Familia Como Communio Personarum

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LA FAMILIA COMO

«COMMUNIO PERSONARUM»

Ensayo de interpretación teológica (1974 y 1975)


Karol Wojtyla
I. La familia como communio personarum

El tema que nos ocupa en la presente reflexión es la comprensión


del plan de Dios sobre la familia en su interpretación y realización humanas.
La familia, en efecto, es la realidad humana por excelencia y los hombres
la realizan comprendiendo su esencia y su sentido, pero, en contrapartida,
comprenden su esencia y sentido en base a la vida y a la realización. De igual
modo, el sentido humano íntimo del matrimonio y de la familia es conforme
al plan de Dios; su comprensión es fruto de investigaciones bíblicas y patrísti-
cas y es también esencial en la actual toma de posición de la Iglesia contenida
en la Constitución Gaudium et spes. En el capítulo titulado Dignidad del
matrimonio y de la familia, el Concilio Vaticano I sitúa, de algún modo,
todo el patrimonio de la propia tradición doctrinal y pastoral sobre el tema
del matrimo- noi y de la familia en el contexto de nuestros días. Entre otras
cosas, afirma: «El vigor y la solidez de la institución matrimonail y familiar:
las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las
dificultades aque han dado origen, con mucha frecuencia manifiestan, de
varios modos, la verdadera naturaleza de esa institución» (GS 47).
Esta frase sugiere una conclusión optimista: a pesar de los descami-
nos y en cierto sentido también a través de ellos, el verdadero valor de la
alianza conyugal y del vínculo familiar que se origina de esa alianza, adquiere
relieve y se refuerza cada vez más plenamente. Los errores en la realización,
las alteraciones en la práctica no oscurecen la luz divina, es más, le permiten
actuar de modo más penetrante sobre la conciencia y sobre las conciencias de
los hombres. Todo el texto de la Gaudium et spes parece indicar un desarrollo
orgánico de la teología de la familia. Este desarrollo consiste en una profunda
intuición de las relaciones y de las interconexiones que se crean entre la real-
idad del engendrar humano, de la transmisión de la vida, y la comunidad de
personas que debe formarse en torno a esta realidad siempre extraordinaria, y
aun así tan normal que se presenta en millones de datos estadísticos.
Esta misma polaridad entre la normalidad del hecho del nacimiento
de hombres en la familia humana y lo extraordinario de la irrepetibilidad
de cada uno de ellos, nos conduce a otra polaridad que pone de manifiesto
el sentido de cada concreta comunidad familiar de personas. Precisamente
gracias a esta última, el hecho del nacimiento de un hombre es extraordi-
nario e irrepetible y a la vez y de nuevo personal y comunitario. Más allá
de esta dimensión, más allá de los confines de la familia, este hecho pierde
ese carácter y se convierte en un dato estadístico, tema de objetivaciones de
distinto género, hasta llegar al mero registro, que utiliza la estadística. La fa-
milia se el lugar en el que todo hombre se revela en su unicidad e irrepetibilidad.
La familia es, y debe ser, el peculiar ordenamiento de fuerzas en el que todo
hombre es importante y necesario por el simple hecho de que es y en virtud
de quien es, el ordenamiento más intimamente humano, edificado sobre el
valor de la persona y orientado en todos aspectos hacia este valor.

I.1 El hombre como persona y don

El Vaticano II presenta su doctrina del hombre, realizando la sínte-


sis de una larga herencia de pensamiento que busca su luz en la revelación: «El
hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha querido por sí
mismo, no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de
sí» (GS 24). Parece que esta doctrina del hombre, esta antropología teológica,
llega hasta el mismo núcleo de la realidad humana que se llama familia. En
efecto, desde cualquier punto de vista, debemos poner al hombre en la base
de esta realidad. Todo hombre tiene su inicio en ella, precisamente como «cri-
atura que Dios quiere por sí misma». Y cada uno busca en ella, en la familia
y a través de la familia, la realización de aquella verdad sobre sí que expresan
las palabras ariba citadas. La buscan los esposos, marido y mujer, en esa etapa
de crecimiento en humanidad, como personas adultas, capaces de transmitir
la vida; la busca también cada hijo que de ella recibe la vida, insertándose
como hombre entre sus padres, desde el primer instante de su concepción, es
decir, «criatura que Dios quiere por sí misma». Toda la firmeza que la ética
cristiana tiene el deber de demostrar en este campo, es la confirmación de esta
antropología en la que hunde al mismo tiempo sus raíces.
Examinemos de un modo más penetrante la afirmación de GS.42.
En ella está contenida la verdad teológica asobre el hombre. Lo indica el con-
texto más inmediato que cita las palabras la plegaria sacerdotal de Cristo en la
última cena: «el Señor Jesús cuando ruega al Padre «para que todos sean una
sola cosa, como yo y tú somos una sola cosa» (Jn 17, 21-22), poniéndonos ante
horizontes inaccesibles a la razón humana, nos sugiere una cierta semejanza
entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la
verdad y en la caridad» (GS 24). Y precisamente «esta semejanza, podemos
seguir leyendo, manifiesta que el hombre, el cual es la única criatura en la
tierra que Dios ha querido por sí mismo, no puede encontrarse plenamente
sino a través de un sincero don de sí».
Así suenan el texto y su contexto en su conjunto. La antropología
que nosotros ponemos como base de la teología de la familia es, para ser ex-
actos, una antropología teológica. El plano de sus formulaciones y de sus es-
tudios está definido por esta verdad fundamental sobre el hombre que leemos
en las primeras páginas del Libro del Génesis: la verdad de la semejanza entre
el hombre y Dios. No es sólo una semejanza basada en la naturaleza racional
y libre, como afirma toda la tradición del pensamiento cristiano enlazando
con diversas corrientes del pensamiento fuera del cristianismo, que afirman
lo mismo de la naturaleza humana, sino que es una semejanza basada sobre el
ser persona. Precisamente en base a esto, el hombre es la única criatura sobre
la tierra que Dios en cada caso «quiere por sí misma». En esta formulación
está expresado el hecho del ser persona y al mismo tiempo al razón y la liber-
tad. Gracias a ellas, en efecto, el hombre es capaz de autoponerse y de auto-
poseerse, es decir; es capaz ed existir y de obrar por ís mismo, es capaz de una
cierta autoteleología, que significa, no solamente darse fines, sino también ser
fin en sí msimo. Es esto lo que distingue al hombre como persona en el mun-
do. En cierto modo todo hombre es en sí mismo mundo, microcosmos, no
sólo en el sentido de que en él se concentran y se suman los diferentes estratos
ónticos que encontramos en los seres que forman este mundo, sino sobre todo
por la propiedad y especificidad del fin suyo propio, por la autoteleologia que
define el nivel y el dinamismo del ser personal.
La semejanza con Dios no encuentra, sin embargo, confirmación
sólo en la naturaleza racional y libre, es decir, espiritual, del hombre-persona.
El citado texto de GS 24, a propósito del cual hemos dicho que en cierta
medida contiene una síntesis del pensamiento sobre el hombre a la luz de la
Revelación y del Evangelio, pone en evidencia que esta semejanza del hombre
con Dios se tiene también en razón de la conexión o relación que une a las per-
sonas. El texto habla de «una cierta semejanza entre la unión de las personas
divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Se trata,
por lo tanto, de la dimensión trinitaria de la verdad fundamental sobre el
hombre que leemos al comienzo mismo de al Sagadra Escritura y que define
el plano teológico de la antropología cristiana. El texto conciliar subraya muy
claramente la distancia que guarda la analogía que aquí interviene. Habla
en efecto, de cierta semejanza y al inicio indica enseguida que las palabras
de Cristo Señor «que todos sean una sola cosa como Yo y tú somos una cosa
sola» abren a la razón humana «horizontes inaccesibles», es decir, atañen a
aquel misterio, en el sentido más riguroso del término, que es la undiad de
las Tres Personas en una única Divinidad. Esta semeajnza del hombre con
Dios en la dimensión trinitaria ha sdio introducida en el Evangelio y toda la
tradición teológica la sigue. El hombre es semejante a Dios no sólo en razón
de su naturaleza espiritual, existiendo como persona, sino también en razón
de la capacidad que el es propia de comunidad con otras personas.
Si decimos que la actualización de esta capacidad, y la confirmación
de esta verdad sobre el hombre, es la vida social, decimos indudablemente una
verdad, pero no captamos aún toda la profundidad que le es propia y especí-
fica. Es verdad que la familia constituye una sociedad, la más pequeña célula
de la sociedad, pero esta afirmación no nos dice aún mucho de la familia, no
llega a toda aquella profundidad ontológica que aquí deberemos desvelar y
manifestar.
Debemos detenernos, pues siguiendo el ya citado texto de GS 24, sobre la
afirmación de que «el hombre... que Dios ha querido por sí mismo... no puede
encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí». En la base de
todas las comunidades humanas, y sobre todo de la familia, está el hombre
con esta estructura íntima de su ser personal. En efecto, el texto citado parece
sugerir, ante todo, un cierto orden del obrar, del donarse, pero este ordenes
araiga en el orden mismo del ser, en el ser personal del hombre. En este sen-
tido siempre operari sequitur esse. Si el donarse es el atributo del obrar, del
comportamiento humano, está sin embargo siempre basado sobre este ser
personal que es capaz del don sincero de sí mismo.
Este don encuentra plena confirmación en toda la dinamica del
ser personal, en la autoteleología que le es propia. Leemos, en efecto, que el
hombre «no puede encontrase plenamente si no» a través de este don de sí.
El hombre es capaz de tal don precisamente porque es persona: la estructura
propia de la persona es estructura de autoposesión y de autodominio. Por eso
el hombre es capaz del don de sí, porque se posee y también porque es señor
de sí mismo en la medida del propio sujeto, cosa que no limita el dominium
altum del mismo Creador en relación al hombre como también en relación a
las otras criaturas, sino que deriva precisamente de este dominium altum de
Dios. Tales cuestiones han sido tratadas en otro lugar de modo más específico
y analítico.
Teniendo en cuenta todo esto se puede afirmar que el hombre en
cuanto persona es capaz de comunidad, comunidad entendida como commu-
nio. Esta capacidad está indicada por la tradición del pensamiento cristiano
que se funda sobre la Revelación, y la citada doctrina del Concilio Vaticano
II es la confirmación convincente de esta tradición.
Es difícil hacer aquí un análisis comparativo y particularizado. Bas-
ta decir solamente que existe una cierta diferencia entre la afirmación de que
el hombre, siendo persona, posee una naturaleza social y la afirmación que
atribuye al hombre-persona la capacidad de la comunidad entendida como
communio.
Esto no significa que estos dos conceptos sean antitéticos. Es más,
se puede decir que se abarcan recíprocamente, que en cierto modo son efecto
el uno del otro. El hombre es una entidad social también porque posee la
capacidad de al comunidad entendida como communio. Esta capacidad es
algo aún más profundo que la misma característica social de la naturaleza
humana. La communio indica en gran medida lo personal e interpersonal de
todas las relaciones sociales.
Está claro que debemos afrontar el análisis teológico de la familia a
partir de la realidad de comunión, de la categoría de la communio y no sol-
amente de la categoría de la sociedad o, como se dice frecuentemente, de la
«más pequeña célula de la sociedad». Aunque, evidentemente, esto no signifi-
ca la negaión de esta categoría que, sin embargo, se encuentra más bien en el
punto de llegada que en el de partida. En el punto de partida debemos ver al
communio como la realidad que el Vaticano II describe en el ya citado pasaje
de Gaudium et spes que sigue toda la tradición del pensamiento cristiano so-
bre el hombre, la antropología teológica.

I. 2. La «communio»

Dejamos de lado por el momento el problema de hasta qué punto


esta antropología teológica sea fruto exclusivo de la Revelación y de la fe, y
hasta qué punto constituye el objeto del conocimiento natural que obtene-
mos de la experiencia del hombre. Nos ocupamos, en cambio, del análisis de
la realidad de la communio fundándonos sobre el concepto expresado en GS
24. Vale la pena añadir inmediatamente una cita anterior a la Constitución
pastoral, que se refiere aún mas directamente a la teología de la familia: «Pero
Dios on creó al hombre dejándolo solo, desde el principio hombre y mujer
los creó» (Gen 1,27) y su unión constituye la primera forma de comunión de
personas. El hombre, en efecto, por su íntima naturaleza es un ser social y sin
las relaciones con los otros no puede vivir ni desarrolar sus dotes» (GS 12)
Puesto que el hombre es persona, cuando analizamos el concepto
de communio debemos tener constantemente ante los ojos de la realidad per-
sonal, interpersonal y también la comunidad humana (sociedad). El concepto
mismo de communio pose para los cristianos un sentido sobre todo religioso
y sagrado al considerar que la Eucaristía es sacramentum communionis entre
Cristo y sus discípulos y, por consiguiente, entre Dois y el hombre. No nos
ariesgamos a debilitar o disminuir su importancia transfiriéndolo a dimen-
siones humanas e interhumanas: es más, a través de esta vía se manifiesta
más plenamente, en modo indirecto, la profundidad del Misterio de la En-
carnación. En efecto, la misma categoría de communio, sobre la base de la
analogía, puede ser aplicada a diferentes estructuras y relaciones interperso-
nales y, por consiguiente, también entre Dios y el hombre, así como también
entre los mismos hombres.
Si prestamos atención a la etimología latina, la palabra commu-
nio designa tanto la confirmación y el refuerzo que es efecto de la unión de
muchos que existen y obran juntos, idea que subraya la preposición cum,
como también la confirmación y el refuerzo, la afirmación recíproca como
peculiaridad de la unión que impulsa a los hombres a juntarse. En la primera
acepción nos encontramos más cercanos al adjetivo communis en cuanto se
trata, más bien, del efecto de un cierto comportamiento, de un modo dado
de ser y de obrar. En la segunda en cambio, definimos aquel mismo modo de
ser y de obrar que constituye una peculiaridad exclusiva de las personas.
A los seres impersonales, como por ejemplo el mundo animal, no les apli-
camos el concepto de communio. Es necesario también añadir que este con-
cepto no tiene correspondencia en nuestra lengua (polaca) y es, por tanto,
intraducible.
La palabra wspólnota, de la que es sirven los documentos conciliares
para traducir el latino communio no significa exactamente lo mismo. Wspól-
nota se encuentra en el mismo plano semántico que el adjetivo communis.
Pero en el concepto de communio no se afirma sólo aquello que es común,
no sólo se evidencia la comunidad como efecto o incluso expresión del ser y
del obrar de las personas, sino también el modo mismo de ser y de obrar de
estas personas. Es exactamente un modo (modus) tal que, existiendo y obrando
reciprocamente y ( por consiguiente no sólo existiendo y obrando en «común»)
a través de este obrar y ser, recíprocamente se confirman y se afirman como
personas.
Como es puede ver por este análisis, communio designa también la
comunidad como efecto, pero éste no es su principal significado. En otros
términos, comunidad puede designar cuanto está contenido en el concepto
de communio, si establecemos que indique aquel modo (modus) común de
existir y de obrar de las personas a través del cual mutuamente se confirman
y se afirman, y que sirve para la realización personal de cada una de ellas por
medio de la recíproca relación.
Este modo de entender el concepto y la expresión communio se cor-
responde perfectamente con el contenido de las declaraciones conciliares so-
bre el hombre; tienen ecuentados de sus afirmaciones sobre el hombre: que
es «la única criatura que Dios ha querido por sí mismo», y que «no puede
encontrarse plenamente sino a través de un don sincero de sí». Estos dos
elementos del enunciado del Vaticano II forman un todo único en el que el
primer elemento no se explica (también por primer elemento no se explica
(también porque no se realiza) sin el segundo, ni el segundo sin el primero.
El análisis del concepto de communio realizado hasta aquí ha bus-
cado precisamente poner en evidencia la estrecha interdependencia de los dos
elementos del citado enunciado del Vaticano II y nos permite también definir
exactamente como conviene entender este don, «el don sincero de sí», sin el
cual la persona humana no puede alcanzar su cumplimiento, es decir, realizar
la finalidad que el es peculiar a causa de su ser persona. «No puede encon-
trarse plenamente», por usar la expresión del texto conciliar. Hemos definido
la finalidad propia de la persona como «autoteleología» -autorrealización-, así
como son propios de la persona la autoposesión y el autodominio.
Pues bien, en la realización de la comunión que se produce entre
las personas, la autorrealización se realiza através del mutuo don de sí, que
posee el carácter de la sinceridad. La persona es capaza de tal don, como ya
se ha dicho precedentemente, porque la autoposesión es una peculiaridad
suya: solamente puede darse a sí mismo aquel que se posee a sí mismo. Al
mismo tiempo este don posee el carácter de la sinceridad y precisamente por
esto merece plenamente el nombre de don. «interés» por una parte o por otra
no sería ya un don; sería tal vez un favor o incluso una ganancia, pero no
sería don. Toda la tradición del pensamiento cristiano sostiene una dimensión
no utilitaria del obrar o del existir del hombre. Esto está muy estrechamente
ligado con la doctrina evangelica del amor y la gracía. La gracia es, un útimo
análisis y (al mismo tiempo en su primer y más fundamental significado) un
don sincero de Dios hacia el hombre que actúa y al mismo tiempo revela
aquella dimensión no utilizaria del existir y del obrar, propia del mundo de
las personas. Así también en las relaciones interhumanas «el sincero don de
sí» (= de la persona) está en la base de todo el orden del amor, de toda su
autenticidad.
El hombre como persona es capaz de eso. Por lo tanto, ese don no
le empobrece como persona, al contrario le enriquece. El desarrollo de la
persona se realiza a través del sincero don de sí, y este desarrollo es al mismo
tiempo desarollo del amor en los hombres y entre los hombres. El amor se
desarolla de hecho como realidad que se da en las personas como sujetos y en
las relaciones entre las personas. El don sincero de sí da inicio a la relación y
en cierto modo al crea, precisamente porque está dirigido hacia otra persona
o personas. Este último hecho depende de la forma que tal don asume: en
ciertas formas, el don sincero de sí puede estar dirigido exclusivamente a una
persona y ser adecuadamente recibido por esa sola persona; en otras formas
es posible dirigir el don de la persona a muchas personas y recibirlo por parte
de muchas personas. En todo caso, sin embargo, si este sincero don de si debe
permanecer siendo un don y realizarse como un don en la relación interper-
sonal o también en muchas de estas realaciones, a causa de la comunidad de
las personas, debe ser no sólo dado, sino también recibido en toda su verdad
y autenticidad. Cuando la persona se dona, cuando hace don de sí, o también
cuando hace algo en que este don se expresa, la condición para que el don
pueda darse, la condición de su realizarse en la realación o también en rela-
ciones interpersonales, es la adecuada acogida de ese don de la persona o del
acto a través del cual ese don de la persona se expresa. No es posible privar a
la persona del don que lleva, no es posible quitarle en este don de sí lo que ver-
daderamente es y lo que verdaderamente busca expresar con el propio obrar.
Éstas son las condiciones elementales de realización de la comu-
nión entre las personas. Con lo expuesto hemos esbozado las lineas generales
del problema. Ahora intentaremos presentarlo de modo más particularizado,
precisamente analizando la realidad de la familia. Si, por una parte, el con-
cepto de communio constituye la clave elemental para entender esta realidad
y para interpretarla teológicamente, al mismo tiempo a través del análisis
de la relaciones interpersonales, propias de la comunidad familiar, el mismo
concepto de communio adquiere mayor claridad y profundidad. Éste es tal vez
el sistema de relaciones en el que es posible hacer ver más fácilmente y más
plenamente la naturaleza no sólo comunitaria, sino también propiamente de
comunión de la existencia humana.

I. 3. La alianza conyugal

El fundamento de la familia es el matrimonio. El matrimonio no


constituye solamente una «comunidad de personas» como dice en el cita-
do texto de GS 12, sino que constituye, y tiene el deber de constituir, una
real communio personarum como leemos en el texto latino. Se habla de deber
porque la communio personarum, es siempre una realidad ética. El matrimo-
nio ententido de la luz de la Revelación se basa sobre toda la antropología
teológica de la que encontramos una expresión en GS 24. Como hemos visto,
es una antropología de la persona y del don. El hombre, por ser «la única
criatura en la tierra que Dios ha querido por sí mismo», busca encontrarse
plenamente «a través de un don sincero de sí». Este don «de sí» está en la base
de la alianza conyugal, introduciendo en ella una particular dimensión de
amor que formulamos mediante el concepto de «amor esponsal». El marido
y la mujer son esposos uno para el otro cuando deben estrechar la alianza
conyugal, y ésta -también como acto jurídico- atestigua que uno y otro se
hacen recíproco don «de sí». El Concilio habla aquí explícitamente de «pac-
to», mientras el Código de Derecho canónico define el matrimonio como
contrato: contractus. La definición conciliar es más profunda, y también más
teológica y personalista, aunque no falte en ella el aspecto jurídico. «Fundada
por el Creador y estructurada con leyes propias, la íntima comunidad de vida
y de amor conyugal se establece sobre la alianza de los cónyuges, sobre su
consentimiento personal e irrevocable. Y así, del acto humano con el cual los
cónyuges mutuamente se dan y se reciben, nace, también ante la sociedad,
una institución (el matrimonio) confirmada por la ley divina» (GS 48).
Hay, por consiguiente, en el matrimonio tres dimensiones que se
completan recíprocamente: la institución, el pacto (alianza) y la communio.
Nos proponemos efectuar todo nuestro análisis en el plano de la communio,
conforme a lo que ya se ha dicho antes, porque éste es el plano más íntimo en
el que los otros dos se realizan y del que derivan. Parece además que, según
el Vaticano II, «pacto» designe tanto el «contrato», en cuanto viene conclu-
ido por el «irrevocable consenso personal» como el inicio de la comunidad
entendida como communio personarum, en cuanto que con ese acto humano
«los cónyuges mutuamente se dan y se reciben».
Digamos en primer lugar que todo el planteamiento del problema
de la familia, y en primer lugar del matrimonio, sobre el plano de la realidad
de la communio tiene un doble significado. En él se afirma toda la profundidad
de la realización personal e interpersonal que el Vaticano II, con espíritu
bíblico, ha definido como «alianza», y también se contiene en él un cierto
conjunto de exigencias del matrimonio primero y después de la familia, pre-
cisamente por el hecho de constituir la específica realización de la comunión
de las personas. Trabajando sobre la base del análisis del concepto de com-
munio trazada antes, se puede afirmar que ese concepto no sólo constata la
naturaleza de la relación interpersonal, sino también la postula: establece las
específicas necesidades de esa relación. Volvermeos, sin embargo, sobre las
exigencias, sobre el ethos de la familia y del matrimonio. Ahora buscamos
penetrar a fondo en el logos, en el contenido de esta communio que con la
alianza conyugal se forma entre las personas y da inicio a la familia.
La categoría del «don» (el sincero don de s)í adquiere un significado
particular en al alianza matrimonial. Los cónyuges «mutuamente se dan y se
reciben» del modo propio de la alianza conyugal y este modo está marcado
por la diversidad de su cuerpo y de sexo, y al mismo tiempo por la unión en
esta diversidad a través de ella. Es una relación que puede ser analizada e
interpretada de diversas maneras. Sin embargo, en cualquiera de ellas, la cate-
goría del don tiene una importancia clave. Sin esa categoría se imposible com-
prender e interpretar de modo adecuado tanto la relación conyugal, como
también los actos de la convivencia matrimonial que pertenecen a la totalidad
de esta relación y que están en estrechísima relación de causalidad con el
surgir de la familia. Es sabido que la familia se basa sobre el procrear, que
la familia constituye la comunidad de las personas ligadas en modo activo
o pasivo en la realidad del humano procrear como elemental vínculo de esta
comunidad. La procreación en sentido activo atañe a los padres, es decir, a los
cónyuges que transmiten la vida a los hijos, la generación en sentido pasivo
concierne a los hijos: ellos, en efecto, son engendrados y con esto dan un sig-
nificado nuevo al mismo vínculo conyugal: el vinculo conyugal se convierte
en vínculo de paternidad y de maternidad.
No es posible entender o explicar correctamente esta comunidad de
personas, communio personarum, que se forma y se establece entre hombre y
mujer como marido y mujer, sin tener ante los ojos al finalidad completa del
vínculo conyugal, que consiste precisamente en el realizarse del matrimonio
a través del ser progenitores. El hecho de que el vínculo matrimonial se cam-
bie, y por norma debe cambiarse, en vínculo paterno/materno-filial, tiene
una importancia fundamental para indicar las dimensiones propias de esta
comunidad de personas -communio personarum- que, en primer lugar, debe
estar debe ser estar constituida por el matrimonio para poder después estar
construida por la familia. En al base de las reflexiones sobre la familia que
intentamos realizar aquí está el estudio Amor y responsabilidad, que hace años
dediqué a la interpretación personalista del matrimonio. Interpretación que
parece haber encontrado en cierto modo su expresión en los documentos del
Concilio Vaticano II, concretamente en la Cosntitución Gaudium et spes. Es
esencial el don de la persona para la comunidad conyugal y familiar, para esta
particular communio personarum, que se difícil entender si no se penetra antes
en el ser mismo y en el bien que toda persona constituye. Sin esto el mutuo
«darse y recibirse», que el Vaticano II ve en la alianza conyugal, está condena-
do a una comprensión superficial y privada de la fuerza de sus consecuencias
éticas. Mientras aquí se trata de penetrar en el logos del matrimonio y de la
familia que constituye el potente soporte de su ethos. Las categorias commu-
nio, persona, don, poseen su peculiar grandeza y su peculiar peso específico
sin los cuales su funcionamiento en el mundo del pensamiento es por fuerza
defectuoso.
Esto se refiere, en primer lugar, a la convivencia matrimonial. Cap-
tamos la realidad objetiva, la medida objetiva de esta convivencia, cuando
afirmamos que en ella se realiza la verdadera communio personarum, la ver-
dadera unión de las personas, y no sólo de los cuerpos: no sólo la «relación
sexual» sino una real unión de las personas en la que los cónyuges se hacen
uno para el otro don, mutuamente se dan y mutuamente se reciben.
Éste no es un cuadro idealista, sino realista. Para exigir de nostros
de modo particular este realismo en la consideración del vínculo conyugal
está el Evangelio. El hombre y la mujer han sido creados de ese modo (ver
el Libro del Génesis), en toda la diversidad de su cuerpo y de su sexo, para
poder mutuamente hacerse don, precisamente a través de esa diversidad, de
la riqueza específica de su humanidad. Basta sólo con darse cuenta de la situ-
ación originaria antecedente al pecado original, que es descrita por el Libro
del Génesis. El mutuo don de sí -por lo tanto precisamente la categoría del
«don»- está inscrito en la existencia humana del hombre y de la mujer desde
el principio. El cuerpo pertenece a esta estructura, por consiguiente, entra en
la categoría del don y en la relación del mutuo donarse: el cuerpo como ex-
presión de la diversidad, que no sólo es sexual, sino global y, por consiguiente,
de la persona. Esta estructura no ha sido destruida por el pecado origianal en
su sustancia, sino sólo herida.
Después del pecado original, el hombre no sólo se encuentra en un
estado de caída: in statu naturae lapsae, sino al mismo tiempo in statu naturae
redemptae: en estado de redención. En este estado, el matrimonio se ha hecho
Sacramento. Ha sido instituido como Sacramento por Jesucristo para realizar
la redención en los hombres que afrontan la comunidad de vida conyugal.
«El cristiano... hecho conforme a la imagen del Hijo, que es el Primogénito
entre muchos hermanos, recibe «las primicias del espíritu» (Rom 8, 23), por
las que se hace capaz de llevar a cabo la ley nueva del amor. En virtud de
este Espíritu, que es la «prenda de al herencia» (Ef 1, 14), todo el hombre es
interiormente restaurado hasta la llegada de la «redención del cuerpo», leemos
en al Constitución pastoral (GS 22). Es verdad que estas palabras fueron
pronunciadas en el contexto de la ley de la muerte y de la esperanza de una
resurreción en la que Cristo mismo ha dicho que «no se tomará ni mujer ni
marido» (Mt 22, 30), pero también es verdad que los hombres que viven en
esta tierra ya participan de la redención del cuerpo; constituye una realidad
no sólo escatológica, sino también histórica; forma la historia de la salvación
de los hombre concretos, vivos y en modo particular de aquellos que en
el Sacramento del Matrimonio son Ilamados a hacerse como coónyuges y
padres «una sola carne» (Gen 2, 24) según la disposición del mimso Creador
comunicada a los progenitores aun antes de su caída.
Por consigueinte, el status naturae creatae, lapsae y el status naturae
redemptae exigen una específica síntesis teológica, es decir, una específica te-
ología del cuerpo, para una correcta y adecuada interpretación de ese hecho
fundamental que es el de la comunidad conyugal, es decir, aquella particular
communio personarum que finalmente está formada por el Sacramento del
Matrimonio.
La dimensión teológica del problema determina su dimensión ética.
Puesto que los cónyuges que «mutuamente se dan y se reciben» son personas,
su convivencia conyugal, entendida con relación carnal y sexual, posee el ran-
go de una verdadera communio personarum, y lleva también el peso específico
del mutuo don de la persona a la persona.
Pero esto comporta que son válidos, más aún, que deben ser validos
-y de un modo muy concreto- los principios que salvaguardan firmemente
este rango y este peso específico de todo aquello que pueda deformar tanto
el mismo vínculo martrimonial, como el ser padres que se origina de ese
vínculo. «Pero no en todas partes al dignidad de esta institución brilla con
indéntica claridad, es posible leer en la misma Constitución pastoral, ya que
es oscurecida por la poligamia, por la plaga del divorcio, por el lamado amor
libre y por otras deformaciones. Además, el amor conyugal es profanado con
frecuencia por el egoísmo, por el hedonismo y por usos ilícitos contra al gen-
eración» (GS 47).
En todo esto, de modos y en grados diversos, se viola y deforma
la relación interpersonal que constituye el contenido esencial de la alianza
conyugal. En todo esto también, resulta evidente en qué sentido y con qué
precisión debemos aplicar la categoría de la communio personarum a las dis-
tintas esferas de la convivencia conyugal y, entre otras, también a aquella
constituida por la relación carnal y sexual, y, según tal categoría, descubrir su
auténtico valor. El hombre y la mujer, al unirse en una comunidad de vida y
de vocación tan estrecha, en la que el don mutuo de sí mismos se expresa con
al unión carnal fundada en la diferencia de sexo, no pueden en absoluto vio-
lar las profundas leyes que regulan la unión de las personas, que condicionan
la autenticidad de su comunión. Se trata de leyes objetivas, más profundas
que toda la reactividad somática y emotiva: leyes fundadas sobre el mismo ser
y valor de la persona y por estos justificadas. Si es verdad que el matrimonio
puede ser también remedium concupiscentiae (ver el consejo paulino «es mejor
casarse que abrasarse»), sin embargo esto es entendido en al acepción integral
que da el Evangelio que enseña también la «redención del cuerpo» e indica en
el sacramento del matrimonio la vía para realizarla.
La communio como mutua relación interpersonal, y el vínculo que
deriva de ello, deben servir en la realidad conyugal a al confirmación de la
persona, a la recíproca afirmación que es exigida por la naturaleza misma
de ese vínculo. Por eso, es contrario a la naturaleza del vínculo matrimonial
entendido como communio personarum, todo cuanto hace de una de las per-
sonas objeto de explotación por la otra.
Es sabido, además, que el vínculo matrimonial encuentra cum-
plimiento en el ser padres. De este modo, en la comunidad de las dos per-
sonas, del hombre y de la mujer, entra el hijo o los hijos. En cada acto de
generación, un nuevo hombre, una nueva persona, es introducida en la orig-
inaria comunidad conyugal de las personas. El matrimonio como communio
personarum está abierto por naturaleza hacia esas personas nuevas; a través de
ellas adquiere verdadera plenitud, no solo en sentido biológico o sociológico,
sino precisamente en cuanto comunidad, por su naturaleza de comunión, que
existe y obra sobre la base del donarse humanidad y del mutuo intercambio
de dones.

II. Ser padres y la communio personarum

El recíproco hacerse don de la propia humanidad, que define la na-


turaleza y el nivel auténticamente personal de la comunidad conyugal, con-
duce, a través del acto fecundo de la relación entre los cónyuges, a ser padres.
El hecho de ser padres se ejerce en la concepción del hijo y sucesivamente
en traerlo al mundo. Sin embargo, este fruto exterior, esta expresión del ser
padres, está estrechamente ligada a una condición interior . Ser padres es un
dato de la interioridad propia del marido y de la mujer, quienes, a través de
la concepción y del nacimiento del hijo, adquieren una nueva peculiaridad y
un nuevo estado como padre y madre. Este estado tiene al mismo tiempo un
significado social: ante la sociedad -Iglesia, Estado, nación, municipio, par-
roquia, ambiente- se convierten en padres. Sin embargo este carácter social
del estado de ser padres tiene, sobre todo, confirmación y significado en ellos
mismos.
Cada uno de ellos según su modo propio, el hombre como padre
y la mujer como madre, es marcado interiormente y definido por la propia
paternidad y maternidad, en los que se contienen al mismo tiempo su unión y
su realización. Ya que la unión y la realización mediante al procreación tienen
lugar en el hombre gracias a la mujer y en la mujer gracias al hombre, toda la
estructura de la communio personarum toma forma de modo completamente
nuevo, en una especie de nueva dimensión. La relación alcanza una nueva
profundidad, un nuevo nivel de afirmación, pero que también pone nuevos
postulados para que el donarse recíprocamente humanidad no sufra daño.
La experiencia y la práctica ofrecen una enseñanza muy elocuente
a tal propósito. Tocamos aquí los fundamentos mismos del problema de la
paternidad responsable. Está fuera de toda duda, en efecto, que el ser padres
crea objetivamente, en el hombre como padre y en la mujer como madre, una
nueva grandeza, una nueva cualificación de su vida personal y social. En cada
concepción y en cada nacimiento, la conciencia y la experiencia subjetivas
deben acompañar esta grandeza objetiva. En caso contrario, la communio
personarum es sacudida y esta sacudida es necesariamente proporcional a las
exigencias puestas por la misma naturaleza de las cosas, por al relación co-
nyugal y paterno-filial como relación de comunión en la que el hombre y la
mujer «mutuamente se dan y se reciben» (GS 48). Al darse debe corresponder
el recibirse: esto de modo especial en la mujer, que recibe la maternidad de
parte del hombre padre, aunque esa maternidad pueda ser incluso no deseada
por la mujer misma. Es obvio que un principio análogo debe ser aplicado a la
paternidad del hombre.
La esencia misma de la relación común y de comunión (communio
personarum) consiste en el hecho de que la paternidad del hombre sucede
siempre a través de la maternidad de la mujer y, viceversa, la maternidad
de la mujer a través de la paternidad del hombre . Esta relación es cerrada
interiormente y objetivamente necesaria. Ambos deben asumirla con plena
conciencia y responsibilidad. En caso contrario se pone en peligro necesar-
iamnte la communio personarum. Si, por ejemplo la maternidad de la mujer
se convierte a los ojos del hombre en una especie de «culpa» suya -hecho que
suscita por la fuerza por parte de la mujer la reacción de culpar al hombre,
reacción comprensible y en cierto grado justa- entonces el nivel especifico es
decir, personal, de la recíproca relación de los cónyuges como padres «for-
zados» es amenazada en un punto particularmente delicado. En efecto, ser
padres, como peculiaridad y como estado en particular en la mujer, exige
una especifica determininación con base en la communio personarum. Es ver-
daderamente algo más que el común sentido de responsabilidad deba encon-
trar confirmación y justificación en la comunidad de las peores entendida
como communio personarum.
Toda esta reflexión, que encuentra una confirmación empírica en los
estudios de psicólogos y psiquiatras, denota claramente que la manera misma
de concebir el matrimonio debe ser liberada desde el inicio, en los límites de
lo posible, de una comprensión puramente instintiva o naturalista y debe
adquirir una forma personalista. Esto contiene una motivación teológica,
aunque la argumentación de esta tesis pueda ser desarrollada solamente con
la razón, según el modo propio de las ciencias fuera de la teología. El prin-
cipio de la fides quaerens intellectum tiene aquí su más amplia aplicación. Un
justo modo de entender en la sustancia de la fe la realidad del matrimonio y
de ser padres exige la introducción de la antropología de la persona y del don,
y exige también el criterio de la comunidad de las personas (communio perso-
narum), para responder a las exigencias de la fe, que se une orgánicamente a
los principios de la moralidad conyugal y de ser padres. Un modo puramente
naturalista de entender el matrimonio, en que el instinto sexual constituye la
realidad dominante, puede fácilmente ofuscar los principios de la moralidad
conyugal y familiar en los que el cristiano debe leer la llamada de su fe. En
esto consiste también el sentido teológico esencial de los principios de la mor-
al conyugal.
En la práctica, esto no indica una tendencia a minimizar la función
del instinto sexual, sino que lleva a concebirlo sobre la base de la realidad
integral, que está constituida porque el hombre es persona y por la peculiari-
dad de tender a la comunión que está inscrita en la persona. En cierto modo,
esta verdad debe ir por delante en la visión de conjunto de la cuestión del
matrimonio y de la procreación, y debe determinarla en último término. Para
que esto suceda, es necesaria una cierta purificación espiritual, purificación
en la esfera de las ideas, de los valores, de los sentimientos y de las acciones.
La moral cristiana en el campo de las cuestiones del sexo y del cuerpo esta or-
ganicamente ligada a la bendición de los hombres «puros de corazon, porque
verán a Dios» (Mt 5, 8); sobre este fundamento plantea toda la valoración y la
acción del hombre en la esfera matrimonial y procreativa.
Parece también que las exigencias puestas al hombre y a communio
personarum, en relación con la procreación de su matrimonio, deben estar
fundamentalmente en armonía con el principio de la regulación ética de los
nacimiento, a traves de la abstinencia periódica. Obviamente, esto sucedé solo
caundo regulación y abstinencia periódica encuentran comprensión y apli-
cación plena en sentido ético. Existe en efecto, la posibilidad de comprender
y aplicar en modo exclusivamente técnico una regulación de los nacimientos
que sólo cuando viene aplicada sobre la base de la abstinencia (periódica)
puede poseer una atribución ética. Este problema ha sido ya dilineado en
el estudio Amor y responsabilidad, no hay, por consiguiente, necesidad de
repetir los argumentos allí contenidos. Sólo resulta necesario recalcar que el
problema existe. Por tanto también el método de regulación ética de los na-
cimientos puede constituir, y se sabe de hecho constituye objeto de reservas,
o incluso de objeciones, que son efecto de la incomprensión de sus puntos
fundamentales o también de la incapacidad de ponerlos en práctica. La com-
munio personarum exige siempre en la relación conyugal la afirmación del ser
padres o de serlo potencialmente.
Los padres deben llevar al acto sexual la convicción y disponibilidad que se
expresan en la conciencia de que «puedo llegar a ser padre, puedo llegar a ser
madre». El rechazo de esta convicción y de esta disponibilidad amenaza al
relación interpersonal, precisamente a la communio personarum que, como in-
tentamos indicar desde el inicio, constituye, por una parte, la esencia misma
de su relación recíproca, pero que, por otra, pone una condición importante
para que la relación de comunión interpersonal pueda ser realizada en todos
los elementos de la relación y de la convivencia.
Este conjunto de condiciones que compone la ética católica del ma-
trimonio y de la familia sirve, en particular, para hacer que al peculiaridad
del ser padres de los cónyuges, su paternidad y maternidad, tanto en ellos
mismos y entre ellos, como en toda la vida social, constituya un valor claro y
apropiado al título que objetivamente le corresponde.

II. 1. El don de la humanidad

Después de haber reflexionado brevemente sobre la importancia


del ser padres para los cónyuges, conviene hacer un análisis sucinto de la
importancia que esto tiene para la naciente comunidad familiar. Esta comu-
nidad nace cuando, como se ha dicho, el nuevo hombre, la nueva persona,
es introducida en la originaria comunidad conyugal de las personas. «Por
su índole natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal,
generoso y consciente, están ordenados a la procreación y a la educación de la
prole y en éstas encuentran su coronamiento. Y así el hombre y la mujer por
el pacto de amor conyugal «no son ya dos sino una sola carne» (Mt 19, 6),
prestándose una mutua ayuda y servicio con la íntima unión de las personas
y de las actividades, experimentan el sentido de la propia unidad y cada vez la
alcanzan más plenamente. Esta intima unión, en cuanto mutua donación de
dos personas, como también el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de
los cónyuges y reclaman la indisoluble unidad» (GS 48).

En el citado texto conciliar viene perfectamente puesto de manifie-


sto que ser padres constituye el sentido principal de la comunidad conyugal.
Al generar y educar a la prole, los cónyuges «exiperimentan el sentido de la
propia unidad y siempre la alcanzan más plenamente». El sentido de la com-
munio personarum conyugal y de todo cuanto la compone, en particular de
la unión conyugal, son los hijos. En otros términos se puede decir: el sentido
del matrimonio es la familia. Los hijos entran en la comunidad conyugal del
marido y de la mujer también para afirmar, consolidar y profundizar esta
comunidad. Por consiguiente, su propia participación interpersonal, la com-
munio personarum, conoce aquí un enriquecimiento. Este enriquecimiento
tiene lugar a través de la nueva persona que es enteramente de ellos dos y
gracias a ellos dos. Si todo esto tiene su confirmación biológica, sin embargo
necesita una confirmación personalista. La transmisión de vida como proceso
biológico sucede en el cuerpo, en el organismo, sobre todo en el organismo
de la mujer-madre. Los padres tienen un influjo causal del inicio mismo de
este proceso. Sin embargo la forma justa de esta casualidad se debe expresar
en toda la conciencia y en todo el comportamiento del padre y de la madre,
formándolos tanto antes de la procreación del hijo como después de su na-
cimiento. en todo esto ya actua la nueva persona insertada en su comunidad
conyugal, que inmediatamente dilata el ámbito de la communio personarum
formada en torno a ella.
Es sintomático que el hijo, aun cuando esté privado durante largo
tiempo de una actividad personal plena, entre enseguida como persona en
la comunidad, es decir, entre como alguien que es capaz no sólo de recibir,
sino también de dar. El nuevo pequeño miembro de la familia desde el inicio
ofrece el don de la propia humanidad a los propios padres ,y si no es el prim-
er hijo, también a los hermanos; de ese modo dilata el ámbito del donarse
que existía antes de su nacimiento y lo enriquece con un nuevo contenido
totalmente original. Es posible que los padres se den menos cuenta de que el
hijo es un recíproco don entre ellos y, en cambio, se den más cuenta de que
es de ellos. Es difícil decir si a esta conciencia se une sobre todo un sentido
de propiedad, sentido que está siempre unido al objeto y a la cosa. Pero los
padres, aun teniendo la profunda conciencia de que el hijo les pertenece, al
mismo tiempo desde el primer momento lo reciben en la propia comunidad
personal como un nuevo sujeto de aquella relación y de aquella communio en la
que las personas pueden hacerse don recíproco de la propia humanidad. Este
donarse realiza toda su verdad y autenticidad sólo cuando el don de la persona
es acogido por la otra persona, por otras personas, con toda la determinación
a él debida.
Si es verdad que todo hijo desde el inicio, no sólo desde el momento
del nacimiento, sino ya desde el instante mismo de la concepción, es persona
y en cuanto persona es don, con mayor razón es verdad que este don es ple-
namente dado a los padres y también, de otro modo, a los hermanos aunque
cuando viene a ellos es dado como tarea. La real inserción en la comunidad
familiar, en la communio personarum, tiene lugar cuando los padres descu-
bren, en el pleno sentido de la palabra, en su hijo la tarea que asigna a su
amor. Para poder ser plenamente descubierta y realizada, esta tarea debe ser
descubierta gradualmente y gradualmente realizada. Gradualmente quiere en
la medida del desarrolo del nuevo miembro de la comunidad familiar. Esto
vale para los padres, y vale también, de modo distinto pero no menos real,
para los hermanos. Todo la comunidad familiar crece como communio per-
sonarum, en cierto modo en etapas, y en ese desarrollo, en cada una de sus
etapas, está comprendido el desarrollo de cada una de las personas que entran
en la comunidad. Este desarollo no es otra cosa que la realización cada vez
más plena y madura del hombre, de aquella realidad de la que el Vaticano II,
sobre las huellas de toda la tradición cristiana, afirma que, siendo «la única
criatura en la tierra a la que Dios ha querido por si mismo, no puede encon-
trarse plenamente sino a través de un sincero don de sí» (GS 24).
Esta ley del desarrollo de la persona sirve de modo específico para
los cónyuges, quienes a través de ser padres pueden y deben encontrarse a sí
mismos en el don que son para ellos los hijos. Es difícil aquí, en el ámbito
de reflexiones de carácter general y fundamental, penetrar en los distintos
detalles del proceso de la educación, esto constituye un tema aparte; pero
es sin emabargo indispensable indicar lo que está en la base de ese proceso,
cuáles son su sentido fundamental y su importancia. En efecto, toda la tarea
que los padres descubren en el hijo, desde el inicio y a lo largo de todos los
años de su crecimiento, se reduce simplemente a al exigencia de donar una
humanidad madura a ese pequño hombre que crece gradualmente. A fin de
cuentas teniendo en cuenta la estructura de comunión de la comundiad fa-
miliar se puede decir que ser hijos representa la necesidad pasiva de donarse,
mientras que ser padres, la posibilidad activa: la disponibilidad y la capaci-
dad de donarse. Esto atañe en primer lugar al hecho mismo del engendrar,
después, a todo el proceso de la educación y por consiguiente al vasto con-
junto de hechos y de acciones que forman el proceso de la educación. Tal vez
en ningún lugar como aquí se confirma el sentido ético del dicho metafísico
operari sequitur esse. La educación, en efecto, no se reduce sólo a un conjunto
o sistema de acciones, sino que, a través de ellas, se corresponde con una re-
alidad más esencial: todo el sistema del ser. Se educa, por lo tanto, más con
el quién y con el cómo que con intervenciones educativas, cualesquiera que
sean, que carezcan de ese fundamento.
Esta tesis no pretende disminuir la importancia y la finalidad de las
intervenciones educativas especiales o especializadas, ni cancelar todo lo es-
pecíficamente educativo de las acciones propias de la pedagogía, sino única-
mente indicar su fundamento indispensable. De este modo se verifica al mis-
mo tiempo la idea del entregarse como don la propia humanidad; idea que
hemos puesto de manifiesto precedentemente analizando la estructura de la
communio personarum familiar: Está claro, por tanto, que el proceso educati-
vo está constituido por toda una serie de intervenciones y acciones, que tienen
el fin de crear las condiciones externas de este proceso, como, por ejemplo,
todas las acciones, que incluyen el trabajo profesional, que tienen el fin de
garantizar la existencia material de la familia. Esas acciones son, además,
indispensables para la educacción, son educativas en sí mismas, al menos
indirectamente, cuando en ellas se expresa la solicitud de los padres por la
entera comunidad familiar. Sin embargo esas acciones, organización social
del trabajo, vienen realizadas fuera de la familia y no sirven directamente
para la formación del vínculo familiar, como sucedía, y en parte sucede aún,
en el caso de haciendas familiares, por ejemplo, en el campo también en el
artesanado. En estos úl timos casos, la acción que tiende para garantizar la
existencia material de la familia, puede más directamente enlazarse con la
educación.
Sin embargo, parece que el problema de la definición de las acciones
paticulares de los padres como educadores directa o indirectamente, tenga
más bien un valor de orientación y no sirva para una rígida delimitación
de esa actividad en sentido material. Conviene admitir, más bien, que toda
acción de los padres en relación con los hijos, o también sin una directa (ma-
terial) relación con ellos, prescindiendo del hecho de que venga desarrolada
en casa o fuera, puede poseer un valor educativo o estar privado de él. De
este modo se confirma otra vez la tesis de que necesario descubrir los funda-
mentos del proceso educativo a un nivel más profundo que el de las acciones
y las interacciones de un cierto tipo, y que el último lugar se trata aquí de
hacer don de una humanidad madura a las personas a las que ha dado la vida
humana, se decir, a los propios hijos. Todo cuanto se opone a esto, también
en campos en apariencia lejanos del directo proceso educativo, posee necesar-
iamente consecuencias educativas negativas.
La familia como communio personarum y la procreación como su el-
emento peculiar exigen el don integro del hombre, don que es en cierto modo
indivisible. Es necesario recordarlo bien, sobre todo en las actuales condi-
ciones sociales que, por diversas razones, son menos favorables a la familia.

II. 2. El organismo familiar y la formación

Hemos delineado precedentemente la relación interpersonal que se


manifesta en cada nacimiento e inserción de nuevas personas en al comuni-
dad conyugal del hombre y de la mujer. Para que esta relación pueda man-
tener la naturaleza de una auténtica communio personarum y desarrollar la
propia tarea específica, son indispensables una cierta estructura de la familia
así como una formación interior y el comportamiento que se deriva de ella en
todos los miembros de la comunidad familiar. Debemos considerar unitaria-
mente estos dos elementos del problema, ya que sólo es posible la realización
de la vida familiar cuando lo que hemos llamado organismo familiar está y
permanece siempre fuertemente unido a un comportamiento adecuado de
todos sus miembros. Fuera de este comportamiento -y por consiguiente tam-
bién de esta formación-, no existe una verdadera y propia estructura de la fa-
milia. Las leyes externas no pueden definirla o regularla, a lo más pueden in-
directamente hacer de modo que esta estructura se forme en modo justo y no
sufra deformaciones. El ordenamiento interior de la comunidad familiar es
de por sí algo natural, que se forma y crece en cierto modo espontáneamente;
al mismo tiempo, sin embargo, depende estrechamente de una concepción
adecuada y de una ejecución de las funciones especificas que conciernen al
padre, a la madre y a hijos en los distintos periodos de su vida. En lo que atañe
al proceso de crecimiento de los hijos, las tareas educativas se transforman en
autoeducativas ya que los padres, que por naturaleza son los educadores de
sus hijos, se educan ellos mismos a tráves de los hijos, al desarrollar la propia
función de padres en las diversas etapas de su crecimiento.
La cuestión del organismo familiar y su estrecho vínculo con la
formación de todos los miembros es un tema teológico, que encuentra am-
plia expresión en la Divina Revelación del antiguo y del Nuevo testamento.
La explicación especializada de la cuestión compete a los especialistas en la
Biblia. Por esa explicación nos damos cuenta de que existe una cierta evo-
lución historica de la estructura de la comunidad familiar, que es resultado
ciertamente también de condicionamientos sociales, económicos y culturales
concretos. Estos condicionamientos sufren mutaciones, no solamente en el
espacio histórico del antiguo Testamento, sino también sucesivamente. Su-
fren mutaciones en nuestros días, como testimonia la Gaudium et spes, que
ilustra ampliamente esta cuestión en la Exposición del título introductorio
La condición del hombre en el mundo contemporáneo. Sin embargo, entre estos
cambiantes condicionamientos externos, permanecen inmutables los princi-
pales que definen de modo necesario las condiciones esenciales de creación y
formación de la comunidad familiar como una communio personarum única
en su género.
Si leemos la Escritura encontramos muchos de estos principios cuya
importancia para al formación de una adecuada vida familiar ni caduca ni
sufre mutaciones, a pesar del cambio de los diversos condiciones. Así, por
ejemplo, cuando leemos en el texto clásico de la Carta a los Efesios: «los mari-
dos tienen el deber de amar a las mujeres como al propio cuerpo, porque
quien ama a la propia mujer se ama a sí mismo»; o, más adelante: «Hijos, obe-
deced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo» (6, 1); Y« vosotros,
padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en al educación y en la
disciplina del Señor» (6, 4), encontramos esas leyes inmutables sin las que
es imposible formar en ninguna época la comunidad y la sociedad familiar.
Por ol demás, San Pablo es refiere en los pasajes citados al Antiguo Testa-
mento, al Libro del Génesis y al Decálogo, para manifestar la continuidad en
inmutabilidad de la doctrina divina respecto a la estructura de la familia y
a los principios inderogables que condicionan la realización de la communio
personarum familiar, prescindiendo de las circunstancias cambiantes. Entre
estas constantes del ethos de la familia es necesario mencionar, siguiendo a
San Pablo, el amor recíproco de los cónyuges, de los padres y de los hijos, y
la obediencia de los hijos hacia los padres, según el cuarto mandamiento del
Decálogo y, al mismo tiempo, el espíritu de plena comprensión de los padres
por la personalidad en via de desarrolo de los hijos.
Este texto del Nuevo Testamento ya indica suficientemente toda la
especificidad de la estructura de la comunidad familiar, en la que los padres
ejercen una particular potestad, por la que dominan sobre los propios hijos. Se
trata de la potestas domestica, que es distinta de la potestas civilis et iurisdictio-
nis, porque posee una naturaleza y un alcance totalmente particulares. Entre
otras cosas, es imposible encerarla enteramente en categorías jurídicas, aun-
que el ser padres comporte derechos y deberes indiscutibles por parte de los
padres y de los hijos. La especificidad de la potestad, como, por otra parte, la
especificidad de la potestad, como, por otra parte, la especicifidad de la obe-
diencia, son en la familia enteramente originales y mucho más profundas que
en cualquier otra sociedad humana. Una y otra se fundan sobre los más es-
trechos vínculos que existen entre los hombres: las relaciones interpersonales.
A ellas se refieren, a ellas buscan corresponder y servir. Como consecuencia,
para comprender la potestad y la obediencia en la familia nos sirven mejor las
categorias del ascendiente de los padres y de la docilidad de los hijos, que las
de la ley, que de una parte establece el deber abstracto al dar un mandato y
de otra el deber de seguirlo. Es sabido, por lo démás, que la obediencia, según
la Divina Revelación y según la experiencia humana, que es un componente
indespensable de la moral familiar, debe ser entendida de modo analógico.
Una cosa es la obediencia de los hijos respecto de los padres antes que estos
hijos lleguen al uso de la razón, y otra cosa es la obediencia del adolescente en
la familia. Mientras la primera es más ciega y absoluta, acrítica, la obediencia
de los adolescentes y de los adultos depende en notable medida de aquello que
los padres han de decirles no sólo con las propias palabras, sino también con
al propia vida. Parece que San Pablo tuviese en el mente todo esto en la citada
Carta a los Efesios.
La institución del matrimonio y de la familia y su estructura exigen,
ciertamente, ser concebidas también según las categorías de la ley, tanto del
Estado como de la Iglesia. Leemos en Gaudium et spes: «Las autoridades civi-
les deberán considerar como un sagrado deber respetar; proteger y favorecer
su verdadera naturaleza». «En particular deberá ser defendido el derecho de
los padres a generar la prole y a educarla en el seno de la familia» (GS 52).
Toda esta legislación, sin embargo, aun condicionada desde el exterior, no
forma la estructura interior de la familia. Lo que condiciona desde su interior
toda la unidad de la comunidad familiar y realiza su estructura específica son
los comportamientos y las virtudes gracias a las cuales la communio perso-
narum familiar se forma y se incrementa en toda su autenticidad y verdad.
«La familia es una rica escuela en humanidad, Pero para que pueda
alcanzar la plenitud de su vida y de su tarea es necesaria una amorosa ap-
ertura de ánimo recíproca entre los cónyuges y la recíproca consulta y una
continua colaboración de los padres en la educación de los hijos» (GS 52).
Estas palabras pueden ser consideradas una versión contemporánea de la mis-
ma verdad sobre la familia formulada por San Pablo en la Carta a los Efesios,
que, aun siendo conformes a las circunstancias de la vida contemporánea,
representan, sin embargo, los mismos elementos constantes del ethos de la
familia. «La presencia activa del padre -se puede leer- ayuda muchísimo a su
formación (de los hijos); pero debe también ser salvaguardada la presencia y
el cuidado de la madre en la casa, de la que los hijos más pequeños necesitan
especialmente, sin descuidar la promoción social de la mujer.» Aquí intervi-
ene un elemento nuevo, actual, desconocido en el contexto de la Carta de San
Pablo, que, de todos modos, no cambia la línea fundamental de la enseñanza
de la moral familiar. Tampoco sufre mutación la verdad que leemos más ad-
elante en el texto conciliar: «De este modo, al familia, en la que es encuentran
y se ayudan recíprocamente distintas generaciones para lograr una sabiduría
humana más completa y armonizar los derechos de las personas con las otras
exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad» (GS 52).
Volviendo al punto de partida, debemos recalcar otra segunda, en
cambio, definimos aquel mismo modo de ser y de obrar que constituye una
peculiaridad exclusiva de las persnonas. A los seres impersonales, como por
ejemplo el mundo animal, no les aplicamos el concepto de communio. Es
necesario también añadir que este concepto no tiene corespondencia en nues-
tra lengua (polaca) y es, por tanto, intraducible.
La palabra wspólnota, de la que es sirven los documentos conciliares
para traducir el latino communio no significa exactamente lo mismo. Wspólno-
ta se encuentra en el mismo plano semántico que el adjetivo communis. Pero
en el concepto de communio no se afirma sólo aquello que es común, no sólo
es evidencia la comunidad como efecto o incluso expresión del ser y del obrar
de las personas, sino también el modo mismo de ser y de obrar de estas perso-
nas. Es exactamente un modo (modus) tal que, existiendo y obrando recíproca-
mente y ( por consiguiente no sólo existiendo y obrando en «común») a través
de este obrar y ser, recíprocamente se confirman y se afirman como personas.
Como se puede ver por este análisis, communio designa también la comunidad
como efecto, pero éste no es su principal significado. En otros términos, co-
munidad puede designar cuanto está contenido en el concepto de communio,
si establecemos que indique aquel modo (modus) común de existir y de obrar
de las personas a través del cual mutuamente se confirman y se afirman, y que
sirve para al realización personal de cada una de las por medio de la recíproca
relación.
Este modo de entender el concepto y la expresión communio se core-
sponde perfectamente con el contenido de las declaraciones conciliares sobre
el hombre; tiene en cuenta dos de sus afirmaciones sobre el hombre que es «la
única criatura.

II. 3. la familia es insustituible.

Bajo ese aspecto, la familia es insustiuble. Esta afirmación asume


una importancia diferente en las diversas épocas y tiene su importancia dif-
erente en las diversas épocas y su importancia específica en al nuestra. En
efecto, somos testigos de un enorme incremento demográfico, sobre todo en
ciertas partes del mundo. En la raíz de este proceso se encuentra, obviamente,
la familia con su función procreadora. Existe un estrecho vínculo entre la
procreación y la demografía e, indirectamente, la economía. A este respecto,
debemos interrogarnos sobre la familia, ponernos el problema de la familia
tal y como ha sido planteado en la encíclica Humanae vitae, tanto en las
sociedades en que la función procreativa parezca excesiva, como aquellas en
las que parece, en cambio, deficitaria (entre estas últimas se encuentra ahora
también la polaca).
Sin embargo, el actual problema de la familia no se agota en ese
aspecto. Demografía y economía no son la única clave del problema, aun
siendo ciertamente una clave indispensable. La función procreadora de la
familia ha sido descrita con gran fuerza en la historia de la salvación de la
humanidad, revelada en las páginas de la Sagrada Escritura a partir de las
palabras del Creador mismo, que recomiendan a la primera pareja de la hu-
manidad: «creced y multiplicaos» (Gen ,1 28).
Si aceptamos, como verdad fundamental y del todo obvia, que la
familia es insustituible respecto a su función procreadora, debemos, sin em-
bargo, buscar sobre una base teológica el significado más profundo de esta
verdad, confrontándola con la experiencia del mundo contemporáneo. La
familia es una comunidad de personas reunidas en torno a la realidad del
engendrar, y, por consiguiente, una sociedad rigurosamente delineada. Dec-
imos que es una sociedad natural, refiriéndonos a las múltiples acepciones
del término naturaleza. Naturaleza indica aquello que no puede ser de otro
modo, sino que debe ser precisamente así. Está claro que el engendrar, es decir,
la transmisión de la vida a nuevos hombres, no puede realizarse sino a través
de la unión conyugal del hombre y de la mujer. Se puede decir que éste es
el fundamento natural de la familia y su núcleo óntico. Sin embargo, sobre
este elemento indispensable se construye una estructura interhumana, una
comunidad que en toda su realización individual es obra de una libre decisión
y expresión del ser persona. El adjetivo natural, referido a la familia como
comunidad (comunidad natural o también sociedad natural), no designa la
necesidad natural que comporta la acción del instinto, sino que indica que
la institución de la familia no es obra de la sola voluntad humana, y también
que esta comunidad no es artificial o arbitraria, confiada sólo a la voluntad
del hombre. El vinculo social que surge en torno a la realidad del engendrar,
de la transmisión de la vida a nuevos hombres, es indudablemente creado
cada vez por un acto de libre voluntad humana, pero responde rigurosamente
a las leyes del ser: del ser y del hacerse hombre. Las personas humanas, el
hombre y la mujer, como conyuges y padres, no son quienes formulan esas
leyes. Con un acto de su voluntad entran en ellas y las aceptan como con-
tenido de su existencia terrena. Al hacerlo eligen un determinado estado en la
sociedad y asumen determinadas funciones sociales.
¿Es indispensable la familia como organismo social, como forma
fundamental de socialización, de unión de hombre para un fin común? ¿Es
indispensable desde el punto vista social, tanto como lo es desde el punto de
vista procreativo? La pregunta es extremadamente oportuna en una época en
la que, como se afirma en Gaudium et spes, «sin cesar se multiplican las rela-
ciones del hombre con sus semejantes y a su vez esta socialización crea nuevas
exigencias, pero sin conseguir favorecer siempre una maduración correlativa
de las personas, ni establecer relaciones verdaderamente personales (personal-
ización)» (GS 6).
Estas últimas palabras de la declaración conciliar tocan bastante de
cerca el problema que nos está ocupando. La declaración afirma que el multi-
plicarse de las relaciones sociales, o socialización, es un hecho. Este hecho es,
ciertamente, una consecuencia del factor demográfico: los vínculos sociales
crecen al mismo tiempo que el incremento de la población del mundo. Sin
embargo, junto al factor de la cantidad es decisivo aquí el factor de la civili-
zación. Los nuevos vínculos sociales nacen siempre en torno a un centro que
los hace surgir, por ejemplo, en torno a un nuevo lugar de trabajo, a un nuevo
fenómeno cultural, un común interés económico, político, etc.
De todo esto se hablaría más ampliamente en un trabajo especializado de
carácter socio-demográfico; aquí no queremos alejarnos de la problemática
teológica de la comunidad, tal y como se va delineando a través de las fuentes
de la Revelación y de los documentos del Magisterio, en particular de las
declaraciones del Vaticano II. Si el Concilio, en el texto citado hace poco, re-
aliza una significativa distinción entre socialización y personalización quiere
decir que es fiel a toda la tradicional doctrina cristiana sobre el hombre-per-
sona y sobre la comunidad.
«La Revelación cristiana, se lee también en Gaudium et spes, nos
guía a una profundización de las leyes que regulan la vida social, inscritas por
el Creador en la naturaleza espiritual y moral del hombre» (GS 23). Y uno
de los principios fundamentales que el Concilio formula, siguiendo toda la
tradición de la enseñanza cristiana, es: «El orden social y su progreso deben
dejar prevalecer siempre el bien de las personas, ya que el orden de las cosas se
debe adecuar la orden de las personas y no al contrario» (GS 26).
Con estas palabras se expresa e ilustra con mayor profundidad, la
confrontación entre socialización y personalización de la que hemos hablado.
De por sí, la socialización responde a la realidad del ser huamana. El Vaticano
II, siguiendo toda la tradición cristiana, lo evidencia tanto como le es posible;
pero también llama la atención sobre un posible peligro de inversión del jus-
to orden: exactamente el peligro de que el orden de las cosas se ponga por
encima del orden de las personas, aunque este último ontológicamente y axi-
ológicamnete sea el primero y fundamental. En este contexto, la socialización
puede ser separada de su orientaciñon fundamental -y para ella normativa- al
bien de las personas, en la que consiste el justo orden social. En otros térmi-
nos: el Vaticano II vislumbra en los actuales procesos sociales, ligados a un
enorme progreso técnico, industrial y material, el peligro de una fundamental
alienación del hombre. En el proceso desarrollado por la propia inteligencia, el
hombre puede llegar a ser fácilmente un instrumento del sistema de las cosas,
del sistema material; puede convertirse en objeto de una múltiple manipu-
lación social. Todo esto va, como dice el Concilio, contra la personalización.
Por personalización el Concilio entiende una maduración de las
personas y relaciones verdaderamente personales. Volvemos así al concepto de
comunidad y al concepto de communio, tal como han sido formulados al
principio de nuestras reflexiones. El hombre, «la única criatura en al tierra a
la que Dios ha querido por si misma, no puede encontrarse plenamente sino
a través de un sincero don de sí» (GS 24).
Toda la precedente argumentación nos leva a la convicción de que
la familia no sólo es insustituible en su función procreadora, sino aún más en
su función personalista, de comunión. Ningún otro de los vínculos sociales
existentes, o posibles, reúne unos requisitos tan fundamentales y poderosos,
bajo este aspecto, como la familia. Si otros organismos sociales, bajo algunos
aspectos más poderosos que la familia, tienen el deber de garantizar el cum-
plimiento de la propia función personalizadora y (eso constituye su tarea fun-
damental, que deriva de la definición misma de orden social); si tienen el
deber de tutelar del peligro de la alienación al hombre que vive socialmente
en ellos, deben apoyarse en la familia, deben garantizar, ante todo, el cum-
plimiento de la función no sólo procreadora, sino también personalista, de
comunión, que sólo puede ser propia de la familia y para la que es insustitu-
ible.

Si, en efecto, es verdad que ningún otro de los vínculos sociales


existentes o posibles reúne requisitos tan fundamentales y poderosos en este
campo como la familia, es también verdad que la familia como grupo social
es la sociedad más pequeña y en cierto sentido más débil. La fuerza del vín-
culo familiar posee un carácter natural, como se ha dicho; la estructura de
comunión que le es propia es única en su género y su finalidad es tan única
que no puede ser cambiada por ninguna otra que constituya algo que sea, en
realidad, equivalente. Toda esta fuerza interior a la institución familiar puede
resistir mucho y superar muchas cosas, pero esto no significa que no pueda
sufrir un debilitamiento o incluso una parcial destrucción por parte de las
circunstancias externas. Las sufre la función procreadora, las sufre, y tal vez
incluso más, la función personalista de la familia ligada a su carácter de co-
munión. La actual teología de la familia no sólo nos permite contemplarla a la
luz de una comparación entre la realidad histórica y el plan divino contenido
en la Revelación, mediante las experiencias humanas pasadas y presentes,
sino que , - siguiendo al Vaticano II, ve también la necesidad de «favorecer la
dignidad del matrimonio y de la familia». Ambas cosas provienen de la plena
verdad sobre el hombre, de la preocupación por su vocación integral. En el
camino de esta verdad y de esta vocación, la familia aparece continuamente
-tal vez cada vez más, aunque seguramente en modo distinto- como la real-
idad sin la cual el hombre no sólo no puede ver la luz sobre esta tierra, sino
que no puede tampoco realizar plenamente su humanidad, la dimensión de
la persona y de la comunidad. Este sentido integral es precisamente aquel
en el que la familia, como realidad de hecho y también como rico y variado
imperativo ético, es indispensable e insustituible.

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