La Fanfarlo y Otras Narraciones - Charles Baudelaire
La Fanfarlo y Otras Narraciones - Charles Baudelaire
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La
Fanfarlo está narrada con un tono irónico y hasta burlesco. En ella se
retratan un París y sus habitantes de modo jocoso, casi ridiculizados por las
situaciones que viven y las apariencias que deben guardar. La edición se
completa con tres cuentos más.
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Charles Baudelaire
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Charles Baudelaire, 1847
Traducción: Aurora Bernárdez
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La Fanfarlo
S
amuel Cramer, que en otros tiempos había firmado bajo el nombre de Manuela
de Monteverde varias locuras románticas —en los buenos tiempos del
Romanticismo—, es el producto contradictorio entre un pálido alemán y una
chilena mulata. Añada a este doble origen una educación francesa y una cultura
literaria, y quedará usted menos sorprendido —ya que no satisfecho y edificado— de
las complicadas rarezas de este carácter. Samuel tiene la frente pura y noble, los ojos
brillantes como gotas de café, la nariz grosera y burlona, los labios impúdicos y
sensuales, el mentón cuadrado y déspota, y la cabellera pretenciosamente rafaelesca.
Es a la vez un gran holgazán, un triste ambicioso y un ilustre infeliz; ya que en toda
su vida no ha tenido más que ideas a medias. El sol de la pereza que resplandece sin
cesar en su interior, vaporiza y consume aquella mitad de genio con que el cielo lo ha
dotado. Entre todos los medio-grandes hombres que he conocido en esta terrible vida
parisina, Samuel fue, más que cualquier otro, el hombre de las bellas obras fallidas;
criatura fantástica y enfermiza, cuya poesía brilla más en su persona que en sus obras,
y que, hacia la una de la mañana, entre el resplandor de un fuego de carbón y el
tic-tac de un reloj, se me muestra como el dios de la impotencia, dios moderno y
hermafrodita, ¡impotencia tan colosal y enorme que toma dimensiones épicas!
¿Cómo mostrarles y hacerles ver con claridad el interior de esta tenebrosa
naturaleza, plagada de vivos destellos, perezosa y emprendedora al mismo tiempo,
fecunda en difíciles designios y en risibles fracasos; espíritu en el que la paradoja
toma a menudo proporciones de ingenuidad, y cuya imaginación era tan basta como
la soledad y la pereza absolutas? Uno de los defectos más naturales en Samuel era el
considerarse igual a aquellos que admiraba; después de la apasionante lectura de un
hermoso libro, su conclusión involuntaria era: «¡Esto es tan bello, que podría ser
mío!». Y de ahí a pensar: «Es por lo tanto, mío…», no hay más que un paso.
En el mundo actual, esta clase de carácter es mucho más frecuente de lo que se
piensa; las calles, los paseos públicos, los cafés y todos los refugios de los paseantes
pululan de seres de esta especie. Éstos se sienten tan bien con el nuevo modelo, que
no están lejos de creerse sus inventores. Hoy les vemos penosamente descifrando las
páginas místicas de Plotino o de Porfirio; mañana admirarán cómo Crevillon hijo ha
expresado el lado frívolo y francés de su carácter. Ayer se entretenían familiarmente
con Jerónimo Cardan; ahora veles aquí jugando con Sterne, o entregándose con
Rabelais a todos los excesos de la hipérbole. Y son de hecho tan felices con cada una
de sus metamorfosis, que no les desagrada ni un poco ninguno de los grandes genios
que se les adelantaron en la estima de la posteridad. ¡Ingenua y respetable insolencia!
Así era el pobre Samuel…
Hombre honesto de nacimiento y un poco sinvergüenza por pasatiempo,
comediante por temperamento, representaba para sí mismo incomparables tragedias a
puertas cerradas o, mejor dicho, tragicomedias. Ni bien se sentía rozado o acariciado
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por la alegría, teniendo que asegurarse primero de ello, nuestro hombre ensayaba
risas y carcajadas. Ni bien algún recuerdo hacía que una lágrima se dibujara en el
borde de sus ojos, él corría al espejo a verse llorar. Si alguna mujer, en un acceso de
celos brutal y pueril, le hacía un arañazo con una aguja o una pequeña navaja, Samuel
se ufanaba de haber recibido una cuchillada; y cuando debía miserables veinte mil
francos, exclamaba alegremente:
—¡Que triste y lamentable es la suerte de un genio acosado por un millón de
deudas!
Mas dicho sea de paso, guárdense de creer que él fuera incapaz de experimentar
sentimientos verdaderos, o que la pasión no hiciera más que rozar su epidermis.
Habría vendido hasta su camisa por un hombre a quien a penas conociera y al cual,
tras la inspección de su mano y su frente el día anterior, habría declarado su amigo
íntimo. Llevaba en las cosas del espíritu y del alma la ociosa contemplación de las
naturalezas germanas; en las de la pasión, el ardor inconstante y fugaz de su madre; y
en la práctica de la vida, todos los defectos de la vanidad francesa. Se hubiese batido
a duelo por un autor o un artista muerto dos siglos antes. Tal como había sido devoto
con furor, era ahora ateo con pasión. Era a la vez todos los artistas que había
estudiado y todos los libros que había leído y, sin embargo, a pesar de esta facultad
común en los comediantes, seguía siendo profundamente original. Era siempre el
tierno, el caprichoso, el perezoso, el terrible, el sabiondo, el ignorante, el desaliñado,
el coqueto Samuel Cramer, la romántica Manuela de Monteverde. Enloquecía por un
amigo como por una mujer, amaba a una mujer como a un compañero. Poseía la
lógica de todos los buenos sentimientos y la ciencia de todas las astucias y, sin
embargo, jamás había logrado nada, ya que creía demasiado en lo imposible. ¿Qué
tenía él de sorprendente? Siempre estaba tratando de concebir eso.
Una tarde, Samuel tuvo deseos de salir; el clima estaba agradable y perfumado.
Tenía, según su gusto natural por los excesos, hábitos de reclusión y disipación tan
violentos como prolongados, y desde hacía ya mucho tiempo que permanecía fiel a su
vivienda. La pereza maternal y la holgazanería criolla que recorrían sus venas le
impedían padecer el desorden de su recámara, de su ropa y de sus cabellos
excesivamente sucios y enmarañados. Se peinó, se aseó y, unos minutos después,
supo recobrar el porte y el aplomo de aquellas personas para quienes la elegancia es
cosa de todos los días; luego abrió la ventana. Un día cálido y dorado se precipitó
entonces en la polvorienta habitación. Samuel se admiró al ver cómo la primavera se
había encendido tanto en tan pocos días, y sin siquiera anunciarse. Un cálido aire
impregnado de dulces aromas penetró su nariz, del cual una parte subió hasta su
cerebro, llenándolo de ensueño y deseo, y la otra le removió libertinamente el
corazón, el estómago y el hígado. Apagó resueltamente dos velas, de las cuales una
aún palpitaba sobre un volumen de Swedenborg, mientras la otra se extinguía sobre
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uno de esos vergonzosos libros cuya lectura no es provechosa sino para aquellos
espíritus poseídos por un inmoderado gusta por la verdad.
Desde lo alto de su soledad, atestada de papeles, pavimentada de libros y poblada
de sueños, Samuel a menudo veía pasearse, en una calleja de Luxemburgo, una
silueta y una figura que él había amado en provincias —a la edad en que se ama al
amor—. Sus rasgos, aunque maduros y ensanchados por los años de práctica, tenían
la gracia profunda y decente de la mujer honesta; en el fondo de sus ojos brillaba
todavía, en pequeños intervalos, la húmeda fantasía de una joven muchacha. Iba y
venía habitualmente acompañada por una elegante criada, cuyo rostro y aspecto
delataba más bien a la confidente y dama de compañía que a la sirvienta. Parecía
buscar los lugares más solitarios, y tristemente se sentaba con actitud de viuda,
teniendo a veces entre sus distraídas manos un libro que fingía leer.
Samuel la había conocido en los alrededores de Lyon, joven, alerta, traviesa y
más delgada. A fuerza de observarla y, por así decirlo, de reconocerla; había
desempolvado de su imaginación uno a uno todos los recuerdos interesantes
referentes a ella. Se contaba a sí mismo, detalle a detalle, toda esa historia de
juventud que, desde entonces, se había perdido entre las preocupaciones de su vida y
el dédalo de sus pasiones.
Aquella tarde él la saludó, pero con mucho cuidado y muchas miradas. Al pasar
frente a ella, alcanzó a escuchar detrás de sí este fragmento de diálogo:
—¿Qué le parece ese joven, Mariette?
Pero esto dicho con un tono de voz tan distraído, que ni el observador más
malicioso habría podido decir nada en contra de la dama.
—Yo lo veo muy bien, señora. ¿La señora sabe que es el señor Samuel Cramer?
Y con un tono más severo respondió:
—¿Pero cómo es que usted sabe eso, Mariette?
Es por esto que al día siguiente Samuel tuvo gran cuidado en devolverle su
pañuelo y su libro, que había encontrado en una banca y que ella no había perdido,
sino que había dejado un momento mientras observaba a los gorriones disputarse
unas migajas, o mientras contemplaba el trabajo interior de la vegetación. Como
ocurre a menudo entre dos seres cuyos destinos cómplices han elevado su alma a un
mismo diapasón, —aunque la conversación empezó bruscamente— Samuel tuvo la
extraña alegría de encontrar a una persona dispuesta a escucharlo y a responderle.
—¿Tendré la dicha, señora, de estar todavía alojado en un rincón de su memoria?
¿He cambiado tanto que no ha podido usted encontrar en mí al compañero de
infancia, con el cual se dignó jugar a las escondidas y hasta faltar sin permiso a la
escuela?
—Una mujer, —respondió ella con una pequeña sonrisa— no tiene derecho a
reconocer fácilmente a las personas; es por eso que le agradezco, señor, el haberme
dado la ocasión de evocar esos bellos y alegres recuerdos. Además… cada año trae
consigo tantos eventos y pensamientos… y me parece que han pasado
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verdaderamente muchos años, ¿no es cierto?
—Años, —replicó Samuel— que para mí fueron unas veces muy lentos, otras
prontos a esfumarse, ¡pero todos invariablemente crueles!
—¿Y la poesía…? —dijo la dama con una sonrisa en sus ojos.
—¡Siempre, señora! —respondió riendo Samuel— ¿Pero qué es lo que está
leyendo?
—Una novela de Walter Scott.
—Comprendo ahora sus continuas interrupciones. ¡Qué aburrido escritor! ¡Un
polvoriento desenterrador de crónicas! Un fastidioso montón de descripciones
desordenadas, multitud de cosas viejas y trastes de todo género: armaduras, vajillas,
muebles, posadas góticas y castillos melodramáticos, donde se pasean modelos
libremente, vestidos con casacas y jubones abigarrados; tipos conocidos de los que
ningún plagiario de dieciocho años querrá saber nada en diez años; castellanas
imposibles y amores perfectamente desprovistos de toda actualidad, ¡ninguna verdad
de corazón, ninguna filosofía de sentimientos! ¡Qué diferencia con nuestros buenos
novelistas franceses, en los que la pasión y la moral se imponen siempre sobre la
descripción material de las cosas! ¿Qué importa que la castellana use lengüeta o
miriñaque, o interiores Oudinot, mientras solloce o traicione como convenga? ¿El
amante le interesa a usted más por llevar un puñal en su chaleco en vez de una tarjeta
de presentación, y un déspota en hábito negro le causa un terror menos poético que
un tirano montado de cuero y hierro?
Samuel, como se ve, entraba en la clase de las personas absorbentes, hombres
insoportables y apasionados cuyo oficio estropea la conversación, y para quienes toda
ocasión es buena, lo mismo un encuentro imprevisto bajo un árbol que en una
esquina, —aunque sea con un trapero— para desarrollar obstinadamente sus ideas.
No hay entre los viajeros comerciantes, los industriales errantes, los promotores de
negocios en comandita y los poetas absorbentes, más que una diferencia, la de la
propaganda a la predicación: el vicio de estos últimos es completamente
desinteresado. Ahora bien, la dama le replicó simplemente:
—Mi querido Samuel, no soy más que público, basta con decirle que mi alma es
inocente. Además, el placer es para mí la cosa mundana más fácil de hallar. Pero
hablemos de usted… Me consideraré dichosa si me juzga digna de leer algunas de sus
producciones.
—Pero señora, ¿cómo es posible que…? —exclamó la gran vanidad del
asombrado poeta.
—El dueño de mi gabinete de lectura dice que no lo conoce.
Y sonrió dulcemente como para amortiguar el efecto de su fugitiva provocación.
—Señora, —dijo sentenciosamente Samuel— el verdadero público del sigo XIX
son las mujeres, su aprobación me hará más grande que veinte academias.
—Bueno señor, cuento con su promesa. ¡Mariette! La sombrilla y la echarpe,
puede que se impacienten en casa. Ya sabes que el señor regresa temprano.
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Le hizo un saludo graciosamente breve antes de marcharse, que no tenía nada de
comprometedor, y cuya familiaridad no excluía la dignidad.
Samuel no se sorprendió al encontrar a su antiguo amor juvenil esclavizado al
vínculo matrimonial. En la historia universal del sentimiento, eso es de rigor. Era
Madame de Cosmelly y residía en una de las calles más aristocráticas del suburbio
Saint-Germain.
Al día siguiente la halló, con la cabeza inclinada por una graciosa y casi estudiada
melancolía, cerca de las flores del arriate, luego le dio su volumen llamado Osífragas,
una selección de sonetos, de aquellos que todos hemos hecho y todos hemos leído
alguna vez, en el tiempo en que teníamos el juicio demasiado corto y el cabello
demasiado largo.
Samuel tenía gran curiosidad de saber si sus Osífragas habían cautivado el alma
de aquella hermosa melancólica, y de saber si los gritos de aquellos viles pájaros le
habían hablado en su favor; pero días más tarde ella le dijo, con un candor y una
sinceridad desesperantes:
—Señor, no soy más que una mujer, y, por consiguiente, mi apreciación no es
gran cosa; pero me parece que los amores y las tristezas de los señores protagonistas
de su libro no se asemejan casi en nada a las tristezas y a los amores de los otros
hombres. Usted prodiga galanterías, sin duda muy elegantes y de un gusto exquisito,
a damas que yo estimo y conozco lo suficiente como para saber que se espantarían de
ello. Usted le canta a la belleza de las madres con un estilo que le privaría del favor
de sus hijas. Comunica al mundo cómo le enloquecen el pie y la mano de tal señora,
la cual, supongamos por su honor, gastaría menos tiempo leyendo su libro que
tejiendo medias o mitones para los pies o manos de sus hijos. Por un contraste muy
singular, y cuya misteriosa causa me es aún desconocida, guarda usted sus más
místicos inciensos a extrañas criaturas que leen incluso menos que las mujeres;
además, desfallece platónicamente ante sultanas que dejan mucho que desear y que, a
mi juicio, ante el delicado aspecto de un poeta, abren sus ojos tanto que asemejan
animales despertando ante el sonido de un incendio. Aparte, ignoro el porqué de
celebrar tanto los temas fúnebres y las descripciones anatómicas. Cuando se es joven,
teniendo además un bello talento y todas las condiciones presumibles para la
felicidad, me parece más natural regocijarse de la salud o del hombre honesto que
ejercitarse en el anatema escuchando los murmullos de las osífragas.
He aquí lo que él le respondió:
—Señora, compadézcame, o mejor dicho, compadézcanos, ya que tengo muchos
hermanos de mi clase; el odio a todos y a nosotros mismos nos ha conducido hacia
esas mentiras. Es por la desesperanza de no poder ser nobles y bellos siguiendo los
medios naturales, que nos maquillamos tan extrañamente el rostro. Estamos tan
ocupados en sofisticar nuestro corazón, hemos abusado tanto del microscopio para
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estudiar las repugnantes excrecencias y las vergonzosas verrugas que lo cubren, y que
nosotros exageramos a gusto, que es imposible que hablemos el lenguaje de los otros
hombres. Ellos viven por vivir, y nosotros, ¡desgraciadamente vivimos para saber! El
misterio está ahí. La edad no cambia más que la voz y no nos quita más que los
dientes y el cabello; nosotros hemos alterado el acento de la naturaleza, hemos
extirpado uno a uno los pudores virginales que habían erizado nuestro interior de
hombres honestos. Hemos psicologizado como los locos, que aumentan su locura al
esforzarse en comprenderla. Los años no dejan inválidos más que a nuestros
miembros, y nosotros hemos deformado las pasiones. ¡Desgraciados, tres veces
desgraciados los débiles padres que nos hicieron raquíticos y lánguidos,
predestinados como estamos a no engendrar más que hijos muertos!
—¡Todavía con sus Osífragas! —dijo ella— Por favor, ¡deme su brazo y
admiremos juntos esas pobres flores que la primavera vuelve tan dichosas!
En lugar de admirar las flores, Samuel Cramer, a quien la inspiración había
llenado, comenzó a poner en prosa y a declamar varias malas estancias compuestas
en su primer estilo. La dama lo dejaba continuar.
—¡Qué diferencia, y cuán poco queda del mismo hombre, tan sólo el recuerdo!
Pero el recuerdo no es más que un nuevo sufrimiento. ¡Qué bellos tiempos aquellos
en que la mañana jamás despertaba nuestras rodillas entumecidas o rotas por la fatiga
de los sueños, donde nuestros ojos claros reían a toda voz, donde nuestra alma no
razonaba, sino que vivía y jugueteaba; donde nuestros suspiros escapaban
suavemente sin ruido y sin orgullo! ¡Cuántas veces, en el tiempo libre de la
imaginación, revivía una de esas hermosas tardes otoñales en que nuestras jóvenes
almas hacían progresos comparables a los de los árboles que, en un instante, crecen
varios codos! Entonces veo, siento, escucho; la luna despierta a las grandes
mariposas; el viento cálido abre las flores nocturnas; el agua de los grandes estanques
duerme. Escuche, en su espíritu, los súbitos valses de aquel piano misterioso. El
perfume de la tormenta entra por la ventana. Es la hora en que los jardines se llenan
de vestidos rosas y blancos que no temen mojarse. Los complacientes matorrales
enganchan faldas fugitivas, el cabello castaño y los rizos rubios se mezclan
turbulentamente. ¿Lo recuerda aún, señora, enormes ruedas de heno, en las que tan
rápidamente descendíamos; la vieja nodriza, tan lenta al perseguirla; y la campana,
tan pronta a llamarla bajo el ojo vigilante de su tía, en el gran comedor?
Madame de Cosmelly interrumpió a Samuel con un suspiro, iba entonces a abrir
su boca, sin duda para impedir que continúe; pero él ya había retomado la palabra.
—Pero lo más desolador —dijo él—, es que todo amor tiene siempre un mal
final, siendo tan malo como divino y alado fue al principio. No hay sueño, por ideal
que haya sido, que no reencontremos con un niño glotón prendido en el pecho; no
hay retiro, ni casita encantadora y apartada, que la piqueta no logre derribar. ¡Y aún
esta destrucción es totalmente material! Existe otra más despiadada y secreta aún que
ataca a las cosas invisibles. Imagine que en el momento en que usted se apoya sobre
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el ser de su elección y le dice: «¡Volemos tú y yo a buscar juntos el final del cielo!»,
una voz implacable y seria se inclina a su oído para decirle que nuestras pasiones son
falsas, que es nuestra miopía la que hace a los rostros hermosos y nuestra ignorancia
la que hace a las almas bellas, y que necesariamente llega el día en que el ídolo, al ser
visto con claridad, ¡no es más que un objeto, no de odio, sino de desprecio y de
asombro!
—¡Se lo ruego, señor! —dijo la señora de Cosmelly.
Se encontraba fuertemente emocionada; Samuel se dio cuenta que había tocado
una antigua herida, e insistió con crueldad.
—Señora —dijo— los saludables sufrimientos del recuerdo tienen sus encantos y,
en esa embriaguez de dolor, a veces encontramos alivio. Ante esta fúnebre
advertencia, todas las almas leales se gritarían: «Señor, recógeme de aquí con mi
sueño intacto y puro: quiero devolver a la naturaleza mi pasión con toda su
virginidad, y usar en otra parte mi corona inmarchitable». Además, los resultados de
la desilusión son terribles. Los vástagos enfermos productos de un amor agonizante
son el triste desenfreno y la repugnante impotencia: el desenfreno del espíritu, la
impotencia del corazón, que hace que el uno no viva más que por curiosidad, y que el
otro muera cada día por lasitud. Todos nos parecemos más o menos a un viajero que
hubiera recorrido un enorme país; y que observara, cada tarde, al sol, el mismo que
antaño doraba magníficamente los encantos del camino, ocultarse en un llano
horizonte. Se sienta con resignación sobre sucias colinas cubiertas de vestigios
desconocidos, y dice a las fragancias de los helechos que en vano ascienden hacia el
cielo vacío; a las escasas y desdichadas semillas, que en vano germinan en suelo
árido; a los pájaros que creen sus matrimonios bendecidos por alguien, que se
equivocan al construir sus nidos en un páramo barrido por vientos fríos y violentos.
Retoma tristemente su camino hacia un desierto casi igual al que acabara de recorrer,
escoltado por un pálido fantasma al que llamamos Razón, que aclara con una pálida
linterna la aridez de su camino y, para aplacar la renaciente sed de pasión que de vez
en cuando lo atrapa, le vierte el veneno del tedio.
De pronto, al escuchar un profundo suspiro y un sollozo mal reprimido, se volvió
hacia la señora de Cosmelly; ella lloraba abundantemente y no tenía ya fuerzas para
ocultar sus lágrimas.
La observó por un rato en silencio, con la pose más enternecida y untuosa que
pudo fingir; el hipócrita y brutal comediante estaba orgulloso de esas preciosas
lágrimas; las consideraba como obra y propiedad literaria suyas. Mas estaba
confundido respecto al sentido íntimo de aquel dolor; así como Madame de Cosmelly,
ahogada en su cándida desolación, estaba confundida respecto a la intención de la
mirada de su compañero. Se produjo entonces un singular juego de malentendidos,
luego del cual Samuel Cramer le tendió definitivamente sus manos, que ella aceptó
con tierna confianza.
—Señora —reanudó Samuel después de unos cuantos instantes de silencio, el
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clásico silencio de la emoción—, la verdadera sabiduría consiste menos en maldecir
que en tener esperanza. Sin el divino don de la esperanza, ¿cómo podríamos atravesar
ese repugnante desierto de tedio que acabo de describirle? El fantasma que nos
acompaña es verdaderamente un fantasma de razón, mas podemos espantarlo
rociándole el agua bendita de la primera virtud teológica. Hay una amable filosofía
que sabe encontrar consuelo en los objetos de apariencia más indigna. Así como la
virtud vale más que la inocencia, y sembrar en el desierto tiene más méritos que libar
con despreocupación un huerto fructuoso; del mismo modo es verdaderamente digno
de un alma elevada purificarse y purificar a su prójimo con su simple contacto. Así
como no hay traición que no se perdone, no hay falta de la que no se nos absuelva, ni
olvido que no pueda sanarse; existe una ciencia de amar al prójimo y de hallarle
digno de ser amado, así como existe un saber del buen vivir. Cuanto más delicado sea
un espíritu, más bellezas originales descubre; cuanto más tierna y abierta a la divina
esperanza sea un alma, más motivos para amar a su prójimo, por más mancillado que
éste se encuentre, el alma halla; esto es obra de la caridad, y se ha visto a más de una
contrita viajera, perdida en los áridos desiertos de la desilusión, reconquistar la fe y
prendarse con más fuerza de aquello que había perdido, con toda razón, al poseer
ahora la ciencia de dirigir su pasión y la de su ser amado.
El rostro de Madame de Cosmelly empezó lentamente a aclararse; su tristeza
resplandecía de esperanza como un sol mojado, y, a penas Samuel terminó su
discurso, ella vivamente le dijo con el ingenuo ardor de un niño:
—¿Es realmente cierto, señor, que eso sea posible? ¿Existen, para los
desesperados, ramas de las que puedan sujetarse?
—Desde luego, señora.
—¡Ah! Me haría la más dichosa de las mujeres el que usted se dignara enseñarme
su fórmula…
—¡Nada más fácil! —replicó brutalmente Samuel.
En medio de este galanteo sentimental, la confianza había arribado y, en efecto,
había unido las manos de los dos personajes; tan pronto desaparecieron algunas
hesitaciones y prudencias, que a Samuel le parecieron de buen augurio, Madame de
Cosmelly le hizo partícipe a su vez de sus confidencias, comenzando así:
—Comprendo, señor, todo lo que un alma poética puede sufrir por su aislamiento,
y cuán vivamente ha de consumirse en su soledad una ambición de corazón como la
suya; pero sus pesares, que no pertenecen más que a usted, provienen, como he
podido extraer de la pompa de sus palabras, de extrañas necesidades nunca
satisfechas y casi imposibles de satisfacer. Usted sufre, es verdad; pero es posible que
su sufrimiento constituya su grandeza y que le sea tan necesario como a otros la
felicidad. Ahora, dígnese en escuchar, y en simpatizar con penas más comprensibles
—¿un dolor de provincia?—. Espero de usted, señor Cramer, el sabio, el hombre
espiritual, los consejos y, si es que es posible, la ayuda de un amigo.
«Usted sabe que en los tiempos en que me conoció, yo era una pequeña niña
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buena, un poco soñadora ya, igual a usted, aunque tímida y muy obediente; no me
miraba en el espejo tan a menudo como usted, y siempre dudaba en comer o en
guardarme en los bolsillos los duraznos y las uvas que usted audazmente robaba de
las huertas de nuestros vecinos. Jamás encontraba un placer verdaderamente
agradable y completo, a no ser que me estuviera permitido; y me parecía mucho
mejor abrazarme con un bello muchacho como usted delante de mi vieja tía que en
medio del campo. La coquetería y el cuidado que toda muchacha en edad de casarse
debe tener consigo misma me llegó tardíamente. Ni bien supe tocar una romanza en
el piano, se me vistió con más cuidado, se me forzaba a mantenerme derecha, me
hicieron practicar gimnasia, y se me prohibió estropear mis manos plantando flores o
criando pájaros. Se me permitió leer otras cosas a más de Berquin, y empezaron a
llevarme con portentosas vestimentas al teatro del lugar a ver malas óperas. Cuando
el señor de Cosmelly vino al castillo, pronto sentí por él una viva amistad;
comparando su floreciente juventud con la vejez un poco irritable de mi tía, lo hallé
de lo más noble y honesto, aparte de que usaba conmigo una galantería de lo más
respetuosa. Además se citaban sus más bellos rasgos: un brazo roto en duelo por un
amigo algo pusilánime que le había confiado el honor de su hermana, grandes
préstamos a antiguos camaradas suyos sin fortuna. ¡Qué sé yo! Tenía con todo el
mundo un aire de mando, a la vez afable e irresistible, que sin remedio me dominó.
¿Cómo había vivido antes de llevar con nosotros la vida de castillo? ¿Había conocido
otros placeres además de ir de caza conmigo o entonar virtuosas romanzas en mi mal
piano? ¿Había tenido amantes? Ni supe nada ni pensé jamás en informarme. Empecé
a amarlo con toda la credulidad de una joven muchacha que nunca tuvo tiempo de
comparar, y me casé con él —lo que hizo a mi tía muy feliz—. Cuando fui su esposa
ante Dios y ante la ley, lo amé incluso más. Lo amé demasiado, sin duda. ¿Estaba en
lo correcto o equivocada? ¿Quién podría saberlo? Estaba feliz por ese amor, pero mi
error fue creer que nada podía perturbarlo. ¿Lo conocía bien antes de casarme con él?
No, sin duda; pero no se puede condenar más por su elección imprudente a una
honesta muchacha que desea casarse, que a una mujer de mala vida que ha tomado un
amante innoble. La una y la otra —¡pobres desdichadas!—, son igualmente
ignorantes. Les falta a esas pobres víctimas, que llamamos mujeres en edad de
casarse, una abyecta educación, es decir, el conocer los vicios del hombre. Quisiera
que cada una de esas pobres chiquillas, antes de someterse al vínculo matrimonial,
pudiera escuchar en algún lugar secreto, sin ser vistas, a dos hombres discutir entre
ellos sobre las cosas de la vida, sobretodo de mujeres. Después de esta primera y
temible prueba, ellas podrían entregarse con menos peligro a las terribles suertes del
matrimonio, conociendo las virtudes y debilidades de sus futuros tiranos».
Samuel no sabía exactamente adónde quería llegar la encantadora víctima; mas se
dio cuenta de que hablaba demasiado de su marido como para ser una mujer
desilusionada.
Después de una pausa de algunos minutos, como si temiera abordar el hecho
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funesto, Madame de Cosmelly prosiguió de esta forma:
—Un día, el señor de Cosmelly quiso volver a París; hacía falta que yo
resplandeciera y que me ubique a la altura de mis méritos. Una mujer bella e
instruida, decía él, se debe a París; tiene que saber actuar delante del mundo y dejar
caer algunos rayos de su encanto sobre su marido; una mujer de espíritu noble y de
sentido común sabe que no puede esperar gloria alguna a no ser una parte de la de su
compañero de viaje, que ella sirve las virtudes de su marido y, sobre todo, que no
puede ser respetada si no lo sabe hacer respetar. Sin duda, éste era el medio más
sencillo y seguro de hacerse obedecer casi con alegría, de saber que mis esfuerzos y
mi obediencia me embellecerían a sus ojos; seguramente no hacía falta tanto para
decidirme a abordar aquel terrible París, al que instintivamente temía, y cuyo negro y
deslumbrante fantasma erigido en el horizonte de mis sueños oprimía mi pobre
corazón de novia. Aquél parecía, al escucharle, el verdadero motivo de nuestro viaje.
La vanidad de un marido hace la virtud de una mujer enamorada. Tal vez se mentía a
sí mismo con una especie de buena fe y engañaba a su conciencia sin darse
demasiada cuenta de ello. En París, tuvimos días reservados para nuestros íntimos, de
los que a la larga el señor de Cosmelly se aburría, tal y como se había aburrido de su
esposa. Tal vez se había hartado un poco de su mujer, ya que ella sentía demasiado
amor y ponía a su corazón por delante de todo. De sus amigos se hartó por la razón
contraria. Ellos no tenían nada que ofrecerle a no ser el placer de las conversaciones
monótonas en las que la pasión no ocupaba lugar alguno. Desde entonces, su
actividad tomó otro rumbo. Después de los amigos vinieron los caballos y el juego.
El murmullo del mundo y la visita de aquellos que descansaban sin trabas y que sin
cesar le contaban los recuerdos de una loca y ocupada juventud, lo alejaron de las
largas conversaciones hogareñas y de su sitio junto al fuego. Él, que jamás había
tenido otro asunto que su corazón, tuvo varias distracciones. Rico y sin profesión,
supo crearse multitud de ocupaciones renuentes y frívolas que ocupaban todo su
tiempo. Las preguntas conyugales: «¿A dónde vas?», «¿A qué hora te veremos?
¡Regresa pronto!», tuve que reprimirlas en el fondo de mi pecho; ya que la vida
inglesa —asesina de todo corazón—, la vida de los clubes y de los círculos, lo había
absorbido por completo. El cuidado exclusivo de su persona y el dandismo que
destilaba ante todo me chocaron, pues era evidente que yo no era el motivo. Yo
quería hacer como él, estar más bella, quiero decir coqueta, coqueta para él, como lo
era él para el mundo; antes yo ofrecía todo, lo daba todo, a partir de entonces quise
hacerme rogar. Quería reanimar las cenizas de mi extinta felicidad, agitándolas y
revolviéndolas; pero al parecer yo era poco hábil para la astucia y bastante torpe para
el vicio; ya que no se dignó ni en percibirlo. Mi tía, cruel como todas las mujeres
viejas y envidiosas que son reducidas a admirar un espectáculo del que antaño fueron
protagonistas, y a contemplar alegrías inaccesibles para ellas, puso gran esmero en
hacerme saber, por medición interesada de un primo del señor de Cosmelly, que él se
había enamorado de una actriz muy en boga y aclamada. Me hice entonces llevar a
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todos los espectáculos, y cada vez que veía entrar en escena a alguna mujer
medianamente bella, temblaba al imaginar en ella a mi rival. Finalmente me enteré,
por caridad del mismo primo, que se trataba de la Fanfarlo, una bailarina tan hermosa
como tonta. Usted, que es autor, sin duda la conoce. Yo no soy ni muy vanidosa ni
muy orgullosa de mi figura; pero, se lo juro, señor Cramer, que repetidas veces, por la
noche, a eso de las cuatro o cinco de la mañana, cansada de esperar a mi marido, con
los ojos rojos por los llantos y el insomnio, luego de largos y suplicantes ruegos por
su retorno a la fidelidad y al deber, le pregunté a Dios, a mi conciencia y a mi espejo,
si yo era tan bella como esa miserable Fanfarlo. Mi espejo y mi conciencia
respondieron que sí. Dios me ha prohibido vanagloriarme de ello, pero no de tomarlo
como una legítima victoria. ¿Por qué entre dos mujeres de igual belleza, los hombres
prefieren la flor que ha sido respirada por todos en vez de la que ha sido escondida de
los pasantes entre los más oscuros senderos del jardín conyugal? ¿Por qué las mujeres
pródigas de sus cuerpos, tesoro del cual un sólo sultán debe tener la llave, tienen más
admiradores que nosotras, las infelices mártires de un único amor? ¿De qué mágico
encanto el vicio aureola a ciertas mujeres? ¡Responda, usted que, por su estado, de
seguro conoce todos los sentimientos existentes así como sus diversos orígenes!
Samuel no tuvo tiempo de responder, pues ella ardientemente continuó:
—Pero al señor de Cosmelly le pesarán sobre su conciencia faltas muy graves,
eso si la pérdida de un alma joven y virgen interesa al Dios que la creó para dicha de
otra. Si el señor de Cosmelly muriera esta misma tarde, tendría que implorar por
varias absoluciones; ya que, por su culpa, su mujer ha experimentado horribles
sentimientos: el odio, la desconfianza al ser amado y la sed de venganza. ¡Ah, señor!
He pasado noches muy dolorosas, insomnios muy inquietos; rezo, maldigo,
blasfemo… El cura me dice que hay que llevar nuestra cruz con resignación; pero el
amor desmedido, la fe quebrantada, no saben resignarse. Mi confesor no es mujer, y
yo amo a mi marido; lo amo, señor, con toda la pasión y todo el dolor de una amante
batida y postrada en sus pies. No hay nada que no haya intentado. En lugar de las
vestimentas sombrías y sencillas con las cuales su mirada antaño se extasiaba, usé
trajes alocados y suntuosos como los que usan las actrices. Yo, la casta esposa que él
había ido a buscar al fondo de un pobre castillo, desfilé ante él con ropa de
mujerzuela; me comportaba espiritual y alegre cuando sentía la muerte recorrer mi
corazón. Llene mi desesperación de lentejuelas con mis deslumbrantes sonrisas.
Desgraciadamente, él no vio nada. ¡Me pinté de rojo, señor, de rojo! Como puede ver,
es una historia banal, la historia de todas las desdichadas, ¡una historia de provincia!
Mientras ella sollozaba, Samuel puso cara de Tartufo agarrado del cuello por
Orgón, el inesperado esposo que se lanza del fondo de su escondite, como los
virtuosos sollozos de la dama que brotaban desde su corazón, agarrando por el cuello
la tambaleante hipocresía de nuestro poeta.
El abandono extremo, la libertad y la confianza de Madame de Cosmelly lo
habían animado prodigiosamente, sin sorprenderlo. Samuel Cramer, que a menudo
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sorprendía al mundo, no se sorprendía con frecuencia. Parecía querer poner en
práctica y demostrar en su propia vida la veracidad de aquel pensamiento de Diderot:
«La incredulidad es a veces el vicio del tonto, y la credulidad el defecto del hombre
de genio. El hombre de genio ve lejos en la inmensidad de las posibilidades. El tonto
sólo ve como posible aquello que lo es. Tal vez sea eso lo que vuelve a uno
pusilánime y al otro temerario». Esto responde a todo. Varios lectores escrupulosos y
amantes de la verdad verosímil tendrán sin duda mucho que replicar en contra de esta
historia, en la que, sin embargo, no tuve más que cambiar los nombres y acentuar
ciertos detalles; ¿cómo, dirán ellos, Samuel, un poeta de mal tono y costumbres
reprochables, pudo abordar tan prestamente a una mujer como Madame de
Cosmelly?, ¿cómo pudo volcar la conversación, de una novela de Scott, a un torrente
de poesía romántica y banal?, ¿y cómo Madame de Cosmelly, la discreta y virtuosa
esposa, soltó tan prontamente, sin pudor ni desconfianza, sus penas? A lo que yo
respondo que Madame de Cosmelly era tan simple como una hermosa alma, y que
Samuel era tan audaz como las mariposas, los abejorros y los poetas; se arrojaba
sobre todas las llamas y entraba por todas las ventanas. El pensamiento de Diderot
explica por qué ella era tan solitaria, mientras que él tan brusco e imprudente.
También explica las meteduras de pata que Samuel cometió durante toda su vida, las
mismas que un tonto no cometería. Aquella porción del público que es esencialmente
pusilánime no comprenderá suficientemente la personalidad de Samuel, quien era
esencialmente crédulo e imaginativo, al punto de creer, como poeta, en su público; y
como hombre, en sus propias pasiones.
A partir de ese momento se percató de que aquella mujer era más fuerte y
profunda de lo parecía, además de que no debía enfrentarse abiertamente a su cándida
piedad. Entonces, nuevamente empezó a prodigarle su jerga romántica. Avergonzado
por haberse comportado como tonto, quería ahora dárselas de astuto; le habló por un
rato, con su dialecto de seminarista aún presente, de heridas a cerrar y a cauterizar
mediante la abertura de nuevas llagas que sangrarían largamente y que no producirían
dolor alguno. Cualquiera que haya querido, sin tener la fuerza absoluta de Valmont o
de Lovelace, poseer a una mujer honesta y confiada, sabe con qué risible y enfática
torpeza uno ofrece su corazón diciendo: «Tómelo, mi corazón es suyo»; —eso me
dispensará de explicarles lo tonto que fue Samuel—. Madame de Cosmelly, aquella
amable Elmira que poseía el juicio claro y alerta de la virtud, dilucidó rápidamente el
partido que podía sacar de nuestro ingenuo canalla, para felicidad propia y para
dignidad de su marido. Le pagó, pues, con la misma moneda; dejó primeramente que
le apretara las manos, comenzando luego a hablarle de amistad y de cosas platónicas.
Entonces le murmuró la palabra venganza; dijo que una mujer, en dolorosas crisis
como ésta, le daría con gusto a su vengador el poco corazón que el pérfido le hubiera
dejado; y otras boberías y galanterías dramáticas. En resumen, utilizó la coquetería
por la buena causa, y nuestro astuto joven, que era más atontado que un sabio,
prometió arrancar de la Fanfarlo al señor de Cosmelly y alejarlo de la cortesana,
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esperando encontrar en los brazos de la honesta mujer la recompensa de su obra
meritoria. Y es que nadie más que un poeta sería tan cándido como para inventar
monstruosidades semejantes.
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hubieran gritado ante alguna blasfemia. Fue acusada de ser brutal, común, carente de
gusto, de querer importar al teatro las costumbres del Rin y de los Pirineos,
castañuelas, espuelas, botas con tacones, —sin contar que bebía como granadero y
que le fascinaban demasiado los perros y la hija de su portera— y otros trapos sucios
de su vida privada y que son, para algunos pequeños periódicos, pasto y golosina
periodística. Se le oponía con aquella táctica común en los periodistas que consiste en
comparar cosas incomparables, una dama etérea, siempre vestida de blanco, y de la
que castos movimientos dejaban a todas las conciencias en reposo. Algunas veces la
Fanfarlo gritaba y reía muy alto hacia el patio de butacas al acabar un salto sobre las
candilejas; hasta osaba caminar mientras danzaba. Nunca usaba insípidos vestidos de
gaza de aquellos que dejan ver todo y no dejan adivinar nada. Le encantaban las telas
que hacen ruido, las blusas de saltimbanqui, las faldas largas, crujientes, con
lentejuelas y adornos de hojalata, que hay que levantar muy alto con la rodilla; al
bailar no usaba aros, sino pendientes, e incluso osaría decir lustres. Con gusto llevaría
atadas a la parte baja de su falda multitud de pequeñas muñecas extrañas, como hacen
las viejas bohemias que adivinan la suerte de una manera amenazante, y que se
encuentran en el Sur, en los arcos de las ruinas romanas. Estos atractivos, y otros
muchos más, hicieron que el romántico Samuel, uno de los últimos románticos que
Francia posee, enloqueciera de amor por ella.
De modo que, después de haber denigrado durante tres meses a la Fanfarlo, quedó
perdidamente enamorado, y ella quiso por fin saber quién era el monstruo, el corazón
de piedra, el pedante, el pobre diablo que negaba tan obstinadamente la realeza de su
genio.
Hace falta hacer justicia a la Fanfarlo, ya que en ella sólo hubo un movimiento de
curiosidad, nada más. ¿Semejante hombre tenía realmente la nariz entre los ojos,
estaba del todo conformado como el resto de los hombres? Cuando obtuvo una o dos
informaciones sobre Samuel Cramer: que era un hombre como cualquier otro, con
algo de criterio y algo de talento; comprendió que había algo que adivinar, y que el
terrible artículo del lunes bien podría ser una extraña clase de ramo de flores semanal
o la carta de visita de un obstinado solicitante.
La encontró una noche en su camerino. Dos vastas antorchas y un gran fuego
hacían temblar la luz sobre las abigarradas vestimentas que llevaba a rastras por su
tocador.
La reina del lugar, al momento de marcharse, retomaba su atavío de simple mortal
y, en cuclillas sobre una silla, calzaba sin pudor su adorable pierna; sus manos,
generosamente estilizadas, hacían pasear un cordón a través de los ojetes del borceguí
como una ágil lanzadera, sin pensar en que le hacía falta acomodarse su enagua.
Aquella pierna era ya, para Samuel, objeto de un eterno deseo. Larga, fina, fuerte,
generosa y fibrosa a la vez, poseía toda la corrección de lo bello y toda la atracción
libertina de lo lindo. Cortada perpendicularmente en la parte más grande, la pierna
habría dado una especie de triángulo en el que el vértice estaría situado en la tibia, y
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en el que la línea redondeada de la pantorrilla formaría la base convexa. La verdadera
pierna de un hombre es demasiado dura y las piernas de las mujeres coloreadas por
Devéria son en cambio demasiado blandas como para dar una idea.
Con esa agradable actitud, su cabeza, inclinada hacia su pie, exponía un cuello de
procónsul, ancho y robusto, dejando adivinar el surco de los omóplatos, revestidos
por una abundante carne morena. Los cabellos, pesados y apretados, caían hacia
delante por ambos lados, rozándole la sien y ocultando sus ojos, de modo que a cada
instante tenía que moverlos y echarlos hacia atrás. Una traviesa y encantadora
impaciencia, como la de un niño malcriado que decide que algo no debe ir tan rápido,
removía a toda la criatura, incluyendo su vestimenta, y revelaba a cada instante
nuevos puntos de vista y nuevos efectos de líneas y de colores.
Samuel se detuvo con respeto, o fingió detenerse con respeto; ya que, con ese
diablo de hombre, el gran problema siempre es saber dónde comienza el comediante.
—¡Oh, aquí está, señor! —le dijo ella sin molestarse, aun cuando le habían
prevenido unos minutos antes de la visita de Samuel— ¿Tiene algo que preguntarme,
no es verdad?
La sublime impudicia de estas palabras fue directo al corazón del pobre Samuel;
había charlado como un loro romántico durante ocho horas con Madame de
Cosmelly; en cambio aquí, respondió tranquilamente:
—Sí, señora.
Y las lágrimas llenaron sus ojos.
Esto fue un éxito rotundo, la Fanfarlo sonrió.
—¿Pero qué bicho le picó, señor, para atacarme de tal manera? Qué horrible
profesión…
—Horrible en efecto, señora… Es que la adoro.
—Me lo imaginaba —replicó la Fanfarlo—. Pero usted es un monstruo, esa
táctica es abominable. ¡Pobres de nosotras las mujeres! —acotó riendo—. Flore, trae
mi brazalete… Y usted deme el brazo hasta mi coche y dígame qué le pareció mi
actuación de esta noche.
Caminaron así, tomados del brazo, como dos viejos amigos; Samuel la amaba, o
al menos sentía a su corazón sacudirse fuertemente. Su comportamiento tal vez había
sido singular, pero al menos esta vez, no había sido ridículo.
En medio de su regocijo, casi olvida avisar a Madame de Cosmelly de su éxito, y
así llevar una esperanza a su hogar desierto.
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hacer una fantástica partitura, apropiada para la rareza del tema. La Fanfarlo se turnó
en ser decente, mágica, loca, jovial; fue sublime en su arte, tan comediante con las
piernas como bailarina con los ojos.
Entre nosotros, dicho sea de paso, se desprecia demasiado el arte de la danza.
Todas las grandes personas, empezando por las del mundo antiguo, las de India y las
de Arabia, la han cultivado igual que a la poesía. La danza está a la par, o incluso por
encima de la música, así como lo visible y lo creado están por encima de lo invisible
y lo increado, esto para varias organizaciones paganas. Y sólo pueden comprenderlo
aquéllos a quienes la música evoca ideas pictóricas. La danza puede revelar todo lo
misterioso de la música, aparte de poseer el mérito de ser más humana y palpable. La
danza es la poesía con brazos y piernas; es la materia, graciosa, terrible y animada,
adornada por el movimiento. Terpsícore es una musa del sur; presumo que era
demasiado morena, y que a menudo agitaba los pies en los trigales dorados; sus
movimientos, llenos de una cadencia precisa, son divinos motivos para la estatuaria.
Pero Fanfarlo la católica, no satisfecha al rivalizar con Terpsícore, llamó en su auxilio
a toda el arte de las divinidades modernas. La niebla mezcla formas de hadas y de
ondinas menos vaporosas y menos indolentes. Fue a la vez un capricho de
Shakespeare y una bufonería italiana.
El poeta estaba feliz, creía tener frente a sus ojos el sueño de sus días más lejanos.
Con gusto habría saltado en su camerino de una manera ridícula, y se habría roto la
cabeza contra cualquier cosa, en la loca embriaguez que lo dominaba.
Una calesa baja y bien cerrada rápidamente arrebató al poeta y a la bailarina hacia la
casita de la que ya hablé.
Nuestro hombre expresaba su emoción por medio de besos mudos que le aplicaba
con fervor en los pies y en las manos. Ella también lo admiraba con viveza, no
porque ignorara el poder de sus encantos, sino porque jamás había visto un hombre
tan extraño ni una pasión tan eléctrica.
El día estaba oscuro como una tumba; y el viento, meciendo montones de nubes,
descargaba con sus sacudidas un fuerte chaparrón de granizo y lluvia. Una gran
tormenta hacía temblar las buhardillas y gemir los campanarios; el arroyo, lecho
fúnebre donde se pierden las cartas románticas y las orgías de la víspera, arrastraba en
borbollones sus mil secretos a las alcantarillas; la muerte se cernía alegremente sobre
los hospitales, y los Chatterton y los Savage de la calle Saint-Jacques crispaban sus
fríos dedos sobre los escritorios; cuando el hombre más falso, el más egoísta, el más
sensual, el más goloso, el más espiritual de nuestros amigos se instalaba frente a una
deliciosa cena y una buena mesa, en compañía de una de las mujeres más bellas que
la naturaleza haya creado para el placer de los ojos. Samuel quiso abrir la ventana
para echar una mirada triunfante sobre la maldita ciudad; después, bajando la mirada
sobre las diversas delicias que tenía ante sí, se apresuró a disfrutar de ellas.
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En compañía de semejantes cosas, debía ser elocuente: por lo tanto, a pesar de su
frente demasiado alta, sus cabellos de selva virgen y su nariz de bebedor, la Fanfarlo
lo halló casi atractivo.
Samuel y la Fanfarlo tenían exactamente las mismas ideas en cuento a la cocina y
al sistema de alimentación necesario para las criaturas de élite. Las carnes desabridas
y los pescados sosos estaban excluidos de las cenas de aquella sirena. El champaña
rara vez faltaba en su mesa. Los burdeos más famosos y más perfumados cedían el
paso al pesado y cargado batallón de los borgoñas, de los vinos de Auvergne, de
Anjou o del Mediodía, y a los vinos extranjeros: alemanes, griegos y españoles.
Samuel tenía la costumbre de decir que un vaso de buen vino debía asimilarse a un
racimo de uvas negras y que debía haber tanto para comer que como para beber. La
Fanfarlo gustaba de las carnes poco cocidas y de los vinos que embriagaban; por lo
demás, jamás se embriagaba. Ambos profesaban una sincera y profunda estima por la
trufa. La trufa, esa vegetación sorda y misteriosa de Cibeles, esa sabrosa enfermedad
que ha ocultado en sus entrañas más tiempo que el metal más precioso, esa exquisita
materia que desafía la ciencia del agrónomo, como el oro desafía la de Paracelso; la
trufa, que marca la diferencia entre el mundo antiguo y el moderno, y que, ante un
vaso de Chío, crea el mismo efecto que varios ceros después de una cifra.
En cuanto a las salsas, ragús y aderezos, cuestión seria que demandaría un
capítulo tan serio como el de un folleto científico, puedo afirmarles que estaban
perfectamente de acuerdo, sobre todo en la necesidad de llamar en ayuda de la cocina
a toda la farmacéutica de la naturaleza. Pimientos, polvos ingleses, azafranes,
sustancias coloniales, polvos exóticos; todo les parecía bueno, incluso el almizcle y el
incienso. Si Cleopatra viviera todavía, tengo por seguro que hubiera querido preparar
filetes de buey o de venado con perfumes de Arabia. En efecto, es deplorable que los
grandes cocineros de ahora no sean obligados por una ley especial y obligatoria a
conocer las propiedades químicas de las materias; y que no sepan descubrir, para los
casos que lo ameriten, como una velada amorosa, elementos culinarios casi
inflamables, prontos a recorrer el sistema orgánico como el ácido prúsico y a
volatizarse como el éter.
Cosa curiosa, esta conformidad de opiniones por el buen vivir, esta similitud de
gustos, los unió vivamente; esta profunda armonía en la vida sensual, que brillaba en
cada mirada y en cada palabra de Samuel, impresionó mucho a la Fanfarlo. Su
palabra, unas veces brutal como una cifra, otras delicada y perfumada como una flor
o una bolsa de lavanda; y aquella extraña forma de conversar, de la que sólo él
conocía el secreto; le permitieron ganarse los favores de aquella encantadora mujer.
Por lo demás, al inspeccionar la recámara de la Fanfarlo descubrió, no sin una viva y
profunda satisfacción, una perfecta confraternidad de gustos y sentimientos en lo
referente al amueblamiento y a la construcción de interiores. Cramer odiaba
profundamente, y a mi parecer tenía toda la razón, las grandes líneas rectas en
materia de apartamentos y la arquitectura importada en los hogares domésticos. Los
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vastos salones de los viejos castillos me dan miedo, y compadezco a las señoras que
estaban obligadas a hacer el amor en esos gigantescos dormitorios que parecían más
bien cementerios, en esos grandes catafalcos que se hacían llamar camas, en esos
grandes monumentos que tomaban el pseudónimo de sillones. Los apartamentos de
Pompeya son tan grandes como una mano; las ruinas indias que cubren la costa de
Malabar atestiguan el mismo sistema. Esos grandes pueblos, voluptuosos y sabios,
conocen perfectamente la razón. Los sentimientos íntimos no pueden recogerse a sus
anchas más que en espacios lo suficientemente estrechos.
La recámara de la Fanfarlo era pues muy pequeña, muy baja, obstruida por cosas
blandas, perfumadas y de peligroso contacto; el aire, cargado de extraños miasmas,
hacía dar ganas de morir lentamente allí, como en un caliente invernadero. La luz de
la lámpara jugaba sobre un batiburrillo de encajes y telas de un tono violento pero
equívoco. Aquí y allá, sobre las paredes, aquella luz iluminaba algunas pinturas llenas
de voluptuosidad española: carnes extremadamente blancas sobre fondos sumamente
negros. Era al fondo de aquel encantador tugurio, que tenía a la vez aire de lugar
maligno y de santuario, donde Samuel vio avanzar hacia él a la nueva diosa de su
corazón, en el radiante y sagrado esplendor de su desnudez.
¿Qué hombre no querría, aun al precio de la mitad de sus días, ver a su sueño, a
su verdadero sueño, posar sin velos delante de él, al fantasma adorado de su
imaginación haciendo caer una a una todas las prendas destinadas a preservarlo de las
miradas del vulgo? Pero he aquí que Samuel, arrebatado por un extraño capricho, se
puso a gritar como un niño mimado: ¡Quiero a Colombina, devuélveme a Colombina!
¡Devuélvemela tal y como se me presentó la noche en que me enloqueció con su
caprichoso atavío y su corpiño de saltimbanqui!
La Fanfarlo, sorprendida al principio, aceptó prestarse a la excentricidad del
hombre que había elegido, y llamó a Flore; la que por mucho que insistió en que eran
las tres de la mañana, que todo estaba cerrada en el teatro, el portero dormido, el
clima horrible —la tormenta continuaba con su alboroto—, tuvo que obedecer a la
que también obedecía. La sirvienta salía; cuando Cramer, presa de una nueva idea, se
guindó por la ventana y gritó con voz de trueno:
— ¡Hey! ¡No olvide el lápiz labial!
Ese rasgo característico, que fue mencionado por la misma Fanfarlo una noche en
que sus amigas la interrogaron sobre el comienzo de su relación con Samuel, no me
sorprendió en absoluto; pude reconocer claramente en él al autor de las Osífragas.
Siempre amará el carmín y el albayalde, la crisocola y los oropeles de toda clase. Con
gusto cambiaría de color los árboles y el cielo, y si Dios le hubiera confiado el plan
de la naturaleza, quizás lo habría arruinado.
Aunque Samuel tenía una imaginación depravada, y tal vez a causa de este mismo
motivo, el amor era en él un asunto que concernía más al razonamiento que a los
sentidos. Era sobretodo admiración y apetito por lo bello, consideraba a la
reproducción como un vicio del amor y al embarazo como una enfermedad de araña.
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En alguna parte escribió: «Los ángeles son hermafroditas y estériles». Amaba al
cuerpo humano como una armonía material, como una bella arquitectura a la que se
añade movimiento; y ese materialismo absoluto no estaba lejos del idealismo más
puro. Pero como en lo bello, que es la causa del amor, según él había dos elementos:
la línea y el atractivo —y como todo esto se refiere a la línea—; el atractivo para él,
al menos aquella noche, era el lápiz labial.
La Fanfarlo resumía para él la línea y el atractivo; y cuando, sentada en el borde
de la cama, en la despreocupación y la calma victoriosa de la mujer amada, con las
manos posadas delicadamente sobre él, la miraba; le parecía ver el infinito detrás de
los ojos claros de aquella belleza, y sentía que los suyos a la larga planeaban sobre
inmensos horizontes. Por lo demás, como sucede a los hombres excepcionales, a
menudo estaba solo en su paraíso, ya que nadie podía habitarlo con él; y si, por
casualidad, él la raptaba y la traía casi a la fuerza, ella se quedaba siempre atrás: por
lo que, bajo el cielo en que él reinaba, su amor comenzaba a estar triste y enfermo de
melancolía del azul, como un rey solitario.
Sin embargo, jamás se aburrió de ella; jamás, al abandonar su reducto amoroso,
andando ligeramente sobre la acera, bajo el fresco aire de la mañana, probó aquella
diversión egoísta del cigarrillo y las manos en los bolsillos, de la que nos habló en
alguna parte nuestro gran novelista moderno.
A falta de corazón, Samuel tenía una inteligencia noble, y, en lugar de ingratitud,
el deleite había engendrado en él esa conformidad deliciosa, ese ensueño sensual, que
tal vez valga más que el amor, tal como lo ve el vulgo. Por lo demás, la Fanfarlo dio
lo mejor de ella y le procuró sus más hábiles caricias, dándose cuenta que el hombre
valía la pena: se había acostumbrado a ese lenguaje místico, saturado de impurezas y
crudezas enormes. Aquello tenía al menos el atractivo de la novedad.
La súbita pasión de la bailarina había causado un escándalo. Hubo varias
cancelaciones de espectáculos, la Fanfarlo descuidó sus ensayos; muchos envidiaban
a Samuel.
Una noche en que el azar, el tedio del señor de Cosmelly o una serie de artimañas de
su mujer los había reunido junto al fuego, después de uno de esos largos silencios que
tienen lugar en las parejas que ya no tienen nada que decirse pero sí mucho que
ocultarse; después de haberle hecho el mejor té del mundo, en una tetera bastante
modesta y resquebrajada, quizás todavía del castillo de su tía; después de haber
cantado bajo los acordes de un piano algunos fragmentos de una música en boga diez
años atrás; ella le dijo, con la voz dulce y prudente de la virtud que quiere ser amable
y teme espantar al objeto de sus afectos, que lo compadecía mucho y que había
llorado mucho, más por él que por sí misma; que al menos hubiese querido, en su
completa resignación sumisa y abnegada, que él pudiese encontrar en otros brazos el
amor que ya no le pedía a su mujer; que había sufrido más al verlo caer que al verse
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abandonada; que, además, gran parte de la culpa era suya, por haber descuidado sus
deberes de tierna esposa al no haber advertido a su marido del peligro; que, por lo
demás, ella estaba dispuesta a cerrar esa herida sangrante y a reparar ella sola la
imprudencia de ambos, etc. La pobre lloraba y lloraba bien, el fuego iluminaba sus
lágrimas y su rostro se embellecía con su dolor.
El señor de Cosmelly no dijo ni una palabra antes de salir. Los hombres atrapados
en la red de sus propias faltas no toleran hacerle a la clemencia una ofrenda con sus
remordimientos. Si fue a la casa de la Fanfarlo, de seguro encontró allí vestigios del
desorden, colillas de cigarros y folletines.
Una mañana, Samuel fue despertado por la voz traviesa de la Fanfarlo y, luego de
levantar lentamente su fatigada cabeza de la almohada en que reposaba, leyó una
carta que ésta le daba:
«Gracias, señor, mil veces gracias; mi felicidad y mi reconocimiento le serán bien
retribuidos en un mundo mejor. Lo acepto. Recupero a mi marido de sus manos y me
lo llevo esta misma noche a nuestra tierra de C***, donde recobraré la salud y la vida
que le debo. Reciba, señor, la promesa de una amistad eterna. Siempre lo he creído
demasiado honesto como para no preferir una amistad en lugar de cualquier otra
recompensa».
Samuel, tendido entre encajes y apoyado sobre uno de los más frescos y bellos
hombros que se haya podido existir, sintió vagamente que había sido burlado, y sintió
cierta penar al reunir en su memoria los elementos de la intriga que él mismo había
llevado a buen término; pero se dijo tranquilamente: «¿Son realmente nuestras
pasiones sinceras? ¿Quién puede saber con certeza aquello que quiere y conocer con
exactitud el barómetro de su corazón?».
—¿Qué murmuras? ¿Qué tienes ahí? Quiero ver. —dijo la Fanfarlo.
—¡Ah! No es nada —dijo Samuel—. Es la carta de una mujer honesta a quien le
prometí que me convertiría en tu amado.
—Me las pagarás. —dijo ella entre dientes.
Es probable que la Fanfarlo haya amado a Samuel, pero con ese amor que pocas
almas conocen, con rencor en el fondo. En cuanto a él, fue castigado por sus pecados.
A menudo había fingido pasión, ahora se vio obligado a conocerla; pero no fue ese
amor tranquilo, calmado y ardiente que inspiran las mujeres honestas, fue el amor
terrible, desolador y vergonzoso, el amor enfermo de las cortesanas. Samuel conoció
todas las torturas de los celos, y el rebajamiento y la tristeza en que nos arroja la
conciencia de un mal incurable y constitucional; en pocas palabras, todos los horrores
de aquel vicioso matrimonio al que se le da el nombre de concubinato. En cuanto a
ella, cada día engorda más; se ha convertido en una belleza gruesa, limpia, lustrada y
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astuta, una especie de cortesana ministerial. Un día de éstos comulgará por las
pascuas y repartirá el pan bendito en su parroquia. Tal vez para aquella época,
Samuel, muerto de pena, estará bien enterrado, como solía decir en sus buenos
tiempos, y la Fanfarlo, con sus aires de canonesa, hará perder la cabeza a algún joven
heredero. Mientras tanto, aprende a traer niños al mundo; acaba de parir felizmente
un par de gemelos. Samuel ha sacado a la luz cuatro libros científicos: uno sobre los
cuatro evangelios, otro sobre el simbolismo de los colores, una memoria sobre un
nuevo sistema de anuncios, y un cuarto del que no quiero recordar ni el título. Lo más
espantoso de este último es que está lleno de elocuencia, energía y curiosidades.
Samuel hasta tuvo el descaro de ponerle como epígrafe: «Auri sacra fames!» La
Fanfarlo quiere que su amante ingrese al Instituto e intriga al ministerio para que le
den la cruz.
¡Pobre cantor de las Osífragas! ¡Pobre Manuela de Monteverde! ¡Qué bajo ha
caído! Escuché hace poco que fundó un periódico socialista y que quería entrar a la
política. ¡Qué inteligencia más deshonesta! —como dice el honesto señor Nisard.
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El cuarto doble
U
n cuarto que parece un desvarío, un cuarto verdaderamente espiritual, donde
la atmósfera estancada está ligeramente teñida de rosa y de azul.
El alma allí toma un baño de pereza, aromatizado por el remordimiento y
el deseo. Hay algo de crepuscular, de azulado y de rosado, un delirio de deleite
durante un eclipse.
Los muebles tienen formas alargadas, postradas, lánguidas. Los muebles tienen
aire de soñar; se dirá dotados de una vida sonámbula, como lo vegetal y lo mineral.
Las materias hablan una lengua muerta como las flores, como los cielos, como los
soles ponientes.
Sobre los muros ninguna abominación artística. Relativamente al sueño puro, a la
impresión sin analizar, el arte definido, el arte positivo es una blasfemia. Así, todo
tiene la suficiente claridad y la deliciosa obscuridad de la armonía.
Un aroma infinitesimal de la elección más exquisita, a la que se mezcla una muy
ligera humedad, nace en esta atmósfera donde el espíritu durmiente es mecido por
sensaciones de sofocación.
La muselina cae abundantemente delante de las ventanas y delante de la cama; se
expande en cascadas nevosas. Sobre esa cama está acostado el Ídolo, la soberana de
los sueños. ¿Pero cómo está ella ahí? ¿Quién la ha traído? ¿Qué poder mágico la ha
instalado sobre ese trono de desvarío y deleite? ¡Qué importa! ¡Allá está! Yo la
reconozco.
¡Vean bien esos ojos cuya llama atraviesa el crepúsculo; esos sutiles y terribles
mirones, que reconozco por su tremenda malicia! Atraen, subyugan, devoran la
mirada del imprudente que los contempla. Frecuentemente los he estudiado, esas
estrellas negras que comandan la curiosidad y la admiración.
¿A qué demonio benevolente debo el estar así rodeado de misterio, de silencio, de
paz y de perfumes? ¡Oh Beatitud! Eso que nombramos generalmente la vida, aún en
su expansión más feliz, no tiene nada en común con esa vida suprema de la que ahora
tengo conocimiento y que saboreo minuto por minuto, segundo por segundo.
¡No! ¡No hay más minutos! ¡No hay más segundos! El tiempo ha desaparecido: es
la Eternidad que reina, una eternidad de delicias.
Pero un golpe terrible, torpe, resuena en la puerta, y, como en los sueños
infernales, me ha parecido que recibía un golpe de azadón en el estómago.
Y luego un Espectro ha entrado. Es un oficial que viene a torturarme en nombre
de la ley; una infame concubina que viene a gritar miseria y a agregar las trivialidades
de su vida a los dolores de la mía; o bien el testaferro de un director de diario que
reclama el término de un manuscrito.
El cuarto paradisíaco, el ídolo, la soberana de los sueños, la Sílfida, como decía el
gran René, toda esa magia ha desaparecido al golpe brutal asestado por el Espectro.
¡Horror! ¡Me acuerdo! ¡Me acuerdo! ¡Sí! Esa choza, esa estancia del eterno tedio,
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es bien la mía.
¡He aquí los muebles fatuos, polvorientos, descornados; la chimenea sin llama y
sin brasa, manchada de escupidas; las ventanas tristes donde la lluvia ha trazado
surcos en la polvareda; los manuscritos, tachados o incompletos; el almanaque donde
el crayón ha marcado las fechas siniestras!
Y ese perfume de otro mundo, en el que me embriago con una sensibilidad
perfeccionada, ¡ay! Ha sido reemplazado por un fétido olor a tabaco mezclado con no
sé qué nauseabundo moho.
Se respira aquí ahora lo rancio de la desolación.
En ese mundo estrecho, más sí pleno de disgusto, un solo objeto conocido me
sonríe: el frasco del láudano; un viejo y terrible amigo; como todos los amigos, ¡ay!
fecundo en caricias y en traiciones.
¡Oh! ¡Sí! El Tiempo ha reparado; el Tiempo reina soberano ahora; y con el
horroroso viejo ha vuelto todo su demoníaco cortejo de Recuerdos, de
Remordimientos, de Espasmos, de Pavor, de Angustias, de Pesadilla, de Cóleras y de
Neurosis.
Yo les aseguro que los segundos ahora están fuertemente y solemnemente
acentuados, y cada uno, saltando del péndulo, dice: «¡Yo soy la Vida, la insoportable,
la implacable Vida!».
No hay más que un Segundo en la vida humana que tenga la misión de anunciar
una buena nueva, la buena nueva que causa a cada uno un inexplicable pavor.
¡Sí! El Tiempo reina: ha retomado su brutal dictadura. Y me empuja con su doble
aguijón. «¡Y arre así! ¡borrico! ¡Suda así, esclavo!, ¡Vive así, maldito!».
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El jugador generoso
A
través del gentío de la avenida, ayer me sentí rozado por un Ser misterioso
que siempre había deseado conocer y al que reconocí enseguida, si bien no lo
había visto nunca. En relación a mí, seguramente había en él un deseo
análogo, pues al pasar me guiñó el ojo significativamente por lo cual me apresuré a
obedecerlo. Lo seguí atentamente y en seguida descendí detrás de él a una vivienda
subterránea, resplandeciente, donde estallaba un lujo tal que ninguna de las
habitaciones superiores de París podría ofrecer un ejemplo aproximado. Me pareció
singular que yo hubiera podido pasar tan a menudo al lado de esa prestigiosa guarida
sin adivinar la entrada; allí reinaba una atmósfera exquisita, aunque excitante, que
hacía olvidar casi instantáneamente todos los horrores fastidiosos de la vida; allí se
respiraba una oscura beatitud, análoga a la que debieron de experimentar los
comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por
resplandores de una tarde eterna, sintieron nacer en ellos, con los sonidos
adormecedores de cascadas melodiosas, el deseo de volver ya nunca más a sus
penates, a sus mujeres, a sus niños, de no volver a subir nunca más a las altas olas del
mar.
Allí había rostros extraños de hombres y de mujeres marcados por una fatal
belleza, que me parecía haber visto ya en épocas y países que me era imposible
recordar exactamente, y que me inspiraban más bien una simpatía fraternal que ese
temor que nace ordinariamente frente al aspecto de lo desconocido. Si quisiera tratar
de definir de algún modo la expresión singular de sus miradas, diría que jamás he
visto unos ojos que brillaran más enérgicamente de horror al aburrimiento y del deseo
inmortal de sentirse vivos.
Al sentarme, mi huésped y yo ya éramos viejos y perfectos amigos. Comimos,
bebimos con exceso toda clase de vinos extraordinarios, y cosa no menos
extraordinaria, después de varias horas me parecía que yo no estaba más ebrio que él.
Sin embargo, el juego, ese placer sobrehumano, había cortado en diversos intervalos
nuestras frecuentes libaciones, y debo decir que nos habíamos jugado el alma, y de
común acuerdo, yo la había perdido, con una despreocupación y una ligereza
heroicas. El alma es una cosa impalpable, tan a menudo inútil y algunas veces tan
molesta que en cuanto a esta pérdida, sólo sentí un poco menos de emoción que si en
el curso de un paseo hubiera perdido mi tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y perfume incomparables
daban al alma la nostalgia por el país y las dichas desconocidas, y embriagado por
todas estas delicias, me atreví a exclamar, en un acceso de familiaridad que pareció
no disgustarle, y apoderándome de una copa llena hasta el borde: «A su salud
inmortal, viejo Satán».
También hablamos del universo, de su creación y su futura destrucción; de la gran
idea del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad y, en general, de todas las
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formas de la infatuación humana. Sobre este tema, Su Alteza no paraba de hacer
bromas ligeras e irrefutables, y se expresaba con una suavidad de dicción y una
tranquilidad en la gracia que no había encontrado en ningún otro de los conversadores
de la humanidad. Me explicó el absurdo de las diferentes filosofías que hasta ese
momento habían tomado posesión del cerebro humano, y hasta se dignó a hacerme la
confidencia de algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me
conviene compartir con quien quiera que sea. Ella no se quejaba de ningún modo de
la mala reputación de la que gozaba en todas partes del mundo, me aseguró que ella
misma era la persona más interesada en la destrucción de la superstición y me
confesó que en relación a su propio poder, había tenido miedo una sola vez; fue el día
en que había oído a un predicador más sutil que sus colegas, exclamar desde un
púlpito: «Hermanos míos, ¡no olvidéis nunca cuando oigáis alabar el progreso de las
luces, que la mayor de las artimañas del diablo es persuadiros de que no existe!».
El recuerdo de este célebre orador nos condujo naturalmente hacia el tema de las
academias, y mi extraño comensal me afirmó que en muchos casos él no desdeñaba
inspirar la pluma, la palabra y la conciencia de los pedagogos y que casi siempre
asistía en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí novedades de Dios y le pregunté si lo había
visto recientemente. Me respondió con una despreocupación matizada con cierta
tristeza:
—Cuando nos encontramos, nos saludamos como dos viejos gentileshombres en
los cuales una cortesía innata no podría apagar completamente el recuerdo de viejos
rencores.
Es dudoso que Su Alteza haya dado jamás una audiencia tan larga a un simple
mortal, y yo temía abusar de ello. Finalmente, cuando el alba estremecida empezaba a
aclarar las ventanas, el célebre personaje, cantado por tantos poetas y servido por
tantos filósofos que trabajan en su gloria sin saberlo, me dijo que usted guarde de mí
un buen recuerdo, y quiero probarle que yo, de quien se habla tan mal, algunas veces
soy un buen diablo, para servirme de una de sus locuciones vulgares. A fin de
compensar la pérdida irremediable que usted ha hecho de su alma, le doy la puesta
que habría ganado si la suerte hubiera estado de su parte, es decir, la posibilidad de
aliviar y vencer, durante toda su vida, esa extraña afección del Aburrimiento, que es
la fuente de todas sus enfermedades y de todos sus miserables progresos. Nunca se
creará en usted un deseo que yo no ayude a realizar; reinará sobre sus vulgares
semejantes; estará abastecido de halagos y hasta de adoraciones; el dinero, el oro, los
diamantes, los palacios fantásticos, vendrán a buscarlo y le pedirán que los acepte, sin
que usted haya hecho algún esfuerzo para ganarlos; cambiará de patria y de región
tan rápido como su fantasía se lo ordene; se embriagará de voluptuosidad, sin
hastiarse, en países encantados donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen
tan bien como las flores, etc., etc. —agregó levantándose y despidiéndome con una
buena sonrisa.
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Si no hubiera sido por el temor de humillarme ante una reunión tan grande, habría
caído de buena gana a los pies de ese jugador generoso para agradecerle su
munificencia inaudita. Pero después que lo hube dejado, la incurable desconfianza
volvió a entrar en mi pecho poco a poco; ya no me atrevía a creer en una felicidad tan
prodigiosa, y al acostarme, diciendo aún la oración por un resto de costumbre
imbécil, repetía en una duermevela: «¡Dios mío! ¡Señor, Dios mío! ¡Haz que el
diablo mantenga su palabra!».
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La falsa moneda
C
uando nos alejábamos del estanco, mi amigo hizo una minuciosa distribución
de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco introdujo varias
pequeñas monedas de oro; en el derecho las pequeñas monedas de plata; en el
bolsillo del pantalón un puñado de monedas de cobre y, finalmente, en el de la
derecha una moneda de plata de dos francos que había examinado atentamente.
—¡Singular y minuciosa distribución! —dije para mis adentros.
Encontramos a un pobre que nos tendió su gorra temblando. No conozco nada
más inquietante que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que contienen, para
el hombre sensible que sabe leer en ellos, a la vez tanta humildad y tantos reproches.
Se encuentra algo similar a esta profundidad de sentimientos en los ojos lacrimosos
de los perros a los que se azota.
La limosna de mi amigo fue mucho más considerable que la mía, y le dije:
—Tiene razón; después del placer de ser sorprendido, no hay otro mayor que el
de causar una sorpresa.
—Era una moneda falsa —me contestó tranquilamente, como para justificarse de
su prodigalidad.
Pero en mi miserable cerebro, siempre ocupado en buscarle tres pies al gato (¡Qué
fatigosa facultad me ha regalado la naturaleza!) entró instantáneamente la idea de que
semejante conducta por parte de mi amigo sólo era excusable si se trataba de crear un
acontecimiento en la vida de aquel pobre diablo, tal vez incluso de conocer las
consecuencias diversas, funestas o de otro tipo que puede engendrar una moneda
falsa en manos de un mendigo. ¿No podría multiplicarse en monedas auténticas? ¿No
podría también conducirlo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, tal
vez hicieran que lo detuvieran como falsificador de monedas o como propagador de
las mismas. Igualmente, la falsa moneda podría ser para un pobre especulador el
germen de una riqueza de unos cuantos días. Y así mi fantasía seguía su curso,
prestándole alas al espíritu de mi amigo y extrayendo todas las deducciones posibles
de todas las hipótesis posibles. Pero éste interrumpió bruscamente mi ensoñación
retomando mis propias palabras:
—Sí, tiene razón; no hay placer más grato que el de sorprender a un hombre
dándole más de lo que espera.
Lo miré fijamente y quedé espantado al ver que sus ojos brillaban con un
incontestable candor. Entonces vi claramente que había querido hacer a la vez un acto
de caridad y un buen negocio; ganar cuarenta sous y el corazón de Dios; ganarse el
paraíso por poco dinero; finalmente recibir gratis el certificado de hombre caritativo.
Le habría perdonado el deseo del goce criminal del que hace un instante le creí capaz;
habría encontrado curioso, singular, que se divirtiera comprometiendo a los pobres;
pero no le perdonaré jamás la bonhomía de su cálculo. Nunca hay excusa para ser
perverso, pero puede haber mérito en saber que uno lo es; el más irreparable de los
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vicios es hacer el mal por imbecilidad.
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CHARLES BAUDELAIRE (París, 1821 - 1867). Poeta francés, uno de los máximos
exponentes del simbolismo, considerado a menudo el iniciador de la poesía moderna.
Hijo del ex sacerdote Joseph-François Baudelaire y de Caroline Dufayis, nació en
París el 9 de abril de 1821. Su padre murió el 10 de febrero de 1827 y su madre se
casó al año siguiente con el militar Jacques Aupick; Baudelaire nunca aceptó a su
padrastro, y los conflictos familiares se transformaron en una constante de su infancia
y adolescencia.
En 1831 se trasladó junto a su familia a Lyon y en 1832 ingresó en el Colegio Real,
donde estudió hasta 1836, año en que regresaron a París. Continuó sus estudios en el
Liceo Louis-le-Grand y fue expulsado por indisciplina en 1839. Más tarde se
matriculó en la Facultad de Derecho de la Universidad de París, y se introdujo en la
vida bohemia, conociendo a autores como G. de Nerval y H. de Balzac, y a poetas
jóvenes del Barrio Latino. En esa época de diversión también conoció a Sarah
«Louchette», prostituta que inspiró algunos de sus poemas y le contagió la sífilis,
enfermedad que años más tarde terminaría con su vida.
Su padre adoptivo, el comandante Aupick, descontento con la vida liberal y a menudo
libertina que llevaba el joven Baudelaire, lo envió a un largo viaje con el objeto de
alejarlo de sus nuevos hábitos. Embarcó el 9 de junio de 1841 rumbo a la India, pero
luego de una escala en la isla Mauricio, regresó a Francia, se instaló de nuevo en la
capital y volvió a sus antiguas costumbres desordenadas. Siguió frecuentando los
círculos literarios y artísticos y escandalizó a todo París con sus relaciones con Jeanne
Duval, la hermosa mulata que le inspiraría algunas de sus más brillantes y
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controvertidas poesías.
Como ya era mayor de edad, reclamó la herencia paterna, pero su vida de dandy le
hizo dilapidar la mitad de su herencia, lo que indujo a sus padres a convocar un
consejo de familia para imponerle un tutor judicial que controlara sus bienes. El 21 de
septiembre de 1844 la familia designó un notario para administrar su patrimonio y le
asignó una pequeña renta mensual, situación que profundizó sus conflictos familiares.
A principios de 1845 empezó a consumir hachís y se dedicó a la crítica de arte,
publicando Le Salon de 1845, un ensayo elogioso sobre la obra de pintores como
Delacroix y Manet, entonces todavía muy discutidos. Ante los primeros síntomas de
la sífilis y en medio de una fuerte crisis afectiva, intentó suicidarse el 30 de junio de
ese año. Más tarde publicó Le Salon de 1846 y colaboró en revistas con artículos y
poemas. Buena muestra de su trabajo como crítico son sus Curiosidades estéticas,
recopilación póstuma de sus apreciaciones acerca de los salones, al igual que El arte
romántico (1868), obra que reunió todos sus trabajos de crítica literaria.
Fue además pionero en el campo de la crítica musical, donde destaca sobre todo la
opinión favorable que le mereció la obra de Wagner, que consideraba como la síntesis
de un arte nuevo. En literatura, los autores Hoffmann y Edgar Allan Poe, del que
realizó numerosas traducciones (todavía las únicas existentes en francés), alcanzaban,
también según Baudelaire, esta síntesis vanguardista; la misma que persiguió él
mismo en La Fanfarlo (1847), su única novela, y en sus distintos esbozos de obras
teatrales.
Comprometido por su participación en la revolución de 1848, la publicación de Las
flores del mal, en 1857, acabó de desatar la violenta polémica que se creó en torno a
su persona. El 30 de diciembre de 1856, Baudelaire había vendido al editor Poulet-
Malassis un conjunto de poemas, trabajados minuciosamente durante ocho años, bajo
el título de Las flores del mal, que constituyó su principal obra y marcó un hito en la
poesía francesa. El poemario se presentó el 25 de junio de 1857 y provocó escándalo
entre algunos críticos. Gustave Bourdin, en la edición de Le Figaro del 5 de julio, lo
consideró un libro «lleno de monstruosidades», y once días después la justicia ordenó
el secuestro de la edición y el proceso al autor y al editor, quienes el 20 de agosto
comparecieron ante la Sala Sexta del Tribunal del Sena bajo el cargo de «ofensas a la
moral pública y las buenas costumbres». Sin embargo, ni la orden de suprimir seis de
los poemas del volumen ni la multa de trescientos francos que le fue impuesta
impidieron la reedición de la obra en 1861. En esta nueva versión aparecieron,
además, unos treinta y cinco textos inéditos.
Precedido de una dedicatoria en verso «Au Lecteur», desconcertante y penetrante
apóstrofe, Las flores del mal está dividido en seis secciones: Spleen e Ideal, Cuadros
parisienses, El vino, Flores del mal, Rebeldía y La muerte. En esta subdivisión ha
querido verse la intención del autor de dar a la obra casi el riguroso dibujo de un
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poema que ilustrase la historia de un alma en sus sucesivas manifestaciones. Así, el
espectáculo de la realidad y el resultado de las múltiples experiencias (que
proporcionaron el terna a las poesías de la primera y de la segunda secciones)
seguramente llevaron al poeta a una desolada angustia, que en vano busca consuelo
en los «paraísos artificiales», en la embriaguez; después, a una nueva reflexión sobre
el mal con sus perversos atractivos y su desesperado horror, de donde se origina un
desesperado grito de rebelión contra el mismo orden de la creación; y, finalmente, el
extremo refugio de la muerte. Sin embargo, aunque puedan reconocerse las etapas de
su drama personal e incluso las anécdotas biográficas (sus amantes: Jeanne Duval,
Madame Sabatier, Marie Daubrun), este diseño ideal debe entenderse solamente en su
valor simbólico, no como una sucesión propiamente «histórica» de fases sucesivas.
El mismo año de la publicación de Las flores del mal, e insistiendo en la misma
materia, Baudelaire emprendió la creación de los Pequeños poemas en prosa,
editados en versión íntegra en 1869 (en 1864, Le Figaro había publicado algunos
textos bajo el título de El spleen de París). En esta época también vieron la luz los
Paraísos artificiales (1858-1860), en los cuales se percibe una notable influencia de
De Quincey; el estudio Richard Wagner et Tannhäuser à Paris, aparecido en la Revue
européenne en 1861; y El pintor de la vida moderna, un artículo sobre Constantin
Guys publicado por Le Figaro en 1863.
Pronunció una serie de conferencias en Bélgica (1864), adonde viajó con la intención
de publicar sus obras completas, aunque el proyecto naufragó muy pronto por falta de
editor, lo que lo desanimó sensiblemente en los meses siguientes. La sífilis que
padecía le causó un primer conato de parálisis (1865), y los síntomas de afasia y
hemiplejía, que arrastraría hasta su muerte, aparecieron con violencia en marzo de
1866, cuando sufrió un ataque en la iglesia de Saint Loup de Namur.
Trasladado urgentemente por su madre a una clínica de París, permaneció sin habla
pero lúcido hasta su fallecimiento, en agosto del año siguiente. Su epistolario se
publicó en 1872, los Journaux intimes (que incluyen Cohetes y Mi corazón al
desnudo), en 1909; y la primera edición de sus obras completas, en 1939. Charles
Baudelaire es considerado el padre, o, mejor dicho, el gran profeta, de la poesía
moderna.
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