Mea Culpa - Pilar Zapata Bosch

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La casa de Matilde ha quedado bajo el dominio de las mujeres tras la muerte

de su padre: su madre, su tía, su hermana Isabel, la criada y ella. Es un


ambiente familiar opresivo, repleto de estampitas y baños termales, basado en
la beatería, las habladurías y la idea del pecado, y que hace a Matilde sentirse
culpable de cualquier sensación placentera o deseo de goce. Así, desde esa
mirada culpable y flageladora se nos cuenta un mundo de horror que el lector
infiere pero que la protagonista no ve y ni siquiera imagina: la muerte
accidental de su hermana Belén, la ninfomanía de la niñera, el lesbianismo de
su hermana Isabel, la oscura desaparición del padre, las razones por las que le
resulta imposible conseguir un novio… Todo lo cuenta ella desde una óptica
distorsionada por la culpa y la falta de lucidez.

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Pilar Zapata Bosch

Mea culpa
ePub r1.0
Titivillus 22-11-2023

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Título original: Mea culpa
Pilar Zapata Bosch, 1997
Ilustración de cubierta: Christian Schad, fragmento de Sonja-Max Hermann-Neise al fondo
Colección: Áncora & Delfín, n.º 780

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Mención especial del jurado
Premio Nadal 1997

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A Maqui, Antonio, y Esther
y, otra vez, a Pilar y Antonio

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I

No es el calor agobiante de agosto, ni la almohada, demasiado alta, ni el grifo


que gotea. Es la madrugada que se acerca hambrienta, a lametones de
claridad, con la enorme boca abierta, dispuesta a tragárselo todo… Entonces
la angustia me pone las manos heladas sobre los párpados, o me acaricia la
garganta y baja suavemente…
Si me atreviera a abrir los ojos vería la sombra de la cruz en la pared, a la
cabecera. La sombra de la cruz oblicua, distorsionada por la luz de la hora…
Lejos se oye llorar a mi hermana.
—Es un sueño —me digo. Y en seguida me llevo la contraria⁠—. No, no es
un sueño esta vez, esta vez, no —⁠repito, como siempre. Es que apenas se la
oye porque han echado las cortinas sobre la cuna, las cortinas de terciopelo
negro sobre todas las puertas de la casa, para que no dejen pasar la luz ni el
ruido…
Y entonces me despierto a las tinieblas de verdad, y no oigo nada más que
el murmullo de la nevera, que lleva toda la noche repitiendo avemarías. Me
pongo yo también a rezar con ella, y luego nos paramos las dos, el tiempo
necesario para que la nevera de la casa de enfrente nos conteste con otro
misterio entero, en un rosario interminable…
Cuando calculo que ya ha pasado el peligro, me santiguo, abro los ojos, y
miro alrededor, tranquilizada.
Mamá decía que la oración reconfortaba.
Mamá, siempre velando por nosotras, siempre alerta.

—Si es ella otra vez, cuelga —⁠me gritó desde la cocina.


Rogué que no fuera, porque me daba muchísima vergüenza colgar, pero
no tuve suerte.
—¿Está Isabel? —preguntó con la voz asustada.
—No —susurré.
Mamá llegó secándose las manos.

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—Trae. Dame. Llévate el paño a la cocina, que está húmedo… ¿Sí?
¿Quién es?… Mire, señorita, no sé por qué llama usted otra vez, cuando ya le
he dicho antes que mi hija está con su novio. Con su novio, ¿me entiende?
—⁠repetía, recalcando la «o» final de la palabra «novio»⁠—. Porque tiene novio
formal, para casarse…
Abrí el grifo del fregadero por no seguir oyendo la conversación, pero en
seguida vino ella misma a contármela con pelos y señales.
—¡A ver qué se ha creído…!
Tenía razón, pero a mí me daba pena. Me imaginaba a la pobre chica, tan
triste al otro lado del teléfono, con el auricular quizá en la mano todavía, y sin
saber qué hacer ni cómo hablar con mi hermana.
Algo me unía a ella. En el fondo las dos estábamos solas. Nadie nos
quería para sí, en exclusiva.
—No te preocupes, Matilde. Todo llegará. Mira Isabel.
—No hay prisa —comentaba tía Concha, cada vez que salía el tema⁠—. El
buen paño en el arca se vende.
Me hacían estas consideraciones desde que tenía quince años, y yo seguí
escuchándolas confiada a los veinte, y a los veinticinco, y a los treinta, y a los
treinta y cinco, y después, cuando mi hermana estaba aún conmigo y en mi
misma situación. Pero luego ella empezó a salir con aquel chico, y me di
cuenta de que el buen paño mío seguía sin venderse, a pesar de que nunca lo
habían sacado del arca.
—No aparentas ni treinta siquiera, Matildita… ¿Verdad, Concha?
—Unos veintisiete o veintiocho es lo que representa como mucho… Tiene
una carita de niña…
Yo miraba hacia atrás, hacia mi infancia, y me parecía que seguía siendo
la misma. Tampoco nuestra vida había cambiado mucho. Ya por entonces
pasábamos los veranos en el balneario para que mamá y la tía tomaran las
aguas. Luego, a veces, íbamos unos días a la playa, a casa de la prima Rosa,
que no era prima nuestra, sino una amiga de la familia.
—Once hijos, figúrate. Y el marido, lisiado, así que a todos los ha sacado
ella adelante…
—Sí, pero no se puede atender a tanto —⁠comentaba la tía⁠—. Tienen
demasiada libertad… Las dos niñas mayores van muy exageradas… Y es
lógico. Bastante hace la pobre Rosa sólo con ocuparse de la casa y de la
comida de todos ellos…
Un verano me enamoré de Rafa. Fue la primera vez, y ni yo misma me
explicaba cómo llegó a convertirse de repente en lo más importante de mi

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vida. Además todo ocurrió de improviso, la última tarde que íbamos a pasar
allí. Hasta entonces nunca me había fijado en él. Era dos o tres años más
pequeño que yo. Diez u once debía de tener, y yo acababa de cumplir los
trece.
Era una de esas horas tontas en las que se adivina que hay algo escondido
a la vuelta de cada minuto, pero que no se puede descubrir por las buenas,
sino por una especie de casualidad casi mágica. Mamá y las tías fregaban los
platos en la cocina, Isabel había bajado al patio a coger almendrucos, y los
primos estaban en la playa o durmiendo la siesta. Yo andaba sola por la casa
desierta, fijándome en todos los detalles para recordarlos después, durante el
invierno. Me gustaba perderme por aquel caserón inmenso con sus cuartos
secretos, sus salones cerrados, los rincones oscuros del pasillo… Acababa de
bajar los tres escalones que daban a la cocina, cuando oí unos golpecitos en la
puerta de la despensa.
—¡Chhhsss! Prima, no te asustes, que soy yo, Rafa. Ábreme.
Me acerqué y vi tras la rejilla sus ojos relucientes entre las sombras.
—¿Qué haces ahí?
—Nada. Me he metido para… para comer leche condensada y me han
encerrado sin darse cuenta. Abre, anda…
Levanté el picaporte y salió, sudoroso.
—No se lo digas a mi madre, ¿eh? Ni a la tuya, ni a nadie…
No contesté, porque no me gustaba ocultarle nada a mamá.
—No serás de las acusicas… —⁠siguió él, mirándome con dureza. Pero en
seguida cambió de expresión⁠—. ¿Sabes lo que tenemos en esta despensa?
—¿Qué?
—¿Quieres verlo?
—Bueno…
Entonces me cogió de la mano y me llevó dentro, a la oscuridad. Yo iba
temblando. Ni siquiera se me ocurrió pensar que no podría enseñarme nada en
aquella negrura. De pronto se paró, me soltó, se puso frente a mí, y me cogió
la nuca despacito, con cuidado, mientras yo me moría de no sabía qué
padecimiento.
Pero aun así, tenía muy claros los límites que no había que pasar. «Si es
sólo esto, no es pecado», me decía para tranquilizarme, mientras sus dedos
abrían riachuelos de frío y fuego que se me deslizaban por la espalda. «Si no
hace nada más, no importa…». Y fue un momento larguísimo y terrible, hasta
que acercó su cara a la mía, y se inclinó sobre mí con la boca entreabierta…
Así que eso era lo que pretendía…

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No protesté siquiera. Me escapé silenciosa como un gato, para que no me
oyeran desde la cocina, limpiándome los labios con la manga. Aunque sólo
me había rozado, los sentía pringosos de leche condensada. ¡Qué vergüenza!
Me había tomado por una fresca. Me metí en mi cuarto a llorar.
Después, ya más tranquila, empecé a ver las cosas de otra manera. A lo
mejor Rafa me quería de verdad, y había intentado besarme porque no sabía
expresarlo de otro modo…
… Y también porque yo había entrado en la despensa de su mano. Lo hice
de buena fe, por pura ingenuidad, pero ¿lo sabría él? Como decía mamá, las
apariencias son importantísimas. A saber lo que habría creído de mí.
Me levanté de un salto. No me quedaba más remedio que explicarle en
seguida la situación para que no me considerase una cualquiera… Salí a
buscarle con la cara hinchada y reluciente de llanto. Mejor. Así vería lo
arrepentida que estaba.
Pero no le encontré, de modo que me pasé toda la tarde pensando en él,
procurando llorar de vez en cuando y conservar viva aquella expresión de
dolor para la hora de la cena.
Sin embargo, no le vi hasta la mañana siguiente, cuando bajábamos las
maletas al coche. Estaba desayunando, ajeno al desorden de la despedida,
frente a la chimenea apagada. Hacía frío y el día era pálido y lleno de
desolación. Me acerqué un momento, en medio del revuelo general.
—Oye —le dije apresuradamente—. Ayer, cuando entré en la despensa,
creí que me ibas a enseñar algo de verdad…
—Y te lo habría enseñado si no te hubieras ido…
—¡Ah! Entonces, ¿lo decías en serio?
Me miró de hito en hito, y sentí que me ponía colorada.
—Lo que quiero que sepas es que yo… que yo no entro en habitaciones
oscuras con nadie, que yo… Que nunca hago lo de ayer en la despensa…
—Pues qué bien —contestó, como si no le importara. A lo mejor le había
ofendido en algo. Como los chicos son tan especiales…
—No me entiendes… —insistí—. Verás…
—Yo no lo contaré —me interrumpió⁠—, si tú no le dices a mi madre lo
del anís…
—¿Lo del anís? ¿Qué anís?
—Lo de la leche condensada… —⁠aclaró, guiñándome un ojo y sonriendo
a la vez.
En aquel momento llegó mamá, y no pude más que contestarle con la
cabeza. Tampoco conseguí despedirme de él a solas. Fui todo el camino

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llorando, con la cara vuelta hacia el cristal, ansiando que pasara deprisa el
larguísimo invierno para volver…
Sin embargo, al año siguiente ni siquiera me habló del asunto. Ni yo a él,
naturalmente. Yo esperaba. Con el tiempo me di cuenta de que me había
olvidado, pero ya para entonces se me había pasado la tristeza.
Además, a pesar de que vivíamos en su casa, casi no teníamos trato con
los primos, y hasta les despreciábamos un poco. Cuando íbamos a la playa,
mirábamos con aire de superioridad a aquellas chicas tan atrevidas, con sus
alegres bikinis de colores sobre la piel morena. Isabel y yo llevábamos
siempre bañadores oscuros y nos sentábamos a la sombra. Aunque ya éramos
mayores, cada vez que salíamos del agua, mamá y la tía nos frotaban con la
toalla para que no nos resfriásemos. También nos hacían guardar tres horas de
digestión, y nos obligaban a echarnos una rebeca por los hombros cuando
íbamos de paseo al atardecer.
—¡Pero si no hace frío…! —protestaba la prima Rosa.
—Las niñas están acostumbradas —⁠decía mamá.
Teníamos cuatro rebecas de verano para las dos: dos blancas, una rosa y
una azul pálido, que combinaban con nuestros vestidos. Todos los años las
mismas, porque cuando se estropeaban, mamá compraba otras iguales en la
mercería de enfrente, hasta que la mercera se murió y cerraron la tienda, y
entonces empezamos a salir sin rebeca algunas veces, para que nos durasen
más.
La prima Rosa no era tan organizada.
—Claro —decía—. Yo no puedo estar en todos los detalles, así que la
ropa la eligen ellas mismas…
—Ya nos hacemos cargo, ya… —⁠asentía la tía con intención.
—Tienen buen gusto, ¿verdad? —⁠seguía la prima Rosa
despreocupadamente. Y luego se volvía hacia nosotras⁠—. Deberíais ir de
compras juntas. Os ayudarían a escoger unos bañadores más…, más… ¡Que
os diera bien el sol, vamos!
Mamá se callaba, pero la tía no.
—Mis sobrinas no llevan ese tipo de ropa…
—Pero… ¿por qué no?
—Pues porque no —intervino mamá sonriendo. No quería perder las
amistades⁠—. Porque no es su estilo.
Yo no sabía cuál era mi estilo, pero no me cabía ninguna duda de que
Isabel y yo, con nuestros bañadores oscuros, estábamos en el buen camino, y

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que cualquier chico que se preciara nos preferiría mil veces a nosotras antes
que a las primas.
—Si no son malas —decía mamá—. Pero con esas pintas que llevan,
todos las tomarán por unas… por un poco ligeras de cascos. Y a los hombres,
ese tipo de mujeres les gustan sólo para pasar el rato, pero para casarse eligen
a una chica seria.
Isabel y yo, seriamente sentadas bajo la sombrilla, las compadecíamos. Sí,
tenía razón mamá. Poco a poco aquellas frivolonas fueron acaparando la
atención de varios jóvenes que lo único que querían era divertirse con ellas
unos días, para luego pasar a la siguiente etapa, la importante, la de tornar los
ojos a nosotras dos, y pedirnos relaciones formales.
La pega era que el verano siempre terminaba antes de que comenzara este
segundo tiempo, y cuando volvíamos al año siguiente, nos tocaba empezar
otra vez por el principio, y esperar, junto a mamá y la tía, a que los chicos se
cansaran de hablar, de bañarse y de reírse con ellas, para que se decidieran a
sentar la cabeza con nosotras.
La prima Rosa, ajena a aquella lucha de valores, intentaba que nos
hiciésemos amigas.
—¿Por qué no vais a dar una vuelta con mis hijos? —⁠nos decía, creyendo
que nos aburríamos.
Pero ellos salían al anochecer, y volvían tarde a casa, y mamá no nos
dejaba.
—Luego vienen a pasear con nosotras, ¿verdad, nenas? Cuando se pase un
poquito el calor…
Con el calor se iban pasando los veranos también…
Una Navidad, en vez de la felicitación de costumbre con la letra picuda de
la prima Rosa y las firmas de toda la familia, recibimos un telegrama. La tía
se persignó y se santiguó antes de abrirlo, pero así y todo traía una noticia
espantosa: Rafa había desaparecido entre las víctimas de un avión que se
estrelló en el Perú.
—¿Y quién le mandaría irse tan lejos?
Yo no pude reprimir el llanto. Habían pasado ya los años, pero fue,
quieras que no, mi primer amor, y le había visto crecer y hacerse un hombre
de verano a verano, con aquel aire serio pero alegre a la vez que se le había
puesto con el tiempo.
—Tendremos que decirle nosotras una misa, ¿no te parece, Concha?
Como la madre se ha ido…

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—Sí… Algo habrá que hacer, aunque sean unas primeras oraciones de
urgencia… Luego, cuando vuelva la pobre Rosa, ella dispondrá… Y a lo
mejor Maruja quiere unirse…
La prima Maruja estuvo de acuerdo, y decidieron encargarle unas misas al
lado de casa, en nuestra parroquia. Al fin y al cabo, éramos nosotras las
únicas que íbamos a asistir.
—Es que yo estoy tan ocupada… Oye, y ¿no os parece mejor un
novenario?
—Yo creo que no hace falta tanto —⁠replicó la tía⁠—. Un novenario sale
carísimo, y no creo además que el pobre lo necesitara… No parecía mal
chico…
—Sí, y además siempre se puede completar rezando luego cada uno por
su parte… —⁠la apoyó mamá.
—Nada, nada —insistió la prima Maruja⁠—. Como es idea mía, lo pago
yo. Pero a mí me parece que qué menos, habiendo fallecido el pobre en unas
circunstancias tan inesperadas…
En casa nos sabía mal que corriera ella con los gastos de unas ceremonias
que sólo íbamos a disfrutar nosotras.
—Sí, pero ya que se ha empeñado y las ha abonado por adelantado, no
vamos a desaprovechar la ocasión. Aunque yo sigo siendo partidaria de una
misa, y luego el rosario en casa…
Llegábamos a la iglesia con mucho adelanto, y nos sentábamos las cuatro
en primera fila. Mamá y la tía rezaban en voz baja hasta que empezaba la
celebración, y nosotras dos nos quedábamos en silencio. La muerte de Rafa
nos había conmovido mucho. Yo miraba los cirios encendidos y el
chisporroteo de las llamitas se confundía con el de mis propias lágrimas.
Íbamos por la misa novena, cuando se apareció el fantasma del primo. Por
lo menos eso pensé, al vislumbrarle entre las sombras. Estábamos esperando
que saliera el sacerdote por el lado derecho del altar, y en vez de eso surgió él
entre las columnas de la sacristía…
Me quedé muda de la impresión. Lo único que pude hacer fue agarrar a mi
hermana del brazo, y ella sí que chilló por las dos. Mamá sacó el rosario a
tirones, tan nerviosa que lo rompió y las cuentas rodaron por el suelo.
La aparición se acercó sonriendo.
—¡Vade retro! —susurró la tía con un hilo de voz.
Pero no retrocedió, porque no era Satanás, sino el mismísimo Rafa, que al
final resultó que no viajaba en el avión accidentado. Había vuelto con su

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madre desde Perú, y al pasar por Madrid, se pararon a hacernos una visita, y
la portera les había indicado dónde podían ir a buscarnos.
—Para quitaros el susto…
—¡Pues vaya una manera!
De todas formas terminamos nuestras oraciones por su eterno descanso.
Como decía la tía, ya que no podíamos recuperar el dinero del novenario,
Dios nos lo tendría en cuenta para cuando el primo se muriera de verdad.
—Acordaos, nenitas, que para entonces mamá y yo ya no estaremos…

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II

A María la conocimos en el balneario. Estaba gordísima y tenía barba y una


hija. Ésos eran sus tres defectos. Pasaba allí el verano con su madre y con la
niña. Ningún hombre. Por eso a mamá le resultó tan fácil trabar amistad con
ellas.
La tía, sin embargo, refunfuñaba.
—Separada, figúrate —me comentaba en voz baja⁠—. Y no será mayor
que vosotras… Además, eso es lo que ella dice, que a lo mejor ni siquiera se
ha casado…
María se quedó prendada de Isabel en cuanto la conoció, y quería
invitarnos a todos a comer a su casa. Al final, después de varias reuniones
familiares para discutir el asunto, fue mi hermana sola.
Volvió encantada.
—Había una avispa en la terraza que quería meterse en la paella —⁠contó
entre carcajadas⁠—. Y la abuela intentaba espantarla con el abanico, pero al
final el abanico fue a parar al arroz, y la avispa se quedó revoloteando rabiosa
alrededor de nosotros. Yo estaba muerta de miedo por si me picaba a mí, pero
los demás se retorcían de risa…
—¡Vaya familia! —comentó la tía.
—¡No exageres, Conchita…! Una avispa se le cuela a cualquiera…
—Sí, pero son las formas. Y además: ¿y si llega a picar a la nena?
El domingo siguiente nos las encontramos a la salida de misa y volvimos
paseando todas juntas hasta el hotel. María andaba delante de nosotras con
Isabel, bamboleándose de un lado a otro de la acera. Ocupaba tanto espacio
ella sola como todos los demás juntos, y caminaba de medio lado,
volviéndose a mirar a mi hermana. También de las piernas le colgaban los
flecos negros de la pelambrera.
A mitad del camino tuvimos que pararnos en la panadería para que se
comprase un bollo.
—Siempre es así —nos explicó su madre⁠—. Se pasa el día comiendo.
Desde que la dejó el marido…

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—Yo también me paso el día comiendo y no engordo —⁠interrumpió la
niña, que estaba muy flaca.
—Es algo superior a sus fuerzas. No lo puede evitar. Al salir de casa
acababa de desayunar, pero un buen desayuno, no se crean ustedes que ha
sido un tentempié.
—¿Antes de comulgar? —se interesó la tía, como al azar.
—Soy como la familia de mi padre —⁠volvió a cortar la niña, con
orgullo⁠—. Como mucho y no engordo.
—No ha comulgado…
—Claro, si le gusta tanto comer, no podrá… —⁠concluyó la tía con
reproche.
Mientras tanto, Isabel y la gorda habían salido ya de la panadería.
—Lo tienes que intentar —le decía mi hermana⁠—. Es cuestión de
proponértelo. Te pesas todas las mañanas, y cada kilo que pierdas…
Ella seguía observándola con aquellos ojos fijos y penetrantes, como si le
estuviera examinando el cerebro y el alma y el corazón por dentro. Yo no
habría podido aguantar que me mirase así, pero Isabel siempre ha sido mucho
más valiente. Más valiente y más guapa, y más alegre y más inteligente.
—Mis hijas nunca han tenido envidia la una de la otra —⁠se ufanaba
mamá, orgullosísima, desde que éramos pequeñas⁠—. Ninguna envidia. Van
juntas a todas partes y no se pelean jamás. Concha lo puede decir…
¿Qué iba a decir la tía Concha? ¿Qué sabía ella de lo que yo sentía? Me
pasaba las horas mirando los mofletes sonrosados de mi hermana, de reojo y a
escondidas para que no me viera nadie, porque estaba segura de que, en
contraste con ella, me había vuelto verde de resentimiento.
—¡Está para comérsela! —decía mamá, dándole unos besos sonoros que
la ponían aún más colorada. Y era verdad. También yo tenía ganas de hincar
los dientes en aquellas manzanitas de carne y apretar y apretar, hasta que
brotara la sangre, mucha sangre, y se muriera…
Me hundo en una oscuridad sin fin, llena de pánico.
—¡No puede ser! —grito—. ¡No puede ser! ¡Si está viva!
Sí, pero es que Isabel nació después…
Las sombras se abalanzan sobre mí una tras otra, en una marejada de
espanto.
Cuando empezó a pasarme esto, antes de que mi hermana se casara, ella
se levantaba y venía a calmarme. Se había teñido el pelo de rubio claro, y yo
no me acostumbraba. Parecía un fantasma con su halo blanco, pero se
acercaba a la cama y era ella.

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—Estaba soñando.
—¿Seguro?
Al ver que lo que ella creía pesadillas iban a más, se empeñó en
acompañarme al médico.
—Si no puedes dormir, deberías tomar un somnífero. Me has dado un
susto terrible —⁠decía, molesta.
Y se volvía a la cama a tropezones. Después se irá a otra casa con su
novio, y por la noche dormirá con él. Se acostará con él, que para eso es su
marido, y hará todas las cosas que prometimos no hacer nunca jamás con
ningún hombre. Claro que ya ha pasado mucho tiempo, y también la tía y
mamá se casaron y harían… No lo quiero pensar. Pero Isabel y yo habíamos
acordado que seríamos puras y nunca caeríamos en eso.
Aunque tampoco ella es feliz, la pobre. Estaba obsesionada con tener un
hijo, y se ha quedado sin él.
—Me siento completamente aislada —⁠nos decía⁠—. Todo el mundo habla
de sus niños, y yo no puedo meter baza en ninguna conversación. Si salgo a
tomar café con las amigas, a las cinco en punto se van en comandita a
buscarles al colegio, y me dejan plantada…
—Pues ve tú también con ellas, nena…
—Sí, pero ¿qué pinto yo allí, sin niño que recoger?
—Isabelita, un hijo no se tiene sólo para hacer vida social… —⁠la
reconvino la tía.
—Yo no digo que se tenga nada más que por eso. Pero desde luego, sin un
niño, no eres nadie, te sientes un bicho raro, marginada de las otras mujeres…
Y perdóname, tía, que tú tampoco…
—A mí me basta con vosotras, nena…
A Isabel no le bastaba con nosotras y por eso se fue, y esta habitación que
era suya y mía se me ha quedado grande. Sólo me acompañan mientras
duermo el crucifijo que hay sobre mi cama y el retrato de José Antonio Primo
de Rivera sobre la suya. No sé cómo no se lo llevó con el cariño que le tenía.
Seguramente no le gustaba a su marido. Mejor, porque yo creo que el Cristo y
él se han hecho amigos al cabo de tanto tiempo de mirarse en silencio, y
querrán seguir juntos para siempre.
¡Qué tonterías se me ocurren cuando estoy desvelada!
Sí, pero cosas así son las que debo pensar por la noche, cosas sin
importancia, que me aparten del mal. Por ejemplo, en lo que cambió mi
hermana desde que conoció a Julio. El pelo, los vestidos, la manera de hablar
y de sentarse… A nosotras nos miraba con asombro, como si acabara de

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descubrirnos y le extrañase todo lo que hacíamos, sin darse cuenta de que era
ella la rara, la que cada vez se parecía menos a la Isabel de siempre.
Yo, que no me acostumbraba a la idea de perderla, le iba a la zaga por las
habitaciones, intentando adivinar sus nuevos gustos para poder halagarla.
Hasta mamá lo notó.
—Nena, Matilde no sale desde el domingo. ¿Por qué no os la lleváis a dar
una vuelta tu prometido y tú?
Aunque no contestaba, se veía a la larga que no le apetecía que les
acompañara. Y ya fue así para siempre. Cuando se casaron, nos invitaban a
comer un día a la semana, y luego volvíamos, mamá, la tía y yo, comentando
lo bien que guisaba mi hermana y lo feliz que era, y esta conversación duraba
casi hasta la comida del jueves siguiente. Y después…
Después no nos vemos más que en Navidad o en algún cumpleaños, y
luego vuelvo sola por el atardecer sin luz, y me encierro a hablar con las
paredes de la casa vacía.
No son éstas las cosas que querría pensar, pero el corazón se empeña en
mirar hacia atrás, cuando vivíamos todos aquí: nosotras y la abuelita, y
Teresa, y Manoli, que cuidaba de Isabel… Y aunque me da miedo seguirle
por los pasillos del recuerdo, tira de mí y me lleva hasta la cocina, tal como
estaba entonces, con su enorme fogón de carbón, la chimenea, la pila de
mármol y el plato verde del reloj. Quiero quedarme ahí, en el reloj, con sus
agujas rojas y sus números negros, relucientes, para no bajar la vista hasta la
silla donde Manoli pelaba las patatas, pero no lo consigo, y ya la tengo allí,
con las mondas sobre el regazo, en el mandil gris que se ponía para guisar, y
hablándome, diciéndome…
—¡No! —exclamo otra vez a media voz. Y por lo visto me había quedado
dormida, porque me despierto sobresaltada.
Me doy la vuelta, cara a la pared, fresca y consoladora, y me esfuerzo por
dominarme. «Estoy pensando en lo que estoy pensando», digo en susurros,
para ocupar con esta idea toda mi mente, y que no entre ninguna otra imagen,
ningún otro recuerdo. «Estoy pensando en lo que estoy pensando. Estoy
pensando en lo que estoy pensando», repito frenética.
Pero es inútil. Manoli se asoma por una esquinita, y va rasgando la
neutralidad de la frase como si rasgara una sábana vieja, y separa después las
dos mitades, igual que se abre un telón, y aparece en escena. Será tal vez
porque la frase es blanca, y sus ojos son negros y tienen más fuerza. El caso
es que ahí está Manoli, pelando las patatas, mientras me cuenta…
¿Por qué se empeñaría en contármelo?

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—¡No! —vuelvo a exclamar, llena de angustia.
Por un momento me alegro de que Isabel se fuera y me dejara sola para
quejarme, suspirar y hasta gritar cuando lo necesite. Porque esto va a más. No
me acuerdo de cuándo empezó. Quizá hace cinco o seis años, pero igual fue
mucho antes. Quién sabe si desde que ocurrió aquello…
Es decir, que… ¿ocurrió?
Trato de reprimir el grito, y se me convierte en un estertor de agonía.
—Pero ¿qué pasa, chica? —me riño, como si alguien me hubiera oído, y
quisiera guardar las apariencias. Y luego les explico a las sombras⁠—: Voy a
beber un vaso de agua a ver si me tranquilizo un poco… Es que tengo una
pesadilla…
Poco a poco vuelve el recuerdo, pero ahora estoy despierta del todo, y lo
dejo venir, y revivo, como el que ve una película, la escena de aquella tarde
de mi infancia en la cocina, mientras Manoli me contaba…
—Eran dos hermanos, ¿sabes? Uno, de dos o tres añitos, que no tendría
más la criatura, y el otro, de pocos meses. Aún no andaba, pero estaba gordo y
lustroso que daba gloria verlo… ¿Verdad, Teresa? Porque ya habías llegado
tú a la casa, ¿eh? —⁠le preguntó, cogiéndola del codo.
—Pero ¿a qué casa? —corté, sobresaltada⁠—. ¿A ésta?
Se hizo un silencio hondo, y luego se oyó la carcajada de Manoli. Yo
enrojecí, sin comprender, pero sabiendo… Bajé la vista y la clavé en los
azulejos de la chimenea. Acababan de dar blanco de España a las junturas,
pero se habían dejado pequeños agujeritos negros por algunos sitios.
—¡Qué ha de ser a ésta! —exclamó Teresa, cuando ya ni siquiera nos
acordábamos de mi pregunta⁠—. ¡Qué tendrá que ver esta casa con la del crío
que murió!
—Pues eso —siguió Manoli—. Muchos se paraban por la calle al verlo,
para hacerle fiestas. «¡Qué hermosura de niño!», decían pasmados. «¿Qué
tiene?, unos ocho o nueve meses, ¿verdad?». Y a lo mejor acababa de cumplir
los seis. Era una preciosidad. Y, claro, se llevaba él todos los mimos, y al otro
hermano, ni caso. Así que le empezó a mirar con malos ojos, lo que son las
criaturas, y un día…
Y entonces se calló.
—Y un día, ¿qué? —le pregunté con timidez, casi sin atreverme.
—Déjate de historias —interrumpió Teresa⁠—, y ven aquí, tesoro, que te
voy a arreglar el lazo del vestido…
—Un día, ¿qué? —insistí. Pero Manoli estaba absorta, excavando con la
punta del cuchillo en una patata.

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—Ven, Matilde…
No sé qué me pasó por la cabeza. Por un momento se me olvidó el miedo
que le tenía, y la agarré del mandil.
—¡Sigue! ¡Cuéntamelo! —grité, dándole tirones.
Las mondas y las mismas patatas se cayeron al suelo.
—¡Mira lo que ha organizado la mocosa! —⁠chilló Manoli.
—Es que a la niña no se puede…, no se debe… —⁠dijo Teresa, como si me
defendiera.
—Se lo voy a decir a tu madre ahora mismo.
Y salió de la cocina dejando todo aquel desbarajuste por el suelo para que
mamá viera lo que había hecho. Pero mamá no estaba en casa, y las patatas no
podían quedarse allí a esperarla, así que las recogimos entre Teresa y yo.
—¿Qué fue lo que pasó? —le pregunté, casi sin voz, mientras las
enjuagaba bajo el grifo.
—Yo no sé nada de eso.
Sí lo sabía, pero no quería asustarme. Sin embargo, yo tenía tanto miedo
que no podía soportarlo, y prefería oírlo en aquel momento, que me lo contara
Teresa con su voz bondadosa que todo lo entendía y te limpiaba de culpas.
Pero no se decidía y ocurrió lo peor: Manoli entró en la cocina con una
cara larga y mala, y terminó la historia en pocas, y desnudas y duras, palabras,
con gesto reprobatorio, como si me estuviera acusando a mí. Me tenía
agarrada por las muñecas —⁠yo temblaba⁠—, y no podía escaparme de sus
ojos. Mi único consuelo, el único retazo de una vida apacible y familiar, era el
ruido que hacía Teresa al rascar con el estropajo el fondo de la cacerola.

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III

Así empezaron a hacerse amigas. Todas las noches mi hermana le tomaba la


lección: «¿Cuánto has comido? ¿Cuándo? ¿Qué pasó antes de que te metieras
en la pastelería? ¿Qué sentías en aquel momento? ¿Por qué?».
María parecía cansada, pero contestaba a todo.
—Mi marido me dejó por otra. Se conocía todas las calles del Pireo.
Todos los barcos del Pireo, todas las putas del Pireo. Me decía que estaba
enamorado de una sirena, y yo siempre creía que esa sirena era yo…
—Yo como mucho, muchísimo, y no engordo —⁠interrumpía la hija,
juntando los muslos como si fuera un pez.
La tía no podía soportar la frivolidad.
—¡Sirenas! —exclamaba con desprecio⁠—. A lo único a lo que debe
aspirar una mujer es a ser mujer…
—Pero si ya lo es…
—Nunca se acaba de aprender.
María sin embargo decía que eran los hombres los que debían aprender.
Que las mujeres lo somos desde siempre, pero que para ellos es como un
disfraz, como un juego, el ser hombres, y tienen que entrenarse desde niños
para representar bien su papel. Pero a algunos les resultaba muy difícil.
—Por eso exageran. Los que miran así a las mujeres y les dicen esas
burradas, ¿no notáis que están fingiendo? Y es porque tienen necesidad de
sentirse diferentes, de desgajarse del todo, que es femenino —⁠seguía con
naturalidad⁠—. La naturaleza es femenina.
No sabía qué me llamaba más la atención, si lo que decía o su forma de
expresarse. Nosotras nunca hablábamos así. No sabíamos utilizar esas
palabras.
—El único sexo que existe es el femenino. El masculino no es más que
una versión de él, bastante pobre.
—¿Qué estáis haciendo, nenas?
—«Nenas», ¿somos nosotras? —⁠preguntaba María, divertida.

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Nunca me había parado a pensar que no lo era ya desde hacía unos
veinticinco o treinta años.
—No me gustan, Matilde, estas conocidas —⁠se quejaba la tía⁠—. Son muy
libres. A ver: ¿por qué ha tenido que quedarse Isabel a dormir en su casa este
fin de semana?
—Porque de esta manera Matildita se acuesta con nosotras y nos
ahorramos una habitación…
—Aun así no me convence…
A mí me convencía menos aún. Dormía en una meridiana a los pies de la
cama, y mamá se levantaba a cada poco.
—¿Estás bien, nena?
—Sí, mamá.
—¿Quieres agua?
Era como si Isabel se hubiera ido ya para casarse, exactamente lo mismo.
—¿Quiere agua Matildita? —preguntaba la tía, incorporándose.
—No, dice que no —contestaba mamá.
—Entonces a rezar y a dormir, hala…
Llegaba el silencio con su manto azul.
—¿Tú crees —decía la tía de repente, cuando ya parecía que nos
habíamos dormido las tres⁠—, tú crees que Isabelita habrá rezado?
—Claro…
De nuevo el silencio, esta vez frágil como un velo.
—¿Y dónde dormirá? ¿Con la abuela, con la madre, con la niña?
—¡Qué más da, Concha! Son mujeres…
Y la voz de la tía, enronquecida.
—Ya… Por eso lo digo… Si fueran hombres, ya sabríamos dónde no
dormiría, pero así…
Al final se convirtió en costumbre que Isabel pasara las noches con María.
Por lo visto, la abuela se acostaba con la niña, y ellas dos juntas en la cama
grande, que era de matrimonio.
—¡Pero como esta chica está tan gorda!
—Hija, pues entre ella y mi meridiana, vamos a pasar unas noches tú y
yo…
—Sí, pero si así ahorramos algo… —⁠replicaba Isabel con cara de virtud.
Yo no estaba conforme. Sentía cómo me iba quedando sola, tumbada
como un perrito abandonado a los pies de la cama. Mi hermana se pasaba
todo el tiempo con su amiga, a pesar de las protestas de la tía.

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—Mujer, ¿y qué quieres que haga? —⁠razonaba mamá⁠—. ¡No va a ir sólo
a dormir! Es natural que la visite y la acompañe también parte del día…
—Sí, pero ¿por qué no se llevan alguna vez a Matildita?
—Sí, eso sí…
Isabel sonreía por puro compromiso.
—Que se venga cuando quiera…
—Ve con ellas esta tarde, nena…
—No, esta tarde precisamente no puede ser, porque hemos sacado
entradas para el cine…
Nosotras no íbamos al cine, porque en la plaza del pueblo había función
gratis al anochecer. Claro que siempre era la misma obra, pero el mes que
pasábamos allí, no nos perdíamos ni una sola representación. Como decía la
tía, ¿dónde íbamos a estar mejor? ¡Y sin costarnos un duro!
Llegábamos una hora antes para coger buen sitio y por mirar a la gente, y
nos tapábamos con la manta de viaje de mamá, muy juntitas, porque por la
noche refrescaba. Así arrebujadas, esperábamos con tanta ilusión como si no
hubiéramos visto la obra diez veces, o quince, o las que fueran. Las que más
nos gustaban eran las que estaban en verso, porque nos las íbamos
aprendiendo poco a poco, y luego podíamos repetirlas, en el camino de vuelta
o en el hotel, antes de dormirnos.
Sin embargo, aquel verano no encontraba yo la alegría de otros años,
quizá por Isabel, que no vino con nosotras más que tres o cuatro veces.
—Es que en casa de María se acuestan pronto…
A mí me había confesado que se aburría en el teatro, y prefería dar un
paseo.
—Que no se entere nadie…
Como los secretos siempre me han parecido sospechosos, no le prometí
nada. Confiaba en que no me preguntarían. Por eso me quedé paralizada del
susto cuando una noche, a la salida de la función, la vi sentada en la confitería
con su amiga.
—Ya estará Isabelita en la cama —⁠iba diciendo mamá en aquel momento.
No pude contestar ni que sí ni que no, porque no me salían las palabras.
A la mañana siguiente hablé con ella.
—¿Cómo andáis tan tarde por la calle?
Se puso roja como un pimiento.
—Como había luna llena…, y era una noche tan agradable…, y no
teníamos sueño… No nos apetecía meternos en casa… —⁠dijo, trabando mal
las frases.

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—¿Y qué hacéis cuando salís?
—Nada. Charlar…
—¿Vosotras nada más?
—Sí…
Pero había algo oculto en aquel «sí», algo oscuro que no acababa de
convencerme.

Desde pequeñas nos acostumbraron a vivir sin misterios. Nuestra alma y


nuestra vida entera debían estar continuamente en perfecto estado de revisión.
Para que no nos descuidásemos ni siquiera mientras dormíamos, mamá nos
pintaba los dedos con carmín, y así comprobábamos por la mañana dónde nos
habíamos tocado por la noche. Luego tendía los pijamas, sin lavar, en el patio,
y si habíamos obrado mal, como castigo nos bastaba la vergüenza que
pasábamos al verlos expuestos a la luz del día. El de Isabel siempre era azul, y
aparecía inmaculado. El mío, aunque rosa, no conseguía sin embargo
disimular las manchas rojizas en la parte alta de la pernera.
Mamá y la tía no decían nada, pero después del rosario añadían unas
avemarías extras. Yo intentaba seguirlas, pegada a la pared del cuarto de la
plancha, pero rezaba tan bajito que no me oían. Ni ellas, ni creo yo que Dios.
—Escucha, nena: Dios nos ve siempre. Aunque nos metamos en las
profundidades de una cueva, en lo más hondo de una montaña altísima, hasta
ahí llega el ojo de Dios…
Pero a pesar de la vigilancia divina, no nos dejaban que cerrásemos la
puerta de nuestra habitación si no había alguna persona mayor con nosotras.
Mamá se paraba a mirarnos cada vez que pasaba por el pasillo.
—Pero ¿por qué? —le pregunto, angustiada⁠—. ¡No le voy a hacer ningún
daño a la niña! —⁠grito, tapándome la cara con las manos, y luchando a la vez
con las sábanas que se me enredan en los pies. Pero no me despierto. Ella
entorna la puerta sin comentarios, como si no me hubiera oído, aunque se
queda un ratito en el pasillo atisbando por la rendija, y yo no me atrevo a
decir nada más, sino que hago como si jugara con Isabel.
Sin embargo no era en Isabel en quien pensábamos mamá y yo.
—¡No puede ser! ¡Esto no puede ser! —⁠exclamo tan angustiada que me
da vergüenza de mí misma.
Menos mal que consigo abrir los ojos a la penumbra y poco a poco me
tranquilizo y me voy convenciendo de que seguramente lo único que le

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preocupaba a mamá era averiguar por qué nos pasábamos las horas muertas
allí encerradas.
Y es que entonces sí que teníamos un secreto mi hermana y yo. Poníamos
entre nosotras los cacharritos de cocina o alguna muñeca para disimular, pero
en cuanto oíamos los pasos que se alejaban, volvíamos a lo nuestro, al juego
de los hermanos invisibles.
Nos habíamos inventado que éramos amigas, y cada una tenía su familia.
Para compensar la nuestra de la realidad, compuesta sólo por mujeres, la
imaginaria abundaba en varones, que nos mimaban y nos proporcionaban
todos los caprichos.
En realidad, lo que más nos gustaba era darnos envidia la una a la otra.
—Mira lo que me ha comprado mi tío Manuel por mi cumpleaños —⁠decía
por ejemplo Isabel, enseñándome la pulserita de plata que le había regalado
mamá por su primera comunión.
Entonces yo contraatacaba.
—Pues mi hermano Carlos me va a traer un jersey de Escocia, de lana
escocesa de verdad…
—¡Vaya una tontería!
—Y mi hermano mayor me llevó ayer al estanque del Retiro… Y dice que
cuando se case podré pasar todo el tiempo que quiera con ellos en la playa…
Otra vez los nudillos de mamá en la madera.
—¿Qué sucede, nenas?
—Nada…
—No habréis regañado…
Algo malo debía de tener aquella diversión, en la que se nos iban días
enteros, sin hacer otra cosa. Hasta cuando la abuelita Dolores se puso enferma
y nos mandaban a su cuarto por si necesitaba algo, seguíamos con nuestras
historias, en susurros por encima de la cama. Y cuando se murió, la
resucitamos para meterla también en el juego. El problema era que había dos
familias y sólo una abuela, porque de la madre de papá apenas nos
acordábamos, y ninguna queríamos quedarnos con ella. Nos las rifamos y a
mí me tocó la buena, pero Isabel no se conformó, así que al final desechamos
a la pobre abuelita Remedios, y multiplicamos a la que acababa de morir por
dos.
Éramos niñas, claro, y no sabíamos que estábamos obrando mal.
Al cabo de un tiempo, mi hermana empezó a hacerse la remolona, y un
día dijo que se aburría y que ya no pensaba jugar más. Pero yo no podía
dejarlo, porque habría sido como dejar de vivir. No quería volver a los días

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grises de la realidad, a las horas ordenadas, a la calma de las cosas conocidas,
después de haber descubierto otro mundo en el que sólo sucedía lo que yo
deseaba. Así que, cuando vi que no iba a convencer a Isabel, seguí sola, a
escondidas.
Aprovechaba cualquier rato libre, y buscaba los rincones más oscuros para
aquellas animadas conversaciones, en las que los imaginarios parientes y yo
nos quitábamos la palabra de la boca. Las repisas, los cuadros, las lámparas o
las esquinas de los muebles eran los ojos de mis interlocutores.
—Matilde, hija, ¿qué haces tanto tiempo en el baño?
—Ya voy…
—No te cierres por dentro, nena, que si tienes cualquier accidente, no
podremos socorrerte…
Me daba un poco de vergüenza de mi hermana, que probablemente se
figuraba lo que sucedía. Ya me había pillado un día gesticulando frente a la
cortina del despacho, y a veces me llamaba la atención porque me oía susurrar
desde la cama.
Y es que hasta se me olvidaba que ella dormía allí al lado. En cuanto
terminaba de rezar, ponía la mente en blanco, sin miedo, como si se hubieran
marchado para siempre los fantasmas que me atormentaban, y dejaba que
entrasen mis amigos y me arrullasen con sus charlas apacibles…
Sin embargo una noche me pareció oír que susurraban el nombre de
Belencita, una y otra vez, como si existiera de verdad y luchara por salir a la
luz. Casi como si mi obsesión por fingir conversaciones sólo hubiera servido
para sacarla a ella del fondo de mi cabeza.
Al principio no me asusté. Fue luego, cuando quise recordarla, y sentí que
chocaba contra una pared que yo misma había levantado en mi memoria, y
que había algo espantoso, que el tiempo no acababa de llevarse.
Aunque… ¿de verdad existió Belencita?
No me atrevía a preguntárselo a mamá. En aquel momento yo era dos
personas: la que sabía un secreto horrible, y prefería no descubrirlo, y la que
no lo sabía, y quería averiguarlo.
—Sí, pero ¿qué secreto? —me pregunté, mientras el corazón,
sospechando la respuesta, se me encogía de pánico.
¿Lo sabría también la tía?
—Una madre no debe hablar nunca mal de sus hijos. De cosas sin
importancia, pase, pero nada más —⁠afirmaba mamá⁠—. Con nadie.
Sí, pero entonces… ¿cómo pudo enfrentarse sola a todo? Porque papá se
había muerto antes de que naciera Isabel, poco después de que ocurriera

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aquello…
Otra vez me viene la espantosa idea de que quizá fue ésa la causa de su
enfermedad, que tal vez no hubo ninguna pulmonía, como todos aseguraban
con aire de misterio, sino que se murió simplemente de pena, papá, en la cama
oscura de la casa antigua donde vivíamos con él…
Yo doblaba siempre corriendo la esquina del recibimiento por donde se
entraba a su alcoba, y aquella tarde me caí. Me eché a llorar, pero nadie me
oyó, sólo la virgen de la lamparita me guiñaba sus ojos de luz a través de las
lágrimas. Todas las puertas estaban cerradas. Intenté levantarme y me enredé
en el vestido, así que me acurruqué allí mismo, y me quedé dormida.
Me despertaron los gritos de mamá en el gabinete.
—¡Mi hija! ¡Mi hija! —chillaba, enloquecida.
Pero no se refería a mí.
Entonces se abrieron las puertas y el pasillo se llenó de gente. Todos
daban voces, pero las de mamá dolían por dentro como aullidos. Después se
echó a llorar, y era aún peor. Mientras tanto, yo me había ido deslizando,
asustada, hasta debajo del bargueño del recibimiento, y nadie se acordaba de
mí. Llamaron a papá, y quería mirarle igual que le miraría ahora para saber si
estaba enfermo ya, como si hubiera adivinado que se iba a morir. Pero desde
mi escondite sólo veía unos zapatos negros y unos calcetines verdes, que
luego resultó que eran del tío Teodoro o de algún conocido de la familia. No
sé por qué motivo, me sentía incapaz de levantar los ojos más arriba del
dobladillo de aquellos pantalones.
—¡La niña! ¿Ha entrado la niña en el gabinete?
—La niña está debajo del bargueño…
—Sí, pero ¿ha entrado en el gabinete donde dormía la chiquitina?
No sé si esto pasó de verdad o ha sido un sueño que he tenido después
todas las noches, hasta que he terminado por creérmelo.
Lo que sí que recuerdo es que fue entonces cuando empecé con la
costumbre de vivir sólo en las alfombras, de no apartar la mirada de las
cenefas, de los caminitos de flores o de rombos, del abrigo seguro entre los
dos márgenes de colores sólidos. No podía estar tranquila en ningún sitio que
no tuviera alfombra. Si me sacaban a la calle, me cubría la cara con la mano
para no ver el mundo de más allá.
Casi ni me enteré de cuando se murió papá, porque él no formaba parte de
mi mundo de entonces.
—¡Todo tan de repente! —decía la abuelita Dolores, que se vino a vivir
con nosotros⁠—. Y esta niña…

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De todas formas, nadie me hacía mucho caso. Mamá se puso enferma y no
podía levantarse, y las abuelitas se pasaban todo el día con ella. La palidez de
su cara surgiendo del negro camisón, la colcha también negra bajo el embozo
blanquísimo, convertían la cama en un recordatorio de difunto, como los de
papá.
De vez en cuando me mandaba llamar, y yo acudía sin hablar, con los ojos
bajos.
—¿Estás bien? —me preguntaba—. ¿Comes lo suficiente? ¿Eres buena
con Teresa?
—Sí es muy buena. ¿Verdad que sí? Pero ¿por qué no nos miras? ¿Es que
te da vergüenza de nosotras?
—Déjala —decía mamá, con la voz cambiada⁠—. Ella sabrá por qué no
levanta la vista.
Y nunca una palabra de cariño, nunca un beso. Claro que me hablaba con
tanta severidad porque acababa de quedarse viuda y se enfrentaba ella sola a
la responsabilidad de educarme. A mí, y al niño que venía de camino. Y no
me besaba porque estaba tan débil que apenas se podía incorporar.
Después de dos o tres meses de postración, nació Isabel.
Poco a poco se me fue quitando la manía de vivir en la alfombra, y
entonces me di cuenta de que papá ya no estaba con nosotros, que era verdad
eso que había medio soñado entre flores y cenefas, que se había ido para
siempre…

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IV

A mediados de mes nos trasladamos a una casa de alquiler. Estaba un poco


lejos de los baños, y nos costaba lo mismo que el hotel, pero nos ahorrábamos
la comida en el restaurante, así que hicimos cuentas, y en total, nos salía más
barata. Además era una casa grande y preciosa, llena de balcones por los que
entraba el sol a oleadas, como un mar de alegría. Y lo mejor de todo fue que
Isabel volvió a dormir conmigo.
De todas formas, seguí con la impresión de que me ocultaba algo. Ponía
demasiada ilusión en sus encuentros con María. Antes de salir se probaba toda
la ropa del armario, y luego la dejaba en un montón desordenado sobre la
cama, y se marchaba canturreando. Hasta se arregló el vestido rojo, con la
pereza que le daba coser. Se pasaba el día —⁠las pocas horas que estaba en
casa⁠— encerrada en sí misma, muy lejos de nosotras…
Tal vez había conocido a algún chico que le gustaba, y quizá a su amiga le
pasaba igual. Por eso preferían que no fuera con ellas, porque tenían sus
parejas, y yo…
… Lo comprendía, pero eso no me quitaba la tristeza. Me acordaba de mis
amores pasados, todos ellos perdidos. Nunca he podido llevar una relación a
término, y, no sé por qué, creía que a Isabel le sucedería lo mismo, y que
envejeceríamos juntas, siendo siempre las nenas. Pero por lo visto, a sus más
de treinta años, mi hermana había dado con el truco de agradar a un hombre
hasta el punto de que se citara con ella varios días seguidos, y eso empezaba a
apartarla de mí.
Y mamá y la tía ni siquiera se lo imaginaban. Estaban entusiasmadas con
la casa.
—Te advierto, Concha, que es tan grande que podíamos compartirla…
La tía puso mala cara. Nunca nos había gustado recibir a extraños, ni
siquiera de visita.
—De puertas para afuera está el enemigo —⁠solía decir⁠—. Así que no le
vamos a invitar a entrar. Es mejor no fiarse de nadie. En cuanto uno cruza el
umbral, y deja atrás a los suyos…

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—No exageres, mujer…
—No exagero. Además hay que contar con el gasto que supone andar con
cumplidos. Porque acordaos de cuando vivían Rita y Agustín en el piso de
enfrente. Pasaban a casa, y teníamos que ofrecerles un café o un refresco, y
luego, cuando les devolvíamos la visita, como nosotras dos estábamos a
régimen, y no tomábamos nada…
—Sí —replicaba mamá—, pero nos llevábamos a las nenas, y ellas sí que
merendaban pan con chocolate o lo que hubiera… ¿Te acuerdas tú, Matildita?
Me acuerdo de unas sillas altas de respaldo durísimo, en las que Isabel y
yo nos sentábamos erguidas y con las piernas juntas durante horas
interminables, mientras una señora con cara de perro pequinés les hablaba a
mamá y a la tía de la educación esmerada que había dado a sus hijos.
Una señora que cada vez que nos despedíamos me miraba en el fondo de
los ojos, y me decía que los niños tienen que ser buenos, como si ella supiera
que yo no lo era, como si hubiera adivinado… Cuando estaba a punto de
morirme de miedo bajo aquella mirada, por fin mamá o la tía me cogían de la
mano, y nos marchábamos.
Afortunadamente la señora y su marido decidieron irse a vivir con uno de
los hijos de esmerada educación, y ya no nos hicimos amigos de los nuevos
vecinos.
Ni de nadie.
Sólo de vez en cuando, muy de vez en cuando, se rompía la norma, pero
siempre por causa de fuerza mayor. Y, como la tía sospechaba, nunca fue para
bien hacer una excepción en estas cosas.

Como cuando invité yo a Tomás, un compañero con el que había intimado


más, porque hacíamos parte del camino juntos.
—Pero ¿sois muy amigos, muy amigos? —⁠me preguntaba mamá, con aire
picarón, mirándome por el espejo, mientras yo le rizaba el pelo con las
tenacillas.
La verdad es que el chico nunca me había dicho nada de particular,
supongo yo que sería por respeto, pero… ¡cómo me miraba! Me miraba él a
mí y la gente a los dos, porque se nos notaba que estábamos enamorados. Él
se agarraba a la barra del metro, y se inclinaba hacia mí para comentar
cualquier tontería, y se echaba a reír, y a mí me entraban ganas de llorar de lo
guapo que era y de lo que le quería. Y es que le quería con un amor puro que
no he vuelto a sentir por nadie más.

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Sin embargo a veces llegué hasta a desear que se soltara de la barra y me
rodeara el hombro con el brazo. Pero, salvo que nos empujaran, nunca nos
tocábamos. Íbamos los dos ajenos a cualquier mal pensamiento, envueltos en
un halo invisible de alegría, hasta que se paraba el tren en mi estación, y al
bajarme, el halo se hacía trizas en pedacitos luminosos…
Pero aquello no se lo podía explicar a mamá.
—Me invita algunas veces a café… —⁠le dije a modo de contestación.
—Fíjate, qué detalle, ¿verdad, Concha?…
Las dos se fueron a cuchichear, a la vez que sacudían los peinadores en el
balcón.
—Hemos pensado, nena, que por qué no te lo traes un día y nos lo
presentas…
No fue fácil, porque Tomás vivía en la otra punta de Madrid, y siempre
tenía mucha prisa al salir del trabajo, así que por más que me devané los sesos
buscando un pretexto para que se viniera a casa, no se me ocurría nada.
—¿Y el fin de semana?
—Es que se va al chalé con sus padres…
—¡Mira qué bien! ¡Con chalé y todo!
—¿Y a ti no te ha invitado?
—¡Mujer! ¿Y cómo iba a ir ella sola? Si la invitara, la pondría en un
compromiso…
—No, claro, tienes razón. Sobre todo sin conocerle ni a él ni a su
familia… A ver cuándo se acerca por aquí…
Una tarde me armé de valor y se lo dije.
—¿A tu casa? ¿Para qué?
—Porque mi madre y mi tía quieren conocerte —⁠contesté sencillamente,
confiando en el famoso poder de la verdad desnuda.
Tomás me miró atónito. Ya me imaginaba yo que algo iba a fallar.
—Pero ¿a mí? ¿Y por qué?
—Como les he dicho que éramos amigos…
—Bueno, amigos… Sí, compañeros de trabajo que nos llevamos bien…
Noté que se me llenaban los ojos de lágrimas. Entonces, ¿todo lo que yo
había sentido durante los viajes en el metro, con él a mi lado, demasiado
emocionado, igual que yo, para encontrar palabras…?
—Pero… ¿qué te pasa? —me preguntó, asombrado. Y me puso la mano
en el hombro con la intención de tranquilizarme. Sin embargo consiguió lo
contrario, porque ante aquel gesto de ternura no pude contener la emoción, y
rompí a llorar.

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Estábamos en el andén, esperando el metro, y algunas personas se
volvieron a mirarnos. Tomás me cogió del brazo, y me acercó a la pared.
—¿Qué te pasa? —repitió.
—Nada… Que creía que éramos amigos. Como dices que prefieres tomar
el café conmigo, y me guardas el sitio en las reuniones, y me regalaste aquel
bolígrafo, y… —⁠farfullé entre sollozos. Y al hacer el recuento de sus
atenciones conmigo, me daba cuenta de todo lo que significaba para mí, y me
entraban aún más ganas de llorar…
—Bueno —replicó él, cada vez más desconcertado⁠—. ¿Y qué?
—Que yo no tengo amigos —expliqué⁠—. Por eso es tan importante…
—¡Ah! ¿Sólo es eso? —preguntó él.
—Claro —contesté, sintiendo cómo se me rompían, uno a uno, todos los
días, horas, minutos y segundos del tiempo más feliz de mi vida.
—Perdona, chica —dijo aliviado—. Por un momento me habías asustado.
Pues si necesitas un amigo, cuenta conmigo. Y ahora límpiate las lágrimas, y
vamos a dejar que pasen uno o dos trenes, porque toda esta gente te ha
visto…
Me tendió un pañuelo, pero yo no podía parar de llorar. Al final tuve que
hacer un gran esfuerzo por no cansarle, y porque era tarde ya, y con la prisa
que llevaba él siempre…
Seguimos el viaje en silencio, pero nos despedimos con mucho afecto, y
Tomás se quedó moviendo la mano por la ventanilla, hasta que se perdió de
vista el tren. Yo guardé el pañuelo, aunque era de papel, y aún lo conservo
como un tesoro. Era la primera vez —⁠y la última en mi vida⁠— que un hombre
me consolaba.
Iba pensando si se lo contaría o no a mamá, pero nada más entrar se dio
cuenta de que tenía los ojos enrojecidos.
—¿No habrás discutido con Tomás? —⁠me preguntó.
Ya hablaban de él como si fuera de la familia.
—No, mamá, al revés… Es que estaba triste y él me ha consolado.
Mamá ni siquiera me preguntó por qué estaba triste.
—Y… ¿cómo te ha consolado? —⁠quiso saber, alarmada.
—Me ha dicho que contara con él…
—¿Y nada más, nena? ¿Sólo decía? ¿Y qué era lo que decía, Matildita?
—Que era mi amigo…
—Bueno, bueno —dijo más tranquila⁠—. ¡Qué chico tan considerado! A
ver cuándo se acerca a hacernos una visita…

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A los pocos días, Tomás me anunció que se iba a comprar un coche, y que
podría llevarme a casa siempre que quisiera.
—Todas las tardes, si te viene mejor que el metro. Te dejo en la glorieta y
sigo. No me cuesta ningún trabajo…
A mamá y a la tía les pareció bien.
—Siempre que nos lo traigas antes, que le conozcamos…
Me prometí llevarle, aunque no fuera más que por no desilusionarlas, pero
la verdad era que no sabía cómo. Por derechas, no me atrevía a insistirle,
porque nuestra amistad iba despacio. Seguíamos, eso sí, charlando a la salida
del trabajo, y hasta me había prestado dos cintas con unas canciones en inglés
que ni entendí ni me gustaron, pero como a él le entusiasmaban, fingí que a
mí también. Yo por mi parte le dejé el libro de Las mil mejores poesías,
después de señalar con una cruz mis preferidas para que las leyera con
especial atención y pensara en mí, pero cuando me lo devolvió el lunes
siguiente, no hizo ningún comentario.
Tal vez, como decía mamá, era porque los hombres son muy tímidos, y
poco dados a mostrar su afecto. El caso es que su timidez no me animaba a
invitarle, conque tuve que buscar un truco. Se me ocurrió el mismo día que le
vi aparecer con el coche nuevo: me inventé que tenía que llevarme los
archivos para trabajar en ellos el fin de semana, y como pesaban muchísimo,
en seguida se ofreció a ayudarme.
—¿El viernes por la tarde? —⁠sugerí, poniéndome roja hasta las orejas.
¡Qué difícil, Dios mío, esto de atraer a un hombre!
Dijo que no, que iba al cine con un amigo y no podía retrasarse. Que
mejor los cargaría en el coche, y me los acercaría él mismo el sábado a
mediodía.
Me sentí un poco defraudada al ver que tenía una cita, y sin embargo
conmigo nunca se quedaba después del trabajo, pero se me pasó en seguida al
pensar que por fin iba a ir a casa.
¡Menudo revuelo se armó! Y es que no era para menos: ¡la primera vez
que invitábamos a un amigo mío! Mamá y la tía fueron a la peluquería como
si tuvieran una boda, y hasta Isabel se vistió con falda. Yo preferí que me
viera como siempre, pero, con los nervios, había dormido tan mal la noche del
viernes que la tía me dio colorete en las mejillas para disimular lo pálida que
estaba.
Desde las diez de la mañana le esperábamos alrededor de la mesa, todas
peripuestas. Habíamos almidonado el mantel de hilo de la abuelita, y mamá
compró varias clases de refrescos y hasta una cerveza por si acaso. Por eso

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cuando sonó el timbre, y llegó Tomás, y dejó los archivos, y dijo que no podía
entretenerse porque le esperaba un amigo abajo en el coche, nos quedamos
tan pasmadas como los del pueblo de la película de Bienvenido Mr. Marshall
cuando los americanos pasan de largo a toda velocidad.
—Pero algo tomará usted… —pidió, casi suplicó, mamá.
—No, de verdad que no. Se lo agradezco mucho, pero no…
La tía traicionó todas sus normas de conducta.
—Puede decirle usted a su amigo que suba… —⁠dijo, haciendo un
esfuerzo sobrehumano⁠—. Está invitado —⁠concluyó con la solemnidad del
que pronuncia la frase más sublime de su vida.
—No, señora. Muchas gracias, pero es que tenemos el coche en doble
fila…
—¡Ah, claro…!
—En ese caso —terció mamá, a la desesperada⁠—, tal vez les apetezca que
vayan mis hijas a dar una vuelta con ustedes… Como son dos y dos…
—Con mucho gusto —dijo Tomás—. Nos encantaría, pero…
Ante tanta negativa la tía se irguió con dignidad.
—Ellos tendrán sus planes, Matilde. Y además, ya que hemos comprado
todo esto, que se queden las nenas a disfrutarlo…
Como nunca tomábamos chucherías, las dosificamos para que nos durasen
lo más posible. Al final acabamos con todo menos con la cerveza, que se
quedó aislada en un rincón del frigorífico, como recuerdo de aquel infausto
día.
—¡Si por lo menos conociésemos a alguien que beba alcohol…! —⁠se
quejaba la tía. Pero como no lo conocíamos, y tampoco la íbamos a tirar, ahí
la dejamos. Cada vez que abría la nevera y me encontraba con ella, me daba
una punzada de dolor, hasta que con el tiempo —⁠más de dos años pasaría allí
la lata⁠— me fui acostumbrando.
Naturalmente intenté hablar con Tomás, y enterarme de por qué se había
marchado tan deprisa, si era verdad lo del coche en doble fila, o si es que
habíamos hecho nosotras algo mal. Pero me rehuía. El lunes y el martes
siguientes a su visita, no conseguí verle más que de lejos o rodeado de gente,
y me volví a casa yo sola en el metro, con los ojos llenos de lágrimas, y
preguntándome el motivo de aquel desapego.
Por fin el miércoles coincidimos en el bar. Cuando entré, le acababan de
servir un pincho de tortilla, así que calculé que tenía tiempo de sobra de
hablar con él.

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—¿Y usted, qué? ¿Su vasito de agua sin hielo, como siempre? —⁠preguntó
el camarero, sonriendo.
—Sí. —No necesitaba más para acompañar el sándwich de mortadela que
me había hecho mamá.
Al oírme a su lado, Tomás se volvió hacia mí.
—¡Hombre, Matilde! Te estuve buscando ayer para avisarte… Ya no voy
a poder llevarte a casa, ¿sabes?
Sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas, y tuve que hacer un gran
esfuerzo para no echarme a llorar delante de los demás compañeros.
—¿Por qué? —atiné a balbucir.
—Porque…, porque me he matriculado en un gimnasio que cae justo en
dirección contraria. Todos los días, a la salida del trabajo…
Le agradecí la mentira. Quiero decir que se la agradecí años después,
cuando me di cuenta de que lo del gimnasio no era más que una excusa. En
aquel momento, lo único que sentí fue el dolor que el destino nos mandaba a
los dos al quitarnos la dulzura de aquellos ratitos del atardecer, por culpa de
unas clases de gimnasia.
Claro que Dios escribe recto con renglones torcidos…

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V

No sabíamos de nadie de fiar que necesitase alojamiento. En realidad en el


balneario no conocíamos más que a María y su familia, y ellas habían pagado
de antemano el alquiler, y no les interesaba mudarse.
—Bueno —se conformó la tía—. ¡Tal vez sea mejor así! La convivencia
es muy difícil, y a la señora mayor no hay quien la aguante. Lleva más de
cuarenta años viuda, y todavía no ha enterrado al marido…
—¡Mujer! Le querría mucho…
—¿Y qué? ¿Acaso no quería yo a Teodoro? ¿O tú a Nicolás? ¡Y no nos
pasamos el día poniéndoselos por las nubes a gente que nunca tuvo trato con
ellos! Más le valía ocuparse un poco de su hija, que un día va a reventar…
—Sí, la pobre… Es que hay personas a las que los disgustos les abren el
apetito, lo mismo que las hay al revés…
—Mira, Matilde, no me tires de la lengua, que está Matildita delante…
Aunque mamá no la tirase de la lengua, a los pocos minutos la tía no
podía contenerse, y se inclinaba confidencialmente para contarnos por
centésima vez sus sospechas. Pero nos daba pena desairarla, y fingíamos
mucho interés.
—Que Dios me perdone si hago un juicio falso —⁠empezaba,
santiguándose⁠—, pero… ¿vosotras creéis que esa criatura se llegó a casar en
realidad, como Dios manda? ¿En qué cabeza cabe que un marido abandone a
su mujer al enterarse de que está embarazada, sobre todo si es del primer hijo?
¡Quiá! A la niña la tuvo de soltera. Y que el Señor me perdone —⁠terminaba,
volviendo a persignarse y a santiguarse.
—Pero Concha… —replicaba mamá también por vez centésima⁠—, ¡si
Isabelita ha visto las fotos de su boda…!
—A la nena la engañan como quieren. Fíjate, si no, lo amiga que se ha
hecho de esa gente… ¿Por qué no sales tú alguna tarde con ellas, Matildita?
—Porque son ellas las amigas, y no yo…
—¡Déjalas, Concha! Otra cosa sería si en vez de con la chica fuera con un
hombre… Pero ¡a ver qué va a hacer el par de dos! Contarse tonterías de su

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edad…
Algunas veces sí que las había acompañado, y la verdad es que ni siquiera
se contaban tonterías. No sé por qué les gustaba tanto estar juntas. Salíamos
de excursión a los pinares o al río, y después de una larguísima caminata, nos
sentábamos a comer en la hierba. Mientras masticaba, María no apartaba los
ojos de mi hermana. Como raras veces dejaba de masticar, prácticamente la
estaba mirando siempre. También la niña tenía esa costumbre, pero en vez de
clavar los ojos directamente como su madre, ella te observaba del revés, como
si le estuviera dando la vuelta a un guante o vaciando un bolsillo. Yo me
pasaba el tiempo evitando las miradas de las dos, y cuando por casualidad
caía en su campo de visión, me sentía turbadísima, como cogida en falta.
—No me gustan ni un pelo… ¡Si hasta la niña es retorcida…! ¡Y mira que
haberle puesto el nombre del sinvergüenza del padre…! ¡Albertina! ¡Vaya
una guasa!
—Quizá por hacerle volver. Debía de estar loca por él…
—Sí, y también que es muy pesada, muy pegajosa… Demasiado
cariñosa…
En eso sí tenía razón la tía. En las pausas que hacía entre bocado y
bocado, María se pasaba el día tras su hija como un perrillo faldero,
acariciándola y besuqueándola, mientras la niña se complacía en ignorarla.
—Yo he salido a la familia de mi padre —⁠repetía, cada vez que la madre
se acercaba a hacerle un mimo⁠—. Tengo el mismo tipo y el mismo color de
pelo. Nunca estudio y apruebo. Pinto muy bien. Él pintaba, ¿verdad, mamá?
Sin embargo cuando apareció Isabel, y se dio cuenta de que le quitaba
parte de la atención de María, no pudo resistirlo y se pasó un día o dos
observándolas con una sonrisa vidriosa. Aunque en seguida encontró la
solución: hacerse ella misma amiga de mi hermana. Claro que había casi
veinte años de diferencia entre las dos, pero Albertina los cruzó de un salto.
—Si quieres aprender inglés, te enseño. Te vendrá muy bien para
encontrar trabajo.
—Bueno…
—Lo hablo sin acento.
María sonreía, buscando un huequecito para entrar en la conversación,
pero su hija no la dejaba intervenir.
—Mamá, ve a comprarnos unas patatas fritas. ¡Pero no te las comas por el
camino…!
Luego nos comentaba, mirando a Isabel con aquellos ojos:
—Todo la engorda… Al contrario que a mí.

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—¡Pobre! —decía mi hermana, casi con reproche, aunque poco a poco se
iba sumando a las bromas.
—¡Si está la bolsa medio vacía! —⁠chillaba cuando volvía su amiga con
las patatas⁠—. Pero ¿qué has hecho, chica? ¿Dónde las has metido?
—Ahí —indicaba la hija, hundiendo el dedo en el estómago de su madre.
Y se retorcían de risa las dos, Albertina y mi hermana, agarrándose y
dándose palmetazos la una a la otra, mientras María, un poco desplazada,
intentaba unirse a su alborozo.
Yo era la única que me quedaba en silencio. Aquello no me parecía nada
bien.
—¡Vamos a subir al monte! —⁠proponía la niña.
—¿Con este calor?
—Tú quédate si quieres a dormir la siesta, no se te vaya a cortar la
digestión… —⁠aconsejaba Isabel.
—¡De todas formas no ibas a poder llegar arriba…!
Un día sí que se lanzó, jadeando, tras ellas, pero a los pocos metros del
suelo le dio vértigo y tuvieron que volver para ayudarla a bajar. Se dejó caer
en la hierba toda colorada y resoplando como un pez fuera del agua.
Mi hermana y la niña se miraban con los ojos brillantes, conteniendo la
risa.
—¿Ves, mamá, como no podías?
—Sí puedo, sí… —protestaba María entrecortadamente, sin resuello,
atragantándose con las palabras⁠—. Claro que puedo… Voy con vosotras…
Pero antes de que acertara a levantarse, ya se habían puesto las dos en
camino de nuevo, hacia la cumbre, cogidas por los hombros como dos
camaradas.
Yo prefería mil veces quedarme con mamá y con la tía. En casa me
aburría, pero pasaba el día en paz. Por la mañana, después de hacer las camas
y limpiar el polvo, si habían vuelto ya de los baños, me metía con ellas en la
cocina. Mamá me reñía, porque decía que me iba a oler el pelo a guisote, y no
quería que tocara el agua para que no se me estropearan las manos.
—Lo primero que mira un hombre educado en una mujer, son las manos
—⁠afirmaba la tía. Así que apenas podía ayudarlas, pero tampoco me parecía
bien tumbarme a leer en la galería, o irme a dar una vuelta y dejar que lo
hicieran ellas todo. Además me gustaba oírlas cotillear mientras se afanaban
entre los cacharros.
Luego, eso sí, ponía la mesa, y después la quitaba y ayudaba a secar la
vajilla y a meterla en el aparador. Antes de guardarlos, contábamos los

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cubiertos, los platos y los vasos, porque eran de la casera y nos daba miedo de
que se perdiera alguno. Cuando nos fuimos, nos llevamos la costumbre a
nuestra casa de Madrid, porque no costaba ningún trabajo y así se conservaba
la cubertería.
Después ellas se echaban la siesta, y yo me quedaba vagando por la casa
vacía. Me gustaba la soledad de aquella hora, saberme a salvo del jolgorio, un
poco falso, que organizaban mi hermana y la niña triscando por los montes,
mientras yo me devanaba los sesos para encontrar dos palabras amables que
decirle a su madre.

La verdad es que nunca he sido de mucha conversación, tal vez porque


tampoco he tenido mucho trato con nadie. Amigas, sí, claro, de vez en
cuando, como todo el mundo, pero antes o después terminaron por
desaparecer. Aquella Carmen, por ejemplo, que la llamábamos Miquito, y que
luego se cambió de colegio… Y después…
Después, nada, durante mucho tiempo. No congeniaba con mis
compañeras, así que fuera de casa apenas hablaba con nadie.
Con los años me fui quedando aislada. Las chicas de mi edad tenían
relaciones formales, incluso algunas se habían casado. Hasta las frescachonas
de las hijas de tía Rosa, a pesar de lo que su poca seriedad hacía suponer,
habían conseguido un marido o un novio que ya subía a casa. Sólo Isabel y yo
seguíamos a la espera. Pero mi hermana se lo tomaba con filosofía, como si
fuera el estado ideal y no aspirara a más en esta vida: salía y entraba y se
trataba con muchas personas, asistía a los cursos de catequesis, hacía
senderismo, y hasta se atrevió a pedir una beca para estudiar en Francia, que
no le concedieron.
—Matildita es más casera… —⁠comentaban la tía y mamá. Aunque ya no
añadían la coletilla del buen paño. A lo mejor ellas mismas estaban
empezando a dudar de la veracidad de la sentencia.
—¿Y si te matricularas en algo, nenita? Te vendría bien…
Al final decidimos que haría un cursillo de mecanografía en una academia
económica del centro. No fue una elección muy buena, porque en clase sólo
había un chico y veintitrés mujeres. Pero al fin y al cabo, no había ido allí a
tontear, sino a aprender a escribir a máquina, y, de paso, muy de paso, a
cambiar de ambiente y airearme un poco.
Y entonces conocí a Margarita. Éramos muy distintas, pero llegué a
tomarle afecto, y nos hicimos amigas. La lástima fue que no se la pude

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presentar a mamá y a la tía, porque, igual que Tomás, se resistía a subir a
casa.
—Que no, mujer, que no pintamos nada allí con tu familia. Vámonos tú y
yo solas a tomar un café a cualquier sitio, y charlamos un rato…
En realidad yo no tenía nada que decir, así que sólo charlaba ella. Me iba
contando por entregas una historia de lo más escabrosa: estaba casada, pero se
había enamorado de otro hombre y eso le acarreaba muchísimos problemas.
Verdaderamente, si mamá y la tía se hubieran enterado se habrían quedado
aterrorizadas.
También yo me asustaba al principio, pero la veía tan angustiada y tan
llena de dudas que me parecía que más que una mala acción era casi una obra
de caridad oír tales escándalos. Y ella debía de pensar lo mismo, porque
siempre pagaba los cafés, como si fueran mis honorarios por haberla
escuchado.
A veces volvía un poco tarde, y mamá me esperaba en el balcón
intranquila, y el contraste entre las escenas que me acababan de describir, y el
ambiente bondadoso donde se desarrollaba mi vida era tan grande, que al
entrar en casa daba gracias a Dios por ser yo, Matilde, en vez de Margarita.
—¿Qué ha pasado, nena?
—Es que he estado con una compañera…
Llegué a tener tanta confianza con ella como no he vuelto ya a tener con
nadie. Se fue haciendo conmigo poco a poco: un día me quitaba un hilo del
abrigo, otro, me abría la carpeta para cogerme unos apuntes, otro, me regalaba
una horquilla y me la ponía ella misma. Yo, que siempre he sido tan tímida
que me sentía incomodísima sólo con que me mirasen, veía asombrada cómo
Margarita me tocaba, me peinaba, o me ajustaba el cinturón, sin molestarme
en absoluto.
Hasta se atrevió a aconsejarme que me pusiera una ropa más alegre y que
me pintara un poco.
—¿Tú crees?
—¡Hombre! ¡Menudo cambio darías!
—Ya no voy a cambiar a estas alturas…
Una tarde, al salir de clase, estalló una tormenta tan fuerte que nos dejó
aisladas en el portal, a nosotras dos, y al único compañero varón, que también
se había quedado rezagado. Era la primera vez que hablábamos con él, y entre
el ruido de la lluvia y el olor a mojado de la tierra, nos entró una euforia
inexplicable a los tres, y nos pusimos a charlar como si nos conociéramos de

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siempre. Cuando amainó un poco el aguacero, en vez de volver a casa,
corrimos entre los goterones al bar de enfrente, a seguir la conversación.
Yo iba contenta como pocas veces en mi vida. Allí estábamos Margarita,
el chico aquel y yo, hablando a gritos, excitados y riéndonos. Nunca me había
ocurrido nada igual, sentirme tan a gusto con un extraño. Y a él también se le
notaba que se encontraba en la gloria con nosotras.
Hice unos rápidos cálculos, que me llenaron de alegría: como mi amiga
tenía una vida sentimental más que ocupada, era lógico que si de aquel
encuentro salía alguna amistad —⁠y, desde luego, eso parecía⁠—, sería entre el
chico y yo. Por eso me quedé de una pieza cuando noté que la miraba sólo a
ella. Y es que Margarita se movía, sonreía y hablaba de una forma especial,
con los ojos iluminados, sin ninguna vergüenza.
—No sabía que fueras tan simpático, José Luis. ¡Como te sientas tú solo
en la primera fila y no quieres trato con nadie…!
—Juan Luis, Juan Luis. Y ponte en mi lugar: me da apuro volverme y
verme rodeado de tantas mujeres… Es como si tuviera un harén…
—¡Ja, ja, ja! —se rió ella. Y continuó con toda la desfachatez del
mundo⁠—: ¡Sí que sería un buen harén si nos pudieses disfrutar a todas…!
Lo dijo de una forma tan provocativa, y al chico le hizo tanta gracia la
idea, que me encogí y me di un tirón de la falda, no se fuera a poner manos a
la obra allí mismo con nosotras dos. Pero a mí ni siquiera me miraba. Estaba
absorto en Margarita, y a ella le brillaban los ojos de alegría. Entonces me di
cuenta de que no era tan inocente como me había parecido, sino que se
merecía en buena parte sus desgracias amorosas, y tal vez el marido y el
amante tenían, cada uno por su lado, sus razones para estar celosos.
—¿Qué hora será? —pregunté—. Porque mi madre se preocupa si llego
tarde, y a tu marido —⁠añadí con toda la intención⁠— le pasará igual…
—O sea, ¿que hay otro hombre? —⁠preguntó el compañero. Y los dos se
morían de risa.
Parecía que hablaban un lenguaje especial, que yo no comprendía. Me
despedí de ellos un poco ofendida, pero ni siquiera se dieron cuenta de que
me marchaba.
Después de eso, dejé la academia.
—¿Para qué vamos a gastar más dinero? Con lo que he aprendido en este
mes, y el manual, puedo seguir estudiando por mi cuenta…
De todas formas, Margarita para bien o para mal era mi amiga, así que
cuando se acercó la Navidad le mandé una tarjeta: «Que el Niño Jesús te
ilumine», le deseé de corazón.

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No debió de iluminarla sin embargo, porque no me contestó.
Pero a mí no se me iba de la cabeza.
En Nochebuena busqué su teléfono en la guía y, aprovechando que mamá,
la tía e Isabel andaban en la cocina ocupadas con la cena, pude marcar los
números de los tres Solana que había en su calle, sin que nadie me riñera por
el gasto.
Acerté en el tercero.
—¿Matilde? —preguntó extrañada—. ¡Vaya, Matilde! Ahora no puedo
entretenerme mucho —⁠me dijo en un susurro⁠—. Es que, ¿sabes?, Martín se ha
ido de casa y me ha dejado, pero estoy esperando que se arrepienta y me
llame en cualquier momento…
—Casi no te oigo. ¿Por qué no hablas más alto?
—No puedo. Tengo a Pablo en el descansillo de la escalera, muerto de
celos, y no quiero que me descubra. Es que piensa que no estoy en casa…
—Y de Juan Luis, ¿qué sabes?
—¿Juan Luis? ¿Quién es Juan Luis? —⁠preguntó, sorprendida. Y siguió,
antes de que yo misma me recuperase, con voz de urgencia⁠—: Oye, voy a
tener que dejarte…
—Sí, ya veo que estás muy ocupada —⁠advertí, molesta⁠—. Lo que te
quería decir es que nos han regalado unas invitaciones para un concurso de
villancicos que hay mañana en la parroquia, y nos sobran dos… Vamos a ir
mi madre, mi tía, mi hermana y yo…
—¿Y qué? —preguntó, sorprendida.
—Que si te quieres venir…
Tardó unos segundos en contestar.
—Ya sabes que no soy muy religiosa… —⁠dijo al fin.
—Sí, pero es gratis, y por lo menos así te entretienes un rato…
Entonces colgaron. No creo que fuera Margarita, sino su amante o su
marido, pero ya no volví a saber nada de ella durante mucho tiempo…
… Ni de nadie. Ni a la calle quería salir. Era como si viviera en un mundo
extraño, que no tenía nada que ver conmigo. Nunca podría entenderme con
los demás. Yo les parecía rara a ellos, y ellos a mí, más raros aún. Lo mejor
sería que me quedara en casa para siempre, encerrada allí dentro como en un
cascarón, a escondidas de todos, hasta de mamá y de la tía, que sabían…
—¡No puede ser!
Y no podía ser.
Al contrario. Cuando nació Isabel, mamá no quería que me separara de
ella.

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—Anda, cógele la mano a la hermanita, nena, mientras se duerme…
Me necesitaba para todo.
—Dale el sonajero. Alcánzame el tapón de la colonia. Tráeme el chupete.
—Matilde adora a la pequeña —⁠les contaba a las primas⁠—. Se desvive
por ella, ¿verdad, rica mía?
Desde que Isabel nació, había vuelto a estar mucho más cariñosa
conmigo, y lo único que me importaba a mí era no perder su afecto, así que
me pasaba las horas muertas a los pies de la cuna, mirando con arrobo la tiesa
pelambre negra que asomaba por el envoltorio de tela. No es que fingiera,
sino que aprendí a quererla para que mamá no volviera a apartarme. Me daba
mucho miedo quedarme sin ella otra vez, cosas de críos…
Después vino Manoli a casa.
—La niña idolatra a su hermanita —⁠le explicó mamá, que cada vez usaba
una definición más exagerada, porque también mis pruebas de amor fraterno
lo eran.
Y yo intenté demostrárselo a Manoli, para ganarme su corazón. Pero no sé
por qué, no lo conseguí. A lo mejor no me creía.
—¡Quién te conoció ciruelo, y ahora te adora! —⁠me dijo la misma noche
que llegó, cuando me llevó el vaso de leche a la cama.
Me di cuenta de que no le había caído en gracia por el tono, aunque no
entendí lo que decía. Siempre hablaba con frases raras que tenían un
significado misterioso.
—Si no te gustaba el arroz, tazón y medio —⁠sentenciaba riéndose, cuando
me acercaba a la cuna de mi hermana.
No me atrevía a preguntarle qué era eso del arroz. Le brillaban los ojos
con chispitas malignas, como si se divirtiera asustándome. Y de verdad me
daba miedo. Procuraba no quedarme con ella a solas en ninguna parte.
Pero no le importaba.
—Ésta me teme más que al diablo —⁠contaba, casi con orgullo⁠—. Y a ver
qué le he hecho yo. ¿Te he hecho yo algo, hermosa? —⁠me preguntaba,
acercando su cara a la mía.
Siempre me estaba observando, cuando hablaba y cuando me movía, y era
como si me viera por dentro y supiera algún pecado mío espantoso. Delante
de ella, no podía actuar con naturalidad. Si le hacía un mimo a Isabel, o me
acercaba a besar a mamá o a la abuelita, me miraba sonriendo con malicia,
porque había adivinado que lo que quería era halagarlas.
—¡A mí no me la das! —me advertía de vez en cuando, aunque no viniera
a cuento⁠—. ¡Que te conozco, bacalao!

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Y yo ponía todas mis fuerzas para no salir corriendo.
Hasta cuando murió el tío Teodoro, se situó frente a mí y me observaba
con aire de sorna, seguramente pensando que estaba aparentando más de lo
que sentía. Entonces a mí se me descolocó la expresión de tristeza, que era
verdadera, aunque tal vez un poco exagerada, y no sabía qué cara poner, así
que tuve que fingir, y ella lo notó, y se confirmó en su idea de que yo era una
hipócrita sin sentimientos.
Al final de la misa, cuando fui a abrazar a la tía, ya no sabía si me daba
mucha pena o poca de que se hubiera muerto el tío Teodoro, y me esforzaba
en pensar en otras cosas tristes para poder llorar siquiera lo correcto.
Por la noche, no sólo aquélla, sino todas las noches, los remordimientos
no me dejaban dormir. Tenía que imaginarme al tío en su mecedora, con el
pijama azul marino y el batín, y pensar en que nunca, nunca más volvería,
para sentir que los ojos se me llenaban de lágrimas y tranquilizarme un poco.
—¿Ves cómo sí que le querías? —⁠me reprochaba.
Pero en seguida el pensamiento se me emponzoñaba, y me presentaba la
imagen del tío dando cabezadas con las gafas que se le iban resbalando a
saltitos hasta que terminaban por caérsele, y entonces él se despertaba
sobresaltado, y a mí me entraba la risa. Sí, a pesar de que supiera que se había
muerto y que ya nunca le volvería a ver, y a pesar de que me esforzara por
concentrarme en esa desgracia, me entraba una risa mala, de persona sin
sentimientos, y no podía evitarlo, porque así era yo.
Empecé a preguntarme si de verdad estaría simulando que quería a mi
familia. Me los imaginaba al borde de la muerte, y hacía un examen de mis
emociones. La abuelita en seguida me provocaba el llanto, quizá porque era la
mayor y la que antes se moriría. Después mamá. Con Isabel no había manera.
A Isabel tenía que figurármela muerta del todo para sentir algún dolor.
Tanto me obsesioné por asegurarme de que también a ella la quería, que la
llegué a matar todas las noches. Casi siempre se caía por la ventana, que era
lo que más miedo le daba a mamá que ocurriera en la vida real. Se acercaba
gateando cuando no la veíamos, y se colaba entre los barrotes. Mamá chillaba,
igual que cuando la había oído yo desde el pasillo, en aquella pesadilla, y
todos corríamos a asomarnos, y allí abajo estaba mi pobre hermana, que ya no
era ella, sino un inmenso huevo frito estrellado contra el suelo.
Poco a poco esta escena dejó de impresionarme, y como además Isabel no
andaba ya a gatas, tuve que ir actualizando sus muertes: un día metía los
dedos en un enchufe, otro, se atragantaba con una espina… Naturalmente, yo

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sufría muchísimo con todo esto, pero a la vez podía comprobar así cuánto la
quería.
Se convirtió en una obsesión. Durante el día no pensaba en otra cosa, con
tanta intensidad que a veces se me olvidaba dónde estaba, y daba un respingo
sobresaltada.
—Pero ¿qué te pasa, nena?
—Nada, que me he asustado…
En realidad, acababa de ver cómo un camión se lanzaba sobre Isabel, o
cómo se caía el ascensor con ella dentro.
—Pero ¿de qué te has asustado?
También por la noche me despertaba a veces sudando de miedo y
angustia, completamente convencida de que mi hermana se había muerto de
verdad, y que había sido por mi culpa, por jugar tanto con su vida. Tan segura
estaba, que cuando volvía los ojos a su cama y la veía allí tendida, no me lo
podía creer.
Entonces me acurrucaba junto a la pared blanca y fresca, y me
tranquilizaba.
—No ha pasado nada. No he hecho nada. Isabel está ahí…
Sólo eran frases. En el fondo de mi corazón se escondía la otra pregunta:
«Si Isabel está ahí, entonces… ¿quién falta?».
—No falta nadie…
Pero sí falta, sí, mi hermana, mi otra hermana, gordinflona y alegre,
sonrosada en su nube de talco, levantando la manita abierta para jugar a los
cinco lobitos. O para despedirse de nosotros, ¡qué angustia!

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VI

Mamá y la tía confiaban en que, cuando llegásemos a Madrid, Isabel dejaría


de ver a su amiga y volvería a ser la de antes, pero se equivocaban. Se
apuntaron las dos a unas oposiciones, y se pasaban el día juntas estudiando.
—Para eso, es casi mejor que venga ella aquí —⁠decía la tía⁠—. Porque,
vamos a ver, en su casa ¿quién hay para atenderlas si quieren cualquier cosa?
—La señora mayor.
—¡Pero si se va a cuidar a los nietos de otra hija! Me lo contó a mí este
verano…
—Pues Isabelita dice que está allí con ellas…
—Luego le preguntamos…
Mi hermana aseguró que la abuela no se movía de la casa porque tenía
reúma. No debía haber dicho una mentira tan burda, porque ella misma se
cortó la retirada.
—¡Pobre mujer! —exclamó mamá a la mañana siguiente⁠—. Indispuesta, y
sola con la nieta y con esa hija que parece boba, y el Señor me perdone…
¿Qué te parece si la llamamos a ver qué tal se encuentra, Concha?
La tía torció el gesto por el gasto, pero al final fue ella misma la que
marcó el teléfono.
Lo cogió María, y en seguida se puso Isabel, muy sofocada. Naturalmente,
después de habernos contado que la abuela estaba inmovilizada, no pudo
convencer a la tía de que había bajado a un recado.
Era la primera vez que pillaban a mi hermana en un embuste.
—¡Y tan tonto, además! —lloriqueaba mamá⁠—. Porque si quisiera
ocultarnos que andaba con un chico, lo entendería, pero esto…
—Me figuro que alguna justificación tendrá…
—Sí, pero ¿cuál? La niña pasa el día en el colegio, y la abuela, cuidando a
otros nietos. Así que ellas…, ellas… ¿en qué se entretendrán?
—Esa chica no me gusta nada…
—¿Y qué podríamos hacer?

Página 46
—Por lo menos, enterarnos de si corre algún peligro físico o, lo que es
peor, moral…
Con este fundamento, se dispusieron a registrar las cosas de mi hermana,
y yo misma me sumé a la inspección, a pesar de que estaba segura de que
Isabel ya se había embarcado hacía tiempo en lo que fuera, y por mucho que
lo quisiéramos, no podíamos hacer volver el barco atrás.
La tía supervisaba las operaciones.
Era una costumbre que venía de antiguo.
—Más vale prevenir que curar —⁠decían. Y para prevenir, leían nuestras
cartas y diarios, examinaban nuestros recuerdos, y nos preguntaban sobre los
objetos que despertaban sus sospechas. Claro que estos registros habían
cesado cuando cumplimos la mayoría de edad, y consideraron que ya
estábamos educadas.
Pero Isabel acababa de demostrar que no, con su mentira.
De todas formas no encontramos ninguna anomalía. Ni direcciones
secretas ni nombres misteriosos. Claro que a lo mejor los llevaba ella en la
agenda pequeñita del bolso…
—¿Y eso que asoma por detrás de los camisones? —⁠preguntó la tía,
señalando con el dedo desde la cama.
Mamá rebuscó en el fondo del cajón, y sacó un sobre con fotografías. Las
tres nos abalanzamos llenas de curiosidad, y yo con mucho miedo además.
Probablemente iba a encontrarme allí la confirmación de que mi hermana
había empezado una vida nueva que la apartaría de mí definitivamente,
dejándome sola…
Pero no eran fotos de un hombre, sino de María y de la propia Isabel: en
unas aparecían por separado, y en otras juntas, cogidas del brazo o de la
mano, mirándose a los ojos, siempre sonriendo, contentas, en una casa, junto
a una fuente, en una plazoleta, en un café…
Había lo menos cincuenta o sesenta.
—¿Para qué habrán hecho tantas?
—¿Y por qué las tendría ahí escondidas?
—No le habrá dado tiempo de pegarlas en el álbum…
—Ni tiempo ni lugar. ¿Cómo vamos a meter todo esto en el álbum de la
familia? No cabe.
—Entonces le diremos que se compre ella otro para guardarlas, ¿no os
parece?…
—Sí, eso es lo pertinente. Además, son unas fotografías muy personales.

Página 47
—Pero, si le decimos algo, se dará cuenta de que hemos estado hurgando
en sus cosas…
—Tiene razón la nena…
Al final decidimos que las fotos siguieran en su escondrijo del cajón, y
que, como por casualidad, le regalaríamos un álbum para su cumpleaños.
—A ver si nos acordamos, que todavía faltan cuatro meses…
Me desnudé temblando, para dormirme antes de que volviera Isabel, pero
me dio por pensar en cosas del pasado y me desvelé completamente. Me
acordaba del día en que mamá y la tía, en uno de sus registros rutinarios,
habían descubierto la foto de Francisco Murias entre las hojas de mi misal.

No sé cómo se me ocurrió semejante escondite. Probablemente, pensando que


nunca irían a registrar un libro tan piadoso. Pero como la tía estaba siempre
con sus manías de que el demonio puede disfrazarse de santo para tentarnos…
El caso es que en cuanto lo abrieron les saltó a la vista el pobre Francisco,
que en el retrato tendría unos diez años, tres menos en realidad que a la sazón.
A pesar de eso, la tía soltó el misal como si le quemara las manos, y allá que
se fueron al suelo no sólo la profana fotografía, sino también todas las
estampas de vírgenes, mártires, cruzados, papas y fundadores de obras pías, y
con ellos los recordatorios de la primera comunión de parientes y deudos.
—¿Quién es éste? —me preguntó mamá, cuando logró recuperarse.
Yo acababa de volver del colegio, y tenía los libros todavía en la mano,
pero del susto que me llevé, se me escurrieron hasta el suelo, y me quedé sin
nada a que agarrarme.
—¿Quién es? —rugió la tía.
—Un amigo…
—¿Un amigo que te da una foto? Pero… ¿qué clase de amigos tienes tú?
¿Por quién te ha tomado?
La verdad es que entonces todavía no me había tomado por nadie. Nos
habíamos conocido hacía una semana o dos en el Retiro, jugando a policías y
ladrones, y nuestras relaciones se limitaban a que intentábamos caer los dos
en el mismo bando, y poco más.
Mamá y la tía no se lo creyeron.
—Y entonces, ¿por qué te da un retrato?
—No sé… Me lo trajo un día…
—¿Y cómo lo cogiste?

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—Mañana mismo se lo devuelves. Vas tú con ella, Isabel, y luego nos lo
cuentas…
Pasé la noche sin dormir, llorando, y a la mañana siguiente me levanté con
los ojos hinchados. Era como si se me hubiese caído el mundo encima, cosas
de niños.
Al salir del colegio, cuando atravesábamos el Retiro en dirección a lo que
yo suponía la escena más desdichada de mi vida, mi hermana me cogió de la
mano.
—No te preocupes. No se la devuelvas, si no quieres. Yo no voy a decir
nada en casa…
Me volví a mirarla, espantada.
—¿Eres capaz de mentir por mí?
—Sí.
Lo fui pensando mientras nos acercábamos.
—No seas tonta —me animaba Isabel⁠—. Hoy te la guardo yo, y mañana
la llevas al colegio y la escondes en el fondo del pupitre. Ahí no va a mirar
nadie…
—¿Y si vienen un día mamá y la tía a buscarnos, y se lo encuentran por
casualidad, y le reconocen por la fotografía, y le preguntan si se la he
devuelto?
—Pero eso es dificilísimo que pase…
De todas formas no me atreví a engañarlas.
Cuando me acerqué a Francisco casi ni me salía la voz.
—Me la han visto en casa y no me dejan tenerla…
—¿Por qué?
—No les parece bien…
—Pero ¿por qué? —repitió, en tono ronco.
Yo no sabía qué decir. Él se guardó el retrato en el bolsillo con muchísima
dignidad, como si fuera un hombre en vez de un niño, y a mí se me llenaron
los ojos de lágrimas, no sé por qué, por su gesto, por lo enfadado que estaba,
porque me gustaba su perfil…
Entonces me cogió de la muñeca.
—No te preocupes —dijo—. No es culpa tuya.
Lo dudó un momento.
—¿Quieres que nos veamos a solas? —⁠me propuso al fin.
De tanto como quería, no pude ni contestarle siquiera.
—Mañana a esta misma hora, pero detrás del quiosco. Al lado del
puente… ¿Sabes el puente de madera que hay entre los árboles?

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Durante mucho tiempo el puentecito bajo la arboleda fue para mí un trozo
del paraíso. No tanto por lo que gocé en él como por lo que lo añoré después.
No podía pasar por allí —⁠ni por allí ni a varias leguas⁠— sin que se me
encogiera el corazón.
Pero aquel día iba volando de alegría. No le quise contar nada a Isabel por
no darle un mal ejemplo siendo yo la mayor, así que me escapé mientras
jugábamos.
Francisco me esperaba con un ramillete de flores medio mustias que
habría cogido por allí.
—¿Te gustan?
Casi ni me dio tiempo de mirarlas, porque las tiró al agua como si
estuviera harto de ellas, y luego me empujó suavemente, hasta que quedé
apoyada en el árbol que había tras de mí.
—¿Qué vas a hacer?
No dijo nada. Se me acercó con la boca entreabierta. Yo intentaba
incorporarme, pero el tronco se había puesto en posición horizontal como una
cama y no podía levantarme, y él se pegó a mí y no era un niño ya, sino un
hombre otra vez, como cuando se había enfadado el día anterior. Me
admiraba que pudiera haber crecido tanto. Le sudaban las manos y olía a pan
y a tabaco.
Y entonces yo no sé qué me pasó que perdí la cabeza, y los brazos que
había alzado para rechazarle, se las pasé alrededor del cuello, y él me abrazó
también y quería besarme. Y parecerá mentira, pero en vez de recordar la
debida compostura, lo único que me preocupaba en aquel momento era
colocar la boca de la manera adecuada, para que no se diera cuenta de que no
tenía ninguna experiencia.
¿Dónde se aprenden esas cosas?
Estaba preguntándomelo cuando sentí un fuego venenoso que me subía
por las piernas y me envolvía, pero no le pude prestar mucha atención, porque
de pronto Francisco se tumbó completamente sobre mí —⁠no sé cómo
explicarlo, pero así fue, aunque estuviésemos de pie⁠—, y me lamía los labios.
¡Qué vergüenza!
«Pero ¿qué querrá? ¿Que abra la boca?», me decía, escandalizada,
mientras él me hacía cosquillas con la lengua. Sí, eso pretendía, pero apreté
los dientes para que viera que tenía muy claros mis principios, que una cosa
era una muestra de afecto, pero que no le iba a permitir llegar a más.
—¿Es que no te gusta? —me preguntó varias veces.

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En cuanto se apartaba de mí, y amainaba aquella fiebre, me recobraba y
me volvía la preocupación de que aquel chico por el que sentía un amor tan
arrebatador no me tomara por una cualquiera.
—Psssshhh —contestaba con la misma cara de virtud que ponía la tía
cuando se abanicaba en el sermón. Tenía que conservar un punto medio
equilibrado para no herirle, pero que tampoco fuera a creer que aquel beso me
agradaba más de lo debido.
Claro que… ¿qué era lo debido? ¿Se habrían encontrado mamá o la tía
alguna vez por voluntad propia, tumbadas en el tronco del árbol donde las
abrazaba un desconocido? Desde luego que no. Y menos aún con un
desconocido de trece años, un chico que, sin declarárseme siquiera, había
conseguido desencadenar en mí aquel aluvión de sensaciones y sentimientos,
mientras mi hermana pequeña jugaba a pocos metros, completamente
inocente…
—¿Volvemos?
Me cogió de la mano y se me deshicieron los dedos al contacto con los
suyos, y yo entera me volví de miel hasta el punto de que me extrañaba poder
hacer las cosas de siempre, como colocar un pie delante del otro para seguir
andando. Nos habíamos metido por un oscuro caminito entre la fronda, y los
castaños locos del Retiro movían sus sombras como abanicos gigantes encima
de nuestras cabezas. Él iba delante de mí, y apartaba las ramas, aun las que no
existían. Yo, cogida de su mano, bajaba la cabeza cada vez que él hacía el
gesto. Estaba tan feliz, tan confiada, como una monja que profesa, si es que
no es sacrilegio decirlo.
Fuimos agarrados hasta la entrada de la plazoleta. Yo no quería que se me
acercase nadie. Había oído decir a las hijas de la prima Rosa que se nota
cuando a una chica la han besado, aunque sólo haya sido una vez en la vida y
haya pasado mucho tiempo, porque le cambia la expresión de la cara para
siempre.
Sólo al cabo de un rato me atreví a llamar a mi hermana.
—¿Me notas algo raro?
—Estás muy colorada…
¡Dios mío! ¿Se darían cuenta mamá y la tía?
Claro que sí: las dos habían estado casadas, y era de suponer que sus
maridos las hubiesen besado alguna vez, así que tendrían experiencia y me lo
adivinarían en seguida. Y todavía sería peor al día siguiente, si Francisco lo
volvía a intentar… Porque, Dios mío… ¿me dejaría yo…?
Pero al día siguiente no vino.

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De pronto se me quitaron las ganas de vivir.
—¿Qué pasa, nena? ¿No terminas las patatas?
—Estás muy pálida, Matildita…
Era la primera vez en mi vida que sentía aquel dolor, aquella inquietud
que me envenenaba todos los pensamientos. No hacía ni dos semanas que
conocía a Francisco, y me había cambiado tanto que ya ni me acordaba de
cómo era yo antes. Entonces me di cuenta con verdadero espanto de que sería
capaz de hacer cualquier cosa con tal de volver a verle, hasta ponerme de
rodillas delante de él, y suplicárselo…
Si en casa hubieran adivinado mis sentimientos, se habrían muerto de
vergüenza.
—Una mujer debe sacrificarlo todo a su dignidad. Por muy enamorada
que esté de un hombre, nunca debe dárselo a entender antes de que él le pida
relaciones formales. Y aun así, ha de cuidar siempre las formas, no dejarse
llevar nunca por el amor… —⁠decía mamá.
—Yo nací siendo una señora, he vivido siendo una señora, y me moriré
siendo una señora —⁠nos aseguraba la tía.
¡Dios mío! Todos los valores que me habían inculcado desde niña se los
tragó aquel torbellino de pasión que amenazaba con engullirme a mí también.
¡Qué ansiedad! Miraba a mamá, a la tía, a Isabel, cómo hablaban y
gesticulaban, cómo se pasaban el pan o doblaban la servilleta, y me parecía
imposible que yo hubiera actuado alguna vez con esa tranquilidad tan libre de
preocupaciones.
Ni siquiera la oración me aliviaba. Me pasaba los recreos arrodillada ante
la cruz de la capilla del colegio, pero por más que me esforzaba en
concentrarme en mi amor por Jesucristo, al final me encontraba suplicándole
a Dios que me ayudara.
—Que Francisco me quiera, por favor…
Decidí ir a confesarme, aunque no sabía muy bien de qué. Pero pecado
había en aquel sufrimiento. Y es que yo no era yo, sino ese animal que nos
decían en el colegio que todos llevamos dentro y que hay que aprender a
meterlo en cintura. A mí se me había rebelado de repente, y, como me pilló
desprevenida, consiguió apoderarse por completo de mí.
Tenía que quitármelo de encima cuanto antes.
El confesionario olía a agrio, a vinagre descompuesto, qué sé yo. Me entró
un miedo espantoso de que anduviera el demonio por allí y aquello fuera el
hedor del azufre.

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—Ave María Purísima… —dije, arrodillándome y santiguándome a la
vez, para espantarlo.
—Sin pecado concebida…
Y entonces, como por ensalmo, amainó el mal olor.
—Dime, hija…
No sabía cómo empezar, así que conté algunos pecados menores, y me
quedé callada con la frente apoyada contra los rombitos de mimbre, a la
espera de reunir los ánimos suficientes para continuar.
Pero no hizo falta.
—¿Vas con chicos, hija? —murmuró el padre roncamente, silabeando las
palabras. Había dado tan de lleno en el clavo que me quedé sin respiración.
—A veces… —balbucí.
—Y… ¿tienes algún amigo especial?
—Sí… —murmuré.
Él se inclinó sobre la rejilla y bajó la voz. El susurro se le había
convertido en un silbido y apenas podía entenderle.
—¿Qué dice, padre? —pregunté con todo respeto.
—Que si hay tocamientos —repitió, escupiendo gotitas de saliva por los
agujeros.
—¿Que si hay qué, padre?
—¡Tocamientos pecaminosos! —⁠respondió enfadado. Y se colocó la
sotana entre las piernas. Pero no, no se la estaba colocando: es que le picaba
algo por ahí abajo, y quería rascarse con disimulo, sin que yo lo viera…
Luché por apartar mi pensamiento de aquella imagen. Era una niña y
pensaba que un sacerdote no tenía derecho ni a sentir picor ni a rascarse. Que
debía parecer incorpóreo, vamos, qué tonta.
—¿Los hay? —repitió el padre, moviendo la mano arriba y abajo como si
estuviera acariciando un animalito que se le hubiera metido debajo de la
sotana.
Intenté concentrarme en la pregunta: ¿tocamientos? Sí, sí que había.
Continuamente. Si eras policía, tenías que pillar al ladrón, y si eras ladrón,
debías rescatar al compañero, todo ello a base de tirones de ropa y manotazos.
—Sí, padre…
Se inclinó sobre la rejilla ávido. Se notaba que ponía mucho interés en mi
confesión, pero a la vez no podía dejar de rascarse, ahora ya con
desesperación. Debía de haberle picado algún mosquito…
—Dime, hija… Y cuando tienen lugar esos tocamientos… ¿estáis solos tu
novio y tú, o con más gente?

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—Con más gente… —le respondí, pensando en el grupo tan numeroso
que nos juntábamos en el Retiro.
—¿Mujeres u hombres?
—De los dos —contesté extrañada de que llamara «hombres» y
«mujeres» a mis compañeros de juego, que eran casi todos más pequeños que
yo.
—¿Y os tocáis unos a otros? —⁠preguntó, rascándose con furor entre las
piernas. Dios mío, qué vergüenza. Si no hubiera sido un cura, me habría ido.
Pero lo era. Y además estaba muy preocupado por confesarme bien. Él no
tenía la culpa de que le picara en aquel sitio tan inconveniente.
—Sí… —contesté—. Unos a otros.
—¿Y sentís placer? —preguntó, esta vez en un suspiro agónico⁠—. ¿Sentís
mucho placer? —⁠repitió apoyándose en la ventanilla.
Recapacité, llena de dudas. En realidad sí que era un gran placer pillar a
un ladrón o rescatarlo.
—Sí —respondí.
—Pero ¿lo hacéis todos juntos, o de dos en dos, hija mía? Explícamelo
todo…
—De las dos maneras —contesté con naturalidad. Y es que no podía ser
más precisa. Si el ladrón huía por atajos solitarios, y el policía le atrapaba, el
tocamiento era por separado, y si estábamos todo el grupo, juntos.
—¡Ah, lo hacéis de las dos maneras…! —⁠repitió, como si se le fuera el
alma en aquella frase⁠—. ¡De las dos maneras!
Después se reclinó en su asiento y respiró a borbotones con los ojos
entornados. Parecía que mi confesión le había dejado agotado. Ya nos decían
las monjas que era un esfuerzo muy grande el que tenían que hacer los
sacerdotes para ponerse en el lugar de Dios y perdonar pecados, conque me
quedé esperando en silencio, sin querer molestarle, y ya no me atreví a
contarle nada de Francisco. Hice bien, porque temblaba todo él de arriba
abajo. Cuando se recuperó, se volvió a mí.
—Dios te bendiga, hija…
—¿No me pone penitencia?
—Sí, sí. Una salve y un credo. Un credo y una salve…
Mientras me absolvía, la peste del principio, una mezcla de leche y uvas
agrias, se extendió otra vez a mi alrededor. Era como si el demonio hubiera
venido a visitarme por no haberme confesado del todo. ¡Qué miedo!
—¡Qué horror! —exclamé—. ¡Qué espanto!

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Me despertó Isabel a sacudidas. Entonces recordé que era la noche del día
en que habíamos registrado sus cosas.
—¿Cuándo has vuelto?
—Hace rato. Pero no hay quien duerma contigo, hija. Te pasas la noche
dando gritos.
Me pegué a la pared avergonzada, aunque con cierto alivio. Menos mal
que había sido un sueño y que no había vuelto a pecar. De ese Francisco del
pasado, que se inclinaba sobre mí con su olor a tahona y a hierbas, no sabía
nadie.
… Sólo mi propia tristeza, y nada más.
—¿Y te parece poco? —me reñí.
—¡Matilde, cállate, por Dios! Te estoy oyendo murmurar…
Pero no era yo la que murmuraba. Es que se oía desde lejos el llanto de
una niña pequeñita, un llanto ahogado y tenue, porque apenas podía
respirar…

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VII

Hacía muchos meses que no veíamos a María, así que cuando nos la
encontramos aquella mañana, casi no me podía creer que fuera ella. Se había
quitado por lo menos veinte kilos de peso, y sonreía sin cesar.
Ya me había fijado yo en aquella chica que me resultaba familiar antes de
reconocerla, desde que nos paramos en la acera de enfrente a hablar con
nuestro mendigo. Mamá no le daba limosna, porque, a pesar de la fila de
vírgenes y santos que tenía extendida ante sí, no se fiaba de que no se lo fuera
a gastar luego en vino, pero a cambio le ofrecía amistad y un ratito de charla,
que eso sí que estaba segura de que lo necesitaba.
Así que cada vez que volvíamos de misa o de la compra, le hacíamos una
visita. A mí me parecía que el mendigo no se centraba en la conversación,
porque no paraba de asomarse por detrás de nuestras piernas. Y es que, allí
plantadas delante de él, mamá y yo le tapábamos el panorama de señoras que
volvían también de la compra o de misa, y que tal vez tendrían criterios más
materialistas que los nuestros sobre lo que se le ha de ofrecer a un pobre.
Las primeras veces que hablamos con él, estuvo amabilísimo, quizá
pensando que tras la charla vendría la limosna, pero según fueron pasando los
días, se le iba poniendo peor cara, y la mañana que vimos a María, parecía a
punto de estallar. Tuve que llevarme de allí a mamá, que se empeñaba en
seguir preguntándole si había sacado mucho el día anterior, la pobre, siempre
tan bondadosa.
—¡Mira! ¿Ves a aquella chica del vestido marrón? Ahí, en la parada del
autobús…
—Sí… ¿Y quién…? —preguntó mamá, que también la había
reconocido⁠—. Pero… ¿es posible?
Nos acercamos a ella como dos autómatas.
—¡María! Pero… ¡cuánto has adelgazado!
Ella se echó a reír. Había cambiado el aire de tristeza y angustia por una
alegría desbordante.
—¡Qué bien estás, chica! ¿Cómo lo has conseguido?

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—No lo sé… Los estudios, a lo mejor, los nervios… Ya le habrá dicho
Isabel…
Se pasó la mano por la frente para retirarse un mechón de pelo. Llevaba
un anillo igual que el de mi hermana, de plata y con el escarabajo de la suerte
incrustado. Repitió el gesto varias veces, y luego extendió la mano, moviendo
los dedos. Parecía que estaba deseando que hiciéramos algún comentario.
—¡Qué sortijita tan mona! —⁠dijo mamá⁠—. Me parece que Isabel tiene
una muy parecida…
María sonrió feliz, y los destellos del anillo al sol le encendían chispitas
en los ojos.
—¡Hay que ver qué cambio ha dado esta chica! —⁠exclamó mamá cuando
nos fuimos⁠—. ¡Si hasta de cara ha ganado! ¿No te acuerdas, Matilde, que
antes tenía barba? ¿Tú crees que se habrá afeitado o será el maquillaje? —⁠Se
interrumpió de pronto⁠—. ¡Dios me perdone…! Como si no hubieras oído,
nenita…
Y se soltó —siempre íbamos del brazo por la calle⁠— para santiguarse.
—Lo que acabo de hacer no se debe hacer, hija —⁠me advirtió⁠—. No me
refiero a la señal de la cruz, sino a la crítica malintencionada.
—Sí, mamá —murmuré distraída. Iba pensando en el anillo, en lo alegre
que debe de ser sentir atado alrededor del dedo un hilo que va a morir,
anudado también, en el dedo de otra persona que te quiere. Siempre he tenido
esa obsesión, desde que me fijé en que mamá llevaba dos alianzas y le
pregunté por qué. Me pareció tan emocionante que me eché a llorar al pensar
en el pobre papá, que esperaba en el cielo a que ella llegara y volviera a
ponerle en el dedo la prueba de que nunca le había olvidado…

Cuando Francisco me besó, se me pasó por la cabeza la idea loca de que al día
siguiente tal vez me traería un anillo a mí, aunque fuera de hierro o de
plástico. Y no me habría importado tanto no volverle a ver si hubiera llevado
ese recuerdo suyo. Casi sería como tenerle allí. Hasta pensé en comprármelo
yo en señal de mi fidelidad y de mi amor sin condiciones. Pero si no hay
nadie al otro extremo, no es lo mismo. Además, no sabía si él estaría de
acuerdo. Tal vez ni siquiera se acordaba de mí…
Casi le había olvidado yo también cuando nos encontramos un día por la
calle, como si de verdad un hilo invisible hubiera tirado del uno hacia el otro.
Volvíamos Isabel y yo de misa cuando se acercó un chico a preguntarnos la
hora. Pero antes de que le contestásemos, se me quedó mirando estupefacto.

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—¿Tú eres…? ¿Tú no eres…?
Hacía un año y pico que no le veía, y había cambiado mucho. No es que
hubiera crecido, pero tenía los hombros muy anchos, y un bigote azulado
sobre el labio, y la voz grave, de hombre ya del todo.
Los ojos de mi hermana iban del uno al otro, asombrados.
—Es Francisco, Isabel. ¿No te acuerdas? Un amigo nuestro del Retiro…
—Me suena… —dijo ella por puro compromiso.
—El chico de la foto —le indiqué, para que se diera cuenta de lo que
significaba para mí. Pero ¿cómo se iba ella a imaginar lo que había pasado
entre los dos, que le había tenido sobre mi cuerpo besándome, y lo que había
sentido yo?
Sin embargo, él estaba reviviendo la escena. Lo noté por cómo me miraba,
con los párpados entornados y la punta de la lengua asomándole entre los
labios.
Hasta Isabel debió de darse cuenta.
—¿Vais hacia abajo? Os acompaño…
—No nos dejan ir solas con chicos…
Él puso cara de extrañeza.
—Bueno, con los primos, sí…
—Pues, entonces, seré vuestro primo… —⁠dijo, colocándose a mi lado.
—¡Qué tonto! —exclamé para disimular que el corazón se me iba de
alegría⁠—. ¡Como si mi madre no supiera que no lo eres!
—Y además, casi siempre nos espera en el balcón… —⁠advirtió Isabel.
Francisco seguía riéndose.
—Pero la calle es de todos. Y si te fijas bien, verás que no voy con tu
hermana. Lo que pasa es que ella anda pegada a la pared porque le gusta, y yo
voy por esta fila de ladrillos por lo mismo. Como la pared y los ladrillos
azules están muy cerca, y por casualidad tu hermana y yo hemos echado a
andar a la vez y llevamos la misma velocidad, da la impresión de que
paseamos juntos, pero no es más que pura apariencia. En realidad vamos
separados, ella por su pared y yo por mi caminito azul…
Yo me moría de risa, que era, más que risa, felicidad, pero Isabel se echó
atrás.
—Entonces seguid vosotros dos por vuestra parte. Yo no quiero meterme
en líos…
Y nos adelantó.
—¡Espérame, Isa! —grité.

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Pero, por otra parte, ¿cómo me iba a marchar, dejando así a Francisco?
Por lo menos tenía que pedirle las señas, saber dónde podría encontrarle…
Él mismo me lo estaba diciendo en aquel momento.
—Así que me han metido interno allí para todo el invierno… No me sé el
teléfono, pero lo buscas en la guía… Son unos curas majos… Oye, ¿y te he
dicho mi apellido? Murias. Mu-ri-as, así como suena. ¿Te acordarás?
—Sí… —musité.
¿Cómo no iba a acordarme? Lo había repetido quién sabe cuántas noches,
Francisco Murias, Francisco Murias, como una letanía hasta que me quedaba
dormida. Cuando me enteré de que el dentista de la tía se apellidaba Muria,
aunque fuera sin la ese del final, le tomé muchísimo cariño, y cada vez que
oía hablar de él me volvía el sabor de los besos de Francisco.
—Porque no sé por qué me da la sensación de que yo a ti no voy a poder
llamarte, ¿verdad?
Asentí con la cabeza. Estaba tan emocionada que si hubiera intentado
hablar, habría estallado en sollozos. Parecía mentira tenerle allí después de
haberme pasado tanto tiempo pensando siempre en él con una tristeza
desesperada, pero que no acababa de terminarse nunca. Era como un premio a
mi sufrimiento.
Isabel me esperaba en el portal.
—¡Ahora vete! —le susurré a Francisco.
—Sí, pero antes dame un beso de despedida… —⁠pidió, acercándose.
¡Allí, delante de mi propia hermana! ¡Estaba loco! Le empujé, rechazándole
con violencia, y pensé que se habría enfadado, pero se echó a reír.
—Llámame mañana —dijo—. Si no, vendré a buscarte, te daré una
serenata, y se enterará todo el mundo…
Pasé la noche sin dormir, entre un montón de sentimientos contradictorios
que luchaban entre sí. Naturalmente, al estar en medio, era yo quien recibía
todos los reproches. «¿Cómo has sido capaz de empujarle?», me preguntaba
volviéndome hacia la mesilla. «¿Cómo no le has puesto en su sitio cuando te
ha pedido el beso?», decía, otra vez cara a la pared. «Te ha tomado por una
frescachona», continuaba tornando a la mesilla. «Habrá pensado que eres un
machorro al tratarle tan mal…», comentaba mirando hacia la pared de nuevo.
La próxima vez que le viera, si es que había próxima vez después de
aquello, tenía que ser dulce y muchísimo más discreta. Nada de besitos ni de
tonterías.
Pero… ¿cómo puede ser dulce una persona, y mantenerse alerta a la vez
para que no la besen…? De ninguna manera. Además, para eso existen las

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tardes de septiembre con su aire que levanta olor a mar y sus árboles negros
de melancolía, para dar al traste con todo lo que una ha proyectado.
Y es que Francisco me invitó a la fiesta de bienvenida que los curas
organizaban a la vuelta del verano.
—No es muy divertida —me dijo—. Sobre todo para nosotros, que nos
pasamos la mañana en la capilla, entre la misa, la bendición y las ofrendas a la
Virgen. Pero por la tarde ya no hay nada de eso, sino que dan una especie de
guateque. Y gratis.
Oír esa palabra tan venerada en casa me hizo pensar que nada malo podía
haber en una celebración así. Pero no me atreví a decirles la verdad a mamá ni
a la tía, por si no me dejaban asistir. Decidí inventarme que me había invitado
Marisina.
De pronto descubrí que no me conocía. Iba a decir una mentira, y más que
ofender a Dios, lo que me preocupaba era que no me pillasen. Y es que si
fingía bien, y luego se descubría el pastel, me echarían en cara lo falsa que
había sido. Y si fingía sólo regular, para no resultar tan hipócrita en el caso de
que se enterasen de la verdad, tal vez no me creerían, y me prohibirían que
fuera.
Al final lo solté como pude, con una voz tan temblona que parecía que se
iba a romper.
—¿Marisina? ¿Qué Marisina?
—La que me invitó el año pasado…
La había elegido precisamente por eso, porque ya estaba probado que las
reuniones en su casa eran inocuas.
—Siempre está dando fiestas esa niña… —⁠comentó la tía con aire
reprobatorio⁠—. O son multimillonarios, o yo no sé cómo se las arreglan… Y,
claro, habrá que comprarle un regalo…
—No, tía, no…
—¿Y tu hermana? ¿No puede ir tu hermana?
—Es que como sólo ha invitado a las de nuestra clase…
—Claro, Concha, mujer… No es pertinente…
En seguida empezaron con los preparativos. A mí me remordía la
conciencia al verlas ir y venir tan ajetreadas, limpiándome los zapatos
blancos, o buscando entre mis vestidos de otros años alguno que hubiera ido
creciendo a mi ritmo.
Hasta pensaron en comprarme uno nuevo.
Yo me resistía, con los ojos llenos de lágrimas.

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—Pero… ¿por qué no, Matildita? Así lo tienes ya para el verano que
viene…
—Sí, pero si sigo creciendo, ya se me habrá quedado corto para
entonces…
—En eso lleva razón la nena… Estamos en septiembre, y ¿cuántas veces
más se lo va a poner este año? Una o dos a lo sumo…
Por fin decidieron sacarle el bajo al vestido amarillo de flores azules y
rosas. A mí me parecía un poco infantil, sobre todo el cuello blanco y
redondo. Pero por otra parte, mejor así. Me daba un aire de pureza que me
protegería…
—¿Y qué rebeca te pondrás? Yo creo que la rosa, que pega con el
estampado, y que además es la que mejor te queda…
—No, mujer… La rosa, no. La que le va bien es la blanca, que hace juego
con el cuello… Si te la quitas, acuérdate de traértela a la vuelta… Es mejor
que la cuelgues en el recibimiento de la casa, y así la ves al salir… ¿Tienen
perchero en el recibimiento?
—¿Cómo no van a tener, mujer, Matilde?
Fueron dos días larguísimos. A cada instante me hacían una pregunta
comprometedora con su mejor voluntad, y tenía que ir improvisando un
montón de mentiras que se encadenaban una a la otra.
Pero ya ni siquiera me temblaba la voz. Me había hundido en el pecado.
—¿Por qué te santiguas, nena? ¿Me estás oyendo? Dile al padre de tu
amiga que a la vuelta te suba por Conde de Aranda, que si no, no podrá
dejarte en la puerta… ¿Te acordarás?
Por fin llegaron las cinco de la tarde del sábado, y salí hacia el colegio de
Francisco. Si hubiera tenido que aguantar un minuto más, habría explotado y
les habría contado la verdad. En aquellos momentos, lo único que me
importaba era que se acabara la fiesta y el día aquel, que amaneciera cuanto
antes el domingo para poder confesarme.
Sin embargo, en cuanto llegué se me olvidaron mis remordimientos, o por
lo menos los dejé en un rincón. Francisco me estaba esperando en la puerta.
Se había puesto elegantísimo, con un traje azul marino y una corbata de
hombre. —⁠«Hombre», qué palabra tan dulce, tan alegre, tan acogedora,
aunque quizá decirlo no esté bien.
Era un poco más bajo que yo, pero de lejos parecía un gigante. Salió a
abrazarme, y me besó en la boca, en plena calle y a la luz de la tarde. Y lo
peor es que ni me resistí, porque para cuando me di cuenta, ya estaba en ello.

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Precisamente porque me cogió desprevenida, fue el beso que mejor me salió
de mi vida. Claro que tampoco me han dado muchos más…
Antes de entrar, miré cuidadosamente el edificio. No es que no me fiara
de Francisco, pero por su forma de recibirme me daba un poco de miedo de
que en vez de a una institución religiosa, me llevara a una casa de mala
reputación. Pero no: había una cruz en la puerta, y debajo, la frase «Venite ad
me».
Aunque también podía ser para despistar. La tía siempre decía que el
demonio se esconde en todas partes…
—Vamos, pasa…
Atravesamos de la mano un vestíbulo inmenso lleno de macetas y cuadros
de santos, y luego un pasillo larguísimo. Se me hizo tan dulce el camino, que
no quería que llegásemos nunca. Y pensándolo bien, ojalá nos hubiéramos
quedado para siempre paseando por aquella galería silenciosa. Daba a un
pequeño patio emparrado, y la luz del sol llenaba de hojas verdes el techo y
las paredes, los ojos de Francisco, y mi corazón.
Pero de pronto desembocamos en la fiesta. La habían organizado en un
patio mucho mayor: había varias mesas llenas de aperitivos, y las sillas debían
de haberlas sacado de las aulas. De todas formas, casi nadie estaba sentado.
Examiné con precaución a aquellos sacerdotes mundanos que se mezclaban
alegremente con los chicos, y, aunque no parecían muy ortodoxos, la verdad
es que tampoco inspiraban desconfianza.
Luego pusieron música y apartaron las sillas, y entonces me fijé en que
había una cruz en cada columnita. No, aquello no podía esconder nada malo.
—¿Van a hacer una función?
—¿Una función? —me preguntó Francisco, extrañado⁠—. No, vamos a
bailar…
—Ah…
Yo no había bailado en mi vida. En cambio había tenido muchas veces la
pesadilla de que un chico me sacaba a la pista y no sabía dar ni un solo paso,
y me quedaba quieta en medio del ajetreo general, bajo las luces de colores.
Poco a poco, las demás parejas chocaban conmigo, y se volvían a mirarme
asombrados, inmovilizados ellos también, hasta que se paraban todos y se
acababa el baile por mi culpa.
Lo mismo precisamente que estaba a punto de ocurrir.
—No te preocupes —me tranquilizó Francisco⁠—. Yo te llevo.
«Yo te llevo», repetí, mientras nos abríamos paso entre la gente. Quería
guardar todas aquellas frases maravillosas que oía por primera vez, por si

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acaso no las volvía a oír. Cuando llegamos al centro del patio, Francisco bajó
el brazo de mi espalda a mi cintura, y me estrechó. Me apretaba tanto que
aunque hubiera querido mover los pies, no habría podido, así que me dejé
llevar en volandas. Dábamos vueltas y eran el cielo y las macetas de las
ventanas y los arcos del claustro los que giraban alrededor de nosotros. Él
apenas podía respirar del esfuerzo de sujetarme, y jadeaba con la boca muy
cerca de mi oreja. Era un gesto de lo más inocente, casi infantil, pero no sé
qué me pasó que me deshacía por dentro…
¿Por qué sentía yo esas cosas tan raras?
Desde luego, para seguir participando en aquel baile peligroso —⁠¿lo
serían todos?⁠—, necesitaba un compromiso formal, casi como una promesa
de matrimonio, aunque no fuera más que de palabra, claro, porque allí no
teníamos papeles.
—¿Me quieres? —le pregunté, porque no se me ocurrió cosa mejor.
Me volvió a besar sin contestarme. ¿Eso quería decir que sí o que no?
—¿Eh? —insistí.
—¿Tú qué crees? —replicó. Me había puesto la mano en la nuca y me la
acariciaba suavemente. Sí me quería, sí. Si no, no me trataría con tanta
delicadeza. Haría… qué sé yo, esas cosas que los hombres les hacen a las
malas mujeres. Recliné la cabeza en su hombro, y él levantó la otra mano
hasta mi costado, y la movía poco a poco, hacia delante.
Entonces bajé el brazo y le aprisioné los dedos, que pretendían acercarse a
mi pecho. Hasta ahí, sí, pero más, no. Me miró sorprendido, pero no le solté,
porque tenía que enseñarle que había ciertos límites. Así vería que era una
chica como Dios manda. Claro que… ¿entendería él estos límites? Otra vez la
pregunta dichosa. ¿Hasta dónde considera un chico que debe llegar una chica
decente? En casa nos decían que los hombres lo hablaban todo entre ellos, y
sabían perfectamente quiénes eran frescas y quiénes no. Se me pusieron los
pelos de punta al pensar que Francisco pudiera contar a un montón de amigos
que a mí me gustaba aquello…
No, tenía que dejar las cosas claras.
Aproveché que se apartó un momento para respirar, porque había perdido
el aliento y hacía un ruido raro, como de animal, y volví a preguntarle.
—¿Me quieres?
—Calla… —me pidió con la voz ronca. Y entonces sí que me estrechó
contra sí. Me da vergüenza decirlo incluso ahora que ha pasado tanto tiempo,
pero la violencia del gesto me gustó. De todas formas, no me dejé llevar por

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él más que unos segundos, porque en seguida me acordé de la tía. «Yo nací
señora…». ¿Habría sentido ella lo mismo alguna vez?
Quiá. Yo no era una señora. Francisco sudaba de lo que me apretaba, y me
hablaba al oído con una voz entrecortada. Su aliento me quemaba el cuello, y
a pesar de tantas cosas desagradables me gustaba tanto que no podía
separarme de él…
Y entonces noté el bulto.
Ahora sé perfectamente lo que era, pero entonces no tenía experiencia, y
me asusté muchísimo al sentir aquella fuerza viva que crecía hacia mí,
contagiándome de fiebre los muslos y el vientre, y todo el cuerpo, y la cabeza.
Le miré espantada, pensando que también él debía de haber notado la
anormal protuberancia, pero tenía los ojos entornados como si estuviera en
éxtasis. Lancé una ojeada alrededor en busca de ayuda o de comprensión
siquiera, y vi que muchos nos observaban con cara de chunga. Tal vez fueran
enemigos de Francisco, chicos con los que no se llevaba bien. Mientras tanto,
él seguía apretándome contra su cuerpo con tanto ardor que otra vez había
perdido el aliento, y aquella masa cálida contra mis piernas me arrullaba, me
mecía, me daba latigazos de ternura que me subían hasta la misma boca, me
hacía sentir un placer como nunca en mi vida…
Fue ese placer anormal el que me puso en alerta. Lo que tenía que hacer
yo era intentar soltarme, a ser posible, sin ofenderle.
—¡Déjame! —le dije en voz alta.
Como no me hizo caso, reuní todas mis fuerzas y le di un empellón para
apartarle. Él insistía, acercando a mi cara la boca entreabierta, pero yo había
metido los brazos entre los dos, y seguía empujándole. Al final tuvo que darse
por vencido.
—¿Qué mosca te ha picado, idiota? —⁠me preguntó enfadado.
—Es que yo soy una chica seria —⁠le dije para que le quedara bien clarito.
—Bueno, ¿y por eso me tienes que tratar así? ¿Qué pasa, que primero
achuchas al personal y luego le das la patada?
Le miré asombrada. No le había dado ninguna patada. Si pretendía
guardar la compostura era para que él me respetara, y no sólo por mí, sino por
los dos, por nuestro futuro. No sabía, ni sé todavía, cómo los hombres no
tienen en cuenta estos sacrificios que hacemos por ellos.
Uno de los que nos miraban se acercó y le dio con el codo.
—¿Qué, Murias? Te ha salido estrecha, ¿eh? —⁠preguntó riéndose.
Aunque no entendí lo que quería decir, desde luego no parecía nada
bueno. Me quedé callada pensando que Francisco me defendería, que se

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lanzaría sobre él, furioso…
Pero no…
Entonces, por lo menos le pediría que se disculpara…
Tampoco…
Tal vez se conformara con ponerle mala cara para hacerle notar su
desagrado…
Sin embargo, lo único que hizo fue encogerse de hombros.
—¡Bah! —dijo con desdén. Y salió de la pista.
Le seguí, principalmente por no quedarme bajo los focos, siendo el centro
de la atención general. Además, creí que quería darme alguna explicación, y
por eso se retiraba a un lugar más tranquilo, suponiendo, claro está, que yo
iría tras él.
Sin embargo, se acercó a un grupito de chicos y chicas que charlaban
sentados en un escalón.
—¿Me hacéis un hueco?
—¡Hombre, Murias!
Y le hicieron un hueco. Con un poco de buena voluntad habría sitio para
mí también, pero como nadie la demostró, tuve que quedarme allí de pie junto
a ellos. No quería parecer antipática, pero es muy difícil intervenir en una
conversación en la que los demás participantes cuchichean sentados un metro
más abajo que tú. No me gustaba nada aquella fiesta… Sólo al principio,
cuando íbamos por esos pasillos llenos de la luz de la parra. Pero luego todo
se había empezado a estropear.
De todas formas, me interesaba que Francisco se diera cuenta de que yo
era una chica amable, que sabía moverme en sociedad, así que me dispuse a
meter baza y dar mi opinión en cuanto la ocasión se presentara.
Para eso, naturalmente, tenía que escuchar lo que decían, lo que era
bastante complicado porque hablaban en susurros. Pero pesqué una frase:
—Y… ¿qué hace ésa ahí, como un pasmarote?
Algunos se volvieron a mirarme a hurtadillas.
Sentí tanta vergüenza que no pude contestar la verdad: que estaba
esperando a Francisco. Los ojos se me habían llenado de lágrimas. Sólo al
cabo de un rato, fui capaz de tocarle en el hombro y balbucir:
—Me voy a casa. ¿Me acompañas?
Francisco volvió la cabeza hacia mí, lleno de asombro.
—¿Cómo dices?
—Que me acompañes a casa…
—Chica, pero tú ¿en qué mundo vives?

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—Tú me dijiste… —empecé, sintiendo que otra vez se me saltaban las
lágrimas.
—¡Anda, ésta! ¡Yo te dije! ¡Yo te dije! —⁠se burló⁠—. Pero ¿qué te has
creído? ¿Que voy a perderme la fiesta para llevarte a ti? ¡Vete tú, si no te
diviertes!
Entonces me fui. ¿Qué iba a hacer si no?
Volví a recorrer yo sola la escalera de mármol y la galería, que ahora tenía
el color morado de la parra al atardecer, y luego, el inmenso vestíbulo. En la
puerta me salió al encuentro un sacerdote.
—¿Ya te retiras? ¿Es que no te ha gustado nuestra fiesta?
No pude contestarle porque me habría echado a llorar.

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VIII

Cuando entré en el baño, Isabel se estaba duchando y había dejado el anillo en


una esquina del lavabo. Lo cogí y me lo probé por pura tontería, cuando al
quitármelo vi que llevaba inscrito por dentro el nombre de María.
—¡Hala, Isabel! —exclamé—. Te has confundido. Te has puesto el anillo
de María…
No había acabado de decirlo cuando mi hermana salió de la ducha
salpicando de agua todo alrededor y sin fijarse siquiera en que estaba
desnuda.
—¿Por qué no te metes en tus cosas? —⁠chilló, fuera de sí,
arrebatándomelo de entre las manos.
Yo no acertaba a balbucir una palabra.
—¡Déjame en paz! —rugió como loca. Y se puso a dar saltos de furia, con
todo al aire⁠—. ¡Vete! ¡Sal de aquí…!
La obedecí espantada.
Mamá y la tía se habían acercado al oír los gritos, pero antes de que
pudieran entrar, mi hermana había cerrado de un portazo, y ya estaba echando
los cerrojos.
—¿Qué ha pasado?
No se lo pude explicar porque yo misma no lo sabía. Tampoco les dije
nada después, cuando saqué mis conclusiones sobre el asunto, porque eran
demasiado terribles: estaba segura de que Isabel le había robado el anillo a su
amiga. Tal vez el de María fuera una joya muy buena, con el escarabajo de
zafiro, o algo así, y mi hermana le había dado el cambiazo. Habría comprado
uno parecido, pero malo, y habría ido a que le grabaran el nombre de María
por dentro.
Claro que no podía imaginármela haciendo todas estas cosas, pero si no…
¿por qué se había puesto así? No se me ocurría ningún otro motivo, a no ser
que se hubiera vuelto loca o se drogara, o… Además le había cambiado el
carácter. En casa estaba triste y malhumorada, y sólo cuando salía con María
se alegraba un poco. Algo raro pasaba, pero… ¿qué?

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Todas las posibles respuestas eran espantosas.
Para colmo suspendieron las dos las oposiciones.
—No hay mal que por bien no venga —⁠le dijeron en casa para
consolarla⁠—. Por lo menos has terminado de estudiar, y así te veremos más…
Y tanto que la vieron. Al poco tiempo, la tía se rompió la cadera, y como
estaba tan gruesa que mamá sola no podía con ella, tuvo que quedarse Isabel a
cuidarla.
Se la llevaban los demonios. Andaba murmurando, a empujones con todo
lo que se ponía a su paso. A mí ni me hablaba apenas, como si el accidente
hubiera sido culpa mía.
—Es que está mustia de pasarse el día aquí, ¿verdad, nenita? Y eso que
por la tarde, cuando la tía se echa la siesta, vamos a dar un paseo las dos…
Pero como a ella siempre le ha gustado tanto la calle…
Lo demostraba los días que yo no iba a trabajar. Salía por la mañana y no
volvía hasta después de cenar. Nosotras tres nos mirábamos sorprendidas,
pero apenas hacíamos comentarios. Sólo una vez oí a la tía, hablando de mí.
—Y es que también esta pobre criatura se pasa la semana en la oficina, y
le apetecerá airearse un poquito de vez en cuando…
Pero a mí me daba igual. No tenía nada que hacer.

Nunca lo he tenido. Antes odiaba los domingos, porque eran la constatación


de que se me había escapado otro fin de semana. Después empecé a
apreciarlos, como días en los que todo se ha acabado, y ya no tiene uno que
esforzarse en encontrar diversión, o simular que no le interesa divertirse.
Ahora he llegado a esperar con ansiedad la triste tarde dominical, los ruidos,
los olores, las patadas que va pegando un chico a una lata vacía que resuena
en la hondura de la calle, los perros que husmean entre las basuras, los árboles
que se inclinan vencidos por la sombra de un día tenebroso…
Todavía me gustan más si llueve.
¿Qué hacen otras personas para ahuyentar el miedo?
Mamá y la tía rezaban el rosario. Manoli pelaba patatas —⁠«¿No vamos a
cenar tortilla? Es que hoy tengo un día tonto»⁠—. El tío Simeón se iba de
viaje. Las tres o cuatro fotos que teníamos de él eran diciendo adiós con un
pañuelo desde la cubierta de un barco. Unos tenían nombre griego y la
bandera azul y blanca, otros, hebreo, otros… no sé, de ningún sitio. Cuando
murió nos mandaron su gorra por correo. Después, un testamento, que más
bien eran unas indicaciones: «Enterradme en la playa, y poned en mi tumba

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que nunca me asustaron los domingos». Cumplimos las dos cosas con la
intención, dado que el tío Simeón se ahogó en alta mar. Pero nunca dejamos
de rezar por él. Por lo visto, le hacía mucha falta.
—¡Dios le haya perdonado!
Misterios dolorosos, gozosos, gloriosos. La nevera se acaba de callar,
fatigada. Me doy otra vuelta y otra y otra, echando en falta el familiar
murmullo.
—Mamá, ¿puedo quitarme la chaqueta?
Tal vez sin la chaqueta se me pasará este agobio.
—¿Adónde iremos hoy?
Éstas son cosas que sueño, que repito una y mil veces entre mis pesadillas
para darles un aspecto de cotidianidad. Desde que duermo sola nadie se
extraña, pero lo hago por mí misma, por si me oigo, para no asustarme.
—¡Ah, no, no! —exclamo llena de vértigo desde el abismo por donde voy
cayendo. Y entonces, de pronto, me doy cuenta de que tengo que disimular mi
sufrimiento, y vuelvo a mí⁠—: No creo que la sopa esté salada… —⁠me digo
por ejemplo.
Ya convencida de que estaba soñando con la sopa, me atrevo a abrir los
ojos y mirar el cuadrado gris de la ventana que me indica si llega el alba, si
todavía falta, si hará sol, o si hay una niebla intensa, y la mañana sube a
arroparme entre las páginas del libro que dejé a media noche desmayado,
abierto boca abajo entre mis muslos.
—¡No puede ser! ¡Mamá! ¿Adónde vamos? ¿Qué hacemos? ¡Ven!
Me estoy volviendo loca.
Si pudiera, si me atreviera, buscaría a Manoli y le preguntaría la verdad.
Me aborrecía y era además una persona despiadada, pero por eso mismo,
nunca me mentiría. Sin embargo, aun suponiendo que me decidiera, sería casi
imposible encontrarla. Lo único que sé de ella es su nombre de pila, y que su
padre tenía tierras por algún pueblo de La Mancha, creo… O de
Extremadura… O de Castilla la Vieja… Desde luego, ella no había visto
nunca el mar.
—Ni quiero… ¡Me moriría de miedo!
—¿Y cómo la han mandado a usted a servir, siendo la de su padre una
familia con posibles?
—Porque está mi madrastra detrás de él, señora…
—Ah, vaya…
Al principio me daba mucha pena que Manoli fuera tan desgraciada como
la Cenicienta, y decidí ser muy buena con ella para compensarla un poco.

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También a mamá la conmovió la historia, y desde entonces incluíamos en
nuestras peticiones a la auténtica madre de la chica. Todavía no vivía la tía
con nosotras, así que sólo rezábamos mamá, Teresa y yo, que aunque no tenía
más que cinco años, ya sabía contestar al padrenuestro y a las avemarías.
Cuando llegó Manoli a casa, Teresa dijo que el rosario le levantaba dolor
de cabeza.
—¡Qué cosa tan particular! ¿Y hasta ahora no?
—Hasta ahora estaban sólo ustedes…
—¿Y usted, Manoli?
Fue entonces cuando descubrí lo mala que era, mientras rezábamos. No
me extrañaba que su madrastra la hubiera echado de casa, porque yo también
habría hecho lo mismo. Era ella la que parecía una madrastra, conmigo por lo
menos. Cuando mamá la miraba, bajaba la cara fingiendo devoción, pero en
cuanto volvía la vista a otro sitio, me ponía los ojos encima con un odio que
era material: viscoso, y negro y frío.
A Isabel, mientras tanto, la besaba y le hacía mimos.
—¡Ay, qué hermosa es, madre…! ¡Menuda diferencia con la grande!
La grande era yo.
Los primeros días no podía explicarme el motivo de aquel trato. Luego lo
comprendí de pronto. Lo comprendí sin distinguir si era la realidad o una
pesadilla, pero eso no tenía importancia. Tal vez la misma Manoli no fuera
más que la prolongación de la pesadilla. El caso es que ella me conocía y lo
sabía o lo había adivinado, y yo no podía hacer nada. Me la había mandado
Dios para castigarme por lo de Belencita.
—¡Anda que menuda facha, ahí plantada con esa cara de pasmo! ¿Es que
te ha dado un aire? —⁠me preguntaba.
Entonces me sentaba en la silla.
—¿Qué pasa, que tengo monos en la cara? A mí no me mires con ese
descaro, que no te lo aguanto… ¡Oye! ¡Oye qué pavisosa! —⁠decía hablando
consigo misma⁠—. ¡Oye, cómo me coloca los pies para adentro! Pues ¿y las
manos ahí puestas boca arriba? ¿Qué esperas, que te lluevan caramelos del
techo?
Yo quitaba las manos del regazo y dejaba que colgaran a lo largo de la
silla. Si era baja, de las de la cocina, me llegaban hasta el suelo.
—¿No te digo? ¡Parece un gorila! —⁠exclamaba⁠—. ¡Qué parada eres,
chica, qué poca gracia tienes…! —⁠Y después se volvía hacia mi hermana, la
cogía en brazos y se la comía a besos⁠—. ¡Ven aquí, hermosa mía, que tú sí
que eres salada! ¡Mira, mira qué manecitas! ¡Prenda mía! ¡Sol mío!

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Mamá estaba extrañada.
—Pero… ¿por qué no quieres merendar en la cocina? Aquí lo llenas todo
de migas…
Sí, pero a la hora de la merienda, Teresa bajaba a hablar con su novio, y
tenía que quedarme sola con Manoli. Hasta cuando rezábamos el rosario las
tres, si mamá salía del cuarto de estar a cualquier cosa, yo contaba los
segundos temblando, con los ojos fijos en la alfombra, hasta que oía sus pasos
que volvían.
Manoli se dio cuenta en seguida, y no perdía ocasión de torturarme.
—Vente a ayudarme a limpiar las lentejas —⁠me decía. O a doblar las
sábanas. O a echar el almidón mientras plancho.
—Es que…
—Anda, ve, nena…
Lo primero era lo peor de todo. Nos sentábamos juntas frente a la mesa de
mármol, y expurgábamos las lentejas, separándolas por montoncitos.
—Pero… ¿qué haces? Mujer, que ésas ya estaban limpias… ¿No te digo?
Oye, que me estoy dejando aquí los ojos para que vengas ahora tú a
mezclármelas… Anda, ya lo hago yo, tú no las toques…
A veces era verdad que me había equivocado, porque con ella todo me
salía mal. Otras, se lo inventaba. De todas formas, volvía a juntar el
montoncito estropeado a las que quedaban por limpiar, suspirando. A la vez
movía la pierna con impaciencia por debajo de la mesa, y al rozarme, me
raspaba con los pelos. Yo no podía aguantarme las ganas de rascarme.
—¿Qué pasa, que tengo la sarna?
—No… —y me quedaba callada viéndola hacer. Lo lógico es que, puesto
que no me necesitaba, me hubiera mandado fuera de la cocina, pero la única
vez que me atreví a insinuárselo, se echó las manos a la cabeza.
—No, mujer. ¡Deja a tu madre un ratito en paz, que disfrute también de tu
hermana! ¡A ver si es que te crees que te he traído aquí por gusto de tenerte a
mi lado! ¡Pues no, hija, no! Era por liberarla un poco a ella…
Y en venganza me arrinconó contra la pared, y me echó el cuerpo encima.
Olía su sudor, y se me clavaban los pelos de sus piernas como púas.
Llevaba calcetines cortos de color amarillo, y un sujetador negro que le
asomaba por debajo de la manga cuando levantaba el brazo.
—¡Oye, con qué descaro me está mirando la mosquita muerta!
Y sí que la miraba, pero sólo del asco que me daba.
Un día que estiró los brazos para alcanzar una cacerola, se le salió la
blusa, y descubrí que por encima de la falda asomaba una pelambrera negra,

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espesa y pujante, como de animal macho.
Me quedé horrorizada. Todas las noches se aparecía en mis pesadillas.
—Ya te he calado yo a ti —decía, moviendo el dedo índice con una
sonrisa cruel. Y de repente se desataba el delantal, y aparecía tal como era,
una bestia desnuda, amenazadora…
No sé qué encantos le ve todo el mundo a su propia infancia. Lo único que
siento yo es un alivio inmenso de haberla dejado atrás. Cuanto más vieja me
hago, más me alegro, porque estoy cada vez más lejos de ella. La peor
desgracia que podría sucederme sería encontrarme otra vez metida en mis
vestiditos de niña, con esa terrible sensación de desamparo…
Manoli estuvo dos años con nosotros. Luego vino la tía, y ya no hacía
falta que siguiera, pero nadie se atrevía a decírselo.
—¡La pobre…! Si tiene que volver con su madrastra…
—Sí, claro, pero tú fíjate lo que te ahorrarías…
Así empezó la guerra entre Manoli y la tía. Mamá se conservaba neutral,
absorta en su batalla particular, luchando entre la compasión hacia la huérfana
y el dinero que iba a malgastar si se quedaba en casa, y yo estaba feliz, porque
ya sabía quién iba a vencer en los dos frentes.
—Según Teresa, fuma por la noche…
—Pero, Concha, ésos son chismes…
—Teresa no tiene pinta de decir mentiras.
Igual que hacían con nosotras, un domingo que libraron las dos, mamá y
la tía entraron a registrar el cuarto en busca de las pruebas de la acusación. Y
tabaco no encontraron, pero sí otra cosa que por lo visto era muchísimo peor.
—¡Un consolador! —exclamó la tía, horrorizada.
—Un… ¿qué? —preguntó mamá.
Luego sólo se oyeron bisbiseos.
A mí me pareció muy raro que Manoli tuviera que consolarse de algo. Yo
creía que era una mujer dura, que nunca estaría triste. Y también me extrañó
el tono de disgusto de la tía. ¿Qué sería un consolador? A lo mejor un librito
con consejos, o la imagen de un santo. Pero entonces, ¿por qué hablaban en
voz baja?
Cuando salieron del cuarto iban enfadadísimas.
—Y esta que te digo yo, había sido monja y todo, no te lo pierdas de vista.
Luego se salió, y se colocó en casa de Aurita, y… ¡mira tú por dónde!
—Pero… ¿tú estás segura?
—¡Segurísima!
—A ver si es de Teresa…

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—Teresa no tiene pinta de… de eso, vamos.
El asunto era tan grave que nos mandaron a nuestro cuarto a jugar, y se
encerraron las cuatro en el comedor. En seguida se oyó la voz de Teresa,
furiosa.
—¡Sólo con preguntármelo, me ofende usted, señora! ¡Una siempre ha
sido muy decente!
Yo intentaba enterarme de lo que pasaba, pero cerraron de un portazo, y
del comedor salieron gritos, lloros y protestas, todo mezclado, de forma que
no pude oír nada.
Al día siguiente Manoli se marchó.
—No toque usted a la niña —⁠le advirtió mamá.
Se volvió hacia mi hermana desde la puerta, cargada como iba con las
maletas, sin rozarla siquiera.
—Adiós, renacuajete —dijo—. Adiós, prenda.
Y a mí me atravesó con una de sus miradas que me heló la sangre en las
venas.

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IX

Aquel verano fue un anticipo de lo que iba a ser mi vida: Isabel se marcharía
de casa, y yo me quedaría con mamá y con la tía para siempre.
En cuanto me dieron a mí las vacaciones, ella se las tomó a mi salud.
—Es una oferta buenísima. Una semana en la playa, en un hotel de dos
estrellas…
—No sé qué dirá la tía… —murmuró mamá.
—Eres tú la que tiene que decirlo…
—Pero ¿cómo vais a ir solas María y tú?
Pero se le notaba por la voz que sí que iba a dejarla que se fuera.
Yo las miraba, apoyada en el marco de la puerta. Isabel vino y me cogió
de la mano.
—Compréndelo, Matilde. Tú por lo menos vas a trabajar y cambias de
aire, pero yo me paso el invierno sin ninguna distracción, aquí encerrada…
No era verdad del todo porque la tía ya salía a dar su paseíto. La
llevábamos mamá y yo cada una de un brazo, como si fuera como siempre,
como antes, cuando íbamos las cuatro agarradas por la calle, que la gente
tenía que pedirnos paso, con aquella alegría que llevábamos…
Una mañana nos llamó Albertina.
—Que dice que si sabéis el teléfono del apartamento donde están la nena
y María… Por lo visto la abuela se encuentra mal…
Mamá se puso en seguida.
—Sí, ése es el que tengo yo, pero no hay nadie…
—Tranquilízate, mujer. Ya volverán…
—Sí, pero ¿cuándo? —preguntó la niña, lloriqueando.
—Seguramente a la hora de comer ya estarán ahí. No te preocupes. Lo
mejor es que reces unas salves y se te pasará el tiempo volando…
El vuelo del tiempo se llevó a la abuela antes del mediodía.
Albertina estaba desesperada. Aprovechando que la tía ya se movía por la
casa, fuimos mamá y yo a asistirla.
—¡Vaya fatalidad, hija mía!

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—Sí, pero… ¿y mi madre? —decía la niña, gimoteando.
—No te apures, que la policía la localizará en seguida… ¿Puedo pasar a
despedirme de tu abuela? Tú, no, Matildita, nena, tú sólo te asomas a la puerta
si quieres…
En el dormitorio de la difunta había dos mujeres viejas, vestidas de negro,
que en cuanto vieron aparecer a Albertina se lanzaron a besuquearla, a la vez
que le acariciaban los brazos y los muslos por debajo de la bata.
La chica se las sacudió de encima como si fueran insectos, y se escondió
detrás de mí.
—¡Pobre! —dijo mamá—. ¡Vaya un golpe para ella! ¿Quieres venirte a
casa hasta que vuelva tu madre?
Dijo que no. Estaba más delgada aún que antes, y movía los brazos
transparentes en la oscuridad.
—Con quien me voy a ir es con mi padre.
—Pero ¿sabes dónde vive?
—No, pero ya le encontraré…
La tía estaba preocupadísima.
—¡Por Dios, no dejéis sola a esa criatura, que va a hacer una tontería! Que
se venga a casa. Al fin y al cabo, no debe de comer gran cosa…
Pero vaya si comía. En una tarde nos dejó sin las reservas de embutidos
«que siempre vienen bien», como decía la tía, «porque en cualquier momento
preparas un arroz con salchichas, o unas patatas con chorizo».
La hija de María lo interpretó a su modo, y prescindió del arroz y de las
patatas.
—Voy a merendar —anunció.
—Enséñale, Matildita, dónde está la cocina —⁠dijo la tía.
Resultó una indicación muy imprudente, porque cuando mamá fue a echar
mano de una punta de jamón para el cocido del día siguiente, se dio cuenta de
que la niña había desvalijado la despensa.
—¡Hija, te lo has comido todo! No lo decimos por el gasto, pero es que…
¡te va a hacer daño…!
—No, qué va. Si en casa como mucho más. Como muchísimo y no
engordo —⁠se esponjaba, feliz, como si no se acordara de la desgracia que
acababa de ocurrirle.
Y dispuesta a demostrarnos la verdad de su aseveración, a la hora de la
cena siguió dando buena cuenta de nuestras famélicas reservas.
—Tendremos que ahorrar en los gastos diarios para recuperarlo —⁠nos
advirtió la tía.

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Nos acostamos temprano porque había sido un día agotador. La hija de
María se había desplomado rendida en el sofá, y hubo que despertarla a
sacudidas.
—Pide por tu abuelita, rica —⁠le aconsejó la tía.
Albertina se despertó a medias.
—Pide por ella —repitió la tía—, que no hay mayor desgracia que morirse
y caer en el olvido…

Era una obsesión suya de siempre. Por eso llevaba escrita la lista de las
ánimas a las que había que encender una lamparita el día de Todos los Santos,
para que no se nos fuera a pasar ninguna.
Tirábamos la casa por la ventana en hilo retorcido y aceite.
—¿Qué te parece, Matilde? ¿Le ponemos una a la pobre Emeteria?
—¡Pero si ni siquiera sabemos si se ha muerto!
—Tú calcula: tenía cerca de cincuenta años en la guerra… Si sigue viva
aún, debe de estar con un pie ya en el otro mundo…
—Sí, pero no es lo mismo…
—¿Y qué hacemos entonces?
Se notaba que la tía se moría de ganas por encender la mecha. Hay que
ver, con lo mirada que era ella siempre con el dinero, y lo espléndida que se
volvía ese día.
—No sé, hija… ¿Se la pusimos el año pasado? —⁠preguntaba, como si el
hecho de que el año anterior la hubiésemos dado por fallecida oficial en
nuestra casa, la convirtiera en difunta también en la realidad.
—No me acuerdo…
—¡Vaya por Dios!
Al final acababa encendiendo la lamparita por si acaso.
—Si no está muerta, que venga ella a soplarla…
—Pero si no está muerta, ¿cómo va a venir?
Luego cortábamos la luz eléctrica, porque nos parecía una falta de respeto,
y nos íbamos a la cama.
A pesar de la solemnidad del día y del derroche luminario que exigía, la
tía seguía velando por nuestra economía, así que para alumbrarnos, en vez de
velas —⁠una linterna también habría sido irreverente⁠—, aprovechaba la mecha
y el aceite sobrantes para fabricarnos una lucerna rudimentaria.
—La apagáis en cuanto os metáis en la cama… No os vayáis a quemar…

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Como utilizaba los mismos vasos que para las ánimas, alguna vez nos
ocurrió que en vez de tomar la lucecita que la tía nos había hecho con el
prosaico fin de alumbrarnos, nos equivocamos, y nos llevamos a nuestra
mesilla una de las lámparas benditas.
—¿Y si luego viene el espíritu?
—Pero ¿de dónde la has cogido?
—Del vasar…
—¡Pero, si ahí estaban los abuelitos…!
—No. De la esquina del vasar, donde nos la ha dejado la tía…
—¿Y si la apagamos y luego resulta que es de un ánima?
—¡No digas tonterías!
Tonterías serían, pero impresionaba muchísimo saber que con aquella
llama tal vez se extinguiría para siempre el alma de la abuela, o de la tía
Joaquina, o del primo Juan Evangelista… Al final la dejábamos lucir, y nos
acurrucábamos, muertas de miedo, las dos en la misma cama, abrazadas,
mirando los dibujos que el fuego hacía y deshacía en la pared.
—No hay nada peor que caer en el olvido…
La tía vino a vivir con nosotros cuando yo iba a tomar la primera
comunión. Se acababa de quedar viuda y le consolaba hablar conmigo.
—Ya tienes siete años, la edad de la razón…
Yo ya sabía que había que persignarse al pasar frente a una iglesia. Fue
ella la que me enseñó que había que hacerlo tres veces si era un muerto el que
pasaba delante de nosotros.
A mí me daban muchísima pena aquellos largos coches oscuros cargados
de flores.
—¿Y si se ha muerto sin confesar?
—Entonces irá al infierno. Por eso hay que estar siempre preparado…
¡Qué horror! ¡Quién sabía la cantidad de pecados que habría cometido el
infortunado ocupante de la caja!
—Dios mío —le decía yo luego en el silencio de mi cama⁠—, Dios mío, te
pido que todo lo que he hecho yo bueno en mi vida se lo regales a ese pobre
señor que se ha muerto…
El primero se llevó muchas buenas obras, todas las de mis piadosos siete
años. El segundo, ya menos, porque sólo habían pasado veinticuatro horas, y
no me había dado tiempo. El tercero y el cuarto se fueron casi de vacío, y por
tanto, quién sabe adónde. De modo que tuve que ponerme a ganar méritos
como loca, para poder regalárselos a los difuntos.
—No quiero flan. El flan para Isabel…

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Y lo apuntaba en una libretita mental, de la que Dios llevaba la cuenta.
Por la noche me acostaba feliz, a hacer balance de mis bondades. Si
seguía portándome así, y si otros creyentes me imitaban, pronto dejaría de
haber condenados…
En seguida me di cuenta de que la mejor de mis obras era precisamente mi
generosidad, y empecé a ofrecerla también como pago para salvar a los
demás.
—Mamá, cuando pedimos por otras personas, además de ayudarlas a
ellas, ¿nos vale esa buena acción a nosotros también para la vida eterna?
—Claro, hija… Son méritos que hacemos…
Bueno, pues hasta a esos méritos para ir al cielo renuncié. Procuraba estar
siempre rezando en mi interior, y a cada poco, me interrumpía para
murmurar:
—Dios mío, todas mis oraciones se las regalo a quien se esté muriendo
ahora en pecado. Esto, y el sacrificio de quedarme yo sin ellas…
No me importaba que mi cuenta de buenas acciones estuviera en números
rojos, porque era una niña, y ya tendría tiempo de arreglarlo. Aun si me
muriera de repente, me quedarían unas décimas de segundo para pedir perdón
y poderme salvar.
Fue una época dichosa, que viví como en el mismísimo cielo. Me sentía
como recomendaba mi misal que había que sentirse: mi alma estaba
inmaculada, no tenía secretos con Dios. Toda yo era blanca y limpia como el
agua de un manantial, y no había ninguna sombra que enturbiara mi corriente
cristalina.
Por eso me quedé despavorida cuando, después de un tiempo en paz, una
noche tuve una pesadilla horrorosa. Habíamos ido la tía y yo a la iglesia, a
una misa de difuntos. A mí me daba un poco de miedo, porque estaba el
féretro abierto junto al altar, con el muerto dentro oyendo cómo todos
rezábamos por él. Como siempre, le había ofrecido a Dios mis buenas
acciones, pero no sé por qué, sentía que era un muerto malo, que no las
aceptaba, y que de todas maneras se iba a ir al infierno.
Y entonces el sacerdote se volvió y extendió las manos como para rezar,
pero tenía la cara oscura y los ojos parecían dos agujeros sin fondo. Y en vez
de repetir las palabras sabidas, palabras que consuelan y por las que se desliza
el alma como en una balsa, gritó con voz estentórea:
—No sólo me has pasado tus buenas acciones, sino también lo otro…
Intenté agarrarme a la tía, muerta de miedo, pero ella me rechazó, como si
fuera el mismísimo demonio, y se apartó de mí, mirándome con horror.

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—Lo otro, ya sabes, lo de Belencita… Por eso voy a condenarme por tu
culpa… Y no sólo yo, sino todos a los que has ido mancillando con tu pecado,
fingiendo que sólo nos regalabas obras buenas…
Y bajó los escalones del altar, y se introdujo en el féretro. Pero aún desde
allí se incorporó y alzó la cabeza, los ojos vacíos, el dedo acusador.
—¿Qué hiciste con tu hermana? —⁠gritó, y su pregunta retumbaba en la
sonoridad de las bóvedas⁠—. Qué hiciste, di, perversa…
«¡Perversa! ¡Perversa! ¡Perversa!», repetían los demás fieles —⁠¿o eran
fantasmas?⁠— entre las columnas, mientras yo luchaba por despertarme a
sacudidas, llena de terror y de angustia.
Desde entonces no me atrevo a enfrentarme a Dios. Le hablo, claro está,
pero de refilón. No puedo levantar la cara hacia la cruz y mirarle
abiertamente. Pero por más que trate de esconderme, Él me conoce. Cuando
aquello ocurrió, su ojo todopoderoso cruzaba el gabinete a bordo del triángulo
amarillo, y me vio, al lado de la cuna…
—¡No, por favor, no!
Volví a rezar, esta vez por la madre de María. Luego, por la hija. Después,
como no me podía dormir, y no hay que regalarle tiempo al ocio ni a los
malos pensamientos, pedí por la pobre Emeteria, estuviera viva o no, y por la
misma tía, que tan alegremente la había condenado a muerte. Luego por el
primo Rafa, que, al poco de darnos la noticia de que no se había estrellado, se
mató en la carretera, como si hubiera querido amortizar el novenario. Y, ya
retrocediendo en el pasado, por la abuelita Dolores y por la otra. Y por papá y
por los abuelos. Y por Belencita, que estaría en su cuna de pesebre de portal
de Belén, y por mí…

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X

El ruido del teléfono llegó ululando a través de las sombras del pasillo,
cuando me empezaba a adormecer.
Isabel se levantó de un salto.
—Es para mí. Ya voy yo…
María llamaba últimamente a las horas más intempestivas, y siempre para
tonterías. Al poco oí las carcajadas de mi hermana, luego cuchicheos y
susurros, y por último me pareció que hasta se estaban intercambiando besos.
Después Isabel volvió a la cama sin encender la luz, procurando no tropezar
con los muebles para no alertarme. Me hice la dormida hasta que se metió en
la cama, y la oí que suspiraba casi sin ruido, probablemente aliviada de que
no la hubiera oído.
—¿Qué tal está? —pregunté.
—¿Cómo que qué tal está?
—María… ¿No era María?
—Ah… Regular…
—Como os reíais…
—Bueno… Sí… —contestó despistada⁠—. Es que quiero animarla. Está
muy apagada… ¿Sabes lo que le dijo su hija el otro día?
Me pareció que intentaba desviar mi atención contándome algún cotilleo,
cuando en realidad hacía tiempo ya que apenas hablábamos.
—¿Qué? —pregunté por pura educación.
—Que ojalá se hubiera muerto ella, María, en vez de la abuela… Que no
servía para nada…
Y se dio la vuelta, cansada del esfuerzo, replegándose sobre sus
pensamientos, que eran otros, y dejándome a mí con la amargura de aquella
frase de Albertina.
Cuántas veces he tenido yo la misma sensación respecto de mí misma. Se
mueren cientos, miles, de africanas, dejando enjambres de niños a quienes
muchas veces no cuidará nadie. Se mueren aquí otras madres, o abuelas, o
tías, o secretarias ejemplares, o doctoras, o amas de casa, o monjas, o sastras,

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mujeres todas ellas imprescindibles para la sociedad o para sus familias, y
mientras tanto yo sigo viva, comiendo una comida y ocupando una casa que
en buena lógica no me pertenecen. Y un puesto de trabajo, porque ¿qué
pasaría si no existiera? Pues que haría un gran bien, porque otra se quedaría
con mi empleo de mil amores.
Hasta las prostitutas, con perdón, son de más provecho, porque ellas
ofrecen placer, aunque sea un placer malvado, y un pecado. Pero esa misma
condición de pecadoras las hace, según el Evangelio, más gratas a los ojos del
Padre de lo que yo nunca llegaré a ser.
El reloj del salón dio la media. Eran las diez y media nada más, y la noche
invitaba… qué sé yo a qué. Me levanté con cuidado también de no hacer
ruido, y salí a la cocina. Bebí un vaso de agua con los pies descalzos sobre las
baldosas relucientes. La luna seguía creciendo al otro lado de los volantes de
la cortina. No era más que abril, pero el calor me ahogaba. Abrí el grifo y lo
dejé correr. Luego llené otro vaso. Las gotas que caían, cada una a su paso, le
marcaban el ritmo al silencio. Entonces, por el ritmo, por el baile, por la
canción, por la conversación de María con mi hermana, me acordé de
Margarita, mi compañera de la academia.
Hacía lo menos cinco o seis años que no la escribía, y más de diez desde
la última vez que nos vimos, pero al fin y al cabo había sido mi amiga, y,
como decía mamá, una amistad nunca se acaba…
De repente me entraron unas ganas tremendas de hablar con ella, de
contarle mi vida, de pedirle consejo y que me dijera si había alguna solución.
Yo no sé qué me dio. ¡Como si ella lo fuera a saber, la pobre chica, que
andaba tan perdida!
—Y además, solución ¿para qué? ¿Qué le vas a preguntar concretamente?
No estaba muy segura, pero el caso es que, aprovechando el secreto de la
noche, fui de puntillas hasta el comedor. No era muy tarde: las once menos
cuarto, menos diez, menos cinco a lo sumo…
En un momento había descolgado y marcado su número. Estaba
nerviosísima. Me temblaban las manos y las piernas y seguramente la voz
también me temblaría…
Pero no hubo lugar, porque cogió el teléfono un hombre.
—¿Diga?
No dije nada… Había pensado colgar si no era ella la que se ponía. Me
daba muchísima vergüenza que le llevaran el recado: «Te llama Matilde
Hernández». «¿Matilde Hernández? Pues no me suena…». Y luego, al cabo
de un rato, una carcajada: «¡Ah, Matilde! ¡Esa Matilde, sí…!».

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—¿Quién es? —repitió el hombre con voz de enfado.
Ni contesté ni me atreví a moverme. Me parecía que mientras tuviera el
teléfono descolgado, podía verme por los agujeritos.
—¡Que quién es! —bramó, y le pegó un golpe al teléfono. Supuse que ya
había dejado el auricular, y sólo entonces me decidí a cortar la comunicación.
¡Qué susto!
Volví a la cama de puntillas, pero debajo de las sábanas el corazón me
daba golpes de campanita desbocada. Estaba tan excitada que temí que Isabel
me oyera. La voz del hombre se había llevado mi tranquilidad para toda la
noche. ¿Quién sería, el marido o el amante? ¿O un amante nuevo? ¿La
seguirían buscando los hombres todavía? En aquellos momentos él se habría
acostado otra vez a su lado, y ella… O quizá no. Era temprano, así que a lo
mejor estaban cenando o viendo la televisión…
Ni siquiera la imagen de la televisión me devolvió al sueño. Al final me
volví a levantar, y, como si no fuera yo, mis pasos me llevaron al comedor de
nuevo…
—¡Diga! —contestó la voz de antes, más enfadada si cabe. Y luego, con
sorna⁠—: Margarita, ponte tú. Debe de ser para ti porque a mí no me
contestan…
Se hizo una pausa. La sangre se me agolpaba en los oídos, repiqueteando
contra el auricular.
—¿Me oyes? ¡Que te pongas! —⁠gritó el hombre a lo lejos.
Fui incapaz de seguir. Colgué y me paseé por la habitación respirando
hondo para recuperar el aliento. Y sin embargo, en cuanto me tranquilicé un
poco, los ojos se me volvieron al teléfono.
Marqué apresuradamente, y esperé con el corazón en un puño.
—Cógelo, cógelo —murmuraba.
No lo cogieron hasta la sexta o séptima vez. Era el hombre.
—¿Quién es? —rugió. Me gustaba esa voz enfadada⁠—. ¿Quién puñetas
es? —⁠repitió, y en la pausa que siguió, se le oía respirar hondo al lado del
teléfono⁠—. ¿Qué quieres, hablar con Margarita, verdad? Espera, que ahora te
la paso.
Debió de tirar el auricular al suelo, porque rebotó varias veces, y yo me
estremecí como si me hubieran tirado a mí con él. Cuando paró por fin, pude
oír unas protestas de mujer, y a él que gritaba por encima. Por fin recogieron
el teléfono del suelo.
—¿Quién es? —preguntó Margarita, con tono de cansancio.
Esperé sin respirar siquiera. Quería que se pusiera otra vez el hombre.

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—No contestan… ¿Qué hago?
—Trae… Dame… Llévate la sartén a la cocina, que quema… ¿Sí?
¡Dígame! —⁠Y luego ya a mi oído, a voces⁠—: ¡Váyase usted a la mierda!
Y colgó, y a mí me entró miedo de que mamá o la tía se despertaran y me
encontrasen allí. Miedo, no arrepentimiento. Miedo de lo que sentía, del gusto
de hacer cosas a escondidas, de meterme en una casa ajena… Sobre todo me
turbaba el eco de la voz del hombre que vivía con Margarita. No me lo pude
quitar de la cabeza en toda la noche. Me hacía cosquillas en el vientre, y era a
la vez como una pluma que me pasara por los labios. ¡Dios mío, qué
vergüenza!
A la noche siguiente esperé hasta que se fueran todos a dormir, y me senté
a leer junto a la lamparita de encima del teléfono.
—No tardes mucho en acostarte, nena. No lo digo por el gasto de luz, sino
por ti, que te conviene descansar…
Dos o tres veces se asomó la tía a ver si seguía allí. Al final me fui a la
cama, porque comprendí que no se dormiría hasta que no viera la lámpara
apagada. Casi llegué a murmurar contra ella, aunque me arrepentí en seguida.
La pobre, siempre mirando por todos, apuntando los gastos con su minúscula
letrita, que se preciaba de hacer más pequeña cada vez, en aquella gastadísima
libreta, que debía de tener lo menos cincuenta años, y constituía en sí misma
un ejemplo vivo de las virtudes del ahorro que contenía.
—Y lo que me ha de durar todavía…
¿Qué diría si se enterara del gasto que estaba haciendo yo del teléfono,
que en casa sólo se tocaba para quitarle el polvo, o para descolgarlo las pocas
veces que sonaba?
Seguramente no me lo perdonaría nunca, pero ni siquiera este
pensamiento me detuvo.
Me levanté despacio. Las sábanas se me enredaban en las piernas, como si
tiraran de mí hacia atrás, pero las aparté con cuidado, y salí. ¿Me habría oído
Isabel? Parecía que no, pero en aquellos momentos casi ni me importaba.
Llegué al comedor sin encender ninguna luz, acariciando las paredes amigas
del pasillo.
—¿Diga? —preguntó el hombre, y aguardó alerta, como un lobo⁠—.
¡Diga! —⁠Luego tapó el auricular, pero le oí gritar al otro lado⁠—. ¡Es él! ¡No
me pongas excusas, porque sé que es él! ¡Os estáis burlando de mí!
Hablaba con tanta rabia y tanta tristeza que me asusté un poco. Yo no
había querido llegar a eso. Después volvió al teléfono.

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—¿No das la cara, verdad? Bueno, pues como vuelvas a molestar, llamo a
la policía… —⁠dijo, y colgó. Ahora su voz me había sembrado alfileres entre
los labios. Resulta muy difícil para mí explicar esto, y aún más reconocerlo,
pero me moría de ganas de que me besara. Tanta ansia me entró que ni
siquiera me molesté en reprochármelo. Sí que eran malos pensamientos y un
pecado, pero…
Marqué otra vez. Habían descolgado.
Como no iba a poder dormirme, me quedé allí esperando que dejara de
comunicar. Me despertó el frío de la madrugada, y me arrebujé contra el
terciopelo de la butaca. Era la butaquita de papá, donde él se sentaba a leer y a
pegar los sellos de su colección. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Se me
habían quitado las ganas de escuchar aquella voz de nuevo. Volví a la cama a
tientas, tiritando, y allí rompí a llorar, pensando en mi padre, hasta que me fui
quedando dormida entre escalofríos.
Al otro día tenía fiebre, así que no pude ir a confesarme. Mamá y la tía se
turnaban al pie de la cama, y también Isabel se acercaba de vez en cuando y
me tocaba la mejilla, porque era la única que sabía calcular la temperatura.
—No es por gasto —oí a la tía entre sueños⁠—, porque ya ves tú que el
mercurio no se gasta por mucho que le pongamos el termómetro. Pero es que
me fío yo más de la opinión de la nena…
Mi hermana olía a un perfume raro de soledad sin voz.
¡Qué tontería! ¿Por qué se me ocurrían esas cosas?
—Porque estás delirando, Matildita. Isabel cree que te ha subido la
temperatura.
—Pero… ¿qué he dicho?
—Tonterías…
—Lo que no tengo que contar es lo del teléfono —⁠me aconsejé en voz
baja, una y otra vez, contra la almohada, al calor de mi aliento abrasador. No
quería que se me olvidara, no fuera a meter la pata. Lo malo es que al final
terminé repitiéndolo en alto. Me desperté sobresaltada, y muerta de frío.
Mamá me ponía un pañuelo mojado sobre los ojos.
—Tranquila, tranquilita…
—¿Qué estaba diciendo?
—Nada… Calla… ¿Te encuentras mejor?
—Mamá, quiero morirme…
—¿Qué tonterías son ésas? —⁠gruñó la tía.
—¿Pero no ves que está delirando? Ella sabe de sobra que la vida es el
mayor don de Dios.

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—Y de sus padres…
—Quiero morirme, mamá, igual que Belencita…
—Calla, mujer —riñó otra vez la tía⁠—. ¿No ves que así disgustas a
mamá?
—Sí —convine yo en mi delirio, sin saber si lo decía o no en voz alta⁠—.
Pero ¿por qué se disgusta? —⁠pregunté, juntando a duras penas las palabras,
porque se me enredaba la lengua entre los dientes y me costaba muchísimo
trabajo hacerme entender⁠—. ¿Porque hablo de Belencita o porque digo que no
quiero seguir viviendo más?
—¡Belencita! ¿Y quién es Belencita?
Era espantoso cómo disimulaban.
Se había abierto un hueco de dolor en mi memoria donde se iban
amontonando las interrogaciones, casi todas vacías de palabras, porque yo no
me atrevía a rellenarlas. Sólo a escribir el signo que las abría, y luego el que
las cerraba, pasando de puntillas por los puntos suspensivos que iban del uno
al otro.
Volvió Isabel con su olor a ricinas, aunque no sé cómo huelen las ricinas,
y con ella volvió también la voz del hombre de Margarita, a oleadas de calor,
como un viento abrasador sobre el desierto de mi cuerpo.
—No le baja, no… Si acaso, le ha subido…
—¿Qué hacemos? ¿Llamamos al médico?
—¡Mamá, me quiero confesar! —⁠grité. Pero no era por aquel hombre,
sino por Belencita.
Mamá se inclinó sobre la cama.
—Ya irás cuando estés bien.
—Pero es que yo quiero decirte…
—¿Qué? —preguntó, acariciándome el pelo.
Seguían allí Isabel y la tía, mirándome en silencio.
—Dime, nena…
—Quiero decirte… No sé… No puedo…
—Vamos, Matildita, tesoro. Estamos aquí las tres personas que más te
queremos en el mundo… Cuéntanos lo que quieras con toda confianza…
Las tres personas que más me querían en el mundo: la pobre tía,
apuntalada sobre sus fracturas como una casa vieja, Isabel, que daba la
impresión de que siempre tenía las maletas preparadas para irse, y mamá.
—Mamá… ¿Por qué no me tuviste sólo a mí? ¿Es que no te gustaba yo lo
suficiente?
—Claro que me gustabas.

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—Entonces, ¿por qué no te quedaste sólo conmigo?
—¿Cómo?
—¿Por qué tuvo que nacer Belencita?
—Está delirando… —dijo esta vez Isabel. Me extrañé al oírla, porque
pensaba que todo aquello estaba sucediendo antes de que ella existiera.
Después se me acercó la tía con un vaso de zumo de limón.
—No le hemos puesto más que media cucharadita de azúcar porque dicen
que sube la temperatura…
La habitación estaba casi a oscuras y no había nadie más.
—Tía… —aproveché, a pesar de que tenía los labios tan resecos que me
costaba trabajo despegarlos⁠—. ¿Por qué no tendrían más niños papá y mamá?
Porque ya entonces les harían también muchos descuentos a las familias
numerosas… —⁠le pregunté, atacándola por su punto débil.
—Tampoco es cuestión de plantearse así las cosas, Matildita. Se tienen…
o no se tienen… Y además, ¿cómo te da por pensar en eso ahora? ¿Qué manía
te ha entrado?
—Sí, pero ¿por qué no tuvieron más?
La tía bajó la voz. Yo era ya mayor, y debía de haber considerado que
podía confiar en mí.
—Bueno… —empezó—, en realidad…
Y entonces apareció mamá, como un rayo. Se conoce que nos había
estado oyendo detrás de la puerta.
—Es Dios el que manda a los hijos, y Dios el que los quita… Las cosas
son como son, y como son hay que aceptarlas…
Y se fueron las dos con sus pasitos cortos, resignados.
Luego me despertó el resplandor rosa del sol, que se había posado en la
habitación como una blanda niebla de algodón, y crecía y se desgajaba
llenándolo todo de nubecillas nuevas.
—Echa las cortinas, nena, que parece que le molesta la luz… ¿Qué tal te
encuentras, Matildita? No tienes casi fiebre ya, y fíjate, no ha habido que
llamar al médico. ¿Estás mejor?
—Sí…
—Te tenemos que dar una noticia estupenda…
Me incorporé en la cama. Sí que debía de ser algo extraordinario de
verdad, porque si no la tía nunca habría usado ese adjetivo. Era sobria hasta
en su forma de expresarse.
—¿Cuál?

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Mamá abrazó a mi hermana por el talle, y de tal guisa se acercaron las dos
a la cabecera, a tropezones con los muebles, porque la habitación es muy
estrecha y no permite esas licencias. Luego se detuvieron delante de la mesilla
en actitud solemne. Hasta la tía se había levantado de la butaca, con lo que le
costaba, y esperaba con impaciencia, a los pies de la cama.
—Pero… ¿qué es lo que pasa? —⁠pregunté, sonriendo de la alegría
anticipada.
Mamá se inclinó hacia mí.
—Que Isabel —dijo con voz quebrada⁠— ha conocido a un chico…
Ya sabía que alguna vez iba a llegar aquel momento que me condenaba a
la soledad absoluta, así que intenté disimular.
—Enhorabuena —dije. Y en seguida me vino a la cabeza la persona que
más sufriría con la noticia⁠—. ¿Y María?
—¿María? —exclamó la tía—. ¿Y qué tiene que ver María en esto?

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XI

—Los conocimos en la playa, ¿sabes? Eran tres, y nosotras, dos, así que
íbamos todos en grupo. Eso, la primera noche. Luego, al día siguiente,
apareció sólo él, Julio. Venía por mí, pero como estábamos María y yo
esperando, nos fuimos los tres a dar una vuelta. Y después, de ahí en adelante,
ya salimos él y yo nada más…
—¿Y María? —volví a preguntar.
Isabel bajó los ojos turbada. Parecía que hablaba tanto sólo para evitar que
yo sacara el tema.
—María hacía su vida: iba a la playa, comía, se echaba la siesta y leía…
Lo mismo que los chicos que iban con Julio.
—Sí, pero ellos eran dos.
Isabel me miró fijamente.
—Tú no conoces a María…
—¿Por qué?
—Porque no la conoces. Desde que empecé a salir con Julio está
insoportable, y se pelea conmigo por cualquier cosa. Me hace la vida
imposible. Ahora me doy cuenta de la envidia que me ha tenido siempre…
Recordé a la María de unos meses atrás, prendada de mi hermana,
acariciándole el pelo con admiración, ofreciéndose a peinarla, a arreglarle la
ropa, a limpiarle los zapatos…
—No creo que fuera envidia lo que tenía…
—¿Ah, no? Y entonces, ¿qué?
—Celos…
Isabel saltó hecha una fiera.
—¿Celos de qué? ¿Qué insinúas? ¿Qué quieres decir?
—Nada…
—Sí, algo quieres decir. ¡Suéltalo!
—Te aseguro que no —contesté confundida.
—Tú te guardas algo… Estás pensando que María y yo… Que antes de
conocer a Julio, ella y yo… Que éramos demasiado amigas, vamos…

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A mí ni se me había pasado por la imaginación tal cosa. Ni antes, ni en
aquel momento, sino más tarde, cuando a los dos días me encontré el bulto
negro de María merodeando por el portal.
—¿Está tu hermana en casa?
—No sé —mentí, aturullándome—. He salido sin despedirme…
—Claro, claro…
Esa misma tarde la vio mamá al volver de la novena.
—Le he dicho que subiera, pero no ha querido. Dice que está esperando a
Isabel para dar una vuelta…
—Podía dejarla en paz ya de una vez —⁠gruñó la tía.
—¡Mujer, no seas así! ¡Menuda vida lleva esa criatura! No hace ni un mes
que se le murió la madre, y ¿sabéis lo que me acaba de contar que ha hecho la
niña?
—¡Cualquier cosa!
—La ha dejado sola y se ha ido a vivir con el padre. ¿Qué os parece?
—¿Con el padre? ¡Pero si no tenían trato!
—Pues ahora ya sí. Por lo visto no soportaba la casa sin su abuela, así que
se marchó con él…
—¿Y la recibieron bien?
—¡Huy, ella está loca de alegría! Y la pobre madre es tonta. Dice que la
hija le reprochó que la hubiera tenido tanto tiempo apartada de él. Casi lloraba
al contármelo. Así que tú figúrate, la niña, qué falta de consideración…
—Siempre he dicho que era muy retorcida…
Entonces oímos unos gritos en la calle.
—¿Son…? ¿Son ellas? —preguntó la tía, sin dar crédito a sus oídos.
Mamá y yo corrimos a asomarnos. Allí estaban María y mi hermana
enzarzadas en una discusión que hacía que se volvieran a mirarlas todos los
transeúntes.
—¡Chhhssss! —ordenó mamá desde el balcón. Pero no se dieron ni
cuenta. Por fin Isabel abrió el portal y se metió, y vimos cómo su amiga
intentaba colarse tras ella, aunque, tras un breve forcejeo, se quedó fuera.
Entonces se puso a llamar al portero automático.
—¿Qué pasa? ¿Qué son esos timbrazos? —⁠decía la tía espantada.
Mamá y yo corrimos a abrir a Isabel.
—¡No hagáis caso! ¡Está loca! —⁠dijo, y descolgó el telefonillo, aunque no
era para hablar con ella, sino para que no sonara.
Pero sí que sonaba. Oscilaba como un péndulo sobre el zócalo, llevando a
uno y otro lado los gritos de María.

Página 89
—Va a haber que llamar a la policía —⁠decía la tía desde el comedor.
—¿Por qué no te pones, rica, y la tranquilizas?
Isabel estaba fuera de sí.
—Que la tranquilice, ¿cómo, mamá? ¿Cómo voy a tranquilizarla? ¿Qué
quieres? ¿Que no salga con Julio? ¡Porque eso es lo que busca, que no le
vuelva a ver!
Mamá la miraba estupefacta.
—¿Por qué iba a buscar eso? ¡Si es tu mejor amiga! Lo que querrá la
chica es un poco de compañía, porque está acostumbrada a pasar mucho
tiempo contigo, pero es natural…
—¡No es natural! ¡No es natural! —⁠gritó mi hermana.
La tía había entrado con sus pasitos quebrados, sin que nos diéramos
cuenta.
—¡Claro que no es natural! ¿Tú crees que una persona arma un escándalo
semejante sólo por una amiga?
—¡Calla, Concha! —dijo mamá, mirándome.
Tuve que vestirme y bajar a convencer a María de que dejara de tocar el
timbre. Se me abrazó llorando en cuanto me vio aparecer, como si yo fuera mi
hermana, y me costó Dios y ayuda quitármela de encima y que se aviniera a
razones.
—Le he prometido que mañana hablará Isabel con ella… —⁠dije al subir.
—Pues no pienso… —gruñó Isabel.
—Pero ¿por qué?
—¿Es que no me entiendes? Yo quiero ser normal. No quiero ser como
ella… Quiero hacer una vida normal, casarme y tener hijos, si es que puedo
todavía, y no llevar a una amiga como un lastre arrastrando…
—Pero le he prometido…
—Tú, sí, pero yo, no.
Me costó trabajo dormir pensando en María. A las dos terminaban
siempre por abandonarnos, pero, a pesar de todo, de momento ella tenía más
suerte, porque su pérdida era tan reciente que el dolor iba a acompañarla
durante algún tiempo todavía.
Sin embargo yo, al recordar la última decepción que me llevé, ni siquiera
sentía dolor ya, sólo vergüenza.

Fue otra vez con un compañero de trabajo, Gabriel, un chico rubio y tímido,
más joven que yo, que ni siquiera me gustaba demasiado. Pero venía a

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consultarme todas las dudas, y algunas veces hablábamos de los demás
compañeros. Empecé a acostumbrarme a él, y a encontrarle atractivos. Tenía
los ojos de un azul apagado como de alivio de luto, pero en seguida los vi más
luminosos. Hasta su voz aguda dejó de disgustarme.
También yo cambié. Me compré un lápiz de labios, rosa clarito porque no
me atreví a más, y me los retocaba de vez en cuando frente al espejo de
bolsillo que me había regalado Margarita años atrás. Todavía me acordaba de
su consejo.
Una tarde que nos habíamos quedado los dos solos revisando los archivos,
me atreví a consultarle.
—Gabriel, tú que eres un hombre —⁠dije, bajando los ojos porque me
intimidaba la palabra⁠—, ¿me podrías dar tu opinión acerca de una cosa? Una
cosa particular, que no tiene nada que ver con la oficina…
—Sí, claro…
—¿Tú crees… —titubeé—, tú crees que voy vestida de una manera
demasiado seria?
—¿Por qué lo dices?
—Por las faldas, que quizá son muy largas… —⁠me aventuré. Y seguí sin
mirarle, porque me daba muchísima vergüenza⁠—. Y porque nunca llevo
pantalones… Y porque siempre voy de azul marino o de marrón.
—¿Y qué? —me preguntó, para animarme a continuar.
—Y por las gafas. Y por los zapatos bajos…
—Es tu estilo… Tiene morbo.
—¿Morbo? —repetí, confundida—. Pero, ¿tú crees…, tú crees que así le
puedo gustar a un hombre?
—Claro, vida… —me contestó.
No sé por qué lo dijo, pero me encontré en el séptimo cielo. Nunca me
había llamado nadie así, más que mamá o la tía, nunca un hombre…
—Puedes gustarles a todos… Empezando por mí…
Entonces se arrodilló, como hacía a veces cuando quería buscar algo en el
cajón de abajo, y de pronto noté su mano alrededor del tobillo, pero no la
sentía como una mano, sino como una de esas pulseritas finas que se llaman
esclavas, y que llevan escrito el nombre de alguien. Ésta llevaba el de Gabriel,
y según sus dedos subían haciendo cabriolas, mi pierna no era la mía,
rechonchita y un poco corta, sino una pierna larguísima, vestida con una
media negra, de artista de cine. Junto a ella, su hermana, abandonada como
suelo estarlo yo, y tan doméstica y vulgar como siempre, la miraba, envidiosa
de su suerte…

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Gabriel siguió subiendo poco a poco. Intenté echarme hacia atrás,
levantarme, qué sé yo…
—Déjate. ¿Qué tiene de malo?
«Hasta la rodilla nada más», pensé, pero debió de adivinarlo, porque al
llegar a la rodilla dio un salto y atravesó la frontera, y me tocó el muslo.
—¡Ah, no, no! —chillé.
—Pero déjame, mujer…
He llegado a la conclusión de que los hombres no tienen moral. Sólo
nosotras la tenemos, y nos toca luchar contra ellos en una batalla injusta, y no
dejarnos vencer por un enemigo que se disfraza de amigo, que nos halaga y
nos lleva a su terreno con tantísima dulzura.
—¿Cómo voy a dejarte —le dije—, si va contra natura?
—¿Cómo «contra natura»?
No pude contestarle, porque era un tema demasiado delicado para tratarlo
allí, con Gabriel abrazado a mi rodilla. Para mí «natura» es lo que nos
diferencia a unas mujeres de otras, esa frontera tras la cual yo me quiero
mantener… Si él iba de buenas, para casarse conmigo, que se me declarara, y
luego ya veríamos…
No debía de ser así, porque desde aquel día apenas volvió a hablarme.
Después me lo encontré un domingo por la calle, agarrado a una chica de su
edad. ¡La pobre…! A ella también intentaría tocarla, o tal vez, según las
apariencias, la habría tocado ya… Después la dejaría, y se iría con otra y con
otra y con otra, hasta que madurase y encontrase por fin a la mujer seria y
dueña de sí misma, como intento ser yo.
La misma historia, que se repite siempre.
Y es que no hay que bajar nunca la guardia. El cuerpo, ahora veo qué
razón tenían mamá y la tía y las monjas del colegio, es como un animal
indomeñable que se desboca y huye a paraísos desconocidos a los que el alma
se resiste a acompañarle. Entonces se irrita como un loco furioso, y tira de
ella valiéndose de todas las artimañas. Capaz es hasta de llorar para que nos
creamos que es el espíritu el que llora por sus ojos, y en soledad se muere de
melancolía sólo para engañarnos…
Pero no es más que un trozo de carne ciego, que se mueve a tientas entre
las sombras. Por eso quiero dominar el mío, y para luchar con él en igualdad
de circunstancias me he buscado yo también mis trucos: cuando me acuesto
me pinto los dedos de carmín, como mamá me hacía de pequeña, y luego,
para no pensar, rezo hasta que caigo dormida.

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—Por muy buena que seas, nunca serás lo suficiente —⁠me decía Manoli a
veces⁠—. Siempre estarás en deuda con tu madre…
—Siempre estaré en deuda con ella —⁠repito, aunque ya nunca se me
olvidará. Y cierro los ojos para no verla, tan pálida entre la negrura de las
sábanas. Pero sigue ahí, y no tengo más remedio que mirarla, apartando la
oscuridad a manotazos.
—Mamá, háblame de Belencita —⁠le pido para que se dé cuenta de lo que
sufro y me perdone.
Y entonces mamá desaparece y ya no está, y si estuviera, tampoco se lo
preguntaría de verdad. Lo iría dejando para más adelante, como hacía
entonces, sin saber que un día no habría ya más adelante.
A lo más que llegué, ya de mayor, fue a intentar enterarme poco a poco,
como el que bebe veneno a sorbitos para no morirse de una vez.
—Oye, mamá, ¿de dónde viene el nombre de Isabel?
—De que le gustaba a papá. Si hubiera sido chico, se habría llamado
Nicolás como él, igual que tú te llamas Matilde por mí. Pero como fue niña, y
no le íbamos a poner Nicolasa, papá eligió el nombre…
—Ah…
—Porque no le íbamos a poner Nicolasa, ¿verdad? —⁠siguió mamá en plan
jocoso, ella que nunca gastaba bromas.
Y es que otra vez estaba intentando desviar el tema, llevándome a otro
lado. No se daba cuenta de que así me hacía mucho más daño, que lo que yo
quería en realidad, era que me cogiera de la mano y me sentara a su lado, y
me contara: «Mira, hija, pasó esto y lo otro, pero tú no tuviste la culpa, y yo
ya te he perdonado…».
Volví a acercar los labios al veneno.
—¿Y por qué no se llamó Be…? —⁠Y me callé, no sé si
intencionadamente o porque ya no podía seguir más.
Mamá levantó los ojos con sobresalto. Yo los bajé.
—… ¿Beatriz? —concluí en un susurro.
Mamá suspiró hondo, sin mirarme.
—¿Por qué Beatriz? No hay nadie en la familia que se llame así, ni
tampoco era el santo del día… —⁠contestó con la voz quebrada.
—¿Y Belén? —le quería preguntar mi corazón.
Pero no podía. Bastante la había herido ya sólo con pronunciar la primera
sílaba. Ella no tenía por qué sufrir por mí. Si no me atrevía a plantear las
cosas directamente, era mejor que me callara.

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Aunque tal vez mi hermana sí llevaba el nombre del santo del día. A lo
mejor se llamaba Belencita porque nació en Navidad. Hice cálculos: yo, en
octubre, e Isabel en diciembre de dos años después. Cabía perfectamente.
—Mamá, ¿por qué encendemos siempre una vela negra en Nochebuena?
—Para recordar a los que ya no están aquí…
—Sí, si eso ya lo sé. Pero…
—Pero ¿qué?
—Pero nada…
Otro sorbo, esta vez, un trago largo, que apuré casi sin respirar.
—¿Por qué estabas de luto cuando nació mi hermana?
—¿Te acuerdas tú de esas cosas? ¡Si no tenías más que dos años! ¿Has
visto, Concha, la memoria que tiene Matildita?
Pero la tía no debía de haberla oído, y no venía a interrumpir aquel
interrogatorio espantoso.
—Me acuerdo o lo he soñado… ¿Por qué era?
—Pues porque… porque se había muerto mi padre, el abuelo Crisóstomo.
—Ah… ¿Y te quitaste el luto cuando nació ella?
—Sí, aunque sólo en los camisones y las batas de andar por casa… Más
que nada para que la niña, que estaba todo el tiempo en mis brazos, viera
otros colores… Pero cuando salía a la calle, siempre iba de negro… Y
entonces ocurrió lo de papá, así es que figúrate tú…
—Pero Isabel nació después de que papá se muriera…
—Isabel, sí. Pero yo hablo de la otra niña —⁠dice mamá en mis pesadillas,
sonriendo tristemente, y santiguándose a la vez⁠—. Dios la tenga en su
gloria…
De la otra niña…
—Claro que tú te referías a Isabel…
Entonces vuelvo a despertarme.
Sin embargo no toda la culpa fue mía. Tendría que haberle explicado a
mamá que es muy cruel ser la mayor, la única hija, y que llegue de pronto una
hermana que te roba a tu madre, y te deja irremisiblemente huérfana para
siempre en la vida. Porque ya no la recuperas. Será la persona que más te
quiera en este mundo, pero nunca volverá a ser tu madre.
De todas formas, ya no podré decírselo, porque no está. Vuelve Manoli
sola, sin ella, y se encuentra el suelo limpio y las patatas lavadas,
amontonadas en la mesa.
—Así que, ¿quieres que te cuente lo que pasó, prenda?

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Me daba miedo de la voz tan dulce que se le había puesto. No quería
separarme de Teresa, pero Teresa estaba fregando las cacerolas, vuelta hacia
la pila, canturreando, y no se daba cuenta de nada.
—Pues mira, fue el nene mayor, y se acercó a la cuna de su hermano, que
dormía la criaturita que parecía un ángel, y el otro, el grande, se le quedó
mirando…
—¡No…! ¡No lo quiero saber…! —⁠chillé aterrorizada.
—Pero… ¡vaya una escandalera! Mujer, Manoli, no seas bruja…
—¿Bruja yo?
—Bueno, bueno… —cortó Teresa, que no quería discutir⁠—. ¿Tú sabes si
queda más jabón?
—En el trastero había una caja sin empezar…
Y entonces me quedé sola con ella… Me había cogido de las muñecas
para obligarme a mirarla de frente, y con la voz me levantaba escalofríos por
las piernas.
Peor aún era lo que decía.
—… Y según le miraba, metió las manos por entre los barrotes, hacia el
crío… Hacia la cría, vamos, que eran crías las dos… —⁠me explicó en un
susurro⁠—. Era la hora de la siesta y no había nadie en el cuarto porque la
madre había salido a beber agua o a tomar alguna medicina… Y es que debía
de estar embarazada ya de la otra…
La escuchaba a la fuerza, sin querer, porque no me podía tapar los oídos.
Me arañaba los dedos con las uñas al sujetarme y su aliento me daba en la
cara.
—Y entonces la nena, la nena grande, le puso una mano en la boca a la
chiquitina, y la otra en la nariz, y apretó y apretó hasta que la criatura dejó de
moverse…
Yo sentí que me hundía en el abismo, en el pozo de angustia donde me
hundo cada madrugada.
—Y luego, hija mía, aunque no respiraba ya y se había puesto moradita
del todo, siguió apretando por si acaso, que no se arrepintió, no, hasta el
último momento…
—¡No era yo! ¡No era yo! —grita la voz de mi pensamiento, porque la
lengua se me ha quedado seca, pegada al paladar. Y entonces se oyen los
pasos de Teresa.
—Ya no quedaba jabón en el trastero —⁠dice, volviendo a arremangarse
frente a la pila, como si no pasara nada.

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XII

María fue a la boda de Isabel sin que nadie la hubiera invitado. Se sentó en el
último banco, y ella solita ocupaba más de la mitad. Ya no quedaba nada de
aquella María nueva y alegre de unos meses atrás: estaba más gorda que
nunca y parecía una mujer mayor. Tenía la cara llena de arrugas sobre la
papada. Iba vestida de negro de pies a cabeza, y sólo la pelambrera gris y
despeinada ponía una nota de alivio de luto en el conjunto. Todo esto lo
observé de reojo, mientras colocaba la silla de la tía en el pasillo, lo más
pegada posible al banco, para que no molestara.
—No vendrá a montar el numerito… —⁠dijo mamá con miedo, porque
desde que Isabel se enfadó con ella había llamado a casa cien veces lo menos,
suplicándonos que se pusiera y hasta llorando.
—No sé, hija… Esperemos que no…
Fue mi hermana la que tuvo la culpa, aunque lo hiciera con su mejor
intención. Yo creía que ni siquiera la había visto, pero cuando acabó la
ceremonia y salía cogida del brazo de su novio bajo la solemnidad del himno
nupcial, al pasar por delante de María se inclinó con una sonrisa y le dejó el
ramo en el regazo. Los ocupantes de los primeros bancos se dieron la vuelta
para mirar a aquella gorda misteriosa a quien la novia agraciaba con su favor.
Y entonces, bajo los ojos de casi toda la iglesia, que tildaban como cirios en la
sombra, ella cogió el ramo y se lo tiró a Isabel literalmente a la cara, y luego
se volvió hacia delante y se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la cruz.
Los invitados no daban crédito a lo que acababan de ver, y se pegaban
codazos con cara de consternación. Algunos, los del fondo, se reían.
—Es una amiga de la novia…
—¡Pues vaya una amiguita!
Ya no supimos más de ella hasta que se murió. Nos enteramos por una
señora del balneario, que era vecina suya aquí en Madrid. Según contó,
pesaba más de doscientos kilos, y los del servicio funerario se las habían visto
y deseado para transportarla y encontrar un ataúd apropiado.

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—Parece que tuvieron que probar con varias cajas, y nada, que no cupo,
hasta que llevaron una monumental —⁠nos explicó mamá, que era quien había
cogido el teléfono.
—¡Pobre chica!
—No iba nadie con ella. Fue en pleno mes de agosto, y dice Pura que era
impresionante el coche negro, que subía solo por la calle vacía…
—Iría la hija dentro…
—No, por lo visto, no…
—Eso son habladurías… Y además, ¿cómo no la acompañó la misma
Pura? Porque en un caso así…
Mamá suspiró.
—No le digáis nada a Isabel. Es tan sensible…
La tía cruzó las manos, con el rosario enredado entre los dedos. Hacía
tiempo ya que ni siquiera se levantaba de la cama, así que las reuniones
familiares se celebraban en su cuarto.
—No, no podemos decirle nada ahora… ¡Pobre Isabelita!
Yo me quedé callada, pensando en María, que se habría marchado de su
casa en la carroza fúnebre, mientras el sol del mediodía mordía los tejados y
las tapias, y hasta la soledad de alrededor…
Casi me daba envidia. Me pasaba los días en el comedor viendo cómo
llegaba el otoño a las tristes paredes del patio. Por lo menos ella había vivido
aunque fuera mal y atropelladamente, pero yo…
Se me debía de notar la melancolía, porque mamá me acariciaba a veces:
—A ti está por llegarte lo mejor, Matildita…
Pero no me ha llegado todavía.

Cuando mamá murió volví a buscar a mis parientes invisibles, y otra vez me
absorbía tanto el juego que me olvidaba de la pobre tía.
—¡Ay, qué abandonada me tienes, nena! —⁠se quejaba⁠—. ¿Por qué no
vienes a hacerme compañía un rato?
Belencita se metió sola entre ellos. Apareció una tarde oscura en la que la
tía se había quedado dormitando, y yo, como tantas veces, me dedicaba a
evocar el pasado.
—¿Os acordáis —le estaba preguntando al contador de la luz y al cuadrito
que tiene enfrente⁠—, de cuando éramos pequeños, y nos escondíamos debajo
de la mesa del comedor?
—Sí… —me respondió una voz desconocida.

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—¿Eres tú? —le pregunté temblando de pies a cabeza. Y ya no contestó,
pero sí que era. Aunque se había muerto antes de saber hablar, y desde luego
mucho antes de poder esconderse debajo de la mesa, era ella que me estaba
gastando una broma.
—¿Qué quieres? —musité despavorida.
—Volver contigo —dijo.
El terror me agarró de los pelos, y apenas conseguí llegar hasta la cama de
la tía.
—Tía, ¿tuve yo alguna vez una hermana, además de Isabel?
—¿Qué dices? ¿Quién te ha contado eso?
—¿La tuve? —insistí.
Pero había vuelto a dormirse. Me incliné sobre ella.
—¡Por Dios, tía!
No me hacía ni caso. La cogí de los hombros, y la zarandeé, primero con
cuidado, y luego más fuerte, pero se había empeñado en no despertarse sólo
por no contestar a mi pregunta. Era tan terca que se mantuvo en sus trece, y
entró en coma aquella misma noche.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —⁠quiso saber Belencita. Y entonces sentí
que no estaba sola y se me pasó el miedo.
Nos pusimos a saltar por el pasillo como locas, mientras la tía se
adentraba en el mundo de la nada. Mi hermana daba largas zancadas de
cascabeles. Parecía mentira que siendo tan pequeña pudiera correr tanto.
Ella me tiraba de la falda hacia abajo.
—No soy pequeña. Tengo los pies muy grandes. Uso las zapatillas del tío
Teodoro… —⁠dijo. Y es que a lo mejor ha ido creciendo en esta vida de
fantasma que vive en mi cabeza⁠—. No soy pequeña ya…
Al día siguiente la casa se llenó de gente. Muchos me besaban y me daban
consejos, aunque a la mayoría ni les conocía. Luego, cuando se fueron todos,
abrí las ventanas para que el viento oscuro del otoño llenara las habitaciones.
—Se ha muerto la tía —le conté a Belencita⁠—. Y mamá se murió hace
casi un año… Y también Isabel se ha ido. Sólo estamos tú y yo…
—¿Quién es Isabel?
—Isabel, nuestra hermana… Nació después que tú…
Pero no le interesa, y se marcha saltando, así que las dos corremos por la
casa vacía, jugamos a pasar por debajo de arcos que no existen, a cruzar
riachuelos y a alzar la vista hacia el globo del pasillo con los párpados
entornados, como si fuera el sol.

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—¿A quién te parecerías, Belencita, si vivieras ahora? Habrías crecido
mucho…
—¿No hay un retrato mío en casa? —⁠me pregunta.
No lo sé, porque no me atrevo a abrir el cajón de la cómoda donde mamá
guardaba sus secretos. Además, si me encontrara allí la foto de una niña, no
podría averiguar nunca de quién era, si de Isabel, de Belencita, o mía… No
tenía más que cinco o seis meses cuando…, cuando…
—¡No! ¡No! ¡No puede ser! ¡No puede ser! —⁠repito enloquecida como
entonces, agarrándome la cabeza, que se me va de horror y de tristeza⁠—. ¡Yo
no te hice nada! —⁠le digo a ella por primera vez⁠—. ¡Yo te quería!
Después abro los ojos y veo que estoy sola. El fantasma de Belencita se ha
escondido y me espera detrás de la cortina. Antes de ir a buscarla escucho con
atención los ruidos del pasillo. Corren por las paredes las luces y las sombras
de la escalera, y un olor a fritura se cuela por el patio. Ahora la casa está en
paz, mi alma está en paz, y todos los que me tienen que querer, me quieren,
aunque ya se hayan muerto…

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