Dama Blanca - Marta Martín Giron
Dama Blanca - Marta Martín Giron
Dama Blanca - Marta Martín Giron
Dama blanca
Inspector Yago Reyes - 1
ePub r1.0
Café mañanero 06-10-2022
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Título original: Dama blanca
Marta Martín Girón, 2020
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DAMA BLANCA
Marta Martín Girón
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Al amor de mi vida,
Marcos Nieto Pallarés.
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Nota de la autora
Las conversaciones y las opiniones que se recogen en esta novela son parte
de un escenario ficticio y son independientes a los criterios personales que
pueda tener la autora.
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Prólogo
Tenía el pulso acelerado. Mantenía los cinco sentidos lejos de los recuerdos,
lejos de los actos depravados que le obligaron a estar al volante a esas horas
de la noche. Desde que tomó el último desvío no volvió a cruzarse con
ningún vehículo. Transitaba en soledad una carretera secundaria que bien
podría ser el camino al infierno. Su infierno.
Pensó en detenerse allí mismo, en mitad de un angosto carril carente de
arcenes. Pero continuó; no podía arriesgarse. De cruzarse con alguien, la
mala suerte podría hacer que el individuo parase a ofrecerle ayuda, que
pensase que había pinchado o… No, no podía cometer ningún error.
No, no podía cometer ningún error.
Siguió.
Conducía con la vista puesta en el ennegrecido y maltrecho pavimento,
evitando mirar a sus costados. Los cultivos se extendían hasta donde sus
sentidos podían alcanzar. Hectáreas de húmedos arrozales eran su única
compañía y, aquella madrugada, la total ausencia de luz los teñía de
tenebrosidad. Parecía como si la tierra se hubiese hundido, quedando en su
lugar una oquedad sin límites definibles, un horizonte difuso al que por
voluntad propia y sin un motivo de peso, nadie en su sano juicio querría
acercarse.
Aquella noche, ni siquiera la luna quiso ser juez ni jurado de sus actos.
Difusos destellos provenientes del agua estancada en los bastos y oscuros
plantíos, advertían del aire que hacía fuera del habitáculo.
Un escalofrío recorrió su columna vertebral.
Circuló varios kilómetros más sumiéndose en los pensamientos que no
conseguía alejar, preguntándose una y otra vez si conseguiría olvidarse de
aquello. Algo le decía que sí, que tenía la capacidad de no hacerse notar, de
parecer un ser indefenso y bondadoso; a esas alturas, era consciente de ello.
Por suerte, conocía la zona; mientras su cerebro razonaba, su
inconsciente gobernaba el timón de su rumbo. Había transitado aquella vía
cientos de veces para ir a la playa con su familia.
Un monovolumen en sentido contrario y con las largas puestas, le hizo
soltar el pie del acelerador. Instintivamente achinó los ojos para protegerse
del deslumbre y le mandó una ráfaga de luces largas para recriminarle el
descuido.
Volvía a encontrarse a solas con su objetivo.
Siguió conduciendo. El cuentakilómetros continuaba engrosando su
cifra.
Una ínfima luz anaranjada se fue transformando, a medida que
avanzaba, en una acumulación de puntitos brillantes adheridos al horizonte,
señal inequívoca de estar cada vez más próximo al siguiente pueblo. Faltaba
un trecho para llegar al desvío cuando giró a la derecha para tomar un
camino de tierra que daba acceso a los cultivos. Lo transitó durante unos
minutos, hasta que estimó encontrarse lo suficientemente lejos de la
«carretera principal». Fue aminorando la velocidad hasta parar el coche.
Quitó las luces y esperó en el interior hasta que sus ojos se acostumbraron a
la oscuridad. Observó los alrededores antes de abandonarlo: penumbras. A
simple vista, no distinguió la presencia de nadie, menos aún la de ningún
otro vehículo. Agarró el volante con fuerza y se dejó caer contra él; la
tensión y un extraño vigor recorría sus entrañas: tenía en su mano la
capacidad de acabar con la vida de otra persona y no sentir remordimientos.
«Vamos. Termina lo que has empezado. Venga. —Alzó la cabeza y, una
vez más, buscó una señal para abandonar su propósito. Su pulso latía
acelerado—. Vamos, no hay nadie. Es imposible que alguien te vea».
Abrió la puerta y la luz del habitáculo se encendió. Tuvo la sensación de
estar exhibiendo su cuerpo desnudo en mitad de la Gran Vía de Madrid.
«Vamos, vamos… —se animó entre resoplidos—. Cuanto antes acabes,
mejor».
Puso el primer pie afuera. El tacto de la arena bajo la suela de su
zapatilla le recordó su cometido.
«Debes terminar con esto y olvidarte de todo».
Cerró la puerta y se dirigió a la trasera.
«Venga, ya está hecho. Cuando llegues a casa deberás actuar como si no
hubiera pasado nada. Has de ser tan convincente, que hasta tú creas tus
mentiras.
»En unos minutos todo habrá pasado.
»No hay nadie. No has dejado rastro.
»Y siendo como era… Tú no tienes la culpa de que haya acabo así. No
has hecho nada malo, solo quitar de en medio a una putita».
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Un cuerpo sin identificar
Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019
Nuria Molina
Viernes, 13 de septiembre de 2019
***
«¿Y ahora qué? —pensó mientras observaba el móvil—. Tal vez debería
llamar a su amiguito. —Sus sentimientos hacia él eran agrios».
Buscó el número de teléfono en sus contactos. Por suerte, la tarde
anterior lo guardó.
—¿Adrien?
—¿Hola? —respondió con su marcado acento francés.
—Soy Alba.
—Ah, Alba. ¿Qué tal? ¿Qué pasa? No esperaba saber de ti tan pronto —
dijo presumido.
—Ya, más quisieras tú.
—Bueno, bueno, jaja…, no q…
—Calla y escucha —le interrumpió mostrando su desdén hacia él—.
¿Elena está contigo?
—¿Elena? Qué va.
—¿Cómo que no? ¿Esta noche no ha estado contigo?
—No. No sé nada de ella desde ayer por la tarde, ya sabes, cuando te vi
a ti también. Me dijo que cenaría en su casa y luego tal vez iría a verte antes
de quedar conmigo.
—¿Venir a verme antes de quedar contigo? —repitió extrañada—.
¿Cuándo fue eso?
—No lo sé. Quedamos en que nos veríamos a eso de las once o doce. —
Alba lo escuchaba con cara de asco; su desprecio por él se acentuaba al oír
su voz y su marcado acento galo—. Pero el caso es que me mandó un
mensaje para decirme que estaba en su casa y que le dolía la cabeza, que
mejor lo dejábamos para hoy. Por cierto, ¿a qué vienen tantas preguntas?
¿Acaso quieres que quedemos?
—No sé cómo Elena te aguanta, eres repulsivo.
—Bueno, sí tú lo dices… Tú te lo pierdes.
—Escucha, franchute de mierda, Elena no ha regresado a casa y en la
mía no ha estado.
—No entiendo —dijo extrañado.
—Su madre me ha llamado hace cinco minutos para preguntarme por
ella. Al parecer salió y aún no ha vuelto. No te llamaría si no pensase que
tal vez tú sepas dónde puede estar.
—¿Yo? Qué voy a saber. Te he dicho que anoche no la vi. —Su
desenfado quedó sepultado bajo una creciente inquietud.
—Pues ya somos dos.
—A lo mejor se ha escapado.
—¿Y por qué iba a querer escaparse, si puede saberse?
—Y yo que sé, apenas la conocía. A ver, espera, se me ocurre que…, no
me cuelgues. —Adrien se separó el móvil de la cara y buscó por las redes
sociales. Un par de minutos después volvió a la conversación—. ¿Sigues
ahí?
—Sí —dijo Alba bruscamente.
—Hace más de quince horas que no se conecta ni al Facebook ni al
WhatsApp.
—¿Y qué? ¿Eso qué significa? ¿Acaso te crees que con eso demuestras
que no tienes nada que ver con su desaparición?
—¡Te digo que no sé nada! —chilló nervioso.
—Tal vez deberíamos llamar a la policía, ¿no te parece? —Alba le
hablaba desafiante.
—¡Yo no tengo nada que ver! ¡A lo mejor se ha quedado sin batería!
—Ya, claro —dijo burlona, más calmada que él—. Si estuviese sin
batería no daría tonos, so gilipollas, directamente saltaría el buzón de voz.
—Ya me avisó Elena de que tuviera cuidado contigo. Eres mala, puro
veneno.
—Y tú das asco, puto cerdo. ¿Sabes qué? Tal vez avise a la policía;
quizá les interese saber lo que eres.
—Haz lo que te salga de las tetas. Pero piensa que tal vez la última en
verla fuiste tú, así que… —Alba se quedó pensativa. No respondió—.
¿Qué? ¿Tengo razón?
—No, no la tienes. —Ambos permanecieron reflexivos, sin mover un
solo músculo, con el móvil aún apoyado en sus orejas—. ¿Sabes qué? Que
si no aparece no es mi culpa. Dejaremos que sea su madre quién se
encargue de buscarla o de llamar a quien sea. Ella se lo ha buscado al irse
contigo.
LA TARDE ANTERIOR
Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019
Nuria Molina
Domingo, 15 de septiembre de 2019
Al llegar tuvimos que esperar unos minutos. Era lo normal, pero mis
nervios solo querían recuperar el tiempo perdido.
Entramos a un despacho y nos atendió una agente.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarles? —Me llamó la atención su
seriedad.
—Buenas tardes. Venimos porque mi, nuestra hija, ha desaparecido.
—¿Quieren cursar una denuncia por desaparición?
—Sí.
—Muy bien. —Se inclinó hacia un lado de la mesa y cogió una carpeta.
De ella extrajo unos papeles—. Deberán facilitarme toda la información que
les vaya pidiendo. Les iré formulando una serie de preguntas que deberán
contestar con la mayor sinceridad posible, ¿de acuerdo? —Miguel y yo nos
miramos con complicidad. A juzgar por lo que continuó diciendo, la agente
debió ver el miedo en nuestros ojos—. Aquí no estamos para juzgar a nadie,
solo para encontrar a su hija. ¿Bien?
—Gracias —respondió Miguel al tiempo que yo asentía con la cabeza.
—Bien. Lo primero que necesito es que me faciliten sus identidades.
—¿Quiere el DNI?
—Sí, por favor.
Busqué en el bolso y extraje mi DNI. Por su parte Miguel sacó el suyo
de su cartera. Ambos se lo entregamos a la señorita.
Los tomó y comenzó a teclear en su ordenador. Mientras, yo me
dediqué a observarla trabajar. Sus facciones eran suaves, hecho que
contrastaba con la seriedad con la que ejecutaba su trabajo. Era delgada; la
camisa se le ceñía al pecho y a la cintura. Parecía alta. Al menos debía
medir un metro sesenta y cinco; alta teniendo en cuenta que yo parecía
familia de un grupo de pigmeos. Sin saber por qué, mi mente comenzó a
imaginar cuán duro le tuvo que resultar aprobar los exámenes físicos para
entrar en el cuerpo de policía.
«Yo no sé si esta muchacha tendrá la fuerza suficiente como para
atrapar a los delincuentes. En un cuerpo a cuerpo… No sé. Los entrenan a
fondo, pero, no deja de ser una mujer. Es evidente que tenemos mucha
menos fuerza que los hombres. Bueno, tal vez por eso tenga un puesto de
oficina. Entre las mismas mujeres, algunas tienen más fuerza que otras. No
sé, yo no habría sido capaz. Aparte de que no me hubieran dejado acceder,
por aquello de ser tan bajita. Pero de ser más alta, tampoco creo que lo
hubiera conseguido. Aunque por lo que tengo entendido, las pruebas de
acceso no son iguales para hombres que para mujeres. A ellas les dan
“ventaja”, menos resistencia, menos flexiones… Ni que los cacos fueran a
ir con miramientos. En fin, creo que tanto ellos como ellas deberían cumplir
unos mínimos, los necesarios como para garantizar la seguridad y la
resolución de los casos. Eso sí, intelectualmente podemos ser tan
competitivas como ellos. Mi Elena tampoco podría meterse a policía. Ha
tenido que sacar mis genes —me lamenté».
—Bien. Ahora necesito que me facilite los datos de su hija.
—Su nombre es Elena Pascual Molina.
—Eh… —Terminó de escribir y miró a Miguel, luego a mí—. Usted es
la madre.
—Sí.
—¿Y usted?
—Él es mi marido, el padrastro de Elena.
—Entiendo.
—Necesitaría el nombre del padre biológico.
—Se llamaba César C…
—Perdone, ¿no está vivo?
—No. Murió cuando Elena tenía cinco años.
—Entiendo. Vale. ¿Sabe el número de DNI de Elena?
—No.
—De acuerdo.
—¿Fecha de nacimiento?
—15 de Noviembre de 2003.
—Dieciséis años, ¿entonces?
—Quince. Cumple los dieciséis dentro de un par de meses.
—Bien. ¿Desde cuándo lleva desaparecida?
—Desde esta mañana. Ha pasado la noche en casa de una amiga. Ella
dice que sobre las nueve se ha ido. Desde entonces no sabemos nada de
ella.
—¿Creen que ha podido quedar con alguien, escaparse…?
—No. No lo creo, la verdad.
—¿Tenía problemas en casa, en clase, con los amigos…?
—No. Me lo hubiera dicho.
—¿Ha estado actuando de forma extraña últimamente?
Me quedé pensativa. Miré a Miguel por si él hubiera notado algo raro en
los últimos días o semanas que yo no hubiera percatado. Pasaba más tiempo
en casa que yo, su testimonio sería más fiable que el mío.
—Yo no he notado nada fuera de lo normal —contestó Miguel.
—No. Bueno. Lo que sí he notado es que lleva unos meses arreglándose
más. Está en plan coqueta, supongo que por la edad o, no sé, tal vez le guste
algún chico de su instituto, aunque…, sería raro, ahora mismo están de
vacaciones de verano, no sé si tiene mucho sentido a no ser que lo vea a
menudo, que creo que no es el caso —medité en voz alta. No me importó
compartir mis especulaciones con ellos, tal vez podían servir de algo.
—Vale. A ver, necesito que me den una descripción de su hija lo más
detallada posible: peso, estatura, color de pelo, de ojos… Y necesitaría una
fotografía lo más reciente posible.
—Claro. Físicamente es muy semejante a mí: mide un metro cincuenta
y uno, pesa cuarenta y cinco kilos, ojos castaños, pelo oscuro, casi negro…
—¿Alguna marca de nacimiento, tatuaje o piercing?
—No.
—¿Recuerdan cómo iba vestida?
Volví a mirar a Miguel. De los dos, él era el último que la había visto.
—Creo que llevaba unos vaqueros cortos, o unas mayas de esas que
parecen vaqueros, y una camiseta —respondió él—. No sé de qué color.
—¿De tirantes, de manga corta, con forma de top…?
—Eh… Creo que de tirantes. Tampoco la miré mucho, no me dio
tiempo, dijo que se marchaba con su amiga a dar una vuelta y a ver las
tiendas, y poco más. Y de todas formas, yo en esas cosas no me suelo fijar,
así que, no estoy seguro del modelito que llevaba.
—Está bien, no se preocupe. Si recuerda algún detalle nos lo puede
decir en cualquier momento.
Se me escapó un suspiro.
«No sé cómo los hombres pueden llegar a ser tan despistados en algunas
cosas. Si le hubiera preguntado por un partido de fútbol de hace diez años,
seguro que lo hubiera recordado al detalle».
—De acuerdo —prosiguió la policía tras teclear en su ordenador—.
Dicen que quedó con una amiga.
—Sí. Con su amiga Alba.
—¿Se llevaban bien? ¿En algún momento han tenido disputas
destacables?
—No que nosotros sepamos. Se conocen desde que eran pequeñas. Alba
tiene casi dos años más que Elena, pero siempre han sido como uña y carne.
Sobre todo desde hace dos años, que coinciden en la misma clase. Alba es
muy buena chica, pero le cuesta mucho…, vamos, que no es tan buena
estudiante como nuestra hija y, bueno, lleva dos años de retraso en sus
estudios.
—Vale. Solo quedó con ella.
—Eso creemos.
—Bien. Ahora les haré varias preguntas un poco más delicadas. ¿Sufre
de algún tipo de discapacidad o trastorno mental?
—No.
—¿Depresión o tendencias suicidas?
—No. Lo más grave que ha vivido fue la muerte de su padre, pero ya le
digo que era muy pequeña cuando sucedió. Yo ya conocía a Miguel, del
trabajo y, después de la muerte de César, Miguel empezó a venir a
visitarnos a casa. Me di cuenta de que se llevaban muy bien y que cuando él
estaba Elena se olvidaba de la tragedia. Luego, con el paso del tiempo,
Miguel y yo empezamos a salir y, bueno, ya ve, hasta hoy.
—Para mí es como una hija biológica —explicó Miguel. La mujer
asintió con una recreada mueca.
—¿Tienen constancia de que tenga alguna amistad nueva, que haya
frecuentado algún lugar distinto a los de costumbre?
—No.
—¿Toma algún tipo de medicamento?
—No.
—Disculpen que les haga tantas preguntas, pero es necesario manejar la
mayor cantidad de información posible. Algunas, como les he avisado
antes, sé que pueden resultarles incómodas, pero estoy obligada a
hacérselas.
—No se preocupe. Lo entendemos.
—Sigo. ¿Ha ocurrido algún suceso que le pueda haber animado a irse de
casa por voluntad propia?
Negué con la cabeza tratando de recordar alguna disputa reciente, pero
no había nada que recordar.
—¿Creen que pueda estar en compañía de algún adulto que pueda poner
en riesgo su integridad física?
En ese momento sentí cómo el corazón me daba un vuelco. Durante la
entrevista estuve nerviosa, pero dentro de un control. Sin embargo, aquellas
palabras activaron algo en mi inconsciente que me hizo sentir una profunda
agonía, un palpitar descontrolado y náuseas. Traté de contener la emoción,
pero no pude. Contesté con un tembloroso «no» que dejó en evidencia mi
estado.
—Ya queda poco —dijo la agente con compasión. No respondí, solo
deseé que terminase pronto con aquel maldito cuestionario que cada vez me
hacía sentir más miedo—. ¿Tienen constancia de que en los últimos días
haya conocido a alguien a través de internet?
—¿Internet? —preguntó Miguel extrañado.
—No tiene por qué ser lo que le ha sucedido a su hija, pero al cabo del
año tenemos constancia de muchos casos de menores que conocen a adultos
a través de internet. Se hacen pasar por jóvenes de su misma edad y en
ocasiones terminan engatusándolos para quedar y conocerse en persona.
—No. No lo creo posible. ¿Elena? No. No creo —respondí sintiendo un
temblor por todo mi cuerpo, como si me hubiera transformado en un
muñeco parlanchín roto, soltando frases pregrabadas, repetitivas y
atropelladas.
—Está bien. Ya casi hemos terminado. Necesito que me faciliten la foto
de Elena en color y lo más reciente posible.
—¿Vale con alguna que tengamos en el móvil?
—Sí.
Miguel y yo cogimos nuestros teléfonos para buscar alguna que fuese
fiel a como era en persona. El temblor de mis manos, la dispersión mental y
los ojos humedecidos me impedían hacer lo que debía. Me sentía tan
culpable por no haber acudido antes a ellos…
—Mira —me dijo Miguel—. Yo tengo estas de hace un par de semanas.
Me enseñó varias en las que salían ellos dos haciendo el tonto, poniendo
caras raras y riéndose.
—¿De cuándo es eso?
—De una tarde que tú estabas en el trabajo. Estuvimos viendo una peli
y jugando a la consola. —Mis ojos se clavaron en la mirada de júbilo de
Elena. Se la veía tan feliz; no podía haberse escapado de casa, era imposible
—. ¿Vale esta? La puedo recortar —dijo dirigiéndose esta vez a la policía.
Le enseñó la imagen y a la mujer le pareció bien.
—De acuerdo —expuso después de tener la fotografía en su poder—.
Una pregunta más, ¿han tocado alguna de sus pertenencias, su habitación,
su ropa…?
—No, nada.
—Bien, déjenlo todo tal y como esté. No limpie la habitación, ni recoja
los objetos que pueda haber por medio. Es importante que nadie toque sus
pertenencias, ni familiares, ni amigos, nadie salvo los agentes que estén al
cargo de la investigación. También he de pedirles que no laven su ropa.
Guárdenla en una bolsa de basura mientras determinamos si necesitamos
analizarla. Por otro lado, no les he preguntado por su móvil, ¿saben si lo
llevaba consigo?
—Sí, creo que sí. Me mandó un mensaje para decirme que pasaría la
noche con su amiga. Aunque también mencionó que antes pasaría por casa,
y a ti te pareció oír la puerta, ¿no? —le pregunté a Miguel.
—Sí, me pareció que entraba en casa, pero…, no lo sé seguro, me
estaba duchando.
—La última vez que la vieron cada uno de ustedes, ¿cuándo fue,
entonces?
—Yo a mediodía. A eso de las tres o tres y cuarto, que es cuando me fui
al trabajo.
—¿Y usted? —le preguntó a mi marido. Se quedó pensativo.
—No sé a qué hora se fue con su amiga, la verdad. Tal vez eran las
cinco y media o las seis de la tarde.
—¿Y esa fue la última vez que la vio? —insistió la policía.
—Sí.
—De acuerdo. —Tecleó algo en el ordenador—. Bien, a partir de este
momento, queda abierto un expediente por la desaparición de Elena Pascual
Molina. Una pareja de compañeros acudirá a su domicilio para hacer una
inspección ocular del dormitorio de su hija. Ya les digo: no toquen nada.
Por otro lado, quiero informarles de que al tratarse de una menor y al
considerar que la desaparición pueda deberse a un acto ajeno a su propia
voluntad, lo cual implica un posible riesgo para su integridad física,
procederemos a rastrear su móvil.
»Aquí les dejo un número de teléfono de contacto por si recuerdan
algún detalle de interés o por si tienen alguna pregunta. En caso de que
regresase a casa, les agradecería que nos informen inmediatamente para
poder cerrar el expediente.
—Claro, por supuesto —respondió Miguel en nombre de los dos.
En mi caso, tan solo pude asentir y articular un sentido «gracias». Me
levanté con la sensación de ser una mujer de avanzada edad, renqueante, sin
fuerzas, desolada por lo que temía que podía acontecer después de aquello.
La poca fe que me quedaba reposaba ahora en sus manos.
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Rastreo
Nuria Molina
Domingo, 17 de septiembre de 2019
El sonido del portero me sobresaltó. Llevaba dos días sin apenas pegar ojo.
Sin embargo, el confort del sofá unido al zumbido del televisor logró
disuadir mi insomnio. El corazón se me aceleró de tal forma que sentí mis
latidos como si alguien estuviese percutiendo un gong dentro de mi caja
torácica.
En aquel instante estaba sola; Miguel había ido al gimnasio para intentar
reducir su nivel de estrés.
—¿Sí? —respondí tras descolgar.
—Somos de la policía, venimos a hablar con Nuria Molina y Miguel
Castillo.
—Sí. Suban, por favor. —Apreté el botón para hacer que la puerta del
portal se abriese.
Mi cuerpo empezó a temblar como una vela azotada por una corriente
de aire. Mi mente no atendía a pensamiento alguno. Me quedé petrificada
ante la puerta, sin mover un solo músculo, igual a como se posaba
antiguamente para que te inmortalizasen en una fotografía en blanco y
negro.
Un par de golpes secos en la puerta me advirtieron de que esperaban al
otro lado.
Abrí.
Aquellos agentes no eran los mismos que vinieron un par de días antes.
Aparte de ser un hombre y una mujer, no iban vestidos con su característico
uniforme. Por un momento pensé que se trataba de una pareja de testigos de
Jehová tratando de reclutar a nuevos adeptos. Sin embargo, antes de que me
diera tiempo a decir nada, se presentaron.
—¿Señora Molina? —preguntó el hombre.
—Sí.
—Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado. ¿Está su marido?
—No. Ha ido al gimnasio para despejar un poco la mente. —Me vi
justificándole aun cuando no habían pedido explicaciones—. Están siendo
unos días muy difíciles.
Los agentes se miraron entre ellos; luego su atención volvió a recaer
sobre mí. Fue el hombre quién se encargó de seguir hablando, aunque por la
expresión de sus rostros, adiviné qué sería lo siguiente en escuchar de sus
labios.
—Tenemos que darle una mala noticia.
—No.
—Esta mañana se ha hallado el cuerpo de su hija. —Sentí cómo de
forma automática se me humedecían los ojos. No pude hablar. La vista se
me nubló momentáneamente. Estuve al borde del desfallecimiento—.
¿Quiere sentarse? —Negué con la cabeza, aunque no me hicieron caso. La
mujer me cogió del brazo y me acompañó hasta el salón. Me ayudó a
sentarme en el sofá. A lo largo de aquellos metros, se agolparon en mi
mente centenares de preguntas. Entre los «porqués», los «cuándos», los
«cómos» y los «quiénes», conseguí articular una pregunta con la voz
quebrada, la que más me preocupaba, la que dependiendo de cuál fuese su
respuesta rompería mi alma para siempre.
—¿Sufrió?
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El trabajo
Aquella se presentaba como una tarde más. Nuria acababa de terminar sus
vacaciones de verano y debía incorporarse al trabajo.
—¡Ya he llegado! —vociferó Elena desde la entrada tras cerrar la puerta
de casa—. ¿¡Mamá!? ¿¡Miguel!?
—¡Estoy en la habitación! —respondió Nuria.
Elena dejó la bolsa de la playa en la cocina y fue al dormitorio de sus
padres.
—Hola. ¿Te vas? —le preguntó la joven dándole un beso en la mejilla.
—Hola, hija. Sí, ya sabes. Se acabó lo bueno.
—Es verdad, se me había olvidado que hoy trabajabas.
—¿Qué tal lo habéis pasado?
—Bien —respondió distraída, examinando lo que hacía su madre.
—¿Has comido?
—Sí, el sándwich que me llevé —dijo sentándose en la cama como una
niña pequeña.
—Muy bien. ¿Y quiénes habéis estado, solo Alba y tú?
—No. Alba, Lucía y Carol. Nos las hemos encontrado allí. Aunque no
sé cómo las hemos visto porque estaba llenísimo de gente. No veas cómo se
pone Cullera en estas fechas.
—Es normal, la zona de levante alberga mucho turismo.
—Joder, pero es demasiado —se quejó la chica en un arranque de
sincera espontaneidad—. Casi te chocas con el de la toalla de al lado. Me
parece muy exagerado.
—Bueno, mientras no tengamos dinero para irnos de vacaciones a las
Seychelles o para comprarnos una isla privada, tendremos que
conformarnos con compartir olas y meados con los demás veraneantes —
respondió Nuria con cara de guasa.
—Joder, mamá, cómo te pasas —respondió poniendo cara de asco.
—Ni que fuese mentira.
—Ya, por favor, basta, que estás haciendo que me dé mucho asco.
Nuria se carcajeo mientras buscaba una camiseta de tirantes que
ponerse.
—Vale, pero es verdad, y lo sabes —zanjó con retintín.
—¡Mamáááá! —Se levantó de la cama de un salto.
—¿Dónde vas?
—A la ducha, a quitarme los meados —dijo resignada.
—Oye. Antes estaba pensando que, por qué no vamos un día de
compras.
—¿Cuándo?
—Pues no sé, ¿el fin de semana? Ya habré terminado el ciclo.
—Me parece guay.
—Sí. Es que hace mucho que no te compras ropa y cr…
—En realidad no me hace falta nada.
—¿No quieres unos pantalones de esos cortitos que llevan todas las
chicas de tu edad?
—¿Esos con los que vas enseñando medio culo? No, gracias. No me
apetece ir por la vida como una pornochacha.
—Okey —respondió su madre reflexiva—, compraremos otro modelito
menos obsceno.
—Si vemos algo que mole, vale. Pero si no, ya te digo que tengo ropa
de sobra.
—Como tú quieras.
—Me voy a la ducha, ¿vale?
—Vale.
—Por cierto, ¿papá dónde anda?
—Se fue al gimnasio hace un rato. Supongo que tardará en volver, ¿por?
—Quería saber si tengo la casa para mí sola toda la tarde, jeje…
—Qué ganas tienes de que nos vayamos, ¿eh?
—Era una broooma, mujeeer…
—Ya, ya. Una broma.
—Bueno, me voy a duchar.
—Vale. Yo también me tengo que ir ya.
—Que tengas buena tarde y buena noche —dijo acercándose a su madre
y dándole un beso en la mejilla.
—Gracias. Igualmente. Si vas a algún lado, mándame un mensaje,
¿vale?
—Sí, no te preocupes, aunque seguramente hoy no vaya a ningún lado
más.
Mientras su madre terminaba de arreglarse, Elena preparó la ropa que se
pondría después de la ducha. Cogió los altavoces y la Tablet y se la llevó al
cuarto de baño. Buscó su lista de reproducción y la puso a todo volumen. Ni
siquiera se enteró de cuándo pasó a quedarse sola.
—¡¿Mamá?! —gritó asomando la cabeza por la puerta del baño. Esperó
una respuesta. Nada. Volvió a chillar: «¡¿Mamá?!». El silencio se encargó
de indicarle que tenía el piso a su entera disposición. Siendo así, ni siquiera
se molestó en cerrar la puerta del baño.
Se desnudó al ritmo del reguetón. Danzó ante el espejo, mirando sus
propios contoneos. Observó sus pechos, sus brazos, sus caderas, sus
piernas, su pubis. Sentía la sensualidad recorriendo cada palmo de su
anatomía. Abrió el grifo del agua caliente para graduarla a una temperatura
templada. Finalmente entró.
Aprovechando que no había nadie que la metiese prisa, para no gastar
innecesariamente aquel recurso natural y limitado, la ducha sería más larga
que de costumbre. Balanceó su cuerpo bajo el agua hasta dejarlo
completamente empapado. Siguió danzando, esta vez, limitando los
movimientos. Cogió el champú y se enjabonó el cabello mientras cantaba y
meneaba sus caderas. Al primer champú le siguió un entretenido aclarado.
Continuó bailando, pero con precaución de no resbalarse. Cogió de nuevo el
bote y se echó un segundo champú. Masajeó su cuero cabelludo unos
minutos mientras el agua seguía acariciando su piel dorada por el sol.
Cuando lo consideró oportuno, se dejó deslizar nuevamente hasta situarse
bajo la alcachofa de la ducha. El jabón recorría su virginal cuerpo en el
momento en que su padre entró en casa. La puerta se abrió y se cerró sin
que ella lo escuchase; estaba demasiado inmersa en la música y en sus
bailes «provocativos».
Miguel, por su parte, regresaba agotado del gimnasio. Aquella tarde no
se sentía con fuerza para estar una hora levantando pesas; el calor le dejaba
sin energías. Miró la hora en su reloj de pulsera.
«Será Elena. Nuria debió marcharse hace al menos diez minutos.
»Qué bien se lo pasa cuando no estamos —pensó al oír la música a todo
volumen».
Unos pasos más y pudo apreciar el sonido de la ducha y a Elena
canturreando. Al llegar al pasillo vio que la puerta del baño estaba
entreabierta. Pasó de largo hasta la habitación del fondo y soltó allí la bolsa
de deporte que solía llevar al gimnasio; era hora de echar a lavar la ropa
sucia. Abrió la bolsa y la sacó. Se quitó la camiseta y los pantalones cortos
que vestía, las zapatillas y los calcetines, y lo fue apilando en el suelo junto
a las demás prendas para, a continuación, trasladarlo al cesto de la ropa
sucia. Haciendo una pinza con sus brazos, agarró todas las prendas y
atravesó de nuevo el pasillo en dirección a la cocina. No puedo evitar, en su
recorrido, llevar la vista al interior del baño. La mampara de cristal
transparente, manchada únicamente por las salpicaduras del agua y el jabón,
dejaba apreciar una perfecta imagen de Elena de espaldas, enjabonándose y
contoneándose al ritmo de la música.
«Será como su madre: siempre tendrá cuerpo de niña.
»Todas deberían ser así: son las más monas».
Llegó a la cocina y dejó la ropa.
«Yo también debería darme una ducha. Estoy sudando otra vez».
Desanduvo sus pasos en dirección al dormitorio, pasando nuevamente
por delante del cuarto de baño donde estaba Elena. Caminó a paso lento y
sigiloso para evitar hacer cualquier ruido que delatase que ya se encontraba
en casa y, esta vez, cuando llegó a su puerta se paró para contemplarla.
Estaba doblada a la mitad desde su cintura. Al parecer se rasuraba sus tersas
piernas mientras el agua golpeaba su espalda. Desde esa perspectiva podía
apreciar su perfil y un lateral de su pecho. El cabello se adhería a su dermis
de modo lascivo, y Miguel no podía apartar la mirada de sus movimientos,
de su anatomía. En su inconsciente sintió celos del agua. Se le hizo un nudo
en la garganta al percibir una ligera erección bajo sus calzoncillos. Tragó
saliva.
«Mejor será que me vaya a la ducha —pensó de camino al baño de su
dormitorio».
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Expediente
Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019
Aquel «puede que tengas razón» fue como música celestial para mis oídos.
«¿Razón? ¿La borde de mi compañera me está hablando y encima está
barajando la posibilidad de que mi hipótesis pueda ser correcta? —No me
lo podía creer».
—Dime qué has visto —le pedí con cautela. Tal vez estaba en plan
sarcástico y no lo había pillado. Volvió a abrir la carpeta. Pasó varias
páginas hasta que se detuvo en una. Con el dedo índice comenzó a escanear
el texto que quería compartir conmigo.
—Mira.
Me acercó el papel, señalando un párrafo con su inmaculada uña
pintada en marrón chocolate. Leí para mí.
«Última localización GPS ubicada en Camí del Cebollar, Cullera.
Coordenadas: 39°08′59.9″N 0°16′45.4″W».
—Tenemos una imagen del satélite —añadió Aines, mostrándomela—.
El aparato emitió la misma señal durante horas. Luego se apagó, supongo
que se quedó sin batería. Los compañeros acudieron al lugar para ver si
podían recuperarlo y extraer alguna información. Ahora mismo está en
manos del analista forense de móviles.
—De acuerdo. ¿Hace mucho que está en su poder?
—No, desde ayer por la noche. Pero el problema ya sabes cuál es.
—¿Cuál?
—Estaba apagado cuando lo encontraron.
—Sí, pero si no se ha roto, antes o después podrán acceder a él. Joder,
hay que ser muy gilipollas para cargarse a alguien y tirar su móvil cerca de
una de las escenas del crimen.
—Tal vez tenía prisa.
—Sí, puede ser. Lo que también creo es que era novato. Tuvo la
picardía de alejar el cadáver de la escena principal, pero luego no cayó en la
cuenta de que el móvil nos puede dar mucha información.
—¿Crees que fue un fallo o que lo hizo adrede?
—¿Tú crees que lo haría adrede? ¿Con qué finalidad, la de que le
pillemos? —Puso una mueca de «llevas razón»—. ¿Tenía novio?
—Francamente, no está claro. Aquí tenemos la declaración de un tal
Adrien Berguer Fabre con el que tendremos que volver a hablar.
—¿Adrien? ¿De dónde narices es ese nombre?
—Francés.
—Oh. —Alcé las cejas sin pretenderlo—. Pues sí, tendremos que volver
a charlar con ese tal Adrien, eso seguro. —Se me escapó un suspiro agotado
—. En fin, vayamos a hablar con los padres de la chica. Cuanto antes lo
hagamos, mejor.
Bajamos del coche y nos dirigimos al portal de la casa de los padres de
Elena. Aines buscó el piso y llamó al telefonillo.
—¿Sí? —preguntó la mujer con un sutil tono electrónico.
—Somos de la policía —anuncié—. Venimos a hablar con Nuria Molina
y Miguel Castillo.
Tardó unos segundos en reaccionar.
—Sí. Suban, por favor —respondió con la voz temblorosa.
Tras el zumbido pertinente, accedimos al portal.
—Es un primero. Subimos andando, ¿no? —cuestionó Aines, quien sin
haberme dado tiempo a contestar ya se había puesto en marcha.
—Sí —contesté, siguiendo su estela.
Una vez arriba, llamé a la puerta dando un par de golpes.
—¿Otra vez? —me recriminó Aines.
—«Otra vez» ¿qué?
—Los golpes.
—¿Qué pasa?
—La próxima vez llamaré yo al timbre.
—Ya tardas.
Nos dedicamos una mirada desafiante, aunque nos olvidamos de
nuestras discrepancias en el momento en que la señora Molina abrió la
puerta.
—¿Señora Molina? —pregunté, aunque ya intuía la respuesta.
—Sí.
—Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado. ¿Está su marido?
—No. Ha ido al gimnasio para despejar un poco la mente. Están siendo
unos días muy difíciles.
Mientras ella hablaba la observé: tenía la mirada ojerosa, la piel pálida,
el cabello despeinado.
No quise andarme por las ramas, ni darle tiempo a que pensase que
traíamos buenas nuevas sobre el caso de su hija. Allí mismo, en el pasillo,
me encargué de comunicarle su pérdida de la manera más suave que pueden
darse ese tipo de noticias. Sin pronunciar la palabra muerta o cadáver, la
mente y el alma, entienden el resto.
—Tenemos que darle una mala noticia —dije al tiempo que mi
compañera cerraba la puerta.
—No —articuló afligida con un casi imperceptible movimiento de
cabeza.
—Esta mañana hemos hallado el cuerpo de su hija.
El silencio invadió el hall. Su rostro quedó desencajado. Su palidez
empeoró.
—¿Quiere sentarse? —le ofreció mi compañera cuando ya la agarraba
del brazo para acompañarla hasta algún sitio donde sentarla. Terminamos en
el comedor de la vivienda.
Aun reposando sus nalgas y el peso de su cuerpo en el sofá, parecía que
en cualquier momento se iba a vencer hacia delante y caer de bruces contra
el suelo. Esperamos unos segundos a que se repusiera de la noticia. Y de
pronto, sus labios emitieron una pregunta encerrada en una sola palabra.
—¿Sufrió?
En ese instante me pregunté qué era lo que les dolía más a unos padres
que acaban de perder a su vástago: ¿la pérdida en sí o el modo en cómo
murieron? Tal vez si a cada uno de ellos les asegurasen que su hijo no
sufrió, que no padeció dolor físico ni miedo, tal vez su aflicción mermaría,
tal vez aceptarían que el camino de su hijo tenía que finalizar antes que el
suyo por algún motivo ajeno a su entendimiento.
Durante unos instantes vacilé qué contestación darle. Ni siquiera yo lo
sabía, aunque por lo que nos dijo el forense, el acto sexual parecía haber
sido consentido.
—Todavía no puedo darle esa información —respondí al fin.
—¿Dónde está? Quiero verla. —Su voz era una triste melodía, débil y
temblorosa.
—Les avisaremos cuando puedan ir.
—¿Saben? El día que fuimos a poner la denuncia temí acabar de este
modo. Una parte de mí me decía que ya era tarde para hacer nada; aunque
me quise convencer a mí misma de que ustedes podrían conseguir algo,
devolverme a mi niña sana y salva. Pero no, sabía que era imposible. Ella
no se había escapado. —Hablaba con los labios de la resignación y con el
foco de su mirada disperso en ninguna parte concreta del suelo. Sus ojos
permanecían en una constante humedad, sin la fuerza necesaria para
trascender a lágrimas. No quisimos interrumpirla; ambos sabíamos que
necesitaba exteriorizar su angustia y nosotros estábamos en el lugar y en el
instante preciso para escucharla—. Era muy madura para su edad, distinta a
sus amigas.
»Tampoco se habría retrasado sin avisarnos a su padre o a mí.
»Me hubiera llamado. Sí, me hubiera pedido ayuda si la hubiese
necesitado. —Hablaba cabizbaja—. Pero alguien le impidió que acudiese a
mí. Alguien me la robó. Me la ha matado. La ha apartado de mí para
siempre.
»Y ahora…
»¿Qué vamos a hacer sin ella?
»Tal vez su padre se la ha querido llevar consigo. Al menos él la cuidará
allá donde estén.
Miré a mi compañera con el ceño fruncido al escuchar esas últimas
palabras.
—Su padre biológico murió unas semanas antes de que Elena cumpliese
los seis años —me explicó Aines.
—Sí —confirmó la mujer.
—Señora Molina, sé que ahora está dolida, pero necesito preguntarle
algo. ¿Cuántos años lleva con su actual marido?
—Nueve.
—¿Y qué tal se llevaban Elena y él?
—Genial. La ha criado como si fuese su propia hija.
—Entonces, ¿el trato entre ellos era normal?
—Sí, como cualquier padre e hija.
—Está bien. ¿Podemos echar un vistazo a su dormitorio?
—Sí. Es la segunda puerta a la derecha, por ese pasillo —indicó alzando
el brazo. Percibí un ligero temblor.
—Gracias.
Cruzamos el piso hasta llegar a la habitación de Elena. Estaba bastante
ordenada.
—¿Qué buscas? —me preguntó Aines ya dentro.
—La verdad, no lo sé. —Ojeé unos libros que adornaban una estantería
junto al armario—. Dime, ¿qué piensas tú de este caso? ¿Sospechas de
alguien?
—¿De quién voy a sospechar, si acabamos de hacernos cargo del
expediente?
—Normalmente los asesinos de mujeres son hombres, y en más de un
sesenta por ciento de los casos las víctimas conocían a su verdugo.
—¿Adónde quieres ir a parar?
—A que hasta que no se demuestre su inocencia, no me fio de ningún
tío que anduviese cerca de la chica, incluido el padrastro.
—Si tuviese un diario…
—O si los compañeros consiguiesen acceder a los mensajes de su móvil
y a su galería de fotos…
—Francamente, a mí el que no me huele bien es ese tal Adrien Berguer.
—¿Por qué?
—No lo sé, supongo que por su edad. Tiene veintiséis años. Un poco
mayorcito como para andar con niñas de instituto, ¿no te parece?
—¿Tenemos ahí su dirección?
—Sí.
—Pues hagámosle una visita.
—Me parece estupendo.
Regresamos al comedor para informar a la señora Molina de que
debíamos marcharnos, no sin antes preguntarle por la hora en la que
estimaba que regresaría su marido.
—Tal vez dentro de media hora. Una hora como mucho. —Era evidente
que estaba en shock.
—De acuerdo —respondió Aines—. Por el momento, no la molestamos
más.
—Bueno, es posible que regresemos más tarde —dije, prácticamente
contradiciendo a mi compañera. La señora me miraba como si estuviese
bajo los efectos de alguna droga, con la boca entreabierta y sin decir nada.
Parecía tener fuerza solo para asentir con la cabeza—. No hace falta que se
levante, sabemos dónde está la puerta.
No respondió. Su cuerpo, sus ojos, empezaban a reaccionar a la
realidad.
Aines y yo nos marchamos de allí en silencio, siguiendo el uno los
pasos del otro. Dejé que fuese mi compañera quien cerrase tirando
suavemente del pomo.
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Un día antes
—Voy a pedir la dirección de ese tal Adrien —indicó Iván nada más
abandonar la vivienda.
—Sí.
Hasta que no estuvieron en la calle no volvieron a comentar nada.
—Anda, hazme indicaciones para que pueda desaparcar sin darle un
mamporro al coche —le pidió Carlos con guasa.
—Claro, hombre, faltaría más.
Una vez que su compañero estuvo al volante, paró el tráfico y le dio las
indicaciones oportunas. Esta vez no colapsaron la calle.
—Mientras te envían la dirección iremos a tomar un café —le comentó
Carlos una vez que Iván ocupó su asiento—. Eso sí, iremos a una zona
donde podamos aparcar sin problemas.
—Me parece estupendo. Dame un segundo, voy a mandarles un
mensaje a los compañeros para que vayan haciendo su parte.
»Ya está —dijo pasados un par de minutos en los que también telefoneó
a la comisaría—. Ahora nos lo envían.
—Iremos a la cafetería de siempre.
—Donde tú digas —autorizó Iván.
—¿Qué? ¿Qué opinas de la señora y de su hija?
—Joder, que habla más que un político. Tiene que tener firme al marido.
—Sí, debe estar hasta las pelotas de ella.
—Sí. Esa casa tiene pinta de ser un infierno.
—Como la hija sea igual que la madre…
—Hombre, los genes están ahí, pero, no sé, ¿tú la has visto reaccionar?
Parecía un cervatillo en una jaula de hienas.
—Sí, pobrecilla. ¿Tú has visto la cara que ha puesto cuando ha dicho
que la amiga se enrollaba con el maromo ese?
—Peor ha sido cuando se ha enterado de la edad.
—Cierto.
—Aunque no me extraña —espetó Iván—. Hoy en día el género
femenino está demasiado desatado. Luego se quejan de que no van seguras
por las calles. Es que hay cada una…
—No sé a qué te refieres.
—Pues eso, a que con eso del feminismo se creen que pueden hacer lo
que quieran.
—Sigo sin entenderte.
—Joder, me refiero a que algunas van como locas. No digo que no se
enrollen con los tíos, cada uno que haga lo que quiera. Tanto ellas como
nosotros podemos ser todo lo promiscuos que queramos, pero de ahí al
exhibicionismo hay un trecho. Luego no me extraña que se crucen con
cualquier desaprensivo y lo pasen mal.
—En serio, no te sigo. ¿Exhibicionismo?
—Pues eso, me refiero a sus pintillas. Ellas mismas están mandando un
mensaje equivocado. Si no quieres que te traten como un objeto no te
exhibas como tal. ¿Me entiendes ahora?
—Sí, más o menos, creo que entiendo por dónde vas. Pero el problema
aquí está en que ellas no deberían pasar miedo. No se las puede tratar como
objetos, vayan como vayan vestidas.
—Bueno, yo creo que hay ciertos límites, pero ¿miedo? Joder, yo he
hablado mil veces de este tema con mi novia, con su hermana, con mi otra
cuñada, con primas y amigas y, salvo una, ninguna ha tenido nunca
problemas. Quizá por culpa de unas cuantas, ahora el resto creen que les
van a asaltar veinte violadores en cada esquina, pero, joder, los hombres no
somos unos cavernícolas. Ya te digo, menos una prima mía, el resto nunca
ha tenido problemas, y la que lo tuvo fue por hacer el estúpido.
—Espera, ahora me lo sigues contando ahí dentro —dijo Carlos una vez
hubo estacionado. Habían llegado a la cafetería.
Entraron y buscaron una mesa apartada.
—Carmen, lo de siempre, por favor —pidió Carlos al tiempo que
pasaban por delante de la barra. Como si se tratase de la metre de un
restaurante «de etiqueta», siendo la dueña, era quien solía encargarse de
atender a los clientes «importantes».
—¿Lo de siempre para los dos?
—Sí —respondió Iván al tiempo que seguía los pasos de su compañero.
—Bueno, sigue. ¿Qué pasó? —requirió Carlos.
—¿Con quién, con mi prima? —cuestionó retórico—. ¿No te lo conté
ya? Qué raro —dijo apartando una silla y tomando asiento—. Se fue con las
amigas de fiesta, se pilló un pedo del quince y en mitad del bar empezó a
hacer el guarro. Se la acercaron dos tíos igual de bebidos que ella, con las
mismas ganas de cachondeo, y empezaron a sobarla. Eso sí, ella bien que se
dejaba, o más bien, los buscaba. Iba más salida que una perra. —Carlos
trató de no hacer ninguna mueca, pero se le alzó una ceja de la impresión—.
Eso fue en las fiestas de uno de los pueblos de aquí cerca. Mi chica y yo
estábamos por allí y lo vimos. Fue ella quien me dijo que la sacase de ahí;
aunque yo la hubiera dejado, la verdad.
—Bueno —expresó comedido sin saber muy bien qué decir.
—Sí, bueno —prosiguió su compañero con vehemencia—, pero ahora
la pregunta es: ¿tenía que sacarla de ahí o no? Si la hubiera dejado y se
hubiera acabado follando a aquellos dos tíos, ¿se hubiera arrepentido? ¿Lo
hubiera considerado un abuso por parte de ellos? Te puedo asegurar que ni
la drogaron ni la forzaron de ninguna forma. Era ella quien les seguía el
rollo a los dos o, mejor dicho, quien les provocó hasta que se le
«abalanzaron» como buitres sobre la carroña. A los dos —pronunció
recalcando cada palabra—. Le tocaba el paquete a uno, luego al otro, le
mentía la lengua hasta la yugular al uno, el otro la tocaba las tetas… Bueno,
te lo puedes imaginar. Fue el espectáculo del pueblo. Repulsivo. No sé
cómo se libró de salir en cualquier cadena de la tele o que la colgasen en
YouTube.
—Joder, vaya panorama.
—Sí, ya te digo que fue asqueroso. —En ese instante se acercó la
camarera con sus cafés; los dejó sobre la mesa mientras Iván seguía
hablando—. El caso es que, ¿los malos hubieran sido ellos por follarse a
una tía en las mismas lamentables condiciones que lo estaban ellos?
—Aquí tenéis, chicos: uno con leche y el otro solo en taza de expreso
—interrumpió la mujer—. ¿Algo más?
—No, así está bien. Gracias —respondió Carlos mientras Iván cogía el
sobre del azúcar para echarlo en su taza.
—Por cierto, he escuchado tu historia, la de tu prima —especificó la
mujer—. Si me permitís que opine: no puedes matar a un perro y luego
decir que ha sido el vecino. —Los dos agentes arrugaron el ceño—. Quiero
decir, que no; ellos no hubieran sido los malos de la película. Hay mujeres a
las que les gusta ese tipo de relaciones, que se lían con dos a la vez. Y me
parece muy bien —dijo haciendo una exagerada mueca de indiferencia—.
Igual que hay tíos que se enrollan con dos mujeres al mismo tiempo.
Mientras haya respeto, que hagan lo que quieran, ¿no?
—Sí, yo creo que hay que respetar a todo el mundo —puntualizó
Carlos.
—Precisamente —saltó Iván—. Ellos no hicieron nada malo, nada que
ella no quisiera. Tal vez la tenía que haber dejado allí con sus rollos de una
noche. ¿No os parece? Precisamente la igualdad es eso, ¿no? —zanjó al
tiempo que removía su café.
—Pues yo creo que hiciste bien en llevártela de ahí, no sabes cómo
hubiera acabado la cosa —contestó su compañero mientras la mujer pasaba
a convertirse en una espectadora con pase de primera fila.
—A ver, creo que no me he explicado bien —prosiguió Iván—.
Después de sacarla de allí me quedé muy satisfecho; pero la cuestión no es
esa. El tema aquí está en que si no puedes controlar tus actos cuando bebes,
no te pilles el gran pedo de la historia. No esperes que venga el caballero
oscuro y te rescate de tus idas de pinza. No puedes ir así por la vida. Es
como si a un grupo de turistas le dice el guía que no se metan en las favelas
o en el Bronx y ellos pasan de sus consejos. Todos tenemos que hacernos
responsables de nuestros actos, ¿entiendes? —dijo dirigiéndose a su
compañero—. Estoy de acuerdo en que nadie debe matar ni violar a nadie,
pero qué quieres, el mundo está hecho una mierda.
»Es imposible que una mujer sea igual que un hombre. En igualdad de
condiciones, sale perdiendo, y si encima tiene los sentidos afectados, aún
más. Te aseguro que un tío que se ha pillado un pedo, si se enrolla con una
tía igual de perjudicada que él, al día siguiente no se siente violado, ni va a
la comisaría a poner una denuncia por agresión sexual, por ejemplo. Por lo
tanto, hazte responsable de tus actos, guapa. —Seguía sermoneando a
Carlos como si delante tuviese a cualquier mujer del mundo, quizá a su
propia prima, olvidándose de que la camarera seguía de pie a su lado—. Y
cuando digo que es imposible que una mujer sea igual que un hombre, no lo
digo desde una crítica negativa, sino todo lo contrario. Estamos hechos de
distinta pasta; ¡coño, por eso nosotros tenemos pene y ellas vagina! ¡Si
fuésemos iguales se acabaría la especie! —espetó alzando la voz—.
Nuestras condiciones físicas son distintas. Por lo general, una mujer
siempre va a tener menos fuerza que un hombre, salvo que seas la
campeona del mundo de halterofilia, claro. Pero no pasa nada, cada uno
tenemos unas cualidades. No podemos ser todos idénticos. Respetando
nuestras diferencias biológicas, defiendo la igualdad desde la igualdad, no
desde los extremos feministas o machistas.
—Yo tengo una hija y estoy a favor de la igualdad, si me tengo que
declarar feminista, lo hago, pero también reconozco que somos distintos.
Estoy de acuerdo en lo que dices, que nuestras condiciones físicas y
biológicas nos hacen distintos, pero debemos encontrar la igualdad —
recalcó su compañero.
—Ya, el problema es que parece una moda —replicó Iván indignado—,
como si a algunos grupitos radicales les ofendiese que haya hombres por el
mundo.
—A mí no me ofende —dijo Carmen soltando una risotada. Ambos
agentes sonrieron.
—Es complicado —confesó Carlos.
—No creo que sea tan complicado —replicó Iván—. La igualdad es
igualdad; la posibilidad de acceder a los mismos puestos de trabajo, los
mismos sueldos, las mismas ventajas en ayudas o subvenciones, que tanto
hombres y mujeres tengamos las mismas prestaciones al tener hijos. Del
mismo modo, que tengamos iguales condiciones en todo lo demás, por
ejemplo, ante una custodia por paternidad en caso de divorcio. ¿Sabes que
solo el cinco por ciento de los padres divorciados obtienen la custodia de
sus hijos? ¿Ahí no hay discriminación? Debemos alcanzar la igualdad de
condiciones en todo, en votar, en ir a la guerra, en ser escuchados, en
abandonar las viviendas en caso de ruptura conyugal, en poder estudiar
cualquier carrera o desempeñar cualquier puesto de trabajo… En una
palabra: igualdad. Si una empresa, ya sea pública o privada, ofrece veinte
puestos de trabajo y para cubrirlos se lleva a cabo una selección de
personal, que les den el puesto a los veinte mejores candidatos, ya sean
hombres o mujeres. ¿Que son todas mujeres?, estupendo, pero si los veinte
mejores son hombres, también tiene que ser aceptado. No sé si me explico;
tampoco pretendo sermonearte. La discriminación positiva no sirve más que
para empeorar las cosas, es como decir o reconocer que les tenemos que
conceder ventaja para poder llegar a ser como nosotros, a conseguir lo
mismo que nosotros. Vale que físicamente puedan tener menos fuerza, pero
intelectualmente son iguales. Imagínate que el Estado ofrezca cinco plazas
para cubrir cinco puestos de cualquier especialidad médica. ¿Acaso los
ciudadanos, es decir, los pacientes, no preferirán ser atendidos por los cinco
mejores especialistas, por los mejor cualificados? Si son hombres, pues
hombres; si son mujeres, pues mujeres, y si son una mezcla de ambos, pues
perfecto. Pero siempre deben ser los más preparados.
La mujer asentía en silencio.
—Sí, si yo te entiendo, pero quizá esté bien dejar alguna plaza de favor
hacia ellas, ¿no? Nosotros ya lo tenemos hecho —dijo Carlos tratando de
aportar tolerancia.
—Entiendo, tú eres de los que prefiere ir a urgencias y que te atienda un
enchufado a que te atienda el mejor. Es interesante ese punto de vista, sí
señor. ¿Y con eso pretendes igualdad? Porque lo que yo creo es que con eso
lo único que hacemos es empeorar aún más las cosas.
—Son puntos de vista.
—Pues bajo mi punto de vista, lo que trato de exponer es que
dependiendo del área que tratemos, a veces están las mujeres en
inferioridad y otras los hombres. La igualdad tiene que llegar en todos los
sentidos, no solo en que ellas puedan acceder a altos cargos, ganar más
dinero o se escuchen sus opiniones, que por cierto, creo que ya se hace; por
lo menos en el entorno en el que me muevo.
—Yo espero que algún día sea todo más equitativo —se explicó Carlos
—, que haya igualdad entre hombres, mujeres, razas, religiones… Al
margen de lo que tú explicas, que puedes tener toda la razón del mundo, lo
que sí urge es que las mujeres cobren lo mismo que los hombres por
desempeñar el mismo trabajo.
—Bien dicho —expuso Carmen—. Es triste ver cosas así —dijo
señalando con la cabeza a una mujer árabe. Carlos e Iván se miraron con
resignación—. No sé yo si algún día ellas lo conseguirán.
Iván exhaló un «joder» después de llevar la vista al extremo opuesto de
la cafetería.
—Pues mirad esa —solicitó apuntando a una chica con el mentón.
Carlos giró atendiendo a la petición de su colega—. ¿Qué opináis? —El
compañero la observó con disimulo. La muchacha estaba de espaldas a
ellos, tenía los brazos apoyados sobre la barra y el cuerpo separado a varios
centímetros, formando con su columna una curva exagerada que empezaba
en sus hombros y terminaba con el coxis lejos de su posición natural. Vestía
una camiseta de tirantes y un short que más que un vaquero parecían unas
bragas brasileñas.
—Ufff… —dijo girándose de nuevo y mirando a su compañero. La
camarera soltó un «olé» por lo bajinis pero que ambos oyeron—. Ya, no nos
lo digas.
—¿Entendéis? Eso es parte del problema.
—Ahora entiendo lo que decías antes del exhibicionismo. Mi hija es
más o menos de esa edad, y le tengo dicho que para que la respeten primero
debe respetarse ella a sí misma —argumentó Carlos.
—Pues ya somos dos —espetó Carmen—. Y mira que tengo un bar, que
si tuviese la mentalidad de hace veinticinco años me podría salir rentable
traerla y exhibirla los fines de semana. Pero me niego. No me gustan nada
esos modelitos que algunas llevan ahora. Y si no me gustan que lo lleven
otras, mi hija menos.
—Menos mal que me entendéis —confesó Iván—. Si estuviese en
vuestra situación tampoco la dejaría salir a la calle con esas fachas. Entre
los tops y los pantalones enseñando las nalgas, parecen miniprostitutas.
—Algunas no tan minis —recalcó Carmen. Carlos sonrió con pena—.
No sé cómo no se dan cuenta de que van haciendo el ridículo.
—Ya os digo yo que mi hija no sale de casa con esas pintas —matizó
Carlos—; quiera o no quiera llevarlas. Y si no quiere acatar mis órdenes,
que no son más que para defender su integridad y su dignidad, cuando
cumpla los dieciocho ya sabe dónde está la puerta.
—Haces bien.
—Lo mismo le digo yo a la mía —zanjó Carmen.
—No estoy pidiéndole nada raro —se excusó Carlos—. Además, no
solo lo digo porque a mí me parezca mal; mi mujer es la primera que se
indigna al ver al resto de las de su género pretender la igualdad al tiempo
que se exhiben como objetos sexuales. Pero bueno, no quiero entrar en
politiqueos.
—No son politiqueos, compañero, es un problemón social que nos está
tocando de lleno. Y la verdad, no sé cómo vamos a acabar. Ellas piden la
igualdad, la libertad de expresión y demás, y me parece muy bien, pero yo
no tengo por qué aguantar sus pintillas. Mi libertad acaba donde empieza la
tuya, y el gran problema es que ya no solo no se respetan a ellas mismas, si
no que no nos respetan al resto de ciudadanos. Yo no tengo por qué estar
aguantando que vayan así por la vida, es desagradable. Lo mismo se creen
que van guays, pero van dando vergüenza ajena. Si quiero ver culos, me
compro la playboy. ¿Entiendes? Igual que a los hombres se nos prohíbe por
ley ir sin camiseta por el pueblo, a ellas deberían prohibirles ir enseñando el
puto culo. Es igual o más ofensivo que ir sin camiseta. Además, porque el
pantalón les cubra siete o diez centímetros más, no van a pasar más calor.
Yo creo que juegan a la provocación, a tensar cada vez más el hilo.
—Sí, hasta que nos dé a todos en los morros —se lamentó Carmen,
quien en ese momento observaba la clientela que entraba por la puerta—.
Bueno, chicos, os tengo que dejar —dijo alejándose. Iván la observó
caminar; de espaldas le recordaba a su madre.
—Yo creo que no lo hacen por tener menos calor —reflexionó Carlos
tras suspirar sonoramente—, creo que lo hacen por ir a la moda.
—Pues me parece más patético todavía —señaló Iván al tiempo que se
llevaba la taza a los labios.
—Sí, yo ya te digo que el problema empieza en la educación. Se
pretende darles responsabilidad, la que les correspondería a esa edad, pero
estas nuevas generaciones, por lo general, son muy inmaduras, solo piensan
en ligar, beber, salir con los amigos, en tener el último móvil de marca y
que no les falte de nada. Ahora sus ídolos son los youtubers esos o los
influencers. Están sobreprotegidos. Yo soy algo mayor que tú y he vivido
los dos modos de vida: el austero de hace unos años —no tanto como lo
sufrieron mis padres— y el derrochador de la actualidad. Es probable que
alguno de tus padres o tus tíos tuviese que dejar los estudios con doce o
trece años y se viera obligado a trabajar para ayudar en la economía
familiar; ellos también te podrán contar lo que era aquello.
—Sí, un tío, mayor que mi padre. Y sí, sé de lo que hablas.
—Pues eso, ya sabes a lo que me refiero. Hoy en día, ¿qué pasa con los
críos de doce o trece años? Que solo saben de consolas, de videojuegos y de
tonterías. Yo no digo que lo de antes fuese bueno, pero lo de ahora casi es
peor. La mayoría no entiende el valor de nada. Por eso a mis hijos trato de
educarlos de la mejor manera posible o, por lo menos, de la mejor forma
que sé. Trato de explicarles los valores de las cosas, la ética… Sobre todo,
que tengan respeto, tanto hacia ellos mismos como hacia los demás. En
estos tiempos vas por la calle o entras en un local y ya no te ceden el paso;
se tiran como buitres hambrientos. O si van en el autobús y ven a un
anciano, no se levantan para cederle el asiento. ¿Dónde ha quedado la
educación? ¿Dónde ha quedado el clásico: «dejen salir antes de entrar», o
simplemente dar las gracias? En fin, lo más triste es que con nuestros
debates no vamos a arreglar el mundo, ¿no te parece?
—Quién sabe —dijo Iván sonriendo con resignación.
—¿Te has bebido el café?
—Sí. —Cogió el móvil y ojeó los mensajes entrantes—. Mira, con tanta
charla ya tenemos la dirección del chico.
—Muy bien, pues vayamos a hacerle una visita de cortesía.
OceanofPDF.com
Funeral
Nuria Molina
Miércoles, 18 de septiembre de 2019
Aunque aquella noche no pude pegar ojo, el tiempo pasó sin que me diese
cuenta. Tanto fue así, que de pronto me vi frente a un foso leyendo el
nombre de mi difunto marido en el mármol e intuyendo cómo quedaría el
nombre de nuestra hija justo debajo del suyo. Por un momento sentí caerme
dentro, ahogarme en la tierra húmeda.
Una breve oración dio paso a los operarios que llevaron a cabo la
inhumación. Se movían con sigilo, como si fuesen sombras al servicio de la
Parca, como si con cada ser que metían bajo tierra ganasen favores, quizá,
un día más en este mundo de locos.
Una vez le dieron sepultura, de nuevo se me vino encima la desmesura
de condolencias, palabras de ánimo, besos y abrazos. Y tan pronto como
llegaron, la marea de personas se dispersó, quedándonos tan solo Miguel y
yo ante la piedra que representaba el último lugar donde reposaría el cuerpo
de Elena. Parte de mi alma quedaría apresada allí, con ella.
Según nos alejábamos pensé en la policía, en la pareja de agentes que
estuvo en el velatorio. Me pregunté si también habrían asistido al entierro o
finalmente estarían buscando en otra parte al asesino de mi hija.
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Sospechoso
Yago Reyes
Martes, 17 de septiembre de 2019
—¿Qué tal te ha ido? —le preguntó Alba a Elena al salir del examen.
—Bueno, creo que bastante bien. ¿Y a ti?
—¿No has visto que he sido de las primeras en terminar? Fatal.
—Bueno, mujer, no te preocupes, seguro que al menos te da para
aprobar. ¿Nos vamos?
—Sí, vámonos. Y sí me preocupo. Te recuerdo que estoy repitiendo,
Elena, con aprobar no es suficiente. Debería estar sacando matrícula en
todas las malditas asignaturas. Mis padres me van a matar.
—Mira el lado positivo. Al menos, ya te has sacado el carnet de
conducir y eso no te lo pueden quitar.
—Sí, pero no será por ganas. Vamos, que va a ser la última vez que
confíen en mí.
—Eres muy exagerada.
Al salir del edificio achinaron los ojos para protegerse de la luz del sol.
—Como tú siempre sacas buenas notas…
—Que no te amargues. A ver, si quieres que quedemos otro día para
estudiar, me lo dices y ya está.
Alba sonrió de medio lado.
—¿Te gustó lo del otro día?
Elena le devolvió la sonrisa.
—Claro que me gustó.
—Me gustaría repetir, la verdad. No se me va de la cabeza. De hecho, tú
tienes la culpa de que no me concentre.
Elena se echó a reír.
—No tengas morro.
—Te lo digo muy en serio. No te me vas de la cabeza. —Alba miró a su
alrededor para comprobar que no las veía nadie. Se acercó a Elena y la
besó. Ella la correspondió, sin poder evitar que se le escapase un gemido.
—Esta tarde —le susurró Elena separando sus labios y apoyando su
frente en la de su amiga—. Esta tarde iré a tu casa y…
—No —le interrumpió Alba alejándose unos centímetros—, esta tarde
estarán mis padres. Mejor en la tuya.
Elena hizo memoria: su madre no estaría, le tocaba doble turno, y su
padre…
—Vale, vente a mi casa. Mi padre seguramente irá al gimnasio.
Aprovecharemos cuando se vaya.
—Joder, tía, qué ganas tengo. ¿A qué hora quedamos?
—Vente a las cuatro y media.
—Genial. Pero mientras tanto… —Volvió a mirar a sus costados.
Después la besó.
—No quiero que lo sepa nadie. ¿Me has oído? —le advirtió Elena tras
corresponderla.
—Tranquila, no lo sabrá nadie.
***
»Bla, bla…
»Bueno, eso era parecido a lo que ya habíamos leído, pero aquí hay
más:
Yago Reyes
Miércoles, 18 de septiembre de 2019
***
Al llegar a la comisaría nos dirigimos a la mesa de Esteban. Le pillamos de
risas con su compañero Enrique.
Aines le dio una palmadita en el hombro que le sobresaltó. Este se giró
para atendernos.
—Hombre, qué rápido habéis venido. Por un momento he pensado que
eras el jefe.
—Ya, y te has acojonado, ¿eh? Si estuvieras trabajando…
—¿Acojonarme, yo? Qué va. Le hubiera dicho que se uniera a la fiesta.
«¿Y este qué se ha tomado? —pensé sintiendo cómo se me arrugaba el
ceño ante su actitud desinhibida».
—Sí, seguramente —suspiró Aines.
—En fin, ya que estáis aquí, os daré lo que me habíais pedido.
—¿A qué te crees que hemos venido?
Esteban rio.
«En serio, se ha tomado algo».
Se dio media vuelta hasta colocarse enfrente de la pantalla de su
ordenador. La feliz sonrisa que lucía apenas un segundo antes, desapareció
por completo. La cosa debía ser grave.
Miré a Aines. Ella no se inmutó, estaba centrada en ver las carpetas a
las que nuestro compañero iba accediendo.
—Aquí está.
—Este es el perfil de vuestro «colega» en Facebook. Al parecer le gusta
hacerse pasar por un tío con unos cuantos años menos. He investigado a sus
amistades. Casi todas mujeres. Os he apuntado ahí las cifras exactas —dijo
señalando un papel que quedaba a su derecha.
—¿Es para nosotros? —preguntó Aines cogiéndolo.
—Sí, podéis quedároslo. Mirad. El tío este nació en Francia, ha vivido
allí hasta los diecisiete años. Su madre era francesa y su padre valenciano.
Supongo que por eso ha venido a parar a España. En su país estudió lo
equivalente a primero de bachillerato. Luego aquí estuvo dos años para
sacarse el último curso. Al parecer vive solo y ha tenido algún que otro
trabajo esporádico. Ahora mismo su seguridad social dice que está en el
paro, así que en principio no trabaja salvo que lo haga de forma ilegal. Pero,
a lo que íbamos, rastreando sus redes sociales he averiguado que es el típico
petimetre que no…
—¿Peti qué? —pregunté con guasa a la vez que intrigado.
Esteban volvió a reírse.
—¿Nunca lo habías oído?
—Pues no. Metrosexual sí, pero eso de peti no sé qué, no.
—Petimetre, viene a ser parecido. El típico tío que se preocupa mucho
por su aspecto y pretende ir a la última moda.
—Joder, pues ahora me entero —respondí haciendo una mueca de
sorpresa.
—Yo también —confesó Aines, mirándome con una medio sonrisa en la
cara.
—Bueno, pues eso. Que el francesito es el típico lechuguino. Tiene
todas sus redes sociales, en especial Instagram, plagadas de fotos en plan
sexi. Y como siempre vale más una imagen que mil palabras, acabo antes si
os lo enseño.
—Deléitanos —dijo Aines con pereza.
Abrió su perfil en el citado Instagram. Un despliegue de fotografías
emergió ante nuestros ojos. Al muchacho le gustaba echarse fotos en poses
más que provocativas. De vez en cuando veías alguna en la que iba vestido
con vaqueros, con bóxer, o con un pantalón de chándal, pero la parte de
arriba siempre brillaba por su ausencia. Algunas incluso se podrían
considerar pornográficas. También vimos varias en la que lucía sus mejores
encantos ataviado con un traje sin corbata y con la camisa ligeramente
desabrochada. Al parecer, nuestro sospechoso iba para modelo y se torció
por el camino; no encontraba otra explicación para tanto narcisismo.
—Vale, ¿os habéis empapado bien de sus musculitos? Pues ahora mirad
las muchachas a las que sigue.
Nos mostró una larga lista de chiquillas de hormonas revolucionadas, la
mayoría con cara de acabar de haber hecho la primera comunión.
—Joder —se quejó Aines.
—¿Tienes algún mensaje que…?
—No —me interrumpió—, qué más quisiéramos. Los mensajes que se
mandan a través de las redes sociales me temo que se hacen a través de
códigos cifrados. A la mayoría no podemos acceder, y menos sin una orden
judicial.
—Está bien. Creo que con esto podremos hacer algo. Sigue indagando y
si encuentras algo más, háznoslo saber, ¿de acuerdo?
—Claro.
Le di un palmadita en el hombro al tiempo que le daba las gracias.
—Buen trabajo —zanjó Aines. Me hizo un gesto con la cabeza para que
nos fuésemos a hablar con aquel capullo.
Según nos dirigíamos a las escaleras me acordé del expediente por
desaparición.
—Oye —dije parándome en seco—. ¿Qué ponía del tal Adrien en el
informe que estuviste leyendo?
—¿El de desaparición?
—Sí. Hablaron con él los compañeros, ¿no?
—Sí.
—¿Y no destacaron nada?
—No. ¿Por qué?
—No sé. —Me quedé pensativo en mitad del pasillo.
—No, en serio, ¿qué piensas?
—Pienso que, si de verdad es lo que parece, o sea, un puto pedófilo…
—Paré de hablar, tomé aire y comencé de nuevo—. A ver, si yo estuviese
en su situación y viniesen dos agentes a mi casa diciéndome que ha
desaparecido una de las «niñas» con las que me veía, como poco me
pondría nervioso. ¿Tú no? —Aines se quedó pensativa—. Haya hecho algo
o no, tendría que ser muy gilipollas para no saber que automáticamente
estaría en el punto de mira. A lo que voy es a que me gustaría saber cómo
reaccionó. —Alcé las cejas resignado—. No sé, supongo que si hubiera
mostrado algún comportamiento anómalo lo sabríamos, lo habrían anotado
en el informe. A esta gente se la suele pillar por su lenguaje corporal, ya
sabes, suele servirnos para saber hasta qué punto podemos apretarles las
tuercas.
—Ya. Entiendo. Pues creo que podíamos hablar con ellos. A mí todavía
no me ha dado tiempo a leerme el informe completo, así que, eso que me
ahorro.
—No lo estarás diciendo en serio. —Arrugó el ceño. Parecía haberla
dejado cohibida—. Madre mía, si nos lo acaban de dar; es materialmente
imposible que lo hayas leído entero.
—Ya, bueno.
Le dediqué una mueca de «no tienes remedio», pero ante todo, no
quería que sintiese que me estaba riendo de ella.
—En fin. ¿Los conoces?
—Sí. He coincidido con ellos un par de veces.
—Genial. Mejor.
—Juraría que tengo el número de teléfono de uno de los dos —dijo
echando mano a su móvil. Comenzó a toquetear la pantalla, desplazando su
dedo arriba y abajo por el cristal—. Aquí. Tengo el de Carlos. —A
continuación se llevó el aparato a la oreja.
A pesar de estar obstaculizando el «tráfico», no me moví del sitio;
Aines, en cambio, se apartó unos metros. La seguí con la mirada.
«Parece que ha funcionado nuestra charla. Es increíble, la verdad, ya me
veía pidiéndole al comisario un cambio de compañero. —Suspiré y seguí
contemplándola con el mayor disimulo que pude. Llevaba el pelo recogido
en un moño bajo del que no se le escapaba ni un mínimo mechón. Siempre
iba así; debía resultarle cómodo. A juzgar por el tamaño del moño, debía
tener una larga melena».
—Ya está —dijo sacándome de mis pensamientos. No tardó más de un
minuto en hablar—. Están en la cafetería de Carmen.
—¿Carmen? ¿Quién es esa?
Se rio.
—La dueña de un café-bar donde normalmente vamos los polis, sobre
todo después del trabajo a tomar unas cervezas.
—Ah, muy interesante.
«Y yo pensando que en este puñetero pueblo la gente no salía a tomarse
unas cañas —pensé irónico».
—Yo conduzco —dijo dirigiéndose a la salida.
Aquel trayecto volvió a ser silencioso, pero esta vez no me importó.
Sabía que los cambios llevan un tiempo, sobre todo asentar las bases de una
nueva relación, que se acostumbrase a verme como lo que soy, no quien ella
temía que fuese.
En menos de cinco minutos llegamos al bar de doña Carmen.
Bajamos del coche. Seguí a mi compañera hasta el interior del local.
—Ahí están —dijo señalando con el mentón a una mesa al fondo
ocupada por dos agentes vestidos de uniforme. Nos acercamos. Uno era
mayor, de unos cincuenta años; el otro parecía un chaval recién salido de la
academia. Ambos eran morenos. El joven llevaba el pelo de punta, el otro
repeinado hacia un lado, como se lo solía peinar mi padre cuando aún tenía
algo que peinar.
—Hola de nuevo —dijo Aines sonriente.
—¿Qué tal, compañera? ¿Qué tal todo? —preguntó el más mayor
poniéndose de pie y extendiéndole la mano; ella le correspondió dándole un
fuerte apretón. En joven secundó su gesto después de dedicarme una
inspección ocular de arriba abajo.
«Gajes del oficio —pensé».
En un momento Aines se encargó de presentarnos. Nos sentamos
enfrente de ellos.
—Qué putada, ¿no? —soltó Iván apoyando sus codos sobre la mesa,
mirándonos a Aines y a mí como si fuésemos Nadal y Federer en una final
del Roland Garros.
—¿Habéis averiguado algo? —preguntó Carlos solapando la
«deducción» de su compañero.
—De momento muy poco. Ahora íbamos a entrevistar a Adrien
Berguer, por eso hemos querido hablar antes con vosotros. —Aunque ellos
miraban a Aines, yo les observaba a ellos, y me llamó la atención el gesto
que hizo Iván al escuchar a mi compañera decir que nos dirigíamos a hablar
con el francés—. ¿Notasteis algo raro en él? Por el momento se perfila
como uno de los principales sospechosos.
—Salió corriendo —soltó Iván.
—¿Qué? —pregunté.
—Sí, que pretendía irse —explicó este—. Se acojonó al ver que íbamos
a hacerle una visita.
—Bueno, en verdad no le dio tiempo a nada. Pretendía escaquearse,
pero no salió ni del portal —matizó Carlos. Aines y yo nos miramos
sorprendidos—. ¿Queréis tomar algo? —ofreció con suma tranquilidad—.
¿Llamo a la camarera?
—No, gracias, nos vamos ya mismo —declinó Aines.
—¿Qué os dijo? —pregunté.
—Nada de provecho. Repetía una y otra vez que no había hecho nada
—dijo Iván.
—Le dejamos en paz —intervino Carlos— porque al parecer Elena
anuló su cita.
—¿Qué cita? —cuestionó Aines.
—Habían quedado el sábado por la noche, pero Elena le mandó un
mensaje para decirle que le dolía la cabeza. Yo creo que fue una excusa para
quitárselo de encima e irse con su amiga Alba. Y le creímos; a fin de
cuentas, la chica dijo que se fue de su casa la mañana del domingo, así
que…
—¿No habéis pensado que pudo ir a buscarla a casa de la amiga? ¿Que
pudieron regañar y terminó cargándosela?
—La verdad es que no.
Esta vez fui yo el que no pudo disimular una mueca de desagrado.
—En fin, deberíamos irnos, ¿no? —sugerí a mi compañera. Ella asintió
—. Ha sido un placer conoceros —afirmé con una sonrisa, echando la silla
hacia atrás para levantarme.
—Igualmente. Si necesitáis algo más, ya sabéis nuestro teléfono.
—Gracias —concluyó mi compañera.
Ambos nos dirigimos a la puerta.
Salimos y caminamos hacia el coche. Dejé que fuese ella quien se
encargase una vez más de conducir.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ya dentro del habitáculo—. ¿Por qué no
les hemos preguntado por el resto de entrevistas?
—No vamos a sacar nada. Tenemos que seguir como si nos acabasen de
avisar de un homicidio cualquiera, empezar de cero. Tenemos que hablar
con todas y cada una de las personas de las que podamos desconfiar. —Por
su expresión noté que no entendía mi razonamiento—. Nosotros jugamos
con la ventaja de tener los resultados forenses, de saber aproximadamente la
hora del occiso, pero ellos no tenían nada. Nada de nada. ¿De verdad no se
plantearon que el tal Adrien fuese a buscarla a casa de su amiga Alba?
Podría haberse enterado de que estaba allí, y además de ser un pedófilo, ser
un pederasta, un violador o incluso un psicópata, vete tú a saber.
»No sé. No digo que sean unos incompetentes, pero lo que sí digo es
que en este caso han estado un poco desatinados.
»Es que, joder, ¿y encima dicen que salió corriendo? ¿De verdad? ¿Eso
lo pone en el informe, acaso? Joder. Vaya panda de… —Suspiré resignado.
Aines puso en marcha el vehículo, pensativa, sin darme réplica. Y de
nuevo, como en los “viejos tiempo”, el silencio nos acompañó hasta la casa
del sospechoso.
***
Corría prisa que hablásemos con Adrien Berguer Fabre; se había ganado las
suficientes papeletas como para ser nuestro sospechoso número uno.
Aparcamos una vez más enfrente del edificio donde residía el francés,
esta vez, con la esperanza de encontrarlo en su domicilio. El portal estaba
abierto, de modo que subimos directamente hasta su piso. Tras ubicar su
puerta, Aines se encargó de llamar al timbre. Esperamos en el rellano unos
segundos. El silencio inundaba todo el edificio a excepción de los ladridos
lejanos de un perro nervioso, posiblemente inquieto por estar solo en casa.
Mientras esperábamos sentí un sutil chirrido metálico proveniente de la
mirilla, casi imperceptible: Adrien se encontraba al otro lado de la puerta.
Manipuló la abertura con tanto cuidado que apenas se sintió, pero por
suerte, mi sentido auditivo funcionaba como el de un chaval que aún no se
ha destrozado los tímpanos en la discoteca. Sabiendo que nos observaba,
clavé la mirada en ese insignificante ojo de buey de cristal y mostré mi
expresión más seria al tiempo que alzaba mi placa de policía y se la ponía
delante de las narices —en sentido figurado— para que la viese con detalle.
No tardó en abrirnos.
—Buenos días. Somos los agentes Yago Reyes y Aines Collado —
saludó Aines—. Querríamos hablar c…
—Sí, pasen —dijo interrumpiéndola y echándose a un lado.
Esa predisposición me resultó chocante, aunque no tanto si me paraba a
pensar en la información que nos había facilitado Esteban y la corta charla
que mantuvimos con los policías que se encargaron del expediente por
desaparición. En aquel momento deseé no tener que volver a cruzármelos
en futuros casos.
Nos condujo hasta el comedor y nos invitó a sentarnos en uno de los dos
sofás; él ocupó el otro.
—Supongo que sabrás por qué estamos aquí —expuse, iniciando así la
entrevista. Aguardé unos instantes a ver si respondía algo, pero permaneció
expectante—. Conocías a Elena Pascual Molina, ¿no es así?
—Sí.
—¿Estás al tanto de que ha sido hallada muerta?
—Sí.
—¿Cómo te has enterado?
—Me lo ha dicho su amiga Alba.
—¿Tú y Alba sois amigos?
—En verdad solo la he visto una vez, el día que la conocí.
—Oh, ¿y ya habéis intercambiado los números de teléfono?
—Sí. El día que nos presentó Elena insistió en «ficharme». Yo creo que
no se fiaba de mí.
«¿Que “no se fiaba”? ¿Acaso Carlos e Iván te dijeron algo que te
acojonó y ahora estás en plan confesiones?».
—¿Por algo en especial?
—Porque era mayor que Elena. —Me sorprendió tanta sinceridad.
Estaba inquieto; tenía que ser por el desencuentro que tuvo con nuestros
compañeros.
—Entiendo.
—¿Cuánto hacía que conocías a Elena? —intervino Aines. Adrien la
observó detenidamente. Me pregunté en qué estaría pensando, por qué la
miraba de esa forma. De haber tardado unos instantes más en contestar no
sé cómo hubiera reaccionado.
—Un par de meses.
—¿Qué tipo de relación teníais?
—Amistad.
—¿Solo amistad?
—Sí.
—Tenemos entendido que manteníais relaciones —intervine, tomando
una vez más las riendas de la entrevista.
—No. Solo éramos amigos.
—¿Quieres decir que has estado hablando y viéndote con una chavalilla
de dieciséis años y no has dado un paso más allá de la amistad? Mejor
dicho, de quince.
—Eso es. Solo amistad —dijo marcando su acento natal.
—No creo que fuera por falta de ganas, ¿no?
—¿Qué insinúa?
—No insinúo, lo digo abiertamente. ¿Acaso no tenías ganas de tirártela?
—¿Cómo? —dijo extrañado.
—Lo que has oído, no te hagas el tonto. Que si no tenías ganas de
calzártela.
—No —respondió inquieto, notablemente molesto y nervioso.
—La verdad, no lo entiendo. ¿Qué te aportaba una niña de quince años
para estar viéndote con ella durante dos meses?
—Nos llevábamos bien. Podíamos hablar de cualquier cosa.
—Ya —respondí tajante y receloso—. Díselo tú —le pedí a mi
compañera.
—Señor Berguer, me temo que hemos investigado acerca de sus gustos,
sus rutinas, sus relaciones sociales y amorosas, y su situación no pinta nada
bien.
—Yo no he hecho nada.
—Sí, es lo que suelen decir las personas como usted —repliqué—. No
han hecho nada y luego resulta que tan solo tienen trapos sucios que
esconder.
—Les repito: no he hecho nada —dijo recalcando cada palabra.
—¿Usted sabía qué años tenía Elena? —cuestionó Aines.
—Dieciséis. Los acababa de cumplir hacía unos meses. Cuando la
conocí ya tenía dieciséis.
—Me temo que no, que más bien le faltaban un par de meses para
cumplirlos. Así que Elena aún tenía quince.
—No puede ser, en su Facebook ponía…
—¿En serio usted se fía de todo lo que pone en Facebook? —Agachó la
cabeza. Parecía confuso y estar diciendo la verdad. Aunque por otro lado,
viendo qué amistades tenía en sus redes sociales, era posible que supiese
que Elena aún tenía quince años o, tal vez, no lo sabía y simplemente seguía
viéndose con ella porque le excitaba su físico, su apariencia de cría de doce
años—. No sé si estará al tanto de lo que significa y lo que implica la «edad
de consentimiento». ¿Había escuchado ese término alguna vez? —Adrien
siguió sin alzar la vista del suelo, en el más estricto silencio. Aines continuó
sin inmutarse, intuyendo que Adrien empezaba a ser consciente de lo que se
le podía venir encima—. La edad de consentimiento sexual es la edad
establecida para poder mantener relaciones sexuales o llevar a cabo otras
actividades de índole sexual: conversaciones, intercambiar imágenes,
vídeos…, sin infringir la ley, es decir, sin que al individuo de edad más
avanzada se le considere estar incurriendo en violencia, abuso o acoso.
¿Entiendes lo que eso quiere decir? —El francés asintió con la cabeza.
—Estamos al tanto de que tienes la costumbre de rodearte de jovencitas
algo desorientadas —proseguí, tomándole el relevo a mi compañera—, con
las que mantienes largas conversaciones privadas e intercambias fotografías
y vídeos de dudosa inocencia. Tu Instagram está lleno de fotos tuyas y de
tus musculitos en plan provocador y, por supuesto, las cabecitas locas a las
que sigues guardan el mismo ideal exhibicionista que tú. ¿Te habías fijado
en sus edades?
»También hemos visto que muestras un perfil un tanto adulterado: quizá
tu foto sea de hace dos o tres años y la edad que figura en tus datos
personales está notablemente rebajada. Que yo sepa, basándome en los
datos que recoge el registro estatal, tienes veintiséis años, mientras que en
tus redes sociales quieres hacerles creer a todas esas cabecitas locas que
tienes veinte. Me pregunto con qué intención, si no es la de camelártelas.
»En Facebook, de un total de doscientas treinta y nueve amistades,
doscientas treinta y dos son mujeres, y de esas, el noventa por ciento son
menores de dieciséis años. ¿Casualidad, tal vez?
»Lo que me hace preguntarme si sabrás lo que significa la pedofilia. —
Mientras hablábamos él seguía sin ser capaz de articular palabra, sin poder
rebatir nada de lo que decíamos, defenderse de algún modo. Tan solo
escuchaba con la vista fija en aquella reducida parcela de gres que tenía
delante de sus ojos. Su rostro reflejaba tensión y miedo. Le hice un gesto a
Aines para que prosiguiese ilustrándolo.
—En estos momentos —siguió ella—, tenemos a varios de nuestros
compañeros estudiando tus perfiles y las edades de las niñas con las que te
has estado relacionando.
—Sí, y me juego el cuello a que entre ellas habrá más de una Elena, es
decir, más de una menor de dieciséis años —intervine sintiendo repulsión
—. En el caso de que nos enteremos de que, además, has mantenido
relaciones sexuales con alguna de ellas, la cosa se agravará. ¿Sabías que el
año pasado condenaron a uno de los de tu calaña a diez años de prisión por
mantener relaciones con una menor? Fue en Álava, aquí en España. La cría
tenía catorce años y él veintiocho. —Le observé. Seguía sin mirarme a la
cara.
»¿Sabes qué? No vamos a parar hasta encontrar todo lo que nos estás
escondiendo. De modo que, deberías ir pensando en soltar la lengua y
contarnos qué hiciste con Elena, si no, no tendré ningún reparo en acudir a
los medios de comunicación y airearles todos tus trapos sucios. ¿Y sabes lo
que harán con ello? Echarte a los leones. Se te vendrá el mundo encima. No
podrás salir a la calle. Nadie te mirará a la cara. Las niñitas huirán de ti y, lo
que es más probable, empezarán a lloverte las denuncias por abusos a
menores. ¿Y sabes lo que viene después? La cárcel. Si no eres muy tonto,
ya estarás al tanto de lo que les pasa a los que son como tú cuando están
entre rejas.
—No hice nada con ella. Yo no la maté —aseguró, reaccionando al fin
—. Me mintió. Ella fue la que mintió acerca de su edad. Me dijo que tenía
dieciséis años.
—Y tuvisteis relaciones.
—No. No hicimos nada. Habíamos quedado para pasar la noche juntos,
pero me mandó un mensaje para decirme que no podía venir.
—¿Puedes enseñarnos ese mensaje? —solicitó Aines.
—Sí, claro que puedo. No tengo nada que esconder. ¿Puedo…? —Hizo
un gesto solicitando levantarse para ir a buscar su móvil.
—Adelante.
El chico abandonó el comedor y se adentró en el pasillo. Aines lo siguió
hasta la puerta y desde ahí controló sus pasos. En menos de un minuto
regresó con el móvil en la mano, y mi compañera detrás de él.
—Aquí está —dijo mostrándonos la pantalla.
Sentí nauseas.
«El que no quería tirársela».
Hora de la respuesta: las 21:51.
Hice amago de seguir leyendo lo que ponía debajo, pero apartó la mano
con un movimiento seco y rápido, escondiendo la pantalla.
—¿Qué más pone?
—Nada.
—Yo creo que sí. ¿Qué ocultas?
—Nada.
—¿Nada? Pues me gustaría leer el resto de la conversación.
—No se la voy a enseñar. Si quieren leerla deberán pedir una orden de
registro o lo que sea que necesiten. —Inhalé y exhalé una profunda
bocanada de aire muy despacio, examinando su rostro al tiempo que
contenía mis ganas de romperle la nariz, y tal vez esa repulsiva boca de
besugo que la mala genética le había dado. Sabía que Aines guardaba
silencio esperando algún tipo de reacción por mi parte. Mientras tanto, el
sospechoso se guardaba el móvil en el bolsillo trasero de sus vaqueros—.
Yo no he hecho nada. No la vi ni esa noche ni después.
—No vas nada bien, ¿sabes? —dije acercando mi cara a la suya,
consciente de que mis palabras y mis formas sonaban a amenaza; justo lo
que pretendía.
—¿Qué hiciste la noche del sábado? —intervino mi compañera.
—Quedarme en casa.
—¿Un tío hecho y derecho —salté—, independiente y en pleno
calentón, se queda en casa una noche de sábado pudiendo buscar a
cualquier tía medio pedo dispuesta a dejársela meter en el asqueroso aseo
de una discoteca?
—Sí, me quedé en casa —insistió airado.
—¿Buscando a otra niñita a la que engañar? —formulé con retintín.
—Yo no he engañado a nadie. No he hecho nada.
—¿Hay alguien que pueda confirmar que estuviste aquí? —preguntó
Aines. El chico permaneció vacilante y pensativo.
—¿Sabes? —Tomé la palabra antes de que contestase—. Hay tres
problemas. El primero, que eres nuestro principal sospechoso por el simple
hecho de ser un puto pedófilo y la víctima una cría de quince años. El
segundo, que, según parece, no tienes coartada. Y el tercero, que la autopsia
desvela que Elena mantuvo relaciones sexuales supuestamente consentidas
antes de que algún hijo de puta la matase —dije sin disimular mi cara de
creciente asco—. ¿Acaso te fuiste a buscarla a pesar de que ella te dijo que
no podía quedar contigo? No sé, chaval, pero yo que tú empezaría a
buscarme un buen abogado, no vaya a ser que en cualquier momento
vengamos a por ti con una orden de arresto y te pillemos con el culo al aire,
y no precisamente haciéndote selfie’s. ¿Has entendido? Lo tienes bien
jodido.
OceanofPDF.com
El que no vio nada
Yago Reyes
Miércoles, 18 de septiembre de 2019
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
La mayoría de las veces sufrimos por cosas que no sucederán, sin embargo,
mientras acontezcan en nuestra mente las padeceremos en nuestro cuerpo
como si fuesen reales. El desamor, la muerte, el abandono, la traición, el
miedo a ser señalado… El abanico es amplio. Pero, incluso teniendo
fantasmas tan variopintos, a veces no alcanzan a ser tan desgarradores como
lo puede llegar a ser la vida misma. A pesar de que nuestra tormentosa
imaginación disfruta mortificándonos, otra parte de nosotros trata de
defenderse diciéndonos que nunca nos pasará a nosotros.
«Hola, Alba. ¿Qué tal estás? Me parece que Elena tenía una
bolsa con cosas tuyas, aunque no estoy seguro. ¿Podrías pasar un
momento por casa y mirarlo? Ya me dices algo. Gracias».
—Tiene que ser mi ropa interior. No puede ser otra cosa. Aunque a
saber lo que es. Lo mismo «su novio» —dijo con desprecio— le regaló
alguna cosa y no me lo dijo. —Volvió a resoplar.
Cogió el teléfono y miró la hora: las 14:42.
«Vale, como pronto hasta las cinco mamá no vendrá, así que aún tengo
tiempo».
Contestó al mensaje:
«Hola. Vale, voy en cinco minutos».
«Hola, hija. ¿Qué tal estás? Estoy pensando que esta noche
cenaremos pizza, ¿te parece bien?».
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
Yago Reyes
Jueves, 19 de septiembre de 2019
Agarró el volante con fuerza y se dejó caer contra él; la tensión y un extraño
vigor recorrían sus entrañas: tenía en su mano la capacidad de acabar con la
vida de otra persona sin sentir remordimientos. Una vez consumado el
primer homicidio y viendo lo fácil que había sido acabar con la vida de su
propia hija, sabía que no podría parar. Ahora solo faltaba salir indemne.
«Vamos. Termina lo que has empezado. Venga. —Miguel alzó la cabeza
y, una vez más, buscó una señal que le llevara a abandonar su propósito. Su
pulso latía acelerado; no por lo que había hecho, sino por ser descubierto—.
Vamos, no hay nadie. Es imposible que alguien te vea. Es el momento».
Abrió su puerta y la luz del habitáculo se encendió. Tuvo la sensación
de estar exhibiendo su cuerpo desnudo en mitad de la Gran Vía de Madrid.
«Vamos, vamos —se animó entre resoplidos—. Cuanto antes acabes,
mejor».
Puso el primer pie fuera. El tacto de la arena bajo la suela de su zapatilla
le recordó su cometido: «Debes terminar con esto y olvidarte de todo».
Acelerado, cerró su puerta y abrió la del asiento trasero, encontrándose
con los ojos abiertos de Elena; parecían mirarle fijamente. Se quedó quieto
unos instantes, como si las pupilas de Elena hubiesen cobrado la magia de
las de Medusa. Petrificado, el tiempo y su voluntad acontecían ajenos a su
control.
«Tenías una mirada tan bonita… Me encantaba lo coqueta que eras;
siempre pensando en estar guapa, en gustarme. No es justo que hayas
acabado así. Aunque tampoco me extraña. Si no lo hubiera hecho yo,
habrías acabado peor con el baboso que tenías por novio.
»Te daría un beso de despedida, pero creo que a estas alturas no es
apropiado; podrían pensar que yo he sido el culpable de tu muerte».
En una décima de segundo sus pensamientos evocaron los últimos
instantes de vida de su hijastra: sus movimientos esquivos y violentos, sus
caricias, sus miradas, sus palabras y gemidos, su melena perfilándose sobre
su espalda, su cuerpo desnudo hecho un ovillo en la ducha, sus lágrimas
recorriendo el puente de su nariz…
Y ahora, estaba tan quieta…
Sus retinas capturaron ese instante como una fotografía en alta
resolución: tumbada, ocupando todo el asiento trasero del coche,
semidesnuda, inerte, con la cabeza doblada hacia atrás como si no tuviera
vértebras, igual que un muñeco de trapo que no entiende de las leyes de la
física. En aquella posición parecía una protagonista del Guernica de
Picasso: la barbilla ocupaba el lugar de la frente, sus labios el de sus ojos y,
la nariz, como una pequeña pieza de una muñeca de porcelana, se mostraba
del revés.
Recorrió su anatomía con las yemas de sus dedos en dirección
descendente, desde los hombros hasta los antebrazos. Uno lo encontró
apoyado sobre una de las alfombrillas del coche; el otro, aplastado bajo su
espalda. Los agarró con fuerza y tiró hacia sí. El peso de la chica y el sudor
de sus propias manos hizo que estas se le resbalasen hasta acabar en sus
muñecas. Recolocó las manos y volvió a tirar de ella, consiguiendo, esta
vez, dejar la mitad de su cuerpo fuera del coche. Desde esa posición se las
apañó para cogerla en brazos y cerrar la puerta del coche de una patada.
No anduvo en exceso; rodeó la parte trasera del coche y, allí, en la
propia linde del arrozal, la tiró. Al regresar al coche se percató de que se
había empapado las zapatillas y el bajo de los pantalones. Recordó que, por
suerte, en el maletero llevaba la ropa del gimnasio.
De nuevo, la luz del maletero se encendió, haciéndole poner más tenso.
Sacó la bolsa y la apoyó en el suelo. Cerró el maletero y esperó a que la luz
del coche se apagase. A continuación, se quitó las prendas mojadas:
zapatillas, pantalón y calcetines. A tientas, logró encontrar las que las
sustituirían. Sus movimientos eran temblorosos; apenas conseguía ejecutar
uno certero a la primera. El frío y la inquietud no eran buenos compañeros
de la velocidad. En ese momento su mayor preocupación era que alguien
pudiera verle; lo único que le aportaba un mínimo de sosiego era que nadie,
a esa distancia y con esa oscuridad, podría reconocerle. Su forma de
vestirse fue fiel al mismo descontrol que lo gobernaba, a la misma obsesión.
Una vez vestido, guardó la ropa mojada en la bolsa del gimnasio. Antes de
subir al coche arrastró los pies por la arena para borrar las huellas que
hubiera podido dejar.
Subió al vehículo.
En esta ocasión, la bolsa viajaría en el asiento del copiloto.
Una vez con el motor en marcha, trató de circular al menos unos metros
sin encender las luces; a duras penas consiguió recortar alguno.
Continuó por el camino hasta el siguiente cruce, giró a la derecha y
siguió por la vía de tierra hasta el acceso a la carretera principal.
Condujo.
«Venga, ya está hecho. Cuando llegues a casa deberás actuar como si no
hubiera pasado nada. Tu interpretación será tan buena que hasta tú la
creerás.
»Sí. Además ahora la poli empezará a investigar. Pero pronto habrá
pasado todo.
»Además, nadie me ha visto.
»Y cuando encuentren el cuerpo, es imposible que hallen mis huellas.
»No hay de qué preocuparse.
»En fin —suspiró con alivio—. Ha sido emocionante.
Sonrió al recordar a su hijastra.
»Cómo te gustaba jugar, ¿eh? Qué guarra eras, joder. En fin, cada vez
que esté con una jovencita como tú me acordaré de ti. Pensaré que te la
estoy metiendo.
»Hay que joderse. Has conseguido que me vuelva un animal.
Al llegar a casa metió el coche en el garaje y subió por el ascensor
evitando ser visto, con la bolsa de deporte en su mano izquierda.
Dejó las prendas dentro de la lavadora y se fue a duchar.
Una vez aseado, ataviado únicamente con unos calzoncillos, se metió en
la cama. Encendió el televisor y puso el siguiente capítulo de una de sus
series preferidas: Mindhunter.
«Soy uno de ellos, soy como el bueno de Ted Bundy —sonrió
satisfecho.
»Algún día esos especialistas querrán encontrarme, conocerme en
persona y ahondar también en mi mente.
»Por desgracias para ellos, a mí no van a atraparme».
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Epílogo
Había caído la noche sin apenas darnos cuenta. Instantes después de que
Miguel se quitase la vida se presentaron nuestros compañeros. Tarde. Todos
llegamos tarde aquella noche.
Ante el suceso, el despliegue fue numeroso. Se montó un cordón
policial, vinieron los médicos forenses, los de atestados, una ambulancia…
Esa noche hasta se personó el comisario.
Pasaban las horas. Los compañeros trabajan en la escena del crimen y
del suicidio mientras que nosotros ofrecíamos nuestras primeras
declaraciones como testigos del suicidio de Miguel.
—Si queréis, me puedo encargar de llamar a la señora Molina para darle
la noticia —se ofreció el comisario.
—Gracias, señor, pero no es necesario —contesté en nombre de Aines y
mío. Ya lo habíamos acordado así—. En cuanto acabemos aquí, nos
pasaremos por su casa para explicarle lo que ha sucedido.
Nos observó reflexivo.
—Está bien, como prefiráis. —Asentí apesadumbrado—. Habéis hecho
todo lo que estaba en vuestras manos. Estoy seguro de que habéis salvado a
muchas chicas de ese mal nacido.
—Ya —dijo Aines resignada.
—En fin. Creo que podéis marcharos. Si falta algún informe por rellenar
ya lo haréis en comisaría.
—Bien. Nos vamos, entonces.
Cuando cogimos el coche eran más de la una de la mañana.
—¿Te importa conducir? —me preguntó Aines.
—No, claro que no.
Aquella fue nuestra única conversación hasta llegar a Alcira. Aines se
pasó el trayecto mirando por la ventanilla mientras que yo me perdía en mis
pensamientos. En mi mente resonaban las palabras que le dijo Aines a
Nuria durante el velatorio de su hija: «Lo siento mucho. Ahora, debemos
continuar. Ya iremos a verles a su casa».
Jamás pensé que volveríamos a su domicilio para darle una noticia tan
atroz.
FIN
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MARTA MARTÍN GIRÓN (Madrid). Se licenció en Administración y
Finanzas. Trabajó en este ámbito durante siete años hasta que decidió darle
un nuevo rumbo a su trayectoria profesional.
Amante de la filosofía, las terapias alternativas y todo aquello que no puede
verse ni entenderse, dedicó largos años a investigar en profundidad estos
campos. Fue en esta época que Martín Girón dio vida a sus dos primeras
novelas: Un regalo familiar y Contracorriente, ambas sobre desarrollo
personal. Tras su publicación la autora descubrió su verdadera vocación y
centró su trabajo en la literatura.
Desde entonces ha publicado novelas de diferentes géneros: romántica «En
aquel último aliento», ciencia ficción «Shambhala» y suspenso «La Avenida
de los Gigantes» son algunos de ellos.
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Notas
[1]Término que hace referencia al envío de mensajes sexuales, eróticos o
pornográficos por medio de teléfonos móviles. Aunque al principio era un
término exclusivo para los mensajes de índole sexual, más tarde sirvió para
hacer alusión al envío de material pornográfico a través no solo de móviles,
sino también de ordenadores. <<
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