La Ballena Azul, Hector Tizon

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Tal vez a legua y media de Yala ―lo cual antes era mucha distancia, cuando la velocidad no

había impuesto su ritmo a la vida y el hecho de nacer en un lugar era primordial o importante―
estaba el poblado de Los Molinos; quizá no un poblado ―meros rastros de una antigua merced―
sino tan sólo unas cuantas viviendas junto a la gran sala donde durmió el general Belgrano.
La casa todavía existe, casi en ruinas, ahora al costado de una alevosa carretera que le expropió
buena parte de su huerta, dejándole el torreón de las palomas, las verandas y el muro, algunas
palmeras y dos o tres nísperos hueros y obstinados. De esa casa conservo un olor, un claroscuro,
algunos pedazos de cielo entre las alfajías de su techumbre careada, la figura silenciosa de una
mujer marchita, de cabellos negros y larga pollera verde; una luminosidad y unos zumbidos de
alma en pena deambulando a la hora de la siesta también están presentes otros ruidos, confusos o
amortiguados o inexistentes, como eco de aquel mundo muero tiempo atrás, que acababa de
llegar. En una de las habitaciones de esa casa, frontera de una acequia ―espacio pircado de por
medio, con pisingallos y matas de frutilla silvestre creciéndole por todos los costados― estaba el
aula donde funcionaba la escuela.
En esa escuela, al igual que en todas las demás escuelas a las que después, no recuerdo haber
aprendido nada que me sirviese, pero tengo unidas aquellas imágenes docentes y sucesivas con la
idea de la crueldad, la humillación, el deber impuesto, autoritario y castrador, la educación
dictada a palos, al margen del ritmo de nuestra vida, propinada con el extraño lenguaje de los
manuales y las cartillas, que tragábamos a viva fuerza, como un alimento ajeno, calmo y forzoso.
La clase daba comienzo cuando la maestra ―entonces una Sra. Ad honorem― llegaba a bordo de
un Rugby conducido por un hombre flaco y mudo, a veces mucho después de todos nosotros. Los
bancos eran para dos alumnos y yo me sentaba junto a una niña gorda, de unos trece años,
entenada de un puestero de San Pablo de los Reyes, que aparecía, siempre la primera, de a pie, o a
menudo montada en un burro con árganas de varillas de sauce que su padre empleaba para
recolectar las verduras. No tenía guardapolvo; tenía ojos vivaces pero desconfiados y cautelosos
como los de un pájaro y se llama Pancha; de tarde servía casa del hacendero Muñoz, para peinar a
la dueña, despiojarla y destrenzar y trenzar sus largos cabellos. Era unos cinco años mayor que
yo.
El aula era una sola y del primero al cuarto grado todos íbamos juntos. Había, en un rincón, un
esqueleto humano, de pie, colgado de una vara y en la actitud tambaleante de un borracho; en el
otro rincón había una alta percha de astas y al frente y hacía arriba un retrato de prócer con cara
de oligofrénico.
La maestra ese día repartió las pizarras y tres pedazos de tiza de colores distintos entre algunos
alumnos, y dijo: “Hoy van a dibujar una ballena. Una ballena es un cetáceo mamífero, que vive
en el mar y tiene esta forma que yo hago en el pizarrón. Copien.
Era un asunto deslumbrante y maravilloso para quienes vivíamos en las montañas y jamás
habíamos salido más allá de cinco leguas a la redonda. Ni las pizarras ni las tizas alcanzaron para
mí, que tuve que mirar cómo trabajaba Pancha.
Al cabo de diez minutos la maestra, que luego de dibujar en el pizarrón había permanecido en su
escritorio masticando sen-sen, en silencio, vino a pasearse entre los bancos para observar el
trabajo. De ese momento ahora recuerdo las gastadas baldosas del piso, el taconear de sus zapatos
y el aleteo espantadizo de algún murciélago en la cumbrera tenebrosa del techo, cuando sonó la
bofeteada junto a mí.
―¡Idiota!, gritaba la maestra con la pizarra de mi compañera de banco en sus manos, ― has
pintado de azul la ballena! ¿De qué color entonces habrías de pintar el mar? ¡Fuera de aquí,
pedazo de burra!
No me dí cuenta en qué momento Pancha desapareció del aula. Dicen que primero estuvo
llorando sentada entre las matas, debajo de unos tarcos. Después, seguramente huyendo del pavor
del mar y la pedagogía, nunca más volvió a la escuela.

Yo me salvé, ignorando, tal vez porque mi padre jugaba al ajedrez y vivíamos en una casa blanca.

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