porvenir de cualquiera tenía
infinitas posibilidades. Las brujas azules accedían a las más probables, pero
siempre podían variar, pues había hilos más delicados que otros. ¿De verdad
Rua había cambiado el futuro de Okrith al empuñar la espada?
—Sí —dijo Baba Airu con una sonrisa amable—. Lo habéis cambiado.
Rua se frotó las manos tras notar un escalofrío, pero no en el cuerpo, sino
en el alma. La suma sacerdotisa estaba en su cabeza.
—Es mucha presión —susurró Rua mientras miraba los rubíes de la
empuñadura de su espada.
—Depende de lo que decidáis hacer con el poder que se os ha concedido
—repuso Baba Airu.
—¿Qué debería hacer?
—No veo si derrotaréis a Balorn. —Baba Airu frunció los labios y agregó
—: Pero ayudaréis a romper su hechizo, de eso estoy segura. Salvaréis a las
brujas azules.
Rua notó una opresión en el pecho.
—¿Cómo?
—El camino que os aguarda es inescrutable. Las brujas azules no
podemos adivinar el destino de las demás. Balorn se ha rodeado de brujas
azules para escudarse de nuestro don. —Las cejas sin pelo de Baba Airu
cayeron como una losa sobre sus ojos—. Solo vislumbro a los demás fae de
su séquito, pero percibo que sois una pieza clave en esta batalla.
—¿Cómo rompo la maldición?
—Debéis unir a las brujas azules. —Baba Airu repasó con los dedos el
contorno de los tótems de la bolsa que descansaba en su pecho.
—¿Unir a las brujas? —replicó Rua con mofa. Aquello era tarea de la
suma sacerdotisa—. No soy bruja.
—Ni las tenéis en mucha estima. —Baba Airu se rio por lo bajo.
—Es que…
—Teniendo en cuenta cómo os habéis criado, es comprensible. El mundo
ha sido cruel con las brujas rojas y no han podido ofreceros nada más que
su protección.
Con las orejas coloradas, Rua repuso:
—¿No debería bastar con eso?
Las brujas rojas la habían alimentado, le habían proporcionado ropa y la
habían ocultado de los cientos de fae que querían ver muerta a la familia
real de la Alta Montaña.
—¿Os pareció que bastaba con eso? —Baba Airu esbozó una sonrisa
torcida. Rua volvió a fijarse en los labios azules de la bruja. De nuevo, Baba
Airu habló como si le leyera la mente—: Es por un té especial. Es un
secreto de la suma sacerdotisa que me precedió. Su espíritu posee el mío
ahora y me susurra sus secretos. Es el té el que tiñe mis labios de azul.
Rua se mordió el carrillo. Creía que el color azul de sus labios era otra
muestra más de la tortura a la que las habían sometido. En ese momento fue
consciente de lo poco que sabía de las costumbres de las brujas azules.
Muchas de las cosas que daba por hechas resultaron ser falsas. Los ojos
cerrados y los labios azules que tanto la aterraban seguramente eran
símbolos de honor y belleza para ellas. Un ejemplo más de su
egocentrismo: siempre se miraba el ombligo y no pensaba nunca en los
demás.
Volvió a frotarse las manos.
—Las brujas que abandonaron Drunehan… ¿a dónde fueron?
—No estoy en posición de decirlo.
—¿Por qué?
La bruja azul se meció a la vez que hablaba.
—Las brujas azules me oyen, pero no siempre confían en lo que les digo.
No creen que el rey del Norte sea distinto a su padre, pero… sí que confían
en los fae de la Alta Montaña. —Rua sintió que toda la atención de la suma
sacerdotisa recaía sobre ella—. Vuestro pueblo creía que las brujas eran
iguales que ellos. Permitieron que la suma sacerdotisa de las brujas rojas
gobernara con ellos. Fue esa unión lo que hizo que su reino fuera poderoso
en su día.
—Esa unión no los salvó de Hennen Vostemur —repuso Rua con
resentimiento.
—No. Pero eso no significa que su sufrimiento fuera en vano. El mundo
ya está hecho trizas, pero quizá podáis construir uno mejor —insistió Baba
Airu.
Rua resopló. La suma sacerdotisa hablaba como las brujas rojas, con una
vaga esperanza.
—¿Estas brujas, las que se fueron, poseen el libro de hechizos?
—Sí.
—¿Y no vais a decirme dónde están? —Rua apretó la mandíbula, pues ya
sabía la respuesta.
—No.
Un gemido emergió de su boca gruñona.
—¿Cómo voy a construir un mundo mejor y todas esas sandeces si no me
decís cómo se rompe la maldición?
—El libro de hechizos solo es la mitad del maleficio —repuso Baba Airu,
que alzó el mentón y miró al techo—. Necesitáis el talismán, una piedra
elaborada con magia, para que funcione el hechizo.
—¿Y dónde está el Cristal de las Brujas?
—Con Balorn.
Rua, exasperada, se apretó el ojo con la mano.
—¿Y dónde está Balorn?
—No lo sé.
Iba a levantarse de la silla con ímpetu. Tuvo que hacer acopio de toda su
fuerza para no alzarle la voz a la suma sacerdotisa.
—Entonces, ¿por qué dioses he venido?
—Las brujas azules confían en ti, Ruadora —dijo la bruja sonriendo
pacientemente—. Aún no tengo claro que deban. Tu destino es turbio hasta
para mi don. Demuéstrame que mereces esa confianza y te diré todo lo que
desees saber.
—Mi destino es turbio. ¡Cómo no! —masculló Rua. Cada vez que
avanzaba, algo se interponía en su camino.
Baba Airu señaló la entrada de su tienda para indicarle que podía irse.
—Tal vez vuestra estancia en Murreneir lo despeje.
Rua miró ceñuda a la suma sacerdotisa y se marchó casi sin despedirse.
Estaba deseando agarrar su espada mágica y su turbio destino y huir, pero…
el único sitio en el que le apetecía estar menos aún que en Murreneir era su
tierra natal.
Bri y Rua, con la nieve por los tobillos, despedían vaho. Habían encontrado
un claro en el bosque para pelear. Bri aseguraba que necesitaba practicar
con un adversario que opusiese más resistencia. Rua era consciente de que
solo la estaba adulando, pero cedió. Tras su fallida conversación con Baba
Airu, tenía ganas de atizarle a algo. La única condición era que no iría a los
círculos de entrenamiento que había cerca de los alojamientos de los
soldados, así que rodearon el lago congelado y se adentraron en la espesura.
Había una atalaya en lo alto de la colina. Apenas distinguía a los vigías que
oteaban la tundra helada.
—Estoy impresionada —dijo Bri entre jadeos.
Rua le sonrió con satisfacción. Las brujas rojas se pasaban casi todo el
tiempo ignorándola. Solo se cercioraron de instruirla en un arte: el de la
lucha. Eran una extraña combinación de calma y muerte. Valoraban la
capacidad de protegerse más que cualquier otra cosa, sobre todo después del
asedio de Yexshire.
—Da gusto arrearle a algo, ¿a que sí?
El pelo corto castaño de Bri se le pegaba a la frente por el sudor. A la luz
del radiante sol invernal, sus mechones adquirían un tono caoba, como las
plumas del águila real. Bri también se parecía mucho al gavilán pescador de
la corte Este. Rua se preguntó por qué su gente la habría apodado basándose
en un animal oriundo de la corte Oeste y no de su patria. Solo había visto un
águila real una vez. Debía de haberse extraviado con la tormenta y
sobrevolaba las Altas Montañas. Era más grande que cualquier ave que
hubiera visto, mucho más grande que como la representaban los dibujitos de
sus libros. Se preguntó qué habría sido de su breve enciclopedia de los
animales de Okrith. De niña leía sus volúmenes con detenimiento. Uno
hablaba de la fauna, otro de las plantas propias de cada corte y otro de las
costumbres y los castillos de la realeza. Las ilustraciones eran preciosas y
ella era la única que las apreciaba. Estarían pudriéndose en algún lugar del
bosque.
—¿Lista para el segundo asalto? —le preguntó Bri mientras agitaba las
manos. El vaho que exudaban sus cuerpos había menguado y el frío
penetraba en el sudoroso traje de cuero de Rua. Se habían despojado de sus
capas y las habían colgado en la rama de un árbol, por lo que su vestimenta
se reducía a un atuendo muy ajustado. Iba bien para moverse, pero no las
aislaba del frío—. Agreguémosle una pizca de magia.
—No creo que quieras que te ataque con esta espada. —Rua señaló la
hoja con el mentón. Había insistido en mantenerla ceñida a la cadera
mientras combatían con los puños. Necesitaba aprender a pelear con su peso
tirándole del flanco izquierdo.
—Aún no hemos comprobado de lo que es capaz. —Bri ladeó la cabeza y
miró la Hoja Inmortal como toda un águila—. ¿Qué aniquilaría por ti y
cómo?
—Se parece mucho a la magia de las brujas —repuso Rua, que localizó
una piña en la nieve que acababa de caer. Invocó la magia de bruja que le
corría por las venas y un zumbido emanó de las yemas de sus dedos. La
piña levitó. Rua dejó de pensar en ella y esta volvió a caer al suelo nevado
—. Hay que tener la intención en mente todo el rato.
—¿Así que piensas en a quién quieres atacar y la hoja lo hace por ti? —
meditó Bri.
—No solo en quién —la corrigió Rua—. Pienso en cuán lejos están de
mí. En qué parte de su cuerpo quiero que atraviese la espada. En lo
contundente y rápido que será el golpe. Lo imagino con la misma precisión
que si lo hiciera yo misma.
—Entonces, ¿cómo abatiste a los arqueros que había fuera del fuerte de
las brujas azules? —Bri agarró la piña y fue a por otra.
—Sabía que estaban ahí. Me imaginé la cara que tendrían y la ropa que
llevarían —contestó Rua, que recordó la luz blanca que la envolvía y la
sensación de que flotaba—. Le bastó con eso para saber qué hacer.
—Te obedece que da gusto… Mejor que un soldado. —Bri rio entre
dientes.
—Prefiero darle órdenes a ella que a un ejército —dijo Rua, que subía y
bajaba los talones para mantener los músculos calientes.
—¿Solo acaba con seres vivos? —preguntó Bri mientras le lanzaba una
piña. El fruto rebotó en el pecho de Rua, que la miró boquiabierta—.
Supongo que las piñas no cuentan como espadas. —Bri rio y agarró otra de
las que había a los pies del altísimo árbol.
—Tampoco la has tirado tan fuerte. No me has arañado la piel —dijo Rua
para provocarla. Se señaló el agujero que le había hecho la flecha en la ropa
en el templo de Hunasht. Aún no se lo había remendado. Era una raja fina y
larga en todo el pecho—. No me creo que esa flecha se detuviera al rozar mi
piel.
—No te crees eso, pero sí que empuñas una espada mágica que abate
soldados a quince metros de distancia. —Bri esbozó una sonrisilla—. Esa
espada quiere protegerte. Se forjó para tu pueblo, la sangre de los fae de la
Alta Montaña, el obsequio de las brujas rojas. Llevas a toda la corte de la
Alta Montaña contigo. Y eso la hoja lo sabe.
Rua dio la espalda a Bri y a sus acertadas palabras. Miró el borde de Lyrei
Basin. La cima desnuda en la que se erigiría el palacio de Murreneir ya no
estaba desnuda. Unos puntitos se movían en la ladera. Unos bueyes peludos
tiraban de trineos llenos de rocas. Sabía por su enciclopedia que se trataba
de bueyes norteños, criados para soportar la nieve del Norte. Si bien antes la
ladera le había parecido grande, ahora que veía a gente en ella se le antojaba
mayúscula. Estaban asentando los cimientos del palacio bien al fondo. Se
preguntó si habría mazmorras bajo el palacio. ¿Se parecerían a las que la
albergaron antes de la batalla de Drunehan? Volvieron a asaltarle los
recuerdos. Los gritos que aún resonaban en sus oídos, el sabor de la sangre
en sus labios, la absoluta certeza de que un guardia estaba a punto de
decapitarla.
Rua desterró el pensamiento mientras se le erizaban los vellos de la nuca.
—No soy tan importante como afirmáis todos —susurró.
Era demasiada presión. Baba Airu le había dicho que las brujas azules
confiarían en ella y que rompería el maleficio de Balorn; Bri, que ostentaba
el poder de la corte de la Alta Montaña… No podía cargar con ese peso.
—Esconderte de tu destino solo trae consecuencias negativas, Ru —dijo
Bri, que tocó la nieve con la puntera de la bota. Su voz bajó una octava
cuando añadió—: Sé de lo que hablo.
Rua se volvió para preguntarle a la guerrera fae a qué se refería, pero otra
piña la golpeó en la cara. Bri tenía los brazos llenos de piñas.
—¡Eh! —bramó Rua.
—Páralas con la espada —insistió Bri mientras le lanzaba otra.
Rua la esquivó con una risotada de indignación mientras desenvainaba la
Hoja Inmortal. En ese momento, la espada entonó una canción distinta. El
runrún incandescente que recorría a la princesa no era letal, sino jocoso,
como si la hoja quisiera unirse a la diversión.
Rua blandió la espada cuando Bri le arrojó otra piña, pero no ocurrió
nada. No retenía las piñas con la misma facilidad que a las personas.
—Esto es absurdo —se quejó Rua tras fallar de nuevo.
—Es posible que te ataquen varios oponentes a la vez —le explicó Bri—.
Tienes que estar preparada para pararles los pies.
—Y lo haré —gruñó Rua entre dientes cuando otra piña le rebotó en la
coronilla con fuerza.
—¿Cómo?
—Así. —Rua extendió la mano izquierda y su magia roja fluyó tras años
de práctica. Sabía llevar más al límite su magia de bruja que su magia
feérica. Esta última era inherente a su cuerpo. La volvía rápida y fuerte;
sanaba deprisa y oía a mucha distancia. Pero la magia de bruja era más
externa. Se empleaba para influir en el mundo que las rodeaba: las brujas
rojas movían objetos, las marrones elaboraban pociones, las verdes
cultivaban y cocinaban con su magia y las azules adivinaban el futuro de los
demás. Eran cosas que ocurrían fuera de ellas.
Solo con extender los dedos, la magia roja de Rua podía detener la
trayectoria de la piña en el aire. Dobló los dedos, los sacudió hacia la
derecha y la piña aterrizó en la nieve. Alzó la palma hacia el cielo y encorvó
los dedos. Todas las piñas que sostenía Bri se elevaron hacia el cielo a la
vez y, cuando Rua volvió a estirar los dedos, también aterrizaron en la
nieve.
—Eso es trampa, pero… ¡caray! —Bri esbozó una sonrisa deslumbrante
—. No he visto a Remy hacer magia moviendo las manos así.
Rua miró al Águila con los ojos entornados y respondió:
—A Remy no le han enseñado a usar su magia correctamente. Seguro que
las brujas rojas la instruirán, y más ahora que porta el amuleto de Aelusien.
—¿Cuánto tiempo debe pasar para que puedas volver a hacer magia? —
inquirió Bri.
Rua le echó una mirada burlona:
—Hace falta más que unas piñas voladoras para agotar mis reservas de
magia. Pasa como con todos los músculos: cuanto más lo flexionas, más
fuerte lo vuelves.
Bri le dio un repaso a Rua; se fijó en sus manos y en su espada y volvió a
mirarla a la cara.
—Para alguien que no tiene una buena opinión de las brujas, te pareces
mucho a ellas.
Rua apretó los puños al oír aquello. No era bruja; el aquelarre con el que
se crio se lo había dejado clarísimo. Tampoco se sentía fae. No quería ser
nada.
—Prueba solo con la espada —la animó Bri mientras agarraba otra piña.
—No —dijo Rua, volviendo a guardar la Hoja Inmortal en su vaina.
Habría jurado que la espada se llevó un chasco al ser enfundada—. Tengo la
Hoja Inmortal y magia de bruja roja. Da igual cuál de las dos elija para salir
victoriosa.
—Practicar te ayudará a escoger mejor qué magia usarás —replicó Bri—.
Te ayudará en muchos aspectos a tomar mejores decisiones en el campo de
batalla.
—Soy consciente de lo que hice —gruñó Rua.
—Nos tendieron una trampa. Era…
—No me justifiques. No te rebajes —le espetó Rua—. No me digas que
era su vida o la mía. Podría haber perdonado a algunas. Podríamos haber
hecho prisioneras. Seguí blandiendo la hoja incluso después de que cayera
la última bruja. Seguí dándoles espadazos, incluso después de asestarles el
golpe de gracia, solo para verlas desangrarse. Soy tan perversa como las
Olvidadas.
—Rua…
—No, escúchame —bufó con los dientes apretados. Hablaba con voz
ahogada. La aterraba pensar que podría repetir aquello. Sucumbía a la sed
de sangre de tal modo que todos eran sus enemigos. A la menor
oportunidad, la espada la obligaría a matarlos—. Si algún día me paso de la
raya, tienes que pararme. Las espadas no pueden atravesarme la piel, pero
sé que darás con la forma de detenerme.
Bri, con los ojos como platos, miró detrás de Rua. La princesa se maldijo.
Por la cara del Águila, ya sabía quién estaría ahí plantado.
Al volverse vio a Renwick, que, ataviado con una capa azul oscuro, las
observaba. Se apoyaba en un tronco con los brazos cruzados. Su rostro
anguloso se adivinaba bajo la capucha.
—Siempre se cometen errores en combate, se tenga un talismán o no —
dijo Renwick mientras se apartaba del tronco y avanzaba hacia ella. Rua se
quedó paralizada al verlo acercarse. De pronto fue muy consciente de que
con el conjunto tan ajustado que llevaba se le marcaban las curvas—. No
seríais la primera soldado que abate a un aliado sin querer.
Rua negó con la cabeza y preguntó:
—¿Cómo se llamaba? El guardia al que maté.
—No…
—Contestadme —insistió.
—Se llamaba Lachlan —dijo Renwick con sus ojos verdes clavados en
ella.
—¿Erais íntimos? —musitó, y el vaho le empañó el rostro.
Renwick tragó saliva y separó los labios, pero se hizo de rogar. Al fin,
dijo:
—Sí.
Rua agachó la cabeza y se miró las botas. Había asesinado a uno de los
guardias de confianza de Renwick porque el canto de sirena de la hoja se
volvió demasiado poderoso. No era lo bastante fuerte.
—¿Tenía familia?
—No. —Renwick le levantó la barbilla con el dedo para que lo mirara.
Rua se preparó para alzar las pestañas y enfrentarse a sus ojos centelleantes,
como si cayera cada vez que los miraba—. No os he dado las gracias por
salvarme la vida aquel día —susurró con suavidad junto a su mejilla—.
Estaríamos todos muertos de no ser por vos.
Recordó a la bruja que atacó a Renwick en el templo de Hunasht. Iba a
arrancarle los ojos. Los finos rasguños de su mejilla ya habían
desaparecido. Su piel de alabastro estaba tan lisa como la porcelana.
Quiso apartar la vista, pero Renwick le pasó la mano por el cuello y le
tocó la mandíbula con el pulgar. La sujetaba con delicadeza mientras la
obligaba a aguantarle la mirada.
Rua vio sentimientos encontrados en sus ojos, sentimientos que no sabía
describir, pero que eran ajenos a su semblante adusto habitual. ¿Quién era
ese rey fae? De repente le dio la impresión de que no lo conocía en
absoluto.
—No he venido a veros entrenar —murmuró Renwick—. Quiero
enseñaros algo.
Bajó la mano y la piel de Rua se enfrió al dejar de sentir su caricia.
Mientras seguía al rey, se avergonzó de sí misma. Deseaba que volviera a
tocarle la mejilla y se odió por ello. Ese anhelo no le traería más que
problemas.
Capítulo Nueve
R
enwick las condujo al extremo del campamento. Allí los esperaban un
sinfín de trineos que habían salido de los establos cuesta abajo. El
hielo se convirtió en tierra helada cuando abandonaron el lago y subieron la
pendiente. La vastedad del campamento volvió a dejar a Rua sin habla. Era
una ciudad y, cuando llegase la primavera, habría que trasladarlo todo.
Aneryn los aguardaba junto a un trineo abierto. Era un artefacto sencillo,
poco más que un banco al que habían añadido esquíes y atado dos enormes
caballos negros. Había otro trineo enfrente algo más decorado en negro y
dorado.
—¿A dónde vamos? —preguntó Rua, que se ciñó más la capa, pues el
sudor la calaba hasta los huesos.
—A ver cómo va la construcción del palacio de primavera —le contestó
Renwick con una sonrisilla.
—Estaba deseando verlo de cerca —les dijo Aneryn.
—Y yo que dejases de darme la lata. —A Renwick se le marcaron los
hoyuelos al ver a la bruja tan emocionada.
Rua se fijó en ellos. Renwick estaba tan mordaz como siempre, pero se lo
veía más relajado que de costumbre. Por lo general, como ella, se reprimía
muchísimo, como si estuviesen esperando a que una fuerza invisible los
golpeara. La princesa ya no sabía para qué se mentalizaba; solo sabía que
llegaría un momento en el que tendría que estar preparada. Cuando el
mundo volviese a derribarla, no le sorprendería. Si al día siguiente yacía en
un charco, desangrada, su único pensamiento sería «¡Cómo no!».
Las cejas de Renwick cayeron cual losa sobre sus ojos al mirar a Rua,
como si viese sus enmarañados pensamientos. Por su parte, la princesa
miraba con aire ausente la cumbre que se divisaba a lo lejos.
—¿Venís conmigo? —le preguntó Renwick con una voz grave y afilada
que hendió el aire y se coló directa en su cabeza.
—Creo que Aneryn se muere de ganas de ir en vuestro trineo. —Rua
tomó una bocanada de aire glacial y agregó—: Yo iré con Bri.
A Renwick se le crispó la mandíbula al apretarla, pero no discutió con
ella. Rua se negaba a pasarse el viaje en trineo hablando de lo que la
atormentaba. Prefería lanzarse en picado al lago helado que hablar de lo que
había ocurrido mientras entrenaba con Bri.
Se subió al segundo trineo mientras Renwick y Aneryn montaban en el
primero.
Bri miró a Rua sin dar crédito:
—No sé cómo se maneja este trasto.
—Aparta —dijo Thador, que se abría paso entre la hilera de trineos para
reunirse con ellas.
Bri subió después de Rua y, a continuación, Thador, que tomó las riendas.
El soldado fae era tan corpulento que ocupaba casi todo el vehículo. Bri y
Rua se apretujaron en el lateral del reposabrazos de madera.
—¿En serio es mejor esto que viajar con el rey? —gruñó Bri, tan
encogida que casi se rozaban sus hombros. A Rua se le clavaba el pomo de
la Hoja Inmortal en la cadera—. Y todo porque te da miedo hablar con él.
—No me da miedo hablar con el Matabrujas —masculló Rua mientras el
trineo de delante se ponía en marcha. El suyo las empujó hacia atrás al
hacer lo propio.
No podía asegurarlo a ciencia cierta porque llevaban las capuchas, pero
daba la sensación de que Renwick y Aneryn estaban hablando. Había sitio
de sobra en su trineo. No sabía por qué le molestaba que riesen juntos, pero
así era.
Ascendieron y recorrieron la cuenca de Lyrei Basin y volvieron a bajar
por el valle. La nieve era más copiosa, tanto que prácticamente rozaban el
granuloso manto con los pies mientras viajaban.
El trayecto hacia la plataforma del edificio fue breve, ya que los
gigantescos caballos coronaron la cima con presteza. Había tiendas
montadas, para resguardar materiales y herramientas de construcción, y
fraguas que ardían al rojo vivo. El estruendo de las piedras al ser
amontonadas acompañaba el sonido del metal amartillado. Tres bueyes
norteños en fila arrastraban trineos cargados de tierra y rocas por toda la
obra. Decenas de constructores trajinaban de acá para allá y solo se
detuvieron para hacerle una reverencia rápida a Renwick al pasar.
Trabajaban con un ahínco que Rua no comprendía.
—Por aquí —dijo Renwick, guiándolos por entre el enjambre de obreros
hacia una gran tienda verde. Pegadas a las paredes, descansaban cestas con
rollos de pergamino. En el centro de la estancia había una mesa de madera
y, tras ella, un humano revisaba papeles.
El hombre frunció sus pobladas cejas grises.
—Majestad —dijo mientras se inclinaba profundamente. Con una ligera
reverencia en dirección a Rua, añadió—: Alteza.
—Lawrence —correspondió Renwick con un asentimiento.
Rua no creía que fuese a acostumbrarse a las reverencias. No le parecían
sinceras; en todo caso, le resultaban burlescas. No era más regia que el
hombre que tenía delante. La mayoría de los trabajadores que habían dejado
atrás eran fae. Eran más fuertes y veloces que los humanos, capaces de
erigir un castillo más deprisa, pero el capataz era humano. Volvió a fijarse
en las orejas redondeadas de Lawrence. Era inusual ver a los fae trabajar
para un humano. No pudo evitar preguntarse si Renwick la habría llevado
allí para demostrarle que estaba dispuesto a cambiar.
—Hola, Lawrence. He venido a enseñarle a su alteza los planos del
castillo. ¿Serías tan amable de traérnoslos? —dijo Renwick con tal
circunspección que le dio arcadas.
—Enseguida, majestad —respondió Lawrence, que se acercó corriendo a
una cómoda con varios cajones estrechos y abrió uno. Eligió tres papeles
distintos y los llevó a la mesa con cuidado.
Los dos primeros contenían esbozos de la composición aérea del palacio
y el tercero era un dibujo del exterior. Rua se quedó boquiabierta. Era el
castillo más bonito que había visto en toda su vida. De niña, había hojeado
tantas veces el libro de los castillos y los palacios que veía las páginas con
los ojos cerrados. Había imaginado cómo sería vivir en un palacio así. Pero
el dibujo que tenía delante en ese momento superaba a cualquiera que
hubiera visto.
Siete chapiteles retorcidos ascendían hacia el cielo rematados por una
bandera que ondeaba al viento. Una arcada profusamente decorada daba a
pasillos cubiertos a través de sinuosos jardines. Había ventanas octagonales
a cada lado de una entrada gigante. El exterior parecía un bello laberinto:
puentes y senderos zigzagueaban por todo el dibujo. El palacio hacía
alusión a la primavera, desde las rosas que trepaban por la fachada hasta los
capullos esculpidos en la piedra. El jardín siempre era su parte favorita en
los dibujos de los castillos. Algunos dedicaban mapas y bocetos
estacionales a sus jardines. En los campamentos de brujas se cultivaban
verduras y hierbas, pero nada tan decorativo o majestuoso. La atraía la idea
de plantar flores por su belleza, sin ningún otro motivo; la idea de que no
hacía falta que fuera útil para ser valioso.
—Entonces, ¿os gusta? —La voz de Renwick la sacó de su estupor. Rua
lo miró y exhaló el aliento que no sabía que había estado conteniendo.
—Es precioso —contestó.
La mirada de Renwick se suavizó y se transformó en una calidez serena
que contrastaba radicalmente con su expresión pétrea habitual. En ese
instante, al mirarlo a los ojos, algo se removió en su interior. Sus
pensamientos le suplicaron que los dejara volar libres, pero no se lo
permitió.
Volvió a ojear los planos.
—¿Siete pisos?
—Más los chapiteles —matizó Lawrence. Hablaba en ífico, la lengua
vehicular, pero su acento norteño desaparecía hacia el final de las frases, lo
que obligaba a Rua a aguzar el oído para entenderlo—. Dos serán
subterráneos. ¿No os parece suficiente, alteza?
Rua rio por la nariz, pero, al mirar a Lawrence, vio que estaba serio.
—No creo que me corresponda a mí opinar sobre el palacio del rey del
Norte.
Renwick, a su lado, se puso rígido. Rua echó otro vistazo a los planos.
Todo estaba distribuido: desde los salones de baile hasta las bibliotecas,
pasando por las cocinas y los alojamientos del servicio. La sexta planta
estaba reservada por entero al rey y la reina. Rua no tenía claro por qué le
enfurecía ver garabateado «Sala de estar de la reina» y «Cuarto del bebé».
Se cruzó de brazos y volvió a mirar el primer dibujo, el del exterior del
palacio. Era un sueño de papel y tinta. No se imaginaba a ninguno de ellos
viviendo en un lugar semejante. No les tocaba tener un final feliz.
Matrimonio, hijos, flores… ¡Qué disparate!
—Gracias, Lawrence —le dijo al hombre en tono cortante. Se giró y
abandonó la tienda con Bri pisándole los talones.
Mientras paseaban por la obra, vieron a soldados fae levantar enormes
bloques de granito. Los peones ya estaban en el hoyo para preparar el suelo
del sótano. La construcción avanzaba a una velocidad pasmosa, si bien no
igualaría la del castillo de Yexshire. Si tuvieran magia de bruja roja, Rua
calculaba que estaría todo listo en un mes.
Por un segundo, al ver lo mucho que sufrían los brazos de los
trabajadores que acarreaban piedras, se planteó ofrecerse a ayudarlos. Con
solo chasquear los dedos su magia movería la piedra. Pero no, no ayudaría a
cumplir el sueño de otro. Apretó los dedos al costado y dio media vuelta.
Bri se quedó atrás mientras Rua se dirigía al borde más lejano de la
ladera. Desde allí vislumbró la aldea que había mucho más abajo. Dio por
hecho que era el pueblo de Murreneir, el corazón del condado homónimo.
No le hizo falta volverse para saber que Renwick estaba detrás de ella.
Era difícil identificar su aroma, tan parecido al mundo que los rodeaba. A
nieve recién caída con un toque de árboles de hoja perenne y clavos. Olía a
invierno. Solo una pizca de tierra almizcleña lo distinguía del mundo que
los rodeaba.
—¿Está abandonada? —preguntó Rua mientras contemplaba la aldea. Ni
una sola columna de humo ascendía hacia el cielo. Daba la impresión de
que un alud había sepultado el pueblo. Solo se apreciaban los tejados entre
tanta nieve.
—En invierno sí —contestó Renwick mientras se colocaba a su lado—.
El pueblo forma parte del campamento de Lyrei Basin. Nieva tanto en el
valle de Murreneir que sus hogares casi desaparecen. Pero los cráteres
protegen los lagos helados de las nieves más abundantes. Por eso migran
allí cada invierno.
Rua alzó mucho las cejas. No debería haberle extrañado. Recordó las
estanterías del despacho de Renwick. Incluso con una caravana de trineos
tan numerosa, no había sitio para esa clase de muebles. Habría ordenado
que se las trajesen desde el pueblo de Murreneir.
Oteó el horizonte en busca del templo de Hunasht, pero desde esa
posición privilegiada no se divisaba. Renwick también miró en la misma
dirección, hacia el oeste.
—¿Por qué os llaman «el Matabrujas»? —susurró Rua. Supuso que la
respuesta era obvia, pero no se imaginaba a Renwick asesinando brujas a
diestro y siniestro.
—Me apodaron así —contestó Renwick con la vista clavada en el
horizonte.
—¿Quién? —preguntó Rua, aunque ya lo sospechaba.
—Mi tío —le confirmó Renwick—. Pasaba el invierno en Murreneir. Mi
padre me enviaba aquí para que trabajase para Balorn.
Rua tragó saliva. Con una opresión en el pecho, insistió:
—¿Haciendo qué?
—Creo que ya lo sabéis —dijo mirándola un segundo.
—Torturabais brujas para vuestro tío. —No era una pregunta.
—Hice lo que debía para sobrevivir —repuso Renwick con una voz más
afilada que un cuchillo—. Tengo las manos tan manchadas de sangre que
nunca podré limpiármelas del todo.
—En eso nos parecemos. —Al fin lo miró. El poder de su mirada la
empujó hacia atrás con el mismo ímpetu que un trineo poniéndose en
marcha. Había hecho cosas horribles, pero seguía con su vida sin titubear. A
pesar de ello, se lo veía muy cuerdo. Notó otra opresión en el pecho. Deseó
ser igual de fuerte que él—. ¿Cómo lo hacéis para no derrumbaros?
A Renwick se le oscurecieron los ojos mientras la miraba a la cara.
—¿Creéis que sigo entero? —Se le tensaron los hombros—. No soy
buena persona, Rua. —El tono grave con el que pronunció su nombre
resonó en su cabeza—. Lo único bueno que queda de mí son pequeños
fragmentos.
A Rua se le apagó la mirada. En eso también se parecían. Estaba
convencida de que había jirones de bondad enterrados en lo más hondo de
su propia alma, pero se hallaban muy abajo, más que el pueblo de
Murreneir, congelado por el duro y frío hielo.
—Viviréis en un hogar precioso —comentó mientras miraba el hoyo que
habían cavado en la tierra helada. No se imaginaba a Renwick en un castillo
cubierto de rosas.
—Algún día, quizá —repuso este mientras miraba las montañas de
piedra. Rua consideró sus palabras. Tal vez Renwick también distase mucho
de ser feliz. Tal vez estuviesen tan rotos que no pudiesen recomponerse.
Mientras la luz del sol se colaba entre los nubarrones, se preguntó si
bastaría con los pedazos de los dos para formar una persona entera.
Los agudos chillidos retumbaban en las paredes quemadas. Una bruja salió
disparada de la oscuridad y chocó con el cuerpo que tenía delante. Estaba
loca, desquiciada y libre como un pájaro. No solo la espantó verla, sino que
también le dio envidia. El gusto que le daría arrancarles los ojos a sus
enemigos… La hoja ceñida a su cadera le gritó que la usase, como una niña
excesivamente ilusionada. El rostro borroso que yacía bajo la bruja se
transformó. Ahora el parecido era más notorio: pómulos afilados, cabello
rubio ceniza y ojos verdes penetrantes. La hoja le gritó más fuerte que la
usara, que lo salvara, pero ella se resistía a salvar al Matabrujas. El destino
había dictado sentencia: había llegado el momento de que pagase por sus
crímenes. No empuñaría su espada.
Contuvo un grito cuando la bruja alzó una daga por encima de él. El
Matabrujas abrió mucho sus ojos verdes y los clavó en ella mientras le
pedía auxilio con la mano. La bruja aprovechó para asestarle una puñalada
en el pecho. El alarido fue ensordecedor.
Con brusquedad, Rua inhaló una bocanada de aire frío a la vez que abría
los ojos de golpe. El corazón le latía desbocado. Los aullidos del viento se
correspondían con los de su cabeza, de modo que se tapó las orejas. Solo
era el viento. Daba la impresión de que el pomo rubí de la Hoja Inmortal
refulgía en la oscuridad, como si supiera tan bien como ella lo que había
soñado. La hoja la provocaba. Debería haberla blandido, pero no pudo. En
el sueño, estaba paralizada, helada de miedo. Sentía que su alma se
corrompía cada vez que asestaba un tajo. Por eso se había negado a tocarla.
Y Renwick había muerto. Aún veía la aflicción con la que la había mirado,
como si lo hubiera traicionado.
Los aullidos del viento estaban sacándola de quicio. El corazón le iba tan
deprisa que le taladraba los tímpanos. El ambiente de la estancia estaba muy
cargado. Se descubrió la clavícula mientras tomaba otra bocanada de aire en
aquella atmósfera asfixiante. Debía escapar de allí.
Salió sin la Hoja Inmortal y sin las botas; solo con la camisola y la manta
de piel que cubría el respaldo de su silla. Se la pasó por los hombros sin
mucho empeño y atravesó las solapas de su tienda.
Un aire gélido le heló el rostro al tiempo que su corazón se rendía y
aminoraba el ritmo. Miró la solapa de la tienda que tenía delante. La luna
estaba alta. Se preguntó si Bri estaría despierta.
Tras acercarse de puntillas a su tienda, oyó una voz. Se aproximó un
poquito más y pegó la oreja congelada a la lona. Un gemido entrecortado y
femenino hendió la fría noche como un susurro. No era la voz de Bri. Su
escolta no estaba sola.
Descalza, se fue por una vereda estrecha de grava áspera que crujía al
pisarla, lejos de las hogueras de las atalayas. Se oían murmullos a su
alrededor. Oyó una carcajada masculina y una risita femenina. Daba la
sensación de que todo el campamento estaba en una cama que no era la
suya. Se ruborizó. ¿Acaso era la única que no escondía a un amante al caer
la noche?
Las tiendas estaban más apretujadas conforme se adentraba en el círculo
periférico del campamento. Debía mirar de soslayo para no estamparse
contra la recia lona. Al fin llegó al extremo. El círculo de gravilla sobre el
que se asentaba el campamento dio paso al grueso hielo. Rua miró en ambas
direcciones. Creía que había girado hacia la orilla del lago, pero estaba justo
en el centro. Tardaría siglos en regresar a su tienda.
Puso un pie en el hielo y luego el otro. Resbalaba. Bajo ellos se formó
una capa de agua inestable. Tambaleándose, dio otro paso con cuidado. Se
esforzaba por mantenerse recta. Más que andar, se deslizaba en su afán por
llegar cuanto antes a la costa de la otra punta siguiendo el borde externo del
campamento.
Estaba sumida en la oscuridad. Su única guía era la luz de la luna, que
iluminaba su camino mientras se arrastraba hacia las márgenes nevadas. El
agua de debajo del hielo era de una negrura absoluta. Le daba la impresión
de que algo la observaba desde las profundidades. Solo de imaginarse unos
ojos mirándola se le volvía a acelerar el corazón. El viento aún silbaba los
gritos de las brujas. Los fuertes temporales del Norte soplaban sobre la
cuenca de Lyrei Basin; nunca descendían al campamento, pero los torrentes
rugían bien arriba. Eran los mismos gritos que traspasaban los muros del
templo de Hunasht. Estaban grabados en la piedra. ¿Cuántos de esos ecos
de dolor habría arrancado el acero de Renwick? La sensación de sus uñas al
clavársele en las palmas era lo único que la impulsaba a seguir caminando.
Recordó el cuchillo hundiéndose en el pecho del rey. Se le habían
agarrotado tanto los músculos que creyó que se le romperían.
Quizá Renwick mereciera ese final. Quizá ella también lo mereciera.
Cuando alcanzó la orilla, relajó los puños. Encontró una roca que
sobresalía en el profundo manto de nieve y se subió a ella. El frío la penetró
mientras se arrebujaba en su manta de piel. Se sentó sobre sus pies rojos y
en carne viva para calentarlos mientras cruzaba las piernas sobre la lisa roca
del lago. Al volver la vista hacia el campamento, no estuvo segura de qué
callejón la había dejado en mitad del lago.
Estupendo. Ahora tendría que zigzaguear entre atalayas y fae que se
colaban en los lechos de sus amantes. Gruñó a la noche. Era patética. Nunca
había tenido un amante. ¿Quién habría aceptado su proposición en los
campamentos de las brujas rojas? Cuando tenía dieciséis años, se prendó de
una chica, pero, antes de que tuviese ocasión de declararse, esta se marchó a
la corte Sur. Al año se enteró de que había muerto a manos de un cazador de
brujas.
Ahora nadie osaría tocarla, no mientras fuera la princesa de la corte de la
Alta Montaña, ni aunque ella quisiese. Solo se le ocurría una persona que
tuviera ese derecho o que estaría dispuesta. Desterró de su mente la imagen
de sus ojos verdes abiertos como platos mientras le clavaban una daga en el
corazón. Ese sería un juego más peligroso que cualquier otro: convencer a
esa serpiente de meterse en su cama. Quizá debería decir que se había
consagrado a la diosa de las doncellas y rechazar todas las insinuaciones…,
pero sabía que no era eso lo que quería.
—¿Estáis bien? —inquirió una vocecilla femenina a su espalda.
Rua se volvió al momento e hizo acopio de la magia roja que anidaba en
sus entrañas. Estaba a punto de usar su poder cuando reparó en esos ojos
marrones de ninfa que tan bien conocía.
Aneryn.
—Manejáis varios tipos de magia. Me alegra comprobar que no siempre
vais acompañada de vuestra espada —dijo al examinar a Rua de pies a
cabeza.
La princesa soltó la magia roja y el calor que vibraba en las yemas de sus
dedos se enfrió.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Rua con más acritud de la que pretendía.
—He venido a mostraros el camino de vuelta a vuestra tienda —contestó
Aneryn.
Rua observó a la bruja:
—¿Cómo sabías que estaría aquí?
Mientras Aneryn sonreía con suficiencia, sus trenzas cayeron,
enmarcando perezosamente su rostro encapuchado en un halo añil.
—¿Cómo creéis? —La imitó y enarcó una ceja, pero el gesto de la bruja
tenía un aire burlón.
—¿Has tenido una visión sobre mí?
—Tengo muchas visiones sobre vos, alteza. —Aneryn miró hacia los
cerros, hacia Murreneir. Rua se preguntó hasta dónde vería la bruja azul a
oscuras.
—¿Y qué has visto? —Rua miró en la misma dirección que Aneryn, pero
no distinguió nada.
—Esta noche, os he visto andar a trompicones por el campamento para
regresar a vuestra tienda. Tímidamente, le pedíais a un guardia que os
indicase el camino. He percibido que os poníais colorada mientras se reía a
vuestra espalda.
Rua miró atónita a la bruja.
—¿Todo eso has visto?
—Las visiones de algunas brujas son vagas. Solo captan emociones y
destellos del futuro. Otras son más fuertes y su don es más claro.
—Como tú —aventuró Rua, a lo que Aneryn respondió con un breve
asentimiento—. Debes de ser muy poderosa.
—Provengo de una larga estirpe de brujas con un don de la clarividencia
muy desarrollado.
Que hablase con tanta lentitud y aplomo le indicó a Rua que tras esa
historia se escondía mucho dolor.
—¿No te llevaron al fuerte de las brujas?
—Quisieron llevarme —susurró Aneryn—. Los Vostemur torturaron a mi
madre. Esta me ofreció a Renwick como regalo de cumpleaños cuando yo
tenía cinco años.
Rua ahogó un grito:
—¿Por qué lo hizo?
—Sus visiones eran claras —repuso Aneryn, quien, no sin esfuerzo a
causa de la nieve, se acercó a Rua y se sentó a su lado—. Sabía que, si me
entregaba a Renwick, este me protegería. Sabía que no correría la misma
suerte que ella.
—¿Qué le pasó? ¿Está…?
—Murió en las guerras de Falhampton, en la frontera con el Este —se
lamentó Aneryn.
Rua se recolocó las pieles y dijo:
—Siento tu pérdida.
—Y yo la vuestra —correspondió Aneryn—. Son pocos los que
conservan a todos los miembros de su familia. Así de bárbara es la guerra.
Tendrán que pasar un par de generaciones para que no duela pensar en la
familia.
—¿Lo has visto? ¿Eres capaz de vaticinar un futuro tan lejano? —quiso
saber Rua.
—Falta tanto para eso que no lo veo con claridad. Pero uno de los
múltiples hilos posibles es cálido. Es… esperanzador. —Aneryn la miró con
sus grandes ojos marrones y añadió—: Siento vuestra presencia en ese
futuro.
Rua miró de reojo a la bruja azul.
—¿Cómo te atreves a decir eso? —Rua rechinó los dientes mientras
pensaba en los cadáveres tirados por el suelo del templo de Hunasht—. No
estoy hecha de luz y esperanza.
—No he dicho que lo estéis —replicó Aneryn—. Pero seréis la que brinde
luz y esperanza a otros, de eso estoy segura.
Exasperada, Rua negó con la cabeza:
—No sé qué significa eso.
Aneryn se rio en voz baja y espetó:
—Ni yo. —Volvió a mirar más allá del lago helado—. Y ni todo el
sufrimiento del mundo aclararía esa visión.
Eso era lo que habían hecho los fae norteños. Indignados por las verdades
a medias que extraían de las visiones de las brujas azules y deseosos de
obtener respuestas, habían intentado esclarecerlas. Rua conocía lo bastante
esa desesperación como para saber las consecuencias que traería. Le
asustaba pensar que entendía sus motivos, aunque nunca pudiese hacer algo
semejante. Esa desesperada adicción por saber el futuro enloquecería a
cualquiera.
—¿Lista para volver? —preguntó Aneryn mientras se frotaba los brazos
para mantenerlos calientes.
Rua esbozó una sonrisa torcida:
—No sé, dímelo tú.
—No puedo leeros la mente. —Aneryn tembló de la risa mientras
bocanadas de vaho ascendían hacia el cielo nocturno—. No funciona así.
Rua exhaló un largo suspiro y volvió a hundir los pies descalzos en la
nieve. Se estremeció. En su turbación, el hielo no la había mordido. Pero
ahora el frío punzaba sus pies en carne viva.
—El frío va bien para la ansiedad —repuso Aneryn, mirando al suelo—.
El invierno es una buena época para descargarse. Hay nieve de sobra en la
que meter los pies.
Rua puso los ojos en blanco:
—No creo que me desfogue de tales emociones en una buena temporada.
—En ese caso, tendréis que ordenar a vuestros criados que os traigan
hielo de las montañas. —Aneryn sonrió. Así parecía más joven—. Las
princesas pueden exigir ese tipo de cosas.
Rua, entre risas, se puso de pie.
—Lista.
—En marcha. —Aneryn entrelazó el brazo con el de Rua para pisar el
hielo. Por un segundo se bambolearon, lo que hizo que les entrase la risa.
Las botas de Aneryn se deslizaban con mucha facilidad por la resbaladiza
superficie, pero Rua la mantuvo erguida.
Llegaron a un huequito en el laberinto de tiendas. Aneryn lo señaló con la
mano libre. Volvieron al camino de grava. Temblando al caminar, el frío
hacía que las rocas parecieran más afiladas y el frío más intenso. Siguió a
Aneryn por callejones hasta que doblaron en un sendero más amplio y se
detuvieron ante su tienda.
—Gracias —le dijo Rua a la bruja azul mientras se acercaba a la entrada.
—De nada —respondió Aneryn guiñándole un ojo—. Y feliz
cumpleaños.
Rua trató de disimular su sorpresa mientras contemplaba las estrellas que
se asomaban en el mar de nubes, abigarrado. Eran las doce pasadas.
Cumplía diecinueve años.
Capítulo Diez
E
l sol se coló a raudales por los huecos que dejó Bri al entrar en la
tienda. Rua, tapándose los ojos para protegerlos de la luz, gruñó. ¿Por
qué tenía que ser ya de día?
—Mi intención era dejarte dormir, ya que hoy es tu cumpleaños, princesa
—agregó Bri con tono sarcástico—, pero como no te levantes ya te vas a
perder tu fiesta.
Rua se incorporó y se frotó los ojos, que se negaban a abrirse. Tras
regresar a la tienda, no volvió a tener pesadillas. Exhausto, su cuerpo
sucumbió a un sueño profundo y plácido. Deseaba descansar varios días
más para reponerse de la pesadilla que la atormentaba y del frío paseo por el
hielo.
—¿Cómo? —masculló Rua, que no había escuchado a Bri. Volvió a
desplomarse sobre sus lujosas almohadas y a taparse con su mullido
edredón hasta la cabeza. Tenía una jaqueca espantosa y solo le apetecía
dormir.
—Que tienes que arreglarte para la fiesta —le ordenó Bri mientras la
destapaba sin miramientos y la obligaba a incorporarse de nuevo.
—¿Para la qué?
—Para la fiesta. Tu fiesta de cumpleaños. —Bri torció el morro y alzó las
cejas—. Ya sabes… tu… fiesta… de cumpleaños. —Avergonzada de su
propia explicación, miró al techo—. ¿En los campamentos de brujas no se
celebran los cumpleaños o qué?
—Se enciende una vela —dijo Rua—. ¿Vas a hacer que me levante para
ver a alguien encender una vela? —La mueca de Bri hizo que Rua añadiese
entre dientes—: No me tomes el pelo.
—No lo hago —repuso Bri sin que se le borrase la sonrisilla. Se acercó al
armario y sacó un vestido verde—. De verdad creo que te lo pasarás bien.
Habrá comida, música y regalos.
—No quiero nada. No quiero nada de nadie. —Rua se cruzó de brazos y,
tras mirar bien el vestido escotado, dijo—: Y por nada del mundo voy a
ponerme eso.
—Sabía que dirías eso. —Bri guardó el vestido y sacó un traje verde
bosque. Tenía hombreras y, a cada lado, una línea bordada en dorado. Se
abrochaba con cierres del mismo color. Un cinturón negro y recio le
rodeaba la cintura. En la hebilla dorada había grabada una corona sobre
unas montañas: el escudo de la corte de la Alta Montaña.
Era magnífico. Imponente a la par que bello, con tintes regios y militares
en su diseño. Rua se moría de ganas de ponérselo.
—Has escogido esa prenda solo para sacarme de la cama —dijo Rua
haciendo pucheros.
—¿Funciona? —preguntó Bri, sonriendo de oreja a oreja.
—Sí —claudicó Rua, quien, tras volver a frotarse los ojos, dijo—: Vale,
está bien.
Bri, ufana, alzó el mentón.
—Me alegro, porque nunca te perdonaría que me dejaras sin los rollitos
de queso que he visto preparar a las brujas cocineras.
Rua se aguantó la risa mientras salía de la cama. Quizá no fuera tan mala
idea.
R
ecorrieron los tortuosos senderos de la zona de las brujas. Rua
empezaba a entender la disposición del campamento; ya no le parecía
un revoltijo de tiendas. Ese día había pocas brujas paseando. Se preguntó
cuántas estarían en su fiesta.
No le parecía bien estar de celebración, comer pastel y cantar canciones
cuando Balorn seguía suelto. Deberían aprovechar hasta el último segundo
de vigilia para encontrarlo. En cuanto lo mataran y rompieran la maldición,
Rua sería libre. Debía salvar a la corte Norte, enorgullecer a su hermana y
ocupar su lugar en la corte de la Alta Montaña. Era su oportunidad para
demostrar su valía.
La joven bruja se detuvo en la solapa de la tienda de Baba Airu. Le hizo
una breve reverencia y dio media vuelta. Rua miró a los Águila, que
esperaban en la entrada con ella.
—Tú no hace falta que vengas —gruñó mirando a Talhan—. ¿Qué tal si
te lavas? Tu hermana tiene razón: apestas.
Talhan se carcajeó con su voz ronca:
—Está bien.
Volvió a abrazar a su hermana y se fue. Bri ni se inmutó, pero, a esas
alturas, Rua la conocía lo suficiente como para saber que estaba
contentísima de que hubiera llegado su hermano. Recordó cómo se había
abalanzado sobre él y cómo Remy había intentado abrazarla a ella en
Drunehan. No era lo mismo. Remy era una desconocida. No creyó que
fuesen a saludarse así jamás.
Se mordió el carrillo y entró en la tienda. Bri se quedó helándose fuera.
Baba Airu estaba sentada en su mecedora, de cara a las llamas. Sin prisa,
Rua tomó asiento junto a la suma sacerdotisa y esperó a que hablase.
—Feliz cumpleaños —le deseó Baba Airu en mhénbico. Las pieles de la
capucha se le movían adelante y atrás con el vaivén de la mecedora.
—Gracias —repuso Rua con fluidez en la lengua de las brujas. Fue todo
un alivio después de hablar con tantos fae. Sabía yexshirio y hablaba ífico,
pero el mhénbico era el idioma en el que se había expresado casi toda su
vida. No le suponía ningún esfuerzo dar con las palabras adecuadas. Abrazó
el libro de Yexshire y preguntó—: ¿No os apetecía venir?
Baba Airu sonrió:
—He tenido una visión de la fiesta. A algunos les… ofende mi presencia.
Rua observó las cicatrices de su rostro. Ella también había tenido miedo
de la suma sacerdotisa. Las quemaduras, los ojos cerrados, los labios
azules…, pero lo que más la perturbaba era que hubiera sonreído durante la
masacre del palacio de Drunehan. Sin embargo, se percató de que ya no era
su rostro lo que la aterraba, sino su poder.
—Lo siento —dijo Rua, profundamente avergonzada.
—No me importa quedarme en mi tienda tranquila, princesa —repuso
Baba Airu—. Así puedo usar mi don por fin. Hennen Vostemur me sacaba
de mis visiones a cada rato para exhibirme como el arma que creía que era.
Ahora puedo disfrutar de la libertad de estar tranquila.
—Siento haberos juzgado mal —se disculpó Rua mientras se mordía el
labio—. Pensaba que los labios azules y los ojos cerrados eran obra de
Hennen.
—Son costumbres extrañas si uno las desconoce —dijo Baba Airu por
toda respuesta—. A todos nos parecen extraños los demás hasta que
intentamos conocerlos más a fondo.
—No sé si quiero que la gente me conozca más a fondo —masculló Rua
mientras jugueteaba con las esquinas de su libro.
—Lamento que el libro que sostenéis os altere —comentó Baba Airu—.
Hubo un tiempo en que la corte de la Alta Montaña era una inspiración para
Okrith.
—Para lo que sirvió… —dijo Rua mientras toqueteaba con el pulgar el
lomo del abultado volumen.
—La paz que reinó en Okrith durante siglos fue gracias al ejemplo que
dio la corte de la Alta Montaña —replicó Baba Airu—. ¿Acaso fue una
pérdida de tiempo porque ese periodo acabó?
—En ese caso, mis padres eran el eslabón débil de la cadena por no
prever su derrota —dijo Rua con los dientes apretados. Se lo había
preguntado cientos de veces. ¿Se confiaron demasiado? ¿No eran
conscientes del mundo que los rodeaba? ¿Creían que no cambiaría nunca?
—Vuestros padres eran buena gente —insistió Baba Airu—.
Consideraban a las brujas sus iguales.
—Yo no soy mis padres —le advirtió la princesa, que se estaba asando al
llevar un traje tan grueso en una estancia tan calurosa.
—Pero os criasteis con brujas —dijo Baba Airu mientras se tocaba la
bolsa de los tótems que descansaba en su pecho—. Empuñáis la Hoja
Inmortal, forjada por ellas. Habéis jurado destruir a Balorn y poner en su
sitio al Matabrujas…
—¿Aún lo llamáis «el Matabrujas»? —susurró Rua. Así que las brujas no
confiaban en Renwick… Rendir pleitesía a un rey con ese apodo debía de
ser horrible para ellas.
—Mi gente desea confiar en vos —recalcó Baba Airu señalando a Rua
con la cabeza.
—Pues no debería —refunfuñó. Aunque a regañadientes, agradecía a las
brujas rojas que la hubieran mantenido a salvo. A eso se limitaba su aprecio
por ellas. Las brujas no sentían como los fae. Siempre había tenido la
sensación de que sus emociones abrumaban al resto. Hacían que se sintiera
diferente, débil. ¿Y ahora sus hermanas del Norte confiaban en ella?
—No importa si os habéis ganado su confianza o no; lo importante es que
confían en vos —dijo Baba Airu—. Lo que hagáis al respecto es decisión
vuestra. Podríais impulsar el amanecer de un nuevo mundo.
—No creo que os gustase ese amanecer —avisó Rua mientras echaba un
rápido vistazo a su rostro avejentado. ¿Qué habría visto Baba Airu en su
futuro? Lo único que veía Rua era la Hoja Inmortal arrasando a su paso. Su
poder la consumiría. El amanecer del nuevo mundo estaría lleno de sangre y
muerte.
—Habláis como vuestra hermana —apuntó Baba Airu con una sonrisa.
Rua se puso rígida:
—No me parezco en nada a mi hermana.
—Os he visto a las dos en mis visiones toda vuestra vida —dijo Baba
Airu, que agregó en voz más baja, como si estuviese abandonando la
estancia—: Incluso ahora visualizo su futuro enlace.
—Diréis que nos habéis espiado toda nuestra vida. —Rua aferró el tomo
con más fuerza. Sintió el impulso de arrojarlo a las llamas, pero se contuvo.
—Puede que sea capaz de centrarme más en unos que en otros, pero las
visiones me las envían las mismas Parcas —dijo Baba Airu con aire
meditabundo.
Rua puso los ojos en blanco. Las Parcas eran tan falsas como la diosa de
la luna a la que rezaban las brujas azules. Los demás aquelarres la llamaban,
sencillamente, Madre Luna, pero era la misma magia, la misma fuerza vital
a la que rezaban, solo que con otro rostro. Los fae también rezaban a las
Parcas y a otro panteón de dioses. Pensar que eran las Parcas las que le
mostraban el futuro de la princesa a Baba Airu era ridículo.
—No creo en las Parcas —repuso Rua—. No es más que la magia que
llevamos dentro. No tiene nada de divino.
—¿Y qué me decís del amor destinado? —inquirió Baba Airu—.
¿También creéis que es mentira?
Rua pensó en su hermana y Hale. El lazo mágico que los unía era férreo,
tanto que, incluso cuando abrazó a Remy, sintió su conexión con Hale. Su
vínculo era real. Se decía que las Parcas habían tejido un tapiz de poder más
fuerte que cualquier otro. Sus hilos se extendían por todo el mundo, un
poder tan inmenso que se sentía mucho antes de que la pareja se conociera
siquiera. Antes del asedio de Yexshire, muchas brujas azules se ganaban la
vida presintiendo los vínculos de los destinados y revelándoselos a fae
ricos.
—Los vínculos de los destinados son reales —dijo Rua—, pero son
aleatorios. No creo que las diosas del cielo elijan a los agraciados.
—Sería más sencillo si fueran aleatorios, ¿verdad? —reflexionó Baba
Airu—. Si carecieran de sentido, resultaría más fácil aceptarlos. Saber que
una es importante no es fácil. Sé qué se siente al predecir tu futuro y temer
no sobrevivir a él. —Baba Airu se descolgó del cuello la bolsa de los tótems
y abrió el saquito. Sacó un anillo plateado y sencillo y se lo puso. Rua
observó la piedra, de un azul apagado, engastada en la sortija.
Esperó a que Baba Airu le explicase en qué consistía su tótem, pero la
suma sacerdotisa se limitó a decir:
—He visto tu vida por un motivo, Ruadora. Solo se me muestran aquellos
con un destino grandioso.
—Entonces, ¿no tenéis muchas visiones de gente haciendo sus
necesidades en cuclillas? —replicó Rua de mala gana.
Baba Airu sonrió de oreja a oreja y se carcajeó. Se llevó la mano al
pecho, que se le agitaba de la risa.
—No hay duda de que eres una Dammacus. —La bruja se regocijó—. Tu
hermana era demasiado prudente y tú demasiado insensata, pero os
complementáis.
Le vino a la mente la batalla de Drunehan. Recordó a su hermano
ensangrentado y tirado en el suelo mientras su destinado, Bern, se veía
obligado a abandonarlo y seguir luchando. No había nadie lo bastante cerca
para salvarlo. A diferencia de la bruja marrón que se sacrificó por su
hermana, ningún curador ni ninguna bruja dio su vida por él. Recordó las
caras de espanto de los demás cuando la bruja marrón sacó la daga y realizó
el midon brik. La bruja intercambió su vida por la de su hermana y Rua
huyó antes de saber siquiera si Remy había sobrevivido.
—Se llamaba Heather Doledir —dijo Baba Airu. Rua apretó los dientes.
¿Cómo lo hacía la suma sacerdotisa? ¿Acaso, además del futuro, veía
recuerdos?—. Amaba a tu hermana. Su sacrificio fue un regalo.
—Pues no quiero que nadie me haga ese regalo jamás. —Rua agachó la
cabeza—. No quiero que nadie muera por mí.
—Eres la princesa de la corte de la Alta Montaña —señaló Baba Airu—.
La gente morirá con gusto para protegerte. Es una verdad que vas a tener
que aceptar.
—Me niego. —Rua negó con la cabeza. Miró a Baba Airu con ojos
suplicantes, como si la suma sacerdotisa pudiese borrar la realidad—. No
dejáis de repetirme que ayudaré a vuestra gente, pero no soy esa persona.
¿Qué debo hacer?
Baba Airu dejó de mecerse.
—Vi lo que ocurrió en la sala del consejo de Drunehan.
Rua recordó al consejero al que rebanó la garganta con la Hoja Inmortal.
En aquel momento, aún le corría por las venas la adrenalina de la batalla,
así que le quitó la vida sin pensárselo dos veces.
—Fowler habría conspirado contra ti —dijo Baba Airu—. También habría
traicionado al Matabrujas. Matarlo fue una sabia decisión.
—A mí no me lo pareció —masculló Rua, toqueteando los bordes de su
libro.
—Aquel día, Renwick no tenía claro qué haría con las brujas —comentó
Baba Airu—, y tú exigiste que nos liberara y nos… pagara.
Rua echó una ojeada a la estancia. Era una tienda humilde, pero elegante.
La cama era nueva; no había ni un solo arañazo en el cabecero labrado. Era
obvio que la madera, de elaborados grabados, había sido tallada en la corte
Este. Las alfombras eran caras y procedían de la corte Sur. Estaba todo
nuevecito.
—¿Cuántas se quedaron tras ser liberadas? —preguntó Rua, mirando el
cuello de Baba Airu. Una línea fina de un tono más claro que su piel
bronceada seguía marcándole la garganta allí donde había llevado el collar
de bruja.
—Más de las que crees —contestó Baba Airu—. Renwick les paga mil
druni al mes para que se queden.
—Dioses —exclamó Rua.
¡Mil! Con razón Baba Airu había comprado muebles nuevos. La moneda
de las brujas, los druni, eran piezas plateadas con las fases de la luna
acuñadas. Se mezclaban con las demás monedas de Okrith. Cada clase se
decantaba por un metal precioso diferente. Los fae solían pagar con oro; las
brujas, con plata, y los humanos, con cobre. Pero se admitían todas las
monedas.
—Les ofreció diez mil a las que prefirieron irse. —Baba Airu giró el
anillo de plata que llevaba en el dedo índice—. Algunas aceptaron el dinero
y se marcharon al campo, pero la mayoría se quedaron. No por lealtad a
Renwick, sino por miedo a Balorn y sus múltiples seguidores. Puede que las
brujas seamos libres, pero el fantasma de nuestros collares pervive.
Tal vez Hennen y Balorn Vostemur fueran los causantes de que se
esclavizase a las brujas azules, pero su pueblo lo había permitido. Había
norteños que se oponían en silencio, como el señor de Brufdoran, pero Rua
suponía que muchos de los fae de la corte Norte estaban de acuerdo con
ellos. Las brujas azules aún tenían motivos para temer a los fae del Norte.
Rua no estaba segura de que eso fuese a cambiar algún día.
—No me creo que ofreciese tanto —susurró la princesa para sí. Las arcas
de la corte Norte estaban más llenas de lo que creía. Tras el asedio de
Yexshire, mientras a los demás habitantes de Okrith se les caía el mundo
encima, la corte Norte consolidaba su fortuna.
—No lo hizo por nosotras —repuso Baba Airu. Rua sintió que la bruja la
miraba pese a tener los ojos cerrados—. Lo hizo por ti.
—No —la interrumpió Rua.
Baba Airu le sonrió con complicidad.
—No sabía qué rumbo tomar hasta que tú se lo exigiste. Le aclaraste las
ideas —insistió.
—No estaré siempre aquí para aconsejar al rey en vuestro nombre —dijo
Rua entre dientes.
—Pues ayúdanos ahora. —Baba Airu señaló con la cabeza el libro que
sujetaba la princesa—. Ayuda a Renwick a avanzar. Ayuda a las brujas a
confiar en él. Entonces podrás ir a donde te sientas más como en casa.
Rua se puso de pie y se tragó el nudo que se le había formado en la
garganta. A donde te sientas más como en casa.
—¿Me diréis de una vez dónde se reúnen? —Rua desplazó el peso de un
pie al otro—. ¿Y el libro de hechizos?
—En Raevenport —contestó Baba Airu mientras asentía ligeramente—.
Disfrutad del cumpleaños, alteza.
Rua se quedó boquiabierta; no esperaba que la suma sacerdotisa le diera
una respuesta sin ambages. Estrujó el libro entre sus brazos, el libro que
hablaba de su supuesta patria y de los desconocidos que componían su
familia. Negó con la cabeza mientras salía de la tienda como una
exhalación.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó Bri mientras Rua recorría el frío
sendero con paso airado.
—Nos vamos a Raevenport —gruñó—. También me ha dicho que debo
unir a su gente y salvar a su reino.
Bri rio por la nariz:
—Casi nada, vamos.
Capítulo Doce
P
artieron a Raevenport enseguida, en cuanto se enteraron del paradero
del libro de hechizos. A juzgar por su aspecto, era un pueblo medio
olvidado fundado por bribones. Rua observó las destartaladas tabernas y los
burdeles atestados de clientes borrachos. Fuera, sus habitantes se reunían
alrededor de barriles en los que se quemaban desechos; desprendían un olor
nauseabundo. Todas las personas que veía llevaban una botella en la mano.
Fae inmundos y armados hasta los dientes atravesaban las gélidas
callejuelas de piedra con torpeza y alegría. El paraíso de los ladrones. La
mirada que echaron a los trineos reales al entrar en el pueblo estremeció a
Rua. Los estudiaron con avidez en busca de monederos, joyas y armas
costosas mientras se apeaban y continuaban a pie. Dio la impresión de que
sus acompañantes acordaron en silencio abandonar Raevenport cuanto antes
y, sin más dilación, emprendieron el camino helado y empinado hacia el
este. Rua, que ya no se resbalaba con el hielo, se preguntó si los trineos
seguirían ahí cuando regresasen.
Un rastro leve marcaba la cornisa del risco helado. Con cuidado, subieron
más y más en zigzag, sorteando las grietas y las fisuras del hielo. Conforme
ascendían hacia las nubes por el serpenteante camino, no tardaron en dejar
de ver el pueblucho de mala muerte.
Con cada respiración entrecortada, a Rua le dolían más y más los dientes.
Un viento cortante soplaba en el terreno desprotegido. Las esquirlas de
hielo se incrustaban en la capucha de su capa a la vez que bocanadas de
vaho empañaban el gélido paisaje.
—Ya pueden recibirnos con un buen festín —refunfuñó Talhan,
agarrándose bien a la pared de hielo mientras se dirigían exhaustos a la
fragua de las brujas.
—Y con vino caliente —agregó Bri, que contraía el rostro por el frío.
El halcón de Thador, Ehiris, planeaba por los cielos grises y encapotados
y daba vueltas mucho más adelante.
—Ya casi estamos —les anunció Thador, que encabezaba la marcha.
—En Raevenport abundan los ladrones —comentó Talhan, fijándose en
que los montículos de nieve de su derecha daban paso a una pendiente
pronunciada y un bosque mucho más abajo.
—¿Y? —dijo Bri entre dientes.
—¿Seguro que seguirán ahí los trineos cuando volvamos? —Talhan se
ciñó más la capa; la nieve había teñido de blanco su prenda gris oscuro. En
una hora estarían desprovistos de todo color de lo expuestos que se
encontraban en la ladera del precipicio.
—No robarán a su rey —dijo Renwick desde el frente con dificultad. A
Rua le sorprendió que le quedase aliento para hablar.
Ella permanecía callada y ahorraba fuerzas mientras ponía un pie delante
del otro. El bosque de más abajo parecía un cuadro de pinos diminutos que
se extendían por el sinuoso horizonte. Un río helado de aguas turquesas
surcaba el bosque; tal era su vastedad que se veía incluso desde una altura
vertiginosa. Se hallaban en las nubes, tan arriba que la neblina los envolvía
con cada racha de viento. Rua miraba abajo para que las ráfagas heladas no
le hiciesen daño en los ojos.
El viento soplaba en oleadas repentinas, por lo que no podían preverlo ni
plantarle cara. Cada paso era un suplicio. Rua, inclinada en exceso hacia
delante, aprovechaba cuando amainaba para avanzar dando traspiés, solo
para que la hiciese retroceder con fuerza.
—Alto —gritó Thador.
Rua entornó los ojos, lagrimeando a causa del viento helado, mientras se
preparaba para la ráfaga de nieve.
Una figura ataviada con una capa azul cerúleo se hallaba ante ellos. Era
casi tan alto como Thador y la nieve le salpicaba la barba. Fulminó a
Renwick con la mirada y, tras realizar un gesto con la mano, se desvió del
camino y dobló la esquina.
Lo siguieron por la pendiente en forma de U que había tallada en el hielo,
cuya forma se desdibujaba con la ventisca. De no haber sido por el hombre
de la capa que se les apareció, no habrían visto el sendero. Quizá las brujas
azules vieron su convoy abandonado en mitad de la tormenta y enviaron al
hombre a buscarlos.
Tras cruzar la linde del bosque, vieron un fuerte. Estaba hecho de hierro y
hielo y enclavado en la ladera de la montaña. Sus enormes portones abiertos
se asemejaban a los del templo de Hunasht, pero, por lo demás, no se
parecía en nada al intrincado edificio. El viento amainó conforme
atravesaban el camino que conducía al muro de piedra maciza sin ventanas.
Solo había una puerta tallada en la roca. Unos símbolos mhénbicos
protegían la entrada.
Una sensación de peligro inminente se apoderó de Rua mientras entraban
en fila por la estrecha puerta. Ehiris, posada en un árbol cercano, chilló para
avisar a su dueño de que lo protegería mientras estuviese en la fortaleza.
Se adentraron en un vestíbulo oscuro y cavernoso iluminado únicamente
por dos antorchas fijadas en la pared. Tras la estancia labrada con
tosquedad, había una puerta de madera con más hechizos protectores
pintados en mhénbico.
Rua tenía las delicadas puntas de las orejas y las mejillas rojas. Le
hormigueaban los labios cortados y la punta de la nariz. Ahora que habían
dejado el impetuoso viento atrás y se notaban las consecuencias de la
caminata, estuvo segura de que se habían teñido del mismo rojo chillón.
El hombre se quitó la capucha, los miró con sus ojos azules y brillantes y
esperó a que hablasen.
—Necesitamos hablar con tu líder —anunció Renwick.
Por lo visto, no era lo que había que decir.
Ceñudo, el brujo bramó:
—No deberías haber venido, Matabrujas.
Renwick guardó silencio. Se le endureció la mirada, pero no parecía
sorprendido.
—No estamos de parte de la corte Norte —intervino Bri tras pasar al
frente—. Somos emisarios de la corte de la Alta Montaña y necesitamos
hablar con las brujas por la seguridad de todos.
El brujo soltó una carcajada áspera y burlona.
—¿Sabéis qué pone aquí? —Señaló la inscripción en mhénbico de la
puerta.
—Pone que solo las brujas pueden entrar —dijo Rua en mhénbico, lo que
hizo que el brujo reparase en ella.
—Exacto. —Asintió con la cabeza y observó la Hoja Inmortal.
Los demás fae los miraron con recelo, sin entender qué decían.
—¿Puedo entrar? —Rua frunció los labios.
El brujo la miró perplejo, a todas luces desconcertado por su dominio del
mhénbico. Se rascó la barba y masculló:
—Tú eres fae.
—Soy una fae con magia de bruja y un talismán forjado por ellas. —Rua
echó un vistazo a la puerta—. ¿Crees que vuestras defensas me
considerarán amiga o enemiga?
—¿Qué dicen? —le gruñó Talhan a su hermana. Bri lo miró por toda
respuesta.
—Prueba —le dijo el brujo, inclinándose ligeramente y señalando la
puerta cerrada.
Rua se volvió hacia los fae y declaró en ífico:
—Voy a hablar con las brujas. Ahora vuelvo.
Todos expresaron su descontento al mismo tiempo y competían por ver
quién hablaba más alto. No les hacía gracia que entrase en el fuerte de las
brujas sin ellos, pero era necesario. Tenía el presentimiento de que las
brujas no le harían daño.
—Me irá bien —le aseguró a Bri—. Necesitamos el libro.
—Ya encontraremos otra manera de conseguirlo —masculló Bri.
Rua miró a Renwick.
—Ha sido un viaje muy largo. Dejadme intentarlo al menos.
El rey crispó la mandíbula, pero asintió a regañadientes.
—Vale, nos quedaremos aquí mientras se nos hiela el culo. —Thador hizo
pucheros y se sentó en un saliente rocoso.
—¿Nos traes un vinito? —le preguntó Talhan al brujo con una sonrisa
esperanzada. Este entornó los ojos en respuesta. Los fae no eran bien
recibidos allí.
Rua no miró atrás cuando probó a abrir la puerta con su magia de bruja
roja. La fuerza invisible de su poder la abrió.
—Madre Luna —maldijo el brujo en mhénbico.
Rua esbozó una sonrisilla mientras cruzaba el umbral. Los rubíes de la
empuñadura de la Hoja Inmortal refulgieron en respuesta a las defensas
mhénbicas que atravesaba la princesa.
—Caray —exclamó Bri mientras la veía enfilar el pasillo con el brillo
carmesí de su espada alumbrando el camino en tinieblas.
—¡A ver si puedes traernos un vinito, Ru! —le gritó Talhan. La voz del
Águila retumbó a su alrededor según se internaba en la montaña. La puerta
se cerró a su espalda y se quedó sola en una oscuridad iluminada por
destellos rojos.
Una fina línea de luz naranja apareció ante Rua, que, con esfuerzo,
distinguió el contorno de una puerta. Sus pisadas y sus respiraciones
silenciosas resonaban en la penumbra. La oscuridad se cernió aún más sobre
ella cuando los rubíes de su espada se apagaron.
—No —le reprochó a la Hoja Inmortal. Agarró la empuñadura como si su
mano fuese a hacer que el brillo regresase, pero la espada no reaccionó. Se
tambaleó al centrarse en la delgada línea de luz. Se preguntó si ese corredor
principal daría a otros con telarañas, pero no vio nada.
Lo veía todo tan negro que cada vez temía más no hallarse sola. Se tragó
el nudo que le constreñía la garganta y siguió avanzando hacia la entrada.
La sensación de que la observaban a escondidas la hizo temblar. Cuando al
fin llegó a la lejana puerta, se le contrajo el estómago. La alivió comprobar
que se abría, y se adentró en la luz.
El calor de las chimeneas no impidió que le diesen escalofríos al entrar en
el gran salón. Las brujas se agolpaban a cada lado de la estancia para que
Rua la atravesase por el estrecho pasillo que le habían hecho en medio. Se
oían cuchicheos en la inmensa fragua de piedra. Las paredes desnudas y el
techo puntiagudo carecían de decoración y esplendor.
En el otro extremo de la habitación, cinco brujas se sentaban a una
enorme mesa de roble. A diferencia de tantas allí presentes, los dos hombres
y las tres mujeres no tenían ni un rasguño.
—¿Habéis venido a por nuestro libro de hechizos, princesa? —preguntó
la bruja del medio, una mujer corpulenta con el cabello azabache.
—Así es. —Rua la observó con cuidado mientras avanzaba un poco más
con todas las miradas puestas en ella.
—¿Osáis traer al Matabrujas a nuestro santuario y pedirnos que os
entreguemos nuestro libro sagrado? —gruñó una bruja sentada a la otra
punta de la mesa.
Detrás de Rua se oyeron unos cuantos murmullos broncos en señal de
aprobación.
—Onyx —la reprendió la del centro.
Rua estudió a Onyx, la bruja del extremo derecho. Parecía tan joven
como ella pese a sus cabellos plateados. Ojos marrones, mirada penetrante y
labios finos y fruncidos. El titileo de las antorchas que había en lo alto de
las paredes le endurecía aún más las facciones.
—¿Por qué deberíamos confiar en vos? —inquirió Onyx.
Tras fijarse en la Hoja Inmortal, un brujo dijo:
—Porta la espada antigua que forjaron las brujas rojas. Es Mhenissa.
«Mhenissa», susurró la multitud sin cesar.
Rua miró al hombre enjuto con desconfianza mientras se preguntaba
cuánto habrían visto de su vida las brujas.
—Baba Airu me ha enviado a por el libro —dijo Rua con la esperanza de
que mencionar a la suma sacerdotisa la ayudase a ganarse el favor de las
brujas. Sin embargo, se pusieron serias.
—Trabaja para el Matabrujas —gruñó Onyx.
El otro macho cruzó los brazos por encima de su pecho robusto.
—No todos estamos tan ansiosos de obedecer a otro rey Vostemur como
Baba.
—¿No puede verlo la suma sacerdotisa? Tendrá sus motivos para actuar
así —se quejó Rua.
El brujo huraño se apoyó en la mesa y la miró con sus ojos enmarcados
por cejas pobladas.
—No pretendáis instruirme en el don de la clarividencia —masculló—.
Puede que Baba vea un futuro por el que valga la pena luchar, pero eso no
significa que vaya a ocurrir. Como tampoco significa que sea el futuro que
veamos los demás. Quizá desaparezcamos, como las brujas violetas.
Rua miró con recelo la fila de brujas. Se preguntó qué futuro verían. ¿De
verdad habrían vaticinado el fin del aquelarre de las brujas azules? ¿De
verdad se extinguirían como las brujas violetas del Este? ¿En qué se
diferenciaría su visión de la de Baba?
—No os pido que obedezcáis a Renwick —replicó Rua. Se oyeron varios
rugidos de descontento al oír el nombre de pila del rey del Norte.
—Fue la princesa la que exigió que nos liberasen —adujo la bruja de
cabello azabache—. Si ya no llevamos collares es gracias a ella.
La multitud se movió a su espalda.
—No voy a llevarme el mérito de que seáis libres. Estoy segura de que
habríais reclamado vuestra libertad de todos modos —repuso Rua, que vio
cómo las brujas concordaban con ella a regañadientes. Deseó que esas
miradas indicaran que se estaban volviendo las tornas de la conversación—.
Entiendo que queráis desvincularos del rey del Norte. —Resopló con la
esperanza de convencerlas—. Yo también estoy deseando romper la
maldición para librarme de él.
—Lo dudo mucho —dijo Onyx con una sonrisa. La quisquillosa bruja de
cabellos plateados estaba empeñada en desacreditarla.
—¡Queremos romper la maldición por tus hermanas! —bramó Rua,
exasperada—. ¿Qué has hecho tú por ellas?
Se preparó para una réplica feroz, pero, en su lugar, se encontró con cinco
pares de ojos que se miraban como si ya hubieran mantenido aquella
conversación.
—Es como si estuvieran muertas —murmuró Onyx, cabizbaja.
La melancolía inundó la estancia cuando Rua rompió el silencio para
decir:
—De estar en su lugar, ¿querrías que te abandonaran a tu suerte?
—Casi estuve en su lugar. —Onyx miró a Rua, que vio los espeluznantes
recuerdos que se arremolinaban en su mirada.
Conocía muy bien la sensación: el temor de estar a punto de morir y el
miedo de sucumbir a un destino más atroz que la propia muerte. Estaba
convencida de que también Onyx tenía pesadillas todas las noches. Estaban
todas traumatizadas. El peso de su angustia cargó tanto el ambiente que Rua
sintió que la aplastaba. Era la menos atormentada de todas, pero le daba la
impresión de estar más destrozada aún que esas brujas afligidas.
—Onyx, esto no va de Nave —susurró la bruja rubia y rechoncha de su
lado.
—Ah, ¿no? —espetó Onyx mientras a Rua se le subía el corazón a la
garganta—. ¿Le decimos quién asesinó a mi hermana y por qué debía
morir?
—Ya basta. —La bruja levantó la mano para hacer callar a Onyx y
fulminó a Rua con la mirada—. Sois los fae quienes deberíais romper la
maldición. —Los murmullos de aprobación resonaron a su alrededor—. Es
problema del Matabrujas, no nuestro. Solo hace unas semanas que somos
libres. —Sus brillantes ojos azules iluminaron con su fulgor la sala en
penumbra—. El fantasma de nuestros collares aún nos asfixia.
Rua movió los hombros para deshacerse de la tensión, cada vez mayor.
—¿No nos vais a dejar ni intentarlo?
—No es nuestra lucha —contestó la bruja del medio.
—¡No os estoy pidiendo que luchéis! —Rua se moría de ganas de
empuñar la Hoja Inmortal, pero esa batalla no la ganaría con su espada.
Trató de suavizar el tono y añadió—: No necesito el libro entero, solo el
hechizo en cuestión. Buscádmelo y os dejaré en paz.
—El libro no está aquí —anunció la bruja del centro mientras se
levantaba de su asiento. Las demás miembros del aquelarre se volvieron
hacia ella al instante.
Rua se quedó boquiabierta.
—¿Cómo que no está aquí?
—El Norte no es un lugar seguro, princesa. Es tan probable que se
presente en nuestra morada Balorn como vos. Ahora que posee el Cristal de
las Brujas, podría hacer cosas horribles con el libro.
—¿Y el libro? —Rua apretó los puños mientras pensaba en cómo iba a
darles la noticia a los compañeros que se estaban helando fuera.
—Se les entregó a las brujas de la Alta Montaña para que lo pusieran a
buen recaudo. Ahora se halla en el templo de Yexshire.
A Rua se le cayó el alma a los pies pese a que tensaba los músculos de
rabia.
—Parecéis decepcionada, princesa. ¿No os complace que el libro de
hechizos esté con las brujas que os criaron? —La voz de Onyx destilaba
sarcasmo. Daba la sensación de que la joven bruja azul la conocía más de lo
que le gustaría—. Podríais hablar con vuestra hermana mediante el fuego
feérico y pedirle ayuda. Pero no lo haréis, ¿a que no? Tenéis que hacerlo
todo sola.
La bruja rubia que se sentaba junto a Onyx le estrujó el brazo.
—Ya vale.
Onyx ignoró la orden y se zafó de su agarre. Sus palabras fueron más
hirientes que la hoja de una espada:
—Pobre princesita fae que habla como las brujas.
La Hoja Inmortal no pudo proteger a Rua del punzante dolor que le
atravesó el pecho. Todo lo que decía la odiosa bruja era cierto.
—Id a Yexshire —le ordenó la bruja del medio en un intento porque no se
desviase de la conversación.
Le pitaban los oídos. Con cada segundo que pasaba, la necesidad de
desenvainar la hoja de su costado era cada vez más acuciante. La rabia
bullía en su pecho. No quería ir a Yexshire.
—Gracias por decirme dónde está, al menos —dijo Rua con los dientes
apretados. Se giró y, sin despedirse, volvió a recorrer el espacio que le
habían dejado las brujas.
—Buen viaje, princesa —le deseó Onyx en tono cantarín.
Rua aferró la empuñadura de la Hoja Inmortal y, tras respirar hondo para
serenarse, empujó las macizas puertas de madera. Se mentalizó para darles
la mala noticia a los demás: otro fracaso en su larga lista de meteduras de
pata.
No notaba el pellizco del viento helado que le azotaba las mejillas. Una
tempestad mucho mayor se gestaba en su interior. No podía ir al templo de
Yexshire. No quería volver a ver a las brujas rojas. Le vino a la mente la
impasibilidad con la que Baba Morganna contemplaba la masacre. Baba
Airu había sido igual. ¿Acaso todas las sumas sacerdotisas sonreían a la
muerte? A Rua aún le temblaba el cuerpo y se le erizaba el vello de la nuca
al recordar lo cerca que había estado de morir decapitada.
Baba Morganna no movió ni un dedo para salvarla durante la batalla de
Drunehan. Pero no eran sus espantosos recuerdos los que hacían que
temiese volver a Yexshire. Temía que las brujas rojas viesen que el dolor y
el terror seguían carcomiéndola por dentro. Siempre había sido una
decepción para las brujas. No se había esforzado lo suficiente para salir del
pozo. Las brujas lo consideraban un defecto, como si una férrea
determinación pudiese espantar el dolor. Pero, cuanto más se empeñaba en
negarlo, más se agrandaba el agujero de su alma. Cada mañana, al despertar,
vacilaba ante el abismo y se preguntaba si sería ese el día en el que al fin se
sumiría en la oscuridad.
El viento helado ahogó la voz de Renwick:
—No os desviéis.
La luz cegadora deslumbró a Rua, quien entornó los ojos y siguió
caminando con pesar por la nieve, que le llegaba por los tobillos. Los
Águila se arrastraban sumidos en un silencio absoluto. La nieve se pegaba a
sus ropas y sus rostros abatidos. El ánimo del convoy se había enfriado más
que los peñascos helados que los rodeaban. El viaje había sido en vano.
—El borde está justo ahí —la apremió Renwick mientras señalaba el
montículo de nieve que se alzaba más adelante—. Lo demás es nieve en
polvo y hielo. Está más cerca de lo que parece.
—Voy bien —rezongó Rua, a quien el aire gélido le adormecía los
dientes.
Renwick fue hasta ella dando pisotones y maldiciendo. Cuando se plantó
ante ella, gruñó en voz baja:
—Dejad de desviaros hacia el borde del precipicio.
—¿Ahora vais a enseñarme a caminar? —Lo miró ceñuda y lo esquivó de
tal modo que se acercó más al borde. Aun así, a Renwick no le costó nada
volver a plantarse ante ella.
Podría haberla colocado en la fila, pero no lo hizo. Se quedó ahí,
mirándola ceñudo, y le dijo con voz grave y áspera:
—Sé que estáis enfadada por lo del libro, pero ya lo resolveremos luego.
Os lo pido por favor: si no queréis que me dé un infarto, dejad de desviaros
del camino.
Rua lo miró con los ojos entornados:
—Tú no me mandas, Matabrujas.
Renwick, con el rostro tenso, se dispuso a decir algo cuando un chasquido
tremendo resonó en plena ventisca.
Antes de que Rua se diese cuenta de lo que ocurría, el suelo se hundió
bajo sus pies. Los ojos desorbitados y temerosos del rey fueron lo último
que vio antes de caer en picado. El estrépito del alud y el chirrido del hielo
al agrietarse era ensordecedor. Bri gritó su nombre mientras la avalancha la
arrastraba con violencia.
Cada vez que creía que se había acabado, la masa de nieve chocaba con
ella y la empujaba más abajo. Se precipitaba como si girase dentro de un
barril, patas arriba contra la nieve ardiente y tosca. Se partieron unas ramas.
El polvo que la cubría ahora olía a agujas de pino machacadas. Recordó que
había un bosque pasados los riscos helados. Como el derrumbamiento de
nieve la estampase contra un árbol, moriría. Usó su magia roja a diestro y
siniestro para que la masa de nieve no arrasase con ella. Empujó más y más
y, no sin esfuerzo, se rodeó de un halo de aire rojo para protegerse, pero no
conseguía memorizar la imagen, pues le daba vueltas todo. Con la espada
lastrándola, el alud se la tragó.
El rugido de sus oídos disminuyó y fue sustituido por un repentino y
agudo silencio. No estaba segura de si seguía en movimiento. Solo veía
blanco. No tenía claro dónde era arriba, pues la habían lanzado como a una
muñeca de trapo. La nieve la había adormecido tanto que ignoraba si estaba
herida. No tenía ni idea de si aún le funcionaban las extremidades. Estaba
enterrada en la nieve, pero aún veía, por lo que supo que estaba cerca de la
superficie. Jadeó y una gotita de sangre le resbaló de la nariz. Eso debía de
ser abajo. Desorientada, alzó una mano hacia los resquicios de luz y, al
impulsarse, la nieve se deslizó por su ropa y la escarcha se derritió y goteó
sobre su piel en carne viva.
Resolló al asomarse a la superficie. Iluminada por el sol, analizó el
derrumbamiento. Estaba en el bosque. Mientras contemplaba asombrada los
árboles que se alzaban sobre ella, un halcón chilló. Ehiris daba vueltas por
encima de ellos. Rua le hizo señas al ave como si fuera a volar hasta Thador
y avisarlo de que seguía viva. Echó un vistazo a la cornisa de los altos
acantilados helados, pero a duras penas distinguía los puntitos negros del
sendero de lo lejos que la había arrastrado la avalancha.
Gritó a los tres puntos del horizonte, pero el viento ahogó su voz.
Seguramente no la verían. Toda la capa de hielo se había partido en dos. El
camino a Raevenport estaba obstruido. Las brujas azules tendrían que
buscar otro modo de salir de la fragua.
Se puso en pie como buenamente pudo y volvió a mirar a los tres puntos
con los ojos entornados. Solo había tres.
Mierda.
Renwick había caído con ella.
Con el alma en vilo, observó como loca su entorno. Palos, agujas de pino
y piedras salpicaban la nieve embarrada, pero eso era todo. El corazón le
iba a mil.
No, no, no.
Estaba paralizada. No sabía hacia dónde correr. Caminaba en un zigzag
frenético, presa de un pánico cada vez mayor, en busca de su capa azul
oscuro y su cabello rubio ceniza. Le vinieron a la mente imágenes horribles:
Renwick empalado en la rama de un pino o con el cuello roto por la fuerza
del alud. Le subió la bilis a la garganta. Le temblaban las manos.
Ehiris volvió a chillar y se posó en una rama baja. Exasperado, el halcón
batió las alas, lo que llamó la atención de Rua. Intentaba decirle algo.
Corrió hasta el enorme tronco del pino y lo vio: un triángulo de lana azul
asomaba por entre la nieve. Con una opresión en el pecho y respirando con
dificultad, se arrodilló.
Clavó las uñas en la nieve y hurgó con más rabia que una suraash.
Desenterró más trozo de la capa y, a continuación, una mano de un azul
mortecino. Maldijo de nuevo y escarbó con las yemas de sus dedos, en
carne viva. Apartaba la nieve con una fiereza tal que un gruñido reverberó
en su pecho. Cuando dio con su hombro, tiró del cuerpo blando de
Renwick.
Se puso de pie. Lo agarró por las axilas, se acuclilló y, haciendo fuerza
con los muslos, lo sacó de la nieve. La nieve revuelta cedió y ambos
cayeron de espaldas.
Tocó su rostro lívido y apagado con un escozor en los ojos por culpa de
las lágrimas. Dioses, lo había matado.
Capítulo Trece
R
ua se convulsionaba sin control y sus extremidades ya no la
obedecían. El ave que los sobrevolaba volvió a hender el aire helado
con un chillido, lo que hizo que la joven diera un respingo.
Renwick ahogó un grito y abrió los ojos de sopetón. El gorjeo lo espabiló
de golpe.
—Joder, gracias a los dioses —exclamó Rua con voz trémula. Sin dejar
de temblar, palpó el cuerpo de Renwick, que la miró a los ojos con sus
verdes esmeraldas—. ¿Estás herido?
—No lo sé —musitó mientras el pecho le subía y le bajaba a causa de sus
anhelantes resuellos. Congelado como estaba, le tocó la cara a la princesa y
le acarició la mejilla con el pulgar.
—Tenemos que ponernos a cubierto y entrar en calor ya —le espetó ella
con el corazón desbocado mientras rehuía su contacto—. Si queremos vivir
para regresar con los demás, tenemos que poner a secar nuestras prendas.
A Rua le castañeteaban los dientes mientras los puñados de nieve que se
le habían metido en la ropa se derretían. Su túnica estaba tan empapada
como si hubiera saltado al mar. Renwick estaría igual.
—Abajo —dijo Renwick con voz temblorosa. Los labios se le habían
puesto azules y le tiritaban—. Hay cuevas junto al río. Los ladrones y los
bandidos las usan. Si damos con alguno de sus escondrijos, habrá
provisiones.
—¿Puedes levantarte? —inquirió Rua, gruñendo al ponerse de pie de lo
que le dolían las piernas. Le tendió la mano. Renwick la aceptó, pero le
resultaba imposible doblar los dedos de lo congelados que los tenía. Así
pues, Rua se agachó, lo agarró por el cuello de la túnica y lo ayudó a
ponerse de rodillas y de pie. Notó pinchazos y punzadas en las manos del
esfuerzo que le supuso juntar el pulgar con las yemas de los dedos. Debían
entrar en calor cuanto antes.
Renwick miró a Ehiris y le gritó:
—¡Ven!
El ave se posó en su brazo extendido y clavó las garras en su capa de
lana. Renwick destapó el botecito que llevaba el pájaro atado a la pata y
sacó un papelito y una mina del tamaño de una aguja. Con manos torpes y
temblorosas, se llevó la mina a los labios. La sujetó con los dientes mientras
garabateaba algo en el pergamino. Volvió a guardarlo como pudo en el tubo,
lo tapó y, al fin, alzó el brazo. Ehiris emprendió el vuelo y ascendió hacia el
cielo gris.
—¿Qué has escrito? —le preguntó Rua mientras veía al halcón
desaparecer entre las nubes bajas.
—Que hemos sobrevivido y vamos a buscar refugio —contestó Renwick,
abrazándose con fuerza y metiendo los dedos engarrotados bajo las axilas
—. Y que mañana nos reuniremos con ellos en la aldea.
—¿Mañana?
—Nos hemos desviado mucho del camino. La travesía por el bosque será
el doble de larga. Tenemos que guarecernos y sobrevivir a esta noche —dijo
abatido mientras observaba el cielo, cada vez más oscuro. Habían tardado
casi todo un día en ir a Raevenport. Se avecinaba una noche invernal—. Si
quieres viajar de noche con la ropa helada, adelante. Recogeré tu cadáver
por la mañana.
Se volvió para descender la montaña sin esperar a ver qué hacía ella. Rua
se merecía su furia después de lo que había hecho. Era un milagro que
siguieran vivos, ya no digamos que pudiesen andar.
La nieve se derretía en las botas húmedas de la joven, que atravesaba el
bosque con fatiga. Debía esforzarse para mantenerse erguida en un terreno
escabroso mientras la asaltaban punzadas de dolor que alternaban con un
entumecimiento agradable. Deseaba que la ardua caminata la hiciese entrar
en calor. Se le escapó un quejido sin querer. Se moría de ganas de abrigarse.
Renwick se detuvo más adelante, como si esperase oír que lo seguía.
Cuando Rua estuvo a punto de alcanzarlo, el rey reemprendió la marcha.
Sus alientos vaporosos flotaban como niebla en el ocaso grisáceo.
El río helado color turquesa discurría por el valle y, más al fondo, se
hallaba la boca de una cueva que se estrechaba. Rua luchó contra el letargo
y se esforzó por centrarse unos minutos más. Hizo acopio de todas sus
fuerzas para mantenerse alerta y no sucumbir al frío.
Dormir. Era lo único que su agotado cerebro deseaba.
Con los ojos entornados, buscó huellas en la nieve en polvo, pero no vio
ninguna. La cueva estaba desierta.
Pisó el hielo con cuidado y se deslizó detrás de Renwick. Se oyó un
chasquido y atravesó el hielo con la bota. Contuvo el aliento mientras
sacaba el zapato, que se llenó de agua helada. Sin embargo, tenía los pies
tan mojados por la nieve derretida que no le dolió. La punta de su bota
había perforado el hielo y no podía sacarla sin más, pues había perdido el
control de su pie congelado.
Se disponía a agrandar el agujero cuando Renwick le gritó:
—¡No! —Se acercó a ella—. Desestabilizarás la superficie. —Se encorvó
y la agarró de la pantorrilla. Le dobló el tobillo y sacó su bota del agujero
que había hecho Rua—. No pienso lanzarme al agua helada a rescatarte.
Qué final más ideal: sobrevivir a un alud para ahogarse en un río helado.
Mientras se dirigía a la cueva renqueando por la nieve medio derretida, la
necesidad de calentarse junto al fuego fue cada vez más acuciante. Como no
se quitase la bota empapada, amanecería sin dedos.
Era evidente que alguien había vivido en la cueva, pues había mantas y
sacos de dormir polvorientos esparcidos por el suelo. Unas piedras
carbonizadas formaban un círculo hacia el fondo de la cueva, donde las
grietas de la roca permitían ver el cielo. Era el rincón ideal para hacer
fuego: el aire se llevaría el humo. Había restos de huesos de pollo y tallos
de hierbas comestibles diseminados por el campamento olvidado. Habían
metido a rastras un tronco enorme y ya lo habían desprovisto de algunas de
las ramas más pequeñas. No habría comida, pero al menos no tendrían que
salir a por leña seca. Rua dio gracias a la luna de que hubiera ladrones y
bandidos.
Se agarró de la rama y la separó del tronco con la bota. Volvió a partirla
sirviéndose de la rodilla y tiró los palos a donde encenderían la lumbre.
Repitió el mismo movimiento una y otra vez mientras Renwick, con manos
temblorosas, intentaba encender la yesca de pino con un pedernal. Al ver la
primera chispa, Rua soltó el aire que llevaba largo rato conteniendo. Puede
que al final sobrevivieran a su última metedura de pata y todo.
Ahora que no los azotaba el viento helado, se convulsionó de dolor.
Reponerse del frío no sería agradable. De haber sido bruja, no creía que
hubiera sobrevivido a la caída. Era la primera vez que estaba agradecida de
ser fae (aunque con reticencias). Seguramente fue lo que le salvó la vida.
Cuando hubo agregado bastantes leños al fuego, se despojó de sus botas
húmedas. Se disponía a desabrocharse la capa cuando miró a Renwick y le
dijo:
—Quítate la ropa.
La insistencia con la que se lo pidió lo hizo sonreír. Rua se quitó la túnica
por la cabeza.
—No creí que fuera a oírte decir eso nunca. —Sonrió de oreja a oreja
mientras colgaba su capa en una roca que sobresalía.
—Por cómo me estás vacilando ahora mismo, está claro que tienes menos
frío que yo —gruñó Rua, que trabó los pulgares en sus pantalones.
Renwick miró por encima su cuerpo medio desnudo; sus ojos rezumaban
lujuria pese a estar temblando. Agarró una manta del suelo, la sacudió y le
tapó los hombros con ella.
Señaló el fuego con la cabeza.—Ve a calentarte.
La manta deshilachada hizo que su piel en carne viva se resintiese.
—Quítate la ropa y ven a calentarte conmigo o morirás. Ya —ordenó ella.
No iba a permitir que ambos pereciesen por la falsa modestia del rey. Sus
labios seguían amoratados. Aún le temblaban las manos, aunque se lo veía
más diestro. A ese paso, moriría de frío antes del anochecer.
Renwick se rio entre dientes y, conforme, asintió a la vez que Rua se
tumbaba en el fino saco junto al fuego. El calor de las llamas le frotó la piel;
era como si la pinchasen con un millón de agujas diminutas. Le
castañeteaban los dientes. Cerró los ojos mientras se le calentaba el rostro.
Se rindió al cansancio. Sus extremidades respiraron aliviadas tras
convulsionar presas del pánico.
Medio dormida, notó que un cuerpo frío se pegaba a su espalda y los
tapaba a ambos con otra manta. Renwick le pasó su fornido brazo por la
cintura y la acercó a él. Enterró la nariz y los labios en sus cabellos.
Adormilado, respiró hondo. Rua sintió que se desinflaba como ella hacía un
instante y que su calor lo reavivaba. Su mente vagaba muy lejos como para
detenerse a analizar qué significaba aquello. Toda su energía estaba
enfocada en calentarse y seguir con vida.
—Perdón por haber estado a punto de matarte —le susurró a la oscuridad.
Por un segundo no estuvo segura de si las palabras habían salido de sus
labios o solo las había pensado.
El cálido aliento del rey le hizo cosquillas en la nuca cuando dijo:
—¿Por qué me da la sensación de que no será la última vez que me pidas
perdón por eso?
La princesa se refugió en el calor que irradiaba su cuerpo y, al fin, se dejó
arrastrar por un sueño profundo.
E
n la mesa de Rua había una pila de regalos abiertos. Miró el montón de
folios en blanco que se hallaba ante ella mientras la tinta de la pluma
le manchaba la punta de los dedos. El sol matutino aún no se había llevado
el frío del aire glacial. Notaba una presión invisible en la cabeza y todavía
tenía la piel en carne viva a causa del frío abrasador. Le dolían músculos
que no sabía que tenía. Aunque había un fuego encendido, exhalaba nubes
de vaho al aire helado. Se tapó más el cuello con el manto de piel que le
cubría los hombros.
—¿En serio tengo que escribir una nota de agradecimiento a cada
persona? —gruñó Rua.
—Sí —contestaron a la vez Bri y Talhan a su espalda.
Bri se sentaba en la butaca que había junto a su escritorio, de espaldas a la
pared, mientras Talhan estaba tirado en la cama con aire relajado. Ella se
entretenía afilando su espada y él comía una especie de carne deshidratada
que llevaba en el bolsillo, como si las raciones del campamento de guerra
fueran el único alimento a su alcance. Rua volvió a mirar el papel en
blanco. Aún le faltaban decenas de cartas por escribir.
—Me entregaron esos obsequios de buen grado —dijo mientras se miraba
ceñuda los dedos manchados de tinta.
—Y de buen grado se los vas a agradecer —repuso Bri, cuya piedra
chirriaba al pasarla por el filo de su espada.
Rua maldijo a los dioses. Los Águila llevaban atosigándola desde que
estuvo a punto de morir en los riscos helados. No la dejaban ni a sol ni a
sombra, como si otro alud fuese a barrer su tienda en cualquier momento.
—La vida de los miembros de la realeza no es todo tarta y fiestas, ¿eh? —
Talhan sonrió con suficiencia y el carrillo derecho lleno de comida.
—No deberíamos dar ninguna fiesta —le espetó Rua—. No es a lo que
hemos venido.
—Estoy de acuerdo —convino Bri estirando el cuello—. Deberíamos ir a
Yexshire, encontrar el libro de hechizos y marcharnos de una maldita vez
del Norte. —La guerrera volvió a mirar a Rua—. Acaba ya con las dichosas
cartas, que hay que entrenar.
Rua suspiró y sujetó más fuerte la pluma. Echó otro vistazo a la montaña
de regalos: joyas, ropa y pieles y sedas exquisitas. Era asombroso lo ricos
que eran en el Norte. Pero también había presentes más modestos: notitas y
dibujos hechos a mano. Había un cesto con hierbas secas y pócimas cortesía
de las brujas marrones del campamento. Una bruja verde que trabajaba en el
comedor la había obsequiado con una bandeja de magdalenas sazonadas.
Los mellizos Águila se habían zampado ya la mitad.
A Rua le temblaron un poco los dedos cuando volvió a mirar las dos
palabras que había escrito en la carta: «Querido Renwick».
Había logrado redactar diez notas. Aún le faltaban el doble, pero esta se le
resistía. Escribió la primera palabra, pero se detuvo y la tachó.
—¿No puedo dar las gracias y firmar y ya está? —preguntó Rua con tono
quejumbroso. Arrugó la carta y la tiró al suelo. ¿Qué iba a decirle?
¿«Perdón por haber estado a punto de matarte»? Eso ya se lo había dicho.
—No, no, no —dijo Talhan chasqueando la lengua—. Como mínimo
tienes que darles las gracias por el regalo en cuestión y decirles que aprecias
mucho el detalle o que te sientes honrada de conocer más en profundidad la
corte Norte o algo así…
Rua lo miró con los ojos entornados.—¿Me la escribes tú?
—De eso nada —repuso él con una sonrisa de oreja a oreja—. Ya he
escrito muchas de ese estilo a lo largo de los años. Si perteneciera a la
realeza, exigiría que no me regalasen nada para ahorrarme el mal trago.
—¿Cómo se aprenden estas cosas? —murmuró Rua mientras arrugaba el
papel. ¿Era eso lo que les enseñaban a los fae? ¿No solo a manejar la
espada, sino también a redactar buenas notas de agradecimiento?
—Crecimos en Wynreach junto con los otros fae de alta alcurnia de la
corte Este —dijo Bri.
—No parecéis fae del Este. —Rua reparó en su piel clara y cobriza y en
su cabello castaño rojizo. Sus ojos dorados también la turbaban. Eran más
blancos que los fae del Oeste y el Sur y tampoco se asemejaban a los de la
Alta Montaña. Pero eran más morenos que los del Este y el Norte. Rua no
los situaba para nada.
—No tenemos sangre del Este —aclaró Bri, como si Rua no necesitase
saber nada más.
—De todas formas, hoy en día las cortes están todas mezcladas —dijo
Talhan—. Carys es norteña de sangre, pero se crio en la corte Sur y ahora
vive en el Este. No significa nada.
Rua ladeó la mandíbula. Con los humanos ocurría lo mismo que con las
brujas: era imposible averiguar a qué aquelarre pertenecían solo con
mirarlas. El único modo de saberlo a ciencia cierta era por el brillo de su
magia. El color revelaba qué clase de brujas eran.
Rua se giró hacia el pergamino y volvió a escribir: «Querido Renwick».
Los Águila tenían secretos. Estaban en su derecho. Ni ella se inmiscuía en
su vida ni ellos le preguntaban ya por la suya. Eran su escolta y nada más.
Observó el lomo de la Encyclopedier dun’ Yexshire. Solo la había vuelto a
abrir en otra ocasión desde su cumpleaños. No había pasado del título.
Renwick le había escrito una nota en ífico debajo:
Rua, se me ha ocurrido que tal vez algún día te apetezca saber más de tu
familia y la corte de la Alta Montaña.
Feliz cumpleaños. Renwick.
La nota tenía algo que le hizo cerrar el libro y dejarlo sobre la mesa.
Algún día. ¿Por qué algún día? ¿Acaso creía que aún no estaba preparada
para leerlo?
Se fijó en las letras doradas escritas en yexshirio del lomo. Notó una
punzada de dolor en la boca del estómago. Había una palabra en yexshirio
para describir esa sensación: aviavere. Significaba “nostalgia de algo que
nunca existió”. Añoraba un mundo que no recordaba. No veía el castillo de
Yexshire ni oía la voz de su madre al cerrar los ojos.
No dominaba el yexshirio. Si se encontrase con su madre en el más allá,
no podría hablarle en su lengua materna. Incluso entonces serían
desconocidas. De vez en cuando, a las brujas rojas más ancianas de los
campamentos de brujas se les escapaba alguna palabra en yexshirio, pero
Rua distaba mucho de ser una buena conversadora. Sabía leerlo, pero hacía
siglos que no lo oía.
Aviavere. Echaba de menos un hogar que nunca existió. Sentía melancolía
por un lugar al que sabía que no regresaría jamás.
—¿Esperas que la pluma te escriba las notas por arte de magia o qué? —
la chinchó Talhan desde la cama.
—Tú calla y deja de mirarme —gruñó Rua. Se fijó en la Hoja Inmortal,
apoyada en la mesa, y añadió—: O te meto un tajo que te vas a enterar.
—Amenazadme e intimidadme todo lo que queráis, princesa. —Talhan
sonrió y señaló a Bri con el pulgar—. Me he criado con esa de ahí. Este es
mi pan de cada día.
—Calla, anda —masculló Bri.
—¿Ves? —dijo Talhan con una sonrisa radiante.
Rua se levantó, agarró la Hoja Inmortal y se la ciñó al amplio cinturón.
—Me voy a descansar un rato —anunció. Tomó la pila de notas acabadas
y agregó—: Voy a ver si encuentro a un escudero para que envíe las cartas y
volveré a terminar las que me faltan.
Bri y Talhan se pusieron en pie en un santiamén. Bri envainó su espada y
Talhan tomó su recia capa. Rua puso los ojos en blanco. Eran soldados de
tomo y lomo.
Ajustó el broche del manto de piel gris que le tapaba los hombros. Sus
ondas castañas ocultaban las delicadas orejas feéricas y las protegieron del
frío cuando se aventuró al exterior. Un manto de nieve fresca cubría los
senderos. Movía la gravilla con las botas, pero no la veía con tanta nieve. Se
preguntó qué hacían con la grava cuando los lagos helados se
descongelaban en verano. ¿Dejaban que se fuese al fondo del lago? ¿O la
retiraban cuando regresaban a Murreneir para usarla al año siguiente?
La logística de vivir tan al Norte confundía a Rua. Le gustaba el ritmo
ceremonial de las estaciones, aunque el invierno se le hacía pesado. El relax
invernal, encontrar ropa de abrigo y acurrucarse junto al fuego tenía su
encanto, pero el invierno requería parsimonia. Obligaba hasta a la persona
más atareada a detenerse y reflexionar sobre su vida. Rua solo quería
agachar la cabeza y seguir con la suya, pues sabía que como la levantase no
volvería a dar un paso al frente.
Dos guardias norteños la empujaron al pasar por su lado. Se dirigían
raudos y veloces al centro del campamento, a la tienda del rey. No corrían,
pero se movían con un apremio que impulsó a Rua a seguirlos. Se guardó
bien las cartas en el bolsillo de su chaqueta y se desvió para seguirlos. Bri y
Talhan le pisaban los talones. También habían presentido que algo andaba
mal.
Nadie impidió que Rua entrase en la tienda del monarca. Los dos vigías
apenas la miraron. Supuso que su estatus hacía que gozase de un permiso
permanente para visitar al rey.
Enfiló el pasillo de la tienda principal y giró en la última arcada a la
derecha. Dentro, una multitud encabezada por Renwick, Aneryn y Thador
se reunía alrededor de una mesa atestada de mapas y papeles.
Renwick alzó la vista sin moverse del sitio y señaló el mapa.
—Qué bien que hayas venido —dijo—. Íbamos a llamarte.
Otro puñado de guardias se agolpaba alrededor de la mesa detrás de ellos.
Ninguno se había molestado en descalzarse, así que Rua entró sin más con
la mano en el pomo de la Hoja Inmortal.
Observó el enrevesado mapa de la corte Norte y preguntó:
—¿Qué sucede?
—Han visto a Balorn en Vurstyn —contestó Berecraft desde su asiento
junto a la mesa. Señaló con sus dedos huesudos un pueblo entre Lyrei Basin
y la frontera con la corte Oeste.
—¿Cuán lejos está? —Incluso mientras hablaba, Rua notó que sus
músculos se preparaban para la contienda.
—A un día de camino —dijo Berecraft, trazando una curva hacia la aldea
de Vurstyn.
Thador, al lado de Renwick, movió los hombros, inquieto. Él también
estaba listo para entrar en combate.
—Es una trampa.
—Pues claro que es una trampa —saltó Renwick con tono severo.
—Lo veo —murmuró Aneryn, cuyos ojos enormes refulgieron como dos
zafiros al centrarse en el mapa. Daba la impresión de que atravesaba el
papel con la mirada—. Cree que las brujas azules que lo rodean impedirán
que lo veamos, pero hay muchísimos fae en Vurstyn. Y a ellos sí los veo.
—Estupendo —dijo Renwick—. ¿Cuántos son leales a Balorn?
—Hay quienes le son muy leales. —Se le crisparon los dedos como si
quisiese apresar el aire—. Los más allegados a él lo defenderán. Pero casi
todo el pueblo está aterrado. Huelo su miedo. Si planeases liberarlos de su
yugo, no se opondrían.
—Qué idea más espantosa —replicó Berecraft—. No podéis enfrentaros a
Balorn en mitad de un pueblo. Habrá demasiadas bajas.
—Balorn pretende atraparte entre la vía principal y las colinas que
conducen a Vurstyn —prosiguió Aneryn—. Cree que guiarás a tus tropas
por la hondonada que hay allí.
—¿Qué más ves, chica? —intervino un soldado. Rua le lanzó una mirada
asesina que hizo palidecer al taciturno fae. Quizá estuviera al tanto de lo
que ocurrió cuando Fowler la llamó «chica» a ella. El soldado miró la Hoja
Inmortal con los ojos como platos e inclinó la cabeza en señal de disculpa.
Aneryn sonrió con satisfacción:
—Balorn ha estado hablando con muchísimos fae. O no es consciente de
lo descuidado que está siendo o le da igual que conozcamos sus intenciones.
—Miró a Renwick y añadió—: Sabe que irás a salvar al pueblo de Vurstyn.
—¿Qué ha hecho de momento? —preguntó el rey con voz firme.
—Ha soltado a las suraash por el pueblo —susurró Aneryn, angustiada
—. Les ha ordenado que vuelvan, pero al menos una docena de personas ha
muerto. Quería demostrarles a los habitantes de Vurstyn lo que pasaría si no
obedecían.
Renwick apretó los puños, apoyó los nudillos en la mesa y ojeó el mapa.
—Solo es cuestión de tiempo que las Olvidadas derramen más sangre.
Aneryn asintió en señal de conformidad.—Algunas miembros de mi
aquelarre desean acompañarte.
Renwick miró al instante a la bruja azul y negó con la cabeza de un modo
casi imperceptible.
—Saben que no se lo estás pidiendo. Te están ofreciendo su magia por
voluntad propia. Ellas también quieren que esta situación acabe —repuso
Aneryn con un deje suplicante.
Rua estaba convencida de que ya habían tenido esta conversación.
—Las brujas azules son nuestro punto fuerte en batalla —convino
Berecraft.
—Está bien —dijo Renwick con los dientes apretados—. Pero solo las
que quieran.
Aneryn volvió a asentir.
—Voy a avisarlas.
Renwick se volvió hacia Thador, detrás de él, y le dijo:
—Quiero a cincuenta soldados listos para marchar en una hora.
—¿Cincuenta solo, majestad? ¿Os parece sensato? —manifestó Berecraft,
preocupado.
—No dejaré Lyrei Basin desprotegido. Habrá soldados de sobra para
rechazar cualquier ataque a los lagos helados —contestó Renwick—.
Balorn quiere que nos centremos en Vurstyn. Será el momento idóneo para
atacar.
—Pero podrían acompañarnos cientos de soldados más —repuso el
consejero con sus pobladas cejas grises bien arriba.
—Movilizar a cientos de soldados nos retrasaría. Balorn tiene una docena
de Olvidadas y unos cuantos fae de su parte… —Y, mirando a Rua con sus
ojos esmeralda, añadió—: Pero nosotros la tenemos a ella.
A la princesa se le aceleró el corazón. Había llegado el momento de
demostrarle a Balorn el poder de la Hoja Inmortal.
E
l camino se hundía en la ladera. El viaje había sido una travesía
amarga durante la cual los habían azotado unos vientos glaciales. Rua
agradecía el calor que irradiaba Raga. Deseó haber aceptado la oferta de
Renwick y cabalgar juntos, pues añoraba la calidez que notó en la cueva.
Conforme descendían hacia el pueblo de Vurstyn, los muros de nieve eran
más altos. La aldea asomaba de vez en cuando tras las altas paredes de
nieve y, en la falda, a lo lejos, un molino de viento giraba. Las casas estaban
apiñadas y pintadas con todos los tonos de azul habidos y por haber. Mar y
nieve. Pero, a juzgar por lo que veía Rua, el pueblo estaba intacto. Fuera
cual fuese el plan de Balorn, al menos no había arrasado con la aldea.
Las reses mugieron a lo lejos a medida que sus caballos se adentraban en
el desfiladero.
—Poneos los yelmos —ordenó Thador, a la cabeza, mientras levantaba el
que llevaba en el regazo.
Uno a uno, Aneryn y Renwick se pusieron los suyos también. Los muros
de hielo ya eran tan elevados que les impedían ver. Bastaría con que un par
de arqueros les apuntasen desde lo alto para atraparlos. Rua sabía que esa
era la idea. Su intención era caer en la trampa para sacar a Balorn del
pueblo, pero, dioses, qué poco le gustaba la sensación.
—No veo con eso —protestó al ver el círculo de metal abollado que le
tendía Bri. El yelmo no era de su talla. Le iba grande y le tapaba por delante
y por los lados, de modo que no veía de reojo. El angosto sendero ya era
asfixiante de por sí como para que encima le revistieran de metal el
semblante.
—Póntelo —le ordenó Renwick con su aspereza habitual tras volverse
hacia ella. Con el rostro serio bajo el yelmo con penacho, las sombras de su
nariz protegida hacían que sus ojos verdes refulgiesen en la oscuridad.
—Si de todas formas no me pueden hacer daño —se quejó Rua. Aunque
le disparasen mil flechas con fuego, ninguna le atravesaría la piel. No
mientras poseyese la Hoja Inmortal.
—A lo mejor les da por tirar piñas —azuzó Bri para diversión de su
mellizo.
—Uf, vale —gruñó Rua, agarrando el yelmo que le ofrecía Bri. Por ella
como si le tiraban piedras.
El frío metal le mordió las yemas de los dedos. La escarcha helada de la
protección de las mejillas la hizo temblar. El yelmo le bailaba en la
coronilla, lo que hizo que se sintiera como una niña que juega a disfrazarse.
A Aneryn le iba como un guante. ¿Cómo es que a Rua no le habían dado
uno más pequeño?
Ahora que su visión estaba limitada por el yelmo, observó su alrededor en
un periquete.
—Pronto —advirtió Aneryn con sosiego—. Preparaos.
Los Águila desenvainaron sus armas. Renwick se llevó la mano a la
empuñadura de su daga. El camino era demasiado estrecho para blandir
espadas grandes.
Si Rua pretendía atacar con la Hoja Inmortal ahí, tendría que realizar
movimientos breves y precisos. En ese espacio tan reducido no podría hacer
barridos.
Un chillido hendió el aire. Se aproximaban las suraash.
Rua miró hacia arriba justo cuando una bruja saltaba al desfiladero y se
arrojaba sobre la daga de Thador. Este la tiró al suelo.
Le iba el corazón a mil.
La bruja se desangraba sobre el hielo y se retorcía con los ojos muy
abiertos. A diferencia de las brujas del templo de Hunasht, que llevaban
prendas finas, esta iba vestida como es debido. Pero era evidente que era
una suraash; no solo por el símbolo mhénbico grabado en su frente, sino
por su pelo enmarañado, sus cicatrices, sus ojos malditos y su mirada de
loca. Se parecía a los perros rabiosos que atacaban a la gente en los
campamentos de brujas porque tenían hambre. Bastaba con mirarlos a los
ojos para saber que la enfermedad les había atrofiado el cerebro.
Rua sintió el zumbido incandescente de la Hoja Inmortal. La magia
combó el aire y un céfiro invisible la envolvió. Sus compañeros se quedaron
inmóviles, a la escucha. Pero Rua se fijó en la bruja moribunda, a la que se
le salían los ojos y miraba el cielo sin ver. Con una rápida estocada de la
Hoja Inmortal al aire deformado, atravesó el corazón de la suraash, que se
quedó sin fuerzas.
No le dio tiempo a respirar para tranquilizarse, pues dos suraash más
bajaban por las paredes laterales arañándolas con las uñas; se movían por la
superficie helada como arañas. Una se abalanzó sobre Bri, que la derribó
con un tajo limpio de su espada. Las brujas no se defendían. Espoleadas por
la maldición, se limitaban a atacar y perecer. Diseñadas para crear el caos,
se movían sin pensar y sin querer. Lo único que sabían hacer era atacar.
La suraash que tenía Rua enfrente se arrastró hacia Aneryn.
—¡Traidora! —chilló. Su voz sonaba como el metal al ser labrado por un
herrero.
Aneryn gritaba y la suraash la arañaba para tirarla de la silla. Renwick
actuó a una velocidad pasmosa. Su daga hendió el aire y se clavó en el
centro del pecho de la Olvidada, que cayó al suelo.
Raga corcoveó, lo que obligó a Rua a agarrarse a la crin de la yegua para
no caer. Cuantos más chillidos resonaban a su alrededor, más se inquietaban
los caballos, listos para huir, pero sin tener a dónde ir.
—Tranquila —le susurró Rua al caballo asustado. No tenía claro si se lo
decía más a ella o a Raga.
Renwick desmontó de Zeffem y se acercó a la bruja a la que había
golpeado. Agarró su daga y le rebanó el cuello a la suraash, que puso los
ojos en blanco. Su sangre teñía de escarlata la nieve. El sendero estaba
repleto de cadáveres diseminados por el angosto desfiladero.
Renwick miró a Aneryn y, resollando y expulsando vaho por la boca, le
preguntó:
—¿Estás bien?
Rua vio que Aneryn asintió. Renwick bajó el mentón, le dio unas
palmaditas en el flanco al caballo de la bruja y regresó con el suyo.
¿Y los soldados de Lyrei Basin? ¿Estarían haciendo recular a las demás
suraash? ¿Y Balorn? Rua necesitaba remontar los altos muros de nieve para
gozar de una perspectiva mejor. Necesitaba saber qué ocurría.
Pero, antes de que pudiese hablar, otras tres suraash aparecieron en el
borde del desfiladero, y esta vez no estaban solas.
Dos arqueros fae las acompañaban.
Mierda.
Las suraash saltaron y cada una fue a por un jinete. Rua pudo empujar a
la suya al suelo, pues no se había arrojado lo bastante lejos como para
agarrarse a la silla. Raga volvió a corcovear y pisó con el casco el costado
de la bruja, que gritó. No había espacio. Las brujas acababan pisoteadas.
Una flecha pasó por delante de sus ojos, se desvió de Renwick y aterrizó
en la silla de cuero del rey. Rua notó un puñetazo en el brazo cuando una
flecha se clavó en su traje de cuero. Sin embargo, como en el templo de
Hunasht, no le atravesó la piel.
Mientras los demás se ocupaban de las Olvidadas, Rua se centró en los
arqueros. Retorció la espada y un arquero soltó el arco, se agarró el pecho y
cayó de espaldas al suelo nevado. Rua fue a por el siguiente, pero una
flecha pasó zumbando por su lado y le hizo un corte en el flanco a Raga. La
yegua relinchó y prorrumpió en violentos pisotones.
La sangre de Rua hervía más que la empuñadura de la Hoja Inmortal bajo
su palma.
Se acabó la tontería.
Se quitó el yelmo y se lo arrojó al otro arquero. No le dio, pero llamó su
atención. Rua abarcó el desfiladero de punta a punta con un tajo brutal y le
cercenó la cabeza.
Se llenó los pulmones de aire fresco. Ahora que se había librado del
sofocante yelmo, se situaba con mayor facilidad. Más suraash descendieron
por los muros helados. Parecían un enjambre de insectos que los acosaba
sin cesar. Thador daba espadazos y patadas como loco para librarse de ellas.
Otra bruja se precipitó, chocó con el guardia gigante y lo tiró de la silla.
Thador rodó rápidamente para esquivar los cascos de su caballo. Rua,
mientras tanto, concentraba la fuerza de su hoja en las brujas de delante y
las hacía picadillo una a una. Como viniesen más, no tardarían en acabar
enterrados bajo el montón de cadáveres.
Necesitaban subir más. Rua quería ver cuántas más vendrían y derribarlas
antes de tenerlas encima.
Temblorosa, sacó los pies de los estribos.
—Tranquila —volvió a susurrarle a Raga. Se sentó en la silla en cuclillas.
—¡Rua! —gritó Bri mientras pateaba a otra bruja en la cara. Su sangre
salpicó la nieve—. Quieta.
Renwick se giró para ver qué pasaba, pero era tarde: Rua ya saltaba. Se
lanzó al borde del desfiladero y subió a lo alto de la superficie resbaladiza.
—¡Rua! —vociferó Renwick a su espalda.
Rodó por la fina capa de nieve en polvo y se puso en pie como un resorte.
Tras el breve trecho abierto de nieve había un bosque espeso y denso y, al
fondo, el pueblo de Vurstyn. Pero era la persona que se hallaba en el claro
lo que la dejó boquiabierta.
Lo reconoció al momento. Se parecía muchísimo a Hennen, pero era más
delgado, joven y, para su sorpresa, atractivo.
Balorn Vostemur.
Su cabello era más caoba que el de Hennen, rojo fuego. Pómulos afilados,
barba recortada y corta y ojos verde bosque, a juego con la serpiente
bordada en su chaqueta negra. No llevaba armadura.
A su espalda había una docena de soldados fae vestidos con una armadura
decorada con el escudo del Norte. Parecían los mismos guardias que la
escoltaron hasta su muerte en Drunehan. Por lo visto, algunos de los
guardias de palacio seguían siéndole fieles a Balorn. Aún no divisaba a su
tropa de soldados de Lyrei Basin irrumpiendo por el sur, pero llevaban la
misma armadura. Cuando llegasen, sería complicado distinguir a qué bando
pertenecía cada uno.
Fueron los tres guardias que había junto a Balorn, o, mejor dicho, las tres
personas que había delante de cada uno, lo que paralizó a Rua.
Tres niños humanos, uno delante de cada guardia, temblaban y abrían los
ojos como platos. El más pequeño no pasaría de los seis años. Rua los miró
boquiabierta y volvió a fijarse en Balorn. ¿Sería capaz de usar a niños de
escudo?
—Es un placer conocerte por fin, Ruadora. —Su tono, encantador y
cordial, contrastaba radicalmente con los chillidos de las brujas moribundas
de su alrededor.
Rua imaginaba a un macho bebido y huraño como Hennen, pero Balorn
no era para nada así. La esperanza de vida de los fae era más larga, pero no
de manera lineal. Crecían y se desvanecían igual de rápido que las brujas y
los humanos, pero el periodo intermedio de sus vidas se prolongaba; en
función de lo bien que se cuidasen, podían doblar o, a veces, incluso
triplicar el de las brujas y los humanos. Era obvio que Balorn se había
preocupado más por su salud que su hermano mayor. Su belleza era una
burla a la crueldad que se ocultaba tras su fachada.
Esbozó una sonrisa encantadora con sus labios carnosos y rosados. —Te
agradecería que tirases la espada.
Rua frunció mucho el ceño y lo fulminó con la mirada. Le hablaba como
si estuvieran disfrutando de un té juntos.
—Suelta la Hoja Inmortal —insistió Balorn mientras ladeaba la cabeza.
Desconcertada por su petición, Rua jadeó. Hacía tanto frío que de su boca
salieron grandes bocanadas de vaho.
—Está bien. —Balorn se encogió de hombros y señaló a los guardias de
su lado.
—¡No! —gritó Rua cuando uno de los guardias pegó su daga al cuello del
primer niño. Recordó lo deprisa que los guardias empezaron a asesinar a las
brujas rojas en Drunehan. La más mínima duda era un riesgo enorme. Podía
costarle la vida a un niño.
Balorn alzó una mano y el guardia se detuvo. La bilis le subió a la
garganta al arrojar la Hoja Inmortal a la nieve. Su ausencia fue como si le
goteara hielo por la espalda.
—Bien, ahora ya podemos hablar. —Balorn la deslumbró con sus dientes
blancos y perfectos.
—¿Matarías a niños con tal de hablar conmigo? —bramó Rua.
Balorn sonrió más abiertamente y contestó:
—Sí. Y tú también lo harías si así pudieras hablar con el portador de la
Hoja Inmortal.
—¿Y el Cristal de las Brujas, Balorn? —preguntó con rabia por encima
del viento.
—Conque sabes mi nombre… —Sonrió complacido. Le brillaban los ojos
—. Bien.
Le escupió con tanta fuerza que unos mechones de pelo le azotaron la
frente.
—Santo cielo. —Balorn rio entre dientes y se deleitó con su desprecio—.
Eres incluso mejor de lo que imaginaba. —Sus ojos verde bosque
observaron sus curvas con avidez—. No quiero matarte, Ruadora. Te deseo
—susurró con una voz grave que le revolvió las tripas. Nadie la había
deseado nunca—. Tu poder es increíble. A mi lado, serías la fuerza más
poderosa de todo Okrith. Te ofrezco la oportunidad de que te unas a mis
filas. Te mostraré placeres que desconoces.
—Jamás —gruñó Rua, sonrojada por la sonrisa traviesa de Balorn. Sabía
a qué placeres se refería. Se debatía entre la repulsión y la emoción, y
rechinó los dientes.
—¿Tan distintos crees que somos? —Balorn enarcó una ceja—. Eres
igual de codiciosa que yo. Sé lo que hiciste en el fuerte de las brujas azules.
Dime: ¿te gustó entonar la canción de la muerte?
Rua se quedó boquiabierta y Balorn le sonrió con complicidad.
—Yo no impediré que seas quien eres —le prometió. La sinceridad de su
mirada la hizo fruncir el ceño—. Conmigo no tendrías que cargar con ese
poder tú sola.
Sus palabras le hicieron mella; iban dirigidas al oscuro pozo de sus
entrañas. Quiso oponerse, pero… no pudo. Por alguna razón sabía que sus
palabras sonarían huecas. La responsabilidad para con su corte, las brujas
azules y su nueva familia la asfixiaba. Ellos no la querían. Querían algo de
ella y sabía que los defraudaría.
—Rua —dijo Renwick con voz jadeante mientras escalaba el borde del
desfiladero tras ella. Tenía el rostro y la ropa manchados de sangre. Los
chillidos habían cesado. ¿Habrían acabado con todas las suraash?
Renwick frenó en seco cuando vio que había tres niños humanos
apresados.
—Balorn —gruñó.
—Mi pequeño Matabrujas. —Balorn sonrió a su sobrino, pero su mirada
viperina era fría y letal—. Hay que ver lo patético que te has vuelto.
—Suelta a los niños. Ya. —Renwick prometía violencia mientras aferraba
con más fuerza su daga. Contrajo los músculos, listo para entrar en acción.
Balorn, entre risitas, señaló al primer chiquillo, el más pequeño. Era
rubio, tenía las mejillas sonrosadas y temblaba. El guardia lo agarró por el
hombro.
—¿No te recuerda a alguien? —La luz del sol que se colaba por entre los
nubarrones incidió en los dientes de Balorn.
—No hables de él —bufó Renwick.
—Eres igual de débil que Eadwin… —empezó Balorn cuando una bruja
salió en tromba de la línea de árboles.
Llevaba una capa zafiro y los ojos y manos le brillaban con un tono
idéntico. Corrió hasta Balorn y le susurró algo al oído. Balorn apretó la
mandíbula, la única señal de desagrado que mostró cuando volvió a mirar a
Renwick.
—Sigues siendo astuto, Matabrujas. —Balorn hizo una mueca. Cuando se
giró hacia Rua, volvía a sonreír con carisma. Habló con el tono sensual de
un amante cuando dijo—: Considerad mi oferta, princesa. Puedo ofreceros
todo Okrith. Puedo ofreceros el mundo.
Renwick, al lado de Rua, se tensó.
Balorn se volvió hacia los tres guardias:
—Esperad a que lleguemos a la linde. Entonces liberad a los niños. Como
alguien se mueva, los matáis. —Miró a Rua y se inclinó brevemente—.
Hasta la próxima, alteza.
Su bruja azul corrió tras él hacia la espesura. Los soldados fae se
apartaron para dejarlos pasar. Sus guerreros los siguieron y se dieron prisa
en llegar al bosque. Cuando el último soldado se hubo adentrado en la
maleza, los tres guardias que sujetaban a los niños los soltaron. Estos
huyeron despavoridos por la ladera nevada.
En cuanto el más pequeño estuvo fuera de su alcance, Rua se lanzó a por
la Hoja Inmortal. Dio una voltereta en la nieve en polvo y, nada más agarrar
la empuñadura, hendió el aire con ella. Uno por uno, los tres soldados
restantes cayeron al suelo. Su armadura no los protegía de la ira de su
espada mágica. Charcos de sangre carmesí tiñeron el hielo de debajo de sus
cuerpos.
Rua se precipitó hacia el bosque que tenía enfrente. Aguzó sus sentidos
en un intento por localizar a los demás guardias aunque no los viese. El
rostro chulesco de Balorn se le había grabado a fuego. La necesidad de
borrarle la sonrisa arrogante de la cara era cada vez más imperiosa.
Como un rayo, Renwick se plantó ante ella. Rua alargó los brazos para no
chocar con él mientras sus ojos esmeralda la hechizaban con su propia
magia.
—No tienen que morir todos hoy, Rua —susurró—. Ya les tocará.
Sus palabras aplacaron el fuego que ardía en su interior. Rua respiró
hondo para serenarse y envainó la espada. El horror de lo que acababa de
ocurrir, las sonrisas de Balorn y su labia le infligieron más dolor que
cualquier herida. Se le aceleró el pulso al recordar su oferta.
Tenía que salir de ahí.
Capítulo Dieciséis
C
on cada minuto del camino de vuelta, a Rua se le cerraba más y más la
garganta al visualizar el rostro de Balorn. Sus tentadoras promesas.
No había mentido: Rua podía ser tan poderosa como gustase. Lo único que
debía hacer era dejarse llevar. El corazón le iba tan deprisa que lo notaba en
las puntas de sus orejas de fae.
Aneryn había resultado herida en el ataque, por lo que no se
entretuvieron. Iban a acampar en Vurstyn, pero debían volver a Lyrei Basin
para que la curasen sus brujas marrones. Rua se había fijado en cómo
contraía el rostro Aneryn, que montaba con Thador, mientras se agarraba el
hombro. Los brincos del caballo al andar hacían que pusiese mala cara, pero
no gritó. Thador le susurró palabras quedas durante todo el viaje. El dolor
debía de ser insoportable.
No hablaron durante el camino de vuelta, lo que dio pie a que se
obsesionase con las palabras de Balorn. El temor, cada vez más intenso, la
atenazó hasta casi asfixiarla. Tenía que huir lo más lejos posible de ese
lugar y de esa gente. Tenía que dejar atrás la corte Norte.
Entró en su tienda en tromba y dejó un rastro de nieve a su paso sobre la
fastuosa alfombra.
Detrás de ella, Bri preguntó:
—¿Estás bien?
—Vete —le espetó Rua agarrando el morral vacío que guardaba en el
fondo del armario de roble.
—¿A dónde vas? —le preguntó su escolta desde el umbral de la tienda.
—A cualquier otro sitio —repuso Rua mientras agarraba unos leotardos
de lana y los metía en el fondo de su saco. No necesitaba mucha cosa; con
una muda le bastaría.
—Rua…
—Sal —le ordenó esta sin mirarla—. Ya.
Bri suspiró y se fue.
La tienda estaba fría y oscura, pero no encendió la lumbre. Total, para
cuando entrase en calor la estancia ya se habría marchado. Descolgó
prendas de sus perchas y, con brusquedad, las enrolló y guardó el fardo de
ropa en el morral. Dejaría el arcón y los atuendos glamurosos ahí. Con un
par de trajes de cuero de repuesto tendría suficiente.
Aunque no la había tocado ni una gotita de sangre, su sabor a cobre le
invadió los sentidos. La espada, impoluta, resplandecía a su lado. Sin
embargo, llevaba la marca de la muerte. Había asesinado a suraash y a unos
guardias fae. ¿Cuántas marcas más mancillaban su alma?
Y, para colmo, Balorn, que la miró como si fuese una diosa, como si cada
golpe mortal fuese un signo de belleza y no de maldad. Sus cautivadoras
palabras la estremecieron. Sería muy sencillo desatar su ira sobre el mundo.
Si se soltaba otra de las cuerdas que la anclaban a su poder, se sumiría en el
caos de sus propios pensamientos. La vergüenza le remordió las entrañas.
Qué a gusto se quedaría si pudiese librarse del dolor atroz que padecía y no
sufrir nunca más. Había estado a punto de sucumbir.
Tenía que huir. De Balorn. De todos.
La solapa de la tienda volvió a agitarse a su espalda.
—Te he dicho que te…
Se giró hacia Bri, pero no era ella la que estaba allí.
Renwick se apoderó de la estancia con su mera presencia. Aún llevaba el
traje de cuero y la armadura y tenía el rostro ensangrentado. Se mostraba
impasible salvo por su pecho, que subía y bajaba con rapidez, como si
hubiera estado corriendo.
Rua, incapaz de aguantar su penetrante mirada, dijo:
—Supongo que te ha avisado Bri…
—¿Qué te ha dicho Balorn? —inquirió Renwick con voz grave y
pausada.
—Nada que no supiera ya —contestó Rua. Solo de pensar en la sonrisa
cómplice de Balorn sentía que le trepaban unos escarabajos. Deseaba
arrancarse los ojos para dejar de ver esa imagen.
—Te vas —masculló Renwick con una calma que a duras penas
controlaba.
—No necesito todo esto —gruñó entre dientes—. No necesito a nadie.
Se dispuso a sacar otra capa del armario cuando Renwick, en un abrir y
cerrar de ojos, la agarró del codo para detenerla.
—¿Sabes qué corrompió a Balorn? —Sus ojos verdes la perforaron—.
Que no necesitaba a nadie. Ni siquiera mi padre podía hacerlo entrar en
razón. —Agitado, tomó aire—. Necesitar a los demás no te hace débil, Rua.
Te mantiene cuerdo.
Rua negó con la cabeza y se zafó de él.
—Es que…
—Te necesito —susurró Renwick— para no convertirme en un monstruo.
—Miró la Hoja Inmortal, ceñida a su cadera—. No permitiré que tú también
te vuelvas uno.
A Rua se le encendió la mirada. No sabía cómo o por qué, pero Renwick
siempre la paralizaba. Su voz la frenaba, aunque quizá un día dejase de
hacerlo. Sentía que se desvanecía más y más con cada muerte.
—Si empiezo a desaparecer… —murmuró Rua con la cabeza gacha—. Si
me embriago de poder…
—Me mantendré a tu lado —le prometió Renwick, agarrándola de la
barbilla. Sus dedos, manchados de sangre, ya no parecían elegantes. En ese
momento no era un rey, sino un guerrero. Cuando no se ocultaba tras sus
exquisitas vestimentas, parecía una persona de verdad y sus promesas
también parecían sinceras.
Rua lo miró a los ojos. Los de Renwick eran una súplica pura y dura.
—Quédate.
Rua le transmitió con los suyos el horror que sentía.
—Podría mataros a todos…
Podía matarlos a todos con su espada. Arrasar con la corte Norte a modo
de venganza. Nadie la detendría. Solo de pensarlo le faltaba el aire. Deseó
que le pareciese imposible imaginárselo, pero lo veía a solo un paso de
distancia. Y entre ella y ese último paso se interponía Renwick.
Él le soltó el mentón y dijo:
—No lo harás. Sé lo que es tener sed de sangre, y no veo que la tengas.
—Tú no me conoces, Matabrujas —escupió Rua a sabiendas de que le
dolería. Por un instante se quedó inmóvil, señal de que había metido el dedo
en la llaga, pero enseguida lo olvidó. Le habían llamado tantas veces así que
ya no le afectaba tanto.
—Te conozco —repuso Renwick—, y créeme cuando te digo que ya
puedes destruir el mundo entero, que no te sentirás a salvo jamás.
—¿Y qué hará que me sienta a salvo? —gruñó Rua, empujándolo al pasar
por su lado.
Renwick la agarró del codo y, a escasos centímetros de su rostro, le dijo:
—Yo.
El mundo se detuvo. No oía ni cómo soplaba el viento ni las voces a lo
lejos ni a los caballos relinchar; solo oía el latido de su corazón y el eco de
la voz de Renwick. Yo.
Lo estampó contra el armario y lo besó en los labios mientras Renwick la
miraba con ardor. Pegó su pecho blando al cuerpo duro de él y lo besó con
pasión. Renwick se quedó paralizado un momento. Pasado ese rato, la
abrazó y la acercó más a él. La besó con el mismo desenfreno.
Yo. Era cierto. Ese día había vuelto a detenerla. Le había bastado plantarse
frente a ella para que pusiera los pies en la tierra. La mantenía anclada. Esa
vez tenía más dominada la situación, sí, pero Renwick había presentido que
necesitaba que volviese a intervenir. Detenía la espiral antes de que
empezase.
Renwick le pasó la lengua por la comisura de los labios y se la metió en
la boca, a lo que Rua respondió con un gemido. Esta enredó los dedos en su
pelo y se arrimó a él como si fuese a fundir sus cuerpos.
—Rua —murmuró él, pegado a sus labios. Su nombre rompió el hechizo.
Se le cayó el alma a los pies mientras se apartaba de él a trompicones.
Renwick resollaba y la miraba con los ojos como platos.
¿Qué había hecho?
Con los pulmones tan oprimidos que le dolían, masculló entre dientes:
—Largo.
Renwick todavía jadeaba. Con la boca entreabierta, miró al suelo. Tragó
saliva, se apartó del armario y abandonó la estancia tras pasar junto a Rua.
La princesa se pasó una mano por la cara y soltó una retahíla de
maldiciones mientras agarraba su morral y lo tiraba contra la pared de la
tienda. La tela se combó del impacto y la habitación se bamboleó en
respuesta.
Temblorosa, respiró hondo. El aire helado le llenó los pulmones. Miró su
mesa y el libro sobre su corte natal, sobre su familia. Cerró los puños y se
tragó las lágrimas que ya le escocían en los ojos. Tenía los dedos tan
congelados que se le habían entumecido. De haber estado encendido el
fuego, habría arrojado el dichoso libro a las llamas. No hacía más que
recordarle lo que nunca sería.
Pensó en lo que le había dicho Renwick y una nueva capa de hielo la
enfrió. De todas las estupideces que había hecho, esa era la más temeraria,
más que ponerse delante de mil flechas o arrojarse de un precipicio. Besar
al rey del Norte era la jugada más arriesgada de todas.
Rua cruzaba el largo pasillo junto a la jefa de las curanderas. Las camillas
de la tienda de la bruja marrón estaban alineadas y separadas por cortinas
blancas. La bruja marrón llevaba tan calada la capucha que las sombras
ocultaban sus ojos.
Bri y Talhan aguardaban fuera, en la entrada principal. Ese día los
mellizos Águila estaban más obedientes. Rua no se había disculpado con
Bri por echarla de su tienda la noche anterior y no le gustaba que hubiesen
pasado a tratarse como desconocidas.
En medio de la sala había un enorme cuenco de metal. La equinácea y el
chaewood que ardían en su interior purificaban el ambiente con su humo.
Los lechos estaban vacíos, salvo el último, en el que descansaba Aneryn.
Rua, presa del pánico, había olvidado a la bruja azul. Bri la despertó a la
mañana siguiente y le comentó que Aneryn se estaba reponiendo en la
farmacia. Había estado tan inmersa en su propia desgracia que no se había
molestado en ir a ver cómo estaba.
Aneryn la había salvado la víspera de su cumpleaños. De no haberla
encontrado, habría muerto en la nieve por testaruda. Le entró la vergüenza
de camino a su cama, en la otra punta de la tienda larga y rectangular.
Aneryn levantó la cabeza de golpe. Se apoyó en los cojines y sonrió de
oreja a oreja.
—Sabía que vendríais.
Rua puso los ojos en blanco. Las brujas azules y su dichoso don.
—Cómo no.
Se sentó en el borde de su cama. La bruja marrón asintió brevemente y
siguió a lo suyo.
—¿Estáis bien? —le preguntó Aneryn.
—¿No debería preguntártelo yo? —Rua observó las vendas que cubrían
el hombro de Aneryn. Una manchita de sangre seca traspasaba la tela. Se
respiraba en el ambiente el aroma amargo de las cataplasmas medicinales.
—Es la primera vez que me disparan una flecha —dijo Aneryn, fingiendo
una sonrisilla—. Vino directa a mí. No creí que fueran capaces de tal cosa.
Al menos será una buena anécdota.
Rua rio por lo bajo. Aunque la bruja azul estaba lívida y se le marcaban
mucho las ojeras, su ánimo no había decaído.
—Lo siento —admitió Rua.
Aneryn ladeó la cabeza y le preguntó:
—¿Por qué lo sentís?
Mientras trataba de dar con la respuesta, Rua posó la mano en la Hoja
Inmortal. Aneryn siguió el movimiento con la mirada.
—Esa hoja fue forjada con magia de bruja —repuso Aneryn—. Las
antiguas brujas rojas se la regalaron a los fae de la Alta Montaña. Está
ligada a vuestra sangre, pero fue elaborada por las de mi clase. —La bruja
azul parecía mucho mayor que Rua y, sin embargo, era un año más joven.
Rua enarcó una ceja:
—¿A dónde quieres llegar?
—La blandís como si fuera magia feérica, como si por manejarla con más
ahínco fuese a funcionar mejor —señaló Aneryn como si fuera obvio—.
Pero, como toda magia de bruja, la hoja responde a las emociones fuertes.
El motivo por el que la teméis es porque la usáis cuando os dominan la ira y
el miedo. Esas son emociones repentinas. Intensas, pero efímeras. Cuando
halléis emociones más duraderas, la empuñaréis como es debido.
Rua la miró perpleja. No se lo había planteado. Resultaba más sencillo
hacer magia roja cuando estaba contenta. En cambio, cuando estaba
enfadada, sus conjuros se tornaban imprevisibles. Era lógico que la espada
reaccionase del mismo modo.
—¿Qué emociones? —inquirió Rua.
—Amor. Dicha. Valentía —contestó Aneryn con una media sonrisa.
—En ese caso, la espada no me sirve de nada. —Rua rio con amargura.
No sabía mostrar esas emociones.
—Mmm. —Aneryn apretó los labios y añadió—: No habláis en serio.
—Has visto el futuro —se quejó Rua—. ¿Por qué no me dices qué debo
hacer y ya está?
—Podría revelaros todo vuestro destino, princesa. —Aneryn se rio—.
Pero no allanaría vuestro camino. Aún hay muchas cosas que debéis decidir
por vuestra cuenta. De lo contrario, el futuro cambiaría.
—¿Le predices el futuro a Renwick?
—No —contestó Aneryn, que se estremeció al apoyarse en el cabecero,
pues la almohada se le había bajado a la espalda.
Rua birló una almohada de la cama vacía de al lado y se la puso detrás de
la cabeza.
—No deberíamos estar hablando de esto. Tienes que descansar.
—No sois tan diferentes —dijo Aneryn, resollando—. Ha hecho cosas
horribles, pero también las ha padecido. Los dos lleváis una coraza.
—Yo no llevo ninguna coraza —replicó Rua, ceñuda—. No me hace
falta.
—He percibido vuestra oscuridad con la misma claridad que cualquier
visión. Sé que teméis que la detectemos. —Aneryn, temblorosa, hizo
ademán de agarrar el vaso de agua de su mesita. Rua se le adelantó y se lo
tendió para que no se moviese—. Sé lo que susurra la oscuridad y que las
mentiras acaban sonando a verdad. Nos cubrimos con esas mentiras como si
fueran una armadura, pensando que nos protegerán. No esperéis que
Renwick se despoje de la suya sin demostrarle que no lo abatiréis por ello.
Rua se sonrojó:
—Me da lo mismo…
En el otro extremo de la tienda se oyeron unas risitas nerviosas que la
hicieron callar. Al mirar arriba, vio a cuatro jóvenes brujas en la entrada. En
cuanto se fijó en el grupito, las brujas se dispersaron.
—Les hace ilusión veros —dijo Aneryn, devolviéndole el agua a Rua.
—No merezco que me admiren. —Rua recordó los cadáveres apilados en
la nieve de Vurstyn.
Aneryn hizo una mueca. Cerró los ojos y tomó aire con el claro propósito
de aliviar su desazón.
—Empuñáis la espada forjada por las de nuestra clase y la blandiréis para
salvar a las de nuestra clase.
—La he blandido para matar a las de tu clase —replicó Rua.
—Lo que les hicisteis a las suraash fue una bendición, no una maldición
—murmuró Aneryn, abriendo los ojos de nuevo.
Rua pensó en la frase en mhénbico que había grabada en la vaina de la
Hoja Inmortal: «Cada golpe, una bendición o una maldición». Rua negó con
la cabeza, pero Aneryn le tocó el antebrazo con delicadeza y prosiguió:
—La magia azul también puede ser una maldición para quienes no la
controlan. Balorn presionó demasiado a las suraash y su magia las aniquiló.
Su maldición las impulsa a seguir con una rabia feroz. Viven atrapadas en
su imaginación. Atrapadas en un mundo de dolor. —A Aneryn le tembló la
voz cuando dijo—: Si fuera yo, querría que me matarais.
Rua se asió al borde de la cama con tanta fuerza que estuvo segura de que
se le pondrían blancos los nudillos. Estaba abrumada.
—Dime mi futuro —le suplicó—. Dime cómo lo soluciono.
—Si os digo vuestro futuro, cambiará —repuso Aneryn en voz baja
mientras juntaba las manos en su regazo—. Y no pienso arriesgarme a que
cambie lo que he visto.
Rua se mordió la comisura del labio:
—Las brujas y vuestros mensajes crípticos vais a acabar conmigo.
—Si nos adoráis —dijo Aneryn con una sonrisilla engreída.
Rua fulminó con la mirada a la bruja azul, pero no insistió. Se estaba
reponiendo. Tenía una pregunta en la punta de la lengua, pero se abstuvo de
formularla. No sería como los demás fae que rogaban a las brujas azules
que les revelasen sus profecías. Además, muy en el fondo, ya sabía la
respuesta.
Capítulo Diecisiete
R
ua se volvió de inmediato hacia el grito, sabiendo, antes de verlo, que
lo había proferido Raffiel. Atónito, se miraba el vientre. Una espada lo
atravesaba de parte a parte. A su espalda, alguien retorció la hoja. Su
asesino miró a Rua con unos ojos verde oscuro y una sonrisa pintada en la
cara.
Balorn.
—Hola, princesa —susurró con tono sensual.
Rua se estremeció, pero siguió andando hacia él. Notó que sonreía y gritó
mentalmente a su cuerpo traicionero.
Balorn sacó la espada ensangrentada. Raffiel cayó al suelo y Balorn miró
a Rua y le tendió la mano.
Dioses, no, se gritó, pero no tenía voz. Aceptó la suave mano de Balorn,
que la abrazó. Rua acarició su mano y su complexión musculosa. Él la miró
con fervor y una sonrisa pícara.
El corazón se le subió a la garganta cuando acercó los labios suaves de
Balorn a los suyos. Balorn se apoderó de su boca y la arrimó a él como si
fuese a absorberle el alma. Rua gimió junto a él, enredó los dedos en su
cabello caoba y acercó más su rostro. Lo deseaba con tanta intensidad que
sus entrañas palpitaban de lujuria. Balorn tiró la espada ensangrentada al
suelo y con la mano libre agarró a Rua de las caderas y la acercó a él. Se
besaban encima del charco de sangre de su hermano.
Rua se incorporó como un resorte.
Respiraba con dificultad. Mientras la oscuridad de la tienda se cernía
sobre ella, la bilis le subió a la garganta. Se le revolvió el estómago
mientras se le acumulaba la saliva. Se retorció para no vomitar en las
sábanas. Necesitaba abandonar la estancia y pisar la nieve. El hielo que
había bajo la moqueta no bastaría. Necesitaba el frescor del aire nocturno.
Agarró la manta de piel de su silla y se precipitó al frío exterior.
Pese a que tomó varias bocanadas de aire helado, seguía notando el
corazón en la garganta. Cuanto más se empeñaba en dejar de rememorar su
horrible sueño, más la asaltaban los recuerdos. Se repitió una y otra vez que
no deseaba a Balorn. Juraba que era una pesadilla y, sin embargo, estaba tan
aterrada como excitada. Quejumbrosa, trató de dejar de imaginarse aquella
horrible escena. El cerebro le iba tan deprisa que creyó que se desplomaría.
De nuevo, se le revolvieron las tripas. Descalza, cruzó los callejones del
campamento. El runrún de su cabeza era tan fuerte que no reparó en los
pocos humanos y fae que aún deambulaban por la instalación. La luna
estaba alta. El día siguiente sería la luna de la cosecha. Las brujas
consideraban que era un día para comunicarse con los antepasados y seres
queridos que habían pasado a mejor vida.
Rua se propuso no acercarse a ninguna vela al día siguiente. Dioses,
¿sabría su familia en lo que se había convertido? ¿Cuántas veces los habría
defraudado? No quería imaginarse cómo sería hablar con Raffiel.
Le temblaban las manos mientras atravesaba el camino de grava. Las
ráfagas de aire no ralentizaban su acelerado corazón. Por un instante se
planteó dirigirse a la tienda de Renwick. Sabía que la tranquilizaría. Sin
embargo, los pies la guiaron hacia los tramos más lejanos. No soportaría
mirarlo a los ojos. Acababa de soñar que besaba a su tío. Aún sentía un
deseo ardiente en las entrañas. Se le humedecieron los ojos. No podía
permitir que viese lo traumatizada que estaba.
Deseó que los espíritus de sus antepasados no la encontrasen. La
maldecirían si se enterasen. Eran un recordatorio de que no merecía la vida
que se le había concedido.
Oyó voces que la llamaban en los aullidos del viento. Eran los gritos de
todas las vidas que había segado con su guadaña. Corrió hasta la linde del
campamento, pero esta vez se orientó hacia los márgenes nevados cercanos
a donde había entrenado con Bri días antes. Atravesó el manto de nieve, tan
grueso que le rozaba las pantorrillas. El frío le penetró la piel. Bien. Que
ardiese todo.
Giró hacia la arboleda y siguió andando por la nieve. Por la mañana su
piel estaría en carne viva, pero el poder sanador de los fae la regeneraría
con la rapidez suficiente. Y, si no, le daba igual. Le traía sin cuidado que se
le cayeran los dedos de los pies cuando se le escapaba el alma del pecho. Se
adentró a toda prisa en la espesura.
Se quedó ahí, jadeándole a la luna, casi llena. Por un brevísimo instante
su pulso bajó drásticamente para volver a acelerársele al imaginarse los
labios de Balorn. La opresión de su pecho no desaparecía. Sintió que crecía
en su interior como una ola gigante. Le dieron ganas de gritarle a la noche y
asestarse puñetazos en el pecho para deshacer el nudo de pánico que la
constreñía. Lo que fuera. Lo que fuera con tal de eliminarlo.
De ser necesario, se pasaría toda la noche caminando. Rodearía el lago
helado hasta que hallase un momento de paz.
Rua miró con desprecio la henchida luna azul. A la mierda la luna y la diosa
superiora que la creó.
Al menos ya no había brujas que la sacasen en plena noche para rezarle.
Nunca había llevado una bolsa de los tótems. ¿Por qué fingir que era una de
ellas cuando constantemente le recordaban que no lo era?
Tropezó. El poco sentido común que le quedaba le dijo que se tapase los
hombros con la estola de piel para acompañar su fino camisón. Incluso en el
bosque en tinieblas, la luna iluminaba la nieve lo justo para ver. Cuando se
internó lo bastante en la espesura, exhaló un suspiro terminante y trémulo.
Respira, respira, se ordenó.
Los ecos de los gritos y el metálico olor a sangre desaparecieron al fin de
su cuerpo mientras el aire fresco le ponía los pies en la tierra. Unos pasos a
su espalda la hicieron volverse de inmediato.
Renwick frenó en seco al verla.
—¿Qué haces aquí?
Tenía la voz rara. Estaría bebido.
—No podía dormir —le espetó—. ¿Y tú?
—Nada —contestó. No se erguía con la rigidez habitual. Desplazaba el
peso de un pie al otro con aire relajado.
Rua se acercó a él y este retrocedió.
—Sí, ya.
—Vuelve a tu tienda, Rua —le advirtió mientras la princesa se acercaba
lo bastante como para verlo bien a la luz de la luna.
No parecía el rey impecable que conocía. Estaba despeinado y llevaba el
cuello de la túnica desabrochado. Pero fueron sus ojos lo que hizo que
ahogase un grito. Tenía las pupilas tan dilatadas que el perímetro verde que
las rodeaba era finísimo. Captó su aroma. No olía como de costumbre, a
árboles de hoja perenne y clavos. Apestaba a eléboro y acónita sangrienta.
Era el potente elixir contra el dolor que estaba escondido detrás de sus
libros.
—¿Estás herido? —murmuró Rua, más para sí.
—Estoy bien. —Retrocedió otro paso, como si permaneciendo lo bastante
lejos de ella no fuese a oler el veneno—. Vuelve a tu tienda.
—Tú no me mandas —le dijo entre dientes.
—Soy el rey de estas tierras, así que ya me estás obedeciendo. —Su voz
bajó una octava, pero sus palabras estaban huecas.
—Soy el único motivo por el que puedes reinar sobre estas tierras, que no
se te olvide —contraatacó Rua.
Renwick dio un paso hacia ella. Sus ojos negros refulgían a la luz de la
luna cuando le dijo con desprecio:
—Ah, sí, lo había olvidado. Que eres la salvadora del Norte. Mhenissa.
—No me trates de tonta —gruñó.
—¿O qué? ¿Me abatirás con tu espada mágica? —se mofó Renwick,
mirándola de arriba abajo con una sonrisilla al ver que no la llevaba. Se fijó
en que iba descalza por la nieve—. Dioses, eres hasta más insensata que yo.
Otro destello de su pesadilla la impactó como un rayo. El recuerdo la
estremeció. Renwick arrugó el ceño. No podía contárselo, se negaba a
contarle lo embarrada que estaba su mente, lo mucho que se había hundido
en el fango.
Sin pensar, agarró a Renwick por la nuca, se puso de puntillas y lo besó
con odio. Cuando volvió a plantar los talones en el suelo, vio que Renwick
la perforaba con sus ojos ennegrecidos y que estaba paralizado. Hizo amago
de bajar la mano, pero Renwick la tomó de las mejillas y volvió a juntar sus
labios con los de ella.
La besaba a un ritmo frenético. Rua lo sujetaba por la nuca igual de fuerte
que él la agarraba a ella. Sus bocas se debatían en duelo. Renwick la
estampó contra un pino y la aprisionó entre sus brazos. Rua gruñó cuando lo
acercó a sus caderas para notar todos los puntos en los que convergían.
Renwick deslizó los dedos por su muslo desnudo hasta bajo su camisón.
Siseó al palpar su trasero desnudo.
Rua, con aire distraído, le desabrochó el cinturón. Quería dejar de pensar.
—Te deseo —gruñó pegada a su boca mientras lo soltaba. Agarró su
miembro duro y sedoso y lo situó entre sus piernas—. ¿Tú me deseas?
—Sí —dijo entre dientes mientras ella lo acercaba a la entrada de su sexo.
—Pues tómame —le ordenó mientras volvía a besarlo.
Lo hizo con tanta rabia que lo desató y este la penetró de una brusca
estocada. Rua trató de contenerse para no gritar de dolor…, sin éxito, pues
su descomunal envergadura hizo que le ardiese la carne sensible.
Renwick se quedó completamente inmóvil al oírla gritar. Dejó de besarla.
Sus pupilas habían menguado y Rua veía de nuevo sus ojos verde
esmeralda, como si su chillido de dolor hubiese hecho que volviera en sí.
—¿Estás bien? —El rostro se le desencajó de espanto al comprenderlo—.
Dioses, dime… dime que no es tu primera vez.
Rua intentó mantenerse estoica con él quieto dentro de ella.
—Puede.
—Por todos los dioses, Rua, ¿por qué no me lo has dicho? —bramó
mientras la miraba a los ojos—. ¿Estás herida?
—Estoy bien —mintió. Su aliento salía en forma de vaho mientras el
dolor de su entrepierna aumentaba.
—Rua.
—No pares. —Probó a recorrer su dureza, aunque eso hiciera que le
escocieran las entrañas. Le daba igual si al día siguiente no podía caminar,
no cuando la imagen de su hermano muerto la atormentaba al cerrar los
ojos. Le daba igual que la destrozase. Ya estaba rota; solo se estaba
obligando a sentirlo.
—Rua —volvió a susurrar Renwick, lo que la detuvo.
El olor del acto les llegó a ambos: sangre. A Renwick se le ensancharon
los agujeros de la nariz mientras salía de ella y observaba el rastro de lo que
habían hecho.
—Me cago en los dioses —exclamó mientras se abotonaba los
pantalones.
—Estoy bien. —Rua apretó los dientes al ver lo atormentado que estaba
Renwick—. Todo el mundo dice que duele la primera vez…
—¡No tiene por qué! —bramó.
Rua se apartó del tronco y cerró los puños a los costados. Se esforzó al
máximo por no estrangularlo.
—No es para tanto.
—¡Claro que sí! —Le enseñó los dientes al gritarle.
—¡Que no! —voceó ella también. Le daba igual despertar al campamento
entero—. Yo quería y tú también. Con eso basta y sobra.
Se giró y se fue hacia el bosque hecha una furia.
—Rua, espera, por favor. —Renwick probó a detenerla agarrándola por el
codo, pero la joven se zafó de él.
—No me sigas —gruñó. Y no lo hizo.
R
ua durmió casi todo el día. Bri se había marchado poco antes de que
rayase el alba. Era de noche cuando Talhan le llevó una bandeja de
comida. Le sonrió a medias y se fue. No creyó que Bri se hubiese ido de la
lengua, pero su melliza le habría advertido de que no se pasase con ella
aquel día.
Rua dio un par de mordiscos. Le dolía todo. Sus pies habían adquirido un
tono rojo intenso, pues se había quemado con la nieve. Pero eso no era nada
en comparación con lo que le dolía incorporarse. No estaba cómoda de
ninguna manera. Volvió a maldecirse por lo que había hecho. ¿A todas les
dolía así? Bri parecía discrepar. Habían ido demasiado deprisa. Rua lo había
presionado en exceso y habían salido heridos los dos. Aún se ruborizaba de
la vergüenza. No podría volver a mirarlo a los ojos nunca. Se planteó
marcharse. Podía escapar de noche, pero los Águila la acompañarían. Podía
decir que iba a Yexshire a por el libro de hechizos, pero, si había un lugar en
el que deseaba estar menos que en Murreneir, era Yexshire. Además, solo
de pensar en cabalgar con lo que le dolía la entrepierna se estremecía.
Necesitaría otro día para recuperarse.
Se oía jolgorio fuera, lo que indicaba que ya habían dado comienzo los
festejos en honor a la luna de la cosecha. Los vítores de la gente y una
melodía suave procedentes del centro del campamento se colaron en su
tienda. Rua dejó el vaso de agua en la bandeja. Necesitaba una copa. Y
dejar de comerse el coco por todas las veces que la había fastidiado.
Apartó la bandeja. Estaba harta de la fruta desecada.
Fue hasta el armario y eligió un vestido azul claro. Estaba hecho de lana
gruesa y tenía las mangas largas y acampanadas. Era hermoso, pero
sencillo. Perfecto: esa noche no quería llamar la atención. Se puso una
camisola de seda bajo el vestido para que la lana no le picase y se cubrió los
hombros con su manto de piel gris. Se calzó sus botas de cuero negras. No
eran apropiadas para una fiesta, pero eran más cómodas que sus pantuflas y
aún le dolían los pies. De todas formas, no se le verían con la falda.
Se destrenzó el pelo y dejó que sus ondas oscuras le cayesen por la
espalda. Al salir de la tienda, se encontró con los mellizos Águila ahí
plantados.
—¿Ves? —Talhan le sonrió a su hermana mientras le tendía la mano—.
Te dije que querría ir.
Bri puso los ojos en blanco y le dio una moneda de oro a su hermano.
—Me lo tomaré como que queréis asistir a los festejos en honor a la luna
de la cosecha —dijo Rua, sintiendo al fin que el peso que le oprimía el
pecho se aligeraba.
Bri se encogió de hombros.
—Habrá hidromiel.
—Pues venga, en marcha. —Rua señaló el sendero.
—¡Toma ya! —susurró Talhan, entusiasmado, para sí. Rua no pudo evitar
reírse de su emoción.
—Podríais haber ido sin mí —apuntó Rua enarcando una ceja mientras se
dirigían a los caminos más amplios que conducían al centro del
campamento.
—Preferíamos esperarte —dijo Bri por toda respuesta.
Rua no tenía claro a qué se refería. No quería que se compadecieran de
ella.
La música y la cháchara aumentaron de volumen cuando entraron sin
prisa en el espacio abierto. Habían transformado la zona. El triple de gente
que en el cumpleaños de Rua se apiñaba ante la tienda del soberano. La
música era más animada. La multitud había formado un corro en el que
bailoteaban los asistentes.
Olía a comida grasienta y vino caliente. Mesas repletas de velas ahusadas
salpicaban el perímetro. De ellas goteaba cera blanca. Muchas de las velas
estaban apagadas, a la espera de que otra persona se acercara y las
encendiera. Otros se agolpaban alrededor de las mesas, murmuraban a las
velas y rezaban a sus antepasados mientras seguía la juerga.
La alivió no ver a Renwick. El gentío la aplastaba, pero no le importaba.
Al estar entre la multitud, nadie reparaba en su presencia.
Bri le pasó una copa de hidromiel con una sonrisilla. El dulce vino
reavivó su lengua, mucho más gustoso que el fuerte aguardiente que
tomaban en los campamentos de brujas. Muchas brujas se entregaban a ese
licor. Era el único modo que tenían de olvidar las horribles consecuencias
del asedio de Yexshire. Pero aquello… Le dio otro lingotazo al hidromiel.
Un cosquilleo agradable y cálido le recorrió la piel. El nudo de su pecho se
aflojó un poco más. Seguía pesando, pero se le antojaba mucho más lejano.
Se entregó a la música y las risotadas y sonrió.
Talhan le dio una palmadita en el hombro mientras bebía su cerveza: —
Que empiece la fiesta. —Le guiñó un ojo y la arrastró al corrillo de
bailarines.
Rua dijo entre risas:
—Si no sé bailar.
—¿Y crees que los demás sí? —repuso Talhan con una sonrisa de oreja a
oreja.
En efecto, las brujas y los fae brincaban y giraban a su ritmo. No estaban
en un baile formal. Se meneaban al son de la música, cada uno a su estilo.
Talhan levantó más su cerveza mientras se contoneaba. Rua sonrió y movió
las caderas al compás. Le dio otro lingotazo al hidromiel. Cerró los ojos y
dejó que el cosquilleo de la bebida y el sonido de los tambores la
envolvieran. Le hormigueaban los dedos y su cuerpo sucumbió a los
sonidos circundantes.
Bailaron así hasta que la luna estuvo alta. Más y más personas se unieron
a la juerga y el claro se llenó de bailarines. No había vivido nunca unos
festejos así. Los fae eran proclives a este tipo de celebraciones, aunque
normalmente preferían los solsticios y los equinoccios. Las brujas honraban
a la luna y sus fiestas eran, por lo general, mucho más comedidas. Aquello
era una mezcla de ambas: una festividad única para el pueblo de Murreneir.
El jolgorio de los fae y los rituales de las brujas confluían en una
celebración sin igual. Incluso había humanos.
Ese era el mundo que anhelaban sus padres. Un mundo en el que todos
festejasen juntos. Sabía que la corte de Remy sería así, que habría fae,
brujas y humanos en todos los ámbitos.
Rua cantó y se contoneó con varias copas de hidromiel en el cuerpo hasta
que Bri le cambió la bebida por un trozo de pan fresco. Rua sonrió a su
protectora y se lo comió. Pero ni todo el vino del mundo evitaría que
tuviese los pies molidos y le doliese todo. Finalmente se dio por vencida.
—Me vuelvo a la tienda —le gritó a Bri al oído para que la oyese a pesar
del barullo.
—Te acompaño —le respondió Bri.
Talhan había acabado en el centro del corro de bailarines y bailaba con
dos jóvenes brujas azules y un guardia fae. Se reían como si fueran amigos
de toda la vida. Hacía que pareciese muy fácil.
—No, tú quédate —insistió Rua—. Voy a la tienda y ya. Diviértete.
Bri se quedó quieta un instante, pero Rua la miró fijamente y su escolta se
encogió de hombros y volvió a perderse entre la multitud.
Rua seguía sonriendo para sí con aire distraído mientras se agachaba para
escapar del gentío. Se abrió paso entre la muchedumbre que invadía los
senderos y regresó a su tienda.
Un grito hizo que frenara en seco. Al mirar atrás, hacia los huecos entre
las tiendas, vio a un grupo de soldados reunidos en torno a una hoguera.
Había dos guardias; uno agarraba del brazo a una joven bruja.
Sin pensar, se dirigió echando chispas al contenedor en el que habían
hecho fuego. Los dos guardias la miraron atónitos.
—¿Qué pasa aquí? —exigió saber mientras miraba fijamente la mano del
guardia que apresaba a la bruja.
Este la soltó de inmediato y la bruja corrió a refugiarse junto a Rua.
—Nada, alteza —contestó el soldado—. Solo estábamos hablando.
Rua se volvió hacia la brujita y le ordenó:
—Vete.
—Gracias, Mhenissa —dijo inclinando la cabeza, y se internó en la noche
a toda prisa.
Rua palideció al oír el título. Se recompuso rápidamente y se giró hacia
los guardias fae.
—¿Siempre agarráis a los demás para hablar con ellos? —inquirió con
voz gélida.
Los guardias advirtieron que no llevaba la Hoja Inmortal. Pero la daga
que le había entregado Bri estaba ceñida a su fino cinturón. Tampoco le
hacía falta. Eran necios si creían que ir desarmada la dejaba indefensa. Así
la consideraban sin la espada: una niña débil.
—Dadnos un poco de cuartelillo. Solo nos estábamos divirtiendo —
repuso el otro guardia entre risitas.
Rua lo miró al instante. Puede que algunos fae estuvieran aprendiendo a
respetar a las brujas, pero estaba claro que no era el caso de esos dos. Un
destello de pánico iluminó los ojos de los dos guardias al mirar detrás de
Rua. Sabía quién había a su espalda sin volverse siquiera. Hizo una mueca.
—Os daré una oportunidad para que os disculpéis con la princesa de la
corte de la Alta Montaña. —Su voz era un gruñido mortífero—. O no
moveré un dedo para ayudaros cuando os despelleje.
Rua no pudo evitar sonreír ligeramente. Renwick sabía que podía hacerlo.
No la infravaloraba.
Al momento los dos guardias se postraron a sus pies.
—Perdonadme, alteza.
—Mis sinceras disculpas —dijo el otro.
—Así me gusta —dijo Renwick a su espalda. Rua no se giró hacia él—.
Esta noche quedáis relevados de vuestro puesto. Reflexionad si queréis
conservar vuestro empleo al despuntar el alba.
Ambos palidecieron. Uno se tragó el nudo que se le había formado en la
garganta. Volvieron a inclinarse ante su rey y huyeron despavoridos.
Rua observó el fuego que ardía ante ella. Ahora que los guardias se
habían marchado, la invadió el pánico.
Renwick se plantó ante ella:
—Tengo que hablar contigo.
—Estoy cansada —repuso Rua, dispuesta a volver a su tienda. No
obstante, Renwick volvió a interponerse en su camino.
Notó que la evaluaba con sus penetrantes ojos verdes. Quiso encogerse
bajo su mirada.
—¿Estás borracha? —le preguntó en tono jocoso.
—Me he tomado un par de copas de hidromiel. —Rua puso los ojos en
blanco. Se preparó para que la regañara, pero no fue así.
—Lo mejor de Murreneir. —Renwick sonrió. Su tono informal parecía un
gesto deliberado—. Esperaba que pudieses venir a echarme una mano con
una decisión que me está costando tomar. Necesito una respuesta para
mañana y… no tengo claro qué elegir.
Rua alzó las cejas, interesada, pero no lo miró a los ojos. Olía a clavos y
nieve. Aún saboreaba los besos que se dieron la noche anterior. Su mirada
pesaba como el plomo. Había muchas palabras en el aire.
En una ocasión, Renwick le prometió que haría que se sintiera a salvo.
Dioses, aún deseaba que fuera cierto.
—Está bien —dijo, cabizbaja. Aquello era justo lo que no quería: volver a
quedarse a solas con el rey.
El despacho estaba en penumbra. Solo había dos velas encendidas en la
mesa de Renwick. El monarca se dirigió a la lumbre y abrió la ventana del
hogar. Un brillo rojo y dorado iluminó la estancia.
A Rua se le aceleró el corazón. Había demasiado silencio. Lo único que
veía al cerrar los ojos era la cara de espanto de Renwick al oler su sangre.
Se respiraba el mismo aroma a eléboro y acónita sangrienta. Estaba segura
de que, si lo miraba, vería que sus pupilas estaban igual de dilatadas. Quizá
se envenenase cada noche.
—¿Qué opinas? —le preguntó mientras le pasaba un papel.
Rua miró los tres blasones diferentes que había dibujados.
—¿Vas a modificar el escudo? —murmuró mientras le echaba un vistazo
al folio.
—La serpiente era el símbolo de mi padre. Los guardias que desertaron y
se fueron con Balorn visten el mismo escudo en su armadura —contestó
Renwick—. Toca cambiarlo.
Rua repasó con el dedo cada dibujo.
—Pues sí. Imagina lo desastroso que habría sido que tus soldados se
hubiesen enfrentados a los suyos.
—¿Cuál te gusta más? —preguntó Renwick, lo que la paralizó. No
importaba cuál le gustase más. Rua estaba convencida de que sus consejeros
tendrían una opinión al respecto. Supuso que le preguntaba porque también
pertenecía a la realeza. ¿Cuál escogería si fuera para ella?
—Este —contestó al fin mientras señalaba uno en el que aparecía una
espada atravesando una corona con unas estrellas de fondo—. Transmite
fuerza y no es confuso.
—A mí también me gusta ese —coincidió Renwick, acercándose más a
ella.
Rua le devolvió la hoja y se fue a mirar la estantería. Tenía que guardar
las distancias con él. Su aroma la agobiaba; no sabía decir cuánto veneno de
las brujas había tomado sin mirarlo a los ojos. Y eso sí que no pensaba
hacerlo.
Acarició los lomos de los libros y se detuvo en el que sacó la última vez:
Canciones de primavera de Murreneir. La nota del interior iba dedicada a
Eadwin. Era un nombre atípico. Pensó en él.
Como si le hubieran asestado un puñetazo en el pecho, recordó dónde lo
había oído: aquel día en Vurstyn, Balorn le había dicho a Renwick que era
igual de débil que Eadwin.
Cuando Renwick se aproximó, Rua susurró:
—¿Quién es Eadwin?
La intensidad que rezumó la mirada de Renwick pesaba más que un
peñasco. Rua estaba segura de que la estaba perforando con la mirada
mientras ella apretaba los labios.
Tras respirar hondo para tranquilizarse, Renwick dijo:
—Era mi hermano pequeño.
Era.
Rua se lo había imaginado, pero, aun así, le dolió que se lo confirmase.
La luz del hogar titiló mientras el silencio se prolongaba. Entonces
Renwick dijo:
—Tenía seis años cuando murió. Yo, quince.
Rua se tragó el nudo que se le había formado en la garganta.
—¿Cómo murió?
—Balorn los mató a él y a mi madre —contestó Renwick mientras Rua,
temblorosa, tomaba aire—. Estaban huyendo de mi padre. Balorn… los
detuvo.
—¿Y tú no huías con ellos? —murmuró Rua para que no le temblase la
voz.
—A esas alturas ya se me conocía como el Matabrujas —dijo Renwick
—. No creo que quisieran que los acompañara.
Su confesión hizo que a Rua le diesen ganas de llorar. Su propia madre lo
había abandonado. Sabía lo que se sentía al ser rechazado. Rua también
conocía ese dolor de primera mano, pero el de Renwick le parecía mucho
más atroz.
—Ambos sabemos lo que es perder a un hermano. —Repasaba las letras
del lomo del libro sin dejar de mirarse el dedo, tembloroso.
Renwick le tomó la mano con suavidad. La calidez de su roce la
sobresaltó. Rua rehuyó su contacto. No soportaba que fuera tierno. Estaba
segura de que si aceptaba su ternura se abriría un abismo de tristeza bajo sus
pies y se la tragaría.
—Rua, mírame —susurró Renwick.
Rua desterró la congoja que amenazaba con devorarla y endureció su
corazón con fuego.
—Estoy cansada. Me voy —dijo, y se volvió para marcharse.
—Por favor, espera. —Renwick la tomó de la mejilla.
Al notar su mano en la cara, actuó sin pensar. Se sacó la daga de la
cadera, dio media vuelta y apuntó a su cuello con la punta de su hoja
afilada.
—No estoy de humor para acatar más órdenes hoy, majestad —repuso
Rua con una voz que no reconocía. Era un sonido áspero y cruel. Lo miró a
los ojos. Así sería como lo miraría, así y solo así: a merced de su daga.
Esperaba que abriese mucho los ojos, pero su mirada se tornó más afilada
que la punta de su daga. Resollaba con fuerza y el pecho le subía y bajaba
mientras atravesaba su alma con la mirada.
—Si te hice daño… —empezó.
—Calla —le espetó Rua, clavándole la hoja un poco más hasta casi
penetrarle la piel.
Con la mirada endurecida, Renwick echó la cabeza hacia delante, lo que
hizo que se clavase la daga y le bajase un hilillo de sangre por el cuello.
—No creía que pudiese odiarme más de lo que me odiaba ya —dijo sin
dejar de mirarla a los ojos. Tenía las pupilas tan dilatadas que apenas se
distinguían sus iris verdes.
—No quiero hablar de ese tema. —A Rua le tembló la mano y su
respiración se agitó tanto como la del propio rey.
—No te apartes de mí —le suplicó Renwick con los ojos entornados
mientras se hundía más la hoja.
Más sangre manó de su cuello, por lo que Rua acabó cediendo y
enfundando la daga.
Fue hasta su mesa y observó el frasquito vacío que había encima.
Renwick no podía sentir el dolor del acero, no mientras estuviese bajo los
efectos de pociones tóxicas. Se estaba haciendo aún más daño que ella. Eso
la enfadó más que nunca. La vida de Renwick había sido muchísimo más
dura que la suya y era ella la débil. Se negaba a seguir siéndolo.
Furiosa, aplastó el frasco vacío con la mano. Este se hizo añicos bajo su
palma desnuda.
—¡Rua! —bramó Renwick, corriendo hasta ella.
Rua levantó la mano y se sacó un trozo de cristal. Se le formó una
mancha de sangre que le bajó por el costado. Gotitas de sangre cayeron
como gotas de lluvia sobre el escritorio.
—Yo sí siento el dolor. —Le enseñó la palma ensangrentada.
Renwick entornó los ojos. El olor de su sangre hizo que se encogiese y
retrocediese como la noche anterior.
Le agarró la mano, presionó el corte y se la levantó para detener la
hemorragia.
—¿Por qué lo has hecho? —gruñó mientras estudiaba su expresión.
—Al volver de Vurstyn, en mi tienda…, me pediste que me quedara —le
recordó Rua—. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?
A Renwick se le despejó la mirada; ya se apreciaban sus brillantes
círculos esmeralda. Rua aplacaba los efectos del veneno como él aplacaba
la presión que ejercía sobre ella la espada.
—Te dije que estaría a tu lado —susurró mientras le apretaba la mano con
el pulgar.
Rua lo miró a los ojos, vivaces y verdes:
—No soy la única que se está desvaneciendo.
Renwick, avergonzado, miró al suelo. Sabía lo perjudicial que era lo que
se estaba haciendo, pero Rua estaba convencida de que le diría que lo tenía
todo controlado.
—¿Por qué lo haces? —inquirió Rua con un deje de desesperación.
Renwick negó con la cabeza y bajó la mano de Rua. Levantó el pulgar
para ver si había parado de sangrar y se la soltó.
—Si te estuvieses ahogando y alguien te lanzase una cuerda, ¿no la
agarrarías? —murmuró mientras se llevaba una mano al corte del cuello, ya
seco—. Solo cuando empiezas a tirar te das cuenta de que no hay nada
unido a ella.
—No te quitará el dolor —se lamentó Rua.
—Pero ayuda —le espetó Renwick.
—¡No ayuda! —le gritó Rua, lo que hizo que la mirase de inmediato—.
Puedes cambiar el escudo mil veces o tallar tantas rosas como te dé la gana
en tu dichoso castillo, pero envenenándote no hallarás paz.
—¿Por qué te molesta? —gruñó Renwick.
—¡Porque sí! —bramó ella.
—¡¿Por qué?! —gritó tan fuerte como ella.
—¡Maldita sea, Renwick, porque me importas! —gruñó entre dientes—.
Es lo que quisiste decirme aquel día en Raevenport, ¿no? Que yo también te
importo.
Renwick asintió e hizo amago de acercarse a ella, pero Rua volvió a
alejarse y guardar las distancias. Se le fueron los ojos a la estantería. Al
libro que su madre le regaló a su hermano pequeño. Tantos libros de
familias hace tiempo extintas. Muchos de sus seres queridos yacían bajo
tierra para siempre.
—No deberías importarme —dijo trabándose mientras se giraba para irse.
Renwick no la siguió.
Mientras cruzaba el pasillo, oyó un estruendo muy fuerte a su espalda.
Daba la impresión de que una bestia estaba destrozando el despacho del rey.
Una parte de ella deseó consolar a aquella bestia. La misma, como bien
sabía, que vivía también en su interior. Pero ni se detuvo ni se volvió.
Renwick necesitaba recordar lo que era sentir algo. Ambos lo necesitaban.
Capítulo Diecinueve
T
ras semanas sumidos en un silencio sombrío, llegó el día en que
debían partir a la corte de la Alta Montaña. El ligero vaivén del trineo
hizo que Aneryn dejase de dar cabezadas y se apoyase en el hombro de
Rua. La suave cadencia de la respiración de la bruja azul se mezclaba con
los débiles ronquidos de los mellizos Águila, delante de ella.
Aneryn se había hecho un hueco en el trineo de Rua y los mellizos para el
viaje al sur. La bruja insistió en que no quería desperdiciar un trineo, pero
Rua sabía que su amiga no deseaba estar sola, y menos después de que la
atacasen en Vurstyn. Sus heridas ya habían sanado, aunque, al ser bruja,
habían tardado mucho más. Nadie osaría tocarle un pelo mientras estuviese
sentada junto a la Hoja Inmortal y frente a los mellizos Águila. De ahí que
fuesen juntos los cuatro.
Se dirigían a Yexshire para unirse a los festejos en honor al solsticio de
invierno. Era la primera vez que Rua iba a casa.
A casa. Aún se le antojaba una palabra vacía. Se había imaginado cómo
estaría todo al llegar, pero sabía que no tendría el mismo aspecto.
Se asomó a la ventanilla empañada mientras los demás dormían. Tenía
que limpiarla constantemente con la mano para que dejase de llenarse de
vaho. Se habían despojado de las capas al instante; el calor que irradiaban
sus cuerpos en ese espacio tan reducido bastaba para mantenerlos calientes.
Atravesaron bosques de hoja perenne y pequeñas aldeas teñidas de
blanco. Vigilaba la línea de árboles por si en algún momento venían
corriendo suraash a atacarlos. No dejaba de preguntarse si verían más
cadáveres clavados en árboles.
—Ahí fuera no hay nada —murmuró Aneryn con la cabeza aún sobre su
hombro.
Rua miró de soslayo a su adormilada amiga. La bruja azul volvía a estar
vivaz y alegre. Llevaba un traje color crema con un bordado plateado en la
parte delantera y se había trenzado su media melena.
Rua llevaba guardando distancias con Renwick desde la noche posterior a
la luna de la cosecha. Era mucha presión; demasiada. En su lugar, se volcó
en cuidar de Aneryn y pasaba el rato en la zona de las brujas.
El resto del campamento o era un muermo o estaba atestado de soldados y
fae petulantes, y no quería juntarse ni con unos ni con otros…, y menos con
un fae petulante en concreto. Casi todos los días se sorprendía atravesando
los sinuosos senderos que conducían al otro extremo del campamento. Los
mellizos Águila la habían dejado a su aire. A menudo se marchaban juntos a
entrenar para prepararse para la próxima vez que tuvieran que enfrentarse a
Balorn. Rua aún se echaba a temblar al pensar en él.
—Sigo pensando que dejar Lyrei Basin desprotegida es mala idea —le
susurró a Aneryn pese a saber que no despertaría a los Águila.
—Se han quedado casi todos los guardias y brujas. La cuenca es uno de
los lugares más protegidos de la corte Norte —la tranquilizó Aneryn con
voz lejana, como si el sueño volviese a apoderarse de ella.
—Aún no hemos derrotado a Balorn…
—No he visto nada, Rua. Y Baba Airu tampoco —le confirmó Aneryn
mientras se arrimaba más a su cuello—. En la última visión que he tenido,
Balorn no estaba en Valtene.
Rua pensó en el territorio en litigio que se hallaba en la frontera con el
Oeste. ¿Tanto se estaba desviando hacia esa dirección? ¿Iba a abandonar la
corte Norte? ¿Estaba huyendo?
—¿Sa…?
—Sí, la corte Oeste sabe que está ahí —murmuró Aneryn, suspirando con
pesadez.
Rua rechinó los dientes. No soportaba que Aneryn hiciese aquello:
adivinar sus preguntas antes de que las formulase. No tenía claro si era que
la bruja azul lo vaticinaba o que ya la conocía como la palma de su mano.
—¿Y la reina Thorne no va a enviar soldados a Valtene? —inquirió Rua.
La reina de la corte Oeste siempre había sido muy indulgente con los
Vostemur. Había permitido que los cazadores de brujas camparan a sus
anchas por su corte. No era de extrañar que la hermana de Rua hubiera
tenido que permanecer bien oculta en las tabernas rurales del Oeste.
—La reina entregó Valtene a Vostemur durante el equinoccio de otoño —
le informó Aneryn.
Cierto. Bri le había contado a Rua que arrojaron cabezas cortadas en
pleno baile de la corte Este: una advertencia al rey Norwood de que no
fuera tan necio como la reina Thorne o su gente también moriría. Remy
estuvo allí aquella noche, disfrazada de humana…, pero todos pensaban que
era una bruja. Las brujas y los humanos parecían iguales; solo los que
percibían la magia los diferenciaban. Dado que Remy y Rua poseían magia
de bruja roja y magia feérica, era lógico que diesen por hecho que era una
bruja.
Qué horrible, pensó Rua, ir disfrazada de una persona a la que se estaba
dando caza. Lo único peor era ser quienes eran de verdad: las herederas al
trono de la corte de la Alta Montaña. Qué decisión más espantosa: ocultarse
como bruja o esconderse como fae de la Alta Montaña. Rua no necesitaba
usar el glamur para ocultarse en las montañas próximas a Yexshire. A duras
penas lo conservó cuando las capturaron los soldados norteños y las
llevaron a Drunehan. Baba Morganna le rogó que no se quitase el glamur.
Utilísimo, vamos. Estuvo a escasos segundos de ser decapitada como una
bruja roja anónima en vez de como la princesa de la corte de la Alta
Montaña. Lo mismo daba. A la muerte le traía sin cuidado su título. Vendría
a llevársela de todas formas.
Solo hacía un par de meses de aquello. Parecía que hacía un siglo que
empuñó la Hoja Inmortal por primera vez.
—Renwick debería quedarse aquí con su gente —dijo Rua. No estaba
segura de que Aneryn fuera a responder.
—Sus nuevos aliados lo han invitado a su boda —murmuró Aneryn con
voz soñolienta. Seguía despierta.
Rua casi había olvidado el enlace. Remy y su destinado se casarían en el
solsticio de invierno. El baile posterior no solo celebraría el regreso del sol,
sino el suyo, el de los soberanos de la corte. Acudirían dignatarios de todas
las cortes. Sería la primera vez que Rua ejercería de princesa. Sabía que
muchas miradas recaerían sobre ella. Tendría que demostrarles que merecía
portar la Hoja Inmortal.
Cuando se adentrase en ese mundo, no podría ocultar lo vivido en
Yexshire. Las brujas rojas que la criaron asistirían. Solo de pensarlo se le
caía el alma a los pies. No quería verlas, ni a ellas ni a Remy. Rememoró su
primera y última interacción. El abrazo que se dieron fue muy violento. Con
Raffiel tampoco había ido mejor la cosa. No sabía hablar con ellos como si
fuesen una familia; eran desconocidos. De hecho, ¿cómo se hablaban las
familias?
El trineo paró de pronto y Aneryn se despegó del hombro de Rua.
La bruja azul bostezó y dijo:
—Ya hemos llegado.
La noche estaba al caer, pues el día más corto del año se aproximaba. Se
habían marchado por la mañana a oscuras y llegaban a oscuras también.
Había semanas en que el sol no brillaba ni un poquito en la corte Norte. No
se había dado cuenta de lo diferente que era de Yexshire, donde todos los
días hacía sol, incluso en pleno invierno. Rua prefería la oscuridad del
Norte.
Los mellizos Águila abrieron los ojos a la vez. Se incorporaron. Talhan
torció el cuello y Bri movió los hombros. Ya está. Ya estaban listos para lo
que les echasen. Rua los miró haciendo un mohín. ¿Cómo lo hacían?
¿Cómo se quedaban dormidos tan deprisa y estaban listos para pelear nada
más abrir los ojos? No estaba segura de que fuese todo gracias a su
entrenamiento. Los mellizos Águila estaban hechos de esa pasta. Eran
depredadores por naturaleza. No a lo víbora, como Hennen y Balorn, sino
sigilosos como aves rapaces, como Ehiris. Bri llamaba bastante la atención
de por sí, pero, ahora que la acompañaba Talhan, Rua no podía despegar los
ojos de los fascinantes rasgos de ambos.
Oyó a lord Omerin fuera del trineo:
—Majestad.
Rua abrió la puerta del vehículo y pisó la nieve en polvo. Aneryn la
siguió, por lo que una nueva capa de nieve le cubrió las botas. Cuando los
Águila se apearon por la puerta contraria, contemplaron el castillo de
Brufdoran. Parecía haber pasado un siglo desde que habían ido de visita.
Rua recordó la horrible pesadilla que tuvo mientras dormía en aquel
castillo. Rezó para no volver a tenerla esa noche.
Renwick y Thador permanecieron en la entrada abovedada. Esta vez lord
Omerin no salió solo a recibirlos. Su hija y su nieto lo acompañaban con sus
capas a juego ribeteadas de piel. El muchacho observó a los viajeros que se
congregaban hasta que dio con Rua.
—¡Alteza! —exclamó lord Fredrik, entusiasmado.
—Lord Fredrik —dijo Rua con una amplia sonrisa—. Habéis crecido
mucho desde la última vez que os vi.
Fredrik sacó pecho. Su madre, lady Mallen, le dio un ligero apretón en el
hombro.
—¿Hoy sí que cenaréis con nosotros? —le preguntó Rua mientras
enarcaba una ceja con complicidad.
El chiquillo miró a su abuelo.
—¿Puedo?
Lord Omerin sonrió con cariño a su nieto:
—Eso pregúntaselo al rey.
Rua miró fugazmente a Renwick. Llevaba semanas sin juntarse con él.
Tenía un aspecto espantoso: estaba pálido, tenía ojeras y su atuendo, por lo
general impecable, estaba arrugado. Rua se preguntó si habría dejado de
tomar veneno para dormir. Resultaba evidente que era una lucha más ardua
de lo que había esperado Renwick. Ni siquiera toda una vida ensayando
cómo disimular el dolor había evitado esa vez que hiciera mella en su
apariencia.
Renwick no le quitaba ojo al chico, a la espera de que le contestase.
Cualquiera habría pensado que se había quedado cavilando, pero Rua sabía
—¡sabía!— que lo que rezumaba su rostro era dolor. Esa vez tuvo claro qué
veía al mirar a Fredrik: a Eadwin.
Dioses, y pensar que Rua lo había chinchado por aquello… Se había
burlado de él diciendo que le daban miedo los niños. Pero seguramente el
muchacho norteño se parecería a su hermano. Un dolor ardiente le retorció
las entrañas. Había añadido sal a sus heridas sin ser consciente siquiera.
—Ya lo hemos hablado —intervino Rua para salvar a Renwick, cuyo
silencio se estaba alargando demasiado—. Y nos encantaría que nos
acompañarais. —Rua agarró a Aneryn del brazo y agregó—: Y que además
les hicierais sitio a Aneryn y a los Águila.
Lady Mallen miró boquiabierta a Aneryn:
—¿A una bruja?
Al ver que Aneryn se miraba los pies, Rua estrechó más fuerte a su
amiga.
—Sí, a una bruja —le espetó Rua—. ¿No acostumbráis a cenar con
brujas?
—Por los dioses, no. —Lady Mallen rompió a reír, pero la mirada
fulminante que le echó Rua le cortó la risa—. Digo…
—Los tiempos están cambiando muy rápido, alteza —intervino Omerin
—. Para bien, desde luego. Nos estamos dando prisa en adaptarnos.
Desdeñosa, Rua miró a Mallen de arriba abajo.
—Ya lo veo. —Se volvió hacia Fredrik tras suavizar el gesto y le guiñó
un ojo rápidamente—. Nos vemos para cenar. —Rezó para que el mundo
cambiase lo bastante deprisa para que no se contagiase de los prejuicios de
sus mayores. Al mirar su sonrisa radiante, Rua deseó que nunca se sintiera
como ella por dentro.
Rua y Aneryn subieron los peldaños de la gélida escalera que conducía a
la puerta principal sin esperar a que Omerin las invitase a pasar.
Mientras los Águila subían tras ellas, Omerin, entre risas, le dijo a
Renwick:
—No os aburriréis con ella.
—En absoluto —repuso Renwick con una voz baja y vacía carente de
alegría.
Aneryn le dio un golpecito a Rua con el hombro y le susurró:
—Has estado sensacional.
—No me ha gustado cómo te miraba. —Rua se encogió de hombros y
echó una ojeada a la suntuosa habitación, desde los cuadros al óleo hasta las
arañas de luces doradas. Aquellos fae no habían pasado ni hambre ni miedo
ni inquietud.
—Estoy acostumbrada a que me miren así —murmuró Aneryn—, pero,
Madre Luna, qué divertido ha sido ver cómo le bajabas los humos a lady
Mallen.
Rua sonrió a su amiga mientras subían al segundo piso del castillo de
Brufdoran por la escalera de caracol.
—Supongo que no he gozado del todo de las ventajas de pertenecer a la
realeza. —Rua sonrió de oreja a oreja. Le traían sin cuidado la decoración
ostentosa y los ropajes exquisitos, pero poder decir lo que pensaba con total
impunidad era un auténtico lujo.
Se disponían a subir el último escalón cuando Aneryn ahogó un grito.
Rua la miró al instante. Sus manos y sus ojos desprendían un brillo tenue
color zafiro. Estaba teniendo una visión.
—¿Qué pasa? —le susurró mientras a Aneryn se le apagaba el brillo de
los ojos.
—No he visto nada. Había un montón de nubes violetas. Pero parecía…
—Aneryn no tuvo ocasión de continuar, pues apareció un guardia fae arriba,
en la entrada.
—¡Mi señor! —exclamó mientras se acercaba a lord Omerin—. Llaman
por el fuego feérico.
Rua se puso rígida. A juzgar por el semblante del guardia, no era una
llamada amistosa.
—¿Quién es? —preguntó.
Fue Aneryn quien contestó:
—Balorn.
Lord Omerin los condujo por los pasillos del castillo hasta la puerta verde
del tercer piso, la misma habitación en la que Rua había hablado con Remy
hacía tantas semanas. Nadie medió palabra cuando Omerin se inclinó y
señaló la puerta. Renwick entró en tromba. Aneryn y Thador se quedaron en
el umbral, como si soliesen esperar a que su rey acabase de comunicarse
mediante fuegos feéricos. Los mellizos Águila no lo dudaron ni un segundo
y entraron como una flecha detrás de Rua.
Ninguno se sentó en los asientos elegantemente tapizados que había
alrededor del hogar. Miraban las llamas como preparándose para que una
bestia emergiera de ellas.
—¿Qué quieres, Balorn? —dijo Renwick con los dientes apretados.
—De ti nada, Matabrujas. Eres un traidor a la corona. —La suave voz de
Balorn resonaba en la lumbre. El mero sonido hacía que a Rua se le
pusieran los vellos de punta—. Deseo hablar con el verdadero poder del
Norte. ¿Está ahí?
Renwick le hizo un gesto a Rua para que no hablase. Esta puso los ojos
en blanco. Era la mayor interacción que habían tenido en semanas.
—Tu silencio es ensordecedor. —Balorn se carcajeó—. ¿Qué tal lo estás
pasando, mi querida Ruadora?
Rua se tensó de los pies a la cabeza al oír su tono coqueto y dulce. Quiso
preguntarle qué quería de ella, pero supo que no le gustaría la respuesta. La
asaltaron recuerdos de la pesadilla que tuvo hace unas semanas. Aún notaba
que la besaba y la emoción que la recorrió. Pese a haber sido un sueño, le
pareció muy real.
Cambió de estrategia:
—¿Qué haces en la corte Oeste?
—Vuestras brujas son buenas —contestó Balorn—, pero no tanto como
las mías. No tienes nada de lo que preocuparte, querida, solo estoy visitando
a unas viejas amigas.
Los Águila se miraron al instante, comunicándose con sus ojos dorados.
Renwick también observaba a los mellizos. ¿Tendrían algún vínculo con el
Oeste que Rua ignoraba?
—¿Qué amigas? —inquirió Rua—. ¿Tienen el Cristal de las Brujas?
—Te lo diré cuando nos veamos en persona, encanto. Ya sabes dónde
encontrarme. —Y añadió con la voz baja y dulce propia de los amantes—:
Ven a verme y hablamos.
Renwick apretó los puños a los costados, pero no se giró hacia Rua.
—Con mucho gusto no volvería a verte nunca, Balorn. Aunque me temo
que será inevitable —gruñó la princesa, que se obligó a infundir fuerza a su
voz para añadir—: Alguien tiene que atravesarte el pecho.
—No pierdas esa chispa, Rua. —Balorn se rio complacido, como si Rua
fuese una rareza con la que disfrutase—. Te vendrá bien cuando estemos
juntos.
—Nunca estaremos juntos —le espetó Rua.
—¿Qué otro podría dominarte? ¿Eh? —La presuntuosidad de Balorn se
oía desde la frontera con la corte Oeste—. ¿Quién aceptaría la oscuridad
que anida en tu interior?
Sus palabras se clavaron en ella y la dejaron sin aire. La embarazosa
mancha de vergüenza le enrojeció el cuello y las mejillas. Deseó que se
abriese el suelo y se la tragase entera. Al menos los Águila y Renwick
tuvieron la sensatez de no mirarla. Pero, aun así, sintió que estaban
pendientes de ella. Era consciente de que ellos también notaban la oscuridad
de la que hablaba Balorn. Pero oírlo en voz alta… que expusiera sus
flaquezas ante ellos… hacía que quisiera estallar. Pero, si reventaba, le
confirmaría a Balorn todo aquello de lo que la acusaba. No desataría su
oscuridad, no. La guardaría en el agujero de sus entrañas, bien al fondo. No
sabía cómo se había originado aquel abismo. Todos los que la rodeaban
habían vivido experiencias horribles, situaciones peores, pero todos salían
adelante. Ni siquiera la dependencia de Renwick a las pócimas para el dolor
se le aproximaba. Él lograba hablar con su tío con cierto aplomo, pese a que
Balorn había asesinado a su madre y su hermano. ¿Cómo podía mostrarse
tan estoico?
Rua apretaba tanto la mandíbula que estuvo segura de que se había
partido un diente. Tenía que salir de ahí. El ambiente estaba muy caldeado.
Necesitaba el frescor de la nieve.
Cuando habló Renwick, su miedo menguó. Su voz calmaba el torrente de
su interior.
—El Norte ya no te pertenece, Balorn. Ahora las brujas son libres aquí.
Nacerá un nuevo día.
—Míralo, dándoselas de rey. —Balorn chasqueó la lengua—. Eres
demasiado débil para gobernar el Norte, sobrino. Te arrepentirás de haber
liberado a las brujas azules. Nada les impedirá arrasar con tu corte.
—Es de ti de quien desean vengarse, no de mí —replicó Renwick con voz
firme y decidida.
—¿Acaso no eres un Vostemur? ¿Acaso no eres fae? —inquirió Balorn—.
¿Crees que se contentarán con que las gobierne alguien que no sea bruja?
Renwick reaccionó como si algo de lo que le hubiera dicho su tío lo
hubiera asustado.
—Ya no es asunto tuyo quién gobierne el Norte, Balorn. Ríndete ante
Renwick mientras puedas —acabó diciendo Bri.
—Ah, pero si es Briata Catullus, la mayor decepción de la corte Oeste —
dijo Balorn—. ¿Está el tonto de tu hermano contigo?
Rua miró ceñuda a los Águila. ¿De qué decepción hablaba? Bri miró a
Rua y negó con la cabeza.
—Luego —le dijo solo con los labios.
—Aquí estoy —declaró Talhan.
—Qué pandilla más variopinta. —Balorn rio con aspereza—. Un traidor
norteño, dos guerreros desterrados y una princesa de la Alta Montaña con
una espada mágica. Dioses, seguro que es el inicio de una canción de
taberna.
—Si el Oeste te acoge, bien —dijo Renwick, furioso. Con cada frase
gruñía más alto—. No te daré caza pasadas nuestras fronteras. Pero
mantente alejado del Norte.
—No sois más que críos —se mofó Balorn—. Os creéis muy especiales
por estar ligados a la corte de la Alta Montaña, ¿verdad? Creéis que
instauraréis un nuevo régimen en Okrith, pero no tenéis ni idea. Esperad
unas cuantas décadas más y veréis cómo se truncan vuestras esperanzas.
Entonces os daréis cuenta de que así es como debe ser el mundo.
—¿Crees que albergamos esperanza? —inquirió Rua, incrédula. Los
Águila rieron igual y a Renwick le dio un tic en la mejilla—. Ya no te
corresponde a ti decidir qué necesita el mundo, Balorn.
De pronto cayó en la cuenta de que le correspondía a ella. Eso era lo que
intentaba decirle Baba Airu: que tenía asegurado un puesto decisivo, le
gustase o no. Podía negarse a cumplir con su obligación o considerarla una
carga, pero los que se peleaban por el poder no serían quienes lo
ostentarían. Pensó en Remy. Al principio su hermana no quería ser reina,
pero acabó aceptando la corona. Era preferible que le costase asumir su
decisión a que la desease con ansia. Esa duda haría que meditase más sus
elecciones. A diferencia de la gente como Balorn, ella no daría su poder por
sentado. Balorn había nacido con todos los privilegios: era como esperaba
vivir.
—No te debemos nada —insistió Rua, lo que hizo que Renwick la mirase
—. El mundo ha evolucionado sin ti.
—Hablas con mucha seguridad para ser tan joven —dijo Balorn—. Serás
una reina magnífica, Ruadora. Tu sitio está conmigo.
Renwick gruñó por lo bajo.
—Mi sitio no está con nadie. —Al mirar a Renwick a los ojos, Rua
recordó lo que le dijo en la tienda del monarca: «No puedes importarme».
—Consideradlo, princesa —porfió Balorn, lo que interrumpió la tormenta
que se estaba gestando entre sus miradas—. Pensad en lo que podríamos ser
juntos.
Rua se giró hacia el hogar y tembló al ver cómo las llamas dejaban de ser
verdes y el fuego volvía a la normalidad.
Se hizo un silencio sepulcral en la estancia. Entonces oyó que Talhan le
susurraba a Bri:
—¿Ha llamado solo para seducirla?
Bri le dio un codazo a su hermano:
—Ha llamado para sembrar la desconfianza en nuestras mentes.
—Exacto. ¿Cómo es que no me has contado que eres «la mayor
decepción de la corte Oeste»? —preguntó Rua mientras se cruzaba de
brazos—. ¿A qué ha venido eso?
Bri hizo una mueca y miró el exquisito cuadro de flores que había en la
pared.
—Aquí no. —Negó con la cabeza—. Espera a que estemos en Yexshire y
te lo cuento. Te lo prometo.
—¿A qué amigas se refería? —preguntó Renwick a los Águila en tono
cortante—. ¿Con quién va a reunirse?
—Ni idea, pero sé quiénes podrían ser —replicó Bri, mirando de soslayo
a su mellizo—. Delta Thorne asistirá a la ceremonia que se celebrará en
Yexshire.
Dio la impresión de que Renwick sabía quién era, pero Rua no tenía ni
idea. Thorne era el apellido de la reina del Oeste, pero era la primera vez
que oía el nombre de Delta. Lo cual volvió a recordarle que esos tres se
conocían de toda la vida. Conocían a los fae importantes de todas las cortes.
—¿Quién es? —preguntó Rua con un deje de exasperación.
—La sobrina de la reina del Oeste. La guardia real de la princesa del
Oeste —explicó Bri, clavando sus ojos dorados en Rua—. Asistirá a la boda
en calidad de representante del Oeste.
—¿No viene Abalina? —Renwick frunció los labios. Rua había oído
hablar de Abalina Thorne, la única hija de la reina de la corte Oeste—.
¿Piensan desvincularse de la corte de la Alta Montaña?
—No lo sé —contestó Bri—. Pero hay que averiguarlo. Si la reina Thorne
va a permitir que Balorn cruce sus fronteras con total impunidad, tenemos
un problema.
—No hizo nada contra los cazadores de brujas de tu padre —le dijo
Talhan a Renwick—. ¿Qué os hace pensar que se va a poner firme ahora?
—Lo averiguaremos cuando vayamos a Yexshire. —Renwick ladeó la
cabeza—. Habrá embajadores de todas las cortes.
Talhan miró al techo y gimoteó.
—¿Por qué una boda real no puede ser solo una boda? ¿Por qué siempre
tiene que ser un asunto político?
Bri le dio un puñetazo en el brazo a su hermano:
—Tienes que ganarte la cerveza y la música, Tal.
Rua sabía que eso sería lo que pasaría cuando asistiese a los festejos en
honor al solsticio de invierno que se celebrarían en Yexshire. La diplomacia
de su nueva corte le importaba demasiado como para fastidiarla. Balorn
seguía suelto. Necesitaban aliados de las cortes asentadas, pues contaban
con recursos y ejércitos. A Rua se le hundieron los hombros al pensar en la
cantidad de obligaciones que tendría al llegar a Yexshire. Bri se rio por lo
bajo.
—Los dos, en realidad. —Bri puso los ojos en blanco—. Irá bien. Solo
tendréis que hablar con unas cuantas personas.
Talhan se fijó en la espada que llevaba Rua ceñida a la cadera.
—Quién iba a decir que empuñar una espada sería lo fácil, ¿eh? —Le
guiñó un ojo a Rua—. Tendríamos que haberte preparado para conversar
con los fae ilustres y ricos.
Rua refunfuñó y descruzó los brazos.
—Va, a cenar —dijo Bri mientras conducía a Talhan a la puerta.
Rua miró de reojo a Renwick. El rey del Norte miraba las llamas
fijamente. Por un instante, Rua había olvidado los comentarios agoreros que
había hecho Balorn. La preparación cortesana la había distraído.
—Ahora voy —le dijo a Bri con voz queda. Los mellizos Águila se
miraron con complicidad y se fueron.
En el largo silencio que siguió, Rua se dedicó a contemplar su figura en
penumbra. Entonces, Renwick abrió los puños.
—¿Estás bien? —le preguntó Rua. La estancia estaba tan silenciosa que
dio la sensación de que gritaba.
Renwick no se volvió:
—Lo intento.
Rua se miró la palma con la que había aplastado el frasquito de veneno
vacío. No le había quedado marca. Su magia feérica la había curado del
todo en una semana. Le había dicho a Renwick que le importaba y, al
momento, había agregado que ojalá no fuera así.
Cuanta más distancia guardaba con él, más la atraía. Quizá Yexshire fuera
la distracción perfecta para ella. Estarían tan ocupados que no podrían estar
juntos. Así tendría tiempo de averiguar qué sentían el uno por el otro.
Pensó en lo que había dicho Balorn de la oscuridad. Quizá estuviera
demasiado traumatizada incluso para el rey del Norte. Quizá su oscuridad
fuera mucho más profunda que la de Renwick. ¿Quién era ella para instarle
a que dejase lo único que impedía que se ahogase con ella? Negó con la
cabeza y se fue.
L
os carruajes iban dando tumbos por los caminos helados y
resbaladizos. El trayecto desde el Norte no estaba cuidado. Rua se
preguntó si sería una estocada contra la corte Norte y si habrían despejado
los senderos que conducían a las demás cortes. Tras cambiar los trineos por
vehículos con ruedas en Drunehan, el viaje se había tornado más incómodo
y errático. Estaba deseando bajar del carruaje, pero, a su vez, temía lo que la
aguardaba más adelante.
—¡Dioses, mirad! —Talhan limpió con la mano la ventanilla empañada.
Rua lo imitó en su lado.
Se vislumbraban edificios a lo lejos. Los primeros parecían deteriorados:
los techos habían cedido y montículos de nieve gigantes cubrían las
escaleras de entrada. Pero más adelante vio que salía humo de una
chimenea. Y de otra. Conforme se acercaban, vio tejados de paja
nuevecitos, puertas pintadas y ventanas reparadas. Señales de vida. Yexshire
estaba viva.
Los caminos que atravesaban la ciudad estaban limpios y despejados. El
sol brillaba por encima de los tejados, cubiertos de nieve fresca. La gente se
asomaba a las ventanas y las entradas de sus casas para ver el carruaje
pasar. Unos cuantos valientes habían salido a la plaza mayor y la saludaban
arrebujados en sus capas.
Una patada en la espinilla hizo que Rua se volviera de inmediato hacia
Bri.
—¿Qué pasa?
—Saluda —le dijo Bri alzando las cejas, como si fuera obvio.
Talhan y Aneryn ya estaban saludando desde el otro lado del carruaje.
—Si ni os conocen. —Rua se obligó a sonreír mientras saludaba a sus
admiradores.
—A la gente le encanta que la saluden —dijo Aneryn—. A los norteños
les encantaba que los saludase aunque no fuera más que una bruja.
—Eres mucho más que eso. —Rua arrugó el ceño, pero siguió saludando.
La zona comercial principal acababa de resurgir. De las ventanas
empapeladas colgaban carteles pintados. La ciudad estaba habitada por
mercaderes y comerciantes. Rua leía los títulos mientras saludaba a la gente
de la calle. Sus apellidos eran oriundos de todas las cortes, a juego con el
batiburrillo de rostros que la saludaban.
Había brujas entre la multitud, aunque no las reconoció. Como Baba
Airu, llevaban su bolsa de los tótems al cuello. Ya no temían revelar que
poseían magia. No le extrañaba que las brujas hubieran abandonado sus
hogares para ir a Yexshire. Los catorce últimos años no habían beneficiado
a ninguna, independientemente de su aquelarre. Las rojas habían sido
masacradas, y las de la corte Norte, esclavizadas, pero las demás también
vivían con miedo. A lo largo de los años, habían traficado con muchas y las
habían vendido al Norte. Asesinaron a más todavía para obtener la
recompensa que ofrecían por las cabezas de las brujas rojas. Era lógico que,
después de todos esos años, se mudasen a una ciudad cuyos soberanos las
apreciaban.
Yexshire era un auténtico crisol de culturas. Había tiendas de todos los
rincones de Okrith: restaurantes y locales de comida de la lejana corte Sur,
la exquisita carpintería de la corte Este y la cerámica y las farmacias de las
brujas marrones del Oeste. Yexshire era la ciudad que lo reunía todo.
Contuvo las lágrimas que le humedecían los ojos a la vez que un nudo le
oprimía el pecho. Aquello era especial.
La multitud aumentaba conforme se acercaban al castillo. Más gente se
afanaba por acudir a la calle principal a saludarla.
—Se me cansa el brazo —protestó.
Bri ladeó la cabeza hacia ella.—Te pasas horas entrenando con esa espada
que pesa un quintal, pero a la señorita le duele mover la muñeca.
—¡El castillo! —exclamó Aneryn.
Rua pegó más la cara al cristal y observó el sinuoso sendero que se
adentraba en las montañas. En una cornisa labrada en la ladera se erguía el
castillo de Yexshire. Se le desencajó la mandíbula. Era gigantesco.
—Por todos los dioses. ¿Cómo lo han construido tan rápido? —Miró
boquiabierta la monstruosidad que se dibujaba en el horizonte.
No era exactamente igual que el castillo anterior, el que Rua había visto
en su librito, pero tenía muchos guiños al diseño original. Algunas de las
rocas negras que se habían empleado para construir los cimientos parecían
originales, pero aquel castillo era mucho más grandioso. El de sus padres se
asemejaba a un fuerte, pero aquel parecía sacado de un cuento de hadas.
Doce torres cuadradas y enormes lo rodeaban. Eran el doble de altas que
los muros y estaban conectadas por puentes elevados de piedra oscura. Unas
imponentes ventanas ornamentadas daban a la ciudad de abajo. El tenue
brillo de la lumbre se reflejaba en ellas.
Una entrada majestuosa compuesta por portones de metal dividía la calle
en dos. Al fondo, un camino de antorchas encendidas conducía al pabellón
que se hallaba ante la magnífica puerta de madera.
Los potentes rayos del sol cegaron a Rua, que tuvo que entornar los ojos.
Veía referencias a cada una de las cortes en el diseño del castillo. Las
almenas de la crestería emulaban las fortificaciones de la corte Oeste. Al
mirar la celosía de las arcadas, supo que al llegar la primavera estarían
llenas de flores trepadoras, en alusión a la corte Norte. Los intrincados
grabados de la entrada de madera rendían homenaje a la corte Este y las
ventanas estaban enmarcadas en oro, al estilo de la corte Sur.
No obstante, los símbolos y los colores de la corte de la Alta Montaña
eran los rasgos más distintivos: desde el paisaje de montañas labradas en los
muros exteriores hasta los banderines rojos que ondeaban al viento. Se
preguntó si las doce torres representarían los picos más altos de las Altas
Montañas, que también eran doce.
Tuvo ganas de detener el tiempo y deleitarse con las vistas. El castillo
reflejaba a la perfección a los habitantes que vivían en la ciudad de abajo:
una hermosa amalgama de las diferentes identidades de Okrith. Era
espectacular. Rua se sintió más extranjera aún que en el Norte.
El carruaje subió a trompicones el camino empinado. Bri y Talhan se
agarraron para no caerse del asiento. Ante el castillo se había congregado
una multitud encabezada por una mujer con negros tirabuzones sueltos y
una corona dorada tachonada de rubíes.
Remy.
Aneryn le tocó el brazo a Rua con cariño.
—Va a salir todo bien —murmuró su amiga.
—¿Lo has visto o me lo dices solo para animarme? —le preguntó Rua
enarcando una ceja.
La bruja azul sonrió abiertamente:
—¿Importa acaso?
—Sí.
Aneryn apretó los labios para no reírse. Rua sabía que, de todas formas, la
bruja azul no se lo diría.
—¡Hale! —gritó Talhan, saltando del carruaje aún en marcha.
El prometido de su hermana era un fae musculoso y alto con ondas una
pizca más claras que las de Rua. Su piel era de un dorado cálido incluso en
pleno invierno. Parecía mayor que la última vez que lo había visto. Se había
dejado barba y vestía un atuendo formal en vez del traje de cuero para
luchar.
Hale se preparó para el impacto con una sonrisa y Talhan se abalanzó
sobre él. La dicha con la que se abrazaron paralizó a Rua. Ella no sabía
actuar así.
Tan solo reconocía unos pocos rostros. Los demás eran desconocidos.
Observaban su carruaje con un entusiasmo y una ilusión tales que le
entraron retortijones. Por un segundo se preguntó si podrían dar media
vuelta, pero ya era tarde.
—Va. —Bri la azuzó con la bota.
Rua se giró de golpe y, furiosa, le dijo:
—Deja. De. Pegarme.
—Ve a saludar a tu hermana. —Y, con una sonrisa, agregó—: Por favor.
Rua se cuadró y sacó pecho a la vez que rechinaba los dientes. Había
llegado el momento de comportarse como una princesa.
Remy sonrió con ternura al ver bajar a Rua del carruaje. Todos la
miraron. Aneryn había intentado convencerla de que se pusiese algo más
formal, pero Rua seguía llevando su traje de lana, sus pantalones de montar
y sus botas hasta la rodilla. Si a Remy le disgustó, no lo demostró.
Rua salvó la distancia que las separaba procurando no resbalar por los
adoquines helados. El aire era tan gélido que despedía vaho por la boca.
Cuando llegó hasta Remy, le hizo una reverencia.
—Majestad —le dijo a su hermana en tono solemne.
Remy la agarró por el hombro y la abrazó. La multitud suspiró al
unísono; hubo gente que hasta aplaudió. Rua correspondió sin emoción a su
gesto y le dio una palmadita rápida en la espalda.
—Qué ilusión que hayas venido —le dijo Remy sin soltarla.
—Vale, me toca —dijo Bri a su espalda.
Rua dio gracias a los dioses de que el Águila hubiese interrumpido su
incómodo abrazo. Remy se volvió hacia la guerrera fae y le dio un buen
achuchón. Parecía que fueran amigas de toda la vida. De nuevo, Rua
recordó con claridad meridiana que Bri era la escolta de su hermana, no la
suya. Bri le era leal a Remy. La boca le supo a hiel. Los demás se tenían los
unos a los otros.
—¿Qué tal el viaje? —le preguntó Remy a su amiga con una sonrisa
radiante.
—Largo —contestó Bri.
Remy miró a Rua, que no tenía ni idea de qué añadir a esa afirmación.
—Y frío —indicó Rua, avergonzada de que la conversación fuese tan
lacónica.
—Pues pasad a calentaros. —Remy sonrió con aire distendido y señaló el
castillo que tenía detrás.
La muchedumbre abrió paso a su reina, que encabezaba la marcha hacia
las puertas de madera gigantes. Rua iba a la zaga. Remy rezumaba
seguridad y calma; hacía que pareciera fácil. ¿Cómo había adquirido dotes
de mando tan deprisa? Se preguntó si sería una farsa o si de verdad Remy
habría asumido el papel de soberana con gusto. Volvió a agradecer a los
dioses que fuera la hermana pequeña y la reconstrucción de la corte no
dependiese de ella.
Le vino un aroma a cítricos de invierno y pintura fresca nada más
atravesar el umbral nevado que conducía al gran salón. La estancia
reverberó conforme entraban en ella. No había muchos muebles, pero los
pocos detalles que le habían agregado le conferían elegancia. A los pies de
las doce columnas de mármol travertino había braseros estrechos cuya luz
amarilla y titilante bailaba en los techos artesonados.
Se dirigieron a la plataforma elevada del otro extremo. Una vidriera en lo
alto, situada de tal modo que incidiese de pleno en el estrado, bañaba con su
fulgor dos tronos de madera de secuoya. Rua advirtió que eran de la misma
altura y envergadura. No era habitual que el soberano reinante otorgase a su
consorte un trono de la misma magnitud. Ambos asientos tenían grabado el
escudo de la corte de la Alta Montaña. La madera tenía detalles de oro
incrustados y los reposabrazos acababan en una constelación de rubíes que
hacían juego con la empuñadura de la Hoja Inmortal.
Rua se dio cuenta de que formaba parte de aquello. De que la espada que
tan poderosamente la llamaba formaba parte de esa corte.
Pisó la alfombra carmesí que iba desde el trono hasta el pie de las
escaleras. Había otro asiento decorado y tapizado de escarlata a la izquierda
de los tronos. Palideció. ¿Era para ella?
Notó que Remy se puso a su lado. Su hermana miraba el mármol blanco y
dorado que cubría los escalones que conducían al estrado. Rua se sonrojó.
Su hermana lo había rescatado del castillo de Drunehan. Observó con más
detenimiento el mármol reluciente, como si aún viese las manchas de
sangre. Sus padres habían muerto sobre ese mármol, y el padre de Renwick,
y la tutora de Remy, y tantos otros.
—No hemos podido recrearlo todo con lo que quedó —dijo Remy—.
Solo las escaleras. La corte Sur ha donado lo demás.
Rua siguió con la mirada la línea de mármol. Si uno se fijaba, veía que el
mármol que no pertenecía a los peldaños era un poco más claro y aquel oro
brillaba más. Nuevo mármol para una nueva reina.
Le daba escalofríos saber que había estado en ese mismo lugar con
anterioridad pese a no recordarlo. Sintió que debía decirle algo a su
hermana, pero no se le ocurría nada. Sus palabras debían ser emotivas y
significativas. No tenía ni idea de cómo interactuaban las hermanas. ¿Se
sentaban a hablar de sus sentimientos sin más?
Al volver a mirar a Remy, vio que su hermana observaba el trono
mientras se mordía el labio, exactamente igual que ella. Rua dejó de
morderse el suyo.
—Saludos, alteza —dijo una voz a su espalda.
Rua se volvió para ver a un fae de cabellos plateados, ojos azul claro y tez
marrón dorado que se inclinaba ante ella.
—Hola, Bern.
Bern, el destinado de su hermano mayor, habría sido rey si Raffiel aún
viviese. Presentaba un aspecto muy similar al de la última vez, pero la luz
de su mirada había menguado, de tal suerte que sus ojos parecían hundidos,
y la sonrisa pilla que solía dibujársele en la cara había desaparecido. Rua no
quería ni imaginarse lo que habría supuesto para él perder a su destinado.
—¿Cómo estás? —le preguntó Bern con los ojos clavados en su espada.
—Ya sabes, librando al Norte del mal y eso —repuso Rua con un tic en la
mejilla.
Bern rio por la nariz:
—Se nota que has estado mucho con Bri.
—¿Y tú? —le preguntó Rua con afectación mientras veía a la gente entrar
en el gran salón detrás de él.
—Entretenido. —Y abarcó la estancia con un gesto.
Rua se fijó en lo altos que eran los techos y comentó:
—No me creo que hayáis construido todo esto en tan poco tiempo.
—Casi todo ha sido gracias a su majestad —repuso Bern, volviendo a
incluir a Remy en la conversación.
El oficio de los cortesanos era un baile. Entablar conversación era el arte
más complejo de todos. Remy se tocó la gema roja que pendía de su cuello
y que brillaba tenuemente: el amuleto de Aelusien. Rua sabía que Remy y
Hale habían encumbrado la Cima Podredumbre para hacerse con el talismán
de la Alta Montaña, pero aún no había oído la historia completa. Sabía que
su hermana se la contaría encantada si se lo pidiese, pero se contuvo.
—Sí, supongo que la magia de bruja roja ayuda una barbaridad —dijo
Rua mientras se frotaba las manos para tenerlas ocupadas.
Remy jugueteaba con el dije y la cadena dorada de la que colgaba.
—Sí, ayuda mucho, pero ha sido el empeño de todo el mundo lo que ha
hecho realidad este sueño.
Era una respuesta muy diplomática. Daba la impresión de que Remy, al
igual que Rua con la Hoja Inmortal, no quería otorgar demasiado
reconocimiento a su talismán.
Rua miró detrás de Bern y vio a Aneryn hablando con un rubio altísimo.
Lo miró ceñuda.
—¿Te acuerdas de Fenrin? —preguntó Remy tras seguir su mirada—.
Ahora es el jefe de las brujas marrones de la corte de la Alta Montaña y uno
de mis consejeros.
—¿Está en tu consejo? —Rua miró fugazmente a Remy y volvió a
centrarse en Aneryn. La bruja azul sonreía mirándose las manos, como si lo
que le hubiera dicho Fenrin la hubiera halagado sobremanera. El brujo
marrón había engordado desde la última vez que lo había visto. Seguía
siendo alto y delgado, pero no tan desgarbado como entonces.
No le gustó la sonrisa tímida que esbozaba Aneryn. ¿De qué estarían
hablando?
—También hay humanos en mi consejo —dijo Remy, lo que volvió a
captar la atención de Rua.
La princesa se esforzó por no poner los ojos en blanco. Qué considerada
su hermana. Estaba a la altura del legado de sus padres y más. Aceptaba a
todo Okrith en su ciudad, en su castillo y hasta en su consejo. La ponía
enferma que fuera tan perfecta. Hacía que se sintiera menos merecedora aún
de formar parte de aquello.
Un cosquilleo la impulsó a mirar el umbral del salón del trono. Se le
aceleró el corazón. Enmarcado por los rayos dorados del sol se hallaba
Renwick, con sus ojos verdes clavados en ella. La joven sintió que la
conexión que se palpaba entre ellos era un hilo de poder viviente. La sala
dejó de existir mientras lo miraba. Llevaba botas de cuero negras y lustrosas
y se había enfundado unos pantalones con bordados plateados en las
costuras exteriores, a juego con la corona que portaba en la cabeza. Rua se
quedó boquiabierta. No era el aro sencillo que solía llevar, no: era una
corona majestuosa con zafiros centelleantes en su base. Era la primera vez
que Rua lo veía de verdad como a un rey.
—Voy a saludarlo —murmuró Remy a su lado. La voz de su hermana
cortó el hilo. Remy debía hablar con él, cierto. Eran los monarcas de dos
cortes de Okrith.
Resistió el impulso de seguirla. Esa atracción innegable no le traería más
que problemas. Se sorprendió, en cambio, dirigiéndose hacia Aneryn.
Se metió en la amistosa conversación que mantenían las dos brujas.
Al verla, a Fenrin se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja.
—Alteza, es un placer conoceros al fin. —Le brillaban los ojos—. Soy…
—Fenrin, ya —lo interrumpió Rua. Le echó una mirada a Aneryn con la
que le aseguraba que luego hablarían de su interacción.
—¿Qué os parece el palacio? —le preguntó Fenrin, quien, tras volverse
hacia Aneryn, añadió—: Ayudé a diseñarlo.
—¿En serio? ¿Qué partes? —inquirió Aneryn con una voz excesivamente
aguda.
Rua negó con la cabeza. Las dos brujas reanudaron la conversación, pero
al menos Rua había conseguido que se moderasen un poco.
Un golpecito en el hombro hizo que se girara. Bri estaba detrás de ella
con un folio en las manos. Se lo tendió.
Estaba escrito con una caligrafía elegante y en yexshirio. Rua podía
leerlo, pero aun así gruñó:
—Por todos los dioses, ¿qué es esto?
—Tu itinerario —contestó Bri con una voz que destilaba sarcasmo.
Estupefacta, articulaba con los labios las palabras que leía: visita al
templo, cumpleaños, oraciones, ensayo, boda, baile, cena, reunión del
consejo. Las dos próximas semanas estaban planeadas al detalle. Se le cayó
el alma a los pies.
Bri le dio un empujoncito en el hombro:
—Vamos a ver si ya han abastecido la bodega.
Rua volvió a mirar a su hermana y a Renwick, que hablaban con cierta
tensión. Sabía por lo quieto que estaba Renwick que el diálogo que
mantenían no era agradable aunque sonriesen con falsedad. La luz del sol
moteaba sus coronas doradas y relucientes.
—¿No prefieres quedarte con tus amigos? —Rua no pretendía parecer
enfadada.
El dorado de los ojos de Bri se había fundido cuando dijo:
—Tú también eres mi amiga. —Rua, incómoda, desplazó el peso de un
pie al otro—. Pero el vino y el licor son mis mejores amigos, así que vamos
a por ellos.
Rua rio entre dientes, se guardó el itinerario en el bolsillo y siguió al
Águila a las entrañas del castillo.
Capítulo Veintiuno
B
ri demostró una habilidad pasmosa para encontrar la bodega, pero no
pudieron esconderse mucho tiempo, pues enseguida requirieron su
presencia en otra actividad. Tenían un horario al que ceñirse. Por la tarde,
antes de cenar, Remy y Rua visitarían el templo de Yexshire. Era la
actividad que menos le apetecía a Rua y se llevaría a cabo justo el día de su
llegada.
Aneryn entrelazó el brazo con el suyo mientras esperaban a que el convoy
estuviese listo. El aire helado disipó el calorcito que le corría por las venas,
fruto del vino.
—Menos mal que tú también vienes —masculló Rua.
—Me parece que piensan que las brujas nos morimos por conocer a las
demás —dijo Aneryn entre risas—. Creo que se esfuerzan demasiado.
Rua resopló:
—Os ven como a iguales, pero no saben nada de vosotras. ¿Cómo van a
entender eso siquiera?
—Me refiero a que tu hermana está empeñada en impresionarte —dijo
Aneryn—. Quiere que estés a gusto aquí.
Las puertas de madera gigantes volvieron a abrirse a su espalda y salió
Remy flanqueada por unos guardias. Hale y Renwick, detrás de ella,
estaban enfrascados en una conversación.
Rua se tensó al ver a Renwick, aún de gala y con la corona puesta. Al
mirarlo, sentía que flotaba, como si fuera a desplomarse en cualquier
momento. ¿Era por la corona o por cómo se comportaba con los demás?
Parecía otro en ese ambiente. Resultaba extraño ver a los demás interactuar
con él, aunque fuese a regañadientes.
—Que os lo paséis bien con las brujas —se despidió Hale, y le dio un
beso en la mejilla a Remy. A Rua no le pasó por alto el movimiento. Se lo
dio como si nada, como si lo hubiera hecho un millón de veces.
—¿Bien? —Renwick miró a Hale enarcando una ceja. Entonces se fijó en
Rua, que casi se desmayó al ver su sonrisita de suficiencia—. Entonces, ¿no
saben cómo fue tu infancia?
—¿Cómo? —Remy miró de inmediato a Rua y después a Renwick.
—No pasa nada —dijo Rua, negando con la cabeza para tranquilizarla.
Sintió la necesidad de apuñalar a Renwick allí mismo por inmiscuirse en
sus asuntos familiares.
—Si crees que no va a ser un viaje agradable —le preguntó Remy al rey
del Norte—, ¿por qué le has pedido a tu bruja azul que nos acompañe?
Por un brevísimo instante, a Rua se le desencajó la mandíbula. Renwick
seguía tieso mirando a su hermana, pero Rua sentía que estaba pendiente de
ella. ¿Habría sido él el que le había pedido a Aneryn que los acompañase?
Por lo visto, sabía lo mucho que despreciaba a las brujas rojas y lo tensa que
era la relación con su hermana. ¿Sabría que estaría mejor con Aneryn?
—Se lo he pedido yo —intervino Aneryn para que Renwick no revelase
sus verdaderas intenciones—. ¿Podemos ir andando? Hace un día precioso.
¡Y qué sol!
A Rua le entraron ganas de besarla.
—Sí, prefiero caminar a ir dando tumbos en el carruaje otra vez —agregó
esta.
Remy miró ceñuda al carruaje que las aguardaba. Era fino y ostentoso.
Daba la impresión de que casi no se había usado.
—Supongo… Pero habrá que acortar el viaje si queremos llegar a tiempo
para la cena. Será justo al anochecer.
Rua apoyó el hombro en Aneryn. Gracias a los dioses que tenía a la bruja
azul.
Mientras contemplaba el valle boscoso y el monolito blanco que
constituía el templo de Yexshire, preguntó:
—¿Nos vamos?
—Bueno, señoritas, que lo paséis bien —les deseó Renwick con voz
calmada, aunque Rua sabía que traslucía sarcasmo. Renwick miró a Hale
mientras los dos machos volvían a la magnífica entrada y le preguntó—:
¿Una partidita?
—Ni se te ocurra —lo interrumpió Remy, mirando a Hale con las cejas
alzadas. Se encogió de hombros y le dijo a Rua—: Es que es malísimo.
Hale salvó la distancia que lo separaba de su prometida y la abrazó por la
cintura.
—¿Es una orden, mi reina? —Le rozó los labios con los suyos mientras
hablaba.
Rua se miró las manos. Iban a casarse. No entendía por qué la sorprendía
tanto. Pero verlos besarse con Renwick ahí delante hizo que le dieran ganas
de desaparecer.
—Sí, es una orden. —Remy besó a Hale por última vez y lo empujó—.
Va, ve a hacer algo útil, que hay que ultimar los detalles de nuestra boda.
Hale la tomó de las mejillas y volvió a besarla. La promesa de su enlace
hacía que se desatara.
—Dioses, estáis tan pesaditos como aquella noche en Ruttmore —se
quejó Renwick—. Aquello de pantomima tenía poco, ¿no?
¿Qué pasó en Ruttmore? Rua apretó los puños a los costados. Hasta su
hermana tenía anécdotas con ellos antes de que los conociera. Rua era la
única que no tenía anécdotas ni recuerdos en común.
Remy y Hale dejaron de besarse y los dos fae regresaron dentro. Los
guardias que esperaban a Remy avanzaron al verla unirse a Aneryn y Rua.
Los soldados no iban tan protegidos como los de la corte Norte, pero
seguramente estarían más calentitos, ya que preferían los trajes de cuero
forrados de piel al frío mordisco del metal. Aun así, parecían mortíferos. A
Rua se le hacía raro que Bri y Talhan no estuvieran ahí. No eran su escolta
oficial, pero se habían comportado como tal durante su estancia en el Norte.
Se preguntó si querrían quedarse en la corte de la Alta Montaña ahora que
se habían reencontrado con Hale.
Remy se fijó en que Rua miraba las puertas cerradas que daban al gran
salón.
—Estarán bien —dijo Remy—. Seguramente irán al estudio y, entre
whisky y whisky, se compadecerán del otro por tener a un canalla por padre.
Rua miró al fin a Remy a los ojos, y lo hizo sonriendo. Gedwin Norwood,
el anterior rey de la corte Este, no era el auténtico padre de Hale, pero lo
había reconocido como su hijo con la esperanza de que el vínculo que lo
unía a Remy reforzase el estatus de su reino en Okrith. Cuando Norwood
dio por hecho que Remy había muerto, estaba deseando librarse de su hijo
en potencia.
—Sí, en eso se parecen: tienen a los padres más canallas de todo Okrith
—convino Rua, riendo por lo bajo.
Observó los afectuosos ojos marrones con motas verdes de su hermana.
Eran los mismos que veía ella en el espejo cada mañana. Era una sensación
extraña. Su cabello y su piel eran algo más claros. No tenía los rizos
perfectos de Remy. Algunos de sus mechones castaños eran ondulados,
mientras que otros se empeñaban en mantenerse lacios. No tenía la
constitución de Remy y era mucho más baja. Pero tenían los mismos ojos.
Los ojos de su madre.
Recordó lo que dijo Gedwin Norwood sobre Remy aquella noche en
Drunehan: que era la viva imagen de Rellia, su madre. Se le formó un nudo
en la garganta al mirar a Remy. Una parte de ella deseó arrojarse a los
brazos de su hermana, pero se contuvo. En su lugar, se tragó el nudo y se
dirigió al monte escarpado y helado que conducía al templo de Yexshire.
Incluso en pleno invierno, un sol de justicia hizo que Rua sudase dentro de
su capa ribeteada de piel. Su elegante traje de cuero y su elaborada túnica
hacían que pareciera más una guardia de la reina que una princesa. Era
consciente de que tendría que transigir en asistir a la boda de Remy, pero
ponerse un vestido para ir a visitar a las brujas era lo último que le apetecía
hacer. Las brujas debían ver lo fiera que se había vuelto. Ahora era la
portadora de la Hoja Inmortal, no su aprendiz.
Rua maldijo el clima soleado y la nieve cada vez más escasa mientras
subían las estribaciones del monte Lyconides. Los montículos de nieve eran
pequeños comparados con los de la corte Norte, pero estaban cubiertos de
hielo y eran extremadamente resbaladizos. Los rayos del sol derretían la
nieve solo para volver a formarse durante la noche, cuando las temperaturas
bajaban drásticamente. La furia del Norte era mejor: el manto de nieve
fresca, el cielo gris oscuro a juego con la melancolía de la estación.
Cuando llegaron al claro que había en mitad del bosque, donde se erguía
la base del imponente templo blanco, tenía la sensación de que el sol de
Yexshire se burlaba de ella.
—Ahí va —susurró Aneryn junto a Rua.
Estiraron el cuello para observar el chapitel que se alzaba sobre ellas. La
suave brisa movía las cintas rojas que colgaban del punto más alto. Rua
apretó la mandíbula al ver las cintas recortadas contra el sol. Incluso en el
campamento de las colinas, las brujas rezaban colgando cintas rojas. Había
perdido la cuenta de la cantidad de veces que se había visto obligada a atar
cintas al poste de las plegarias temporal que habían instalado en el centro
del campamento.
Una voz la sacó de su recuerdo.
—Saludos —dijo Baba Morganna desde el umbral del templo blanco.
—¡Baba! —exclamó Remy con alegría—. ¿Cómo estáis?
—Estoy bien, Gorrioncillo. —La suma sacerdotisa las invitó a acercarse
abriendo bien los brazos. Y, dirigiéndose a Rua, añadió—: Pequeño
Estornino.
Rua se clavó las uñas en las palmas y sonrió con falsedad al oír su apodo.
No sabía que Remy también tuviera uno. Se preguntó si también habría
apodado a sus otros hermanos.
—A Raffiel lo llamaba Halconcillo, y a Rivitus, Grajillo —dijo Morganna
mientras sonreía a Rua.
—Por el amor de la luna, esto sí que es raro —murmuró Aneryn—. Una
bruja roja con el don de la clarividencia.
Rua resopló divertida mientras subían las escaleras detrás de Remy.
Reparó en que estaban hablando todas en mhénbico. El idioma de las brujas
era el que más dominaba. Además, Remy parecía la más fluida con el
mhénbico. Aquello irritó a Rua; su lengua materna debería ser el yexshirio,
y, sin embargo, ahí estaban su hermana y ella hablando un idioma que no
era el de su gente.
Su hermana abrazó a Morganna con efusividad. En cambio, Rua se limitó
a saludar a la suma sacerdotisa de las brujas rojas inclinando la cabeza.
Remy no conocía a Morganna como Rua. Seguramente aún la fascinasen
sus profecías sin pies ni cabeza. Su expresión tranquila y afable atraería a
los recién llegados, pero Rua sabía que estaba vacía. Tratar de encontrarle
sentimientos genuinos era como intentar agarrar la niebla.
La suma sacerdotisa estaba exactamente igual. Sus ojos parecían dos
medallones de bronce y su tez marrón claro era del mismo tono que la de
Rua. Sus cabellos también eran ondulados, pero los de la suma sacerdotisa
se habían vuelto canos. Su rostro marcado por las arrugas que aparecen al
sonreír daba a entender una felicidad que no casaba con la infancia que
había tenido Rua. Sus sonrisas no valían nada si nadie oía sus lamentos. Las
brujas rojas solo toleraban la cordialidad y la fiereza. La tristeza reflejaba
una falta de autocontrol y la ignoraban. Rua seguía avergonzada por no
saber dominar sus emociones tan bien como las demás. Las brujas rojas
eran severas, sabias, valientes y hasta mortíferas si la situación lo requería,
pero jamás se mostraban tristes. Recordó que aquella noche en Drunehan
Baba Morganna mandaba a los soldados norteños a la otra punta de la sala
como si fueran muñecas de trapo. La suma sacerdotisa había hecho gala de
su poder, pero su semblante no se había desfigurado. Rua se había
preguntado cientos de veces si las brujas no sentían tan apasionadamente
como ella, si tenía algún defecto que la hiciese sentir con mayor intensidad.
En cualquier caso, a Rua solo le estaba permitido ser feliz y, si no podía
serlo, que al menos callase. De ahí que se guardase casi toda su niñez para
sí.
Nada más poner un pie en la primera planta del templo de Yexshire, les
vinieron aromas florales. Los guardias que las habían escoltado durante la
caminata se quedaron en la entrada. Era un santuario de brujas no apto para
soldados fae. Rua entró en el vestíbulo asiendo la empuñadura de la Hoja
Inmortal.
Al doblar a la derecha, las paredes corvas dieron paso a una capilla. Había
ramos de flores secas repartidos por las mesas largas y redondas que había
pegadas a las paredes exteriores. Un pasillo dividía la estancia en dos y
conducía a una ventana de cristal azul en la que se representaban las fases
de la luna. Las filas de bancos de madera que había a cada lado del pasillo
remataban la modesta estancia.
Rua oyó las voces de quienes las aguardaban mientras subían otro tramo
de escaleras detrás de Morganna. Velas gruesas y blancas salpicaban los
peldaños y alumbraban la piedra blanca. Un grupo de brujas rojas les dio la
bienvenida. El segundo piso parecía un salón de actos informal. Habían
arrinconado las mesas y las sillas para que cupiesen todas.
Por un instante, todas se quedaron inmóviles y miraron a Rua. No se
centraron en su cara, sino en la espada mágica que llevaba ceñida a la
cadera. Su magia las atraía como el fuego de las almenaras. De una en una
se fueron desencantando y volvieron a moverse, pero Rua sabía que la
habían evaluado.
Estudió a la multitud, entre la que vio muchas caras conocidas. Sin
embargo, ahora eran muchas más; algunas no se habían criado en
campamentos de brujas. ¿Serían brujas rojas que habían huido de Yexshire?
Cada ciertos meses, otra bruja roja las encontraba. Baba Morganna sabía
que no podía usar su don para dar con ellas directamente, pero podía buscar
a los fae con los que se hubiesen topado. Durante años, la suma sacerdotisa
hizo que Rua se comunicase con Bern mediante fuegos feéricos antes de
saber siquiera que era el destinado de Raffiel. Hasta donde recordaba, Bern
había estado guiando a las brujas rojas hasta su campamento. Con el paso
de los años, el número de brujas halladas disminuyó. Para cuando Rua era
adolescente, no creía que quedasen más. Pero ahí, ante sus ojos, se
encontraba un grupo de brujas rojas el doble de grande que el de su
campamento. Independientemente de cómo hubieran logrado esconderse tan
bien durante catorce años, Rua las admiraba.
Remy parecía preparada para soportar las miradas de veneración que le
dedicaban las brujas, pero a Rua le resultaban molestas. Remy se separó de
Rua y Aneryn y se mezcló con el gentío. Dos brujas algo mayores que Rua
se acercaron a ellas.
Se llamaban Brigetta y Thalia. Siempre se habían burlado y reído de ella
a sus espaldas, pero en ese momento se aproximaban con las sonrisas falsas
y forzadas que tan alabadas eran mientras crecía.
—¡Rua! —Avanzaron hasta ella dando botes a la vez que Aneryn se
arrimaba un pelín más a ella.
—Quiero decir, alteza —añadió Thalia, cuyo pelo castaño claro le tapó
los ojos al hacer una rápida reverencia—. ¿Cómo estás?
—Bien —contestó Rua en tono seco mientras las miraba ceñuda—. ¿Y
vosotras?
—¡De maravilla! —Brigetta se echó a reír. Rua alzó el mentón para
mirarla a sus ojos azules y fríos. Por más que sonriera, su mirada seguía
siendo tan gélida como la recordaba—. El templo es magnífico, ¿a que sí?
¡Tenemos habitaciones individuales! Qué raro se me hace no dormir en una
tienda en el bosque.
Brigetta vivía en el campamento con su padre. Thalia, huérfana, llegó
gracias a Bern cuando Rua tenía diez años. Ambas habían vivido casi
siempre a la intemperie. Supuso que un templo de piedra les resultaría
extraño.
A Thalia se le fueron los ojos a la Hoja Inmortal.
—La espada del poder —susurró asombrada.
—Percibo su magia desde aquí. Me tiembla todo —agregó Brigetta—. Se
parece mucho al amuleto de tu hermana.
Rua atisbó a Remy rodeada de brujas mayores, sonriendo abiertamente
mientras charlaba con ellas. Su hermana jugueteaba con el amuleto que
llevaba al cuello.
—¿Podemos tocarla? —preguntó Thalia.
—No —contestaron Rua y Aneryn a la vez.
Las brujas rojas miraron por encima a Aneryn. Ah, ahí estaba el asco con
el que miraban antaño a Rua.
—¿Eres una bruja azul? —Brigetta ladeó la cabeza—. Pues no lo pareces.
Thalia se rio con disimulo y apostilló:
—Tú al menos tienes pelo y ojos.
Lo dijeron como si Aneryn debiera reírse —¡reírse!— al recordar las
torturas que había padecido su aquelarre.
—No me puedo creer que te hayas criado con esta gente. Son
despreciables —le dijo Aneryn a Rua sin titubear.
Rua se rio por lo bajo a la par que Brigetta y Thalia palidecían.
—Niñas —dijo Baba Morganna detrás de ellas—, ¿qué tal si vais a tomar
algo? Me gustaría hablar un momento con su alteza.
Las brujas rojas volvieron a ponerse la careta que tan ensayada tenían, se
inclinaron brevemente ante Rua y se marcharon.
A Rua se le fueron los ojos al morral de lino que sostenía Baba
Morganna. La reconoció al instante: era su bolsa.
—Pensé que te gustaría recuperarla, Pequeño Estornino —dijo Baba
Morganna mientras se la ofrecía—. Me la traje del campamento cuando nos
trasladamos al templo.
Rua acarició la tela con los dedos y se deleitó con el peso de los libros
que había dentro.
—Gracias —murmuró.
—Tu rumbo ha mejorado —le dijo Morganna con los ojos fijos en la Hoja
Inmortal.
Remy, más contenta aún si cabe, se unió a la conversación.
—¿Damos una vuelta por el templo?
—Me encantaría —contestó Rua entre dientes.
Aneryn se apoyó en ella como si le ordenase en silencio que se
comportase.
—Me parece estupendo.
Remy, a quien se le había borrado un poco la sonrisa, miró primero a Rua
y después a Aneryn. Rua estaba segura de que su hermana intentaba decidir
si estaban siendo sinceras o irónicas.
—Los cuchicheos viajan más rápido por hielo que por mar —sentenció
Baba Morganna en tono reflexivo.
—¿Y eso qué significa? —le susurró Aneryn a Rua.
Rua se mordió el labio para no reírse. Las cosas que decía la suma
sacerdotisa solo tenían sentido para la gente buena…, gente como Remy.
Rua no albergaba tal esperanza. Y, de todas formas, ¿en qué las había
beneficiado ese optimismo ciego? No era optimismo, en realidad. Era
amargura contenida, emociones reprimidas que ocultaban tras sus rostros
impasibles. No podía creer que Remy no lo viese.
Cuando más sufría Rua, cuando más consuelo necesitaba, le dieron la
espalda o le lanzaron lemas inútiles sobre las burbujas que flotan en el agua
o el viento que silba entre los árboles. ¡Al cuerno el agua y el viento! Ya se
darían cuenta de que sus cimientos solo se basaban en la negación y
refranes vagos.
Aneryn se pegó más a Rua. Se estaba reservando su opinión sobre lo
absurdo que había sido ese viaje para desahogarse luego con ella. Volvió a
dar gracias a los dioses de que Aneryn la hubiese acompañado. De lo
contrario, el paseo habría sido insoportable. A regañadientes, agradeció en
silencio que el rey del Norte se lo hubiese pedido. Le vino a la mente la
imagen de Renwick ante el palacio de la Alta Montaña con su corona
plateada y reluciente. El poder que irradiaba la había dejado boquiabierta.
La afectó verlo de ese modo, como lo veía el resto del mundo, con pavor y
pasmo. Le había permitido ver más allá de sus exquisitas galas. Puede que
fuera una de las pocas personas con quien se había mostrado tal cual era.
Tiesa como un palo, siguió a Morganna por el templo, pero no dejaba de
pensar en una persona en concreto. Con cada paso que daba al subir los
escalones de piedra blancos, recordaba sus ojos esmeralda y su cabello
rubio ceniza.
Le dolían las piernas de haber subido las torres. Tras dejar atrás múltiples
pisos llenos de dormitorios y viviendas, llegaron a la parte más alta del
templo. La biblioteca no era solo una estancia, sino toda una planta repleta
de estantes polvorientos y libros encuadernados en cuero. En el centro había
una mesa de madera sencilla y un revoltijo de asientos diseminados sobre
una alfombra raída.
Rua se asomó a la ventana. Frente al valle, en la montaña paralela a ellas,
se alzaba el castillo de Yexshire. El palacio refulgía con intensidad y el sol
se reflejaba en sus ventanas doradas. Pasado el valle arbolado, la ciudad de
Yexshire, de cuyas chimeneas salían finas columnas de humo, se extendía
por las estribaciones de las Altas Montañas.
Aneryn le apretó el brazo al asomarse a la ventana y ver lo abajo que
estaba el suelo.
Le temblaban las manos.
—No deberíamos estar tan arriba.
Rua se rio cuando Aneryn aferró más fuerte su brazo, como si un halcón
le clavase las garras.
—Este templo lleva siglos en pie. No te pasará nada.
—Entonces, ¿por qué siento que en cualquier momento me precipitaré?
—masculló.
—Estás en un templo lleno de brujas con el poder de animar objetos —le
dijo Rua para tranquilizarla—. Seguro que alguna te allanará la caída.
—Mira tú qué bien, gracias —dijo Aneryn con los dientes apretados.
—Es precioso, ¿verdad? —La voz de Baba Morganna reverberó por toda
la biblioteca—. Ver tu corte natal reconstruida.
—Sí —contestó Rua, tensa.
Se volvió hacia la suma sacerdotisa. Remy había abandonado la visita
para ir a ver a unas brujas jóvenes; se le acumulaban las obligaciones reales.
A Rua se le pasó por la cabeza que quizá no lo hiciera porque era la reina,
sino porque se preocupaba de verdad. Arrugó el ceño mientras ojeaba las
estanterías.
Examinó los lomos de arriba abajo.
—Estoy buscando un libro.
—¿Una enciclopedia? —preguntó Baba Morganna con cariño, lo que
avergonzó a Rua.
—No. —Acarició el anaquel con los dedos—. Estoy buscando el libro de
hechizos que os dieron las brujas azules.
Baba Morganna frunció el ceño:
—No conozco tal libro.
Aneryn se volvió de inmediato hacia la suma sacerdotisa. Rua estaba
boquiabierta.
—¿Cómo?
—Tenemos libros de hechizos de las antiguas brujas rojas que
sobrevivieron al asedio de Yexshire. No creo que los bandidos supieran
dónde estaban…
—Las brujas azules me dijeron que os entregaron el libro —la
interrumpió Rua echando chispas.
—Solo he hablado con Baba Airu una vez mediante la luz de una vela —
repuso Morganna, que miró arriba como si tratase de recordar otra
conversación—. No me contó nada de un libro.
Cerrando los puños para no emprenderla a golpes con la estantería, Rua
gruñó:
—Me mintieron.
La suma sacerdotisa juntó las manos:
—Lamento que no confiaran en ti, Pequeño Estornino. —Dio un paso
hacia ella—. Han pasado por cosas horribles. Dejar su libro sagrado en
manos de una fae debe de ser aterrador para ellas.
—Necesito el libro para deshacer la maldición —replicó Rua, respirando
hondo para no estallar—. Yo solo quería ayudar.
Aneryn se plantó a su lado.
—¿Podemos echar un vistazo a vuestros libros de hechizos? —le
preguntó a Baba Morganna. Se desenvolvía muy bien con el mhénbico;
encadenaba las palabras como cuando hablaba en ífico. Parecía más fae que
bruja—. A lo mejor los hechizos se parecen.
—Claro. —La suma sacerdotisa sacó tres volúmenes pesados de las
baldas y los dejó en la mesa—. Pero cada aquelarre tiene sus propios
hechizos. Necesitaréis las mismas palabras con las que se conjuró la
maldición para romperla.
Rua estaba a punto de gritar más improperios cuando Aneryn dijo:
—Aun así, no está de más echar una ojeada. —Se sentó ante los tomos y
abrió el primero. Miró a la suma sacerdotisa y añadió—: Gracias por
ayudarnos, Baba. ¿Os parece bien si consultamos estos libros un ratito?
—Desde luego —asintió Baba Morganna—. De todos modos, aquí acaba
la visita. —Miró a Rua y agregó—: Espero que te haya gustado ver lo bien
que le va al aquelarre aquí.
—Me ha encantado —repuso Rua en tono cortante.
Consternada pese a estar sonriendo, Baba Morganna dijo:
—Intentamos que te sintieras como en casa, Pequeño Estornino. —Rua
miró de inmediato a la suma sacerdotisa—. Lamento que te hayamos
fallado. Éramos zorros criando a un lobo. —Se le arrugaron las comisuras
de los ojos cuando dijo—: Espero que, con el tiempo, no te duela tanto
venir a vernos.
Rua se inclinó sobre su asiento y apretó los labios mientras asentía en
dirección a la suma sacerdotisa. El nudo que se le había formado en la
garganta se estrechó. Baba lo había visto todo. Había sido testigo de lo duro
que le había resultado a Rua crecer con ellas. Lo intentaron y fracasaron…
Rua no sabía qué hacer con esa información. La culpa le royó las entrañas.
Se esforzaron lo máximo posible, pero no bastó. Sabía que debería estar
agradecida a la mujer que la había educado en vez de guardarle rencor.
Cuando Baba Morganna se hubo marchado, Rua miró el libro que tenía
delante sin verlo realmente, pues la asaltaron recuerdos de su infancia. Más
que una imagen, sintió el continuo filo de la soledad, de la otredad: la
semilla de esa oscuridad germinaba ahora en su interior. Era un lobo criado
por zorros.
Aneryn alargó el brazo y abrió el libro que tenía Rua delante.
—Te preguntaría si estás bien, pero sé que no.
—Aunque debería —masculló Rua.
—Cuando me entregaron a Renwick —empezó Aneryn, lo que atrajo la
atención de Rua—, las demás brujas me odiaron por ello, por poder ejercitar
mis poderes por decisión propia y no bajo la amenaza de cuchillos y llamas.
Me habían perdonado la vida y ellas me despreciaban. —Hojeaba las
páginas amarillentas mientras hablaba—. Los fae me trataban como a un
trapo. De no haber sido por Renwick, seguro que me habrían tratado peor.
Aun así, me escupían y me empujaban cuando no miraba. Me daba miedo
quedarme a solas con ellos. Me daba miedo todo.
—Lo siento —susurró Rua, que se puso colorada conforme aumentaba la
presión detrás de sus ojos. Respiró hondo para no llorar.
—No vuelve la rabia más soportable —dijo.
—¿El qué?
La bruja azul la miró; sus ojos rezumaban un dolor compartido.
—No tener a nadie con quien descargarla.
—Puedo descargarla con Balorn —gruñó Rua mientras pasaba las
páginas del libro de hechizos. No veía maleficios. Solo había hechizos de
protección, salvaguardas y rituales de purificación, pero nada de una
maldición que controlase la mente de las brujas.
—Balorn no es la razón de tu dolor, Ru —dijo Aneryn mientras cerraba el
mamotreto y agarraba el siguiente.
—Ya —masculló Rua. Cerró el libro con brusquedad y se apretó la nariz
—. Pero qué gusto me va a dar cargármelo.
Aneryn sonrió con satisfacción y repasó con el dedo las páginas
amarronadas.
—Es la primera vez que veo un libro de las brujas violetas.
Rua se acercó a ver la página. En los márgenes había dibujos de flores y
hierbas junto con notas garabateadas. La frase en mhénbico de la parte
superior decía: «Ahogamiento en tierra firme».
—Un conjuro para asfixiar a alguien.
—Dioses, creía que solo elaboraban perfumes y velas —susurró Aneryn
mientras hojeaba las páginas de maldiciones y maleficios y repasaba con las
yemas de los dedos toda clase de dolencias—. Para dibujar flores por todas
partes, eran bastante despiadadas. —Se rio y cerró el libro—. Pero no nos
servirá para deshacer la maldición. Necesitamos el libro de hechizos de las
brujas azules.
—El paso a Raevenport está cerrado. —La culpa le carcomió las entrañas
al recordar la avalancha que provocó—. Tardaré días en llegar a pie.
—Te acompaño —se ofreció Aneryn—. No es que me vayan a hacer
mucho caso a mí tampoco. Creo que les caigo peor que tú y todo.
Rua se apoyó en su amiga y le dijo con una sonrisa cómplice:
—Los fae y las brujas nos aborrecen por igual.
—Tendríamos que hacernos chapas con esa frase —comentó Aneryn
entre risas.
Menudo par estaban hechas. El dolor que le infligían sus recuerdos no
menguó, pero al menos ya no tendría que soportarlo sola.
Capítulo Veintidós
L
as brujas rojas observaban a Rua, postrada ante ellas. Por las ventanas
entraba un sol radiante que iluminaba las piedras blancas del templo
de Yexshire. Temblaba tanto que pensaba que se desmayaría. Se atragantaba
con los latidos de su corazón, que se le había subido a la garganta. Se
preparó para el tajo de la espada; esperó a que el metal le atravesase el
cuello. Sabía que sería de un momento a otro. Un líquido cálido proveniente
de su vejiga le bajó por las piernas. Rezó para que fuese rápido. Con los
ojos acuosos, miró a las brujas, que aguardaban su ejecución serenas y
sonriendo.
Se incorporó de golpe y resollando con fuerza. Su latido percutía sobre
sus nervios como un tambor de guerra. Observó la habitación a oscuras. Sus
ojos de fae le permitían distinguir las siluetas del mobiliario gracias a la
luna, cuya luz se colaba entre las recias cortinas.
Estaba en el castillo de Yexshire.
Esa ubicación debería haberla consolado. Bajo el nuevo mármol y los
apresurados ornamentos yacían las ruinas del que una vez fue su hogar.
Había nacido ahí. Sus antepasados también habían nacido ahí. Las sombras
se cernían sobre ella. Ahí fue donde asesinaron a sus padres y a Rivitus, y a
todos los miembros de su corte pertenecientes a la realeza.
Pues claro que no escaparía de sus tormentosos sueños ahí.
Al recordar su pesadilla, se destapó con la sensación de que un líquido
cálido le humedecía la entrepierna. Suspiró al ver el revelador signo de
sangre en sus sábanas. Durante el viaje a Yexshire había perdido la cuenta
de sus ciclos. Hizo los cálculos rápido y asintió. Justo a tiempo.
Salió de la cama para no manchar más las sábanas blancas y fue al baño
andando como un pato a limpiarse. El cuarto estaba equipado para su
llegada. Se limpió los hilillos escarlatas que le bajaban por las piernas con
un trapo que encontró.
No sabía cómo se las apañaban las humanas cada mes. Dio gracias a los
dioses de que las fae solo sangrasen una vez cada estación. Borró de su
cabeza los rostros apacibles de las brujas y rebuscó en los armaritos algo
que ponerse.
Palpó una tela de raso negra y suave y sacó una pila de ropa interior.
—Por el amor de las Parcas… —masculló mientras ojeaba las prendas.
Por fuera parecía ropa interior normal, pero por dentro estaba revestida
con un forro grueso. Le recordó a las tiras de tela que las brujas adherían a
sus calzones. Pero el material de estas era refinado, y el forro, menos
abultado.
De pronto la asaltó la duda: ¿sabrían que iba a estar en sus días durante su
visita? ¿O es que siempre dejaban ese tipo de ropa interior guardada en los
armarios por si alguna invitada tenía el periodo?
Eran preguntas a las que no daría respuesta. Antes caería la Madre Luna
del cielo que preguntarle a Remy al respecto.
Pese a todo, se puso la prenda. Era sorprendentemente cómoda; mucho
más que las tiras de tela y los retales que solía usar. Rebuscó en el armario
otro camisón. Al ver las sábanas manchadas de sangre, se preguntó si
debería pedir unas nuevas. Es lo que haría una princesa… Se planteó
tumbarse en el otro lado de la cama y evitar las manchas hasta que fuera de
día, pero no se veía capaz de dejar que se secasen y echar a perder las
valiosas sábanas.
Abatida, desnudó la cama y llevó el fardo de ropa a la elegante bañera de
mármol. Con cada paso que daba, se cansaba más y más. A juzgar por la
posición de la luna, aún era de noche. No haría mucho que se había
dormido.
Para cuando las sábanas se empaparon del agua helada de la bañera, Rua
estaba despierta y famélica. Agarró una túnica y unos pantalones, se vistió
en un periquete y abandonó el dormitorio.
Mientras enfilaba el pasillo sin prisa, la luz de las antorchas reveló que
había elegido una túnica lavanda y unos pantalones color crema. Rua se
enfureció: el peor color del mundo para llevar durante el periodo. El
lavanda tampoco era santo de su devoción. De haber sido por ella, jamás
habría escogido ese color, pero tampoco se había molestado en encender
unas velas, así que la culpa era suya. Rezó para no cruzarse con nadie
mientras buscaba las cocinas.
Descalza, se adentró cada vez más en el palacio de suelos de piedra
helada. Los pasillos parecían antiguos, como si se hubiesen construido hacía
años y no semanas; su imperecedera calidad contrastaba radicalmente con
lo novedoso de sus retratos recién pintados y los tapices acabados de tejer
que decoraban los corredores. Era una auténtica proeza —una de muchas,
esperaba Rua— que demostraba de lo que era capaz la corte de la Alta
Montaña.
Una figura dobló la esquina y a punto estuvo de chocar con ella. Rua
pegó un bote hacia atrás y Aneryn se tronchó de risa.
—Perdón por asustarte —dijo la bruja azul, agarrándola de los brazos
para tranquilizarla—. Venía a impedir que te perdieras de camino a las
cocinas. —Aneryn calló y se fijó en el atuendo de Rua—. Veo que no he
llegado a tiempo de impedir que te pusieras esa ropa.
—No creía que fuera a toparme con alguien —gruñó Rua. Tenía pensado
birlar una hogaza de pan, volver corriendo a su cuarto y dormir en el
elegante sofá hasta que entrase el servicio por la mañana.
Aneryn entrelazó el brazo con el de la princesa y explicó:
—No podía dormir. Pasar tanto tiempo en esos dichosos carruajes me ha
puesto los nervios de punta. —Miró a Rua mientras la guiaba por un pasillo
que había a mano izquierda. A Rua no se le habría ocurrido ir por ahí, en
dirección contraria a la bodega que había encontrado con Bri. Estaba
agradecida de que la bruja azul la hubiera vuelto a salvar de perderse—. Me
gusta este palacio; es más acogedor que los demás.
Bajaron los peldaños de piedra de una escalera de caracol.
—¿Has estado en los demás?
—Ahora que estamos aquí, ya puedo decir que he estado en todas las
cortes de Okrith. —Aneryn sacó pecho con aire triunfal—. La corte Sur
tiene los mejores manjares y la corte Oeste tiene los decorados más
elaborados, pero este lugar es algo totalmente nuevo —añadió mientras
observaba los altos espejos que colgaban de las paredes.
Rua también notaba una emoción en el ambiente. El castillo era lo que
uno podía esperar, pero el lugar estaba lleno de posibilidades: un lienzo en
blanco en el que pintar un mundo nuevo.
—¿Cómo crees que será el palacio de Murreneir? —preguntó Rua en alto
para su propia sorpresa. Al igual que Renwick, sabía que sería precioso y
perfecto. Estaría todo cuidado al detalle, desde los techos pintados hasta los
picaportes de bronce. Colorada, se apresuró a agregar—: Da igual.
No se oía una mosca mientras, sigilosas, recorrían los pasillos y se
adentraban en las entrañas del castillo. El olor a hierbas secas y levadura las
guiaba.
Más adelante había una puerta abierta cuyo interior estaba alumbrado por
velas. Ambas se detuvieron. Dentro había dos mujeres de cháchara. Rua
reconoció la voz de Bri.
—¿Se pasa las noches cortejando damas o qué? —le susurró Rua a
Aneryn mientras esta sonreía—. ¿Con quién está?
—No sé —murmuró Aneryn—. Veo el futuro, no a través de las paredes.
Se oyeron pasos detrás de ellas y, entre risitas, se escondieron en la
habitación más cercana. Tras acostumbrarse a la penumbra, Rua se puso a
curiosear la despensa. Había filas de cajas de patatas por todo el suelo. Las
repisas estaban llenas de verduras en escabeche. Y del techo colgaban
ristras de cebollas.
Según se adentraban en la fría despensa, la puerta a su espalda se abrió y
una figura ancha apareció en el umbral, vela en mano. Era evidente que no
había cerrado la puerta con la discreción requerida.
Talhan.
—¿Qué hacéis aquí? —Sonrió y dejó la vela para inspeccionar la
habitación.
—Ah, es que… teníamos hambre —contestó Rua. A Aneryn le entró la
risa tonta.
—¿De cebollas?
Talhan entró en el cuarto. Antes de que cerrase la puerta, una mano la
aguantó. Ahí estaba Bri con otra fae. Rua reconoció su larga trenza rubia de
la batalla de Drunehan. Debía de ser Carys. Conque al final Bri no estaba
cortejando a ninguna hembra… Los Águila habían estado atosigando sin
parar a Remy para que les dijese cuándo volvería Carys del Este.
Bri entró con una botella de vino en cada mano y Carys con una tabla de
panes y quesos.
—¿Este va a ser nuestro lugar de reunión esta noche? —preguntó Bri
mientras se sentaba en el frío suelo de piedra. Saludó a Aneryn y Rua con
un gesto de la cabeza como si no le resultase extraño encontrárselas entre
cajas de patatas. Carys se encogió de hombros, se apoyó en los estantes de
enfrente y dejó la bandeja de comida entre ellas.
La guerrera rubia le tendió la mano a Rua y se presentó:
—Alteza, soy Carys.
—Rua, a secas —repuso esta al devolverle el apretón de manos. Indecisa,
se sentó a su lado.
Carys se volvió hacia Aneryn y le estrechó la mano también.
—Esto no lo he visto venir —murmuró la bruja junto a Rua mientras se
hacía un hueco en la balda de las verduras en escabeche.
Rua se rio. Le rugía de hambre el estómago y los tres fae le impedían salir
al angosto pasillo, así que optó por quedarse. Bri se fijó en el atuendo de
Rua y enarcó una ceja.
La princesa, ceñuda, replicó:
—Me he vestido a oscuras, ¿vale?
—Se nota. —Bri le dio un trago a una botella de vino y le pasó la otra a
Rua.
El lingotazo que le dio al líquido frío y bermellón le quemó la garganta.
Notó que un calor se extendía por sus brazos y cuello.
—¿De qué hablabais? —le preguntó Talhan a su melliza.
—Carys me ha estado deleitando con los servicios que ha prestado la
corte Este.
—Eres igual que tu hermano. —Carys resopló—. Lamento que os
aburran tanto las reuniones del consejo. Si tan tediosas os parecen, quizá no
deberíais luchar por la corona.
Talhan esbozó una sonrisa lobuna:
—Solo lo dices para librarte de la competencia.
—Qué va. —Carys le quitó la botella de vino a Bri y añadió—: Estando
vosotros, demostraré sin ninguna duda que soy la mejor aspirante.
Mientras todos reían, Rua reparó en el curioso tono cantarín de Carys. No
tenía acento de la corte Este. Pronunciaba más fuerte las últimas sílabas,
como la gente del Sur, y, sin embargo, era tan blanca como cualquier otro
fae norteño. Rua miró a la guerrera con suspicacia, como si pudiera adivinar
su linaje solo con entornar los ojos.
—¿Competís todos en los juegos del Este? —inquirió Rua mirando a los
tres amigos.
No había oído más que rumores acerca de la competición por la corona de
la corte Este. Tenía sentido que los Águila quisiesen participar, pero, aun
así, sentía que le iba a doler despedirse de ellos. Sabía que, fuera cual fuese
la naturaleza de su amistad, sería pasajera.
—¿En qué consiste el torneo? —Rua le pasó a Talhan la botella de vino.
Los tres eran amigos. Se sentía una intrusa.
—En combates y alardes de fuerza —contestó Bri con una sonrisa
deslumbrante.
Carys puso los ojos en blanco y explicó:
—No solo en eso. También habrá exámenes escritos, entrevistas,
discursos en público… Quieren saber qué planea hacer el aspirante con la
corte Este y por qué cree que es el más indicado para cumplir con sus
expectativas. —Miró a los Águila cuando puntualizó—: Eso es lo más
importante.
Talhan se encogió de hombros:
—Pero habrá pelea.
—¿Diseñas tú las pruebas? —preguntó Rua sin quitarle ojo a la
guapísima rubia.
—No. Si quiero competir no puedo. Solo ayudo a organizar el consejo —
repuso Carys—. El consejo seleccionará las tareas y, en última instancia, el
pueblo de la corte Este votará.
Rua se detuvo cuando se disponía a agarrar un trozo de queso. Nunca
había oído nada igual. Era lógico que el pueblo eligiese a su gobernante.
Los humanos votaban a sus funcionarios locales, las sumas sacerdotisas de
los aquelarres de brujas escogían a sus sucesoras… Pero los fae solo se
preocupaban por los lazos de sangre y los derechos naturales.
—¿Has visto quién gana? —le preguntó Talhan a Aneryn.
—Puede. —Aneryn sonrió mientras aceptaba el puñado de fruta desecada
que le ofrecía Rua.
—Uuh, qué misteriosa. —Talhan movió los dedos cerca del rostro de la
bruja y dijo—: Seguro que no nos lo dirías aunque lo supieras.
Aneryn alzó el mentón. Era obvio que estaba acostumbrada a sortear
preguntas de ese estilo.
—Exacto.
La sombra de unos pasos asomó por debajo de la puerta de la despensa y
se detuvo ahí. La puerta volvió a chirriar al abrirse y se asomó Remy.
—¡Por todos los dioses! ¿Qué hacéis en la despensa? —inquirió alzando
las cejas.
—Beber —dijo Talhan, abarcando a los demás con un gesto—. ¿Y tú?
¿Qué haces tú aquí?
Remy se apartó sus rizos oscuros y alborotados y alegó:
—Es que tenía hambre.
—No me extraña —soltó Carys entre risas.
Rua se fijó en que Remy iba descalza, llevaba una bata gruesa y estaba
colorada. Aún olía al almizcle de Hale. A juzgar por las sonrisas burlonas
de los demás fae, estaba segura de que también lo olían.
Remy negó con la cabeza, se sentó junto a Talhan y le quitó la botella de
vino.
—Yo dejándome la piel para que tuvierais unas salas de estar en
condiciones y vais vosotros y os reunís en la despensa —masculló,
amorrada a la botella.
—Va, no te pongas así —dijo Talhan mientras se apoyaba en ella—.
Piensa en los viejos tiempos en el salón Lavanda.
Rua arrugó el ceño. Otra referencia que no entendía.
—Mañana es mi cumple. No podemos beber como cosacos y
desmadrarnos —les advirtió. Los demás rieron como si les estuviera
contando un chiste.
—Tú tienes que recibir a tus invitados, pero nosotros no —adujo Carys
con un brillo en la mirada—. Desventajas de ser regente.
Bri le guiñó un ojo a Remy y dijo:
—Ya sabes que no nos emborrachamos con facilidad.
—No te preocupes. Siempre podemos darle algo para que se recueste y
ponerle un sombrero para que duerma la mona en un rincón —añadió
Talhan señalando a Rua con la cabeza.
—Por favor. —Rua resopló y dio otro lingotazo. Aquello era agua
comparado con el aguardiente de las brujas—. Puedo beber más que
vosotros.
Los ojos dorados de los Águila refulgieron cuando espetaron:
—Eso habrá que verlo.
Rua le dio otro lingotazo al vino y se limpió la boca con el dorso de la
mano. Talhan rio por lo bajo.
—¿Qué haréis si no conseguís la corona? —preguntó Rua.
—Volver aquí, a su hogar —dijo Remy mientras le daba un codazo a
Carys. Por lo visto, la fae entendió que le estaba pidiendo que le pasase la
comida. Remy agarró un puñado enorme de galletitas saladas y queso y se
lo metió en la tela arrugada de su regazo.
Como si hubiesen perdido las formas, se lanzaron a por la bandeja de
embutidos.
Remy se acercó a Rua y le dijo:
—Engullen como fieras estos tres. —Rio mientras se metía otra galleta en
la boca—. Te aconsejo que espabiles.
Rua miró a su hermana con recelo y no movió ni un músculo. Atrás
quedaba la reina perfecta que había visto esa mañana. Entre la boca llena de
queso y la bata excesivamente grande, Remy intimidaba mucho menos que
la fachada regia que con tanta naturalidad mostraba.
—¿Cómo logras comer cuando están ellos? —preguntó Rua, lo que hizo
que Remy se tapase la boca para reírse.
—Rápido —contestó mientras mordía otra galleta.
—Va a hacer falta más comida —dijo Talhan.
—Y más vino —agregó Bri mientras le quitaba la botella a su hermano.
—Vuestros deseos son órdenes para mí. —Se oyó una risotada grave en la
entrada. Rua miró arriba y vio a Hale con dos botellas en una mano y una
bandeja de comida en la otra. Iba desaliñado, con los pantalones arrugados
y la camisa desabrochada hasta el ombligo, como si se hubiera vestido con
prisas.
—Hay que ver lo que te gusta la marcha —rio Carys mientras se servía de
su bandeja.
Hale se hizo un hueco como pudo junto a Remy, la abrazó por detrás y se
la subió al regazo. Le dio un beso en la sien que duró más de la cuenta. Fue
una muestra de afecto tan despreocupada que a Rua se le contrajo el
estómago.
—Has dicho que podías beber más que nosotros, ¿no? —preguntó Bri
mientras le pasaba a Rua una botella sin abrir para que dejase de mirar a su
hermana.
—Yo me andaría con ojo —advirtió Aneryn. A Bri se le borró la sonrisa
de chulita—. He visto de lo que es capaz.
—Menudo peligro tenéis vosotras dos —dijo Talhan arrastrando las
palabras. Ya estaba sucumbiendo a la potencia del vino.
—Ni te lo imaginas. —Rua se echó a reír y abrazó a su amiga. Volvió a
llevarse la botella a los labios, se tragó hasta la última gota del líquido
abrasador y se limpió la boca en el hombro. Bri aplaudió a cámara lenta y
Talhan se carcajeó.
Carys le tocó la bota a Remy con la suya y señaló a Rua con la cabeza.
—No hay duda de que es de los nuestros.
R
ua se toqueteó las flores entretejidas en sus cabellos. El cortejo
nupcial se había escondido detrás del castillo para no ser visto. Ellas
aguardaban ante las magníficas puertas de enfrente, listas para entrar.
—Es la décima vez que pones los ojos en blanco —la regañó Bri con una
mirada penetrante.
—¿Cómo es que tú vas con túnica y a mí me han dado esto? —refunfuñó
en voz baja mientras se señalaba su vestido entallado—. Por lo menos a
Remy le han dado un manto de piel.
Remy ya era preciosa, pero vestida de novia estaba espectacular. Llevaba
un vestido blanco de mangas acampanadas y largas y un manto de piel
blanco a juego le cubría los hombros. Su corona dorada combinaba con sus
babuchas y el ramo de flores secas y doradas que portaba. El amuleto de
Aelusien brillaba ligeramente en su cuello, como las brasas de un fuego a
punto de apagarse. El resto de la ceremonia era color burdeos. Rua y Carys
llevaban vestidos rojos a juego, mientras que los Águila iban con túnicas
burdeos y pantalones gris piedra. Fenrin llevaba una chaqueta del mismo
color que realzaba su corpulencia.
—Estás guapa —la reprendió Carys mientras le sacaba los mechones que
se le habían enredado en la corona de flores.
Fulminó con la mirada las generosas curvas de Carys y apartó de un
manotazo a la bella fae. No quería estar guapa, sino parecer poderosa. ¿Y
cómo no iban a compararlas si llevaban la misma ropa?
—¡Es la hora! —anunció Talhan desde más adelante a la vez que se
abrían los portones.
El viento trajo el sonido de una música de orquesta ligera y Bri empujó a
Rua para que se pusiese en fila. Primero entraron Carys y Talhan. Rua se
disponía a hacer lo propio, pero Bri tiró de ella con brusquedad y entrelazó
el brazo con el suyo.
—Veinte pasos —murmuró la soldado. Ella no esbozaba la sonrisa falsa
que seguro que lucían Carys y Talhan, pero tampoco fastidiaría la actuación.
Bri volvió a tirar del brazo de Rua y marcharon. La princesa deseó dar
media vuelta y echar a correr nada más puso un pie en la alfombra carmesí
que se extendía por todo el pasillo. Cientos de ojos se fijaron en ella. Entre
la intensidad de sus miradas y el calor que hacía en la sala, Rua tuvo ganas
de volver a retirarse a un lugar más fresco.
Cuántos ojos.
La multitud cuchicheaba a su paso. Al menos su hermana le había
permitido llevar la Hoja Inmortal atada al vestido. Todos y cada uno de los
asistentes observaban boquiabiertos su espada al pasar por su lado. El peso
de la hoja en su cadera hizo que relajase las manos al caminar.
Al mirar al altar vio a Baba Morganna sonriendo con su toga roja y
holgada. Que la bruja que había derribado una montaña sonriera
amablemente le dio ganas de reír. Junto a la suma sacerdotisa se encontraba
Hale, todo regio con su chaqueta y sus pantalones gris oscuro y una capa
suelta de color burdeos sujeta a su manto de piel plateado. Estaba
espléndido… y nervioso. Rua sonrió abiertamente al ver a su futuro
hermano. Remy era su destinada y, aun así, estaba inquieto.
Talhan y Carys llegaron al altar. Talhan se puso al lado de Hale y Carys
donde iría Remy. Bri y Rua dejaron atrás los últimos bancos, la princesa
con los ojos clavados en una chaqueta verde esmeralda y una corona
plateada. Renwick la observaba con una intensidad de la que solo él era
capaz. Aneryn, a su lado, sonreía pletórica a Rua. La bruja azul la miró de
arriba abajo con cara de asombro y asintió en señal de aprobación.
Subieron al estrado. Bri se fue hacia la parte de Hale y Rua a la de Remy.
Fue una decisión aleatoria, pues todos eran amigos. Bueno, todos salvo
Rua. Los Águila y Carys formaban ya parte de la corte de la Alta Montaña
y, si bien Rua era hija de los últimos reyes, no se sentía para nada integrada.
Una fae de mediana edad sentada en el banco delantero se secaba las
lágrimas de felicidad. A juzgar por sus ondas castañas y sus ojos claros, era
obvio que era la madre de Hale. Otros fae de aspecto robusto se sentaban
con ella. Rua no los reconoció. No parecían la familia de un antiguo
príncipe.
Los invitados ahogaron un grito, lo que sacó a Rua de sus pensamientos.
La música se elevó y la multitud se puso en pie para recibir a Remy, que ya
estaba en el umbral agarrada al brazo de Fenrin. La luz de los braseros
dibujaba sombras en las paredes que bailaban al compás de los instrumentos
de cuerda mientras el gentío murmuraba con regocijo. Pero Remy solo tenía
ojos para una persona. Rua miró de inmediato a Hale. No estaba segura de
que siguiera respirando. Miraba a su destinada embelesado y con los ojos
llorosos. Rua envidiaba muchas cosas de su hermana, pero tenía que
reconocer que era muy querida. Para Hale, era como si una diosa hubiese
bajado del cielo.
Se obligó a apartar la vista del magnético momento que compartían
mientras Remy se acercaba al altar. Todos y cada uno de los presentes
observaban a la reina de la corte de la Alta Montaña, todos… excepto uno.
Cuando Rua se cruzó con sus ojos verde esmeralda, Renwick se miró las
manos. El tic de la mejilla fue lo único que lo delató.
La ceremonia no se acababa nunca. Parecía que solo Rua era consciente
de lo lento que pasaba el tiempo. Los rezos, las canciones y los votos se le
hacían eternos. No entendía que la gente rompiese a llorar al ver a Remy y
Hale dejar ramos de flores blancas en las piedras de sus antepasados. Las
piedras se trasladarían al lugar de sus futuras sepulturas, en la ladera de la
montaña que se hallaba pasado el palacio. Tanto ese momento como su
promesa serían un recuerdo que viviría en la memoria de todos los presentes
incluso después de morir.
La situación en general era un esperpento de muy mal gusto. Le dieron
ganas de volver a poner los ojos en blanco, pero Bri no había dejado de
lanzarle miradas de advertencia durante la hora que había durado la
ceremonia y no soportaría otra. No le extrañaría que su escolta le echase un
sermón luego. Desplazó el peso de un pie al otro, pues deseaba sentarse. De
todos modos, tampoco la estaba mirando nadie. Nadie salvo el rey de la
corte Norte.
Cuando Baba Morganna al fin le puso a Hale la corona de su padre, los
invitados se levantaron y prorrumpieron en vítores. Hale agarró a Remy y la
besó con ardor. El clamor aumentó al ver al rey y a la reina de la corte de la
Alta Montaña besarse apasionadamente delante de su pueblo. Estos
disfrutaron de la calurosa acogida.
La cacofonía de ovaciones se le antojó vacía a Rua, que recordó algo
horrible: ya había estado ahí antes. Había estado ahí de niña. La gente
aplaudía las mismas coronas, pero eran sus padres quienes las portaban.
Miró ceñuda a la multitud enfervorecida hasta que Carys le dio con el
tobillo en la espinilla y se vio obligada a esbozar una sonrisa falsa que no
nacía de su alegría interna. Miró recelosa a los ojos verdes que había entre
el público. Renwick, a quien le hacía gracia verla así, sonrió ligeramente.
Puso los ojos en blanco por la pantomima y volvió a sonreírle. Una sonrisa
sincera sustituyó a la fingida. Renwick consideraba aquello tan ridículo
como ella. Se sonrieron y el resto del mundo desapareció. Solo existían
ellos y sus sonrisas en una habitación bulliciosa.
Subió dos tramos más de escaleras hasta llegar al balcón que había cerca de
la biblioteca. Rezó para que no hubiese nadie mientras emergía al gélido
exterior. Despidió vaho al suspirar. El balcón estaba desierto. Abajo, a su
izquierda, en diagonal, asomaba en un rincón del palacio el balcón del salón
de baile, iluminado por la luz dorada de las velas. Nadie repararía en ella,
arriba, callada y en tinieblas. Fue hasta la balaustrada de piedra gris con
hielo incrustado. Se apoyó en el antepecho y volvió a respirar hondo
mientras miraba hacia el este. Pronto amanecería. Se avecinaban días más
largos.
Desde ese punto del castillo casi no se apreciaba la ciudad de Yexshire,
así que, en vez de eso, miró las cumbres escarpadas de las Altas Montañas y
los bosques frondosos y nevados. Los bosques que rodeaban Yexshire eran
distintos a los de la corte Norte. Parecían más filosos. Los arbustos eran
más agrestes y puntiagudos; las cimas, más pronunciadas, y el aire, menos
denso. Rua reparó en que seguía jadeando y no lograba respirar con
normalidad. El eco de carcajadas alegres que provenía de la fiesta era más
espeluznante que cualquier pesadilla. Cada risa se mofaba de ella. Cada
sonido la tachaba de fraude. ¿Cómo iba a soportar la sonrisa de otra bruja u
otro comentario de que se parecía a sus padres masacrados?
Se encaramó a la barandilla y balanceó las piernas en el frío aire invernal.
Miró abajo. Los cimientos que rodeaban el castillo caían en picado por el
costado del barranco. No hacía falta un muro alto. Nadie podría escalar ese
risco escarpado. Le colgaba una de sus babuchas doradas. Deseaba que la
brisa nocturna le besase los pies. Tiró el zapato y lo vio caer al abismo.
Nadie lo echaría en falta. Arrojó la otra babucha, que se precipitó hacia la
oscuridad.
Un frío glacial le entumecía los dedos de los pies, y músculos cuya
existencia desconocía estaban flojos y tensos. Ya no le iba el corazón a mil.
Agradecía que el pánico hubiese disminuido, pero, a su vez, estaba aterrada,
pues, en cuanto desaparecía el pánico, reinaba el silencio. Y en la quietud
de su mente sentía que la oscuridad que la roía por dentro se avivaba más
que nunca. El abismo que se abría a sus pies era insignificante comparado
con el que tenía dentro. Todo lo que arrojaba a ese pozo era engullido por
completo.
Debía encontrar a Bri para entrenar con ella o volvería a sus aposentos y
se destrozaría los nudillos con el muro de piedra. Necesitaba hacer algo…
Aunque, de todos modos, volvería a experimentar esa sensación tarde o
temprano.
Hacía girar el pie en el aire y se preguntaba cómo sería caer cuando una
voz afilada hizo que volviera en sí.
—Baja. Ya.
Al mirar atrás, vio a Renwick en el umbral con los puños apretados a los
costados. La miraba con una mezcla de temor y rabia por si se tiraba del
balcón.
—Estoy bien aquí —repuso Rua—. No voy a caerme.
—Te tiemblan los brazos —señaló Renwick, advirtiendo que tenía la piel
de gallina. Se desabrochó la chaqueta mientras hablaba—. O bajas o me
subo contigo.
Rua sonrió tanto que se le marcaron los hoyuelos, puso los ojos en blanco
y pasó las piernas por encima de la barandilla. Se deslizó hasta tocar la
piedra helada con los pies descalzos.
—Se me han caído —se excusó Rua, encogiéndose de hombros, al ver
que Renwick le miraba los pies.
—Ya, claro. —Renwick salió al balcón y la tapó con su chaqueta. Su
calor la envolvió. El rey le tocó la solapa más de la cuenta. Rua notó que el
aliento le olía a vino, pero no detectó el aroma agrio del eléboro y la acónita
sangrienta. Lo había dejado de verdad. Era otro cruel recordatorio de que
hasta Renwick, que tenía todo el derecho del mundo a caer en las garras de
la oscuridad, podía vencer a sus demonios. Y Rua no. Y no sabía por qué.
Se dio cuenta de que Renwick seguía sujetando la solapa de su chaqueta y
la miraba fijamente. Cuando lo miró a los ojos, el rey separó los labios.
—¿En qué piensas? —le preguntó Rua en voz baja pese a saber ya la
respuesta.
—¿Quieres la respuesta cortés o la sincera? —Renwick sonrió con
suficiencia y ladeó un poco la cabeza, de tal modo que sus labios quedaron
a escasos milímetros de ella.
—La sincera. Siempre.
—En tomarte contra la barandilla. —Su aliento le hizo cosquillas en las
mejillas.
Rua, desesperada por tener algo con lo que sobreponerse al vacío que
sentía, entornó los ojos y dijo:
—Pues hazlo.
Renwick abrió los ojos como platos y soltó la chaqueta. Retrocedió un
paso para que volviesen a guardar las distancias.
—No.
—¿Por qué no?
—¿Crees que no sé lo que pretendes? —Renwick cerró los ojos y tomó
aire. Cuando volvió a abrirlos, su expresión era cruda y vulnerable—.
¿Crees que no sé que acostarte conmigo sería tu forma de castigarte? Lo sé
porque hago justo lo mismo. Yo me enveneno con pociones y tú haces esto.
—Los señaló con un gesto—. No es esto lo que quiero ser para ti. No quiero
ser tu entretenimiento.
—Por todos los dioses. Entonces, ¿qué quieres de mí? —gritó Rua,
desatada al fin—. Porque nunca me lo dices.
Ya estaba harta de jueguecitos.
—Quiero hasta el último ápice de ti. —Esa vez no le tembló la voz, no se
contuvo—. Quiero hasta el último rincón bello y oscuro de tu alma.
Rua dejó de respirar. No le dijo nada cuando le confesó en Lyrei Basin
que le importaba. Estaba medio drogado y trastornado, pero eso era lo de
menos. Después de ese episodio, hicieron lo posible por evitarse. Rua dio
por hecho que se debía a que el rey no correspondía a sus funestos afectos.
Volvió a notar una opresión en el pecho. ¿Creía que su oscuridad era bella y
no un vacío que había que llenar o del que había que deshacerse?
Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta y sacudió la
cabeza, pues se negaba a oírlo.
Renwick tomó aire con dificultad y sentenció:
—Esperaré hasta que estés entera.
Rua endureció su mirada para decir:
—Entonces esperarás eternamente.
Renwick volvió a mirarla de arriba abajo. Rua no soportaba que la mirase
así, como si ya estuviese de una pieza. Temía empezar a creerlo ella
también si se quedaba un segundo más.
Empujó a Renwick, que obstruía la entrada, y salió corriendo del balcón.
Una mano en el hombro la detuvo y la obligó a volver a mirar sus ojos
esmeralda por última vez. Renwick, con los ojos clavados en los suyos, le
prometió con sinceridad:
—Pues que sea eternamente. Mientras esté contigo, no me importa.
Capítulo Veinticuatro
R
ua se disponía a doblar la esquina que daba a su cuarto cuando el
sonido de unas carcajadas fruto del alcohol la detuvo. Se asomó al
pasillo largo y oscuro y vio a Bri y Delta riendo ante la puerta de Bri. El
Águila miraba deseosa a la guardia del Oeste con sus ojos dorados. Ni corta
ni perezosa, tomó a Delta de las mejillas y la besó con ardor. Delta no se
quedó atrás: la abrazó por la cintura y la estampó contra la pared. Colocó un
brazo a cada lado de su cabeza para que no escapase de su musculoso
cuerpo. Dejó de besarla lo justo para decirles a sus labios separados que la
añoraba y se puso a buscar el pomo a tientas.
Rua esbozó una sonrisita y dio media vuelta. Les concedería un momento
a las amantes para que entrasen en el dormitorio; no quería aguarles el
calentón. Eligió unas escaleras cualesquiera y subió los peldaños de piedra,
cada vez más estrechos. Al asomarse a la ventana, se dio cuenta de que
estaba remontándose a una de las torres del castillo. Llegó al primer pasillo,
que daba a lo que parecía una sala de estar. Sus techos eran abovedados, y
las ventanas, vidrieras de color rojo. Había sillones de cuero apiñados en
rinconcitos, pero en el extremo más alejado descansaba un altar ante el que
se arrodillaba una figura.
Con solo echar un vistazo al solitario macho de cabellos plateados, Rua
supo a quién estaba dedicado. Temerosa de molestarlo mientras rezaba, se
acercó a Bern con sigilo. El altar estaba lleno de velas cuya cera blanca
formaba charcos de escarcha en la madera. Las velas eran de varias formas
y tamaños, pero Rua sabía cuántas había: veintiocho, una por cada año de
vida de su hermano Raffiel. Detrás del altar había una cuerda atada a dos
postes que se combaba con el peso de las cintas carmesíes y los ramos de
flores blancas secas que colgaban de ella. Detrás del cenador encintado
había otra vidriera altísima por la que se veía la oscuridad que precedía al
alba.
Al ver las veintiocho velas —nueve más de las que habría en su propio
altar de haberse caído de la cornisa—, volvió a acelerársele el corazón.
Junto a ellas había una cesta de mimbre repleta de notas y dibujos. El
monumento en memoria de Raffiel era tan apreciado como lo fue él en vida.
El nudo que se le había formado en la garganta se estrechó. No había
hecho más que apartar a su hermano. No tenía claro si estaba enfadada con
él, con el mundo o consigo misma…, pero esa rabia le impidió llegar a
conocerlo. Él lo había intentado. Se pasaba por los campamentos de brujas
cuando podía, aun a riesgo de que lo atrapasen recorriendo las Altas
Montañas del noreste. Debería haberse quedado donde estaba, reunido a sus
tropas y rescatado a los refugiados de las montañas del Oeste, pero sacaba
tiempo por Rua. Se le llenaron los ojos de lágrimas silenciosas. Y, cuando
iba a verla, ella le ponía mala cara y lo abrazaba lo menos posible, como
hacía con Remy. Y ahora ya no estaba y no podía deshacerlo. Nunca podría
darle un abrazo de oso como los que le daban los Águila a Remy. Sabía que
un achuchón así le habría sacado una sonrisa. Ojalá hubiera sabido que lo
amaba.
Bern la miró con sus ojos azul celeste y se puso en pie.
—¿Estás bien?
—¿Cómo lo haces? ¿Cómo lo soportas? —Rua sorbió por la nariz y se
aguantó las ganas de llorar—. Estar sin él.
—No sé estar sin él. —Su semblante, normalmente desenfadado, se
descompuso al plantarse al lado de Rua—. Lo único que sé es que no está y
yo sigo aquí y que he elegido hacer algo de provecho, si puedo.
Rua se miró las manos y dijo:
—Mi hermana me ha contado que diriges iniciativas comunitarias,
construyes orfanatos y echas una mano en los refugios. El programa de
comidas es una idea excelente.
Por toda la ciudad había salas comunes a las que iba a almorzar la gente.
No importaba cuánta necesidad tuviesen: todos se reunían para comer. El
palacio proporcionaba la comida y se turnaban para cocinar los platos.
Además de alimentar a los hambrientos, cumplía muchos otros objetivos:
los que no tenían familia se sentían menos solos, se proporcionaban tareas y
metas a los que no tenían oficio ni beneficio y se alimentaba a aquellos que
estaban demasiado cansados tras empezar de cero como para ponerse a
cocinar.
—Los comedores fueron idea de Renwick —repuso Bern.
Rua lo miró de inmediato.
—¿De Renwick? —Recordó las tiendas que hacían las veces de comedor
en Lyrei Basin. Había dado por sentado que eran parte del campamento, no
una tradición de la corte Norte. ¿Cómo podía ser?
—Era idea de su madre. Una tradición de Murreneir, su tierra natal —
explicó Bern—. Aunque dudo de que el antiguo rey del Norte hubiera
permitido una iniciativa así en Drunehan.
—¿Cómo sabes todo eso?
Bern le sonrió sin mucho afán:
—Porque me he tirado muchas noches jugando con él a las cartas.
—¿Cuánto hace que lo conoces?
—Desde que nació. Le saco tres años. —Bern arrugó sus ojos azul claro
al echar la vista atrás—. Crecí en un pueblo con minas de oro cerca del
puerto de las Arenas Plateadas. Distaba mucho de los lujos de la corte, pero
mi familia nadaba en la abundancia, así que éramos bienvenidos en
cualquier reino de Okrith. Viajábamos de corte en corte y nos colábamos en
los festejos en honor al solsticio y en las bodas. Donde había juerga, allí
estábamos nosotros. Hasta que tuvo lugar el asedio de Yexshire, claro. —
Bern carraspeó y se rascó la nuca—. No estuve ahí esa noche. Temía que
Raffiel hubiera fallecido, pero ni una sola persona me confirmó que hubiera
muerto, así que me puse a buscarlo. Tardé muchos años. —Sonrió con
ternura y, con la voz rota, añadió—: Pero lo encontré.
—¿Ya sabías que estabais destinados? —inquirió Rua con el corazón en
un puño al ver la cara de angustia de Bern.
—Sí… y no. —Se le marcó un hoyuelo al sonreír—. Raffiel solo tenía
doce años durante el asedio de Yexshire. Y me importaba de un modo…
irracional. —Bern se echó a reír pese al dolor lacerante que rezumaba su
expresión—. Era mi mejor amigo. Cuando lo encontré, tenía diecinueve
años. Volver a verlo me causó el mismo impacto que un puñetazo. —A Rua
se le humedecieron los ojos—. Creo que sus padres lo sabían. Creo que
querían esperar a que fuéramos mayores para contárnoslo. Es una carga
demasiado pesada para un niño.
Rua asintió con rigidez y volvió a reprimir las lágrimas. Apretó los puños
para que no brotaran. Ni una vida entera juntos les bastaría. Por lo que
respectaba a Raffiel, se había reído del escaso tiempo que pasaban juntos,
pues daba por hecho que tendrían más. De haber gozado de ese tiempo,
habría actuado mejor, habría hecho las paces con él y, a la larga, habría
enmendado sus errores. Y ahí estaba, pensando que aún tenía tiempo para
arreglar su relación con Remy, dominar la Hoja Inmortal y sincerarse con
Renwick. Pero escupía al tiempo en la cara.
—Si hubiera empuñado la espada antes… —murmuró.
Bern le tocó en el hombro con dulzura e hizo que lo mirara, llorosa como
estaba.
—No fue culpa tuya. Nada de lo que ocurrió fue culpa tuya —susurró—.
Y Raffiel lo sabía. Jamás habría querido que cargaras con esa culpa.
Una lágrima inoportuna le bajó por la mejilla mientras Bern se volvía
rápido hacia la ventana, a su derecha.
—Ven —le dijo mientras la acercaba al cristal.
El sol asomaba por la cordillera de las Altas Montañas. Los festejantes
recibieron el nuevo sol con vítores. Habían sobrevivido al día más corto del
año.
—¿Lo ves? —le preguntó Bern, que señalaba la ventana con la cabeza.
Los de abajo empezaron a cantar cada vez más fuerte. Entonaron cantos y
alabanzas para dar la bienvenida a la nueva luz.
—¿El sol? —Rua enarcó una ceja mientras contemplaba el resplandor
dorado.
—Es la promesa de otro día —dijo Bern, dándose golpecitos en la frente
con los dedos mientras rezaba en ífico al dios del sol—: El sol se alzará de
nuevo y nosotros con él.
—Eso no es más que palabrería. —Rua se cruzó de brazos sin dejar de
mirar al sol, cada vez mayor, como si su lado más primitivo no pudiese
apartar la vista.
—Puede. —Bern se rio por lo bajo—. Pero esa palabrería es lo que me
hace seguir adelante. Me pregunto cómo aprovecharé las horas de sol de las
que dispongo cada día, y eso hago. Eso es lo más lejos que llega mi
perspectiva de futuro. Quizá algún día piense en estaciones o años, pero, de
momento, solo pienso en el sol del día.
El sol creció hasta convertirse en un halo dorado e iluminó las montañas
con su gloriosa luz. Rua se preguntó qué haría si se permitiera liberar un
día, solo uno, la opresión de su pecho. ¿Cuán lejos llegaría sin esa
pesadumbre?
Probaría primero con algo sencillo y después ya vería cómo seguiría.
Abrazó a Bern. Notó que el fae sonreía cuando este apoyó la barbilla en
su hombro. Lo estrechó fuerte y las lágrimas le surcaron las mejillas. Un
dique derribado por los potentes rayos del sol. Bern le acarició la espalda a
modo de consuelo y con la otra mano la agarró bien fuerte. Fue entonces
cuando Rua supo que no solo la estaba abrazando en su nombre, sino
también en el de Raffiel. Llevaba consigo partes del alma de su hermano,
pues la vida de su destinado estaba ligada a la suya. Rua se imaginó que
Raffiel también la rodeaba y abrazó a Bern como desearía haber abrazado a
su hermano mayor antes de morir. Aunque no se hubieran casado, Bern
también era ya su hermano mayor y lo querría como a tal.
—¡Rua! —irrumpió en la torre una voz aguda y aterrada.
Rua se volvió ipso facto hacia la entrada. Allí encontró a Aneryn,
jadeando con los ojos como platos.
—¿Qué pasa? —preguntó. Se despegó de Bern y corrió hasta la bruja
azul.
—He tenido una visión. Ha habido una avalancha en el camino hacia el
Oeste, pero ha sido provocada. No veo —musitó Aneryn, tomando aire a
bocanadas—. Me he centrado tanto en ver a Balorn que no la he visto hasta
ahora.
—¿El qué?
—Una sombra violeta —dijo—. Ya no veo a Augustus Norwood.
E
l respingo que dio Renwick despertó a Rua y Aneryn. Era noche
cerrada. Habían dormido todo el día.
—No, no, no. —El frío aire nocturno ahogó el tono temeroso del rey.
Salía humo del castillo de Brufdoran. Por las ventanas de los pisos más
altos se vislumbraba un resplandor infernal. Rua y Aneryn se apearon a
trompicones y echaron a correr por el paisaje nevado.
—¿Cómo es que no lo he visto? —se preguntó Aneryn mientras
observaba boquiabierta las llamas, cada vez más grandes.
Sin pensárselo dos veces, Rua empleó su magia de bruja roja para
levantar montones de nieve y arrojarlos dentro. El pánico disminuyó su
puntería, pero los que entraron por la primera ventana bastaron para
convertir las llamaradas naranjas en humo negro. Tomó aire y repitió el
movimiento con la segunda ventana. Forzaba más su mente que cualquier
músculo. No era el peso de la nieve lo que mermaba su magia; era el
esfuerzo que tenía que realizar para que no se le cayera y que entrara por la
ventana correcta.
—¿Han salido todos? —Sus orejas de fae le permitieron oír a Renwick, al
otro extremo del campo abierto que había frente al castillo.
—Sí, gracias a los dioses. —Sabía que esa voz era de lord Omerin pese a
seguir concentrada en la tercera ventana. Levantó más montones, hizo
fuerza con los brazos y alargó las manos para meter más nieve. La alivió
saber que no había nadie dentro.
—¿Qué ha pasado? —exclamó Aneryn.
—Creemos que ha empezado por las brasas del fuego feérico. —La voz
de lord Omerin rezumaba incredulidad—. Pero lo ignoramos.
Cuando la nieve hubo entrado por la última ventana, Rua resolló y, al fin,
miró a la gente reunida entre el palacio y los jardines. Decenas de personas,
en su mayoría del servicio, se apiñaban aún con el uniforme puesto. Rua
buscó como loca a Fredrik hasta que lo vio junto a su madre. Miraba
embelesado a la princesa. Estaban todos a salvo. Estupendo.
Agitó los brazos como si acabase de levantar una caja pesadísima y,
despacio, se dirigió al otro lado del castillo por si había más llamas
lamiendo las ventanas. Al llegar a la otra punta, miró arriba. Las ventanas
seguían intactas y cerradas. Se habían manchado de humo, pero daba la
impresión de que se había extinguido el fuego.
—Todo bien por aquí —informó a los que se habían reunido en el otro
lado.
Una voz áspera dijo a su espalda:
—No todo va bien, Mhenissa.
Rua se volvió de inmediato para ver a una bruja azul.
Cuando la princesa hizo ademán de empuñar la Hoja Inmortal, la bruja
alzó la mano y se bajó la capucha de su capa añil para descubrir una melena
de cabellos plateados, aunque su semblante parecía más joven que el de
Rua. Reconoció a la bruja hosca de la fragua de Raevenport, Onyx.
—Vengo en son de paz, Mhenissa —dijo con voz bronca—. He visto las
llamas y he sabido que podría hablar con vos a solas. He venido a
advertiros.
—¿Advertirme? ¿De qué? —inquirió Rua mientras observaba
detenidamente a la misteriosa bruja. Ya podía ser importante para que
hubiese ido andando desde Raevenport hasta Brufdoran.
—¿Rua? —preguntó Aneryn desde algún lugar del exterior—. ¿Estás
bien?
Onyx abrió los ojos como platos y negó con la cabeza.
—Sí —contestó Rua—. Es que quería comprobar si quedaba alguna
llama.
Esa respuesta bastó para tranquilizarla. Sabía que solo era cuestión de
tiempo que alguno de los demás rodease el edificio y las encontrase ahí.
—Balorn Vostemur es un hombre malvado, pero no es él de quien
deberíais preocuparos —dijo Onyx mirando a lo lejos, como si lo hubiera
visto con su don—. Últimamente las visiones varían mucho y, como ellas,
las brujas azules hemos cambiado de opinión. Os ayudaremos a romper la
maldición de Balorn.
Se sacó de la capa un libro voluminoso encuadernado en cuero y se lo
pasó a Rua. Esta repasó los símbolos mhénbicos con los dedos y rechinó los
dientes.
—¿Habéis tenido el libro de hechizos desde el principio? —Agarró el
pesado tomo con más fuerza. Se había obligado a ir a Yexshire para
conseguir el libro y resultaba que siempre había estado en el Norte—. ¿Por
qué me lo entregáis ahora?
—Augustus Norwood ha hallado un modo de bloquear el don de las
brujas azules. No sé cómo… Solo veo una…
—Sombra violeta —susurró Rua.
Onyx la miró al instante.
—Así que vuestras brujas también la ven —murmuró—. Pero, a
diferencia de lo que me ocurre con el rey del Norte, no tengo ni idea de por
qué no veo el futuro de Norwood. Sea lo que fuere… huele a muerte.
Debéis ir al Este y pararle los pies para que no gane más poder.
—¿Por qué no puedes ver el futuro de Renwick? —Rua ladeó la cabeza
—. ¿Por qué me lo cuentas aquí y ahora? ¿Qué tal si vuelves con nosotros a
Murreneir?
—No quiero estar cerca del Matabrujas —gruñó Onyx.
—Ahora es amigo de las brujas —repuso Rua, lo que hizo que la bruja se
carcajeara.
—Si supierais la de brujas que ha matado —dijo mientras se le oscurecían
los ojos—, no osaríais decirme eso. Es a vos a quien seguiremos las brujas,
Mhenissa. Vos empuñáis la Espada de las Brujas. ¡Vos sois la Espada de las
Brujas! Si para que os quedéis debemos dejar vivir al rey del Norte, que así
sea.
Rua miró boquiabierta a la bruja.
—¿A cuántas brujas ha matado? —susurró Rua con el alma en vilo.
La bruja miró detrás de Rua:
—Preguntádselo vos misma. —Le refulgieron los ojos. Dio media vuelta
y se adentró en el bosque mientras gritaba a su espalda—: Preguntadle por
mi hermana.
Renwick estaba ahí, mudo de asombro. Miró a Rua con recelo mientras
esta se acercaba a él con paso airado.
—¿De qué habla? —Señaló el bosque.
—Se llama Onyx Mallor —dijo Renwick mientras escudriñaba la
oscuridad en la que se había sumido Onyx—. Es una de las muchas brujas
que decidieron marcharse en cuanto fueron liberadas…, con razón.
—No me digas —replicó Rua entre dientes.
Renwick la miró a los ojos:
—Soy mala persona, Rua. Ni todo el tiempo del mundo ni todas las
buenas acciones del universo enmendarían lo que he hecho. —Agachó la
cabeza y los mechones que se le habían escapado del recogido que se había
hecho en la nuca le enmarcaron el rostro. Se puso rojo de la vergüenza—.
Lo siento.
¿Tendrían perdón las malas acciones de ambos?
Dio media vuelta, pero Rua lo detuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Somos igual de malos, ¿recuerdas? —Se obligó a sonreír pese a saber
lo triste que estaba Renwick. Era lo que más los unía de todo: la vergüenza
que les daban sus actos, la sensación de que nunca serían quienes querían
ser. Se lo notó con la misma claridad que a ella.
Renwick relajó la expresión. La tomó de la mejilla y le dio un besito en la
frente.
—No merezco tu amabilidad.
Rua soltó una risita y apoyó la frente en los labios de Renwick.
—Ni yo la tuya.
—¡Vamos dentro! —gritó Aneryn mientras doblaba la esquina—. Que
hace más frío que… —Frenó al verlos—. Ay, dioses. No os estaréis
besando, ¿no?
Los dos rieron por lo bajo.
—No, Aneryn —respondió Renwick con una sonrisa de oreja a oreja. Lo
contento que estaba volvió a recordarle a Rua que debía liberarse de la
opresión que le atenazaba el pecho. Renwick entrelazó los dedos con los de
ella y la condujo de vuelta al castillo.
Rua se preguntó si podría hacerlo, si podría cumplir la promesa que se
había hecho ante el altar de Raffiel. Al mirar de nuevo el lugar por el que
había desaparecido Onyx, no tuvo claro si podría mantenerla.
A
travesó el complejo de tiendas echando chispas. Ni un solo guardia la
detuvo. El corazón le iba tan deprisa que no podía respirar hondo.
«Las brujas azules no podemos ver el destino de las demás brujas
azules».
Dioses, le faltaba el aire. Recordó que Renwick tenía las orejas
puntiagudas. No cabía duda de que Hennen Vostemur era fae. Y no habría
desposado a una bruja a sabiendas. La gente se habría dado cuenta de que la
madre de Renwick no era fae. ¿Cómo era posible que fuese un brujo azul?
Recordó la nota que su madre le había dejado a su hermano pequeño en
aquel libro. Había llamado a Eadwin mea raga, «cariño» en mhénbico.
Madre Luna, ¿qué hacía una reina fae usando expresiones mhénbicas?
No tenía sentido.
Abrió las pesadas cortinas con brusquedad y entró en tromba en el
despacho de Renwick.
—¿Es cierto?
—Rua —dijo Renwick, que la miró atónito desde su mesa—. No deberías
estar aquí.
Estaba recostado y con la camisa desabotonada, lo que dejaba al
descubierto las líneas de sus musculosos pectorales.
Se le pasaban tantas preguntas por la cabeza que no prestó mayor
atención a su pecho. Desoyó su advertencia y fue hasta su mesa hecha una
furia. En el extremo, fuera de su alcance, había un frasquito de cristal. Ya
sabía lo que contenía.
—¿Es verdad? —La voz le emergió del pecho como un bramido.
Renwick la miró con suspicacia y le preguntó:
—¿De dónde vienes?
—De la tienda de Baba Airu —gruñó Rua.
Renwick se quedó quieto de esa forma suya tan reveladora y crispó la
mandíbula.
Rua le dio una fuerte palmada a la mesa. Eso lo sobresaltó y demudó al
fin su rostro hierático.
—¿Eres mitad brujo?
—Mi madre era mitad bruja azul, sí —reconoció entre dientes mientras se
frotaba la frente con parsimonia.
—¿Tienes visiones? —Rua lo fulminó con la mirada al ver que se rascaba
la cabeza—. Pensaba que el veneno te provocaba cefalea. —Miró ceñuda el
frasquito del escritorio—. Pero tienes visiones, ¿no?
—Y te agradecería que no saliese de aquí —gruñó entre dientes—. Me ha
costado mucho que los que me querrían muerto si se enteraran no sepan mi
secreto.
—Uy, soy consciente de lo lejos que estarías dispuesto a llegar —replicó
con rabia—. ¿Qué le pasó a Nave Mallor?
Renwick separó los labios y dijo:
—Rua.
Le escocían los ojos por las lágrimas y su pecho cedía ante una fuerza
invisible que se lo agrietaba.
—¡Contéstame! —le gritó con los ojos llorosos.
Renwick volvió a mirar el bote que había encima de la mesa.
—La maté.
—¿Por qué? —Le temblaba el labio inferior. Ya sabía la respuesta.
—Era una bruja poderosa. Balorn tenía problemas para doblegarla.
Averiguó por qué no podía ver mi destino, así que rebuscó en su cabeza a
quién estaba ligado mi destino. Vio que seguías viva y… —Renwick hizo
una mueca y, sin dejar de mirar el frasco de veneno, apoyó los antebrazos
en el escritorio— y lo que somos el uno para el otro.
Había matado a Nave Mallor para protegerla de ellos. De lo que Hennen
y Balorn Vostemur habrían hecho de haber sabido que una princesa
Dammacus seguía viva en la corte de la Alta Montaña… La habrían matado
a ella y a todas las brujas rojas a su alrededor. Renwick la había estado
protegiendo antes siquiera de conocerla, protegiendo… lo que somos el uno
para el otro.
—¿Te refieres a que estamos destinados? —bramó Rua.
—Sí —susurró.
—¿Por qué no me lo dijiste?
Al fin la miró a los ojos. Los de Renwick estaban muy abiertos y casi
brillaban. Rua se fijó en que despedían un destello azul. Dioses, ¿cómo no
se había dado cuenta antes? Cuando se descontrolaba, el verde esmeralda de
sus ojos se tornaba turquesa y, apenas un segundo después, volvía a ser
verde.
—¿Cómo iba a decírtelo? —gruñó Renwick. Miró el frasco destapado
que había en su mesa. Lo tentaba. Rua advirtió que seguía lleno. Le
quedaba elixir contra el dolor, pero por su mirada sabía que se debatía entre
tomárselo o no—. ¿Cómo iba a decirte que tu alma está unida a la mía, si
me mirabas como si fuera un monstruo?
—¡No me importa que seas un monstruo! En eso nos parecemos —bufó
Rua, gritando de nuevo—. ¡Lo que me importa es que me has mentido!
Al oír sus palabras, Renwick hizo amago de agarrar el bote azul, pero Rua
se le adelantó. Le arrebató el frasco, se lo llevó a los labios y se tragó el
líquido amargo haciendo una mueca.
Renwick se levantó como un resorte y exclamó:
—¡No!
Al instante había rodeado la mesa. Le quitó el bote vacío de la mano y lo
miró horrorizado.
—¿Te lo has bebido todo? —Su cara era de puro terror—. Es demasiado,
Rua. Es demasiado hasta para mí, y eso que estoy acostumbrado.
Renwick fue corriendo a las cortinas y les gritó a los guardias:
—¡Id a por una bruja marrón! ¡Ya!
Volvió con Rua enseguida y, a escasos centímetros de ella, le preguntó
mirándola a los ojos:
—¿Por qué lo has hecho?
—No eres el único que se envenena para aplacar el dolor —susurró.
Notaba un calorcito por todo el cuerpo y le bajaba un cosquilleo agradable
hacia los dedos. Con razón Renwick tomaba aquello. Se le iban poniendo
los ojos en blanco conforme el calor la recorría en oleadas.
—¡No! —Dos manos fuertes la sacaron del trance al tomarla de las
mejillas. Renwick la miró echando chispas—. Tienes que luchar, Rua. El
veneno no tardará en hacerte efecto. —Pegó la frente a la de ella y,
preocupado, le susurró—: Por favor, no te duermas.
Le bajaba un hormigueo calentito y exquisito. Abrió la boca y cerró los
ojos. Renwick volvió a zarandearla y a sacudirle la cabeza mientras la
tomaba del rostro con más ímpetu.
—Lucha, Rua. No puedo perderte —rogó mientras volvían a ponérsele
los ojos en blanco y se dejaba arrastrar por la marea—. Lucha. Eres fuerte.
—No soy fuerte —murmuró. El veneno le soltaba la lengua. Emitió un
murmullo agradable, pero otro zarandeo la obligó a abrir los ojos—. Me
hundo con cualquier cosa, pero, en comparación con la tuya, mi vida ha
sido coser y cantar.
—¿En serio crees que tu vida ha sido coser y cantar? Asesinaron a tu
familia cuando eras niña, te exiliaste por culpa de la guerra, guardas un mal
recuerdo de tu infancia porque pasaban de ti, te secuestraron y estuvieron a
punto de matarte… —El rostro del rey del Norte, por lo general impasible,
estaba ahora contraído por la ira y el miedo, como si fuese a plantar cara a
la oscuridad en lugar de Rua—. ¿Sigo?
A la princesa se le aceleró el corazón. El calorcillo le adormecía las
extremidades.
—Eso no es nada comparado con lo que has sufrido tú —le dijo mientras
le tocaba la mejilla sin mucho afán.
—Solo lo dices para negar que lo que tú sientes también es real.
—Debería controlar más la espada —dijo Rua entre resuellos. El pecho le
subía y le bajaba más deprisa y el sueño la reclamaba—. Debería
controlarme más yo. No sé por qué no puedo.
—A lo mejor si te permitieras sentir algo de una puta vez no te habría
afectado tanto.
—Dijo el Vostemur —resopló.
—No. Soy. Como. Mi. Padre —gruñó Renwick con los dientes apretados.
A Rua se le cayó el alma a los pies. Movió la cabeza de lado a lado y
reconoció:
—No. —No lo había dicho en ese sentido. Ignoraba por qué su lengua la
había traicionado de ese modo. Pero no tuvo tiempo de pensarlo, pues le
fallaron las piernas. Creyó que Renwick la dejaría caer por lo que había
dicho, pero justo antes de que tocase el suelo se lanzó a por ella y la atrapó.
—No te duermas, Rua. ¡Por favor! —La voz asustada de Renwick se le
antojó lejana. Se le oscureció la visión por los lados, de tal suerte que solo
veía su cara de espanto.
—Ya estoy aquí —dijo una vocecilla femenina corriendo hacia ella.
Se le cerraron los ojos.
R
aga resopló de alegría cuando Rua le dio otra manzana. Renwick
seguía reunido con Baba Airu. Después de bañarse, se cansó de dar
vueltas por su tienda esperando a que volviera. La situación era muy
delicada. Las promesas y confesiones de ambos no parecían muy sólidas, y
Rua no sabía seguir adelante sin sentir en el alma que sus palabras se habían
cumplido al cien por cien.
—Sé que no se va a echar atrás —le susurró a Raga mientras la yegua le
olfateaba la cara. Le acarició el cuello con pasadas firmes y amplias, tal y
como le gustaba al animal—. Lo sé —se repetía para que no le temblasen
las extremidades.
A duras penas había conseguido tragar un trozo de pan. Renwick
Vostemur, rey de la corte Norte, era su destinado. No solo eso: también
tenía sangre de bruja azul. La gente ni sabía que Rua tenía destinado…, y
ella bien contenta que estaba. Pero, ahora que sabía la verdad, lo que sentía
por él estaba justificado; ya no se consideraba una traidora. Renwick había
estado ayudando a su familia desde antes de saber siquiera que estaban
destinados. No era el monstruo que creían todos. Ató cabos en su cabeza.
Le dieron ganas de reír, llorar y gritar a la vez.
Cuando oyó a un halcón chillar en lo alto, supo que se había cumplido
otra de las visiones de Renwick. Oyó unos cascos a su espalda y, al mirar
atrás, vio a Thador entrando en los establos a lomos de su caballo.
—Alteza —saludó inclinando la cabeza. Desmontó y le pasó las riendas a
alguien que trabajaba en la cuadra. Se acercó a ella a grandes zancadas y, de
brazos cruzados, añadió—: Tenéis mala cara.
—Ya —susurró para que no le temblara la voz. Le apetecía gritar hasta
quedarse sin pulmones o pegarle a algo hasta que le sangrasen los nudillos,
lo que fuera con tal de calmar la ola que crecía en su interior.
—Entonces lo sabéis. —El enorme fae se apoyó en la puerta de las
caballerizas y se echó a reír. Su ropa de montar estaba cubierta de nieve.
Llevaba una bufanda bien apretada, un gorro de piel y guantes de lana.
—¿El qué? —espetó Rua como si no lo supiese mientras lo observaba.
Thador se carcajeó y dijo:
—Que sois su destinada.
Se le cayó el alma a los pies:
—¿Lo sabías?
—No me lo contó, si es lo que os preguntáis —repuso Thador, girándose
para apoyar los antebrazos en la puerta del establo. Se le veía cansado
después de estar tanto tiempo expuesto al frío—. Pero no hace falta una
bruja azul para veros cuando estáis juntos. Renwick cambia cuando os
mira… y vos lo miráis a él.
Rua cerró y abrió los puños y agitó las extremidades como si fuera a
entrar en combate.
—¿Por qué habrán querido las Parcas que estemos juntos? —gimoteó.
Pensaba en mil y una cosas. Era sorprendente e inevitable a la vez, y no
podía reprimir los sentimientos encontrados que chocaban en su cabeza.
—Quizá supieran que os atormentaba la muerte y que os sentíais
culpables de vuestras decisiones —comentó Thador con aire pensativo—.
Tal vez os emparejaron porque veíais al otro como algo más que una corona
y un título.
La asaltó otra pregunta sin respuesta.
—¿Por eso me llaman Mhenissa? ¿Porque soy su destinada?
—Os habéis ganado el título a pulso, princesa. —Ehiris gritó en el cielo
—. Aunque sé que las brujas se alegran de que estéis unida a él. Creen que
lo volveréis mejor gobernante… y yo también lo creo.
—¿Sabes qué es él? —Lo miró de soslayo.
—Nunca hemos hablado de ello. Ni una sola vez. —Thador la miró un
instante con sus ojos oscuros y volvió a centrarse en los caballos—. El día
que lo conocí le brillaban los ojos. Fue la última vez que lloró.
Rua notó una opresión en el pecho al ser consciente del poder que tenían
las lágrimas que había derramado un momento antes. Rascó a Raga detrás
de la oreja sin pensar y le preguntó a Thador:
—¿Cuánto llevas siendo su guardia?
—Dioses, he perdido la cuenta —contestó mientras se desataba la
bufanda—. Más de doce años.
Rua pensó en cuándo habría llorado por última vez y dedujo que habría
sido por la muerte de su madre y su hermano. Sus muertes debieron de ser
tremendamente dolorosas, y más sabiendo que su madre había huido sin él.
A Rua le partía el alma sentir que sobraba. Era algo que no había superado.
—Me alegro de que ahora os tenga a vos —dijo Thador como si le
hubiera leído la mente—. Tiene que soltarlo. Necesita llorar y pasar página.
Me alegro de que ya no solo me tenga a mí para desahogarse.
El torpe ogro parecía otro en ese momento. Sus palabras amables eran
igual de secas y su estatura igual de impresionante, pero su ternura la
conmovió.
—Me alegro de que también te tenga a ti —susurró Rua.
—Ahora os sirvo a los dos —agregó con esa brusquedad que hacía que
pareciese que gruñía aunque dijese algo bonito. La miró con una sonrisilla.
Rua se quedó a cuadros. Cierto, era la destinada de su rey. Una fuerza
invisible la asfixió mientras caía en la cuenta: algún día sería reina.
La sonrisa de Thador se volvió lobuna cuando Rua fue consciente. Por si
fuera poco tener destinado, encima este era rey. Daba la impresión de que,
por más que intentase escapar de su destino, la vida de la realeza se
interponía. ¿Cómo iba a dirigir un reino? ¡Si no sabía ni cuidar de sí misma!
Raga movió las orejas en dirección a la puerta abierta del establo. A Rua
se le revolvió el estómago. No se giró; no podía moverse, pues ya sabía
quién habría ahí. Se percató de que se debía a que era su destinado y el
vínculo mágico que los unía vibraba en el aire como la magia de su espada.
Thador rio por la nariz al ver su cara de espanto.
—Va a ir bien —le susurró. Entonces se volvió hacia Renwick y lo saludó
con un sonoro—: Veo que has sobrevivido mientras no estaba.
Rua no los miró. Se quedó con los ojos clavados en Raga. Pensó que
echaría lo poco que había comido. Su destino la aguardaba, y eso la
estremecía de arriba abajo.
—¿Qué tal Drunehan? —preguntó Renwick con dificultad. Rua supuso
que el motivo sería el achuchón de Thador.
Sonrió. Los dos eran igual de ariscos y estrictos, pero le encantaba que
Thador abrazase a su rey cuando no miraba nadie… Nadie, salvo Rua. Ella
tenía permiso para ver detrás de su fachada ahora que no se iba a ir a ningún
lado. Trató de respirar hondo, pero le fallaron los pulmones. Maldita Luna,
no iba a ir a ningún lado. No entendía por qué la aterraba tanto. Si deseara
marcharse, sabía que Renwick la dejaría irse…, pero no eran las fuerzas del
mundo lo que la asustaba, sino su propia voluntad. Deseaba quedarse con
él. Deseaba fervientemente cosas que a duras penas sabía que existían en su
interior. Y desear algo —a alguien— al fin era la sensación más
espeluznante del mundo.
—Descansa —indicó Renwick. Fue entonces cuando Rua se dio cuenta
de que no había escuchado las noticias que traía Thador sobre la antigua
capital—. En dos días partimos al Oeste. Prepárate para lo que pueda
ocurrir.
Sus fatídicas palabras reverberaron en los oídos de Rua. De pronto, sus
preocupaciones se le antojaron nimiedades. Le daba miedo un futuro que
quizá no llegaría. Aún tenían que enfrentarse a Balorn, encontrar el Cristal
de las Brujas y romper la maldición de las suraash. Si sobrevivían a eso, sin
duda sobreviviría a lo que temía en ese momento: su felicidad.
Renwick fue hasta la puerta sin prisa. Raga rodeó a Rua para saludarlo.
Era obvio de qué lado estaba la yegua. Renwick le acarició la mejilla
mientras Rua se miraba las manos.
—Las brujas de Raevenport se han puesto en contacto con Baba Airu —
informó Renwick, lo que atrajo la atención de Rua, que lo miró.
Verlo la impactó: sus pómulos afilados, el fulgor de sus ojos verde
esmeralda, su piel de alabastro y sus labios abultados. Era como si lo viera
por primera vez, como si su alma al fin lo reconociese. Pero sus palabras
bastaron para romper el hechizo.
—¿Y qué le han dicho?
—Que quieren hacer las paces con su aquelarre a cambio del fuerte de las
brujas azules —contestó Renwick, que miraba la boca de Rua con los labios
entreabiertos.
—¿El templo de Hunasht? —Frunció el ceño—. ¿Quieren vivir entre esas
paredes malditas?
—Quieren echarlo abajo y construir una fragua en su lugar. —Renwick se
acercó un poquito más a ella—. Por supuesto, les he dado mi permiso para
que hagan con su templo lo que les plazca. De todos modos, nunca debería
haber pertenecido a los fae.
—Estoy impresionada —murmuró Rua—. Aunque no las culpo por
querer irse de Raevenport. —Rio por lo bajo y, de reojo, vio a Renwick
sonreír.
—Creo que ambos sabemos qué es lo que les ha dado la fuerza para
regresar —dijo mientras volvía a mirarla con sus ojos hipnóticos—. Has
sido tú, Rua.
Agradeció su admiración, pero negó con la cabeza. Reunió el valor para
tocarle la mejilla y declaró:
—Hemos sido los dos, Renwick.
El rey cerró los ojos al oír su nombre, como si se deleitara con sus
palabras. Se volvió hacia su palma y la rozó con los labios.
—Esto es real, ¿no? —susurró pegado a su piel—. ¿Por qué sigo teniendo
la sensación de que en cualquier momento se desvanecerá? —Arrugó el
ceño—. No merezco…
—Para —dijo Rua a la vez que lo hacía callar con un gesto. Sus miedos
se derritieron como la nieve bajo el sol primaveral al saber que los
sentimientos de Renwick se agitaban en su interior con la misma intensidad
que los suyos.
Renwick abrió los ojos como platos al ver que Rua se ponía de puntillas
para besarle. La joven se detuvo un instante y esperó a que reaccionara,
pero el rey no movió ni un músculo. Volvió a plantar los talones en el suelo
y estudió su rostro. Lo vio todo —dicha, pena, asombro, horror—, todas las
emociones que lidiaban también en su pecho. Y de pronto supo que ni en
eso estaba sola.
Vio el instante en que su expresión gélida se quebró; el hielo se
resquebrajó y se agrietó cuando la agarró de la nuca y acercó la boca de la
princesa a la suya. Cada beso era una promesa de que aquello era real; era
nuevo, crudo y aterrador, pero era real. La abrazó y la pegó a su pecho
mientras la besaba. Gimió cuando Rua le enredó los dedos en el pelo.
Los pisotones de Raga hicieron que se separaran para tomar aire.
—Vuelve conmigo a mi alcoba —le pidió Renwick con voz jadeante
mientras la agarraba fuerte de los costados.
Rua sonrió y asintió. Al fin sabía cómo quería recibir la oleada de
sensaciones que crecía en su interior.
El brillo tenue del sol de mediodía se colaba en el dormitorio del rey. Rua
apenas tuvo tiempo de apreciar la habitación, pues Renwick la agarró por el
cogote y la besó en los labios con cariño y ternura.
Cuando se apartó de ella, se le habían oscurecido los ojos.
—Concédeme una cosa —le pidió a escasos centímetros de ella—. Deja
que te haga el amor.
Rua, atónita, alejó la cabeza. Renwick la soltó. La princesa no sabía qué
esperar. Entendía lo que era satisfacer los placeres carnales, pero hacer el
amor se le antojaba mucho más aterrador.
—Es que…
—Te prometo que, si lo deseas, después nos acostaremos un millón de
veces. —Se echó a reír, aunque veía los sentimientos que cruzaban el
semblante de Rua—. Pero déjame hacerte el amor. —Se lo suplicaba con tal
apremio que le flaquearon las piernas.
—No sé cómo. —Rua se miró las manos. Sabía cómo ser fuera de la
tienda. Sabía cómo alejar a la gente para que no se acercara demasiado.
Pero eso… eso… eso no sabía hacerlo.
Renwick entrelazó los dedos con los de ella y se llevó su mano a los
labios.
—¿Te enseño? —murmuró pegado al dorso de su mano.
Se la soltó y esperó a que contestara. Rua sabía que Renwick deseaba ese
momento, pero también sabía que no la criticaría si decía que no. Eso no era
lo que la asustaba. Lo que la aterraba más que nada en el mundo era lo
mucho que lo deseaba ella también.
Lo miró a los ojos y, tras hacer acopio de coraje, le dijo:
—Confío en ti.
Renwick alzó sus cejas claras y separó los labios mientras el estupor, la
tristeza y el deseo demudaban su bello rostro por turnos.
Con lentitud, dio un paso hacia ella. La tomó de las mejillas y la besó. Un
roce suave y tierno. Nunca la habían besado así, pero lo necesitaba
urgentemente. Le devolvió el beso a la vez que notaba un hormigueo en los
labios. Cada vez que tomaba aire, respiraba su aroma a nieve y clavos.
Renwick le desabotonó el vestido con destreza y, despacio, se interpuso
entre su pecho y el aire fresco. El calor de su cuerpo bañó su piel desnuda
cuando le bajó la prenda.
Retrocedió para admirar su desnudez. Rua se sonrojó.
—Tu belleza no tiene parangón —susurró.
Rua miró al suelo y juntó las manos para soportar la intensidad de su
mirada.
—¿Crees que bromeo? —gruñó con fiereza. Se acercó a ella y la agarró
de la mandíbula para que lo mirara a los ojos—. Ni una sola hembra está a
tu altura, Rua. Ni una. Ni en belleza ni en fuerza ni en astucia. No exagero,
amor.
Amor. La palabra le hizo cosquillas.
Renwick se colocó detrás de ella y la acarició arriba y abajo con la
suavidad de una pluma. La sensación le erizó todos y cada uno de los vellos
del cuerpo.
Le puso la mano en la barriga y la acercó a su pecho amplio y fornido.
Hundió la nariz en sus ondas castañas e inhaló su aroma. Mientras le
dibujaba circulitos en el vientre, le pasó los dientes por el cuello y la oreja.
—¿Quieres que te toque? —murmuró.
Rua jadeó al notar sus labios:
—Sí.
Bajó más la mano y tocó por encima el vello de su entrepierna conforme
se acercaba a lo alto de sus muslos. Rua temblaba, así que Renwick la
estrechó más contra él.
El primer roce de su dedo en el centro de su cuerpo hizo que ahogase un
gritito. Renwick sonrió contra su cuello mientras lo colmaba de besos.
Extendió sus fluidos por el punto sensible que se hallaba entre sus piernas,
arriba y abajo.
Rua gimió y apoyó la cabeza en el hombro de Renwick.
Este la besó en la mejilla y le susurró al oído:
—A ver cuántos de esos gemiditos exquisitos te provoco esta noche.
Le mordisqueó la punta de la oreja. Rua sintió que un rayo impactaba
directamente contra el punto en el que Renwick tenía los dedos. Le pesaba
el pecho. Se le agitó la respiración.
Renwick le palpó un seno con la otra mano. Le retorció el pezón
endurecido, lo que le arrancó otro gemido de las entrañas. La agarró con
tanta fuerza que la inmovilizó del todo. Bajó más el dedo y se lo introdujo.
Rua ahogó un grito mientras Renwick exploraba su centro, ardiente y
húmedo. Destellos de éxtasis encendieron su cuerpo. Se derritió de placer
cuando el rey añadió un segundo dedo. La creciente sensación se tornó
arrolladora. Cada vez subía más y más ese precipicio llamado euforia.
Le entró el pánico e hizo ademán de agarrarse a los brazos de Renwick.
Estaba abrumada.
—Estás a salvo, Rua. —La voz queda de Renwick la ancló al mundo—.
Déjate llevar.
Su centro se tensó al oír esas palabras y, de repente, caía. Un rugido
reverberó en el pecho de Renwick cuando su gemido devino en un grito
arrebatado. Presa de las convulsiones, se contrajo alrededor de los dedos de
él. Renwick no dejó de moverlos hasta que le hubo arrancado el último
ruidito, momento en el que Rua se dejó caer en sus brazos.
Renwick le sacó los dedos y le masajeó el costado con suavidad, como si
calmase a una fiera.
La tumbó en el suelo y Rua apoyó la frente en su pecho. Renwick la besó
en la coronilla y le acarició la espalda, y ella respiró hondo.
Aunque había saciado un poco su desesperación, aún le corría deseo por
las venas. Le desabrochó el cuello de la camisa.
Renwick sonrió cuando ella le abrió la camisa y vio el vello rubio que le
cubría ligeramente el pecho. Levantó los brazos para que le quitara la
camisa por la cabeza y la tirase al suelo.
De nuevo, su torso la maravilló. Se le marcaban las venas de los brazos,
musculosos, fibrosos y de piel clara. Le acarició el pecho con los dedos
sabiendo que, aunque parecía inmaculado, su cuerpo escondía las cicatrices
que le había dejado su padre. Le dolía pensar que ese rey que se tenía por
un monstruo era en realidad un dios vengador.
Bajó los dedos hasta el botón de sus pantalones. Su dureza pedía a gritos
que la liberaran. Despacio, le desabrochó los botones uno a uno y, tras
enganchar los pulgares en sus calzoncillos y sus pantalones, se los bajó de
un tirón. Sin dejar de mirarla a los ojos, terminó de quitárselos y apartó las
prendas de una patada.
Rua lo observó boquiabierta. Ver su miembro duro y grueso la paralizó.
Recordó la noche en el bosque y los días que tardó en sanar después. Miró
al suelo, pero Renwick se dio cuenta de todo.
La agarró de la nuca con delicadeza y le dijo:
—Quédate conmigo esta noche. Durmamos sin más —susurró junto a su
boca—. Quédate conmigo, por favor.
Su súplica la desarmó. Le traía sin cuidado cuánto le ofreciese Rua. Solo
quería tenerla cerca. Podía fulminar con la mirada a hombres malvados y
asestar un tajo mortal con su espada, pero aquello… aquello era lo único
que no sabía hacer: dejarse querer.
Pero no podía seguir negando sus sentimientos, no con ese apuesto macho
abriéndose en canal ante ella. Lo deseaba y lo reclamaría.
Se armó de valor y, con los ojos fijos en sus esmeraldas, respondió:
—No quiero dormir sin más.
Renwick sonrió de oreja a oreja.
—¿Y qué quieres?
—A ti. De los pies a la cabeza. —Por un instante, Renwick contrajo el
rostro al oírla, como si Rua le hubiera abierto el pecho y su alma se
esforzase por escapar.
Renwick le estampó un beso en los labios con el que la reclamó. Rua, ni
corta ni perezosa, se asió a su musculosa espalda y lo acercó a ella. Notaba
en el vientre su erección. Sin despegar los labios, fueron a la cama
arrastrando los pies. Renwick la sujetó de la nuca y la tumbó en la
almohada.
Fue dándole besos por la clavícula hasta que llegó a un seno y le chupó el
pezón. Rua se arqueó debajo de él emitiendo otro gemido ronco.
—Qué ruiditos más maravillosos haces —murmuró él mientras le bajaba
la mano por el vientre—. Me preguntó cómo gemirás cuando haga esto.
Antes de que Rua supiera lo que estaba pasando, Renwick lamió sus
pliegues húmedos con pericia, haciéndola gritar. Estrujó las sábanas
mientras Renwick devoraba su centro. La fricción húmeda y ardiente la hizo
jadear y subir la voz una octava. Dioses, iba a precipitarse de nuevo.
Renwick se separó de ella tras dejarla jadeante y sin aliento y le pasó la
boca por todo el cuerpo. Cuando llegó arriba y estuvo cara a cara con ella,
tanteó con la punta de su miembro la humedad viscosa de su entrepierna.
Rua abrió la boca para tomar aire con brusquedad. La mirada ardiente del
rey bastó para elevarla más y más.
Renwick la miró embelesado y, a un paso de su entrada, le dijo con voz
ronca:
—Si sientes algo que no sea éxtasis, por los dioses, dímelo.
Esperó a que Rua asintiera y entonces se hundió en ella. La penetró
despacio; cuanto más se la metía, más abría la boca él. Rua se abrió para él;
su tórrido centro se dilató para acogerlo mejor. No se parecía en nada a lo
que sintió la noche del bosque. Le hormigueaban los músculos y sus células
estaban en su máximo apogeo.
Con cada centímetro que avanzaba, más cerca estaba Rua de escupir el
corazón. Le temblaban las piernas.
Renwick resollaba. En cuanto se la introdujo del todo, se quedó quieto. Se
contuvo y aguardó preocupado mientras observaba su rostro. Rua estuvo
segura de que lo destrozaría pensar que había vuelto a hacerle daño.
Le acarició la mejilla. Renwick se volvió hacia su palma y la besó en la
muñeca.
—Estás aquí —susurró Rua con el corazón partido—. Estamos aquí. Esto
es real.
—Estoy aquí. —Renwick empezó a moverse entre temblores—. Soy
tuyo.
Se la sacó con deliberada lentitud, casi hasta la punta, y volvió a
metérsela. La provocaba con sus estocadas y la dejaba con ganas de más.
Rua lo agarró del trasero y le exigió que moviese las caderas. Renwick le
sonrió y la acometió con movimientos ondulantes. La joven se sentía más
ligera con cada embestida, como si flotase por encima de la cama. Cuando
aceleró, la sangre de sus venas se convirtió en electricidad y gimió en voz
baja.
—¿Te gusta tenerme dentro de ti? —gruñó Renwick mientras la
mordisqueaba en el cuello.
—Sí —contestó con voz jadeante—. Dioses, sí.
Renwick aumentó el ritmo y con cada embestida le arrancaba un gemido
salvaje y gutural, presa del deseo.
Se le tensaron los brazos conforme se acercaba al clímax.
Se quedó quieto, lo que dejó a Rua ansiosa. Tenía la frente perlada de
sudor. Sus ojos emitieron un destello turquesa, de modo que los apretó.
A Rua le dolió que le ocultase partes de él incluso entonces. Tomó aire y
repasó el contorno de su rostro con los dedos, desde su mandíbula hasta su
sien.
Alzó la cabeza y, pegada a sus labios, musitó:
—Mírame.
El cabello le tapó la cara cuando agachó la cabeza. Le temblaban los
brazos de lo que se estaba conteniendo. Resollaba, pero no le hizo caso;
haberse pasado una década escondiéndose por miedo lo hizo dudar. Pero
debía saber quién era para Rua. Ni el Matabrujas. Ni el rey. Al fundir sus
cuerpos, el nombre de él quedó grabado en el alma de ella.
—Renwick. Destinado —susurró—. Mírame.
Abrió los ojos al momento. Refulgían con el más brillante de los
aguamarinas. Lo miró fascinada. Incluso con él hundido en su interior,
seguía asombrándole que lo que sentían el uno por el otro fuera real. Pasó
una eternidad entre un segundo y otro, lo que tardaron sus almas en fundirse
en una.
—Te quiero —le juró Renwick, lo que confirmó su torbellino de ideas. La
embistió y reclamó su cuerpo a la vez que la reclamaba con sus palabras.
—Te quiero —gritó Rua, moviendo las caderas para igualar su ritmo. La
cama temblaba.
Renwick le estampó un beso en los labios y ahogó sus gemidos de placer.
Se le salía el corazón cada vez más. Lo que se gestaba en su interior no
tenía fin, y eso la exasperaba y la ponía eufórica al mismo tiempo. Se asió
de sus musculosas nalgas e hizo que se volviesen uno mientras gruñía como
una fiera. Se retorció debajo de él. Sus profundas e impetuosas acometidas
hicieron que se precipitase. Renwick gritó su nombre y se arrojó tras ella.
Caían una y otra vez y, entre contracciones y espasmos, se liberaron juntos.
El clímax reverberó en el cuerpo de Rua; con plenitud, con trascendencia.
No había estado más segura en toda su vida: era la destinada de Renwick
Vostemur, el rey del Norte.
L
as ramas cubiertas de nieve se combaban por encima de ellos mientras
viajaban en el trineo descapotado a la luz del crepúsculo. Ese día los
demás miembros del campamento habían guardado las distancias con ellos.
Los rumores de que eran pareja habían corrido como la pólvora. Incluso
Aneryn se excusó de repente con que estaba muy liada con una labor
misteriosa tras mirar a Rua. La princesa rio al recordar la cara de la bruja
azul. Les estaba concediendo tiempo para que estuvieran juntos antes de
que el ejército partiera hacia el Oeste para enfrentarse a Balorn.
—Seguro que en primavera es hasta más bonito —susurró mientras
contemplaba los árboles. Se los imaginó en flor, llenos de pájaros cantores,
a orillas de un lago rebosante de vida.
Renwick esbozó una sonrisilla y dijo:
—¿Eso es que vas a quedarte en el Norte?
Rua se percató de que nunca se lo había dicho en voz alta, de que nunca
le había dicho que quería que ese fuera su hogar.
—Sí —murmuró mientras respiraba el fresco aroma a pino.
Copos de nieve caían a su alrededor mientras los caballos subían la ladera
y se internaban en las faldas boscosas de la cuenca. Las copas de los árboles
los protegían de las ráfagas más fuertes mientras bordeaban el lago helado
para llegar a la otra punta. Las luces brillantes del campamento se
desvanecían en el recodo. Rua enterró la cabeza en el hombro de Renwick,
cuya piel cálida le calentó el rostro. Sabía perfectamente a qué sabría. Se
estiró para darle un besito en el cuello, allí donde se le notaba el pulso. El
rey sonrió. Le fue dando besos hasta llegar a la oreja y, una vez ahí, le
mordió el lóbulo de tal forma que él ahogó un carraspeo.
Renwick rio entre dientes:
—No te he traído aquí arriba para eso. Pero no me quejo.
—¿Para qué me has traído aquí? —Rua vio que por una abertura entre las
copas de los árboles el cielo crepuscular ya estaba tachonado de estrellas.
Renwick sonrió:
—Paciencia.
Rua volvió a arrimarse a su oreja y le susurró:
—No tengo de eso.
Le tocó el muslo. Subió la mano por su torneado músculo y notó que ya
la tenía dura.
—Rua. —Un siseo del propio Renwick interrumpió su advertencia
cuando Rua le desabrochó los pantalones y se la sacó. Se rio con aire
juguetón al oírlo sisear—: Traviesa.
Su centro ardía de deseo, un deseo continuo que la recorría de los pies a
la cabeza sin cesar.
Se la sacudió arriba y abajo, lo que lo hizo gruñir a la vez que reducía la
marcha del trineo. Detuvo a los caballos, arrojó las riendas al suelo y se
abalanzó sobre Rua con una desesperación tal que la joven chilló de alegría.
Le encantaba lo fácil que le resultaba convencerlo de que se desatara.
En un abrir y cerrar de ojos, la tomó del rostro con ambas manos y la besó
en los labios con una pasión arrolladora. Rua gimió cuando le metió la
lengua. Renwick la tumbó en el banco y ella echó mano a su miembro. El
rey bajó la mano hasta el punto caliente que palpitaba entre sus piernas y
Rua restregó los pantalones de cuero por su palma mientras él sonreía
pegado a sus labios. Le metió la mano por debajo de la pretina de los
pantalones y acarició la humedad de su centro. Rua gimoteó más fuerte,
tanto que se la oyó por todo el bosque. Cuando Renwick le introdujo los
dedos, echó la cabeza hacia atrás y dejó de besarlo para gemir a las
estrellas. Todos los nervios de su cuerpo confluyeron en su centro húmedo y
anhelante y en los dedos que la estimulaban. Se la meneó mientras la
acariciaba. Jadeantes, llevaban al otro cada vez más y más alto del glorioso
precipicio.
De pronto, Rua le echó una mirada fogosa que su destinado supo
interpretar a la perfección: se apresuró a desabrocharle los pantalones y
bajárselos del todo mientras ella levantaba el culo. Se quitó las botas y, una
vez desnuda de cintura para abajo, se sentó a horcajadas encima de él.
Renwick la agarró por los costados y la colocó sobre su miembro. Rua, con
la boca abierta, resolló con fuerza mientras se hundía en su dureza poco a
poco. Se estremeció a medida que se dilataba para acogerlo por completo.
La sensación hizo que su cuerpo se resintiera y se enardeciera con la
promesa de un nuevo clímax.
Movió las caderas con los ojos fijos en los de Renwick, entornados.
Volvió a clavarse en él, esta vez un poco más rápido. Respiraba cada vez
más deprisa, tanto que ya no controlaba la velocidad a la que iba. Poseída
por el frenesí, aceleró, y Renwick se adaptó a su ritmo y la hacía rebotar
con cada embestida. La llevaba a un clímax más y más fuerte conforme la
devoraba el desenfreno. Sus gemidos entrecortados devinieron gritos tras la
estocada final, que hizo que estallara en éxtasis. Renwick siguió
moviéndose para prolongar su orgasmo al máximo y enlazarlo con el
siguiente. Entonces el rey gruñó y se precipitó tras ella.
Permanecieron así varios segundos, con las frentes pegadas, hasta que
dejaron de contraérseles los músculos y se les ralentizó el pulso. Renwick
sonrió. Ambos rieron con la picardía propia de los amantes, como dos
personas que están tan enamoradas que solo les importa fundirse en una.
Esa era la imprudencia a la que aspiraba Rua.
—¿Y bien? ¿Qué querías enseñarme? —le preguntó mientras se deleitaba
con la sonrisa deslumbrante de su destinado, una que muy pocos llegaban a
ver.
—Todo —contestó mientras la besaba con ternura con los labios
hinchados.
Ella le acarició la mejilla y le susurró:
—Te quiero.
—Yo más —repuso Renwick sonriendo.
Rua negó con la cabeza:
—Imposible.
No sabía por dónde empezar a enumerarle las formas en que la había
salvado. Sabía que eran tantas como las veces que lo había salvado ella a él.
Eran imperfectos y aún les quedaba mucho por sanar, pero al menos estaban
juntos en el proceso. Al menos con él podía expresar los sentimientos que
susurraba su alma.
—¿A dónde vamos? —murmuró contra sus labios.
Renwick le apartó las ondas con aire distraído y dijo:
—A ver las estrellas.
Rua no había visto nada igual. Luces de colores brillantes se extendían
hasta el horizonte. Los haces triangulares refulgían en tonos blancos y se
fundían por los bordes de tal modo que adquirían los colores del arcoíris:
verdes, rosas y azules. Habían encontrado un lugar tranquilo en la cresta
escarpada entre las dos torres de vigilancia para ver las luces danzantes.
Renwick abrazaba a Rua y la estrechaba contra su pecho mientras
contemplaban el despliegue de colores invernales en la oscuridad de la
noche y despedían vaho por la boca. Rua, con la cabeza en el hombro de
Renwick y una sonrisa de satisfacción en la cara, señaló la estrella más
resplandeciente y murmuró:
—Nunca he visto a Alces brillar tanto.
Recordaba que, de niña, había mirado infinidad de veces la estrella guía
soñando con escapar. Fantaseaba con seguir a la estrella hasta otra de las
ciudades que aparecían en sus libros; fantaseaba con vivir una vida lejos de
su nombre y su título.
—Esa es Arctus orientales. Mi pueblo la llama la Serpiente Invernal —
dijo Renwick mientras señalaba una constelación a la izquierda. Rua se
preguntó si por eso había una serpiente en el blasón del Norte. La serpiente
era apropiada para Hennen Vostemur. Se alegraba de que Renwick hubiera
eliminado la criatura del escudo y la hubiese sustituido por una espada y
una corona sencillas. Miró el nuevo blasón, bordado con hilo plateado en
los pliegues de la capa de Renwick. Debió de encargarlo la noche en que
Rua lo eligió en su tienda. Repasó el dibujo de la espada y Renwick la besó
en la coronilla.
Rozó con los dedos las estrellas del escudo y preguntó:
—¿Estas son las estrellas que tiene Remy en la muñeca?
El rey del Norte había reconocido a su hermana por las pecas de su
muñeca, una réplica exacta de la constelación de los cielos de la corte
Norte. Rua miró ceñuda las cuatro estrellas. No tendría que importarle que
su hermana tuviese la misma constelación en la muñeca.
—Gavialis minor —aclaró Renwick señalando el cielo. Encima de la
estrella guía había un grupo de cinco estrellas que titilaban.
Rua entornó los ojos y volvió a mirar la capa de Renwick. Este sonrió. La
princesa volvió a repasar el dibujo de su capa.
—No son iguales.
—Es que las he cambiado —repuso en voz baja.
Rua miró al cielo y preguntó:
—¿Por qué?
Se oyó una explosión en la cresta.
Lyrei Basin estalló en gritos. Recortada contra el resplandor de las luces
invernales, Rua vislumbró una nube de humo púrpura. La sombra violeta,
de una rareza fascinante, se acercaba a ellos despacio.
—Hay que volver al campamento —musitó Rua mientras los centinelas
gritaban alarmados.
—¡Majestad! —exclamó como loca una voz desde la torre más cercana.
Se volvieron de inmediato hacia ella. Una bruja azul señalaba la cresta
empinada que había más abajo.
—Suraash.
—Mierda. —Rua miró a Renwick con los ojos muy abiertos—. Me he
dejado la espada en el trineo.
Por costumbre, solo se había traído la daga de Bri, y ni siquiera la llevaba
atada al cinturón. Se la había guardado en la capa por si le apetecía recoger
ciruelas de los árboles. No creía que fuese a necesitar la Hoja Inmortal para
pasear por la nieve.
Se maldijo. Había llevado esa espada consigo a todas partes, pero se
había distraído tanto con las atenciones de su destinado que había olvidado
sus responsabilidades.
—Vuelve corriendo al trineo —le ordenó Renwick—. Llévate a los
caballos: irás más rápido. Advierte a los demás.
—¿Y dejar que te enfrentes a ellas tú solo? —inquirió Rua, incrédula—.
Eres el rey. Eres el menos indicado para ponerse en peligro.
—Y tú la futura reina —adujo Renwick.
Rua lo miró boquiabierta:
—Si esa es tu forma de pedirme matrimonio, es pésima.
Renwick rio por la nariz, la agarró de la capa y la acercó a él.
—Ve a por tu espada y vuelve. —La besó con pasión—. De todos modos,
prefiero que luchemos juntos.
Rua esbozó una sonrisa fugaz y, sintiéndose invencible tras el beso que se
habían dado, se giró y volvió corriendo al trineo. Renwick se fue raudo y
veloz a gritar órdenes de una torre de vigilancia a la otra.
—¡No veo nada! Se me ha nublado la vista —le gritó una bruja al rey
mientras Rua atravesaba el bosque como una flecha.
Rua sospechaba que estaba relacionado con la neblina lavanda que
ocultaba los cielos. Olía a frutas y flores, a un perfume con un toque amargo
que no lograba identificar. Le resultaba extraño y familiar a la vez.
Al llegar al trineo, el humo se coló dentro y la envolvió como una niebla
espesa. Sus extremidades se aligeraron conforme respiraba el embriagador
aroma. Le dieron ganas de cerrar los ojos y tomar grandes bocanadas de aire
dulce. ¿Qué magia era esa? Tenía la sensación de que se había bebido una
botella de vino entera. Rezó para mantenerse alerta mientras se abrochaba el
cinturón. La pesada Hoja Inmortal volvía a colgar de su cadera.
Los gritos que resonaban a su alrededor la sacaron de su estupor el tiempo
suficiente como para mirar arriba. Tres figuras encapuchadas emergían de la
humareda. Unas bufandas de lana gruesas les cubrían la nariz y la boca y les
llegaban hasta los ojos. Rua se dispuso a desenvainar la espada con torpeza
cuando la primera figura atacó con las otras dos a la zaga.
Falló —¡falló!— al intentar agarrar la empuñadura de la espada cuando la
primera figura se abalanzó sobre ella y la tiró contra el trineo. A la figura se
le bajó la capa, lo que le permitió ver el símbolo de las suraash. Rua
empujó a la bruja para librarse de sus garras mientras notaba las uñas de
otra en la pantorrilla. Probó a usar su magia roja para quitárselas de encima,
pero su poder era ínfimo. Sentía lo mismo que cuando intentaba hacer
magia en un cuarto protegido con salvaguardas. El humo debía de estar
menguando sus poderes de bruja.
Aulló de dolor cuando la bruja que se sentaba a horcajadas sobre ella le
asestó un puñetazo en la oreja. El estridente pitido la espabiló y le aclaró la
vista. Se sacó la daga de dentro de la capa y se la clavó a la bruja en el
cuello. La suraash abrió los ojos, horrorizada, mientras se desangraba. El
humo embriagador amenazó con subyugarla de nuevo, pero una voz grave
le gritó desde dentro que siguiese luchando. Liberó una pierna de las garras
de las brujas y con la otra le dio una patada en la cara. Se quitó de encima a
la bruja moribunda y corrió a la otra punta del trineo.
Le dolía la herida de la pantorrilla con cada paso, pero atravesó la
arboleda lo más deprisa que pudo con las dos brujas restantes pisándole los
talones. Se abrió paso a través del bosque. Ahora que los vientos se habían
llevado la humareda, el ambiente se había vuelto más fresco. Tomó aire
para tranquilizarse y desenvainó la Hoja Inmortal cuando las suraash se
lanzaron a por ella.
Trató de dejar de moverse…, sin éxito, por lo que asestaba tajos al aire
entre temblores. Le costó tres intentos pararle los pies a la primera bruja
mientras la otra se abalanzaba sobre ella.
Rua maldijo a los dioses cuando diez suraash más emergieron de entre
los árboles aullando como una manada de lobos que hubieran salido a cazar.
Tres brujas más salieron a toda prisa por su izquierda y la acorralaron contra
la orilla del lago helado. Su magia no era lo bastante rápida. Enfundó la
espada y, maldiciendo por lo bajo, se volvió y echó a correr por el hielo.
Resbaló casi al instante; le crujieron las rodillas al impactar con la
superficie congelada. Para cuando volvió a ponerse en pie, la primera bruja
se abalanzó sobre ella y se deslizaron por el lago. La bruja, poseída por un
frenesí voraz, le arañó la cara entre gruñidos. Cuando las demás brujas se
precipitaron hacia el hielo, el lago se resintió y se agrietó por su peso. Rua
oyó el eco del hielo al combarse bajo su espalda. El lago era más fino en ese
extremo. No sabía si resistiría.
Otro crujido retumbó bajo ellas y Rua gritó:
—¡Parad! ¡Parad!
Pero ya era tarde. Cuando la horda de brujas se abalanzó sobre ella, un
chirrido espantoso hendió el aire. El hielo se rompió y las aguas gélidas las
engulleron a todas.
El frío la impactó como un puñetazo en el pecho. Se contuvo al máximo
para no ahogar un grito bajo el agua. Las brujas de su alrededor tiraban de
ella y la arañaban mientras se hundían. Rua, deseosa de contrarrestar el peso
de la capa, las botas y la espada, movía los brazos y las piernas. Se impulsó
hacia la superficie con todas sus fuerzas y, con la vista borrosa y a oscuras,
buscó el agujero por el que habían caído en picado.
Las brujas se retorcían y convulsionaban. Algunas ya flotaban inertes a su
alrededor, suspendidas en las aguas heladas como constelaciones en un
cielo oscuro. Ya no la atacaban. Hasta las suraash malditas habían aparcado
su sed de sangre en un desesperado intento por sobrevivir. Rua se quitó las
botas con los pies y se desabrochó la capa. Se planteó abandonar la espada
y la daga, pero no podía dejarlas. Se impulsó más fuerte hasta que chocó
con la cabeza con la gruesa capa de hielo que tenía encima. Sus pulmones
se esforzaban como locos por respirar y su mente les negaba lo que tanto
ansiaban. Tras clavar la daga en el hielo, se le nubló la vista. Al fin agrietó
el hielo lo justo para colar los dedos. Pegó los labios al agujero y tomó una
bocanada de aire que le supo a gloria. El pánico dio paso al frío. Aunque
pudiese respirar, necesitaba salir del agua cuanto antes. Se oyó un chapoteo
y miró quién se había sumergido en el agua: Renwick.
La buscaba como loco. Por ahí habían entrado. Tras volver a tomar aire a
través del agujero, Rua cruzó a nado la gruesa capa de hielo mientras
lidiaba con el peso de la espada. Al llegar a la entrada, salió a la superficie y
respiró aire fresco.
Renwick sollozó asustado:
—Gracias a los dioses.
Rua arrojó la espada y la daga al hielo. Renwick salió del agua y se
acuclilló. Se aseguró de que la superficie fuese lo bastante sólida y sacó a
Rua.
Se inclinó sobre ella y buscó como loco heridas de las que la princesa no
fuese consciente. Aunque temblaba sin control, tenía los músculos
agarrotados.
—Aguanta —le suplicó Renwick mientras la tomaba de las mejillas con
los dedos helados—. Hay que llevarte al campamento.
A Rua se le cerraban los ojos mientras Renwick aupaba su cuerpo
exánime.
—¡No! No, quédate conmigo —le imploró mientras Rua se obligaba a
abrir los ojos.
—¡Qué escena más pintoresca! —exclamó una voz desde la otra punta.
Renwick alzó la cabeza y estrechó más fuerte a Rua. Miró con recelo la
figura que había a lo lejos.
—Tú —masculló mientras la oscuridad se llevaba a la joven.
Capítulo Veintinueve
S
e le erizó el vello de la piel desnuda. El calor de la lumbre no la
calentaba. A duras penas era consciente de lo que llevaba puesto —un
calzón de satén y nada más—, pero la superficie sobre la que se hallaba no
era una cama blanda y calentita.
Resolló y abrió los ojos de golpe. Estaba atada a una mesa de madera
noble mediante unos cinturones recios y le habían anudado las manos con
una cuerda por debajo de la mesa. Se revolvió como loca, pero, si tiraba de
una mano, la soga le quemaba y tiraba de la muñeca contraria.
—Rua —dijo alguien.
Ladeó la cabeza hacia la derecha y vio a Renwick encadenado al muro de
piedra. Le habían quitado la camisa, pero conservaba los pantalones
arrugados de cuando se habían caído al hielo.
Dioses, ya se acordaba.
Renwick parecía seco; ni su pelo ni su ropa chorreaban. Se apresuró a
comprobar si estaba herido, pero no le vio moretones.
—¿Dónde estamos? —murmuró horrorizada mientras se miraba la
combinación de seda negra que llevaba: el mismo camisón que llevaban las
suraash en el templo de Hunasht. La mazmorra improvisada en la que los
habían encerrado tenía aspecto de cocina. En la pared opuesta había estantes
abiertos llenos de botes de conservas y botellas de vinagre. El olor a
pimienta y romero flotaba en el aire. Daba la impresión de que los grilletes
que sujetaban a Renwick los habían traído sus captores y los habían
atornillado a los círculos de piedra que se usaban para curar carne, no para
retener a prisioneros.
—Estoy tan perdido como tú —dijo Renwick—, pero, a juzgar por el
escudo de la corte Oeste —Renwick señaló con el mentón la viga de
madera que había encima de la puerta abierta—, diría que o estamos en la
corte Oeste o cerca.
—¿Cómo es posible? —Rua miró a su alrededor en busca de más pistas
—. El Oeste está a varios días de camino.
—Has estado inconsciente mucho tiempo —repuso Renwick—. Creo que
han estado drogándonos. Yo he vuelto en mí hace unas horas, cuando aún
estábamos en el carruaje, pero me han dejado de nuevo sin sentido… No es
solo Balorn, Rua. Tienen a…
—¿Estáis despierta, princesa? —preguntó una voz melosa desde la
entrada. Rua estiró el cuello para ver a Balorn apoyado en el marco de la
puerta.
—Tú —gruñó ella entre dientes.
Balorn se apartó el pelo cobrizo de la cara y adoptó la gracia natural
propia de los cortesanos, como si hubiesen quedado para ir a una fiesta
veraniega y Rua no estuviese atada a una mesa.
—No me pediréis que os libere en este mismo instante, ¿verdad? —Se rio
y avanzó furtivamente hacia ella. Le acarició la pantorrilla con su mano
cálida y áspera y se detuvo en su muslo—. No obstante, estoy seguro de que
puedo haceros suplicar.
Se oyó un movimiento de cadenas a su espalda a la vez que un gruñido
grave resonaba en el pecho de Renwick. Balorn miró a su sobrino mientras
acariciaba el costado de Rua: le rozó la cadera, el vientre, el pecho y, al
llegar a su boca, le pasó el pulgar por el labio inferior, lo que hizo que
Renwick volviese a gruñir.
—Sí que es tu destinada, ¿eh? —Sus ojos verde oscuro refulgieron de
placer.
Renwick, amenazante, dijo entre dientes:
—No. La. Toques.
—Ya lo creo que la tocaré. —Balorn sonrió y la miró de arriba abajo
mientras se sacaba la daga de la cadera—. Qué piel más lisa y hermosa.
—¡Para! —gritó Renwick cuando Balorn le hizo un corte a Rua en el
muslo. La princesa notó que la hoja la atravesaba, pero no le abrió la carne.
—Fascinante —murmuró Balorn, agarrando de modo diferente la daga y
clavándosela en la pierna. Los gritos de Renwick reverberaron en la
pequeña habitación. Sin embargo, la hoja frenó en seco, como si la piel de
Rua estuviese hecha de acero—. Incluso separada de la Hoja Inmortal sigue
protegiéndoos.
—Está unida a mi sangre. —Rua arrojó un escupitajo a la impoluta
manga blanca de Balorn.
En un visto y no visto, Balorn le cruzó la cara de un bofetón. Le escoció
la mejilla y se le humedecieron los ojos. Balorn se carcajeó.
—Las manos funcionan. —Sonrió de oreja a oreja y se volvió hacia la
repisa de la chimenea. Sacó una vela apagada del candelabro y la acercó al
fuego chisporroteante—. Pero las manos son aburridas.
Fue hasta Rua con paso airado y le agarró el dedo índice. La princesa
intentó zafarse de su agarre y doblar el dedo, pero las cuerdas que le
sujetaban la muñeca la raspaban cada vez que se retorcía. Balorn acercó la
llama a la yema de Rua, que gritó cuando el fuego incandescente le arrancó
la piel.
—¡Para! ¡Balorn, para! —bramó Renwick mientras agitaba sus cadenas.
—Fuego —dijo Balorn en tono reflexivo mientras apartaba al fin la vela
de Rua—. Mi favorito.
Un dolor punzante le atravesó el brazo mientras la punta del dedo le
palpitaba. Balorn hincó una rodilla. Acercó el rostro a la mano de Rua, se
metió el dedo quemado en la boca y lo chupó.
—¿Mejor? —Le sonrió como todo un galán.
—Eres un demonio maldecido por los dioses —le espetó Rua temblando
de arriba abajo.
Balorn sonrió con suficiencia.—¿Acaso creéis que vuestro destinado es
mejor que yo? Hubo una época en que fue mi aprendiz. —Miró arriba y
ladeó la cabeza hacia Renwick—. ¿A cuántas brujas has matado? ¿A cuánto
asciende la suma en tu alma?
—A demasiadas. —Resollaba del esfuerzo por librarse de sus ataduras.
—Eso sí: se te daba fatal alargar su sufrimiento.
—Sí —dijo Renwick por toda respuesta mientras asentía con cautela.
—¿Lo hacías por piedad? ¡Ja! —Balorn rio satisfecho y se acercó a
Renwick—. Y yo pensando todo este tiempo que sencillamente eras inepto.
Pero las matabas rápido a propósito, ¿no es así, Matabrujas?
—No me llames así —replicó Renwick con los dientes apretados. Cuando
Balorn avanzó un paso más, Renwick agarró las cadenas y le propinó una
fuerte patada en la tripa. Balorn trastabilló hacia atrás y cayó al suelo.
Tras quitarse el polvo y levantarse, masculló:
—Sabía que debería haberte colgado. —Negó con la cabeza, como si
fuera una broma que les haría gracia con el tiempo—. Olvidas que tengo a
tu destinada atada a una mesa.
—¿Cómo sabías quién era? —musitó Renwick.
Balorn enarcó una ceja y contestó:
—Solo los dioses podrían hacer que alguien te amase, Matabrujas.
Rua forcejeó contra las correas. Balorn podía hacer picadillo a Renwick
de mil formas distintas, pero sabía cuál era el modo más efectivo de torturar
a su sobrino. Rua sabía que esas palabras lo herirían más que cualquier
espada. Se revolvió con los puños apretados. Renwick se había criado con
gente que le decía que era odioso e insuficiente. Lo marginaron como a
Rua, pero de una manera más cruel.
—Se ha ganado mi amor —gruñó, lo que hizo que Balorn volviese a
fijarse en ella. Tenía que decirlo, tenía que decirle a Renwick que su tío
mentía. Si no iban a sobrevivir a ese día, al menos Renwick no se llevaría la
duda a la tumba.
Tras volverse hacia Rua, Balorn le frotó el dedo quemado con el pulgar.
—¿Duele, tesoro? —Esbozó una sonrisa deslumbrante y agregó—:
¿Crees que en los dedos de los pies te dolerá más?
Fue hasta el borde de la mesa y, de camino, la roció con la cera de la vela.
Rua vio una nube de humo y, al instante, una figura dobló la esquina.
—Ya disfrutarás de tus jueguecitos cuando lleguemos a Valtene —dijo la
voz. Un fae joven y rubio dobló la esquina dándole una calada a un papel de
liar.
Rua observó boquiabierta su mandíbula ovalada, su nariz respingona y
sus ojos negros y fríos.
—Moriste —susurró mientras recordaba a Hale apuñalándolo en el
pecho.
—Crees que soy Belenus, ¿no? —concluyó—. Nos confundían mucho.
Ahora que el destinado de tu hermana se lo cargó, supongo que no tanto.
Augustus Norwood.
Era la viva imagen de su hermano. Rua trató de encontrar algo que los
diferenciase y no halló nada. No le pasó por alto que había dicho «el
destinado de tu hermana» pese a haber crecido pensando que Hale era su
hermano mayor.
Entró en la estancia con paso airado, dejando una nube de humo a su
espalda. Era alto y delgado, tal y como Rua recordaba al rey Norwood. Le
dio una buena calada a su cigarrillo y le echó el humo en la cara. Rua trató
de girarse, pero Augustus la agarró de las mejillas con una mano.
—Vas a querer esto. Te lo aseguro —dijo con voz serena y hueca mientras
la observaba—. Incluso después de haberte dado un chapuzón en los lagos
helados, sigues apestando a Renwick.
Mientras que Balorn era zalamero y encantador, Augustus era pura
frialdad. Volvió a echarle el humo en la cara. El dulce y embriagador aroma
la atrajo. No olía como los puros convencionales. Le recordaba a…
—El humo violeta —susurró conforme se le ralentizaba el corazón. Sus
extremidades se volvieron flojas y lánguidas y el dolor de su dedo se le
antojaba un recuerdo lejano.
—Es un brebaje menos potente —le susurró Augustus al oído. Al
inclinarse hacia delante, Rua le vio el pecho por el cuello abierto de su
túnica plateada. De la cadena de oro que llevaba al cuello pendía una
brillante piedra azul.
Le subió la bilis a la garganta. Al instante supo lo que era. La llamaba con
el mismo canto de poder que la Hoja Inmortal.
El Cristal de las Brujas.
—¿Qué quieres de nosotros, Augustus? —preguntó Renwick, lo que la
sacó de su estupor.
Rua trató de disimular el impacto que le había causado el hallazgo
mientras Augustus se volvía de inmediato hacia su destinado.
—Quiero recuperar mi derecho natural —espetó con la pavorosa
arrogancia que solo poseían los fae consentidos—. Y castigaré a las cortes
que se hayan aliado con el bastardo de Hale y se hayan rebelado contra el
legítimo heredero al trono del Este, empezando por la corte Sur.
—¿Arrasarías la corte Sur?
—No todas las guerras se ganan con una espada, princesa. —Augustus la
observó. Y, con una voz que destilaba desdén, añadió—: El Sur es un caos.
Se derrumbará con el más mínimo empujón. —Se quitó el cigarrillo de la
boca, lo miró y le dio otra calada—. Que Balorn se quede con el Norte y
con el Oeste por ayudarme.
—¿Crees que el Oeste se postrará ante él? —gruñó Rua mirando a
Balorn. Este se apoyaba en la pared con aire indolente, arrobado con su
conversación.
—Ya ha ocurrido —dijo Balorn, sonriendo más abiertamente—. Se
acabó. La reina está muerta.
Rua se quedó boquiabierta. Sus músculos estaban tan relajados que en
nada la vencería el sueño, pero su sorprendente confesión la mantuvo
despierta. ¿Que la reina del Oeste estaba muerta? ¿Ahora el Oeste rendía
pleitesía a Balorn? No dejaba de hacerse preguntas: ¿cómo?, ¿cuándo?
Entonces se acordó de Remy. Si habían atacado el Norte y el Oeste a la vez,
¿habrían atacado también Yexshire?
—¿Y qué piensas hacer con la corte de la Alta Montaña? —preguntó Rua,
cauta, temiendo la respuesta.
—Dejar que se arruinen. Dejaré que tu hermana conserve su amuletito.
No le servirá de nada —gruñó Augustus mientras se ponía bien el cuello de
la túnica para que no se le viese la gema que llevaba debajo—. Me lo pasaré
en grande viendo cómo el paso del tiempo destroza a la familia de Hale.
Dejaré que se mueran de hambre y los privaré de las ayudas que tanto
necesitan para resurgir. —Apuró el cigarrillo y tiró la colilla a las llamas—.
Qué pena que no vayas a estar ahí para ver cómo se van a pique. Deberías
haber aceptado la oferta de Balorn cuando aún estaba disponible.
—Eres un necio —le dijo Rua—. No puedes confiar en Balorn ni en los
monstruos que crea.
—El rey del Este sabe más de crear monstruos que yo —canturreó Balorn
mientras le miraba el pecho con complicidad—. ¿No es cierto, Augustus?
Augustus se sacó otro cigarrillo del bolsillo y lo encendió con la vela. Un
humo morado le envolvió la cabeza y se le dilataron más las pupilas.
—Las brujas azules no han sido más que una prueba para demostrar que
era posible —repuso. Se inclinó hacia Rua y, tras echarle una nube de humo
violeta en la cara, le dijo—: No temáis, princesa. Dormid.
Un placer exquisito le corrió por las venas. Oyó vagamente a Renwick
llamarla a gritos. Lejos, muy lejos. Ahora flotaba. El calor se extendió por
su cuerpo como si fuera a darse un baño. El aroma a flores le recordó a
alguien. Vio un rostro en su cabeza y, por primera vez, estuvo segura de
quién era: su madre. Sonrió a la antigua reina de la corte de la Alta Montaña
mientras sucumbía al humo violeta.
El escozor de las muñecas sacó a Rua de su letargo inducido por las drogas.
Ya no estaba en una mesa. Sus axilas se resintieron cuando el carro rebotó.
Tenía las manos atadas a ambos lados de su cabeza gacha mientras se
sentaba encorvada sobre los listones de madera noble. Al menos no la
habían atado de pie, pensó. Se le habrían desencajado los brazos.
Abrió los ojos a regañadientes, pues le pesaban los párpados, y examinó
el carro cubierto. Al instante reparó en Renwick, atado frente a ella. Le
brillaban los ojos en el vehículo en penumbra. Seguía en pantalones, aunque
Rua advirtió que eran nuevos. Hasta que no vio su piel desnuda no se dio
cuenta de que ella seguía llevando solo un camisón de satén. De pronto le
entró un frío tan fuerte que se echó a temblar. El rostro y el pecho de
Renwick estaban llenos de nuevos moretones. Se habían ensañado con él
mientras estaba inconsciente. Durante un buen rato, se limitaron a mirarse a
los ojos y respirar.
—Pronto llegaremos a Valtene —dijo Renwick. Su voz sonó áspera pese
a su intención de mostrarse optimista—. Nos darán cobijo y volverás a
entrar en calor.
Rua negó con la cabeza.
—Balorn te aprecia. —Dio la impresión de que Renwick no tenía claro si
debía seguir hablando—. Podrías usarlo a tu favor. Te daría comida y
ropa… Puedes sobrevivir.
—No. —Rua forcejeó contra las ataduras sin importarle que le irritasen
aún más la piel en carne viva. Inclinó el pecho hacia delante, pero, cuando
tuvo medio cuerpo dentro del carruaje, le fallaron los brazos—. No haré eso
jamás. Me da igual contar con tu beneplácito. Preferiría morir.
Renwick agachó la cabeza. Su decepción era palpable; hasta ese punto
deseaba salvarla. Dioses, se moría de ganas de acariciarlo. Ansió recostar la
cabeza en su pecho y llorar.
—Quizá sobrevivamos —comentó Renwick con pesar—. Aún no nos han
matado.
—¿Crees que habrán ido a por el resto? —Rua se preguntó qué habría
sido de los demás miembros de Lyrei Basin. Pensó en Aneryn. Preocupada
por su amiga, rechinó los dientes—. ¿O solo a por nosotros?
—Estaba despierto cuando nos llevaron a rastras —contestó Renwick—.
Me dio la sensación de que pararon cuando nos capturaron. Dioses, rezo
para que así fuera. Augustus y sus soldados… lanzan al aire blancos que
explotan cuando los arqueros les aciertan para acabar con sus objetivos.
—El humo púrpura —murmuró Rua—. Parece una poción para dormir.
Una droga. —Rua se preguntó si el dolor que se cebaba con sus sienes se
debía al humo de Augustus o a haber estado días sin comer ni beber—. Pero
bloquea la magia de bruja… ¿Cómo?
Tras recurrir a sus reservas de magia, Rua no percibió ningún poder rojo
en sus entrañas. Se fijó en las vigas de metal atornilladas al carro. Cómo no,
había grabadas salvaguardas en mhénbico. Augustus no necesitaba echarle
su humo venenoso para mantener su magia a raya. Las salvaguardas la
controlarían durante el viaje. Echó un vistazo a su alrededor, pero no
encontró nada. No veía ni su espada ni su daga. Una pérdida dolorosa le
remordía las entrañas como si fuera un ser vivo. La Hoja Inmortal formaba
parte de ella. Al igual que Renwick era una parte extracorpórea de su alma,
la espada también lo era. Durante mucho tiempo la consideró una
maldición, pero era un regalo, una bendición.
—Tengo una idea sobre por qué el humo es mágico, pero no te va a gustar
—dijo Renwick, volviendo a mirar a Rua a los ojos—. Creo que Augustus
ha encontrado a una bruja violeta.
Con los ojos como platos, Rua dijo:
—Pero las brujas violetas murieron hace casi un siglo. El aquelarre del
Este se extinguió.
—Quizá algunas se ocultaran y vivan en la clandestinidad —consideró
Renwick—. O tal vez Augustus aprendió a conjurar sus hechizos sin su
ayuda. A lo mejor está usando a otro tipo de brujas para elaborar su magia.
Rua apretó los labios. Se sabía de brujas con los poderes de otros
aquelarres. Algunos hechizos eran sencillos para casi cualquiera de ellas,
como los de protección o los rituales de purificación. Baba Morganna
poseía el don de la clarividencia de las brujas azules y los poderes de
animación de las brujas rojas. Pero ¿cómo iba a saber alguna invocar magia
de bruja violeta sin haber conocido a ninguna? Parecía improbable. Las
brujas tenían libros de hechizos y símbolos sagrados para preservar sus
tradiciones mágicas, pero su cultura se transmitía sobre todo oralmente. Lo
esencial de su historia lo enseñaban las brujas más ancianas, no los libros.
—¿Por qué iban las brujas violetas a servir a Augustus? —preguntó Rua,
que volvió a apoyarse en el carro mientras iban dando tumbos por el terreno
escabroso. Se le habían dormido los muslos y las posaderas de estar sentada
en el duro suelo de madera.
—Las brujas violetas siempre han servido a los Norwood —reflexionó
Renwick—. Quizá el anuncio de que se organizaría una competición para
ascender al trono las animase a salir de su escondite.
Con cada segundo que pasaba se le enfriaban más y más los labios y la
punta de la nariz. Dio gracias a los dioses de que su cabello apelmazado le
cubriese la espalda y calentase sus orejas puntiagudas de fae.
—¿Y las brujas armarían todo este lío solo por la amenaza de un nuevo
rey o reina? —quiso saber Rua—. Nunca han demostrado lealtad a los
Norwood, ¿y lo hacen ahora? —La asaltó un recuerdo al mirar a su
destinado y ahogó un grito—. Augustus tiene el Cristal de las Brujas.
—Pensaba que solo funcionaba con las brujas azules.
—El libro de hechizos decía que la piedra imbuida de magia de bruja
bendeciría o maldeciría a la bruja que la tocase… —Rua hizo una mueca
cuando el carro volvió a traquetear—. A lo mejor son las suraash las que
han creado el humo púrpura.
Renwick negó con la cabeza y apretó los labios.
—No lo sé. A mí me parece más bien magia violeta.
Rua movió el tobillo para que no le diesen pinchazos en las piernas.
—Pensaba que las brujas violetas solo elaboraban perfumes.
—Eran más poderosas. Hacían aromas mágicos, sí, pero también
inciensos y polvos que al quemarse e inhalarse brindaban propiedades
mágicas; por ejemplo, sanación, fuerza o valor.
—Mierda. —Tenía toda la pinta de ser eso—. Pues a mí me da que
Augustus está enganchado.
Renwick crispó la mandíbula.
—Ya —dijo, tenso—. Una calada dejaría inconsciente al más pintado y él
puede fumarse uno entero. Ha desarrollado tolerancia a la magia…
Conozco la sensación.
—No me refería a eso —corrigió Rua en voz baja mientras miraba el
semblante avergonzado de Renwick. No pretendía herirlo.
—Rua, lo he dejado —susurró este mientras la miraba a los ojos con
tristeza—. Lo he dejado porque sueño con que tengamos un futuro juntos.
Pensar en un nosotros… me ha impulsado a seguir adelante más tiempo de
lo que crees.
—Aún estamos vivos, Renwick —le dijo Rua con tono tranquilizador. Oír
su nombre salir de sus labios hizo que Renwick tomase aire con brusquedad
y se esforzase por contener las lágrimas, unas lágrimas que humedecían los
ojos de ambos. Quizá fuera su fin. Rua no tenía claro por qué no habían
acabado con ellos ya—. ¿Por qué nos mantienen con vida?
—Tengo una idea, pero no te va a hacer gracia —repitió Renwick, ceñudo
—. O quieren tenderles una trampa a los que vengan a rescatarnos o quieren
que abandonen sus ciudades para atacarlas.
—Remy no dejaría Yexshire a su suerte…
—Ah, ¿no? —Renwick la observó detenidamente—. Tu hermana te
quiere, Rua. Reduciría Okrith a cenizas con tal de encontrarte.
—Dejaría algunos soldados al menos… Seguro —agregó Rua, que de
pronto no las tenía todas consigo. Su hermana iría a buscarla, eso lo sabía.
Solo rezaba para que Remy los alcanzase antes de que le tendieran una
trampa o antes de que Augustus llevase a cabo el plan que había urdido para
Yexshire—. ¿Tú crees que de verdad han asesinado a la reina del Oeste?
Renwick suspiró con lentitud:
—Sí.
—Dioses —masculló Rua—. Entonces, ¿Abalina Thorne es ahora la
regente?
—Si no la han matado a ella también. —Su torso se bamboleó cuando el
carro dobló una esquina de golpe. Renwick hizo una mueca.
Rua miró al suelo y negó con la cabeza. Volvían a humedecérsele los
ojos. Creía que al morir Hennen Vostemur el mundo mejoraría, pero no
había hecho más que sumirse en el caos. La corte de la Alta Montaña
empezaba a resurgir, el Este tenía de soberano a un mimado desquiciado, el
Norte estaba dividido y con la mitad de sus brujas azules escondidas en una
fragua y acababan de asesinar a la reina del Oeste. La corte Sur era la única
que salía bien parada y que estaba de juerga mientras en el mundo reinaba
la confusión. Por lo visto, Augustus también tenía un plan para ellos. Daba
la impresión de que les llevaba mucha ventaja. ¿Cómo era posible?
¿Cuándo había ideado ese plan y con la ayuda de quién? La alianza entre
los Vostemur y los Norwood perduraba gracias a Balorn y Augustus.
La batalla por salvar a sus cortes parecía más imposible ahora que antes
de la batalla de Drunehan. Rua rompió en sollozos y temblores.
—Rua —susurró Renwick con aquel tono tranquilizador y tierno que solo
hacía que llorase más fuerte.
Miró a su destinado con los ojos húmedos:
—Si no lo logramos…
—No digas eso —le espetó Renwick, pero Rua negó con la cabeza
mientras unas lágrimas tibias surcaban sus mejillas heladas.
—Si no lo logramos…
—Lo lograremos —gruñó Renwick.
—Quiero que sepas… que te quiero. —Le temblaban los labios al hablar.
Forcejeó contra sus ataduras y se esforzó por acercarse a él—. Te quiero de
los pies a la cabeza, mea raga fede.
Renwick se impulsó hacia delante al oír aquello. «Destinado de mi
corazón». Tiró de sus ligaduras y echó la cabeza hacia delante, pero aún
estaba a unos escasos centímetros de ella.
—Te quiero de los pies a la cabeza en esta vida y en la siguiente,
destinada mía, mi reina.
Rua quiso abrazarlo, pero solo podían tocarse con los labios, así que le
dio un beso ardiente y desesperado. Seguramente el último que le daría.
Agradeció a los dioses que al menos pudiese tocarlo, pues su alma
necesitaba imbuirse de su fuerza vital y saborear su piel por última vez. Sus
lágrimas cayeron en la mejilla de Renwick. Le dolían los brazos, pero no le
importó. Necesitaba besarlo por última vez. Los «te quiero» que se
susurraron a escasos milímetros del otro eran más poderosos que cualquier
espada. Era la clase de chispa que desafiaba las leyes del tiempo. Al fin fue
consciente del hilo con el que las Parcas tejían el mundo. Esa era la magia
que profetizaban los oráculos. Eso era el destino, una brasa viva y genuina
que seguiría en el mundo mucho después de que ellos hubiesen muerto.
Incluso entonces, el mundo aún palparía su amor.
El carro frenó en seco, lo que los separó de sopetón e hizo que cayeran de
espaldas. Se oyó un chillido y, después, un griterío.
Sonó un fuerte ruido metálico en la portezuela y, alrededor de Renwick y
Rua, un choque de espadas. Alguien estaba rompiendo el candado. Tras un
último golpe, las portezuelas del carro chirriaron al abrirse.
Una cabecita se asomó al interior: pelo trenzado y piel de obsidiana. Los
miró con sus ojos de ninfa mientras abría la portezuela con las manos
iluminadas de azul.
—Vosotros dos siempre me dejáis atrás. —Aneryn les sonrió con
suficiencia mientras entraba a toda prisa. Nada más cruzar el umbral, su
brillo azul se desvaneció, pues las salvaguardas contra las brujas repelían la
magia. Aneryn, que no pareció percatarse, desenvainó la daga que llevaba al
cinturón y cortó primero las ataduras de Rua. Aliviada, la princesa bajó los
brazos y se quitó como pudo las cuerdas, que le habían hecho sangre en las
muñecas y se las habían dejado en carne viva.
Observó la refriega. Soldados con sus flamantes y relucientes escudos del
Norte se enfrentaban a soldados con el blasón del Este y el antiguo
emblema del Norte. Pero no fueron los guerreros fae lo que llamó la
atención de Rua. Docenas de capas azules ondeaban en el campo de batalla
mientras blandían espadas, dagas, arcos y flechas: las brujas azules. Atisbó
el destello plateado de los cabellos de Onyx Mallor. En ese momento supo
que las brujas azules no habían venido por Renwick, sino por Mhenissa.
Habían venido por ella.
Capítulo Treinta
U
n halcón chilló en lo alto. Conocía a ese pájaro: Thador había acudido
con su ejército. Rua se puso en pie como pudo, pues se le habían
dormido las piernas. Por primera vez miró bien lo que había a su alrededor.
Una fila de veinte carros se perdía en el recodo. La vereda descendía a su
derecha y atravesaba un pantano de hierbas altas. A su izquierda había un
bosque rocoso de árboles desnudos y sin hojas. Más soldados ataviados con
la armadura flamante y reluciente del Norte bajaban la colina en tropel con
Thador a la cabeza, espada en ristre.
Pero de cada carro salían más guardias del Este, y del recodo, cual jauría
de perros salvajes, venían en desbandada a por las brujas azules de
Raevenport… más suraash.
El caos circundante se intensificó con los gritos de terror que provocó la
entrada en liza de las suraash. Emergían del recodo sin cesar; no se veía
otra cosa. Pese a no portar armadura ni escudos de acero, su mera fiereza
hacía de ellas unas adversarias magníficas en el campo de batalla.
Aneryn bajó corriendo del carro. Sus ojos volvían a irradiar magia azul y
sus manos volvían a estar envueltas en un halo mágico del mismo color.
Renwick se apeó de un salto y aterrizó con una estabilidad pasmosa. Rua se
sintió aliviada de que no estuviese malherido, aunque quizá fuera la
adrenalina lo que lo impulsase. Renwick la agarró de la cintura con firmeza
y la dejó en el sendero escabroso. Las piedras irregulares se le clavaban en
los pies descalzos. Estaba helado, pero apenas quedaba ya nieve en el duro
suelo.
—Vosotros dos tenéis que iros de aquí —ordenó Aneryn—. No tenéis
armas y estáis medio desnudos…
Rua se arrojó a los brazos de Aneryn y la estrechó tan fuerte que dejó a su
amiga sin aire.
—Nos habéis salvado —susurró Rua.
—Las brujas siempre os servirán, Mhenissa —declaró Aneryn, quien le
dio un último apretón y se apartó. Le caían lágrimas por las mejillas. Rua
vio al fin el miedo en sus ojos.
—¿Qué pasa? —inquirió la princesa mientras le secaba las lágrimas.
—No nos veo ganando la batalla —gimoteó sin dejar de llorar.
Verla llorar le sentó como un puñetazo en el pecho. Observó la contienda
que tenía lugar en la ladera: brujas contra brujas, soldados contra soldados.
Las posibilidades eran de cinco contra uno. Balorn y Augustus se habían
traído consigo a todo un escuadrón.
Un soldado del Este llegó hasta ellos, espada en ristre, desde la parte
delantera de la caravana. Renwick se volvió hacia él y, descalzo y
desarmado, se enfrentó al soldado como si estuvieran en igualdad de
condiciones. Aneryn gritó cuando Renwick recibió un golpe en el costado,
pero formaba parte de su estrategia para acercarse lo bastante al soldado y,
así, eliminar la amenaza que suponía su espada. Le asestó un puñetazo en el
gaznate. El soldado se ahogó y bajó la mano con la que empuñaba la
espada, lo que le permitió a Renwick arrebatársela fácilmente y usarla
contra él. Se movía con precisión, por lo que no le costó nada asestar el
golpe de gracia. Rua observó cómo su destinado se transformaba en un
guerrero calculador y mortífero. Al soldado le sangraba el cuello por el
corte que le había hecho; el líquido caliente humeaba en ese ambiente tan
gélido. Aneryn resolló, lo que llamó la atención de Rua, que dejó de mirar a
su destinado descamisado y su espada ensangrentada.
—¿Y la Hoja Inmortal? —Rua zarandeó a Aneryn por los hombros para
sacarla del trance—. Podemos cambiar el rumbo de la batalla con ella.
—La tiene Balorn —contestó Aneryn con voz jadeante—. Está en el
primer carruaje.
Rua se asomó a su carro y miró el camino que llevaba al carruaje negro
que encabezaba la caravana. Entornó los ojos y estudió el terreno en busca
de señales de Balorn. Trató de percibir la Hoja Inmortal con su magia. Una
figura rubia cruzó a toda prisa el campo de batalla hasta la linde del pantano
y se internó en la arboleda con tres guardias a la zaga.
—Mierda —masculló Rua—. Augustus se escapa. Tiene el Cristal de las
Brujas.
—Yo iré a por él —se ofreció Renwick. Cuando hizo amago de bajar la
ladera, Rua lo agarró del brazo.
Se disponía a discutir con él cuando Thador y otros cuatro soldados
norteños llegaron hasta ellos. Sin dudar, Thador se sacó la daga del cinturón
y se la tendió a Rua mientras asentía con la cabeza. Ella hizo lo propio en
señal de agradecimiento. Dos brujas azules más salieron disparadas del
pantanal para ganar altura. Onyx Mallor respiraba con fatiga y empuñaba
una daga ensangrentada. Su rostro estaba manchado del viscoso líquido
escarlata. Cuando cruzaron miradas, Rua vio los sentimientos encontrados
que rezumaba la de Onyx. La bruja azul había ido a ayudar a la gente que
había asesinado a su hermana porque el futuro era demasiado aciago como
para mantenerse al margen. La cruda realidad de sus decisiones nunca
parecía clara. Onyx le tocó la frente a Rua y la otra bruja la imitó en señal
de respeto, aunque a regañadientes. Los gritos hendían el aire junto con los
aullidos de las suraash. Rua necesitaba la Hoja Inmortal para acabar con
aquello, pero también necesitaban el Cristal de las Brujas. Tenían que
dividirse.
Renwick agarró a Rua de la barbilla y la obligó a mirarlo a sus hipnóticos
ojos.
—Te diría que te escondieses y esperases a que volviera. —Su voz se tiñó
de tristeza cuando miró a las tres brujas que tenía Rua detrás—. Pero sé que
protegerás a tu gente.
Rua asintió y asió más fuerte la empuñadura de la daga.
—Protegeré a nuestra gente —juró como si estuviese pronunciando sus
votos reales. Si no sobrevivían a la batalla, no la abatirían escondida como
una cobarde bajo el carro.
Renwick fundió los labios con los suyos y la besó con un ardor
desesperado.
—Cárgate a Norwood —le dijo Rua cuando se separaron—. Y consigue
el Cristal de las Brujas. ¿Recuerdas el hechizo palabra por palabra?
Renwick asintió. Podía acabar con la maldición y ganar la batalla.
Un movimiento rápido cuesta arriba llamó la atención de Rua. Balorn y
dos suraash volaban hacia la arboleda. La luz incidió en la empuñadura rubí
de la Hoja Inmortal.
—Recupera tu espada —repuso Renwick tomando aire una vez más junto
a ella, como si se debatiera entre irse o quedarse. Pero Rua necesitaba su
espada para volver las tornas de la batalla tanto como ellos el Cristal de las
Brujas. Debían detener a Augustus Norwood para que no le hiciese a Okrith
lo que había planeado.
—Nos vemos en la próxima vida, mea raga fede —repitió Rua, que subió
corriendo la colina en pos de Balorn con Aneryn, Onyx y la otra bruja azul
a la zaga. Renwick y sus soldados bajaron corriendo al pantanal para
perseguir a Augustus. Con armadura o sin ella, Renwick era uno de los
mejores luchadores que había visto Rua en su vida. Lo necesitarían para
vencer a la horda de Augustus.
Rua respiró aliviada al pisar el grueso manto de hojas. Le dolían los
muslos de subir la cuesta corriendo, pero el movimiento calentó su piel
desnuda mientras el camisón se le subía y bajaba. En aquel momento le
daba igual que le vieran las vergüenzas, aunque deseó tener algo con lo que
recogerse el pelo y un chaleco para que no se le salieran los pechos. Le
estorbaban, pero no le importaba. Necesitaba atrapar a Balorn. Nadie se
reiría de su ridículo atuendo si morían todos.
Alcanzaron la cima y se detuvieron a tomar aire. Rua oteó el valle, pero
no vio a Balorn.
—Están escondidos detrás de esa roca —susurró Aneryn entre resuellos
mientras señalaba una roca caliza enorme rodeada de piedras más pequeñas
cubiertas de liquen.
Rua miró a las otras dos brujas y se llevó un dedo a los labios para
pedirles que no hiciesen ruido.
Aneryn agarró a Rua por el codo y le susurró al oído:
—Va a fingir que te pega un puñetazo con el que te mandará a la roca. No
lo esquives. —Aneryn volvió a respirar para serenarse y añadió—: Pasa de
las brujas y céntrate en Balorn.
—¿Ganaré? —Rua intentó sonreír con suficiencia, pero no le salió
natural. Una parte de ella se imaginaba todas las formas posibles en que
podían asesinar a Renwick. Quizá la pelea del pantano los liquidara a él y a
sus soldados. Si sobrevivían al campo de batalla, Augustus podía
engatusarlos. Si no atrapaban a Augustus y rompían la maldición, la horda
de suraash acabaría con ellos. Rua trató de dejar de imaginarse a Renwick
desangrándose en el frío suelo del bosque, pero le costaba horrores.
—Depende de lo centrada que estés —gruñó Aneryn como si supiera
perfectamente el rumbo que habían tomado sus pensamientos—. Y de que
hagas caso a mis advertencias. Balorn te retrasará a propósito. No podemos
permitírnoslo —agregó la bruja azul, empujando a Rua hacia delante.
Estaba todo tan silencioso que el suelo crujió bien fuerte a su paso.
Balorn salió de detrás del peñasco y sonrió a Rua con su encanto habitual.
La miró como si no hubiera oído el fragor de las espadas y los gritos
gorgoteantes que resonaban por la ladera. Rua aferró la daga de Thador
mientras se aproximaba a él con recelo.
—Pareces la diosa de la muerte, querida. —Balorn sonrió hasta que se le
marcaron los hoyuelos—. El furor que habrías causado a mi lado. Me temo
que Augustus no dejará que me quede contigo.
—Se acabó, Balorn —soltó Rua, furiosa, mientras negaba con la cabeza
—. Entrégame la espada.
—No ha hecho más que empezar, princesa —repuso Balorn entre risitas
—. Las brujas lo han visto. No importa lo más mínimo si tú o yo
sobrevivimos a este día. Okrith sigue su curso. Las cortes se extinguirán. Y
los reinos caerán.
—No —dijo, y se lanzó a por él. Lo atacó con la daga a la vez que él
desenvainaba la Hoja Inmortal.
Su estómago se convirtió en hiel al verlo empuñar su espada. Balorn no
contaba con la ayuda de la magia, pero saber que su enemigo la blandía
hizo que le hirviese la sangre. Estuvo tentada de agarrarla por el agudo filo
solo para volver a sentir su poder.
Las suraash emergieron de detrás de la roca gritando y se abalanzaron
sobre las brujas azules que aguardaban. Rua se volvió para seguirlas, pues
iban a por Onyx, pero esta despachaba a sus iguales mientras la arañaban
como posesas. Rua apenas tuvo tiempo de asimilar lo que había hecho
cuando le asestaron un puñetazo en la mandíbula que la derribó. Se dio un
buen porrazo, ya que su codo y su cadera impactaron contra el duro suelo
de piedra.
Le pisaron la mano y mandaron su daga a la hojarasca de una patada.
Aneryn gritó cuando ella y otra bruja trataron de plantar cara juntas a una
suraash. La Olvidada abatió a las dos con facilidad mientras Onyx se
enfrentaba a una segunda. No vendrían refuerzos. Otro puntapié en el rostro
le giró la cabeza y le partió la nariz con un ruido tremendo. Se le nubló la
vista; solo veía puntitos blancos. Además, se le humedecieron los ojos.
Se arrastró hacia atrás, pero Balorn le pisó el vestido de satén con la bota
para que no se moviera. Le apuntó al cuello con la Hoja Inmortal y le dijo:
—Qué apropiado que vaya a ser tu espada la que te mate. —Se rio entre
dientes y le rozó el cuello con su acero—. Eres realmente patética sin su
magia, ¿verdad que sí, cielo?
A Rua le sangraba la nariz; un hilo rojo bajaba por su oreja puntiaguda y
se perdía en sus cabellos enmarañados. Notaba en la garganta su sabor
metálico mientras luchaba por no ahogarse con su propia sangre.
—Crees que las brujas son tan inferiores a ti que olvidas algo —espetó
Rua con la voz entrecortada y la respiración anhelante.
—¿Qué? —preguntó Balorn con una sonrisa de oreja a oreja y los ojos
brillantes.
Rua estiró el brazo hacia un lado y dijo:
—Que me corre sangre de bruja por las venas. —Hizo levitar la daga que
había por ahí tirada y, en un santiamén, volvía a empuñarla. Balorn observó
la escena atónito y Rua le hundió la hoja bien adentro de la pantorrilla.
Balorn soltó un alarido y Rua se alejó de la Hoja Inmortal. Se levantó como
pudo y Balorn la siguió renqueando y casi en un solo pie. La joven no fue lo
bastante rápida. Balorn la agarró del pelo y la acercó a él.
—Iba a mataros deprisa, princesa, pero ahora creo que me tomaré mi
tiempo. —Le chupó la sangre que le goteaba de la oreja. Rua intentó volver
a clavarle la daga, pero Balorn la esquivó sin problemas. La agarró del pelo
y la tiró al suelo con tanto ímpetu que movió las hojas de debajo. Balorn se
sentó a horcajadas encima de Rua con tanta fuerza que la dejó sin aire y la
inmovilizó con su peso.
Balorn fue a abrir la boca cuando un silbido hendió el aire y cayó de
espaldas sobre las hojas. Una flecha sobresalía de su garganta. Rua observó
estupefacta sus plumas carmesíes.
Al mirar arriba, vio a la arquera con su arco aún en alto, ataviada con un
traje de cuero negro reluciente y una diadema dorada sobre su cascada de
tirabuzones negros. La reina guerrera miró a Balorn exhalar su último
aliento con sed de venganza.
Su hermana. Remy.
P
ara cuando se agolparon en la mesa de la taberna de Valtene, ya era
medianoche. Al fondo de la larga estancia ardía un hogar. La mesa de
madera estaba llena de bandejas vacías; solo quedaban un puñado de frutos
secos y unas pocas patatas asadas del festín que se acababan de pegar.
Había jarras vacías de vino repartidas por la mesa. La pandilla había
agotado las existencias de alcohol de la taberna. Reían y charlaban con el
delirio de quienes han burlado a la muerte. Talhan había exigido participar
en los festejos, así que lo sentaron en una butaca y le dieron las mantas
recias y los cojines que Hale había birlado de una de las habitaciones del
piso superior para que se apoyase. En ese momento dormía pese al jaleo y
las carcajadas de los demás, que reían tan fuerte que hasta los dioses los
oían. Era lo que hacían cuando moría un ser querido.
A Rua le resultaba muy extraño el canto a la vida de los fae. Remy
también parecía perpleja. Las brujas lloraban a sus muertos rezando con
solemnidad y cantando en voz baja a la luz de las velas. Fenrin, que parecía
más desanimado que los fae, ya se había retirado a sus aposentos. Aneryn,
medio dormida, se apoyaba con afán en el hombro de Bri.
La tropa había ocupado todas las habitaciones libres de todas las posadas
y tabernas de Valtene. La facción de la Alta Montaña descansaría y
repondría fuerzas para regresar a Yexshire. Esperarían a que se despejase la
vía occidental. De todas formas, Talhan aún no estaba listo para emprender
un viaje largo y accidentado en carruaje.
Rua temía que siguiese habiendo partidarios de Balorn en el pueblo, pero
pronto correría la voz de que había muerto. Nada más llegar a Valtene
habían encendido un fuego feérico a toda prisa. Bern los informó de que
Yexshire estaba a salvo, al igual que Lyrei Basin según Berecraft. Neelo
dijo que no había ni rastro de Augustus en el Sur. Pero la corte Oeste no
dijo ni pío; pese a sus múltiples esfuerzos por contactar con ellos, no
obtuvieron respuesta de Swifthill. Rua temía lo que supondría aquello para
la corte Oeste. Habían enviado a un heraldo desde Valtene a la capital para
verificarlo. ¿Habrían asesinado a la reina del Oeste? La falta de respuesta
hizo que Rua se temiese lo peor.
Hale lanzó sus cartas a la mesa y Renwick rio entre dientes.
—¿Cómo lo haces? —se quejó Hale.
—Te diría que es suerte —contestó Renwick con una sonrisa de borracho
—, pero ambos sabemos que es destreza.
El rey de la Alta Montaña había conseguido por ahí un mazo de cartas.
Rua sabía el motivo del detalle. Renwick había perdido a su amigo aquel
día.
Remy se acercó a Rua y le dijo:
—Tú y tu espada hacéis un equipo fantástico.
Baba Airu tenía razón. La espada estaba ligada a la magia de bruja. Si la
blandía con ira y miedo, se volvía imprudente y agresiva. No era mejor que
Balorn. Pero… entonces miró a Renwick, a Aneryn, a Bri y a Tal y sintió
que algo más pausado y calmado le calentaba las venas. Un latido
persistente, un abismo al que se arrojaría. Volverían a atenazarla la ira, el
miedo y el dolor, no le cabía duda, pero haría que su amor y su afecto
prevaleciesen. Ese sería el poder que emplearía para ser Mhenissa.
—Como tú y tu amuleto —repuso Rua.
—Los talismanes de nuestro pueblo. —Remy se tocó el amuleto rojo que
pendía de su cuello—. Supongo que ahora la Hoja Inmortal pertenece al
Norte.
—Da lo mismo el color de la magia con la que se forjó —dijo Rua. Se
había pasado la vida separando a los aquelarres en su cabeza, pero todas
eran brujas. Se preguntó si alguna vez alguna habría intentado usar el
talismán de otro aquelarre para conjurar sus propios hechizos. Las
enorgullecía tanto estar divididas que seguramente no lo habrían probado—.
Es magia de bruja. Su propósito es proteger a las brujas,
independientemente de la corte en la que se halle.
Remy emitió un murmullo triste.
—Sigo teniendo sangre de la Alta Montaña. Sigo teniendo magia de bruja
roja. —Rua se volvió hacia su hermana y agregó—: Da igual dónde viva.
Seguiré siendo de tu familia.
Remy la miró con sus ojos marrones y, con una expresión más relajada, le
pasó el brazo por detrás.
—Me alegro de que seas de mi familia, Ru. —Que la llamase por su
apodo le sacó una sonrisa.
—¿Aunque sea una cascarrabias y esté todo el día de mal humor?
Remy rio y dijo:
—Sí, aun así.
Renwick se levantó de los bancos, estiró el cuello y movió los hombros.
—Me voy a acostar —anunció en voz baja—. Buenas noches.
Rua hizo amago de seguirlo, pero Renwick la miró.
—Pásatelo bien con tu familia —le dijo con una media sonrisa. Rua lo
vio salir por la puerta a buen paso en dirección a la posada que había calle
abajo.
Estaba tan afectado que parecía que su dolor tuviese vida propia. Rua
sabía que ya no tenía cuerpo para más entretenimientos. Necesitaba llorar la
muerte de su amigo. Le partía el alma verlo así. Estaba muy acostumbrado a
marcharse y sufrir en soledad, tal y como había hecho ella siempre.
Remy vio que Rua miraba la entrada en tinieblas:
—Ve.
—Hasta mañana —dijo Rua mientras miraba a los demás. Se fijó en
Aneryn, dormida en el hombro de Bri.
Remy rio por la nariz:
—Ya acuesto yo a tu amiga.
—Buenas noches —se despidió Rua a los sentados a la mesa. Estos la
miraron con los ojos vidriosos propios de los borrachos y le dijeron adiós
con la mano.
Rua recorrió las calles teñidas de blanco. Se estremeció al pensar que el
Cristal de las Brujas seguía colgado del cuello de Augustus Norwood. ¿Qué
haría esa piedra mágica ahora que las suraash ya no estaban malditas?
¿Cómo había accedido a la antigua magia de las brujas violetas? Rua había
creído que con la muerte de Balorn se acabarían sus problemas, pero tenía
la sensación de que no habían hecho más que empezar. Le vino a la mente
la imagen de Remy en la ladera, iluminada desde atrás por una luz difusa,
sosteniendo su arco. La reconfortaba saber que, a partir de ese momento,
viniera lo que viniese, lo afrontarían juntas.
Se le torció el tobillo y a punto estuvo de tropezar con una botella vacía
que había por ahí tirada. Estaba tan metida en su mundo que no los había
visto: en los escalones de su izquierda había dos viejos borrachos pasándose
otra botella. Eran los únicos habitantes de Valtene que seguían despiertos a
esas horas.
Se rieron al ver la espada que llevaba ceñida a la cadera. No sabían quién
era. Qué extraña debía de resultarles. Qué ignorantes eran.
Rua miró al suelo y fue a pasar por su lado cuando uno gritó:
—¿Jugando a los espadachines? —Rua se preparó para la tormenta de
furia que iba a gestarse en su interior, pero la Hoja Inmortal, envainada,
guardó silencio—. Si no eres más que una niñita.
Se quedaron boquiabiertos cuando los miró y les dijo:
—¿Y?
Esbozó una sonrisa que les infundió más miedo que la espada que
empuñaba. Cuando abrieron los ojos como platos, soltó una carcajada que
le salió del alma y dio paso a la risotada propia de las brujas. Podía matarlos
de mil formas distintas y lo único que le apetecía era reír de lo ridículo que
era todo. Era una niña, una fae, una miembro de la realeza y una guerrera…
y no tenía nada que demostrarles a esos dos.
Subieron las escaleras a trompicones y entraron en el oscuro portal. Aún
le vibraba el pecho de la risa al enfilar la callejuela. Cuando vio la lámpara
que alumbraba la entrada de la posada, que siguió titilando conforme pasaba
junto a las hileras de tiendas oscuras, se le cortó la risa. Su destinado se
había ido a llorar la muerte de su amigo. Era una dualidad curiosa: alegría y
pena. Qué raro resultaba saber que sentía ambas cosas a la vez —que los
dos sentimientos eran sinceros y genuinos— y que ambas iluminaban
diferentes partes de su alma al mismo tiempo.
Entró con sigilo en el vestíbulo en penumbra, subió las escaleras en
silencio y cruzó el pasillo que llevaba a la habitación de Renwick sin hacer
ruido. No había echado el pestillo.
Al adentrarse en el cuarto oscuro y silencioso, encontró a Renwick
sentado en el borde de la cama, con la cabeza enterrada en las manos y los
hombros caídos. Se acercó a él despacio, se sentó a su lado y lo escuchó
respirar con brusquedad. Cuando le tocó la espalda de manera afectuosa,
sollozó más fuerte. Lo sentía por él. Había perdido a otro hermano.
—Lo siento. —Renwick sorbió por la nariz y se limpió los ojos con el
dorso de las manos.
Rua le agarró los dedos.
—Nunca me pidas perdón por esto. Nunca —susurró con la esperanza de
que confiase en ella—. Lo quiero todo, Renwick, hasta el último rincón
bello y oscuro de tu alma.
Renwick la miró con los ojos llorosos al oír la misma promesa que le
había hecho él.
—Seguimos arrojando cosas al abismo como locos, sabiendo que no se
llenará jamás y que llegará un día en que lo habremos intentado tanto que
no nos reconoceremos. En vez de eso, vamos a enfrentarnos a él. Dejemos
de ocultarnos las cosas, al menos entre nosotros —le suplicó Rua—.
Contaré contigo si tú cuentas conmigo.
Renwick agachó la cabeza y pegó la frente a la de ella. Rua le secó las
lágrimas con los pulgares y Renwick le dio un beso salado en los labios.
—Contaré contigo —le prometió con los labios pegados a su boca.
Rua lo besó con más pasión a modo de respuesta y él la agarró del pelo
con locura. Ella lo abrazó por el cuello y él se giró y la tiró al blando
colchón. Rua sabía lo mucho que necesitaban sentir que el otro había
mantenido su promesa. No iluminaría la oscuridad. No se llevaría el dolor.
Pero ya no lo negarían. Dejarían que existiera. Ya no ocultarían sus penas.
Ahora se tenían el uno al otro.
P
ara cuando Rua se adentró en la calle silenciosa, luces doradas y rosas
teñían el cielo. El pueblo de Valtene aún dormía. Se disponía a ir a los
establos cuando algo a su izquierda llamó su atención. Cerca del final de la
calle, donde el pueblo se fundía con el bosque, había una figura alta. Solo
por su estatura ya supo quién era.
Pretendía sorprender a Bri antes de que se fuera, pero, en cambio, siguió
el sinuoso camino hacia Fenrin. Estaba plantado en mitad de la calle
mirando una tienda abandonada. Las casas principales dieron paso a
viviendas destartaladas conforme se acercaba. Daba la impresión de que
habían asaltado o invadido el pueblo en numerosas ocasiones a lo largo de
los años. Resultaba obvio por los techos desplomados y los alféizares
carbonizados que había habido escaramuzas con los norteños.
Cuando alcanzó a Fenrin, vio el letrero destrozado: «Farmacia Doledir».
Las ventanas estaban rotas y habían forzado la entrada. La nieve se
amontonaba en el suelo y habían vaciado los estantes.
Fenrin estaba tan ensimismado estrujando un sombrero que no reparó en
su presencia hasta que habló.
—¿Los conocías? —susurró.
Sin mirarla, contestó:
—Sí.
Tras permanecer un buen rato plantada a su lado, le preguntó:
—¿Quieres entrar?
Fenrin negó con la cabeza, lo que hizo que su cabello pajizo le ocultara
los ojos.
—¿Alguna vez te preguntas si has enorgullecido a tu familia? ¿Si te
observan tus antepasados?
Rua lo miró de inmediato y el brujo, al fin, la miró. Asintió por toda
respuesta, a lo que Fenrin le sonrió con pesar.
—Estarían orgullosos de ti —murmuró Rua—. Estoy segura. Hoy les has
salvado la vida a Talhan y a muchos otros.
—Lo ha hecho Renwick —repuso Fenrin con un deje de amargura. El
altísimo gigante de su lado se negaba a verse como lo veían los demás. Rua
sabía perfectamente cómo se sentía.
Se aguantó las ganas de reírse y dijo:
—¿Crees que lo que le susurró Renwick al oído habría servido de algo si
no le hubieses curado la herida con tu magia? —Sonrió abiertamente al
brujo marrón—. ¿Crees que sus susurros detuvieron la hemorragia?
Fenrin sonrió a regañadientes.
—Te diría que ahora mismo hablas igual que tu hermana, pero sé que no
te gustaría.
Rua se encogió de hombros y vio que el fulgor dorado del sol ya asomaba
por entre los árboles.
—Podrías haberme comparado con alguien mucho peor.
Fenrin rio por lo bajo. Rua se relajó al oír su risa. Estaba decidida a
quitarle las penas, aunque ignoraba por qué. A lo mejor su dolor le resultaba
familiar.
Se oyeron los cascos de un caballo calle abajo. Rua miró arriba y vio a
Bri cabalgando hacia ellos.
—¿Robando caballos? —inquirió Rua. Le vino el persistente olor a heno
mientras se cruzaba de brazos.
—Delta me ha llamado por el fuego feérico —repuso Bri. Miró al brujo
marrón—. ¿Estás bien, Fen?
Rua rio por la nariz. Aunque se estuviera dando a la fuga a primera hora
de la mañana, el Águila quería saber si su amigo estaba bien. El brujo
marrón asintió.
—¿Cuánto se tarda en llegar a Swifthill? —le preguntó este mientras
volvía a ponerse su gorro de lana.
Los suaves rayos del sol calentaban su rostro y se llevaban el frío. Esa
mañana la ansiada primavera ya se hacía notar en el horizonte. Aún faltaba
mucho para su llegada, pero llegaría.
Bri, incómoda, cambió de postura.
—Tres días. —La yegua que había elegido parecía dócil, no como los
caballos de batalla que solía montar—. Me necesitan allí —añadió con
tirantez, como si se preparase para otra pelea.
—Lo sé —dijo Rua—. No pretendo detenerte. Aunque te recuerdo que
fuiste tú la que me echó la bronca por el fuego feérico por irme sin avisarte.
—Soy una hipócrita consumada. Ya deberías saber que tienes que hacer
lo que yo diga, no lo que yo haga. —Y le guiñó un ojo.
—Swifthill… ¿Cómo de mal está? —preguntó Fenrin, rompiendo el
silencio. Rua lo observó y se preguntó si también tendría familia en la
capital de la corte Oeste.
—Está mal —contestó Bri mientras sacaba de la alforja los guantes y se
los ponía. Cerró el puño para estirar el cuero—. Augustus tiene a los
cazadores de brujas comiendo de su mano. Ha puesto precio a las cabezas
de los miembros de la realeza occidental y a las de sus cortesanos. Supongo
que ahora son cazadores de fae.
—No —exclamó Rua. Los cazadores de brujas llevaban haciendo
estragos en la corte Oeste desde el asedio de Yexshire.
—La reina del Oeste los ha dejado campar a sus anchas demasiado
tiempo y esto es lo que pasa —gruñó Fenrin—. Los cazadores de brujas son
otra especie de fae, más malos que un dolor.
Rua recordó la profecía sobre los Águila y miró a Bri.
—¿Piensas reclamar el trono?
Bri y Fenrin se troncharon de risa como si acabase de contar un chiste
buenísimo.
—Dioses, no —repuso el Águila—. No soporto el Oeste. Pero a Abalina
Thorne le está costando plantar cara a su gente, y, no sé por qué, esa misma
gente me apoya y cree que debería ser su gobernante. Tengo que ayudar a
Abalina a demostrarles que se equivocan.
Rua alzó mucho las cejas y se carcajeó.
—¿Vas a ayudar a la reina del Oeste para librarte de futuras
responsabilidades para con su corte?
—Exacto. —Bri examinó las hileras de casas ruinosas; los años bélicos
eran palpables en los fragmentos de cristal—. Hay que acabar con esto de
una vez por todas. El Oeste ya ha sufrido bastante… Y después pondré
rumbo a la corte Este, donde intentaré ganarme mi corona. —Bri le guiñó
un ojo a Rua—. A eso se refería la profecía.
Rua recordó la profecía que le revelaron el día del cumpleaños de Remy:
«Han nacido las águilas. Briata le arrebatará la corona a quien la porte».
Ahora era lógico pensar que se refería a la corona de la corte Este. Ni
siquiera Norwood, tan calculador, había previsto que los Águila competirían
por su propia corona.
—Dicho así parece fácil. Salvar un reino. Ganar una corona. —Rua rio.
Los rayos del sol la hicieron entornar los ojos—. Serás una gobernante
estupenda, Bri.
Bri se fijó en la alianza de Rua y dijo:
—Tú también.
Rua se apartó para que pasase el caballo de Bri.
—Cuídate, Bri —le deseó Fenrin mientras se quitaba de en medio y
volvía a mirar la farmacia Doledir con aire melancólico—. Gracias por
ayudar al Oeste.
Bri asintió en respuesta.
—Te echaré de menos —agregó Rua cuando el caballo de Bri avanzó.
—Y yo a ti, Ru. —Bri le sonrió y, con los ojos centelleantes, añadió—:
Aunque estoy deseando librarme de la dichosa nieve.
—Si en el Norte se diese una fiesta en honor al equinoccio de
primavera… —empezó Rua juntando las manos, avergonzada—, ¿vendrías?
—Fue algo espontáneo. Ni siquiera sabía si podía tomar una decisión de ese
calibre, pero tarde o temprano darían una fiesta en el Norte. Era la primera
vez que le pedía a alguien que fuera a visitarla. Era la primera vez que
quería arriesgarse. Aparcaría su incomodidad y su miedo para mantener la
amistad que estaban forjando.
—Cuenta conmigo —dijo Bri mientras miraba el bosque que tenía
delante.
Al mirar detrás del caballo, Rua vio a Renwick en los escalones de la
posada, esperándola, mientras las primeras luces del alba lo iluminaban
desde atrás.
—Despídete de los demás por mí —le pidió Bri a Fenrin mientras le
acariciaba el cuello a su montura.
—Descuida. —Fenrin asintió.
—Siento lo de Tal —agregó Rua.
—Estará bien. —Bri se rascó la nuca—. Lo superará. Con el tiempo. O
nos echaremos unas risas o nos liaremos a puñetazos. En cualquier caso, se
solucionará.
—¿Eso es lo que hacen los hermanos? —inquirió Rua con una sonrisa de
oreja a oreja.
Bri se rio entre dientes:
—¿Ves, Ru? Tú y Remy sois ya unas expertas.
Rua sonrió a Bri por última vez y dejó que el Águila se internase en el
bosque. Fenrin dio media vuelta y cruzó a grandes zancadas la puerta
desvencijada de la farmacia. Al final decidió aventurarse en sus
profundidades. Rua lo observó un instante: otro recordatorio de lo que
habían perdido. Creía que la oscuridad la envolvía solo a ella, pero estaba
por todas partes. Muchos de sus amigos eran parias, desconocidos para su
gente, y estaban dolidos y traumatizados. Nadie había salido indemne en los
catorce últimos años. Pero se tenían los unos a los otros. Ya no estaban
solos. Y, por primera vez, Rua estaba decidida a aferrarlos con la misma
intensidad que esperaba ver en ellos.
Renwick se irguió un poco conforme se acercaba, aunque le diese la
espalda para disfrutar del amanecer. Rua entrelazó el brazo con el suyo y lo
condujo de vuelta a la posada mientras el sol les daba en la cara.
—Vamos a la cama. —Bostezó.
Renwick la besó en la coronilla:
—Me gusta cómo piensas.
—A dormir —insistió la joven mientras subían con fatiga los peldaños
nevados.
—Ya, ya. —Renwick sonrió con suficiencia, como si supiera exactamente
en qué pensaba.
Rua entrelazó los dedos con los de él mientras sonreía con picardía. Al fin
y al cabo, se había jurado que aprovecharía al máximo las horas de sol.
Detuvo a Renwick en la entrada y le repasó la mandíbula con un dedo.
—Por cierto, vamos a dar una fiesta por el equinoccio de primavera.
Renwick sonrió de oreja a oreja y le rozó los labios con los suyos. Rua
notó un cosquilleo por todo el cuerpo cuando le susurró:
—Por ti lo que sea, mi reina.
Sonrió pegada a su boca y lo abrazó por el cuello. Se rendiría a esa
felicidad. Ya no la frenaría el miedo a perderla. Durara lo que durase, haría
que valiese la pena. Estaba hecha de oscuridad y alegría. Una no reñía con
la otra. Podría con todo.
Agradecimientos