Capitalismo Joan Robinson

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MARX, MARSHALL Y KEYNES: TRES CRITERIOS SOBRE EL CAPITALISMO

Joan Robinson
Fri, 02 Dec 2022 in El trimestre económico
https://www.eltrimestreeconomico.com.mx/index.php/te/article/view/1663/1623

Resumen
En este ensayo Joan Robinson reflexiona acerca de las teorías económicas de tres de
los economistas más paradigmáticos: Karl Marx, Alfred Marshall y J. M. Keynes. Realiza un
análisis comparativo sobre sus ideas respecto del capitalismo en cuanto al capital, la
ocupación, la distribución del ingreso, el ahorro, etc. Finalmente, resalta la importancia de
separar la ideología de la ciencia al estudiar la ciencia económica en general.
Main Text
Estos tres nombres están asociados con tres actitudes hacia el sistema capitalista.
Marx representa el socialismo revolucionario; Marshall, la defensa condescendiente del
capitalismo, y Keynes, la defensa desencantada del capitalismo. Marx trata de entender el
sistema con objeto de precipitar su caída. Marshall trata de hacerlo aceptable mostrándolo
bajo una luz agradable. Keynes trata de encontrar en qué aspectos ha estado equivocado,
con objeto de aconsejar los medios que lo salven de destruirse a sí mismo.
Resumir en unas cuantas palabras toda la compleja estructura de ideas significa
necesariamente falsificar, por exceso de simplificación, pero en la medida en que
reconozcamos el peligro puede ser legítimo dejar sentado, en una forma cruda, el contraste
esencial entre las teorías económicas que sirven de base a estos tres puntos de vista.
El argumento central del esquema de Marx, como lo encontramos en el volumen 1 de
El capital, es que en el capitalismo los salarios reales de los trabajadores tienden a
mantenerse permanentemente en un nivel bajo, en tanto que los capitalistas reciben como
beneficio el excedente del producto sobre los salarios. Los capitalistas, sostiene, no están
muy interesados en un nivel de vida lujoso para sí mismos. Bajo la presión de la
competencia y la codicia de ganancias cada vez mayores, invierten el excedente en capital
cada vez mayor y luchan entre sí para elevar la productividad de sus propios trabajadores,
de tal modo que el producto total va siempre en aumento. A largo plazo es más probable que
el nivel de los salarios reales baje y no que suba. La participación de las utilidades en el
producto total es cada vez mayor a medida que la productividad aumenta, hasta que las
contradicciones internas del sistema hacen que explote y una revolución socialista hace
surgir un nuevo sistema.
Los puntos de vista de Marshall sobre los salarios, los beneficios y la acumulación no
pueden verse tan claramente, en parte porque concentra su atención en los detalles de los
precios relativos, las fortunas de las empresas individuales, así como la oferta y la demanda
de mercancías particulares, en tanto que deja completamente confuso el contorno dentro del
cual encajan estos detalles. Y en parte porque todo su sistema se basa en un conflicto no
resuelto. Lo medular del análisis lógico en los Principios es puramente estático -se aplica a
una economía en la que la acumulación ha llegado a su fin-, mientras que los problemas que
discute están relacionados con una economía en la que la riqueza crece a medida que pasa
el tiempo. Desde este punto de vista, hay una tasa normal de utilidad que representa el
precio de oferta del capital, pero nunca queda claro si éste es el precio de oferta de cierta
cantidad de capital -la tasa de ganancia a la que no hay crecimiento ni declinación en el
stock total de capital- o si es el precio de oferta de cierta tasa de acumulación de capital. La
ganancia es la recompensa de la espera, esto es, de privarse del consumo presente con
objeto de gozar de una riqueza futura, pero nunca queda claro si la espera significa
mantener un stock de capital y abstenerse de consumirlo, o si significa ahorrar e incrementar
el capital. Parece significar algunas veces lo primero, otras veces lo segundo y otras ambas
cosas, aunque Marshall es cuidadosamente consciente de que no son lo mismo. Esta
vaguedad hace que sea imposible describir su sistema en una forma clara. Pero establece
definitivamente que la espera es un factor de la producción y que los costos reales de
producción están compuestos de esfuerzos y sacrificios -esfuerzos de los trabajadores y
sacrificios de los capitalistas-. Los esfuerzos son recompensados por salarios y los
sacrificios, por utilidades. Tomando el espíritu del argumento que se aplica a una economía
en crecimiento más que a la estricta lógica requerida por una economía estática, los
capitalistas invierten y acumulan, porque la ganancia es suficiente para compensar el
sacrificio del consumo presente. Esto origina el crecimiento de la riqueza total; los
trabajadores comparten el beneficio, porque los salarios se elevan al mismo tiempo que la
productividad, en tanto que el precio de oferta del capital permanece más o menos
constante.
Keynes establece una distinción tajante entre los dos aspectos de la acumulación: el ahorro,
que significa abstenerse del consumo, y la inversión, que significa un aumento del stock del
capital productivo. Los capitalistas de Marx automáticamente ahorran porque quieren invertir,
a manera de adquirir más medios de producción con objeto de emplear más mano de obra y
ganar mayores beneficios. Los capitalistas de Marshall automáticamente invierten porque
quieren ahorrar, es decir, poseer mayor riqueza.
Keynes señala que en una economía capitalista desarrollada no están automáticamente
relacionados ambos lados de la acumulación. El ahorro significa gastar menos en consumo y
hacer más estrecho el mercado para los productos, de tal manera que se reduce la
redituabilidad de la inversión. Inversión significa emplear mano de obra para producir bienes
que no están disponibles para el consumo y así aumentar la demanda en relación con la
oferta. Ambos lados del proceso de acumulación no están ligados en forma tal que se
mantenga la armonía; por el contrario, la propia naturaleza de la empresa privada origina
que tengan una tendencia crónica a estar desengranados. En determinado tiempo la
economía está tratando de invertir más de lo que puede; la demanda de mano de obra para
el consumo y la inversión, tomada en su conjunto, excede la oferta disponible y aparece la
inflación. Pero esto es raro, excepto en tiempos de guerra. Normalmente prevalece la
situación opuesta: la inversión es menor de lo que podría ser fácilmente y la riqueza
potencial se desperdicia en la desocupación.
Cada punto de vista lleva el sello del periodo en que fue concebido. Marx expresó sus ideas
durante la tremenda pobreza de la década de 1840. Marshall vio el florecimiento del
capitalismo en la época de paz y prosperidad de la década de 1860. Keynes tuvo que
encontrar una explicación para la mórbida condición de “pobreza en medio de la
abundancia” en el periodo comprendido entre las dos guerras. Pero cada uno de ellos tiene
importancia para otros periodos, porque en la medida en que cada teoría es válida, arroja luz
sobre las características esenciales del sistema capitalista que siempre han estado
presentes y aún tienen que considerarse.
Cada uno, todavía más, está ligado a una actitud política particular hacia el sistema
económico, lo que es muy importante para los problemas que confrontamos hoy en día.
Marx sostuvo que el capitalismo está confinado a desarrollarse en tal forma que origine su
propia destrucción, y urgió a los trabajadores a organizarse para apresurar su caída.
Marshall argumentó que, a pesar de algunos defectos, es un sistema que promueve el bien
de todos. Keynes muestra que tiene defectos profundamente arraigados que, sin embargo,
pueden ser remediados. Marx está haciendo propaganda contra el sistema; Marshall lo
defiende, y Keynes lo critica con objeto de mejorarlo.
Las doctrinas económicas siempre nos llegan en forma de propaganda. Esto va ligado a la
propia naturaleza del tema, y pretender que no es así en nombre de la “ciencia pura” es
rehusarse en forma anticientífica a aceptar los hechos.
El elemento de propaganda es inherente al tema, porque está relacionado con la política. No
tendría interés de no ser así. Si ustedes quieren un tema que valga la pena estudiar por su
atracción intrínseca sin ningún objetivo hacia las consecuencias, no habrían asistido a una
conferencia sobre economía. Estarían, digamos, estudiando matemáticas o el
comportamiento de los pájaros.
La una vez ortodoxa teoría del laissez-faire evadió el resultado, al intentar demostrar que no
hay ningún problema cuando se eligen las políticas. Déjese que cada quien persiga su
propio interés y la libre competencia asegurará el máximo beneficio para todos. Esto
obviamente no puede aplicarse dondequiera que sea necesaria una organización general -el
sistema bancario, los ferrocarriles, el tesoro nacional-. Pero aun donde es técnicamente
posible conducir el sistema sobre la base de “lógrese lo que se pueda”, hay cierta
inconsistencia en la raíz misma del argumento. Al perseguir el propio interés, los individuos
encuentran que es ventajoso hacer combinaciones y estar de acuerdo, en vez de competir.
Los monopolios, los sindicatos y los partidos políticos surgen del verdadero proceso de la
competencia e impiden su efectividad como mecanismo para asegurar el bien general. El
individualismo puro, ilimitado, no es un sistema practicable, y la coherencia de una economía
depende de la aceptación de las limitaciones que tiene. Debe haber un código de reglas de
juego, ya sean establecidas por la ley o logradas mediante el consentimiento común.
Ninguna serie de reglas de juego puede asegurar una perfecta armonía de intereses entre
todos los grupos de la sociedad, y cualquier serie de reglas será defendida por aquellos a
quienes favorece y atacada por aquellos que se ajustan mejor otras reglas.
La teoría económica, en su aspecto científico, está interesada en mostrar cómo funciona una
serie particular de reglas, pero al hacerlo puede no servir si no logra que aparezcan bajo una
luz favorable o desfavorable respecto de la gente que entra en el juego. Aun si un escritor
puede adiestrarse a sí mismo en una separación perfecta, está todavía haciendo
propaganda, porque sus lectores tienen puntos de vista interesados. Tomemos por ejemplo
un argumento puramente analítico, como que el patrón oro asegura estabilidad de cambios,
siempre que las tasas de salarios monetarios sean flexibles. Esto significa que no funcionará
bien donde los sindicatos sean fuertes e impidan que los salarios bajen cuando la
conservación de la tasa de cambio requiere que bajen. Ésta es una afirmación puramente
científica, y no hay mucho lugar para estar en desacuerdo con ella, considerada como una
descripción de la forma en que funciona el sistema. Pero para algunos lectores aparecerá
como una propaganda fuerte contra los sindicatos, para otros como una fuerte propaganda
contra el patrón oro.
Este elemento de propaganda entra prácticamente en los detalles más severamente
técnicos del tema. No puede dejar de estar presente cuando es el amplio resultado del
funcionamiento del sistema en su conjunto lo que está a discusión.
Cada uno de nuestros tres economistas está interesado en describir las reglas del juego
capitalista y, en consecuencia, en criticarlas o defenderlas. Marx muestra que las reglas son
desfavorables para los trabajadores, y que por esa sola razón no serán toleradas mucho
tiempo. Marshall argumenta que las normas están arregladas de tal manera que producen el
mayor crecimiento posible de la riqueza, y que todas las clases se benefician al compartirla.
Keynes muestra que las reglas necesitan reformarse a fin de asegurar que la riqueza
continúe creciendo.
La descripción y la evaluación no pueden separarse, y pretender que no estamos
interesados en la evaluación es engañarnos.
Marx tiene un concepto completamente claro acerca de este propósito. Está del lado de los
trabajadores y presenta el argumento contra el capitalismo, con objeto de alentar a los
trabajadores a derrocarlo.
Marshall no estuvo de manera abierta y clara en un lado u otro en el choque de los intereses
entre los trabajadores y los capitalistas. Su posición es más bien en el sentido de que, si
cada uno acepta el sistema y no hace alboroto sobre ello, se beneficiarán ambos.
En relación con los intereses parciales. Casi todos ellos cambian su carácter y se vuelven
cada vez más plásticos; pero el cambio principal es la asimilación del entrenamiento, y
consecuentemente de la capacidad de las clases trabajadoras, generalmente hacia aquellos
de los que están bien. La ampliación de la educación está borrando rápidamente estas
distinciones de la mente y el carácter entre los diferentes estratos sociales, que han
prevalecido en casi todos los países densamente poblados durante varios miles de años;
pero fueron en gran medida los resultados artificiales de la ventaja acumulativa de que una
pequeña predominancia inicial en la fuerza dio a las secciones más afortunadas de cada
nación.
Estamos efectivamente acercándonos rápidamente a condiciones que no tienen precedente
cercano en el pasado, pero son quizá realmente más naturales que aquellas que están
suplantando: condiciones bajo las cuales las relaciones entre los diversos estratos
industriales de una nación civilizada se basan en la razón, más bien que en la tradición. Sin
duda, mucha de la fuerza radica todavía en el viejo argumento de que cuando la riqueza se
aplica a poner a la naturaleza al servicio del hombre, en gran medida, la mayor parte del
beneficio agregado que resulta de ello es cosechada por los que han acumulado por su
cuenta muy poco o nada. Sin duda es una verdad, ahora como siempre, que la principal obra
del progreso la hace un grupo reducido de hombres, cuya facultad para el trabajo puede
probarse solamente por su trabajo: ningún otro medio de seleccionarlos correctamente ha
sido aconsejado hasta ahora. Sin duda también aquellos que, aun con menos iniciativa, sin
embargo están haciendo un trabajo importante que implica una alta tensión mental, tienen
una razonable pretensión a cierta generosidad en sus condiciones de vida. Pero, por todo
eso, se está volviendo claro que éste y cualquier otro país occidental pueden ahora hacer
mayores sacrificios de riqueza material con el propósito de elevar la calidad de la vida para
toda la población [Marshall, 1919: 4-5 ].
Keynes está en contra del desperdicio, la estupidez y la pobreza innecesaria. No está tan
interesado en quién obtiene el beneficio de la producción incrementada, como en asegurarse
de que éste se realice. Considera deseable una mayor igualdad de ingreso, pero esta actitud
es “moderadamente conservadora” (Keynes, 1943: 362), y sostiene que, si solamente el
capitalismo pudiera hacerse funcionar eficientemente, sería la mejor alternativa.
El peso de la propaganda de Marx radica en que el capitalismo es pernicioso y debe
destruirse; la de Marshall, en que es beneficioso y debe conservarse; la de Keynes, en que
podía haber sido más o menos tolerable si la gente tuviera sentido común.
Cada uno de ellos trata de justificar un particular punto de vista del sistema y de esa manera
le está haciendo propaganda. Pero cada uno tiene la suficiente confianza en su propio punto
de vista para creer que la verdad lo justificará, y cada uno trata de dar un enfoque
genuinamente científico a los problemas económicos. Ellos no pueden remediar ser
propagandistas, pero son científicos también. Para aprender de ellos, primero tenemos que
ver hacia dónde se dirigen. Luego podemos hacer uso de sus conceptos como científicos,
mientras nos reservamos el derecho de tener nuestra propia opinión sobre cuestiones de
política.
I. Ideas e ideología
Debemos admitir que toda doctrina económica que no sea formalismo trivial contiene juicios
políticos. Pero es de lo más ingenuo elegir las doctrinas que queremos aceptar por su
contenido político. Es tonto rechazar el análisis porque no estamos de acuerdo con el juicio
político del economista que lo sustenta. Desgraciadamente, este enfoque de la economía es
el que prevalece de manera más común. La escuela ortodoxa ha sido inconsistente en gran
medida al rehusarse a estudiar a Marx. Porque no les gusta su criterio político, se ocupan de
su doctrina económica sólo para señalar algunos errores en ella, esperando refutarlo en
algunos puntos para hacer inofensivas sus doctrinas políticas.
Así, la discusión sobre Marx se ha limitado principalmente a la crítica de la teoría del valor
trabajo. Ésta constituye un título general empleado para abarcar un número de aspectos de
la doctrina marxista. Un elemento de esta teoría es lo que determina los precios relativos de
las mercancías en el equilibrio a largo plazo. Los economistas ortodoxos pueden mostrar
fácilmente que el punto de vista de que los precios son proporcionales al tiempo de trabajo
requerido para producirlos no es una teoría adecuada de los precios relativos. Primero,
como el propio Marx señala, la proporción de capital a trabajo difiere en las distintas líneas
de producción. La tasa de beneficio tiende a la igualdad en diferentes líneas de inversión. En
consecuencia, el excedente del valor de venta del producto sobre el costo de los salarios
tiene que ser mayor donde hay más capital por hombre. Esto impide que los precios sean
estrictamente proporcionales al costo del trabajo. En segundo lugar, cuando se trata de
recursos naturales con oferta fija que no pueden producirse por el trabajo, no tienen valor, en
el sentido marxista, y sus precios se derivan de la demanda de sus productos. En tercer
lugar, la escala de producción puede afectar los costos, de tal manera que la demanda tiene
una influencia sobre los costos. La teoría de Marshall es muy elaborada en estos puntos;
tanto, en realidad, como para cubrir completamente el hecho obvio de que la teoría del valor
trabajo es una buena aproximación a una teoría de los precios y una base indispensable
para todas las elaboraciones y las calificaciones que Marshall construye sobre ella.
Concentrándose en la cuestión de los precios relativos, los economistas ortodoxos tuvieron
éxito en llevar el argumento a una esfera en la que podían encontrar cierto número de
puntos superficiales contra los marxistas. No estaban interesados en lo más mínimo en
aprender de Marx o en investigar cuál era la importancia de estos puntos para el tema
principal.
En esto fueron ayudados ampliamente por los marxistas, quienes en lugar de contestar a
todos los intrincados argumentos en contra de la teoría de los precios: “¿y qué?”, permitieron
que se les llevara a una serie de sofismas en un esfuerzo por defender a Marx aun cuando
no era defendible.
Bajo el polvo de toda esta controversia acerca de cosas innecesarias, las partes más
valiosas de la teoría de Marx se perdieron de vista por ambas partes.
Para citar un ejemplo, el esquema para expandir la reproducción proporciona un enfoque
muy simple y completamente indispensable al problema de ahorro e inversión, y al del
equilibrio entre la producción de bienes de capital y la demanda de bienes de consumo. Fue
redescubierto y formó la base para el tratamiento del problema de Keynes por Kalecki, y
nuevamente inventado por Harrod y Domar, como la base para la teoría del desarrollo a
largo plazo. Fue también vuelto a inventar independientemente en este país, por el profesor
Mahalanobis, quien lo ha puesto de moda más que ningún marxista, como un instrumento
para el análisis de los problemas de desarrollo.
Si Marx hubiera sido estudiado como economista serio, en vez de ser tratado, por una parte,
como un oráculo infalible, y, por la otra, como blanco de epigramas baratos, nos habríamos
ahorrado gran cantidad de tiempo.
Los marxistas han sido tan malos como los economistas ortodoxos al rehusarse a aprender
de aquellos con cuyos puntos de vista no están de acuerdo. Sintiéndose a la defensiva,
consideran una especie de traición admitir cualquier punto sostenido por los críticos de Marx
e insisten en defenderlo en todos los detalles, de tal manera que ni siquiera conceden a
Marshall que la teoría del valor trabajo sea una cruda estimación de la determinación de los
precios relativos que requiere ser reformada y elaborada en ciertos aspectos.
Esta inflexibilidad es particularmente marcada en su reacción a Keynes. Puesto que
rechazan la idea de que el capitalismo puede ser rescatado de las crisis por medio de
medidas económicas llevadas a cabo por los gobiernos, niegan el argumento lógico de
Keynes. Señalan que Keynes es objeto de una ilusión cuando apela al gobierno como si
fuera un benévolo árbitro imparcial en el que puede confiarse a fin de que haga lo mejor para
todos, si solamente se le puede hacer entender cómo lo haga. Sostienen que el Estado es el
órgano de los capitalistas y que, en consecuencia, es inútil considerar que puede llevar a
cabo políticas para impedir la desocupación en beneficio de los trabajadores.
Hay gran fuerza en la primera parte del argumento, pero la segunda es un non sequitur. A
los capitalistas no les gusta tener crisis. La desocupación va acompañada de pérdidas. Y
actualmente tienen una poderosa razón para que no les guste la desocupación en sí misma,
porque suministra peligrosas balas a sus enemigos políticos. Al impedir la desocupación, los
gobiernos estarían haciendo por los capitalistas algo que éstos quieren que se haga, pero
que no pueden hacer por sí mismos.
Marx en su época tuvo una visión más profunda y sutil del funcionamiento del sistema que
sus sucesores modernos. Al discutir la limitación legal de la jornada de trabajo, mostró cómo
cada capitalista tenía interés en impedir la legislación que limitara su fuerza para explotar a
sus trabajadores. Sin embargo, colectivamente esto favorecía sus intereses, porque la
excesiva explotación arruina la fuerza de trabajo de la cual dependen todos ellos. Así, bajo la
apariencia de resistir la demanda de legislación obrera hecha por los trabajadores y los
humanitarios, los capitalistas permitían que se llevara a cabo.
En la misma forma, en virtud de que alegan en contra de las políticas keynesianas como una
interferencia ilegítima en las funciones propias de la empresa privada, de hecho descansan
en ella para salvarlas de ellos mismos.
La tontería de rechazar el análisis económico por las doctrinas políticas con las cuales está
asociado se muestra por el hecho de que el aspecto del capitalismo que cada uno de los
grandes economistas ilumina proporciona la base para conclusiones políticas opuestas a las
suyas.
La mejor defensa del capitalismo como sistema económico puede hacerse sobre la base del
análisis de Marx. Esto fue realizado por Schumpeter y recientemente llevado más adelante
por su discípulo, el profesor Galbraith (1952). Ambos hacen una defensa tenaz, abierta e
inteligente de las reglas de juego del capitalismo, que es mucho más eficaz que la suave y
sofística defensa especial de la escuela ortodoxa.
Marx hace hincapié en la forma en que las reglas de juego del capitalismo nutren la
acumulación y el progreso técnico. Sus capitalistas no están interesados en una vida de lujo.
Explotan el trabajo con objeto de acumular, e incrementan la productividad con objeto de
tener una mayor plusvalía para invertir. “La productividad del trabajo se hace madurar como
si estuviera en un invernadero.” Impiden que los trabajadores reciban participación alguna en
la producción incrementada, porque si éstos consumieran más, entonces habría menos
acumulación y el crecimiento de la riqueza total se vería impedido.
Esto da una explicación de la función de explotación. Explica, incidentalmente, por qué en
una economía socialista en vías de rápido desarrollo el nivel de vida se eleva primero muy
lentamente, y la razón por la cual es necesario, cuando el beneficio privado no crea un
margen entre los salarios y los precios, crearlo mediante impuestos, con objeto de
suministrar los fondos para la acumulación.
Cuando Keynes describía el florecimiento capitalista del mundo anterior a 1914, antes de
preocuparse por el problema de la desocupación, estableció un análisis que es
esencialmente igual al de Marx.
Europa estaba organizada social y económicamente a manera de asegurar la acumulación
máxima de capital. Puesto que había cierto mejoramiento continuo en las condiciones de
vida diaria de la masa de la población, la sociedad estaba formada de tal modo que arrojaba
una gran parte del ingreso incrementado al control de la clase con menos probabilidades de
consumo. Los nuevos ricos del siglo xix no estaban acostumbrados a los grandes gastos, y
preferían el poder que les daba la inversión, a los placeres del consumo inmediato. De
hecho, era precisamente la desigualdad de la distribución de la riqueza lo que hizo posible
esas vastas acumulaciones de riqueza fija y de mejoras del capital, lo que distinguió a esa
época de todas las demás. Ahí radica, de hecho, la principal justificación del sistema
capitalista. Si el rico hubiera gastado su nueva riqueza en sus propios goces, el mundo hace
mucho tiempo que habría encontrado intolerable tal régimen. Pero, como las abejas,
ahorraron y acumularon, no menos para ventaja de toda la comunidad, porque ellos mismos
tenían objetivos más estrechos en perspectiva.
Las inmensas acumulaciones de capital fijo que, para beneficio de la humanidad, se
formaron durante el medio siglo anterior a la guerra, nunca podrían haberse producido en
una sociedad donde la riqueza estuviera dividida equitativamente. Los ferrocarriles que esa
época construyó, como un monumento a la posteridad, fueron, no menos que las pirámides
de Egipto, la obra del trabajo que no era libre de consumir en el disfrute inmediato, el
equivalente total de sus esfuerzos.
Así este notable sistema dependía para su crecimiento de una doble fanfarronada o
charlatanería. Por una parte, las clases trabajadoras aceptaron -por ignorancia o falta de
fuerza, o porque eran obligadas, persuadidas o lisonjeadas por la costumbre, el acuerdo, la
autoridad y el orden bien establecido de la sociedad- una situación en la que muy poco de lo
que se producía podían llamar suyo, lo que ellos, la naturaleza y los capitalistas estaban
cooperando para producir. Y, por otra parte, las clases capitalistas podían llamar suya la
mejor parte del pastel y teóricamente eran libres para consumirla, con la condición tácita de
que consumieran muy poco en la práctica. El deber de “ahorrar” se convirtió en los nueve
décimos de la virtud, y el crecimiento del pastel, el objeto de la verdadera religión. Crecieron
alrededor del no consumo del pastel todos aquellos instintos del puritanismo que en otras
épocas se ha retirado del mundo y ha descuidado las artes de la producción así como las del
gozo. Y así aumentó el pastel; pero no se veía claro con qué objeto. Los individuos eran
exhortados no tanto a abstenerse como a diferir y a cultivar los placeres de la seguridad. El
ahorro era para la vejez o para los hijos; pero esto fue sólo en teoría. La virtud del pastel
consistía en que nunca habría de consumirse, por ellos ni por sus hijos.
Al escribir así no es que necesariamente subestime las prácticas de esa generación. En los
rincones inconscientes de su ser, la sociedad sabía lo que era. El pastel era realmente muy
pequeño en proporción a los apetitos del consumo, y ninguno, si hubiera de ser compartido
por todos, estaría mejor al cortarlo. La sociedad estaba trabajando no para los pequeños
placeres del día sino para la seguridad futura y el mejoramiento de la raza -de hecho para el
progreso- [Keynes, 1919: 18-21].
No hay desacuerdo aquí con el análisis de Marx, aunque el propósito del argumento es
explicar por qué el capitalismo sobrevivió, más que mostrar por qué debía haber sido
destruido.
Con objeto de establecer el argumento en contra del capitalismo, es necesario volver al
argumento de Marshall. Es verdad que en general desea la ganancia con el propósito de
acumulación, pero ésa no es toda la verdad. La ganancia es también la base para el
consumo de los capitalistas. Tienen que ser “recompensados por la espera” y no ahorrarán,
ni siquiera conservarán la riqueza acumulada en el pasado, a menos que gocen hasta cierto
punto de un alto nivel de vida para sí mismos. Que la sociedad pague el ahorro permitiendo
una gran desigualdad en el consumo es un método muy caro de lograr el propósito que se
persigue. Sería mucho más económico desposeer a los capitalistas, poner la riqueza
anteriormente acumulada en la caja de ahorros de la sociedad donde nadie la puede
alcanzar para consumir la propiedad “en gratificación inmediata” a expensas del futuro, y
decidir que la tasa de acumulación se lleve a cabo con vistas al desarrollo de la economía en
su conjunto más bien que de acuerdo con los caprichos de los individuos.
El análisis de Marshall puede emplearse para mostrar por qué es necesario el socialismo.
De acuerdo con el propio argumento de Marshall, se obtiene un beneficio real más grande
de un ingreso dado si se distribuye equitativamente, que si algunos individuos disfrutan de
tal nivel de vida que el ahorro no representa esfuerzo para ellos, en tanto que otros luchan
para sobrevivir. Si el objeto de la producción es procurar el bienestar de los seres humanos,
resulta muy poco económico que los frutos de una tasa dada de producción estén
desigualmente distribuidos. Pero si los ingresos se distribuyen equitativamente, no habría
suficiente ahorro para el desarrollo. Con objeto de estar en capacidad de tener una
distribución del ingreso más económica, es necesario que el ahorro sea colectivo, y, si el
ahorro se hace colectivamente, el capital debe poseerse colectivamente.
Si los capitalistas vivieran enteramente de conformidad con la descripción que hace Marx e
invirtieran realmente todo el excedente, no habría necesidad del socialismo. Es el aspecto
del beneficio como fuente de riqueza privada, en el que Marshall hace hincapié, lo que
proporciona el argumento más fuerte para el socialismo, y el aspecto de beneficio como
fuente de acumulación, en el que Marx hace hincapié, lo que proporciona el argumento más
fuerte para el capitalismo.
El análisis de Keynes también proporciona un argumento para las conclusiones políticas
propuestas. Muestra, primero, que hay una tendencia natural en una economía capitalista
avanzada hacia el estancamiento crónico, con desocupación permanente, y que es, por su
propia naturaleza, muy inestable. Arguye que es necesario cierto grado de interferencia con
el sistema de empresa privada pura para mantener el funcionamiento eficiente. En particular,
los gobiernos deben emprender una suficiente proporción de inversión a fin de suplir la
omisión de los capitalistas privados de mantener la inversión de manera continua en un nivel
conveniente. Pero en la medida en que gran parte de la inversión se deje en manos
privadas, es necesario que la interferencia no lleve a un estado de cosas en el que la
sección privada invierta menos, simplemente porque los gobiernos están invirtiendo más.
Una alta tasa de acumulación necesariamente conduce a una disminución en la rentabilidad
de la inversión posterior. De aquí se sigue que, para mantener el nivel de la demanda de
mano de obra, es más efectiva la inversión ruinosa que la inversión útil. “Dos pirámides, dos
misas de réquiem, son dos veces mejores que una; pero no sucede lo mismo con dos
ferrocarriles de Londres a York” (Keynes, 1943: 131).
El día en que la abundancia de capital interfiera con la de producción puede aplazarse en la
medida en que los millonarios encuentren satisfacción en edificar poderosas mansiones para
encerrarse en ellas mientras vivan y pirámides para albergarse después de muertos, o,
arrepintiéndose de sus pecados, levanten catedrales y funden monasterios o misiones
extranjeras. “Abrir hoyos en el suelo”, pagando con ahorros, no aumentará solamente la
ocupación, sino el dividendo nacional real de bienes y servicios útiles [Keynes, 1943: 212].
El propio objetivo de Keynes era ilustrar las paradojas del capitalismo y pedir un control
racional de la inversión, pero el efecto de su argumento es explicar por qué el capitalismo
poderoso goza de prosperidad cuando los gobiernos están invirtiendo en armamentos. En
vez de ser una ruinosa carga sobre una economía altamente desarrollada, el aparente
desperdicio económico de armamentos es realmente un método para mantener la
prosperidad. Se entiende de aquí que, si no hubiera necesidad de armamentos, sería
necesario realizar inversiones útiles y así apoderarse de la fuerza y la independencia de los
capitalistas. Los capitalistas, por lo tanto, prefieren una situación en la que los armamentos
sí parecen necesarios. Este remedio, la mayoría de nosotros está de acuerdo, es aún peor
que la enfermedad, y con base en el razonamiento de Keynes puede argumentarse que el
capitalismo no se salvará de la tendencia a la desocupación por ningún otro medio.
El análisis de Marx del capitalismo muestra sus puntos fuertes, aunque su propósito era
atacarlo. El argumento de Marshall inadvertidamente muestra lo ruinoso del capitalismo,
aunque lo que él quería era recomendarlo. Keynes, al mostrar la necesidad de remedios
para los efectos del capitalismo, también muestra cuán peligrosos pueden ser estos
remedios.
Para aprender de los economistas considerados científicos, es necesario separar lo que es
válido al describir el sistema de la propaganda que hacen, manifiesta o inconscientemente,
de su propia ideología respectiva. La mejor forma de separar las ideas científicas de la
ideología es ponerla de cabeza y ver cómo miran hacia arriba las ideas. Si se apartan de la
ideología, no tienen validez propia. Si aún tienen sentido como descripción de la realidad,
entonces hay algo que se puede aprender de ellas, nos guste la ideología o no.
II. Las grandes contradicciones
Es tonto rehusarse a aprender de las ideas de un economista con cuya ideología no
estamos de acuerdo. Es igualmente tonto apoyarse en las teorías de alguien cuya ideología
aprobamos.
Una teoría económica en el mejor de los casos es solamente una hipótesis. No nos dice cuál
es el caso. Sugiere una posible explicación de algún fenómeno y no puede aceptarse como
correcta hasta que ha sido probada por los hechos. Lo que deben hacer los discípulos de un
economista es propagar su doctrina, pero demostrar su hipótesis. Si resulta que los hechos
no se ajustan a la hipótesis, ésta debe ser rechazada. No tiene objeto elegir una hipótesis
por el color del economista que la lleva adelante y luego rechazar los hechos que no están
de acuerdo con ella.
La hipótesis de Marx, en la forma simple de su teoría que elaboró y publicó en el volumen 1
de El capital, es que, de todas maneras, con excepciones y calificaciones, es de esperarse
que en el capitalismo los salarios reales permanecerán más o menos constantes. Tiene dos
argumentos para este punto de vista. Uno es puramente metafísico. Todo se cambia por su
valor, es decir, por el producto de una cantidad de tiempo de trabajo igual al que se requiere
para producirlo.
El valor de la fuerza de trabajo se determina, como el de cualquier otra mercancía, por el
tiempo de trabajo necesario para la producción, incluyendo, por lo tanto, la reproducción de
este artículo específico. Considerada como valor, la fuerza de trabajo no representa más que
una determinada cantidad de trabajo social medio materializada en ella. La fuerza de trabajo
sólo existe como actitud del ser viviente. Su producción presupone, por lo tanto, la existencia
de éste. Y, partiendo del supuesto de la existencia del individuo, la producción de la fuerza
de trabajo consiste en la reproducción o conservación de aquél. Ahora bien, para su
conservación, el ser viviente necesita una cierta suma de medios de vida. Por lo tanto, el
tiempo de trabajo necesario para producir la fuerza de trabajo viene a reducirse al tiempo de
trabajo necesario para la producción de estos medios de vida, o, lo que es lo mismo, el valor
de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de vida necesarios para asegurar la
existencia de su poseedor. Sin embargo, la fuerza de trabajo sólo se realiza ejercitándose, y
sólo se ejercita trabajando. Al ejercitarse, al trabajar, se desgasta una determinada cantidad
de músculos, de nervios, de cerebro humano, etc., que es necesario reponer. Al
intensificarse el desgaste, tiene que intensificarse también, forzosamente, el ingreso.
Después de haber trabajado hoy, el propietario de la fuerza de trabajo tiene que volver a
repetir mañana el mismo proceso, en idénticas condiciones de fuerza y salud. Por lo tanto, la
suma de víveres y medios de vida habrá de ser por fuerza suficiente para mantener al
individuo trabajador en su estado normal de vida y de trabajo. Las necesidades naturales, el
alimento, el vestido, la calefacción, la vivienda, etc., varían con arreglo a las condiciones del
clima y a las demás condiciones naturales de cada país. Además, el volumen de las
llamadas necesidades naturales, así como el modo de satisfacerlas, son de suyo un
producto histórico que depende, por tanto, en gran parte, del nivel de cultura de un país y
sobre todo, entre otras cosas, de las condiciones, los hábitos y las exigencias con que se
haya formado la clase de los obreros libres. A diferencia de las otras mercancías, la
valoración de la fuerza de trabajo encierra, pues, un elemento histórico moral. Sin embargo,
en un país y en una época determinados la suma media de los medios de vida necesarios
constituye un factor fijo [Marx, 1959: 124].
Éste es un enfoque metafísico al problema de la determinación de los salarios. Cuando
preguntamos ¿por qué cree usted que la fuerza de trabajo se cambia por su valor?,
contesta: todo lo que se cambia, se cambia por su valor.
Pero también da una contestación analítica. Los trabajadores son débiles y están
desorganizados. Los patrones pueden bajar los salarios tanto como lo deseen, sujetos
solamente a la necesidad técnica de mantener la fuerza de trabajo. Así, los salarios se fijan
en el nivel de subsistencia convencional. Cuando el exceso de demanda de trabajo tiende a
elevarlos debido a la acumulación rápida, o cuando los sindicatos se enfrentan a los
patrones con fuerza de contratación igual a la de ellos y les exigen concesiones, el sistema
reacciona en tal forma que hace bajar los salarios nuevamente. Primero, el simple hecho de
que los salarios sean más altos significa que hay menos acumulación. Cuando la población
está creciendo, una disminución en la acumulación origina que la demanda de trabajo se
retrase respecto de la oferta. En segundo lugar, para superar la amenaza de escasez de
fuerza de trabajo humana, se hacen inventos que permitan ahorrarla, la producción por
capital aumenta y una cantidad dada de capital emplea menos trabajo. La desocupación
consecuente mina el poder de contratación de los trabajadores. Así, la tasa de salario real
nunca puede mantenerse durante mucho tiempo muy por encima del nivel en el que fue
establecida en un principio cuando se formó la clase de trabajadores libres, esto es, cuando
el capitalismo pasó de la producción campesina y artesana.
Ahora, por todos los conceptos, esta hipótesis no ha podido ser verificada. De hecho en las
economías capitalistas desarrolladas el nivel de salarios se ha elevado. El alza en la
productividad ha sido suficiente para permitir tanto la acumulación como un alza en el nivel
de vida de los trabajadores.
Lenin trató de explicar esto, y otros marxistas posteriores suministran un gran acopio de
contestaciones cuando se les refuta este punto. El alza en los salarios, dicen, se aplica
solamente a los países imperialistas. Las ganancias se han mantenido por la explotación
colonial, y los capitalistas pueden en consecuencia favorecer a los trabajadores domésticos
al darles mejores salarios. Son “esclavos de palacio” consentidos que tienen participación en
la explotación de los trabajadores coloniales.
Este argumento huele a alegato especial, un intento a forzar los hechos para que se ajusten
a la hipótesis a la luz de éstos. El argumento de que la alta tasa de ganancias obtenida de la
explotación del trabajo con bajos salarios en las colonias eleva los salarios domésticos no
parece muy plausible. Los capitalistas esperan obtener más o menos la misma tasa de
ganancia dondequiera que inviertan y, si las ganancias en el exterior son altas, invierten
menos en su país. La demanda de trabajo en el interior, por lo tanto, se reduce, no se
aumenta, por la existencia de trabajo barato en el exterior.
No hay duda de que el trabajo doméstico en los países imperialistas se ha beneficiado con la
explotación colonial, pero por un mecanismo diferente. Los bajos salarios de las colonias
han ayudado a hacer que las materias primas sean baratas y así han hecho favorables los
términos del comercio para las naciones industriales. Sin duda, también se deriva alguna
ventaja para los trabajadores de la riqueza de los capitalistas, que han hecho su fortuna en
el extranjero mediante su capacidad impositiva, caridad y la demanda de servicios. Pero
sería absurdo suponer que más de una pequeña fracción del alza en el nivel de vida de los
trabajadores industriales, especialmente en los Estados Unidos, puede deberse a esta
causa. Los salarios han subido por la gran productividad técnica del capitalismo y porque el
sistema funciona de tal manera que mantiene la participación de éstos más o menos
constante en el total de la producción creciente.
Elevar los salarios reales requiere una modificación importante de la tesis central de la teoría
de Marx. Ha resultado que no ocurre que la miseria creciente conduzca a los trabajadores a
la rebelión. Los capitalistas han tenido éxito en atraérselos al darles una participación en el
producto que el capitalismo origina.
Aún más, los trabajadores quedan saturados de ideología capitalista y ven la vida en
términos de valores capitalistas. Han desarrollado un estado mental en el que no quieren
que se alteren las reglas del juego. Es muy notable actualmente que el marxismo florece
mejor en países donde el capitalismo tiene menos éxito.
El propio Marx se dio cuenta de que esto estaba sucediendo durante su vida.
El movimiento del proletariado inglés en su antigua forma tradicional cartista debe perecer
completamente antes de que pueda desarrollarse en una nueva forma, capaz de vivir. Y, sin
embargo, no se puede prever cuál será su nueva forma. Para el resto me parece que (la
nueva política) realmente está limitada por el hecho de que el proletariado inglés se está
volviendo más y más burgués, de tal manera que éste, que es el país más burgués entre
todas las naciones aparentemente, está aspirando últimamente a la posición de una
burguesía aristocrática y a un proletariado burgués así como a una burguesía [Marx y
Engels, 1936: 115].
Esto es aún más cierto en los Estados Unidos actualmente de lo que fue en la Inglaterra de
la década de 1860.
Marx nunca pudo completar su gran plan. Los dos últimos volúmenes de El capital son
recopilaciones de sus notas, que no están completamente elaboradas y en cierta medida
son confusas e inconsistentes. A menudo se ha sugerido que la razón por la cual Marx se
detuvo fue porque no pudo encontrar el camino mediante la contradicción entre su hipótesis
y los hechos que lo rodeaban.
La contradicción es mucho más sorprendente actualmente. Ahora es claro que la transición
revolucionaria al socialismo no se produce en las naciones capitalistas avanzadas, sino en
las más atrasadas. Es fácil decir, siendo sabio después del acontecimiento, que es natural
esperar “que se rompa el eslabón más débil de la cadena”. Pero hay mucho más que eso.
La experiencia corriente sugiere que el socialismo no es una etapa más allá del capitalismo,
sino un sustituto de éste, un medio por el cual las naciones que no participaron en la
Revolución industrial pueden imitar sus ejecuciones técnicas; un medio para lograr la
acumulación rápida con una serie diferente de reglas del juego. Esto hace necesaria una
reconsideración drástica de la hipótesis central de Marx. Hay mucho por aprender del
análisis que él hace del capitalismo, pero si simplemente lo engullimos entero, estamos
expuestos a perdernos.
Acerca de la cuestión del nivel de vida, la teoría de Marshall resiste la prueba de la
experiencia mejor que la de Marx. Pero la de Marshall también contiene un defecto fatal. La
desocupación en el periodo entre las dos guerras reveló la hendidura en su sistema, en la
que Keynes penetró para explotarla.
Marshall, al igual que Marx, no completó los tres grandes volúmenes que proyectó.1 Como
Marx, vio la parte débil de su propia teoría. Todo su argumento depende del efecto benéfico
de la acumulación. Pero abstenerse del consumo presente con objeto de ahorrar no es lo
mismo que incrementar el stock de capital. Marshall estaba consciente del defecto en su
sistema y anticipó la exposición del mismo hecha por Keynes.
Pero, aunque los hombres tienen la capacidad de comprar, no pueden elegir usarla. Porque
cuando la confianza ha sido minada por fallas, el capital no puede obtenerse para empezar
nuevas empresas o ampliar las antiguas. Los proyectos para nuevos ferrocarriles no
encuentran eco, los barcos quedan ociosos y no hay pedidos para nuevos barcos.
Escasamente hay demanda para el trabajo de los marinos y no mucha para el trabajo para la
construcción y el comercio de maquinaria. En una palabra, hay poca ocupación del mercado
que forma el capital fijo. Aquellos cuya habilidad y capital se han especializado en estas
ramas ganan poco, y consecuentemente compran poco del producto de otras ramas. Otras
ramas, al encontrar un mercado pobre para sus productos, producen menos, ganan menos y
en consecuencia compran menos; la disminución de la demanda de sus artículos los hace
demandar menos de otras ramas. Así se extiende la desorganización comercial; la
desorganización de una rama arroja a las otras fuera del engranaje, y éstas reaccionan
sobre aquélla e incrementan su desorganización.
La principal causa del mal es un deseo de confianza. La mayor parte podría removerse casi
en un instante si volviera la confianza, tocara todas las industrias con su varita mágica y las
hiciera continuar su producción y su demanda de los productos de otras. Si todas las
industrias que producen bienes para el consumo directo convinieran en seguir trabajando y
comprar los bienes recíprocamente como en tiempos ordinarios, se abastecerían
recíprocamente con el medio de ganar una tasa moderada de beneficios y de salarios. Las
industrias que fabrican bienes de capital fijo podían tener que esperar un poco más, pero
también lograrían ocupación cuando la confianza hubiera revivido en la medida en que los
que tenían capital para invertir hubieran decidido cómo invertirlo. La confianza al crecer
hubiera originado a su vez que continuara creciendo; el crédito daría mayores medios de
compra, y así los precios se recuperarían. Los que estuvieran ya en la industria alcanzarían
buenas ganancias, se iniciarían buenas empresas, los viejos negocios se ampliarían, y
pronto habría una buena demanda aun para el trabajo de los que fabricaran bienes de
capital fijo. Desde luego no hay un convenio formal entre las diferentes industrias para
empezar a trabajar otra vez toda la jornada, y en esa forma constituir un mercado para los
productos de las demás. Pero la restauración de la industria origina mediante el crecimiento
gradual y a menudo simultáneo la confianza entre muchas industrias diversas; empieza tan
pronto como los industriales piensan que los precios no continuarán bajando; y con una
restauración de la industria suben los precios [Marshall, 1949: 591-592].
Aquí está el germen de la teoría que responde a la crisis y al estancamiento crónico con la
que Keynes desacreditó a Marshall. Tal vez Marshall, como Marx, se sintió frustrado al ver la
contradicción en su teoría y no ser capaz de encontrar salida.
La insuficiencia de la doctrina de Keynes no radica en una inconsistencia en la teoría, sino
en su corto alcance. Keynes discute el problema de la desocupación de una economía
desarrollada donde ya hay en existencia capacidad productiva y todo lo que se necesita es
un mercado lucrativo para su producto potencial. Trata de encontrar un remedio para las
enfermedades que acechan a las naciones ricas. Su argumento arroja muy poca luz directa
sobre los problemas de un país que sufre falta de capacidad productiva o sobre la clase de
desocupación (a la que se refiere Marx) que surge de tener muy poco capital para ofrecer
trabajo a toda la mano de obra disponible. No tiene ningún objeto aplicar las recetas de
Keynes en situaciones a las que no se ajustan. Donde la falta de capacidad productiva es el
problema, simplemente generar demanda sólo conduce a la inflación, y el gasto por sí
mismo -construir pirámides en lugar de ferrocarriles- obviamente no es lo que requiere la
situación.
En resumen, ninguna teoría económica nos da contestaciones hechas. Cualquiera que
sigamos ciegamente nos extraviará. Para hacer buen uso de una teoría económica,
debemos primero separar las relaciones de los elementos de propaganda y científicos
contenidos en ella, luego, mediante la comprobación con la experiencia, ver en qué medida
parece convincente el elemento científico, y finalmente combinarlo nuevamente con nuestros
propios puntos de vista políticos. El propósito de estudiar economías no es adquirir una serie
de contestaciones hechas a cuestiones económicas, sino aprender cómo evitar ser
defraudados por los economistas.

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