Dama Blanca - Marta Martín Giron

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¿Qué hay en la mente de un asesino?

¿Qué se cruza por la de la víctima al


caer en sus manos?
Los detectives Yago Reyes y Aines Collado se enfrentan a uno de los peores
casos de sus carreras como detectives de homicidios. La víctima, una joven
de apenas quince años, es hallada muerta y semidesnuda en los arrozales de
la localidad valenciana de Cullera. Comienza así una investigación a
contrarreloj para atrapar al culpable. A cada paso dado, aumentan las
sospechas de que alguien de su entorno más cercano pudo ser el
responsable de su muerte. Sin embargo, ahondar en sus vidas hará que
salgan a la luz secretos terribles; el precio a pagar será muy alto.
Un crimen inquietante, un rastro que conducirá a una dolorosa verdad.
Descubre Dama Blanca, la novela negra que te hará cuestionar los límites
de lo prohibido.
OceanofPDF.com
Marta Martín Girón

Dama blanca
Inspector Yago Reyes - 1

ePub r1.0
Café mañanero 06-10-2022

OceanofPDF.com
Título original: Dama blanca
Marta Martín Girón, 2020

Editor digital: Café mañanero


Primera edición EPL, 2022
ePub base r2.1

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DAMA BLANCA
Marta Martín Girón
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Al amor de mi vida,
Marcos Nieto Pallarés.
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Nota de la autora

Las conversaciones y las opiniones que se recogen en esta novela son parte
de un escenario ficticio y son independientes a los criterios personales que
pueda tener la autora.
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Prólogo

Tenía el pulso acelerado. Mantenía los cinco sentidos lejos de los recuerdos,
lejos de los actos depravados que le obligaron a estar al volante a esas horas
de la noche. Desde que tomó el último desvío no volvió a cruzarse con
ningún vehículo. Transitaba en soledad una carretera secundaria que bien
podría ser el camino al infierno. Su infierno.
Pensó en detenerse allí mismo, en mitad de un angosto carril carente de
arcenes. Pero continuó; no podía arriesgarse. De cruzarse con alguien, la
mala suerte podría hacer que el individuo parase a ofrecerle ayuda, que
pensase que había pinchado o… No, no podía cometer ningún error.
No, no podía cometer ningún error.
Siguió.
Conducía con la vista puesta en el ennegrecido y maltrecho pavimento,
evitando mirar a sus costados. Los cultivos se extendían hasta donde sus
sentidos podían alcanzar. Hectáreas de húmedos arrozales eran su única
compañía y, aquella madrugada, la total ausencia de luz los teñía de
tenebrosidad. Parecía como si la tierra se hubiese hundido, quedando en su
lugar una oquedad sin límites definibles, un horizonte difuso al que por
voluntad propia y sin un motivo de peso, nadie en su sano juicio querría
acercarse.
Aquella noche, ni siquiera la luna quiso ser juez ni jurado de sus actos.
Difusos destellos provenientes del agua estancada en los bastos y oscuros
plantíos, advertían del aire que hacía fuera del habitáculo.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Circuló varios kilómetros más sumiéndose en los pensamientos que no
conseguía alejar, preguntándose una y otra vez si conseguiría olvidarse de
aquello. Algo le decía que sí, que tenía la capacidad de no hacerse notar, de
parecer un ser indefenso y bondadoso; a esas alturas, era consciente de ello.
Por suerte, conocía la zona; mientras su cerebro razonaba, su
inconsciente gobernaba el timón de su rumbo. Había transitado aquella vía
cientos de veces para ir a la playa con su familia.
Un monovolumen en sentido contrario y con las largas puestas, le hizo
soltar el pie del acelerador. Instintivamente achinó los ojos para protegerse
del deslumbre y le mandó una ráfaga de luces largas para recriminarle el
descuido.
Volvía a encontrarse a solas con su objetivo.
Siguió conduciendo. El cuentakilómetros continuaba engrosando su
cifra.
Una ínfima luz anaranjada se fue transformando, a medida que
avanzaba, en una acumulación de puntitos brillantes adheridos al horizonte,
señal inequívoca de estar cada vez más próximo al siguiente pueblo. Faltaba
un trecho para llegar al desvío cuando giró a la derecha para tomar un
camino de tierra que daba acceso a los cultivos. Lo transitó durante unos
minutos, hasta que estimó encontrarse lo suficientemente lejos de la
«carretera principal». Fue aminorando la velocidad hasta parar el coche.
Quitó las luces y esperó en el interior hasta que sus ojos se acostumbraron a
la oscuridad. Observó los alrededores antes de abandonarlo: penumbras. A
simple vista, no distinguió la presencia de nadie, menos aún la de ningún
otro vehículo. Agarró el volante con fuerza y se dejó caer contra él; la
tensión y un extraño vigor recorría sus entrañas: tenía en su mano la
capacidad de acabar con la vida de otra persona y no sentir remordimientos.
«Vamos. Termina lo que has empezado. Venga. —Alzó la cabeza y, una
vez más, buscó una señal para abandonar su propósito. Su pulso latía
acelerado—. Vamos, no hay nadie. Es imposible que alguien te vea».
Abrió la puerta y la luz del habitáculo se encendió. Tuvo la sensación de
estar exhibiendo su cuerpo desnudo en mitad de la Gran Vía de Madrid.
«Vamos, vamos… —se animó entre resoplidos—. Cuanto antes acabes,
mejor».
Puso el primer pie afuera. El tacto de la arena bajo la suela de su
zapatilla le recordó su cometido.
«Debes terminar con esto y olvidarte de todo».
Cerró la puerta y se dirigió a la trasera.
«Venga, ya está hecho. Cuando llegues a casa deberás actuar como si no
hubiera pasado nada. Has de ser tan convincente, que hasta tú creas tus
mentiras.
»En unos minutos todo habrá pasado.
»No hay nadie. No has dejado rastro.
»Y siendo como era… Tú no tienes la culpa de que haya acabo así. No
has hecho nada malo, solo quitar de en medio a una putita».
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Un cuerpo sin identificar

Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019

Nos dirigíamos al lugar de un suceso. Mi compañera conducía mientras yo


me limitaba a observar el paisaje. Lo hacía en silencio, concentrada en la
carretera. Aún no sabía si aquella forma de conducir era para no perderse,
para no salirse de la calzada o porque le preocupaba algo.
No, no la conocía, no sabía de qué pie cojeaba. Parecía maja, pero… No
sé, tanto silencio me ponía de los nervios. Desde el primer día quise pensar
que era solo cuestión de tiempo que entabláramos amistad y confianza. Pero
ya llevábamos tres semanas juntos, concretamente, desde el día en que puse
el pie en aquella comisaría. ¿Acaso era mucho pedir que mi nueva
compañera me hablase? Bajo mi punto de vista, tan solo pretendía disfrutar
de algo razonable: poder pasar las jornadas con una persona con una actitud
y un comportamiento normal, con un mínimo de educación.
Tres. Solo tres semanas y ya estaba hasta las pelotas. Tres largas
semanas que habían sido como un viaje a un mundo paralelo, surrealista,
desconcertante y triste; muy triste.
Pero la culpa era mía, por no ver venir las cosas. Pedí el traslado cuatro
años atrás, cuando tenía motivos para cambiarme. El instante para que me
lo concedieran hubiera sido ese, no cuando llegó, no cuando ya nada tenía
sentido, no cuando, de hecho, no solo lo daba por imposible, sino que lo
había olvidado. Me concedieron una tardía permuta, jodiéndome los planes
y obligándome a empezar de nuevo.
El amor a distancia no funciona. No somos almas que puedan
entenderse en la lejanía. Una amistad, un consanguíneo, vale, ¿pero la
pareja? No, la pareja tiene que estar cerca, dormir cada noche a tu lado si no
quieres convertirte en otro tío con rostro, aficiones y trabajo distintos. Sí, el
cambio de ciudad llegaba con cuatro años de retraso porque, cuando no
tienes que estar con alguien, el Universo confabula para que antes o después
dejes de estarlo. El cabronazo me hizo llegar su mensaje de malos modos, y
lo acepté, ¿pero el traslado…? Venga ya, ya se estaba cebando.
Mientras nos aproximábamos, el tiempo que no contemplaba el paisaje
examinaba a mi compañera sin que esta se diese cuenta, aunque no
precisamente porque yo fuese discreto. Llegué a pensar que ignoraba
cualquiera de mis gestos deliberadamente. Incluso, que estaba enfadada
conmigo por algo que yo ignoraba.
—¿Te preocupa algo? —pregunté en un intento de acercamiento.
—No.
«Joder, de verdad que me ha ido a tocar la más estúpida».
—No has dicho nada desde que salimos de la comisaría.
—Estoy conduciendo.
—Sí, eso ya lo veo.
Me miró un segundo y volvió a clavar su vista en el culo del vehículo
que circulaba delante de nosotros, sin responder nada más. Di por concluida
la charla de cortesía. No tenía ninguna necesidad de seguir haciendo el
capullo. Si pretendía que fuera detrás de ella, lo llevaba claro.
El decorado urbano le cedió paso al rural. La carretera secundaria
mostraba un paisaje protagonizado por los arrozales característicos de esa
zona del mediterráneo.
Hastiado por su compañía, aproveché para ojear el móvil. Terminé
metiéndome en Casa del Libro para ojear las últimas novedades en novela
policíaca. Había pasado tantas horas solo que me había terminado
aficionando a la lectura; aunque últimamente, con el trabajo y la mudanza,
tenía poco tiempo libre. Busqué las novedades en policíaca, suspense y
misterio. Estaban los de siempre: John Grisham, Jo Nesbo, Harlan Coben…
Seguí buscando, esta vez fijándome en los títulos de las obras. Me llamó
uno especialmente la atención:
«El asesino indeleble. —Su portada oscura con una persona con una
linterna en mitad del bosque, me gustó. Leí la sinopsis—. Parece que tiene
buena pinta. No conocía a este autor, Marcos Nieto Pallarés. —Lo medité
unos segundos acompañando mis reflexiones con un movimiento oscilante
de cabeza—. Venga va, este. —Lo compré y comencé a leer allí mismo».
No había leído ni la primera página cuando mi compañera reclamó mi
atención.
—Estamos llegando —dijo dedicándome una mirada de soslayo.
—Okey.
Bloqueé el móvil y atendí a la carretera, tal y como intuí que deseaba mi
compañera.
Desde esa distancia pudimos apreciar varios vehículos policiales y de
emergencias. Era fácil imaginar en lo que se convertiría la zona según
fuesen transcurriendo los minutos: un caos de personas entrando y saliendo
de la «zona caliente».
—Aparca ahí —le indiqué alzando el brazo. No sé cómo pudo verme,
apenas me miró. Me respondió con un «sí» apenas audible.
Una vez fuera del vehículo, nos dirigimos al cordón policial.
—Buenos días. Somos de la Policía Judicial.
—Buenos días —respondieron al unísono un par de compañeros que
permanecían junto al perímetro acordonado. Acto seguido les mostramos
nuestras placas y dimos nuestros nombres para el informe de acceso. Con el
«permiso» de uno de ellos, superamos las cintas policiales.
—Seguidme —solicitó al tiempo que se ponía en marcha. Sin
preguntarle, comenzó a explicarnos lo que había sucedido—. El agricultor
ha llamado denunciando que había encontrado un cadáver. Al parecer,
estaba trabajando con la máquina y cuando se acercaba al punto donde ha
encontrado a la chica ha visto muchos bichos revoloteando. —Debíamos
estar cerca, el olor a putrefacción empezaba a ser notable y nauseabundo.
Cogí un pañuelo y me tapé las vías respiratorias. Mis compañeros
procedieron de igual modo—. Se ha bajado y es cuando ha notado el olor a
muerto. Según nos ha dicho, se ha acercado porque ha pensado que sería
algún animal; por el olor, alguno grande: un jabalí o un perro. Pero…
—Gracias por ponernos al tanto —le dije destapándome brevemente la
boca.
—No hay de qué. Es ahí —dijo haciendo un gesto con el brazo para
indicarnos el punto exacto donde se hallaba el cadáver. Aunque a decir
verdad, resultaba innecesario: aún trabajaban sobre los restos un par de
compañeros. Aines y yo nos asomamos a un par de metros de distancia.
Apenas se veía, estaba totalmente cubierto por los altos tallos del cultivo de
arroz.
—¿Dices que el agricultor no lo ha tocado? —preguntó Aines al hombre
que nos acompañaba.
—Asegura que no.
—Okey —dije protegiéndome las manos con unos guantes de látex—.
Echaremos un vistazo cuando los compañeros acaben de recoger las
pruebas pertinentes.
Asintiendo, el policía dio media vuelta, dejándonos a nuestras anchas en
la escena del crimen.
Un par de pasos más fueron suficientes para poder ver a la víctima.
Yacía decúbito prono. Su brazo izquierdo quedaba oculto bajo su torso.
Parecía un maniquí amputado y tirado en el barro. Tampoco podía vérsele el
rostro: lo tenía sumergido en el fango del arrozal. No obstante, era evidente
que se trataba de una mujer. Estimé que medía algo más de metro y medio.
Delgada. A juzgar por su complexión, calculé que tendría una edad
comprendida entre los catorce y los cuarenta años. Tan solo le cubrían sus
partes íntimas unas bragas mal puestas y sucias. El color mortecino de su
dermis me recordó a la protagonista de la mítica serie Twin Peaks, Laura
Palmer. Los insectos acudían a sus restos como las polillas a la luz.
—¿Habéis visto algo raro? —les pregunté a los dos hombres que
trabajaban recogiendo muestras.
—No. Nada destacable, la verdad.
—¿Sabemos quién es?
—No. No hemos encontrado nada que desvele su identidad.
Suspiré.
—Está bien. Gracias.
Ojeamos los alrededores.
Luego, volvimos, pero permanecimos a una distancia prudencial:
preferíamos no tocar nada hasta que llegase el forense. Los compañeros
también iban y venían según sus necesidades.
—¿Qué opinas? —le pregunté a Aines.
—No he visto nada destacable. Ni marcas ni señales exageradas, solo un
par de moretones que no tienen por qué corresponder a un forcejeo —
explicó sin mirarme a la cara. Era extraño que se estuviese explayando
tanto, pero a decir verdad, teníamos un asesinato que resolver, no podía
permitirse el lujo de ignorarme—. Aun así, presupongo que ha habido
abuso sexual. —Yo también lo pensé, era lo normal en estos casos—. Me
pregunto qué edad tendría.
—Yo también pienso que han debido abusar de ella, y se les ha ido las
manos. Y la edad… Tendría que verle la cara. Podría ser una chiquilla o una
mujer con la constitución de una cría.
—Sí.
—¿Vamos mientras a hablar con el agricultor?
—Sí.
Caminamos hacia las cintas policiales.
«Me pregunto cuánto tiempo le durará la cordialidad —pensé mientras
la observaba con disimulo—. El otro día hizo lo mismo, y después se volvió
a convertir en una seta. Supongo que es una cortesía pasajera. En fin,
aunque sea una antipática, al menos es mínimamente profesional y consigue
aparcar sus motivos personales por el bien de una investigación.
»Me gustaría saber cuáles son esos grandísimos motivos».
Al alcanzar las cintas, hablamos nuevamente con el compañero que nos
indicó la ubicación de la chica muerta.
—¿Nos puedes decir quién encontró el cuerpo?
—Claro. Es el señor al que están atendiendo los sanitarios. Le están
dando algo para los nervios. El pobre hombre sufre del corazón y…
—Está bien. No hace falta que vengas.
Al llegar, di un par de golpes secos en la caja de la ambulancia,
generando un estruendo bastante desagradable.
—Joder, tío. Sé más suave —se quejó Aines—, vas a terminar de
matarlo.
Alcé la ceja a modo de «bueno, no es para tanto, pero vale».
Inmediatamente salió una enfermera llamándome la atención.
—¿Podéis tener más cuidado? Ahí dentro está un señor con un ataque
de nervios de la hostia. No está para más sobresaltos.
—Que sí, que sí. Lo siento. No me he dado cuenta —respondí contrito
al sentirme seducido por la guapa enfermera.
—Disculpa —intervino Aines—. Cuando esté más sosegado,
quisiéramos hablar con el señor al que estáis atendiendo.
La chica puso cara de resignación.
—Claro. Le voy a preguntar a ver si no le importa atenderos ya.
—Gracias. —Respondí por ambos.
Regresó a la ambulancia, dejándonos una bonita imagen de su trasero y
su largo pelo castaño agarrado en una larga coleta que le caía por la espalda.
Miré a Aines y la encontré observándome. Al cruzar nuestras miradas
apartó la suya poniendo un gesto de asco que no esperaba.
«¿Acaso estás celosa? —No pude evitar sonreír para mis adentros».
—Podéis hablar con él —dijo la enfermera asomando medio cuerpo por
la puerta trasera de la ambulancia—. Ahora sale.
Asentimos y esperamos el tiempo pertinente a que el señor saliese. Y lo
hicimos en el más absoluto silencio; mi compañera parecía volver a no
querer dirigirme la palabra.
—Hola —saludó el hombre llamando nuestra atención. Estaba
notablemente apesadumbrado y, al mismo tiempo, se le notaba a la legua
que pretendía mostrarse sereno.
—Buenos días. Cuéntenos qué ha pasado.
—No puc explicar molt, agents.
—En castellano, por favor —repliqué lo más amablemente que pude.
No era al primero que le hacía volver a empezar.
—Sí, disculpe, es la costumbre.
—No pasa nada. ¿Qué decía?
—Pues que no puedo contarles mucho. Todavía no me puedo creer lo
que… —Suspiró—. Es que… Era una…
—Tranquilo —dijo Aines al ver sus ojos humedecerse—. Podemos
esperar a que esté preparado.
La miré con cara de desaprobación. ¿Acaso se creía una hermanita de la
caridad? No éramos unos putos psicólogos, éramos la maldita policía
investigando un homicidio, y ese señor, era un testigo que podría estar o no
involucrado en el asesinato. Me había cruzado con un par de actores de
primera capaces de engañar hasta al mismísimo Diablo. Sus fachas de
cultivador al borde de un infarto no le excluían de ser uno de los primeros
sospechosos; todo dependería de si se conocían o no.
—No se preocupen. A ver… Tampoco tengo mucho que contar. Ya se lo
he explicado a sus compañeros. He hecho las cosas típicas de por aquí —
dijo señalando con el brazo la zona de los cultivos—, y luego he cogido el
arado para ir al otro extremo de donde tengo la caseta. Según me
aproximaba he visto bichos, muchas moscas, revoloteando en un único
sitio. He pensado que podría haber algún animal muerto y me he bajado de
la máquina para comprobarlo. Si era el caso, llamaría a la guardia civil para
que lo retirase o quemarlo yo mismo. Y al acercarme, olía a muerto. Un
olor asqueroso, muy muy fuerte. He sentido náuseas y he pensado que era
muy raro que un animal muerto desprendiese tanto olor. Y me he acercado
y ha sido cuando he visto el cuerpo ahí tirado; las piernas desnudas de una
chica, la espalda… Maldita sea, ha sido horrible.
Oí cómo se aproximaba un vehículo. Me giré para verlo. Se trataba de
un taxi. Debía ser el juez del caso.
—¿Ha llegado a tocar el cuerpo? —continué preguntándole.
—No, no. No he tocado nada. Según lo he visto me he dado la vuelta y
he llamado a emergencias.
—Bien. ¿Cree reconocer de quién podría ser el cuerpo?
—Pues no lo sé. Lo primero que ha pasado por mi mente ha sido mi
sobrina, que tiene su misma edad.
—¿Su misma edad, dice?
—Bueno, no sé qué edad tiene la chica muerta, pero por su constitución
he pensado que se trataba de una chica joven. Por eso me ha venido mi
sobrina a la cabeza.
—Entiendo —dijo Aines.
—Nos gustaría que algún compañero le tomase declaración jurada —
intervine. El hombre nos miró uno a uno con la boca a medio abrir. Dudé de
si entendía lo que aquello significaba, pero me sorprendió su respuesta.
—¿Es necesario?
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Dos días antes

Nuria Molina
Viernes, 13 de septiembre de 2019

Cada dos semanas me tocaba cubrir el turno de noche, y aquella se hizo


interminable. Los fines de semana el trabajo incrementaba
significativamente, era habitual. La gente acostumbra a salir y desfogarse,
cenar más de la cuenta, otros, a comer menos de lo recomendable y llenarse
el estómago de alcohol; las drogas, los accidentes de tráfico…
Llegué a casa agotada. Con las piernas y los pies doloridos.
Me descalcé nada más cruzar la puerta de la calle. De puntillas, fui hasta
el dormitorio. Abrí con sigilo: Miguel seguía dormido. Probablemente se
quedó hasta tarde viendo la tele o jugando a la consola, quizá,
aprovechando que Elena tampoco estuvo en casa para ponerse alguna
película de terror, y más siendo viernes trece. Era consciente de que las
noches que no pasábamos juntos le costaba conciliar el sueño y no quería
despertarle. Cogí algo de ropa y me fui al cuarto de baño. Cerré con el
mismo cuidado, dispuesta a darme una ducha rápida y tumbarme un rato
con él.
«Ya me lavaré luego la cabeza; cuanto menos tarde, mejor. Además, el
secador hace demasiado ruido».
La ducha, más que rápida, fue un visto y no visto. Deseaba meterme en
la cama y relajarme, descansar de tanto ajetreo.
A pesar de haber cogido un par de prendas que ponerme, entré desnuda
al dormitorio. Miguel seguía en la misma posición que antes. Me metí bajo
la sábana y le besé en el cuello. Gimió desperezándose. Busqué su miembro
y comencé a jugar con él. En apenas unos segundos lo tenía encima
embistiéndome como una bestia en celo.
—Buenos días —le dije sonriente al terminar.
—Buenos días, muñeca. ¿Qué tal la noche?
—Muy ajetreada. Ya sabes, fin de semana.
—Ya. ¿Estás cansada?
—Sí, pero por suerte tengo tres días por delante para descansar.
—Es lo único bueno de tu trabajo.
—Sí. Y que tengo un buen sueldo.
—Sí, eso también. ¿Tienes sueño?
—La verdad es que sí.
—Ven —dijo colocándose bocarriba y atrayéndome con el brazo hacia
su pecho—. Durmamos un rato, aún es pronto.
—Sí. Por cierto, ¿ha vuelto Elena?
—Creo que no, no he oído la puerta. Además, dijo que se quedaría a
dormir con su amiga. Esta… Alba. Todavía ni se habrán levantado. —Rio
comprensivo. Sabía que estaba recordando las trasnochadas que nos
pegábamos cuando, no hacía tanto, teníamos su edad.
—Sí. —Sonreí con añoranza—. Siempre están igual. Me mandó un
mensaje a eso de las ocho de la tarde.
—¿Y qué te dijo?
—Que pasaría por casa y luego se iría con su amiga. ¿Vino al final?
—Eh… Creo que no. No lo sé.
—Jajaja…, ¿creo?
—Sí, es que me estuve duchando y me pareció oír la puerta. A lo mejor
vino a coger algo y luego se fue sin decir nada.
—¿Sin decirte nada? Es un poco raro, pero vete tú a saber.
—Está en la edad de ir como una moto y de no pensar en nada ni en
nadie, solo en arreglarse y gustar a los chicos.
—Ufff… Cualquier día nos trae a algún maromo, como decía mi padre.
Miguel rio despreocupado.
—Bueno, mientras llega ese día, durmamos un rato, anda.
—Jajaja…, sí. Estoy agotada.
Le di un beso en la mejilla y me coloqué de espaldas a él. Por su parte,
se recolocó para amoldar su cuerpo al mío, a modo de cucharilla. No tardé
en quedarme dormida.

***

No sé cuánto tiempo descansamos, pero el primer pensamiento al despertar


fue ella, Elena. Me levanté y fui hasta el bolso para coger el móvil. Lo
desbloqueé y busqué si había recibido algún nuevo mensaje suyo. Eran
cerca de las doce del mediodía y seguía sin dar señales de vida.
«¿Dónde narices se habrá metido? Cuando venga me va a escuchar.
Aunque si se acostaron tarde, lo mismo siguen durmiendo».
Busqué su número para telefonearla.
Primera señal. Segunda. Tercera. Cuarta. Quinta. Buzón de voz.
«Me cago en la madre que la parió».
Resoplé y traté de poner mis ideas en orden.
«A ver, piensa. ¿Me espero media hora más? Puedo llamar a Alba. ¿Y si
están durmiendo? Bueno, pues que se fastidien, son jóvenes, ¿no? No les va
a pasar nada por dormir menos.
»Pues sí, voy a llamar a Alba a ver si ella me lo coge».
De nuevo, la misma operación. Busqué en la agenda de teléfonos el
número de su amiga y marqué. Dos tonos más tarde, descolgó.
—¿Hola?
—¿Alba?
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
—Soy la madre de Elena. ¿Está ahí contigo?
—No —respondió extrañada—. No la veo desde ayer.
—¿No se iba a quedar en tu casa a dormir?
—Ah, bueno, sí. Claro, esta noche ha estado en casa, pero se ha ido
temprano. Ya no sé ni lo que digo. —Rio.
—¿A qué hora se ha ido?
—Pueeesss… No sabría decirte. A las…, ¿nueve?
—Son casi las doce.
—Ya. No sé.
—¿Y sabes dónde ha podido ir?
—No, no tengo ni idea.
—Está bien. Si hablas con ella dile que estoy tratando de localizarla.
—Vale.
—Gracias. Hasta luego.
—Nada. Adiós.
Me quedé observando la imagen que salió tras colgar, una fotografía en
el fondo de pantallas donde figurábamos Miguel y yo con la playa de fondo.
Mis ojos observaban nuestras expresiones de felicidad mientras que mi
mente trataba de ubicar a Elena. Nunca antes había tardado tanto en volver
a casa y, en caso de retraso, siempre fue lo suficientemente responsable
como para avisar de antemano.
«En fin, no creo que tarde mucho».
Solté el móvil sobre la mesa del comedor y regresé al dormitorio.
—¿Con quién hablabas? —preguntó Miguel nada más verme entrar.
—He llamado a Alba. Elena no coge el teléfono.
—¿Y qué te ha dicho?
—Pues eso, que han dormido en su casa y que se ha ido a eso de las
nueve de la mañana.
—¿A las nueve?
—Sí.
—Bueno —respondió pensativo—. Volverá en cualquier momento.
—Sí.
—No te preocupes —dijo abrazándome—. ¿Qué tal te encuentras? ¿Te
apetece que vayamos a la playa?
—Eh… Supongo.
—No te preocupes, mujer, cuando regresemos ya habrá vuelto. Así que,
venga, cámbiate. Nos llevaremos unos sándwiches y aprovechamos para
comer allí.
Suspiré tratando de tranquilizarme, de no sacar las cosas de quicio.
—Suena bien.
Me cambié en un abrir y cerrar de ojos. Miguel lo hizo más rápido aún.
Mientras yo terminaba de arreglarme y preparar la bolsa de la playa, él se
encargó de la comida.
—Ya está —anunció mostrando al aire nuestra mochila.
—Voy, dame un segundo que estoy terminando de escribirle una nota a
Elena, para que cuando llegue me llame o me mande un mensaje.
—Vale.
—En serio, me tiene un poco preocupada. ¿Y si le ha pasado algo, si le
ha pillado un coche o vete tú a saber? —No quería pronunciar ciertas
palabras.
—Tranquila, si le hubiese pasado algo la policía ya se hubiera puesto en
contacto con nosotros.
—Qué gracioso eres.
—No, es la verdad. Es muy desagradable, pero así funcionan las cosas.
¿Has mirado cuándo fue la última vez que se conectó al WhatsApp?
—Sí, a las once y pico de la noche. Hace más de doce horas.
—Se habrá quedado sin batería.
—Ha estado donde su amiga, allí hay enchufes y cargadores —respondí
irritada—. Además, el móvil deba señal.
—Bueno, pues a lo mejor ha perdido el móvil y no ha querido decirte
nada para que no te enfades. Es imposible entrar en la mente de un
adolescente.
—Lo menos grave sería que haya perdido el móvil. —Resollé ante la
mirada expectante de mi marido—. No sé, tal vez deberíamos quedarnos y
esperar a que vuelva.
—Eh… Punto número uno: sobra que especifiques que eso sería lo
menos grave. Lo he dicho solamente porque como es nuevo…, yo qué sé. Y
punto número dos: aquí lo único que vas a hacer es dar vueltas de un lado
para otro cada vez más nerviosa y, de paso, desquiciarme a mí. —Le
observé sopesando sus palabras. En cierto modo tenía razón. Tenía ganas de
disfrutar de un rato de descanso y ella… Traté de convencerme de que
estaría bien, de que a la vuelta todo volvería a la normalidad.
—Ya. En fin… Vámonos si quieres.
—Sí. Vámonos. Seguro que te sienta bien el cambio de aires y para
cuando volvamos ya estará en casa con alguna ridícula excusa.
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En casa de su amiga

Domingo, 15 de septiembre de 2019

—Joder —farfulló Alba nada más colgar. Se sentó en un extremo de su


cama, pensativa.
Aún con el teléfono en la mano, marcó el número de su amiga Elena.
Escuchó uno tras otro todos los tonos hasta que saltó el buzón de voz.
Colgó.
A continuación, volvió a desbloquear el móvil y, esta vez, entró en el
WhatsApp para dejarle un mensaje.

«¿Dónde te has metido? Tu madre me ha llamado para


preguntarme por ti. Al menos llámala para decirle que estás bien».

«¿Y ahora qué? —pensó mientras observaba el móvil—. Tal vez debería
llamar a su amiguito. —Sus sentimientos hacia él eran agrios».
Buscó el número de teléfono en sus contactos. Por suerte, la tarde
anterior lo guardó.
—¿Adrien?
—¿Hola? —respondió con su marcado acento francés.
—Soy Alba.
—Ah, Alba. ¿Qué tal? ¿Qué pasa? No esperaba saber de ti tan pronto —
dijo presumido.
—Ya, más quisieras tú.
—Bueno, bueno, jaja…, no q…
—Calla y escucha —le interrumpió mostrando su desdén hacia él—.
¿Elena está contigo?
—¿Elena? Qué va.
—¿Cómo que no? ¿Esta noche no ha estado contigo?
—No. No sé nada de ella desde ayer por la tarde, ya sabes, cuando te vi
a ti también. Me dijo que cenaría en su casa y luego tal vez iría a verte antes
de quedar conmigo.
—¿Venir a verme antes de quedar contigo? —repitió extrañada—.
¿Cuándo fue eso?
—No lo sé. Quedamos en que nos veríamos a eso de las once o doce. —
Alba lo escuchaba con cara de asco; su desprecio por él se acentuaba al oír
su voz y su marcado acento galo—. Pero el caso es que me mandó un
mensaje para decirme que estaba en su casa y que le dolía la cabeza, que
mejor lo dejábamos para hoy. Por cierto, ¿a qué vienen tantas preguntas?
¿Acaso quieres que quedemos?
—No sé cómo Elena te aguanta, eres repulsivo.
—Bueno, sí tú lo dices… Tú te lo pierdes.
—Escucha, franchute de mierda, Elena no ha regresado a casa y en la
mía no ha estado.
—No entiendo —dijo extrañado.
—Su madre me ha llamado hace cinco minutos para preguntarme por
ella. Al parecer salió y aún no ha vuelto. No te llamaría si no pensase que
tal vez tú sepas dónde puede estar.
—¿Yo? Qué voy a saber. Te he dicho que anoche no la vi. —Su
desenfado quedó sepultado bajo una creciente inquietud.
—Pues ya somos dos.
—A lo mejor se ha escapado.
—¿Y por qué iba a querer escaparse, si puede saberse?
—Y yo que sé, apenas la conocía. A ver, espera, se me ocurre que…, no
me cuelgues. —Adrien se separó el móvil de la cara y buscó por las redes
sociales. Un par de minutos después volvió a la conversación—. ¿Sigues
ahí?
—Sí —dijo Alba bruscamente.
—Hace más de quince horas que no se conecta ni al Facebook ni al
WhatsApp.
—¿Y qué? ¿Eso qué significa? ¿Acaso te crees que con eso demuestras
que no tienes nada que ver con su desaparición?
—¡Te digo que no sé nada! —chilló nervioso.
—Tal vez deberíamos llamar a la policía, ¿no te parece? —Alba le
hablaba desafiante.
—¡Yo no tengo nada que ver! ¡A lo mejor se ha quedado sin batería!
—Ya, claro —dijo burlona, más calmada que él—. Si estuviese sin
batería no daría tonos, so gilipollas, directamente saltaría el buzón de voz.
—Ya me avisó Elena de que tuviera cuidado contigo. Eres mala, puro
veneno.
—Y tú das asco, puto cerdo. ¿Sabes qué? Tal vez avise a la policía;
quizá les interese saber lo que eres.
—Haz lo que te salga de las tetas. Pero piensa que tal vez la última en
verla fuiste tú, así que… —Alba se quedó pensativa. No respondió—.
¿Qué? ¿Tengo razón?
—No, no la tienes. —Ambos permanecieron reflexivos, sin mover un
solo músculo, con el móvil aún apoyado en sus orejas—. ¿Sabes qué? Que
si no aparece no es mi culpa. Dejaremos que sea su madre quién se
encargue de buscarla o de llamar a quien sea. Ella se lo ha buscado al irse
contigo.

LA TARDE ANTERIOR

—¿Sabes? Llevo toda la semana insinuándole a mi madre que esta noche


me quedaré a dormir en tu casa —le dijo Elena mientras examinaban un
escaparate. Alba se sonrió satisfecha mientras Elena seguía explicándose—.
Luego le mandaré un mensaje para recordárselo; ahora está en el trabajo.
¡Tía, estoy ansiosa por pasar la noche con Adrien! —culminó
despreocupada y con voz estridente.
—¿Qué has dicho? —preguntó Alba, desconcertada, sin apartar la vista
de un maniquí.
—Tía, jolín, escúchame —le regañó agarrándola de los brazos y
girándola hasta tenerla cara a cara; aunque Alba la había escuchado
perfectamente—. ¡Que esta noche me voy con Adrien! —Le mostró todos
los dientes en una mueca pueril—. Eso sí, le diré a mi madre que voy a
pasar la noche contigo, como hemos planeado toda la semana.
—¿Con Adrien? —repitió al tiempo que volvía a centrar su mirada en
las prendas del escaparate. Quería evitar que Elena leyese en sus ojos
cuánto le dolían sus palabras.
—Sí. Me apetece muchísimo. Llevamos toda la semana planificándolo.
Iremos a su casa. Y puede que terminemos haciéndolo. Tú ya me entiendes.
—Explicó entusiasmada, esperando al mismo tiempo una contestación—.
¿Me estás escuchando?
—¿Qué? Sí, sí. —La miró unos instantes, disimulando, tratando de
sintetizar la noticia y darle una respuesta controlada. Elena la miró con cara
de pocos amigos; no podía creer que no la estuviese haciendo caso, y menos
en algo tan importante para ella—. No sé, ¿qué quieres que te diga? La
verdad es que a mí ese tal Adrien no me gusta. Ni siquiera me lo has
presentado. ¿Crees que puedo dejarte en manos de un tío al que solo he
visto en una foto de mierda?
—No pasa nada. Te caerá bien. Y te lo presentaré…, bueno, hoy no creo
que pueda. Tal vez mañana. ¿Te parece bien?
—Joder, tía, eres de lo que no hay. ¿Tus padres lo saben?
—¿Te has vuelto loca? No.
—¿No se lo piensas decir?
—Aún es pronto. No llevamos ni un mes saliendo. Además, ¿acaso tú
les dices a tus padres con todos los que te lías?
—Joder, es que es muy mayor para ti. Bueno, incluso para mí, que te
saco casi dos años. Además, pensé que solo te gustaba yo.
—A mí me gustan más mayores, ya lo sabes. Y lo nuestro… Bueno, tú
ya sabes que de vez en cuando…, pues eso, que podemos divertirnos sin
que nadie se entere —le dijo con tono lascivo acercándose a su oído. Al
sentir su aliento cerca de su nuca se le puso el vello de punta.
—No, Elena. Te pasas mucho —dijo apartándola—. Deberías hacértelo
mirar. —Trataba de contenerse, pero por dentro, el dolor, la rabia y la
impotencia, iban creciendo. Elena, en cambio, no la tomó en serio.
—Sé paciente, mujer —replicó, melosa, sabiendo que conseguiría
contener el malestar de su amiga—. Hoy te tengo algo reservado. —Alba la
observó sin decir nada, tal vez esperando a que le explicase en qué consistía
esta vez su falsa promesa—. Venga, anda, te lo voy a presentar.
—¿Qué? No. No, tía, no estoy de humor para que me presentes a nadie
—dijo excusándose y conteniéndose de no llorar.
—Que sí, ya verás como te cae muy bien —zanjó saliéndose una vez
más con la suya. Cogió el móvil y llamó a Adrien.
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Resultado forense

Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019

No aguantaba el olor de aquel sitio. Por suerte, la sala de autopsias no solía


ser un lugar que tuviésemos que visitar muy a menudo; España es un país
con una baja tasa de homicidios. Las estadísticas así lo indicaban: según un
informe de finales del 2018, España fue el país con menor tasa de
homicidios de toda Europa. Y, otro estudio más reciente, de mediados del
2019, afirmó que además habían bajado un cuarenta por ciento respecto al
2016. Eso sí, las víctimas más recurrentes seguían siendo las mujeres.
De cualquier modo, aunque escasas, aquellas visitas al anatómico
forense me revolvían las tripas. De camino a la sala en cuestión, fui
buscando mi braga para taparme la nariz y la boca y ahorrarme alguna que
otra náusea.
Atravesamos el edificio. Mi compañera conocía adónde teníamos que
dirigirnos, de modo que se encargó de ejercer de guía; eso sí, en el más
estricto silencio. Al parecer, daba igual a qué caso nos enfrentáramos; ella
había decidido seguir con el palo metido por el culo, dedicándome miradas
despectivas y su mutismo más efectivo. Si quería sacarme de quicio, lo
estaba empezando a conseguir. Por mi parte, no lograba entender qué
demonios le había hecho. Lo mismo le recordaba a algún exnovio, o vete tú
a saber. Pero, lo que sí tenía claro era que, de continuar así un par de
semanas más, terminaría pidiendo un cambio de compañero.
—Es aquí —dijo señalando la puerta con el mentón.
«Albricias, ha hablado. Vamos a hacer una fiesta».
—Genial —respondí. A continuación cubrí mis vías respiratorias con la
braga. Aines se encargó de llamar con un par de golpecitos cortesía de sus
huesudos nudillos.
Unos instantes después, una mujer nos abrió la puerta.
—Buenos días —saludó con una sonrisa cordial, haciéndose a un lado.
—Buenos días.
Entramos en la sala. La temperatura en todo el edificio era baja, pero al
entrar a esa habitación aún se desplomó varios grados más.
—Buenos días, agentes —saludó el médico forense.
—¿Qué tal? —Me acerqué hasta situarme a los pies inertes de la chica
—. ¿Qué tenemos?
—Bueno, un asesinato con penetración.
—¿Y la causa de la muerte? —preguntó Aines como si tuviese prisa en
salir de allí.
—Asfixia. Probablemente con un cojín sobre la cara. No tiene marcas
de estrangulamiento. Lo que sí tiene es un pequeño hematoma; nada
destacable. Se lo podría haber hecho chocándose contra una mesa.
—¿Algo más? —cuestioné, haciéndome cargo de esa y de las futuras
preguntas.
—No.
—¿Entonces hay agresión sexual?
—Es complejo. Hay evidencias de que perdió el himen durante la
penetración. Sin embargo, por lo que nos dice su cuerpo, el acto pudo ser
consentido.
Sentí cómo se me arrugaba el ceño.
—Entiendo que solo hubo penetración vaginal, ¿no?
—Sí.
Exhalé un suspiro demasiado sonoro.
—¿Has podido determinar la hora de la muerte? —preguntó Aines.
—Sí, se produjo hace más de cuarenta y ocho horas.
—¿Puedes concretar?
—A ver, yo situaría el crimen en la noche del sábado. Entre las diez y
las doce.
—Perfecto, eso nos será de gran ayuda.
—¿Edad?
—Quince o dieciséis años. Hemos extraído sus huellas dactilares. Las
hemos remitido a la comisaria para que puedan ser cotejadas con sus bases
de datos.
—Estupendo.
—¿Alguna cosa más: drogas, alcohol…?
—No. Por el momento no hemos hallado nada más. La analítica está
limpia.
—Está bien. Gracias.
—Es mi trabajo.
—Ah, una pregunta —dije girando sobre mí mismo—. ¿El lugar del
hallazgo es el mismo en el que falleció?
—No. Como os he dicho, la asfixiaron. Pero no la estrangularon.
Tampoco la ahogaron. En un primer momento yo mismo llegué a pensar
que lo hicieron metiéndole la cabeza en el fango, pero hubiera encontrado
restos en su organismo. Además, la ausencia de otras marcas indica que la
asfixiaron en posición decúbito prono, con lo cual, si la hubiesen matado
allí tendría la espalda, las piernas, el cabello…, manchados de barro, y no es
el caso.
—Bien. Gracias de nuevo. Si se nos ocurre alguna pregunta más, te
llamaremos.
—De acuerdo. En cuanto termine el informe también os lo haré llegar.
—Gracias.
De camino al coche tuve tiempo para pensar. La ventaja de tener una
compañera más silenciosa que una babosa, era esa: los momentos de
introspección. Necesitábamos conocer la identidad de la víctima para poder
empezar a hacer nuestro trabajo, hablar con los padres, con los amigos o
con cualquiera que pudiese saber algo. Era lo más urgente. A pesar del
descenso, las estadísticas indicaban que, en los últimos años, el cuarenta por
ciento de las mujeres víctimas de homicidios en España lo fueron a manos
de su pareja, y el porcentaje aumentaba al sesenta por ciento cuando se
incluía a familiares entre los agresores. Las primeras horas eran cruciales
para encontrar al responsable.
—¿En qué piensas? —me preguntó Aines unos metros antes de llegar al
coche. Me observaba con el ceño fruncido, como si desconfiase de mí.
—En el caso.
—Ya. Era de esperar —respondió cortante. Ante aquello, decidí
ahorrarme los detalles de mis elucubraciones.
—¿Conduzco? —pregunté. Al menos me entretendría haciendo algo de
provecho.
—Si te hace ilusión…
«Joder, qué asco das, bonita».
Puse rumbo a la comisaría; trayecto que se me hizo más corto que de
costumbre. Incluso, olvidé que iba alguien en el asiento de al lado.
Al llegar, fui directo a hablar con nuestro analista forense. Aines, en
cambio, se fue al cuarto de baño, supongo que a sacarse el palo de…
—¿Qué, Alonso, cómo vas? —Mis palabras y una palmadita en el
hombro fueron mi forma de decirle que ya estábamos de vuelta.
Creo que era el más joven de la plantilla y, aun así, estaba a uno de los
cuarenta. Apenas llevaba un año en el departamento. Era moreno, tenía el
pelo rapado al cero y una barba abundante y larga, al más puro estilo
Kratos, el del videojuego God of war. Eso sí, estaba lejos de mostrar la
presencia imponente del susodicho personaje; creo que llevaba ese look
para aparentar un poco de dureza. Con todo y eso, le pegaba; con su más de
metro ochenta y cinco y su espalda ancha, podía permitírselo sin parecer un
quiero y no puedo.
—¿Qué pasaaa…? —saludó alegre. Cuando abría el pico era cuando
realmente le notabas el fondo de bonachón.
«Al menos el resto de compañeros son majos —me dije, pensando en
Aines».
—Venimos del anatómico forense —expliqué.
—Ya imagino. Estaba a punto de llamaros. He cotejado las huellas
dactilares. Se trata de una chica de la que denunciaron su desaparición el
domingo por la tarde.
En ese momento entró Aines.
—Hola, Alonso.
—Hola. Le decía a Yago que ya tenemos la identidad de la chica. Se
trata de Elena Pascual Molina. Sus padres denunciaron su desaparición el
domingo, después de llevar varias horas sin saber nada de ella.
—¿Qué datos tienen los compañeros? ¿Se rastreó el móvil, se habló con
los amigos y los familiares? —preguntó Aines.
—Sí. Está todo aquí. —Alonso señaló una carpeta que reposaba sobre
su mesa.
—Ya, pero independientemente de lo que recojan los informes —
intervine—, la cosa ha cambiado bastante. Hemos pasado de una denuncia
por desaparición a una investigación por homicidio. Leeremos los papeles,
pero tendremos que volver a hablar con muchos de los que figuran ahí.
¿Alguien le ha dado ya la noticia a la familia?
—No. Os toca hacerlo a vosotros.
—Sí. Si nos das la dirección iremos ahora mismo. ¿Son de Cullera?
—No, de Alzira.
—O sea, que el asesino se ha tomado las molestias de trasladar el
cuerpo a una distancia prudencial de su pueblo.
—¿Das por hecho que la mataron en Alzira y luego la trasladaron a
Cullera? —me preguntó Aines—. Elena podría haber estado en Cullera y
haber sido atacada y asesinada allí mismo.
—Sí, es una posibilidad, pero no sé por qué veo más probable lo
primero.
Aines hizo una mueca de «si tú lo dices…», pero no respondió.
—En fin, danos su dirección —solicité—. Es hora de hacer la parte
chunga de nuestro trabajo. Ah, y otra cosa. ¿Se le ha tomado declaración al
agricultor?
—Sí, también está en esa carpeta.
—¿Y?
—Nada destacable. Nos ha dado coartada para los últimos días sin ni
siquiera pedírselo. Así que…
—Bueno. «No quiere decir que sea cierta —pensé». Está bien, nos
vamos.
Le hice una mueca en señal de agradecimiento.
Dirección en mano, nos pusimos en marcha.
Durante el trayecto, Aines se sentó en el asiento del copiloto y fue
leyendo los informes.
—Si ves algo interesante, será un placer escucharlo —sugerí lo más
afable que pude.
—Sí, no te preocupes, de momento no he visto gran cosa.
Continué con la vista puesta en la carretera. Y esta vez, en lugar de
pensar en el caso, mi mente trató, una vez más, de entender a mi
compañera. Si en ese momento me hubiera jugado el sueldo de tres meses a
que no me volvería a dirigir la palabra hasta llegar al hogar de los padres de
la víctima, hubiera ganado una buena tajada extra. Pero aquello no era
divertido. Me desconcertaba. Ni siquiera sabía cuánto llevaba en el cuerpo,
menos aún si tenía pareja, sus inclinaciones sexuales, dónde y con quién
vivía… Era muy triste. A lo mejor se trataba, simplemente, de una persona
a la que no le gustaba conversar, aunque, francamente, me parecía
exagerado. Éramos compañeros y, entre otras cosas buscábamos asesinos:
en nuestro trabajo es imprescindible hablar, intercambiar impresiones.
Además, con los demás no actuaba igual. ¿Vergüenza, tal vez?
«En fin, a lo mejor tiene una enfermedad rara: timidez extrema,
mutismo selectivo o algo por el estilo.
»Joder, cuando hemos llegado a comisaría bien que iba saludando a
todo el mundo.
»Pues eso, mutismo selectivo que acostumbra a emplear solo conmigo.
Cojonudo. —Suspiré sin que ella lo apreciase—. Le daré unos días más
antes de preguntarle si tiene algún problema conmigo, a ver si entretanto me
sorprende con algún cambio».

—Hemos llegado —dije llamando su atención. Ella alzó la vista de los


papeles, ojeó alrededor y luego cerró la carpeta—. ¿Y bien?
Me miró con cara de póker. Su rostro no reflejaba la más mínima pista
de en qué estaba pensando.
—Tenemos muy poco: la denuncia de los padres, la descripción de
cómo iba vestida…
—Alonso dijo que teníamos el rastreo del móvil.
—Sí.
—¿Y?
—Que puede que tengas razón sobre dónde la mataron.
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Denuncia

Nuria Molina
Domingo, 15 de septiembre de 2019

Llegamos de la playa más tarde de lo que hubiese deseado. Quise


convencerme a mí misma de que Elena estaba bien, de que por una vez en
su vida había dejado aparcada esa madurez casi enfermiza que tanto la
caracterizaba y se había soltado la melena; aunque con ello me tuviese en
vilo. ¿Quién no ha hecho alguna locura siendo adolescente? Aquel era el
argumento sobre el que giraban todos mis autoconvencimientos. Hice un
esfuerzo por disfrutar del paisaje y de la compañía, por descansar, por no
convertirme en la típica madre histérica que a la primera de cambio le da
por pensar en la mayor tragedia que puede acontecerle a un hijo. En otras
palabras, no quería convertirme en mi madre. Miguel trató de animarme. Su
lenguaje corporal y su trato hacia mí eran la clara evidencia de que él
también estaba preocupado, pero lo disimulaba para no exacerbar mis
ánimos. Trató de distraerme estando más atento que de costumbre. Se
notaba cuánto me quería; cuánto nos quería a ambas. Después de la muerte
de César pensé que jamás volvería a ser feliz, ni a estar con nadie. Pero
apareció Miguel y, gracias a él conseguí rehacer mi vida, darle un nuevo
padre a Elena.
En un par de ocasiones, mientras estábamos fuera, me dijo: «Seguro que
está en casa». Sin embargo, eché de menos no haber cogido el móvil. No sé
cuántas veces me arrepentí. Creo que a lo largo de nuestra excursión ese fue
el sentimiento que padecí más incisivo. Desde aquel día no he vuelto a salir
de casa sin el móvil. Ni siquiera a tirar la basura.
Al entrar en casa confirmé lo que ya intuía: Elena no había regresado.
Por muy impensable que me pareciese, fui a la cocina para comprobar si en
nuestra ausencia pudo haber pasado por allí y, por el motivo que fuera,
haberse vuelto a marchar. Pero la nota seguía en el mismo lugar donde la
dejé. Cogí el móvil, que descansaba junto al papel, y comprobé si había
recibido alguna llamada o mensaje suyo. Nada. Todo seguía igual que
cuando nos marchamos, a excepción de una cosa: el tiempo transcurrido.
—Debemos ir a la policía —le dije a Miguel. Mis nervios empezaban a
escapar a mi control.
Me miró con la boca medio abierta, pensativo. Tardó unos segundos en
contestar.
—Está bien. Vayamos. Dame un minuto para que me ponga un pantalón
y no me vean con estas pintas de dominguero.
—Sí. —Aproveché esos segundos, igual que él, para ponerme una ropa
más adecuada. No me apetecía que se viesen los cordones del bikini
asomando por mi nuca. Daría la impresión de…
Sí, en ese momento primó el qué dirán. Era probable que terminasen
sabiendo que mientras mi hija estaba desaparecida, mi marido y yo nos
fuimos unas horas a la playa, a desconectar, a pretender que todo se quedase
en un susto. Pero si podía evitarlo, mejor; tal vez el cargo de conciencia
fuese menor. Yo misma me avergonzaba de la forma en la que procedí, y
siendo así, lo más probable es que ellos pensasen que había sido una mala
madre por actuar de ese modo, más, sabiendo que ella era una chica
responsable, que tenía una actitud intachable, lo cual era un indicio de peso
para sospechar que podría estar sucediéndole alguna desgracia. Así que,
había obrado de la peor forma posible, sobre todo, siendo consciente de que
las primeras horas para encontrar a una persona desaparecida son
fundamentales. En ese momento no entendí que, aunque no hubiera ido a la
playa, aunque hubiese ido a rezar y a poner velas a una iglesia, o aunque
hubiese empapelado todo el barrio con su cara y un teléfono donde
avisarnos en caso de que alguien la viese, el resultado hubiera sido el
mismo.
—Ya estoy —dijo Miguel con las llaves del coche en la mano.
—Vale. Vamos.
Condujo hasta la comisaría. Durante el trayecto trató de darme
conversación en un par de ocasiones, pero fue inútil. Le contesté con las
palabras justas. No me apetecía hablar, ni pensar, ni hacer nada más que
poner la denuncia y pedirle a Dios que apareciese lo antes posible. Poco
antes de llegar, lo único que se me ocurrió fue hablar, una vez más, con su
amiga Alba. La telefoneé.
—No lo coge —reflexioné en voz alta.
—¿Quién? ¿Elena?
—No. Su amiga. Alba.
—Ah. Mándale un mensaje.
—Sí.
Escribí:
«Hola. ¿Has sabido algo de Elena? Sigue sin aparecer».
Mandé el mensaje y recé por que lo viese pronto. Cuando iba a soltarlo,
vi que se conectaba.
Automáticamente sonó el teléfono.
—¿Alba? —Descolgué.
—Hola. No, no sé nada de ella.
—Nosotros tampoco. Vamos de camino a la comisaría para poner una
denuncia por desaparición. —La escuché suspirar al otro lado del auricular
—. ¿No tienes idea de con quién puede estar? ¿Dijo algo cuando se fue de
tu casa?
—No, no tengo ni idea. No dijo nada. —El tono de su voz había
cambiado. Parecía estar llorando. En ese momento la que terminé
suspirando fui yo.
—Está bien, si te enteras de algo, avísame, por favor.
Emitió un quejido que interpreté como un «sí».
—Tengo que dejarte. Estamos llegando.
—Vale.
Colgué.
—¿Qué te ha dicho? —preguntó Miguel. Se le veía preocupado, tan
inquieto como yo.
—Nada. No sabe nada.
Resolló.
—Está bien. Bueno, tranquila, la encontraremos —dijo cogiéndome de
la mano.

Al llegar tuvimos que esperar unos minutos. Era lo normal, pero mis
nervios solo querían recuperar el tiempo perdido.
Entramos a un despacho y nos atendió una agente.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarles? —Me llamó la atención su
seriedad.
—Buenas tardes. Venimos porque mi, nuestra hija, ha desaparecido.
—¿Quieren cursar una denuncia por desaparición?
—Sí.
—Muy bien. —Se inclinó hacia un lado de la mesa y cogió una carpeta.
De ella extrajo unos papeles—. Deberán facilitarme toda la información que
les vaya pidiendo. Les iré formulando una serie de preguntas que deberán
contestar con la mayor sinceridad posible, ¿de acuerdo? —Miguel y yo nos
miramos con complicidad. A juzgar por lo que continuó diciendo, la agente
debió ver el miedo en nuestros ojos—. Aquí no estamos para juzgar a nadie,
solo para encontrar a su hija. ¿Bien?
—Gracias —respondió Miguel al tiempo que yo asentía con la cabeza.
—Bien. Lo primero que necesito es que me faciliten sus identidades.
—¿Quiere el DNI?
—Sí, por favor.
Busqué en el bolso y extraje mi DNI. Por su parte Miguel sacó el suyo
de su cartera. Ambos se lo entregamos a la señorita.
Los tomó y comenzó a teclear en su ordenador. Mientras, yo me
dediqué a observarla trabajar. Sus facciones eran suaves, hecho que
contrastaba con la seriedad con la que ejecutaba su trabajo. Era delgada; la
camisa se le ceñía al pecho y a la cintura. Parecía alta. Al menos debía
medir un metro sesenta y cinco; alta teniendo en cuenta que yo parecía
familia de un grupo de pigmeos. Sin saber por qué, mi mente comenzó a
imaginar cuán duro le tuvo que resultar aprobar los exámenes físicos para
entrar en el cuerpo de policía.
«Yo no sé si esta muchacha tendrá la fuerza suficiente como para
atrapar a los delincuentes. En un cuerpo a cuerpo… No sé. Los entrenan a
fondo, pero, no deja de ser una mujer. Es evidente que tenemos mucha
menos fuerza que los hombres. Bueno, tal vez por eso tenga un puesto de
oficina. Entre las mismas mujeres, algunas tienen más fuerza que otras. No
sé, yo no habría sido capaz. Aparte de que no me hubieran dejado acceder,
por aquello de ser tan bajita. Pero de ser más alta, tampoco creo que lo
hubiera conseguido. Aunque por lo que tengo entendido, las pruebas de
acceso no son iguales para hombres que para mujeres. A ellas les dan
“ventaja”, menos resistencia, menos flexiones… Ni que los cacos fueran a
ir con miramientos. En fin, creo que tanto ellos como ellas deberían cumplir
unos mínimos, los necesarios como para garantizar la seguridad y la
resolución de los casos. Eso sí, intelectualmente podemos ser tan
competitivas como ellos. Mi Elena tampoco podría meterse a policía. Ha
tenido que sacar mis genes —me lamenté».
—Bien. Ahora necesito que me facilite los datos de su hija.
—Su nombre es Elena Pascual Molina.
—Eh… —Terminó de escribir y miró a Miguel, luego a mí—. Usted es
la madre.
—Sí.
—¿Y usted?
—Él es mi marido, el padrastro de Elena.
—Entiendo.
—Necesitaría el nombre del padre biológico.
—Se llamaba César C…
—Perdone, ¿no está vivo?
—No. Murió cuando Elena tenía cinco años.
—Entiendo. Vale. ¿Sabe el número de DNI de Elena?
—No.
—De acuerdo.
—¿Fecha de nacimiento?
—15 de Noviembre de 2003.
—Dieciséis años, ¿entonces?
—Quince. Cumple los dieciséis dentro de un par de meses.
—Bien. ¿Desde cuándo lleva desaparecida?
—Desde esta mañana. Ha pasado la noche en casa de una amiga. Ella
dice que sobre las nueve se ha ido. Desde entonces no sabemos nada de
ella.
—¿Creen que ha podido quedar con alguien, escaparse…?
—No. No lo creo, la verdad.
—¿Tenía problemas en casa, en clase, con los amigos…?
—No. Me lo hubiera dicho.
—¿Ha estado actuando de forma extraña últimamente?
Me quedé pensativa. Miré a Miguel por si él hubiera notado algo raro en
los últimos días o semanas que yo no hubiera percatado. Pasaba más tiempo
en casa que yo, su testimonio sería más fiable que el mío.
—Yo no he notado nada fuera de lo normal —contestó Miguel.
—No. Bueno. Lo que sí he notado es que lleva unos meses arreglándose
más. Está en plan coqueta, supongo que por la edad o, no sé, tal vez le guste
algún chico de su instituto, aunque…, sería raro, ahora mismo están de
vacaciones de verano, no sé si tiene mucho sentido a no ser que lo vea a
menudo, que creo que no es el caso —medité en voz alta. No me importó
compartir mis especulaciones con ellos, tal vez podían servir de algo.
—Vale. A ver, necesito que me den una descripción de su hija lo más
detallada posible: peso, estatura, color de pelo, de ojos… Y necesitaría una
fotografía lo más reciente posible.
—Claro. Físicamente es muy semejante a mí: mide un metro cincuenta
y uno, pesa cuarenta y cinco kilos, ojos castaños, pelo oscuro, casi negro…
—¿Alguna marca de nacimiento, tatuaje o piercing?
—No.
—¿Recuerdan cómo iba vestida?
Volví a mirar a Miguel. De los dos, él era el último que la había visto.
—Creo que llevaba unos vaqueros cortos, o unas mayas de esas que
parecen vaqueros, y una camiseta —respondió él—. No sé de qué color.
—¿De tirantes, de manga corta, con forma de top…?
—Eh… Creo que de tirantes. Tampoco la miré mucho, no me dio
tiempo, dijo que se marchaba con su amiga a dar una vuelta y a ver las
tiendas, y poco más. Y de todas formas, yo en esas cosas no me suelo fijar,
así que, no estoy seguro del modelito que llevaba.
—Está bien, no se preocupe. Si recuerda algún detalle nos lo puede
decir en cualquier momento.
Se me escapó un suspiro.
«No sé cómo los hombres pueden llegar a ser tan despistados en algunas
cosas. Si le hubiera preguntado por un partido de fútbol de hace diez años,
seguro que lo hubiera recordado al detalle».
—De acuerdo —prosiguió la policía tras teclear en su ordenador—.
Dicen que quedó con una amiga.
—Sí. Con su amiga Alba.
—¿Se llevaban bien? ¿En algún momento han tenido disputas
destacables?
—No que nosotros sepamos. Se conocen desde que eran pequeñas. Alba
tiene casi dos años más que Elena, pero siempre han sido como uña y carne.
Sobre todo desde hace dos años, que coinciden en la misma clase. Alba es
muy buena chica, pero le cuesta mucho…, vamos, que no es tan buena
estudiante como nuestra hija y, bueno, lleva dos años de retraso en sus
estudios.
—Vale. Solo quedó con ella.
—Eso creemos.
—Bien. Ahora les haré varias preguntas un poco más delicadas. ¿Sufre
de algún tipo de discapacidad o trastorno mental?
—No.
—¿Depresión o tendencias suicidas?
—No. Lo más grave que ha vivido fue la muerte de su padre, pero ya le
digo que era muy pequeña cuando sucedió. Yo ya conocía a Miguel, del
trabajo y, después de la muerte de César, Miguel empezó a venir a
visitarnos a casa. Me di cuenta de que se llevaban muy bien y que cuando él
estaba Elena se olvidaba de la tragedia. Luego, con el paso del tiempo,
Miguel y yo empezamos a salir y, bueno, ya ve, hasta hoy.
—Para mí es como una hija biológica —explicó Miguel. La mujer
asintió con una recreada mueca.
—¿Tienen constancia de que tenga alguna amistad nueva, que haya
frecuentado algún lugar distinto a los de costumbre?
—No.
—¿Toma algún tipo de medicamento?
—No.
—Disculpen que les haga tantas preguntas, pero es necesario manejar la
mayor cantidad de información posible. Algunas, como les he avisado
antes, sé que pueden resultarles incómodas, pero estoy obligada a
hacérselas.
—No se preocupe. Lo entendemos.
—Sigo. ¿Ha ocurrido algún suceso que le pueda haber animado a irse de
casa por voluntad propia?
Negué con la cabeza tratando de recordar alguna disputa reciente, pero
no había nada que recordar.
—¿Creen que pueda estar en compañía de algún adulto que pueda poner
en riesgo su integridad física?
En ese momento sentí cómo el corazón me daba un vuelco. Durante la
entrevista estuve nerviosa, pero dentro de un control. Sin embargo, aquellas
palabras activaron algo en mi inconsciente que me hizo sentir una profunda
agonía, un palpitar descontrolado y náuseas. Traté de contener la emoción,
pero no pude. Contesté con un tembloroso «no» que dejó en evidencia mi
estado.
—Ya queda poco —dijo la agente con compasión. No respondí, solo
deseé que terminase pronto con aquel maldito cuestionario que cada vez me
hacía sentir más miedo—. ¿Tienen constancia de que en los últimos días
haya conocido a alguien a través de internet?
—¿Internet? —preguntó Miguel extrañado.
—No tiene por qué ser lo que le ha sucedido a su hija, pero al cabo del
año tenemos constancia de muchos casos de menores que conocen a adultos
a través de internet. Se hacen pasar por jóvenes de su misma edad y en
ocasiones terminan engatusándolos para quedar y conocerse en persona.
—No. No lo creo posible. ¿Elena? No. No creo —respondí sintiendo un
temblor por todo mi cuerpo, como si me hubiera transformado en un
muñeco parlanchín roto, soltando frases pregrabadas, repetitivas y
atropelladas.
—Está bien. Ya casi hemos terminado. Necesito que me faciliten la foto
de Elena en color y lo más reciente posible.
—¿Vale con alguna que tengamos en el móvil?
—Sí.
Miguel y yo cogimos nuestros teléfonos para buscar alguna que fuese
fiel a como era en persona. El temblor de mis manos, la dispersión mental y
los ojos humedecidos me impedían hacer lo que debía. Me sentía tan
culpable por no haber acudido antes a ellos…
—Mira —me dijo Miguel—. Yo tengo estas de hace un par de semanas.
Me enseñó varias en las que salían ellos dos haciendo el tonto, poniendo
caras raras y riéndose.
—¿De cuándo es eso?
—De una tarde que tú estabas en el trabajo. Estuvimos viendo una peli
y jugando a la consola. —Mis ojos se clavaron en la mirada de júbilo de
Elena. Se la veía tan feliz; no podía haberse escapado de casa, era imposible
—. ¿Vale esta? La puedo recortar —dijo dirigiéndose esta vez a la policía.
Le enseñó la imagen y a la mujer le pareció bien.
—De acuerdo —expuso después de tener la fotografía en su poder—.
Una pregunta más, ¿han tocado alguna de sus pertenencias, su habitación,
su ropa…?
—No, nada.
—Bien, déjenlo todo tal y como esté. No limpie la habitación, ni recoja
los objetos que pueda haber por medio. Es importante que nadie toque sus
pertenencias, ni familiares, ni amigos, nadie salvo los agentes que estén al
cargo de la investigación. También he de pedirles que no laven su ropa.
Guárdenla en una bolsa de basura mientras determinamos si necesitamos
analizarla. Por otro lado, no les he preguntado por su móvil, ¿saben si lo
llevaba consigo?
—Sí, creo que sí. Me mandó un mensaje para decirme que pasaría la
noche con su amiga. Aunque también mencionó que antes pasaría por casa,
y a ti te pareció oír la puerta, ¿no? —le pregunté a Miguel.
—Sí, me pareció que entraba en casa, pero…, no lo sé seguro, me
estaba duchando.
—La última vez que la vieron cada uno de ustedes, ¿cuándo fue,
entonces?
—Yo a mediodía. A eso de las tres o tres y cuarto, que es cuando me fui
al trabajo.
—¿Y usted? —le preguntó a mi marido. Se quedó pensativo.
—No sé a qué hora se fue con su amiga, la verdad. Tal vez eran las
cinco y media o las seis de la tarde.
—¿Y esa fue la última vez que la vio? —insistió la policía.
—Sí.
—De acuerdo. —Tecleó algo en el ordenador—. Bien, a partir de este
momento, queda abierto un expediente por la desaparición de Elena Pascual
Molina. Una pareja de compañeros acudirá a su domicilio para hacer una
inspección ocular del dormitorio de su hija. Ya les digo: no toquen nada.
Por otro lado, quiero informarles de que al tratarse de una menor y al
considerar que la desaparición pueda deberse a un acto ajeno a su propia
voluntad, lo cual implica un posible riesgo para su integridad física,
procederemos a rastrear su móvil.
»Aquí les dejo un número de teléfono de contacto por si recuerdan
algún detalle de interés o por si tienen alguna pregunta. En caso de que
regresase a casa, les agradecería que nos informen inmediatamente para
poder cerrar el expediente.
—Claro, por supuesto —respondió Miguel en nombre de los dos.
En mi caso, tan solo pude asentir y articular un sentido «gracias». Me
levanté con la sensación de ser una mujer de avanzada edad, renqueante, sin
fuerzas, desolada por lo que temía que podía acontecer después de aquello.
La poca fe que me quedaba reposaba ahora en sus manos.
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Rastreo

Nuria Molina
Domingo, 17 de septiembre de 2019

Pasaban unos minutos de las ocho de la tarde cuando los agentes se


personaron en nuestra vivienda. Se trataba de dos hombres, un señor de
unos cincuenta años y un chico más joven, de unos treinta —aunque dudo
que llegara a veintisiete o veintiocho—. Recuerdo que se presentaron, nos
dijeron sus nombres y nos informaron del procedimiento que iban a seguir.
Mi mente estaba tan abotargada, que no me enteré de nada. Parecía estar en
una pesadilla, de esas en las que no entiendes nada, de esas en las que de
repente te ves en el papel protagonista sin pedirlo, sin darte cuenta.
Simplemente estás ahí: sufriendo por lo que acontece, privada de cualquier
maniobra de acción para defenderte. Congelada, observas a tu alrededor.
Cualquier cosa te parece una señal de por qué tu hija no ha vuelto a casa,
cualquier recuerdo tratas de convertirlo en una herramienta con la que salir
del abismo. Incluso el más ateo se convierte a la religión, a la que sea, con
tal de que todo acabe. Recé, claro que recé. A todos los dioses, santos y
vírgenes. Pero te das cuenta de que estás a expensas, no de la voluntad de
las supuestas deidades, sino de la voluntad del mundo. El propio ser
humano tiene voluntad, se rige por su propio albedrío, tanto para lo bueno
como para lo malo. Y de repente pareces transformarte en una especie de
muñeco de nieve que se derrite minuto a minuto. Una parte de ti sabe que,
antes o después, de ti solo quedará un charco, un remanso de agua sucia y
ennegrecida por la mierda que vuela suspendida en el aire mientras tú estás
inmóvil en mitad de la incertidumbre. Algo en el Universo, decidió que tú
serías el antojadizo juguete de otro ser humano.
Los agentes se pasearon por la casa como si estuviesen en la suya.
Hablaban entre ellos en un tono casi inaudible. Supongo que no querían que
escuchásemos determinadas conjeturas. Las escasas ocasiones en que nos
dirigieron la palabra fue para ponerme aún más nerviosa:
—¿Conocen la contraseña de su ordenador?

No. No la conocía. Supuse que a su edad era lo suficientemente


madura como para poder concederle la intimidad que demandaba;
su padre me animó a ello.

—No. —Me lamenté.


—La de la tablet tampoco, supongo.
—No.
—De acuerdo.
Estaba convencida de que en su carrera —sobre todo el mayor de ambos
— habría visto de todo; pero eso no supuso un gran consuelo.
—Necesitamos que nos facilite un listado de las personas que puedan
tener información sobre ella. En el expediente hemos visto que su hija pasó
la noche en casa de una amiga.
—Sí, de Alba.
—Bien, ¿nos pueden dar su teléfono?
—Claro.
Eché mano al móvil y busqué en la lista de contactos.
—Si tiene también el de sus padres, mejor.
—De acuerdo.
Tras unos segundos les di los teléfonos.
—¿Hay alguna persona más con la que pueda haber estado?
—No lo sé.
—¿No tenía más amigos?
—Sí, pero siempre estaba con Alba.
Se miraron el uno al otro con cierta resignación.
—Está bien, empezaremos hablando con la chica y con sus padres.
—De acuerdo.
Tuve la sensación de que pensaban marcharse ya, cuando de pronto,
rompiendo todos mis cálculos, el mayor de ambos volvió a interesarse por
nuestra versión de la desaparición.
—Señora Molina, ¿cuándo fue la última vez que vio a Elena? —Me
extrañó la pregunta, incluso me pareció ofensiva. ¿Acaso no tenían el
informe, no podían leerlo y dejar de preguntarnos continuamente las
mismas cosas?
—El sábado antes de ir a trabajar. Sobre las tres y algo. Tres y cuarto,
quizá.
—¿Estuvo trabajando hasta que denunció su desaparición?
—No. Llegué del trabajo sobre las doce de la mañana.
—¿A qué hora sale del trabajo?
—A las once.
—¿Y suele tardar una hora en llegar a casa?
—Normalmente sí. Me quedo con alguna compañera a tomar un café
rápido antes de volver.
—¿Dónde trabaja, señora Molina?
—Soy técnico de laboratorio en el Hospital Público Universitario de La
Ribera.
—¿Y en qué consiste su trabajo?
—En analizar cualquier muestra que nos envíen al laboratorio.
—Entiendo —dijo el más adulto. El joven permanecía en silencio.
—¿Y usted? —preguntó, dirigiéndose esta vez a Miguel. Sentí cómo se
me aceleraba el pulso: ¿estábamos en su lista de sospechosos?
—¿Yo, qué?
—¿Puede darnos su nombre completo?
—Sí. Miguel Castillo Bermejo.
—De acuerdo, señor Castillo. ¿Cuándo fue la última vez que vio a la
hija de la señora Molina?
—¿«La hija de la señora Molina»? —replicó en un tono malhumorado y
desafiante—. También es mi hija, ¿saben? Llevo criándola desde que tenía
seis años. Y estoy casado con su madre. Es tan hija mía como suya.
—Claro, cómo no. Agradecemos la aclaración, pero necesitamos que
responda a nuestra pregunta. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Elena?
—El sábado.
—¿A qué hora?
Resolló.
—No sé qué hora sería. Ya se lo dije a su compañera. Sobre las…, cinco
y media, supongo. Tal vez las seis. Cuando hablen con su amiga sabrán
exactamente a qué hora quedaron.
—Bien.
—¿Desde entonces no la ha vuelto a ver?
—No.
—¿Dónde estuvo mientras su mujer trabajaba?
—Aquí, en casa. Viendo Netflix.
—¿Qué vio, concretamente?
—Estuve viendo Mindhunter.
—¿Todo el rato?
—No. Primero vi un par de capítulos de Mindhunter y luego empecé el
documental de Making a murderer.
—¿Le gusta el tema de los asesinos en serie y los crímenes en general?
—Sí, también las series de historia y ciencia ficción —respondió a la
defensiva.
—¿Estuvo usted solo?
—Sí.
—Muy bien. De momento es todo. Iremos a visitar a la amiga de su
hija.
—Gracias.
Los acompañé hasta la puerta. Se despidieron con un «si se entera de
cualquier cosa, nos llama, tiene nuestro número». Me quedé abstraída bajo
el umbral con medio cuerpo en el descansillo y el otro medio dentro de
casa, viendo cómo bajaban las escaleras sin percatarse de mi obnubilación.
Cuando les perdí de vista regresé junto a mi marido.
—Ya se han marchado —le dije a Miguel, que se había sentado en el
sofá. Su mirada estaba clavada en ningún lugar concreto de la pared que
tenía enfrente, mientras sus manos colgaban entrelazadas entre sus piernas.
—¿Te has dado cuenta?
—¿De qué?
—Se creen que he sido yo.
—No sé por qué dices eso.
—No se puede ser sincero con esta gente. ¿Has visto las caras que han
puesto cuando les he dicho lo que estuve viendo? ¿Acaso me creen un
perturbado? ¿Cuántos millones de personas ven esas series? Si tienen fama
y éxito es porque las siguen millones de personas. —Resolló. Le percibí
nervioso. Sus ojos se barnizaron de dolor e impotencia.
—Tranquilo. —Fue lo máximo que acerté a decir. No tenía fuerzas para
consolar a nadie. Tan solo me senté a su lado y le puse una mano en la
espalda.
—Por eso no les he dicho nada de que me pareció escucharla entrar
mientras yo me duchaba. No lo hubieran creído, me hubieran puesto el
cartel de sospechoso; más de lo que ya lo han hecho. ¿Cómo iba a hacerle
yo algo malo a nuestra hija?
Agachó la cabeza para evitar que le viese los ojos humedecidos.
—La encontrarán. Estoy segura.
Aquella fue la primera vez que unos agentes entraban a mi casa. La
siguiente vez, fue un día y medio más tarde.
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DOS DÍAS MÁS TARDE

Martes por la tarde

El sonido del portero me sobresaltó. Llevaba dos días sin apenas pegar ojo.
Sin embargo, el confort del sofá unido al zumbido del televisor logró
disuadir mi insomnio. El corazón se me aceleró de tal forma que sentí mis
latidos como si alguien estuviese percutiendo un gong dentro de mi caja
torácica.
En aquel instante estaba sola; Miguel había ido al gimnasio para intentar
reducir su nivel de estrés.
—¿Sí? —respondí tras descolgar.
—Somos de la policía, venimos a hablar con Nuria Molina y Miguel
Castillo.
—Sí. Suban, por favor. —Apreté el botón para hacer que la puerta del
portal se abriese.
Mi cuerpo empezó a temblar como una vela azotada por una corriente
de aire. Mi mente no atendía a pensamiento alguno. Me quedé petrificada
ante la puerta, sin mover un solo músculo, igual a como se posaba
antiguamente para que te inmortalizasen en una fotografía en blanco y
negro.
Un par de golpes secos en la puerta me advirtieron de que esperaban al
otro lado.
Abrí.
Aquellos agentes no eran los mismos que vinieron un par de días antes.
Aparte de ser un hombre y una mujer, no iban vestidos con su característico
uniforme. Por un momento pensé que se trataba de una pareja de testigos de
Jehová tratando de reclutar a nuevos adeptos. Sin embargo, antes de que me
diera tiempo a decir nada, se presentaron.
—¿Señora Molina? —preguntó el hombre.
—Sí.
—Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado. ¿Está su marido?
—No. Ha ido al gimnasio para despejar un poco la mente. —Me vi
justificándole aun cuando no habían pedido explicaciones—. Están siendo
unos días muy difíciles.
Los agentes se miraron entre ellos; luego su atención volvió a recaer
sobre mí. Fue el hombre quién se encargó de seguir hablando, aunque por la
expresión de sus rostros, adiviné qué sería lo siguiente en escuchar de sus
labios.
—Tenemos que darle una mala noticia.
—No.
—Esta mañana se ha hallado el cuerpo de su hija. —Sentí cómo de
forma automática se me humedecían los ojos. No pude hablar. La vista se
me nubló momentáneamente. Estuve al borde del desfallecimiento—.
¿Quiere sentarse? —Negué con la cabeza, aunque no me hicieron caso. La
mujer me cogió del brazo y me acompañó hasta el salón. Me ayudó a
sentarme en el sofá. A lo largo de aquellos metros, se agolparon en mi
mente centenares de preguntas. Entre los «porqués», los «cuándos», los
«cómos» y los «quiénes», conseguí articular una pregunta con la voz
quebrada, la que más me preocupaba, la que dependiendo de cuál fuese su
respuesta rompería mi alma para siempre.
—¿Sufrió?
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El trabajo

Viernes, 16 de agosto de 2019

Aquella se presentaba como una tarde más. Nuria acababa de terminar sus
vacaciones de verano y debía incorporarse al trabajo.
—¡Ya he llegado! —vociferó Elena desde la entrada tras cerrar la puerta
de casa—. ¿¡Mamá!? ¿¡Miguel!?
—¡Estoy en la habitación! —respondió Nuria.
Elena dejó la bolsa de la playa en la cocina y fue al dormitorio de sus
padres.
—Hola. ¿Te vas? —le preguntó la joven dándole un beso en la mejilla.
—Hola, hija. Sí, ya sabes. Se acabó lo bueno.
—Es verdad, se me había olvidado que hoy trabajabas.
—¿Qué tal lo habéis pasado?
—Bien —respondió distraída, examinando lo que hacía su madre.
—¿Has comido?
—Sí, el sándwich que me llevé —dijo sentándose en la cama como una
niña pequeña.
—Muy bien. ¿Y quiénes habéis estado, solo Alba y tú?
—No. Alba, Lucía y Carol. Nos las hemos encontrado allí. Aunque no
sé cómo las hemos visto porque estaba llenísimo de gente. No veas cómo se
pone Cullera en estas fechas.
—Es normal, la zona de levante alberga mucho turismo.
—Joder, pero es demasiado —se quejó la chica en un arranque de
sincera espontaneidad—. Casi te chocas con el de la toalla de al lado. Me
parece muy exagerado.
—Bueno, mientras no tengamos dinero para irnos de vacaciones a las
Seychelles o para comprarnos una isla privada, tendremos que
conformarnos con compartir olas y meados con los demás veraneantes —
respondió Nuria con cara de guasa.
—Joder, mamá, cómo te pasas —respondió poniendo cara de asco.
—Ni que fuese mentira.
—Ya, por favor, basta, que estás haciendo que me dé mucho asco.
Nuria se carcajeo mientras buscaba una camiseta de tirantes que
ponerse.
—Vale, pero es verdad, y lo sabes —zanjó con retintín.
—¡Mamáááá! —Se levantó de la cama de un salto.
—¿Dónde vas?
—A la ducha, a quitarme los meados —dijo resignada.
—Oye. Antes estaba pensando que, por qué no vamos un día de
compras.
—¿Cuándo?
—Pues no sé, ¿el fin de semana? Ya habré terminado el ciclo.
—Me parece guay.
—Sí. Es que hace mucho que no te compras ropa y cr…
—En realidad no me hace falta nada.
—¿No quieres unos pantalones de esos cortitos que llevan todas las
chicas de tu edad?
—¿Esos con los que vas enseñando medio culo? No, gracias. No me
apetece ir por la vida como una pornochacha.
—Okey —respondió su madre reflexiva—, compraremos otro modelito
menos obsceno.
—Si vemos algo que mole, vale. Pero si no, ya te digo que tengo ropa
de sobra.
—Como tú quieras.
—Me voy a la ducha, ¿vale?
—Vale.
—Por cierto, ¿papá dónde anda?
—Se fue al gimnasio hace un rato. Supongo que tardará en volver, ¿por?
—Quería saber si tengo la casa para mí sola toda la tarde, jeje…
—Qué ganas tienes de que nos vayamos, ¿eh?
—Era una broooma, mujeeer…
—Ya, ya. Una broma.
—Bueno, me voy a duchar.
—Vale. Yo también me tengo que ir ya.
—Que tengas buena tarde y buena noche —dijo acercándose a su madre
y dándole un beso en la mejilla.
—Gracias. Igualmente. Si vas a algún lado, mándame un mensaje,
¿vale?
—Sí, no te preocupes, aunque seguramente hoy no vaya a ningún lado
más.
Mientras su madre terminaba de arreglarse, Elena preparó la ropa que se
pondría después de la ducha. Cogió los altavoces y la Tablet y se la llevó al
cuarto de baño. Buscó su lista de reproducción y la puso a todo volumen. Ni
siquiera se enteró de cuándo pasó a quedarse sola.
—¡¿Mamá?! —gritó asomando la cabeza por la puerta del baño. Esperó
una respuesta. Nada. Volvió a chillar: «¡¿Mamá?!». El silencio se encargó
de indicarle que tenía el piso a su entera disposición. Siendo así, ni siquiera
se molestó en cerrar la puerta del baño.
Se desnudó al ritmo del reguetón. Danzó ante el espejo, mirando sus
propios contoneos. Observó sus pechos, sus brazos, sus caderas, sus
piernas, su pubis. Sentía la sensualidad recorriendo cada palmo de su
anatomía. Abrió el grifo del agua caliente para graduarla a una temperatura
templada. Finalmente entró.
Aprovechando que no había nadie que la metiese prisa, para no gastar
innecesariamente aquel recurso natural y limitado, la ducha sería más larga
que de costumbre. Balanceó su cuerpo bajo el agua hasta dejarlo
completamente empapado. Siguió danzando, esta vez, limitando los
movimientos. Cogió el champú y se enjabonó el cabello mientras cantaba y
meneaba sus caderas. Al primer champú le siguió un entretenido aclarado.
Continuó bailando, pero con precaución de no resbalarse. Cogió de nuevo el
bote y se echó un segundo champú. Masajeó su cuero cabelludo unos
minutos mientras el agua seguía acariciando su piel dorada por el sol.
Cuando lo consideró oportuno, se dejó deslizar nuevamente hasta situarse
bajo la alcachofa de la ducha. El jabón recorría su virginal cuerpo en el
momento en que su padre entró en casa. La puerta se abrió y se cerró sin
que ella lo escuchase; estaba demasiado inmersa en la música y en sus
bailes «provocativos».
Miguel, por su parte, regresaba agotado del gimnasio. Aquella tarde no
se sentía con fuerza para estar una hora levantando pesas; el calor le dejaba
sin energías. Miró la hora en su reloj de pulsera.
«Será Elena. Nuria debió marcharse hace al menos diez minutos.
»Qué bien se lo pasa cuando no estamos —pensó al oír la música a todo
volumen».
Unos pasos más y pudo apreciar el sonido de la ducha y a Elena
canturreando. Al llegar al pasillo vio que la puerta del baño estaba
entreabierta. Pasó de largo hasta la habitación del fondo y soltó allí la bolsa
de deporte que solía llevar al gimnasio; era hora de echar a lavar la ropa
sucia. Abrió la bolsa y la sacó. Se quitó la camiseta y los pantalones cortos
que vestía, las zapatillas y los calcetines, y lo fue apilando en el suelo junto
a las demás prendas para, a continuación, trasladarlo al cesto de la ropa
sucia. Haciendo una pinza con sus brazos, agarró todas las prendas y
atravesó de nuevo el pasillo en dirección a la cocina. No puedo evitar, en su
recorrido, llevar la vista al interior del baño. La mampara de cristal
transparente, manchada únicamente por las salpicaduras del agua y el jabón,
dejaba apreciar una perfecta imagen de Elena de espaldas, enjabonándose y
contoneándose al ritmo de la música.
«Será como su madre: siempre tendrá cuerpo de niña.
»Todas deberían ser así: son las más monas».
Llegó a la cocina y dejó la ropa.
«Yo también debería darme una ducha. Estoy sudando otra vez».
Desanduvo sus pasos en dirección al dormitorio, pasando nuevamente
por delante del cuarto de baño donde estaba Elena. Caminó a paso lento y
sigiloso para evitar hacer cualquier ruido que delatase que ya se encontraba
en casa y, esta vez, cuando llegó a su puerta se paró para contemplarla.
Estaba doblada a la mitad desde su cintura. Al parecer se rasuraba sus tersas
piernas mientras el agua golpeaba su espalda. Desde esa perspectiva podía
apreciar su perfil y un lateral de su pecho. El cabello se adhería a su dermis
de modo lascivo, y Miguel no podía apartar la mirada de sus movimientos,
de su anatomía. En su inconsciente sintió celos del agua. Se le hizo un nudo
en la garganta al percibir una ligera erección bajo sus calzoncillos. Tragó
saliva.
«Mejor será que me vaya a la ducha —pensó de camino al baño de su
dormitorio».
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Expediente

Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019

Aquel «puede que tengas razón» fue como música celestial para mis oídos.
«¿Razón? ¿La borde de mi compañera me está hablando y encima está
barajando la posibilidad de que mi hipótesis pueda ser correcta? —No me
lo podía creer».
—Dime qué has visto —le pedí con cautela. Tal vez estaba en plan
sarcástico y no lo había pillado. Volvió a abrir la carpeta. Pasó varias
páginas hasta que se detuvo en una. Con el dedo índice comenzó a escanear
el texto que quería compartir conmigo.
—Mira.
Me acercó el papel, señalando un párrafo con su inmaculada uña
pintada en marrón chocolate. Leí para mí.
«Última localización GPS ubicada en Camí del Cebollar, Cullera.
Coordenadas: 39°08′59.9″N 0°16′45.4″W».
—Tenemos una imagen del satélite —añadió Aines, mostrándomela—.
El aparato emitió la misma señal durante horas. Luego se apagó, supongo
que se quedó sin batería. Los compañeros acudieron al lugar para ver si
podían recuperarlo y extraer alguna información. Ahora mismo está en
manos del analista forense de móviles.
—De acuerdo. ¿Hace mucho que está en su poder?
—No, desde ayer por la noche. Pero el problema ya sabes cuál es.
—¿Cuál?
—Estaba apagado cuando lo encontraron.
—Sí, pero si no se ha roto, antes o después podrán acceder a él. Joder,
hay que ser muy gilipollas para cargarse a alguien y tirar su móvil cerca de
una de las escenas del crimen.
—Tal vez tenía prisa.
—Sí, puede ser. Lo que también creo es que era novato. Tuvo la
picardía de alejar el cadáver de la escena principal, pero luego no cayó en la
cuenta de que el móvil nos puede dar mucha información.
—¿Crees que fue un fallo o que lo hizo adrede?
—¿Tú crees que lo haría adrede? ¿Con qué finalidad, la de que le
pillemos? —Puso una mueca de «llevas razón»—. ¿Tenía novio?
—Francamente, no está claro. Aquí tenemos la declaración de un tal
Adrien Berguer Fabre con el que tendremos que volver a hablar.
—¿Adrien? ¿De dónde narices es ese nombre?
—Francés.
—Oh. —Alcé las cejas sin pretenderlo—. Pues sí, tendremos que volver
a charlar con ese tal Adrien, eso seguro. —Se me escapó un suspiro agotado
—. En fin, vayamos a hablar con los padres de la chica. Cuanto antes lo
hagamos, mejor.
Bajamos del coche y nos dirigimos al portal de la casa de los padres de
Elena. Aines buscó el piso y llamó al telefonillo.
—¿Sí? —preguntó la mujer con un sutil tono electrónico.
—Somos de la policía —anuncié—. Venimos a hablar con Nuria Molina
y Miguel Castillo.
Tardó unos segundos en reaccionar.
—Sí. Suban, por favor —respondió con la voz temblorosa.
Tras el zumbido pertinente, accedimos al portal.
—Es un primero. Subimos andando, ¿no? —cuestionó Aines, quien sin
haberme dado tiempo a contestar ya se había puesto en marcha.
—Sí —contesté, siguiendo su estela.
Una vez arriba, llamé a la puerta dando un par de golpes.
—¿Otra vez? —me recriminó Aines.
—«Otra vez» ¿qué?
—Los golpes.
—¿Qué pasa?
—La próxima vez llamaré yo al timbre.
—Ya tardas.
Nos dedicamos una mirada desafiante, aunque nos olvidamos de
nuestras discrepancias en el momento en que la señora Molina abrió la
puerta.
—¿Señora Molina? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
—Sí.
—Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado. ¿Está su marido?
—No. Ha ido al gimnasio para despejar un poco la mente. Están siendo
unos días muy difíciles.
Mientras ella hablaba la observé: tenía la mirada ojerosa, la piel pálida,
el cabello despeinado.
No quise andarme por las ramas, ni darle tiempo a que pensase que
traíamos buenas nuevas sobre el caso de su hija. Allí mismo, en el pasillo,
me encargué de comunicarle su pérdida de la manera más suave que pueden
darse ese tipo de noticias. Sin pronunciar la palabra muerta o cadáver, la
mente y el alma, entienden el resto.
—Tenemos que darle una mala noticia —dije al tiempo que mi
compañera cerraba la puerta.
—No —articuló afligida con un casi imperceptible movimiento de
cabeza.
—Esta mañana hemos hallado el cuerpo de su hija.
El silencio invadió el hall. Su rostro quedó desencajado. Su palidez
empeoró.
—¿Quiere sentarse? —le ofreció mi compañera cuando ya la agarraba
del brazo para acompañarla hasta algún sitio donde sentarla. Terminamos en
el comedor de la vivienda.
Aun reposando sus nalgas y el peso de su cuerpo en el sofá, parecía que
en cualquier momento se iba a vencer hacia delante y caer de bruces contra
el suelo. Esperamos unos segundos a que se repusiera de la noticia. Y de
pronto, sus labios emitieron una pregunta encerrada en una sola palabra.
—¿Sufrió?
En ese instante me pregunté qué era lo que les dolía más a unos padres
que acaban de perder a su vástago: ¿la pérdida en sí o el modo en cómo
murieron? Tal vez si a cada uno de ellos les asegurasen que su hijo no
sufrió, que no padeció dolor físico ni miedo, tal vez su aflicción mermaría,
tal vez aceptarían que el camino de su hijo tenía que finalizar antes que el
suyo por algún motivo ajeno a su entendimiento.
Durante unos instantes vacilé qué contestación darle. Ni siquiera yo lo
sabía, aunque por lo que nos dijo el forense, el acto sexual parecía haber
sido consentido.
—Todavía no puedo darle esa información —respondí al fin.
—¿Dónde está? Quiero verla. —Su voz era una triste melodía, débil y
temblorosa.
—Les avisaremos cuando puedan ir.
—¿Saben? El día que fuimos a poner la denuncia temí acabar de este
modo. Una parte de mí me decía que ya era tarde para hacer nada; aunque
me quise convencer a mí misma de que ustedes podrían conseguir algo,
devolverme a mi niña sana y salva. Pero no, sabía que era imposible. Ella
no se había escapado. —Hablaba con los labios de la resignación y con el
foco de su mirada disperso en ninguna parte concreta del suelo. Sus ojos
permanecían en una constante humedad, sin la fuerza necesaria para
trascender a lágrimas. No quisimos interrumpirla; ambos sabíamos que
necesitaba exteriorizar su angustia y nosotros estábamos en el lugar y en el
instante preciso para escucharla—. Era muy madura para su edad, distinta a
sus amigas.
»Tampoco se habría retrasado sin avisarnos a su padre o a mí.
»Me hubiera llamado. Sí, me hubiera pedido ayuda si la hubiese
necesitado. —Hablaba cabizbaja—. Pero alguien le impidió que acudiese a
mí. Alguien me la robó. Me la ha matado. La ha apartado de mí para
siempre.
»Y ahora…
»¿Qué vamos a hacer sin ella?
»Tal vez su padre se la ha querido llevar consigo. Al menos él la cuidará
allá donde estén.
Miré a mi compañera con el ceño fruncido al escuchar esas últimas
palabras.
—Su padre biológico murió unas semanas antes de que Elena cumpliese
los seis años —me explicó Aines.
—Sí —confirmó la mujer.
—Señora Molina, sé que ahora está dolida, pero necesito preguntarle
algo. ¿Cuántos años lleva con su actual marido?
—Nueve.
—¿Y qué tal se llevaban Elena y él?
—Genial. La ha criado como si fuese su propia hija.
—Entonces, ¿el trato entre ellos era normal?
—Sí, como cualquier padre e hija.
—Está bien. ¿Podemos echar un vistazo a su dormitorio?
—Sí. Es la segunda puerta a la derecha, por ese pasillo —indicó alzando
el brazo. Percibí un ligero temblor.
—Gracias.
Cruzamos el piso hasta llegar a la habitación de Elena. Estaba bastante
ordenada.
—¿Qué buscas? —me preguntó Aines ya dentro.
—La verdad, no lo sé. —Ojeé unos libros que adornaban una estantería
junto al armario—. Dime, ¿qué piensas tú de este caso? ¿Sospechas de
alguien?
—¿De quién voy a sospechar, si acabamos de hacernos cargo del
expediente?
—Normalmente los asesinos de mujeres son hombres, y en más de un
sesenta por ciento de los casos las víctimas conocían a su verdugo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A que hasta que no se demuestre su inocencia, no me fio de ningún
tío que anduviese cerca de la chica, incluido el padrastro.
—Si tuviese un diario…
—O si los compañeros consiguiesen acceder a los mensajes de su móvil
y a su galería de fotos…
—Francamente, a mí el que no me huele bien es ese tal Adrien Berguer.
—¿Por qué?
—No lo sé, supongo que por su edad. Tiene veintiséis años. Un poco
mayorcito como para andar con niñas de instituto, ¿no te parece?
—¿Tenemos ahí su dirección?
—Sí.
—Pues hagámosle una visita.
—Me parece estupendo.
Regresamos al comedor para informar a la señora Molina de que
debíamos marcharnos, no sin antes preguntarle por la hora en la que
estimaba que regresaría su marido.
—Tal vez dentro de media hora. Una hora como mucho. —Era evidente
que estaba en shock.
—De acuerdo —respondió Aines—. Por el momento, no la molestamos
más.
—Bueno, es posible que regresemos más tarde —dije, prácticamente
contradiciendo a mi compañera. La señora me miraba como si estuviese
bajo los efectos de alguna droga, con la boca entreabierta y sin decir nada.
Parecía tener fuerza solo para asentir con la cabeza—. No hace falta que se
levante, sabemos dónde está la puerta.
No respondió. Su cuerpo, sus ojos, empezaban a reaccionar a la
realidad.
Aines y yo nos marchamos de allí en silencio, siguiendo el uno los
pasos del otro. Dejé que fuese mi compañera quien cerrase tirando
suavemente del pomo.
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Un día antes

Domingo, 17 de septiembre de 2019

Nuria Molina los acompañó hasta la puerta.


—Si se entera de cualquier cosa, nos llama, ya tiene nuestro número —
dijo Carlos, el más curtido de los agentes. Caminaron en silencio, sintiendo
cómo la mujer les observaba marcharse. La puerta no sonó hasta después de
haber descendido el primer tramo de escaleras.
—¿Siguiente visita? —preguntó Iván sabedor de cuál sería la respuesta.
—Hablar con la amiga, esa tal Alba.
—Estupendo —respondió satisfecho.
Salieron del portal y se dirigieron al coche. Por el camino, Iván cogió su
móvil y comenzó a teclear, luego se lo llevó a la oreja.
—Hola, necesito que me localices la dirección correspondiente a dos
números de móvil —solicitó apremiante tras llamar a un compañero de la
comisaría—. Te los acabo de mandar en un mensaje. Es urgente.
—(…).
—Gracias.
Colgó.
—¿Dos números? —preguntó Carlos extrañado.
—Sí, el de la chica y el de su madre.
—¿No crees que los dos coincidirán con la misma dirección?
—Pues sí, se supone que sí, pero ya sabes, por si acaso. —El compañero
hizo una mueca de conformidad—. Dice que nos las mandarán en un par de
minutos.
—Muy bien. Esperamos en el coche, si te parece oportuno —consensuó
Carlos, fiel a su talante diplomático.
—Me parece cojonudo —respondió Iván despreocupado. Entraron al
vehículo y ocuparon sus habituales asientos: Carlos al volante e Iván de
copiloto—. Y bien, ¿qué opinas? —se interesó este último al tiempo que se
dejaba caer contra el respaldo—. ¿Se ha fugado de casa?, ¿se ha cruzado
con algún hijo de puta? ¿Qué crees que le ha pasado?
El compañero suspiró; no pasaba un día sin que temiese que le
sucediese algo parecido a uno de sus dos hijos.
—No lo sé, la verdad. Cuando se trata de adolescentes, siempre me
gustaría que fuese la primera: que hayan tenido una discusión y su
inmadurez les haya llevado a fugarse durante unas horas para asustar a sus
padres. Pero me temo que esa posibilidad queda lejos de nuestros deseos —
dijo sincero, poniendo fin, sin pretenderlo, a la conversación.
Ambos se quedaron ensimismados, distraídos. Los segundos
transcurrieron sin nuevas palabras, con la única distracción de sus móviles
personales, que, de forma recurrente, ojearon hasta recibir el ansiado
mensaje.
Llevaban tres años como compañeros, se llevaban bien. Tenían la
suficiente confianza como para no tener que justificar cada acto de
«aislamiento» que pudiese surgir en medio de una investigación. Sabían
respetar sus silencios, sus momentos de introspección, de reflexión, de
«descanso». Su trabajo era duro, no todos los agentes tenían la capacidad de
dejar a un lado los sentimentalismos y, a la vez, no dejarse empujar por los
deseos de los familiares de los desaparecidos.
Aquel prometido par de minutos se transformó en varios más.
—Ya está aquí —dijo el joven poniendo fin a la calma.
—¿Tú dirás?
—Estos cada día son más cracks —elogió Iván, refiriéndose a sus
compañeros del cuerpo—. Además del nombre de la calle nos han mandado
la ubicación para introducirla en el GPS.
—Somos buenos, ya lo sabes.
—Sí, sí, ya lo veo.
—Bueno, ¿y qué: una dirección o dos?
—Una.
—Era de esperar.
—Ya, bueno.
Condujeron hasta la calle indicada: Carrer Hort dels Frares. Al llegar
vieron que no había dónde estacionar.
—Déjalo ahí mismo —sugirió Iván—. Pero ten cuidado con los
bolardos y esos bordillos que sobresalen, no vayas a cargarte el coche.
—Bájate e indícame, ¿no?
—Voy.
En el tiempo en que uno se apeó y el otro maniobró, la calle terminó
embotellándose.
—¡Vamos, circulen! —vociferó Iván haciendo gestos con la mano
entretanto su compañero terminaba de estacionar el coche en la acera.
—Listo —anunció Carlos satisfecho, ya a su lado. Iván miró el vehículo
encajonado entre los bolardos y con las gomas de los neumáticos traseros
casi levitando.
—Te has coronado, colega. Cada día lo haces mejor, eso está claro —le
dijo Iván dándole una palmadita en la espalda—. Vamos, que cuanto antes
acabemos antes nos podremos ir a nuestra puñetera casa. Hoy estoy que no
puedo ni con mi alma.
—Sí, se te ve cansado, aunque ya es bastante tarde —respondió su
compañero analizando su apático rostro. Su tez bronceada no pudo
disimular dos contornos oscuros bordeando las cuencas de sus ojos, señal
inequívoca de su falta de sueño.
—Ayer fue sábado, ¿qué quieres? No me iba a quedar en casa como los
abuelos, ¿no te parece?
—O sea, como yo.
—Eh… Tú no eres un abuelo, hombre. Solo estás falto de
entrenamiento.
—Francamente, soy antifiestas.
Llegaron al portal y llamaron al telefonillo.
Les abrieron sin contestar.
—Qué pasota es la gente, joder —se quejó Iván.
Subieron en ascensor hasta el segundo piso.
Al llegar, no les hizo falta llamar al timbre; nada más poner un pie en el
descansillo se escuchó cómo alguien giraba la llave para abrirles la puerta.
Bajo el umbral apareció una mujer de unos cuarenta y cinco años, morena,
con el pelo corto y gafas. Su expresión reflejaba inquietud y sorpresa.
—Buenas tardes, agentes —saludó antes de darles tiempo a presentarse.
—Buenas tardes, señora. Mi nombre es Carlos Costea. Él es mi
compañero Iván Trejo. Necesitamos hacerle unas preguntas y hablar con su
hija.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha metido en algún lío? Bueno, hablemos
dentro. Pasen, pasen —solicitó azorada al tiempo que miraba a un lado y al
otro del descansillo. Temía que sus vecinos especulasen que ella o su
familia estaban metidos en cualquier situación comprometida. Los policías
se miraron con complicidad mientras la mujer cerraba sin hacer ruido.
«Cuando llegue a vieja va a ser de esas que hay que echarlas de comer
aparte —pensó Iván».
—¿Quieren tomar algo? ¿Les sirvo un café, una cerveza…? Bueno,
cerveza sin alcohol, me refiero.
—No, señora, no se preocupe.
—Bueno, entonces vengan al comedor a sentarse, allí estaremos más
cómodos.
Comenzó a caminar pasillo adentro sin darles tiempo a responder.
Carlos miró a su compañero alzando las cejas; Iván le devolvió el gesto de
resignación.
—Díganme. ¿Qué ha pasado?
—¿Conoce a Elena Pascual Molina? —comenzó Carlos.
—Claro, es amiga de mi hija desde que eran unas crías. ¿Le ha pasado
algo?
—Sus padres han denunciado su desaparición. Seg…
—Oh. No me lo puedo creer —dijo interrumpiéndole y gesticulando de
forma exagerada; parecía la típica participante de un reality show.
—Según nos ha contado su madre, la señora Molina, la última en verla
ha sido su hija, por e…
—¿Mi hija? ¿Cuándo? —volvió a interrumpir con voz y actitud
irritante.
—Señora, por favor, deje hablar a mi compañero —replicó Iván
perdiendo la paciencia.
—Sí, sí, claro. ¿Cómo no?
—Decía que, la única información que manejamos es que su hija fue la
última en verla. Elena pasó la noche aquí, en su casa, junto a su hija, ¿es
correcto?
—Pues, no lo sé. Espere que la llamo. ¡Alba! ¡Alba, hija, ven al
comedor, un par de señores quieren hablar contigo!
«¿Un par de señores? —se repitió Iván mentalmente—. La policía,
señora, somos la policía. Su puñetera hija va a pensar que somos unos
jodidos vendedores ambulantes. “Unos señores” dice la muy payasa. Lo que
hay que aguantar, joder».
Se escucharon los pasos de la chica acercándose al comedor. Su
carencia menguó en el momento en que vio los uniformes policiales; su
rostro dibujó una expresión constreñida y asustada.
Los miró a ellos, luego a su madre. Caminó hacia su progenitora con
sigilo, como si quisiese disimular su presencia.
—Buenas tardes. Alba, ¿no? —La chica asintió con un sutil movimiento
de cabeza al que le siguió un «sí» casi inaudible—. Venimos porque tu
amiga Elena ha desaparecido. Su madre ha denunciado su desaparición.
—Sí. Hablé con ella cuando iban hacia la comisaría.
—¿Y no me lo has dicho? —intervino la madre, indignada.
—No pensé que…, no sé. Pensé que a estas horas ya habría aparecido.
—Hija, estas cosas tienes que contármelas.
—Ya.
—Perdonen, ¿podemos seguir? —intervino Carlos.
—Sí, perdón —respondió la madre con compostura, a pesar de
dedicarle a continuación una mirada de desaprobación a su niñita.
—Necesitamos saber cuándo fue la última vez que la viste —le
preguntó Carlos a la joven.
—Ayer por la tarde estuvimos de compras. Luego volvió a casa para
arreglarse, eso dijo. Y… —Se quedó pensativa. Miró sus manos, indecisa.
Los agentes intuyeron que ocultaba algo.
—¿Y? —apremió Iván.
—Bueno, luego estuvimos aquí. Dormimos en casa.
—¿Usted no estaba? —le preguntó Carlos a la madre, continuando él
con la doble entrevista.
—No, mi marido y yo nos fuimos a cenar y luego a pasar la noche en un
hotel. Celebrábamos nuestro aniversario y nos apetecía hacer algo original.
«Original, dice —pensó Iván—. Muchas pelis ve esta».
—¿A qué hora se fue Elena?
—A las nueve, más o menos.
—¿A las nueve de la mañana de hoy?
—Sí.
—¿Ustedes ya se habían marchado cuando vino Elena? —preguntó, esta
vez dirigiéndose a la madre de Alba.
—Sí, nosotros nos fuimos a las ocho de la tarde. Ni siquiera la vimos
regresar de las compras.
—De acuerdo.
—Cuéntanos qué hicisteis. —La atención se volvió a centrar en Alba.
—Nada del otro mundo. Aquí, bailando y viendo una peli.
—¿No salisteis? ¿No conocisteis a nadie?
—No.
—¿Estuvisteis solo vosotras dos?
—Sí.
—Necesitamos que nos hables de Elena. ¿Tenía algún problema en casa
o en el instituto?
—No, que yo sepa.
—¿Tenía algún tipo de relación con algún chico?
Se le abrieron los ojos más de la cuenta.
«Bingo —pensó Iván al verla vacilar».
—Eh… —Alba miró a su madre y luego al suelo. Habían dado en la
llaga y acababan de meterle el dedo.
—Es muy importante que nos cuentes lo que sepas. Podría haberle
pasado algo.
—Ya.
—Dinos, entonces. ¿Salía con alguien?
—Hace unas semanas conoció a un chico. Es mayor que nosotras.
—¿Dónde lo conoció?
—No lo sé.
—¿Seguro?
—No me lo dijo.
—¿Os lo contáis todo y eso no te lo dijo? —intervino la madre, esta vez
siendo de ayuda.
Negó con la cabeza.
—¿Por internet? —insistió Iván.
—No lo sé —respondió gimoteando. Empezaba a ponerse nerviosa.
—Tranquila, solo queremos saber si ha podido fugarse con alguien; con
ese chico, por ejemplo.
Volvió a negar con la cabeza.
—Has dicho que era mayor que vosotras.
—Sí.
—¿Cuánto de mayor?
—Tiene veintiii…, no lo sé. Veinticuatro, veinticinco, veintiséis…
La madre puso cara de asombro al tiempo que a la hija se le escapaba la
primera lágrima.
—¡¿Tú sales con chicos de esa edad?! —arremetió de nuevo la mujer
contra su hija perdiendo esta vez la compostura.
—Señora —intervino Carlos mientras la hija se defendía con un «no,
mamá, yo no he estado con nadie tan viejo»—. Señora, atiéndame. Eso
deberá esperar unos minutos.
Resignada, miró para otro lado al tiempo que llenaba sus pulmones con
una bocanada de aire.
—Tranquila, Alba. No pasa nada. Cuéntanos qué más sabes de ese
chico. ¿Lo conoces?
—Sí. Me lo presentó el sábado por la tarde.
—¿Cuándo exactamente? —intervino Iván, que estaba tomando apuntes
en su bloc de notas.
—Por la tarde, después de dar una vuelta por las tiendas.
—¿Antes de que Elena se fuera a casa?
—Sí.
—¿Y la viste después?
Tardó unos instantes en contestar.
—Sí.
«¿Qué nos ocultas, niña? —se preguntó Carlos. Se le escapó un suspiro
que supo disimular enlazándolo con la siguiente pregunta».
—¿Crees que cuando salió de aquí por la mañana pudo quedar con él?
—Es posible. No lo sé.
—¿Qué sabes de él?
—Tengo su número de móvil.
—¿Nos lo puedes facilitar, por favor?
—Sí. —Hizo un gesto con el brazo—. Tengo que ir a la habitación a por
mi móvil.
—De acuerdo.
Salió del comedor como un preso al que acaban de dar una paliza, con
paso lento, cabizbaja y el corazón acelerado. Trataba de ordenar su mente,
de decidir qué hacer. A esas alturas, ya no podía hacer otra cosa que seguir
mintiéndoles a todos.
Al entrar en la habitación, el letargo se transformó en desenfreno.
Divisó el móvil encima de la cama y como si fuese un yonqui atravesando
el mono, se lanzó hacia él y lo desbloqueó. Su ritmo cardiaco incrementó
descontrolado. Entró en el WhatsApp a la vez que comprobaba que no
viniese nadie por el pasillo. Borró la conversación que tuvo con Adrien.
Volvió a mirar que no viniese nadie entretanto accedía a la lista de llamadas.
Borró del registro la que mantuvo con él. Bloqueó su dispositivo y
abandonó la habitación. De regreso al comedor, trató de imitar la misma
tranquilidad con la que lo abandonó.
Entró en el salón con la expresión de un niño que nunca ha roto un
plato. Se acercó a los agentes y a su madre y, cuando los tuvo delante,
desbloqueó el móvil como si fuese la primera vez, pausada, sin temblar.
Buscó en la lista de contactos mientras los demás se fijaban en cada uno de
sus pasos.
—Aquí está —dijo mostrándoles la pantalla.
Iván escribió el nombre y el número en su libreta.
—Ya está, gracias —respondió al terminar de anotarlo.
—Está bien —prosiguió Carlos tras exhalar un nuevo suspiro—. ¿Hay
alguna cosa más que puedas contarnos? ¿Te habló de él, de qué tipo de
relación tenían, de cómo se conocieron?
—No sé gran cosa. Se veían, se enrollaban, pero no sé dónde ni nada.
—Qué quieres decir con que se enrollaban, ¿que mantenían relaciones
sexuales?
—No lo sé, creo que no. Me comentó algo de que tal vez lo harían… —
Dejó de explicarse al darse cuenta de que quizá estaba hablando demasiado
—. Pero no me dijo cuándo. Supuse que se refería a que lo harían en algún
momento, si es que seguían saliendo; vamos, que todavía no lo habían
hecho. Creo.
—Está bien. Si te acuerdas de algo más, de algún detalle importante que
debamos conocer, llámanos. Aquí tienen nuestro teléfono —dijo Carlos
entregándoles una tarjeta tanto a la madre como a la hija.
—Sí.
—Gracias a ambas por su tiempo.
—No hay de qué, solo espero que aparezca viva —espetó la madre en
un arranque de sincera inoportunidad. La hija no fue la única que se quedó
cohibida.
—Sí, es lo que deseamos todos —respondió Carlos, tajante.
—Les acompaño…
—No hace falta, señora —interrumpió el agente dejándola paralizada—.
Que tengan feliz noche.
—I…, igualmente.

—Voy a pedir la dirección de ese tal Adrien —indicó Iván nada más
abandonar la vivienda.
—Sí.
Hasta que no estuvieron en la calle no volvieron a comentar nada.
—Anda, hazme indicaciones para que pueda desaparcar sin darle un
mamporro al coche —le pidió Carlos con guasa.
—Claro, hombre, faltaría más.
Una vez que su compañero estuvo al volante, paró el tráfico y le dio las
indicaciones oportunas. Esta vez no colapsaron la calle.
—Mientras te envían la dirección iremos a tomar un café —le comentó
Carlos una vez que Iván ocupó su asiento—. Eso sí, iremos a una zona
donde podamos aparcar sin problemas.
—Me parece estupendo. Dame un segundo, voy a mandarles un
mensaje a los compañeros para que vayan haciendo su parte.
»Ya está —dijo pasados un par de minutos en los que también telefoneó
a la comisaría—. Ahora nos lo envían.
—Iremos a la cafetería de siempre.
—Donde tú digas —autorizó Iván.
—¿Qué? ¿Qué opinas de la señora y de su hija?
—Joder, que habla más que un político. Tiene que tener firme al marido.
—Sí, debe estar hasta las pelotas de ella.
—Sí. Esa casa tiene pinta de ser un infierno.
—Como la hija sea igual que la madre…
—Hombre, los genes están ahí, pero, no sé, ¿tú la has visto reaccionar?
Parecía un cervatillo en una jaula de hienas.
—Sí, pobrecilla. ¿Tú has visto la cara que ha puesto cuando ha dicho
que la amiga se enrollaba con el maromo ese?
—Peor ha sido cuando se ha enterado de la edad.
—Cierto.
—Aunque no me extraña —espetó Iván—. Hoy en día el género
femenino está demasiado desatado. Luego se quejan de que no van seguras
por las calles. Es que hay cada una…
—No sé a qué te refieres.
—Pues eso, a que con eso del feminismo se creen que pueden hacer lo
que quieran.
—Sigo sin entenderte.
—Joder, me refiero a que algunas van como locas. No digo que no se
enrollen con los tíos, cada uno que haga lo que quiera. Tanto ellas como
nosotros podemos ser todo lo promiscuos que queramos, pero de ahí al
exhibicionismo hay un trecho. Luego no me extraña que se crucen con
cualquier desaprensivo y lo pasen mal.
—En serio, no te sigo. ¿Exhibicionismo?
—Pues eso, me refiero a sus pintillas. Ellas mismas están mandando un
mensaje equivocado. Si no quieres que te traten como un objeto no te
exhibas como tal. ¿Me entiendes ahora?
—Sí, más o menos, creo que entiendo por dónde vas. Pero el problema
aquí está en que ellas no deberían pasar miedo. No se las puede tratar como
objetos, vayan como vayan vestidas.
—Bueno, yo creo que hay ciertos límites, pero ¿miedo? Joder, yo he
hablado mil veces de este tema con mi novia, con su hermana, con mi otra
cuñada, con primas y amigas y, salvo una, ninguna ha tenido nunca
problemas. Quizá por culpa de unas cuantas, ahora el resto creen que les
van a asaltar veinte violadores en cada esquina, pero, joder, los hombres no
somos unos cavernícolas. Ya te digo, menos una prima mía, el resto nunca
ha tenido problemas, y la que lo tuvo fue por hacer el estúpido.
—Espera, ahora me lo sigues contando ahí dentro —dijo Carlos una vez
hubo estacionado. Habían llegado a la cafetería.
Entraron y buscaron una mesa apartada.
—Carmen, lo de siempre, por favor —pidió Carlos al tiempo que
pasaban por delante de la barra. Como si se tratase de la metre de un
restaurante «de etiqueta», siendo la dueña, era quien solía encargarse de
atender a los clientes «importantes».
—¿Lo de siempre para los dos?
—Sí —respondió Iván al tiempo que seguía los pasos de su compañero.
—Bueno, sigue. ¿Qué pasó? —requirió Carlos.
—¿Con quién, con mi prima? —cuestionó retórico—. ¿No te lo conté
ya? Qué raro —dijo apartando una silla y tomando asiento—. Se fue con las
amigas de fiesta, se pilló un pedo del quince y en mitad del bar empezó a
hacer el guarro. Se la acercaron dos tíos igual de bebidos que ella, con las
mismas ganas de cachondeo, y empezaron a sobarla. Eso sí, ella bien que se
dejaba, o más bien, los buscaba. Iba más salida que una perra. —Carlos
trató de no hacer ninguna mueca, pero se le alzó una ceja de la impresión—.
Eso fue en las fiestas de uno de los pueblos de aquí cerca. Mi chica y yo
estábamos por allí y lo vimos. Fue ella quien me dijo que la sacase de ahí;
aunque yo la hubiera dejado, la verdad.
—Bueno —expresó comedido sin saber muy bien qué decir.
—Sí, bueno —prosiguió su compañero con vehemencia—, pero ahora
la pregunta es: ¿tenía que sacarla de ahí o no? Si la hubiera dejado y se
hubiera acabado follando a aquellos dos tíos, ¿se hubiera arrepentido? ¿Lo
hubiera considerado un abuso por parte de ellos? Te puedo asegurar que ni
la drogaron ni la forzaron de ninguna forma. Era ella quien les seguía el
rollo a los dos o, mejor dicho, quien les provocó hasta que se le
«abalanzaron» como buitres sobre la carroña. A los dos —pronunció
recalcando cada palabra—. Le tocaba el paquete a uno, luego al otro, le
mentía la lengua hasta la yugular al uno, el otro la tocaba las tetas… Bueno,
te lo puedes imaginar. Fue el espectáculo del pueblo. Repulsivo. No sé
cómo se libró de salir en cualquier cadena de la tele o que la colgasen en
YouTube.
—Joder, vaya panorama.
—Sí, ya te digo que fue asqueroso. —En ese instante se acercó la
camarera con sus cafés; los dejó sobre la mesa mientras Iván seguía
hablando—. El caso es que, ¿los malos hubieran sido ellos por follarse a
una tía en las mismas lamentables condiciones que lo estaban ellos?
—Aquí tenéis, chicos: uno con leche y el otro solo en taza de expreso
—interrumpió la mujer—. ¿Algo más?
—No, así está bien. Gracias —respondió Carlos mientras Iván cogía el
sobre del azúcar para echarlo en su taza.
—Por cierto, he escuchado tu historia, la de tu prima —especificó la
mujer—. Si me permitís que opine: no puedes matar a un perro y luego
decir que ha sido el vecino. —Los dos agentes arrugaron el ceño—. Quiero
decir, que no; ellos no hubieran sido los malos de la película. Hay mujeres a
las que les gusta ese tipo de relaciones, que se lían con dos a la vez. Y me
parece muy bien —dijo haciendo una exagerada mueca de indiferencia—.
Igual que hay tíos que se enrollan con dos mujeres al mismo tiempo.
Mientras haya respeto, que hagan lo que quieran, ¿no?
—Sí, yo creo que hay que respetar a todo el mundo —puntualizó
Carlos.
—Precisamente —saltó Iván—. Ellos no hicieron nada malo, nada que
ella no quisiera. Tal vez la tenía que haber dejado allí con sus rollos de una
noche. ¿No os parece? Precisamente la igualdad es eso, ¿no? —zanjó al
tiempo que removía su café.
—Pues yo creo que hiciste bien en llevártela de ahí, no sabes cómo
hubiera acabado la cosa —contestó su compañero mientras la mujer pasaba
a convertirse en una espectadora con pase de primera fila.
—A ver, creo que no me he explicado bien —prosiguió Iván—.
Después de sacarla de allí me quedé muy satisfecho; pero la cuestión no es
esa. El tema aquí está en que si no puedes controlar tus actos cuando bebes,
no te pilles el gran pedo de la historia. No esperes que venga el caballero
oscuro y te rescate de tus idas de pinza. No puedes ir así por la vida. Es
como si a un grupo de turistas le dice el guía que no se metan en las favelas
o en el Bronx y ellos pasan de sus consejos. Todos tenemos que hacernos
responsables de nuestros actos, ¿entiendes? —dijo dirigiéndose a su
compañero—. Estoy de acuerdo en que nadie debe matar ni violar a nadie,
pero qué quieres, el mundo está hecho una mierda.
»Es imposible que una mujer sea igual que un hombre. En igualdad de
condiciones, sale perdiendo, y si encima tiene los sentidos afectados, aún
más. Te aseguro que un tío que se ha pillado un pedo, si se enrolla con una
tía igual de perjudicada que él, al día siguiente no se siente violado, ni va a
la comisaría a poner una denuncia por agresión sexual, por ejemplo. Por lo
tanto, hazte responsable de tus actos, guapa. —Seguía sermoneando a
Carlos como si delante tuviese a cualquier mujer del mundo, quizá a su
propia prima, olvidándose de que la camarera seguía de pie a su lado—. Y
cuando digo que es imposible que una mujer sea igual que un hombre, no lo
digo desde una crítica negativa, sino todo lo contrario. Estamos hechos de
distinta pasta; ¡coño, por eso nosotros tenemos pene y ellas vagina! ¡Si
fuésemos iguales se acabaría la especie! —espetó alzando la voz—.
Nuestras condiciones físicas son distintas. Por lo general, una mujer
siempre va a tener menos fuerza que un hombre, salvo que seas la
campeona del mundo de halterofilia, claro. Pero no pasa nada, cada uno
tenemos unas cualidades. No podemos ser todos idénticos. Respetando
nuestras diferencias biológicas, defiendo la igualdad desde la igualdad, no
desde los extremos feministas o machistas.
—Yo tengo una hija y estoy a favor de la igualdad, si me tengo que
declarar feminista, lo hago, pero también reconozco que somos distintos.
Estoy de acuerdo en lo que dices, que nuestras condiciones físicas y
biológicas nos hacen distintos, pero debemos encontrar la igualdad —
recalcó su compañero.
—Ya, el problema es que parece una moda —replicó Iván indignado—,
como si a algunos grupitos radicales les ofendiese que haya hombres por el
mundo.
—A mí no me ofende —dijo Carmen soltando una risotada. Ambos
agentes sonrieron.
—Es complicado —confesó Carlos.
—No creo que sea tan complicado —replicó Iván—. La igualdad es
igualdad; la posibilidad de acceder a los mismos puestos de trabajo, los
mismos sueldos, las mismas ventajas en ayudas o subvenciones, que tanto
hombres y mujeres tengamos las mismas prestaciones al tener hijos. Del
mismo modo, que tengamos iguales condiciones en todo lo demás, por
ejemplo, ante una custodia por paternidad en caso de divorcio. ¿Sabes que
solo el cinco por ciento de los padres divorciados obtienen la custodia de
sus hijos? ¿Ahí no hay discriminación? Debemos alcanzar la igualdad de
condiciones en todo, en votar, en ir a la guerra, en ser escuchados, en
abandonar las viviendas en caso de ruptura conyugal, en poder estudiar
cualquier carrera o desempeñar cualquier puesto de trabajo… En una
palabra: igualdad. Si una empresa, ya sea pública o privada, ofrece veinte
puestos de trabajo y para cubrirlos se lleva a cabo una selección de
personal, que les den el puesto a los veinte mejores candidatos, ya sean
hombres o mujeres. ¿Que son todas mujeres?, estupendo, pero si los veinte
mejores son hombres, también tiene que ser aceptado. No sé si me explico;
tampoco pretendo sermonearte. La discriminación positiva no sirve más que
para empeorar las cosas, es como decir o reconocer que les tenemos que
conceder ventaja para poder llegar a ser como nosotros, a conseguir lo
mismo que nosotros. Vale que físicamente puedan tener menos fuerza, pero
intelectualmente son iguales. Imagínate que el Estado ofrezca cinco plazas
para cubrir cinco puestos de cualquier especialidad médica. ¿Acaso los
ciudadanos, es decir, los pacientes, no preferirán ser atendidos por los cinco
mejores especialistas, por los mejor cualificados? Si son hombres, pues
hombres; si son mujeres, pues mujeres, y si son una mezcla de ambos, pues
perfecto. Pero siempre deben ser los más preparados.
La mujer asentía en silencio.
—Sí, si yo te entiendo, pero quizá esté bien dejar alguna plaza de favor
hacia ellas, ¿no? Nosotros ya lo tenemos hecho —dijo Carlos tratando de
aportar tolerancia.
—Entiendo, tú eres de los que prefiere ir a urgencias y que te atienda un
enchufado a que te atienda el mejor. Es interesante ese punto de vista, sí
señor. ¿Y con eso pretendes igualdad? Porque lo que yo creo es que con eso
lo único que hacemos es empeorar aún más las cosas.
—Son puntos de vista.
—Pues bajo mi punto de vista, lo que trato de exponer es que
dependiendo del área que tratemos, a veces están las mujeres en
inferioridad y otras los hombres. La igualdad tiene que llegar en todos los
sentidos, no solo en que ellas puedan acceder a altos cargos, ganar más
dinero o se escuchen sus opiniones, que por cierto, creo que ya se hace; por
lo menos en el entorno en el que me muevo.
—Yo espero que algún día sea todo más equitativo —se explicó Carlos
—, que haya igualdad entre hombres, mujeres, razas, religiones… Al
margen de lo que tú explicas, que puedes tener toda la razón del mundo, lo
que sí urge es que las mujeres cobren lo mismo que los hombres por
desempeñar el mismo trabajo.
—Bien dicho —expuso Carmen—. Es triste ver cosas así —dijo
señalando con la cabeza a una mujer árabe. Carlos e Iván se miraron con
resignación—. No sé yo si algún día ellas lo conseguirán.
Iván exhaló un «joder» después de llevar la vista al extremo opuesto de
la cafetería.
—Pues mirad esa —solicitó apuntando a una chica con el mentón.
Carlos giró atendiendo a la petición de su colega—. ¿Qué opináis? —El
compañero la observó con disimulo. La muchacha estaba de espaldas a
ellos, tenía los brazos apoyados sobre la barra y el cuerpo separado a varios
centímetros, formando con su columna una curva exagerada que empezaba
en sus hombros y terminaba con el coxis lejos de su posición natural. Vestía
una camiseta de tirantes y un short que más que un vaquero parecían unas
bragas brasileñas.
—Ufff… —dijo girándose de nuevo y mirando a su compañero. La
camarera soltó un «olé» por lo bajinis pero que ambos oyeron—. Ya, no nos
lo digas.
—¿Entendéis? Eso es parte del problema.
—Ahora entiendo lo que decías antes del exhibicionismo. Mi hija es
más o menos de esa edad, y le tengo dicho que para que la respeten primero
debe respetarse ella a sí misma —argumentó Carlos.
—Pues ya somos dos —espetó Carmen—. Y mira que tengo un bar, que
si tuviese la mentalidad de hace veinticinco años me podría salir rentable
traerla y exhibirla los fines de semana. Pero me niego. No me gustan nada
esos modelitos que algunas llevan ahora. Y si no me gustan que lo lleven
otras, mi hija menos.
—Menos mal que me entendéis —confesó Iván—. Si estuviese en
vuestra situación tampoco la dejaría salir a la calle con esas fachas. Entre
los tops y los pantalones enseñando las nalgas, parecen miniprostitutas.
—Algunas no tan minis —recalcó Carmen. Carlos sonrió con pena—.
No sé cómo no se dan cuenta de que van haciendo el ridículo.
—Ya os digo yo que mi hija no sale de casa con esas pintas —matizó
Carlos—; quiera o no quiera llevarlas. Y si no quiere acatar mis órdenes,
que no son más que para defender su integridad y su dignidad, cuando
cumpla los dieciocho ya sabe dónde está la puerta.
—Haces bien.
—Lo mismo le digo yo a la mía —zanjó Carmen.
—No estoy pidiéndole nada raro —se excusó Carlos—. Además, no
solo lo digo porque a mí me parezca mal; mi mujer es la primera que se
indigna al ver al resto de las de su género pretender la igualdad al tiempo
que se exhiben como objetos sexuales. Pero bueno, no quiero entrar en
politiqueos.
—No son politiqueos, compañero, es un problemón social que nos está
tocando de lleno. Y la verdad, no sé cómo vamos a acabar. Ellas piden la
igualdad, la libertad de expresión y demás, y me parece muy bien, pero yo
no tengo por qué aguantar sus pintillas. Mi libertad acaba donde empieza la
tuya, y el gran problema es que ya no solo no se respetan a ellas mismas, si
no que no nos respetan al resto de ciudadanos. Yo no tengo por qué estar
aguantando que vayan así por la vida, es desagradable. Lo mismo se creen
que van guays, pero van dando vergüenza ajena. Si quiero ver culos, me
compro la playboy. ¿Entiendes? Igual que a los hombres se nos prohíbe por
ley ir sin camiseta por el pueblo, a ellas deberían prohibirles ir enseñando el
puto culo. Es igual o más ofensivo que ir sin camiseta. Además, porque el
pantalón les cubra siete o diez centímetros más, no van a pasar más calor.
Yo creo que juegan a la provocación, a tensar cada vez más el hilo.
—Sí, hasta que nos dé a todos en los morros —se lamentó Carmen,
quien en ese momento observaba la clientela que entraba por la puerta—.
Bueno, chicos, os tengo que dejar —dijo alejándose. Iván la observó
caminar; de espaldas le recordaba a su madre.
—Yo creo que no lo hacen por tener menos calor —reflexionó Carlos
tras suspirar sonoramente—, creo que lo hacen por ir a la moda.
—Pues me parece más patético todavía —señaló Iván al tiempo que se
llevaba la taza a los labios.
—Sí, yo ya te digo que el problema empieza en la educación. Se
pretende darles responsabilidad, la que les correspondería a esa edad, pero
estas nuevas generaciones, por lo general, son muy inmaduras, solo piensan
en ligar, beber, salir con los amigos, en tener el último móvil de marca y
que no les falte de nada. Ahora sus ídolos son los youtubers esos o los
influencers. Están sobreprotegidos. Yo soy algo mayor que tú y he vivido
los dos modos de vida: el austero de hace unos años —no tanto como lo
sufrieron mis padres— y el derrochador de la actualidad. Es probable que
alguno de tus padres o tus tíos tuviese que dejar los estudios con doce o
trece años y se viera obligado a trabajar para ayudar en la economía
familiar; ellos también te podrán contar lo que era aquello.
—Sí, un tío, mayor que mi padre. Y sí, sé de lo que hablas.
—Pues eso, ya sabes a lo que me refiero. Hoy en día, ¿qué pasa con los
críos de doce o trece años? Que solo saben de consolas, de videojuegos y de
tonterías. Yo no digo que lo de antes fuese bueno, pero lo de ahora casi es
peor. La mayoría no entiende el valor de nada. Por eso a mis hijos trato de
educarlos de la mejor manera posible o, por lo menos, de la mejor forma
que sé. Trato de explicarles los valores de las cosas, la ética… Sobre todo,
que tengan respeto, tanto hacia ellos mismos como hacia los demás. En
estos tiempos vas por la calle o entras en un local y ya no te ceden el paso;
se tiran como buitres hambrientos. O si van en el autobús y ven a un
anciano, no se levantan para cederle el asiento. ¿Dónde ha quedado la
educación? ¿Dónde ha quedado el clásico: «dejen salir antes de entrar», o
simplemente dar las gracias? En fin, lo más triste es que con nuestros
debates no vamos a arreglar el mundo, ¿no te parece?
—Quién sabe —dijo Iván sonriendo con resignación.
—¿Te has bebido el café?
—Sí. —Cogió el móvil y ojeó los mensajes entrantes—. Mira, con tanta
charla ya tenemos la dirección del chico.
—Muy bien, pues vayamos a hacerle una visita de cortesía.
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Funeral

Martes, 17 de septiembre de 2019

Se encontraba sentada en el sofá. Tenía la mirada perdida en el televisor,


que permanecía apagado enfrente de ella. Sobre el negro de la pantalla veía
su propio perfil desdibujado. Las lágrimas descendían a su antojo por su
mejilla jugando a crear nuevos caminos. Algunas se precipitaban desde su
pómulo hasta el muslo. Otras recorrían un trazo más amplio, alcanzándole
la barbilla y cayéndole en la camiseta. Las había que incluso iban más allá:
resbalaban por su piel en dirección a la mandíbula y seguían un nuevo trazo
por su cuello, produciéndole un cosquilleo desagradable que en un par de
ocasiones cortó con el dorso de la mano. Aquel gesto fue cuanto se movió
después de que los agentes se marchasen.
—¡Ya estoy en casa! —anunció Miguel desde la entrada. Nuria no
contestó—. ¿¡Hola!? ¿¡Hay alguien!? ¿¡Muñeca!?
Apenas había luz en la vivienda; las persianas estaban bajadas.
Se asomó en cada habitación hasta llegar al comedor y encontrarse con
su mujer. Parecía la siniestra muñeca de un museo de cera.
—Pequeña, ¿estás bien? —preguntó asomándose con cautela. Su mujer
seguía sin mover una sola articulación. Parecía no escucharle. El brillo de
su rostro le hizo entender lo que sucedía: debían haber encontrado a Elena.
Sorteó el sofá hasta colocarse enfrente de ella y se acuclilló. La atención de
su mujer se centró en los temerosos ojos de Miguel—. ¿Es…? —No pudo
terminar la pregunta. No quería pronunciar esas palabras lapidarias, aunque
temiese estar en lo cierto. Nuria agachó la cabeza.
—Han encontrado a Elena —dijo ella en un débil pero claro tono de
voz. Miguel la tomó de las manos y esperó a que siguiese hablando; se
había quedado sin palabras—. Ha estado la policía en casa. La han
encontrado muerta. Aún no sé qué le ha sucedido. Tampoco sé dónde la
tienen. Todavía no podemos verla. Estoy esperando a que llamen para que
nos dejen ir. Necesito tenerla delante una vez más. Me da igual cómo esté,
¿entiendes? Necesito verla —dijo rompiendo a llorar—, tocar su pelo,
acariciar su mejilla… —Miguel la agarró y la estrechó contra su pecho con
fuerza mientras su mujer sacaba una mínima parte del dolor que alojaba en
su pecho.
—Iremos a verla, muñeca. En cuanto nos dejen, iremos a verla para
despedirnos —le susurró con el mentón apoyado sobre su coronilla. La
balanceaba como una madre acunando a su bebé para calmarlo.
—Nos la han robado. Nos la han robado —repitió entre lágrimas.
—Sí. Eso parece.
Permanecieron varios minutos abrazados en silencio. Hay palabras que
no llegan tan al alma como un abrazo.
Miguel se irguió y tomó asiento junto a su mujer mientras aún la
agarraba de las manos.
—¿Saben qué le ha pasado?
—No me han dicho nada, solo que aún no me podían dar los datos. Han
venido para comunicarnos su fallecimiento y poco más.
—Siento no haber estado en casa contigo.
—No podías saberlo.
—Aun así, siento no haber estado a tu lado.
—Lo importante es que lo estás ahora.
—Sí.
Nuria permanecía apoyada sobre el regazo de su marido; él, peinándole
el pelo con las yemas de los dedos con la intención de consolarla.

—Debería darme una ducha —dijo pasado un rato—. He venido corriendo


y huelo fatal. —Nuria sonrió con desgana—. ¿Te duchas conmigo? Tal vez
te siente bien y te quedes relajada.
—No, prefiero quedarme aquí, por si llaman para darnos alguna noticia.
—Está bien. Me la daré solo, entonces. No tardaré, ¿vale?
Nuria asintió. Miguel se levantó del sofá y le dio un beso en la frente
antes de marcharse. La mujer cogió el móvil y se hizo un ovillo sobre el
sofá. Entró en la galería de imágenes y empezó a ver fotografías.
Necesitaba contemplar a su hija, sentirla viva, dichosa, risueña, alegre como
lo era ella.

Nuria Molina
Miércoles, 18 de septiembre de 2019

La tarde anterior nos avisaron de que podía llevarse a cabo el sepelio de


Elena. Celebraríamos un pequeño velatorio y al día siguiente la
enterraríamos en el nicho donde ya descansaba su padre.
Después de que Miguel se duchara, lo hice yo. Le dejé encargado del
teléfono. En ese instante llamaron para decirnos dónde estaba y nos
autorizaron a iniciar los trámites oportunos para darle sepultura. Desde el
cuarto de baño no me enteré de nada. Miguel esperó a que terminase mi
ducha para ponerme al corriente. Creo que quiso concederme un lapso de
relajación; aunque en verdad sentí que me había robado unos minutos
irrecuperables para estar con mi niña.
Nos arreglamos y acudimos a la dirección que le dieron a mi marido.
Mientras él conducía, mandé un par de mensajes para avisar de lo sucedido:
uno a Alba y otro a mis padres; ellos se encargarían de avisar a quien
considerasen oportuno. La verdad, apenas tengo un recuerdo desdibujado de
aquel trance. Sé que hablé brevemente con mi madre y que me dijo que
tardarían varias horas en llegar. Estaban de viaje. Después de eso tengo
lagunas. No recuerdo dónde fuimos, con quién estuvimos hablando ni qué
nos dijeron. Tan solo albergo imágenes sueltas: Elena sobre una cama
metálica, boca arriba, cubierta con una sábana hasta el cuello, con los ojos
hinchados y sellados por algún tipo de pegamento que se los mantenía
cerrados. En su boca, la misma capa de brillo, la misma impresión: le
habían pegado los labios. Y a pesar de los pegamentos, sus facciones se
veían tan relajadas que parecía estar dormida. Sin embargo, la evidencia de
su tez blanquecina y sus labios amoratados me recordaban por qué
estábamos allí. Al besar su frente, el frío de su piel me volvió a dar otro
argumento para hacerme consciente de lo que sucedía, para asumir que mi
pequeña había abandonado este mundo.
Permanecí junto a ella todo el tiempo que me permitieron; tan solo
fueron unos minutos. Un tiempo nimio en el que apenas levanté la mirada
de su rostro. Tenía la necesidad de empaparme de sus rasgos para así
recordarla por más tiempo. Los de su padre se me borraron demasiado
rápido.
Aquello fue lo más duro que había vivido hasta la fecha. El frío y el olor
de aquel lugar me cortaban la respiración. No vomité de puro milagro, creo
que por no perder un segundo a su lado.
Contemple la pulcritud de aquella fina sábana blanca que la envolvía
desde el cuello hasta los pies. No la descubrí. No quise ver las señales que
pudieran haberle hecho; con saber que había muerto asfixiada tenía
suficiente. Y de pronto, fui consciente de que no solo estaba muerta, sino
que yacía con su cuerpo desnudo, tal y como la traje al mundo. La sentí tan
frágil que, de nuevo, mis ojos no pudieron contener el llanto. Y, por un
instante, temí que estuviese pasando frío. Sí, la mente a veces te lleva a
pensar las cosas más ridículas.
Antes de salir le di a alguien, no recuerdo si a un hombre o a una mujer,
la bolsa con la ropa con la que la enterraríamos a Elena, la que preparó
Miguel antes de salir de casa.

Una vez preparada, de allí la trasladaron al tanatorio de Alzira. El destino


quiso que Elena ocupase la misma sala que ocupó su padre. Todavía hoy me
pregunto si fue una broma macabra o un guiño de mi difunto primer marido
para hacerme saber que él cuidaría de ella. Aunque, hasta el día que nos
dieron la noticia de su fallecimiento, siempre pensé que ya lo hacía.
Supongo que las barreras que separan el mundo de los vivos del de los
muertos son más gruesas de lo que quise imaginar. Hay personas que
aseguran hablar con sus seres queridos, que sienten el momento de su
expiración, que advierten su presencia como una caricia o su amor aun
después de haber abandonado este plano. Sin embargo, yo no sentí nada, ni
cuando falleció César ni cuando me arrancaron de mi lado a mi única hija.
No sentí nada, no intuí que aquel fuese su último día a mi lado, que pudiese
estar en peligro. Tal vez existen personas especiales, con capacidades
extrasensoriales, con la intuición desarrollada. O tal vez lo raro es ser como
yo. No lo sé. Sin embargo, lo que sí creo es que esas personas que perciben
a sus muertos son más felices que las que no lo consiguen, ya que ellas
sienten que no los han perdido del todo, sienten que se han alejado, que no
podrán verles durante una temporada, pero que, antes o después, volverán a
estar juntos. En mi caso, me tengo que aferrar a la fe, a creer en lo que
sienten otras personas y esperar a que, algún día, cuando yo también
abandone este mundo, se cumpla lo que muchos aseguran: volver a verlos.
La muerte de un ser querido duele porque crees que lo has perdido para
siempre.
A la ceremonia acudieron, además de la familia, decenas de estudiantes,
chicos y chicas de su curso y de otros; a la mayoría no los conocía. También
asistieron varios profesores de su curso anterior. Había tanta gente que
parecía el día de estreno de un musical. En ese momento me hice a la idea
de que mi pequeña era una chica popular, querida por cuantos la conocían.
Hubo tantos rostros, tantas personas que se acercaron a darme el pésame,
que me sentí turbada. Sentí estar inmersa en una pesadilla que no acababa
nunca. Tan pronto estaba en un sitio como en otro, con unas personas como
con otras, de pie, sentada, llorando, o hablando como si no hubiera pasado
nada. Fue surrealista.
Esa misma mañana también se personaron los dos agentes que vinieron
la tarde anterior a darme la fatal noticia. Lo hicieron vestidos de forma
informal, como la vez anterior. Vinieron, me saludaron y me dijeron que
hiciese como si no estuvieran, que no dijese a nadie quiénes eran, que
estarían un rato y luego se irían. Y así fue, desaparecieron igual que
llegaron, sin que me diese cuenta. Y realmente, sin hacer grandes esfuerzos,
me olvidé de ellos.
Lo que recuerdo con más claridad fue a Alba y a sus padres. Alba se
acercó al primer instante que tuvo oportunidad. Me abrazó sin poder decir
nada. Temblaba como un cervatillo asustado.
—Ya está, mi niña —le dije acariciándole el pelo—. Ya está.
—Lo siento tanto… —sollozó.
—Tú no tienes la culpa.
La miré a los ojos, pero ella no pudo mirar los míos. Lo intentó, pero
apartó la vista hasta llevarla al pañuelo que estrangulaba entre las manos.
—Ayer estuvo la policía en casa —dijo con voz titubeante.
—Gracias por ayudar. Espero que encuentren pronto al malnacido que
le ha hecho esto a mi pequeña.
Asintió aún con la vista en el pañuelo.
En ese momento se acercó alguien y tuvimos que dejar la conversación.

Aunque aquella noche no pude pegar ojo, el tiempo pasó sin que me diese
cuenta. Tanto fue así, que de pronto me vi frente a un foso leyendo el
nombre de mi difunto marido en el mármol e intuyendo cómo quedaría el
nombre de nuestra hija justo debajo del suyo. Por un momento sentí caerme
dentro, ahogarme en la tierra húmeda.
Una breve oración dio paso a los operarios que llevaron a cabo la
inhumación. Se movían con sigilo, como si fuesen sombras al servicio de la
Parca, como si con cada ser que metían bajo tierra ganasen favores, quizá,
un día más en este mundo de locos.
Una vez le dieron sepultura, de nuevo se me vino encima la desmesura
de condolencias, palabras de ánimo, besos y abrazos. Y tan pronto como
llegaron, la marea de personas se dispersó, quedándonos tan solo Miguel y
yo ante la piedra que representaba el último lugar donde reposaría el cuerpo
de Elena. Parte de mi alma quedaría apresada allí, con ella.
Según nos alejábamos pensé en la policía, en la pareja de agentes que
estuvo en el velatorio. Me pregunté si también habrían asistido al entierro o
finalmente estarían buscando en otra parte al asesino de mi hija.
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Sospechoso

Domingo, 15 de septiembre de 2019

Tras abandonar el café-bar de su antigua amiga Carmen, se dirigieron a la


dirección de Adrien Berguer Fabre, correspondiente al domicilio.
Una vez más, condujo Carlos mientras Iván le indicaba el camino.
Aparcaron sin problema.
—Vamos, que tengo ganas de irme a mi puñetera casa —dijo Ivan
mientras caminaba desganado, como un niño pequeño que va arrastrando
los pies cuando sus fuerzas están en las últimas—. Joder, se nos está
haciendo hasta de noche.
—Sí, yo también tengo ganas de irme a casa, espero que esta visita sea
breve.
Carlos oprimió el botón del timbre generando un estruendoso y
continuo pitido. Permaneció junto a los telefonillos a la espera de una
respuesta.
—Joder —se quejó Iván al ver que pasaban los segundos y nadie
contestaba.
Su compañero volvió a llamar con más insistencia.
Nada.
—No está.
—Qué perspicaz —le dijo Iván con cara de guasa.
—Vete a la mierda, anda —respondió sin poder disimular una sonrisa
—. Venga, vámonos a nuestra «puñetera casa» —continuó, remarcando las
mismas palabras que su compañero—. Mañana será otro día, tal vez
tengamos más suerte.
—Me parece estupendo. ¿Me dejas en casa?
—Claro.

Lunes, 16 de septiembre de 2019

Carlos fue el primero en llegar a la comisaría. Café en mano, de camino a


su mesa, fue dando los buenos días a cada compañero con el que se
cruzaba.
—¿Ha llegado Iván? —preguntó a uno que solía estar más pendiente de
lo que pasaba a su alrededor que de su trabajo.
—No le he visto.
—Okey, gracias.
«Eso es que aún no ha llegado —concluyó para sí».
Se dirigió a su mesa y encendió el ordenador. Aún no había salido el
escritorio en la pantalla cuando Iván apareció por la puerta.
—Buenos días —saludó taciturno. Carlos lo siguió con la mirada hasta
que llegó hasta él.
—¿Y a ti qué te pasa?
—No me pasa nada —respondió esquivo.
—Ya, si tú lo dices…
—¿Nos vamos?
—Eh…, sí, venga. —No se molestó en apagar el ordenador. Se levantó
de la silla y siguió la estela de su compañero, que ya caminaba hacia la
salida.
Bajaron las escaleras hasta el coche.
—¿Me vas a contar qué te pasa? —se interesó Carlos cuando ya se
disponía a arrancar.
—Baahhj… Ayer discutí con Raquel.
—Bueno, seguro que se os pasa a lo largo del día.
—No sé yo. Dice que está hasta las pelotas de que llegue tan tarde a
casa. Y por un lado tiene razón, pero ¿qué puedo hacer? Cuando
empezamos a salir, ambos sabíamos el trabajo que tengo. Los horarios no
son precisamente algo que yo pueda manejar a mi antojo. —Carlos aguardó
a que siguiese hablando, intuyendo que lo haría—. Queremos tener un niño,
¿sabes? Y, no sé. —Bajó la mirada pensativo—. Me apetece. Realmente me
apetece mucho, pero nuestros horarios… No puedo dejar que Raquel se
encargue de todo. No es justo para ninguno de los dos. Es lo que
hablábamos ayer de la igualdad. No quiero ser un padre como lo fue el mío,
al que no le veía el pelo ni en fotografía. ¿Entiendes? Me apetece disfrutar
de nuestro hijo tanto como ella. Por eso estoy planteándome solicitar un
puesto fijo en la oficina. Al menos sabemos que ellos respetan más que
nosotros los turnos.
—Te entiendo —suspiró con discreción—. Medítalo con calma. Que te
adjudiquen un puesto de oficina no quiere decir que te tengas que quedar
ahí para siempre. Igual que ahora puedes pedir esa plaza, más adelante,
cuando la criatura sea mayor, si te apetece podrás volver a solicitar un
cambio.
»Pero bueno, mientras te lo piensas, si hoy acabamos pronto nos iremos
a casa, sea la hora que sea, que ya está bien de hacer el capullo.
—Sí, sería un puntazo —respondió abstraído.
Los escasos minutos que restaban de camino lo hicieron en silencio,
meditando en lo que un cambio de puesto supondría para ambos.
—Vamos —dijo Carlos tras aparcar—. A ver si hoy tenemos suerte.
—Sí, vamos —secundó Iván. Se apeó del coche y cerró de un portazo.
Llamaron al telefonillo esperando a que esta vez Adrien estuviese en
casa. Unos segundos más tarde la voz de un hombre contestó.
—¿Sí? —respondió enérgico.
—¿Adrien Berguer Fabre?
—Sí —contestó como si fuese una serpiente, con acento francés. Su
ímpetu del principio se convirtió en desconfianza.
—Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted en torno a la
desaparición de Elena Pascual Molina.
No contestó. Tras un par de segundos apretó el interruptor permitiendo
que los agentes accediesen al interior del portal.
Tomaron el ascensor y subieron a la tercera planta. Al llegar se
encontraron la puerta ligeramente abierta.
—¿Hola? —saludó Carlos al tiempo que apoyaba la mano sobre la
puerta y la empujaba levemente. Ante ellos se perfilaba un pasillo
totalmente vacío y carente de luz; a juzgar por el sol que hacía afuera, debía
tener las persianas bajadas—. ¿Adrien? —preguntó asomando la cabeza. No
obtuvo respuesta. Miró a su compañero arrugando el ceño; este le devolvió
la expresión de desconfianza—. ¡¿Hola?! ¡¿Adrien Berguer?! —insistió,
esta vez elevando el tono.
—Cuidado —susurró Iván llevándose la mano a la funda de su H&K
compact. Tomó el arma. Carlos no tardó en proceder del mismo modo.
Pistola en alto, entraron en la vivienda el uno a la zaga del otro,
enfilando el pasillo para examinar cada habitación. Carlos le hizo un gesto
para que avanzasen a la vez, distribuyendo la vivienda en dos partes: él
comprobaría el área izquierda e Iván el área derecha.
Con el arma por delante, Iván accedió a la primera estancia, el salón.
Estaba vacío. El estor le hizo ahorrarse pensar que podría estar escondido
detrás de las cortinas. No tuvo tiempo de fijarse en nada más.
Deshizo sus pasos hasta regresar al pasillo.
—¡Policía. Salga con las manos en alto! —gritó Iván apuntando con su
reglamentaria al frente mientras Carlos accedía al siguiente cuarto: la
cocina.
Carlos salió de allí negando con la cabeza, volviendo a centrar su
atención en el resto de la vivienda que les faltaba por reconocer. Con
cautela, accedió a la siguiente habitación. Correspondía a un dormitorio
pequeño cuya única decoración era un armario empotrado y una mesa con
un ordenador encima. Respecto al sospecho, tampoco hubo rastro. Al salir
volvió a hacerle un gesto a su compañero para confirmarle que estaba vacío.
Iván le hizo una señal para que se encargase del cuarto que les quedaba
enfrente, mientras él lo hacía de la última habitación que se abría a la
derecha.
—¡Vacío! —gritó Carlos desde el cuarto de baño. A través de su voz se
podía percibir su inquietud: de estar Adrien en la casa, solo le quedaba un
sitio donde esconderse, y su silencio no presagiaba nada bueno.
—¿Dónde coño estás, hijo de puta? —susurró Iván entre dientes, con las
mandíbulas apretadas. Despacio y sigiloso entró en el último cuarto. Sus
extremidades se mantenían tensas. Echó un ojo rápido a la habitación.
Debajo de la cama. Dentro del armario—. Está vacío —confirmó a su
compañero, que le guardaba las espaldas desde el umbral de la puerta.
—¿Se ha ido? No me lo puedo creer —farfulló Carlos mientras
permanecía con el arma apuntando a la puerta de entrada—. Ha podido
subir al ático.
—Sí, o bajar por las escaleras mientras nosotros subíamos en el
ascensor.
—Eso o, tal vez está escondido esperando a que nos vayamos —dijo
Carlos. Iván corrió hacia la ventana para ver si lo veía huyendo por la calle.
Subió la persiana dándole un tirón a la correa. No vio a nadie. Mientras
tanto, Carlos se dirigió a la puerta principal. Al llegar, con cautela, asomó la
cabeza. Miró a un lado y a otro del rellano. Un ruido en las escaleras llamó
su atención. Venía de la planta de abajo.
—Es él —susurró Iván que, sin que Carlos se diese cuenta, lo tenía a su
espalda.
A hurtadillas, Iván atravesó el descansillo hacia las escaleras. Mientras,
Carlos anduvo hasta la barandilla.
—¡Deténgase! —chilló Carlos apuntando al chico con la pistola. Al
mismo tiempo, Iván comenzó a descender las escaleras con el mismo sigilo
que su perseguido.
El muchacho se quedó paralizado unos instantes, acongojado al sentirse
un blanco humano. Vaciló. Su instinto le gritaba que permaneciese quieto,
que no tentase a la suerte. Sin embargo, el miedo le hizo descender un par
de escalones más sin perder de vista a su francotirador, como un niño al que
regañas para que no toque un enchufe y, a pesar de que lo estás mirando y él
a ti, vuelve a acercar la mano con la intención de volverlo a hacer.
—¡Policía! ¡Alto, he dicho! —repitió Carlos, siguiendo sus
movimientos con su arma de fuego.
Al escuchar a su compañero, Iván comenzó a correr escaleras abajo.
Ante el ruido y el miedo a ser apresado, Adrien reanudó la huida a toda
velocidad ignorando la advertencia del agente.
—Me cago en la puta —maldijo Carlos entre dientes al tiempo que
tomaba las escaleras detrás de su compañero y del sospechoso.
—¡Alto! —gritó Iván, que ya lo tenía a escasos metros. Los recodos de
los distintos tramos de escaleras habían dejado de ser un obstáculo: podía
ver su espalda—. ¡Alto! —Adrien siguió unos metros más—. ¡Alto o
disparo! —le advirtió encañonándole. Ante la última advertencia, obedeció.
—¡Dese la vuelta! —le ordenó sin dejar de apuntarle con su
reglamentaria—. ¡Despacio! ¡Las manos en la cabeza!
Carlos llegó a su altura. Alzó el arma hasta tener al sospechoso a tiro.
—¿Se puede saber a dónde coño ibas? —le preguntó Carlos sofocado,
sintiendo su pulso acelerado. Iván se acercó hasta el sospechoso para
cachearle.
—No… No lo sé —confesó acobardado. Permanecía estático, con los
dedos de las manos entrelazados, apoyados en su nuca y la mirada fija en el
suelo.
—No lleva armas —informó Iván al tiempo que le hacía bajar los
brazos.
—Chaval, estás en un buen lío —dijo Carlos sin dejar de apuntarle.
—Yo no he hecho nada.
—Entonces, ¿por qué huías?
—Así que no has hecho nada. Entonces, ¿estás sordo o es que no
entiendes el castellano? —le vaciló Iván sin darle tiempo a contestar—.
¿Qué hacemos? ¿Le llevamos a comisaría o hablamos largo y tendido aquí,
en su casita, lejos de los ojos de los demás compañeros?
—No he hecho nada —volvió a repetir el francés.
—Ya te hemos oído, chaval, no hace falta que parezcas un puto loro.
—Llevémosle arriba —zanjó Carlos.
—Gran idea —dijo Iván sonriendo a Adrien con cara de tarado.
Lo cogió del brazo y lo condujo escaleras arriba. Una vez dentro del
piso, le hicieron sentarse en una silla de la cocina.
—¿Puedes encender la puñetera luz? Aquí no hay quien vea una mierda
—solicitó Iván a su compañero mientras cogía otra silla y se sentaba a
horcajadas enfrente del francés, con los brazos apoyados sobre el respaldo
—. Bueno, ¿qué?, ¿dónde ibas, campeón?
—A ninguna parte.
—Joder, cualquiera lo diría.
—¿Sabes por qué estamos aquí? —preguntó Carlos.
—No, no lo sé.
—¿Entonces por qué te querías escapar?
—No lo sé, me ha dado miedo.
—Tío, cuando uno no tiene nada que ocultar el miedo no existe, de
modo que, ¿qué ocultas?
—Nada, se lo prometo. Pueden registrar mi piso si lo desean.
—No, ahora no. Tal vez más tarde. Ahora necesitamos que nos hables
de Elena Pascual Molina. La conoces, ¿no?
—¿Elena? —repitió poniendo cara de extrañeza.
—Sí, tío, deja de hacerte el tonto —aseveró Iván poniéndose nervioso
—, sabes perfectamente de quién te estamos hablando.
—Ah, sí, Elena. Sí, la conocí hace unas semanas.
—¿Sabes dónde está? —continuó Carlos.
—No, no la veo desde hace unos días.
—¿Unos días? ¿Estás seguro?
—Sí, creo que sí.
—¿Dónde la conociste?
—En un bar.
—¿En un bar?
—Sí, eso he dicho.
—Tranquilo, no te nos pongas gallito. En un bar —dijo Iván anotándolo
en su libreta.
—¿Qué años tienes, grandullón? —requirió Carlos.
—Acabo de cumplir veintiséis.
—¿No crees que estás algo talludito como para estar con chiquillas de
instituto?
—No sabía que… —dejó la frase a medias. Parecía no saber qué
contestar.
—¿Qué? ¿Que iba al instituto, que era menor, que lleva desaparecida
desde el domingo por la mañana?
—No, no lo sabía.
—¿Nada de nada?
—No.
—Oh —espetó Iván dedicándole una mirada de incredulidad. Volvió a
anotar en su cuaderno.
—A ver, chaval, necesitamos que hagas memoria, porque te adelantaré
algo: la amiga de Elena, Alba, ¿la conoces, verdad?, nos ha dicho que el
sábado por la tarde estuvisteis juntos. Así que, eso de que hace días que no
la ves, no te lo crees ni tú.
—¿El sábado? Ah, sí. El sábado. Sí. Estaban de compras. Y Elena me
mandó un mensaje para decirme que quería presentarme a su amiga, a Alba.
—¿La conociste ese día?
—Sí.
—Muy bien. Y ahora que vas recuperando la memoria, dime, ¿desde
cuándo os conocéis Elena y tú?
—Pues…, no sé. No hace ni un mes.
—¿Has tenido relaciones sexuales con ella?
—No —respondió rápido y tajante.
—No será por falta de ganas, ¿me equivoco? —cuestionó Iván.
—No sé por qué dice eso. Solo somos amigos.
—¿Amigos? ¿No tienes a gente de tu edad con la que estar? No me lo
creo. Lo que yo creo es que vas con crías de quince y dieciséis años porque
te las quieres beneficiar, y vas probando primero con una y luego con otra,
o bien hasta que lo consigues, o bien hasta que te cansas porque no te dan lo
que quieres. ¿Tengo razón?
—No. No tienen ni idea. A mí Elena me gusta de verdad, y no hemos
hecho nada. Estoy esperando a que ella esté preparada y quiera dar ese
paso.
—¿O sea, que admites que quieres acostarte con ella? —preguntó
Carlos.
—Os lleváis once años —intervino Iván con inquietud.
—Eso no tiene nada que ver. Hace varias generaciones entre las parejas
había mucha diferencia de edad y no pasaba nada.
—Sí, y algunos árabes todavía se siguen casando con niñas que no
acaban de tener ni su primera regla. Chaval, estamos en el siglo veintiuno.
Ahora no es tan fácil que un «viejo» como tú se líe con una menor, puede
haber consecuencias —matizó Carlos.
—En fin, al margen de que la última vez que la viste fue el sábado por
la tarde —prosiguió Iván—, ¿en este tiempo has vuelto a saber algo de
ella?, ¿algún mensaje?, ¿alguna llamada? —El chico fue negando con la
cabeza al tiempo que Iván iba hablando—. ¡Habla, coño! —replicó dándole
un grito.
—¡Que no, que no la he visto! ¡No sé nada de ella!
—Eh, cuidadito con el tono que no estás hablando con tu primo —le
advirtió Iván.
—¿No quedasteis para veros el domingo según salía de casa de su
amiga Alba? —prosiguió Carlos.
—¿El domingo? No. Íbamos a quedar el sábado por la noche, pero me
mandó un mensaje diciéndome que le dolía la cabeza. Desde el sábado por
la tarde no sé nada de ella. Yo también estoy preocupado, ¿saben? La he
mandado un par de mensajes para ver qué tal estaba, pero no me ha
contestado. Al principio pensé que estaba pasando de mí, pero ahora que
dicen que está desaparecida… No sé. No creo que sea una chica que
desaparece sin decirlo.
—¿Nos puedes enseñar esos mensajes?
—Son personales.
—¿Prefieres que te requisemos el móvil?
—Eso no pueden hacerlo sin una orden judicial.
—Qué listo nos ha salido el colega. Se nota que ve la tele, ¿eh? —
repuso Iván.
—¿Y eso que nos dijiste antes de que podíamos registrar tu piso, dónde
ha quedado? ¿Querías ganarte nuestra confianza o qué?
—No tengo nada que ocultar, pero no quiero mostrarles mi móvil, es mi
intimidad.
—¿Más que el cajón donde guardas los gayumbos y los juguetitos
guarros que usáis los de tu generación? —le preguntó Carlos retórico. Sabía
que no obtendría ninguna respuesta.
Iván resolló clavando la mirada en el rostro de Adrien, meditando qué
hacer con él. El chico no levantaba la vista del suelo, permanecía en
silencio rezando que se fuesen de una vez.
—¿Y por qué no preguntan a su amiga Alba? A lo mejor ella sabe algo.
Elena me dijo que iría a verla. Sé que habían estado planificando pasar la
noche juntas.
Carlos e Iván se miraron.
—Está bien —dijo Carlos suspirando—. Por el momento es todo. Más
te vale estar localizable. Y si te enteras de algo o si tu amiga se pone en
contacto contigo, nos llamas.
—Claro. Yo soy el primero que quiero que aparezca.
Iván se levantó de la silla y siguió los pasos de su compañero, quien ya
se dirigía hacia la puerta.
—Esto empieza a olerme mal —dijo Iván mientras bajaban las
escaleras.
—Vayamos a la comisaría; hemos de hacer recuento de lo que tenemos
hasta ahora.
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Los hilos de la amistad

Martes, 4 de junio de 2019

Se acercaban los exámenes finales. Aquella tarde, Alba y Elena quedaron


para estudiar juntas y preparar el parcial de literatura. En aquel momento
tenían la casa para ellas solas. Los padres de Alba llegarían a última hora.
—Podíamos hacer un descanso, ¿no? —sugirió Elena a su amiga,
estirándose y bostezando.
—Sí, no estaría mal. ¿Quieres un café o un zumo?
—Déjate de zumitos y cafés, eso es para pijos y viejales. ¿Y si nos
tomamos un cubata o una cerveza?
Alba rio desconcertada.
—¿Pero qué dices, tía? ¿Ahora qué te ha dado?
—No sé —respondió con tono meloso, acercándose a ella—, tal vez si
nos tomásemos un poquito de alcohol nos lo pasaríamos mejor, ¿no te
parece?
—Venga, si ya casi hemos terminado.
—Por eso lo digo. Ya que casi hemos terminado, podíamos…, no sé,
jugar, pasárnoslo bien. Celebrarlo. —Su voz había adquirido un matiz
totalmente desenfrenado.
—Últimamente estás muy rarita.
Elena se carcajeó sin tapujos.
—Lo que tengo es ganas de follar. De saber lo que se siente cuando
alguien que no eres tú mismo te toca, te da placer y se excita con tu cuerpo.
—Alba la miró sin decir nada—. Dios, solo de pensarlo… Tía, soy de las
pocas que a mis años sigo entera. Es patético.
—¿De las pocas? No, no es tan raro. Y si lo estás es porque tú has
querido.
—Ya lo sé. Si hubiera querido hasta me podría haber tirado a tu padre.
—Alba se quedó boquiabierta, sin saber qué decir—. No me mires así,
mujer, no es para tanto. ¿Tú no te has fijado?
—¿En qué?
—Pues en que hay hombres de la edad de nuestros padres que nos
desnudan con la mirada. Estoy segura que al llegar a casa se van al baño a
cascársela pensando en nosotras. Somos el centro de sus fantasías. ¿Acaso
tú no lo crees?
—Pues… No lo sé. Supongo que a alguno le pasará, pero…, joder, creo
que estás exagerando mucho.
—Alba, hija, ¿tú no viste el otro día cómo te miraba el señor ese de la
tienda de ropa?
—Nos miraba porque estabas montando mucho escándalo.
—No, Alba, no. Te miraba a ti. Y ¿qué quieres?, es ley de vida.
Cualquier hombre siempre querrá estar con una mujer más joven que él,
más delgada, más divertida. En su subconsciente está grabado que somos
mejor partido; no tenemos problemas de fertilidad ni arrugas, somos más
vitales, tenemos más energía para darles lo que desean. Además, tenemos la
vagina prieta, y eso les pone.
—¿Ahora eres una experta?
—Solo hay que observarlos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué se supone que desean? —le preguntó Alba con
recelo.
—Sexo. Sexo de todas las clases, en todas las posturas. Vamos, todo lo
que se te pase por la mente.
—Ahí creo que te equivocas. El otro día leí un artículo que decía que la
mujer a partir de los treinta es cuando más disfruta del sexo.
—¿Qué me estás contando? Yo te estoy hablando de los hombres, no de
nosotras. A ellos, cuando más les molamos es ahora, con nuestra edad.
—Joder, tía, como tengas razón no sé qué haremos cuando tengamos
treinta o cuarenta.
—Pues nada, estar amargadas como tu madre —espetó Elena—. Por eso
deberíamos disfrutar ahora.
Alba agachó la cabeza, pensativa.
—Hablas de mi madre como si a la tuya no le pasase lo mismo. ¿Acaso
tú madre está bien con tu padre?
—No sé yo qué decirte. Se llevan bien, y creo que hacen sus cosas, se
divierten y eso, pero ¿qué quieres que te diga?, estoy convencida de que, el
muy salido, cuando se la calza está pensando en mí.
—A lo mejor son solo tus imaginaciones.
—Ya te digo yo que no.
—Pues tal vez sea porque no es tu padre biológico. O porque tú te
insinúas.
—¿Yo? Yo no tengo que insinuarme para poner a nadie cachondo.
Además, no creo que tenga nada que ver.
—Pues yo espero que sí o que sean solo fantasías tuyas. Estás hablando
de cosas muy serias. Además, el otro día te vi cómo hablabas con mi padre.
No te dije nada porque…, bueno, no sé, pensé que se te había ido la pinza,
pero no quiero que vuelvas a hacerlo, me incomodaste mucho.
—Ah, o sea, que te diste cuenta.
—Pues claro.
—¿Te estás poniendo celosa?
—¿Tú eres tonta? No, no me estoy poniendo celosa, solo te digo que no
vuelvas a insinuarte así a mi padre.
—Venga, tía, no te lo tomes a la tremenda, solo estábamos hablando —
dijo riéndose.
—¿Sabes? Espero que te eches novio pronto; así se te quitarán esas
estupideces de la cabeza.
—Hablas como si fueras mi abuela.
—No. Tu abuela te hubiera dado un par de hostias bien dadas.
Elena rio a carcajadas.
—En serio, eres muy exagerada —dijo arrimándose a su amiga.
—No, tía. No me gusta qu…
—Ya, ya, ya, ya… —replicó sonriente, elevando el tono para solapar la
voz de su amiga. ¿Ya?
Alba puso cara de guasa.
—Bueno, solo digo que tal vez necesites hacerlo con alguien. Vas de
estrecha por la vida y en realidad solo eres una perra salida —dijo
recreándose en las últimas palabras, elevando el tono y sonriendo—. Tienes
que hacer algo y pronto, porque tienes que saber que yo no estoy aquí para
estar aguantando tus calentones, bonita —zanjó, tratando en vano de
mostrarle su rostro más serio.
—¿Te estás ofreciendo? —Elena se la acercó con gesto lascivo.
—¿Quién, yo?
—¿Por qué no? —dijo aproximándose aún más. Alba la sonrió
siguiéndole el juego—. A ti ya te han desvirgado, guarra. Podrías
enseñarme algunas cosillas.
—Eso quisieras tú —respondió en tono meloso.
Elena la miró fijamente a los ojos. Sus párpados adquirieron un gesto
libidinoso y su boca dibujó una sonrisa de medio lado. Con la lengua
humedeció su labio inferior. Alba permaneció estática, expectante, seducida
al mismo tiempo por los movimientos y el descaro de su amiga. Hasta que
al fin cruzaron el umbral de la amistad sucumbiendo al deseo, al morbo
ingenuo. Lo que para una era algo más, para la otra era tan solo una nueva
experiencia. Sin pretenderlo, convirtieron la inocencia de su cariño en un
juego de mayores pretensiones. Unieron sus bocas, mezclaron sus lenguas,
saborearon los alientos que hasta hacía escasos minutos discutían
ingrávidos sobre literatura, convirtiéndose a cada beso en un nuevo gemido,
en un paso más hacia el desenfreno.
Para Elena fue su primera experiencia sexual, para Alba la primera con
una mujer, con su mejor amiga.

—No se lo diremos a nadie, ¿vale? —preguntó Elena mientras se vestía—.


No me apetece que me pongan la etiqueta de bollera.
Alba la observó defraudada. Se sentía utilizada, sucia. Tenía ante ella a
una Elena totalmente distinta a la que creía conocer. Desde hacía tiempo
pensaba que su rechazo a los chicos que habían querido salir con ella se
debía a que en realidad no le gustaban los hombres, y que la conversación
previa había sido una excusa para acercarse a ella. Nada más lejos de la
realidad.
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La verdad

Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019

Teníamos las pistas contadas: una autopsia que desvelaba supuestas


relaciones sexuales consentidas y muerte por asfixia, sin mayores
vejaciones que el propio asesinato que, por suerte para la víctima, parecía
haber sido rápido. Un círculo de familiares y amigos bastante reducido:
madre, padre, amiga y el supuesto novio. No sabíamos si existía algún otro
individuo, pero por el momento no teníamos conocimiento de él; el señor
que encontró el cadáver tomó declaración esa misma mañana y, desde
luego, no parecía estar en el ajo. En fin, que acabábamos de hacernos con el
expediente de desaparición y debíamos estudiarlo a conciencia cuanto más
rápido mejor.
Quizá lo más óptimo hubiera sido que nos fuésemos a casa, a descansar
y descongestionar la cabeza, pero sabíamos que cada hora que pasaba
jugaba en nuestra contra y la probabilidad de encontrar al asesino de Elena
disminuía. Terminamos dirigiéndonos al domicilio de Adrien Berguer Fabre
por una corazonada de mi compañera. Fuese o no el culpable, lo que estaba
claro es que por algún sitio teníamos que empezar.
Al llegar, Aines llamó al telefonillo. Esperamos unos segundos, pero no
contestó nadie.
—Qué raro que a estas horas no esté en casa —reflexionó.
—¿Qué hora es?
—Cerca de las nueve.
—Bueno, la gente no siempre está en sus casas. Tal vez haya salido con
algún amigo a cenar, o algo de eso.
—¿Qué propones? Podríamos llamarle por teléfono.
—Yo propongo ir a la comisaría, estudiar los informes y ver si tenemos
alguna novedad respecto al descifrado del móvil de Elena, y luego, creo que
lo más sensato para nuestra salud física y mental es irnos a descansar. Tengo
la cabeza como un bombo.
—Si en la comisaría tuvieran algo nos hubieran llamado. Y no sé si me
has escuchado, pero son las nueve de la noche.
—Tú has sido la que ha propuesto llamarle.
—Sí, pero he cambiado de opinión.
—¿Entonces?
—Vayamos a comisaría un momento y cerramos por hoy.
—Estupendo —dije agotado y con cara de pocos amigos.
Aines puso un gesto de exasperación, dio media vuelta y se dirigió hacia
el coche. Me limité a seguirla.

El camino hasta la comisaría volvió a ser como de costumbre, ridículamente


silencioso. Esta vez era ella quien conducía.
«Ya decía yo que era raro que me empezase a hablar como si nada.
»A lo mejor necesita concentrarse para conducir.
»Sí, otras veces también enmudece cuando va conduciendo.
»En fin, yo qué sé. Lo que tengo claro es que no tengo ningunas ganas
de preguntarle si le pasa algo. No me apetece. Demasiadas cosas tengo de
las que preocuparme».
Durante el trayecto sepulcral me dio tiempo a poner en orden, en mi
mente, la sucesión de acontecimientos:
«Quedó con su amiga Alba por la tarde. Luego, ambas se vieron con el
amigo de Elena, el tal Adrien Berguer, que según el informe de nuestros
compañeros, confirma que el encuentro tuvo lugar la tarde del sábado. La
última en verla fue Alba, con la que quedó para pasar la noche. Según ella,
Elena se fue de su casa a las nueve de la mañana. Sin embargo, los datos
que tenemos del móvil son que la última vez que se conectó a Facebook fue
a las 21:43 y la última señal de localización GPS es del domingo a las
18:14. Los compañeros lo encontraron apagado en las coordenadas
39°08′59.9″N 0°16′45.4″W, ubicación perteneciente a la localidad de
Cullera, más o menos a media hora de distancia de su casa en Alzira. Aún
desconocemos la relación de llamadas, mensajes y datos que pueda arrojar
el análisis forense del móvil.
»¿Qué más? —reflexioné—. De su lista de amistades y familiares más
cercanos, ¿quiénes fueron los últimos en verla?
»La madre se encontraba trabajando, con lo cual, tiene coartada. El
padre estuvo en casa, aunque asegura no haberla visto desde que se fue con
su amiga a dar una vuelta a eso de las cinco y media, si no recuerdo mal.
Por su parte, Adrien Berguer afirma no haberla vuelto a ver desde esa
misma tarde, la del sábado. Eso nos deja a su amiga Alba como la última
persona allegada que la vio con vida.
»Joder, no sé qué pensar. ¿Qué motivos podría tener cada uno para
acabar con la vida de Elena?».
Saqué el cuaderno y lo abrí por una hoja en blanco.
«Veamos».
Comencé a anotar:
«Posibles motivos:
Alba → ¿Envidia? —Dejé un espacio en blanco por si se me ocurría
alguna otra posible razón.
El padrastro → —Permanecí unos instantes pensando. No se me
ocurrió nada, aunque la verdad es que mi atención estaba puesta en Adrien.
Pasé a él.
Adrien → ¿Miedo por haber abusado de ella? ¿Se le fue de las manos y
la mató?».
«No tiene sentido —reflexioné. La punta del boli reposaba aún sobre el
punto con el que cerré la interrogación—. La autopsia desvela que mantuvo
relaciones, pero no fueron forzadas. Pudo mantenerlas con él. Pero ¿en qué
lugar deja eso a Adrien? Si fueron consentidas no tenía de qué temer.
Aunque si se enteró de que Elena tenía quince años sí tenía motivos para
estar acojonado. ¿Lo amenazaría con denunciarlo? Joder. En realidad
tampoco le veo sentido; se supone que tenían una relación. A no ser que
discutiesen. Cuando los compañeros le entrevistaron, dijo que no la había
visto en todo el día. Luego se retractó cuando le dijeron que habían hablado
con Alba y confesó que se habían conocido esa tarde. Joder…
»Por otro lado, según las declaraciones de la madre, su hija no tenía
ningún motivo para marcharse de casa. No habían regañado. Se llevaban
bien. Era estudiosa, responsable. Su comportamiento era normal. Disfrutaba
de las vacaciones de verano como cualquier chavala de su edad. Por lo
tanto, de momento queda descartado cualquier posible problema en el
instituto.
»Tampoco conoce que estuviese tomando drogas o que la estuviesen
acosando.
»Ni que tuviese novio.
»Es verdad. No les hemos preguntado a los padres por Adrien Berguer.
—Lo apunté en el cuaderno: “Preguntar a Nuria y a Miguel por Adrien”.
»Aun así, creo que podríamos ir trazando un perfil del asesino».
Volví a centrarme en mi bloc de notas. Seguí anotando:
«Perfil: hombre de edad comprendida entre los veinte y los cincuenta
años. Probablemente viva solo en un apartamento. Solitario. Amigos “de
pega”. Simpático, educado, amable. De buen ver. Sale poco. Está fuerte:
transportó el cadáver en volandas. Vive en Alzira, a pocas manzanas de la
víctima. Tiene carnet de conducir y coche propio, aunque lo usa poco.
Asesinato aislado: no creo que tenga intención de actuar de nuevo».
Al levantar la vista del papel vi que estábamos llegando.
«Muy bien —me dije—. Seguiremos trabajando en el caso partiendo de
la premisa de que estamos ante un tío que no pretende volver a matar, por lo
menos a corto plazo».
Miré a mi compañera. No se inmutó. Permanecía al volante con la
atención puesta en el tráfico. Tenía un perfil bonito, lástima que pareciese
estar siempre estreñida.
«En fin. —Suspiré sin que me oyese. Cerré el cuaderno y lo guardé.
Apoyé la espalda en el respaldo de mi asiento buscando poder relajarme
durante los dos o tres minutos que tardaríamos en llegar al aparcamiento».
Al entrar en la comisaría nos encontramos con Óscar, nuestro analista
forense en móviles.
—Estaba a punto de llamaros —dijo al vernos.
—Vaya. Suena bien. ¿Qué tienes? —respondí.
—Poco. No creo que pueda acceder al código cifrado. Sin embargo,
tenemos las últimas interacciones telefónicas. Son todas del domingo. Venid
a mi mesa y os doy el listado.
Obedecimos sin rechistar.
Al llegar a su puesto cogió un papel que reposaba sobre el escritorio,
encima, a su vez, de otro montón de papeles. Adelantándome a mi
compañera, la cual ni siquiera hizo amago, lo cogí y lo ojeé. Aines se
acercó lo máximo que su estrechez le permitió y asomó la cabeza para ver
las anotaciones. A bolígrafo, figuraban varias horas y el nombre de algunas
personas:
«D. 11:54. Nuria.
D. 12:07. Alba.
D. 12:33. Adrien.
D. 16:40. Adrien.
D. 17:14. Nuria».
—¿Qué significa la «D»? —se interesó mi compañera.
—Domingo.
—¿Del sábado no hay llamadas? —pregunté.
—No. Con eso de las redes sociales, la gente habla poco por teléfono.
—¿Y de los días previos?
—Tampoco hay gran cosa. A lo largo de este año ha hablado ocho veces
por teléfono. El total de registros está en la página que hay grapada detrás.
—La ojeé—. Pero la más cercana en el tiempo es del mes de mayo. Dudo
que os sirvan de mucho, pero ahí las tenéis todas.
—Está bien. ¿Me lo puedo quedar?
—Sí, claro.
—Gracias. No tienes nada más, ¿no?
—No, pero puede que consiga acceder a su galería de imágenes.
—Estupendo. Si lo consigues avísanos.
—Contad con ello.
Me giré y miré a Aines; ella me observó unos instantes antes de apartar
la mirada.
—Mañana más —dije a modo de despedida.
Asintió como si le hubiera comido la lengua el gato. Pasé a su lado con
la vista al frente, sintiendo una mezcla de rechazo y pena por ella. Parecía
tener una compañera con trastorno de personalidad o bipolaridad; tan
pronto me hablaba normal como que parecía guardar voto de silencio.
Cuando salí de la comisaría ya casi había anochecido.
«En cuanto llegue me voy a tomar una cerveza bien fría. O dos, quién
sabe».
Anduve en dirección a mi piso con la confusión y el desconcierto como
única compañía. Desde que llegué, estaba siendo la primera vez que me
sentía tan solo; una especie de sentimiento de abandono difícil de definir.
Parecía un niño entregado a los brazos de unas personas que no son sus
padres, o un anciano encerrado en una residencia el resto de sus días, sin
capacidad ni deseo de volver a ver a su familia. Incluso, no sé por qué, me
vino a la cabeza un documental de Netflix acerca de las colonias cristianas:
curas abusando de niños; niños guardando silencio; su padecimiento
durante esos días y los años venideros; el secreto que, por dolor y
vergüenza, ocultaron hasta alcanzar la edad adulta; la desvergüenza de sus
abusadores… ¿Tenía que ver algo conmigo? No. En absoluto. Sin embargo,
aunque no son comparables, existen tantos tipos de dolor… En mi caso
estaba cansado, asqueado de mi situación. Era consciente de que aquel
hastío se remontaba al momento en que cogí el coche y conduje hasta mi
nuevo destino; mejor dicho, al momento en que me dieron la noticia del
traslado. Cualquier acontecimiento se terminaba convirtiendo en un montón
de mierda, que, poco a poco, estaba consiguiendo minar mis fuerzas.
El caso de Elena Pascual era reciente. No podía estar agotado por ese
motivo, al contrario, debería estar fresco, concentrado. Sin embargo, mi
mente no estaba donde debía. Así que la investigación no era el problema;
nos enfrentábamos a un caso más y punto. ¿Desagradable?, sí, pero ya sabía
dónde me metía cuando elegí este trabajo. Otra cosa bien distinta era tener
como compañera a Aines. De entre todas las agentes de la puta Comunidad
Valencia, ¿me tuvieron que poner con ella? ¿En serio? ¿No había otra? No
obstante, ella era solo otro pegote que sumar al montón de mierdas que
tenía que aguantar día tras día. De haber estado en Madrid, habría quedado
para tomar unas cervezas con los amigos para despejarme; pero no,
tampoco conocía a nadie en aquel maldito pueblo. Y de tener una casa
bonita y acogedora… ¡Já! Malvivía en un piso pequeño de dos
habitaciones, con muebles viejos como lo debieron ser sus últimos
inquilinos. Aquel lugar olía a naftalina y no había forma humana de
levantar esa peste a lobreguez y decrepitud. Seguramente se murieron allí
dentro y por eso el alquiler era tan barato. Muebles del año tres,
electrodomésticos carcomidos, olor a tuberías… El propietario supo
camuflar bien los «desperfectos» para endosarme aquella mierda. Durante
una semana estuve durmiendo en el sofá. Cualquier sitio era mejor que
dejarte rozar por el colchón de estampado floreado, de olor a pises y
ronchones amarillentos y marrones que descansaba sobre el somier de la
cama de matrimonio. Pensé en irme a un hotel, pero mi economía no estaba
para hacer excesos: la hipoteca de mi piso en Madrid, el alquiler del
cuchitril, la maldita fianza, los gastos del traslado, los seguros de vida, del
coche, de salud… Al menos conseguí, a base de amenazas, que el casero
cambiase aquel puto colchón.
Caminé arropado por la creciente oscuridad, por el ruido de coches
circulando y por mi mente tratando de establecer cuántas veces, contando
aquella, me había lamentado de pedir el puñetero traslado.
Subí las escaleras del portal y entré en mi «dulce hogar». Fui directo a
la nevera. Cogí una cerveza y metí otra en el congelador.
«Mientras me doy una ducha rápida la otra se pondrá como a mí me
gusta».
Abrí la que tenía en la mano, le di un trago y ojeé la comida que
quedaba en el frigorífico.
—Joder —me quejé con desgana—. Encima me toca ir a comprar.
Cerré la nevera y miré el armario donde guardaba las latas de conserva.
Atún. Sardinas. Melocotón en almíbar. Espárragos. Mahonesa. Kétchup.
Fabada. Espaguetis. Macarrones.
«Me niego a ponerme ahora a cocinar».
Rebufé resignado.
Mientras me quedaba como un pasmarote frente al mueble y seguía
contemplando las latas, le di otro trago a la cerveza, esta vez más generoso.
—¿Sabes qué te digo? —me dije yendo hasta el armario donde
guardaba los platos—. Hoy toca ejercer de chef.
Cogí la lata de melocotón en almíbar, la abrí y me bebí parte de su
caldo; el resto lo tiré por el fregadero. Eché las rodajas en una fuente de
ensalada y abrí un par de latas de atún. Las eché encima del melocotón y
culminé el momento «inspiración del chef» añadiendo un par de cucharadas
de mahonesa.
—A cagar —sentencié tras propinarles unos cortes poco profesionales
al melocotón y mezclar los ingredientes. Sin pensármelo dos veces lo metí
en el congelador, junto a la cerveza—. Ahora, un traguito más y a la ducha.
—Ahí me acabé la primera cerveza de la noche.
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La dama blanca

Jueves, 6 de junio de 2019

—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó Alba a Elena al salir del examen.
—Bueno, creo que bastante bien. ¿Y a ti?
—¿No has visto que he sido de las primeras en terminar? Fatal.
—Bueno, mujer, no te preocupes, seguro que al menos te da para
aprobar. ¿Nos vamos?
—Sí, vámonos. Y sí me preocupo. Te recuerdo que estoy repitiendo,
Elena, con aprobar no es suficiente. Debería estar sacando matrícula en
todas las malditas asignaturas. Mis padres me van a matar.
—Mira el lado positivo. Al menos, ya te has sacado el carnet de
conducir y eso no te lo pueden quitar.
—Sí, pero no será por ganas. Vamos, que va a ser la última vez que
confíen en mí.
—Eres muy exagerada.
Al salir del edificio achinaron los ojos para protegerse de la luz del sol.
—Como tú siempre sacas buenas notas…
—Que no te amargues. A ver, si quieres que quedemos otro día para
estudiar, me lo dices y ya está.
Alba sonrió de medio lado.
—¿Te gustó lo del otro día?
Elena le devolvió la sonrisa.
—Claro que me gustó.
—Me gustaría repetir, la verdad. No se me va de la cabeza. De hecho, tú
tienes la culpa de que no me concentre.
Elena se echó a reír.
—No tengas morro.
—Te lo digo muy en serio. No te me vas de la cabeza. —Alba miró a su
alrededor para comprobar que no las veía nadie. Se acercó a Elena y la
besó. Ella la correspondió, sin poder evitar que se le escapase un gemido.
—Esta tarde —le susurró Elena separando sus labios y apoyando su
frente en la de su amiga—. Esta tarde iré a tu casa y…
—No —le interrumpió Alba alejándose unos centímetros—, esta tarde
estarán mis padres. Mejor en la tuya.
Elena hizo memoria: su madre no estaría, le tocaba doble turno, y su
padre…
—Vale, vente a mi casa. Mi padre seguramente irá al gimnasio.
Aprovecharemos cuando se vaya.
—Joder, tía, qué ganas tengo. ¿A qué hora quedamos?
—Vente a las cuatro y media.
—Genial. Pero mientras tanto… —Volvió a mirar a sus costados.
Después la besó.
—No quiero que lo sepa nadie. ¿Me has oído? —le advirtió Elena tras
corresponderla.
—Tranquila, no lo sabrá nadie.

***

A las cuatro y veintidós minutos sonó el portero.


«¿Ya es la hora?» —se preguntó Elena. Apenas hacía un minuto que
acababa de salir de la ducha. Había zonas de su cuerpo que aún seguían
adornadas por una capa dispersa de gotas estáticas y resbaladizas de
distintos tamaños. Enrollándose la toalla al cuerpo, se apresuró a contestar
al telefonillo antes de que lo hiciera su padre.
—¡Ya voy yo! —vociferó para que Miguel no se molestase en ir.
Oyó un débil «vale»; debía encontrarse en el comedor.
Descolgó el telefonillo y, sin contestar, dando por hecho que se trataba
de su amiga, apretó el botón para que se abriese la puerta del portal. A
continuación, entreabrió la puerta de casa. Antes de regresar al cuarto de
baño para vestirse, asomó la cabeza al pasillo para cerciorarse de que no
hubiese nadie y la dejó entornada.
—¿Elena? —preguntó Alba al tiempo que cerraba. Anduvo unos pasos
esperando a que su amiga la contestase. Nada. Oía ruidos, pero no sabía de
dónde provenían—. ¡¿Elena?!
—Hola. ¿Alba, no? —saludó Miguel sobresaltándola. No pudo reprimir
examinarla de arriba abajo—. Si estás buscando a Elena está en el cuarto de
baño.
—Sí —respondió forzando una sonrisa de serenidad.
—Vas muy guapa, como la Dama Blanca. Nunca te había visto vestida
de un blanco tan inmaculado.
«¿La Dama Blanca? —se preguntó desconcertada—. ¿Esa quién es, una
señora con dinero, una ramera…?».
—Sí, bueno. Gracias, supongo —respondió esquivando su mirada.
Miguel se sonrió para sí, aunque no pudo terminar de disimular una
mueca provocadora.
—¿Sabes quién es la Dama Blanca?
Alba sonrió levemente avergonzada. Vaciló ante qué respuesta darle.
—No. La verdad es que no.
Miguel esperó unos segundos a que la chica le mirase a los ojos; un
tiempo que fue suficiente para observarla detenidamente. Llevaba su
cabello azabache recogido en una cola de caballo que le caía por los
hombros, un top de tirantes color blanco que dejaba intuir el encaje de su
sostén y una falda blanca que se ceñía en sus caderas y caía con corte recto
hasta sus tobillos. Incluso sus pies calzaban unas sandalias blancas de cuña.
Se preguntó de qué color serían sus braguitas. Ambos permanecieron
estáticos en mitad del pasillo, no por gusto, sino porque Miguel
obstaculizaba el paso.
—¡¿Alba?! —vociferó Elena desde el cuarto de baño.
—¡Voy! —respondió esta, sintiéndose aliviada.
Le dedicó una sonrisa forzada de mera cortesía y dio un par de pasos en
su dirección para acudir a la llamada de su amiga.
—Cuando quieras —le susurró Miguel, agarrándola con firmeza por la
muñeca y aproximando sus labios a escasos centímetros de su oreja—, te
contaré quién es la Dama Blanca. Existen muchas leyendas. —Alba se
quedó paralizada, sintiendo cómo un escalofrío le recorría la columna desde
el sacro hasta la nuca. La presión de su mano cesó, transformando el calor
de su palma en una caricia. No tuvo valor para mirarle a la cara. Con la
vista al frente, volvió a hacer una mueca de cumplido y pasó junto a él
dispuesta a atravesar la vivienda dejándose guiar por los sonidos que
generaba su amiga.
—¿Dónde estabas? —se interesó Elena mientras se desenredaba el pelo,
sin dejar de mirarse al espejo. Alba se apoyó en el cerco de la puerta. No le
dio tiempo a contestar—. ¡Guou! ¿Pero dónde vas tan sexi? ¿No íbamos a
estudiar? —La reacción de su amiga le hizo olvidar la tensión e
incomodidad que acababa de experimentar con su padre.
—Sí, pero, bueno, me apetecía arreglarme un poquito. En el instit…
—¿Un poquito, dices? Joder, tía, ni los findes vas tan cañón.
—Me alegro de que te guste. —Elena aprovechó la intimidad de su casa
para besarla, olvidándose de que tal vez su padre podría estar observándolas
—. ¿Te queda mucho? —preguntó Alba apartándose unos centímetros.
—No. Vamos a mi habitación, ya se me irá secando el pelo.
Al retroceder y girarse vio a Miguel estático en mitad del pasillo. Por un
instante se sintió cohibida.
—Solo venía a deciros que me voy al gimnasio —informó el hombre en
un tono amigable y sonriente. En ese instante Elena salía con júbilo del
cuarto de baño.
—Muy bien, papá. No te canses mucho —dijo dándole un beso en la
mejilla.
—No, ya sabes que siempre guardo energía para mis chicas. —Les
dedicó una mirada de complicidad y luego se marchó—. Bueno, que lo
paséis bien —dijo en tono cantarín al tiempo que se marchaba.
Esperaron a que sonase la puerta de casa.
—Al fin solas —canturreó Elena acercándose a Alba. Fue a darle un
beso cuando esta se apartó.
—¿Qué es una Dama Blanca?
—Yo qué sé —respondió haciendo un nuevo intento por conquistar sus
labios. De nuevo, Alba se alejó.
—¿No lo sabes?
—No. No lo sé. ¿Por qué? ¿Te pasa algo?
—Nada, déjalo.
—¿Nada? Me acabas de cortar el rollo.
—Que nada, he dicho.
—Pues vale, si tú lo dices. —Caminó hasta su dormitorio notablemente
ofuscada. Alba la siguió—. Estudiemos, que falta te hace.
—No hace falta que te pongas tan borde.
—No, tía, borde tú.
—Bueno. Perdona. No pretendía…
—Olvídalo. Estudiemos —zanjó Elena tajante.
—Yo así no me puedo concentrar.
—¿Acaso tengo la culpa?
—¿La culpa de qué? Aquí nadie ha hablado de culpas, solo te he
preguntado si sabes lo que es una Dama Blanca.
—Que no, que te he dicho que no. ¿Por qué tanta insistencia?
—Ya te he oído las dos primeras veces, ahora no te estaba preguntando.
Además, es una tontería.
—Si fuera una tontería no te hubieras apartado dos veces cuando
pretendía besarte.
—Bueno, vale. Pues no es una tontería. ¿Qué haces? —le preguntó al
verla sentarse frente al ordenador y abrir el navegador de internet.
—Buscar lo que es una puta Dama Blanca. ¿Te vale?
—Joder, tía.
—A ver… Salen varios resultados. Este, por ejemplo —dijo pinchando
en un enlace—. Siéntate, ¿no? —dijo sin mirarla a la cara. Alba no
contestó, se limitó a coger una silla y colocarla a su lado—. A ver, leamos.
Según la Wikipedia:

«La Dama de blanco es un espíritu femenino que viste


completamente de blanco. Varias fuentes la han visto vagar en
áreas rurales asociadas con alguna leyenda local de trasfondo
trágico, siendo la pérdida de una hija o la traición sentimental la
más recurrente».

»Bla, bla…

»Existen leyendas en las que aparece la Dama de blanco como


el fantasma de una mujer que había vivido una vida demasiado
difícil o cruel».

»¿Más? —preguntó retorica entretanto movía el ratón hacia otro enlace


—. Veamos —dijo entrando en otra página. Alba no articulaba palabra—.
Aquí pone “La dama blanca” no “la Dama de blanco”. Según esto, La dama
blanca es una ópera que se estrenó en París en 1825 y pone que tiene
“ambientes típicos escoceses, una heredera desaparecida, un castillo
misterioso, una fortuna oculta y un fantasma, en este caso bondadoso”.
Vamos, que la cosa va de fantasmas. ¿Quieres que busquemos más? —
volvió a cuestionar al tiempo que abría otra página.
—No, ya es suficiente.
—Espera, mira esto:

«La Dama Blanca es un fantasma femenino que suele


aparecerse con más frecuencia en entornos rurales y que va siempre
vestida completamente de blanco. Su historia suele estar
relacionada con alguna tragedia de carácter local. Son mujeres que
han perdido a hijos, maridos o han sido víctimas de una traición y
su espíritu vaga sin encontrar descanso».

»Bueno, eso era parecido a lo que ya habíamos leído, pero aquí hay
más:

»Es una leyenda que tiene su origen en la Edad Media. La


Dama Blanca representaba la muerte. Su figura se mostraba en los
hogares de aquellos donde alguno de sus miembros estaba enfermo
o a punto de morir causando con ello el terror de la familia; se les
aparecía ya fuese de día o de noche. Algunos quisieron pensar que
se trataba del espíritu de algún ancestro femenino ayudando y
acompañando a su ser querido en el tránsito a la muerte».

—Bueno, creo que ya es suficiente —le dijo Alba sintiéndose


incómoda.
—Espera. Escucha este otro:

«En Alemania existe una leyenda en la que la esposa de un


noble de la ciudad de Rheda-Wiedenbrück (Westfalia), se hizo
amante de un juglar mientras su marido estaba batallando en la
Guerra de los 30 años. Un día, al regresar el esposo durante un
permiso, los sorprendió en actitud amorosa. Enfurecido tomó
represalias: al amante lo ahogó en el foso del castillo y a la esposa
la emparedó, dejándole el suficiente suministro de comida y agua
con el que asegurar su supervivencia hasta su definitivo regreso.
Antes de volver a filas, dictaminó una orden por la cual quedaba
terminantemente prohibido, bajo pena de muerte, que nadie la
liberase. Sí Dios quería perdonarla, la mantendría con vida para
que él la liberase al finalizar la guerra y regresar a casa; de ser así,
él también la perdonaría. En cambio, el destino quiso que el noble
muriese unos días antes de que concluyese la contienda,
condenando así a su mujer a perecer a causa del hambre y la sed en
aquel espacio lúgubre, frío y húmedo. Pasados los años, durante
unas reformas en el castillo, se derribaron los muros que confinaron
a la dama. Entre los escombros encontraron el esqueleto de una
mujer ataviado con un vestido blanco. Se cuenta que desde aquel
día, la figura fantasmagórica de una señora engalanada con un
radiante vestido blanco vaga por doquier en busca de personas que
hayan sido infieles, trayéndoles la desgracia y la muerte a aquellos
a los que elige como indignos de seguir con vida».
—¿Has terminado? —preguntó Alba incómoda—. ¿Podemos empezar a
estudiar?
—¿Estás más tranquila?
—Antes no estaba nerviosa.
—Si tú lo dices.
«No voy a volver a discutir —pensó Alba—. No entiendo a qué viene
eso de llamarme Dama Blanca. ¿Acaso tengo pinta de fantasma? Está claro
que él sí conocía estas leyendas, o por lo menos eso aseguraba».
—En fin —suspiró resignada—. ¿Estudiamos?
Elena la sonrió de medio lado.
—Yo creo que, antes de estudiar, podíamos aprovechar que tenemos la
casa para nosotras solas. ¿No te parece, Dama Blanca?
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Una charla extraoficial

Yago Reyes
Miércoles, 18 de septiembre de 2019

Aquella mañana salí de mi «zulo» más pronto de lo habitual; decidí


tomarme el primer café de la mañana en una de las cafeterías que había
cerca de la comisaría.
Mientras me despabilaba con el primero de la mañana, eché un ojo al
periódico. El asesinato de Elena Pascual Molina salía en las páginas de
sucesos. Leí el artículo por encima a ver si encontraba algún detalle que me
inspirara en la búsqueda de su asesino; no sería la primera vez.
»A ver —pensé, poniendo sobre la mesa mi libreta mientras apartaba el
periódico—. Tenemos que hablar con el supuesto novio o rollete de Elena,
con el padre y con su amiga. Dejando al margen a la madre, esas son las tres
últimas personas que la vieron con vida. —Apunté los tres nombres en mi
libreta:

«Adrien Berguer Fabre.


Miguel ¿apellido? Padrastro.
Alba Castillo».
Miré la secuencia de llamadas al móvil de Elena y taché las que
le hizo su madre.
«D. 11:54. Nuria.
D. 12:07. Alba.
D. 12:33. Adrien.
D. 16:40. Adrien
D. 17:14. Nuria».
«¿El padre no la llamó? Qué tranquilidad, ¿no?
»La madre estaba trabajando, con lo cual, él tendría que haber
sido el primero en darse cuenta de que Elena no había regresado.
»Habrá que hablar con los vecinos para saber si ellos vieron o
escucharon algo. Se nos acumula el trabajo, joder.
»Tal vez con la primera que deberíamos hablar es con su amiga.
A lo mejor le dijo dónde iría después de salir de su casa. Pero es
raro que si le hubiera dicho algo no figure ya en el informe por
desaparición.
»En fin. —Suspiré pensativo. Apoyé los codos sobre la mesa y
le di un trago a mi café.
»Abandonó su vivienda a eso de las nueve de la mañana. Los
padres fueron a denunciar su desaparición esa tarde a eso de las seis
y pico o siete. Hay muchas horas de por medio.
»¿De verdad queda descartado que fuera el agricultor que la
encontró?
»Sí, joder, ese no ha matado a una mosca en su puñetera vida.
»Puede ser interesante que nos acerquemos al velatorio para ver
quiénes asisten. Sigo pensando que tiene que haber sido alguien
muy cercano».

Siguiendo la racha madrugadora, llegué a la comisaría antes que


de costumbre. Como era de esperar, Aines aún no había llegado.
Mientras la esperaba, fui a hablar con los compañeros que se
encargaban de la informática y de las redes sociales.
—Buenos días.
—Hola… Joder tío, se me ha olvidado tu nombre —me dijo el
compañero sin ningún tapujo. En verdad yo tampoco recordaba el
de la mitad de la plantilla.
—Yago. ¿Y tú?
—Esteban. —Asentí al tiempo que tenía claro que me costaría
recordarlo—. Dime. ¿Puedo ayudarte?
—Creo que sí. Necesitaría localizar las interacciones sociales de
un posible sospechoso.
—Tú dirás.
—Su nombre es Adrien Berguer Fabre. Me gustaría conocer
toda la información que exista sobre él, sobre sus redes sociales, sus
amistades, con quién habla, qué lugares frecuenta, las fotos que
sube…, todo lo que puedas sacar. Y si puedes, también dónde
trabaja.
—Vale. Me pongo con ello. ¿Alguien más?
—Por el momento solo él.
—Okey. Empiezo ahora mismo.
—¿Cuánto tardarás?
—Supongo que en media hora o una hora como mucho podré
adelantarte algo.
—Perfecto. Toma, te dejo mi número —dije apuntándolo en un
taco de hojas que tenía sobre el escritorio—. Voy a mi mesa a
esperar a mi compañera, luego tal vez salgamos a hacer una visita;
si no estoy por aquí, me llamas, ¿vale?
—Tranquilo, te llamaré al móvil.
—Gracias.
Di media vuelta y me fui a mi puesto. Abrí mi portátil pensando
precisamente en ella, en Aines. Aunque quería ignorarla me
resultaba imposible. Sin pretenderlo, cada dos por tres me venía a la
mente.
«¿Qué cojones le ocurrirá?
»Tal vez no debería dejarlo pasar por más tiempo.
»Y no lo voy a hacer; a ver qué encuentro.
A continuación anoté en el buscador de internet sin saber si
realmente existía ese trastorno, aunque me sonaba haberlo oído en
algún momento de mi vida: mutismo selectivo. Me sorprendí al ver
una larga lista de resultados. Empecé leyendo:
«El mutismo selectivo es un trastorno de ansiedad. En
determinados contextos o circunstancias, las personas afectadas se
encierran en sí mismas de tal manera que pueden parecer mudos, a
pesar de tener la capacidad de hablar con normalidad en
situaciones en las que se sienten cómodos y relajados».
«Interesante. ¿Por eso habla con los compañeros como si nada y
conmigo a cuentagotas? Aunque en verdad lo hace solo cuando le
sale de las narices. No lo entiendo».
Ojeé el resto de entradas. Parecía afectar principalmente a los
niños. Seguí buscando, no sabía si era posible que una persona de
edad adulta pudiese padecerlo. Leí:
«Una de las características del adulto con mutismo selectivo es
que se siente ansioso por hablar y comunicarse con naturalidad con
la persona a la que no le habla, tener una interacción fluida. Es
consciente de que su comportamiento no es normal y se siente mal
por ello».
«O sea, que aunque no sea lo habitual, también ocurre. La
pregunta es por qué le pasa conmigo, no le he hecho nada».
Escaneé el contenido del artículo hasta encontrar la palabra
«adulto».
«… desearía hablar con fluidez, pero percibe que su
comunicación está alterada por una fuerza que no puede controlar.
Esto puede condenarles a un estado constante de tristeza,
provocando además un sentimiento de ira, ya sea hacia sí mismos o
hacia los demás».
«Causas del mutismo selectivo en el adulto: no se puede
determinar una causa concreta. En ocasiones la causa comienza en
la infancia o adolescencia. Es inusual que el mutismo selectivo
arranque en la edad adulta, las estadísticas marcan mayor índice
en la infancia. Al dejar de hablar, el niño o el adolescente obtiene
mayor atención al solicitarle que hable. Eso le otorga un papel de
protagonista frente a los demás. En el caso de los adultos, el
mutismo selectivo puede ser una actitud implementada por
imitación de otras personas cercanas que tendían a retirarle la
palabra a otras personas de su entorno cuando hacían algo que les
molestaba. Este trastorno se puede ver reforzado al convivir o
relacionarse con personas carentes de habilidades en una
comunicación asertiva».

«¿En serio? ¿Yo no soy asertivo? No me jodas, hombre. No hay un tío


más asertivo que yo, y si no, que le pregunten a la indeseable de mi ex.
»Que no soy asertivo… já, lo que me faltaba por escuchar.
»No, ya está bien de gilipolleces. No se lo voy a tolerar ni un día más».
Alcé la vista al oír a Aines dando los buenos días a nuestros
compañeros.
—No. De hoy no pasa —susurré.
La observé desde la distancia. Llegaba luciendo una notable sonrisa que
se desvaneció en el momento en que estuvo a escasos metros de nuestra
mesa. Aquello me enervó.
Pasó por delante de mí esquivando mi mirada, articulando un casi
imperceptible «hola» que fue como una patada en mis queridos huevos.
—¿Has dormido bien? —le pregunté en un intento desesperado por
sacarle una reacción distinta, más amigable.
—Sí. Bien.
Se sentó en su silla haciéndose la distraída.
—¿Te apetece que vayamos a tomar un café?
—Ya he desayunado.
—Yo también, pero tenemos que hablar. —En ese momento capté su
atención. La expresión de su rostro pasó de mostrar desidia a exteriorizar
confusión. Se quedó pensativa, enmudecida, como de costumbre—. Si no
quieres un café podemos ir a dar un paseo, lo que te haga sentir más
cómoda.
Empujó la silla con el cuerpo y se puso en pie. Me miró a los ojos y
vaciló; sabía que estaba barajando el lugar al que ir y el motivo de mi
petición.
—Un café.
—Muy bien —dije tras cerrar la tapa de mi portátil y coger las llaves
del coche.
Bajamos las escaleras; ella un par de pasos por delante. Abandonamos
el edificio y nos dirigió a la cafetería de enfrente. Evitaba andar a mi lado.
Intuí que buscaba el local que menos clientes tuviera en ese momento. A
pesar de que en la terraza había varias mesas libres, optó por «refugiarse»
dentro del establecimiento.
Ignorando si yo tenía alguna preferencia, caminó hasta una mesa libre
que estaba junto a la venta y se sentó.
Antes de sentir mis posaderas apoyadas en el asiento, escuché la voz de
una mujer.
—Bon día, nois, ¿qué us apeteix? —La miré. Era la camarera.
—En castellano, por favor. —Solté lo más educado que mis nervios me
permitieron. Aines hizo una mueca de disgusto.
—¿Saben qué desean tomar? —repitió, borrando la sonrisa de su rostro.
—Para mí un café con leche descafeinado —indicó Aines.
—A mí tráigame un café con leche, largo de café.
Hizo una mueca sin pronunciar una miserable palabra, se dio la vuelta y
se marchó.
«Joder, estoy hasta las pelotas de tanta simpatía».
Al llevar mi atención a Aines, advertí que me observaba con cara de
pocos amigos, expectante. Le mantuve la mirada esperando que al menos
me preguntase qué pasaba. No obtuve la reacción deseada, lo que me
provocó mayor enervación.
—¿Qué te pasa? —pregunté sin rodeos—. ¿Te he hecho algo?
Arrugó el ceño.
—No.
—¿No? ¿Seguro? Yo diría que te pasa algo conmigo.
—No.
Clavé mis ojos en los suyos. Ella los terminó esquivando.
—¿Sabes? Me he dado cuenta de que no me hablas. El motivo lo
ignoro, pero francamente, creo que no te he hecho nada como para recibir
esa indiferencia, tu silencio y malas caras constantemente. Tal vez te crees
que para mí es fácil estar aquí, que me hace ilusión o algo por el estilo, pero
empiezo a estar harto. Ya que nunca me lo has preguntado, te diré que estoy
aquí por un traslado tardío. Un traslado que pedí únicamente para estar con
mi novia, la cual acabó dejándome por otro. —Trataba de ser sincero y
asertivo, pero a cada palabra que pronunciaba sentía menor autocontrol—.
He tenido que dejar mi vida, mis amistades y a mi familia en Madrid y
empezar de cero. Vivo en un piso de mierda al que me da asco entrar y mi
único aliciente, a día de hoy, es poder pasar una apacible jornada de trabajo
junto a mis nuevos compañeros. Eso, como entenderás, te atañe
directamente, y el hecho de que no me dirijas la palabra me desconcierta
bastante. —Agachó la cabeza al tiempo que vi cómo regresaba la camarera
con nuestros cafés. Los dejó en modo zombi sobre la mesa y se marchó. Me
ahorré darle las gracias.
«¿Les han metido a todos una guindilla por el culo o qué?».
Dirigí de nuevo mi atención hacia Aines y nuestra conversación, y
proseguí con mi monólogo:
—En fin, lo que quiero decir es que no me apetece estar de mal rollo
contigo. Al cabo del día pasamos demasiadas horas juntos como para estar
con tiranteces. Dicho de otro modo, me gustaría saber si te he hecho algo
que se escapa a mi entendimiento.
—No me pasa nada.
—¿Y si no te pasa nada, por qué no me hablas? ¿Te caigo mal, huelo
mal…, no sé, cuál es el problema para que no me dirijas la palabra? —Negó
con la cabeza. Esperé unos segundos a que se sincerase. Nada. Resollé
desesperado. Medité qué hacer, si mandarla a la mierda o intentar
sonsacarla una vez más. Terminé aferrándome a la segunda opción—. Te
veo hablando con los demás. Te observo. Observo tus reacciones, tu forma
de tratarles, de hablares. Llegué a pensar que no habías sonreído a nadie en
tu vida, pero luego me di cuenta de que con el único que mantienes las
distancias es conmigo. El otro día, cuando discutíamos acerca del caso,
pensé que al fin se te había pasado. Pero no, vuelves a estar igual que al
principio. —Volví a esperar una contestación, cualquier tipo de excusa que
justificase su actitud, por muy ridícula que pudiese resultar, pero se limitó a
darle un sorbo a su descafeinado—. Dime algo, joder. Estoy tratando de ser
amable, de entenderte —requerí, tratando de contener la tensión; mis
mandíbulas en cambio no actuaron del mismo modo.
—No tengo nada que decir.
Me quedé boquiabierto, pensando seriamente que me estaba vacilando.
Llegué a creer que había una cámara oculta en algún rincón de la cafetería,
que tal vez habían apostado a ver cuánto tiempo podía aguantar con una
insufrible como ella, pero la gota que colmaba el vaso acababa de caer,
haciendo que mi paciencia se derramase como la furia del agua sin diques
que la retengan.
Eché mano a mi cartera y saqué un billete de cinco euros. Los dejé
sobre la mesa e inmediatamente después empujé la silla para levantarme. A
excepción de la temperatura, el café seguía tal cual lo trajo la otra
«simpática».
—Voy a hablar con el comisario. Voy a pedir un cambio de compañero.
Me puse en pie y caminé hacia la puerta sintiendo una maraña de
sentimientos difíciles de desliar. La frustración, la pena y la rabia se habían
convertido en mis más fieles compañeros.
Anduve a paso ligero hacia la comisaría.
—Yago. Espera —solicitó mi compañera, que seguía mis pasos. Vacilé
entre parar o ignorarla, como había estado haciendo ella conmigo.
«Vete a la mierda —pensé. Aunque mi educación fue más fuerte que mi
impulso de mandarla a paseo. Me detuve».
—Lo siento —dijo tras situarse justo enfrente de mí. En aquel momento
fue cuando verdaderamente sentí lástima por ella. Era evidente que trataba
de buscar las palabras idóneas, pero en su lugar lo único que pudo expresar
fueron titubeos.
—Vayamos al coche. Daremos una vuelta —sugerí.
Nos subimos al vehículo policial. Conduje hacia una de las zonas más
tranquilas del pueblo, un sitio donde no hubiera ojos observándonos. El
trayecto lo hicimos en silencio. La tensión aumentaba al mismo ritmo que el
reloj nos robaba un segundo más de vida.
Paré a un lado de la carretera, frente a un parque «atestado» por la
ausencia de personas.
—Te escucho —le dije, girando el cuerpo para ver con detalle su rostro.
Ella permaneció con la mirada fija en la alfombrilla, tocándose los dedos y
las uñas.
—No sé qué decir.
—Dime qué te he hecho.
—No me has hecho nada.
—Algo ha tenido que pasar. Uno no deja de hablarle a alguien así
porque sí.
—Lo siento. Trataré de…
—No, no vayas por ahí porque no lo trago. Si te pasa algo quiero que
me lo digas. Si no te gusta cómo soy puedes pedir el cambio de compañero.
Y si no te atreves, tranquila, que ya lo pediré yo por ti.
—No es eso. Me caes bien.
«Joder, quién lo diría».
—¿Pero…?
—Me recuerdas a una persona.
Se me alzó una ceja.
—A quién, si puede saberse.
—A mi primer novio —dijo tras tomarse un tiempo para contestar.
Me sentí desconcertado.
—¿Tan mal acabó la cosa? —Negó con la cabeza. Sin embargo, aquella
expresión ya la había visto muchas veces; sabía que su mente había viajado
en el tiempo. Observé su cuerpo, cómo la seguridad y la entereza a la que
me tenía acostumbrado se quedaba reducida a la más extrema fragilidad,
pareciendo un globo inflado recorriendo un pasillo de alfileres. Ante
aquello, no pude hacer otra cosa más que disculparme—. Lo siento. —Y
entonces habló:
—Estuvimos saliendo cuatro años. Apenas éramos unos críos cuando
empezamos. Al principio todo era genial. Salíamos con nuestros amigos, a
la discoteca, al cine… Lo pasábamos muy bien, pero, poco a poco, la cosa
se fue torciendo. Empezó a comportarse de forma seca, borde; regañábamos
cada dos por tres. Pensé que era una crisis puntual, que todo pasaría, pero
aquel trato se fue perpetuando sin apenas darme cuenta. Me mandaba callar
cada vez que abría la boca, me insultaba menospreciando mis comentarios,
me pedía que me vistiese más discreta, que no llamase tanto la atención…
Era una mezcla de todo. El maltrato psicológico se fue instaurando en
nuestra rutina de la forma más incomprensible, y los meses fueron pasando.
Un día discutíamos por una tontería. Me mandó callar varias veces. Me
regañó diciéndome que no tenía ni puta idea; pero yo seguí hablando; no
quise callarme. ¿Entiendes? A cada cosa que decía, yo le reprendía con más
contundencia, con la voz más alta. La disputa mantuvo ese tono hasta que
me dio un bofetón. En ese momento guardé silencio. Y sé lo que estás
pensando: debía haberle dejado. Pero no tuve fuerzas para hacerlo. Me
había convertido, sin darme cuenta, en una mujer maltratada. Cada vez
hablaba menos estando ante él. No quería escuchar sus insultos ni sus «no
tienes ni puta idea, así que mejor cállate». Parecía una muñeca en manos de
un titiritero. —Los ojos se le empañaron a causa de los recuerdos. Inhaló
profundamente para tratar de calmarse.
»Me sentía tan sola, tan insignificante, tan humillada, tan limitada…
»Mi madre empezó a notarme rara. Jamás le conté lo sucedido. Sin
embargo, como si intuyese lo que estaba ocurriendo, habló conmigo largo y
tendido. Me vino a decir que aquello que sobrase en mi vida, aquello que
me hiciese daño, lo eliminase, que tal vez al principio me dolería, pero que
pasados unos días la sensación de bienestar compensaría todo lo anterior.
»Estuve semanas sin reaccionar. Pero al fin reuní fuerzas y hablé con él.
Le dije que debíamos terminar nuestra relación. —Resolló—. Se puso como
un basilisco. Su primera reacción fue negarse. Me levantó la mano y me
chilló a escasos centímetros, pegando su boca maloliente a mi cara. Sin
embargo, aquella vez no me achanté. A pesar del miedo a que pudiera
volver a pegarme, insistí en que debíamos cortar. En ese momento terminó
confesándome que llevaba varias semanas quedando con otra. No sabes
cuánto me alegré de aquello. Creo que es la única situación en la que una
infidelidad puede traer la felicidad más absoluta.
»Sentí pena por aquella pobre desgraciada, pero al fin parecía que iba a
librarme de él. Y en efecto, a partir de ese día dejé de verle. De hecho, a lo
largo de estos años no me he vuelto a cruzar con ese cabrón. Llegué a
pensar que se había muerto. Lo deseé muchas veces mientras estábamos
juntos. —Mostró una mueca de resignación.
»Cuando te vi entrar a la comisaría sentí que…, joder, noté cómo se me
cortaba la respiración. Por unos instantes creí que eras él. Te oí hablar y
supe que no, pero ya era tarde: se acababan de despertar de golpe todos los
fantasmas de mi pasado.
»Y luego, cuando el comisario te puso como mi compañero… —
Resolló—. Me fui al baño a llorar. No sabía por qué, pero me sentía
invadida, atacada. Desconcertada. Después de tanto tiempo volvía a sentir
miedo.
»Sin pretenderlo, te retiré la palabra. Creo que inconscientemente
trataba de defenderme, de prevenir un posible ataque.
»Poco a poco parece que voy asimilando que tú no eres él. Tu forma de
actuar, de pensar, de moverte o de hablar me ayudan a poner las cosas en su
sitio. No quería hacerte daño. Pero no siempre lo controlo. Más bien el
“miedo” me controla a mí.
Me costó reaccionar. La escuchaba sin poder salir de mi asombro,
percibiendo su dolor, observando sus movimientos, su forma de expresarse.
Aquella fue la primera vez que me paraba a escuchar realmente su voz, su
timbre, su tono, su respiración. Me resultó dulce a la vez que hipnótica. No
entendía cómo podían existir semejantes hijos de puta.
—Gracias por contármelo y confiar en mí —dije al fin—. Te diría que
siento haberte presionado, pero no me gusta mentir. Espero que a partir de
ahora veas con claridad que lo único que tenemos en común tu ex y yo es el
agujero del culo. —Rio con pena, sin poder reprimir por más tiempo la
lágrima que titilaba en su lagrimal—. Me gusta poder hablar con mis
compañeros, escucharles, intercambiar ideas, bromear… Y no solo me
gusta, sino que en nuestro caso es fundamental para nuestro trabajo.
—Lo sé. Lo siento.
—No, Aines. No es necesario que me pidas disculpas, solo espero que a
partir de ahora confíes en mí y cuentes conmigo para lo que te haga falta.
Ningún otro cabrón apestoso va a meterse contigo nunca más, porque si lo
hace, esta vez no va a irse de rositas.
—Gracias, Yago, pero ¿tú te das cuenta?
—¿De qué?
—Ninguna mujer tendría que recurrir a nadie para que la defienda. No
deberíamos sentir miedo, ni sentirnos acosadas, ni ser víctimas de maltrato.
Incluso dentro del cuerpo hay compañeros que son machistas.
—Bueno, la imbecilidad es algo que no se puede quitar de una hostia.
—Me miró con la expresión de una niña que ha dicho por primera vez una
palabrota, con los ojos más abiertos de lo normal y labios arrugados. Me
hizo reír—. No, ahora en serio. Nadie debería ser objeto de abusos, ya sean
mujeres, niños, ancianos, animales, disminuidos, o personas aparentemente
débiles o distintas al resto, ya sea por sus condiciones físicas, religiosas o
sexuales. Pero mientras haya inconscientes vagando por este mundo de
locos, debéis entender que pedir ayuda no os hace inferiores. —Aines negó
con la cabeza—. ¿Sabes por qué me hice policía?
—No —respondió ahora con desgana y con el gesto torcido; no le
gustaba lo que le estaba diciendo.
—Yo en mi infancia también viví un periodo desagradable. En el
colegio, para ser más exactos. Nos acabábamos de mudar a un nuevo barrio
y me tuve que cambiar de colegio; al que iba antes quedaba demasiado lejos
como para ir cada día a pie. Mis padres estaban recién divorciados, por lo
que mi madre se encargaba de todo. Pero ella tenía muchas cosas que hacer
como para estar yendo y viniendo cada día conmigo a la escuela.
»Los primeros días de clase empezaron a tomarme el pelo, a insultarme,
a decirme gilipolleces. Poco a poco empezaron los primeros empujones y
risas. Y aquella aparente tontería empezó a afectarme. Mi madre creía que
estaba decaído por culpa de su divorcio. Pero no le dije nada. No me
atrevía. No quería que fuese a hablar con la directora. Pensé que si ella
intervenía la cosa iría a peor. —Hablaba como si narrase la vida de otra
persona, lo veía tan lejos que parecía haber sido una simple pesadilla—. Yo
era un niño normal. No era ni bajito, ni feo, ni estaba gordo, ni tenía granos
ni llevaba gafas. En principio debía haber encajado como uno más. No sé
qué bicho les picó. El caso es que la cosa fue a más. Empezaron a quitarme
el desayuno, y hasta ahí aguanté. Un día fui de los últimos en abandonar la
clase para salir al patio, y al verme se me acercaron cuatro compañeros.
Sentí una colleja en mi nuca al tiempo que los otros tres rompían en risas.
“Tu madre es una guarra”, me dijo el que se atrevió a tocarme mientras me
golpeaba con sus dedos morcillones. —Sentí cómo, según lo estaba
relatando, se me dibujaba una media sonrisa—. Tal cual me golpeó, me giré
y le di un puñetazo, con tanta rabia y con tan buena puntería, que le di en
toda su huesuda nariz haciéndole caer al suelo. Empezó a sangrar como un
puto cochino, como lo que era. Imagina lo que sucedió después. Uno se
agachó a socorrer a su amigo mientras los otros dos se abalanzaban sobre
mí para darme una paliza. En ese momento apareció nuestra maestra y nos
separó como pudo. La pobre mujer se llevó un puñetazo en la boca. —
Aines me observaba con detenimiento. Llegué incluso a creer que pensaba
que me lo estaba inventando; nada más lejos de la realidad.
»A lo que voy es, que la profesora nos llevó ante la directora y llamaron
a nuestros padres. ¿Sabes? Por entonces aún no estaba de moda eso de
llamar a las cosas por su nombre. Los padres de los acosadores empezaron a
decir que eran bromas, cosas de críos.
»Ahí fue cuando hablé —dije, recordando el miedo que sentí en ese
instante—. Ante la sorpresa de mis padres, confesé que me habían estado
haciendo la vida imposible desde el primer día que pisé aquel colegio, que
me habían insultado, empujado, robado. Y que la paliza que me habían
dado ese día se repetiría al siguiente a no ser que ellos hicieran algo.
—¿Qué años tenías?
—¿Yo?, doce. De mis compañeros algunos doce y otros trece.
—¿Y qué pasó después?
—No sé lo que esos padres hablarían con sus hijos al llegar a casa, ni
qué represalias hubieran tomado la directora y la profesora de haberse
repetido el incidente, pero sí sé que gracias a que hablé me libré de sus
vejaciones y me ahorré un trauma. —Mi compañera agachó la cabeza,
reflexiva, como si de nuevo estuviese reviviendo la relación que tuvo con su
exnovio. Podía percibirse el miedo en su mirada, su desconfianza, su
malestar, su resignación—. Aines —dije apoyando mi mano sobre su
antebrazo—. Todos necesitamos ayuda en algún momento de nuestra vida,
y es de valientes atrevernos a pedirla. No digo que sea lo más idóneo, solo
digo que poco a poco la sociedad irá tomando consciencia de cuáles son los
límites.
—Los límites están a vuestro favor.
—Tiene que haber límites para ambos, para todos. Si no, ya sabes que el
mundo se iría a la mierda. Hablo de un equilibrio justo. De una libertad tan
conveniente como igualitaria, desde la premisa de poder ser libres sin hacer
daño a los que nos rodean. ¿Quién dijo eso de «Mi libertad se termina
donde empieza la de los demás»?
Aines sonrió
—Jean-Paul Sartre.
—Pues eso. Respeto e igualdad. Y mientras aleccionamos a esas
alimañas que aún se creen vivir en la edad de piedra, el resto —dije
señalándome—, estamos para ayudar y proteger. Y no por eso vais a ser
inferiores.
—No tendríamos que necesitar ayuda ni protección. Nadie debería —
dijo irritada.
—Creo que no me has estado escuchando. Eso ya lo sé. Pero es un
proceso que lleva su tiempo. Además, te diré algo: si seguimos trabajando
juntos muchos años, sé que en más de una ocasión serás tú quien tenga que
protegerme o ayudarme. ¿Eso me hará inferior a ti o a cualquiera?
Guardé silencio esperando su respuesta o, más bien, a que reflexionase.
Deseaba que se sintiese bien, que estuviese a gusto a mi lado y entendiese
que su mala experiencia debía quedar en eso, en una mera anécdota del
pasado de la que aprender; que supiese que de cada despojo «humano»
habíamos cientos o miles de hombres normales.
—Gracias, Yago —dijo varios segundos después. A sus palabras le
siguió una bonita sonrisa. Sus facciones se habían relajado. Sus puños
habían dejado de marcar sus nudillos. Me sentí bien.
La sonreí.
—Gracias a ti por hablar conmigo.
Agachó la cabeza con timidez.
—Bueno, y dicho esto, deberíamos hablar con el coleguita Adrien. ¿No
te parece?
—Sí —respondió soltando una larga bocanada de aire, centrándose una
vez más en el caso—. Nos falta hablar con Adrien, con Miguel, con la
amiga, con los vecinos…
—Sí, y perdona que te interrumpa, pero antes he pensado que
deberíamos pasarnos por el velatorio a ver si vemos algo raro, ¿no te
parece?
—Sí, es buena idea.
—Guay. Volviendo a lo de Adrien, antes de que llegaras le he pedido a,
no sé cómo se llama, que nos mire su perfil en las redes sociales y demás.
—¿Álvaro? ¿Judith? ¿Esteban?
—Ese. Esteban. Le he dado mi teléfono.
—Tal vez ya tenga algo.
Sacó el móvil de su chaqueta y comenzó a marcar.
—¿A quién llamas?
—A Esteban.
En ese momento le cogieron el teléfono, aunque desde mi asiento tan
solo pude imaginar un «dime» como saludo.
—Hola, me ha dicho Yago que te ha dado trabajo, ¿no?
—(…)
—Vale. Espera, mejor vamos para allá y nos lo cuentas; estamos aquí al
lado.
—(…)
—Vale. Hasta ahora.
Colgó.
Me miró mostrando una leve sonrisa. La observé y sentí cómo, antes de
apartar sus ojos de los míos, se ruborizaba.
No dije nada. Me limité a poner el motor en marcha y conducir hasta la
comisaría. Aunque sospechaba de Adrien, no esperaba lo que Esteban había
averiguado del susodicho.

***
Al llegar a la comisaría nos dirigimos a la mesa de Esteban. Le pillamos de
risas con su compañero Enrique.
Aines le dio una palmadita en el hombro que le sobresaltó. Este se giró
para atendernos.
—Hombre, qué rápido habéis venido. Por un momento he pensado que
eras el jefe.
—Ya, y te has acojonado, ¿eh? Si estuvieras trabajando…
—¿Acojonarme, yo? Qué va. Le hubiera dicho que se uniera a la fiesta.
«¿Y este qué se ha tomado? —pensé sintiendo cómo se me arrugaba el
ceño ante su actitud desinhibida».
—Sí, seguramente —suspiró Aines.
—En fin, ya que estáis aquí, os daré lo que me habíais pedido.
—¿A qué te crees que hemos venido?
Esteban rio.
«En serio, se ha tomado algo».
Se dio media vuelta hasta colocarse enfrente de la pantalla de su
ordenador. La feliz sonrisa que lucía apenas un segundo antes, desapareció
por completo. La cosa debía ser grave.
Miré a Aines. Ella no se inmutó, estaba centrada en ver las carpetas a
las que nuestro compañero iba accediendo.
—Aquí está.
—Este es el perfil de vuestro «colega» en Facebook. Al parecer le gusta
hacerse pasar por un tío con unos cuantos años menos. He investigado a sus
amistades. Casi todas mujeres. Os he apuntado ahí las cifras exactas —dijo
señalando un papel que quedaba a su derecha.
—¿Es para nosotros? —preguntó Aines cogiéndolo.
—Sí, podéis quedároslo. Mirad. El tío este nació en Francia, ha vivido
allí hasta los diecisiete años. Su madre era francesa y su padre valenciano.
Supongo que por eso ha venido a parar a España. En su país estudió lo
equivalente a primero de bachillerato. Luego aquí estuvo dos años para
sacarse el último curso. Al parecer vive solo y ha tenido algún que otro
trabajo esporádico. Ahora mismo su seguridad social dice que está en el
paro, así que en principio no trabaja salvo que lo haga de forma ilegal. Pero,
a lo que íbamos, rastreando sus redes sociales he averiguado que es el típico
petimetre que no…
—¿Peti qué? —pregunté con guasa a la vez que intrigado.
Esteban volvió a reírse.
—¿Nunca lo habías oído?
—Pues no. Metrosexual sí, pero eso de peti no sé qué, no.
—Petimetre, viene a ser parecido. El típico tío que se preocupa mucho
por su aspecto y pretende ir a la última moda.
—Joder, pues ahora me entero —respondí haciendo una mueca de
sorpresa.
—Yo también —confesó Aines, mirándome con una medio sonrisa en la
cara.
—Bueno, pues eso. Que el francesito es el típico lechuguino. Tiene
todas sus redes sociales, en especial Instagram, plagadas de fotos en plan
sexi. Y como siempre vale más una imagen que mil palabras, acabo antes si
os lo enseño.
—Deléitanos —dijo Aines con pereza.
Abrió su perfil en el citado Instagram. Un despliegue de fotografías
emergió ante nuestros ojos. Al muchacho le gustaba echarse fotos en poses
más que provocativas. De vez en cuando veías alguna en la que iba vestido
con vaqueros, con bóxer, o con un pantalón de chándal, pero la parte de
arriba siempre brillaba por su ausencia. Algunas incluso se podrían
considerar pornográficas. También vimos varias en la que lucía sus mejores
encantos ataviado con un traje sin corbata y con la camisa ligeramente
desabrochada. Al parecer, nuestro sospechoso iba para modelo y se torció
por el camino; no encontraba otra explicación para tanto narcisismo.
—Vale, ¿os habéis empapado bien de sus musculitos? Pues ahora mirad
las muchachas a las que sigue.
Nos mostró una larga lista de chiquillas de hormonas revolucionadas, la
mayoría con cara de acabar de haber hecho la primera comunión.
—Joder —se quejó Aines.
—¿Tienes algún mensaje que…?
—No —me interrumpió—, qué más quisiéramos. Los mensajes que se
mandan a través de las redes sociales me temo que se hacen a través de
códigos cifrados. A la mayoría no podemos acceder, y menos sin una orden
judicial.
—Está bien. Creo que con esto podremos hacer algo. Sigue indagando y
si encuentras algo más, háznoslo saber, ¿de acuerdo?
—Claro.
Le di un palmadita en el hombro al tiempo que le daba las gracias.
—Buen trabajo —zanjó Aines. Me hizo un gesto con la cabeza para que
nos fuésemos a hablar con aquel capullo.
Según nos dirigíamos a las escaleras me acordé del expediente por
desaparición.
—Oye —dije parándome en seco—. ¿Qué ponía del tal Adrien en el
informe que estuviste leyendo?
—¿El de desaparición?
—Sí. Hablaron con él los compañeros, ¿no?
—Sí.
—¿Y no destacaron nada?
—No. ¿Por qué?
—No sé. —Me quedé pensativo en mitad del pasillo.
—No, en serio, ¿qué piensas?
—Pienso que, si de verdad es lo que parece, o sea, un puto pedófilo…
—Paré de hablar, tomé aire y comencé de nuevo—. A ver, si yo estuviese
en su situación y viniesen dos agentes a mi casa diciéndome que ha
desaparecido una de las «niñas» con las que me veía, como poco me
pondría nervioso. ¿Tú no? —Aines se quedó pensativa—. Haya hecho algo
o no, tendría que ser muy gilipollas para no saber que automáticamente
estaría en el punto de mira. A lo que voy es a que me gustaría saber cómo
reaccionó. —Alcé las cejas resignado—. No sé, supongo que si hubiera
mostrado algún comportamiento anómalo lo sabríamos, lo habrían anotado
en el informe. A esta gente se la suele pillar por su lenguaje corporal, ya
sabes, suele servirnos para saber hasta qué punto podemos apretarles las
tuercas.
—Ya. Entiendo. Pues creo que podíamos hablar con ellos. A mí todavía
no me ha dado tiempo a leerme el informe completo, así que, eso que me
ahorro.
—No lo estarás diciendo en serio. —Arrugó el ceño. Parecía haberla
dejado cohibida—. Madre mía, si nos lo acaban de dar; es materialmente
imposible que lo hayas leído entero.
—Ya, bueno.
Le dediqué una mueca de «no tienes remedio», pero ante todo, no
quería que sintiese que me estaba riendo de ella.
—En fin. ¿Los conoces?
—Sí. He coincidido con ellos un par de veces.
—Genial. Mejor.
—Juraría que tengo el número de teléfono de uno de los dos —dijo
echando mano a su móvil. Comenzó a toquetear la pantalla, desplazando su
dedo arriba y abajo por el cristal—. Aquí. Tengo el de Carlos. —A
continuación se llevó el aparato a la oreja.
A pesar de estar obstaculizando el «tráfico», no me moví del sitio;
Aines, en cambio, se apartó unos metros. La seguí con la mirada.
«Parece que ha funcionado nuestra charla. Es increíble, la verdad, ya me
veía pidiéndole al comisario un cambio de compañero. —Suspiré y seguí
contemplándola con el mayor disimulo que pude. Llevaba el pelo recogido
en un moño bajo del que no se le escapaba ni un mínimo mechón. Siempre
iba así; debía resultarle cómodo. A juzgar por el tamaño del moño, debía
tener una larga melena».
—Ya está —dijo sacándome de mis pensamientos. No tardó más de un
minuto en hablar—. Están en la cafetería de Carmen.
—¿Carmen? ¿Quién es esa?
Se rio.
—La dueña de un café-bar donde normalmente vamos los polis, sobre
todo después del trabajo a tomar unas cervezas.
—Ah, muy interesante.
«Y yo pensando que en este puñetero pueblo la gente no salía a tomarse
unas cañas —pensé irónico».
—Yo conduzco —dijo dirigiéndose a la salida.
Aquel trayecto volvió a ser silencioso, pero esta vez no me importó.
Sabía que los cambios llevan un tiempo, sobre todo asentar las bases de una
nueva relación, que se acostumbrase a verme como lo que soy, no quien ella
temía que fuese.
En menos de cinco minutos llegamos al bar de doña Carmen.
Bajamos del coche. Seguí a mi compañera hasta el interior del local.
—Ahí están —dijo señalando con el mentón a una mesa al fondo
ocupada por dos agentes vestidos de uniforme. Nos acercamos. Uno era
mayor, de unos cincuenta años; el otro parecía un chaval recién salido de la
academia. Ambos eran morenos. El joven llevaba el pelo de punta, el otro
repeinado hacia un lado, como se lo solía peinar mi padre cuando aún tenía
algo que peinar.
—Hola de nuevo —dijo Aines sonriente.
—¿Qué tal, compañera? ¿Qué tal todo? —preguntó el más mayor
poniéndose de pie y extendiéndole la mano; ella le correspondió dándole un
fuerte apretón. En joven secundó su gesto después de dedicarme una
inspección ocular de arriba abajo.
«Gajes del oficio —pensé».
En un momento Aines se encargó de presentarnos. Nos sentamos
enfrente de ellos.
—Qué putada, ¿no? —soltó Iván apoyando sus codos sobre la mesa,
mirándonos a Aines y a mí como si fuésemos Nadal y Federer en una final
del Roland Garros.
—¿Habéis averiguado algo? —preguntó Carlos solapando la
«deducción» de su compañero.
—De momento muy poco. Ahora íbamos a entrevistar a Adrien
Berguer, por eso hemos querido hablar antes con vosotros. —Aunque ellos
miraban a Aines, yo les observaba a ellos, y me llamó la atención el gesto
que hizo Iván al escuchar a mi compañera decir que nos dirigíamos a hablar
con el francés—. ¿Notasteis algo raro en él? Por el momento se perfila
como uno de los principales sospechosos.
—Salió corriendo —soltó Iván.
—¿Qué? —pregunté.
—Sí, que pretendía irse —explicó este—. Se acojonó al ver que íbamos
a hacerle una visita.
—Bueno, en verdad no le dio tiempo a nada. Pretendía escaquearse,
pero no salió ni del portal —matizó Carlos. Aines y yo nos miramos
sorprendidos—. ¿Queréis tomar algo? —ofreció con suma tranquilidad—.
¿Llamo a la camarera?
—No, gracias, nos vamos ya mismo —declinó Aines.
—¿Qué os dijo? —pregunté.
—Nada de provecho. Repetía una y otra vez que no había hecho nada
—dijo Iván.
—Le dejamos en paz —intervino Carlos— porque al parecer Elena
anuló su cita.
—¿Qué cita? —cuestionó Aines.
—Habían quedado el sábado por la noche, pero Elena le mandó un
mensaje para decirle que le dolía la cabeza. Yo creo que fue una excusa para
quitárselo de encima e irse con su amiga Alba. Y le creímos; a fin de
cuentas, la chica dijo que se fue de su casa la mañana del domingo, así
que…
—¿No habéis pensado que pudo ir a buscarla a casa de la amiga? ¿Que
pudieron regañar y terminó cargándosela?
—La verdad es que no.
Esta vez fui yo el que no pudo disimular una mueca de desagrado.
—En fin, deberíamos irnos, ¿no? —sugerí a mi compañera. Ella asintió
—. Ha sido un placer conoceros —afirmé con una sonrisa, echando la silla
hacia atrás para levantarme.
—Igualmente. Si necesitáis algo más, ya sabéis nuestro teléfono.
—Gracias —concluyó mi compañera.
Ambos nos dirigimos a la puerta.
Salimos y caminamos hacia el coche. Dejé que fuese ella quien se
encargase una vez más de conducir.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ya dentro del habitáculo—. ¿Por qué no
les hemos preguntado por el resto de entrevistas?
—No vamos a sacar nada. Tenemos que seguir como si nos acabasen de
avisar de un homicidio cualquiera, empezar de cero. Tenemos que hablar
con todas y cada una de las personas de las que podamos desconfiar. —Por
su expresión noté que no entendía mi razonamiento—. Nosotros jugamos
con la ventaja de tener los resultados forenses, de saber aproximadamente la
hora del occiso, pero ellos no tenían nada. Nada de nada. ¿De verdad no se
plantearon que el tal Adrien fuese a buscarla a casa de su amiga Alba?
Podría haberse enterado de que estaba allí, y además de ser un pedófilo, ser
un pederasta, un violador o incluso un psicópata, vete tú a saber.
»No sé. No digo que sean unos incompetentes, pero lo que sí digo es
que en este caso han estado un poco desatinados.
»Es que, joder, ¿y encima dicen que salió corriendo? ¿De verdad? ¿Eso
lo pone en el informe, acaso? Joder. Vaya panda de… —Suspiré resignado.
Aines puso en marcha el vehículo, pensativa, sin darme réplica. Y de
nuevo, como en los “viejos tiempo”, el silencio nos acompañó hasta la casa
del sospechoso.

***

Corría prisa que hablásemos con Adrien Berguer Fabre; se había ganado las
suficientes papeletas como para ser nuestro sospechoso número uno.
Aparcamos una vez más enfrente del edificio donde residía el francés,
esta vez, con la esperanza de encontrarlo en su domicilio. El portal estaba
abierto, de modo que subimos directamente hasta su piso. Tras ubicar su
puerta, Aines se encargó de llamar al timbre. Esperamos en el rellano unos
segundos. El silencio inundaba todo el edificio a excepción de los ladridos
lejanos de un perro nervioso, posiblemente inquieto por estar solo en casa.
Mientras esperábamos sentí un sutil chirrido metálico proveniente de la
mirilla, casi imperceptible: Adrien se encontraba al otro lado de la puerta.
Manipuló la abertura con tanto cuidado que apenas se sintió, pero por
suerte, mi sentido auditivo funcionaba como el de un chaval que aún no se
ha destrozado los tímpanos en la discoteca. Sabiendo que nos observaba,
clavé la mirada en ese insignificante ojo de buey de cristal y mostré mi
expresión más seria al tiempo que alzaba mi placa de policía y se la ponía
delante de las narices —en sentido figurado— para que la viese con detalle.
No tardó en abrirnos.
—Buenos días. Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado —
saludó Aines—. Querríamos hablar c…
—Sí, pasen —dijo interrumpiéndola y echándose a un lado.
Esa predisposición me resultó chocante, aunque no tanto si me paraba a
pensar en la información que nos había facilitado Esteban y la corta charla
que mantuvimos con los policías que se encargaron del expediente por
desaparición. En aquel momento deseé no tener que volver a cruzármelos
en futuros casos.
Nos condujo hasta el comedor y nos invitó a sentarnos en uno de los dos
sofás; él ocupó el otro.
—Supongo que sabrás por qué estamos aquí —expuse, iniciando así la
entrevista. Aguardé unos instantes a ver si respondía algo, pero permaneció
expectante—. Conocías a Elena Pascual Molina, ¿no es así?
—Sí.
—¿Estás al tanto de que ha sido hallada muerta?
—Sí.
—¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho su amiga Alba.
—¿Tú y Alba sois amigos?
—En verdad solo la he visto una vez, el día que la conocí.
—Oh, ¿y ya habéis intercambiado los números de teléfono?
—Sí. El día que nos presentó Elena insistió en «ficharme». Yo creo que
no se fiaba de mí.
«¿Que “no se fiaba”? ¿Acaso Carlos e Iván te dijeron algo que te
acojonó y ahora estás en plan confesiones?».
—¿Por algo en especial?
—Porque era mayor que Elena. —Me sorprendió tanta sinceridad.
Estaba inquieto; tenía que ser por el desencuentro que tuvo con nuestros
compañeros.
—Entiendo.
—¿Cuánto hacía que conocías a Elena? —intervino Aines. Adrien la
observó detenidamente. Me pregunté en qué estaría pensando, por qué la
miraba de esa forma. De haber tardado unos instantes más en contestar no
sé cómo hubiera reaccionado.
—Un par de meses.
—¿Qué tipo de relación teníais?
—Amistad.
—¿Solo amistad?
—Sí.
—Tenemos entendido que manteníais relaciones —intervine, tomando
una vez más las riendas de la entrevista.
—No. Solo éramos amigos.
—¿Quieres decir que has estado hablando y viéndote con una chavalilla
de dieciséis años y no has dado un paso más allá de la amistad? Mejor
dicho, de quince.
—Eso es. Solo amistad —dijo marcando su acento natal.
—No creo que fuera por falta de ganas, ¿no?
—¿Qué insinúa?
—No insinúo, lo digo abiertamente. ¿Acaso no tenías ganas de tirártela?
—¿Cómo? —dijo extrañado.
—Lo que has oído, no te hagas el tonto. Que si no tenías ganas de
calzártela.
—No —respondió inquieto, notablemente molesto y nervioso.
—La verdad, no lo entiendo. ¿Qué te aportaba una niña de quince años
para estar viéndote con ella durante dos meses?
—Nos llevábamos bien. Podíamos hablar de cualquier cosa.
—Ya —respondí tajante y receloso—. Díselo tú —le pedí a mi
compañera.
—Señor Berguer, me temo que hemos investigado acerca de sus gustos,
sus rutinas, sus relaciones sociales y amorosas, y su situación no pinta nada
bien.
—Yo no he hecho nada.
—Sí, es lo que suelen decir las personas como usted —repliqué—. No
han hecho nada y luego resulta que tan solo tienen trapos sucios que
esconder.
—Les repito: no he hecho nada —dijo recalcando cada palabra.
—¿Usted sabía qué años tenía Elena? —cuestionó Aines.
—Dieciséis. Los acababa de cumplir hacía unos meses. Cuando la
conocí ya tenía dieciséis.
—Me temo que no, que más bien le faltaban un par de meses para
cumplirlos. Así que Elena aún tenía quince.
—No puede ser, en su Facebook ponía…
—¿En serio usted se fía de todo lo que pone en Facebook? —Agachó la
cabeza. Parecía confuso y estar diciendo la verdad. Aunque por otro lado,
viendo qué amistades tenía en sus redes sociales, era posible que supiese
que Elena aún tenía quince años o, tal vez, no lo sabía y simplemente seguía
viéndose con ella porque le excitaba su físico, su apariencia de cría de doce
años—. No sé si estará al tanto de lo que significa y lo que implica la «edad
de consentimiento». ¿Había escuchado ese término alguna vez? —Adrien
siguió sin alzar la vista del suelo, en el más estricto silencio. Aines continuó
sin inmutarse, intuyendo que Adrien empezaba a ser consciente de lo que se
le podía venir encima—. La edad de consentimiento sexual es la edad
establecida para poder mantener relaciones sexuales o llevar a cabo otras
actividades de índole sexual: conversaciones, intercambiar imágenes,
vídeos…, sin infringir la ley, es decir, sin que al individuo de edad más
avanzada se le considere estar incurriendo en violencia, abuso o acoso.
¿Entiendes lo que eso quiere decir? —El francés asintió con la cabeza.
—Estamos al tanto de que tienes la costumbre de rodearte de jovencitas
algo desorientadas —proseguí, tomándole el relevo a mi compañera—, con
las que mantienes largas conversaciones privadas e intercambias fotografías
y vídeos de dudosa inocencia. Tu Instagram está lleno de fotos tuyas y de
tus musculitos en plan provocador y, por supuesto, las cabecitas locas a las
que sigues guardan el mismo ideal exhibicionista que tú. ¿Te habías fijado
en sus edades?
»También hemos visto que muestras un perfil un tanto adulterado: quizá
tu foto sea de hace dos o tres años y la edad que figura en tus datos
personales está notablemente rebajada. Que yo sepa, basándome en los
datos que recoge el registro estatal, tienes veintiséis años, mientras que en
tus redes sociales quieres hacerles creer a todas esas cabecitas locas que
tienes veinte. Me pregunto con qué intención, si no es la de camelártelas.
»En Facebook, de un total de doscientas treinta y nueve amistades,
doscientas treinta y dos son mujeres, y de esas, el noventa por ciento son
menores de dieciséis años. ¿Casualidad, tal vez?
»Lo que me hace preguntarme si sabrás lo que significa la pedofilia. —
Mientras hablábamos él seguía sin ser capaz de articular palabra, sin poder
rebatir nada de lo que decíamos, defenderse de algún modo. Tan solo
escuchaba con la vista fija en aquella reducida parcela de gres que tenía
delante de sus ojos. Su rostro reflejaba tensión y miedo. Le hice un gesto a
Aines para que prosiguiese ilustrándolo.
—En estos momentos —siguió ella—, tenemos a varios de nuestros
compañeros estudiando tus perfiles y las edades de las niñas con las que te
has estado relacionando.
—Sí, y me juego el cuello a que entre ellas habrá más de una Elena, es
decir, más de una menor de dieciséis años —intervine sintiendo repulsión
—. En el caso de que nos enteremos de que, además, has mantenido
relaciones sexuales con alguna de ellas, la cosa se agravará. ¿Sabías que el
año pasado condenaron a uno de los de tu calaña a diez años de prisión por
mantener relaciones con una menor? Fue en Álava, aquí en España. La cría
tenía catorce años y él veintiocho. —Le observé. Seguía sin mirarme a la
cara.
»¿Sabes qué? No vamos a parar hasta encontrar todo lo que nos estás
escondiendo. De modo que, deberías ir pensando en soltar la lengua y
contarnos qué hiciste con Elena, si no, no tendré ningún reparo en acudir a
los medios de comunicación y airearles todos tus trapos sucios. ¿Y sabes lo
que harán con ello? Echarte a los leones. Se te vendrá el mundo encima. No
podrás salir a la calle. Nadie te mirará a la cara. Las niñitas huirán de ti y, lo
que es más probable, empezarán a lloverte las denuncias por abusos a
menores. ¿Y sabes lo que viene después? La cárcel. Si no eres muy tonto,
ya estarás al tanto de lo que les pasa a los que son como tú cuando están
entre rejas.
—No hice nada con ella. Yo no la maté —aseguró, reaccionando al fin
—. Me mintió. Ella fue la que mintió acerca de su edad. Me dijo que tenía
dieciséis años.
—Y tuvisteis relaciones.
—No. No hicimos nada. Habíamos quedado para pasar la noche juntos,
pero me mandó un mensaje para decirme que no podía venir.
—¿Puedes enseñarnos ese mensaje? —solicitó Aines.
—Sí, claro que puedo. No tengo nada que esconder. ¿Puedo…? —Hizo
un gesto solicitando levantarse para ir a buscar su móvil.
—Adelante.
El chico abandonó el comedor y se adentró en el pasillo. Aines lo siguió
hasta la puerta y desde ahí controló sus pasos. En menos de un minuto
regresó con el móvil en la mano, y mi compañera detrás de él.
—Aquí está —dijo mostrándonos la pantalla.

«Hoy no puedo quedar contigo. Me duele la cabeza. Lo


dejaremos para otro día. Tengo muchas ganas, ya lo sabes. Mañana
hablamos. Besos».

Miré la hora del mensaje: las 21:47.


—Baja, quiero ver tu respuesta.
Me miró con desprecio, reflexionando si debía mostrármelo o negarse.
Terminó cediendo.

«Qué pena. Yo sí que tenía ganas. ¿No puedes tomarte un


analgésico? Si se te pasa podemos quedar más tarde. En fin, ya me
dirás algo, si no, ya lo haremos otro día. Aunque me tienes como
una moto. No se puede ser tan sexi».

Sentí nauseas.
«El que no quería tirársela».
Hora de la respuesta: las 21:51.
Hice amago de seguir leyendo lo que ponía debajo, pero apartó la mano
con un movimiento seco y rápido, escondiendo la pantalla.
—¿Qué más pone?
—Nada.
—Yo creo que sí. ¿Qué ocultas?
—Nada.
—¿Nada? Pues me gustaría leer el resto de la conversación.
—No se la voy a enseñar. Si quieren leerla deberán pedir una orden de
registro o lo que sea que necesiten. —Inhalé y exhalé una profunda
bocanada de aire muy despacio, examinando su rostro al tiempo que
contenía mis ganas de romperle la nariz, y tal vez esa repulsiva boca de
besugo que la mala genética le había dado. Sabía que Aines guardaba
silencio esperando algún tipo de reacción por mi parte. Mientras tanto, el
sospechoso se guardaba el móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros—.
Yo no he hecho nada. No la vi ni esa noche ni después.
—No vas nada bien, ¿sabes? —dije acercando mi cara a la suya,
consciente de que mis palabras y mis formas sonaban a amenaza; justo lo
que pretendía.
—¿Qué hiciste la noche del sábado? —intervino mi compañera.
—Quedarme en casa.
—¿Un tío hecho y derecho —salté—, independiente y en pleno
calentón, se queda en casa una noche de sábado pudiendo buscar a
cualquier tía medio pedo dispuesta a dejársela meter en el asqueroso aseo
de una discoteca?
—Sí, me quedé en casa —insistió airado.
—¿Buscando a otra niñita a la que engañar? —formulé con retintín.
—Yo no he engañado a nadie. No he hecho nada.
—¿Hay alguien que pueda confirmar que estuviste aquí? —preguntó
Aines. El chico permaneció vacilante y pensativo.
—¿Sabes? —Tomé la palabra antes de que contestase—. Hay tres
problemas. El primero, que eres nuestro principal sospechoso por el simple
hecho de ser un puto pedófilo y la víctima una cría de quince años. El
segundo, que, según parece, no tienes coartada. Y el tercero, que la autopsia
desvela que Elena mantuvo relaciones sexuales supuestamente consentidas
antes de que algún hijo de puta la matase —dije sin disimular mi cara de
creciente asco—. ¿Acaso te fuiste a buscarla a pesar de que ella te dijo que
no podía quedar contigo? No sé, chaval, pero yo que tú empezaría a
buscarme un buen abogado, no vaya a ser que en cualquier momento
vengamos a por ti con una orden de arresto y te pillemos con el culo al aire,
y no precisamente haciéndote selfie’s. ¿Has entendido? Lo tienes bien
jodido.
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El que no vio nada

Yago Reyes
Miércoles, 18 de septiembre de 2019

—¿Qué opinas? —le pregunté a mi compañera nada más entrar en el coche.


—No sé qué pensar. Por un lado creo que ha podido ser él y por otro…
—Guardó silencio pensativa.
—¿Qué? Sigue.
—Pues que no cuadra lo que hemos leído en los mensajes con lo que
nuestros compañeros averiguaron al hablar con el padre. ¿Los has leído?
Ponía que le dolía la cabeza, como si estuviese en casa. Sin embargo, en el
informe pone que el padre negó que volviese a verla, como si Elena se
hubiese ido por la tarde y desde entonces le perdieran la pista. Y la amiga
dijo que pasó la noche con ella, pero que antes la dejó en casa para cenar y
arreglarse. ¿No la vio su padre? ¿Acaso era una excusa que le dio Elena a
Adrien para no quedar con él pero sí con Alba?
Daba gusto poder trabajar e intercambiar impresiones con normalidad
con mi compañera.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—Son las once y media pasadas. ¿Por qué?
—Bueno, estoy pensando en que podríamos acercarnos al velatorio.
Quizá veamos algo que nos interese.
—Me parece bien. ¿Sabemos dónde es?
—No. Pero no tardaremos en averiguarlo.
Llamé a la comisaría y le pedí a Esteban que me ayudase a localizar
dónde reposaban los restos mortales de nuestra víctima. Aunque no era él
quién se encargaba de esos trámites, sabía que podría mover los hilos
suficientes para enterarse y hacérnoslo saber.
Efectivamente, tras varios minutos, recibimos su llamada.
—Está en el Tanatorio crematorio de Alzira. Dirección: Camí Hort de
Pellicer, 1.
—Muchas gracias, Esteban. Te debo una.
—Ché, ya me invitarás a unas birras —respondió jovial.
Me hizo reír.
—Eso está hecho, hombre.
Colgué.
«Oh, parece que al fin voy a tener a alguien con quien irme de cañas —
pensé resignado».
Aines me observaba con un semblante al que no me tenía
acostumbrado. Al fin parecía que estábamos enterrando el hacha de guerra.
—¿Conduces tú? —me preguntó, a pesar de estar ocupando ya el
asiento del copiloto.
—Como quieras, si te apetece conducir, es todo tuyo.
—No, no. Solo quería asegurarme de que no te importaba conducir a ti.
Francamente, aquí voy más cómoda, y de paso, mientras llegamos puedo
seguir echándole un vistazo al expediente.
—Genial, entonces.

Entre unas cosas y otras el tiempo se me pasó volando. Llegamos al


tanatorio a eso de la una de medio día. Aquello estaba a rebosar. Al parecer,
aquel día estaban todas las salas ocupadas.
«Al menos pasaremos desapercibidos».
Al llegar a la de Elena nos topamos con multitud de personas de todas
las edades, sobre todo, chavales: parecía que el instituto entero se había
personado para darle su último adiós. Ellas lloraban desconsoladas; ellos no
tenían complejos en mostrar su dolor.
«Cómo han cambiado los tiempos —pensé satisfecho al tiempo que
recordaba la charla con mi compañera—. Todo cambio es cuestión de
tiempo, pero hay que concedérselo y trabajar en ello».
—¿Has ubicado a los padres? —le pregunté a mi compañera.
—No, no los veo. Lo mismo han salido un momento a la cafetería.
—Ven —le dije cogiéndola del brazo—. Vamos allí. —Señalé un hueco
esquinado donde extrañamente no había nadie—. Cuanto menos se nos vea,
mejor.
Asintió y se dejó arrastrar entre la marabunta hasta el rincón más
discreto de la sala. Era el momento de ejercer de espías, de identificar
alguna actividad extraña.
Desde aquella posición teníamos una panorámica algo más amplia.
Aparte de la multitud de jóvenes, se encontraban ancianos, hombres y
mujeres de diversas edades; todos arremolinados en distintos grupos, casi
todos creando corros.
Al cabo de unos minutos, al fin vimos a los padres de Elena. El trasiego
de gente que se acercaba a ellos resultaba abrumador. Nosotros lo hicimos
cuando consiguieron quedarse unos instantes a solas. Fingimos ser unos
conocidos más.
—Nuria… —Llamé su atención poniéndole una mano en el hombro.
Ella se giró. Tenía los ojos rojos e hinchados. Junto a ella estaba su marido,
igual de afectado. ¿Aquel dolor se podía fingir?—. ¿Qué tal, se acuerda de
nosotros?
Arrugó el ceño como tratando de hacer memoria, y comenzó a hablar
vacilante.
—Sí, son…
La ignoré para centrarme en su marido. Le ofrecí mi mano como
presentación inicial. Debo reconocer que no me lo esperaba así. Era igual
de alto que yo —más de metro ochenta—, moreno, de abundante cabellera
negra repeinada hacia atrás y barba de hipster. Me recordó al jugador del
Real Madrid Isco Alarcón. Su camiseta ceñida de manga corta no dejaba
dudas de que tenía un cuerpo musculado y fibroso. Abajo vestía un pantalón
vaquero también ajustado. A pesar de que a mí también me gustaba vestir
moderno, lo de él me parecía excesivo. ¿Qué años tendría? ¿Cuarenta,
cuarenta y dos?
—Mi nombre es Yago Reyes, ella es mi compañera Aines Collado. —
Aines le estrechó la mano después de darle un par de besos a la mujer. Al
principio esto último me resultó extraño, pero luego pensé que era una de
las mejores formas de pasar desapercibidos. Miguel nos correspondió
diciéndonos su nombre, convirtiéndose aquella ocasión en la primera que
hablamos con él—. Estaremos por aquí —continué—. Nos gustaría que
actuasen como si fuésemos un familiar o un conocido más; no queremos
llamar la atención.
Ambos asintieron.
—¿Saben ya algo? —se interesó Miguel; era la reacción lógica de
cualquier padre en su situación.
—Aún es pronto y me temo que este no es el lugar —le respondí. Él
agachó la cabeza entristecido, negando. Me pregunté qué estaría pensando.
Los ojos de la mujer, en cambio, se anegaron de lágrimas que comenzaron a
resbalar por sus mejillas.
—Lo siento mucho —le dijo Aines poniéndole una mano en el brazo—.
Ahora debemos continuar. Ya iremos a verles a su casa.
—Gracias por todo.
—Es nuestro trabajo —concluí. Una simple mirada entre mi compañera
y yo fue suficiente como para saber lo que estábamos pensando: «Es hora
de dejarles con su duelo». Al tiempo que Aines se giraba para marcharnos,
yo oteé una vez más a aquellos dos desgraciados, encontrándome
nuevamente con el desconsuelo de una madre y la resignación de un padre
del cual sospechábamos.
«Nuestra charla contigo tendrá que esperar unas horas, Miguel —pensé
con mis ojos clavados en su afligido rostro—. Si ocultas algo, lo
averiguaremos».

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

—Creo que debemos acercarnos a hablar con el padre, padrastro de Elena


—sugirió Aines captando toda mi atención. Aunque con un «porque sí»
hubiera sido suficiente, alcé la vista esperando cualquier tipo de
argumentación por su parte. No la obtuve; él ya era una de las personas con
las que antes o después tendríamos que hablar si no queríamos convertirnos
en un par de incompetentes, y creo que en eso se basaba su sugerencia.
—¿Por algo en especial? —pregunté de todas formas mientras ella
ponía un gesto de «¿por qué me miras así?».
—Ah. Pues por lo que hablamos ayer antes de ir al velatorio. Sigo
preguntándome cómo es posible que no la viera regresar. Además, ya le
hemos concedido demasiado tiempo. Elena ya está bajo tierra y nosotros
debemos proseguir. Me hierve la sangre al pensar que el hijo de puta que se
la cargó sigue por ahí suelto.
—Ya. Yo lo que he pensado es que tal vez no se encontraba en casa.
—Ya, ¿y por qué iba a mentir? Si no estás en casa lo dices y punto.
—¿Y si tiene una aventura? Imagínate que estaba con alguna con la que
se ve de vez en cuando.
—Podemos pedir a comisaría que examinen sus cuentas y que nos den
un registro de sus llamadas.
—Perfecto. Pues si no tienes objeciones, podemos ir a hablar con él
ahora mismo. De camino, ¿te encargas de llamar y pedir la información a
Esteban?
—Sí. Yo llamo.
Arranqué y conduje dejándome guiar por alguna que otra indicación de
Aines.
Al llegar, la rutina de siempre: aparcar, llamar al timbre, subir, esperar a
que nos abriesen…
Nos dio la bienvenida la madre de Elena. En esta ocasión nos ahorramos
las presentaciones.
—Buenos días.
—Hola, agentes. ¿Qué tal? ¿Hay alguna novedad? —Su voz transmitía
la razonable esperanza de que trajésemos buenas noticias.
—De momento estamos hablando con las personas que han podido ver
o saber cualquier cosa.
—¿Y ayer, vieron algo?
—Me temo que nada que nos llamase la atención.
Agachó la cabeza desmoralizada.
—Hemos estado leyendo los informes de cuando se investigó la
desaparición —intervino Aines—. Nuestros compañeros anotaron que
Elena le mandó un mensaje para decirle que iba a casa de su amiga.
¿Correcto?
—Sí.
—¿Conserva aún el mensaje?
—Sí, por supuesto. Es lo único que me queda de ella, los recuerdos. Al
leer sus mensajes es como si escuchase su voz —respondió con los ojos
humedecidos.
—¿Podría enseñárnoslo?
—Claro.
Cogió el móvil que reposaba sobre la mesa del comedor y lo
desbloqueó. Buscó en los mensajes hasta dar con la conversación que
mantuvo con su hija horas antes de perecer, luego, le entregó el móvil a mi
compañera; ella lo puso a medio camino entre nuestros cuerpos para que
ambos pudiéramos leerlo:

«Hola, ¿qué tal la guardia? Oye, esta noche me quedaré a


dormir en casa de Alba, como te dije el otro día. Sus padres no
están. ¿Vale? Besitos».

Bajé acariciando el cristal de la pantalla. Respuesta:

«La guardia, pesadísima. Estoy deseando salir. Vale. Ten


cuidado. No hagáis nada raro. ¿Pasarás por casa?».

Bajé aún más para ver la contestación de Elena:

«Sí, voy de camino a casa para darme una ducha y a dejar un


par de camisetas y pantalones que me ha dejado Alba. Me iré sobre
las diez y media».
Descendí hasta llegar al final de la conversación, en la que la madre le
decía: «Okey. Ten cuidado y pasadlo bien» y Elena terminaba con un: «Sí.
Graciaaassss…» y varios muñequitos.

Primer mensaje a las 20:23; último a las 20:28.

Aquella fue la última conversación que mantuvieron madre e hija, y lo


hicieron ajenas a lo que estaba a punto de suceder, a través de la frialdad de
una pantalla táctil, sin ni siquiera escuchar sus voces.
—¿Alguna vez le habló Elena de un chico llamado Adrien Berguer? —
pregunté intuyendo la respuesta.
—No. ¿Quién? ¿Adrien Berguer? No —se preguntó y contestó ella sola
—. ¿Debería conocerle?
—Es un chico con el que, al parecer, solía verse su hija. —La expresión
de su rostro mutó al pánico. Su piel adquirió una palidez enfermiza.
—¿Fue él quien…? —preguntó en un hilo de voz.
—Aún no lo sabemos —contestó Aines.
—¿Podemos hablar con su marido? —solicité, tratando de cambiar el
tono a la conversación.
—Sí —dijo cabizbaja—. Iré a llamarle; aún sigue en la cama. —Su voz
había perdido la poca fuerza que le quedaba—. Ayer fue un día muy largo.
—Gracias —dijo Aines.
Nos dejó allí mientras ella iba a despertarle.
—¿Has visto? Según eso, Elena vino a casa —susurró mi compañera.
—Ya, pero ¿vino a casa realmente? ¿Vino y luego no salió, tal y como
le dijo a Adrien en el mensaje que le mandó? ¿O más bien vino a casa y
luego se fue de fiesta con su amiga Alba, mintiendo a Adrien?
—La amiga, Alba Castillo, declaró que Elena se fue de su casa a las
nueve de la mañana, es posible que le mintiese.
—Sí, es posible. Lo que no entiendo es por qué el padre iba a decir que
no la vio cuando supuestamente estuvo en casa.
—Tal vez tengas razón y no lo estuvo.
—O… También puede ser que estuviese durmiendo o viendo la tele. —
Ni yo mismo creía posible lo que acababa de decir. Aines me hizo una
mueca—. En fin, a ver qué nos dice ahora el bello durmiente —dije
sacándole una sonrisilla a mi compañera.
Nos paseamos por el comedor mientras la señora Molina o el marido
aparecían. Por fin se oyeron pasos acercándose a nuestra posición.
—Buenos días, agentes —saludó Miguel con la característica voz de un
recién levantado.
—Señor Castillo. ¿Qué tal? Ayer no tuvimos tiempo de hacerle unas
preguntas relacionadas con Elena. Si fuera usted tan amable…
—Claro. Siéntense, por favor. ¿Quieren tomar un café o cualquier otra
cosa?
—No, gracias —decliné su ofrecimiento al tiempo que nos sentábamos.
Nuria lo hizo junto a su marido y le tomó de la mano.
—Ustedes dirán.
—¿Qué tal se llevaba con Elena?
—Muy bien. Sí, nos llevábamos francamente bien —dijo
apesadumbrado.
—Usted no es su padre biológico, ¿cierto?
—No.
—¿Desde cuándo están usted y su mujer juntos? —preguntó Aines
tomando las riendas de la entrevista.
—Va a hacer diez años. Nos casamos pocos meses después de empezar
a vernos —explicó entretanto le dedicaba un gesto de afecto a su esposa—.
Elena me empezó a tratar como a su propio padre y pasábamos tanto tiempo
juntos que pensamos que casarnos sería beneficioso para todos.
—¿Y lo fue?
—Sí. Totalmente. —Apretaron con fuerza sus manos entrelazadas. A
Nuria se le escapó una lágrima.
—¿Tenía confianza con Elena? ¿Ella le contaba sus intimidades, si le
gustaba algún chico, si salía con alguien…?
—Sí, teníamos absoluta confianza. Hablábamos de todo. Como dice su
madre: era muy madura para su edad, podías hablar con ella de cualquier
asunto. Y no, no me dijo nada acerca de ningún chico. Ella estaba centrada
en sus estudios. Era muy aplicada y responsable.
—Entiendo.
—Señor Castillo —intervine—, ¿qué hizo a lo largo del sábado?
—Estar en casa, ya se lo dije a sus compañeros.
—¿No salió de casa en toda la tarde?
—No.
—¿Cuándo fue la última vez que vio a Elena?
—Esa tarde.
—¿A qué hora? —Resolló. Se notaba su irritación—. Sé que ya se lo
dijo a nuestros compañeros, pero debemos repetirle ciertas preguntas.
Cogió una honda bocanada de aire antes de contestar.
—Creo que eran las cinco y media o seis de la tarde.
—¿Quiere decir que no volvió a verla después, por la noche?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí, totalmente seguro.
—Bueno, en verdad —intervino su mujer—, dijiste que no sabías si
había vuelto a casa. Escuchaste algo mientras te estabas duchando, ¿no?
—Bueno, sí. Es decir, me pareció escuchar un ruido. Pero no sé si fue
Elena entrando a casa o algún vecino montando más escándalo del normal.
El caso es que yo no la vi.
—Señora Molina, sigue sin haber tocado nada de su dormitorio,
¿verdad?
—Sí. No tengo fuerzas para entrar ahí dentro.
—¿Podemos revisarlo una vez más?
—Sí.
Se puso en pie y la seguimos hasta la habitación de Elena. En efecto,
parecía estar todo igual que la vez anterior. El padre nos siguió y aguardó
bajo el umbral de la puerta.
—En los mensajes que nos enseñó antes, ponía que Elena vendría a
casa, que dejaría unas prendas que le había dejado su amiga. ¿Las ve por
aquí?
La mujer ojeó el cuarto sin moverse del sitio.
—Tendría que abrir el armario.
—Adelante —autoricé.
Se acercó hasta él y buscó en su interior con cuidado de no
descolocarlo.
—No veo nada que no sea de ella.
—¿Y en los cajones, tal vez?
—Voy.
Abrió uno por uno los cajones de la mesilla y del chifonier.
—No, no parece que haya nada extraño. Además, no lo habría
escondido tanto. Conociéndola, lo habría dejado a los pies de la cama o
encima de las demás cosas que hay en el armario.
—De acuerdo. Gracias —dije dirigiéndome a la puerta—. Tenemos que
hablar con Alba —le comuniqué a mi compañera.
—¿Creen que ella…? No creo que… No. Se conocían desde que eran
niñas. No puede —especuló en voz alta.
Aún no sé qué le llevó a dudar de la amiga de su hija. ¿Intuición de
madre?
Me giré y la miré a los ojos; ella cesó de exteriorizar sus temerosos
pensamientos.
—Encontraremos al o a la responsable de la muerte de su hija —afirmé
pausado. Lejos de una promesa, mis palabras fueron una declaración de
intenciones y, conociéndome, no cesaría en el empeño hasta conseguirlo.
La expresión de su rostro se endureció al tiempo que el blanco de sus
ojos adquiría un repentino brillo, semejante al de un barniz recién aplicado.
La del marido, en cambio, se mantuvo impertérrita. Sentí sus ojos fijos en
mi espalda incluso después de haberle dejado atrás.
Aines y yo nos dirigimos hacia la salida sin dar más explicaciones, sin
despedirnos.

Una vez más nos encontrábamos en el coche rumbo al siguiente domicilio.


Esta vez, dispuestos a hablar con la amiga de Elena, Alba Castillo.
Demasiado habíamos retrasado ya esa entrevista.
—Su calle está a unos doscientos metros. Vamos andando, ¿no?
—Sí. Buena idea.
Me apetecía estirar las piernas.
Comenzamos a caminar como un par de transeúntes más, uno al lado
del otro.
—¿Sospechas de ella? —me preguntó mi compañera.
—¿De quién? ¿De Alba?
—Sí.
—La verdad, no lo sé.
Aquella fue nuestra única conversación. Ambos íbamos inmersos en
nuestras lucubraciones y el trayecto, en sí, fue breve.
—Es en ese portal —aseguró Aines después de mirar la dirección exacta
en su móvil.
De una carrera cruzamos la calzada.
Al llegar al portal, como de costumbre, llamó al telefonillo.
Aguardamos en silencio.
Nada.
Volvió a apretar el botón.
Nada.
—Joder, últimamente no tenemos suerte —espetó airada.
—Eso parece.
Bajé el escalón hasta situarme en mitad de la acera. Mientras ella hacía
un tercer intento, yo miré a ambos lados de la calle.
—No hay nadie —informó.
—¿Qué hacemos, vamos al coche y esperamos unos minutos?
—Es una opción. —Hizo una mueca antes de alejarse de la puerta.
Apenas habíamos caminado unos metros cuando Aines llamó mi
atención.
—Mira allí. ¿No te suena haber visto ayer a esa chica en el velatorio?
—Sí.
Nos echamos a un lado y esperamos a que se acercase. A juzgar por su
indumentaria y el sudor que bañaba su cabello, debía regresar del gimnasio.
—¿Le decimos algo? —preguntó mi compañera.
—No, vamos a seguirla.
Pasó al lado nuestro sin que sospechase de nosotros.
Llegó al bloque y abrió.
Aines alcanzó la puerta del portal antes de que se cerrase.
Empezamos a subir las escaleras siguiendo sus pasos a varios metros de
distancia. Mientras ascendíamos, se giró un par de veces para mirarnos con
el mayor disimulo que pudo. Se la percibía inquieta, desconfiada. Aceleró
el ritmo. Buscó las llaves en su bolsillo derecho; después, la que
correspondía a la cerradura de su casa. La puerta de la vivienda terminó
frenando sus prisas y acrecentando sus nervios. «Sí, es ella», me susurró
Aines al ver la puerta que trataba de abrir. De nuevo, la chica volvió la vista
atrás encontrándose con nuestros ojos, los cuales seguían observando cada
uno de sus movimientos. Parecíamos estar rodando la escena de una
película de terror, solo que en mi caso, en lugar de estar representando al
bueno, habría encarnado el papel del sanguinario psicópata dispuesto a dar
caza a la pobre chica guapa e indefensa. A juzgar por el ruido de las llaves
chocándose unas contra otras, el miedo no le permitía introducir la llave en
la cerradura.
—¿Alba Sierra? —preguntó mi compañera al llegar al rellano. La chica
dio un respingo antes de volverse hacia nosotros.
—Sí —respondió vacilante en un tono de voz débil y tembloroso.
—Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado —nos presentó mi
compañera entretanto ambos le mostrábamos nuestra placa—. ¿Tienes unos
minutos? Queremos hacerte unas preguntas. —Asintió observándonos—.
Podemos hablar dentro, si lo prefieres.
—Sí. —Temblorosa, volvió a probar suerte con la llave.
Una vez consiguió abrir, entró y nos invitó a pasar.
Cerró y nos quedamos allí mismo, en el pasillo de la entrada.
—Como podrás imaginar —continuó mi compañera—, buscamos al
responsable de la muerte de Elena Pascual Molina. Sabemos que erais
buenas amigas y queremos saber qué pasó.
—Ya se lo dije a los otros agentes.
—Sí, ya lo sabemos, pero necesitamos escucharlo de tu boca. —
Siempre era la misma cantinela.
—Pero…
—El problema está en que tú eres la última persona que la vio con vida.
¿Entiendes? —preguntó mi compañera sin dejarla terminar de hablar.
—No, no puede ser —respondió agitada.
—¿Estás sola? —pregunté. Pensé que estando presente alguien de su
confianza se tranquilizaría y nos diría todo lo que necesitábamos saber.
—Sí.
«Bueno, lo he intentado».
—Alba —dijo Aines—. Cuéntanos qué pasó el sábado que desapareció
Elena.
Agachó la cabeza y se tocó las manos. Vaciló unos instantes antes de
hablar. Un suspiro cargado de pena y arrepentimiento encabezó su
confesión.
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Discusión

Sábado, 14 de septiembre de 2019


Horas antes a la desaparición de Elena

—Estás muy rara. ¿Qué te pasa? —preguntó Elena cuando ya regresaban a


casa.
—Nada —contestó Alba.
—¿Nada? Y una mierda. Ni que no te conociese.
—No me pasa nada, he dicho.
—¿Es Adrien? ¿No te ha caído bien?
—A mí no tiene que caerme bien. Yo no estoy saliendo con él.
—Estás muy borde, ¿sabes?
—Ya, como que tú eres muy delicada.
—¿A qué te refieres?
—A que eres una guarra y una mentirosa.
—¿Perdona?
—Lo que has oído. No entiendo cómo puedes estar viéndote con ese tío
y a la vez liándote conmigo.
—No sé por qué te ofendes, ya sabías lo que había. Sabías que estaba
hablando y quedando con él.
—Pensaba que estabas de coña, que era una mentira para ponerme
celosa.
—A ti no necesito ponerte celosa, ya estás suficientemente colgada por
mí como para hacerte sufrir aún más —respondió Elena con gesto de
superioridad.
Alba se sintió como un muñeco vapuleado. La miró con odio al tiempo
que percibía cómo su boca se secaba, cómo sus palabras se deshacían en
aquella árida oquedad antes siquiera de pronunciarlas. Un nudo en el
estómago le subió por la garganta haciéndole sentir náuseas. Y la agonía se
convirtió en fragilidad, como si algo en su interior estuviese a punto de
romperse en mil pedazos y desgarrar sus órganos.
—Eres una puta —escupió entre sus dientes apretados.
Elena rio con sarcasmo.
—Ya. Una puta a la que estás deseando meterle mano, ¿verdad? —La
mirada de Alba se nubló tras una cortina de odio, ira e impotencia—. No
llores, mujer, mañana podemos quedar por la tarde y así te cuento qué tal ha
ido la noche. Además, he pensado que podemos ir a un sexshop y así te
compro un buen rabo para enseñarte con detalle lo que hagamos esta noche
Adrien y yo. Dime que te mola la idea, porfa, llevo varios días pensándolo.
—Das asco.
—Joder, creo que va a ser verdad que estás celosa, ¿eh? Pero bueno, no
te preocupes, mañana te lo compensaré.
—Creo que no me entiendes. Esto no va a quedarse así.
—No seas estúpida, anda. Venga, ¿te digo otro plan que he pensado?
Seguro que te mola.
—No va a quedar así —repitió Alba una vez más. Elena la oyó pero
siguió ignorándola.
—Venga, deja de murmurar que m…
—No me extraña que os maten —reflexionó Alba, pausada, con la
mirada puesta en el salpicadero. Elena dejó de hablar para observarla. Sus
facciones y extremidades se mostraban tensas, sus puños habían perdido su
color.
—Venga, tía —dijo algo más cauta.
Su amiga alzó la vista y la miró desafiante. Aquellos ojos mostraban a
una Alba distinta, a una persona hasta ese día desconocida para Elena. Eran
como los de un depredador dispuesto a atacar a su presa.
—No vas a volver a hacerlo.
—¿De qué hablas? —preguntó Elena desconcertada. La sonrisa se le
desvaneció del rostro.
—De que al final, serás tú quien se convierta en una Dama Blanca.
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Alba sierra

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

—Quedamos para ir de compras —comenzó a explicarnos Alba—.


Estuvimos viendo varias tiendas. Yo me compré un vestido de tirantes y
ella… Bueno, ella se compró una camiseta muy provocativa; me dijo que le
diría a su madre que se la había dejado yo.
—¿Por qué zona estuvisteis?
—Aquí, por el pueblo. Hace poco que tengo carnet de conducir y mi
madre me dejó el coche. Pensábamos ir a varios sitios y no queríamos
cansarnos. Aunque realmente me lo llevé porque pretendíamos ir a Cullera.
—¿Y fuisteis a Cullera?
—No, al final no; se nos hizo tarde.
—¿Fuiste entonces a recogerla a su casa?
—Sí, quedamos a las seis menos cuarto. La esperé un par de minutos en
la puerta. Luego bajó y nos fuimos.
—¿Qué más pasó aquella tarde?
—Bueno, conocí a Adrien.
—¿El novio de Elena?
Hizo una mueca.
—No sé si se le podría llamar novio.
—¿Salían juntos?
—Supongo que sí.
—¿Elena no te contó si salía con él o no?
—Bueno, quedaban de vez en cuando y creo que hablaban todos los
días a través del Messenger.
—¿Sabes si mantuvieron relaciones sexuales? —Reaccionó echando la
cabeza hacia atrás, como si sintiese rechazo ante la pregunta—. Debes
contarnos todo lo que sepas. Además, no pasa nada, es confidencial —le
expliqué, tratando de ablandarla.
—Sí, se liaron varias veces, pero no llegaron a…
—¿A copular?
Asintió.
—El tiempo que estuviste con ellos, ¿cómo se hablaron? ¿Discutieron?
—No. Se hablaban bien. Bromeaban y tonteaban sin parar. —Sus
palabras parecían cargadas de aversión—. Se morreaban como si estuviesen
solos. —Puso una mueca cargada de asco.
—¿Te hizo sentir incómoda cómo se trataban? —preguntó Aines.
—Sí.
—¿Y qué pasó después de que terminaseis de ir de compras?
—La llevé a su casa.
—¿Ya se había ido Adrien?
—Sí.
—Vale, y dices que la llevaste a su casa.
—Sí.
—¿Estás segura?
—¿Cómo? Sí, claro que estoy segura. —Aines y yo intercambiamos una
fugaz mirada—. ¿No me creen?
—¿Dónde la dejaste? —dije haciéndole el relevo a mi compañera.
—En la puerta de su casa.
—¿La viste subir?
—Sí.
—Vale. Dinos una cosa. ¿Le dejaste ropa?
—Eh… Sí —respondió ruborizándose. Hice como que no me percaté.
—¿Ese mismo sábado?
—Sí.
—¿Puedes concretar qué clase de ropa?
Se tomó unos instantes antes de contestar.
—Un par de conjuntos de ropa interior.
—¿Por qué le dejaste ropa interior?
—Porque… Es que, no puedo decírselo.
—Debes hacerlo, si no, pensaremos que tuviste algo que ver en su
asesinato.
—Yo no la maté.
—Ya, eso es lo que suelen decir los asesinos que no quieren verse entre
rejas.
Resolló. Sus ojos comenzaron a no poder contener su inquietud.
—Teníamos una relación —confesó—. Elena no quería que nadie lo
supiese. Pero a mí me daba igual; yo quería estar con ella —sollozó—, me
traía sin cuidado lo que pudiesen pensar nuestros padres, nuestros amigos o
cualquier otro.
—Y los conjuntos de ropa interior eran para…
—Me dijo que quería sentirse sexi, pensé que para mí. Aunque lo pensé
porque me insinuó que quería ponerse uno esa noche; por eso me lo pidió.
Me hizo creer que la pasaríamos juntas —dijo mientras las lágrimas
bañaban sus mejillas—. Pero luego me di cuenta de que me había
engañado. Quería irse con Adrien. Me los pidió para ponérselos con él —
balbució—. Me utilizó. Solo me utilizó para tener relaciones sexuales con
aquel franchute de mierda. Para ella solo fui un juguete con el que
divertirse.
Se secó la cara con ambas manos. Evitaba intercambiar una mirada
directa; en su lugar, la mantenía perdida en un punto fijo mientras recordaba
aquella tarde. Con solo unas cuantas palabras consiguió transmitirnos su
dolor. Había ocultado el secreto de su sexualidad y, ahora, a pesar de que su
amiga y amante estaba muerta, aún podía percibirse el rencor que guardaba
hacia sus desprecios y sus ofensas; sus palabras destilaban el odio y la
indignación que genera una infidelidad amorosa. Conocía tan bien aquellos
sentimientos… Estaba ofendida por haberle confiado sus secretos, sus
proyectos y su amor a una persona traicionera y cobarde. Al menos, así me
sentí yo cuando me enteré de que mi novia y prometida empezaba una
relación con un tío de su trabajo mientras yo seguía en Madrid. Por unos
instantes, la chica que tenía enfrente no fue la única que buceó en una
laguna de sucios recuerdos. Pero la pregunta era: ¿se había vengado? ¿La
había matado ella?
—¿Cuándo le diste la bolsa, cuándo la subió a su casa? —preguntó mi
compañera ante mi breve abstracción.
—Cuando fui a buscarla. A eso de las seis menos cuarto —explicó
aspirando por la nariz la mucosa provocada por su llanto.
—¿No has dicho que llegaste un par de minutos antes de las seis menos
cuarto, que la esperaste en el coche, que bajó y os fuisteis? —repliqué.
—Eh… No lo sé. No recordaba que se la había dado y que la subió
antes de marcharnos. Pero sí, se lo juro: se la entregué cuando bajó de casa
y la subió mientras yo la esperaba en el coche para no… Bueno, da igual.
—No, habla. ¿Qué ibas a decir?
—Bueno, iba a decir que me quedé en el coche porque no me apetecía
ver a su padre. Sabía que estaba en casa.
—¿Te cae mal?
—No es que me caiga mal, es que es muy raro. A veces me pone
nerviosa, no me gusta cómo me mira. —Hizo una mueca de desagrado.
—¿Por qué?
—No lo sé. Parece como si quisiera intimidarte con la mirada, como si
estuviera ido.
—¿Alguna vez te habló Elena de él?
—Sí, claro.
—¿Y qué te dijo?
—Pues, no sé. Cosas de sus padres. Elena y él se llevaban muy bien.
Creo que tenían una relación muy rara. Yo con mi padre no hablo de ciertas
cosas.
—¿A qué te refieres?
—No sé. Hablaban de todo: de los estudios, de la música, de los
chicos…
No sé por qué, llegué a pensar que trataba de desviar nuestra atención.
—Está bien —la corté—. ¿Qué pasó después de que dejase la bolsa de
la ropa en su casa y de que fueseis de compras?
—Después de ir de compras la volví a dejar en su casa.
—¿A qué hora fue eso?
—Sobre las ocho y media o nueve menos cuarto.
—La dejaste… —Aines dejó sin terminar la frase con la intención de
que fuese Alba quien lo hiciese.
—La dejé en la puerta.
—¿La viste entrar al portal?
—Sí. Entró al portal y la vi subir las escaleras. —El tono de su voz
volvía a ser el de antes, aunque se seguía notando su irritación. Ahora nos
miraba a la cara.
—Cuando supiste que su intención era pasar la noche con Adrien, ¿qué
pasó?
—Le dije que no me parecía bien. Que me había prometido pasar la
noche conmigo, ya que mis padres no estarían y yo no quería pasar la noche
sola.
—¿De modo que cambió de opinión y en vez de irse con Adrien vino
aquí contigo?
Agachó la cabeza. El silencio ante nuestra pregunta nos advirtió de que
ocultaba algo. Pero habló.
—No. No vino. No estuvo conmigo. No pasó la noche conmigo. Quedó
con Adrien. Se fue con él.
—Pero tú dijiste en tu primera declaración que se fue de aquí a eso de
las nueve de la mañana —replicó Aines.
—Lo sé. Mentí.
—No lo entiendo. ¿Nos puedes explicar por qué mentiste? —solicité.
Me sentí confuso e irritado.
—Aunque me sentía traicionada, en el fondo la quería. Ella estaba
deseando pasar la noche con un hombre mayor y… —Resolló—. Sabía que
había escrito a su madre poniéndome de coartada. ¿Qué iba a hacer?
¿Descubrirla? ¿Chivarme como una cría de cinco años? No podía. Si lo
hacía, sabía que las consecuencias me salpicarían también a mí, así que la
encubrí.
—Míranos —le pedí. Ella alzó la vista y clavó sus profundos ojos
marrones en los míos.
—¿Tú sabes que has entorpecido una investigación policial? —le
recriminó mi compañera enfurecida.
—No era mi intención. Tan solo quería protegerla —lloriqueó—. En el
coche discutimos y nos dijimos cosas muy feas. La amenacé con vengarme,
con airear sus trapos sucios y su sexualidad. Mis amenazas se limitaban a
acabar con nuestra relación, pero nunca hubiera sido capaz de hacerle daño.
—¿Cuándo fue entonces la última vez que la viste?
—El sábado por la tarde, cuando la dejé en casa a eso de las ocho y
media o nueve menos algo.
En ese momento comenzó a sonar mi teléfono.
—Necesitamos que nos acompañes a la comisaría —le informó Aines
—. Tenemos que tomarte declaración por escrito. Puedes avisar…
—Llaman de la comisaría —le dije a mi compañera. Descolgué al
tiempo que me apartaba un par de metros para poder hablar.
—Dime —contesté.
—Han encontrado el cuerpo sin vida de Adrien Berguer Fabre.
—¿Qué?
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Sobrepasado

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

La mayoría de las veces sufrimos por cosas que no sucederán, sin embargo,
mientras acontezcan en nuestra mente las padeceremos en nuestro cuerpo
como si fuesen reales. El desamor, la muerte, el abandono, la traición, el
miedo a ser señalado… El abanico es amplio. Pero, incluso teniendo
fantasmas tan variopintos, a veces no alcanzan a ser tan desgarradores como
lo puede llegar a ser la vida misma. A pesar de que nuestra tormentosa
imaginación disfruta mortificándonos, otra parte de nosotros trata de
defenderse diciéndonos que nunca nos pasará a nosotros.

—¿Cómo ha sido? —pregunté al compañero que tenía al otro lado del


teléfono. Me quedé sorprendido. Estaba empezando a sospechar de Alba
Sierra cuando, ¿de pronto esa noticia? Dependiendo de su respuesta, el caso
podría dar un giro que no esperaba: su suicidio podía ser la confirmación de
que él era el culpable; pero si lo habían asesinado… Aines se situó lo más
cerca que pudo de mí para tratar de escuchar la conversación.
—Aún se desconocen las causas de la muerte, pero todo apunta a un
suicidio. —Mi compañera y yo intercambiamos una fugaz mirada. Estaba
convencido de que por su mente pasaba la misma confusión que por la mía.
Y es que, en el fondo, aunque habíamos sospechado de él desde el
principio, aquello supondría, de una forma u otra, un paso de gigante en la
investigación.
—Mándame la ubicación de la escena del suceso.
—Ha sido en su casa.
—De acuerdo. Vamos para allá.
Colgué al tiempo que Aines ya se dirigía hacia la puerta principal.
—Tenemos que marcharnos. Pasaremos a buscarte más tarde para
tomarte declaración —le expliqué brevemente a Alba antes de seguir los
pasos de mi compañera.
No entré en detalles. No quise ponerle al corriente de la muerte de su
«amigo».
—Jo-der —gruñó Aines nada más cerrar la puerta—. ¿Qué cojones…?
Es él, claro —caviló en voz alta, desconcertada.
—No lo sé. Lo que está claro es que si se ha quitado la vida es porque
se ha visto superado por algo.
—Que sepamos, podría deberse a dos motivos: uno, que realmente haya
sido él el autor de la muerte de Elena o, dos, que se haya acojonado por el
tema de la pedofilia o las relaciones con menores.
—Puede que estuviese de mierda hasta el cuello. En cualquier caso, si al
final fue él, se ha terminado haciendo justicia. ¿Quieres conducir?
—Sí.

Condujo en silencio, concentrada, no sé si en la carretera o en atar cabos.


En realidad, el recorrido era corto; estábamos bastante cerca. Por mi parte,
también estaba distraído con la situación del caso; Aines ya no era un
problema del que preocuparme. Pasamos a mantener el trato justo, el que
siempre deseé. Si de repente se hubiera convertido en una cotorra, hubiese
estado igual de incómodo; quizá más. Me gustaba disfrutar de un mínimo
de tiempo y de paz para reflexionar, ya fuese sobre los casos, mis problemas
personales o cualquier tontería que se me pasase por la cabeza. Y aquel
trayecto no fue menos: sospechaba de Alba Sierra, de Adrien Berguer y del
padre/padrastro de Elena. No hacía más que darle vueltas a todo.
«Si Alba la dejó en casa y la vio subir las escaleras, quiere decir que
Miguel Castillo tuvo que verla, cosa que ha negado.
»Pero, si Elena no pasó la noche con Alba, ¿con quién estuvo? ¿Quedó
con Adrien?
»En principio no cuadra.
»Adrien nos enseñó el mensaje que le envió: ponía que le dolía la
cabeza. ¿Era una excusa? ¿Terminó yéndose sola? ¿Quedó con otra persona
que desconocemos?
»Joder con la puta niña, no podía salir más fresca.
»¿Y su madre? ¿Acaso no veía que tenía un monstruito en casa?
»Joder, ya lo dicen, no hay más ciego que el que no quiere ver».
Estábamos llegando a unos bloques de pisos que empezaban a sonarme.
«Si al menos hubiésemos encontrado una muestra de esperma…
»Aunque, si era lesbiana, bueno, bisexual… ¿Podría haber mantenido
relaciones consentidas con un pene de mentira? —Me sentí ridículo
pensando aquello».
—Recuérdame que cuando veamos al forense le pregunte una cosa —le
pedí a mi compañera.
—¿No me vas a decir el qué?
—Pues, la verdad, no tenía intención. —Me miró con cara de pocos
amigos—. Es porque no quiero que te cachondees de mi ignorancia.
—Tranquilo, tú mismo.
«Bien, eso que me ahorras —pensé».
Según nos aproximábamos vimos las luces de una ambulancia y de al
menos un vehículo policial. Multitud de viandantes se agolpaban formando
un semicírculo, impidiéndonos ver más allá de sus espaldas.
—¿Qué hace ahí tanta gente? —preguntó Aines.
No contesté. Tuvimos que aproximarnos unos metros más y estacionar
antes de salir de dudas. Nos apeamos del vehículo y nos acercamos a paso
ligero. La gente miraba algo en el suelo. Fue entonces cuando entendí lo
que sucedía. Las expresiones de sus rostros lo decían todo: desconcierto,
pavor, pena, asco… Nos abrimos camino entre todos ellos hasta alcanzar el
cordón policial. Según avanzábamos vi a un chaval de unos veinte años
grabando el desaguisado que había quedado sobre el pavimento.
—Dame eso —dije quitándole el móvil de un tirón. Hasta que no me
topé con aquel memo no fui consciente de lo alterado que estaba.
—¡Eh, tú, cabrón, devuélveme mi móvil! —gritó abalanzándoseme.
Retuve sus intentos de agresión con un solo brazo mientras que con la
otra mano le daba el móvil a mi compañera y luego le enseñaba mi placa al
citado retardado.
—Para de una puta vez —dije poniéndole la placa delante de las narices
—. El móvil queda confiscado hasta que me salga a mí de las pelotas.
¿Entiendes?
—¡No puede hacer eso! —vociferó, llamando la atención de todos los
que nos rodeaban—. ¡Eso es abuso de la autoridad! ¡No pueden hacerlo! —
gritó mientras trataba de recuperar su móvil, esta vez lanzándose hacia mi
compañera. Le sostuve haciéndole una llave; la gente de alrededor
empezaba a hacernos un corrillo—. Aines, borra el vídeo y cerciórate de
que no hay ninguno más.
Obedeció sin decir nada.
—¡No pueden hacerlo! ¡Eso es abuso de la autoridad!
—Y lo tuyo es abuso de la subnormalidad, y aquí estás.
—¡Que me suelte! —exigió zarandeándose entre mis brazos—. ¡Tengo
mis derechos! ¡Están atentando contra mi libertad de expresión!
—Cállate, que no haces más que decir tonterías —repliqué apretándole
aún más, como una boa constrictora.
Mientras Aines se encargaba del contenido multimedia del teléfono,
vigilé que ningún otro imbécil de los que estaban cerca se pusiese a grabar
«nuestra intervención».
—Ya está —aseguró Aines.
Acto seguido solté al chico.
—No quiero volver a verte por aquí —dije devolviéndole el móvil.
—Le voy a denunciar.
—¿Sí? Pues ala, corre, campeón, ya estás tardando.
El muchacho achinó los ojos con desprecio y comenzó a alejarse. Yo
permanecí estático siguiéndole con la mirada.
—¡Le voy a denunciar! —gritó de pronto cuando ya se encontraba a
varios metros, dándose la vuelta con aire desafiante. Volvió a girarse y
prosiguió su camino.
—Vamos —me requirió Aines. Hice un leve asentimiento.
—¡A ver, aquí no hay nada que ver! ¡Váyanse a sus casas! —vociferé al
tiempo que seguía los pasos de mi compañera.
Al llegar al cordón policial nos identificamos ante el compañero que se
encargaba de vigilar el acceso. Sentí cómo Aines me observaba de reojo.
Una vez hubimos firmado en el informe de control, accedimos al perímetro
protegido.
—Mientras preparáis las mamparas, haz el favor de despejar la zona lo
máximo posible —solicité a otro de nuestros compañeros—. Son capaces
de sacarse los ojos de las cuencas y lanzarlos al aire con tal de enterarse
hasta del más mínimo detalle.
—Sí, la gente es demasiado morbosa. Lo intentaré.
—Gracias. Ah, y si ves a algún otro malsano grabando esta mierda o
haciéndose selfie’s o cualquier otra barbaridad, le requisas el móvil. Estoy
hasta las pelotas de tanto demente.
—De acuerdo.
Cuando me quise dar cuenta, Aines había dejado de estar a mi lado,
adelantándose hasta el lugar donde perecía el cuerpo reventado de Adrien
Berguer. Su masa reposaba decúbito prono sobre un charco de sangre que
aún emanaba de su cabeza. Su cara, su boca y su nariz besaban su pringosa
amalgama de fluidos orgánicos, polución y asfalto que alfombraban su
«descanso». El olor me recodó a un corral el día de la matanza; sentí
náuseas.
Me situé frente al cadáver, a un par de pasos del recerco que había
creado su sangre, y lo contemplé.
El bullicio de los compañeros trabajando en la zona y la gente que aún
permanecía expectante pasó a ser un zumbido uniforme relegado a un
segundo plano. Parecía encontrarme solo con él, como si nuestras almas
protagonizasen una siniestra conexión a pesar de estar en dos estados
distintos; deseando que a través de cualquier tipo de señal contestase a
todas mis preguntas.
«¿De verdad te has suicidado? ¿Por qué? ¿Te sentías culpable? ¿Eso
quiere decir que mataste a Elena Pascual Molina? ¿O acaso te has cansado
de ser un predador sexual? No, no creo. La gentuza como tú no conoce
escrúpulo alguno.
»¿Te asustó lo que te dije? ¿Realmente creíste mis amenazas?
»Eras débil, de eso no hay duda.
»En fin, me alegro de que estés muerto. Has hecho un gran favor a
muchas almas inocentes. Al fin, después de todo, has tenido el suficiente
juicio como para desaparecer de este mundo. Sobran las sabandijas como
tú. Espero que los de tu calaña tomen ejemplo, y que reúnan, como tú, el
valor suficiente para tirarse del primer ático que encuentren».
—Disculpa —solicitó un hombre cubierto de arriba abajo con un mono
blanco. A juzgar por su indumentaria no cabía duda de que era un miembro
del equipo médico forense.
—Claro —dije retrocediendo varios pasos. Ojeé la zona en busca de mi
compañera: hablaba con un agente. Decidí acércame.
—Vale. Gracias —escuché que le decía Aines al compañero. Él le hizo
entrega de algo y se marchó con un «no hay de qué». Al girarse se topó
conmigo.
—Oh —musitó Aines, prácticamente chocando conmigo—. Iba a
buscarte.
—Bueno, pues ya no hace falta, como buen caballero ya estoy aquí —
respondí, dedicándole una sonrisa amable. Sentí un leve rubor por su parte,
hasta el punto de agachar la cabeza y abordar el tema en cuestión.
—Mira —solicitó elevando ante mis narices lo que nuestro compañero
le había confiado—: una nota de suicidio.
—Interesante. ¿Qué pone? —Por un momento sentí tensión. ¿Y si ponía
algo de mis amenazas?
—Te leo:

«Lo siento, no quería hacer daño a nadie. Y nunca he sentido


que se lo estuviese haciendo. Ellas querían. Les gustaba. Pero voy a
acabar con todo. No aguanto más la tentación, porque sé que estoy
enfermo y no tengo cura, porque siempre querré más e irá a peor.
No puedo soportarlo. No quiero padecer el resto de mi vida. No
quiero que todo el mundo sepa lo que soy. No quiero que me señalen
por la calle. Me quito la vida solo por ese motivo. Tengo la
conciencia tranquila. No le hice nada a Elena; nada que ella no
quisiese. Y no voy a ir a la cárcel por ello».

«Por suerte, no pone nada acerca de mis “advertencias”».


—¿Qué opinas? ¿Crees que la carta es real? —me preguntó Aines.
—¿A qué te refieres?
—No, nada, déjalo. Pensaba en voz alta; era una auténtica estupidez.
—No creo que sea para tanto, pero vale.
—No, en serio. Alguien que supuestamente ha matado a otro y termina
suicidándose, ¿crees que pondría que tiene la conciencia tranquila?
—No. Lo normal es que lo confiese y luego se suicide. Ergo, pienso que
el suicidio es una consecuencia de su problema como pedófilo. Yo creo que
se acojonó cuando le dije que informaría a los medios de comunicación y
que se convertiría en el principal sospechoso de la muerte de Elena.
Supongo que la presión, el pánico a ser señalado y a pisar una cárcel, han
hecho el resto. Ya sabemos lo que les pasa a los violadores y a los
pederastas en el trullo.
—Ya. —Alzó las cejas—. En fin, ¿echamos un vistazo a su domicilio?
Tal vez encontremos algo.
Subí con la intención de que se requisase su ordenador y su móvil como
pruebas que pudieran guardar relación con el asesinato de Elena Pascual
Molina. Por supuesto, antes informé al comisario para que se encargase de
gestionar los trámites oportunos.
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«Tengo tus prendas»

Jueves, 19 de septiembre de 2019

Una vez sola en casa, se fue a su dormitorio y se sentó en el borde de la


cama. Se sentía desorientada. Estaba convencida de que la policía
sospechaba de ella.
«Me he librado solo porque les han llamado, si no ahora mismo
estaríamos de camino a la comisaría.
»Dios Santo, cómo se lo voy a decir a mis padres. A mi madre. —El
corazón le bombeaba a un ritmo frenético.
»Tal vez hayan visto que borré los mensajes del móvil. ¿Eso lo pueden
ver?
»¡Joder!».
Cogió el teléfono para ver si tenía algún mensaje nuevo. Desde que su
madre se enteró del asesinato de Elena no dejaba de estar pendiente de ella.
Al desbloquearlo se sorprendió al encontrar uno del padre de la
susodicha. Trató de averiguar qué decía sin abrirlo, pero le resultó
imposible: solo podía leer las primeras palabras:

«Hola, Alba. ¿Qué tal estás? Me…».

—Qué cojones querrá —susurró desconcertada. Observó la pantalla


durante un dilatado espacio de tiempo, meditando cómo proceder, releyendo
una y mil veces ese comienzo de texto que no desvelaba nada más que el
supuesto interés de Miguel por su estado de ánimo.
«No me apetece contestarle —pensó quejumbrosa. Dejó caer su espalda
contra el cochón—. Debería… —Resolló».
»Tal vez debería hablar con él y con Nuria, decirles que su querida
hijita, la que lo hacía todo tan perfecto, estaba perturbada y había quedado
con ese novio suyo que podía ser casi su padre. No creo que supiesen de su
existencia. —Hizo una mueca de repulsa—. Está claro que tenía un grave
problema mental, y nos ha terminado arrastrando a todos con su mierda.
»Maldita seas. Es tu culpa que no me dé ninguna pena que estés
muerta».
Sin embargo, se le empañaron los ojos de rabia y nostalgia.
Vaciló una vez más.
Pulsó la pantalla para abrir el mensaje de Miguel. Leyó:

«Hola, Alba. ¿Qué tal estás? Me parece que Elena tenía una
bolsa con cosas tuyas, aunque no estoy seguro. ¿Podrías pasar un
momento por casa y mirarlo? Ya me dices algo. Gracias».

—Tiene que ser mi ropa interior. No puede ser otra cosa. Aunque a
saber lo que es. Lo mismo «su novio» —dijo con desprecio— le regaló
alguna cosa y no me lo dijo. —Volvió a resoplar.
Cogió el teléfono y miró la hora: las 14:42.
«Vale, como pronto hasta las cinco mamá no vendrá, así que aún tengo
tiempo».
Contestó al mensaje:
«Hola. Vale, voy en cinco minutos».

Fue a su dormitorio y cogió una camiseta limpia, luego al cuarto de baño,


donde trató de camuflar el olor a sudor con una generosa dosis de
desodorante. Se mojó la cabeza, escurrió el exceso de agua y se recogió el
pelo en una cola de caballo.
«Voy como una guarra, pero me da absolutamente igual —pensó al
contemplarse en el espejo».
Bajó las escaleras lo más rápido que sus piernas y su coordinación le
permitieron. Se montó en el coche y condujo hasta la casa de los padres de
Elena.
Pocos minutos después aparcó en la misma puerta. Ojeó el móvil a ver
si Miguel le había contestado.
—Perfecto —se dijo al leer el «okey» que le había contestado Miguel.
Al llegar encontró la puerta del portal abierta. Subió las escaleras hasta
el domicilio de su «examiga» y llamó al timbre.
No entendía por qué, pero estaba nerviosa. Quería entrar, mirar si las
cosas eran suyas e irse lo antes posible.
—Hola, Dama Blanca. —Saludó Miguel con un gesto de pesar y una
sonrisa forzada. Alba arrugó el ceño. «¿Y tú qué sabes?», se preguntó Alba
recordando su discusión con Elena. Sin pensarlo, miró su vestimenta. Su
camiseta era blanca y lisa, en la parte inferior llevaba unas mayas de un
color gris perla; sus zapatillas de deporte también eran blancas con delgadas
líneas negras en los costados.
«Ah, lo dices otra vez por mi ropa, gilipollas».
—Eh, sí. Bueno. No del todo —respondió tensa.
«No entiendo cómo tiene cuerpo para bromas».
—Entra.
Se echó a un lado cediéndole el paso. Luego cerró.
—¿Cómo…? —articuló Alba. Dudó sobre cómo plantearle la pregunta.
—¿Cómo estamos? —Miguel se aventuró a acabar su frase.
—Sí, eso.
—Bueno. Son momentos duros. Nuria está muy afectada. Y yo… Era
nuestra niña —dijo sentido.
—¿Nuria no está en casa? —se interesó Alba al percibir tanto silencio.
—No. Ha decidido ir a trabajar. Dice que allí se le pasan las horas más
rápido, que está más distraída y no le da tiempo a pesar tanto en lo
sucedido.
Movió la cabeza comprensiva.
—Bueno, ven —dijo guiándola hacia el dormitorio de Elena—. Pasa.
Estás en tu casa. Para ti también debe estar siendo duro, ¿no? —planteó
mientras caminaba pasillo adentro.
—Sí, nos conocíamos desde que éramos niñas. —Según abrió Miguel la
puerta del dormitorio, la chica sintió un escalofrío recorriendo su cuerpo de
arriba abajo. Desde el umbral, lo ojeó; estaba todo tal cual lo vio la última
vez. Cohibida, entró despacio, dando pasos cortos y titubeantes, como si le
diera miedo estar allí dentro. Paciente, Miguel la esperaba en el interior.
—Siempre me sorprendió que a pesar de vuestra diferencia de edad os
llevarais tan bien —comentó el hombre.
—Bueno, ella siempre pareció ser mayor y, por lo que respecta a mí,
según dicen, soy más inmadura —explicó haciendo una mueca—. Ahora
iba a ser su cumpleaños y, parecía que en vez de dieciséis iba a cumplir
veinticinco. —Sonrió apenada.
—Por cierto, qué mal educado soy —dijo haciendo un aspaviento
exagerado—. ¿Quieres tomar algo?
—No, estoy bien así. No se preocupe.
—No me trates de usted, me hace sentir un anciano —bromeó. Alba le
sonrió con apuro—. Y no es ninguna molestia. Vamos, dime qué quieres.
¿Una cola, una naranja, un zumo, una cervecita bien fría, agua…?
Alba frunció el entrecejo.
«¿Una cervecita? Estará de coña».
—No, solo he venido a ver…
—Ah, sí. Espera. Ahora te lo saco —dijo yéndose a otra habitación. Al
cabo de un minuto volvía con una bolsa en la mano. Por su forma de
moverse y de hablar, parecía haber perdido la cabeza—. Ya está —espetó
amable y con una sonrisa en los labios—. Aquí están las cosas que creo que
son tuyas. Échales un ojo y, mientras, te traigo tu refresco. Al final has
dicho que quieres…
«Qué insistente —pensó Alba al tiempo que suspiraba y le sonreía
resignada».
—Lo que quieras, me da igual —cedió al fin.
—Muy bien. ¿Una cola, entonces?
—Vale.
—Genial, ahora mismo vuelvo.
Salió de la habitación y tornó la puerta. Sin haber soltado aún el pomo,
volvió a asomar la cabeza.
—Te cierro, ¿vale?, así tienes más intimidad —dijo sin esperar
respuesta. Y volvió a cerrar.
Mientras ella vaciaba el contenido de la bolsa y lo esparcía sobre la
cama de Elena, Miguel fue a la cocina a prepararle el refresco.
El padre de Elena abrió la nevera y sacó una lata. Con la bebida en la
mano se dirigió al armario donde guardaban los vasos. Cogió uno y, de su
bolsillo, extrajo una pequeña bolsa hermética con unos polvos blancos
dentro. Volcó el contenido en el vaso y luego lo rellenó con la bebida. El
gas del refresco mezcló las dos sustancias dejando una imperceptible
combinación dulce y adulterada.
—Perfecto —susurró al ver que no quedaba evidencia alguna de las
intrusas partículas.
Deshizo el camino recorrido hasta encontrarse nuevamente en el
dormitorio de su hija. Abrió la puerta sin llamar.
—Aquí tienes tu refresco —anunció con euforia.
—Gracias —dijo Alba cogiendo el vaso y dándole un buen trago.
—¿Qué, has encontrado algo que sea tuyo? Yo creo que esas cosas no
eran de Elena, y como sé que os intercambiabais ropa…
—Sí. Es todo mío —respondió algo ruborizada debido a que una buena
parte era ropa interior.
—No te preocupes. No es el primer conjunto de encaje que veo. Mi
mujer tiene alguno que otro y le gusta provocarme con ellos. Y,
francamente, me encanta. Cuando se los pone es como una niñita jugando a
hacerse la mayor. Además, le pido que se ponga un traje de colegiala que le
regalé en uno de nuestros aniversarios y a veces lleva esas prendas debajo.
Queda muy sexi. ¿Sabes?
Miguel la miró fijamente. Alba no sabía qué decir. Se sentía incómoda.
—Ya. Bueno, debo irme. Gracias po…
—¿Puedes esperar un momento? —la interrumpió—. Se me había
olvidado darte una cosa. ¿Me esperas aquí?
—Eh, sí —respondió titubeante.
—Bien. No tardo.
Mientras Miguel salía y volvía a cerrar la puerta, Alba dio otro trago a
su bebida. Dejó el vaso sobre el escritorio de la habitación y volvió a meter
las cosas en la bolsa. Después, se sentó sobre la cama.
«¿Qué será? Algún pantalón o camiseta, supongo. Lo mismo es la
camiseta que se compró el sábado».
Cogió el teléfono para mirar la hora: las 15:09.
«No sé por qué tarda tanto.
Si en dos minutos no ha venido, me voy. Ya vendré otro día. Y si no,
que se lo queden ellos, no creo que sea nada tan importante».
Abrió el WhatsApp. Tenía un mensaje de su madre:

«Hola, hija. ¿Qué tal estás? Estoy pensando que esta noche
cenaremos pizza, ¿te parece bien?».

Sonrió apenada, evocando a su vez la visita que le habían hecho los


policías.
«“Pasaremos a buscarte más tarde para tomarte declaración” —recordó
sintiendo cómo se le volvía a acelerar el corazón igual que lo hizo en
presencia de los agentes.
»Joder. De momento no le voy a decir nada. No quiero que se preocupe
aún más; se pone muy pesada. Con un poco de suerte, los polis vendrán
cuando ella haya vuelto del curro y me haya dado tiempo a ponerla al tanto.
—Resolló».

«Hola —empezó a escribir—. Bien, he estado en el gimnasio. Y


sí, hace mucho que no cenamos pizza, me apetece.
Besos.
Ah, y no hace falta que te preocupes tanto por mí, ya te lo he
dicho, estoy bien.
Luego hablamos».

Volvió a mirar la hora: las 15:14.


—Joder. Cuánto tarda.
Jugueteó con el móvil para hacer tiempo. Los minutos siguieron
pasando.
15:18.
Su concentración empezaba a disiparse. Miró la pantalla como si se le
hubiera olvidado lo que iba a hacer. Su atención se perdió en la nada. A
cada minuto transcurrido fue sumiéndose en un estado más perturbado, algo
semejante a una compleja y absorbente abstracción.
Escuchó un ruido al otro lado de la habitación que le hizo levantar la
vista. El gesto le hizo sufrir un ligero mareo. Se llevó la mano a la cabeza
por puro instinto, como si aquel movimiento pudiera ayudarla a recuperar el
vigor.
La puerta se abrió dejando apreciar la figura de Miguel. A pesar de su
escasa concentración, la chica se percató de que su indumentaria era
distinta. No tuvo fuerza para hablar, pero sí para fijarse en sus manos: venía
con ellas vacías. Desconcertada, lo miró a los ojos tratando de entender lo
que sucedía, pensando que, tal vez, no lo había encontrado, que, tal vez, se
había cambiado para ir a alguna parte. Pero en su lugar se topó con el rostro
impertérrito del hombre, el cual la observaba enmudecido y paralizado bajo
el umbral de la puerta. Miguel la examinó primero a ella, luego oteó la
habitación hasta dar con el vaso del refresco.
—¿No tienes sed? Has bebido poco —comentó, volviendo a centrar su
atención en ella, haciéndola sentir todo lo incómoda que la droga le
permitía.
—Sí. No. No mucha —respondió con esfuerzo, aletargada.
Miguel asintió con un movimiento recreado, dibujando a su vez una
mueca sarcástica de disgusto.
La droga empezaba a surtir efecto.
—¿Ha encontrado «eso»? —consiguió preguntar.
—Oh, sí, «eso». Claro, cómo no. Aquí lo tengo —dijo echando mano al
bolsillo derecho de su vaquero. —Alba arrugó el ceño—. Mira —solicitó al
tiempo que desbloqueaba el ordenador de su hijastra muerta—. Sacó la
mano del bolsillo y le mostró un pendrive. —Aquí tienes una copia —
explicó mientras lo sostenía con sus dedos índice y pulgar en forma de
pinza y se lo ponía delante de las narices.
—¿Copia? —vaciló. Su concentración seguía mermando.
—Ahora lo verás. Siéntate aquí, por favor —le pidió entretanto apartaba
la silla del escritorio. Esperó unos instantes a ver si reaccionaba. Con
torpeza, trató de levantarse. Miguel se acercó a ella y, cogiéndola del brazo,
la acompañó desde la cama hasta la silla. La sentó—. Yo ya lo he visto —
dijo al tiempo que la giraba sobre su nuevo asiento hasta dejarla bien
pegada al escritorio—. Te va a gustar.
Abrió un icono de la barra inferior de tareas. Ante ella surgió una
imagen en la que se veía un primer plano mal enfocado de la cara de Elena.
—Dale al play.
Alba obedeció sin rechistar, con la misma velocidad y energía que una
nonagenaria agonizante.
El ordenador comenzó a reproducir el vídeo con Elena como
protagonista, en el que se la veía hablando entre susurros, muy pegada a la
cámara:
«Esto es para ti, Alba: nos voy a grabar mientras nos lo montamos —
confesaba Elena mientras, descuidada, manipulaba la cámara sin ninguna
intención de encuadrar el plano. En estado normal, Alba se hubiera
alterado, quizá hubiera parado el vídeo, pedido explicaciones…, hubiera
hecho cualquier cosa. Pero en ese momento su voluntad estaba anulada.
Miraba la pantalla paralizada, enmudecida, como si sus cuerdas vocales
hubieran sido seccionadas por el cuchillo desafilado de un matarife
chapucero. Entretanto, el vídeo continuaba reproduciéndose—. Ahora
mismo estás hablando con mi padre. Le he pedido que te entretenga
mientras coloco la cámara. Ha sido una idea improvisada. Bueno, no tanto.
El caso es que él me ha dejado la cámara. —Transcurrían los segundos
y sus ojos, a pesar de todo, se empañaron ajenos a la droga que adulteraba
su organismo. Sintió, además, cómo su corazón se aceleraba. Por unas
décimas de segundo fue consciente de lo que sucedía, pero para su
desgracia, no podía hacer nada—. En fin, voy al baño porque se supone que
me estoy secando el pelo. La dejo grabando. Ya verás qué bien nos lo
pasamos». El video mostraba un nuevo plano de Elena concentrada en
enfocar el aparato hacia su cama, y luego otro de ella en ropa interior
saliendo a hurtadillas del dormitorio, evitando hacer ruido.
—Espera —dijo Miguel inclinándose hacia el ordenador y tocando el
ratón—. Voy a pasar vuestra discusión, ¿te acuerdas? Aquella en la que os
pasáis diez minutos buscando información de la Dama Blanca. Ahora
mismo llegaremos a lo que nos interesa, ya verás. —Manipuló la barra del
tiempo hacia delante y hacia atrás hasta situarla en el momento deseado.
Alba, inmóvil, no apartó la vista de la pantalla. Parecía que el eco de sus
instintos la advertían de que no debía decir nada, de que no debía mirarle a
la cara, de no moverse. Una tos rasgada y árida arrancó de su garganta—.
Oh, ¿tienes sed? —preguntó retórico—. No me extraña, están siendo
muchas emociones, ¿verdad? Aunque con lo que te he dado no creo que
sientas mucho, pero bueno. —Cogió el vaso del refresco y se lo acercó a la
boca. Entre tos y tos consiguió que diera un trago. La bebida consiguió
aplacar la deshidratación de su garganta. Los sentidos de Alba trataban de
escapar de esa especie de letargo inconsciente que estaba neutralizando su
motricidad y su voluntad. Su campo de visión empezaba a ser difuso. El
pulso le temblaba—. Ahora sí que has dado un buen trago. Así me gusta.
Mira. Esta es la parte buena. —Le quitó el vaso de los labios y lo devolvió
al escritorio. El vídeo había comenzado a reproducir las relaciones íntimas
de las dos chicas. Dejó que lo contemplase durante varios minutos.
Mientras Alba lo miraba impertérrita, la erección de Miguel evidenciaba su
creciente excitación. A punto estuvo de correrse encima.
»Bueno, ya está bien —dijo pausando el vídeo—. Voy a tener que ir a
darme una ducha fría —rio despreocupado—. Que no, es una broma, mujer.
»En fin, ha llegado el momento de sincerarnos, ¿no te parece?
Empezaré yo. —La separó del escritorio y giró la silla hasta situarla
enfrente de él—. Desde el primer día te eché el ojo encima, ¿sabes? —Alba
no conseguía articular palabra, se había convertido en una especie de
marioneta sin hilos que la gobernaran—. Tenéis una constitución tan
parecida, tan aniñada…, y a mí me gusta tanto… Lo de Elena ha sido la
tentación más grande a la que me he tenido que enfrentar en mi vida y,
ahora que sé que mi instinto sexual es mayor que mis fuerzas para
contenerlo, creo que no te importará que siga contigo. Ya sabes que una vez
que la bestia se desata no hay nada que la frene. ¿Y sabes otra cosa? No
quiero parar —dijo iniciando un monólogo mientras se paseaba por la
habitación como si fuese un sargento aleccionando a su tropa.
»No, mi mujer no me sirve. Su cuerpo es como el de una niña, sí, pero
en el fondo no puedo engañar a mi inconsciente. Ella no me pone ni una
décima parte de lo que me ponéis vosotras. Tú ya me entiendes. Así que, de
momento, seguiré con ella, por supuesto; no estoy tan loco como para
dejarla. Con lo fácil que se vive estando bajo sus cuidados. Le gusta
trabajar, ¿qué le voy a hacer? A mí, por el contrario, me gusta llevar una
vida sin responsabilidades. Ya ves, tenemos la relación perfecta. Mira hoy,
por ejemplo: mi única preocupación será hacer lo que quiera contigo y
luego limpiar mis huellas. Fingir que he estado en casa ocupándome del
hogar, poniéndome en forma para seguir poniéndola como una moto y poco
más. Es como si ella me ayudase a seguir adelante. Fíjate, ni habiendo
muerto su hija es capaz de quedarse en casa un solo día. Va al puto trabajo
como si fuese una yonqui. Eh, pero no me enfado. Faltaría más. Ha abierto
la veda, ¿cómo me voy a quejar? A nosotros nos ha venido cojonudo para
vernos y jugar un rato. Por cierto —dijo cambiando la voz a una entonación
meliflua y picaresca. Se acercó a la chica y le apoyó la mano en la pierna—,
tengo ganas de empezar, ¿sabes? —Inició un recorrido ascendente y
recreado desde su rodilla hasta su ingle; allí frenó—. Pero… Aún no. —
Volvió a erguirse frente a ella. La miró con odio durante unos instantes.
Alba tenía la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo; no tenía fuerzas
para mirarle a la cara. Irritado, la abofeteó haciéndola caer de la silla. Su
cuerpo chocó contra el suelo como un saco de escombros—. No me gusta
que me tienten —habló con los dientes apretados—. La putilla de Elena no
hacía otra cosa. Cuando se encontraba su madre delante, se portaba como
una mojigata, y cuando nos quedábamos a solas… Era una sucia ramera. —
Deberíais estar todas encerradas en un prostíbulo donde solo os abrierais de
piernas. ¿Entiendes? Gratis. Es lo que os merecéis las que sois como tú. —
Anduvo por la habitación varios minutos, dando vueltas de un lado para
otro mientras Alba permanecía tirada en el suelo. Estaba consciente, pero
apenas se movía; no tenía fuerzas.
—¿Qué hago contigo? —se preguntaba Miguel en susurros. Terminó
sentándose en la cama con el cuerpo inclinado hacia delante, formando con
sus brazos unas escuadras que le ayudaban a sostener la cabeza entre sus
manos. Desde ahí, le dio un par de puntapiés a Alba en la espalda—.
¿Podrás andar? Solo tenemos que llegar el ascensor sin que nos vea nadie.
Una vez en el coche, será como si nunca hubieras estado aquí.
Meditó la posibilidad varios minutos, como si se hubiera olvidado de
que la chica seguía tirada a sus pies. La droga había conseguido dormirla.
»Las noticias no ayudan —prosiguió, reanudando su monólogo—. ¿No
te has fijado? Incitan a hacer lo mismo que hago yo. Mira ese colega que
hace unas semanas violó a sus tres hijas y a su mujer, aquí mismo, en
Valencia. Me dirás que eso no es un reclamo en toda regla. La sociedad
necesita creer en el bien y en el mal, en los justicieros y en los villanos. Por
desgracia para ellos, vivimos en un mundo donde hacer el mal es un estilo
de vida. Y qué quieres que te diga, viendo lo que hay por ahí suelto, yo no
voy a ser ahora el niño bueno. A mí también me han convertido en lo que
soy; yo no tengo la culpa. —Hizo una mueca de resignación al tiempo que
negaba con la cabeza—. Nah. A veces pienso en que nos hacen algo para
ser así. A lo mejor es algún influjo de la luna o de cualquier otro elemento
que no vemos, por ejemplo los gobiernos. Tal vez adulteren el agua o el
aire. Incluso la comida. Ya te digo: está todo tan corrompido que no es
descabellado pensarlo. ¿Tú no lo crees? A lo mejor nos pervierten a través
de las vacunas que nos ponen cuando nacemos, nos meten un gen
modificado, una bacteria o un virus que afecta directamente al cerebro y nos
convierte en lacra. Algunos no sucumben, pero es solo en apariencia; ponles
en una situación límite y veremos qué hacen. ¿Que no matarían?, ¿que no
violarían? Somos animales; nos mueve el instinto. Todos estamos
condicionados. Pero ¿sabes qué es lo peor? Ser consciente de que haces
daño y no poder hacer nada por evitarlo, incluso que llegue a darte igual. O
que te guste.
»¿Sabes por qué maté a Elena? Para proteger a la ignorante de su
madre. Por lo que he leído sobre el caso de ese otro tío, le hubieran quitado
la custodia por “consentir” que su hija y yo tuviésemos un lío. ¿Y sabes qué
hubiera pasado si le hago eso, bueno, si la ley le hubiera hecho eso? Que la
hubieran matado. No en sentido literal, tú ya me entiendes.
»Pero no te preocupes, después de que acabe contigo he pensado que
ella también sobra. Aunque me mantiene y me sirve para fornicar de vez en
cuando, ya no es imprescindible. Por un lado el Estado me dará una pensión
de viudedad y, por otro, su seguro de vida me acoquinará una buena
morterada. Es un buen plan, ¿verdad? Por supuesto, tienen que pasar unos
cuantos meses o años para no llamar la atención; no soy gilipollas. —
Resopló de forma sonora al tiempo que cogía a Alba del suelo y la volvía a
sentar en la silla. El movimiento la despertó—. Nuria lo ha permitido. Ella
ha forzado que yo acabe así. Por eso Elena era tan promiscua. ¿De quién te
crees si no que lo ha aprendido? Eso es pura genética.
»No respondes, ¿eh? —dijo pellizcándole un moflete—. Claro, no me
extraña, estás bajo los efectos de la benzodiacepina. Me encanta ver la tele.
¿Tú sabes lo que se aprende viendo pelis, series y documentales? Es
acojonante.
»En fin, ahora tengo que pensar qué hago contigo. Creo que te voy a
llevar a una cabañita que hay cerca de donde me deshice de Elena. Sí,
mujer, a un terreno que pertenecía a un tío mío que murió hace un par de
años; que en paz descanse. ¿Sabes lo mejor? Que allí no nos verá nadie.
Tendremos absoluta intimidad. Pero tranquila, serás la primera en
estrenarlo. No. A Elena no la maté allí. ¿Quieres que te cuente lo que pasó?
Sí, por qué no. Tenemos tiempo.
»Ah, otra cosa antes de que se me olvide. Dime tu pin del móvil.
Escríbelo o ponlo delante de mí para que lo vea. Vamos, espabila —la
azuzó zarandeándola.
Como hipnotizada, Alba hizo amago de sacarse el móvil del bolsillo.
Miguel acompañó sus movimientos. Con su mano debajo de la de ella —
para evitar que no acabase el aparato contra el suelo—, esperó a que
procediese a desbloquearlo. Aguardó con paciencia, sabiendo que la droga
había mermado por completo su voluntad y ralentizado su coordinación.
Ahora Alba era como un robot a las órdenes de un tarado. La observó y vio
cómo, aun estando aletargada, conseguía escribir el patrón sin equivocarse.
Su lentitud de movimientos le permitió anotarlo.
—Bendita droga —espetó jocoso.
»Muy bien, Damita Blanca, lo has hecho a las mil maravillas. Me
servirá para escribir a tu madre dentro de unas horas y decirle que estás
bien, así me dará tiempo a hacer todo lo que debo.
»Sé que quieres saber cómo maté a tu amiguita, pero me temo que
deberás esperar un rato. Primero cogeremos el coche e iremos a la finca de
la que te hablaba.
»Venga, putita, ponte en pie.
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El contenido de la galería

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

Tras abandonar el domicilio de Alba Sierra, el tiempo pareció acelerar su


habitual curso. Los minutos se sucedieron apresurados haciéndome perder
la noción del mismo. Cuando me quise dar cuenta llevábamos allí tres
horas, subiendo, bajando, registrando el piso, requisando aparatos,
discutiendo con el comisario, hablando con el médico forense… Leí la
dichosa nota de despedida cinco veces, hubo frases que mi mente había
conseguido memorizar: «Nunca he sentido que las estuviese haciendo
daño», «Ellas querían. Les gustaba», «Tengo la conciencia tranquila».
En varias ocasiones perdí de vista a mi compañera. Pero ya no me
preocupaba, al fin estaba consiguiendo trabajar con ella como lo hice
anteriormente con el resto de mis compañeros: con normalidad.
Me encontraba solo cuando recibí una llamada de la comisaría que de
nuevo trastocaría mis esquemas mentales.
—Dime —contesté nada más descolgar.
—Tengo que enseñaros algo, es urgente —respondió Alonso al otro
lado del auricular.
—De qué se trata.
—Hemos accedido a la galería de fotos del móvil de Elena Pascual
Molina. Creo que querréis ver sus archivos lo antes posible.
—¿Qué has encontrado?
—Qué no he encontrado: vídeos con fotos provocativas, un vídeo de
ella liándose con una chica, otro con un tío mayor que ella…
—Vale, de acuerdo —le corté—. Vamos para allá.
Colgué y me quedé varios segundos mirando la pantalla de mi móvil.
«¿Qué cojones…? Joder. —No sé por qué aquella información me
cabreó».
Anduve en busca de mi compañera. La encontré junto a un par de
agentes del equipo forense. No quise acercarme demasiado. A varios
metros, la llamé vociferando su nombre. Al parecer no alcé la voz lo
suficiente: me costó tres intentos hacerme oír.
Cuando al fin se giró, le hice una señal con la mano para que viniese
hasta donde yo me encontraba.
—¿Qué pasa?
—Tenemos que irnos. Me ha llamado Alonso: ha conseguido entrar en
el móvil de Elena.
—¿Tenemos los mensajes?
—No. Las imágenes.
Arrugó el ceño como si tratase de adivinar el contenido, sin embargo, no
dijo nada, no preguntó si yo estaba al tanto de algo que ella aún no supiese.
Dio media vuelta y se dirigió a paso ligero hacia el coche al tiempo que
sacaba las llaves de uno de sus bolsillos. Yo seguí su estela sin dilación,
como si fuese el guardaespaldas de la protagonista de una novela rosa.
Adivinando su intención de querer conducir hasta la comisaría, fui
bifurcando mi camino en dirección al asiento del copiloto.
Junto a mí, volvía a viajar aquella compañera muda que escasas horas
antes me había confesado el motivo de su silencio. Sin embargo, su mirada
era distinta. Se la percibía pensativa, inquieta; también su forma de
conducir fue más violenta que de costumbre.
En mi mente no cabía otra cosa más que tratar de entender cómo una
chica de quince años podía guardar esos vídeos en su móvil, cómo podía ser
ella la protagonista. ¿Había disfrutado? ¿La habían extorsionado o
amenazado de alguna forma? No era la primera vez que veía imágenes
subidas de tono en algunos dispositivos de menores; pornografía, sobre
todo. También sabíamos de la existencia y el peligro del sexting[1]. Pero si
lo que me había adelantado Alonso era igual a lo que mi mente estaba
imaginando, estábamos hablando de palabras mayores.
No quise decir nada a mi compañera para no envenenarla con mis
suspicacias. Prefería que ambos lo viésemos con nuestros propios ojos;
suficiente había especulado yo ya.
Llegamos a la comisaría en tiempo record.
—Vamos —me acució.
La seguí sin rechistar. Al llegar a la oficina fuimos directos a la mesa de
Alonso: no se encontraba en su sitio.
—No me jodas, ¿se ha ido? —espetó Aines resignada.
—Tranquila, tiene que estar por aquí. Le dije que vendríamos.
Se giró y me miró fijamente a los ojos. Se acercó un par de pasos hasta
ponerse a escasos centímetros de mi rostro.
—Tengo un mal presentimiento —me susurró.
Sus palabras me cortaron el hálito por un instante. Yo entendía de malos
presentimientos. La primera vez que mi ex me puso los cuernos tuve uno de
los más desagradables que he soportado en mi vida. Tan desagradable y
certero que en el mismo instante en que lo tuve, la llamé: se estaba liando
por primera vez con su actual marido; aunque eso no lo supe hasta
demasiados meses más tarde.
—¡Eh, pareja! —gritó Alonso desde el otro lado de la sala. La mitad de
los compañeros y nosotros nos giramos. Nos hizo un gesto con la mano
para que le esperásemos.
Sentí cómo Aines suspiraba impaciente.
Quise tranquilizarla, decirle que todo saldría bien, pero mis labios no
articularon palabra alguna.
—Ya estoy con vosotros —anunció nuestro compañero un par de
minutos más tarde—. Venid. —Nos dirigió hasta un despacho vacío. Allí
tenía un ordenador portátil. Se sentó enfrente y tecleó la contraseña.
Mientras lo manejaba, Aines se sentó a su lado. Yo permanecí de pie, a sus
espaldas. No le hizo falta buscar mucho. Ante nosotros se mostraron varias
carpetas—. ¿Por dónde queréis que empiece?
—¿Qué tienes?
—Eh… —vaciló antes de contestar. Creo que no soltó un «lo que le he
dicho a Yago cuando le he llamado», para no generar tensión entre nosotros
—. Hay fotos y vídeos.
—Empieza por las fotos —solicitó Aines.
—¿Sabéis qué? Mejor os servís vosotros mismos. Estas cuatro son las
carpetas que he podido recuperar de su móvil. Estoy estudiando el origen
del contenido. Hay ficheros que no han sido grabados desde su móvil, sino
que han sido creados con otros dispositivos electrónicos y luego se han
enviado al móvil. Os lo digo porque puede que os interese. En fin —dijo
poniéndose en pie—, aquí tenéis el material. No necesito volver a verlo.
—Gracias —le dije antes de que se marchara. Aines ya estaba abriendo
la primera carpeta.
—Siéntate —me solicitó—, me pone nerviosa que estés ahí detrás.
Obedecí.
Según me senté, comenzó a pasar las fotos sin recrearse demasiado en
ninguna. Hasta que llegó a las que me mencionó por teléfono Alonso.
—¿Qué cojones es esto? —preguntó asqueada.
Ante nosotros teníamos una larga sucesión de selfie’s de Elena con su
padre. Primero empezaron siendo las típicas posturitas pueriles, muecas y
risas. Pero la inocencia de las primeras estampas dio pasó a la provocación,
la lascivia y la depravación: la lengua del padre en la cara de su hija y esta
con cara de salida; sus dos lenguas tocándose; el padre sin camiseta; Elena
en sujetador; Elena empezando un recorrido descendente con su lengua
desde el pecho de su padre hasta el vello púbico…
—Basta. Tengo suficiente —dijo Aines. Observé a mi compañera:
evitaba mirar la pantalla—. ¿Qué significa esto, que la que nos creíamos
que era una niña inocente y casta en verdad era una depravada? ¡Joder, ese
es su puto padre! —expuso encolerizada alzando la voz.
—Padrastro —apunté sin intención de tocarle las narices.
—¿Acaso hay diferencia? —replicó airada. Parecía sentirse traicionada,
algo semejante a como me sentí yo minutos antes cuando Alonso me
advirtió de lo que nos íbamos a encontrar—. Era una maldita cría de quince
años, joder. Y él llevaba criándola desde que tenía cinco. Desde que tuvo
uso de razón estuvo con él; ella lo ha vivido como si fuese su único y
verdadero padre. —Agachó la cabeza pensativa, negando y masajeándose
con las yemas de los dedos el cuero cabelludo que nacía en la parte donde
acababa su frente—. Mi hermana tiene dos hijos: un niño y una niña. Se
divorció hace tres años y ahora está casada con otro tío. ¿Tú sabes lo que es
imaginar que les pueda pasar algo así a tus hijos o a tus sobrinos? No me
cabe en la cabeza, de verdad. ¿Acaso lo habían hecho antes? ¿La tocó o
violó siendo más pequeña? ¿Acaso ella lo veía como algo normal? ¿Y qué
pasa, que la madre no lo veía? No lo entiendo, te lo juro. No lo entiendo.
—Tranquila, Aines. No pienses cosas raras. Estas cosas no suelen
suceder.
—Está el mundo loco —replicó afectada.
—Es solo una pequeña parte de la sociedad la que está enferma.
—No sé si es tan pequeña.
—Sí. Créeme. El problema es que hacen mucho ruido.
—Ya.
—Entiendo tu frustración, tu rabia, tu miedo…, pero tenemos que
terminar de ver esta mierda. Necesitamos saber si tenemos alguna prueba de
peso con la que poder enchironar a ese hijo de puta.
Asintió.
Terminamos de ver las fotografías. Luego pasamos a los vídeos; muchos
eran de chorradas. Según los abríamos los cerrábamos.
—Busca por tamaño —sugirió Aines.
—Buena idea. Recoloqué la carpeta.
—Mira, hay varios que ocupan mucho.
—Sí. Empecemos con este, que es el que más pesa.
Duraba más de media hora. En él salía Elena y Alba. Vimos el
comienzo, en el que Elena confesaba que iba a grabarlas manteniendo
relaciones, como si fuese a gastarle una broma o a darle una sorpresa a su
amiga, novia o lo que fuesen. Luego una discusión de nueve minutos en la
que buscaban información y leían acerca de las leyendas espirituales de la
Dama Blanca. El tiempo en el que las chicas practicaban sexo lo fuimos
pasando. Con esta grabación se confirmaba el testimonio de Alba en el que
aseguraba mantener una relación íntima con Elena. Vimos los últimos
segundos de grabación donde se las veía tumbadas sobre la cama, una
abrazada a la otra. Se cortaba de repente.
—Seguro que se le acabó la batería o el espacio libre de la memoria —
aventuró Aines.
—Sí, tiene toda la pinta.
—¿Otro?
—Sí. Este, por ejemplo.
Resolló antes de contestarme con un «vale» cargado de resignación.
Pinché en el icono dando inicio al siguiente vídeo. Lo protagonizaban
Elena y su padre. El contenido: más de lo mismo o, mejor dicho, parecía la
continuación a los selfie’s subidos de tono, depravados y enfermizos que
nos sirvieron de indigesto aperitivo minutos antes. El vídeo fue mucho peor.
En esta ocasión, no solo se le puso mal cuerpo a mi compañera; yo estuve a
punto de echar la bilis que me revolvía las tripas, y no era para menos: el
padre la aleccionaba como un profesor a una alumna en una clase práctica,
solo que en esta ocasión, la materia era puramente sexual. Hubo varias
escenas en las que, de soslayo, aprecié cómo mi compañera apartaba la
mirada, como si estuviese viendo la mejor película de terror de la historia.
—He tenido suficiente —le dije, deteniendo la reproducción.
—Aún faltan varios minutos, ¿no?
—Sí, pero —dije adelantándolo varias veces; el escenario y los
protagonistas siempre eran ellos en distintas posturas—, es más de lo
mismo. Pongo otro.
—Por mí estupendo. Me gustaría saber si también tiene algún video con
Adrien Berguer.
Abrimos los que faltaban; los «vimos» acelerando las imágenes y
pasando fragmentos enteros. De Berguer tan solo encontramos varias
decenas de fotos suyas en pelotas, en distintos ángulos, planos y distancias.
Se las debió intercambiar con Elena a cambio de las que ella guardaba de sí
misma en la misma línea pornográfica.
—Creo que con esto tenemos suficiente, ¿no te parece? —me preguntó
Aines.
—Espera. Tengo que ver algo.
—¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas del día de la desaparición de Elena, de lo que dijo Alba,
que la había llevado a casa y la vio subir las escaleras?
—Sí.
—¿Recuerdas que el engendro de su padrastro aseguró no haberla visto?
Quiero ver si hay algún archivo con contenido X del día de su desaparición.
Asintió pensativa.
Llevé la vista a la pantalla y busqué entre los archivos. Y allí estaba el
vídeo que ya habíamos visto de Elena y su padre, con fecha de creación: 14
de septiembre de 2019, a las 21:53.
—Eso corresponde al día que desapareció. ¡Estuvo en casa! ¡Estuvo con
él! ¡Me cago en la puta! —chilló Aines al tiempo que se ponía de pie con
un movimiento brusco y provocaba que se cayese la silla contra el suelo—.
Salió apresurada hacia la puerta del despacho, la abrió y desde el umbral
llamó a Alonso. Nuestro compañero acudió en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Qué pasa? ¿Tenéis algo?
—Dínoslo tú —solicitó Aines arrastrándole hasta el ordenador—. ¿Esa
fecha es correcta? ¿Puede estar alterada por algún motivo?
—Voy. —Se sentó junto a mí y se puso a inspeccionar. Abrió y cerró
varias carpetas, varios ficheros…— A ver. La fecha original del vídeo es el
14 de septiembre de 2019. La hora de la creación, las 21:32.
—¿Estás seguro? —pregunté.
—Sí, segurísimo. Ese video se grabó en otro dispositivo. Es lo que os he
comentado antes. ¿Veis? Estos números son distintos a estos —dijo
señalando varios «códigos»—. Bueno, olvidadlo, son cosas técnicas. El
caso es que el vídeo se grabó en otro móvil o en una tablet. Incluso, a
juzgar por el tamaño y la calidad del vídeo, me declino por pensar que fue
grabado en una cámara de vídeo, y que luego llegó al móvil de Elena,
seguramente por WhatsApp o Messenger. Así que la hora de la creación es
la que os he…
—Nos vamos —dije poniéndome en pie y dejándole con la palabra en la
boca. Aines me miró con ansiedad y expectación, como un perro que acaba
de ver a su amo con comida—. Miguel Castillo es el asesino de Elena.
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A contrarreloj

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

Abandonamos la comisaría como alma que lleva al Diablo.


—Conduce tú —me pidió Aines según nos aproximábamos al coche.
Era la primera vez que la veía tan nerviosa—. Yo llamaré al comisario para
decirle que nos disponemos a detener a Miguel Castillo por el asesinato de
Elena.
—Perfecto. Este ya no se nos escapa —dije cerrando mi puerta.
—Sí, aunque sigo teniendo un mal presentimiento.
Miré la hora en el reloj del salpicadero: las 19:44.
«Joder, cómo pasa el tiempo».
—¿Qué mal presentimiento?
—Aún no sabemos si la mató o no, aunque todo apunta a que sí. Él es el
sospechoso número uno. Los demás no cuadran; uno incluso está muerto. Y,
me viene Alba a la cabeza.
—¿Qué pasa con Alba?
—¿Tú no crees que pudo ser ella, o, que lo pudieran hacer entre los
dos?
—¿Alba? ¿Con qué móvil? ¿Por despecho? No, francamente, no lo
creo. Sin embargo, Miguel sí cuadra con el perfil que tracé del asesino.
—Pues si no crees que Alba haya tenido nada que ver, cosa que yo
tampoco… No sé cómo decirlo —dijo atropellada y titubeante, como si le
diera miedo exponer lo que pasaba por su mente.
—Vamos. Dilo.
—Creo que la siguiente es ella.
Me quedé pensativo, paralizado durante unas breves fracciones de
segundo en las que mi mente reprodujo varias frases de Alba durante
nuestra visita a su casa: «Tenían una relación muy rara», «A veces me pone
nerviosa, no me gusta cómo me mira», «Parece que quisiera intimidarte con
la mirada, como si estuviera ido». Aquello que pensé que era una posible
estrategia para desviar nuestra atención, quizá fue la pista que buscábamos.
—Llámala al móvil —solicité, contagiado por el mal pálpito de mi
compañera.
Obediente, buscó su móvil y marcó. Se llevó el aparato a la oreja sin
perder nuestro contacto visual. Mientras los tonos resonaban más allá del
tímpano de mi compañera, puse en marcha el coche. Oí cómo se cortaba la
llamada.
»Inténtalo con el de Miguel. —El resultado fue idéntico.
Un escalofrío me recorrió la nuca y el cuero cabelludo.
«Me cago en la puta».
»Llama al comisario y ponle al tanto de lo que hemos estado hablando,
lo que hemos visto en los vídeos…, todo. Puede que tengas razón —dije sin
perder de vista la carretera. De soslayo, vi cómo mi compañera procedía a
corresponder mi petición—. Dile que estamos de camino a la casa de
Miguel Castillo. Ah, y pídele que nos consiga una autorización para rastrear
la localización geográfica de ambos móviles.
—Vale, aunque no creo que nos las dé.
—Lo sé, pero tenemos que intentarlo.
Conduje con la mente ocupada tanto en mis pensamientos como en la
voz de mi compañera poniendo al tanto al comisario.
«Hijo de puta perturbado. ¿Y no hemos sido capaces de verlo antes?
»¿La madre estará en el ajo? No será el primer matrimonio que
secuestra a mujeres jóvenes y las mata. El más reciente, que yo sepa, fue el
que llevaron a cabo un matrimonio mexicano de Ecatepec. Encontraron
varias cubetas con restos humanos mezclados con cemento. También restos
en los congeladores de sus dos domicilios. Les acusaron de, al menos, el
asesinato de diez mujeres. Aunque no son los únicos. —Hice un alto en mis
divagues para escuchar a mi compañera: “No, no estamos seguros al cien
por cien, pero…”. El comisario debió interrumpirla. “Nos vendría muy
bien, señor. Además, como poco, se le podría acusar de pederastia; la chica
no tenía la edad de consentimiento”. Hubo un largo silencio que me invitó a
regresar a mis reflexiones—. No creo que la Señora Molina esté en el ajo, la
verdad. No, francamente, no lo creo».
—Estamos llegando —informé a Aines, tomando la calle que daba al
domicilio del matrimonio.
—Estamos en la puerta, señor —anunció Aines a su interlocutor
telefónico—. Sí. Le avisaremos. —Colgó en el mismo instante en que yo
ponía el freno de mano.
—Vamos —dije abriendo la puerta y saliendo del coche. Anduve hacia
el portal dando por hecho que mi compañera me seguía de cerca. No tardó
en ponerse a mi lado.
Llamó al portero automático.
No contestó nadie.
Insistió apretando el botón como si se hubiera quedado pegada a él,
como el cuerpo de un preso de Auschwitz enganchado a la alambrada
electrificada.
Siguieron sin contestar.
—No están —evidenció Aines destilando inquietud en cada uno de sus
movimientos y palabras—. ¿Y si llamamos a Nuria al móvil?
—No, podría ponerle sobre aviso. Necesitamos la ubicación satélite de
su puto móvil, joder —respondí encolerizado—. El comisario te ha dicho
que no, ¿verdad?
—Sí. Que no tenemos suficientes pruebas.
—Regresemos al coche —le dije haciendo un movimiento con la
cabeza.
—¿Qué estás pensando?
—Que voy a hablar con él. Déjame tú teléfono.
Lo sacó y buscó el número.
—Ya he marcado —dijo al tiempo que me lo entregaba. Subí al
vehículo mientras con cada tono se alteraban más mis nervios.
—Qué ha pasado —contestó el comisario al otro lado del teléfono.
—Soy Yago.
—Ah, Yago. Dime.
—No hay nadie en el domicilio. ¿Qué propone, jefe?
Se hizo un silencio.
—Habrá que esperar a que aparezca.
—¿Me lo está diciendo en serio?
—No podemos hacer nada, Yago. El juez no nos va a dar permiso para
rastrear la localización GPS de su móvil.
—No necesitamos el permiso de ningún juez, comisario. No le estoy
pidiendo descifrar sus mensajes ni que nos dé un listado de llamadas, le
estoy pidiendo única y exclusivamente su ubicación geográfica, que rastree
su puto móvil. Tengo fundamentos para pensar que pueda estar cometiendo
otro delito, que la integridad de otra chica esté en peligro. —Singularicé
para no meter a mi compañera en un compromiso.
—¿En qué te basas para lanzar esas especulaciones? Vamos, te escucho
—requirió desafiante.
—Está bien. Reconozco que no sé qué cojones estará haciendo ahora
mismo. Tal vez esté en el gimnasio o fichando a su próxima víctima en el
parque que hay al lado de su casa, pero siendo el principal sospechoso del
asesinato de Elena Pascual Molina, habrá que tenerle localizado cuanto
antes, ¿no le parece? ¿Usted ha escuchado con atención lo que se ha
encontrado en el móvil de la chica? ¿Ha oído a mi compañera lo que le ha
explicado de que el muy hijo de perra se acostó con su propia hija, que
grabó toda la escenita en su móvil? ¡Ha estado mintiéndonos desde el
principio, joder! ¿Usted sabe lo que podría hacer, si no lo ha hecho ya, con
ese material? No me fastidie, hombre, es un maldito pederasta, y lo peor es
que además, como le digo, sospechamos que pueda ser un puto asesino. Si
nos relajamos podría actuar otra vez, o fugarse —exageré en lo segundo;
realmente no creía que fuera una de sus opciones más inmediatas, a no ser
que temiese ser descubierto—. Tenemos que dar con su paradero, cuanto
antes. ¿Y si estuviese cargándose a otra chica? Usted tiene hijas, ¿no? ¿De
doce, catorce años? ¿Y si el próximo blanco fuera una de ellas, jefe? Estoy
seguro de que no podría volver a mirarse al espejo.
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Sábado

Sábado, 14 de septiembre de 2019

—Mándale un mensaje a tu amiguito. Dile que hoy te quedas en casa, que


no te encuentras bien —ordenó Miguel.
—No. No le voy a mandar ningún mensaje. —Elena dio media vuelta
con intención de ir a su habitación para arreglarse.
—¿Qué quieres decir?
—Jah… —Emitió un quejido con actitud de superioridad al tiempo que
vacilaba sobre cómo contestarle para convencerle sin tener que entrar en
una disputa o aguantar sus sermones carentes de sentido—. Pues eso, que
no le voy a mandar ningún mensaje —dijo confiada, poniéndose en pie y
dándole la espalda. Miguel contempló su cuerpo desnudo, la siguió con la
mirada mientras esta recogía la ropa que había quedado esparcida por la
habitación.
—Me estás provocando, ¿verdad? —preguntó abandonando la cama y
yendo tras ella. La sujetó por la muñeca reclamando su atención.
—¿Provocando? No.
—Pues vuelve a la cama.
Le miró a los ojos desconcertada.
«¿En serio? —pensó sin poder reprimir una sonrisita de prepotencia».
—¿Qué pretendes, que me quede aquí toda la noche, que le dé plantón a
mi novio para estar contigo?
Miguel la miró arrugando el ceño. Su expresión de deseo y afecto mutó
a la seriedad.
—¿Qué insinúas?
—No insinúo nada. Te digo que voy a terminar de arreglarme. En media
hora habrá venido Adrien a buscarme. —Hizo amago de zafarse para seguir
recogiendo sus cosas, pero Miguel la sujetó con más fuerza para
impedírselo.
—No te vas a ir.
—¿Qué haces? Suéltame —le ordenó tajante.
Clavó su mirada en la suya.
—¿No quieres que mantengamos una relación?
—¿Hola? ¿Y qué pasa con mi madre?
—¿Qué pasa con ella? No se enteraría.
—¿Me lo estás diciendo en serio?
—¿Por qué no?
—En realidad, lo justo sería que le dijeras que te ponen cachondo las
jovencitas como yo. Y que te vas fornicando a toda la que cae en tus garras.
Seguro que en el gimnasio te has cepillado a más de una guarra.
—Guarra como tú, dices.
—No. Lo mío es un trato especial de padre e hija; como en la
antigüedad, que no había miramientos de quién fornicaba con quién.
Además, se pueden considerar clases prácticas para que no haga el ridículo
con mi novio.
—Creo que tienes un problema —le contestó con desprecio.
—Le dijo la sartén al cazo… —replicó irónica—. ¿Te has visto? Estás
en pelotas, en el dormitorio que compartes con mi madre y acabas de
follarte a su hija. No me hables de problemas. —Sonriente, hizo una pausa
antes de seguir; él la observaba ocultando la ira que empezaba a corroer sus
entrañas—. Díselo a mi madre y tal vez vuelva a follar contigo. Es lo único
que puedo ofrecerte. Pero solo una vez, a modo de despedida; recuerda que
tengo novio. Y ahora —dijo dando un tirón seco para zafarse de la sujeción
de su padrastro—, suéltame, tengo que arreglarme y fingir que sigo siendo
virgen.
Cogió la última prenda que permanecía en el suelo y se fue de la
habitación contoneando su cuerpo desnudo mientras Miguel la observaba
alejarse.
—No puedes irte —dijo elevando el tono para que le oyese.
—Si me prohíbes que me vaya se lo diré a mi madre —replicó
parándose en mitad del pasillo—. Sabes que lo haría, así que déjate ya de
tonterías.
Continuó andando hasta llegar a su habitación. Abrió el armario y
preparó un conjunto provocativo que ponerse. Luego, buscó en el cajón de
la mesilla la ropa interior que se pondría para la ocasión. Lo dejó todo
encima de la cama.
«Será mejor que me dé una ducha. No quiero ir atufando a semen de
otro tío».
Mientras ella entraba en el cuarto de baño, Miguel fue a la cocina. En su
mano llevaba varias cápsulas de benzodiacepina. Abrió un refresco de cola
y vació su contenido en un vaso. A continuación vertió la droga, lo removió
y fue en busca de Elena.
Al llegar al cuarto de baño la puerta estaba cerrada.
Dio un par de golpes suaves.
—¿¡Qué!? —vociferó ella desde el otro lado.
—¿Puedes abrir un momento?
—¿Qué quieres ahora? Tengo prisa.
—Lo sé, es solo un momento. Me gustaría disculparme.
Abrió la puerta. El agua corría. Al abrir se le fue la vista al refresco.
—Toma, es para ti —dijo Miguel ofreciéndoselo—. Después del
desgaste físico, te vendrá bien. Tómalo como una forma de pedirte
disculpas. Tienes toda la razón. —Elena observó su rostro unos instantes
antes de coger el vaso. Trataba de leer en sus ojos cuánta verdad había en
sus palabras, si escondía algo. Luego, cogió el vaso y se lo llevó a la boca
—. Está bien fría, como a ti te gusta.
Bebió varios tragos. Parecía estar sedienta.
—Disculpas aceptadas. Tengo que ducharme —zanjó dándole la
espalda. Dejó el vaso sobre la encimera del lavabo.
—Yo me lo bebería antes de que se caliente.
—Sí. Gracias. —Se inclinó esperando que Miguel le diera un beso en
los labios. Este le siguió el juego, se agachó y la besó—. Ahora, vete. Tengo
que ducharme.
—Sí, tranquila, te dejo que te duches. —Retrocedió varios pasos
mientras seguía observándola.
«Te crees muy lista, ¿verdad?».
Elena no se molestó en cerrar la puerta; le gustaba provocarle.
Miguel decidió alejarse.
Anduvo por el pasillo un par de metros.
Paró.
Desde ahí ella no podía verle, pero él sí podía intuir cada uno de sus
movimientos. Oyó cómo cogía el vaso, bebía de él y lo soltaba una vez más
en la encimera; luego, cómo descorría la mampara para iniciar su ducha.
Sabía que el efecto de aquella droga, y más en esas cantidades, sería
inmediato. Percibió cómo el sonido del agua cambiaba al entrar en contacto
con la piel de su hijastra. Desanduvo los escasos metros que le distanciaban
del cuarto de baño y permaneció junto al marco de la puerta, apoyado
contra la pared, atento a cualquier señal que le indicase que era el momento
de asegurar su silencio.
Su mirada se perdió en la rugosa textura de la pared que tenía enfrente.
Con la cabeza apoyada contra la que le sostenía, reflexionaba en el acto que
estaba a punto de llevar a cabo.
«Lo siento mucho, pero no me dejas otra opción.
»No. De contárselo a tu madre sería mi fin. Me denunciaría. Me
acusarían de abusos a menores; me caerían unos cuantos años de cárcel.
»No estoy dispuesto a sufrir por una niñata fresca y perturbada.
»Me ha amenazado. La muy puta ha tenido el descaro de amenazarme.
No se lo voy a consentir. Ella se lo ha buscado. Yo no tengo la culpa.
»Aunque no sé de qué me sorprendo. Tenía que haberlo visto venir».
Se asomó para comprobar en qué estado se encontraba.
—¿Te lo has bebido ya todo? —preguntó, disimulando mientras entraba
en el cuarto de baño. A través de la mampara comprobó que se encontraba
en cuclillas, abrazándose las extremidades inferiores con la cara escondida
entre sus piernas. El pelo lo llevaba recogido en un moño para no
mojárselo. No se movía. Recibía el impacto del agua sobre su espalda y su
cuello. Las gotas rompían contra su anatomía con tanta violencia que
alcanzaban su cuero cabelludo, generando un recorrido descendente desde
su nuca hasta las mandíbulas y el mentón, y con ello, una cascada
intermitente que se fundía con el charco que se acumulaba a sus pies—.
Elena. ¿Te encuentras bien?
—Estoy mareada —dijo en un hilo de voz.
Miguel se sonrió.
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El caserón

Jueves, 19 de septiembre de 2019

Alba reposaba semiinconsciente sobre el arenoso suelo del caserón al que


Miguel la había llevado. Tumbada bocarriba, su inconsciente luchaba con
todas sus fuerzas por tratar de salir de ese difuso estado de ensoñación del
que no podía desprenderse. Sus extremidades se habían vuelto pesadas,
inservibles. La aridez de su boca y su garganta eran la muda expresión de su
miedo. Sus ojos, portavoces de su alma, brillaban de impotencia. Si su
consciencia hubiera estado intacta, habría visto pasar los minutos a través
de la parcial estructura que cubría parte del techo desquebrajado, viejo y
semiderruido de aquel viejo caserón. Pero no, su atención no podía
centrarse en mirar alrededor, pues sus sentidos solo podían ocuparse de
mantenerla con vida. Ni siquiera pudo apreciar el olor a humedad y a polvo
que la rodeaba, tampoco el tacto de su cuerpo desnudo contra la arena y la
madera carcomida que la sostenía; desde hacía tiempo, los bichos habían
hecho de ella su nido.
Ocupaban el espacio que algún día tuvo que servir de eje central de
aquel lugar: una habitación grande, de más de veinticinco metros
cuadrados, pero en condiciones ruinosas, con las paredes enmohecidas y la
pintura agrietada. En un extremo de la sala quedaban los escombros de una
chimenea echada abajo y, llenando el espacio restante, varias sillas de
madera hinchadas y podridas a causa de la humedad de los fríos inviernos al
raso.
—Hemos tenido suerte de que nadie nos viese salir, ¿no te parece? —le
preguntó Miguel mientras la contemplaba a varios metros de distancia,
sentado en una de las sillas.
»¿Qué te ha parecido la historia que te he contado? —preguntó
poniéndose en pie y acercándose a ella. Se acuclilló a la altura de su cabeza
y comenzó a peinar su larga cabellera libre ahora de goma y horquillas—.
No me hablas, ¿eh? Debes estar cansada. Bueno, te contaré el final. Aunque
fue algo verdaderamente rápido, así que iré al grano: la asfixié.
»Sí, sabía que el efecto de la droga se le terminaría pasando y, no iba a
correr el riesgo de que se lo dijese a su madre o a cualquier otra persona. Le
serví un refresco igual que a ti, con la misma droga. Se la bebió justo antes
de entrar en la ducha. La muy imbécil pensaba que esa noche follaría con el
asqueroso de su novio. Y el resto te lo imaginas, ¿no? Cuando el fármaco le
hizo efecto, la asfixie, la subí al coche y la tiré al arrozal. Sencillo, ¿verdad?
»Es una pena que no tengas fuerzas para contestarme. Aunque lo que
realmente me da pena es que te haya afectado tanto la droga. Joder, antes
parecías una muerta; ni siquiera has emitido un triste gemido. —Se sonrió
de medio lado al recordar sus relaciones con Elena.
»Aunque para gemidos los de la perra de tu amiga. Esa sí que chillaba
de placer. —Se le escapó una carcajada al tiempo que se incorporaba.
Anduvo a un extremo de la sala y cogió un bidón de cinco litros de agua—.
Lo disfrutó. Vaya que si lo hizo. Le gustó mucho. Pero tú… Joder, estabas
más frígida de lo que imaginaba. Por eso estoy esperando a ver si te
espabilas un poco y te vuelves más colaboradora. Pero ¿sabes qué? —dijo
quitando el tapón al bidón—. Nunca me ha gustado esperar. —Ayudándose
de las dos manos, empezó a derramarle el agua por la cara. El líquido entró
por su boca y por su nariz haciendo que sus instintos tratasen de evitar que
muriese ahogada. Tragó varias bocanadas de agua antes de poder girar el
rostro hacia un costado. Instintivamente, tosió de forma desesperada
provocando que su cuerpo diese fuertes sacudidas. Miguel paró y observó el
resultado—. ¿Estás mejor? —preguntó sarcástico—. ¿Colaborarás? Creo
que contigo he aprendido que a la siguiente la drogaré menos. —La observó
de arriba abajo con perversión—. Hace calor, ¿verdad? No quiero hacerte
padecer. —Una vez más, volcó la garrafa del agua sobre ella. Empezó por
la cara y fue descendiendo por su cuerpo, recreándose en cada palmo
recorrido, observando el brillo de su piel mojada, sus pezones marcados. La
excitación se apoderaba de sus intenciones. A causa del estímulo y las horas
pasadas, Alba empezaba a tener ligeros episodios de lucidez. Sin embargo,
seguía sin poder moverse, sin poder articular palabra, tan solo unos leves
quejidos—. Bien, bien. Ya empiezas a gemir, ¿eh? Te pone cachonda que te
moje, ¿verdad?
Dejó la garrafa en el suelo y se desvistió por segunda vez. Para
asegurarse de no dejar sus fluidos orgánicos en el cuerpo de Alba, una vez
más, se puso un preservativo.
No tuvo necesidad de sujetarla; se situó sobre ella y comenzó a violarla.
Esa segunda agresión le llevó más tiempo que la anterior. Le hablaba
constantemente, le susurraba cualquier insulto que le venía a la cabeza.
Recordó la relación que tuvo con Elena y, fue entonces, pensando en ella,
recordando su descaro, sus provocaciones y sus gemidos, cuando consiguió
eyacular.
Satisfecho, se puso en pie. Se quitó la protección y la tiró en una bolsa
de basura. Luego, con un poco de agua, se limpió el barro que había
manchado sus piernas.
—Ahora te toca a ti —dijo acercándose a ella. Ayudado de una silla, la
dobló como a una muñeca de goma alzando su cadera por encima de su
cabeza, como a un bebé cuando le vas a cambiar el pañal. Abriéndola de
piernas le introdujo con un embudo el agua que quedaba aún en la garrafa.
El líquido caía a borbotones por su pubis y su espalda. La chica trató de
revolverse, pero seguía debilitada—. Tranquila. Ya queda poco. —Cuando
consideró oportuno, dejó de anegar su vagina y la incorporó hasta ponerla
de pie haciendo que le saliese todo el líquido—. Siéntate aquí —dijo
acercándola a una silla que había cubierto con un plástico, no para evitar
que su trasero desnudo entrase en contacto con la podredumbre, sino para
protegerse de dejar huellas—. Ha llegado el momento de poner fin a esto.
Es hora de que te reúnas con tu amiguita.
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Coordenadas

Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019

Le metí el dedo en la llaga; supe dónde encontrar su punto débil y lo


aproveché hasta hacerle reaccionar. Mi tono fue hostil, tajante y airado,
pero conseguí lo que necesitábamos, o mejor dicho, conseguí lo que era
normal en un caso tan claro. Nunca entendí sus reticencias iniciales.
—Tienes razón. Dame cinco minutos. Hablaré con tus compañeros —
me respondió el comisario después de un dilatado silencio.
—Gracias, señor.
Me colgó.
—¿Crees que lo pillaremos, que ahora mismo pueda estar llevando a
cabo otro abuso? —me preguntó Aines después de verme bajar el móvil y
reposarlo en mi regazo.
—No lo sé —contesté con sinceridad—, por eso quiero conocer su
ubicación. —Aines apoyó la nuca contra el reposacabezas de su asiento;
seguía estando nerviosa—. Estoy seguro de que es él, pero aparte del vídeo
y de las fotos, necesitamos algo que le incrimine con el asesinato de Elena;
tal vez sacarle una confesión. Aunque no parece tener el perfil de ser de los
que se arrepiente.
—¿Crees que acabaría convirtiéndose en un asesino en serie?
—Francamente, si le diéramos tiempo, sí. Creo que le ha encontrado el
gusto a matar, que se siente superior a nosotros, que cree que puede hacer lo
que le dé la gana sin que los demás se enteren. Y la prueba la tiene en su
mujer. Ha conseguido mantener una relación íntima con su hija sin que ella
ni siquiera sospeche. No entiendo cómo ha podido engañarla de ese modo.
—Tal vez ella también tuviese un problema, una especie de complejo de
Electra, pero más que por presencia por ausencia —divagó mi compañera.
—¿De quién hablas, de la madre?
—No. Hablo de Elena.
—Pues no te entiendo.
—El complejo de Electra es la versión femenina del complejo de Edipo.
Es decir, una atracción ciega, no sana y sin resolver de la niña hacia el
padre. Sin embargo, yo tengo la teoría de que ese amor que se siente por el
padre y que no se ha sanado, puede dar un paso más allá si en un momento
determinado de la infancia de la niña esta se queda sin su progenitor. Es
decir, lo que le pasó a Elena. Con cinco años perdió a su padre y desde ese
momento su subconsciente ha estado buscando cubrir ese espacio. La
mayoría de las mujeres jóvenes que acaban con hombres mucho mayores
que ellas, con una diferencia de edad considerable —vamos, que podrían
ser sus padres—, es debido a esto, a que perdieron a sus padres siendo niñas
—en sentido literal o figurado— y durante el resto de su vida buscan cubrir
ese vacío.
—¿De dónde te has sacado todo eso?
—Lo leí hace tiempo en una revista de psicología.
—En cualqu… —El sonido del móvil me dejó con la palabra en la boca.
Descolgué—. ¿Sí?
—Os están mandando un mensaje con las coordenadas de la ubicación
GPS del móvil de Miguel Castillo.
—Perfecto.
—Mantenedme al tanto.
—Siempre.
Colgué y le devolví el móvil a mi compañera.
—¿Le has escuchado? —pregunté.
—Sí. —Contestó con la mirada clavada en la pantalla del móvil—. Aquí
está —anunció inquieta. Me pareció verle temblar el pulso. Abrió el
mensaje y pinchó en la ubicación GPS. Ante nosotros se abrió un plano por
satélite que a ambos nos resultó demasiado familiar—. Esto es…
—Joder, ¿es el mismo sitio donde se halló el móvil y el cuerpo de
Elena? Parece el mismo plano que me enseñaste cuando revisaste el
expediente por desaparición.
—Sí. Y tanto que lo parece. —Miró la zona moviendo el mapa con el
dedo—. Lo comprobaré. Tengo guardadas las coordenadas exactas de aquel
plano.
Me alegré de tener una compañera astuta y precavida. Rebuscó en su
móvil hasta dar con ellas.
—Mira. Las anteriores eran 39°08′59.9″N 0°16′45.4″W, y las de ahora
39.149947, -0.294440. Ambas pertenecen a Cullera, Valencia.
—Comprueba cuánta distancia hay de un lugar a otro.
—Sí. —En cuestión de segundos halló la respuesta—. ¿En serio? No
hay ni un minuto en coche. Catorce si vas a pie.
—Hijo de puta. —Arranqué de inmediato y puse rumbo a la nueva
ubicación GPS—. Abróchate el cinturón y llama al comisario.
Conduje lo más rápido que el tráfico me permitió, abstraído de todo
cuando me rodeaba, incluida la conversación que tuvo mi compañera con
nuestro jefe. En mi mente tan solo quedaba espacio para pensar en aquel
indeseable, para hacer cuanto estuviese en mi mano por llegar a nuestro
destino y pararle los pies. Si anteriormente albergaba algún resquicio de
duda, los nuevos datos la disolvieron. Pero por mucha celeridad que tratase
de imprimirle a nuestro desplazamiento, sentía que no era suficiente. Mi
corazón latía como una máquina de percusión, advirtiéndome de que cada
segundo era de vital importancia. Parecía estar en una burbuja atemporal
que provocaba una extraña distorsión en mi percepción espaciotemporal. Y
mientras conducía, reproduje en mi mente innumerables escenarios donde
encontrábamos a Miguel Castillo y lo deteníamos, ya fuese con resistencia
o sin ella, a punta de pistola o con colaboración, en compañía de alguna
pobre desgraciada o completamente solo. Fuera como fuese, en mi
imaginación siempre conseguíamos atraparle.
—Estamos a doscientos metros —informó Aines.
—Vale. Iremos a pie.
Dejamos el coche a varios metros del acceso a la finca para no
advertirle de nuestra presencia.
Nos apeamos y comenzamos a andar. A pesar de saber que los refuerzos
estaban de camino, no los esperamos.
Desde nuestra ubicación pudimos ver un vehículo aparcado. Llamé a
Esteban para constatar que era el de Miguel; en un minuto nos lo había
confirmado. «Joder, esto va en serio».
El GPS marcaba un punto exacto: una semiderruida construcción.
Desenfundamos nuestras armas y anduvimos agazapados y a paso ligero
hacia dicha localización. Aquel parecía el escondite perfecto donde llevar a
cabo cualquier salvajada: lejos del tráfico, de los caminos, de la gente…,
tan solo rodeada por bastas hectáreas de arrozales y un par de vías de arena
creadas para los propios agricultores; solo a ellos se les había perdido algo
en esas tierras.
Apoyada nuestra espalda contra la pared de piedra, le hice un gesto a mi
compañera para advertirle de que yo iría delante. Asomé la cabeza
levemente por uno de los huecos de las ventanas que estaban parcialmente
tapados con varios maderos atravesados, seguramente sujetos desde el
interior con clavos. Eché un vistazo rápido: no vi a nadie. Agarré un listón y
lo zarandeé para estudiar su resistencia, cuán fijo estaría clavado. Uno
estaba medio suelto; los otros dos completamente sujetos. No era una buena
opción para entrar, pero tampoco para salir de allí.
«Al menos no se escapará por una ventana».
Avancé hasta la puerta principal. Aquella madera debió ver pasar
muchos inviernos. Apoyé la mano sobre ella con intención de empujarla.
Mi compañera pasó de estar detrás de mí a situarse enfrente. Sentí la
tensión envarando mi cuerpo, el temor a provocar un chirrido exagerado y
terrorífico anunciador inequívoco de nuestra presencia.
«Allá voy —pensé, haciéndole un gesto afirmativo a mi compañera para
que se preparase—. Atenta».
Empujé la putrefacta lámina de madera, generando el ruido que tanto
temí.
«Me cago en la puta».
La abrí rápido, sin miramientos, de par en par.
Asomé mi cuerpo al tiempo que examinaba la sala con el cañón de mi
arma. Allí tampoco había nadie. Di el primer paso dentro de lo que tal vez
algún día fue una casa. La madera del suelo crujió al soportar mi peso.
Desde ese instante maldije cada puto sonido delatador.
Paso a paso, estridencia a estridencia, fui avanzando despacio.
El recibidor se dividía en dos partes. El instinto me dijo que debía
dirigirme a la derecha. Mi compañera, en cambio, ignorando mis
indicaciones, optó por ir hacia la izquierda. Cuando me quise dar cuenta
estábamos demasiado alejados. La miré mientras avanzaba. No sé si debido
a su peso o a su destreza, generaba menos «escándalo» que yo.
«Joder, Aines —la reprendí en mi mente. Estaba dejándome con el culo
al aire, poniéndonos a los dos en peligro».
Resollé mientras trataba de tomar la mejor decisión. Durante nuestra
formación nos recalcaron una y mil veces la importancia de no abandonar
nunca a un compañero. Sin embargo, ya no estábamos en la academia, y la
improvisación de Aines era el vivo recordatorio de ello.
Proseguí mi camino, convenciéndome de que apenas me quedaban
cuatro o cinco metros para llegar y descubrir lo que se escondía en aquella
habitación. Iba, además, confiado de que, de estar Miguel en la casa, sería
yo quien lo encontrara.
Apenas dos metros me separaban del umbral sin puerta que tanto
deseaba atravesar. Veía las piedras de la pared de enfrente aumentando en
tamaño y definición a cada palmo recorrido. Aquel muro parecía
corresponder a la estructura exterior, a la de la fachada. Un paso más me
permitió ver lo que correspondía a una de sus ventanas tapiadas con
maderos. A través de sus aberturas se colaban con debilidad los últimos
rayos de luz de aquel día.
«Venga. Cinco o seis pasos más y estás dentro».
Inhalé.
Otro paso.
«Vamos, desgraciado, déjate ver.
»Ya no tienes dónde ir. Se acabó tu suerte».
Otro paso.
De soslayo aprecié algo en el suelo. Mi vista bajó su horizontal hasta
situarse a esa altura. Mi pulso se aceleró.
«No puede ser».
Pero sí, eran dos pies descalzos e ¿inertes?
Mi mano asió con fuerza la pistola mientras avanzaba un paso más. A
aquellos pies descalzos le sucedieron sus correspondientes pantorrillas.
Mis ojos examinaban arriba y abajo, fachada y cuerpo.
Vi sus muslos.
Atravesé el umbral.
En la habitación solo se encontraba la chica, tirada sobre el suelo, con
las piernas ligeramente separadas y el torso retorcido. Parecía una muñeca
de trapo a la que ya no quiere nadie. La desnudez no podía cubrir sus
vergüenzas.
Se me hizo un nudo en la garganta. A pesar de tener su cara cubierta por
el cabello, la reconocí: Alba Sierra.
Me aproximé para comprobar su pulso. Acuclillado junto a ella, me
lamenté por haber llegado demasiado tarde.
«Mierda. Mierda. Mierda —me dije sobresaltado, irguiéndome como un
resorte al escuchar las sirenas de los vehículos de mis compañeros.
»Aines».
Di media vuelta y regresé por el mismo pasillo en el que nos habíamos
dividido. Esta vez caminé rápido.
«Sabía que iba a volver a hacerlo. Maldito hijo de puta —me lamentaba
mientras atravesaba aquellas ruinas».
—Quieta. No te muevas —escuché. Era la voz de un hombre. Debía de
ser Miguel—. ¿Estás sola? ¿Dónde está tu compañero?
—No tienes escapatoria —respondió Aines—. Te aconsejo que tires el
rifle.
Corrí hacia ellos. Cuando llegué, encontré a Miguel junto a una puerta
trasera que no vimos al llegar, apuntando con un rifle a mi compañera.
Aines lo encañonaba con su revólver.
—Baja el arma —le ordené—. Si colaboras será más fácil. Nadie tiene
por qué salir herido.
—No teníais que estar aquí. Era el escondrijo perfecto —reflexionó.
Realmente se le veía sorprendido.
—¡Suelta el arma! —chilló mi compañera.
—Haz que se calle la perra de tu amiguita —dijo dirigiéndose a mí.
Las sirenas de los vehículos policiales se escuchaban muy cerca.
—Yo no tengo perras, soy más de gatas —respondí sarcástico sin
contener mi rabia.
—Dejad que me vaya. No pienso ir a la cárcel. —Su tono empezaba a
denostar miedo.
—Suelta el arma. Estás rodeado. No tienes escapatoria. Dentro de un
par de minutos tendrás más armas apuntando a tu sesera de las que puedas
imaginar, así que más te vale entregarte —amenazó Aines.
—¿Crees que te voy a obedecer? ¿Crees que esto va a quedar así? ¿Qué
pasaría si te pego un tiro ahora mismo? ¿Una putita menos? ¿Eh, sería eso?
—No queremos hacerte daño —musité tratando de apaciguarlo. Solo
queremos que sueltes el arma y te entregues.
—No quiero entregarme. —Agachó la cabeza y guardó silencio.
—Tira el arma —repitió Aines.
—¡No podía decirle que era una perraaa…! —dijo elevando la cabeza y
la voz gradualmente hasta convertirla en un grito—. Le observábamos
desconcertados. De repente se había vuelto completamente loco. Empezó a
gritar iracundo. Escupía las palabras sin control entre hilos de babas. El
suave bronceado de su cara y de su cuello se transformó en un tono granate
uniforme. Las venas se le hincharon hasta dar la sensación de que le fueran
a estallar. Sus ojos se ensangrentaron. —¡Era una puta!, ¡una perra!, ¡la
muy rameraaa…! ¡Todas sois iguales, sois unas putas sucias y
provocadoras! ¡Sois hijas del mismísimo Demonio! ¡Y no voy a ir a la
cárcel por ninguna de vosotras! ¡No me vais a arruinar la vida! ¡Y no voy a
decírselo! ¿Me oís? ¡No voy a decírselooo…! —Con un solo movimiento,
soltó el rifle haciéndolo caer a sus pies. Llevó la mano a la parte trasera de
su pantalón, extrayendo un cuchillo de hoja corta y afilada. Todo transcurrió
en un segundo. Su mano dibujó una curva en el aire a toda velocidad,
terminando en un golpe seco contra su pecho. Clavó el cuchillo entre sus
costillas, provocándose así una muerte segura. Podría decirse que se hizo el
harakiri. Sin embargo, su suicidio estuvo falto de todo honor.
No gimió. No chilló más de lo que ya lo había hecho. Su cuerpo fue
vencido por la muerte como un castillo de naipes tras una bofetada del
viento. Cayó de rodillas ante nuestras miradas perplejas. El impacto contra
el suelo hizo que se le hundiera aún más la hoja en el corazón.
Un solo pinchazo en dicho órgano es una muerte garantizada.
Tardé un par de segundos en reaccionar.
Me acerqué todavía apuntándole con mi arma. Aines permaneció
inmóvil durante unos instantes más. Fue el creciente charco de sangre que
se iba formando bajo su cuerpo lo que me hizo bajar la guardia.
En ese momento sentí nuevamente el efecto de la atemporalidad
manejando los hilos de mi tiempo. Alcé la vista para encontrarme con la de
mi compañera, quien aún permanecía estática. Poco a poco bajó los brazos
con el arma aún entre sus manos; me recordó a una monja agarrando con fe
su rosario.
Caminé hacia ella.
Ya no volverá a hacer daño a nadie —le dije poniéndole la mano en el
hombro.
Escuchamos pasos acercándose hacia nosotros.
Acabábamos de cerrar el caso.
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Deshaciéndose del cuerpo

Sábado, 14 de septiembre de 2019

Agarró el volante con fuerza y se dejó caer contra él; la tensión y un extraño
vigor recorrían sus entrañas: tenía en su mano la capacidad de acabar con la
vida de otra persona sin sentir remordimientos. Una vez consumado el
primer homicidio y viendo lo fácil que había sido acabar con la vida de su
propia hija, sabía que no podría parar. Ahora solo faltaba salir indemne.
«Vamos. Termina lo que has empezado. Venga. —Miguel alzó la cabeza
y, una vez más, buscó una señal que le llevara a abandonar su propósito. Su
pulso latía acelerado; no por lo que había hecho, sino por ser descubierto—.
Vamos, no hay nadie. Es imposible que alguien te vea. Es el momento».
Abrió su puerta y la luz del habitáculo se encendió. Tuvo la sensación
de estar exhibiendo su cuerpo desnudo en mitad de la Gran Vía de Madrid.
«Vamos, vamos —se animó entre resoplidos—. Cuanto antes acabes,
mejor».
Puso el primer pie fuera. El tacto de la arena bajo la suela de su zapatilla
le recordó su cometido: «Debes terminar con esto y olvidarte de todo».
Acelerado, cerró su puerta y abrió la del asiento trasero, encontrándose
con los ojos abiertos de Elena; parecían mirarle fijamente. Se quedó quieto
unos instantes, como si las pupilas de Elena hubiesen cobrado la magia de
las de Medusa. Petrificado, el tiempo y su voluntad acontecían ajenos a su
control.
«Tenías una mirada tan bonita… Me encantaba lo coqueta que eras;
siempre pensando en estar guapa, en gustarme. No es justo que hayas
acabado así. Aunque tampoco me extraña. Si no lo hubiera hecho yo,
habrías acabado peor con el baboso que tenías por novio.
»Te daría un beso de despedida, pero creo que a estas alturas no es
apropiado; podrían pensar que yo he sido el culpable de tu muerte».
En una décima de segundo sus pensamientos evocaron los últimos
instantes de vida de su hijastra: sus movimientos esquivos y violentos, sus
caricias, sus miradas, sus palabras y gemidos, su melena perfilándose sobre
su espalda, su cuerpo desnudo hecho un ovillo en la ducha, sus lágrimas
recorriendo el puente de su nariz…
Y ahora, estaba tan quieta…
Sus retinas capturaron ese instante como una fotografía en alta
resolución: tumbada, ocupando todo el asiento trasero del coche,
semidesnuda, inerte, con la cabeza doblada hacia atrás como si no tuviera
vértebras, igual que un muñeco de trapo que no entiende de las leyes de la
física. En aquella posición parecía una protagonista del Guernica de
Picasso: la barbilla ocupaba el lugar de la frente, sus labios el de sus ojos y,
la nariz, como una pequeña pieza de una muñeca de porcelana, se mostraba
del revés.
Recorrió su anatomía con las yemas de sus dedos en dirección
descendente, desde los hombros hasta los antebrazos. Uno lo encontró
apoyado sobre una de las alfombrillas del coche; el otro, aplastado bajo su
espalda. Los agarró con fuerza y tiró hacia sí. El peso de la chica y el sudor
de sus propias manos hizo que estas se le resbalasen hasta acabar en sus
muñecas. Recolocó las manos y volvió a tirar de ella, consiguiendo, esta
vez, dejar la mitad de su cuerpo fuera del coche. Desde esa posición se las
apañó para cogerla en brazos y cerrar la puerta del coche de una patada.
No anduvo en exceso; rodeó la parte trasera del coche y, allí, en la
propia linde del arrozal, la tiró. Al regresar al coche se percató de que se
había empapado las zapatillas y el bajo de los pantalones. Recordó que, por
suerte, en el maletero llevaba la ropa del gimnasio.
De nuevo, la luz del maletero se encendió, haciéndole poner más tenso.
Sacó la bolsa y la apoyó en el suelo. Cerró el maletero y esperó a que la luz
del coche se apagase. A continuación, se quitó las prendas mojadas:
zapatillas, pantalón y calcetines. A tientas, logró encontrar las que las
sustituirían. Sus movimientos eran temblorosos; apenas conseguía ejecutar
uno certero a la primera. El frío y la inquietud no eran buenos compañeros
de la velocidad. En ese momento su mayor preocupación era que alguien
pudiera verle; lo único que le aportaba un mínimo de sosiego era que nadie,
a esa distancia y con esa oscuridad, podría reconocerle. Su forma de
vestirse fue fiel al mismo descontrol que lo gobernaba, a la misma obsesión.
Una vez vestido, guardó la ropa mojada en la bolsa del gimnasio. Antes de
subir al coche arrastró los pies por la arena para borrar las huellas que
hubiera podido dejar.
Subió al vehículo.
En esta ocasión, la bolsa viajaría en el asiento del copiloto.
Una vez con el motor en marcha, trató de circular al menos unos metros
sin encender las luces; a duras penas consiguió recortar alguno.
Continuó por el camino hasta el siguiente cruce, giró a la derecha y
siguió por la vía de tierra hasta el acceso a la carretera principal.
Condujo.
«Venga, ya está hecho. Cuando llegues a casa deberás actuar como si no
hubiera pasado nada. Tu interpretación será tan buena que hasta tú la
creerás.
»Sí. Además ahora la poli empezará a investigar. Pero pronto habrá
pasado todo.
»Además, nadie me ha visto.
»Y cuando encuentren el cuerpo, es imposible que hallen mis huellas.
»No hay de qué preocuparse.
»En fin —suspiró con alivio—. Ha sido emocionante.
Sonrió al recordar a su hijastra.
»Cómo te gustaba jugar, ¿eh? Qué guarra eras, joder. En fin, cada vez
que esté con una jovencita como tú me acordaré de ti. Pensaré que te la
estoy metiendo.
»Hay que joderse. Has conseguido que me vuelva un animal.
Al llegar a casa metió el coche en el garaje y subió por el ascensor
evitando ser visto, con la bolsa de deporte en su mano izquierda.
Dejó las prendas dentro de la lavadora y se fue a duchar.
Una vez aseado, ataviado únicamente con unos calzoncillos, se metió en
la cama. Encendió el televisor y puso el siguiente capítulo de una de sus
series preferidas: Mindhunter.
«Soy uno de ellos, soy como el bueno de Ted Bundy —sonrió
satisfecho.
»Algún día esos especialistas querrán encontrarme, conocerme en
persona y ahondar también en mi mente.
»Por desgracias para ellos, a mí no van a atraparme».
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Epílogo

Viernes, 20 de septiembre de 2019

Había caído la noche sin apenas darnos cuenta. Instantes después de que
Miguel se quitase la vida se presentaron nuestros compañeros. Tarde. Todos
llegamos tarde aquella noche.
Ante el suceso, el despliegue fue numeroso. Se montó un cordón
policial, vinieron los médicos forenses, los de atestados, una ambulancia…
Esa noche hasta se personó el comisario.
Pasaban las horas. Los compañeros trabajan en la escena del crimen y
del suicidio mientras que nosotros ofrecíamos nuestras primeras
declaraciones como testigos del suicidio de Miguel.
—Si queréis, me puedo encargar de llamar a la señora Molina para darle
la noticia —se ofreció el comisario.
—Gracias, señor, pero no es necesario —contesté en nombre de Aines y
mío. Ya lo habíamos acordado así—. En cuanto acabemos aquí, nos
pasaremos por su casa para explicarle lo que ha sucedido.
Nos observó reflexivo.
—Está bien, como prefiráis. —Asentí apesadumbrado—. Habéis hecho
todo lo que estaba en vuestras manos. Estoy seguro de que habéis salvado a
muchas chicas de ese mal nacido.
—Ya —dijo Aines resignada.
—En fin. Creo que podéis marcharos. Si falta algún informe por rellenar
ya lo haréis en comisaría.
—Bien. Nos vamos, entonces.
Cuando cogimos el coche eran más de la una de la mañana.
—¿Te importa conducir? —me preguntó Aines.
—No, claro que no.
Aquella fue nuestra única conversación hasta llegar a Alcira. Aines se
pasó el trayecto mirando por la ventanilla mientras que yo me perdía en mis
pensamientos. En mi mente resonaban las palabras que le dijo Aines a
Nuria durante el velatorio de su hija: «Lo siento mucho. Ahora, debemos
continuar. Ya iremos a verles a su casa».
Jamás pensé que volveríamos a su domicilio para darle una noticia tan
atroz.

Nos miramos antes de llamar al telefonillo.


—¿Quieres que volvamos al coche un par de minutos? —le pregunté al
ver sus ojos vidriosos. Estaba siendo un trago difícil de digerir, sobre todo
para ella.
Su mirada se fue resbalando centímetro a centímetro por mi rostro, mi
pecho y luego mis piernas hasta frenar en el suelo que había entre ella y yo.
—No lo entiendo, Yago. ¿Qué hemos hecho mal?
«¿De verdad crees que hemos hecho algo mal? —me pregunté—. Sí, tal
vez sí. Si no, Alba seguiría con vida».
—No lo sé —respondí disgustado.
—Realmente no me importa que esos dos depravados hayan acabado
como lo han hecho, pero la chica… —La contemplé sin capacidad para
consolarla—. Y ahora, ¿cómo le decimos a esa mujer lo que ha pasado?
Resolló al tiempo que cerraba los ojos. Los mantuvo así durante unos
segundos. Su respiración era lenta y profunda. Debía estar reuniendo los
resquicios de ánimo que pudieran quedarle en las entrañas. Cuando abrió
los párpados sus ojos estaban enrojecidos. Sin embargo, consiguió no
derramar una sola lágrima; por lo menos, en mi presencia.
—Vamos —dijo— quiero acabar con esto cuanto antes.
Esta vez fui yo quien llamó al telefonillo.
No había nadie en casa.
—Estará trabajando. Tenía turnos poco habituales —recordé en voz alta.
—Iremos entonces a su trabajo; tenemos la dirección.
—Podemos llamarla al móvil.
—Sí. Cierto.
Me encargué de telefonearla.
No conseguí nada: saltaba el buzón de voz.
Decidimos ir a su trabajo.
Eran cerca de las dos de la madrugada cuando aparcamos en el parking
del hospital en el que trabajaba Nuria.
Corría aire. Las hojas y la arena se alzaban desde el suelo
dificultándonos avanzar con normalidad.
Entramos. Había poca gente.
Nos dirigimos a información.
Dos mujeres ocupaban el puesto; charlaban alegres entre ellas.
Nos presentamos sin dar más explicación que nuestros nombres y le
pedimos hablar con Nuria Molina. Una de ellas, la más madura, se levantó
de su silla y nos solicitó que la acompañásemos. Tras subir una planta y
recorrer un par de pasillos, nos hizo entrar a una sala vacía.
—Si no les importa, esperen aquí. Ahora mismo le digo que venga.
—Claro —respondí por ambos.
Aines se sentó en uno de los sillones. Se la veía agotada.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
—Sí, no te preocupes. Solo quiero que acabe este maldito día.
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Nuria Molina

Recordaré aquella noche hasta que me muera.


Me encontraba en el laboratorio cuando vino mi compañera a buscarme.
Acababa de tomarme un café para aguantar la noche sin pasar sueño. La
expresión de su rostro me puso en tensión. Con el tiempo había aprendido a
leer las miradas; la suya estaba cargada de inquietud.
—Nuria, han venido unos agentes a hablar contigo. Han dicho que se
llaman Yago y Aines.
—¿Dónde están?
—En la sala de espera.
—Voy.
No intercambiamos más palabras. Ni siquiera le pregunté si le habían
explicado por qué habían venido a verme al trabajo a esas horas de la
madrugada.
Mis nervios fueron aumentando a cada paso. El eco de mis pisadas
retumbaba en todo el pasillo.
Llegué a la sala de espera. Al entrar, los encontré sentados uno al lado
del otro. El hombre se levantó de inmediato. Ella lo hizo pausada, como si
le pesase el cuerpo.
Y de nuevo sus miradas volvieron a hablarme. Los ojos enrojecidos de
ella; los párpados cargados de él…
—Buenas noches, Nuria —saludó el agente—. Tenemos que hablar con
usted. —Examiné su rostro entretanto buscaba la forma de guardar la
compostura, de apaciguar mi maltratado corazón. Mi boca enmudeció, el
desconcierto se había apoderado de mi mente. No entendía qué podía estar
sucediendo—. Siéntese, por favor.
Me senté en un hueco que me hicieron entre ambos. Ellos se miraron y
tomaron asiento a mi lado. El agente inhaló con fuerza por la boca y
empezó con un «tenemos…» que se quedó en nada. Resolló y esta vez
consiguió articular una frase entera: «Hemos identificado al asesino de su
hija». El corazón empezó a palpitarme acelerado. Eran unas noticias
estupendas y, sin embargo, parecía que su ánimo estaba truncado. Ahí fue
cuando empecé a sentir un extraño temblor en mis extremidades, a intuir
que la noticia me traería más pesares que alegrías.
—Díganme qué sucede —solicité temerosa.
—Francamente, me duele tener que comunicarle que el asesino de Elena
fue su marido.
Negué con la cabeza queriendo sacudir de mi cabeza sus palabras.
—No puede ser. Él no…
—Se ha suicidado.
—¿Qué? No. No puede ser. Esto es una pesadilla.
—Lo siento mucho —dijo Aines.
Esperaron unos segundos antes de proseguir con su relato. Cuando lo
hicieron, mis ojos se inundaron de lágrimas.
Mi marido había matado a nuestra hija, había mantenido relaciones
sexuales con ella, la había asfixiado, había matado a Alba, me había
engañado…
Se había vuelto loco.
La dulce Alba…
Mi pobre niña…
Mi vida entera se desmoronó de la noche a la mañana. En apenas una
semana, todo lo bueno que atesoraba mi vida se quedó reducido a una farsa,
a un infierno.
Una sola persona es suficiente para destrozarte el alma.

FIN
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MARTA MARTÍN GIRÓN (Madrid). Se licenció en Administración y
Finanzas. Trabajó en este ámbito durante siete años hasta que decidió darle
un nuevo rumbo a su trayectoria profesional.
Amante de la filosofía, las terapias alternativas y todo aquello que no puede
verse ni entenderse, dedicó largos años a investigar en profundidad estos
campos. Fue en esta época que Martín Girón dio vida a sus dos primeras
novelas: Un regalo familiar y Contracorriente, ambas sobre desarrollo
personal. Tras su publicación la autora descubrió su verdadera vocación y
centró su trabajo en la literatura.
Desde entonces ha publicado novelas de diferentes géneros: romántica «En
aquel último aliento», ciencia ficción «Shambhala» y suspenso «La Avenida
de los Gigantes» son algunos de ellos.
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Notas
[1]Término que hace referencia al envío de mensajes sexuales, eróticos o
pornográficos por medio de teléfonos móviles. Aunque al principio era un
término exclusivo para los mensajes de índole sexual, más tarde sirvió para
hacer alusión al envío de material pornográfico a través no solo de móviles,
sino también de ordenadores. <<
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