Cristalescuentosde Lucas Rozenmacher

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Cristales

Cristales

Lucas Rozenmacher
Cristales

Primera edición / abril 2002


ISBA 987-20034-1-6
Editada por Aurelia Rivera
Buenos Aires

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“No puedo frenar si no es


dejándolo deslizar,
dicho de otro modo,
dejándolo escapar
a mi control conductor”
Jacques Derrida

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dedicatoria

a mi madre que siempre me acompaño


y me introdujo en la lectura,
a mis tíos por contarme historias
a Maru por aguantarme durante años
a mi abuela por reírse siempre
y en todo momento
y a Leonor por la paciencia relectora

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La Fiesta

a Chana y sus historias

No puedo dejar de recordar ese sábado del ´52 sin una extraña sensación, dado que ese

día se casaba Aurelia, la ultima y la mayor de mis primas solteras. Ese era un día, que para

ser honesta nunca pensé que podría llegar.

Amaneció lluvioso, con una garúa espesa y molesta, cargado de nubarrones claroscuros

que teñían con un frío insensato la ciudad de empañados y resbaladizos adoquines negros,

autos cafeteros y troles vacíos.

Podría haber sido un día olvidable, un día como cualquier otro, si no hubiera existido el

extraño milagro de que la pobre prima Aurelia encontrara a un tipo tan resignado como ella,

decidido en llevarla al altar. Digo esto porque mi prima había llegado a los treinta y cuatro

sin poder enganchar algo hasta abril de ese año (el ´52), por eso fue que en poquitos meses

concretaron las formalidades del caso y decidieron llevar adelante el casamiento, siendo

mutuamente conscientes de que cualquier eventualidad que retrasara la boda la pondría en

peligro in eternum, es decir que tal vez no se realizaría nunca jamás.

Hubiera sido olvidable también, si la tía Concepción no se hubiera encontrado en su lecho,

a punto de espichar por culpa de un cáncer fulminante que le habían descubierto hacia poco,

o mejor dicho eso es lo que siempre creí entender, porque en esa época nadie me explicaba

nada, eso era claro, me decían, por tener poquitos años y además de todo ser mujer, cuando

crecí ya no pude volver a hablar del tema quedando entonces como cuenta pendiente.

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Este cáncer en cualquier otra situación hubiera llevado a la familia a tomar la decisión de

suspender la fiesta, pero ésta era una ocasión diferente dado que por un lado la tía

Concepción soñaba con ver a todas sus hijas mujeres casadas antes de morir y por otro lado

el candidato de Aurelia con su cara de permanente inseguridad cuando hablaban en los

preparativos no generaba ninguna confianza, así que los grandes, incluida Aurelia, tenían

presente que esto era ahora o nunca.

La tía Concepción sufría, como antes dije, de un cáncer al igual que la Señora,

encontrándose en ese momento las dos en idéntica posición, recostadas mirando la lluvia

pesada y los pilotos y pilotines que iban y venían resbalando en el espesor gris de la calle

barnizada por los llantos del cielo.

A mí, mamá me había comprado un vestidito rosa, con un moño blanco de gasa en la

espalda, medias de hilo color marfil con dibujitos calados en los costados de las piernas y

unos zapatitos charolados blancos, pero como llovía, cuando tuvimos que ir corriendo para la

iglesia, el vestido terminó arruinándose un poco, porque como nos teníamos más que para

eso, para ir y venir de la iglesia tuvimos que taparnos con los cartones sueltos que habíamos

conseguido para una ocasión tan especial.

Nosotros éramos la parte pobre de la familia, vivíamos doce en un departamento de tres

ambientes, en un complejo de casitas bajas que enfrentaban a departamento por

departamento en un pasillo largo y en ele, con patiecito de techo de chapa, pisos de

baldosas grandes, rojas con piedras negras incrustadas y mucho bullicio colectivo.

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Aurelia era de la parte más adinerada de la familia, tan adinerada decía la tía Di Pacua que

para la Felisa, "la más hermosa de la familia", había traído al cura de la parroquia de

enfrente hasta la casa de sus padres, que ofició la misa nupcial parado en un precario altar

hecho con un conjunto de cajoncitos y tablas, obra de ingeniería que había quedado a cargo

del carpintero del barrio. El cura parado sobre los cajoncitos realizó una inolvidable

ceremonia de casamiento que duró exactamente unas inolvidables dos horas y media, tan

inolvidable que muchos de mis familiares más grandes la recuerdan hasta el día de hoy. A

este eclesiástico gasto le agregó también una orquesta de tango con diez músicos, "un poco

malandrinos", como decía mi abuela y un cantante del barrio de los tachos, que durante toda

la noche y pañuelo en mano, susurró milongas y canturreó eternos dos por cuatro hasta que

el vino y los saladitos se acabaron y con ello lo pautado como forma de paga, así que al rato

tomaron sus cosas junto a los sanguchitos amarrocados a un costado del supuesto escenario

y se las picaron dejando, más temprano de lo previsto, de forma abrupta la fiesta adinerada.

Para las demás hijas también habían hecho grandes fiestones, pero para la Aurelita ya casi

no quedaba plata, para colmo la Tía Concepción que era la encargada de organizar las fiestas

y de hacer magia con la guita, se encontraba postrada por un cáncer en una cama y para ser

repetitiva nuevamente, la Aurelia seguía sin convencerse, "porque no se conocían el

carácter" decía, pero como toda la familia estaba convencida de la oportunidad que no se

podía dejar escapar, hicieron oídos sordos y ojos miopes a la situación y decidieron

arremeter con el casamiento a toda costa.

Ese mismo día en otro lugar de la ciudad se estaba produciendo algo parecido, es decir,

una mujer se estaba envolviendo en cáncer, que como una termita se la iba comiendo con

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tenacidad galopante y al igual que la tía Concepción alrededor de su lecho un montón de

gente se arremolinaba pendiente de los movimientos y reacciones.

Otra cosa que unía a estas dos mujeres era que el motor en cada uno de sus núcleos

vitales eran ellas y a ninguna de las dos, por una cosa o por otra, les habían contado que

estaban a punto de morir, así y sin más vueltas que esto, sólo morirse en el centro y a la

vista de todos.

Cuando salimos de presenciar la corta ceremonia de una hora y media en la iglesia para ir a

la casa de Concepción, donde se realizaría la fiesta, salimos corriendo con la Chuchi sin

dirección definida, nos habíamos perdido, pero al instante escuchamos la voz de mi primo

Julio y nos subimos a su Ford, sonriendo y secándonos con los dedos, nos acomodamos y

charlamos hasta llegar a la fiesta.

Al llegar los ojos se nos iban de la cara por tantos dulces, canapés y saladitos, pero como la

tía Alda decía que teníamos que ser educadas y señoritas, cada vez que nos ofrecían comida

teníamos que decir que no, al igual que si algún chico nos venia a buscar para jugar,

debíamos permanecer sentadas y sonrientes, sin equivocarnos, sin hacer nada, ser educadas

y nada más, conservando el vestido en perfectas condiciones. A ver si en una de esa lo

arrugábamos y alguna señorona se nos ponía a criticar.

La fiesta se había armado alrededor de la cama de tía Concepción, que sonriente aplaudió

cada movimiento del vals nupcial y a rabiar con gestos de aprobación, cuando su hija

terminaba de bailar.

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Lo animados que se mostraban todos y el sonido acompasado de los acordes hacían que

más allá de la educación que nada me permitía, pudiera disfrutar de alguna manera la fiesta.

Al rato de empezada sonó el timbre en tres oportunidades, Pedrito, mi primo, salió a la

puerta y se encontró con dos tipos de bigotitos recortados, anteojos negros, que apenas

cubrían sus ojos y pilotos color caqui que les llegaban hasta la mitad de los tobillos. Estos se

presentaron como los jefes de manzana y pidieron que bajaran la música y luego que se

terminara la fiesta porque hacia minutos Evita había muerto por la misma enfermedad que la

tía Concepción.

A partir de la aparición de esos dos tipos y de la noticia que habían traído las caras

cambiaron mucho y las anécdotas comenzaron a aflorar en todas las mesas, que entre

ensoñación, dudas, sonrisa y tristeza empezaron a adueñarse de la fiesta. Yo mucho de lo

que se hablaba no entendía, pero veía que dos tíos discutían sin escucharse sobre lo buena y

lo mala que era Evita.

Por un lado, estaban mis familiares más cercanos puteando y defenestrando a "ésa" y por

otro lado estaban los familiares más lejanos, los hermanos de la Aurelia, que habían

cambiado sus ojos, su forma de mirar, el semblante del rostro, la voz mas endulzada, cuando

hablaban de "Evita". Yo, como la mayoría de mis primos no entendíamos mas allá de que

alguien había muerto y que nuestros familiares discutían aburridamente sobre esa muerte,

(en medio de una fiesta, de un evento “para toda la vida”), los únicos que no se metieron en

esa discusión fueron la tía Concepción, que tal vez se haya visto a sí misma reflejada en esa

muerte y a esa discusión como si fuera por y sobre ella y el tío Secundino, un tipo alto, con

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bigotes finitos de color negro, salpicados por una llovizna gris, tan densa como la que había

afuera, en la calle, en la noche.

Secundino estaba sentado a un costado del sector que hacía las veces de pista de baile,

muy cerquita de Concepción, su prima hermana con la que pocas veces se dirigían la

palabra, con la que en toda su vida había hablado quince o veinte veces, siempre en

reuniones siendo conversación obligada el estado del tiempo, la ropa que alguien se había

puesto, nunca por supuesto un comentario que los involucrara a ellos mismos, o lo rica que

estaba la comida en determinada ocasión.

Los dos se miraban sin terminar de asociar que los dos estaban proyectando la muerte de

Evita sobre ellos mismos y al resto de la familia como a un público revolquero que criticaba

todo sin mayores reflexiones, de forma alejada y descreída.

Secundino era considerado por todos como un tipo lleno de un encanto especial,

sumamente seductor, de mirada enigmática y atrapante, aglutinador en todos sus juegos,

simpático y comprador, con un extraño carácter dado que todos de una forma o de otra

terminaban aceptando lo que él pedía y quería, convenciendo a todos de manera

inexplicable, “enredados pero felices” era la consigna con Secundino.

Concepción en cambio era la franca de la familia, era quien se encargaba de entregar la

dulzura y tranquilidad cuando alguien lo necesitaba, hacía los chistes, zurcía las medias,

regalaba los dulces y sobre todo te escuchaba, era la más simple, la más sincera porque al

escuchar te hablaba, la antítesis de Secundino. Sin embargo, estos dos fueron los únicos que

en el mismo instante se dieron cuenta de la refracción suscitada, mientras los novios se

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escapaban más temprano por las restricciones, mi primo nos llevaba a casa y ellos dos se

quedaron pensando en un final igual.

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El recuerdo

Comenzaba a llover en Buenos Aires, el empedrado estaba más grisáceo que de costumbre,

los zapatos charolados que llevaba puestos se reflejaban claramente entre el piso y las gotas

que caían de manera copiosa en esa mañana de julio de 1952, ese día no era un día lluvioso

como cualquier otro, ése era el día después de la muerte de Evita, mujer a la que había

conocido y que me había dado la mano unos años atrás en los campeonatos de fútbol

realizados por su fundación homónima. Siempre recordé el momento en que la Señora me

dio la mano luego de haber salido campeones junto con otros pibes que en unos años más

se convertirían en los cracks del fútbol argentino.

Mientras caminaba y pensaba en la ingrata fortuna de esta mujer paraba cada diez o quince

metros (más o menos) para respirar profundamente y mirar cómo me volvía a reflejar en el

adoquinado de la calle Cramer.

Eran las seis y veinticinco y tenía que estar en el colegio a las siete menos cuarto de la

mañana, horario en el que pasaban lista la maestra y la directora. Me dirigía de forma

automática hacia la Institución, sin plata para el ómnibus, era fin de mes y mi vieja todavía

no había cobrado el sueldo del hospital, que había creado "el General", donde trabajaba

como enfermera en la sala de traumatología.

Al llegar al colegio me encontraba tosiendo, como de costumbre para esas ocasiones, y

antes de entrar completamente a la escuela tuve que estornudar fuerte para que no me

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pasara nada raro mientras cantábamos la Aurora, porque eso podría llevarme claramente al

cadalso de las sanciones disciplinarias como traidor a la patria que era cualquiera que se le

ocurriera respirar fuera de lugar en una situación semejante como el recibimiento de la

bandera.

Luego de componerme para pasar el momento, pasé, canté junto a mis compañeros la

Aurora, perfectamente formados y afinados, respondí a mi nombre cuando fui nombrado por

la señorita y acto seguido nos dijeron que nos dirigiéramos a las “bañaderas” que nos iban a

conducir al Congreso de la Nación, lugar en el que se estaba velando a Evita. No sé de qué

forma, pero me adelanté a los demás, tal vez porque siempre fui muy inquieto y nunca

soporté tener que hacer todo en orden disciplinadamente y calladito, me subí al bondi y

cuando me encontré arriba frente a los asientos vacíos y esperando que llegaran el resto de

mis compañeros, caí en un extraño estado de depresión y tristeza, que fue de tal magnitud

que decidí bajarme por la puerta de atrás al ver que empezaban a subir el resto de los

chicos. Al bajar y enfrentarme nuevamente al piso miré nuevamente mi imagen, la lluvia era

más copiosa y empezaban a hacerse charcos más grandes, me encaminé a la parada de

colectivos y esperé pasivamente la aparición del transporte. En la parada había dos viejitas

medias regordetas vestidas de negro, con un chal del mismo color en la cabeza y los ojos

vidriosos de haber llorado mucho, sus diálogos eran casi inescuchables, hablaban a un nivel

por debajo de la tierra y se encontraban un tanto ansiosas, seguramente tenían más o

menos unos setenta y pico de años las dos y parecían hermanas, al lado mío estaba un tipo

de cuarenta y dos años llamado Alberto que me preguntó con tono litoraleño "¿Usté también

se va pa' el entierro de la Señora?", yo le contesté que sí y ahí el tipo se largó a contarme

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cómo había llegado a Buenos Aires y que gracias a Perón y Evita pudo traer a su familia a los

seis meses de estar trabajando y que esto y que lo otro, vino el colectivo y no sé por qué

cuestión me quedé mirando el estribo de subida, esperé un rato callado y sin pensar

demasiado al próximo colectivo que venía tan completo como el anterior y me subí, el

colectivero me preguntó si iba al entierro le dije que sí y me dejó viajar gratis.

Al llegar al Congreso había una cola de más de diez cuadras con gente que iba de uno en

uno esperando entrar a ver la figura rígida detrás de un vidrio de la madre de los

desposeídos, por otra puerta estaban los chicos de los colegios como el mío y la cola llegaba

a pegar casi dos cuadras y media de extensión, ¡una eternidad!, mientras tanto yo me

acerqué lentamente por una puerta donde estaban parados todos tipos de trajes grises,

anteojos y bigotitos, me parecían todos muy parecidos y hasta creí reconocer a uno de ellos,

era el guardián de la cuadra, pasó un ratito y cuando vi que entraba un grupito de esos

hombres me mandé por el costado; cuando entré no lo podía creer, estaba al lado del

General Perón, que me dio la mano como en el Campeonato Evita y me dijo "gracias por

venir", quede shockeado, tanto que ni me acerqué al cajón de Eva, a los diez minutos me fui

despacito para la calle y me volví caminando hasta mi casa. Pasaron varios días hasta que

me di cuenta de lo que había pasado, al colegio volví a la otra semana, nadie me dijo nada

así que supongo que hasta el día de hoy no se dieron cuenta de mi ausencia en el micro y en

el grueso del contingente.

Muchos años después volví a recordar este hecho cuando en un River-Boca un amigo que

es hasta hoy control del club me hizo pasar gratis a la cancha, pero a la popular a media

hora antes de empezar el partido, razón por la cual no quería ni asomarme por la puerta de

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entrada porque sabía de experiencias anteriores que no habría ni un lugar disponible en toda

la extensión de la tribuna, fue en un momento que no puedo determinar que unos tipos se

pusieron a negociar por algunos pesos el pase por izquierda a la platea alta (General San

Martín), una buena ubicación para ver el clásico. Los tipos eran cuatro, todos más o menos

de la misma edad que yo, esperé hasta que terminaran la negociación y me les acerqué,

cuando vi que pasaban dos me les metí en el medio y pasamos los cinco, unos metros más

adelante uno de los cuatro me dijo "hijo de puta, vos sí que sos rápido, ¡no te perdés una

eh!. En ese momento volvió a mi mente el recuerdo aún fresco de la cara de Perón dándome

la mano y diciéndome gracias por venir, ese día volvía a perder algo.

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Horas

Porno se encontraba con la mirada errática, perdido en las manchas de humedad que

pintaban la pared lindante con su vecino, un jubilado de la Policía Federal, que luego de

haberse cogido a todos los detenidos que pasaron por sus manos, durante los años del

Proceso, creyó conveniente pasar al celibato policial y no intentar violar más mentes ajenas,

por lo que se fue a vivir con una carcelera lunarosa de Ezeiza.

Porno se mantenía en silencio, frente a la mancha, bañado por las imágenes de un

apedreamiento en Raja, en alguna parte de Israel, en donde una multitud enfurecida corría a

una mujer que había protegido a una chica de 16 años, cuando un tipo de 46 se casó de

prepo con la pendeja (merced a las costumbres del lugar) y en la primera noche se le

abalanzó con voraces gemidos pegajosos, señas éstas, de eyaculaciones precoces; y la piba,

con la fuerza de la desesperación y la mano firme de la estática reacción al terror de la

acción, dejó que el violador se abalanzara sobre ella y su mano enfundada en una tijera,

para luego caer pesadamente y puteando, no sin sorpresa medioriental.

La chica, luego de la “separación de hecho” se refugió en un asilo para pobres y

desahuciados en la parte norte de la ciudad. Al enterarse el hermano de una de las dos

mujeres a cargo del centro de atención y cómplices del encubrimiento de la infractora, fue

estrangulada por éste ante la vista de los familiares del novio y el aplauso de todos.

En el momento en que las imágenes entrecortaban el ambiente en la habitación, la

otra mujer era perseguida por su esposo y cientos de fieles seguidores de las buenas

costumbres, mientras el conductor en inglés rápido y apresurado estaba a los gritos diciendo,

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"que barbaridad, Peter, seguilos, seguilos hasta el final" y del otro lado una voz tan

regocijada como la anterior decía lo mismo, pero esperaba que alguno diera la estocada final

y el hijo de la mina se la dio. El cronista con una sonrisa disimulada se quedó con la imagen

congelada de la tipa desfigurada por las piedras y luego de un ratito pidió volver a estudios

centrales.

Pero nada de lo ocurrido había podido sacar de su ostracismo a Porno, él había

quedado pegado a un recortecito en el diario que contaba someramente la discusión

desatada desde hacía más o menos año y medio entre los integrantes de The Cure con

Robert Smith a la cabeza con los integrantes de Oasis.

Las letras del diario, corridas por el sudor del repartidor al lanzarlo desde la camioneta

hacía muchas horas atrás, se entrecruzaban y generaban en Porno algunas dudas y

confesiones.

¿Cuál es la historia?, se preguntaba cuando caía en el mundo profundamente oscuro de

Smith y se veía a sí mismo frente a un espejo, pintado de blanco, pálido, triste. ¿Cuál es la

historia?, se decía al pasar a la superficie del newpop, siendo tatuajes sus dudas lisas como

piel de bebé y sus miedos ásperos y peludos como el durazno.

El ostracismo cesó por un momento cuando de su codo y sus costillas, la pinza que

formaban agarrando "la novela y la vida" de Mariategui cayó al piso de canto, golpeando su

dedo gordo izquierdo, en medio de su uña que no llegaba a ser tapada por la chancleta que

su vecina le había regalado para navidad.

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El libro cayó abriéndose en la página del juicio, en donde el protagonista, de dos

nombres, dos ciudades y dos mujeres no comprendía “niente questa situazione”, Porno

levantó el libro del piso, acomodó las hojas que se habían salido del lomo mal pegado, se

armó un fasito y volvió a acomodarse en el mullido sillón del living, frente a la mancha de

humedad, de coté al televisor, en eso el humo se mezcló dulcemente con el aire y junto a las

imágenes de una tragedia en Miami, con turistas marplatenses que habían sido devorados

por los tiburones blancos, devoradores de hombres, asesinos.

El juego entre las imágenes, el humo y la cristálica mirada de Porno hicieron del aire y del

ambiente un lugar distinto, cálido pero distante. La luz del televisor siguió toda la noche, el

porro se consumió en los dedos helados por el vacío de pensamientos de Porno y sus ojos

continuaron abiertos hasta que el sueño, el aroma y la nada los cerraron por algunas horas.

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Huida

Siete de la tarde decía el reloj que colgaba sobre la rancia pared conformando un

cuadro imperfecto con la ventana que caía debajo de éste. El Instituto Los Gladiolos vivía un

día normal. Como en los días anteriores, yo me disponía a preparar la cena para los internos.

La misma no debía retrasarse a más de las ocho de la noche, porque con una merienda

borrada por el no pago de las obras sociales, los estómagos debían ser llenados a un horario

intermedio para que los de adentro no lo notaran.

En este lugar, la costumbre de borrarlo todo ya era cosa de todos los días, un asunto

constitutivo que le daba identidad; los tratamientos consistían precisamente en eso, en

borrar la historia, los deseos, las pulsiones y para ello estábamos todos nosotros allí.

El Instituto era un típico lugar de atención psiquiátrica dividido en cuatro edificios,

con un parque grande rodeado por una cerca perimetral, con rejas en las ventanas de las

habitaciones. Uno de los edificios era mixto, donde se encontraban los más socializados,

como acostumbraba decir el Director Médico, otros dos separados por sexos para aquellos

que todavía no terminaban de entender las pautas de la Institución y un último bloque que

quedaba para los sujetos que no mostraban ninguna intención de socializarse y poder ser

parte concreta de las habituales prácticas abortivas o la venta de bebes u órganos.

A este último lugar iban a parar aquellos que se habían portado mal, es decir quienes

no habían querido tomar sus medicamentos, contestando de mal modo, o quienes se habían

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cogido entre sí y no se dejaban coger por el calificado personal. En este lugar también caían

esos que contaban con causas penales graves y que además tenían el tupé de ponerse

ariscos, por último, también eran parte integrante del sector los que de alguna manera le

cayeran mal a algunos de los integrantes del plantel de trabajo.

Alejandro era un tipo bastante complicado cuando llegó a Los Gladiolos con las

manos esposadas, arrastrado por dos policías, completamente drogado tirando patadas para

todos los costados, llorando y con el rostro completamente desfigurado, teñido en sangre

que se le había secado recientemente, con moretones extraños, justo debajo de los agujeros

que mostraba su remera. Cuando se le realizó la revisación de costumbre no se le

encontraron casi ninguno de los dientes, la lengua se le trababa y frente a los aparatos

odontológicos Alejandro gemía cargado de terror. Frente a este cuadro todos los empleados

concluimos “dejadez de drogadicto, bajón por ponerlo en su lugar”.

En cuanto pisó el lugar y los médicos certificaron que la policía lo había traído en

perfectas condiciones y que gozaba de buena salud, los camilleros lo arrastraron hasta el

depósito del Instituto, es decir al pabellón cuatro, lugar donde los médicos decían que debía

comenzar su “re-socialización”. Él en el trayecto hasta el pabellón gritaba cosas inentendibles

y los camilleros lo servían con sutiles golpes en la nuca, los riñones y los omóplatos con un

casi imperceptible movimiento de sus codos.

Pasaron más o menos dos meses y medio, tal vez tres para que el resto de nosotros

volviéramos a ver su carita por el Instituto, porque como decía el director, a los del cuatro

“no hay que dejarlos ver el sol hasta que entiendan cómo es la cosa en el lugar, sino no, no

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hay respeto” y con esa historia del respeto los dejaban por meses o años hasta que la

docilidad los invadía.

El mismo tiempo pasó hasta que todos volvimos a ver a Paulina, una chica de

veintiocho años, profesora de inglés con ataques de pánico y reacciones violentas, mandada

por un juez porque dijo que el llorar en clase frente a los alumnos era violento, invasivo y

contraproducente. Esta chica había caído en “el depósito” cuando la descubrieron en el

pabellón de los hombres, enfrascada en una posición no convencional con dos tipos. Al ser

descubierta los camilleros la despegaron de sus acompañantes, luego “la atendieron ellos”, le

preguntaron cómo había hecho para salir y cuando la respuesta fue que con una felatio al

guardia de la puerta le bastó, la encerraron en el cuarto y desapareció de la vida del resto.

Cuando volví a verla estaba hecha una zombi, no respondía a su nombre y la sonrisa

se le había borrado de la cara. Lo raro con esta chica es que de haber estado en el pabellón

Uno, “el pabellón modelo”, cayó al cuatro y luego volvió aquí, donde yo demostraba mi

capacidad de chef avezado, en el que los comensales estaban “re-socializados” y aceptaban

tomar sus medicinas directamente a la boca y no a través de la comida que se transformaba

en una cosa de idéntico gusto, agrio, seco y amargo.

Fue en ese ínterin donde su madre pudo reencontrarse con lo que quedaba de su

niña, sin que ésta pudiera reconocerla, cuando la señora preguntó qué le había pasado, los

médicos le dijeron que “por suerte la reinsertamos en el medio, está fenómena”, lo que llevó

a la mujer hasta el juez que la había mandado a Los Gladiolos. A la semana y media, la chica

saltó la verja, nadie se explica cómo, pero después de eso desapareció.

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Alejandro no había llegado por comportamientos que asustaban a su madre ni a una

troupe de niños ruidosos, sino porque tenía una adicción galopante a las pastillas, el alcohol

y la cocaína. Había asaltado tres kioscos, dos minimarkets y por último a una viejita a la

salida de un banco luego de cobrar su pensión. Allí fue que la mujer se pegó a la cartera,

Alejandro se tropezó cuando tironeaban los dos de la misma y de tan drogado que estaba se

quedó en el piso puteando entre risas.

Recuerdo bien esa situación porque en los noticieros con letras blancas en plaqueta

roja dictaban el informe fatal, “peligroso delincuente detenido luego de realizar un asalto con

rehenes, donde luego de una intensa balacera entre el comando ´panteras verdes´ y el

malhechor, que previamente se mostró indiferente a la negociación, el comando realizó un

exitoso accionar por el cual rescató valerosamente a la anciana e hirió al agresor”. Por lo que

pude comprobar después esto estaba bastante alejado de la realidad, pero entre el noticiero

que no tenía nada para contar y la policía que por la presión de la opinión pública debía

encontrar a un tipo que, hacia robos con rehenes, la historia se hizo carne y terminó siendo

la realidad.

Después de un tiempo largo entendí el origen de su renguera: este había recibido un

tiro calibre nueve milímetros que nunca había sido denunciado ni curado.

Con su renguera siempre tuvo una complicación, no podía caminar rápido y sus

movimientos normales los hacía con una dificultad infinita, pero cuando lograba canalizar su

odio tiraba una que otra patada que siempre terminaba en el aire, “contra el hombre

invisible” decían, contra él decía, pero siempre o casi siempre terminaba en el piso

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arrastrándose y a los gritos. Por estas actitudes fue y vino al pabellón cuatro infinitas veces y

cuando volvía venía cada vez más rengo y más torpe, se resistía, pero el físico no le daba,

además se veía en las caras de los médicos la decepción de que no lo podían volver más

tarado de lo que había entrado, siendo sólo las “duchas especiales” y los “submarinos” secos

y mojados los que casi lo dejaban en la sintonía que la Institución buscaba.

Uno de esos días en que Alejandro se ponía molesto y quería más pastillas de las que

le correspondía, volvió al cuatro y a los dos meses volvió al tres y una semana más tarde al

uno, la misma semana en la que se escapo la profesora de inglés, con los internos

convulsionados. En esos días se acercó hasta la cocina Alejandro a ver qué había para la

cena y fumarse un porrito con los muchachos, donde no contó que él ese día se había

acercado hasta la oficina del director para hablar de algo que ya no recordaba y al abrir la

puerta encontró a la profesora en posición felina, con las partes traseras cerca de la cara del

Director. Cuando éste noto su presencia, de forma incómoda le contó que al parecer la chica

se había metido un tranquilizante en el culo para no tener que tomarlo, pero Alejandro nos

comentó que con la lengua no se busca una pastilla entre medio de los dos cachetes

femeninos. Junto a mí estaba mi fiel ayudante Chancleta, que con atenta mirada y un

escarbadientes clavado entre las muelas del costado izquierdo no perdió detalle. A la hora,

Alejandro se retiró a su habitación, que contaba con dos camas donde sólo se usaba una, la

de él y yo le dije cuando estuviera la cena lo mandaba a buscar, mientras el Chancleta miro y

asintió como siempre hacía.

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A las ocho en punto, cuando todo estaba listo para comer le pedí al Chancleta que

fuera a buscarlo, porque el rengo tardaba como diez minutos en llegar al comedor desde su

pieza y si le avisábamos cuando ya estaba servido el morfi al llegar no tenía nada.

Pasaron veinte minutos desde que lo mandé a buscar hasta que aparece el Chancleta

detrás de la figura del Director diciendo que no encontraba a Alejandro por ninguna parte,

gesticulando con mucha vehemencia, entonces todos salimos a buscarlo luego de servir la

comida, como para que el resto de los internos no se dieran cuenta del vecino faltante,

porque siempre que ocurría esto se ponían tensos, violentos, llorisqueaban y comenzaban a

pelearse entre ellos y con los empleados del Instituto, teniendo como saldo electrochoques al

por mayor, como para atemperar a los enfermos.

Entonces recuerdo estar buscando a Alejandro junto al resto hasta pasadas las doce

de la noche, dándonos finalmente por vencidos, como ocurría siempre. Luego, el director

confeccionó un informe que decía lo mismo que el de la desaparición de la profesora y el de

todos aquellos que resultaban conflictivos o peligrosos a los intereses de Los Gladiolos. “El

paciente salió corriendo, saltó por encima de las rejas de dos metros veintiséis centímetros,

ganando de esta manera la calle”.

De esto nada más se supo, pasaron tres meses y nadie más recordó la situación,

teniendo como único momento para recordar el olor de los incineradores tiñendo de un aire

espeso y gris luego de cada fuga.

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El Atlante

Out sider decía una y otra vez el pequeño monigote que se había sentado a mi lado,

yo lo miraba, él a mí y repetía nuevamente las palabras “Out sider out sider”; una y otra vez

lo decía y mi paciencia se inquietaba, pero a su vez también mi curiosidad por saber qué

significaba decirme a mí out sider a cada momento y a simple vista.

El viaje se prolongó varios kilómetros hasta que él se bajó en medio de la ruta (que va

camino a Pinamar y Gesell) a los gritos repitiendo aquellas palabras una y otra vez, corriendo

por el pasillo en forma de parabrisas, con sus ojos dirigidos hasta los míos sacándolos del

punto de encuentro una y otra vez. Llegando al ultimo escalón cambió sus palabras por las

de “atlante, atlante”, moviendo sus manos inquietamente, clavó nuevamente sus ojos, bajó

el escalón y se fue.

El viaje se reanudó, pero la actitud de mi compañero de ruta me había perturbado con

una intensidad tal que comencé a repetir en mi memoria cada uno de los momentos en los

que mi vecino había utilizado la palabra out sider, desde el primer momento al sentarnos

hasta el fin de su paseo, en el medio de la nada, a cuadras del mar que nunca había visto

desde allí, con un fuerte viento y vacas mugiendo de forma interminable.

Rebobinando en mi memoria, recuerdo que este hombre al llegar a Retiro cargaba un

pequeño bolsito de mano, uno de esos bolsos de cuerina vieja, mal teñido y resquebrajado.

Eso en un primer momento, vuelvo nuevamente a mi mente, me había parecido extraño,

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Cristales

pero después entre despedidas y abrazos lo perdí de vista y con ello también lo saqué de mi

registro momentáneo de interés. Al subir al ómnibus, veo que unos amigos que habían

venido a despedirme se veían extremadamente estáticos frente a mi ventana señalando con

la mirada a uno de mis costados, al costado que quedaba de espacio entre mi cuerpo y la

parte trasera del asiento anterior, en ese hueco estaba parado respirando de forma

intermitente, discontinua y de áspero y chasqueante ruidito, mi vecino de asiento miraba

entre la gente buscando a alguien y por momentos clavando sus pupilas en mis amigos que

seguían frente a mi ventana pero rígidos (sonrisita tensa y continuada) frente a lo que en

mis oídos empezaba a ser una voz.

El motor se pone en marcha y la puerta se cierra, me lo acuerdo incluso hoy, en ese

mismo instante el tipo comienza con su out sider, out sider, pero una película clase “B”

comienza a rodar y con ella el viaje.

Cuando el colectivo termina de dar la vuelta por la villa 31, él me vuelve a mirar, yo

no lo miro, pero siento su recorrido por mi rostro y mis manos apoyadas en el mentón, un

cierto frío incómodo me invade, aunque trato de restarle importancia a la situación y sigo

mirando la película en la que dos bandas, una de latinos y otra de coreanos, trata de ganarse

un espacio dentro del barrio-territorio del otro.

Como ya son las doce del mediodía, el copiloto hace las veces de azafato y nos

reparte unos sanguchitos de jamón y queso con un poco de mayonesa untada en los panes y

una latita de Coca-Cola para bajar el bollito de pan que acostumbra hacerse en esas

ocasiones. El tipo ve el sándwich, ni se mosquea y cuando el copiloto extendiéndole la mano

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Cristales

se lo muestra y le dice “señor su sándwich” él vuelve hacia un lado y hacia otro sus ojos y

termina negando el ofrecimiento acompañándose con una pequeña resopladita. El viaje

continua y llegamos al mismo punto en el que comenzamos, él se baja y me dice “atlante,

atlante”. A las cuatro horas y media, mas o menos, llegamos a destino.

Al bajar del colectivo y poner los dos pies sobre el suelo de la estación de ómnibus de

Villa Gesell, pego una profunda aspirada con la mala suerte de que a mi lado pasa un

ómnibus que está llegando desde Buenos Aires y me llena de gas, puteo y la punta de mi pie

izquierdo golpea suavemente tres veces el piso aceitoso de la estación, recibo mi equipaje y

me marcho hacia el hotel frente al mar que ya había reservado desde Buenos Aires.

En el hotel prendo el ventilador de techo de mi habitación, me saco la ropa y me

asomo a la ventana que daba al fondo de una casa media desvencijada y que siempre tenía

nenes corriendo por el parque y ropa colgada, prendo un cigarrillo y abro mi libro ( La

habitación cerrada de Paul Auster), sigo los pasos del vagabundo que Auster sigue,

acompaño las letras que éste hace y me preocupo, en el contenido de las paginas veo la

imagen del tipito del bondi moviendo lentamente su boca, gesticulando con extremada

exageración y diciendo, “out sider, atlante” una y otra vez mientras que desconcentrado

trato de seguir leyendo, mi vista se pone blanca, cierro el libro y me voy al baño en busca de

un vasito de agua para calmarme un poco, respiro fuerte, me pongo la malla y me voy a

caminar por la playa.

Tirado en un médano siento detrás mío algunos gemidos, movimientos de arena y dos

voces agitadas discontinuamente diciéndose cosas que evito ponerme a descifrar, me

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Cristales

incorporo para mirar el mar y en la orilla pasan dos chicas con bikinis inhallables, que logran

con total rapidez sobresaltarme, detrás de los hermosos bikinis semi-invisibles un perro que

arremete contra una de las nalgas de la más alta de las chicas y un dueño de perro que se

tira encima del perro y del culo, la chica no recibe ni un raspón y termina acariciando al

perrito, su dueño hace lo mismo con ella, su amiga sigue sola y yo me voy al hotel

nuevamente a intentar comer algo.

En las calles de Gesell durante el año nuevo pasa algo muy extraño dado que la

principal (la calle Nº3) se convierte en una mezcla de 18 de Julio y Sambodromo y todos

salen a bailar por el choricito central. En el malón de gente distingo al tipito, que con un

pantalón medio descuidado, manchado en la rodilla derecha, se pone a mi costado derecho y

grita “atlante, atlante” varias veces, yo me mezclo entre las comparsas y lo pierdo, esa noche

vuelvo al hotel con la sensación de estar siendo perseguido, mirando a cada uno de mis

costados, hacia atrás y al llegar al cuarto decido leer, pero no el de Auster sino cualquier otra

cosa, al manotear en el bolsito marrón de los libros saco uno de Borges, Ficciones y lo abro

en sus primeras páginas, las pasé y llegué a un cuento, el tercero en orden de aparición, Las

ruinas circulares y al terminarlo me había quedado peor que antes, no sabia qué era lo que

me estaba pasando, sentía que era observado, perseguido y me preguntaba si era posible

que alguien me estuviera imaginando, que fuera producto del sueño de otro o que el tipejo

de palabras extrañas fuera producto mío o ambos de algún otro. Esa noche no pude dormir.

A la mañana siguiente de año nuevo volví a meter las pocas cosas que había sacado

del bolso y me fui a la estación a esperar el próximo colectivo, subí y encontré el asiento de

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Cristales

al lado un pequeño almohadón con las siglas de la empresa bordados en el costado derecho,

me acomodé de cúbito dorsal y dormí el resto del viaje hasta Buenos Aires.

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Cristales

Un momento eterno

Eran las ocho y cuarto de la noche cuando el televisor de la pieza se prendió frente a los

ojos cansados de Agustín.

Las imágenes, tan fuertes como intrascendentes se apoderaron de su rostro, aunque en

realidad él sabía que el aparato estaba prendido, pero su atención se había quedado en un

lugar amargo y preocupado. Su atención se había quedado pegada a esa botella avejentada

de Fernet, trastornándolo toda la noche, asfixiando su alrededor.

La botella era su dueña. Y era su dueña desde hacía más de dos meses, cuando lo que

sabía hacer y lo sostenía, se había caído al subsuelo, dejándolo perplejo, solitario y desde

luego borracho.

Agustín había perdido hacía dos meses el control de sus actos, luego de quedar en la calle.

Él había perdido un trabajo, había perdido su trabajo.

Él era, por vocación y también por necesidad, corrector de una editorial importante de

Buenos Aires y desde más o menos seis meses a la fecha la empresa comenzó a

“racionalizar” (como le dicen) y Agustín no pudo escaparse de la volteada. Lo despidieron

luego de comprar la nueva planta informática, que en los procesadores de texto ya traía

corrector ortográfico propio y lo peor fue que le exigieron como tarea, la de completar,

mejorar y actualizar los datos del “competidor” informático, para luego de esto, entonces,

poder rajarlo con la tranquilidad y confianza que les merecía su idoneidad para corregir

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Cristales

aquello que estaba equivocado y perfeccionar todo lo que estaba bien, aunque eso en sí lo

dejara de lo peor.

A partir de este episodio de seis meses interminables, Agustín, corazón abombado y

lágrimas contenidas, fue convirtiéndose de un borracho triste, solitario y aburrido, aunque de

vez en cuando se juntase con ex-compañeros, algunos considerados amigos, otros

admiradores y otros tantos admirados, para recordar épocas remotas, algunas de años y

otras de meses, pero lejanas por lo intangible de sus actualidades.

Este tipo de encuentros, como es de esperarse, deprimen aún más al protagonista de

nuestra historia, poniéndolo o poniéndolos a todos en la incómoda posición del fracaso

ininteligible. Un fracaso que de tan denso fracasa en sí mismo.

Él, como todos ellos, solía ser un tipo jocoso, por cierto, algo alegre y por sobre todo

despreocupado y tenaz. Agustín era un tipo que se la pasaba haciendo chistes, un poco

sutiles a veces, un poco pesados y poco chistosos otras, pero de un modo o de otro, nunca

dejaba escondida una oportunidad para bromear.

Su vida venía viento en popa hasta que le pegaron el raje y lo utilizaron para apurar su

propia salida. Con el correr de los días Agustín fue perdiendo sus estribos -si alguna vez pudo

sostenerlos- y además para colmo comenzó a leer asiduamente a Raymond Carver, un libro

que tenía en su biblioteca, por no precisar que éste era el único que le había quedado luego

de una pelea con su novia.

Agustín bajo este marco leyó todo el libro dos veces, pero luego comenzó a centrar su

atención en dos cuentos específicamente, uno era cuidado y el otro era desde donde llamo.

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Cristales

El primero trataba sobre la relación entre un alcohólico que, luego de una supuesta pelea,

se había mudado solo a un pequeño departamento en el que estaba durante todo el día

borracho, pero con la rara particularidad de que pensaba que si solo tomaba (y comía)

champagne durante todo el día podría mantenerse sobrio. La cuestión es que ese día, lo

había ido a visitar su (ex)mujer para ver de qué modo iba a seguir la relación, dado que

habían tenido problemas por la bebida.

La cuestión es que él al recordar que su "chica" vendría, quiso esconder las botellas de

champagne detrás del inodoro o algo así, hasta que la mujer descubre el juego, nota además

que estaba borracho y se marcha en forma rauda y ofendida, dejándolo nuevamente en la

soledad del departamento y de sus ideas semiborradas.

El segundo que lograba aterrorizarlo y dejarlo casi inmóvil, trataba de unos tipos que se

habían ido a una comunidad para hacer una cura de alcoholismo y se contaban con lujos de

detalles, como vivían, y las cosas horribles que habían hecho y que aún seguían haciendo a

lo largo de sus vidas, o secuelas indelebles que los marcaban de por vida, en sus cuerpos,

sus mentes y sus vidas.

Por estos personajes habían pasado miles de gotas de alcohol que en sus esqueletos se

convertían en torrentes inagotables.

Lo que más le impresionaba de la historia era que estos tipos habían sido personas

"normales", sin problemas graves, aunque lo que más le impresionaba era que él, como

estos personajes, había empezado a perder el control sobre la bebida, embebiéndose,

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Cristales

llevándolo a pensar entonces que en cualquier momento terminaría igual que un personaje

de los cuentos Carvianos o aún peor, como él mismo se veía en su terror.

Con el correr de los días éste no podía controlarse ni controlar la situación, hasta que quiso

ponerse a trabajar en la novela que por tantos años había dejado postergada y notó que,

cada vez con más frecuencia, se encontraba imposibilitado para poder desarrollar al menos

una frase en forma coherente o incoherentemente unida, pero en definitiva y de algún modo

escrita.

Luego al no reconocerse, Agustín comenzó a ponerse cada vez más nervioso y sus ojos,

que en otro momento lograban cambiar de color -según la ocasión-, pero manteniendo su

brillo original, comenzaron a perderlo, esquivando las miradas y sus manos fueron

volviéndose cada vez más temblorosas y su cuerpo era consumido por un eterno cigarrillo

verde y por un mercado que de a poco, lo dejaba fuera, sin un peso, rechazado y

destrozado.

Luego de esto Agustín enloqueció rápidamente en forma paranoide, perseguido por sí

mismo, exigiéndose una escapatoria a su nuevo Agustín y perseguido también por el

contorno.

Al ver este cuadro Agus fue convencido para llevar a cabo una asistencia, pero esto no

bastaba porque las botellas se habían convertido de manera galopante en un gran ejercito

que lo venia a rodear, cargadas de arcos y flechas envenenadas.

Luego el psiquiatra lo empezó a dopar para que "durmiera", pero de esta forma lo que

lograron fue ponerlo aún peor, con temblores y llantos como única compañía, así que

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Cristales

después de un tiempo cayó en el “Borda” y los electroschocks comenzaron a llegar de

manera ininterrumpida.

Al seguir con este tratamiento Agustín fue quedando sin voz, su sangre fue reinsertándose

en el veneno cautivo de sus médicos, los temblores se hicieron comunes y la inconsciencia

no pudo apoderarse completamente de él, así que en ese momento Él se convirtió en testigo

privilegiado de su deterioro, un deterioro que a partir de su internación había pasado a ser

un deterioro, socialmente justificado.

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Cristales

Florero

Empezaba a caer el frío del atardecer en Buenos Aires, una llovizna pesada me

empañaba los lentes y mis papeles se humedecían suavemente, algo que logra poner

molesto a cualquiera, todo se moja, pero no lo suficiente. Rápidamente decidí tomar un taxi

Peugeot 504, supongo que era gasolero por el ruido a cafetera funcionando a todo vapor. No

tenía mucha plata, pero apurado por la necesidad de entregar una nota, que como siempre

me decían “tenía que estar para ayer, pero te la doy ahora”, lo tome sin miramientos.

El tipo que manejaba el auto era canoso, flaco, con un pullover amarillo y anteojos de

esos que son rectangulitos para la gente grande que quiere ver, tenia 56 años (edad que

luego en el transcurso del viaje confirmaría fehacientemente) y venia escuchando la radio,

una FM, en la que el locutor justo hizo un comentario acerca de que en Estados Unidos ya se

estaba pasando la moda de las rodilleras con los colores de la bandera norteamericana,

porque el bueno de Billie ya estaba en retirada, saliendo por la puerta de atrás del salón oval

corrido a paraguazos por la linda de Hillary.

Luego del breve relato erótico-político, el conductor del programa, comenzó a

molestar a su locutora, con voz acaramelada, que seriamente le hace parar el pito a uno

imaginándola como toda una bombona a punto para comer. La chica, que tenia veinticuatro

años, al parecer era cargada una y otra vez por el mandamás del programa y por toda la

producción, oyentes que no tienen un carajo que hacer y seguramente por algún boludo más

porque se le había ocurrido decir en su voz dulce, erótica y envolvente que nunca en su

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Cristales

perra vida había cogido, jurando y perjurando que era virgen y que no terminaba de

entender por qué se había puesto de moda esa cosa de usar una rodillera por algo que

estuviera relacionado con un presidente.

Mientras, entre risa y risa del taxista y del estudio, en un semáforo se nos paró un

hombre de más o menos treinta y pocos años, lo que dio pie para comenzar a comentar la

situación económica, la malaria, el miedo, ahí el tipo me dijo que él tenía miedo de toda la

gente que veía en la televisión, matándose, robando, pero que de ninguna manera podía

justificar esta violencia por el estar desesperado, eso por supuesto era una respuesta a mi

justificación progre, pequeño burguesa de que la culpa de todos los actos de violencia la

tiene el sistema de exclusión en el que vivimos. El tachero fue contundente en su respuesta,

tanto que su tono se violentó y yo me preocupé, pero después al ver que me decía “la

violencia no era justificable bajo ningún punto de vista”, me tranquilicé y casi sin darme

cuenta comenzaba un relato inesperado, que me permitió explotar mi morbosidad ilimitada

para conocer las penurias de los demás. Hacía un año que trabajaba como periodista para

una revista femenina que escarbaba en historias de vida de gente que la había pasado

pésimo toda su vida y que de repente pafff, lograron salvarse o de un cáncer o una

separación o de la gordura o la anorexia, siempre lograban salvarse, siempre arriba era la

cosa en esa puta revista, pero en ese año nunca hubo un testimonio tan sincero y rico como

el que había logrado colar ese viernes por la tarde.

El tipo comenzó a hablar, mirándome a través de su espejito retrovisor, mientras

tiraba cambios, doblaba esquinas, encerraba motos y era encerrado por bondis, “Mira, como

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Cristales

ya te dije a mi no me parece bien que la gente sea violenta, no lo justifico para nada, para

nada (repitió la segunda vez haciendo énfasis).

Yo, que trabajaba todo el santo día, una vez llegué a mi casa un poquito más

temprano, porque el colectivo había llegado más rápido que de costumbre y me encontré con

un panorama que ni te imaginas. Encontré a mi mujer, ¡a mi mujer!, en la cama con otro

tipo, un vecino que no me caía nada bien. Te juro pibe que en ese momento podría haberlos

matado a los dos, o me podrían haber matado yo, claro, pero por suerte tuve un segundo de

lucidez y pensé con la cabeza y me dije, ‘no, yo quiero a mis hijos, porque si acá pasa algo

ellos se quedan solos y esta mina de ellos se olvida’. Así que recapacité y no les hice nada,

aunque te aclaro que no podía más, no me aguantaba de la bronca y la impotencia de ver lo

que me pasaba.

En ese momento era un tipo joven, como vos ahora, y vivía en Montevideo, entre

Barrio Sur y Palermo, trabajaba todo el día como un descosido, no tenía tiempo para nada,

ni juegos, ni bebida, ni nada, pero tampoco le prestaba atención a mi mujer y bueno...,como

me descuidé apareció ese ‘florero’, que no tenía que hacer nada, solo ir a trabajar, tomarse

una grapamiel y después andar dándole vueltas a la mujer que le gustaba, regalándole

alguna vez una caja de bombones o un ramo de flores, haciéndole la corte como a las

mujeres les gusta y pasó lo que tenía que pasar. Imagínate que si a mí se me ocurría

regalarle un ramo de flores como un tonto me ponía a pensar que si hacía eso era menos

plata para los botijas, cuando la cosa no pasa por allí porque se puede hacer todo, pero no

me daba cuenta de eso, o mas bien no lo quería entender, bah..., ni pensar che.

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Cristales

Después de un tiempo no aguante más, entonces me separé y me vine para acá, para

Buenos Aires. Pasaron unos pocos meses hasta que me volví a Montevideo para buscar a mi

mujer y a mis hijos, cómo te lo podría explicar, compungido, no podía estar sin ellos, pero

pss, que se le va a hacer, las cosas ya no eran como antes, por esa cuestión de la

desconfianza, los vecinos, el ambiente, así que al tiempo nos separamos para siempre.

Y con esto que te cuento, yo no digo que ella fue una mala mujer porque se fue con

otro hombre o porque me dejó de querer, no, lo que digo de ella, es que fue una mala mujer

porque no me dijo las cosas de frente, porque no me dijo lo que pasaba en la cara. Es como

si un día en un trabajo viene el jefe y me dice de frente que tienen que reducir personal y

que me toca a mi, ahí no me puedo enojar con él, porque me lo dice de frente, con una

mujer es lo mismo, que sé yo, pss, es la confianza, es el respeto mínimo, ¿me entendés, no?.

Mira, yo creo, no, en realidad estoy convencido de que, si no hubiera tenido que

trabajar todo el día para poder mantener la casa, la mano hubiera sido otra y con esto te

digo que yo no era ni un borracho ni un mujeriego que andaba con otras, pero no le

prestaba atención a mi mujer. No sabía nada de lo que le pasaba y todo eso porque me

preocupaba sólo por conseguir la plata para la casa y nada más, porque allá, en Montevideo

tenía que pagar el alquiler y no me quedaba otra”.

Habíamos llegado al final del corto recorrido que separaba mi casa de la redacción, mi

nota esta vez eran los desengaños amorosos, por lo que estaba más que interesado en lo

que me decía, unos minutos antes de que terminara de contarme la historia el destino del

tránsito me había dejado con la incertidumbre, pero antes de bajarme el tipo me agarró del

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Cristales

brazo y mirándome a los ojos con un suave movimiento me sentó, la historia no había

terminado y el estaba ansioso por terminarla toda completita.

Sentado entre el asiento y con un pie afuera del auto, mojándome las únicas zapatillas

que tenía, que además eran nuevas el tipo me dijo, ‘Igualmente te digo que me volví a

casar, va a juntar ¿no?, aunque es lo mismo, con otra mujer después de dos años de estar

separado y ... aunque vos no lo creas no me costó nada, nada confiar en ella, porque esta es

otra relación (y gesticulaba con la mano para arriba y para abajo juntando los deditos gordo

e índice, como Carlitos Bala), por suerte encontré una buena mujer, una de verdad, pero

esta vez no me quise equivocar y empecé a darle otro lugar, ¡siii!, otro lugar. Si vos querés

salir con tus amigos o ir a jugar a la pelota o a comer un asado lo podes hacer, pero también

tenés que saber que un fin de semana le tenés que decir a tus amigos que esos días vas

hacer lo que quiera tu mujer. Y tenés que saber que si llegas cansado un sábado y tu mujer

te pide ir a la costanera o a Palermo, decís ’vamos’ con la mejor cara de boludo que tengas y

listo el pollo. Yo me di cuenta que hay que preocuparse por la mujer, hay que darle libertad,

dejarla salir a trabajar y sacarla a pasear, prestarle atención y con esto que te digo no quiero

decirte que ella te lleve con un bozal, ¡nooo, de ninguna manera!, pero tenés que hacerla

sentir bien y no ser machista”.

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Cristales

¿naranjo en flor?

Nacho se encontraba tirado en un sillón, metido en sí mismo, llorándose luego de


haber escuchado que un amigo le había comentado a otro, lo mal que él estaba, algo que ya
sabía, o mejor dicho creía saber, pero desconocía el porqué de ello.

Desde hacía mucho Nacho se boicoteaba a sí mismo, nunca terminaba nada de lo que
empezaba, dejaba a medias cada cosa que hacía, cada cosa que le gustaba la abandonaba
cuando comenzaba a sentirse bien, cuando no podía abandonar las cosas tensaba todo para
que la otra cosa o persona lo abandonase, no siempre tenía suerte, pero se las rebuscaba.

Ese día el aparato musical escupía Naranjo en Flor en muchas versiones, desde Goyeneche
a Calamaro y siempre se detenía en una parte de la canción, porque “primero hay que saber
sufrir, después amar, después partir y al fin andar sin pensamiento”, ¿qué carajo quiere decir
esto?, se preguntaba, yo siempre se sufrir, es lo único que sé, pero no lo disfruto, después y
entre medio amo, pero le tengo miedo y ... ¡sin pensamiento! Sería el mundo perfecto,
pero...., ¿cómo mierda hago para andar así, tanto leer a un montón de pelotudos que me
hablan del pensamiento que no me atrevo a andar sin él; porque tanto machacar con eso de
que el hombre debe pensar para comunicarse y así constituirse como hombre, como sujeto
que objetiva y construye, no se, eso me da miedo.

Lo que siempre quiero es llegar al pensamiento huyendo del pensamiento, Bergamín


lo dice, yo no lo entiendo, pero creo que eso es lo que quiero y lo repito una y otra vez, o
pienso que así lo hago.

Mientras tanto este se encavernaba cada vez más y la voz gastada de Goyeneche se le
mezclaba con la dulcelechosa de Calamaro y volvía una y otra vez sobre la misma duda, al
final, ¿qué carajo hago?, se decía; se había dedicado a terminar su carrera y se auto
boicoteaba perdiendo el tiempo una y otra vez discutiendo con un inconducente trotskismo.
Había tratado de terminar su novela y en cada sesión de trabajo se deslizaba hacia una

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Cristales

novela nueva, nunca la misma y nunca novela, un poema tras otro, un fracaso tras otro que
acortaban los deseos y la esperanza de continuar con lo empezado.

Y seguía “...después que importa del después toda mi vida es el ayer que se detiene en el
pasado” él escuchaba y se preguntaba ¿qué pasado?, el de no haberse sentido cómodo
nunca en ningún lugar, el de haber sufrido al estar en el lugar equivocado en el momento
equivocado, ¿qué pasado?, se preguntaba, trataba de interpelarse sin éxito.

Nunca había creído ninguno de los proyectos que había encarado, nunca se había creído a
él mismo, ahora le llegaba la hora de ver que nadie en realidad le creía y que además no era
una buena simulación la que intentaba hacer. Había sido descubierto, pero no sabía por qué,
cuál era el motivo por el que lo etiquetaban de estar mal, no entendía el motivo por el cual
todos decían que estaba mal y alimentaban el mito del blues, cuando él sabía que su
estrategia era tocar sin parar, hacer del blues su constitución de personalidad.

¿Cuál de todas sus cosas eran las que lo hacían estar mal frente a sus amigos?, ¿era por lo
mismo?, ¿era por otra cosa?, ¿habían descubierto un mal nuevo? Eso lo preocupaba aún más
que sentirse mal por sus propios medios y reconocerse a sí mismo como un chico con
problemas, el no saber cuáles eran esos problemas, el no entender qué era estar mal para
los demás o el ver que al final de cuentas toda su ineficacia para la vida descubierta por
otros se le empezaba a volver en su contra.

¿La senda del perdedor?, nooooo, eso nunca se lo había planteado, ni se le pasaba por la
cabeza, ni Hollywood ni el éxito en el colectivo era lo que le preocupaba sino algo más
pequeño, pero más complicado, el no poder hacer nada de forma constante y que sólo sea
constante el abandono. “No quiero ser Reuteman que no pudo ni empujando llegar al final”,
el problema era no poder llegar al final, no ser reconocido, dado que a través de un extraño
sistema de creencias había logrado imponer un mito que ni él quería.

Ahora la pregunta era ¿habré pasado a ser un tontito al que hay que resguardar, un
inservible, alguien al que la compasión es la primera reacción que emana de los demás?,
¡que horror! Pensaba y sus lágrimas empezaban a recorren su interior, sin mojar el rostro,

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Cristales

tragándose las ganas de expresar lo que sentía, como siempre le había pasado con las cosas
que le importaban realmente, nunca decía lo que pensaba, lo que le molestaba, solo las
boludeces que los demás querían escuchar, ¿habrá llegado el momento de cerrarme por
completo? se preguntaba, y comenzaba a golpearse la pera sin entender por qué lo hacía.

Cuando terminó el disco lo volvió a poner una y otra vez, pero cada ocasión en la que se
paraba lo hacía sin salirse de la caverna depresiva que lo tenía como huésped.

Para matizar el cuestionamiento agarro un libro de Lamborghini y comenzó a leer el niño


proletario preguntándose ¿quién soy yo?, ¿Estropeado?, ¿Esteban?, ¿cuál es mi papel?. ¿Me
cortan a mí o yo soy el que corto?, a cada frase que leía se lo volvía a preguntar cada vez
con un asco mayor, se le mezclaban las hojas y se preguntaba si había sido parido por Carla
Greta Teron y se respondía que no, pero mi apellido es Rodríguez, se decía a sí mismo, pero
el látigo nunca apareció, solo la historia.

La herencia, se decía a sí mismo para convencerse, la herencia histórica, el no estar en


ninguna parte, el no saber qué se es, el no concluir procesos, naranjo en flor, claro, naranjo
en flor y se miraba las manos, “el vivir de la historia, eso es” se decía, pero ¿cuál?, ¿yo tengo
historia? ¿Cuál es mi origen?, porque me lo arrancaron y tuve que volver, volver a
construirlo. Un minuto más tarde revolvía su discurso para auto convencerse con eso de que
la historia es una construcción de los sujetos y que a su vez éstos van siendo construidos por
la sociedad y ésta por la historia; pero lo que se le complicaba a él era que mas allá de que
algunos dijeran que éstos llegan con todo armado, Nacho tuvo que construirse parte de su
historia a través de la imaginación, por medio de los libros que le había quedado, por la voz,
por las fotos, es decir que al llegar, no mucho después Nacho fue arrancado de una parte de
su estructura histórica, ya que uno de sus constructores desapareció antes de que el pudiera
decir Mac Donald’s.

Y al rato volvía en sí mismo a través de la canción y se decía, “claro, ‘al fin andar sin
pensamiento’, seguramente yo salí de alguno”, NO, “el camino huyendo del camino y el
pensamiento huyendo del pensamiento”, se volvía a repetir junto al libro de Ibañez, ¿la

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Cristales

lectura me habrá hecho mal?, se preguntó, no creo, nunca tuve demasiada, sólo vivir, sufrir
y al fin andar sin pensamiento..., perfume de naranjo en flor.

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Cristales

Cristales

Es de noche y estoy terminando la décima cerveza, las luces golpean sobre las paredes, los

sonidos me envuelven y el ambiente me aprisiona cada vez con más fuerza, al rato caigo en

un sueño profundo demasiado real para poder escapar.

En el principio me encuentro con Kim Basinger o alguien parecido, le doy un beso y luego la

acaricio, pero cuando el bretel comienza a caer ella se esfuma y yo muy desorientado me

pongo a llorar.

Después tengo uno de esos ratos vacíos que se pierde en algún lugar, un rato inolvidable

por lo desesperadamente hueco. De repente mi cabeza da contra el parante de la cama y me

vuelvo a ver frente a mí mismo y veo la desaparición en pleno cortejo de la Basinger, yo me

arranco el aparato genital sin que se vierta sobre el piso ni un poquito de sangre, enseguida

empiezo a mirar el pito con las dos bolas, todas llenas de pelos (con cierto toque de

fragilidad), las beso y comienzo a juguetear con un alfiler que aparece firme entre mis dedos,

que como este alfiler se encuentran fríos y serenos, los juegos y los mimos que le hago a las

bolas de a poco se van transformando en un acto agresivo, entonces me asusto y dejo sobre

un costado (que no puedo definir bien cuál es ese costado) el alfiler que cada vez parece

más filoso, tenso y amenazante, yo las vuelvo a besar y coloco todo en su lugar, dejo de

transpirar y mi corazón vuelve a latir a un ritmo que a mi me parece normal, porque no lo

escucho.

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Cristales

El sueño sigue un rato más pero con menos fuerza por lo que disminuye la tensión

volviendo casi a la normalidad. Me doy vuelta, me destapo y caigo en otro lugar con otra

situación diferente y única. El walkman suena persistentemente y de pronto un colectivo me

despeina, yo me asusto, no me había dado cuenta, pero ya estaba caminando por la calle y

además estaba a punto de cruzar la avenida que separa la plaza Constitución de la estación.

Luego del susto me ubico y me veo viendo a una mujer de cara muy rara, toda cuarteada y

muy desgastada, junto a esta mujer, con algo raro en su rostro, hay un gordo policía, de

movimientos toscos y agresivos. Él le pide sus documentos y reacciona mal, él le grita y yo

entonces caigo y me doy cuenta, ella no es más que un él (dado que su figura jurídica es la

masculina y su figura mental es la femenina, llegando a la situación por la que para el cana

su figura no es más que nula). Él es un travesti, uno de la clase popular, al rato caigo y

entiendo por qué parece mal tallada, al no tener nada del tiempo vital, la vida la llevó por

delante atropellándola. Luego la situación parece calmarse y los dos se prenden un cigarrillo

pero ella le tira el humo en la cara, el policía se enoja y la escupe, vienen otros dos tipos,

también vestidos de policías, que salen de la estación, la golpean, luego la meten dentro de

un celular, un Ford bastante descuidado y ruidoso al perderse, enseguida prenden la sirena y

se la llevan. ¿A la comisaría?, quizás, o tan sólo al albergue transitorio que está a la vuelta,

que seguramente les dará un turno gratis si no se les ocurre ir a molestar, si sólo se les

ocurre dejar el polvo detrás de la sirena roja como la sirena policial.

El sueño se vuelve a perder por un rato, hasta que un avión aterriza en mi jardín y bajan a

saludarme Leo Dan y la Pradón. Al tipo se lo ve realmente caliente, sus ojos se enredan

sobre las tetas de la mujer, los míos también. De repente los pezones de Alejandra explotan

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Cristales

sobre nuestros dientes y empezamos a succionarlos hasta que nos damos cuenta de que

esta mujer es virtual, entonces desaparece, por segunda vez exploto de ganas pero no

puedo hacer nada, ni masturbarme, nada puedo decidir, porque esto es un maldito sueño y

no puedo pensar de antemano qué soñar y mucho menos saber su final.

La ventana se golpea y me estremezco, creo que es una bomba. Luego me sumerjo en la

casa de una chica que vive en un país en guerra, yo también vivo en una que todavía no fue

declarada. Ella está tirada detrás de una silla, bajo la mesa, temblando. Sus ojos taladran los

míos hasta que su boca escupe el miedo que tiene dentro, yo no le contesto nada, sólo la

abrazo, entonces ella de a poco se calma, pero llora, yo la beso, ella me abraza.

Más tarde salimos a su jardín, lleno de cráteres, humo y polvo (también hay mucho olor a

pólvora). Cae una bomba, yo me tiro al piso, ella se ríe, yo me levanto, ella me toma la mano

y salimos a caminar sobre los jardines vecinos. Yo piso las flores, ella las arregla con una

máquina para arreglar flores, después de un bombardeo yo me sorprendo y miro la

maquinita, made in Japan, ¡que tipos avanzados! ¿no?, se la devuelvo y vuelvo a mirarla en

su mano, realmente eso me sorprende.

Es mucho más tarde, pero también es ahora. Detrás nuestro hay cada vez más gente, son

los amigos y amigas de ella, nuestros enemigos. Todos juntos, a coro, me explican que hay

un baile por lo que mi rostro demuestra una felicidad inexplicable. Luego vuelven a

explicarme todos juntos que no había por qué alegrarse, sino tan sólo cuidarse mejor

durante la fiesta, porque al final de cada fiesta se realiza un sacrificio y como debutante para

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Cristales

esta yo llevaba demasiada ventaja sobre los demás, empiezo a bailar y me besan las orejas,

la piel se me eriza de placer, reacciono y temo.

Aparece un unicornio, me subo a su lomo y empezamos a volar. Desde abajo nos disparan

flechas, en un principio esto me alegró, pues me parecía muy simpática la situación y no se

por qué, pero creo que los de abajo son los miles de primos, no reconocidos, que Cupido

dejó en el comienzo del universo desperdigados por un mundo aún no delimitado. Sigo

sonriendo hasta que las flechas empiezan a transformar mi remera, que en el centro lleva

estampada a una mujer desnuda y con alas, en un montón de tiritas, dejándola hecha

harapos. Yo me asusto, pero me asusto más al pensar que en realidad los arqueros son los

cruzados de Ante Garmaz, que vinieron a buscarme para introducirme en el mundo de la

estética kitsch, convirtiéndome aunque ya pertenezco sin todavía saberlo. Luego caigo

interminables veces hasta que en un momento me caigo sobre un chiquero, lleno de barro y

mierda, super oloroso. Mi unicornio reanuda el camino por tierra, sus alas se cortaron y las

náuseas nadan en mi.

Seguimos el viaje, sin saber a dónde ir, como a los tres o cuatro kilómetros de recorrido veo

que en el piso caminan perezosamente tres chinches que parecen aplastadas (pero que no lo

están, estas cosas son así), y además descoloridas. Les digo ¿quieren acompañarnos en

nuestra larga travesía hacia cualquier lugar, hacia algún lugar?, por lo que ellas después de

dudar durante un rato me responden a trío ¡si!. Luego todos juntos emprendemos el viaje

cantado canciones rítmicas y banales.

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Estamos en medio del campo, el cielo está gris y aburrido, nosotros seguimos por el

camino, que por cierto no está muy bien delimitado, hasta que vemos el impreciso reflejo de

un caballo y también vemos el oloroso té hecho sobre la mierda del caballo. Todos nos

miramos y en conjunto nos abalanzamos sobre el brebaje, luego se nos corta el aliento,

nuestras manos tiemblan sin parar, las caras se nos deforman y los dientes se agrandan. Los

colores del lugar mutan con extremada violencia del gris y los pasteles y del clima tenue y

tranquilo a otro más agresivo cargado de fosforescencias y fluos verdes y anaranjados, el

ambiente tiembla y nosotros también. Entre medio de la danza de los colores cae una lluvia

de babosas que se nos pega por todo el cuerpo, nosotros somos invadidos por el terror, ellas

también. De pronto los colores vuelven a la normalidad y todo se tranquiliza aunque las

babosas siguen al acecho hasta que yo con voz firme, segura y decidida, como sabiendo bien

qué quiero decir con cada una de las palabras que digo, aunque en realidad no estoy seguro

de nada, en primer lugar porque tengo miedo y mis acompañantes también y en segundo

lugar porque estoy demasiado mareado para estar seguro. ¡¡¡Las invito a ustedes babosas, a

ser las guardianas de nuestra travesía hacia un lugar sin saber cuál es ese lugar, siendo para

ello posible cualquier lugar, siendo tal vez necesario encontrar algún lugar.!!! A lo que las

babosas responden, sin antes dudar sólo un instante a decir verdad,... y luego de un claro

suspiro dijeron no, ni locas, pero los acompañaremos hasta el pueblo vecino, no sea cosa

que se pierdan ¡imbéciles!

Al rato la travesía sigue y cae la noche, aunque tal vez no y se hace de día, vemos a lo lejos

nuevamente al caballo, él lucha contra sí mismo, llora, nosotros llegamos y nos detenemos

frente a él, éste nos manifiesta su desesperación -se quiere suicidar-, yo me preocupo, no

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Cristales

quiero ver sangre (esas cosas me dan asco), las chinches sí, por algo lo son. Pasa un rato,

todos miramos al caballo que comienza a convertirse en un lagarto, se oyen sus quejidos.

Nosotros estamos asustados, temblamos -como tantas veces-, él se da cuenta de su estado y

llora cada vez con más intensidad, diciéndonos a gritos, ¡No, no quiero convertirme en una

cartera!, se vuelven a oír sus quejidos y él vuelve a gritar. Mientras tanto yo me le acerco y

le pregunto con un tono entusiasmado y a la vez cansino: Noble y fiel potrillo, ¿quieres

acompañarnos en esta, nuestra travesía hacia algún lugar, siendo este ninguno en especial?.

En ese preciso momento se oye detrás de mis hombros la voz aguda y chillona de una de las

chinches -muy nerviosa y ofuscada- que dice sin que un solo pelo se le mueva, ¡de ninguna

manera!, me opongo terminantemente a dicho proyecto, esta cosa no puede venir con

nosotros porque sin ir mas lejos, seguramente se comerá algún sapo y nosotras no

queremos que los sapos sean comidos. Aquí se produce mi primer desencanto y mi primera e

incómoda molestia personal, no sé bien por qué se produce esto, tal vez por querer salvarle

la vida al caballo-lagarto, o tal vez, con mayor seguridad, porque esta actitud significa una

clara situación en la que se pone en duda mi liderazgo. Enseguida el caballo cae a mi lado y

se deshace, todos lloramos incluidas las chinches, luego nos miramos y escupimos al aire, al

rato seguimos caminando.

Me acurruco, babeo la almohada, toda la escena desaparece, se derrite y como pegando

una vuelta la acción vuelve a desarrollarese alrededor de Doña Kim, yo aplaudo y ahora ella

se abalanza sobre mi, besa mi cuello, yo me sonrojo, sigue por mi pecho y mi respiración se

entrecorta, transpiro. De pronto la Basinger se va transformando, sus ojos se van poniendo

bien oscuros, brillan, el pelo muta en castaño y sus labios se hacen grandes y apetitosos

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como el mundo entero. Yo sonrío, ella también, nos miramos, ella me abraza y baja hasta el

cierre, ahora mi sonrisa -toda mojada- queda grabada en mi rostro, que se refleja sobre su

espalda sudada, ella va a besarme con su boca de fuego y el despertador comienza a sonar,

yo me despierto velozmente para ir a trabajar, todo se pierde y se desvanece, aunque en el

sueño derrame sensibilidad.

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Felizmente

a la memoria de Osvaldo Lamborghini

“Quien habla no esta muerto” nos dijo una vez Alberto Girri, pero el misterioso señor

Maltrapo parece no hacer mucho caso a lo dicho y se calló la boca, guardando sus palabras

en los cajones memoriales que se abren desde su cuerpo, un cuerpo cajonado con mangos

de colores y uñas de metal, entreabiertos, con cosas colgando (tal vez pañuelos, tal vez otras

cosas, ¿quién lo sabe?).

Sí, podríamos decir al igual que Dalí en algún momento, Maltrapo es un gran mueble con

cajones que guarda dentro de sí los recuerdos que en otros momentos lo hicieron feliz e

infeliz, es decir que guarda y que se aguarda en su memoria y sus palabras, palabras que en

algún momento sonaron latigueantes para alguien y seguramente para él.

Malt, comenzó la historia de sus cajones memoriales un día en el que su novia, Jorgelína

Manparosa, lo dejó duro contra una esquina al decirle que ella estaba perdidamente

enamorada de su perra amiga Seducción.

Seducción era una chica excitante, de la que Maltrapo también estaba enamorado y con la

que había cogido varias veces, pero que por su cobardía y por su orgullo mancillado, prefirió

no decirle nada y perder para siempre a sus dos mujeres, que de una forma o de otra le

exprimían todos los jugos que pudiera brindar, hasta su propia sangre, que luego de este

episodio pasó a ser solo savia.

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Pero volviendo a la ubicación en tiempo y espacio para saber quién es este Maltrapo,

diremos que es un joven de unos veintitantos años de fregar pisos, de mirada torcida y ojos

cansados, con el corazón envenenado y el estigma de haber sido abandonado, hacía no

mucho tiempo, por su madre, una palangana que lo había parido luego de llevar en su

interior el agua con jabón para lavar el patio durante cinco años. Es decir que al nacer éste

ya era un maltrapo, fue por eso que entre todos los utensilios decidieron ponerle Maltrapo y

cariñosamente lo llamaban “Maltrapito”, pero generalmente le decían simplemente “Inútil” o

“Pelotudo”, el segundo cuando todavía conservaban una cierta dosis de cariño y el mote de

“inútil” cuando no se lo bancaban más. Demás está aclarar que la mayoría de las veces lo

llamaban de esta forma, por lo que este muchachito fue formando alrededor de sus ojos una

aureola de NH3, que iba consumiendo el resto del trapito de piso, hasta dejarlo casi como un

hilo.

Hilo era como le decía su mejor amigo, El Negro Cucarachón, con quien se habían hecho

como hermanos luego de que El Negro viera que Hilito, lo único que hacia al limpiar el piso

era dejarlo en el mejor de los casos como estaba, si no, lo ennegrecía mucho más.

Con El Negro, Maltra conoció lo que era la amistad, los códigos, los secretos, las pasiones,

los sentimientos y los momentos en los que debía fingir odiar el mundo de su amigo El

Negro, para que así y en esta forma pudieran sobrevivir los dos.

Todo venía bien hasta que en la casa comenzaron a notar que Maltrapo no limpiaba nada,

sino que dejaba todo cada vez más roñoso y que cuando lo querían usar para matar a una

cucaracha (El Negro), siempre fallaba. En ese desenmascarante momento los dueños de casa

decidieron tirarlo a la basura, “porque este trapo de mierda ya no servía más, querido”, fue

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la explicación que la mujer le dio a su marido cuando éste le preguntó por Maltrapo para

limpiar la mierda que el perro había dejado en la cocina, a lo que el marido le contestó “Ah,

esta bien, ¿dónde esta el trapo nuevo?”, y así , luego de veinte años (y un poco más

también), Maltrapo había pasado al olvido sin más contemplaciones que la búsqueda

inmediata de su reemplazante.

En un principio Maltrapo estaba feliz en su nuevo hábitat, el basural, dado que ahí él podría

jugar a gusto e piacere con su entrañable amigo El Negro, pero como todo en la vida, El

Negro quería seguir estando en la casa más que en el basural y para colmo sus amigos lo

gastaban porque tenía un amigo de la limpieza converso a la suciedad. Su función como

guardián de los roñosos había culminado. Maltrapo era un inservible y por influencia de Juan

Ratón, El Negro comenzaba a cansarse de “Hilito” y cada vez con más frecuencia no

intercedía cuando el grupo “The garrapatas”, lo llevaba a sus conciertos y le quemaban de a

uno los pedazos de tela.

Maltrapo, como siempre, no sabía si debía sufrir o tomar lo ocurrido por natural, pero la

cuestión era que cada vez más seguido lo prendían fuego y que en un momento sólo sus

ojos bordeados de ácido seguían presentes y lo único habilitado a hacer era mirar cómo los

demás lo pisoteaban, lo escupían y quemaban, hasta que un día a alguno se le ocurrió

morder uno de sus ojos y se intoxicó y luego murió. A partir de ese momento Maltrapo pasó

a ser llamado como “Maltrapo el capo”, con una cantidad de cien alimañas a su cargo y una

misión por cumplir, la venganza.

Una venganza que no sería simple ni unidireccional, una venganza organizada para hacer

desaparecer de la tierra a lo limpio y a lo sucio, a todos aquellos que lo habían escupido y

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usado, una venganza contra sus amigos, sus familiares y sus dueños, una venganza contra

su historia y su presente, una venganza contra lo que él componía, entonces tomó la

decisión y ordenó a sus cien alimañas súper entrenadas matarlo a él por ser tan pelotudo.

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el ancla

a las historias de Daniel

Sentado junto a mí se encontraba Don Alejandro Alegre, un hombre de unos sesenta y


seis años de edad que en tono de confesión y mirando un trofeo que decía “Campeón de
natación, Chascomús, 1954”, me dijo “ Te voy a contar la verdadera historia de esa copa”, se
acomodó en el sillón de pana azul y luego de un suspiro profundo comenzó con su relato.

“Lucas, este trofeo que vos ves arriba del mueble tiene una historia particular, que

guardé por muchos años, porque en realidad no me incluía a mí solo, sino a cuatro personas

más.

Era en verano y hacía cinco años que el campeonato nacional de natación en lagunas

que se desarrollaba en Chascomús, no quedaba para un lugareño. Fue entonces cuando un

grupo de chicos quinceañeros decidimos ganar el premio a como diera lugar.

Sabíamos que la cosa venía mal porque habían llegado para competir un par de

nadadores ganadores de pileta libre, natación en río, natación en mar abierto y de otros

torneos menores en lagos y lagunas. Como verás el panorama no era muy alentador que

digamos, pero le pusimos mucha fe e ingenio.

La noche anterior de tanto pergeñar cómo haríamos para ganar el torneo se nos pasó

la hora y llegamos a las cuatro de la madrugada; entre risas y vino tinto, nos quedamos

dormidos con la tranquilidad de que el título quedaría en casa.

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Al otro día, nos dirigimos a la laguna con la modorra y la resaca de quien confabula en

una ventana de luces encendidas a espaldas del sol.

Cada equipo tenía un bote de apoyo, con un salvavidas, agua para tomar, gritos y

fuerza de miradas que hacían que el nadador sintiera el impulso necesario para poder

recorrer toda la laguna en tiempo record.

En la costa se había concentrado todo el pueblo y sentíamos sus gritos de aliento,

éramos la esperanza de todos, los hijos pródigos que querían decir basta de dominio foráneo

de tipejos del Tigre o del Paraná, era la hora de los laguneros, la hora de Chascomús.

Aceptamos el reto y tensamos nuestros músculos hasta que sentimos el bengalazo de

largada. Juan salió como rayo y nosotros al lado a los gritos mirándolo fijamente, sintiendo

que estábamos a mil nudos por segundo. En algún momento el chueco González levantó la

mirada y vio que esos campeoncitos le llevaban a Juancito como veinte metros de ventaja,

nos codeó sin decir nada, levantamos la mirada y automáticamente nos sentamos en el bote

que se movió como Moby Dick contra el ballenero, Juan notó que no escuchaba más gritos

de dale campeón, paro y nos dijo, “eh muchachos ¿qué pasa?”. Cacho, que siempre fue

rápido para las respuestas, le contestó “nada campeón usted siga”. Mientras el Chueco

González se acercó al ancla, lo miró a Juan y le dijo en voz baja, “vení, vení campión que te

paso el ancla por abajo, te paso”. Juancito hizo caso y se puso bien pegadito al bote, se ató

a la cintura la cuerda del ancla y al grito de uno dos, uno dos comenzamos a remar.

Mágicamente Juan comenzó a avanzar y a pasar a cada uno de los veinte

participantes que lo antecedían en la contienda. Desde la costa se escuchaban los gritos de

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la madre de Juan que decía “dale nene, dale mostrales a todos lo que aprendiste en

natación, dale Juanchito demostrá que sos mojarrita en el colegio”.

Nos detuvimos un segundo por la risa y Juancito, que además de nuestro esfuerzo

nadaba porque si no se hundía en el agua, se chocó contra el botecito, nos puteó y

reaccionamos. Al ratito habíamos pasado a casi todos menos al campeón de carreras en mar

abierto y el de los lagos del sur.

Desde afuera ya se sentían las puteadas contra estos dos atletas que tuvieron un

instante de desconcentración y faltando doscientos cincuenta metros logramos pasar a esa

dos bestias que nadaban como un tiburón en celo. Nos dimos cuenta de ello porque

escuchamos el estruendo del público en la costa y un par de tiros al aire en sentido de

aprobación.

Habiéndole sacado a esos animales unos cien metros de ventaja y faltando veinticinco

metros para llegar a la meta le dijimos a Juancito que se desatara la soga y nosotros

cortamos desde adentro el cable del ancla.

No sé si tardamos mucho o esos turros nadaban demasiado rápido que cuando nos

dimos cuenta a Juan le faltaba metro y medio y a los otros dos les faltaban tres metros. En

definitiva fue un final agónico, porque Juancho llego con un dedo de ventaja al nadador de

aguas abiertas y una marca colorada en la cintura.

Nos dimos cuenta del detalle y le pusimos una frazada como toalla.

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Esa noche todo el pueblo nos hizo sus héroes llevándonos en andas y convirtiéndonos

en los nadadores oficiales de Chascomús para competir en los próximos torneos.

Así fue que cada año uno de nosotros compitió por el título, hasta que no se por qué

razón comenzaron a desconfiar de nosotros y pusieron un veedor de otro nadador en cada

uno de los botes. Nosotros salimos en el lógico último puesto, manifestamos a la comisión

organizadora que nos sentíamos mal por haber perdido y que sería conveniente la disolución

del campeonato. El Intendente y la comisión directiva del evento aceptaron y de los últimos

seis campeonatos cinco tenían la plaquita de Chascomus como marca registrada.

Como verás ésa es la verdadera historia de ese trofeo que tiene algo de apócrifo y

algo de cómplice; para el segundo campeonato todo el pueblo en voz baja sabía que el bote

tenía un secreto inalienable, por lo que este secreto que hoy te confirmo es una verdad

revelada que te permito contarla al resto.”

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So Cruel

Seis en punto de la mañana y Carlos se despierta con U2 de fondo, en eso comienza a

sonar el teléfono y él se siente libre al no atenderlo y dejar que el contestador lo haga por él.

La ducha comienza a tocar la típica melodía de todas las mañanas sobre el piso de su baño,

humedecido por no haberlo secado en días. Él sube el volumen dado que ese tema de U2 le

gusta mucho y le recuerda bastante a ella y tarareándolo se va bamboleante hasta la ducha.

Mientras tanto todo el resto de la ciudad se iba levantando con algo de modorra y sabor a

trasnoche y Angel of Harlem en vivo y con las cuerdas vocales de Bono tan cerca de la casa

comenzaba a darle más fuerza rítmica a los movimientos de los ángeles de baires.

Los bondis comenzaban a rugir de a poquito, pero todavía Carlitos no los escuchaba, él

seguía siendo abrazado por la música y consumido por una tostada llena de dulce de leche

que caía de a gotitas en el plato y hacía un extraño dibujo, algo como un león acaramelado y

fugaz.

En ese momento él se sentía tan cerca de ella que estaba temblando y ya sonaba con más

fuerza que en otras oportunidades stay (faraway, so close) y la versión era en vivo y la figura

de la mujer que no lo había dejado dormir en sueños bailaba para un lado y para el otro y lo

cacheteaba con la mirada y le hacía cosquillas, lo confundía, como siempre lo confunden

estas situaciones.

La alarma del reloj comenzó a sonar y Carlos se dio cuenta de que se le hacía tarde para

comenzar a pensar cómo conseguiría trabajo hoy, porque Carlitos es un desocupado, que

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ocupa una parte de su tiempo soñando y la otra buscando trabajo, para poder volver a

soñar.

Carlos salio corriendo hasta la puerta y se fue por el ascensor con el Clarín bajo el brazo y

un par de nombres en el bolsillo para visitar. Con los días y los meses las esperanzas de que

esto cambiara se evaporaban y los sueños, aunque fuertes todavía, se iban produciendo

cada vez más cortos y con panes con función de satélites de amor. Y Lou Reed con satélite

of love lo iba conduciendo hasta el primer lugar donde le tocaba mostrarse. Curriculum en

mano Carlitos se presentó diciendo “soy grandioso, con cara de piadoso, pero con una mente

sagaz, así que señorita, yo soy el hombre que buscan, ¡déjeme entrar!”. La señorita como

siempre le contestó que “el gerente de recursos humanos se encuentra muy ocupado y que

en otro momento leerá el curriculum dejado”. Entonces Carlitos agachando la cabeza, con

pies a la rastra se fue.

Escaleras abajo la vio, como en todos lados, ella era la de siempre pero con la

particularidad de que él no sabía quién era la de siempre, así que decidió hablarle y entonces

con voz seductora, mirada firme, mentón para arriba le preguntó “tenés hora?”, “las nueve y

diez” le respondió ella con una amplia sonrisa y siguió su camino perfumando los escalones

con una suavidad extraña de sol enrojecido en el ocaso. Él se quedó como atascado entre el

puente de un pie al otro bajando la escalera y siguió caminando en busca de un laburo,

resignado a que ella siempre iba de salida.

En eso, en el walkman volvía a sonar con más fuerza angel of harlem y él se movía a su

ritmo for baires streets. El frío era cada vez más fuerte y un viento de cuchillos golpeaba lo

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único que Carlos había dejado al descubierto, su aniñado rostro, aunque su corazón estaba

mucho más expuesto al viento de la soledad y la frustración de no ser lo que soñaba que

era.

Su día siguió igual hasta las dos de la tarde, cuando decidió parar en un Mc Donald´s para

comerse un menú porteño, es decir fritas, coca y una muestra de lo que podía llegar a

convertirse en un buen pedazo de carne si se acercaba a una típica carnicería.

En la “M” se echó sobre una silla a pensar alguna poesía de las que ya le había hecho a su

amante inconclusa y así volvía a repetir el acto de tocar lo intangible, por desconocido; de

hacer un nuevo poema mientras ONE sonaba suavemente, despacito pero consistente en sus

oídos y el transmitía “one love” “one life” y él seguía pluma en mano con placer y

resignación.

A esa misma hora ella (que en realidad era una ella incompleta, siendo muchas, unificadas

en una única, compleja y totalizante mujer, que por lo tanto se volvía inabarcable, irreal),

leía tranquila en su casa mientras escuchaba Cranberries y zombie retumbaba en los cuadros

que volaban por las paredes sin encontrar paradero fijo, sino momentáneos remansos para

continuar rebotando en los colores desparejos de un living anaranjado, violeta, azul, verde y

blanco, un color en cada pared, un estado de ánimo en el techo y horas de nada.

Mientras ella pensaba si iría a ver esa peli que tanto le habían hablado en la facu y después

un rico café sin escaparse de la dieta que consistía en comer nada a la mañana, nada a la

tarde, nada a la noche, sólo anfetas, uno que otro té o café y cuatro cocas light, logrando

por ratos, muy largos, tener un carácter traicionero, acelerado y vacío.

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En algún momento la música cambió y en el CD programado comenzó a sonar ultraviolet

(light my way) de U2 y ella(s) comenzó a bailar parada sobre un sillón de dos plazas y bajito,

muy bajito ella tarareaba, de pronto se sentó cansada, esperando que el tiempo pasara de

una vez.

En tanto él había vuelto a caminar por las calles y en su walkman Spinetta le susurraba al

oído “la montaña es la montaña” y él sin perder esperanzas miraba qué nombre le faltaba

sacar de su bolsillo para volver a casa sin nada entre manos, pudiendo de esa forma

conservar su posición de desocupado que ocupa su tiempo buscando.

Al hurgar entre sus bolsillos, Carlos notó amargamente que nada le quedaba por buscar ese

día, por lo que su trabajo diario de buscarse uno, por hoy había concluido, quedando

entonces libre para salir con lo que le quedaba de ahorros y lo que su vieja le entregaba

algunas veces cuando la soga apretaba. Se acercó a uno de los últimos teléfonos

democráticos de la ciudad y colocó veinte centavos por la ranura, recordándole a González

Tuñón, miró entre el tubo, pero no vio nada, así que discó de memoria un número. Del otro

lado ella con 11 o´clock tick tock de fondo le proponía encontrase a las 7 o´clock (tick tock),

estuvo de acuerdo con la hora y el lugar, aunque sabía que durante más de media hora

debía esperar sin dejar de mirar los relojes ajenos para ponerse nervioso, pero controlado.

Sin perder su costumbre, Carlos llegó al horario convenido, esperó un rato y luego de

acomodarse en el escaloncito de la puerta de entrada a un edificio viejo cerquita de la

esquina, prendió su walkman, poniendo un viejo cassette de SUMO y para que la espera

fuera rítmicamente acompañada, la canción que comenzó a rugir fue la impaciente

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teléfonos/white trash y él comenzó a acompañar los sonidos con los pies y cuando el tema

comenzaba a acelerarse y con éste su paciencia, a lo lejos la vio, apagó rápidamente el

aparato y sonrió por el transcurso de una cuadra.

Al llegar Yami le dio un piquito y Carlos, que quería devorársela en medio de la esquina,

decidió sonreírle sin mayores esfuerzos de cariño y se la llevó de la mano, lentamente, por

una Corrientes teñida de marrón, por un otoño extemporáneo hasta el cine. Él, antes que

tuvieran tiempo para discutir la película que iban a ver, se dirigió recto a la boletería y pidió

dos para Carrington sin dejar espacio a la duda, que habitualmente los atrapaba por

funciones enteras, dejándolos en algunas oportunidades sin ver absolutamente nada.

Luego de terminado el film decidieron al unísono y por aclamación que se morían de sed,

pero notaron al llegar a la “aceituna psicodélica” que la guita sólo alcanzaba para el telo y un

par de latitas de cerveza de medio. Siendo entonces concientes de su situación, pasaron por

un kiosco, metieron las latas en la mochila de Yami y encararon directo al telo de la vuelta de

la Facultad. Las habitaciones eran acordes al precio, siete pesitos, con puertas que no

cerraban por la hinchazón de la madera, el ambiente humedecido por parejas anteriores y

por las goteras de la cañería central; con una radio de música melosa que no se bajaba ni

por puta y una foto de una mina en bolas ya derruida por el tiempo. En ese ambiente

creado, Yami y Carlos comenzaron a acariciarse, a lamerse, a entregarle al otro la

sublimación de los fracasos diarios, que por un ratito los dejaba lejos de sí mismos.

Al otro día Carlos se levantó con una tranquilidad especial en todo su cuerpo, esa

tranquilidad que sólo puede ser obtenida luego de haber tenido una noche intensa y

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profunda, en la que el retorcerse de las almas deja una extraña estabilidad al cuerpo,

cansado, pero feliz.

En ese marco de paz interior decidió salir directamente a continuar con su lucha

cotidiana de buscar trabajo. Como todos los días, Carlitos emprendió su camino hacia el éxito

que todos buscan, o lo que siempre se exige y al tenerlo uno termina subsumido en la rutina.

Antes de subir al subte, comenzó a sonar “Breaking away” con la ronca voz de Luca Prodan

como energizante en la búsqueda de los panes satelitales. Como siempre Carlos rebotó una y

otra vez en cada una de las oficinas que visitó y volvió a sentirse vacío, sin sentido real para

ofrecer sólo la “nada”, la historia fue en un esquema de repeticiones, a Yami ya no la veía

mas, y a su ella se la cruzaba a cada paso sin saber quién era en realidad ni para qué la

buscaba.

Luego de sentirse sin nada para ofrecer comenzó un lento proceso en el que la madre a

regañadientes seguía suministrándole dinero como en sus primeras épocas de secundario y

él gastaba cada uno de esos pesos en cerveza, en la más barata de todas, en una que valía

veintidós centavos, pero que no podía tomarse ni aunque a uno le pagaran trescientos

pesos. En ese esquema de vida y con pocas ganas de estar despierto se afanó una caja de

pastillas para dormir de su madre, éstas pasaron a ser desde ese momento, junto a la

cerveza “locura” su máxima compañía, ya sin música, casi sin luces, pensando que con el

sueño lograría transportarse a otro universo en el que él sentía que debía estar.

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Dentro de la depresión que se le había convertido en un problema crónico, Carlos notó

que en vez de dormir, las pastillas soló lo despabilaban y le mantenían los ojos abiertos con

dos escarbadientes imaginarios.

Un día comenzó a llorar y llorar, hasta que dos lágrimas se salinizaron dejándolo sin

una gota más en sus ojos. Fue ahí que notó que la lágrima era el sabor a ella.

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santa maría

a las giras de mis tíos

Claudia y Ernesto se habían casado hacía tres meses, sin mucha guita y con una

profesión bastante mal paga, la de actor, por lo que les había alcanzado para el civil, unas

cuantas cervezas, tres panes de molde, salame, mortadela, paleta y queso en la casa de un

amigo funcionando como fiesta y lo necesario para el alquiler de un dos ambientes en Santos

Lugares.

En ese momento Claudia era la entrada mensual fija, al ser integrante de un elenco

provincial que estaba ensayando desde hacía dos meses Hamlet de Shakespeare, en una

versión “alternativa”, donde el príncipe se encontraba con el espectro a dos metros del piso,

con proyección de imágenes de fantasmas, más parecidos a Gasparín el fantasmita amigable

que al Rey de Dinamarca que necesitaba ser interpelado por su hijo. En cualquier caso,

aunque se aburriera y ninguno de los actores terminara de entender la idea de ¿qué quería

el director?, era un trabajo al fin.

Ernesto mientras tanto se conformaba con hacer uno que otro bolito en la tele siendo

algunas veces un chorro de pacotilla integrante de una banda estúpida que siempre perdía

contra la policía, otras veces de diariero que le indicaba al protagonista una calle o un bar.

Todo ello luego de haber sido el protagonista de una tira y pelearse con el dueño de una

productora por una escena confusa que había agregado la mujer del principal inversor del

canal que comenzaba sus primeras armas como guionista de tiras para consumo masivo.

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Cristales

Volviendo a Claudia, el elenco provincial estaba preparando la obra para viajar en

septiembre a Mar del Plata a dar diez funciones en el Teatro Provincial, junto a la Rambla y

muy cerca de los lobos marinos, con espectadores de ocasión, mayormente contingentes de

jubilados y adolescentes participantes de los campeonatos provinciales, poco interesados en

ver “nuevas tendencias de resignificación del teatro isabelino”, por lo que el elenco se

preparaba a escuchar el sonido tenebroso de la burla a quienes sangraban en verso la vida

de hombres del pasado con problemas urgentes.

En medio de los preparativos, José, uno de los integrantes del elenco comentó que la

madre tenía un hotelito en la feliz llamado Santa María y que los invitaba a todos a que le

alquilaran las piecitas a su progenitora. Como de costumbre el grupo entero dijo sí al convite,

mientras que Claudia esperó a que Ernesto la pasara a buscar luego del ensayo para

comentarle la existencia del Hotel Santa María y de esta forma tomar la gira como una luna

de miel debida. Al instante Ernesto le dijo que le parecía bien y que además no había mejor

cosa que ayudar a la madre de uno de ellos, a la madre de un actor.

Al llegar a Mar del Plata, con un viático como para hospedarse en un SPA de cinco

estrellas por gracia divina del tipo que liquidó los dinerillos en el sector de elencos

provinciales, la mayoría del elenco dio vueltas para no quedarse con José y cuando se

quisieron dar cuenta sólo quedaban Claudia y Ernesto que bolsito en mano se dirigieron a lo

que terminó siendo una pensión que en la puerta decía, Hotel Santa María donde usted ríe

todo el día.

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Dicho habitáculo era en realidad la parte de arriba de una casa de los años veinte, en

forma de PH, que había perdido el color, con paredes descascaradas, blanco por un lado,

rojo por el otro y toques de azul que delataban el color original. Así mismo, tenía una puerta

verde de lata con vidrio esmerilado en el medio y una reja cubriéndolo en rectángulos

imperfectos de hierro. La escalera tenía una luz de tubo fluorescente que se mantenía

intermitente y al llegar uno se chocaba con un mostrador de machimbre, un mate

descascarado que decía recuerdo de Mar del Plata, como si en realidad se encontraran en la

casa de una costurera de un barrio del conurbano que mantiene fresca su memoria de

tiempos felices a través de objetos invertebrados que conservan a los golpes las letras

bordadas de tiempo estival lejano. Junto al mate se encontraba un casillerito hecho con

clavos doblados con una tenaza, de donde colgaban algunas llaves con maderas

enganchadas a la argolla donde se podían ver los números 1, 2, 3 y 4, en idéntica cantidad

de piezas que tenía la casa.

En el mostrador los recibió la madre de José que con una amplia sonrisa les pidió un

momento para acomodar las habitaciones y les aclaró que les daba la mejor de todas con

baño privado inclusive, por su condición de recién casados y además por ser amigos de su

hijo, todos sonrieron y Claudia y Ernesto le agradecieron por adelantado la amable atención

a Susana, madre de José.

Al entrar al cuarto se dieron cuenta de que era la pieza de Susana, se rieron

nuevamente y se dijeron mutuamente “pobre mujer la sacamos de su pieza”. Claudia

descolgó un par de vestidos y camisas que había traído, Ernesto dejó el bolso a un costado

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de la cama, agarró su cámara pocket de fotos para 100 asas y luego los dos decidieron salir

a caminar por la costa.

Recorrieron la Rambla un rato y se encontraron para ir a almorzar con el resto del

elenco que se había alojado por el mismo precio que Claudia y Ernesto en un SPA frente al

mar en “Cabo Corrientes”, con una pileta climatizada, sauna, gimnasio y televisión con

setenta y cinco canales. Ahí contaron lo que era el Hotel Santa María donde usted ríe todo el

día y como no estaba José se rieron todo el almuerzo.

Dando vueltas todos juntos se hicieron las ocho de la noche y se dirigieron al Teatro

Provincial para hacer la función a las nueve. Ernesto les dijo que él se bañaba en el hotel y

los veía en el teatro, todos se despidieron y se instalaron en sus camarines.

Al entrar al hotel Ernesto saludó a Susana y se metió derecho en su pieza, se sacó la

ropa, agarró un toallón naranja con un bordado que decía Hotel del pinar Corrientes,

lógicamente afanada de un viajecito de los padres de José, se lo colgó a los hombros y hojeó

un segundo la sección deportiva del diario.

Completamente desnudo y cantándose un tanguito prendió la ducha en un hotel

marplatense en pleno septiembre con un invierno que no parecía terminar nunca, donde los

lobos marinos de la rambla mostraban el hocico de piedra congelado. Comenzó a caer el

agua, Ernesto volvió a la sección deportiva, espero un ratito y aunque no vio humo igual se

metió derecho a la lluvia de limpieza y el tango se convirtió en una canción desesperada,

mezcla de grito agudo, puteada y salto para afuera del espacio que ocupaba la ducha. Se

puso un short y conteniendo la bronca increpó suavemente a la madre de José sobre el agua

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caliente, la mujer lo miró y le preguntó si José no le había avisado que no tendrían agua

caliente por un mes, por un problema originado con la conexión de gas que les salía muy

caro. Ernesto masticó bronca, se dio media vuelta y se metió nuevamente en la pieza, se

lavó debajo de los brazos con la helada agua de la pileta, se mojó el pelo y vistiéndose con

intermitencia de puteadas partió resignado para ver la primera función de la gira.

En el teatro, Ernesto por un rato se olvido de la calentura cuando tuvo que tirarse al

piso de la risa junto al 95 % de los espectadores en los momentos más álgidos de la obra, en

la que padre e hijo sobrevuelan el escenario y se chocan contra uno de los telones, mientras

los fantasmitas ganan espacio en la trama.

Al terminar, sin mirar a ninguno de sus colegas a los ojos y menos que menos ¡a

Claudia!, los felicitó por la función y omitió cualquier juicio mas que el “buena función chicos,

buena función, generaron un clima distinto”, todos agradecieron y se fueron a bañar a los

camarines, allí él volvió a recordar que no tenia agua caliente y le preguntó a José por qué

no le había dicho, recibiendo como respuesta, “ uuuhhh, pss., la verdad me olvide y además

como yo me baño acá no le di mucha bola a lo del agua”.

Luego de que todos se bañaran se fueron a cenar juntos y como el viejo refrán, “tasa

tasa”.

Pasó otro día con la misma rutina y Ernesto no aguantó más, por lo que se encaminó

en busca de un baño público que le sacara la sputza que llevaba arrastrando desde su salida

de Santos Lugares. Se paró en la entrada de uno de los baños y miró el menú de duchas

ofrecidas: “ducha tradicional, $2,50”, “baño turco $5”, “baño islandés $5,50”, “ducha

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tailandesa $8” y “ducha escocesa $13,50”, entonces se dijo a sí mismo, “la verdad que me

merezco lo mejor”, por lo que pagó sin dudar una ducha escocesa, la más cara.

Entró a los vestuarios, se sacó la ropa, comenzó a cantar un tanguito, agarro el jabón,

la toalla y se dirigió a la puerta que decía “ducha escocesa”, al entrar vio que el lugar era

muy amplio con azulejos celestes y un tipo en la otra punta con una manguera de alta

presión que al grito de “¿listo maestro?” abrió la manguera de agua congelada y con una

fuerza tal que puso a Ernesto contra los azulejos, volando para los costados en un esquema

de valet la toalla y el jabón.

Esto no duró más de un minuto, tiempo en el que tardó en recuperarse del golpe y del

espasmo y a los gritos dijo “ya está, ya está, deja que así está bien”, el tipo lo miró de reojo

esbozando un gesto de bronca y se le escuchó decir “¡la puta madre!. Nunca terminan con la

ducha. No se la banca nadie, che”. Ernesto lo miró, agarró el jabón, la toalla, se encogió de

hombros y se dirigió despacito hacia la típica ducha tradicional, prendió el grifo y se bañó en

silencio.

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Rastros

La vuelta

La marea llegaba de a poco al pueblo de Cañal Tostado al sureste de la provincia de

Entre Ríos, uno de los tantos lugares encastrados en el delta del Paraná, que para llegar uno

tiene que saber bien hacia dónde se dirige, sin poder darse el lujo de equivocarse y ser

comido por unos mangangás horribles y las tarariras hambrientas y despiadadas que

transmiten una especie de electricidad infernal cuando sus bocas toman contacto con los

dedos.

La tarde declinante mezclaba la bruma y el rocío que acompañaba a las crecidas de la

rivera en el otoño, que hacían al paisaje algo difuso, indefinible, sin contornos, con el aroma

de la madera seca quemándose dificultosamente para el asado de la noche en donde el Patí

de dos kilos y medio iba a ser cocinado para festejar que José había vuelto al pueblo

después de haber ido a probar suerte a la capital, como en otro momento lo había hecho su

tío Juan, que veintiocho años antes se había volado con una bolsita de arpillera bajo el brazo

en donde llevaba un par de medias, algunas naranjas, su mate de calabaza calada y unas

camisas y un pantalón de trabajo. Juan se fue para Buenos Aires primero pero luego de

chocarse con el ritmo pesado y constante de una ciudad tan grande se marchó derecho a

Mar del Plata, donde trabajó en un Hotel de changarín y de mozo, un tiempo después se

cansó y se marchó para Rosario, a partir de allí se le perdió todo rastro, fue pues la marca

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del tío Juan la que marcó a José para toda su vida, siendo su único objetivo el de poder irse

a probar suerte a la Capital y recorrer las grandes ciudades del país y de ser posible, siempre

se lo planteó así, irse para Montevideo y conocer el parador “Las Brujas”, como contaba

Jaime Roos.

El irse del pueblito, el irse de las islas para José era sumamente importante y su

máximo objetivo, dado que además había jurado el día de su partida no volver a pisar la isla

hasta el momento de su muerte, momento en que no iba a tener que pisarla tampoco

porque lo traerían con las patas para adelante y en trajecito de madera, siempre lo decía.

Fue este antecedente lo que generó un extraño manto de alto chusmerió poblacional lo que

provocó su llegada nuevamente a la Isla, aunque se suavizó la curiosidad con la presencia de

su mujer, Andrea, una mujer de ojos claros, no muy alta de fácil sonrisa y pacíficos gestos

con tonada porteña pero con patinadas en las eses y alta presencia de los viste en sus

charlas con la gente. Con ellos también se asomó por el pueblo una pequeña comitiva, como

solía llamar a la gente que no era del pueblo el abuelo de José, don Justo. La comitiva estaba

integrada por sus dos hijos Josecito y Anabella, dos nenes de más o menos nueve y diez

años cada uno, de pelo castaño y rizado, con la misma nariz chata del padre y las cejas bien

pronunciadas, pero con los ojos claros como los de su madre. A estos también se les agregó

la suegra de José, Antonella, una tipa de mirada hiriente y gestos ceremoniosos.

José era, con respecto a su vida en la ciudad, un tipo muy retraído y callado, tanto

que algunos del pueblo se preguntaban si los porteños no le habían quitado el habla y los

gestos que eran tan característicos de los Quintana, es decir de los familiares de José que

habían estado en la isla por años de años.

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Mientras tanto en la parrilla la carne del Patí se desangraba rápidamente mientras el

vermucito y la picada preparados por la tía Enriqueta, hermana de su padre y de su tío Juan,

comenzaba a ganar el espacio que le correspondía en una festividad como la presente, la

vuelta del niño que había partido hacia la ciudad. Este era un festejo que no dejaba de tener

un dejo de visión media jodida de la cosa, dado que su tía y una amiga se pasaron gran

parte de la tarde comentando que si lo de Juan había sido una tragedia por no haberse

conocido nunca más su paradero, lo de José era solo una pequeña comedia, una farsa al

estilo dieciocho brumario, pues no era que había vuelto luego de haber juntado una gran

fortuna sino que su vuelta fue realizada en peores condiciones económicas y con toda una

tropa de forasteros detrás.

La comida

El Patí empezaba a largar ese olor a carne fresca quemándose al ritmo lento e

insistente de las brasas; la humedad hacía que este bañado fuera aún más fresco. Al rato la

picada comenzaba a desaparecer, no sin la insistencia de tías y vecinos que una y otra vez

preguntaban a José y su comitiva qué era lo que hacían allá en Buenos Aires, si los porteños

esto, si los porteños aquello y el ¿por qué? de los ¿por qués?, el por qué se habían vuelto

José con tanta rapidez de la Capital, que si extrañaban, que si era difícil, que si no querían a

la gente de afuera de la isla, que esto que aquello.

La cena continuó horas y horas inexplicablemente repitiendo una y otra vez las

preguntas y las respuestas, pero con la característica de que cada respuesta dada por José y

comitiva difería una y otra vez, desde lo que cada uno decía entre sí hasta lo que cada uno

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decía cada vez, curiosamente nadie se dio cuenta porque a cada comensal se le daba la

respuesta que quería escuchar, tanto positiva como negativa y además en ese momento

nadie miró al otro para decirle lo que le habían contado, porque nadie quería mostrar su veta

chusma, aunque era bien conocida por todos dado que al ser tan pocos en el pueblo y en la

isla todos sabían que todos lo eran.

La comida pasó amenamente con los recién llegados como centro de atracción, se les

preguntó si conocían la Avenida Corrientes, si por Santa Fe estaba lleno de putos y travestís,

si había centros entrerrianos a donde ir a bailar para no extrañar tanto la casa y los afectos,

si por uno de esos casuales lo habían visto a Tinelli y a Mauro Viale, si el cine esto, si la

cancha lo otro, como en toda la noche las respuestas habían sido variadas y sin mucha

atención desde los agasajados para coordinarlas de una manera mejor.

Al llegar la hora del café acompañado por una torta de dulce de leche y merengue, a

uno de los vecinos se le ocurrió comentar que por la radio nacional habían relatado que un

hombre que se encontraba encarcelado y con sentencia firme logró escapar de la justicia

luego de propinarse un corte profundo en su abdomen y al llegar al hospital logró escaparse

gracias a la ayuda de su esposa y su suegra que le acercaron un arma calibre nueve

milímetros con la que hirió al guardia y a tres enfermeras, un médico, dos familiares que

habían ido de visita a ver a un paciente y a ese mismo paciente que mientras era herido le

decía a los gritos, “vos, negro hijo de puta, venís a matarte el hambre y a sacarnos el trabajo

a nosotros y para colmo nos cagás a tiros a todos, habrase visto”. A lo que el malhechor le

respondió que él no había venido a sacarle el laburo a nadie sino que había venido a robar a

Buenos Aires a lo que el viejo volvió a contestarle que por eso mismo le había venido a robar

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el trabajo terminando la charla cuando el ladrón entrerriano se fue a los gritos diciendo, “cien

años de perdón, cien años de perdón”; mientras tanto en la mesa terminaron toda la torta y

el café, se quedaron callados un rato y luego cada uno se fue para su rancho a dormir, dado

que al otro día había que trabajar.

La camisa

A la mañana siguiente José se levanto temprano y comenzó a hachar los árboles que

se encontraban al lado de la casa de su tía para construir allí su ranchito. El lugar había sido

elegido luego de que José, su mujer y su tía se quedaran viendo dónde era más conveniente

poner la casa para colgarse de la luz, elemento fundamental para vivir dijo la tía y todo el

mundo asintió. Al cabo de varios días el campo estaba limpio de arbolitos y yuyales, así que

empezó a construir la casa con la ayuda de un viejo amigo de la infancia, el tigre Rubén, un

tipo grandote, de más o menos metro noventa, metro noventa y cinco, el calor empezó a

subir, se habían hecho las diez de la mañana y los tipos habían estado trabajando desde las

seis y media, previa sesión de mates y chipá cuerito hechos por la madre de Rubén un rato

antes de que éstos se levantasen a las cinco y media. Con el calor generado por el duro

trabajo de cortar y clavar un madero sobre el otro y el agravante de que encima de ellos el

sol les pegaba directo en el centro de sus cabezas, comenzaron a sacarse primero los

pulloveres y luego las camisas, hasta que por último dejaron el torso al descubierto luego de

sacarse casi a la vez la musculosa que llevaban debajo de la camisa. La mañana continuó

con un intenso trabajo hasta que la mujer de Rubén, Clarita, se quedó parada de forma

recta, con sus ojos clavados en el abdomen y se quedó tan alevosamente parada frente al

cuerpo de José, que su marido se enfureció sin decir nada, miró con odio a su mujer y luego

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a su amigo que no se había dado cuenta de la situación. Allí él también se quedó por unos

segundos quieto y luego le preguntó sin mediaciones, ¿Che loco, qué te pasó en el estómago

y quién fue el guanaco que te cosió de esa forma? Esta situación lo incomodó bastante a

José, dijo que era una larga historia, que había pasado hacía mucho y que en algún otro

momento le iba a contar, el amigo dijo bueno y volvió a las maderas otra vez, al rato se

fueron a comer los bagres con limón a la parrilla, se tomaron litro y medio de tinto entre los

dos y se fueron a pegar una siesta corta para terminar de laburar.

A los tres o cuatro días más o menos, los amigos terminaron con la obra, dejando lista

una casita con tres habitaciones, cuatro ventanas, un baño afuera, al que faltaba hacerle el

agujero que hiciera las veces de inodoro, una cocinita chica y en cada habitación un grupo

de maderas apiladas, clavadas y acomodadas que hacían las veces de cama. Al terminar con

el grueso de la obra José y su familia ofrecieron un gran asado para todos los vecinos de la

isla.

Para la ocasión, José se fue con Josecito y Armando, hijo de Rubén, en busca de

algún pez lo bastante grande y sabroso como para inaugurar una nueva casa en las mismas

tierras donde durante años de años habían vivido todos los familiares de José y donde, como

él había empezado a decir, moriría también. Para el evento lograron pescar un hermoso

dorado de casi seis kilos y varias horas de lucha y persuasión. Al llegar a la orilla la mujer de

José se veía con cara de preocupación y la hermanita de Josecito, Anabella, lloraba y se

abrazaba a éstos con mucha fuerza. Al ratito todo había pasado y habían tirado el Dorado

sobre la parrilla para que a las horas estuviera cocido y listo para saborear.

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La comida transcurrió entre risas y cantos, con los chicos entrando y saliendo de la

casa, sin parar de correr, poblando el aire con una atmósfera de gente feliz que habían

llegado a la culminación de una etapa, que había generado cosas nuevas, especiales y en

ese ambiente el mismo tipo que había contado la historia del entrerriano que había logrado

escaparse de la cárcel al ir a un hospital y ser ayudado por su mujer y su suegra, volvió a

contarla y le dijo a José que la historia iba justo con él, eso por supuesto generó un estado

de inmovilidad en la concurrencia hasta que José comenzó a reír y así todos, que

intercambiando opiniones decían qué divertido lo que dice el Pedro, qué boludo este Pedro,

asesino el José, habrase visto tal boludez y cosas por el estilo, esto siguió una hora más

hasta que cada uno se fue para su casa.

La caída

Eran las ocho treinta de la mañana cuando todo el pueblo se encontraba en actividad

plena, las mujeres arreglando la casa y clasificando qué cosas había que comer primero, los

chicos en la pequeña escuela que quedaba en el pueblo vecino de Huarapí Porí y los

hombres en los diferentes trabajos que había en la isla y en las islas vecinas con las

plantaciones de soja y naranjas y las de yerba mate. José estaba trabajando en la tala de la

zona donde gente de Rosario, empresarios y comerciantes, pondrían a funcionar un pequeño

centro comercial para toda la zona de islas, por lo que estaban armando un pequeño puerto

y el centro en sí.

Esa mañana era un poco extraña para los isleños dado que gente de otro lugar y de

otra provincia pondría en pleno corazón de la isla algo tan raro como un centro de compras,

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como en las ciudades pero allí. Esto por el contrario a José no le parecía nada raro y además

en cierta forma lo alegraba ya que de esta manera él había conseguido un trabajo enseguida

sin necesidad de tener que preocuparse por el sustento de él y su “comitiva”.

Todo era un ir y venir hasta que desde uno de los árboles cayó hasta el piso Pedro,

con los ojos abiertos y el rostro invadido por el horror y la desesperación, como los gritos

que acompañaron su interminable y rápida caída de veinte metros. Luego todo se convirtió

en oscuridad, el día había terminado para todos, porque la muerte de un integrante de esa

pequeña comunidad enseguida se sentía y más de esa forma, por lo que se suspendieron

todas las actividades y comenzaron los preparativos para el velatorio y su entierro.

Pasaron varios días de la muerte de Pedro y todo comenzó a normalizarse hasta que

al cabo de cinco o seis días ésta había logrado ser olvidada por todos confirmando la

hipótesis de que en un pueblo chico las muertes se notan demasiado y que por ese mismo

motivo su presencia dura extremadamente poco, a la semana ya nadie más hablaba de él.

Por parte de la empresa el tiempo en olvidarse de lo ocurrido no tardó ni dos días, que

fue el período necesario para lograr convencer a la viuda de que no iniciara ninguna acción

legal y de que desde la empresa le asegurarían un dinero por lo ocurrido, una pequeña

pensión y un trabajo para Arnaldo, su hijo mayor, cuando tuviera edad de trabajar, es decir

para dentro de dos o tres años, momento en el cual la pensión cesaría.

Todo el incidente se olvidó hasta que por la radio y la televisión insistían en que desde

Buenos Aires se había intensificado la búsqueda del asesino y ladrón entrerriano y sus

familiares. Eso logró conseguir que todos los ojos se posaran en José, su mujer y su suegra,

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tanto que luego de idas y venidas y de discutir de cuán asesino era José y su comitiva,

algunos vecinos le hicieron llegar el comentario a los empresarios rosarinos y éstos

inmediatamente lo despidieron aduciendo que José no era más que un inmoral y un mal

agradecido.

A los cuatro días del incidente aparecía la Policía Federal, que revólveres en mano

irrumpieron en el ranchito de José. Éste sin oponer resistencia se entregó a la policía, junto

con él se llevaron a su mujer y a su suegra de la que todas las vecinas opinaban pestes

porque se pintaba los ojos al caer la tarde y caminaba sugerentemente por las calles del

pueblo.

Pasaron más o menos ocho meses hasta que decidieron que habían agarrado a los

sospechosos equivocados y al volver al pueblo nadie estaba ya para desdecir lo dicho, nadie

visitaba el otrora concurrido rancho. Al tiempo, José consiguió que le devolvieran el trabajo

en la tala, que ya para esos momentos se encontraba en su última etapa y los chicos

volvieron a ir al colegio que se encontraba en la otra isla. Por fin parecía que estaba todo

nuevamente encaminado, hasta que un lunes a las ocho y media de la mañana, no sin pegar

gritos de espanto, José encontró a su suegra y a su mujer colgadas de un árbol cercano a la

casa.

Al mes la obra ya estaba completamente terminada, José salió a trabajar y a la tarde cuando volvió se

encontró sentado en su lugar de la mesa a su tío Juan y junto a él estaban su mujer Candelaria y su suegra,

Juana. Al rato, llegó la Federal, hubo un tiroteo y José terminó con tres tiros encima, dos de la policía y uno de

su tío que al verlo sufrir desangrándose y preguntándose ¿por qué mierda le tenía que pasar esto a él? El tío le

dijo porque vos eras mi doble, mi sosía, mi copia fiel, pero mi farsa.

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Índice

01- La Fiesta

02- Horas

03- El Recuerdo

04- Huída

05- El Atlante

06- Un momento eterno

07- Florero

08- ¿Naranjo en flor?

09- Cristales

10- Felizmente

11- EL ancla

12- So cruel

13- Santa María

14- Rastros

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