Kempis

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Tomás de Kempis

LA IMITACIÓN DE CRISTO
(y menosprecio del mundo)

Ilustrado por: Jesús María Navas

EDITORIAL CUADERNOS DEL LABERINTO


— COLECCIÓN ANAQUEL DE PENSAMIENTO, nº9—
MADRID • MMXVII
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Todos los derechos reservados.


Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento
transmisión de la totalidad o parte de su contenido por método alguno, salvo permiso expreso del editor.

De la edición © Cuadernos del Laberinto


www.cuadernosdelaberinto.com

Dirección de la colección: ALICIA ARÉS

Ilustraciones interiores y cubierta: JESÚS MARÍA NAVAS

Diseño de la colección: Absurda Fábula


www.absurdafabula.com

Primera edición: Junio 2017


I.S.B.N: 978‐84‐947160‐0‐3
Depósito legal: M‐15906‐2017
Impreso en España.

www.cuadernosdelaberinto.com
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NOTA DE LA EDITORA

La casa de todo editor —como de todo buen amante de los libros—


debiera llamarse biblioteca en vez de hogar. En esta palabra se encuentra
su dicha y su concepto de la vida. Ese es el espíritu con el que crecí y me
educaron.
Mi padre, el poeta Luis García Arés, me enseñó desde niña a difer-
enciar los «Crisolines» de los «Joyas» y de las «Obras Eternas»; a estudiar
cada mes los catálogos de librerías de viejo que llegaban desde toda la
geografía española y, en el caso de encontrar alguno de nuestro interés,
llamar inmediatamente para reservarlo. Aprendí el valor inestimable
de una primera edición, sobre todo si está dedicada por el autor; y dis-
frutaba enormemente con el juego de «busca y captura» del preciado
anaquel. Tanto para el padre como para la hija, había algunos tesoros
que no podían escapar, como eran las ediciones de santa Teresa, de Gus-
tavo Adolfo Bécquer o del Kempis. De este último mi padre tenía una
gran colección en todos los idiomas inimaginables: latín y español
(indudablemente), pero también en esperanto, vascuence, alemán,
inglés, esloveno, francés, griego moderno, italiano, danés, polaco, por-
tugués, ruso… Y por supuesto de todas las épocas, siendo el más valioso
el editado por Ibarra en 1767.
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Siempre que algún allegado viajaba a tierras remotas le encar-


gábamos un Kempis en la lengua del país; y son muchas las menciones
que merecen nuestros amigos por colaborar a aumentar la colección.
En especial, gracias a Flore Puget y su familia por regalarnos el que
perteneciese a su abuela (edición francesa de 1856), también a nuestro
querido Jan Pawlowski que nos trajo dos de Polonia, a Vera Kukharava
que nos consiguió un bello ejemplar en ruso, y un largo etcétera de
agradecimientos que no para de crecer.
En el 2013, con motivo de mi boda con el escritor Carlos Augusto
Casas, mi padre nos hizo uno de los regalos que más he apreciado en mi
vida: la colección de Kempis. Desde entonces luce —como el tesoro que
es— en mi despacho, y era cuestión de tiempo que deseásemos cerrar
ese círculo perfecto: editar nuestro propio Kempis. Para ello hemos con-
tado con las valiosas ilustraciones a color de Jesús María Navas, que
siempre ha estado unido a Cuadernos del Laberinto por su amistad desde
joven con mi padre, y que además fue quien ilustró dos de sus libros de
poesía: Sonetos interiores (1987) y El Santo Rosario en sonetos (2003).
El camino del coleccionista continua, y la alegría de contribuir a
difundir esta obra del pensamiento universal es una gran motivación
para nosotros que, hoy, compartimos con todos los lectores.

ALICIA ARÉS. Editora de Cuadernos del Laberinto

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LIBRO PRIMERO
Contiene avisos provechosos para la vida espiritual

CAPÍTULO I
De la imitación de Cristo y desprecio de todas las vanidades del mundo
Quien me sigue no anda en tinieblas, dice el Señor. Estas palabras son de Cristo, con
las cuales nos exhorta a que imitemos su vida y costumbres, si queremos ser ver-
daderamente iluminados y libres de toda ceguedad del corazón. Sea, pues, todo
nuestro estudio pensar en la vida de Jesús.
La doctrina de Cristo excede a la de todos los Santos; y el que tuviese su espíritu,
hallará en ella maná escondido. Más acaece que muchos, aunque a menudo oigan
el Evangelio, gustan poco de él, porque no tienen el espíritu de Cristo. El que quisiere,
pues, entender con placer y perfección las palabras de Cristo, procure conformar
con él toda su vida.
¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si no eres humilde, y
con esto desagradas a la Trinidad? Por cierto las palabras sublimes, no hacen al
hombre santo ni justo; más la virtuosa vida le hace amable a Dios. Más deseo sentir
la contrición, que saber definirla. Si supieses toda la Biblia a la letra, y las sentencias
de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo, sin caridad y gracia de Dios?
Vanidad de vanidades, y todo es vanidad, sino amar y servir solamente a Dios. La
suprema sabiduría consiste en aspirar a ir a los reinos celestiales por el desprecio
del mundo.
Luego, vanidad es buscar riquezas perecederas y esperar en ellas; también es
vanidad desear honras y ensalzarse vanamente. Vanidad es seguir el apetito de la
carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.
Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena. Vanidad es mirar solamente
a esta presente vida y no prever lo venidero. Vanidad es amar lo que tan rápido se
pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.
Acuérdate frecuentemente de aquel dicho de la Escritura: Porque no se haría
la vista de ver, ni el oído de oír. Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible y tras-
pasarlo a lo invisible; porque los que siguen su sensualidad, manchan su conciencia
y pierden la gracia de Dios.

CAPÍTULO II
Cómo ha de sentir cada uno humildemente de sí mismo
Todos los hombres naturalmente desean saber, ¿mas que aprovecha la ciencia sin
el temor de Dios? Por cierto, mejor es el rústico humilde que le sirve, que el soberbio
filósofo, que dejando de conocerse, considera el curso de los astros. El que bien se
conoce, tiénese por vil y no se deleita en loores humanos. Si yo supiera cuanto hay
que saber en el mundo, y no tuviese caridad, ¿qué me aprovecharía delante de Dios,
que me juzgará según mis obras?

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No tengas deseo demasiado de saber, porque en ello se halla gran estorbo y


engaño. Los letrados gustan de ser vistos y tenidos por tales. Muchas cosas hay,
que saberlas, poco o nada aprovecha al alma; y muy loco es el que en otras cosas
entiende, sino en las que tocan a la salvación. Las muchas palabras no hartan el
ánima; mas la buena vida le da refrigerio y la pura conciencia causa gran confianza
en Dios.
Cuanto más y mejor entiendas, tanto más gravemente serás juzgado si no
vivieres santamente. Por esto no te envanezcas si posees alguna de las artes o
ciencias; sino que debes temer del conocimiento que de ella se te ha dado. Si te
parece que sabes mucho y bien, ten por cierto que es mucho más lo que ignoras.
No quieras con presunción saber cosas altas; sino confiesa tu ignorancia. ¿Por qué
te quieres tener en más que otro, hallándose muchos más doctos y sabios que tú
en la ley? Si quieres saber y aprender algo provechosamente, desea que no te
conozcan ni te estimen.
El verdadero conocimiento y desprecio de sí mismo, es altísima y doctísima
lección. Gran sabiduría y perfección es sentir siempre bien y grandes cosas de otros,
y tenerse y reputarse en nada. Si vieres a alguno pecar públicamente, o comentar
culpas graves, no te debes juzgar por mejor que él, porque no sabes hasta cuándo
podrás perseverar en el bien. Todos somos frágiles, mas a nadie tengas por más
frágil que tú.

CAPÍTULO III
De la doctrina de la verdad
Bienaventurado aquél a quien la verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces
pasajeras, sino así como ella es. Nuestra estimación y nuestro sentimiento, a menudo
nos engañan, y conocen poco. ¿Qué aprovecha la curiosidad de saber cosas obscuras
y ocultas, que de no saberlas no seremos en el día del juicio reprendidos? Gran
locura es, que dejadas las cosas útiles y necesarias, entendamos con gusto en las
curiosas y dañosas. Verdaderamente teniendo ojos no vemos.
¿Qué se nos da de los géneros y especies de los lógicos? Aquél a quien habla
el Verbo Eterno se desembaraza de muchas opiniones. De este Verbo salen todas
las cosas, y todas predican su unidad, y él es el principio y el que nos habla. Ninguno
entiende o juzga sin él rectamente. Aquel a quien todas las cosas le fueren uno, y
trajeren a uno, y las viere en uno, podrá ser estable y firme de corazón, y permanecer
pacífico en Dios. ¡Oh verdadero Dios! Hazme permanecer unido contigo en caridad
perpetua. Enójame muchas veces leer y oír muchas cosas; en ti está todo lo que
quiero y deseo; callen los doctores; no me hablen las criaturas en tu presencia;
háblame tú solo.
Cuanto más entrare el hombre dentro de sí mismo, y más sencillo fuere su
corazón, tanto más y mejores cosas entenderá sin trabajo; porque recibe de arriba
la luz de la inteligencia. El espíritu puro, sencillo y constante, no se distrae aunque
entienda en muchas cosas; porque todo lo hace a honra de Dios y esfuérzase a estar
desocupado en sí de toda sensualidad. ¿Quién más te impide y molesta, que la

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afición de tu corazón no mortificada? El hombre bueno y devoto, primero ordena


dentro de sí las obras que debe hacer exteriormente, y ellas no le inducen deseos
de inclinación viciosa; mas él las sujeta al arbitrio de la recta razón. ¿Quién tiene
mayor combate que el que se esfuerza a vencerse a sí mismo? Esto debía ser todo
nuestro empeño, para hacernos cada día más fuertes y aprovechar en mejorarnos.
Toda perfección en esta vida tiene consigo cierta imperfección; y toda nuestra
especulación no carece de alguna obscuridad. El humilde conocimiento de ti mismo
es camino más cierto para Dios que escudriñar la profundidad de las ciencias. No
es de culpar la ciencia, ni cualquier otro conocimiento de lo que, en sí considerado,
es bueno y ordenado por Dios; mas siempre se ha de anteponer la buena conciencia
y la vida virtuosa. Porque muchos estudian más para saber que para bien vivir, y
yerran muchas veces y poco o ningún fruto sacan.
Si tanta diligencia pusiesen en desarraigar los vicios y sembrar las virtudes
como en mover cuestiones, no se verían tantos males y escándalos en el pueblo, ni
habría tanta disolución en los monasterios. Ciertamente, en el día del juicio no nos
preguntarán qué leímos, sino qué hicimos; ni cuán bien hablamos, sino cuán san-
tamente hubiéramos vivido. Dime, ¿dónde están ahora todos aquellos señores y
maestros, que tú conociste cuando vivían y florecían en los estudios? Ya ocupan
otros sus puestos, y por ventura no hay quien de ellos se acuerde. En su viviente
parecían algo; ya no hay quien hable de ellos.
¡Oh, cuán presto pasa la gloria del mundo! Pluguiera a Dios que su vida con-
cordara con su ciencia, y entonces hubieran estudiado y leído con fruto. ¡Cuántos
perecen en el mundo por su vana ciencia, que cuidaron poco del servicio de Dios!
Y porque eligen ser más grandes que humildes, se desvanecen en sus pensamientos.
Verdaderamente es grande el que tiene gran caridad. Verdaderamente es grande
el que se tiene por pequeño y tiene en nada la cumbre de la honra. Verdaderamente
es prudente el que todo lo terreno tiene por basura para ganar a Cristo. Y verda-
deramente s sabio aquél que hace la voluntad de Dios y renuncia la suya propia.

CAPÍTULO IV
De la prudencia en lo que se ha de obrar
No se debe dar crédito a cualquier palabra ni movimiento interior, mas con prudencia
y espacio se deben examinar las cosas según Dios. Mucho es de doler que las más
veces se cree y se dice el mal del prójimo, más fácilmente que el bien. ¡Tan débiles
somos! Mas los varones perfectos no creen de ligero cualquier cosa que les cuentan,
porque saben ser la flaqueza humana presta al mal, y muy deleznable en las palabras.
Gran sabiduría es no ser el hombre inconsiderado en lo que ha de obrar, ni
tampoco porfiado en su propio sentir. A esta sabiduría también pertenece no dar
crédito a cualesquiera palabras de hombres, ni comunicar luego a los otros lo que
se oye o cree. Toma consejo con hombre sabio y de buena conciencia, y apetece más
ser enseñado por otro mejor que tú, que seguir tu parecer. La buena vida hace al
hombre sabio según Dios, y experimentado en muchas cosas. Cuanto alguno fuese
más humilde y más sumiso a Dios, tanto será en todo más sabio y morigerado.

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CAPÍTULO V
De la lección de las santas Escrituras
En las santas Escrituras se debe buscar la verdad y no la elocuencia. Toda la Escritura
se debe leer con el mismo espíritu que se hizo. Más debemos buscar el provecho en
la Escritura que la sutileza de las palabras. De tan buena gana debemos leer los
libros sencillos y devotos, como los sublimes y profundos. No te mueva la reputación
del que escribe, ni si es de pequeña o gran ciencia; mas convídate a leer el amor de
la pura verdad. No mires quien lo ha dicho; mas atiende qué tal es lo que se dijo.
Los hombres pasan, la verdad del Señor permanece para siempre. De diversas
maneras nos habla Dios, sin acepción de personas. Nuestra curiosidad nos impide
muchas veces el provecho que se saca en leer las Escrituras, por cuanto queremos
entender lo que deberíamos pasar sencillamente. Si quieres aprovechar, lee con
humildad, fidelidad y sencillez, y nunca desees renombre de sabio. Pregunta de
buena voluntad, y oye callando las palabras de los santos, y no te desagraden las
sentencias de los ancianos, porque nunca las dicen sin motivo.

CAPÍTULO VI
De los deseos desordenados
Cuantas veces desea el hombre desordenadamente alguna cosa, tantas pierde la
tranquilidad. El soberbio y el avariento jamás sosiegan; el pobre y humilde de espíritu
viven en mucha paz. El hombre que no es perfectamente mortificado en sí mismo,
con facilidad es tentado y vencido, aun en cosas pequeñas y viles. El que es flaco de
espíritu, y está inclinado a lo carnal y sensible, con dificultad se abstiene totalmente
de los deseos terrenos, y cuando lo hace padece muchas veces tristeza, y se enoja
presto si alguno lo contradice.
Pero si alcanza lo que deseaba siente luego pesadumbre, porque le remuerde
la conciencia el haber seguido su apetito, el cual nada aprovecha para alcanzar la
paz que buscaba. En resistir, pues, a las pasiones, se halla la verdadera paz del
corazón, y no en seguirlas. Pues no hay paz en el corazón del hombre que se ocupa
en las cosas exteriores, sino en el que es fervoroso y espiritual.

CAPÍTULO VII
Cómo se ha de huir la vana esperanza y la soberbia
Vano es el que pone su esperanza en los hombres o en las criaturas. No te
avergüences de servir a otros por amor de Jesucristo y parecer pobre en este mundo.
No confíes de ti mismo, mas pon tu parte y Dios favorecerá tu buena voluntad. No
confíes en tu ciencia, ni en la astucia de ningún viviente, sino en la gracia de Dios,
que ayuda a los humildes y abate a los presuntuosos.
Si tienes riquezas no te gloríes de ellas, ni en los amigos, aunque sean
poderosos; sino en Dios que todo lo da, y sobre todo desea darse a sí mismo. No te
alucines por la lozanía y hermosa disposición de tu cuerpo, que con una pequeña
enfermedad se destruye y afea. No tomes contentamiento de tu habilidad o ingenio,

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