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LA FAMILIA COMO
«COMMUNIO PERSONARUM»
Ensayo de interpretación teológica (1974 y 1975)
Karol Wojtyla I. La familia como communio personarum
El tema que nos ocupa en la presente reflexión es la comprensión
del plan de Dios sobre la familia en su interpretación y realización humanas. La familia, en efecto, es la realidad humana por excelencia y los hombres la realizan comprendiendo su esencia y su sentido, pero, en contrapartida, comprenden su esencia y sentido en base a la vida y a la realización. De igual modo, el sentido humano íntimo del matrimonio y de la familia es conforme al plan de Dios; su comprensión es fruto de investigaciones bíblicas y patrísti- cas y es también esencial en la actual toma de posición de la Iglesia contenida en la Constitución Gaudium et spes. En el capítulo titulado Dignidad del matrimonio y de la familia, el Concilio Vaticano I sitúa, de algún modo, todo el patrimonio de la propia tradición doctrinal y pastoral sobre el tema del matrimo- noi y de la familia en el contexto de nuestros días. Entre otras cosas, afirma: «El vigor y la solidez de la institución matrimonail y familiar: las profundas transformaciones de la sociedad contemporánea, a pesar de las dificultades aque han dado origen, con mucha frecuencia manifiestan, de varios modos, la verdadera naturaleza de esa institución» (GS 47). Esta frase sugiere una conclusión optimista: a pesar de los descami- nos y en cierto sentido también a través de ellos, el verdadero valor de la alianza conyugal y del vínculo familiar que se origina de esa alianza, adquiere relieve y se refuerza cada vez más plenamente. Los errores en la realización, las alteraciones en la práctica no oscurecen la luz divina, es más, le permiten actuar de modo más penetrante sobre la conciencia y sobre las conciencias de los hombres. Todo el texto de la Gaudium et spes parece indicar un desarrollo orgánico de la teología de la familia. Este desarrollo consiste en una profunda intuición de las relaciones y de las interconexiones que se crean entre la real- idad del engendrar humano, de la transmisión de la vida, y la comunidad de personas que debe formarse en torno a esta realidad siempre extraordinaria, y aun así tan normal que se presenta en millones de datos estadísticos. Esta misma polaridad entre la normalidad del hecho del nacimiento de hombres en la familia humana y lo extraordinario de la irrepetibilidad de cada uno de ellos, nos conduce a otra polaridad que pone de manifiesto el sentido de cada concreta comunidad familiar de personas. Precisamente gracias a esta última, el hecho del nacimiento de un hombre es extraordi- nario e irrepetible y a la vez y de nuevo personal y comunitario. Más allá de esta dimensión, más allá de los confines de la familia, este hecho pierde ese carácter y se convierte en un dato estadístico, tema de objetivaciones de distinto género, hasta llegar al mero registro, que utiliza la estadística. La fa- milia se el lugar en el que todo hombre se revela en su unicidad e irrepetibilidad. La familia es, y debe ser, el peculiar ordenamiento de fuerzas en el que todo hombre es importante y necesario por el simple hecho de que es y en virtud de quien es, el ordenamiento más intimamente humano, edificado sobre el valor de la persona y orientado en todos aspectos hacia este valor.
I.1 El hombre como persona y don
El Vaticano II presenta su doctrina del hombre, realizando la sínte-
sis de una larga herencia de pensamiento que busca su luz en la revelación: «El hombre, que es la única criatura en la tierra a la que Dios ha querido por sí mismo, no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí» (GS 24). Parece que esta doctrina del hombre, esta antropología teológica, llega hasta el mismo núcleo de la realidad humana que se llama familia. En efecto, desde cualquier punto de vista, debemos poner al hombre en la base de esta realidad. Todo hombre tiene su inicio en ella, precisamente como «cri- atura que Dios quiere por sí misma». Y cada uno busca en ella, en la familia y a través de la familia, la realización de aquella verdad sobre sí que expresan las palabras ariba citadas. La buscan los esposos, marido y mujer, en esa etapa de crecimiento en humanidad, como personas adultas, capaces de transmitir la vida; la busca también cada hijo que de ella recibe la vida, insertándose como hombre entre sus padres, desde el primer instante de su concepción, es decir, «criatura que Dios quiere por sí misma». Toda la firmeza que la ética cristiana tiene el deber de demostrar en este campo, es la confirmación de esta antropología en la que hunde al mismo tiempo sus raíces. Examinemos de un modo más penetrante la afirmación de GS.42. En ella está contenida la verdad teológica asobre el hombre. Lo indica el con- texto más inmediato que cita las palabras la plegaria sacerdotal de Cristo en la última cena: «el Señor Jesús cuando ruega al Padre «para que todos sean una sola cosa, como yo y tú somos una sola cosa» (Jn 17, 21-22), poniéndonos ante horizontes inaccesibles a la razón humana, nos sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad» (GS 24). Y precisamente «esta semejanza, podemos seguir leyendo, manifiesta que el hombre, el cual es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí mismo, no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí». Así suenan el texto y su contexto en su conjunto. La antropología que nosotros ponemos como base de la teología de la familia es, para ser ex- actos, una antropología teológica. El plano de sus formulaciones y de sus es- tudios está definido por esta verdad fundamental sobre el hombre que leemos en las primeras páginas del Libro del Génesis: la verdad de la semejanza entre el hombre y Dios. No es sólo una semejanza basada en la naturaleza racional y libre, como afirma toda la tradición del pensamiento cristiano enlazando con diversas corrientes del pensamiento fuera del cristianismo, que afirman lo mismo de la naturaleza humana, sino que es una semejanza basada sobre el ser persona. Precisamente en base a esto, el hombre es la única criatura sobre la tierra que Dios en cada caso «quiere por sí misma». En esta formulación está expresado el hecho del ser persona y al mismo tiempo al razón y la liber- tad. Gracias a ellas, en efecto, el hombre es capaz de autoponerse y de auto- poseerse, es decir; es capaz ed existir y de obrar por ís mismo, es capaz de una cierta autoteleología, que significa, no solamente darse fines, sino también ser fin en sí msimo. Es esto lo que distingue al hombre como persona en el mun- do. En cierto modo todo hombre es en sí mismo mundo, microcosmos, no sólo en el sentido de que en él se concentran y se suman los diferentes estratos ónticos que encontramos en los seres que forman este mundo, sino sobre todo por la propiedad y especificidad del fin suyo propio, por la autoteleologia que define el nivel y el dinamismo del ser personal. La semejanza con Dios no encuentra, sin embargo, confirmación sólo en la naturaleza racional y libre, es decir, espiritual, del hombre-persona. El citado texto de GS 24, a propósito del cual hemos dicho que en cierta medida contiene una síntesis del pensamiento sobre el hombre a la luz de la Revelación y del Evangelio, pone en evidencia que esta semejanza del hombre con Dios se tiene también en razón de la conexión o relación que une a las per- sonas. El texto habla de «una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad». Se trata, por lo tanto, de la dimensión trinitaria de la verdad fundamental sobre el hombre que leemos al comienzo mismo de al Sagadra Escritura y que define el plano teológico de la antropología cristiana. El texto conciliar subraya muy claramente la distancia que guarda la analogía que aquí interviene. Habla en efecto, de cierta semejanza y al inicio indica enseguida que las palabras de Cristo Señor «que todos sean una sola cosa como Yo y tú somos una cosa sola» abren a la razón humana «horizontes inaccesibles», es decir, atañen a aquel misterio, en el sentido más riguroso del término, que es la undiad de las Tres Personas en una única Divinidad. Esta semeajnza del hombre con Dios en la dimensión trinitaria ha sdio introducida en el Evangelio y toda la tradición teológica la sigue. El hombre es semejante a Dios no sólo en razón de su naturaleza espiritual, existiendo como persona, sino también en razón de la capacidad que el es propia de comunidad con otras personas. Si decimos que la actualización de esta capacidad, y la confirmación de esta verdad sobre el hombre, es la vida social, decimos indudablemente una verdad, pero no captamos aún toda la profundidad que le es propia y especí- fica. Es verdad que la familia constituye una sociedad, la más pequeña célula de la sociedad, pero esta afirmación no nos dice aún mucho de la familia, no llega a toda aquella profundidad ontológica que aquí deberemos desvelar y manifestar. Debemos detenernos, pues siguiendo el ya citado texto de GS 24, sobre la afirmación de que «el hombre... que Dios ha querido por sí mismo... no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí». En la base de todas las comunidades humanas, y sobre todo de la familia, está el hombre con esta estructura íntima de su ser personal. En efecto, el texto citado parece sugerir, ante todo, un cierto orden del obrar, del donarse, pero este ordenes araiga en el orden mismo del ser, en el ser personal del hombre. En este sen- tido siempre operari sequitur esse. Si el donarse es el atributo del obrar, del comportamiento humano, está sin embargo siempre basado sobre este ser personal que es capaz del don sincero de sí mismo. Este don encuentra plena confirmación en toda la dinamica del ser personal, en la autoteleología que le es propia. Leemos, en efecto, que el hombre «no puede encontrase plenamente si no» a través de este don de sí. El hombre es capaz de tal don precisamente porque es persona: la estructura propia de la persona es estructura de autoposesión y de autodominio. Por eso el hombre es capaz del don de sí, porque se posee y también porque es señor de sí mismo en la medida del propio sujeto, cosa que no limita el dominium altum del mismo Creador en relación al hombre como también en relación a las otras criaturas, sino que deriva precisamente de este dominium altum de Dios. Tales cuestiones han sido tratadas en otro lugar de modo más específico y analítico. Teniendo en cuenta todo esto se puede afirmar que el hombre en cuanto persona es capaz de comunidad, comunidad entendida como commu- nio. Esta capacidad está indicada por la tradición del pensamiento cristiano que se funda sobre la Revelación, y la citada doctrina del Concilio Vaticano II es la confirmación convincente de esta tradición. Es difícil hacer aquí un análisis comparativo y particularizado. Bas- ta decir solamente que existe una cierta diferencia entre la afirmación de que el hombre, siendo persona, posee una naturaleza social y la afirmación que atribuye al hombre-persona la capacidad de la comunidad entendida como communio. Esto no significa que estos dos conceptos sean antitéticos. Es más, se puede decir que se abarcan recíprocamente, que en cierto modo son efecto el uno del otro. El hombre es una entidad social también porque posee la capacidad de al comunidad entendida como communio. Esta capacidad es algo aún más profundo que la misma característica social de la naturaleza humana. La communio indica en gran medida lo personal e interpersonal de todas las relaciones sociales. Está claro que debemos afrontar el análisis teológico de la familia a partir de la realidad de comunión, de la categoría de la communio y no sol- amente de la categoría de la sociedad o, como se dice frecuentemente, de la «más pequeña célula de la sociedad». Aunque, evidentemente, esto no signifi- ca la negaión de esta categoría que, sin embargo, se encuentra más bien en el punto de llegada que en el de partida. En el punto de partida debemos ver al communio como la realidad que el Vaticano II describe en el ya citado pasaje de Gaudium et spes que sigue toda la tradición del pensamiento cristiano so- bre el hombre, la antropología teológica.
I. 2. La «communio»
Dejamos de lado por el momento el problema de hasta qué punto
esta antropología teológica sea fruto exclusivo de la Revelación y de la fe, y hasta qué punto constituye el objeto del conocimiento natural que obtene- mos de la experiencia del hombre. Nos ocupamos, en cambio, del análisis de la realidad de la communio fundándonos sobre el concepto expresado en GS 24. Vale la pena añadir inmediatamente una cita anterior a la Constitución pastoral, que se refiere aún mas directamente a la teología de la familia: «Pero Dios on creó al hombre dejándolo solo, desde el principio hombre y mujer los creó» (Gen 1,27) y su unión constituye la primera forma de comunión de personas. El hombre, en efecto, por su íntima naturaleza es un ser social y sin las relaciones con los otros no puede vivir ni desarrolar sus dotes» (GS 12) Puesto que el hombre es persona, cuando analizamos el concepto de communio debemos tener constantemente ante los ojos de la realidad per- sonal, interpersonal y también la comunidad humana (sociedad). El concepto mismo de communio pose para los cristianos un sentido sobre todo religioso y sagrado al considerar que la Eucaristía es sacramentum communionis entre Cristo y sus discípulos y, por consiguiente, entre Dois y el hombre. No nos ariesgamos a debilitar o disminuir su importancia transfiriéndolo a dimen- siones humanas e interhumanas: es más, a través de esta vía se manifiesta más plenamente, en modo indirecto, la profundidad del Misterio de la En- carnación. En efecto, la misma categoría de communio, sobre la base de la analogía, puede ser aplicada a diferentes estructuras y relaciones interperso- nales y, por consiguiente, también entre Dios y el hombre, así como también entre los mismos hombres. Si prestamos atención a la etimología latina, la palabra commu- nio designa tanto la confirmación y el refuerzo que es efecto de la unión de muchos que existen y obran juntos, idea que subraya la preposición cum, como también la confirmación y el refuerzo, la afirmación recíproca como peculiaridad de la unión que impulsa a los hombres a juntarse. En la primera acepción nos encontramos más cercanos al adjetivo communis en cuanto se trata, más bien, del efecto de un cierto comportamiento, de un modo dado de ser y de obrar. En la segunda en cambio, definimos aquel mismo modo de ser y de obrar que constituye una peculiaridad exclusiva de las personas. A los seres impersonales, como por ejemplo el mundo animal, no les apli- camos el concepto de communio. Es necesario también añadir que este con- cepto no tiene correspondencia en nuestra lengua (polaca) y es, por tanto, intraducible. La palabra wspólnota, de la que es sirven los documentos conciliares para traducir el latino communio no significa exactamente lo mismo. Wspól- nota se encuentra en el mismo plano semántico que el adjetivo communis. Pero en el concepto de communio no se afirma sólo aquello que es común, no sólo se evidencia la comunidad como efecto o incluso expresión del ser y del obrar de las personas, sino también el modo mismo de ser y de obrar de estas personas. Es exactamente un modo (modus) tal que, existiendo y obrando reciprocamente y ( por consiguiente no sólo existiendo y obrando en «común») a través de este obrar y ser, recíprocamente se confirman y se afirman como personas. Como es puede ver por este análisis, communio designa también la comunidad como efecto, pero éste no es su principal significado. En otros términos, comunidad puede designar cuanto está contenido en el concepto de communio, si establecemos que indique aquel modo (modus) común de existir y de obrar de las personas a través del cual mutuamente se confirman y se afirman, y que sirve para la realización personal de cada una de ellas por medio de la recíproca relación. Este modo de entender el concepto y la expresión communio se cor- responde perfectamente con el contenido de las declaraciones conciliares so- bre el hombre; tienen ecuentados de sus afirmaciones sobre el hombre: que es «la única criatura que Dios ha querido por sí mismo», y que «no puede encontrarse plenamente sino a través de un don sincero de sí». Estos dos elementos del enunciado del Vaticano II forman un todo único en el que el primer elemento no se explica (también por primer elemento no se explica (también porque no se realiza) sin el segundo, ni el segundo sin el primero. El análisis del concepto de communio realizado hasta aquí ha bus- cado precisamente poner en evidencia la estrecha interdependencia de los dos elementos del citado enunciado del Vaticano II y nos permite también definir exactamente como conviene entender este don, «el don sincero de sí», sin el cual la persona humana no puede alcanzar su cumplimiento, es decir, realizar la finalidad que el es peculiar a causa de su ser persona. «No puede encon- trarse plenamente», por usar la expresión del texto conciliar. Hemos definido la finalidad propia de la persona como «autoteleología» -autorrealización-, así como son propios de la persona la autoposesión y el autodominio. Pues bien, en la realización de la comunión que se produce entre las personas, la autorrealización se realiza através del mutuo don de sí, que posee el carácter de la sinceridad. La persona es capaza de tal don, como ya se ha dicho precedentemente, porque la autoposesión es una peculiaridad suya: solamente puede darse a sí mismo aquel que se posee a sí mismo. Al mismo tiempo este don posee el carácter de la sinceridad y precisamente por esto merece plenamente el nombre de don. «interés» por una parte o por otra no sería ya un don; sería tal vez un favor o incluso una ganancia, pero no sería don. Toda la tradición del pensamiento cristiano sostiene una dimensión no utilitaria del obrar o del existir del hombre. Esto está muy estrechamente ligado con la doctrina evangelica del amor y la gracía. La gracia es, un útimo análisis y (al mismo tiempo en su primer y más fundamental significado) un don sincero de Dios hacia el hombre que actúa y al mismo tiempo revela aquella dimensión no utilizaria del existir y del obrar, propia del mundo de las personas. Así también en las relaciones interhumanas «el sincero don de sí» (= de la persona) está en la base de todo el orden del amor, de toda su autenticidad. El hombre como persona es capaz de eso. Por lo tanto, ese don no le empobrece como persona, al contrario le enriquece. El desarrollo de la persona se realiza a través del sincero don de sí, y este desarrollo es al mismo tiempo desarollo del amor en los hombres y entre los hombres. El amor se desarolla de hecho como realidad que se da en las personas como sujetos y en las relaciones entre las personas. El don sincero de sí da inicio a la relación y en cierto modo al crea, precisamente porque está dirigido hacia otra persona o personas. Este último hecho depende de la forma que tal don asume: en ciertas formas, el don sincero de sí puede estar dirigido exclusivamente a una persona y ser adecuadamente recibido por esa sola persona; en otras formas es posible dirigir el don de la persona a muchas personas y recibirlo por parte de muchas personas. En todo caso, sin embargo, si este sincero don de si debe permanecer siendo un don y realizarse como un don en la relación interper- sonal o también en muchas de estas realaciones, a causa de la comunidad de las personas, debe ser no sólo dado, sino también recibido en toda su verdad y autenticidad. Cuando la persona se dona, cuando hace don de sí, o también cuando hace algo en que este don se expresa, la condición para que el don pueda darse, la condición de su realizarse en la realación o también en rela- ciones interpersonales, es la adecuada acogida de ese don de la persona o del acto a través del cual ese don de la persona se expresa. No es posible privar a la persona del don que lleva, no es posible quitarle en este don de sí lo que ver- daderamente es y lo que verdaderamente busca expresar con el propio obrar. Éstas son las condiciones elementales de realización de la comu- nión entre las personas. Con lo expuesto hemos esbozado las lineas generales del problema. Ahora intentaremos presentarlo de modo más particularizado, precisamente analizando la realidad de la familia. Si, por una parte, el con- cepto de communio constituye la clave elemental para entender esta realidad y para interpretarla teológicamente, al mismo tiempo a través del análisis de la relaciones interpersonales, propias de la comunidad familiar, el mismo concepto de communio adquiere mayor claridad y profundidad. Éste es tal vez el sistema de relaciones en el que es posible hacer ver más fácilmente y más plenamente la naturaleza no sólo comunitaria, sino también propiamente de comunión de la existencia humana.
I. 3. La alianza conyugal
El fundamento de la familia es el matrimonio. El matrimonio no
constituye solamente una «comunidad de personas» como dice en el cita- do texto de GS 12, sino que constituye, y tiene el deber de constituir, una real communio personarum como leemos en el texto latino. Se habla de deber porque la communio personarum, es siempre una realidad ética. El matrimo- nio ententido de la luz de la Revelación se basa sobre toda la antropología teológica de la que encontramos una expresión en GS 24. Como hemos visto, es una antropología de la persona y del don. El hombre, por ser «la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí mismo», busca encontrarse plenamente «a través de un don sincero de sí». Este don «de sí» está en la base de la alianza conyugal, introduciendo en ella una particular dimensión de amor que formulamos mediante el concepto de «amor esponsal». El marido y la mujer son esposos uno para el otro cuando deben estrechar la alianza conyugal, y ésta -también como acto jurídico- atestigua que uno y otro se hacen recíproco don «de sí». El Concilio habla aquí explícitamente de «pac- to», mientras el Código de Derecho canónico define el matrimonio como contrato: contractus. La definición conciliar es más profunda, y también más teológica y personalista, aunque no falte en ella el aspecto jurídico. «Fundada por el Creador y estructurada con leyes propias, la íntima comunidad de vida y de amor conyugal se establece sobre la alianza de los cónyuges, sobre su consentimiento personal e irrevocable. Y así, del acto humano con el cual los cónyuges mutuamente se dan y se reciben, nace, también ante la sociedad, una institución (el matrimonio) confirmada por la ley divina» (GS 48). Hay, por consiguiente, en el matrimonio tres dimensiones que se completan recíprocamente: la institución, el pacto (alianza) y la communio. Nos proponemos efectuar todo nuestro análisis en el plano de la communio, conforme a lo que ya se ha dicho antes, porque éste es el plano más íntimo en el que los otros dos se realizan y del que derivan. Parece además que, según el Vaticano II, «pacto» designe tanto el «contrato», en cuanto viene conclu- ido por el «irrevocable consenso personal» como el inicio de la comunidad entendida como communio personarum, en cuanto que con ese acto humano «los cónyuges mutuamente se dan y se reciben». Digamos en primer lugar que todo el planteamiento del problema de la familia, y en primer lugar del matrimonio, sobre el plano de la realidad de la communio tiene un doble significado. En él se afirma toda la profundidad de la realización personal e interpersonal que el Vaticano II, con espíritu bíblico, ha definido como «alianza», y también se contiene en él un cierto conjunto de exigencias del matrimonio primero y después de la familia, pre- cisamente por el hecho de constituir la específica realización de la comunión de las personas. Trabajando sobre la base del análisis del concepto de com- munio trazada antes, se puede afirmar que ese concepto no sólo constata la naturaleza de la relación interpersonal, sino también la postula: establece las específicas necesidades de esa relación. Volvermeos, sin embargo, sobre las exigencias, sobre el ethos de la familia y del matrimonio. Ahora buscamos penetrar a fondo en el logos, en el contenido de esta communio que con la alianza conyugal se forma entre las personas y da inicio a la familia. La categoría del «don» (el sincero don de s)í adquiere un significado particular en al alianza matrimonial. Los cónyuges «mutuamente se dan y se reciben» del modo propio de la alianza conyugal y este modo está marcado por la diversidad de su cuerpo y de sexo, y al mismo tiempo por la unión en esta diversidad a través de ella. Es una relación que puede ser analizada e interpretada de diversas maneras. Sin embargo, en cualquiera de ellas, la cate- goría del don tiene una importancia clave. Sin esa categoría se imposible com- prender e interpretar de modo adecuado tanto la relación conyugal, como también los actos de la convivencia matrimonial que pertenecen a la totalidad de esta relación y que están en estrechísima relación de causalidad con el surgir de la familia. Es sabido que la familia se basa sobre el procrear, que la familia constituye la comunidad de las personas ligadas en modo activo o pasivo en la realidad del humano procrear como elemental vínculo de esta comunidad. La procreación en sentido activo atañe a los padres, es decir, a los cónyuges que transmiten la vida a los hijos, la generación en sentido pasivo concierne a los hijos: ellos, en efecto, son engendrados y con esto dan un sig- nificado nuevo al mismo vínculo conyugal: el vinculo conyugal se convierte en vínculo de paternidad y de maternidad. No es posible entender o explicar correctamente esta comunidad de personas, communio personarum, que se forma y se establece entre hombre y mujer como marido y mujer, sin tener ante los ojos al finalidad completa del vínculo conyugal, que consiste precisamente en el realizarse del matrimonio a través del ser progenitores. El hecho de que el vínculo matrimonial se cam- bie, y por norma debe cambiarse, en vínculo paterno/materno-filial, tiene una importancia fundamental para indicar las dimensiones propias de esta comunidad de personas -communio personarum- que, en primer lugar, debe estar debe ser estar constituida por el matrimonio para poder después estar construida por la familia. En al base de las reflexiones sobre la familia que intentamos realizar aquí está el estudio Amor y responsabilidad, que hace años dediqué a la interpretación personalista del matrimonio. Interpretación que parece haber encontrado en cierto modo su expresión en los documentos del Concilio Vaticano II, concretamente en la Cosntitución Gaudium et spes. Es esencial el don de la persona para la comunidad conyugal y familiar, para esta particular communio personarum, que se difícil entender si no se penetra antes en el ser mismo y en el bien que toda persona constituye. Sin esto el mutuo «darse y recibirse», que el Vaticano II ve en la alianza conyugal, está condena- do a una comprensión superficial y privada de la fuerza de sus consecuencias éticas. Mientras aquí se trata de penetrar en el logos del matrimonio y de la familia que constituye el potente soporte de su ethos. Las categorias commu- nio, persona, don, poseen su peculiar grandeza y su peculiar peso específico sin los cuales su funcionamiento en el mundo del pensamiento es por fuerza defectuoso. Esto se refiere, en primer lugar, a la convivencia matrimonial. Cap- tamos la realidad objetiva, la medida objetiva de esta convivencia, cuando afirmamos que en ella se realiza la verdadera communio personarum, la ver- dadera unión de las personas, y no sólo de los cuerpos: no sólo la «relación sexual» sino una real unión de las personas en la que los cónyuges se hacen uno para el otro don, mutuamente se dan y mutuamente se reciben. Éste no es un cuadro idealista, sino realista. Para exigir de nostros de modo particular este realismo en la consideración del vínculo conyugal está el Evangelio. El hombre y la mujer han sido creados de ese modo (ver el Libro del Génesis), en toda la diversidad de su cuerpo y de su sexo, para poder mutuamente hacerse don, precisamente a través de esa diversidad, de la riqueza específica de su humanidad. Basta sólo con darse cuenta de la situ- ación originaria antecedente al pecado original, que es descrita por el Libro del Génesis. El mutuo don de sí -por lo tanto precisamente la categoría del «don»- está inscrito en la existencia humana del hombre y de la mujer desde el principio. El cuerpo pertenece a esta estructura, por consiguiente, entra en la categoría del don y en la relación del mutuo donarse: el cuerpo como ex- presión de la diversidad, que no sólo es sexual, sino global y, por consiguiente, de la persona. Esta estructura no ha sido destruida por el pecado origianal en su sustancia, sino sólo herida. Después del pecado original, el hombre no sólo se encuentra en un estado de caída: in statu naturae lapsae, sino al mismo tiempo in statu naturae redemptae: en estado de redención. En este estado, el matrimonio se ha hecho Sacramento. Ha sido instituido como Sacramento por Jesucristo para realizar la redención en los hombres que afrontan la comunidad de vida conyugal. «El cristiano... hecho conforme a la imagen del Hijo, que es el Primogénito entre muchos hermanos, recibe «las primicias del espíritu» (Rom 8, 23), por las que se hace capaz de llevar a cabo la ley nueva del amor. En virtud de este Espíritu, que es la «prenda de al herencia» (Ef 1, 14), todo el hombre es interiormente restaurado hasta la llegada de la «redención del cuerpo», leemos en al Constitución pastoral (GS 22). Es verdad que estas palabras fueron pronunciadas en el contexto de la ley de la muerte y de la esperanza de una resurreción en la que Cristo mismo ha dicho que «no se tomará ni mujer ni marido» (Mt 22, 30), pero también es verdad que los hombres que viven en esta tierra ya participan de la redención del cuerpo; constituye una realidad no sólo escatológica, sino también histórica; forma la historia de la salvación de los hombre concretos, vivos y en modo particular de aquellos que en el Sacramento del Matrimonio son Ilamados a hacerse como coónyuges y padres «una sola carne» (Gen 2, 24) según la disposición del mimso Creador comunicada a los progenitores aun antes de su caída. Por consigueinte, el status naturae creatae, lapsae y el status naturae redemptae exigen una específica síntesis teológica, es decir, una específica te- ología del cuerpo, para una correcta y adecuada interpretación de ese hecho fundamental que es el de la comunidad conyugal, es decir, aquella particular communio personarum que finalmente está formada por el Sacramento del Matrimonio. La dimensión teológica del problema determina su dimensión ética. Puesto que los cónyuges que «mutuamente se dan y se reciben» son personas, su convivencia conyugal, entendida con relación carnal y sexual, posee el ran- go de una verdadera communio personarum, y lleva también el peso específico del mutuo don de la persona a la persona. Pero esto comporta que son válidos, más aún, que deben ser validos -y de un modo muy concreto- los principios que salvaguardan firmemente este rango y este peso específico de todo aquello que pueda deformar tanto el mismo vínculo martrimonial, como el ser padres que se origina de ese vínculo. «Pero no en todas partes al dignidad de esta institución brilla con indéntica claridad, es posible leer en la misma Constitución pastoral, ya que es oscurecida por la poligamia, por la plaga del divorcio, por el lamado amor libre y por otras deformaciones. Además, el amor conyugal es profanado con frecuencia por el egoísmo, por el hedonismo y por usos ilícitos contra al gen- eración» (GS 47). En todo esto, de modos y en grados diversos, se viola y deforma la relación interpersonal que constituye el contenido esencial de la alianza conyugal. En todo esto también, resulta evidente en qué sentido y con qué precisión debemos aplicar la categoría de la communio personarum a las dis- tintas esferas de la convivencia conyugal y, entre otras, también a aquella constituida por la relación carnal y sexual, y, según tal categoría, descubrir su auténtico valor. El hombre y la mujer, al unirse en una comunidad de vida y de vocación tan estrecha, en la que el don mutuo de sí mismos se expresa con al unión carnal fundada en la diferencia de sexo, no pueden en absoluto vio- lar las profundas leyes que regulan la unión de las personas, que condicionan la autenticidad de su comunión. Se trata de leyes objetivas, más profundas que toda la reactividad somática y emotiva: leyes fundadas sobre el mismo ser y valor de la persona y por estos justificadas. Si es verdad que el matrimonio puede ser también remedium concupiscentiae (ver el consejo paulino «es mejor casarse que abrasarse»), sin embargo esto es entendido en al acepción integral que da el Evangelio que enseña también la «redención del cuerpo» e indica en el sacramento del matrimonio la vía para realizarla. La communio como mutua relación interpersonal, y el vínculo que deriva de ello, deben servir en la realidad conyugal a al confirmación de la persona, a la recíproca afirmación que es exigida por la naturaleza misma de ese vínculo. Por eso, es contrario a la naturaleza del vínculo matrimonial entendido como communio personarum, todo cuanto hace de una de las per- sonas objeto de explotación por la otra. Es sabido, además, que el vínculo matrimonial encuentra cum- plimiento en el ser padres. De este modo, en la comunidad de las dos per- sonas, del hombre y de la mujer, entra el hijo o los hijos. En cada acto de generación, un nuevo hombre, una nueva persona, es introducida en la orig- inaria comunidad conyugal de las personas. El matrimonio como communio personarum está abierto por naturaleza hacia esas personas nuevas; a través de ellas adquiere verdadera plenitud, no solo en sentido biológico o sociológico, sino precisamente en cuanto comunidad, por su naturaleza de comunión, que existe y obra sobre la base del donarse humanidad y del mutuo intercambio de dones.
II. Ser padres y la communio personarum
El recíproco hacerse don de la propia humanidad, que define la na-
turaleza y el nivel auténticamente personal de la comunidad conyugal, con- duce, a través del acto fecundo de la relación entre los cónyuges, a ser padres. El hecho de ser padres se ejerce en la concepción del hijo y sucesivamente en traerlo al mundo. Sin embargo, este fruto exterior, esta expresión del ser padres, está estrechamente ligada a una condición interior . Ser padres es un dato de la interioridad propia del marido y de la mujer, quienes, a través de la concepción y del nacimiento del hijo, adquieren una nueva peculiaridad y un nuevo estado como padre y madre. Este estado tiene al mismo tiempo un significado social: ante la sociedad -Iglesia, Estado, nación, municipio, par- roquia, ambiente- se convierten en padres. Sin embargo este carácter social del estado de ser padres tiene, sobre todo, confirmación y significado en ellos mismos. Cada uno de ellos según su modo propio, el hombre como padre y la mujer como madre, es marcado interiormente y definido por la propia paternidad y maternidad, en los que se contienen al mismo tiempo su unión y su realización. Ya que la unión y la realización mediante al procreación tienen lugar en el hombre gracias a la mujer y en la mujer gracias al hombre, toda la estructura de la communio personarum toma forma de modo completamente nuevo, en una especie de nueva dimensión. La relación alcanza una nueva profundidad, un nuevo nivel de afirmación, pero que también pone nuevos postulados para que el donarse recíprocamente humanidad no sufra daño. La experiencia y la práctica ofrecen una enseñanza muy elocuente a tal propósito. Tocamos aquí los fundamentos mismos del problema de la paternidad responsable. Está fuera de toda duda, en efecto, que el ser padres crea objetivamente, en el hombre como padre y en la mujer como madre, una nueva grandeza, una nueva cualificación de su vida personal y social. En cada concepción y en cada nacimiento, la conciencia y la experiencia subjetivas deben acompañar esta grandeza objetiva. En caso contrario, la communio personarum es sacudida y esta sacudida es necesariamente proporcional a las exigencias puestas por la misma naturaleza de las cosas, por al relación co- nyugal y paterno-filial como relación de comunión en la que el hombre y la mujer «mutuamente se dan y se reciben» (GS 48). Al darse debe corresponder el recibirse: esto de modo especial en la mujer, que recibe la maternidad de parte del hombre padre, aunque esa maternidad pueda ser incluso no deseada por la mujer misma. Es obvio que un principio análogo debe ser aplicado a la paternidad del hombre. La esencia misma de la relación común y de comunión (communio personarum) consiste en el hecho de que la paternidad del hombre sucede siempre a través de la maternidad de la mujer y, viceversa, la maternidad de la mujer a través de la paternidad del hombre . Esta relación es cerrada interiormente y objetivamente necesaria. Ambos deben asumirla con plena conciencia y responsibilidad. En caso contrario se pone en peligro necesar- iamnte la communio personarum. Si, por ejemplo la maternidad de la mujer se convierte a los ojos del hombre en una especie de «culpa» suya -hecho que suscita por la fuerza por parte de la mujer la reacción de culpar al hombre, reacción comprensible y en cierto grado justa- entonces el nivel especifico es decir, personal, de la recíproca relación de los cónyuges como padres «for- zados» es amenazada en un punto particularmente delicado. En efecto, ser padres, como peculiaridad y como estado en particular en la mujer, exige una especifica determininación con base en la communio personarum. Es ver- daderamente algo más que el común sentido de responsabilidad deba encon- trar confirmación y justificación en la comunidad de las peores entendida como communio personarum. Toda esta reflexión, que encuentra una confirmación empírica en los estudios de psicólogos y psiquiatras, denota claramente que la manera misma de concebir el matrimonio debe ser liberada desde el inicio, en los límites de lo posible, de una comprensión puramente instintiva o naturalista y debe adquirir una forma personalista. Esto contiene una motivación teológica, aunque la argumentación de esta tesis pueda ser desarrollada solamente con la razón, según el modo propio de las ciencias fuera de la teología. El prin- cipio de la fides quaerens intellectum tiene aquí su más amplia aplicación. Un justo modo de entender en la sustancia de la fe la realidad del matrimonio y de ser padres exige la introducción de la antropología de la persona y del don, y exige también el criterio de la comunidad de las personas (communio perso- narum), para responder a las exigencias de la fe, que se une orgánicamente a los principios de la moralidad conyugal y de ser padres. Un modo puramente naturalista de entender el matrimonio, en que el instinto sexual constituye la realidad dominante, puede fácilmente ofuscar los principios de la moralidad conyugal y familiar en los que el cristiano debe leer la llamada de su fe. En esto consiste también el sentido teológico esencial de los principios de la mor- al conyugal. En la práctica, esto no indica una tendencia a minimizar la función del instinto sexual, sino que lleva a concebirlo sobre la base de la realidad integral, que está constituida porque el hombre es persona y por la peculiari- dad de tender a la comunión que está inscrita en la persona. En cierto modo, esta verdad debe ir por delante en la visión de conjunto de la cuestión del matrimonio y de la procreación, y debe determinarla en último término. Para que esto suceda, es necesaria una cierta purificación espiritual, purificación en la esfera de las ideas, de los valores, de los sentimientos y de las acciones. La moral cristiana en el campo de las cuestiones del sexo y del cuerpo esta or- ganicamente ligada a la bendición de los hombres «puros de corazon, porque verán a Dios» (Mt 5, 8); sobre este fundamento plantea toda la valoración y la acción del hombre en la esfera matrimonial y procreativa. Parece también que las exigencias puestas al hombre y a communio personarum, en relación con la procreación de su matrimonio, deben estar fundamentalmente en armonía con el principio de la regulación ética de los nacimiento, a traves de la abstinencia periódica. Obviamente, esto sucedé solo caundo regulación y abstinencia periódica encuentran comprensión y apli- cación plena en sentido ético. Existe en efecto, la posibilidad de comprender y aplicar en modo exclusivamente técnico una regulación de los nacimientos que sólo cuando viene aplicada sobre la base de la abstinencia (periódica) puede poseer una atribución ética. Este problema ha sido ya dilineado en el estudio Amor y responsabilidad, no hay, por consiguiente, necesidad de repetir los argumentos allí contenidos. Sólo resulta necesario recalcar que el problema existe. Por tanto también el método de regulación ética de los na- cimientos puede constituir, y se sabe de hecho constituye objeto de reservas, o incluso de objeciones, que son efecto de la incomprensión de sus puntos fundamentales o también de la incapacidad de ponerlos en práctica. La com- munio personarum exige siempre en la relación conyugal la afirmación del ser padres o de serlo potencialmente. Los padres deben llevar al acto sexual la convicción y disponibilidad que se expresan en la conciencia de que «puedo llegar a ser padre, puedo llegar a ser madre». El rechazo de esta convicción y de esta disponibilidad amenaza al relación interpersonal, precisamente a la communio personarum que, como in- tentamos indicar desde el inicio, constituye, por una parte, la esencia misma de su relación recíproca, pero que, por otra, pone una condición importante para que la relación de comunión interpersonal pueda ser realizada en todos los elementos de la relación y de la convivencia. Este conjunto de condiciones que compone la ética católica del ma- trimonio y de la familia sirve, en particular, para hacer que al peculiaridad del ser padres de los cónyuges, su paternidad y maternidad, tanto en ellos mismos y entre ellos, como en toda la vida social, constituya un valor claro y apropiado al título que objetivamente le corresponde.
II. 1. El don de la humanidad
Después de haber reflexionado brevemente sobre la importancia
del ser padres para los cónyuges, conviene hacer un análisis sucinto de la importancia que esto tiene para la naciente comunidad familiar. Esta comu- nidad nace cuando, como se ha dicho, el nuevo hombre, la nueva persona, es introducida en la originaria comunidad conyugal de las personas. «Por su índole natural, la institución misma del matrimonio y el amor conyugal, generoso y consciente, están ordenados a la procreación y a la educación de la prole y en éstas encuentran su coronamiento. Y así el hombre y la mujer por el pacto de amor conyugal «no son ya dos sino una sola carne» (Mt 19, 6), prestándose una mutua ayuda y servicio con la íntima unión de las personas y de las actividades, experimentan el sentido de la propia unidad y cada vez la alcanzan más plenamente. Esta intima unión, en cuanto mutua donación de dos personas, como también el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman la indisoluble unidad» (GS 48).
En el citado texto conciliar viene perfectamente puesto de manifie-
sto que ser padres constituye el sentido principal de la comunidad conyugal. Al generar y educar a la prole, los cónyuges «exiperimentan el sentido de la propia unidad y siempre la alcanzan más plenamente». El sentido de la com- munio personarum conyugal y de todo cuanto la compone, en particular de la unión conyugal, son los hijos. En otros términos se puede decir: el sentido del matrimonio es la familia. Los hijos entran en la comunidad conyugal del marido y de la mujer también para afirmar, consolidar y profundizar esta comunidad. Por consiguiente, su propia participación interpersonal, la com- munio personarum, conoce aquí un enriquecimiento. Este enriquecimiento tiene lugar a través de la nueva persona que es enteramente de ellos dos y gracias a ellos dos. Si todo esto tiene su confirmación biológica, sin embargo necesita una confirmación personalista. La transmisión de vida como proceso biológico sucede en el cuerpo, en el organismo, sobre todo en el organismo de la mujer-madre. Los padres tienen un influjo causal del inicio mismo de este proceso. Sin embargo la forma justa de esta casualidad se debe expresar en toda la conciencia y en todo el comportamiento del padre y de la madre, formándolos tanto antes de la procreación del hijo como después de su na- cimiento. en todo esto ya actua la nueva persona insertada en su comunidad conyugal, que inmediatamente dilata el ámbito de la communio personarum formada en torno a ella. Es sintomático que el hijo, aun cuando esté privado durante largo tiempo de una actividad personal plena, entre enseguida como persona en la comunidad, es decir, entre como alguien que es capaz no sólo de recibir, sino también de dar. El nuevo pequeño miembro de la familia desde el inicio ofrece el don de la propia humanidad a los propios padres ,y si no es el prim- er hijo, también a los hermanos; de ese modo dilata el ámbito del donarse que existía antes de su nacimiento y lo enriquece con un nuevo contenido totalmente original. Es posible que los padres se den menos cuenta de que el hijo es un recíproco don entre ellos y, en cambio, se den más cuenta de que es de ellos. Es difícil decir si a esta conciencia se une sobre todo un sentido de propiedad, sentido que está siempre unido al objeto y a la cosa. Pero los padres, aun teniendo la profunda conciencia de que el hijo les pertenece, al mismo tiempo desde el primer momento lo reciben en la propia comunidad personal como un nuevo sujeto de aquella relación y de aquella communio en la que las personas pueden hacerse don recíproco de la propia humanidad. Este donarse realiza toda su verdad y autenticidad sólo cuando el don de la persona es acogido por la otra persona, por otras personas, con toda la determinación a él debida. Si es verdad que todo hijo desde el inicio, no sólo desde el momento del nacimiento, sino ya desde el instante mismo de la concepción, es persona y en cuanto persona es don, con mayor razón es verdad que este don es ple- namente dado a los padres y también, de otro modo, a los hermanos aunque cuando viene a ellos es dado como tarea. La real inserción en la comunidad familiar, en la communio personarum, tiene lugar cuando los padres descu- bren, en el pleno sentido de la palabra, en su hijo la tarea que asigna a su amor. Para poder ser plenamente descubierta y realizada, esta tarea debe ser descubierta gradualmente y gradualmente realizada. Gradualmente quiere en la medida del desarrolo del nuevo miembro de la comunidad familiar. Esto vale para los padres, y vale también, de modo distinto pero no menos real, para los hermanos. Todo la comunidad familiar crece como communio per- sonarum, en cierto modo en etapas, y en ese desarrollo, en cada una de sus etapas, está comprendido el desarrollo de cada una de las personas que entran en la comunidad. Este desarollo no es otra cosa que la realización cada vez más plena y madura del hombre, de aquella realidad de la que el Vaticano II, sobre las huellas de toda la tradición cristiana, afirma que, siendo «la única criatura en la tierra a la que Dios ha querido por si mismo, no puede encon- trarse plenamente sino a través de un sincero don de sí» (GS 24). Esta ley del desarrollo de la persona sirve de modo específico para los cónyuges, quienes a través de ser padres pueden y deben encontrarse a sí mismos en el don que son para ellos los hijos. Es difícil aquí, en el ámbito de reflexiones de carácter general y fundamental, penetrar en los distintos detalles del proceso de la educación, esto constituye un tema aparte; pero es sin emabargo indispensable indicar lo que está en la base de ese proceso, cuáles son su sentido fundamental y su importancia. En efecto, toda la tarea que los padres descubren en el hijo, desde el inicio y a lo largo de todos los años de su crecimiento, se reduce simplemente a al exigencia de donar una humanidad madura a ese pequño hombre que crece gradualmente. A fin de cuentas teniendo en cuenta la estructura de comunión de la comundiad fa- miliar se puede decir que ser hijos representa la necesidad pasiva de donarse, mientras que ser padres, la posibilidad activa: la disponibilidad y la capaci- dad de donarse. Esto atañe en primer lugar al hecho mismo del engendrar, después, a todo el proceso de la educación y por consiguiente al vasto con- junto de hechos y de acciones que forman el proceso de la educación. Tal vez en ningún lugar como aquí se confirma el sentido ético del dicho metafísico operari sequitur esse. La educación, en efecto, no se reduce sólo a un conjunto o sistema de acciones, sino que, a través de ellas, se corresponde con una re- alidad más esencial: todo el sistema del ser. Se educa, por lo tanto, más con el quién y con el cómo que con intervenciones educativas, cualesquiera que sean, que carezcan de ese fundamento. Esta tesis no pretende disminuir la importancia y la finalidad de las intervenciones educativas especiales o especializadas, ni cancelar todo lo es- pecíficamente educativo de las acciones propias de la pedagogía, sino única- mente indicar su fundamento indispensable. De este modo se verifica al mis- mo tiempo la idea del entregarse como don la propia humanidad; idea que hemos puesto de manifiesto precedentemente analizando la estructura de la communio personarum familiar: Está claro, por tanto, que el proceso educati- vo está constituido por toda una serie de intervenciones y acciones, que tienen el fin de crear las condiciones externas de este proceso, como, por ejemplo, todas las acciones, que incluyen el trabajo profesional, que tienen el fin de garantizar la existencia material de la familia. Esas acciones son, además, indispensables para la educacción, son educativas en sí mismas, al menos indirectamente, cuando en ellas se expresa la solicitud de los padres por la entera comunidad familiar. Sin embargo esas acciones, organización social del trabajo, vienen realizadas fuera de la familia y no sirven directamente para la formación del vínculo familiar, como sucedía, y en parte sucede aún, en el caso de haciendas familiares, por ejemplo, en el campo también en el artesanado. En estos úl timos casos, la acción que tiende para garantizar la existencia material de la familia, puede más directamente enlazarse con la educación. Sin embargo, parece que el problema de la definición de las acciones paticulares de los padres como educadores directa o indirectamente, tenga más bien un valor de orientación y no sirva para una rígida delimitación de esa actividad en sentido material. Conviene admitir, más bien, que toda acción de los padres en relación con los hijos, o también sin una directa (ma- terial) relación con ellos, prescindiendo del hecho de que venga desarrolada en casa o fuera, puede poseer un valor educativo o estar privado de él. De este modo se confirma otra vez la tesis de que necesario descubrir los funda- mentos del proceso educativo a un nivel más profundo que el de las acciones y las interacciones de un cierto tipo, y que el último lugar se trata aquí de hacer don de una humanidad madura a las personas a las que ha dado la vida humana, se decir, a los propios hijos. Todo cuanto se opone a esto, también en campos en apariencia lejanos del directo proceso educativo, posee necesar- iamente consecuencias educativas negativas. La familia como communio personarum y la procreación como su el- emento peculiar exigen el don integro del hombre, don que es en cierto modo indivisible. Es necesario recordarlo bien, sobre todo en las actuales condi- ciones sociales que, por diversas razones, son menos favorables a la familia.
II. 2. El organismo familiar y la formación
Hemos delineado precedentemente la relación interpersonal que se
manifesta en cada nacimiento e inserción de nuevas personas en al comuni- dad conyugal del hombre y de la mujer. Para que esta relación pueda man- tener la naturaleza de una auténtica communio personarum y desarrollar la propia tarea específica, son indispensables una cierta estructura de la familia así como una formación interior y el comportamiento que se deriva de ella en todos los miembros de la comunidad familiar. Debemos considerar unitaria- mente estos dos elementos del problema, ya que sólo es posible la realización de la vida familiar cuando lo que hemos llamado organismo familiar está y permanece siempre fuertemente unido a un comportamiento adecuado de todos sus miembros. Fuera de este comportamiento -y por consiguiente tam- bién de esta formación-, no existe una verdadera y propia estructura de la fa- milia. Las leyes externas no pueden definirla o regularla, a lo más pueden in- directamente hacer de modo que esta estructura se forme en modo justo y no sufra deformaciones. El ordenamiento interior de la comunidad familiar es de por sí algo natural, que se forma y crece en cierto modo espontáneamente; al mismo tiempo, sin embargo, depende estrechamente de una concepción adecuada y de una ejecución de las funciones especificas que conciernen al padre, a la madre y a hijos en los distintos periodos de su vida. En lo que atañe al proceso de crecimiento de los hijos, las tareas educativas se transforman en autoeducativas ya que los padres, que por naturaleza son los educadores de sus hijos, se educan ellos mismos a tráves de los hijos, al desarrollar la propia función de padres en las diversas etapas de su crecimiento. La cuestión del organismo familiar y su estrecho vínculo con la formación de todos los miembros es un tema teológico, que encuentra am- plia expresión en la Divina Revelación del antiguo y del Nuevo testamento. La explicación especializada de la cuestión compete a los especialistas en la Biblia. Por esa explicación nos damos cuenta de que existe una cierta evo- lución historica de la estructura de la comunidad familiar, que es resultado ciertamente también de condicionamientos sociales, económicos y culturales concretos. Estos condicionamientos sufren mutaciones, no solamente en el espacio histórico del antiguo Testamento, sino también sucesivamente. Su- fren mutaciones en nuestros días, como testimonia la Gaudium et spes, que ilustra ampliamente esta cuestión en la Exposición del título introductorio La condición del hombre en el mundo contemporáneo. Sin embargo, entre estos cambiantes condicionamientos externos, permanecen inmutables los princi- pales que definen de modo necesario las condiciones esenciales de creación y formación de la comunidad familiar como una communio personarum única en su género. Si leemos la Escritura encontramos muchos de estos principios cuya importancia para al formación de una adecuada vida familiar ni caduca ni sufre mutaciones, a pesar del cambio de los diversos condiciones. Así, por ejemplo, cuando leemos en el texto clásico de la Carta a los Efesios: «los mari- dos tienen el deber de amar a las mujeres como al propio cuerpo, porque quien ama a la propia mujer se ama a sí mismo»; o, más adelante: «Hijos, obe- deced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo» (6, 1); Y« vosotros, padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino criadlos en al educación y en la disciplina del Señor» (6, 4), encontramos esas leyes inmutables sin las que es imposible formar en ninguna época la comunidad y la sociedad familiar. Por ol demás, San Pablo es refiere en los pasajes citados al Antiguo Testa- mento, al Libro del Génesis y al Decálogo, para manifestar la continuidad en inmutabilidad de la doctrina divina respecto a la estructura de la familia y a los principios inderogables que condicionan la realización de la communio personarum familiar, prescindiendo de las circunstancias cambiantes. Entre estas constantes del ethos de la familia es necesario mencionar, siguiendo a San Pablo, el amor recíproco de los cónyuges, de los padres y de los hijos, y la obediencia de los hijos hacia los padres, según el cuarto mandamiento del Decálogo y, al mismo tiempo, el espíritu de plena comprensión de los padres por la personalidad en via de desarrolo de los hijos. Este texto del Nuevo Testamento ya indica suficientemente toda la especificidad de la estructura de la comunidad familiar, en la que los padres ejercen una particular potestad, por la que dominan sobre los propios hijos. Se trata de la potestas domestica, que es distinta de la potestas civilis et iurisdictio- nis, porque posee una naturaleza y un alcance totalmente particulares. Entre otras cosas, es imposible encerarla enteramente en categorías jurídicas, aun- que el ser padres comporte derechos y deberes indiscutibles por parte de los padres y de los hijos. La especificidad de la potestad, como, por otra parte, la especificidad de la potestad, como, por otra parte, la especicifidad de la obe- diencia, son en la familia enteramente originales y mucho más profundas que en cualquier otra sociedad humana. Una y otra se fundan sobre los más es- trechos vínculos que existen entre los hombres: las relaciones interpersonales. A ellas se refieren, a ellas buscan corresponder y servir. Como consecuencia, para comprender la potestad y la obediencia en la familia nos sirven mejor las categorias del ascendiente de los padres y de la docilidad de los hijos, que las de la ley, que de una parte establece el deber abstracto al dar un mandato y de otra el deber de seguirlo. Es sabido, por lo démás, que la obediencia, según la Divina Revelación y según la experiencia humana, que es un componente indespensable de la moral familiar, debe ser entendida de modo analógico. Una cosa es la obediencia de los hijos respecto de los padres antes que estos hijos lleguen al uso de la razón, y otra cosa es la obediencia del adolescente en la familia. Mientras la primera es más ciega y absoluta, acrítica, la obediencia de los adolescentes y de los adultos depende en notable medida de aquello que los padres han de decirles no sólo con las propias palabras, sino también con al propia vida. Parece que San Pablo tuviese en el mente todo esto en la citada Carta a los Efesios. La institución del matrimonio y de la familia y su estructura exigen, ciertamente, ser concebidas también según las categorías de la ley, tanto del Estado como de la Iglesia. Leemos en Gaudium et spes: «Las autoridades civi- les deberán considerar como un sagrado deber respetar; proteger y favorecer su verdadera naturaleza». «En particular deberá ser defendido el derecho de los padres a generar la prole y a educarla en el seno de la familia» (GS 52). Toda esta legislación, sin embargo, aun condicionada desde el exterior, no forma la estructura interior de la familia. Lo que condiciona desde su interior toda la unidad de la comunidad familiar y realiza su estructura específica son los comportamientos y las virtudes gracias a las cuales la communio perso- narum familiar se forma y se incrementa en toda su autenticidad y verdad. «La familia es una rica escuela en humanidad, Pero para que pueda alcanzar la plenitud de su vida y de su tarea es necesaria una amorosa ap- ertura de ánimo recíproca entre los cónyuges y la recíproca consulta y una continua colaboración de los padres en la educación de los hijos» (GS 52). Estas palabras pueden ser consideradas una versión contemporánea de la mis- ma verdad sobre la familia formulada por San Pablo en la Carta a los Efesios, que, aun siendo conformes a las circunstancias de la vida contemporánea, representan, sin embargo, los mismos elementos constantes del ethos de la familia. «La presencia activa del padre -se puede leer- ayuda muchísimo a su formación (de los hijos); pero debe también ser salvaguardada la presencia y el cuidado de la madre en la casa, de la que los hijos más pequeños necesitan especialmente, sin descuidar la promoción social de la mujer.» Aquí intervi- ene un elemento nuevo, actual, desconocido en el contexto de la Carta de San Pablo, que, de todos modos, no cambia la línea fundamental de la enseñanza de la moral familiar. Tampoco sufre mutación la verdad que leemos más ad- elante en el texto conciliar: «De este modo, al familia, en la que es encuentran y se ayudan recíprocamente distintas generaciones para lograr una sabiduría humana más completa y armonizar los derechos de las personas con las otras exigencias de la vida social, constituye el fundamento de la sociedad» (GS 52). Volviendo al punto de partida, debemos recalcar otra segunda, en cambio, definimos aquel mismo modo de ser y de obrar que constituye una peculiaridad exclusiva de las persnonas. A los seres impersonales, como por ejemplo el mundo animal, no les aplicamos el concepto de communio. Es necesario también añadir que este concepto no tiene corespondencia en nues- tra lengua (polaca) y es, por tanto, intraducible. La palabra wspólnota, de la que es sirven los documentos conciliares para traducir el latino communio no significa exactamente lo mismo. Wspólno- ta se encuentra en el mismo plano semántico que el adjetivo communis. Pero en el concepto de communio no se afirma sólo aquello que es común, no sólo es evidencia la comunidad como efecto o incluso expresión del ser y del obrar de las personas, sino también el modo mismo de ser y de obrar de estas perso- nas. Es exactamente un modo (modus) tal que, existiendo y obrando recíproca- mente y ( por consiguiente no sólo existiendo y obrando en «común») a través de este obrar y ser, recíprocamente se confirman y se afirman como personas. Como se puede ver por este análisis, communio designa también la comunidad como efecto, pero éste no es su principal significado. En otros términos, co- munidad puede designar cuanto está contenido en el concepto de communio, si establecemos que indique aquel modo (modus) común de existir y de obrar de las personas a través del cual mutuamente se confirman y se afirman, y que sirve para al realización personal de cada una de las por medio de la recíproca relación. Este modo de entender el concepto y la expresión communio se core- sponde perfectamente con el contenido de las declaraciones conciliares sobre el hombre; tiene en cuenta dos de sus afirmaciones sobre el hombre que es «la única criatura.
II. 3. la familia es insustituible.
Bajo ese aspecto, la familia es insustiuble. Esta afirmación asume
una importancia diferente en las diversas épocas y tiene su importancia dif- erente en las diversas épocas y su importancia específica en al nuestra. En efecto, somos testigos de un enorme incremento demográfico, sobre todo en ciertas partes del mundo. En la raíz de este proceso se encuentra, obviamente, la familia con su función procreadora. Existe un estrecho vínculo entre la procreación y la demografía e, indirectamente, la economía. A este respecto, debemos interrogarnos sobre la familia, ponernos el problema de la familia tal y como ha sido planteado en la encíclica Humanae vitae, tanto en las sociedades en que la función procreativa parezca excesiva, como aquellas en las que parece, en cambio, deficitaria (entre estas últimas se encuentra ahora también la polaca). Sin embargo, el actual problema de la familia no se agota en ese aspecto. Demografía y economía no son la única clave del problema, aun siendo ciertamente una clave indispensable. La función procreadora de la familia ha sido descrita con gran fuerza en la historia de la salvación de la humanidad, revelada en las páginas de la Sagrada Escritura a partir de las palabras del Creador mismo, que recomiendan a la primera pareja de la hu- manidad: «creced y multiplicaos» (Gen ,1 28). Si aceptamos, como verdad fundamental y del todo obvia, que la familia es insustituible respecto a su función procreadora, debemos, sin em- bargo, buscar sobre una base teológica el significado más profundo de esta verdad, confrontándola con la experiencia del mundo contemporáneo. La familia es una comunidad de personas reunidas en torno a la realidad del engendrar, y, por consiguiente, una sociedad rigurosamente delineada. Dec- imos que es una sociedad natural, refiriéndonos a las múltiples acepciones del término naturaleza. Naturaleza indica aquello que no puede ser de otro modo, sino que debe ser precisamente así. Está claro que el engendrar, es decir, la transmisión de la vida a nuevos hombres, no puede realizarse sino a través de la unión conyugal del hombre y de la mujer. Se puede decir que éste es el fundamento natural de la familia y su núcleo óntico. Sin embargo, sobre este elemento indispensable se construye una estructura interhumana, una comunidad que en toda su realización individual es obra de una libre decisión y expresión del ser persona. El adjetivo natural, referido a la familia como comunidad (comunidad natural o también sociedad natural), no designa la necesidad natural que comporta la acción del instinto, sino que indica que la institución de la familia no es obra de la sola voluntad humana, y también que esta comunidad no es artificial o arbitraria, confiada sólo a la voluntad del hombre. El vinculo social que surge en torno a la realidad del engendrar, de la transmisión de la vida a nuevos hombres, es indudablemente creado cada vez por un acto de libre voluntad humana, pero responde rigurosamente a las leyes del ser: del ser y del hacerse hombre. Las personas humanas, el hombre y la mujer, como conyuges y padres, no son quienes formulan esas leyes. Con un acto de su voluntad entran en ellas y las aceptan como con- tenido de su existencia terrena. Al hacerlo eligen un determinado estado en la sociedad y asumen determinadas funciones sociales. ¿Es indispensable la familia como organismo social, como forma fundamental de socialización, de unión de hombre para un fin común? ¿Es indispensable desde el punto vista social, tanto como lo es desde el punto de vista procreativo? La pregunta es extremadamente oportuna en una época en la que, como se afirma en Gaudium et spes, «sin cesar se multiplican las rela- ciones del hombre con sus semejantes y a su vez esta socialización crea nuevas exigencias, pero sin conseguir favorecer siempre una maduración correlativa de las personas, ni establecer relaciones verdaderamente personales (personal- ización)» (GS 6). Estas últimas palabras de la declaración conciliar tocan bastante de cerca el problema que nos está ocupando. La declaración afirma que el multi- plicarse de las relaciones sociales, o socialización, es un hecho. Este hecho es, ciertamente, una consecuencia del factor demográfico: los vínculos sociales crecen al mismo tiempo que el incremento de la población del mundo. Sin embargo, junto al factor de la cantidad es decisivo aquí el factor de la civili- zación. Los nuevos vínculos sociales nacen siempre en torno a un centro que los hace surgir, por ejemplo, en torno a un nuevo lugar de trabajo, a un nuevo fenómeno cultural, un común interés económico, político, etc. De todo esto se hablaría más ampliamente en un trabajo especializado de carácter socio-demográfico; aquí no queremos alejarnos de la problemática teológica de la comunidad, tal y como se va delineando a través de las fuentes de la Revelación y de los documentos del Magisterio, en particular de las declaraciones del Vaticano II. Si el Concilio, en el texto citado hace poco, re- aliza una significativa distinción entre socialización y personalización quiere decir que es fiel a toda la tradicional doctrina cristiana sobre el hombre-per- sona y sobre la comunidad. «La Revelación cristiana, se lee también en Gaudium et spes, nos guía a una profundización de las leyes que regulan la vida social, inscritas por el Creador en la naturaleza espiritual y moral del hombre» (GS 23). Y uno de los principios fundamentales que el Concilio formula, siguiendo toda la tradición de la enseñanza cristiana, es: «El orden social y su progreso deben dejar prevalecer siempre el bien de las personas, ya que el orden de las cosas se debe adecuar la orden de las personas y no al contrario» (GS 26). Con estas palabras se expresa e ilustra con mayor profundidad, la confrontación entre socialización y personalización de la que hemos hablado. De por sí, la socialización responde a la realidad del ser huamana. El Vaticano II, siguiendo toda la tradición cristiana, lo evidencia tanto como le es posible; pero también llama la atención sobre un posible peligro de inversión del jus- to orden: exactamente el peligro de que el orden de las cosas se ponga por encima del orden de las personas, aunque este último ontológicamente y axi- ológicamnete sea el primero y fundamental. En este contexto, la socialización puede ser separada de su orientaciñon fundamental -y para ella normativa- al bien de las personas, en la que consiste el justo orden social. En otros térmi- nos: el Vaticano II vislumbra en los actuales procesos sociales, ligados a un enorme progreso técnico, industrial y material, el peligro de una fundamental alienación del hombre. En el proceso desarrollado por la propia inteligencia, el hombre puede llegar a ser fácilmente un instrumento del sistema de las cosas, del sistema material; puede convertirse en objeto de una múltiple manipu- lación social. Todo esto va, como dice el Concilio, contra la personalización. Por personalización el Concilio entiende una maduración de las personas y relaciones verdaderamente personales. Volvemos así al concepto de comunidad y al concepto de communio, tal como han sido formulados al principio de nuestras reflexiones. El hombre, «la única criatura en al tierra a la que Dios ha querido por si misma, no puede encontrarse plenamente sino a través de un sincero don de sí» (GS 24). Toda la precedente argumentación nos leva a la convicción de que la familia no sólo es insustituible en su función procreadora, sino aún más en su función personalista, de comunión. Ningún otro de los vínculos sociales existentes, o posibles, reúne unos requisitos tan fundamentales y poderosos, bajo este aspecto, como la familia. Si otros organismos sociales, bajo algunos aspectos más poderosos que la familia, tienen el deber de garantizar el cum- plimiento de la propia función personalizadora y (eso constituye su tarea fun- damental, que deriva de la definición misma de orden social); si tienen el deber de tutelar del peligro de la alienación al hombre que vive socialmente en ellos, deben apoyarse en la familia, deben garantizar, ante todo, el cum- plimiento de la función no sólo procreadora, sino también personalista, de comunión, que sólo puede ser propia de la familia y para la que es insustitu- ible.
Si, en efecto, es verdad que ningún otro de los vínculos sociales
existentes o posibles reúne requisitos tan fundamentales y poderosos en este campo como la familia, es también verdad que la familia como grupo social es la sociedad más pequeña y en cierto sentido más débil. La fuerza del vín- culo familiar posee un carácter natural, como se ha dicho; la estructura de comunión que le es propia es única en su género y su finalidad es tan única que no puede ser cambiada por ninguna otra que constituya algo que sea, en realidad, equivalente. Toda esta fuerza interior a la institución familiar puede resistir mucho y superar muchas cosas, pero esto no significa que no pueda sufrir un debilitamiento o incluso una parcial destrucción por parte de las circunstancias externas. Las sufre la función procreadora, las sufre, y tal vez incluso más, la función personalista de la familia ligada a su carácter de co- munión. La actual teología de la familia no sólo nos permite contemplarla a la luz de una comparación entre la realidad histórica y el plan divino contenido en la Revelación, mediante las experiencias humanas pasadas y presentes, sino que , - siguiendo al Vaticano II, ve también la necesidad de «favorecer la dignidad del matrimonio y de la familia». Ambas cosas provienen de la plena verdad sobre el hombre, de la preocupación por su vocación integral. En el camino de esta verdad y de esta vocación, la familia aparece continuamente -tal vez cada vez más, aunque seguramente en modo distinto- como la real- idad sin la cual el hombre no sólo no puede ver la luz sobre esta tierra, sino que no puede tampoco realizar plenamente su humanidad, la dimensión de la persona y de la comunidad. Este sentido integral es precisamente aquel en el que la familia, como realidad de hecho y también como rico y variado imperativo ético, es indispensable e insustituible.